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agosto 2013, n° 84 http://issuu.com/guardagujas alejandro espinoza agustín fest jeanne karen cinthya espinosa lópez foto roberto guerra

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Suplemento literario de La Jornada Aguascalientes

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Page 1: Guardagujas84

agosto 2013, n° 84http://issuu.com/guardagujas

alejandro espinoza

agustín fest

jeanne karen

cinthya espinosa lópezfoto roberto guerra

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dos

o hubiera querido hacer con mis propias manos pero, lamentablemente, no pue-do. Maldita sea la hora en

que cruzamos las miradas y se firmó mi destino de convertirme en asesi-na. Ser asesina es difícil, creo, pero uno se va acostumbrando. Primero empecé con los zancudos de mi casa. No es cualquier cosa comenzar a matar cuando se es vege-tariano por respeto a la vida. A mí la vida no me respetó, por eso ya no me importa. Además, ya no puedo hacer yoga. Aho-ra… ¿qué me va a tranquilizar? ¿Pintar-me las uñas? No puedo. ¿Cocinar? No me sale. ¿Ponerme a hacer piñatas? Me lleva la que me trajo. Por eso decidí ser asesina. No se alarme oiga. Tampoco se trata de que me vea así, recuerde que para todo hay niveles y además, véame, ni que pa-reciera yo tan salvaje. Pues bueno, enten-derá usted que es muy frustrante querer dormir y no poder. Ya tenía muchos días sin lograrlo y claro, la ley del más fuerte es la ley. En ese entonces, los zancudos eran más fuertes que yo. Le digo que yo me creía budista y esas ondas. Pues con todo y todo, eso de estar ahí dando vueltas en el colchón para un lado y para otro y de no poderse meter uno el dedo a la nariz a gus-to o rascarse ciertos lados y el ruido de Ci-rilo allá ancerrado, le van a uno colmando la cesta de piedritas y el tzzz tzzz tzzz y el coraje por mi destino de ser asesina y los pensamientos negativos de querer matar. Todo eso me hizo llegar a una conclusión, porque como dije antes, para todo hay ni-veles, ese fue mi comienzo y no pensaba llegar más lejos en el mundo de la falta de respeto hacia la vida de los demás seres y la matanza. Le decía de mi conclusión: estaba piense y piense y llore y llore por el sueño y el cora-je, cuando se me iluminó la mente con la idea de que hay de seres a seres y que los zancudos eran de los peorsitos. Entonces dije: “Yo seré más fuerte y tengo sueño” y formulé la teoría de que la vida de diez zancudos equivale a la de un mamífero. Me permití pensar en la posibilidad de ma-tar diez zancudos diarios y así no ser tan tan asesina, nomás poquito. Obviamente, entenderá usted que matar diez zancudos en una noche no es cualquier tarea, no es fácil y mucho menos en mi estado, como puede ver. Ahí es cuando decidí recurrir a las armas. Al día siguiente lo primero que hice fue salir a la avenida México, que está cerca de mi casa, y comprarme una de esas raquetitas matamoscos. Con el perdón de usted le confieso que fue lo mejor que pude haber hecho. ¡Qué yoga ni qué la chingada! Disculpe la palabra, me alebres-té, pero esas raquetas le dan a uno el gusto por matar, es relajante a más no poder y además uno ya puede dormir. Para enton-

