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Johnny el Oso
Por John Steinbeck
La aldea de Loma está situada, como su propio nombre indica, sobre una pequeña colina
redondeada que se alza como una isla a la entrada del valle de Salinas, en California central. Hacia
el norte y el oeste del pueblo se extienden kilómetros y kilómetros cuadrados de aguas negras y
pantanosas. Pero hacia el sur, esos pantanos habían sido desecados. El resultado de este drenaje
fue la aparición de una fertilísima tierra de cultivos, una tierra negra tan rica que las lechugas y las
coliflores alcanzaban allí tamaños gigantescos.
Los propietarios de las tierras pantanosas que se extendían al norte del poblado decidieron
desecarlas siguiendo el ejemplo de sus vecinos del sur. A tal fin, se reunieron y formaron una
cooperativa. Yo trabajo para la empresa a la que fue encomendada la tarea de construir el canal
que debía atravesar los nuevos terrenos de cultivo. Cuando llegó la excavadora flotante, la
descargamos y la montamos e, inmediatamente, se empezó a abrir un foso a todo lo largo del
pantano.
Intenté, durante una temporada, vivir en los barracones flotantes, con el resto de la dotación.
Pero los mosquitos, que se dejaban caer sobre el campamento en forma de densas nubes, y la
pestilente neblina que crecía cada noche de las aguas del pantano y se quedaba pegada a la
superficie de la tierra, me empujaron a tomar la decisión de trasladarme a la aldea de Loma y
alquilar allí una habitación amueblada, la más mísera y triste que haya visto jamás, en la casa de la
señora Ratz. Debería haber mirado otras, pero la sola idea de que mi correspondencia quedara al
cuidado de la señora Ratz me hizo inclinarme por ésta. Después de todo, yo sólo tendría que ir a
ese cuarto frío y desnudo para dormir. Las comidas las hacía en el comedor del campamento
flotante.
Loma no tenía más de doscientos habitantes. La iglesia metodista estaba situada en el lugar más
alto de la colina; la aguja de su torre era visible a varias millas de distancia. Dos tiendas de
comestibles, una ferretería, el antiguo Masonic Hall y el bar El Búfalo constituían los únicos
edificios públicos del lugar. En la falda de la colina se encontraban las casas de madera en las que
Cuento del Mes
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residía la población, y en los fértiles llanos que se extienden hacia el sur se hallaban las granjas de
los terratenientes, pequeñas propiedades rodeadas, por lo general, de altos setos de cipreses que
servían para protegerlas de los fuertes vientos vespertinos.
Al caer la tarde no había nada que hacer en Loma, aparte de darse una vuelta por El Búfalo, un
viejo inmueble hecho de tablones, con puertas como de saloon de época y un porche con suelo de
madera. Ni la Ley Seca ni la derogación de la Ley Seca habían hecho variar un ápice sus ganancias,
sus clientes o la calidad de su whisky. No había habitante de sexo masculino de Loma, mayor de
quince años, que no se pasara, al menos una vez a lo largo de la noche, por el bar El Búfalo, se
tomara alguna copa, charlara un rato y se volviera luego a casa.
Carl el Gordo, el propietario y camarero del bar, recibía gustoso a los forasteros, siempre con la
misma flemática hosquedad que, no obstante, inspiraba familiaridad y afecto. Su cara era
desabrida, el tomo de su voz abiertamente hostil y sin embargo... No tengo ni idea de cómo lo
hacía. Desde luego, si sé que me sentí agasajado cuando Carl el Gordo me conoció lo suficiente
bien como para mirarme con su cara de cerdo amargado y preguntarme, con un punto de
impaciencia:
–¿Qué le pongo?
Siempre hacía la misma pregunta, a pesar de que sólo servía whisky y, además, de una sola marca.
Yo había llegado a ver cómo se negaba a echar un chorro de limón en el vaso de whisky de un
forastero. A Carl el Gordo no le gustaban las tonterías. Llevaba siempre encima un enorme paño,
que se ataba a la cintura a modo de mandil y con el que se pasaba el tiempo secando los vasos a
todo lo largo de la barra. El suelo del bar era de madera y estaba siempre cubierto por una capa de
serrín; la barra era un antiguo mostrador de tienda, las sillas estrechas y durísimas; la única
decoración del local la constituían un puñado de fotografías, tarjetas y carteles pegados en las
paredes, que representaban candidatos de pasadas elecciones municipales, viajantes y
subastadores. Algunos de estos papelotes eran muy viejos. Así, todavía estaban allí colgadas las
tarjetas de campaña de reelección del sheriff Rittal, que había muerto siete años atrás.
El nombre de bar El Búfalo suena, incluso a mí, a lugar espantoso. Pero cuando, por la noche,
caminabas calle abajo sobre las aceras de madera, dándote en la cara las espesas nubes de sucia
niebla procedente del pantano, abrías las puertas del viejo saloon del local de Carl el Gordo y veías
a los hombres sentados en las mesas, hablando y bebiendo, y Carl el Gordo que se te acercaba,
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aquello era para ti como el mismísimo paraíso. Habrías hecho cualquier cosa con tal de no salir de
allí a enfrentarte con la nauseabunda niebla de la noche.
Se organizaban partidas amistosas de póker. Timothy Ratz, el marido de mi casera, se pasaba el
tiempo haciendo solitarios y haciéndose trampas a sí mismo, porque se había prometido tomar un
vaso de whisky cada vez que consiguiera terminar uno. Lo he llegado a ver acabar hasta cinco
partidas seguidas de ese modo. Cuando ganaba, ordenaba cuidosamente las cartas sobre la mesa
y caminaba dignamente hacia la barra. Carl el Gordo, con un vaso ya medio lleno antes de que
llegara, le preguntaba invariablemente:
–¿Qué le pongo?
–Whisky –respondía siempre Timothy con toda solemnidad.
En aquel alargado local, los asiduos, hombres procedentes tanto de las granjas como del pueblo,
se sentaban en las estrechas y duras sillas o se quedaban apoyados sobre el viejo mostrador.
Siempre había allí un suave y monótono murmullo de conversaciones, excepto cuando se
aproximaban elecciones o importantes combates de boxeo. En esos casos, se solían escuchar
discusiones en voz alta destacándose por encima del cuchicheo general.
Yo odiaba profundamente tener que salir de allí, enfrentarme a la húmeda noche escuchando a lo
lejos, por el lado de los pantanos, el zumbido de la perforadora diesel y el sonido metálico de los
mecanismos de drenaje, y tener que caminar lentamente hacia mi desangelada habitación en casa
de la señora Ratz.
