iglesia y las mujeres hoy

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Iglesia y las mujeres hoy 40 CON ACENTO LUZ ANGÉLICA ARENAS VARGAS SECRETARIA DE LA DIMENSION INDÍGENA S ueño con una Iglesia “Be- tania, casa de encuentro, comunidad de amor, cora- zón de humanidad”. Hago mío este tema que la CLAR está re- flexionando en este momento, porque creo que nuestro papel como mujeres en la Iglesia del siglo 21, es recordar que la Igle- sia está llamada a esto, a ser un espacio de encuentro que restaura la dignidad maltre- cha del ser humano. Hay tres textos del Evangelio que nos presentan a Jesús en Betania: Con Martha y María, donde ésta última vive la experiencia de en- cuentro y escucha a los pies del maestro; otro es en el momento de la Resurrección de Lázaro y la unción de Jesús en Betania, donde la acogida, la intimidad, la expresión de un amor valiente que unge se hace palabra para todos, siempre, resaltando la dignidad del otro. Y creo que esta es nuestra tarea en la Iglesia, y es mi sue- ño: posibilitar estas Betanias, donde hombres y mujeres poda- mos sentarnos a la mesa recono- ciéndonos como iguales y como diversos; ciertos de que en eso está nuestra riqueza. Una Beta- nia donde nos podamos sentar para escucharnos mirándonos a los ojos; contemplando la ternura del Dios de la vida y su presencia liberadora entre nosotros y nosotras; donde nos podamos encontrar como hom- bres y mujeres que entrando en la casa de la acogida, hundimos nuestros pies, nuestras raíces en la experiencia del encuentro con el Señor de la vida, que hace surgir la vida; levantándonos por su palabra, de las diversas muertes que vivimos. Donde nos sintamos fraternal y soro- ralmente acogidos y acogidas. Hermanas y hermanos en una realidad compleja, en donde las vidas rotas de muchos hombres y mujeres por estos sistemas capitalistas e inhumanos, son restauradas por un amor recí- proco, liberador, incluyente. Un amor que unge e induce a la intimidad, al encuentro, al con- tacto, al respeto, a la búsqueda de una vida digna y plena para todos como nos mandó Jesús a buscar. Una Iglesia de encuen- tro, donde nos valoremos como personas y donde nos encontre- mos con Dios Madre-Padre que nos acoge y restaura. Sueño con ello, pero también eso se convierte en una misión, como misión también es, se- guir recordando que la Iglesia está llamada a ser una Iglesia ministerial a ejemplo de las primeras comunidades, donde todo se ponía en común, donde el servicio a los otros y otras, especialmente a los pobres, era su distintivo, una Iglesia de a pie, donde a la mujer no le sea negada la posibilidad de los di- versos ministerios y podamos acceder a ellos. Este siglo requiere una Igle- sia incluyente a la participación de los laicos, de las mujeres, de los diferentes, donde cada uno ponga su propio don; el apor- te de sí mismo y su diferencia, evitando caer en el clericalis- mo que hemos vivido durante siglos. Hay laicos y religiosas muy clericales, reproduciendo esquemas de siglos. No se trata de reproducir, sino de recrear nuestro seguimiento a Jesús desde nuestro propio don, para ello es necesario que vayamos a lo fundamental y más sagrado de nosotros mismos, al reco- nocimiento de nuestra propia identidad como personas he- chas a imagen y semejanza de un Dios que es Padre-Madre para todos, así nuestro aporte sea desde ahí, desde la riqueza que hay en nuestro “pozo inte- rior”. Tenemos que visibilizar la urgencia de ser una Iglesia de corazón descalzo. Nuestro papel es seguir recordando el llamado a ser una Iglesia pobre, austera, fuera de grandes edifi- cios que pueden alejarnos de la dolorosa realidad que viven el hombre y la mujer de hoy para ponernos en el corazón de la vida de ellos, para sentir su dolor, su hambre, su angustia y servir desde su necesidad senti- da. En eso consistió la misión y el sacerdocio de Jesús, en estar a la vera de los caminos, mi- rando, escuchando, palpando, sintiendo los dolores, angustias y alegrías de sus hermanos y hermanas, para llevarlos, desde la experiencia de su dignidad reconocida, restaurada, al encuentro con su Padre. En la Iglesia a veces creemos que las personas están obligadas a ve- nir a nuestros espacios físicos y es a nosotros a los que nos toca Este siglo requiere una Iglesia incluyente a la participación de los laicos, de las mujeres donde cada uno ponga su don40

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Este siglo requiere una Iglesia incluyente a la participación de los laicos, de las mujeres donde cada uno ponga su don.

