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Cuentos del terruño Emilia Pardo Bazán Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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Cuentos del terruño

Emilia Pardo Bazán

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Advertencia de Luarna Ediciones

Este es un libro de dominio público en tantoque los derechos de autor, según la legislaciónespañola han caducado.

Luarna lo presenta aquí como un obsequio asus clientes, dejando claro que:

1) La edición no está supervisada pornuestro departamento editorial, de for-ma que no nos responsabilizamos de lafidelidad del contenido del mismo.

2) Luarna sólo ha adaptado la obra paraque pueda ser fácilmente visible en loshabituales readers de seis pulgadas.

3) A todos los efectos no debe considerarsecomo un libro editado por Luarna.

www.luarna.com

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El fondo del alma

El día era radiante. Sobre las márgenes del ríoflotaba desde el amanecer una bruma sutil, ar-géntea, pronto bebida por el sol. Y como el luminar iba picando más de lo jus-to, los expedicionarios tendieron los mantelesbajo unos olmos, en cuyas ramas hicieron toldocon los abrigos de las señoras. Abriéronse lascestas, salieron a luz las provisiones, y se al-morzó, ya bastante tarde, con el apetito alegre eindulgente que despiertan el aire libre, el ejerci-cio y el buen humor. Se hizo gasto del vinillodel país, de sidra achampañada, de licores, ser-vidos con el café que un remero calentaba en lahornilla. La jira se había arreglado en la tertulia de laregistradora, entre exclamaciones de gozo delas señoritas y señoritos que disfrutaban con eljuego de la lotería y otras igualmente inocentesinclinaciones del corazón no menos lícitas. Ca-da parejita de tórtolos vio en el proyecto de la

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excelente señora el agradable porvenir de unrato de expansión; paseo por el río, encantado-res apartes entre las espesuras floridas de Pe-namoura. El más contento fue Cesáreo, el hijodel mayorazgo de Sanin, perdidamente enamo-rado de Candelita, la graciosa, la seductora so-brina del arcipreste. Aquel era un amor, o no los hay en el mundo.No correspondido al principio, Cesáreo hizomil extremos, al punto de enfermar seriamente:desarreglos nerviosos y gástricos, pérdida totaldel apetito y sueño, pasión de ánimo con vistasal suicidio. Al fin se ablandó Candelita y lasrelaciones se establecieron, sobre la base de queel rico mayorazgo dejaba de oponerse y consen-tía en la boda a plazo corto, cuando Cesáreo selicenciase en Derecho. La muchacha no tenía uncéntimo, pero... ¡ya que el muchacho se empe-ñaba! ¡Y con un empeño tan terco, tan insensa-to! -Allá él, señores... -así dijo el mayorazgo a sustertulianos y tresillistas, otros hidalgos viejos,

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que sonrieron aprobando, y hasta clamando"enhorabuena", fácilmente benévolos para loque no les "llegaba el bolsillo"... Al cabo, ellosno habían de dar biberón a lo que naciese de launión de Cesáreo y Candelita.

-La felicidad del noviazgo la saboreó Cesáreodesatadamente. Loco estaba antes de rabia, yloco estaba ahora de júbilo; las contadas horasque no pasaba al lado de su novia las dedicabaa escribirle cartas o a componer versos de unlirismo exaltado. En el pueblo no se recordabacaso igual: son allí los amoríos plácidos, sere-nos, con algo de anticipada prosa casera entrelas poesías del idilio. Envidiaron a Candelita lasniñas casaderas, encubriendo con bromas eldespecho de no ser amadas así; y cuando, alpreguntarle chanceras qué hubiese sucedido siCandelita no le corresponde, contestaba Cesá-reo rotundamente: "me moriría", las muchachasse mordían el labio inferior. ¡Qué tenía la talCandelita más que las otras, vamos a ver!...

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En la jira a Penamoura estuvo hasta impru-dente, hasta descortés, el hijo del mayorazgo:de su proceder se murmuraba en los grupos.Todo tiene límite; era demasiada cesta. Aque-llos ojos que se comían a Candelita; aquellosoídos pendientes del eco de su voz; aquellosgestos de adoración a cada movimiento suyo...francamente, no se podían aguantar. Mientrasla parejita se aislaba, adelantándose castañararriba, a pretexto de coger moras, el sayo secortó bien cumplido; sólo el viejo capitán reti-rado, don Vidal, que dirigía la excursión, opinócon bondad babosa que eran "cosas naturales",y que si él se volviese a sus veinticinco, atrás sedejaría en rendimiento y transporte a Cesáreo...

Habían decidido emprender el regreso a bue-na hora, porque, en otoño, sin avisar se echaencima la noche; pero ¡estaba tan hermoso elpradito orlado de espadañas! ¡Si casi parecíaque acababan de comer! ¡Si no habían tenidotiempo de disfrutar la hermosura del campo!Daba lástima irse... Además, tenían luna para la

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navegación. Fue oscureciendo insensiblemente,y con la puesta del sol coincidió una niebla,suave y ligera al pronto, como la matinal, peroque no tardó en cerrarse, ya densa y pegajosa,impidiendo ver a dos pasos los objetos. DonVidal refunfuñó entre dientes: -Mal pleito para embarcarse. Vararemos. Y ello es que no había otro recurso sino regre-sar a la villa... Al acercarse a la barca los expedicionarios, noparecían ni patrón ni remeros. La registradoraempezó a renegar: -¡Dadles vino a esos zánganos! ¡Bien empleadonos está si nos amanece aquí! Por fin, al cabo de media hora de gritos y bús-queda, se presentaron sofocados y tartajosos losremerillos. Del patrón no sabían nada. Se con-vino en que era inútil aguardar al muy borra-chín; estaría hecho un cepo en alguna cueva delmonte; y el remero más mozo, en voz baja, se loconfesó a don Vidal:

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-Tiene para la noche toda. No da a pie ni apierna. -¿Sabéis vosotros patronear? -preguntó Cesá-reo, algo alarmado. -Con la ayuda de Dios, saber sabemos -afirmaron humildemente. Se conformaron losexpedicionarios, y momentos después la em-barcación, a golpe de remo, se deslizaba lenta-mente por el río. Asía don Vidal la caña deltimón y guiaba, obedeciendo las indicacionesde los prácticos. Hacía frío, un frío sutil, pegajoso. La gentejoven empezó a cantar tangos y cuplés de zar-zuela. El boticario, para lucir su voz engolada,entonó después el Spirto. Las señoras se arro-paban estrechamente en sus chales y mantele-tas, porque la húmeda niebla calaba los huesos.Cesáreo, extendiendo su ancho impermeable,cobijaba a Candelita, y confundiendo las manosa favor de la oscuridad y del espeso tul gris quelos aislaba, los novios iban en perfecto embele-so.

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-Nadie ha querido como yo en el mundo -susurraba el hijo del mayorazgo al oído de suamada.

-Esto no es cariño, es delirio, es enfermedad.¡Soy tan feliz! ¡Ojalá no lleguemos nunca!

-¡Ciar, ciar, pateta! -gritó, despertándole de suéxtasis, la voz vinosa de un remero-. ¡Que va-mos cara a las peñas! ¡Ciar!

Don Vidal quiso obedecer... Ya no era tiempo.La barca trepidó, crujió pavorosamente; cuan-tos en ella estaban, fueron lanzados unos contraotros. La frente de Cesáreo chocó con la deCandelita. En el mismo instante empezó a se-pultarse la barca. El agua entraba a borbollonesy a torrentes por el roto y desfondado suelo.Ayes agónicos, deprecaciones a santos y vírge-nes, se perdían entre el resuello del abismo quetraga su presa. Era el río allí hondo y traidor, deimpetuosa corriente. Ningún expedicionariosabía nadar, y se colaban apelotados en losabrigos y chales que los protegían contra la

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penetrante niebla, yéndose a pique rectos comopedruscos. Aturdido por el primer sorbo helado, Cesáreose rehízo, braceó instintivamente, salió a la su-perficie, se desembarazó a duras penas del im-permeable y exclamó con suprema angustia: -¡Candela! ¡Candelita! Del abismo negro del agua vio confusamentesurgir una cara desencajada de horror, unosbrazos rígidos que se agarraron a su cuello. -¡No tengas miedo, hermosa! ¡Te salvo! Y empezó a nadar con torpeza, a la desespe-rada. Sentía la corriente, rápida y furiosa, que learrastraba, que podía más. -Suelta... No te agarres... Échame sólo un bra-zo al cuello... Que nos vamos a fondo... La respuesta fue la del miedo ciego, el movi-miento del animal que se ahoga: Candelitaapretó doble los brazos, paralizando todo es-fuerzo, y por la mente de Cesáreo cruzó la idea:"Moriremos juntos".

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El peso de su amada le hundía, efectivamente;el abrazo era mortal. Se dejó ir; el agua le en-volvió. Su espinilla tropezó con una piedra pi-cuda, cubierta de finas algas fluviales. El dolordel choque determinó una reacción del instinto;ciegamente, sin saber cómo, rechazó aquelcuerpo adherido al suyo, desanudó los brazosinertes; de una patada enérgica volvió a salir aflote, y en pocas brazadas y pernadas de sobre-humana energía arribó a la orilla fangosa, don-de se afianzó, agarrándose a las ramas espesasde los salces. Miró alrededor: no comprendía.Chilló, desvariando: -¡Candelita! Candela! La sobrina del arcipreste no podía responder:iba río abajo, hacia el gran mar del olvido. "El Imparcial", 11 de junio de 1906.

El "Xeste"

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Alborozados soltaron los picos y las llanas, seestiraron, levantaron los brazos el cielo nublo-so, del cual se escurría una llovizna menudísi-ma y caladora, que poco a poco había enchar-cado el piso. Antes de descender, deslizándoserápidamente de espaldas por la luenga escala,cambiando comentarios y exclamaciones degozo pueril, bromas de compañerismos -lasmismas bromas con que desde tiempo inme-morial se festeja semejante suceso-, uno, no diréel más ágil -todos eran ágiles-, sino el de mayoriniciativa, Matías, desdeñando las escaleras, sedescolgó por los palos de los mechinales, corrióal añoso laurel, fondo del primer término delpaisaje, cortó con su navaja una rama enorme,se la echó al hombro, y trepando, por la escale-ra esta vez, a causa del estorbo que la ramahacía, la izó hasta el último andamio, y allí lasoltó triunfalmente. Los demás la hincaron enpie en la argamasa fresca aún y el penacho delxeste quedó gallardeándose en el remate de laobra. Entonces, en

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trope, empujándose, haciéndose cosquillas,bajaron todos.

Eran obreros -no condenados, como los de laciudad, a la eterna rueda de Ixión de un trabajosiempre el mismo-. Mestizo de cantero y labrie-go, en verano sentaban piedra, en inviernoatendían a sus heredades. Organizados en cua-drilla, iban a donde los llamasen, prefiriendo lalabor en el campo, porque en las aldeas, ¡reto-ño!, se vive más barato que en el pueblo, seahorra casi todo el jornal, para llevarlo, bienguardado en una media de lana, a la mujer, ymercar el ternero, y el cerdo, y las gallinas, y laropa, y la simiente del trigo, y algún pedacillode terruño. No sentían la punzada del ansia degozar como los ricos, que asalta al obrero en losgrandes centros; el contacto de la tierra les con-servaba la sencillez, las aspiraciones limitadasdel niño; disfrutaban de un inagotable buenhumor, y la menor satisfacción material lostransportaba de júbilo. Sus almas eran todavía

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las transparentes y venturosas almas de losvillanos medievales.

Se atropellaban por la escala, sonando en lostravesaños húmedos la madera de los zuecos, yya abajo hacían cabriolas, despreciando la frial-dad insinuante de la llovizna triste y terca.¿Qué importaba un poco de friaje?, Ya se calen-tarían bien por dentro, con el mejor abrigo, elabrigo de Dios que es la comida y la bebida.Allá lejos divisaban el humo, corona de la chi-menea de la casa señorial, y el montón de leñaardiendo que producía aquel humo les guisabasu cena, la cena solemne del xeste, el banqueteextraordinario ofrecido desde la primaverapara el día en que terminasen las paredes delnuevo edificio. ¡Daba gusto tratar con señores,no con contratistas miserables! El xeste del con-tratista..., sabido: un cuarterón de aguardiente,una libra de pan reseso. ¡En el obsequio delseñor se vería lo que es rumbo! El agua se lesvenía a la boca. Se miraron, se hicieron guiños,saboreando la proximidad del placer, en el cual

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pensaban a menudo ya desde el instante en quelospeones abrieron la zanja de los cimientos. Era temprano aún para que la cena estuvieselista, pero convinieron en dirigirse cara allá, yMatías se ofreció a enjaretarse con cualquierpretexto en la cocina y adelantarles noticias delfestín. Vistiéndose las chaquetas sobre las cami-sas mojadas y la cuadrilla se puso en camino,zanqueando, aplastando la hierba sembrada depálido aljófar. A pocos pasos de la casa, ante latapia del huerto, se pararon, irresolutos; peroaquel enredante de Matías, como más despabi-lado, se fue muy serio hacia el abierto portón,lo cruzó, y al cabo de diez minutos volvió agi-tando las manos, bailando los pies. ¡Qué cena,recacho, qué convite! Aquello era lo nunca vistoni pensado. ¡Unas cazuelas así... y que echabanun olido! ¡El vino en ollas, para sacarlo con elcacillo de la herrada; y hasta postres, arroz conleche, manzanas asadas con azúcar! ¡Y ordendel señor de que podían entrar y calentarse a la

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lumbre mientras se acababa de alistar la comi-lona! Entrasen todos, canteros y peones, yel chiquillo carretón de los picos, también...Matías, volviéndose algo contrariado, añadió: -Tú no, Carrancha... Tú quédate... Nadie protestó. Era un parásito desmirriado,un mendigo, que no formaba parte de la cua-drilla. Sin fuerzas para trabajar, medio tísico, se pe-gaba a los canteros, y como no hay pobre queno pueda socorrer a otro, le daban corruscos depan de maíz, restos de su frugal comida. Carra-cha padecía hambre crónica; para pedir limosnaalegaba males del corazón, mil alifafes; pero suverdadera enfermedad, el origen de su consun-ción, era el no comer, el haber carecido de sus-tento desde la lactancia, pues estaba seca sumadre... La cocinera de los señores no quería aCarracha de puertas adentro, en razón de queuna vez faltó una cuchara de plata, coincidien-do con haber dado al mendigo sopas en escudi-lla de barro y con cuchara de palo. Carracha

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quedó excluido; ni en ocasión tan señaladahabía indulgencia para él. Se le oscureció elsemblante demacrado, lo mismo que si lo en-volviesen en negro tul. ¡No ver el comidón!Sólo con verlo, sin catarlo, imaginaba que se lecalentaría la panza floja y huera. La cuadrilla,con alegre egoísmo, reía de la decepción delinfeliz, y, a empellones,se precipitaba adentro, a aquel paraíso de lacocina... ¡Pues lo que es él, Carracha, no se mo-vía de allí! Y se quedó fuera, hecho un canhumilde... A las siete en punto sacaban, humeantes, lasgrandes tazas de caldo de pote, y el señor seaparecía un momento, risueño, longánimo. -A comer, muchachos; a rebañarme bien esastarteras; que no quede piltrafa; denles cuantonecesiten... ¡Que nada les falte! Desapareció, para que comiesen con más liber-tad, y empezó el cuchareo, alrededor de la largamesa de nogal bruñido por el uso. ¡Vaya uncaldo, amigos, vaya un caldo de chupeta! Caldo

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lo comían diariamente los canteros: constituíasu alimentación; pero era un aguachirle, unaspatatas y unas berzas cocidas sin chiste ni gra-cia. Por real y medio diario de hospedaje, ¿quémanutención se le da a un cristiano, vamos aver?

A este caldo no le faltaba requisito: su gra-sa,sus chorizos, su rabo, sus tajadas de carne...Y al elevar la cuchara a la boca, los canteros seestremecían de beatitud. Sólo en Nadal, y allápor Antruejo, y el día de la fiesta de la parro-quia, les tocaba un caldo algo sabroso, ¿perocomo este? ¡Los guisantes de los señores tienenun sainete particular! Cada cual despachó sutazón; muchos pidieron el segundo. Que vinie-se después gloria. No sería mejor que aquelcaldo. Y Matías, chistoso como siempre -¡condenado de Matías!-, anunció a voz en cue-llo, jactándose:

-Yo, de cuanto venga, he de arrear tres racio-nes. Lo que coman tres, ¿oís? cómolo yo.

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-No eres hombre para eso -observó flemática-mente Eiroa, el viejo asentador de piedra,siempre esquinado con Matías. Y éste, que acababa de echarse al coleto doscacillos de vino seguidos, respondió con chun-ga y sorna: -¿Que no soy hombre? Pues aventura algo tú...Aventúrame siquiera un peso de los que llevasen la faja. Hubo una explosión de carcajadas, porque laavaricia de Eiroa era proverbial. ¡Jamás pagabaaquel roña un vaso! Pero el asentador, echandoa Matías una mirada de través, replicó, conigual tono sardónico: -Bueno, pues se aventura, ¡retoño! Un peso teganas o un peso me gano. ¡Recacho, Dios! ¡Cerrada la apuesta! Los canteros patearon desatisfacción. ¡Cómo iban a divertirse! Eiroa, sinperder bocado, con la ojeada que tenía paranotar si las piedras iban bien de nivel, se dedicóa vigilar a Matías. ¡No valen trampas! Sí; entrampas estaba pensando Matías. A manera de

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corcel que siente el acicate, su estómago res-pondía al reto abriéndose de par en par, aco-giendo con fruición el delicioso lastre. Despuésde las tres tazas de caldo con tajada y otrosapéndices, cayeron tres platos de bacalao a lavizcaína, de lamerse los dedos, según estabablando, sin raspas, nadando en aceite, con elgustillo picón de los pimientos. Luego, despo-jos de cerdo con habas de manteca, y en pos lapaella, o lo que fuese; un arroz en punto, llenode tropezones de tocino, que alternaban conotros de ternera frita; y los estipulados tres pla-tos llenísimos a cogulo, fueron pasando -yalentamente- por el tragadero de Matías. Sordoscontinuos del rico tinto del Borde le ayudabanen la faena.

Empezaba a sentir un profundo deseo de que ellance de la apuesta parase allí, de que no sirvie-se la cocinera más platos. La algazara de loscompañeros le avisó: aparecía un nuevo man-jar, tremendo; unas orondas, rubias, majestuo-sas empanadas de sardina. A Matías le pareció

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que eran piedras sillares, y que sentía su pesoen mitad del pecho, oprimiéndole, deshacién-dole las costillas. Una ojeada burlona del asen-tador le devolvió ánimos. ¡Aunque reventara!Y, fanfarroneando, pidió media empanada parasí. Mejor que andar ración por ración. ¡Vengamedia empanada! Un murmullo de asombrohalagador para su vanidad corrió por la mesa.La cocinera reía, mirando con babosa ternura aaquel guapo muchacho de tan buen diente. Y lepartió la empanada, dejándole el trozo mayor. Principió a engullir despacio, auxiliándose conel tinto. Masticaba poderosamente, y la indiges-ta pasta descendía, revuelta con el craso y pla-teado cuerpo de las sardinas, con el encebolla-do y el tomate del pebre. Le dolían las mandí-bulas, y hubo un momento en que lanzó unsuspiro hondo, afanoso, y paseó por la cocinauna mirada suplicante, de extravío. Eiroa soltóuna pulla. -¡No es hombre quien más lo parece! -¡Recacho! ¡Eso quisieras! ¡Se gana el peso!

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Y el cantero, con esfuerzo heroico, supremo,pasó el último bocado de empanada y tendió elplato para que se lo llenasen de lo que a la em-panada seguía: el arroz con leche y canela, alcual acompañaban unas tortas de huevo y miel,tan infladas, que metían susto... A la vez quelos postres sirvióse el aguardiente, una caña deCuba, especial. ¡Qué regodeo, qué fiesta, quémultiplicidad de sensaciones voluptuosas, refi-nadas! La cuadrilla estaba en el quinto cielo;perdido ya del todo el respeto a la cocina de losseñores, hablaban a gritos, reían, comentaban lacolosal apuesta. El desfallecimiento de Matíasera visible. ¿A que no colaban los tres platazosde arroz? ¡Bah! ¡A fuerza de caña! El cantero,moviendo la cabeza abotagada, hacía señas deque sí, de que colarían, y pasaba cucharadas,dolorosamente, como quien pasa un vomitivo.

