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los años perdidos de mariano rajoy Cataluña, Justicia, Corrupción y otros problemas pendientes en España Federico Jiménez Losantos La Esfera de los Libros

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los años perdidos demariano rajoy

Cataluña, Justicia, Corrupcióny otros problemas pendientes en España

Federico Jiménez Losantos

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Los años perdidos de Mariano Rajoy

Conocí a Mariano Rajoy el día en que anunció su retirada de la política. Fue el 22 de septiembre de 1987, cuando, como vicepre-

sidente de la Junta de Galicia, participó en el debate sobre la moción de censura contra Fernández Albor, ganador de las elecciones pero desca-balgado del poder por un pacto del PSOE, Coalición Galega y cuatro tránsfugas de AP, acaudillados por el exvicepresidente Barreiro. En la sesión parlamentaria más brillante que yo he visto, Rajoy le advirtió al que pocas horas después fue investido presidente, el socialista Fernán-dez Laxe: «Acuérdese usted de las palabras desinteresadas que le dice, desde esta Cámara, quien posiblemente dentro de poco tenga que abandonar la actividad política».

Hasta ese día, Rajoy había sido, tras afiliarse a Alianza Popular en 1981, diputado regional en las primeras elecciones autonómicas de ese año, concejal del Ayuntamiento de Pontevedra, presidente de la Diputación pontevedresa, diputado nacional en las elecciones de 1986 y vicepresidente de la Junta de Galicia pocos meses después en lugar del tránsfuga Barreiro. Desde aquel 22 de septiembre de 1987 en que anunció su retirada de la política, Rajoy ha sido diputado en Cortes durante nueve legislaturas, de 1986 a 2015; cinco veces minis-tro, de 1996 a 2002; tres años y medio vicepresidente del Gobierno, de 2000 a 2003; casi ocho años jefe de la Oposición, de 2004 a 2011, y más de cuatro años presidente del Gobierno, desde que ganó las elecciones de noviembre de 2011 hasta que anunció la convocatoria de elecciones generales el 20 de diciembre de 2015. Hay que recono-cer que si hubiera cumplido su palabra en 1987, la clase política espa-ñola habría perdido su más sólido elemento de continuidad: ¡treinta y cuatro años!

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Retrato de un raro

¿Y cómo era aquel Mariano Rajoy de 1987? Lo recuerdo como un tipo muy alto, con una barba negra vagamente asiria y ojos babiló-nicos. Aún hoy me resulta difícil saber si extravía el ojo izquierdo o bizquea del derecho. Solía llevar siempre traje y, como otro joven de AP que conocí por entonces, Alberto Ruiz Gallardón, tenía una que-rencia notarial por las chaquetas cruzadas, que les quedaban un poco grandes. No mucho, solo una talla, pero grandes. Nunca lo vi con ropa ajustada, en una época en que los jóvenes —y él apenas tenía treinta años— llevaban cazadoras y jerséis muy ajustados y trajes entallados pero sin hombreras.

Rajoy era, en aquel ambiente de singularidades de los años ochen-ta, un tío raro, que, tras sufrir un grave accidente de coche y varias ope-raciones de mandíbula, masticaba erres, no eshes, como ahora. Pero lo más curioso en aquel Rajoy no era que parecía divertirse al anunciarle a Laxe que Barreiro lo traicionaría como había hecho con AP, ni siquie-ra que dijera que dejaba la política, latiguillo común en políticos jóve-nes y explicable cuando la corrupción te echa del poder. Lo extraño es que todos lo creían.

El primero que lo creía, y así me lo dijo, fue el gallego más listo de su tiempo, Pío Cabanillas Gallas, «el hombre que siempre fue ministro» en UCD y al que yo despedí en ABC como «el hombre que no se pa-recía a nadie».

—Oye, Pío, ¿cómo es ese Rajoy?—Un chaval listo, frío, casi se mata con el coche, por eso habla así.—¿Y le gusta la política?—Bueno, está ahí.—¿Y qué es? ¿Lee, como Romay y Fraga?—Psé. Sacó las oposiciones al Registro. Ahora lo tiene en Santa Pola.—O sea, que se puede ir a Santa Pola con Paco Ordóñez cualquier

día.—Con Albor no se lleva, pero como ahora Fraga le debe un favor,

volverá al Congreso. Si es que quiere. Porque lo de Galicia va ser un fo-llón como para irse a casa.

