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Ensayo “A los toros”. Grabado en madera de Froment (Gentedelpuertoc.om) Los toros a debate Por JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE, Historiador Director del Centro de Estudios Taurinos de México En el contexto la sociedad actual y del momento que vive la Tauromaquia, José Francisco Coello Ugalde, historiador y director del Centro de Estudios Taurinos de México, nos recuerda que “lo que suceda en adelante es tarea de conjunto, de teoría y praxis constantes no solo de aficionados conscientes. También de académicos y pensadores que tendrán que realizar un esfuerzo más allá de lo convencional para convencer no sólo a tirios y troyanos. También a esa masa a veces concordante, aunque casi siempre discordante que es la del planeta de los toros”. En un reciente ensayo este intelectual mexicano analiza y valora los términos en los que se ha venido planteando esta polémica. Se trata de un ejemplo más de las importantes aportaciones que la Tauromaquia recibe de intelectuales e investigadores.

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  • Ensayo

    “A los toros”. Grabado en madera de Froment (Gentedelpuertoc.om)

    Los toros a debate Por JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE, Historiador Director del Centro de Estudios Taurinos de México

    En el contexto la sociedad actual y del momento que vive la Tauromaquia, José Francisco Coello Ugalde, historiador y director del Centro de Estudios Taurinos de México, nos recuerda que “lo que suceda en adelante es tarea de conjunto, de teoría y praxis constantes no solo de aficionados conscientes. También de académicos y pensadores que tendrán que realizar un esfuerzo más allá de lo convencional para convencer no sólo a tirios y troyanos. También a esa masa a veces concordante, aunque casi siempre discordante que es la del planeta de los toros”. En un reciente ensayo este intelectual mexicano analiza y valora los términos en los que se ha venido planteando esta polémica. Se trata de un ejemplo más de las importantes aportaciones que la Tauromaquia recibe de intelectuales e investigadores.

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    Hace unos días se daba a conocer en la prensa cultural la noticia de que este 28 de agosto y hasta finales de septiembre, podrá apreciarse en el museo Franz Mayer la nueva muestra del World Press Photo 2014. En la nota que publicó La Jornada (disponible en internet, agosto 28, 2015 en: http://www.jornada.unam.mx/2015/08/27/cultura/a05n1cul) se incluye una imagen que deja pasmado a cualquiera. Obsérvenla por favor:

    Apreciamos en toda su dimensión no solo la tortura. También el sufrimiento evidenciado en el rostro de ese chimpancé que aparece encadenado a una bicicleta que de seguro su dueño y domador a la vez obliga a que conduzca. De no ser así, se las tendrá que entender con el acoso y castigo de un látigo que lleva en la mano derecha.

    La atribución de tortura y sufrimiento en el espectáculo taurino incomoda a los que se oponen a esta representación. Nosotros, los taurinos reconocemos que existen estos elementos, mismos que se desarrollan a lo largo de esa puesta en escena. Se trata del sacrificio y muerte de un toro. Evidentemente sacrificio y muerte significan el acto previo a la muerte misma. Y el “acto previo” como tal, es un procedimiento cercano a la cacería más primitiva, la cual se practicaba en tiempos donde el hombre comenzó a domesticar animales y vegetales, e incluso tuvo que desarrollar métodos perfectamente dirigidos a la creación de rituales específicos con los cuales justificó esa intensa representación.

    Ahora bien, me valgo de algunas opiniones que provienen precisamente de un libro que no es de toros. Se trata de la novela El último encuentro[1], escrita por Sándor Márai. La distancia de 41 años hace que se recupere en términos no muy gratos la profunda amistad de tres personajes esenciales,

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    dos militares y una tercera, ausente, pero que influyó en buena medida sobre el destino de aquellos dos jóvenes que construyeron unos lazos entrañables los cuales, por azares del destino se dispersaron misteriosamente. No contaré la historia de un maravilloso trabajo. Los invito a que hagan la gozosa lectura.

    Avanzada esta, encontré varias razones que explican algunos aspectos en los cuales hoy se encuentra muy activa la polémica, más en contra que a favor de los toros, pero que los elementos allí tratados, sirven para justificar muchos de los significados del espectáculo.

    Nos dice Márai que reunidos Konrád y su esposa Kirsztina en Egipto, donde pasaban su luna de miel, fueron alojados en la casa de una familia árabe. En cierto momento, al llegar unas visitas “todos hombres, señores con sus criados” el ambiente de aquel hogar cambió radicalmente.

