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IDEA DE LA IGLESIA EN EL OCCIDENTE MEDIEVAL A FINES DE LA EDAD MEDIA Luis Rojas Donat 1.- LA ESPERANZA QUE SE PIERDE El cúmulo de desajustes, problemas y desastres de la más diversa índole que padece la sociedad europea a fines de la Edad Media, ha sido descrito por los historiadores como una crisis de las estructuras básicas que sostienen dicha sociedad, y por tal razón el rol fundamental atribuido a las dificultades económicas y sociales. Éstas se convierten en un amplio marco contextual en el que se inscriben y explican los profundos cambios producidos en la sensibilidad religiosa y política en el Occidente medieval. Previamente, debe indicarse que la Edad Media no conoció la institución que más tarde se llamará “Estado”. Ninguno de los reinos occidentales, en su precaria estructura administrativa, reunía las características de una organización estatal propiamente tal, debido a que los monarcas nunca lograron monopolizar el poder político, encontrándose éste, por el contrario, disperso en manos de los grandes del reino. Entre aquellos “grandes” se encontraban las más altas dignidades eclesiásticas, obispos y abades, que lo eran por ser grandes terratenientes, en los que residía una parte importante del poder. Puede ya vislumbrarse que la Iglesia, con toda su organización supranacional dirigida por un órgano central en cuyo centro dominaba el papa, era la única institución con una apariencia formal, diríase, “estatal”. Era, pues, un actor político importantísimo. Entonces, interesa aquí explicar tan sólo un aspecto de la crisis, cual es, el surgimiento, en el corazón mismo de la sociedad, de ciertas ideas relativas a la Iglesia, una suerte de imaginario que no es estático sino que evoluciona, imágenes que dan cuenta de lo que, históricamente, se esperaba de ella. En otros términos, una mirada eclesiológica que da cuenta de un sistema de valores en crisis. Buscando explicar ésta, y acotado el campo de estudio de las dificultades, en primer lugar, debe destacarse la perdida de confianza en la autoridad de la Iglesia, aspecto

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Idea de La Iglesia

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IDEA DE LA IGLESIA EN EL OCCIDENTE MEDIEVAL A FINES DE LA EDAD MEDIA

Luis Rojas Donat

1.- LA ESPERANZA QUE SE PIERDE

El cúmulo de desajustes, problemas y desastres de la más diversa índole que padece la sociedad europea a fines de la Edad Media, ha sido descrito por los historiadores como una crisis de las estructuras básicas que sostienen dicha sociedad, y por tal razón el rol fundamental atribuido a las dificultades económicas y sociales. Éstas se convierten en un amplio marco contextual en el que se inscriben y explican los profundos cambios producidos en la sensibilidad religiosa y política en el Occidente medieval.

Previamente, debe indicarse que la Edad Media no conoció la institución que más tarde se llamará “Estado”. Ninguno de los reinos occidentales, en su precaria estructura administrativa, reunía las características de una organización estatal propiamente tal, debido a que los monarcas nunca lograron monopolizar el poder político, encontrándose éste, por el contrario, disperso en manos de los grandes del reino. Entre aquellos “grandes” se encontraban las más altas dignidades eclesiásticas, obispos y abades, que lo eran por ser grandes terratenientes, en los que residía una parte importante del poder. Puede ya vislumbrarse que la Iglesia, con toda su organización supranacional dirigida por un órgano central en cuyo centro dominaba el papa, era la única institución con una apariencia formal, diríase, “estatal”. Era, pues, un actor político importantísimo.

Entonces, interesa aquí explicar tan sólo un aspecto de la crisis, cual es, el surgimiento, en el corazón mismo de la sociedad, de ciertas ideas relativas a la Iglesia, una suerte de imaginario que no es estático sino que evoluciona, imágenes que dan cuenta de lo que, históricamente, se esperaba de ella. En otros términos, una mirada eclesiológica que da cuenta de un sistema de valores en crisis.

Buscando explicar ésta, y acotado el campo de estudio de las dificultades, en primer lugar, debe destacarse la perdida de confianza en la autoridad de la Iglesia, aspecto extraordinariamente grave en tanto se tenga en cuenta que ella era la institución más importante de la época; en segundo lugar, como consecuencia de lo anterior, la identidad de ella misma es objeto de nuevas y peligrosas interrogantes que conducen a un análisis de sus relaciones con el mundo secular.

En relación con la ortodoxia, la crisis se aprecia sensiblemente en la duda que se insinúa así subrepticia como abiertamente a lo largo de los siglos XIV y XV en amplios sectores de la sociedad laica. No era menos delicado el clima dentro de la clerecía, cuya frágil unidad se perdió al sumergirse en ásperas controversias que tocaron al menos dos aspectos fundamentales: de una parte, cual era la naturaleza de la institución eclesiástica y, por otro lado, el complejísimo funcionamiento de sus estructuras. Envueltos en un ambiente

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de angustia, algunos de estos revisionismos, impulsados a veces por individuos como también, en otros casos, a cargo de grupos más o menos organizados se vieron arrastrados a la herejía. Es cierto que los temas aquí señalados ha sido objeto de polémicas a lo largo de toda la historia de la Iglesia, pero a fines del Medievo este debate adquiere gran importancia histórica debido a que tocaba los fundamentos de aquella sociedad.

La Iglesia, pues, se convierte en objeto de estudio, y esta reflexión habría de resultar peligrosa, puesto que la crítica apuntaba a las bases religiosas sobre los cuales se había construido la civilización del Occidente medieval. Lo que más llama la atención del estudioso es que, desde comienzos del siglo XIV, se componen numerosos tratados donde se estudia acuciosamente a la Iglesia. Frente a problemas nuevos eran necesarias soluciones desconocidas hasta entonces, cuya formulación requería, asimismo, de un conjunto de definiciones de carácter teórico que era preciso establecer. Anteriormente los canonistas habían consagrado sus obras a desarrollar diversos aspectos de la Iglesia desde un punto de vista jurídico, es decir, soluciones legales, instrumentos para salir del pantano. Lo notable es que el tema no había sido objeto de un tratamiento específico de parte de los teólogos. La intempestiva aparición de esta reflexión eclesiológica que se prolonga en el tiempo, da cuenta de un malestar que no es epidérmico y que se confunde con un deseo ferviente de definiciones ligadas a la irrupción de problemas nuevos.

a.- Urgente reformaPuede decirse que la Iglesia ha vivido desde su creación en la dialéctica de la tradición y el cambio. Casi habría que afirmar que la reforma es un tema endémico al interior de ella hasta nuestros días. Después de esos papas que dieron vigor a la fisonomía hierocrática de la Iglesia durante la primera mitad del siglo XIII, a fines de esta centuria afloraban por aquí y por allá vehementes deseos de reformar la Iglesia, preocupación que incluso superó los límites del mundo de los clérigos. Como ha estudiado con diligencia Gerhart Ladner, impulsaban dichos anhelos un conjunto, a veces poco definido, de problemas ligados a las bases de las estructuras que comenzaban a manifestar evidentes signos de esclerosis. La complejísima y muchas veces misteriosa administración, cada más grande, había conducido a perder de vista los objetivos espirituales que le había asignado su fundador1.

El tema no era nuevo. Se había abordado antes bajo ropajes diversos, como aquel de la ferviente espera del cumplimiento de una profecía que hablaba de una “tercera Edad” en la vida de la Iglesia guiada por el Espíritu Santo, momento en que se produciría su tan deseada renovación. Textos de variada procedencia vieron la luz anunciando la pronta transformación, de entre los cuales el más famoso fue el compuesto por Joaquim de Fiore († 1202), cuyas ideas que calaron muy hondamente en personajes muy diversos entre sí, como Dante Alighieri, Arnaud de Villeneuve, Raimundo Lulio o el franciscano Pedro de Olivi. Quizás debido a la influencia que éstos mismos hayan ejercido al interior de su propia feligresía, lo cierto es que esta expectativa se la encuentra, desde mediados del siglo XIII, en los países

1 Sobre los orígenes de la reforma, G. LADNER, The idea of Reform. Its Impact in Thought and Action in the Age of the Fathers, Cambridge, 1959.

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mediterráneos donde las masas populares se vieron cogidas por tensiones escatológicas que exacerbaron su inquietud a la espera del fin de dicho siglo2. Tratando de sintonizar con esta atmósfera, el papa Bonifacio VIII se esforzó por aportar una respuesta a estas inquietudes instituyendo en 1300 el primer año santo, iniciativa que exhortaba a todos los peregrinos para que visitaran Roma durante ese año, y de paso consiguieran la indulgencia plenaria de Jubileo, privilegio reservado hasta entonces a los cruzados y los peregrinos de Tierra Santa. Aun cuando esta iniciativa tuvo un gran éxito intentando presentar a Roma como la nueva Jerusalén, no fue suficiente depuración frente a la imagen de corrupción que ella proyectaba en la población. Esto no debe inducirnos a pensar hoy que se trata de desórdenes, digamos, administrativos al interior del inmenso aparato burocrático eclesiástico. Ciertamente, lo fueron, pero eran problemas gravísimos que debilitaban las estructuras valóricas del Occidente.

Desde los últimos decenios del siglo XIII, en vísperas del Concilio de Lyon II de 1274, algunos miembros del clero y de la jerarquía, habían tomado conciencia del riesgo que al interior de la Iglesia implicaba la proliferación sin control de organizaciones e instituciones, la multiplicación excesiva de toda clase prescripciones jurídicas, los abusos a causa de un meticuloso ritualismo, en fin, las debilidades de un clero más preocupado de no ver mermados sus ingresos que de elevar el nivel moral y religioso de su grey3. Pero en dicha reunión de padres conciliares no hubo sensibilidad para percibir el riesgo de los peligros que se avecinaban, y nada se hizo por subsanar la situación, porque el debate sobre la —para ellos— incómoda reforma de la Iglesia, se postergó.

Como lo concibieron grandes espíritus, en particular en Italia pero especialmente entre los franciscanos de tendencia espiritual, para que la renovación fluyera desde la cabeza misma del cuerpo eclesiástico, era manifiesto que la iniciativa debía venir desde el interior mismo de la Iglesia romana. Dichas esperanzas de un cambio interno muy profundo, provenientes del Vicario de Cristo, se encendieron cuando el viejo eremita y además con fama de santidad, Pedro de Morrone, fue elegido papa en julio de 1294 adoptando el nombre de Celestino V. Toda esta ansiedad reformadora quedó en nada cuando al cabo de unos meses, el pontífice recién electo, aceptando su ineptitud para el gobierno, abdicó en diciembre de ese año decepcionando a todos aquellos —especialmente “espirituales” y joaquinistas— que habían cifrado en ese “papa angélico” sus esperanzas de que asumiera, con decidida voluntad, los cambios que devolvieran a la Iglesia su verdadera imagen. Desatados nuevamente los conflictos de poder, la reforma quedaba de nuevo postergada para otra ocasión, la cual debía darse en el siguiente concilio que habría de celebrarse en Vienne (1311-12).

Durante el período preparatorio a Vienne fue el momento para que apareciesen los graves problemas internos de la Iglesia, especialmente los abusos de la Curia, que se apropiaba de la colación de un gran número de beneficios, al tiempo que manipulaba con los procedimientos de apelación,

2 Sobre estas corrientes y su influencia en los últimos siglos de la Edad Media, M. REEVES, The Influence of Prophecy in the Late Middle Ages. A study in Joachimism, Oxford, 1969. J. GUADALAJARA MEDINA, Las profecías del Anticristo en la Edad Media, Madrid, 1996.

3 ANDRÉ VAUCHEZ, Histoire de Christianisme, Paris, 1993, vol.VI «temps d’épreuves (1274-1449)», p. 272.

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minando la autoridad de los obispos en sus diócesis e impidiéndoles desempeñar el rol de pastores frente a su clero y ante los fieles. Problema, sin duda, gravísimo, de cuya importancia la Curia manifestaba un irresponsable desdén. Así las cosas, asumida la corrupción como un procedimiento normal, ella alcanzaba niveles críticos que desangraban las fuerzas de la comunidad.

Aún con todo este desajuste, es notable que la autoridad del papa, el primer responsable del estado de cosas, todavía suscitara el respeto del estamento episcopal. Sin embargo, algunos obispos iniciaron ciertas reclamaciones recordando que el pontífice, aun con la plenitud del poder, no obstante, tenía límites; y estos límites parecían claros, como no poder contravenir la ley natural ni la ley divina, y que su autoridad, en proceso de decadencia, podía recuperarse si en la toma de decisiones hacía participar más a sus colegas que decidir en virtud de su sola autoridad. Además, se decía que la Santa Sede, lejos de generar obstáculos para su rehabilitación, debía apoyarse para ello en el concilio, con el cual el pontífice todavía podía contar como su aliado. El gran capital “político”—por así decirlo— de la sede apostólica radicaba en que todos los concilios del siglo XIII, convocados y dirigidos por el pontífice, habían sido, precisamente eso, concilios del papa.

Pero en Vienne no hubo ambiente para acoger estos llamados a impulsar la reforma, en parte porque volvieron a acaparar la preocupación de la clerecía conciliar, los apremiantes problemas políticos de la cristiandad, especialmente el doloroso proceso a los templarios, acontecimiento que impactó con gravedad el corazón de todo el orbis christianus; en parte también, por el terco rechazo que manifestó el papa Clemente V a que los padres conciliares abordaran cuestiones eclesiásticas candentes envueltos en un ambiente convulsionado, donde los análisis críticos tendrían más un efecto corrosivo que la búsqueda de soluciones. Todo lo cual no permitió poner en el tapete los problemas de fondo, especialmente los que Yves Congar ha denominado “la hipertrofia de la prelatura y lo canónico” y la incapacidad de la jerarquía para poner fin a los abusos más escandalosos4. Se perdía otra ocasión. Después de esta experiencia decepcionante, ningún concilio se reuniría durante un siglo, quedando depositada en el Papado la responsabilidad de la reforma que, salvo algunos intentos tímidos bajo Benedicto XII y Urbano V, no logró tomar cuerpo5.

junto a la incapacidad de la jerarquía para poner fin a los abusos más escandalosos, crearon las condiciones para que un número de clérigos y de laicos, sin romper directamente con la Iglesia como lo hacían los heréticos, se sintieran estimulados a pensar que ella fallaba en su misión, y que ésta no lograría llevarse a cabo mientras no regresara a su forma primitiva, es decir, a la norma ideal o modelo que constituía la comunidad apostólica de Jerusalém. Desde luego, este tema de la “vida apostólica” no era nuevo en la Iglesia medieval, sin embargo se revitaliza la aspiración de un regreso a la Edad Dorada de la Iglesia primitiva, sueño que conoce una gran difusión durante el siglo XIV, particularmente durante el período aviñonense.

4 Y. CONGAR, L’Église de Saint Augustin a l’époque moderne, Paris, 1970, p.256.

5 W. ULLMANN, The Growth of Papal Government in the Middle Ages, London, 1962.

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Fue entonces que, en un marco de progresivo desasosiego, aparece en la cristiandad la expresión que se hará famosa en el curso de los 150 años siguientes, relativa a la urgencia de proceder a la reforma de toda la Iglesia: reformatio tam in capite quam in membris. Sin embargo, la significación concreta de esta expresión de carácter reformador, permaneció siempre ambigua, porque para aquellos nostálgicos de una Iglesia preconstantiniana, pobre y sin poder, el retorno a lo orígenes implicaba, ante todo, que la institución tuviera como referencia constante las palabras y las acciones de Cristo y aceptara someterse al juicio de la Escritura, erigido como criterio absoluto6. Otros, como Gerson, vieron que en el pequeño grupo unido en torno a los apóstoles había una estructura que contenía ya en germen la Iglesia jerárquica posterior. Atribuía los males de la Iglesia a la preponderancia excesiva de los canonistas sobre los teólogos y a la pérdida de sentido espiritual de la Iglesia de parte de estos últimos. Pero la recurrencia a este modelo ideal, lejos de aportar un remedio a los males que se quería combatir, no hizo más que enturbiar la situación, puesto que revestía contenidos distintos según los individuos y los momentos.

