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La magnitud de la ofrenda ..A¡~~;o-u

Obra periodística, 1940-1970 [ ~tJ CI~ c

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COMPILACIÓN y PRÓLOGO '} \~JORGE GARCÍA U STA 'r

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TOMO II ' .,

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FONDO~ EDITORIAL~ UNIVERSIDAD

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La prueba de fuego para quien pretenda considerarse un escritor es escri-bir sobre sí mismo. Apenas se inicia el juego -pues se trata de un juego y de losmás peligros por cierto- se establece una feroz dicotomía en el ánimo de quienescribe. Sabe que tanto él como su imaginario interlocutor están en posesiónde los mismos artilugios para eludir o enfrentar uno o varios aspectos deltema. Y; de manos a boca, se da también con esta sorpresa: el mutuo descono-cimiento en que viven las partes que integran su yo.

Descubre que el hecho de existir, en cualquier orden, es disturbio, guerracivil de los sentidos, indecisión y aprontamiento. Descubre que lo que conside-raba un todo compacto de sentimientos, sensaciones e ideas, no es cosa distin-ta a una masa informe, gelatinosa, que amenaza con engullirlo y diluirlo almenor descuido. Se descubre, pues, como forastero de sí mismo, como secretoque conforman múltiples, pequeñísimos e indescifrables secretos.

Por eso, por no saber nada sobre lo que se espera que sepa más, el auto-reportaje es una catarsis cuyo agente revulsivo tiene que ser el humor o elsarcasmo. Nos referimos al auto-reportaje descarnado, incisivo, implacable. Aesa especie de confesión pública, de vómito subjetivo, sobre las intimidades deuna conducta o de una obra.

Pero ¿qué esperan los más optimistas? ¿Que este ciudadano, a quien pre-tendo reportear, se entregue totalmente de buenas a primeras? Nada de eso. Sedefiende como un tigre. Quisiera, lo quiere de verdad, ser esencialmente since-ro. Pero la suma de sus componentes no lo dejan. Hay mucho reato, muchoesguince, mucha cobardía, mucha compasión por sí mismo en cada ser huma-no. El hombre crea demasiados intereses con sus propias apetencias y es másconservador de lo que sospecha. Cada individuo, precisamente por lo hetero-géneo de su conciencia, es una tribu. Y; como tal, cuando se trata de espectácu-los externos tiene sus leyes, sus tabúes, sus ceremonias. Cada paso confesionaltiene que pagarlo muy caro: en desgarraduras, en contriciones, en malestarcausado por el propio y gratuito despojo. Incluso cuando parece estar másdesprevenido es cuando está más atento. ¿Qué puede hacerse entonces? Colar-se por la puerta falsa, insinuarán algunos. ¿Cuál puerta falsa? El hombre hamontado centinelas aun en los sitios menos sospechosos. Por eso mueven arisa (yo diría que a lástima por lo que hay de todos nosotros en ellos) los~

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alardes con que simulan regalamos algunos escritores. Confesiones quefestejamos como verdaderos arquetipos de mordacidad, de lúcida y va-liente liberación por la palabra. Pues todo aquello -tenemos que concluirdolorosamente- no pasa de ser cortina de humo o tinta de calamar.

Cuando un hombre pone a los otros hombres a reírse de él o a compade-cerlo, adquiere un nuevo disfraz. Tal vez el más certero para sus íntimos fines.Lo que verdaderamente está haciendo es poner a los otros en su favor. Losaprovecha. Se otorga públicamente en la medida en que esa aparente crueldadconsigo mismo es cobrada, en un trueque de morboso engranaje, por el unáni-me, casi diría el hechizado festejo, a una conducta que nunca, absolutamentenunca, deja de ser cinismo agraciado por la estética. No hay, pues, que creer aese escritor completamente. A lo que desnudamos sus palabras de ornamenta-ción estilística o medimos la presión de su audacia o hacemos un cálculo de suintención moralizadora (otra debilidad oculta en esos menesteres) volvemos aencontrar su desolación. En el fondo sigue en las mismas: acorralado por elterror.

Con esto sólo quiero poner a mis lectores sobre aviso. lndicarles que yotampoco me saldré de las reglas. Que este auto-reportaje, más allá de lasverdades que pueda contener, no pasa de ser un juego. Un juego peligroso,repito, en quien si alguien lleva las de perder soy yo mismo. Desde luego quequienes me acompañen pueden sufrir, es casi lógico, un desengaño máximo.Después de todo -fíjense bien en lo que va parando el asunto-la visión que yotengo de mí es una forma de la realidad como cualquier otra. Y; como tal,susceptible de ser modificada por el ángulo de enfoque.

¿Qué es lo primero que veo físicamente? Un cuarentón rollizo -más cercade los cincuenta que de los cuarenta- de extremidades demasiado finas para elresto de su anatomía, con el ceño cicatrizado por un gesto de preocupación ode duda. Conozco el origen de ese gesto. Se trata de un malestar estomacalque aqueja al buen hombre casi desde niño. Sus vísceras parecen funcionar algarete. Quien le ve su andar de pesista de circo o de luchador que se dirige a ungimnasio, no sabe que toda esa fisiología no pasa de ser un mueble. Yo hesorprendido al niño tiritante que vive encerrado en él como si jugara escondi-do. Como si esperara que, de un momento a otro, fueran a aplastarle una manosobre el hombro y a decirle: "¡Basta, se acabó esta tontería de una vez". Por esotiene la voz gruesa y afirmativa de los animales que viven atemorizados. Temora todo: a cortarse cuando se afeita; a engordar más de la cuenta; a tener quedormir alguna noche en una casa sola; al solo hecho de estar vivo; a no serentendido ni entender a los otros; a ser arrollado por un automóvil, por la

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espalda, cuando va caminando por una acera. Sabemos también que, paraél, un viaje en avión es mucho más catastrófico que un juicio final. Tam-bién se ha dado a la tarea, a más de coleccionar agüeros, de coleccionarotros temores subsidiarios: a su ignorancia, a una mala jugada de su ape-tito, a las veleidades cardíacas. En amor, sigue alimentándose a la carta.

Este hombre está relleno, como un chorizo sentimental, de patios arruina-dos llenos de cachivaches podridos, de mugidos de mar, de luces perdidas, depapeles de alcaldía cuya tinta convierte la lluvia en lágrimas moradas. ¿Puededarse algo más desesperadamente sentimental y con menos temor a la cursile-ría? Pero sigamos. Este hombre ama las tarjetas postales, donde dos palomassostienen por el pico una cinta color celeste y en las cuales, en letra cursiva yatildada, están escritas las palabras "Te adoro hasta la muerte". Se muere porlas cartas en que una tía suya, la única que le queda, su tía Thlia, le recuerdaque es un genio y que eso le viene de familia. Los retratos antiguos -donde hayniños gordos y serios con medias listadas y cirios de primera comunión odoncellas de belleza energúmena, que sonríen levemente como si hubieranacabado de tragarse a su novio o donde hay jóvenes mostachudos con leontinasy zapatos abotonados y con aire de quienes esperan que su fracción políticatriunfe en una guerra civil-lo ponen al borde del delirio. Ha llorado, en distin-tas épocas de su vida, leyendo Las Veladas de la Quinta, Aura o las Violetas, LaCabaña del Tío Tom, Los Miserables, La Guerra y la Paz, La Muerte de IvánIlich, Las Palmeras Salvajes y Cien Años de Soledad. Le gustan lo mismo laspelículas de Bergman y Fellini que las películas mexicanas llenas de chulos ycabareteras hembrísimas y le compra juguetes a sus hijos con la severa preven-ción de que no los rompan para poder divertirse con ellos cuando se sientetriste.

Este hombre ha exprimido, en algunos renglones que pretenden ser poéti-cos, su inocente orfandad. Yes de los pocos que están sinceramente convenci-dos de que ese fantasma que se llama Dios deambulaba y ulula en el interior decada alma. También está convencido de que algún día el tal fantasma -en laforma menos esperada, pues aquello se realizará con métodos totalmente im-previsibles- será capturado para que responda en un tribunal compuesto dedamnificados, por todos los crímenes que el miedo ha cometido en su nombre.Una especie de valle de )osafat al revés. Ha escrito dos alaridos confesionalesen forma de novelas y ha querido fijar, en cerca de dos centenares de cuadros,los símbolos de su terror, de sus pesadillas sexuales y de su asombro por losrostros, los animales, los entes sobrenaturales y las cosas. La amistad la en-tiende como un terrible (y siempre fracasado) ejercicio de encontrar un noso-

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tras en otro insaciable. Todo esto lo convierte (me refiero, sobre todo, a susensueños, a sus pálpitos) en un ser implacable, duro y peligroso porque esdébil. Sus doscientas y tantas libras de peso le han servido, únicamente, paracomprobar que las dietas son un aspecto más de la literatura fantástica y quelos sastres están en su perfecto derecho al cobrarle a unos ciudadanos másque a otros y que estamos fabricados en una materia demasiado frágil, inde-fensa y barroca. Una carretada de tripas que empujamos como podemos. Peroes tan redomadamente majadero, que vive en un suspenso aniquilador por lasola posibilidad de que lo releven en la misión de empujar esa carreta.

Este hombre vive profundamente convencido que todo malestar fisiológicoen un habitante del trópico corre el peligro -con los días y si la víctima le metelecturas y voluntad al asunto- de convertirse en un sistema filosófico. Por esodesconfia de los hombres pálidos, de los boyacenses graduados en Alemania yde las longanizas forradas en plástico. Todo eso en conjunto, y por enlacesdemasiado misteriosos para develarlos en una cláusula, amenaza, según él,destruimos como pueblo que ha resistido victoriosamente el paludismo, lasenfermedades venéreas y los discursos electorales y fomentar en nuestros ba-chilleres la idolatría por las enfermedades mentales. Amenaza, en suma, con elnacimiento de una metafisica subdesarrollada. La carencia de humor en loscolombianos se la explica fácilmente, entre muchas otras razones, porque sededican más a leer los editoriales de los periódicos que sus tiras cómicas. Eséste, a grandes rasgos, el hombre que vamos a reportar. Le hacemos la primera

pregunta:

-sé que te afectan profundamente las críticas que se le hacen a tu novela.Que vives pendiente de lo mínimo que se escribe o se dice sobre ella. ¿No serátodo esto una demostración de vanidad, de sensibilidad enfeImiza?

-El asunto debes tomarlo con más calma. En relación con sus críticas, entodo escritor habita un homicida. Pero esto no viene al caso. Si fuera por elescritor, todos los críticos se hospedarían en el cementerio.

-Te he preguntado por tu vanidad.-La tengo y en sumo grado, como la tiene todo alicaído que pretende

comunicarse con sus semejantes. Pero descartado este detalle anecdótico, elcual es necesarísimo, lo que me preocupa no es la mella que algunos puedanproducirme. Lo que me preocupa es lo que la mayoría de esas críticas tienen dehipócrita, de interesado y negativo. Me preocupa, en fin, el estrago que esacrítica pueda causar en la misma sociedad que la genera.

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A (nt)- REI'(H¡T AJE.11

-Explícate un poco más.-Todo libro, pero en especial todo libro de ficción que suscita algún inte-

rés, se dirige, visible o soterradamente, a replantear, a poner en tela de juicio,

alguno o algunos defectos sociales. El escritor, incluso sin proponérselo, estábuscando socios para su empresa. Es allí donde le interesan personalmente lasreacciones que suscita su obra. Pero como, de hecho, la sociedad ha sido em-

plazada, también a él le interesan en un grado superior, la salud social, eldesenfado y la civilización polémica con que responde la comunidad a la cualse dirige. Aquí en Colombia -por inmadurez y ausencia de equilibrio- el escri-tor es enjuiciado por las simpatías o antipatías que despierta como persona. Yesto es risible por lo elemental. Fíjate bien que la mayoría de los "críticos" de

En noviembre llega el Arzobispo tratan más de acabar conmigo que de acabarcon mi novela. El cariz de esas críticas es inquietante por lo pasional. La socie-

dad, pues, a través de quienes pretenden enjuiciarme, ha eludido el emplaza-

miento.

-Pero tu novela está condicionada a un sector geográfico.-Sí, pero ese sector es una parte viva de la totalidad colombiana. Cuando

una parte del cuerpo social ha sido afectada, el organismo todo queda en en-

tredicho.

-11"ataste allí de denunciar algunas lacras, ¿jue ése un propósito sistemá-

tico de tu obra?-Claro que, en ningún instante, fue ése mi propósito. Pero, de hecho, toda

novela hace una redada de problemas, de diferente naturaleza, que debe preo-cupar hondamente a los escritores que se inclinan estudiosamente sobre el

cuerpo social. Incluso el atraso o el retroceso técnico del género novelístico-qué progresos ha alcanzado el estilo, por ejemplo, en qué medida el relatistacolombiano es verdaderamente un contemporáneo, en qué proporción el paísavanza o retrocede con él en el área novelística, qué grado de percepción através de la palabra escrita puede computarse en el colombiano medio- debe

interesar a la sociedad. De esta o parecida intención debe ser la labor crítica.No interesa, pues, acabar de golpe y porrazo con una novela. Entre otras cosas,

porque nuestro país es desconsoladoramente precario en este tipo de produccio-nes. Interesa, eso sí, que la obra cumpla su función en la medida de sus posibi-lidades. Insisto en que la preocupación dominante en nuestro medio es des-truir. Destruir por ya pesar de todo. Lo demás ha de venir de contera. Si viene.

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-¿Pero no es constitutivo de una buena novela su resistencia victorio-sa a este tipo de ataques?

-Claro, la buena novela, como el barco bien calafateado, se distingue porsu entereza ante los embistes. Pero no se trata del destino individual de milibro. Se trata de la impreparación de una sociedad para saber -en forma casiinmediata y por obra de un auténtico equipo de enjuiciadores- si un librocumple o no su función a cabalidad. No me negarás que una crítica especializa-da puede acelerar, afinándola de paso, la vigilia de una nación.

-¿ Y esa misma crítica, por sutil que ella sea, no puede también equivo-carse?

-Claro que puede. Pero la constancia en una tarea se convierte en autori-dad, termina por crear una conciencia. La crítica francesa, por ejemplo, nopermite que una buena obra pase desapercibida o sea irrespetada por cual-quier zascandil. ¿Qué habría pasado entre nosotros con una novela como Elreposo del gueITero? ¿Qué habría ocurrido con su entereza confesional, con elhambre de salvación que la anima, con su patético deseo de desmontar analíti-camente la fidelidad por la escogencia, que no se detiene siquiera ante la ab-yección? ¿Qué habría pasado?, te repito. Pues que la beatería habría graznadosobre ella, la habría declarado reo de alta traición al pudor y se habría compla-cido, por todos los medios a su alcance, en hostilizar y hasta befar a su autora.¿Qué ocurrió en Francia, por el contrario? Una crítica despejada, carente deprejuicios, encaminada únicamente a enjuiciar los valores técnicos de esa obray el proceso sacrificial de la protagonista, no sólo la premió sino que contribu-yó, en altísima medida, a convertirla en el libro del año. En términos generales,es ésta y no otra la conducta de cualquier país civilizado frente al libro. Yesoque no hablamos, pasando a otro idioma y a escritores más consagrados, deLawrence, de Miller o de Durell.

-Pero aquí también han citado a estos últimos escritores de que me ha-blas para oponerlos ejemplarmente a tu novela.

-¿Te fijas? Aquí no sólo se habla de oídas sino que la ignorancia intelecti-va, que es la peor de todas, mantiene un fanatismo, realmente conmovedor,ante el prestigio mundial de esos escritores. Basta que se les cite, para quenuestros "críticos" criollos se sientan en el sacratísimo deber de poner sus ojosen blanco. Ellos, anestesiados por el prestigio de tales novelistas, olvidan queLawrence y Miller fueron difamados, perseguidos, judicialmente atormenta-dos, en sus países de origen. Que fueron tratados sin consideración ningunapor el delito de sentir, concebir y expresarse en función de libertad humana. Yo

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les diría a esos críticos nuestros que los leyeran, que los leyeran de ver-dad, antes de citarlos. y que leyeran también a otros grandes. Ninguno deellos ha retrocedido. Y no han retrocedido ante nada, porque la novela,más que un acto estético, es un acto ético. Es un acto de reflexión y balan-ce del hombre, de todo el hombre, en el camino de su purificación.

-Entonces, ¿en qué quedamos? ¿Se debe o no se debe atacar implaca-blemente a los escritores que se dedican a aplicar sinapismos a las socieda-des de que son productos?

-Pero, ¿no entiendes que es ésa una etapa que ya ha sido universalmentecancelada? ¿Que sólo quedan brotes, malignos es cierto, pero insignificantes,de lo que fue una horrible plaga de confusionismo? Es cierto que aún se persi-gue judicialmente a Miller y que toda una edición de La ciudad y los perros fuequemada en un cuartel limeño. Pero todo eso ha servido, tiene que servir, se-guirá sirviendo, para alcanzar la plenitud expresiva del escritor que, de hecho,ha de redundar en triunfo del hombre sobre sus propios tabúes.

