esos derechos que son tan humanos fernando mires...cerrados que, o excluyen la existencia de otras...

23
Esos derechos que son tan humanos. Un ensayo 1 . FERNANDO MIRES Resumen El ensayo discute aquellas posturas ideologistas y culturalistas que subordinan los derechos humanos a esferas supra y antipolíticas. De allí que se enfatice la naturaleza esencialmente política que identifica a los derechos humanos en tanto construcción que intenta regular las relaciones conflictivas que se presentan en los espacios nacionales e internacionales. Frente a la tesis que valora como superiores los derechos sociales previstos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en detrimento de los derechos individuales, y abriendo terreno a todo tipo de violaciones de éstos, se insiste en que sólo la defensa de los derechos individuales posibilita la defensa de los sociales. Finalmente, ante la polémica entre universalistas y particularistas se plantea que en materia de derechos humanos, universalismo y particularismo no son contradictorios sino complementarios. En el presente artículo se intenta rebatir posiciones ideologistas y culturalistas que suponen que, por sobre la legitimidad de los derechos humanos, existen instancias supra y antipolíticas a las cuales tales derechos deben ser subordinados. Por lo mismo, se insistirá en subrayar el carácter esencialmente político que poseen los derechos humanos, lo que significa entenderlos en un sentido tanto regulativo como discursivo. Regulativo porque ofrecen una plataforma de orientación frente a diversos conflictos que se presentan en las arenas nacionales e internacionales, y discursivo porque su aplicabilidad se encuentra siempre sometida a discusión, sobre todo cuando se trata de contradicciones o por lo menos «desajustes» entre esos derechos y el derecho estatal. Tanto la regulación como el discurso presuponen, a su vez, el derecho a opinar, es decir, la libertad de palabra. Igualmente se insistirá en rebatir la tesis que supone que los derechos sociales contenidos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos deben poseer un valor superior a los individuales, o lo que es igual, aquellas posiciones representadas por regímenes antidemocráticos, y por sus defensores ideológicos, quienes en nombre de una crítica al carácter individual de los derechos humanos postulan la violación de los derechos individuales. Por el contrario, aquí se sostiene que sólo la defensa de los derechos individuales permite la defensa de los sociales, lo que no siempre es posible en un sentido inverso. Por último, frente a la estéril contienda que se da entre universalistas y particularistas, se defiende una opinión que postula, por un lado, que el sentido universal de los derechos humanos es una condición que lleva a la aceptación de particularismos y diferencias, y por otro lado, que su universalismo es, en última instancia, particularista, pues limita la expansión universalista propia a cada orden religioso, ideológico, o simplemente cultural. 1 Cuadernos del Cendes. ISSN 1012-2508 versión impresa. CDC v.54 n.54 Caracas set. 2003.

Upload: others

Post on 17-Mar-2020

4 views

Category:

Documents


0 download

TRANSCRIPT

Esos derechos que son tan humanos. Un ensayo1. FERNANDO MIRES Resumen El ensayo discute aquellas posturas ideologistas y culturalistas que subordinan los derechos humanos a esferas supra y antipolíticas. De allí que se enfatice la naturaleza esencialmente política que identifica a los derechos humanos en tanto construcción que intenta regular las relaciones conflictivas que se presentan en los espacios nacionales e internacionales. Frente a la tesis que valora como superiores los derechos sociales previstos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en detrimento de los derechos individuales, y abriendo terreno a todo tipo de violaciones de éstos, se insiste en que sólo la defensa de los derechos individuales posibilita la defensa de los sociales. Finalmente, ante la polémica entre universalistas y particularistas se plantea que en materia de derechos humanos, universalismo y particularismo no son contradictorios sino complementarios. En el presente artículo se intenta rebatir posiciones ideologistas y culturalistas que suponen que, por sobre la legitimidad de los derechos humanos, existen instancias supra y antipolíticas a las cuales tales derechos deben ser subordinados. Por lo mismo, se insistirá en subrayar el carácter esencialmente político que poseen los derechos humanos, lo que significa entenderlos en un sentido tanto regulativo como discursivo. Regulativo porque ofrecen una plataforma de orientación frente a diversos conflictos que se presentan en las arenas nacionales e internacionales, y discursivo porque su aplicabilidad se encuentra siempre sometida a discusión, sobre todo cuando se trata de contradicciones o por lo menos «desajustes» entre esos derechos y el derecho estatal. Tanto la regulación como el discurso presuponen, a su vez, el derecho a opinar, es decir, la libertad de palabra. Igualmente se insistirá en rebatir la tesis que supone que los derechos sociales contenidos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos deben poseer un valor superior a los individuales, o lo que es igual, aquellas posiciones representadas por regímenes antidemocráticos, y por sus defensores ideológicos, quienes en nombre de una crítica al carácter individual de los derechos humanos postulan la violación de los derechos individuales. Por el contrario, aquí se sostiene que sólo la defensa de los derechos individuales permite la defensa de los sociales, lo que no siempre es posible en un sentido inverso. Por último, frente a la estéril contienda que se da entre universalistas y particularistas, se defiende una opinión que postula, por un lado, que el sentido universal de los derechos humanos es una condición que lleva a la aceptación de particularismos y diferencias, y por otro lado, que su universalismo es, en última instancia, particularista, pues limita la expansión universalista propia a cada orden religioso, ideológico, o simplemente cultural. 1 Cuadernos del Cendes. ISSN 1012-2508 versión impresa. CDC v.54 n.54 Caracas set. 2003.

Ideologismos y culturalismos La Declaración de 1948 de las Naciones Unidas donde fueron inscritos los derechos humanos surgió en un espacio occidental como propuesta a las naciones. De ese origen ha sido derivada una infundada acusación que todavía sigue escuchándose como crítica monótona y usual a los derechos humanos: el de ser universalistas e individualistas y por lo mismo no tomar en cuenta, en su debida magnitud, los derechos de pueblos, «sociedades» y culturas. Esa acusación ha provenido particularmente de sectores políticos que subscriben ideologías: a) comunistas, b) culturalistas y c) religiosamente fundamentalistas. De acuerdo con la ideología comunista, el ser humano, al ser una entidad social, no puede ser separado de las relaciones sociales a las cuales pertenece. Es por esa razón que cada conciencia individual es, según esa ideología, expresión de una conciencia de clase. Por lo tanto, al establecer el primado de la conciencia de clase «proletaria» sobre la «burguesa», los Estados socialistas se encontraban autolegitimados para defender los derechos de la supuesta colectividad que representaban frente a las clases «enemigas». De ahí que violar derechos individuales era para ellos una posición justa, si se trataba de proteger y defender los llamados derechos sociales. De este modo, las dictaduras comunistas se arrogaron el derecho de asesinar a muchos disidentes, amparados en la doctrina de los derechos colectivos. Esta es, por lo demás, la esencia de la doctrina totalitaria que aún en nuestros tiempos subscriben Estados como el chino, el coreano y el cubano. De acuerdo con la ideología culturalista, esas entidades colectivas que son las culturas deben ser consideradas como unidades orgánicas, dotadas de vida propia, dentro de las cuales el individuo no es más que una minúscula parte de un todo, cuya existencia no cuenta más que la de una hoja respecto a un árbol. Las ideologías culturalistas suponen, por lo mismo, que las culturas, al haber producido sus propios valores, no necesitan ni requieren derechos políticos, y mucho menos extraculturales, y en ningún caso, extraestatales. Dicha doctrina es defendida por representantes de sistemas culturales cerrados que, o excluyen la existencia de otras culturas, y por lo mismo la convivencia con ellas, o establecen una relación de dominación y de represión del otro. Curiosamente, más que en las unidades culturales, dicha posición ha tomado fuerza en círculos occidentales que buscan hacer de cada cultura una entidad sacral, que no puede ni debe ser alterada por el sólo hecho de ser una cultura. Dicha posición abarca un espectro relativamente amplio que va desde un culturalismo que defiende territorios culturales de supuestos aborígenes con la misma pasión con que los ecologistas radicales defienden la intocabilidad de los ecosistemas, hasta determinados sectores que en nombre de la defensa de culturas, incluyendo la occidental, postulan la marginación de otras. El fundamentalismo religioso, a su vez, que en cierto modo puede ser considerado como un derivado de la posición culturalista, supone que los derechos humanos, al haber surgido de un orden secular, no tienen nada que hacer en órdenes socioculturales que se rigen de acuerdo con un orden religioso. No sin cierta razón, plantean sus exponentes, en Occidente los humanos hubieron de inventar derechos políticos, nacionales e internacionales, debido a que el fervor religioso no era en sí suficiente para ordenar la vida colectiva, esto es, que los derechos humanos deben ser considerados como el producto de una ausencia de espiritualidad colectiva. A partir de esa constatación, que,

