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BÁSICOS FILMOTECA CINE ESPAÑOL (1930 – 1980) ARREBATO Iván Zulueta. 1979 Sesión 18 / Jueves 3 de abril de 2014 Presentación y coloquio a cargo de José Antonio Hurtado, jefe de Programación de La Filmoteca. ESCRITURAS PARA LA DEMOCRACIA: REFORMA PACTADA vs. RUPTURA RADICAL Dentro del amplio periodo conocido como “Transición a la democracia” (1973-1982), el bienio 1977-1979 supone para las capas sociales más radicales que esperaban, no sin cierta ingenuidad, que la sociedad española se encaminase con vertiginosa rapidez hacia una democracia popular plena, una enorme dosis de desencanto. Superado por entonces, al menos en parte, el debate entre búnker, ruptura y reforma en claro beneficio de ésta última, el clima de pactismo político y de consenso como valores supremos [...] terminaría anulando parcialmente numerosas iniciativas ciudadanas, sociales y culturales que pronto quedarían recluidas en el margen de lo underground y lo contracultural, antes de su definitiva –o casi– desaparición. […] […] Sobre todo ya en el trienio 1977-79, el cine español entrará, paralelamente a la situación política del país, en una evolución liberalizadora que culminará con el advenimiento de una nueva etapa tras la histórica victoria electoral del PSOE en octubre de 1982 cuando, paradójicamente, la riqueza de opciones ideológicas y prácticas fílmicas que caracteriza al celuloide de la Transición se sacrificará en buena medida, en beneficio de una producción más sólida industrialmente, más homogénea, más académica e institucional y, en consecuencia, bastante menos creativa. […] José Enrique Monterde abunda en esta idea al referir que “ese centrismo estético apuntaba hacia un concepto de ‘calidad’ malentendida que degeneró fácilmente en algunas formas de caligrafismo (...)”. Francisco Llinás afirmaría, en la misma dirección, que el cine de la transición es el cine del desencanto: No el desencanto que algunas películas reflejan, sino el que nos produce ver cómo se impone el adocenamiento, cómo la democracia frena toda creatividad (...). De la libertad cabía esperar la aventura. Pero sólo hemos conseguido, de momento, el triunfo de la mediocridad, salpicado por algún que otro intento, rápidamente acallado, de salto en el vacío. (...)”. […] Así las cosas, y tal como señalan Julio Pérez Perucha y Vicente Ponce en un lúcido texto sobre el espacio temporal que nos ocupa, el corpus cinematográfico de la época puede agruparse en dos grandes corrientes que vinieron a ser conceptualizadas como “cine de la reforma” y “cine de la ruptura”, traducción cinematográfica de las dos posiciones políticas en debate. Señalemos que, por razones obvias, “el cine de la ruptura debe ser buscado con lupa”. Aún así, “acontece que en los años de la Transición democrática había (...) un grupo de realizadores y películas cuya posición no acababa de encajar en la lógica dominante de la transición”. […] En la “república de los radicales” descrita por Pérez Perucha y Ponce se inscriben las prácticas de Eloy de la Iglesia, voluntariamente delimitadas dentro del seno de la industria, pero en un registro de altas solidez y coherencia ideológicas; aproximaciones al verosímil obrero como Con uñas y dientes (Paulino Viota, 1977) y Numax presenta (Joaquín Jordá, 1980); documentales incisivos en la realidad social coetánea (Informe general sobre algunas cuestiones de interés para una proyección pública, Pere Portabella, 1976; Salut de lluita, Ángel G. del Val, 1977; El oro del PCE, Andrés Linares, 1978; Después de...); productivas aproximaciones a la historia como La verdad sobre el caso Savolta (Antonio Drove, 1979) o el citado film de Artero; o algunas propuestas textuales rupturistas que por su

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BÁSICOS FILMOTECACINE ESPAÑOL(1930 – 1980)

ARREBATOIván Zulueta. 1979

Sesión 18 / Jueves 3 de abril de 2014Presentación y coloquio a cargo de José Antonio Hurtado,

jefe de Programación de La Filmoteca.