    Todos nos sentamos alrededor del fuego sin decir palabra. Krisztina era la única mujer entre nosotros. A continuación, trajeron un cordero, un cordero blanco; el anfitrión sacó un cuchillo y lo mató con un movimiento imposible de olvidar… Ese movimiento no se puede aprender; ese movimiento oriental todavía conserva algo del sentido simbólico y religioso del acto de matar, del tiempo en que ese acto significaba una unión con algo esencial, con la víctima. Con ese movimiento levantó su cuchillo Abraham contra Isaac en el momento del sacrificio; con ese movimiento se sacrificaba a los animales en los altares de los templos antiguos, delante de la imagen de los ídolos y deidades; con ese movimiento se cortó también la cabeza a san Juan Bautista… Es un movimiento ancestral. Todos los hombres de Oriente lo llevan en la mano. Quizás el hombre haya nacido con ese movimiento al separarse de aquel ser intermedio que fue, de aquel ser entre animal y hombre… según algunos antropólogos, el hombre nació con la capacidad de doblar el pulgar y así pudo empuñar un arma o una herramienta. Bueno, quizás empezara por el alma, y no por el dedo pulgar, yo no lo puedo saber (afirma Konrád). El hecho es que aquel árabe mató el cordero, y de anciano de capa blanca e inmaculada se convirtió en sacerdote oriental que hace un sacrificio. Sus ojos brillaron, rejuveneció de repente, y se hizo un silencio mortal a su alrededor. Estábamos sentados en torno del fuego, mirando aquel movimiento de matar, el brillo del cuchillo, el cuerpo agonizante del cordero, la sangre que manaba a chorros, y todos teníamos el mismo resplandor en los ojos. Entonces comprendí que aquellos hombres viven todavía cercanos al acto de matar: la sangre es una cosa conocida para ellos, el brillo del cuchillo es un fenómeno tan natural como la sonrisa de una mujer o la lluvia. Aquella noche comprendimos (creo que Krisztina también lo comprendió, porque estaba muy callada en aquellos momentos, se había puesto colorada y luego pálida, respiraba con dificultad y volvió la cabeza hacia un lado, como si estuviera contemplando sin querer una escena apasionada y sensual), comprendimos que en Oriente todavía se conoce el sentido sagrado y simbólico de matar, y también su significado oculto y sensual. Porque todos sonreían, todos aquellos hombres con rostro de piel

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    oscura, de rasgos nobles, todos entreabrían los labios y miraban con una expresión de éxtasis y arrobamiento, como si matar fuera algo cálido, algo bueno, algo parecido a besar. Es extraño, pero en húngaro, estas dos palabras, matanza y besos, ölés y ólelés, son parecidas y tienen la misma raíz…

    Ahora bien, sorprende una afirmación que Konrád, en la pluma de Márai, plantea la visión que me parece no es de rechazo, sino de clara comprensión del hecho presenciado que analiza en estos términos:

    Somos occidentales, o por lo menos llegados hasta aquí e instalados. Para nosotros, matar es una cuestión jurídica y moral, o una cuestión médica, un acto permitido o prohibido, un fenómeno limitado dentro de un sistema definido tanto desde un punto de vista jurídico como moral. Nosotros también matamos, pero lo hacemos de una forma más complicada; matamos según prescribe y permite la ley. Matamos en nombre de elevados ideales y en defensa de preciados bienes, matamos para salvaguardar el orden de la convivencia humana. No se puede matar de otra manera. Somos cristianos, poseemos sentimiento de culpa, hemos sido educados en la cultura occidental. Nuestra historia, antigua y reciente, está llena de matanzas colectivas, pero bajamos la voz y la cabeza, y hablamos de ello con sermones y con reprimendas, no podemos evitarlo, éste es el papel que nos toca desempeñar. Además está la caza y sólo la caza. En las cacerías también respetamos ciertas leyes caballerescas y prácticas, respetamos a los animales salvajes, hasta donde lo exijan las costumbres del lugar, pero la caza sigue siendo un sacrificio, o sea, el vestigio deformado y ritual de un acto religioso ancestral, de un acto primigenio de la era del nacimiento de los humanos. Porque no es verdad que el cazador mate para obtener su presa. Nunca se ha matado solamente por eso, ni siquiera en los tiempos del hombre primitivo, aunque éste se alimentara exclusivamente de lo que cazaba. A la caza la acompañaba siempre un ritual tribal y religioso. El buen cazador era siempre el primer hombre de la tribu, una especie de sacerdote. Claro, todo esto perdió fuerza con el paso del tiempo. Sin embargo, quedaron los rituales, aunque debilitados. Finalmente, y para el propósito de esta recomendación que ya se ve, trae bastante sustancia para la reflexión, aparece un importante párrafo que amplía los significados de la caza, como sigue: Los pájaros se ponen a cantar, un cervatillo corre por el sendero, lejos, a unos trescientos pasos de distancia, y tú te escondes entre los arbustos y pones allí toda tu atención. Has traído el perro, no puede perseguir al venado… el animal se detiene, no ve, no huele nada, porque el viento viene de frente, pero sabe que su final está cerca; levanta la cabeza, vuelve el cuello tierno, su cuerpo se tensa, se mantiene así durante algunos segundos, en una postura magnífica, delante de ti, como paralizado, como el hombre que se queda inmóvil