-Pero no creo que aquí se te haya atacado en esa dimensión y con resul-tados semejantes. En cuanto a notas negativas sólo he visto algunas que no sonprecisamente modelos de agudeza o buen estilo, en que se sostiene, poco máso menos, que tu novela es un bodrio. Allí se asegura que eres mal re1atista, queeres pesado, que desconoces arbitrariamente las leyes secuencia1es del relato.¿Qué dices a todo esto?

-Ante esa pregunta me permitiré recordarte que Colombia no es Inglate-rra ni los Estados Unidos, ni siquiera el Perú, y que los problemas que planteoen mi En noviembre llega el Arzobispo no son del orden de los que puedansuscitar una persecución judicial o simplemente castrense. Pero sí es evidenteque los ataques de que se ha hecho blanco a esta novela contienen, en germen,todos los virus que, de ser desarrollados por las exigencias, convertirían a unescritor en un tránsfuga. De allí que estos problemas, para apreciarles toda sutrascendencia, haya que enfocar los a través de ejemplos eminentes. Se tratacon ello de averiguar el grado de resistencia, de asimilación y resistencia, queposea un país para aprovechar -en un diálogo vivo, siempre fecundo-los plan-teamientos, crudos o no, que le hagan sus escritores. Tendré que repetir, asímismo, que el escritor no es un producto gratuito. Es un hecho que debe inte-resar a la sociedad, como los fenómenos políticos o económicos. Tampoco unaobra, cuando es el resultado de una labor honesta y fatigosa, es un productoarbitrario. Una obra se produce por íntimas exigencias de una tradición y unambiente. Ya incluso, por su irreversible necesidad, ha sido prevista por el

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nes narratorias ni con sus personajes. Es siempre con el idioma. Sobretodo con su idioma. propóngaselo o no, todo novelista intenta, en el sen-tido lato, revolucionar el idioma en que se expresa. Ésa es la materia primade su trabajo y debe ponerla en cuestión a todo momento. Su objetivocentral, el que se lleva todos sus desvelos, es la forma en que se expresa.

-Pero eso es purismo, culteranismo.-Lo sería, es cierto, si toda aquella preocupación fuera de índole mera-

mente estética. Pero el verdadero estilo literario es otra forma de la justicia. Laexactitud vocabular no es anhelada como un simple lujo de la palabra. Ella estáligada, comprometida, con el destino de la obra. Una obra literaria lo es enefecto cuando en ella nada obedece a la gratuidad. Cuando todos sus ingre-dientes han sido purificados por la dictadura de un taller. Por eso puede afir-marse, sin temor a equivocación, que todo lo que un verdadero escritor sepropone decir puede decirlo. Se afirma con esto que lo inefable es inexistente.Que el misterio de determinados asuntos -la vaguedad, el rodeo, la cobardíaeufemística para tratarlos- no obedecen a carencia nominativa del idioma o aque el idioma, ante determinados planteamientos, sea inferior a quien lo ma-neja. Sus posibilidades, por el contrario, son imprevisibles. Pero esas posibili-dades, como un amargo botín, hay que arrebatárselas. Hay que obligarlo, poruna tensión irritativa, a que entregue los secretos que, de acuerdo a sus necesi-dades, interesan a cada escritor. Éste, por ejemplo, debe prever los choquesvocabulares, debe sopesar la carga emotiva de cada cláusula, debe controlar,en cualquier instante de su creación, los deslices, las artimañas y las enemista-des de la palabra. El idioma, no hay que olvidarlo, es un ser viviente, poderosoy combativo. Si el escritor tiene que recurrir al diccionario, que recurra cuantasveces lo necesite. Si tiene que rehacer y borrar y anexar intocables veces, quelo haga. Si tiene que matar centenares de párrafos, que los mate. Se trata deganar o perder, de una vez y para siempre, esta batalla corporal. De lo contra-rio se filtrarán, por las fisuras que deje en su obra, aquellos virus, impercepti-bles pero letales, que ha generado su misma improvisación.

-¿y no hay el peligro de que esa obra, tratada con tan obsesiva disciplina,adolezca de fatiga: que se trasluzca en ella el excesivo castigo a que fue someti-da?

-En absoluto. Hasta la frescura, la vivacidad y la gracia de un estilo -esasensación de cosa directa y espontánea- es el resultado de una secreta y rigu-rosa química de la palabra. Mientras más nos deleite esa frescura o más nosinquiete esa vivacidad o más nos asuste esa gracia, estamos capacitados para

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asegurar que ha sido más honda, más constante, más dolorosa, la sote-rrada disciplina que responde por ella. Concluimos, pues, en que hasta laespontaneidad, si pretende perdurar como ingrediente estético, debe seramasada por el suplicio de un estilo.

-Algunos dicen que tu irreverencia al arzobispo se debe, más que todo,a un descreimiento o, mejor, a una ignorancia del tema que tratas.

-No sé de qué descreimiento o de qué ignorancia me hablas. Mi novela notiene nada que ver, pues no necesité de ello para los fines del relato, ni con laliturgia ni con los símbolos religiosos. De eso no se trata en absoluto. La esce-na de la visita episcopal a la iglesia la narro, simple y llanamente, como podríahacerlo con un hombre que se ahoga, con un riña callejera o una escena tea-tral. Lo hago en frío, sin comprometerme en ella. Intentando transmitir al lec-tor, única y exclusivamente, los detalles que me interesa destacar en la movili-dad del conjunto. Ateniéndome, en mi calidad de narrador, a lo que veo y sientofrente a esa escena. No hay en los párrafos que la integran, ni crítica ni análisis.Simplemente se deja correr la cámara verbal, como podría hacerse en unasecuencia cinematográfica. Me interesan, eso sí sobremanera, los gestos, eldiscurrir objetivo, incluso las posibilidades sentimentales, pomposas y humo-rísticas del acto. Como es susceptible de que se haga, en el orden novelístico,con cualquier acto humano. Pero nada más. El arzobispo, de ser un símbolo enmi novela, lo sería de la esperanza, del deseo colectivo de mutación. Hasta allíllega el uso que hago de él en mi obra. Que esto tenga repercusiones persona-les en cada lector -que incluso lo desazonen en su calidad de católico o ledespierten otro tipo de sensaciones si no es católico- es para mí inevitablecomo escritor. Eso pertenece ya al destino del libro. Pero, de pasada, quierorecordarles a los que enjuician a En noviembre Ilega el Arzobispo en su calidadde católicos, que observen con más atención, si de eso se trata, el desarrolloque le doy en mi obra al padre Escardó. Me gustaría saber cómo enjuician sucallada desesperación y su forma de mantener la claridad y la esperanza antelos elementos confabulados para destruirlas.

-Se habla, también, de que esa obra pretende ser el reflejo, más o menosfiel, de una realidad lugareña. Concretamente de Tolú, tu pueblo natal, ¿Es esocierto?

-Ésa, precisamente ésa, me parece la objeción más peregrina que se le hahecho a mi libro. De ser eso cierto, pues no me habría tomado el trabajo, eldramático trabajo, de haber construido una novela. Habría hecho un reportajeo una labor estrictamente documental. y en ella me habría empeñado en tras-

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ladar una realidad pueblerina, tal y como ella es. Pero esto, a más de contenerotro tipo de interés, no habría servido para los fines que me impulsaron aescribir esa novela. Para comenzar, mi pueblo imaginario se llama Cedrón. Yaese dato, aparentemente trivial, implica una total voluntad de cambio. Es ciertoque algunos recuerdos infantiles, algunos encuadres, y esa angustiosa atmós-fera de polvo, de sofocación y verano, todo ello voluntariamente acentuado,los tomé de mi pueblo natal. No es para menos: allí nutrí mis sentidos, allí tuvemis contactos más fecundos y perdurables con la realidad, es allí donde seenc~entra mi punto de referencia con el resto de la tierra. l'ambién es ciertoque en mi novela aparecen algunos nombres propios de parientes y amigos.Pero todo ello es un tributo de amor, de fidelidad al solar, de creencia en elímpetu y la capacidad creadora del recuerdo.

Pero lo otro -lo de los personajes de ficción que pretenden ser tomadoscomo retratos de personajes reales- es, más que una infamia, una solemnetontería. Y lo es por la sencilla razón de que la novela como género es, porsobre todas las cosas, el pretexto que se le ofrece a un escritor para vivenciartoda una serie de problemas subjetivos a través de sus criaturas. La novela,sobre todo el tipo de novela que a mí me interesa, y al cual estoy afiliado portemperamento, persigue descifrar el misterio del gesto, el enigma que se aga-zapa en los objetos, la soledad y la derrota que soporta cada vida humana. A lanovela le interesa el terror. Por eso el personaje central, el personaje máximo,es el miedo. El miedo hace posible el pecado, la necesidad de poder, el ensue-ño de la venganza, el apetito de la destrucción. El miedo, al ser sorprendido enacción, nos descubre la intimidad humana. Cuando la novela tiene estas ape-tencias, es forzoso que todo lo que toque -el olor de un patio, el diálogo de doscónyuges, la tensión de un rostro al escuchar un susurro, el brillo de los obje-tos en un cuarto, el color de una camisa, el murmullo del viento entre losárboles, la forma, el pigmento y la disposición de unas manos en un instantedeterminado- esté henchido de presagio, de autoridad y de sorpresa.

Es imposible, por lo tanto, que unas criaturas que sirven de pretexto a esteexperimento, en el cual se persigue trascender analíticamente algunos conta-dos aspectos de lo cotidiano, sean las mismas que se desempeñan en ese otroinabarcable misterio de lo real. Incluso las facciones pueden ser prestadaspero los resultados pasionales son otros. Así como son otros la mecánica de laacción y los ingredientes que conforman cada existencia. En suma, no sólo sonpersonajes gravemente alterados sino profundamente distintos. Y estos resul-tados los consigue el novelista a pesar de sí mismo, pues lo que persigue enesencia es dirimir la querella de sus obsesiones, explicarse la tierra, la fracción

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que le ha tocado en suerte por lo menos, y explicarla a los otros, fundando surealidad sobre los elementos que le presta una realidad más vasta, inquietante

y compleja.De allí que la novela tienda al gigantismo síquico. No pudiendo abarcar la

multiplicidad vital, recarga la línea, acentúa los rasgos morales, pide apoyaturaal sarcasmo, afina la compasión, se apresura a descubrir y señalar la inocenciacomo fundamento de toda acción. ¿Cuál es el resultado de todo esto? Que larealidad queda tan profundamente alterada, tan embebida por la humedad sub-jetiva de quien la contempla, que, a la hora de la verdad, cualquier orbe nove-lístico, por ambiciosos que sean sus límites, no es otra cosa que la historia deun corazón, de un solo corazón, empeñado en explicarse la historia de la pesa-dilla humana a través de sí mismo. Por ello toda novelística es una sostenidavoluntad autobiográfica. No pregunten quién es éste o aquél o el de más allá enel discurrir de una novela. Ni pregunten dónde queda esta casa ni dónde tiem-bla aquel ramaje ni en qué sitio del mundo queda tal calle. Pregunten, si porventura es necesario hacerlo, por la tenacidad expresiva, por el suplicioconfesional de un hombre que hizo posible todos aquellos sufrimientos y lasalegrías que en ella se sucedieron, yesos árboles y esa calle, le fueron necesa-rios -patéticamente necesarios- para replantear otra vez el drama del hombre.Del miedo del hombre sobre la tierra.

REVISTA LÁMPARA

1968. VOL. XII, No.59

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/ .Hector Rajas Herazo

La magnitud de la ofrenda

Obra periodística, 1940-1970

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1 n q u i ri m o s por nos o tr o s

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INQUIRlMa¡ POR NQSO7J1CIS.23

Retomar al pueblo...

Retornar al pueblo de origen es asomarse al único sitio del universo dondenuestra infancia ha quedado detenida. Los seres y las cosas adquieren, aquí,una calidad y un significado especiales. Cada calle es una suscitación, cadatapia un recuerdo, cada sendero una forma de desembocar en aquel sitio verdedonde un día sentimos espirar en nuestras manos la liviana existencia de un

pájaro.El hombre -como el símbolo de Loyola- es una espada cuyo pomo, que en

este caso es el afán del retorno, se encuentra en su pueblo y la punta dirigida,ebria de ilusión, hacia todos los sitios. Visitaremos nuevas ciudades y nos pon-dremos en contacto con otros nombres. Serán otras voces las que atraviesannuestros sentidos. Pero siempre giraremos en torno de nuestro pueblo. Des-pués de todo nacemos y morimos en un mismo sitio. El tiempo y la lejaníageográfica no pueden lograr otra cosa que separamos, físicamente, de aque-llos seres que despertaron en nosotros la capacidad de asombramos; que nosdieron la primera lección de curiosidad; que enseñaron a nuestras pupilas y anuestros sentidos que en el color, aparentemente igual de los días, esparcen elamor, el dolor y la muerte, su polvo de eternidad y su lumbre de ensueño.

En Tolú, este pueblo mío, parece que el tiempo hubiese detenido su mar-cha. Nada ha cambiado. A lo sumo han desaparecido algunos rostros o algunascasas amigas. Pero todo es tan igual. Tan entrañablemente igual que el ojo nosufre castigo de perfil nuevo. Ni los oídos y el olfato extrañan ruido o paladarde brisa marinera.

Tolú es un pueblo que duerme sobre el Morrosquillo perennemente arru-llado por la flauta de los cocoteros. En sus orillas, participando de la calmageneral, los barcos descansan sobre la arena o a lomo de los polines. Muchosde ellos exhiben, en los vientres enjutos, las heridas dejadas por la zarpa tre-menda del huracán. Son barcos carenados. La sal y la marea van pincelándolos,en las horas interminables, de una lama verde; de una dulce costra que losentristece y humaniza. Más adelante las chalupas y las falúas elevan sus proas,ávidas de rutas, como si contemplasen el horizonte desde la cima de una olaperennemente extática. Son, casi todas, embarcaciones pesqueras.

Los hombres de mar regresan en ellas, a la hora de la tarde, repletas depeces y gruesas palabras rociadas con aguardiente. La orilla los espera carga-~

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HÉCTUR ROJAS HERAZO .24

da de chiquillos y mujeres. Saltan alborozados, dan órdenes recias y se intro-ducen en sus chozas pajizas. Después las redes, blancas y finas, dividen encuadros menudos la madera de los cercados.

Pero lo que llena de beatifica tranquilidad el ambiente son las campanas ylos cantos de los gallos. La voz de aquéllas es clara, alegre, llena de promesas.Los gallos parece que elevaran su clarín inventándole comarcas a la lejanía. Sucanto nos viene distante, confuso, como si los árboles y los animales quisierananunciamos, a través de ellos, su presencia.

Hace unos instantes he regresado de mi diario recorrido por la orilla. Hecontemplado un crepúsculo imponente. He visto a los mozos y las doncellascampesinas que regresan de la siembra. La tierra está recién humedecida porla lluvia. Estas mozas tienen una risa sana y unas carnes duras, calientes, mo-renas. Traen los pies cubiertos de barro y tienen un fuerte olor a campo. Sobrelos hombros llevan múcuras o manos de pilón.

Después de contemplar todo esto he comprendido cómo un pueblo puedeser pretexto para que, eternamente, haya brisas de mar dialogando con brisasde la tierra.

Santiago de Tolú, junio 1 °.

EL UNIVERSAL. TELÓN DE FONDO

2 de junio de 1948

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INQU/RlMO5 PCR NCSGlRCS.25

La iglesia de este pueblo...

La iglesia de este pueblo es sencilla como un vocablo familiar. Una espada-ña. Dos campanas. Un cuerpo macizo y rectangular. Seis columnas. Un altar.Cuatro nichos. Las imágenes son hermosas y entrañables en su simple escultu-ra. Muchas de ellas han acompañado, desde su nacimiento, la historia de este

pueblo.Pero entre todas hay una, en especial, que me ha atraído y llenado de

fervor desde niño. Es la del patrono de la villa: Santiago. Imagen que pide agritos el ámbito de un mural. Es más pintura que escultura. Más color quevolumen.

El santo aparece cabalgando un caballito, blanco y hermoso como los po-tros de los carruseles. La cabeza y los cascos excesivamente pequeños para sutamaño. Aquélla es briosa, altiva, enjoyada con dos bolitas de cristal a manerade ojos. Los cascos, al igual de la cola, son de un negro denso y alquitranado.Las patas delanteras encogidas para un salto detenido hacia hipotéticos abis-mos.

Santiago lo cabalga con la tiesura de las estatuas que ignoran el movi-miento. El imaginero lo concibió terrible, devastador, inexorable. Pero de susmanos, en cambio, salió un adorable caballero que emana dulzura desde susojos asombrados. Dos colores priman en todo él: azul y rojo. La barba es unbrochazo uniforme sobre el rostro pálido, virgen de arrugas como el de uninfante. La mano derecha sostiene, en alto, una espada de madera. La izquier-da retiene las bridas que justifican el recogimiento de su corcel. Un casco decartón, solícito trabajo de una ferviente e ignorada devota, le da un aire de niñodisfrazado en trance de jugar a los soldaditos. El casco está coronado porflamígero penacho coloreado con anilina. En tomo suyo los cirios y loslampadarios derriten su lumbre votiva llenándolo de claridad y silencio.

