fabricantes de miseria plinio apuleyo mendoza, carlos ... · latinoa m erican a a qu iene s se...

430
FABRICANTES DE MISERIA (1998) Plinio Apuleyo Mendoza, Carlos Alberto Montaner y Álvaro Vargas Llosa INTRODUCCIÓN EL PECADO ORIGINAL Vamos al grano: ¿de qué trata este libro? Trata de las ideas y de las actitudes que mantienen en la miseria a grandes muchedumbres latinoamericanas y a algunos bolsones de españoles y de otros europeos de la zona mediterránea. Trata de los gobiernos que con sus prácticas antieconómicas ahogan las posibilidades de generar riquezas. Trata de las órdenes religiosas que, encomendándose a Dios, pero con resultados diabólicos, difunden nocivos disparates desde los púlpitos y los planteles educativos. Trata de los sindicatos que, enfrascados en una permanente batalla campal contra las empresas, acaban por yugular la creación de empleo, impiden la formación de capital, o lo ahuyentan hacia otras latitudes. Trata de los intelectuales que desprecian y maldicen los hábitos de consumo en los que suelen vivir, prescribiendo con ello una receta que hunde aún más a los analfabetos y desposeídos. Trata de las universidades en las que estos

Upload: others

Post on 19-Oct-2020

1 views

Category:

Documents


0 download

TRANSCRIPT

  • FABRICANTES DE MISERIA (1998)Plinio Apuleyo Mendoza, Carlos Alberto Montaner y

    Álvaro Vargas Llosa

    INTRODUCCIÓN

    EL PECADO ORIGINAL

    Vamos al grano: ¿de qué trata este libro? Trata delas ideas y de las actitudes que mantienen en la miseriaa grandes muchedumbres latinoamericanas y a algunosbolsones de españoles y de otros europeos de la zonamediterránea. Trata de los gobiernos que con susprácticas antieconómicas ahogan las posibilidades degenerar riquezas. Trata de las órdenes religiosas que,encomendándose a Dios, pero con resultadosdiabólicos, difunden nocivos disparates desde lospúlpitos y los planteles educativos. Trata de lossindicatos que, enfrascados en una permanente batallacampal contra las empresas, acaban por yugular lacreación de empleo, impiden la formación de capital, olo ahuyentan hacia otras latitudes. Trata de losintelectuales que desprecian y maldicen los hábitos deconsumo en los que suelen vivir, prescribiendo con ellouna receta que hunde aún más a los analfabetos ydesposeídos. Trata de las universidades en las que estos

  • errores se incuban y difunden con una pasmosaindiferencia ante la realidad. Trata de los políticos quepractican el clientelismo y la corrupción. Trata de losmilitares que, convertidos en sector económicoautónomo, consumen parasitariamente una buena partedel presupuesto, y han gobernado o aún amenazan congobernar nuestras naciones como si fueran cuarteles.Trata de los empresarios que no buscan su prosperidaden la imaginación, el trabajo intenso y en los riesgos delmercado, sino en los «enchufes», la coima y el privilegiotarifado. Trata de los políticos que creen, erróneamente,que los salarios bajos son una «ventaja comparativa»,sin entender que de la pobreza se sale aumentando laproducción y la productividad, no pagando sueldos dehambre. Trata —también— de quienes enfrascados en eldiscurso de una pretendida solidaridad con loshumildes, ponen en práctica medidas antieconómicasque provocan males mayores que los que pretendencorregir. Trata, en fin, de los que llamamos «fabricantesde miseria»: esos grupos que, unas veces de buena fe, yotras por puro interés, mantienen a millones depersonas viviendo, a veces, peor que las bestias. Ojaláque este libro contribuya a sacar del error a losequivocados y a desenmascarar a quienes actúanmovidos por la demagogia, la mala fe o la másdevastadora ambición personal.

    De los casi cuatrocientos millones deiberoamericanos, aproximadamente la mitad vive muypobremente. Ese es el gran fracaso y la gran vergüenza

  • Huntington, Samuel, El choque de civilizaciones,1

    Paidós, Barcelona, 1997.

    de nuestro universo cultural y étnico. Formamos partede Occidente. Nuestras lenguas fundamentales (elespañol y el portugués), nuestras creencias religiosas,nuestro derecho, nuestras instituciones, nuestracosmovisión, en suma, tienen una raíz que nosidentifica como un enorme segmento de Occidente,pero, lamentablemente, constituimos el más miserabley atrasado de todos.

    Quizá esto explica que Samuel Huntington en supolémico libro El choque de civilizaciones no incluya a1

    Iberoamérica como parte de Occidente. El ensayistanorteamericano no sabe cómo «encajar» nuestra piezaen el rompecabezas. Es capaz, correctamente, de incluira España y a Portugal entre las matrices del mundooccidental, pero no al universo desovado por ellas alotro lado del Atlántico. Estados Unidos y Canadá sí,hijos de Inglaterra y, en gran medida, de Francia, sonparte esencial de Occidente, pero no Iberoamérica. ¿Porqué? Básicamente, porque la miseria iberoamericanamuestra una serie de pavorosos síntomas que ya noestán presentes en ningún rincón de Occidente: esetodavía altísimo porcentaje de analfabetismo en paísescomo Bolivia o Guatemala; ese cuadro de poblacionessin agua potable o electricidad; esos campesinos quetodavía cultivan la tierra con sus manos y malvivencomo en el siglo XIX, no encajan en el perfil de los

  • pueblos cultural e históricamente vinculados alOccidente de la Europa cristiana. Los «ranchitos» deCaracas, las «favelas» brasileras, los «pueblos jóvenes»peruanos, los «gamines» colombianos, las «villasmiserias» argentinas, los barrios de «chabolas»españoles, la indigencia de cascote y chapa de algunosbarrios habaneros —como los que llevan los derrotadosnombres de «El Fanguito» y «El Palo Cagao»—, de laque muchas jóvenes sólo pueden evadirse por medio dela prostitución, se parecen más a rincones de Lagos, delCairo o de Manila que a los paisajes urbanos del mundooccidental del que procedemos.

    Entre las naciones ricas, por supuesto, también haypobres, pero la pobreza de los países desarrollados noadmite comparaciones con la nuestra. La línea depobreza en Estados Unidos se calcula en algo más dequince mil dólares anuales por familia. Y pobres, segúnla Unión Europea, son aquellos que perciben menos dela mitad del promedio comunitario: unos quince milecus. Técnicamente, se considera indigentes a loshabitantes incapaces de acceder a la canasta alimenticiaque permita evitar la desnutrición. El informe del BancoMundial de 1990 define como pobres en la zonalatinoamericana a quienes se esfuerzan por subsistir conmenos de 370 dólares anuales. Dichos límites sonrelativos. En México, la pobreza moderada se sitúa pordebajo de 940 dólares per cápita, pero esta suma seríaobviamente redentora para los indigentes de Haití y deAmérica Central.

  • La mayor parte de los pobres latinoamericanos sonniños; y los niños son en su mayoría pobres. Tales niñosestán abocados a la mendicidad y al robo. Según laComisión Económica para la América Latina (CEPAL),el número de pobres se ha duplicado en América Latinadesde la década de los setenta. Se calcula que hoysobrepasa los doscientos millones de personas, lo queequivale al 45 por ciento de la población. La pobreza, osus secuelas, es la primera causa de mortalidad infantil.Causa un millón y medio de muertes al año.La pobreza, que es sobre todo visible en los cinturonesde miseria que rodean las ciudades, cuyos habitantespadecen de índices elevados de desempleo o desubempleo y están expuestos a enfermedadesinfecciosas y parasitarias, ha producido brotes deviolencia social y política en países como Brasil, Haití,Perú y Venezuela e inclusive en Cuba y Nicaragua.Hay una relación estrecha entre pobreza, educación ybaja productividad, sobre todo teniendo en cuenta quela productividad hoy en día está estrechamenterelacionada con la creatividad, la difusión y el uso deniveles de conocimiento. Las investigaciones del Nobelde Economía Gary Becker lo demuestran. Otros factoresque afectan a las economías latinoamericanas, y que serelacionan con la pobreza, son la estrechez de losmercados locales, la criminalidad y la violencia. En casitodos los países latinoamericanos se registranpreocupantes aumentos de la criminalidad urbana. Sóloen Colombia se contabilizan veintiséis mil asesinatos

  • por año.La economía informal es vista simultáneamente

    como problema y solución. Nace de la pobreza y es unadefensa ante la situación de los campos, la virtualimposibilidad de adquirir un estatus legal, crearempresas o construir viviendas. Las actividadesinformales son su único medio real de subsistencia. Seestima que el dinamismo y la creatividad de estossectores —libre expresión de mercados espontáneos—podrían impulsar considerablemente el crecimientoeconómico. Pero, desde luego, tiene sus inconvenientes,pues no media para ellos ningún sistema jurídico,carecen de toda protección social, no asumen ningunabase impositiva al margen del esfuerzo productor delpaís, con frecuencia roban agua, electricidad y materiasprimas a los canales de suministro, y contribuyen algrave deterioro del medio ambiente en las zonasurbanas.

    Naturalmente, en América Latina no se observa unamiseria uniforme que defina el perfil de nuestracivilización, y de ella no se puede deducir que estemosante una sociedad refractaria al progreso. Una buenaparte de la sociedad iberoamericana, por el contrario,exhibe formas de vida perfectamente intercambiablescon las de Estados Unidos, Canadá y la Unión Europea.Buenos Aires, exceptuados sus barrios marginales, esuna maravillosa ciudad comparable a cualquiera deEuropa. Nadie que conozca a Uruguay puede hablar deindigencia o de pobreza abyecta. En Brasil —se ha dicho

  • muchas veces— conviven dos países: uno es Bélgica y elotro Senegal. Es decir: hay decenas de millones depersonas que se alimentan, comunican, informan otrasladan como los habitantes del Primer Mundo. Perojunto a ellas hay otras tantas decenas de millones deseres humanos que viven en una miseria perfectamentecalificable como tercermundista.

    Y es tan desesperante este contraste que, de untiempo a esta parte, comienza a observarse una especiede fatiga en la lucha contra la pobreza, y surgen vocesfatalistas que nos hablan de segmentos de población«naturalmente excluibles». Esto es: grupos humanosque supuestamente nunca podrán abandonar ladesdichada forma en la que viven, pues en la sociedadmoderna no hay la menor esperanza para ellos o parasus descendientes. Sencillamente —opinan estosagoreros— perdieron la posibilidad de integrarse en losmecanismos productivos de la sociedad contemporánea,y es muy probable que jamás puedan educarse, teneracceso a un puesto de trabajo estable y, en algunos casosextremos, ni siquiera a un techo permanente. Gente quenacerá en la calle y en ella morirá tras una vida deviolencia, privaciones y enfermedades.

