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Antología de Cuento Escritores Acrónimos DANIEL AVERANGA . JOEL ESPINOZA . PATRICIA REQUIZ HOMERO CARVALHO . GUSTAVO ARCE . CESAR HUAYLLAS ANA ROSA LÓPEZ . CECILIA ROMERO

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Antologíade Cuento

Escritores Acrónimos

DANIEL AVERANGA.JOEL ESPINOZA.PATRICIA REQUIZHOMERO CARVALHO.GUSTAVO ARCE.CESAR HUAYLLASANA ROSA LÓPEZ.CECILIA ROMERO

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ANTOLOGÍA VIRTUAL

“ESCRITORES ACRÓNIMOS”

CUENTO

EDIT

OR

IAL

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RIT

OR

IO A

CR

ÓN

IMO

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Compilado y diagramado por Escritorio Acrónimo.

Edición: Escritorio Acrónimo y Rodrigo Mita.

El equipo de Escritorio Acrónimo está conformado por: Cesar Huayllas Patricia Requiz Shirley GallardoReynaldo Becerra.

Diseño de portada: Omar Barrientos.

Edición fotográfica: Laura Paniagua.

Primera edición: Agosto 2013, Escritorio Acrónimo

Cochabamba - Bolivia.

Esta antología fue creada por Escritorio Acrónimo y las obras literarias pertenecen a sus autores. Su difusión es libre, respetando, reconociendo y dando crédito a sus autores intelectuales.

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Índice

Prólogo ........................................................................................................5

Daniel Averanga ........................................................................................7Manuscrito hallado en un baño público ................................................8

Joel Ever Espinoza Cruz .........................................................................16El sillón que le disparó al abuelo ............................................................17

Patricia Requiz Castro ..............................................................................22Desahucio .................................................................................................23

Homero Carvalho Oliva ...........................................................................27Origami ......................................................................................................29

Gustavo O. Arce Bacarreza ....................................................................30Cuando pienso en ella ............................................................................31

Cesar Huayllas ..........................................................................................37Mari(mach)o .............................................................................................38

Ana Rosa López Villegas .........................................................................40Sombras .....................................................................................................41

Cecilia Romero Mérida ...........................................................................47La Guernica ..............................................................................................48

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Prólogo

La muerte anda rondando esta antología. Se aparece a ratos del modo

más predecible y a ratos no se sabe… depende de la historia. Ora es toda

roja por una ola de muertes, ora es una golondrina, ora una profecía,

como si le gustase verse a sí misma morir. Podrán experimentar su impre-

visibilidad en las imperfecciones que no tienen solución, en los años guar-

dados en un espejo, en el funeral de un gato y en las corridas de toros.

Hay relatos en los que ella sabe hacerse esperar. En otros, cuando llega,

su silencio no siempre es de muerte, a veces sí.

Algunos habitantes de las líneas que siguen están avisados de sus rondas.

Otros ya saben cuándo dejará de rondar y los visitará al fin. Otros solo sa-

ben de su presencia cuando ya se ha ido. Otros, más incautos, se hacen

a los locos pensando: de algo vamos a morir. Están también aquellos a los

que sólo los deja medio muertos. Finalmente están los curiosos a, los que

se los lleva sólo por dos días.

Para sus rondas y visitas escoge en estas páginas tiempos y lugares que

van de lo más cliché a lo más impensado: moteles de una estrella, baños

públicos, justo después del almuerzo, camposantos, papeles húmedos,

trincheras, cañerías, carnavales, la costa mediterránea, Pampahasi. Ya

verán cómo se les va a aparecer también a ustedes por ahí en las formas

secretas que encierra el papel. Hay ocasiones en las que no encuentra lu-

gar. En esos casos, aunque le ruegan, no se lleva a nadie, por más muerto

en vida que está el que quiere morirse. Tal es la suerte de los que no tienen

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dónde caerse muertos. Pero cuando hay lugarcito sólo es necesario que

la vida se haya cansado de alguien, como si nada la muerte aparece

nomás, muerta de risa.

Como ven, en esta presentación de la Antología de Cuento no existe ni

un solo atisbo de pretencioso análisis filosófico y/o literario de la misma.

Sólo he seguido el principio del placer que, como verán en esta antolo-

gía, tiene mucho que ver con la muerte. He seguido, como acostumbro,

a Barthes en su comprensión de la escritura como el kamasutra del len-

guaje. Por eso he “juzgado” los textos según el placer, según la ruptura,

el desgarramiento, el goce que produce la fisura, la intermitencia entre

dos límites: el límite prudente, conformista, plagiario (se trata de copiar la

lengua en su estado canónico tal como ha sido fijada por la escuela, el

buen uso, la literatura, la cultura), y otro límite, móvil, vacío (apto para to-

mar no importa qué contornos) que no es más que el lugar de su efecto:

allí donde se entrevé la muerte del lenguaje.

Bajo esta perspectiva lo único que he hecho es describirles una ruptura,

un desgarramiento: el goce que me han producido las fisuras, la inter-

mitencia entre dos límites, la muerte del lenguaje que acontece en esta

Antología. Espero haberlos provocado a su lectura.

Rodrigo Franz Mita MolinaAgosto 2013

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daniel averanga

Daniel Averanga, nacido en Oruro, 1982. Educador popular, nodrizo pre-

parado y peleador callejero. Ha obtenido distintas menciones en certá-

menes de cuento durante el 2011, 2012 y 2013. Publicó en coautoría con

Willy Camacho la saga Gritos demenciales, en sus dos versiones (Gente

común y Gente común-3600, 2011 - 2013). Actualmente edita tesis y nove-

las de autores independientes.

Daniel Averanga

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Manuscrito hallado en un baño Público

Primera hoja (está numerada como 2)

La penúltima vez que pasé por este lugar encontré escrito, en la cara pos-

terior de una de sus puertas, lo siguiente:

Gay pasivo

719965...

Sólo diecinueve años

Ése era el número celular del desesperado (los dos números finales no

se notaban tan bien). Escribí “Gay pasivo, Gay muerto” debajo; revisé el

número con detenimiento y logré sacar cuatro opciones fundamenta-

les basadas en los borrones; las escribí y llamé cuatro veces; a la cuarta

una voz débil e insegura me contestó; dijo que estaba en un lugar donde

se prohibía hablar en voz alta. La biblioteca, imaginé. Le hablé sobre su

anuncio y sentí, desde el auricular, que él se ponía raro, algo nervioso, o

de seguro un poco excitado...

― Tengo diecinueve años. ―dije, simulando una voz melodiosa y casta.

Es obvio que no tengo diecinueve años. Tengo cuarenta.

Él titubeó.

Después de unos temblores de voz, de unas frases esperanzadas y de

planificar un horario, se despidió, asegurando que nos encontraríamos en

aquel baño público, a una hora de la tarde en específico, y con las indi-

caciones de que él debía vestir pantalones grises, camisa blanca, zapa-

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Daniel Averanga

tos oscuros, y si se podía, una gorra roja.

Entonces sucedió que nos encontraríamos siguiendo pistas; yo prometí

vestirme con un traje negro de etiqueta. Me vestí de otra forma, un traje

común y corriente; lo integraban: una chompa de lana negra, pantalo-

nes de mezclilla, zapatos deportivos y lentes oscuros tipo Steve McQueen.