Difícilmente puede encontrarse una imagen que llene, tan contrariamente,su cometido. Y es que este Santiago fue concebido y realizado por un poeta.Por un poeta que pintaba sobre yeso. Debió ser un imaginero que heredó, sinsaberlo, la beatitud de los viejos maestros. Este santo se escapó un día cual-quiera, por las manos de un escultor, de uno de aquellos retablos que traspasa-ra de claridad el pincel de Federico de pantoja el Menor. Aquel que decorara,

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HÉcroR ROJAS HERAZO .26

para deleite religioso de don Alfonso el sabio, la capilla que el monarcaerigiera en la entonces incipiente Santiago de Compostela.

El guerrero cristiano -caballero en su corcel de yeso- atravesó el mar paravenir, nutrido de infantiles arrestos, a amenazar a los sarracenos agrarios quepueblan la sacristía de esta iglesia aldeana. Que no otros se encuentran porestos contornos. Allí está el santo, con su espadita de madera y sus ojos her-mosos, en su sagrado belicismo. Esperando, tal vez, que un día cualquiera selevanten los niños de este pueblo, echen al aire la inofensiva voz de sus clari-nes de cartón y, como en un poema de García Larca, lo nombren general enuna guerra de mentirijillas contra el sultán de la media luna y alfanje plateadoque vive en el recodo de un cuento.

Santiago de Tolú, junio 2.

EL UNIVERSAL. TELÓN DE FONDO

3 de junio de 1948

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INQUIRlMOO ~ ~.27

En la ciudad la muerte...

En la ciudad la muerte es una intrusa. Una visitante indeseable cuyo soploqueremos rechazar oponiendo para ello todos los recursos de la diversión. Verun entierro es algo que nos crispa, algo que nos enluta el panorama. y es quela ciudad -hervidero de pasiones, de apetitos, donde lo falso sustituye a loverdadero- no puede tolerar corno cosa corriente, el paso de su fuerza tremen-da.

En el campo es diferente. La tierra nos enseña con su ritmo inexorable detodas las horas que la muerte es necesaria y fecunda. Que no puede habercosecha si no han sido segados, de antemano, los rastrojos sobrantes. El cam-pesino acepta la muerte con resignado fatalismo.

Hoy murió una niña. Desde temprano las campanas derramaron sobre elpueblo las lágrimas densas, lúgubres, pávidas del De Profundis. La brisa ves-pertina, a fuerza de dolor, era una inmensa elegía. Aquí podemos comprender,en todo su abscóndito significado, aquellas palabras de Hemingway: "¿Por quiéndoblan las campanas?, doblan por ti y por mí. Están doblando por todos noso-tros".

Por una calle arenosa, que es casi un sendero, apareció el cortejo. Sobrelos hombros sólidos venía la caja pequeña, liviana y virginal. Parecía que loscampesinos llevaran a enterrar el cadáver, dolorosamente agrandado, de unaazucena. La abeja del rezo quemaba sus alas en la llama de los cirios. Habíamuerto una niña. y con ella moría la tarde, los pájaros del día y el aroma quenos llegaba de los rosales lejanos. Todo estaba lleno de su muerte. Los rostrosenjutos, los trajes luctuosos. Hasta un buey que, mansamente, abrevaba en uncántaro, volvió hacia el cortejo su testa quimérica en cuyos belfos temblaba unhilo de agua.

El ataúd se introdujo por la puerta principal de la iglesia para reaparecer,más tarde, por una salida lateral. Bajo el parpadeo de las estrellas siguió elgrupillo funerario. Después todo quedó en silencio. Vendrá un nuevo día ytodo continuará su curso natural. Sólo que en nuestra sangre, en el remotositio de un recuerdo, la niña sin nombre, viajera en una azucena luctuosa,seguirá entregando a la tiniebla su dulce manojillo de huesos.

EL UNIVERSAL. TELÓN DE FONDO

8 de junio de 1948

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HÉcroR ROJAS HERAZO~ .28

La mañana tiene...

La mañana tiene la misma suavidad de un dedo dibujando palabras en laarena. Por en medio de los árboles caen móviles, irregulares, caprichosas, lasmonedas del sol. Un solo pájaro es dueño de todo el azul. El ojo siente deliciade gusto nuevo mirando su silueta de tinta, sus giros exactos, su lento caer de

hoja.Vibra, con sereno pulso, el órgano del silencio. Música que acompasa el

jadeo robusto y masculino del mar. Sobre su lomo, quieto y espadeante comouna lámina de zinc, regresan las barcas con grávido balanceo de madres emba-razadas. Distante, asordinado por el humo de los pueblos lejanos, nos llega elhipido de los arrieros.

El silencio es tan profundo que puede ser oído en los millones de seres quelo nutren y expanden. Me he tendido frente al mar. Gozo de todo lo que merodea como si fuese creado para llenarme de quietud y de asombro. Mis ojos ymis oídos están abiertos al prodigio. Nada está ocurriendo. Es el ritmo isócro-no de todos los días. Pero hay un alma vigilante. Hay un perro a mi lado. y unacanción que navega, sin rumbo ni objeto, en las manos del viento.

Ahora me doy cuenta: el castillo vegetal de una ceiba, con su ramaje poten-te y su piel centenaria, puede existir únicamente para que un pájaro enciendala plegaria del día y una hormiga lleve, sobre su liviano organismo, el pesoignorado de una hoja laboriosa.

Es el instante propicio para tomar el nombre de la mujer amada y repetir-lo, repetirlo, hasta que ya -gastado y sin sentido- sea un ruido más en estedulce y maravilloso zumbido del día.

Santiago de Tolú, junio 8.

EL UNIVERSAL TELÓN DE FONDO

9 de junio de 1948

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I~IRIMas KH? N=.29

Noche grande...

Noche grande. En la frente del cielo, con embrujo mahometano, la hoz dela luna nueva. Noche de cuentos, de ángeles y de niños. El caballo de SanMiguel galopa por el espacio regando, entre las nubes, polvo de luceros.

En el frente de las casas y en los cercados los niños se trasmiten, cogidosde la mano, la dulzura cantarina de las rondas. Algo de alegría y mucho detristeza nos llega en la canción. Algo, como un perfume levemente olvidado,sube del corazón: ~

r

Estaba la Marisola sentada en su vergel, ffiabriendo una rosa y cerrando un clavel... r-

OArriba, más allá de las nubes, más allá de los luceros, hay una estrella -1

grande que se asoma a mirar a los párvulos. En aquel sitio azul, donde los 'riserafines vigilan nuestra infancia, ha estado siempre la Marisola, doncella de ~música, abriendo una rosa y cerrando un clavel. -

Sigue el corro festivo. Las sombras se encaminan, lentamente, hacia la altanoche misteriosa y lejana. La brisa, ebria de azahares, trae una dulce disputaentre los labios:

Chivito sal de mi huertaseñor que no tengo puerta.

La luna está limpia y delgada. Es un juguete de pesebre. Su lumbre se

derrama, suavemente, sobre las frágiles guedejas, sobre las caritas argentadas.Los árboles están más altos, más obscuros, más extáticos. Con el mismo can-dor de las esquirlas de la lluvia se derrama la canción inefable:

Ambo ato materiMaterí le rí le ró...

¿De qué extremo del tiempo se desgaja esta ternura, mezcla de alegría yde presagio, que nos sacude la sangre? Vendrán otras rondas y serán otrosniños los que modulen estas mismas canciones. y serán estos cielos y estosárboles los que recojan sus livianas palabras.

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HÉcroR ROJAS HERAZO .30

Pero algo, como el paso de unas alas extrañas, ha batido nuestra frente. laronda, en volutas inocentes, sigue subiendo de los niños al delo:

Ambo, ato materí,

Materí le rí le ró...

EL UNIVERSAL. TELÓN DE FONDO

16 de junio de 1948

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INQUIRIMOS ~ NOSO1ROS.31

Un mensaje para Bamabásl

Bamabás está quieto, dolorosamente quieto, como un rostro detenido enel tránsito de una llamada. Todo está preparado, inevitablemente2, para unviaje que los ojos no podrán repetir, ni retener, ni gozar. Bamabás sabe que hallegado el momento. Ese momento que él ha buscado con furor, con hambre,con júbilo extraño. Antes, la nieve le castigaba la piel, el viento le hería lasuñas, le desgarraba la camisa, muy a su pesar. Pero Bamabás recibía todoaquello como un regalo, como un bien natural y necesario. Eran los días gran-des. Los días de la alta botella y la barba derramada. Los días de la lámpara enel socavón y la chuleta fría, esperando su gesto de repugnancia a la madruga-da. Bamabás -le decían misteriosamente los otros mensajeros-, tú siemprellegarás tarde. Y Barbanás sacudía la cabeza y fijaba sus ojos impíos3, ausentes,como si la mirada se quedara allí, únicamente allí, temiendo atravesar los obje-tos y herirse en la llama del reproche4. Amalia llevaba la escudilla5, recogía losdesperdicios y aventaba a los pájaros las últimas migajas de la cena. Luegovolvía al sillón y suavemente envolvía los muslos del padre en la frazada calen-tada por el rescoldo de la techumbre. iBamabás! iBamabás! y él se volvía ofre-ciendo su faltriquera y sus gestos ausentes. Nadie se asomaba a las puertas yhabía risas, risas finas, risas huesudas, risas desdentadas en la azotea, sopor-tadas en vilo por el aire tenso y frío de diciembre.6 Madre, decía el hijo de laseñora Ganirot, es él, como los pájaros cada día se parece más a sí mismo.iBamabás! iBamabás! Y las ocho palabras lo buscaban, lo perseguían, lo tala-draban, despertando las porciones de hombre, de su hombre, que precisabareunir, sufrir, para juntar su nombre. Mañana, mañana temprano, al alba, en-

I Publicado originalmente, en "El Universal", el1 O de febrero de 1950 con el mismo

título. (La notas de pie de página, con raras y señaladas excepciones, son responsa-bilidad del editor.)

2 1950: "noblemente"

3 1950: "limpios"

4 1950: "llegar al calor de los reproches."

5 1950: "lámpara"

6 Desde "Nadie se asomaba..." hasta "diciembre." no aparece en 1950.

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HÉcroR ROJAS HERAZO .32

tonces será derto. No llegaré tarde, no podré retrasarme. Y hería los rostros ylas cabelleras un aroma, duro y firme, que goteaba del filo de la niebla. Arenasobre los huesos. Arena callada y brillante que limaba los nervios y establecíauna secreta comunión entre la sangre y las cosas.7 No llegaré tarde, no podríatolerármelo. y avanzaba una pierna, luego la otra. Se desquitaba fabricandosus pisadas delgaditas, infantiles, que levemente trataban de herrar la nieve delsendero. Ahora -era tremendamente cierto- tenía en sus manos el mensaje.Allí, en aquel punto luminoso, exactamente en la cumbre del camino, un pocomás arriba de los tilos, donde no era ya soportado por la tierra, se erguía elcastillo, impenetrable, definitivamente lejano, circuido por un vaho rosáceos,en su nítida y estremecedora irrealidad. Volvió la cabeza -aquello era el vérti-go- hacia la hermana. Al otro extremo de la habitadón9 el huésped, con mons-truosa naturalidad, se pasaba la servilleta por los labios. Tomó el farol confiebre, con ardiente alegría, paseó por aquellos cuerpos lechosos una miradaolvidada, lejana. 10 Una harina fosforescente envolvía sus gestos que ya no per-

tenecían a la estanda. Luego, con un suave crujido de sus botas de felpa, atra-vesó el umbralll. Una voz de niño golpeó, con crueldad, los cráneos alelados:iBarnabás, Barnabás es como los pájaros...!

.DIARIO DE COLOMBIA. TELÓN DE FONDO

27 de septiembre de 1952

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7 Desde "Y hería..." hasta "cosas." no aparece en 1950.B Esta última frase no aparece en 1950.

9 1950: "alIado del huésped"10 1950: "paseó los ojos por sobre aquellos cuerpos lechosos con tal olvido, con

tal lejanía, que los borró con la mirada". La frase siguiente no aparece en1950.

1\ 1950: "dintel"

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1 NQUIRlMCS p(R NO5OIJ1OS.33

El caballero de los ojos sin edad 1

El caballero tiene la mano al pecho y los ojos en el tiempo. La mano, fina ymusical, detenida, como un pájaro, en el aire luctuoso y severo del terciopelo.El caballero tiene el rostro alargado y ascético como el ayuno de un santo. Esrostro de monje o de hidalgo. No sabemos si elegir la espada o el silicio paraseñalarle escultor. Que de ambos ha sufrido moldeamiento y castigo el caballe-ro. La frente es limpia, poderosa, cruzada de alucinaciones. Corto el cabello yrebelde. El invierno parece allí, por lo violento, triunfo de una perenne prima-vera. Flamean las hebras finas, sedosas, batidas por un soplo inmemorial. Delos pómulos a las barbas triunfa la luz en el rescate de las facciones. Yes lisa lapiel pálida y entristecida por el hambre de sol. De la filuda ceniza de la barballueven pavesas sobre la espuma de la gorguera.

Pero lo que imprime estatura y pasión al caballero son los ojos: dos ascuasgrises, como las hogueras a la hora del alba2. De estos ojos resbala el tiempo ydescienden las imágenes. En ellos se ha ido calcinando la yerba de la lejanía, eloro de los días, la música de los arroyos. Están detenidos y vigilantes. Nadaignoran. Ni nada los conmueve. Están pávidos, inmutables y tremendos, comoun cañón asomado a un precipicio. Miran los ojos un ayer y un hoy fluyendo enla quietud de su linfa. Todo es recién nacido para estos ojos cargados de infini-to. Saben más que el viento y el agua. y más que el hombre. Porque de ellosnacen la memoria y el olvido. Ellos no miran por un cuerpo que se cansa yenvejece. No les duele la espina ni la rosa. y podrían contemplar, impasibles,morir a un niño mientras los pájaros posan sobre sus guedejas el olvido de untrino.

Los ojos del caballero son ojos sin edad. Recuerdan, a veces, un monjeturbio que escaló el corazón de una doncella. O un potro galopando, hermosoy fugitivo, por el eco de un sueño. Al fondo había un castillo dibujado sobre eltapiz de la neblina. Recuerdan. Pero el recuerdo es inferior a ellos porque no, puede conmoverlos. El cansancio, la alegría, la lágrima y la risa, van a morir,,

1 publicado originalmente, en "El Universal", el20 de mayo de 1948, sin título.

f 2 1948: "Dos ascuas rescatadas, por la audacia del pincel, a la candela terrenal\ que incendiara sus arterias".

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HÉcroR ROJAS HERAZO .34

corno olas, en la ribera de estas pupilas extrañas. Allí está su dominio. Dondeel árbol no existe porque no añora el fruto. Donde la gravidez no podrá nuncacurvar el vientre de las doncellas. Donde la voz no habita la garganta. Ni lasangre tiene cauce que la reclame, ni pulso que la justifique. Los ojos delcaballero no miran nada porque todo lo miran. No anhelan nada porque todolo anhelan. Pero algo tiembla en su boca de rictus apagados. Algo que lo estre-mece y lo desgarra, en su aparente mutismo, corno el grito que rompe el cora-zón de una montaña.

DIARIO DE COLOMBIA. TELÓN DE FONDO

1 de octubre de 1952

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INQUIRIMOS POR ~.35

El pueblo

En los pueblos verdaderos -en aquellos donde la espadaña continúa sien-do más alta que los árboles y las techumbres- los pecados capitales tienennombres de personas y los mitos tienen casa propia. La ira, la glotonería o lalujuria no se llaman así. Ostentan un bautismo y un patronímico. Son o aquelcascarrabias impenitente o aquel adiposo señor que todos los días hace susiesta bajo las acacias del camellón o la mozuela del boticario con un jugosoanecdotario de amor y chismografía. Igual ocurre con las entidades mágicas: elmaligno no es una entelequia. Vive en el patio de un hacendado difunto. y suhistoria es tan real e inmediata como la de cualquier otro de sus habitantes. Lomismo ocurre con el San Roque, visitado todos los sábados, en la residencia deuna beata antañona, por los mendigos del villorrio. y la muerte la conocenpersonalmente todos los vecinos. La han conocido, con una dulzura que colma-rá para siempre la crónica del vecindario, en una doncella pálida y superior,novia hipotética de toda la juventud serenatera, que murió de amor por unodontólogo desconocido. O la han visto, rotunda y clamorosa, abatiendo, unapor una, las vísceras de un electorero. O la sintieron, cautelosa y artera, zur-ciendo los ojos de los niños con la madeja de la peste. O la vieron una tarde,rojiza y veloz, cuando salía de un revólver a trizar la frente de un flautista.