—¿No es ambicioso? Para no tener vocación, ha empezado muy joven.

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—Su padre es juez. A lo mejor se metió en política para darle gusto.—¿Y qué le interesa? ¿El dinero? ¿El sexo? ¿Tiene vicios conocidos?—No se sabe. Es un tío peculiar pero agradable. Ya verás.

El hombre que, por estar, renunció a ser

En la España de 1987 sucedían cosas así: un político decía que dejaba la política y, si podía ganarse bien la vida, todos lo entendían. Como Rajoy había querido salir de Galicia y, siendo diputado con treinta años, tenía que volver a la Junta con Fernández Albor, al que no podía ni ver, lo normal era que, cumplida tan desagradable obligación, se largara.

Sus enemigos locales —los peores— suelen recordar, como prueba de su aversión al galleguismo, que Rajoy siempre utilizó el español en el parlamento regional y que se ausentó de la votación que puso en marcha la nefasta política lingüística, calcada de la catalana. Se olvida que Rajoy tenía tanto pedigrí galleguista como el que más: su abuelo paterno, Enrique Rajoy Leloup, fue uno de los redactores del Estatuto de Autonomía de 1932 y estuvo represaliado por el franquismo hasta comienzos de los 50. O sea, justo cuando Fraga empezó su meteórica carrera. En buena lógica, debería haber congeniado con Fernández Al-bor, que venía del galleguismo no separatista, muy ligado a la emigra-ción y a las nostalgias que le son propias. Nunca he visto a nadie tan emocionado como Albor, poco tiempo atrás, al saludar a los gallegos que venían de Buenos Aires para su investidura presidencial. Sin embar-go, a Rajoy, con toda su prosapia galleguista o por eso mismo —como a Pío Cabanillas, descendiente directo del «poeta de la raza»— el lagri-meo celta no le iba.

Así que, pese a que en 1982, siendo diputado autonómico, Albor le confió un cargo de intriga e importancia —Consejero de Relaciones Institucionales—, Rajoy dejó pronto el cauce regional por el munici-pal, solo aparentemente menor. De hecho, tras salir concejal por Pon-tevedra en las elecciones de 1983, se hizo con la Presidencia de la Di-putación provincial, foco del auténtico poder prebendario o caciquiquil y base del control del partido. Al que, por cierto, volvería en 1988, poco después de anunciar que dejaba la política. Lo que había dejado en

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1986 era la política regional, al llegar a Madrid como diputado por Pontevedra, con Fraga pero de la mano de Romay Becaría, su mentor y padrino político.

Pero si Rajoy no parecía apreciar los vicios comunes y detestaba las efusiones sentimentales del galleguismo y las hazañas bélicas a las que le enviaba Fraga, ¿qué le gustaba? Aparentemente, nada. Rajoy era el hombre que estaba allí pero que podía perfectamente no estar, porque no se sabía lo que era. Con la perspectiva de hoy, puede decirse que su carrera política ha consistido en renunciar a ser a cambio de estar, es decir, de seguir estando. Por eso cuando en 1987 dijo que se iba, todos le creyeron. Es que Rajoy no era algo del todo o no quería ser del todo alguien: simplemente, estaba allí.

Además de su extraña personalidad, el mayor enigma de Rajoy es quizás su aparente animadversión a las ideas políticas. Eso lo distingue de casi todos los políticos de su partido o generación Fraga, Verstrynge, Herrero de Miñón, Aznar, Esperanza Aguirre, Mayor Oreja, Vidal Qua-dras, Fontán y el «Clan de Valladolid» (Aragonés, Cortés, Moreno), e incluso Romay, en los que su ideología ha marcado su carrera política. No los calumniemos diciendo que su ambición cedió a las ideas y principios que proclamaban. Eso, jamás. Todos se entregaron febril-mente a la búsqueda del Non Sancto Grial del poder. Pero, aunque hoy resulte difícil de creer, en todos los partidos y casi todos los polí-ticos del centro derecha desde la Transición —UCD, AP, PDP, UL, Partido Reformista («Operación Roca»), CDS y PP—, era esencial la búsqueda de la legitimidad política y la definición de una ideología que pudiera plasmarse aseadamente en un programa electoral. Visto desde hoy, lo esencial del liderazgo de Rajoy en el PP ha consistido, justamente, en liquidar aquella efervescencia intelectual propia de la derecha en los años ochenta, cuando hasta el joven Mariano, al entrar en política, tuvo que definirse.