    ¿Es esto cierto? Por supuesto que no. Ese cruelpesimismo es un disparate. Si algo hemos aprendido enlas últimas décadas del siglo XX es que los pueblospueden abandonar la miseria a un ritmo tal que esposible nacer junto a un charco inmundo, comido deparásitos, pero alcanzar la madurez dentro del

  • razonable confort de los niveles sociales medios. Lodemostraron los taiwaneses, los coreanos, los españoles,los portugueses, y hoy, pese a los altibajos de laeconomía, lo están demostrando los malayos, lostailandeses y —entre nosotros—, con más éxito queningún otro pueblo, los chilenos.

    Claro que hay esperanzas para los pobres deAmérica Latina. El crecimiento económico en la región,en las primeras ocho décadas del siglo, fue uno de losmás altos del planeta: un promedio del 3,8 por ciento.Muy superior al de Asia y desde luego al de África. Algoque se explica por el incremento de la demanda deproductos básicos por parte de los países desarrollados,por la vigorosa industrialización de la región, y por lafinanciación extranjera. Crecimiento desigual, sinembargo, pues se estima que la concentración deingresos se incrementó en países como Argentina,Brasil, Chile, Colombia y México.

    De todas maneras, este crecimiento se reflejó en losíndices de empleo, en el suministro de agua, en la mejoratención médica y en la salud. Subieron notablementela esperanza de vida infantil y la ingestión de calorías,mientras disminuyó la mortalidad. Aumentarontambién las tasas de ingreso escolar y alfabetización.Globalmente, la esperanza de vida ha escalado en lasúltimas cuatro décadas, de 40 a 67 años, pero es muyprobable que esa disminución de la mortandad se debamás a la difusión de antibióticos y vacunas que acualquier otra causa. Igualmente, se ha reducido el

  • crecimiento demográfico.En cierto sentido, dos países con estadísticas fiables

    son ejemplares en América Latina: Chile y Costa Rica.En ambos la mortalidad infantil ha descendido del 70 o75 por ciento a menos del 13 por ciento. Más del 90 porciento de la población puede acceder a los serviciosmédicos primarios. También estos dos países, junto aCuba, Uruguay y Argentina, son los que registran unmenor nivel de analfabetismo en todo el continente yuna de las tasas más elevadas de esperanza de vida.

    En la llamada «década perdida» de los ochenta, lapobreza aumentó como consecuencia de la difícilcoyuntura económica entonces vivida por la mayoría delos países latinoamericanos. No obstante, el aumento dela pobreza fue muy desigual según los países. Fue bajo,por ejemplo, en Uruguay y Costa Rica, y muy alto enMéxico, donde la proporción de pobres se incrementóde una tercera parte del censo en 1970 a la mitad amediados de los ochenta. También registraron cifrasmuy desfavorables países como Bolivia, Honduras yGuatemala.

    Otra característica de la evolución de la pobreza enel área: de fenómeno eminentemente rural pasó a ser unfenómeno urbano. El número de menesterosos es mayoren las ciudades, debido esencialmente a la emigraciónde pobres hacia los centros urbanos. Esta concentraciónse ha incrementado en Colombia por el fenómeno de laviolencia. La mayor pobreza urbana se registró enciudades del Brasil y del Perú. En este último país, sin

  • embargo, la pobreza de la selva o de las regiones ruraleses aún mucho mayor que la que se concentra en Lima.

    Pero hay esperanzas. En la década de los cincuenta,por lo menos seis países de América Latina tenían uningreso per cápita más alto que el de España (Argentina,Chile, Uruguay, Cuba, Venezuela y Puerto Rico), datoevidenciado por el signo de las migraciones (losespañoles pobres viajaban a estos países en busca deoportunidades), más hoy España casi duplica la rentapor persona de Argentina, el país de más alto nivel devida en toda América Latina. Es decir, en nuestros díasse sabe con bastante precisión cómo aliviar y erradicarvelozmente la pobreza, hasta conseguir modos de vidaconfortables. Es una fórmula al alcance de todas lassociedades, que nada tiene de secreta, y que consiste enuna suma relativamente sencilla de políticas públicas,un enérgico esfuerzo en materia educativa, legislaciónadecuada, y un sosegado clima político, económico ysocial que propenda a la creación de riquezas, estimuleel ahorro y genere montos crecientes de inversión.

    Y si, aparentemente, la batalla contra la pobreza noes tan cuesta arriba, ¿por qué los latinoamericanos nohemos podido «ganarla»? México, por ejemplo, quegoza de estabilidad desde 1928, y durante setenta añosha sido gobernado por un partido «revolucionario» quedice defender los intereses de los oprimidos, mantieneen la pobreza a cuarenta y cinco de sus noventa millonesde habitantes: ¿por qué? La respuesta acaso no sea muycompleja: porque prevalecen las ideas y actitudes

  • equivocadas. Las ideas y las actitudes tienenconsecuencias, y las malas ideas y las malas actitudesgeneran, por supuesto, malas consecuencias. Ahoraentremos en materia.

    I. LOS POLÍTICOS

    EL VENDEDOR DE MILAGROS

    Comencemos por los políticos. Son nuestrosfabricantes de miseria por antonomasia. Es contraquienes primero se alza el dedo acusador de la sociedad,quizá por ser los más visibles de todos nuestrosciudadanos. Ser político, en nuestros días, es ser elpayaso de las bofetadas. El prestigio es mínimo. Eldescrédito es enorme. Las burlas son constantes. Lafalta de credibilidad resulta casi total. Hemos llegado alextremo de que los políticos tienen que asegurar queson otra cosa si desean aspirar a un cargo público.Tienen que disfrazarse. Jurar que son outsiders. Esa fuela táctica de Noemí Sanín y —en cierta medida— deAndrés Pastrana durante las elecciones que tuvieronlugar en Colombia en el verano boreal de 1998. Fue, enel pasado, la estrategia de Fujimori y hoy es la táctica deIrene Sáez y del teniente coronel Chávez, «la bella y la

  • bestia» de la contienda electoral venezolana. Es, ensuma, lo que intenta cada aspirante a presidente,senador, diputado o alcalde: proponer su candidaturaasegurando que cualquier parecido con los políticosconvencionales es pura coincidencia.

    ¿Por qué esta etapa de intenso desprestigio? Sinduda, porque casi todas las sociedades, según lasencuestas, piensan que los políticos les han fallado. Nosuelen verlos como hombres de Estado que cumplenuna función o como los guardianes del bien común, sinolos ven como unos tipos deshonestos y mentirosos,dispuestos a hacer cualquier cosa por enquistarse enalgún pesebre gubernamental con el ánimo dedesangrarlo. «Vivir fuera del presupuesto es vivir en elerror», suelen decir los políticos mexicanos, tal vez losmayores expertos del planeta en apropiarse del dineroajeno. Y vivir dentro del presupuesto es lo que intentanmillares de nuestros pretendidos servidores públicos.Las historias son tantas que no vale la penaconsignarlas. Se dice que los Salinas se apoderaron decentenares de millones de dólares. Alan García llegó alPalacio de Pizarro con una mano delante y otra detrás.Cuando se exilió en París se las enseñó a la prensa y lastenía llenas de diamantes. Es decir, ya era un hombremuy rico. El ecuatoriano Bucaram y el guatemaltecoSerrano no sorprendieron tanto por las deshonestidadesen que incurrieron como por la rapidez con que lohicieron. Visto y no visto. Robaron a la velocidad de laluz. La revista Forbes atribuye a Fidel Castro una

  • inmensa fortuna de decenas de millones de dólares,mientras los cubanos se mueren de hambre. «¿Por quéroba bancos?» le preguntaron alguna vez a un famosoasaltante norteamericano. «Porque es ahí dondeguardan el dinero», contestó con lógica cartesiana ycierta incredulidad ante la tonta duda del periodista.Algo así pueden contestar algunos políticoslatinoamericanos manifiestamente sinvergüenzas:«¿Por qué quiere llegar a la presidencia?» «Porque esahí donde está el dinero.»

    Claro que hay decenas de excepciones. Ni Aylwin, niLuis Alberto Lacalle, ni Osvaldo Hurtado, ni BelaúndeTerry, ni Lleras Camargo o Rómulo Betancourt —porsólo citar media docena de gobernantes— salieron de lapresidencia con un dólar más de los que tenían cuandola recibieron. Pero, lamentablemente, las figurashonradas pesan poco a la hora del recuento. La imagengeneralizada, la que la sociedad mayoritariamentesustenta, es la del político corrompido que prometevillas y castillas, pero acaba alzándose con el santo y lalimosna.

    Sin embargo, tal vez la corrupción que más cuestano es ésta muy visible de la coima y el sobreprecio, sinootra más sutil y escondida que consiste en utilizar alEstado como un botín para comprar conciencias. Es elpolítico que cede ante peticiones abusivas de ciertossectores del electorado para ganarse sus favores a costade arruinar el país. Esa es la otra corrupción, lasilenciosa, casi indetectable, porque quien la autoriza no

  • se mancha las manos. No se queda con lo que no lepertenece. Sencillamente, lo entrega a otro. Esto es,dilapida los bienes comunes en beneficio de un grupopoderoso y en perjuicio de quienes no tienen fuerzaspara defender sus intereses y derechos. Y todavía hayotra clase de nefasto político que, si cabe, es aún peor,pues cínicamente combina la virtud personal con lasflaquezas ajenas. Es el político al que no le interesa eldinero o el lujo, se coloca más allá del bien y del mal,pero tolera y hasta estimula la corrupción de sussubordinados. Para esta fauna la corrupción es uninstrumento de gobierno, un apaciguador de enemigosy una forma de recompensar a aliados circunstanciales.¿Un buen ejemplo? Joaquín Balaguer: caso clásico decorruptor incorruptible, además del patriarcal FranciscoFranco de los españoles.

    El asunto es peliagudo, porque en Iberoamérica—especialmente en América Latina— estamos ante unfenómeno de descrédito generalizado de los políticos,como consecuencia, entre otras razones, de lasdesvergüenzas que hacen los gobernantes paracomplacer a un electorado que, simultáneamente, lospremia y los condena por las mismas razones. Loseligen para que otorguen prebendas y los despreciancuando las distribuyen. De ahí que en épocas debonanza nuestras sociedades no sean muy críticas conla deshonestidad de los políticos. Si «reparte», hasta loreeligen sin miramientos. El desfachatado lema de unpopularísimo político cubano de principios de siglo,

  • José Miguel Gómez, refleja esta cínica actitud: «Tiburón—así le decían— se baña, pero salpica.» Y el pueblo loamaba intensamente.

    La tragedia radica en que, desde el momento mismode la fundación de América Latina, el Estado fue unafuente de rápido aprovisionamiento para políticos ygentes influyentes. La sociedad —la clase dirigente—vivía del Estado y no al revés, que es lo conveniente. Yesta perversa relación de fuerzas acabó convirtiéndoseen un rasgo permanente de nuestra manera devincularnos. Los políticos y funcionarios arribaban alpoder para saquearlo. Era lo natural. Y cuando llegó lahora de las repúblicas, y luego de la democracia,nuestras

    sociedades no demandaban honestidad y buenmanejo de la cosa pública, sino tajadas, privilegios,porciones del botín. La noción del bien común se habíadesvanecido o nunca había existido del todo.