DIARIO DE COLOMBIA TELÓN DE FONDO

16 de noviembre de 1952

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HÉcroR ROJAS HERAZO .36

El hombre que madura las naranjas

Con su nocturno corazón de fuego y nieve, con su sangre de sol y arenamachacados, con su fresca carcajada que reúne y aposenta todos los ramajes,viene el hombre que madura las naranjas. Viene de todos los sitios a la vez,como una gran cúpula que buscara su centro. Del norte donde el viento esacunado por los brazos del hielo. Del este donde el sol enhebra diariamente lacabellera de la tierra. Del oeste donde el mar canta, en módulo de navíos, consu garganta de madréporas, el verdín de todos sus litorales. Del sur dormidosobre el vidrio de sus frutos y el colosal brasero de sus llanuras. De todos lossitios llega hasta nosotros -a nuestra sed, a nuestro henchido olfato, a cadalengüilla de nuestra sangre- el hombre que madura las naranjas. Todo en él esmurmullo, plenitud y orden. A veces, sus pies gigantescos quiebran las chamizasy su voz de oro sacude los lábaros del maizal. O juguetea un instante con losnidos y las leves pelusillas con que las mariposas dividen en el aire el finísimoazúcar de los estambres. Otras veces se sienta, cargado de poder y pensamien-to, en el centro de las cosechas. Podemos apreciarlo, entonces, en todo suesplendor. En su rostro de piedra antigua. En sus ojos que tienen la energía dedos universos. En la dimensión y la anchura de su majestad. Un cauce líquido yetéreo -tal vez de ángeles en espuma- murmura entre su barba. Todo en noso-tros parece salir a su encuentro. Rescatarse. Porque un instante de nosotroshemos estado en él más allá del umbral, de las bardas de la heredad y delcamino. Sentimos los cántaros dichosos. La frescura de un perfume que nos hasido familiar en otra edad del tiempo, en otra remota comarca del ser, en unaedad de pura transparencia. Aquí -frente a él- el rigor de la siembra, la fatigade una frente iluminada por los reflejos de un hacha, la niña que, ahora mismo,empapa sus sábanas con el rocío de la fiebre. Verlo allí, dibujado en el aire,sabiendo que hemos sido simplemente la memoria de un ángel, el gorjeo de unser en la madrugada de unas entrañas. Sabiendo que una vez -cinco sentidos

abiertos, deslumbrados y furiosos- contamos, una por una, las hojas de unamata de albahaca mientras la abuela era una lámpara sobre un tejido de arru-gas y la noche una familia de baúles, apretados y medrosos, en tomo de unescaparate en las tinieblas. Porque después vendría el azar como una harina ynos empolvaría con el vaho de la tierra. Después seríamos el ataúd y la campa-

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na sobre los mostachos endurecidos de un tío difunto. y el agua que convierteen radmos de perlas el trocito de verdura, parlanchina e irritado, de la lora enel comedor. y seríamos un niño sobre un caballo desbocado -casas, techum-bre, colores alocados, balcones en esguince, gritos, estacas de patios heridos-que busca el mar y se sumerge, entre cálidos relinchos, en el apetito de laespuma. Porque fuimos. Porque llevamos sobre nosotros, como una maldidóno un ungimiento, la memoria colmada y hambrientos los poros y las vísceras,por eso somos. Por eso estamos ahora ante él. Ante el hombre que se sienta enla mitad del día a madurar las naranjas. A meter su saliva de azúcar en laspepitas de los frutos. A pincelar la esmeralda del sapo. Por eso -porque tene-mos ojos y oídos terrestres, ojos y oídos que madura el jilguero con su vuelo ysu silbo- podemos, ial fin!, señor que santificas este tiempo, de este día de unpredoso mes de nosotros sobre los amargos terrones de un camino de la tie-rra, mirarte condudr la savia y esplender en la flor y trazar el rumbo secreto deuna voz o de un trino sobre el pulso del aire.

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8 de octubre de 1954

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HÉcroR ROJAS HERAZO .38

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Edison

Thomas Alva Edison será siempre, para mí, una litografía rosácea colgada,en lugar bien visible, en el armario de una tienda de mi pueblo. Sobre aquelheterogéneo panorama de sacos de azúcar, rollos de cuerda para pescar o apa-rejar los navíos, frascones repletos de caramelos multicolores, potes de hojala-ta enmohecida, el mago de la luz eléctrica parecía inmediato, bonachón y fami-liar como un abuelo. Nos costaba trabajo, a toda esa parvada que triscabacomprando papel para forrar barriletes o galleticas de fantasía para engullirbajo las estrellas en la arena de la playa, aceptar los razonamientos que, sobreaquel retrato de propaganda, nos hacía de tarde en tarde el dueño del estable-cimiento. Pero ahora recuerdo, en especial, una de esas tardes. Entre los olo-res, para siempre enclaustrados en mi recuerdo, que integraban el oxígeno deaquella tienda -nuez moscada, café, vainilla, cacao, canela y alcanfor- me que-dé escuchando, arrobado, de labios de mi pariente el tendero, el relato de esavida ejemplar. Era allá, en el norte, en ciudades de crecimiento fabuloso, conoficinas colosales y gentes rubicundas y afanosas, donde se había realizado elprodigio. El abuelo de la litografía rosada era el centro de la historia. Congrande esfuerzo lograba yo entender -tenía esa edad en que creemos que laspersonas mayores nacen adultas- que ese anciano, de rasgos nobles bajo elblanco y descuidado mechón, había sido un niño. Un niño como yo lo era enese entonces. Con mis mismas travesuras y el mismo placer que sentía al perse-guir los cerdos entre los aguazales callejeros, espantar las gallinas en el patio omerendarme, con soberano regusto, las frutas semimaduras del solar del pá-rroco. Pues sí señor, así era exactamente. El abuelito de propaganda había sidoun párvulo retozón entre las mieses de sus labrantíos nativos y -lo que todavíaera más asombroso- había sido, también, un vagabundo adolescente, comien-do pan rústico y sobrantes de albóndigas y pollos, en los trenes que lo condu-jeron a su destino. Como siempre ocurre en estos casos, me sentí un poco elhéroe de esta leyenda. Me gustaba, en especial, aquello de viajar en tren lejosde la vigilia materna. Teniendo por únicos amigos a los caballos de galpón, alos fogoneros, a las lucecitas que, entre el negro follaje, nos parpadean y nosdespiden. Me marché impresionado. Mi madre me señaló esa misma noche,acuciada por mis pueriles interrogaciones, la bujía del comedor. Ese foquillo,

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rodeado de mínimos insectos invernales, que vencía las tinieblas e inun-daba de luz, blanca y precisa, los árboles del patio, había sido posible porel tesón, por la inteligencia, por la disciplina del abuelito de la litografía.Desde entonces empecé a quererlo. A sentir lo vibrar, ubicuo y entrañable,en las marquesinas de los teatros, en los faroles de los automóviles, enlos grandes anuncios de las avenidas. El abuelito me sonreía siempre.Desde allá. Desde esa tienda aldeana con su atmósfera de especiasaromosas. Me sonreía entre papeles para forrar barriletes, entre carame-los, entre las posibles jarcias de los navíos pesqueros. y cuando yo veoesos orgullosos bloques de luz que vencen a las tinieblas en las acerasurbanas, cuando veo las ventanas jubilosamente encendidas, me acuerdode esas otras. De esas mínimas luces que emergían, como pupilas amigas,al paso de ese tren ilusorio donde yo era un poco el pilluelo vagabundo -

el pilluelo del relato de mi pariente tendero- que marchaba a crear la luz yel regocijo en las ciudades futuras.

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22 de octubre de 1954

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Los novios

Los auténticos novios son los novios de pueblo. Los otros, los de las ciuda-des, son parejas más o menos casaderas, que van a vespertina, al club o a casade una tía, para charlar a sus anchas. Pero en los pueblos es otra cosa. Allí elnoviazgo es una entrañable página de cursilería. De cursilería de la buena. Deésa que está tejida con las más puras fibras del corazón, con las más hermosashebras verbales, con tarjeticas que rezan '/tuya hasta la muerte", bajo dos re-tratos enlazados por un moño vegetal y sostenido por el pico de una paloma.Todo esto es posible porque en los pueblos nunca dejamos de ser un poconiños, un poco nosotros mismos, un poco esa verdad humana de que estamoshechos. Novios de pueblo tropical. Silenciosos. Sentados, un mecedor frente alotro, en los altos pretiles de esos pueblos llenos de burros con pajaritos en lamollera. Un poco después del avemaría, con su palito de limón aromándole losdientes, con su cuello de celuloide, su corbatín, su sombrero tartarita y su trajede cazabe, el novio viene por un sendero. Es moreno y delgado. Un tímidobigotillo alcanza, apenas, a pincelar el labio superior. Ha cortado una rosa, aldescuido, de una rama que se mece suavemente entre la dicha del aire. A lado ylado, aroma de ciruelos, trinos, paredillas mordidas por el tiempo, ventanaspolvorientas. En una de ellas, en una sola, un rostro de muchacha enlutada seensimisma, como un retrato, en la música de las campanas. El novio camina.Está lleno de edad, de municipio, de taburetes y escrituras. Recuerda la hormi-guita que pugnaba por arrastrar un grano de azúcar en el tazón del comedor. ya la madre cuando afirmaba -extraña y aromada por el trocito de cacao con quealisa sus cabellos sobre el brocal del pozo-: "hoy ha florecido el naranjo". y elefluvio de los azahares aspirado con enérgico regusto al pasar entre palabras,entre gestos, entre el balanceo de árboles grandes y misteriosos. Es frágil yeterno en esa calle solitaria. En esa calle que tiene un caballo frente a unapuerta y un horcón para sostener el hilo del telégrafo. Recuerda. Franjas deazul de pelotica sobre las paredes blancas. Cocoteros. Todo ese polvo, todosesos muertos, toda esa clorofila con escuela pública y hombrones de semente-ra que conducen -bajo el improvisto quita-sol de una sábana- un mecedor conuna mujer encinta, magra y agonizante, en el aire amarillo. El caballo es sacu-dido por un trémolo de oro. Parece un perro. Y allá está ella, la novia, con el

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hijo de ambos metido en su cofrecito de costura. Con sus ojos que vuelansobre el rostro como dos pájaros asustados. A veces lo mira fijamente. Enton-ces el novio es un bloque de almidón y las pupilas de ella son dos sombríos, dosnidos con espuelas de azufre, que le hacen relinchar los sentidos como si fue-ran caballos. Porque ella lo tiene a él prisionero en su corpiño. Sus muelas sesaben de memoria el algodón con creosota que ella le puso y el muslo de pavoque le adobara en el pastel de navidad. Se morirá una tarde -puede muy bienser una tarde de febrero- cuando estén preparando la miel de los caramelos oel motor del camión. Pero ella está allí: la novia. La madre de todos esos hom-bres y esas mujeres que se cogerán por el pelo y se golpearán contra los baúlesy se harán rapaduras en los muslos. Porque él está allí. Con su sexo escondidobajo los pantalones de almidón. En esa hora después del avemaría, cuando lasyerbas se ponen negras. Como si alguien las fuera pisando bajo las estrellas.

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27 de octubre de 1954

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El pescador en la colina

"Toma tu grulla, hermano, porque estás completo" dice el pescador des-pués de secar las redes, sobre la colina, cuando el mar es apenas una vastafranja gualda que hace limitar a los dos con el silencio. Después, a la madruga-da -ellos lo saben muy bien-, bajarán con un trote cito de sus cuerpos ágilespor la ladera que conduce al camino grande. Serán entonces los múltiplesaromas del bosque antes de llegar a las puertas de la ciudad. y el cobre de losobjetos a la luz solar, al viento libre, a los asuntos de sus ademanes y susrecuerdos. Todos en parejas, como los pájaros o los hombres o las serpientes.En busca de un atrio donde descansar o un cobijo para alardear de cosasinútiles. De suspiros, de alcobas, de baratijas entre las manos de un tendero.Cantan canciones viejas. Canciones como vinos. Canciones que enardecen la

sangre y suspenden -como pájaros en el centro de un vuelo- sus sentidosanhelantes. Caminan. Encienden sus nervios, su corazón, sus brazos aspeantes,en la gran candela de ese día que los reclama con pavesas. Arden. Cantan.Caminan alegremente sobre yerbas siempre frágiles, verdes, suaves bajo elimperio de esas plantas encendidas por la alegría. Por el simple movimiento.Por la exultación de vivir -entre viñedos, entre olores antiguos, entre rocas,entre la maravilla de aldeas olvidadas- bajo la pura vibración de un mes quefluye y refluye sobre el litoral de los almanaques. También recuerdan a unaanciana tía. "Es un paraguas, un paraguas regañón" dijo el colegial con pecas.El colegial con cara de mujer que hurtaba, a escondidas de sus compañeros,los albérchigos que crecían, con sus jóvenes pelusillas sobre la piel de unáureo verdoso, más allá de las bardas de un funcionario público. Tenemos quellegar, llegar y hacemos reconocer de todos. Una gran fiesta. Frente al mar.Con la niña que ha aprendido, a fuerza de mirarlos y olerlos y asaetearlos conortigas, los nombres de todos los caracoles de la costa. La niña de las olas. Laque enciende, desde un promontorio, las luces de los navíos. Con ella iremosde la mano. Llamaremos en el dintel. Diremos nuestros nombres nudosos.Como esos troncos que se vuelven sobre sí mismos. Nos oiremos pronunciarnuestros nombres. Seremos desconocidos, aun para nosotros. Y llevaremosfrescos ramos de agua con los cuales imprimiremos humedad a los rincones. yrociaremos la jaula de un pájaro tornasol. Esto último hay que recordarlo muy

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INQUIRIMOS KW ~.43

bien. No sea que el festín suscitado por nuestro arribo disloque nuestros pla-nes inocentes. Porque nuestra llegada debe ser fiesta para los nuestros. Y tam-bién para el perro y el limonero y las baldosas que han sido holladas porremotos parientes. Nuestra casa es eso, exactamente eso que hemos buscadoentre todos los olores del mundo. Cuando veíamos el mar -lo que cambia ymuere en un presente eterno- era nuestra casa sobre las aguas, como un arcarepleta del perfume de nuestra sangre, lo que veíamos sobre la espuma, sobrelos móviles olivos que naufragan en su vidrio impetuoso. y cuando veíamostrotar los caballos y salpicar con sus ijares sudorosos, desde la colina, las te-chumbres de paja, pensábamos en el rocío que tiembla, al amanecer, entre lasyerbas que drcundan la casa. Porque no somos otra cosa que una casa y unniño y un árbol y un patio. Por eso podemos escuchar con ungimiento laspalabras del pescador cuando nos extiende, de entre la substanciosa redada,aquel cuerpecillo aleteante en la luz marina: "Toma tu grulla, hermano, porqueestás completo". y sabemos que es algo del cielo lo que empieza a temblar,ansioso de pasión y de altura, en nuestras manos.

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29 de octubre de 1954

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La abuela

Era su vejez entre naranjos. Entre las maticas de albahaca que aromaban elbrocal semiderruido de un pozo de cuatrocientos años de edad. Un verdín mis-terioso -puro terciopelo vegetal- sobre el cual nos acodábamos a ver los can-grejos colosales que nos miraban desde el fondo, cautela azul sobre piedras deagua, con sus ojos retráctiles. Había llegado de lejos. De esos pueblos quequedan más allá de la niebla de las arrierías. Con un sombrero frutecido que sedesteñía en el arcón de la hija mayor. La abuela era un frágil atadito de huesos,de vísceras cansadas, de riñones nocturnos, metidos en un epitelio, rugoso yamarillo, que nos regalaba pedacitos de panela y limpiaba el tubo de vidrio delas dos lámparas a la hora del avemaría. Ella era todo. La techumbre de paja.Los horcones para colgar las hamacas. El mugido del mar entre los guayabos ylos limoneros. El altar rinconero con la Virgen del Carmen y una estampita delNiño Jesús de Praga, inesperadamente enfundado en una crinolina bizantina.Cuando el comején destruyó la primera escritura, la abuela tomó, unos instan-tes pensativa, aquellos renglones amargos, aquel polvoriento residuo de lu-chas, de blasfemias y de hijos y lo metió en la totuma grande que tenía detrásdel escaparate. Entonces fuimos nosotros y vimos la escritura carcomida den-tro de la totuma. Parecía el cadáver de la casa deshaciéndose en una tumbaredonda. Ella nos señaló los dos retratos -el de su esposo y el de su hijomayor- y habló de las hormigas. También, recuerdo, dijo algo sobre las mazor-cas que se asolean frente al granero. Para entonces, la cocina había sido derrui-da por los aguaceros. Un día miró, uno por uno, los cuatro rincones. Despuésalzó la vista, hacia las vigas. Era como si se despidiera. La casa, con sus gran-des hendijas llenas de turbia voz marina, parecía miramos. Saber que estába-mos dentro de ella, dentro de su suplicio y su alegría y su furia y su enérgicorecuerdo de antepasados con corbatitas de lazo y almanaques de Bristol entresus manos antiguas. Entonces dijo la abuela con voz huesuda: "Esta casa soyyo misma". Sentíamos el incansable ruido del mar detrás de nosotros. Como sifuera el resuello de muchos caballos. Y acá, en la plaza, donde los niños juga-ban y reían y los burros merendaban la yerba incipiente, un piano, tocado nose sabe en qué parte, sacudía con dulzura la atmósfera de las dos de la tarde.De ese sol amarillo que terminaba por dejar a la plaza con un solo burro, con

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un solo y doloroso transeúnte, con una sola ventana para nuestras pupilas deniño triste. Era la casa. Sí, la profunda fuerza de la casa. De esa casa donde laabuela -con su sombrero de frutitas de papel- había sido un lecho con un granvientre para que los mostachos y las palabras y los salivazos en el pretil y lasniñas que empezaban a ver su sexo maduro como una cereza, se lo fueransecando, más tarde, entre un inexorable ritmo de inviernos y veranos y muer-tes y cumpleaños y vocablos de maldición o despedida. Era la casa. La abuelacon horcones y techumbre y rincones saturados por el mugido del mar. Laabuela que espantaba al diablo con el tizoncillo de su tabaco revuelto. La abue-la que después -cuando las yerbas y la lluvia habían, por fin, derruido la casacomo una escritura- seguía llegando todas las tardes, al avemaría, a limpiardulcemente los cristales de las lámparas.