Del lado de los fieles, escandalizados por los abusos antes descritos, y más tarde por el impactante cisma, qué respuesta podían esperar a la pregunta fundamental que les preocupaba: ¿Dónde está la verdadera Iglesia? Más que con los prelados incontinentes o con los clérigos corruptos que siempre había existido ¿Acaso podía ella identificarse con los adeptos de la pobreza, los fraticelli, si eran perseguidos y quemados por la Inquisición? ¿O con ese grupo de Amigos de Dios que buscaban, lejos de la agitación del mundo, establecer mediante la oración y la meditación una relación directa e íntima con lo divino? A pesar las formulaciones a veces muy abstractas que han dado los doctores para referirse a la Iglesia, la interrogación acerca de ella revela que entonces había una real intensidad existencial. Este es un rasgo importante de la crisis.

b.- Hacia la autonomía del Estado y del poder político.Otro elemento importante de la crisis de fines de la Edad Media fue la aspiración de los poderes seculares a liberarse de la tutela de la autoridad eclesiástica y, en particular, de aquella del papa. El problema se hacía especialmente acuciante para el Imperio, ya que era la coronación del rey de los romanos por el soberano pontífice en la basílica de San Pedro, hacía de él, al menos en teoría, el sucesor de Carlomagno y de Otón I. Pero a fines del siglo XIII, después de la muerte de los últimos descendientes de Federico II y el gran interregno, la decadencia de la autoridad imperial, tanto en Alemania como en Italia, y la mediocre estatura política de los pretendientes, suprimieron, momentáneamente, el riesgo de enfrentamientos graves7. En cambio, las dificultades vinieron de los países donde se habían desarrollado poderosas monarquías nacionales, en particular, Francia e Inglaterra, que buscaban, desde fines del siglo XIII, restringir los privilegios de los clérigos en el plano jurídico y judicial, imponerles la obligación de contribuir mucho más con las cargas comunes y devolver al Papado, o al menos compartir con él, la

6 Numerosos ejemplos de estas actitudes pueden verse en Marsilio de Papua, Wyclif, Juan Hus y en los movimientos heterodoxos de los siglos XIV y XV.

7 R. FOLZ, L’Idée d’Empire en Occident du Ve au XVe siècle, Paris, 1953.

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colación de los beneficios mayores y la designación de los prelados. Por cierto, todas estas reivindicaciones no constituían un programa ideológico o político coherente, y el éxito en su cumplimiento fue muy variado según los países y las circunstancias8.

Pero desgraciadamente Bonifacio VIII actuó con mala fe ante Felipe el Hermoso, en 1296 por una cuestión financiera, y después en 1301 nombró obispo en la nueva silla de Pamiers a Bernard Saisset, que no había sido acordado con el monarca. Al son de una campaña de opinión muy agitada que le permitió apoyarse en el clero y la nobleza, como asimismo en los representantes de las ciudades, el rey de Francia no vaciló en atacar al pontífice, el que, con las bulas Ausculta filii y Unam Sanctam (noviembre de 1302) reafirmaba el principio de la sumisión de los príncipes temporales a la autoridad pontifical y el derecho del papa de intervenir en caso de necesidad en los asuntos del reino “en razón del pecado” (ratione peccati). La respuesta de Felipe el Hermoso y los juristas que le aconsejaban fue tan rápida como brutal. Previniendo una excomunicación que lo habría colocado en una situación difícil, el rey planeó y ejecutó un golpe de fuerza contra Bonifacio VIII, en el que Guillaume de Nogaret y Sciarra Colonna se apoderaron del pontífice después del atentado de Agnani (7 de septiembre de 1303). Aun cuando el prisionero fue dejado en libertad, esta agresión a la persona del papa había de tener consecuencias incalculables. La monarquía francesa arruinaba no solamente las pretensiones del jefe de la Iglesia a la dominación de la cristiandad, sino también ponía en cuestionamiento, como la seguidilla de acontecimientos habrían de mostrarlo, el conjunto de relaciones entre lo temporal y lo espiritual. Lucha de fuerzas en las que uno de los consejeros de Felipe el Hermoso, Pierre Flotte, habría dicho a Bonifacio VIII: “vuestro poder es verbal, el nuestro es real” (Votre puissance est verbale, la nôtre est réelle).

A pesar de los intentos infructuosos por reencaminar la evolución, en este aspecto nada habría de ser como antes. La instalación misma del Papado en Avignon se debe, en gran medida, a la necesidad de restablecer las buenas relaciones con la monarquía francesa. Algunos decenios más tarde, el largo y doloroso conflicto que opusiera a Juan XXII, Benedicto XII y Clemente V con Luis de Baviera daría curso a un relajamiento de los lazos entre la Iglesia y el Imperio. Al final de la crisis, la bulla aurea de Carlos IV (1356) reservó a siete príncipes electores el privilegio de designar al emperador, “escogido por Dios y elegido por los príncipes”, en que la coronación por el papa no era más que una ceremonia accesoria9. Se deshacía así unos de los elementos fundamentales de la cristiandad medieval, por más que la figura del emperador mantendría todavía por largo tiempo un lugar destacado en los espíritus, y a veces en la realidad. Con desfases cronológicos sensibles, explicables por la situación y el grado de evolución de cada país, el fin de la

8 J. RIVIÈRE, Le problème de l’Église et de l’État au temps de Philippe le Bel, Louvain-Paris, 1926.

9 Se trata de un conjunto de reglas para elegir un emperador hecha por los príncipes electores (Kurfürsten) los arzobispos de Maguncia, Tréveris y Colonia, el conde del Palatinado, el duque de Sajonia, el margrave de Brandeburgo y el rey de Bohemia, los que fijaban el número de candidatos, la forma de elección y la manera cómo debía votarse. Tras la muerte de Otón III en 1002, se impuso por primera vez la Bula de Oro, aunque ésta entró en vigor en el año 1356 por orden de Carlos IV y tras ser aprobada en las dietas de Nürembeg y Metz.

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Edad Media está marcado en todo el Occidente por una emancipación del Estado respecto de la Iglesia.

2.- LA IGLESIA ENTRE EN PAPADO Y EL ESTADO

Frente a esta disolución del sistema de referencias anterior, los hombres de la Iglesia y los intelectuales de la época reaccionaron de manera muy diversa, lo que explica la extraordinaria abundancia que caracteriza a la literatura eclesiológica en los últimos siglos de la Edad Media. Para algunos, la única manera de frenar esta crisis multiforme era aumentar todavía más la autoridad del papa en la Iglesia y hacer de él la llave maestra de toda la organización eclesiástica10. Otros, en cambio, sensibles a las evoluciones en curso, proponían tener en cuenta un reconocimiento al poder temporal de una cierta autonomía, pero también equilibrando el poder del soberano pontífice con aquel de otros cuerpos, como el colegio de cardenales o el concilio. Algunos, pues, más radicales sacudían los fundamentos mismos de la eclesiología medieval proponiendo someter la Iglesia a la sociedad civil, encarnada por el príncipe, la nobleza y el pueblo.

Estos cuestionamientos estaban ligados con importantes mutaciones intelectuales. En el plano filosófico, el aristotelismo comenzaba a proporcionar sólidos puntos de apoyo a aquellos que aspiraban sustraer a la sociedad política de la influencia de la Iglesia, del mismo modo como los reformadores se proponían reducir la autoridad del papa en su seno, poniendo acento en la noción de representación que estaba en la base del conciliarismo.

Es difícil comprender los debates eclesiológicos de los siglos XIV y XV si no se tiene en cuenta el rol que jugaban las universidades, por entonces en el apogeo de su influencia. Canonistas y teólogos fueron, a nivel público, los principales intérpretes de opinión y se convirtieron, muy pronto, en un poder intelectual tan importante como el de la jerarquía eclesiástica y de los príncipes temporales. Su tendencia a formularse preguntas de manera abstracta y teórica, así como también su marcado gusto por los duelos oratorios y las controversias, no debía facilitar la solución de los conflictos que se multiplicarían en el seno de la Iglesia en el curso de este período tan agitado de su historia.

a.- Exaltación de las prerrogativas del papa

La eclesiología de las órdenes mendicantes Con ocasión de las polémicas en las que se enfrentaron los mendicantes con los universitarios parisinos en la segunda mitad del siglo XIII, comenzaron a definirse dos concepciones de la Iglesia muy divergentes entre sí. Para el clero secular existía un orden eclesiástico de origen divino e inmutable, fundado sobre una jerarquía de dos grados: los obispos, sucesores de los apóstoles, y los curas entre los cuales algunos (como Jean de Pouilly cuyas tesis fueron condenadas por Juan XXII) veían los lejanos herederos de los discípulos de Cristo. Ninguno de ellos discutía el lugar eminente del papa a la

10 J. WATT, The Theory of Papal Monarchy in the Thirteenth Century. The Contribution of the Canonists, New York, 1965.

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cabeza de la Iglesia en tanto que obispo de Roma, pero decían que no le correspondía modificar las estructuras pastorales tradicionales introduciendo intrusos; se referían a los hermanos mendicantes que eran religiosos y, en cuanto tales, no tenían derecho a ejercer el cura animarum.

En contra de esta visión determinista de la organización eclesial, los mendicantes ponen el acento (desde San Buenaventura (†1274) al dominico Hervé Nédélec (†1323)) sobre el carácter universal de la Iglesia y sobre el poder eminente de su jefe, el papa, representante de Cristo en la tierra, y los obispos no eran sino los lugartenientes o los “vicarios”. Concibiendo la catolicidad como un vasto reino sometido a la sola autoridad del soberano pontífice, reducían la autonomía de las Iglesias locales en provecho de las prerrogativas del centro. Haciendo esto reafirmaban la corriente teocrática, muy influyente después de Gregorio VII e Inocencio III, que había reivindicado para el sucesor de Pedro la plenitudo potestatis sobre la Iglesia y sobre la sociedad cristiana11. Durante el siglo XIII, el Papado no se había decidido a escoger entre estas dos concepciones antagónicas, pero Martín IV, en 1281, inclinó la balanza entregándole amplias prerrogativas pastorales a los mendicantes, en particular el derecho de predicar libremente con la sola autorización del obispo. Bonifacio restableció un cierto equilibrio con la bulla Super cathedram que subordinaba la predicación de los mendicantes en las iglesias parroquiales a la autorización de los curas y preveía compensaciones financieras a favor del clero secular en caso de inhumación de fieles en las iglesias o conventos de hermanos. Sin embargo, el conflicto no fue solucionado, y todavía en pleno siglo XIV, polemistas virulentos como el arzobispo de Armagh, Richard Fitzralph12, contribuían a revivirlo, con el riesgo de crear en algunas regiones un profundo desorden en el espíritu de los fieles. Entre los mendicantes, los franciscanos tenían razones particulares para poner acento en las prerrogativas del papa en la Iglesia. Habían tenido grandes dificultades para que se reconociera y aprobara oficialmente en la Iglesia su concepción de la pobreza, tal como la había “codificado” San Buenaventura, según la cual el rechazo de la orden a toda propiedad —pero no el “uso” de los bienes de este mundo— constituía la esencia de la pobreza evangélica que Cristo había revelado a San Francisco. El Papado había ratificado estos puntos de vista por la bula Exiit qui seminat de Nicolás III (1279), que había de ser la carta fundamental de los hermanos menores hasta los tiempos de Juan XXII. Desde entonces, estos últimos vieron en el papa el garante de sus privilegios, y es esta la razón que explica que se hicieran partidarios de su soberanía en la Iglesia13. Esta actitud encontrará su expresión más extrema en el leader espiritual Olivi14 cuyas posiciones

11 M. PACAUT, La Théocratie. L’Église et le pouvoir au Moyen Âge, Paris, 1957, p.103-97. W. Mc CREADY, «Papal plenitudo potestatis and the Source of temporal Authority in Late Medieval Papal Hierocratic Theory», en Speculum, 48, 1973, pp.654-74.

12 Circa 1300-1360. Nacido en Dundalk, estudia en Oxford donde llega a ser canciller en 1333. En 1349, en la corte de Avignon, adonde iba con frecuencia, se involucró en las negociaciones con la Iglesia Armenia; de esto su Summa in Quaestionibus Armeniorum. Después fue implicado en la controversia contra órdenes mendicantes sobre la cuestión de la pobreza, a cuyo efecto escribe De pauperie salvatoris.

13 B. TIERNEY, Origins of Papal Infallibility, 1150-1350, Leyde, 1972.

14 1248-1298. Teólogo y filósofo. Profundamente involucrado en la controversia sobre la pobreza como líder de los franciscanos espirituales.

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limítrofes en relación con la pobreza rigurosa y sus críticas contra el relajamiento de sus cofraternos en este campo, le valieron algún conflicto con la orden. Con mucha lógica viene a afirmar que el papa no podía errar en el terreno de la fe y de la moral; en efecto, poniendo el acento en la infalibilidad personal del sumo pontífice, concluía que no podía ser reformada por el propio papa la constitución Exiit qui seminat a la cual permanecía fielmente atado y denunciando sus insuficiencias. Atrapados en medio de intereses tan variados, los papas de la época no podían tanto, y Juan XXII (1316-1334), preocupado de preservar su libertad ante las decisiones de sus predecesores o de los concilios anteriores, condenó esta doctrina de Olivi como una novedad perniciosa. Aun cuando el espiritual occitano aparece como una figura aislada en este asunto, no es menos cierto que, a lo largo del siglo XIV, los mendicantes pondrán acento en la importancia de la revelación no escrituraria, a la vez que destacar el rol del pontífice al interior de la Iglesia, para justificar el lugar que ellos ocupaban.

El golpe más doloroso vino cuando Juan XXII mediante la bula Ad conditorem de 1323, abolió el estatuto de la pobreza franciscana tal como había sido definida en Exiit, provocando que una buena parte de la orden se transformara en disidente. Ello explica que muchas veces los apologistas más entusiastas del Papado en esta época no fueran precisamente los hermanos menores, sino los miembros de la orden de los eremitas de San Agustín. Uno de éstos, Agustín Triunfo de Ancona, legitimó el comportamiento del papa en este asunto afirmando que el romano pontífice no podía equivocarse en materia de fe, ya que disponía de la llaves del saber (claves scientiae), es decir, la prerrogativa divina dada sólo a él de interpretar la tradición de la Iglesia y de modificar en caso de necesidad las decisiones de sus predecesores15. Huelga decir que esta toma de posición estuvo lejos de ser compartida, pero tenía una mejor coherencia interna que aquella de los franciscanos, que sostenían que ciertas decisiones dogmáticas, como Exiit, no podían ser reformadas, no obstante reconocieran también que el vicario de Cristo tenía la plenitudo potestatis en la Iglesia.

HierocratismoContrariamente a lo que pudiera pensarse, la humillación infligida al Papado por el rey de Francia, lejos de reducir al silencio a los partidarios de la monarquía pontificia, estimuló su celo, como se aprecia en el curso de los primeros decenios del siglo XIV, la explosión de tratados de potestate ecclesiastica adscribiéndose a una línea de pensamiento que se conoce como corriente hierocrática. Sus principales representantes fueron los agustinos

15 WILKS, The problem of sovereignty in the Later Middle Ages, Cambridge, 1963 (reimp. 1964).

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Ægidio Romano16, Jacobo de Viterbo17, Agustín Triunfo18 y el franciscano Álvaro Pelayo19. Para ellos, la Iglesia se definía como un cuerpo jerarquizado, sometido a la autoridad de su Espíritu —Cristo— representado visiblemente en la tierra por el papa. Se retoma la influencia de la ideología escolástica de la reductio ad unum que tendía a reducir todo a un solo principio en el orden del conocimiento y de la doctrina. La Iglesia es un cuerpo social sometido a la autoridad del papa, sucesor de Cristo, cuyos actos son los mismos actos de Dios; en efecto, un cuerpo no puede tener más que una sola cabeza, y nadie puede negar que la cabeza es, evidentemente, una parte superior al resto del cuerpo y es innegable que la cabeza ejerce autoridad sobre todo el cuerpo. Partiendo de estas premisas, los partidarios de las tesis hierocráticas, comenzando por el mismo Bonifacio VIII en la bula Unam Sanctam de 18 de noviembre de 1302, afirmaban que el poder en este mundo está sometido a la autoridad del pontífice romano, y comprende también el dominio temporal, ya que es del papa que deriva toda potestas en este mundo, sea que se trate del poder de los prelados como el que los príncipes. A lo más reconocían ellos que si el papa en cuanto tal posee todos los poderes, no es necesario que de hecho ejerza toda esta soberanía. En tiempos normales, es suficiente que vigile el comportamiento de los gobernantes, incluso interviniendo a veces cuando la situación lo requiera, en función de las necesidades espirituales. En suma, la Iglesia respeta las leyes civiles, en tanto cuanto ellas no contravengan sus cánones. Todo el debate se centra, pues, en el poder de jurisdicción del papa en el fuero externo, en la reivindicación de parte de la Iglesia del derecho de instituir el poder temporal y, no podía menos que inquietar, la afirmación de Egidio Romano para el que no había ningún justo título de posesión de los bienes temporales ni para las personas laicas, sino bajo la autoridad de la Iglesia y por la Iglesia20.

b.- Los adversarios del poder total del papa

16 Circa 1243-1316. Agustino, estudió en Paris. Es probable que haya sido discípulo de Tomás de Aquino de 1260 a 1272. Implicado en la contoversia sobre las proposiciones condenadas en 1277, deja Paris por Italia. Su Regimine principum está dedicado a Felipe IV el Hermoso, de quien se cree fue su tutor. Regresó a Paris en 1291. Creado arzobispo de Bourges por Bonifacio VIII, al cual estaba estrechamente unido. Su De ecclesiastica potestate es una potente afirmación de la posición hierocrática, ed. R. Scholz, Weimar, 19612).