repito, no es totalmente errónea, algunos sectores islámicos plantean que hacer valer los derechos humanos por sobre aquellos derechos dictados por Dios, en pueblos dotados de una profunda espiritualidad, significa una blasfemia que no pueden ni deben aceptar. Dicha posición no es defendida sólo por sectores fundamentalistas, sino incluso por representantes religiosos relativamente abiertos al «diálogo intercultural». Esa necesaria blasfemia Precisamente hace algún tiempo escuché decir en un foro televisivo a un representante de la religión islámica que los pueblos musulmanes no requieren de dictado de los derechos humanos, pues todo lo que éstos dicen ya se encontraba en el Corán. ¿Para qué adscribirse a unos derechos que no son sino la réplica de los nuestros?, se preguntaba con cierta lógica. Sin embargo, con el sólo hecho de hacerse esa pregunta, ese representante del Islam delataba el carácter narcisista de su visión religiosa, pues estaba hablando nada menos que en un programa televisivo de un país que no es musulmán, en un continente que tampoco lo es. En esas condiciones, si hubiera entrado en conflicto con el orden político del país donde estaba haciendo las declaraciones, no habría podido recurrir, para defenderse, a la doctrina del Islam, por la sencilla razón de que no estaba en una nación islámica. Sus abogados habrían debido recurrir a la legislación nacional; y si ésta no era suficiente para defender sus derechos, quisieran o no, habrían tenido que apelar, en algún momento, a la letra simbólica y secular de los derechos humanos. Por esa misma razón, cuando en determinados países europeos se atropellan los derechos de los ciudadanos islámicos, éstos reclaman los derechos inalienables que como ciudadanos les garantizan las constituciones estatales, y que como humanos tienen su representación en la Declaración de 1948. Pero en ningún caso recurren a la doctrina del Islam. Muchos trabajadores musulmanes que viven en países europeos no podrían, objetivamente, estar de acuerdo con la tesis de ese religioso. Los derechos humanos no surgieron en primera línea para reglar las relaciones en el interior de las culturas, pueblos y naciones, pues éstas ya están regladas por leyes religiosas o jurídicas; pero hay que convenir en que uno de sus propósitos era regular las relaciones entre culturas y pueblos, tanto interna como externamente a las diversas naciones. La aplicabilidad de los derechos humanos dentro de una entidad territorial, particularmente de una nación, sólo entra en vigencia cuando no existen leyes o normas particulares, o cuando éstas han perdido su vigencia como consecuencia del derrumbe de un orden constitucional, o cuando se aplican mal, o cuando no se aplican. En ningún caso los derechos humanos pueden substituir a la Constitución de un país; ni siquiera a sus leyes religiosas, sobre todo cuando éstas se encuentran en conformidad con la letra de la Declaración, y son aceptadas por los miembros de una comunidad cultural o nacional. Pero a la inversa: ninguna Constitución o Código particular, mucho menos una doctrina religiosa, puede arrogarse la facultad de reemplazar la vigencia internacional de los derechos humanos, sobre todo cuando se trata de la regulación de intereses extranacionales y extraculturales. Ese representante del Islam (podría haberlo sido de cualquiera otra religión), que decía no necesitar de la Declaración, bastándole sólo la letra del Corán, estaba revelando sin darse cuenta una de las razones por las cuales los derechos humanos son tan necesarios. Pues las culturas, al ser culturas, son particularistas (o si no no serían culturas). Y cuando se declaran universales, entienden por ello una universalidad que se deriva sólo de su propia particularidad. Eso significa, además, que al ser particularistas las culturas constituyen entidades autocentradas, pues cada miembro de cada una de ellas supone

que la cultura a la que él se adscribe es mejor que las demás, pues si no fuera así, no se adscribiría a ella. De modo que cuando esas culturas se encuentran configuradas religiosamente, y casi todas lo están, suponen que el Dios que las representa en el mas allá es el verdadero. El problema se agrava cuando la configuración religiosa de cada cultura se expresa en religiones misionales y expansionistas, como son la cristiana y la islámica. Eso explica que cuando una cultura se establece como entidad hegemónica en un determinado espacio territorial tienda a subordinar, e incluso a tiranizar, a las culturas minoritarias. En ese sentido, habría sido interesante preguntarle al representante televisivo del Islam que negaba la vigencia universal de los derechos humanos en función de una particularidad religiosa-cultural, si esa, su opinión, podía ser compartida por las minorías no islámicas que habitan en países musulmanes, y por supuesto, por las minorías islámicas que viven en países no musulmanes. Tanto las unas como las otras –y así sucede con todos los pueblos y culturas y religiones que constituyen minorías en determinadas unidades nacionales– tienen que aceptar, quieran o no, la inevitable blasfemia de que más allá, y a veces por sobre el derecho divino o ideológico al que ellos se adscriben, hay derechos humanos que son políticos, es decir, ni religiosos ni ideológicos, y que rigen para todas las naciones representadas en la ONU, y para todas las culturas que los requieran; y que si ellos no pueden o no quieren cometer esa blasfemia dentro de una cultura, sí tienen que aceptarla, por lo menos fuera de ella. Por lo demás, no tienen otra alternativa. Lo contrario significa caer en el infierno de los talibanes, o en algo parecido. Es esa necesaria blasfemia la que les permite a las culturas seguir adscribiéndose a valores y a creencias de los cuales sus miembros no pueden separarse sin perder su identidad, como individuos y como pueblos. Es cierto, debe ser durísimo para quien cree en un derecho divino defender ese derecho recurriendo a un derecho secular de carácter universal, y por si fuera poco, que pone en su centro al individuo como ser, y no a una cultura. En cierto modo, la existencia de derechos humanos seculares, no religiosos y universales erosiona la creencia en un orden social reglado por leyes divinas e ideológicas, y obliga a determinados pueblos a hacer uso de medios que no existen dentro de sus propias culturas, en especial medios políticos que implica no sólo el reconocimiento de sus propios derechos, sino también de sus propios deberes, sobre todo frente a los demás. Pero, por otra parte, las culturas y religiones, sobre todo cuando son minoritarias, no tienen en este mundo otro medio de defensa, y poco a poco tanto musulmanes como tibetanos, tanto cristianos como hinduistas, tanto indios americanos como kurdos o armenios o albanos, y muchos más, han ido aprendiendo que sus derechos particulares sólo pueden ser defendidos si se adscriben a una universalidad de derechos que, si bien no son en sí legales (sólo lo son cuando se inscriben en las instituciones nacionales, es decir, cuando los derechos humanos son convertidos en derechos ciudadanos), son cada vez más legítimos, porque –y ahí reside una de los principales significados de los derechos humanos– su universalidad surgió no en contra, sino en defensa de las particularidades, y hoy, en un mundo que antes de que aparecieran las teorías de la globalización ya era global, las particularidades sólo pueden existir sobre la base de la existencia de una universalidad. En el caso de los derechos humanos, universalismo y particularismo no son dos términos antagónicos sino complementarios. Lo mismo ocurre con la relación que se da entre derechos colectivos y derechos individuales.

Por la defensa del individuo Para defender intereses colectivos, los derechos humanos no podían haber sido planteados en un sentido colectivista, sino individual. Pues toda colectividad tiene límites, y el límite más preciso de cada una de ellas es otra colectividad. Suponer que los derechos humanos deberían haber establecido la primacía de lo colectivo sobre lo individual, significaría ni más ni menos que aceptar la idea de que existe una suerte de principio colectivo que regula las relaciones de todas las comunidades, esto es, que existe una suerte de colectividad de colectividades. Ahora bien, lo único colectivo que tienen éstas entre sí son los individuos, pues no existen sin ellos, de modo que si se quiere defender los derechos de las colectividades, hay que partir de lo que tienen en común, los individuos, por mucho que haya comunidades que nieguen la existencia del individuo como tal. No obstante, debe ser destacado que el individuo de los derechos humanos no es una abstracción filosófica o antropológica. Es un individuo que tiene derecho a tener derechos, y al tener ese derecho es tendencialmente un individuo integrado, pues nadie puede tener derechos sólo en relación con sí mismo. Es decir, se trata de un individuo tendencialmente político. Dicha afirmación se prueba ya en el Artículo 1 de la Declaración que dispone: «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros». La dignidad asegura la integridad del ser humano como unidad existencial, y los derechos aseguran el mantenimiento de esa integridad con los demás humanos. La afirmación se prueba de modo más explícito en el Artículo 2 de la Declaración que comienza así: «Todas las personas tienen los derechos y libertades proclamados en esta Declaración ...». Y todavía más explícito es el Artículo 6: «Todo ser humano tiene el derecho, en todas partes, al reconocimiento de su personalidad jurídica». Con lo que de hecho la Declaración acepta el desdoblamiento del individuo biológico en individuo jurídico, pues la personalidad jurídica es la carta que acredita a cada uno, no sólo ante sí mismo, no sólo frente a los más íntimos, sino frente a todos los miembros de una comunidad estatal y nacional. Personalidad viene de persona, y persona significa en griego máscara, que es a su vez la forma que asume la representación individual ante los demás, es decir, se trata de una identidad certificada, no ya en máscaras, sino en papeles que prueban nuestra existencia jurídica (certificado de nacimiento, cédula de identidad, pasaporte, etc.). A esa certificación tenemos derecho, y a partir de ese derecho, otros derechos, pues por medio de esa certificación identificatoria nos convertimos en ciudadanos y, con ello, en seres potencialmente políticos. El individuo de la Declaración es, entonces, un individuo en disposición política, lo que quiere decir: un individuo en relación con los demás. Y aunque el individuo como tal no existiera –o sólo existiera como ficción jurídica, pues cada uno de nosotros es portador de múltiples experiencias y tradiciones colectivas, es decir, cada individuo es a la vez una entidad cultural (incluso multicultural)– las colectividades necesitan de sus individuos para comunicarse entre sí.