    Así ha sido hasta nuestros días. Con frecuencia, los«líderes» de los partidos y sus familiares cercanosentran a saco en el tesoro común. Luego les siguen losdirigentes nacionales o regionales, quienes aspiran acargos públicos bien remunerados en los que sea posiblellevar a cabo uno que otro «negociete» que les asegureuna existencia muelle para el resto de sus vidas. Lossimples militantes se conforman con menos. Quieren unseguro puesto de trabajo para ellos o para sus parientes,porque la noción del nepotismo no existe. Para losmilitantes lo más natural del mundo, lo que esperan de

  • su partido cuando llega al poder, es algún trato de favor,una canonjía, en suma, un salario. «Nepotismo» —hadicho con amargura Ricardo Arias Calderón, unhonrado político panameño— «es cuando uno coloca asu sobrina; cuando uno coloca a la sobrina de otro, a esolo llaman solidaridad». Esto es propio de países pobres.En España, hasta hace relativamente poco tiempo, noera distinto. A Romero Robledo, un cacique deprincipios de siglo, solían recibirlo en los mítines conuna consigna coreada: «Romero, colócanos a todos.» Esconveniente entender este fenómeno para no cargar lastintas injustamente. Los políticos latinoamericanos noson más ni menos corruptos que las sociedades en lasque actúan. Aquí no hay víctimas y victimarios, sino untriste sistema de complicidades en el que los méritospersonales suelen tener menos calado que los«enchufes» y las «palancas». Sólo que ese«clientelismo» envilece el aparato de gobierno hastahacerlo prácticamente inservible.

    ¿Por qué sucede algo así en Iberoamérica? Larespuesta es muy simple: porque la debilidad de nuestrasociedad civil es extrema. Vivir fuera del presupuesto,más que vivir en el error, es vivir en peligro de morirsede hambre, pues no hay suficientes empresas, y las quehay, en líneas generales, no han creado riquezas comopara ofrecerles a las personas un destino mejor o másseguro que el que pueden obtener del Estado. Añádaselea este dato un rasgo fatal de los pueblossubdesarrollados: la falta de especialización de la

  • población. Donde todos saben hacer lo mismo, eltrabajo vale muy poco, la competencia por un empleo esferoz, desaparecen las oportunidades, y sólo queda unatabla de salvación: el sector público, ese delta de aluviónen el que van acumulándose legiones de gentes sinoficio ni beneficio hasta constituir un fragmento laboralal que no se le pueden exigir responsabilidades. Másque burocracias estatales son viveros de partidarios: unejército indómito e inepto que trabaja poco, pero al quese le paga menos, porque las arcas del Estado siempreestán exangües.

    No es nada fácil romper este círculo vicioso.Supongamos que un político honrado y moderno,sabedor de estas dolorosas verdades, decide hablar claroy en lugar de prometer «colocaciones», prometeestablecer una administración basada en el mérito, elconcurso y la utilización cuidadosa de los bienespúblicos, ¿lograría el apoyo de la ciudadanía? ¿Votaríanlos latinoamericanos, especialmente en los países máspobres, por políticos que ignoren las necesidadesmateriales de sus correligionarios de partido?Probablemente tendrían grandes dificultades en salirelectos porque inmediatamente entrarían en conflictodos sistemas de valores contradictorios que suelenanidar en nuestras sociedades. Teóricamente creemosen la equidad, la meritocracia y el imperio de las reglasjustas, pero simultáneamente cultivamos la lealtad alamigo en desgracia y el otorgamiento de privilegios y eltrato de favor como forma de mostrar nuestra

  • solidaridad y nuestro poder. De donde se deduce unaincómoda lección: es probable que nuestros políticos sehayan ganado a pulso la mala imagen que lesendilgamos. Pero es seguro que cada pueblo tiene lospolíticos que se merece. Que nos merecemos, que noshemos buscado.

    ¿Hay alguna forma de adecentar los gobiernos y dedevolverle a la clase política la dignidad que ha perdidoy que tanto necesita? Sí, pero esto sólo ocurrirá cuandola sociedad civil sea lo suficientemente poderosa comopara ofrecerles a las personas un mejor destino que elque brinde el sector público. En los países del PrimerMundo —y ése es uno de sus síntomas más elocuentes—es mucho más rentable ser ejecutivo de una empresasolvente que diputado o funcionario. ¿Quién, porejemplo, pudiendo ser presidente o jefe de operacioneso director de marketing de General Motors o de Nestléaceptaría convertirse en un pobre y atribulado senador?Muy poca gente, por supuesto.

    Los partidos políticos

    No obstante la clara voluntad actual de alejarse delos partidos, los políticos saben que, finalmente, nopueden operar en el vacío. Tienen que crear o formarparte de alguna estructura. Es inevitable. No haydemocracia sin contraste de pareceres, sin opinionesdivergentes, sin pluralismo. En una democracia es

  • básico que todos los individuos que lo deseen puedanparticipar. Pero para participar de una maneracoherente, sin que se produzca una caótica Torre deBabel, hay que contar con cauces que organicen esasopiniones de manera que puedan convertirse enefectivos cursos de acción. Esos cauces son (o debieranser) los partidos políticos. Constituyen algo así como laarmazón sobre la que descansa el proceso democráticoy es urgente restaurarles el prestigio perdido porque enello puede que nos vaya la convivencia civilizada.Cuando y donde no hay diversos partidos políticos seproducen formas autoritarias de gobierno. Mandanciertos grupos privilegiados, como sucedía en la URSS,o mandan los hombres fuertes, los autócratas,convencidos de que sólo ellos son capaces de encarnary representar la voluntad del pueblo. Napoleón lo teníaperfectamente claro: «Gobernar a través de un partidoes colocarse tarde o temprano bajo su dependencia.Jamás caeré en ese error.»

    La segunda premisa tiene un fuerte vínculo con laanterior. Sin democracia es difícil crear sociedades enlas que esté presente el desarrollo intensivo. Es decir, enlas que de manera creciente, aunque pudieran surgiraltibajos, la inmensa mayoría de la población veamejoras sucesivas en su forma de vida y en la cantidadde bienes y servicios a su disposición. No en balde —y esbueno reiterarlo machaconamente— las veintesociedades más prósperas del planeta son democracias.Son prósperas porque son democracias y

  • —admitámoslo— también son democracias porque sonprósperas. Es más fácil ser demócrata con el estómagolleno. Estas democracias se legitiman porque sabensuperar las crisis económicas, porque brindan coneficiencia ciertos servicios mínimos y porque, auncuando existen enormes desigualdades, la franja máspobre de la población es objeto de un trato solidario porparte de los más afortunados.

    Nadie nace demócrata o autoritario. Es laexperiencia lo que inclina a las personas en una u otradirección. Cuando esto sucede, cuando la ciudadaníaobserva que el sistema democrático opera en suprovecho, y cuando comprueba que los partidos,realmente, recogen las diversas voluntades de lasociedad, hay satisfacción y respaldo tanto para elmodelo democrático como para los partidos. Perocuando no resulta claro que la democracia y los partidosson instrumentos parala mejora de los individuos,entonces se produce el rechazo global al sistema o unaletal indiferencia. Esto se vio en Alemania, Italia yE s p a ñ a e n lo s a ñ o s v e i n t e , t r e i n ta , y—lamentablemente— es el pan nuestro de cada día enAmérica Latina. No es que los latinoamericanos sean,por naturaleza, autoritarios o estén genéticamentepredispuestos a rechazar el sistema plural de partidos.Es que no ven una mínima coherencia entre el bellodiscurso oficial y los resultados tangibles que seobtienen. El fascismo y el comunismo —las dos caras dela misma moneda— se nutren de los fallos prolongados

  • del sistema democrático.¿Cómo sorprenderse de que los venezolanos

    aplaudieran al teniente coronel Chávez tras su intentonagolpista de 1992 si tres décadas de democracia adeca ycopeyana, empapadas en una enorme corrupción, nohabían conseguido erradicar la miseria de grandesmasas de la población y ni siquiera organizar un serviciode correo que sirviera para algo? La empresa Datos deCaracas dio a conocer en octubre de 1995 una encuestasobre el «Pulso Nacional» que reflejaba el rechazo de losvenezolanos al sistema. Sólo un 3 por ciento pensabaque Venezuela gozaba de un sistema eficaz y modernode organizar la convivencia. El 71 por ciento, en cambio,lo calificaba de «obsoleto» y «caduco». La inmensamayoría veía el futuro con un enorme pesimismo. ¿Porqué extrañarnos de la reacción peruana de apoyo alautogolpe dado por Fujimori en Perú en ese mismo año,cuando todavía estaban vivos en la memoria colectivalos desmanes del gobierno de Alan García y la fataldesorientación de todas las fuerzas políticas del país?Los peruanos no eran «fujimoristas». Estaban hastiadosde partidos políticos corruptos e inoperantes.Naturalmente, esos espasmos autoritarios de nuestrospueblos, inducidos por los fallos de nuestro sistemapolítico y por la incapacidad de nuestros partidos paraorganizar eficientemente la vida pública, tiene unaltísimo costo, pero éste es de casi imposibleponderación. Con grandes dificultades podemoscalcular lo que nos cuestan la guerrilla, el militarismo o

  • la corrupción, pero resulta casi imposible hacer lomismo con el mal manejo de nuestros partidos políticos,más es posible asegurar que aquí radica uno de losproblemas clave de nuestra sociedad. En todo caso, esfactible hacer un inventario, aunque resulte somero, delos principales defectos que aquejan a nuestros partidos,y de ahí podremos extraer las conclusiones pertinentes.Comencemos por un fenómeno que aunque no acaecesolamente en Iberoamérica, es aquí donde tal vez haalcanzado su mayor arraigo: el caudillismo.

    El caudillismo

    El origen de la palabra es latino —el diminutivo decaput, cabeza—, pero entre nosotros eso quiere deciralguien que ejerce un liderazgo especial por suscondiciones personales. Generalmente el caudillo surgecuando la sociedad deja de tener confianza en lasinstituciones. Es ese político concreto, con una cara yuna voz, que aparece cuando «falla» el sistema. Esalguien al que le atribuimos un liderazgo que lo ponepor encima de nuestras instituciones y leyes porque laesencia del caudillismo es precisamente ésa: no soniguales ante las normas. Pueden saltarse losreglamentos a la torera porque ésa es la demostraciónde su singularidad. Por otra parte, los caudillos pesanmucho más que sus propios partidos. Pesan tanto, quea veces los aplastan. Y ni siquiera tienen que ser

  • Pendle, George, Argentina, Royal Institute of1

    International Affairs, Londres, 1955.

    dictadores feroces, como el paraguayo Rodríguez deFrancia o el mexicano Santa Anna. América Latinaconoce varios tipos de caudillos, y algunos de ellostuvieron una vida política razonablemente democrática.Un caso notable de caudillismo democrático fue el delargentino Hipólito Yrigoyen, la figura dominante en laUnión Cívica Radical durante el primer tercio del sigloXX.