ESCRITURAS PARA LA DEMOCRACIA: REFORMA PACTADA vs. RUPTURA RADICAL

Dentro del amplio periodo conocido como “Transición a la democracia” (1973-1982), el bienio 1977-1979 supone para las capas sociales más radicales que esperaban, no sin cierta ingenuidad, que la sociedad española se encaminase con vertiginosa rapidez hacia una democracia popular plena, una enorme dosis de desencanto. Superado por entonces, al menos en parte, el debate entre búnker, ruptura y reforma en claro beneficio de ésta última, el clima de pactismo político y de consenso como valores supremos [...] terminaría anulando parcialmente numerosas iniciativas ciudadanas, sociales y culturales que pronto quedarían recluidas en el margen de lo underground y lo contracultural, antes de su definitiva –o casi– desaparición. […]

[…] Sobre todo ya en el trienio 1977-79, el cine español entrará, paralelamente a la situación política del país, en una evolución liberalizadora que culminará con el advenimiento de una nueva etapa tras la histórica victoria electoral del PSOE en octubre de 1982 cuando, paradójicamente, la riqueza de opciones ideológicas y prácticas fílmicas que caracteriza al celuloide de la Transición se sacrificará en buena medida, en beneficio de una producción más sólida industrialmente, más homogénea, más académica e institucional y, en consecuencia, bastante menos creativa. […]

José Enrique Monterde abunda en esta idea al referir que “ese centrismo estético apuntaba hacia un concepto de ‘calidad’ malentendida que degeneró fácilmente en algunas formas de caligrafismo (...)”. Francisco Llinás afirmaría, en la misma dirección, que el cine de la transición es el cine del desencanto:

“No el desencanto que algunas películas reflejan, sino el que nos produce ver cómo se impone el adocenamiento, cómo la democracia frena toda creatividad (...). De la libertad cabía esperar la aventura. Pero sólo hemos conseguido, de momento, el triunfo de la mediocridad, salpicado por algún que otro intento, rápidamente acallado, de salto en el vacío. (...)”. […]

Así las cosas, y tal como señalan Julio Pérez Perucha y Vicente Ponce en un lúcido texto sobre el espacio temporal que nos ocupa, el corpus cinematográfico de la época puede agruparse en dos grandes corrientes que vinieron a ser conceptualizadas como “cine de la reforma” y “cine de la ruptura”, traducción cinematográfica de las dos posiciones políticas en debate. Señalemos que, por razones obvias, “el cine de la ruptura debe ser buscado con lupa”. Aún así, “acontece que en los años de la Transición democrática había (...) un grupo de realizadores y películas cuya posición no acababa de encajar en la lógica dominante de la transición”.

[…] En la “república de los radicales” descrita por Pérez Perucha y Ponce se inscriben las prácticas de Eloy de la Iglesia, voluntariamente delimitadas dentro del seno de la industria, pero en un registro de altas solidez y coherencia ideológicas; aproximaciones al verosímil obrero como Con uñas y dientes (Paulino Viota, 1977) y Numax presenta (Joaquín Jordá, 1980); documentales incisivos en la realidad social coetánea (Informe general sobre algunas cuestiones de interés para una proyección pública, Pere Portabella, 1976; Salut de lluita, Ángel G. del Val, 1977; El oro del PCE, Andrés Linares, 1978; Después de...); productivas aproximaciones a la historia como La verdad sobre el caso Savolta (Antonio Drove, 1979) o el citado film de Artero; o algunas propuestas textuales rupturistas que por su

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atipicidad se sustraen a clasificación: Con mucho cariño (Gerardo García, 1978), Bilbao (Bigas Luna, 1978), Dos (Álvaro del Amo, 1980) o Arrebato. Son todos ellos filmes que, en palabras de José Vicente García Santamaría, “aunque enmarcados dentro de la industria, enlazan perfectamente con lo que se llamó ‘cine independiente’ surgido en la década anterior”. Cine de resistencia, de desafío, quebrado (salvo el caso de Eloy de la Iglesia) en la marginalidad de las dificultades de producción, de las luchas con la administración (la “negación institucional” de que habla Gómez Tarín), de la subexplotación exhibidora y de la búsqueda casi imposible de un público que comenzaba a alejarse generacionalmente de este tipo de propuestas que antaño alimentaban la programación de cine-clubes o salas de arte y ensayo. Cine, a la vez, de impugnación consciente de los discursos ortodoxos dominantes, de sus mecanismos lingüísticos y de sus articulaciones dramático-narrativas. Arrebato es, como se verá, un paradigma de todo ello.

