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Eymeric de Usall, el último templario. página 1 EYMERIC DE USALL, el último templario JOSÉ MARíA REYES VIDAL

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This is a long preview of the novelated real life of one of the last templars. It can be purchased at http://www.bubok.com/libros/12354/Eymeric-de-Usall-el-ultimo-Templario

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Eymeric de Usall, el último templario.

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EYMERIC DE USALL,el último templario

JOSÉ MARíA REYES VIDAL

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JOSÉ MARÍA REYES VIDAL

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Eymeric de Usall, el último templario.

Título original: Eymeric de Usall, el último templario.Copy right: José María Reyes Vidal.ISBN:Banyoles, 2009.Reservados todos los derechos.Prohibida cualquier clase de copia.

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Fig. 1 Localización de los escenarios de Barcelona: Convento de los Franciscanos (A), Palacio de los Usall (B), Palacio del Temple (C), talleres,casas y bancos de los Usall (D).

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INTRODUCCIÓN: “REX BELLATOR”.

La oblicua luz del miércoles quince de agosto de mil doscientos noventa y uno alargaba las sombras de las gaviotas que planeaban sobre la fresca brisa matutina, atentas a los menores movimientos de la superficie de las aguas encalmadas, y las proyectaba por encima de las doradas arenas de la playa de Barcelona, hasta tamizar fugazmente con sus suaves manchas el resplandor rojizo de la pared oriental de la Iglesia de San Nicolás, que por aquellos años se estaba acabando de construir en culminación del convento de los franciscanos.

Las calles adyacentes al convento se iban poblando a esa temprana hora de criados, artesanos, soldados, mercaderes, campesinos y toda clase de viandantes, apresurados los unos y relajados los demás, dos temas monopolizaban las conversaciones. Por una parte, no se acababan todavía de acallar las lamentaciones por la caída de la ciudad de San Juan de Acre en manos del sultán egipcio al-Ashraf Khalil, conocida unos meses atrás, con la que desaparecía el bisecular Reino de Jerusalén, construido de manera inestable sobre mares de sangre de sarracenos y cristianos. Por otra, se había añadido una desgracia nueva y más próxima: la muerte del rey don Alfonso, llamado el Franco, que abría un período de incertidumbre en el futuro de la Casa de Barcelona, envuelta como estaba en guerras interminables por el dominio de Sicilia en contra de Francia, del Papa y de la Casa de Anjou, la de los reyes de Nápoles, que anteriormente habían poseído la isla mediterránea. Su cuerpo, desnudo de toda pompa, estaba ahora depositado entre los frailes menores.

En el interior del cenobio franciscano, la Sala Capitular aparecía iluminada y perfumada por el aroma de la cera que liberaban, con un parsimonioso fluir, una multitud de gruesos cirios amarillos. Desde hacía semanas, en esa amplia sala ténuemente alumbrada se alzaba un catafalco que mostraba a la piedad de los apenados barceloneses el cuerpo sin vida del efímero rey don Alfonso, y ahora que había llegado por fin quien había de substituirle, pronto llegaría a su término ese espectáculo de dolor.

El túmulo ocupaba el centro de la sala octogonal, en cuya pared

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norte se situaba una puerta abierta a la inacabada nave mayor de la iglesia que en esos momentos vibraba acompasada con los graves cánticos fúnebres de los monjes, sucediéndose sin pausa desde el alba a la caída del sol.

El Guardián del convento, fray Pedro de Puigfort, se había atrevido a vestir el cuerpo yacente con el hábito gris de los frailes y a realizar las ceremonias fúnebres, desafiando con ello la bula de excomunión y el riguroso interdicto fulminado contra el fallecido monarca por el Papa Nicolás IV, que, por casualidad o ironía del destino, precisamente en esos momentos, agonizaba en Roma. De pie en el templo, ante la puerta entrecerrada que daba a la sala capitular, pendiente por si se requería su presencia, Puigfort evitaba turbar la meditación y la soledad del nuevo rey que acompañaba al cadáver en esas dolorosas horas.

Junto al difunto, arrodillado con semblante oscurecido por la angustia, más que por el dolor, velaba, pues, largamente a su hermano menor, el nuevo soberano, don Jaime, que posteriormente sería llamado “el Justo”. Aún era un muchacho casi imberbe, pero reinaba en Sicilia desde hacía seis largos años, durante los que no había disfrutado de un sólo día de verdadera paz. Había defendido fieramente y con éxito su trono de las acometidas combinadas del Papa Nicolás y de los fran- ceses.

Ahora, sin embargo, al recaer sobre él de forma tan imprevista las otras coronas de la Casa de Barcelona, don Jaime había tomado, durante esos tres días de silencio y meditación, una decisión sorprendente y terrible, que si hubiera sido conocida por sus enemigos o aún por sus propios súbditos, le habría acarreado la pérdida inmediata de la corona y, seguramente, de la vida.

Para prevenir una nueva invasión de Catalunya como la sufrida seis años atrás1, iba a pedir un tratado de alianza militar al sultán mameluco2 de Egipto, el mismo que acababa de destruir el Reino

1 en 1285 el Papa declaró depuesto al rey de Aragón, Pedro el Grande, nombrando en su lugar al hermano del rey de Francia, Carlos de Valois, y convocó una Cruzada contra las tierras catalanas, que fue rechazada con éxito, aunque dificultosamente.

2 los mamelucos eran esclavos especializados en la guerra; llegaron a

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de Jerusalén, el terrible al-Ashraf Khalil, pacto dirigido contra todos los reinos de la Cristiandad, incluido el Papado y las Órdenes Militares, y con el que traicionaba siglos de tradición y los más profundos sentimientos de sus vasallos...

Ese mismo día, la decadente ciudad de Roma recibía los verticales rayos del sol de mediodía, que parecían estrellarse y rebotar sobre las doradas cúpulas del Vaticano, en una de cuyas salas los prestigiosos médicos del Papa Nicolás prodigaban al moribundo inútiles cuidados en su sudoroso lecho.

Desde la ventana de la habitación donde moría el Papa, si se hubiese podido incorporar, habría distinguido en la lejanía el convento de los franciscanos, del que él mismo provenía. En ese humilde edificio, tan diferente del Palacio pontifical, la luz del sol no conseguía desvanecer la sombría expresión del semblante del anciano fray Ramón Llull.

El sabio monje, encorvado sobre una desvencijada mesa de su pobre celda, con el alma lacerada por la reciente pérdida de San Juan de Acre, tras semanas de largas meditaciones y ayunos, no conseguía encontrar una salida viable al laberinto en que se hallaba su pensamiento. A pesar de ello, no quería permanecer silencioso sobre la caída de San Juan de Acre, y dudaba sobre cuál iba a ser su mensaje a la cristiandad.

Comenzó a escribir con letras aún firmes su respuesta al desastre acaecido: “Quomodo Terra Sancta recuperari potest”...De qué manera Tierra Santa puede ser recuperada...con lo que iniciaba el primero de sus tres proyectos sucesivos para la reconquista del Reino perdido.

Pero ese primer plan, que ya incluía la unión de todas las órdenes militares bajo el liderazgo de un príncipe era, tal como su autor sabía, necesariamente imperfecto y sin aplicación posible, pues la guerra abierta entre las Casas de Barcelona y de Anjou impedía su realización.

Sería necesaria la paz entre los dos poderosos reinos para que

escalar posiciones importantes en el Egipto del siglo XII, y, al final, ocuparon el poder supremo como sultanes.

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su segunda obra, publicada catorce años después, su “Libro del Fin”, fuera finalmente tenida en cuenta, para bien y para mal, por todos los soberanos de la Cristiandad. Consistiría su segundo proyecto, nada más y nada menos, que en situar a un príncipe de la Casa de Barcelona como brazo armado de toda la cristiandad (Rex Bellator) y jefe supremo de todas las órdenes militares, con la del Temple y la del Hospital a su cabeza, para llevar a término una guerra a muerte contra el imperio de los mamelucos, partiendo de Almería hasta alcanzar Egipto. ¡Qué ironía, teniendo en cuenta los planes que preparaba el rey don Jaime para una alianza con el sultán contra el Papado, justo cuando Ramón Llull comenzaba a preparar su primer proyecto sobre un Rex Bellator...!

Aún habría un tercer libro del sabio mallorquín, posterior a la destrucción de la Orden del Temple, aparecido en 1309, el “Libro sobre la adquisición de Tierra Santa”, cargado de una venenosa insidia contra Felipe de Francia, que pretendía vengar la destrucción de los Caballeros de Cristo y con ella, el fracaso de su anterior proyecto...

El declinante sol de ese largo día de verano llevaba a confundirse una sombra junto con otras muchas en un friso móvil sobre la pared occidental del convento de los franciscanos de Barcelona.

Esa oscuro contorno pertenecía a la insignificante silueta encor-vada de un joven que esperaba pacientemente su turno para poder rendir su último homenaje al difunto rey don Alfonso, mientras dejaba vagar la imaginación por los posibles destinos que le esperaban, ahora que había dejado atrás los muros del monasterio de Vilabertrán en el que había pasado los últimos dieciséis años de su vida.

Aunque nadie lo sabía aún, ese muchacho era quien había de intentar conciliar y hacer posibles los dos planes, tan contradictorios, que ese mismo día pergeñaban el rey don Jaime, que velaba a pocos metros de él el regio cadáver, y el beato Ramón Llull, en la lejana Roma. Se llamaba Eymeric de Usall y era, tan sólo, un joven muy delgado, de baja estatura, huérfano y cojo, que desde los ocho años hasta quince días atrás no había traspasado para nada las pesadas puertas de aquel recinto monacal, regido por los canónigos agustinos.

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Estaba bien lejos de sospechar que la sofisticada educación recibida durante todos esos años en la canónica de Santa María de Vilabertrán sería puesta a prueba para intentar llevar a cabo la operación “Rex Bellator”, la más ambiciosa que emprendió la Corona de Aragón a lo largo de sus mil años de historia, y con más razón, el amargo resultado final que habría de tener tal aventura.

Pues, de manera inesperada, vino a interferir en la vital misión una insignificante disputa entre el abad del monasterio de San Esteban de Banyoles, Bernardo de Vallespiráns, y sus súbditos, los habitantes de la ciudad del lago, condicionando de manera irreversible los acontecimientos.

Muchos años después, Eymeric de Usall, en el crepúsculo de su vida, dejó por escrito el relato de todos aquellos hechos en un libro destinado a no salir jamás a la luz, que soterró en un escondite secreto de su casa natal.

Pero la inescrutable voluntad del burlón destino acabó por decidir otra cosa, permitiendo que la casa de Eymeric de Usall, donde se encerró a esperar la muerte, fuera adquirida por un historiador que terminó por descubrir la escalera de caracol perfectamente disimulada que daba acceso al libro enterrado hacía exactamente seiscientos setenta y cuatro años y, con él, la más valiosa reliquia del Temple, único fruto tangible que permaneció de la Operación Rex Bellator, que de haber triunfado, habría situado a Catalunya-Aragón en el liderazgo del mundo...

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PERSONAJES PRINCIPALES:

Eymeric de Usall (1267-1335), agente secreto de Jaime II elJusto de Aragón y de la orden del Temple, de la queera cofrade. Fue el principal actor del proyecto RexBellator. Arbitró entre el abad del monasterio de SanEsteban de Banyoles y la naciente municipalidad. Alfinal de su vida, se convirtió en el señor feudal deMata, cerca de la ciudad del famoso lago.

Juan de Usall (1267-1302), hermano gemelo de Eymeric,sargento templario, muerto en el sitio y caída de lafortaleza de Arwad. Mandó allí a los turcoples3 ycon ellos fue ejecutado.

Pedro, Simón y Berenguer de Usall, hermanos de los ante-riores, participaron también en las embajadas aEgipto.

Francisco de Usall, padre de Eymeric, comerciante yagente secreto del Temple y la corona, muerto en elcombate naval de la Islas Formigues (1285).

Bartolomé de Usall, abuelo de Eymeric, retirado del mundoen los últimos días de su vida, a imitación de suadmirado San Francisco de Asís.

Eymeric de Usall “el Joven”, hijo de Eymeric, educado en lacorte de Jaime II bajo la supervisión espiritualde Arnau de Vilanova, heredero del señorío deMata, que acabó por vender al monasterio deBanyoles.

Estefanía de Pratboí, primera esposa de Eymeric de Usall,repudiada en dos esponsales anteriores por susupuesta ascendencia judía, muerta de parto. De ella,Eymeric heredó un vasto patrimonio en el barrio deSan Félix de Girona.

3 Tropas auxiliares templarias, generalmente de caballería ligera y ballesteros.

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Juana de Porqueras, segunda esposa de Eymeric deUsall y madre de sus hijos: Eymeric el Joven,Guillermo y Brunissenda. Era descendiente delos señores de Porqueres-Santa Pau.

Guillermo-Pedro de Usall “el Viejo”, primo de Eymeric,“ciudadano honrado” (patricio) de Barcelona,banquero, armador, comerciante, propietario deinmuebles y molinos. Casó con María de Marquet,hermana del Almirante de Cataluña, dueño del maren los decenios finales del siglo XIII.

Guillermo-Pedro de Usall “el Joven”, hijo del anterior,Consejero de Barcelona en cuatro ocasiones,banquero, comerciante, armador.

Barceló de Usall, hijo de Guillermo-Pedro “el Viejo”, armador, banquero. Presente en la caida de San Juan de Acre. Cofrade y agente secreto del Temple.

Arnau de Usall, hermano de los anteriores, Consejero deBarcelona en cuatro ocasiones, primo de Eymeric deUsall. Sus esposas eran hermanas. También eracofrade del Temple y agente suyo.

Pedro de Usall, tío de Eymeric y tutor suyo a la muerte deFrancisco, su padre. Le impuso dos matrimoniossucesivos. Murió sin heredero, dejando a Eymeric susbienes.

Fray Ramón de Usall, antepasado de Eymeric, primercofrade del Temple de su familia, abad del monasteriode Santa Maria de Vilabertrán, obispo de Girona.Asistió al Concilio de Letrán y concedió la primeraCarta Municipal de la historia de Cataluña, y una delas primeras de Europa, a Girona. Protegido por lospotentísimos señores de Solsona, los Torroja, en cuya familia hubo un arzobispo de Tarragona, un obispo deZaragoza y un Gran Maestre del Temple, simultánea-mente.

Amín de Beirut, instructor de Eymeric de Usall en elmonasterio de Vilabertrán.

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Fray Arnau de Darnius, abad del monasterio deVilabertrán en los primeros años de estancia de Eymeric de Usall.

Fray Dalmau de Fortià, abad de Vilabertran en substitucióndel anterior.

Fray Juan de Peratallada, preceptor de Eymeric de Usall enVilabertrán.

Fray Berenguer de Cardona, maestre del Temple enCataluña, recibió como cofrade y agente secreto aEymeric de Usall, encargándole una serie dearriesgadas misiones.

Fray Berenguer de Palmerola, Guardián del convento deSan Francisco de Barcelona, donde Eymeric de Usallespió a los tres cautivos príncipes de la Casa deAnjou.

San Luís de Anjou, Roberto de Anjou y Berenguer de Anjou.Tres príncipes cautivos, primero en el castillo deSiurana y finalmente en el convento de losFranciscanos de Barcelona. El primero renunció a lacorona y profesó como franciscano, el segundo, reyde Nápoles, acabó por aceptar la pérdida de Sicília enla paz de Caltabellota.

Fray Arnau de Oliver, preceptor de Eymeric de Usall en elconvento de San Francisco de Barcelona.Pertenecía a la corriente Espiritualista. Amigo de Ar-nau de Vilanova

Arnau de Vilanova, uno de los grandes sabios medievalesuniversales, médico de Papas y reyes, alquimista,filósofo, teólogo, profeta, Espiritualista, consejeroespiritual de las cortes de Barcelona y Palermo, amigo de Fray Arnau de Oliver y de Eymeric de Usall. Inspiró, junto a Ramón Llull la política de Jaime II referida a laCruzada.

Fray Ramón Llull, otro de los sabios de todos los tiempos,autor de centenares de obras, predicador, teólogo, in-

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ventor de un método “racional” de conversión delos infieles, tratadista obsesionado por el proyecto“Rex Bellator” para recuperar Tierra Santa, plan queintentó llevar a cabo Jaime II por mediación deEymeric de Usall.

Jaime II “el Justo”, rey de la Corona de Aragón. Confió laprincipal misión de su reinado, el proyecto “RexBellator”, a Eymeric de Usall, y, a pesar de su fracaso,le premió con su confianza y le nombró señor de Mata. Le encargó el arbitraje entre Banyoles y su señorfeudal, el abad del monasterio de San Esteban.

Alfonso IV “el Benigno”, hijo y sucesor del anterior, tras larenuncia del primogénito Jaime, injustamente llama-do “el Loco”; enemigo de Eymeric de Usall, ledesterró y protegió a su enemigo, el AbadVallespiráns del monasterio de San Esteban de Banyoles.

Fray Jaime “el Loco”, hijo de Jaime II y heredero a lacorona de Aragón, a la que renunció para ser Caba-llero de Montesa. Predestinado a ser “Rex Bellator”, espada de la cristiandad que había de recuperar TierraSanta.

Federico III de Sicília, hermano de Jaime II, acogiófavorablemente a Eymeric de Usall a su regreso de lasegunda embajada a Egipto. Implantó en su reino laspolíticas espirituales recomendadas por Arnau deVilanova.

Elisenda de Montcada, esposa y viuda de Jaime II, seretiró al monasterio de Pedralbes tras la muerte deéste.

Bernardo de Sarriá, consejero real, capitán General de lastropas catalanas, enemigo de Eymeric de Usall,consejero de Bernat de Vallespiráns.

Salomón ben Adret, discípulo de Moisés ben Nahmán, el más sabio y respetado rabino de finales del siglo XIII;enviado en rescate de Eymeric de Usall en el primer

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viaje a Egipto.

Fray Bernardo de Vallespiráns, abad del monasterio deSan Esteban de Banyoles. Hubo de permitir elarbitraje de Eymeric de Usall en el conflicto quemantenía con el municipio que de él dependía.Apoyado por el nuevo rey, Alfonso IV “el Benigno”, intentó violar los derechos concedidos a sus sometidos y vengarse de Eymeric.

An-Nasir Muhammad, sultán mameluco de Egipto, acabócon la última posesión territorial de los cruzadosen Palestina (Arwad, 1302) y con la amenaza delos mongoles (batalla de Marj as-Suffer, 1303).Negoció con Eymeric de Usall el rescate de FrayDalmau de Rocabertí, pieza clave en el proyecto“Rex Bellator”, y la entrega de la Vera Cruz y delSanto Grial.

Fakhr al-Dihn Utmán al-Nasirí, “ustadar” (jefe supremo de laadministración civil de Egipto y tercero en la jerarquía mameluca después del Neib y del sultán). Negociódurante tres años con Eymeric de Usall.Responsable del fracaso de la misión del emisariocatalán. Le hizo valiosos regalos y su relacióncon el, muy ambigua, propone muchas preguntassobre la naturaleza humana.

Fray Pedro de Burgés, sargento templario renegado,“esclavo” y consejero de Eymeric de Usall.

Fray Ramón de Saguardia, substituyó a fray Berenguer deCardona como patrón de Eymeric de Usall en losasuntos secretos del Temple. Encabezó la defensade Miravet, uno de los últimos reductos de lostemplarios en la hora de su destrucción.

Estorí ha-Parhí, médico judío, amigo del sobrino de Arnaude Vilanova, enviado como apoyo de Eymeric deUsall en el segundo viaje a Egipto.

Bernardo Marquet, naviero, pariente de los Usall, cofradedel Temple, enviado por Jaime II para rescatar (si el

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caso lo requería) a Eymeric en su primeraembajada a Egipto. Con él iba Salomón ben Adret.

Pedro de Mitjavila, vecino, amigo y socio de los Usall.También efectuó diversos viajes a Egipto, Chipre ySiria.

Fray Pedro de Castelló de Empuries. Maestro de Eymericen Vilabertrán. Murió en Aiguaviva hacia 1325. FueTesorero del Temple.

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CAPÍTULO PRIMERO:"Bienaventurado quien persevere y llegue a mil trescientos treinta y cinco días"4

Eymeric abrió los ojos con dificultad y se sorprendió, como cada día, de la obscuridad absoluta y del silencio sobrecogedor que reinaba en el húmedo subterráneo. Mordió con fuerza su labio inferior hasta hacerlo sangrar, y el agudo dolor, al despejarlo, le hizo sentir el gran alivio de poner fin a las pesadillas que todas las noches, sin excepción, llegaban para atormentarle en el momento en que le vencía el sueño.

Su envejecido cuerpo pugnó por incorporarse, vacilante y dolorido, del jergón de paja que le separaba de la substancia blanquecina que cubría aquella profunda cámara subterránea. Tras un par de intentos fallidos, apoyó la mano izquierda en el lodo y basculó el brazo derecho, al mismo tiempo que su dolorida columna vertebral colaboraba en el impulso. Quedó sentado a duras penas en el camastro donde le acometían las pesadillas.

Se detuvo inmóvil unos minutos para superar la sensación intensa de mareo y sus manos, aún firmes, buscaron a tientas la yesca y el pedernal para alumbrar la lámpara de aceite que yacía previsoramente a su lado.

Con un gesto mecánico, pero efectivo, completó la necesaria tarea y contempló, a la titubeante luz de la llama lo que emergía de las tinieblas y se mostraba a su vista: una estancia de unos cuarenta y cinco metros cuadrados, de forma circular, rematada con una bóveda baja, apoyada en un pilar central.

Las paredes, talladas directamente en la piedra porosa que tanto abunda en las cercanías del lago de Banyoles, rezumaban humedad que se deslizaba por efecto de la gravedad y embarraba de manera permanente el suelo; para combatirla, una gruesa capa de heno se extendía por todo el espacio de la cripta. Frente al jergón se situaba una mesa pequeña de madera de

4 Es el versículo 12 del capítulo 12 del libro de Daniel.

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roble, con una banqueta del mismo material.

Sobre ella había dos montones de papeles, uno, más alto, de hojas en blanco dispuestas para su uso, y el segundo, con algunas páginas ya emborronadas con una letra apretada y nerviosa; más allá, una jarra de barro cocido, una escudilla de madera, útiles de escritura y una pequeña caja de madera noble, incrustada de nácar, abierta para mostrar su contenido, que se detuvo a mirar con respeto mientras murmuraba una oración.

Eymeric hubiera asustado a cualquiera que le observara sin estar prevenido: cabello hirsuto, una túnica que había sido blanca, pero que ahora tenía un color indefinible, el pronunciado encorva-miento de la espalda, ojos y pómulos salientes en una cara angulosa, barba descuidada que bajaba hasta la altura de su ombligo, una delgadez cadavérica y una lamentable falta de higiene corporal acumulada durante muchas semanas.

Parecía tener más años que la propia muerte, sin que fuera posible aventurar su edad verdadera. Un olor profundamente desagradable, mezcla de toda clase de desechos corporales, humedad y podredumbre, invadía la estancia, sin que lo notase ya su único habitante, con los sentidos embotados por el abandono en que se agotaban sus últimos días. La falta de oxígeno le producía un penetrante dolor de cabeza y una persistente torpeza.

Se aseó someramente con el agua turbia tomada de una barrica abierta y compuso la ropa que le cubría, intentando dar un aspecto más normal a su figura fantasmal.

Tras ingerir un pedazo de pan mohoso y unos pocos higos secos, se remangó la túnica que vestía para no mancharla en el húmedo barro y se arrodilló para invocar a Santa María, a Jesucristo y a la Santísima Trinidad, rezando silenciosamente; mientras, sus dedos apretaban el cilicio que castigaba su carne y su mirada se deslizaba por la mesa hacia la cajita nacarada, que dejaba ver un pequeño objeto rectangular en su interior, de color blanco amarillento.

Llevada a cabo la penitencia cotidiana con la que se preparaba para la jornada, llegó el momento de sentarse a la mesa y comenzó a escribir con dedos aún entumecidos, pero con trazos

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precisos e incluso elegantes que denotaban la larga familiaridad del anciano con las letras:

“En el nombre de la Santísima Trinidad, que judíos ysarracenos desprecian para gran perjuicio de susculpables almas, y bajo el signo de la Cruz, que, bañada un día en la preciosa sangre del Salvador, hoy profanan manos paganas.

El término del tiempo fijado desde el principio de lossiglos por su Autor, ha vencido, y clarea ya el día enque hay que ajustar cuentas.

Pronto mis huesos doloridos se confundirán con elbarro que ahora ensucia mis pies, y concluirá para mí la espera del día postrero.

O, tal vez, llegado el término fijado en el Libro de losSiete Sellos para todos los hijos de Adán, laprofundidad de mi refugio me ahorre la visión de loque aterrorizará los ojos de los demás mortales enlos primeros días de la terrible quincena final.

Entonces, vestido con este mismo hábito quesantificó el sufrimiento de fray Dalmau de Roca-bertí en las lejanas tierras del sultán, me alzarépara presentarme “in conspectu domini”5 y todo elmundo verá quién se equivocaba y quién obraba conrectitud, y nada quedará ya escondido.”

Se detuvo por un momento mientras intentaba ajustar unos versos no muy airosos, en el catalán con dejes occitanos con que las personas cultas de su tiempo intentaban mostrar sus conocimientos mundanos. Lo cierto es que la poesía no era una de sus habilidades principales, a pesar de haber formado parte importante de su esmerada educación, desarrollada durante tantos años:

5 “A la vista de Dios”. Es una frase que se repite hasta en sesenta y seis lugares distintos de la Biblia y que parece ser especialmente significativa para el autor, que la utiliza repetidamente.

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“¿E com m'he de presentaren front Vos, sant Esperit,que no me dets en oblitne romàs sens conhortar?

Així com lo mon fineixe arriba jutjamentd'hom tost moren los delitscar tribunal apareixper punir l'enfollimentde peccadors maleïtse de los chrestians traïtsper missatger d'Antichristportats a dany mai vistsens alleujament cobrar.

Ma vida es passada,null heretament rebutde morada eternal,prou d'hora manllevada,d'engany fort ben decebut,sens haver guany divinal,sols hereu de planys e mal,de fe poc justificat,e de nulls feyts guardonatquan lo Criador cal trobar.

Ni templers vaig rescatar,ni mal soldà vaig nuisir,ni guarí lo príncep meu,car en convent va restare morir sens defallirdeixat lluny l'honor seu,corona tolta per Déu,erm lo regne ha romàse cap conhort o solaçno pot haver, ne captar.

E morts son espiritals apostolis e beguinsels ha fals Papa feritper obra dels infernalse del paradís son dins

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companys del Fill preferit,e la Bestia ha colpitlos bons cristians del ramatde moltes pestes armatvolent lo món ofegar.

Jerusalem en oblitper nostre aital peccatlo Sant Sepulcre damnaten temps final de jutjar.”6

6 La traducción podría ser:

“¿Y cómo me he de presentarante Vos, Santo Espíritupara que no me olvidéisni quede sin consolar?

Así como el mundo acabay llega el Juiciomueren de pronto los placeres humanospues el tribunal aparecepara castigar la locurade los pecadores malditosy de los cristianos traicionadospor el mensajero del Anticristo,llevados a daño nunca visto,que no ha de cobrar alivio.

Mi vida ha pasado,ninguna legado recibidode morada eterna,basta de hora prestada,bien engañado de mentiras,sin ganancia divina,solo heredero de quejas y de malde fe poco justificado,y de ninguna hazaña galardonadocuando hay que encontrar el Creador.

Ni templarios rescatémi perjudiqué al sultán,ni curé a mi príncipe,

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Reflexionó, mientras dejaba que la negra tinta se secase, sobre la excesiva duración de la vida, y, al mismo tiempo, en su brevedad. Más de sesenta y cinco años hacía que arrastraba sus recuerdos desgarradores, los sentidos que se iban apagando, y las pasiones que se resistían a desaparecer, la última, el orgullo y la vanidad, puesto que el ansia de riquezas y la lujuria de la carne, el tiempo las desdibuja y debilita.

La soledad, el silencio de la casa donde nació, no le bastaban y mandó excavar a sus criados, muchos metros por debajo de ella, un lugar recóndito, prefigurando el sepulcro que había de albergar sus despojos hasta la resurrección que consideraba tan próxima, o bien le protegería de los terribles prodigios de los últimos días y así podría presentarse penitenciado a la presencia terrible, el Día de la Ira.

Despedidos los sirvientes que solía tener, alejados los amigos y

que en su convento quedóy murió sin desfallecer,dejado su Reino atrás,corona abandonada por Dios;yermo el reino ha quedadoy ningún consuelo ni alegríapuede tener ni conseguir.

Y muertos son los Espirituales,los Apostólicos y los Beguinos,el mal Papa les ha heridopor obra de los infernales,y están en el paraíso,compañeros del Hijo preferido;y la Bestia ha golpeadoa los buenos cristianos del rebaño,de muchas pestes armado,queriendo al mundo ahogar.

Jerusalén en olvido,por ese nuestro pecadoel Santo Sepulcro perdidoen tiempo final de Juzgar.”

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familiares, había vestido la querida túnica, llevada por el último comandante templario de Tierra Santa, su amigo fray Dalmau de Rocabertí en las prisiones del sultán, con la roja cruz recortada de su hábito de Caballero de Cristo.

De él la había recibido en su encuentro postrero en el monasterio de Santa María de Vilabertran, pocos días antes de su fallecimiento, y la amargura que parecían encerrar las fibras de ese hábito, extrañamente le confortaba, además de protegerle de la húmeda tierra.

Interrumpió su divagación el ruido procedente del exterior que le anunciaba la llegada de su hijo, que, como cada domingo, le aportaba unos exiguos alimentos: pan e higos secos, aceitunas y castañas, así como agua y aceite para la lámpara. Su aparición por la puerta abierta al pasadizo que permitía el acceso desde la escalera de caracol, era el único vínculo con el mundo exterior y la medida del paso de las semanas y los meses que se iban sucediendo.

Nadie más conocía el secreto escondite de la casa; los lugareños del altozano situado a unos sesenta metros por encima del lago de Banyoles, dominando la ciudad y el monasterio, daban por deshabitada la masía, como tantas otras desde el inicio de la terrible hambruna que había segado la vida de buena parte de la población de Cataluña durante los dos últimos años.

La epidemia de hambre se prolongaba desde que empezara la terrible guerra con Génova, la República marinera, que, en represalia por la ocupación de la isla de Cerdeña por los reyes catalanes, había bloqueado el comercio exterior de un reino cada vez más dependiente de las importaciones de cereales que llegaban de todos los rincones de sus territorios ultramarinos.

No muy lejos, su hijo Eymeric el Joven aquella misma mañana se había alzado, indiferente al esplendor de la naciente primavera que llenaba de verdes de mil tonos los campos y bosques, para preparar la visita a su padre penitente. Recogió todo cuanto aseguraba su parca supervivencia y lo cargó en unas alforjas que cargó al caballo.

Su esposa, Blanca de Mata, con un gesto de fingido interés, le ayudó a cargarlo todo, le recomendó mil cuidados para el anciano

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y luego le despidió, mientras en silencio maldecía a su suegro con toda la inquina de que era capaz su corazón.

Tras haber ensillado su caballo y recorridos los seis kilómetros que separaban su pequeño castillo de Mata de la casa natal de Mas Usall, se acercó silencioso a la gran puerta del caserón aparentemente abandonado.

Fig. 2 El Mas Usall, lugar de nacimiento y última morada de Eymeric de Usall, a un kilómetro escaso del lago de Banyoles

Introduciendo la llave, la abrió con un leve crujido y volvió a cerrar de inmediato para evitar indiscretas miradas ajenas; subió la amplia escalinata de piedra que, partiendo del lado izquierdo de la planta baja, desembocaba en la planta noble, y apartó cuidadosamente la paja que ocultaba una trampilla de madera de roble por la que se accedía a la invisible escalera de caracol de 48 peldaños que, encajada en un prisma de piedra, serpenteaba hasta terminar en un pasadizo de techo bajo.

Abrió la trampilla que le daba acceso y apartó su rostro del tóxico rebufo de aire viciado que ascendía de las profundidades. Los gases procedentes de la lamparilla de aceite, de la respiración de su padre y de la descomposición de todo tipo de materiales orgánicos, se acumulaban en el recorrido de la escalera, por lo que Eymeric el joven dejaba siempre abierta la puertecilla durante sus visita para asegurar la renovación de la atmósfera; ello permitía que, en la cripta, el aire, aunque a duras penas, siguiera siendo minimamente respirable.

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Descendió, paso a paso, con la precaución obligada: la escalera era extremadamente estrecha y empinada, y por ello, los escalones apenas permitían poner el pie en su parte central; eso y la humedad y la propia naturaleza de la piedra los convertían en muy resbaladizos. Terminado el descenso, se detuvo un momento ante la puerta cerrada, la abrió y accedió al pasadizo. Siguiéndolo hasta el final, tras otra sólida puerta, se llegaba al nicho ocupado por el extraño penitente.