ces ni me importaba lo de la reencarna-ción y sus cosas, a lo mejor hasta volví a matar a mi abuelo o algo, pero ¿quién le mandó no dejarme dormir y estar ahí con el tzzz tzzz? y yo que ni me puedo rascar a gusto desde lo del accidente. Dije volverlo a matar no porque yo lo haya matado antes ¿eh? El que lo mató fue su compadre Ernesto en una borrachera. Acuérdese que yo no era asesina y que ha-cía yoga. Pues regresando a lo de la asesi-nada, ahí fue cuando supe que, si de todos modos, diario mataba lo equivalente a un mamífero, podría ser capaz de vengarme y matar a Cirilo sin ningún problema, aun-que nada más me permitía a mí misma un mamífero por día y esa noche no pudiera matar a los zancudos y no durmiera. En-tonces fui al tianguis a buscar un arma, porque pues sí soy asesina, pero iba empe-zando todavía y no sabía que en los tian-guis no venden armas. De todos modos le pregunté al señor que vendía cochinaditas antiguas, que si él no sabía dónde y cómo. Primero me miró raro y ni me quería con-testar, pero ya luego le conté del accidente y de mi venganza y como no queriendo me dijo que él tenía un revólver en su casa, que estaba medio viejo y enlamado por-que se lo encontró en la playa, pero que si lo quería, que fuéramos a verlo ya que quitara su puesto, que vivía cerca. Yo estaba decidida y como vi que com-prar armas tampoco es cualquier cosa, me fui a hacer tonta mientras se hacía hora de irnos. Me compré un veneno para ra-tas, porque con eso de que antes me creía defensora de los seres, nunca me había atrevido a atentar contra los roedores de mi casa. Pensé que unos dos días después de mi venganza, me desharía de mis hués-pedes no deseados. Dos días después por-que también hay que dormir y acuérdese que hay niveles y que sí soy asesina, pero de a mamífero por día nada más y que los zancudos no descansan. En lo que estaba pagando el veneno, llegó el señor del pues-to de cochinaditas y nos fuimos a su casa. Me preguntó por el veneno y me dijo que también podía usarlo en mi venganza y así ya no tenía que arreglármelas para limpiar el revólver y todo eso. Yo le dije que la ver-dad, ya me había ilusionado con la idea de dispararle a Cirilo y que quería saber cómo era el dicho de que la venganza es dulce y que si me quería vender el arma o no, que a él lo demás le tenía que valer madre, me puse ruda, ni yo me la creía. Me volvió a mirar raro y siguió avanzando como con culpa en la cara. El dinero es el dinero y este señor se veía necesitado. Para no hacérsela más larga, llegamos a su casa, me lo enseñó, lo vi, le pedí balas, me vendió una que era de sabe qué año y que el valor por antigüedad y blablabla, yo ni sé nada de nada, yo le pagué lo que

me dijo y me fui queriendo con toda mi alma tener buena puntería para poder matar a Cirilo con un solo balazo, obvia-mente porque nada más tenía una bala y ni modo de dispararle y ver que no se moría y correr al tianguis a buscar otra bala, pues no. Y luego como que me da la impresión de que tuve suerte porque no es tan fácil andar ahí comprando armas y balas por la vida. Ya sé que me escucho muy cruel, pero no me juzgue, véame, a poco no le da sabe qué y yo tan joven y si no toma venganza uno, ¿quién? El día que Cirilo me arrancó los dedos, ninguno estuvo ahí para defenderme. A mí cuando el señor me dijo que el re-vólver tenía lama, no me pareció el gran problema universal ni nada, porque en mi casa, que es la de usted, tengo una pecera. Maldita sea la hora en que se me ocurrió semejante estupidez. Pues ahí en mi pecera, yo tenía a Pinky, mi pez, era de esos gorditos, grises que se la pasan pega-dos al vidrio y que se comen toda la lama y ya no tienes tú que andar limpiando las peceras. Llegué y metí el revólver espe-ranzada a que Pinky me ayudara. Hasta le dije: “Mira Pinky, te traje un regalito de comer”. Qué tonta. Esas fueron mis últimas palabras para mi pez al que ob-servaba todos los días y me quitaba más o menos lo aburrida, qué despedida tan jodida. Yo no sé si fue la sal o el metal o que esas plantas no se las pueden comer los peces de agua dulce, pero mi Pinky se murió como a las dos horas, bueno, no se murió solito, lo maté sin querer por andarle metiendo revólvers a su casa y como digo, hay niveles y el Pinky no me había hecho nada, además, en mi teoría de los zancudos y los mamíferos, nunca contemplé la idea de matar peces y ya no sé a cuánto equivale matar peces y me-nos si no me hicieron nada malo antes y menos si les tienes cariño y te hacen compañía diario. Por eso digo que mal-dita la hora en que mi mirada se cruzó con la de Cirilo y me lo traje a la casa. Bien me dijo mi mamá que esa raza era traicionera, pero yo me sentía sola y lo vi ahí tan chiquito y bonito en su jaula y lo compré. Creció pronto y me lo llevaba diario a caminar. Pinche Cirilo mal agra-decido. Cuando vi mi mano ya sin dedos, entendí que mi mamá decía las cosas por algo. Ya ni sé qué voy a hacer con él. Voy a intentar quitarle la lama al revólver, pero con una mano está difícil. Ahí lo tengo en el patio, a lo mejor le voy a hacer caso al señor del tianguis y le echo el veneno en las croquetas y más fácil. Por lo pronto le voy a hacer su funeral al Pinky, pobreci-to, él no me traicionaría nunca. Para eso quiero las flores de esas chiquitas que le digo, ¿no tiene? Ah, sí de esas, ¿Cuánto sale la docena?