PABLO PÉREZ RUBIO, fragmento del artículo incluido en Roberto Cuerto (ed.): Arrebato... 25 años después. Valencia: IVAC, 2006.

ARREBATO: CINE DE CÁMARA Y FILM DE CULTO

Uno de los momentos más intensos de Arrebato transcurre durante una proyección del material legado por el desaparecido Pedro a José. La mirada atenta de éste es engullida definitivamente por el destello devorador de su amigo y la forma que lo anuncia es un extraño fotograma rojo en las filmaciones que Pedro realizó sobre sí mismo. Es —lo sabremos al instante— el punto de no retorno. El efecto evoca (ignoro si deliberadamente o no) la película Schwechater, que Peter Kubelka realizó en 1957-1958, un film publicitario encargado al autor austríaco por la empresa cervecera austríaca Schwechater Bier que constaba de 1440 unidades diferentes en blanco y negro, algunas de las cuales figuraban en rojo. [...]

Es ésta tan sólo una de las puertas que se abre a las estancias del cine experimental y que Arrebato comparte: el análisis del dispositivo de captación y proyección de imágenes, los componentes mínimos de la expresión cinematográfica... La pausa, la percepción, la captación de imágenes, la transformación de las mismas son cuestiones que están en la base de los experimentos de autores, por demás tan distintos, como Michael Snow, Ernie Gehr, Hollis Frampton en Norteamérica, pero también Kurt Kren o Peter Kubelka en Europa. Pedro, no obstante, no parece impulsado por un acicate teórico o abstracto, enunciado de modo metalingüístico, sino por una emoción enigmática e intensísima que en él produce el hurto de imágenes de la realidad [...]. Dicho en otros términos, Zulueta resuelve por una senda emocional lo que otros cineastas o artistas experimentales ubicaban en el dominio de la reflexión.

Por otra parte, Arrebato se abre con un pregenérico en el que una voz ronca en el límite de la inaudibilidad graba en un magnetófono unas palabras de invitación a un interlocutor ausente. [...] Las palabras grabadas contienen el hilo argumental de la experiencia sufrida por Pedro en su relación con el cine, es decir, con las imágenes y su captación por el ojo amenazante de la cámara. Desde que tuviera lugar el encuentro fortuito entre Pedro y José en una finca segoviana para un rodaje abortado, aquél evoca (a través de la grabación) las distintas etapas de su experimentación pasional con el cine, de su obsesión por la pausa. En efecto, Pedro se encuentra atrapado por algo aparentemente tan trivial como la filmación de las personas y las cosas que le rodean: su tía, su prima, las distintas habitaciones que componen la finca campestre en la que vive, él mismo,

los árboles… De nuevo, Zulueta incrusta su película en pleno corazón de un género que tuvo su impulso más robusto en el cine experimental: las home movies. [...]

Sea como fuere, tras la aparente banalidad hay una interrogación sobre el dispositivo que conecta con la otra gran corriente de la vanguardia: la conceptual. En efecto, Pedro se dice espoleado por un ansia de indagar en la pausa, en la suspensión del ritmo. […] Y, en efecto, la mayor parte del material que contiene la bobina y que José visiona está compuesta por filmaciones domésticas. Curiosa variante ésta, pues entronca con esa forma del cine amateur que fue el travelogue, añadiendo a ella la práctica de la refilmación o el reciclaje que constituyó la base de las películas del llamado found footage.