Eymeric, cada vez que llegaba, observaba con preocupación creciente los cambios que se iban produciendo en la apariencia física de su anciano padre, que se deterioraba aún más deprisa que el hediondo lugar donde se mortificaba: su delgadez extrema, el encogimiento progresivo de la espalda, el cojeo que se acrecentaba, y, sobre todo, la alarmante expresión de sus ojos, día a día más ardientes y enloquecidos. Después de besarse y de comentar brevemente las nuevas del mundo exterior, Eymeric devolvía a su padre a la soledad y la penitencia y regresaba, cabizbajo, a los quehaceres de este mundo que, tal vez, según afirmaba rotundamente su padre, llegaba ya a su término, pensando si la próxima visita serviría tan sólo para descubrir un cadáver. Subió, pues, las escaleras lentamente, cerrando y disimulando la trampilla tras de sí, salió silenciosamente al exterior, mirando en derredor por si alguien estaba cerca, y suspirando con tristeza, subió de nuevo a su caballo para volver al lado de su familia.

De nuevo a solas con sus sufrimientos, el anciano recluido en vida meditaba en aquella existencia que tan larga se le hacía, y que, sin embargo, percibía a veces como un simple instante, comparada con la eternidad que había de seguirla, al despertar a la otra, la que ha de durar tiempo más allá del tiempo.

Eternidad de tormentos sin fin para quienes hayan errado el camino, y de gozo sin tedio, ni deseos insatisfechos, sin odio ni envidia para los afortunados que hayan encontrado la vía enzarzada de los Hijos del Espíritu y la hayan seguido sin parar atención a las heridas de las espinas que a cada paso les hieren...

Y al momento volvía a cambiar de opinión, y veía la vida humana demasiado larga como para poder resistir las acometidas del

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maligno, que siempre halla el momento en que las armas espirituales están embotadas, bien por concupiscencia, por avaricia, por envidia, por codicia, ira o miedo.

En su caso, el peso que atenazaba su conciencia desde hacía tantos años era el temor de no haber acertado en una terrible decisión, tomada en su juventud, y que había condicionado a continuación su vida entera: había puesto en juego su alma, arriesgándola por conseguir lo que, para él, conduciría a la salvación de toda la cristiandad y, visto con la perspectiva de los muchos años, no estaba seguro, en absoluto, de haber acertado.

Lo que entonces había escogido le obligaba ahora a mortificarse con la fiel relación de todos sus fracasos, de todas las debilidades a las que había sucumbido, y de todo el bien que daba por perdido por esta causa, en un libro que, tal vez, le serviría de algo en presencia del Supremo Juez.

Intuía que, antes de llegar al fin del relato y de sus días, había de encontrar algún consuelo que le liberara de la confusión que le anonadaba.

Volvió a rasgar nerviosamente el papel con su cálamo:

“El tiempo ha acabado, llegada es la hora de la quenos alertó san Juan Evangelista en su Apocalip-sis. Ésta es la generación cuadragésimo segundadespués de la crucifixión de Cristo, y será la última.Habrá una fe y un solo Dios y las otras desaparece-rán, y los hijos de Jerusalén serán liberados de la cautividad. Habrá gente que nacerá sin cabeza, y al final de los días, el clero y la nave de Pedro serán arrojados al abismo por las grandes olas, y domi-nados.

En el mundo habrá muchas luchas y matanzas,hambres, mortaldad, mudanzas en los reinos; seconvertirán las tierras de los bárbaros; las órdenesmendicantes serán perseguidas; la bestia oriental yel león occidental subyugarán todo el mundo a suimperio, y entonces habrá paz en todo el orbe, y

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abundancia de frutos. Entonces, el Pasaje7 serácorriente para todos los fieles, más allá de las aguas,y la ciudad de Jerusalén será glorificada, y elSepulcro del Señor será honrado por todos, y enmedio de esta felicidad, llegará la noticia delAnticristo. Vigilad.”

Recordó las vívidas descripciones de los sueños que el maestro Arnau de Vilanova confió a su preceptor, en las visitas que le prodigó en el convento de San Francisco de Barcelona en los lejanos años de su juventud, en los que veía anticipadamente el fin del tiempo que ahora habrían de contempla todos con los ojos desorbitados.

El famoso médico, más apreciado aún como teólogo y profeta por la corte del rey Jaime II, había experimentado visiones sobre el Apocalipsis, el Anticristo y el Juicio Final, y nada podía refrenarle a la hora de explicarlas a poderosos y humildes.

Los quince días finales serían anunciados, cada uno con el atronador son de la trompeta tañida por un ángel:

“El primer día sonará por vez primera la trompeta ylas aguas de la tierra subirán quince codos porencima de la más alta montaña, flotando comonubes compactas, y las ballenas y otras bestiasmarinas se ahogarán retorciéndose en la tierraseca, y en el refugio que ocupo, bajo la tierra,percibiré el bramido de las olas, tan claro comoahora oigo mi respiración agitada por el espanto.

Y al siguiente, el tumulto del agua atraída por elabismo, ha de resonar en las profundidades entremis gritos, porque fue dicho del segundo día:Oiremos un nuevo son de trompeta y las aguas,caídas del cielo, tornarán a su lugar, pasando porfisuras desconocidas a las profundidades de la tierra, dejando tras de sí el suelo tan seco como las arenasdel desierto de Egipto.”

7 Passagium es la denominación medieval de la peregrinación, armada o pacífica, a Tierra Santa.

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La última palabra que acababa de confiar al papel despertó en él un torbellino de recuerdos que pugnó por apartar de su imaginación: la esperanza que le embargaba cuando viajó por vez primera, pensando en que podría conseguir la libertad de su hermano Juan; la misión tan importante que le encargaba su rey; las calles de El Cairo, la ciudad más grande que pudiera imaginarse; el palacio del emir Fakhr al-Dihn...; más adelante llegaría la ocasión de referirse a loa años pasados en Egipto, ahora no era el momento.

“Entonces sentiré el frío, suavizado por la naturaltibieza de la tierra, que incluso en el crudo inviernoconserva la vida hasta la llegada de la prima-vera, porque el tercer toque será la señal para que se hielen las aguas, tornadas a su emplazamiento original, que hasta los ejércitos podrían atravesar en su marcha.

Y el día que ha de seguir a ese, los animales de loscielos enloquecerán y volverán locos a quienes contemplen su conducta desaforada, pues volarán sin pararse ni para comer ni para beber.

Tras el quinto toque, quedará la tierra aplanada y con ella el orgullo de los que piensan que su poder en latierra no ha de tener final: se han de hundir losmontes e igualarse con los valles.”

Calculó mentalmente si era ya llegado el momento de volver a comer el triste pan de su penitencia y las humildes frutas que lo acompañaban. No tenía hambre todavía y dejó para más adelante el rito de ingerir la escasa comida que le mantenía vivo, sin evitar por ello que le rondara la muerte al acecho. Continuó con la penosa tarea:

“De nuevo será el flagelo de las aguas, ahora lasdulces, el que se abatirá sobre el mundo, pues ríosde poderosas ondas caerán del cielo desde el albahasta la caída del sol y arruinarán todo edificiohecho por mano del hombre. Y eso será el sexto día.

Y el séptimo se escuchará gran estrépito del cielo y

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relámpagos y truenos, y una nube roja se alzará de laparte del mediodía del cielo y se extenderá por latierra toda y lloverá sangre de las nubes, y las llamasque saldrán de ellas encenderán fuegos terribles porlas cuatro partes del mundo, y olas gigantessuperarán las más altas murallas de las orgu-llosas ciudades.”

Eymeric recreó la imagen de la opulenta ciudad de El Cairo, protegida por las infinitas arenas que la circundaban, y se imaginó las olas, salidas de ninguna parte, atravesando de un sólo embate las murallas de reluciente mármol blanco que tan bien conocía, y torció una amarga sonrisa. Pensó: “¡Estarán ese día más seguros los ermitaños en la cueva de Enoch, donde profetizó la Síbila, que el orgulloso sultán mameluco en su majestuoso palacio!”

Pero aún ha de transcurrir una segunda semana, antes de que la misericordia del Altísimo descienda sobre los hijos de Adán para poner fin al cataclismo, y lo que ha de acontecer esa segunda semana, le helaba la sangre en las venas.

“El octavo día, el temblor de la tierra será tandescomunal que hará caer de rodillas a todas lascriaturas del mundo, y quedarán mudos de espantoquienes aún conserven la vida.

Y el noveno, cada piedra se partirá en cuatro partes,y cada una se pondrá a conversar con la otra, y tansólo Dios sabe qué se dirán; y los árboles sedesenraizarán y corrientes ardientes de fuego sulfu-roso saldrán de los costados de la tierra.

Llegado el décimo amanecer, las piedras y losárboles manarán sangre, y los humanos que seanarrastrados al abismo que se ha de abrir serán losmás afortunados, puesto que los supervivienteshan de vivir cosas peores al atardecer, cuandocaerán del cielo trescientas sesenta y cinco estrellas.

El onceavo día, los cuatro elementos menguarán,con gran confusión de las cuatro luminarias de

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Ariel, Telihed, Khasán y Korab8, y se separarán ymudarán de naturaleza, y las restantes tres miltrescientas sesenta y cinco estrellas del cielocaerán de su escabel, quedando el oscuro cielo sinsu luz; y la luna se volverá de sangre yensordecerán los chillidos de los pájaros, cuyasplumas se incendiarán, mientras se extinguirán lascuatro luminarias.”

Recordó el destino presagiado para el doceavo día. Si aún no había perecido en los anteriores, ése era el momento de reunirse con la multitud de los difuntos que se habrán de alzar de los sepulcros, con los miembros sorprendidos por la muerte y la podredumbre, y el de buscar en las vacías cuencas de las calaveras algo que le permita reconocer a su hermano gemelo, tan amado, y a su ahogado padre:

“Al toque de Samael9, las tumbas se abrirán y losmuertos volverán entre los vivos y no habrá casaspara recibirlos a todos, aunque sea por un sólodía, pues al siguiente, todo ser nacido de mujerperecerá, y, abiertas las puertas del PalacioCelestial, aparecerá el Creador con sus Ángeles, quevolarán por los siete cielos, prestos al JuicioFinal, y suplicarán al Altísimo para que amanse elfuror del fuego, para evitar ser ellos mismoscalcinados, pues habéis de saber que hay cuatroclases de fuego, y cada uno es siete veces másardiente que el anterior: el fuego natural de la tierra,el del relámpago, el fuego del Día del Juicio y elfuego del infierno. Y entonces, los Ángeles y lasalmas de los santos y los justos serán preservadasdel calor como si fuesen peces en agua fría.

Y el día catorceavo, aunque ningún ojo humano lohaya de contemplar ya, se completará la obra de lasegunda semana, con la muerte de todo ser viviente,

8 Estos son los nombres de los ángeles que regían los cuatro elementos según la tradición judía.

9 Samael es el ángel de la muerte en el Libro de Enoch.

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por obra del calor que fundirá el oro y la plata y losmetales de las minas bajo los montes, y hará correrríos subterráneos de metal fundido.”

Y por fin, el Fin:

“Ese lunes, el Rey de Gloria, Hijo del Eterno, flan-queado por una multitud infinita de arcángeles, que-rubines, serafines, tronos, potestades, dominacio-nes, principados y virtudes, que todos juntos son losnueve órdenes de Ángeles, se instalará en el Montede Sión para juzgar los hechos de los hijos de Adán,que, milagrosamente, volverán con sus cuerpos re-compuestos.”

Levantó la vista de los papeles que iba llenando con sus temores y la cantidad consumida del aceite que alimentaba la titubeante llama de la lámpara le recordó que había pasado gran parte del día y que, si quería evitar morir de inanición antes de completar su penoso deber, tenía que comer algo.

Lo hizo en silencio, apresuradamente, con la cabeza aún ocupada por la visión de los Arcángeles Miguel, Rafael, Sariel y Gabriel, encabezando la procesión de los apóstoles, los profetas, los confesores, los mártires, los santos, los justos, las vírgenes, los penitentes, los bautizados, y, finalmente, los infieles. Todos con treinta años de edad, la de Cristo en ser bautizado y la de Adán en ser creado, tanto si al morir eran recién nacidos como si eran ancianos de gastado cuerpo.

Se figuró a Cristo, flanqueado por el ángel que portará los instrumentos de Su pasión, desnudo, como San Francisco en la cueva de Porciúncula, mostrando sus heridas a los judíos, para que, demasiado tarde, crean y proclamen su ceguera y sean confundidos10. E imaginó que cerca del Crucificado le miraba con complicidad su propio hermano gemelo, el mártir de la batalla de Arwad. La visión fue desvaneciéndose paulatinamente, aunque tras desaparecer los demás personajes quedó aún la figura casi

10 Es para que se cumpla esta profecía que la Iglesia siempre permitió la supervivencia de judíos sin convertir, a pesar de las frecuentes matanzas y la presión para las conversiones.

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transparente de su querido hermano Juan, observándole en silencio con sus vacíos ojos.

Se incorporó dolorido. Había olvidado durante demasiadas horas moverse y dar unos pasos, y el dolor que le causaba su pierna derecha se extendía en amplias oleadas por la espalda y los hombros. En silencio, se concentró en esa sensación, intentando percibirla en toda su extensión e intensidad, y agradeció a Dios que le permitiera obtener, a través de ella, algún mérito más antes de que acabara todo.

Miró instintivamente unas piedras finamente talladas que descansaban en el suelo, arrimadas a la pared al otro lado de la estancia. Eran fragmentos de una ventana desmontada, a la cual el viejo penitente achacaba parte de la responsabilidad de todo cuanto pasó después.

Comenzó a caminar lentamente dejando a su izquierda el pilar que sostenía la bóveda de la estancia y fue recorriendo con pasos cortos una vuelta tras otra. Las contó utilizando la mesa en la que escribía como referencia, y al llegar a las cincuenta, se detuvo jadeando. Con ello había andado casi un kilómetro y medio.

Las molestias se fueron atenuando con la circulación de la sangre por todas las regiones de su cuerpo, y Eymeric notó cómo respondían favorablemente sus miembros por lo que, tras sentarse, continuó su relato.

“Y entonces los humanos serán reunidos en cuatroasambleas, los unos a la vista de los otros: la de losbuenos y la de los muy buenos, la de los malos y lade los muy malos, cada una ante el Arcángel que lesha de guiar a la paz eterna, o al suplicio infinito.

A un lado, empujados por la espada flamígera delArcángel Miguel, se apelotonarán los condenadosencabezados por Judas, y tras él, Juan de Capella11,

11 Juan de Capella fue uno de los seguidores iniciales de Francisco de Asís, que traicionó al maestro y propició la anulación papal del Testamento del santo. En el paisaje mítico de los franciscanos espirituales y de sus simpatizantes, era el equivalente modernizado

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el falso Papa Clemente12, degollador de los Templa-rios, y su indigno sucesor, el Papa Juan, el hereje13, y los demás envidiosos, hipócritas, mentirosos, sober-bios, lujuriosos, sodomitas, homicidas, ladrones,vanidosos, nigromantes, adúlteros, heréticos, traido-res, glotones, falsarios, y otros malhechores...con los que meunen las cadenas de mis abundantespecados: las mentiras dichas, las violencias perpetra-das, los sobornos con dinero, el pirateo, el abuso deltemplo del alma, que es el cuerpo, en mil formasprohibidas,la fingida admiración por Mahoma, elengaño a un Santo y la vanidad derramada a mialrededor.

Llorando y aullando, acicateados por ejércitos dedemonios, pasarán por las amplias fauces delaverno, donde han de permanecer por los siglos delos siglos, perdida por siempre la gracia de lapresencia del Altísimo.”

Eymeric, en la cámara subterránea en la que se esforzaba en su peculiar tarea, no podía percibir el declinar del día, pero aunque hubiera sido consciente de cómo avanzaba la noche, el miedo a las pesadillas que le perseguirían en su sueño era suficiente para disuadirle a dar por terminada la tarea y buscar reposo, hasta que el agotamiento le venciera. Especialmente, si se considera lo que tenía en su mente precisamente en esos momentos, la descripción de los tormentos eternos que temía tanto.

“A los malditos, les serán herradas las cadenas parasiempre y serán llevados a presencia del rey del mal,y de sus acólitos: Shemihaza, Arakiba, Ramael,Kokabel, Tamiel, Ramadiel, Daniel, Ezequiel, Baraqel,

de Judas.

12 Bertrán de Goth, 1264-1314, Clemente V, el papa que permitió la persecución de los templarios por el rey Felipe IV de Francia y que suprimió la orden.

13 Juan XXII, Jean Dueze, papa de 1316 al 1334, perseguidor de los franciscanos espirituales.

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Asael, Armaros, Batariel, Ananel, Zaquiel, Satorel,Shamsiel, Sathariel, Samiel, Tamiel, Iomiel y Tu-riel14en la mansión de los eternos tormentos, en laoscuridad sin esperanza de luz...”

El anciano se estremeció levemente al referirse a la oscuridad, que le recordó la que le envolvía desde hacía ya más de un mes. ¿Podría distinguir el pasaje de la vida a la muerte en la oscuridad? ¿Le auxiliaría en ese trance la silenciosa figura fosforescente de su hermano, que se recortaba frente al muro?¿Cuánto se prolongaría, ese angustioso momento, en la más completa soledad, antes de pasar a la presencia del Juez? ¿Y cuál sería la acogida de Éste?

“...con el corazón helado a pesar del fuego que jamás se extinguirá, aunque le fuera arrojada toda el aguade los mares y ríos que corren por la superficie de latierra; los dientes apretados y los ojos desorbita-dos, recibiendo el justo castigo a manos demonstruos de muchas cabezas y con garras en cadauna de sus patas. Entre los tormentos, no será elmenor que las serpientes inmundas, nacidas del fue-go, les arranquen sin cesar pedazos de su pecadoracarne que se regenerará al instante para hacerposible la infinitud del suplicio. Y los demoniosles herirán sin fin, compitiendo entre ellos para vercuál es el que causa más tormento, y sus carcajadascrueles serán la sola compañía de los alaridos de loscondenados; y el retumbar de los bastones de fuegocon que les golpeen, marcará el compás quepresidirá la monótona danza del sufrimiento.

A la contemplación de los pecados de los otros, seañadirá la vergüenza de que los otros eternamentecontemplen patentes los propios. Y la renovaciónde los suplicios, de los que los diablos encontrarán a cada momento novedades más crueles, les impedi-rá incluso acostumbrarse al sufrimiento y encontraren su constancia algún consuelo. Y además, el azotedel hambre y la sed que no han de acabar ni con la

14 Estos son los demonios que aparecen en el Libro de Enoch.

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muerte ni con el alivio del alimento o la bebida, portodos los tiempos de la infinitud.”

Su mano dejó caer sin fuerzas la pluma, mientras se esforzaba por imaginarse a sí mismo admitido en la otra asamblea, la que guiada por el Arcángel Gabriel y presidida por San Francisco de Asís, Santa Clara, San Juan el Bautista y Santa María Magdalena, conduciría a los afortunados a una inmensa mesa donde gozarían, según el mérito de sus obras, de manjares deliciosos, servidos en griales de rubíes, sentados en tronos de oro, con cuerpos ya relucientes y sutiles, en un Palacio resplandeciente, en presencia de Dios, por toda la eternidad, sin enfermedad, muerte, deseo, tentación, miedo ni dolor.

Recordó, como señal inequívoca de la inminencia de tales prodigios, que pocos días antes de descender a la cámara secreta se vio la luna teñida de sangre, formando como una cruz en su superficie, justo antes de su eclipse15 definitivo, tal y como los profetas lo habían anunciado.

Y que la extraña apariencia persistía cuando, seis semanas atrás, dejó, para siempre, de ver el estrellado cielo; de manera que el próximo cambio que se había de producir en la blanca superficie del astro nocturno consistiría, sin duda, en la caída sobre el suelo.

Se fue adormilando, sin que su voluntad accediera a ello, y los sueños que tanto le atormentaban le devolvieron a aquella aciaga entrevista con el maestre del Temple de Barcelona en que quedó sellado su destino. El humo de las esencias aromáticas quemadas, la severa armonía de las piedras talladas, el resonar remoto, pero audible, de los cánticos religiosos, su henchido pecho estallando de satisfacción y orgullo...y al cabo de unos minutos, la confusión, el deshonor, la culpa.

Así terminó el domingo 22 de mayo de mil trescientos treinta y cinco, sumergido en sus terribles pesadillas cotidianas.

Aún recostado en el jergón, sudando copiosamente, luchó por

15 Según la NASA, el día 8 de abril de 1335 se produjo el eclipse lunar más largo de todo el siglo XIV.

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apartar de sí la imagen tan repetida que no podía decidir si le causaba horror y asco o fascinación y deseo. El rostro que acompañaba al cuerpo fantasmal fluctuaba: a veces era el del Maestre del Temple de Catalunya, fray Berenguer de Cardona, pero a menudo se transformaba en el del Gran Maestre Jacques de Molay; otras, se trataba de Amin de Beirut, su instructor del monasterio de Vilabertrán; también, a veces, se dibujaban en el rostro oscuro los rasgos del Emir Fakhr al-Dihn, su enemigo; pero la situación difícilmente cambiaba en lo esencial. Eran variaciones insubstanciales de un mismo paisaje: el momento en que tomó la decisión de su vida, pensando realizar una apuesta ganadora, cuando las consecuencias acabaron por mostrar que quien había ganado la baza era el Maligno.

Repitió la rutina de alumbrar la lámpara, alzarse y refrescar su rostro con el agua del barril, y mordisqueó nerviosamente un pedazo de pan. A continuación se sentó a la mesa y se forzó a seguir con su relato:

“Ahora que llega la hora de comparecer ante el Se-ñor, ¿cómo me justificaré? ¿Cómo podré des-cargarme del peso de cuanto debí hacer y no hice yde lo que tenía que evitar y cometí? Mortificarme conel recuerdo de todo cuanto llevé a cabo contribuirá aaminorar, tal vez, mis culpas, y a preparar las res-puestas que convendrá dar al Juez terrible.”

Y recomenzó su historia, que quería exacta y minuciosa, pero que iba a tomar la forma maleable que la falible memoria le presentaría en su tan avanzada vejez, cambiando el aspecto de las cosas demasiado hirientes y volviéndolas más dulces.

“He aquí que yo, Eymeric de Usall, después de reco-rrer más años de los que acostumbran a vivir el co-mún de los mortales, he de emprender el último viaje; el más largo, pues nos lleva a otro mundo, y el máscorto, pues dura un sólo instante, y en el momentosupremo quiero manifestar mis pecados llevándoloscolgados ante mí, como aquel que muestra su heridaal médico que la ha de cauterizar.

Me preparo para recibir a la muerte en el mismolugar donde comenzó mi vida, pero en un mundo

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distinto. En aquel donde nací, la luz que habíaaportado con su ejemplo el Santo de Asís,iluminaba de su ternura el frío de los corazones y loshacía revivir como la primavera reanima las semillastras su parálisis invernal. El que contemplará mimuerte, es un mundo alumbrado por las hoguerasdonde arden los verdaderos franciscanos, si no sepudren en las celdas de los conventos por donde sepavonean hipócritas usurpadores, llamados “conven-tuales”.

En aquel mundo, los príncipes y caballeros, junto alpueblo menudo, competían en celo para marchar aTierra Santa y ganar allí la palma del martirio o lacorona del triunfo por recobrar el Sepulcro, y lasórdenes militares eran respetadas por todos comoadalides de la cristiandad. En éste, el ruido de lasbacanales que festejan el último crimen de lospríncipes y los papas, apurando hasta las heces lacopa llena de la sangre de sus propios súbditos,acalla la voz del Nazareno.

Las guerras de entonces eran para recuperar lastierras de los sarracenos, y en ellas, los cruzadossólo arriesgaban la vida terrenal; ahora se disputancoronas y reinos de otros cristianos, y la pugna cruel pone en juego no sólo la vida de los inocentes, sinolas almas de los que han de matar y morir sin unacausa justa.

Los débiles se alzan contra las violencias insufri-bles de quienes les tendrían que proteger; la duratierra ya no da el fruto que merece el trabajo de loslabradores; el dinero no vale lo que acostumbraba,pero con él todo se puede comprar; los reyesengañan a sus súbditos con la falsa moneda y losPapas sacrifican en el altar del Anticristo a las ovejas del rebaño puesto a su cargo.

Todos los signos están en su lugar y sé que, asícomo nací en un mundo vivo, ahora muero en unsepulcro situado en otro mayor, de manera que,hablando con rigor, mi cuna ya contenía la mortaja.

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Llegué al mundo que ya no existe el día de SanJosé del mismo año en que nació el rey don Jaime,16

de quien lloro la memoria, veintitrés años antes delnacimiento del Anticristo.

Mi nacimiento y el de mi hermano gemelo querido,Juan, que lleva ya tantos años en el cielo espe-rándome e intercediendo por mi salvación...”

Escribir el nombre tan querido le provocó una oleada de cálidas lágrimas, recordando los momentos pasados junto a él: los juegos infantiles, chapoteando en la laguna próxima a su casa, en la que pescaban peces de escamas oscuras; las batallas en los robles de los alrededores de la masía, que en sus fantasías se metamorfoseaban en fortalezas de Ultramar: Safeta, Castillo Peregrino, Vado de Jacob...; el día en que ingresaron juntos, con el corazón saltando de agitadas emociones por la nueva vida que les aguardaba, en el monasterio de Vilabertrán, y, sobre todo, aquél día en que Juan marchó, ya con el hábito marrón de los sargentos del Temple guardado en una bolsa colgada a los flancos del caballo, para profesar en la casa de la Orden en Castelló d'Empuries. Ése fue el último día en que se vieron con los ojos materiales, pues su fantasía llevaba dos dias presentándole su faz, tan parecida a él, salvo que él la veía juvenil.

“...aportaron la desgracia a nuestra familia, puescausaron el fin de la vida de nuestra madre, Clara deMiánigues, que enfermó de fiebres y murió antes depasados diez días, poniendo fin a un matrimonio quetan sólo duró un año. Muchos juzgaron nuestrasupervivencia como un milagro, siendo su parto elprimero, pero a nuestro padre le hundió en el dolor la pérdida de su esposa y el mortal peligro en quequedábamos nosotros.

Nuestro padre, de nombre Francisco, era hijo de Bar-tolomé...”

16 Jaime II el Justo nació en 1267.

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Dudó si sería útil al propósito del texto que escribía completar la genealogía familiar con los nombres de sus antepasados: el bisabuelo Guillermo, el tatarabuelo Bartolomé, el padre de éste, Pedro y el suyo, Guillermo, este último padre, también, del que llegó a ser Abad del monasterio de Vilabertrán y obispo de Girona, Ramón. Como el único propósito de ello hubiera sido la vanidad, que encajaba muy mal con el ánimo que le movía a su obra, decidió que no era conveniente y continuó:

“...y ayudaba a su hermano mayor, mi tío Pedro, en el negocio de las pieles, con el que servíamos desdehacía ya generaciones a la Orden del Temple. Paraello, contábamos con los rebaños de cabras yvacas de las gentes de los alrededores, y con elderecho exclusivo de usar el roldor17 de la comarca, y las pieles procesadas servían para las sillas de loscaballeros de Cristo, y de sus sargentos y turcoples,y para sus arneses, los correajes, guantes, capotes,bolsas, corazas, y demás.

Triturábamos el roldor, remojábamos las pieles, lascalcinábamos, las pelábamos, las sumergíamos enalumbre (que traíamos de Egipto en nuestras naves);las pasábamos por la mesa, el refuerzo, la colga, elsecado, y el estirado; las engrasábamos y aplaná-bamos y llevábamos en fardos a Barcelona para elrepujado. El canal que alivia el lago de Banyoles ybordea el monasterio por la parte posterior nos sirvepara las balsas que necesitamos,¡y bien que paga-mos al abad para usarlo!, dineros que alimentan suscaprichos y lujurias.

Nuestros primos de Barcelona también habíanrecibido del Temple (que lo tenía por concesión dereyes antiguos) el derecho exclusivo del roldor y deuno de los canales de Barcelona, y allí trabajabanlas pieles que dejaban los animales que consumían

17 El roldor, “coriaria myrthifolia”, es una planta que se usa para el curado de las pieles. La familia Usall adquirió este monopolio de manos del abad del monasterio de Banyoles en 1253, en circunstancias que más adelante se explican.

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los habitantes de la ciudad.”

Se sonrió con amargura pensando en cómo, tantos años después de la disolución de la Orden del Temple, habían todos pugnado por olvidar a los caballeros de Cristo, y cómo las mismas familias que los habían servido por generaciones con dinero, con reclutas y a través de contactos e influencias, ahora fingían que tal condición de cofrades nunca había existido.

Mentalmente repasó el artículo 52 de la regla de los Templarios: “Si los hombres casados piden ser cofrades y el beneficio y las oraciones de la Casa, nosotros mandamos que los recibáis de manera que después de su muerte os dejen sus bienes. Ellos han de llevar una vida honorable y esforzarse en hacer bien a los freires, pero no podrán vestir el manto blanco, ni parece justo que los cofrades habiten la casa donde viven los frailes que han prometido castidad a Dios”.

Y, por primera vez en mucho tiempo, una expresión satisfecha alumbró su semblante, al pensar en cómo su familia había cumplido hasta más allá de lo imaginable los deberes que se autoimpuso al entrar a ser cofrades del Temple, tratando sus bienes materiales de la misma manera que un esclavo cuidaría la bolsa de su señor, sabiendo que a otro pertenecían. Y, de igual manera, pensó en las muestras de aprecio y las gracias de todo tipo que la Orden les había reservado: el principal, la concesión por mano del Gran Maestre del Temple, fray Pedro de Montagut, a los miembros de la familia en Barcelona del rango de caballeros y un escudo de armas a semejanza del que tuvo su antecesor fray Guillermo de Chartres18.

18 El escudo muestra tres barbos en palo, mirando hacia la izquierda.

Fig. 3 Escudo de armas de la familia de Usall

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Se enorgullecían de su servicio a la Casa del Temple con sus pieles, sus naves, sus consejos y esfuerzo, la fortuna y la sangre, cuando era necesario, de la misma manera que los caballeros la servían con espadas y lanzas, cabalgando por los desiertos o guarneciendo las murallas, protegidos por las corazas de su familia, sus sillas de montar, sus riendas, las cotas de malla, los borceguíes, las mantas de piel, los escudos, los quijotes y albardas, que ellos se afanaban por producir en defensa de Tierra Santa...

En realidad, en sus cavilaciones, Eymeric apenas exageraba la importancia del trabajo de la piel que su familia llevaba a cabo para la actividad militar de los monjes soldados. Una sola cota de mallas llevaba cosidas treinta mil pequeñas anillas metálicas a la piel, costaba seis meses de trabajo especializado, y era vital para sobrevivir a las flechas que lanzaban tanto los jinetes como los infantes mamelucos, de manera que, tras muchos combates, los caballeros parecían verdaderos erizos, con todas las saetas interceptadas por la cota enhiestas como espinas.

Quien dirigía el negocio de las pieles en Banyoles, mientras vivió, fue el abuelo Bartolomé, del cual Eymeric recordaba pocas cosas, pues tenía tan sólo seis años de edad cuando falleció. Era un cristiano sincero, inflamado interiormente por el ejemplo de San Francisco de Asís, del que imitó el retiro en los últimos años de su vida, pasados en una cueva de Serinyá, en soledad, entre rezos y penitencias, preparando su muerte, que llegó dejando, según dicen, estigmas en su piel...tal era la fama de santidad que alcanzó entre quienes le vieron con su basto hábito, ceñido por una cuerda, mortificando su cuerpo con fuertes penitencias, y predicando arrepentimiento a quienes le escuchaban, con el flagelo a modo de recordatorio de los padecimientos inevitables preparados a quienes quieren gozar sin medida de los placeres terrenales.

Su cuerpo, cuando le encontraron muerto una mañana, despedía un olor agradable, y fue llevado en un carro, seguido de una espontánea procesión de amigos y vecinos, a sepultar bajo las losas del claustro del monasterio de Santa María de Vilabertrán, donde su nieto Eymeric pudo contemplarlas durante sus largos años de estudios y ejercicios.

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“Mi abuelo Bartolomé insistió, al retirarse del siglo,en que mi tío Pedro y mi padre Francisco com-partiesen la riqueza y el trabajo, y así lo hicieron, sal-vo que a mi padre le tocó menos de aquella y más deéste, pues el corazón de mi tío estaba más incli-nado a las vanidades de este mundo que a ganar mé-ritos para el otro, mientras que mi padre despreciabalas falsas apariencias materiales

Después de enviudar, pensando que los cuidados deuna nodriza no bastarían para asegurar nuestrasupervivencia, mi padre volvió a tomar esposa, máspor nuestro bien que por la búsqueda de placeres, ycasó con Dulce de Serinyá, sin esperar el tiempo quese acostumbraría en otras circunstancias.

Bien pronto, la que no pudo substituir de ningunamanera a nuestra madre, quedó embarazada y dio aluz a mi querido hermano Pedro; un año después aSimón; y al cabo de tres años, a Berenguer. Y aún,diez años más tarde, a Blanca, aunque entre ambosnos visitó brevemente un ángel del cielo, Sibila, queno estuvo entre nosotros más tiempo del necesariopara bautizarla. Y póstumamente, mi madrastraviuda aún dio a luz a Bernardo19, cuando ya nadie loesperaba.”