17 Circa 1260-1307/8. Estudia en Paris al menos desde de 1282 y enseña allí en la Facultad de Teología. Dedica su De regimine christiano a Bonifacio VIII en 1301-2. Arzobispo de Benevento en 1302, más tarde obispo de Nápoles. JACQUES DE VITERBE, De regimine christiano, ed. H.X. Arquillière, le plus ancien traité de l’Église, Paris, 1926.

18 1270/3-1328. Agustino, estudió en Paris de 1297 a 1300 y allí comentará más tarde las Sententiae. Maestro de teología en Paris, 1313-5. Capellán de Carlos, hijo de Roberto de Anjou, rey de Nápoles y Sicilia, 1322. Célebre su Summa de potestate ecclesiatica. Sobre la importancia de Agustín Triunfo en el pensamiento de la época, WILKS citado en nota 15.

19 ALVARUS PELAGIUS, circa 1275-1349. Estudia derecho civil y canónico a Bolonia. Franciscano en 1306. Estuvo implicado en la controversia sobre la pobreza. 1333 es creado arzobispo de Silves, Portugal, pero sus relaciones con el rey eran muy malas, por lo cual pasó sus últimos años en Sevilla. Su obra más importante es De statu et planctu Ecclesiae escrita durante el período aviñonense y revisada en 1335 y en 1340. Su Speculum regis fue escrito para Alfonso XI de Castilla.

20 W. Mc CREADY, «Papalists and Antipapalists. Aspect of the Church/State Controversy in the Late Middle Ages», in Viator, 6, 1975, p.241-273.

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Frente a las tesis papistas que reflejaban la posición del papado aviñonense, numerosos teólogos e intelectuales de comienzos del siglo XIV, se declararon contra el carácter irrealista y, para algunos, peligroso de la exaltación excesiva de la Santa Sede. Es el caso, por ejemplo, de Dante Alighieri21 que en su De Monarchia, hacía votos por un poder imperial fuerte, insinuando que en el hecho de que “César debe observar con Pedro el respeto que un hijo primogénito debe a su padre” (III, 16). Pero había grandes divergencias entre los oponentes a la corriente hierocrática, porque algunos se contentaban asumiendo la existencia de dos sociedades —la Iglesia y el Estado— cada uno normado por su propio derecho. Sin embargo, otros ponían en cuestionamiento de manera radical los fundamentos mismos de sus relaciones.

Los antipapistas moderadosEntre los tratadistas hostiles a las tesis hierocráticas, pero que no llegaban a poner en duda la autoridad del papa dentro de la Iglesia, el más importante es, sin duda, Juan de Paris22, que escribe en 1303 su De potestate regia et papali. Su tarea no era fácil ya que no respondía bien al sólido fundamento de la concepción, designada bajo el nombre de agustinianismo político, según la cual la sociedad, como la Iglesia, estaba orientada hacia un fin espiritual y su objetivo era conducir a sus miembros a la salvación23. Era precisamente en base a estas premisas que los autores hierocráticos afirmaban que el poder pontifical, dirigiendo a la humanidad hacia un fin más elevado que el poder político, debía tener la supremacía de éste. A este argumento, aparentemente fuerte, Juan de Paris y después de él Pedro de la Palu24 opusieron la idea de que el poder temporal disponía de una competencia y de una esfera de actividad específicas. Si no era el caso, ¿Por qué el papa insistía tanto para instituir los gobernantes? Destacando la distinción entre el dominio natural y el dominio sobrenatural, afirmaban que el regnum no es fruto del pecado y se ocupa de los cuerpos, pero deriva directamente de Dios por el derecho natural (Juan de Paris) o del pueblo que lo delega al soberano (Juan de la Palu),

21 1265-1321. Nacido en Florencia, participó en la vida pública hasta que los güelfos tomaron el poder en 1301. No regresaría nunca más a Florencia. Entre 1301 y 1313 sus esperanzas políticas se depositaron en el emperador Enrique VII. Su De Monarchia cuya data de composición permanece imprecisa, refleja su posición “imperialista”.

22 JEAN QUIDORF, circa 1240-1306. Teólogo dominico que enseñó en Paris después de haber estudiado allí. Llegó a ser uno de los principales maestros de su generación. Escribió mucho sobe la filosofía natural y la metafísica, lo mismo que sobre la teología y la política, y también para defender la posición tomista contra los ataques de los cuales fue objeto en el curso de los decenios que siguieron a la muerte del Aquinate. Su obra más importante es el comentario sobre las sentencias que data de mediados de los años 1280. Unos quince años más tarde escribe De potestate regia et papali en el contexto de la controversia entre Felipe el Hermoso y Bonifacio VIII, donde sostiene la petición del clero pidiendo la formal acusación de Bonifacio ante un concilio general. JUAN DE PARIS, De potestate regia et papali (1302-1303), ed. J. LECLERCQ, Jean de Paris et l’ecclésiologie du XIIIe siècle, Paris, 1942. P. SAENGER, «John of Paris, Principal Author of the Quaestio de potestate papae (rex pacificus)», in Speculum, 56, 1981, p.41-55.

23 H.X. ARQUILLIÈRE, L’Agustinianisme politique. Essai sur la formation des théories politiques au Moyen Âge, Paris, 1956.

24 PEDRO DE LA PALU, De potestate papae, ed. P. Stella, Toronto, 1966.

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planteamiento que coincidía con el pensamiento de otro teólogo dominico Durando de San Porciano25.

Todos están de acuerdo en afirmar que el poder temporal no viene del papa, pero que se trata de dos poderes independientes que deben colaborarse y ayudarse mutuamente. La Iglesia misma no puede ser definida como el “reino del papa”: su solo jefe es Cristo que, en tanto que Dios, posee el mundo, pero que, en su humanidad, escogió la pobreza. El papa es ciertamente su vicario, pero su poder, que debe estar al servicio de la comunidad, no tiene otra esencia que aquella de los obispos; no se sitúa el pontífice por encima de la Iglesia, pero se constituye en el miembro supremo encargado de mantener su unidad, en particular en materia de fe. Con Pedro de la Palu, se está en presencia de una visión muy realista de las relaciones entre la Iglesia y el Estado: el papa ejerce una jurisdicción espiritual sobre la Iglesia, una jurisdicción temporal directa sobre las tierras que le están sometidas (los estados pontificios) y una jurisdicción temporal indirecta sobre esos otros príncipes temporales que no han tenido de él su poder. Todavía más, precisa bien que la Iglesia no puede intervenir a este nivel, salvo si el soberano o el gobierno se vuelven culpables de una falta espiritual grave, como la herejía.

Los contestatarios radicales: Marsilio de Padua y Guillermo de OckhamAl lado de estos críticos moderados del poder total del papa, durante los primeros decenios del siglo XIV aparecen doctrinas y concepciones que ponían en duda los fundamentos mismos de la eclesiología medieval. Entre estos adversarios radicales del Papado, hay que distinguir entre una corriente laicizante a cargo de Marsilio de Padua y una corriente “evangélica” de la cual Guillermo de Ockham fue su principal representante.

Marsilio de Padua, hijo de un “notario” de Padua, hizo sus estudios de derecho y medicina y fue rector de la Universidad de Paris (1312-3)26. Después de breves estadías en el Avignon pontificio y en Padua, regresa a Paris donde enseña lógica y metafísica de Aristóteles en la Facultad de Artes. En 1326 permanece en Alemania en la corte de Luis de Baviera, rival de Federico de Habsburgo, en conflicto con el papa Juan XXII. Este intelectual italiano se hallaba muy influido por el aristotelismo que campeaba por entonces en las universidades de Padua y Paris. Puede decirse que estamos ante un doctrinario que, en relación con la cuestión acerca de las relaciones entre el poder espiritual y el poder secular, reaccionó de manera extremista contra el mismo extremismo de la corriente hierocrática. La doctrina que desarrolla en 1324 en su Defensor pacis fue condenada en 1327 por Juan XXII, conjuntamente con aquella de su maestro y amigo Jean de Jandun27.

25 DURANDO DE SAN PORCIANO, De jurisdictione ecclesiastica, ed. Barbier, Paris, 1506. A. VAUCHEZ, Histoire de Christianisme, vol.VI «temps d’épreuves (1274-1449)», p. 280.

26 Utilizo la edición MARSILIO DE PADUA, Sobre el poder del Imperio y del Papa, Madrid, 2004 con estudio preliminar, traducción y notas de Bernardo Bayona y Pedro Roche, de donde extraigo los datos biográficos. Su obra más importante es Defensor pacis (“El defensor de la paz”, 1324), pero escribió otras: De translatione Imperio, el Defensor minor, el De jurisdictione imperatoris in causa matrimoniali.

27 J. QUILLET, La Philosophie politique de Marsile de Padoue, Paris, 1970.

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Contrariamente a la idea que a veces se ha dado, Marsilio no era un espíritu irreligioso que tuviera como objetivo minar las bases del poder de la Iglesia para preparar el triunfo del Estado laico. El problema que se propuso fue aquel del funcionamiento armonioso de la sociedad y la elaboración de una —digamos— política cristiana. En su opinión, es un error suponer que la Iglesia pueda tener algún poder legal o alguna fuerza coercitiva cualquiera sea, y haya sido fundada para estar eximida de los impuestos ordinarios o tener tribunales propios. El orden del mundo ha sido perturbado por las pretensiones de ciertos papas por ejercer la jurisdicción temporal y someter a su autoridad al emperador, en el cual ve, junto con Dante, el guía esclarecido de la cristiandad. Tan anacrónico como los teocráticos en este punto, sueña con un Imperio cuya misión sería a la vez temporal y espiritual, y que conduciría a la humanidad a la salvación. Con razón, su pensamiento ha sido considerado como pre-moderno, y los rasgos de su modernidad residen en que tiene, por un lado, una concepción antisacerdotal de la religión, y por otro, concibe al Estado como el detentador del poder público y responsable del bien común. Cree que la Iglesia, después de la donación de Constantino, desvió su camino y ha fallado en su misión, precisamente cuando aceptó lo que no debía: el poder y la riqueza, que la involucró en el llamado agustinianismo político. Gradual y secretamente, dice, el primado romano, fundado en un principio sobre los mártires Pedro y Pablo, se acentuó y transformó en tiranía y fuente de corrupción cuando fue oficializado por Constantino. La plenitudo potestatis que ostenta el papa romano, es la causa que explica tanto la corrupción misma, como la miseria de Italia y el Imperio.

Para devolver el estado de cosas a un “orden”, arguye que es necesario devolverle a la Iglesia los cimientos de su forma primitiva, estos son, la pobreza y la humildad, despojándola de sus bienes y de toda soberanía. Puede vislumbrarse que esta reforma pasa, en primer lugar, por poner en duda la autoridad pontifical que, a su juicio, no viene inmediatamente de Dios, sino por la decisión y la voluntad de los hombres (origen puramente humano), exactamente como cualquiera otra función en la sociedad; y en segundo lugar, situar correctamente el rol eminente del soberano, el “defensor de la paz”, en la reforma de la Iglesia y de la sociedad. Como buen aristotélico, tiene una visión organicista de la comunidad política, y afirma que el poder reside en la comunidad de los ciudadanos que lo delegan en los príncipes, quienes se encargan de elegir al emperador, legislador supremo que solamente puede estar sometido a la ley divina. Si el poder soberano pertenece a toda la sociedad cristiana, éste debe ejercer todos los poderes de jurisdicción, comprendiendo en éstos también el ámbito religioso, ya que le corresponde, por ejemplo, castigar a los herejes (II, 8, 9; III, 2, 15)28. Este imperialismo secular se explica por su convicción de que, así como el gobierno ha de ser único, la sociedad, concebida como un cuerpo, no puede tener dos cabezas y dos organizaciones.

Considerables son las consecuencias que en el plano eclesiológico tiene la doctrina política de Marsilio. Con tono rotundo, afirma que en la cristiandad de su tiempo el papa representa el principal enemigo de la paz, y por ello la reforma de la Iglesia debe considerar prioritariamente una nueva concepción del poder; se trata de entender que el poder no reside en la jerarquía sino en

28 G. LEFF, Heresy in the Middle Ages: the Relation of Heterodoxy to Dissent, c. 1250-1450 , Manchester, 1967, vol. II, pp.412-500.

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la comunidad de los fieles que son, al mismo tiempo y ante todo, ciudadanos del reino (I, 19, 6). Usando una nomenclatura extemporánea, podemos interpretarle señalando que la Iglesia debe, por así decir, “democratizar” sus estructuras haciéndose representativa en su funcionamiento: solamente un concilio general puede atribuirse la inspiración del Espíritu Santo para interpretar la Escritura, que es la norma de referencia y de conducta de la Iglesia.

Creemos que equivocaríamos el juicio si pensamos que Marsilio haya sido un representante del conciliarismo, puesto que para él la reforma de la Iglesia no podría llegar a ser una realidad sin la participación directa del monarca. Después de haber consultado al concilio (concebido aquí como una reunión de expertos), el soberano había de tomar todas las medidas necesarias para que triunfase el Evangelio, a saber, instituir a los clérigos, determinar su número, conceder el mínimo de recursos compatible con la necesaria pobreza. Así, retomando el camino de la perfección de sus orígenes, la Iglesia llegaría a ser en adelante una realidad puramente espiritual.

Esta concepción espiritual de la Iglesia surge cuando, al preguntarse por el rol de ella, señala que Cristo se excluyó él mismo y excluyó también a todos sus discípulos y sus sucesores de toda autoridad coercitiva o regla mundana (II, 4, 13). Por lo tanto, la Iglesia fundada por Jesús no es en ningún sentido un cuerpo jurisdiccional, sino una congregación de fieles (congregatio fidelium), en cuyo seno los curas deben enseñar y exhortar al pueblo en su vida cotidiana a vivir cristianamente, corrigiendo y reprendiendo al pecador, pero en modo alguno obligando (II, 10, 2). El rol crítico del poder espiritual está aquí negado.

Puede verse que el sistema elaborado por Marsilio de Padua constituía la antítesis completa de las concepciones hierocráticas. A una Iglesia deseosa de absorber al Estado, o al menos de controlarlo, él opone un Estado que domina a la Iglesia, al tiempo que asigna a la sociedad objetivos religiosos y morales elevados. Careciendo aquella de poder coercitivo, es preciso que se someta cada vez que la vida cristiana exija medidas de autoridad al “legislador humano creyente”, el cual dispondrá de los cargos eclesiásticos, convocar concilios, etc. La autoridad secular está, definitivamente, libre de la tutela clerical.

En ciertos aspectos, sus puntos de vista no eran menos irrealistas que aquellos de sus adversarios. Si Dante había recusado el hierocratismo en nombre de un dualismo, Marsilio discute el dualismo mismo y se opone a las posturas hierocráticas con un rotundo imperialismo. Con todo, quedarán un número de ideas que aflorarán después en diversos movimientos o corrientes reformadoras, como la naturaleza puramente espiritual de la Iglesia, el rechazo de toda jurisdicción eclesiástica autónoma, la superioridad de la Escritura con respecto a todas las decisiones pontificias y la desapropiación del clero en beneficio del poder civil.

William de Ockham (1270-1349)29, fue la otra figura de la corriente antipapal en los años 1320-50. Franciscano inglés, la influencia de su obra es incontestable, aunque sea difícil de apreciarla, ya que, a diferencia de

29 L. BAUDRY, Guillaume d’Ockham, sa vie, ses œuvres, ses idées sociales et politiques , Paris, 1950. Edición española de Sobre el gobierno tiránico del papa, estudio preliminar, traducción y notas de Pedro Rodríguez Santidrán, Madrid, 1992.

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Marsilio, no es fácil definir su concepción de la Iglesia. Esta visión puede encontrársele expresada en sus escritos de circunstancia, en los de signo más polémico, y que por lo mismo carecen de carácter sistemático. Ockham fue un intelectual de Oxford, que se vio envuelto en los grandes combates de su tiempo, llegando a ser sospechoso tanto por su toma de posición a favor del nominalismo en materia filosófica, como por su adscripción en el debate sobre la pobreza. Acusado de herejía en 1323 por John Lutterell, canciller de la universidad de Oxford, fue llamado a Avignon y confinado en un convento en esa misma ciudad desde 1324 a 1328. Escapó de la ciudad de los papas junto a Miguel de Cesena, ministro general de los hermanos menores, que había entrado en conflicto con Juan XXII. Luis de Baviera les acogió en su corte donde hizo de cabeza de los franciscanos disidentes en 1342, multiplicando sus ataques contra el papado aviñonense, especialmente el incremento del absolutismo pontificio y las intervenciones del papa en la cuestión de la pobreza franciscana. Sus críticas demoledoras tendrán una cierta responsabilidad en la desestabilización del Papado que dará paso al Gran Cisma. Murió en Munich en 1349 sin haberse reconciliado con la jerarquía30.

Ha sido frecuente vincular la eclesiología de Guillermo de Ockham con su posición filosófica personal, el nominalismo, pero hoy se tiende a minimizar su influencia31. El resto de sus ideas sobre la Iglesia son menos originales que su teoría del conocimiento, pero en su tiempo impactaron más aquellas que esta última.