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    ante su destino, impasible, sabiendo que el destino no es casualidad ni accidente, sino el resultado natural de unos acontecimientos encadenados, imprevisibles y difícilmente inteligibles. En ese instante lamentas no haber traído tu mejor arma de fuego. Tú también te detienes en medio de los arbustos, te paralizas, tú también, el cazador. Sientes en tus manos un temblor ancestral, tan antiguo como el hombre mismo, la disposición para matar, la atracción cargada de prohibiciones, la pasión más fuerte, un impulso que no es ni bueno ni malo, el impulso secreto, el más poderoso de todos; ser más fuerte que el otro, más hábil, ser un maestro, no fallar. Es lo que siente el leopardo cuando se prepara para saltar, la serpiente cuando se yergue entre las rocas, el cóndor cuando desciende de las alturas, y el hombre cuando contempla su presa.

    Hasta aquí con estas consideraciones que permiten un fiel de la balanza para entender cómo, desde una visión ajena, que no necesariamente se acerca a explicar lo soterrado del toreo, nos lo aclara a partir de estos pasajes que a mí me han parecido claves en esta obra para traerlos hasta aquí, ponerlos a la consideración de los lectores para que ustedes también puedan realizar el mismo ejercicio de análisis. No importa si son aficionados a los toros o contrarios a este espectáculo. Me permito sugerir que se trata de poner en práctica algo tan sencillo que se llama “sentido común” de las cosas, para tratar de entender lo que ha sido el papel de la humanidad desde los tiempos más primitivos en el que el hombre, ya consciente de sus actos, con el raciocinio de por medio, comenzó a definir el destino de lo que hoy somos. Y el hombre, enfrentado a sus necesidades tuvo que desarrollar y practicar la caza con el objeto preciso de la “disposición para matar” (“la disposición a la muerte” que decía José Alameda). Por eso tuvo que matar, y no para cometer un acto indebido, sino para materializar el “sentido sagrado y simbólico de matar” –como ocurre entre los hombres de Oriente-, mientras que para el hombre occidental “matar es una cuestión jurídica y moral, o una cuestión médica, un acto permitido o prohibido, un fenómeno limitado dentro de un sistema definido tanto desde un punto de vista jurídico como moral”. Entramos pues en un territorio que otras culturas han cuestionado en uno u otro sentido, lo que ha provocado una polarización o deformación del significado original que ha producido las reacciones encontradas de nuestros días.

    Me parece que la oportuna lectura de Sándor Márai viene en un buen momento para mostrar razones y no desvaríos o simples impulsos pasionales e irracionales que no siempre traen por consecuencia buenos resultados. Es preciso que usted, lector, traslade las circunstancias relatadas en El último encuentro y las deposite en el ámbito taurino. Encontrará semejanzas representativas que no son ajenas al texto de nuestro autor. Enfrentadas dos sociedades, pero también integradas en el devenir que la humanidad ha mostrado en el curso de muchos años, permite entender que el entrecruzamiento cultural habido siglos atrás, nos deja ver el múltiple

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    mestizaje que hoy somos como sociedades modernas. No hacerlo nos condena a vivir ajenos a esa circunstancia.

    Ya entramos por el sendero en el que las partes en el debate tienen que ponerse de acuerdo, evitando lo que cuestiona Fernando Savater en su último libro dedicado a los toros: Tauroética. El autor hispano recalca el hecho de que

    “En cuanto a la retórica sublime que tanto encandila entre quienes están a favor o en contra de la fiesta (“la tauromaquia es la expresión del alma española y por eso nunca podrá ser erradicada de nuestro país”, “las corridas de toros son formas de sadismo colectivo, anticuado y fanático, que disfruta con el sufrimiento de seres inocentes”, así como sus diversas variantes) reconozco que me aburren soberanamente. Me pasa lo mismo que al admirable Monsier Teste de Valéry: “la bêtise n´est pas mon fort”.[2]

    II

    Quien se considere taurino, -¡y vaya que el calificativo en estos momentos está adquiriendo una connotación muy especial!-, tendrá que sumarse a las brigadas de defensa que deberán formarse muy pronto, con objeto de atrincherarse y de planear estratégicamente los objetivos para defendernos de los posibles ataques perfectamente trazados por ecologistas y antitaurinos que, aprovechándose de la vulnerabilidad por la que pasa en estos precisos momentos el espectáculo, articulan y preparan un discurso cada vez más convincente.