Pero, por lo mismo, la defensa del individuo, aunque ese individuo sea sólo una ficción jurídica (que, después de todo, no es tan ficticia porque este ensayo lo estoy escribiendo yo y no mi vecino), no es inseparable de la defensa de una colectividad; incluso es necesaria a ella. Los derechos de una sola colectividad pueden ser defendidos con prescindencia de sus individuos. Pero no ocurre así con los derechos de todas las colectividades, y los derechos humanos no serían tales si favorecieran a unas comunidades en contra de otras. Pero no sólo en nombre de una arcaica idea de colectividad han sido socavados los derechos de otras culturas. En países occidentales muchas veces se ha pretendido fundamentar el menosprecio a las llamadas minorías culturales en una noción supuestamente liberal del derecho conforme a la cual, por sobre la autonomía de grupos, pueblos y culturas, ha de primar la autonomía individual. Dicho transfondo, supuestamente liberal, que toda democracia moderna contiene, suele ser interpretado como dicotomía insalvable entre derechos individuales y culturales. Pero esa dicotomía no existe. No hay individuo en esta Tierra que no haya sido formado en contextos culturales precisos y concretos. De modo que la subvaloración de las culturas en nombre de la valoración del individuo significa desvalorizar los fundamentos formativos de cada individuo, vale decir, al individuo mismo. No se puede decir a nadie: «a ti te valoro, pero no a la(s) cultura(s) que representas». Porque cada uno de nosotros –se repite la idea– es representación individual de contextos culturales. La protección del individuo es protección a su, o a sus, culturas, o para decirlo con Jürgen Habermas: «La identidad de cada uno está acoplada con identidades colectivas y sólo puede estabilizarse en una red cultural, que es propiedad personal de cada uno del mismo modo que el lenguaje materno» (Habermas, 1996:258). Quitar valor a unas culturas en nombre de la superioridad dudosa de otras es desvalorizar a los individuos que las forman, lo que equivale a violar el fundamento individual propio a toda democracia moderna. Eso no significa considerar las culturas como compartimentos cerrados a los cuales hay que conservar como ocurre con determinadas especies o sistemas ecológicos. La protección de las culturas es, en primera línea, protección de las personas que las constituyen. Es en ese punto donde se afirman los principios liberales consustanciales a toda democracia moderna. Si atentar contra culturas es atentar contra individuos, limitar derechos individuales en nombre de determinadas adscripciones culturales significa atentar contra el propio proceso de desarrollo cultural. Porque las culturas, valga la paradoja, son procesos de formación cultural. Los individuos son universales Por otra parte, es mucho más procedual y lógico defender las culturas o sistemas sociales a través de los individuos que las representan, que a los individuos por las culturas o sistemas sociales por los que son representados. Si ocurriera lo último, los derechos humanos tendrían obligatoriamente que tomar partido por unas culturas en contra de otras, o por unos sistemas de gobierno en contra de otros, y con ello perderían aquella parte no pequeña de legitimidad que proviene de su neutralidad formal frente a todas las culturas, pueblos, naciones y Estados. No hay que olvidar que cada individuo es una entidad concreta. Las culturas y las ideologías, en cambio, son entidades abstractas, como lo son casi todas las unidades colectivas. Si en un país islámico las mujeres son apedreadas por supuestos delitos, sería

improcedente poner en el banquillo de los acusados al Islam, porque, como se sabe, en la gran mayoría de los países islámicos las mujeres no son apedreadas. Ahora bien, si esto vale para los pueblos culturalmente (es decir, religiosamente) organizados, con mucha mayor razón ha de valer para las colectividades, particularmente para las naciones ideológicamente organizadas, porque tales naciones tienen en común con las culturas la rigidez del pensamiento y la recurrencia a los ritos y a los dogmas. Con la única diferencia de que las ideologías carecen de la (a veces) muy profunda espiritualidad de las culturas. Por cierto, si en un país que se autodenomina socialista los enemigos internos son fusilados, los derechos humanos, si se optara por la aplicación colectiva de su vigencia, no podrían condenar al socialismo como doctrina y sistema (independientemente de que en su nombre se hayan cometido crímenes horrorosos), pero sí al dictador (un individuo) que en nombre de una ideología se permite asesinar a sus enemigos. Pero, a la vez, una campaña de denuncia de los apedreamientos de mujeres en el caso de una nación religiosamente fanatizada, o de los fusilamientos de enemigos políticos en el caso de una nación donde gobiernan tiranos ideológicamente fanatizados, al mismo tiempo que defiende la integridad, es decir, los derechos humanos más elementales de individuos, cuestiona, necesariamente, el orden cultural o social, aun sin nombrarlo, donde se cometen tamañas barbaridades. En estos casos se demuestra el carácter esencialmente político de los derechos humanos. Porque lo político opera en el espacio de lo simbólico (simbólico no quiere decir irreal, todo lo contrario: todo símbolo es símbolo de una realidad) que es también el de las representaciones. Cada delito, vejación, asesinato, cometido en un determinado orden social, o cultural y/o religioso, significa un punto en contra de ese orden. Defender en nombre de los derechos humanos a una mujer apedreada es defender al mismo tiempo a todas las mujeres que han sido y serán apedreadas en nombre de supuestos dioses, en uno o en varios países. Protestar en nombre de los derechos humanos por los fusilamientos que tienen lugar bajo una dictadura militar (socialista o facista; o ambas cosas a la vez, aquí eso no tiene importancia) es protestar por todos los fusilamientos que han ocurrido y ocurrirán bajo dictaduras militares. Es decir, los derechos humanos están ahí para que se hable en su nombre, y por lo mismo, para que sean establecidas marcas en ese camino sin fin que es el de la libertad humana. En breve: los derechos humanos perderían toda autoridad moral, y con ello, su legitimidad, si en nombre de intereses colectivos callaran la violación de los derechos elementales que en diversos lugares de la Tierra les son negados a los individuos. Sólo defendiendo a los individuos pueden alcanzar los derechos humanos la dimensión universal que hoy poseen. Por esa razón, no son tanto individuos aislados, sino cada vez más los pueblos y culturas oprimidas, quienes más recurren al amparo de esos derechos que son de todos, y que, al mismo tiempo, no tienen ningún dueño. Los derechos y los límites Quienes critican el carácter universal o universalista de los derechos humanos olvidan que es precisamente ese rasgo el que limita las pretensiones universalistas que dimanan de diversas culturas u ordenes sociales. En especial las culturas, cuando son avaladas religiosamente (y casi todas lo son), poseen, como ya se ha dicho, una tendencia narcisista, es decir, se consideran a sí mismas como la mejor y la más verdadera.

Para insistir en el caso de las culturas, hay que repetir que se trata de entidades autocentradas, basadas en un sistema de jerarquías donde la religión y sus instituciones, la tradición y la autoridad, configuran el mundo interior. Por lo mismo, casi todas poseen una pretensión universalista frente a las demás, y las tendencias de cada una de ellas están basadas en el principio de autoafirmación, lo que suele realizarse en contra de sus miembros disidentes y en contra de otras culturas. Por eso, en un mundo pluricultural como éste en que vivimos, las culturas necesitan de instancias externas a ellas que les pongan límites. Cuando, por ejemplo, en el período totalitario de la revolución chiíta en Irán, el ayatolá Khomeini ordenó a todos los musulmanes asesinar al escritor disidente Salman Rudtschi, lo hizo con la mayor naturalidad del mundo, pues, en su concepción universalista del Islam, suponía que le estaba permitido dictaminar sobre la vida o la muerte de personas que vivían muy alejadas, en otros países, y que se encontraban bajo el amparo de otra Constitución muy diferente a la que regía en Irán. Fue como consecuencia de la enorme movilización derechohumanista que provocó el dictamen del fanático gobernante, que los demás ayatolás se vieron obligados a reconsiderar el caso, y a ajustar su soberanía a los límites geográficos en donde ellos habían implantado el dictado de la scharia, o ley política del Islam. El dictamen de Khomeine es muy interesante, pues lo hizo en su triple calidad de representante de una cultura, de una religión y de un Estado. Ese caso demostró, y de modo muy preciso, que el carácter universal de los derechos humanos tiene entre sus tareas principales la de limitar, y no la de propagar, el universalismo que tiende a surgir de las entidades particulares colectivas. En cierto modo, y valga la paradoja, el universalismo de los derechos humanos es antiuniversalista. En el mismo sentido, las tiranías seculares (ideológicas) que se establecen en diversos países, al mismo tiempo que carecen de los límites internos que impone la moral religiosa, carecen de límites externos, pues toda ideología, aún más que la cultura, es «deslimitada», y tiende, por ser ideología, a la grandiosidad y a la omnipotencia. Así se explica que cada tirano que manda asesinar a sus súbditos crea actuar en nombre de toda la humanidad, y que sean los primeros en sorprenderse cuando desde fuera son criticados, incluso a veces por quienes alguna vez fueron sus amigos y que confrontados con el mundo en que viven, donde mal que mal imperan esos incómodos derechos humanos, tarde o temprano se apartan de ellos, guiados por el propio espíritu de los derechos humanos que les dicen: «hasta aquí no más; hasta aquí no más se llega». Hay, en efecto, dictaduras que debido al momento romántico en que surgieron (una revolución, por ejemplo) cautivan el corazón de muchos intelectuales. Así ocurrió una vez con Mussolini, al que muchos intelectuales socialistas e incluso comunistas apoyaron en sus primeros momentos. La calidad moral de esos intelectuales se midió, no cuando apoyaron al dictador, sino cuando llegó el momento de apartarse de él. Muchos lo hicieron. Otros no. A estos últimos no los recuerda casi nadie. Pero incluso esos intelectuales cómplices merecen hoy cierta comprensión. En ese tiempo no existía la Declaración de los Derechos Humanos. Ellos podían escudarse al menos en la ignorancia de una legitimidad que sólo se encontraba moralmente prescrita en mandamientos y máximas. Hoy, en cambio, esos derechos rigen en el universo político, tanto en el simbólico como en el real. Nadie puede hoy alegar ignorancia, y quien justifica un crimen, en nombre de esto o aquello, no puede recurrir a ninguna legitimación que no sea ideológica.