    Electo en 1916 en unas elecciones impecables en lasque por primera vez se estableció el voto universal ysecreto —aunque sólo para varones adultos como era lacostumbre en esa fecha— mantuvo un férreo control desu partido, donde se le tenía como una especie dehombre providencial. En 1928, tras la presidencia deMarcelo T. Alvear, se hizo reelegir. Tenía 75 años yestaba decrépito. Gozaba, justamente, de la fama dehombre honrado, pero no así su gabinete. GeorgePendle, que ha estudiado a fondo este período, lodescribe así: «El presidente, que no había sido nuncauna persona de claro juicio, se encontraba ahora senil;su rapaces subordinados, sin que él lo supiese,saqueaban todos los departamentos de laadministración, y él mismo fue incapaz de cumplir conla rutina corriente de su despacho (...) Los documentospermanecían sin firmar, los salarios no se pagaban y seolvidaba la cita que tenía con sus ministros.»1

  • La consecuencia de este desastre no se hizo esperar.En 1930, tras la debacle financiera de 1929, el generalJosé F. Uriburu dio un golpe militar y puso fin al largoperíodo de la restauración de la democracia, comenzadatras la derrota de Rosas en 1853, era gloriosa quecontara con estadistas como Mitre, Sarmiento,Avellaneda o Carlos Pellegrini. Período de casi ochodécadas en el que Argentina se había convertido en unade las seis naciones más ricas del planeta, mientrasrealizaba la proeza de absorber millones de industriososinmigrantes europeos, predominantemente de origenitaliano.

    Es cierto que la década de los treinta fue en todo elmundo la época de la expansión del fascismo y de lapreponderancia de los militares, pero es razonablepensar que si el radicalismo no hubiera estado —comoestaba— en el puño de Yrigoyen, un presidente másjoven y vigoroso, con la cabeza fresca, tal vez hubierapodido salvar la democracia en Argentina, ahorrándolela triste historia que luego sobrevino. Ese medio siglo deatropellos, sobresaltos y empobrecimiento paulatinoque permite asegurar que Argentina es casi el único paísdel mundo que ha pasado por un proceso desubdesarrollo progresivo. Sin abandonar la cabeza deAmérica Latina —todo hay que decirlo— dejó de ser unode los países punteros del mundo para sumergirse enuna innecesaria mediocridad. En todo caso, en 1933,cuando Yrigoyen murió, es probable que muchosargentinos ya comprendieran el peligro en que incurre

  • una sociedad en el momento en que desaparece la ley.El entierro de Yrigoyen fue un espectáculo de masascomo no vería Argentina hasta el surgimiento de Perón.

    En 1946, en efecto, apareció en Argentina otramodalidad de caudillo: en ese año el coronel JuanDomingo Perón alcanzó la presidencia con un ampliorespaldo popular, del que gozó toda su vida. En laselecciones de 1951 obtuvo el 63 por ciento de lossufragios, y en 1973, tras un largo período de exilio,recibió nada menos que el 61 por ciento de los votos. Ya diferencia de Yrigoyen, que fue un caudillo dentro desu partido, pero respetó las libertades, Perón siemprefue un dictador electo democráticamente. Es decir, unafigura autoritaria a la que los argentinos, con ciertadosis de irresponsabilidad, le entregaron el Estado asabiendas de que no respetaría la Constitución vigenteni tendría en cuenta los derechos de las minorías.Incluso, es probable que para eso mismo le dieran susvotos, para que gobernara a su antojo, pues ésa es lafunción de los caudillos: tomar personalmente y demanera inconsulta las decisiones que afectan alconjunto de la sociedad; sustituir la voluntad popularpor la de una persona a la que se le atribuyen todas lasvirtudes y talentos, y en cuyo beneficio la mayoría o unasustancial cantidad de ciudadanos abdica de susfacultades de pensar por cuenta propia.

    ¿Por qué los caudillos —y específicamente Perón—son «fabricantes de miseria»? En primer término,porque al no tener frenos constitucionales,

  • inevitablemente confunden los bienes públicos con lospropios y disponen de ellos con absoluta impunidad.Todavía es frecuente escuchar en Argentina,generalmente en un tono de cierta nostalgia, lasanécdotas de cuando Perón «regalaba» casas omotocicletas, olvidando que la procedencia de esosbienes era siempre la misma: los impuestostrabajosamente pagados por el pueblo.

    Todos los caudillos latinoamericanos, en mayor omenor medida, han actuado de forma similar,dilapidando insensiblemente los recursos del Estado alcarecer de cualquier clase de control. Así «operaban»Torrijos y su discípulo Noriega, propiciando elenriquecimiento de sus amigos o partidarios y la ruinade sus adversarios. Así actuaban Somoza y Trujillo,aunque estos últimos estaban más cerca del dictadorintimidante que de los caudillos propiamente dichos.Sin embargo, acaso el más «caro» —el que más le hacostado a su pueblo— de todos los caudilloslatinoamericanos ha sido Fidel Castro, siempre con susfaraónicos proyectos en el bolsillo de la chaqueta verdeoliva, sin importarle el costo o la factibilidad real de susfantasías. Nada menos que cien mil millones de dólaresle entregó la URSS en forma de subsidios a lo largo detreinta años —una suma ocho veces mayor que el PlanMarshall con que Estados Unidos reconstruyó Europatras la Segunda Guerra Mundial—, y con ese dineroMoscú y Castro sólo lograron que Cuba se convirtiera enuno de los países más pobres del continente.

  • Otros males

    Si algo hay de vinculación tribal y atávica en el cultopor los caudillos en Iberoamérica, otro rasgo antiguo yantidemocrático de nuestros lazos políticos hay querastrearlo en la militancia genética. Esto es, en elpartidarismo que se trasmite y recibe como una formaciega e inevitable de relación hereditaria. ¿Cuántaspersonas hay en Colombia, Honduras o Nicaragua quese califican de liberales o conservadores porque suspadres, sus abuelos y sus bisabuelos así sedenominaban? ¿Cuántos «blancos» y «colorados» hayen Uruguay que son lo que son por razones de estirpefamiliar? ¿Cuántos paraguayos son «colorados» comoconsecuencia de la tradición y no de una conviccióníntima y profunda?

    Los partidos políticos son, en realidad, un fenómenorelativamente moderno, surgido en el siglo XIX tras eldesmoronamiento de las monarquías absolutistas. Y noconstituiría un mal augurio que algunos de los partidosdemocráticos más viejos del mundo seanlatinoamericanos, a no ser por la dosis de irracionalidadcon que muchas de las personas militan en ellos. Estaafiliación hereditaria, a la que no concurre laponderación de las ideas sino la tradición familiar,contribuye a la ingobernabilidad de nuestros Estados ya la falta de esa mínima coherencia que debe existirentre los partidos y los programas de gobierno.

    No menos dañina es la falta de democracia interna

  • que exhiben nuestras agrupaciones políticas. Es lo quelos puertorriqueños llaman, en son de broma, la«democracia digital». Es decir, la selección de laspersonas en virtud del mágico dedo índice de loscaudillos y no por la voluntad soberana de los afiliados.Lo que no deja de ser un contrasentido, porque si lospartidos, una vez instalados en el gobierno, pretendenadministrar la democracia, más les valiera comenzarpor practicar en casa las reglas del juego recurriendo,por ejemplo, a elecciones primarias para seleccionar alos candidatos, en lugar de delegar esa tarea en el lídersupremo del partido.

    A Borges le gustaba decir que «la democracia era unabuso de la estadística». Broma aparte —a la que tanaficionado era—tal vez el autor de El Aleph no entendíael sentido último de la ceremonia electoral: legitimarracional e inapelablemente la autoridad de ciertaspersonas para poder mandar. Nadie en sus cabalespiensa que la democracia garantiza la selección de losmejores. Ese es un buen objetivo, pero no el másimportante. Lo vital es dotar de autoridad a los elegidospor un procedimiento basado en la razón objetiva, algoque sólo puede derivarse de la aritmética: nunca sepodrá asegurar que A es más inteligente y honrado oestúpido que B, pero no hay la menor duda de que diezes más que ocho. Esa es la única certeza que nos esdable alcanzar.

    ¿Cómo afecta la falta de democracia interna albolsillo de la población? ¿Por qué incluimos esta

  • práctica nefasta como un elemento «fabricante demiseria»? Muy sencillo: es probable que un político quedebe su cargo al escrutinio democrático y no a ladesignación arbitraria del líder del partido, puedaresponder mejor al bien común. En Estados Unidos, porejemplo, donde los políticos tienen una vinculacióndirecta con quienes los eligen, no están obligados a laobediencia partidista, y mucho menos a la sujeción a laautoridad de los dirigentes máximos de su bancada.Votan —o deben votar— de acuerdo con su conciencia,y tratando siempre de interpretar la voluntad de lamayoría de sus electores, pues de eso se trata la«democracia representativa».

    Naturalmente, este proceso de consultas periódicassuele ser caro, y ahí radica uno de los aspectos másdébiles y discutibles de la democracia: ¿cómo financiara los partidos y a los candidatos para que puedanparticipar en la contienda política? Y no se trata de unvago asunto técnico, sino de un tema fundamental en lautilización de los escasos recursos de la sociedad.

    Elegir a un presidente en El Salvador —el máspequeño de los países de América Latina y uno de losmenos poblados—cuesta veinte millones de dólares.Diez —por lo menos— a cada uno de los dos grandespartidos del país. Esto quiere decir, si tenemos encuenta la población y el PIB, que a los salvadoreños lescuesta seleccionar a un presidente muchísimo más quea los estadounidenses, y es probable que no exista unaforma humana de rebajar sustancialmente el monto de

  • esa factura, pues los costos de los medios decomunicación son cada vez más altos. El problema,pues, no consiste en reducir la propaganda y lainformación que se les brinda a los ciudadanos para quetomen sus decisiones, sino en determinar de dónde vana salir los fondos de campaña para que la sociedad noresulte perjudicada.

    En esencia, hay tres formas de financiar lasactividades electorales de los partidos. O se pagan confondos públicos, o se recurre a donaciones privadas, ose utiliza una combinación de ambas fórmulas. Quienesdefienden el financiamiento público suelen alegar quees la manera de evitar que los políticos contraiganobligaciones onerosas con grupos poderosos que luegoexigirán contrapartidas y favores especialesfrecuentemente impropios o ilegales. Quienes defiendenel financiamiento privado opinan que dar dinero es unaforma de participación democrática y que no debenprohibirse estas dádivas a las personas que deseancontribuir con una particular causa política. Por último,los que propugnan la fórmula mixta aceptan las doshipótesis, pero exigen total transparencia y limitan lasegunda a cantidades pequeñas que no comprometen laintegridad de quienes la reciben.