Allá fuera, Carracha, el excluido, se pegaba ala pared, a fin de percibir olores, escuchar rui-dos, participar con la exaltada imaginación delhartazgo. Sus narices se dilataban, sus fauces se

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colmaban de saliva. ¡Qué no diera él por verse ala vera del fogón! ¡Y cuánto duraba la comilo-na! Matías le había prometido traerle algo, laprueba, en un puchero... ¿Se acordaría?... Atodo esto, el agua menuda de antes, el frío or-vallo, iba convirtiéndose en lluvia seria, y elhambrón sentía sus miembros entumecidos, ybajo sus pies unas suelas de plomo helado.Temblaba, pero no se iba, ¡quiá! El mastín deguarda le labró dos o tres veces, enseñándolelos dientes agudos, pero le conocía desde antesde aquello de la cuchara, y el ladrido fue sólouna especie de fórmula, cumplimiento de undeber. ¡Atención! ¿Qué clamor se alzaba de la cocina?¿Reñían acaso? ¿Una desgracia? El hambrientovio que la puerta se abría con ímpetu, y salíandisparados de la cuadrilla hechos unos locos. -¡El médico! ¡El médico!... -dijeron al pasar... Carracha notó que la puerta no se cerraba, ycon su timidez canina, haciéndose el chiquito,se coló dentro, mascando el aire espeso, satura-

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do de emanaciones de guisos sustanciosos ybebidas fuertes. Nadie le hizo caso. Rodeaban aMatías; le habían arrancado la chaqueta, des-abrochado la camisa; le echaban agua por lacara, y su pelo negro, empapado, se pegaba alrostro violáceo por la fulminante congestión. Yel cantero no volvía en sí..., ni volvió nunca.Según el médico, que llegó dos horas después -vivía a legua y media de allí-, de la congestiónpodría salvársele, pero había sido lo peor que alhincharse los alimentos, el estómago de Matíasse abrió y se rajó, como un saco más lleno quesu cabida máxima... -El Señor nos dé una muerte tan dichosa -repetía Carracha, sinceramente, pasándose lalengua por los labios y recordando el hartazgoque gozó en un rincón, mientras todo el mundose ocupaba de Matías. "El Imparcial", 5 de enero de 1903.

Curado

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Al salir el médico rural, bien arropado en sucapote porque diluviaba; al afianzarle el estribopara que montase en su jaco, la mujerona llora-ba como una Magdalena. ¡Ay de Dios, que tení-an en la casa la muerte! ¡De qué valía tanta me-dicina, cuatro pesos gastados en cosas de labotica! ¡Y a más el otro peso en una misa al glo-rioso San Mamed, a ver si hacía un milagriño! El enfermo, cada día a peor, a peor... Se abría avómitos. No guardaba en el cuerpo migaja quele diesen; era una compasión haber cocido paraeso la sustancia, haber retorcido el pescuezo ala gallina negra, tan hermosa, ¡con una enjun-dia!, y haber comprado en Areal una libra ente-ra de chocolate, ocho reales que embolsó el la-drón del Bonito, el del almacén... Ende sanan-do, bien empleado todo..., a vender la camisa!...pero si fallecía, si ya no tenía ánimo ni de abrirlos ojos!... ¡Y era el hijo mayor, el que trabajabael lugar! ¡Los otros, unos rapaces que cabíanbajo una cesta! ¡El padre, en América, sin escri-

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bir nunca! ¡Qué iba a ser de todos! ¡A los cami-nos, a pedir limosna! Secándose las lágrimas con el dorso de la ne-gra y callosa mano, la mujerona entró, cerró lacancilla, no sin arrojar una mirada de odio almédico que, indiferente, se alejaba al trotecilloanimado de su yegua. Estaban arrendados conél, según la costumbre aldeana, por un ferradode trigo anual; no costaban nada sus visitas...,pero, ¡cata!, ellos se hermanan con el boticario,recetan y recetan, cobran la mitad, si cuadra...,¡todo robar, todo quitarle su pobreza al pobre!Y allí, sobre la artesa mugrienta, otro papel,otra recitiña, que sabe Dios lo que importaría,además del viaje a Areal, rompiendo zapatos ymojándose hasta los huesos. Lejos, en el fondo de la cocina, apenas alum-brada por una candileja de petróleo, se oía elfatigoso anhelar del enfermo y el hálito igual,dulce, de los tres niños echados en un mismojergón de hojas de maíz. El fuego del lar aúnardía semiextinguido. Una sabandija corrió un

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instante por la pared y se ocultó en un resqui-cio, dejando la medrosa impresión de su cule-breo fantástico, agigantado por la proyecciónde sombra. La vaca, en el establo, mugió insis-tente, llamando a su ternerillo; fuera aulló elperro. La mujerona, con movimiento de cólera,agarró la receta y la echó a las brasas, donde seconsumió trabajosamente el recio papel... Quejóse el enfermo, con aquel quejido suyo,desgarrador, de rabia y náusea, y la madre,acercándose al cajón de tablas pegado al muro -el lecho aldeano-, se inclinó sobre el mozo ysusurró a su oído: -Calla, mi yalma, que ende amaneciendo voypor el mediquín, y te lo traigo, y te cura.¡Comohay Dios que voy por él! ¡Ya no me pasa el mé-dico esa puerta! Era el supremo recurso, la postrera ilusión detodo labriego en aquella parroquia de Noan -elcurandero, el médico libre, sin título, que ejer-cía secretamente, acertando más, ¡buena com-paranza!, que los otros pillos-. El mediquín no

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recetaba. Llevaba consigo, en el profundo bol-so, tres o cuatro frasquetes y papelitos dobla-dos, unas gotas y unos polvos, y en el acto ad-ministraba lo preciso; no había que trotar hastaAreal, esperar los siete esperares en la botica ydespués largar pesos al boticario, que el diañocargue con él. Una peseta o dos al mismo me-diquín, y campantes; y el mozo, antes de unasemana, sachando en la heredad. Aún no blanqueaba el alba, anunciándola tansólo vago reflejo cárdeno hacia el bosque,cuando salió la mujerona, arrebujada la cabezaen su mantelo de burel, haciendo saltar barrolíquido ¡flac!, ¡flac! de los charcos, al hincar enellos las enormes zuecas. Cuando volvió,acompañada del curandero, que renegaba deltiempo- ¡vaya una invernía, vaya un perro llo-ver!- a la puerta de la choza la esperaba el ma-yor de los pequeños, Juaniño, asustado, descal-zo, manoteando. -¡Señora madre..., que Eugenio está al cabo!¡Que ya no atiende cuando le gritan!

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La mujerona y el curandero se precipitaron; elinterior de la choza parecía tenebroso a quienvenía del exterior, de la claridad que ya empe-zaba a derramar un mustio amanecer de no-viembre, y el mediquín encendió cerillas, y a laintermitente luz examinó al moribundo. Ungemido horrible, lento, rumiando, por decirloasí, salió de la fétida cama. -¡Ay Virgen de la Guía! ¡Ay San Mamed! -clamó la madre-. ¡Es el estortor! ¡Está gunizan-do! -No, mujer, no; calle, no se desdiche, que va adescansar. La voz del curandero fue como un conjuro. Elgemido se atenuó. Por la única ventana de lachoza entró un rayo dorado del sol naciente.Los tres chicuelos, asombrados y respetuosos,permanecían en pie, mal despiertos, enredadoslos rubios rizos, sofocados aún los carrillos,metido el índice en la boca. Esperaban el mila-gro que iba a realizarse, y sus almitas cándidasy nuevas se entreabrían para acoger el rocío de

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lo maravilloso. ¡Aquel señor regordecho, degabán de paño azul y gorra de cuadros verdes,podía curar a Eugenio! ¿Cómo? ¿De qué mane-ra? Por una virtud... Eso, por una virtud... Elcaso es que iba a curarle. Eugenio no gemiríamás; no tendría aquellas ansias tan grandísi-mas; cerraría los ojos y dormiría como un santobendito.

El curandero, entretanto, sacaba del bolso unode sus frasquetes no rotulados, lo miraba uninstante al trasluz, enderezaba el cuentagotas,pedía agua, que le traían en un cuenco de ba-rro, dosificaba y, cuenco en mano, volvía a lle-garse al lecho... Con un brazo pasado alrededordel cuello del moribundo, le hacía beber, be-ber... ¡Asombroso caso! El mozo bebía y guar-daba lo bebido... Cruzó las manos la madre,deshaciéndose en bendiciones. El curanderodejó suavemente sobre la almohada de follatola cabeza de revueltas greñas, de cara dema-crada, color de arcilla. Una imperceptible sonri-sa, una ráfaga de paz, de bienestar, sosegaron

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un momento la dolorosa faz atormentada delenfermo.

-Te va bien, yalma? -preguntó, embelesada, lamujerona.

-Sí, señora...; muy bien... -respondió él, dulce-mente.

Del pico de un pañuelo salieron tres pesetas,que el curandero, al retirarse, guardó en el an-cho bolsón de su abrigo; el precio de la visita yde la pócima. Los pequeñuelos permanecíanabsortos. ¡Eugenio no se quejaba ya! ¡Le veíanasí... dormido, tan sereno... respirando maino, amodo del aire entre el trigal! ¡Como un santo,un santo bendito!

Ni se enteraron de que, hacia el mediodía,aquel ligero susurro cesó... La madre, al acer-carse para administrarle otra dosis de la medi-cina milagrosa, tocó algo ya frío, rígido: uncuerpo inerte. Alzó estridente alarido. Se mesólas canas a puñados, se clavó las uñas en elpergamino del rostro... y Juaniño, consolándo-

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la, cogiéndose a su zagalejo remendado, repe-tía: -No se apure, señora... Voy por el curandero...Calle, que se lo traigo ahora mismo... "Blanco y Negro", núm. 617, 1903.

Consuelos

María Vicenta, la costurera, alzó la cabeza, quetenía caída sobre el pecho, y momentáneamentellevó sus hinchados y extraviados ojos hacia lapuerta de entrada. Se oía ruido. Era que traíanla caja comprada en Areal, y Selme, el cantero,que se había encargado de la adquisición, ladepositaba en el suelo, refunfuñando: -Veintitrés reales... Ni una condenada perramenos... Es de las superiores, bien pintada... En efecto, el cajón donde iban a guardar parasiempre al niño de María Vicenta lucía simétri-cas listas azules sobre fondo blanco, e interior-mente un forro chillón de percalina rosa. No se

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hacía en Areal nada más elegante. Con extrañe-za notó Selme que la costurera no admiraba elpequeño féretro. Acababa de fijar ahincada-mente la vista en el jergón donde reposaba elcuerpecito, amortajado con el traje de los díasde fiesta y la marmota de lana blanca y moñosde colores. Sobre la cara diminuta, pálida, seveían manchas amoratadas, señales de besosfuriosos. Selme se creyó en el caso de repetir yampliar su relación.

-Vengo cansado como un raposo. De Arealaquí hay la carreriña de un can. No me paré aresollar ni tan siquiera un menuto, porque tecorría prisa la caja, mujer. Decíame Ramón elde la taberna: "Hombre, echa un vaso, que unvaso en un estante se echa". Pero ni eso, diaño.Ya sabrás que sólo me diste dazaocho reales.Cinco los puse yo de mi dinero...

Incorporóse María Vicenta, andando comouna autómata; fue al cajón de su máquina decoser y, de entre carretes revueltos y retales de

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indiana arrugados, sacó un envoltorio de papelque contenía calderilla. -Ahí tienes -dijo, de un modo inexpresivo, alcantero. Selme desdobló el papel y contó escrupulosa-mente la suma. Sobraban unas perras; las de-volvió, echándolas en el regazo de la costurera,que había vuelto a sentarse. -Aún es de más, mujer... Apaña esos cuartos,que falta te harán... Y, ¡qué carala!, vuelve porti, que ese no es modo ni manera. A mí se mellevó Dios a cuatro rapaces, y para esos menostengo que trabajar. Anda, que moza eres, ycuando vuelva tu mozo de servir al rey y case-des, verás... ¡A fellas que los chiquillos nácentey médrante más pronto que los carballos! -Selme -respondió la costurera, con la mismafrialdad-, coge ahí de la lacena una botella quehay mediada y echarás un vaso. No hubo que decirlo dos veces. Mientras Sel-me revolvía la alacena, fueron entrando coma-dres y mocitas aldeanas, porque ya sabían el

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regreso del cantero con el ataúd a cuestas, y lespicaba curiosidad de ver la caja bonita, un obje-to de lujo. La señora Antonia, la viuda, tenía asu cargo el pésame y la oratoria consoladora,por ser la más suelta de lengua y de mejor ex-plicación entre todas las viejas de la parroquiade Boiro. ¡Como que hasta sabía improvisarcoplas!

-María Vicentiña, prenda de mi corazón... -exclamó la comadre, abrazando a la costurera-.Echa cohetes, que hoy le envías a Nuestro Se-ñor del Cielo divino un ánguele. Dios está ale-gre, Nuestra Señora está alegre, el bendito SanAntón está que hasta pega gargalladas, y losdemás anguelitos..., todo se les vuelve cantarcomo locos. Llega allá, a los cielos divinos, tuneno, y lo reciben con violines, panderetas,conchas, gaita... ¡A fellas que oigo la música!¡Dichoso dél! ¡En una caja así, tan preciosa, noshubiesen llevado a nosotras, enfelices, que noshemos pasado la vida sudando para ganar eltriste comer! A tu neno ahora le regala rosqui-

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llas la Virgen, y San Antón le está poniendouna ropa toda de oro, y de plata, y de perlas,con unos fleques colorados... ¡Mujer, boba, Ma-ría Vicentiña, alevántate, quita esas manos de lacara, no seas desagradecida con el Señor, quetanto bien te hizo!

La costurera se levantó, extendiendo los bra-zos para rechazar a la consoladora. Involunta-riamente la despidió contra la pared. Silenciosa,avanzó hacia el jergón donde yacía el cuerpo,pero lo rodeaban las mocitas, admirando lagorra de moños y el traje con tiras bordadas.¡Cuánta majeza! Por algo María Vicenta teníaaquella habilidad y aquellos dedos primoro-sos...

-¡Apartad, apartad! -mandó la madre, sin es-forzar la voz; y las rapazas se desviaron, estre-mecidas sin saber por qué...

María Vicenta se echó al suelo, pegó el rostroal de su hijo y así permaneció un rato largo, sinllorar, sin moverse, cual si se hubiese dormido.

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Por fin, la llamaron, la sacudieron, gritaron a sualrededor: -¡Los señores amos! ¡María Vicenta! ¡Érguete!¡Están ahí los señores amos! Rígida, muda, se levantó la costurera, mos-trando respeto. Eran, en efecto, los señores, lospropietarios de su humilde casa, los que le da-ban costura, la enseñaban a trabajar, la protegí-an bondadosamente. Eran los amos de la aldea,los dueños de la quinta; un caballero de barbagris, una dama cuarentona, muy retocada, detraje de percal incrustado de entredoses, som-brero y sombrilla de encaje negro. La pareja seaproximó a María Vicenta y la interpeló condulzura: -¡Sea todo por Dios! ¡Al fin se te murió la cria-turita!... -dijo la dama-. En cuanto supe yo quetenía convulsiones, ¡cosa perdida! Así se nosquedó muerto un sobrinito monísimo, que erami encanto... Tranquilízate tú ahora, María Vi-centa, que, como estabas criando, puede arreba-társete la leche a la cabeza, y eso es muy serio.

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¿Por qué no te vienes allá así que... en cuanto..."no tengas nada que hacer aquí?" Te pondre-mos la cama en el cuarto que cae a la carretera...Te distraerás con los compañeros en la cocina... No hubo respuesta. La costurera, inmóvil,quizá ni escuchaba el murmullo sedoso y blan-do de las consoladoras frases. La señora, enton-ces, la cogió suavemente por un brazo, la arrin-conó y le secreteó algo más personal y directo. -Es preciso ser razonable, María Vicenta. Yasabes que te hemos amparado en tu... "desgra-cia". Nada te ha faltado, ¿verdad? Ni asistencia,ni caldo, ni ropita para el nene... Ya ves, po-dríamos ser como otros, que en casos así despi-den a las muchachas... Hasta el día antes de tuapuro, has cosido en casa, has tenido buenacomida, que en tu estado... Después, lo mismo.Te llevaban el chico, le dabas de mamar; nadiete ha dicho una palabra desagradable. ¿Es cier-to? Pues, hija, cuando Dios dispone lo que dis-pone..., por algo será. ¿No se te ha ocurrido quepuede ser un castigo de..., de tu... ligereza? Re-

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cíbelo así; a título de castigo. Ten paciencia. Aserenarse, y a vivir mejor desde ahora. ¿Eh?Aunque vuelva... ese, tu amigo de antes..., co-mo si no existiera. Y si te persigue, le respon-des: "No me propongas picardías... Soy la ma-dre de un ángel". ¡Si hoy debías estar más con-tenta! ¡Debías reír! Conque ¿te vienes allá? Sincoser, por supuesto, en unos días... A distraer-te...

La madre del ángel hizo con la cabeza signosnegativos y trató de volverse hacia la pared.Las mocitas habían aprovechado la ocasiónpara meter el cuerpo en la caja. Selme la cerró yla tomó a cuestas; ya pesaba doble, pero a bienque hasta el camposanto el viaje era corto.Formadas en fila, las mujeres siguieron al can-tero, y apenas fuera de la casa, alzaron las vo-ces, el griterío obligado en todo entierro de al-dea, lúgubre cuando acompañan a un adulto,regocijado cuando se trata de un niño. Aquellosclamores despertaron a María Vicenta...

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Pegó un salto de fiera y se abalanzó al jergón.No quedaba en él sino la depresión leve mar-cando el sitio del cuerpo. Un alarido ronco,profundo, como de animal herido, salió de lagarganta de María Vicenta, al desplomarse alsuelo con el ataque de nervios. Se retorcía, segolpeaba, rugía... y también se reía, sí. Cumplíala consigna de reírse, con risa violenta, inextin-guible, terminada, a cada acceso, en sollozos. Elcaballero y la dama se miraron, apurados, con-fusos. ¡Qué terquedad! ¿Pues no habían hechotodo lo posible para consolarla? "El Imparcial", 23 de febrero de 1903.

Leliña

Siempre que salían los esposos en su cesta,tirada por jacas del país, a entretener un pocolas largas tardes de primavera en el campo,encontraban, junto al mismo matorral formadopor una maraña de saúcos en flor, a la misma

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mujer de ridículo aspecto. Era un accidente delcamino, cepo o piedra, el hito que señala unademarcación, o el crucero cubierto de líquenesy menudas parasitarias. Manolo sonreía y pe-gaba suave codazo a Fanny.

-Ya pareció tu Leliña... ¡Qué fea, qué avechu-cho! En este momento, el sol la hiere de frente...Fíjate.

La mayordoma les había referido la historia deaquella mujer. ¿La historia? En realidad, nocabe tener menos historia que Leliña. Sin fami-lia, como los hongos, dormía en cobertizos ypajares -¡a veces en los cubiles y cuadras delganado!- y comía..., si le daban "un bien de ca-ridad".

Sin embargo, no mendigaba. Para mendigar serequiere conciencia de la necesidad, nocionesde previsión, maña o arte en pedir..., y Leliña nisospechaba todo eso. ¿Cómo había de sospe-charlo, si era idiota desde el nacer, tonta, boba,lela, "leliña"? ¡Ella pedir!

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Un can pide meneando la cola; un pájaro ron-da las migajas a saltitos... Leliña ni aun eso;como no le pusiesen delante la escudilla debazofia, allí se moriría de hambre.

Inútil socorrerla con dinero; a la manera quesu abierta boca de imbécil dejaba fluir la salivapor los dos cantos, de sus manazas gordas, co-lor de ocre, se escapaban las monedas, yendo arodar al polvo, a perderse entre la espesa hierbatrigal. Manolo y Fanny lo sabían, porque, alprincipio, acostumbraban lanzar al regazo de latonta pesetas relucientes... Ahora preferíanatenderla de otro modo: con ropa y alimento. Elpañuelo de percal amarillo, el pañolón anaran-jado de lana, el zagalejo azul de Leliña, se lohabían regalado los esposos. ¡Cosa curiosa!Leliña, indiferente a la comida, gruñó de satis-facción viéndose trajeada de nuevo. Una sonri-sa iluminó su faz inexpresiva, al ponerse, envez de sus andrajos, las prendas de esos mati-ces vivos, chillones, por los cuales se pirran las

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aldeanas de las Mariñas de Betanzos, el máspintoresco rincón del mundo... -¡Hembra al fin!... -fue el comentario de Mano-lo. -¡Pobrecilla! -exclamó Fanny-. ¡Me alegro deque le gusten sus galas!... Fanny ansiaba hacer algo bueno; tenía el almaimpregnada de una compasión morbosa, origi-nada por la íntima tristeza de su esterilidad.Diez años de matrimonio sin sucesión, el dic-tamen pesimista de los ginecólogos más afa-mados de Madrid y París, pesaban sobre sustenaces ilusiones maternales. "Ensayen ustedesuna vida muy higiénica, aire libre, comida sa-na...", les ordenó, por ordenarles algo, el últimodoctor a quien acudieron en consulta. Y se aga-rraron al clavo ardiendo de la rusticación, mé-todo que si no les traía el heredero suspirado, almenos debía proporcionarles calma y paz. Peroen medio de la naturaleza remozada, germina-dora, florida, despierta ya bajo las caricias sola-res, la nostalgia de los esposos revistió caracte-

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res agudos; se convirtió en honda pena. Fannyno contenía las lágrimas cuando encontraba auna criatura. ¡Y en la aldea mariñana cuidado sipululaban los chiquillos! A la puerta de las ca-sucas, remangada la camisa sobre el barrigón,revolcándose entreel estiércol del curro, llevando a pastar la vaca,tirando peladillas a los cerezos o agarrándose aljuego trasero del coche y voceando: "¡Trallaatrás...!"; en el atrio de la iglesia, a la salida demisa, con un dedo en la boca, en la romeríacomiendo galletas duras, en la playa del vecinopueblecito de Areal escarabajeando al través delas redes tendidas a manera de cangrejillos vi-vaces... no se hallaba otra cosa: cabezas rubias,ensortijadas, que serían ideales si conociesen elpeine; cabezas pelinegras, carnes sucias y rosa-das, chiquillería, chiquillería. -Los pobres, señorita, cargamos de hijos... Escomo la sardina, que cuanta más apañamos,más cría el mar de Nuestro Señor... -decía aFanny una pescadora de Areal, la Camarona,

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madre de ocho rapaces, ocho manzanas por lofrescos...

