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El Soliloquio de una Flama Creciente
El Lóbrego Pastor:
Libro I, Parte I
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Published By Paul Andreas Wunderlich
Copyright © 2014 by Pablo Andrés Wunderlich Padilla
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PARA MI LISTA EXCLUSIVA DE LECTORES
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Todos los derechos reservados. Esta es una obra de ficción. Nombres, personajes, lugares
e incidentes o son producto de la imaginación del autor o son usados de manera ficticia.
Cualquier semejanza con gente actual, viva o muerta, eventos o lugares es completamente
derivado de una coincidencia.
Edición Revisada 2014
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El Órden de la Saga:
1. El Lóbrego Pastor (dividido en Parte 1 y Parte 2)
2. El Príncipe de la Malicia
3. La Profecía de Ehréledán
4. El Rey Nigromante (DICIEMBRE 2014)
5. ….. 2015
6. …. 2015-2016 ¡FIN!
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Exordio
Os encomiendo una cosa ahora que estamos aquí, cara a cara, platicando acerca de
aquello en lo cual estáis a punto de someteros. Quiero pediros que aceptéis las gracias que os
otorgo, no sólo por haber escogido este libro, sino también por darle una oportunidad de poder
convertirse en parte de vosotros.
Un buen libro es aquel que nos acompaña día a día aunque no lo estemos leyendo. Un
buen libro nos deja pasmados; algunos pueden hasta cambiar nuestra vida; otros pueden llegar a
ser tan intensos que podríamos llegar a identificarnos extensamente con los personajes y el autor.
Permanecerá entonces en nosotros como ese mundo alterno, que aunque sepamos que nunca
será, jamás dejaremos de añorarlo.
Puedo aseguraros que estáis a punto de adentraros en una aventura que prósperamente se
irá revelando a vosotros con la lentitud de un té de infusión sumergido entre las aguas hirvientes,
donde paso a paso, soltará aromas emotivos peculiares, dejando por último un sabor que jamás
olvidaréis.
Es un libro diseñado para inmiscuirse entre lo más profundo de vuestra alma, donde se
enraizará. Lo recordaréis, aun años después de haberlo leído, dibujando en vuestra mente aquella
escena pintoresca que os hizo fluir con el viento. Los mensajes contenidos en él son excéntricos,
y a veces un tanto inusuales en la suya manera de transmitirse. Pero en vuestro juicio quedará
decir si los mensajes fueron adecuadamente llevados a vuestras almas o no.
Os deseo el máximo gozo, y justo antes que volteéis esta página, para toparos con el
primer capítulo, quiero deciros que no os arrepentiréis de haberlo escogido. Pero quien sabe, ya
que, quizás, puede ser que este libro os haya escogido a vosotros…
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Parte I
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CAPÍTULO I - UN AMANECER ÉPICO
Lentamente emergió de los sueños embadurnado con una somnolencia líquida. Sus ojos
seguían sellados tras sufrir con sueños erráticos y llenos de mensajes ocultos. Sin embargo, la
lengua tibia de su can lamiéndole el rostro lo extrajo de aquél mundo misterioso.
Los mensajes ocultos de sus sueños, como soñados por alguien más, quedaron rezagados
al inconsciente…hasta que volviera a soñar y el ciclo se repetiría. Desde su infancia venía
soñando aquellas luces extrañas, como si alguien más soñara entre su alma.
El can ladró un par de veces al ver a su amo revolcarse con los ojos entreabiertos.
Insatisfecho, lo volvió a lamer una y otra vez hasta despertarlo.
“¡Ya voy chico! ¡Ya voy! ¡Ya … ya! ¡Suficientes lamidos!”, gritó el mozuelo mal peinado
y levemente malhumorado al ser convocado a tan rústica la forma. Sus carcajadas joviales
reverberaron en el cuarto con gracia, vida explotando con su voz en cada esquina de su
habitación. Limpió la baba de su rostro con la manga de sus pijamas, sonriendo triste.
Jamás se había afanado mucho a aquellos sueños extraños, sin embargo no los podía
controlar de ninguna manera. Cuando no deseaba soñarlos los soñaba más y, cuando intentaba
explicarle a alguien aquellas visiones tan extrañas de luz, su abuela o su mejor amiga
sencillamente le hacían caras. La realidad era que jamás había encontrado las palabras para
explicar aquellos sueños de una manera clara.
Con poca energía se dispuso a empezar un nuevo día. Un maravilloso nuevo día. Todos
los días son bellos, siempre y cuando se disponga del ánimo para reconocerlo, se dijo el
muchacho mientras se puso en pie, piel desnuda tocando la madera arcaica de la Estancia,
erguida desde hace varias generaciones por sus antepasados.
Estiró los brazos, como felino estirando la caja torácica. Rufus lo guardaba con una
mirada curiosa, moviendo su rostro de lado a lado mientras su amo se preparaba para el diario
ritual.
En las afueras desde luego la pulpa del sol amenazaba decantarse sobre el mundo. Se
preocupó al sentir que no llegaría al amanecer, y eso sí sería algo devastador. Por las rendijas de
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las ventanas el sol se deslizaba entre su alcoba.
Vistió su pantalón café oscuro, los botines de cuero negro, el camisón de lana, y su
clásico y adorado chaleco de piel de lama.
Salió en apuros de la estancia, temiendo no llegar a ver el amanecer, que era justo y
necesario como el café de la madrugada para su abuela.
Rufus salió corriendo detrás de su amo, ladrando y saltando de la felicidad. Al pequeño
pastor le provocaba gracia verlo en pleno regocijo. Soltaba una sonrisita de su rostro cada vez
que veía al can añejo gozarse la vida; su simplicidad le atraía, algo contrario a su propia vida
ataviada de varias encrucijadas y problemas económicos por doquier.
Las cosas ya no eran como antes, un pasado que jamás conoció pues su abuelo murió de
imprevisto y las cosas se tumbaron con su pérdida trágica. Pero sabía que las cosas eran mejores
pues su abuela hablaba de ‘aquellos días’.
El gélido viento le envolvió la piel al muchacho recién expelido de las sábanas. El rocío
fresco sobre la grama sonaba a timbres de agua fluyendo con sutileza.
Las ramas de los árboles botaron sus gota mientras bostezaban, el céfiro filtrándose entre
sus hojas. Apenas si los pajarillos afinaban sus cantos matutinos, canturreando una melodía llena
de gozo.
Llegó al Observador seguido por el canino fiel, la Finca amanecía en su integridad, todo
reaccionando al unísono a las batutas de una magia natural e invisible. Sus cuatro ovejas le
seguían con fidelidad, cada una una nube de lanas andando a su paso agraciado.
Los animales se dispersaron al arribar al sitio predilecto, reconociendo el aura espiritual
gobernando el paradero: el Observador. Éste era el mejor sitio para vislumbrar el alba. En
ninguna Finca adyacente encontraría alguien un sitio tan perfecto para guardar el orto.
Tras años de acompañar al pastor, los rumiantes sabían que a su cuidador le encantaba
permanecer en dicho sitio por cuanto pudiera durante el fenómeno lumínico. Quizá los animales
no advertían la importancia que tal ritual guardaba para su amo, pero bien que agradecían comer
a libertad del pasto.
El pastor arribaba justo cuando los rayos partían desde el borde de las montañas, cortando
nubes y vientos, el momento dramático en que la flamante esfera emergía imperante.
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Desde este punto en específico la luz viajaba sin interrupción, a pegar en la pequeña
colina revestida de grama. Un árbol, llamado adecuadamente El Gran Pino, sobresalía al tope de
dicha colina. El sol salía justo por una llanura entre los valles de la lontananza.
Sentado sobre sus pompas, cruzó sus brazos para mitigar el frío. El viento venía
arrastrado desde el norte, seguramente acarreado desde Merromer, ciudad que colinda con el Mar
Tempranero. Aquél se arrimaba alrededor de su cuerpo como una serpiente gélida.
Recostó su espalda contra del Gran Pino. Espiró, cómodo y a gusto. El árbol se mecía con
fragilidad tras el bufido del viento, sus ramas abanicos frondosos.
Eres el último y único heredero de la Finca, le resonó la voz de su abuela en la mente, tan
intrusiva como siempre.
Se molestó al sentir aquellos pensamientos dominar su mañana dedicada al amanecer.
Este era el único periodo del día donde realmente podía sentirse libre; además del momento
cuando estaba con Luchy. Pero el amanecer era para sí y nadie más. El silencio, la fluidez del
universo, las saetas de luz…
Cerró los ojos y se dejó llevar.
El viento sopló entre su alma. Su elixir fue acarreado por el viento, como trigal
moviéndose con gracia. Nada lo hacía volar como el amanecer en curso.
Gramitas comía de la hierba a tope como si con hambruna, masticándola con media
grama de fuera del hocico. El prado ofrecía sustento para muchos animales. Lastimosamente, tras
la muerte de su abuelo, la mayor parte de las bestias fueron vendidas para prevenir una catástrofe
económica. Ahora el pasto crecía con desmesura, algo bueno para el resto de animales que
gozaban de la abundancia.
Bruno comía del pasto por otro lado, y Macizo perseguía a una mariposa verde, quizás
creyendo que era una hierba voladora.
El desastre político del Imperio y la guerra en las fronteras fue un concepto que olvidó
pronto. De todos modos, poco le interesaban aquellos temas triviales tan ampliamente tocados
por el pueblo. La gente no hablaba de nada más estos días. Los políticos siempre serían corruptos
y los corruptos siempre serían políticos, y nada más hacía sentido para el muchacho.
Una detonación silenciosa lo sobrecogió. El cielo disparó una saeta de luz intensa.
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El joven Pastor sintió el golpe de luz como el reventar de una ola sobre la playa.
Encandilado por la gracia del sol, elevó su mano para cubrirse los ojos, su rostro deformado por
una sonrisa cercenada. Jamás podría esconder su amor por el orto.
La pulpa del sol se derramó sobre su alma, hasta quedar por completo cubierto por el
resplandor del amanecer. Su alma despegó y voló entre el cielo por varios minutos. Se sintió
como si no tuviera cuerpo…ni limitaciones…
Pero desde luego el sol se elevó lo suficiente como para dejar de ser el amanecer y pasó a
ser una mañana cualquiera. El muchacho bajó la cabeza y espiró. Sólo hay un camino hacia el
tope, y es trabajando duro. No hay atajos, no hay secretos: se trata de ser persistente, pensó,
haciéndole eco a las palabras de Lulita, su abuela. Ella le obligaba trabajar el campo aunque
fuese sólo por medio tiempo.
“¡Manchego! ¡Ya está el desayuno!” escuchó que le gritaban a la distancia, al mismo
tiempo que escuchó a la campana resonar.
El mozuelo tomó su bastón. Diligente inició a reclutar a su pequeño rebaño de ovejas.
Bruno y Macizo obedecieron rápido, cesando de jugar a heroicas lanas. Gramitas no tardó en
tomar el liderazgo del grupo. Pero Pancha permaneció indómita, perdida entre la visión del
amanecer.
La oveja añosa se perdía entre la lontananza. A veces prefería no darle reprimendas, pues
las almas viejas a veces gozan de elementos que los jóvenes no comprenden. El pastorcito sonrió
triste, entendiendo que el horizonte tenía sus maneras de enamorar.
***
El olor a huevo estrellado invadió la estancia con su aroma. Lulita meneaba el sartén, la
paleta de madera raspando la superficie metálica para arrancar esos pedazos pegados. Manchego
tomó asiento y cogió los cubiertos de madera entre las manos, esperando el desayuno como un
cachorro.
Lulita tomó su asiento a la mesa tras servirle el alimento. Posterior a morder una
manzana, declaró lo temático, “Tú eres el próximo heredero de esta Finca, El Santo
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Comentario… Ay, mijito…”
“Abuela… ¿quién es mijito?” inquirió el pequeño con la boca llena de avena y yema de
huevo. Una migas salpicaron de su boca, irritando a su abuela por su carencia de modales.
“Eres tú, mi hijito. ¿Entiendes?”
Manchego jamás había comprendido su léxico. Hasta ahora tuvo las agallas de cuestionar
a su abuela. Nunca era fácil hablar con ella temas familiares.
La abuela inspiró y agregó, “Ya viene la cosecha y con ella ganaremos otras monedas
que, ojalá, nos logren mantener unos meses más. Mijito, bien sabes que debes tolerar las
enseñanzas de Tomasa. No es fácil trabajar bajo su tutelaje. Esa mujer es tan dura como el
hierro.”
Lulita le pegó un mordisco a una manzana y luego de haber tragado prosiguió, “Y ahora
la violencia en el pueblo acrecienta con creces. Antes podía uno salir a comprar sin
preocupaciones, ¿sabes? Hoy por hoy si no tienes cuidado te hurtan en segundos y te dejan sin
más. Y eso de las violaciones, la delincuencia…y los secuestros. Antes no era así…Todo es culpa
del Alcalde, lo apuesto. Desde que tomó el poder la paz en el pueblo se vino cuesta abajo.” Los
ojos de Lulita se perdieron en una memoria distante.
Manchego cruzó los cubiertos de madera sobre el plato hecho del mismo material al
terminarse su comida. Se bebió el último sorbo de café, contenido en una taza de cerámica que
necesitaría un recambio pronto.
“¿Algo más, mijito?”
“No gracias, abuelita,” dijo el pequeño con una sonrisa triste.
“No te vengas quejando de hambre más tarde.” Lulita analizó los ojos de su nieto. Esa
mirada tan profunda en un mozuelo era algo muy inusual. Además, esa sonrisita triste. ¿Por qué?
Supo que los sueños extraños que sufría aquél debieron haber incrementado.
El joven pastor salió de la Estancia, seguido por Rufus, quien a su lado ladraba de la
felicidad. La abuela lo siguió con la mirada, triste al acordarse de su marido difunto y de lo que
aquello significó para su vida.
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CAPÍTULO II - TRABAJANDO LA TIERRA
Tomasa maniobraba la pala como caballero la espada. Por detrás cualquiera diría que era
un hombre fortachón de espalda gruesa con un par de repliegues de grasa colgando de los lados.
Su piel de nativa de las tierras salvajes de Devnóngaron brillaba dorado bajo el sol. Su apodo lo
había adquirido no más inició su labor en la Finca: El Oso.
Ella era una de las pocas que logró conocer a Eromes, el finquero famoso. Si no fuera por
aquella memoria, seguramente ya hubiera desistido trabajar en la Finca.
Cuando Manchego se presentó para adoptar su parte en las labores del campo, la mujer lo
reprimió con su regaño típico—cada palabra dicha cargando su acento pesado, nativo de
Devnóngaron—, “¿Porque es’q ha venide tarde po! ¡Ash hombre! ¡Que no mire que disciplin’e
es lo que necesite este munde hombre! ¡Ash! ¡A trabajar po que la tarde camin’e y usted no,
hombre!”
Manchego estaba paralizado. Temiendo sentir esa bofetada que nunca llegó a cruzarle la
cara. “¡A trabajar po!” le volvió a gritar Tomasa, su rostro redondo lleno de furia. A pesar de ser
de piel dorada, bajo aquella se lograba percibir sus chapas rubicundas. De temperamento escueto,
el enojo en ella era más frecuente que cualquier otra emoción.
Manchego sintió la nalgada verbal y rápido tomó la pala y la piocha, e inició a trabajar las
tierras. Agitado, desde que inició la labor ya se lamentaba de no asistir a la escuela.
Habían abarcado bastante terreno al cabo del medio día, la gran mayoría hecho por
Tomasa. Manchego aprendía tras el ejemplo. La mucama laboraba velozmente a cuestas de la
calidad. No era difícil notar que la tierra carecía de las manos agraciadas y edificadas de un
agricultor especializado en el área.
Erguido, el pastor notó cuanto le faltaba por hacer al ver las tierras desnudas y
maltrechas. “¡Siga trabajando!” le gritó la mucama. El pastorcito rebufó molesto, murmurando
sus molestias y agravios entre dientes.
Por momentos el muchacho deseó que tuviera quince años de edad. Estaría por iniciar su
entrenamiento como un soldado de la escasa milicia del pueblo. Lo malo era que no miraría ni a
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Luchy ni a Lulita y mucho menos a Rufus. Eso lo puso triste. Pero el tiempo vendría cuando sin
duda tendría que enrolarse.
Manchego se detuvo. Se sostuvo la espalda baja, su rostro lleno de dolor. Inspiró
profundo, sintiendo que horas habían pasado cuando ni siquiera era la hora de almuerzo.
“¡Hola!” Manchego se irguió. Parpadeó numerosas veces, no creyendo la posibilidad de
ver a Luchy en ese momento. Estaba tan cansado que ni la vio venir. Se restregó los ojos.
“Tontito, soy yo. Tu abuelita te manda esto,” dijo la muchachita preciosa con una sonrisa
que derritió al pastorcito.
Manchego saboreó de antemano la limonada con miel y las champurradas con arequipe.
Sin embargo, el corazón le palpitó al ver a la mozuela atractiva. Luchy se rió entre dientes al
verle el rostro sucio y decaído a su mejor amigo.
Tomasa interrumpió, “¿Qué diables pase aquí? Falta mucho trabaj’ por hacer.”
“¡Hola, Tomasa!”, dijo con su voz cristalina la preciosa. Con afabilidad le extendió una
limonada a la mucama, “Pensé que usted también podría llegar a tener sed.” Manchego estaba
impresionado con la habilidad de Luchy para embelesar a cualquiera, una de sus varias
cualidades.
Tomasa se dejó seducir, “Ay… Pero ay…”, empezó a tartamudear. La mujerona no estaba
acostumbrada a la amabilidad de los demás. Siendo tosca y fuerte como toro, pocas veces era
tratada como una mujer merece, con cordialidad y gracia, “Gracies, mamita. ¡Que los dioses le
bendiguen!”, dijo aquella bebiéndose el líquido empinando el codo. Manchego hizo lo mismo,
emitiendo un “Ahh” al finalizar. Eructó.
“¡Qué shuco!” le gritó Luchy entre risotadas. La mucama tampoco no se contuvo las
risas.
Manchego se sonrojó al notar su discordia, “Uy, disculpas,” fue lo único que logró
balbucear.
Tomasa no pudo evitar sentir ternura por los pequeños. Supo lo injusto que era para
Manchego laborar las tierras como un adulto. Dijo, “Ha terminado por hoy, Mancheguito. Eso sí
le digue’, cuidadito viene tarde después de almuerzo. Lo necesito para seguir trabajando las
tierras, que mire mi chulito la cantidad de cosas que quedan por hacer. ¡Adiós po!”
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Manchego se asombró por la generosidad extendida. Era raro ver a Tomasa tan amable en
cualquier momento. Supuso que inclusive ella tenía un corazón que debajo de esos pliegues de
grasa y músculo. Gritó de la emoción, “¡Gracias, Tomasa! Le prometo que regresaré no más
termine de comer.”
Luchy y Manchego salieron disparados entre risas, Rufus ladrando detrás de ellos.
Doña Vilma Portacasa, madre de Luchy, no estaba por encontrarse. Doña Vilma conoció a
Manchego desde bebé, y bien lo conocía por ser un chico excelente. Por ello no le importaba
dejar a su hija con él.
Luchy y Manchego invadieron la cocina aprovechando que la señora no estaba en casa de
momento. Los botes de dulce de leche fueron saqueados como botín en tiempos de guerra, hasta
dejarlos limpios de su contenido.
La Finca de la familia de Luchy, Reinita del Diente Quebrado, era reconocida por su
dulce de leche. Ciudades como Érliadon y Bónufor, en especial Vásufeld, aclamaban el producto
por su exquisitez.
Fue todo un festejo para los mozuelos, inclinados en empalagarse como abejas famélicas.
Manchego estaba más que satisfecho; tenía sus manos pegajosas y los labios resecos por el
exceso de mieles, derivado de la Finca el Renta Corta y sus apícolas.
Manchego se lamió los labios, viéndose los dedos pegajosos. Elevó la mirada y no le
tardó dos segundos en percatarse que estaba viendo a Luchy sin decir una palabra. Nervioso,
rompió el silencio, “Yo creo que Tomasa se está aburriendo, Luchy. No sé qué es, pero la veo
cada día más desganada…”
Luchy asintió, “Pues claro. A nadie le gustaría tomar el trabajo de otros veinte. Ella lo
hace todo a solas.”
Manchego se ofendió y repuso, “¿Solita? No ves acaso que yo la ayudo…”
“¿Ayudar?”, replicó Luchy, “Mira qué hora es, Mancheguito. Es casi las seis de la tarde y
Tomasa te pidió que regresaras después de almuerzo pero no, aquí andas como si no hubiera nada
por hacer. Sólo digo lo que pienso. No te ofendas conmigo, tontito.”
“¡Por los dioses¡” gritó el muchacho dando un respingo. Vio a través de la ventana que en
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efecto el sol ya decaía. Se encogió de hombros, sabiendo que de seguro le llovería una
reprimenda por haberse ausentado. De igual modo Lulita le ofreció sólo medio tiempo; sin
embargo, la culpabilidad no dejó de acecharlo. Suspiró, sabiendo que había errado––otra vez.
Luchy analizó el rostro de su mejor amigo. Supo que estaba atascado en un pensamiento
al reconocerle las expresiones faciales, “¿Estás ofendido por lo que dije?”
“Es sólo que…” inició el chico, “Esto de la Finca me tiene alocado. Resulta que ahora
tengo que trabajar todos los días. Me cuesta aceptar que nada será como antes.”
Luchy dijo con sinceridad, “Pero si eres el heredero, tontito. Tomasa es tu tutor y tienes
que hacerle caso a sus demandas, por más agobiadoras que sean.”
Manchego se resintió al saber que en efecto debía obedecerle a la mucama. Replicó, “¿Y
si encuentro a un maestro en la agricultura? Sería más fácil que estarle siguiendo las órdenes a
Tomasa. A veces siento que no sabe lo que hace.”
Luchy le sonrió despectivamente, típico de ella cuando argumentaba, “¿Pero quién,
Mancheguito, tendría el tiempo para estarte llevando de la mano en cada cosa que hagas o
aprendas? Tu abuelo, Eromes, hubiese sido un perfecto maestro. Lástima que pereció.”
Manchego se imaginó a su abuelo trabajar los campos con una gran sonrisa, feliz en su
tarea. Pero se lo imaginaba sin rostro, sin sonrisa y sin ojos, sin expresión, y sin cara, pues jamás
lo conoció.
Un dedo de luz perforó las ventanas. Manchego se sobresaltó al percatarse de su color, “Y
ahora de regreso a casa…estoy seguro que Lulita me va a regañar. ¡Ay, que desesperante esto de
trabajar los campos!” dijo jalándose el cabello negro y corto.
La niña se rió, “Lástima que tienes que irte. Te hubiera contado sobre Miguelito.”
A Manchego le cogió de sorpresa el relámpago de celos. Detestaba a Miguelito, un chico
que desde siempre había intentado conquistar a su mejor amiga.
“¿Me lo cuentas mañana? ¡Te juro que Lulita me va a matar si no llego ahora mismo!”
Luchy le sonrió y le dijo, “Hasta mañana, tontito.” Su mirada cálida persiguió al
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muchacho mientras corría hacia su propia Finca a la vecindad.
***
“¿Cuántas veces hemos hablado de estas tardanzas, mijito? No quiero prohibirte ver a
Luchy, es algo que lamentaría mucho, pero será necesario si le sigues fallando a la Finca. Siento
mucho que a tu edad tu cometido sea pesado y lleno de responsabilidades, pero es algo que
también hemos discutido. Ahora siéntate y come tu cena. Son tamalitos de Doña Paca,” aseveró
Lulita al ver al muchacho arribar tarde esa noche a la Estancia.
Manchego se sintió muy apenado, y dijo mientras se sentaba, “Lo siento, abuelita. Voy a
hacer todo lo posible para evitar que esto vuelva a suceder.”
Lulita replicó: “Pues más te vale, mijito. Hay mucho trabajo por hacer y nadie más para
hacerlo. Recuerda que es tu futuro también.”
Manchego cortó la pita que envolvía al tamal en hoja de banano. De inmediato una nube
refrescante de vapor emergió de la masa, invadiendo su olfato con aromas de aceitunas, chile
pimiento, y carne de cerdo. La masa era un platillo típico del Sur, muy diferente a las carnes
curadas y quesos, platillos usuales al Norte del Imperio.
Manchego se devoró la cena como cachorro hambriento, Lulita sonriendo mientras lo
miraba convertirse en un gran finquero. Posterior a la cena la abuela recogió los platos y
envolvió a su adorado heredero entre las sábanas. Mientras aquél dormía, Lulita lo estudiaba con
detenimiento, intentando explicarse el origen de los sueños inusuales en su adorado nieto.
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CAPÍTULO III - EL PUEBLO
Lulita dijo entre penas a la hora del desayuno mientras su nieto se devoraba su ración de
huevo revuelto, “Ay, Mancheguito, se me olvidó decirte que hoy iréis a vender la cosecha a los
mercantes llamados Marcus y Feloziano.”
Manchego tragó pesado, sus ojos abiertos de par en par. Sintió un retorcijón en el
estómago. “¿Iremos?”, dijo el pobre muchacho viendo de Lulita a Tomasa con el rostro
deformado en agravios. “¡Yo no quiero ir a ningún lado!” dijo con caprichos, soltando el tenedor
de madera sobre el plato del mismo material. “¡Peor si me lo decís así sin tiempo para
alistarme!” El chico cruzó los brazos, malcarado. Rufus ladró, de acuerdo con su amo.
Lulita puso las manos sobre su cintura. Manchego se asustó al ver dicho gesto pues supo
que había rebasado la paciencia de su abuela.
“Nada de estar reclamando. Las cosas son como son y se hacen como se tienen que hacer.
Bien sabes que estamos en una crisis económica deplorable. No cabe duda que ha costado que
cale en tu cabeza que eres el heredero, por los dioses santos. Todo esto será tuyo, mijito,” dijo la
abuela extendiendo sus manos hacia las afueras, “Pero si no aprendes a negociar con los
compradores—los únicos que nos compran estos días—, jamás subsistirás los tiempos de
austeridad. Ahora déjame explicarte antes que entres en pánico.”
Lulita le pegó sorbo a su café y continuó, “Si no vendemos lo poco que producimos el
dinero pronto se acabará, y nos veremos obligados a vender tierra y a los animales que tanto
amas. Y tú sabes que eso es lo que menos deseamos. Vender nuestra Finca sería como vender
nuestra alma.”
Manchego se sintió terrible. Pudo visualizar la Finca en manos de otros, algo que le causó
repudio.
Los ojos de Lulita se cristalizaron, pero logró contener el asalto de emociones. Continuó,
“Tienes que aprender a negociar con esa clase de personas. Ya estoy vieja, Mancheguito, y no
estaré para ayudarte en todo. Lo siento, pero es la realidad.”
Lulita sintió ternura por el pobre mozuelo. Apenas con trece primaveras y ya le llovía una
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tremenda responsabilidad.
“Perdón abuela… no sabía que estábamos tan mal.” El pequeño bajó la mirada. “Yo
pensé… yo pensé que no era tan mal nuestra situación… Yo…” el muchacho hizo silencio tras
no saber qué decir.
Lulita se aproximó a él. Se hincó y le dijo mientras lo abrazaba con todo su calor, “Siento
mucho haberte expuesto a la cruda realidad, pero es un mal necesario, mijito. No hay mal que
por bien no venga.”
Manchego casi lloró, “Bueno, abuelita. Iré con Tomasa y haré todo lo posible para ser el
mejor finquero de todo el mundo.” Sus ojos se iluminaron vagamente, “¿Se puede venir Luchy?”
Lulita lo miró con ternura. Sintió las palabras de Manchego como los llantos de un recién
nacido clamando por un abrazo. Por un instante recordó aquel día cuando Manchego le fue
entregado entre sus brazos, su delicado cuerpo en llanto, su chillido casi inaudible. Estaba tan
débil. Quiso decirle con toda su gana que sí, que le dijera a Luchy y que juntos fueran al pueblo.
Pero no podría permitir que eso pasara.
Le contestó mientras lo apretaba entre un cálido abrazo, “No, mijito. Hoy no conviene.”
Los ojos de Manchego perdieron luz.
“Esto es un asunto que tendrás que afrontar solo y Luchy no puede ayudarte, sino más
bien atrasarte. Ahora anda y arréglate un poco que los mercantes son estrictos con su horario.”
Manchego se fue a su cuarto cabizbajo. Lo cierto era que estaba mas asustado que triste.
Tomasa lo sintió mucho por el joven y dijo: “Es un niño apenas’n…” Pocas veces
Tomasa se dejaba llevar por sus emociones. Ver al pequeño en tanto apremio le provocó tristeza.
Se acordó de su propia infancia en Devnóngaron…por algo huyó de dichas tierras en busca de
nuevas oportunidades. Fue por Eromes que halló una pasión renovada. Suspiró, deseando que el
famoso finquero nunca hubiera muerto…alguien tan cálido y especia, con un alma tan profunda
jamás volvería a conocer.
Lulita le entregó a Tomasa un morral con ocho coronas. Le dijo con una mirada emotiva,
“Dale esto a Manchego cuando estén en el pueblo. Dile que tiene que ir a casa de Ramancia a
comprar un remedio para la gallina. Ya no puso huevos el día de hoy…Ay no, Tomasa, no sé si
saldremos de la crisis…”
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El Granjero El QuepeK’Baj corría paralelamente sobre la cara este del pueblo San San-
Tera. La primera Finca en nacer en dicho complejo fue la del Santo Anillo del Amrin, nombre
acudido por la falla natural en Devnóngaron con el mismo nombre. Los fundadores del complejo
fueron dos familias de apellido Merfel y Wilkot, en busca de silencio lejos de las grandes
ciudades.
La Finca el Santo Comentario surgió de Sermer Merfel Wilkot, casado con una hija de un
poderoso feudo, Gordon Trevor, llamada Rafaela Trevor. Sermer y Rafaela tuvieron muchos
hijos, de los cuales Ermeos se quedó con la Finca. De él, su hijo Esomer hizo lo mismo, y de él,
Eromes, se quedó con dicha tierra.
Eromes era el hijo mayor de Esomer, el único de cinco cuya pasión y devoción fueron
entregadas a la Finca de la familia.
El complejo de tierras fue cobrando renombre al generar mucho producto agrícola.
Iniciaron a vender y a exportar a otras ciudades y pueblos, algo que les fue brindando la fama la
cual gozaban hoy por hoy.
Una avenida única las comunicaba a todas cuyo nombre fue bautizado, y muy
apropiadamente, como la Avenida de los Finqueros, sobre la cual Tomasa cabalgaba para dar a la
carretera Los Encuentros, la cual los llevaría directamente a la Garita Saliente del pueblo.
Mientras iba rebotando sentado entre la carreta, Manchego no pudo evitar imaginarse qué
sería de Luchy y de los demás chicos de la escuela. Estaba seguro que ninguno de ellos debía
vérselas con mercantes o cualquier tipo de negociante a esta edad. Rebufó, atenazado por un
aburrimiento suscitado por el temor a enfrentarse a los mercaderes.
Llegaron a garita Saliente del pueblo, donde dos atalayas mal cuidadas custodiaban su
entrada. Los guardias sobre ellas estaban tomando la siesta de la media mañana, mientras que los
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custodias de la garita hablaban con un par de mujeres de vida liviana y precio barato. Lentamente
el pueblo se corroía por razones, hasta el momento, desconocidas.
Los guardias inspeccionaron a medias a los entrantes, uno de ellos hurgándose entre la
nariz con el dedo índice. “¿Qué negocio tiene en el pueblo, seño?” preguntó un soldado panzón.
Sus ojos veloces parecían estar en busca de una mordida.
Tomasa pareció lanzarle una mirada retadora, “Venim’s a vender desde la Finca el Santo
Comentario.”
El guarda no hizo más preguntas al vérselas con una mujerona, moviendo su mano con un
gesto de desdén para que prosiguieran.
Manchego sintió el hedor a mugre, estiércol, y otros olores pútridos que no quiso definir
al adentrarse al pueblo. Lo que más había crecido es la pobreza estos últimos años, y con ella, el
producto de su desdicha.
Aquella creció a orillas del pueblo en un caos absoluto, sitio que el Sector Medio y Noble
pasó a llamar adecuadamente La Pocilga. Lastimosamente, e inevitablemente, era el sitio que
albergaba la mayor cantidad de violencia y desgracia.
Desde que los niños pobres vieron a la carreta entrar, corrieron tras ella entre risas,
ignorantes de su podredumbre. Entrenados por sus padres, pedían a Manchego una moneda o dos
con sus manos estiradas, llenándose de lodo y otros productos del suelo de poco renombre.
“¡Déme una moneda para mi pan! ¡Una moneda para mi pan! Una no más, ¡qué los
dioses le bendigan!” Los niños entraban en risas cuando decían esto, como si fuese una especie
de chiste, una burla insensata de su realidad.
Manchego sólo deseaba dejarlos atrás y no escuchar sus voces clementes. No sabía si
sentir asco o piedad por ellos.
Las casas eran chozas, cubículos de madera y metal con suelo de tierra. Las calles de
tierra estaban totalmente devastadas. Niños desnudos se paraban a la puerta, con la panza inflada
por una desnutrición feroz.
Las cantinas se rebalsaban de borrachos a tan sólo las once de la mañana, mientras
prostitutas de paga barata se paraban a las puertas, ofreciendo sus servicios a todo aquel capaz de
ser un cliente. Manchego tuvo que voltear la cara por el asco.
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Frente a las casas los niños jugaban descalzos con rocas. Perros callejeros corrían tras
ellos. Gallinas desnutridas picaban el suelo. Cerdos bañados en heces comían de basureros.
Lazos entre estacas sostenían ropa mal lavada para secarse a la intemperie.
Conforme avanzaban entre las calles hacia el centro del pueblo, las casas iban mejorando.
Las calles al igual se miraban menos sucias y con una organización creciente. Pronto pasaría a
ser adoquinado y no de tierra y lodo.
El cambio del Sector Pobre al Medio fue tan radical que Manchego sintió que respiraba
otro aire, otro ambiente por completo. Su angustia se redujo al ver a otra gente andando, con otro
tipo de preocupación en el semblante.
No tardó en notar cómo los transeúntes se le quedaban viendo a Sureña. Precisó que en
efecto la yegua era espectacular al verla resplandecer bajo el sol escaso, su cabellera blanca y
cola del mismo color reluciendo como cristal líquido.
Pronto se hicieron entre el Sector Noble. La calle y acera seguía siendo de adoquín. Sin
embargo, las estructuras ya no eran de madera, sino de piedra. El centro original del pueblo fue
creado a modo de imitar una fortaleza, como los castillos en las grandes ciudades ocupados por
duques, nobles, y su respectiva cortesía. Guardas vestidos de rojo con azul marchaban con
elegancia, una alabarda apuntada al cielo entre una mano. Sus miradas no divagaban por nada.
La elegancia deslumbró a Manchego, poco acostumbrado a los lujos. Las mujeres eran
preciosas, con vestidos abombados de tul amarillo y morado. Esto parecía ser un sueño, el tipo
de historias que había escuchado durante su infancia. Siendo un finquero estaba poco habituado a
tanto despilfarro.
Por fin entraron al Parque Central, en donde la calle los desembocó a un espacio
cuadrado, amplio y vasto en cuyo centro reposaba una estatua alta y épica de Alac Arc Ánguelo
sobre una plataforma. El dios de la Luz estaba adecuadamente celebrado a pesar de estar muerto,
o desaparecido como preferían llamarlo algunos afanados a la religión politeísta. La escultura
sostenía entre sus manos una lanza que apuntaba a un enemigo imaginario. Sus alas de ángel se
extendían como dos mástiles con velas abombadas.
La lanza del dios apuntaba en dirección opuesta a las puertas del Décamon, sitio religioso
en donde se practicaba la religión Decámica.
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El arma ambién funcionaba como marcador cardinal, apuntado al Norte donde yacía la
Trigonósfera Stratta, nombre complejo para decir las tres ciudades fundadores del Imperio
Mandrágora.
Ubicarse fue sencillo para Manchego, notando que opuesto a la iglesia estaba la Alcaldía.
A cada lado, este y oeste respectivamente, estaba el mercado original y el convento conocido
como Las Amrias Santas.
La llovizna que desde la mañana había estado cayendo no limitó el progreso de los
negocios. Varios compradores regateaban, otros entraban y salían al son de un mercado lleno de
competencia y prosperidad. El rumor de voces y perros ladrando gobernaba el Mercado Central.
Tomasa se bajó de la montura. De inmediato un joven cuida-carretas llegó corriendo,
“¿Se lo cuido seño?” Tomasa le vio con un poco de desconfianza y le dijo, “¿A cuánto po’?”
“Una coronita no más seño. Y mire que bien cuidadito se la dejo. ¡De una vez le lavo la
carreta y le peino al caballo!”
“Malditos vándalos,” murmuró la mucama entre dientes.
Manchego se bajó y aseguró que su camisa estuviera bien metida. Su calzado de piel
estaba enlodado. Un niño joven de la pobreza le ofreció un lustre del mismo, pero el mozuelo lo
ahuyentó con un movimiento de su mano, preso del nerviosismo.
Tomasa hizo contacto visual con dos hombres que desmontaron de su propia carreta.
Manchego tembló al ver en sus semblantes una frialdad explícita, y además, la manera en que
movían sus manos—gesticulaciones rápidas y agresivas—, le dio la pauta que la vicisitud sería
poco agradable.
El primero parecía un espantapájaros. El otro era gordo y vulgar con ojos que
exclamaban desafío, y mostraba orgullosamente una panza que tenía el alcance de casi una
zancada.
Tomasa caminó hacia los mercantes totalmente consciente de todos sus movimientos.
Sintió que le drenaban el alma con la mirada.
“Este es’n Manchegue, heredere de la Finca, de mi patrone Eromes, que en paz
desancs’.” Dijo la mucama trastrabándose. Estaba muy nerviosa. Los compradores parecían
depredadores gozando provocarle inseguridad a sus presas.
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Marcus hizo un gesto de asco. Luego volteó a ver a Manchego y se agachó,
aproximándose a él. Su rostro barbudo y gordo estuvo a centímetros del suyo.
El pastorcito sintió el aliento pútrido del comprador. Ya sea por miedo o por la
pestilencia, su cabeza se hundió metros entre sus hombros. Sus ojos se abrieron de par en par,
tragando de la imagen indeseada.
El mercante gordo elevó la barbilla y dijo con un tono desafiante, “¿Esta alimaña
lastimera es el heredero de la Finca el Santo Comentario?” Se rió abiertamente.
Feloziano lo escrutó y luego aseveró, “Sí, raro que a un joven de poca experiencia le den
tales cargos. ¿Por qué será?”
Tomasa entró en furia, pero contuvo su enojo para no perder a los únicos clientes de la
Finca. Bien sabía a lo que iba. Conocía el modo tosco de los mercaderes.
“Manchegue es el únique heredere de la Finque po’. No hay nadie mas’n,” su acento
foráneo se acentuó gracias al nerviosismo.
Marcus respondió, “Bueno niño, ¿qué tienes para ofrecernos? Apresúrate que tenemos a
otras carretas que valorar.”
Manchego no supo qué hacer más que tornarse rojo. Tomasa intervino e inició a
balbucear, “Mire po’, que las coses están duras estos días viera’. Y hoy traemos mucho para
vender’n. ¡Mire que sufren los camp’s!” Tomasa estaba perdiendo el control, la mirada de los
compradores era implacable.
Manchego notó el desapruebo en los ojos de los mercaderes.
Marcus deformó el entrecejo en dos zanjas embravecidas. La papada le temblaba
mientras dijo, “Esperaba más de ti y tú famosa Finca. Por los dioses Tomasa, como esperas a que
compre estas porquerías. Dile a doña Lula que más vale que le reduzca los precios sus cosechas a
una cantidad razonable y compatible con la calidad dudosa de los mismos. ¿A cuánto me vendes
esta desgracia?”
Markus escrutó los sacos del grano con desinterés. Se rascó el trasero mientras su
compañero se dedicaba estudiar a Manchego.
Tomasa estaba al borde de romperse en llanto, “Treinta coronas. ¡Pero no menos!”
“Te doy veinte.”
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“Pero…” inició a protestar la mucama. Fue interrumpida por el glotón.
“Veinte o nada.”
Tomasa bajó la mirada. Supo que a este paso la Finca estaría sucumbiendo a la crisis.
“Está bueno pues’n,” dijo la mujerona sin más remedio. Su rostro ya se descomponía por la
humillación y la tristeza.
Marcus sacó de su camisón un morral sucio de piel seca. Con desprecio la soltó sobre la
mano de la interpelada. El mercader pegó un chiflido y de inmediato dos muchachos estuvieron
bajando los costales de la carreta.
Manchego observaba el tramite realizarse, incrédulo. Tenía hambre de gritarles que eran
unos desgraciados hijos de piratas, detestando la injusticia tal como la necesidad de tener que
vender para sobrevivir.
Marcus dijo mientras se largaba, “Un disgusto hacer negocio con vosotros. Y tú,
muchacho, sube unas libras siquiera. ¿No te dan de comer acaso? En nada te pareces a tu abuelo
muerto.”
Feloziano dijo sin las insolencias de su compañero, “Que tengáis una muy feliz tarde,
amigos. Hasta luego.”
Tomasa esperó a que los mercaderes estuviera a una distancia segura para
descomponerse. Lo único que deseaba era clavarle vengarse contra los ingratos por ser tan
insolentes, y por humillarla por enésima vez a la hora de hacer negocio. Entre su apremio
emotivo botó el morral con el dinero, pero Manchego reaccionó rápido para cogerlo, antes que
un ratero le hiciera el favor.
“Ay no, Mancheguito, ¿qué vamos ha’cer? ¡Ya no puedo a este paso! ¡La Finca va a
perecer y su abuelito se va a revolcar en la tumba!”
El mozuelo se sintió terrible. Por estar con Luchy había prescindido de sus obligaciones y
hasta ahora notó lo crucial que era su presencia para mejorar la Finca.
“No tiene que llorar, Tomasa. Le prometo que no faltaré un día más. Se lo juro. Esos tipos
van a vérselas conmigo algún día, ya verá. Cuando yo sea el dueño de la Finca, ellos estarán
pagando el doble de coronas por nuestros productos. ¡Esa es mi promesa!”
La sonrisa del muchacho tranquilizó a la mucama. No obstante, Manchego ya se
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arrepentía por la promesa hecha pues supo que la labor sería exanguinante.
“Ay, mi muchachito,” inició Tomasa mientras se limpiaba el rostro. “Usted es muy
especial’n. Todo saldrá bien, lo sé. Pero me urge’ que sea más diligente con su trabaj’.”
Tomasa sacó el morral que Lulita le otorgó. Lo colocó entre la mano de Manchego, quien
se sorprendido al sentir el objeto. “Dice su abuelita que le consiga una medicina a la gallina
Chichona con la bruja Ramancia. ¡Est’a enfermita viera! Hoy ya no puso huevos…”
Manchego tembló al escuchar el nombre de la bruja. Detestaba ir a su tienda. Siempre
salía amenazado de ser convertido en nada más que alimaña. Antes de perderse entre la
muchedumbre quedaron de juntarse frente al templo no más consiguiera la pócima.
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CAPÍTULO IV - INNONIMATUS
Las imágenes cruentas de un pasado doloroso lo atravesaron de lado a lado sin
remordimiento, y en su soledad se volvió a transportar a aquel momento. Tzargorg…
Innonimatus… Mérdmerén… Irijada…
…Los vientos salvajes soplaban sobre su rostro, su helor atravesándole la piel hasta el
hueso. Su pelo largo volaba con el viento, un símbolo de su tenacidad. Su pecho musculoso
estaba al descubierto, sobre él se perfilaba un tatuaje negro cubriéndole medio pecho, gravado
con las tinturas del bosque. En su frente llevaba una marca hecha con la sangre fresca del animal
que cazó para la cena.
Su nombre, Tzargorg, dominó por tres generaciones el Clan. Él lo adoptó tras derrocar y
decapitar a su propio padre; y su padre hizo lo mismo con su propio progenitor. Tal era la ley
salvaje de Madre, donde el joven fuerte sustituye al líder añejo. Sólo los mas fuertes sobrevivían
la furia de Madre. Ella le había hecho saber que muy pronto lo estarían retando para el duelo
sagrado por el liderazgo del Clan.
Sus ojos se desviaron, apreciando la tranquilidad de la llanura que habitaba su Clan. El
pasto estaba húmedo con el llanto de la noche, el sol apenas un gesto tímido en el horizonte.
Sobre una roca titánica observaba a la naturaleza desenvolverse, respirando profundo los
elementos cósmicos de Madre…
Le hablaron. Perdió los hilos de la memoria mientras una voz lo sustrajo de su
ensimismamiento. Un joven escuálido de piel morena, ojos café, pelo negro, de una estatura
mediana para niños de su edad le hablaba, “¿Cuánto cuestan estos bastones?”
Manchego creyó que el vendedor estaba enfermo de la cabeza, sus ojos no parecían
enfocarse en nada, más su rostro expresaba nada más que confusión.
La Tienda el Pastorcito Feliz era reconocida por poseer los mejores materiales para el
pastoreo. Entre bastones, chaquetas, batas, botas, y cuchillos para rebanar lana, era una de las
mejores. Pero el vendedor no parecía estar atento a sus alrededores.
El mozuelo observó a detalle el rostro del hombre extraño de pieles doradas y ojos
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celestes, típicos rasgos de un Hombre Salvaje. Aquél personaje lo contemplaba como ausente,
como si la mitad de su cuerpo estuviese en otra dimensión.
El vendedor aparentaba estar en su quinta década. Pudiera ser más joven, pero las marcas
de dolor zanjadas en su ceño le agregaban edad. Su piel estaba arrugada, quizá por el exceso de
sol y la exposición a los cambios climáticos. Algo del tipo gritaba socorro con creces aunque
aquél estuviera en silencio. Era su mirada….una mirada triste en busca de redención.
El vendedor meneó la cabeza un par de veces, y lo único que dijo fue, “¿Quién te ha
concedido ese chaleco?”
El joven se quedó perplejo y se puso nervioso al instante. Nadie le había hecho aquella
pregunta. Lo que creyó haber sido un viejo maltrecho ocultaba una inteligencia venerable.
“Emm, no sé…Me lo dio mi abuelita,” respondió el pastorcito. “Dice que fue de mi
abuelito,” continuó explicando al notar que el viejo simplemente estaba curioso. “Pero ella tuvo
que recortarlo de tamaño para que yo lo pudiera usar. Dice que soy mucho más flaco que mi
abuelo a esta edad.” El muchacho se encogió de hombros. “Lo uso todos los días. Es la única
memoria que mi abuelo me ha dejado…” El muchacho bajó la mirada, domeñado por los
miramientos intensos del vendedor. Esa mirada parecía penetrar piedras.
El vendedor escrutó el chaleco, analizando cada fibra del tejido como si fuese con los
pulpejos de los dedos.
El joven se irritó al reconocer el entusiasmo en el señor. Se retiró medio paso al no
comprender el significado de dicho intercambio.
“Está muy bien atendido,” dijo el Salvaje, “no cualquier mano atiende así de bien una
piel difícil de mantener. Es piel de lama, animales rumiantes que crecen en la salvaje
Devnóngaron,” dijo el vendedor sin rodeos.
Manchego respondió, tragando pesado, “Lo mantiene mi abuela. Yo también lo cuido
bastante. Amo las memorias que tengo de mi abuelo…aunque nunca no lo conocí.”
“Memorias…” inició a decir el viejo, saboreando la palabra. Con una mano se rascaba la
barbilla cuadrada. “Las memorias pueden ser dolorosas, y doler cuando uno menos lo espera,”
explicó el viejo de súbito. “Son memorias las que lo nutren a uno de alegría…o de lobreguez.
Ese chaleco almacena memorias valiosas.”
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El joven sintió paz en los ojos del vendedor, jamás habiendo estado expuesto a una
persona tan extraña y profunda al mismo tiempo. Le pareció insólito sentirse afín al tipo; fue
innegable que un lazo invisible los conectaba.
“¿Cuál es tu nombre pastor?” inquirió el vendedor, su rostro serenado.
El joven se asombró, “¿Pastor? ¿Cómo sabes que soy pastor?” Su corazón galopaba.
“Ese chaleco, pastor, es un chaleco para pastores. Está diseñado para los amantes de la
vida. La persona que usó este chaleco antes que tú tuvo que haber sido un gran personaje. ¿Ves o
conoces a alguien joven, o tan joven como tú, con un chaleco similar? No lo creo. ¿Cuál es tu
nombre dijiste?”