cinthya espinosa lópezme propuse matar a cirilo

cinthya espinosa lópez. Tepic, Nayarit , 1988. Beneficiaria por el Estímulo a la Creación Artística del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Nayarit en el 2010, grabando así su disco «›Pozole de Nada” ese mismo año. Miembro actual del Laboratorio literario “Los hijos del Limo” y del consejo edito-rial de la Revista Literaria “Herética”

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tres

Aquí están las palabras que me dan cuerpoAquí está el dolor interminabley la sombra de ese dolorque me sacudeAquí el corazón que estallay dicta el prodigio de la muerteEl corazón cómplice de los sepulturerosel músculo que arremete contra la sangre a la hora del placery la degusta y la hace suave como un pañuelo de sedaEl corazón que se agita y llamay reconoce el aullido del otroEl corazón de la bondad que se abre para que todo entreLa manzana que brilla entre los huesosEl corazón de la nadaEl corazón que resplandece como un pez en el ríoEl corazón que escapay se disuelve como una cucharada de polvo rojoEl corazón que no ama y el que no es amado y se funde dócilmente con otros blandos minerales

Creí que me faltaban partesuna cicatriz nocturna en la línea vertebral,las limaduras entre las rodillas,los libros de ciencia que se escondieron entre el muro y la escalera,algún verso deshecho que desde la tierra hundidavociferaba artefactos ridículos que robé todo el tiempo al mundo.

Entonces no era un pájaro todavía;sólo recortes de materia y la casa estaba lejos ya,en manos de otro silencio, en otro vacío que se conformaría,definitivamente,con la sala de mi cuerpo para estar.

Hablamos de la oscuridado de las ballenas que cantan cerca de sus hijos las canciones del océano más distante. Algunas parejas están desnudas en la misma postal. Pero también hablamos de la noche, de cuando alguien enciende las luces de casa para distinguirla, igual que un barco pequeño en alta mar.

Y no: yo no encendí ninguna luz, ni siquiera esa que va por dentro o la lámpara contra el alba. Tú encendiste la luna algunas noches para que se te borrara después con los años. Sólo pensé: te seguiré contando esta historia, te hablaré acerca de los cráteres y del conejo.

Acomodé mi oscuridad y te mostré cómo era que me quedaba entre las ramas una lechuza más, unos ojos desorbitados entre las hojas, una bestia pequeña lista para herir, para aniquilar.

Sabía que iba a matarte un día; sin embargo la puerta era lo único que había entre los dos. Me protegiste de mí, me salvaste entre tus garras, lejos de la desaparición de los otros, los que escudriñan, los que se acercaban a mirarse en el pozo muerto.

No recuerdo cuando perdí mi voluntadse fue a las tierras del norte y dejó mi cabeza flotando en la ausenciase escondió bajo mi piely salí a caminar entre los campos de maízentre los campos de cebollasque no dejan de brillar con esa luz iridiscente

Caminé y partí mis talonespero no había ni una sola respuestaEntre los pueblos que se caen día tras día caminée inquirí por noticias-todos quieren tener noticia de los suyos-Entonces en la plaza permanecí de pieLos recuerdos ondeaban a la par de una bandera rota

Algo un día me sacó los ojosme dejó con las manos necias sobre el rostroy en el vientre un zumbido que no cesa

jeanne karenCementerio de elefantes

Entonces supe que entre partir y quedarsehay una grieta una sombra que abre los cielosy la mente comenzó a dar vueltas en un remolino devastador

Ahora soy un árbol al que le duelen las raícesun hogar sin comidauna hoguera que no arde

Si abandono mi sitiome quedaré sin alassin el sueño abrasadory la mente volverá a dar vueltasen ese aire que todo rompe y que es circular completamente

Piedras y pájaros.

El pájaro se da, se entrega al aire.La piedra busca la mano que la arroje al vacío.Para el ave no hay tiempo.Para la roca la eternidad es un pulso abierto.

Los dos matan, como todo.

Anatomía de la preocupación.