En suma, por un extremo, apunta en Arrebato la temática de las películas domésticas, de los contenidos anodinos, familiares, siguiendo la filiación de la vanguardia norteamericana que partió de Marie Menken y que el propio Zulueta había cultivado a su manera en algunos de sus cortometrajes anteriores; por otra, se adhiere a una corriente, en apariencia opuesta, que descompone el dispositivo y las relaciones entre la filmación y los objetos para una reflexión metalingüística. La pregunta que se impone a continuación salta casi espontáneamente: ¿cómo una película con raíces, problemáticas y soluciones tan experimentales ha podido convertirse en un film de culto rebasando el círculo de habituales de este tipo de cine y alcanzando a vastas masas de público?, ¿qué ha ocurrido para que Arrebato pueda ser evocado veinticinco años después de su estreno como un acontecimiento insólito y sin continuación en el cine español?

Si Arrebato apela a fuentes tan distintas, donde afloran algunos de los motivos caros al cine experimental, no es menos cierto que los combina con otros factores que podrían explicar su éxito de público. Me limitaré a dos de ellos: el guiño cinefílico y el papel del itinerario narrativo.

El guiño es, sin lugar a dudas, un aliciente, un gancho de la película, pues Arrebato se comporta como un film cinefílico y plagado de citas: por su metraje circulan referencias, explícitas unas, encubiertas otras, a otras películas que no se caracterizan precisamente por su elitismo, sino más bien por su carácter popular, al menos de una generación formada en la cultura de masas. En primer lugar, aparece el cine como efecto temático, pues cineasta es su protagonista, José Sirgado, probablemente un mediocre artesano del celuloide, que realiza películas de terror de serie Z; lo hace también como decoración, a través de los numerosos carteles de cine que visten las paredes de las habitaciones del apartamento de José y de la sala de montaje en la que trabaja; también el cine se convierte en un cálido ambiente que ilumina el paseo automovilístico nocturno de Poncela por la Gran Vía madrileña apenas comenzada la proyección [...], rezumando un inequívoco fetichismo.

Todavía de modo más relevante, el cine está presente en Arrebato como reelaboración, referencia o, en ocasiones, caprichosa alusión: desfilan, así, ante nuestros ojos con mayor o menor funcionalidad encuadres y fragmentos que recuerdan los labios de Charles Foster Kane pronunciando su palabra-ensalmo —Rosebud— antes de morir en la mítica película de Orson Welles, el enigmático monolito de 2001. Una Odisea del espacio, la caída mortal de Janet Leigh en la bañera de Psicosis, una vez acuchillada salvajemente, la cruz de San Andrés que presagia los violentos asesinatos en Scarface… Para una generación formada en el cine y para una estética del pastiche, Arrebato contiene numerosos signos de reconocimiento que, como sabemos, son fundamentales para generar un espíritu gregario, cultural y estéticamente.

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Mas no se agota aquí la enciclopedia, ya que la cultura de masas vivida por muchos españoles de esta generación amplía los signos de reconocimiento convirtiéndolos en verdaderos iconos procedentes de la cultura pop. En este sentido, Arrebato va decididamente a contracorriente de una cultura libresca y literaria y está, en cambio, saturada de la iconografía de masas: los cómics, la televisión, la Betty Boop… [...] Nada más cercano que lo expuesto a una retórica postmoderna: proliferación de guiños, mosaico de citas variopintas e incluso discordantes entre sí, donde ironía, parodia y pastiche se combinan de forma caprichosa. [...]

Ahora bien, lo específico de Arrebato no surge de su apariencia de mosaico o de puzzle de citas, sino de algo rigurosamente opuesto: su intensidad emocional y la compresión de su estructura interna; estructura iniciática de signo trágico que tiene en la heroína su instrumento de conducción metafórica y que apunta a un clímax pasional que su autor bautizó no en vano con un nombre de resonancias místicas: el arrebato.

Arrebato es la historia de un viaje y de un aprendizaje, un Bildungsroman muy particular que exige profundizar en la mirada o, incluso mejor, desprenderla de la razón. [...] Tutelado por la voz de Pedro, José penetra en el relato de éste, pero rebasa lo que éste pudo ver y saber para incrustar en las palabras su propio recuerdo. Más precisamente, un relato absorbe el recuerdo del otro. La aventura de Pedro se transforma de este modo en la de José y la coherencia del punto de vista se extravía por innecesaria. Y es que la aventura sólo puede realizarse en solitario y una vez que los lazos con lo cotidiano hayan sido cortados.