“Manchego,” respondió con timidez, la palabra escapándose de su boca
involuntariamente. Se molestó con sí mismo al presentarse tan nervioso.
“Manchego el pastor,” dijo el vendedor, catando el nombre. “Ése nombre no te pertenece.
¿Te han dicho eso? Quien te lo puso seguramente no es tu madre.”
Manchego se sintió asaltado por ojos que parecían leerlo a detalle. Sin aliento tuvo
dificultad para responder, “Mi abuela me puso mi nombre…mi madre me dejó olvidado…” El
muchacho bajó la mirada, triste de no saber nada de su pasado.
El vendedor analizó lo dicho y guiñó, “Interesante. En nuestra tierra, creemos que el
nombre viene con el viento que te dio origen. El nombre no se pone, más bien te asimilas a él
lentamente. Es decir: te ganas tu nombre. ¿Entiendes? Al ganarte un nombre, si no vives las
características que conlleva aquél, es como traicionarte.
“Y lo palpas tanto en este Imperio, en este pueblo de posesiones materiales; un pueblo
que evade la profundidad del ser. Puedes estudiar en sus ojos esa traición a sí mismos.
“Tú, joven pastor, tienes que encontrar tu verdadero nombre y vivirlo. Viviendo vas a
llegar a saberlo. Pero este ‘Manchego’ que te han denominado no encaja para nada contigo. En
tus ojos hay más que un nombre tan sencillo. En ti hay fuego, luz, una fuerza… extraña. Eres
único pastor. No te traiciones. Nunca te traiciones.”
El vendedor perdió sus ojos entre el cielo, y el azul de sus irises pareció fusionarse con
los grises celestes de las nubes en vuelo. Manchego dijo, “¿Y tú, vendedor, cómo te llamas?” El
vendedor pareció querer salir corriendo al escuchar aquella pregunta.
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“Mi nombre es Balthazar,” dijo con la voz acongojada, como si la garganta la tuviese
apretada, “al menos ése es ahora. Mi verdadero nombre ha muerto…Y veo que eres fácil para
tutear a los que te exceden de edad. Quizá tu abuela no te haya enseñado modales. ¿O es que me
miras de menos?”
Manchego tuvo la sensación de haberle provocado un dolor inmensurable al vendedor.
Por un instante creyó escuchar, “…y yo me he traicionado. He traicionado a mi alma…” , pero
las palabras nunca salieron de la boca de Balthazar.
“Ese bastón fue hecho de las maderas más finas proveniente de Devnóngaron, del bosque
denso y místico llamado el Gran Mesh, cuyo resplandor yace en las Tierras del Malush. Es un
bastón especial, pálpalo.”
Manchego sintió el bastón entre sus manos. Era liviano y sólido. Por momentos sintió
vida pulsar entre el mismo.
“¿Cuánto cuesta?” inquirió el muchacho, sabiendo que sería demasiado caro para él.
“No tiene precio. Nada de lo que hago puede ser comprado con monedas de metal,
coronas como le llama tu Imperio. Lo mío te lo ganas siendo una excelente persona. Gánate a tu
nombre y quizá te ganarás un bastón.”
“Eemm…gracias…” fue lo único que logró balbucear el muchacho.
Manchego sintió cierta ternura hacia Balthazar. El pobre emanaba una soledad mísera que
no pareciera tener remedio. Quizá por ello se identificaba con él, porque ambos parecían sufrir
por situaciones fuera de su control.
“Bueno, Manchego”, dijo Balthazar, “es hora que te vayas. Supongo que nos estaremos
viendo.”
Manchego no estaba seguro si había escuchado bien “¿Cómo así?”
Balthazar contestó con confianza, “Vas a regresar uno de estos días pidiéndome consejos.
No sé acerca de qué, pero lo vas a hacer. De saberlos te los daría ahora para ahorrarte el viaje.
Sabrás cuando venir a mí cuando se avecine el momento.”
“¿Y cómo sabes esto? “, preguntó Manchego, perplejo al escuchar aquellas palabras. Su
corazón galopaba.
Balthazar le clavó los ojos, “Andas en busca de algo. Tu alma está gritando por saber
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cosas que son y podrían ser. Fuego arde en esos ojos y quieres entender por qué.”
Manchego se sintió espantado al escuchar que tenía fuego entre sus ojos. Sin más decir se
retiró, evitando profundizar en una sugerencia tan árida.
Los ojos de Balthazar siguieron al joven hasta que se perdió entre la muchedumbre y se
dijo, “No puede ser que sea… Esas cosas ya no suceden en este mundo…”
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CAPÍTULO V - SOMBRAS Y ALMAS
Se introdujo al barrio de la sexta avenida y las casas lo saludaron sin ilusión en un día
plomizo. El lugar se le hizo conocido, pero sus recuerdos pronto lo hicieron lamentarse al
reconocer el edificio de dos niveles en donde solía ir a la escuela. El lugar se mira diferente,
pensó el mozuelo. ¿O quizá soy yo quien lo percibe diferente?
Escuchó la campana resonar, anunciando que al tertulia había finalizado justa al medio
día. Se le estremeció el corazón al notar que se encontraría con sus amigos…tanto como a sus
enemigos. Una horda de niños se derramó sobre las calles en chillidos de felicidad. Unos cuantos
salieron jugando con un balón de cueros, para echarse el partido de balompié en las calles
húmedas por el chipichipi (un juego muy popular en el Imperio). Probablemente ya jugaban un
torneo entre ellos y estarían apostando limitadas cantidades de dinero, para ellos su mesada.
El partido seguro finalizaría en una bronca, como siempre. Un diente se caería a cambio
de un ojo morado. Manchego se recordaba bien de los aficionados al deporte común en el
Imperio, jamás siendo muy afín al juego. No fueron sus grandes amigos aquellos muchachos, y
escasa vez compartieron algo. Ellos eran los típicos chicos populares de la clase. No faltaba que
uno de ellos le hiciera avances a Luchy, algo que le caía muy mal.
Un grupo de niñas salió a las calles saltando cuerda. Otras jugaban al balompié por su
propio lado. Manchego las conocía a todas por nombre pues nunca les había hablado, y tampoco
le había interesado. Fueron ellas quienes le acuñaron el apodo de Manchado.
Quiso ir a saludarlos a todos a pesar de resentirlos. El no estar con sus compañeros le
provocaba melancolía. Pero no tuvo el valor para hacerlo. Se dio la vuelta y regresó por donde
llegó para irse a la casa de Ramancia en busca de la pócima.
Un zumbido le cruzó la oreja.
Le tardó segundos percatarse que estaba en el suelo, y que de su oreja fluía sangre fresca.
La violencia lo encontró y no supo ni cómo ni cuando, pero ya tenía una idea de quién. Con harta
dificultad se puso de pie, sintiendo que por poco perdía la consciencia. Sin pensarlo, se preparó
con los puños frente a la cara, listo para luchar, justo como su abuelita le había enseñado.
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“¡Manchado! ¿Hace cuánto no te veo? Ni siquiera te dignas en saludarnos, pequeño
bastardo. ¿Acaso no has notado que somos tus únicos amigos, maldita piltrafa? Desgraciado.
Pordiosero. Hijo de puta. Tus modales necesitan ser enderezados. Quizás deberíamos darte una
lección de cómo tratar a tus superiores, pequeña alimaña. ¿Entiendes? ¿Manchadito?”, dijo
Mowriz, alias Malabrad, el mismo joven que desde hacía años lo había estado asaltando con sus
insultos y agresión física. El joven de cabello negro noche y de altura mediana emanaba una
malicia que jamás había comprendido. No tenía un cuerpo de fortachón pero vaya que podía
infligir mucho daño.
Los dos muchachos al lado de Mowriz se iniciaron a burlar del desdichado.
“¡Ya van casi seis meses desde cuando le dimos la última buena lección!”, agregó Hogue,
un muchacho pelirrojo y redondo, con pecas furiosas en el rostro y un par de labios tan brillantes
como una langosta. Hogue carecía de inteligencia absoluta, pero por ser un chico corpulento
imponía daño severo con sus puños carnosos.
“¡Sí! ¡Siempre me ha quitado a Luchy el pequeño desgraciado!”, añadió Findus, un joven
alto y rubio, típico deportista que todo lo puede mejor que nadie. Y siendo buen mozo, traía a
media escuela enamorada de sus facciones. Eso sí, la velocidad del chico era más temible que
cualquier cosa. Y él jamás le infligía daño físico, pero si lo alcanzaba y dicho acto le permitía a
Mowriz romperle la cara.
“Ésta vez no vas a lograr huir,” expresó Mowriz empuñando las manos.
Manchego fue atenazado por el terror. Dio un paso hacia atrás y perdió equilibrio,
teniendo que bajar los puños para prevenir una caída.
“Eres un imbécil, Manchego. A veces siento que deberías cesar de existir,” le dijo
Mowriz con malicia.
Manchego supo que estaba a apenas dos cuadras de su destino, una distancia que dada su
situación precaria era demasiado vasta. Todo lo que necesitaba era lograr hacer que Findus se
distrajera por unos segundos para ganar una ventaja.
A Manchego se le ocurrió un plan maestro en segundos: “Luciella me dijo que tú le
gustas, Findus. Me dijo que admira tu cabello rubio tan largo y listo. Y…y…y dice que eres
demasiado inteligente.”
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El chico mencionado pareció inflarse como pavo real y contestó, “¿En serio? Qué honor
que la misma Luciella piense eso de mí…ella es la chica más guapa de la escuela…”
Fue suficiente para lograr la reacción deseada.
Mowriz, o Malabrad, rápido se tornó rubicundo al escuchar el intercambio y sin pensarlo
le propinó un empujón al joven rubio. El joven atrayente cayó de espaldas con los pulmones
desinflados, lo cual le hizo saber a Manchego que su momento era ahora.
Se echó a correr sin miramientos, un poder intenso infundiéndose entre sus venas al huir
como presa siendo acechada por el depredador.
Manchego viró hacia la cuadra yuxtapuesta al llegar a la encrucijada. Un fuego secreto
trató de arrancar en su mente, como si el estrés y la presión del momento quisiera despertar una
porción resguardada en su ser, pero fracasó al carecer de un elemento primario.
Casi se trastabilló entre el suelo adoquinado, teniendo que seguir corriendo para no
caerse. Se perdió del cruce que lo llevaría a la entrada de la tienda de Ramancia, pero supo que
podría seguir a la próxima cuadra para intentar entrar a la casa de la bruja por la puerta trasera––
si es que habría una––. Entró en pánico al escuchar que los pasos de sus persecutores se hacían
más audibles, y con ello vendrían los puños en la cara y las patadas en el pecho.
Para su infortunio notó que no había una puerta trasera que le diera entrada a la casa de la
bruja. Entró en pánico, pero observó que en la pared hecha de tablones de madera que delimitaba
la casa de Ramancia había un tablón con un agujero lo suficientemente grande como para darle
acceso. Un anuncio en letras rojas alertaba la presencia de un perro guardían, pero de momento
Manchego prefirió vérselas con un perro bravo que con sus enemigos de la escuela.
Su cuerpo escuálido se deslizó sin problema bajo el agujero, pero su pecho se quedó
trabado en las astillas de dicha madera. Como gusano se movió de lado a lado con vigor,
pataleando hasta introducir su cuerpo completo entre la oscuridad.
Temblando del susto, esperó la mordedura de un can embravecido detrás de sí. Pero nada
más que el silencio lo saludó. Los pasos de sus persecutores se aproximaron a toda velocidad,
frenando muy cerca de la apertura donde se introdujo. Se preparó como pudo, empuñando sus
manos para defenderse a la muerte. Pero algo muy inverosímil sucedió.
“¡Adónde se fue! ¡Juro que lo tenía pillado!” Findus sonaba frustrado.
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Mowriz lo alcanzó en segundos, “¡Dónde está! ¡Allá! ¡Vamos allá!”
Los agresores salieron corriendo en otra dirección, Hogue pasando segundos después,
sudando la cruda lucha, “¡No vayáis tan rápido! ¡No puedo respirar! ¡Esperadme!”
Manchego no supo qué demonios había sucedido, y sabiendo que los peligros no habían
finalizado, se preparo para enfrentar al canino guardián. Pero nada más que el silencio lo saludó
entre una oscuridad casi absoluta.
¿Qué clase de truco es este? ¿Dónde demonios estoy? se preguntó el pobre muchacho
que sangraba de varias partes del cuerpo. Palpó el ambiente con los tentáculos de sus sentidos.
El sitio no parecía albergar vida alguna.
Tras los minutos su respiración se fue calmando al estar sumido en la tranquilidad de la
oscuridad. Entre las grietas de las tablas de madera conformando el techo un dedo de luz solar se
filtraba, iluminando con mucha vaguedad el sitio. Apenas si lograba ver su mano frente a su cara.
Volvió a sentarse para estudiar sus alrededores.
La rareza del lugar le provocaba un aire de confianza, al mismo tiempo que destilaba una
tristeza y melancolía incompresibles.
Pasaron minutos, quizás horas, y se mantuvo en silencio y completo sigilo mientras se le
calmaba el corazón galopante. Jamás se había imaginado que estando solo y en completa
oscuridad pudiera estar tan calmado…tan a gusto. La soledad pasó a ser de un agente misterioso
a un acompañante bienvenido. Entre veces, aguantaba su respiración con tal de sentir al silencio
englobarlo con su abrazo expansivo.
Entre cada latido de su corazón la belleza del silencio se aproximaba más a él en ondas
sonoras. Un momento…allí estaba, tímida como una flor. Era una presencia dentro de sí, como
una flama silente…un soliloquio frágil…escuchó…escuchó…
Hola.
Permaneció inmóvil, gozando el momento prístino que jamás consideró posible pues
¿cómo podría el silencio ser tan parsimonioso?
Al familiarizarse con el silenció notó que dentro de sí algo parecido a una nube mutaba
de forma constantemente. A veces era sombría, otras veces era una figura elaborada de
sentimientos. A veces no era más que un eco de vaivén eterno. Se maravilló de presenciar aquella
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esencia, grata y salvaje al mismo tiempo.
¿Es aquí donde se esconde mi verdadero nombre?, pensó intrigado por las pesquisas que
el viejo le hizo en el mercado.
La memoria de Tomasa le urgió que debía regresar al Parque cuando antes. Resintió el
hecho de tener que dejar dicha magnificencia, pues no sabía si lograría hallarla otra vez.
La dificultad de ponerse en pie le hizo saber la magnitud de daño que sufrió su cuerpo. A
punto de largarse se detuvo un segundo escuchando algo que lo llamaba en silencio. Volteó a ver
hacia la oscuridad, aquella densidad inescrutable sugiriéndole con su misterio.
Dio un paso…otro…se dirijo hacia la profundidad del lo oculto que lo llamaba. No supo
por cuanto tiempo caminó pero bien que lo hizo con timidez, extendiendo sus manos frente a su
rostro para encontrar algo…
El temor lo atenazó al sentir que cursaba un sendero equívoco e infinito. Volteó a ver
hacia su procedencia, notando que en efecto seguía la apertura por debajo de la tabla, aunque a
una distancia vaga y muy lejana para darle conforte. Sin duda pudo haber regresado y emergido
de vuelta al mundo real, pero esta dimensión le llamaba mucho más la atención.
Siguió andando por un tiempo indefinido. Por momentos sintió que perdía la noción de
donde era adelante y atrás.
Una puerta de madera se hizo visible en el ojo de su mente, y lentamente se materializó
de las nadas. La abrió como si estuviese abriéndola por enésima vez.
Cerró por detrás de sí, introduciéndolo entre una casa.
Estaba entre un pasillo decorado por múltiples frescos pintados sobre canvas. El pasillo
era largo, tal que habían al menos seis cuadros colgando de la pared. Éste estaba iluminado por
una luz rojiza parda. Las paredes eran de alguna piedra lisa, el suelo recubierto de una alfombra
vieja de color agrisado. Las pinturas sobre las paredes cautivaron su atención por su brutalidad.
Uno de los frescos perfilaba un abismo espantoso, lleno de elementos fantasmagóricos
como seres muertos ambulando hacia un foso que expelía luz verde infernal. Al pie del abismo
un ser de belleza venerable y malicia extrema sostenía por el cuello a un ángel con las alas
vencidas. Creyó escuchar un grito de clemencia de aquella figura angelical. Sintió odio y hastía
hacia la figura demoníaca. La imagen se grabó en su alma y jamás se desprendería de ahí.
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Sus ojos corrieron de cuadro en cuadro, fascinado por los dibujos coloreados. Eran
salvajes y desagradables, con cadáveres animados, otros con cuerpos desentrañados. Ángeles
estaban siendo abolidos con la espada negra de un ser vistiendo armaduras del mismo negro
profundo. Otro fresco perfilaba a un dragón de humo negro y tenebroso escupiendo fuego líquido
sobre un ejército vencido. Vórtices de energía indómita conectaban dimensiones para darle paso
a un ejército maldito. En otro fresco, el más perverso, encontró a un ser bello y malvado violando
a un ángel mientras le rompía las alas. Manchego se quedó atónito.
Escuchó voces. Salió del ensimismamiento, preocupado por lo que estaría por encontrar.
La voz de una mujer sufriendo hablaba en clemencias. La voz cavernosa de un hombre
agresivo la reprimía.
Curioso. Cauteloso. Se aproximó a la esquina del pasillo. Sus ojos captaron poco, pero al
ajustarse sus pupilas a la luz se asombró por lo que vio: En una sala, y sentado sobre un sillón
negro el hombre de voz cavernosa hablaba de gloria y esperpento, dramatizando con sus manos
una fuerza ininteligible por venir.
Parecía ser un Padre del Décamon por su ropaje. A pesar de no poder verle la cara porque
estaba encapuchado, sí se le miraba la quijada y la boca moverse. Su sonrisa era macabra. La
mujer frente a aquél estaba vencida. ¡Era la bruja Ramancia! No puede ser, se dijo el muchacho,
si Ramancia es la bruja más poderosa… Esto significaría una sola cosa: que el hombre
encapuchado era más poderoso que ella.
Hizo el intento por escuchar de qué hablaban. Pero de un momento a otro, la escena
fluctuó. La mano del hombre se elevó, un dedo huesudo apuntó directamente al muchacho.
Manchego se paralizó del terror al notar que habían dado con él a pesar de estar escondido tras la
esquina.
Ramancia volteó a ver con lágrimas en sus ojos. El hombre se desapareció entre la
sombra de un respingo, llevándose con sí una estela de sombras. La bruja salió corriendo hacia
Manchego con un cuchillo entre la mano, su mirada llena de preocupación.
Manchego estaba hechizado, incapaz de moverse. No pudo pensar en nada, pues los
eventos lo tenían anonadado.
“¿Qué demonios haces aquí? ¡Has venido a mala hora! Ven, sígueme. No podemos dejar
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que te detengan,” dijo la bruja en absoluto convencimiento.
Manchego la siguió sin peros, pues embrujado no poseía voluntad.
Entraron a un salón en donde varias runas estaban escritas sobre una pared de piedra. Vio
que la bruja hizo un par de señas y movimientos con sus manos, emitiendo una luz morada frágil.
De inmediato una puerta obedeció a su comando y se abrió. Entraron a un pasillo largo y vasto,
iluminado por la luz de varias velas que danzaban melancólicas sobre candelabros metálicos. El
muchacho hechizado se sintió como en otra dimensión.
Sus ojos captaron a un espejo. Su alma añoró por verse reflejado en él, tal que de impulso
ya se dirigía hacia aquél. El espejo estaba entre un cuarto, y aunque lejos, aquél ya le daba los
secretos de su pasado.
Ramancia lo detuvo con sus manos largas y huesudas, de uñas negras y peligrosas,
“Todavía no mires a tu reflejo en el Espejo de la Reina Negra del Abismo de Morelia. Te dirá
verdades que no debes saber…la verdad tiene un precio.”
Caminaron en dirección de una luz blanca y brillante que iluminaba como sol sobre una
pared, virando como un espiral sin detenimiento. Ahí se fundieron entre su calor y todo se tornó
blanco.
***
Su consciencia regresó a su control en pulsos de energía. El muchacho estaba zumbado y
apenas si lograba escuchar lo que le decían.
“¡Buenas tardes! ¿En qué te puedo ayudar joven?”, dijo la cajera. “¡Buenas! ¡Buenas!
¡Joven! ¡Aquí! ¿En qué te puedo ayudar?” La señora estaba desesperada, moviendo sus brazos
para llamarle la atención.
Manchego salió del trance en segundos, sus ojos encontrándose con los de la cajera. Al
sentirse en sus cabales, notó que estaba adentro de la tienda de Ramancia. La bruja lo guardaba
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con irritación.
Había tres estanterías pululadas de frascos coloridos, refulgiendo poderes secretos y
místicos a través de cada cristal que contenía una pócima, cada frasco con un líquido de colores
variables. El olor era a chamuscado, a ácido, y a sulfuro.
Un olor a moribundo también llegaba a sus sentidos, quizá proveniente de uno de los
botes con líquido negro viscoso dentro. En aquél se figuraba gusanos moviéndose en un eterno
espiral. Había frascos de todos los tamaños y colores, con tapones de corcho y otros de tornillo,
otros con retazos, y otros sin tapón expeliendo su aroma al aire libre.
Uno de los botes tenía la cabeza de una bestia irreconocible con tres ojos y dos cachos
largos. Otro bote sostenía las garras de un wyvern mantenidas en un líquido opaco. Algunos
eflorecían gas, mientras otros se movían como por inercia propia.
Había un mueble exponiendo tras un vidrio una amplia gama de armas portátiles, como
dagas y cuchillas, escudos diminutos y largos pinceles de vidrio. Había un lucero del alba que
atrajo la atención del muchacho, una cadena conectando al mazo y la bola de picos tan pesada
como piedras. Había otro mueble lleno de animales disecados. Frente a él, una vieja de pelo
negro rizado, con un sombrero alto terminando en una punta lo esperaba tras el mostrador.
“¿En qué te puedo ayudar?” Manchego notó que Ramancia estaba refulgiendo
desesperación. “¿En qué puedo ayudarte, joven? ¿Qué necesitas?”, volvió a repetir la vieja.
“Emm … err… necesito una pócima para una gallina que está enferma,” respondió el
muchacho acongojado.
Ramancia replicó, “Ah, por fin y hablas, eres muy imprudente. Próxima vez que me
hagas perder el tiempo te convertiré en alimaña. ¿Entiendes? ¿Un brebaje para una gallina
enferma dices? ¿Está deprimida y ya no pone huevos?”
“Sí, sí. Justo eso es lo que le sucede,” respondió el mozuelo. Se sintió la oreja, pues le
dolía por una razón extraña…Se acordó del asalto infligido por los chicos de la escuela. Las
memorias retornaron a él en oleadas. Sin embargo, se topó con un vacío mental que no supo
explicar de momento, como si le hiciera falta una memoria.
“Muy bien… hmm … ésta no, ésta no. Uy no, ésta la mataría… ¡Ah! Cómo no, aquí
está,” gritó la bruja con entusiasmo mientras rebuscaba entre las estanterías.
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Del anaquel más alto tomó un cristal con un líquido azul eflorescente. El frasco era de
base ancha, estrechándose para finalizar en la boca de un embudo. Estaba tapado por un corcho
añejo de textura rugosa y húmeda. Por primera vez notó que la tienda de Ramancia pudiera
beneficiarse de una limpieza profunda. Había tela de araña por doquier.
“Ésta poción seguro y le hará el truco. Serían cinco coronas, por favor.” La vieja extendió
la mano para recibir la paga antes de entregarle el brebaje.
Manchego sacó el morral con dinero. Contó cinco monedas de metal rugoso y se las
entregó a la bruja sin demora.
“¿Algo más, joven?” inquirió la vieja, sugiriendo algo oculto.
Manchego pensó, pero no necesitaba nada más. En ese instante Ramancia le interrumpió
el hilo de pensamiento, “Por tres coronas adicionales te incluyo este tótem. Es una Nuez de
Teitú.”
Manchego tomó la nuez ofrecida entre sus manos. La palpó, extrañado al ver un objeto
cotidiano siendo vendido como algo preciado. Se miraba vieja y olvidada. Probablemente la
semilla por dentro ya estaba podrida. ¿Para qué quería una nuez vieja? Seguramente no le
proveería ni alimento.
“No subestimes a una Nuez de Teitú,” dijo la bruja con un ojo perspicaz mientras
escrutaba al mozuelo. “Es una nuez mágica te digo. Un tótem imprescindible,” agregó aquella
con la voz llena de misticismo.
“¿Y qué hace?”, preguntó Manchego, curioso. La jugaban entre la mano, extrañado de
encontrase afanado a ella con tanta presteza, como si fuera más que una semilla.
“Lo verás cuando estés en problemas,” contestó la bruja. “Cuando te veas sufriendo en
penurias extremas, entierra la Nuez de Teitú un pie bajo tierra. Riégala tres veces al día y,
recostado sobre ella, le das de tu calor por cinco noches continuas. Luego verás lo que pasa.”
Manchego subió una ceja. La vieja le amonestó, “Créeme. No me subestimes. NO
desperdicies esta oferta. ¡Tómalo!”
Manchego se asustó al ver a la vieja tornarse rabiosa. “¡Bueno, bueno! No quiero
problemas. Me la llevo. Aquí están. Seis, siete, y ocho coronas.” Tres coronas le comprarían el
pan de la semana a la Estancia. Supo que Lulita lo tendría de las orejas. Suspiró al guardarse el
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morral vacío entre el pantalón. Sin decir más se dio la media vuelta, cerrando la puerta de la
tienda de la bruja con suavidad.
La bruja quedó encerrada a solas entre su tienda. Se desplomó, como si el evento recién
vivido le hubiera causado mucho estrés. Su rostro se deformó en uno de tristeza al precisar que la
muerte pronto se la estaría llevando, y por ello debía hacer prisa. Con ahínco se puso en pie y
siguió urdiendo su plan maestro.
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CAPÍTULO VI - REGAÑOS
Manchego entró a la Estancia por la puerta principal, pasando por la sala de visitas hasta
llegar a la cocina, en donde Lulita batía armónicamente una olla con recado.
Verduras se miraban flotar en la superficie del agua hirviente. Dos huesos revestidos con
carne escasa emergían, para sumergirse de nuevo. Lo más caro hoy por hoy era la carne. El
aroma a romero y tomillo gobernaba el ambiente.
“Explícate,” le dijo su abuela sin voltearlo a ver. Su tono de voz estaba tenso.
Manchego dijo, viendo al suelo con las manos tras su espalda, moviendo la punta del
botín sobre el suelo, “Pues… estaba en camino a casa de Ramancia. Me perdí en el camino y…”
Lulita movió la cabeza de lado a lado, “Ay, mijito. Pero como puedes olvidar algo así. Si
bien recuerdas que tu escuela queda en la séptima avenida y quinta calle. No hay pierde. La casa
de Ramancia es la misma dirección en reversa. Es muy sencillo.” Lulita batía el recado con
mayor velocidad, agitada.
“Yo sé,” respondió Manchego, moviendo los ojos al techo. Continuó buscando el paquete
de razones que lo eximirían de la rabia de Lulita, “Me topé con Malabrad,” dijo para suavizar el
enojo de su abuela.
Lulita no tuvo que voltearlo a ver para decirle, “¿Y esta vez qué te hicieron?” Lulita
apretó la paleta entre su mano. A veces le daban ganas de vérselas ella misma con Mowriz.
“Sólo tengo un poco de sangre en la oreja y el labio hinchado. Eso es todo,” dijo el
muchacho tocándose el cuerpo para sentir las rasgaduras que sufrió. No se explicaba cómo las
obtuvo.
Lulita remató la paleta contra la olla, sopa lloviendo por doquier, “¿Eso es todo? ¿No
crees que es suficiente con eso? Ese pandillero va en mal camino. ¿Cómo no lo expulsan de la
escuela? No comprendo. ¿Estaban ahí Findus y Hogue?”
“Sí, los tres mismos de siempre,” declaró.
Lulita dijo, ya habiéndose tranquilizado, “A los padres de Findus los miro todos los
sábados en el Décamon para la oración semanal. Y a los padres de Hogue los conozco poco, pero
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sé quiénes son. Prometo que próxima vez le diré a sus padres. Ahora Mowriz es otro asunto. Es
un hijo de ramera, según cuentan los rumores. Hijo bastardo del jefe de la mar Buhrla. No me
extraña que haya salido un vándalo. Eso no explica por qué te demoraste tanto. A las seis estabas
llegando al Parque me dijo Tomasa. No lo niegues.”
Manchego se irritó. Contra la lógica apabullante de su abuela jamás lograría combatir.
“Pues…Huí de ellos y luego…y luego…fui a la tienda de Ramancia.” Manchego sintió
una laguna mental. Algo no ataba cabos.
“¿Me crees tonta? Según Tomasa a las tres de la tarde ya habías terminado el negocio
fracasado con Marcus y Feloziano, un asunto que debemos hablar a su momento. De tres a seis
hay tres horas. ¿Qué hiciste durante ese tiempo?” Lulita lo volteó a ver de lleno. Manchego bajó
la mirada. Lo cierto es que no se acordaba de nada más.
Lulita se lavó las manos. “Olvídalo. Ya no me interesa. Es la última vez que vas a estarte
perdiendo en el pueblo. Sé que te gusta admirar los paisajes. A lo mejor y te quedaste pasmado
por la lontananza. En fin. ¿Trajiste la pócima para la gallina?”
“Sí abuela, aquí está.” Manchego extrajo el frasco del morral donde habían ocho
monedas. Al mismo tiempo produjo la Nuez de Teitú.
“¿Y esto? ¿Una nuez? Pagaste por esto…”
Manchego se puso rojo.
“Ay no, mijito. Me embravece cuando te comportas tan sumiso. Ramancia seguro te
amenazó si no le entregabas dinero a cambio de esa porquería. ¿Cuánto te sacó?” La señora
cruzó los brazos.
“Tres coronas.”
“¡Ay no, Manchego!” gritó contrariada. “A veces no tienes dimensión de la crisis que
vivimos. Tres coronas nos consigue el pan de una semana.” Lulita se entristeció. Detestaba ser
frugal con su nieto. Tres coronas no hubiera sido nada hace trece años, cuando murió Eromes.
Antes gozaban de tanta abundancia…
Lulita resopló, “Lo hecho hecho está. Ahora hazme el favor de administrarle el brebaje a
Chichona. ¿Te acuerdas cómo hacerlo?”
Manchego se torció de lado a lado, “Pues emm… más o menos.”
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Lulita estuvo a punto de empezar a alegar de nuevo, cuando una voz tierna y dulce
rompió el silencio, “¿Administrar qué?”
Lulita se volteó, y dijo, “Hola, Luciella. Has venido a buen momento. Hay que
administrarle la pócima curativa a la gallina. No ha estado bien. Pero creo que Mancheguito no
se acuerda cómo hacerlo.” La señora le lanzó una mirada decepcionada a su nieto.
“Yo acabo de adminstrarle una a cada una de nuestras gallinas. Vamos, Manchego. Te
ayudo.”
Manchego no pudo devolverle la mirada a su abuela. Apenado, se encaminaron hacia el
establo.
***
“¿Qué hiciste para enojar a tu abuela, tontito?”
“Es una historia que me irrita. Creo que me estafó la vieja.” Manchego no escondió la
oreja hinchada.
“¡Tu oreja!” la niña le apuntó un dedo a la cara.
Hastiado respondió, “Ya sabes quién.”
“Esos desgraciados, la van a pagar algún día,” dijo la muchacha. “La pócima se ve
diluida. ¿Cuánto pagaste por ella?”
“Cinco coronas.” Excluyó el hecho que le vendieron una estúpida nuez por tres coronas.
Jugaba con ella entre la bolsa de su pantalón.
“Está encareciéndose todo por el pueblo. Ramancia cada vez decae en su calidad. Ojalá
hubiera otro hechicero capaz de hacer pociones como las de la bruja. Ay no, siento mucho decirte
que te estafaron. Yo pagué tres coronas por una de similar tamaño, y era mucho más
concentrada.”
Manchego no dijo nada, sólo apretó los labios y se sobó la oreja.
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Al entrar al establo, notaron que Mumu, la vaca, ya estaba bien dormida con las ubres
desinfladas. Seguro Tomasa la ordeñó por la mañana. Las cuatro ovejas dormían esquinadas en
su cerco.
Feyito vio de reojo a Manchego, y le enseñó los dientes con su sonrisa sardónica, “Shh…
¡Calla, burro! ¡Que vas a despertar a Granola!” Feyito pareció comprender, y se regresó a comer
de su comedero, hecho de tres tablas de madera tirafondeadas. Los caballos tenían su propio
comedero.
Sureña y Granola descansaban a su propio parecer.
Chichona descansaba sobre una montaña de paja. Dormía con el cuello metido entre el
plumaje blanco. La pobre se miraba decaída aún durante el descanso.
Luchy dijo queda, “Vamos a tener que despertar a todos los animales.”
“¿Por qué?” preguntó Manchego.
“¿Nunca has aplicado esto verdad?”, le respondió Luchy con una mirada retadora.
Manchego respondió, señalizando que debían de bajarle el volumen a su voz, “He visto a
Lulita hacerlo…pero…” Tras tantos fracasos el día de hoy, Manchego ya se sentía inútil.
La muchacha contestó, “Bueno, callemos y hagamos esto que requiere de velocidad y
precisión.”
Manchego y Luchy se aproximaron en sigilo. Con cautela montaron la montaña de paja
tan alto como pudieron. “¡Está muy alta!” musitó Luchy al notar que no alcanzarían el paradero
de la gallina.
Manchego dijo, al mismo tiempo que señalizó con sus manos, “Ven. ¡Párate en mi
espalda! ¡Hazlo rápido!”
Manchego se acuclilló y colocó tanto sus manos como rodillas sobre el suelo. Luchy
dudó si los brazos enclenques del pastor tolerarían su peso. “¡Cómo pesas, Luciella!” exclamó el
muchacho.
“Silencio…”
Luchy rápido estuvo parada sobre la espalda de Manchego. Metiendo la mano entre la
paja, jaló de súbito una de las patas de la Chichona. La gallina soltó un chillido tan fuerte que
despertó a los animales, y el establo entero entró en frenesí.
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Cuando el pico del ave estuvo abierto por el susto, Luchy aprovechó para escanciar la
pócima directamente entre su garganta, un acto que en sí demostró necesitar de mucha práctica.
El ave no tuvo más remedio que tragarse el líquido eflorescente de color azul. Seguramente tenía
mal sabor, pues el olor expelido no era nada agradable.
Los animales no cesaban de hacer alboroto al haber sido arrebatados de su descanso. Los
niños salieron corriendo hacia la Estancia en risotadas, dejando por detrás el establo refulgiendo
con dos caballos relinchando, una vaca en desacuerdo, un burro sardónico, cuatro ovejas en
desacuerdo, y una gallina descabellada tras haber recibido un líquido asqueroso entre la garganta
sin su consentimiento. Rufus estaba ladrando afuera del establo, ordenando el silencio. Pero
ningún animal le prestaba atención al can añejo.
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CAPÍTULO VII - ENCUENTROS
Feliel Demanur Nació en Nagbar, uno de los nichos más desarrollados en Némaldon. De
su pasado poco se sabía a la hora de la entrevista. Muchos de los nobles del Consejo de Reyes
estaban escépticos al escuchar su origen.
Cuando fue exiliado de sus propias tierras por ser muy liberal de pensamiento es que
buscó una carrera política en Mandrágora. Lentamente fue escalando posiciones, hasta que su
nombre resonó en el Consejo de Reyes. Solicitó ser el Alcalde de San San-Tera.
Las razones aspirantes a la alcaldía de tal pueblo fueron muy sencillas. El hombre
deseaba explotar el potencial económico de la tierra. Prometió tanto que tras casi cuatro años en
su gobierno, poco se había visto cambiar. Si algo hizo fue empeorar la situación del pueblo.
Nadie sabía exactamente cuáles fueron los factores que deterioraron al gobierno de Feliel,
y sin duda culpaban a su origen y al nepotismo con el que jugaba para favorecerse a sí mismo.
“Se le fue el poder a la cabeza,” decían un grupo de chismeras mientras gozaban el clásico
tentempié en la repostería. “El que con poder juega, poder come y caga, para luego bañarse en su
mierda,” decían otras bocas menos elegantes en el mismo sitio. Lo cierto era que hablar del
Alcalde y su poder era tema común hoy por hoy.
“Fue hace dos días que vi a Ramancia entrar a la habitación privada del Alcalde,” inició a
explicar Regina, reclinándose hacia adelante. La señora en sus quinta década iba más maquillada
que una marioneta, tal como las viejas de la nobleza del pueblo. “La bruja hizo el intento de
hacerse pasar por una vieja cualquiera enrollada en una chalina. Pero bien sabes cuando estás en
presencia de una bruja. No hace falta sentir la energía del ambiente cambiar. Chicas…¿será que
está teniendo un amorío con el Alcalde? No es extraño que Feliel tenga varias concubinas. ¿Pero
la bruja? Que asco. Si tanto quiere curvas aquí tiene dos muy fáciles,” dijo la mujer tocándose las
caderas.
“Pensé que dijiste que el Alcalde era una gran persona.” remató Carmela con asco. “¿Y
tú, metiéndote con él?”
Regina se tornó roja de la furia y de la pena.
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Isidora agregó, la más joven de las tres chismeras, “Yo había escuchado algo similar en el
Mercado Central. Los rumores son varios. Dicen que la bruja ya no es tan temeraria como antes,
el el Alcalde la tiene de rodillas, domeñada. Las pócimas que vende han estado inferiores de
calidad dicen unos; otros agregan que simplemente ha perdido poder. Eso lo sé por una tía que le
compró brebajes a la vieja para un burro enfermo que mantiene.”
Carmela añadió entre sonrisas, “Siempre sospeché que el Alcalde andaba metiéndose con
toda clase de mujeres, pero jamás imaginé que le gustaría involucrarse con la bruja Ramancia.”
Isidora agregó, “Chulitas, yo sólo sé que algo muy extraño está sucediendo en el pueblo y
no es normal. Hoy por hoy hay que tener mucho cuidado…”
“Las violaciones…” dijo Carmella.
“Las fiestas…” dijo Regina con añoranza.
“Los secuestros y los asesinatos…” dijo Isidora con preocupación.
“Silencio…” agregó Carmella. “No hables recio…no vaya a ser que un espía te pille y te
zampe a un calabozo…”
Las tres voltearon a ver por doquier, buscando señas de alguien o algo espiándolas. Lo
cierto era que hoy en día nadie podía estar tranquilo en el pueblo, excepto aquellos que
trabajaban para el infamoso Alcalde.
***
Manchego se había visto en la incómoda posición de decirle a Luciella que no iba a verla
tan a menudo o, al menos, ya no todos los días.
Al inicio Luchy se comportó indiferente hacia la noticia, diciéndole con el orgullo
henchido a su mejor amigo, “Como quieras, no es como si me importa. ¿Crees que eres el único
ocupado aquí? No necesito de nada ni de nadie.”
Manchego se sintió rechazado y eternamente culpable. En los ojos de su mejor amiga
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logró ver que le causó dolor.
Luchy siguió llegando todos los días por las tardes a buscar a Manchego, y siempre lo
encontraba en las mismas: trabajando la tierra con Tomasa.
Esa tarde llegó con una gran sonrisa después de la escuela. Con las manos tras la espalda
andaba por los campos tras el hombrecillo. Rufus ladraba entre veces, recostado bajo la sombra
de un árbol. La muchacha intentaba crear tema, pues ya extrañaba a su amigo, “¿Qué haces?”
“Las tierras…necesito…el agua. Tomasa, ¿me pasa el agua? ¿Qué dices? Disculpa,
Luchy. Debo regresar a laborar.”
Para la niña preciosa fue un golpe bajo ser ignorada. “¡Perdón Luchy! ¡Tal vez mañana
logre finalizar antes para que nos reunamos!”, le gritó un enlodado y sudado muchacho, quien si
mucho le dedicó un vistazo.
Luchy se sintió excluida. Era la chica más linda y popular de la clase, y que alguien como
Manchego la estuviese rechazando, al punto donde ella le estaba buscando, era simplemente
impensable.
La muchacha cobró fuego. Remató su pie contra la tierra, apretó los puños, y estiró sus
brazos a los lados, su rostro una máscara de furia, “¡Manchego! ¡Ven para acá en este instante!”
Manchego levantó su rostro sudado y dijo, “¿Qué dices? No te oigo. ¿Estás enojada?”
Luchy casi reventó, y soltando su energía caminó hacia Manchego. Se paró frente a él y
remató su pie contra la tierra, arruinando la montaña que Manchego llevaba minutos armando
para sembrar una semilla, “¡Suelta esa pala en este instante! ¡Eres un chico insolente,
egocéntrico, orgulloso, enojado, injusto, egoísta, presumido y vanidoso! ¡Este comportamiento
es inaceptable! ¡Ya estoy cansada y harta de estarte viniendo a buscar¡ ¡Me ignoras como si no te
importara! ¡Te la pasas en tus pordioseras tierras! ¡Pues si no me quieres ver, eso mismo
obtendrás! ¡Adiós! ¡Urrgggghh! ¡Hombres!”
Luchy se marchó centelleando como tormenta impetuosa. Manchego no comprendió la
vapuleada verbal recibida.
“Pero si sólo estoy trabajando el campo…” dijo con los ojos húmedos.
Tomasa sintió la bofetada de palabras y simpatizó con el pobre niño. “Hoy sí enojó a la
muchachita. Ay, ay, ay. Eso le va a costar much’o” dijo la mucama para luego inspirar entre
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dientes, simulando algo que arde.
Manchego pareció contemplar la situación, pero falló en comprender el contenido real de
lo sucedido.
Esa noche se fue a su alcoba a dormir con una mente abrumada. Pensaba en Luchy y en
su reacción tan furiosa. Su estómago daba vueltas y sentía algo rarísimo moverse entre su pecho.
No creía nada de lo que ella le dijo, no se consideraba una persona egoísta ni egocéntrica.
Esa noche no durmió del todo. Por nada deseaba perder a su mejor amiga. Ya había perdido a la
escuela a causas de la Finca.
Se levantó al día siguiente para seguir trabajando los campos en la monotonía que tras
varios días ya se sentía eterna.
Durante su hora de almuerzo le pidió permiso a Lulita para ir a visitar a Luciella. “Por
qué, mijito, ¿paso algo?”, le preguntó Lulita preocupada al ver al muchacho cabizbajo.
“No abuelita, todo está bien,” contestó optimista, pero sus ojos soñolientos y tristes
declararon lo opuesto.
“Eres terrible para mentir, mijito. Anda donde Luchy que sé que es donde quieres estar,
pero no demores. Bien sabes que la Finca te necesita.”
La mayor parte del camino hacia la casa de Luchy se mantuvo pensativo. Ni los ladridos
de Rufus lograron sacarlo del sentimiento.
Al llegar a estancia de Luciella fue atendido por la mucama, Emilia, “Dice Doña Luciella
que no tiene tiempo ni ganas de verle. Que está ocupada y que mejor regrese otro día. Está
atendiendo a unos amigos del colegio.”
Manchego sintió un relámpago de dolor en el pecho. ¿Habría conseguido un nuevo mejor
amigo? Perdió toda la ilusión por remendar su amistad con la chica. Solo y sin más amigos que
Rufus, se dispuso a regresar a la Finca.
Manchego supo que su hora de almuerzo había finalizado y que debía de regresar a
trabajar los campos. Lo sabía: nunca tuvo que haber rechazado las atenciones de Luchy. Lo que
no supo el muchacho fue que en la ventana del segundo nivel de la casa de Luchy, ella estaba
escondida tras las cortinas traslúcidas. Lo estudiaba, remordiéndose cada segundo que miraba al
pobre muchacho largarse sucio con tierra y sudor. Se mordió el labio, probando lo salado de una
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lágrima. Se desparramó sobre la cama, con su cara contra la almohada mientras soltaba el llanto
a moco tendido.
Emilia llegó a su habitación y le dijo, “¿Y por qué no le va a buscar pues, mamita? Vaya
niña, que nada pierde. Y mire que Mancheguito promete ser un gran finquero cuando crezca.
Más vale que mantenga cerca o mire mamita que se lo van a quitar. Ay, si supiera cuantas
mujercitas darían las nalgas por un chico como él.”
Luchy se rió entre lágrimas, “¡Ay, Emilia! ¡Tan vulgar!”
“Pero así es la vida, mamita,” dijo sonriente. “Cualquier niña de pueblo le daría diez hijos
al muchachito.”
Luciella volteó a ver a la mucama, cuyo rostro seguía rosado y tierno, “Ay no, Doña
Emilia. ¡Pobre Manchego a de pensar que soy una bestia!”, y de nuevo hundió su rostro en la
almohada.
Emilia le dijo mientras acariciaba su espalda y tiraba de su cabello castaño, “Ya va a
estar, mamita. No se preocupe. Estas cosas a veces pasan entre amigos, y no siempre es para el
mal. Muchas veces ayuda a fortalecer amistades…o amores. Tranquila, no hay nada que con el
corazón se haga que no se pueda remediar. Manchego está tan enamorado de usted, mamita, que
no necesita preocuparse de perderle. Ahí estará, esperando su llegada con el corazón en la
mano.”
Al día siguiente a la hora del almuerzo, Luchy encontró a Manchego comiendo a solas en
la Estancia. Entró, tocando la puerta para no ser descortés, y con sus manos cruzadas atrás de su
espalda, emanó la tregua.
Su rostro bello irradiaba una diminuta sonrisa, tan frágil como la hoja de un árbol,
radiante como el sol del alba; su pelo suelto, coronado por una diadema de color rosado, se
mecía con el viento; sus pómulos rosados y llenos de vida inspiraban poemas; sus ojos verdes,
llenos de música viviente derritieron al muchacho.
Manchego creyó ver a un fantasma. Se puso pálido al inicio, sus ojos abiertos, tragando
toda luz de aquella visión divina. Se sonrojó como un tomate mientras el corazón le galopaba.
Luchy bajó la mirada y se mordió el labio por dentro, su pie retorciéndose con timidez.
Nadie la hacía sentirse igual. El momento de silencio se sintió eterno, y de haberlo sido hubiera
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sido perfecto. Manchego ya se sentía con alas…
El silencio transcurrió cómodamente sin intentos de obliterar su fluidez, y fue Luchy
quien lo rompió con su voz dulce y jovial, “Mancheguito…deseo pedirte perdón. Perdí el control
y…y no es cierto lo que dije. ¿Me perdonas?”
Manchego se puso de pie, recogiendo su mandíbula que había botado en admiración, y
dijo tartamudeando, “No Lu-Lu-chy soy yo quien te pide el perdón. Tuve que haber sido más
atento…soy tu mejor amigo y te fallé. He estado súper ocupado, pero eso no me da el derecho
ignorarte. ¿Me perdonas?”
Luchy soltó una risita tan bella e inocente que Manchego sintió una oleada de pétalos de
flores celestes y angelicales rascarle el rostro.
Luchy contestó rosada de la pena, “Tontito. Mejor olvidemos lo que pasó y…y ayer, no lo
creas…no estaba con nadie ni nada de lo que dijo Emilia. Estaba en mi cuarto, sintiéndome como
la bruja del mundo al ver que te marchabas cabizbajo. Casi lloro, pero no lo hice. No fue para
tanto.”
Manchego respondió sonriente, “Tengo una idea. Voy a hablar con Lulita para ver si
durante la hora de almuerzo nos podemos juntar…¿te parece?”
Luchy preguntó, tratando de sonar un poco desinteresada, “¿Todos los días?”
Manchego dijo con toda la seguridad del universo, “Sí, todos los días. Me encantaría
eso.”
Luchy no lo dijo, pero estaba aliviada de saber que lo miraría todos los días, aunque fuese
tan solo una hora.
CAPÍTULO VIII - SECRETOS Y MISTERIOS
El mundo se teñía con luz naranja, destilada por un sol poniente. El cielo estaba
recubierto casi en su totalidad por una tela gris oscura, opacada como trapo mojado.
Manchego contemplaba el atardecer ensimismado. Admiraba a su luz y su aspecto
misterioso. Pensaba en cómo el cielo parecía ser un mar en reversa, en donde las nubes eran el
mar, oleado y omnipresente. La ventana entre aquellas parecía farol en un mar embalsamado.
El borde del mundo se delineaba firmemente, como el labio inferior de una sonrisa larga
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que no demora y no se detiene.
Deseó poseer dos alas para poder volar sobre el horizonte y verlo desde las alturas.
Sopesó lo delicioso que sería cursar entre las nubes gélidas.
Manchego abrió los ojos de repente. Tuvo que frenarse con las dos manos para no caer de
cara. Se había quedado dormido, hipnotizado por las montañas distantes.