Ah, me olvidaba, un cuchillo en el bolsillo trasero para compensar las de-

bilidades de la carne.

Cuando lo distinguí entre los que esperaban a que se desocupara una

taza de baño para salvarse de sus propios esfínteres, casi no lo creo. Era

un gordo con lentes de marcos oscuros, en sí tímido; casi podría decirse

que era “Pasivo” en realidad. Miraba de izquierda a derecha, esperando

al joven con traje de etiqueta oscura. Tenía piel clara, cabello corto, se

le notaban las pequeñas aglutinaciones de grasa en la papada, y en su

mentón afloraban tres espinillas rojas, casi invisibles, a no ser por su roma

humanidad. Me dio mareos tan sólo pensar en estar sobre este tipejo, ha-

ciendo Dios sabe qué cosas.

Esperé que todos se fueran, simulé limpiarme los pantalones de mezclilla

con un pañuelo y cuando lo hacía veía por debajo un par de piernas en

uno de los cubículos destinados al deshecho humano. Era la hora. El gor-

do se estaba revisando en el espejo y no había más personas en el lugar.

Me acerqué, y con repulsión, lo acabé. Le metí el cuchillo en la garganta

hasta que me dolió la muñeca. No gritó. Le susurré que eso le tenía que

gustar; al fin y al cabo, tenía por fin, algo duro dentro de él.

Salí rápidamente, gracias al cielo mi chompa de lana era oscura y no se

notaba que estaba húmeda porque la lavé rápidamente para borrar la

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Escritores Acrónimos Cuento

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sangre que había salpicado de la garganta porcina del maricón.

Pero algo curioso ocurrió, tan curioso que hasta ahora no sé si escribirlo

aquí o quedármelo como una simple anécdota.

Advertí que un joven pálido estaba por entrar al baño público; estaba

vestido con unos pantalones grises, camisa blanca, zapatos negros y una

curiosa gorra roja en la cabeza. Estaba vestido como el gordo que había

asesinado.

Entonces supe que, a veces, incluso al mejor cazador se le puede esca-

par la liebre más “pasiva”.

Segunda hoja (está numerada como 8)

Vi de cerca que algo se asomó por la taza de ese cubículo sucio, vi algo

que pretendía agarrarme por el trasero, vi algo que parecía tener gar-

ganta y me hablaba.

Ahora me siento mal, me siento muy estúpido dentro de esta piel, me

siento muy falso; siento que mi piel no es mi piel, que es una especie de

plástico que huele a queso, sólo sé que huele a queso. A queso.

Y mi sangre sigue helada.

Escucho algo en mi cocina, últimamente escucho varias cosas entre el

drenaje de mi cocina, de mi baño, de la lavandería.

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Daniel Averanga

Tercera hoja (está numerada como 9)

No puedo escucharla más, es horrible, me habla tan íntimamente..., me

habla como si yo la supiera escuchar. Me habla como si fuéramos amigos.

Me habla como si me conociera.

Esta cosa salió ayer mientras me preparaba para cagar. Siempre vengo

a este baño público. No porque me guste el ambiente, sino porque está

tan cerca de mi trabajo; prefiero no usar el de mi oficina por otras razo-

nes. Siempre entro en el cuartito número tres, contando desde el fondo.

Me entretengo leyendo los números telefónicos de maricones, las frases

obscenas ortográficamente erróneas; me gusta ver cómo la gente es tan

estúpida. A veces veo el semen que dejan algunos de esos que trabajan

en oficinas y que ansían poseer a sus secretarias.

Todo lo puedo soportar, menos escuchar a este ser que sólo viene cuan-

do yo entro en el cuartucho.

Se va algunas veces cuando cierro mucho los ojos para no verlo. En otras

ocasiones se queda y sube por la cañería que conduce el agua del tan-

que a la taza. Y desde allí me habla.

Me dice que es hora de matar.

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Cuarta hoja

(No posee numeración. Aquí se puede ver que el manuscrito carece de

muchas palabras, sólo se pudo rescatar las siguientes, el estado del papel

en la humedad deterioró mucho las últimas páginas hasta hacerlas ilegi-

bles.)

Me……………luna y sol se juntan y………después del almuerzo……….

creo que estoy muerto .……….…………………………………………………

………….……………………………………hasta la una de la tarde y la……

…………………………………y hasta me imagino que ……………….………

.…………………….………………………………………………………...........así

es como me siento porq…………………………………………………………….

Cara……………………………………………………...........................................

.............................Ya no me dejé atri..……………………………………………

pero no es una realidad otorgada por su estado molecular,

pues..………………………………………....sangr….........................….me

roció con………. lengua……………………… .........................................

..........................tentáculos de color gris.. ¿………………………………..

el la?……………………………………………………………………muerte

roja……….. colmillos que devo……… entre mis pi……………..; siento que

todo lo que está desparra……………………………………..vantó de una...…..

dilla.

Entonces se va, y descubro que si no escapo, me culparán por lo que hizo.

Me limpio la sangre, pero es inútil.

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Daniel Averanga

Afuera, el propietario también está muerto.

Tengo una idea, mi coche está………lle…………Pa…….ahasi.

Quinta hoja (está numerada como 15)

Hoy la maté, estaba sobre la bañera; conocía mi casa pero ya está muer-

ta. Nunca más volveré a verla.

Sé que le gustaba comer gente, pero nadie me creería si les digo que ella

vivía en las cañerías de ese baño.

Espero no levantar sospechas.

Saldré de mi oficina para ir al baño.

Sé que no está allí.

No, no más……………………, no quiero aparentar que no me gusta con-

sumir lo que temo está también consumiénd…………………………dentro

de……………..…………..arne.

Sexta hoja (numerada como 17)

………………………la cosa, ¡e…………..viva!

La vi………er a mucha………..; me………....…….con esos ojos bri-

llan…………………… qu……….…………………………

engullí……………………………………………………………........................poli-

cí…………………………………………………………………………………………

……………………………………………………………………………………………

…………………ahora, ¿qué hago?……………………………….………………

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retornad……………………………..ficina.

Sé que hoy moriré, nadie me cree.

Séptima hoja (numerada como 18)

Me……………..a poli……levaron……………..nando.

Dejaré……………….monio en est…….ño. Esto mejorará mi situación; de-

ben creerme, me creerán cuan………fique acerca de la criatura que no

muer…………………………..………… ……………………………………..porque

yo solo puedo matar...a.

No me impor………………n….sufriré por…….…..empo.

Sólo Dios……..que cuando maté a ese marica, no era po…d…r….sión…..

sabía que matand…..a e…..m..rica, evitaría que la sociedad se co-

rr…p….ra; pero con ese asesinato reviví a esa c….tura; a ese ……mo-

nio………………struo.

…………………………dónenme, por favor, perdónenme por haber produ-

cido esta ola de muertes.

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NOTA ACLARATORIA

Este escrito se halló recientemente en el interior de un tanque de agua de

uno de los cuartos de baño de un local de servicio público ubicado en el

pasaje “Marina Núñez del Prado”, lugar donde acaeció el primer delito.

Extrañamente, el escrito tiene unas treinta páginas, las expuestas en este

documento son las “rescatadas”, pues del resto sólo queda una masa de

papel y tinta ilegibles.