Ockham se involucró personalmente en las grandes controversias contemporáneas, y fue un adversario acérrimo del Papado de Avignon denunciando con vehemencia sus vicios32. La centralización del gobierno eclesiástico, junto a todo su aparato burocrático, instaurado por Clemente V y Juan XXII constituía una traba al desarrollo de la vida cristiana. La rapacidad de los soberanos pontífices y de la curia, sus continuas ingerencias en los asuntos temporales, su intervencionismo en las elecciones episcopales y en las colaciones de beneficios, constituían también violaciones de las normas que reglaban tradicionalmente el funcionamiento interno de la Iglesia y sus relaciones con el poder civil. Además, cuando el papa condenó erróneamente las tesis perfectamente ortodoxas, según él, como aquella de la pobreza de Cristo, y lanzó la persecución de todos los que las defendían, el poder pontificio se había excedido en sus competencias, cayendo en la arbitrariedad y el error. Con estas acciones, Juan XXII y sus sucesores se convertían en heréticos, lo cual justificaba el combate ideológico que emprendió contra ellos.

Por cierto, hostil a la monarquía pontifical, el franciscano insistía en el rol que debían jugar los teólogos en la Iglesia, puesto que la búsqueda y

30 Las obras filosóficas y teológicas pertenecen al primer período de su vida en Inglaterra antes de 1324: Summa totius logicae, Quodlibet. Las obras políticas son de los períodos siguientes: Breviloquium de principatu tyrannico (1339-40), el Dialogus inter magistratum et discipulum de imperatorum et pontificum potestate. La tercera parte, De potestate et juribus romani imperii (1338) y el De potestate papae et cleri, el Tractatus de potestate imperiali (1338-40), los Octo quaestionum decisiones super potestatem Sumi Pontificis (1339-41) y diversos opúsculos y obras dirigidas contra Juan XXII.

31 A. VAUCHEZ, Histoire de Christianisme, vol.VI “temps d’épreuves (1274-1449)”, p. 283.

32 G. DE LAGARDE, La Naissance de l’esprit laïque au déclin du Moyen Âge, Louvain, 1956-73, vol.V (1963), «Guillaume d’Ockham: critique des structures ecclésiales».

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divulgación de la verdad constituían el objeto principal de su misión; sin embargo, también los laicos ocupaban un puesto importante en su esquema, a saber, no solamente los reyes y príncipes y todos aquellos de detentan el poder público, sino también los simples fieles que no deben ser menospreciados, ya que entre ellos hay algunos que son igualmente sabios como los clérigos, y todavía más, los más humildes pueden acoger una fe profunda. Entonces, la Iglesia universal, que él define como la comunidad de los fieles, está fundada sobre la fe y comprende el conjunto de personas que están dispuestas a compartirla. Y si la fe del papa desfallece, que era el caso después de Juan XXII, según su opinión, la verdadera Iglesia puede bien subsistir en un pequeño grupo de cristianos que permanecen fieles, o bien en una simple mujer, como se había ya producido cuando María había quedado sola delante de la cruz, después de la huída de los apóstoles.

Los adversarios de Ockham no dudaron en señalar los riesgos que presentaba esta eclesiología, cuyo subjetivismo podía conducir a la anarquía, ya que en último término solamente Dios podía saber quiénes eran los cristianos que habían permanecido fieles constituyendo la Iglesia. Ciertamente, Ockham evoca en algunas de sus obras el rol del concilio general, que concibe como los “estados generales” de la cristiandad, donde se sentarían al lado de los obispos los representantes de las universidades y de los diferentes reinos. No obstante, lo mismo que Marsilio, el franciscano no debería ser considerado como un precursor del conciliarismo, en razón de que, a su juicio, el concilio no es más infalible que el papa. Constituye una salvaguardia susceptible de equilibrar el poder el soberano pontífice y un recurso posible contra un papa herético que, en derecho, podría ser depuesto conforme a la doctrina tradicional de los canonistas. En verdad, lo que importaba ante todo a los cristianos era disponer de una garantía contra la arbitrariedad en la Iglesia. Por eso, nada le escandalizaba más que la tesis, defendida por algunos hierocráticos, según la cual el papa poseía ex officio un poder especial (claves scientiae) que le permitía anular las decisiones de sus predecesores y de reinterpretar los dogmas33.

En el ámbito de las relaciones entre la Iglesia y el Estado, Guillermo de Ockham se encuentra muy próximo a Marsilio de Padua. Como éste, ve a la Iglesia ante todo como un complejo político-religioso donde no es posible distinguir al creyente del ciudadano. Afirma que el poder civil tiene un origen natural, y la mayor prueba de ello reside en el hecho de que es poseído y ejercido con toda legitimidad por infieles. Entiende que un príncipe cristiano no puede desinteresarse de la fe, pero los gobernantes no deben jugar un rol activo en la vida interna de la Iglesia, y por esto se aparta de Marsilio cuando éste asigna al Estado una función de reforma y de purificación de la

33 Esta teoría fue sostenida por una minoría de intelectuales canonistas que figuran entre la segunda mitad del siglo XII y primer tercio del XIII, que constituye la primera época clásica de la canonística medieval. Entre un centenar de canonistas que escriben en dicho período, solamente pueden considerarse unos siete que sostienen una posición política de carácter monista hierocrática: 1. La Summa Monacensis, 2. El apparatus “Tractaturus magister”, 3. Juan Faventino, 4. El Apparatus “Antiquitate et tempore”, 5. Rufino, 6. Ricardo y sobre todo 7. Alano Anglico. Estos autores marcaron los principios generales de esta posición que después, aún sin saberlo, seguirían todos los hierócratas. A principios del siglo XIV aparecen otros representantes, como Egidio Romano, Jacobo de Viterbo, Agustín de Ancona, Alejandro de Santo Elpidio, Guillermo de Cremona y Alvaro Pelagio. Es sintomático que todos ellos hayan sido agustinos, con excepción de Alvaro Pelagio que era franciscano.

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institución eclesiástica. Ferviente partidario de la “libertad de la ley evangélica”, es profundamente hostil a toda forma de autoritarismo, y si es verdad que desea librar a la Iglesia del yugo del Papado aviñonense, no es para situarla bajo el poder de los príncipes.

Puede decirse que Ockham no alcanzó a desarrollar concepciones eclesiológicas muy originales, por lo cual sus adversarios tuvieron amplio espacio para reprocharle una cierta falta de coherencia. Sin embargo, contribuyó poderosamente con sus escritos a minar las bases de la institución poniendo acento en el derecho de las personas en la Iglesia, y numerosas ideas que lanzó hicieron su camino e influyeron en las concepciones de generaciones posteriores, especialmente retomadas en Paris.

3.- IGLESIA VISIBLE E IGLESIA INVISIBLE

A medida que avanzaba el siglo XIV y se acentuaba el carácter monárquico y administrativo de la Iglesia aviñonense, se desarrollaron concepciones de la Iglesia que se alejaban cada vez más de los puntos de vista tradicionales; reposaban aquellas sobre una oposición entre la Iglesia visible, con todas sus estructuras opresivas y su personal corroído por la corrupción, y una Iglesia invisible que solamente ameritaba su nombre. Estos temas, que se encuentran en muchos movimientos heterodoxos de la época, fueron tratados de manera sistemática por teólogos universitarios que le dieron una formulación doctrinal y los difundieron en los medios intelectuales.

a.- John WyclifEl primero de entre ellos, y lejos el más importante, fue el inglés John Wiclif (c.1332-84). Filósofo y teólogo de Oxford, consagró gran parte de su obra, a partir de 1376, a una crítica de la Iglesia de su tiempo, cuya virulencia no hizo sino acentuarse hasta su muerte en 138434. El carácter evolutivo y la complejidad de su pensamiento hacen difícil dar cuenta de él con precisión, puesto que es posible oponer a sus afirmaciones más agudas toma de posiciones más matizadas. Pero si se examina a la vez su acción y sus obras más importantes, se aprecia que se deduce una eclesiología muy coherente35. Siguiendo a San Agustín, Wyclif define la Iglesia como la comunión de los elegidos, es decir, de los predestinados que Dios ha salvado eternamente y que permanecerán hasta el fin al abrigo de las consecuencias del pecado, mientras los otros serán entregados a la perdición. Pero Wyclif difiere de San Agustín, puesto que éste piensa que todos los hombres de este mundo son miembros de una misma Iglesia, a cuyo destino sobrenatural están todos comprometidos. En cambio, el oxoniano establecía aquí abajo una separación completa entre las dos Iglesias: la de los salvos, la única verdadera, que nada tiene que ver con la otra Iglesia, la institucional. Ella no constituía una entidad física ya que integraba a todos aquellos que Dios había escogido, así vivos como muertos, y que era imposible reconocer a sus miembros aquí en la

34 Y. CONGAR, L’Église de Saint Augustin à l’époque moderne, Paris, 1970, pp.299-303.

35 Las obras más significativas a este respecto son De civili dominio (1376-77), De ecclesia (1378), De potestate papae (1379).

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tierra. Si solamente Dios sabe quién habrá de salvarse, la Iglesia visible pierde su razón de ser, o más exactamente, no tiene ya sentido sino en la medida en que ella es la emanación de Cristo, su único jefe, y se ajusta conforme a sus preceptos y a sus actos. No cabe, pues, obedecer al papa ni a los obispos, salvo si siguen a Cristo y anuncian su palabra. Este “moralista militante”, según la expresión de Gordon Leff, no rechazaba formalmente al clero y la jerarquía, pero es cierto que no ocultaba su convicción de ver en ellos a hipócritas y traidores al Evangelio36.

Animado por un apasionado deseo de reforma, Wyclif contaba con el poder secular para traer a la Iglesia a la perfección de sus orígenes, misión que sólo podía realizarse convocando al rey y a la nobleza inglesa con el objeto de poner a los clérigos en el recto camino, comenzando por despojarlos de sus bienes cuya posesión y gestión les apartada de su cometido. Precisamente en el De civili dominio, en relación con el poder y los bienes de la Iglesia, desarrolla una teoría de relaciones entre la posesión y la gracia, tema extremadamente sensible que irritaba al Papado. Retomando en un sentido diferente una idea antes desplegada por Richard Fitzralph en su controversia contra las órdenes mendicantes, afirma que un pecador no tiene ningún derecho al poder ni a la soberanía, mientras que un hombre en estado de gracia puede poseer todos los bienes del mundo sin que ello le dañe. Toda soberanía y propiedad está, en efecto, garantizada por Dios, pero Éste no bendice a sus enemigos. Les permite tan sólo hacer uso de los bienes que detentan, pero no tienen ningún derecho sobre ellos. Ahora, el clero es tan manifiestamente pecador que no tiene derecho a ningún título de propiedad; el rey está perfectamente habilitado para privarles de los bienes, previendo tan sólo los recursos suficientes con los cuales puedan llevar adelante la misión que les corresponde. Como no podía ser menos, coincidiendo en esto con Marsilio, el menosprecio con el cual Wyclif tenía a la Iglesia, le lleva como contramano a exaltar el rol del soberano, verdadero representante de Dios en la tierra.

Por último, la única referencia absoluta e infalible lo constituye la Escritura, porque la Biblia es totalmente verdadera y permite al cristiano distinguir lo cierto de lo falso. Es ella, la Sagrada Escritura, la que condena a la Iglesia cuando se aparta de sus preceptos. El ideal de una Iglesia sin mancha, la de los orígenes, le permitía confundir y rechazar en muchos ámbitos la Iglesia de su tiempo, porque para Wyclif —he aquí lo central de su doctrina— la Escritura es para el cristiano ante todo una ley moral: no puede considerarse fiel a Cristo, según él, aquel que no lo imita en sus costumbres. La inmoralidad misma de la jerarquía mostraba que ella pertenecía a la Iglesia de los rechazados, cuyo jefe es el anticristo. Contra ella, deseaba construir desde la base, con la ayuda del rey, el ordo Christi, antesala de la Iglesia regenerada.

Condenadas por Gregorio XI en 1377, las tesis de John Wyclif lo fueron también a Roma en 1412 y en Constanza en 1415. Sin embargo, como cabía esperar, ellas provocaron inmediatamente un gran interés tanto en Inglaterra como en el continente.

b.- Juan Hus

36 G. LEFF, Heresy in the Middle Ages: the Relation of Heterodoxy to Dissent, c. 1250-1450 , Manchester, 1967, vol. II, pp.494-558.

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Luego de conocer las obras de Wyclif, los estudiantes que venían de Bohemia a formarse a Inglaterra, de regreso a su tierra natal difundieron rápidamente sus ideas. Esta recepción tuvo especial repercusión en la universidad de Praga, donde se desarrollaba, después de 1370, un vasto movimiento intelectual y religioso de inspiración nacional. Estos teólogos fueron seducidos por la concepción wyclifiana de la Iglesia como comunidad de justos, verdadero cuerpo de Cristo en el seno de una institución pecadora y divida, después de 1378, en muchas obediencias. Juan Hus (1369-1415) prelado y reputado predicador, fue el más famoso portavoz de este movimiento que anhelaba una reforma del pueblo cristiano —en especial de su jerarquía—, luchando contra los vicios y los abusos del clero. En 1408, el arzobispo de Praga, Zbynek, retiró a Hus el mandato de predicador, y, después del rechazo de Hus de someterse, quemó públicamente los libros de Wyclif, al tiempo que excomulgaba al teólogo checo. Acusado de herejía, fue condenado a la hoguera por el concilio de Constanza y ejecutado el 6 de julio de 1415. Los pormenores de su proceso revelan el grado superlativo de la crisis y constituyen un capítulo deshonroso de la Iglesia.

Más que determinar si Juan Hus fue efectivamente un hereje, la cuestión que se presenta al historiador de hoy, es más bien situar sus tesis eclesiológicas con relación a aquellas de Wyclif37. Para conocerlas es necesario apoyarse en su tratado De ecclesia compuesto en 1412-3 que le valió ser condenado en Constanza. Es innegable que en este campo como en otros, Juan Hus fue permeable a la influencia del maestro de Oxford. Concordando con éste, para él también la Iglesia se definía ante todo como la comunión de los predestinados, cuyo único jefe es Cristo. Igualmente, que la obediencia a los clérigos sólo es posible en tanto éstos se muestren virtuosos y santos. Sin embargo, era de opinión que la mayoría de los prelados y presbíteros eran prebendados que sacaban provecho de los sacramentos y organizaban ceremonias suntuosas destinadas sobre todo a halagar el orgullo de los ricos. Profundamente ascético y pietista, fundado en una lectura personal de la Escritura, Hus aspiraba a un cristianismo evangélico intensamente cristocéntrico. La predicación, esto es, el anuncio de la palabra de Dios, le parecía más importante que la liturgia, toda vez que la Biblia constituía para él antes que nada un código de comportamiento cristiano desde el punto de vista moral.

Por lo tanto, en estos puntos Hus aparece más conservador y, probablemente, más ortodoxo que Wyclif. Reformador moderado, no dice que todo aquello que no se encuentra en la Escritura deba ser rechazado, sino solamente que es necesario eliminar de la Iglesia todo lo que no esté de acuerdo con aquella. Así, admite perfectamente la Asunción que no tiene bases escriturísticas pero que se entronca con la Tradición. Por lo mismo, acepta la noción de intercesión y no objeta el culto a los santos, aunque denuncia sus desviaciones supersticiosas. No impugna, en fin, ni los sacramentos —al contrario, impugna las concepciones heréticas de Wyclif sobre la eucaristía— ni las buenas obras que juzga indispensables para la salvación; acepta la legitimidad de la jurisdicción de los prelados que, aun en

37 M. SPINKA ha sido el gran estudioso actual de Hus, John Hus’s Concept of Church, Princeton, 1966, y su John Hus: a Biography, Princeton, 1968. Tb. Y. CONGAR, L’Église de Saint Augustin à l’époque moderne, Paris, 1970, pp.302-5.

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estado de pecado mortal, ejercen su ministerio de manera válida, sino útil, para los fieles.

¿A qué puede deberse, pues, que Hus haya terminado sus días en la hoguera, y Wyclif en su lecho? Sin aludir al contexto político-religioso que entrañó la condenación en Constanza, hay que decir, sostiene André Vauchez, que el checo pagó con su vida los atrevimientos de su maestro, que el Concilio hizo justicia a través de él. Pero él agravó su caso tomando una posición ambigua en el tema de la primacía del papa y negando el origen divino de su poder. No es que Hus haya sido, como Wyclif, un adversario feroz del Papado, pero evidentemente no le reconocía al pontífice más que una cierta preeminencia en las Iglesias cristianas y el rol de primus inter pares en el seno del episcopado. Siendo la verdadera Iglesia invisible, los miembros de las diversas iglesias cristianas animados por el espíritu de Dios eran todos miembros. Desde luego, la Iglesia romana participaba de esta comunión y tenía un lugar eminente, solamente en la medida que contaba con numerosos justos y santos entre sus filas, pero no podía pretender identificarse con la única Iglesia de Cristo. Esta eclesiología universalista y, por así decirlo, “ecuménica” era muy nueva a comienzos del siglo XV, y la acusación de haber negado las prerrogativas de la Iglesia romana y su catolicidad fueron uno de los principales cargos de la acusación que se presentaron en su contra en Constanza.