    Disponible en internet, agosto 29, 2015 en: http://torear.blogspot.mx/2014/05/larraga-navarra-ano-1950.html En estos momentos podríamos cuestionar el desempeño de quienes

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    juegan un papel protagónico, sobre todo en lo administrativo, y en muchos de los casos, a quienes se encargan de su interpretación y difusión mediática. Sin embargo, es otro y más profundo el argumento que se somete a discusión. El cuestionamiento de los opositores va en el sentido de considerar si es lícita la permanencia de una “diversión” donde el maltrato, la barbarie y el lento sufrimiento con el que se causa la muerte del toro, tiene sentido en esta época en la que hemos llegado a ese poco más allá de la postmodernidad,[3] donde el aporte tecnológico avanza con tal rapidez que por esa sola razón convierte muchos de los acontecimientos en episodios efímeros que por tanto no nos sorprenden como ocurría hace poco más de treinta años, cuando el hombre llegó a la luna, por ejemplo.

    El “Yo acuso” planteado por ecologistas y antitaurinos es un discurso falto de elementos de carácter histórico o antropológico, pero sobre todo de esa carga de elementos cuyos sustento es la sola defensa del animal bajo cualquier circunstancia donde por supuesto encuentran motivos más que suficientes en el toreo y sus diversos “métodos de exterminio” para atacar con todo.

    Grabado de Manuel Manilla.

    El pasado mes de abril (del ya lejano 2004), Barcelona fue declarada ciudad antitaurina. Por tal motivo, en sendos artículos publicados por aquel entonces en EL PAÍS aparece la postura de dos filósofos: Víctor Gómez Pín y Jesús Mosterín. Por su importancia, parece conveniente la reproducción de una y otra para luego hacer algunos balances acompañados por el posicionamiento del reconocido periodista José Carlos Arévalo y los de este servidor.

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    EL PAÍS, domingo 25 de abril de 2004. DEBATE: ¿Abolir las corridas de toros? La declaración de Barcelona como ciudad antitaurina, aprobada por mayoría en un reciente pleno municipal, ha reactivado la polémica entre partidarios y detractores de las corridas de toros, desatando encontrados pronunciamientos sobre la fiesta. Aunque esta declaración municipal, propuesta por varias entidades de defensa de los animales, no tiene efecto legal, el Gobierno catalán –que tiene competencias en el asunto- creará una comisión para estudiar y decidir el futuro de las corridas de toros. Aquí se reflejan dos posturas opuestas sobre la cuestión.

    ✔REPUDIO. Por Víctor Gómez Pín.[4] “No estigmatizar ni a los que están en contra ni a los que están a favor, sea cual sea su idioma su origen”. El alcalde Barcelona efectuaba esta declaración tras el pleno del Ayuntamiento que el martes 6 de abril aprobó, en votación secreta, un alegato para convertir a Barcelona en ciudad antitaurina. No está, desde luego, el señor alcalde a favor de que ese sello con hierro candente al que remite la palabra estigma se imprima, como marca de infamia, ni siquiera en las almas de aquellos que por “su idioma o su origen” serían mayormente susceptibles de abrigar vergonzosos sentimientos de empatía con lo que significa la fiesta de los toros. Con sus palabras el alcalde alude obviamente a los protagonistas de aquella penuria que, en los años de la tiniebla franquista, forzó al exilio a miles de hijos de la España olvidada. No ignora el señor Clos que los mismos fueron entonces víctimas del desdén que, en toda Europa, las sociedades fabriles reservaban para los hijos de las sociedades agrarias. Ciertamente, en el caso de Cataluña, tal disparidad era canallescamente manipulada por la política franquista que aspiraba cínicamente a que una multiplicación de castellanohablantes disminuyera objetivamente las posibilidades de que la lengua y la cultura catalanas recuperaran la presencia social que se les había arrancado. En consecuencia, aquella generación de los llamados (a veces con exceso de retórica) “altres catalans” fue en ocasiones tachada a la vez de indigente y de opresora; infamia que difícilmente puede no haber sellado sus mentes e incluso la de sus hijos. Hoy, aquellos inmigrantes son parte incuestionada del tejido social y cultural de Cataluña, y probablemente han apoyado en su mayoría a los partidos constitutivos del llamado Tripartito. La recíproca es, en general, cierta. Pero todos los fantasmas no están cerrados y por ello, al referirse a los valores culturales de unos y otros, hay que hacer uso de un escrupuloso tacto. ¿No quedábamos en que la nueva Cataluña –