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10 de noviembre de 1954

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como olas, en la ribera de estas pupilas extrañas. Allí está su dominio. Dondeel árbol no existe porque no añora el fruto. Donde la gravidez no podrá nuncacurvar el vientre de las doncellas. Donde la voz no habita la garganta. Ni la

sangre tiene cauce que la reclame, ni pulso que la justifique. Los ojos delcaballero no miran nada porque todo lo miran. No anhelan nada porque todolo anhelan. Pero algo tiembla en su boca de rictus apagados. Algo que lo estre-mece y lo desgarra, en su aparente mutismo, como el grito que rompe el cora-zón de una montaña.

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1 de octubre de 1952

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HÉcroR ROIAS HERAZO .48

Miramos una estrella desde el muro

Si fuera el simple fluir, la simple risa, el simple saludo bajo los árboles. Si,simplemente, como si todo pudiese condensarse en la gota de un instante,fuera la vida, no más, frente a la destrucción y la muerte. Frente a lo que sedeslíe y canta y busca, entre los caminos y los follajes, su rumbo hacia elolvido. Entonces no sería esta luz, esta firmeza, este vigoroso perfume de aquíabajo. La energía de esos colores que diariamente inventan el volumen y laprecisión de las cosas. Los rostros. La dicha de fundar, con el tramo de nuestrasombra, un firme sitio nuestro en un arenal o un pensamiento. Cantamos. Eshora de la alondra, decimos, o del ataúd o del suspiro nunca definitivamenteoído por aquella mujer que se fatigó en nuestro susurro. Porque apenas somosalgo que no alcanza a ser balanceado definitivamente. Un carro preñado defrutos. Un cirujano que apronta el bisturí y humedece en silencio sus manos enla jofaina de alcohol. y somos también ese vendedor de libros viejos que noespera a nadie. Que mira desleírse los transeúntes en la niebla de la calzada. yel niño que recita un poema sin conocer, ni desearlo, el límpido contenido desus estancias. Vivimos de eso sencillamente: de mirar, de crecer, de ropa y demiembros que se deshacen al unísono. De flores que se pudren en el lodo deun jardín o en las hojas de un libro. De tarjetas. De cuentos. De esa cosa quealcanzamos a memorar cuando apenas éramos un trocito de carne asombradasobre los muslos de una mujer extraña. O de aquel humo de los velorios dondeel muerto era lo de más y lo de menos. Lo que se pudría bajo unas sábanas. Unmuerto. Un hombre que se llevaba, dentro de sus líquidos y su zumbido defini-tivamente apagado, las palabras y los ruidos y los colores que lo hicieron posi-ble entre las arcadas y los cántaros. Después salimos a negociar con nosotros.Con nuestros muslos bajo la lluvia. Con un periódico sobre nuestras sienes.Sentíamos las gotas pesadas, insistentes, ruidosas, sobre nuestros sentidosfugitivos. Un poco de luz en las ventanas. Caras ateridas. zaguanes profundos.Todo eso en nosotros mientras íbamos en busca de un refugio. De algo bajo locual pudiésemos entender ese regalo que nos llegaba del cielo. E inclinamos yvivir de nuestro propio calor. Porque lo único que no queríamos era morir.Imos de este inmenso sufrimiento tan parecido a la dicha. y decíamos: quéhermoso es un campanario junto a un camino. O esta otra cosa: si todavía

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INQUIRlM<lS' ~ ~.49

tuviese tiempo iría, tocaría en aquella puerta de enfrente y preguntaría por ladoncella que lava los calcetines de los niños. Sabíamos que únicamente basta-ría eso para que todo volviese a tener, como antes o como siempre, un durosabor a sangre, a calor, a tierra en las mejillas y en el interior de los dedos delos pies. Vivir es eso. Simplemente eso, ¡Dios míoI Saber que estamos de paso.Que no somos ni un pasado ni un presente ni un porvenir. Que somos simple-mente algo que ha sido fugazmente encendido. Por eso todo tiempo verbal-todo recuerdo o todo deseo- es sufrimiento. Porque no somos ni aquello niesto ni lo otro. No tenemos ni ciudad ni apellido ni nombre. Somos un hambre.Cinco cosas reunidas. Cinco misterios en nuestras vísceras que preguntan pornosotros. Y nosotros respondemos viviendo. Empleando a fondo esas pregun-tas que nos empujan. Th1 vez acordándonos del delo. O añorando la tierra. Odiciendo: ayer, hoy; mañana. y un quién sabe. Un flotar. Un mirar los almendrosentre la luz, en la atmósfera que consume los labios y las cabelleras. y un irsevolviendo nada, un buscarse, un ir conociendo y amando y llorando y cantandosimplemente por nada. Th1 vez únicamente por alcanzar un día a ver la luz de unlucero arribando, temblorosa, a una viuda, junto a su equipaje en un aeródro-mo abandonado.

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22 de noviembre de 1954

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HÉCiUR ROJAS HERAZO .50

Dos escenas con fondo de mar

Al lobo de mar lo pillaron en su caseta de las dunas cuando trataba deocultar un contrabando de ron. Era un hombre rudo, monosilábico, con unapiel, roja y estriada, con mínimos luceros de sal brillando en las arrugas. Eragringo. Tenía diez y siete años de haber llegado a la isla y era el único que sabíadescubrir, en cualquier época del año, un criadero de tortugas. Los guardas loencontraron sentado en una caja. Se levantó parsimoniosamente y les dio laespalda. Alguno de ellos habló más tarde -en una cantina del puerto que teníaun endiablado olor a crustáceos podridos- de los pantalones azules del gringo.Parecían bolsas mojadas. Como si tuviera una aguamala entre los fondillos. Lascajas de ron las sacaron en silencio. El gringo era el más silencioso de todos.Dejaba hacer. Sabía que aquello era así y nada más. Como si fuera un juego. Unjuego en el que, por lo menos en esos momentos, le tocaba la peor parte.Encendió su pipa. Se detuvo unos instantes en el umbral de maderas carcomi-das. Aplicó una mirada, tensa y profunda, en el interior de la caseta. Como siquisiera succionar todo su contenido. Después se dirigió a la orilla y se metióde un brinco en la minúscula canoa. Nadie supo más nunca del gringo de lacaseta. Más tarde se supo que en las cajas no había ron. Simplemente arenamojada -para que pesaran mucho más, afirmó alguien con discutible malicia-en cada botella. Los guardas lo tomaron a broma. Pero al capitán del puerto loencontraron, dos días más tarde, enterrando blasfemias en la arena como sifueran animales o piedras. Thvieron que amarrarlo. El barco y la mujer delcapitán desaparecieron el mismo día en que desapareció el gringo.

La doncella llegaba todos los días exactamente a la misma hora, a verarribar los botes de pesca. Era flaca y pequeña. Desgreñada. Usaba un trajerojo encendido. Parecía una bandera solitaria, flameando sin sentido entre laspeñas de la costa. Los pescadores la avizoraban desde muy lejos. Apenas esepuntillo rojo en la inmensidad -azul arriba y ocre abajo- del litoral. Cuandoatracaban, la muchacha bajaba corriendo por los salientes de la escollera. Lue-go paraba en seco. Sus grandes ojos de color de oro interrogaban con tristefijeza. Fluían esos ojos sobre los cascos ventrudos, sobre las jarcias, sobre elvelamen, averaguado y grisáceo, que descendía lánguidamente entre un queji-do de carruchas. Luego reposaban en el volumen -apenas rizado por el tem-

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INQUIRIMOS POR N=.51

blor de algunos sobrevivientes- martillado de escamas. Para los pescadoresera como Ruth. Le dejaban al pasar, descuidadamente, unos pececillos de ale-tas rosadas. Eran las gavillas de esa siega marina. La doncella se inclinaba,sumisa, a recogerlos. Después se quedaba mirando al mar, inmediato y lejanocomo el tiempo. Entonces crecía toda ella bajo la lumbre solar. Parecía unamoabita que mirase avanzar, sobre las olas -inclinando con su grave paso lostallos de espuma-, a su bíblico esposo.

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24 de noviembre de 1954!¡

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HÉcroR RalAS HERAZO .52

El testigo

Tú te despides en el portal. Abrazas tibiamente a ese cuerpecillo, breve yalegre, que te nombra y justifica. También la miras a ella. En ese momento estámás grave, más taciturna, más entrañable que nunca. Es ella. La mujer de tusdías. El sonreír en la penumbra. La que tú has encendido a medianoche comouna lámpara. La que responde por ti cuando inclinas la frente y buscas, en lasde ella, un calor para tus manos humedecidas por el desconcierto, por la humi-llación o la culpa. Es ella. Ahora, cuando te marchas, cuando por algunas horaso algunos días no estarás bajo su sombra, comprendes la hondura de su sím-bolo y el poder de su enigma. En ella has estado y en ella has regocijado tuspalabras. Más tarde aquello te acompañará como un amigo pensativo. Te mos-trará el camino empañado por su recuerdo. Tú puedes ser aquél o éste o el otroo el que no has sido todavía. Estás en el aire. Apenas eres pensamiento. Pero yaexistes. Estás aquí. Con nosotros. No podemos cifrarte. TU bautismo nos esdesconocido. Pero existes. Por eso nombramos un momento cualquiera de tufuerza ante las cosas. Simplemente un momento. Hemos preferido el de ladespedida. Allí eras más cierto. Queremos que esto quede entre nosotros. En-tre los que hemos vivido de ti como tú has vivido de nosotros. Queremos escu-char -hombre que ha remendado sus trajes y ha aromado con anchas paletadasde trigo el solar de sus padres- tus gotitas de sudor en el surco. Son comoinaudibles esquirlas. El tintineo de toda una intensa jornada diaria alcanzaría,apenas, a estremecer una semilla. Queremos recordarte también, seguro y só-lido, en el arreo de tus recuas. Pero entendámonos. Puedes, muy bien, ser ésteo aquél o el de más allá. Preferiremos, acaso, ese largo, intenso y anónimosuplicio de tus horas tras la solitaria rejilla de un banco. ¿Al azar entre las hojasde un cuaderno contable? Los mil gritos de tu cabellera por las cárcavas mone-tarias. ¿Persiguiendo -en una trágica cacería de tu memoria- a un númerodigital que salta y se escabulle como un venado? Nosotros te hemos visto. Aveces regateas verbalmente con un desconocido en el interior de un bazar. Poruna alfombra, por un cuello de celuloide, por un pantaloncito de color de metalpara tu hijo de nueve años. Estás sombrío. Como si lo que allí se realizase nofuese una simple transacción. Parece cosa de otro mundo. Preguntas con elalma. Con eso que tienes dentro. El otro te mira y se te opone. Es cosa de dos.

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INQUIRIMOS ~ ~.53

Y los dos son nuestro asunto. A veces lo miras con fijeza y en él te reconocesdolorosamente. Pero cuando alguien roza tu espalda o tu cabellera en un tu-multo no puedes desconocerlo. Con seguridad esos ojos no han de volver aencenderse frente a ti. Ni esos labios modularán otra excusa refleja. Pero cuan-do te estrujan y te pisan y te increpan de corazón a solapas, de solapas a sieneso a corbatas o a rugidos en el interior de un bus, tampoco dices nada. Eres elotro o el de más allá. El que muchas veces se despide en el portal y eleva -conmúsculos acongojados- al infante que lo justifica. Pero ella seguirá viviendopor ti entre las cuatro paredes de la casa. Seguirás apareciendo y llamando atodos desde la repisa donde se colocan los vasos recién lavados. En la litografiadel pasillo seguirás vigilando el gotear de la cafetera y el aroma de los panescuando todos se sienten, inclinados y extraños, a masticar tu ausencia. ¿o note has ido? Acaso, simplemente, eres ese poco de ruido que flota en los patiosabandonados cuando la casa es un puntito de soledad en el ajetreo victoriosode las avenidas. ¿o acaso eres, también, quien nos piensa en esta hora de latierra? Tal vez. Pero tu más y tu menos, tu irrealidad o tu existencia tiene lamisma inútil alcurnia de quien se para a encender, con un simple gesto de suspárpados, un lucero en la cresta de una montaña quimérica.

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9 de diciembre de 1954

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Simbad

Simbad ha naufragado, una vez más, dentro de su propia sangre. En esemar vivo, en ese mar de obsesión, que bate y abate los acantilados de su sueño.Simbad, esto lo sabemos muy bien, no arribará nunca al litoral de su alma. Denaufragio en naufragio arderá por siempre en la derrota. El día que Simbadarribe no podrá zarpar nunca más. Su puerto es su suplicio. En la derrota estásu victoria. En el no llegar está su verdadero destino. Simbad es el hombre delas balsas a la deriva, de los islotes sumergibles, de la visión quimérica de laespuma en las cabelleras de los ahogados. Es la furia. El ojo que se detiene enla línea de un horizonte desolado. Cuando le hablan de la tierra de la alfombrade arena caldeada, frunce los párpados con tristeza. ¿Para qué hablarle de todoaquello? ¿De la saeta y el muro y los saludos en los senderos? Está condenado.Simbad es el ánima sola de la mar, la voz penante que hace silbar, en la media-noche, los velámenes y las jarcias de los barcos abandonados. Un Eolo quetiene a las olas por infierno. Algunos lo han visto. Son los que van a morir. Lohan visto -fosforescente, lúcido, lleno de quietud y silencio- en un momento enque las ondas tienen el color de una frente cuando medita en un cementerio.Da voces. Sólo pueden oírlo los que van a morir. Los que se acodan con la pipaencendida y miran con una mirada que ya no es de este mundo. Lo han oídomuy bien. Lo han visto. Con esa camisa de Simbad que parece una grímpola.Con su pecho de algas verdes. Con su respiración de niebla helada y su voz decaracol soplado por un niño en la cubierta de una falúa. Atrás quedará todo.Sólo el mar. El mar rotundo y duro. La gran voracidad de cielo yagua. Losárboles que se volvieron barcas para morir. Todos salen a buscar a Simbad. Talvez no lo saben. Pero quieren su pipa de coral, su flautín, su apetito insaciable.Quieren esa forma de seguir naufragando sin morir. Pero sólo Simbad tiene elsecreto. Su furia es su secreto. Vagar, mirar lo que se pudre. Lo que lentamenterueda y se torna de alga, de fluir, de viento modulando en las grutas. De tanatrás como esos hombres, rudos y barbones, que comen dátiles con manosansiosas. y escrutan. Les ha crecido la barba y la esperanza. Y; sin embargo,sobre la línea de sus horas, de sus días, de sus años, no ha pesado otra cosaque la palpable vigilia del mar. Se han vuelto insondables. De ellos funde elsopor, la calma chicha, el balandro que se empeña, con la terquedad de una

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mula, en no moverse de su sitio, de su sendero de aburrimiento y de vidrio. Sepondrán a cantar, tomados de la mano como los niños, cuando la brisa de tierrales recuerda su piso, su pelambre, el balbuceo de sus primeros meses en unacuna de madera. Porque han visto a Simbad. Sobre las olas. Perdido. Siguiendo,sin seguir, la estela de las gaviotas y las chalupas pesqueras. Entonces miraránsus vestidos convertidos en grandes bolsas de agua. Sentirán ese trágico vérti-go que los confunde y anonada. Que poco a poco se va convirtiendo en lastrede sus vísceras. De sus pulmones, de sus muelas, de su sangre. Irán descen-diendo. Buscando a tientas, con sus brazos difuntos, algo sólido en esa atmós-fera de flotante oscuridad. Su palacio en la infinitud. Sus sarcófagos en esoscuerpos tumefactos que no alcanzaron a arribar. Pero Simbad los ha reunidobajo su llamado. Con ellos, con su ejército de almas-medusas, se pondrán acantar en las tinieblas mientras encallan los barcos.