    Probablemente, la primera sea la menos imperfectade las fórmulas de financiamiento de los partidos, y laque, al menos teóricamente, mejor protege a la sociedady a los políticos de la presión de los poderosos y de losgrupos de interés. No hay duda de que para los países

  • esto resulta costoso, pero tal vez ese gasto sea muchomenor que el que se deriva de luego devolver favores enforma de industrias subsidiadas, absurdas tarifasarancelarias o compras amañadas en las que la sociedadabona un altísimo sobreprecio para compensar el aportedel empresario que pagó la campaña de políticotriunfador. ¿Y por qué no la fórmula mixta? Porque laexperiencia demuestra que cuando se establecen loslímites a las contribuciones individuales, el modo deviolar esa regla es relativamente simple: el grandonante, generalmente de acuerdo con el políticonecesitado de dinero, busca una serie de personas queaparentan ser ellos quienes aportan los recursos. Alfraude, pues, se le añade el envilecimiento masivo delproceso democrático.

    En todo caso, hay síntomas claros de que enIberoamérica, como en el resto del mundo, el peso de latelevisión y de los medios de comunicación —entre losque ya hay que incluir Internet— va cambiando lafisonomía de los partidos. Si a mediados de sigloDuverger advirtió la dicotomía entre partidos decuadros y partidos de masas, diera la impresión de quepoco a poco la balanza se inclina hacia las agrupacioneso partidos de cuadros.

    Tradicionalmente, los partidos ha reducido a sietesus objetivos principales: influir sobre la opiniónpública; profundizar la formación política de susmilitantes y de la sociedad; fomentar la participación delos ciudadanos en la vida política; capacitar ciudadanos

  • para asumir responsabilidades públicas; seleccionarcandidatos a participar en elecciones; influir sobre losgobiernos y parlamentos en la dirección elegida por elpartido; y aumentar una relación fluida entre pueblo ygobierno en beneficio del bien común. Y lo cierto es quepara llevar a cabo adecuadamente esas tareas acaso nosea necesario contar con organizaciones de masas ni conlegiones de militantes aguerridos, sino tal vez baste conla existencia de «cuadros» capaces, tener claras lasideas, saber comunicarlas con eficacia, adoptar unaconducta coherente con los valores que se defienden yasumir la lógica humilde del servidor público. Por esecamino, probablemente los políticos tal vez un díadejarán de ser payasos y de recibir bofetadas.

    II. LOS MILITARES

    HOMBRES SIN CUARTEL

    A fines de la década de los noventa, se estira sobreel panorama político de los países de lengua españolauna sombra militar creciente. Esos viejos fabricantes demiseria política, económica y moral en América Latinavuelven a la carga, a veces disfrazados, otras a cara

  • descubierta. Después de haberse retirado a sus cuartelesen los años ochenta, forzados por la olademocratizadora, han vuelto a poner las botas sobre lamesa, si bien no es posible comparar todavía lapresencia militar en la vida política, el autoritarismocivil apoyado en los ejércitos y la anemia de lasinstituciones democráticas con la última era dedictaduras latinoamericanas.

    Varios casos conforman, en esta década, un cuadrocontinental. En Chile, el ex dictador Augusto Pinochet,cuyo régimen supuso la desaparición de 3.197 personasy la violación sistemática de los derechos humanos y laslibertades cívicas, ha asumido el puesto de senadorvitalicio, de acuerdo con la constitución que él mismodictó. Da una idea del peso —en este caso disuasorio—que tienen los militares chilenos, el hecho de que laDemocracia Cristiana haya protegido a Pinochet en elCongreso contra los esfuerzos de un sector, que incluíaa algunos miembros de la propia coalición de gobierno,por desaforarlo de manera legal. Y los dos partidosherederos de Pinochet, agrupados en el Pacto Unión porChile, obtuvieron el 36 por ciento de los votos en laselecciones parlamentarias de 1997. En Venezuela, vimosa Hugo Chávez, el ex teniente coronel que en 1992intentó derrocar a Carlos Andrés Pérez, colocarse en1998 a la cabeza de los sondeos en la campaña electoralpara la presidencia de la república. En el Paraguay, el exgeneral Lino César Oviedo, que en 1996 intentó ungolpe de Estado contra el presidente Juan Carlos

  • Wasmosy, también logró en 1998, antes de ser impedidolegalmente de seguir adelante con su candidatura,ponerse adelante en los sondeos presidenciales, comocandidato del siempre poderoso Partido Colorado, apesar de estar entre barrotes con una condena de diezaños. En Bolivia, los ciudadanos eligieron presidente alex general Hugo Bánzer, dictador de su país entre 1971y 1978. En Colombia, el ex ministro de Defensa y ex jefedel ejército Harold Bedoya, que renunció en 1997 pordiscrepancias con la política gubernamental frente a lanarcoguerrilla, arrastró inicialmente simpatías en elproceso electoral, en el que también participó. EnEcuador, Paco Moncayo, jefe del ejército hasta febrerode 1998, pasó a la política después de dejar cl cargo, almando de una lista parlamentaria. Ninguno de estoscasos alcanza la gravedad de la situación peruana,donde el golpe de Estado fue consumado el 5 de abril de1992 e institucionalizado a partir de entonces, con losviejos elementos de siempre: violencia de Estado yrepresión, corrupción, eliminación de institucionesdemocráticas, copamiento de las instancias de poder.En Guatemala, Serrano Elías intentó en mayo de 1993el «fujimorazo» y terminó exiliado en Panamá, graciasal sobresalto democrático de sus compatriotas.

    No todos estos casos son comparables, porquealgunos tienen que ver con una afrenta directa a losvalores de la democracia y otros con el legítimo derechopolítico de ciudadanos que pasaron antes por lainstitución militar sin violar la ley o la constitución.

  • Pero es evidente, si sumamos a estos hechos las ínfulasautoritarias de muchos mandatarios democráticos, queen todos lados se cambia constituciones para conseguirla reelección, los gobiernos exprimen las institucionescomo trapos mojados y la democracia está perdiendovigor, y en ciertos lugares pudriéndose, a pesar de loscambios económicos suscitados en los años noventa.

    «El Perú ha vuelto a la normalidad», decía el poetaMartín Adán tras el golpe de Estado del general Odríaen 1948. Las cosas aún no vuelven, exactamente, a lanormalidad en América Latina, pero ya asoman en latrastienda los viejos súcubos de siempre. En verdad, elautoritarismo y el militarismo han rondado por elcontinente desde la primera parte de esta erademocrática inaugurada en los ochenta. Rebelión deFrank Vargas en una base aérea del Ecuador, en 1986,posterior secuestro del presidente Febres Cordero,asonadas de los «carapintadas» en la Argentina de 1987y 1988, rumores de golpe en el Brasil de 1988: la décadademocrática ya estaba preñada de amenazas. Eraexplicable: los ochenta venían a remolque de unadécada atroz. Entre 1972 y 1982 tuvimos diecisietegolpes de Estado en América Latina, más de cientoveinte mil desaparecidos por la represión, cientos demiles de muertos por el fuego cruzado de militares yguerrillas terroristas, y éxodos que hacen palidecer lasmigraciones bíblicas, con uno de cada cinco uruguayosdesterrados o cerca de un millón de chilenos endesbandada.

  • Pocos factores han sido tan perturbadores de la vidapolítica, tan decisivos en nuestra incapacidad paraafincar instituciones que rigieran la vida de las gentesde una manera estable y decente, como los militares.Ellos no han sido ajenos a las dolencias de la sociedadcivil —«No conozco un general que resista un cañonazode cincuenta mil pesos», dicen que dijo Alvaro Obregónen el México revolucionario—, pero su caso representaun agravante con respecto a los civiles corruptos yantidemocráticos. Sin la acción de los militares,nuestras repúblicas habrían visto fortalecerse susinstituciones civiles y buena parte de nuestrasdemocracias no se hubieran venido abajo cuando lohicieron. Quizá nuestras revoluciones exitosas tampocolo habrían sido si nuestros ejércitos se hubieranimplicado menos en la vida política. Un elemento clavedel subdesarrollo latinoamericano —y del español hastafines de los años setenta— han sido, pues, los militares,que en lugar de funcionar como institución han queridohacerlo como gobierno, y a veces como Estado, auncuando el déspota no lucía charretera.

    La guerra ha sido, por supuesto, uno de los aportespolíticos de nuestros militares, con la colaboraciónresuelta de muchos civiles, al subdesarrollo. A pesar delas voces lúcidas que bramaron contra lasconflagraciones inútiles y contraproducentes, como ladel Alberdi de El crimen de la guerra, nuestro siglo XIXparece, visto desde aquí, una sucesión de conflictosbélicos. Ni la guerra de la Triple Alianza, ni la guerra del

  • Pacífico, para citar sólo a las dos más importantes, sehubieran producido si no hubiera habido militares yciviles expansionistas e ideólogos para quienes lagrandeza de un país tenía que ver con el tamaño de suterritorio o los recursos naturales y no con los factoresque realmente deciden la riqueza o pobreza de unanación. Cuando, en otro episodio bélico del XIX, Chile ysu ideólogo Diego Portales, hombre de muchos otrosméritos, decidieron destruir la Confederación Perú-Boliviana (con la ayuda de militares peruanos comoGamarra), incurrieron en el error de creer que el pesoespecífico de un país es una función importante de lageopolítica, es decir de factores externos, y noesencialmente de sus méritos intrínsecos y de susenergías empresariales, como la de un Tomás Brassey,que iba sembrando el mundo de ferrocarriles mientrasnosotros nos entrematábamos. Es una lección que nosha dado, con renovada actualidad, la superpoderosa exUnión Soviética, que resultó tener los pies de barro yhoy se debate en unas arenas movedizas donde pareceimposible construir nada sólido.

    En este siglo, en el que, a diferencia del XIX, nohabía el pretexto de la definición de los territoriosindependientes pues éstos ya estaban bien definidos,también nos hemos enfrascado en estúpidas guerras,desde la del Chaco hasta la que enfrentó brevemente, enla región del Cenepa, en 1995, a peruanos yecuatorianos, pasando por otros conflictos yescaramuzas que de tanto en tanto han librado

  • Alberdi, Juan Bautista, El crimen de la guerra, AZ2

    Editora. Buenos Aires, 1994. Alberdi fue declaradotraidor a la patria por el gobieno de su país por suoposición a la guerra de la Triple Alianza.

    ecuatorianos y peruanos, colombianos y venezolanos,argentinos y chilenos. «La guerra es la realización delself-government judicial de los Estados en su sentidomás primitivo y bárbaro; es decir en el sentido deausencia absoluta de autoridad común» , dijo Alberdi,2

    al señalar que su país, la Argentina, había perdido encincuenta años la mitad de su territorio virreinal. Casiun siglo y medio después de pronunciada esta frase, notenemos ningún mecanismo que reproduzca a nivelcontinental el Estado de Derecho de modo que nuestrosmilitares ávidos de guerra y nuestros eternos golpistasno prosperen. No todas las guerras son injustas: hayguerras inevitables, cuando uno se defiende de laagresión externa, por norma proveniente de dictadores.Pero, en todo caso, nuestros militares han sido el factordeterminante en la crueldad, el costo y las nefastasconsecuencias políticas derivadas de dos siglos condemasiadas guerras.