Suele, en efecto, ocurrir, que muchas dictaduras han surgido de un pasado revolucionario, y por lo mismo tienen una proveniencia legítima. Pero la legitimidad de origen no es causa de legitimidad permanente. Suponer lo contrario es un absurdo jurídico, político y moral. Una lista interminable de derechos El problema es mucho más evidente si se considera que el mundo ideológico de cada dictador no sólo es narcisista, como es el caso del mundo cultural de las teocracias, sino que además es autista. Cada dictador imagina que es el centro del mundo, y cree actuar en nombre de una verdad supuestamente universal. Los derechos humanos, que si bien pueden no derrocar dictaduras (no fueron hechos para eso) son al menos un límite frente al universalismo que cada una de ellas imagina representar, son, si se quiere, la protesta estridente de la realidad exterior que lleva a los dictadores, sean estos ideológicos o religiosos, sino a la cordura (eso es imposible) por lo menos a cierta limitación. Pero no sólo dictaduras y teocracias se ven obligadas a reajustar las normas que provienen de su legalidad interna a esa legitimidad externa configurada por los derechos humanos. Incluso las democracias deben ajustar cada cierto tiempo su legalidad a esa legitimidad exterior a ella. Porque en ninguna democracia está excluida la violación de los derechos humanos, incluso su violación por medio de la legalidad, como es el caso de la pena de muerte en EE UU o del trato vejatorio a que han sido sometido los trabajadores extranjeros en países europeos. Casi en ningún país de la Tierra existe un acoplamiento exacto entre la legalidad y aquella legitimidad inscrita en los derechos humanos, de modo que siempre hay un campo de tensión entre la una y la otra. Pero es precisamente esa tensión el hecho que permite a tantos humanos luchar por sus derechos. Y el verbo «luchar» debe ser entendido en su pleno sentido político. Porque no se lucha por lo que se tiene sino por lo que no se tiene, o por aquello que se tiene pero está amenazado de no tenerse. La importancia política de los derechos humanos no reside tanto en que ellos se cumplen, sino en el hecho de que muchas veces no se cumplen. Esto significa que no son un regalo de los dioses, sino un objetivo por el cual siempre se ha de luchar; lo que implica además ir incorporando nuevos derechos a un listado que tiene que ser interminable, pues el día en que todos los derechos humanos se cumplan, y en todas partes, y por lo mismo no sea más necesario tener nuevos derechos, habremos llegado al reino de los cielos. Pero en el cielo no reinan los vivos, sino las almas de los muertos. En los reinos de esta Tierra, habrá que seguir denunciando y luchando por esos derechos que no tienen fin. No obstante, esos derechos nunca habrían surgido si es que previo a su escritura no hubieran sido configurados en códigos, máximas y mandamientos las líneas que separan «lo bueno» de «lo malo», configuración que ha sido además transcripta en diversas constituciones en diversos países de la Tierra. De modo que para volver al caso del representante del Islam que argumentaba no necesitar los derechos humanos pues le bastaba la letra del Corán, habría que haberle contestado que esos derechos que él desconocía no habrían sido nunca posibles sin la existencia previa del Corán, de la Biblia o de la Thora, o de tantos otros libros sacros. En breve, que en esos derechos se encontraba la realización política y universal de una moral, religiosa o no, acumulada en siglos de experiencias. Y ésa es precisamente una razón para aceptar esos derechos, y no para desconocerlos.

Los derechos humanos transcriben en un lenguaje universal múltiples derechos particulares, del mismo modo que su lectura debe ser traducida –no solo idiomática, sino también culturalmente– a muchas realidades particulares. Pues al fin y al cabo, la palabra particularismo no existiría si no hubiese universalismo (y viceversa). Es que esos derechos que son humanos, no los necesitamos porque los tenemos. Más bien ocurre lo contrario: los tenemos porque los necesitamos. Derechos humanos y democracia política De acuerdo con el sentido universal de la Declaración de los Derechos Humanos, puede deducirse entonces que su lugar de realización es, y debe ser, un régimen democrático, y que por lo mismo los derechos humanos impulsan y favorecen la democracia. Y en ese sentido no hay que especular mucho. La Declaración establece expresamente en su Artículo 10.3: La voluntad del pueblo es la base de la autoridad del poder público; esta voluntad se expresará mediante elecciones universales que habrán de celebrarse periódicamente, por sufragio universal e igual y por voto secreto u otro procedimiento que garantice la libertad del voto. El Artículo 10.3 dice literalmente que no basta que el poder público diga representar la voluntad del pueblo, sino que esta voluntad debe ser periódicamente expresada de acuerdo con el sufragio universal, cuando cada ciudadano hace uso secreto de su voto. Es decir, el artículo estipula el derecho a elegir a quien nos representa. Y es evidente: si no hay libertad de elegir a quien nos representa, no hay mucha posibilidad de hacer política, pues política, en los tiempos modernos, es en gran medida representación. Elegir entre uno u otro significa, a la vez, que por lo menos haya dos opciones, frente a las cuales tengo que tomar una decisión de acuerdo con mi opinión. Por lo tanto, el derecho a elegir presupone el derecho a informarme acerca de quién es uno y quién es el otro, por lo cual requiero de libertad de información. Esa libertad me puede estar garantizada por una prensa libre, por una parte, y por la posibilidad de discutir mi opinión con otras personas, pues para elegir ya sea a uno, ya sea al otro, tengo que formarme una opinión, y eso no puede ocurrir si es que yo, o las otras personas, no están dotadas del derecho de expresarse libremente. Por esa razón es congruente que el derecho a opinión se encuentre estipulado en la Declaración antes que el derecho a elegir, y además no en uno, sino en dos artículos. Artículo 18: Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión y de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia. Artículo 19: Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión. La opinión y el pensamiento Es interesante constatar el hecho de que los redactores de la Declaración de los Derechos Humanos inscribieron en un sólo artículo la libertad de pensamiento y la libertad de opinión como derechos inalienables a cada individuo. Porque, si bien la

libertad de pensamiento no es en sí un derecho ciudadano, pues cada uno puede albergar pensamientos ocultos, es decir no públicos, la libertad de emitir esos pensamientos sí es un derecho ciudadano. Pensar no es en sí político. En cambio, emitir pensamientos en la forma de opiniones es un acto potencialmente político. Más interesante aún es constatar que la libertad de pensamiento precede en el citado artículo a la libertad de opinión. Y desde el punto de vista de una lógica formal, los redactores de la Declaración tenían plena razón. El pensamiento precede a la opinión, pues nadie puede opinar sobre lo que no ha pensado. Mediante el acto de pensar establecemos la diferencia entre lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, lo necesario y lo superfluo. No obstante, lo que desde una perspectiva antropológica es formalmente lógico, no lo es siempre desde una perspectiva política. Y esto es así porque el pensamiento ciudadano no siempre antecede a la libertad de opinión, sino que es también su resultado. En la filosofía política moderna quien más ha destacado esa vinculación inseparable entre pensar y opinar ha sido sin dudas Hannah Arendt, a quien cito a continuación: Libertad de expresión implica el derecho a hablar públicamente y ser escuchada, y en tanto la razón humana no sea infalible, será esa libertad el fundamento de la libertad de pensamiento. Libertad de pensamiento sin libertad de palabra es una ilusión. Libertad de asociación sin libertad de expresión es además el fundamento para la libertad de acción, que ningún ser humano, por sí solo, puede realizar (Arendt, 2000:248). La libertad de expresión, es decir, el derecho a hablar públicamente y ser escuchado, en forma oral o por escrito, es una de las condiciones que garantiza la lucha por otras libertades. Se incluye dentro de ese derecho, naturalmente, no sólo el de la palabra sino también el del silencio. Sólo allí donde existe derecho a la palabra, tenemos también derecho a callar. El derecho a la palabra, sin su contrapartida, el del silencio, deja de ser derecho y se transforma en obligación. A la inversa también. Un sistema que obliga siempre a pronunciarse, a hablar sin cesar, es tan infame como el que obliga a callar. Pero para tener derecho al silencio hay que poseer, primero, el derecho a la palabra. El silencio es, si así se quiere, un resultado de la palabra. Para que las palabras callen, necesitamos que existan. Nótese entonces cuáles son las razones por las que Arendt pone en primera línea a la palabra sobre el pensamiento y la acción. Porque un pensamiento que no puede ser hablado (o escrito) no tiene sentido político. Porque lo que se habla o escribe es condición para la acción política. Porque esa libertad, esencialmente política, es la base sobre la cual pueden ser libradas otras múltiples luchas a las que pertenecen la cuestión social, y hoy otras cuestiones como la nacional, la de comunidad, la ecológica y, no por último, la de género. En breve, la libertad de expresión –en lugar de producir anarquía, como siempre imaginan esos enemigos declarados de la palabra del otro que son los dictadores y los intelectuales que conceptualmente los amparan– jerarquiza, organiza y politiza la realidad en la cual vivimos. Mediante la palabra política introducimos finitud allí donde sin ella sólo existiría una aterradora infinitud. Gracias a la libertad de palabra accedemos a la limitación de una realidad que si no es hablada o escrita puede multiplicarse indefinidamente en la mente de cada uno en imágenes y asociaciones que no tienen más límites que la fantasía de cada cual. Por medio de la libertad de expresión, la anarquía imaginativa de cada ser humano es, en