Muy poco después de mi llegada a Loma, trabé amistad con Mae Romero, una guapísima mujer de
ascendencia mexicana. Algunas tardes paseaba con ella por la parte sur de la colina, hasta que la
desagradable niebla nos obligaba a regresar al pueblo. Y después de haberla acompañado hasta su
casa, me pasaba por El Búfalo un rato más.
Una noche estaba en el bar hablando con Alex Hartnell, que es propietario de una pequeña granja
muy bonita situada al sur de la colina. Estábamos hablando de la pesca de la lubina, cuando las
puertas se abrieron de par en par y volvieron a cerrarse rebotando en sus goznes. Inmediatamente
se hizo el silencio entre los hombres. Alex me dio un ligero codazo y me dijo:
–Ése es Johnny el Oso.
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Yo me volví a mirar. Su nombre lo describía perfectamente, mucho mejor de lo que yo puedo
hacerlo. Tenía el aspecto de un gigantesco, bobo y sonriente oso. Su cabeza, cubierta por una
espesa mata de pelo negro, estaba inclinada hacia adelante y sus largos brazos colgaban a ambos
lados de su corpachón como si fuera un animal que normalmente anduviera a cuatro patas y se
hubiera puesto sobre dos sólo para hacer una pirueta. Sus piernas eran cortas y arqueadas, y
terminaban en unos extraños pies de forma totalmente cuadrada. Estaba vestido con un overol
vaquero de color azul oscuro, pero iba descalzo; no parecía que sus pies estuvieran heridos o
tuvieran deformaciones. Simplemente eran cuadrados, tan anchos como largos. Se quedó justo
enfrente de la puerta, y los colgantes brazos le balanceaban suavemente, como suelen hacerlo los
tontos. En su cara se dibujaba una estúpida sonrisa de felicidad. Avanzó y, por su inmenso
volumen y su torpeza, más bien parecía arrastrarse que caminar. No se movía como una persona,
sino como algún tipo de alimaña nocturna. Cuando hubo llegado a la barra, se detuvo, paseando
expectante sus pequeños ojos brillantes por los rostros de los presentes, y preguntó:
–¿Whisky?
Loma no era un lugar que se caracteriza precisamente por su esplendidez. Allí un hombre no
invitaba a otro hasta que estuviera totalmente seguro de que sería correspondido
inmediatamente. Por eso, me quedé muy sorprendido cuando uno de los hombres se adelantó y
depositó silenciosamente una moneda sobre el mostrador. Carl el Gordo rellenó un vaso. El
monstruo lo cogió y engulló el whisky de un solo trago.
–Pero ¿qué diablos...? –empecé a exclamar. Pero Alex me interrumpió con un codazo.
–Chis...
Entonces, dio comienzo un más que curioso numerito. Johnny el Oso se fue hacia la puerta y
empezó a renquear de nuevo hacia la barra. La sonrisa de idiota no desapareció de su rostro.
Cuando estuvo en el centro del local, se tumbó boca abajo. De su garganta surgió una voz que me
resultó bastante familiar.
–Pero tú eres demasiado guapa como para vivir en un pueblo tan sucio y miserable como éste.
El tono de la voz se elevó, y ésta se tornó en algo parecido a la de una mujer, con una leve traza de
acento extranjero.
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–Usted sólo quiere seducirme.
Estoy seguro de que faltó poco para que me desmayara. La sangre me latía con fuerza en el
interior de los oídos. Me puse colorado como un tomate. La voz que había salido de la garganta de
Johnny el Oso era ni más ni menos que la mía. Tenía exactamente la misma entonación y había
pronunciado las mismas palabras. La otra voz era la de de Mae Romero, idéntica a la original. Si no
hubiera visto que la voz salía de aquel engendro tumbado boca abajo en el suelo, habría
empezado a buscar a Mae con la mirada. La conversación continuó. Hay frases que parecen
realmente estúpidas cuando las pronuncia otra persona. Johnny el Oso siguió hablando o, más
bien, su garganta siguió emitiendo sonidos inteligibles. Poco a poco, las miradas de los hombres
del bar habían ido desplazándose de Johnny el Oso hacia mí. Me hacían muecas sonrientes, y yo
no podía hacer nada para salir de aquella situación. Sabía que, si hubiera intentado detener a
Johnny el Oso, me las habría tenido que ver con todos ellos. Así que tuve que permitir que la
escena llegase a su fin. Cuando por fin terminó, me sentí muy aliviado porque Mae no tuviese
hermanos en el pueblo. Eran tan ridículas, tan banales y tan forzadas las palabras que habían
salido de la garganta de aquel monstruo...
Una vez que hubo acabado su perorata, Johnny el Oso se puso de pie, con aquella estúpida sonrisa
de memo en el rostro, y preguntó de nuevo:
–¿Whisky?
Creo que los hombres del bar sentían compasión de mí. Dejaron de mirarme fijamente y se
pusieron a hablar forzadamente unos con otros. Johnny el Oso se fue hacia la parte trasera del
local, se metió debajo de una mesa redonda de juego, se tumbó allí, enroscado como un perro, y
se echó a dormir.
Alex Hartnell me miraba compadecido:
–¿Es la primera vez que lo oyes?
–Sí. ¿Quién diablos es ese monstruo?
Alex ignoró al principio mi pregunta.
–Si estás preocupado por la reputación de Mae, olvídalo. Johnny el Oso la ha seguido ya otras
veces.
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–Pero ¿cómo pudo oír nuestra conversación? Yo no lo vi por allí.
–Nadie puede ver u oír a Johnny el Oso cuando está espiando. Es capaz de moverse sin hacer el
más mínimo ruido. ¿Sabes lo que hacen los jóvenes del pueblo cuando han quedado con alguna
chica? Se llevan un perro. Los perros le tienen miedo a Johnny y pueden olerlo cuando se acerca.
–¡Santo Dios! Esas voces...
Alex asintió con la cabeza.
–Ya. Ya lo sé. Algunos de nosotros escribimos hace tiempo a la universidad contándoles lo de
Johnny; y mandaron a un joven profesor. Cuando lo examinó, nos contó lo de Tom el Ciego. ¿Has
oído hablar alguna vez de Tom el Ciego?
–¿Aquel pianista negro de jazz? Sí He oído cosas sobre él.