Y allí estaba de nuevo su placer por ver los efectos lumínicos del la puesta del sol.
¿Comprendería algún día por qué le gustaban tanto?
Feyito estaba a su lado, apuntándole el trasero a la cara de Manchego mientras éste
masticaba grama. Movía su cola de lado a lado, expeliendo pulsos del gas flatulento. Volteaba a
ver a Manchego, y cuando lo hacía, exponía los dientes y las encías, imitando una risa sardónica.
Manchego le guiñó amargamente. No sabía por qué de repente Feyito había tomado esta
actitud contra él. No sabía si dicha actitud era sólo contra él o contra cualquiera.
Una, dos, tres y cuatro gotas cayeron del cielo. Manchego perjuró entre dientes al saber
que se demoró demasiado, embriagado por el cielo y su afán por verlo.
Tiró de la la rienda, Feyito siguiéndolo con los ojos llenos de temor. Sobre su espalda el
burro cargaba dos costales de semillas que desde luego se empapaban y al costado del animal
portaba una pala y un machete oxidado.
El cielo tronó con rudeza. El bramido del cielo llegó en oleadas de lluvia intensa, y
pronto la tierra entera se batió de lado a lado tras los bufidos del cielo. Era un chubasco como los
pocos que asaltaban anualmente las tierras durante el invierno.
Manchego estaba perdiendo el control del burro, el cual miraba de lado a lado con los
ojos petrificados por el miedo, y para su descontento la lluvia azotaba cada vez más fuerte.
El camino de tierra se fue suavizando a lodo y pronto estaría caminando sobre una
alfombra movediza. Ríos de agua enlodada estaban cayendo de las paredes de piedra a su lado
izquierdo, lavando toda hoja y planta a su paso.
El tronar de un árbol resonó como los huesos del mundo siendo quebrantados por el
viento. La caída del magnánimo árbol resonó con crueldad al aplastar parte del campo que por
meses había tratado. Lo único bueno era que la madera sería talada para su uso en los hornos,
pero por ahora limitaba su paso.
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Un relámpago atravesó el cielo en forma de cuernos de alce. La luz iluminó al mundo
sofocado por la manta de agua tan densa que apenas lograba ver más allá de unas zancadas. No
tenía a donde ir y supo que su única opción de momento sería dirigirse hacia el sitio que más
odiaba: El Cementerio. Jamás se afanó de dicho lugar pues era demasiado…solitario.
Sin más pensar se abalanzó hacia el sendero. Dos veces tuvo que detenerse para buscar
los trazos del camino, en cuclillas buscando el paso mientras se empapaba.
Llegó a un terreno cercado por maderas arcaicas y mal atendidas. Entre el recinto pudo
visualizar a las once lápidas de sus familiares difuntos, y a un lado reposaba una pequeña casa de
color blanco de techo rojo despintado por el exceso de sol.
Un búho negro y de ojos muy amarillos estaba postrado sobre una de las losas. El ave
rapiña escrutaba a Manchego con ojos intensos y extrañamente inteligentes. El pájaro no parecía
advertir el azote de la lluvia, extrañamente.
Manchego avanzó a paso ligero, teniendo que ignorar la presencia del ave, pese a que le
provocaba una temerosa curiosidad. La entrada al cerco era una puerta sosteníendose por una
bisagra tan oxidad que en cualquier momento se rompería. Era evidente que todo tipo de animal
pequeño, como ratas y palomas, vivía entre dicho terreno abandonado. La flora estaba espesa y
llena de vida, lejos de la manipulación de humanos.
El búho negro lo embestía con esos ojos amarillos intensos mientras pasaba de largo. No
estaba a más de unos metros del muchacho. Su cabeza se movía de lado a lado. De pronto, el
animal alado tomó vuelo para perderse entre el espesor del follaje. La turbulencia de la lluvia no
pareció inmutarlo en lo mínimo.
Manchego no le prestó mayor atención al asunto, por más insólito que fuera. Había un
pórtico viejísimo con tres comederos debajo el techo. Varios utensilios de agricultura colgaban
de una pared recubierta por tela de araña.
El muchacho arrendó al burro al pórtico, protegido bajo su techo, dándole una palmada
antes de largarse. Sin ver más se dirijo hacia la casa pequeña de color blanco. La cerrajería estaba
ultrajada, como si alguien, quizá ladrones, se hubiesen hecho entre ella y saqueado el área.
Se deslizó por la puerta como fantasma, cerrándola tras de sí. El ambiente sufrió un
cambio súbito, como si hubiese entrado a una burbuja donde la presión y la temperatura era
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disímil al ambiente externo.
El silencio fue acogedor y la lluvia se escuchaba como un eco distante, transmitiendo en
su mensaje un preludio de serenidad. Fue algo bello de guardar con los tentáculos de la
percepción. Las partículas de polvo flotaban en eterna parsimonia. Inspiró profundo, percibiendo
el olor a resguardo y olvido. Pudo haber sido la casa de los muertos, sin embargo, no aparentaba
ser un lugar ominoso a pesar de estar a oscuras por ausencia de luz.
Había todo tipo de material de agricultura dentro de la casa. Aquella no era más que un
cubo de techo aflechado, con dos ventanas y una puerta. Poseía sólo dos cuartos separados por
una pared sencilla hecha de varias tablas de madera en posición vertical.
En la pared derecha, adonde estaba una de las ventanas, había una silla de madera. Al
lado una mesa de noche esperaba ser utilizada. Sobre ella reposaban los restos de una vela roja,
cual yacía deglutida por la llama. Sobre la misma mesa restaban un montón de telares con algo
ininteligible escrito. Una pintura pequeña de un girasol yacía justo sobre la mesa, decorando la
pared.
La puerta hacia la otra habitación estaba entreabierta. Ésta se movía, como si alguien la
estuviese manipulando por dentro. No era sino el viento que soplaba y penetraba por las grietas
de la casa que la mecían con su soplido.
La curiosidad fue imponente, el ver qué había tras ella fue un impulso mandatorio. Se
movió como si estuviese percibiendo la acción a través de los ojos de alguien más. Sintió un
envión de energía y estrés. Algo lo llamaba…
Sintió que retomó el control sobre su cuerpo al estar dentro de la habitación que estaba
completamente entre la penumbra. Sus sentidos le hicieron estirar los dedos para saber que había
en aquella oscuridad gelatinosa. Husmeó un olor familiar, como si fuera parte de él.
Al pie de la entrada al cuarto había un escritorio. Sobre aquél había un artefacto de vidrio,
perceptible por el reflejo emitido sobre su faz. Estiró su mano. La tomó. Pasó su otra mano sobre
la mesa, a tientas buscando cómo prenderla. Segundos después encontró una caja con maderillas.
Las frotó una con la otra hasta tener una flama que encendió la lámpara. El cuarto cobró vida
anaranjada.
A primeras la luz ardía con pereza. Pero con el tiempo la vela fue cobrando fuerza, la
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llama danzante pintando sombras móviles sobre las paredes.
Se trababa de un estudio muy pequeño con un escritorio, una silla, y una cama. El
escritorio sostenía múltiples artefactos sobre su faz. La cama parecía ser un simple camarote con
edredón azul detallado con diminutos girasoles.
Sobre la mesa una candela roja restaba a medias, como un árbol talado a la mitad. La
mecha estaba gris. Nadie la había prendido por años.
Al lado de la misma había un libro abierto con un carboncillo al centro. El libro estaba
empolvado, con múltiples agujeros formados por la presencia de polilla. Algo estaba escrito,
ininteligible a la distancia a la que se encontraba.
Como si fuera suyo, lo tomó entre sus manos, guardando la página en donde estaba con
un dedo. Estornudó por el polvo que se sobresaltó al tomar el libro. Lo volteó para ver su
portada. Notó una insignia grabada con un metal caliente su faz roja. Debajo del símbolo rezaba:
Finca el Santo Comentario. Por debajo de aquellas se detallaban las palabras: “Cultivos entre los
años 421 - 431 p.k.”
Regresó el libro a su lugar y a su página, el carboncillo al centro habiendo manchado
levemente el centro. Supo que la página en donde estaba era lo último del mensaje escrito. Le
pareció peculiar notar que estaba hecho a la ligera, denotado por los garabatos al borde de lo
ininteligible.
Regresó una página y leyó el contenido en susurros:
“Finca el Santo Comentario
431 p.k.
Cultivos
Día uno:
Se trata de unos túneles tan amplios que fácil cabrían tres árboles tan grandes y anchos
como la Ceiba del Mamantal o cinco del Gran Pino. Son oscuros y desolados. No he encontrado
vida alguna en ellos por ahora.
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Este lugar emana muerte…y me siento rodeado por ella constantemente.
He caminado varias leguas por las fosas con una antorcha en mi mano, y mi espada en la
otra. En mi exploración aún no he encontrado nada que me ayude a determinar qué significa o
qué las ocupa.
Eso sí, la geografía es espectacular.
Hay estalagmitas y estalactitas que se extienden desde los techos lejanos. Es tan alto el
límite superior que la luz brillante de mi antorcha no logra llegar a rasparlo. A veces se miran
picos de piedra que me dejan pasmado al parecerse a figuras de animales. La luz titubeante de mi
antorcha le da una personalidad fantasmagórica a las piedras, donde bailan sombras y veo cosas
donde no las hay. Estoy asustado, debo aceptarlo.
He visto detritos de piedra que aparentemente han caído del techo, quizás por terremotos
pasados. Ocasionalmente encuentro plantas silvestres viviendo entre charcos de agua, cuyas
gotas caen desde un techo invisible. El agua es dulce y mineralizada, con un sabor a adobe y lodo
colorado. Sólo una vez llené mi cantimplora con el agua. Preferí regresar a casa antes de
proseguir entre los túneles. Algo me llama la atención de ellos y debo hurgar más.
Día dos:
No he encontrado vida alguna aparte de las plantas. He sentido que ojos me escrutan.
Dicha mirada siento que perfora mi alma. Creo que es un depredador que me acecha.
Aunque no he visto al animal, creo haber visto rastro de sus huellas sobre el polvo de las
piedras. No logro identificar la huella, ya que es difusa y se pierde con el sedimento. Pienso que
tal vez pueda ser un felino, ya que a veces escucho sus pasos detrás de mí y al voltearme, ya no
están ahí. Debe ser muy ágil. Soy preso del pánico, pero hay algo más en este sitio que me
cautiva la atención.
Hoy es la segunda vez que me aventuro por los túneles. Aun no encuentro qué significan
ni a donde me llevarán. Sé que se extienden por millas de millas, con décimas de bifurcaciones y
caminos desconocidos cuales aún me faltan por explorar. Insisto en la rareza de los túneles y
cavernas. No dudo que hay muerte aquí. No huele. Pero se siente.
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La sombra permanece abrumante. A pesar del miedo, debo regresar a sus fauces.
Día tres:
Hoy encontré luz por haber prolongado mi estadía entre las cavernas sin advertir que mi
antorcha se expiraba. Cuando me vi entre la oscuridad, percibí en una esquina remota el brotar de
una luz verde tenue y frágil como luz de una noche de luna escasa.
Caí en cuenta que brotaba no sólo en este sitio, si no en muchos más. Nunca encontré la
conexión entre cada sitio de alumbre verde. Me asombra que brillan similares a pesar de estar
separados los sitios por metros de distancia.
La luz me provocó, al inicio, un sentimiento de felicidad, quizá por el simple hecho de
haber encontrado luz. Pero luego caí en cuenta que entre la luz escuché voces. Voces tristes y
desoladas. Perdidas y enojadas. Voces de espíritus y espectros, como si fueran ecos de la
emanación de la luz, algo tan extraño que me espeluznó. Quizás fue sólo mi mente luego de días
de estar sometido entre este infierno. Y de considerar que todo esto yace justo por debajo de la
Finca, y seguramente del pueblo San San-Tera mismo.
Mañana regresaré a los túneles y me aventuraré por uno de los caminos en donde debo
andar en cuclillas.
Día cuatro:
Ya dejé todo preparado con Tomasa para desaparecerme el día entero—si no es que más.
Llevo tres antorchas, muchas maderillas para frotar, y una soga adicional en caso que me
extravíe. Debo descubrir de qué tratan los túneles y a dónde es que llevan. El llamado a
explorarlos es demasiado fuerte.
En cuanto a la Finca, todo va bien. Balthazar ya prepara el producto que vamos a
transportar a través del Mar Tempranero hacia Grizna, donde nuevos clientes nos han solicitado
de nuestra producción. Me emociona mucho y espero que sea fructífero para Lulita. Todo será
despachado desde el puerto llamado Merromer, al Norte, ciudad que colinda con Háztatlon.
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Mañana le preguntaré a mi colega si ya logró identificar al búho negro que ha estado en
la lápida de mis ancestros. Me observa a la distancia y parece estudiarme, jamás aproximándose
a mí demasiado. Debo aceptar que me molesta su presencia, pero advierto que es inofensivo.
Por el momento, Lula permanece ignorante a los túneles y a las cavernas. He tenido la
intención de llevarme a Fusuf, aunque por ahora permanece ser prioridad cuidar a sus crías,
quien Amy dio a luz el día de anteayer. Quizás, en alguna otra expedición, cuando los cachorros
estén más grandes y nutridos. Espero poder recontar los eventos y escribir acerca de un Día
Cinco entre las cavernas.
-Eromes
Notas adicionales: Los cultivos van muy bien. Balthazar es sin dudas un finquero tan
hábil como yo. Si no regreso, él podría continuar mi legado.
Manchego se quedó sin aliento. Sintió un relámpago de emociones conflictivas, pues se
sentía tanto feliz como frustrado al leer dichas anotaciones. El hecho que no hay escrito un día
cinco le infundió nada menos que un mal presagio.
¡Éste libro perteneció a mi abuelo! ¡No puede ser! Es el segundo artefacto que tengo de
él además de este chaleco. Mi abuelo…túneles…¿Bálthazar? pensó el muchacho descabellado.
Su rostro asombrado se iluminó por la fuerza de la vela que seguía danzando con tranquilidad.
Se sintió extraño al leer todo aquello. Demasiado sombrío para su gusto, tal que le
costaba imaginase a su abuelo, un finquero, sometido a tal aventura. Él también vio al búho,
¿sería el mismo? ¿Quizá una familia de búhos habitaba la zona desde antaño?
Le gustó haber leído acerca de la curiosidad de su abuelo. Quizás significaba que
Manchego había heredado eso mismo de él.
Lo que más le sobresaltó de todo el relato era el nombre Balthazar. ¿Sería el mismo
Balthazar a quien él había conocido hacía unos meses en el Mercado Central?
Bien sabía que Fusuf era el padre de Rufus. Lulita le había dicho alguna vez que Rufus
era para él como Fusuf fue para su abuelo.
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Al emerger de la alcoba se sorprendió notar que el día se había aclarado, como de súbito
un vendaval hubiese limpiado el cielo. Sin lluvia, reconoció que sin duda era mejor regresar al
calor de la estancia. Estornudó con un respingo. Jamás había estornudado tan fuerte. Este
resfriado se notaba que lo magullaría por días.
Salió de la casita, sintiendo el golpe del aire fresco invitarlo hacia las afueras. Notó que
del suelo estaba totalmente tomado por lodo. Los árboles parecían brillar con un nuevo
resplandor.
Sobre una de las lápidas el mismo búho negro que había visto anteriormente lo
contemplaba con una mirada compleja, imposible de descifrar. Impulsado por la curiosidad, se
aproximó a las lápidas sin desdeñar al ave que con facilidad podría sacarle los ojos.
El búho lo contuvo entre sus ojos amarillos intensos, pero de pronto, éste salió volando,
volviéndose a perder entre el follaje. El muchacho se encogió de hombros, sin una explicación
valiosa para justificar la presencia del pájaro cazador. Quizá andaba en busca de alimaña y nada
más.
Contempló el cementerio en silencio, sopesando que un sitio como este, a pesar de ser un
lugar que almacenaba muertos, no estaba tan sombrío como lo consideraba. Decidió leer el
gravado en las lápidas, mensaje que leería por primera vez en su corta existencia.
En la más vieja de todas, lavada con negrura, el mensaje rezaba así:
“Ermeos, el que trotó leguas para sembrar el don del agricultor. Con pasión penetró en
silencio la bóveda del tiempo, y en ella, su nombre, que brille siempre con fuego, quedó grabado
con oro y plata, fruto de sus tierras. Que su familia prospere con usufructo y que siempre brilla
su famoso Santo Comentario.”
En la siguiente lápida rezaba lo siguiente:
“Esomer, hijo de aquel que hizo el Santo Comentario, que en paz descanse. Que su
cuerpo enterrado bajo estas tierras sirva no cómo el triste enlace a su muerte, sino como abono a
estas Santas tierras. Que con su nobleza, crezca las tierras y nutra a sus hijos e hijas, y a los hijos
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e hijas de este terreno acuñado correctamente el QuepeK’Baj.”
En la siguiente lápida leyó lo que sigue:
“Eromes el Perpetuador: Altísimo y excelentísimo agricultor; pulcro, elegante, humilde,
atrayente, amable, austero, y apasionado. Lamentamos su pasar a la vida eterna al Profundo Azur
de los Cielos, pues su cosecha aunque buena, no culminó como debió. Eso sí, aun gozamos de su
don natural para conmover a la naturaleza. Que el dios de la Luz le ilumine el camino siempre.”
Mi abuelito… se dijo el muchacho, sintiendo tristeza al visitar su tumba por primera vez.
Se prometió visitarlo más a menudo.
En las dos lápidas siguientes le pareció raro no encontrar nombre alguno, a excepción de
un mensaje que lo dejó pensativo:
“Por aquellos desafortunados cuyos nombres no se pueden hablar, por aquellos que no
lograron abrir los ojos y respirar, aquellas almas tristes que murieron sin piedad, por esas almas
que los dioses claman ser suyas, y las llaman a toda hora. Por ellos rezamos. Ellos por nosotros
velan la noche. Los ángeles del cielo.”
¿Qué significan estas palabras? se preguntó Manchego con mucha intriga, sintiendo una
pena sin nombre surgir dentro de sí.
Detrás de estas lápidas había otras cinco del mismo tamaño, quizás de las esposas y
compañeros de los grandes finqueros. Estas estaban decoradas en su faz por enredaderas
engarbadas en la piedra. Sus nombres estaban borrados por las lluvias, y su mensaje, meramente
una memoria ininteligible. Supo que serían las mujeres que acompañaron a los finqueros.
La luz de la tarde cercenaba finamente una línea divisora entre el atardecer y la noche. El
sol ya había caído por detrás de las montañas, y ya el cielo tomaba el color azul pastel agrisado,
pálido e intermitente, suave y decadente, que pronto tornaría a ser color negro de la noche.
Cogió la rienda de Feyito y rápido se encaminó a la casa, sabiendo que pronto Lulita lo
estaría buscando. Sin saberlo, entre su mano apretaba la Nuez de Teitú que de alguna manera
extraña halló su camino al bolsillo de su pantalón.
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CAPÍTULO IX - NATURA NATURATA
“Hay, mijito”, empezó Lulita al verlo abrazándose, “¿qué es lo que una abuela debe hacer
para que le hagan caso? Ven, vamos a secarte. ¡Uy pero estás temblando! Ven, pon tu espalda
cerca de la brasa. Quítate la camisa. Ten, ponte esto para no andar desnudo por todos lados. Ay
no. ¡Qué pena!”
El muchacho parecía cachorro siendo manipulado, sus costillas visibles bajo la piel
morena de su pecho.
Lulita sentó a Manchego en una silla del comedor justo frente a las brasas que cocinaban
el recado. La nariz de Manchego se puso roja, sus ojos se entreabrieron llorosos, y
constantemente su nariz pulsaba moquillo.
Lulita vertió un cucharón de cocido en un tazón. Lo puso entre las manos de Manchego.
Estaba caliente y olía sabroso. “Ten, tómate esto y rapidito. Está buenísimo. Las verduras son de
hoy y la res también. Tomasa fue a comprar el pan a donde Bambolino. Trajo pan de agua.”
Lulita hubiera preferido pan de grano entero, pero estos días sin monedas el pan de agua debía
sustentarlos.
Manchego bebió del tazón. El líquido caliente hizo a su cuerpo entrar en parsimonia, los
nutrientes revitalizaron su cuerpo magullado por la tormenta.
Imágenes del libro de Eromes y su significado tan oscuro invadieron el ojo de su mente.
Su imaginación ya le jugaba juegos. Supo que tendría pesadillas a causa de dicha lectura. Gracias
a dios sabía leer. Al menos eso aprendió en la escuela antes de largarse.
Tuvo la intención de mencionárselo a Lulita, pero prefirió evitar el tema, en especial
porque Eromes mencionó que por el momento Lulita estaba ignorante al tema. Quizás era
importante que no supiera por alguna razón. Su abuelo sabía lo que estaba haciendo, sin duda
alguna, y él no era quién para andar rompiendo silencios preexistentes. Seguramente le
provocaría mucho dolor a su abuela si le contara dichas verdades.
“Dicen que el caldo es bueno para sanar los resfriados. A tu abuelito le preparaba el
mismo tipo de alimento y siempre se sanaba prontito.”
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Manchego sonrió, pero le pareció extraño que Lulita no mencionara nada de sus propios
hijos, es decir su propio progenitor. Toda madre mencionaba a sus hijos con orgullo, pero Lulita
parecía estar ocultando algo. ¿Por qué?
La realidad era que en ese momento no tenía ganas de saber nada. Sólo quería estar
apapachado y cerca del calor, con Lulita a su lado confortándole su existencia. Nada más ni nada
menos. Paz.
Ella trató de distraer a su nieto, pero su rostro decaído le dio a entender que el mozuelo
prefería descansar. “Ven a tu abuelita. Ay pero estás tan calientito. Pero qué bello el nene.
Duerme. Mijito lindo que como te amo. Duerme y sé feliz. Eso es… calmadito. Duerme y sé
feliz.”
Los ojos de Lulita se perdieron en la nada. Las memorias de un recién nacido entre sus
brazos le provocó angustia vehemente. Mancheguito…Eromes…
***
La enfermedad había lanzado a Manchego a un sueño de casi tres días enteros, entre los
cuales parecía delirar sin un remedio. Luchy lo llegó a visitar varias veces, entre ellas haciendo el
intento de abrirle la mano, donde apretaba algo con suma fuerza. No sabía que se trataba de la
Nuez de Teitú, la misma que le dio la bruja Ramancia.
Cuando, con ayuda de Lulita, estuvo a punto de abrirle la mano para sacar la semilla allí
almacenada, ambas se sorprendieron de la angustia que le produjeron al muchacho, como si le
estuviesen arrancando las carnes.
Cuando llegó la última tarde del ensueño de la enfermedad de Manchego, trajo consigo a
una visita inesperada. Lulita se sorprendió al verlo dentro la Estancia, pues jamás se percató de
su intrusión poco deseada. Ni Rufus logró percatarse de su olor. Pero así era él: huidizo como el
humo. Lulita lo encaró al verlo demasiado cerca a la cama de su nieto, donde el mozuelo
dormitaba en sigilo. Le dijo con los dientes pelados como un felino:
“Pensamos que estabas muerto,” le dijo Lulita, su tono de voz metálico y frío.
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“No lo estaba. Claramente lo puedes ver,” respondió el visitante.
“Creímos que te habías suicidado luego de su muerte,” declaró Lulita recordando el
momento cuando su amado murió entre sus brazos…
“No lo hice. Simplemente recurrí a otras caminos para sanar mis heridas. Eso es todo.”
“¿Por qué ahora?”, preguntó Lulita, el tono metálico de su voz mutando a uno de
aflicción.
“Porque él me necesita, algo que jamás había sopesado hasta ahora. Ten, éste es el
remedio que le he preparado, hojas que yo mismo recolecté en el bosque. Ya está listo para ser
aplicado. Me fue a buscar…¿sabes? Me necesita, yo lo sé. Madre no me lo dijo…”
“Creí que no te importaba, ni él ni la Finca…ni los animales ni nada de nada. ¡Maldito
egocéntrico! ¡Te fugaste sin más!” declaró Lulita entre dientes, para no despertar a Manchego
con su enojo.
“No sabía que iba a crecer a ser un niño tan…especial. Tiene algo en esos ojos, esa
curiosidad. Su alma…tiene algo…” el visitante hizo una pausa y luego dijo, cambiando de tema,
“Y en aquellos días, mi lealtad era hacia tu esposo. Tienes que comprender el por qué de mi
silencio. Era lógico que no seguiría estando aquí, en el sitio donde sucedió la…”
“NO hables de ése momento…”
Lulita sostuvo el mortero que el Hombre Salvaje le entregó entre las manos. Tenía las
orillas manchadas con una pasta verdosa que emitía un olor a podrido. Supo que los ungüentos
de dicho curandero y forastero le haría maravillas a la salud de su nieto. El pistilo seguía dentro,
del mismo modo manchado con el ungüento.
“Déjame verlo” dijo el visitante.
A Lulita le costó quitarse del camino, pues jamás había confiado en este hombre.
“Se mira bien atendido, aunque si no se recurren a mis remedios, es probable que no
salga de la malignidad,” afirmó el visitante con sus ojos celestes penetrantes.
“¿Qué le habrá sobrevenido?” dijo Lulita con miedo en su voz.
El intruso pasó la palma de su mano sobre el rostro de Manchego y cerró sus ojos. Retiró
su mano, como si punzada por algo, y la puso cerca de su nariz, “No parece ser no más que un
resfriado común…pero hay algo más…”
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“¿Es malo?” exclamó la abuela.
“No, es bueno. Eso es exactamente lo extraño,” afirmó el visitante, confuso.
Lulita estudió al Hombre Salvaje. Sintió repudio al acordarse la información que él
resguardaba. “Es hora que te vayas. Se hace tarde y debo de cerrar la casa.”
“De nada,” dijo el Salvaje con una voz cortante. Sin más se desapreció entre la bruma de
la noche.
Lulita volteó a ver a Manchego, quien temblaba de la fiebre. Con sus dedos aplicó el
ungüento sobre su frente y pecho. El efecto fue casi inmediato al verlo retorcerse entre gravedad
y esfuerzo. La pasta verdosa apestaba a hierba podrida. Podía verse fragmentos de hojas, ramas,
y semillas.
***
Fue en un abrir y cerrar de ojos. Parpadeó varias veces mientras la vista se le aclaraba.
Vio pasto. Era alto y galante, meciéndose de lado a lado tras el soplido del viento.
Estaba recostado sobre el suelo, viendo al cielo destilar luz celeste entre los poros del
cielo. Se levantó, y lentamente observó que estaba a una distancia no muy lejana del Observador,
en donde, el Gran Pino le esperaba a que llegara a sentarse cómodamente contra su corteza.
Había algo extraño de los alrededores. Había una presencia advenediza, y sin embargo, la
misma era como propia, parte íntegra de su alma.
Curiosamente, sentía como si apretara algo con su mano derecha. Al verla, no había nada
entre ella.
Caminó hacia el Gran Pino y se dio cuenta que Rufus lo esperaba sentado sobre sus
cuartos traseros, observando, contemplando, sintiendo. Manchego se sentó a su lado, y los dos
observaron juntos. Contemplaron, manaron.
Sobre la Cordillera Devónica del Simrar el cielo se manchaba de un azul de diferentes
tonalidades, diferenciado por densidades de color y escalas de luminiscencia. Las montañas se
coloreaban de una tintura morada y profunda, como si estuviese viendo el reflejo de un espíritu
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inmerso.
Manchego y can se voltearon a ver. Se guardaron la mirada por varios minutos, en
completo silencio fluyeron. Rufus le dijo con serenidad contagiosa en su voz, “Un ser llega a su
máximo potencial al admitirse en la totalidad. Cada uno de sus momentos existenciales debe
forjarlos con un significado trascendental. Establecer una relación íntima con la flama interna
permite que florezca tu alma por completo. Conocerse a uno mismo es esencial, mi querido. Ha
llegado la hora de ver hacia adentro, no hacia afuera.”
Manchego estaba sorprendido, pero no extrañado, como si Rufus toda la vida le hubiese
hablado acerca de temas de profundidad.
Manchego le preguntó a Rufus, confuso, “¿Por qué quisiera profundizar en mí mismo?”
Rufus respondió, la sabiduría afluyendo de sus fauces, “Sin ello no eres completo, porque
nadie es completo sin su esencia. Y la única forma de llegar a ella es con paciencia y el acumulo
paulatino de la sabiduría que cosechas luego de sembrarla en tu alma. Eres un ser de materia
tangible e intangible, pues tu alma no responde a las mismas leyes que a materia física. Tu
esfuerzo, entonces, debe recaer en hacer el intento por combinar en simbiosis a tu alma y a tu
cuerpo para que fluyan en armonía.”
Manchego registró lo dicho por Rufus. Sus palabras fueron más que consejos que se
gravaron en su mente juvenil. Pronto fue que escuchó una voz que creyó reconocer. Sintió manos
cariñosas acariciar su rostro.
Rufus perdió sus ojos entre el plumaje del horizonte y dijo, fusionado con el manar del
viento y el fuego del sol, “Estamos todos hechos de la misma cosa, esa misma sustancia que
mantiene a los fragmentos del tiempo y el espacio unidos. Somos todo y somos nada. Fuimos y
seremos. Debes buscar la verdad que anida dentro de ti y fusionarte a ella. Lo dinámico vive, lo
estático, muere.” La voz se fue perdiendo en ecos, pulsátiles ondas de agrado y gracia.
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CAPÍTULO X - FRAGUANDO EL SOL
Abrió los ojos de súbito. Una infusión de luz mañanera se introdujo a su alma aun
somnolienta. Sintió algo pegajoso sobre la frente, pero eso no parecía ser tan importante como el
hecho de sentir la luz perforarle el alma.
Estornudó, por lo cual supo que seguía enfermo. Tenía la cabeza gacha mientras se
estiraba la espalda, cuando de súbito se acordó. Abrió la gaveta de su mesa de noche, y ahí,
envuelto entre un suéter de lana, estaba el libro rojo de Eromes. Nadie lo había tocado. Espiró
con alivio.
Entre los árboles, tan de súbito, tan de pronto, tan espléndido, tan galante, uno, dos, y tres
alabardas con moharra filosa de luz penetraron entre la arboleda como mensajeros eufóricos.
Flechas de luz angelical se clavaron entre las paredes y las puertas, entre persianas y sábanas,
arrasando al mundo y espantando a las tinieblas.
Manchego se quedó estupefacto al ver que lentamente un orbe en llamas salvajes se
elevaba, claramente visible entre la fronda.
El pastor estiró sus brazos como por reflejo, abriéndolos a modo de restar como alas de
ave, sus palmas abiertas hacia fuera como las plumas de un halcón en vuelo.
Lulita se despertó, habiéndose quedado dormida al pie de la cama de su nieto. Al verlo,
pegó el brinco de su vida y corrió para salvarlo. La imagen la sobrecogió con un golpe de
sorpresa:
Manchego estaba envuelto por completo con luz matutina. No parecía ser una luz
derivada de un cuerpo foráneo, sino más bien daba la sensación que provenía por dentro del
muchacho. El mozuelo brillaba con una aura divina que irradiaba una energía angelical, deliciosa
de percibir, de tocar, de manar a todo momento, tal que jamás hubiera deseado dejar aquella
luminiscencia.
Lulita instintivamente se hincó ante la visión, incapaz de quitarle los ojos a su nieto,
completamente sobrecogida por lo que estaba viendo.
El efecto se disolvió como si jamás hubiera existido. Manchego bajó sus brazos, abriendo
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sus ojos. Con una sonrisa se volteó para ver a su abuela, quien emergió del trance, sacudiendo su
cabeza de lado a lado sin comprender qué demonios había sucedido.
“¡Guau! ¡Viste ese amanecer! ¡Estuvo genial! ¿Lo viste? ¿Lo viste? ¡Abueeelaaa! ¡Dime!
¡Dime! ¿Lo viste cómo yo lo vi?”
Lulita se puso de pie, sin saber realmente por qué estaba hincada. Dijo aun estupefacta,
“Eee, sí, mijito lindo. ¡Lo vi! ¡Ya estás bien por la gracia de los dioses! Te quiero mucho, oíste. Y
tú, en tu vida, nunca estarás solo. Nunca estarás solo. Nunca. ¡Anda y llama a Luchy porque ésta
es una causa para celebrar!”
Manchego sonrió como si fuese hecho de oro.
Como rayo de luz salió corriendo en pijamas blancas a la casa de Luchy. Tras él, Rufus lo
persiguió embarrado en nada menos que la absoluta felicidad, ladrando como si no existiera nada
más que el momento delicioso del amanecer.
***
Luego de haberle preguntado a Tomasa––y con mucho sigilo––sobre la identidad de
Balthazar, aquella le había indicado que el susodicho se había perdido luego de la muerte de
Eromes. La mucama le había indicado tanto a Manchego como a Luchy que el pupilo del gran
finquero pasó a trabajar a la Finca Renta Corta, de otro finquero del Complejo El QuepeK’Baj
llamado Don Ingrio. Hacia ahí se dirigían montando a la Sureña, aprovechando que la abuela
estaba ocupada con el curandero de animales.
“¿Qué te pasa?” inquirió Luchy mientras se sujetaba de la cintura de su amigo. Juntos
montaban a la Sureña, la yegua feliz al salir de paseo para relucir la blancura de sus pieles
blancas.
“No, no es nada,” dijo el muchacho, intencionalmente perdiendo su mirada entre la flora.
“No me mientas, tontito. Ya sabes que te conozco demasiado como para no saber cuando
te sientes embargado por algo.”
Manchego lo consideró, molesto que le adivinaran los pensamientos. Inspiró y dijo,
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soltando la verdad, “Es que…esta soledad me tiene cansado. Digo, ya no es como antes. Ahora
todos los días es la misma cosa: ¡La Finca mijito! ¡Eres el único heredero! ¡Sin ti no seríamos
nada!” dijo en un tono burlesco. Luchy se rió al ver su interpretación de Lulita, tanto en el tono
de voz como en sus ademanes.
“No sé…extraño tanto lo viejos tiempos de no tener responsabilidades.” Manchego bajó
la mirada, ambos jóvenes meciéndose al son del paso de la Sureña. Iban a un trote ligero. Los
cascos resonando sobre la avenida de tierra y grava.
“Te entiendo, Mancheguito. Mi papi dice que a todos nos toca alguna vez en la vida
situaciones que debemos aprender a manejar. La realidad es que tiene razón. A ti te ha tocado
ahora. Y creo que lo estás manejando bien. Pero no te frustres. Yo estoy contigo. Nuestra amistad
no ha cambiado nada a pesar de no vernos con tanta frecuencia.” La niña le ofreció una sonrisa
amplia que lo derritió por dentro y por fuera.
Mancehgo sonrió al unísono con su amiga. Luchy lo pudo sentir en cómo su cuerpo
estaba tenso, y de súbito se relajó. “Gracias, Luchy, aprecio mucho tu apoyo…juro que sin ti las
cosas serían tanto más difíciles. No es tan mal como parece, porque sí me lo paso bien en los
campos; es como si nací para ser un finquero, ¿sabes? Es sólo que me da un no-se-qué cada vez
que pienso en muchachos como Findus que todo lo pueden y tienen. A veces quisiera una vida
así de relajada.”
“¿Sientes celos hacia Findus?” inquirió Luchy con burla.
“¡Nada que ver!”
“Pues si eso acabas decir.”
“Todo lo que digo es que extraño aquellos días,” dijo el muchacho, enojado.
La conversación finalizó en un silencio que le permitió al mozuelo calmar su mente.
Luchy admiraba el paisaje mientras andaban. Fue pronto que arribaron al límite de la Avenida de
los Finqueros, dando justo a la Finca Renta Corta. En un letrero de madera aquel nombre estaba
escrito en letras rojas. La tinta se escurrió de las letras, dejando una traza rojiza, como si el
nombre estuviera sangrando.
Entraron por el cerco. Un pequeño establo los esperaba, en donde, Manchego arrendó a la
yegua, quien inmediatamente empezó a degustar del comedero.
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Había una campana sostenida por un hierro en forma de anzuelo. No quisieron tocarla,
pensando que tal vez estarían interrumpiendo a alguien. Decidieron proseguir sin más.
La entrada a la Finca era un arco de buganvilias de color morado y rosado, cual daba paso
a un campo vasto con un sendero único al centro delimitado por pequeñas piedras. Debían
pertrecharlo para eventualmente llegar a la estancia de la Finca Renta Corta.
El campo era espectacular. Si alguna vez existiera un campo floreado ejemplar, sería este.
El sendero que cursaban estaba bordeado por flores muy bien atendidas, de colores rojo, rosado,
y azul.
Cruzaron un campo llano lleno de flores de todos los colores, donde varias abejas
recolectaban su ración de nectar y polen para alimentar a su reina y a sus crías.
“¿Qué crees que pueda ser esto?”, preguntó Manchego con su vista clavada en el techo de
hojas y ramas verdes, maravillado al percatarse de la arboleda creada.
Sobre ellos varias ramas se entrelazaban en las alturas, aquellas de cientos de ceibas unas
al lado de otras sosteniendo entre sus maderas a varias panales de abejas. No fue sorprendente
concluir que por dicha razón la finca de Don Ingrio exportaba una gran cantidad de miel a través
del Imperio. Siguieron andando, cruzando la finca como si fuera su casa.
Manchego se paralizó de un momento a otro. Luchy le siguió segundos después, ambos
reconociendo el peligro inminente.
Ladridos de perros a la distancia…dos puntos negros incrementaban de tamaño a una
velocidad creciente. Luchy no dijo nada, tan sólo se volteó y empezó a correr. Manchego se puso
pálido, en un segundo haciendo lo mismo que su amiga. Ambos corrían al máximo potencial,
sintiendo el corazón en la boca del pavor instalado.
Los ladridos fueron cada vez más audibles, más intensos, más graves. Los pasos de los
huyentes eran cada vez más rápidos, más agotados, más desesperados.
Luchy corría sacando el pulmón por la boca, sintiendo que jamás había sostenido tanta
demanda física sobre su cuerpo. Manchego no estaba seguro de ir lo suficientemente rápido
como para dejar los perros atrás. Los ladridos se convirtieron en una martirizante campana de la
muerte, y en los breves segundos que pasaron antes de ser alcanzados fue todo lo que escucharon
entre sus mentes en pánico. Los ladridos hacerse cada vez más intensos fue la detonación
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necesaria para crear la imagen de su propio funeral.
Llegaron a un árbol no muy alto, un poco antes del campo lleno de ceibas. Ahí rápido
Manchego le dio el empujón necesario a Luchy para que la niña se subiera sobre una de sus
ramas. Pero no había ni tiempo ni ayuda alguna que le ayudara al muchacho llegar a la seguridad
de las alturas, y sin más, se volteó lo más rápido que pudo para seguir escabullendo de sus
depredadores.
Manchego inició a dar las primeras zancadas, pero su pie se trabó en una raíz. Cayó al
suelo de bruces. Giró sobre el suelo para guardar el escenario de su propia muerte. De espaldas
vio entre sus piernas, y pronto el golpe final fue abrasivo. La violencia lo envolvió con un
infierno de babas y dientes filosos.
Dos perros gigantes, con los dientes pelados y los ojos embravecidos, se derramaron
sobre su cuerpo como lava comiendo maderas. Manchego sintió el final de sus días arribar a una
hora temprana. Lamentó jamás haber sido un gran finquero como su abuelo, ni haberse
aproximado a Luchy como para darle un beso en las mejillas, algo que jamás había considerado
hacer, pero en el momento antes de morir le resultó atractivo.
Pero el final no vino. Manchego seguía con los brazos y las piernas arriba, protegiéndose
el cuerpo contra lo que tuvo que haber sido un final espantoso. Los perros lo olfatearon de pies a
cabeza, narices negras y húmedas rozando contra su piel y sobre su ropaje. Le husmearon el
corazón, pegando sus largas trompas contra el pecho de Manchego. Los caninos buscaban algo
entre él.
La cabeza de los caninos era tan grande como el tórax del muchacho, y sus mandíbulas
soltaban suficientes babas para embarrarlo en una sola pasada. Los perros lo mantuvieron sujeto
al suelo con sus patas delanteras, fuertes y ágiles, largas y poderosas. Levantaban la cabeza y
viraban el cuello, para voltear a ver a alguien o algo. Sin decir que la musculatura del pecho era
gruesa y pesada, tal que parecía la de un caballo pequeño. Eran nada menos que perros asesinos.
Manchego sintió que entre su mano apretaba algo, una superficie redonda e irregular. Era
la Nuez de Teitú.
El galope de un caballo se escuchó a lo lejos, aproximándose a una velocidad muy alta.
Los perros empezaron a aullar y ladrar, mostrándole a su amo la presa y reclamando su premio.
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Manchego se mantuvo atento. Se movió para ver quien venía, pero recibió nada menos que la
reprimenda del can quien le gruñó. El muchacho se volvió a paralizar.
“¡Kalopsia! ¡Hummus! ¿Qué habéis encontrado? ¿Qué demonios tenéis ahí?”. El jinete se
bajó del corcel negro apuntando su ballesta hacia el extraño. Le lanzó un pedazo de carne fresca
a cada bestia, quienes engulleron el botín en segundos.
El finquero circuló al cuerpo de alguien que le pareció demasiado pequeño y frágil como
para ser un asesino. Pronto fue que reconoció el cuerpo de un niño debajo de las patas poderosas
de sus caninos guardianes. Entre sorpresa y susto exclamó, “¿Qué demonios haces tú aquí?”
El hombre bajó la ballesta, molesto y preocupado, y agregó, “¡Niño imprudente! ¿Sabes
que pudiste haber muerto tan rápido como abres y cierras tus ojos? Pensé que eras uno de esos
desertores que se la pasa invadiendo mis tierras. Y no es raro que mate a varios al mes.”
El hombre vestía un sombrero de mimbre. Portaba una camisa de manga larga de algodón
abotonada hasta el cuello. Vestía pantalones de cuero y botas del mismo material. Su rostro era
fino y agudo, un tanto afeminado. El hombre caminó hacia Manchego y le extendió la mano,
ofreciéndole ayuda para que se pusiera de pie. Era alto, quizá tan alto como Lulita. Una frutilla le
pegó en la frente al señor. El mismo se estremeció tras el golpe y volteó a ver a la fuente del
asalto.
“¡Aléjese de él! ¡Es usted un monstruo! ¡Aléjese!” Y otra frutilla del árbol le llovió.
El hombre gritó mientras se sobaba la cabeza, “¡Ouch! ¡Niña tonta! ¡Estoy ayudando a tu
amigo!”
Luchy cobró más rabia, algo imposible de imaginar, “¡¡¡No me diga TONTA!!!” y otra
frutilla le pegó en la frente.
Manchego tuvo que intervenir. Se puso de pie teniendo cuidado de no encabronar a los
perros. “¡Luchy no! Me está ayudando, ¿acaso no puedes verlo? ¡Baja del árbol! Disculpe señor,
usted no tiene idea que significa que ella esté enojada… ¡Ven! ¡Todo está bien!”
Luchy se bajó del árbol con la agilidad de un adolescente. Dijo con las manos sobre la
cintura, demandante y elocuente, “¿Quién es usted y qué quiere? ¡Esos sus perros horribles casi
nos comen! ¡Feo!”
El jinete torció la cara, entre risa e incredulidad, “¿Feo? ¡Niña! ¿No debería de ser yo
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quién os pregunta a vosotros quiénes sois y que demonios hacéis en MI FINCA?”
Luchy lo consideró. Dijo con aura de nobleza, “Mejor sea más caballeroso e introdúzcase
ante una dama. Es usted un antisocial y un hombre de pocos modales.”
Manchego miraba muy clara la escena: Dos perros gigantes asesinos, el jinete enojado
con una ballesta entre las manos, e intrusos a una Finca con frecuentes desertores invadiendo.
¿Qué más necesitaba Luchy para precisar que llevaba todas las de perder? Manchego intervino
de nuevo, “Mejor hablo yo, ¿sí?”
Luchy se sintió insultada, pero no pudo contra Manchego quien empezó a hablar de
inmediato, “Mi nombre es Manchego señor, y ella es Luchy. Y lo sentimos mucho por habernos
introducido a su Finca sin previo aviso. Pero le prometo que no somos ninguna clase de ladrones
o desertores.”
El finquero dijo con rastros de enojo, “¡Sin aviso lo apuesto! ¡No tocasteis la campana!
De lo contrario hubiese mandado al mozo a traeros. Niños, niños, no corráis peligro innecesario.
Pudieses haber muerto…”
Manchego dijo, apenado, “Ah… para eso era la campana. Perdónenos, por favor. No era
nuestra intención alterar a sus perros.”
El jinete dijo, un poco más calmado de ver que no se trataba de asesinos ni de ladrones,
“¿Ellas? No son mis perros.”
Luchy se metió de nuevo, gritando fúrica, “¿Entonces de quiénes son? ¡No se quiete la
culpabilidad señor! ¡Son suyos, acéptelos!”
El jinete dijo asombrado por la insolencia de Luchy, “Digo que son mis perras. Ella es
Kalopsia, quien tiene una mancha blanca rodeándole el ojo, y ella es Hummus, toda de color
negro. Son Pastores Devónicos, como podéis asumir, traídos de Devnóngaron. Un viejo amigo
me los recomendó. Son excelentes vigías en estos tiempos de corrupción y violencia.
“¿Sabéis que son entrenadas por los Hombres Salvajes de Devnónagaron con el único
propósito de cuidar a sus cabras y lamas de nada menos que de wyverns, unos reptiles que viajan
en alas, tan grandes como tres caballos? Pues estos Pastores Devónicos son entrenados al punto
en que uno sólo se convierte en una amenaza para un wyvern. Dos ya es un peligro a su
existencia. ¡Hummus! Aquí…ay que linda mi perrita.”
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Obedientemente, la perra llegó al lado de su amo chillando de la emoción, en cuatro patas
llegándole arriba del ombligo. La perra respiraba con la boca abierta, mostrando la culminación
de dientes bravos e incisivos largos. Una lengua larga y sedienta entraba y salía de su hocico.
El hombre jaló los labios del canino y mostró sus dientes, “Mira el tamaño de estos
cuchillos, ¿Manchego me dijiste no? Logran penetrar la piel de un wyvern sin problema, no
hablar que pudiera hacerle a un hombre. A mí me descuartizaría en segundos. Sin duda alguna.
Sólo con una mordida lograría arrancarte el brazo o la pierna a un ser humano. Ahora mira esto.”
El hombre jaló hacia atrás una pequeña membrana sobre el ojo del perro, exponiendo su
verdadera cornea, “Ésta membrana los deja ver como por lentes para proteger sus ojos contra
cuchillos o pezuñas. Mira esto:”
El hombre levantó las patas del perro y mostró sus garras, “‘Éstas le ayudan a enclavarse
en la tierra y correr el doble de rápido. Les da mejor tracción a la hora de perseguir a una presa.
Y subirse en un árbol no ayuda del todo. Lo suben. Mira el grosor de su cuero. Es una defensa
innata contra los dientes del wyvern.”
Manchego admiró la musculatura de las perras. Eran macizas, y bajo su cabellera era
visible grandes plastas de músculos. “Son lindos estos Pastores Devónicos. Pero requieren de
mucha atención. Hay que darles diez libras de carne al día para mantenerlas sanas. Antes eran
tres perras, pero Bruglia se murió hace dos años durante una invasión por Desertores. Una
lástima.”
Luchy dijo con insolencia, “¿Y usted soltó a esas bestias en contra de nosotros?”
El jinete carraspeó, “No. Probablemente ellas ya os tenían vistos desde que entrasteis.
Eso es, vistos con el olfato. Hoy estaban un poco desganadas por el calor, por eso tardaron en
levantarse e ir a perseguiros. Pero tuvisteis suerte chicos, especialmente tú, Manchego.”
El interpelado preguntó, “¿Por qué tuve suerte?”
El jinete explicó, “Porque estos Pastores huelen hasta la malicia en una persona, sus
malas intenciones. De no haber sido de buen corazón, te hubieran matado sin pedirme permiso.
Nunca vuelvas entrar aquí sin previo aviso. Detestaría explicarle a tus familiares que has muerto
a causa de una de mis bestias.”
Manchego se sintió un poco enfermo con dicha explanación.
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“Bueno, pues ahora que ya nos conocemos un poco mejor, mi nombre es Ingrio. Don
Ingrio para algunos,” dijo el finquero. “Y ésta es mi Finca, heredada de mi padre––que en paz
descanse––, Don Ingus, del linaje Jenken Kilmed Wilkot.Y ahora, ¿decidme que es lo que
vosotros queréis de mí? Siento decir que tengo prisa. Mis sobrinos vienen a visitarme desde
Vásufeld.”