    La caricatura política ha querido hacer de Bolivia elparadigma de la inestabilidad. Hablan por ahí dedoscientos golpes de Estado desde la independencia. Enverdad, han sido menos, pero han sido demasiados, y,lo que es peor, Bolivia está muy bien —muy mal—acompañada. En las últimas dos centurias, los cinco

  • Mesa, Carlos, Presidentes de Bolivia: entre urnas3

    y fusiles, Gisbert y cía., La Paz, 1990.

    países más inestables han sido El Salvador, Panamá,México, Colombia y Bolivia, a pesar de que Colombia yMéxico han registrado la mayor estabilidad delcontinente en los últimos cincuenta años.Curiosamente, entre los seis países más estables deestos dos últimos siglos están Haití, Guatemala yParaguay, estadística muy elocuente sobre la historia dela democracia en América Latina desde el nacimiento delas repúblicas. Ecuador, República Dominicana,Uruguay, Perú y Argentina tienen en promedio períodosde estabilidad de entre dos años y dos meses, y dos añosy seis meses. Desde 1825, «el 61 por ciento de losgobiernos de Bolivia han sido castrenses y la mitad desus gobiernos no han durado más de un año» . En3

    suma, la inestabilidad es un problema continental, y elmilitarismo una enfermedad de todos los países, con lasexcepciones, recientes en la historia, de Costa Rica y,hace muy poco, Panamá, que han eliminado susejércitos.

    Fauna con charreteras

    Por desgracia, nuestra fauna política militar no espura leyenda. Hemos tenido caudillos militares queparecen fugados del magín de Asturias, Carpentier o

  • García Márquez, pero que han sido demasiadoverdaderos. Antonio López de Santa Anna, el dictadormexicano, enterró su propia pierna, perdida en laguerra, con funerales de Estado. El general GarcíaMoreno del Ecuador azotaba a sus ministros en la plazapública y su cadáver fue velado sobre la sillapresidencial. El doctor Francia prohibió las cerradurasy los pestillos en las casas del Paraguay para demostrarque en su paraíso político nadie robaba. MaximilianoHernández Martínez es recordado como autor de lamasacre de veinte mil campesinos salvadoreños yporque se enfrentó a la epidemia de escarlatinaempapelando el tendido eléctrico con papel rojo. YMariano Melgarejo, el bárbaro boliviano, hizo desfilara sus soldados hacia el interior del Palacio presidencialen honor de un dignatario extranjero, con tantapersuasión en la voz de mando que los soldados, al norecibir instrucciones para detenerse, siguieronmarchando más allá del balcón y cayeron al vacío.Nuestros déspotas han sabido desbordar con laimaginación los límites de la realidad sólo para ejercerla prepotencia y la brutalidad, y han incrustado en lavida verdaderas locuras que hubieran sido menosmalignas en los libros de aventuras maravillosas.

    En nuestro siglo, cada país tiene también su déspotaemblemático, y en algunos casos más de uno. RafaelLeónidas Trujillo marcó buena parte del siglodominicano desde que en 1930 asaltó el poder sobre ellomo de la Guardia Nacional. En Nicaragua se trató de

  • la dinastía Somoza, inaugurada por el «liberal» (¡ay!)Anastasio Somoza, también salido de las entrañas de laGuardia Nacional. En Brasil, el simbolismo despótico loencarna Getulio Vargas, por más que no fue muysangriento y llegó al poder en hombros de unarevolución que denunciaba un fraude electoral. Suautoritarismo —también encabezaba una AlianzaLiberal— se combinó con la obra pública, eldesarrollismo, el Estado Novo —el de siempre pero másgrande y voraz—. Aunque no se trató de un militar, lomilitar fue un factor decisivo, tanto para auparlo alpoder y sostenerlo allí catorce años como para acabarcon él después. El militar paraguayo Alfredo Stroessnerduró cuatro décadas en el poder, y aún hoy es visible laherencia de su régimen vertical. En Argentina, que hatenido más dictaduras, como la que «desapareció» anueve mil personas, Juan Domingo Perón, otro hijo dela institución castrense, ha quedado registrado como eltirano estelar, no sólo por su dictadura sino porquevolvió a su rico país un laboratorio de crear miseria.Como buena parte de los regímenes no democráticos,tuvo el efecto pernicioso de convertir la fuerza en elmecanismo de relevo, y en 1955, tras sufrir un golpe deEstado, logró refugiarse en una embarcación militarparaguaya en el puerto de Buenos Aires (como se sabe,18 años después volvió en loor de multitud y fue elegidoen las urnas). Velasco Ibarra, en Ecuador, superó losrecursos demagógicos de todos los compatriotas suyosque pasaron por el poder antes y después, que no han

  • sido demasiados porque él mismo fue elegido cincoveces (en algunas de las cuales debe escribirse«elegido», con unas elocuentes comillas), la última en1968, cuando tenía 75 años. Sus gobiernos tambiénfueron autoritarios y estuvieron apoyados en lostanques. En el Perú, Juan Velasco Alvarado, el militarsocialista, puso a su país muy cerca de la órbita soviéticasin atreverse a cruzar al otro lado y se las arregló paraintroducir nuevas formas de subdesarrollo institucionaly económico bajo un régimen represivo aunque másbien incruento. Fidel Castro, que ha igualado en años deimperio a Francisco Franco, el dictador españolcaracterístico, es el tirano cubano por excelencia. RojasPinilla es quien acude a la lengua más rápido en el casode Colombia, no porque fuera más violento que otros niporque detentara el poder más tiempo, sino porque, apesar de estar en el gobierno muy pocos años fue la gotaque colmó el vaso de la paciencia de sus compatriotas yprovocó el pacto de Sietges entre liberales yconservadores para garantizar la alternancia civil ypacífica en el gobierno. A pesar de tener muchosaspectos criticables desde el punto de vistaestrictamente democrático, ese arreglo devolvió aColombia al civilismo. Pérez Jiménez, el campeón de loscorruptos, fue el dictador emblemático venezolano, loque no desmerece los pergaminos de Juan VicenteGómez, «el benemérito», que gobernó más tiempo queél. Porque marcaron una época, encarnaron unaideología o una práctica distintiva y nociva, o vinieron

  • inmediatamente después o inmediatamente antes dehechos y períodos significativos, estos déspotasmilitares o cívico militares nos hablan de un siglo XX nomenos rico en acrobacias antidemocráticas que nuestro«real maravilloso» siglo XIX caudillista, aunque sí másdiligente en la elaboración de distintas formas demiseria.

    Uno tiene, comprensiblemente, la tentación de lahipérbole cuando habla de nuestra vida política. Notodo ha sido inestabilidad o estabilidad vertical, y quizáde algo sirva recordar que hubo períodos «anormales»en relación con la historia política común. Laconstitución chilena de 1833 duró hasta 1925 (con unabreve interrupción en 1891) y sirvió de base para unalegalidad civilista que permitió crear cierta prosperidady, a pesar de muchos vicios autoritarios, reducirdrásticamente el despotismo. Fue hechura de DiegoPortales y sus«pelucones», una casta de oligarcasconservadores con visión de futuro que reaccionaroncontra el caos de la postindependencia aliados con unsector militar. En el poder, purgaron al ejército demilitares con vocación de interferencia en la política ydotaron a su país de un marco estable dentro del cualhubo gobiernos no sólo conservadores sino tambiénliberales. Aunque ese marco permitió un ejercicio aveces autoritario del poder, en general interfirió pococon la vida de las gentes e hizo posible también laalternancia. El desarrollo económico no tardó en llegarpara ciertas zonas, especialmente el norte, gracias a la

  • Debray, Régis, The Chilean revolution:4

    Conversations with Salvador Allende, Vintage Books,Nueva York, 1971.

    inversión extranjera. El fascista Carlos Ibáñez, quienllegó al poder tras el golpe de 1924 —sólo un añodespués del golpe de otro fascista, el español Primo deRivera—, interrumpió el proceso. Aun así, Chile fuecapaz, otra vez, de poner un poco de orden institucional,y hasta el golpe de 1973 logró la estabilidad, si bien congobiernos más bien mediocres, que desembocaron en eldelirio socialista de Salvador Allende. Este panoramachileno ha llevado a Régis Debray, en la frase feliz de suvida, a decir: «Las democracias liberales europeas,Francia por ejemplo, con sus regímenes cambiantes ysus bandazos políticos, parecen repúblicas bananeras encomparación con Chile. »4

    Bastante mayor prosperidad logró la Argentina,cuya constitución de 1853, inspirada en el liberalismode Juan Bautista Alberdi, rigió hasta el primer cuarto desiglo, cuando volvió a hacer su aparición elsubdesarrollo político. Y también Brasil tuvo un sigloXIX muy estable, con notable ausencia de intervenciónmilitar en la política, en buena parte gracias alparticular proceso de independencia en ese país, dondela permanencia del hijo del rey portugués comomonarca una vez rota la amarra colonial facilitó unatransición sin ruido de sables. Una vez que, décadas mástarde, los republicanos cambiaron el signo

  • constitucional del país, los cuarteles se desataron. Elrelevo de la estabilidad en la región del Plata lo tomóUruguay a principios de siglo. A partir de 1903,ese paísvio a los gobiernos civiles sucederse de un modocivilizado y pacífico, proceso que sobrevivió a lossobresaltos de la vecina. Argentina y que no fueinterrumpido basta 1973. En la segunda mitad del siglo,la estabilidad política la han encarnado Costa Rica—que ya tuvo democracia en la primera mitad con unamuy breve interrupción y que desde su revolución de1948, surgida de unas elecciones cuestionadas, abolióformalmente el ejército—, Venezuela, que supo pactarun sistema civil después de Pérez Jiménez, y Colombia,donde en 1957 liberales y conservadores tambiénpactaron (la «estabilidad» mexicana, donde el PRI evitólos golpes con un Estado corporativista que convirtió atodas las instituciones, incluida la militar, en parte delEstado-Partido, es un caso distinto por tratarse de unrégimen no democrático). Estos pactos civilesentrañaron otros males —la práctica de la componenda,la ausencia de grandes líneas maestras, el gradualismoparalizante—, pero eliminaron la interferencia militaren la política. Gracias a ello, Colombia pudo durante losaños setenta y ochenta dotarse de una economíabastante solvente mientras el resto del continente seempobrecía.