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    soberana y eventualmente independiente- se forjaría como crisol integrador de la diversidad de culturas y lenguas de los que en ella habitan? Por ejemplo, una crítica del fenómeno taurino debe hacerse como mínimo a partir de un esfuerzo por comprender las razones subyacentes por las que, desde la Camarga francesa a los Andes, millones de personas (obviamente no todas ellas sádicas, alienadas o admiradoras de la más rancia concepción de lo “hispano”) consideran a la tauromaquia como expresión de una exigencia vital con connotaciones artísticas. En suma: aproximación antropológica y no mera proyección de prejuicios. Es poco discutible que los animales están dotados “de sensibilidad psíquica además de física” y en ello se basan las leyes de protección animal. No obstante, la cuestión de determinar si la noción de derechos es aplicable a seres a los que se considera exentos de obligaciones es mucho más peliaguda y no está en absoluto elucidada, ni científica ni filosóficamente, de ahí la prudencia habitual de los juristas al respecto. No obstante, Imma Mayol (hablando, no en nombre propio sino de Iniciativa per Catalunya, partido heredero de lo que el franquismo fue la izquierda más consecuente) cree tener autoridad para considerar que la cuestión sí está resuelta y declara tras el plano: “Se debe revisar la cultura que va contra los derechos de los animales”. Pues bien, otorguemos por un momento que Imma Mayol no expresa un prejuicio sino una convicción científica y filosóficamente asentada, ¿están los ediles barceloneses dispuestos a ser consecuentes con tal postulado? Obviamente no, entre otras cosas porque la generalización de tal actitud consecuente situaría a la especie humana en una contradicción entre eticidad y exigencia de supervivencia: ningún ser al que se considere sujeto de derecho ha de ser vejado, pero desde luego aún es menos ético zampárselo, salvo quizás en caso de necesidad imperiosa, que no puede argüir el que para acompañar una copa de cava exige una ostra viva. Si la flexibilidad de posiciones respecto al problema es obligada norma, ¿de dónde viene este rigorismo tratándose de la tauromaquia? Parece obvio que la empatía con los animales es aquí más bien pretexto para un ajuste de cuentas de otro orden. Y no se trata tanto de abolir la fiesta de los toros en Barcelona (apuesto a que no se dará objetivamente ese paso que supondría un coste político real) como de elevar la propia imagen de los ediles, posicionándose (¡a precio nulo!) contra un espectáculo en el que a su juicio sólo se reconocería un sector ciudadano minoritario y en declive. Por desgracia para los taurinos, la moción fue rechazada por un edil del Partido Popular con el extravagante argumento siguiente: “Nuestra fiesta es denigrada por culturas opresoras, por el imperialismo germano y anglosajón”. ¿Se refería el señor Basso a ese mismo imperialismo anglosajón que su partido apoyó fervientemente en la carnicería de Irak? Sus rivales bienpensantes se sintieron seguramente

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    reconfortados por estas palabras que sirven objetivamente su intento de reducir la tauromaquia a expresión violenta de una patriotería delirantemente castiza. Pues bien: esta reducción es simplemente injusta, ofensiva y susceptible de generar gratuitamente el sentimiento de ser objeto de repudio, no sólo en una fracción de la población catalana, sino también en la de espacios geográficos muy próximos tanto afectiva como cultural y lingüísticamente. Piénsese que la vecina Valencia, tan reivindicada por los partidarios de la pancatalinidad, es quizás el lugar del mundo con mayor apego de la población a la fiesta de los toros. ¿Creen realmente nuestros ediles barceloneses que no se les hiere identificando tal fiesta a un ritual de antropófagos que encubrirían sus infrahumanas prácticas bajo el rimbombante título de arte? Y respecto a las urgencias de Cataluña: ¿era realmente oportuno el reavivar tales fantasmas?; ¿es realmente la fiesta de los toros lo que amenaza la integridad social y cultural de Cataluña, hasta el punto de lapidar simbólicamente a la minoría que reconoce en ella un patrimonio propio?; ¿era, en suma, necesaria esta ofensa?

    ✔ LA TORTURA COMO ESPECTÁCULO. Por Jesús Mosterín.[5] Nada repugna tanto al sentido moral como la tortura, el dolor atroz infligido de un modo intencional e innecesario. El no ser torturado constituye el único derecho humano al que la declaración de la ONU no reconoce excepciones y el derecho animal que más adhesiones suscita. El hacer de la tortura pública de pacíficos rumiantes un espectáculo de la crueldad, autorizado y presidido por la autoridad gubernativa, es una anomalía moral intolerable. Los espectáculos de la crueldad con animales humanos (herejes, brujas, delincuentes) y no humanos (toros, osos, perros, gallos) eran habituales en toda Europa, hasta que la Ilustración acabó con ellos. En la España dieciochesca, mientras los aristócratas abandonaban el alanceamiento de los toros a caballo, sus peones introdujeron la variedad plebeya o a pie del toreo, fomentada luego por Fernando VII, creador de las escuelas taurinas e impulsor de la tauromaquia plebeya o a pie. España había perdido el tren de la Ilustración: “¡Vivan las cadenas!”. En las últimas décadas nuestro país ha progresado mucho, pero hemos sido incapaces de eliminar las bolsas de crueldad que todavía quedan entre nosotros, como el maltrato a las mujeres y la tauromaquia. Ante la desidia o complicidad del Gobierno central, los municipios han empezado a tomar la iniciativa de abolir esta anacrónica lacra moral. Algunos ayuntamientos, como el de Tossa de Mar o el de Colsada, ya se habían declarado antitaurinos. El 5 de abril el