cambio, si no reprimida, por lo menos regulada. Ese sin fin del desborde imaginativo adquiere así límites semánticos colectivamente regulados, y el pensamiento, a su vez, adquiere contornos, y por lo mismo, tiempo o historicidad. No se puede decir todo lo que se quiere a la vez, ni en privado ni en público. Por eso cada palabra busca su tiempo de expresión sobre el vacío de indecibilidad que la rodea. De este modo las palabras estructuran y jerarquizan el tiempo en que vivimos. Esa relación estrechísima entre expresión «palábrica», temporalidad y política la había descubierto ya Thomas Hobbes, a quien Arendt sigue en muchos aspectos. Para Hobbes, la función principal del lenguaje era transmitir en palabras –«o en serie de palabras»– «secuencias de pensamientos» a fin de que se cumplan dos objetivos: el primero, inscribir los pensamientos, para volver a recordarlos gracias a la ayuda de nuestra memoria. Ése es un objetivo histórico narrativo sin el cual nadie sabría de dónde viene ni hacia dónde va, y la propia actividad política, donde el presente se confunde con el pasado o, como ocurrió muchas veces durante el siglo XX, con un imaginado futuro, sería una imposibilidad total. El segundo objetivo es organizar el orden y los contextos entre diversas personas que hablan el mismo lenguaje, de modo que cada uno pueda representar ante el otro sus conceptos, pensamientos, deseos, preocupaciones. «En ese sentido –agrega Hobbes– las palabras serán denominadas signos» (Hobbes, 2000:26). La lucha por las necesidades, para volver a la idea de Arendt, no lleva a solucionar el problema de las libertades. Pero la lucha por la libertad –que es, en primer orden, libertad de expresión, de palabra y de silencio, es decir, libertad del discurso– sí es condición para politizar el tema de las necesidades. Pero, entiéndase bien: para politizar, no para solucionar automáticamente. Hay que escuchar aquí la voz inteligentemente pesimista de Arendt: Es muy importante no pasar por alto que la miseria no puede ser derrotada por medios políticos, que todos los testimonios de revoluciones pretéritas –si hemos aprendido a leer bien de ellas– prueban más allá de toda duda que cada intento de solucionar la cuestión social mediante medios políticos lleva al terror, y que el terror es aquello que lleva a las revoluciones al colapso (Arendt, 2000:249). Y eso significa que aquella coartada a la que han recurrido todas las dictaduras, de izquierda o de derecha, militares y totalitarias –al posponer la libertad de opinión, y con ello, la de pensamiento, y por supuesto, la de elegir a nuestros representantes– cuando argumentan que es necesario suprimir estos derechos en aras de un bienestar económico superior, o lo que es igual, suprimir el reino de la libertad bajo el imperio del reino de la necesidad, no tiene sentido ni lógica. No olvidemos que durante el régimen de Stalin disminuyó notablemente la tasa de analfabetismo en la Unión Soviética y que durante el de Hitler se creó en Alemania el mejor sistema de seguro social europeo, y que bajo Pinochet aumentaron las exportaciones en Chile. De acuerdo con quienes están dispuestos a subordinar las libertades establecidas en los derechos humanos a necesidades supuesta o realmente superadas, las peores dictaduras del mundo deberían ser legitimadas. No es ese el sentido de los derechos humanos; eso lo sabe cualquiera. Derechos políticos y derechos sociales Desde luego, en el listado de los derechos humanos se han ido agregando a los derechos políticos los llamados derechos sociales, y como ya se ha planteado, algunos de esos derechos han sido parcialmente garantizados bajo dictaduras, y otros bajo democracias. Hay derechos, por ejemplo que pueden garantizarse sin importar el régimen ideológico,

religioso o político en que tienen lugar. Así, en el Artículo 23.1 se lee, por ejemplo: «Toda persona tiene derecho, sin discriminación alguna, a igual salario por trabajo igual». Y en el 23.3: Toda persona que trabaja tiene derecho a una remuneración equitativa y satisfactoria que le asegure, así como a su familia, una existencia conforme a la dignidad humana y que será completada, en caso necesario, por cualesquiera otros medios de protección social. Incluso, no hay que descartar la posibilidad de que una dictadura, que prohíbe a los habitantes de un país reunirse, formular opiniones y elegir a sus representantes, acentúe la garantía de ese tipo de derechos sociales con el objetivo de estabilizar, mediante sistemas de compensaciones salariales y económicas, el monopolio que ejerce sobre el poder político. En las dictaduras comunistas, por ejemplo, el derecho al trabajo se encontraba mucho más asegurado que el derecho a la libertad de expresión. Es por esa razón que, conscientes del sentido esencialmente político que tienen los derechos humanos, sus redactores agregaron, en el mismo artículo dedicado a los derechos sociales, una cláusula que casi nunca puede ser cumplida por las dictaduras. Conforme al Artículo 23.4: «Toda persona tiene derecho a fundar sindicatos y a sindicarse para la defensa de sus intereses». Con lo que queda muy claro que cuando un derecho es regalado al pueblo por una dictadura, pero sin la participación de ese pueblo, el derecho ya no es un derecho. Es una simple dádiva; o en algunos casos un medio de compromiso que busca la dictadura para mantenerse en el poder. Hay que convenir entonces que los derechos humanos no están ahí para ser regalados, sino para que se luche por ellos. Y mucho menos están ahí para que algún dictador magnánimo, que imagina ser su propietario, los otorgue a sus súbditos con el propósito de excluir otros derechos. Ningún derecho puede ser usado como coartada para suprimir otro. Ése no es el espíritu ni el sentido de los derechos humanos, ellos no son excluyentes, son sumativos; y eso es muy diferente. Por cierto, hay quienes guiados por el propósito de proteger regímenes dictatoriales plantean una supuesta antinomia entre los derechos sociales y los políticos. A estos últimos los califican de liberales, individualistas, universalistas, a diferencia de los derechos sociales, que serían igualitarios, particularistas, colectivistas. Es decir, habría derechos que seguir y otros que perseguir. Esa, para decirlo en pocas palabras, es una falacia antipolítica, y no tiene otro objetivo que desactivar la legitimidad de los derechos humanos en su conjunto, en función de determinadas representaciones ideológicas. Si queremos respetar los derechos humanos, tenemos que entenderlos como una unidad de texto y de sentido, donde ningún derecho excluye al otro. No son una torta donde cada comensal puede sacar para sí la parte que más le guste. Quien los entienda de ese modo, está hablando de cualquier cosa menos de derechos humanos. Los derechos sociales que contiene la Declaración de 1948 no pueden ni deben usarse en contra de las libertades políticas. Hacerlo es una simple artimaña. Previendo esa posibilidad, los redactores de la Declaración estipularon al final de ella, en su Artículo 30: Nada en esta Declaración podrá interpretarse en el sentido que confiere derecho alguno al Estado, a un grupo o a una persona, para emprender y desarrollar actividades o

realizar actos tendientes a la supresión de cualquiera de los derechos y libertades proclamados en esta Declaración. Naturalmente los derechos humanos, al ser políticos, no son un dogma, y si en algún momento se presentara una colisión de derechos, habría que –en el curso de una discusión que sólo puede ser garantizada por un orden que permita la libertad de opinión– reinterpretarlos. Pues esos derechos, como todo los derechos, pueden y deben ser interpretados para que sean transmitidos en las diversas configuraciones culturales donde deben hacerse entendibles. Pero para que tengan validez, hay que considerarlos como una unidad de acuerdo con la cual ninguna disposición es inseparable de la otra, de modo que ningún derecho puede ser convertido, mediante malabarismos ideológicos, en antagónico respecto al otro, pues si se niegan mutuamente la Declaración pierde, en su conjunto, su carácter universal. Para que se entienda mejor la tesis, es preciso remarcar que universal no es lo mismo que absoluto, error en que han incurrido muchos intérpretes, sobre todos aquellos defensores del «relativismo cultural y político» que imaginan que cada cultura y sociedad debe regirse por los derechos que quiera, con independencia de las demás culturas y sociedades. Más aún: si esos derechos fueran absolutos dejarían de ser universales, puesto que jamás podrían agregarse nuevos derechos, y el universo, en la medida en que cambia, siempre exigirá nuevos derechos. Hay que destacar, por último, que si los derechos sociales pueden ser inscritos en la lista de los derechos humanos, es porque éstos ya contenían una fundamentación moral que estaba dada en esos derechos individuales y políticos que garantizan las libertades básicas. Al revés nunca habría podido suceder, pues de los derechos sociales no pueden deducirse derechos políticos individuales. Los derechos humanos, es cierto, no pueden obligar a nadie a seguirlos, pues los únicos instrumentos de ejecución que reconocen son los diversos Estados de la Tierra, los que, a su vez son soberanos para adoptarlos o rechazarlos. Incluso si los derechos humanos estuvieran dotados de mecanismos ejecutivos, su imposición obligatoria iría en contra del espíritu que los gobierna. Como ciudadanos nos regimos por constituciones y leyes, y no por la Declaración de 1948. Pero esos derechos, inscritos en constituciones y leyes, han sido adoptados por la gran mayoría de las repúblicas que forman este mundo. Algunas veces en términos reales, otras veces en términos puramente formales. Pero habiéndolos adoptados, no podemos hablar en su nombre y al mismo tiempo rechazarlos. Aceptarlos cuando nos conviene, y otras veces olvidarnos de ellos. Aplicarlos a algunos regímenes, y defender o justificar su violación en otros. Instrumentalizarlos en lugar de usarlos. Denunciarlos como liberales, capitalistas y burgueses, y recurrir a su protección cada vez que nos sintamos amenazados o perseguidos. En fin, los derechos humanos no implican ningún contrato, pero quien los reconoce y acepta debe ser al menos leal, sino con los demás, por lo menos consigo mismo. Los derechos humanos no son neutrales Es posible argumentar, empero, que si los derechos humanos toman partido a favor de la democracia, eso significaría que no son políticamente neutrales. La verdad es que exigir de ellos, como de cualquier conjunto de derechos, una neutralidad absoluta, es algo imposible, puesto que son políticos, y política siempre implica, tarde o temprano,