–Eso es. Tom el Ciego era un deficiente mental. Apenas podía hablar, pero era capaz de imitar
cualquier melodía que escuchara al piano, por muy larga que fuera. Le hicieron pruebas con
músicos virtuosos, y era capaz de reproducir incluso las características más personales de su estilo
de tocar. Para pillarlo, introdujeron errores casi imperceptibles, pero Tom también imitaba los
errores. Era como si fotografiara hasta el más mínimo detalle de las melodías. Bueno. Pues a
Johnny el Oso le pasa lo mismo, sólo que él fotografía las voces y las palabras. El profesor le hizo
una prueba con un largo pasaje en griego y Johnny lo reprodujo exactamente. No conoce las
palabras que está pronunciando, simplemente las suelta. No tiene cerebro suficiente como para
construir frases, así que sabemos que lo que dice no es ni más ni menos que lo que ha oído.
–Pero ¿por qué lo hace? ¿Qué interés puede tener en ir por ahí escuchando las conversaciones de
los demás, si no las entiende?
Alex lió un cigarro y lo encendió.
–Él no saca nada de esas conversaciones, pero le gusta el whisky. Sabe que si espía a través de las
ventanas y luego viene aquí y repite lo que haya oído, alguien le invitará a un vaso de whisky.
Antes, intentaba captar las conversaciones de la señora Ratz en la carnicería, o las discusiones de
Jerry Noland con su madre. Pero ya no puede conseguir whisky por eso.
–Lo extraño es que nadie le haya pegado un tiro mientras estaba espiando por alguna ventana.
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Alex dio una calada a su cigarro.
–Ya lo ha intentado un montón de gente, pero es imposible ver a Johnny el Oso, y nunca lo puedes
pillar con las manos en la masa. Sólo te queda cerrar las ventanas y hablar en voz muy baja, si no
quieres que él se entere y venga aquí a contarlo todo. Has tenido suerte de que esta noche
estuviera muy oscuro. Si no, también habría imitado tus gestos y tus acciones. Tendrías que haber
visto a Johnny el Oso intentado poner la cara de una jovencita. No es precisamente primoroso.
Miré hacia la figura que yacía tumbada bajo la mesa. Johnny el Oso daba la espalda al local. La luz
caía sobre su negra melena. Vi que una enorme mosca se posaba sobre su cabeza y juraría que vi
también cómo todo su cuero cabelludo se estremecía, de la misma manera que la piel de los
caballos tiembla para espantar a las moscas. La mosca se posó de nuevo sobre él y la piel volvió a
vibrar. Yo también sentí un estremecimiento a lo largo del cuerpo.
Las conversaciones en el interior del bar habían vuelto a caer en la misma monotonía de antes.
Carl el Gordo había pasado los últimos diez minutos secando un vaso con el paño que llevaba
siempre encima. Los componentes de un pequeño corro de clientes que había cerca de mí estaban
hablando de perros y gallos de pelea y, poco a poco, la conversación se fue desviando hacia las
corridas de toros.
Alex, a mi lado, propuso:
–¡Venga! Vamos a tomar algo.
Nos aproximamos al mostrador. Carl el Gordo sacó dos vasos.
–¿Qué les pongo?
Ninguno de los dos respondimos. Carl llenó los dos vasos de whisky. Me miró hoscamente y uno
de sus carnosos párpados se cerró en un solemne guiño. No sé por qué, pero me sentí muy
halagado en ese momento. La cabeza de Carl señaló hacia la mesa redonda de juego.
–Le pilló, ¿verdad?
Le guiñé un ojo.
–Otra vez iré con un perro –respondí intentando imitar sus frases cortas y concisas.
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Nos bebimos el whisky y volvimos a nuestras sillas. Timothy Ratz ganó una partida de solitario,
amontonó las cartas y se acercó a la barra.
Volví a mirar hacia la mesa de juego de Johnny. Seguía allí, ahora despierto y tumbado boca abajo.
Su sonriente rostro de idiota estaba vuelto hacia el local. Movió la cabeza mirando en todas
direcciones, como un animal cuando está a punto de salir de su madriguera. Entonces, se arrastró
fuera de la mesa y se puso de pie. Había una curiosa paradoja en sus movimientos: Johnny el Oso
tenía un aspecto de pesado y contrahecho, no obstante, se movía sin esfuerzo aparente.
Johnny atravesó el bar en dirección al mostrador, sonriendo a todos los hombres que había cerca
de él. Al llegar a la barra, comenzó con sus preguntas quejumbrosas:
–¿Whisky? ¿Whisky?
Su súplica era como el canto de un pájaro. No sé qué clase de pájaro, pero lo he oído alguna vez,
un canto de dos notas en escala ascendente que formaban las dos sílabas de su insistente petición:
–¿Whisky? ¿Whisky?
Las conversaciones se interrumpieron, pero nadie se adelantó para depositar monedas sobre el
mostrador. Johnny sonrió implorante:
–¿Whisky?
Entonces intentó animar a sus benefactores. Una voz femenina llena de enfado surgió de su
garganta.
–Le digo que era todo hueso. Veinte centavos por media libra y la mitad era hueso.
Y luego la de un hombre:
–Sí, señora. Disculpe. No lo sabía. Le regalaré algunas salchichas para compensarla.
Johnny el Oso miró expectante en todas direcciones.
–¿Whisky?
Ninguno de los clientes del bar se dignó a invitarlo. Johnny se arrastró hasta la puerta principal del
local y se puso en cuclillas.
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Yo pregunté:
–¿Qué está haciendo ahora?
Alex me respondió:
–Chis... Está mirando por una ventana. ¡Escucha!
Se oyó la voz de una mujer. Era una voz fría, segura. Las palabras que sonaron fueron:
–No puedo entenderlo. ¿Eres un monstruo o algo así? Si no te hubiera visto, no lo habría creído.
Otra voz de mujer le respondió. Ésta, en cambio, era grave y atormentada.
–Puede que sea un monstruo. Pero no puedo evitarlo. No puedo.
–Tienes que poder –retomó la voz fría–. Si no, lo mejor es que te mueras.
De los labios cerrados y sonrientes de Johnny el Oso brotó un sollozo apagado, el lamento de una
mujer desesperada. Miré a Alex. Estaba rígido, con los ojos abiertos como platos, y no pestañeaba.
Despegué los labios para hacerle una pregunta, pero me detuvo. Paseé la mirada por todo el local.
Los hombres estaban inmóviles y silenciosos. El sollozo cesó.
–¿Has sentido esto alguna vez, Emalin?
Alex contuvo la respiración al oír ese nombre. La voz fría respondió:
–Por supuesto que no.
–¿Ninguna noche? ¿No lo has sentido nunca en la vida?