La dama torcía el rostro para ocultar al esposola humedad que vidriaba sus pupilas, y alládentro, dentro del corazón, elevaba al cielo unaoferta. Quería realizar algo que fuese agradableal poder que reparte niños, que fertiliza o secalas entrañas de las mujeres. No permitiría ellaaquel invierno que la idiota, la mísera Leliña,tiritase en la cuneta encharcada y helada; ape-nas soplase una ráfaga de cierzo, recogería a lainocente, dándole sustento y abrigo, y la Provi-dencia, en premio, cuajaría en carne y sangre suhonesto amor conyugal... Por eso -al divisar aLeliña cuando cruzaban al pie del enredijo desaúcos en flor-, Manolo, confidencialmente,empujaba el codo de Fanny, y una esperanzaloca, mística, ensoñadora, animaba un instantea los dos esposos. La idiota no les hacía caso.Ellos, en cambio, la contemplaban, se volvíanpara mirarla otra vez desde la revuelta. Les

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pertenecía; por aquel hilo tirarían de la miseri-cordia de Dios. Fue Manolo el primero que advirtió que loscocheros se reían y se hacían un guiño al pasarante la idiota, y les reprendió, con enojo: -¿Qué es eso? ¡Bonita diversión, mofarse deuna pobre! ¡Cuidadito! ¡No lo toleraré! -Señorito... -barbotó el cochero, que era anti-guo en la casa y tenía fueros de confianza-. Si esque... ¿No sabe el señorito?... -y puso las jacas alpaso, casi las paró. -¿Qué tengo de saber? Porque sea lela esadesdichada, no debéis vosotros... -Pero, señorito... ¡si es que ya corre por toda laaldea!... -¿Qué diantres es lo que corre? -Que, perdone la señorita, Leliña está... Un ademán completó la frase; Fanny y Mano-lo se quedaron fríos, paralizados, igual que sihubiesen sufrido inmensa decepción. La seño-ra, después de palidecer de sorpresa, sintió quela vergüenza de la idiota le encendía las meji-

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llas a ella, que había proyectado redimirla ysalvarla. Bajó la frente, cruzó las manos, hizoun gesto de amargura. -Eso debe de ser mentira -exclamaba Manolo,furioso-. ¡Si no se comprende! ¡Si no cabe encabeza humana!... ¡La idiota! ¡La lela! Digo queno y que no... Marido y mujer, entre el ruido de las ruedas yel tilinteo de los cascabeles de las jacas, quevolvían a trotar, examinaron probabilidades,dieron vueltas al extraño caso... ¡Vamos, Leliñani aun tenía figura humana! ¿Y su edad? ¿Quéaños habían pasado sobre su testa greñosa, va-cía, sin luz ni pensamiento? ¿Treinta? ¿Cin-cuenta? Su cara era una pella de barro; su cuer-po, un saco; sus piernas, dos troncos de pino,negruzcos, con resquebrajaduras... ¡Leliña!...¡Qué asco! Y al volver de paseo, envueltos yaen la dulce luz crepuscular de una tarde radio-sa, viendo a derecha e izquierda cubiertos devegetación y florecillas los linderos, respirandoel olor fecundo, penetrante, que derraman los

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blancos ramilletes del vieiteiro, y a Leliña nitriste ni alegre, indiferente, inmóvil en su sitioacostumbrado, Manolo murmuró, con mezclaindefinible de ironía y cólera: -¡Como la tierra!... Fanny, súbitamente deprimida, llena de me-lancolía, repitió: -¡Como la tierra!... No hablaron más del proyecto de recoger a laidiota. Ya era distinto... ¿Quién pensaba en eso?Preguntaron a derecha e izquierda, poseídos decuriosidad malsana, sin lograr satisfacerla. ¿Elculpable del desaguisado? ¡Asús, asús! Nadie losabía, y Leliña de seguro era quien menos. Nosería hombre de la parroquia, no sería cristiano;algún licenciado de presidio que va de paso,algún húngaro de esos que vienen remendandocalderos y sartenes... ¡Qué pecado tan grande!¡Hacer burla de la inocente! El que fuese, ¡asús!,había ganado el infierno... El verano transcurrió lento, aburrido; comen-zaron a rojear las hojas, y Fanny y Manolo, al

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acercarse a los saúcos, donde ahora el fruto, losgranitos, verdosos, se oscurecían con la madu-rez, volvían el rostro por no mirar a Leliña. De reojo la adivinaban, quieta, en su lugar. Undía, Fanny, girando el cuerpo de repente, apre-tó el brazo de su marido, emocionada. -¡Leliña no está! ¡No está, Manolo! Cruzaron una ojeada, entendiéndose. No aña-dieron palabra y permanecieron silenciosostodo el tiempo que el paseo duró. Durmieroncon agitado sueño. Tampoco estaba Leliña a latarde siguiente. Más de ocho días tardó la idio-ta en reaparecer. Antes aún de llegar al grupode saúcos, Fanny se estremeció. -Tiene el niño -murmuró, oprimida por unaaflicción aguda, violenta. -Sí que lo tiene... -balbució Manolo-. Y le da elpecho. ¿No es increíble? Abierto el ya haraposo pañolón de lana, recos-tada sobre el ribazo, colgantes los descalzospies deformes, la idiota amamantaba a su hijo,agasajándole con la falda del zagalejo, sin cui-

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darse de la humedad que le entumecía los mus-los. -¡Si hoy parece una mujer como las demás! -observó Manolo, admirando. Fanny no contestó; de pronto sacó el pañueloy ahogó con él sollozos histéricos, entrecorta-dos, que acabaron en estremecedora risa. -Calla..., calla... Déjame... No me consueles...¡No hay consuelo para mí! Ella con su niño...¡Yo, nunca, nunca! -repetía, mordiendo el pa-ñuelo, desgarrándolo con los dientes, a carcaja-das. El esposo se alzó en el asiento, y gritó: -Den la vuelta... A casa, a escape... ¡Se ha pues-to enferma la señora! "El Imparcial", 9 de marzo de 1903.

Cuesta abajo

A la feria caminaban los dos: él, llevando de lacuerda a la pareja de bueyes rojos; ella, guiando

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con una varita de vimio, larga y flexible, a cincorosados lechones. No se conocían: viéronse porprimera vez cuando, al detenerse él a resollar yechar una copa en la taberna de la cima de lacuesta, ella le alcanzó y se paró a mirarle.

Y si decimos la verdad pura, a quien la zagalamiraba no era al zagal, sino al ganado. ¡Vaya unpar de bueyes, San Antón los bendiga! A laclaridad del sol, que comenzaba a subir por loscielos, el pelaje rubio de los pacíficos animalesrelucía como el cobre bruñido de la calderillanueva; de tan gordos, reventaban y el sudor leshumedecía el anca robusta. Fatigados por lasacometidas de alguna madrugadora mosca, seazotaban los flancos, lentamente, con la colapoblada. La zagala, en un arranque de simpa-tía, abandonó a sus gorrinos, se llegó a uno delos castaños que sombreaban la carretera, sacódel seno la navajilla y cortó una rama, con lacual azotó los morros de los bueyes mosquea-dos. El zagal, entre tanto, corría tras un lechón

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que acababa de huir, asustado por los ladridosdel mastín de la taberna. -¿D'ónde eres? -preguntó él, así que logró an-tecoger al marranito. Antes que el nombre, en la aldea se inquiere laparroquia; luego, los padres. -De Santa Gueda de Marbían. ¿Y tú? -De Las Morlas. -¿Cara a Areal? -Sí, mujer. Soy el hijo del tío Santiago, el cohe-tero. -Yo soy nieta de la tía Margarida de Leite. -¡Por muchos años! -exclamó el zagal, lleno decortesía rústica. -¿Cómo te llamas, rapaza? -Margaridiña. -Yo, Esteban. Vas a la feria, mujer? -añadió,aunque comprendía que la pregunta estaba demás. -Por sabido. A vender esta pobreza. Tú sí quellevas cosa guapa, rapaz. ¡Dos bueis! Dios loslibre de la mala envidia, amén.

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El zagal, lisonjeado, acarició el testuz de losanimales, murmurando enfáticamente: -Mil y trescientas pesetas han de arrear porellos los del barco inglés, y si no... pie ante pietornan a casa. ¡Los bueyes del cohetero de LasMorlas!... ¡No se pasean otros mejores mozospor toda la Mariña! -Mira no te den un susto en el camino cuandotornes con el dinero -indicó, solícita, Margari-da-. Hay hombres muy pillos. Andan voces deuna gavilla. Yo tornaré temprano, antes que semeta la noche. ¡La Virgen nos valga! Esteban contempló un instante a la miedosa.Era una rapaza fornida, morena, como el pande centeno; entre el tono melado de la tez res-plandecían los dientes, semejantes a las blancasguijas pulidas y cristalinas que el mar arroja ala playa; los ojos, negros y dulces, maliciosos,reían siempre. -Ende tornando yo contigo, asosiégate -exclamó Esteban, fanfarroneando-. Tengo mibuena navaja y mi buen revólver de seis tiros.

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Vengan dos, vengan cuatro ladrones, vengan,aunque sea un ciento. ¡Soy hombre para ellos!¡Conmigo no pueden!

A su vez, la mocita miró al paladín. Estebantenía el sombrero echado atrás, las manos, a lojaque, en la faja, y un pitillo, acabado de encen-der, caído desgarbadamente sobre la comisurade los labios, bermejos como guindas. Su rostrofino, adamado, sin pelo de barba, contrastabacon sus alardes de valentón. La zagala acentuóla alegría de sus ojos; el zagal se puso colorado,y para disimular la timidez, dio al cigarro unaferoz chupada.

Después se encogió de hombros. ¿Qué hacíanparados allí? Cruzaba mucha gente en direc-ción a la feria. Las mejores ventas se realizantemprano... ¡Hala! Y ella antecogió sus marra-nos, y él atirantó la cuerda y dio aguijada a susbueyes. Ya no pensó ninguno de los dos enbobería ninguna, sino en su mercado, en sunegocio. ¡Hala, hala!

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Al revolver de la carretera, festoneada de ol-mos, descubrieron el pueblecito, tendido alborde del río -pintoresco, bañado de luz, consus tres torres de iglesia descollando sobre elcaserío arcaico, irregular-. Ningún efecto leshizo la hermosa vista. Se apresuraron, porqueya debía de estar animándose la feria. Margari-da pasaba las del Purgatorio cuidando de queno se perdiesen, entre el gentío, los cinco dimi-nutos fetiches, adorables con sus sedas blancasnacientes sobre la tersa piel color rosa. Acabópor coger a dos bajo el brazo, sin atender a susgruñidos rabiosos, cómicos, y ya solo por trestuvo que velar, que era bastante. Esteban, co-lumbrando entre un grupo de labriegos y unremolino de ganado las patillas de cerro deltratante inglés, se apresuró a acercarse con sumagnífica pareja de cebones para empatársela alos otros vendedores. Así se apartaron, sin ce-remonias, el zagal y la zagala. Sacó él sus mil ytrescientas y cuarenta pesetas y las ocultó en lafaja;

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guardó ella entre la camisa de estopa y el ajus-tador de caña unos duros, producto de la ventade los lechones; fue él convidado al figón por elinglesote de azules ojos y patillas casi blancas;devoró ella, sentada en el parapeto del puente,dos manzanas verdes y un zoquete de pantrigoañejo, y a cosa de las tres y media de la tarde -cuando el sol empezaba a declinar en aquellaestación de otoño-, volvieron a encontrarse enel camino, y sin decirse oste ni moste, acompa-saron el paso, deseosos de regresar juntos.Margarida tenía miedo a la noche, a los borra-chos que vuelven rifando y metiéndose conquien no se mete con ellos; Esteban, sin saberpor qué, iba más a gusto en compañía, ahoraque no necesitaba aguijar ni tirar de la cuerda.El diálogo, al fin, brotó en lacónicos chispazos.

-¿Vendiste? -dijo la moza.

-Vendí.

-¿Pagáronte a gusto?

-Pagáronme lo que pedí, alabado Dios.

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-¡Qué mano de cuartos, mi madre! ¿Y losbueis? ¿Van para el barco? -Para se los comerallá en Inglaterra... ¡Bien mantenidos estarán losingleses con esa carne rica! ¡Qué gordura, quélomos!

-Callaron. Anochecía. Se escuchó detrás unsilbido, pisadas fuertes, y la zagala, alarmada,se arrimó al zagal. La alarma pasó pronto: erandos chicuelos que zuequeaban y soltaban pala-brotas. Esteban rodeó los hombros de Margari-da con su brazo derecho, para protegerla, ysiguieron andando así, sin romper el silencio.La carretera serpenteaba por la vertiente de unmontecillo cubierto de pinos; a la izquierda, losesteros y los juncales inundados brillaban, re-flejando en rotos trazos la faz de la luna; el ca-mino, lejos de ser fatigoso, como a la ida, des-cendía suavemente. Corría un fresco de gloria,un airecillo suave, más de primavera que deotoño; y el zagal y la zagala sentían algo muyhondo, que eran absolutamente incapaces de

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formular con palabras. Lo único que Estebanacertó a decir fue: -¡Qué a gusto se va cuesta abajo, Margaridiña! -Se anda solo el camino, Esteban -respondióella, quedito. -¡Todos los santos ayudan! -insistió él. -Los pies llevan de suyo -confirmó ella. Y siguieron dejándose ir, cuesta abajo, cuestaabajo, alumbrados por la luna, que ya no secopiaba en los esteros, sino en la sábana gris dela ría. "El Imparcial", 9 de marzo de 1903.

Dalinda

-¡A echar el mantel bueno! -ordenó el mesone-ro de Cebre a la moza entrada a su servicio lavíspera-. Nos están ahí los señoritos de Rami-dor, y han de querer almorzar de lo mejorcito.Largay al puchero chorizos gordos... ¡Menéate!

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Llegaban, en efecto, los señoritos, levantandopolvareda, al trote picado de sus caballejos delpaís, y precedidos de alegre repiqueteo de cas-cabeles y ladridos atronadores de perros decaza. En el mesón estaban hartos de conocer adon Camilo, el mayorazgo; al segundón, donJuanito; pero les sorprendió y llenó de curiosi-dad la presencia de un caballero guapo, conropa lucida, polainas de cuero crujiente y cintu-rón-canana avellano, flamante, sin la capa demugre negruzca que cubría los arreos cinegéti-cos de los señoritos de Ramidor. Tiempo le fal-tó a la mesonera para interrogar a Diaño -elcriado que porteaba un saco de perdices muer-tas a perdigonadas-. Y Diaño dijo que el foras-tero era un señorito de Madrid que estaba pa-sando temporada con don Camilo; que se lla-maba don Mariano, y que era -no despreciandoa nadie- muy llano y muy habladero; que dabaconversa a todo el mundo, y a las rapazas -¡SanCebrián bendito!- las repicaba como si fueranpanderetas...

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-Sobre la mesa, tendido ya el mantel blanquí-simo, disponía la moza pan de mollete, platosvidriados, tenedores de peltre y jarrillas para elvino picón, prescindiendo de vasos para elagua, porque no suelen gastarla los cazadores.

-Estos, aureolados ya por el humo de sus ciga-rros, sentados a horcajadas, se fijaron en la mu-chacha que ponía el cubierto. Era una niña casi,vestida de luto pobre, dividido en dos trenzasel hermoso pelo rubio; finita de facciones y conboca de capullo de rosa, menuda y turgente,hinchada de vida. Juanito Ramidor, el más jo-ven de los cazadores, extendió la mano y ciñóel talle estrecho de la sirviente. Ella saltó haciaatrás, y hasta la frente se le puso bermeja.

-¡No molestes! -exclamó el forastero, intervi-niendo-. ¡Es una criatura! Déjala en paz. ¿Cómote llamas, hija mía? Contesta, que yo he de tra-tarte con el mayor respeto.

-Dalinda me llamo, señor -murmuró ella, conel acento cantarín de la comarca, fijando en don

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Mariano la mirada agradecida de sus ojos azu-les. -¡Bonito nombre! ¿Hace mucho que estás en elmesón? Y la voz de Mariano indicaba interés. -Entré ayer, señor; porque soy huérfana depadre y madre, y ahora se me murió mi tío, elseñor cura de Doas, que si viviera él, no sirvierayo más que a Dios -respondió la niña, con lá-grimas en el acento, pero las lágrimas no brota-ron. -Pues sírvenos bien, Dalinda, y toma esto paracomprarte un pañuelito de seda, que tienes unpelo precioso. Don Mariano intentó deslizar un duro en lamano de la muchacha, que lo rechazó suave yporfiadamente. -Se estima... Al señorito se le sirve de gana, sinnecesidad de eso. Como lo dijo, lo hizo Dalinda. Activa y gen-tilmente presentó los manjares, que eran sabro-sos y toscos, adecuados al apetito recio de loscazadores: pote con rabo, olla con jamón y cho-

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rizo, y tragos, tragos, tragos de clarete color devinagre, que la tierra da copiosamente. Las ca-bezas se calentaban; don Juanito y don Camilo,guiñando el ojo, bromeaban con don Mariano, amedias palabras, convertidas en desvergüenzasenteras cuando la sirvienta salía para traer algoque hiciese falta. -Eres un hipócrita, un farandulón -decía Cami-lo-. El que no te conozca, que te compre. -¿De cuándo acá -confirmaba Juanito- te dedi-cas tú a proteger la inocencia de estos arcánge-les? A fe que la cosa es chusca. Tú, hombre, tú...Si uno no se hubiese criado contigo, comoquien dice, cuando estudiábamos juntos enSantiago..., nos la pegas; vaya, que nos la pegas. -¡Chist! -exclamaba Mariano, viendo venir aDalinda, que alzaba, con gracioso movimiento,la fuente de arroz con riles y la depositaba en lamesa. Y así que la niña salía en busca de otro plato,el forastero murmuraba, atusándose el negrobigote:

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-Qué queréis, yo sé refinar. Vosotros tenéis elgusto acostumbrado a estos guisos de figón,muy sanos, aunque grasientos... Coméis a bo-cados, andáis después ocho leguas a caballo otres a pie..., dormís como canónigos... Encon-tráis una muchacha, y con tal que podáis estru-jarla y ella no chille, tan contentos. Que ella seaasí o de otro modo... no os importa. Os basta uncacho de carne con ojos.

-Di claro que somos unos brutos... -refunfuñóJuanito Ramidor, algo picado; y callóse, porqueDalinda entraba, portadora de un bacalao olo-roso y humeante.

-Si lo vuestro es brutalidad, yo la envidio -confesó Mariano-, porque revela salud y nor-malidad. Yo necesito otros estimulantes... Meha caído en gracia esa niña de las trenzas deoro, porque me parece una figura de retablo...¡La sobrina de un cura! Una azucena mística,intacta... O pierdo el nombre que tengo, o me lallevo del mesón, a pasar en Madrid una tempo-

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radita; y ha de ir contenta, o, mejor dicho, loca...¡Si sois buenos amigos, ayudadme! -Por nosotros que no quede -contestaron rien-do los señoritos-. Hacia esta parte vendremos acazar, aunque se acaben las perdices en tresleguas a la redonda. -Y vosotros la acosáis un poco, no mucho,¿eh?, y yo soy un paladín; a mí me cree otrosanto como ella. Cuando Dalinda volvió presentando una ollade castañas cocidas echando vaho caliente, ta-pada con un trapo, y recendiendo a anís, aúncelebraban estrepitosamente la ocurrencia lostres comensales. Y al despedirse, pagado elescote al mesonero, Mariano llamó aparte a laniña y le dijo, en tono sencillo y confidencial: -Ya que no quieres dinero, acepta éste dije enrecuerdo mío... El dije era un capricho de oro y turquesas, deesos que se cuelgan en la cadena del reloj, y selo había regalado a Mariano, una novia, unaseñorita con la cual estuvo a pique de casarse.

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Dalinda, con movimiento infantil, casto y apa-sionado, besó la joyuela al recibirla... Cumpliendo lo pactado, los señoritos de Ra-midor y su huésped llevaron sus cacerías por laparte de Cedre, y Mariano tuvo frecuente oca-sión de ver y hablar a la sobrinita del cura.Transcurrido algún tiempo, por las bardas de lacorraliza, no muy bajas, tenían sus paliques elforastero y la niña. -¿Qué tal? ¿Te la llevas? -solían preguntarJuanito y Camilo, ya un poco burlonamente. -Paciencia; todo se andará -contestaba, algomohíno e impaciente, el galán cortesano-. Esque estas chiquillas educadas a la mística... Loque os digo es que mujer más apasionada, y almismo tiempo más... más... más difícil, ¿enten-déis?, no la he encontrado en toda mi larga ca-rrera... De esta franca confesión tomaron pie los ami-gos para torearle, primero solapadamente, des-pués a descubierto, con la clásica pesadez ruralen las bromas. Los dichos, al pronto picantes, se

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convirtieron en mortificadores. Los dos gallosde villorrio se reían del intruso y frustrado ga-llo forastero, al cual sentían despechado, bajo lacapa de una ironía desdeñosa. ¿Fue este despe-cho, o estímulos de otra naturaleza, lo que pre-cipitó a Mariano? Cierta mañana anunció a susamigos que aquella noche no volvería a Rami-dor. Se proponía pasarla en el mesón, y no en elcuarto que le diesen, sino en otro del piso se-gundo, "¿no sabéis? Aquel que tiene, en la sole-ra del balcón sin balaustre, un tiesto de clavelesreventones..." ¡El aposento de Dalinda! Si que-rían cerciorarse, que rondasen a medianoche; élentreabriría un momento la ventana, y le verí-an...