4.- PAPADO, CONCILIO Y REFORMA DE LA IGLESIA

Por muy importantes que hayan sido las concepciones eclesiológicas de Wyclif y Hus, no fueron ellas las que ejercieron la mayor influencia a fines del siglo XIV y XV, por cuanto la institucionalidad reaccionó con gran celeridad y fueron rápidamente condenadas como heréticas. En cambio, al interior de la ortodoxia se desarrolló por entonces un cuerpo de doctrinas que se designa bajo el rótulo de conciliarismo, en la medida en que dichas doctrinas asignaban un lugar fundamental al concilio en la vida de la Iglesia, y deseaban ser un instrumento de una reforma permanente que impediría caer nuevamente en los dramas del Cisma.

El surgimiento y el éxito de los principios conciliares están evidentemente ligados a las circunstancias y principalmente fracaso de todas las tentativas (vía de hecho y de cesión, sustracción de obediencia, etc) procurando poner fin a la división que se estableció en el seno de la Iglesia en 1378. De hecho, el recurso al concilio en un caso de urgencia grave no constituía ninguna innovación, puesto que desde el siglo XII los canonistas habían afirmado que si la Iglesia no puede errar, podría llegar a ocurrir que un papa cayera en la herejía, y que en este caso, se justificaría un concilio general. La idea había sido retomada por Felipe el Hermoso y sus consejeros en la época del conflicto que les oponía a Bonifacio VIII, los cuales se esforzaban por hacerlo pasar por hereje con el objeto de condenarlo, vivo o muerte, por un concilio general38.

38 B. TIERNEY, Foundations of the Conciliar Theory: The contribution of the Medieval Canonist from Gratian to the Great Schism, Cambridge, 1955. (2° ed.1968).

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Después del gran Cisma, la idea de recurrir al concilio para normar los problemas mayores de la Iglesia se pone en primer plano. Los primeros llamados en este sentido, provinieron de dos clérigos alemanes de la Universidad de Paris: Conrado de Gelnhausen39 en su Epistola concordiae de 1380 y Enrique de Langenstein en su Consilium pacis de 138140. Para poner coto a la mala voluntad de los papas rivales, propusieron sobrepasar el obstáculo, aparentemente insuperable, que constituía el poder de jurisdicción suprema del soberano pontífice haciendo referencia a la intención del legislador: Cristo, fundador de la Iglesia, había querido que fuese una; el papa debía respetar esa voluntad que era ley. Si la violaba, el concilio estaba habilitado para volverle al recto camino. En el momento, sus tratados no tuvieron ningún eco, puesto que el colegio de cardenales se consideraba como el verdadero cuerpo de la Iglesia romana y estimaba que le correspondía vigilar y controlar al papa en el ejercicio de su poder, tal como lo hacía el capítulo con el obispo en su diócesis. Por eso rehusaron durante mucho tiempo reunir un concilio y cuando se decidieron a convocarlo en Pisa, en 1409, buscaron hacer prevalecer su concepción jerárquica de la Iglesia.

a.- Conciliarismo moderado: Pierre d’Ailly, Francesco Zabarella, Jean Gerson.Después de 1400, una nueva generación de teólogos y canonistas dieron a estas ideas la dimensión de una verdadera doctrina eclesiológica: el conciliarismo. Fue, en particular, la obra del cardenal Pierre d’Ailly († 1420)41. Inmediatamente después de Guillermo de Ockham, el obispo de Cambrai definía la Iglesia como “la totalidad de los fieles viviendo en un cuerpo mortal”. Reconocía que el papa está a la cabeza, pero daba a este término el sentido de una función de armonización, no de una hegemonía. El soberano pontífice no es nada sin la Iglesia universal y no ejerce ningún poder que no le pertenezca antes a ella. A su juicio, el concilio es más que el papa. Está habilitado para juzgarlo si se extravía, ya que tiene su autoridad directamente de Cristo. El ideal para Pierre d’Ailly, conforme con los puntos de vista de Aristóteles, sería un poder monárquico (el del papa) temperado de una aristocracia (los cardenales y obispos) y de una cierta “democracia” (el concilio)42. Cuando este equilibrio fuese establecido y el cisma resuelto, la

39 Circa 1320-1390. Canonista. Enseñó en Paris y Heidelberg. Entre 1379 y 1383 propugnó la solución conciliarista para el Gran Cisma. La obra de este autor ha sido publicada por el Instituto histórico austríaco de Roma, F. Bliemetzrieder (edit) Literarische Polemik zur Beginnung des Grossen Abendländischen Schismas («Publikationen des Österreichischen Historischen Instituts im Rom», 1) Tempsky-Freytag, 1910; reimpr., Johnson Reprint Corp., 1967.

40 1325-1397. Eminente teólogo alemán que enseñó en Paris y en Viena. Entre 1378 y 1383 propone la solución conciliarista para resolver el Cisma. Escribe su Consilium Pacis de Unione ac Reformatione Ecclesiae in Concilio Universali Quaerenda.

41 1352-1420. Teólogo y filósofo, líder de la escuela nominalista de Universidad de Paris. Canciller de ella, 1389-95. Se adhirió a la solución conciliar para resolver el problema del Cisma. Defensor de los papas aviñonenses hasta 1408, conciliarista moderado entre 1408 y 1417. Figura dominante de los concilios de Pisa y Constanza. Cardenal en 1411. B. GUENÉE, Entre l’Église et l’État. Quatre vies de prélats français à la fin du Moyen Âge, Paris, 1987, pp.125-299 (con una exhaustiva bibliografía).

42 PIERRE D’AILLY, De Ecclesiae, Concilii generalis Romani pontificis auctoritate, en GERSON, Opera omnia, ed. E. Du Pin, Leyde, 1706, vol.II, c.946 en VAUCHEZ, p.291.

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Iglesia se encontrará en buenas condiciones para emprender la reforma que tanto necesita. Es el primero en haber asociado claramente la solución conciliar a la idea de reforma.

Muy cerca de Pierre d’Ailly estaba Francesco Zabarella43, canonista de Padua y arzobispo de Florencia. En su tratado De schismate, redactado en 1407-8, desarrolla la idea que la Iglesia, siendo una “congregación de fieles”, en ausencia del papa o en caso de cisma, el poder permanece en el pueblo cristiano44. Pero este último no lo ejerce directamente, sino que lo delega en el concilio que ejerce válidamente la plenitudo potestatis. El papa no es más que el ministro del concilio que debe aplicar las decisiones. De hecho, sus ideas no se impusieron sino después del concilio de Pisa donde los dos papas rivales habían sido declarados heréticos e incorregibles, conforme al derecho canónico clásico. Lo poco serio de las acusaciones y el fracaso de la solución pisana, habría de dar éxito al conciliarismo.

Juan Gerson45, que había sido alumno de Pierre D’Ailly, jugó un rol fundamental en la elaboración de esta doctrina y en su aplicación en el concilio de Constanza (1415-7)46. Después de haber vacilado, en 1409 se convenció de que, con la Universidad de Paris, los doctores y los prelados debían aportar rápidamente una solución al cisma, so pena de ver la subversión apoderarse a todo nivel. Muy marcado por la influencia de Pseudo-Donisio, Gerson hacía descender el poder desde lo alto por una serie de grados intermedios (papas, cardenales, obispos, etc.) y consideraba que correspondía a los clérigos y no a los laicos dar solución a la crisis y reformar la Iglesia47. En su opinión, todo el problema radicaba en poner fin al enfrentamiento de los papas rivales sin poner en cuestionamiento la estructura fundamentalmente jerárquica de la Iglesia, de la cual era un ferviente devoto. El canciller viene a destacar que ella es, ante todo, el cuerpo místico de Cristo, y es necesario buscar dentro de dicho cuerpo un remedio cuando la cabeza ha enloquecido. De buen grado reconoce que es preciso un jefe visible para asegurar la unidad de la fe y que el papa detenta habitualmente la plenitudo potestatis. Pero este mismo poder le ha sido dado de manera difusa a la Iglesia (ex divino semine) y que se actualiza en caso de

43 Circa 1339-1417. Canonista italiano. Líder de la posición conciliarista en los concilios de Pisa y Constanza. Contribuyó a la redacción del decreto Haec Sancta (1415). Cardenal en 1411. Escribió sus célebres Super quinque libris decretalium commentaria que incorpora su Tractatus de Schismate. W. ULLMANN, Origins of the Great Schism: A Study in Fourthteenth-Century Ecclesiastical History, Burns & Oates, 1948, pp.191-231; Reimpr., Archon, 1972. B. TIERNEY, Foundations of the Conciliar Theory: The Contribution of the Medieval Canonists from Gratian to the Great Schism, Cambridge, 1955, p.222.

44 F. ZABARELLA, De ejus temporis schismate, ed. Schard, De jure imperiali ac potestate ecclesiatica, Basilea, 1566, pp.688-710, en VAUCHEZ, 291.

45 1363-1429. Teólogo nacido en Champagne, estudió en Paris donde llegó a ser canciller en 1395. Conciliarista después de comienzos de 1400, trabajó sin descanso por la reunificación y la reforma de la Iglesia, en especial en los concilios de Pisa y Constanza. Además de numerosas obras místicas y pastorales, escribió varios tratados eclesiológicos, especialmente De auctoritate concilii (1408), De unitate Ecclesiae (1409), De ecclesiastica potestate (1417).

46 Y. CONGAR, pp. 316-20.

47 Especialmente en el De coelesti hierarchia. Gerson compara los grados de la jerarquía eclesiástica con las jerarquías de los ángeles emanando de Dios.

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crisis en el concilio general, y que puede ejercer la autoridad suprema en caso de herejía y de cisma.

Más allá de las circunstancias particulares de la crisis de 1415, Gerson y los miembros del concilio de Constanza estimaron que era conveniente reequilibrar el ejercicio del poder en la Iglesia para no caer nunca más en los errores del pasado. La autoridad del papa debía ser redefinida con mucho esmero y tener límites: no es absoluta, puesto que debe estar sometida a la ley positiva y debe poner regularmente en aviso al concilio acerca de los grandes problemas de la Iglesia. Son las convicciones que se expresan en los decretos Haec sancta (1415) y Frequens (1417) del concilio de Constanza ratificados por el nuevo papa Martín V después de su elección. Se dice expresamente en el primer decreto, que el concilio tiene su poder directamente de Dios, no del papa que está incluido en el concilio, y que todo católico, sea el mismo soberano pontífice, se justifica delante de aquél en materia de fe; en el segundo, se declaraba que, en adelante, los concilios debían reunirse a intervalos regulares estipulados48. Respecto de estos decretos, hay interpretaciones discrepantes: Para H. Jedin se trata simplemente de una medida de circunstancia que busca poner fin a una situación excepcionalmente grave, y la subordinación del papa al concilio no involucra más que su persona, pero no la función papal ella misma. En cambio para P. de Vooght Haec sancta es una constitución dogmática de carácter general. Ciertamente, reconoce que no entraña una superioridad del concilio sobre el papa, pero confiere al primero, de manera permanente, poderes que fueron olvidados en ciertas épocas pasadas, pero que no pueden ser fundamentalmente cuestionados49.

b.- Dietrich de Niem y el multitudinismoAl lado de un conciliarismo moderado de un Pierre d’Ailly y de Jean Gerson, aparecen en Constanza algunas tendencias radicales cuyo principal portavoz fue Dietrich de Niem50. Después de haber pertenecido a la curia romana, rompió con ella en 1408 y al año siguiente desarrolla sus ideas sobre las Iglesia en De schismate y en De modis uniendi et reformandi ecclesiam in concilio, escrita en 1410 y retocada en 141551. Muy influido por el pensamiento de Ockham, pone acento en el rol que deben jugar las grandes multitudes de fieles en detrimento de la jerarquía, de donde aparece el concepto de multitudinismo para describir su doctrina. Como bien ha dicho Etienne Delaruelle, para Dietrich de Niem “todos los miembros de la Iglesia están en igualdad de condiciones respecto de Cristo, su cabeza, salvo aquellos que tiene cargos diferentes, pero con vista al mismo bien común. Ninguno de

48 Ambos textos en MANSI, vol.27, p.590, que han sido traducidos y comentados por CONGAR, 1970, pp.320-6.

49 VAUCHEZ, p.293 sintetiza esta polémica entre H. JEDIN, Bischöfliches Konzil oder Kirchenparlament?, Bâle, 1963, p.11 y P. DE VOOGHT, «Le conciliarisme aux conciles de Constante et de Bâle», en Le Concile et les conciles, Chevetogne-Paris, 1960, p.143-81.

50 Circa 1340-1418. Oficial de la curia y publicista conciliar. Ácido crítico de la curia romana y partidario del rol imperial en la Iglesia. Escribió muchas obras, de las cuales Nemis unionis (1408) y De modis uniendi… citada en nota siguiente.

51 De schismate, ed. G. Erler, Theoderici de Nyem de scismate libri tres, Leipzig, 1890. De modis uniendo et reformando ecclesiam, en GERSON, Opera omnia, ed. E. Du Pin, Leyde, 1706, vol. II, c.161-201. VAUCHEZ, p. 293.

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ellos está investido de un oficio del cual no pueda ser reemplazado… de suerte que la Iglesia puede seguir sin papa”52. Por otra parte, aun cuando hubo de aprobar la condenación de Juan Hus en el Concilio de Constanza, Dietrich de Niem desarrolla una concepción de la Iglesia muy cercana a aquella pensada por Hus, distinguiendo una Iglesia católica, integrada por todos los creyentes en Cristo, y una Iglesia apostólica con su jerarquía cuyo jefe es el papa, que no era sino una Iglesia particular en el seno de la Iglesia universal. Habiendo sido él uno de sus integrantes, consideraba que el concilio tenía la misión de reintegrar la Iglesia apostólica dentro de la Iglesia católica, al precio de una serie de reformas profundas, como el abandono de todo poder temporal de parte del clero, la renuncia del Papado a disponer de los beneficios, el reforzamiento del rol de los laicos y, en particular, el del emperador en el seno de la Iglesia, etc. El papa no podrá poner obstáculos a estas transformaciones, puesto que está sometido al concilio que puede deponerle y cuyos decretos no pueden reformarse, en razón de que ellos constituyen la ley misma de Dios.

Puede parecer sorprendente que un personaje como Dietrich de Niem, más próximo a los puntos de vista de Ockham y de Wyclif que de Gerson, haya podido coexistir con este último en Constanza sin haber sido sospechoso de herejía. Su suerte, si puede decirse, estuvo en su condición de jurista, no de teólogo, y de no haber evocado jamás la idea de una Iglesia de predestinados o de justos. Por muy virulentas que hayan sido los ataques contra el Papado, sin embargo, no puso en entredicho las estructuras de la Iglesia visible. Por otro lado, gozaba del apoyo del emperador Segismundo, cuyo concurso había sido indispensable para la solución del cisma. De hecho, Dietrich de Niem expresaba bien ciertas tendencias del conciliarismo, cuyas consecuencias más extremas se apreciarían en el concilio de Basilea.

5.- CONCILIARISMO EXTREMO Y EL TRIUNFO DE LA CORRIENTE MONÁRQUICA EN LA IGLESIA.

a.- El conciliarismo extremista en la época del concilio de Basilea (1431-1449). La tendencia minoritaria de Constanza favorable a alargar la celebración del concilio y a la ampliación de sus competencias, debía llevar estas propuestas al concilio de Basilea, sobre todo a partir del momento en que éste entra en conflicto con el papa Eugenio IV, que había intentado disolverlo, abriendo la posibilidad de un nuevo cisma. En un ambiente así, proliferan los tratados donde se expresan las tesis conciliaristas extremas. Sus principales representantes fueron Andreas de Escobar53, el canonista Nicolas de Tudeschi, conocido con el nombre de Panormitanus54, el humanista alemán Nicolás de

52 E. DELARUELLE, 1964, p.506.

53 ANDREAS DE ESCOBAR (Andrés Díaz), 1367-1437, benedictino portugués, escribe en 1429 una obra sobre la penitencia, Lumen confessorum. Asiste al concilio de Constanza y representa a Eugenio IV en las negociaciones de éste con el concilio de Basilea. Obispo de varias diócesis. La obra que aquí interesa es Gubernaculum conciliorum escrita en 1434-5. VICENTE BELTRAN DE HEREDIA, «Andreas de Escobar», en La Ciencia Tomista, 80, 1953, 335-40.

54 1386-1445. El más importante canónico de su época. Estudió en Bolonia y Padua (teniendo a Zabarella como profesor). Enseñó en Bolonia, Parma, Siena y Florencia. Fue parte de la

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Cusa (hasta 1437)55 y Juan de Segovia, teólogo salmantino56. Pero detrás de estas figuras señeras del concilio de Basilea, otros medios, en particular el universitario que, desde Oxford a Cracovia, compartían sus convicciones57.