–Si hubiera sido así –sentenció la voz fría–, si alguna vez hubiera sentido algo así, me habría
desecho de esa parte de mí. Y ahora, déjate de gimotear, Amy. No estoy dispuesta a soportarlo
más. Si no logras controlar tus nervios, no tendré más remedio que someterte a tratamiento
médico. Y ahora, vuelve a tus oraciones
Johnny el Oso sonrió al canturrear su:
–¿Whisky?
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Dos hombres se adelantaron y, sin decir palabra, colocaron dos monedas sobre la barra. Carl el
Gordo llenó dos vasos y, cuando Johnny se los tragó, uno después de otro, rellenó un tercer vaso.
Todo el mundo comprendió, por ese gesto, que estaba muy interesado en la historia. Porque lo
cierto es que nunca se bebía por cuenta de la casa en el bar El Búfalo. Johnny el Oso miró hacia los
clientes sonriendo y comenzó a caminar arrastrándose como solía hacer. Las puertas se cerraron a
la vez cuando salió, lentamente y sin hacer ningún ruido.
La conversación ya no recomenzó. Cada uno de los clientes del local parecía tener la cabeza
ocupada con sus propios problemas. Uno a uno, fueron saliendo todos de allí, y las puertas, al
cerrarse empujaban ligeras nubecillas de niebla hacia el interior del bar. Alex se levantó y caminó
hacia la calle. Yo le seguí.
La noche tenía un aspecto sucio bajo aquella densa capa de maloliente niebla, que parecía
quedarse pegada a los edificios y sofocar el aire. Aceleré el paso para alcanzar a Alex.
–¿Qué estaba diciendo? –le pregunté–. ¿De quién hablaba?
Por un momento pensé que no me iba a contestar. Pero entonces se paró y se me quedó mirando.
–¡Qué vergüenza! Verás. Cada pueblo tiene sus aristócratas, una familia irreprochable. Emalin y
Amy Hawkins son nuestras aristócratas. Dos hermanas, mayores y solteras las dos, encantadoras.
Su padre fue diputado. No me hace ninguna gracia que Johnny el Oso vaya por ahí hablando de sus
cosas. No está bien. ¡Caramba! Ellas le dan de comer muchas veces. Los del bar no deberían
haberlo invitado a whisky. Ahora se pasará todo el tiempo husmeando por la casa de las dos
señoras... Ya sabe que puede conseguir whisky por ello.
Yo pregunté:
–¿Son parientes tuyas?
–No. Pero son tan... No son como la demás gente. Tienen tierras al lado de mi granja. En ellas
trabajan varios grupos de inmigrantes chinos. ¿Sabes? Me es difícil explicarlo. Las Hawkins son
como símbolos. Son el ejemplo que ponemos a nuestros niños para..., vaya, para describirles lo
que significa ser bueno.
–Sí. Pero Johnny el Oso no ha dicho nada que pudiera ofenderlas, ¿no?
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–No lo sé. No sé que quería decir todo eso. En fin, me lo puedo imaginar. ¡Vaya! Tendrás que irte a
dormir andando. No he traído el Ford. Yo voy a ir dando un paseo hasta mi casa.
Se dio la vuelta y se perdió a paso rápido entre aquella niebla que se convulsionaba lentamente.
Caminé hasta la casa de tablones de madera donde tenía alquilada mi habitación. Podía escuchar
el rumor de la máquina diesel allá en el pantano y el sonido de la gran pala que iba tragándose la
tierra cenagosa a su paso. Era sábado por la noche. La perforadora se detendría a las siete de la
mañana del domingo y no retornaría su trabajo hasta la medianoche de ese día. Podría decir, por
el sonido que me llegaba, que todo iba bien. Subí las estrechas escaleras que llevaban a mi cuarto.
Una vez que estuve metido en la cama, dejé encendida la luz y me puse a contemplar los insípidos
y mortecinos dibujos del papel de las paredes. Pensé en las dos voces que habían salido de los
labios de Johnny el Oso. Eran voces auténticas, no imitaciones. Recordando los tonos de esas
voces, era capaz de visualizar a las dos mujeres que habían hablado: Emalin, con su voz gélida, y
Amy, con el rostro desesperado y habitado por la pena. Me pregunté qué era lo que la estaba
haciendo infeliz. ¿Sería únicamente el sufrimiento solitario de una mujer ya madura? Eso fue lo
que me pareció a mí, dado el inconmensurable terror que traslucía su voz. Me quedé dormido con
la luz encendida y tuve que levantarme bien entrada la noche para apagarla.
Hacia las ocho de la mañana del día siguiente, me acerqué a la obra atravesando el pantano. Los
obreros estaban muy ocupados sustituyendo los cables de acero de las máquinas. Supervisé la
labor por un rato y a las once volví a Loma. En frente de la casa de madera de la señora Ratz, Alex
Hartnell me estaba esperando sentado al volante de un Ford Modelo T. Me llamó:
–Estaba a punto de ir a la obra a recogerte. He matado un par de pollos esta mañana. Y pensé que
te gustaría venir a casa y echarnos una mano con ellos.
Acepté encantado. Nuestro cocinero, un hombre grandote y pálido, era bastante bueno, dentro de
lo que cabe; pero, últimamente, había experimentado hacia él una creciente antipatía. Fumaba
enormes puros habanos en una boquilla de bambú. No me hacía ninguna gracia el modo en que
sus dedos temblaban por la mañana. Tenía unas manos blanquísimas, del color de las de una
mariposa molinero. Por otro lado, nunca he llegado a comprender por qué se les llama así a esos
pequeños insectos voladores. En todo caso, subí al Ford, al lado de Alex, y nos deslizamos por la
falda de la colina hacia las ricas tierras del sudoeste. El sol brillaba espléndido sobre la tierra negra.
Cuando era pequeño, un chico católico me explicó que el sol siempre brilla los domingos, aunque
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sólo sea por un momento, porque el domingo es el Día del Señor. Siempre me fijo para ver si es
verdad aquello.
Descendimos hacia la parte rellena, al pie de la colina. Alex gritó:
–¿Te acuerdas de las Hawkins?
–Por supuesto que me acuerdo.
–Pues ésa es su casa –dijo señalando un poco más adelante.
Se podía ver muy poco de la casa a través de los altos setos de pinos cipreses que la rodeaban
Debía de tener un pequeño jardín, aunque sólo eran visibles el techo y las ventanas del último
piso. Pude observar que la casa estaba pintada de un color marrón claro y tenía adornos en
marrón oscuro, un estilo muy utilizado en las estaciones y las escuelas de California. Había dos
postigos en la parte delantera del seto. El granero estaba situado fuera de la barrera vegetal, en la
parte trasera de la casa. El seto había sido podado hasta presentar una forma cuadrada. Crecía
increíblemente denso y fuerte.
