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Page 1: Estructura Textual

“ARRÁNCAME LA VIDA” Ángeles Mastretta.

CAPÍTULO IV

Tenía yo diecisiete años cuando nació Verania. La había cargado

nueve meses como una pesadilla. Le había visto crecer a mi cuerpo una

joroba por delante y no lograba ser una madre enternecida. La primera

desgracia fue dejar los caballos y los vestidos entallados, la segunda

soportar unas agruras que me llegaban hasta la nariz. Odiaba

quejarme, pero odiaba la sensación de estar continuamente poseída

por algo extraño. Cuando empezó a moverse como un pescado

nadando en el fondo de mi vientre creí que se saldría de repente y tras

ella toda la sangre hasta matarme. Andrés era el culpable de que me

pasaran todas esas cosas y ni siquiera soportaba oír hablar de ellas.

-Cómo les gusta a las mujeres darse importancia con eso de la

maternidad -decía. Yo creí que tú ibas a ser distinta, creciste viendo

animales cargarse y parir sin tanta faramalla. Además eres joven. No

pienses en eso y verás que se te olvidan las molestias.

Como había perdido la candidatura para ser gobernador, andaba

ocioso. Le dio por viajar y me llevó hasta Estados Unidos en coche.

Yo todo el tiempo tenía sueño. Me dormía con el sol sobre los ojos y

aunque el coche fuera dando brincos por largos caminos de terracería.

-No sé para qué te traje, Catín -me decía-. Mejor hubiera yo invitado a

otra mujer. No has visto el paisaje, ni me has cantado, ni te has reído.

Has sido un fraude.

Todo el embarazo fui un fraude. Andrés no volvió a tocarme dizque para

no lastimar al niño y eso me puso más nerviosa, no podía pensar con

orden, me distraía, empezaba una conversación que acababa en otra

y escuchaba solamente la mitad de lo que me contaban. Además

tenía un espantoso miedo a parir. Pensé que me quedaría tonta para

siempre. El se iba con más frecuencia que antes. Ya no me llevaba a

México a los toros. Salía de la casa solo y yo estaba segura de que a la

vuelta se encontraba otra mujer. Alguien presentable, sin un chipote en

la panza y unas ojeras hasta la boca. Tenía razón. Yo no hubiera ido

conmigo a ninguna parte. Menos a los toros donde las mujeres eran

bellísimas y con las cinturas tan delgadas.

Me quedaba rumiando el abandono, sobándome la panza, durmiendo.

Sólo salía para ir a comer a casa de mis papás.