Conviene insistir en ello: los años 80, marcados por el liderazgo de Thatcher, Reagan y Wojtila fueron de extraordinaria vitalidad en el ámbito liberal y conservador de todo el mundo. Todos viajábamos; to-dos leíamos; muchos publicábamos. Se tenía la sensación de estar aca-bando con el socialismo real y el electoral, con el gulag y el «ogro filan-trópico» del Estado, en feliz definición de Octavio Paz. Al menos, se vivía en la convicción de tener que intentarlo. Para ello era esencial

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fundar un, dos, tres, muchos medios de comunicación y crear platafor-mas para combatir la hegemonía de la izquierda y demostrar su miseria intelectual.

El episodio más fecundo y que mejor conozco salió de aquellos años de lío y fervor, cuando los clubes liberales de Madrid fletaban au-tobuses para rescatar de las pecadoras manos del PSOE el anual home-naje a «La Pepa»; o cuando Esperanza Aguirre, en nombre del Ayunta-miento de Madrid, rindió homenaje a Von Mises y un funcionario listillo lo corrigió: Von Karajan. Aquella turbamulta entre la prensa y la Universidad, la lucha de ideas y la política profesional llegó lejos y em-pezó alto:en Albarracín, cuyas Jornadas Liberales Iberoamericanas, or-ganizadas por José María Marco, Javier Rubio y yo, tenían el respaldo económico de Manuel Pizarro, al frente de Ibercaja. Fue el «Camelot» de Aznar… sin Aznar.

Allí, año tras año, sin cobrar, solo por el gusto de encontrarse y de-batir, subían los intelectuales y políticos liberales más importantes en lengua española: Mario Vargas Llosa, Carlos Alberto Montaner, Plinio Apuleyo Mendoza, Enrique Ghersi, Alberto Benegas Lynch, Gerardo Bongiovanni, representantes de la Atlas Foundation y de la guatemalte-ca Francisco Marroquín, Alberto Recarte, Arturo Fontaine, Aleix Vidal Quadras, Esperanza Aguirre, Carlos Aragonés, Lucía Figar, Alicia Deli-bes, Regino García Badell, Guillermo Gortázar, Pilar Del Castillo, Flo-rentino Portero, Rafael Bardají, Lorenzo Bernaldo de Quirós, Francis-co Cabrillo, José Raga, los jóvenes Somalo y Brandau y más de un centenar de lectores de Carlos Rangel, de Octavio Paz y, sobre todo, de Jean François Revel, que desesperaba a Vargas Llosa porque que siem-pre iba a venir y nunca venía, varado en La Rioja o en la Ribera del Duero. No es casualidad que el último acto de Aznar en Moncloa fue-ra condecorar a Revel.

En Albarracín, mientras tenían lugar, entre las salas y los bares, dis-cusiones y ligues, los debates ideológicos, yo hacía en directo La linterna de la Cope, junto al obispo Antonio Algora que, con el Gobierno de Aragón, la Diputación de Teruel e Ibercaja, lograron ese milagro que, gracias a Antonio Jiménez, sigue siendo la Fundación Santa María de Albarracín. Allí se repasaba el liberalismo de los últimos siglos, sin ínfu-las académicas. Se recuperaba —vía Grace-Hutchinson y Rothbard— la Escuela de Salamanca, se rendía culto a nuestro paisano Antillón, hé-

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roe de Cádiz, cuyo busto se esconde entre unos chopos de la vecina Santa Eulalia. Se repasaba, para entender la Restauración, a los puritanos, a Pastor Díaz, al Maura que no pudo ser. Mario Vargas Llosa y yo dis-cutíamos sobre Ortega acaloradamente y, luego, nos íbamos a cantar rancheras al Molino de abajo. Felizmente, no había móviles: aquellos selfies, hoy, nos crucificarían.