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    Ayuntamiento de Barcelona se ha manifestado oficialmente en contra de la continuación de las corridas de toros, asumiendo así un papel de vanguardia espiritual y de servicio a los valores universales. Ojalá la Generalitat de Cataluña, que es la que tiene competencia para ello, se decida a prohibir las corridas, como desean la mayoría de los catalanes. Desde luego, nos haría un gran favor a todos los españoles, ayudándonos a superar de una vez la sórdida herencia de la España negra. Son partidario de la máxima libertad en todas las interacciones voluntarias (comerciales, lingüísticas, sexuales, etcétera) entre ciudadanos. Soy contrario a todo prohibicionismo, excepto en los casos extremos, como la violación de niños o la tortura de animales. Pero es que las corridas de toros son un caso extremo. Por muy liberales que seamos, si no tenemos completamente embotada nuestra sensibilidad moral y nuestra capacidad de compasión, tenemos que exigir el final de esta salvajada. No existe argumento alguno para mantener las corridas de toros. En su defensa se alternan las chorradas ampulosas (como que el hombre necesita torturar al toro para autoafirmarse como hombre, y supongo que necesita maltratar a la mujer y apalear al inmigrante para autoafirmarse como macho y como patriota) con la crasa apelación al interés de los toreros, que necesitan ganarse la vida. También el atracador de la sucursal bancaria de Alicante recientemente pedía comprensión, pues era atracador de oficio y atracar era su manera de ganarse la vida.

    Además de su cursilería estética y de su abyección moral, toda la huera y relamida retórica taurina se basa en una sarta de mitos y

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    falsedades incompatibles con la ciencia más elemental. No, el toro de lidia no constituye una especie aparte, sino que pertenece a la misma especie y subespecie (Bos primigenius taurus –sic-) que el resto de los toros, bueyes y vacas, aunque no haya sido sometido a los extremos de selección artificial que han sufrido las vacas lecheras, por lo que conserva un aspecto relativamente parecido al del toro salvaje. Convendría que la abolición de la tauromaquia fuese acompañada de la creación de un gran Parque Nacional de las Dehesas en Extremadura, que incluyera manadas de toros en libertad. Sí, el toro sí sufre. Tiene un sistema límbico muy parecido al nuestro y segrega los mismos neurotransmisores que nosotros cuando se le causa dolor. No, el llamado toro bravo no es bravo, no es una fiera agresiva, sino un apacible rumiante, más proclive a la huida que al ataque. Dos no pelean si uno no quiere, y el toro nunca quiere pelear. Como la corrida de toros es un simulacro de combate y los toros no quieren combatir, el espectáculo taurino resultaría imposible, a no ser por toda la panoplia de torturas (los golpes previos en riñones y testículos, el doble arpón de la divisa al salir al ruedo, la tremenda garrocha del picador, las banderillas sobre las heridas que manan sangre a borbotones) a las que se somete al pacífico bovino, a fin de irritarlo, lacerarlo y volverlo loco de dolor, a ver si de una vez se decide a pelear. A pesar de los terribles puyazos, con frecuencia el toro se queda quieto y “no cumple” con las expectativas del público. Antes como “castigo” se le ponían banderillas de fuego, es decir, cartuchos de pólvora y petardos, que estallaban en su interior, quemándole las carnes y exasperando aún más su dolor, a ver si así se decidía a embestir. Más tarde las banderillas de fuego fueron suprimidas, sobre todo para no horrorizar a los turistas, a los que se suponía una sensibilidad menos embotada que a los encallecidos aficionados hispanos. De todos modos, el actual reglamento taurino prevé que sigan empleándose banderillas negras o de “castigo” con arpones todavía más lacerantes para castigar aún más al pobre bovino, “culpable” de mansedumbre y de no simular ser el animal feroz que no es.

    En cuanto a la opinión de José Carlos Arévalo, apunta en su Editorial:

    ✔Un profesor pintoresco.