En el mismo se puede detectar la mente desequilibrada del asesino, Max

Torrez Salinas, que fue sorprendido en la zona de Pampahasi, hace dos

semanas, con “las manos en la masa”, como vulgarmente se dice.

Se ha responsabilizado al acusado por la desaparición de cuarenta niños

durante estos dos meses de horror. Ahora el señor Torrez purga su conde-

na en la cárcel de San Pedro.

Lo extraño es que el Modus Operandi de este asesino se ha puesto de

moda, pues recientemente se han encontrado, en baños públicos de la

ciudad, varios casos en los que las víctimas fueron halladas con las pier-

nas y la cintura devoradas parcialmente.

La policía sigue investigando y no dudará en poner fin a esta ola de terri-

bles crímenes.

Edwin TapiaSargento de la policía, departamento de homicidios, La Paz.

Daniel Averanga

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Escritores Acrónimos Cuento

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Joel ever esPinoza cruz

Nací el 4 de noviembre de 1994 en Cochabamba. Salí bachiller del

colegio “San Miguel” de Tiquipaya. Asistí a talleres de escritura crea-

tiva de la fundación INDEPO. Actualmente estudio Comercio Interna-

cional en la Universidad del Valle.

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Joel ever espinoza cruz

el sillón que le disParó al abuelo

El abuelo está sentado en el mismo sillón, en el mismo lugar don-

de fumaba los habanos que logró robarle a Fidel. Lanza una

bocanada de humo, parece una golondrina viajando a su muerte,

aniquilándose de a poco en el marco del cuadro pintado por él.

Decía que era el último recuerdo que le profetizaba su muerte. Una

vez contó que la imagen la pintó en sus sueños, apareció sobre su

almohada, lo abrazaba. Él corrió al tocador, dejó tirado el cuadro

en el piso. Luego las sabanas lo taparon. Mientras la abuela le era

infiel con su mejor amigo.

La imagen de la pintura es muy parecida al rincón donde se sien-

ta el abuelo. La única diferencia es que el vacío del cuadro lo ocupa

él. Papá dice que su padre está loco. Un día me senté en el sillón

rompiendo la promesa que juré. Pudo más la curiosidad que la fi-

delidad. Fumé dos habanos y estuve muerto por dos días. Lo único

que recuerdo es haber visto al abuelo llorando sobre su tumba. Me

levanté antes de que llegara; él es lento. Papá no me vio. Él quiere

ser el siguiente en sentarse cuando muera el abuelo. Intentó matar-

lo varias veces; si me hubiera visto sentado en el sillón me mataba

primero. Papá subía a la alcoba con unas mujeres, su mirada esta-

ba puesta en los senos de la rubia también en el culo de la gorda.

Seguro irían a jugar a las cachinas.

El abuelo tiene unos ochenta y cinco años, tiene la cara de choco-

late escurriéndosele al piso y el aspecto de un mendigo. Él siempre

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Escritores Acrónimos Cuento

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cargó una mochila, pero al jubilarse la cambió por una joroba. Fue

ahí cuando empezó a ponerle nombres a cada cosa. Al espejo de

pared, a las manecillas del reloj, al tiempo estancado, a la laguna

de recuerdos, a las locuras del retrato y al sillón pintado.

Un día le organizó un funeral al gato. Claro que primero lo mató.

El abuelo se justificó diciendo que lo había aplastado al tropezarse

con el jabón que dejó tirado la sirvienta. No hubo tal cosa, mintió,

no pudo con su conciencia y le organizó el entierro. Lo más triste es

que a la mañana siguiente el gato desapareció, seguro se lo comió. Le

gustaba comerse a los gatos y a los perros, lo aprendió en la guerra. A

ese incidente lo llamó carnes muertas. El abuelo me enseñó sobre los

años, lo hizo cuando me regaló ochenta y cinco dólares, todavía los

tengo guardados en mi zapato para que las ratas no se los coman.

Los años guardados huelen feo.

Hace un mes el abuelo gritaba en su rincón “Clara mi amor”. Quise

sentarme sobre él para averiguar qué sucedía. No pude, se levantó

corriendo a llorar al retrato de la abuela. Ese día conocí el nombre

de la abuela.

-No llores, Clara volverá.

Parecía drogado. Trajo consigo la fotografía de la abuela. Ella tenía

los labios rojos y el resto estaba en blanco y negro. El abuelo dijo

que era la primera fotografía de la historia de nuestra ciudad, saca-

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Joel ever espinoza cruz

da con la primera cámara y por el primer fotógrafo. Después todos

morirían, también la abuela.

El retrato de la abuela me trajo el recuerdo de mi primera novia. Era

primavera, soy escorpión ella era tauro. Caminaba a casa pensando

en lo que haría al llegar. Luego desperté sobre una cama. Ella casi

me mata, estaba aprendiendo a manejar un Volkswagen modelo

ochenta.

Ella se cambiaba. Yo la miraba. Me encantó el paisaje, parecían

montañas sin estrenar, nadie las habitaba. No recuerdo cómo llegue

a tocarlas. Pasó un rato y me vestí rápido. Pasó otro poco y me

casaba. Yo a colores y ella en blanco y negro. Al rato el abuelo se

acercaba, yo tiré el retrato de la abuela. Él casi se sienta sobre

mí. No recuerdo cómo llegue al sillón.

Pasó mucho para que papá bajara por las escaleras, seguro quería

ganar todas las cachinas de las mujeres.

-¿Qué te gustaría que te digan?

-Bandera.

-¿Por qué bandera?

-Porque todos la respetan, incluso matan por ella.

-Puta ven acá.

Papá estaba borracho y se enfadó porque conversaba con bande-

ra. No le gusta que hable con ellas. Una vez hizo que les dijera

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Escritores Acrónimos Cuento

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putas. Ellas son muy buenas gentes.

El abuelo sigue sentado en su sillón. Seguro se quedará ahí por mu-

cho rato. Todavía le quedan habanos. El abuelo es abogado, según

él la ley es un espejo sin nada que reflejar. Sin embargo papá es

médico y le gusta ver morir a la muerte.

-La ley puede matar.

-¿Abuelo por qué dices eso?

-Sólo lo digo, no me hagas caso.

-Estás loco.

-¿Qué?

-Sólo lo digo, no me hagas caso.

No supe qué era la ley hasta que a Cuqui, mi vecino, le dispararon

por defender a una mujer. Lo confundieron con el maleante. Cuqui

era algo despistado, le gustaba hacer grafitis. La bala lo había de-

corado. La mirada rota, los recuerdos reflejados en una lágrima, el sol

de noche, la mano de espinas y, mi favorita, el dinero pudriéndose.

Sólo las vi en fotografías.

-¿Qué opinas de la luna abuelo?

-Nada.

-¿Por qué?

-Porque no la conozco.

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Joel ever espinoza cruz

Al abuelo le gustaban las estrellas, y la luna, y lagrimeaba cuando

las veía. No le gustaban las noches.

-¿Abuelo me puedo sentar en tu sillón?

-No.

-Veo cosas y hasta conocí a mi esposa.

-Hijo despierta, despierta.

-Qué pasa.

-Nada, solo te quedaste dormido.

-¿Dónde está el abuelo?

-Ve y duerme en tu cama. Antes cepíllate los dientes.