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10 de diciembre de 1954

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El abuelo

El abuelo era un retrato. Un gran retrato color de humo sólido que colgabasobre el baúl de la tía mayor. Parecía que aquel hombre nunca hubiese estadoVivo. Parecía asomado a una ventana. Mirándonos desde su muerte dura demostachos de alquitrán. Con sus ojos severos siguiéndonos, con pensativa cau-tela, por todos los rincones del cuarto. Conocía su oficio el retrato del abuelo.Por las noches, a la luz de la lámpara, aparecía súbitamente sobre la pared.Entonces era lo único vivo en ese cuarto lleno de cosas muertas. Sobre aque-llos baúles, aquel escaparate, aquellos sillones destrozados. Todo lo que habíasido,tenso y luminoso cuando él andaba con sus botas de resorte -seguro,pausado y autoritario- por las alcobas derrotadas. Sabía de nosotros. Sabíaque estábamos allí, que crecíamos, que usábamos tobillos que nadaron en susangre. Ese hombre del retrato, el abuelo, meditó muchas veces en nosotros.Cuando nosotros todavía no habíamos llegado. Lo decían sus ojos. Sus pómu-los subían y bajaban, en la luz macilenta, con una furia sólida, con una dulzuraamarga parecida a un regaño. Mirarlo era sentirse. Explicamos. Encontrar lacausa de aquellas paredes, de aquellos dos horcones donde colgaba la hamacadurante la siesta. De aquel lecho de madera labrada, recio y colosal como unescenario. Ése, en verdad, había sido su reino. Allí se había trenzado, glándulacon glándula, tendón con tendón, con la viejita seca que nos daba agua depanela y pedacitos de alcanfor para la tos. De esa trabazón había venido anosotros esas voces de ahora. Esas mujeres, rojas y extrañas, que se abanica-ban en los mecedores al mediodía. Esos tíos macizos que amarraban sus caba-llos al pie del almendro y entraban a la sala con su olor a cuero, a campo viejo,a desdicha sobre las polainas y los hombros. Pero el abuelo seguía con noso-tros. En sus puñados de latín, en sus refranes, en sus migajas de pan en elcomedor. No quería irse. Sobre aquellos terrones de barro asentaba su pode-río. Era un vaho. Una fuerza ruda e ineluctable dispuesta a llevar hasta el fin elejercicio de su vigilia. Dispuesta a seguir siendo más allá de sus pulmones, desu lengua, de su saliva, de sus huesos. Era un llamado. Un embrujo que veníade los árboles y sacudía nuestros corazones como el empuje de un rezo. Aveces era un temor. Un súbito temor. Algo que nos dejaba indefensos. Entoncesrecordábamos una carta y un nombre de mujer entre las hojas. También recor-

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INQUIRIMOS K* Na;O1J¡QS.57

dábamos un invierno y un diálogo en una casa cural con un sacerdote quejugaba ajedrez y bebía lentamente su poción para curar una dolencia hepática.Eso era el abuelo. Una vida simple. Una cosa que había contado con nosotrosfrente a una cofia de recién casada y unos libros que tenían litografías milita-res. Un cráneo que había visto unas hormigas subiendo a despojar el limonerodel patio. Allí estaba. Con su cuello de tiza y sus mostachos de alquitrán sobrenuestras cabezas. Lo sentíamos subir y bajar como si fuéramos el termómetrode su deseo de estar acá. Con nosotros. Porque el retrato miraba los vasos y losmuebles y el hilo del comején adherido al muro de la sala. Todo eso lo mirabael retrato -el abuelo-, el dueño de esa respiración que oíamos en la noche.Cuando toda la casa era como un cuerpo gigantesco que empezara a nutrirsede nuestro pánico o de nuestro sueño para resistir el implacable empuje de la

muerte.

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12 de diciembre de 1954

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El anciano jj.' ;..):1- )¡I'o ,Ir I

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Eres aquel que ha conquistado la paz sin salir de nuestros linderos. El quese sienta a escuchar esos susurros inaudibles que regresan cuando toda faenaparece cancelada. Te has detenido en un sueño. Ya casi no vives. Eres el centi-nela. El que ha aprontado todos sus sentidos para escuchar rondamente. Hasvivido. En verdad tú has vivido. ¿De qué puede servirte, cuando una de tusrodillas se rezaga, el recordar a una doncella ondulando con sus muslos lamarejada de un trigal? ¿Quién te dio esa fiesta de las pupilas, ese brillo en lasencías, esa serenidad que remansa y ordena el tejido de tu frente? Me gustantus manos amarillas en el aire. Son duras y finas. Y tiemblan con su sangreatrasada. Con sus venas sombrías que fijaron la dimensión de tu casa. Tambiénme gusta tu voz. Aquello que dices cuando alguien ha separado, más de loconveniente, el sillón en que sueles descansar en el porche. Y tu asentamientosobre la escalinata. 1\1 quieto fuego. Las chamizas de tu cuerpo crepitando. Noes preciso que afiances tu paso. Cuando miras a tu hijo y al hijo de tu hijo y atodos los hijos que no fueron, es como si cantaras. Como si una ventana sehubiese abierto, de par en par, en ese muro que parece separarte de nosotros.Memoras. La fuerza de tu pensamiento -lo que un día fueron convicciones ypremura y empuje- se te vuelve arrugas y prietud y flacidez que se derrama enautoridad por todos tus miembros. Quisiera haberte acompañado. Haber reco-rrido contigo ese camino sin lámparas o esos júbilos dolorosos que te colma-ron los ojos cuando avistabas, más allá de la vibración de las hojas, la primeralucecilla de un pueblo. He contado, múltiples veces, los trajes que dejaste col-gados en el armario. Parecen astillas de ti mismo. Están colmados de luto.Saben que no llegaron a tiempo. Como nosotros. Saben que han de morir porno haberlo hecho. Te lloran, en sus solapas, en la caspa tuya que se quedóadherida a sus hombros limados, a dos metros del suelo. 1\1s trajes. Tambiénme he detenido en las zapatillas de baile por las cuales gritaste furiosamente lavíspera de un festín. Ahora, apenas, son un poco de barro, de basura, de menti-ra, que se dispone, también, a fundirse con el oro que empolva tu camino.También tus dientes postizos en el vaso que anochece acostado. 1\1 dentaduraroja dentro del líquido. Navega suavemente y muerde y está de pie. Frente a lascosas. Quién habría de sentirse y buscarte y palparte las caderas llagadas por

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INQUIR/MCli POR ~.59

una larga enfermedad desde la cual volviste a nosotros con vocablos tuyos que,hasta ese momento, nos habían sido melodiosamente desconocidos. Cuandotú te marches, cuando apartes un poco las cortinas del cuarto y te disuelvas conla niebla que humedece los árboles del patio, seguiremos mirando, como sifuese una afirmación, ese hueco tuyo que quedó en el cojinete del sillón. Eldesgaste cumplido por tu peso en el terciopelo del sillón. Lo miraremos, solita-rio, balanceándose en el porche. Como un animal que te esperase. Como algosólido y doloroso que hubieses dejado olvidado y que esperara verte regresarentre el vapor que humedece los árboles. y ahora te contemplo aquí abajo. ¡Antes de partir. Antes que esa quietud que efundes nos borre definitivamente tu Jdibujo en la atmósfera del umbral. Ya casi te has ido. Ya casi has empezado a ~ser esa tristeza que nos colma de ceniza cuando un hombre, un mueble o un m

pájaro, han retirado su energía del aire que hace posible nuestra esperanza. 6

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17 de diciembre de 1954 ~'..I

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El forastero

Es ese hombre de color de aceite que amarra su caballo en uno de loshorcones de la única cantina del pueblo. El forastero que yo recuerdo -esehombre definitivamente desconocido, alejado desde el primer momento de todolo que para nosotros era familiar y corriente- era breve y polvoriento. Sombrío.Con sus cejas de otra parte. Con sus ojos violentos y acuosos. Con su nariz

filuda, resoplan te, luminosa, como un trocito de vidrio en el centro del rostro.Me sé de memoria aquellos pantalones descosidos, aquellos fondillos vacíos,aquellas botazas demasiado recias para sus tobillos infantiles. El forastero re-presentaba todo eso que queda más allá del pueblo. Del otro lado de la espesu-ra que penetraba en los patios. Venía de los caminos. Del otro lado del clarín delos gallos. Con su olor a senderos remotos, a casas de madera. lal vez a zanjoneso presidio. El forastero se desmontó parsimoniosamente. Sus ojos acuosos lohumedecieron todo en la breve medialuna con olor a caballo: los horconespintados de verde y rojo, la pared leprosa, el manchón de tiza y caliche delcantinero, el niño con su sombrero repleto de almendras. Después, con suspies bien atornillados en la arena de la calle, arregló distraídamente los meta-les de la montura. Entonces adivinamos, bajo la tela del pantalón grasoso y

polvoriento, sus piernas delgadas y finas como dos bejucos. Detrás de las ven-tanas y las puertas vibraban las miradas. El pueblo todo, escondido, vigilaba lallegada del forastero. Recuerdo la viejita que digitaba sobre la masa de maízpara hacer empanadas. Cambió de una a otra comisura la calilla de tabacorevuelto y dijo solamente: "igualito al difunto". Nadie supo nunca lo que lavieja quiso decir con aquello. Pero siempre tuvimos la certeza de que el foraste-ro era idéntico a un muerto. Y todo tan vivo, tan cierto, tan curiosamente visi-ble. Aquel sol de mediodía que volvía un bloque de humedad la sombra delcaballo. Los almendros, apretados de hojas y de frutos, con sus hormigas rojassobre el tronco rugoso y estriado. El niño con su corcelito de palo. El tensoolor entreverado de aguardiente y anís que brotaba, como un eructo, de lapuerta de la cantina. Las paredes atestadas de miembros y de pupilas expec-tantes. Pero el breve anonimato del forastero lo llenaba todo. Lo volvía miste-rioso y convaleciente como si el pueblo estuviese durmiendo bajo la luz de laluna. Sólo el forastero. Sus espaldas estrechas, la metálica quejumbre de sus

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espuelas, sus botazas cubiertas de barro amarillo. Casi, de tan intensa comoera su presencia, conocíamos su nombre. Penetrábamos el ramaje de su fren-te. Conocíamos los sitios precisos donde había pastado su caballo. Cuandoentró a la cantina fue un simple ruido de vasos. No hubo palabras. El traguitominúsculo rodó por la garganta. Vimos la gran manzana de su cuello que nada-ba, un brevísimo instante, en el líquido ardoroso. Parecía un animal indepen-diente. y luego sus ojos. Licuando el pueblo. Sus ojos tras las redecillas de susvenas carnosas. Detrás estaba él. Mirando, para siempre, las ventanas debalaustres careados, el cielo como un bloque de metal sobre los pájaros, elfuego de junio hirviendo sobre las techumbres de paja. Era como una música.Como algo que regresaba. Como si existiéramos en la medida en que éramospensados, sufridos, contemplados, por el forastero de cejas oscuras y brazosdelgados y frágiles como los de una muchacha. Después escuchamos el llama-do. Nos sacudimos un poco de nuestros miembros aquella luna de mediodía. yregresamos donde nuestros compañeros. Íbamos trotando, inexplicablementetristes, sobre nuestro corcelito de palo. Atrás, en la sequedad amarilla, quedó lacantina bajo el árbol de almendro. Con su forastero dentro como un animal ouna fruta. Con su terrible parecido a ese difunto de la vieja que amasaba tran-quilamente su levadura de maíz.

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25 de diciembre de 1954

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Viento de mar1

Recordamos un mediodía tejido sobre el azul por el vuelo lento de losalcatraces. Un mediodía bajo los clemones y la mano trazando, distraída, nom-bres y fechas sobre la arena. Venía el viento de lejos, del norte, empujandobalandras, labios y países. Despeinaba los almendros y mordía furias a mentelas techumbres de paja. Recuerdo vagos remolinos de polvo, borricos cenicien-tos, faldas de llama ondulando en la cintura de las doncellas. Cantos en el aire.Llamados. Voces entremezcladas con el golpeteo de los martillos, hombrescalafateando barcos pesqueros. y un olor, enérgico y cálido, que venía de laespuma, de los crustáceos, de las piedras de la escollera. Piedras y piedrasinterminables. Piedras color de oro cocido como un vasto ejército de hombresapoyados unos contra otros. Pasaban parejas de sólidos campesinos. Yerbafresca y leña reseca sobre el hombro. Un potro trizaba furiosamente la espumasalpicando nuestro rastro. Y nosotros -eternos y efímeros- trazando nombresy fechas en la arena. Jugando, con torreones y murallas de arena, a un feudalis-mo de mentirijillas. El mar es el color en movimiento. Cambia en el tiempo yurge el espacio. llene la monotonía de las grandes verdades. El mar es ladestrucción sobre el hombre, la madera y el hierro. Labio insaciable, no secansa de besar destruyendo. Todo es alimento del óxido, del salitre y la espu-ma. Nada se opone a su empuje devastador. Empuja la piel y los sueños. Resecalas órbitas, chupa la piel y tritura los huesos. La muerte sale del mar a buscar-nos por todos los rincones de la tierra. A traer nuevamente los desperdicios denuestro sudor, de nuestro aliento, de nuestras ropas y de nuestros miembros.Ronda grande y segura. El mar pasa sobre la tierra en forma de viento. Esentonces cuando las cerraduras y las vasijas dan de sí todo el orín del metal ysu derrota. Es entonces cuando la carie se aposenta en los alvéolos para iniciardesde allí su tarea de corrupción. El mar golpea en las puertas preguntandopor los muertos y los vivos. Deja su huella de sal en los umbrales. Hace cantar,en la noche, el cristal de nuestros ojos. El mar se pone de pronto, desapercibi-do y chiquitico, a tiritar en los rincones. Cuando por fin oímos su quejido y

I Publicado originalmente sin variaciones, en "Diario de Colombia", el 19 de

enero de 1953 con el título "Dos recuerdos del mar".

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atendemos su reclamo, el mar desaparece súbitamente. Nos deja esoscharquitos, esa humedad en las paredes. Alguien dice entonces: "hay goteras"o, más adelante, "la tierra de esta casa rezuma, hay que curar la". Pero no sabenque el mar estuvo allí, castañeteando unos instantes. No saben tampoco que esel mismo que zumba muy arriba y hace delirar las techumbres, los velámenes ylas cunas.

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29 de diciembre de 1954

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La maestra

La maestra era una anciana dura y violenta. Toda ella era como un garfiovivo. Nos apretaba. Llenaba de pavura nuestros sentidos de cinco años. Suboca era una caverna donde anidaban, como si fuesen alimañas, unos vocablosque emponzoñaban nuestra sangre. No la oíamos. No queríamos oír esos voca-blos reptantes, silbadores, ebrios de furia y de odio. Entonces -cuando la maestrahablaba- mirábamos la calle amarilla o el plumaje de los gallos entre la verdu-ra del patio. Acá, en el minúsculo taburete de palo, sólo había unos huesecillostemblorosos, unos ojos que golpeaban, desesperados, las paredes de guadua,unas manecitas intranquilas que llenaban de amargura y de mugre la superficiedel abecedario. Definitivamente ese frú frú, ese bulto negro que avanzaba hastanosotros, era una cosa cruel. Algo que nos llenaba de infinita desesperación, detriste cansancio. Antes de la pregunta estábamos derrotados. Sin fuerzas paraoponemos a aquel follaje de ferocidad. Queríamos, en lo más remoto de noso-tros, ascender a nuestra saliva, al flujo de las palabras. Pero aquello -ese bultonegro, mascullante- se interponía entre nosotros y la vida. Suplicábamos ensilencio. Con nuestros míseros pantaloncitos de almidón, con nuestras boticasgastadas por el roce de los guijarros, con nuestros dientes prematuramentecareados. Sentíamos, implacable y certera, aquella garra revolviendo la íntimavida de nuestras vísceras. Nos aflojábamos. Entonces, en aquel naufragio delos sentidos, se escuchaba el rugido, la pregunta temible, la indagación poralgo que había volado, dando alaridos, de nuestra memoria. Las letras, igno-miniosas, se desintegraban con un tenso crujido ante nuestros ojos. Macabrospalillos de color de cobre se entrecruzaban, se hacían señas de mofa, oculta-ban, hasta el delirio, su significado y su acento. Era el estupor. Los palotesaguijoneaban nuestras glándulas salivares.1tagábamos en seco. Llamábamosa alguien. Alguien que vivía en nuestros bolsillos, en nuestras rodillas magulla-das o en nuestro corazón. Alguien que quería subir a nuestras uñas y entrabamoslas manos como un muro. Después era el silencio. Esa tierra de nadie dondeirían a silbar, a atronar, dentro de poco, los ofidios verbales. Como un granoído quedábamos esperando. Escuchábamos las cosas más inauditas y etéreas:el sonido del comején en el espaldar de un retrato, el crujido de la techumbre,el jadeo de las hormigas en los rincones, el furioso latido de las arterias de la

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IN~lR1M~ POR t.man¡os.65

maestra. Sentíamos el roce de su falda sobre nuestros muslos desnudos. Lapasión y el odio de su cabeza. Su olor a ataúd. Eran dos odios, dos amargurasfundidas. Casi era un límite de reposo y de amor el que se operaba entre esosdos seres en un punto cualquiera de la tierra. Entre un silencio prieto. Entre unaire, frío y sólido, como una mortaja. ¿Qué podíamos responder? ¿Qué podíaquedar en nosotros para ofrendar o para escapar o para llorar? Simplementealzábamos nuestros ojos. Sentíamos el peso de nuestras caderas -soportandoaquella embestida, aquel resuello irritado- sobre el tramo de cuero del tabure-te. Después pasaba la tormenta. Sólo quedaba el día amarillo y el pulso delpueblo. Como quien regresa, volvíamos a escuchar, a existir, a durar. Conjugá-bamos, en una redada heroica, nuestros miembros dispersos, nuestros ner-vios, nuestras manos amedrentadas. La maestra, vieja y hundida, era entoncesun bulto de tela mascullante que se acompasaba sórdidamente en un mecedor.Nosotros mirábamos. De todo aquello, de aquel combate aterradoramente anó-nimo, quedaría un bloque de tristeza que después iríamos lentamente desme-nuzando sobre el mundo.