ISon frágiles los huesosLa cadera puede reventar al estrellarse contra la loza-se viven pocos años después de la ruptura de la pelvis-y no se puede andar por las calles donde alguna vez amamos

Siempre se vuelve al polvoTodo bajo nuestra vista tiende hacia la reminiscencia del polvoEl trabajo del mundo va al polvoel odio al polvoel amor al polvoel hambre al polvoel miedo es de polvoel pueblo polvola salmodia polvoel viento polvolas palabras se arremolinan en el cuerpo del polvo

IILos huesos y su marimba de la desdicha tocan la melodía de la nadaEn su vientre la tierra los espera para disolverlosMás que la sal la voluntad de un embalsamador ciegocon las manos sin terminales nerviosasprepara las nupcias con el tiempoy en su vestido de calcio pulido son entregados los huesos

La anatomía de la preocupación terminaNo nos quieren eternosTodo lo cubre el polvo

Paisaje con ruidos de una nocheEl azar dispuso de la penumbra toda la noche

De vuelta al campoel motor acuchillado de la noria es un eco que se fragmenta y tu rostro no aparece en el bosque que prometiste para mí Entre pinos no estás los abetos lloran la savia de tu ausencia todo el año

No hay nieve no brillan las piedrasun animal y otro un graznido y la casa que cae por la laderade los siglos Cuando por fin voy en camino aplasto la grama recién nacida que parió la luna verde esa vez que se emboscó en mis ojos

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s probable que nadie haya es-crito la historia de un zombi solitario. Por lo regular, los zombies siempre están acom-

pañados de otros zombis, igual de hambrientos, igual de irracio-

nales, igual de inexplicables. Un zombi soli-tario y consciente de su destino es algo que simplemente no se ve. Creo que nadie ha escrito la historia de un zombi con crisis existencial. ¿Qué tipo de crisis existencial pudiera sufrir un sujeto que dejó de ser, pero que por un ardid donde se mezcla la fantasía morbosa con la posthumanidad y con la mitopoética del muerto hambriento, dicho sujeto termina como zombi?, ¿qué sucedería si un sujeto, in-fectado por el virus (?) que produce a los zombis (se lo contrajo su mejor amigo cuando salieron de la ciudad a acampar, justo antes de confesarse un deseo mutuo; dicho amigo –el primer infectado— murió incinerado accidentalmente), prosigue sus días post mortem en una suerte de dilema consigo mismo y, de ahí en adelante, su historia será una lucha contra el instinto de comer seres humanos? Obviamente, no le dice a nadie que es un zombi. La rentera, el perro que desde antes le ladraba pero ahora más, los viejos compañeros de la escuela que ocasionalmente encuentra en la calle, la muchacha de la tienda que vagamente le coqueteaba cuando iba a comprarse un refresco, los niños en el parque, su papá, le comentan sobre su apariencia: “te ves cansado”, “te ves pá-lido”, “deberías salir más seguido a que te pegue el sol”, “pareces zombi”, entre muchos otros. Pero nunca le dice nada a nadie. Se vuelve presa de su propia angustia interna, su diario trans-currir un constante proceso de dejar hacer, dejar pasar, de simular encanto y felicidad y buen trato cuando está con un cliente o en una reunión con los jefes. Dedica gran parte de sus días a sumergirse en libros de filosofía del siglo XX (mucho Heidegger y Wittgenstein, así como –extrañamente—Russell), en una búsqueda constante por identificar la náusea espiritual en la que se halla inmerso. Por otro lado, en esos domingos en los que el tiempo se extiende hasta perderse en el horizonte, se dedica a practicar distintos métodos de meditación trascendental, y aunque se considera un engendro de la cultura occidental, no deja de pensar que el camino del vacío le permitirá ver la luz. O por lo menos lo distraerá de sus instintos antropófagos. Su vida es sumamente complicada, ya que debe alejar lo más posible su angustia por medio de un comportamiento neurótico y anal. Por lo tanto, es el trabajador con el cubículo más ordenado de toda la oficina. Sus lápices impecablemente filosos, las pilas de formatos orde-nadas bajo un sistema riguroso que incluye colores, tamaños, series y diversas aplicaciones de la papelería de oficina: post its, clips, pegatines, incluso unos sellos de goma que le indican

las fechas límite de ciertos trámites, y cuyos relieves tienen la forma de estrellas, lunas, ra-yos y ruedas de carro. Todos estos son los dis-tractores que le permiten sobrellevar sus días e impedir que sus impulsos vitales –aquellos que le ordenan ¡CÓMETE A ESTE TIPO INMEDIATAMENTE!—dominen sus ac-ciones. Durante todo el resto de su “vida”, se mantendrá como el opaco, gris y anodino su-jeto que esconde un secreto terrible.