Juaco se quedó dormido, soñaba. El abuelo acaba de dar su último

respiro y la pincelada final. Juaco está en el rincón más olvidado

de la casa mirando el retrato de la abuela. Su padre sube por las

gradas, hay una mano acariciando una nalga, se ve por el espejo

que está colgado en la pared. Juaco perdió sus lentes, apenas sube

las escaleras y no sabe que su abuelo acaba de morir.

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Patricia requiz castro

Nació en Cochabamba el 24 de septiembre de 1989. Culminó su carrera

de Derecho y Ciencias Jurídicas en la Universidad Central. Actualmente

se encuentra trabajando en la empresa ASESORE S.R.L. Público algunos

cuentos con la editorial Yerba Mala Cartonera y Torre de Papel en las

antologías: Las batallas del pan. Cuentos desde la masa, Heroínas sin co-

ronilla y Torre de Ideas. Antología de Cuento Joven. Estudió tres años de

actuación en la escuela de Teatro Hecho a Mano, participando en festi-

vales como el “Cochabamba Cuento Contigo”. En junio de 2012 inició sus

estudios en la Escuela de Cine La Fábrica.

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Patricia Requiz Castro

desahucio

Y después de 35 años de matrimonio, tres hijos y dos nietos, después de

pasar los innombrables cincuenta, veo mi reflejo y es inevitable notar

las bolsas oscuras que crecen debajo de mis ojos, las orejas irremediable-

mente alargadas y feas, el vello facial que no deja de crecer. Levanto

temerosa la blusa para aflojar la faja que suspende forzosamente este

vientre flácido y lleno de estrías que me avergüenzan. Al desabrochar el

corpiño termino tristemente aterrada al ver lo que los años y mis hijos hicie-

ron con mis senos. Me canso más rápido que de costumbre, los calambres

por las noches son mi tormento. He notado que las várices de mi pierna

izquierda han comenzado a dilatarse con más intensidad, por lo que me

han obligado a dejar los zapatos de tacón y me han enclaustrado en unos

que no me gustan porque no tienen forma, son planos y de color oscuro.

Sin embargo insistes en que me desvista, que me quite el camisón de lana

para meterme dentro de la cama y terminar de una vez con esto. Para ti

debe ser muy fácil desvestirte, no llegaste ni siquiera a cumplir los treinta,

a ti no puede avergonzarte nada. Estás fresco y fuerte, es imposible que

el frío te paralice y que te duelan los tendones de las rodillas.

He sido consciente de nuestra diferencia de edades, es verdad, pero creo

que nunca me acerqué tanto a la realidad como hoy que subiste el volu-

men de la música y te ordené inmediatamente que lo bajaras porque me

lastimaba los oídos. Te enfadaste y como un niño te pusiste a jugar con los

botones de la radio ignorándome.

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Escritores Acrónimos Cuento

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Me puse el camisón de lana y caminé hacia a ti que seguías distraído con

los botones.

-Perdóname, es que en verdad me duelen los oídos. Pero si a ti te gus-

ta, no importa.

Te diste la vuelta para besarme y vi tus ojos asombrados por las nuevas

arrugas que van apareciendo en mi rostro, debes creer que cada día en-

vejezco más.

-No te estás poniendo las cremas que te dije, si no sigues el tratamien-

to todos los días vas a ponerte más vieja de lo que ya estás.

-Me las voy a poner, te lo prometo.

No quise decirte que me pongo las cremas todas las noches y que sigo

al pie de la letra las instrucciones; que he intentado de todo pero nada

funciona; no puedo escapar, nada puede, ni las cremas, ni el vestido rojo

talla S en el armario, ni siquiera tu cuerpo, es una pena.

Pero no solo mis arrugas llegaron a fastidiarte, me reclamaste hasta del

calzón que llevo puesto, me señalaste la gaveta donde están guardadas

las bragas de encaje rojo que me llevaste a comprar un miércoles en la

mañana. Lo recuerdo porque ese día también te compré un par de ca-

misas y unos jeans igualitos a los de mi hijo mayor. Te expliqué que primero

bajaría los dos kilos que me propuse para verme bonita cuando los lleve

puestos. En realidad no los uso porque no me hacen y me irritan, ya no

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Patricia Requiz Castro

tengo edad para esas prendas.

Pero la verdad es que estoy cansada de esconderte todo, de esconder

las imperfecciones que para ti tienen solución. Todo te molesta y te sien-

tes incómodo, no te gusta conversar y te aburres al ver mi álbum de fo-

tos, odias que te platique de mis hijos o de la gracia que aprendieron mis

nietos, te exasperas cuando te menciono a mi difunto esposo y me gritas

cuando te pido que me lleves al cine.

He aprendido a manejar con el tiempo tu rechazo y tus quejas, es más, ya

no me duele tanto que me digas vieja o que me recuerdes que en algún

momento me tocará usar una dentadura postiza. Sé que a tu edad todo

puede parecer gracioso. Ya nada de eso importa, como cuando llegas a

casa y lo primero que haces es husmear mi billetera o lo quisquilloso que

puedes ser con la comida.

Miras la hora, se te ha hecho tarde, como siempre, tienes que verte con

tus amigos y necesitas cambio, eso me dices, buscas en mi bolso y sacas

un billete de cien prometiendo que traerás el cambio. Me recuerdas que

no debo molestarte por el celular, que uno de estos días tú me estarás

llamando. Te despides con un beso en la frente y me prometes que la

próxima vez lo haremos.

Me detengo unos minutos frente al espejo y no me gusta lo que veo, pero

sobre todo no me gusta ver en qué me he convertido, no me reconozco

en lo absoluto y pensar que pude detenerlo todo y simplemente no quise.

Lo que sí puedo detener es está farsa que yo misma he inventado, todo

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Escritores Acrónimos Cuento

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este circo de mentiras donde el payaso viejo poco a poco será devorado

por el león joven. Soy devorada todos los días tragándome el cuento de

que en verdad me quieres, que el dinero es tan solo un simple mediador

entre los dos. Se acabó, cariño, todo se acabó.

Sin una gota en los ojos dejo el lugar donde tantas veces fui felizmente…

humillada.

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hoMero carvalho oliva

Homero Carvalho Oliva, Santa Ana del Yacuma, Beni, Bolivia, 1957. Escri-

tor y poeta, ha obtenido varios premios de cuento a nivel nacional e in-

ternacional, dos veces el Premio Nacional de Novela con Memoria de los

Homero Carvalho Oliva

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Escritores Acrónimos Cuento

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espejos y La maquinaria de los secretos. Su obra literaria ha sido traducida

a otros idiomas y figura en varias antologías nacionales e internacionales

de cuento como Antología del cuento boliviano contemporáneo, The fat-

man from La Paz; El nuevo cuento latinoamericano de Julio Ortega, Méxi-

co; Profundidad de la memoria de Monte Ávila, Venezuela; Antología del

microrelato, España y Se habla español, México; en poesía está incluido

en Nueva Poesía Hispanoamericana, España; Memoria del XX Festival In-

ternacional de Poesía de Medellín, Colombia y en la del Festival de Poesía

de Lima, Perú; así como en la antología Poetas del Oriente boliviano de

Pedro Shimose. Ha compilado las antologías de poemas y cuentos de

Santa Cruz, publicadas con motivo del Bicentenario. Entre sus poemarios

se destacan Los Reinos Dorados y El cazador de sueños. Premio Nacional

de Poesía 2012 con Inventario Nocturno.