Manchego dijo, “Don Ingrio… que pena… disculpe nuestra intrusión… Es sobre la
identidad de una persona…”
Don Ingrio respondió, “Dime su nombre y te diré si lo conozco.”
“Se llama Balthazar.”
Don Ingrio sonrió con afabilidad, “Ah, ¡Cómo no! Fue él quien me recomendó comprar a
los Pastores Devónicos. ¿Queréis saber más de él?”
Manchego agregó, “Pues, en realidad queremos saber dónde lo podemos encontrar.”
“¿Por qué?”, preguntó Don Ingrio, curioso.
“Él trabajó mucho tiempo con mi abuelo. Y quiero hablarle. Quiero que me cuente de él.”
Don Ingrio vio a Manchego con ojos críticos, “¿Tu abuelo era Eromes el Perpetuador?”
“Sí,” respondió Manchego con una sonrisa vasta, sin pensarlo ya inflaba el pecho.
“Nunca pensé conocer a su nieto,” afirmó Don Ingrio con cierto grado de satisfacción,
“Es un verdadero honor conocer al linaje del gran finquero Eromes. Un gran hombre sin duda.
Haz de sentirte muy orgulloso de ser su nieto, Manchego. Si no fuera por él, creo que esta Finca
no brillaría tanto como ahora. El Complejo de El QuepeK’Baj le debe un agradecimiento.”
Don Ingrio se rascó la barbilla, “Ese hombre es una persona muy triste. Es por ello que
no pude seguirlo empleando. No soporto a alguien tan vencido…es deprimente. Si no estoy mal
ha abierto una tienda en el Mercado Central llamda El Pastocito Feliz.”
Manchego estaba paralizado, su rostro una mascara de sonrisa y asombro. No podía
creerlo. Es el mismo me dijo que yo iba a regresar a buscarlo…. ¿Quién es ese tipo? ¿Cómo
sabía que yo necesitaría de su ayuda?, se preguntó el muchacho, más confuso que nunca.
“¿Lo conoces?” inquirió Don Ingrio, curioso.
“Pues hace un tiempo pasé por su tienda, y me habló de mi chaleco de lama.” Manchego
se tocó el chaleco con los dedos sin pensarlo.
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Don Ingrio dijo sonriente, “Siempre he querido uno de esos,” dijo apuntando al chaleco.
“Balthazar no los vende, dice. Es una lástima que los otorga sólo a ciertas personas.”
Don Ingrio aclaró su garganta, viendo de lado a lado, percibiendo que el día progresaba,
“Bueno chicos. Es hora que me regrese a la estancia a preparar los adentros. Mis sobrinos no
tardan en venir. Quizá algún día os pueda presentar. Él se llama Gramal Gard, un joven simpático
que se entrena en las artes de Brutal-Fark: Guerreros conectados por magia o algo así que no
comprendo. En fin, fue un gusto poder atenderos. Para cuando queráis, bienvenidos. Estoy a
vuestra disposición.”
Don Ingrio se despidió de los jóvenes mientras fueron llevados a la entrada de la Finca
por el mozo, “Con mucho cuidado, chicos. Estamos viviendo los tiempos más turbios que el
pueblo ha visto. Con mucha precaución de noche cuando…” pero su voz se perdió entre el
viento.
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CAPÍTULO XI - CABALLO DEL MAR
“No tenemos otra misión que la de buscar a tu próximo maestro. ¡Vamos ya mismo!”
“Pero no tenemos como…” arguyó Manchego con nerviosismo.
“Ay, tontito. Tienes que hacer lo mejor de lo que tienes.”
“Pero no tenemos…”
Luchy abrió los ojos y escuchó, “Un jinete…¡vamos a la calle!” Los niños salieron
corriendo, Manchego con el rostro lleno de preocupación y el de Luchy de aventura.
Sobre la calle, polvo acompañaba la aproximación de una carreta. Los niños esperaron
pacientemente, atentos ante quien iba hacia ellos en la Avenida de los Finqueros. Luchy sonrió
con una gran idea sembrada en la mente.
Un caballo color naranja oscuro se avecinó lentamente como si el tiempo no pasase por
su rincón. Su cabellera color amarilla arenosa colgaba de su cuello, moviéndose al son del
viento. Una música sosegada parecía moverlo con gracia.
Sus ojos, notaron los chicos, estaban entreabiertos, como si estuviese medio dormido,
eternamente sosegado.
El caballo precioso tiraba de una carreta, sobre la cual un piloto montaba vestido de una
túnica simple de algodón. El mozo era grande de tamaño, alto y ancho de hombro. A Manchego
le pareció que muy bien podría ser un soldado. El joven, quizá en sus veinte primaveras, silbaba
una música rítmica y sabrosa mientras andaba. Los ojos del mozo se miraban poco, ya que
lienzos de su fleco arenoso y liso colgaban sobre ellos.
El piloto contempló a los chicos con curiosidad, y jalando las riendas con un toque de
amor, el caballo cesó de moverse de inmediato, y dijo:
“¡Amigos! Vosotros tenéis cara que buscáis algo. Mi nombre es Lombardo y quizá pueda
ayudaros en algo. ¿Cómo os llamáis?” La prosa del mozo fue agradable. Se notaba que había
vivido una vida tranquila, hasta ahora.
“Yo soy Manchego,” inició el joven con afabilidad, “y ella, es Luciella, pero le dicen
Luchy. Y sí, amigo Lombardo, estamos en busca de algo. Necesitamos llegar al pueblo pero no
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tenemos más que las piernas porque mi abuela y el curandero de animales están en el establo y
realmente no quiero que ella sepa que voy al pueblo.”
Manchego se dio cuenta que había dado más información de la necesaria, pero no le
molestó, porque en los ojos de su nuevo amigo Lombardo encontró un conforte y confianza que
en pocas personas había encontrado.
Lombardo respondió sin perder la serenidad, “Pues nosotros vamos en camino hacia el
pueblo también. En la Finca de mis padres, El Zapotillo, se ha cosechado el mejor café de los
tiempos y desde luego naciones vecinas y grandes ciudades quieren comprar de nuestro
producto.”
Manchego agregó, “Que increíble. Suena fabuloso, amigo Lombardo. No te conocía,
aunque sí he escuchado de tu Finca.”
Lombardo respondió fluidamente, “Tengo apenas dieciocho primaveras sobre mis
hombros pero mis planes son laborar la Finca hasta que me entre la vejez, para retirarme en el
campo y vivir una vida sosegada.”
A Luchy se le ocurrió una idea fabulosa, interrumpiendo la declaración del joven, “¿Y
pudiera usted llevarnos al pueblo?”
Lombardo torció el rostro y dijo, “Uy…vieras chiquita que no puedo. El negocio
prescinde a los gustos cuando quieres sobrevivir tiempos austeros. Los Duques de Vásufeld, y
Erliadon, y el Embajador de Grizna, me esperan en el sector Noble. De ser cualquier otro día con
mucho gusto. Con vuestro permiso debo seguir rumbo al pueblo. ¡Hasta luego, amigos!”
Lombardo se largó a un paso tan lento, que los niños llegaron a escuchar la canción que
cantaba:
El caballo café del establo,
Del que yo tanto hablo:
Cabalga fuerte y bonito,
Sobre la calle de granito.
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El caballo café del establo,
Dicen que se llama Marlo:
Galopa tan galante y flaco,
Llevando semilla en el saco.
Caballo café del Zapotillo,
Naciste hecho un potrillo:
Ahora llenas tu destino,
Caballito mío tan divino.
Manchego y Luchy se vieron, y por un instante, se comprendieron al ver esa sonrisa
pícara. Fue Luchy quien dijo, “¿Lo hacemos?”
Manchego respondió un tanto inseguro, “No estoy seguro… ¿te atreves?”
“Ay mis dioses, ¡cómo si no me conocieras!”
En ese instante Luchy salió corriendo en cuclillas, y alcanzando la carreta rápido se
montó entre los costales de café, y entre risitas, le señalizó a Manchego que debía de seguirla.
Manchego no tardó en imitar su comportamiento, riéndose entre dientes. Subiéndose a la
carreta, se perdieron entre la Avenida de los Finqueros.
***
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Por la puerta entró Isidora con una mirada dulce bañándole el rostro. Ella siempre había
sido muy tranquila. “Hola, chicas. Qué peligroso es caminar por las calles estos días. Ay no,
escuché que violaron a una chica por el sector medio. Ay, no…” Carmela y Regina se voltearon a
ver, incrédulas. Lo cierto era que el pueblo estaba patas arriba.
Isidora agregó con inocencia, “El Alcalde ha estado anunciando algo sobe su Reforma
Social. Me da miedo, para ser sincera.”
“Cállate, Isidora. No sabes lo que dices. El Alcalde promociona su mejor campaña hasta
ahora.” Les pareció increíble que Regina estaba defendiendo al Alcalde, a pesar que claramente
la violencia estaba azotando al pueblo.
Carmela añadió, “Estoy con Isidora, las pláticas que ha sostenido sobre el Plan Mayor no
aluden más que a destrucción.”
Regina le dirijo una mirada lasciva a sus amigas, “Eso es porque el Alcalde es un
excelente hombre, pero sólo beneficia a aquellos que son íntimos a él,” dijo lamiéndose los
labios.
Carmela agregó, “Yo veo que Regina prefiere defender a su Alcalde ante cualquier cosa.”
La mirada de Regina ciertamente aludía a algo maléfico. Entre las amigas, donde jamás había
existido tensión, ahora se percibía la extrañeza.
Carmela no dejó que el tema que cargaba en la lengua se le escapara, “Mira Regina, ¿y
cómo está eso que Feliel, tu fabuloso Alcalde, insultó a Padre del Décamon?”
Regina respondió insultada, “¿Migajo? El Padre del Décamon es un engreído. Se atreve a
contrariar al Alcalde. Merece ser insultado. Debería ser colgado públicamente digo yo.”
Carmela estaba al borde de irse, “¿Cómo puedes hablar así del Padre del Décamon,
Regina? ¡Bien sabes que estás blasfemando!”
Isidora dijo entrometiéndose, “¡Un momento! ¿Feliel insultó al Padre Migajo? ¿Cómo
así? Estoy perdida, ¡explicadme!”
Regina se defendió con un tono desdeñoso, “Para hacerte la historia corta, resulta que el
sábado pasado Feliel fue al Décamon a confesarse, como siempre lo hace porque es tan buena
persona. Y de alguna parte, Migajo resultó diciéndole a Feliel que se estaba alejando del camino
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de la luz, que estaba perdiendo la gracia de los dioses. ¿Quién es Migajo para decirle eso a
Feliel? Entonces Feliel le replicó que era un infame y por su mal sabor y gusto algún día ardería
en la hoguera.”
Carmela e Isidora se voltearon a ver. Esto no pintaba bien. Era de mal agüero para el
pueblo saber que el Alcalde mismo estaba abusando de su poder.
Regina se puso roja de la furia y exclamó, “Este pueblo necesita que lo corrijan. El
Alcalde está velando por ello, día y noche. No seas tan imbécil como para no verlo tan claro.”
Carmela decidió no tolerar más. Se puso de pie y se largó, buscando asilo espiritual en
donde fuere.
***
Durante los tiempos del dominio del Rey Hemor IV—el último de su linaje antes que
entrara en juego la familia Aheron—-, el Pueblo de las Fincas pasó a ser famoso. La Finca El
Santo Comenario, El Zapotillo, entre otras, producían suficiente producto como para abastecer la
región, y más.
En aquellos días cuando el pueblo apenas florecía, una Amria Santa del convento bajo el
mismo título ayudó a la población establecerse. Aquella Santa se llamaba Tera, y su función fue
tan útil, que el pueblo mismo acudió su nombre. El Pueblo de las Fincas se convirtió en Santa
Tera, para años posterior ser declarado un pueblo santo por el Rey Aheron II, por cuya razón hoy
por hoy se llamaba San San-Tera.
Lombardo viró a la derecha al finalizar su trayecto sobre la Avenida de los Finqueros. Se
adentró a los Encuentros para seguir su curso directo hacia el pueblo. Antes de arribar a la Garita
Saliente, viró a la derecha para hacerse a un camino poco habituado y un cuarto de legua a una
puerta pesada de madera que le daría paso a la Garita de los Nobles, el mercado privilegiado.
Los niños, recluidos en la carreta de Lombardo, observaban los adentros del Mercado de
los Nobles con ojos que bebían de la escena. Jamás habían puesto pie ahí, pues era únicamente
para nobles y mercantes de alto renombre.
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Admiraron las tiendas, pues eran finas y de aspecto impecable. Como el Sector Noble lo
establece desde antaño, las estructuras eran hechas de piedra bien pulimentada. Varios guardas
custodiaban el Sector con sus alabardas, vistiendo armaduras brillantes que reflejaban con el
candor del sol.
Niños vestidos en elegancias jugaban con un balón de aspecto caro. Lo que más
impresionó a los niños fue la limpieza del sitio. No era como el Mercado Central que parecía
gallinero. Aquí gobernaba el orden y la limpieza, pulcro como si manos hacendosas
constantemente atendieran el lugar.
Marlo los guió a una tienda que se llamaba Cafetales el Gran Zapote. Lombardo se bajó
del asiento y caminó hacia la puerta, y entró. Pronto estuvo con tres hombres, altos y elegantes,
con un aire de nobleza nunca antes visto por los ojos de los mozuelos. En ese momento no sabían
que vislumbraban a dos Duques del Imperio y a un Embajador que provenía a través del Mar
Tempranero.
Momentos antes que Lombardo se uniera con ellos, los Duques y el Embajador de la
nación foránea embarcaban una conversación superflua:
El Duque de Érliadon dijo con los ojos guiñados, su barbilla en alto, “Tenos, ¿dime si no
es fabuloso que este pueblucho esté al tanto de la moda de mi ciudad? Mira los diseños de
hortensias por doquier, y en algunas tiendas miras arte de Chuly Xul y Paulus XI. Si ves bien, en
aquella tienda hay esculturas de Bodesh y Gomard, y si mal no estoy, aquel retrato es de
Blossom mientras danza en el escenario. ¿Será que tienen escritos del famoso Gunter en éste
lugar?”
El Duque de Vásufeld, un hombre alto de estatura formidable, rostro cuadrado, barba, y
con evidencia de ser nacido un guerrero dijo, “No estoy seguro de tener este pueblo escritos de
Gunter. Y aseguro que no es tan bueno como nuestro poeta y escritor de novela Yregrus,
inmigrante de Moragald’Burg. Ves, él no utiliza tanta metáfora para describir, como Gunter.
Yregrus utiliza mucho la cacofonía y la aliteración. Es mucho mejor, más diverso siento yo. ¿No
crees Zeliom?”
El Embajador de Grizna dijo en su acento, típico de aquellos que vivían a través del Mar
Tempranero, “Si vosotros lo decís pues ni modo. Pero poco conozco de vuestro arte y vuestra
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cultura. Aunque os aseguro, amigos míos, que deseo saber más de lo que concurre por este
Imperio. Tenos te llamas, ¿no es cierto? ¿Y Domaryath es tu apellido? Qué curioso digo, porque
tienes la altura y la postura de uno de esos Hombres Salvajes que vive en Devnóngaron. He visto
algunos, y eres muy similar. Y no lo digo como reproche, sino más bien, como un cumplido. Has
de tener un linaje muy extenso de esas tierras.”
El interpelado contestó, “Es cierto. Mi familia proviene de esas tierras. Pero desde luego,
¿quien no? Quienes viven en Mandrágora y Devnóngaron somos descendientes de los Slegna
Flamon de Flamonia.”
Zeliom agregó, “Muy cierto. Nosotros no somos de ese linaje.” El interlocutor era enano
comparado a Tenos, de hombros anchos y piernas gruesas. “Nuestro linaje es mucho menos
antiguo y violento que el vuestro. Y tú, Elesmir, ¿cuál es tu apellido?”
El duque de Érliadon dijo petulante, “¿No sabes el apellido del Duque de la ciudad
cultural y de moda más importante de todas estas tierras? Estás desactualizado, Zeliom.
Gómondom es mi apellido. Somos inmigrantes de Moragald’Burg.”
Zeliom replicó, condescendiente, pero molesto, “Mi nombre completo es Zeliom Zettom,
Embajador de la Emperatriz a través de los mares, Princesa Sokomonoko, de las tierras de
Grizna.”
Elesmir dijo con su típico aire de superioridad “Sabemos quién eres, Zeliom. Dejemos las
formalidades y negociemos. Ya me quiero ir. ¿Y Lombardo?, qué le demora por los dioses…”
Tenos dijo, promoviendo la conversación e ignorando el gesto irrespetuoso de Elesmir,
“Eso queda justo del otro lado del Mar Tempranero, ¿no es cierto?”
Zeliom respondió con entusiasmo, “Correcto. Hemos tenido intercambio con vuestros
puertos en Merromer por muchos años, y hasta hace poco, gracias a un gran hombre llamado
Eromes, del linaje Merfel y Wilkot, que si mal no estoy son las familias que fundaron el
complejo de Fincas en este pueblo, hemos establecido un gran comercio con San San-Tera. Es
así como llegué a conocer de igual modo a Lombardo, encargado de la Finca el Zapotillo y la
tienda Cafetales El Zapote.”
Elesmir dijo desesperado, “Lo tienes al revés, Zeliom. Es por las Fincas que el pueblo se
logró desarrollar.”
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“Gracias por notar mis faltas. ¡Ah! Ahí viene Lombardo…” Un máscara de alivio surgió
en el semblante de Zeliom, jamás había sido fanático de hablar con los Duques del Imperio; son
demasiado pretenciosos para su gusto.
Lombardo se aproximó a los tres hombres y dijo apenado, “Mis queridos señores.
Disculpad el retraso. El pedido está justo como lo habéis ordenado: diez quintales de café de la
mejor cosecha del año para cada uno. El café viene en estado de pergamino.”
Elesmir sonrió y agregó, “Ya era hora. Apresúrate que tengo sueño. Detesto las tardanzas,
típico del Sur del Imperio. En el Norte esto no sería tolerado, te lo digo. Por eso me disgusta
hacer negocio en pueblos.”
“Disculpas,” fue todo lo que pudo decir Lombardo. Las ciudades y pueblos sureños del
Imperio son reconocidos por ser holgazanes.
Tenos agregó, “Ay, Elismir. Te recuerdo que tú perteneces al Sur también. Oye, aquí está
lo debido.” El interlocutor le entregó al finquero un morral lleno de monedas.
Elesmir agregó sin gloria, “Aquí está lo debido,” entregando lo debido al muchacho.
Zeliom agregó, “Estimado Lombardo, la Emperatriz está muy complacida con el negocio
que establecemos. Aquí está lo debido. En un año exacto estaré regresando por más. El café es
una delicadeza que sólo la Emperatriz y su cortesía degusta. Es el elixir de los dioses, dice ella.”
El Embajdor se rió entregándole a Lombardo un morral lleno de coronas.
Durante el intercambio de palabras y la entrega de dinero, Manchego y Luchy observaron
con curiosidad el comportamiento de los Nobles. No les parecieron gran cosa, quizá se
interesaron en Tenos por su estatura y tamaño corpulento, y en el Embajador de Grizna, de quien
nunca habían escuchado hablar.
Su estatura baja y facciones físicas tan distintas al resto de hombres en el negocio les hizo
pensar en el origen el embajador y de cómo han de ser los hombres y mujeres por tal tierra.
Grizna se llamaba su tierra natal. Manchego sopesó si algún día llegaría a conocer dichos
horizontes. Para ello debía navegar por el Mar Tempranero, y no estaba seguro si llegaría hasta el
norte de Mandrágora para embarcar en Merromer.
Luchy fue quien rompió el silencio, “Ya se están acercando los muchachos, ¡tenemos que
huir!”
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Manchego contestó, preocupado, “¡Vamos!”
***
En el Parque Central, la estatua de Alac Arc Ánguelo brillaba tan austera como siempre a
pesar que los rumores corrían que susodicha deidad estaba muerta. A un lado y alrededor de la
estatua del dios de la Luz, el Mercado Central florecía ocupado, con cientos de negocios
informales e intercambios llevándose a cabo al minuto.
Manchego y Luchy iban determinados a buscar a Balthazar, esquivando el gentío
acumulado alrededor de la deidad petrificada en piedra. Fue pronto que identificaron la tienda,
“El Pastorcito Feliz”.
La tienda estaba cerrada y un vecino vendiendo pescado en vísperas de la putrefacción les
dijo, “Si a Balthazar buscáis, se ha ido al Décamon.” El vendedor desde luego inició a ofrecerles
su propio producto, estirando el cadáver de un pez fláccido de ojos rosados, “Por cinco
coronas… ¿A donde vais? Insolentes…”
Luchy y Manchego caminaron hacia el Décamon, opuesto a la Alcaldía. La estructura
gigante pronto los envolvió entre sus brazos. La entrada estaba formada por un par de estatuas en
forma de columnas, con el diseño de guerreros Slegna Flamon de Flamonia, de cuya cultura la
religión Decámica provino.
Al entrar al Décamon, los niños sintieron el cambio de ambiente de inmediato. La luz era
tenue y leve, como de vela, pero omnipresente. La piedra de la estructura era oscura y el
ambiente era templado y húmedo.
La entrada inmediatamente abría a un cuarto vasto y alto que se elevaba por decenas de
pies de altura: El Oratorio. El cuarto tenía forma rectangular, cual se extendía por varias
zancadas de longitud. Entre el mismo, decenas de bancas se disponían en filas y columnas, todas
viendo hacia el Altar que yacía al extremo del Oratorio, desde donde el Padre, en este caso
llamado Migajo, daría la misa.
Frente a ellos había una estructura con varios ángulos que finalizaba en el suelo en un
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arco, suficientemente alto y ancho para dejar el paso libre a los hombres que desearan entrar a él.
Eso, Manchego y Luchy sabían, era el Decágono, lugar geométrico y estructuralmente más
importante del Décamon, conocido como el Purificador, por donde se podría llegar al
Confesorio.
Dentro del Decágono se lograba ver gente adentro rezando y pidiendo perdón por sus
pecados a alguna de las cinco deidades. Al centro del Decágono había un podio de madera con
una flor brillando con un aura celeste y fantasmal mientras flotaba, realzada por una luz céntrica
proveniente desde la cúpula en el techo: La Rosa Emanante.
El suelo del Decágono se manchaba con los colores de los vitrales de su cúpula, por
donde la luz de la tarde se filtraba.
Había una que otra persona en una de las bancas del Oratorio, hincada, rezando por sus
propias penas en busca de la redención.
El Padre Migajo, vestido con la sotana negra habitual de su categoría, hablaba en susurros
con varios fieles. Al ver a los chicos aproximarse les dijo, “Hola, ¿en qué puedo ayudaros,
juventud?”
Manchego contestó sonriente y en susurros, “Estamos buscando a una persona llamada
Balthazar, ¿sabe en donde podríamos encontrarlo?”
Migajo se llevó una mano a la barbilla y replicó, “Mi buen amigo Balthazar. Pasa muchas
penas ese hombre os digo. ¿Es por aquello que venís a este santuario? ¿Tu nombre?”
Manchego respondió apenado, “Manchego, y ella es Luciella.”
“Manchego… ¿quiénes son tus padres?”
“Emm…soy nieto de Lula y Eromes de la Finca el Santo Comentario,” respondió el
mozuelo sin mucha emoción al no saber qué responder al respecto de sus padres.
Migajo sintió un aire familiar, “Ah, cómo no. Lo hubieses dicho antes. Lula es una gran
partícipe de nuestra religión. Y Eromes, pues lamentablemente ha pasado a mejor vida que la
nuestra. Seguro descansa con los dioses en el Profundo Azur de loo Cielos.
“Chico, pero no encuentro algún parecido con tus abuelos. Escucha bien que no lo digo
cómo insulto, pero realmente no te ubico. Y tú, mi querida niña, eres indiscutiblemente hija de
Vilma y Héctor Buvarzo-Portacasa Wilkot. Ahora, con Balthazar recién hemos conversado. De
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seguro está en el Decágono soltando sus penas ante la presencia de la Rosa Emanante. No lo
vayas a interrumpir, ¿eh? Eso sería una gran falta de respeto.”
Un hombre, un tanto menos viejo que Migajo, llegó vestido con una sotana café. El Padre
lo introdujo, “Chicos, os presento a Crisondo. Cómo bien sabéis es el ayudante del Padre, quien
lleva el cargo del Sacristán. Será mi gran sustituto.”
Crisondo dijo en el mismo acento de hombres del Norte del Imperio, “No me halague
tanto, maestro. Aquí sólo usted tiene la capacidad de guiarnos a una mejor luz. Por algo viste la
sotana negra y no la café.” El Padre y su ayudante siguieron hablando y lanzándose cumplidos,
cosa que a los muchachos no les interesó de momento, por lo cual siguieron su cometido.
Al entrar a la estructura en forma geométrica tal como su nombre lo indicaba, conocido
también como el Purificador, Manchego y Luchy se sintieron sobrecogidos con una extraña y
vigorizante energía. Una luz mística coloreaba los diez vitrales de la cúpula.
Las paredes del decágono se extendían al techo en donde convergían en una bóveda de
diez vitrales, la confluencia de vidrio al centro estando abierta al cielo en un círculo perfecto, por
donde penetraba un haz de luz al suelo, iluminando el podio céntrico donde flotaba la Rosa
Emanante.
Las cristaleras por donde la luz solar se filtraba enviaban colores dorado, verde, naranja,
azules, y rojos en una mezcla divergente para crear un collage de emociones visuales. Cada vitral
contenía una de las diez esencias para los hombres del Imperio.
Dos de ellas representaban a los héroes del Imperio, Aryan Vetala—el primer
evangelizador—, y Eryund des Guillioth—el primer Rey del Imperio—; tres vitrales siendo las
tres ciudades céntricas, la divina trinidad o Trigósfera Stratta como la conocen otros, entre ellas
Omen, Démanon, y Háztatlon. Los últimos cinco vitrales representaban cada uno a las cinco
deidades.
El vitral de Mythlium era quizá el más bello de los cinco. Siendo la diosa del agua,
contenía cientos de tonos del color azul, quizá el más relevante el lapislázuli. Se percataba la
figura de una mujer entre el vitral, con aguas que se derramaban sobre su cuerpo y bustos.
También simbolizaba la diosa de la fertilidad y bienestar.
ArD’Buror, dios del fuego, soltaba un color naranja fogoso y varias tonalidades de
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amarillos. La figura del dios envuelto en llamas clamaba su nombre.
Gorbaklala, dios de la tierra y las arenas del mar brillaba con colores café y verde. El dios
estaba disuelto entre la naturaleza, su cuerpo englobado por enredaderas y manglares.
En el penúltimo vitral se vislumbraba un color blanco prístino, el color del ángel de la
luz, Alac Arc Ánguelo. En aquél no se lograba identificar nada más que una gran mancha blanca
y difusa. Manchego se sintió extrañado al no hallar una figura envuelta en luz.
Y por último, el vitral de color negro representaba a D’Santhes Nathor, diosa de la noche,
seductora cuyas leyendas iban desde matar a hombres con su mirada, hasta seducir a reyes en sus
sueños. Su vitral emanaba el tono sombreado para balancear la ecuación de la luz con la muerte,
proceso natural de todo ser viviente.
En las paredes bajo cada vitral, se miraba la figura del dios correspondiente petrificada en
la piedra, tal como cada ciudad, y cada héroe del Imperio.
“Las leyendas dicen que cuando los dioses completan su ciclo vital en nuestro mundo,
mueren, para renacer y encarnarse en un cuerpo nuevo. En teoría el dios de la Luz se murió hace
catorce años, y se estipula que no ha regresado al mundo de los hombres, y no se sabe por qué.
Muchos se lo atribuyen a que está enojado con los hombres porque se han alejado del camino del
bien, y la luz en ellos ha cesado de brillar cómo antes.”
Los muchachos se viraron para encontrar a Balthazar tras ellos. Jamás lo escucharon
arribar. El hombre era misterioso como el mar profundo. Entre el Décamon el supuesto vendedor
vestía sus pieles de wyvern alrededor de su cuerpo, su pecho al desnudo relumbrando su tatuaje
de Macho Alfa. Su cabello negro-gris le colgaba con libertad sobre los hombros, sus ojos azules,
casi celestes, penetraban con una mirada intensa.
“Hay otros que dicen,” continuó el Hombre Salvaje, “que el dios de la luz nunca
regresará a estar con los hombres. Dicen que un demonio vino a asesinarlo en éste mismo sitio.
Otros dicen que ya está entre nosotros, pero que por alguna razón, espera a salir de su escondrijo
para darnos la sorpresa. Personalmente no creo ninguna de las explicaciones, y no creo tampoco
en los dioses del Imperio. En Devnóngaron creemos únicamente en Madre. Ella es todo para
nosotros.
“En fin, por su ausencia es que el vitral de Alac, así como su estatua, están borradas y
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difusas. En ausencia del dios, se cree, que no logran conectarse las dimensiones para solidificar
su imagen.”
Manchego y Luchy estaban pasmados con la explanación dada. Los ojos azules de
Balthazar buscaban el ambiente, admirando la estructura y su diseño impecable. Luego de un
tiempo añadió, “¿Te dije o no te dije que algún día me estarías buscando?”
Manchego dijo lleno de reverencia, “¿Pero cómo sabías?”
Balthazar respondió, misterioso como siempre, “Porque tus ojos me lo dijeron, y me lo
siguen diciendo. Eres enigmático como el viento. Asumo que aún no has encontrado tu verdadero
nombre, pero no importa, lo encontrarás. O quizá él te encontrará a ti.”
Manchego dijo, “Necesito de tu ayuda, Balthazar. Quiero aprender a ser un gran
agricultor y creo que tú me podrías enseñar a serlo. Tengo que salvar a mi Finca…” El rostro de
Manchego cobró vehemencia, algo que a Luchy le pareció inspirador.
“Así es, Manchego, yo le otorgué ese chaleco a tu abuelo”, dijo Balthazar con cierto aire
de orgullo misterioso. “Y veo que el ungüento te devino bien. Retengo mi sabiduría de
curandero.” El Hombre Salvaje soltó una sonrisa poco alentadora.
Balthazar hizo una breve pausa, dejando que Manchego absorbiera las palabras dichas.
Luego continuó, “Tienes que comprender que tu abuelo fue una persona extraordinaria, y ser
como él será algo muy difícil de alcanzar. Es una tarea que ni yo esperaría dominar.”
Manchego dijo, “Te prometo que voy a tratarlo. Lo prometo.” El mozuelo empuñó las
manos, aquella vehemencia convirtiéndose en intención deliberada.
Balthazar entró en una especie de rabia, “¿Tratar?”
El grito de Balthazar rompió el silencio en el Decágono, y la gente, incrédula, se empezó
a alejar de ellos, “¡Tú no puedes tratar! Los mediocres tratan. Tú haces o no haces. Y si tú me
dices que lo harás es porque te estás comprometiendo. Ten cuidado con tus palabras, porque te
voy hacer responder por cada una de ellas.”
Manchego se estiró, como militar, y dijo con el rostro dispuesto a marchar mil leguas,
“¡Lo haré!”
Balthazar agregó, “Y escucha bien Manchego, que seré tu maestro y lo juro por la poca
vida que resta en mi cuerpo que te ayudaré a ser excelente.”
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Manchego dijo resuelto, sin pensar en una de sus palabras, “Prometo someterme por
completo a tus órdenes.”
Luchy meramente volteaba a ver de lado a lado, absorta por la conversación que estaba
escuchando.
Con lo dicho Manchego sintió que hizo un pacto tan fuerte como los lazos del día y la
noche. Por fin había encontrado cómo solventar uno de sus inquietudes, y ahora, en proceso de
solucionarse, sentía una felicidad duradera. Lulita estaría contenta y feliz. Ella podría retirarse y
tejer todo el día en la mecedora, despreocupándose de los asuntos económicos. Los animales de
la Finca también gozarían del usufructo.
Balthazar dijo, extrayendo a Manchego del ensimismamiento, “Tengo mucho que
contarte, Manchego. Vamos al Parque Central, ahí podremos encontrar un sitio adecuado para
hablar. Ahora tú…pequeña, temo que tendrás que dejarnos a solas. Esto es únicamente entre
Manchego y yo. ¿Entiendes?”
Luchy dijo en reproche, “¡Pero no tengo a donde ir! Y mi nombre es Luchy por si no me
conocía.” Era mentira. Como buena chismera deseaba enterarse de todo.
“Manchego, ¿confías en Luchy?”
El interpelado contestó con seguridad absoluta, “Le confío mi vida.”
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CAPÍTULO XII - CONFESIONES
“¿Quién eres, Balthazar? ¿Cómo llegaste a conocer a mi abuelo?”
El Hombre Salvaje fue cogido de sorpresa por la pregunta y admitión, “Hace mucho
tiempo que nadie me había preguntado por mi pasado, Manchego. Cuando vine al Imperio me vi
desolado. Fue por un hombre que acuerdo muy bien, Mérdmerén, que logré encontrar mi camino
de vuelta. En aquellos días me llamaban Innonimatus. En fin…alrededor del año 424 p.k. vine al
pueblo. Fue tu abuelo quien me ofreció ayuda. Nadie más lo hizo.”
Manchego inquirió, “¿Innonimatus?”
“Significa el sin nombre,” dijo Balthazar. “Pero eso no importa. Es una historia que algún
día escucharás. En aquellos días el pueblo era muy diferente. No encontrabas la violencia que
pulula el pueblo hoy por hoy.
“Ahora lo único que quiere la gente en este pueblo es el ahora—como el resto del frívolo
Imperio. Fiestas, lujos, lo que sea para entretenerse. Y olvidan la miseria. Y olvidan que el
pasado del Imperio es turbulento. Nunca olvides que los hombres de Flamonia migraron por una
guerra que desgarró aquellas tierras. Nunca olvides tu pasado—definirá quien eres en el futuro.”
Hubo un silencio de unos minutos. Manchego le dedicó sus ojos al ambiente, buscando la
luz por doquier. Observando sus efectos sobre los árboles, sobre el suelo, sobre el cielo, sobre la
tierra, y sobre el rostro de Luchy.
“Empecemos por lo básico. ¿Sabes quien es tu abuela, su verdadera identidad?”
Manchego se sintió alarmado al escuchar que Lulita era otra persona. Balthazar notó la
confusión en el rostro del muchacho y se explicó, “Ella era hija de una pareja inusual de
Hombres Salvajes. Déjame explicártelo:
“En Devnóngaron los clanes funcionan de una manera muy sencilla y autoritaria donde
uno y otra dominan y los demás obedecen y esa es la ley. El que domina a todo el clan y el que
los guía al Nogard Narg es el Macho Alfa Dominante. Sólo uno hay y sólo uno puede haber. Él
se aparea con todas y todas paren a sus hijos. Por algo es el Macho Alfa: es el más apto y fuerte
para guiar al clan.
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“Ahora, en cuanto a las hembras del clan, hay una sola Hembra Alfa Dominante. Ella le
responde al macho alfa dominante, pero su tarea es una. Sólo ella se puede darle de mamar a las
crías del clan. Ella tiene la leche más fuerte. Sólo ella puede dormir con el Macho Alfa
Dominante, y sólo ella lo puede llegar a entender. Eutasia…
“¿Qué?” dijo Manchego, notando la mención de un nombre que no reconoció.
“Eutasia fue…era…digo que las demás hembras del clan participan, como los machos
beta o no dominantes, a criar a los hijos del macho alfa. Esto ayuda a crear una sociedad fuerte.
Rara vez un macho alfa dominante es derrocado por un macho no dominante de su propio clan.
Lo usual es que un macho no dominante embarque una cruzada e invada a otro clan con el
propósito de derrocar al macho alfa para convertirse en el líder. Es así nuestra cultura. Por eso
somos más fuertes que los del Imperio. Es cierto.”
Manchego quiso hablar sobre el nombre mencionado, Eutasia, pero el Hombre Salvaje ya
estaba avanzando con su historia:
“Pues los padres de Lulita eran algo peculiar. La Hembra Alfa dominante de un clan y un
macho no dominante huyeron hacia el Imperio en busca de una mejor vida. Lulita fue la única
hija de ellos criada en el Imperio, pero su legado viene de los Hombres Salvajes. Por ende su piel
es dorada y su cuerpo de tal forma.
“Ella antes era parte del ejército. ¿No te lo había comentado? Lulita era comandante de
un escuadrón completo. Respondía a órdenes indirectas del General Leandro Matamuertos,
legendario héroe de estas tierras, por si no habías escuchado de él.
“Lulita era una guerrillera prominente. Odiaba las costumbres de este Imperio. Heredó las
características de su madre, una hembra alfa dominante. En este pueblo conoció a tu abuelo,
Eromes, y se enamoraron casi al instante. Más con la personalidad tan dinámica de tu abuelo,
Lulita rápido vio una pareja apta con la cual convivir.
“Su vida empezó a cambiar, pero retuvo sus costumbres, y te digo, mira como ha
entrenado a Granola y a Sureña. ¡Por algo son caballos de guerra! Ella sufrió mucho cuando
Eromes falleció. Fue una muerte tan inesperada. Lastimosamente, murió joven.”
“¿Y cómo murió Eromes?” preguntó Luchy con impetuosidad. Manchego le lanzó una
ojeriza y cambió de tema de súbito al ver que el Hombre Salvaje se descompuso.
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“Balthazar, ¿qué sabes de mi padre?” La secuencia de preguntas le arruinó la tarde al
Hombre Salvaje, pues tuvo que recurrir a sus memorias que le provocaban nada más que dolor.
“Pregúntale a tu abuela…tus padres…ellos…” El Hombre Salvaje volvió a sellar los
labios.
Manchego no tuvo más opción aue tragarse la duda por el momento.
Balthazar se ensimismó y entre los tres hubo un silencio incómodo. Luchy y Manchego
se voltearon a ver, ambos inseguros si le habían arruinado el día al pobre hombre.
Pero el señor emergió del cavilo para proseguir con otro tema, “He perdido toda la
esperanza en esta vida, Manchego. La última hebra que me queda la acabo de encontrar. Es
devolverte el favor que tu abuelo me extendió a mi. Yo quiero ver, antes de mi muerte, a la Finca
el Santo Comentario refulgir como antaño. Además, hay una particularidad de ti que me interesa
ver florecer…” Balthazar suspiró.
“Bueno niños, se hace tarde y es hora que empecéis a retornar a casa. Y si no estoy mal,
allá va Tomasa en la carreta, halada por la Sureña.”
Los niños voltearon a ver y en efecto, ahí estaba Tomasa, comprando verduras a última
hora.
Luchy dijo con algo de emoción, “¡Deberíamos de hacer prisa antes que se vaya!”
Manchego respondió esperando lo peor, “Lo sé, ¡pero estoy seguro que me va a regañar!
¡Te lo apuesto!”
Balthazar dijo entre risas, “Tomasa no cambia. Cuando tu abuelo la contrató era igual.
¡Sigue siendo el oso para mí!”
Manchego agregó, “¡Para mí también!”
Balthazar dijo mientras ojeaba a la estatua de Alac, “Mañana, a las seis de la mañana nos
reunimos en el Observador. Adiós.”
“¡Adiós, Balthazar! ¡Y gracias!”
Los niños salieron corriendo, Balthazar viéndolos correr tras la carreta. Por primera vez
en mucho tiempo soltó un par de carcajadas, aunque éstas, fueron silenciosas. Sintió algo
familiar despertar dentro de sí. Eromes revivió en su memoria.
¿Qué dirá Madre de mí cuando sepa lo que estoy por hacer? Ojalá me perdone y me
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admita de vuelta a su reinado glorioso, pensó el Salvaje mientras se largaba.
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CAPÍTULO XIII - NATURA NATURANS
Esa mañana amaneció ponderando en cosas trascendentales, temas que nunca había
considerado. Sus ojos estaban petrificados sobre la distante sombra de las montañas durante la
madrugada. Debía descubrir el significado de su existencia enigmática.
¿Cuál es el sentido que yo, Manchego, pueda ver, sentir, respirar? ¿Cuál es el sentido de
mi existencia? se preguntaba el pequeño esa mañana.
Se recostaba contra el Gran Pino. Deseó con anhelo que su abuelo hubiese hecho lo
mismo, de recostarse contra el árbol magnánimo en el Observador a diario de una manera ritual.
Quizá él también se preguntó miles de veces: ¿Quién soy?
Se imaginó a su abuelo andando por el Observador. Se lo imaginaba sonriendo hacia el
este, cada dedo de luz del amanecer tocando su rostro con calidez, la música de su alma
efloresciendo mientras el sol refulgía entre su espíritu.
Quizá Eromes lograba unificarse con los elementos del sol y del viento, de la tierra y del
crepúsculo, para fundirse con él y fluir como una unidad.
Manchego abrió sus ojos espontáneamente sin saber exactamente qué hora era ni cuánto
tiempo había transcurrido desde que algo le poseyó la mente.
Un silbido muy quedo se escuchó como el cantar de los pájaros, y en ese mismo instante,
Rufus reaccionó al comando.
A Manchego le pareció rarísimo que Rufus nunca llegó a percibir la llegada de Balthazar.
Estaba nervioso por la llegada de su nuevo maestro en las artes de la agricultura de una manera
tan enigmática.
Balthazar le dijo con una sonrisa cercenándole el rostro, “Es una mañana preciosa para
comenzar con tu aprendizaje en las artes del cultivo y la cosecha, la siembra y el podar, de la
disciplina y de la responsabilidad.”
Balthazar se llegó a sentar junto a Manchego y ambos se recostaron, observando la
lontananza. Las nubes parecían plumas estiradas por dedos largos y artísticos.
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El viento sopló débilmente y unas hojas se desprendieron de sus respectivas ramas. Al
caer al suelo cesaron de moverse, salvo, cuando uno u otro ventarrón abatía con los suelos y
mecía sus escombros.
“¡Ya está el desayuno!”, se escuchó el grito emitido por Lulita, claro y débil, como
siempre lo había escuchado Manchego en el Observador por casi una década.
Balthazar se puso en pie y dijo, “Bueno, es hora que Doña Lula se entere de nuestro
pequeño convenio.”
Manchego se puso pálido y replicó, “¡Pero! ¡Pero!…” dijo aquél preso de un pánico
súbito y rapaz.
Balthazar sintió un escalofrío al pensar que podría llegar a enojar a la abuela.
***
Al llegar a la estancia y al entrar a ella, lo primero que hizo Lulita fue ponerse en
posición de regaño, “¿Qué haces aquí a estas horas y por qué estas con mi nieto? ¡Quiero una
explicación!”
Balthazar casi se cayó por la intensidad del bramido. Balthazar dijo recuperando su
compostura, “Buenos días, ¿qué tal está? Mucho gusto de verla también. Los modales no caen
mal de vez en cuando, ¿no cree?” El Salvaje se arregló el cabello suelto al recobrar su
compostura.
Lulita dio un paso hacia adelante, Balthazar dando uno hacia atrás, y entre su fulgor dijo,
“No atentes con mi temperamento. ¡Estás en mi casa y he demandado una respuesta!
¡Explícate!”
Balthazar dijo con las palmas de las manos frente a su cara, “Bueno, bueno, calma por
favor. Manchego me ha solicitado que sea su maestro en las artes de la agricultura. Dice que
desea ser tan eficiente como lo fue Eromes.”
Manchego sacó la cabeza de entre sus hombros y sus ojos empezaron a brillar desde
adentro con una luz que nadie percibió, mucho menos él mismo.
El rostro de Lulita cambió repentinamente, y una sonrisa empezó a esclarecerse en él,
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“¿Es cierto esto que estoy escuchando, mijito lindo? ¿Es cierto que estás ansioso por ser un gran
finquero? Porque sabes, Eromes empezó con su padre Esomer a una edad muy similar a la que tú
estás empezando a buscar tus sueños.
“Me enternece que estés ocupado en el futuro de nuestra Finca. Es todo lo que tenemos…
todo lo que nos queda del linaje de nuestra familia…ya no hay más.
“Gracias, mijito, por ser tan maduro a una edad tan joven. Disculpas, Balthazar. Pero
tienes que entender…”
Lulita estaba al borde del llanto. Manchego se aproximó a ella y la abrazó por la cintura.
Lulita bajó una mano y acarició su cabello negro. La señora soltó un par de lágrimas, apenada de
ser vista sollozando en público.
Balthazar dijo, “Gracias por la oportunidad, Lulita. Para mí significa mucho también.
Esta Finca es especial. Lo es para todos. Es un honor estar de vuelta…”
“¿Nos vemos en cinco minutos en el establo?” dijo Manchego, masticando con la boca
llena de huevo revuelto, alcanzando lo que fuera antes de empedernirse en su entrenamiento.
“Claro…anda…ya llego,” dijo el Hombre Salvaje.
Cuando Manchego se hubo desparecido, Balthazar rompió el silencio, “Me preguntó
sobre sus padres y no supe qué contestarle. Le dije que mejor te preguntara a ti.”
“Temí la llegada de éste día…” respondió la abuela en un estado sombrío. Continuó
hablando tras un periodo de ensimismamiento, “Mancheguito no tardará en cuestionarse los
orígenes.”
Balthazar preguntó, curioso, “¿Vas a decirle la verdad?”
“Algún día…” El eco del llanto del bebé permaneció tangible en sus memorias por el
resto del día.
***
En el establo Manchego se reunió con Balthazar. El ahora maestro del muchacho lo
contempló con una mirada fría y calculada, contrario a la mirada rota que solía llevar a diario.
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“No hay que perder el tiempo, cual tiene la mala costumbre de ser sigiloso cuando uno más lo
necesita a su lado.”
Balthazar se perdió en sus pensamientos, y luego, emergiendo de alguna poza mental
dijo, “Vas a empezar con lo básico y lentamente vamos a ir ascendiendo de nivel. Vas a iniciar
con tareas laboriosas y sencillas, como trabajar las tierras y acicalar a los animales, correr los
caballos y vigilar los cultivos.
“Todo empieza aquí,” dijo Balthazar apuntando el dedo índice a su cabeza. “Con una
mentalidad adecuada cualquier reto puede ser vencido.”
Balthazar volteó a ver a los animales en el establo y le agradó mucho ver la belleza de la
Sureña y la fortaleza de Granola manifestada en su imponente figura. La yegua blanca y
preciosa, una reina nacida, pareció hacerle ojos a Balthazar y saludarlo con profunda reverencia.
El caballo de guerra, el garañón agresivo, meramente elevó la cabeza unos tantos
centímetros, como un soldado saludando a su general.
Las ovejas parecieron cantar con la llegada del Hombre Salvaje y entre todas forjaron un
‘beeeeheeeehee’ armónico. Feyito no hizo más que sacar los dientes como en una sonrisa, y
Mumu soltó su clásico ‘muuuu’ inexpresivo, batiendo su cola de lado a lado, asustando a
parásitos y ventilándose la pompa.
“¿Qué estás esperando?” le preguntó Balthazar molesto al gaurdar al mozuelo
contemplando el paraje.
“Estoy esperando a que me digas qué hacer,” respondió el muchacho en su confusión.
“Pero si ya te lo dije, que empezaras con trabajar las tierras. ¡A trabajar se ha dicho!” le
dijo Balthazar como si estuviese hablando con un cadete del ejército y no con un adolescente de
trece años.
Manchego salió corriendo de inmediato hacia los adentros del establo en donde la carreta
esperaba con los utensilios y materiales necesarios para trabajar la tierra. Tomó la carreta por los
mangos y la llevó rodando en su única rueda frontal tan de prisa que se fue topando cada dos
zancadas con piedras y plantas.
Balthazar se dijo a media sonrisa, “Esto va a estar muy divertido,” y caminó lentamente
por las veredas de la Finca, observándola, sintiéndola, palpando los aires que tanto extrañaba.
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98
***
Los días fueron pasando y Balthazar siempre mantuvo el ojo crítico sobre Manchego. El
pastorcito rara vez miraba al Hombre Salvaje, pero éste, de alguna forma u otra, lo avizoraba
para educarlo horas más tarde con críticas específicas. Lo entrenaba hasta en la manera de
sostener un tenedor, de cómo hacer su cama a diario y de lavar su propia ropa.
Los días siguieron pasando y se convirtieron en semanas, y aun los cambios no eran
evidentes, ni en el cuerpo ni en la mente de Manchego. Lo único veraz era que estaba muy
cansado, tal que del trabajo caía directo a la cama, prescindiendo muchas noches de una cena
sustanciosa.
El día entero era dedicado al trabajo, excepto, por supuesto, a la hora del almuerzo que
Manchego le dedicaba exclusivamente a Luchy; o ella llegaba a almorzar a la estancia de Lulita
o Manchego llegaba a la cocina de Doña Vilma.