El historiador que estudia hoy la eclesiología de los años 1430-1450 no puede menos que afectarse por la pérdida de la dimensión espiritual de la Iglesia. Es cierto que se continúa hablando de ella como el cuerpo místico de Cristo, pero la expresión se banaliza y los problemas del poder en el seno de la institución terminan por acaparar la atención de diferentes autores. Exasperados por el rechazo de Eugenio IV a tener en cuenta estos problemas y de encaminarse por la vía de la reforma, los padres del concilio de Basilea acentuaron su carácter de asamblea representativa58. No contentos de sostener que el papa está sometido al concilio, algunos van hasta denegar toda autoridad propia, porque el poder reside en el concilio que representa a la Iglesia. Se llega con Panormitanus a afirmar la infalibilidad del concilio, que es competente no sólo en caso de herejía, de cisma o para promover la reforma —como se había afirmado en Constanza—, sino en toda circunstancia. Estaba, pues, habilitado para juzgar al papa, para pronunciar su remoción y designar un sucesor, lo que se produjo en 1439 con la elección de Félix V. Toda persona tenía el derecho a llamar a un concilio, en particular para poner en cuestionamiento una decisión pontificia, pero no se podía apelar a una de sus sentencias, ya que era el tribunal supremo de Dios en la Tierra. Estas reivindicaciones iban a la par con una acentuación del carácter parlamentario y democrático del concilio mismo. Así como en Constanza los obispos eran mayoría, en cambio en 1436, en Basilea, 301 votantes no eran prelados, siendo éstos tan sólo 48. El partido “populista” del cardenal alemán había introducido muchos curas simples y laicos en la asamblea, mientras una parte de los cardenales y obispos reunía en Italia a la curia romana, aumentando todavía más el desequilibrio59.

delegación papal al concilio de Basilea en 1431. Arzobispo de Palermo (de donde su sobrenombre Panormitanus) en 1435. Embajador de Alfonso V de Aragón en Basilea. Devino conciliarista.

55 1401-1464. Filósofo y teólogo, originario de Cusa, cerca Tréveris. Entró a la escuela de Deventer de los hermanos de la vida común. Después estudia en Heildelberg y a Padua, donde recibe una formación en derecho canónico. En el concilio de Basilea, 1431-7, sostiene la causa conciliar, pero después, en 1439, cambia de opinión.

56 1386-1458. Teólogo castellano. En 1432 representa a la Universidad de Salamanca en el concilio de Basilea, donde adquiere una posición doctrinal y personal eminente. A partir de 1449, vivió un retiro honorable, escribiendo entre 1449 y 1453 su De magna auctoritate episcoporum in concilio generali y su obra más importante, la Historia actorum generalis synodi Basiliensis, donde agrega la inmensa Amplificatio de su discurso en la dieta de Mayence de 1441.

57 Y. CONGAR, L’Église de Saint Augustin à l’époque moderne, Paris, 1970, pp.327-35. J. LECLER, Le Pape ou le concile? Une interrogation médiévale, Lyon, 1973, pp.111-26. Para todos los concilios de la época, la excelente exposición de J. GILL, Constance et Bâle-Florence, Paris, 1965, en «Histoire des conciles oecumenique», vol. IX, pp.119-209.

58 A. BLACK, «The political Ideas of conciliarism and Papalism, 1430-1450», en Journal of Ecclesiastical History, 20, 1969, pp.45-66.

59 P. OURLIAC, «Sociologie de concile de Bâle», en Revue d’Histoire Ecclesiastique 56, 1961, p.5-32.

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En realidad, todos los problemas que por entonces se levantaban en torno a la estructura de la Iglesia, pueden ponerse en relación con la ambigüedad de la noción medieval de representación. Cuando los conciliaristas afirmaban que solamente el concilio representa válidamente a la Iglesia, se referían implícitamente a una concepción corporativista del poder muy afincada en la mentalidad de la época, y a la vez marcada por la influencia de las ideas aristotélicas60 y por toda la ideología del movimiento asociativo medieval61. Ahora bien, para los hombres del siglo XV la representación no era una simple delegación de poder, como aquella que se ejerce en nuestras modernas asambleas parlamentarias. El concilio no representa solamente a la Iglesia, en el sentido actual del término, sino que es verdaderamente la Iglesia bajo su forma jurisdiccional, la encarna y la personifica. En esta perspectiva se comprende mejor el sorprendente laxismo de los padres de Basilea que agregaban sin cesar a su asamblea nuevos miembros: si el concilio es simplemente la concretización en el plano institucional de un poder existente en estado latente y difuso en el cuerpo mismo de la Iglesia, puede y debe reflejar la diversidad sociológica de ella, que no está constituida sólo por obispos, sino por sacerdotes, doctores y laicos. Por lo tanto, todos los que hablaban en nombre de una comunidad de cristianos cualitativa y cuantitativamente importante tenían allí su lugar. Estos “estados generales” de la cristiandad, asimilados a la Iglesia en concilio bajo la inspiración del Espíritu Santo, gozaban de la totalidad del poder y no reconocían al papa sino las prerrogativas de un primer ministro, es decir, de un ejecutante. Todo el problema, desde el momento en que se presentaba en estos términos, estaba en saber si una comunidad, cualquiera sea ella, era más validamente representada por su asamblea que por su presidente.

b.- El triunfo del principio monárquicoA partir de 1437, y especialmente después de 1440, un cierto número de conciliaristas, de los cuales algunos habían jugado un rol importante en Basilea, terminaron por convencerse que la intransigencia del concilio arruinaba no los excesos sino los principios mismos que querían defender, y entraban en el campo del papa Eugenio IV. Fue el caso, por ejemplo, de Nicolás de Cusa, de Æneas Sylvius Piccolomini, del cardenal Cesarini y de Andreas de Escobar62. Con excepción del segundo, todos estos tránsfugas no renegaron por el momento sus convicciones fundamentales, y permanecieron fieles a una concepción de la Iglesia donde el concilio ejercería de alguna manera el poder legislativo, pero dejaría al papa el cuidado de la administración regular. Con el objeto de que la paz y el equilibrio fuesen restablecidos, según ellos bastaba que el pontífice reconociera que su autoridad se ejercería al interior de la Iglesia (intra ecclesiam) y no sobre ella

60 ARISTOTELES, Politica, III, 8.

61 Sobre la idea medieval de representación, P. MICHAUD-QUANTIN, Universitas. Expressions du mouvement communautaire dans le Moyen Âge latin, Paris, 1970. JEANNINE QUILLET, «la communauté», en Histoire de la pensée politique médiévale (James Henderson Burns ed.), Paris, 1993 (Cambridge, 1988), pp. 492-553.

62 M. WATANABE, «Authority and Consent in Church Government: Panormitanus, Æneas Sylvius, Cusanus», en Journal of the History of Ideas, 33, 1972, pp.217-236.

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(supra ecclesiam) y que el concilio, por su parte, renunciara a tomarse la totalidad del poder de la Iglesia.

No era, precisamente, por esta senda que debía encaminarse la evolución de las corrientes eclesiológicas dominantes, sino más bien hacia una exaltación de las prerrogativas del soberano pontífice, es decir, que hacia 1450 ha triunfado la corriente monárquica cuyos principales representantes fueron Thomas Ebendorfer, Leonard Huntpichler de Viena y, sobre todo, el dominico español, Juan de Torquemada63. Esta doctrina se funda en la voluntad de rescatar los debates eclesiológicos del impasse a que le habían conducido la insistencia de los conciliaristas de plantear la analogía entre la Iglesia y las sociedad humanas. En su Summa de ecclesia (1453) Juan de Torquemada64 les reprocha de ser los discípulos de Marsilio y de Ockham y recusa absolutamente la idea según la cual la jurisdicción soberana en la Iglesia pertenecería a la colectividad y residiría fundamentalmente en sus miembros. Recuerda que según algunos canonistas la idea de una personalidad de la asociación no es más que una ficción legal, y por ello asevera con firmeza que la Iglesia, cuerpo místico de Cristo, no está regido por las mismas reglas que las corporaciones, ya que el poder no pertenece sino a personas bien individualizadas, habiendo recibido con la ordenación los poderes de jurisdicción que no emanan de la base, sino de Dios.

No se alcanza a comprender bien el éxito de estas concepciones monárquicas si no se las ubica en el contexto ideológico y cultural de la época. En efecto, Torquemada y sus contemporáneos estuvieron muy influidos por el neoplatonismo ambiental, cuyo surgimiento se vio estimulado por los contactos que tuvieron muchos intelectuales con los bizantinos con ocasión del concilio de Florencia, y que conoció un enorme suceso entre los humanistas italianos como Poggio Bracciolini o Æneas Sylvius Piccolomini. Especial atención hubo de tener para ellos el tema del principio jerárquico, considerado como una ley natural rigiendo el universo: si todo poder desciende de Dios hacia la sociedad humana a través de los papas y los reyes, entonces el orden político no hace sino reflejar este orden cósmico. No tomando en cuenta la distinción tomista entre la naturaleza y la gracia, afirmaban que es “de la naturaleza de las cosas” que la cabeza esté en el origen del poder en la Iglesia, y que toda autoridad en el seno de ella deriva exclusivamente del Papado que posee una soberanía inmediata sobre los fieles.

Es necesario señalar que esta concepción no marcaba un retorno al sistema teocrático del siglo anterior. Se distingue de lo planteado antes por el hecho que esta doctrina reposa sobre una teoría general de la soberanía, válida tanto para la Iglesia como para el Estado. En ambos casos, el gobierno representa a los gobernados ex officio y por consentimiento tácito. Aun cuando quedan algunos cabos sueltos dentro de la lógica de la noción medieval de la representación, sin embargo queda claro que es el jefe, y no la asamblea, quien representa a la totalidad, lo cual permite comprender el vuelco de algunos conciliaristas que pasaron del multitudinismo más extremo

63 Y. CONGAR, L’Église de Saint Augustin à l’époque moderne, Paris, 1970, pp.339-44. J. LECLER, Le Pape ou le concile? Une interrogation médiévale, Lyon, 1973, pp.157-9.

64 1388-1468. Teólogo dominico y diplomático. Estudió en Paris. Defendió a Eugenio IV contra el Concilio de Basilea. Cardenal en 1439. Sus obras principales son Summa de Ecclesia (circa 1440-50) y su Commentarium super toto Decreto (circa 1455-68).

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a un papalismo intransigente. Un sistema así, evidentemente reforzaba la autoridad del papa en la Iglesia, pero también vigorizaba la autoridad de los reyes en sus estados, puesto que afirmaba que el príncipe, sea eclesiástico o laico, no podía ser juzgado por sus súbditos, como tampoco tenía la obligación de rendir cuentas dado que su función era considerada sagrada. Si como hemos visto, la ideología monárquica convertía al papa en un verdadero emperador en la Iglesia, desde luego venía a dar igualmente un fundamento teórico a las pretensiones absolutistas de las monarquías nacionales, evitando con ello pasar por la mediación de la idea imperial, siempre delicada de manejar en la medida en que podía jugar a favor de los soberanos germánicos.

CONCLUSIONEl balance de la reflexión eclesiológica extremadamente importante que se desarrolló en Occidente entre el fin del siglo XIII y la mitad del siglo XIV puede parecer decepcionante. Una suerte de vértigo esquizofrénico parece haberse apoderado entonces de un buen número de teólogos y de canonistas, los cuales, según D. Knowles, con una lógica despiadada, desarrollaron sus argumentos y colocaron sus ideas mucho más allá de lo realmente posible e intelectualmente deseable65. El carácter sistemático de muchas de estas reflexiones teóricas aparece ante todo como algo excesivo respecto de sus autores, incluso cuando polemizaban entre ellos, porque en verdad estaban en gran medida de acuerdo sobre lo esencial. Así un hierócrata incondicional como Agustín de Ancona, no deja de reconocer en su De potestate ecclesiastica que el colegio de cardenales es superior al pontífice romano y que la soberanía reside virtualmente en el concilio y en el conjunto de la congregación de los fieles, aun cuando ella sea ejercida concretamente (actualiter) por el papa. Del mismo modo, el conciliarismo, al menos en su forma moderada, parece perfectamente compatible con el respeto de las prerrogativas fundamentales del sucesor de Pedro, lo cual confiere un carácter un poco irreal a algunas polémicas de la época. De hecho, doble es el riesgo de aferrarse en extremo a formulaciones doctrinales: de un lado, se corre el peligro de endurecer las oposiciones que en la práctica no eran de hecho tan absolutas como imaginamos; por otra parte, se pierde de vista un acercamiento lento pero real de puntos de vista divergentes. De esta manera, un papista tan convencido como Torquemada reconocía sin ambages que, en un cierto número de casos precisos, un concilio puede reunirse sin el acuerdo del papa, y que en materia de fe éste no tiene el derecho de definir una nueva doctrina sin haber reunido y consultado al concilio.

Por muy importantes que hayan sido para el presente y el futuro estos grandes debates ideológicos, no obstante éstos no deben deslumbrarnos hasta el punto de disimular otras profundas evoluciones quizás menos ruidosas, pero tal vez más decisivas. Los abusos del Papado de Avignon, las vicisitudes del cisma y la crisis conciliar terminaron por sembrar una duda profunda en los espíritus respecto de la aptitud de la institución eclesiástica a reformarse. La incapacidad de los clérigos para resolver los problemas mayores de la Iglesia hizo recaer progresivamente sobre el Estado la función de unidad de referencia. En muchos países el poder monárquico respondió a este

65 D. KNOWLES, The evolution of Medieval Thought, London, 1962, p.334.

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requerimiento y tendió a constituir Iglesias nacionales, fundadas sobre la persona del monarca. Desde 1378, en el Songe du Vergier se ve a los intelectuales del entorno de Carlos V retomar a su cuenta, sin citar las fuentes, las ideas de Marsilio de Padua y Guillermo de Ockham sobre las relaciones entre la Iglesia y el Estado, y poner acento sobre las sacralidades propiamente francesas (reliquias, tradiciones religiosas, símbolos dinásticos)66.

La fusión de estos temas constituirá el sustrato ideológico y mítico del galicanismo. La misma tendencia se manifiesta en Inglaterra desde 1350, con el estatuto de directores, y no hizo sino acentuarse después. El conflicto que opuso al concilio de Basilea con Eugenio IV aceleró el proceso, ya que cada uno de los bandos rivales se esforzó por seducir a los soberanos multiplicando las concesiones con el fin de atraerlos a su posición. Por cierto, éstos aprovecharon la ocasión para poner mano sobre los beneficios eclesiásticos, como lo muestra con claridad la Pragmática Sanción de Bourges en 1438 que ponía a la Iglesia de Francia bajo el control del monarca. Enseguida, los concordatos estatuidos por Eugenio IV con diversos Estados ratificarán este estado de cosas. Salvo en Italia y en Alemania, la Iglesia, a mediados del siglo XV, perdió buena parte de su carácter “romano”. Sobre las ruinas de la cristiandad medieval se levantarán las Iglesias de los reyes, donde éstos habrían de gozar ahora de las prerrogativas que habían sido de exclusividad de los papas en el siglo XIII. La causa de la reforma no ganó nada, pero de todas maneras los clérigos, a fuerza de hablar de ella, la habían asumido en el plano de las intenciones, pero sin realizarla. Por lo mismo, no sorprende que unos decenios tarde, el mensaje de Lutero, por el cual el hombre pecador no puede ser enmendado sino solamente perdonado, haya tenido un eco tan profundo.

EL MOVIMIENTO CONCILIARAnálisis doctrinal de la teoría conciliar

A fines del siglo XIV y comienzos del XV, el movimiento conciliar fue una iniciativa que tenía por objetivo modificar (aunque habría que decir, limitar) el control que el papa tenía sobre la Iglesia, dándole mayores atribuciones a los concilios generales. Esta tentativa se desencadenó con motivo de la elección, muy debatida, de 1378 en la que el italiano Urbano VI fue rechazado por razones canónicas y elegido Clemente VII como antipapa. Considerado globalmente, el movimiento conciliar fue una respuesta, en primer lugar, a la centralización creciente de la administración; en segundo lugar, una respuesta a la justicia eclesiástica, habida cuenta de los abusos de poder por parte del Papado aviñonense (1305-1377); y, por último, fue también una respuesta a los deseos tan ansiados de reforma de la Iglesia.

66 C BEAUNE, Naissance de la nation France, Paris, 1985, en particular pp.77-229, donde se cita el trabajo de J. QUILLET, La Philosophie politique du Songe du Vergier. Sources doctrinales, Paris, 1977.