Eymeric fue repasando mentalmente el recuerdo del rostro de cada uno de ellos: el de Pedro, su compañero incansable en todas las navegaciones y peligros; sincero y de buen carácter; el de Simón, vivaz y ambicioso, que cuando le enviaron como embajador para recuperar la paz no pudo evitar la continuación de la guerra con Génova que desangraría la Corona de Aragón y desencadenaría la hambruna que pareció preludiar el fin del mundo; el de Berenguer, serio y concentrado en su deber, que terminó como comendador de la Orden de San Juan del Hospital; y también en el de Blanca y el de Bernardo, clérigo.

“Nuestra casona era lo bastante amplia para acoger-

19 Las fechas nos sitúan en 1269, 1270, 1273, 1280 y 1285, para los supervivientes.

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nos con comodidad. Justamente en vida de nuestroabuelo se había completado su reforma, así que, debarro y madera como la habían construido sus fun-dadores en antiguos tiempos, había pasado a sólidapiedra trabajada, con porches y ventanas adornadasde las que los potentes usan para mostrar su riqueza. ¡Maldita sea por siempre una de ellas! La he desmon- tado y trasladado a la oscuridad de mi sepulcro pararecordar siempre la causa por la cual mi destino noha corrido parejo al de mi querido hermano, hasta al-canzar la radiante corona del martirio, preludio delparaíso.”

De nuevo dirigió Eymeric una enojada mirada furtiva a los dos capiteles y al resto de elementos que yacían arrumbados a la pared de su voluntaria celda, con un resentimiento que el paso de sesenta años no acababa de mitigar.

Fig. 4 La ventada desmontada de la cámara subterránea.

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“En Barcelona, mi padre era quien gestionaba el ne-gocio de las pieles, puesto que nuestros primos esta- ban mucho más absorbidos por su Casa de Cambios,por los navíos que armaban, los molinos que adqui-rían, y sus actividades políticas, pues estaban yapresentes en el Consejo de la Ciudad.

Pero además, mi padre embarcaba a menudo conlas naves de la familia, o en las de nuestros socios, yademás de comerciar con pieles en Tremcen,Constantina o Damasco, con los viajes a San Juan de Acre, Trípoli y Tortosa, adquirió práctica en lanavegación, hasta poder mandar una nave, periciaque acabó por causarle la muerte, en circunstanciasgloriosas, sí, pero nada propicias a la salvación de su alma.

La fragilidad de las pieles, que se podían dañargravemente con la humedad y la sal, obligaba a algún miembro de la familia, dotado de la suficienteautoridad, a acompañarlas cuando viajaban en unanave ajena, y ahí estaba mi padre Francisco, que asíencubría mejor los propósitos ocultos de muchos delos viajes efectuados por la mar, que más tendían aservir al Temple y al rey, que a los beneficiosmateriales de la venta de cordobanes.

Cuando estaba mi padre fuera, ocupado en esos que-haceres, quedábamos todos sometidos a la duraautoridad de mi tío Pedro, que nos empezó a tratarcasi como si fuesemos sus hijos, desde que su esposaGuillamona, se mostrara incapaz de volver a ser madre y de que su único hijo, Jaime, muriera sinhaber llegado a la pubertad.

Pero ese pequeño universo infantil, marcado por losjuegos, pronto había de acabar. Un día nos empujá-bamos mi hermano Juan y yo, asomados a laventana, y caí al vacío y se quebró mi pierna, ademásde recibir dolorosas heridas en la cabeza y lascostillas. Aunque unos meses después volví aandar, mi pierna derecha me impuso una cojerapermanente, y dolores continuados en la espalda, y

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me quitó para siempre la posibilidad de combatir conla suficiente habilidad que se ha de exigir a unfreire Templario.”

Eymeric se incorporó del banco con la espalda dolorida, y recordó la escena, tan vívida en la memoria, de aquel día, a los siete años de edad, que marcó su porvenir: las dos repisas, a lado y lado de la ventana a las que se subieron; la columnilla central, los alegres empujones con su hermano Juan, siempre decidido a ser más fuerte que Eymeric y a pasar por delante como primogénito, dados y recibidos para prolongar el adiós a su padre que se alejaba a caballo levantando la mano en señal de despedida, acabaron por ocasionar su caída al vacío.

Tras recoger su cuerpo inerte, su madrastra consiguió devolverle a la consciencia con un poco de agua fría, mientras Juan lloraba desconsolado por el inesperado percance que sin quererlo había causado. Su tío consiguió los cuidados del hospital del monasterio de San Esteban de Banyoles, y el monje que se los proporcionó consiguió unos resultados quizá inmejorables, atendiendo a las posibilidades del lugar y el momento.

Eymeric no quedó impedido; su pierna derecha quedó por siempre un poco más corta que la otra, aunque la cojera y el dolor de espalda nunca le impidió caminar a un paso moderado. Aquel percance puso fin a los combates en los robles y a las batallas figuradas de cruzados contra sarracenos, y le dificultó la natación por la pequeña laguna en la que pescaban. Marcó así el fin de su infancia y el paso a una nueva etapa de su vida.

“Apenas había recuperado la capacidad de andar, yya fuimos llevados mi hermano y yo al monasterio de Santa María de Vilabertrán para recibir letras huma-nas y divinas y para ejercitar nuestro cuerpo paraque pudiésemos servir al Temple.”

Rescató de su memoria el recuerdo del día señalado para tal viaje. Llegó, montado en una acémila, su tío Bernardo, procu- rador del monasterio de las monjas de San Daniel, revestido de sus mejores ropas, a media mañana.

Tras haber conferenciado a solas con su tío Pedro, Bernardo comió con toda la familia, y anunció, solemnemente, a los niños

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gemelos que había llegado el día de hacerse oblatos de la Canónica de Santa María de Vilabertrán, de donde saldrían, en su momento, para servir al Temple, ya fuera en el combate, como sargentos, o mezclados con la demás gente del siglo como cofrades. Tal vez, aclaró, si la Orden no juzgaba valiosos sus servicios, quedarían en Vilabertrán como canónigos, en la honrosa manera en que su antepasado fray Ramón lo hizo, llegando a ser Abad y, más adelante, Obispo de Girona, que por sus virtudes llenó de honor a la familia.

A pesar de tener tan sólo 8 años, aquellas palabras les dejaron bien claro que llegaba a su fin el pequeño mundo en el que habían vivido hasta el momento, para pasar a otras responsa- bilidades nuevas.

Así que, a la mañana siguiente, vestidos con sus mejores ropas, subieron a lomos de sendos pollinos y emprendieron el fatigoso viaje hasta Vilabertrán. El camino serpenteaba por Esponellá, Orfes, Báscara, Pontós, Santa Llogaia y Vilabertrán, así que, tras más de seis horas de rítmico caminar, dejaron a la derecha el Palacio de los vizcondes de Peralada, y contemplaron la muralla exterior del monasterio.

“Recuerdo todavía el miedo mezclado con curiosidad que sentí al llegar a la explanada de la Canónica,generosamente sombreada por árboles frondosos yregada por las fuentes de aguas vivas que hizo brotar milagrosamente el Abad Pedro Rigau, en el yermoseco que antes existía.”

Para el pequeño Eymeric, la puerta que abría sus dobles batientes ante él, no era tal: era el tránsito a un mundo dorado, de héroes gloriosos y batallas grandiosas, de relucientes armaduras y milagrosas victorias; era abandonar el universo diminuto de la infancia para acceder al Paraiso soñado. Renqueando, con su pierna acortada, la excitación no le permitía percibir ni el dolor de su cuerpo, ni la ridícula apariencia del cortejo que se acercaba a la Abadía.

“El monasterio mostraba la fachada de su iglesia,flanqueada por dos torres, la de la izquierda con trespisos con arcadas de medio punto, y la otra, a medioterminar, que de momento crecía almenada y

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amenazadora, aunque tal vez menos bella a los ojosdel Altísimo.

A nuestra llegada, el monje portero nos franqueócompletamente la puerta y nos acompañó a laiglesia donde, alineados en la nave mayor, docecanónigos nos abrieron un pasadizo para recibirnos,en un extraño honor que aún no comprendíamos.Mientras avanzábamos por entre los monjes que can-taban hermosos salmos, alzábamos la vista a lasbóvedas de piedra, que parecían flotar ingrávidassobre nuestras diminutas cabezas.”

Cerrando los ojos, Eymeric absorbió la sensación que todavía era capaz de recrear. Oía, con los oídos de la memoria, las palabras de aquellos cánticos que parecían mezclarse en su fantasía con las voces de los Ángeles del Señor:

Non nobis, Domine, non nobissed nomini tuo da gloriamsuper misericordia tua et veritate tua.Quare dicunt gentes:"Ubi est Deus eorum?"Deus autem noster in caelo;omnia, quaecumque voluit, fecit.Simulacra gentium argentum et aurumopera manuum hominum.Os habent et non loquentur,oculos habent et non videbunt.Aures habent et non audient,nares habent et non odorabunt.Manus habent et non palpabunt,pedes habent et non ambulabunt;non clamabunt in gutture suo.Similes illis erunt, qui faciunt ea,et omnes, qui confidunt in eis.20

20 No nos des a nosotros, Señor, no a nosotrossino a Tu nombre dale gloriasobre tu misericordia y tu verdad.

Por eso dicen las gentes:"Dónde está su Dios?"

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Era la primera vez que los dos gemelos oían cantar aquel Salmo, que servía de divisa a los Caballeros Templarios.

“Al final del pasadizo que abrían los canónigosagustinos nos esperaba, de pie, el Abad, frayArnau de Darnius, revestido de toda dignidad, con su dalmática, la cruz pectoral, tiara, báculo y anillo,aunque su persona imponía más respeto que susinsignias.”

Una lágrima asomó furtivamente a sus ojos, recordando aquel hombre tan digno de respeto, que tanto había hecho para proporcionarle la mejor preparación posible, mucho más allá de lo que podía serle exigido o pagado con la oblación que su familia aportó a la abadía. Tenía unos cincuenta años, era alto y de espalda recta, manos delicadas y hablar pausado y cálido.

Fray Arnau, al ver llegar a los dos niños no pudo dejar de pensar con una contenida irritación en la inutilidad de la labor que habitualmente llevaban a cabo en su abadía con los jóvenes aspirantes a templarios. Algunos futuros caballeros o sargentos

Pero nuestro Dios está en el cielo;todas las cosas que quiere hacer, las hace.

Las estatues de las gentes, de plata y oroson obra de las manos de los hombres.Tienen boca y no hablan,ojos tienen y no ven.

Tienen orejas y no oyen,narices y no huelen.Tienen manos y no palpan,tienen pies y no caminan;no gritan con su garganta.

Parecidos a ellos serán quienes esto hacen,y todos cuantos confían en ellos.

Era el Salmo 115, de especial significado para los cofrades, para la canónica de Vilabertrán, y para toda la Orden del Temple.

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recibían de él y de sus monjes el tipo de preparación idónea para aquellas labores que menos entusiasmo suscitaban a esa edad. Todos llegaban con la idea de sobresalir en el manejo de la espada, de la lanza, en el arte de la equitación, el tiro con arco o ballesta y mil aptitudes bélicas más; en prepararse para morir heróicamente...mas, ¿cuál de ellos llegaba dispuesto a hacer cualquier cosa, por repugnante que pareciese, para asegurar la victoria?

Porque la verdadera finalidad de su estancia en Vilabertrán, para algunos escogidos, no era lo que podían aprender en cualquiera de las encomiendas, que siempre albergaban algún caballero de edad demasiado avanzada para seguir resistiendo los fragores del combate, y dotado de la formación óptima en las artes de la guerra, unida a la prudencia de tan gran valor para atemperar la loca acometividad de los jóvenes...No, no; en Vilabertrán se preparaba a una élite de templarios en el arte de la diplomacia, los idiomas, la estrategia, la política; y también se les convertía en una especie de enlaces de los reyes de la Corona de Aragón dentro de la poderosa orden del Temple.

El Abad pronto se dio cuenta de que, de los tres jóvenes que se educaban en la canónica, el más dotado para el combate era Dalmau, el hijo del vizconde de Rocabertí, señor de Peralada; pero el más dotado para el espionaje, la diplomacia y la política era el chico cojo de humilde familia, que, seguramente, jamás llevaría el manto blanco o marrón de los templarios.

“Nos arrodillamos ante él y besamos el anillo y elpoder espiritual que representaba, y nuestros tíos,que venían tras de nosotros, dieron la oblaciónpactada al Abad. Tras cambiar breves palabras, seretiró mi tío Pedro, al que se unió nuestra madrastraDulce, que había quedado a la entrada.

A continuación, nuestro tío Bernardo mantuvo unaentrevista más larga, en voz baja, con el Abad,acabada la cual, nos dio un beso a cada uno, y unbofetón, para simbolizar, de manera gráfica, que apartir de ahora pasábamos a una autoridad másexigente y poderosa, y para fijar en nuestra memoriala solemnidad del momento. Marcharon y quedamossolos en el monasterio.

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El Abad llamó a nuestro lado al que sería nuestropreceptor, fray Juan de Peratallada, y junto a él co-menzó a enseñarnos, personalmente, todas lasdependencias de la Abadía, mientras comenzaba aexplicarnos muchas cosas que sólo el tiempo nosharía comprender más cabalmente.”

El Abad fray Arnau de Darnius franqueó con sus nuevos pupilos la puerta que daba paso al claustro, y comenzó a explicar tranquilamente todo cuanto la curiosidad infantil urgía conocer, mientras paseaban a paso lento.

Tras varias vueltas, pasaron a visitar los dormitorios, la sala capitular, el refectorio, la bodega, la cocina, el patio de ejercicios, el hospital, el scriptorium y el palacio abacial...Los dos muchachos miraron con ojos asombrados las enormes barricas de la bodega donde maduraban los caldos potentes y afrutados de la comarca, los estanques donde se criaban varios tipos de peces de exquisitos sabores, las largas mesas preparadas para la comida de los canónigos. Pero donde la mirada de Juan se volvió centelleante fue en la explanada abierta a la salida del refectorio, donde se ejercitaban en los ejercicios militares los templarios destacados en el monasterio en la instrucción de Dalmau de Rocabertí, al que pronto se unirían ambos recién llegados. Por el contrario, fue la acumulación de volúmenes en las estanterías del scriptorium la que capturó la volátil atención de Eymeric, que se juró a sí mismo leer todo cuanto pudiera, al mismo tiempo que preparaba su cuerpo para el combate.

La canónica de Santa María de Vilabertrán se diferenciaba bastante del resto de monasterios que poblaban valles y páramos y que señoreaban nacientes ciudades. Un monasterio es una agrupación de laicos que se juramentan para vivir juntos su vida espiritual, bajo una regla, sometidos a la autoridad de un abad escogido por todos, cumpliendo tres votos principales: castidad, obediencia y pobreza. Posteriormente, algunos de ellos pueden estudiar y convertirse en sacerdotes, o no. Por el contrario, una canónica es una asociación de sacerdotes que deciden vivir juntos como si fueran monjes, con una regla y un abad: es decir, un monasterio de sacerdotes.

Esa canónica seguía la regla de San Agustín, la misma que

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habían recibido los Templarios del Patriarca de Jerusalén, y desde muy pronto (antes incluso de la Primera Cruzada), se había especializado en facilitar la peregrinación a Tierra Santa, larga y peligrosa, y que se acometía, tras redactar testamento, casi siempre como expiación de pecados terribles o como muestra de una religiosidad extrema: Santa María de Vilabertrán recibía donaciones, servía de hostería y hospital, prestaba dinero y, como a menudo recibían propiedades en garantía del retorno del préstamo, gestionaba las haciendas abandonadas por los peregrinos, hasta su vuelta, o quedaba como propietaria de los bienes entregados como prenda de los préstamos que concedía a los peregrinos fallecidos en el viaje.

A mediados del siglo XII, bajo el gobierno del abad Pedro de Torroja, de la familia de los señores de Solsona, la canónica se convirtió en el centro de un grupo de algunas de las más poderosas familias nobles del norte de Catalunya para ayudar, y no solo económicamente, a la Orden del Temple: los condes de Empuries, los vizcondes de Peralada, los señores de Vilademuls y los señores de Montagut. Entre otros servicios, la canónica preparaba a jóvenes nobles o a hijos de cofrades para poder postular con ciertas garantías el manto blanco o marrón del Temple, y les proporcionaba el tipo de habilidades que diferencian a un verdadero jefe militar de un simple guerrero.

Fue en ese marco monástico donde uno de los antepasados de Eymeric de Usall llegó a convertirse en notorio y cimentó la posterior prosperidad de la familia: cuando el abad Pedro de Torroja fue consagrado, a instancias de sus hermanos Guillermo21 y Arnau22, como obispo de Zaragoza, el escogido para substituirle en Vilabertrán fue su hombre de confianza, Ramón de Usall, quien de esta manera se convirtió en abad entre 1152 y 1178.

Aunque después abandonó la canónica para convertirse en Obispo de Girona, ni él ni las sucesivas generaciones de la familia Usall olvidaron Vilabertrán: mantuvieron su generoso patrocinio y escogían normalmente para su sepultura las desnudas y gráciles galerías del claustro.

21primero obispo de Barcelona y después arzobispo de Tarragona.

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El recuerdo de aquel ilustre antepasado era la causa de la excepcional acogida, tan favorable, de los dos gemelos por el abad Darnius.

Mientras deambulaban por las dependencias de la abadía, los gemelos iban conociendo a todos los personajes de aquel pequeño mundo, compuesto por una treintena de personas en total: canónigos, novicios, templarios, criados y el otro joven discípulo, Dalmau de Rocabertí.

“El abad Arnau nos presentó a quien también seeducaba en la canónica, y compartiría nuestrosejercicios y estudios: el hijo del vizconde de Peralada y señor de Rocabertí, llamado Dalmau como su padre del cual la voluntad del Altísimo hizo mi compañero a lo largo de toda mi vida, aunque entonces estabalejos de adivinarlo. Era ya un joven de unos veinti-

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cuatro años23, que había estado casado, y al morir sujoven esposa, cambió el tálamo de una mujer por elservicio de Cristo. El vizconde, su padre, pensó queera el impulso del dolor el que guiaba su decisión y,en lugar de enviarlo a profesar directamente auna de las encomiendas templarias, lo retuvo justo al lado de su palacio de Peralada, donde podría aúninfluirle para retractarse de su decisión; cosa que nosucedió, pues el fuego interior que le guiaba alservicio de la Cruz, no hacía más que crecer e inten-sificarse, abrasando todo su ser”.

El inmenso respeto que inspiraba a Eymeric su antiguo compañero de armas le devolvió una punzada de dolor, al recordar las terribles pruebas y trabajos por los que hubo de atravesar, hasta llegar a un oscuro final el que estaba llamado para substituir a fray Jaime de Molay como Gran Maestre del Temple, y cómo su propia intervención para socorrerle había tenido tan escaso éxito. Las lagrimas le nublaron la vista y tuvo que limpiarlas con su manga.

“Dalmau fue el ejemplo que inflamaba cada díanuestro deseo de marchar a Tierra Santa, cabalgarcon la armadura ajustada a los miembros, combatircontra los infieles con la espada en la mano, el sol alaespalda, y recuperar la Cruz Verdadera, el SantoSepulcro del Salvador, el Monte de los Olivos, laCueva de Belén...o bien recibir la palma del martiriointentándolo, para pasar, a continuación, a presenciadel Altísimo justificados, limpios de corazón y purosde espíritu, y disfrutar de la bendición eterna. Perotan sólo mi hermano había de lograr el martirio, deuna manera dolorosa y bien alejada de la gloria vanadel mundo.

La canónica destinaba gran parte de su espacio a losejercicios militares y al aprendizaje de las letras dequienes habían de combatir por Jerusalén con lasarmas corporales o las espirituales, y también alcuidado de los peregrinos. ”

Con los ojos entornados, recompuso en su memoria las dependencias que se abrían al gran patio, más allá del refectorio

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y del claustro: el hospital, que ayudaba a recomponer la salud de los peregrinos que iban o venían de Tierra Santa, con ayuda de los monjes y de dos esclavos sarracenos, diestros en medicina; la escuela, donde los jóvenes candidatos a canónigos o a Templarios se ejercitaban en el Trivium y el Quadrivium y especialmente en todas las sutilezas de la Teología, el palacio del abad, lujoso como el de un conde; el escritorio, donde frailes y estudiantes se afanaban en copiar los manuscritos que alimentaban la vida intelectual y espiritual de la canónica, y la biblioteca, que custodiaba como un valioso tesoro el resultado de esos trabajos y desvelos.

En el patio se desarrollaba el entrenamiento para el combate: equitación, tiro a la diana con arco y ballesta, a pie y a caballo, combate con espada, lanza, maza, hacha y daga, bajo la atenta mirada de Fray Pedro de Castelló de Empuries, que el Temple tenía destacado para dirigir el entrenamiento de los retoños de las grandes familias del Empordá: Dalmau de Rocabertí, hijo del vizconde y Hugo de Empuries, hijo del conde.

Fig. 5. Canónica de Santa María de Vilabertrán. Se observa el patio a la izquierda del conjunto donde se entrenaron

Eymeric y su hermano Juan

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Fray Pedro de Castelló había sido un gran guerrero que arriesgó su vida en tantas ocasiones que su memoria ya no le permitía un recuento, en los terribles combates que los templarios, como los demás latinos de Oriente, lidiasron contra las aguerridas tropas del sultán Baybars. Por su valor fue escogido, incluso, para sostener en combate el “baussent”, el estandarte blanquinegro del Temple, tan cargado de simbolismo, a la vista del cual ningún templario podía retroceder. No veía ya bien con un ojo y se fatigaba leyendo, lo que no impidió que, al terminar la educación de sus pupilos, la orden le encomendase todavía la tesorería del Temple, una responsabilidad de enorme importancia en unos años cruciales en que el aumento de los gastos de la Orden por los últimos intentos de reconquista iba acompañado de un descenso de la generosidad y la fe los cristianos de Occidente.

Fray Pedro de Castelló había combatido en la inexpugnable fortaleza de Castel Blanc, también llamada Safita, cuando la sitió el sultán mameluco. La impresionante fortaleza, que aún se mantiene en pie hoy en día, protegía la ruta de Tartous y Trípoli y era, junto con el Castillo Peregrino y el reducto de San Juan de Acre, la más importante de las fortificaciones templarias. Su torreón principal, de forma rectangular, tenía muros de cinco metros de espesor, veintisiete metros de altura, veinte de ancho y treinta de largo, y presidía dos cinturones concéntricos de murallas que se encaramaban a la cúspide de un abrupto monte.

El sultán mameluco, Baybars al-Bunduqdarí, la circundó con toda clase de máquinas de guerra y un gigantesco ejército, de manera que, aunque la toma directa de la fortaleza era problemática, la posibilidad de una salida de los defensores era impensable. Quedaron así presos quinientos templarios, sin posibilidad alguna de sostenerse a largo plazo, a no ser que les llegase poderoso auxilio desde el exterior.

Transcurrieron dos meses de un asedio que se tornaba día a día más y más angustioso para quien tenía la responsabilidad de la defensa, el maestre fray Guillermo.

El anciano caballero llamó un día a la capilla que ocupaba la planta baja del torreón al valiente y veterano guerrero catalán y le encargó una peligrosa y desesperada misión.

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- Amado hermano Pedro. Bien sabéis el mortal peligro en que nos hallamos y la pertinacia del sultán, que no dejará el campo, si no le obligamos a ello, hasta que haya conquistado nuestra fortaleza y adornado sus caballos con nuestras cabezas. Nuestras fuerzas no bastan a desafiarle en campo abierto, y considero que nadie hay más capacitado que vos para intentar conseguir ayuda de nuestro Maestre, aun cuando la misión que os voy a encomendar tiene peligros sobrados.

- Señor, mandad y obedeceré- repuso con el rostro tenso por la preocupación.

- Habréis de descolgaros por la parte menos vigilada de la muralla en la hora de la noche más oscura, arrastraros en silencio por entre las avanzadillas de los egipcios, esquivar sus patrullas, marchar atravesando sus lineas hasta lo más alejado de su campamento, y obtener allí una montura que os permita galopar hasta la capital, San Juan de Acre, a presencia de nuestro Gran Maestre, Tomás de Berard, para suplicarle socorro inmediato o permiso para capitular la fortaleza en condiciones honrosas, si la situación llega al extremo.

- Pero, ¡Señor! ¿Rendir tan poderosa fortificación de nuestra orden, por la que tantos esfuerzos y gastos se han llevado a cabo, y que tan vital resulta para la defensa de la costa?

- Fray Pedro, fray Pedro...¿Qué utilidad obtendrá la Orden de quinientos cadáveres? o ¿cómo defenderemos la costa con las cabezas separadas de nuestros cuerpos? Pensad en lo vacías que están quedando nuestras filas en los largos años que duran ya las ofensivas del sultán Baybars. La Orden no puede soportar pérdidas como ésta, sin utilidad alguna, mientras que el sultán puede reclutar decenas, si no centenares, de miles de guerreros, de manera que las pérdidas que le impongamos no le perjudican en nada. Aguantaremos hasta el extremo, mas no hasta el inútil suicidio por hambre y sed.

-Se hará como ordenáis, señor.

Y así lo intentó, con todo su corazón valiente, fray Pedro de

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Castelló. Mas no tuvo éxito en su misión, pues aunque consiguió salir del castillo, esquivar los guardias mamelucos, matar un guerrero y capturar su caballo, llegando por fin a presencia del Maestre, Tomás de Berard, éste no se atrevió a desafiar al ejército de Baybars en campo abierto. Estando aún en Acre, deliberando alguna posible ayuda para Safita, llegó allí la terrible noticia de la caída de la fortaleza sitiada: el maestre que la defendía había creído en las promesas del sultán, y una vez rendida la guarnición, todos habían sido decapitados, con lo que la catástrofe temida se hizo negra realidad para el Temple.

El cruel sultán había mentido sobre sus condiciones, prometiendo la vida y la libertad a los templarios si abandonaban la fortaleza, a través de un renegado, que salvó con su traición su vida despreciable.

Fray Pedro, por tanto, era el único superviviente de la derrota. Esta victoria de Baybars se añadía a las demás: la toma de la fortaleza hospitalaria del Crack de los Caballeros, y la de Antioquía, lo que dejaba en situación extremadamente precaria al residuo del reino de Jerusalén: Acre, Trípoli, Tartous, el castillo hospitalario de Marqab y el templario Castillo Peregrino, entre otras escasas ciudades y fortalezas.

Fray Pedro, en atención a su avanzada edad, había sido enviado de nuevo a su tierra natal para la importante misión de supervisar la formación como caballeros templarios de los hijos del conde Poncio de Empuries y del vizconde Dalmau de Rocabertí, los jóvenes Hugo y Dalmau, llamados a tener un importante papel en la Orden.

“En esos ejercicios teníamos como maestro a FrayPedro de Castelló, casi anciano, pero vigoroso y conuna experiencia de las guerras de Ultramar incom-parable. Fray Pedro nos aseguraba que cada día quepasaba, el enemigo mameluco era más fuerte y peli-groso, con ejércitos potentes, bien entrenados ybien mandados. Si los príncipes de la cristiandad nose unían a las Ordenes, lo poco que quedaba delReino de Jerusalén podía darse por perdido.

Junto al experimentado caballero, compartía sus

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habilidades con nosotros un turcople24 libanés,Amín de Beirut, que había luchado a sus órdenes.Unía a sus habilidades como jinete y arquero ex-cepcional, capaz de dirigir el caballo al galope conlas rodillas, mientras armaba el arco y lo disparabacon ambas manos, el dominio del árabe, que nosenseñó, y de la astrología. Amín tenía ojos y cabellosnegros como la noche, era alto y delgado, bello decuerpo, ágil y se movía tan silenciosamente como elvuelo nocturno de una lechuza, penetrando con susojos cualquier movimiento por leve que fuese. Susreflejos eran insuperables”.

Una mezcla contradictoria de sentimientos embargó al anciano Eymeric al rememorar a su antiguo preceptor libanés. Cuando había tomado parte en su educación estaba en la plenitud de la trentena, y tenía una energía explosiva, que dominaba con un autocontrol impecable, especialmente cuando hablaba con su jefe, fray Pedro de Castelló, y una dulzura de trato que encandi-laba a los jóvenes aspirantes a templarios, especialmente a Eymeric de Usall, quien llegó a experimentar unos sentimientos imposibles de transmitir con palabras, y que, desde luego,no tenía propósito alguno de confiar al papel...

Visiblemente, a juzgar por su expresión, alguna parte no era totalmente agradable en el recuerdo, aunque lo que sus manos escribían no permitiese captarlo a sus lectores.

“Había perdido sus posesiones familiares cerca deBeirut en la ofensiva de Baybars, y le mandaron, consu familia, a la encomienda templaria del Mas Deu,acompañando a fray Pedro de Castelló, y él mismofue añadido al pequeño destacamento que se trasla-dó a Vilabertrán para velar por la formación de los hijos del conde y del vizconde.

Era agudo y callado, aunque desde el primer momen-to me trató con el afecto propio de un hermanomayor. Era cristiano, aunque algunas de sus prác-ticas religiosas hacían que mi preceptor, fray Pera-tallada, desconfiara de la posibilidad de que nosfueran transmitidas. Había entrado al servicio delTemple siendo muy joven, aunque con dilatados es-

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tudios.

Nos introdujo en el uso del astrolabio y de las tablasde declinación de las estrellas del cielo, que tantoimportan en la navegación; y nos enseñó el cálculode la deriva de una nave con la ayuda de un textomuy secreto que los sarracenos tienen de los

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griegos, y que llaman “El libro más grande”25, obra

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del faraón Tolomeo26, pues en él se aprende cómo,según la altura de los astros sobre el horizonte,podemos saber las leguas de distancia de los puer-tos principales del Mediterráneo, de manera que esseguro navegar apartado de la costa.

Aunque me parece que esa copia que tenía el monas-terio de Santa María no debía ser tan buena como era menester, no sé si por error del copista o por mala fede los mahometanos que hubiesen hecho copiascorrompidas para engañar a los cristianos y dificul-tarnos la navegación, pues los cielos no puedenmudar sin permiso del Creador, y si estaban bien lastablas en la época de los faraones, ahora habrían deseguir guiando correctamente a los navegantes.”

Desde luego, la copia existente en la Biblioteca Vilabertrán se basaba en la traducción de Gerardo de Crémona de la Geografía de Ptolomeo, la única disponible en la Europa cristiana medieval, que era tan correcta como lo permitía el original árabe sobre el que trabajó. Pero el movimiento del eje de la Tierra implicaba una desviación creciente para las observaciones de estrellas efectuadas más de mil años atrás. La mentalidad cristiana medieval, sin embargo, excluía creer en la posibilidad de cambios en el cielo, que había de ser tan inmutable como la propia voluntad de Dios, y la creencia en la infalible ciencia de los antiguos griegos, dejaba como únicas posibilidades plausibles el error del copista o el engaño...

“Amín nos enseñaba la situación de los reinos deUltramar, que, desde luego, era mucho máscomplicada de lo que nos figurábamos. Yo creía queallí había el Reino cristiano de Jerusalén en guerraperpetua con los sarracenos, pero resulta que nohabía un sólo reino latino, sino varios: el llamadoreino de Jerusalén que, en realidad, tenía ya comocapital a San Juan de Acre, desde la caída de laCiudad Santa en época de Saladino; el principado deTrípoli y los desaparecidos principados de Antioquíay Edesa. Ni siquiera estaba claro quién había deceñir la corona, que se disputaban Carlos de Anjou,quien había adquirido sus derechos a una princesalatina, y los señores de Chipre, los Lusiñán.

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Al norte, los armenios eran, al parecer, tan cristianoscomo nosotros, aunque no obedecían al Papa, sino aun Patriarca llamado Katolikós, y constituían un reino tan potente que sin él poco podía hacer cualquierpríncipado latino que quisiera mantenerse en TierraSanta.

Por otra parte, la mayoría de los pobladores del reinode Jerusalén no eran francos, sino musulmanes,beduinos, cristianos sirios jacobitas, ismaelitas,nasoreos, armenios, nestorianos, cristianos orienta-les o drusos. Y quienes con sus naves aprovisiona-ban las ciudades de Ultramar y mantenían alejadaslas galeras del sultán, prolongando así la vida delReino, eran italianos y enemigos mortales unos deotros: genoveses y venecianos; pisanos y amalfi-tanos.

Todavía peor: los templarios, los teutónicos y los

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hospitalarios27 no eran uña y carne como pareceríalógico atendiendo a su misma misión, sino que, paraescándalo de la cristiandad, defendían bandosi-dades diferentes, se aliaban con emires rivales eincluso, ¡oh vergüenza! combatían unos contra otros, por interés de sus aliados...

Tampoco los infieles obedecían una misma ley: unosreconocían un califa que se atribuía la autoridad deMahoma, y otros le tachaban de usurpador, yesperaban un Mahdí, que, escondido durante siglos,reaparecería y restauraría la casa del profeta de lossarracenos; unos vivían en castillos fortificados,como nuestros templarios, en perpétua lucha, y otros predicaban la paz universal, danzando en círculoscon los ojos cerrados, y reproduciendo así la ar-monía de las esferas celestiales, al son frenético detambores...”