    Todo aficionado sabe que torear es, en términos técnicos, recibir la embestida, fijarla y conducirla, y que, dramáticamente, al torear, el torero asume toda la violencia del toro. Esa violencia, de la que es actor un ser cuya identidad taurómaca consiste en emitir peligro, en poner al hombre en peligro, al semejante con el cual se identifican los humanos presentes en la plaza, hace francamente difícil admitir que la lidia del toro sea un acto de tortura, como afirma el profesor de

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    filosofía Jesús Mosterín en un artículo publicado en el diario El País el domingo 25 de abril. La tortura exige una víctima pasiva, receptora indefensa de la violencia, lo que confiere a quien la practica o la contempla una actitud repugnante: la crueldad. Pero la práctica o contemplación del toreo no depara, ni por asomo, tan deleznable sentimiento. Todo lo contrario. La lidia impone a los contendientes una permuta identitaria: que el verdugo, por eso llamado matador, asuma el papel de la víctima, haciéndose receptor de toda la violencia del toro, mientras que éste asume a lo largo de toda la lidia ese papel de verdugo. No hay suerte ni lance realizado por el torero que se pueda ejecutar impunemente, que no exija al hombre el precio del peligro, siendo la suerte de matar la que más riesgo entraña de cuantas el torero practica. La crueldad no es un sentimiento que sirva para definir el toreo. Sencillamente, el hombre es incapaz de sentirla mientras está embargado por otra sensación más honda, la del miedo provocado por la situación de peligro en que incurre mientras torea, o, en el caso del espectador, mientras se identifica con su semejante, inmerso en la cerrada situación de peligro impuesta por el toreo. Un profesor de filosofía debería ser más riguroso al manejar lo que las palabras significan. A la fiesta de toros sí puede definirla otro vocablo, cuya valoración no siempre es descalificadora: la violencia. En efecto, la violencia puede ser mala, necesaria, buena, incluso amoral. Mala violencia es la del asesino, necesaria la del cirujano, amoral, ni buena ni mala, al margen de la ley humana, la del animal que ataca. Eso lo sabe quien toreo o quien degusta el toreo. Nadie juzga culpable al toro que hiere o mata al torero, como nadie acusa a la naturaleza por un terremoto, y por eso, en su día, Voltaire escribió una carta a Dios, y no a la Madre Naturaleza, reprochándole el terremoto de Lisboa. Pero la contemplación de la violencia tampoco es el polo que vertebra la afición a la lidia de toros. Es más, podemos afirmar que todo lo contrario. Pues cuando la violencia se hace presente, con la entrada del toro en el ruedo, el objeto del toreo estriba en saber dominarla, acompasarla a las órdenes del toro, someterla a la ley, a cánones de belleza; de ahí que los aficionados cataloguen el toreo como un arte.

    “Tirando del toro”. Tinta de José Clemente Orozco. Col. del autor.

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    Esa violencia, que en el toro se manifiesta como expresión de pura naturaleza, Jesús Mosterín dice que no es propia del toro bravo. Más aún, afirma que “el llamado toro bravo no es bravo, no es una fiera agresiva, sino un apacible rumiante, más proclive a la huida que al ataque. Dos no pelean si uno no quiere, y el toro nunca quiere pelear. Como la corrida de toros es un simulacro de combate y los toros no quieren combatir, el espectáculo taurino resultaría imposible, a no ser por toda la panoplia de torturas (los golpes previos en riñones y testículos o clavarle la divisa. Resulta pasmoso que un “intelectual” se permita mentir para dar fuerza a sus argumentos, en el caso de los golpes a riñones y testículos, o que la implantación de una divisa, algo mucho menos doloroso que el herraje de reses, lo considere como tortura. Me extraña sin embargo que el antitaurino profesor no se haya detenido en el trabajo genético de los ganaderos, acusándolos de diabólica manipulación, pues han sido capaces de transformar la agresividad intrínseca del toro ibérico en brava embestida. Tal vez temería el argumento, porque podría compararse a la manipulación genética que dio lugar al caballo de carreras, hallazgo que no niega el hecho de que todos los caballos corran. La verdad es que los toros de Iberia embisten y por eso al habitante de la Península se le ocurrió torearlos. Luego los seleccionó para que embistieran mejor. Lo hicieron los más bravos. O sea, los que se crecían al castigo y embestían al toreo. Como estas cosas no deben interesarle, afirma el profesor Mosterín que el toro sufre, pues tiene un sistema límbico parecido al nuestro y genera los mismos neurotransmisores que nosotros cuando se le causa dolor. Pero no dice que el hiperexcitable sistema nervioso del toro le inhibe considerablemente del dolor, generando sustancias endorfinas que le anestesian, que neutralizan su instinto de muerte, al contrario que en los mataderos industriales, y que, en todo aso, dicho dolor no es suficiente para desmovilizar su combate. Sería interesante que los zoólogos estudiaran el carácter psicosomático específico del dolor animal, al menos para que pintorescos profesores de filosofía no lo identificaran con el dolor humano y, de paso, dejaran de decir tantas tonterías.[6]