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Una suerte de contradicción latente en la tradición de la Iglesia enfrentaba a la autoridad doctrinal de los concilios y la primacía jurisdiccional de Roma. Esta tensión permanente solamente llegaba a superarse por el carácter y la prudencia de algunos pontífices. En Italia, donde las decisiones del papa concitaban mayor adhesión, el movimiento conciliar no tuvo eco; pero en Francia y Alemania, zonas en las que se fraguaban religiosidades peculiares, que corrían parejas con una evolución política muy peculiar de la autoridad monárquica, dicha corriente cogió allí el alma de varios intelectuales de talla. El conciliarismo era un programa moderado, si se le compara con las aspiraciones de Marsilio, Wyclif o Huss, puesto que deseaban iglesias nacionales o estatales, y estimaban que aspectos completos de la tradición católica, en particular, la autoridad papal, se oponían radicalmente a la Escritura y a la razón. Sin embargo, también es cierto que estas propuestas sintonizaron con una parte más o menos importante del sentimiento religioso, tanto a nivel de toda la cristiandad latina, y también a nivel nacional; asimismo, puso en evidencia una realidad que revela el proceso de transición que se vive en el siglo XIV, esta es, la convicción de que las cuestiones religiosas podían ser legítimamente discutidas, al menos por todo el clero instruido. Quizás como ningún otro acontecimiento, el conflicto entre el papa y el concilio afectó considerablemente la estructura de la cristiandad medieval, ya que a partir de la debilidad que generó el desprestigio del centralismo papal, había de surgir una solución de reemplazo, que se configuró como una transferencia de poderes a las autoridades seculares y a los Estados nacionales. Durante los cismas de 1378-1417 y 1437-1449, la política eclesiástica y la lealtad del clero y del pueblo cristiano fueron en gran medida determinadas por la voluntad de los príncipes, casi un presagio del cuius regio, eius religio. En 1418 y también en 1447-50, las cuestiones fueron reguladas por los concordatos entre el Papado y los diversos poderes seculares. La respublica christiana no tenía ya la anhelada unidad monolítica, sino que se había convertido en una confederación muy laxa.

Con el fin de salir de la difícil situación, siempre dentro de la ortodoxia, los conciliaristas sostuvieron que el concilio era superior al papa apoyándose principalmente en la Escritura, los antiguos padres y en el derecho canónico. Especial dedicación pusieron en la historia de la Iglesia, en particular, en la práctica de los apóstoles y en la Iglesia primitiva, como también en los concilios ecuménicos. La Escritura y la historia mostraban que la posición de Pedro y de sus sucesores era la de un primus inter pares, que las controversias doctrinales estaban normadas por los concilios, que los papas habían errado y que la Iglesia debía ser gobernada recurriendo a la consulta fraternal. Pero los conciliaristas recurrían a la historia de un modo distinto para mostrar la relatividad o la evolución de las prácticas en la Iglesia: algunos aspectos de la constitución de la Iglesia podían legítimamente ser modificados para adaptarse a la época o como consecuencia de la experiencia. Es cierto que muchos de los debates tuvieron un carácter estrictamente teológico, pero las cuestiones que se discutían tenían también una naturaleza jurídica, digamos, constitucional. La valía de estos debates fue que los conciliaristas trasladaban de una vertiente a otra y vice-versa, argumentos tomados de la política secular como de la práctica de la Iglesia y, a veces, formulaban sus propuestas como si fueran verdades generales aplicables a ambas instituciones.

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El conciliarismo puede dividirse en tres epatas: Primera 1378-1383: durante esta etapa sus defensores se inspiran mucho en Marsilio de Padua y, sobre todo en Guillermo de Ockham.Segunda 1408-1418: durante esta etapa prevalece una doctrina muy cercana a la doctrina patrística de compartir el poder entre el papa y los obispos del concilio.Tercera 1432-1450: durante esta etapa fue reivindicada una soberanía ilimitada para un concilio intrínsecamente democrático.

Los tratados de maestros de la Universidad de Paris, en particular, Conrado de Gelnhausen, Enrique de Langenstein y Pierre d’Ailly, fueron los primeros en abordar el tema para explicar la urgencia de convocar un concilio y justificar la autoridad de éste sobre los pretendientes rivales que buscaban la silla de Pedro. La confusión obligó a que las obediencias se dividieran. De 1383 a 1398, Francia impone la obediencia al papado Clementino; después con el fin de abrir una salida, el rey “sustrae la obediencia” generando una presión sobre los dos pretendientes para lograr su dimisión. Así, desde el punto de vista eclesiástico, durante un tiempo Francia fue administrada por los sínodos locales y nacionales, en gran parte bajo el control real. En 1408, un grupo de cardenales se retiraron de las dos curiae y convocaron un concilio general en Pisa (1409), el cual depuso a los dos postulantes y eligió un nuevo papa. Lamentablemente con muy poco apoyo, la nueva elección hizo aparecer tres papas con sus respectivas obediencias. Ante semejante desvarío, los esfuerzos del emperador Segismundo condujeron a la celebración del concilio de Constanza (1414-18) que recibió un reconocimiento general: esta reunión depuso a los dos postulantes, recibió la dimisión del tercero, y finalmente eligió a Martín V. La unidad se había logrado, no así la reforma ni menos la recuperación del prestigio. Entre 1408-18 aparecieron una multitud de escritos de propaganda conciliar y de obras importantes de Dietrich de Niem, Pierre d’Ailly, Jean Gerson y Francesco Zabarella.

¿Cómo puede un concilio ser convocado sin el consentimiento del papa? ¿Qué autoridad tiene sobre los pretendientes a la santa sede? De principio a fin, la principal cuestión fue justificar la intervención conciliar contra un papa recalcitrante. Los conciliaristas invocaron el principio de “equidad” (epieikeia), para señalar que el derecho positivo puede ser completado por la justicia natural, que justifica recurrir a medios de urgencia para hacer posible la deseada unidad67. Pierre d’Ailly sostenía que, cuando la unidad está amenazada, la Iglesia tiene el poder de reunirse “no solamente en virtud de la autoridad de Cristo, sino en virtud del derecho natural común”. De la misma manera que todo organismo amenazado “reagrupa naturalmente todos sus miembros”, así entonces “todo cuerpo civil o comunidad civil o sociedad política bien organizada” puede reunirse en caso de urgencia68.

67 F. OAKLEY, «Natural Law, the Corpus Mysticum and Consent in Conciliar Thought from John of Paris to Mathias Ugonis», Speculum 56, 1981, pp.789-810, esp. p.797.

68 Non solum auctoritate Christi, sed etiam communi iure naturali… Corpus naturale… naturaliter congregat membra… Similique modo quodlibet corpus civile seu civilis communitas vel politia rite ordinata, adeoque corpus spirituale seu mysticum ecclesiae christianae… D’Ailly, Propositiones utiles, en Veterum Scriptorum…Amplissima collectio, edit

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Dos principales doctrinas constitucionales y interdependientes entre sí fueron elaboradas: 1.- La Iglesia es superior al papa, 2.- la Iglesia está representada por el concilio general. Algunos creían que estas doctrinas podían aplicarse solamente en caso de urgencia, pero otros consideraban que eran normas permanentes de la Iglesia. Desde el punto de vista canónico, el modo más fácil de demostrar que un concilio general representaba a la Iglesia, era sostener que los obispos y los cardenales eran colectivamente superiores al papa: este era el principal argumento de los conciliaristas moderados, como Gerson. Pero muchos conciliaristas preferían situar la autoridad última en la Iglesia y hacer derivar aquella del concilio, en parte porque los obispos y los cardenales eran lentos para actuar, en parte porque los textos sagrados atribuían la autoridad a la Iglesia y en parte, por último, porque aquello se correspondía con sus propias convicciones morales. Si un papa persistía en el cisma, se comportaba escandalosamente o hacía peligrar la situación de la Iglesia, podía ser juzgado y depuesto por un concilio, que intervenía como su superior en virtud de la autoridad de toda la Iglesia. Tal fue la doctrina elaborada para responder al gran cisma.

Sin embargo, dado que las pruebas arrancadas del derecho canónico, de la historia de la Iglesia y del nuevo testamento podían ser citadas para defender la posición conciliarista, también podían citarse otras tantas pruebas en contrario. Por eso hubo necesidad de formular la supremacía jurídica del concilio bajo la forma de teología filosófica y de teoría política.

La argumentación se desarrolla en dos direcciones: los primeros conciliaristas adoptaron la concepción de Ockham que veía la Iglesia como un conjunto de individuos reagrupados en parroquias, que elegían un concilio provincial, el cual, a su vez, elegía los representantes al concilio general69. Con todo, la mayoría prefería la teoría de una “representación virtual”: en la práctica la única manera en que la Iglesia podía ejercer su autoridad era reunida como concilio general compuesto de sus miembros principales. El papa, los cardenales y los otros prelados eran in virtute equivalentes al conjunto del clero y representaban in effectu al conjunto de la sociedad eclesiástica. En lo referente a la fe y las cuestiones que se le relacionan, ellos también representaban colectivamente a toda la corporación de los fieles. Más tarde se sostendrá del mismo modo que toda la Iglesia estaba “virtualmente” presente en el concilio, puesto que sus miembros personificaban las diversas regiones, órdenes religiosas y géneros de saberes (teología y derecho canónico), y todavía más porque destacaban “en virtud y en poder”. Por eso, al reemplazar al episcopado por la virtud y el saber, a los doctores se les asignó una autoridad especial en materia de fe, con lo cual se justificaba su participación en el concilio. Un criterio meritocrático se imponía en Basilea70.

Cuando los conciliaristas fundaban la soberanía de la Iglesia sobre la teología, concebían a ésta como una unión mística de fieles con Cristo, por lo tanto receptora inmediata de la autoridad divina. Este argumento se fusionaba

E. Martène y V. Durand, Paris 1733, vol. 7, col.909-911, traducido por F. Oakley, Church History¸ 1960, vol.29, pp.398-403.

69 Ockham, Dialogus, ed. Goldast, p.103.

70 A. BLACK, Monarchy and Community. Political Ideas in the Later Conciliar Controversy, 1430-1450 («Cambridge Studies in Medieval Life and Thought» 3rd Series, 2), Cambridge, 1970, pp.15-22.

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con las nociones seculares de la soberanía de la comunidad, dando lugar a numerosas consecuencias más o menos explícitas en los diferentes intelectuales conciliaristas. He aquí que este punto hiciera que el conciliarismo llegase a ser una teoría política.

La exposición más sistemática de la soberanía de la comunidad fue la de Marsilio de Padua, el que puso como normas generales, en primer lugar, la soberanía legislativa de la “corporación de ciudadanos” y, en segundo lugar, la autoridad definitiva de la “corporación de fieles” en materia doctrinal y eclesiástica. Utilizaba los mismos argumentos para las dos cuestiones: el todo es más grande que la parte, y la mayoría no puede equivocarse. Por su parte, utilizando un pensamiento más moderado, Langenstein declaraba que el poder de elegir al papa pertenece en principio a la corporación de obispos fieles, pero en caso de ser necesario, dicho poder puede regresar al resto de los fieles, en particular a la corporación de los curas71. Por el mismo camino de Marsilio, Niem sostenía que la “Iglesia católica”, abarcando todos los creyentes (griegos, latinos bárbaros, hombres y mujeres, ricos y pobres), tenía una autoridad más grande que la “Iglesia apostólica”, compuesta por el papa, los obispos y el clero. Sin embargo, como Marsilio era un hereje condenado, para los conciliaristas su enseñanza era considerada un anatema. Por lo tanto, la posición había que apoyarla de otra manera.

Brian Tierney ha explicado con maestría la génesis y el carácter de la solución conciliar, al señalar que los conciliaristas pudieron llegar a la conclusión deseada, simplemente porque aplicaron a la Iglesia universal la teoría corporativa corriente, tal cual la presentaban los canonistas para los capítulos catedralicios y para los otros colegios eclesiásticos72. Y quien lo hizo fue Francesco Zabarella, que formuló la soberanía comunitaria de la Iglesia recurriendo, precisamente, al lenguaje del derecho canónico. En la Iglesia, como en toda corporación de menor importancia, algunos poderes pertenecen exclusivamente al conjunto. “Cuando se dice que el papa tiene la plenitud del poder, esto debe entenderse no al papa solo, sino en tanto él es la cabeza de la corporación, de suerte que ese poder reside fundamentalmente en la misma corporación y en el papa como su ministro principal, a través del cual este poder se pone en práctica”73.

Zabarella fundaba sus argumentos recurriendo de continuo a las ideas de Marsilio, cuando afirma que, según los filósofos, el gobierno del Estado reside en la asamblea de los ciudadanos, o en su parte más importante, la aristocracia de la virtud y el saber. Luego, para argumentar la importancia de la comunidad eclesiástica, Zabarella se pone en el caso de que la sede papal estuviese vacante, circunstancia en la que el gobierno de la Iglesia universal queda radicado en la Iglesia universal misma, que está representada por el

71 Potestas constituendi papam primarie residet apud universitatem episcoporum fidelium… Si omnes episcopi mortui essent… forte universitas sacerdotum consentiente populo eligere possunt primo unum de sacerdotibus. LANGENSTEIN, Consilium Pacis, ed. Hardt, p.34-5. A. BLACK, Histoire de la Pensée, p.544.

72 B. TIERNEY, Foundations of the Conciliar Theory: The contribution of the Medieval Canonist from Gratian to the Great Schism, Cambridge, 1955, (reimp. 19682), p.106.

73 Id quod dicitur quod papa habet plenitudinem potestatis debet intelligi non solus, sed tanquam caput universitatis ita quod potestas est in ipsa universitate tanquam in fundamento, et in papa tanquam principali ministro per quem haec potestas explicitur. ZABARELLA, Schismate, ed. Shard, p. 703. B. TIERNEY, Foundations of the Conciliar Theory, pp. 220-237.

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concilio general; y cuando éste se reúne, el gobierno de la Iglesia se resume, pues, en la parte más importante del concilio74.

Por su parte, inspirado en la teoría corporativa, el panormitano retomó el argumento de Zabarella destacando que el concilio general representa el conjunto de la Iglesia desde el punto de vista de su poder total, puesto que la totalidad del poder eclesiástico está fundamentalmente en la Iglesia75. La analogía tomada del ámbito secular no pudo ser más oportuna: si el dogo de Venecia se equivoca, la ciudad resiste, y, si es necesario, le depone, dado que el fundamento de la jurisdicción se halla en el cuerpo de la ciudad y en el dogo como su ministro principal. De este modo, el principal argumento canónico para fundamentar la soberanía de la Iglesia, se dedujo y se extrapoló de una norma de política general, o tal vez haya que decir que comenzó precisamente a partir de ella. Expresiones tales como “corporación del reino” (universitas regni) habían sido aplicados a los barones y a los Estados; la teoría conciliar establecía un lazo decisivo entre la manera de expresarse y el derecho real de “juzgar y de deponer un rey” en nombre de la comunidad. La autoridad del concilio en orden a deponer un papa por razón de herejía, cisma, escándalo o simplemente por mala administración, fue repetida de un conciliarismo al otro. Como dijo Gerson, el papado podía quedar vacante per mortem naturalem aut civilem, y en este punto está toda la estrategia del conciliarismo.

Pero los conciliaristas no trasladaron sino muy raramente el argumento de la deposición al dominio secular o político. El lenguaje que los canonistas utilizaban para denominar a la Iglesia tenía un tono general, especialmente el vocablo universitas. Cuando el concilio de Basilea depuso a Eugenio IV (1439), algunos intelectuales como Æneas Silvio Piccolomini o Juan de Segovia consideraron que a partir de ese momento los reyes estaban sometidos al conjunto del pueblo y podían ser proscritos en razón de su mala administración o por su tiranía76.

Otros conciliaristas, como Pierre d’Ailly y Jean Gerson, al describir su constitución como una mezcla de monarquía (el papado), de aristocracia (los cardenales) y de timocracia (el concilio), proponían una teoría de un gobierno mixto para la Iglesia77. Más tarde, en 1450, Juan de Segovia expondría su opinión en la que puede atisbarse una variación de la monarquía parlamentaria, ya que la constitución conciliar era para él una monarquía pendiendo de la aristocracia. Tomando el símil del ámbito político, dice Juan de Segovia que en una verdadera monarquía, el rey gobierna según la ley y

74 ZABARELLA, Schismate, ed. Shard, p. 688. B. TIERNEY, Foundations of the Conciliar Theory, p. 223.

75 Ipsum concilium generale representat ecclesiam quoad totalem suam potestatem, quia tota potestas ecclesiatica est in ecclesia tanquam in fundamento. NICOLAS DE TUDESCHIS (PANORMITANUS), Tractatus de Concilio Basiliensi, (1442), Venecia, 1957, citado por BLACK, Histoire de la Pensée, p.545.

76 ÆNEAS SILVIO PICCOLOMINI, De Gestis Concilii Basiliensis Commentariorum Libri II, ed. Hay-Smith, Oxford, 1967, pp.28-33. JUAN DE SEGOVIA, Historia Gestorum Generalis Synodi Basiliensis, en C. Stehlin (ed.), Monumenta Conciliorum Generalium Seculi XV, vol-2-3, Vienne y Basilea (1857-1935), citado por BLACK, Histoire de la Pensée, p.546.