Eymeric escribía todo esto sin reflexionar demasiado, simplemente como parte de un recuerdo aún bastante vivo. Pero al plasmarlo sobre el papel, comenzó a pensar en este sencillo hecho: la desaparición de un califa que guiaba la práctica religiosa de los sarracenos no había acabado con esa religión, antes bien, parecía más y más dinámica a cada año que pasaba, guiada su práctica por los sultanes y los imames de las mezquitas. ¿Porqué era tan importante, entonces, que un sólo pontífice guiase el rebaño de los cristianos? Pues las diferencias religiosas de los sufíes, de los malikitas, de sunníes, chiitas y derviches, les parecían bien tolerables a los sultanes, que tan sólo esperaban que sus súbditos obedeciesen los decretos de ellos emanados...En cambio, por nimios detalles teológicos, se habían derramado mares de sangre entre los cristianos; por el capricho de los Papas se libraban guerras interminables y aún más, los fieles al Evangelio se destruían sin razón alguna, tan sólo sobre la interpretación que cabía dar a sutiles expresiones gramaticales en un libro escrito muchos siglos atrás.

“Y pueblos antes idólatras se estaban convirtiendo a la falsa secta de Mahoma, como los turcos, loskurdos y los tártaros. Según nos decía Amín, ahíhabía uno de los grandes peligros para la cristiandadsi algún día se aliaban el sultán de Egipto y el Gran

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Khan. Porque los tártaros no eran ni enviados deSatanás, ni los heraldos del fin del mundo, ni eran las

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avanzadillas del reino del Preste Juan,28 sino, tan sólo un pueblo de terribles guerreros y grandes jinetes,venidos de las tierras remotas, más allá de la India,que montan unos caballos distintos a los nuestros,de un andar tan armonioso que no sólo puedendisparar con comodidad sus arcos desde ellos, sinoaún dormir cabalgando.”

Cerró sus ojos fatigados para evocar con más fidelidad la dulce expresión de Amín cuando intentaba disuadirle de profesar en el Temple. Amín consideraba que no tenía futuro el reino de Jerusalén, y que una vida ordenada, en la paz del hogar, rodeado de mujer e hijos, temeroso de Dios, y ejercitándose en la caridad y el servicio a los demás conllevaba mérito suficiente para el Día Postrero, en lugar de pasar fatigas, peligros, calor y enfermedades en tierras extrañas, y respondía con razones ponderadas a las dudas que Eymeric planteaba: ¿Porqué Dios permite las querellas entre las órdenes que Le habrían de servir? ¿Cómo es que los períodos de paz o tregua con los musulmanes permitían mejor la supervivencia de sus principados, que las batallas con los sarracenos? ¿De qué manera las falsas razones de los mahometanos pesaban más en las almas extraviadas de los idólatras que las mejores prédicas de los franciscanos y dominicanos? ¿Y los sarracenos, que él había considerado ciegos, malvados e ignorantes, resultaban ser mejores médicos, astrónomos y cartógrafos que los sabios iluminados con la ciencia del Dios verdadero?

Cuando expresaba tales dudas, Amín sonreía y le rogaba paciencia para ver con sus propios ojos la verdad de las cosas, si quería usarlos para mirar más allá de las apariencias; y perseverancia para hacerse justo las preguntas que tan incómodas resultaban a los demás preceptores de Eymeric.

Fray Peratallada, su preceptor, por ejemplo, castigaba con dureza la expresión de las dudas de Eymeric, pues según él, el pecado de orgullo se oculta tras la vana pretensión de querer comprender los designios del Altísimo con nuestro pobre entendimiento, y distinguir la verdad de la mentira con nuestros débiles sentidos y no con el ojo infalible de la fe. Eymeric, ahora que veía su pasada vida con otra perspectiva, comprendía que fray Juan actuaba así porque compartía con él el tormento de sus dudas y no quería fomentar ese sufrimiento interior en su pupilo.

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Dejando a un lado esas reflexiones, el doliente anciano comió unos bocados en la misma mesa que le servía de escritorio, aquejado de los dolores de espalda que jamás le abandonaban por completo, y se dispuso, con las acostumbradas oraciones, a pasar por la dura prueba de cada noche, pues la fatiga no le permitía ya seguir escribiendo con sus dedos agarrotados.

Se tendió en el jergón y comenzó a recitar sus oraciones. Mientras aún se movían sus labios siseantes, suavemente, se produjo la transición de la oscuridad completa de la cámara subterránea a la luz indefinible de una irreal escena que su enfermiza fantasía le evocaba.

De entre las sombras de una estancia inmensa, que reconocía como la sala del capítulo del Temple de la encomienda de Barcelona, a pesar del tamaño exagerado que alcanzaba en el sueño, emergía como arrastrada por una corriente de aire inaprensible que la hiciera flotar a dos palmos del suelo una alta figura revestida de un manto, blanco como la nieve. Eymeric, completamente solo, aguardaba arrodillado en devota actitud, con la cabeza baja y las manos unidas en una sibilante plegaria, esperando con íntima alegría su iniciación como cofrade del Temple, objeto de la ceremonia.

Su mirada ascendía del suelo acariciando con respeto la figura del Maestre, comenzando por unas botas de cuero repujado, hasta llegar a la orla del manto, sin percibir aún el rostro del majestuoso personaje. De pronto, de manera inexplicable, del blanco hábito, más abajo del ombligo, emergía amenazador un miembro lleno de nudosas venas, enhiesto y palpitante, que se acercaba a su rostro, exigiendo un homenaje indigno de mención...Con labios al principio torpes, y con un ritmo crecientemente febril, llevaba a cabo el servicio requerido por un espacio de tiempo que le parecía eterno, embargado de rabia y excitación, y al terminar, con la humillación amarga y dulzona que rezumaba en su interior, levantaba la vista y más arriba del cinturón y de la cruz roja que ornaba el hombro izquierdo del personaje, emergía claro y distinto, el rojo rostro cornudo de Satanás, que entre grandes risotadas celebraba el engaño que acababa de infligir al joven cofrade del Temple y la victoria obtenida con la inevitable condenación de su alma...

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Despertose sudando, con la parte menos amada de su cuerpo excitada y también húmeda por la fantástica imagen que su cerebro acababa de formar y presentarle, sin que la dormida voluntad pudiese impedirlo. La figura severa de su padre le contemplaba con gesto hosco desde un rincón de la estancia, iluminado por una luz espectral que atravesaba la bóveda de piedra.

Eymeric protestó de su inocencia al fantasma de su padre con palabras balbucientes y sin significado alguno, intentando demostrar que su sueño no representaba la realidad de lo acaecido tantos años atrás. Francisco de Usall, evitando cruzar su mirada con la del enloquecido anciano, comenzó a filtrarse por los minúsculos poros de la amarilla piedra, al mismo tiempo que la intensidad de la luz, que sólo podían percibir los ojos enloquecidos de su hijo, disminuía hasta volver a la absoluta oscuridad y al silencio.

Como tantas otras noches, impotente ante los actos burlones de su inconsciente, imploró misericordia al Dios que le abandonaba, tomó el flagelo que yacía a su lado y castigó con saña salvaje el miedo y la culpa que le embargaban.

La sangre que se deslizaba copiosa espalda abajo distrajo su imaginación de la acometida del deseo y de la memoria, y encontró de nuevo la paz, o el agotamiento, para conciliar el enfermizo sueño, sin que la nueva imagen entrevista en la renovada pesadilla, el tranquilo claustro de Santa María de Vilabertrán fuera suficiente para mortificarle. En la inconexa pesadilla vio salir del brocal del pozo situado en el centro del jardín una extraña procesión: una cohorte de esqueletos espectrales vistiendo, unos, el manto marrón, y otros, el blanco de la orden del Temple, entonando, con voces apenas audibles de resonancias metálicas y profundas, el salmo “Non nobis, domine”, mientras deambulaban lentamente por las galerías del claustro, en el sentido de las manecillas del reloj.

Habiendo pasado otra noche tan espantosa como las anteriores, se despertó de nuevo, entumecido, con la humedad de la sangre ya seca en su espalda, y se forzó a acabar rápidamente: realizó sus sumarias abluciones, encendió la luz y prosiguió su tarea.

“Amín nos encarecía también la importancia del reino

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de Chipre, tan cercano a las costas de Acre y Trípoli,y base valiosísima para nuestras naves, perdida ya la ruta terrestre de Anatolia con la formación de los

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sultanatos selyúcidas29 de Iconium y Cesarea, quecortaban irremisiblemente la comunicación delImperio Bizantino con el reino de Armenia.

Chipre,que la orden del Temple había recibido tiempo atrás de Ricardo Corazón de León y no había sabidoconservar, era ahora el último cordón umbilical deUltramar con la cristiandad.

Otras veces, Amín parecía perder de vista la casa deVilabertrán y contemplar con otros ojos su tierra, yembargado por la nostalgia, nos describía lasnevadas montañas, desde donde se veía un marsiempre azul; las arenas ardientes bajo el vientodel desierto, que enloquece a los viajeros; el calorsofocante que quema la piel de los caballeros bajolas armaduras metálicas; las fortalezas de murallastan imponentes que resultan imposibles de tomar por la fuerza de las armas; las fuentes de aguasdeliciosas; el olor de mil especias esparcidas en unorden misterioso de efecto embriagador en losmercados de las opulentas ciudades...”

Amín a duras penas podía contener sus lágrimas cuando evocaba la pérdida de su tierra. No era la suya una descripción científica y desapasionada de Ultramar; estaba teñida de la pena y la melancolía de quien ha de abandonar aquello que le es familiar y buscar de la generosidad de los extranjeros un lugar en la vida. En realidad, pocas veces nevaba en los montes del Líbano; las aguas a menudo eran charcas putrefactas, más que puras fuentes cristalinas; la lepra devoraba las carnes de los caballeros bajo las armaduras relucientes; y las máquinas de guerra, cada vez más eficientes, reducían a escombros y polvo las murallas y, con ellas, los mercados repletos de especias. Pero aunque hubiese sido capaz de transmitir fielmente toda la dureza de la vida en Palestina, no hubiese sido escuchado por los impacientes corazones de los jóvenes aspirantes a templarios, para los que Ultramar era la antesala del paraíso.

“A sus queridas lecciones y recuerdos, se añadíanlas clases de fray Pedro de Vilamolaca, sobremaneras ocultas de escribir mensajes, geometría,francés y occitano. Admiraba las poesías de Peyre

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Cardenal, tan llenas de fe las unas, y tan ferozmenteenemigas de los ocultos vicios de los clérigos, lasotras. Fray Pedro murió durante mi estancia, y ruegoa Dios que le haya perdonado su poco ordenadabúsqueda de placeres, no sólo intelectuales.

Al menos una vez en cada estación recibíamos lavisita de alguno de los comendadores de las Casasdel Temple existentes en las cercanías: Castelló deEmpuries, Aiguaviva o el Mas Deu. En algunaocasión, se encontraban dos e, incluso, una vez lostres, con el Maestre del Temple de nuestraprovincia que era, entonces, fray Pedro de Montca-da.”

Recordó ese día tan especial. El objeto del encuentro era evaluar definitivamente las aptitudes del joven hijo del vizconde, Dalmau, del cual la Orden del Temple, y el rey don Pedro el Grande de Aragón, esperaban grandes cosas, lo mismo que años antes de Hugo, el hijo del conde. Dalmau era astuto, sutil, amable, valiente, fuerte, ágil y poderoso de cuerpo. Su habilidad con las armas le llevó a superar incluso a fray Pedro en el combate, y dejó altamente satisfechos a los altos dignatarios congregados en Vilabertrán. Terminado el plazo que su padre el vizconde exigía para convertir en irrevocable su decisión de profesar como Templario, fue trasladado para convertirse en Caballero a la encomienda del Mas Deu.

En esa jornada, su padre, el vizconde, mostró tanto su pena por ver alejarse para siempre a su hijo, como su generosidad para con los compañeros que compartían su formación: regaló primorosas espadas tanto a Juan de Usall como a Eymeric.

Fray Dalmau de Rocabertí jamás olvidó los años de camaradería con los dos hermanos gemelos, y, en el futuro, terminó por pedir a la dirección de la orden permiso para que fray Juan de Usall, ya sargento templario, mandase el cuerpo de mercenarios turcoples en la poderosa guarnición de la isla de Arwad. Allí les había de atrapar su desigual destino.

“Mientras mi querido hermano progresaba cada díamás en el entrenamiento que se endurecía sin cesar,mis propios ejercicios se adaptaban a las

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aptitudes que mostraba. La pierna y los dolores deespalda que me producía me impedían manejar conla suficiente habilidad la espada y el escudo, demanera que mis maestros me proponían cada vezmás estudios de teología, de árabe, de latín y deastronomía, que, si bien no me iban a permitirconvertirme en sargento, acabarían por hacer de míun agente útil para tareas secretas y reservadas,tanto al servicio del Temple como al de la corona.

Ello me proporcionaba mayores descansos delejercicio físico que aprovechaba para pasear por elclaustro, al que se abren el resto de dependencias.Tenía capiteles muy sencillos, sin las fantasías demonstruos y escenas que distraen y confunden a losjóvenes monjes; al centro del jardín, sombreado porcuatro grandes árboles, se abría el brocal de unprofundo pozo. Flanqueándolo, cuatro galerías donde descansaban los cuerpos de muchos de los abades,comenzando por la losa sepulcral de su fundador,Pedro Rigau, y los de los miembros de las poderosas familias protectoras del monasterio, así como lososarios de los canónigos. El abad fray Arnau meacompañaba a menudo en los paseos y acostum-braba a contar las historias de los ocupantes de esas sepulturas: el vizconde de Peralada, Gausfredo, quehabía participado en la gloriosa batalla de las Navasde Tolosa, dejando su vida en aras de la victoria; elvizconde Dalmau, muerto en la conquista del reinomusulmán de Mallorca; la de mi abuelo Bartolomé,que el abad tenía por santo, y la de su padre, mibisabuelo Pedro.”

Eymeric deseaba oírlo todo sobre las historias que se referían a su antepasado Ramón, abad de Vilabertrán y obispo de Girona.

Fray Arnau, contento de poder fomentar en Eymeric los valores que estimaba adecuados para su futuro, le explicaba que sus capacidades debieron deslumbrar a su antecesor, el abad fray Pedro de Torroja, pues le confió bien pronto la capellanía, que era el lugar más influyente en la comunidad tras el suyo propio, a pesar de que la familia de los Usall no contara, por aquel entonces, entre las más influyentes y consideradas de la clientela

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de la canónica, y de que la dotación material con que entró como novicio no era tan rica como sus méritos.

Cuando el abad Pedro fue consagrado como obispo de Zarago-za, dirigió la mirada de sus canónigos hacia la persona de fray Ramón de Usall, proponiéndolo para substituirle.

“Fray Arnau decía que la dirección de fray Ramóncomo abad fue tan efectiva que atrajo no sólodonaciones y ayudas, sino la atención del propio rey, el casto don Alfonso, y tal vez la del propio Papadurante el concilio de Letrán. El mismo rey, cuando la muerte le llevó a la presencia de Aquel que le dio lavida, no encontró lugar más digno para esperar elJuicio que la nave mayor de nuestra Iglesia, dondeaún podemos ver su lápida.

Fray Arnau me confió dos tradiciones que corrían,legendarias o no, sobre la santidad de fray Ramón:una noche, en sueños, el propio Cristo le pidiófestejar el nacimiento de aquel llamado a reparar lasgrietas del edificio de la cristiandad, que amenazabaruina, y que, echando a los enemigos que lousurpaban, lo devolvería a los que más necesitados

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de él estaban. El ya obispo Ramón30 mandó despertar a todos los canónigos de la catedral y les explicó elsueño, y al día siguiente celebraron solemnementeaquella profecía, como si fuera Navidad. Anotado eldía del suceso, resultó ser el del nacimiento delglorioso San Francisco de Asís.

El segundo milagro que se le atribuía era muchomenos lisonjero, pues se trataba de otro sueño enque veía ardiendo la Santa Cruz y por los suelos losestandartes cruzados, lo que le hizo despertar sudo-roso y angustiado, pidiendo a gritos caballos y armaspara liberar Jerusalén. Después se supo que era eldía de la batalla de Hattin, en que el malvado Sala-dino destruyó el ejército de los cruzados y quedó

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inerme la ciudad santa31.”

Aparte de los supuestos milagros, la obra de Ramón de Usall giró, mientras fue abad de Vilabertrán, en torno a la gestión económica y la acumulación de recursos que dedicar a quienes querían peregrinar a Tierra Santa y a las órdenes militares, especialmente al Temple.

Pero cuando fue escogido obispo de Girona (elección que no se explicaría sin la vigorosa presión de los tres hermanos de la familia de los Torroja, el obispo de Zaragoza; el arzobispo de Tarragona, y el Gran Maestre de la Orden del Temple), el papel de Ramón se acrecentó: ayudó al Papa Alejandro III contra sus enemigos, el Emperador y el antipapa; fue a Roma al concilio de

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Letrán32, que se celebraba para luchar contra los cátaros y para socorrer la Tierra Santa; otorgó a sus súbditos gerundenses la primera carta de libertades municipales de la Corona de Aragón, anterior, incluso, a la de Barcelona; impulsó una Asamblea de Paz y Tregua para dirigir hacia las cruzadas las turbulencias de la nobleza catalana.

“Según el buen Abad, el obispo Ramón fue a Romacon dos criados y seis asnos por toda comitiva, y, alllegar a la Ciudad Santa, le confundieron con unmercachifle, y en lugar alguno le quisieron hospedar,con los albergues repletos de príncipes de la Iglesia,de manera que tuvo que ir a la Casa del Temple, asolicitar alojamiento.

Allí fue donde coincidió con el Arzobispo de Tiro,Guillermo, el más sabio de los prelados de sutiempo, cuyos gritos de alerta sobre el peligro queacechaba al reino de Jerusalén habían de caer enoídos sordos.

A mi antepasado, a decir de fray Arnau, le molestódel Concilio el tono cada vez más agrio de lasamenazas con que se despachaban las inquietudes

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espirituales de los “buenos cristianos33”, en sus críti-cas a la corrupción de la Iglesia. Preveía que se había de pasar fatalmente de las palabras a los hechos,como así ocurrió para desgracia de nuestro rey don

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Pedro34, y que llegaría a amputarse un miembro de lacristiandad que aún era posible curar.

Vuelto a Girona, el obispo Ramón convocó, junto con

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su vecino35 el arzobispo de Tarragona Berenguer deVilademuls, al rey y a los barones para exigirles laproclamación de la Paz y la Tregua de Dios en nues-tro reino: la prohibición de justas y torneos, la delcomercio con los sarracenos en madera, hierro yarmas...Bien caro lo había de pagar el arzobispo Vila-demuls, asesinado a los pocos meses por Guiller-mo-Ramón de Montcada, senescal de Cataluña, que,en compensación fue castigado al pagó de la edifica-ción del monasterio de Santes Creus.

Mi antepasado también concedió a los ciudadanos de

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Girona36 el derecho a escoger cónsules y magistra-dos, y ellos fueron los primeros de todas las villas yciudades del reino en gozar de tal fuero...”

Eymeric se detuvo sobresaltado. Le pareció percibir sonidos escaleras arriba y prestó atención. Percibía claramente no sólo unos pasos cada vez más próximos.. También oía cánticos como los que le acompañaron durante los veinte años vividos como monje...Justo en el momento en que el sonido era más claro y tan sólo faltaba que se abriera la puerta de su escondite para poder ver a quienes habían bajado hasta él, cesaron los cánticos y pasos de golpe, quedando sólo el silencio absoluto que le estaba enloqueciendo.

Mentalmente repasó las veces que se había repetido el tormento de las pesadillas desde la última vez que su amado hijo le aprovisionó con los parcos alimentos que consumía, y decidió que era imposible que ya fuera domingo. Se inquietó, no tanto por la posibilidad de que hubiesen asaltado la casa los ladrones, pues su escondite estaba suficientemente bien oculto como para no temer que pusieran punto y final prematuro al libro que estaba escribiendo; más bien se trataba de la posibilidad de alguna desgracia que obligara al joven Eymeric a romper sus instrucciones de venir tan sólo una vez semanal...aunque no tenía sentido alguno que su hijo se hiciera acompañar por un coro de frailes cantando, si no es que él ya estaba muerto, y no se había dado cuenta de que iban a trasladar su propio cadáver acompañándose de cánticos...

Ansioso, refrenó su respiración hasta hacerla inaudible y así poder absorber mejor cualquier sonido, pero el silencio era total y decidió que su imaginación le traicionaba con vanos extravíos ocasionados por su senilidad, la debilidad de su cuerpo y la falta de contacto con otras personas con las cuales hablar.

Se sentía muy fatigado y, excepcionalmente, después de beber un buen trago de agua y de comer la misma comida de cada día, cantó en voz baja los salmos aprendidos en su juventud, intentando reproducir el ductus exacto que los monjes usaban en la tranquila paz de la canónica. Recobró con ello una sensación de tranquilidad apacible y se animó a continuar su relato:

“Fray Arnau me refirió a menudo la gran importancia

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que tenía para él la orden del Temple, pues juzgabaimposible que los reyes y príncipes de la cristiandaddejasen sus esposas, sus estados y riquezas paraarrostrar incomodidades y trabajos sin fin en esastierras de ultramar, de manera que su defensa habíade ser garantizada por caballeros que no abando-nasen nada tras de sí, y que tan sólo estuviesen ani-mados con el premio futuro a sus acciones.”

Esa era la razón, seguramente, del solemne pacto que Ramón de Usall estableció por sí y por todos y cada uno de los miembros de su familia, por todos los tiempos venideros, con la Orden del Temple. Todos ellos servirían como cofrades, caballeros o sargentos, y la Orden les protegería como a valiosos familiares suyos.

Así, pues, algunos de los sobrinos de fray Ramón fueron a

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Barcelona37, donde los templarios les ayudaron a establecerse junto al matadero que funcionaba fuera de las murallas de la ciudad, para evitar las molestias a los ciudadanos, y les fue reconocido el monopolio sobre todas las pieles de los animales que se mataban en la urbe; también obtuvieron el derecho exclusivo a la compra, venta y uso del roldor, esa materia prima de origen vegetal casi imprescindible como astringente de las pieles, gracias a su contenido en taninos, que los caballeros templarios habían adquirido del rey Jaime el Conquistador, y se les garantizó el uso del agua del Rec Comtal

Los Usall, pronto en posesión de naves con las que viajaban a Egipto para adquirir alumbre, suministraban las pieles que necesitaba el esfuerzo militar del Temple. Como las naves transportaban otras mercancías y otros mercaderes, las ganancias obtenidas por el comercio y el préstamo y la compra de molinos y tierras sobrepasó a lo que ganaban con la ayuda de los caballeros de blancos mantos en el negocio del cuero.

Su importancia como ciudadanos honrados pronto les hizo acreedores a la condición de caballeros, que ponía de manifiesto un escudo nobiliario compuesto de tres barbos vueltos hacia la izquierda en palo (cada uno encima del otro); y su riqueza les hizo cambiar su residencia en la calle de los Cambios de la Mar, por un palacio en la puerta de Regomir, que había sido cuerpo de guardia de la muralla romana de la ciudad, y les permitió controlar las entradas y salidas de Barcelona, responsabilidad que asumieron, junto con otras familias también protegidas por los templarios, al asegurar la vigilancia y defensa de ese portal. Así, por mediación de los Usall, el Temple tenía barcos (de manera oculta, pues, legalmente, no les pertenecían), dinero, propiedades, podía prestar con interés, controlaba una de las entradas de la ciudad, estaba representado en el Consejo de Barcelona...

“Y de esta manera, las altas virtudes de fray Ramónsiguieron iluminando a quienes le rodeaban con suejemplo hasta ser llamado a la más alta presencia,dejando su cuerpo no en un suntuoso sepulcro, sino

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en el osario común de los obispos de Girona38, que atanto alcanzaba su humildad.

¡Cómo deseaba mostrarme digno de su memoria!Mas, no sólo esa gloria no me estaba garantizada,sino ni siquiera la posibilidad de profesar comosargento templario.

Pues a medida que se acercaba la fecha en que miquerido hermano había de profesar en la Orden,me iba conquistando la inquietud por mi propiofuturo. Aunque el vizconde de Peralada me honró con el regalo de una espada igual a la de Juan y a la de su propio hijo el día que Dalmau marchó paraconvertirse en caballero del Temple, estaba cada vezmás claro que mi futuro más inmediato seguiríasiendo pasear, estudiar, orar y desesperarme deimpotencia entre las paredes de Vilabertrán, sinsaber qué me esperaba después:¿sería canónigo,como mi antepasado Ramón?¿habría de casar yafanarme en los negocios de las pieles? ¿confiaría en mis capacidades la Orden para más altos asuntos?

Pero la vida de monje no estaba hecha para mí.Alzarme con el cielo aún oscuro para maitines, losestudios de letras, la misa conventual, ejerciciosfísicos (que pronto habían de cesar, cuando quedasecomo único muchacho en la abadía), la comidacomunitaria escuchando en silencio lecturas edifi-cantes, estudios de todo lo relacionado con elTemple, teología, cenar, completas...todo ello eraexasperantemente modesto al lado del supremosacrificio en el que quería inmolar mi vida.

Mas eso era lo que tenía ante mí, y mi preceptor fray Juan de Peratallada se entusiasmaba con mis aptitudes. Fray Juan era un hombrecillo rechoncho, de barriga inconsistente con la frugalidad que reinaba en el refectorio de la abadía, donde era más rica la lectura de textos sagrados que la abundancia y variedad de las viandas. Espiándolo con la inge-nuidad de mis pocos años, descubrí sus furtivas visi-tas a los dominios del cillerero, a menudo terminadas

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en gritos enfurecidos, que eran obra alternativa del maestro y del despensero, y siseos furtivos, la razón de todo lo cual entonces se me escapaba y ahora ya a nadie importa.

Cantaba fray Juan con una voz grave, y pronunciaba las frases latinas con una armoniosa musicalidad, como si construyese en su cabeza directamente los versos antes de que las palabras le llegasen a la boca.

Su cara era maliciosa, con ojillos que parecíancerrarse por momentos cuando la discusión de lascuestiones que proponía se salían del marco de loque se esperaba en la controversia de un estudiantecon su preceptor, como si mi indisciplina intelectual,materializada en argumentos heterodoxos, le divir-tiera en lugar de juzgarla como pecadora presunción.

Le obsesionaba más de lo habitual la inminentevenida del Anticristo y las señales que nos habían depermitir distinguirlo del Mesías que había de venir acombatirlo. Yo, aún ahora lo recuerdo, le objetaba lainfinita misericordia de Dios. ¿Cuál era el propósitode los inauditos sufrimientos que nos esperaban a la llegada de la Bestia, habiendo ya Cristo compradocon su preciosa sangre nuestra salvación? ¿Nohabía de ser el último más el Día del Perdón que el de la Ira, para los verdaderos cristianos?

Pero él citaba y recitaba los pasajes de todas lasprofecías de la Biblia que se refieren a la Bestia y asu reinado, y aún aquellas tradiciones que, sinser doctrina de la Iglesia, han gozado de confianza alo largo de los siglos. Era evidente como la luz del sol que vendría el Anticristo, hijo súcubo de Satanás yde monja exclaustrada, que engañaría con falsosprodigios a potentados y simples, recobraría Jerusa-lén y sería coronado en la Ciudad, proclamándose elHijo de Dios retornado. Y la Iglesia será engañada yse le someterá, y todos los cristianos serian conde-nados, si no fuera que la misericordia divina nos hade mandar a Enoch y Elías, aunque ellos también

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morirán derrotados por el Maligno, cuyo reino seprolongará aún tres años y medio.

Y el retorno de Cristo, finalmente apiadado de loshijos de Adán, pondrá fin a su vida y su reinado, en la batalla final, en el monte de los Olivos.

Pues ya lo dijo Honorio de Autún: ”El reino de Diosse ha acabado y el del Anticristo ha comenzado; unnuevo derecho ha reemplazado al antiguo; lateología escolástica ha salido del fondo del infiernopara ahogar la religión; en fin, ya no hay más moral,ni dogma, ni culto, y he aquí que llegan los últimostiempos anunciados en el Apocalipsis”

Eymeric no soportaba que su preceptor escogiera los temas, las lecturas, los autores. Contemplaba con avidez y envidia la fruta prohibida ante su boca anhelante, pues había en la biblioteca un armario atestado de libros condenados, que nunca podían ver ni consultar, tras una gruesa puerta cerrada con llave. Pero entre las habilidades que adquiría el joven aprendiz de espía, también estaba la de forzar los cierres de todo tipo.

Sin decírselo ni siquiera a su hermano, pues la extrema rectitud de éste hacía seguro que, caso de ser descubierta la falta de alguno de los volúmenes, le habría de delatar ante la amenaza de castigos espirituales, imaginó y llevó a cabo un plan.

A la hora en que el más pesado sueño se apoderaba de canónigos y novicios, Eymeric se deslizó conteniendo la respira-ción hasta la cama de fray Peratallada, que dormía con el manojo de llaves correspondiente a sus funciones colgado del cuello, se las sustrajo poniendo un dedo entre cada dos llaves para evitar su tintineo, y realizó un molde con un pedazo de sebo, sustraído en la cocina, de las tres llaves necesarias: la que daba paso del claustro al patio, la de ingreso a la biblioteca y la del armario de los libros malditos. Volvió con el mismo sigilo, sin ser notado por ninguno de los durmientes, y, con el corazón aún agitado, no pudo conciliar el sueño pensando en las maravillas que acababa de conquistar.

A continuación, los próximos días, dedicó furtivas sesiones a la talla en un tarugo de madera de roble de un duplicado de cada

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una de las llaves.

Cuando estuvo terminada su clandestina tarea, escapó de nuevo del dormitorio comunal, se descolgó con todo el cuidado de que fue capaz para evitar el menor ruido por una de las ventanas que daba a la terraza que coronaba una de las galerías del claustro que permitía que los monjes imposibilitados asistir más cómodamente a misa desde una abertura practicada en la pared del templo.

Jadeando por la excitante aventura y por el miedo a un fracaso en su final, ató una cuerda que dejó llegar hasta el suelo. Había descartado un salto pues su pierna deforme no le daba seguridad suficiente y no quería contratiempos. Se descolgó hasta poco más de un metro de altura, pero le fallaron las fuerzas y cayó de bruces. El impacto fue considerable, a pesar de la hierba del jardín central, y mientras rodaba por la tierra tuvo que morderse el labio inferior para evitar gritar de dolor.

A continuación abrió con la primera llave la puerta que daba acceso al patio de los ejercicios militares, que atravesó con paso renqueante, y se detuvo ante la puerta que cerraba la biblioteca.

Buscó la segunda llave, la encajó en la cerradura y la hizo girar hasta oír un leve crujido, tras el que la puerta cedió a su suave empujón. Tan solo quedaba un último obstáculo, que tampoco se le resistió: la tercera llave, finalmente, le dejó acceder a la fuente de su tentación, el interior del pesado armario de los libros prohibidos. Solo entonces se atrevió a encender lumbre con la yesca y el pedernal que llevaba en su hábito y con ella, una vela para poder escoger entre los volúmenes malditos.

Paseó su mirada acariciadora sobre los pergaminos y los libros encuadernados en rígida piel que iluminaba de forma tenue con la vela que sostenía su mano temblorosa por la emoción. Ojeó con el corazón acelerado un volumen con las poesías anticlericales de Peyre Cardenal, un juglar muerto hacía algunos años, prolífico y provocador; una obra de Gerardo del Borgo San Donino, la Introducción al “Evangelio Eterno”; varias obras de Joaquín de Fiore: la “Exposición del Apocalipsis”, el “Psalterio de las diez cuerdas”, el libro “De los siete sellos”, el “Enquiridion sobre el Apocalipsis”; el “Symbolum Valdensium”; los “Oráculos sibilinos”...

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Ardiendo por el deseo de devorarlos todos, tomó solamente uno, para evitar que fray Peratallada percibiese la falta: las poesías de Peyre Cardenal, que contenían versos tan memorables como poco edificantes para un joven aprendiz de monje con más vocación de guerrero que de teólogo.

Eymeric cerró cuidadosamente el armario y rehizo su camino en dirección inversa. Ya en el claustro, escondió tras uno de los sepulcros el precioso botín de su aventura y se dirigió a la cuerda que había dejado colgada, que escaló como pudo entre jadeos ahogados.

Tras un descanso para que su corazón y su respiración volviesen a la normalidad, penetró de nuevo en el dormitorio, no sin antes haber escuchado en silencio si algún revuelo demostraba que se había descubierto su falta.

Los días siguientes los dedicó a leer furtivamente el libro prohibido, de cuyo contenido puede dar una idea la poesía siguiente:

Mas jo non crezon clergue que fan la falcetat,Que son larc d'aver penre et escas de bontat,E son bel per la cara et ore de peccat,E veden als autres d'aço que fan ells d'amagat,E en loc de matinas an us ordes trobatQue jeuen ab putanas tro-l solelhs es levat,Enans canton baladas e prozels trasgitat:Abans conquerran Dieu Cayfas o Pilat.