  • La independencia y la tradición del fusil

    Nuestras guerras de independencia iniciaron unatradición militarista en la vida política de nuestrasrepúblicas. A la vieja clase dirigente colonial —laaristocracia virreinal—sucedió una nueva aristocracia:la de los generales. Nuestros militares habíanpertenecido, en muchos casos, a los ejércitos realesantes de volverse contra España, y en otros se habíanforjado desde las primeras rebeliones. Hombres comoel peruano Gamarra, el boliviano Santa Cruz, losmexicanos Santa Anna, Bustamante y Herrera, figurasde la vida política de la primera hora independiente,habían sido en su momento generales de los ejércitosreales enfrentados a los patriotas. El propio AgustínIturbide, el mexicano que conquista la independenciaincruenta de su país al firmar el Plan de Iguala conVicente Guerrero, había sido antes un militar dedicadoa acogotar a los insurgentes. En el Perú, los generalesdel virrey, entre los que había ciudadanos de muchasnacionalidades, se pasaron al bando independentista;luego formaron, bajo Riva Agüero, el primer presidente,un gobierno netamente militar.

    Una vez liberados sus países de España, nuestrosmilitares se dedicaron a disputarse el poder a punta de«pronunciamientos» (palabra y costumbre hispánica dela que nunca nos independizamos), bajo la aparienciade una lucha entre liberales y conservadores, y entre

  • partidarios del federalismo y partidarios del centralismo(y en el Perú, por ejemplo, entre defensores yadversarios de la unión con Bolivia). Esos mismosmilitares mexicanos antes mencionados son los que sehicieron cargo del poder en México hasta las reformasliberales de los años cincuenta del siglo pasado. Elcambio de soberanía y, una vez ocurrida laindependencia, a veces también de ideología, nosignificó un cambio de protagonismos políticos ni dementalidad militarista. En Bolivia, Santa Cruz tambiénhace el tránsito de la lucha militar contra España alejercicio militarista del poder. En Ecuador, el generalvenezolano Juan José Flores se queda en el mando de lanación gracias a la fuerza militar que ha participado enla guerra patriota. Ni siquiera los mejores nombres dela gesta independentista fueron inmunes a la tentaciónmilitarista en los asuntos posteriores del gobierno. SanMartín se declaró en 1921, al proclamar laindependencia peruana, «Protector» del Perú y Bolívarse declaró un poco después dictador vitalicio de esemismo país, hasta que en 1927 fue obligado aabandonar semejante cargo. El militarismo, que mástarde será acérrimamente nacionalista, es en esa época,por fuerza, multinacional, tal es la composición de losdistintos ejércitos que han logrado la independencia: losgenerales y mariscales de nacionalidad peruana son unaminoría en el primer ejército peruano (y los extranjerosintuyen que la manera de ganar apoyo de la poblaciónlocal es promover a militares peruanos en su propio

  • En el Río de la Plata el fenómeno es más acusado5

    a causa del ataque corsario inglés de 1806 y 1807 queconvirtió a la aristocracia colonial en aristocracia military fue a la vez base del futuro caudillismo.

    país).Los valores militares impregnan de tal modo la vida

    política que sólo los líderes que representan esos valoresdespuntan en sus países, aunque los combinen conotros valores. En Argentina, Alvear alcanza la gloriaporque es militar y hace política porque ha triunfado enel terreno militar. Lo mismo pasa con Artigas enUruguay. El sello militarista de las repúblicas5

    permanece y los posteriores líderes también tendránque tener el respaldo de la fuerza, justificada o no. EnArgentina, un Rosas, un Mitre, un Sarmiento, con todaslas diferencias que los separan, que son muchas, reúnenesa combinación de valores militares y políticos quecontinúa signando la cosa pública latinoamericana yapasada la oleada de la liberación. Lo mismo ocurre conotros caudillos, como Nicolás de Pierola en el Perú:nacen y se hacen en la fuerza (en su historia hay unaguerra con Chile de por medio) y cuando gobiernan,aunque, como es su caso, hacen muchas cosasadmirables, alimentan al sistema con ese caudillismopersonalista y ejercicio vertical del poder que son loselementos constitutivos de la cultura política.

    El caso de Brasil fue distinto, y acaso más frustrante.Los brasileños idearon una fórmula inteligente,

  • evitando a ese país las convulsiones de sus vecinos:negociaron con Portugal una independencia quemantuvo amarras simbólicas con la metrópoli aunqueen la práctica funcionó con libertad. El hombre quepersonificó ese nexo, clave de la transición ejemplar, fueel nuevo rey, luego emperador. La monarquía ahorró alBrasil ese violento, inestable y desarticulado siglo XIXinstitucional y político de las repúblicaslatinoamericanas. Brasil vio de lejos cómo en Bolivia,entre 1825 y 1884, todos los presidentes, con lasexcepciones de Calvo, Linares y Frías, fueron militares,y cómo en el Perú no hubo un gobierno civil hasta lallegada de Manuel Pardo en 1872. Pero en 1889, losmilitares brasileños, espoleados por una oligarquíacafetalera que pugnaba por torcer el brazo del Estado enfavor de sus intereses, decidieron ponerse al día con susvecinos y dieron un golpe de Estado. La república, pues,en lugar de suponer una modernización de un sistemaantiguo, viajó atrás en el tiempo de la civilizaciónpolítica: sus primeros dos presidentes, Deodoro daFonseca y Floriano Peixoto, fueron también mariscales.Ante la ausencia del monarca, elemento aglutinante delsistema anterior, los militares se convierten en la únicainstitución capaz de articular al archipiélago deintereses regionales que empiezan a tirar del centro endirecciones opuestas.

    Las presiones regionales también están presentes enotros países: en Venezuela y Argentina, el regionalismoes uno de los factores entremezclados con el

  • militarismo, y los caudillos del mundo rural empuñanlas bayonetas con excitación. Cubriéndose deinvocaciones «gloriosas», por ejemplo a Napoleón III,cuyo imperio en Francia había devuelto a ese país aldespotismo apoyado sobre un respaldo rural decisivo,nuestros militares regionalistas de carrera o inventadosse desempeñaron con no menos brutalidad que los delcentro.

    Los caudillos militares del siglo XIX —esa herencia,al decir de Octavio Paz, del caudillo hispano-árabe— noposeyeron la obsesión de la legitimidad que sí tendríanlos posteriores. No tuvieron que dar demasiadasexplicaciones para justificar que dos terceras partes delpresupuesto latinoamericano fuera para asuntosmilitares. Un José Gaspar Rodríguez de Franciagobernó Paraguay durante 35 años, hasta 1840, sinpreocuparse por darle una casuística a su régimen,plácidamente asentado sobre las oligarquías rurales. Ensus intermitentes gobiernos de los años veinte, treintay cuarenta del siglo XIX, el histriónico Santa Anna de losmexicanos no sintió la necesidad de darse a sí mismouna ideología constitucional para legitimar a su régimencastrense. También en la Argentina de Juan Manuel deRosas, el enemigo de los unitarios que mandó con uncelo centralista pocas veces igualado, la vida políticaestaba confinada en un pequeño mundo criollo mientrasel resto del país se ocupaba de otras cosas, dejando a losmilitares que hicieran y deshicieran a su antojo. Estossólo se tienen que entender con la oligarquía

  • terrateniente para gobernar sin molestias el tiempo quequieran.

    Más tarde, los gobernantes militares empiezan aincorporar a grupos de civiles más amplios, pues elcrecimiento de la industria y el comercio obligan aexpandir el radio de intereses que intervienen en eltráfico político, y la relativa modernización de la vidasocial exige buscar mayores bases constitucionales paraseguir ejerciendo el viejo despotismo. Por otro lado, enalguna parte los liberales toman el poder y, aunque noson ajenos al autoritarismo propio de la práctica políticacomún, el despotismo empieza a ser una mala palabraque necesita justificarse frente a algo y a partir de unacierta visión redentora de la función gubernamental.Las reformas de los reformistas obligan a hacerconstituciones (Ramón Castilla, en el Perú, promulgatres y también un estatuto). Los menos reformistas, olos detractores de las reformas, sólo pueden reemplazarpor «algo» —en lugar de volver a esa «nada» despóticade años previos— aquello que los liberales han dejado asu paso por la cúspide.

    Posteriores generaciones de dictadores tendrán, así,signos «positivos» como la obra pública, la legislaciónlaboral, la reforma agraria: maneras de sustentar susregímenes sobre una justificación social. El caudillomilitar de la obra pública —versión tardía ylatinoamérica del faraón egipcio— encarna en un PérezJiménez, un Trujillo, un Odría. El caudillo socializantedespunta en un Vargas, un Perón, un Arbenz, un

  • Huntington, Samuel, «Reforming CivilMilitary6

    Relations», Civil Military Relations and Democracy,editado por Larry Diamond y Marc F. Plattner, JohnHopkins University Press, Baltimore, 1996.

    Torrijos, un Velasco y —versión extrema— un Castro. Elmilitar anticomunista que quiere salvar a la patria delanticristo rojo palpita en un Videla, un Pinochet.

    Si el siglo XX ha significado una mayor variedad detipos militares, de regímenes de fuerza, la tradiciónmilitarista del siglo XIX nunca fue desarraigada denuestros países. Nuestras dictaduras militares no hansido las únicas del planeta, desde luego. En 1985, aapenas quince años del siglo XXI, 56 de los 107 países«en vías de desarrollo» (para usar el eufemismoburocrático internacional) estaban bajo el gobierno delos militares, y en la década de los noventa SamuelHuntington calcula cerca de cuarenta golpes de Estadocontra gobiernos civiles en el mundo. Hasta los años6

    sesenta, sólo Argentina, Brasil, Uruguay, Chile y CostaRica habían logrado, en el siglo XX, al menos unatransferencia de poder ordenada y constitucional. Uncaso como el de El Salvador, que sufrió en 1931 un golpede Estado para no regresar a la democracia hasta 1979,no ha sido excepcional sino común. En un país como elPerú, la democracia ha sido un suspiro, como los tresaños de Bustamante y Rivero o los doce añostranscurridos entre 1980 y 1992, con el telón de fondode una centuria por la que desfilan los Billinghurst, los

  • Leguía, los Sánchez Cerro, los Benavides, los Prado, losOdría, los Velasco, los Morales Bermúdez, los Fujimori,es decir diversas formas de despotismo militar o cívico-militar. Hemos producido no pocas dictaduras militaresencabezadas por civiles —Ospina Pérez en Colombia, losvarios títeres de Torrijos y Noriega en Panamá, elpropio Fujimori—, y hasta hemos introducido en elléxico político, una nueva palabra: «bordaberrización»,por José María Bordaberry, el presidente uruguayo delos años setenta, para designar la situación en la que losmilitares son el poder detrás del trono y el presidentecivil un mero fantoche.

    Aunque los períodos castrenses de mayor represiónen América Latina han alternado con otros menossalvajes —la peor década fue la de los años setenta,también signada por insurrecciones revolucionarias—,la dictadura ha sido una constante, con brevesinterrupciones, a lo largo del siglo que termina. Cadapaís ha tenido su propia modalidad dictatorial —larevolución mexicana, por ejemplo, no podíareproducirse en la Argentina, país más urbano—, peronos interesa subrayar el carácter militarista de nuestrossistemas políticos, visible incluso bajo presidentes yejecutivos civiles.