Y, en efecto, poco después de sonar en el relojdel Ayuntamiento doce tristes campanadas,Camilo y Juanito Ramidor se internaron en lasolitaria calleja que cae al costado del mesón. Alpasar ante la tapia de la corraliza habían vistola puerta abierta y se dieron al codo. Apenasavanzaron dos pasos por la calleja, tropezaron

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con un bulto que yacía en el fangoso suelo; yuna mujer que venía de la corraliza, desmele-nada, retorciéndose las manos, los arrolló. -¡Ay Dios! ¡Virgen mía! gritaba la mujer. -¡Ay pobriño del alma! ¡Socórranme, ayúden-me a levantarle de ahí! ¡Ay, no permita el Señorque esté muerto! -Pero ¿cómo ha sido? -preguntó Camilo a Da-linda. -¡Yo misma le tiré por el balcón abajo! -respondió ella, sollozante. -¿Sabes lo que hiciste? -gritaron, amenazado-res, los dos hidalgos. -¡Hice bien! -exclamó la niña, enderezándose yrelampagueando indignación-. ¡Vuelvo a hacer-lo ahora mismo! -y rompiendo en convulsivolloro, se arrodilló en el barro de la sucia calleja-.¡Ay Virgen mía! ¡Sangra! ¡Sangra! ¡Está sin co-nocimiento! -y sus brazos rodeaban el cuerpoinerte, su cara bañaba en lágrimas la del señori-to...

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Mariano tenía rota una pierna por el muslo,herido el cráneo por el tiesto de claveles, quecayó con él, y dislocada una muñeca. La asistencia fue larga y penosa; se temió laamputación; al fin sanó, quedando cojo. Dalin-da no se apartó de su cabecera hasta verle re-puesto; y entonces, a sus ofrecimientos, res-pondió pidiendo una corta suma: el dote paraentrar en un convento de Clarisas. "El Imparcial", 9 de marzo de 1903.

La cruz negra

Acabo de verla, tan borrosa, tan chiquita, en laencrucijada, y por uno de esos fenómenos refle-jos de la sensibilidad que difícilmente podríanexplicarse, y que son una de las miserias denuestro ser, su vista me apretó el corazón. Y,sin embargo, la persona cuya muerte conme-mora esa cruz de palo pintado érame tan indi-ferente como la hojarasca que el último otoño

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arrancó del castañar, y que hoy se descomponeen la superficie de la tierra labradía. Era una mendiga, la mendiga de la encrucija-da, que formaba parte del paisaje, por decirloasí. Sentada a la orilla del camino, con los piesdescansando en la cuneta, el cuerpo recostadoen el cómaro mullido de madraselva y zarza-rrosa, allí estaba en todas las estaciones y contodas las temperaturas. Que el sol tostase, quebufase el vendaval, que la lluvia encharcase losbaches de la carretera, la mendiga inmóvil, sinmás protección contra la intemperie que uno deesos enormes paraguas escarlata, de algodón,con puño de latón dorado, que en el país suelenllamarse de familia. Raro es el mendigo que no tiene instintos devagabundo. Moverse, trasladarse, es género delibertad, y los pobres estiman mucho el sumobien de ser libres. Hasta los semihombres quecarecen de piernas lagartean velozmente sobrelas manos; hasta los paralíticos, en un carro, sehacen zarandear. Una inquietud, un gigantesco

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espíritu aventurero suele hurgar y escarabajeara los mendigos. La de la encrucijada, por elcontrario, pertenecía al número de los que sepegan, como el liquen, a las piedras, o como elinsecto al rincón sombrío donde no le persiguenadie. Dos razones podrían explicar su carácterestadizo: tenía más de ochenta años y no teníaojos.

Digo que no tenía ojos -y no a secas que eraciega-, porque en el sitio donde los ojos se abri-rían allá en las olvidadas juventudes, sólo seveían dos encarnizados huecos. ¿Qué tragediao qué horrible padecimiento recordaban aque-llas cuencas vacías, que el cristalino globo ani-ma aún apagado? Jamás se lo preguntamos, niprobablemente nadie lo quiso saber. No agra-daba mirar de cerca los agujeros rojos que elpañuelo de algodón cubría, disimulando tam-bién en lo posible el resto de la cara; plegadapor mil arrugas y bajo cuyo pergamino, endu-recido, recurtido por las influencias del airelibre, se adivinaba exactamente la forma de la

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calavera. Las manos, siempre extendidas, eranun haz de sarmientos, y negruzcas, temblonas,ya no aferraban el paraguas; éste se sosteníapor medio de uno de estos puerilmente inge-niosos aparatos que sólo la pobreza discurre, yque hacen sonreír como las invenciones de lossalvajes... El cuerpo carecía de forma; ¿quiénadivina lo que envolvían tres ocuatro refajones de bayeta, una compacta trape-ría de colores muertos, secos, que, en agosto,igual que en enero, cubrían a la mendiga de laencrucijada? Pasábase las horas silenciosas, aguzando eloído, que a larga distancia percibía los cascabe-les de los coches y el trote de los caballos. Senecesitaba gran destreza para arrojarle unamoneda que recibiese, y lo más acertado eratomar la resolución de apearse y colocársela enla mano. Si la moneda caía entre el polvo o enlas zarzas, perdida para la mendiga infalible-mente. La aprovecharían los golfitos de aldea,que siempre están traveseando en la carretera, a

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fin de agarrarse a la zaga de los carruajes y dis-frutar del inefable placer de ir quince minutosen la posición más violenta, para que los coche-ros los apeen de un trallazo. Estos gorrionessolían comerse el grano de trigo ofrecido a lamendiga, a no ser que, viéndolos sus madres,les gritasen indignadas, prontas al estregón deorejas: -¡Teney vergüenza! ¡Soltay los cuartos! ¡Eso esde la mal pecada! La mal pecada, por su parte, no reclamabanunca. Al percibir que le echaban limosna, quela recogiese o no en el hueco de su regazo, dabalas gracias lo mismo, con interminable retahílade bendiciones y plegarias en que salían a relu-cir Nuestra Señora, los angelitos del cielo, elbienaventurado Santiago Apóstol, el SantísimoSacramento del altar, las nobles almas que secompadecen de los desdichados, los caballerosgenerosos, toda la retórica de la pordioseríaaldeana. Yo no sé por qué esta retórica, en ladesdentada boca oscura, sonaba con sinceridad

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humilde, y la indiferencia ante la moneda, ol-vidada muchas veces entre el polvo del camino,daba mayor fuerza a la presunción de que lamendiga era verdaderamente una pobre deCristo..., un ser que cree con toda su alma queel que pasa y le arroja una mísera suma es al-guien que realiza nada menos que una obra decaridad...

La hubiésemos sorprendido mucho; hubiése-mos escandalizado su espíritu, su manso espíri-tu de vejezuela desvalida, si le dijésemos: "¡Nosomos caritativos; somos egoístas feroces! ¡Por-que tú pides y porque te damos una mezquin-dad, ya creemos sancionado el hecho, que debi-era ser inaudito, de que una mujer ciega, demás de ochenta años, esté como tú estás aban-donada, desechada en la cuneta del camino, sinlazarillo, sin un perro siquiera! ¡Ya creemoslegítimos pasar con tilinteo de cascabeles, congolpeteo de cascos de caballos, entre remolinosde polvo, y dejarte ahí, lo mismo que si fuesesun enmohecido pedrusco, sin saber adónde te

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recogerás cuando salga la luna, qué reparoaguarda tu débil estómago aterido de frío, quémanta cubrirá tus áridos huesos! ¡Y todavía noslanzas bendiciones y te deshaces en manifesta-ciones de gratitud! ¡Todavía tu acento, que pa-rece balido de oveja, nos sigue y nos acompañay resuena hasta que transponemos los vetustoscastaños, los que acaso tevieron bailar, mocita, a su sombra!". Por eso la desaparición de la malpocada, aquien sustituye la tosca negra cruz, tuvo paramí no sé qué de trágico, algo que removió ceni-zas y ascuas de sentimiento... confuso, dormi-do, pero capaz de despertarse y de convertirseen la infinita piedad suscitada por el espectácu-lo del infinito dolor. Acabábamos de dejar atráslos corpulentos castaños; el sol declinaba, en-cendiendo al soslayo, con toques y vislumbresde cobre limpio, el pelaje de las vacas y los re-centales juguetones que aguijoneaba un aldea-no, de retorno sin duda de la feria. El aromapenetrante y ambiguo de la flor del saúco se

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confundía con el olor insulso del polvo remo-vido por las pezuñas del ganado. Un automóvilamarillo cruzó como alma que el diablo lleva,soltando vahos de gasolina. ¡Un automóvil! ¡Siviviese aún la mal pecada! ¡Cómo pedir limos-na a quien vuela en automóvil! Y la cruz negra, de repente, la cruz que mehabía comprimido el pecho, me pareció conso-ladora, buena. Era otra súplica de la ciega..."Por amor de Dios..., acordaos todavía de mí,rezad". Y, entre el silencio campestre, alto yreligioso, que había sucedido al paso de la má-quina endemoniada y el correteo de los becerri-llos desmandados de susto, se me representóotra vez la mendiga, en pie, al lado de la cruznegra. Las cuencas de sus ojos ya no estabanvacías: en ellas brillaban unas pupilas azules,espléndidas, con limpidez de zafiro. Su vesti-menta era blanca; y alrededor de su cuerpoderecho, casi gallardo, clareaba un halo de luz,los oros en fusión del poniente y la plata quevierte la luna nueva...

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Y si no existiese esa región misteriosa donde tehan engastado otra vez los ojos en las órbitas ydonde tus andrajos son blancuras, ¿qué excusa,qué explicación tendría para ti este mundo,vejezuela, cuyo monumento es esa negra cruzdesbastada a hachazos por un carpintero dealdea, y que el próximo invierno pudrirán laslluvias? "Blanco y Negro", núm. 603, 1902.

Accidente

Bajo el sol -que ya empieza a hacer de las su-yas, porque estamos en junio-, los tres opera-rios trabajan, sin volver la cara a la derecha ni ala izquierda. Con movimiento isócrono, ex-halando a cada piquetazo el mismo ¡a hum! deesfuerzo y de ansia, van arrancando pellonesde tierra de la trinchera, tierra densa, compacta,rojiza, que forma en torno de ellos montonesmovedizos, en los cuales se sepultan sus des-

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nudos pies. Porque todos tres están descalzos,lo mismo las mujeres que el rapaz desmedradoy consumido, que representa once años a losumo, aunque ha cumplido trece. La boina, unavieja de su padre, se la cala hasta las sienes, yaumenta sus trazas de mezquindad, lo ruin desu aspecto. Es el primer día que trabaja a jornal, y estáalgo engreído, porque un real diario parecepoca cosa, pero al cabo de la semana son ¡seisreales!, y la madre le ha dicho que los espera,que le hacen mucha falta. Hablando, hablando, a la hora del desayunose lo ha contado a las compañeras, una mujerya anciana, aguardentosa de voz, seca de calca-ñares, amarimachada, que fuma tagarnina, yuna mozallona dura de carnes, tuerta del dere-cho, con magnífico pelo rubio todo empolvadoy salpicado de motas de tierra, a causa de lalabor. -Somos nueve hermanos pequeños -ha dichoel jornalerillo-, y por lo de ahora, ninguno, no

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siendo yo, lo puede ganar. Ya el zapatero de laRamela me tomaba de aprendís; solamente que,¡ay carambo!, me quería tener tres años lo me-nos sin me dar una perra... Aquí, desde luegose gana. -En casa éramos doce -corrobora la tuerta, contono de indefinible vanidad-, y mi madre bal-dada, y yo cuidando de la patulea, porque fuila más grande. ¡Me hicieron pasar mucho! Pe-leaba con ellos desde l'amanecere. A fe, másquiero arrancar terrones. Había un chiquillo desiete años que era el pecado. Estando yo dor-mida me metió un palo de punta por este ojo yme lo echó fuera... Y la vieja, entre dos chupadas, declaró senten-ciosamente: -El que con chiquillos se acuesta... Yo, endeviendo uno (que sea ajeno, que sea mi nieto), lelevanto la ropa y le pego un buen azote... No era verdad; el vecindario de aquel pobrebarrio extramuros sabía que la bruja de la vozcarrascuda, aun cuando tuviese el cuerpo muy

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lastrado de líquido, no se metía en realidad connadie; pero andaba siempre alabándose de abo-fetear al uno y de destripar al otro. Y la tuerta,con expresión de malicia, guiñó su ojo viudo,sonriendo al escuchimizado rapaz. Desde que sonó la hora cesaron las confiden-cias. La taciturnidad del trabajo monótono pe-saba sobre los espíritus, adormilándolos, comosi el aire que sus pulmones absorbían afanosa-mente en el trajín les barriese las ideas del seso.Su faena mecánica les atontaba quitándoles delpensamiento cuanto no fuese la repetición ince-sante, espaciada por la acción de alzar y bajar lapiqueta, del golpe que había de socavar aquellatrinchera formidable, desmontando tierra ymás tierra, que llevaban los carros ni sabían losjornaleros adónde. ¿Qué les importaba, ade-más? El rapaz, Raimundo, trabajaba, lo mismo quelas dos mujeres, por cuenta de un contratista,hombre agenciador, que hacía el negocio deproporcionar gente a los que tenían obras en

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planta, cobrando los jornales a peseta y abo-nándolos a real. ¡Vaya! Para eso, con él, segurosestaban de tener choyo todo el año. No sospechaban, y si lo sospechasen no lesimportaría, que aquella tierra se destinaba arellenar un parque en una quinta próxima. Nu-trirían con sus jugos, en vez de ortigas y cardos,las plumeadas araucarias, las palmeras elegan-tes, las fragantes magnolias, las camelias indife-rentes a todo en su charolado orgullo. La trin-chera, abierta por la construcción del nuevocamino que a la estación conduce, es alta ymuestra las zonas de color de las capas del te-rreno. El trabajo de excavación ha abierto enella una cava, que ya ofrece sombra cuando elcalor arrecia, en aquella hondonada que limitandos taludes y que no refresca el abanicar delaire de la ría. Y los jornaleros truecan chanzascuando se enteran de que ya los cobija el des-monte. Luego, a darle a la piqueta, a darle duro. ¡A-hum! El rapaz se siente desfallecer de cansan-

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cio. Es fuerte el trabajo así, el primer día, sobretodo el primer día. Los brazos parece que se loshan apaleado, de tanto como le van doliendo.Las compañeras se ríen. -¡Mocoso! ¿Pensaste que era como jugar a labillarda? El amor propio, el pundonor le reaniman. Al-za la piqueta con más ánimos. Se acuerda delcontratista, de la ojeada de desprecio con que ledijo al concederle jornal: -Te tomo..., no sé por qué; no vas a valer; estásesmirriado; eres un papulito que siquiera pue-des con la herramienta... ¿Esmirriado? Ahora se vería si las otras, lasfemias, hacían más... La tuerca notó el arrechu-cho del novato, y le dijo, maternal, bondadoso-ta: -No te mates, hombre, que igual ha de ser. Elnegocio no está en dar tanto piquetaso, sino enarrincar de cada golpe buena pella. Y señalaba el hacinamiento a su lado, dondecada fragmento de terrón era doble de los que

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hacía caer Raimundo. El suspiro, sin responder,volviendo a la carga.

Un automóvil pasó, haciendo retemblar latierra. No vieron sino la rotación deslumbrantede sus ruedas amarillas. Flotó en el aire un tufode bencina, exasperado por el calor. Aún no sehabía disipado, cuando asomó por la carreteraun cura de aldea, caballero en un borrico. Tandespacio avanzaba, que el jinete tuvo tiempo deobservar sobre las cabezas de los tres jornalerosalgo que le llamó la atención. Era una enormemasa de tierra, suspendida, por decirlo así, enel aire. La cueva, ahondada por la continuamordedura afanosa de las piquetas, no tenía yamás cubierta que aquella saliente costra, con-movida sin tregua, de desplome fatal, inevita-ble. Y en la imaginación del párroco se precisóla catástrofe, enlazada al recuerdo de una fraseleída por la mañana, entre sorbo y sorbo dechocolate,en el diario integrista: "Socavan ysocavan la sociedad, y se les vendrá encimacuando menos lo piensen". Refrenó a su rucio,

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cerró el paraguas de alpaca oscura y sin apearsearrimóse alsocavón, gritando: -¡Eh! ¡Vosotros! Que se os viene encima esatierra. ¿Estades ciegos? La alcoholizada le contestó pintoresca reata deinjurias sobre el tema de la profesión. La mozatuerta solo refunfuñó: -¡Nos deje en paz! Vusté no nos hace el traba-jo. Raimundo, por su parte, ni se volvió. Enfae-nado, cayéndole una gota de cada pelo, sin aireya para sus chicos pulmones, se puede creerque ni oiría. El zumbido de la piqueta, su re-tumbo mate contra la pared borrosa, era lo úni-co que vagamente percibía, envuelto en el ja-dear de su anhelante pecho. ¡Cuándo serían lasdoce, señaladas por el paso del tren, para dejar-se caer al suelo de golpe y mascar, ya mediodormido de cansancio, el corrusco de pan demaíz!

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El cura, no obstante, seguía vociferando carita-tivos insultos. -¡Bárbaros! ¡Brutanes! ¡Ni media hora tardaeso en venirse! Y como la vieja se lanzase fuera del excavepara replicar furiosa, se oyó un estrépito sordo,apagado; se alzó una nube de polvo rojo, y enseguida, un silencio siniestro, interrumpido porel rodar de los últimos terrones que caían de loalto. De pronto, un escarabajeo, un pataleo, untrajín de fiera soterrada y que violenta las pare-des de su entierro. Era la moza rubia, que vigo-rosamente perneaba, cabeceaba para salir deentre la masa de tierra de la impensada sepul-tura. Acudieron el párroco y la bruja; la ayudaron;se le vio sacar primero la rodilla, después unapierna, al fin el tronco, y la faz lívida, con larespiración cortada; el único ojo, loco de espan-to. Nadie pensó sino en ella. El rapaz no reso-llaba; al principio le olvidaron. Cuando se em-pezó a solevantar la tierra, porque acudieron

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vecinos de las casucas y tabernas desparrama-das por el camino real, costó trabajo descubrir-le; lo más fuerte del desplome había recaídosobre el pecho. Tenía los ojos inyectados desangre, la boca y las orejas tapiadas con barrobermejo. Los pies parecían incrustados en latierra, otra vez compacta. "Blanco y Negro", núm. 710, 1904.

Ardid de guerra

¡Aquellas elecciones iban a ser sonadas! Las demás sona desde hacía muchos años, y cuentaque el distrito de Eiguirey siempre da quehablar en casos tales. Pero acrecía la resonanciadramática del presente el que luchasen doshermanos, últimos vástagos de la antigua estir-pe de Landrey Lousada, el señorito Jacinto y elseñorito Julián. Enemistados desde las partijasde la herencia paterna, enzarzados en intermi-nable pleito, trababan ahora campal batalla en

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el terreno electoral. Jacinto representaba a losconservadores; Julián, al poder, a los fusionis-tas. El propio ministro de la Gobernación, lla-mando a su despacho al candidato, le habíadirigido observaciones prudentes, y en vista desu decisión irrevocable, acabó por transigir.¡Allá ellos, después de todo! ¡Que se matasen, siera capricho!

Y es que el odio aproxima como el amor; esque en el alma de los contrincantes hervía elimpulso del encuentro cuerpo a cuerpo y cara acara (el montielismo, decía Raide, médico ruralmuy leído y muy diserto). La vanidad tambiénlos inducía a disputarse a Eiguirey; ahora queno existen vínculos ni mayorazgos, con igualderecho podían ocupar la cabecera del banco deroble de su capilla en la iglesia parroquial,donde, sobre ennegrecidas piedras, se inscri-ben, en letras góticas, los foros de la familia.¿Acaso el pazo, el destartalado caserón, con sutorre aún erguida, su escudo rudimentario, susbalcones de hierro atacados por el orín, su as-

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pecto de majestad caduca; acaso aquella resi-dencia secular, testigo del dominio de los Lan-drey, no estaba también en litigio? ¿Sabía al-guien si se lo llevaría el mayor o el menor? Lodecidirían los jueces; pero el resultado de laselecciones, ¡calcule usted si pesaría en el desen-lace de la cuestión! La telaraña de influenciasentretejidaalrededor del importante asunto tendía sushilos por el campo de la política; ninguno de losdos Landrey podía retroceder una pulgada. Dentro de sus gruesas paredes guardaba elpazo a una mujer -elemento patético en la fra-tricida contienda-, la viuda de Landrey Losada,la madre de ambos contendientes. Desde elprimer indicio de la desavenencia entre loshermanos, la señora, negándose a vivir en laciudad con ninguno de ellos, se había retiradoallí, al antiguo solar; cada vez que Julián o Ja-cinto venían a Eiguirey para manipular la elec-ción, pretendían saludar a su madre, y ella senegaba a recibirlos, "a no ser que fuesen jun-

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tos". Al pasar ante el caserón, las comadres dela parroquia proferían exclamaciones de lásti-ma, con el enfático tono que adopta la gente dealdea para comentar las desdichas del señorío. -¡Vaya una compasión! -¡A nadie le falta su cruz, Asús, Asús nos val-ga! Y tal vez una comadre, dándola de escéptica,formulaba su voto particular: -Callade, parvas de vosotras... ¡Quién se vieraen el pellejo de la señora, diaño! ¡Mi vida comola suya! ¡La mesa muy bien puesta mañana ytarde, ella muy bien descansada, con sus cria-das para la descalzaren! ¡Desdichadiñas noso-tras, que andamos al sol y a la friaje para nosganar el no morir! Un rumor de protesta ahogaba estas manifes-taciones díscolas. ¿No veían las comadres quela señora se iba acabando, acabando? ¿No esta-ba en la misa el domingo, flaca, flaca y amarilla,amarilla? ¿No había visto Marijuana la Chosca,con su único ojo, correr por las mejillas de la

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señora abajo unas lágrimas así? ¿No tenía elseñor cura en su poder la cera para la funciónsolenísima a la Virgen de los Dolores, que laseñora ofrecía si hacían paces sus hijos? ¿Y nojuraba el secretario, Pedro Miñato, que antes severía al Avieiro remontar corriente arriba queabrazarse a los dos Landrey? ¿Qué val la comi-da rica, si quien hala de comer tiene el corazónatragantado en el gañote? ¿Qué interesa la ca-ma mol, si quitan el sueño pensares amargos?