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Homero Carvalho Oliva

origaMi

Tomiashe Arakaki tardó una vida en descubrir todas las formas secretas

que encierra el papel. Cuando, por fin, creyó que había dado forma al

último de los animales de la creación, supo por un sueño que aún le falta-

ba un mamífero bípedo. Con la experiencia ganada en setenta años, do-

bló y plegó, hábilmente, la hoja y, en segundos, fueron apareciendo las

extremidades, el tronco y la cabeza del hombre. Satisfecho con su obra lo

dejó sobre la inmensa mesa en la que, a lo largo de siete décadas, había

ido acumulando sus seres de papel y se fue a descansar. Al día siguiente,

descubrió asombrado y abatido que varios de sus más hermosos animali-

tos habían sido cazados y destrozados.

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Escritores Acrónimos Cuento

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gustavo o. arce bacarreza

La Paz, 1974.

Ciudad de residencia forzosa: Santa Cruz.

Co-editor de la revista literaria Carlitos Marrón.

Dos cuentos suyos salieron en el libro Universos Paralelos de la Editorial To-

rre de Papel.

Escribe (con pausas anuales) en el blog: www.asesinodeleyendas.blogs-

pot.com.

Tiene planes de crear una editorial independiente.

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Gustavo Arce Bacarreza

cuando Pienso en ella

La gente, sentada en los bancos de la plaza mientras va cayendo la

noche, un café en la mano, habla de lo difícil que se ha puesto la vida

los últimos tres, cinco, diez, veinte años, desde que eran niños, desde que

dejaron sus casas. La oportunidad de ser alguien, los problemas, los hijos,

la política, el partido de fútbol.

Un café por favor. Son cinco pesos. Caliente.

Quizás fue la monotonía de estos días, quizás los mensajes por celular que

ya no dicen nada. No hay palabras, simples emoticons o un juntado de

letras, “tqm”. Quizás fue la certeza de las dudas, ésas que de tanto en

tanto la invadían haciendo que se encerrara en su habitación. Quizás fue

su padre que la cansó, al acostarse a su lado cada viernes a las once,

acariciándola, diciéndole que le debía la vida, la casa, la comida. La be-

saba, no en los labios, en el cuello, las manos, el cuerpo, diciéndole que

era bella, hermosa, igual a su madre que ya no estaba.

Quizás fueron los cigarrillos, el fumar desde sus doce años, una, dos, tres,

tres cajetillas por día. Quizás simplemente la vida se aburrió de ella y el día

que cumplió veintitrés le dijo: misión cumplida, hasta aquí llegué contigo,

puedes ir en paz, con Dios o con el diablo, puedes ir en paz.

Murió un quince de febrero, día impar. Antes de cerrar los ojos quiso lle-

varse a su padre y dejarlo en el camino, pudriéndose, ahogándose en su

vómito, no pudo, se fue sola.

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Escritores Acrónimos Cuento

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Un par de personas caminan, van de izquierda a derecha, de derecha

a izquierda, diagonal, transversal, tangencialmente. Una señora vende

globos de varios colores y tamaños. Una madre pregunta: ¿Te portaste

bien?, saca del bolso un billete, agarra uno azul y se lo da a su hija. A la

niña se le iluminan los ojos, sonríe y antes de decir gracias, le da un beso,

la abraza, la suelta, deja que se vaya. Ahora eres libre.

¿Puedo prenderle esta estampita de la Virgen en la camisa? No gra-

cias, soy Testigo de Jehová.

Se cansó de que él le escribiera “t kier much”, “t xtrañ”, “junts x100pre”.

Necesitaba escuchar su voz, saber que estaba ahí, llamarlo, tomar su

mano y acariciarlo, un abrazo, un beso, su cuerpo sobre ella, escucharlo

jadear diciendo que era la mejor que había tenido, la mejor. “T kier flaxis”,

“col me”, “t ncsito”. Se fue apagando, perdiendo, extrañando, aburrien-

do. Sus besos ya no saben igual, secos, mojados, da lo mismo.

En su cuarto está el refugio, el búnker de la soledad, póster de U2, Guns,

Metallica, Bon Jovi y en el medio, ahí donde está apuntando el foco, sí,

ahí mismo: AC/DC. Horas con los audífonos, volumen diez, le retumbaban

los oídos, pero por Dios, no se puede escuchar a menos de diez.

Pienso si pude evitarlo, acompañarla mientras se derrumbaba todo, mien-

tras se caía a pedazos, lento, ver unos videos en VHS, los antiguos.

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Gustavo Arce Bacarreza

La escuchaba a ratos llamarlo bruto, jodido, no sabes lo que te pierdes,

sentarse a mi lado y pasarme un audífono. Debí prestarle atención, leer

entre líneas cuando cantaba algo de los Guns, cuando llovía, cuando

caían las hojas, cuando soplaba el viento y hablaba de dejarlo todo e irse

por algún camino que la llevara lejos, muy lejos de todo.

Abrirán un restaurante a dos cuadras, tomé una invitación. No gracias, no

tengo hambre.

Se cansó de él, todos los viernes en su cuarto, acariciándola, besándola,

escuchando que se parecía a su madre. Nunca se lo perdonó. ¿Todos los

viernes?, no señor, ¿no señor?, sí señor. ¿Hoy?, sí hoy, ¿y mañana?, ma-

ñana es sábado, hoy es viernes. Si por lo menos no oliera a alcohol, si por

lo menos se afeitara, si por lo menos se bañara al llegar. Lo odiaba. ¿Por

qué no lo hace y ya?, ¿por qué no termina en silencio? No sé. Todos los

hombres son iguales, ¿Todos quién? Vos por ejemplo. No sé. Son iguales.

Nos sentábamos horas callados, llueva o truene, sol o nubes, espalda con

espalda, las cabezas juntas. Los Ramones, de la puta viejo, los Ramones

son de la puta, sí.

Podría haberle visitado los viernes, no los jueves ni sábados, los viernes, lle-

var unos elepé, ya casi no existen, unas revistas, por último una pizza. Qué

carajo ¿no puede llegar un amigo con una pizza un viernes a las diez y

cincuenta, diez y cincuenta y cinco u once si le da la gana? Tú sabes que

los viernes no se puede. Nadie se muere un viernes si sólo ve televisión o

escucha música.

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¿Puedo hacerle una encuesta? I’m sorry I don’t speak Spanish.

De chicos empezamos a fumar en los baños de la escuela, por curiosidad,

por sentirnos grandes, quién sabe por qué. Empezamos con un cigarro, a

veces en el break, a veces al salir, caminando con las chamarras grue-

sas, las chalinas, las gorras, los libros; en las fiestas o en la casa del gordo

Ustarez, ahí mismo donde por joda nos desnudabámos y lo hicimos a los

dieciséis, en el baño, mientras en la sala la banda del gordo hacía unos

covers de Fito y los demás nos caíamos de borrachos. Vomitabámos en

las cestas de ropa sucia, en las cajas de zapatos que sacábamos del clo-

set, en el piso cuando nos vencía. Lo hicimos a oscuras en la habitación

de su madre, sin protección ni nada. Nos acostamos y así ebrios como

estábamos lo hicimos dos veces. Reímos los días siguientes.