    La represión profesional

    Las convulsiones políticas en las que participaron

  • los militares latinoamericanos a lo largo del XIX, con laproliferación de logias, facciones y conspiracionesintestinas, postergaron su profesionalización. Incluso enpaíses, como Brasil y Chile, donde no hubo a lo largo dela mayor parte del siglo pasado las turbulencias político-militares de otras partes, el control que las élites teníandel ejército, y que hacía de él casi un instrumento deuna casta social privilegiada, también postergó suprofesionalización. En realidad, no hubo ejércitosprofesionales propiamente hasta fines de la centuriapasada y comienzos de ésta. Todavía en los añosnoventa del siglo XIX los «irregulares» derrotan a losmilitares «regulares» en Colombia, Venezuela y Perú, yen años anteriores no era raro en otras partes que los«irregulares» se impusieran. La guerra que el Brasil leganó con muchas dificultades al Paraguay entre 1865 y1870 fue, en cierta forma, el último gran episodiomilitar del ejército pre-profesional.

    Brasil, y en parte el Perú, estuvieron a la vanguardiade la profesionalización de los ejércitoslatinoamericanos una vez que este movimiento se pusoen marcha. Chile, Colombia y Venezuela, donde lasluchas entre facciones y las interferencias de las élitesciviles siguieron complicando las cosas, laprofesionalización tardó algo más. En la Argentina,aunque la profesionalización se inició antes de Perón, elperonismo, que llevó su infinita vocación conspirativaal interior del ejército, interrumpió la transiciónprofesional hasta las años sesenta de este siglo.

  • Una de las consecuencias posteriores de estaprofesionalización fue la emergencia de un nuevo tipode dictadura castrense: la institucional. A ese géneropertenecen, con todas sus diferencias, las dictaduras deBrasil, la Argentina y el Perú en los años sesenta ysetenta. Es una de las razones por las que al referirse aesas dictaduras, especialmente las de Argentina y Brasil,uno no suele mencionar los nombres de los dictadores—fueron varios— sino el término genérico, institucional:«dictadura militar argentina», «dictadura militarbrasileña». Es lo contrario de lo que ocurre con lasdictaduras caudillistas.

    Los modelos extranjeros desempeñaron un papel deimportancia en la profesionalización. En particular elmodelo «prusiano», con su rígida verticalidadjerárquica y su capacidad de organización, atrajo muchola atención. Algunos países, como Chile, lograron copiarel ejemplo prusiano con bastante éxito, aunque otrosfueron incapaces de resistir un sistema que pasaba porel respeto del orden interno y la ausencia, o disminucióndrástica, de la corrupción.

    Una de las consecuencias de la profesionalización,y de la consiguiente mejora de la organización, fue elaumento de la capacidad represiva y de las labores deinteligencia. La profesionalización ayudó a superaralgunos de los viejos vicios, como la proliferación defacciones y de alianzas con grupos civiles, pero dio unamayor consistencia a la institución, que siguióinterviniendo en política y en algunos casos copando

  • sectores enteros de la economía. Los militares seconvirtieron en un Estado dentro del Estado.Melancólico, Golbery do Couta e Silva, el militarbrasileño que en 1964 asaltó el gobierno con un golpe deEstado, dijo, ya retirado del poder: «He creado unmonstruo.» Se refería al Servicio Nacional deInteligencia que él mismo había montado y que para1980 contaba ya con sesenta mil oficiales retirados endistintos lugares del gobierno federal, de los cuales lamitad vegetaban en empresas públicas. Un poco antes,también Pérez Jiménez, en Venezuela, había hecho desu sistema de inteligencia, la Seguridad Nacional, unbrazo armado de la represión, y en Argentina la Tripe Acivil había establecido con miembros del ejército unamable grupo de espías y policías políticos al servicio dePerón. Fidel Castro, estirando la ley de probabilidades,convirtió al G2 cubano en una réplica caribeña de laeficiente Checa leninista. Fuera del cubano, que comotodo sistema totalitario es de una eficacia represivaabsoluta, el servicio de inteligencia más tristementecélebre es el de la era Pinochet, la DINA, creada en1974. Tuvo la particularidad de centralizar todas laslabores de inteligencia, que antes estaban repartidasentre las distintas armas. La DINA agrupaba a unasseiscientas personas, de las cuales el 20 por ciento eranciviles, y respondía personalmente a Pinochet, el jefe«prusiano». Ese mismo modelo inspiró —con menoseficiencia y bastante más corrupción— al Servicio deInteligencia Nacional en el Perú de Fujimori,

  • reorganizado por Vladimiro Montesinos paraconcentrar las labores de inteligencia de todas las armasy de la policía. Algunos de los mecanismos y buenaparte de las personas utilizadas por Montesinos hansido herencia directa de la dictadura castrense de finesde los sesenta y de la década de los setenta, que potenciólos servicios de inteligencia establecidos para combatira las guerrillas marxistas durante el primer gobiernodemocrático de Belaunde.

    La institucionalización del ejército profesional noacabó con las facciones y las logias. En los sesenta, porejemplo, ellas siguieron causando estragos, bajo distintaforma. En Ecuador, en 1961, se enfrentaronabiertamente el ejército y la aviación, y lo mismoocurrió al año siguiente en Guatemala. En 1962, elejército y la aviación venezolanos la emprendieroncontra la marina, mientras que un año después les tocóel solemne turno al ejército y la marina argentinas.También ha habido escaramuzas en el interior de unmismo ejército, como las que protagonizaron losingenieros y los infantes del ejército ecuatoriano en1961, y las armas de caballería e infantería en laArgentina, en 1962. No siempre se trató de armasenteras: también de facciones o logias. Los «azules» ylos «colorados» formaron sus bandos en el interior delas fuerzas armadas argentinas en los años sesenta, y, entiempos de Perón, la Triple A de López Rega incrustóuna psicología de logia en aquellos sectores militarescon los que trabó alianza. Más recientemente, el ascenso

  • al poder de Vladimiro Montesinos en el Perú, en losaños noventa, tuvo que ver, en parte, con unmovimiento de logias al interior del ejército,específicamente centrado en la promoción del propioMontesinos en el arma de artillería. La logia es unaconstante de la vida político-militar latinoamericana,desde la independencia, en cuya gesta estuvo muypresente, hasta la época contemporánea, pasando porcasos como el de la «Liga militar», formada en el senodel ejército chileno a comienzos de este siglo parafomentar el «progreso» de los militares.

    El crecimiento institucional ha venido aparejado deuna cada vez mayor participación en la economía. Losmilitares se han vuelto hombres de negocios. Allí están,entre otros, casos como el de los militaresguatemaltecos de la década de los setenta, que seapoderaron de la llamada Franja Transversal Norte paraconvertirla en su propiedad; el de la «piñata»sandinista, que llevó a los muchachos de verde olivo adar un zarpazo nada infantil a miles de propiedadesajenas que conservaron una vez que fueron arrojadosdel poder; el de los militares peruanos implicadosorgánicamente en el narcotráfico a través de una vastared de empresas durante la etapa de Montesinos; el delos militares hondureños que acuden a las subastas deempresas públicas con la misión de adquirirlas para suinstitución y que a través del Instituto de PrevisiónMilitar han acumulado bancos, cementeras, compañíasde seguros e innumerables otros negocios, y que a

  • Cerdas, Rodolfo, El desencanto democrático, REI,7

    San José, 1993.

    comienzos de los noventa, una década después de haberrecuperado la democracia, todavía operaban lacompañía telefónica, los puestos de aduana y la mayorparte de los puertos y los aeropuertos; o el de Chile,donde el ejército reserva para sí el 25 por ciento de larenta del cobre. Los militares, no contentos con7

    nacionalizar empresas «estratégicas» o preservar enmanos del Estado las ya nacionalizadas, hanmilitarizado ciertas áreas de la economía, o, si seprefiere, convertido al Ejército en un empresario.¿Quién compite contra un cañonazo?

    Los militares y el águila del Norte

    Nuestros militares del siglo XX tienen bastante quever con las malas relaciones entre América Latina yEstados Unidos. El hecho de que, aplicando la políticadel mal menor, muchos gobiernos estadounidensestoleraran, en el mejor de los casos, y respaldaranmilitarmente en no pocas ocasiones, a regímenescastrenses latinoamericanos, contribuyó a alimentaruna fobia contra el país más poderoso de la Tierra queno necesitaba de muchos pretextos para expresarse. Deigual modo a pesar de vaivenes en las relaciones entreMadrid y Washington en aquellos tiempos, la decisión

  • de Estados Unidos de tolerar, a partir del fin de laSegunda Guerra Mundial, a la dictadura española deFranco, de acuerdo con su esquema geopolítico contrala Unión Soviética, ayudó a dar argumentos a quienesen la Península, herederos de las viejas pasiones de1898, desconfiaban de los norteamericanos. Todavía sehabla en España de la visita de Eisenhower algeneralísimo.

    Estados Unidos llegó a otorgar la Legión del Méritoa dictadores como el venezolano Pérez Jiménez y elperuano Manuel Odría, en los años cincuenta, quizá laépoca más infamante de la política exteriorestadounidense al sur del Río Grande, cuando elpresidente Eisenhower, apoyado en la filosofía de susecretario de Estado, John Foster Dulles, para quien losdictadores anticomunistas latinoamericanos eranaceptables por ser «nuestros hijos de perra» (fraseadjudicada a Roosevelt con respecto a AnastasioSomoza), dio el abrazo de Washington a cuanto déspotapobló nuestras tierras. En realidad, el apoyo a lasdictaduras se había dado antes también —las GuardiasNacionales de las que salieron un Somoza y un Trujillofueron en buena parte hechura norteamericana— y seseguiría dando después, con intervenciones como la deKissinger en el golpe de Pinochet, en Chile. El propioKennedy, con su aureola de defensor de los derechoshumanos, debió resignarse a tolerar varios golpes en suépoca: el de los militares argentinos contra Frondizi, elde los peruanos en 1962 para impedir la victoria de

  • Haya de la Torre, o el de los ecuatorianos, que elpresidente llegó a elogiar. A veces, debió dar marchaatrás cuando su reacción inicial contra algunainterrupción constitucional lo dejó aislado en uncontinente que ha practicado por lo general la políticaexterior de Poncio Pilatos: es lo que ocurrió con el golpede la República Dominicana contra Juan Bosch,presidente, por cierto, apoyado por la CIA cuando eracandidato. Hay que reconocerle que, en cambio, fueramuy firme contra los golpistas hondureños ysuspendiera la asistencia económica.

    No hay que olvidar que, en los años de la guerrilla,la ayuda militar de miles de millones de dólares a losejércitos centroamericanos —a su vez entrenados por laCounterinsurgency School of the Americas— no estuvosujeta, la mayor parte del tiempo, a la conducta de esosmilitares. Washington a veces creó monstruos comoFrankenstein: el caso de Manuel Antonio