–El seto protege del viento –me gritó Alex por encima del ruido del motor del Ford.
–Pero no protege del Johnny el Oso –respondí.
Su rostro se volvió momentáneamente sombrío. Señaló con el brazo un edificio de forma cuadrada
y color blanco que se hallaba en medio del campo.
–Ahí es donde viven los colonos chinos. Buenos trabajadores. Sí, señor. Ya me gustaría a mí tener
unos cuantos como ellos.
En ese mismo momento, por detrás de una de las esquinas del seto, apareció un coche tirado por
un caballo, dirigiéndose hacia la carretera. El caballo gris era viejo, pero conservaba todavía una
buena figura. El coche era casi brillante y tenía los arneses recién limpios. Había una enorme H de
plata en la parte exterior de cada una de sus portezuelas. Las riendas me parecieron demasiado
cortas para un caballo tan viejo.
Alex gritó:
–Ahí las tienes, camino de la iglesia.
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Nos quitamos los sombreros y saludamos a las dos damas con una ligera reverencia cuando
pasaron por delante de nosotros. Ellas nos respondieron con una solemne inclinación de cabeza.
Pude contemplarlas perfectamente. Y ello me supuso una fuerte impresión, porque tenían
exactamente el mismo aspecto que yo había imaginado que tendrían. Johnny el Oso era más
monstruoso todavía de lo que pensé en un principio, ya que era capaz de describir con su voz
incluso el aspecto de las personas a las que imitaba. No tuve necesidad de preguntar cuál de ellas
era Emalin y cuál Amy. Los ojos claros y duros, la mandíbula angulosa y rotunda, la línea de los
labios cortada con la precisión de un diamante y la espigada figura carente de curvas
correspondían a Emalin. Amy era muy parecida a ella, pero muy distinta al mismo tiempo. Tenía
unos contornos suaves, unos ojos cálidos y unos labios carnosos. Su seno era generoso y, sin
embargo, guardaba una gran semejanza con su hermana. Pero, mientras que los labios de Emalin
eran severos por naturaleza, Amy mantenía en sus labios una expresión severa. Emalin tendría
cincuenta o cincuenta y cinco años, y Amy sería unos diez más joven. Tuve sólo un instante para
contemplarlas. Después, nunca más las volví a ver. Y parecerá extraño, pero no hay nadie en el
mundo a quien conozca más profundamente que a aquellas dos mujeres.
Alex me gritó:
–¿Entiendes ahora lo que te dije sobre los aristócratas?
Afirmé con la cabeza. Era bastante evidente. Una comunidad se debe sentir... segura, teniendo en
su seno mujeres como aquéllas. Un lugar como Loma, con sus nieblas y con sus extensos pantanos
semejantes a una horrible condena, tenía necesidad, una absoluta necesidad, de seres como las
hermanas Hawkins. Unos pocos años de estancia en aquel lugar habrían bastado para afectar a la
mente de cualquier persona, si aquellas mujeres no estuvieran allí para equilibrar las distintas
fuerzas que actúan sobre los espíritus.
Fue una comida muy agradable. La hermana de Alex frió el pollo en mantequilla y cocinó algunas
otras con gran maestría, lo cual hizo aumentar mi desconfianza y antipatía hacia nuestro cocinero.
Después, nos sentamos en el salón y bebimos un brandy excelente. Yo le comenté:
–No entiendo cómo puedes ir a beber a El Búfalo. Este whisky es...
–Ya lo sé –me respondió Alex–. Pero El Búfalo es la mente de Loma. Es nuestro periódico, nuestro
teatro y nuestra sala de reuniones.
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Y esto era tan cierto que, cuando Alex arrancó el Ford para llevarme de vuelta al pueblo, supe, al
igual que él, que iríamos a El Búfalo a pasar allí una o dos horas en compañía.
Estábamos casi llegando al pueblo. Las débiles luces del coche iluminaban la carretera. Otro coche
se nos aproximaba atronando en dirección contraria. Alex dio un volantazo para situarse en medio
de la carretera y se detuvo.
–Es el doctor Holmes –me explicó.
El coche que venía hubo de frenar porque el nuestro, atravesado en la carretera, no le permitía
seguir su camino. Alex gritó:
–¿Qué hay, Doc? Oye, quería pedirte que echaras un vistazo a mi hermana. Tiene un bulto en la
garganta.
El doctor Holmes le gritó a su vez:
–Está bien, Alex. Iré a verla. Y ahora quita el coche de en medio, ¿eh? Que tengo prisa...
Alex se quedó pensativo.
–¿Quién está enfermo, Doc?
–Bueno es que la señorita Amy ha tenido un pequeño desmayo. La señorita Emalin me ha llamado
por teléfono y me ha pedido que me dé prisa. Así que quita el coche, me haces el favor.
Alex hizo recular a su coche y le dejó paso al médico. Luego, seguimos nuestro camino. Yo estaba a
punto de comentar que la noche estaba despejada cuando, al mirar hacia adelante, puede ver los
jirones de niebla que, creciendo de las tierras pantanosas, iban extendiéndose por toda la colina y
reptando como una serpiente en dirección a Loma. El Ford renqueó un poco más hasta detenerse
por fin frente a El Búfalo. Entramos en el bar.
Carl el Gordo se acercó donde estábamos, sin dejar de secar un vaso con el mandil. Escarbó debajo
de la barra buscando la botella más próxima.
–¿Qué les pongo?
–Whisky.
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Durante un momento, dio la impresión de que por su abotagado y hostil rostro se deslizaba una
sutilísima sonrisa. El local estaba lleno. Todos mis compañeros en las tareas de drenaje estaban
allí; todos menos el cocinero. Probablemente se habría quedado en la barcaza, fumando algunos
de sus puros habanos en la boquilla de bambú. Él no solía beber. Y eso era suficiente para que
levantara una cierta antipatía en mí. Sí que habían venido, en cambio, dos ayudantes de cubierta,
un maquinista y tres palanqueros. Estos últimos estaban discutiendo sobre su trabajo de talar
árboles. Se les podía aplicar sin duda el viejo dicho de los leñadores:
–Las mujeres en el bosque y cortar leña en el bar.