Criaturas nacidas en aquel Albarracín fueron la revista de pensa-miento La Ilustración Liberal —que yo quería llamar Nicomedes— en 1999; y, sobre todo, el diario liberal más importante de la red en espa-ñol, Libertad Digital (2000). Pero todo provenía de aquel afán creador de los ochenta, de Koestler y Walesa, Stockman y Aron, Friedman y Bu-chanan. Yo recuerdo la admiración que me produjo visitar en los años de Reagan la Heritage Foundation, que era el gran think tank de los re-publicanos, o el American Enterprise Institute, de los demócratas que apoyaban a Reagan en su política exterior contra la URSS. Era aquello lo que Juan Ramón Jiménez llama «el trabajo gustoso»: un ambiente de esfuerzo feliz, de ilusión política, en el que centenares de voluntarios de las ideas, galeotes de infinitos papers, formulaban toda clase de pro-yectos, siempre en favor de la libertad. Luego se remitían al Gobierno USA, a la tierna Unión Europea (Praga y Varsovia nos inspiraban), a Iberoamérica y, naturalmente, a España.

Rajoy nunca fue a Albarracín, pero en los partidos políticos que habitó —AP y PP— se producía ese fenómeno de debate ideológico, que en nuestro caso incluía el antifranquismo y el anticomunismo como las dos bases, contradictorias durante la dictadura, de las que de-bía nacer la nueva derecha. Los políticos profesionales encauzaron aquel turbión de ideas a través de las fundaciones: la conservadora Cá-novas del Castillo —de Fraga y Robles Piquer—, la democristiana Humanismo y Democracia —de Xavier Tusell, los Rupérez y Wert— y la Canalejas —liberal—. Aznar las refundió en FAES, y puso al fren-te a dos de los nuestros: Esperanza Aguirre y Vidal Quadras. AP, recon-vertida en PP, fue definida en 1990 por Aznar como un partido liberal y nacional, lo que pretendimos desde aquellos ochenta. Luego, el libe-ralismo aznarí se quedó en centrismo democristiano. Y las ideas de Es-paña y Libertad en mera gestión —y corrupción— del poder. O sea, lo que podía prever cualquier liberal. Pero la experiencia valió —mu-cho— la pena.

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Las ideas de Rajoy a la luz de El Faro de Vigo

¿Y qué era, en tanto, Rajoy? ¿Liberal, democristiano, neofranquista o populista? Es sorprendente que alguien que siempre se mostró como un gran orador resulte tan meticulosamente ágrafo. Pero hay dos textos de esos primeros años políticos que, a mi juicio, lo retratan y predi-cen. Son reseñas de sendos libros en El Faro de Vigo: Igualdad humana y modelos de sociedad (4-3-1983), cuando era parlamentario gallego, y La envidia igualitaria (24-8-1984), siendo presidente de la Diputación de Pontevedra.

El primer artículo evoca el etologismo, el determinismo y el irra-cionalismo romántico y antiilustrado (tan anti Rousseau como anti Kant), anticapitalista, antiliberal y antidemocrático de Benoist y la nueva dere-cha francesa que fascinaban a los nostálgicos del fascismo lírico, de la «aristocracia de intemperie», al estilo de José Antonio o Ledesma Ra-mos. Pero contra lo que han dicho los pocos que los han leído, Rajoy no aparece en ellos como fascista sino prefascista; reaccionario de casino más que totalitario de los años treinta; más identificable, y esto sí es im-portante, con la tecnocracia de Fernández de la Mora o López Rodó, que con el populismo de Fraga, una meritocracia fatalmente abocada a la democracia.

Rajoy va por otro camino. En apariencia, se limita a reivindicar la obvia desigualdad natural de los individuos frente al legalismo igualita-rista del socialismo, pero, en el fondo y no muy al fondo, late la nostal-gia de los privilegios del Antiguo Régimen. No cultiva la melancolía aristocrática del título, la dehesa y el oro; exalta un cierto confucianis-mo de Estado, la casta semihereditaria de los Altos Cuerpos de la Ad-ministración, que en Galicia no la forman propietarios sino militares, jueces, abogados y catedráticos.