Con el tiempo le agarramos gusto a ambas cosas, a fumar y a tener rela-

ciones a diario.

No podíamos estar sin un cigarro en la boca, a veces apagado, a veces

encendido, sin palpar el sabor, su olor pegándose a nuestros cabellos lar-

gos, el aliento frío, los labios secos, los dientes amarillentos. Algún momen-

to se le fue de las manos, no podía vivir sin fumar. De algo hay que morir,

pero no de eso, de lo que sea, yo quiero vivir, ¿Para qué? Para vivir, me

da lo mismo. ¿Te da lo mismo? Sí. ¿Sí qué?, todo.

Un café por favor. ¿Con leche? Son diez pesos. Tome veinte.

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Gustavo Arce Bacarreza

Las luces se entrecortan en las ramas de los árboles; un par de viejitos per-

manecen sentados con las manos entrelazadas, ella pregunta si se había

puesto los calcetines gruesos, él asiente con la cabeza y continúan miran-

do cómo a su alrededor las personas caminan cual si fueran un montón

de seres ajenos unos a otros.

Disculpe, ¿qué hora tiene? No uso reloj.

Transcurrían las semanas, los meses, los años; teníamos sexo donde podía-

mos, un taxi dando vueltas la ciudad, la última fila del cine en las películas

más espantosas que puedan existir, los baños públicos. Menos los viernes.

Se cansó de fumar, se cansó de los viernes, se cansó del colegio y después

de la universidad, se cansó de caminar, de sentarnos dándonos las espal-

das, las cabezas apoyadas. Entre sí. ¿O fue la vida la que se fue cansando

de ella? Un día, después de haber llovido dos noches seguidas, cuando el

cielo estaba oscuro, tan oscuro que incluso las luces de los faroles de las

avenidas se volvían borrosas, frías, inhumanas, sin poder llegar a viernes,

se echó y no se levantó más.

Antes de dejarme los discos de su cuarto, los pósters, la radio vieja que le

regaló su abuelo y las poleras sin lavar (para que recuerde su aroma) y

decirme un par de cosas, dejó de respirar, cerró los ojos y dejó de respirar.

Han pasado horas, días, quizás semanas, no llevo la cuenta. Sé que hay

noches que dormí y otras no. Aún pienso en ella y me pregunto si pude

haber hecho algo, no dejarla ir, irme con ella.

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Aún veo el globo azul volando.

Se me ocurre una pregunta: ¿Por qué?

Silencio.

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cesar huayllas

Nacido en Cochabamba – Bolivia el 25 de Diciembre de 1982. Egresado

de la carrera de Ing. Electromecánica de la UMSS.

Algunas de sus publicaciones:

Cosas de perros en la antología de cuentos “Las batallas del pan. Cuen-

tos desde la masa” (2009) Editorial yerba mala cartonera.

Solo un papel en la antología de cuentos “Las batallas del pan. Cuentos

de trinchera” (2010) Editorial yerba mala cartonera.

Cesar Huayllas

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Mari(Mach)o

Mario siempre fue considerado un galán entre las chicas: cortés, ca-

ballero, romántico. Todas lo acosaban utilizando técnicas que re-

caían en lo obvio: ¿me enseñas mate?, ¿me acompañas? Estoy sola. Te

invito a mi fiesta.

A los del “sexo fuerte” Mario les producia una extraordinaria sensación de

celos e intriga: ¿Será porque es jailoncito? ¿Será porque es modelo? ¿La

tendrá de oro?

Mario siempre decía: “Si ese huevito pide sal, hay que darle”. Por eso tra-

queteaba con Ana, se emborrachaba con Betty, tocaba historias con

Carmen, jodia con Diana. Y así la lista de “damitas” se extendía hasta la

z. A él siempre le gustó la diversidad del género.

Él era un ser celestial para todas las doncellas que medigaban el poco

cariño que les daba.

Una noche un auto blanco se cruzó en su camino. De él salieron tres en-

capuchados que lo apresaron y lo metieron en la parte trasera. Lo despo-

jaron de su ropa. Llantos, gritos, súplicas fueron en vano. Mario supo que

su violación era eminente.

“Aprenderás a respetarme perra, nadie juega conmigo”. La voz le resultó

familiar. Su profanador era su ex-novio Grover, quien por un sano despe-

cho haría que Mario aprendiera una lección.

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Golpes, besos, mordidas, caricias, escupitajos se repartían dentro de aquel

motel de una estrella. Perdido en sus excesos Grover repetía incansable-

mente: “Eres mía María y de nadie más”. Y María entendió. No podría se-

guir desafiando a la naturaleza.

¿Cómo explicaría esto a sus “damitas”?

Cesar Huayllas

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ana rosa lóPez villegas

Escritora boliviana (Oruro, 1975). Después de pasar una década de au-

toexilio académico y existencial entre España y Alemania, ha retornado

—multiplicada e intercultural— al país de sus maravillas y sigue escribien-

do. Es Licenciada en Ciencias de la Comunicación Social y cuenta con

Maestrías en Acción Política y Participación Ciudadana y en Planificación

regional... pero sigue escribiendo. Es amante de Frida Kahlo; es bloguera,

tuitera, madre, esposa... y quiere seguir escribiendo.

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ANa Rosa López Villegas

soMbras

Año nuevo, vida nueva, perra vida. Las primeras luces de este año me

encuentran como me dejaron las últimas sombras del que se fue: ebrio,

meado y vomitado. Esta vez, botado en la puerta de El Bestiario, el antro

que promete convertirse en mi refugio durante las próximas 365 noches. Al

Carliño no le gusta chupar en la Buenos Aires, dice que le jode que todo

el mundo le reconozca, que prefiere los boliches de Villa Fátima, esos a los

que uno solo llega cuando ya ha perdido el rastro. Pero a mí me gusta la

Buenos Aires, me gustan sus bares hediondos que se disputan noche a no-

che a los alcohólicos de turno. Disfruto de las madrugadas heladas y de

las putas calientitas que por diez lucas te seducen y te dan una migaja de

gloria. Lado a lado los locales, bocaminas de fuego que parecen engullir

a los mineros del alcohol y la parranda... todo en la Buenos Aires.

No sé qué tanto festeja la gente estos días. Yo me tiro una vez por mes a

alguna jailona de la sur que me paga rico y me pellizca el poto; una de

ésas que juega a ser la dama bien, la chula de la canasta y la esposa fiel.

El Carliño coge con la Doris, pero está perdidamente enamorado de la

Celia, la mesera de El Camposanto, el dizque restaurante que está cerca

del Cementerio y al que el Carliño y yo no tenemos más entrada desde

la vez aquella en la que un camba le metió mano a la Celia. El Carliño se

le echó encima como una Furia y le partió la cara a puñetazos. Intenté

detenerlo a grito pelado primero y luego con mis manos, hasta le pateé

en la quijada para que lo dejara y finalmente yo mismo le partí una silla

en la cabeza y medio muerto lo arrastré de El Camposanto hasta uno de

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los muros del Cementerio. Nunca nos enteramos qué fue del camba, no

supimos si se quedó tieso o juró venganza. De vez en cuando el Carliño

se acerca de incógnito al boliche, mira a la Celia de lejitos y se tranca el

pecho de alcoholes y aguardientes en cualquier otro bar de la cuadra.