El Búfalo era el bar más tranquilo que jamás haya conocido. Nunca había allí peleas, no se cantaba
muy a menudo y no se hacían trampas. Algo en los ojos hoscos y casi siniestros de Carl el Gordo
convertía el beber en una eficiente y casi silenciosa tarea, más que en una ruidosa celebración.
Timothy Ratz estaba haciendo un solitario en una de las mesas redondas. Alex y yo bebíamos
whisky. Como no había sillas libres, nos habíamos quedado de pie, acodados en la barra, hablando
de deportes, de negocios y de las aventuras que habíamos corrido o que, al menos, decíamos
haber corrido... en fin, que estábamos enfrascados en el tipo de conversación que se suele
mantener en un lugar así. De vez en cuando pedíamos otro vaso de bebida. Puedo calcular que
estuvimos allí un par de horas. Alex acababa de comentar que ya era hora de marcharse a casa y
yo estaba de acuerdo con él. La cuadrilla de trabajadores de mi empresa estaba dispuesta a
marcharse porque a las doce de la noche debía retomar sus tareas.
Las puertas del bar se abrieron de par en par sin un solo ruido, y Johnny el Oso renqueó hacia el
interior, con los enormes brazos colgando a ambos lados de su corpachón, meneando la peluda
cabeza y sonriendo como un idiota en todas direcciones. Sus pies eran cuadrados como los de los
gatos.
–¿Whisky? –gorjeó.
Nadie se atrevió a animarlo. Así que comenzó a mostrar todas sus mercancías. Se tumbó boca
abajo, como cuando me imitó a mí. De su boca brotaron frases cantarinas, en chino diría yo. Y
entonces me dio la impresión de que las mismas palabras iban siendo repetidas por otra voz, más
lentamente y sin la inflexión nasal. Johnny el Oso levantó la melenuda cabeza y preguntó:
–¿Whisky?
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Se puso de pie en un instante, sin esfuerzo aparente. Yo me sentía vivamente interesado en él.
Tenía ganas de ver su actuación. Deslicé una moneda de veinticinco centavos sobre la barra.
Johnny se bebió el whisky de un trago. Un momento después, deseé no haberlo invitado. Me daba
miedo mirar a Alex, porque Johnny el Oso se arrastró hacia el centro del local y fingió estar
escuchando a través de una ventana, como solía hacer al comenzar otros números.
La gélida voz de Emalin dijo:
–Aquí está doctor.
Cerré los ojos para apartar de mi vista a Johnny el Oso y, en ese mismo momento, Johnny
desapareció y dejó paso a Emalin Hawkins. En realidad era ella quien había hablado, no Johnny.
Como había oído la voz del médico antes, cuando nos habíamos cruzado con él en la carretera,
pude comprobar que era exactamente ésa la voz que respondió:
–Ah... ¿Dice usted que se ha desmayado?
–Sí, doctor.
Hubo una pequeña pausa y se escuchó de nuevo la voz del médico, muy quedamente:
–¿Por qué hizo eso su hermana, Emalin?
“¿Por qué hizo eso su hermana, Emalin?” Había casi una amenaza velada en aquella pregunta.
–Soy su médico, Emalin. Fui el médico de su padre. Tiene usted que contarme todo. ¿Cree que no
he visto antes esas marcas en el cuello? ¿Cuánto tiempo estuvo colgando antes de que usted la
bajara?
Hubo entonces un silencio aún más largo. La voz de la mujer perdió su gelidez. Ahora era suave,
casi un susurro.
–Dos o tres minutos. ¿Cree usted que se pondrá bien, doctor?
–Ah, sí. Lo superará. No se ha causado mucho daño. ¿Por qué lo hizo?
La voz que le respondió se tornó aún más fría que al principio. Era glacial.
–No lo sé, señor.
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–¿Quiere decir que no me lo va a explicar?
–Quiero decir lo que está oyendo.
Entonces la voz del médico comenzó a darle instrucciones a modo de tratamiento: descanso y
leche con un chorrito de whisky.
–Por encima de todo sea amable con ella –decía él–. Es lo más importante. Intente ser amable.
La voz de Emalin sonó temblorosa:
–No se lo... dirá a nadie por ahí, ¿verdad doctor?
–Soy su médico –respondió en un susurro–. Pos supuesto que no se lo diré nunca a nadie. Le daré
algunos tranquilizantes para ayudarla a pasar la noche.
–¿Whisky?
Mis ojos se abrieron de golpe y vieron al horrible Johnny que sonreía al público del local.
Los hombres estaban en silencio, avergonzados. Carl el Gordo miraba al suelo. Yo me volví hacia
Alex para pedirle disculpas, pues era yo, en el fondo, el responsable de todo aquel lamentable
espectáculo.
–Yo no sabía que fuera a hacer algo así –le dije–. Lo siento muchísimo.
Seguidamente me dirigí hacia la puerta del bar y emprendí el camino hacia mi habitación en la
casa de la señora Ratz. Una vez allí, abrí la ventana y me quedé observando la espesa niebla que
parecía respirar y arremolinarse sobre el pueblo. A lejos, en dirección de la ciénaga, pude escuchar
el motor diesel que comenzaba a calentarse y a retomar lentamente su tarea. Un poco después,
llegó hasta mí el sonido metálico de la draga, que volvía a excavar en el pantano.
A la mañana siguiente, fuimos víctimas de una de esas series de accidentes que suelen cebarse de
vez en cuando en los grupos de personas que trabajamos en la construcción. Uno de los cables
metálicos nuevos se rompió y dejó caer el recipiente de la draga sobre uno de los pontones,
hundiéndolo más de dos metros y medio bajo las sucias aguas del pantano. Cuando conseguimos
sacar a la superficie uno de sus extremos y enganchar en él otro cable, éste también se partió y
segó limpiamente las dos piernas de uno de los obreros. Le vendamos los muñones como pudimos
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y lo trasladamos rápidamente a Salinas. Y por si fuera poco, a éste sucedieron otros muchos
accidentes, de menos importancia, eso sí. A un palanquero se le infectó una herida que se había
hecho al arañarse con un cable de alambre. El cocinero justificó por fin la antipatía que yo sentía
por él cuando le pillaron intentando vender un pote de marihuana a uno de los maquinistas. En
fin, que no fueron unos días especialmente apacibles. Tardamos dos semanas en construir un
nuevo pontón y conseguir un nuevo excavador y otro cocinero para el campamento.
El nuevo cocinero era un hombrecillo de tez oscura, gran nariz y aspecto astuto, y tenía un
inconmensurable don para la adulación.