Su saludo es amigable (con un velo casi imperceptible de aflicción), pero en su interior se gesta una batalla cruel y despiadada consigo mismo, ya que cualquier persona que se ponga frente a él es un detonante para ese apetito voraz que nunca podrá saciar, ni siquiera un poco. He ahí su tragedia. Ya ha reflexionado sobre el asunto: es el dilema del deseo imposible a prio-ri. Jamás hubiera imaginado salivar ante la imagen de un cerebro, y jamás hubiera imaginado que estos impulsos debieran ser trágicamente reprimidos. De modo que a veces –y este se ha convertido en un rasgo característico de la personalidad que los otros ven en él— se guarda las manos en los bolsillos del pantalón para no ahorcar a un pobre incauto. En las charlas de cafetería o en las poco frecuentes parrandas con amigos y conocidos, guarda una distancia terrible con su otro yo, el que siempre está a punto de enterrar sus dientes en el cráneo de la persona más cercana. Es así como los otros se han convertido en un infierno de segundo or-den. Con el paso del tiempo aprendió a reprimir el enjugamiento de labios cada vez que una persona resultara demasiado irresistible como para no comérsela. Hay días en que evita verse al espejo, pero cuando lo hace, se aconseja a sí mismo: “Un día más. Sólo por un día más”. Ha aprendido a dedicar su tiempo libre a enviar cartas a extraños. Elige un nombre y un domicilio del directorio telefónico, y envía una carta sin remitente, en la cual despliega toda la furia contenida por ese zombi que lo habita. Estas cartas han causado una suerte de pá-nico colectivo en las inmediaciones de la ciudad donde vive, pero no ha pasado a mayores. Asimismo, ha aprendido a imaginar que sus alimentos son partes de cuerpos humanos. No le resulta muy difícil (sobre todo porque en su dieta diaria nunca falta un buen plato de se-sos de pollo), pero en ocasiones sí requiere concentrarse: tiene que nublar un poco la vista para hacerse creer que ese plato de tallarines en salsa pomodoro son una ración generosa de cerebro ensangrentado; con tamales es fácil, porque imagina que son unos muñones de bebé obeso. Todas las noches, sus lágrimas lo arrullan. No puede tolerar mucho esto. Podría pensar en el suicidio, pero claro está que es inútil. Esto es lo que pensaba, sentado y en espera de mi turno en las oficinas del SAT, mientras veía a un sujeto pulcro pero con cara de muerto, solo en su escritorio, perdido en la inmen-sidad de su laberinto burocrático.

enía casi 19 años. La UNAM estaba en huelga, excelente ex-cusa para echarse un añito de contemplación, y me lo inten-