77 GERSON, De potestate Ecclesiae, ed. P. Glorieux, Oevreus Completes, 1961-…, vol.6, pp.247-8. PIERRE D’AILLY, Tractatus de Ecclesiastica Potestate, en ed. L. Dupin, Gersonii Opera, Anvers, 1733, vol.2, p.946, 957.

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puede consultar frecuentemente a los sabios y a los estados. De esta manera, los sujetos obedecen más espontáneamente y las leyes son aplicadas de modo más expedito. Con todo, en todo gobierno real se tienen asambleas generales con mucha frecuencia, lo cual no hace sombra al gobierno real, sino que lo enaltece, dice Segovia. Dado que la teoría de la representación que sostenían los conciliaristas, como se ha visto, hacía del concilio la única vía de acción de la comunidad, no obstante, estos mismos que en Constanza y Basilea se mostraron partidarios del conciliarismo, desde luego no deseaban que la situación desembocase en anarquía, puesto que jamás fueron partidarios de una intervención secular al interior de la Iglesia, salvo a través del concilio.

En 1416-7, en las declaraciones que, aparentemente, parecían favorables al gobierno mixto, d’Ailly y Gerson llevaron a una suerte de abstracción la soberanía de la comunidad. En octubre de 1416, d’Ailly sostenía que, ya que las acciones señalaban a individuos, entonces la plenitud de la jurisdicción (plenitudo potestatis) pertenece, propiamente hablando, solamente al papa, como sujeto que la recibe y la ejerce de manera ministerial78; también ella misma pertenece a la Iglesia universal de donde emana y se contiene; asimismo, el concilio general representa dicha potestas como un modelo que la representa y la guía79. En febrero de 1417, Gerson atribuyó la plenitudo potestatis formal y subjetivamente al papa, mientras que la Iglesia y el concilio disponían de ella materialmente hablando, porque éste podía decidir quien ejercería el poder supremo a título de papa, al tiempo que determinar las reglas de su uso si, por azar, se constataba que se había abusado de él. El lenguaje de tono papista que utiliza Gerson se explica por el hecho que respondía a d’Ailly el que, en ese momento, se orientaba hacia el curialismo, tal vez buscando dar cabida a sus aspiraciones papales, según los rumores que circulaban en ese ambiente enrarecido del cisma. Gerson intentaba salvar el principio de la supremacía conciliar, rivalizando con d’Ailly para obtener el apoyo de los moderados de Constanza.

Con todo, durante el concilio de Basilea la formulación de Gerson se invierte para hacer del concilio el primer receptor de la autoridad de Cristo, y del papa como receptor por derivación. Fue entonces que la teoría del gobierno mixto fue casi completamente reemplazada por aquella soberanía de la comunidad. Pero, hay que admitirlo, la soberanía de la comunidad era una verdadera abstracción, puesto que jamás contemplaba conferir a la Iglesia en su conjunto una autoridad independiente. La comunidad de la Iglesia era, ante todo, y para los efectos del análisis, la fuente de esta jurisdicción ilimitada que pertenecía a la Iglesia-en-concilio, de la cual el papa era el primer ministro (primus minister). El concilio tiene una plenitudo potestatis sobre el papa y sobre todos los creyentes, comprendiendo también a los dirigentes seculares. He aquí la diferencia desde el punto de vista de la teoría y la práctica constitucionales entre el concilio de Constanza y el de Basilea. Según los participantes de éste, el concilio se reunía en virtud de decretos como

78 Haec plenitudo jurisdictionis, proprie loquendo, solum residet in… summo pontifice… quia proprie aliqua potestas plene dicitur esse in aliquo, quia illam potest generaliter exercere, et ministerialiter in omnes dispensare. Más adelante, dice plenitudo potestatis est in papa, tanquam in subiecto ipsam recipiente et ministerialiter exercente. D’AILLY, op. cit.

79 …est in universali ecclesia, tanquam in obiecto ipsam causaliter et finaliter continente… est in generali concilio, tanquam in exemplo ipsam representante et regulariter dirigente. D’AILLY, op. cit.

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Frequens80, tomaba decisiones relativas a sus miembros, de su presidencia y de sus procedimientos y, como lo expresaba el decreto De stabilimento concilii (15 de febrero de 1432), no ha sido, no es ni será legítimo o posible en el futuro para nadie disolver, transferir ni prorrogar el concilio, comprendido aquí, desde luego, al papa. El concilio podía decidir de manera definitiva no solamente acerca de cuestiones de fe y de legislación eclesiástica general, sino también, si era necesario, podía, como lo hizo en Basilea, tomar a su cargo las funciones judiciales y administrativas del papado. Se apropiaba así el concilio de la primacía jurisdiccional que había sido tradicionalmente exclusiva de Roma.

No obstante, la explicación más elaborada de los principios de derecho constitucional fue realizada por un teólogo que devino historiador, Juan de Segovia. Expuso Segovia una teoría de la soberanía unitaria e ilimitada de la Iglesia bajo la forma de una norma política general. Para este objetivo utilizó, en primer lugar, el lenguaje de las corporaciones y, en segundo lugar, el de las ciudades-estados contemporáneas. Hizo del modelo colegiado una norma de la razón política y natural, dándole un carácter universal a la distinción entre corporación, concebida como un todo, y sus miembros individuales. Un gobernante pierde de alguna manera su unidad individual para amparar a la comunidad en su conjunto, de suerte que puede decirse que él representa la persona no de un solo individuo, sino de muchos. Ello lo convierte en un soberano en relación a los individuos tomados separadamente, pero también se haya sometido a ellos concebidos colectivamente, es decir, políticamente, digamos, en asamblea general. Segovia expresaba aquí una concepción sutil de la representación y de la soberanía de la comunidad, ya que entiende la autoridad del dirigente reposando sobre el hecho de que su juicio se presume conformarse a la voluntad de todos aquellos sobre los cuales está situado para utilidad de la cosa pública y la suya. Si la sociedad y el orden políticos suponen lógicamente una confianza mutua entre los hombres, he aquí la razón por la cual la obediencia debida al concilio debe ser universal. Se advierte claramente que la voluntad de todos (intentio omnium) de Segovia, presentada como una voluntad universal orientada hacia el bien común subjetivamente reconocido como tal por el pueblo, es efectivamente análoga a la moderna voluntad general.

Esta noción de poder y autoridad se encuentra fundada sobre una suerte de ficción legítima de una confianza razonable en el dirigente, a condición de que éste conserve, asimismo, la confianza de sus súbditos; porque tanto más será la autoridad del gobernante cuanto más crea él mismo ser menos susceptible de equivocarse y, por ello, alejarse de la verdad. Por cierto, estas ideas llevaban a supeditar el poder del papa, ya que el poder supremo existía de antemano en la misma comunidad, es decir, en la Iglesia. Desde aquí surgía el poder de los dirigentes y los magistrados, es decir, el concilio, para finalizar en el gobernante. Aun con toda esta actitud favorable a la soberanía de la comunidad, el teólogo sostuvo siempre que la Iglesia no podía ejercer su autoridad sino por intermedio del concilio, entendido como el cuerpo soberano de la Iglesia.

80 Texto latino en MANSI, vol.29, pp.21-22. Traducción inglesa en J. H. ROBINSON, Translations and Reprints from the Original Sources of European history, published for the Dept. of History of the University of Pennsylvania., Philadelphia, University of Pennsylvania Press, Series I. Voll III:6 [1912], 31-32 (http://www.fordham.edu/halsall/source/constance2.html).

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Este poder radicado en la comunidad era, según Segovia, innato, consustancial, razón por la cual jamás podía abdicar de este poder, no pudiendo ser posible arrebatárselo. He aquí dos principios políticos claramente apuntados: la delegación o representación del poder y la inalienabilidad de la soberanía. Estos postulados reflejaban el punto de vista de la mayoría de los padres conciliares reunidos en Basilea.

El otro intelectual que contribuyó a dar luces sobre estos urgentes problemas fue Nicolás de Cusa, canonista convertido en filósofo, uno de los más originales de fines de la Edad Media. Partidario de la corriente conciliarista, coincidía en fundar su posición sobre el principio del consentimiento. Aquí se trata del consentimiento de los fieles, tema que había sido invocado desde la Iglesia primitiva como un signo de la verdad doctrinal, y los gobiernos seculares reconocían la necesidad del consentimiento bajo una forma u otra. El derecho canónico prescribía que el consentimiento fuera requerido para ciertos actos del colegio eclesiástico, como por ejemplo, en la obligatoriedad de que los clérigos eligieran a los obispos, contando con el consentimiento de los laicos. Sin duda, la deuda del derecho romano es aquí clarísima: la fórmula de que lo que concierte a todos debe ser aprobada por todos, había sido utilizada en la Iglesia, y también los juristas laicos la empleaban para justificar la participación de los barones y del parlamento para la actividad legislativa y para la fijación de impuestos. Los conciliaristas de 1378-83 utilizaron esta máxima para demostrar que una elección papal controvertida debía ser suspendida por un concilio general81.

Con esa calidad intelectual que la posteridad le ha reconocido, Nicolás de Cusa combinó la noción canónica del consentimiento y la noción a la vez cristiana y neoplatónica de una armoniosa concordia cósmica: para él, la Iglesia era un “todo compuesto” en el que el sacerdocio es el alma y el imperio es el cuerpo82. Por eso el cardenal elabora una concepción orgánica que se aprecia claramente en la composición de su obra, ya que el libro primero lo dedica a la Iglesia en su conjunto, el segundo trata acerca del clero y del concilio general, y el tercero al Imperio. Desde este fundamento levantó a un mismo tiempo una teoría de la supremacía conciliar en la Iglesia, pero también una teoría de la justa autoridad en todas las sociedades políticas, ya que los mismos principios que debían aplicarse a la sociedad eclesiástica, habían de serlo a la sociedad política. Fundado principalmente en los antiguos concilios ecuménicos, su argumentación respecto de la Iglesia, se extendía a todas las formas de autoridad humana, a título de postulado de la razón y la naturaleza. Concibió tanto a la Iglesia y el Imperio como también al clero y los laicos componiendo partes de la sociedad cristiana imbricadas íntimamente unos con otros. El principio de coherencia entre estas partes estaba fundado en el derecho canónico, la cosmología y el derecho natural.

Las leyes eclesiásticas y seculares, la autoridad conciliar y todo el poder gubernamental se fundan en el consentimiento, que liga en conjunto a los consintientes y los dirigentes legítimos. En primer lugar, la fuerza de la ley

81 G. POST, Studies in Medieval Legal Thought: Public Law and the State, 1100-1322, Princeton, 1964. pp.163-240.

82 Texto latino editado por la Academia de Heidelberg en 21 volúmenes; CUSA, De concordia catholica, ed. G. Kallen en Nicolai Cusani Opera Omnia, 1959-68, vol.14 que lo componen tres libros de la Concordia 1939, 1941 y 1959. Edición española del Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1987.

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subsiste por la sumisa concordancia de todos los que están ligados por ella (vigor legis ex concordancia subiectionali forum, qui per eam ligantur, subsistit) y las leyes internas de la Iglesia tienen su raíz en el derecho natural (canones radices habent in naturali iure83). En segundo lugar, el poder de hacer leyes para la Iglesia no depende exclusivamente del papa, sino que reside principalmente en el común consentimiento del concilio; por lo cual ninguna prescripción o costumbre que vaya contra esta conclusión puede tener valor, del mismo modo que si fuere contra el derecho divino y el natural, de los cuales depende dicha conclusión84. Por eso destaca como muy necesario al interior del concilio la libertad para expresar las opiniones, incluso más importante que el número de miembros que pudieren aprobar tal o cual decisión, pues con aquella libertad puede constituirse legítimamente la unanimidad (II, 3).

En tercer lugar, el poder administrativo fue instituido en parte por el consentimiento de las personas y confirmado por la autoridad divina. En realidad, la autorización divina y el consentimiento popular se implican uno al otro. Los poderes relativos a los sacramentos y al gobierno fueron donados por Dios, pero quienes los ejercen deben ser elegidos: la función es establecida divinamente, pero su ejercicio es determinado por los sujetos. Por lo tanto, la jurisdicción papal deriva de un privilegio divino y de una elección (iurisdictionem in Romano pontifice ita constitui ex divino privilegio et electione. II, 13). Por eso, en una explícita frase señala que es bello observar que todos los poderes, tanto espirituales como temporales, existen de manera latente, en potencia, en el pueblo (…pulcra est haec speculatio, quomodo in populo omnes potestates tam spirituales in potentia latent quam etiam temporales. II, 19).

De esta manera, el principio electivo y el consentimiento no se limitan solamente a la Iglesia, sino también a todas formas de gobierno, porque la ley está fundada sobre la justicia natural implícitamente conocida por todos y porque todos los hombres son libres por naturaleza, luego la forma natural de gobierno es aquella que es ejercida por los hombres dotados de razón. En su opinión, si la forma natural de gobierno para los Estados ha de ser la aristocracia prudente y virtuosa fundada sobre el consentimiento popular, entonces del mismo modo la mayoría del clero no errará en su fe. Aplicando los mismos principios al Imperio que al clero, Nicolás de Cusa declaraba que el emperador debe legislar por consentimiento en “concilio universal”, reuniendo a la Dieta regularmente, una o dos veces por año, con libertad de palabra, y sus leyes deben obligar al emperador85. No habiendo compartido nunca la concepción que reconocía todos los derechos a la mayoría, irritado por el extremismo reinante en Basilea, su posición eclesiológica fue haciéndose cada vez más proclive a reconocer la figura preeminente del papa como conductor y depositario de la autoridad residente en el concilio. Su eclesiología fue, más tarde, efectivamente papista.

83 II, 12, 145.

84 Canonum statuendorum auctoritas non solum dependet a papa, sed a communi consensu. Et contra hanc conclusionem nulla prescriptio vel consuetudo valere potest, Sicut nec contra ius divium et naturale, a quo ista conclusio dependet. II, 14, 164.

85 Vid. III, 12, 25, 38.

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Por lo tanto, los líderes del conciliarismo en Constanza y Basilea concordaron en el peso que debían tener los argumentos teológicos. Insistieron en la unidad mística de la Iglesia, entendida como el cuerpo de Cristo dirigido por un solo Espíritu Santo, fundamento mismo de la soberanía86. Realizaban una distinción entre la unidad de la Iglesia, que le habilitaba para actuar en tanto que una, y la unidad más laxa de las sociedades políticas seculares, que ellos reconocían les era necesaria la fuerza unificadora de la realeza. Gerson señalaba que la asamblea conciliar confiere una unidad formal y esencial a la Iglesia, que puede actuar eficazmente a título de superiora sobre todas las partes de la Iglesia considerada en estado disperso, comprendiendo al papa en ella. En un resumen doctrinal oficialmente adoptado en Basilea, Segovia afirmaba que el poder de gobernarse residía en la Iglesia como en un todo funcional y en todos los poderes actuando en conjunto por el poder de una sola alma. La teoría orgánica conducía así a un holismo social, esto es, que de la misma manera que los miembros del cuerpo están reunidos por el mismo principio radical de vida que es el corazón, lo mismo todos los miembros de la Iglesia son agrupados por el único principio original y radical de vida mística que es Cristo. La Iglesia es una substancia, su unidad es espiritual, luego real.

Pero esta unidad de existencia no era solamente metafísica. Ella provenía del precepto del amor de Cristo y del carácter fraternal de la Iglesia, que era efectivamente observable en el desarrollo del concilio, donde los participantes llegaban a una posición común tras el debate. El valor neotestamentario del amor fraternal era invocado de manera específica para la defensa del sistema igualitario de voto por mayoría simple en el concilio de Basilea. Escobar sostenía que, ya que todos los cristianos son hermanos, debían tener “igual voz” en los asuntos de la Iglesia, ya que ella debe tener una sola caridad, una sola voluntad, una sola intención en el concilio. El mismo Segovia destacaba que en los comités de Basilea se permitía a gentes de diversas partes y nacionalidades reunirse, compartir los conocimientos y llegar a una posición común. Más que superiores reunidos con subordinados, había un único estado intermediario. Solamente cuando los hombres se escuchan unos con otros, pueden comprender cuál es el bien de la Iglesia.

En realidad, los conciliaristas concibieron de una manera más bien estrecha la representación conciliar, la soberanía de la comunidad. El movimiento conciliar tuvo éxito al restablecer la unidad de la Iglesia en 1417, pero no lo tuvo en realizar sus objetivos reformadores y constitucionales. Sin duda, éstos no podían llevarse a cabo sin la colaboración de los laicos y la mayoría de los conciliaristas eran clérigos convencidos. El aporte del conciliarismo al pensamiento constitucional posterior consistió en la exploración más sistemática de argumentos favorables al gobierno representativo y, en una materia particular, favorecer el poder de la comunidad de enfrentar un monarca inicuo. Todas las reflexiones que en este sentido dejaron los conciliaristas en sus escritos, sirvieron de precedente e inspiración para los intelectuales políticos de los siglos XVI y XVII.

86 F. OAKLEY, «Natural Law, the Corpus Mysticum and Consent in Conciliar Thought from John of Paris to Mathias Ugonis», Speculum 56, 1981.