Y el caso era que aquella madre dolorosa, re-cluida en aquel caserón, complicaba más de loque parecía el problema electoral. Así lo creía ylo repetía el gran muñidor y cacique Pedro Mi-ñato, que andaba loco trabajando por don Ju-lián a fin de desbaratar los planes del terriblecura de Cerverás, factótum de don Jacinto. Por-que, ¡velay!, la señora disponía de una buenamano de votos, poseía en el distrito numerososcaseros, arrendatarios de sus lugares, fuerza, enfin, y había dado en la peregrina tema de ad-vertir que si alguno de los suyos votase le qui-

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taría las tierras inmediatamente. La fuerza de laseñora inclinaría la balanza. ¡No poder apode-rarse de elemento tan capital! ¡Si al menos laseñora no residiese allí; si dejase el campo libre!La idea echó raíces en el fértil cerebro de Miña-to, famoso por sus estratagemas y ardides elec-torales hasta más allá de los términos de laprovinica. ¡Expulsar a la señora! ¡Aprovecharsu ausencia para copar los votos! No se tratabadehacer picardías..., ¡que si se tratase, allí estabaMiñato también! Solo de un destierro temporal,de despejar el ruedo... "Y no hace falta -añadíaMiñato para su chaquetón-, que se entere donJulián: puede que se enfadase y lo estropeasetodo. Estas cosas, allá, yo, yo solito me las ama-ño..." Cuatro días después, observando Miñato a laseñora, al salir de misa mayor, no pudo repri-mir la chispa de satisfacción que asomó a suspupilas. ¡Ya empezaban a surtir efecto los "avi-sos" anónimos! Dos había escrito, con su habili-

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dad pendolística de ex maestro de escuela, dis-frazando la letra, esmerándose en la redacción.Si la señora no daba los votos a su hijo don Ju-lián, que se atuviese a las consecuencias: la no-che menos pensada, el pazo -¿lo entendía bien?-, el pazo saltaría por los aires. Y al notar cómola señora apenas podía sostenerse; al mirar sucara de desenterrada, sus ojos de espanto, Mi-ñato calculó: "No aguanta el miedo ni una se-mana. Toma el coche y se limpia".

Corrió la semana y no dio señales de disponerviaje la señora. Al contrario, tuvo Miñato soplode que había convocado a todos los caseros,reiterándoles, con imperiosa energía, la consig-na de neutralidad y abstención.

El que vote ya sabe lo que le aguarda. Serádespedido y le ejecutaré por justicia. Todos medebéis. Todos andáis atrasados. Si no os mez-cláis para nada en las elecciones, os perdono. Sino..., os arruino. He de veros pedir limosna.¡No decir que no os avisé!

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Y Miñato, al tratar inútilmente de arrastrarlosa la desobediencia, les decía al oído. -No tener miedo, parvos, gallinas. La señorano vos hace nada, porque luego ha de espichar.¿No le veis estampada en la cara la muerte? No moría, sin embargo, y a las elecciones selas llevaba Judas -para el Gobierno, se entiende-, porque don Jacinto, el conservador, el mejor,gracias al activo apoyo del cielo y del señorío,ganaba terreno. Miñato vaciló, luchando con ladiabólica tentación o, mejor dicho, con las con-secuencias que de ceder a ella pudieran seguir-se. Preocupado e indeciso, rondó a deshora elcaserón, ocultándose entre las sombras de lanoche. "Si no es más que asustarla -se repetía así mismo-. Pondré una cantidad insignificante...Bomba de palenque más o menos". Entre el silencio nocturno, sólo interrumpidopor la queja misteriosa del Avieiro, que eter-namente plañe las miserias de la vida, resonópavoroso el estrépito de la detonación; la reper-cutieron los ecos de las vertientes, la prolonga-

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ron los escarpes de la montaña. ¡La dinamita!¡Volaba el pazo! Los aldeanos sacudieron elsueño, corrieron a armarse de hoces, de palos,de horquillas; las mujerucas rezaban ringlerasde oraciones, apretando contra el seno a loschiquillos. ¡Volaba el pazo! Cuando llegaron alpie de la anciana torre, la vieron con asombroimpertérrita... Ni una grieta, ni conmovido unsillar. Había resistido como paladín de leyendaal fendiente de un gigantesco follón. En elcuerpo de edificio los vidrios se hicieron añicos.Algún marco de puerta se desquició... Insignifi-cante de verdad sería la dosis graduada por elpirotécnico... Una bomba más o menos, un epi-sodio de fiesta y algazara. Una estratagema, unchiste, un susto.

A la señora la encontraron tendida en la cama,caliente aún su cuerpo, pero sin señal de vida.La volvieron, le prestaron auxilios inútiles. Sicada corazón no guardase su secreto hincadocomo un puñal, se sabría que aquella madre nomurió de miedo a un ruido, ni del temblor de

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unas paredes. Lo clavado hasta el mango en elpobre sangriento corazón maternal era el últi-mo anónimo, que decía: "Por orden del señori-to, se va a tomar una providencia..." ¡Por ordende su hijo! Y temerosa de comprometer a suJulián, uno de sus dos tristes e inmensos amo-res, la señora, ya en las ansias del último trance,había quemado en la bujía el infame papel. Alabrirse la puerta, negras películas cenizosasrevolotearon alrededor del cadáver. "El Imparcial", 13 de enero de 1903.

Inútil

Mientras sus amos y todos los demás servido-res salían por la vetusta portalada tupida dehiedra, que ya encubría el blasón de los Valde-lor, Carmelo, el mayordomo viejo, experimen-taba el mismo recelo de costumbre, siempreque le dejaban así, guardando el pazo, solo,como se deja en un corral a un mastín desden-

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tado y caduco. "¿Y si vienen?", pensaba, ru-miando los noticierismos de tertulia aldeana enla cocina y en las deshojas de maíz.

La culpa de semejante caso teníala el capellán,su ocurrencia de largarse a Compostela a con-sultar con el sapientísimo médico Varela deMontes... Señores y criados se veían compelidosa oír la misa parroquial de Proenza, a dos le-guas y media de Valdelor; toda una caminatapor despeñaderos, para que, al fin, el abad, re-ñido de antiguo con don Ciprián de Valdelorpor no sé qué cuestiones de límites de unaheredad de patatas, alargase a propósito la mi-sa a fuerza de plática y responsos, con el fin deretrasarle al gordo hidalgo la hora de sentarseante el monumental cocido de mediodía. ¡Quese fastidiase! Y, adrede, el abad se eternizaba enlos latines, recalcando, de un modo pedantescopor lo despacioso, los sacros textos. No es deextrañar que don Cipriano saliese hacia Proen-za de humor perruno, al paso que su hija Ermi-tas iba jubilosa, a lomos de su pollina gris en-

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jamugada de terciopelo granate y con frontelerade lucios cascabeles. Ermitas se reía en las nari-ces de Carmelo,al mirarle tan cariacontecido. -¿Qué es eso? Hay miedo, ¿eh, viejiño? ¿Y aqué tenemos miedo? ¿Al cocón? ¿Qué va a pa-sar a las diez de la mañana, con este sol de glo-ria? ¿Por qué no vienes también a Proenza? Carmelo señalaba a sus piernas flojas, temblo-nas, de achacoso, y murmuraba: -No hay ánimos... Está uno derreado... Y tam-poco se podrá dejar la casa sin compaña ningu-na. -Si estás derreado, no servirás para guardarla -respondía la mayorazga alegremente-. Bueno,no te apures. No anda gente mala en estas pa-rroquias. -Anda más arriba de Proenza, cara a Boán -afirmaba temerosamente el anciano-. Dijéron-me antiyer... -Cacareos de comadres -intervenía don Ci-priano-. ¡Y si andan, que vengan! Se les hará un

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bonito recibimiento. Tres criados, el capellán,cuando vuelva, y yo; total, cinco hombres; ar-mas cargadas de sobra... Llevarían que rascar. Sin falta, saltaba Ermitas Valdelor: -¡Cinco hombres! Y luego, ¿María Lorenza yyo íbamos a quedarnos sentadas o a fecharnosen el desván? A lo cual, María Lorenza, mozallona fornida,que así barría y guisaba como ensillaba la ye-gua de su señor, exclamaba briosa: -¡A fe, yo tumbo a uno! ¡Así Dios me salve, letumbo escarranchado! Carmelo agachaba la cabeza. ¡Cinco hombres!A él no le contaban, y era natural. No es hom-bre un abuelo que ni tiene pulso para meteruna llave por el agujero de una cerraja. -¡Vayan muy dichosos! -mascullaba al alejarsela cabalgata y desaparecer en el recodo del sen-dero. Ya no se oían los cascabeles de la borrica, elgolpeteo sonoro de las herraduras sobre el pe-dregal, y en el alma del viejo pesaba la impre-

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sión honda de la amplia soledad del campo,sumido en la paz silenciosa, absoluta, del do-mingo. La naturaleza estaba vacía y solemne-mente muda; ni un soplo de aire agitaba lashojas; el mismo regato, tan cantador y vivo, lospardillos y gorriones inquietos, dijérase quecallaban y se adormían inmóviles. Allá, a lolejos, un jirón de niebla, deshilachado suave-mente por el sol, flotaba, engarzándose en losriscos de Penamoura. La mirada turbia deCarmelo se fijó en la enhiesta cumbre, y un re-cuerdo pueril le trajo una asociación de ideasapropiada a su estado de ánimo. "Ahí, en Pe-namoura, cuentan que enterraron los moros untesoro muy grandísimo", había pensado el vie-jo; y este pensar le refrescó el otro, origen prin-cipal de sus terrones; el "secreto", la arquillarepleta de ricas onzas portuguesas y castellanasque, ayudado por él, Carmelo,

había ocultado el señor de Valdelor en el es-condrijo que únicamente los dos conocían...¿Por qué misteriosos conductos se esparció la

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noticia del caso? Don Cipriano no lo dijo ni a suhija, y Carmelo..., ni se lo dijera al confesor, asífuese pecado mortal. Ello corrido andaba por elpaís; que en Valdelor existían onzas, un mon-tón de oro, encanfurnado en un rincón que sóloel amo y el mayordomo sabían, los muy zorros,ladinos... La propia furia de Carmelo cuandolos aldeanos aludían al secreto de las onzas, eradelatora, era imprudente. Y Carmelo creía quela oculta arquilla hablaba, gritaba, hacía seña-les, despertando codicias y atrayendo a losmalhechores. Por eso no dormía; Por eso letemblequeaban las enclenques piernas, al que-darse abandonado en aquel pazo de carcomi-das puertas y tapia desportillada, llena de bo-quetes. ¡Las onzas! Al olor de las onzas, la gentemala no podía menos de acudir. Y él, ¿cómo lasdefendía? ¿Era él capaz de defender algo?

Para distraer el temor, dirigióse a la cocina, acuidar del puchero. Recebó el fuego del hogarcon leña menuda, y destapó y espumó la olla,lentamente. El glu-glu del pote colgado le inte-

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resó, y lo revolvió con un cucharón largo, pro-fundo. Sus pasos levantaban eco en la vastacocina desierta. Hasta los canes, a hora seme-jante, andarían correteando por los sembrados;su oficio era vigilar de noche... De pronto seoyó un pitido de averío que se azora, y unospollos se refugiaron en la cocina, a trancos gro-tescos. Carmelo, que dialogaba con los bichos,preguntó en alta voz, sin volverse:

-¿Qué tenedes, malpocados?

Detrás de la cáfila de pollos venían cinco figu-rones, de cara cubierta por negros pañuelos queel sombrero ancho sujetaba, y en que dos tijere-tazos habían recortado el hueco de los ojos. Lapartida se echó sobre Carmelo y le sujetó. No leataron. ¿Para qué? Y el capitán se le acercó,hablándole con buen modo, en voz cambiada,de máscara aguardentosa.

-Señor Carmelo, no hay mientes de hacerlemal. Muéstrenos ónden paran las onzas, y nosvamos por onde hemos venido.

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El viejo respiraba congojosamente. Se oía elchoque de sus dientes amarillos. Sus ojos es-pantados se desviaban de las horribles caras desombra. Ni acertaba a contestar: no revolvía lalengua. -Por señas, amigo -añadió el jefe-. Señale dón-de es, que allá vamos. Débil, extinguido, salió por fin un acento de laapretada gorja. -No..., no hay... aquí... onzas... No hay. -¿A ver si tenía yo razón, maldita mi suerte? -vociferó otro de los enmascarados-. Por bien nole sacaremos ni esto. A preguntar de otro mo-do: ¡hala! -Cante la verdad, señor Carmelo -insistió eljefe-. Este asunto se ha de despabilar pronto;antes que vuelva de misa la demás familia. Sa-bemos que está escondido mucho dinero en lacasa. ¿Onde? Apriesa, que le conviene. Un hilito de voz cascada repitió: -Aquí... no hay nada... nada de onzas. El jefe blasfemó.

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-...¡Dios!... Ya que se le antoja, será... Alistarse,rapaces... Arrastraron fácilmente al anciano hacia el fue-go que acababa de recebar, y que ardía resta-llando, enrojeciendo la oscura panza del pote ylas trébedes en que descansaban las ollas. Des-viaron las más próximas, y arrodillando a Car-melo de un empujón, le apoyaron ambas ma-nos en la brasa. Un alarido de salvaje dolor su-bió al cielo. -A levantarlo -dispuso el jefe-. Ahora hablará. Le enderezaron, le echaron agua por la fazcérea y contraída -estaba desvanecido-, y alverle entreabrir los párpados, porfiaron conduro tono. El viejo movía la cabeza, diciendoque no, y que no, débilmente. -¡Vuelta al fuego! Y despacio, con rabia fría, le extendieron laspalmas sobre el brasero, avivado por llamitascortas, en que se evaporaba la resina del pino.Crujían, desnudándose de piel y tegumento, lossecos huesos, al tostarse, y el cuerpo, inerte ya,

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no se revolvía. Sólo al principio, al sentir el ar-dor infernal del fuego, había sollozado la vícti-ma: -¡Compasión! ¡Por el alma de vuestras madres! -Nos ha desgraciado el golpe -refunfuñó eljefe-. Aunque le desollemos no chista. -¡Si está medio muerto! De un puntapié le empujaron más adentro delhogar. La llama prendió en la ropa y en el pelocanoso. No hizo un movimiento. Ardía mejorque la yesca y la madera apolillada. Al volver de misa los señores de Valdelor cre-yeron que era un accidente casual -la caída delviejo en la lumbre-, lo que los privaba de uncriado bueno, fiel, pero inútil para el servicio. "El Imparcial", 30 de julio de 1906.

Armamento

Fue en una noche de invierno, ni lluviosa nibrumosa, sino atrozmente fría, en que por la

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pureza glacial del ambiente se oía aullar a loslobos lo mismo que si estuviesen al pie de lasolitaria rectoral y la amenazasen con sus si-niestros ¡ouu... bee!, cuando el cura de Andia-nes, a quien tenía desvelado la inquietud, oyófuera la convenida señal, el canto del cucorei, ysaltando de la cama, arropándose con un ba-landrán viejo, encendiendo un cabo de bujía,descendió precipitadamente a abrir. Sus pier-nas vacilaban, y el cabo, en sus manos agitadastambién por la emoción, goteaba candenteslágrimas de esperma.

Al descorrerse los mohosos cerrojos y pegarsea la pared la gruesa puerta de roble, dejandopenetrar por el boquete la negrura y el heladosoplo nocturno, alguien que no estuviese pre-venido sentiría pavor viendo avanzar a treshombres, más que embozados, encubiertos,tapados por el cuello de los capotes, que se jun-taba con el ala del amplio sombrerazo. Detrásdel pelotón se adivinaba el bulto de un carrito yse oía el jadear del caballejo que lo arrastraba, y

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cuyas peludas patas temblaban aún, no sólopor el agria subida de la sierra, sino por habersentido tan de cerca el ardiente hálito de loslobos monteses hambrientos.

-¿Está todo corriente? -preguntó el que parecíacapitanear el grupo.

-Todo. No hay más alma viviente que yo en lacasa. ¡Pasen, pasen, que va un frío que pela a lagente!...

Metiéronse en el portal e hicieron avanzar elcarrito, que al fin cupo, no sin trabajo, por elhueco de la puerta; cerrándola aprisa sólo conllave, sin echar los cerrojos otra vez, y ya de-fendidos de curiosidades -aunque en tal lugar ytal noche no era verosímil ningún riesgo-, baja-ron los cuellos de los abrigos y se vieron unosrostros curtidos por la intemperie, animadospor la resolución; unas barbas salpicadas degoteruelas: la respiración, liquidada al abrigodel paño.

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-Suban -dijo el párroco solícitamente-. Hay enla mesa buen jamón, queso, vino... Echen unchisco, caliéntense.

-¡Mal truco! -juró el jefe de la partida-. Interínno se acomoda el género..., nadie bebe un chis-co aquí. ¡A lo que venimos!

Obedeció el cura, alzando cuanto pudo la luz;quitaron prestamente la capa de paja que cu-bría el carro, y apareció relleno, atestado dearmas diversas, desde la anticuada escopeta decaza y el arcaico trabuco, hasta los revólveresde ordenanza y el fusil Remington. Una co-rriente de orgullo, un espíritu de reto, de pro-vocación, surgió de aquel hacinamiento de béli-cos trastos. El párroco olvidó los temores quemomentos antes hacían entrechocarse sus dien-tes; los tres mocetones montañeses rieron yblasfemaron de gusto. ¡A ver cuándo llegaba eldía de estrenar el armamento! Y no había detardar, ¡mal truco! Ahora, a esconder el arsenaldonde ni el mismo diaño acierte con él...

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-Más secreto, imposible... -afirmó el cura-. Missobrinas, en Compostela desde anteayer. ¡Enlenguas de mujeres no hay fianza. El sacristánpasa todo el día de hoy y el de mañana en Ce-bre con su hermano, el tendero, que necesitaque le saque las cuentas del almacén. Por aquí,con el frío lobero, la nieve amagando, no aportaalma cristiana. Tenemos veinte horas nuestras.Si prefieren cenar y dormir...

Repitieron que no. En quitándose de encima elansia de esconder aquello, ya comerían, yadormirían... Ahora, ¡al negocio! De la carga delcarro tomó cada cual lo que pudo, y guiando elcura, que amparaba la luz con la mano, salieronal huerto, comunicado con la iglesia por unapuerta baja abierta en el romántico ábside y quedaba acceso a la sacristía. El frío del cañón delos fusiles les quemaba los dedos, y resbalabanen la escarcha de los senderos, guarnecidos deárboles frutales sin hojas. Dentro de la iglesiaya, encendió el cura los dos cirios colocadosante la efigie de Nuestra Señora, y se vio que

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los tableros que cubrían la mesa del altar habí-an sido desclavados; en el suelo yacía una es-puerta con martillos, clavos, tenazas; la piedrade ara descansaba sobre las gradas del presbite-rio, y el hueco oscuro del altar vacío semejabala boca de un sepulcro... -¿Nos cabrán ahí? -preguntó uno de los moce-tones. -Si no caben, ya tengo yo discurrido otro es-condrijo muy bueno; pero me ayudarán a le-vantar la losa, que no soy hombre de hacerlosolo -añadió, señalando a un gótico sarcófagosostenido por dos leones toscamente labrados ysobre el cual reposaba un paladín de granito,armado de punta en blanco, ceñudo, severo. Comenzaron a depositar el contrabando en elhueco del altar; a pocos viajes, quedaron aco-modadas las dos terceras partes de las armas,hasta el borde. Clavaron otra vez los tableros,encajó el cura la piedra de ara, extendió el man-telillo, restableció en orden las sacras, los can-deleros, el atril, y aquí no ha pasado cosa algu-

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na. Ahora era preciso alzar la losa de la tumbade granito, interrumpir el sueño secular delguerrero noble. Aplicáronse a ello los tres for-zudos mocetones; arrancaron la argamasa, duracomo mármol, y sirviéndose de trabucos a gui-sa de palanquetas, lograron desquiciar y alzarla losa, corriéndola a un lado. El cura retrocediódespavorido: en el fondo del sepulcro habíahuesos, cenizas, guiñapos, polvo humano -loque restaba de aquel batallador, ¡lo que ha derestar de todos los hombres!-. La idea de la pro-fanación humedeció su frente con sudor frío;precipitadamente hizo la señal de la cruz. ¡Deaquello no podía salir cosa buena! Entre tanto,los

mocetones, sin cuidarse de la suerte que corríanlos despojos del valeroso caballero, acomoda-ban en la tumba el resto del depósito -fusiles,escopetas, cartuchos, balas...-. Al volver a sen-tar con violento esfuerzo la losa, preguntaron:

-¿No habrá un poco de mezcla?