té echar. No me duró mucho el gusto, siempre quise estar haciendo

cosas (hoy me pregunto de dónde hallaba el tiempo): salí con el culo en llamas de mi casa, debía encontrar algo, producir algo. Mi mejor amigo me invitó a trabajar en su casa productora como editor de video. Durante algu-nos meses me prestaron una de las computadoras más potentes de México (un equipo AVID) y yo lo único que deseaba hacer con ese monstruo, era subtitularlo todo.Siempre tuve un placer inefable, casi fetichista, de ver letras en una pantalla. Quizás las primeras letras de las que me enamoré, (así como la primera tipografía), fueron las de Star Wars. Suena John Williams, aparecen las letras rechonchas y futuristas setenteras y un niño comienza a soñar. ¿No les pasa que esa gordura y rectitud, con una sutil redon-dez estética, les remite a otros mundos, computadoras que lanzan tarjetas perforadas y genios sumergidos en una pantalla esperando el mensaje de un oráculo en la forma de un cursor? Viene lo bueno: “Hace mucho tiempo, en una galaxia muy muy lejana. Episodio IV. Una nueva esperanza.”. Así, de repente, me encontraba leyendo una película. Remite, brevemente, a ese otro inicio de letras tristes y longevas: “En algún lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme”.Entre las muchas cosas que me prometí, en mi niñez, pienso que esa fue una de ellas: “Algún día mi oficio será escribir, en la pantalla, todos los inicios de todas las películas de Star Wars”. Tristemente es un sueño que no se cumplió en seis películas, y dudo que se cumpla en las tres que faltan. Al menos, en aquella productora, aprendí a escribir en una pantalla y grabarlo en un formato para la posteridad: una cinta VHS.Les contaba que en el 2000 tuve oportunidad de manejar un equipo profesional para edi-ción de video. Curiosamente el primer trabajo que hice trató de eso. Eran unas cortinillas para una pasta dentífrica. Me pidieron no sólo que escribiera el mensaje acostumbrado: “Tu dentista lo recomienda”, sino que además insertara un logotipo y que éste logotipo “vo-lara” de un lado a otro de la pantalla. Además de la angustia de lidiar con mi primer cliente, me pedían felizmente que hiciera un cochinero, que cumpliera mis grandes sueños como director de efectos especiales (o chacho de cortinillas) para Star Wars Pasta de Dientes.Luego me acostumbré a esa chamba y me rendí cuando tuve que escribir: “Feliz cum-pleaños, mi amor”, fundido sobre la imagen de unas mujeres en bikini en lo que era un video de unas teiboleras para un cliente. Di las gracias y me fui. Realísticamente, nada podía superar eso.

Había otras maneras de cumplir mi sueño, o al menos de intentarlo. En casa tuvimos una VHS que tenía la curiosa capacidad de grabar una pantalla azul y en esa pantalla azul, usabas el con-trol remoto para poner letras. Por supuesto, era un martirio, la manera más lenta de escribir en el universo, pero era una manera interesante de perder el tiempo, de imaginar y posiblemente de escribir una obra. Una obra nada amable con

espectadores o lectores, el resultado no podía ser otra cosa que un monstruo narcisista, un imbécil tecnócrata. Las horas pasaron rápido en una tarea inútil: pantalla azul y letras grises, parpadeando, en una tipografía fea y meramente informativa. Como escribir en una computadora, pero con una pizca de tortura y sin la esperanza de algún beneficio.Misteriosamente, más tarde, me vería obligado a poner subtítulos de la misma forma, en mi siguiente trabajo, donde usábamos cámaras hi-8 para editar video. La primera sema-na de desvelo tuvimos que repetir el proceso al menos unas veinte veces. El chavo que me acompañaba presumía un mundo de experiencia, tenía muchas ganas de enseñarme: “Mira, aquí entras al menú de edición y entonces grabas en una pantalla azul, o negra, letras para dividir las secciones. Fíjate en el monitor. Voy a poner la palabra herrero”. Por supuesto, dejé que me enseñara, quizás el proceso era muy distinto y sería de una prac-ticidad insultante, casi mágica, miré el monitor con mucha atención y después de cinco minutos, apareció la palabra: “ERRERO”. Con la cabeza hundida en la mano, señalé el error, casi me despiden por zonzo hasta que fueron a checar un diccionario y, una hora después, tres de la mañana, pudimos reanudar las lecciones, desde el principio, borrando al ERRERO para darle chance al HERRERO de adornar la pantalla.Hoy es muy fácil poner subtítulos, es de una sencillez casi trivial. Es muy difícil que al-gún bruto cuente mi experiencia. Fácil como abrir un programita en algún teléfono de esos que hacen magia; fácil como escribirlos en un archivo de texto, con la duración y la posición debidamente codificada, para que algún reproductor multimedia los repro-duzca automáticamente junto al video. Ya ni siquiera tienes que hacerlo, seguramente alguien más ya los hizo por ti. Alguien, pues, que soñaba como yo pero que encontró un acceso rápido a sus sueños. El traductor improvisado, el que tiene la cabeza de sub-títulos, piensa y se ríe de cómo va a traducir algunas frases, o si pondrá alguna trampa para hacerle creer al espectador que el actor dice una cosa, cuando en realidad dice otra. Otro subtitulista graba unos segundos de negro y quizás desde YouTube, lo edita para repetirlo en secuencia larga, larguísima, mientras medita con toda la seriedad del mundo como empezar una historia que comenzó en un tiempo que le gustaría olvidar, en algún lugar muy muy lejano.

cuatro

la habitación de humoagustín fest

Subtitulista sonámbulo

cuaderno posapocalípticoalejandro espinoza

el zombie solitario