Durante todo ese tiempo, yo había perdido todo contacto con la vida social de Loma. Pero una vez
que la draga volvió a excavar en el fango y que el motor diesel empezó a runrunear sobre el
pantano, caminé hacia la granja de Alex Hartnell. Era de noche. Al pasar la granja de las hermanas
Hawkins, me atreví a mirar a través de los escasos huecos que había en el seto de pinos que
rodeaba la propiedad. La casa estaba sumida en la oscuridad, una oscuridad que se hacía todavía
más profunda porque en una de las ventanas brillaba débilmente la luz de una lámpara. Aquella
noche soplaba un suave viento que arrastraba penachos de niebla como si fueran bolas de
matojos secos. En algunos momentos caminaba bajo la claridad de la luz de la luna y, en otros, una
espesa niebla me engullía y, luego, reaparecía la claridad de nuevo. A la luz de las estrellas podía
ver los jirones de niebla moviéndose como las nubes por encima de los campos. Me pareció
escuchar un apagado gemido dentro de la granja de las Hawkins, al otro lado del seto y, en una de
las ocasiones en que la luna iluminaba el terreno, pude distinguir una figura humana que se
alejaba rápidamente de la casa. Por la forma de arrastrar los pies al correr pude deducir que se
trataba de uno de los trabajadores chinos de la granja, que iba en chancletas. A los chinos le
resulta muy difícil pasar inadvertidos incluso en medio de la noche y de la niebla.
Alex vino a abrirme cuando llamé a su puerta. Pareció alegrarse de verme. Su hermana había
salido, así que me senté al lado de la estufa mientras él iba a coger la botella de aquel estupendo
brandy que habíamos bebido unas semanas antes.
–He oído que han tenido algunos problemas –dijo.
Le expliqué nuestros contratiempos.
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–Suele aparecer todos juntos. Los hombres del campamento tienen la teoría de que siempre
llegan en grupos de tres, cinco, siete o nueve incidentes –añadí.
Alex asintió con la cabeza.
–También lo he pensado muchas veces.
–Y las Hawkins, ¿qué tal están? –pregunté–. Me pareció oír a alguien llorar cuando pasé por
delante de su casa al venir aquí.
Alex pareció poco dispuesto a hablar de ellas pero, al mismo tiempo, deseoso de hacerlo.
–Pasé a visitarlas hace una semana. La señorita Amy no se encontraba muy bien. No pude verla.
Sólo vi a la señorita Emalin.
Entonces, Alex se interrumpió:
–Hay algo malo cerniéndose sobre ellas, algo...
–Casi me da la impresión de que fueras pariente suyo –dije.
–Bueno. Mi padre y el de ellas eran amigos. Nosotros, de pequeños, las llamábamos tía Amy y tía
Emalin. No pueden hacer nada malo. No sería bueno para nosotros si las hermanas Hawkins no
fuesen lo que son.
–¿La conciencia de este pueblo? –pregunté.
–La estabilidad, más bien –respondió apasionadamente–. Son como el sitio en el que un niño
puede encontrar siempre galletas de jengibre. El lugar en que una niña encuentra siempre
comprensión. Son orgullosas, pero creen en cosas que nosotros esperamos que sean verdaderas. Y
viven como si... bueno, como si la honestidad fuese la mejor actitud posible y como si la
compasión fuese su verdadera recompensa. Las necesitamos.
–Ya entiendo.
–Pero la señorita Emalin se está enfrentando a algo terrible y... yo creo que no va a poder vencer.
–¿Qué es lo que quieres decir?
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–No lo sé. Pero creo que yo debería coger a Johnny el Oso, pegarle un tiro y arrojar su cuerpo al
pantano. De verdad que lo he estado pensando.
–No es culpa suya –puntualicé–. Él no es nada más que una especie de mecanismo de grabación y
reproducción de diálogos, como un gramófono de monedas. Sólo que, en lugar de una moneda de
diez centavos, funciona con un vaso de whisky.
Estuvimos hablando luego de unas cuantas cosas más y, después de un rato, me volví hacia Loma.
Me dio la impresión de que la niebla se estaba quedando adherida al seto de la granja de las
Hawkins y de que muchos de los penachos de niebla se enrollaban en él, mientras otros lo
atravesaban. Sonreí al caminar, pensando en cómo una persona puede reorganizar la naturaleza
para que coincida con sus pensamientos. No había ninguna luz en la casa cuando pasé delante de
ella.
Una lánguida rutina presidió mi trabajo en los días siguientes. La gigantesca draga seguía abriendo
la zanja en el pantano. El grupo de sintió que los problemas habían terminado ya, lo cual nos
ayudó mucho, y el nuevo cocinero los trataba tan bien a todos que habrían sido capaces de comer
incluso cemento frito con tal de que hubiera sido preparado por él. La personalidad de un cocinero
influye mucho más en la felicidad de un grupo de trabajo que lo que pueda o no guisar.
En la noche del segundo día posterior a mi visita a Alex, caminé por las aceras de madera del
pueblo, dejando una estela de niebla a mis espaldas, y me metí en El Búfalo. Carl el Gordo se
acercó a mí limpiando un vaso con su eterno mandil. Yo grité “whisky” antes siquiera de darle la
oportunidad de preguntarme qué me ponía. Cogí el vaso y me dirigí hacia una de las estrechas
sillas. Alex no estaba en el bar. Timothy Ratz estaba haciendo solitarios en medio de una
sorprendente racha de buena suerte. Consiguió acabar cuatro seguidos y celebró sus éxitos con
otros tantos vasos de whisky. Fueron llegando más y más parroquianos. No me imagino qué habría
sido de nosotros sin el bar El Búfalo.
A las diez en punto llegó la noticia. Más tarde, al pensar de nuevo en todo aquello, uno no es
capaz de recordar cómo se sucedieron los acontecimientos. Primero llega alguien al bar, se
extiende un murmullo de repente, todo el mundo se entera de lo que ha ocurrido y se difunden
los detalles. La señorita Amy se había suicidado. ¿Quién trajo esta noticia? Eso no lo sé. Lo cierto
es que se había ahorcado. No se habló mucho de todo aquello en El Búfalo. Vi como los hombres
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del bar intentaban dar crédito a la historia, porque había algo que no encajaba en sus esquemas.
Permanecieron en pequeños grupos, cuchicheando entre ellos.
Las puertas del bar se abrieron lentamente de par en par y Johnny el Oso entró renqueando, con
su peluda cabezota mirando en todas direcciones y aquella sonrisa de idiota que solía poner
siempre. Sus pies cuadrados se deslizaron silenciosamente por el suelo. Miró a los clientes y
gorjeó:
–¿Whisky? ¿Whisky para Johnny?