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Iglesia y las mujeres hoy

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▶CON ACENTO

LUZ ANGÉLICA ARENAS VARGASSECRETARIA DE LA DIMENSION INDÍGENA

Sueño con una Iglesia “Be-tania, casa de encuentro, comunidad de amor, cora-

zón de humanidad”. Hago mío este tema que la CLAR está re-flexionando en este momento, porque creo que nuestro papel como mujeres en la Iglesia del siglo 21, es recordar que la Igle-sia está llamada a esto, a ser un espacio de encuentro que restaura la dignidad maltre-cha del ser humano. Hay tres textos del Evangelio que nos presentan a Jesús en Betania: Con Martha y María, donde ésta última vive la experiencia de en-cuentro y escucha a los pies del maestro; otro es en el momento de la Resurrección de Lázaro y la unción de Jesús en Betania, donde la acogida, la intimidad, la expresión de un amor valiente que unge se hace palabra para todos, siempre, resaltando la dignidad del otro.

Y creo que esta es nuestra tarea en la Iglesia, y es mi sue-ño: posibilitar estas Betanias, donde hombres y mujeres poda-mos sentarnos a la mesa recono-ciéndonos como iguales y como diversos; ciertos de que en eso está nuestra riqueza. Una Beta-nia donde nos podamos sentar para escucharnos mirándonos a los ojos; contemplando la ternura del Dios de la vida y su presencia liberadora entre nosotros y nosotras; donde nos podamos encontrar como hom-bres y mujeres que entrando en la casa de la acogida, hundimos nuestros pies, nuestras raíces en la experiencia del encuentro con el Señor de la vida, que hace surgir la vida; levantándonos por su palabra, de las diversas muertes que vivimos. Donde nos sintamos fraternal y soro-ralmente acogidos y acogidas.

Hermanas y hermanos en una realidad compleja, en donde las vidas rotas de muchos hombres y mujeres por estos sistemas capitalistas e inhumanos, son restauradas por un amor recí-proco, liberador, incluyente. Un amor que unge e induce a la intimidad, al encuentro, al con-tacto, al respeto, a la búsqueda de una vida digna y plena para todos como nos mandó Jesús a buscar. Una Iglesia de encuen-tro, donde nos valoremos como personas y donde nos encontre-mos con Dios Madre-Padre que nos acoge y restaura.

Sueño con ello, pero también eso se convierte en una misión, como misión también es, se-guir recordando que la Iglesia está llamada a ser una Iglesia ministerial a ejemplo de las primeras comunidades, donde todo se ponía en común, donde el servicio a los otros y otras, especialmente a los pobres, era

su distintivo, una Iglesia de a pie, donde a la mujer no le sea negada la posibilidad de los di-versos ministerios y podamos acceder a ellos.

Este siglo requiere una Igle-sia incluyente a la participación de los laicos, de las mujeres, de los diferentes, donde cada uno ponga su propio don; el apor-te de sí mismo y su diferencia, evitando caer en el clericalis-mo que hemos vivido durante siglos. Hay laicos y religiosas muy clericales, reproduciendo esquemas de siglos. No se trata de reproducir, sino de recrear nuestro seguimiento a Jesús desde nuestro propio don, para ello es necesario que vayamos a lo fundamental y más sagrado de nosotros mismos, al reco-nocimiento de nuestra propia identidad como personas he-

chas a imagen y semejanza de un Dios que es Padre-Madre para todos, así nuestro aporte sea desde ahí, desde la riqueza que hay en nuestro “pozo inte-rior”. Tenemos que visibilizar la urgencia de ser una Iglesia de corazón descalzo. Nuestro papel es seguir recordando el llamado a ser una Iglesia pobre, austera, fuera de grandes edifi-cios que pueden alejarnos de la dolorosa realidad que viven el hombre y la mujer de hoy para ponernos en el corazón de la vida de ellos, para sentir su dolor, su hambre, su angustia y servir desde su necesidad senti-da. En eso consistió la misión y el sacerdocio de Jesús, en estar a la vera de los caminos, mi-rando, escuchando, palpando, sintiendo los dolores, angustias y alegrías de sus hermanos y hermanas, para llevarlos, desde la experiencia de su dignidad reconocida, restaurada, al encuentro con su Padre. En la Iglesia a veces creemos que las personas están obligadas a ve-nir a nuestros espacios físicos y es a nosotros a los que nos toca