tomar partido. Por lo tanto, en relación con formas de gobierno, la Declaración mantiene una neutralidad más bien relativa. Para ser más preciso: frente a diversas culturas, esos derechos tienen que ser neutrales, puesto que no pueden valorar a ninguna como superior o inferior a otra, pues si así lo hicieran, dejarían de ser universales. Pero, frente a formas de gobiernos no pueden ser tan neutrales, puesto que necesariamente tienen que privilegiar de modo positivo aquéllas donde los derechos humanos encuentran mayores posibilidades de garantía o cumplimiento. O lo que es igual: aquellos gobiernos que no los cumplen, habiéndolos subscrito e incorporado a sus leyes, se exponen al peligro de la deslegitimación universal. Las culturas, en cambio, no pueden subscribir contratos como si fueran Estados, ni reales ni ficticios. Ahora bien, ¿significa entonces que los derechos humanos toman partido en contra de todos los regímenes que no son democráticos? Quizás sí, de modo implícito: pero no de un modo explícito, y lo que importa en un derecho, por más simbólico que sea, es su explicitud. Aunque por definición toda dictadura desconoce una gran parte de los derechos humanos, hay algunas que desconocen más derechos que otras. Por lo tanto, éstos no llaman a derrocar dictaduras, pero sí otorgan a quienes luchan contra ellas una plataforma política que permite exigirles el cumplimiento de derechos que ellas mismas han subscrito. Nada más, nada menos. Por supuesto, no puede haber dictadura que asegure el cumplimiento de todos los derechos humanos, pero eso no ocurre sólo en regímenes dictatoriales, sino también en algunas democracias. No obstante, hay dictaduras que, frente al peligro creciente que implica la pérdida de su legitimidad, hacen concesiones a los derechos humanos y permiten su cumplimiento parcial y reducido. En cierta medida, estos derechos humanos, al mismo tiempo que otorgan a quienes han sido privados de ellos una plataforma adicional que les permite orientar sus luchas, ofrecen a las dictaduras, aunque parezca una ironía cruel, la posibilidad de ejercer su radio de acción en el marco de determinados límites. Maximalismo versus minimalismo Precisando: al ser universales, los derechos humanos tienen que ser, en su formulación, necesariamente maximalistas; pero al ser políticos tienen que ser necesariamente minimalistas. Es muy posible, y ha ocurrido, que muchas dictaduras han sido derribadas por no ajustarse a la letra de los derechos humanos, pero hay que consignar que en la lista de los derechos no hay ninguno que llame a derribar dictaduras. Por el contrario. En el preámbulo de la Declaración, aparece estipulada la siguiente premisa: «Considerando esencial que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de Derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión y la opresión». Y eso significa que para que no haya rebeliones que llevan a la opresión, los derechos humanos se ofrecen como un medio de regulación de conflictos, de acuerdo con el cual tanto la parte hechora como la parte que se siente víctima intentan ajustar sus acciones a la letra que proviene de un derecho universal, y lograr compromisos que si bien pueden no satisfacer a ninguna de las partes, evitan al menos que se llegue a un enfrentamiento destructivo. Esto significa a su vez, que la Declaración no llama a posponer conflictos, sino a que éstos sean dirimidos de acuerdo con su letra. Y en este sentido, los derechos humanos, si bien objetivamente no privilegian a las víctimas porque lo sean o crean serlo, les dan una oportunidad para que ajusten su práctica, antes de acudir a la última ratio que es la rebelión, en el marco de un orden legitimatorio que es el que se desprende de su texto. Pues no hay ninguna ley que diga que las víctimas, sólo porque

lo son, respetan los derechos humanos, y la historia está llena de rebeliones cuyos actores los han violado, durante y después del enfrentamiento, de modo más flagrante aún que aquel régimen que destruyen. Más todavía, la rebelión, por serlo, implica suspensión de derechos, tanto de los constitucionales como de los humanos y sería incomprensible que algún sistema de derecho, aunque sea sólo simbólico como el de la Declaración, pueda abogar por esto. Así se entiende por qué los derechos humanos tienen que ser, en su aplicación, necesariamente minimalistas. Es decir, no implican ningún llamado a la rebelión, pero sí a que esos derechos se cumplan; y si este cumplimiento no es total, por lo menos debe ser parcial. Y si de su no cumplimiento resulta una rebelión, ese no es un tema de los derechos humanos, sino de una práctica que se desajusta, a veces necesariamente, de todo derecho. Podría afirmarse que es precisamente la formulación universal maximalista de los derechos humanos la base que hace posible su práctica política minimalista. La Declaración no entrega un proyecto a realizar. Por eso no estipula modos ni plazos. Esa es tarea de las partes en conflicto. Si ese proyecto, en cambio, fuese minimalista en su formulación, no habría lugar para compromisos parciales ni luchas puntuales. Mientras más amplio el proyecto, más lugar hay para la práctica minimalista. Y la práctica política –eso lo sabía Max Weber cuando hablaba de ese horadar en duros tableros que es la política– es por lo general, minimalista (Weber, 1999). Eso significa, para volver al caso de una dictadura, que si bien ninguna puede ser al mismo tiempo una democracia, sí es posible que dentro de una dictadura se desarrollen procesos de democratización, del mismo modo que la paz tiene que venir necesariamente desde dentro de la guerra, pues si no fuera así, no tendría de dónde venir. Y si se quiere ejemplificar, habría que remitirse a aquellos procesos, a veces muy largos, que tuvieron lugar en los países comunistas, que permitieron que las disidencias fueran creando espacios de civilidad cada vez más amplios; o a esos otros procesos que tuvieron lugar en algunos países de América Latina, cuando iglesias, defensores de los derechos humanos, familiares de desaparecidos y mujeres, iban ensanchando cada vez más el espacio opositor, obligando a las dictaduras a hacer concesiones a esos derechos que las cuestionaban cada vez más. De la misma manera, en países democráticos suelen formarse nichos autoritarios e incluso totalitarios, sobre todo cuando se trata de realizar un tránsito desde un régimen dictatorial. Incluso se puede dar la situación, y de hecho se da, de que dentro de una nación jurídicamente democrática se formen unidades culturales que niegan, en nombre de su propia cultura, la Constitución del país. En uno como en otro caso, los derechos humanos ofrecen una doble perspectiva. Por un lado, aparecen como medio de regulación legitimatoria de conflictos particulares. Por otro lado, aparecen como medio de lucha e incluso, en algunos momentos, como causas de conflicto, pues muchos pueblos y naciones luchan por esos derechos cuando los conocen, y por lo mismo, cuando saben que no han sido respetados. ¿Morales, jurídicos o políticos? Esa doble perspectiva consustancial a los derechos humanos ha llevado a una polarización de opiniones referentes al lugar exacto que ellos ocupan. A un lado, aquellos que sostienen que son más morales que jurídicos (Tugendhat, 1998). Al otro lado, quienes sostienen que son más jurídicos que morales (Habermas, 1999).

La tesis que afirma que los derechos humanos son en primer lugar morales, y sólo en segundo jurídicos, se apoya en el hecho real de que esos derechos reinan en el espacio de la legitimidad y no en el de la legalidad, y la legitimidad, cuando no tiene naturaleza legal, posee una naturaleza moral, es decir, esos derechos preceden a la Ley. La que sostiene que los derechos humanos son en primer lugar jurídicos, y sólo en segundo lugar morales, se apoya en el hecho también real de que tales derechos sólo pueden ser efectivos si están representados por instituciones: en primer lugar por los Estados de la Tierra, en algunas de cuyas juridicciones se inspiró originariamente la Declaración de 1948, refundamentada a su vez por la existencia reconocida de la ONU. Aquí, en cambio, y en oposición a esas dos tesis, se subscribe una tercera, a saber: aquélla que postula que si bien los derechos humanos bordean los espacios de la moral y del derecho, son antes que nada políticos (Ignatieff, 2002). Pero políticos no significa que no sean ni morales ni jurídicos, sino que a veces son más lo uno, y otras veces más lo otro; e incluso, lo uno y lo otro a la vez. Políticos significa, además, que se encuentran situados «en algún lugar» indeterminado entre la moral y el derecho. Ahora bien, ese indefinido «en algún lugar» significa seguramente un escándalo para moralistas y constitucionalistas. Para los moralistas, la moral no ofrece lugares imprecisos; por el contrario: tiene representación en códigos e incluso en mandamientos. De acuerdo con los constitucionalistas, el carácter de las leyes anida por definición en una Constitución, y nadie puede permitirse asumir otros derechos que estén por encima o por debajo de ella. Ni la moral ni el derecho pueden hacer gala de imprecisión o ambigüedad, y eso es facilmente comprensible. No así, empero, para la política. Imprecisión y ambigüedad son, incluso, condiciones para el desarrollo de la práctica política, pues casi siempre ésta sólo actúa frente a hechos nuevos e imprevisibles. En el caso de los derechos humanos, eso significa que las formas que asumen las articulaciones del antagonismo son decisivas en la ubicación de ese «en algún lugar», que no puede estar dado antes de la aparición del antagonismo, sino que se deduce del antagonismo mismo. Ese «en algún lugar» no es, por lo tanto, ni un punto medio, ni un punto arquimédico. Es un lugar que debe ser políticamente encontrado. Es por eso que a lo largo del listado de los derechos humanos encontramos un hilo que los recorre de punta a cabo: el de la aceptación de las diferencias. Y es claro, sin diferencias no hay antagonismos, sin antagonismos no hay política, y sin política no necesitaríamos derechos: ni humanos ni extrahumanos. De esas diferencias, surgen las opiniones, y de las opiniones los discursos, los que en su desarrollo determinan el campo y el momento de aplicabilidad de los derechos humanos. La aceptación de las diferencias Hay que precisar, además, que de acuerdo con su génesis los derechos humanos surgieron en un momento y en un espacio democrático, de tal modo que entraron en la escena pública mundial portando las marcas indelebles de su origen. Puede afirmarse entonces que la Declaración original conlleva una fuerte impronta antitotalitaria y antidictatorial, no sólo porque frente a los derechos de las totalidades favorece los derechos individuales, sino además porque postula la aceptación de las diferencias de las unidades colectivas, sean éstas culturales o sociales. El derecho de los pueblos no aparece en la Declaración como algo diferente a los derechos de los individuos, sino como una prolongación de los derechos humanos individuales hacia las unidades colectivas, sobre todo cuando tales unidades constituyen minorías dentro de una nación,