Dice en el primero de los textos:

Uno de los tópicos más en boga en el momento actual en que el mode-lo socialista ha sido votado mayoritariamente en nuestra patria es el que predica la igualdad humana. En nombre de la igualdad humana se aprue-ban cualesquiera normas y sobre las más diversas materias: incompatibili-dades, fijación de horarios rígidos, impuestos —cada vez mayores y más progresivos— igualdad de retribuciones… En ellas no se atiende a crite-

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rios de eficacia, responsabilidad, capacidad, conocimientos, méritos, ini-ciativa o habilidad: solo importa la igualdad. La igualdad humana es el salvoconducto que todo lo permite hacer; es el fin al que se subordinan todos los medios.

Ya en épocas remotas —existen en este sentido textos del siglo vi antes de Jesucristo— se afirmaba como verdad indiscutible que la estirpe determina al hombre, tanto en lo físico como en lo psíquico. Y estos co-nocimientos que el hombre tenía intuitivamente —era un hecho objeti-vo que los hijos de «buena estirpe» superaban a los demás— han sido confirmados más adelante por la ciencia: desde que Mendel formulara sus famosas «Leyes», nadie pone ya en tela de juicio que el hombre es esencialmente desigual, no solo desde el momento del nacimiento sino desde el propio de la fecundación (…). La desigualdad natural del hom-bre viene escrita en el código genético, en donde se halla la raíz de todas las desigualdades humanas (…).

Esta búsqueda de la desigualdad tiene múltiples manifestaciones: en la afirmación de la propia personalidad, en la forma de vestir, en el ansia de ganar (…), en la lucha por el poder, en la disputa por la obtención de premios, honores, condecoraciones, títulos nobiliarios desprovistos de cualquier contrapartida económica… Todo ello constituye demostración matemática de que el hombre no se conforma con su realidad, de que as-pira a más, de que busca un mayor bienestar y además un mejor bien ser, de que, en definitiva, lucha por desigualarse.

Por eso, todos los modelos, desde el comunismo radical hasta el socialismo atenuado, que predican la igualdad de riquezas —porque como con tanta razón apunta Moure Mariño, la de inteligencia, carác-ter o la física no se pueden «decretar»— y establecen para ello normas como las más arriba citadas, cuya filosofía última, aunque se les quiera dar otro revestimento, es la de la imposición de la igualdad, son radi-calmente contrarios a la esencia misma del hombre, a su ser peculiar, a su afán de superación y progreso y por ello, aunque se llamen a sí mis-mos «modelos progresistas» constituyen un claro atentado al progreso, porque contrarían y suprimen el natural instinto del hombre a des-igualarse, que es el que ha enriquecido al mundo y elevado el nivel de vida de los pueblos, que la imposición de esa igualdad relajaría a cotas mínimas al privar a los más hábiles, a los más capaces, a los más em-prendedores…de esa iniciativa más provechosa para todos que la igual-

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dad en la miseria, que es la única que hasta la fecha de hoy han logra-do imponer.

Asombra, en una persona de la formación jurídica que se presupo-ne en un registrador de la propiedad, tal confusión entre las peculiari-dades de la especie y la idea misma de civilización política, que tiene en el Estado de Derecho el mecanismo para que la igualdad de todos ante la ley favorezca el afán de invención, progreso y legítimo enriqueci-miento personal propios del individuo en una sociedad libre. Lo chi-rriante en ese texto es que Rajoy no parece resaltar una idea sino cul-tivar un rencor. Es como si le apenara no ver a la nobleza de Cromañón triunfar sobre el vulgo de Neanderthal. Lo chocante es que en esa épo-ca, como ya he relatado, la derecha de todo el mundo, incluida la espa-ñola y buena parte de AP, defendía la «democracia de propietarios», norteamericana y thatcheriana. Los principios de igualdad y propiedad se oponían a los privilegios de los grupos de presión —políticos, sindi-cales, económicos— que impedían la libertad y la prosperidad material. De la crítica de Milton Friedman a la «tiranía del statu quo» hemos pa-sado, en un salto atrás político-genético, a una ensoñación vagamente carlista.