Uno de tantos días llegó a cuestionare por primera vez de su existencia, “¿Por qué me
gustan los amaneceres?”, seña única y fiable que estaba madurando y apenas llegándose a
conocer.
Manchego recibió un haz de luz del sol poniente, y con una frágil sonrisa dijo, “Hace dos
semanas estaba viendo un amanecer. Llegué a comprender que todo lo que habita el mundo, y
quizá, el universo, está hecho de la misma sustancia. Porque ves de inmediato que todo comparte
características similares—las nubes, los vientos, los mares, los árboles, las montañas, las piedras.
Todo fluye armónicamente, como un organismo perfecto. Y nuestro cuerpo está hecho de esa
misma cosa; somos parte de nube, parte de cielo, parte de tierra, parte de piedra. Cuando
muramos regresaremos a aquellas sustancias.”
A Balthazar le había tomado años de experiencia llegar a tales conclusiones. Entre los
Bosques del Malush, entre el Gran Mesh, en una soledad que provocaba que germinara la
sabiduría lo había encontrado. Concluyó, de un momento a otro, que Manchego ya se asimilaba
al chaleco de lama, adepto para seres profundos y llenos de significado.
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99
***
Con tres meses pasados tras iniciar su incursión como pupilo de Balthazar, Luchy ya
lograba reconocer los cambios en el físico de su mejor amigo. Su nariz se pronunciaba más y
lentamente ese cuerpo escuálido se pululaba de músculo. Pero tardaría en años llegar a ser un
buen mozo.
“¿Pasa algo, querido alumno?”, preguntó Balthazar, que luego de educarlo por meses
había cobrado cariño por él.
Manchego dijo con la voz turbulenta, “Es esta cosa que no logro definir. No… ¡no sé!”
exclamó Manchego sofocado, “¡Y me frustra no saber qué es! ¡Agr! ¡Es como si quisiera salir
corriendo y olvidarme de todo! ¡No sé!” El pequeño remató la pala contra la tierra, polvo
flotando tras el golpe. Su rostro era una máscara de furia contenida por un dique.
Balthazar reconoció lo que le sucedía a Manchego, porque ya le había pasado a él cuando
estaba siendo entrenado por Madre para convertirse en el futuro Macho Alfa del clan, “No
quisieras tirar todo Manchego, eso te aseguro. Ya vamos a entrar a nuestro primer periodo de
cosecha, y pronto podrás gozar del usufructo.”
Manchego reflexionó, quitándose el sudor de la frente con su antebrazo, “Es cierto… ¡es
cierto! ¡Pero es que no sé qué me pasa! ¡Agr!”
Balthazar puso una mano sobre el hombro de Manchego, “Calma. Calma. Pregúntale a tu
esencia que es lo que te pasa.”
Manchego profundizó entre sí mismo y sin saberlo concienzudamente, supo lo que le
estaba pasando.
El pupilo finalmente dijo, espirando su frustración, “Es… es que me siento solo… Nunca
antes me había sentido tan abandonado…apenas empiezo a entrenarme para ser un Gran
Finquero y desde luego me siento tan aislado, tan apartado del mundo. Todo el día estoy
pensando en cómo ser un mejor finquero, en cómo hacer mejor los cultivos, en cómo mejorar
cada aspecto que he aprendido, y sí, estoy aprendiendo…pero siento que estoy perdiendo al niño
que fui…mi adolescencia se está desapareciendo con tanta labor.”
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“Calma, Manchego. Y déjame decirte algo,” expresó su maestro. “No eres el primero que
por la pasión por su oficio se encuentra sacrificando aquello que le produjo gratificación al
instante. Parte de las lecciones de trabajar es comprender que todo tiene un precio, y un precio no
necesariamente se cobra con dinero.
“El precio que tu pagas ahora es dejar de compartir con tus amigos y familia a cambio de
aprender a ser un finquero. La vida te enseña que no todo se puede. Que debes escoger entre
varios valores y elegir con una mente concienzuda. Aprenderás de tus errores y de tus virtudes
tras marchar un sedero, y posterior analizarás si fue el correcto o no. La vida así es, querido
pupilo.”
El Hombre Salvaje se transportó a su pasado, cuando él tomó la decisión de traicionar a
Madre. Bien que escogí mi camino, y ahora aprendo de mis errores.
“Es importante que aprendas a soltar todo lo que fuera de ti pueda hacerte o no feliz,”
prosiguió Balthazar con la lección del día.
Manchego dijo confuso, “¿A qué te refieres?”
Balthazar acertó, “Me refiero a todo lo que no eres tú: tu abuela, tu Finca, Rufus,
Gramitas, Luchy. Pueda ser que algún día te encuentres en una completa soledad. Para no sufrir
debes reconocer que tú no eres aquellas personas o animales, sino tú mismo. Antes de encontrar
fuerza en otros debes encontrar la fuerza entre ti mismo.”
Manchego se quedó pensativo por un tiempo, y luego añadió, aun perplejo, “Entonces,
¿debo despegarme de todo lo que fuera de mi me haga feliz?”
“Así es,” respondió el maestro, comprendiendo lo dolorosa que sería dicha conclusión.
Manchego continuó la lógica, “Con el fin de ser independiente de ellos por si en alguna
ocasión me encuentro a solas.”
“Exacto,” afirmó Balthazar, “Únicamente en la soledad uno puede llegar a encontrarse.
En ella aprendes a despegarte de todo aquello que no eres tú, para hallarte entre las tinieblas para
que tú seas tu propio acompañante; alguien que jamás te abandonará.”
Manchego sintió un tremendo escalofrío trincharle el cuerpo con la mención de una
soledad melancólica. Deseó que nunca le pasase tal situación en la cual se viera despegado de
todas las cosas que tanto amaba.
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***
Esa noche soñó…abrió los ojos de zarpazo. La oscuridad era total. Pero estaba muy
seguro que la presencia seguía al pie de la cama, esperando. ¿Qué o quién podría estarlo
esperando?
La presencia, con alguna capacidad para percibir a Manchego y sus pensamientos le dijo:
“La forma de obtener la iluminación significa la eliminación de todo lo que impide la
sabiduría. El énfasis no debería de recaer en la parcialidad, parte de lo total, sino en lo total que
comprende a lo parcial.”
Manchego comprendió. Lo parcial en este caso era el sentimiento de querer ver. La
totalidad sería el momento sin la obstrucción de emociones.
Inmediatamente la habitación cobró luz y Balthazar se dio a conocer, “¡Ah! Muy bien,
has ascendido de nivel. Sígueme.”
Balthazar chispeó los dedos y en un instante estaban transportados a unas montañas altas,
en donde, Balthazar estaba parado en un pico de piedra, y Manchego sentado en otro.
El mozuelo no deseaba pararse, sentía que perdería el balance. El precipicio era
sobrecogedor, de cuyo precipicio surgía un céfiro congelado. Apenas si vislumbraba una neblina
que encubría el fondo. Hacía gran esfuerzo por no caerse a pesar de estar sentado. Contrario,
Balthazar se mantenía impertérrito parado sobre un pico apenas de la anchura de sus zapatos y
dijo, “Trata de ponerte en pie. Mírame al ojos mientras lo intentas.”
El pupilo hizo el intento de ponerse en pie varias veces. Fracasaba al ver hacia el
precipicio que amenazaba devorárselo entre su inclemencia. Balthazar le dijo, “¿Qué sucede?”
Manchego gritaba, “¡No puedo! ¡Pierdo el balance!”
Balthazar le respondió con mucha calma, “¿Quién no puede?”
“¡Yo no puedo!” gritó Manchego de nuevo, su rostro un matiz de miedo.
“¿Quién pierde el balance?”
“¡Yo lo pierdo! ¡No logro controlarme!”, volvió a gritar el estudiante.
“¿Quién no logra controlarte?” preguntó Balthazar intrigado en las palabras de
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Manchego.
“¡Yo! ¡Yo no logro controlarme!” dijo el pupilo al borde de caerse.
“¿No es evidente lo que tienes qué hacer?”, preguntó el maestro, curioso.
“¡No! ¡No sé qué tengo que hacer!” gritó Manchego entrando en desesperación.
Balthazar agregó, “La libertad se descubre en el momento que dejas de tratar de
impresionar a otros; la consciencia del yo es el más grande impedimento para la apropiada
ejecución de toda acción física. Adquirir la libertad significa liberarte de ti mismo.”
Manchego se quedó atónito como si se hubiese convertido en un muñeco hecho de
madera. No pensó, no sintió, no se percibió. Únicamente fluyó. Sin saberlo estaba parado en
ambos pies, viendo a Balthazar a los ojos, “Así es mi pupilo. La consciencia del yo es un
detrimento a la hora de actuar. Elimina el yo de tu mente y obtendrás la iluminación total. Uno es
la limitación más grande para uno mismo. Jamás lo olvides.”
Balthazar elevó sus ojos al cielo y extendiendo los brazos se dejó caer de espaldas, y
entre la neblina del precipicio se desapareció. Manchego supo que debía de seguirlo. Elevó sus
ojos al cielo y extendió sus brazos, y a punto de dejarse caer algo lo sujetó por la mente—era él
mismo—, “¡No lo hagas! ¡No! ¡Te vas a golpear!” Supo lo necesario. Hizo silencio y sin
pensarlo se dejó caer.
Apareció en una playa en donde el mar reventaba contra un acantilado. Balthazar
observaba con las manos tras su espalda, contemplando en silencio el evento natural explotar tras
cada bramido de agua, sal, y viento. Dijo, “Los mares fluyen armónicamente. Los vientos sobre
los mares fluyen al igual, pero a diferente ritmo. Las nubes sobre los vientos, y potenciados por
ellos, fluyen sobre sobre los mares. Todos comparten eso mismo, que fluyen, porque están
hechos de la misma sustancia.
“En la naturaleza todo es dinámico y nada es estático. Lo estático pronto perece, y todo
pensamiento que sea de aquel orden, también perecerá.
“El hombre en su soledad se encuentra en un grave conflicto. Nos damos cuenta que
nuestras mentes no fluyen como lo hace el resto del mundo natural. Debes añorar fluir como Ella
y todo cesará de existir y se convertirá en un todo unificado.”
El pastor comprendió, abandonando el temor innato que sentía hacia la violencia de las
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olas explosivas del mar. Admiró el paisaje donde nubes grises manchaban el cielo. Balthazar
agregó, “Ven, hay algo que debo de mostrarte.”
El maestro se volteó y viendo al horizonte en su mano apareció una brocha hecha de cola
de caballo. Con la misma empezó a pintar un nuevo paisaje, sus brazos pegando grandes
pinceladas de las cuales colores de centenares de tonalidades brotaron como la lava de un volcán.
La obra de arte quedó finalizada. Maestro y pupilo se encontraron entre ella. Era una
escena en donde la iluminación era el color del trigo, un dorado mate apaciguado, el viento
soplando las espigas que se mecía de lado a lado.
Miraban hacia una serie de montañas a la distancia cuyos lomos estaban invadidos por
millares de árboles. El cielo estaba ocupado por una sola nube gamonal cuyo núcleo flotaba
denso y compacto, de cuyo epicentro cientos de ramas nebulosas germinaban en forma de
fronda.
Balthazar dijo con un tono de voz sólido, “El arte es la máxima expresión del alma. El
arte nunca es una decoración o el embellecimiento, es el producto de un alma en paz que logra
expresar su cántico más profundo.
“Nunca olvides esto: La expresión de un artista es su alma manifestada, su aprendizaje y
su ego siendo exhibidos. Tras cada pincelada, cada estrofa, cada nota, cada movimiento corporal,
la música de su alma se hace tangible al mundo. Contrario a esto, sus esfuerzos son vacíos como
una palabra balbuceada: ausente de significado.”
Manchego replicó, perplejo, “¿Y por qué me cuentas todo esto de cómo ser un artista?
¿Qué relación tiene conmigo?”
Balthazar respondió, “Porque el arte es la cúspide de todo esfuerzo humano. Y en esencia
tu abuelo fue un artista en cada momento de su existencia. Crear en proporciones estéticas es
impactar a los eones con tu presencia. Haz cada momento esencial y crea con arte.”
Horas después Manchego se despertó repentinamente. A través de la ventana se percató
que faltaba al menos una hora para el alba. Se mantuvo en cama, con los brazos tras la cabeza,
sus ojos fijos al techo, pensando. Al cabo de quince minutos, se levantó y vistió sus prendas.
Salió de la estancia y se dirijo hacia el Observador en donde supo que alguien le llamaba, Rufus
tras él.
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Balthazar estaba sentado contra el Gran Pino, observando el distante horizonte. Pocas
veces había visto a su maestro sonreír de una manera libre.
El Hombre Salvaje dijo, “Has venido temprano, pupilo.”
Manchego respondió, aun confundido, “Lo sé. Tuve un sueño muy extraño y tú estabas
en él. Me estabas dando una gran lección sobre la vida y el arte.” El muchacho se rascó la
cabeza.
Balthazar respondió con una sonrisa, “Qué curioso. Tuve la intención de darte una
lección sobre la vida y el arte, pero como ya la tuviste, mejor me la retengo.”
Manchego dijo juguetón, “Mejor dámela, porque la que yo soñé pueda ser muy diferente
a la que propones.”
Su maestro lo vio con un ojo crítico, “¿Estás seguro de eso?”
“No. Para nada. Pero no tienes alguna manera para saber qué soñé,” respondió el chico
con una sonrisa retadora.
Balthazar replicó con acertijos en sus ojos, “El arte es la máxima expresión del alma. El
nudo de la vida es más complejo de lo que crees y es más sencillo de lo que apuestas.”
Manchego sintió como si Balthazar estuviese jugando o bromeando con él. Pero no lo era
así. No dijo más y consideró que el universo era más complejo y más sencillo de lo que
aparentaba. Se mantuvo contemplando el horizonte. Pronto los primeros rayos de luz estarían
evaporando la oscura mañana.
Uno, dos, tres rayos de luz se hicieron palpables tras el seno de las montañas. Manchego
sonrió y se dejó llevar por el flujo de su brillo. Cerró sus ojos y en su mente una obra maestra de
arte fue creada con palabras:
‘El sentido del ser es ser. ¿Cómo puede uno serlo sin ser uno mismo? ¿Qué sentido tiene
el ser, entonces, de ser si no es pero él mismo? Hay que luchar por ser un íntegro con su esencia.
Hay que manifestarla en cada pulsátil latido, en cada respiro, en cada palabra, en cada mirada.’
‘¿Quién eres?’, le preguntó Manchego a aquella presencia que crecía entre sí.
‘Soy aquel que anida en tu corazón y te guiará a lo eterno.’
‘¿Quién eres?’, volvió a preguntarle, inquisitivo.
‘Yo soy. Tú eres. Nosotros somos.’
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‘¿Quién eres?’
‘Soy Manchego.’
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CAPÍTULO XIV - PRÓDROMO
Muchos evitaban la sombra. Dentro de las penumbras algo amorfo y despiadado parecía
anidar. No era un cuerpo ni una persona; ni un malhechor; ojalá fuese un cuerpo físico, porque de
serlo sería un enemigo que se puede vencer con métodos mundanos.
Quizá era algo gelatinoso de masa negra e inmunda, con fauces belicosas con las cuales
devoraría almas. Quizá era un espíritu maldecido por la eternidad, gritando oprobio para
contagiar almas puras.
Madres andaban con pañuelos envueltos alrededor de sus cabezas, ambulando lo más
rápido posible con sus hijos a un lado, incluso, un poco gachas, como deseando evitar la vista de
alguien, o de algo. Hombres de negocio no hablaban, y si lo hacían, era quedamente. Vendedores
en el Mercado Central cerraban las tiendas a temprana hora, deseando evadir la oscuridad a todo
costo.
El rumor de la mara Buhrla habiendo tomado control del Sector Pobre era meramente
eso, un rumor. Pero cosas extrañas habían estado sucediendo estos últimos días ahí.
Extrañamente todo iba en congruencia con la campaña del Alcalde Feliel, que promovía su
infamosa Reforma Social.
“¡Trabajando por tu futuro!” rezaba cada boletín. El rostro del Alcalde se miraba tortuoso,
aunque su imagen era políticamente impecable.
Los rumores se convertían en leyendas, los bares llenos de hombres discutiendo el
oprobio que gobernaba el todo. De vez en cuando un asesinato sin explicación sucedía, y nadie
se atrevía a pesquisar sobre él. Cosas muy extrañas estaban concurriendo, incluso el rumor de
sacrificios humanos surgía entre las tabernas de mala muerte y poca suerte. Y claro, no faltaba el
grito desolador de una víctima durante las noches de oscuridad prominente, uno que hacía
temblar a cualquier hombre y soltar un borbotón de orín.
Esa tarde un mensajero llevaba un sobre entre su mano, preocupado de llegar tarde a su
destino. Iba obligado, porque en días como estos nadie deseaba salir a las calles al menos que
fuera una urgencia. De salir, cualquier transeúnte debía tener sumo cuidado para no ser pillado
por los soldados del alcalde, apodados por ser insensatos los labradores del mismo.
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El mensajero siguió su camino, aliviado al avecinarse a su destino. Escuchó la marcha
funesta de una patrulla de seis soldados, en filas de dos por tres, con sus escudos en mano y en la
otra una lanza larga y puntiaguda. El Escuadrón de la Muerte le llamaban los pueblerinos por
razones evidentes, y cada vez que pasaban la gente se escabullía del sitio, temiendo ser
vapuleados por dichos matones.
El mensajero se pegó contra la pared al escuchar el retumbo de varias botas batir la piedra
adoquinada, La Marcha Fúnebre le llamaban algunos. El pobre mensajero rezaba al dios de la
Luz que por favor no se lo llevaran a él al calabozo.
Volteó a ver por la calle hacia donde la patrulla se había dirigido. Vio que cinco de los
soldados rodeaban a un vendedor de verduras. Entre ellos tomaban zanahorias y tomates y los
tiraban al suelo y hacia la cara del vendedor, soltando risotadas mientras se divertían del
sufrimiento ajeno.
“¡Alto! ¡En el nombre del Alcalde Feliel!”
El mensajero se paralizó. El sexto guardia topó la punta de su espada sobre las carnes de
la espalda del transeúnte y le dijo, “¿Qué es lo que usted lleva en la mano?”
El mensajero respondió temblando y orinándose encima: “Es una carta de negocios de mi
jefe para uno de sus proveedores. ¡Nada más señor! ¡Se lo prometo!” Su voz temblorosa
alimentó la rabia del soldado.
El labrador del alcalde respiraba agitadamente, y de sus ojos una locura emanaba, como
perro rabioso, “¡Toda carta es sospechosa de ser espionaje en contra del gobierno de su altísimo
Feliel!”
El mensajero replicó, de rodillas, “No puedo, señor, ¡es una carta de negocios y es
privada! ¡A parte no tiene nada importante en ella! ¡Tiene que comprender que de esto depende
mi trabajo!”
El guardia le propinó una bofetada con su guantelete, dejándole el labio abierto y
sangrado, “¡Es usted un espía! ¡Lleva en esa carta información que pueda comprometer a su
Alcalde Feliel!” El soldado sonó su pito y los cinco guardas que estaban acosando al verdulero
rápido llegaron corriendo como macheteros y ruleteros en busca de una bronca.
Y como un enjambre de abejas, sin preguntar, sin cuestionar, sin interés de hacerlo
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tampoco, empezaron a golpear al mensajero en la cara y en el abdomen hasta derribarlo al suelo,
guanteletes lacerando carne con eficiencia. “¡Espía! ¡Es usted una rata!” le gritaron sin piedad.
Y con intenciones de llevarlo al calabozo, los guardias sacaron sus amas. A punto de
tenerlo pillado contra el suelo y llevarlo como preso, el alboroto y la histeria del momento hizo
que tuvieran hambre y deseos de ver sangre fluir.
Una espada punzó de primero, derramando un riachuelo de sangre. Otra hizo lo mismo,
su filo mordiendo con eficiencia. Gritos fueron soltados, misericordia pedida. Con el color vivo
de la sangre rutilante los soldados perdieron gran parte de la inhibición. Le dieron viaje a la
violencia sin deterioro al asalto. Seis espadas entraban y salían del cuerpo de aquel pobre hombre
por largos e insufribles minutos. Vísceras se rompieron y derramaron su contenido, heces
mancharon el adoquín con su merma. Lo que alguna vez fue un hombre, pronto fue un saco de
órganos reventados.
Uno de los guardias tomó el sobre ensangrentado entre la mano y lo abrió para extraer su
contenido, esperando encontrar información secreta y útil para delatar al hombre ante al Alcalde
como un espía. Pero la carta no decía nada más que información sobre negocios e intercambio.
El guarda, un poco avergonzado, metió el sobre entre su morral y siguió su camino como
si nada hubiese pasado.
***
Isidora estaba un poco asustada al ver el semblante de Regina. Algo había cambiado en
ella, aunque no podía precisar en qué consistía ese cambio. En parte, eran sus ojos. Era una
energía que suscitaba la palabra maligno en la mente de la observadora.
Algo parecía estarse manifestado sobre el hombro derecho de Regina en forma de…
demonio.
Regina ojeaba a Isidora, “¿Pero qué te pasa? ¡Estás actuando como si estuvieses viendo
algún tipo de diablo!”
Eso es verdad, se dijo Isidora. Esta mujer irradia energía negativa. ¿Y qué será esa
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sombra que desea manifestarse sobre su hombro? Isidora sentía que estaba ante un esperpento.
El camarero llegó a dejar el café con leche de cada una de las amigas y sus respectivos
biscochos de dulce de leche. Regina rápido empezó a comerlo.
Isidora recobró su compostura en poco tiempo y pegándole un sorbo a su café, dijo,
“¿Has visto el terror que lentamente corre por el pueblo? Hablan que los de la mara Buhrla hacen
de las suyas en el Sector Pobre y que lo mismo hacen en el medio. No es raro escuchar de
violaciones o asesinatos. Hoy por hoy parece ser el pan de cada día. También he visto a patrullas
de seis guardias andar por las calles. ¿No has escuchado acaso? Les llaman los Escuadrones de la
Muerte. Creo que debería mudarme de ciudad de inmediato…”
Regina dijo, “¿Mara Buhrla? Pero si ellos están totalmente bajo control por los labradores
del Alcalde. Tiene a su equipo trabajando por mantener el orden. Tienes que darle tiempo al
tiempo. Vas a ver que el pueblo va a mejorar posterior a la Reforma Social.”
Isidora dijo, “¿Como puedes decir eso? Basta con ver la realidad que la gente está
sufriendo.”
Regina dijo, “Yo sé cada detalle, mi querida. No puedes oponerte a Feliel y su plan
maestro.”
Isidora deseaba salir corriendo en ese preciso instante, algo en su amiga la estaba
repeliendo.
Regina continuó, “Cada día el Alcalde vela por tirar una fiesta por la ventana, cada una
llena de lujos y ostento, es un absoluto despilfarro. Me gustaría que te vinieras a una conmigo.
Estoy segura que lo pasarías espléndido.”
La interpelada había escuchado de dichas fiestas. El despilfarro que promulgaban era
absoluto cuando el pueblo estaba en un estado calamitoso. No comprendía cómo algunas
personas podían disfrutar cuando otros claramente sufrían.
Isidora deseó por la presencia de Carmela o de Lulita. Algo muy mal estaba sucediendo
en el pueblo, y Regina parecía ser una de sus víctimas. ¿Cómo haría para hacérselo ver?
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***
El curandero de animales insistió, temiendo que Lulita se enojara, “Pues la única
solución que veo es que compre una nueva pócima. Hay que repetir el tratamiento. La gallina no
está mejorando. Lamento aceptar que las pócimas de la Bruja están muy inferiores de calidad.”
Lulita contestó: “Ay, por los dioses, más dinero. ¡Dinero, dinero, dinero! Maldito
problema…Bueno, está bien. ¡Manchego! ¡Manchego! ¡Ven mijito que necesito un favor!”
En dos segundos la carita de Manchego se manifestó entre las puertas del establo, “¿Sí,
abuela? ¿Me has llamado?”
“Necesito que nos hagas un favor: que vayas a la casa de Ramancia y me compres una
nueva pócima para la gallina. Procura que sea el doble de fuerte. Andando pues que el día se
envejece,” como yo, pensó la abuela.
“Muy bien. Se puede…”
“Sí, sí se puede. Dile a Luchy que te acompañe. Anda pues. Dile a Balthazar que tu clase
se retrasará una hora si mucho.”
Luchy y Manchego daban de risotadas cuando le yegua los llevaba al pueblo. Se sentían
bien al verse el semblante en un día que prometía nada menos que una aventura exquisita. Pero
no tenían idea de la sorpresa que les esperaba en el pueblo.
Por fin llegaron a la Garita Saliente y de inmediato se dieron cuenta que algo estaba
profundamente anormal. Por curiosos, lo niños prosiguieron cuando tuvieron que haber virado
para regresar a la Estancia.
Había una cantidad exagerada de guardias custodiando la entrada al pueblo. Pero los
guardias no estaban en sus puestos como labradores bien portados. Estaban comportándose como
perros callejeros, tocando a mujeres dignas y abusando de su poder. Usurpaban la propiedad de
hombres honrados que con su labor y sudor se habían ganado las monedas y el pan.
Manchego supo que debía de largarse, y más, lo sintió en la inquietud de la Sureña, pero
el caballo de guerra no se echaría atrás cuando le ofrecían una bronca.
Los guardias de la garita parecieron advertir la presencia del caballo blanco. Cuando la
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encantación provocada por la belleza de la bestia murió, los guardias rápido tomaron conciencia
del botín presente y se interesaron por el jinete, su pasajera, y el caballo diamantino.
Manchego le urgió a Sureña que se largaran, jalando la rienda tan fuerte como pudo, pero
incluso los estribos entre sus costillas hicieron poco. Sureña estaba ansiosa por ver una pelea
desenvolverse. Ella quería un enfrentamiento hasta la muerte, tal como Lulita se lo enseñó.
El capitán del Escuadrón de la Muerte fue quien habló inicialmente, embriagado a la
media tarde, “¿Y qué pretende hacer un caballero tan notorio como usted mismo, por estos
rumbos, si fuese tan amable de aclarármelo señorcito? ¿Cómo se ganó a una montura tan fina y a
una putita tan bella que ha de follar delicioso? Ella pareciera pertenecerme a mí o alguno de
estos finos soldados, y no a un mozuelo desnutrido, ave de codorniz, como lo es usted mismo, mi
señor, oh, mi señor tan fino.”
El grupo entero de soldados se echó a reír con sorna, y entre ellos se pasaron la botella de
agua ardiente.
Pero el capitán no estaba consciente de su posición tan lábil y escueta. Y tampoco estaba
consciente que estaba lidiando con una yegua de guerra cuyo temperamento oscilaba más rápido
que la fracción del segundo. El caballo de guerra lo tenía calculado, olfateado, y con las letras de
su sepulcro inscritas en su frente.
El capitán, con mucho desdén y poco respeto, empezó a romper la barrera de distancia
que lo separaba de la letalidad de la yegua diciendo, “Mi caballito lindo pudieras ser una gran
puta blanca y mira que bien yo te daría de lo bueno. Pero eres una yegua inservible, a quien
vamos a tener que desangrar y hacer carne para los cuarteles, y a tu jinete, atarlo contra un poste
y despellejarlo con el látigo. Mientras, a su linda dama le daremos una buena sacudida entre unos
tres soldados para que conozca la verdadera definición de un hombre. Ven a papá, que papá te va
a dar lo tuyo.” Y poniendo sus labios en forma de un beso vulgar lleno de saliva el capitán no
tuvo conciencia que esa fue la gota que rompió las barrearas del umbral de violencia…
Muerte.
Con extrema agilidad la Sureña tiró su peso hacia sus patas delanteras. Como pivote,
permitió que giraran en un movimiento continuo y fluido: Con su cadera y piernas al vuelo, hizo
un giro de suficiente gravedad para ajustar los cascos de sus patas traseras ante la mira de su
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volátil paciencia. Media vez encajado y fijo el blanco, como ballesta impaciente, soltó la tensión
de la cuerda. Sus patas traseras volaron en dirección del capitán, quien seguía haciendo muecas
de besos vulgares.
En menos de un segundo las patas de la yegua alcanzaron el blanco: el pecho del capitán.
El tórax del mismo explotó, cuyo estrépito fue una detonación de hueso roto, sangre y aire
disuelto en brasas de furia e infortunio. El viento mismo se llenó de una brisa de sangre y moco.
Los demás soldados se echaron hacia atrás, asustados al escuchar una explosión, que no fue nada
menos que los pulmones del capitán colapsando.
El cuerpo desanimado de la víctima viajó por el espacio longitudinalmente, seguido por
la lluvia de saliva y sangre. Tripas reventadas se salieron por el abdomen rasgado, un gusano
rosado inerte sobe el suelo.
Los soldados no tuvieron ni tiempo para reaccionar. La Sureña, bañada en sangre, decidió
repartir dolor. A otro soldado le mordió la nariz, arrancándole un pedazo de ella, y luego, con las
patas delanteras, lo derribo al suelo donde le pisoteó los huesos.
Por alguna gracia, Luchy se aferró con toda noción a Manchego, quien contaminado con
la efervescencia de Sureña se apretó a la montura como una garrapata. Los soldados corrieron a
traer sus armas, dos de ellos vomitando al ver lo que le sucedió al capitán.
Al cabo de tener sus lanzas listas y espadas de fuera, la Sureña ya había entrado por la
Garita Saliente del pueblo, cabalgando como un derrumbe de nieve.
Los soldados la siguieron, gritando y soplando sus pitos, pero era ya muy tarde. El
Escuadrón de la Muerte fue vencido con su propia medicina.
Manchego y Luchy estaban contaminados con la rabia de Sureña, quien cabalgaba como
si no hubiese un mañana. Y fue bueno que lo hizo, porque las imágenes que vieron los niños del
Sector Pobre fueron aterradoras: cadáveres a la orilla de la banqueta; niños desnudos
empanzados con lombrices; perros callejeros derribando a un mendigo a quien pronto harían
alimaña; mujeres siendo violadas por asaltantes; niños siendo raptados; cuervos nutriéndose de
los escombros.
Todo era un caos. Absoluto caos.
Pronto fue que la Sureña dio paso sobre calle adoquinada, indicio del Sector Medio. La
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inmundicia no era explícita como en el Sector Pobre pero la pesadumbre era algo palpable en el
ambiente. Era la gente. Eran las casas. Eran las calles. Eran los guardias marchando en
escuadrones de seis, eternamente vigilantes.
Un estoque a miedo y a violencia se husmeaba.
La gente caminaba con la vista gacha, rápido, sin dudar de sus pasos. Mujeres llevaban la
cabeza y cara cubierta por chalinas, hombres en carruajes urgían a la rienda andar a toda
velocidad. Aquí lo que gobernaba era el pánico.
Algunas de las casas estaban totalmente selladas. Tablas de madera fueron empalmadas
en las ventanas y las puertas, como si se tratase de fantasmas y demonios a quienes estuviesen
ahuyentando. Demonios parecieran pulular cada esquina. Casas estaban saqueadas, ultrajadas.
Otras estaban vacías y muertas, quizá los dueños huyeron a otro pueblo o ciudad.
Sobre un poste de luz roto un búho negro de ojos amarillos intensos soltaba un graznido
solitario y poético. Rítmico y moribundo. Anunciando la vista de carroña y desalojo, muerte y
soledad. El lamento de los inocentes.
Luchy y Manchego estaban tensos y llenos de miedo. No estaban listos para aprehender
el hecho que la Sureña había matado a varios guardias en menos de diez segundos. Tampoco
estaban preparados para aceptar que el pueblo era un cementerio de desgracia.
Lo que más molestaba ver era a mozos en opulencias y elegancias repartiendo la
propaganda del Alcalde, sonriendo a cada persona a quien le decían, “Buenas tardes amigo.
Tenga. Ayúdenos a hacer nuestro pueblo mejor. Juntos entre todos podremos salir adelante.
Estamos trabajando por tu futuro. La Reforma Social ha iniciado.”
Uno de los repartidores vio a Manchego directo al ojo. Sus pupilas se fijaron en materia
cósmica. El contacto fue corto, pero entre la mirada de ambos se intercambió una escena de
violencia y batalla, una guerra pura entre el bien y el mal.
Por un instante, una luz blanca irradió como aura alrededor de Manchego; una pulsación
divina que corrió expansiva tras una detonación silente.
En ese mismo momento el repartidor sufrió un golpe metafísico que lo arrojó al suelo.
Impactado por luz angelical salió corriendo como perro con el rabo entre las patas. Se fue a
esconder a la sombra, donde como serpiente estudiaba a su atacante.
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Luchy no se dio cuenta de lo sucedido, meramente sintió calor a su alrededor. No advirtió
que Manchego había sido el origen de una fuerza implacable. No obstante, algo que le llamó
mucho su atención fue ver que Manchego llevaba la mano entre una de las bolsas de su pantalón
donde inadvertidamente sostenía a la Nuez de Teitú.
Como rayo de luz de oro y marfil, el caballo de guerra atravesó las calles sin incidentes,
hasta dar, como saeta, directo al corazón de su misión: justo frente a la casa de Ramancia.
***
Al llegar a la puerta de la casa de Ramancia no les sorprendió encontrar pegado sobre ella
un volante de la propaganda de Feliel. Abrieron la puerta de un tirón y se dejaron entrar.
Al estar adentro, Manchego fue sobrecogido al encontrar todo exactamente igual a como
lo había visto meses atrás. Había una variante, y era que por dentro las estanterías y sus
anaqueles estaban recubiertos por una mortaja de polvo. Tela de araña gobernaba las esquinas del
techo.
Fue de súbito que una sombra tomó el cuarto, como si algo hubiese pasado frente al sol y
opacado su luz. El ruido normal de la atmósfera fue aplacado por una fuente inconcebible—
como ser sumergido bajo agua por un instante, y retornar a la normalidad en otro. Súbitamente,
la sombra se levitó del sitio, pero la mala espina de su presencia permaneció intacta.
Luchy escudriñó el lugar, sospechosa de todo aquello a su alrededor. Al no encontrar
nada relevante, dijo: “¿Dónde crees que podrá estar Ramancia?”, preguntó con inocencia.
Manchego estuvo a punto de responderle. pero se paralizó cuando escuchó voces.
Hablaban quedo. Una voz, sombría y cavernosa, estaba dándole órdenes ininteligibles a
alguien más. La segunda voz, rota y amedrentada, respondió complaciente.
Las voces se callaron y de pronto la puerta detrás del mostrador se abrió. Una figura
humana se hizo visible. Era una mujer añosa diezmada por el olvido.
Al inicio Manchego y Luchy estuvieron a punto de salir corriendo al presenciar un animal
silvestre y peligroso. Pero al escrutinio visual notaron que se trataba de una señora ya grande,
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abolida por el paso del tiempo. Su pelo parecía nido de roedores, su rostro derretido por un
exceso de terror.
Se presentó con ojos hinchados por un llanto prolongado. Aquella emanaba una profunda
tristeza, y algo en ella parecía estarse disolviendo con el viento. Ramancia se miraba en el peor
estado concebible.
Manchego y Ramancia cruzaron miradas, y algo dentro del pastor le estaba diciendo que
no debía de despegar la mirada de los ojos de la bruja.
Algo con un peso terrible rajó el techo, rajaduras profundas siendo creadas mientras
tronaba como si un demonio las masticara.
Ramancia tembló del miedo y sus ojos se movieron de lado a lado, bosquejando el techo
entero como si supiera que entre sus grietas el demonio los estuviese escudriñando.
De nuevo, la madera entera de la casa tronó con un graznido terrible, y Ramancia estuvo
a punto de convulsionar. Su respiración se tornó rápida.
Mientras, los niños sólo podían observar los efectos que esta presencia estaba forjando
sobre la bruja. Y estaban impactados, inmóviles, tomados por completo por el fenómeno que
estaban viviendo. El contagio del terror fue inevitable.
El agente que parecía estar reposando sobre el techo se quedó inmóvil. Pero su presencia
fue omnipresente, pesada, y lúgubre. Eternamente vigilante.
Los ojos de Ramancia cesaron de bosquejar el ambiente, como si supieran, que
finalmente, su muerte llegaría irremediablmente.
La mujer dijo, en palabras muy quedas luego de recobrar su compostura, “Nos están
vigilando. Ay … cosas que están pasando que vosotros no podéis comprender en este momento y
quizá, lastimosamente, cuando lo comprendáis será demasiado tarde.”
En ese momento las grietas del techo parecieron abrirse, como si el ojo del demonio
estuviese curioso por escuchar las siguientes palabras de Ramancia, evaluando si debía o no
intervenir.
La bruja tembló del miedo. Colocó su mano sobre su pecho, como asegurándole a su
corazón palpitante que pronto todo estaría arribando a su fin. “Yo estoy muy…no puedo decir
nada…. Pero sabed que nos están viendo. Hay espías por doquier. Incluso en lugares donde no lo
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imagináis. Ya vienen. Lentamente vienen. Y marcharán sin remedio alguno.”
El techo pareció tronar de nuevo, como si las palabras de Ramancia hubiesen alterado la
comodidad el agente maligno. La bruja continuó, disimulando la normalidad, “Dime Manchego,
¿en qué puedo ayudarte?”
Manchego supo que era un acto, y dijo siguiéndole la corriente, “Pues em… necesito otra
pócima para mi gallina…em…necesito algo más fuerte…” declaró el muchacho con una voz
temblorosa, incapaz de ocultar su desequilibrio.
Ramancia dijo mientras le entregaba una poción naranja y efervescente en un frasco con
cuello de ganzo al muchacho, “Serían cinco coronas, chiquito. Aplica esta poción del mismo
modo que aplicaste la previa. Pronto verás que todo estará bien.”
Pero los ojos de Ramancia anunciaron que todo no estaría bien, y se concentraron en las
pupilas de Manchego. El mozuelo sintió que un dedo le invadía la mente. Escuchó la voz de
Ramancia en su cabeza, clara e inconfundible a pesar que los labios de la bruja no se movieron
del todo. Le dijo un acertijo que no supo interpretar en ese momento:
Los que siembran con lágrimas
Las semillas entre negra lumbre,
Entre ocaso ennegrecido
La tiniebla sobre alumbre;
Todo un mar ensombrecido,
Convoca de la tierra a Thórlimás.
De la Tierra de Tutonticám,
Olvidada la remota y bella Teitú,
Se encamina fuerte sobre el velo
Sobre barcos blancos de bambú,
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Navegando sobre morado el cielo,
Un Guerrero de los Naevas Aedán.
Tiempos del Caos lo pasaron,
Sobre la Guerra de un Lamento, y
Entre sus pilares tan fuertes,
Donde brillaba su aposento,
Días vivieron en paz inerte,
Lugar que resta destrozado.
Canta la vieja Lírica del Viento, que
El que carga el saco de Semilla,
Pesado y lúgubre sobre su hombro,
Pronto brillará con luz y alegría, y
Desvanecerá su noche del escombro,
Y nunca por volver su descontento.
Ramancia dijo desesperadamente, “Eso será todo, niños. Adiós. ¡Y nunca volváis a esta
casa! ¡Nunca! ¡Está maldita! ¡Huid! ¡Por los dioses, huid!”
En ese instante una sombra negra pareció crecer alrededor de Ramancia, tragándosela de
un bocado. La bruja empezó a llorar quedamente, esperando sin remedio el golpe final.
Ramancia nunca tomó el dinero de la mano de Manchego. Quizá era obvio que el dinero
no era necesario. Aquello nunca remediaría sus problemas. Aquellos trascendían todo medio
físico y mundano.
Manchego y Luchy no demoraron un segundo más. Salieron disparados de la tienda de
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Ramancia, como si los látigos del infierno estuviesen lamiendo su piel.
***
En las afueras el sol de la tarde pegó sobre sus rostros y por un instante estaban
encandilados con la luz brillante de un cálido, pero extraño día. Sus sentidos aún no se habían
adecuado a una atmósfera sana y libre de toda inmundicia. Sus corazones permanecían
preocupados y agitados.
A Manchego le tomó tiempo reconocer que aún estaba vivo y respirando. Sus ojos por fin
concentraron un foco de luz, pero la desgracia no lo perdonó.
Ajustando sus ojos y viendo las nubes fue que Manchego sintió algo colisionar contra su
cabeza. No fue violenta su reacción, sino más bien, pacífica. Como una nube lo hubiera
derrocado, sintió que cayó al suelo como si se desplomara sobre algodón.
Fue pronto que un hilo de consciencia flotante se hizo sólida y tan física como una flecha,
y escuchó gritos. Escuchó una voz que detestaba, pero no supo reconocerla en ese momento. La
angustia, la pena, el terror. Negrura total…
Mowriz, o Malabrad—como le conocían algunos—, estaba parado al medio de sus dos
amigos fieles, Findus y Hogue. El joven rubio y alto ojeaba suciamente a Luchy, saboreando sus
pensamientos. Con la lengua se lamía los labios mientras con los ojos la violaba de arriba para
abajo.
Mientras, Hogue jugaba con una segunda piedra con el nombre de Manchego en todas
sus caras. El joven gordo y pelirrojo parecía haber cobrado fuego en sus pómulos, como si las
brasas del infierno estuviesen presentes en cada una de sus pecas.
Luchy les gritó furibunda, “¡Dejadlo en paz! ¡Ya basta con esto! ¡Lo vais a herir
gravemente! ¡Lo podéis hasta matar! ¡Idiotas! ¡Por qué no podéis simplemente dejarlo en paz!
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¿Qué es lo que queréis de él?”
Mowriz dijo con una sonrisa lobuna, “¡Parece que tu putita también quiere una paliza,
Findus! Más vale que controles esa boca, putita, o mira que voy a hacer que te duela tanto que no
querrás hablar por el resto de tus días. ¡Ahora, aléjate de esa escoria llamada Manchego, que
vamos a darle lo que es bueno para él! ¡Ese fenómeno no merece la vida en esta tierra! ¡Aléjate!”
La reacción de Luchy fue abrazar a Manchego con ahínco. Quiso cargarlo sobre sus
hombros y llevárselo corriendo, pero carecía de la fuerza para hacerlo. La frustración estaba
empezando a culminar en lágrimas escondidas.
Los tres malhechores estaban aproximándose al pastor con malicia convocada. Luchy no
encontraba solución, cuando vio la ventana de la esperanza:
Dio tres pasos veloces. Con una carita de traviesa desató la rienda de la Sureña. La yegua
sintió el peso de la rienda sobre el suelo. Supo que estaba libre para actuar. Ni Mowriz ni sus
amigos parecieron advertir el peligro en el que estaban.
Luchy volvió a acoger a Manchego quien seguía inconsciente sobre el suelo. Cerró los
ojos y le rezó al dios de la Luz con todo su corazón.
La fuerza de su rezo fue tal que fue escuchado por Manchego, de alguna forma
misteriosa, y éste, sin saberlo, soltó un pulso de energía radiante y angelical.
Sureña sintió la radiación divina y, como un unicornio en guerra, soltó su fuerza macabra
sobre los malhechores.
La bestia tentada cabalgó. Con su pecho embistió a Hogue al colisionar contra él con su
musculatura prominente. Como un derrumbe implacable, sacudió las tierras con sus patas,
rompiéndole una pierna, destrozándole más de cinco costillas de cada lado, y fracturándole el
cráneo. Los sesos del joven pelirrojo se destriparon de su bóveda craneana como pasta,
manchando el adoquín.
Encabronada y brutal, en un segundo enfrentó a Findus, quien cobardemente se apartaba
de Manchego, como si no tuviese nada que ver con su decaimiento. La Sureña en instantes lo
tuvo entre el rapto de su bronca, y con sus dientes le arrancó la oreja, y con sus patas delanteras
le rasguñó el rostro a pozoles, desgarrándole la piel como si pelara una papa. El mozuelo
atractivo ululó al serle arrancada la piel de la cara, de los ojos, y del cuello. Cayó al suelo en un
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delirio ominoso.
El tiempo pareció paralizarse para Malabrad, quien muy tarde cayó en cuenta del peligro
que corría su vida. Las puertas de la muerte empezaron a englobarlo al estar la Sureña cargada
como una ballesta, lista para el ataque. Y con un giro explosivo, el caballo blanco desembocó el
caudal de su furor sobre el pecho de Malabrad con una patada. El muchacho recibió la potencia
ingratamente al explotarle sus pulmones, volando sobre el adoquín ciertos metros de distancia, al
mismo tiempo que una nube difusa de sangre se expelía mordazmente de su boca. Su cuerpo
inerme quedó arrimado a la banqueta, su respiración decadente.
Una brisa de sangre flotaba libremente entre el aire, la Sureña bañada en varias
tonalidades de rojo.
Manchego sintió que dos brazos fuertes lo cargaron. Sintió un beso sobre el cachete.
Sintió recaer sobre plumas. Sintió amor abrazarlo. Sintió paz. Luchy…
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CAPÍTULO XV - MIASMA
Balthazar regaba las enredaderas que trepaban las lápidas del cementerio en la Finca. Si
miraba alguna de sus ramas marchitadas, rápidamente la apartaba con un machete.
De vez en cuando sus ojos vagaban por el gravado de cada lápida. Leía lo que decía en
ella y unas veces sonreía. Al ver el sepulcro de Eromes, bajó la cabeza al suelo como si estuviese
ante un rey de tremenda reverencia. No lograba alzar sus ojos para leer sus honores. Leerlos
podía provocarle frustración y dolor.
Llevaba ya más de dos horas de estar atendiendo las plantas y la grama del Cementerio.
El búho negro de ojos amarillos no se movía de su lugar entre la fronda de un distante árbol. Lo
había visto desde que ingresó a este sitio, pero bien, desde hacía semanas había percibido su
presencia.
Balthazar fue interrumpido por un lúgubre enjambre de ideas y pensamientos. El aguijón
se incrustó en su mente, elaborando una imagen grotesca.
Sólo una cosa venía a su mente: Manchego. No sabía ni por qué ni cómo. Pero era como
si una oleada de luz de pureza invisible hubiese pegado contra su alma. Y sintió, minutos
después, una segunda pulsación de aquella benevolencia, seguida por algo doloroso y ardiente.
Sus ojos se abrieron de par en par y de inmediato comprendió que una cría lo necesitaba de
emergencia.
***
Balthazar abrió la puerta de una patada y se dejó entrar a la Estancia. Luchy corría tras el
Hombre Salvaje, buscando ayudar a toda costa a su mejor amigo. El mozuelo se miraba en mal
estado. Su piel ya estaba pálida y su respiración era escasa.
Rápido lo llevó a su habitación y lo recostó en su cama. Lo acomodó con almohadas y
edredones, buscando mantener su calor. Ella no había logrado cesar el brote de lágrimas que la
atenazaban. Jamás había sentido tanto terror. Vas a estar bien, Mancheguito. Lo sé. Lo sé…¡Por
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favor! Tienes que estar bien, pensaba la muchacha sin poder extraerse del momento penumbroso.
Balthazar sacó su morral que colgaba de su cinto. De varios compartimentos extrajo
diferentes hierbas secas. Tomó un mortero y un pistilo de madera y con extrema sabiduría
combinó unas con otras en diferentes cantidades. Las apisonó, y con las lágrimas de Luchy como
solvente, las convirtió en una sustancia espesa pero heterogénea. Introdujo la mescolanza de
hierbas entre la boca del leso.
“Necesito que traigas agua, Luchy,” le urgió el Hombre Salvaje. La niña no lo pensó dos
veces. Haría cualquier cosa por ayudar a su amigo. Salió disparada hacia la cocina.
Balthazar tenía grandes esperanzas en la acción de sus hierbas. El agua le ayudaría a
dispersar sus efectos por las venas del mozuelo.
Se empezó a desesperar al ver que la niña no regresaba. ¿Qué tanto podría tardarse
consiguiendo un vaso con agua? Perdiendo la paciencia se puso en pie, con intención de ir a
buscar a Luchy. Salió de la habitación del lisiado. Viendo hacia la cocina vio lo que sus ojos no
desearon creer. Y, por un espacio de unos segundos, se mantuvo estático e incrédulo, hasta que
supo que la presencia maligna era tan real como aquella vez cuando se llevó a Eromes….
Las maderas del techo empezaron a ceder bajo algún peso incomprensible, como si algo
estuviese reposando su cuerpo sobre él. Balthazar comprendió a Lulita.
Con un cuchillo de cocina en la mano, la abuela se movía con extrema precaución entre
la cocina, sus ojos abiertos como tragantes de agua que desean verlo todo. Su mano libre estaba
abierta al aire, palpando el ambiente para ubicar a esa presencia maligna.