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-No... Dejadlo ahora así; yo le echaré la mezclacuando esté solo y tenga tiempo... Hicieron desaparecer las últimas huellas de lamisteriosa labor; apagaron los cirios; cruzaronel huerto; subieron a la salita de la rectoral, y nilos lobos que los habían seguido de lejosechándoles unos ojos como brasas, devoran así.Engulleron todo: el jamón curado de Lugo, elqueso de San Simón, el pan de centeno; tresveces vieron el fondo del botellón de añejo vi-no. Rieron, contaron chascarrillos de cazadores,describieron plásticamente a la médica de Ce-bre, el mejor bocado en seis leguas a la redon-da, y, sobre todo, evocaron las contingencias deun alzamiento ya inminente, la distribución yempleo de aquella ferranchinería escondida contanta habilidad, que ni el mismo diaño... ¡Maltruco! ¡No tendría tiempo de comérsela el orín!¡Ya sonaría, ya, manejada por quien sabemos!Estábamos en Nadal, ¿no? ¡Pues allá por An-truejo... lo más tarde! ¡A embromar al Gobiernoy a la Guardia Civil!

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Hartos, semichispos aún, después de un sueñode cinco horas, se marcharon a mediodía con sucarrito, donde, por disimular, por si les dabanel alto, metieron cerro, habas secas, haces depaja. Solo quedó el cura con el depósito.

Solo... y espantado. Siempre que decía misa enel altar, relleno de armas, creía oír que se entre-chocaban, que el hierro hablaba y amenazaba,que las balas querían atravesar los tablerosirradiando destrucción. "Paciencia -pensaba-;esto, poco ha de durar; allá para Antruejo..."Vinieron los gordos Carnavales, con su escoltade ollas tocineras y de filloas amarillas; vinie-ron la Semana Santa, la Pascua, el mes de Ma-ría, y como si tal cosa; el país reposaba tranqui-lo. Estaba el cura lo mismo que si hubiese ase-sinado a alguien, enterrando el cadáver secre-tamente, y temiese a cada minuto que iban adescubrir el cuerpo. No comía ni dormía; encada rostro pensaba leer que el secreto habíatranspirado, que se cuchicheaba, que vendríanlos civiles a registrar, que se le llevarían a él,

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¡un sacerdote!, atado codo con codo, sabe Diosa qué destierro, a qué presidio..., ¡a qué consejode guerra! Y corría el año, y volvía la nieve aponer monteritas blancas a los abruptos picosde lasierra, y del famoso alzamiento..., ni indicios."No puedo vivir más con este embuchado -resolvió el cura-. Me volvería loco". En arran-que repentino y febril, metió ropa en el cofre, sedespidió de sus sobrinas, montó en la yegua,llegó a Marineda en tres jornadas, y el primervapor de emigrantes que salió de la linda bahíaacogió en su seno a un hombre que iba huyen-do de un altar y de un sepulcro. "Blanco y Negro", núm. 619, 1903.

La capitana

Aquellos que consideran a la mujer un serdébil y vinculan en el sexo masculino el valor ylas dotes de mando, debieran haber conocido a

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la célebre Pepona, y saber de ella, no lo queconsta en los polvorientos legajos de la escriba-nía de actuaciones, sino la realidad palpitante yviva. Manceba, encubridora y espía de ladrones;esperándolos al acecho para avisarlos, o a do-micilio para esconderlos; ayudándolos y hastaacompañándolos, se ha visto a la mujer; pero laPepona no ejercía ninguno de estos oficios sub-alternos; era, reconocidamente, capitana denumerosa y bien organizada gavilla. Jamás conseguí averiguar cuáles fueron losprimeros pasos de Pepona: cómo debutó en lacarrera hacia la cual sentía genial vocación.Cuando la conocí, ya eran teatro de sus proezaslas ferias y los caminos de dos provincias. Noquisiera que os representaseis a Pepona de unamanera falsa y romántica, con el terciado cala-ñés y el trabuco de Carmen, ni siquiera con unanavaja escondida entre la camisa y el ajustadorde caña que usaban por entonces las aldeanasde mi tierra. Consta, al contrario, que aquella

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varona no gastó en su vida más arma que lavara de aguijón que le servía para picar a losbueyes y al peludo rocín en que cabalgaba. É-ranle antipáticos a Pepona los medios violentos,y al derramamiento de sangre le tenía verdade-ra repugnancia. ¿De qué se trataba? ¿De robar?Pues a hacerlo en grande, pero sin escándalo nidaño. No provenía este sistema de blandura decorazón, sino de cálculo habilísimo para evitarun mal negocio que parase en la horca.

La táctica de Pepona era como sigue: Montadaen su cuartago, iba a la feria, provista de banas-ta para las adquisiciones, como una honradacasera del conde de Borrajeiros o del marquésde Ulloa. En la feria aguardábanla ya los de sugavilla, bajo igual disfraz de labriegos pacíficos.Mientras feriaba una rueca, un candil o unalibra de cerro, Pepona observaba atentamente alos tratantes; y sus espías, en la taberna, avizo-raban los tratos cerrados por un vaso de lo añe-jo. Sabedores de adónde se dirigía el que aca-baba de vender la pareja de bueyes y regresaba

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con las onzas de oro ocultas en el cinto, se ade-lantaban a esperarle en sitio favorable y solita-rio. Los ladrones solían tiznarse o enmascararsecon un paño negro. Pepona no intervenía; asis-tía emboscada tras un grupo de árboles. Si apa-recía era para impedir que maltratasen o mata-sen al robado y para dejarle el consuelo, pe-queña cantidad que algunos salteadores conce-den a los despojados para que beban en el ca-mino. La justicia era favorable a Pepona, que llevabacordiales relaciones con oidores, fiscales y pro-curadores, y con la aristocracia rural. Jamásintentó aquella sagaz diplomática un golpecontra los castillos y pazos; al revés de los ban-didos andaluces -¡profunda diferencia de lasrazas!-, Pepona sólo robaba a los pobres traji-nantes, arrieros o labriegos que llevaban al se-ñor su canon de renta. ¡Ah! Era mejor tener a Pepona amiga queenemiga, y bien lo sabía la única clase socialalgo elevada, a la cual profesaba la capitana

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odio jurado. Verdad que esta clase siempre hasufrido persecución de ladrones, al menos enGalicia. Me refiero a los curas. Se les creía, y seles cree aún, partidarios de esconder en el jer-gón los ahorros, y se pierde la cuenta de lastostaduras de pies y rociones de aceite hirvien-do que les han aplicado los bandidos. Sin em-bargo, en Pepona se advertía algo especial: unasaña de explicación difícil, y acerca de cuyoorigen se fantaseaban mil historias. Lo cierto es que Pepona, tan clemente, era conlos curas encarnizadamente cruel, y acaso ellosfueron los que añadieron a su nombre el aliasde la Loba. Reinaba, pues, el terror entre la gente tonsu-rada, que sólo bien provista de armas y conescolta se atrevía a asomar en romerías y ferias,cuando acertó a tomar posesión del curato deTreselle un jovencillo boquirrubio, amable ysociable, eficazmente recomendado por el ar-zobispo a los señores de diez leguas en contor-no. Al enterarse, por conversaciones de sacris-

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tía, del peligro que los de su profesión corríancon Pepona, el curita sonrió y dijo suavemente,con cierta ironía delicada: -¿A qué ponderan? ¿A qué tienen miedo a unamujer? ¡Miedo a una mujer los hombres! ¡Oídos que oyeron tal! Sus compañeros se leecharon encima como jauría furiosa. ¿A ver sise atrevía él con la Loba, ya que era tan guapo ytan sereno? ¿A ver si le mandaban a soltar an-daluzadas a otra parte? ¡Que se enzarzase conla gavilla y su capitana, y ya le freirían el cuer-po! ¿Pensaba que los demás eran algunas ma-damitas, o qué? -Con la gavilla no me atrevo -dijo el muchachocuando se calmó el alboroto-, por aquello deque dos moros pueden más que un cristiano;pero lo que es con la señora Loba..., caramba,de hombre a hombre... Desde aquel día, el joven abad de Treselle pa-só por jactancioso y botarate, y se le dieronbromas pesadas, que en la feria del 15 de agos-to tomaron ya carácter agresivo. Era a los post-

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res de una comida en la posada de la Micaela,en Cebre, donde se sirve excelente vino viejo yun cocido monumental de chorizo, jamón yoreja; los curas habían resuelto dormir allí, y novolver a sus casas hasta el día siguiente, escol-tados, porque en la feria rondaba Pepona. Y elabad de Treselle, sofocado, exclamó al ensoparel último bizcocho en la última copa de Tostadodulce:

-Pues para que ustedes vean... No soy ningúnvalentón, pero soy capaz ahora mismo de lar-garme solito a la rectoral. ¡Eh! ¡Micaela! ¡Quearreen mi caballería!

Minutos después, la yegüecita castaña delabad, viva y redonda de ancas, esperaba a lapuerta del mesón. Despidiéndose de los asus-tados comensales, el cura montó y desaparecióal trote. ¡Madre del Corpiño! ¡En la que se me-tía! ¡Cosas de muchachos! Ya vería, ya...

Algunos párrocos, avergonzados, repitieron:

-Convenía acompañarle...

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Pero nadie se decidió a realizarlo. ¡Allá él, yaque era tan fanfarrón! Caía el sol, y el cura, al transponer las últimascasas de Cebre, sintió que el corazón se le apre-taba, y refrenó la yegua, mirando receloso alre-dedor. Sus mejillas, antes encendidas por ladisputa, estaban ahora pálidas. El alma se leachicaba. "Hice mal, pero no es cosa de volver-se. Tengo miedo-pensó-. A serenarse". Tocó conel arzón las pistoleras; llevaba dos pistolas in-glesas magníficas, regalo del marqués de Ulloa.En el pecho sintió el bulto de un cuchillo depicar tabaco. Entonces se rehizo e inspeccionóel terreno. La carretera se hallaba desierta; enlos altos pinos el viento gemía fúnebres estro-fas. El abad aguijó a su montura. Al recodo delcamino,donde tuerce y lo dominan calvos pe-ñascos, surgió una figura membruda y alta. Layegua se detuvo, empinando las orejas. Era unamujerona, apoyada en una vara de aguijón...Parecía pedir limosna, pues tendía la mano

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izquierda; pero el curita, que había sido estu-diante, vio que lo que hacía la supuesta mendi-ga era una seña indecorosa. Adquirió energía,prestada por la indignación.

Rápidamente sacó del arzón una pistola y laamartilló. La mujer pegó un salto, y en su ate-zado rostro, que alumbraban los últimos refle-jos del Poniente, se pintó una especie de terroranimal, el espanto del lobo cogido en la trampa.No podía el curita adivinar la causa de estefenómeno, en la capitana extraño. Convencidade que no existía cura ni trajinero que se atre-viese a salir solo de Cebre a tales horas, habíalicenciado hasta la mañana siguiente a su gavi-lla y se retiraba; al ver un barbilindo de curitaque se aventuraba en el camino, había queridojugarle una pasada; pero el ruido del gatillo lahacía temblar y le aconsejaba como único re-curso la fuga. Dio un salto de costado hacia elpinar, y el joven abad, picando a su viva yegua,se le fue encima, la alcanzó y la atropelló. Saltóél de su montura, empuñada la pistola; pero la

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Loba, sin darle tiempo a nada, desde el mismosuelo en que yacía, se le abrazó a las piernas ylogró tumbarle. Arrancóle la pistola, quearrojó al seto, y después le echó al cuello lasrecias y toscas manos, y apretó, apretó, apretó... El pinar, el cielo, el aire, cambiaron de colorpara el pobre abad. Primero lo vio todo rojo,luego, grandes círculos cárdenos y violáceosvibraron ante sus ojos, que se salían de las órbi-tas. No fue él, no fue su razón; fue el puro ins-tinto el que guió su mano derecha en busca delcuchillo oculto en el pecho. Y mientras la Lobareía con torpes carcajadas del espectáculo delcura sacando la lengua, a tientas la mano im-pulsó el arma. La terrible argolla de las manosde la capitana se abrió y ella cayó hacia atráscon el pecho atravesado... Carne de perro tienen los bandidos. La Lobacuró... Pero su ánimo quedó quebrantado, suprestigio enflaquecido, deshecha su leyenda.¡Vencida Pepona por una madamita de curamozo! Y el nuevo capitán general que vino a

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Montañosa -veterano que gastaba malas pul-gas-, tanto persiguió a la gavilla, que los seño-res abades pudieron volver en paz, ya anoche-cido, a sus rectorales. "Blanco y Negro", núm. 587, 1902.

El montero

Aquella noche, la roja Sabel -la mujer de JuanMouro, el montero de la Arestía- notó algo ex-traño en aquella actitud de su marido, cuandoeste regresó del trabajo, negras las manos de lapólvora de los barrenos, y enredados en elgrueso terciopelo de su chaqueta pequeñosfragmentos graníticos. -Mi hombre, la cena está lista -advirtió Sabelcariñosamente-. Hay un pote tan cocidito queda gloria. He mercado vino nuevo, y te hepuesto una tartera de bacalao gobernado conpatatas. ¡Siéntate, mi hombre, y a comer comoel rey!

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El montero no respondió. Soltó la herramientaen un ángulo de la cocina, acomodóse cerca dela lumbre, y sacando la petaca de cuero, amasóun golpe de tabaco picado entre las palmas delas manos. Lió después el pitillo, y lo encendióy chupó, sin desarrugar el entrecejo un instante,torvo y sombrío, fija la vista en el suelo. Sabel,con solicitud, porfió: -Llégate a la artesa, mi hombre... Te voy aechar el caldo en la cunca... Mira cómo rescien-de. Siempre enfurruñado, Juan Mouro tiró la coli-lla y se acercó a la artesa, cuya tapa bruñida ynegruzca servía de mesa de comedor. Sabel lesirvió el espeso caldo de berzas y unto, obser-vándole con el rabillo del ojo y esperando laconfidencia, que no podía faltar. El montero ysu mujer se entendían muy bien: ella afanándo-se en la casa, él bregando en la cantera de laArestía, extrayendo piedra y más piedra, uni-dos por el deseo de juntar para adquirir el granpedazo de sembradura que se extendía al norte

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de su vivienda y la mancha de castaños adya-centes. Jóvenes aún, se amaban a su manera,con sanas y rudas caricias, y ponían en comúnlas aspiraciones limitadas y tercas del humilde.Así es que Sabel aguardaba, mientras su mari-do se saciaba, ávidamente, como hombre ren-dido que repara sus fuerzas. Y así que la satis-facción de la necesidad le produjo bienestar,reventó el embuchado.

-¿No sabes, mujer? Es una cosa que parececuento. Que saltan con que no les da la gana deque yo arranque más piedra en todo el mes..., ¡ysabe Dios si en el otro!

-¿Qué dices, hom?...

-¡Asimismo... ray!

-¿Y quién tiene poder para eso? ¿El Aunta-miento? ¿Los vecinos de la Arestía? ¿No solta-mos por la cantera muy buenos cuartos?-refunfuñó Sabel, indignada, depositando sobrela artesa la tartera del bacalao y dos platos debarro vidriado, relucientes como cobre.

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-¡Qué Auntamiento ni qué...! ¡No, mujer; si sonlos de la juelga! Los canteros de Sainís, de Ber-tial, de Dosiñas. Me leyeron la sentencia: queno se trabaja, y que no se trabaja, y que no setrabaja..., ¡ray! -¿Y ellos mandan en ti? ¡Que manden en susorejas! -Mandar..., según: mandan y no mandan... Altiempo que arman esas juelgas (el demonio lascoma), todo Dios tiene que sujetarse a la volun-tá de quien se le antoja volverlo todo de patasarriba... ¡ray, ray! -¿Y no se asujetando? -insinuó Sabel-. Su voztrepidaba irritada; veía ya sus economías devo-radas por el paro del trabajo, y el querido pe-dazo de sembradura perdido para siempre,adquirido por la codiciosa vecina, la Norteira, aquien un hijo, desde Montevideo, libraba a ve-ces cantidades. -¿Y no se asujetando? -repitióante el mutismo de Juan-. ¿Qué señorío tienesobre de ti, pregunta mi curiosidad, para semeter en si subes o no subes a la Arestía?

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-Señorío, ninguno; ya se sabe, mujer; pero unamala partida pronto se le hace a un hombre...,¡ray!

Volvió Sabel a callar unos instantes. Luchabacon la impresión vaga y siniestra de las pala-bras de su marido. Su instinto de hembra sagazle decía también que Juan, indeciso, no espera-ba sino el consejo, la excitación de la dona. Fijólos ojos en el arca, en cuyo pico guardaba susahorros, y creyó ver salir los duros, tan bienganados con el sudor del montero, en fila, paramercar el pan diario. Su hombre estaba hecho ala buena comida, al traguito, que arrancar pie-dra no es como ensartar abalorio..., ¡Y ahora!¡Con los brazos quietos, con la cantera compra-da, con las piezas encargadas, que sabe Dios silos maestros se cansarían y las encargarían aotra parte! ¡Gastar todo el peto; quizá tener quepedir prestado al usurero!... Sabel puso delantede Juan la jarra de loza colmada de vino. Elvino da ánimos...

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-¿De modimanera que salen con la suya? ¿Noarrancas?-porfió así que Juan hubo bebido. -Si arranco o no arranco, eso se verá -respondió él con arrogancia jactanciosa-. A mínadie me manda por malas, ¿lo oyes? Y a dor-mir, que mañana cumple madrugar. -Si al fin no vas al monte... -insinuó ella, comoel que deja caer las palabras. No hubo respuesta. Cubrió Sabel el fuego, ymedia hora después apagaba la candileja depetróleo. Al principio durmió con inquietosueño, no libre de pesadillas; pero hacia elamanecer la salteó el letargo profundo que pre-paran la buena digestión y el cansancio normalde la labor diaria. Despertó con un rayo de solmatutino y un revuelo de moscas sobre la cara;las maderas, desunidas, dejaban pasar luz yaire. Al sentirse sola en la cama, saltó precipi-tadamente al suelo, despavorida. -¡Juan, Juan! -gritó, lanzándose por la escalera,que retemblaba bajo sus pisadas de buena mo-za.

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La cocina estaba desierta; la puerta de la casa,entornada había quedado; de la esquina falta-ban las herramientas. No cabía duda: el monte-ro iba camino del monte...

Sabel asomóse a la puerta, tembló; una ráfagafresca, fría más bien, procedente del mar, queno cesa de abanicar a la tierra mariñana, fueacaso la causa de su escalofrío: reparó que esta-ba en camisa y que tenía los pies descalzos, yaprisa se metió dentro. Mientras se vistió, eltemblorcillo proseguía, y allá en su interior unavoz hueca y pavorosa murmuraba palabras deamenaza, de improperios, de maldición. "Tedespabilamos a tu hombre, ahora mismo... Leabrasamos la cara, le cortamos el pescuezo... Lesacamos afuera las tripas..." Toda la brutal pa-labrería de las riñas aldeanas, las interjeccionesy tacos de la guapeza rústica, zumbaban en losoídos de Sabel. El bocado de pan del desayunose le atragantó. Ya no se acordaba de los duros,guardados en el pico del arca, sino sólo de su

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hombre, de su trabajador, del que lo ganaba,con los recios brazos y el hercúleo esfuerzo... -¡Ay, si me lo mancan!... ¡Juaniño! Poco a poco se fue serenando. El día avanza-ba, y la claridad del sol es certero conjuro paradisipar terrores. Sabel se puso a desgranar es-pigas de maíz. De improviso oyó en la carreteraunas corridas como de animal perseguido quehuye; empujaron la puerta y el montero se pre-cipitó, sin sombrero, sin herramienta, cubiertode polvo, en mangas de camisa manchadas desangre... -Vienen tras de mí. Escóndeme, mujer... -¿Qué hiciste, mi hombre?-sollozó Sabel-. ¡Aypobres, desdichados de nosotros! -Me salieron al camino. Que no arrancase...Me llamaron vendido. Me querían apalear. Dejéa uno, que ni da a pie ni a pierna. Le partí lacabeza con el picachón, así. ¡Ese ya es ánima delPurgatorio! -Más vale que sea él que tú -contestó Sabel,abrazándose locamente a su marido, y escu-

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chando ya en la carretera, a lo lejos, el tropel dela gente que perseguía al matador. "Blanco y Negro", núm. 636, 1903.

Mansegura

Siempre que ocurría algo superior a la com-prensión de los vecinos de Paramelle, pregun-taban, como a un oráculo, al tío Manuel el Via-jante, hoy traficante en ganado vacuno. ¡Sabíatantas cosas! ¡Había corrido tantas tierras! Así,cuando vieron al señorito Roberto Santomé enaquel condenado coche que sin caballos ibacomo alma que el diablo lleva, acosaron al viejoen la feria de la Lameiroa. El único que no pre-guntaba, y hasta ponía cara de fisga, era JácomeFidalgo, alias Mansegura, cazador furtivo injer-to en contrabandista y sabe Dios si algo más:¡buen punto! Acababa el tal de mercar un rollode alambre, para amañar sus jaulas de codornizy perdiz, y con el rollo en la derecha, su chiqui-

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llo agarrado a la izquierda, la vetusta carabinaterciada al hombro, contraída la cara en unamueca de escepticismo, aguardaba la sentenciarelativa a la consabida endrómena. El viejo Via-jante, ahuecando la voz, tomó la palabra.