Monge sol estar dins los mostiers serratOn adoren Dieu denan la Majestat,E can son en las vilas on an lur potestat,Si avetz bela femna o es homs molherat,El seran cobertor, si-eus peza o de bon grat;E can el son desus e-l cons es sagelatAb las bolas redonas que pendon al matrat,Can las letras son clausas e lo traucs es serrat,D'aquí eyson l'iretge e li essabatatQue juron e renegon e a tres datz fan porfiat:Aiso fan monge negre en loc de caritat.

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Mon estribat fenisc, que es tot compassat,C'ai trag de gramatica e de divinitat;E si mal o ai dit, que-m sia perdonat,Que yeu o dic per Dieu, qu'en sia pus amat,

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E per mal estribat ... Clergues39

El joven Eymeric experimentó ante esas lecturas una excitación que, comprensiblemente, sobrepasaba lo intelectual y se adentraba en la ignota complejidad de las reacciones hormonales..Casualidad o no, lo cierto es que esa misma semana, fray Peratallada les propuso como objeto de devoción la poesía de Cardenal, y las miradas inquisitivas dirigidas al culpable por su agudo preceptor desencadenaron un torbellino de sentimientos de culpa en el pupilo. Claro está que los versos propuestos por el maestro eran muy distintos de los obtenidos de manera furtiva por Eymeric.

Se trataba de un poema dedicado a la Cruz, que terminó por hacerse muy famoso y convertirse en un modelo para la inspiración de poetas durante varios siglos.

Es sorprendente la diversidad de la obra de Cardenal, cuya vida duró casi un siglo y murió finalmente en Montpellier, protegido por los reyes catalanes.

Sabiéndose descubierto por su preceptor, Eymeric lloró en silencio de remordimiento por la culpa de haber ensuciado con su insolencia la pureza de la intención del poeta, y de rabia al saber su falta conocida, pero fray Peratallada nada le dijo. Simplemente, a partir de aquel momento, se introdujeron paulatinamente los libros prohibidos en el plan de estudios, y el armario condenado hasta entonces quedó abierto bajo el discreto control del fraile.

Así, pues, por primera vez se le permitió leer a Joaquín de Flor, y discutir sobre las tres épocas de la historia de la humanidad: la del Padre, que transcurrió entre Abraham y Cristo, época de la Ley, en la que se inspiró el Antiguo Testamento y en que los hombres vivieron de acuerdo con la carne; la del Hijo, que se extiende entre la Encarnación y el año de 1260 (42 generaciones después), época de la gracia, inspiradora del Nuevo Testamento, en que los humanos vivieron en un estado intermedio entre la carne y el espíritu; y la del Espíritu Santo, tiempo del Amor, en que había de revelarse el auténtico significado de las Escrituras, y no serían ya necesarios los pastores por haberse emancipado los corderos. Unos hombres espirituales redimirán la cristiandad con un orden de los justos, tras haberse disuelto el Papado,

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caído en manos del Anticristo.

No es que fray Peratallada viese con buenos ojos estas enseñanzas, pero tal vez pensó que intentar prohibirlas les daba un halo de importancia inmerecida; quizá coincidía con una de las divisas de Joaquín: “electus est ad libertatem contemplationis,

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scriptura attestante, qui ait: ubi spiritus, ibi libertas”40.

Eymeric, con un hondo suspiro prosiguió su tarea, apartando de sí aquellos recuerdos demasiado dulces; urgía llegar pronto a la hiel que había de limpiar su espíritu de las inmundicias de una edad posterior, alejada de la inocencia del tiempo que ocupaba el hilo de su relato.

“Fray Juan admiraba profundamente a Santa Hilde-

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garda de Bingen41, que se escribió con cuatro Papasy dos Emperadores; de ella teníamos multitud delibros, aunque el respetado maestro hacía supropia selección; bien que nos ordenaba el estudio

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de su “Speculum futurorum temporum” 42 y del “Scito

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vias Domini”43, y nos forzaba a pensar en la senectuddel mundo y el advenimiento del Juicio, que laabadesa veía tan claro en sus sueños como despierta contemplaba los muros de su convento, con susvívidas descripciones de la angustiosa bestia delinfierno...

Aunque tengo por cierto que disfrutaba mássinceramente de los libros culinarios de la Santa, yno dejaba de citarla, cuando hablaba con otrosmonjes más morigerados, cuando dice: “en unapersona que oprime su cuerpo con un ayuno exce-sivo, el disgusto aumenta y un descontento tal se veacompañado por errores mayores que si hubiera con- cedido a su cuerpo el alimento adecuado”.

Su debilidad por los manjares le forzaba a frecuentarlos dominios del cillerero, fray Bernardo, un ancianodesagradable y desdentado, que con cualquier pre-texto intentaba atraerme a sus dominios, según élpara que le aliviase del peso de sus duros trabajos,excesivos para su edad. No entendía entonces larazón por la cual estas atenciones, acompañadas depromesas de alguna vianda selecta, desencadena-ban un vendaval de severas reprimendas y castigospor parte de fray Juan, que parecía espiarme paraevitarlas.”

Fray Peratallada vivía angustiado con la imposible convivencia que generaban, compartiendo el espacio reducido al interior de los muros del monasterio, unos muchachos en la flor de la edad con hombres maduros privados del contacto con mujeres. No es que le fuese fácil controlar sus propias pulsiones, pero, desde luego, estaba seguro que si una cosa era intolerable era volcarlas hacia jóvenes poco preparados para decidir por si mismos sobre temas tan delicados.

Por ello, el peligro supremo que percibía para las almas de sus educandos no era la herejía que pudiesen suscitar las lecturas del armario condenado de la biblioteca (llamado en broma el “infierno”), o que se les impusiera una vida religiosa al margen de su auténtica vocación; no, lo peor era su ingenuidad que provocaba una respuesta perversa en algunos monjes.

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“Dichos castigos resultaban siempre mucho mássuaves para mí que para el cocinero, que en unaocasión pasó una semana a pan y agua en laprisión del abad, y no cejó mi preceptor hastaconseguir el traslado del anciano fraile al monasteriode Santa María de Lladó, que dependía del nuestro,en una montaña alejada. El nuevo cillerero, frayMateo de Figueres, ni me tentó con exquisiteces, nidespertó ningún interés en fray Peratallada, aunqueno disminuyó el suyo por la cocina, con el pretextode poner a prueba las deliciosas recetas de la abade-sa. Decía que si Dios había criado unos animales yplantas tan exquisitos, sin duda no era para tentar alos golosos y arrastrarlos a las profundidades delaverno. También justificaba el trasiego de los buenos vinos con el argumento irrefutable de que el propioMaestro había consumado el milagro de nuestrasalvación en una mesa poblada de buenos caldos, yno adornada de agua insípida, pura y cristalina; y que su primer milagro, había sido trocar agua en vino, yno al revés.

Santa Hildegarda nos servía también de guía en losusos de las plantas, de las que en sus librosdescribía más de 200 clases; para convertirlas enmedicinas y tríacas, la abadía tenía dos esclavossarracenos, regalados por un caballero que asícumplió su voto al retornar con vida de Tierra Santa.Dichos esclavos se llamaban Ibrahim y Abdallah;también ellos contribuían a nuestra formación concuras para las heridas y para la diarrea y otrasafecciones abundantes en Ultramar.

Estas hierbas se usaban en el hospital y se vendían a los peregrinos que quisieran adquirirlas. Tambiénnos las compraba una mujer viuda de la vecinaPeralada, llamada Mercadera, corpulenta y fuertecomo un roble, que traía una vez por semanaanimales volátiles, y nos compraba los remedios. Era escandalosa y grosera, y a muchos espantaba, demanera que ningún hombre la quería como esposa.Ella decía que su nave no estaba hecha para

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marineros pusilánimes y que un marido le hacía tanta falta como las llagas a los leprosos. Aseguraba, entre grandes risotadas, que ni siquiera su marido le habíahecho falta alguna para engendrar sus seis hijos. Subrazo valía más que el de un almogávar, y bien lohabía de demostrar en su momento.”

Eymeric era incapaz de recordar si había comido alguna cosa, ni cuántas horas llevaba trabajando, de manera que mordió un mendrugo de pan, se forzó a tragar un par de higos y se tendió, temeroso de lo que la noche le reservaría, tan fatigado que el sueño le capturó casi de inmediato.

Su fantasía le llevó a las galerías del claustro de Santa María de Vilabertrán donde caminaba lentamente con un libro en sus manos. Interrumpiendo su paseo y la apacible lectura, un sonido sordo parecido a la fricción de una superficie rugosa contra la piedra desnuda que parecía provenir del brocal del pozo. Se derramaba una incierta viscosidad en todas direcciones como una sombra que se extendía, y Eymeric echaba a correr hasta el dormitorio colectivo de los monjes, donde se tendía junto a su hermano Juan, para protegerse del miedo. Pero el mismo ruido del claustro parecía perseguirle a la amplia sala, en la que adivinó sutiles movimientos entre las camas de los monjes, seguidos de unos quejidos ahogados, de manera que se tapaba los oídos y rezaba en voz cada vez más alta para no tener que escuchar el inquietante sonido.

Angustiado, se revolvió en su jergón y el sueño le trasladó al aposento del palacio real de Federico III de Sicilia, donde el gran médico Arnau de Vilanova, sentado al lado de su amplia cama, le reprendía por haber sucumbido a los pecados de la carne y le sugería un régimen especial para vencer las tentaciones.

Eymeric lloraba de alegría ante tal ayuda; luego acudía a despedir la nave en la que el gran sabio se alejaba para convencer al Papa de que había de convertirse y alejarse del poder del Anticristo. De manera incongruente, se encontraba entonces en el puente de la nave junto a Vilanova y junto a Ramón Llull, que gesticulaba enfrascado en una discusión con las nubes sobre la forma que debían adoptar para conformarse a la lógica de su Arte. Mientras Eymeric observaba si los nubarrones mudaban su aspecto, le pareció ver entre ellos al

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mismísimo Dios repartiendo trompetas a los ángeles que habían de tocarlas para señalar el fin del reinado del Anticristo, mientras

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ondeaban la bandera blanca y negra44 de los templarios.

Entonces, la soñada nave comenzaba a agitarse y Eymeric alzaba su voz con estentóreos gritos de “¡fluctuabit sed non

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demergetur45!”, y de manera mágica, parecía calmarse la tempestad, entre las alegres exclamaciones y aplausos del resto de pasajeros, entre los cuales estaba el propio Francisco, el padre de Eymeric, con los cabellos llenos de algas y un pez asomando de su boca, que movía la cabeza como aprobando el proceder de Eymeric. La visión de su padre ahogado le sobresaltó y dio un fuerte alarido que apartó de él la pesadilla.

Eymeric, ya despierto, recordó la última vez que vio a su padre con vida, antes de su naufragio. Acababa de volver de Sicilia después de dos años de combates que se enconaban por decidir quién había de ceñir esa sangrienta corona, adornado de la gloria mundana de un héroe, conquistada sobre los malvados soldados del usurpador Carlos de Anjou, y aprovechó para visitar a los dos gemelos, que ya tenían dieciocho años.

Fue recibido por el abad y, tras llevarle una generosa donación y nuevas de la marcha de la guerra y de las repetidas victorias, pudo encontrarse con Eymeric y Juan. Le contemplaron con ojos admirados: su porte distinguido, las ropas de excelente factura, el caballo de color de azabache que había montado hasta el monasterio...todo les parecía parte de una mágica aventura que ellos podrían también experimentar: batallas, victorias, gloria, honor.

Todo lo que Francisco de Usall les contó de la lejana contienda les sorprendió y espantó, concentrados como estaban en prepararse para otro tipo de guerra, la cruzada en Ultramar: fuera de los muros de Vilabertrán, los catalanes luchaban contra el Papa y contra Carlos de Anjou, piadoso soberano que luchó en las dos cruzadas de San Luís, y los que morían eran cristianos. En la guerra que llamaba a las puertas de Catalunya todo era sórdido y confuso, y no poco les angustiaba la excomunión que el Papa había fulminado contra el rey don Pedro, partidario como era de los intereses franceses.

Animado por la perspectiva de la victoria en la guerra de Sicilia, su padre Francisco se marchó y jamás le volvieron a ver, quedando su cuerpo abrazado por las criaturas marinas y privado de cristiana sepultura.

Eymeric suspiró y se alzó otra vez. Creía que ese día era domingo, pero se le hacía realmente difícil llevar el cómputo del

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tiempo, de manera que llevó a cabo las tareas cotidianas, con un poco más de atención a posibles pasos provenientes de la escalera que le unía al mundo de los vivos. Como consecuencia de su impaciencia, el tiempo se le hizo mucho más largo mientras reanudaba el relato. Decidió que, a partir de ese día, marcaría cada comida efectuada, para poder computar el paso del tiempo.

“Un papel especial lo tenía, en nuestras lecturas,fray Ramón Llull. Leíamos juntos su “Libro contra elAnticristo”, en alta voz, y en él, el gran sabio nosenseñaba cómo distinguir los prodigios del malignode los verdaderos milagros del Salvador: “Segonsque son les tres species de miracles porà homrependre Antichrist en los falçes miracles que faràsegons la falça entenció que haurà en fer miraclescontra los comandaments e contra los VII sagra-ments; e cor no porà fer d'aquells miracles qui son pus luny a ordre de natura, per lo qual no ha poder significarà si mateix ésser no-Déu, la llunyeadels quals miracles a obre natural es per ço cor soninvisibles e insensibles en les coses sensuals segons que.ls uns miracles son en pus alt grau virtut que elsaltres, cor aquells miracles son en major virtut honpus son prop a les coses intellectuals e pus luny a les

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coses sensuals”46.

Y en su “Libro del orden de la caballería” nosmostraba la razón de existir del Temple: sólo uno decada mil o dos mil hombres tiene la fuerza y el valorde hacer triunfar la justicia en la tierra y de castigar la iniquidad; y ello le da derecho a recibir el trabajo dequienes le alimentan, crían los caballos que usa,forjan sus armas; manteniendo con su fuerte brazoexpedito el camino de la salvación, como mantienenel camino del Santo Sepulcro a los peregrinos, sonlos valedores de la Iglesia. Son, así, la unión de losmayores oficios del mundo: el de clérigo y el decaballero.”

Ahora la expresión del anciano se tornó grave mientras cambiaba el tono de su relato, que de referirse a los recuerdos infantiles de dos jóvenes huérfanos, entraba a tratar de asuntos terribles, que causaron innumerables muertes.

“Mientras nos edificaban tan santas lecturas, elmonstruo de la guerra estallada por Sicilia amena-zaba con engullirnos. Ahora, contemplado desde la distancia que marca el tiempo, cuesta comprender larazón de cuanto pasó en aquellos años.

Tal vez todo ocurrió por la avidez de poder del Papa

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Inocencio47, que injustamente excomulgó al señorEmperador Federico, el que había devuelto Jerusalén

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a la cristiandad48.”

El conflicto entre el Papa y el emperador Federico II, aunque aparentemente se reducía a los retrasos del alemán en emprender la cruzada a la que se había comprometido, en realidad era un episodio más de la pugna por el poder entre Papado e Imperio Germánico, llamada también “Querella de las Investiduras”.

Federico II tenía pretensiones de monarca universal; era culto, tolerante; aprendió árabe para comprender mejor a sus súbditos sicilianos y napolitanos, que gobernaba tras haber heredado las coronas de los reyes normandos.

Muchos de esos súbditos eran todavía musulmanes, y, además, Federico quería poder disfrutar del conocimiento de los clásicos tan sólo disponible en su integridad en la lengua de Mahoma. Pero su pretensión de tomar en sus manos el dominio efectivo de toda Italia había de chocar frontalmente contra los interes políticos del Papado. Como parte del enfrentamiento, Inocencio excomulgó al germano, y sus sucesores en el trono de Pedro aprovecharon esta situación para destronar a los descendientes del emperador, nombrado en su lugar al hermano del rey de Francia, Carlos de Anjou.

“Contra toda razón, otro Papa, Clemente, con laexcusa de que la excomunión había privado a la casa del Emperador del derecho a la corona de Sicilia,entregó su estandarte al conde de Anjou, Carlos,hermano del rey de Francia, San Luís, y le encargódesposeer y matar al buen rey Manfredo, que dejó su

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vida, pero no su honor, en la batalla de Benevento49.

Y tras matar, incendiar y saquear a sus nuevossúbditos, el de Anjou aún acabó con la vida deConradino y Enrique, quedando desierta la estirpeimperial...¿Qué digo, desierta? Una de las nietas delEmperador, hija del rey Manfredo, la más alta yhonrada de las mujeres de este mundo, Constanza,casó con nuestro rey don Pedro que había de acabarsiendo llamado “el Grande” con más merecimientosque ningún otro, y con este matrimonio le aportó, afalta de otros parientes, la dignidad de las coronas de Sicilia y de Jerusalén, junto con el mortal peligro queconllevaba intentar alcanzar su disfrute.”

Este matrimonio le aportaba a la Casa de Barcelona una oportunidad, cargada de todo tipo de peligros. Los condes catalanes tradicionalmente habían mirado al otro lado de los Pirineos como lugar natural de efectuar matrimonios, guerras y tratados. Aquella tendencia quedó imposibilitada con la derrota de Pedro el Católico en Muret, donde dejó la vida, y como respuesta, el rey Jaime el Conquistador lanzó todo el potencial de la Corona de Aragón hacia el Mediterráneo, llevando la guerra a Baleares y Valencia.

Ahora, los derechos de Constanza a la corona siciliana, daban pie a abalanzarse sobre un reino que, en esa época, era uno de los más importantes de Europa: Palermo era cinco veces mayor que Barcelona. Eso, si Pedro el Grande se atrevía a desafiar al Papa, a los Anjou y a Francia simultáneamente...

“Y la Casa de Barcelona se vio obligada, por puntode honor, a socorrer a una dama privada de supatrimonio por la injusta fuerza del Papa, de la Casade Anjou y de la de Francia, aunque hubiera de ha-cerse con la guerra más cruel y sangrienta quejamás haya visto el mundo.”

Lo cierto es que Carlos de Anjou no sólo había usurpado el trono de Sicilia y Nápoles: compró también los derechos de María de Antioquía al trono de Jerusalén, derechos que le venían de su abuelo Conradino, de la casa del emperador Federico, y pretendía infructuosamente la corona del Imperio Bizantino contra

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Andrónico Paleólogo.

“Pero el señor rey don Pedro pronto había de cortarlas alas a tales buitres, aún a costa de guerras quehabían de desangrar nuestras tierras. Preparó una

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flota para ir a Túnez, donde una guerra civil

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fratricida50 le ofrecía la posibilidad de obtener la bellay fuerte ciudad de Constantina; aunque de reojo,nuestro rey miraba las tierras que tendría frente a sí, cuando desembarcase en Túnez: la herencia de su amada esposa, Sicilia.

Mi padre, pues, aparejó su palafrén y marchó acumplir como buen súbdito, embarcándose en Port

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Fangós, frente a Tortosa, a primeros de mayo51, parapasar a Túnez, junto a valencianos, aragoneses,mallorquines, gentes de Murcia y catalanes de todoslos condados; todos recibieron sus soldadas y mipadre recibió, en atención a sus conocimientos de lamar, el segundo mando de una galera, en calidad decómitre.

Tras detenerse en Menorca, donde aún vivíanmusulmanes sometidos a tributo, la flota llegó avislumbrar las costas de Túnez el día de San Pedro.Allí los sarracenos se negaron a entregarle la ciudadprometida y el señor rey empezó a correrles la tierraa sangre y fuego, mientras mandaba como embajador a la isla de Sicilia a Pedro de Queralt, para sondear siera posible que los naturales de ella aceptasen comoseñor a quien bien les amaba y cuyo derecho erainnegable, antes que al cruel usurpador que lesoprimía.”

Eymeric se detuvo. ¿Cómo iba a resumir en pocas palabras todas las maniobras que condujeron a la rebelión de los sicilianos y a la proclamación del rey don Pedro como señor de la isla? ¿Las embajadas repetidas, unas para pulsar la decisión de los descontentos súbditos de Carlos, otras para retar al rey enemigo, tal y como un rey tan pagado de su honor como Pedro el Grande no se privó de hacer?¿El heroísmo de los sicilianos que mantuvieron durante meses su isla en armas hasta la feliz llegada de su nuevo rey?

En todo caso, el anciano penitente no podía dejar de pensar, lleno de orgullo, en lo que le contaron sobre el papel de su padre en estas mensajerías.

“Con esas embajadas iba mi padre que así presenciócuando el cobarde Carlos, mordiendo de rabia elcetro obtenido con engaños y violencias, gritó queSicilia no era ni suya ni del rey don Pedro, sino de laSanta Sede Romana, y que él sabría defenderla parael señor Papa.

De manera que la guerra fue inevitable y el reyembarcó su ejército y lo dirigió a Messina, que se

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había alzado en armas contra los franceses yhabía sabido defenderse sola frente a ellos por másde dos meses. Cuando desembarcó don Pedro, laalegría que inundó las calles era embriagadora, tantoque parece que pensara en ello Isaías cuandoescribió “inebriamini et non a vino, movemini et non a

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ebrietate! 52”; pues el yugo de Carlos para ellos habíasido más pesado que el poder de Satanás.

Días después, frente a Reggio, los nuestros tomaron22 galeras a los franceses, una de las cuales acabómandando mi padre, que así pasó de cómitre a

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capitán, y la llamó “Porciúncula53” en honor de SanFrancisco y de la devoción que su padre Bartoloméprofesaba al santo de Asís.

El negocio ocurrió de la siguiente manera: el capitánde la galera en la que servía mi padre prometió milsueldos barceloneses al primer hombre que subiera a la galera de los de Nápoles, una vez los garfios deabordaje la hubieran inmovilizado. Enardecidos porsu valor y espoleados por la ganancia, muchos de los nuestros cayeron luchando sobre los tablonesdispuestos para el asalto, mientras volaban lascuerdas y las escalas desde la banda de babor denuestra nave a la suya de estribor, entre una nube deflechas. Viendo lo cara que estaba costando ensangre la victoria, y lo atareados que estaban losenemigos repeliendo ese ataque, mi padre y dos desus hombres, saltaron al mar y, rodeando la naveenemiga por la popa, la escalaron por la parte debabor, que nadie guardaba. Habiendo saltado acubierta por sobre la amura, mataron su piloto ycortaron las cuerdas del gobernalle, dejando la navesin capacidad de maniobra. Así ganó la galera y eterna honra.”

Eymeric se detuvo para poder imaginar la gloriosa escena: su padre con la espada sangrienta en la mano, exultante, al grito de “¡¡Por San Jorge y el rey don Pedro!!”, apuntando al cuello del capitán enemigo que, atemorizado, se rindió, y con él, la tripulación enemiga, que así, al menos, salvó la vida, pues Francisco pudo contener a los catalanes que ya invadían la cubierta enardecidos y con ánimo de matarlos a todos.

Tan grande se juzgó la valentía del padre de Eymric que le concedieron, para mandarla, la galera enemiga capturada, muy marinera, de cuarenta remos, 100 codos de manga y 15 de eslora, y 250 tripulantes, que quedaron encadenados a los remos.

Sacudiendo lentamente la cabeza para alejar de su imaginación la grata escena, Eymeric se esforzó por volver a su relato, que en absoluto pretendía le hubiese de procurar placer.

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“Poco después, el Papa Martín, francés como el deAnjou, excomulgaba a nuestro soberano y poníatodos sus reinos en entredicho, gran pecado queponía en riesgo muchas almas de buenos cristianos,aunque ninguna en tanto como la del propio malpastor, tan fatuo como para pretender que suvoluntad podía encadenar la del Altísimo...

Nuestro rey respondió a tales insidias con la digni-

22Gran Maestre del Temple.

23 Dalmau de Rocabertí era hijo del vizconde del mismo nombre y de su tercera mujer, Guilleuma de Cervelló; hermano del que acabaría siendo obispo de Girona, Pedro de Rocabertí, y del futuro Arzobispo de Tarragona, Guillermo de Rocabertí (este hermano de padre y madre) y del heredero del vizcondado, Jofre IV de Rocabertí.

24 Turcoples eran los expertos mercenarios cristianos al servicio del Temple, generalmente como ballesteros o como caballería auxiliar.

25 “Al-qitab al-Magisti ”, llamado Almagesto por la cristiandad medieval.

26 En realidad, el autor era el geógrafo Claudio Ptolomeo, del siglo II d. C., tomado erróneamente en la Edad Media por un faraón de la dinastía de los Ptolomeos.

27 Los caballeros teutónicos, o de Santa María de los Alemanes, habían sido fundados tardíamente por los emperadores germánicos siguiendo el modelo de los templarios. Los hospitalarios, los más antiguos, habían cambiado sus objetivos principales de la asistencia a los peregrinos al combate militar.

28 Los cristianos de esa época estaban obsesionados con encontrar un aliado que les permitiese tomarentre dos fuegos a los musulmanes, y tendieron a idealizar y magnificar el potencial bélico de los etíopes, a cuyo rey cristiano llamaban “Preste Juan”

29 Los selyúcidas eran pueblos turcos llegados en el siglo XI a la región; pusieron en aprietos a los bizantinos durante siglos, lo que precipitó la decadencia de ese imperio, y crearon sus propios imperios en la península de Anatolia. Finalmente, nuevos grupos turcos, los otomanos, fueron quienes, ya en el siglo XV, conquistaron el antiguo

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dad de un caballero: desafió a combate singular, enJuicio de Dios, a Carlos, el usurpador, de manera que ningún hombre más hubiese de morir por su causa,ni se colocasen almas de buenos cristianos enpeligro. Y el felón respondió con nuevas traiciones:aceptó de palabras el reto, pero exigió celebrar lajusta en Burdeos, en tierras del rey de Inglaterra,pero rodeadas de las de su sobrino Felipe de Francia, de manera que por los caminos que conducían a laciudad pululaban más de mil caballeros, e infinitosinfantes armados con órdenes de capturar y matar anuestro rey, pues antes se hubiera enfrentado Carlosdesnudo a un león que armado en igualdad decondiciones con don Pedro.

Nuestro rey decidió que el honor exigía comparecer,pero la precaución demandaba hacerlo de la manera

Imperio Romano de Oriente.

30 Desde el 21 de junio de 1178.

31 La batalla de Hattin se libró en 1187.

32 Tercer Concilio de Letrán, días 5 a 15 de marzo de 1179.

33 Los buenos cristianos es la denominación más popular de los cátaros en los territorios del conde de Tolosa y del vizconde de Carcasona.

34 Pedro el Católico, muerto en la batalla de Muret, defendiendo a sus súbditos y aliados cátaros.

35 Vilademuls está a poca distancia de Usall.

36 Hacia 1182. Font i Rius, Jose Maria: “Orígenes del Régimen Municipal de Catalunya”, CSIC p. 353.

37 La mención más antigua de ellos en Barcelona es de 1209.

38 Desde su muerte el día 28 de abril de 1196.

39 Pero yo no creo en clérigos que hacen la falsedad

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más secreta para impedir ser preso o asesinado. Porello, volvió a Catalunya con sólo tres galeras deescolta, entre las cuales la “Porciúncula” de mipadre, y atravesó veloz sus tierras hacia Poniente,acompañado por Conrado Lanza, Gilabert de Cruïlles, Berenguer de Peratallada54, pariente de mi maestro Juan el canónigo, y mi padre; y al llegar al reino deAragón a ellos se unió Blasco de Alagón y unosguías que les condujeron por caminos ignotos,disfrazados todos como mercaderes de caballos. Y si alguien dudase del gran honor que se hacía a mipadre, al permitirle jugarse la vida junto a su rey, le

que son largos en tomar dineros y escasos de bondadson bellos de aspecto y horribles por sus pecados

y prohíben a los otros aquello que ellos hacen a escondidasEn lugar de maitines han encontrado un nuevo oficio:que yacen con putas hasta que sale el solentonces cantan baladas y prosas de juglar.Antes conquistarán a Dios Pilatos o Caifás.

El monje suele estar en el monasterio encerradodonde adora Dios delante de la Majestad:pero cuando están en las ciudades donde tienen poder,si tenéis una hermosa esposa o sois hombre casado,ellos serán su manta, tanto si os pesa o de buen grado.Y cuando están encima y el coño esta selladocon las bolas redondas que cuelgan de la vergacuando la carta esta bien cerrada y el orificio cerrado;de allí salen los herejes y los jugadores,que juegan y reniegan y apuestan a tres dados.

Eso hacen los monjes negros en lugar de caridad.Acabo mi estirabote, que es muy compasadoque lo saqué de gramática y teología,y si mal lo he dicho, que me sea perdonado,pues lo digo por Dios, para que sea más amado,y para aquellos desenfrenados de CLÉRIGOS!

Los monjes negros son los cluniacenses.

40 “Ha sido escogido a la libertad de la contemplación, como lo

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recordaré que otro parecido se nos hizo al pedirnosdon Pedro, cuando aún era príncipe, que leadelantásemos fondos para poder traer dígnamentede Sicilia a su nueva esposa doña Constanza55.

Iban, pues, y venían, picando los caballos, bien ensu- ciados de ceniza y barro para ocultar su calidad,como para probarlos, y así protegían el avance dedon Pedro, hasta llegar a la plaza de Burdeos. Allí,

demuestra la Escritura que dice: donde está el Espíritu, allá está la libertad”

41 Hildegarda de Bingen, 1098 a 1179, profetisa, mística, teóloga, doctora, música, abadesa de Rupertsburg. Una de las personas más relevantes de la Edad Media. No ha sido canonizada oficialmente por la Iglesia, pero ha gozado siempre de fama de santa.

42 "Espejo de los tiempos futuros".

43 "Conoce los caminos del Señor".

44 Tal estandarte es el baussent.

45 Se agitará, pero no se hundirá.

46“Según son los tres tipos de milagros se podrá identificar el Anticristo por los falsos milagros que hará según la malvada intención que tendrá en milagros contra los mandamientos y contra los siete sacramentos; y no podrá hacer aquellos milagros más lejanos al orden natural, porque su impotencia le identifica como no-Dios, el alejamiento de cuyos milagros del orden natural proviene de su obrar en obras invisibles e insensibles y no en las cosas sensuales, pues los milagros de más alta virtud son los que se acercan a las cosas intelectuales y se alejan de las sensuales.”

47 Inocencio IV, Sinibaldo Fieschi, papa de 1243 a 1254. Excomulgó al Emperador Federico II en julio de 1245.

48 Federico recobró en 1228 la Ciudad Santa gracias a un tratado con el sultán al-Kamil, negociado con Fakhr al-Dihn, abuelo del emir que trató con Eymeric de Usall.

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como quien valora el caballo que ha de comprar,nuestro rey dio tres vueltas por el campo donde sehubiese habido de celebrar el juicio de Dios, si Carlos hubiese tenido honor, y al acabar la última, Blasco de Alagón se dirigió al notario del senescal de Burdeos,llamado Juan de Grailli, y le hizo notar que ese cuyaprestancia escondía bajo una humilde ropa era el reyde Aragón que acababa de dejar en ridículo ydeshonrado a Carlos de Anjou. Admirado, el senescal mantuvo su silencio hasta asegurarse de que suspalabras no habían de costar la vida a nuestro rey,que pudo llegar así sano y salvo a Aragón.”

Después de participar, aunque fuera de manera discreta, en el episodio tan celebrado de la Justa de Burdeos, Francisco, el padre de Eymeric, todavía tuvo tiempo de volver a Sicilia, donde celebró al llegar la victoria que el almirante Roger de Lauria acababa de obtener en Nísida sobre los franceses. Cautivos quedaron los hijos de Carlos de Anjou, el príncipe Carlos el Cojo

49 En 1266.

50 Los dos hermanos enfrentados eran Abu Isaq Ibrahim I, emir de Ifriqaya de 1279 a 1283 y Abu Hafs Omar I al-Mustansir, califa de Ifriqaya de 1284 a 1295.

51 De 1282.

52 “embriagaos y no de vino, conmoveos y no por embriaguez”. Isaias, 29-9.

53 Éste es el nombre de la primera iglesia construida en la cueva donde vivía san Francisco con sus discípulos.

54 La crónica de Bernardo Desclot le llama Bernardo de Peratallada.

55 Este detalle no está debidamente documentado, pero sí lo está una operación similar del siglo XV en que Guillermo Pedro de Usall prestó dinero para poder hacer venir a la reina Blanca de Navarra a Barcelona.

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y sus dos hermanos, el príncipe de Salerno y el duque de Calabria, y no recobraría el heredero del trono de Nápoles la libertad hasta que entregó tres de sus hijos en rehenes para substituirle.

“Y ahora llegó lo peor. El Papa Honorio56 congregómedia Europa contra nosotros. Para ayudar al rey deFrancia y a su hermano, Carlos de Valois, al cual elpontífice había prometido la corona de Aragón yCataluña, y a Carlos de Anjou, además de losfranceses, se reunieron borgoñones, flamencos,alemanes, ingleses, lombardos, pisanos y genoveses con sus naves, e incluso los mallorquines, súbditosdel hermano de don Pedro, nuestro rey; todos ellosse encontraron en Tolosa por la Pascua, y estabanpor mayo en el Rosellón, dispuestos a pasar a fuegoy sangre toda nuestra tierra. Era el año en que miprimo Guillermo Pedro el Joven volvía a ser, porsegunda vez, Consejero de Barcelona57.