Luchy sintió el mismo terror que los atenazó en la casa de la bruja y de inmediato se
aferró a las piernas de la abuela.
Pasos se escucharon provenir de la habitación de Manchego y el corazón de Balthazar
corrió preocupado. Al ver el rostro confundido del pastorcito, supo que aquél había despertado a
merced de las hierbas.
Manchego aun saboreaba la medicina entre su boca, confuso, perdido, desorientado. El
mozuelo se amedrentó al ver a Lulita en modo de defensa con un cuchillo filoso en una mano.
Sintió, de súbito, el peso de la misma malicia que percibió en la casa de Ramancia.
Lulita le urgió a Manchego mantener el silencio. Éste, en respuesta, se dirijo hacia su
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abuela. Se unió al miedo de Luchy, quien por fin, cesó de llorar al ver a su mejor amigo de buena
salud.
La opresión se hizo máxima de un momento a otro. Lulita empezó a perder la paciencia
al no encontrar al autor de la negrura. Cuando su frustración culminó, inició a lanzar estocadas,
moviendo el cuchillo de lado a lado, haciendo el intento de degollar a un enemigo invisible.
La furia de Lulita pronto fue sucumbiendo a la locura y, como animal rabioso, empezó a
perder el control de sus movimientos. Empezó a lanzar una, dos, tres puñaladas al aire en busca
del enemigo invisible. Se empezó a jalar el pelo, se mordió los dedos. Inició a entrar en estado de
pánico, respirando cada vez con mayor velocidad.
Lulita empezó a gritar agresiva y sin su usual cordura, “¡Ya no más de esto! ¡Muérete de
una vez por todas y déjanos en paz! ¡Ya no más! ¡Ya noooo! ¡No otra vez! ¿Qué quieres? ¡Aaa..
Aaa… nooo!”
El cuchillo cayó al suelo en desuso y el cuerpo entero del a abuela colapsó sobre sí
mismo, sucumbiendo bajo la fuerza opresiva de la malicia.
En vista de la decadencia de Lulita, Manchego inconscientemente soltó un pulso de luz
angelical. Aunque nunca lo notó, inconscientemente raptó entre su mano a la Nuez de Teitú. La
fuerza de su emanación fue suficiente para vencer temporalmente a la presencia maligna. De un
momento a otro aquella se desapareció. La luz de la cocina regresó a su normalidad, habiendo
estado ofuscada por la presencia de la sombra.
Balthazar tomó nota de la pulsación emanada. No pudo definir su origen de momento,
pero estaba seguro que investigaría sobre el tema. El Hombre Salvaje surgió del trance extraño
de un momento a otro. Con movimientos muy ágiles, como leopardo se aproximó a la abuela
explayada sobre el suelo, y supo que debía atenderla para extirparla del mundo depresivo al cual,
otra vez, se había abalanzado.
“¿Abuelita?” dijo Manchego, preso del llanto. El mozuelo se hincó al lado de su abuela,
madre, padre, y amiga. La abrazó, su rostro lagrimado sobre la espalda de la señora. Con sus
manos tiernas la acariciaba, pero sin sosiego. “¡Abuela!” volvió a gritar el pequeño. “¡Abuela!”
sacudiendo a la señora con violencia para suscitarla.
“No es primera vez que le sucede,” aseguró el Hombre Salvaje. “Debo atenderla de
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inmediato, por favor. Manchego…escucha…mírame a los ojos. Debes irte de aquí…de momento
no harás más que prevenirme de salvarla, pero debes largarte. ¡Ahora! ¡Luchy! ¡Llévatelo de
aquí! ¡No me importa a donde!”
Manchego se limpió las lágrimas con las mangas y dijo, atenazado por el dolor de ver a
su abuela desanimada, “Pero a donde…Lulita…”
Luchy se enmascaró con valentía y dijo, “Yo sí sé…ven. Vamos a ir a la Finca de Don
Ingrio. Allí estaremos a salvo.”
Manchego no deseaba irse. No podía dejar a su abuela sin más. Sin embargo las
clemencias de Luchy lo fueron tirando del brazo.
Cuando los niños salieron de la Estancia, sintieron que emergieron de una caverna oscura.
Curiosamente, Balthazar dentro estaba conjeturando algún tipo de ritual, quizá, para espantar a
los malos espíritus.
***
Luchy no demoró en tocar la campana. Arrendó a la yegua al pórtico de la entrada, donde
aquella se dedicó a engullir alimento del comedero. Seguía bañada en rojo, algo que no dejaría
de anunciar que recientemente estuvo involucrada en una masacre. Esperó que no alzara
sospechas o muchas pesquisas a quien la viera.
Tras haber sido llevados por un carruaje formal a la Estancia de Don Ingrio, el finquero
los atendió con muchísimo gusto y una gran sorpresa, pues no esperaba verlos del todo. Les
ofreció una merienda, pero desde luego notaba que los niños estaban terriblemente acongojados,
como si hubieran sufrido una pena terrible.
En la mente de Manchego los sucesos recién vividos apenas los iniciaba estudiar, desde
luego amedrentado por la realidad del pueblo. Pero no podía sacar de su cabeza dos realidades: la
primera que en la casa de Ramancia no sólo recibió un acertijo directo a la mente sino que
también percibió a una presencia maligna; y segundo, ¡que la misma presencia maligna había
llegado a la Estancia y que Lulita la había reconocido!
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Sentados en la sala del buen finquero, Luchy y Don Ingrio ya se entretenían en una
conversación larga y duradera, sin duda una muestra que la niña podía hablar hasta por los codos
a pesar de haber sufrido grandes penas.
En ese momento la puerta se abrió. Luchy se quedó con las palabras en la boca al voltear
a ver. En las afueras la luz de la tarde penetró en la sala como una alfombra expansiva de fuego.
Entre los tres sentados a la sala se produjo un efecto disímil al ver al visitante entrar. Don
Ingrio sintió reverencia.
En Manchego se produjo una serie de efectos paradójicos, al inicio siendo una mezcla de
miedo y pánico, sintiendo que la sombra que se introducía era una lóbrega y maliciosa. Pero al
verle el pelo largo rubio y el cuerpo musculoso al buen mozo, y percatarse de la reacción de
Luchy, sintió celos profundos.
Gramal cerró la puerta y su semblante se aclaró. Su sonrisa fue la luz necesaria para
avivar el ambiente. Claramente esta persona estaba exenta a toda noción de la malicia que el
pueblo estaba viviendo en ese momento.
El guerrillero llevaba su cabello rubio suelto, colgando libremente hasta sus hombros. Sus
ojos eran color café de mar muerto, con una nariz respingada que daba la sospecha que se parecía
más a su madre. Con una barba superficial, le daba la apariencia de estar salteado con sal y
pimienta. Vestía una túnica sencilla de algodón sujetada en las caderas por un cincho de cuero.
Una vaina larga almacenaba una espada metálica de filo bravo.
Su masa muscular era evidente, a pesar que la túnica era de manga larga. Manchego,
inconscientemente, palpaba sus brazos en comparación para ver si tenía el material con el cual
competir con el guerrero.
El guerrero habló con una gracia que irritó a Manchego, “Buenas tardes, amigos. ¿Y
quién es esta visita tan agradable? Uy…es claro que habéis sufrido una pesadumbre…¿está bien
todo?”
Don Ingrio no sabía que los niños acababan de ver un esperpento en carne y hueso,
literalmente, y no se enteraría tampoco. Los niños estaban espeluznados y apenas si podían
pensar en dichos sucesos. Lo que preferían era distraerse y a eso mismo llegaron a la casa del
Finquero.
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“No, nada…todo está bien,” respondió Manchego con una voz cortante.
Don Ingrio interrumpió y dijo, “Os presento a Gramal Gard, mi apreciado sobrino. Es un
Guerrero nato. Él es Manchego de la Finca El Santo Comentario y ella es Luchy, hija de Hector y
Vilma. Ahora cuéntales, Gramal. He intentado explicarles quién eres, pero quien mejor que tú
mismo,” dijo Don Ingrio volviéndose a sentar.
Gramal tomó asiento al lado de su tío y dijo, notando que Manchego estaba tenso, “Como
dijo mi tío, soy Gramal Gard, un estudiante de las artes de Brutal-Fark en Omen. Por si no lo
sabes, es la ciudad que se dedica explícitamente a la milicia. Así como Démanon a la religión y
Háztatlon a la política. Con aquellas tres tenemos a la Trigonósfera Stratta.” El soldado sonrió.
“Vamos, sobrino, cuéntales cómo funciona vuestro Enlace Fark-Amon. Y luego
cuéntanos historias del Imperio. Estoy seguro que Manchego y Luchy desean escucharlas.” Don
Ingrio parecía niño.
Gramal se incomodó. Parecía querer descansar y no relatar una historia larga y aburrida.
Dijo sin más remedio, “Los Brutal-Fark somos la única rama de soldados en la milicia que
utilizamos al Arte Conjetúrico a nuestro favor. Básicamente, cuando estamos en número y
suficientemente cercanos, creamos un enlace entre nosotros llamado Enlace Fark-Amon. Esto
nos permite unir nuestras fuerzas y maximizar la potencia de cada uno, reduciendo el costo
energético. Economía de movimiento, dice Hakama, mi maestro.”
Manchego estaba tan frustrado como fascinado. Jamás había escuchado de tales soldados.
Quizá algún día sería seleccionado para ser un Brutal-Fark, aunque lo dudaba mucho al sentirse
como un piltrafa al lado de semejante soldado.
Gramal agregó, espirando, “Me gusta la historia de nuestro imperio y los sucesos que le
incumben. Hay varias leyendas y canciones de guerreros que vale la pena escuchar. Está la Saga
de Leongahr, la epopeya de Eryund des Guilioth, y entre otras varias.”
Los celos de Manchego iban en incremento mientras el rostro de Luchy parecía
interesarse más y más en Gramal. El hombre era apuesto, de aquello no cabía duda.
A pesar de aquello Manchego no podía negar que él también estaba interesado en conocer
las historias que Gramal estaba a punto de declamar.
“¿Sabéis el estado de la guerra que se lucha contra La Divina Providencia? ¿Sabéis por
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qué luchamos constantemente, año tras año, a pesar de hacerse los esfuerzos por firmar la paz?”
Ni Manchego ni Lucy estaba enterados del todo sobre lo que concurría en las fronteras.
Los eventos recién vividos acaparaban la totalidad de sus mentes, lastimosamente.
Luchy habló, dirigiéndose a Gramal, “En realidad no, ¿podrías iluminarnos?”
Manchego no dijo nada, no por incapacidad, sino por celos.
El Finquero agregó con imprudencia: “Gramal siempre está enterado de los asuntos del
imperio. ¡Cuéntales! ¡Cuéntales cómo Omen siempre está al tanto de los asuntos militantes del
Imperio!”
Gramal rodó los ojos, haciendo el intento por no enojarse con su tío, “La Guerra de las
Fronteras, que puede ser llamada apropiadamente La Guerra por Ementhal Bloss, es una que
lleva siglos luchándose, niños. Y no estoy mintiendo. Nuestro problema con La Divina
Providencia inició desde el origen del Imperio Mandrágora.
“El Imperio Mandrágora culpa a sus vecinos por sus problemas, pero entre vosotros y yo,
aclaremos que fuimos nosotros, los descendientes de los Slegna Flamon, que venimos a causar
estragos.
“Disputamos eternamente con aquella nación desde nuestros orígenes. Batallamos por
una porción de tierra que va por el nombre de Ementhal Bloss. Si tuviera un mapa os mostraría la
porción de tierra.”
Ni Luchy ni Manchego habían escuchado mentar dicha nación. Tan sólo pudieron
especular en la cantidad de cosas que no sabían por estar aislados en un pueblo tan remoto, jamás
habían siquiera especulado en la enormidad del Imperio.
“Pues Ementhal Bloss”, siguió el soldado, “es una falla geográfica bien delimitada por
una confluencia de accidentes geográficos que hacen de ella uno de los horizontes más bellos.
“Todo inicia con el Río Márgades, de cuyo cuerpo de agua se desprende uno de sus ríos
tributarios. Se llama Armur Bloss. Éste corre a través de los Bosques de Tusumurium en donde
se llega a perder bajo tierra, siendo devorado por una gigante cueva, llamada Phoruras Bloss o la
Boca del Lobo como le llaman algunos.
“El río Armur Bloss, que se pierde entre las fauces de Phoruras Bloss, pasa a convertirse
en un río subterráneo que llega a desembocar a un sitio desconocido. Hay teorías y
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especulaciones en donde podría ser la desembocadura del mismo. Luego, existe algo que se
llama Únther Bloss, leyenda de alto renombre, que es un lago que resida por debajo de Phoruras
Bloss, por cuya leyenda va ligada la Tragedia de Mythlium. ¿Sabéis algo de la Tragedia de
Mythlium?”
Los niños ya estaban completamente absortos por la historia de Gramal. Manchego y
Luchy respondieron que no sabían de dicha leyenda moviendo la cabeza de lado a lado.
“Cuenta la leyenda,” prosiguió el guerrero, “sobre el sufrimiento de uno de los Nuevos
Dioses. Esto fue posterior a la muerte de los Dioses Viejos durante los Tiempos del Caos.
Mythlium, diosa del agua que podéis encontrar en uno de los diez vitrales, amaba Ementhal con
su alma, dado que era el cuerpo de agua más bello en las tierras de este mundo.
“Un día, su hijo-hermano, Arathlium, estaba jugando próximo a Phoruras Bloss, en
donde, por accidente se tropezó con las piedras de la ribera y fue consumido por la fuerza de su
caudal. El río subterráneo lo devoró. Mythlium, en su búsqueda viajó por los túneles
subterráneos, recorriendo toda la zona en busca de su hijo-hermano.
“Arathlium nunca apareció. Mythlium caminó desde el río hasta las montañas de
Devnóngaron, donde decidió darle una última oportunidad a su hijo-hermano perdido. Al no
encontrarlo lloró tanto que formó una posa de sus lágrimas que pasó a ser la Fuente de
Mythlium. Dicen que el agua de susodicha confiere la juventud eterna y el gozo infantil. Si es o
no cierto, creíble o falso, queda en vosotros decidirlo. A fin de cuentas es simple y sencillamente
una leyenda. Creo que la lección de la leyenda es clara: ¡tener cuidado de no irse entre el río
Armur Bloss porque Phoruras te va a devorar! ¡Y de seguro la muerte sobreviene!”
Los niños, el Finquero y Gramal se unieron en una larga, profunda y conmemorada risa
que duró varios minutos. La tensión del ambiente había sido abolida y, aunque Manchego y
Luchy aún sentía la radiación de los vestigios de los horrores vividos, el estar con Gramal y su
tío había aliviado sus corazones embutidos. Además, estaban culturizándose con historia de su
Imperio, del cual sabían poco.
Luchy aún no había cesado de reírse por completo, y entre seriedad y ataques de risa
controlada le preguntó a Gramal, “¿Por qué le llaman hijo-hermano a Arathlium, y no sólo hijo o
hermano, cómo debería de ser?”
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Gramal añadió, “Pues es difícil para el hombre definir la paternidad o maternidad de los
dioses. Se ha documentado efectivamente hechos que relatan parejas de dioses, y de esa relación
se concibe un crío, hombre o mujer, de quien nunca se ve un nacimiento formal o embarazo.
Quiero decir: nadie sabe.”
Gramal carraspeó y continuó su relato, “Para el Imperio Mandrágora Ementhal Bloss es
un sitio muy importante. Es parte de nuestra religión. Para La Divina Providencia fue siempre
parte de sus bellezas geográficas y nos acusan de ser unos invasores, cual no está muy lejos de lo
cierto.
“Y entonces, desde el origen de nuestro Imperio, La Divina Providencia lucha contra
nosotros por defender lo que ellos claman ser de ellos, y lo que nosotros clamamos ser nuestro.
“Son los políticos quienes la promueven, siendo ellos irónicamente los últimos en sangrar
por ella. Muchos argumentan que el Imperio desea hacer guerra para promover sus intereses
económicos y políticos. A veces gobiernos se inventan razones para provocar guerras.”
Luchy exclamó, sobrecogida, “¡Qué horror! ¿Con qué fines?”
“Control social, incentiva económica, ¿quién sabe? Es una maraña que nadie comprende.
El gobierno se dedica a confundir. A veces me atosiga. En fin, así es nuestro Imperio regido por
el Consejo de Reyes.”
Luchy insistió, incrédula: “Pero quiénes son estos que se hacen llamar por el Consejo de
Reyes?”
Gramal suspiró y dijo, “Uy, esa es otra historia larga, y quizá sea para otro día. Pero para
hacértela corta y comprensible, el Consejo de Reyes surgió en el año 200 p.k, cuando el Imperio
se vio en necesidad de regular la palabra del Rey.
“Al inicio el consejo de Reyes funcionó muy bien, pero su función se ha ido
tergiversando. Han ido abusando lentamente de sus privilegios y poder. Entre ellos hay
poderosos traficantes de esclavos y drogas. Si ellos controlan las leyes entonces pueden doblarlas
a su beneficio.” Gramal pareció molestarse ante la mención del tema.
Don Ingrio dijo, mientras tragaba el mordisco que le dio a un cubo de queso, “La política
es un tema de alta controversia y con frecuencia algo engorroso. Es deplorable esto de la guerra y
su convocatoria. Pero costumbres son difíciles de romper, peor aún en un Imperio como el
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nuestro lleno de políticos tan tercos.”
Luchy preparó su argumento, indignada, “¡Pero es la vida de hombres decentes las cuales
se ponen en riesgo! ¡Son ellos quienes derraman sangre y pagan el precio con su muerte! ¿Por
qué no son estos políticos quienes dan la carota si son ellos los perros quienes deciden llevar a
nuestra gente a la guerra?”
Gramal respondió, empático: “Buen punto, Luchy. Lastimosamente, la realidad es una
cosa y nuestros deseos son otra.”
Luchy permaneció ensimismada. Manchego por otro lado se enojaba con el paso de cada
segundo, e inconscientemente apretaba la Nuez de Teitú entre su mano.
Don Ingrio cambió de tema súbitamente, “Gramal, por qué no nos cantas una de aquellas
sagas que aprendes en Omen. ¡Cantas muy bien!”
Gramal aclaró su garganta, volteando a ver a su tío con impaciencia. Supo que más tarde
se lo reclamaría—otra vez. Ya el rostro de Luchy y Manchego se iluminaban con la mención de
una canción. Gramal dijo, bufando ligeramente, “En Omen nos enseñan las leyendas del pasado
y las osadías de héroes como parte de nuestro entrenamiento. Sabemos bastantes heredadas de
Flamonia, pues de ellos derivamos. Apredner de la cultura de ellos es aprender de la nuestra.”
Luchy exclamó, “¿De Flamonia? ¡Tierra de donde vienen los Slegna Flamon?”
Gramal respondió entusiasta, “Justo.”
Luchy agregó, emocionada, “Esta canción detalla aquella cultura antes que La Guerra de
un Lamento los abatiera:
Fulgor demorado infragante en cielo,
Deslizante enamorado el ave en vuelo,
Se disipa calor entusiasmado folclor,
Danza Eolidálida disipando amor.
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Eolidálida surge olímpica y fascinante,
Brincando la luna sobre velo galante,
Demora mirada el pasivo buena vista,
Seduciendo almas la figura de artista.
Flamonia en sendero de la gran tregua,
Pueblan en triunfo los morados en legua,
Vuela Unicornio el pensamiento del ocaso,
Imperio de Albor que surgió de un retazo.
¡Ave Eolidálida! ¡Ave a tu hermosa bandera!
¡Ave bandera que fuese un ángel estera!
¡Bufanda del mundo que se mece entre fuego!
Fuego en furor de la magnánima fiera,
De la pasión del nacido antes que fuera,
Chalina en profundo que esclarece en juego.
¡Danos la fuerza, brinda el deseo,
Haznos de tus grandes Guerreros,
Y cosa que no fluya y arda en tus ojos,
Danos tu fuerza y regocija en despojos!
¡Muéstranos el universo y danos la flama,
Llama incandescente que nos habla tu gloria!
¡Vente Princesa de los mares y azules,
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Pinta en las paredes amores y tules!
¡Diosa del amor, fuego, y Albor, Flamonia
En ti vive, resuena abundante Folclor!
Escudo en semblante blasón en gloria,
Blasón figurando mil guerras la euforia,
Espadas sangrantes y alabardas punzantes,
Eolidálida hermosura envuelta en cabello del mar,
Emblemas manantes de guardas errantes,
Eolidálida postura ensimismada entre sol de loar.
Al Norte la estrella de los Reyes ya muertos,
Que poblado el Reino gobernaron flamantes,
Corona en cabeza de espinas diamantes,
En mano el azor del alma en sus huertos.
¡Qué brillen y vivan los Naevas Aedán!
¡Hijos del Imperio flamante y galán!
¡Eolidálida princesa de fuertes azules!
¡Que brille hermoso mar de abedules!
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¡Danos la fuerza, brinda el deseo,
Haznos de tus grandes Guerreros,
Y cosa que no fluya y arda en tus ojos,
Danos tu fuerza y regocija en despojos!
¡Muéstranos el universo y danos la flama,
Llama incandescente que nos habla tu gloria!
¡Vente Princesa de los mares y azules,
Pinta en las paredes amores y tules!
¡Diosa del amor, fuego, y Albor, Flamonia
En ti vive, resuena abundante Folclor!
Flamonia la tierra de tantas promesas,
Pueblo de los dioses los han escogido.
Brilla Eolidálida y el Unicornio pontifico,
La Princesa de amor y el signo de olvido,
Bestia del cielo que vuela en pacífico,
Flamonia la tierra de tantas proezas.
¡Eolidálida princesa de nuestros sueños!
¡Danos la bufanda que inspira tu voz!
Duerme nuestra boca y emerge halos,
Eolidálida la rosa de nuestros risueños.
¡Danos la fuerza, brinda el deseo,
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Haznos de tus grandes Guerreros,
Y cosa que no fluya y arda en tus ojos,
Danos tu fuerza y regocija en despojos!
¡Muéstranos el universo y danos la flama,
Llama incandescente que nos habla tu gloria!
¡Vente Princesa de los mares y azules,
Pinta en las paredes amores y tules!
¡Diosa del amor, fuego, y Albor, Flamonia
En ti vive, resuena abundante Folclor!
Al finalizar el soldado, quedaron rastros del timbre de su voz en el aire. Las notas
suculentas de armonía tardaron tiempo en disolverse entre las paredes.
El Guerrero rompió el silencio, “Esa se llama Albor de Flamonia, una canción que habla
de la diosa Eolidálida: diosa del fuego, el cielo, y el amor, quien en sus tiempos de vida se dedicó
a enseñar a los Slegna Flamon los secretos del universo. Ella era parte de los Nuevos Dioses.
Lastimosamente murió en La Guerra de un Lamento.
“¿Y qué sabes del dios de la Luz, que ha muerto?” preguntó con el enstusiasmo inflado,
tal que a Manchego le irritó. Pero desde luego él también se interesó en la pregunta tanto como
en su respuesta.
“Sabemos muy poco, pero parece que hace catorce años se desapareció. Unos dicen que
fue asesinado, otros que simplemente dejó de existir pues el sendero de los hombres lo deprimió.
¿Quién sabe?”
“¿Entonces no sabemos qué le pasó?” acertó Luchy.
“No sabemos nada de nada, pequeña,” concluyó el guerrero.
Manchego sintió que la fatiga lo abatió, el precio de los eventos sentado sobre sus
hombros. De un momento a otro sintió que alguien lo estudiaba.
Al alzar la mirada, notó que Gramal lo estaba escudriñando con deliberación. Antes que
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Don Ingrio pudiera decir un comentario, el guerrero declaró, “¿Estás bien?”
El pastorcito sintió que un par de flechas le atravesaron la mente al recibir dicha
pregunta. Avergonzado y sonrojado, notó que los ojos de del guerrero no expresaban curiosidad,
sino más bien respeto y cautela.
“¿Qué te pasa, chiquillo?”
La pregunta le generó una convulsión en la mente a Manchego, quien replicó, “Nada,
Gramal… Estoy cansado.” Bajó la mirada, incapaz de ocultar que dentro de su mirada se
desataba el caos.
En el rostro de Gramal se dibujó una pequeña sonrisa y dijo, “Es evidente que eres muy
malo para mentir. Algo te atormenta.”
Manchego casi se rompió bajo la presión de la tristeza y la frustración que lo sobrecogía,
pero logró mantener su compostura a pesar del abatimiento emocional, “No, no hay nada en mi
mente…todo está bien.”
Gramal dijo, reiterando, “Es evidente que tu energía ha perdido el balance, amigo. Jamás
permitas que las circunstancias te dobleguen. Si nos dejamos domeñar por la circunstancia, no
somos más que una hoja de otoño que se desprende, y es llevada por el viento a un destino
inseguro.”
Gramal se puso de pie de un respingo, sus piernas carnosas y revestidas de músculo
elevándolo del suelo. Manchego no pudo evitar sentir admiración al ver el despligue de una
agilidad felina. La espada gigante amarrada a su cinto parecía pesar más que rocas, pero para el
guerrillero era como cargar con una pluma de ave.
“Bueno querido tío, debo cumplir con mi entrenamiento físico y mental del día. Ha sido
un gran gusto, Luciella y Manchego. Que los dioses siempre iluminen vuestro camino.”
Los niños se despidieron de Gramal, Luchy con una gran sonrisa, Manchego con un
rostro embutido de emociones. Don Ingrio se miraba satisfecho tras haber pavoneado a su
sobrino, sonriendo excesivamente y emitiendo risas de complacencia.
Don Ingrio agregó, aprovechando el envión de energía, “Bueno chicos, yo también tengo
mucho por hacer, pero agradezco mucho esta inesperada y aun agradable visita. Espero que se
repita esta visita fortuita y pues…¡me complace mucho teneros aquí!”
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Los niños sabían que Don Ingrio nunca se enteraría que estuvieron en su casa, no por
gracia de su hospitalidad, que evidentemente era muy buena, sino por la agravante necesidad de
despejarse y descansar el corazón.
La mención de regresar a su casa le provocó a Manchego temor, entristecido al pensar en
su abuela y su posible futuro. Además, sentía un miedo profundo de encontrarse con aquella
sombra espantosa de significado siniestro.
Manchego respiró profundo y se mentalizó para hacerle frente a la realidad. Un corazón
celoso lo mantuvo en sus cabales de regreso a casa.
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CAPÍTULO XVI - REVELACIONES
Lulita se despertó con un dolor de cabeza inusitado. Quizás era porque el montón de
memorias que se abultaban, amenazaban romper el dique de su escueta concentración, para
reventar en una catarata inevitable de lágrimas y un horda de emociones desatadas.
Se recordaba de cada detalle, de cada palabra, de cada emoción, de cada respiro, de cada
una de las cosas que hizo el momento tan mugriento para cuando murió Eromes:
Todo empezó una tarde cuando Eromes llegó a la casa en apuros, clamando que
necesitaba una soga y una antorcha. La besó en las mejillas con el amor que anunciaba una
tragedia.
Horas pasaron hasta que Eromes regresó esa noche, con el rostro pálido, sucio, y lleno de
sudor negro, como si al demonio hubiese visto entre las tinieblas. Recordaba perfectamente que
escuchó a Eromes y a Balthazar hablando esa misma noche. Desde entonces no vio a Eromes por
tres días consecutivos, extrañando sus besos de adiós peyorativo, que aunque penumbrosos,
estaban rebosados de amor con fecha de caducidad.
Al día siguiente, cuando Eromes no apareció, Lulita le preguntó a Balthazar de qué se
trataba este asunto de desaparecerse tan repentinamente sin aviso ni explanación. Entre Eromes y
Lulita nunca hubieron secretos. Pero el Hombre Salvaje evadió sus pesquisas, inventando
razones poco fundadas que dejaron a la señora en eterno desconsuelo y con un resquemor hacia
el Hombre Salvaje que duraría por más de una década.
Al siguiente día Lulita seguía preocupada, únicamente que ahora su corazón latía con más
inquietud. Atendió las flores, hizo el almuerzo, inclusive asistió a Tomasa durante sus días de
entrenamiento en la Finca. A la hora de cuestionar a Balthazar, aquél finalmente respondió algo
veraz, “Prometí que no te diría una palabra…” desde cuyo momento la poca amistad entre ellos
se difuminó.
Esa noche Lulita no durmió en paz. Eromes no se volvería a aparecer sino hasta que
trajeron su cuerpo maltrecho…
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Tomasa entró al cuarto de Lulita, sacándola de la reminiscencia de un zarpazo. La abuela
estaba en la cama, a pesar de ser el medio día. “Ya está el desayun’.”
Lulita le agradeció a Tomasa por su desayuno, aunque no había recobrado su usual
apetito. Vistiendo sus clásicas pijamas, hechas de lana de oveja, salió de su habitación y en la
cocina se sentó a comer a la mesa del comedor lo que pudo.
Ya habían sido tres meses desde que la sombra regresó con sus alas negras y presencia
mordaz. Aun así, no sentía que el tiempo estaba reparando su herida, que aunque estaba mal
cicatrizada, se sentía tan fresca como si el tiempo no hubiera hecho nada más que empeorarla.
Rufus entró a la casa en busca de alimaña, y moviendo la cola de lado a lado, llegó a estar
próximo a Lulita en busca de restos sobre el suelo. La señora lo saludó de vuelta, ausente de
miradas, y con su mano colgando a su lado, dejó que el canino se la lamiese con su lengua
robusta.
Rufus la apoyó con su alma austera: recostó su cabeza sobre sus rodillas, viéndola a los
ojos para darle ánimos. Lulita cobró conciencia de la atención tan benevolente del canino. Sonrío
débil y acarició su hocico con ambas manos diciendo, “Ya estoy muy vieja para esto, chico.
Temo que mis días están contados con la mano. Quizás no llegue a ver la siguiente primavera, ni
siquiera el orto de la próxima semana. Soy un saco de órganos que ya está demasiado
desgastado…”
Rufus ladró un par de veces en desacuerdo. Luego de rastrear el suelo por migajas salió a
las afueras en busca de su amo.
Había sufrido un terrible golpe con el ataque de la sombra, diezmándole el alma. Supo
que algún día debía dejar ir aquel bagaje de emociones. Significría dejar ir a Eromes, y no sabía
si estaba preparada para soltar su memoria.
Lulita se rompió en un llanto sosegado, que a cántaros detalló un proceso de olvido
sumamente dificultoso. Manchego entró a la estancia de súbito en aras de encontrar algo de
comer. Pero viendo a su abuelita en un proceso terrible de reminiscencia, la abrazó con su
calidez. La abuela soltó los cántaros de su alma dolida.
Ambos sabían que el proceso de olvido sería algo largo y tedioso, una tregua difícil de
recorrer, pero absolutamente necesaria.
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Lulita se sintió levitada y no supo más.
Horas después se despertó sobre la cama. La noche había arribado de imprevisto. Sintió
alivio en la tensión que había sentido en el cuello y en sus hombros, como si un peso se hubiera
evaporado. Cerró los ojos y se dejó llevar por las corrientes de la somnolencia.
***
Isidora había jurado nunca más juntarse con Regina desde la última vez que la escuchó
hablar, porque de su boca únicamente profanadas se emitieron. Además, le preocupaba su
adoración hacia Feliel. Eso no podría ser bueno. El pueblo estaba por desbordarse y el Alcalde no
hacía más que hacerle propaganda a su poco querida Reforma Social.
Pero algo dentro de ella no la dejaba soltar la amistad que desde hace mucho había
alimentado con Regina. Debía darle siquiera una última oportunidad para ser justa con ella.
“… y vieras lo buena que estuvo la fiesta ayer,” exclamó Regina con una sonrisa
sardónica, “Estaban todos: los Bundes, los Logram, Feigold, Vernderborg, Chilumas, y entre
otros apellidos de importancia. El ostento fue increíble…”
Los ojos de Regina irradiaban algo incómodo, tal que Isidora no lograba sostenerle la
mirada por más de unos segundos a la vez, “…Me aseguré que mi vestido fuera el más caro de
todos. Feliel mismo me lo compró. Ya sé exactamente cómo pagarle de vuelta…” Regina se
sonrojó. Una mirada sucia corrió por sus ojos. “De la borrachera, algunos amanecieron esa
misma mañana en la Alcaldía, muchos semi-desnudos…las orgías…la buena vida…¡ay que
alegría!”
Alrededor de ellas, mucha gente pululaba la panadería. Varios gozaban, despilfarrando
con ornamentos, algo completamente opuesto a la realidad del pueblo.
“Y ni te cuento de la música, ni te cuento de la comida…”
Isidora estudiaba a las personas alrededor. Le pareció increíble que ninguna aparentaba
estar consciente del nivel de deterioro que sufría el pueblo. Gente por fuera de la tienda estaba
siendo vapuleada por soldados, otros yacían muertos con lanzas perforándole el lomo. Claro, los
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soldados decían que era gente que causaba problemas…¿pero qué tal si no?
“…y nos afirmó a todos en la fiesta que el Sector Pobre estaba en vías de la mejoría.
Feliel está haciendo su trabajo de manera prolífica. No se cómo este pueblo ha podido
despreciarlo. Dice que el Plan Mayor pronto estará en su máximo florecer. Ya mero podremos
gozar del usufructo. ¿No te parece fantástico?”
Isidora no dijo nada, únicamente se quedó estupefacta al ver aquella nube que flotaba
sobre el hombro izquierdo de Regina. Hoy precisaba su figura a la perfección:
Un demonio diminuto flotaba sobre dicha articulación, mascullándole a Regina directo a
la oreja el veneno de las masas. La estaba corroyendo el alma con el paso de los días, a goteo
lento, pero continuó, proveyéndole una dosis letal de palabras astringentes. De los ojos de
Regina una energía voraz emanaba. Su alma estaba en un proceso degenerativo irreversible.
Isidora temió por su vida. No sabía a qué hora la bestia la atacaría a ella.
Lo más curioso de la escena fantasmagórica era que Regina no era la única siendo tentada
por el demonio. Isidora notó que todos los nobles en la panadería emanaban la misma energía
marchita.
Le rezó al dios de la luz, Alac Arc Ánguelo. Pero él estaba muerto. O al menos, eso decía
la gente.
Sus ojos se desviaron del demonio que flotaba sobre el hombro de Regina, porque verlo
era atraer sus tentáculos hacia ella misma. La bestia fantasmal parecía un pequeño Minotauro en
ascuas, de ojos negros con pupilas rojas, con cachos largos y morbosos.
“Regina… ¿dime porqué estás haciendo esto? ¿Por qué has tomado este rumbo?” le urgió
Isidora con el rostro deformado en agravios. Antes de largarse para siempre haría un último
intento.
El rostro de Regina pareció deformase tras procesar aquellas palabras, y masculló sin
decir una palabra. Sin embargo, Isidora pudo leer en sus labios con mucha claridad lo siguiente:
“Ya es muy tarde. Ya vienen. Ya vienen. Ya vienen.”
Regina recobró su compostura, como si nada hubiera sucedido, la ventana que se abrió
hacia su alma en sufrimiento quedó cerrada, “…¿Qué haces? ¿A dónde vas?”
Isidora no dijo nada. Dejó diez coronas sobre la mesa. Se levantó y se largó sin
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miramientos.
***
“Tejes como Urdelia, Doña Lula. Siempre fuiste habilidosa para la costura.”
Lulita reconoció la voz y le respondió, sin voltearlo a ver, “¿Qué quieres, Balthazar?
Déjate de lisonjas. No utilices la amistad que llevas con mi nieto a tu favor. Tú ya sabes lo que
yo quiero.”
A Balthazar se le torció el rostro de mil formas, sabiendo que sus intentos por recuperar
terreno con Lulita fracasaron. Aquél agregó, abismado, “Yo hice una promesa que no puedo
romper. Trece años han pasado. Los rencores que sientes ya tuvieron que haberse sosegado,
Lulita.”
“No para mí. No vengas intentando aleccionarme en cómo debo olvidar lo que de todos
modos es inolvidable.”
“Ambos hicimos una promesa, y cada uno la cumple a la perfección. No me vengas
con…”
“¡Yo sé qué promesa hice y no necesito de tu lacra para recordármela!” gritó la señora,
soltando el tejido que cosía, “¡Me arde recalcar la promesa que le hice antes de su muerte!
¿Acaso no comprendes que esto es un martirio para mí? Y aparte, yo y mi promesa no somos
asunto tuyo, Balthazar. No te inmiscuyas en mi vida como si fueras bienvenido.”
“¿Y cumples la promesa que hiciste?”, preguntó el Hombre Salvaje, desdeñoso.
Lulita lo volteó a ver de lleno, sus ojos dos saetas con fuego y respondió, “Con cada
suspiro intento cumplir mi promesa, y no sólo por él, también por mí, ¡porque lo amaba
Balthazar! ¿No entiendes que yo lo amaba con todo mi ser? ¿Sabes tú qué significa eso? Asumo
que no, porque eres un engreído de primeras.”
Balthazar tomó un paso hacia atrás, sabiendo que Lulita se tornaba agresiva, “Pues para
que lo sepas yo también cumplo mi promesa, Doña Lula. Con éxito hasta ahora.”
Lulita le gritó, fuera de control: “¡Era mi esposo! ¡Mi amado! ¿Quién eres tú para
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privarme de sus últimas palabras? ¡Dime!”
“¡Él me obligó hacer una promesa, Lula! ¡Abre los ojos! ¡No es mi culpa!”, respondió
Balthazar, exaltado.
Una lágrima brotó del rostro de Lulita. No saber exactamente qué le había pasado a
Eromes antes de su muerte era algo que la frustraba de sobre manera. Cada día que pasaba se lo
preguntaba, y no moriría en paz sin aquellos hechos. La única persona viviente a sabiendas de
dicha información era nada menos que Balthazar, y Lulita lo detestaba por ser un tipo furtivo.
“Pero es mi derecho, Balthazar. ¡Es mi derecho! ¡Yo fui su amada! ¡Yo fui su mujer! ¡Y
tú, meramente fuiste su aprendiz, un muchacho que no tiene pasado porque lo ha dejado atrás sin
miramientos!”
Balthazar replicó refulgiendo, “¡No vengo por eso, Lula! ¡Y tú bien lo sabes: que esas
palabras no las he dicho y no las voy a decir! Pero necesito que me escuches. Quiero hablar de lo
que sucedió aquí hace tres meses, cuando esa sombra vino otra vez.”
El tema logró entrar en mente de Lulita tan eficiente como una aguja entre su corazón
agonizado, tal que su rostro se tornó pálido. Dijo con las emociones congeladas, “¿Por qué has
venido a atormentarme? ¿Acaso derivas placer al hacerlo?” A la abuela le temblaba el labio
inferior, mientras los ojos se le hinchaban de lágrimas.
Balthazar rodó los ojos, “No es así, Lula. No he venido a atormentarte. Es importante
comprender a la sombra que nos visitó por una segunda vez. Es la misma desgracia que vino
cuando Eromes murió, hace trece años.”
Lulita soltó una segunda lágrima, y dijo, “¿Y crees tú, Balthazar, que no sé eso?”
El otro contestó, “…esa sombra venía con aras de matar a alguien.”
“¿Pero…la vez pasada vino buscando a Eromes…pero nunca super por qué?”
“O quizá NO vino en busca de Eromes, Lula. Mi sospecha es que venía en busca de
Manchego. Piénsalo: Eromes ya no está vivo. Pero aquél día y hoy tienen una cosa en común:
tres personas vuelven a estar presentes: tú, Manchego, y yo. Puede ser que haya venido
buscándote a ti o a mi, pero lo creo improbable. Sólo acuérdate de las palabras de Eromes antes
de morir…y de la cría…”
La abuelita replicó, perdiendo el control de sus emociones, “Ay, por los dioses…
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Manchego… ¡Manchego! La cría está en peligro… ¿Dónde está mi Manchego?
¡MANCHEGO!”
Manchego estaba terminando de regar las plantas. Ya estaba un poco harto de trabajar
tanto y deseaba ir a sumergir su cuerpo a las aguas heladas del Río Márgades. Pero en ese
momento escuchó varios gritos. Asustado, elevó sus ojos y contempló a Lulita corriendo a toda
velocidad hacia él.
Lulita lo cubrió de besos y abrazos, tumbándolo al suelo del golpe que le propinó al
abrazarlo con todo su amor. Manchego a duras penas si podía respirar, deseando zafarse, pero la
abuela no dejaba de apretarlo.
Balthazar se percató del rostro morado del muchacho y rápido empezó a intentar soltar a
Lulita, pero no lo lograba. La señora parecía una madre enloquecida.
Fue Manchego que en susurros espirantes dijo, “¡No puedo respirar!” Lulita soltó el
apretón al escuchar aquellas palabras, y Manchego se desplomó sobre el suelo, resollando,
“¡Abuela!… Qué ha …¿pasado? …?”
Lulita exclamó entre su penumbra, “…no sé, mijito lindo…no sé qué me sobrevino. Pero
sentí la urgencia de protegerte, sentí que algo te estaba pasando. ¿Estás bien?” La abuela lo
acariciaba en cuclillas, removiéndole los flecos sobre los ojos.
El muchacho respondió, sobándose las costillas, “Sí, abuelita, estoy muy bien, ya casi
terminando de regar las plantas. Luego me toca ir a los cultivos porque ya mero nos toca la
segunda cosecha. Balthazar dice que éste será mi primer examen: cómo me desenvuelvo en la
venta con los mercaderes, te prometo que les demostraré que con la Finca el Santo Comentario
no deben meterse.” Manchego sonrió plácidamente.
Lulita perdió el control de sus emociones, “Ay, mijito. ¡Como te quiero! Me alegro que te
encuentres sano y a salvo. ¿Seguro que te encuentras bien? ¿No has sentido alguna presencia rara
a tu alrededor o algo alarmante? ¿Alguna sombra maligna, quizá?”
“No abuela… ¿por qué preguntas?” Manchego estaba genuinamente sobrecogido por la
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pregunta.
“Porque…me preocupo por ti.”
Manchego sintió la extrañeza del ambiente provocado por Lulita. Pero temas mas
inmediatos lo alentaban a cumplir con sus tareas. Se despidió de su abuela, que fue llevada del
brazo de regreso a la estancia por Balthazar.
Al muchacho le pareció extraño ver a los dos añosos andar juntos; jamás fueron amigos.
Y ahora parecían ser dos viejos colegas ayudándose a caminar.
Quizá le caería bien a Lulita un amigo en común. Alguien que supiera de su pasado y que
compartiera memorias de Eromes. Ojalá entrara en una reminiscencia gratificante.
Lulita le dijo a Balthzar mientras andaban a paso lento entre el pasto y sobre una pequeña
colina, “No creas que esto resuelve nuestros problemas, Balthazar. Tú me debes cierta
información. No creo necesario decir cuál es para recalcártelo.” Lulita le guiñó los ojos.
Balthazar contestó, agraviado, “Es cierto. Pero esa información no te la puedo dar.”
Lulita no lo dejó estar, “Mi amistad es tuya en cuanto me la otorgues.”
“Temo que eso nunca pasará, pues no puedo romper la…”
“Lástima, porque careces de una amiga como yo.”
“¿Cómo que carezco de una amiga? Lo dices como si yo la necesitara.”
“Pues sí, ¿y quién no pudiera usar a una amiga?”
“¿Y quién no pudiera usar a un amigo?”, replicó Balthazar, sagaz.
Lulita permaneció en silencio por unos segundos y luego añadió, “Hay que velar por
Manchego, Balthazar. Me preocupa ahora más que nunca.”
“No te preocupes. De mi ayuda nunca estará lejos. Eso te aseguro.”
“Me alegro, porque sé que eres capaz de cumplir tu palabra.”
“Ahora entiendes por qué no puedo romper la promesa que hice.”
“¿Te apetece una taza de té?”, le preguntó Lula compulsivamente, abriéndole paso a las
hebras de la amistad.
“Claro, ¿por qué no?”, respondió aquél extrañado.
“Vamos a casa, hace frío. ¿Cómo es que conociste a Eromes? Nunca me enteré bien del
asunto.”
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“Algún día llevé el nombre Innonimatus…” inició a recontar Balthazar.
***
Esa misma noche Manchego arribó a la estancia acribillado. El muchacho llevaba
demasiado tiempo fermentando las preguntas de sus orígenes y por fin acumulaba las agallas
para preguntarle aquello a su abuela.
“Abuelita…” dijo entre penas.
“¿Sí, mijito?”
El muchacho tomó asiento, su mirada seria. “Abuela… no… nada. Es sólo que me estaba
recordando.”
“¿De qué, amor mío?”
Manchego sintió nerviosismo, “De aquel día cuando sufriste el ataque por aquella
sombra. ¿Qué era abuela? Sentí la misma presencia en la casa de Ramancia, cuando fui por la
pócima. Y Ramancia…La hubieras visto, abuela. Estaba consumida…algo había acabado con
ella y lo poco que le restaba de vida lo empleó para darme consejos y una pócima para la
Chichona.
“Me recuerdo que me dijo estas palabras: ‘Ya vienen. Ya vienen. Ya vienen.’ Y eso me
asustó mucho. Ciertamente he sentido que algo terrible está por venir. No sé qué es, pero me da
mucho miedo. Porque no quiero perderte, abuela. No quiero quedarme solo. ¡No me dejes nunca!
¿Si? ¿Me lo prometes?” Manchego se amedrentó, de súbito atenazado por un miedo irracional.
Lulita se derritió bajo la petición de su nieto y dijo, “Ay, mijito, no digas tales cosas. Yo
nunca te dejaré. Nunca. ¿Me oyes? Tú nunca estarás solo. Yo siempre estaré contigo, a tu lado,
para darte caricias y todo el amor que reviste mi alma.”
Lulita pareció reaccionar ante un llamado interno. Sus ojos perdieron foco un momento,
para regresar con las siguientes palabras, “Creo que te debo una explicación, mijito. Hay cosas
que tú no sabes de tu pasado. Hay temas que no debes de saber por tu propio bien.”
“Pero es mi pasado, abuela. ¿No debería de ser yo quien juzgue qué es y qué no es
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importante para mí?” arguyó el muchacho con aflicción.
Manchego tuvo un recuerdo súbito del libro rojo de Eromes. Supo que él también le
ocultaba algo a su abuela. Secretos…todos parecen albergar secretos, se dijo el muchacho.
Lulita tragó pesado. Tenía la boca seca. “Antes que tu abuelo muriera, algo similar a lo
que pasó hace tres meses sucedió en ese entonces. Días después, Eromes murió. Fue trágico, y
aun sufro por ese día cuando me vino moribundo a reposar sus últimos suspiros entre mis brazos.
Ay, no. Qué día más horrendo…”
Manchego vio el sufrimiento en los ojos de su abuela, y le dijo, “No tienes que seguir si
no quieres, abuela. Comprendo que es muy doloroso para ti.”
Lulita movió su cabeza de lado a lado, inspirando, como preparándose para un gran
esfuerzo, “No me cabe duda que te estás preguntando sobre tu existencia, mi querido. Pero hay
verdades de tu pasado que no te puedo decir…todavía. A su tiempo, mi querido.”
Manchego supo que Lultia había cerrado el baúl de sus memorias. Quizá otro día seguiría
hurgando entre aquellas. De momento, no tuvo más opción que seguir comiendo.
CAPÍTULO XVII - SORTILEGIOS
Esa misma tarde lo llevaron a los cuidados intensivos, donde curanderos y brujos hacían
lo posible por los lesionados en la Guerra Silente.
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Silente era aquella, porque no era una guerra abierta y declarada, ni una guerra mantenida
en el campo de batalla donde ambos contendientes se reúnen con sus banderas en alto.
Se luchaba con tácticas de guerrilla en contra de una bestia bien armada y astuta. El
Escuadrón de la Muerte pasó a llamarse los demonios del Alcalde, o los vigías de la sombra.
Aquellos soldados batallaban con las ascuas del infierno potenciando sus movimientos.
Simplemente eran demasiado fuertes como para ser vencidos por pueblerinos poco entrenados.
Curiosamente, la mara, que alguna vez se benefició de los pueblerinos, ahora los defendía
en contra de un mal profuso.
Los brujos y curanderos fueron ordenados por el Buhrman de concentrarse
exclusivamente en uno de los lesionados. Una razón no fue dada, pero de ser desobedecida la
orden y se cumplirían los castigos, siendo aquellos peores que la muerte.
Los curanderos y brujos hacían lo posible por este leso en guerra, cuya historia no se
sabía a detalle. Se decía que un jinete del infierno le arrancó la vida. El caballo mismo le propinó
una patada en el tórax, reventándole los órganos internos.