    Las tres opiniones merecen revisión por separado. En primera instancia, el conjunto –a mi parecer- es en cada una de sus posiciones poco consistente. Es cierto, están analizando un acontecimiento reciente, que apenas da para formular unos cuantos párrafos. Pero el hecho que con un pasado rico en argumentos se tienen infinidad de posibilidades para salir en defensa no solo del espectáculo en cuanto tal. También de su peculiar circunstancia ligada con el rito y el sacrificio, dos razones entre muchas que separan del mundo convencional a las corridas de toros, convertidas hoy en tema de discusión y debate.

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    En todo caso, los dos profesores, respetables filósofos y cada quien en defensa de posiciones encontradas, han logrado separar –en un primer trabajo quirúrgico- las razones que han despertado a una ciudad como Barcelona con la noticia de que se declara “antitaurina”. Quienes invocan esa conquista, lo hacen en nombre de la “violencia”, de la “barbarie” y otros tantos desacatos cometidos en contra del toro, olvidando que para eso, también hay otros filósofos[7] que han estudiado las calladas raíces y el discreto desarrollo de un espíritu ritual que emerge y trasciende a lo largo de siglos y siglos de andar metido entre los anhelos del hombre primitivo, pero también del que se integró a sociedades mejor establecidas con sus connotaciones de carácter místico que concluyeron en el necesario sacrificio para reforzar los ciclos agrícolas con que se explicaba el feliz o desastroso balance de una cosecha.

    La opinión de mi amigo José Carlos Arévalo es una excelente apreciación proporcionada por un periodista, quizá el más inteligente, centrado y razonado de los que hoy día cuentan con tribuna para manifestar sus reflexiones. Sin embargo, no es la suya, sino un mero reflejo mediático que se reduce a importante señal de focos rojos sobre el destino mediato de la fiesta de toros. Lo que suceda en adelante es tarea de conjunto, de teoría y praxis constantes no solo de aficionados conscientes. También de académicos y pensadores que tendrán que realizar un esfuerzo más allá de lo convencional para convencer no sólo a tirios y troyanos. También a esa masa a veces concordante, aunque casi siempre discordante que es la del planeta de los toros. Masa socialmente reducida a sectores aislados o poco afines entre unos y otros.

    Sin embargo, lo que ha escrito Arévalo me parece una opinión justa, como un reactivo necesario a todos los componentes que se vienen moviendo de forma encontrada en este medio que necesita integrarse. Corremos el peligro de convertirnos en ciudadanos poseedores de una extraña inclinación y afecto a los toros como espectáculo dentro de un territorio específico amenazado por la decadencia.

    Por otro lado, los actuales patrones de comportamiento manifestados por la humanidad en su conjunto, están creando con más frecuencia señales y focos rojos, pretendiendo evitar la desforestación de los bosques, la extinción de especies animales terriblemente amenazadas por el hombre. El crecimiento de manchas urbanas, la polución industrial que se concentra en ese hoyo de ozono. Todo ello, al sumarse a otros desequilibrios ecológicos viene alterando el clima a nivel mundial.

    Asuntos de esa naturaleza preocupan a los habitantes de este planeta llamado “Tierra”.

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    [1] Sándor Márai: El último encuentro. Barcelona, 2ª edición. Publicaciones y

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    Ediciones Salamandra, S.A., 2010. 187 p. (Letras de Bolsillo, 97), p. 110-114. [2] Savater: Tauroética…, op. Cit., p. 14-15. [3] En el discurso pronunciado por Octavio Paz ante la Real Academia Sueca en reconocimiento de haber recibido el Premio Nobel de literatura 1990, afirmaba: “La modernidad ha sido una pasión universal. Desde 1850 ha sido nuestra diosa y nuestro demonio. En los últimos años se ha pretendido exorcizarla y se habla mucho de la “postmodernidad.” ¿Pero qué es la postmodernidad sino una modernidad aún más moderna? [4] Es catedrático de la Universitat Autónoma de Barcelona y miembro de Iniciativa per Catalunya. [5] Es profesor de Investigación en el Instituto de Filosofía del CSIC. [6] 6TOROS6, Nº 514, del 4 al 10 de mayo de 2004, p. 3. [7] Allí están: Ángel Álvarez de Miranda, Francisco J. Flores Arroyuelo y Ramón Grande del Brío, entre otros.

    © José Francisco Coello Ugalde/2015