Pero lo que mueve a Rajoy, ¿es ideología o psicología? Yo creo que, sobre todo, es la reacción de alguien que se considera superior y se siente asaltado en sus bien ganados privilegios por gente inferior y con ideas tan injustas como equivocadas. Pero ante esa injusticia que para los liberales supone siempre el socialismo, Rajoy no pide más libertad sino que formula una reserva, un complejo silente, un resentimiento. Y el segundo texto de El Faro de Vigo, glosa de La envidia igualitaria de Gonzalo Fernández de la Mora, lo expresa aún más claramente:

Hoy pretendemos descubrir otro libro no menos magistral que analiza con profusión de detalles y argumentos aquella afirmación y el consi-guiente problema de la igualdad-desigualdad humana, pero que añade a este estudio el de otro tema no menos importante e íntimamente unido al primero, cual es el de la envidia, uno de los más graves y perniciosos de los pecados capitales (…).

Gonzalo Fernández de la Mora analiza de manera exhaustiva y pro-funda el problema de la envida —a la que define como «malestar que se

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siente ante una felicidad ajena, deseada, inalcanzable e inasimilable»—, de su utilización política (vaguedades como «la eliminación de las desigual-dades excesivas», «supresión de privilegios», «redistribución», «que paguen los que tienen más…» son utilizadas frecuentemente por los demagogos para así conseguir sus objetivos políticos), las defensas ante la misma (la huida, la simulación y la cortesía son medios de que tiene que valerse el «envidiado» para evitar el provocar el sentimiento), y la manera de supe-rarla que es la autoperfección y la emulación (…).

Demostrada de forma indiscutible que la naturaleza, que es jerárqui-ca, engendra a todos los hombres desiguales, no tratemos de explotar la envidia y el resentimiento para asentar sobre tan negativas pulsiones la dictadura igualitaria. La experiencia ha demostrado de modo irrefragable que la gestión estatal es menos eficaz que la privada. ¿Qué sentido tienen pues las nacionalizaciones? Principalmente el de desposeer —vid. Ru-masa—, o sea, el de satisfacer la envidia igualitaria. También es un hecho que la inversión particular es mucho más rentable si no es subsidiaria. En-tonces, ¿por qué se insiste en incrementar la participación estatal en la economía? En gran medida, para despersonalizar la propiedad, o sea, para satisfacer la envidia igualitaria.

Es evidente que la mayor parte del gasto público no crea capital so-cial, sino que se destina al consumo. ¿Por qué, entonces, arrebatar con una fiscalidad creciente a la inversión privada fracciones cada vez mayo-res de sus ahorros? (…). Lo equitativo es que las remuneraciones sean proporcionales a los rendimientos. En tal caso, ¿por qué se insiste en aproximar los salarios? Para que nadie gane más que otro y, de este modo, satisfacer la envidia igualitaria. El supremo incentivo para estimu-lar la productividad son las primas de producción. ¿Por qué, entonces, se exige que los incrementos salariales sean lineales? Para castigar al más la-borioso y preparado, con lo que se satisface la envidia igualitaria. Y así sucesivamente.

Lo pedregoso del estilo no impide extraer del texto dos elementos del mayor interés. Uno es el aire de época, privatizador frente al estata-lismo del franquismo primitivo y del alto funcionariado en que ya esta-ba Rajoy. Otro, más importante, anuncia la política que, llegado al poder, ha seguido Rajoy y se resume en esta frase: «La huida, la simulación y la cortesía son medios de que tiene que valerse el “envidiado” para evitar

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el provocar el sentimiento». Si yo hubiera leído estos textos de Rajoy en 1987 hubiera entendido comportamientos absurdos y contradicciones aparentes que, en rigor, son la aplicación mecánica de la regla de oro del envidiado: «Huida, simulación y cortesía». Esos tres principios han regi-do la acción de Rajoy desde que dejó de dejar la política hasta que se convirtió en el político español que lleva más años en las alturas. Y de los tres destila el factor más sórdido de la supervivencia política, que es la tolerancia, cuando no la complicidad, con la corrupción.