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9 de enero de 1955

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Reflector sobre el trópicol

El hombre da un gran bostezo bajo los árboles de plátano. Zumba y zumbaun mediodía de mosquitos entre la boca del caimán. La negra ventea el arroz ylos negritos pipones espantan las gallinas. Cuando venga el padre los encon-trará sentados en su pretil de balsa. Pasa un vapor por el centro del río. Aden-tro el padre suda entre los bejucos y guaimaros. Peleará todo el día con lacarcajada de los guacamayos y los micos. Con el reguero de guandules queenjoya los herbazales. Peleará con la bruja grande que vive en el corazón delmonte. Y tendrá heridas mínimas, heridas perdidas en el cordaje de sus pier-nas, en las rodillas prietas, en las ingles torcidas por la fiebre y el cólico. yquebrará las procesiones de hormigas con el filo de su machete. Buscará elcrecimiento de las mazorcas entre el veneno de las serpientes. Arrancará de lasencías del surco los dientes de yuca. y escogerá en el silencio de las glándulassalivales un nombre, un nombre de santo para el hijo que empieza a buscar elrumbo de la linterna y el toldillo por la floresta de sus nervios.

La casa estaba semi-inclinada sobre el pozo como si alguien le hubiesedado un manotazo a la techumbre. La casa estaba herida por sus cuatro costa-dos. Había empezado a pudrirse. Hedía fuertemente. Parecía un cadáver dehuesos de palo y músculos de barro en descomposición. El comején, con susmillones de boquitas feroces, la desmantelaba implacablemente. Camas mor-didas por el sol y la lluvia eran otras tantas vísceras de la casa, desparramadaspor el patio. Los horcones le salían por los ijares, le sacaban los glóbulos a lasventanas, le rompían las costillas de guadua. Cuando el hombre penetró en lacasa la oyó gemir suavemente. Una matica de níspero había empezado a creceren el rincón del cuarto de la abuela. Un retrato lo miraba, sucio y roto, al pie deunos baúles agrietados. Yel sol afuera, el sol de siempre, el sol joven y antiguoen la mitad de la plaza. Jugando con los almendros de la casa del médico.Cuatro hombres conducían en una mecedora a una mujer escuálida que semoría dulcemente. Busquen al hombre del burro ciego para que no acaben de

I Publicado originalmente, en "Diario de Colombia", el24 de diciembre de 1952

con el título "Radar sobre el trópico".

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INQUIRlMC8 POR N=rR(B.67

morirse en la casa la mujer palúdica, los baúles, los retratos y el sol delmediodía.

Punto por punto. Coma por coma. El telegrafista no quiere ver a nadie. Nose siente capaz de ver a nadie. Solo allí. Con su botella de anisado y sus ruidoseléctricos. Sus golpedtos secos. Pone un dedo sobre el tomillito de cobre y latablilla metálica responde intermitente, segura, monótona. Siente, en el dedodel corazón, los postes, los caminos, los pájaros balanceándose en los alam-bres, los arrieros y los pueblos. Felicitadones, nacimientos y dudas. y el men-saje de don Barriga pidiendo yerba fresca, yerba de urna para alimentar suganado electoral. Seguirá así hasta la tarde, hasta mañana, hasta el últimosorbo de su botella de anisado.

DIARIO DE COLOMBIA. TELÓN DE FONDO

11 de enero de 1955

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HÉcroR ROJAS HERAZO .68

Elregresol

El hermano llegó con las primeras lámparas. Taciturno y lejano. Un pocomás viejo tal vez. Un poco más de profundidad en sus ojos. Parecía un extraño.Alguien que tenía un vago parecido con aquel hermano nuestro. El de la niñez yla juventud. Con aquel convaleciente a quien sorprendimos la primera barbasobre una toalla de ambiguo olor a miel y a ungüentos caseros para la fiebre.Definitivamente éste era otro. Un forastero que un día tuvo mucho de comúncon nosotros. Que conoció nuestros zapatitos de domingo y nuestros escondri-jos tras los escaparates. Pero era otro. Su perfil de ese ahora -cuando le vimossu labio osado, su frente pálida, su mirada oblicua y tacituma- no nos pertene-cía. Secretamente volvíamos a llamarlo por su nombre. A llamarlo por su nom-bre de doce años y a ponerle una blusita de piqué sobre sus hombros fatiga-dos. Pero ya el hermano era la ausencia. Los años fuera de nosotros. Un cuerpoy un alma reclamados para siempre por las escaleras y los trenes y los ojos ylas caricias que habían modelado sus nuevos labios y sus nuevas miradas. En-tonces fue cuando inquirimos por nosotros. Cuando inquirimos por nosotrosen él. Preguntábamos por nosotros a esas manos duras que acariciaban elmetal de la antigua vajilla. Queríamos saber qué había pasado con nosotrosentre aquel tejido de huesos y saliva y apetitos fratemos. Porque nosotroshabíamos salido en él a hacer un largo y doloroso viaje. Habíamos salido connuestra madre y nuestro padre y nuestro pozo por todo lo largo y lo ancho desu ruta. Habíamos estado con él. Siempre habíamos estado con él. Protegién-dolo. Recordándole su primera enfermedad y su primera novia. poniéndole ensus narices, a la hora de la amargura, el olor del huerto casero y el salitre quecurvaba, en las tardes, los árboles de nuestro patio pueblerino. Yel hermanotambién preguntaba por él entre nosotros. Por los tres suspiros que dejó, alpartir, colgados en el dintel. Por el hueco de su cuerpo en el lecho. Por susúltimas lágrimas sobre la mesa del comedor. También preguntaba por sus hor-migas predilectas y por su cometa de papel. Preguntaba por su inocencia. Porlas cosas todas que nos había encomendado con su gesto de despedida. Sí, el

I Este texto será nuevamente publicado, sin ninguna variación, en "Diario de

Colombia ", el 12 de febrero de 1957 con el título "El hermano".

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INQUIRIMOS ~ ~.69

hermano preguntaba por él. Nos pedía cuentas. De allí el enigma, casi menes-teroso, de sus miradas oblicuas. De allí esa sangre que se le escapa gritando,hacia adentro, hada su secreto, de sus mejillas de hijo pródigo.

Apenas un ligero sobresalto acogió su tímido interrogatorio. Quería sabersi aquella franela de seda que dejara entre su minúsculo botín de párvulo toda-vía seguía allí. Por supuesto que no. Daba lo mismo. Eso significó con el gestohastiado y pacificador de su diestra. Tampoco el recorte de un periódico parro-quial en que se hablaba de sus lucidos exámenes.

El hermano quería su oportunidad. Anhelaba una tierra verbal donde vol-viésemos a suturarnos. A ser nosotros. Donde no existieran esos años de suausencia. Sencillamente como si nada hubiese ocurrido. Como si las calles y lasescaleras y los vómitos en una letrina pública no hubiesen existido nunca.Como si nunca hubiera partido de allí. De esa casa donde siempre -a pesar delholocausto de sí mismo- tendría doce años y una camiseta de piqué y unasecreta, una dolorosa necesidad de masticar dulces de leche regalados por laabuela. Pero nadie respondía a su llamado. Todos habíamos salido a su en-cuentro. Pero nadie había encontrado las palabras. No lo mirábamos. Lo inqui-ríamos. y él no nos miraba. Solamente preguntaba por su cuerpo y su alma ylas hendijas que había dejado en la pared de su alcoba de convaleciente. Si lehubiésemos dicho palabras de perdón nos hubiese mirado con asombro. Por-que no era eso, precisamente, lo que buscaba. No era eso -iDios mío!- no eraeso. Era algo que no podíamos darle. Algo que no nos pertenecía. Algo queestaba en manos del tiempo que mediaba entre su partida y su retorno. Esoque había crecido y muerto fuera de nosotros. Algo que nos miraba con melan-colía, con ardiente quimera, desde sus pupilas recobradas. Entonces, y sóloentonces, fue cuando todos comprendimos que el hermano había regresado.

DIARIO DE COLOMBIA. TELÓN DE FONDO

12 de febrero de 1955

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HÉCIOR RalAS HERAZO .70

El enfermo

Era una tos seca que llenaba la casa. Una tos que salía de un cuarto de lacasa y la llenaba toda. Una tos huesuda. Parecía que, de una vez por todas, se leiba a salir el esqueleto envuelto en ese oleaje de tos furiosa, de saliva apretada,de espasmo solitario. Era una tos que se había convertido en un hombre. Todossabíamos que estaba allí. Que siempre estaría allí. Sabíamos también que po-día morir. Pero su expectoración seguiría entre esas cuatro paredes de su cuar-to sonando por él, recordándonos su duro sufrimiento, el alambique de sutórax, sus mejillas de trechos lívidos y mugrientos. Un día lo vimos. Una solavez. Nos habíamos acostumbrado a su rumor humano dentro del cuarto. Perono lo habíamos visto nunca. Se nos hablaba de él entre secreteos. Corno sehabla de un suceso o de un fantasma. Se hablaba de esa muerte viva, terca, quese mantenía encajonada en su cuarto corno en un ataúd.

Aquello fue el miedo. Lo vimos frente a frente. Le vimos su rostro y susmanos cortas sobre sus muslos cubiertos por un pijama rayado. Se balanceabadulcemente en el mecedor. Sus ojos nos miraban, lúcidos y fríos, entre aquellaschamizas capilares de su barba y su frente. Parecía corno si todo en él estuviesedormido. Todo: sus manos y sus pies y su pecho. Todo dormido menos los ojos.Esos ojos no podrían cerrarse. Siempre estarían vigilantes. Abiertos. Duros,

concentrados, expectantes. Nos miraban a nosotros. No miraban nada más quea nosotros. No querían mirar otra cosa. En especial miraban nuestros ojos. Losmiraban con hambre, con ardor, con intensidad ilimitada. Nos herían aquellosojos horriblemente vivos. Dos criaturas independientes sobre una humanidadcancelada. Dos ojos que no querían, que no podían morir. Dos ojos que recla-maban otro cuerpo, que ansiaban otra anatomía para seguir ardiendo. Recuer-do que pensamos en una larva. Una inmensa larva nutriéndose de aquel cuerpoen putrefacción y que asomaba sus pupilas por los orificios craneanos del en-fermo.

Entonces llegó la tos. Era un idioma. Un idioma de aquellos ojos. La toshacía subir y bajar aquel tronco agotado. Era un viento, un trágico viento queestremecía aquel boscaje de nervios y células y huesos y empujaba la sangrehasta los labios corno una torrentera. Un viento que nacía en un remoto lugar

orgánico y desarraigaba y descuajaba y bramaba. Una tos que acababa con la~

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.I NQUIRlMCS POR Na;G1Ras

71

palabra y el gesto. Simplemente la tos y los ojos y el pijama a rayas. El cuartoera una mezcla de oscuridad y libros viejos y diseminados. El hombre tosía y los

ojos -independientes de aquella racha de saliva y de sangre- nos miraban cadavez más sólidos, cada vez más terribles, cada vez más hambrientos de ingerirnuestra vida. Nosotros estábamos claveteados por el miedo en la arena del

patio. Oyendo levemente, como si ocurriera en otro país o en otro tiempo, lafronda de los cuatro almendros que acariciaban la techumbre. Era una muda

~ corriente, una eléctrica fascinación, un doloroso pensamiento lo que nos man-, tenía suturados a aquellos ojos.

De golpe comprendimos todo el purgatorio del enfermo. Sus noches sobrela cama, tosiendo. El dolor de sus coyunturas. Su flácida voluntad de seguirencendido. De seguir aquí, entre nosotros, como uno más, como un hombreque se ajusta su calzado y se pone un sombrero y se despide con un levearreglo de su corbatita de punto. Comprendimos lo que vale una vida. Lo quevalen dos ojos. Lo que vale un pijama y lo que vale un mecedor cuando se ciñena un hombre. Aquello era doloroso. Insoportable. Pero ese momento habíasido creado para nosotros. Con sus árboles y su patio y su arena. Alguien teníaque responder por el enfermo. Atestiguar por él. Resistir la hecatombe de suexpectoración. Alguien tenía que ver y oler y respirar en su recuerdo. En suslabios amarillos y en su pelambre de rojizos destellos. Lo vimos todo entero.De pies a cabeza. Le vimos sus medias azules y sus pantuflas de goma. Levimos sus mandíbulas y su mano corta -casi la mano de un enano- engarfandola madera del mecedor. Tosía el cabello y tosía el cuarto y tosía el aire de lastres de la tarde. Lo único que no tosía eran sus ojos. Sus ojos de muerto vivo.Sus ojos allí parados como si acabaran de salir de un ataúd. Después el aire deldía nos fue borrando. Algo sosegó repentinamente nuestro miedo. Algo supe-rior. Tal vez la vida. La vida que se volvía cielo y frutos y llamados del otro ladodel muro en que -por primera y última vez- vimos al hombre que tosía dentrode la casa.

DIARIO DE COWMBIA. TELÓN DE FONDO

14 de febrero de 1955

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HÉcroR ROJAS HERAZO .72

Los mendigos de la colina. ...; ,('.

Aquél era un pueblo harapiento. Un pueblo roto y seco. Con dos o trescentenares de chozas puestas a secar al sol sobre una colina como trastos deherrumbre. La colina era pelada y parda. Batida, a toda hora, por un ventarrónrequemado. Un ventarrón de fogón antiguo que ponía color de achiote a lospedruscos y los árboles tostados. l1erra roja, arrasada. A las casas de baharequese les veía por detrás como grandes mujeres con sus camisones desflecados.Por esta parte -esa parte de atrás de los patios- el pueblo era un espectáculode impudor. Se le veían las posaderas al pueblo. Sucias y flácidas. Era como verde espaldas a una anciana -desnuda, distraída, mugrienta- en la mitad de uncamino. Los patios atestados de pedruscos, de basura de muladar, de árboleseunucos. Con sus negros trozos de fleje de barril y su voluble olor a chiquerosya huecos atestados de excrementos humanos.

La iglesia era un granero con una espadaña de hojalata. En ella se balan-ceaban las campanas como utensilios de cocina. Campanas de cobre negro. Depolvo y óxido. Con sus dos badajos mordidos furiosamente por el viento defuego. Las imágenes de madera estaban pálidas y sufrientes. Había unos judíosde miedo flagelando a un Nazareno cargado de goterones de esperma. Dosdolorosas -dos colosales mujeres de roble-lloraban lágrimas vivas, sudaban,con todas sus facciones atenazadas por el calor y el abandono. Pueblo amargo.

Iglesia amarga. Viento amargo. Afuera sabíamos de la arena molida por elmortero canicular, de las siembras sacrificadas, de los pingajos humanos quetrampeaban en los rastrojos.

Pero la miseria se volvía furia y potestad a la puerta de la sacristía. Allí,amparados por una techumbre de fique y ramas secas, estaban los mendigos.Los príncipes de la mugre. Los mendigos mendigos. Los de verdad verdad.Exhibían sus lacras con gozo y altivez. Se habían atrincherado dentro de sus

miembros, rojos y purulentos, como en un baluarte. Desde allí atisbaban alintruso -todo aquel que no fuera mendigo como ellos era un intruso- con susojos airados y oscuros. Los ojos se movían, entre esas órbitas de pellejo ave-raguado, como soldados que olfatearan un enemigo. Sabían que estábamosallí. Que queríamos rebasar, con nuestros ojos y nuestra conciencia y nuestrarepulsión, sus trágicas murallas de fisiología carcomida. Entonces revolvían~

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I~IRlM~~~.73

SUS muñones y SUS miembros inflados por la pus. Sentíamos su contacto hi-drocélico contra las tiras de periódico y los flecos de trapo viejo. No pedían. Noestaban allí para pedir. Estaban para herimos con sus cuerpos derrotados. Paraaniquilar nuestra capacidad de amargura y aguante. Para gozar con la repulsiónque suscitaban. Para soportar sobre ellos todo el empuje de ese viento quecaldeaba la cumbre -ese otro muñón geológico- erizado de chozas harapien-tas.