Bien pronto aparecieron ante Peralada, al lado mismo de mi tranquila abadía, donde se hallaba el rey donPedro para detener a aquellos perros rabiosos. Elejército invasor estaba formado por veinte milcaballeros y doscientos mil peones, y nuestro reytenía con él menos de cinco mil almogávares y unpuñado de caballeros. La hueste enemiga era tannumerosa que su retaguardia llegaba hasta losmuros de nuestra Abadía, en Vilabertrán. Desde latorre podíamos ver pavoneándose al rey de Francia yal que el Papa consideraba nuestro nuevo rey, Carlos de Valois, mientras deliberaban qué hacer de loscatalanes. Mas cuando los defensores de la plaza,mandados por el infante Alfonso ensayaron unasalida en número de 500, ante ellos se deshicieronlos batallones de los franceses como la mantequillabajo un cuchillo al rojo.

56 Jacopo Savelli, Honorio IV, de 1285 a 1288.

57 Todo esto tuvo lugar en 1285.

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Aunque para retratar fielmente a quien lo necesitarela grandeza del valor de unos y la miserable cobardíade los otros, no le contaré las hazañas de lospríncipes ni de los capitanes, sino lo que aconteciócon aquella verdulera deslenguada, la viuda Merca-dera. Había salido armada con un cuchillo y una corta lanza a su huerto para recoger algunas viandas y enél se encontró armado de punta en blanco unorgulloso caballero francés en lo alto de su corcel, pateando sus coles, al cual derribó como un rayo hiende un podrido árbol, y, a rastras, atado al arzón de su propio caballo, se lo llevó a su casa, hazaña bien digna de la mismísima reina Tomiris,58 si las antiguas historias no mienten sobre su valor.

200 florines de oro y su honor hubo de ceder el fatuocaballero para recobrar su libertad, aunque susarmas quedaron en poder de la fiera aldeana.¡¡Cuántas veces después celebramos su hazañaofreciéndole comprarle, no las coles o los patosacostumbrados, sino la coraza y el escudo delcobarde caballero, para practicar nuestro tiro deballesta!! Bien claramente comprendimos mihermano Juan y yo que las bravatas de ella sobreque ningún hombre era lo bastante bueno para ser su marido eran tan certeras como el Evangelio. Ningúnhombre se atrevió a pedir su mano, a pesar dehaberse convertido en la mujer más adinerada de lacomarca.”

Sin poder evitarlo, su cara se iluminó por el recuerdo tan agradable, aunque por poco tiempo, pues en su relato llegaba, paso a paso, a un momento terrible.

“Entonces ocurrieron tres grandes desgracias. Laprimera, que al salir el señor don Pedro de Peraladapara reunir un ejército mayor, los almogávares aquienes se encargó su custodia, temerosos de caeren manos de los enemigos, prefirieron prender fuego

58 Según las santiguas crónicas, Tomiris, reina de los Masagetas, mató con su propia mano a Ciro el Grande.

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a la ciudad, ya noble y antigua en los días deCarlomagno; y aunque faltasen tres días para el deSan Juan, parecía una hoguera de gigantes locos laque la enviaba al cielo en un torbellino de cenizas ycentellas. Desde nuestra torre no sólo veíamos elincendio, sino el estupor del rey de Francia al vercómo los catalanes preferían quemar sus ciudadesantes que entregárselas. Así pereció la villa natal denuestro compañero de fatigas, Dalmau de Rocabertí.

Tres días después llegó la segunda: las tropasfrancesas aparecieron ante la canónica exigiendotodo cuanto hubiese en ella de valor. Nuestro abad,fray Arnau, revestido con todos los ornamentossagrados, la mitra y el báculo, desde la ventana de su palacio se negó a tal pretensión, amenazando a lossoldados con la perdición de sus almas, si ejercíanviolencia alguna contra la Santa Casa. En vano, puesun ballestero le acalló con una saeta que se clavó ensu brazo alzado. Habiendo volado el rumor de loacaecido, llegó enseguida el hermano del rey deFrancia, Carlos, a quien el Papa quería como reynuestro.

Pidió perdón al capítulo por la afrenta de sushombres, pero exigió el cumplimiento de las bulaspapales que mandaban a obispos y abades elsometimiento a él como rey y aún darle el auxilionecesario. Prometió quemar hasta los cimientos laAbadía si le resistíamos, y que no habría ningún daño más si nos plegábamos a su voluntad y le alojába-mos y socorríamos.

Con nuestro Abad herido en un camastro, se reunióel capítulo para deliberar sobre qué cabía hacer antetales amenazas. El Abad fray Arnau había tenido laprecaución de pedir del Arzobispo de Tarragona 59la

59 El Abad Arnau de Darnius estuvo en junio de 1283, en una reunión de obispos y abades que solicitó del Arzobispo de Tarragona protección contra una eventual destitución por no atender la bula de excomunión de los que siguieran reconociendo como rey a Pedro el Grande.

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protección ante las represalias que pudieran caersobre la canónica en caso de no aceptar las bulaspapales y seguir obedeciendo a nuestro soberano.Dijo que no pensaba tirar por la borda los veintisieteaños de servicio a Vilabertrán aceptando entregarsus fondos a un usurpador. Mas los canónigos, no sé si por miedo o por no poner en peligro sus almas,terminaron por ceder a la amenaza, y el usurpador seestableció durante dos semanas en nuestra casa, ypara nuestra vergüenza, aquello que los cristianoshabían donado para la defensa del Santo Sepulcro,acabó pagando el vino y las prostitutas de losbárbaros invasores.

La injusticia de las cosas del mundo culminó cuando,terminada la guerra, en castigo a la flaqueza de loscanónigos, el rey don Pedro destituyó a fray Arnau yle desterró. Murió de dolor en el camino a Castelló de Empuries, donde los templarios le habían ofrecido refugio.

Con el consuelo de haber apartado la amenaza demales peores al convento y la realidad oscura de lacontinuación de la guerra, procedimos a sepultar anuestro querido abad en un hermoso sepulcro depiedra adosado a la pared oeste del claustro.

Mientras transportábamos su féretro, todos cantába-mos, entre lágrimas:

Non mortui laudabunt te, Domineneque omnes qui descendunt in infernumsed nos, qui vivimus, benedicimus Dominoex hoc nunc et usque in saeculum.60

Y también el salmo siguiente:

60 No te alabarán los muertos, Señorni todos los que descienden al infiernosino nosotros, que vivimos, bendecimos al Señory eso ahora y hasta el fin de los siglos.

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Convertere, anima mea, in requiem tuam,quia Dominus benefecit tibi;quia eripuit animam meam de morte,oculos meos a lacrimis,pedes meos a lapsu.

Ambulabo coram Dominoin regione vivorum.61

Los canónigos le substituyeron, si ello hubiese sidoposible, por el capellán, fray Dalmau de Fortiá,hombre ya anciano, pero a quien el Altísimo concedió aún muchos años de vida, de manera que a mipartida seis años después, aún gobernaba la SantaCasa.

En el momento de tomar posesión prometió for-talecer la muralla que circundaba el monasteriopara hacerla digna del más fuerte castillo y evitar otra verguenza como la padecida; promesa refrendadapor todo el capítulo, y que ha de quedar incumplidacon el fin de los tiempos que ahora llega.

Y la tercera desgracia: llegó, inexorable, el mes deAgosto, y con él, la flota en que navegaba mi padre.Se situaron al acecho cerca de las islas Formiguespara interceptar la flota de genoveses y francesesque abastecía el ejército que sitiaba entonces Girona. El escuadrón estaba mandado por Ramón Marquet,cuñado de mi primo Guillermo Pedro. El plan

61 Dirígete, alma mía, a tu descansoque Dios te hará bien;pues sacará mi alma de la muerte,mis ojos de lagrimas,mis pies de caída.

Caminaré delante del Señorpor la región de los vivos.

Se trata de nuevo de los salmos 115 y 116.

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funcionó a la perfección, pues desbarataron yhundieron las naves que no se entregaron, dejandonuestras costas limpias, y el ejército francés perdido. Pero ese es poco consuelo para mí, pues mi padre ytodos los que iban en su galera se ahogaron alencallar en unas rocas que apenas si cubre el agua, a pocos metros de la costa, cerca de Palamós.

Así ocurrieron los hechos, tal y como me los contó el propio Almirante Marquet años después: la batalla se trabó ya de noche, en medio de la obscuridad y laconfusión; la “Porciúncula”, después de destruir unanave genovesa, empezó a perseguir una galera deMarsella de menor calado que la suya; ésta pasótocando casi unos bajos y la nave de mi padreencalló en ellos. Aún no tenía 45 años de edad.

Fig. 6 Lugar exacto del hundimiento de la “Porciúncula”.

El farallón, puesto por la mala mano del maligno a tan sólo doscientas brazas de Cala Estreta, se pasó allamar desde aquel día Furió dels Negats o de'n Usall.

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Desaparecido su cuerpo en las oscuras aguas hastael día del Juicio Final, no podrá ser acogido en lasagrada tierra de Vilabertran, donde los canónigoshubieron de cantar sus exequias ante un ataud vacío.

Antes de un mes, el rey de Francia estaba muerto ylos enemigos de nuestro rey, expulsados; mastambién nuestro rey don Pedro subió al cielo enseguida, desde donde nos protege, si a Dios place,dejando como señor de Sicilia al rey Jaime62 y comoseñor natural de catalanes y aragoneses a donAlfonso63.”

Nada cambió en el monasterio de Vilabertrán en los años siguientes; solamente Eymeric fue quedando más solo: primero marchó Dalmau de Rocabertí para profesar como caballero y escalar posiciones en la Orden; luego fue su hermano Juan, que partió para convertirse en sargento y preparó, con ello, sin saberlo, su martirio; sin jóvenes pupilos que entrenar, con él marchó también Amín de Beirut; y el anciano Pedro de Castelló, que marchó a ultramar a desempeñar altos cargos como tesorero de la Orden.

Pero nada se aclaraba del futuro de Eymeric. Su tío seguía soportando el coste de su educación, sin por ello forzarle a profesar como canónigo; los monjes le aceptaban como uno más de la comunidad, sin apresurarle una decisión. Tan sólo estaba clara una cosa: quedaba descartado su ingreso al Temple como sargento a causa de su cojera.

El paso de los meses y los años empezó a atormentar al joven Eymeric, que no comprendía la razón de tanto latín y árabe, tanta geografía y astronomía, si es que iba a ser tan sólo un canónigo en Vilabertrán el resto de su vida.

62 Jaime I de Sicilia (1285-96) y II de Catalunya (1291-1327), llamado el Justo.

63 Alfonso II (III de Aragón) el Franco o el Liberal, 1265-1291

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“Rezos y cánticos y estudios consumieron los añosque pasaron; llegó el día de la marcha de mi queridohermano para profesar como templario, un díaluminoso de la primavera de mil doscientos ochentay cinco.

Luego sucedió la caída de Trípoli donde alcanzaronel martirio fray Pedro de Moncada, entoncesComendador de Ultramar y fray Guillermo deCardona, tío del maestre de Catalunya en esasmismas fechas y cayó preso fray Hugo de Empuries,que también había recibido su entrenamiento enVilabertrán antes de llegar nosotros.

Pero el peor golpe fue al año siguiente, la caída deSan Juan de Acre y todo lo que quedaba del reino deUltramar, que con todo detalle me había de contarquien la presenció, mi primo Barceló que habíaconducido uno de nuestros navíos con socorros.”

Pero se equivocaba del todo; su futuro no había de quedar encerrado en los venerables muros de la abadía. Un día de primavera de 1291, dos caballeros templarios llegaron con visible nerviosismo para hablar con el abad reservadamente. Cuando marcharon, el lúgubre semblante de fray Dalmau de Fortiá dejaba ver claramente que había sucedido una terrible desgracia.

Fray Dalmau de Fortiá reunió el capítulo de los doce canónigos, al cual fue admitido Eymeric, y les anunció que decretaba quince días de ayuno y abstinencia, pues había caído en manos del sultán Khalil la ciudad de San Juan de Acre, cabeza del reino de Jerusalén y último bastión de Tierra Santa, y que en la derrota habían perdido la vida cientos de caballeros del Temple, incluido el Gran Maestre Guillermo de Beaujeu.

El Gran Maestre había muerto heroica, pero inútilmente, cuando intentaba rechazar a los mamelucos en las calles de Acre, después de la caída de la Torre Maldita, llave de la defensa de las murallas.

La caída de la ciudad había arrastrado la del resto de puertos y fortalezas, privadas de defensores: Tartous, Castillo Peregrino, Tiro, Sidón, Beirut...; todo estaba perdido. La Orden del Temple

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se replegó a Chipre, estableciendo su sede en Famagusta y Limasol.

¡Quién podría describir el dolor y el desconsuelo de los frailes! Todo el trabajo y el esfuerzo de generaciones estaba destruido. Nada, ni la caída de la Vera Cruz y de Jerusalén hacía ya un siglo era comparable, pues ahora parecía no haber esperanzas de recuperación posible.

Mientras tanto, a cientos de kilómetros del monasterio donde se formaba Eymeric para un desconocido futuro, un anciano de barba rizada y espalda encorvada, recibía en su desnuda celda del convento franciscano de Roma, sólo repleta de manuscritos, la terrible noticia de la caída de San Juan de Acre. Lloró de dolor y, tras hacer duras penitencias, luchando por recuperar su fuerza interior, ya legendaria, tomó su pluma en sus dedos aún firmes y comenzó a meditar la propuesta de recuperación de Tierra Santa, que pensaba enviar al Papa y a sus cardenales, y a los reyes y príncipes de la cristiandad.

Escribió en letras grandes “Quomodo Terra Sancta recuperari potest”... Mientras lo hacía, pensaba en el candidato ideal para convertirse en Rex Bellator y encabezar las órdenes religiosas unidas que habían de impulsar la reconquista del reino de Jerusalén...”Dios, en Su virtud , muestra aquí de qué modo Tierra Santa puede ser recuperada”.

El fraile terciario64 fue pergeñando un plan: impedir el comercio de los cristianos con los musulmanes; implicar las riquezas de la Iglesia en la cruzada; crear un ejército de misioneros para convertir a los tártaros y otros paganos e intentar, también, convertir a judíos y sarracenos; obligar a los bizantinos en una campaña del ejército cruzado con las órdenes, el Papa en persona y un sólo rey, a someterse al poder del Papa y participar en la lucha por Jerusalén; repartir entonces las órdenes religiosas en sectores distintos, pero unificarlas en una única regla y un único nombre, atacando en dos frentes a los egipcios...

64 La orden religiosa de los franciscanos incluye penitentes que siguen solos las rigurosas reglas del santo de Asís. Uno de ellos era Ramón Llull.

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Pero, ¿quién podría ser ese rey guerrero que fuese aceptado por todos los demás como el campeón de la cristiandad? ¿Qué ejército estaría en condiciones de liderar la potente fuerza que había de derrumbar el poderoso imperio de los mamelucos? ¿Y qué flota podría cerrar el Mediterráneo a los navíos musulmanes, desde Marruecos hasta Icónium, en Anatolia?¿Qué Papa sería capaz de poner todas las riquezas y su propia vida en juego para recuperar el Santo Sepulcro? ¿Aceptarían los altivos templarios y los no menos orgullosos hospitalarios situarse bajo el poder de ese único “rex bellator”? ¿Qué papel jugarían los reyes de la Casa de Barcelona, enemistados en ese momento con los Anjou y excomulgados por los Papas; conflicto que impedía el paso por Sicilia de una nueva cruzada?

Entre angustias y suspiros fue componiendo ese libro con un plan que sabía estaba condenado a no poder ser llevado a término.

Cuando terminó su obra, esperó a que se escogiera un nuevo pontífice, pues Nicolás IV había dejado vacante la sede con su muerte; pero, habiéndose eternizado el cónclave sucesorio, la envió finalmente a los cardenales el día de Navidad de 1292.

Era su primera obra sobre la reconquista de Tierra Santa, pero no sería la última. Sus ideas fueron madurando, de manera que el proyecto, en su segunda versión, estuvo mucho más cerca de poder ser llevado a cabo...cuando ya supo qué príncipe había de ser ese “rex bellator”...y cómo conseguir que los templarios aceptaran participar en ese proyecto...con la participación activa de Eymeric de Usall.

Cuarenta y cuatro años más tarde, en su fría y oscura cripta, quien se encargó de ese proyecto, Eymeric, se detuvo extenuado; su cansancio le forzó a volver al camastro, tan temido para él como si fuera el potro de torturas. Además, razonó consigo mismo, si no descansaba como debía, no alcanzaría a culminar el libro que quizá le ayudaría a alcanzar el perdón último.

Se relajó rezando lentamente un padrenuestro tras otro.

Sus párpados cayeron sin remedio y el sueño le capturó. Lo que en él veía, sin embargo, era muy parecido a lo que sus ojos contemplaban diariamente en la realidad del espacio subterráneo

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que ocupaba. Un espacio obscuro, húmedo, silencioso, pero mucho más amplio que la cripta en la que se encerraba a sí mismo. Lo reconocía, pero no estaba seguro de dónde o cuando lo había visto antes. En un rincón vio un anciano con unas barbas que delataban decenas de año de abandono; la ropa se le caía a jirones y llagas de todo tipo cubrían la superficie de su cuerpo. Se dirigió a él para preguntarle quién era y en qué lugar estaban, y al hacerlo sobresaltó al penitente.

Se volvió hacia él y levantó espantado un crucifijo de madera desbastada, gritando “Apártate, Satanás, no turbes mis oraciones!”. Eymeric se disculpaba, persignándose y, finalmente, recordaba ese lugar: era la cueva de Enoch, en Egipto, y dio por hecho que él era el anciano que se le encaraba. Eymeric le preguntó qué hacía todavía en ese lugar, pues las Escrituras claramente decían de él que no murió sino que fue llevado directamente al cielo en vida.

El anciano le dijo que ya había vuelto a la tierra, y que de la cueva saldría para combatir al Anticristo, en el preludio del fin de los tiempos. Eymeric le preguntaba qué armas espirituales o materiales usaría en esa batalla decisiva, y Enoch le dijo que la Vera Cruz. Pero al intentar mostrársela, no la encontró, y el anciano rompió a llorar. Entonces aparecía una joven que le consolaba con caricias cada vez menos inocentes, a la cual, por ignota razón Eymeric identificó como la Sibila Egipcíaca, profetisa de cuya inspiración nadie dudaba en su época.

Eymeric desvió la mirada por evitar la escena que por momentos devenía más y más inconveniente, y, retrocediendo hacia la entrada de la cueva, tropezó y cayó hacia atrás. Entonces, en lugar de rodar por la abrupta ladera, se elevó sin aparente esfuerzo, y con la sensación de disgusto por haber olvidado durante tantos años su facultad de volar.

Planeando por encima del desierto, contempló la amarilla superficie arenosa, cortada por el majestuoso discurrir del río Nilo, que parecía un pequeño mar azul circunscrito por las dunas.

A su lado vio un ave Fénix, con la que intentó competir en acrobacias y cabriolas, ya que no en la belleza de sus plumas tornasoladas, y en un momento dado, el fuego prendió en sus alas y el intenso calor de las llamas que le alcanzaban le

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despertó.

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CAPÍTULO SEGUNDO: “Somos hombres honrados; tus siervos nunca fueron espías”65.

Comenzaba, aunque él no lo sabía, el jueves veintiséis de mayo de mil trescientos treinta y cinco, y nada diferenciaba ese día de los anteriores. Notó una debilidad extrema y, sin poder moverse del camastro, le angustió la posibilidad de morir sin haber completado la labor de cuya utilidad espiritual tan convencido estaba.

Tomó una decisión: cuidaría un poco más de su salud y vigor para prolongar su vida un poco más. Así, pues, se levantó como pudo y llevó a cabo una limpieza corporal más detallada que habitualmente. Comió una cantidad mayor de higos secos, bebió agua a sorbos lentos, y practicó algunos de los ejercicios aprendidos en su juventud, cuando se preparaba en Vilabertrán como aspirante a Templario.

Caminó alrededor del pilar que sostenía la bóveda de la cripta, flexionó brazos y piernas, y poco a poco se notó mejor. Sin embargo, le asaltó un nuevo temor; él había comprobado en muchas ocasiones cómo hombres que llegaban a edades tan avanzadas como la suya, perdían la memoria de todas las cosas o la capacidad de actuar racionalmente. Ése había sido, también, el destino de su segunda esposa. ¿No le ocurriría lo mismo a él? Pensó que la única cosa que podía hacer al respecto era acelerar el proceso cuando su mente aún coordinaba los recuerdos y las ideas.

Había, pues, de recuperar el dominio de sí mismo y centrar el resto de sus energías para completar su obra. Y a ello se dedicó, tras decidir qué útiles pediría a su hijo para mejorar su estado físico.

“Aún no habían pasado dos meses de la noticia de lacaída de Acre que una noche apacible hasta enton-ces se agitó con unos fuertes golpes dados con

65 Génesis, 42,11.

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el pomo de una espada en el portal del Palacio delAbad que despertaron a los canónigos de sueño más ligero, y a mí, que en ese momento era el únicodiscípulo de la canónica desde la marcha de miquerido hermano. Los golpes nos provocaron unencogimiento del corazón, sobre todo teniendo encuenta el terrible cariz que habían tenido las noticiasllegadas del mundo exterior unas semanas atrás. Y lo cierto es que lo que llegaba con el torbellino de polvo de dos caballos y un jinete era un cambio total en mivida.

Unos minutos más tarde oí los pasos discretos peroapresurados de mi maestro Juan de Peratallada y delAbad Dalmau que venían a buscarme, pues mereclamaba mi primo Arnau de Usall de Barcelona, yhabía de partir sin dilación esa misma noche.

Arnau era hijo de mi primo Guillermo Pedro. Eracambista y mercader, y estaba casado con Catalinade Porqueras, mujer a la que conocíamos bien desdeantes de entrar en Vilabertrán, pues pertenecía a unafamilia a la que nos unían todo tipo de vínculos. Aúnno sabía que, años después, había de acabar casadocon su hermana.”

Arnau había sido enviado por su padre, Guillermo Pedro de Usall, para sacar de su reclusión a Eymeric, pues había transcurrido ya el tiempo necesario y había ganado la formación adecuada para hacer de él un competente agente secreto. Tenía algo más de cuarenta y cinco años de edad, y él, junto con su hermano Barceló llevaban los aspectos peligrosos del trabajo de la familia Usall: la navegación, las intrigas diplomáticas, los combates...

Era sagaz y sabía adivinar las intenciones de sus interlocutores sin necesidad de grandes palabras, aunque no había estudiado tanto como Eymeric.

“Dí y recibí besos y buenos deseos de los canónigossinceramente conmovidos por mi marcha, y preparéel escaso equipaje que cargué a un caballo. Ademásde ropa, dichas propiedades se reducían a tres librosque yo mismo había copiado antes de poseer la

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habilidad bastante como para que el resultado fuerajuzgado digno de integrar la Biblioteca, y una espada, regalo generoso del vizconde de Peralada cuandovino a despedir a su hijo Dalmau que profesaba enuna de las encomiendas del Temple. Estas sencillasoperaciones no pude dejar de hacerlas embargado de angustia, desasosiego, excitación y sorpresa.

Mientras tanto, Arnau conversaba de manerareservada con el Abad, al cual daba y del que recibía,papeles sellados y lacrados.

Habiendo recibido la solemne bendición del abadDalmau, me alejé de la canónica donde había entrado a los ocho años y de donde me marchaba dieciséisdespués.

Dejaba finalmente atrás Vilabertrán cuando ya pensa-ba que el resto de mi vida iba a transcurririrremediablemente entre sus piedras venerables ysilenciosas, y que su claustro, tras haber albergadomis pasos durante tantos años, finalmente acogeríamis despojos en la tierra, protegida del malignopor los cantos piadosos de los monjes. Traspasé lapesada puerta y, con el sol a mi espalda, dirigí mispensamientos al puerto desconocido al que mellevarían el viento y la marea.

Arnau había viajado solo, con dos caballos, y en ellos empezamos el camino en dirección a Banyoles,primera etapa del camino que ante mí se abría.

Tras darme novedades de la salud de todos misparientes de Barcelona, me explicó que la familiahabía decidido que mi formación había avanzadotanto que ya podía comenzar a tomar en mis manoslas mismas operaciones que en vida ejerció mi pa-dre, tanto en el servicio de la Orden del Temple,como en el del rey.

El momento era especialmente delicado, pues no so-lamente se había perdido Ultramar, sino que, posible- mente a causa de la pena que le produjo la noticia,

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acababa de morir el rey Alfonso66, y no se podíadescartar una nueva cruzada papal y francesa contranuestro reino, aprovechando el peligroso vacío depoder.

Jaime, el joven rey de Sicilia, hermano del difunto,ahora nos había de gobernar, y a ese propósito sedirigía velozmente a Barcelona con una sola navearmada, y sus nuevos súbditos le iban a rendirhomenaje y jurarlo por señor natural67.

Por otra parte, Arnau me comunicó que mi tío Pedrohabía decidido mi matrimonio para asegurar lacontinuidad de la familia, pues su esposa había sidoincapaz de darle otro hijo desde la muerte de suprimogénito.”

Pedro de Usall ajustó dos matrimonios sucesivos para Eymeric, y, aunque el segundo podía ofrecer alguna ventaja a su sobrino, el primero estaba dictado por el más puro cálculo de ganancias materiales.

“¡Así, pues, no sería canónigo, sino peletero! Pocointuía la importancia de las tareas que iban a cargarsobre mis hombros con un peso suficiente paraaplastar incluso a hombres de más valor y prepa-ración que los míos...

Llegamos de nuevo a la casa natal, donde mishermanos me dieron la más cálida de lasbienvenidas, y allí mi tío Pedro me confirmó que,habiéndose desengañado de la posibilidad dedejar un heredero, me quería dejar como tal, con la

66 Esta muerte se produjo el 17 de junio de 1291. Fue sepultado, por voluntad expresa, en el convento de los Franciscanos de Barcelona, a pesar de la excomunión e interdicto fulminados por el Papa.

67 Efectivamente, Arnau de Usall, entre otros patricios barceloneses, juró por rey a Jaime II el miercoles dia 20 de agosto de 1291. Lo podemos comprobar en el Memorial Histórico Español. Real Academia de la Historia tomo III. 1852, Madrid.

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condición de que casase con una mujer que convi-niera a los negocios de la familia. Le respondí que,faltando mi padre, su palabra era ley para mí, aunqueyo siempre había abrigado la esperanza de servir aCristo como hermano templario, y ya me habíaresignado a pasar el resto de mi vida en el venerablerecinto de Santa María de Vilabertrán, como uncanónigo más; por otra parte, con la bendición divina no le habían de faltar herederos con la descendenciade algún otro de mis hermanos.

Con voz autoritaria, cortó mi discurso diciendo queno había de ser como yo decía por nada del mundo, y que mejor me olvidase de mis fantasías y pensase en los asuntos de nuestra casa, que había de ser bienservida con lo que había aprendido en Vilabertrán.Pronto me comunicaría quién había de ser mi esposay cuándo se habían de celebrar los esponsales, a loque asentí con resignación más que con humildad.”

Eymeric se detuvo. Le asaltaba el recuerdo de ese día en que volvió a ver la casa natal. Todo era igual, y sin embargo sus ojos lo veían bien distinto; más pequeño, tanto árboles, como dependencias, la pequeña laguna donde tanto había jugado con su hermano. Evocar a su hermano le hizo sentir, de nuevo, su falta lacerante...

Su madrastra viuda le saludó, retraída e insignificante, obligada a sentirse parte no esencial de la familia de su cuñado, y concentrada en el cuidado de sus propios hijos.

Un substancioso manjar esperaba a Eymeric en la mesa de la gran casona, que le pareció exagerado, en comparación con la frugalidad del refectorio de la canónica de Vilabertrán.

En el momento de ser apartado de la vida monástica de Vilabertrán, se sintió enormemente irritado por haber de subordinar su voluntad a la de su tío, un individuo carnal y obsesionado por las riquezas materiales, y que siempre había despreciado a su hermano como a un inútil soñador.

En su lóbrega cripta, ya en la vejez, se forzó, con la perspectiva de los muchos años vividos, a rezar por el alma de quien tan

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poco había apreciado en vida, para no resultar cruel e inmisericorde después de su muerte.

“Después de descansar un par de días, me despedíde todos ellos y partimos hacia Barcelona donde meesperaba el primer servicio al señor rey y al Temple.Mientras íbamos progresando por el camino, Arnaume explicó la parte oculta de la vida de mi padre,pues no sólo había navegado para procurar riquezasentiempos de paz y honor en la guerra, sino llevado a cabo valiosos servicios de los cuales nadie había desaber nada, y por ello, nadie me los había contadohasta entonces.

Como ya bien sabía, desde la época de nuestroantepasado el obispo Ramón, eramos cofrades delTemple; por ello, servíamos a la Orden, con dinero,con nuestro cuerpo, con toda clase de servicios. Y laOrden nos correspondía generosamente: por suintervención, teníamos el derecho de usar el canaldel Rec Comtal, las pieles de las carnicerías, elroldor; y más adelante recibimos la orden decaballería, naves, Mesa de Cambio y, finalmente, elPalacio de la calle Regomir, y con él, el control de laantigua fortaleza romana que vigilaba el accesodesde la playa a la ciudad. Así, nosotros y loscaballeros podíamos entrar y salir discretamente eintroducir o sacar cualquier clase de mercancía. Unavez en nuestro Palacio, un pasadizo permitía accederal del Temple68.

68Artículo de la Vanguardia explicando el hallazgo en el antiguo Palacio de los Usall en Regomir 6.(Luis Permanyer,21 de marzo de 2004)"Regomir revela secretos ocultos.En el corazón de Ciutat Vella y en los límites de la urbe romana se trabaja desde hace tiempo en la exhumación de unos restos que documentan periodos muy dispares de nuestra historia(...). Y es que el actual número 6 de la calle Regomir,(...)había pertenecido desde fines del siglo XIII hasta 1999 a la muy principal familia Dusay; la casa que ha llegado a nuestros días es fruto de la rehabilitación radical proyectada en 1855(...). Importa recordar que hará cosa de un decenio, al calor de la reforma profunda del Pati Llimona dirigida por el malogrado arquitecto Ignasi de Solá-

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Todo cuanto teníamos estaba a su servicio, salvadala fidelidad al rey, y los freires usaban de todo a suentero gusto.

Fiel a estos lazos indestructibles, mi padre puso suvida en juego hasta perderla, luchando excomulgadoen una cruzada convocada por un Papa enemigo delos verdaderos cristianos, y deseoso de servir a susamos franceses. Este pensamiento me torturaba deforma imposible de suavizar.

Morales, ya se dio con la puerta pretoria. Ésta y las trazas de diversas estructuras edilicias vecinas de la ciudad anterior a la colonia Julia Augusta Paterna Faventia Barcino eran las que por orden del César Augusto habían sido derribadas con el fin de poner en pie el citado portal en la base de un castellum; esta construcción fortificada sobresalia de la línea amurallada y gracias a su posición avanzada tenía la misión trascendente de vigilar mejor el puerto y el frente marítimo. El castellum era de base cuadrangular y medía 129 metros de perímetro. Pues bien, ahora se echa de ver que ha permanecido casi intacto el flanco externo de una de las torres defensivas del castellum, que alcanza veinte metros de altura y tiene seis de lado, y planta rectangular con un frente saliente de cuatro metros por siete.(...)

En 2001-2002, Constanza Corredor Arias,(...)una de los diversos copropietarios de la gran finca de Regomir, 6, descubrió la existencia de lo que se confirma como importantes restos arqueológicos(...). En su casa, en la planta principal, al eliminar el remozado de una pared, surgió (y también en el tercer piso) el costado NE de la torre del castellum con una altura de 18 metros, que conserva una extraordinaria ventana con arco de medio punto. (...). Además, ha liberado parte de un lienzo de cinco metros de largo por diez de alto del paramento interior de la muralla adosada a la torre mencionada(...).Y en el sótano de Regomir, 6, el descubrimiento es de otro orden: las dos naves abovedadas que reposan sobre gruesas pilastras (...)son obra atribuible a la orden del Temple, que entre 1134 y 1314 poseía parte del anteriormente mencionado castellum; quizá lo había utilizado como capilla hasta 1248, fecha en que construyeron otra y de una sola nave en Ataülf, 4, debidamente restaurada. Bajo el patio de Regomir, 6, apareció intacta una sólida y perfecta escalera de caracol, probablemente del siglo XII, y Corredor cree que pudo ser obrada por los

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Muerto mi padre, después de leer atentamente losinformes del abad de Vilabertrán, habían decididoque mi preparación ya sobraba para continuar con su labor, si es que mi ánimo bastaba a tan arduaempresa.

Recuerdo la emoción y el orgullo que me embargó aldescubrir que mi padre no era un simple mercader alas órdenes de sus primos adinerados, sino un

templarios; se inicia con una caja cuadrada de diez escalones y continúa con una caja cilindrica anillada de la que salen 29 escalones más que, a nueve metros bajo el nivel de la plazuela Ataülf, permiten acceder a una cripta subterránea de impecable círculo abovedado, con nueve concavidades simétricas, excavado todo ello en arcilla dura; es probable que enlace con una mina. Un conjunto de un asombroso rigor matemático y geométrico. (...)