Las provisiones de los pueblerinos eran escasas; sus armas hechizas. La mayoría de
armamento era usurpado de los cadáveres de los soldados que mataban. Sin embargo, matar a un
labrador del Alcalde era cosa difícil. Aquellos iban motivados por el infierno. Batallaban con las
furias del demonio, y aquellas ascuas no se apagaban con facilidad.
Lentamente los labradores del Alcalde iban ganando terreno en el Sector Pobre. Los
pandilleros buscaban impedirle el paso a los soldados a todo costo, y bien que lograban su
cometido. Sin embargo, por más que los mareros batallaran insuflados por la esperanza, la
malicia estaba conquistando el pueblo sin redención.
Los lesos sufrían de enfermedades y pestes, algunos teniendo que ser sacrificados en la
hoguera para prevenir el esparcimiento de la desgracia. Con poco espacio y poca ventilación, no
podrían permitirse enfermedades. Pronto las catacumbas no eran suficientes para tantos
cadáveres, y por ello apiñaban a los muertos en montañas y les prendían fuego. De la desgracia
muchos sobrevivientes aprovechaban el calor generado durante las gélidas y violentas noches.
Heces, lenguas, brazos, piernas, vísceras: todo tipo de deshecho humano se acumulaba
sobre la tierra. Lluvias a veces lavaban la desgracia para crear ríos de carne y hueso, pozas de la
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muerte.
Mujeres embarazadas daban a luz a medio vómito, cayendo sus crías entre lodo y
excrementos. Curanderos huían de aquella escena, imposibilitados de tolerar aquella penuria. El
pueblo estaba siendo masacrado con el paso de los segundos. Segundo tras minuto, hora tras día,
los Escuadrones de la Muerte estaban empalando a unos y sacrificando a otros; a veces
decapitando a varios para colocar sus cabezas en estacas. El esperpento estaba desbordándose.
Días pasaban y de los elegidos para emboscar a los labradores regresaban con menos
integrantes; a veces dos muertos reportados, a veces cinco, a veces el grupo entero. Cada día
habían menos de los suyos para luchar contra la malignidad creciente. Nadie, sin embargo, se
explicaba exactamente qué estaba sucediendo.
Aquellos que alguna vez fueron ladrones y profesaron el oprobio, hoy por hoy se
encontraban hincados rezándole al dios de la Luz.
Malabrad estaba gravemente leso. Rezaban entre sus sueños por los males que incurrían
en un mundo torcido por el pecado y la malignidad. Se arrepentía por haber sido tan cruel con
Manchego, deseando haber tomado otro camino. Si pudiera, rectificaría sus acciones y le
brindaría ayuda y sosiego al manchadito en estos tiempos turbios. No sabía, sin embargo, que sus
peticiones fueron escuchadas.
Cada vez que rezaba, algo en su mente germinaba como pupa. Una presencia se hacía
manifiesta con ojos azules color del cielo en su mente, y con una sabiduría más desna que la de
mil soles envejecidos.
Mes y medio llevaba Malabrad bajo tratamientos intensivos bajo una supervisión estricta.
Curanderos y brujos, entre sus poderes y hechizos, hacían lo posible para recuperar la salud del
encarguito del Buhrman.
Entre los curanderos había uno que resaltaba por su destreza en el arte de curar. Con sus
hierbas que producía de su morral, día a día lograba sanar las lesiones de aquel joven llamado
Malabrad.
Nadie se explicaba el origen del curandero bien sabido en las artes de curar con las
hierbas. Aquél iba y venía a su propio parecer.
Aquel curandero era de identidad irreconocible pues una manta negra le cubría el cuerpo,
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excepto el pecho, y una capucha le cubría la cabeza, y nada más que los labios se le lograban ver
cuando la luz lo iluminaba. Eso sí, reconocían su piel dorada y torso fuerte con un tatuaje sobre
el pecho izquierdo. Para los pandilleros era una bendición tenerlo de su lado, cosa que jamás
hubiesen invitado sino es que bajo las penumbras. Entre la Guerra Silente cualquier ayuda era
bienvenida.
Una de esas noches de lluvias intensas, muertes numerosas y gritos de socorro, el
curandero se hizo presente para continuar tratando al muchacho gravemente leso. Pero esta vez
su presencia no fue física.
Se manifestó en sus sueños.
Las pesadillas invadieron la mente del enfermo cuando la presencia del curandero se
solidificó en su mente como una presencia de identidad indescifrable. Le hablaba en los sueños,
balbuceándole cosas ininteligibles.
…los sueños cobraron un rumbo extraño y oscuro…el curandero pasó de balbucear cosas
ininteligibles a liderar una excursión misteriosa…
Ensoñó que el curandero caminaba entre un busque oscuro lleno de neblina, entre plantas
y musgos, entre la fronda de árboles y charcos de lodo.
Era de noche, una oscuridad perenne gobernaba. El muchacho leso lo seguía, paso tras
paso. Ambos caminaban por el bosque, el curandero volteando a verlo de vez en vez. Usaba la
misma capucha negra encubriéndole la mayor parte del rostro, excepto los labios, recubriéndole
gran parte del cuerpo por la longitud de la manta. Con su mano le señalizaba al muchacho que
debía de seguirle los pasos para no quedarse atrás.
El enfermo contrajo una fiebre inexorable y varios paños húmedos le fueron colocados en
su frente. Pero los sueños nunca deterioraron su fuerza a pesar que las fiebres le eran colmadas.
Por días el curandero se la pasaba merodeando entre la mente y los sueños de Malabrad,
caminando siempre a paso lento pero seguro entre el bosque denso y nublado. Entre veces un
búho negro aterrizaba sobre el hombro del curandero, para clavarle los ojos al muchacho que le
seguía los pasos al curandero durante aquellos sueños extraños.
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Los días fueron pasando. El enfermo iba empeorando. Sin embargo, en lo sueños las
cosas fueron tornándose cada vez más extrañas.
Una de esas noches el sueño se hizo permeable al cambio. El guía se detuvo en una
llanura de diámetro no mayor a la altura de un árbol. Entre la llanura refulgía una fogata con
lenguas de flama candente, tronando madera mientras emitía luz tenue. Alrededor de dicha
fogata se miraba un lomo podrido de árbol a lados opuestos del fuego, sitio donde el curandero y
el muchacho tomaron asiento, el uno opuesto al otro.
El curandero, mientras estaba sentado sobre el lomo, pelaba una rama de árbol
consumido por la danza del fuego. No parecía llevar ni prisa ni pena, simplemente contemplaba
en silencio la evolución de la fogata. El muchacho leso se miraba a sí mismo estudiando el área,
extrañado de encontrarse en un sitio tan desolado en un sueño tan extraño.
Durante la mañana del día siguiente el leso abrió los ojos ligeramente para encontrarse
con el rostro del curandero muy cercano del propio. Ojos azules profundos lo guardaban con
sosiego. El viejo mecía un mortero sujetado por cuatro hilos hechos de raíces. Entre aquél ardía
la brasa de un pedazo de eucalipto triturado, su olor una invitación al trance. El encapuchado
susurraba, cantaba, emanando poderes místicos y profundos.
No supo más y todo estuvo negro. Soñó de nuevo. Estaban de regreso en la llanura,
sentados frente al fuego. El curandero no levantaba la vista, aunque esta vez algo había
cambiado.
El curandero recitaba un canto quedamente, y aunque era muy silencioso, una palabra se
discernía entre su mutismo: sol. Pasaron horas, días, meses, siglos entre ese mismo sueño.
Durmió, y entre el sueño tuvo otro sueño: que estaba soñando entre un sol.
Soñando entre un sol…
Despertó en la realidad y abrió sus ojos levemente. El curandero seguía encantando algo
inaudible, donde sólo una palabra era precisa, y esa era: sol. Mecía el mortero sujetado por los
hilos de raíz, expeliendo el aroma inconfundible a ecualipto. Sol…sol…SOL.
Sintió un sabor raro en la boca. Aquél cambió de desagradable a dulce, de depresivo a
vigorizante. La mirada del leso se torció, sus ojos blancos. Vio todo negro.
Estaban de regreso en la llanura, sentado frente a la fogata que danzaba con lenguas de
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fuego. El curandero no levantaba la vista, pero de su canto más palabras eran comprensibles, sol
solemne… Sol solaz… Sol solacio… Sol solano… Estas palabras ciclaban como si fuese el inicio
de un verso o un coro. Meses, eones, universos paralelos pasaron, chocaron, se fundieron, y de
nuevo, abrió sus ojos levemente, para encontrar al curandero sobre su faz, meciendo el mortero
de adelante hacia atrás. Aquél emanaba el aroma a eucalipto. De los labios del curandero
emergían dos palabras inteligibles, sol solemne.
La capucha negra ya no cubría su rostro. Era de noche. Una noche negra sin luna.
Únicamente su silueta y las brasas del mortero eran visibles. Sol solemne. Sol solaz. Sol solacio.
Sol solano. El ritmo aumentó. Los ciclos de humo cobraron fulgor. Las palabras cada vez eran
más audibles, su armonía iridiscente.
Soñó. Caminaban entre el bosque denso, esquivando maderas putrefactas y charcas de
lodo. Fango. Por horas el curandero lo guiaba entre las sombras, la penumbra maximizada.
Malabrad estaba siguiendo a ciegas a aquella figura mística. Una ave reposaba sobre su hombro,
viendo directamente a Malabrad con amarillos ojos amarillos intensos. Se sintió hipnotizado por
su candor. Palabras cobraron fuego entre la mente del delincuente: Sol solemne. Sol solaz. Sol
solacio. Sol solano.
Abrió sus ojos. El curandero lo guardaba con ojos intensos, tan azules como el cielo. El
día, la noche, el viento, las velas, la muerte, todo cesó de importar. El curandero cantaba mientras
lo hipnotizaba con sus ojos: “Sol solemne, calmantes fuegos… Sol solaz, fraguas inocentes…
Sol solacio, imberbe y aludiente… Sol solano, llévame entre tu mano.”
Entre la mano del curandero el mortero se mecía de delante hacia atrás, emanando
vapores y humos de eucalipto.
Soñó de nuevo, caminando en el bosque de misterio. Arribaron a un destino místico.
El curandero se volteó. Se quitó la capucha. Por primera vez en el sueño Malabrad
guardaba aquella quijada cuadrada y ojos azules profundos. El hombre inició a cantar, viendo
directamente al muchacho, como dándole instrucciones: “Sol solemne, calmantes fuegos… Sol
solaz, fraguas inocentes… Sol solacio, imberbe y aludiente… Sol solano, llévame entre tu
mano.” Aquello lo cantó una, dos…tres…quince veces. Interminablemente.
El curandero se volteó y dijo en palabras perfectamente audibles: “Sol solemne,
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calmantes fuegos… Sol solaz, fraguas inocentes… Sol solacio, imberbe y aliciente… Sol solano,
llévame entre tu mano.” En ese instante chispeó sus dedos y la luz del fuego se apagó. Todo
quedó oscuro.
Con un segundo chasquido de sus dedos prendió los fuegos de nuevo. Cuando la luz
volvió a iluminar los alrededores, la visión cambió por completo.
Malabrad estaba flotando en un vacío perfecto. Iba dirigiéndose hacia un punto amarillo
en el horizonte, negro profundo rodeando el todo. Entre el vacío perfecto se dilucidaba el punto
luminoso a una distancia inescrutable.
Malabrad iba cantando mientras flotaba entre las nadas, contagiado por la vehemencia del
cántico: “Sol solemne, calmantes fuegos… Sol solaz, fraguas inocentes… Sol solacio, imberbe y
aludiente… Sol solano, llévame entre tu mano.” Una tras otra, tras otra vez repetía aquel himno.
Abrió sus ojos. En el mundo real el curandero seguía hechizando al enfermo. Le recitaba
aquellas palabras mientras el ritual iba cobrando furor: “Sol solemne, calmantes fuegos… Sol
solaz, fraguas inocentes… Sol solacio, imberbe y aludiente… Sol solano, llévame entre tu
mano.” Los vapores del eucalipto gobernaban el ambiente.
Escuchaba gritos de dolor y sonidos de batalla y guerra, pero eran como de un mundo
paralelo, poco importante; el mundo real ya no guardaba importancia para él.
Soñó. Flotaba entre el espacio hacia el punto amarillo. Se sintió feliz, exaltado al notar
que cada segundo estaba más cerca a aquella luminiscencia. “Sol solemne, calmantes fuegos…
Sol solaz, fraguas inocentes… Sol solacio, imberbe y aludiente… Sol solano, llévame entre tu
mano”, siguió cantando, completamente hechizado. El punto amarillo había crecido a ser más
que una mota. Ahora era un cosmos, una esfera perfecta de fuego.
Pasaron segundos, minutos, horas, días, semanas, meses, años, décadas, centenares,
millares de años, eones, y el mismo sueño se repetía.
El orbe fue creciendo a ser una esfera que ocupaba el horizonte, irradiando luz tan intensa
que cegaba. Era un sol. Brillaba tan bello y potente, dador de vida, “Sol solemne, calmantes
fuegos… Sol solaz, fraguas inocentes… Sol solacio, imberbe y aludiente… Sol solano, llévame
entre tu mano.”
Malabrad abrazó al sol. Lo amaba. El sol le provocaba bienestar. En su energía
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encontraba la felicidad absoluta. Nunca antes se había sentido tan completo. Pasaba horas
aferrado al él sin querer soltar. “Sol solemne, calmantes fuegos… Sol solaz, fraguas inocentes…
Sol solacio, imberbe y aludiente… Sol solano, llévame entre tu mano.”
El hechizado se inició a fusionar con el sol. De la superficie inició a ser engullido hasta
restar completamente poseído por aquél.
Abrió sus ojos. El curandero ya no estaba por verse. Eso sí, sentía el sabor a hierbas en su
boca. Cantaba, completamente ido: “Sol solemne, calmantes fuegos… Sol solaz, fraguas
inocentes… Sol solacio, imberbe y aludiente… Sol solano, llévame entre tu mano.”
Las fiebres lo atacaron día y noche. Entre su delirio gritaba, “Sol. Sol. ¡Solecito! ¡Sol
solecito! ¡Sol! ¡Sol!”, ante lo cual otros curanderos y enfermos se quejaban que el encarguito del
Burhman estaba perdiendo la razón y entrando a una locura irremediable.
Malabrad sintió que su existencia había cobrado una unanimidad con el sol que lo
engulló. Cerró los ojos. En su mente un rostro divino se hizo presente. Lo amó sin condiciones.
Los curanderos y hechiceros no se explicaban cómo el encarguito del Buhrman había
sanado de sus heridas graves. Estuvo tan cerca a la muerte, y ahora parecía funcionar, algo
completamente locuaz.
Lo que no sabían ellos es que aquél delincuente estaba en un proceso de defunción, para
ser sustraído de la muerte para regresar siendo no más que un títere completamente controlado
por un hechizo poderoso. Al morir su cuerpo, pero no su alma, lo primero al cerrarse fueron sus
ojos. Luego dejó de respirar. Sus tripas se paralizaron. Y por último, su mente dejó de existir
como tal; pero su alma persistió como la unidad de energía que potenciaría al cuerpo moribundo.
Al morir el cuerpo el hechizo entró en juego, resucitando al cuerpo y permiténdole al
alma ocuparlo. Un grito interno empezó a escalar la escalera de la conciencia del muerto-vivo.
Paso a paso, el grito emergía como burbuja que surge desde las profundidades. Pronto explotaría.
Los curanderos y hechiceros no se explicaban el caso tan insólito. Aquellos vieron que en
la garganta del encarguito una pelota se fue formando. La misma empezó a emitir un gemido,
como si quisiera estallar en un graznido potente.
El día entero aquella garganta fue creciendo, al punto donde el hechizado parecía haber
contraído bocio. Fue durante la noche que el graznido se hizo manifiesto. La boca de Malabrad
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se abrió como caverna, negra y muerta por dentro. Soltó una furia implacable. Despertó
súbitamente. Se puso de pie de un zarpazo enérgico. Gritó al cielo con una rabia tan feliz como
melancólica.
Malabrad había resucitado, consciente y alerta. Estaba muerto, pero vivo. Podía ver pero
nada de lo que veía le atraía. Podía escuchar, pero nada le importaba. Podía olfatear, pero su
olfato le decía que aquí no había nada de su gusto. Podía sentir el ambiente, pero sabía que en
este lugar no estaba a quien quería ver y rodear y cuidar.
Su amo. ¿Dónde estaba el amo? Sol solecito. Sol solecito. Sol solecito. Cerró los ojos y
pudo visualizar a su amo: al sol solecito. Salió corriendo a buscarlo, ciegamente ignorando al
resto del mundo.
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CAPÍTULO XVIII - DIÁBOLO 1
Esa noche Manchego soñó cosas extrañas. No se percataba que era porque parte de su
mente estaba siendo meticulosamente desenterrada. Aquellas memorias escondidas fueron
retenidas por un hechizo poderoso. Y hoy, de todos los días, estaban siendo extraídas por la
misma mano que las ocultó.
Aquellas palabras que Ramancia le instaló en la mente resonaron con fuego:
Los que siembran con lágrimas
Las semillas entre negra lumbre,
Entre ocaso ennegrecido
La tiniebla sobre alumbre;
Todo un mar ensombrecido,
Convoca de la tierra a Thórlimás.
De la Tierra de Tutonticám,
Olvidada la remota y bella Teitú,
Se encamina fuerte sobre el velo
Sobre barcos blancos de bambú,
Navegando sobre morado el cielo,
Un Guerrero de los Naevas Aedán.
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Tiempos del Caos lo pasaron,
Sobre la Guerra de un Lamento, y
Entre sus pilares tan fuertes,
Donde brillaba su aposento,
Días vivieron en paz inerte,
Lugar que resta destrozado.
Canta la vieja Lírica del Viento, que
El que carga el saco de Semilla,
Pesado y lúgubre sobre su hombro,
Pronto brillará con luz y alegría, y
Desvanecerá su noche del escombro,
Y nunca por volver su descontento.
Y como hoja que cae del árbol, la mente consciente del mozuelo fue cediéndole el paso a
la mente subconsciente, donde el hechizo desvelaría verdades ocultas.
Diez. Nueve. Ocho. Siete.
Seis. Cinco. Cuatro.
Tres. Dos.
Uno…
Estaba corriendo. Supo que estaba reviviendo una memoria que le fue privada por
métodos mágicos.
Estaba huyendo de Findus, Mowriz, y Hogue. Volteaba a ver hacia atrás, y detallaba a
Findus como una sombra negra que fluctuaba entre silueta y el joven apuesto que alguna vez fue.
Extrañamente el rostro de Findus era diferente al que recordaba. Cambiaba de expresiones cada
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momento, a veces simpático, a veces con el rostro destrozado, con una expresión que
juramentaba venganza.
La memoria involuntariamente aceleró el paso. Se visualizó cruzando varias calles. La
memoria lo condujo hacia la casa de Ramancia, en donde súbitamente hizo una pausa.
El cielo, las nubes, el viento, su respiración, todo estaba estático y pendiente del cambio.
Manchego lograba percibir el mundo. Precisaba que Findus estaba a una distancia próxima,
mientras que Mowriz estaría por detrás con intenciones maléficas.
Observó una pared hecha de tablones verticales de madera, y bajo uno de aquellos un
agujero le dio paso. Se dejó entrar y supo que gracias a dicho agujero logró huir de sus captores.
La oscuridad era total. Algo le llamaba en susurros. Caminó por largo tiempo entre un
pasillo sombreado donde la visibilidad era escasa. Pero no tuvo necesidad de saber qué había al
final del mismo, porque ya lo sabía. Sin esfuerzo giro el mango de la puerta y la cerró detrás de
sí.
Se encontraba entre la casa de Ramancia. Lo supo. Ahí estaba, viendo tal como lo vivió
hace meses. Si la luz alguna vez fue rojiza, hoy era grisácea y deprimente. Alrededor de la casa
se visualizaba tela de araña por doquier. La casa estaba muerta.
Uno de los cuadros en el pasillo le llamó la atención. Se notaba que era un demonio
sosteniendo a un ángel por el cuello. Le sorprendió ver que el ángel tenía las dos alas vencidas.
Flotaba sobre un abismo que emanaba luz verde infernal. Las manos de los muertos entre el
abismo deseaban poseer el cuerpo del ser alado.
Pero eso no era lo importante en ese momento: eso no era lo que la memoria deseaba
mostrarle.
A través de los pasillos se movió sin cautela y sin reproche, porque era algo del pasado,
algo que ya había conquistado. Era su memoria que por fin se había revelado a su mente
consciente.
Escuchaba una voz llamarlo, una voz débil y casi ausente. Hacia esa dirección se movió.
Navegó por la memoria como se navegara por un mapa detallado y tridimensional. Cruzó
una y otra vez, ansioso por encontrar aquella cosa que lo llamaba.
Se vio reflejado en un espejo. Una mirada jovial y asustada le devolvía la mirada. Era él
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en alguna otra época llamándole. Su rostro estaba afligido, y le deseaba comunicar algo, sin
embargo sus palabras eran ininteligibles.
Se acordó de todo en ese momento. El hechizo creado por la bruja se había expirado y
ahora aquellas memorias ya le eran propias.
Ramancia le mencionó el nombre del artefacto reflexivo: El Espejo de la Reina Negra del
Abismo de Morelia. Fijó su mirada en su propio reflejo y la imagen le dijo con angustia, “Tienes
que encontrar el espejo…” La voz se fue muriendo en ecos…
Boom. Boom…
Algo pegó contra madera.
Boom. Boom…
El resonar como tambores de guerra.
Boom. Boom…
Sol solemne, calmantes fuegos… Sol solaz, fraguas inocentes… Sol solacio, imberbe y
aliciente… Sol solano, llévame entre tu mano…
…
“…Sol solecito… Sol solecito…”
Manchego abrió los ojos súbitamente. La noche estaba tan oscura que sus ojos estaban
abiertos por noción consciente y no por algún efecto de alguna luz.
Tuvo miedo. El corazón le galopaba. Piel de gallina sustituyó su dermis. Con pánico
aceptó lo inconcebible: ¡Algo o alguien ocupaba su alcoba además de sí mismo!
Quizá Rufus. No, Rufus ya hubiera hecho su presencia manifiesta con un par de lamidos
al rostro.
Escuchó algo. Una voz. Aquella cantaba algo. Escuchó con ansiedad. Una voz clamaba
en un tono feliz y frustrado, “Sol solemne, calmantes fuegos… Sol solaz, fraguas inocentes…
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Sol solacio, imberbe y aliciente… Sol solano, llévame entre tu mano.”
No era más de un susurro. La voz habló cerca de su cama. La presencia emanaba la
pulsación de un ser vivo; no obstante, no respiraba…
La presencia hizo silencio. No volvió a musitar aquellas palabras que había recitado
previamente, como si supiera que su presencia había sido detectada.
Manchego no tuvo las agallas por preguntar quién o qué es lo que estaba ahí, por lo que
se mantuvo en silencio. Podría ser un sueño. Debía confirmar que se trataba de algo veraz. Por lo
que sintió una eternidad, Manchego se contuvo en un duelo de silencio. Cada vez se sentía más y
más amedrentado.
Aquella presencia emitió un quejido, algo como dos membranas rozando. Estaba
precisamente a unos tres pasos de la cama y justo a nivel de su mirada horizontalmente. Ya
sujetaba fuertemente la Nuez de Teitú.
Supo que debía actuar. De alguna manera u otra debía vencer a esta presencia que no
podría venir con intenciones benignas. De lo contrario, ya lo hubiera despertado como cualquier
otra persona normal.
La presencia tenía la ventaja. Su única opción era una defensa exitosa o de volcar el
elemento de la sorpresa a su favor. Pero opciones de defensa eran escasas ya que carecía de algún
arma cercana. Lamentó haber dejado su machete en el establo. De todos modos no sabía usarlo
para la defensa.
¿Cómo hizo este jodido para infiltrar la Estancia sin alterar a Rufus o a Lulita?
consideró el mozuelo. Sin más opciones, vio una luz de oportunidad.
Movió su mano lo más preciso posible, figurando en su mente un mapa de cómo su
habitación estaba dispuesta. Palpó el suelo con sus dedos y con un sondeo semi-circular llegó a
tocar la punta de una de sus botas.
Con sumo cuidado tomó aquella. La retrajo lo suficiente para tenerla en posición cómoda
para lanzarla. Con nerviosismo por lo que pudiese ocurrir en los siguientes segundos, dio vuelo a
la bota hacia donde sabía que habían adornos de metal.
La bota pegó contra su blanco invisible. El estrépito fue sonoro, alarmando incluso a
Rufus que de inmediato empezó a ladrar.
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Éxito.
Se escucharon pasos corriendo hacia la puerta trasera de la cocina. Cobrando vitalidad,
Manchego salió disparado en una persecución ciega.
Como una saeta belicosa salió disparado a las afueras, tan embriagado por el estrés del
momento que ni se dio cuenta que iba descalzo. De un instante a otro se sintió vulnerable y
letárgico.
Luces se prendieron en la Estancia, nota que Lulita había sido alertada. Sin duda la Mujer
Salvaje estaría con armas en mano buscando la razón de tal alerta. Manchego pisaba el paso de
su asaltante, que ahora, era la presa.
Fue en ese instante que el miedo se infundió entre el muchacho como una patada en los
sesos. Se detuvo repentinamente, jadeando. El vaho de su aliento y el sonido de su respirar
sondaban como estrépitos. ¿Y qué tal si este era el plan del asaltante? Conducir a Manchego
fuera de su alcoba en donde sabría que Lulita no podría alcanzarlo. Con una simple emboscada
lo tendría yugulado en segundos.
El silencio fue aterrador. La noche lo engulló, rematando sobre él como un martillo. Con
la sangrante compañía de los grillos sintió que encontraría la muerte de súbito.
Se encontraba entre el trigal, sofocado por la altura de las plantas que no le permitían ver
su derredor. Su atacante podría estar detrás suyo y no lo sabría.
Deseó haber tenido la sensatez para esperarse para la madrugada, la paciencia para
generar un plan inteligente. Pero no, tuvo que ser impetuoso, y ahora se hallaba en una posible
calamidad.
No le quedaba otra opción que hacerle frente a la situación. Hizo lo posible por elevar su
ánimo y su vitalidad. No me voy a morir. No me voy a morir. No me voy a morir, se repetía el
pequeño incesantes veces.
No poseía algún arma útil, ni siquiera un mazo o un palo como para repeler a sus
enemigos. Tampoco poseía el entrenamiento para hacer uso de sus manos o pies como medio de
defensa. No vio más opción que regresar o seguir avanzando. Queriendo retornar a casa y al
calor de sus sábanas supo que no lo lograría sin direcciones o ayuda. Quizá una antorcha o una
lámpara sería lo óptimo. Pero dada su ausencia restaba con sólo sus instintos para guiarse entre la
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plantación de trigo.
Escuchó la voz de Lulita y el ladrido de Rufus, y fue claro que lo buscaban. Pero la voz
no era lo suficientemente fuerte, más como un eco, por lo que fallaba como punto de partida para
ubicarla y dirigirse en esa dirección.
Se empezó a mover a la dirección que sus sentidos le dijeron que era correcta. Corrió
como nunca lo había hecho, soltando una furia inigualable, como si fuese a conquistar tierras o
ejércitos.
Pero por su desgracia hizo un perfecto trabajo en profundizar entre el trigal y perderse
aún más. Para empeorar la experiencia, las plantas estaban pegando contra su rostro y cortándole
la piel con micro-fisuras que ardían.
Lágrimas de frustración, ansiedad, y miedo brotaron por acción propia de sus ojos
vitalizados por nada más que el desasosiego, y en un tiempo reducido se vio tragando aire,
sintiendo que se ahogaba ahí mismo. Quiso gritar y así quizás Lulita lo estaría ubicando más
rápido, pero de hacerlo y atraería a sus asaltantes.
Con su mente resuelta a luchar con todo por salvar su vida, empezó a moverse entre la
plantación como felino, al tanto del peligro, elevando su ánimo migajas al sentirse como un
guerrero. Pensó en Gramal, celando su destreza en la guerra. Entre su mano sujetaba firmemente
la Nuez de Teitú, que por su desgracia o suerte, fue lo único que trajo para defenderse.
Pasó una buena suma de tiempo sin que su asaltante se hiciera presente. Quizá lo perdió
entre el trigal. La esperanza de salir de la plantación ileso estaba surgiendo en su mente.
Pero en ese instante fue que Manchego percibió una llanura entre el trigal. Tenía la forma
de un círculo perfecto de no más de cinco zancadas de diámetro. Al centro del mismo una fogata
ardía en ascuas, listo para ahogarse entre su ceniza.
Dos figuras estaban sentadas alrededor del fuego. Una de ellas tenía una capucha sobre la
cabeza, por lo cual identificarlo fue imposible. Pero la otra figura era una que reconoció en ese
instante. Su corazón galopó en pánico.
Era Mowriz. Aquél lo estaba viendo directamente a los ojos.
El joven delincuente dijo con la mirada muerta, “Sol solemne, calmantes fuegos… Sol
solaz, fraguas inocentes… Sol solacio, imberbe y aliciente… Sol solano, llévame entre tu mano.”
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Manchego escuchó el canto de un búho. Su hooo-hooo reverberó misterioso y distante.
En ese momento el ser encapuchado se puso de pie. Se quitó la capucha que encubría su rostro,
resplandeciendo la cabeza de un búho negro con ojos amarillos brillantes.
Los ojos eran radiantes, al punto que dejaron a Manchego encandilado. El semblante de
aquel búho estaba poblado por una densa gama de plumas negras como la noche, a punto que
difícilmente se delineaban las facciones finas de aquella. Parecía poseer cachos, que no era más
que su plumaje característico. El cara de búho tenia la cabeza tan grande como la de un hombre
normal.
El pico en el centro de aquella se miraba perfectamente, ya que su superficie era lisa.
Reflejaba la luz de la fogata en ascuas.
Los ojos amarillos parecían querer devorar al pastorcito. Además, aparentaba desear
manipular al mozuelo mediante el hipnotismo.
Fue pronto que la realidad se empezó a distorsionar, intoxicada por fuerzas
sobrenaturales. Una especie de fuga en el espacio se hizo visible en un contorno morado violeta.
Inició como una neblina del color mencionado. Por acto hechicero la neblina violeta empezó a
girar hasta formal un vórtice. Luego de ciertos giros encarneció a un túnel rodeado por el
torbellino. Una luz blanca se divisaba al final del fenómeno.
El ser con cabeza de búho apuntó con el dedo índice hacia el túnel,elevando el brazo
entero al hacerlo, gestionando que Manchego debía de montar tal transporte. Debía fundirse con
la luz blanca, quizás, al final de dicho túnel. Manchego no se opuso a la orden conferida. Sentía
como si su cuerpo actuara por su propia volición, sin necesidad que su conciencia se lo aprobara.
Manchego no comprendió del todo la presencia de Mowriz. Tampoco comprendió su
estado físico, que por toda noción apantallaba estar abatido, moribundo. ¿Se habría recuperado
tan rápido de la paliza que le pegó la Sureña? ¿Por qué no lo estaba avizorando? Supo que en su
momento aquella verdad se dilucidaría.
El mozuelo caminó hacia el vórtice. Desde el momento en que puso pie sobre aquel
fenómeno sintió que los fragmentos de la materia estaban más acelerados. El tiempo parecía
discurrir a otra velocidad.
El vórtice estaba succionando a Manchego, pero no con violencia, sino más bien con
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sutileza, asegurando que seguir adelante era lo apropiado. Instintivamente volteó a ver hacia
atrás, y vio que Mowriz lo estaba siguiendo. El delincuente estaba ido, mascullando algo
completamente ininteligible. Siempre mantuvo aquella incógnita de por qué la mirada de Mowriz
se miraba muerta; su rostro también estaba pálido y sólido como piedra. No sintió la agresividad
en Mowriz, tal como antes sí lo hubiese hecho. Parecía emanar otra energía. Algo más…
¿amistoso?
Manchego llegó al final del túnel. Alrededor de él el ciclón viraba eterno y constante. Sin
saber por qué, incorporó su mano entre lo que parecía ser una laguna de blancas aguas en
posición vertical; parecía una pantalla de leche. Extrañamente, ésta vibraba y emitía un sonido
extraño, como si un enjambre de abejas estuviera cerca.
Su mano se introdujo entre el cristal líquido. Sintió que sus dígitos no raspaban materia
del otro lado. Tuvo miedo de proceder, por lo que retiró su mano. Estaba íntegra. Lo cierto es que
su mano estaba fría, signo fiel que del otro lado a la pantalla la temperatura estaba disímil.
Mowriz como siguiendo órdenes se adelantó. Sin pensarlo se abalanzó entre aquella
pantalla blanquecina y se desapareció. Manchego se quedó atónito, no sabiendo qué hacer. Sin
embargo, momentos después, apareció la mano muerta de Mowriz quien lo estaba invitando a
cruzar el umbral. Tomando la guía atravesó el portal.
El viento soplaba en silencio, porque no deseaba despertar a los muertos que derramaban
sus lamentos bajo y sobre la tierra.
La ráfaga arrastraba la sangre disuelta en el infortunio del polvo. Parecía haber una
tormenta de arena, cual bloqueaba la visibilidad a nada más que un par de metros de distancia.
No identificaba exactamente en donde estaban. El hedor a miedo era omnipresente, y el
aullido de un cadáver fue evidente a una distancia corta. Mowriz identificó el peligro, y de su
cinto produjo una espada metálica, larga y robusta, quizá otorgada por aquel ser de cabeza de
búho.
Mowriz le señalizó a Manchego con un gesto corporal para que prosiguieran el camino, y
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así lo hicieron. El mozuelo sentía la muerte rodearlo, con voracidad deseando consumirlo. Se
movían entre aquella bruma con sigilo, buscando algo que evidentemente Mowriz ubicaba. El
pastor estaba perdido, pero aún descalzo y en pijamas, se sentía completamente fuera de lugar.
Sin embargo, el miedo le hizo perder conciencia que sus pies descalzos pisaban sangre y
lágrimas.
El aullido del cadáver se fue haciendo más tangible. Supieron que la bestia estaba
próxima. En segundos los lamentos de aquel cuerpo en decadencia se hizo presente. El cuerpo se
manifestó con horrendos harapos ensangrentados, con las carnes y la piel en vías de la
putrefacción. El cadáver era de un cuerpo alto y escuálido con surcos marcados en la parrilla
costal.
Poseía dos piernas y dos brazos, pero lo impactante era la presencia de tres cabezas de
moribundos sobre sus hombros, aullando del dolor, soltando un lamento tan aterrador que
Manchego quiso morirse y escabullirse del mundo.
Pero su miedo fue contrastado por una defensa que nunca hubiese imaginado. En ese
instante Mowriz y el cadáver de tres cabezas hicieron afronte y colisionaron en una batalla que
prometía derramar mucha sangre. Aquel monstruo horrendo buscaba alimentarse de Manchego
por alguna razón extaña.
El cadáver fue vencido por Mowriz, quien había sufrido una fuerte mordedura en el
cuello y sangraba a borbotones. Pero el joven delincuente siguió guiando a Manchego a través de
aquella bruma espesa. Llegaron a una puerta y ahí fue donde Manchego supo que estaban en la
casa de Ramancia.
En ese momento Manchego sintió un arrebato de consciencia. Percibió un ardor inusual
pellizcarlo con odio y desgracia. Se fue de cara al suelo, sin poder controlar su peso. Se reventó
el labio al caer sobre la calle de adoquín, su cabeza desangrándose mientras la saeta entre el
abdomen se encargaba de vaciarle las vísceras de sangre. Empezó a llorar. ¡Lulita! ¡Luchy!
¡Rufus! Lloraba sin clemencia alguna.
Mowriz ya no sabía qué hacer. Manchego empezó a sentir el desvanecimiento llegar con
alas negras y con extrema dificultad dio su último respiro. Y en segundos, cerró sus ojos…
muerto.
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Mowriz perdió el control sobre su cara. Sacudía a su amo para traerlo de vuelta a la vida.
Sus lágrimas muertas pasaron a ser parte del suelo y lodo ocupado por el infortunio.
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CAPÍTULO XIX - DIÁBOLO 2
Luchy sacudía a Manchego de los hombros, el muchacho parecía marioneta al estar
profundamente dormido. La niña entre sus intenciones le derramó a su mejor amigo el contenido
de un vaso lleno de agua.
Manchego abrió los ojos súbitamente. Con el pelo mojado y el rostro goteando agua se
empezó a tocar y a examinar para ver si seguía vivo. Empezó a reírse de la felicidad cuando
Luchy le dijo, “¡Estabas en una pesadilla, Manchego! ¡Qué horror! ¡Estabas pataleando y
respirando muy rápido! ¿Qué te pasó, tontito? No me asustes así.”
Luchy notó de inmediato que Manchego apretaba algo entre su mano. Era la Nuez de
Teitú. El muchacho replicó, “¡Qué pesadilla más horrible!”
Luchy replicó con los brazos cruzados, “Y otra pesadilla va a ser Balthazar cuando te
tenga de las orejas por tu tardanza, tontio.”
Manchego vio hacia afuera y era cierto, iba tardísimo a reunirse con Balthazar en donde
siempre lo hacían, el Observador.
Rufus entró a casa y le lamió el rostro varias veces. “¿Y tú por qué no me despertarse?” le
preguntó el mozuelo al can. Aquél ladró un par de veces, batiendo la cola de lado a lado.
Manchego no tardó en reunir sus prendas y vestirse con suma velocidad. Estaba a punto
de ataviarse sus botas, cuando encontró que sus pies estaban enlodados con las uñas de los pies
color café por la tierra. ¿Lodo?
Raro, pensó, y los limpió con sus sabanas, sabiendo que Tomasa estaría gritándole más
tarde por la suciedad que no era agradecida. Se puso una bota, y luego…¿la otra…? Manchego
buscó por el cuarto, y la encontró en el suelo, donde había botado dos adornos de metal.
Un miedo intenso se infundió entre sus venas, cual fue posteriormente sustituido por una
curiosidad mortífera. Se dio cuenta que había una pequeña nota debajo de un adorno. El adorno
era pequeño, como del tamaño de un dedo pulgar. Tenía el cuerpo de un hombre y la cabeza de
un búho… Manchego rápido tomó aquella nota y la leyó detenidamente,
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‘Casa de Ramancia seis de la tarde.’
La letra estaba escrita con carbón sobre una laja delgada de madera. La letra era un
galimatías, como si un niño de cuatro años lo hubiese escrito.
El corazón de Manchego se aceleró. ¿Quién pudiese haber puesto esta nota ahí? De haber
sido un chiste de mala gana, ¿quién lo habría hecho? El sueño…¿sería posible?
***
Luchy y Manchego se sentaban juntos en el Observador bajo el Gran Pino, uno al lado
del otro, casi tocando pieles. No lo hacían por pena de qué podría llegar a pensar el otro.
Declarar que se gustaban sería una catástrofe.
Luchy rompió el silencio, “En la escuela las cosas van bien. Estamos aprendiendo tantas
cosas que es muy emocionante. Me hace sentirme que estoy madurando. Y como siempre,
Miguelito sigue probando su suerte. Otros chicos de la clase me han declarado su supuesto amor.
Es algo tan tonto porque, ¿cómo es posible que me declaren amor cuando ni siquiera me
conocen? Pero los ignoro o les digo que se echen atrás.”
Manchego se puso celoso. Le hubiera gustado estar ahí para defenderla. No obstante,
confiaba en ella y su capacidad para.
Luchy cambió de humor súbitamente, y dijo entretejiendo emociones, “Te extraño,
Mancheguito.” La niña se dejó llevar por un sentimiento y recostó su cabeza sobre el hombro del
mozuelo.
Manchego se puso rojo y tenso. Sin embargo, no pudo negar que le gustó el gesto. No
supo qué hacer, por lo cual se mantuvo quieto. Eso sí, hubiera deseado tener las agallas para
acariciarle la cabeza o hacerle cariño. Un besito en las mejillas sería lo mejor. Pero con el
nerviosismo inhibiéndole inclusive la respicarión, no pudo más que vivir el momento con
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aquellas limitaciones.
“Haces falta en el colegio,” continuó la niña preciosa, “no es lo mismo sin ti. Hoy hubo
un minuto de silencio por la muerte de Findus, Hogue, y Mowriz. Dicen que murieron en una
emboscada que realizaron los soldados del Alcalde. Nadie sabe lo que realmente pasó. Nadie
sospecha que fue la Sureña que entre su belicosidad los hizo trizas. Me siento mal por ellos pero
por otro lado se lo buscaron, ¿no crees? Me da miedo declarar la verdad…no me lo puedo creer
todavía. El pueblo es un desastre y…¿crees que regresará a la normalidad?”
“No sé qué decirte…Lo único que sé es que estoy feliz por estar trabajando las tierras a
diario, de estar aprendiendo a ser un gran finquero.”
Un silencio cómodo y agradable gobernó el sitio. Por varios minutos ninguno habló.
Manchego aprovechó estudiar cómo Luchy se recostaba contra su hombro, pues sentía que un
gesto similar jamás se volvería a repetir.
“¿Cómo crees que vamos a estar entre cinco años?” inquirió el pastorcito, rompiendo el
silencio.
Luchy no supo a qué se refería la pregunta, incluso, se puso un poco nerviosa, “¿A qué te
refieres?”
“Pues… em…digo tú y yo. Nuestra amistad, ¿cómo estará entre cinco años?”
“Pues, igual creo yo. ¿Qué crees tu?” Luchy se sonrojó. El detalle pasó desapercibido por
el mozuelo.
“Creo que vamos a estar igual. Pero no crees que vaya a pasar algo entre tú y yo?”, hizo
Manchego la pregunta un poco más específica. No deseaba mostrar que le temblaban las manos y
que sudaba frío.
Luchy se apartó de Manchego y lo volteó a ver de lleno, obligando al pastorcito a
devolverle la mirada, “Pues, no creo. Somos mejores amigos, ¿verdad? Y entre mejores amigos
es preferible que ese tipo de cosas no pase. Vale más la amistad que otras cosas, ¿no es cierto?”
Manchego no pareció estar satisfecho con la respuesta de Luchy, como si estuviese
esperando algo más, “Uno nunca sabe.” Encogió los hombros.
“¿A qué te refieres con eso?” preguntó Luchy, quizá deseando escuchar algo más de la
boca de Manchego.
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“Tenemos que tener los ojos abiertos y el corazón dispuesto a cualquier cosa.”
“¿Quién te dijo eso?”
“Fue Lulita.” Manchego encogió los hombros. “Quizá lo dijo porque observa que somos
muy buenos amigos. No quiere que nuestra amistad se rompa por nada.”
Luchy respondió asertiva, “Yo tampoco quiero que se rompa por nada en el mundo,
Mancheguito.”
“Yo tampoco, Luchy, y debo de aceptarte que te tengo mucho… aprecio.” Quiso emplear
la palabra cariño, pero no pudo, sonaría demasiado amoroso cuando eso no es lo que deseaba
proyectar. ¿O sí?
Sus ojos se encontraron, “Yo también te tengo mucho cariño, Mancheguito. Sabes que
siempre estaré aquí para apoyarte. En todo.” Manchego se sonrojó al notar que la chica sí utilizó
la palabra cariño.
Sonrieron con gracia y con amor embebido en sus ojos. Permanecieron inmóviles por
largo tiempo, el silencio abrazándolos con su calor invisible.
***
A eso de las cuatro de la tarde Manchego estaba finalizando su trabajo en el campo.
Hubieron varios eventos que lo hicieron considerar que el sueño no fue tan sueño…si no más
realidad que otra cosa. Entre ellos el encontrar huellas de pies descalzos en la plantación, y más
aún, el haber encontrado aquel círculo llano de trigo, en donde en el centro reposaba una fogata
carbonizada.
Manchego no estaba seguro si Balthazar estaba consciente de este sitio. Entró al establo y
empezó a acicalar a los caballos, sintiendo los ojos intrigantes de Sureña y de Granola, que lo
ojeaban de arriba hacia abajo, como validando su autenticidad. Desde aquel día que Sureña
expuso su violencia, el lazo entre el pastorcito y los caballos había madurado a ser uno íntimo.
Mientras se perdía acicalando a Sureña, reciclaba los pensamientos sobre el sueño
extraño que tuvo. Lo más relevante que recordaba era un espejo…y haber muerto aflechado. El
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artefacto reflexivo perteneció algún día a una tal Reina Negra del Abismo de Morelia. Debía
hallarlo…eso se dijo a sí mismo en el sueño.
A las seis de la tarde alguien se quiere reunir conmigo en la casa de Ramancia…¿pero
quien? Es curioso pensar que ahí está el espejo que mi reflejo me urgió encontrar, pensó el
pastor, ensimismado.
Se agitó. No sabía qué hacer. Las seis de la tarde entraba con un toque de queda. Quizá
debía de consultar con Lulita. No. No podía consultar con ella. La respuesta sería un definitivo
NO. Lo cierto era que nadie podría saberlo.
El llamado de ir a la casa de Ramancia fue demasiado fuerte. Impetuoso, tomó su
machete y lo envainó. Lo amarró a la montura que puso sobre la Sureña. El caballo blanco
aceptó el cargo con gracia.
Sin previo aviso, y con el corazón prendido en llamas, salió disparado hacia el pueblo.
***
La tarde estaba oscura y mórbida. Las nubes parecían miles de cadáveres recostados unos
sobre otros, los de abajo intentando sacar los brazos para alcanzar la redención, pero el acumulo
era vasto y espeso, por lo que aquellos cuerpos que se figuraban en nubes se lamentaban con un
sollozo mordaz. Un trueno silente precedió un relámpago que cruzó el cielo como cuernos de
alce.
Manchego pasó la Avenida de los Finqueros y se introdujo a Los Encuentros, en donde
cabalgó hacia la garita Saliente del pueblo. La visión era de esperpento. Caos reinaba.
Cientos de cadáveres estaban arrojados sobre y a lo largo de la Garita Saliente. No eran
cuerpos de soldados, sino más bien, los cuerpos de pueblerinos. Habían carretas y caballos
mutilados por doquier, anunciando que cualquiera que atreviera largarse sufriría las
consecuencias de su traición. Manchego estaba espeluznado al ver aquellos cuerpos de una
distancia prudente. Además, el olor a putrefacción ya era evidente.
La vista no desmoralizó el corazón de la Sureña, pero sí el de su jinete. ¿Por los dioses, a
qué hora sucedió esta calamidad? se preguntó el mozuelo en estado catatónico. No hacía sentido
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que de un momento a otro la violencia sugerida pasara a ser una realidad. Sintió vilipendio por
aquella escena, perjurando en un mascullo venganza por la desgracia.
Galoparon como saeta entre el Sector Pobre, basura y desecho por doquier, el ruido de
lucha haciéndose cada vez más fuerte.
Manchego vio a un grupo de pueblerinos, quizás mareros, envueltos en el esfuerzo de
sobrevivir. Luchaban contra una horda de soldados que actuaba como manipulados por un
gobernante del terror. Aquellos mataban con tal presteza y tal sencillez que no parecían poseer
alma.
Manchego siguió de largo, evitando incluirse en el conflicto. Notó que el paso de su
caballo blanco, bello y galante, llamó la atención de sobremanera a un grupo soldados muy
cercano a sí. Rápido corrió la palabra entre ellos, cobrando atención por el jinete y su montura.
El muchacho siguió de largo, notando que dos de los soldados se desprendieron de la lucha
andante para perseguirlo.
Varias casas funcionaban como punto de resistencia, donde los pueblerinos se amasaban,
la mayoría entrando en un pánico desbordado. Muchos se encargaban de tapizar ventanas y
puertas con tablones de madera, mientras otros repartían armas. Lo que alguna vez fue conocido
como una Guerra Silente se había convertido en una guerra declarada y abierta.
Cuando aquellos pueblerinos reunidos notaron la presencia del jinete, sintieron alivio al
precisar que aún cabía lugar para la esperanza.
No había nadie en la calle adoquinada. La campaña de represión estaba siendo más que
eficiente. Los cadáveres en este sector eran menos que en el Pobre. Sin embargo, no era extraño
encontrar varios cadáveres colgando de un dogal. Otras veces encontraba cabezas decapitadas
incrustadas en estacas. El esperpento provocó náuseas en el chiquillo, quien siendo un finquero
imberbe, estaba poco acostumbrado a tales horrores.
Manchego escuchó la marcha de soldados sobre el adoquín. Por el fragor, al menos veinte
de ellos venían a avizorarlo. Entre ellos con facilidad harían picadillo de él y el caballo.