[…] Ahora bien, entre complicidades y arrebatos falsos logrados con ayuda de la droga, la proyección de las enigmáticas cintas grabadas por Pedro sentencian el arrinconamiento de una historia y el progreso imparable de la otra: “Hay que tener en cuenta —dice la voz— que yo todavía creía en las cámaras que filman, en las cosas filmadas y en los proyectores que proyectan. Debes entenderlo: no adivinaba ni remotamente lo lejos que estaba de mi verdadera trayectoria”. Al son de las palabras de Pedro, tiene lugar una alucinación cuyo origen es imposible de detectar: imágenes de cualquier lugar del mundo aparecen como vistas por primeras vez, con ese granulado defectuoso que las hace lejanas, revestidas de una insólita pureza, incontaminadas y, por eso mismo, no poseídas del todo. Unos fotogramas negros preceden la llegada a la mítica ciudad cinematográfica de Los Angeles, en Hollywood Boulevard; interrupciones del sonido bloquean a su vez la imagen y resultan proceder de una fuente exterior física, material, insoportablemente prosaica: Ana pone torpemente un disco. El hecho nos devuelve a una realidad, ahora ya totalmente vacía. Ana intercepta esta devoración de la mirada con estúpidos comentarios sobre la renuncia a la heroína e inverosímiles propuestas de reunión de la pareja. Pocas veces lo cotidiano ha sido radiografiado tan despiadadamente. [...]

La alegoría de la vampirización de la cámara, sin ser del todo falsa, disuelve el carácter trágico del proceso sufrido por los personajes, pues éstos —Pedro y, más tarde, José— viven la experiencia de forma gozosa, como una entrega, como una investigación en la que deben ofrendar su vida. […] Es imprescindible considerar el carácter límite de la película, un límite tras el cual el sujeto agente se convierte en paciente, para explicar el proceso delirante por el que se aproximan Pedro y José a ese abismo fascinante. Y, ahí, uniendo delirio y arrebato, es donde desempeña un papel fundamental la introducción de la heroína. Y es que la heroína no es en Arrebato un aliciente ni un gesto generacional, sino un instrumento de discurso, pues la película de Zulueta no es un film sobre la droga, sino realizado

desde la droga, desde la hipersensibilidad que ésta produce, desde la fascinación que despierta su experiencia y desde el sistema de asociaciones imprevistas que provoca.

Concluyamos, pues. La singularidad de esta película radica en su ansia de deslizarse más allá de las fronteras: si se piensa como una home movie, el relato acaba despedazando al sujeto que filma lo cotidiano en lugar de servirle de reconocimiento y asiento; si se considera una indagación analítica sobre el dispositivo de captación y proyección cinematográfico, Arrebato introduce una pasión extática que calienta hasta la ignición el clima experimental de la investigación conceptual; si se evoca la mirada sobre los hechos anodinos desde la óptica de Warhol y su Sleep, Arrebato invierte la frigidez del artista pop hasta convertirla en pasión; si se lo contempla desde el punto de vista del reciclaje y la refilmación, también acaba por aniquilar no sólo lo refilmado, sino la idea misma de filmación, disuelta en efecto mágico; si se compara con los films de drogas que circularon en los años setenta y ochenta, Arrebato no emite ninguna opinión sobre la heroína, pues se sitúa en su interior.

Tal vez por esta razón, Zulueta haya apelado a un título resonante, un título que apunta, a un mismo tiempo, al límite inferior del cine (la pausa, la ausencia de movimiento) y al éxtasis de lo inefable en donde —como hubieran suscrito los místicos— se trataba de dejarse hacer más que de hacer. Traducir esta inefabilidad al orden de la palabra y, más aún, al orden de la interpretación alegórica sería vaciar la película de su esencia. Tal vez las vías tan diversas que recorre y la intensidad con la que las trastorna esté en la base en su transformación en film de culto, pero también de su callejón sin salida.

VICENTE SÁNCHEZ-BIOSCA, en Roberto Cuerto (ed.): Arrebato... 25 años después. Valencia: IVAC, 2006.

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