El otro hombre, el de enfrente, el que estaba recostado al horcón de lar alcaldía, era una gran mirada que se volvía saliva y dientes podridos sobre su

rostro de paja nueva. Se reía a solas consigo mismo. Con su risa de aljibe. Consu glu-glu entre la sangre. Con sus totumadas de baba de adentro hada afuera.Hacia el sol, hacia la otra risa del muchacho del burro, hacia el bloque depiedra en que espadeaba -con su cabeza de gárgola- la lagartija de una casa deviuda. Le tiraba pepitas de mamoncillo al mendigo ventrudo que tenía la piernaderecha enwelta entre pañales sangrantes como un niñito machacado. El viejomascullaba sus frutas de blasfemia pero dejaba a la costumbre. De su vientreestriado le subían las maldidones. Le subían apagadas como welo de murcié-lago. El vientre era un globo de barro. Con su ombligo peludo. Como una arañapuesta sobre un globo de barro. Le tiraban las fruticas y retumbaban en labarriga y el viejo mascullaba palabras cargadas de maldición y saliva. El otromendigo se reía con risa gruesa. Con risa de labio bembón, de mulato paridoen aguardiente y empapado de sudor y de lumbre. Los mendigos eran seis osiete bultos cada uno con su frutica de mamondllo. Era la dádiva. La dádiva delpueblo. Para que se siguieran pudriendo y rascando. Para que siguieran blasfe-mando entre sus baluartes de carroña.

DIARIO DE COLOMBIA. TELÓN DE FONDO

15 de marzo de 1955I,

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HÉcroR ROJAS HE RAZa. I74 ~

La moribunda

La moribunda -aquella mujer enlutada y fofa, de mejillas cetrinas y miradade perro que habíamos visto dos o tres veces apartando pensativamente lospedruscos en el sendero del patio- era una máscara de facciones entrabadasbajo el yeso de las sábanas. No podía morir. Su muerte la sentíamos, la veía-mos, como un animal que se hubiese instalado, de un salto sorpresivo, en loprofundo de su cuerpo tembloroso. La sentíamos allí dentro. Apretando lasvísceras con furia. Viviendo de su agonía como de una presa. No la dejabamorir. La muerte no dejaba morir a la moribunda. La tenía atrapada. La habíallevado a ese límite indeciso donde no podemos ni vivir ni deshacemos. Dondesólo podemos sufrir. Con un sufrimiento que no precisa de los sentidos ni delos miembros. Se sufre con el aire, con un vago y doloroso recuerdo de latierra, con el cordaje de los tendones gimiendo entre un huracán invisible.Jadeaba. Giraban sus ojos buscando un asidero, un sitio firme, un bloque realdonde sentir nuevamente el tacto de la vida. Nos pedía ayuda con sus ojospoblados de alaridos. Los ojos golpeaban en nuestro pecho. Con puños duros.Nos despertaban hasta el último inquilino de la conciencia. Salíamos a abrirle aaquellos ojos. A ofrecerle refugio. A darle cobijo y tibieza a esos carbonestiritantes.

El cabello de la moribunda, con sus delgadas trenzas empapadas, parecíaun grotesco puñado de algas sobre la almohada. Debajo estaba el rostro. Lasfacciones desarticuladas. Más abajo todavía, las manos, con su pequeña agoníadesolada e independiente, se alzaban y caían torpemente como dos arañas quepugnasen, mal heridas, por reiniciar una marcha. Esas dos manos estaban se-paradas por la cordillera de un cuerpo espasmódico. No sabían unas de otras.Morían por separado. Como dos extraños. El lecho aparecía, entonces, inmen-so y terrible. Como un valle en que se llevase a cabo un gigantesco e inevitablesacrificio. Tosía la mujer. Esa mujer llena de almendros, de flores regadas en elalba, de palabras que la habían empujado, cada vez más vigorosamente, entrelos muros de su traje enlutado. ltató de incorporarse. Alzó su mano derecha,su araña derecha suspendida por un instante sobre el sombrío valle del lecho,señaló levemente, hacia un sitio que podía indicar la pared del aposento o ellímite del mundo, hacia allá, hacia la despedida. Parecía como si hubiese deja-~

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INQU1RlM~ ~ NasaIRQS'.75

do de sufrir. Llena de altura y renunciación. Como si un nuevo ser estuvieseiniciando en los hombros el temblor de sus alas. Se sentó la moribunda -sóliday desconocida- en el centro del lecho. Iluminada. y dijo simplemente, con unavoz de aceptación y de ruina, dirigiéndose a alguien que no estaba entre noso-tros: "no me untes dulce de papaya en la cabeza".

Sus muslos se contrajeron en un solo e infinito suspiro. Sus pies emergieroncomo dos testigos. Los diez dedos se quedaron mirándonos atónitos. Mirába-mos los pies. Como si nada tuviesen que hacer allí. Como si nunca hubiesenpertenecido al cuerpo de la moribunda. Nos ahogábamos. "¡Por Dios!, aún noes tarde". "¡Ésta no es la hora!" Las palabras se estrellaban contra los muros.Caían con sonido hueco. Retumbaban por un instante entre las vasijas y bote-llas. El cuarto sentía que la moribunda se le iba pudriendo entre sus cuatroparedes. y ella estaba en el centro -en el centro de su valle de yeso- con sufrente tiznada por la calumnia, con sus dos ojos encendidos. Sentada. Hablán-dole, con las últimas palabras que abandonaban su garganta, a alguien que noestaba entre nosotros.

DIARIO DE COLOMBIA. TELÓN DE FONDO

24 de marzo de 1955

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HÉcroR ROJAS HERAZO .76

El hombre de la casa de paja

Vivía en una gran casa de paja dorada a la orilla del mar. Solo. Con esasoledad irrebasable de los hombres biológicamente silenciosos. Un viejo ama-rillo y magro sentado sobre un taburete de madera color de miel. Todo en élestaba acondicionado para el silencio: la cabeza de dibujo duro, los ojos húme-dos y quietos, la osamenta angulosa que porfiaba por roer su traje de drilgrosero. En su eterno diálogo con el mar. Sabía mucho de barcos, de tempora-les, de rostros fugaces y forasteros. De todo ello hablaban unos cuadros pol-vosos, realizados con una pintura parecida al achiote, que colgaban al interiorde su vivienda. No contestaba los saludos. Dejaba pasar. Los días y los vecinosy las procesiones de Semana Santa y las interjecciones de los borrachos lodejaban sin cuidado. Con su cara oscura en el aire, con sus brazos sobre losmuslos en el estatismo del taburete. Esfíngico. Cuando forzosamente tenía queresponder a algo o a alguien, lo hacía con un pujido. Era una protesta de todoél a la intromisión. Un golpe fiero que le sacudía la garganta. Un "déjame", un"no me toques" que aventaba toda posibilidad de aproximación.

Terminaron por dejarlo solo. Por dejarlo dentro de sí mismo como dentrode una casa brutalmente sellada. Una casa donde él se asomaba diariamente aver flotar los alcatraces sobre la espuma y a ver zarpar las balandras de la costade ópalo. Detrás de él, detrás de sus vísceras amuradas, estaba el pueblo. Consu timbre de gallos, con sus ruidos agrarios, con su olor a clemones y a burros.Su silueta contra el patio verde. Contra el patio lleno de camas averaguadaspor infinitos aguaceros. Con sus gallinas alimentándose de cucarachas y de losinvisibles microbios que pululaban en los desperdicios. Su silueta oscura con-tra el vidrio verde de su patio. En la gran casa de paja donde reinaba abando-nado. Husmeaba entre los rincones. A veces sacaba el mentón y señalaba -enun gesto que regresaba a sus sentidos como un bumerang- un trozo de huledebajo de la mesa o una caja lamida hasta la desdicha por las lenguas delsalitre y el yodo.

Construía, con desesperante lentitud, barquitos de balsa. Era esto su teso-ro y su habla. Charlaba suavemente con la madera. Cada uno de sus dedossosteniendo una parsimoniosa conversación con las jarcias de hilo, con losrebenques minúsculos, con los camarotillos poblados de mínimos duendes.~

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INQUIRIMOS ~ NOSO1ROS.77

Después, con el orgullo silencioso que le alambraba las facciones, coronabalos mástiles con grímpolas de papel de barrilete. Lo recuerdo botando a las olasuno de sus navíos. Con azul de pelotica había estampado el nombre: "La palo-ma blanca". La llevaba entre sus brazos escuálidos. La balandra parecía unpájaro con las alas desplegadas. La brisa de la mañana golpeaba dulcementecontra el plumaje de hilo. El hombre le dio vueltas a la boca del pantalón. Suscanillas de anciano parecían de cobre. Avanzó algunos metros entre la láminade violeta y espuma. Y entonces -hacia el olvido, hacia el rotundo azul de un díalleno de voces de niños y de hojas que viajaban entre la atmósfera purísimacomo si fueran pájaros- "La paloma blanca" zarpó para siempre. El hombresilencioso quedó en la orilla con los hombros doblados. Después miró el día,derramó sus ojos húmedos entre la verdura y regresó a la casa de paja dorada.

Tenía un amigo. El otro hombre silencioso que vivía en el extremo delpueblo. Era un extranjero rubicundo. Llegaba sin saludar, sacaba el otro tabu-rete que estaba recostado a la mesa y se sentaba apoyando todo el peso de susespaldas contra el arco del umbral. Era como un rito. Miraban por largas horasel cambiante color del mar. El extranjero prefería reposar su meditación en laviga carcomida que soportaba el alar del corredor. Así, duros y lejanos, ensi-mismados, aquellos dos hombres dejaban pasar sus cuerpos y el viento quehacía cantar las techumbres, que empujaba hacia los caminos el trémolo de losgallos. Existían. Cada uno dentro de su cuerpo como entre dos casas abando-nadas. Oyendo el resoplido universal del mar. y sintiendo sus alas intranquilasllenas de tiempo, de pasión, de dolorosa ruina.

DIARIO DE COLOMBIA. TELÓN DE FONDO

29 de mayo de 1955¡

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Índice Tomo II

Auto-reportaje 7

Inquirimos por nosotros

Retomar al pueblo... 23

La iglesia de este pueblo... 25

En la ciudad la muerte... 27

La mañana tiene... 28

Noche grande... 29

Un mensaje para Bamabás 31

El caballero de los ojos sin edad 33

El pueblo 35

El hombre que madura las naranjas 36

Edison 38

Los novios 40

El pescador en la colina 42

La abuela 44

El mohán 46

Miramos una estrella desde el muro 48

Dos escenas con fondo de .mar 50

El testigo 52

Simbad 54

El abuelo 56

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HÉcroR ROJAS HERAZO .538

El anciano 58

El forastero 60

Viento de mar 62

La maestra 64

Reflector sobre el trópico 66

El regreso 68

El enfermo 70

Los mendigos de la colina 72

La moribunda 74

El hombre de la casa de paja 76

El hombre que esperaba al unicornio 78

Mediodía con caballos 80

Naipe de imágenes 82

Itinerario de la muchacha fea 84

La casa vacía 86

Breve teoría del recuerdo 88

La infancia como miedo 90

Once de noviembre 92

Muerte en diciembre 94

Desnudez 96

La ciega 98

Al coronel le duelen los zapatos 100

El caballo ciego 102

Tarde sobre los almendros 104

Mediodía con barcos 106

Los ángeles en el comedor 108

Pueblo al mediodía 110

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iNDlCE 7mfO /1.539

Niños en la tarde 112

La orilla iluminada 114

El patio de Nicasia 116

Los personajes que parecen etiquetas 122

Ensueño y aquelarre de máscara 125

La magnitud de la ofrenda

Del]apón... 131

Hace un instante... 133

Los fantasma 135

La construcción del estadio 137

Desde esta mano... 139

Llegaron los rompe-huesos 141

Calcomanía de cuadrilátero 142

Un faricidio imperdonable 143

Despedida a]enny Lind 145

El amargo té del general Yen 146

Resolución tardía 147

Epístola a Juan sin Cielo 149

Un muerto bajo la lluvia 151

El hombre de los zancos 153

Las brujitas de iglesia 155

Invasión clandestina 157

El recuerdo 158

Sobre la amistad 160

Mitología del sueño 162

Iglesia al mediodía 164

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HÉcroR ROJAS HERAZO .540

El hermano entre las lámparas 165

Candor y fantasía del pesebre 167

El presente de Melqueduc 169

Horas como mariposas 171

Las ciudades viajan 173

Concepción Cometa 175

La muerte iba en el cortejo 177

Los tres visitantes 179

Perplejidad ictiológica 1B1

Descanso para el San Bernardo 1B3

Un ataúd para la novia lBS

Retablo de la pasión: resina para quemar ante el madero 1B7

El tifón sobre las islas 1B9

Las viejecitas y los ángeles 190

Nueva carta a Juan sin Cielo 192

El cementerio de los automóviles 194

Buffalo Bill 196

El poverello 19B

El loco 200

Vitrina con maniquí 202

La brujita buena 204

El convaleciente 206

Un interlocutor cualquiera 20B

Domingo 210

Diciembre 212

Ruedo bajo la lluvia 214

Pesebre 216

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iNDlCE roMO 1l.541

zabulón 218

Los símbolos en el dintel 220

Baraja de transeúnte 221

Niño bajo el ramaje 223

La cruz sobre la frente 225

Máscaras sudorosas 227

Responso a la luna lunera 230

Tercera epístola a Juan sin Cielo 233

La semana teñida de amatista 235

Vocablos como lámparas 237

Paraguas 239

La muerte sale de juerga 241

El carruaje entre las banderas 243

En el potrero hay un niño dormido 245

Presencia y mentira del diablo 247

Cartas, simplemente cartas 249

Caminos 251

Breve inventario de techumbres y lámparas 253

Fábula con barcos y niños 255

Los amantes en el balcón 257

Aeródromos 259

Acuarela de bar 261

Cloroformo 263

La niña del blue-jeans 265

Un amigo con balandras y estrellas 267

Una mano encendida 269

La ráfaga 271

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HÉcroR RoJAS HERAZO .542

Una hormiga en el tazón 273

El teléfono 275

El periodista 277

Día de difuntos 279

Islas 282

Color de diciembre 284

Semanas como hojas 286

Recuerdo del eco 288

Prologuillo a un baile de disfraces 290

Cinco instantes en la ruta 292

El juguetero celeste 295

El valle desde la colina 296

Cartel para una esquina 298

El transeúnte 300

Javier pereira 302

De la amistad 304

Nuestro único problema 306

Esquema sentimental de Cartagena de Indias 308

El ajedrez como rito 3 II

Lo que vive palpitando

Víctor Raúl Haya de la Torre: el líder y el hombre 3 I 9

Adán ArriagaAndrade: habla sobre cosas que sabe 324

El mundo tiene hoy... 332

Con motivo de... 334

La guerra... 336

El general es alto... 337

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iNDlCE roMO II.543

Influencia y dignidad de Francia 339

Cartagena, compromiso estético 341

La juventud frente a la guerra 343

Oración para invocar al capitán 345

Hacia dónde va el existencialismo 347

El tren electoral 349

Liberación de los instintos 350

Vigencia de un complejo 352

Abecedario atómico 353

Saldo de una payasada 355

La zona negra 357Af'. ...T

359rIca, i)a, )a. Glosando un reportaje 361

Sobre la propaganda 363

Acto de fe 365

Sobre lo americano 367

El estadio 369

Al oído de los arquitectos 371

Sobre el boxeo 373

Tolú 375

Reyes 377

Nueva York paralizada 380

Los ingleses, el exorcismo y los fantasmas 381

La piedra llorona y el humor de John Bull 383

La felicidad se disfraza de hombre 385

El Apóstol 387

Confusión de sentimientos 389

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HÉcroR ROJAS HERAZO .544

Cenizas humanas 391

La ciudad del dolor 393

San Pedro Claver 395

Política en bikini 397

El campeón 399

El reportaje de Alberto Lleras Camargo 40 1

El Chocó 403

La sentencia 405

La ciudad y el estadio 407

Las tres carabelas 409

Realidad y esperanza de Paz de Río 411

Primera farsa del desnarigado 413

Nuestras cárceles 415

El condenado de la celda 2455 417

Un perfecto caballero 419

Mambo electoral 421

Monopolio 423

El mastín 425

A propósito de Richard Noack 427

Viernes santo en San Pedro Alejandrino 429

Sobre la etiqueta 431

Lincoln 433

El maestro rural 435

Por una historia nuestra 438

Los flautistas dormidos 440

Sobre inmigración 442

Aguafuerte de José Martí 444

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iNDlCE roMO II.545

Sobre la paz 446

Tauro 448

Naciones exportables """"""""""""""""""""""""""" 450

Soledad entre rejas """"""""""""""""""""""""""" 453

El ladrón 455

Estos pueblos del sur 457

Suárez 460

Los hombres de cien años 462

Educación en grande escala 465

Retorno a]esucristo 468

Panamericanismo teórico 470

Pancho Vílla 473

A la sombra de Marden 475

Comics 477

La Italia amarga 479

Lucha libre 481

Silueta elemental del héroe , 483

El mejor cuento americano 485

Sitios de soledad y de tumulto 487

La ciudad desde los cerros 489

El político 491

Fisonomía en aguafuerte , 493

Fakires 495

Esquema sentimental de Cartagena 497

Spleen 501

Recado sobre una crisis 503

Un plan en marcha 505

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HÉcroR ROJAS HERAZO

América al creyón 507

El paraíso de la cursilería ...",.509

51

513

Goyesca de diciembre Primer bosquejo del regreso

515

533

Índice cronológico (Tomo I y Tomo 11) ""'...

Índice onomástico Tomo 11