Yo siempre le digo que la olvide, que no vale la pena, que es una mierda

estar enamorado sin correspondencia. Pero él se enoja, me dice de todo,

me insulta y siempre me recuerda a la Roxana. “¿Ya te has olvidado tú

de ella?”, me dice y me calla... me tortura. No puedo olvidarla; pareciera

que no quiero.

Cuando todavía mi existencia se parecía a eso y las caderas de la be-

bida solo me coqueteaban, me perdí hasta los tuétanos por la Roxana.

Nos queríamos bonito. Nos enamoramos juntos y todo nos prometimos. No

era virgen, pero lo fue conmigo. Por ella quise edificarme, inventarme un

alma y una razón de ser. Le pedí matrimonio y me dijo que sí; pero los dos

éramos un par de pobres diablos y no teníamos dónde caernos muertos.

La Roxana encontró un trabajo mal pagado en un bufete de abogados

y yo me dejé arrear por el Carliño a la Argentina. En Buenos Aires nos va a

ir mejor, me decía, y yo sólo pensaba en construir un hogar con la Roxa-

na. Lo decidí con ella y por ella. Yo me iría por un año y ella me esperaría

mientras seguía trabajando. Queríamos ahorrar lo que se pudiera aunque

no se pudiera.

A Buenos Aires llegamos en agosto el Carliño y yo. El día de la patria nos

emborrachamos hasta las patas con los compatriotas autoexiliados. No

tengo muchos recuerdos de ese día. Solo sé que fue una chupa maldita

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ANa Rosa López Villegas

y que un par de tetas me sacudían la cabeza de tanto en tanto. Cono-

cimos al Zacarías y al Cocacho, quienes, al parecer, tenían contactos

que podían ubicarnos en algún trabajo temporal. Lo cierto es que entre

agosto y diciembre no gané ni un peso. El Carliño y yo vivíamos al día,

embriagándonos en cualquier boliche, pasándole la lengua a los vasos

que otros dejaban. Robar era imposible, no teníamos ni la experiencia ni

las técnicas de los gauchos. A veces partíamos a patadas y a garrotazos

algún automático de cigarros y nos escapábamos mamados de miedo

hasta donde nos dieran las piernas y los pulmones. Pese a todo yo pensa-

ba a diario en mi Roxana, le escribía poco y casi nunca la llamaba, pero

ella me quería y confiaba en mí.

El año acabó miserablemente. Para enero me recompuse un poco. En

uno de mis paseos sin rumbo por la Peatonal La Florida me quedé bo-

quiabierto viendo bailar tango. Lindo se movían, acompasados los dos

danzantes. ¡Me encantaría bailar así con la Roxanita!, pensé casi en voz

alta y como si mis palabras en decretos del destino se hubiesen conver-

tido, una vieja que me había echado el ojo desde hacía un rato, se me

acercó y me apretó las nalgas sin ningún reparo. “Soy Roxana, venite”,

me dijo y me fui con ella. Era una mujer voluptuosa e insaciable. Como yo

no tenía mucha idea de sus fantasías, ella me decía todo, me explicaba

y yo lo hacía y ella gemía y yo gozaba y ella gritaba y yo... Tanto le gustó

que durante todo enero me la pasé con ella; me pagaba, cada vez que

lo hacíamos me pasaba plata. Yo feliz. Comencé a llamarle seguido a la

Roxana, la escuchaba dulcita al otro lado de la línea. Le decía que ya

tenía para casarnos, que si quería un vestido blanco yo se lo pagaba. En

febrero seguía haciendo feliz a la adinerada e incluso a algunas de sus

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amigas. Mi negocio iba viento en popa.

Cuando llegaron los carnavales el Zacarías y el Cocacho me invitaron a

festejar. La pasé como si estuviera en Oruro o mejor todavía. Al son de

morenadas, tinkus y cullaguadas me sequé cientos de cervezas. El Coca-

cho con traje de diablo bailaba saltando sobre las mesas, parecía el pro-

pio endemoniado. El Carliño también se apareció en nuestra jarana, ya

venía mareado y con los puños reventados. Se echó dos tragos conmigo

y comenzó a meterse con el Zacarías. El Zacarías le tuvo harta paciencia,

quizás porque no estaba tan ido como nosotros, pero el Carliño tenía la

boca suelta y la lengua muy larga, le dijo que todo el mundo sabía que su

querida era el Cocacho. “Ven para que aprendas a tirar con un macho

de verdad”, le decía furioso. Le gritaba “bocón, ¿dónde está la pega que

nos ofreciste? Marica”. “¡Cállate!”, le decía yo, pero no me hacía caso. El

Zacarías estaba que echaba espuma por la boca, se levantó de su silla

como si la corriente le hubiese metido un chicotazo, se acercó al Carliño

y le dio una paliza de sepultura. Yo no podía ni sostenerme, sin embargo

me daba cuenta de lo que estaba pasando. Pero el Carliño es como un

gato, siete vidas tiene el condenado. Al día siguiente me desperté en

cualquier calle y sobre mis rodillas me encontré la cara desfigurada de

mi destino. Era hora de regresar, no quise quedarme ni un día más, no me

importaba siquiera la plata de la pudiente, tenía lo suficiente como para

volver a empezar. El Carliño no pudo oponerse, no tenía ni un solo diente

para decir que no. Nos fuimos poco antes de la Semana Santa y de calla-

ditos. Ni a la Roxana le avisé que volvía. El Jueves Santo aproveché para

ir a sorprenderla, le compré un vestido de novia hermoso de una de las

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ANa Rosa López Villegas

costureritas secretas de Los Andes. Pero no quise llevarle el traje de inme-

diato. Le compré unas flores en la Pérez y me fui directo al bufete donde

trabajaba para esperarla a la hora de la salida.

La Comercio estaba desierta y extrañamente silenciosa, de lejos me pa-

reció reconocer al Tigre y al Juve, me pregunté qué sería de ellos, si se-

guirían en las mismas, esas mismas que yo ya no quería para mí. Preferí no

acercarme para no dejarme tentar. Mientras iba bajando la Socabaya

y buscando el letrero del bufete, un encopetado salió de prisa de una

de las oficinas y se metió al primer taxi que encontró, enseguida salió de

la misma puerta mi Roxana y se subió al mismo auto que aprovechó los

últimos segundos de la luz verde para avanzar. Me acerqué corriendo y

me asomé a la ventana. Le toqué el cristal y con mi sonrisa de estúpido

la saludé. El abogado la estaba besando y metiendo entres sus muslos

las dos manos. La Roxana me vio y se hizo a la loca, me parecía que se

estaba riendo... de mí. El taxi se fue arrebatándome de cuajo la última luz

que me acechaba. Me sentía mareado y lleno de ascos que nunca antes

había saboreado. Tiré las flores y me fui a buscar al Carliño, no lo encon-

tré y me dio aún más rabia porque tenía ganas. Me compré un atado

de quemapechos y una tijera podadora de segunda mano. Después de

orinar encima del vestido, lo corté en pedazos hasta hacerlo picadillo, lo

metí todo en un caja y así se lo mandé a la Roxana por correo. No sé qué

cara habrá puesto y ya a este paso poco me importa. Lo que me mata

de cólera es no haber hecho pedazos su recuerdo. Me duele todavía.