-Parecéis parvosa. Os pasmáis de lo menos.¡Como nunca somástedes el nariz fuera de esterincón del mundo! ¡Si hubiésedes cruzado a laotra banda del mar, allí sí que encontraríadesinvenciones! Para cada divina cosa, una mecá-nica diferente: ¡hasta para descalzar las hay!

Con estas noticias no se dio por enterado elgrupo de preguntones. Quién se rascaba la ore-ja, quién meneaba la cabeza, caviloso. Fidalgotuvo la desvergüenza de soltar una risilla inso-lente, que rasgó de oreja a oreja su boca de ji-mio. Con sorna, guardándose el alambre en elbolsillo de la gabardina, murmuró:

-Máquinas para se descalzar, ¿eh? ¿Y no lashay también para...?

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Soltó la indecencia gorda, provocando en elcompadrío una explosión de risotadas, y chus-cando un ojo añadió socarronamente: -¡A largas tierras, largos engaños! Si el Viajan-te no acierta a poner claro lo que es ese cochede Judas, vos lo aclararé yo, ¡careta!, vos lo acla-raré yo. ¿Vístedes vos el camino de fierro? -Yo, no... yo, no... -Yo, sí, cuando me llamaron a declarar en Au-riabella... -Pues igual viene a ser. En trueco de caballoslleva dentro un maquinismo, a modo de reló...Y el maquinismo, ¡careta!, es lo que empuja. A su vez el Viajante, con desprecio: -Pero ¿tú no sabes que el tren va por carriles, yesta endrómena por todas las carreteras, hom?¿Qué tiene que ver lo negro con lo blanco? -Pues a ver entonces, ¡careta!, en qué consiste. -En eso. -Y eso..., ¿qué es?

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-Que va, ¿estamos?, por onde se le entoja -declaró enfáticamente el tío Manuel, echando aandar en busca de su yegua.

No quería el tratante esperar a que atardecie-se, que es mal negocio para quien lleva dineroen la faja; pero urgíale sobre todo evadirse deaquel interrogatorio comprometedor para sufama de sabiduría universal. Jácome, encogién-dose de hombros, mofándose, tiró de su pe-queñuelo, su Rosendo, Sendiño, y se dispuso aemprender también la vuelta a la aldea. Notenía en el mundo más que aquella criatura: sumujer, hallándose recién parida, había muerto aconsecuencia del susto de ver entrar a los civi-les, que venían a prender al marido por sospe-chas de no sé qué alijo de tabaco y sal. Solo enla tierra con el chiquillo, Jácome le crió sabeDios cómo; y ahora se le caía la baba viendodespuntar en Sendiño, a los seis años mal con-tados, otro cazador, otro merodeador, sin afi-ción alguna al trabajo lento y metódico del la-briego, fértil ya en ardides y tretas de salvaje

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para sorprender nidos y pajarillos nuevos, paradescubrir dónde ponen las gallinas del prójimoy aun paraengolosinarlas echándoles granos de maíz, has-ta atraerlas a la boca del saco. El padre estabaembelesado con tal retoño, y le enseñaba nue-vas habilidades cada día. Era la criatura lo úni-co que despertaba en Jácome, bajo la dura cora-za metálica que revestía su corazón, palpitacio-nes de humana ternura. Apenas echaron carretera arriba, en direccióna las alturas de Sandiás, el chico, traveseando,corrió delante: saltaba sobre una pierna,haciéndose el cojo. El padre, con el instintosiempre vigilante del cazador, escrutaba sinproponérselo los espesos pinares, las madroñe-ras y los manchones de castaños, que revestíanlos escarpes pedregosos de la montaña. "Si vo-lase una perdiz, si cruzase una liebre..." Pensa-ba en esta hipótesis, cuando un relámpagoblanco y color canela lució entre un seto. Man-segura se echó la carabina a la cara y disparó

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casi sin apuntar. Sendiño, loco de alegría, brin-có, tomó vuelo, se lanzó en dirección a la male-za. Era su encanto hacer de perro, portando lacaza. A los dos minutos salió del matorral elchico, balanceando, agarrada de las patas tras-eras, una liebre poco menor que él. Padre e hijose confundieron en un grupo, admirando lahermosa pieza. Caliente estaba aún el cuerpodel animal; la blanca y densa piel de su vientrerelucía como sedamanchada de sangre; sus enormes orejas pen-dían; sus ojos se vidriaban. -¡Careta, lo que pesa! -balbució, gozoso, elcazador, sopesándola, babándose de vanidadpaternal, porque Sendiño reía fanfarronamentecolumpiando su carga. Y se entretuvieron así, padre e hijo, confundi-dos en la complacencia de la destrucción y lavictoria, palpando la presa, distraídos. Tan dis-traídos, que el vigilante contrabandista, habi-tuado al acecho, de sentidos despiertísimos, nooyó el ruido insólito, semejante al resuello y

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jadeo trepidante de alimaña fabulosa y desper-tó al tener encima ya al monstruo, ¡taf, taf, taf!,al desgarrarle los oídos el rugido de metal desu bocina. Jácome, instintivamente, saltó decostado, evitando la embestida furiosa; vio ten-dido a Sendo; a su lado, en el polvo, el cuerpode la liebre... y ya del "coche de Judas" ni rastro,ni señal en el horizonte... Se arrojó fiero, loco, arecoger al niño, que yacía de bruces, la caracontra la hierba de la cuneta; le llamó con nom-bres amantes, le acarició... El niño le blandeabaen los brazos, inerte, tronchado, roto. Jácomeconocía bien las formas que adopta la muerte...Soltó el cadáver y alzó los ojos atónitos, sinllanto, al cielo, que consentíaaquella iniquidad... Después, sobre el padreque sufría se destacó el hombre de lucha, pron-to a la acometida y a la emboscada, vengativo yferoz. Cerró los puños y amenazó en la direc-ción que llevaba el "coche de Judas". ¡No sereirá don Roberto! ¡Se lo prometo yo!... Él va aParamelle... Allí no duerme... ¡Volverá!

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Alzó otra vez a Sendiño, y con infinita delica-deza le transportó a lo más oculto del pinar,depositándole sobre un lecho de ramalla seca.Cerca del muerto colocó la carabina, y la liebremuerta, polvorienta, ¡vengada ella también!Volvió a la carretera, y recorrió un largo trechoestudiando el sitio a propósito para su intento.Una revuelta violenta se le ofreció. Ni de en-cargo. A derecha e izquierda, árboles añososavanzaban sus ramas sobre el camino, comobrazos fuertes que se brindasen a secundar aMansegura. Él extrajo del bolsillo el rollo dealambre, desenrolló un trozo, midió, cortó consu navaja, retorció uno de los extremos, calculóalturas, lo afianzó a una rama sólidamente, en-sayó la resistencia y, pasando al otro lado, pro-bó si había rama que permitiese tender el hilometálico recto al través del camino. Mientraspracticaba estas operaciones, atendía, no fueraque pasase alguien y le viese. Nadie: la carrete-ra desierta; por allí solo se iba a Sandías y alpazo de

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don Roberto... Por precaución, sin embargo,Jácome no sujetó el otro cabo del alambre.Tiempo tenía. Con él agarrado se tumbó en elpequeño resalte de la cuneta, y pegó la oreja ala tierra lisa, aguardando. Dos veces saltó y seocultó en la maleza: eran transeúntes, "gente dea caballo", un cura, una pareja a estilo de Por-tugal, hombre y mujer sobre una misma yegua,apretados y contentos. La tarde caía, el rocíoenfriaba y escarchaba la hierba, enmudecían lospájaros o piaban débilmente. Un sordo trueno,lejano, llenó con su mate redoblar el oído delcontrabandista. Ágil, con la precisión de movi-mientos del impulsivo, se incorporó, amarrófirme el otro cabo a la rama y se agachó entre elbrabádigo espeso. Si se descuida, ¡careta! Eltrueno ya se venía encima, resollante y amena-zador. ¡Taaf! Mansegura vio distintamente, unsegundo, al señorito, su gorra blanca, su rostroguapo, desfigurado por los anteojos negros..."¡Ahora!", pensó. El rostro guapo se tambaleóviolentamente,

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como cabeza de muñeco que se desencola; unalarido se ahogó en la catarata de sangre... Fueinstantáneo; el automóvil, loco y sin dirección,corrió a despeñarse por la pendiente, arras-trando a su dueño, a quien el alambre habíadegollado, con la misma prontitud y limpiezaque pudiera la mejor navaja de barbería... Y Mansegura, después de cerciorarse de que elseñorito quedaba bien amañado, se entró en elpinar, recobró su escopeta, echó una mirada dedolor y de triunfo a Sendiño, que parecía dor-mir, y dejando el camino real, se perdió en losmontes, por atajos de él conocidos, en direcciónde la frontera portuguesa. "Blanco y Negro", núm. 636, 1903.

Vampiro

No se hablaba en el país de otra cosa. ¡Y quémilagro! ¿Sucede todos los días que un setentónvaya al altar con una niña de quince?

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Así, al pie de la letra: quince y dos meses aca-baba de cumplir Inesiña, la sobrina del cura deGondelle, cuando su propio tío, en la iglesia delsantuario de Nuestra Señora del Plomo -distante tres leguas de Vilamorta- bendijo suunión con el señor don Fortunato Gayoso, desetenta y siete y medio, según rezaba su partidade bautismo. La única exigencia de Inesiñahabía sido casarse en el santuario; era devotade aquella Virgen y usaba siempre el escapula-rio del Plomo, de franela blanca y seda azul. Ycomo el novio no podía, ¡qué había de poder,malpocadiño!, subir por su pie la escarpadacuesta que conduce al Plomo desde la carreteraentre Cebre y Vilamorta, ni tampoco sostenersea caballo, se discurrió que dos fornidos moce-tones de Gondelle, hechos a cargar el enormecestón de uvas en las vendimias, llevasen a donFortunato a la silla de la reina hasta el templo.¡Buen paso de risa!

Sin embargo, en los casinos, boticas y demáscírculos, digámoslo así, de Vilamorta y Cebre,

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como también en los atrios y sacristías de lasparroquiales, se hubo de convenir en que Gon-delle cazaba muy largo, y en que a Inesiña lehabía caído el premio mayor. ¿Quién era, va-mos a ver, Inesiña? Una chiquilla fresca, llenade vida, de ojos brillantes, de carrillos comorosas; pero qué demonio, ¡hay tantas así desdeel Sil al Avieiro! En cambio, caudal como el dedon Fortunato no se encuentra otro en toda laprovincia. Él sería bien ganado o mal ganado,porque esos que vuelven del otro mundo contantísimos miles de duros, sabe Dios qué histo-ria ocultan entre las dos tapas de la maleta; soloque... ¡pchs!, ¿quién se mete a investigar el ori-gen de un fortunón? Los fortunones son comoel buen tiempo: se disfrutan y no se preguntansus causas.

Que el señor Gayoso se había traído un platal,constaba por referencias muy auténticas y fide-dignas; solo en la sucursal del Banco de Auria-bella dejaba depositados, esperando ocasión deinvertirlos, cerca de dos millones de reales (en

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Cebre y Vilamorta se cuenta por reales aún).Cuantos pedazos de tierra se vendían en el pa-ís, sin regatear los compraba Gayoso; en lamisma plaza de la Constitución de Vilamortahabía adquirido un grupo de tres casas, derri-bándolas y alzando sobre los solares nuevo ysuntuoso edificio. -¿No le bastarían a ese viejo chocho siete piesde tierra? -preguntaban entre burlones e indig-nos los concurrentes al Casino. Júzguese lo que añadirían al difundirse la ex-traña noticia de la boda, y al saberse que donFortunato, no sólo dotaba espléndidamente a lasobrina del cura, sino que la instituía herederauniversal. Los berridos de los parientes, más omenos próximos, del ricachón, llegaron al cielo:hablóse de tribunales, de locura senil, de encie-rro en el manicomio. Mas como don Fortunato,aunque muy acabadito y hecho una pasa seca,conservaba íntegras sus facultades y discurría ygobernaba perfectamente, fue preciso dejarle,encomendando su castigo a su propia locura.

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Lo que no se evitó fue la cencerrada monstruo.Ante la casa nueva, decorada y amueblada sinreparar en gastos, donde se habían recogido yalos esposos, juntáronse, armados de sartenes,cazos, trípodes, latas, cuernos y pitos, más dequinientos bárbaros. Alborotaron cuanto qui-sieron sin que nadie les pusiese coto; en el edi-ficio no se entreabrió una ventana, no se filtróluz por las rendijas: cansados y desilusionados,los cencerreadores se retiraron a dormir ellostambién. Aun cuando estaban conchavadospara cencerrar una semana entera, es lo ciertoque la noche de tornaboda ya dejaron en paz alos cónyuges y en soledad la plaza.

Entre tanto, allá dentro de la hermosa man-sión, abarrotada de ricos muebles y de cuantopueden exigir la comodidad y el regalo, la no-via creía soñar; por poco, y a sus solas, capaz sesentía de bailar de gusto. El temor, más instin-tivo que razonado, con que fue al altar deNuestra Señora del Plomo, se había disipadoante los dulces y paternales razonamientos del

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anciano marido, el cual sólo pedía a la tiernaesposa un poco de cariño y de calor, los ince-santes cuidados que necesita la extrema vejez.Ahora se explicaba Inesiña los reiterados "Notengas miedo, boba"; los "Cásate tranquila", desu tío el abad de Gondelle. Era un oficio piado-so, era un papel de enfermera y de hija el que letocaba desempeñar por algún tiempo..., acasopor muy poco. La prueba de que seguiría sien-do chiquilla, eran las dos muñecas enormes,vestidas de sedas y encajes, que encontró en sutocador, muy graves, con caras de tontas, sen-tadas en el confidente de raso. Allí no se conce-bía, ni enhipótesis, ni por soñación, que pudiesen venirotras criaturas más que aquellas de fina porce-lana. ¡Asistir al viejecito! Vaya: eso sí que lo haríade muy buen grado Inés. Día y noche -la nochesobre todo, porque era cuando necesitaba a sulado, pegado a su cuerpo, un abrigo dulce- secomprometía a atenderle, a no abandonarle un

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minuto. ¡Pobre señor! ¡Era tan simpático y teníaya tan metido el pie derecho en la sepultura! Elcorazón de Inesiña se conmovió: no habiendoconocido padre, se figuró que Dios le deparabauno. Se portaría como hija, y aún más, porquelas hijas no prestan cuidados tan íntimos, noofrecen su calor juvenil, los tibios efluvios de sucuerpo; y en eso justamente creía don Fortuna-to encontrar algún remedio a la decrepitud. "Loque tengo es frío -repetía-, mucho frío, querida;la nieve de tantos años cuajada ya en las venas.Te he buscado como se busca el sol; me arrimoa ti como si me arrimase a la llama bienhechoraen mitad del invierno. Acércate, échame losbrazos; si no, tiritaré y me quedaré helado in-mediatamente. Por Dios, abrígame; no te pidomás". Lo que se callaba el viejo, lo que se manteníasecreto entre él y el especialista curandero in-glés a quien ya como en último recurso habíaconsultado, era el convencimiento de que,puesta en contacto su ancianidad con la fresca

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primavera de Inesiña, se verificaría un miste-rioso trueque. Si las energías vitales de la mu-chacha, la flor de su robustez, su intacta provi-sión de fuerzas debían reanimar a don Fortuna-to, la decrepitud y el agotamiento de éste secomunicarían a aquélla, transmitidos por lamezcla y cambio de los alientos, recogiendo elanciano un aura viva, ardiente y pura y absor-biendo la doncella un vaho sepulcral. SabíaGayoso que Inesiña era la víctima, la oveja traí-da al matadero; y con el feroz egoísmo de losúltimos años de la existencia, en que todo sesacrifica al afán de prolongarla, aunque sólo seahoras, no sentía ni rastro de compasión. Aga-rrábase a Inés, absorbiendo su respiración sana,su hálito perfumado, delicioso, preso en la urnade cristal de los

blancos dientes; aquel era el postrer licor gene-roso, caro, que compraba y que bebía para sos-tenerse; y si creyese que haciendo una incisiónen el cuello de la niña y chupando la sangre enla misma vena se remozaba, sentíase capaz de

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realizarlo. ¿No había pagado? Pues Inés erasuya.

Grande fue el asombro de Vilamorta -mayorque el causado por la boda aún- cuando nota-ron que don Fortunato, a quien tenían pronos-ticada a los ocho días la sepultura, daba indi-cios de mejorar, hasta de rejuvenecerse. Ya salíaa pie un ratito, apoyado primero en el brazo desu mujer, después en un bastón, a cada pasomás derecho, con menos temblequeteo de pier-nas. A los dos o tres meses de casado se permi-tió ir al casino, y al medio año, ¡oh maravilla!,jugó su partida de billar, quitándose la levita,hecho un hombre. Diríase que le soplaban lapiel, que le inyectaban jugos: sus mejillas per-dían las hondas arrugas, su cabeza se erguía,sus ojos no eran ya los muertos ojos que se su-men hacia el cráneo. Y el médico de Vilamorta,el célebre Tropiezo, repetía con una especie decómico terror:

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-Mala rabia me coma si no tenemos aquí uncentenario de esos de quienes hablan los perió-dicos. El mismo Tropiezo hubo de asistir en su largay lenta enfermedad a Inesiña, la cual murió -¡lástima de muchacha!- antes de cumplir losveinte. Consunción, fiebre hética, algo que ex-presaba del modo más significativo la ruina deun organismo que había regalado a otro su ca-pital. Buen entierro y buen mausoleo no le fal-taron a la sobrina del cura; pero don Fortunatobusca novia. De esta vez, o se marcha del pue-blo, o la cencerrada termina en quemarle la casay sacarle arrastrando para matarle de una pali-za tremenda. ¡Estas cosas no se toleran dos ve-ces! Y don Fortunato sonríe, mascando con losdientes postizos el rabo de un puro. "Blanco y Negro", núm. 539, 1901.

Los de entonces

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Nos detuvimos ante la iglesia ojival, abierta alculto, pero agrietada de un modo amenazador,ruinosa por el abandono de las generaciones,indiferentes a tanta hermosura. El sol ilumina-ba oblicuamente los canecillos de la imposta,prolongando las graciosas caricaturas del ima-ginero antiguo en sombras grotescamente ele-gantes. La floreada cruz recordaba sus pétalosde piedra dorada por los siglos sobre un fondode un azul transparente como cristal veneciano.Y en la desierta plazuela irregular, donde losatrios sobrepuestos de los templos parecen dis-putarse la devoción del creyente y el interés delartista, no había más que nosotros y las golon-drinas, describiendo su airosa curva rápida ysilbadora, que desgarra el aire.

Como yo me apoyase en uno de los pilares delpórtico, mi cicerone -uno de esos duendes fami-liares imprescindibles en los pueblos de tradi-ción, que conocen los secretos bien guardadosde las silenciosas piedras señaló hacia el pilar,

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apoyó el dedo en la base, donde muere la co-lumna formando un esconce, y silabeó: -Este rinconcito recuerda un hecho novelesco,que pudiera también llamarse histórico, aunqueningún historiador lo haya recogido en sus ana-les. Pedí aquel pedazo de alma que dormía cauti-vo en la piedra, olvidado de la gente, y el cice-rone, con más pintorescos detalles de los que yopuedo recordar, me refirió la anécdota. Según el improvisado cronista, esto pasaba enel tiempo de los pronunciamientos liberales afavor de una Constitución llamada a labrar lafelicidad de los españoles... Una de las muchasensoñaciones de oro y luz que dejan, al desva-necerse, tal vacío en la vida y tal desencanto enlos espíritus... Lo cierto es que de la Niña boni-ta, o sea la Constitución salvadora, andabanenamorados muchos brazos mozos en todaEspaña; y no enamorados platónicamente, sinocon resolución firme de dejar por ella fluir decien heridas la encarnada sangre, y saltar del

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roto cráneo los sesos, si los tuviesen. Sin em-bargo, la Niña bonita, que no era celosa, permi-tía infidelidades a sus galanes, y aquellos exal-tados políticos tenían aventuras en las cualesponían también su alma juvenil, de época enque no se nacía viejo. Este era el caso de Ramón Villazás, que, sindescuidar la propaganda, reuniéndose todas lasnoches con las demás cabezas calientes delpueblo para preparar el golpe cuando de Ma-drid... o de más cerca llegasen instruccionesprecisas, no dejaba tampoco de asistir puntual acuantas funciones se celebraban en esta mismaiglesia cuya fachada corona la cruz de pétalosde flor. Ni las novenas con sus gozos y letanías,ni las salves, ni las misas cantadas y rezadas, niel rosario marmoneado al oscurecer, hubiesenatraído a Ramón, si no se diese la casualidad deque una beatita de ojos de infierno y labios dellama -que bajo la mantilla resplandecían comogajos de coral avivados por el agua salobre-,también hacía sus devociones aquí.

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Y la beata, la linda Tecla Roldán, correspondíaa las miradas y señas de Ramón con mayorempeño de lo que quisiera el comandante de lafuerza acantonada en el pueblo a fin de asegu-rar el orden y defender a la sociedad contra sus"eternos enemigos". Como que en la beatita,doncella rica y noble, había puesto el jefe lamira, para hacerla su esposa. Al enterarse deque el más empedernido de los conspiradoreslocales era también el apasionado de Tecla, re-dobló sus deseos de coger entre puertas a Ra-món Villazás.