De combatir la corrupción a homenajearla

En De la noche a la mañana he contado en qué terminó esa moción de censura contra Albor en la que Rajoy, asqueado, anunció que dejaba la política. Todavía me veo correr por las calles de Santiago, junto a Luis Herrero, para dar la exclusiva en Antena 3 de radio del hallazgo del documento que explicaba la razón última del derribo del gobier-no regional elegido por los gallegos. Era un documento en el que el tránsfuga Barreiro adjudicaba a la empresa de juegos y apuestas —los Lao— una nueva lotería, «Las tres en raya». Con un error fatal: esa concesión oficial se había hecho antes de constituirse la sociedad. Con el documento en la mano, prueba aparente de la más desvergonzada prevaricación, el consejero de Presidencia, Villanueva Cendón, al que todos llamaban «Manancho», se presentó en el juzgado de guardia y denunció al traidor Barreiro. De ese modo, mientras caía Albor por la acaudalada puñalada de Barreiro, este iniciaba su calvario judicial que terminó en condena e inhabilitación política.

Lo que nunca pensé es que aquel episodio de corrupción en el que conocí a un tal Rajoy, terminara, un cuarto de siglo después, con aquel indignado ciudadano que dejaba la política porque no soportaba el he-dor de la cloaca política participando en el homenaje que La Voz de Galicia le rindió en noviembre de 2014 a Barreiro, quien recibió el pre-mio Fernández Latorre por sus veinticinco años como columnista po-lítico. Tarea a la que el tan brillante como poco fiable Barreiro quedó relegado tras su condena e inhabilitación para cargos públicos.

Barreiro habló de sus cuitas como si fueran méritos, de su «bajada al infierno de mi indignidad pública, que tanto hirió a mi familia y amigos

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(…). Le llamo infierno a mi expulsión del paraíso de la política, del que salí triste como un virtuoso del arpa al que le frenaran su carrera dándole un martillazo en un dedo». Pero la presencia de Rajoy lo cura: «Más allá de las dificultades que ambos hemos superado, sigue vivo el cariño y el compro-miso con el que nos consagramos juntos, en 1981, al servicio del país».

Rajoy no contestó recordando a Albor ni la fechoría que le llevó a anunciar que dejaba, asqueado, la política. El bálsamo contra la corrup-ción es… la política, que «lejos de ser el problema, es parte de la solu-ción, y se lo dice alguien que lleva más de treinta y tantos años en la vida política y que está enormemente orgulloso de ser un dirigente po-lítico». De haber teléfonos móviles en 1987, Barreiro tal vez hubiera recibido, como Luis Bárcenas, este sms: «Xosé Luis, sé fuerte. Te entien-do. Mañana te llamaré. Un abrazo».

El presidente del Gobierno con más años en la política

Pero ya volveremos, cuando vuelva Rajoy al primer plano de la po-lítica nacional en 2002, como vicepresidente primero y presidente de hecho en el eclipse de Aznar, a comentar su peculiar relación con el servicio público, ese que cierta casta confuciana, burocrática y políti-quera nos hace el favor de cobrarnos a los que solo por la fuerza hemos de pagar. Atendamos ahora a esa aburrida forma de mérito llamada estadística, que en el baloncesto como en la política suele resultar de lo más sorprendente. Desde 1987 —su primer cargo es de 1981— hasta, de momento, 2015, la vida política de Rajoy es tan larga, tan singular y ha tenido —por acción y, sobre todo, por omisión— tanta importancia en la política española que obliga a detenerse, siquiera brevemente, en algunos datos que la convierten en un caso único en la larga nómina presidencial de casi cuarenta años de democracia.

El rasgo más evidente es el de la duración. Desde las primeras elec-ciones democráticas en 1977, España ha tenido siete presidentes del Gobierno, todos ellos votados en el Parlamento y seis de ellos tras ven-cer en las urnas: Suárez, Calvo Sotelo, González, Aznar, Zapatero y Ra-joy. Sin embargo, pese a parecer el más anodino de todos, Rajoy es el que más años ha estado formando parte de la Oposición y formando parte o al frente del Gobierno. Total: veintiséis años (1984-2015).

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