sociedad o cultura. Esa separación, casi siempre antojadiza, entre derechos humanos individuales y colectivos no podía darse en el momento fundacional de la Declaración cuando todavía sus redactores estaban bajo la impresión del crimen sin nombre cometido contra los judíos: como individuos y como pueblo. Es por eso mismo que los derechos humanos apuntaban desde un comienzo hacia un objetivo preciso: la aceptación de las diferencias, que puede tener lugar de modo más expedito en un espacio democrático que en otro que no lo es; lo que es muy lógico. Pero en ese mismo sentido, del mismo modo que no privilegian una cultura sobre otra, tampoco se pronuncian explícitamente (implícitamente, como ya se dijo, toman partido por la democracia) sobre las bondades o déficit de los diversos regímenes políticos. La opción democrática que se desprende de la Declaración ocurre sin nombrar la palabra democracia, es decir, no surge como producto de la presencia sino de la no presencia de democracia, ya sea dentro de una dictadura, ya sea en una democracia en donde se violan los derechos humanos. Repitiendo una idea: los derechos humanos cobran relevancia, no cuando son cumplidos, sino cuando no lo son; y eso significa que aquello que liga esos derechos con la realidad es, en primera línea, el acto que lleva a su incumplimiento. Dicha deducción, esto hay que reiterarlo, no excluye que tales derechos puedan y deban seguir siendo impulsados dentro de regímenes que pueden ser considerados como democráticos, o que en una democracia se violen los derechos humanos, sólo porque se trata de una democracia. Que un régimen sea considerado democrático no significa, en absoluto, la adquisición de una visa legitimatoria para que, aunque sea en nombre de la defensa de la democracia, se cuestionen o vulneren los derechos humanos. Los derechos apuntan al reconocimiento de las diferencias, y que ese reconocimiento alcance su mayor posibilidad en un lugar democrático que en otro que no lo es, es una interpretación que, como tal, es siempre subjetiva (lo que no quiere decir que sea incorrecta). En ese contexto se entiende la interesante, pero muy radical formulación de Wolfgang Köhler: «La democracia se encuentra al servicio de los derechos humanos, pero los derechos humanos no se encuentran al servicio de la democracia» (1999:113), lo que en términos menos radicales significa que la Declaración no llama a instaurar un sistema particular de gobierno, pero sí a que sus derechos sean observados por todos los sistemas, aunque objetivamente donde mejor puedan cumplirse sea en una democracia. Derechos humanos y civilidad política Incluso afirmar que la democracia es un espacio de cumplimiento de derechos humanos no es una deducción absolutamente impecable. Pues democracia, en sentido lato, significa gobierno del pueblo, y por lo mismo, gobierno de la mayoría del pueblo. Esto significa, además, que la democracia como forma de gobierno es siempre en primer lugar numérica. Y desde Aristóteles, pasando por Kant y Locke hasta llegar a Tockeville, los grandes filósofos políticos se han pronunciado en contra de una democracia puramente numérica, pues ésta puede transformase de gobierno de las mayorías en tiranía sobre las minorías. Hoy en día, sin embargo, la idea de democracia ha ido agregando nuevos elementos a los puramente numéricos, de modo que cuando se habla de régimen democrático, se sobreentienden además elementos delegativos, participativos, discursivos y, no por último, ciudadanos y/o cívicos. Es debido a la insuficiencia que muestra el término democracia como gobierno de la mayoría, que la filosofía política de nuestro tiempo ha ido recurriendo a una

denominación complementaria como campo de cumplimiento de derechos: el de la sociedad civil. El vocablo por cierto, no es unívoco, y se ha ido reconfigurando a sí mismo a partir de distintas experiencias históricas. En la filosofía hegeliana se entiende como sociedad civil aquel espacio no definitivamente absorbido por el Estado, pero que ya ha creado formas y medios de autorreproducción mediante la lucha de los humanos en función de su reconocimiento, de modo que ese espacio se forma sólo a partir de la ausencia de reconocimiento. El concepto fue utilizado posteriormente por una fracción de la ideología marxista, particularmente la gramsciana, que postulaba que la sociedad civil debía ser el lugar donde las clases luchaban culturalmente por la hegemonía, antes de que se produjese un salto revolucionario en dirección al Estado. El concepto fue relegado durante mucho tiempo al olvido hasta que fue rescatado por los movimientos disidentes en Europa del Este, particularmente en Polonia, Checoeslovaquia y Hungría. Para los disidentes antitotalitarios, sociedad civil era el espacio donde la población civilmente organizada arrancaba terrenos políticos al Estado, impidiendo así que el totalitarismo fuese definitivamente total. El mismo concepto comenzó a ser utilizado paralelamente por las iniciativas antidictatoriales latinoamericanas, pero entendido como sinónimo de democratización de la sociedad. Hoy el término parece haber alcanzado una nueva dimensión gracias a la influencia de teorías ecológicas, en especial en algunos países de Europa occidental donde bajo la idea de sociedad civil se entienden relaciones sociales de tipo horizontal, que en la forma de redes comunicativas otorgan autosostenibilidad al conjunto social, más allá incluso de la acción del Estado. Como es posible observar independientemente de todas esas connotaciones, el solo recurso a la idea de sociedad civil señala la insuficiencia de la noción democrática para explicar por sí misma la articulación y desarticulación de los antagonismos. En otros casos, a la democracia como mayoría, o como forma de gobierno, se agregan distintos atributos (republicana, deliberativa, delegativa, discursiva, etc). Todos esos atributos tienden a otorgar a la democracia una cualidad adicional que sobrepase la pura decisionalidad mayoritaria, lo que significa que el tema de las minorías es un problema constante a cada formación democrática. Por cierto, hay quienes suponen que para las diferencias que se producen entre mayorías y minorías basta una buena institucionalidad amparada en buenas leyes. No obstante, una democracia institucionalizada asegura cuando más el funcionamiento correcto de los procedimientos legales, no siendo suficiente para encarar conflictos que se plantean, antes que en términos de legalidad, en los de legitimidad. Es, por ejemplo, el caso de las culturas minoritarias que deben coexistir con las mayoritarias en el marco de una misma nación. Hay que tener en cuenta que en tanto la Constitución representa los intereses de un Estado, en la nación (casi) siempre habrá un excedente de no representación total de diferencias, y si ese excedente es muy grande, es decir, si la Carta Magna no asegura la convivencia de múltiples diferencias en una nación, obliga a los no representados a buscar otras razones de legitimidad. Legitimidad de la que durante siglos carecieron hasta que, en un gesto de buena ocurrencia, los humanos descubrieron que los derechos que subscribe el Estado, y que sólo garantizan la legitimidad de la legalidad, no son en sí suficientes, requiriéndose de la invención de otros derechos que puedan, alguna vez, estar en condiciones de legalizar la legitimidad.