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salir de nuestra comodidad de lugares seguros para ponernos en el camino, donde están los nuevos rostros emergentes y poder “escuchar a Dios donde la vida está clamando” y nos urge a dar una respuesta, como bien señala la CLAR. Un clamor que tiene que ver con sufrimiento por guerras, por hambre, por poco acceso a la educación, a la sanidad y vivienda dignas, al deseo hondo de paz, que tiene que ver con hombres y mujeres maltratados, discriminados por su preferencia sexual, por ma-dres que claman por sus hijas e hijos desaparecidos. Tiene que ver con el sufrimiento de migrantes e indígenas, de en-fermos de VIH SIDA. Una Iglesia que camine con corazón descal-zo, significa que está libre de todo lo que le puede atar para seguir al Jesús pobre y encon-trado en todos estos rostros.Nuestro papel es poner en la mesa el tema del eco feminis-mo; una visión del cuidado de la tierra desde la mirada de la mujer, que también requiere denunciar los atropellos hacia la Madre Tierra. Los indígenas, por ejemplo, no se entienden sin una honda relación con ella, se sienten servidores de ella, “cuidadores de la Madre tierra”.

Tienen la honda certeza de que es su madre y como tal la cui-dan y la respetan, porque Dios les dio ese encargo. Nuestro papel es recordar que la idea de “someterla” nos ha hecho mucho daño y ahora estamos sufriendo las consecuencias de ello, no es lo mismo someterla que cuidarla. Hoy hay grandes intereses que están acabando con ella.Las ventajas para las mujeres que desde la Iglesia hoy se ofrecen son aquellos espacios, pequeñas rendijas que nosotras hemos abierto para decir nuestra palabra. En el Concilio Ecuménico Vaticano II hubo presencia de mujeres, esto fue muy importante, de hecho, hay un artículo escrito por una monja Carmelita en el Osservatore Romano que habla sobre “Las Madres del Concilio Vaticano II”, aludiendo a las 23 mujeres que fueron invita-das por el papa Pablo VI como auditoras en el Concilio; luego

se ha dado marcha atrás, re-trocediendo en ese importante paso que se dio. Cómo enrique-cería a la vida de la Iglesia si las Conferencias Episcopales de todos los países, integra-ran en sus planeaciones, en sus tomas de decisiones, la voz y el voto de las mujeres y de los laicos. Otra ventaja es la misma organización de mujeres que siguen luchando para tomar nuestro lugar en nuestra Ma-dre la Iglesia. Mujeres que han tenido una enorme claridad y que con sus escritos iluminan nuestro camino. Hay muchos nombres de teólogas, filósofas, antropólogas, especialistas en Biblia, en ciencias sociales, en medicina, etcétera., que a lo largo de la historia de la Iglesia, han dado un aporte sumamente importante, que con su visión femenina y su honda fe, nos señalan el camino y orientan nuestras búsquedas; abuelas indígenas, mujeres sabías, de honda relación con lo femeni-no que animan nuestros pasos en esta búsqueda por el reco-nocimiento de nuestro aporte en la Iglesia, el asunto es que no es reconocido del todo.El papa Francisco ha dicho cosas muy interesantes e importantes sobre las mujeres en la Iglesia,

hay esperanza de que él, más que abrir, reconozca estos es-pacios para nosotras, ya que durante siglos, hemos buscado tener una mayor participación en la vida y acontecer de la Igle-sia. El Papa ha de reconocer que la Iglesia se está perdien-do de una gran riqueza cuando rechaza la voz y el voto de las mujeres en la toma de decisio-nes importantes. En el estado Vaticano, las mujeres no tene-mos voz y voto. Queremos ser sujetos, ya no queremos seguir siendo sólo servidoras “detrás de la sacristía”, no queremos ser tratadas como menores de edad; para que seamos una au-téntica Iglesia de Jesús, ésta debe abrirse al diálogo con las mujeres y a una participación más activa de nosotras; recono-ciendo nuestra fe adulta y reco-nociéndonos como iguales; creo que en este reconocimiento, hay esperanza de que el papa Francisco pueda dar muchos e importantes pasos.

Un par de temas que debieran tener más apertura de la Iglesia y las mujeres son: el aporte de los pueblos indígenas, especia-mente de las mujeres indígenas; el de los derechos sexuales y reproductivos; el ecofeminismo; la teología Feminista.

El Papa ha de reconocer que la Iglesia se está perdiendo de la riqueza cuando rechaza la voz y el voto de las mujeres en la toma de decisiones

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