Desde entonces no soy otro, soy el mismo que amanece ebrio, meado y

vomitado. Sigo sin saber qué tanto festeja la gente en estos días. Sigo sin

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vida.

Lo único que quiero es que estas luces de una vez me conviertan en sus

sombras.

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cecilia roMero Mérida

Cecilia Romero Mérida es comunicadora social, escritora e ilustradora.

Ganó el Premio Nacional de Cuento “Adela Zamudio” con el relato El

Grito de la Mariposa. Autora del libro de cuentos Entre las Horas, editorial

Nuevo milenio. Participó en antologías tanto en Bolivia como en México

y España. Es columnista en diferentes medios impresos nacionales. Docen-

te universitaria. También realiza talleres de literatura erótica en la Escuela

Virtual de Cine Ludocinema.

Cecilia Romero Mérida

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la guernica

La arena caliente y los últimos toros que la tierra verá. Ella viene con un

baúl de madera, mira la próxima casa y la imagina de tres pisos. Sus ojos

oscurecidos hacen geometría imaginaria, construyen mapas mentales

de una plazuela sin animales, piensa en la futura farmacia, botellones con

fórmulas químicas que luego su nieta regalará con desapego a los extra-

ños. Abuelo tiene la mirada perdida, ha vuelto de la guerra, una que se

perdió, su cabeza tiene aún pensamientos insólitos, muertos que buscan

agua, algo con qué reanimarse, ha sido la batalla, la derrota.

Los toros arrinconados en una terrosa esquina parecen sospechar su fu-

turo desalojo, la gente alrededor deambula cansada, guardan en cofres

licores que van macerándose lento. Ella decide que no habrá más corri-

das, como si pudiera. Migrante de las minas, anónima presencia, tacos

duros como la tierra que aplanan sus tacos, hará de la nada una plazole-

ta que tendrá el nombre de su santo, piensa ya en las procesiones, en la

música de la banda, los peregrinos que cantarán, los petardos que harán

ladrar a los perros.

Lleva a ese joven confundido de la mano, debe olvidarse de su alma en

astillas, no se fía de él, sabe de su debilidad. Joven camillero de guerra,

excombatiente y no llega ni a los treinta, le han partido el continente, lue-

go viuda años adelante, cobrará su cuota mortuoria sin pensar que allí en

ese cuartel de polvo el joven que le llevaba serenatas, perdería el brillo,

rota la inocencia. No la imagino haciendo el amor con él, muñeco inerte

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que bebe a escondidas y tiene los ojos más allá de la distancia, volcados

hacia infinitos llanos, áridas presencias que esperan la muerte.

-Hablemos un poco. Le ruega, su hija no quiere, le han invadido el

espacio, piensa en su padre muerto y siente culpa porque no es ella la

enterrada, la llorada, la olvidada en el cementerio.

La hija es suave como la piel de los gatos, lee a Dumas, viaja mil veces en

su mente a París, baila rocanrol alrededor del reloj y fuma un poco, espe-

rando a James Dean. Vuelve. Constata que sigue en la farmacia y que

la ciudad es pequeña, cerrada geografía de montañas, campiñas de fin

de semana.

Bordan juntas cuando la tarde muere, escuchan la radionovela Esmeral-

da. Sirven la cena y antes de dormir juegan loba.

Van juntas a la misa. Reza fuerte casi cerrando los puños, pide un terremo-

to, un ciclón, un huracán, pero en el valle no hay fallas sísmicas, el clima es

tibio, los abedules florecen a tiempo, migran las aves en días de invierno.

Alguna vez un apagón o una tormenta inesperada hace volar las tejas

del techo.

Visitan el cementerio los sábados, panteón de excombatientes, claveles

rojos, llanto, lo extrañan.

-Papitoy háblame. Pide la abuela. Nadie responde, es así el campo

santo, lugar silencioso, por eso los estudiantes de medicina se quedan en

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las banquetas leyendo Testi, ayuda la soledad reposada de los muertos.

Vuelven caminando comiendo empanadas, ella se aferra a su brazo.

Sabe que es fuerte aún, que no va irse, dará guerra. Se culpa por esa

crueldad que se anida en su pecho joven, sabe que no puede perdonar-

le algunos pecados, baja la cabeza arrepentida, semilla de bruja.

Viene pronto un marido. Se quedan a vivir ahí, la casa es grande, el nego-

cio prospera. Tienen una hija, lozano retrato de la abuela, misma dureza,

impaciencia, poca fe en el mundo. La nieta no entiende, no quiere que

la entiendan, se va con la primera, recorren las calles, roban duraznos de

los aguayos en el piso, a veces les lanzan piedras las vendedoras que las

reconocen. Muertas de risa regresan a la casa, ella, la segunda, las mira

de forma inescrutable, reprobando pero también aliviada, será la tercera

quien cuide de la primera, así es, de alguna forma se desentiende y vive

una pasión renovada con su marido. Guardan secretos, se besan tras las

puertas.

Abuela tiene memoria, mientras teje un mantel le cuenta sobre cómo hizo

de la nada la plazuela con nombre de santo, mira, le dice, esa ballena

blanca que ves en la esquina oeste es la cárcel de hombres, más allá una

chichería, a dos pasos una tienda donde vive la vieja de los gatos.

-Ah la bruja, ahí vive la bruja abuela. Y ella sonríe con ojos infinitos

mientras el crochet hace nacer pájaros y flores.

Le regala su arcón de gitana, sabe de los planes de la segunda. Te dará

suerte, afirma, viajarás porque esta caja se hizo para irse por el mundo. La

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nieta se muerde los labios, no quiere apartarse de su lado, su ausencia no

es triunfo, es azar doloroso para el que se queda. Pero se va, dejando al

monstruo Moby Dick anclado en la acera sur de la plazuela.

Le mandan cartas, a veces fotos, la abuela ceño fruncido, ha envejeci-

do sola, presiente el muro, esas cosas se notan. No somos familia, quizá

mundos que chocan y crean un cosmos de planetas solos, mudos ante el

hueco del universo.

París vista a vuelo de pájaro es un pulpo de avenidas que confluyen en el

Arco del Triunfo. Deambula en su casita en las afueras, siente un ardor en

el pecho, sus ojos refulgen en la oscuridad, faroles que alumbran más que

la torre Eiffel en noche de fiesta. Sufre, viaja de vacaciones a España, mira

una corrida de toros conmovida, convulsa, fascinada.

Allá al otro lado del mar, en esa costa mediterránea ella muere en car-

navales, le cuentan que ha sufrido delirios horrendos, que le han puesto

sedantes, la lloran los deudos. Suena la banda tras el cajón tambaleante.

El caserón se pone a la venta. Corren por esos pasillos, toros invisibles dan-

do cornadas a las paredes, sangre caliente en los tapetes, focos de luz

que nadie apaga, floreros desportillados, macetas descascaradas. La

abuela juega a las cartas y pierde. Se va dejando una mudez de muerte.

El mundo se vuelve un bombardeo en blanco y negro donde a veces sale

el sol.

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ESCRITORIO ACRÓNIMO 2013

EDITORIAL LIBRE/COLECTIVO LITERARIO

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La literatura es mentir bien la verdad.

Onetti