Fig. 7 El subsuelo del Palacio de los Usall en Regomir,6

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hombre que se había ganado a pulso, no sólo en du-ros tiempos de guerra con su valor, sino en la pazcon su consejo y prudencia, la confianza de quienestan dignamente defienden la Cristiandad.

Esta novedad la fui madurando mientras hacíamos elcamino a Barcelona. Depositaba una pesada y desco-nocida responsabilidad sobre mí, que tantos añosllevaba dedicado nada más que al estudio y laoración.”

Siguieron por el camino real, amplio y transitado, pasando por Girona y Hostalric. Se detuvieron tan sólo cuando era estrictamente necesario, pues el contacto con otros viajeros más bien estorbaba las muchas conversaciones que necesitaban el ya maduro mercader y su joven primo. De manera que un camino que habitualmente se hacía en cinco días, lo recorrieron en tan sólo tres.

“Llegamos, por fin, a la gran ciudad que, desborda-das las murallas que había mandado construir el reydon Jaime el Conquistador, parecía querer engullirtoda la llanura situada entre las montañas y el marazul con más y más construcciones. No menos desiete iglesias se estaban edificando simultánea-mente, sin contar con las capillas menores y los hos-pitales y palacios y otros edificios más corrientes...

Como las murallas ya no podían contener talabundancia de población que venía de todas lascomarcas del imperio que estaban construyendo losúltimos reyes de Catalunya y Aragón, casas y callesse sucedían a lo largo de los caminos queatravesaban cada una de las puertas y ponían encontacto la ciudad y los campos y villas, como lasvenas van del corazón al último rincón del cuerpo.”

Se acercaron a la ciudad que, para lo que había visto Eymeric de Usall hasta entonces, era enorme, con sus treinta mil habitantes, y no hacía mal papel entre urbes europeas como Londres o Roma. Tan solo París, Palermo y Nápoles superaban holgadamente ese tamaño, aunque bien lejos de las megalópolis del Mediterráneo Oriental: Alejandría. El Cairo o Constantinopla.

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Hay que tener en cuenta que Barcelona era una capital joven, que dejaba atrás una modestia de ciudad provinciana de segundo orden en época romana, que había crecido con la ruina de Tarragona y con las conquistas del conde Berenguer Ramón IV y del rey Jaime el Conquistador.

El fruto más visible de la nueva prosperidad y del dominio de nuevos territorios lo constituía el barrio de Santa María del Mar, donde se congregaron los enriquecidos con el comercio y la banca, dejando la parte más antigua de la ciudad, controlada por la Iglesia y los nobles. Tan solo el ennoblecimiento y el acceso a la oligarquía que decidía por la ciudad permitía ocasionalmente que una familia saltase las murallas y pudiera instalarse en el interior del recinto romano. Pero si este salto venía acompañado de la obtención de un enorme palacio y del control de una de las puertas de la muralla, del puerto y de un sector de las fortificaciones, entonces se trataba de una familia muy especial, con protectores muy poderosos...La familia de los Usall era, en este sentido, excepcional.

Eymeric y su primo entraron a Barcelona por la puerta de San Daniel, en el sector aún inacabado de la muralla, justo al lado del convento de las monjas clarisas.

“Aún no estaba acabado el lienzo de muralla de laparte del convento de Santa Clara y ya estaba claroque cuando se cerrase, buena parte de los nuevosedificios quedarían fuera de ellas, bullendo demercaderes y artesanos y de los que huyen de losduros trabajos de la tierra para buscar libertad yrápida fortuna, pues tal es la fama que tienen lasciudades para las gentes ignorantes sometidas alpoder de los señores.

Entramos, pues, por la puerta de San Daniel ypasamos al lado del convento de Santa Clara; en laplaza adyacente, se amontonaba la multitud llevadapor sus quehaceres, tan distintos a los que se pre-sentaban ante mí.

Frente a nosotros se alzaba la capilla de Santa Marta,y tras atravesar el canal Condal, que permitía con sus aguas la frenética actividad de una serie de molinos

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de forja, de trapos y harineros, además de permi-tirnos el lavado de las pieles, llegamos a la expla-nada de Llull, la dejamos atrás y enfilamos la calleBonaire, al final de la cual estaba, antes de llegar alas pescaderías, la antigua casa de mi familia.Así era en aquel entonces el barrio de Santa María delas Arenas, que después se llamó de Santa María delMar. Allí me instalé, pues no convenía a nuestrospropósitos que se me viera demasiado por lascercanías del Palacio del Temple y de nuestro nuevoPalacio, que se alzaba en la calle Regomir.

Me dejaba boquiabierto el paisaje de la ciudad: alti-vos palacios, ricas iglesias y hospitales, murallasimponentes;cientos de viandantes atareados, que anadie conocen ni miran, igualados por la indiferencia; gentes de calidad con ropas de un precio quebastaría a socorrer las necesidades de una aldea enun año de mala cosecha, y si añadíamos el valor delas joyas y perfumes de sus mujeres, aún sobraríapara emprender una cruzada; soldados armados,atentos a los desórdenes de la turbulenta muche-dumbre y a las mañas de los ladrones; judíos ymusulmanes, clérigos, aldeanos de ojos curiososconduciendo sus animales a vender para saciar elhambre del infinito vientre de la ciudad...

Nuestros caballos nos permitían no tener que compe- tir con los empujones y codazos de la multitud, yfacilitaban la contemplación de todos los detalles que sorprendían mi atenta mirada.

Por fin en nuestra casa, me tendí en la blanda cama,esperando dormirme profundamente por el cansan-cio para preparar las sorpresas del día siguiente;pero la excitación me lo impidió. Mas de todasformas llegó a su hora la mañana y, con ella, minuevo futuro, sorprendente y excitante. Tras desayu-nar, mi primo Arnau me llevó discretamente al Pala-cio de Regomir, confundido entre un grupo de des-cargadores que transportaban fardos de alumbredesembarcados de una de nuestras naves varadas en la arena de la playa cercana que servía de puerto a la

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ciudad.

Allí vivían mi primo Guillermo Pedro con todos sushijos, las esposas de éstos y sus descendientes, enla torre que ya desde la época de los romanosdefendía la ciudad, y que había visto el venturosopaso del hijo de Carlomagno al ser recuperadaBarcelona de las garras de los sarracenos.

Llegué, pues al portal, de formas cilíndricas, cons-truido con grandes sillares que sólo con enormesdificultades podrían mover los hombres de hoy endía, y a pocos pasos, entré por el portal al gran patio,donde se abrían almacenes y oficinas para losnegocios. Dejé el fardo que transportaba paraesconder mi identidad junto a los de los demásdescargadores y subí por la amplia escalinata a lasala donde me esperaba reunida la familia entera,para darme la solemne bienvenida, comenzando conel anciano y venerable primo Guillermo Pedro, y sumujer, la honradísima María de Marquet, hermana delpoderoso almirante de Cataluña, el héroe de la guerra de Sicilia y defensor de nuestra tierra en la inicuacruzada que el Papa había desatado contra nosotros,bajo cuyas órdenes había combatido y perdido lavida mi padre, patroneando la “Porciúncula”. LosMarquet eran, como nosotros, cofrades del Temple.”

Evocó con los ojos entrecerrados la escena que le había esperado en el gran salón del Palacio de los Usall: una sólida e interminable mesa de roble, repleta de todo tipo de viandas, sitiales y bancos, alfombras en el suelo y tapices colgando de las paredes, ventanas cerradas con placas traslúcidas de alabastro...

Todos los miembros de su familia le miraban con afable curiosidad. Eran más de treinta personas las que se reunían en aquella amplia dependencia y la presión de tantos ojos le había dejado bloqueado y temeroso de hacer el ridículo, a él que ninguna experiencia tenía en las cortesías de las familias de calidad. Pero pronto pudo comprobar que todos le trataban como a uno más de ellos y que veían en él al continuador de las hazañas de su padre. La atmósfera era solemne, y no sólo los criados, sino incluso los niños parecían ser conscientes de la

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importancia del momento.

“Aunque era primo de mi padre y siempre se dirigió a mí como a su querido sobrino, Guillermo Pedro porsu edad tan avanzada podría haber sido mi abuelo, ysu hijo, Guillermo Pedro el Joven, también me llama-ba sobrino.

El anciano patriarca de la familia había nacido enépoca del rey Jaime el Conquistador, y se habíacriado en el barrio de la Mar que por aquelentonces se poblaba. Era él quien había pasado delnegocio de las pieles a mercadear con naves yprestar capitales, siempre al servicio de la Orden.Debía de tener setenta años, y aún viviría bastantesmás, dirigiendo con su sabia mano los destinos detodos nosotros.

Su hijo primogénito, llamado como él y destinado adirigir la familia cuando llegase el momento, teníacomo esposa a Elisenda Ricard, de una de lasgrandes familias de Barcelona. Guillermo Pedro elJoven había estudiado y con él, nuestra familiaempezó a ser tenida en cuenta en el gobierno de laciudad. Ya entonces eran dos las ocasiones en quehabía formado parte del Consejo69.

Dios le había bendecido con varios hijos: Barceló,que había casado con Guilleuma Durfort y heredó elpatrimonio de esa potentísima familia, Jaime, Bernat,Berenguer y dos hijas, casadas con miembros de lafamilia de su esposa.

Hijo del patriarca y hermano de Guillermo Pedro elJoven era Arnau, quien me había recogido yacompañado a Barcelona, casado con Catalina dePorqueres. Tenía dos hijos: Arnau el Joven y Simón.Arnau sucedía a mi padre en los negocios delTemple, de cuyo ejercicio yo ahora iba a tomar pose-sión.

69 Los años 1283 y 1285.

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Y el otro hermano era Barceló, que todavía navegabacon las naves de la familia a Ultramar, pero esperabaretirarse pronto de tales trabajos, pues su salud seresentía de tantas singladuras. Había estado presente en la caída de San Juan de Acre, por primavera, y enatención a mi curiosidad infinita, repitió la historia yamil veces contada...”

Barceló de Usall era, pues, hermano de Arnau, que acababa de recoger a Eymeric de Usall en Vilabertrán. Ambos eran los miembros de la familia especializados en la relación con el Temple y actuaban a sus órdenes en aquellos temas que requerían a personas de calidad para ser llevados a cabo. Ellos dirigían, también, las actividades más secretas que llevaban a cabo miembros secundarios de la familia, como Francisco de Usall hasta su muerte, y ahora, Eymeric; siempre al servicio del Temple, del rey y del propio linaje de los Usall.

Barceló había presenciado el momento supremo de la caída de la capital del reino de Jerusalén y, aunque ya había explicado hasta el último detalle a todos sus parientes de Barcelona, la llegada de Eymeric, que forzosamente debería estar enterado de los detalles de la relación de los Usall con los Caballeros de Cristo, fue ocasión para volver a exponer los dolorosos acontecimientos que sus ojos habían contemplado.

“Había zarpado de Barcelona a finales de marzo70

para llevar a San Juan de Acre un cargamento decueros, ropa y caballos. Tras hacer una escala enChipre, continuó el viaje a la capital del reino deUltramar donde llegó a finales de abril, encontró laciudad sitiada completamente por el Sultán, quehabía estrechado un anillo sin fisuras del que nadiepodía entrar ni salir.

¡Qué espectáculo terrible! Desde la proa de la naveque enfilaba la bocana del puerto se podía ver elterrible espectáculo del enorme ejército mameluco:las máquinas de guerra, altas como torres, prote-

70 De 1291.

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gidas por contingentes de arqueros, que producíanuna serie de crujidos que encogían el alma mientrastensaban sus cordajes para proyectar su mortíferacarga; los miles de tiendas redondas de todos loscolores, según si provenían de Damasco o de Alepo,de Alejandría o de Homs o de tantos otros lugaressometidos al poder del temido emperador egipcio;los escuadrones de jinetes tanteando las defensas de las murallas; el atronador retumbar de los tamboresmarcando el ritmo para las descargas de máquinas yarqueros; el silbido siniestro de las saetas surcandoel aire sofocante, que ocasionalmente terminaban suvuelo incrustadas en los cuerpos de los desdichados defensores; el impacto sincronizado de los grandespedruscos contra las talladas piedras de losimponentes muros que, sin embargo, poco a poco, se iban agrietando y desmenuzando; el polvo cegadorlevantado por tantos miles de pies moviéndose a untiempo; los salvajes cánticos que pretendían enarde-cer aún más a los fieros guerreros; el hedor de loscadáveres que se descomponían en la vacía franjaexistente entre las murallas y el fin del alcance de lasballestas de los defensores; los miles de fogatas quese comenzaban a encender para iluminar la noche yevitar una salida suicida de los defensores; y,presidiéndolo todo, la rica tienda del sultán Khalil,ostentando la bandera verde con la espada bordadasimbolizando la de Saladino, con la que destruyónuestra resistencia en la ciudad de Jerusalén...”

Al-Ashraf Khalil había tomado la dirección de la ofensiva definitiva contra los cruzados después de la muerte de Qalawun, que la había organizado. Para él constituía algo así como un deber religioso y un homenaje a su predecesor. Por ello, se había negado a aceptar una generosa cantidad de dinero ofrecida por los desesperados defensores para que abandonase el ataque y retornase a Egipto, dejando la tarea inacabada.

“Y en el campo de la ciudad sitiada, la desesperación en los rostros de soldados y civiles; el llanto de losniños; el crepitar de los fuegos destruyendo lostejados, provocados por grandes jarras llenas defuego griego que, lanzadas con catapultas de todo

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tipo, seestrellaban liberando su mortífera carga; loscadáveres atestando las calles; las naves cargandoen desorden a los fugitivos enloquecidos que arras-traban como podían sus últimas y más valiosasposesiones, sólo para tener que entregarlas a lasávidas tripulaciones; las Iglesias llenas de quienes ya no conservaban esperanza alguna que no viniera delAltísimo, y con cánticos frenéticos a Él suplicabanmisericordia; los cada vez menores escuadrones derefresco apresurándose a socorrer los sectoresamenazados, que paulatinamente se multiplicaban.

Era una ciudad mayor que Barcelona, y las podero-sas murallas, anchas como la manga de una nave, semovían con el embate de los manganeles y lascatapultas como si las fuertes olas del mar las embis- tieran en el fragor de la tormenta, y como si en lugarde haber de proporcionar segura defensa, su funciónfuera acabar con las vidas de sus moradores, en-terrándolos bajo sus escombros polvorientos.

Barceló, con el corazón encogido por la tremendavisión, accedió al puerto interior de la ciudad, a pesar de las desesperadas advertencias de los marinerosde las naves que huían, que le indicaban que diesemedia vuelta y huyera de aquel infierno, y fue aancorar a la parte del muelle reservado a las navesdel Temple, custodiado por un pequeño grupo decaballeros y sargentos, y así evitó el asalto de lamuchedumbre desesperada que pugnaba por subir abordo de cualquier artefacto que flotase sobre lasaguas para salvarse de la furia del sultán.

Bajó a tierra a bordo de una barca para explicar quién era y cuál era su cargamento, y a las claras semanifestó el desánimo de los templarios al saber laescasa utilidad de su carga para la situación depeligro supremo que amenazaba la ciudad.

Escoltado por dos de los sargentos, Barceló fueconducido a la Torre del Temple, justo al lado del mar y bien lejos de los lugares de mayor peligro. Elcuartel general de la Orden desde la caída de Jerusa-

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lén, era de dimensiones colosales; tenía no menos de cuarenta palmos de grosor y trescientos de altura. Ya en la entrada, fue anunciada su presencia y el GranMaestre, Guillermo de Beaujeu, le concedió audien-cia.

Ascendió por la escalera de caracol que serpenteabaencajada en el grosor de los muros hasta el tercerpiso, donde se hallaban los alojamientos privados del Gran Maestre.

Fray Guillermo, acompañado por tres o cuatro de loscaballeros de su mayor confianza, le confesó aBarceló que Acre y el Reino estaban perdidos, si noes que un milagro llevaba a un inesperado príncipecristiano con un ejército poderoso a sus muelles. Elsultán tenía el doble de guerreros que habitantesllenaban la ciudad y estaba plenamente decidido a no abandonar su presa mientras le quedase a ésta unaliento de vida. Pero el honor del Temple y lacontinuidad de la Orden, amenazada por las críticas y la falta de reclutas, exigían su muerte y la de todoslos templarios que había en la ciudad condenada, encumplimiento heroico y glorioso de su deber.

Contó a Barceló el origen de la ofensiva: los noblesfrancos habían roto de manera irreflexiva las treguasvigentes que detenían al sultán Qalawun y lerefrenaban de completar la destructiva obra delpérfido Baybars, el gran conquistador mameluco.

Fray Guillermo le dio las instrucciones necesarias enaquella hora suprema, que consistían, por una parte,en cargar a bordo y poner a salvo cuantas mujeres yniños cupiesen en su nave; y por otra, en llevar tanrápido como le fuera posible la noticia de la inmi-nente catástrofe a la corte del rey don Jaime deSicilia y, a continuación, a la de su hermano donAlfonso en Barcelona.

Además, le ordenó ponerse a disposición del almi-rante del Temple, fray Roger de Brindisi (tambiénllamado Roger de Flor), para cumplir otras órdenes

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reservadas, que él mismo le comunicaría cuando leviese.”

Aquí el relato de Barceló fue interrumpido con un sonoro murmullo. A todos había llegado el rumor de la traición del almirante templario fray Roger de Flor, que habría huido con la nave que el Temple le había confiado, según algunos, robando el tesoro de la Orden, y según otros, aceptando el dinero de ricas damas para salvarlas. Nadie le consideraba ya como un templario, sino más bien como un pirata de la peor especie, en absoluto digno de confianza. A pesar de ello, la Casa de los reyes de Barcelona y Sicilia siempre le siguió manteniendo el tratamiento de “frater” templario y primero el rey Jaime y luego el rey Federico utilizaron sus innegables capacidades militares para sus luchas, primero contra los Anjou y luego contra los turcos Selyúcidas.

Barceló impuso silencio con una mirada a los ojos de cada comensal, y continuó con su relato.

“Barceló consiguió dar cabida en su nave a más dequinientos fugitivos, humildes y potentes, prelados ydamas, y niños, y llegó a Chipre, con la ayuda deDios, a pesar de la excesiva carga que dificultaba sunavegación.

Fue a encontrar a fray Roger de Brindisi paracoordinar las acciones de ambos. Se hallaba en unalbergue y no en la casa del Temple de Limassol,pues quería evitar tener que dar cuentas prematura-mente a los caballeros de la misión secreta que leencargaba el Gran Maestre Beaujeu.

Roger había recibido un doble encargo:convencer alos reyes de la Casa de Barcelona, Jaime de Sicilia yAlfonso de Aragón-Catalunya de la necesidadimperiosa de llegar a algún tipo de acuerdo con elPapa, Francia y los Anjou, para que tomasen en susfuertes manos el peso de la lucha en Ultramar. Erabastante evidente que tras los desastres sufridos por el rey francés San Luis en sus dos cruzadas, ningúnrey de la casa de Francia volvería a intentarlo;mientras que Jaime y Alfonso tenían el control del

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paso del Mediterráneo Occidental al Oriental, con laposesión de Sicilia y Malta, la flota más poderosa delmundo, que había ridiculizado a la francesa, a lagenovesa y también a la napolitana; y las tropas deinfantería más aguerridas de la cristiandad.

Por otra parte, Roger había de custodiar parte deltesoro de la Orden, que no podía ser guardado en unCastillo Peregrino vacío de defensores, y habría deser escondido hasta asegurarse de que el próximoGran Maestre no sería un títere del rey de Francia.

El almirante pensaba que era más fácil la empresa deconvencer a don Jaime, y pidió que, sin detenersesiquiera en Sicilia, llevase Barceló su mensaje a donAlfonso, directamente a Barcelona.

La situación preocupaba mucho a fray Roger de Flor: el Gran Maestre Beaujeu, que ya se daba por muertocon la caída inminente de Acre, no podría dar tes-timonio sobre la misión que le había encargado aél.

Además, la sucesión del Gran Maestre se podíacomplicar y a él le sería muy difícil demostrar alcapítulo de la Orden la corrección de su comporta-miento, pues, aparentemente, acababa de huir de laciudad en peligro, abandonando la defensa y no seponía a las órdenes incondicionales de las autorida-des que habían de ser escogidas, e incluso parecíahaber robado parte del tesoro, todo ello de acuerdocon órdenes verbales que no podía demostrar haberrecibido.

Pidió antes de separarse de Barceló que confiase alrey don Alfonso de Aragón todos los detalles delasunto y que, si moría sin poder entrevistarse conJaime de Sicilia, completase él la misión. Así, pues,se hicieron ambos a la mar, cada cual con su misióny ambos con el corazón encogido por la desgraciaque había de llegar al cabo de poco, de manerainevitable, con la caída de San Juan de Acre.

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Barceló zarpó de Limassol y dando trapo al vientollegó a Barcelona el día 12 de junio, y se presentó alrey don Alfonso, al que contó todo cuanto nos estaba refiriendo en el comedor del Palacio familiar antenuestro silencio sobrecogido. El golpe hundió al reyen una terrible tristeza de la que lo sacó tan sólo lamuerte, que le llegó antes de quince días.

Don Alfonso ordenó que se le trasladase al conventode los franciscanos de Barcelona para aguardar en la mejor compañía posible el paso a la Justicia divina yaún tuvo tiempo de llamar a Barceló y, entre lágrimas amargas que más lamentaban la pérdida del Reino de Jerusalén que la de su propia vida, le pidió que, encuanto su hermano don Jaime llegase a Barcelona atomar posesión de la corona, le rogase encarecida-mente en nombre suyo que, tal y como él ya inten-taba desde hacía meses, mirase de llegar a una pazcon el de Anjou y con el Papa, pues interesaba más a la salvación de su alma la salud de la cristiandad através del Pasaje a Tierra Santa, que el buen gobier-no de una isla, regada ya con excesiva sangre.

Y ahora que el rey había traspasado el umbral de este mundo hacia el otro, Barceló había de esperar lallegada del nuevo soberano en Barcelona, para daracabado cumplimiento a las órdenes, tanto de frayGuillermo de Beaujeu como del fallecido don Alfon-so.”

Acabado su relato, quedó sin palabras Barceló de Usall, con el rostro surcado por las lágrimas; silencio que los que le habían escuchado atentamente no encontraban el momento de romper con comentarios intrascendentes. Así que, cuando se reanudó la conversación, siguió refiriéndose a qué hacer para recuperar el reino perdido de Jerusalén.

“Estuvimos deliberando sobre los hechos descritospor Barceló, y todo indicaba que la reconquista deTierra Santa parecía imposible, ante la potenciainvencible del Imperio de los mamelucos, a no serque toda la cristiandad unida, bajo un mismo coman-dante, le presentase batalla y mantuviera el esfuerzo

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durante generaciones.”

La realidad era que la frecuencia con la que los reyes se embarcaban para la cruzada había descendido drásticamente a partir del mortal fracaso de San Luis en Túnez. Y no sólo eso: las donaciones voluntarias prácticamente habían desaparecido, substituidas por distintas triquiñuelas papales para recaudar diezmos y bulas; y eso, por no hablar de las nuevas vocaciones de reclutas para el Temple o el Hospital. Poco a poco, el gusto por la vida, la cultura y la riqueza iba suplantando el ansia por asaltar los cielos a paso de carga, aunque fuera dejando la vida en el empeño.

“Después me pusieron al corriente de las comprashechas por la familia en los últimos años: molinos en Sant Boi y Molins, casas, talleres, Mesas de Cambio y tierras, naves..., y de con qué familias pensabantrabar alianzas matrimoniales, y cómo, con todo esto, iba aumentando el papel que el rey les permitía jugaren el gobierno de la ciudad. Una parte de ello, ahoraiba a descansar sobre mis hombros, y no había dedefraudar todo el esfuerzo y el dinero que mis estu-dios habían costado a mi familia.

A continuación, me anunciaron que próximamenteme recibiría el Maestre delTemple de Barcelona y que allí juraría fidelidad a la Orden como cofrade, con loque se fueron despidiendo todos de mi y se dio porterminada la solemne jornada.

Vuelto a mi aposento en Cambios Nuevos, me dedi-qué a meditar qué habilidades de las adquiridas has-ta aquel momento había aún de potenciar para el me-jor resultado de las misiones que se me encomen-darían, de las que, en realidad, nada sabía todavía.”

Pero antes de que Eymeric fuera recibido en el seno de la Orden en una ceremonia que tendría motivos para no olvidar jamás, todavía sucedió otra novedad: llego el nuevo rey en substitución del difunto.

“A los pocos días llegó don Jaime procedente deSicilia para tomar posesión de sus reinos. Los pro-

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hombres de la ciudad se congregaron en la playa,vestidos de duelo, en honor al finado don Alfonso,para darle la bienvenida al nuevo monarca.

Don Jaime vestía sencillamente, también de negro, yal desembarcar quiso saludar uno por uno a todoslos congregados que contaban algo en la cosapública; mientras, el pueblo menudo se desgañitabacon vítores, apiñado un poco más allá.

Allí mismo, a voz en grito, prometió don Jaime sertan buen rey para los catalanes como lo había sido ya de los sicilianos, y mantener y acrecentar los buenosusos de sus antecesores.

De la playa fue directamente al convento de los frai-les menores, que no dista ni un tiro de flecha,donde estaba depositado el cuerpo de su hermano, yquiso estar los tres días siguientes meditando en losgraves asuntos que había de emprender. Allí mismoaccedió a recibir a Barceló, que le transmitió lo que el difunto rey le había encargado, junto con losmensajes de Guillermo de Beaujeu, aunque éstos losconocía ya por boca de fray Roger de Brindisi, que se los había explicado en su palacio de Palermo.”

Barceló se sorprendió al entrar en la sala capitular del convento de los hermanos menores, donde estaba depositado el féretro del difunto don Alfonso. Su joven hermano71, el nuevo monarca, estaba solo, en silencio, arrodillado sobre un cojín al lado del cuerpo sin vida, con las manos juntas y los ojos cerrados.

Respetuoso, Barceló, sin hacer ruido alguno, también se arrodilló en las duras losas junto a él, y esperó el permiso de su rey para informarle; cuando recibió la venia para hablar, le dio cuenta detallada de cuanto había visto en Acre, del problema de la sucesión de fray Guillermo, del Tesoro del Temple y la custodia encomendada a Roger de Brindisi, y, sobre todo, de lo que le dijo don Alfonso antes de morir: la necesidad de reconciliarse con los

71 Jaime el Justo tenía veinticuatro años, los mismos que Eymeric de Usall.

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Anjou y con el pontífice para poder emprender una nueva cruzada, esta dirigida por los reyes de la Casa de Barcelona... Don Jaime lo oyó todo pacientemente sin interrumpirle y luego le dio las gracias por sus servicios y prometió mantenerle a él y a su familia en la misma situación que sus antecesores, si no es que podía aumentarla.

El mercader agachó su cabeza en señal de reverencia y besó el anillo de la mano que le tendía don Jaime. Salió retrocediendo con la mirada fija en los dos reyes, el muerto y el vivo, conmovido por la pena.

Don Jaime quedó de nuevo solo con sus pensamientos, que, al contrario de lo que imaginaba Barceló, no se referían a su hermano o a pensamientos devotos y trascendentes. Tenía una preocupación mucho más grave en su cabeza, y de naturaleza bien distinta: cómo evitar una nueva invasión de Catalunya por parte de los franceses, de los Anjou y del Papa Nicolás IV, para la cual el reino no estaba preparado.

Desde los dieciocho años, edad en la que había ceñido la corona de Sicilia a la muerte de su padre, el rey don Pedro, no había podido descansar ni una sola noche sin el temor de ver aparecer de improviso una nueva flota genovesa o francesa, o los mensajeros anunciando el desembarco de contingentes franceses o napolitanos.

Don Jaime era plenamente consciente del incómodo papel que le había tocado jugar hasta entonces, siempre con un pie en el abismo: su corona era prescindible; dependía para sobrevivir de la ayuda de los reinos de su hermano Alfonso, sin la cual no se habría podido mantener ni un sólo día en el trono; y si se llegaba a una paz negociada, una condición obvia para ella seguramente sería su renuncia a la corona de los Hohenstaufen. Pero ahora, el destino había cambiado las cosas por completo: era él quien había de defender el núcleo de los reinos de la Casa de Barcelona, y su hermano menor, Federico, sería el peón que se puede sacrificar según cómo fuera evolucionando la partida.

En los últimos nueve años, las tropas y las flotas catalanas, movidas magistralmente de una parte a otra, llegando siempre justo a tiempo de desbaratar a los enemigos, habían ya vencido en una docena de feroces batallas a los angevinos, pero los

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incansables enemigos volvían a la carga con más y más recursos, mientras que una sola derrota de Jaime sería definitiva y significaría la pérdida de la corona y, seguramente, la ocupación de Cataluña, como ocurrió con la cruzada de Inocencio contra los cátaros: la sola batalla de Muret había propiciado la destrucción de la brillante civilización occitana; tres siglos volatilizados en un combate de dos horas. Allí había muerto su bisabuelo y aquello no debía repetirse.

Era necesario asegurarse un período de paz, o aliados potentes, o un Papa amigo...Necesitaba imperiosamente tener información y capacidad de influencia dentro del propio campo angevino...

Tras una angustiosa duda que le torturó durante dos días de reflexión, al tercero encontró una solución que hubiera sorprendido a sus súbditos tanto como a los príncipes cristianos, y que hubiera causado su deposición inmediata, o su ejecución, de ser conocida: una alianza militar en toda regla con el sultán mameluco, al-Ashraf Khalil, el enemigo de los cruzados, el conquistador de San Juan de Acre, el responsable de la muerte de cuarenta mil habitantes de la desdichada ciudad, incluida la plana mayor del Temple.

Junto con esa alianza, una serie de otras piezas esenciales de un mecanismo complejo: la neutralidad, al menos, de Castilla a través de un matrimonio consanguineo con una de sus princesas, su prima; la introducción de un espía que estuviese en condiciones de influir en los acontecimientos y decisiones de la Casa de Anjou; una ofensiva por Andalucía hacia el Norte de África; la creación de una fuerza militar que, independiente del apoyo de la Casa de Barcelona, permitiera resistir a su hermano Federico la presión del rey de Nápoles...

Aunque Eymeric de Usall nunca llegó a saber de estos pormenores, bien pronto empezaría a ser el pequeño peón que, moviéndose en el amplio tablero, puede decidir la partida participando en un gambito que pudiera dar jaque mate a los adversarios de su rey y cambiar de paso la faz del mundo. Ahora, sin embargo, era tan sólo un insignificante muchacho cojo que hacía cola para rendir, él también, el último homenaje al fallecido rey en el convento de San Francisco, cuando declinaba la tarde del quince de agosto de mil doscientos noventa y uno.

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“A continuación, don Jaime recibió el juramento defidelidad de los catalanes, después de jurar nuestrosusos, y pronto marchó a Zaragoza para tener Cortesallí. Hizo las paces con el rey de Castilla, su primoSancho, y desposó a la princesa Isabel, aún niña72 yse repartieron Berbería sobre el papel, si Dios se laconcedía algún día.”

Eymeric dejó que se deslizase la pluma de su mano dolorida y se levantó lentamente. Comenzó a aplicarse a los movimientos aprendidos en otras circunstancias que mejoraban su bienestar. Mientras, meditaba sobre la forma en que iba a encarar la parte más difícil de su relato. ¿Había de escribir lo que pensaba, interpretaba y veía en el momento de sucederle todo? ¿O tenía que describirlo tal y como la experiencia le había demostrado los hechos desde una lejana perspectiva?

Por una parte el pudor, incluso la vergüenza, le arrastraban a celar muchas cosas que la expiación que deseaba querría ver patentes.

Decidió dejar que sus dedos escribieran aquello que el corazón le dictase en cada momento, sin detenerse a pensar si era o no inconveniente.

Acabada la pausa, continuó escribiendo atropelladamente, con el ardiente deseo de terminar cuanto antes con ese pasaje.

“ Finalmente, Arnau me anunció que había llegado elmomento de profesar en la orden. Nos dirigimos alPalacio de la familia y subimos al primer piso. Alli,Arnau retiró una pesada tapa de madera de roble,perfectamente disimulada con briznas de paja yvirutas de serrín, y bajamos unas escaleras decaracol muy estrechas, bajo la luz titubeante denuestras antorchas.

Perdí la cuenta del número de peldaños que descen-dimos, y cuando la humedad ya era notable, chapo-

72 Este matrimonio acabó anulado por el Papa por consanguineo. Ello anuló las paces concertadas con Castilla.

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teando en el barro, penetramos en un angosto pasa-dizo, a mitad del cual una puerta de un enormegrosor, revestida con planchas de bronce, impedía elpaso. Arnau sacó una llave y la giró en la cerradura ytras esperar en silencio unos momentos, se oyó alotro lado el mismo sonido metálico en una cerradurasimilar. Se abrió chirriando y nos franqueó el paso un sargento templario con su manto marrón, inclinán-dose levemente a nuestro paso.

Seguimos unos metros más y de nuevo encontramos otra escalera de caracol por la que ascendimos unbuen trecho. Al final, una nueva puerta abierta nosdio paso directamente a la parte posterior de unoscortinajes que disimulaban el pasaje secreto.