El cual, sin menguar en fervor político, sentíaaumentarse el religioso, y a ser cera estas co-lumnas, guardaría la impronta del gallardocuerpo que tantas veces se reclinó en ellas,aguardando la salida de las rezadoras paraalumbrarse el alma con el negro reflejo de unaspupilas y el carmesí relámpago de risa de unoslabios. Para entretener la impaciencia fumabaRamón papelito tras papelito, y cuando la genteempezaba a salir, retiraba de los labios el ciga-

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rro, lo depositaba en ese esconce donde se unenla base y el fuste, precipitábase hacia la portadainterior, donde el ángel Gabriel, esbelto y deli-cado, labrado en piedra, sonreía a la Virgen,envuelta en la simetría de los pliegues de sutúnica gótica, y sin conceder atención a la genti-leza de las dos figuras, acechaba el paso de Te-cla, que salía con los ojos bajos, para murmurara su oído palabras del color de su abrasada bo-ca... Después, Ramón echaba a andar, y reco-giendo su cigarro, lo encendía de nuevo si sehabía

apagado ya, y se largaba cuesta arriba detrás desu quebradero de cabeza, para encontrarla otravez en la penumbra de los soportales y decirlede nuevo lo ya sabido de memoria.

Sucedía todo esto en un invierno largo y llu-vioso, durante el cual se tramó, aplazándolopara la primavera, estación favorable, uno deesos alzamientos, seguro término de un omino-so estado de cosas.

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Y al asomar el renuevo, pintado de un verdemás tierno la campiña y haciendo brotar laslocas gramíneas y los junquillos tempranos,una mañana que más convidaba a amor que alucha, salieron del pueblecito para reunirse confuerzas que suponían acampadas ya a cortadistancia, unos cuantos exaltados -muchos me-nos de los comprometidos, porque, cuando elmomento llega, la gente se tienta la ropa-. Entrelos que no retrocedieron contábase Ramón Vi-llazás. Iba embriagado de esperanza, frenéticode alegría, convencido de que era el resultadoinfalible y de que volvería y pasaría bajo losbalcones de Tecla, triunfador, entre aclamacio-nes y vítores...

Y poco después volvía, en efecto, cubierto depolvo, destrozada la ropa, liados con una sogaboyal los brazos al pecho, ensangrentada la siende un fogonazo. El comandante había tenidosoplo y acechaba; se les siguió de cerca; la fuer-za que contaban encontrar más allá del puente,pronunciada, amiga, no se había movido de su

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cuartel en la capital de provincia, abortado elmovimiento a última hora por noticias de Ma-drid; y al día siguiente, Ramón y tres de suscompañeros salían de la cárcel para ser pasadospor las armas en un campillo próximo a estaiglesia... Quería despachar pronto el comandan-te. Ramón caminaba con paso firme. Entre suslabios oprimía un cigarro acabado de encender.Al encontrarse delante del pórtico, sus ojos sefijaron en él con insistencia amorosa. Creía verbajo su arcada a una beatita de rostro nimbadopor la mantilla, tras de la cual resplandecen dosojos de misterio y una boca de tentación. Y, conacción instintiva, recordando las veces quehabía cruzado aquel pórtico, para espiar la sa-lida de su amada, quitóse el cigarro de los la-bios y lo dejó en el acostumbrado esconce, co-mo si hubiese de volver por él... Ya estaba arrodillado y vendado, aguardandola descarga, cuando sudoroso, jadeante, agitan-do los brazos, llegó un ordenanza, que acababa

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de reventar un buen caballo para traer el indul-to... Estos golpes teatrales no escaseaban en talépoca, en que las pasiones, los odios y los fana-tismos jugaban con vigor sanguíneo a salvar operder vidas. Tecla, que se había arrojado ba-ñada en lágrimas a los pies del capitán general,el terrible Eguía, esperaba detrás de su ventana,medio muerta de fatiga y miedo, el desenlace... Los reos, ya perdonados, subían la cuesta queconduce del campillo a los atrios sobrepues-tos... Ramón reía y bromeaba, y el pitido de lasgolondrinas resonaba jubiloso en su corazón.¡Aún quedaban horas de amor, aún vería laspupilas de sombra y los labios bermejos! Alcruzar ante el pórtico, buscó su cigarro en elesconce, lo recogió con movimiento pronto yvolvió a encenderlo y a chuparlo... "El Imparcial", 11 de septiembre de 1905.

Siglo XIII

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Era esa hora en que, sin espesarse aún lassombras de la noche, se levanta un soplo frío yse ve ya la luna, como arco pálido, en el oroverdoso de cielo donde se apagan las últimasclaridades solares, cuando encontré al ciego y ala niña que le sirve de lazarillo sentados en unribazo del camino, descansando.

Me interesan, me atraen los mendigos de pro-fesión. Son un resto del pasado; son tan arcai-cos y tan auténticos como un mueble o un es-malte. Van a desaparecer; se cuentan en el nú-mero de lo que la evolución inevitable se pre-para a borrar con el dedo. A la vuelta de unacenturia no quedará en la redondez de la tierrahombre dispuesto a tender la mano a otro. Lalimosna está desacreditada; el que puede darladesconfía, ve doquiera lisiados fingidos queesconden millones en los andrajos; el que pue-de pedirla va creyendo que tiene derecho amás, a cosa diferente, que se rebaja, que se des-honra. El altruismo científico desdeña la cari-dad. El ciego que hallo en este camino de aldea

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orlado de madreselvas en flor que embalsaman,al pie de un castaño, tiene ya para mí algo de lapoesía melancólica del anochecer que envuelvesu figura, y al darle unas monedas de vellón,creo estar realizando un deporte de la EdadMedia, a la puerta de algún reducido santuario,o interrumpiendo elbordado de un tapiz, sentada en el poyo dealguna fenestra ojival. Goza de gran popularidad este ciego. Llámaseel tío Amaro, el de la Espadanela, y le conoceny solicitan en veinte leguas a la redonda paratodas las fiestas, holgorios, bodas y romerías,donde su zanfona y sus cantares son comple-mento obligado del regocijo de la gente aldea-na. El primer vaso de clarete y la primera escu-dilla de caldo, al tío Amaro se destinan. Antañole guiaba un rapaz más malo que la rabia, listocomo una centella, un pillete digno de que leincluyese Murillo en su colección de granujas;pero el chico creció; el rey se dignó reclamarlepara su servicio, y como no tenía las pesetas de

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la redención, allá se fue a barrer el cuartel,mondar patatas y desempeñar otros menesteresigualmente marciales y heroicos. En las funcio-nes de lazarillo del ciego de Espadanela le em-plazaba ahora Sidoriña, alias Finafrol, unaabandonada a quien sus padres, al embarcarpara Buenos Aires, dejaron en el puerto, comose deja un trasto ya inútil que no vale el trabajode izarlo abordo. Allí estaba Finafrol, con sus ojos verdes,enigmáticos, de líquida pupila; su carita retos-tada por el sol, que es la linterna de los vaga-bundos; sus greñas color de cáñamo, que lailuminaban como un nimbo, y los remiendos desu saya de grana desteñida, y los pies descal-zos, encallecidos en el trajín de caminar a todahora sobre polvo seco, guijarros y abrojos pico-nes. -¿Dónde se duerme hoy, Sidoriña? -En la posada de los pobres -contestó natural-mente, con una sonrisa que parecía significar:"¿Dónde ha de ser?"

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Y... la verdad es que yo no sabía hacia quéparte cae esa posada de los pobres. En el primermomento creí que era el cielo raso, el diamanti-no pabellón de estrellas que Dios extiende gra-tis sobre el mundo; después calculé que seríacualquier alpendre, cualquier pajar que los dosmendigos encontrasen. A estos bergantes, ya sesabe, les viene bien todo; aquí caen, aquí seagarran; no hay garrapata más mala de des-prender que ellos. El cubil ruinoso y hediondodel cerdo, el tibio establo de la vaca, el hórreovacío, la choza en construcción, excelentes parauna noche. Los aldeanos, con bastante frecuen-cia, en invierno, les permiten acostarse a la veradel hogar, al amor del rescoldo que se extingue.Las únicas puertas que no se abren para el va-gabundo son las de los ricos... Allí ya no lla-man. ¿Para qué?

Mientras el ciego, creyendo su deber pagar lalimosna, se levanta rígido, envuelto en el capo-tón mugriento, previene la zanfona, le arrancaun melodioso mosconeo, y entona en ronca voz

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las más perfiladas coplas de su repertorio desalutación y alabanza, no ceso de pensar quéserá esa posada de los pobres, en la cual estánseguros el viejo y la niña de pasar la noche, queya cae derramando cenizosa neblina entre laarboleda y sobre los setos floridos, cristalizandola tierra con el rocío glacial de los primeros cre-púsculos de otoño. Sidoriña, también en pie,rasca una contra otra dos grandes veneras oconchas de Santiago, acompañando el canticiodel ciego y el zumbido de la zanfona, y mecuesta trabajo que interrumpan la serenata,porque se consideran obligados estrictamente adar, por cada perrilla, una copla lo menos. Asíque logro imponerles silencio, pregunto a Fina-frol, acariciando sus guedejas de cáñamo toscoy enredado: -A ver,rapaza... ¿qué posada de los pobres esesa? -¿No sabe? -exclamó, atónita de mi ignorancia-. Es ahí, en la casa del tío Cachopal. Ahí en elmismo lugar de Miñobre... Según se baja para

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la carretera de Areal, a la orilla del mar... Antesdel molino de Breame.

-La mochacha no esprica -intervino el ciego,sentencioso y solícito-. Esto de la posada lo hayque espricar, porque los señores del señorío,¿qué les importa? A ellos no les hace falta, quetienen sus boenas camas compridas, con susseis colchones para la blandura, si cuadra, y susdoce mantas si corre frío, y sus tres colchasmuy riquísimas; pero al pobre que anda a laspuertas, conviénele saber dónde está seguro eltejado y el saco relleno de paja para no se mo-lestar tanto las costillas. Por el día, al ciego -y sedio un golpe en el esternón- no le falta unasombra en que remediarse con la caridad queva recogiendo de las boenas almas; y si, verboen gracia, no tiene más que unas pataquitascrudas, tan conforme... ¡Nunca nos falten, Asúsy la Virgen! Finafrol apaña ramas secas, armafuego y asa las patatas, o las castañas, o la espi-ga tierna, o el tocino rancio, o lo que venga en

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la alforja, lo que los dinos caballeros del Señormisericordioso nos quisieron dar... Pero

luego escurece, ¡escurece!, y un hombre, aun-que se quiera valer con la capa, no se vale, quela friaje le entra mismo hasta la caña de loshuesos. Ahí está la cuenta porque el ciego -otrapuñada que sonó como en olla vacía- siemprereza por el tío Cachopal y por el alma de susobligaciones y de su abuelo, ¡que ya en tiempode él era allí posada de pobres! ¡Si hacerá paraarriba de cien años! Esa casta de Cachopal estoda así, tan santa, que con la sangre de ellos sepueden componer medicinas. El abuelo fuequien discurrió que tenían un cobertizo muygrandísimo y que los pobres podíamos dormirallí ricamente. El ciego -golpe a la zanfona- lle-va ya cincuenta años de pedir por los caminos,y cuando no tiene cama, ¡arriba, a casa de Ca-chopa! Nos da un saco lleno de paja o de hier-ba, y la cena, el caldo caliente... Así hizo su pa-dre, así su abuelo, así hacen él y la mujer todoel año. Que se junten veinte pobres, que se jun-

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ten más, no falta el saco de paja ni el caldo deberzas.Nadie se acuesta con la barriga vacía, nadie, niun can. Y con licencia de usía vamos cara allá,ei, Finafrol..., que ya cai el orvallo; ya será tar-de. ¡Santas y boenas noches nos dé Dios! ¡A laobediencia de usía! La chiquilla y el ciego se levantaron, y despa-cito emprendieron su caminata, desapareciendolentamente entre la neblina gris, húmeda, quepenetraba de melancolía el corazón. Esperába-los allí la caridad aldeana, la caridad tosca ysencilla y alegre de los tiempos medievales, queni se anuncia en periódicos ni se premia en se-siones académicas, entre guirnaldas de discur-sos y derroche de retórica moral. Oscura yhumilde, la familia de cristianos labradores,que desde hace un siglo da posada al peregrinoy de comer al hambriento, no extraña que no losepan sino los que lo necesitan, y tal vez llega aencontrar su único placer, el interés de su oscu-ra existencia, en la reunión de los andrajosos

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dicharacheros, a su manera oportunos, soca-rrones, expertos, enterados de todas las noti-cias. A dos pasos de la civilización, ahí está esapintada tabla mística, ese hogar franciscanoabierto al mendigo. "Blanco y Negro", núm. 546, 1901.

Los padres del Santo

-¿Usted cree que las almas están sujetas a leyesfisiológicas? -me preguntó el médico rancio yanticuado, de quien se burlaban sus jóvenescolegas-. ¿No le parecen mojigangas esas pre-tendidas leyes de la herencia, del atavismo ydemás? ¿Usted supone que por fuerza, porfuerza, hemos de salir a la casta, como si fué-semos plantas o mariscos? Lo que caracterizanuestra especie, a mi modo de ver, es la nove-dad de cada individuo que produce... Nacemosoriginales... Somos ejemplares variadísimos...

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Cuando así hablaba, salíamos del hermososoto de castaños que rodea la aldeíta de Illaos, ynos deteníamos al pie de uno, ya vetusto y car-comido, que sombreaba cierta casuca achapa-rrada y semirruinosa. A la puerta, un viejo tra-bajaba en fabricar zuecos de palo. Alzó la cabe-za para saludarnos, y vimos un rostro de micomaligno, en que se pintaban a las claras la des-confianza, la truhanería y los instintos viciosos.En aquel mismo punto, una vieja de cara bes-tial, de recias formas, de saliente mandíbula yjuanetudos pómulos, llegó cargada con un hazde tojo que porteaba en la horquilla, y que de-positó sobre el montículo de estiércol, adornodel corral.

-Fíjese usted bien -advirtió el médico- en estapareja. A él, por sus aficiones, le llaman el tíoJuan del Aguardiente, y a ella la conocen todospor Bocarrachada (Bocarrota), porque dice cadacosaza que asusta; pero no crea usted que secontenta con decir; apenas nota que su maridohace eses, le mide las costillas con ese mismo

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horcado de cargar el tojo. Padre alcoholizado ymadre feroz..., ya se sabe: la progenie, criminal,¿no es eso? Y como nos hubiésemos alejado algún tantode la casucha, el médico añadió, hablando len-tamente, para que produjesen mayor efecto suspalabras: -Pues esos que acaba usted de ver... son el pa-dre y la madre de un santo. -¿De un santo? -repetí sin comprender bien. -De un santo, que está en los altares, a quien sele reza... -¿Un santo... canonizado, verdadero? -Beatificado solemnemente en Roma... de ca-nonización inminente... En la catedral de Au-riabella ya está en un retablo su efigie. -¿Un mártir, claro es? -Un mártir jesuita, sacrificado por los japone-ses con todo género de refinamientos... Se co-nocen detalles sublimes de sus últimos instan-tes; no ha recibido nadie una muerte horrorosacon tanta entereza ni con más alegría. No crea

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usted que fue mártir casual: su aspiración desiempre era esa, ir a predicar a los que desco-nocen el Evangelio y derramar su sangre paraatestiguar la fe. Desde pequeñito le sedujo talidea, y puede decirse de él lo que de pocos: quede la tela de sus sueños cortó su destino.

-¿Y cómo pudo-exclamé sorprendido- orde-narse de sacerdote, estando en poder de seme-jantes padres, que le dedicarían a recoger es-quilmo y apacentar la vaca?

-¡Ah! Es que como era un chiquillo notable porsu fervor y su inteligencia, el cura que le habíaenseñado la doctrina se fijó en él, le escogiópara ayudar a misa, y de monaguillo pasó asacristán, y de sacristán a una plaza gratuita enel Seminario de Auriabella... Los padres consin-tieron figurándose que allí se les criaba un futu-ro párroco; tener un hijo párroco es la ambiciónde un aldeano. ¡Había que verlos cuando seconvencieron de que el rapaz, después de can-tar misa, no quería economatos ni curatos, sino

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entrar en una Orden! Estuvo en poco que enta-blasen pleito o reclamasen indemnización... -Y ahora que ven a su hijo en los altares, ¿quédicen? Será curioso. -¡Vaya si es curioso! Más de lo que usted pre-sume... Cuando se supo en Auriabella el supli-cio atroz del que llama el vulgo San Antonio deIllaos; cuando se tuvieron pormenores de aque-lla admirable constancia del joven mártir, querepetía en las torturas, al sentir las agudas cu-ñas hincársele en los dedos apretados por tabli-llas y en las piernas sujetas al cepo: "Jesús mío,sólo te pido que los salves, que les abras losojos", refiriéndose a los impasibles verdugosque le atormentaban con asiática frialdad;cuando se comprendió que el expediente debeatificación iba a iniciarse con la rapidez queen casos tales se acostumbra, el obispo de Au-riabella quiso venir a Illaos a dar en persona laenhorabuena a los padres del triunfador, loscuales ni sabían su triunfo ni su muerte. Era elobispo de Auriabella -que poco después falleció

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y ya estaba bastante enfermo del corazón- unseñor bondadoso, lleno de unción y de dulzura,de esos que todo lo gastan en caridades; unverdadero

pastor, humilde con dignidad, y alegre y chan-cero de puro limpia que tenía la conciencia;pero al venir a Illaos bajo la impresión de unhecho tan solemne, se encontraba muy conmo-vido; traía los ojos humedecidos, la respiracióncortada y fatigosa, y aún parece que le estoyviendo en el momento en que, al divisar la cho-za de Juan del Aguardiente, saltó aprisa delcaballejo que le habíamos proporcionado, sedescubrió y se inclinó hasta el suelo ante lospadres del confesor de Jesucristo... El viejo y lavieja le miraron pasmados, sin saber lo que lespasaba: él, con su zueco a medio desbastar en lamano; ella, con una sarta de cebollas que aca-baba de enristrar; y como su ilustrísima, sofo-cado de emoción, no pudiese articular palabra,tuvo el arcipreste -sacerdote de explicaderas,orador sagrado de renombre, de genio franco y

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despejado- que tomar la ampolleta y dirigirse alos dos aldeanos atónitos y algo recelosos ade-más -no se sabe nunca qué intenciones traen losseñores.

-Vengo a darles una buena noticia, amigos -declaró con afabilidad y hasta con cariño elarcipreste.

-¿Una buena noticia? Amén y así sea -barbotósocarronamente el tío Juan-, que malas ya vie-nen todos los días, señor.

-Pues esta es tan buena, y, diré más, tan exce-lente, que otra así no la habrá recibido nadie dela parroquia, y pocos, muy pocos, en el mundo;sólo los escogidos, los designados por Dios yfavorecidos con su especial misericordia, po-drán recibirla igual. ¡Alégrense, mis amigos!Prepárense a dar gracias a la Providencia.

La vieja se decidió a soltar de la mano la ristrade cebollas, y se aproximó, abriendo su bocazasin dientes, sombría. El del Aguardiente guiñólos ojuelos, rezongando:

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-A ver luego si nos ha caído una grandeherencia de muchos intereses, señor abad. -Mejor es que una herencia; mejor que cuantosbienes terrenales les cayesen, ¿se hacen cargo?Es que su hijo, Antonio, el fruto de sus entra-ñas, ha sido elegido, ¡qué gloria tan incompara-ble!, para dar testimonio de Cristo... Allá enunas tierras que están muy, muy lejos de aquí,su hijo ha confesado la fe, y la Iglesia, dentro depoco, le colocará en los altares, ¿entienden us-tedes bien?, en los altares, donde todos nosarrodillaremos para pedirle que interceda pornosotros... -Sí, todos le pediremos, será nuestro abogado -afirmó el obispo, cruzando las manos fervoro-samente, en un transporte de su hermosa alma,rebosante de piedad y unción. La madre -laboriosa, tardíamente- adivinóalgo extraño. ¿En los altares? ¿Qué era aquello?¿Sería...? Y, encarándose con el arcipreste, inter-rogó agresiva y ronca: -¿Hanle matado? Me diga. ¿Hanle matado?

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-Su alma -respondió el arcipreste- subió glo-riosa al cielo, después de sufrir el cuerpo mise-rable tormentos muy crueles, que no consiguie-ron quebrantar su ánimo. ¡Esa es su corona! -añadió, conmovido también, mientras el obis-po, gravemente, trazaba en el aire la bendiciónsobre las cabezas de los padres del santo. La mal hablada callaba... Algo oscuro se re-movía en el fondo de su ser; algo que era a lavez sentimiento y brutalidad, pena y protesta, yque se resolvió en lágrimas tardías, más quederramadas, exudadas por los encarnizados,durísimos ojos... Y al fin, arrancándose las gre-ñas grises, hiriéndose el huesudo pecho con lasmanos nudosas y negras, exclamó desesperada: -¡Antón! ¡Antoniño! ¡Yalma mía! ¡Siempre lodije, siempre lo dije, que habías de morir demala muerte! ¡De muerte fea! Hubo un movimiento de indignación en losfamiliares, en los señores del acompañamien-to... Solo el obispo no se enojó... Volviéndose alarcipreste, murmuró:

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-Es la madre. Silencio. Dadles el dinero que sepueda, y vámonos.

El arcipreste se encogió de hombros y, en con-fianza, me susurró a mí:

-En vez de ir a predicar al Japón, debió que-darse predicando en su parroquia San Anto-nio... Falta hacía...