Estos derechos no se encuentran, naturalmente, por encima los derechos que representa o que se adjudica el Estado, pues surgieron sobre la base de diferentes derechos nacionales y estatales establecidos. Pero a la vez, desde que fueron inventados esos derechos humanos universales y no estatales, basados no sólo en la legitimidad de la legalidad, sino que en la legitimidad a secas –y por el solo hecho de que las naciones los suscriben al ingresar a la ONU–, los derechos del Estado deben ajustar la legalidad que poseen a esa legitimidad extraestatal, por muy simbólica que ella sea y por muy escasa que sea su ejecutividad. Esa contatación tiene consecuencias políticas: significa que la Declaración de los Derechos Humanos establece una vinculación con dos campos que en una nación ideal puede que coincidan, pero que en la mayoría de las naciones de este mundo se encuentran desfasados. Estos son el campo de la legitimidad y el de la legalidad. Un movimiento social, minoritario o no, puede ser ilegal pero legítimo. A la inversa también. No porque las leyes sean leyes han de ser siempre legítimas, pues como es sabido hasta las dictaduras las promulgan. Incluso una democracia puramente numérica, es decir, basada en el sobrepeso de una mayoría, puede promulgar, sin problemas, leyes en contra de determinadas minorías, las que al no estar representadas en esos preceptos se encuentran frente a la disyuntiva de o someterse a leyes que las niegan o rebelarse en contra de una legalidad que consideran ilegítima. Fue esa segunda posibilidad la que hizo pensar a Kant, después de los sangrientos espectáculos de la revolución francesa, que hay momentos en que es preferible aceptar leyes injustas a vivir sin leyes (Kant, 1995:37). Con seguridad Kant tenía razón en su tiempo, cuando la única legitimidad posible era la que derivaba de la legalidad; y fue por ese mismo motivo que los humanos hubieron de buscar nuevas fuentes de legitimidad que no dependieran exclusivamente de las leyes, a veces arbitrarias, que construían los Estados nacionales. Desde una perspectiva formal, sería fácil concluir que los derechos humanos, en tanto no están enclavados en ninguna «Constitución planetaria» que asegure su ejecutividad, son más simbólicos que reales, y por lo tanto, pertenecen más al campo de la legitimidad que al de la legalidad. Pero, por otra parte, hay que tomar en cuenta que casi cada Estado, sobre todo si se trata de uno democrático, es portador legal de la legitimación derecho-humanista, y que proceder en favor de un movimiento no legal pero legítimo significaría actuar en contra del propio medio transmisor y ejecutor de los derechos humanos, que no puede ser sino el Estado. Este dilema, con el que se ha enfrentado alguna vez cada persona que se ocupe de los derechos humanos, no puede resolverse en abstracto, sino a partir de las propias experiencias que aparecen en un lugar determinado. Con lo que se refuerza la posición de que los derechos humanos son en primer lugar políticos, y esto trae como consecuencia que, a través del juego político, deben ser ubicados en un lugar que antes de ese juego político aparece como algo absolutamente indeterminado. Y aceptar esta tesis lleva definitivamente a borrar la imagen de un conjunto de derechos que son aplicables de modo automático a todas las circunstancias de acuerdo con medidas matemáticas más o menos exactas. Eso quiere decir, por una parte, que los movimientos de minorías no siempre pueden contar con el apoyo de los derechos humanos sólo porque son legítimos, y por otra parte que tampoco los Estados pueden contar permanentemente con el apoyo de esos derechos, sólo porque son legales. Los derechos humanos no están en condiciones de entregar soluciones puras a las partes en conflicto. Lo más que pueden ofrecer, en algunas ocasiones, son líneas de acción para que los conflictos sean regulados sin que se llegue al momento de destrucción de alguna o de ambas partes.

Esos derechos están «en algún lugar» Más allá de las abstracciones que implica el uso del término, la llamada sociedad nacional (o política) no puede ser separada de su proceso de autoconstitución, que es (tautología intencional) siempre político. La civilidad de una nación no se mide, entonces, como suponen teóricos legalistas, sólo por una mayor cantidad de buenas leyes. Las buenas leyes pueden haber sido obtenidas por adopción, como fue el caso de muchas repúblicas latinoamericanas que antes de constituirse civilmente ya habían introducido en sus constituciones principios derivados del Derecho Romano y del Código Napoleónico. Es que si bien la sociedad nacional, en tanto formación ética, hace a la ley, la ley no hace, de por sí, a esa sociedad. Se requieren entonces otros medios, si no «a-legales», por lo menos pre-legales, para que pueda tener lugar el proceso de constitución de esa sociedad. Y éstos, o son medios militares, o son medios políticos. Así como la violencia es un medio pre-político, las leyes son post-políticas, pues señalan con su promulgación el punto (teórico) en que se supone que un conflicto ha sido dirimido. Hay, por supuesto, leyes que son preconflictuales o preventivas. Pero originalmente han surgido de experiencias conflictuales. Pero a su vez los derechos humanos surgieron de nociones democráticas ya establecidas, tanto jurídica como políticamente. Luego, esos derechos ordenan la acción de grupos sociales, y no por último de pueblos que, o no tienen derechos ciudadanos, o los han perdido o están amenazados de perderlos. Pero, por otra parte, la iniciativa de recurrrir al amparo regulativo de los derechos humanos presupone el conocimiento de la existencia de esos derechos, conocimiento que no es puramente jurídico, pues basta saber que en este mundo, por el sólo hecho de existir, tenemos derechos elementales, los que claramente se ven –y esto es una sutil paradoja–, no cuando estamos en posesión de ellos, sino cuando no los tenemos, y muy particularmente cuando las leyes de un Estado no garantizan su cumplimiento. Las reservas de civilidad que hacen posible que en determinadas naciones los habitantes cuestionen gobiernos antipolíticos –como son entre otros, los dictatoriales– no sólo anidan en el pasado, sino que también, gracias precisamente a que llegaron a existir una vez diferentes ordenes democráticos, pueden ubicarse en un lugar supranacional, geográficamente indeterminado, más allá de todo Estado. Esos derechos humanos jamás habrían surgido si no hubieran existido Estados, pero a la vez no son la simple representación de los Estados, y en muchos casos son y han sido usados como arma legítima en contra de la legalidad de Estados ilegítimamente constituidos. El momento ideal de una formación democrática ocurriría entonces cuando ésta ha alcanzado una fase que podríamos llamar de autorregulación, vale decir que, aún en ausencia parcial de un estamento político, puede seguir funcionando políticamente. De más está decir que esa fase no ha sido alcanzada todavía por ningún orden social. Es una idea platónica. Y mientras no se alcance, tenemos que proveernos de medios morales, jurídicos y políticos para seguir viviendo socialmente de un modo relativamente digno. Entre estos últimos medios se encuentran los derechos humanos. Por lo demás, sólo fragmentos de este mundo han alcanzado un mínimo estadio de politicidad. Independientemente de que las naciones estén organizadas en repúblicas y Estados, la fase de la autorregulación política se encuentra todavía sólo dibujada en el más lejano de los horizontes. Fue precisamente esa condición apolítica de la humanidad la que llevó a Hobbes en su tiempo a imaginar ese Leviathan que pusiera fin a la

condición humana pre-política: la de la guerra de todos contra todos. Hoy, en medio de la modernidad, algo hemos avanzado. En lugar de un Leviathan ha sido inventada una instancia situada «en algún lugar» entre el derecho y la moral, y que es al mismo tiempo jurídica y moral, es decir, política. Y ese invento contiene la esperanza de que alguna vez estos derechos sean interiorizados por los sujetos para quienes fueron creados: los humanos. La autorregulación política es más excepción que regla. Y no todos los órdenes políticos que pueblan este mundo son capaces de resistir la ausencia de entidades gobernantes leviathánicas. Todavía vivimos en una realidad que en muchas naciones sigue siendo hobbesiana. Hay naciones cuya formación política es extremadamente precaria y en las que, faltando el gobernante leviathánico, los habitantes quedan paralizados, mirando con ojos atónitos hacia el cielo en espera de un milagro que los salve de la orfandad. En órdenes no políticos, el poder no sólo es extremadamente personalizado, sino que el mecanismo de participación se da por adhesión cuasi personal. Basta recordar los saqueos masivos que tuvieron lugar en Bagdad cuando las tropas norteamericanas derrocaron a Saddam Hussein. Sin el tirano en la cúspide, no había ningún orden posible (salvo en las regiones controladas por los chiítas). En ese sentido tenemos que contar con el hecho de que la mayoría de las naciones que forman parte de la ONU, independientemente de que se hayan firmado acuerdos democráticos, no son democráticas. Eso quiere decir que si los habitantes de un país no se encuentran protegidos por sus propios Estados, requieren por lo menos de una protección extraestatal que si es necesario los proteja, aunque sólo sea simbólicamente, de sus propios Estados. Éste, y no otro, fue el espíritu que dio forma a la Declaración de los derechos humanos, y es por eso que tales derechos son en primer lugar políticos, y sólo en un segundo lugar democráticos. Pues esos derechos no nacieron de las excelencias, sino de las propias deficiencias de los habitantes de esta Tierra. Si fuésemos más perfectos no necesitaríamos de tantos derechos. ¿Para qué? Referencias bibliográficas 1. Arendt, Hannah (2000). Zwischen Vergangenheit und Zukunft (Entre el pasado y el futuro), Münich, Piper. 2. Habermas, Jürgen (1996). Die Einbeziehung des Anderen (La inclusión del otro), Frankfurt, Suhrkamp. 3. Habermas, Jürgen (1999). Der interkulturelle Diskurs über Menscherechte (El discurso intercultural sobre los derechos humanos), en Brunkhorst, Hauke et al., comps., Recht auf Menschenrechte, Frankfurt, Suhrkamp. 4. Hobbes, Thomas (2000). Leviathan, Stuttgart, Reclam. 5. Ignatieff, Michael (2002). Die Politik der Menschenrechte (La política de los derechos humanos), Hamburgo, Europäische Verlagsanstalt/ Sabine Groenewold Verlage.

6. Kant, Immanuel (1995). Zum ewigen Frieden (Hacia la paz perpetua) [1795], tomo 6, Colonia, Könemann. 7. Köhler, Wolfgang R. (1999). «Das Recht auf Menschenrechte» (El derecho a los derechos humanos), en Brunkhorst, Hanke et al., comps., Recht auf Menschenrechte, Frankfurt, Suhrkamp. 8. Tugendhat, Ernst (1998). Die Kontroverse um die Menschenrechte (La controversia sobre los derechos Humanos), en Gosepath, Stefan y Lohmannn, Georg, comps., Philosophie der Menschenrechte, Frankfurt, Suhrkamp. 9. Weber, Max (1999). Politik als Beruf (Política como profesión), Stuttgart, Reclam. -------------------------------------------------------------------------------- © 2009 1983 Cuadernos del Cendes Av. Neverí, Edificio FUNDAVAC, Colinas de Bello Monte. Caracas [email protected]