La estancia era la sala del capítulo del Temple deBarcelona, el magnífico edificio sólo un poco menorque el propio palacio real, que había substituido laantigua casa de Palau Solitá.”

Efectivamente, la primera Casa del Temple que encabezaba la provincia de Catalunya había estado situada a algunos kilómetros de Barcelona, en Palau Solitá, hasta que una generosa donación de un rico mercader había permitido trasladar la comandancia a las proximidades del Palacio de los Condes de Barcelona, casi tocando la muralla que cerraba por el sureste, frente al mar, el recinto romano.

“Allí nos esperaba un pasillo formado por seis caba-lleros con sus blancos mantos y seis sargentosataviados de marrón, con espadas desenvainadasapuntando al suelo.

Al final del pasadizo nos aguardaba, con expresiónsolemne, revestido con su inmaculado manto blancoque mostraba una cruz roja, el Maestre de laProvincia de Cataluña, fray Berenguer de Cardona, de la casa de los vizcondes, que había substituidorecientemente a fray Berenguer de Sant Just, que asu vez, había relevado a fray Pedro de Montcada, dela familia de los senescales de Catalunya cuandoéste fue nombrado Comendador de Ultramar, para

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morir como mártir defendiendo Trípoli. Cada vez más, las grandes familias de Catalunya entraban en laOrden del Temple, que ya había tenido tres GrandesMaestres de nuestras tierras.

Junto a fray Berenguer había dos caballeros, dossargentos y un capellán. Nos arrodillamos Arnau y yo ante ellos y besamos su anillo, y el Maestre ordenósalir a los doce templarios que nos habían recibidocon honores.

Aún arrodillados, fray Berenguer me dijo que teníacumplido conocimiento de las habilidades adquiridas en la canónica de Vilabertrán, de acuerdo con losinformes de todos mis preceptores, que los juzgabanmuy a propósito de la misión que se esperaba de mí.Fray Berenguer me pregunto, antes de pasaradelante con la ceremonia, si estaba plenamenteseguro de querer servir al Temple y con él, al mismoCristo, fuera cual fuera el precio a pagar; que si tansólo me movía el deseo de agradar a mi familia o acualesquiera otra persona o tal vez la esperanza deconquistar gloria u honor, él me conminaba a dejaren buena hora la casa del Temple y olvidar todocuanto sabía sobre la Orden.

Afirmé con toda la convicción que pude que no había cosa en el mundo que me pudiese apartar del deseode servir a la Santa Caballería de Cristo, hasta el díaventuroso de mi muerte, que si era en tal empeño, me proporcionaría el paso al paraíso.

Fray Berenguer, serio el semblante, me dijo que,pues era así, debía continuar adelante con laceremonia y que deseaba mostrase tanta fidelidad eidénticas virtudes a las de mi padre, que tan bienhabía cumplido con las órdenes del Temple. Mevolvió a advertir que con ello iba a poner en riesgo no sólo mi vida y salud o fama, sino las de todos losmíos.

A continuación, siempre arrodillados ante él, nosreveló que la Orden era mucho más que lo que se

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veía desde fuera, un ejército de caballeros con casti-llos y flotas. A su lado, en la sombra, hay muchaspersonas que a los ojos del mundo le son ajenas,pero que la sirven calladamente hasta la muerte. Loscofrades, privados del orgullo de mostrar a todos lacruz bermeja, sufren idénticos trabajos y penalidades que los freires, sin la protección de las murallas y los escudos y sin poder gritar en alta voz “ ¡A mi elTemple!” para obtener la ayuda de los demás freiresde la Orden a la vista consoladora del “baussent”, elglorioso estandarte blanquinegro que personificaba a la Caballería de Cristo.

Solos, desconocidos de los demás, han de tomardecisiones arriesgadas que tan sólo meses después,si acaso, saben aprobadas por la Orden.

Por otra parte, también en el interior de la orden haycaballeros y aún sargentos que desempeñan unasresponsabilidades que no tienen nada que ver con su rango aparente, y velan por el futuro de la orden enestos tiempos de tribulación. Mi propio hermano, medijo, a pesar de ser sólo un sargento 73a los ojos detodos, también estaba llamado a soportar pesadasresponsabilidades en la orden, como también yopodría comprobar en el futuro.

Al oír tales palabras, un placentero cosquilleo de peli- groso orgullo caracoleó en mi piel desde la cabezahasta los pies.”

¡Cuán fácilmente nos engañan nuestros impulsos! Con razón dice el proverbio “desconfía de tus deseos”. He aquí que el joven Eymeric se encontraba ante la decisión más terrible de su vida, y se le presentaba con una claridad diáfana, sin ser consciente de qué podía pasar como consecuencia de ella. Cuanto más se empantanaba su futuro, más radiante pensaba que sería su

73 los sargentos del Temple eran freires de origen no noble, o bien hijos ilegítimos de nobles. Tenían importantes atribuciones; por ejemplo, el Almirante de la flota templaria era, tradicionalmente, un sargento; y también participaban en la elección del Gran Maestre.

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horizonte.

“Fray Berenguer reiteró que nadie me podía exigirque aceptase los riesgos y trabajos que ante mí tenía, sólo me podía asegurar por su conciencia que elmérito que contraería a los ojos del Altísimo seríaincluso mayor que el que ganan los caballeros quejuegan y pierden su vida en las batallas ante losturcos. Insistí en la firmeza de mi determinación desoportar la cruz que se me proponía, hasta dejar mivida en su servicio. Poco podía imaginar que noponía sólo en riesgo mi vida, sino sobre todo mialma...

El Maestre me dijo que, siendo así, daría comienzo laceremonia que constaba de tres juramentos muyespeciales y solemnes. El primero de ellos lo prestéaún en presencia de los caballeros y de Arnau, yconsistía en guardar el más absoluto secreto de todocuanto llegase a saber en el servicio de la Orden, yde servirla con lealtad absoluta, incondicional y sinatender a mis propios intereses, a mi debilidad o amis deseos.

Repetí la fórmula del juramento y, complacido, elMaestre ordenó salir de la estancia a los cuatrotemplarios y a mi primo Arnau y pasó al segundojuramento, más terrible y secreto, por lo que merepitió la posibilidad de evitar prestarlo, si no estabadel todo decidido.

Acepté y en presencia del capellán, fray Berenguerme propuso tres votos muy singulares, sobre reli-quias sagradas que custodiaba la orden. Eran tresvotos formulados de forma muy distinta a como losefectúan los frailes: juré, en nombre del Dios vivo,que me mantendría casto de espíritu aunque hubiesede usar del pecado de la carne si el servicio de laOrden lo requería; que había de obedecer en todo a la Caballería de Cristo, por delante de los manda-mientos de cualquier prelado o señor terrenal(y al decir cualquier prelado, recalcó con laentonación la idea, dejando claro que ello incluía

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también al Papa o a los obispos); finalmente, quehabría de usar las riquezas materiales con el únicopropósito de servir a Cristo y a sus leales servidores.

Parecía que mis palabras expresaban lo contrario delos votos de los monjes, aunque, tal vez, era decir lomismo con otro punto de vista, quizás más elevado.

Juré. Sí...juré.

Fray Berenguer ordenó al capellán absolverme poranticipado de todo pecado que pudiese cometer alcumplir mis votos, cosa que hizo, haciendo la señalde la cruz con óleos santos en mi frente, mientras elMaestre imponía su mano sobre mi cabeza.

Todo esto me confundió sobremanera. ¿Cómo unsimple sacerdote podía absolverme de todo ligamenque proviniera de quienes estaban por encima de élen la jerarquía de la Iglesia? ¿Es que había doscaminos para la Gracia divina, uno manifiesto y otrode cauce secreto, apartado de la vista de los hom-bres comunes?

Terminado el segundo juramento, salió el capellán yquedé a solas con el Maestre. Clavó sus ojos grisesen mí por largo espacio de tiempo, en silencio, comointentando adivinar cómo reaccionaría a continua-ción. Entonces, me dijo que un aspecto fundamen-tal de mi tarea era poder pasar por musulmán o poridólatra en caso necesario. En prenda de ello hube de pasar por una ceremonia más secreta todavía, queofendería al Altísimo, si no se hiciera en Su servicio,y cuyo contenido me será recordado, con todacerteza, el día ya próximo del Juicio. Entonces habla-ré de ella y recibiré por fin la confirmación de quetodo se hizo en Su nombre y en beneficio de mi alma; o bien la noticia de haber vivido engañado todos losdías de mi vida.”

La terrible escena, reprimida por siempre más, quedó reinando indisputada en el reino de sus sueños que fueron, a partir de aquel momento, la única válvula de escape de un secreto que

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amenazaba con reventar su corazón y con enloquecerle. ¿Cómo olvidar aquellos instantes en que el tiempo se detuvo y lo que más respetaba en el mundo, de golpe, parecía transmutado en algo aborrecible?

“Todavía temblando de espanto y con el corazónbatiendo con violencia como para salir de mi pecho,enrojecido, humillado y confuso, fui alzado por elMaestre. El último juramento concluía con elcompromiso de no revelar a nadie del mundo, bajoninguna circunstancia, el contenido de esaceremonia, y por no convertirme en perjuro, melimitaré a decir que en ella hube de demostrar quepodía pasar por musulmán o por apóstata, o porhombre impío, en caso de que mi misión lodemandase.

Estando todo consumado, fray Berenguer me besóen los labios como para sellarlos y en señal deamistad y aceptación, y fui cofrade del Temple.Entonces abrió las puertas de nuevo y llamó en altavoz a los otros caballeros y a Arnau, y en supresencia, me impuso un cinturón de cuerda queporté siempre más bajo mis ropas, como recordatorio de la humildad, la castidad, la obediencia y lapobreza con que habría de controlar mis instintos.Ahora lo noto bien apretado a mi carne, armado conlas espinas que le he añadido.

Me colocó en el dedo un anillo que en caso denecesidad me identificaría como cofrade del templedigno de crédito ante cualquier comendador de laOrden. Mostraba unas letras griegas flanqueando una figura humana con cabeza de gallo o águila, parecido a los camafeos antiguos que vi en Egipto, uno de loscuales estuvo encastado en la Vera Cruz.

Y quedó establecido que, por el momento, recibiríasus órdenes a través de Arnau.”

Ya estaba hecho. Había conseguido superar uno de los grandes escollos que dificultaban la redacción de su libro. Aunque, a decir verdad, no había sido demasiado capaz de poner su alma sobre

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el papel. ¿Pecado escondido está medio perdonado?...Sus sueños se encargaban de mostrar lo que no podía evitar esconder despierto...

Fatigado, comió sin ganas algunos higos y pan y se tendió de nuevo a dormir, sin demasiadas esperanzas de poder eludir las duras pesadillas.

Y así fue, pues la oscuridad le devolvió a una escena demasiado conocida, en la que emergía de unas largas escaleras de caracol en las que parecía haber estado girando durante días y semanas.

Con pasos fatigados asomaba por fin al gran salón del capítulo, escenario de las ceremonias del Palacio del Temple de la Provincia de Cataluña, donde le esperaba el Maestre fray Berenguer de Cardona.

Fray Berenguer de Cardona, vestido con el majestuoso manto blanco que adornaba la cruz roja sobre el hombro izquierdo, hablaba lisonjeras palabras que en el sueño se le volvían incomprensibles, sobre las virtudes que esperaba de él la Orden, si es que seguía los valientes pasos de su padre.

Súbitamente, la cara barbada del Maestre oscilaba como por efecto de las llamas, y dejaba entrever la de Jaime de Molay, tal y como, atado en la hoguera que le devoraba, Eymeric le contempló en las calles de París en el momento en que culminó la afrenta criminal contra el Temple. Eymeric intentaba gritar, pero las palabras no salían de su boca, sino gusanos, y las risas y burlas de la multitud acallaban sus vanos esfuerzos para protestar contra la injusticia que se estaba cometiendo. Sin ninguna transición, los gritos e improperios se dirigían a la figura atada al madero que, de golpe, se había metamorfoseado en la de su primera esposa, Estefanía, que aparecía con las grotescas ropas que se obligaba a vestir a los hebreos, y con colas de zorra pegadas en la espalda. Eymeric intentaba disuadir a la multitud proclamando en alta voz que su esposa no era judía, que era tan sólo una vil calumnia que la perseguía de manera injustificada, pero nadie le escuchaba. La mujer ardía y las llamas se convertían en plumas, y los brazos liberados, en alas poderosas que movía enérgicamente de manera que se elevaba volando. Eymeric corría siguiéndola, hasta que se perdía en un laberinto de callejuelas que desembocaban en las arenas del desierto, en

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medio del cual aparecía una gran cruz de madera semienterrada.

Andaba hacia ella, pero cada paso que daba tenía el doble efecto de hundirle más profundamente en la arena y de alejar la cruz.

Detrás de sí, una voz femenina le susurraba: “carga con tu cruz y sígueme”. Iba a protestar diciendo que no podía alcanzar el madero, pero no veía a la mujer, y al volver la vista en la dirección anterior, no había tampoco la cruz, sino sólo la moviente arena del desierto.

Eymeric se despertó, sin tener la más remota idea del tiempo que había durado su sueño. Decidió que, a partir de ese día, anotaría en uno de los papeles cada vez que se tendía a dormir, y comprobaría cada vez que viniera su hijo que, efectivamente, había siete anotaciones desde la visita anterior. ¿O ya lo había decidido y había olvidado llevarlo a cabo?

A pesar de sus dudas, repitió la rutina de cada mañana y reemprendió la narración donde la había interrumpido.

“Salimos de la Sala Capitular por el mismo caminopor el que habíamos entrado y, de nuevo en la casafamiliar, sentado a la mesa rodeado de mis primos en respetuoso silencio, estaba sin saber qué decir niqué pensar después de la terrible ceremonia.Comimos en silencio y luego, volvió la conversacióncon normalidad, al menos en apariencia.

Arnau me esclareció los pormenores de lasoperaciones que hacíamos por cuenta de la Orden.Entre ellas, era una sorpresa para mí saber que laorden nos proporcionaba dinero para adquirir todaclase de bienes inmuebles, que a los ojos de todosaparecían como nuestros, aunque teníamos quefirmar documentos que establecían la verdaderapropiedad de la Orden.

Todavía me produjo mayor impresión saber quetambién recibíamos dinero que entregábamos aprestamistas judíos para que lo prestasen a uninterés prohibido a los cristianos que previamente lohabían pedido al Temple; así, pues, ¿los judíos no

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eran frutos podridos del mal árbol que da mal fruto,sino que la Orden les consideraba valiosos auxiliares para llevar a término negocios vedados a todos loscristianos, para servicio del mismo Cristo?...

Yo nada entendía de estas cosas del mundo con elpobre bagaje de un fraile criado en un monasterio;pero más adelante se me aparecería la razón cuando,por órdenes del rey de Francia, los judíos fueronexpulsados de su reino y al intentar saquear susriquezas, nada pudo obtener; y lo mismo cuandoordenó la detención de los Templarios para obtenersu tesoro, que se volvió humo en sus narices.

Con estas riquezas, con la ayuda del Temple, lasalianzas con los Marquet, los Durfort y los Ricard; laparticipación en el Consejo de la Ciudad y la entregaa su servicio por parte de mi padre, de Barceló yArnau, ahora gozábamos de la confianza del rey donAlfonso, y después de la de don Jaime, tanto quefuimos alzados a la categoría de familiares suyos. Miprimera misión sería en su servicio.”

Eymeric estaba bien lejos de anticipar cuál era su primera misión, que el rey encargó a su primo Arnau, convocándolo a las dependencias del Palacio Real.

El rey le iba a encargar una de las piezas maestras de la política que había diseñado en el convento de los franciscanos, durante los tres días de meditación, mientras velaba el cuerpo muerto de su hermano.

Arnau acudió como tantas otras veces y le informó a su soberano que Eymeric estaba ya listo para suceder a su padre fallecido en los servicios que aquél acostumbraba a llevar a cabo, perfectamente entrenado por el Temple y habiendo jurado como cofrade de la Orden.

El rey se interesó, en primer lugar, por conocer detalles sobre el padre de Eymeric:

-Arnau, tened la amabilidad de ponerme al corriente de los servicios llevados a cabo por el padre de este muchacho,

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Francisco de Usall en beneficio de mis antecesores, pues como sabéis, mis ocupaciones como rey de Sicilia no me permitieron conocer todos los detalles de la política de mi querido y llorado hermano Alfonso.

- Majestad, Francisco, mi estimado primo falleció en combate con ocasión de la cruzada contra nuestros reinos, en el reñido combate de las Ilas Formigues que desbarató el ataque enemigo y nos dio la victoria; así que no llegó a servir a vuestro amado hermano. Sirvió toda su vida al rey don Pedro, trabajando en Sicilia para conseguir el alzamiento que le reclamó como rey, e incluso estuvo con él en la Justa de Burdeos...ved de qué confianza gozó de parte de vuestro padre. ¡Ah, tampoco es cosa baladí el haber tomado casi solo una galera en la batalla de Reggio!

-Muy altas virtudes, sin duda...mas pensad que la misión que ahora preparamos para ese muchacho, Eymeric, es más sutil y difícil, pues habrá de convivir durante años con aquellos a los que tendrá que espiar en nuestro servicio. ¿Estará preparado para ello?

-Señor, el muchacho tan sólo vive para su misión; es callado y reflexivo, y su físico, de apariencia un tanto insignificante, aparta la desconfianza de él, a quien difícilmente se tomaría como un adversario de cuidado. Según todos los informes de sus preceptores, ha aprendido todo cuanto se proponía, sin dificultades.

- Muy bien, pues. Será nuestro hombre en el corazón del campo de la Casa de Anjou...y vosotros respondéis de su valía.

Así quedó Arnau encargado de actuar de enlace de Eymeric con el rey.

Eymeric quedó muy sorprendido al conocer su misión, tan alejada de los combates y las caballerías...

“¡Tenía que continuar mis estudios en el convento de los franciscanos, que se estaba acabando deconstruir cerca del mar, al lado del llano de losastilleros!

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Pero, ¿volver a encerrarme en un convento? ¿Ésa era la peligrosa misión que se me encomendaba parasalvar al Temple y servir al rey?

Protesté indignado a Arnau: ¿acaso no había yaaprendido todo lo necesario en Vilabertrán? ¿Es quelos agustinos no eran tan buenos como losfranciscanos? ¿No bastaba quizás la ciencia de frayJuan de Peratallada? ¡Tal vez se trataba de hacer demí un teólogo, pues a los veinticuatro años aún había de seguir estudiando filosofías!

Mi primo, sonriendo, me dijo que no dudaban de labondad de mis maestros anteriores, a los que lafamilia había hecho un gran donativo enagradecimiento por su magnífica tarea. Se trataba deotro asunto: aunque no lo sabía nadie todavía, en elconvento de los franciscanos se iba a confinar enbreve a los tres jóvenes hijos de Carlos el Cojo, reyde Nápoles, entregados en rehenes cuando recobrósu libertad74 después de haber sido capturado pornuestra flota.

El rey don Jaime había decidido suavizar su encierro(pues estaban a buen recaudo en el castillo de Siura-na, arriba de un escarpado monte, donde nadie podía verles sin que el gobernador lo permitiera), puesquería reemprender las negociaciones con el Papa,Francia y los Anjou que ya había iniciado don Alfon-so antes de fallecer. Pero, además, la estancia en elconvento de San Francisco hacía menos sospechosa la presencia y convivencia de los príncipes conjóvenes estudiantes de Barcelona, uno de los cualesiba a ser yo, con la misión de ganarme su confianza:ojos, oídos y labios de nuestro rey.

Mi tapadera era que, miembro secundario de unapotente familia, iba a aprender árabe para facilitar losnegocios en tierras de sarracenos; a cambio

74 Eso ocurrió en 1288.

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daríamos una donación de cuantía suficiente.Preferían que estuviera interno, pues era un tantoturbulento y perseguidor de hembras de costumbresdemasiado fáciles.

El mayor de los príncipes era el hijo segundo deCarlos el Cojo, y podía llegar a reinar si faltaba algúndía el primogénito Carlos Martel75; reclamaría enton-ces la corona siciliana y sería nuestro enemigo.Se llamaba Luis76 y tenía diecisiete años.

Con él, sus dos hermanos: Roberto, de catorce77 yRamón Berenguer de once78, que no era previsible,en aquel momento, que tuviesen un futuro tanimportante.”

En el castillo de Siurana se educaban atendidos por monjes franciscanos, de manera que no habían de notar gran cosa del cambio, salvo la comodidad de tener la ciudad fuera de los muros que les albergarían, y no un abismo solitario, rodeado por el planeo de las águilas.

“El rey don Jaime quería saber, mientras se discutíasu libertad, qué pensaban, qué leían, a quién veían; yquería poder influir en ellos cuando llegasen a ceñircoronas. Además, así contrarrestaba el influjo de sus maestros, escogidos por su padre, que pertenecían a

75 Se trata del hijo de Carlos II, nacido en 1271 y muerto en 1295.

76 San Luis de Anjou, nacido el 9 de febrero de 1274, renunció a la corona el 1295 en favor de su hermano Roberto, para profesar como franciscano. Obispo de Tolosa en 1296, consagró la Iglesia de San Nicolás en el convento franciscano de Barcelona y murió en agosto de 1297. Fue coronado santo el 1317.

77 Roberto I de Anjou, nació el 1278 y murió el 1343, rey de Nápoles per renuncia de su hermano. Casó con Yolanda de Aragón, hermana de Jaime II, matrimonio que facilitó la paz que, precariamente, se estableció entre la casa de Anjou y la de Barcelona.

78 Murió a los veintiséis años, sin ocupar principado de importancia.

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la corriente conventual, y eran fieles al Papa Nico-lás79, que era también franciscano.”

Una parte importante del engaño consistía en hacer creer al Guardián del convento que Eymeric era más joven de lo que era en realidad. Declararon que tenía veinte años, a lo que ayudó su estatura que era bastante inferior a la normal, y su delgadez y encorvamiento, que le hacía aparecer menudo e insignificante.

“Tenía, una vez admitido y cuando llegasen lospríncipes, que hacerme tan amigo suyo como mefuera posible, saber qué se decían entre ellos, quéideas iban tomando cuerpo en sus jóvenes espíritus,y, si me era posible, estar en condiciones de influir-los en la manera que se me indicaría. Había deobservar si algún monje intentaba aproximarsedemasiado a ellos, si había alguna visita sospechosapor parte de adultos, pues aunque habría unaguardia permanente de una docena de soldados,siempre podría escabullirse un visitante vestido defraile entre los monjes que entraban y salían para sus limosnas y prédicas, o entre los estudiantes que losprohombres de Barcelona enviaban a recibir letras.”

¡Qué cambio tan inesperado en la vida de Eymeric! Iba a contraer matrimonio, a cambiar una canónica por un convento franciscano, trocar el campo por la ciudad, y, sobre todo, iba a espiar a tres jóvenes cautivos desde años atrás, en tierras extrañas...

Por otra parte, tendría que entender y esquivar las disputas entre franciscanos espirituales y conventuales, que se iban enconando día a día, a propósito del voto de pobreza absoluta contenido en el Testamento de san Francisco, visto con gran recelo por los pontífices y que por ello intentaban eliminar de la práctica franciscana. Esta polémica acabaría por generar prisiones, torturas y ejecuciones en el bando de los partidarios de mantener la fidelidad al legado del santo de Asís. Un convento lleno de esas intrigas y con las que giraban alrededor de los rehenes podía ser un lugar muy peligroso.

79 Nicolás IV (Girolamo Masci, 1288-1292)

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“Antes de ingresar en el convento, sin embargo, mellegó el aviso de mi tío para celebrar los esponsales,en un matrimonio que aportaba riquezas a la familia,pero poco, si es que alguno, honor.

Mi futura esposa sería Estefanía de Pratboí, hija yheredera de Pedro Guillermo de Pratboí. Éste habíacasado en segundas nupcias con Astruga Amat,antes judía, al decir de muchos, y su hija se convirtióen la acaudalada heredera de las casonas, huertos ytalleres que había alrededor de San Félix de Girona.Al morir, dejó todas sus propiedades a la pequeñaEstefanía, privado de otros hijos, y a ella, la situóbajo la tutela de su hermano, tío de la joven,Berenguer, el cual la ahijó.

Aún era una niña cuando la prometieron a Guillermode Galligants para cuando tuviese edad de casar;pero se rompió el compromiso cuando descubrieronque su verdadera madre había sido judía, y que noera hijo de la primera esposa cristiana, como ellospretendían hacer creer.

Llevaron el caso al Arzobispo de Tarragona, exigien-do la anulación del contrato por falsedad manifiesta,y mezclaban a los rumores mentiras, como queAstruga siguió siendo judía después del matrimonioy que podía haber contaminado con su fe a la jovenEstefanía, y acusaban de perjuros a los testigos delcontrato. Quedó así anulado su futuro casamientopor primera vez, pero la historia aún se había derepetir.

Pedro Burgués pretendió a la rica heredera, o mejor,su patrimonio, pero su oscuro origen dio pie a tantasmaledicencias que también ellos anularon el compro- miso.

Como amigo y socio de las dos familias, mi tío Pedrose afanó a reconciliarlas y, de pasada, a sacar tajadadel asunto, proporcionando un marido a la yamadura novia frustrada, asegurando la sucesión anuestra propia familia, y se hizo con la rica herencia

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de la madura mujer.

Así, hube de asumir ese casamiento al cual nada meatraía, con una mujer mucho mayor que yo,rechazada ya por dos hombres, adornada por eldinero y no por acrisoladas virtudes u honroso linaje, hija de una judía. Nada obtuvimos, salvo dinero, deese casamiento que seguramente Dios no aprobaba,pues mi mujer murió al parir su primer hijo muerto.Así fue la consumación de un matrimonio, que enlugar de fundar una familia, llenó dos sepulcros. Pero no nos adelantemos: aún vivía y yo acababa defirmar las capitulaciones para cuando pudiésemoscontraer el matrimonio.”

Llevó su recuerdo a Estefanía, sin siquiera saber que, en su juventud, había sido una mujer verdaderamente hermosa, alta, de anchas caderas y una sonrisa de miel. Los años, las decepciones, la avidez de su tío y sus hermanastros, la hostilidad de muchos que la juzgaban por hechos que sucedieron antes de su nacimiento, el consuelo que buscó en la comida, terminaron por deformar su cuerpo y convertirla en una mujer absolutamente desgraciada. Eymeric jamás la vio en sus años de esplendor...y no es seguro que, de haberlo hecho, hubiese sabido apreciarlo.

“Como futuro esposo de esa mujer, pacté lascompensaciones en la herencia de su padre quehabían de corresponder a sus primos, o herma-nastros, Berenguer y Pedro Guillermo, que habíanido con el señor rey a combatir en tierras de Murcia yahora vivían en Orihuela. Terminadas estas gestio-nes, retorné a Barcelona para servir al rey y a mifamilia.

Resuelto todo ello, Arnau me acompañó al conventode San Francisco para postular que se me aceptasecomo pupilo interno.”

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Fig. 8. Sentencia de 21 de julio de 1265 de anulación del contrato de matrimonio de Estefania de Pratboí con Guillermo de

Galligants. Documento inédito del Archivo de la ciudad de Girona

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Eymeric, acompañado de su primo Arnau, salió hacia su destino caminando en silencio entre los atareados ciudadanos. Recorrieron el breve trecho por la calle de Regomir, pasaron por el cuerpo de guardia del gran portal de la muralla, y, a continuación, un giro a la derecha, dejando a un lado las gigantescas piedras. La calle, repentinamente, se ensanchaba y, mientras que a la izquierda mostraba la playa, enfrente daba a los andamios de madera que estaban a punto de coronar la fachada del gran convento.

Al joven muchacho le sorprendió la forma en que se sustentaba el empuje de las cubiertas, pues en lugar de arcos de medio punto y anchos muros, lo que había eran ligeros arcos apuntados, nervios de fina labra y contrafuertes escalonados, separados por amplios ventanales.

Fig. 9 Eymeric actúa en nombre de su primera esposa Estefanía de Pratboí en las diferencias con sus hermanastros,

sobre el Testamento del padre de la joven.1292

Era el primer edificio gótico que contemplaba prácticamente

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terminado, pues aunque otros muchos se iniciaban, su construcción no había de culminar hasta muchos años después.

“El edificio era enorme, y llevaba sesenta añosconstruyéndose80, de manera que, habiéndosevolcado en él la generosidad de muchas familias,estaba casi totalmente acabado en el estilo nuevoque se estaba difundiendo en aquellos conventos.

Se construyó sobre el antiguo Hospital de San Nico-lás de Bari, que había hospedado al propio SanFrancisco81 cuando peregrinó a Santiago deCompostela, en tiempos del primer guardián delconvento, fray Bernardo de Quintavall. Gracias a lagenerosidad del rey Jaime el Conquistador, aquelmodesto edificio se había convertido en un vastoconjunto de grandes edificaciones que albergaban amuchos ciudadanos que se veían tocados por lamilagrosa influencia de San Francisco.

Lo había ya visitado cuando llegó el rey don Jaime yquiso velar el cuerpo muerto de su hermano Alfonso; también yo quise rezar a los pies de su ataúd, comotantos otros ciudadanos de Barcelona, por lo que lopude contemplar con los ojos llorosos.”

En el convento oraban y llevaban a cabo penitencias una treintena de monjes, además de los novicios, los legos, los estudiantes y criados. Lamentablemente, el edificio, que ocupaba completamente la actual Plaza del Duque de Medinaceli, fue destruido durante el siglo XIX, a raíz de la desamortización eclesiástica.

Fue el referente de la vida espiritual de la baja edad media de Barcelona, junto con los conventos de las clarisas, sus hermanas espirituales.

80 Había comenzado a construirse en 1229.

81 Según la tradición franciscana, aquesta estancia del fundador de la orden se produjo el 1214.

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También se perdieron la inmensa mayoría de sus archivos, aunque el actual bibliotecario suple con un amor infinito a la historia de su orden la falta de medios materiales para recuperar este fragmento de nuestro pasado colectivo. Sería injusto omitir su nombre: Agustí Boadas.

“Todas las dependencias estaban en perfecto estadoy eran severas, pero grandiosas: el refectorio, losdormitorios con celdas, la sala capitular, el claustro,la biblioteca dotada de más de mil libros, regalo delos poderosos y fruto del trabajo de monjes yestudiantes.

Seguía en obras todavía la gran fachada de la Iglesiade San Nicolás, donde yacían los restos del buen reydon Alfonso, con el humilde hábito que quiso vestiren la hora suprema.

El tesoro principal de los franciscanos de Barcelonaera el bastón que conservaban del santo fundador,con el que se ayudaba en sus cansinos pasos,debilitados por el ayuno y las llagas que el mismoJesucristo le concedió como glorioso galardónimborrable de su predilección.

Cuando prosiguió su camino, de la seca y muertamadera del bastón dejado en el convento nacieron,dicen, brotes verdes. Viendo tal prodigio los monjesalborozados salieron al camino corriendo trasel santo, alabando a grandes voces el milagro y a suautor. Mas al alcanzarlo, San Francisco les prohibióterminantemente hablar ni una sola palabra, bajopena de condenación de sus almas.

Tal reliquia está ahora en la cripta situada bajo elaltar mayor, y, si bien yo no lo he visto, algunos delos frailes juran que del bastón salen frutosdeliciosos que alimentaban el cuerpo y sanan lospecados del espíritu; incluso hablaban de un frailemuerto tras una falta que le volvía indigno desalvación y que revivió tras tocarlo con la madera, eltiempo justo para confesar su pecado y ganar elparaíso. Esos milagros muchas veces he visto que

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vienen más de la credulidad de los ignorantes que de la mano todopoderosa del Altísimo.

Admitidos al interior, se nos condujo al despacho del actual Guardián, fray Berenguer de Palmerola, quehabía substituido hacía poco tiempo al anteriorguardián, Pedro de Puigfort.”

Eymeric no pudo evitar notar la diferencia entre la modesta estancia que utilizaba fray Berenguer para despachar el gobierno del convento y el palacio abacial de Vilabertrán, más propio de un gran señor.

La atmósfera general del complejo monástico era de orden, laboriosidad y respeto, incluso en las zonas que utilizaban los jóvenes que recibían letras o postulaban como futuros franciscanos,

“Arnau habló con él con respeto pero con ciertaaltivez, dada la posición de la familia que toda laciudad conocía. Leí en la mirada del fraile un ciertorecelo por las supuestas razones que impulsaban alos Usall a pedir la entrada de un joven huérfano tanmayor en el convento, aunque él todavía no sabíanada de la futura presencia de los príncipes deAnjou.

No es que faltase interés entre las familias patriciasde Barcelona por las enseñanzas que impartían losfranciscanos; bien al contrario, había corrido lafama por la bondad de los ejemplos y la erudición delos frailes de la orden. Pero la gran mayoría de losjóvenes eran llevados a más temprana edad y, o bienquedaban en el convento y profesaban allí comofrailes menores, o bien a la misma edad, hacia losdieciséis años, eran retirados del convento con laformación ya completada. Pero yo llegaba visible-mente mayor, sin pedir profesar como fraile, yposeyendo ya una formación excelente, cuando lonormal hubiese sido tomar órdenes menores ymarchar a Montpellier o París.

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