Los hombres sí que tenían ahora ganas de saber cosas. Se sentían avergonzados de su deseo de
saber detalles, pero su esquema mental necesitaba absolutamente algo más de información. Carl
el Gordo llenó un vaso. Timothy Ratz dejó a un lado sus naipes y se puso de pie. Johnny el Oso se
bebió el contenido del vaso de un trago. Yo cerré los ojos.
El tono del médico era duro:
–¿Dónde está su hermana, Emalin?
Nunca en mi vida había oído una voz como la que le respondió, llena de frío autocontrol, capas y
capas de autocontrol y, aún así, impregnada de la más completa desesperación. Era una voz
monótona, pero dejaba traslucir desesperación en cada una de sus vibraciones.
–Está aquí dentro, doctor.
–Hummm...
Un largo silencio.
–¿Estuvo colgada mucho tiempo?
–No sé cuánto, doctor.
–¿Por qué lo hizo, Emalin?
La voz monótona de nuevo.
–No lo sé, doctor.
Un largo silencio y luego:
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–Hummm... ¿Sabía usted que estaba esperando un hijo, Emalin?
La gélida voz se resquebrajó y se escuchó un sollozo:
–Sí, doctor –contestó en un susurro.
–Si ha sido por eso por lo que ha tardado usted tanto en encontrar el cuerpo... No, perdóneme,
Emalin, pobre niña. No tenía intención de decir eso.
La voz de Emalin recuperó el control.
–¿Podría usted extender el certificado de defunción sin mencionar...?
–Sí por supuesto. Hablaré también con el director de la funeraria. No tiene que preocuparse por
eso.
–Gracias, doctor.
–Iré ahora mismo a llamar por teléfono. No quiero dejarla aquí sola. Venga a la otra habitación. Le
daré un tranquilizante...
–¿Whisky? ¿Whisky para Johnny?
Volví a ver la sonrisa y la peluda cabeza que no dejaba de balancearse. Carl el Gordo le rellenó el
vaso. Johnny el Oso se lo bebió de un golpe y se arrastró hacia el fono del local, se acostó debajo
de una mesa y se quedó dormido.
En el bar nadie hablaba ahora. Los clientes se fueron acercando al mostrador y dejando sobre él
sus monedas. Parecían abatidos, y con razón, porque todo su sistema de valores se acababa de
venir abajo. Unos minutos más tarde, Alex entró en el silencioso local. Caminó velozmente hacia
mí.
–¿Te has enterado? –me preguntó con un hilo de voz.
–Sí.
–Me lo temía –estalló–. Ya te lo dije hace dos noches. Me lo estaba temiendo.
Le pregunté a mi vez:
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–¿Sabías que estaba embarazada?
Alex se quedó rígido. Miró en todas direcciones y luego a mí.
–¿Johnny el Oso? –preguntó.
Yo afirmé con la cabeza. Alex se tapó los ojos con las palmas de las manos.
–No me lo puedo creer.
Estaba a punto de responderle cuando escuché un ruido en la parte del fondo del local. Miré en
aquella dirección y vi como Johnny el Oso salía de debajo de la mesa del mismo modo que un
animal sale de su madriguera, se ponía de pie y se arrastraba hacia la barra.
–¿Whisky? –le sonrió esperanzado a Carl el Gordo.
Alex dio un paso adelante y habló a los clientes del bar.
–¡Escúchenme todos! Esto ha ido ya demasiado lejos. No estoy dispuesto a consentir que este
espectáculo continúe.
Si esperaba alguna oposición de entre los parroquianos, estaba muy equivocado, porque éstos se
miraron unos a otros y asintieron con la cabeza dándole la razón a mi amigo.
–¿Whisky para Johnny?
Alex se volvió hacia el tonto.
–¡Vergüenza debería darte! La señorita Amy te daba de comer y te daba toda la ropa que alguna
vez tuviste.
Johnny le sonrió:
–¿Whisky?
Y puso en práctica todos sus trucos para conseguir bebida. De su boca salieron los sonidos nasales
y cantarines que yo había identificado como procedentes del chino. Alex pareció tranquilizarse.
Y luego se escuchó otra voz que repetía de un modo lento y vacilante las mismas palabras, sin la
inflexión nasal.
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Alex saltó con tanta rapidez que no me dio ni siguiera tiempo de verlo. Su puño cerrado se estrelló
contra el sonriente rostro de Johnny el Oso.
–¡Te he dicho que basta! –gritó.
Johnny el Oso recuperó a duras penas el equilibrio. Tenía los labios rotos y sangrantes, pero la
sonrisa no se borró de ellos. Entonces, sus brazos aprisionaron a Alex como los tentáculos de las
anémonas atrapan a los cangrejos. Yo salté y, agarrando a Johnny por uno de sus brazos, intenté
liberar a Alex, pero me fue imposible. Carl el Gordo salió de detrás de la barra con un bastón de
hierro de los de abrir toneles. Golpeó repetidas veces la melenuda cabeza de Johnny hasta que
éste cayó al suelo desvanecido. Recogí a Alex y lo llevé hasta una silla.
–¿Te ha hecho daño?
Intentó recuperar el aliento.
–Me ha dejado la espalda desgarrada –respondió–. Pero creo que se arreglará.
–¿Tienes el Ford ahí afuera? Te llevaré a tu casa.
Ninguno de los dos miramos hacia la casa de las Hawkins al pasar delante de ella. Yo no aparté los
ojos de la carretera. Conduje a Alex hasta su casa, que estaba sumida en la oscuridad, le ayudé a
meterse en la cama y le hice beber un vaso de brandy. No había abierto la boca en todo el camino.
Pero una vez estuvo metido en la cama, me preguntó:
–¿No lo ha notado nadie, ¿verdad? Lo paré justo a tiempo, ¿eh?
–¿De qué me estás hablando? Todavía no tengo idea de por qué le pegaste.
–Bueno, verás –me dijo–. Creo que no podré salir en mucho tiempo. Tendré que hacer reposo para
que se me cure la espalda. Pero si tú oyes a alguien, a quien sea, hacer algún comentario, no de
dejes seguir, ¿entendido? No dejes que nadie lo mencione siquiera.
–No tengo idea de qué estás hablando.
Me miró a los ojos durante un instante.
–Creo que puedo fiarme de ti –dijo–. La segunda voz que hacía Johnny el Oso era la de la señorita
Amy. FIN