Una lanza pasó zumbando al lado de su oreja. Manchego volteó a ver hacia atrás,
descabellado tras el súbito asalto. Los soldados lo perseguían en un sprint. Manchego le clavó los
estribos a la yegua, quien no demoró en salir disparada hacia el lado opuesto para evadir a los
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asaltantes. Manchego volteó a ver, notando que los soldados no ganaban distancia, pero tampoco
se quedaban atrás.
Fue pronto que llegaron al Parque Central, empujados a tomar esta ruta dada la
persecución. Manchego estaba agitado, sudando frío, consumido por el terror. Supo que debía
llegar cuando antes a la casa de Ramancia. No obstante, lo que vio en el parque central le
desgarró el corazón:
La estatua del dios de la luz, Alac Arc Ánguelo, estaba llena de excremento y sangre.
Mendigos dormían a sus pies, y para su desgracia, alguien le habían cortado la cabeza. El
muchacho sintió tal enojo, que en ese instante soltó un pulso de luz blanca y divina de una
manera inconsciente. Apretaba la Nuez de Teitú.
El pulso infectó a Sureña con la urgencia de defender a una cría. Llamas prendieron en su
corazón, vapor emanó de sus narinas, la guerrera entre la yegua estaba convocada.
Otra lanza pasó muy cercana a Manchego, una que le hubiera perforado el corazón y los
pulmones. La Sureña encabronada aceptó el reto, y por ímpetu, se echó a la carga, corriendo
hacia aquellos soldados que buscaban pillarlos.
Los soldados tomaron la posición de una falange: doce lanzas apuntando hacia el pecho
del caballo en carga.
Manchego quiso hacer virar a la Sureña, pero esta, tomada por la pasión de derribar a sus
enemigos siguió de largo. A no más de cinco zancadas de hacer colisión con la falange, Sureña
hizo un giro drástico y relinchó, elevando sus patas delanteras en desafío.
En ese preciso instante hubo una explosión de llamaradas candentes justo al centro del
grupo de doce soldados. La falange se venció, piel siendo carbonizada al instante. Una
emboscada de pueblerinos salió del Mercado Centra adyacente para matar a los labradores del
Alcalde. Los soldados se sacudían en llamaradas, piel siendo convertida en chicharrón, pelo en
ceniza, grasa en una pasta inflamable.
Dos soldados, a pesar de estar rebosados en flama, se unieron a la lucha contra los
pueblerinos, tal su disposición a luchar hasta lo último. El sonido de metal contra metal fue
intenso. La Sureña quería un pedazo de la acción y embistió a un soldado con su poderoso pecho,
para luego machacarlo en el suelo con sus patas, metal enlatando el cuerpo magullado del
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soldado.
Los doce soldados fueron vencidos con rapidez por los pueblerinos organizados. El líder
de ellos, un señor moreno, alto, y con barbas mal cortadas le dijo al jinete, “No es recomendable
estar a estas horas en la calle, mi señor. En vista que pudimos, ayudamos con lo que teníamos. Ya
hace días que deseábamos emboscar a soldados con el regalito de una bomba de grasa
fermentada. Pagaron bien esos bastardos. Maslon, Desmond, quitadle las armaduras a los
malditos. Esos metales son útiles. Las espadas nos devendrán bien.” El señor volteó a ver y con
su espada mató a un soldado que todavía se retorcía. Luego añadió:
“Nosotros nos vamos, señor. Le ofrezco venirse a nuestros cuarteles, donde varios
habemos refugiados haciendo la resistencia. Tenemos poca comida y limitada agua. Podríamos
usar su dote de jinete, y su caballo se mira digno de luchar esta guerra.”
Un pueblerino vestido en retazos, con el rostro en furia y una espada en la mano llegó a
hablar con el líder. Estaba agitado, “¡Mi capitán! ¡Han localizado a un gran número de soldados
aglomerándose a no más de dos cuadras de esta calle! ¡Dicen que numeran cerca de los
doscientos! Más de veinte Escuadrones de la Muerte…¡Es el grupo más grande que se ha
conglomerado hasta ahora! ¡Parece ser que algo los ha alertado y están moviéndose en masa!”
Otro mensajero llego corriendo; este con rastros de sangre seca y ajena sobre sus
armaduras de cuero hervido, “¡Mi capitán! ¡Mi capitán! Dos grupos del oeste y uno del este han
reportado actividad, ¿damos la orden de ataque?”
El líder se volteó hacia Manchego y le dijo, “Mi señor, ¿ha escuchado esta calamidad?
Quizá es oportuno que se una a nuestro bando.”
Manchego respondió apenado, desenvainando su machete, “Le agradezco su hospitalidad,
capitán. Pero em…Lo cierto es que tengo una misión que cumplir y no creo que pueda irme con
su grupo pero…”
“¿A dónde se dirige, mi señor? ¿Quizás podremos escoltarlo hasta ese punto?” dijo el
capitán preocupado.
Manchego se sintió halagado al serle llamado por señor. El jinete dijo pavoneado, “Voy
hacia la quinta avenida y séptima calle, el Barrio la Villa sexta del Nuno, a cinco cuadras de las
Amrias Santas, capitán.” La mirada del mozuelo ardía con vehemencia.
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El capitán lo vio con ojos de curiosidad y dijo acercándose y hablando quedo, “Mi señor,
¿está seguro que quiere ir hacia la quinta avenida y séptima calle? Ese Barrio, mi señor, es uno
de los sitios en donde nadie quiere poner pie. Como se lo hago ver más fácil, emm, es el lugar
que le llaman el endemoniado, hablando de cadáveres que caminan y de un fuerte de soldados
imposible de penetrar. No sé qué lo lleva a tal punto mi señor, pero si es ahí a donde va, sólo
puedo darle mi escolta hasta la quinta avenida y sexta calle. Posterior a este punto, seguirá usted
por su propia cuenta. ¿Estamos entendidos?”
Manchego movió la cabeza asintiendo la oferta que el capitán le extendió con amabilidad.
El líder estaba por irse, en cuyo momento el muchacho le urgió, “¡Capitán! ¡Su nombre no me lo
ha dado!”
El Capitán se quitó el casco. Pelo lamido cubría su cabeza. Dijo con reverencia, “Nunca
lo pensé importante. Me dicen Savarb, antes el Leñador pero ahora simplemente el capitán. Hace
años serví como militar. Era capitán de una pequeña división. Soy hijo de Arkaf y Lurias
Kómphuros, mis padres han muerto a cuestas de esta sombra que envuelve al pueblo. He
perjurado venganza contra el Alcalde. ¿Y el suyo, mi señor?”
“Manchego, hijo de…” no sé quienes son mis padres, pensó el mozuelo, “…nieto de
Eromes El Perpetuador y de Lulita, proveniente de la Finca el Santo Comentario.”
Savarb se hincó ante Manchego, “Ahhh… mi señor. Disculpe mi falta de educación. Es
un honor conocerlo; sin embargo, los tiempos son turbios y debemos proseguir, salvo que
deseemos ser acribillados por el enemigo. Le prometo que ellos nos se detendrán hasta que
estemos hechos una pulpa.”
Savarb empezó a dar órdenes, “¡Necesito un equipo de escoltas, aptos para defender al
señor Manchego, fino guerrero del linaje de nada menos que Eromes el Perpetuador! ¿Hay
voluntarios?”
Dos hombres reaccionaron, uno de ellos acercándose a Manchego, “Yo fui cliente directo
de tu abuelo. Juntos sembramos en los campos y cuidamos de Fincas. Yo lucharé a tu lado, señor
Manchego.”
El segundo, un joven de no más de quince años dijo, “Yo conozco a Doña Lulita de la
Finca el Santo Comentario. A su lado voy a luchar, señor Manchego, Maslon a su servicio.”
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Uno tras otro se conglomeraron once hombres, todos ellos con el rostro embadurnado en
suciedad y barbas mal podadas.
Excepto uno. Este llevaba una capucha puesta sobre la cabeza cubriéndole el rostro. El
manto de su atuendo le cubría el cuerpo y la cabeza entera. Era imposible descifrar su identidad.
Savarb gritó, “¡El resto de hombres asuman sus puestos en el Fuerte. Regresaré en unos
minutos tras escoltar al señor Manchego.”
El capitán se le aproximó y le dijo, “¿Está seguro que quiere usar un machete contra los
soldados?”
Manchego se inventó una historia para no hacer el ridículo, “Extravié mi espada cuando
usted reventó la bomba de grasa fermentada.”
Savarb le respondió entre penas y apuros, “No aguarde, mi señor. Tenga esta espada.” El
hombre descolgó el arco que llevaba sobre un hombro. Preparó las flechas entre una aljaba
hechiza. “Nosotros correremos sobre el techo para protegerlo, pues bien sabe que una lucha
mano a mano contra los soldados es suicidio. Que los dioses vayan con usted. ¡Vamos!”
El capitán dividió a los hombres en dos grupos de seis, cada uno correría sobre los techos
de cada lado de la calle. Sin embargo, uno de los voluntarios permaneció a un costado del jinete,
impertérrito.
El capitán se aproximó a él para corregirle su comportamiento, “¿Qué crees que estás
haciendo? ¡Dije que nadie se va a pie! ¡Es muy peligroso! ¿Qué no me oyes? Haz lo que quieras.
Te lo advertí…”
Esta persona desobediente, para la sorpresa de Manchego, era aquella encapuchada.
Aquella figura mascullaba algo, inaudible dado el desastre que concurría derredor.
“…sol solecito…”
Manchego empezó a moverse hacia su destino dándole un pequeño golpe a las costillas
de Sureña con los estribos. De inmediato el encapuchado corrió tras él a una velocidad
considerable.
Llegando a la cuarta avenida se escucharon pitos resonar a una distancia cercana. Botas
pisaron adoquín. En ese instante una lanza voló cerca de la oreja de Manchego. Se estremeció, la
muerte pasando demasiado cerca de sí.
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Por el susto expelió un pulso de luz blanca angelical, con cuya fuerza Sureña cobró un
furor descomunal. El encapuchado pareció responder al llamado de la luz divina, corriendo a una
velocidad creciente. Los tres, jinete, corcel y escolta, se prepararon para un enfrentamiento que
derramaría una ducha de sangre y vísceras.
Entre la oscuridad creciente, a una distancia, un grupo de soldados formaba una falange
para interceptarle el paso al corcel y a su piloto. El triángulo de escudos estaba listo con lanzas
apuntando al pecho del caballo. Pero de súbito, y mucho antes que el jinete llegara a colisionar
contra la falange, un furor de llamas y una explosión llovió sobre dicha ofensiva. El triángulo se
desintegró en segundos, permitiéndole el paso a una lluvia de saetas embravecidas. El zumbido
era grotesco, tal como los gritos de dolor y abatimiento. Sonaba como si miles de avispas
estuviesen atacando al unísono, los soldados domeñados por el fuego cayendo al ser perforados
por uno o varios proyectiles.
Sureña cobró pasión y se incluyó entre la masacre, partiendo cráneos a patadas.
Manchego lanzaba arcos y estocadas con la espada, pero era muy pesada para él, apenas
graznándole las carnes a los soldados.
Contrario a el jinete, el encapuchado maniobraba la espada como un auténtico
espadachín. En arcos y estocadas, partía brazos y piernas, cascos y pecheras, decapitando a unos
y totalizando a otros, y además no parecía cansarse.
Los soldados pronto fueron vencidos, suceso que le permitió al jinete y a sus escoltas
proseguir hacia su misión. Para este entonces, la yegua ya estaba rebosada en sangre, chorreando
de sus flancos líquido viscoso color rojo.
Ya iban por la quinta avenida, pasando por la quinta calle, cuando otro grupo de soldados
se hizo presente para embestirlos. Pero este, a diferencia del grupo previo, no estaban a la deriva.
Aquellos luchaban contra insurgentes que los habían emboscado de las casas adyacentes.
Manchego aprovechó el momento sorpresivo, y galopando a toda velocidad se abalanazó
sobre el cuerpo de varios soldados, desnucando a varios en cuestión de un instante. La colisión
fue poderosa, los soldados estaban siendo mascados entre el afronte de dos lados opuestos que
los majaban con eficiencia. Sangre en forma de una brisa salió expelida al aire, detallando la
creciente tarde con una neblina roja, el frenesí y los gritos de confusión generando un caos
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vilipendioso.
Pronto fue que ayuda provino del techo. Decenas de flechas cortaron el aire atravesando
pechos y cráneos. Pero la lucha sufrió un cambio de balance. Una confusión generó gritos del
techo. Alguien aulló en pánico, “¡Cuidado! ¡Salen de la terraza! ¡Han encontrado nuestro
escondite!” Y hubo una explosión sanguinolenta, seguida por una lluvia de brazos, piernas, y
tripas. Vapor de víscera salió disparado, sesos manchando paredes. La última bomba de grasa
fermentada reventó entre las manos de un pueblerino desafortunado.
Soldados habían invadido la casa, vencido la resistencia, y ahora estaban derribando a la
escolta que acompañaba a Manchego. Creyó escuchar la voz de Savarb entre la batalla, pero no
estaba seguro. Su corazón se estremeció de la pena al ver que sus escoltas estaban siendo
diezmados.
El balance de la lucha fue favoreciendo a los soldados a pesar que el encapuchado seguía
abatiendo a los malhechores sin detenerse ni para tomar un suspiro. Manchego debía de seguir
adelante.
Fue en ese instante que una persona le tomó por la pierna con fuerza. Se alivió al verle el
rostro ensangrentado. Era Savarb, “¡Mi señor! ¡Váyase! ¡Cabalgue con fuerza y no se demore!
¡Este es nuestro destino! ¡El suyo está a no más de dos calles! ¡Vaya con los dioses!”
Y Savarb se sumió entre la lucha, uniéndose en un duelo a la muerte con un soldado,
ambos atacando y rechazando golpes con el metal filoso.
El jinete no fue ni lento ni perezoso. Fue dejando el ruido de la batalla detrás, un eco que
lo persiguió con sorna.
Sureña percibió lo mismo que Manchego y se detuvo, negando seguir adelante. El jinete
no urgió a su caballo, pues supo que aquello que le esperaba era de origen negruzco. No la podría
obligar a los horrores que él estaba por vivir.
La sombra estaba omnipresente a sus alrededores. El encapuchado llegó a estar junto a
Manchego, quien seguía montado sobre el lomo del caballo mientras estudiaba el ambiente. “Sol
solemne, calmantes fuegos… Sol solaz, fraguas inocentes… Sol solacio, imberbe y aliciente…
Sol solano, llévame entre tu mano,” dijo aquél en una voz clara y concisa.
Manchego desmontó del caballo con torpeza, amedrentado y curioso al ver a aquella
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figura. Enfrentó a aquella persona, su corazón galopando al predecir su identidad. Las palabras
que dijo…
Aquel hombre se retiró la capucha, su rostro inconfundible. Era Mowriz sin lugar a
dudas, pero su aspecto estaba extraño: tenía el rostro más pálido de lo normal y sus ojos estaban
muertos. El delincuente, extrañamente, se hincó ante Manchego. Volvió a repetir las palabras,
una y otra vez, como si estuviese poseído por alguna fuerza superior.
“Sol solemne, calmantes fuegos… Sol solaz, fraguas inocentes… Sol solacio, imberbe y
aliciente… Sol solano, llévame entre tu mano.”
Manchego dio un paso hacia atrás, aterrorizado. Mowriz seguramente venía a cobrar su
venganza. ¿O no? Lo extraño es que el muchacho no hacía más que seguir rezando aquellas
palabras…poseído.
“¿Fuiste tú quien escribió esta carta?” inquirió Manchego, produciendo la nota de su
bolsillo.
“Sol solecito,” respondió el interpelado.
“¿Eso es un sí o un no?”
“Sol solecito.”
Manchego se impacientó. “¿Estuviste en mi habitación anoche?”
“Sol solecito.”
El mozuelo empuñó las manos, su impaciencia escalando al borde de la violencia. Lo
escrutó, intentando divulgar alguna sonrisa en el muchacho, o de percibir algo que desmintiese
esta bufonada. “Ya basta… no es chistoso, Mowriz.”
“Sol solecito.”
Sintió rarísimo estarle dando órdenes a esa persona que tanto tiempo lo había hostigado.
“¡Basta te dije!”, gritó Manchego.
Mowriz se puso de pie inmediatamente. El pastorcito se echó hacia atrás, cubriéndose el
rostro, esperando lo peor. Pero nada sucedió. El delincuente poseído seguía de pie, su mirada
perforando el suelo.
Manchego recobró su compostura, “¿Qué te pasa? ¿Realmente crees que voy a creer que
estás de mi lado?”
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Mowriz respondió con una voz muerta, “Sol solecito…”
Manchego se enojó. Soltó otro grito: “¡Ya basta! ¿Qué te pasa?”
“Sol solecito…”
“¿Qué quieres de mí?”
“Sol solecito…”
“¡Cállate!”
Mowriz hizo silencio.
“¡Habla bastardo! ¿Qué quieres de mí?”
“Sol solecito…”
“¡Qué me digas!”
“Sol solecito…”
“¡Ya basta con eso! ¡Dime!”
“Sol solecito…”
Manchego perdió la paciencia y empujó a Malabrad con toda su fuerza. Aquél calló al
suelo, sin alguna expresión facial. Mowriz regresó al lugar en donde estaba y siguió diciendo en
susurros, “Sol solecito…”
“¿A quién buscas?”
“Sol solecito…”
Manchego sintió algo extraño surgir entre su ser. Dijo reventando del enojo: “¡Te voy a
dar una buena paliza si sigues así, Mowriz! ¡Esto ya no es chistoso!”
El interpelado tomó su espada y se la ofreció a Manchego, “Sol solecito…”
“¡No quiero tu espada, vil serpiente! ¡Dime!”
Aquél retiró su espada y dijo, “Sol solecito…”
Manchego entró en furia y le gritó, “¡Cállate, villano!”, soltando al mismo tiempo una
bofetada seca al rostro de Mowriz.
El agresor notó que la piel de su víctima estaba exageradamente fría. Se quedó mudo al
percatarse lo que había hecho. Acababa de tratar a Mowriz tal como él lo trató en la escuela. Se
sintió mal al precisar que él se había convertido en el violento. No se pudo detener. Estaba ciego
por la furia, por la gana de sentir la dulce venganza contra el desgraciado que le hizo la vida
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imposible en la escuela.
“Sol solecito…”
“¡Que calles, rata inmunda!” Manchego le propinó un puñetazo solidó a la nariz de
Mowriz. Sangre le salió formando un diminuto río negro.
Mowriz respondió sin deterioro en su voz ni su semblante, “Sol solecito…”
“¡Qué calles, desgraciado!” El pastorcito le atizó un puntapié al estómago. El interpelado
no se inmutó. Era duro como piedra.
Mowriz volvió a responder., “Sol solecito…” Su mirada estaba muerta. Su piel estaba
pálida, sus labios secos…morados…muertos.
“¡Ándate al infierno!” le gritó el mozuelo, su rostro deformado en una mueca vil. Jamás
había expresado tanta amargura en su existencia. Quizá los eventos que estaba viviendo lo
estaban cambiando…para bien o para mal.
En ese instante Mowriz empezó a caminar hacia donde estaba aquella sombra.
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CAPÍTULO XX - DIÁBOLO 3
Manchego se sorprendió de contemplar la obediencia ciega de Mowriz. Sigue mis
órdenes al pie de la letra. ¿Es mi tormento perjurado convertido en mi sirviente? pensó el pastor
con asombro.
El pastor siguió con cautela a su enemigo, ahora su escolta personal. Miedoso se
aprovechaba del coraje aparente de Mowriz, quien caminaba hacia aquella sombra sin deterioro.
Manchego se tornó paranoico. Volteaba a ver de lado a lado, espantado. Sus párpados no
daban más. Sin embargo, hacía lo posible por exceder el límite de aquellos para abrir sus ojos al
máximo. Le empezaron a arder los orbes visuales. No deseaba parpadear temiendo que entre la
penumbra en la cual se sumían se apareciera algo fantasmagórico. La presencia de la sombra era
cada vez más fuerte, y concomitantemente la visibilidad iba disminuyendo con cada paso.
Tuvo un súbito relámpago en la mente. Se acordó de la Sureña. Volteó a ver hacia atrás,
donde la había dejado sin más. Su corazón se hundió al precisar que no lograba ver más allá de
un par de zancadas. Deseó que la yegua encontrara su camino de vuelta a la Estancia. Regresó la
mirada hacia adelante, donde la tenebrosidad aumentaba con creces.
Algo anidaba entre la sombra gelatinosa. Un terrible augurio corrió por su espalda con las
garras de un carroñero.
La sombra devoraba luz. No se veía nada más allá de unos cuantos metros. Las casas
adyacentes lentamente se iban desvaneciendo, olvidadas entre el abismo devorador.
El silencio se tornó abrumador, como si la sombra amortiguara todo sonido. El único
ruido audible eran los pasos de los muchachos sobre el adoquín.
A pasos de la casa de Ramancia la sombra extendió sus tentáculos y buscó devorarlos
entre su penumbra.
Depresión…asco, disgusto, malicia, negatividad, desgracia, porquería, inmundicia,
blasfemia, herejía, negrura, lacra, lúgubre, lóbrego, mordaz, murria, muerte, muermo, malicia,
mortal, mugriento… ¡Desahucio! ¡Desahucio!
Aquellas palabras resonaron en la mente del pastor, la sombra invadiendo su conciencia
con pensamientos putrefactos. No podía ver bien. Se sentía mareado, lento, eternamente
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aturdido. Tuvo ganas de dormir, de morir. Empezó a desistir. Ya no quería seguir. Sólo deseaba
estar a solas y morir en paz. Caer, y caer, y caer. Caer…y caer.
En ese instante Mowriz le dijo, “Sol solemne, calmantes fuegos… Sol solaz, fraguas
inocentes… Sol solacio, imberbe y aliciente… Sol solano, llévame entre tu mano. ¿Sol solecito?”
Manchego soltó un pulso de luz blanca angelical. Se sintió aliviado de los males que lo
acaparaban. La sombra y sus tentáculos se retiraron al presenciar aquella fuerza prístina mientras
apretaba la Nuez de Teitú.
Algo se movió entre la sombra, suscitado, quizá, por el pulso de luz emitido. Algo…¡se
movió entre la sombra!…
Mowriz produjo la espada que llevaba con sí, el alarido del metal desenvainado llenando
el ambiente. Siguió caminando como si estuviese convencido de luchar hasta la muerte por su
amo, sin importar qué fuese a pasar sobre su propia faz.
Largos segundos de tortura pasaron. Los pasos incrementaron tanto en frecuencia como
en volumen. Varias voces graznaban en eterna agonía, en desasosiego totalitario.
Un objeto voló por el aire, casi pegándole a Manchego en la cabeza. El proyectil rebotó
para rodar a los pies del muchacho, donde se espeluznó al reconocer lo que le habían lanzado:
una cabeza decapitada. Aquella no tenía ojos. Quizá fueron comidos por un cuervo hambriento.
El pastor sintió el terror escalar desde sus pies, invadiendo su alma con pezuñas acongojadas.
Entre la sombra su acechador se presentó, emergiendo como fantasma de la tumba.
Caminaba cojeando con una velocidad alarmante. El monstruo fantasmagórico poseía varios
brazos, varias piernas, y varias cabezas con las bocas en agonía, como si fuese una bestia
compuesta por varios hombres mutilados.
Manchego soltó otro pulso de luz blanca angelical al verse enfrentado a semejante
oprobio. Dicha luz energizó al alma esclavizada de Mowriz, quien cobró un furor belicoso. Los
ojos del siervo brillaron con una flama poderosa. Se abalanzó a la batalla épicamente.
La masa apiñada de cientos de cadáveres no caminaba por acción propia, sino rodaba,
pues aquella era una gran bola de muerte. Aquella quimera buscaba morder Manchego para
diezmarlo, sus miles de bocas agónicas hambrientas por su carne tierna. Entre un costal el
organismo infernal llevaba miles de cabezas decapitadas. Aquellas las lanzaba como proyectiles,
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haciendo el intento de infligirle daño al pastor.
Pero Mowriz defendía con destreza a su amo. En cada ocasión desviando los proyectiles
con su espada larga y pesada. Manchego temblaba del pavor. Su espada era inservible entre sus
manos dominadas por el pánico. Si no fuera por su némesis de la infancia, ahora su guardia,
estaría muerto, masticado por aquella quimera infernal.
Mowriz y la bestia se unieron en una batalla sanguinolenta. Espada metálica empezó a
rebanar carne arrejuntada. Pero eran demasiados los organismos, y los golpes de Mowriz no se
comparaban con los miles de puñetazos y arañazos y jalones que pegaban los miles de brazos y
piernas. El balance de la lucha favoreció a la quimera. Mowriz pronto inició a sufrir los atracos
de la bestia.
En una de esas ocasiones aquel organismo maldito sostuvo a Mowriz por un brazo. Lo
empezó a sacudir de lado a lado como perro haría con una alimaña. Entre la fuerza de miles
lograron arrancarle el brazo al escolta, de donde sangre fluyó en un borbotón de sangre negra.
Mowriz se fue de cara al suelo de adoquín. Se quedó paralizado bajo las patas de aquella
bestia. Manchego estaba inmóvil, sin saber qué hacer con su espada frente al rostro. Sin saberlo
ni sentirlo soltó otro pulso de luz angelical.
En ese instante Mowriz cobró fulgor. Poniéndose en pie de un respingo le propinó una
estocada al centro de aquel cuerpo. La masa apelotonada de cadáveres se venció ante las fuerzas
que ya no la sostenían. Cientos de cadáveres cayeron al suelo en una hecatombe, aquel
organismo siendo vencido con eficacia.
Mowriz siguió caminando hacia la puerta de la casa de Ramancia. La articulación
resaltaba sangrienta donde alguna vez se unió el hombro con el torso; sin embargo el muchacho
alguna vez un delincuente no pareció inmutarse por la lesión. Con la espada en el único brazo—
el derecho—, andaba como buen vigía, buscando enemigos al acecho.
Manchego lo siguió con cautela, su rostro catatónico dado el nivel de la penumbra. Su
alma estaba bloqueada y no aceptaría la realidad hasta que tuviera semanas para digerir dicho
vilipendio. La espada le temblaba entre las manos sudorosas. Sus ojos no cesaban de ver de lado
a lado, circunspecto. Esquivó la pila de cadáveres que Mowriz había vencido y siguió a su guía.
En ese instante recordó el sueño que tuvo anoche y reconoció la escena. Manchego temió
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perder la vida a merced de flechas, pues tal le había revelado aquel sueño.
“Pru-prueba abrir la puerta…” le ordenó a Mowriz, trastrabándose.
El guardia soltó la espada, enviando un estrépito al caer sobre adoquín. Estiró su mano y,
con terquedad, probó abrir la puerta. El pomo estaba firmemente sellado.
“Espera…la entrada está en otro sitio,” dijo, pensando en silencio. Temía hablar en recio,
como si sus palabras pudieran alertar a otro centinela de la negrura.
Fue en ese momento cuando a Manchego se le ocurrió algo; irse por el pasillo por donde
había huido de Mowriz aquella vez. Se acordó que eso mismo es lo que el sueño le mostró
anoche.
Manchego le dijo a su guardia, “Sígueme, vamos a irnos por otro camino.”
“Sol solecito…”, dijo el otro, cogiendo la espada del suelo.
Manchego tomó eso como un sí. Seguramente no había más en su mente que esa canción
tan perturbadora. ¿Y por qué un sol?
Llegaron a la pared de madera, hecha de tablas verticales yuxtapuestas. Por debajo de una
de ellas yacía el pasillo secreto. No parecía haber alguna entrada cuando acordaba que había un
agujero. ¿Dónde estaría? Manchego rebuscó, y frente a sus ojos una de aquellas tablas transmutó
de estar intacta a tener un agujero por debajo. ¡Fue ahí mismo donde se introdujo para huir de la
persona que ahora mismo le acompañaba! ¡Vaya ironía!
A Manchego le pareció demasiado perfecto cómo todo estaba planificado por manos
hacendosas. ¿Pero por quién?
Cuando Manchego y Mowriz entraron, deslizándose como roedores, hubo un cambio
súbito de la temperatura y de la intensidad lumínica. El silencio estaba muerto. El ruido también.
La luz estaba muerta.
Anduvieron por un tiempo prolongado. Instintivamente produjo su mano tras largos
momentos de poca actividad. Tocó el pomo de la puerta secreta que en ese momento se dejó ver.
Era de madera, tal cual la recordaba. Giró el pomo, adentrándose hacia el interior de la casa de
Ramancia.
Manchego comprendió lo astuto que había sido el hechizo de Ramancia para almacenar
sus memorias. Si no fuera por el lento destilar de aquellas y su final revelación, jamás hubiese
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dado con el pasillo secreto y la puerta misteriosa.
Cerró la puerta tras de sí media vez Mowriz había entrado. El ambiente volvió a fluctuar.
La temperatura era más baja que en las afueras o en el pasillo.
Manchego se acordó de inmediato del interior de la casa de Ramancia. Este parecía un
corredor de la parte trasera de su casa. Las paredes destilaban un color grisáceo muerto. Los
candelabros y las esquinas, tal como en su sueño, estaban ocupadas por una densa tela de araña.
Volvió a percatarse de la pintura que figuraba a un demonio sosteniendo a un ángel por el cuello,
a punto de lanzarlo al abismo. Supo que, aunque aquella parecía ser importante, no era el
artefacto que buscaba de momento. En su sueño él mismo se dijo a través de un reflejo que debía
buscar el espejo de la Reina Negra del Abismo de Morelia.
Empezó a caminar por el corredor hasta dar con la esquina. La misma se abrió a una larga
habitación donde contempló dos sillones recubiertos por mantas negras. Fue aquí, se acordó,
donde vio a Ramancia y a la figura encapuchada que le apuntó un dedo.
En la pared izquierda colgaba un cuadro. Era un retrato de Ramancia en sus días de
juventud, en donde el artista responsable la había transfigurado con una cabra de color negro. El
rostro de Ramancia se fundía indefinidamente con el animal en diversos puntos. Apantallaba ser
una quimera.
“Mantente cerca de mí. En caso de que haya peligro, no demores y elimina el problema.
¡No hagas ruido!” le urgió el muchacho a su guardia. Aún se sentía extraño al darle órdenes; sin
embargo, de momento no cabía estarse cuestionando tales cosas. Debía proseguir si es que
deseaba llegar al meollo de este misterio.
“Sol solecito…”
El cuarto mostró que frente a los sillones recubiertos había una parte llana, suelo con
marcas hechas con lo que podría ser una piedra poma. Al centro se dibujaba un círculo de unos
dos metros de diámetro. Entre aquél había otro más pequeño, en donde cabía perfectamente
dibujado un triángulo equilátero, una cruz al centro, y tres círculos rodeando cada vértice del
triángulo.
Manchego no comprendió la naturaleza de aquella brujería, pero el presagio que dejó en
su mente no fue bueno. Supo que tales runas eran demoníacas y mal vistas, odiadas por el
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Décamon.
Siguieron su camino pasando sobre tales círculos. Al final de la habitación se toparon con
un par de estatuas de mármol negro, piedra lisa y brillante. Las figuras protegían una serie de
escalafones en espiral.
El joven empezó a descender por los peldaños. Aquellos eran de un material rocoso,
quizás del mismo mármol negro que las estatuas. Éstas emanaban un ruido raro cada vez que
daba un paso, como el sonido de un eco interno. Cada peldaño parecía albergar un universo
dentro de sí.
Mientras más descendía, notó, se sentía más liviano, su cuerpo menos pesado para sí.
Cada peldaño nuevo prometía una sensación más extraña. Si antes emitían un eco al pararse
sobre él, ahora parecía tener una superficie lisa, al punto donde sentía flotar y no caminar.
De un momento a otro los peldaños cesaron de existir. Ahora flotaba en el vacío, estrellas
y astros a su alrededor. Era un fenómeno impresionante. Se asustó al notar que le faltaba el aire.
Si embargo, a una distancia muy corta un cuarto se hizo visible. Hacia él pataleó, intentando
moverse tan rápido entre dicho espacio, Mowriz fielmente detrás de sí.
De un segundo a otro aterrizó sobre suelo un de piedra. Inspiró profundo, agradecido de
tener el aire de vuelta. Volteó a ver hacia atrás, efectivamente el vacío seguía ahí. A una distancia
indescriptible se miraba el escalafón de peldaños negros. Cada vez la realidad se tornaba más
insólita. Sin embargo ya nada parecía impresionarle. Estaba dispuesto a todo.
El cuarto donde se hallaba era vasto. Las piedras en el suelo, la pared, y el techo, eran del
mismo tipo: grandes, quizá de una zancada de largo y ancho, de superficie irregular y robusta,
con signos que el tiempo se había deslizado sobre su faz, no sin dejarla rasguñada. Manchego
pudo ver sin mucho escrutinio que el mismo suelo figuraba varios arañazos profundos, como si
aquí se movió mueblería de peso enorme. Notó que Mowriz no estudiaba el ambiente como él,
como si no le importara del todo.
Una lámpara gigante colgaba al centro del cuarto vasto. Estaba hecha de bronce ya
oxidado, con tantos candelabros extendiéndose como brazos articulados, que más parecía ser un
arácnido intrépido a punto de caerse.
Siguieron andando hacia la única puerta visible, cual estaba abierta. No era una puerta de
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madera, como las que había visto previamente en casa de Ramancia, sino una verja levadiza de
barrotes de hierro.
Las paredes estaban llenas de las runas demoníacas, círculos rodeando triángulos
equiláteros con esferas en cada ángulo, cubos con estrellas de seis vértices al centro, medias
lunas con cruces invertidas al centro, y entre tantas runas que habían en las paredes, enviaban
fríos pensamientos a la mente de Manchego. Prefirió no estudiarlos. No deseaba perturbar aun
más su alma ya socavada por los eventos recientes.
“Sol solecito…” repetía el cadavérico enemigo, guardia, y acompañante del pastor. Aun
no estaba seguro qué título admitirle. Sin saberlo a conciencia, Mowriz lograba mantener a
Manchego sano de la mente. Sin él, seguramente ya estuviera muerto.
Pasaron por la verja y entraron en un corredor compuesto por cinco unidades de puertas
de cada lado. Al lado de cada puerta había un candelabro. Aquél se alzaba hasta la altura del
pecho de Manchego, con una candela prendida cuya flama danzaba al son de una música mística.
El corredor se iluminaba vagamente por la luz de las diez llamas. Al final del mismo había otra
verja levadiza, cerrada.
Manchego sintió tremenda suspicacia al andar por el pasillo. Tras cada puerta del
corredor sentía una presencia fantasmal escuchar cada uno de sus pasos. El mozuelo se tornó
furtivo, haciendo el intento por no alterar a nada ni a nadie.
Mowriz iba siguiendo sus pasos ciegamente. Le ausentaba el brazo izquierdo, y no
parecía molestarse por dicho hecho. En la mano derecha llevaba la espada, listo para proteger a
su amo. El rostro del muchacho poseído mostraba una emoción frustrada y feliz.
Arribaron a la verja levadiza cerrada al final del pasillo. A través de los barrotes notaron
que había otro cuarto vasto, que era cuadrangular, muy espacioso, por lo cual se parecía al primer
cuarto que encontró al hallarse en esta dimensión extraña dentro la casa de Ramancia. En aquella
cámara le esperaba algo muy insólito. Al centro había un tunco de madera que parecía ser un
asiento. El diámetro de la rodaja de árbol no debía superar media zancada.
La verja estaba firmemente sellada. Manchego trató de abrirla por fuerza, sosteniendo los
barrotes con las manos. Inútil. Mowriz se adelantó e hizo el intento él mismo. La verja apenas se
movía con aquellas sacudidas. Era una puerta muy pesada y firmemente sellada.
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“Sol solecito…” dijo el guarda muerto-animado. Manchego estuvo por silenciarlo con
una reprimenda, cuando algo se movió.
La puerta se levitó micras. Manchego se sorprendió. Sin comprender el misterio
enteramente, le ordenó a su fiel seguidor, “¡Canta esa canción!”
Mowriz obedeció, “Sol solemne, calmantes fuegos… Sol solaz, fraguas inocentes… Sol
solacio, imberbe y aliciente… Sol solano, llévame entre tu mano.” Fue la llave a la cerradura del
hechizo que protegía la verja. Muy astuto este juego de hechizos, se dijo el mozuelo. Ramancia
trama algo que apenas inicio a comprender, concluyó.
La verja levadiza fue siendo elevada por mecanismos dentro de la pared misma, los
engranajes oxidados y sin uso tronando con gravedad. El sonido reverberó con intensidad, tal que
pudieron haber alertado a cualquier persona a cuadras de distancia. Manchego y su guardia se
adentraron a la cámara hecha de piedras grandes. Estaba fría. Olía a desgasto. Al centro le
esperaba el tunco de madera.
Este cuarto, contrario al previo, no tenía los signos de desgasto sobre el suelo o la pared,
como si hubiera sido construida hace poco. Tampoco tenía runas inscritas por doquier. Se
aproximó al centro de la pieza, fijando su atención en el tunco de madera. Sobre él, notó, le
esperaba con paciencia una cajita. Entre ella se detallaba una pequeña nota y un palillo largo y
sólido. La nota rezaba así:
Sol solemne, calmantes fuegos…
Sol solaz, fraguas inocentes…
Sol solacio, imberbe y aliciente…
Sol solano, llévame entre tu mano.
Mowriz vio a su amo leer. Notó el rostro confundido de Manchego, y dijo, intentando
alegrar su día, “Sol solecito… Sol solecito… Sol solecito…” El rostro del guarda era uno de
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simpatía, incluso, parecía ser como si deseaba rodar una lágrima por su rostro.
El pastor le lanzó una mirada al muchacho que perjuró ser su enemigo por la eternidad. Y
allí estaba, sin un brazo, emanando una energía extraña pero protectora. No lo podía creer. Su
némesis siéndole un fiel servidor. ¡Qué ironía!
¿Qué diablos se supone que debo hacer aquí? Seguramente no es el fin. Algo me sigue
llamando y lo debo encontrar. El espejo… Esto seguramente es un acertijo. Otro de los trucos de
Ramancia, pensó al muchacho mientras analizaba sus alrededores.
Manchego levantó la cajita. Notó que al centro del tunco había una mella. La depresión
era en forma de embudo. A Manchego le pareció raro, pero no pensó nada al respecto en ese
momento. Mowriz, sintiendo la frustración de su amo, dijo, “Sol solecito…”
Manchego contestó, “Eso es exactamente. Un acertijo. Detesto los acertijos. Sol solecito.
¿A qué se puede referir con sol solecito? Puede ser el sol mismo, pero no veo una forma sencilla
de hacer que haya sol por aquí adentro, además, es de noche. No hay ventanas como para darle
paso a los rayos solares. ¿Pero a qué más se puede referir? Seguramente no hay muchas cosas
que se parezcan a un sol. Hmm, ¿cómo hacemos para buscar un sol solecito? ¡En este cuarto no
hay nada similar! No sé, Mowriz, ¿qué piensas al respecto?”
“Sol solecito…”
“Sí, sí, sol solecito. No sé ni por qué pregunté. La solución tiene que estar en este cuarto.
Si no, no nos hubieran puesto a resolverlo. ¿No crees? Tú vives diciendo sol solecito a mi lado,
entonces asumo que tú has de saber qué significado tienen dichas palabras.”
Manchego se rascó la cabeza.
“Sol solecito…”
“No sé de qué sirve que me sigas diciendo sol solecito, Mowriz. Si es un acto el que estás
jugando, debo decir que eres el mejor actor del universo.”
El muchacho analizó el hueco que mostraba la ausencia del brazo izquierdo de Mowriz.
Donde tuvo que haber estado la articulación, no había más que un agujero negro, recubierto por
una escara. Su enemigo no parecía perfilar dolor ni angustia por el menoscabo. Extraño. Muy
extraño.
“Anda a rastrear el cuarto entero. Debemos hallar una pista para resolver el acertijo.” Lo
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cierto es que deseaba quedarse a solas para pensar. Además, estar tan cerca a Mowriz en un
estado moribundo no le causaba gracia.
“Sol solecito…”
De inmediato, el interpelado cumplió la orden. Envainó la espada y con el brazo restante
inició a peinar entre el surco entre cada piedra del suelo y la pared. El joven parecía canino
olisqueando rastros de alguna alimaña.
Manchego sintió un influjo de ideas. Quizá Mowriz guardaba la clave hacia el acertijo.
Pensando lo cual, ordenó a Mowriz, “¡Canta la canción!”
Mowriz, quien estaba peinando el suelo, se puso en pie como militar y recitó el cántico.
Manchego le dio tiempo al tiempo. Quizás era una puerta o vía que se abriría con
lentitud. Minutos pasaron y nada sucedió. Mowriz se mantuvo firme, esperando órdenes.
“Continúa buscando,” le ordenó el mozuelo. Exactamente eso hizo Mowriz.
“¿Sol solecito? ¿Como así?” Cruzó los brazos. “Seguramente no puede referirse al sol,
porque… ¡porque no! ¡No suena lógico! Tiene que ser algo que esté en este salón, o quizá, en el
siguiente. Algo que se asemeje a las propiedades del sol… ¿Cuales son las propiedades del sol?
Brilla. Esa es una. Da calor. Esa es otra. Quema. ¿Fuego?”
Manchego vio entre la cajita. Vio el palo delgado de madera. Combustible potencial.
¡Perfecto! Había llegado a un posible comienzo.
Emocionado, tomó el palillo reseco y caminó hacia donde estaban los candelabros. Al
aproximarse a la puerta más cercana, sintió la radiación maligna detrás de ella. Tuvo miedo y
cautela. Con extremo silencio prendió fuego al palillo con la vela de uno de los candelabros.
Con el palillo encendido, procuró caminar con lentitud para que aquella llama no se
apagase. No había otra opción más que hacer lo lógico, eso es, depositar la llama entre la mella
al centro del tunco de madera.
Cuando estuvo cerca, aquella vara de madera ya ardía con presteza. Colocó la llama en la
hendidura. En ese instante aquella depresión cobró fuego, como si tuviese algún combustible. La
llama ardía como una antorcha en su máximo fulgor, cobrando una intensidad respetable de calor
y fuerza. El sonido de la flama era a ráfagas de aire cursando con velocidad. Se impresionó que
algo tan sencillo como un tunco pudiera desplegar tal llamarada. Supo que se debía aun hechizo.
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Con el paso del tiempo la euforia de su hallazgo fue muriendo. Nada más sucedió. El
salón se iluminaba con aquella llama intensa, y al menos, había encontrado la parte número uno
del acertijo. Ahora debía de proseguir. Quizá, éste era el sol solecito.
En ese instante Manchego escuchó que la cerradura de una de las puertas del corredor se
abrió. Se le heló el corazón. Se volteó instantáneamente con los nervios paralizados, esperando
encontrarse lo peor. Lo único que había era una de las puertas, para ser preciso, la primera del
lado derecho. Estaba entreabierta.
Manchego le dijo a Mowriz, “Anda y entra al cuarto.”
El interpelado de inmediato siguió la orden. Desenvainó la espada y dijo: “Sol
solecito…” El pastorcito siguió a su guarda. Con agilidad el siervo empujó la puerta con la
espada en mano.
Las fauces de la habitación se abrieron como la boca de un cadáver. Entre aquella había
únicamente un espejo sostenido por un armazón que permitía el movimiento del mismo en un eje
vertical. El espejo no era grande, pero tampoco se podría decir que fuese chico. Quizás del
tamaño de una pierna de Manchego. Se miraba pesado.
El pastor ordenó, “Trae ese espejo aquí afuera.” Manchego notó que seguía sosteniendo
la espada entre sus manos. Savarb nunca le entregó la vaina para tal. Supo que de momento no
usaría dicha arma. La soltó sobre el suelo y siguió resolviendo el acertijo con presteza.
¿Será este el espejo de la Reina Negra del Abismo de Morelia? Improbable. No puede ser
así de fácil, se dijo el muchacho mientras observaba a su guarda mover el artefacto.
Mowriz, sin mucho problema, arrastró aquel espejo hasta donde Manchego lo guió. El
guarda colocó el espejo próximo al fuego evocado. Cualquier posición sería útil, al menos hasta
que averiguara más sobre el rompecabezas.
El espejo empezó a brillar, como si estuviera absorbiendo la luz emanada por el fuego.
Muy pronto, el mismo empezó a soltar un destello luminoso, un haz concentrado que fue a pegar
hacia la pared de piedra. Ahí un círculo de luz se hizo visible y lentamente fue cobrando
intensidad hasta ser igual, o más intenso que la luz emanada por el fuego. Impresionante…pensó
el muchacho.
No pasó nada por segundos. Se escuchó una segunda puerta ceder su cerradura.
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Manchego volteó a ver, con una ilusión sofocada por miedo. Era la puerta primera del lado
izquierdo. De nuevo ordenó a Mowriz que guiase el camino, y juntos, fueron hacia aquella
habitación. Entre ella había únicamente un cofre de madera situado al centro, visible pobremente
por la luz que entraba de las afueras.
Manchego le ordenó a su guardia, “Abre el cofre y tráeme lo que hay por dentro.”
Mowriz se desapareció en ese instante. Se escuchó el abrir del cofre y la extracción de algo
liviano, quizás papel o pergamino. Manchego tuvo un papelito entre sus manos, donde leyó lo
siguiente:
Runas.
Manchego dobló el papel entre su mano y dijo, “¡Joder! ¡Más acertijos! ¡Runas! ¡Runas!
¿Pero qué demonios quiere decir con eso?”
“Sol solecito…”
“Momento… quizás eso sea. ¡Ven!”
Manchego corrió hacia el espejo. Lo maniobró con dificultad, moviéndolo de arriba abajo
y en el plano horizontal.
La luz encontró marcas blancas que no se habían divisado antes si no fuera por el destello
del espejo. La runa perfilaba un sol envuelto en un recuadro. Extraño.
No pasó nada. Esperaba la apertura de una tercera puerta. Manchego se sintió
confundido, como si no hubiese resuelto el tercer paso, si no meramente, encontrado una pista.
Caminó hacia el corredor para ver si quizás una puerta se había abierto en silencio. Quizá
se le había escapado el sonido. Pasó justo frente al haz luminoso, encandilado por un breve
instante. En ese preciso instante una tercera puerta chilló. Pero la puerta que se abrió no era la
esperada por abrirse, no siguió el orden establecido. Se abrió la penúltima puerta del lado
izquierdo.
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Manchego ordenó a Mowriz que lo guiase hacia el cuarto. Entraron. Algo flotaba al
centro de la cámara. Al parecer era una jaula vacía. El guardia extrajo aquella armazón que
parecía flotar al centro. Entre la limitada luz fue difícil concluir qué había dentro. Cuando los
ojos del pastor se acostumbraron a la falta de luz, creyó reconocer un ave.
Emergieron de la habitación, el guarda cargando la jaula con la misma mano que cargaba
la espada. En las afueras la luz era brillante dada las llamaradas. Pudo visualizar a un búho
muerto. El mismo estaba tieso y gris de color. Tenía los ojos cerrados. Su plumaje estaba íntegro
y el cuerpo seguía carnoso. Quizá fue sacrificado hace poco. Entre la jaula, aparte del búho,
había una nota doblada por la mitad. Manchego la extrajo con cautela, cuidando de no tocar al
búho muerto. La leyó en voz queda,
“Incinerar.”
Manchego supo que no tenía más remedio que ir a depositar la jaula entre el fuego.
“Recuéstala sobre las llamas. Ten cuidado, porque está muy caliente.” Mowriz obedeció sin
peros.
Al estar entre el fuego, el búho entre la jaula empezó a aletear como loco, chillando un
quejido de dolor y tortura. Manchego sintió pena por la criatura que seguía viva. Quizá estaba
durmiendo por acto de algún brebaje. Pero el calor del fuego era demasiado intenso, y no pudo
hacer nada más que esperar a que muriera y se convirtiera en carbón.
Al morir en ascuas, dos puertas se abrieron, la cerradura tronando recio. Manchego
ordenó a Mowriz, quien lo guió hacia la última puerta del lado izquierdo. Apestaba a sangre
fresca. Entre ella, había un cuerpo tumbado sobre el suelo. Estaba rodeado por seis candelas,
cada una estando en el vértice de una estrella de seis puntas. La estrella estaba rodeada por un
círculo. El cuerpo no tenía cabeza. Al parecer era viejo porque detalles de putrefacción eran
evidentes, tanto como el color de la piel del cadáver como el olor que emitía.
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Manchego se sintió asqueado. El olor lo ahuyentaba más que el miedo. Prosiguió a
explorar la penúltima puerta del lado derecho. Mowriz entró a esta, y extrajo otra notita sobre un
banco de madera. En aquella se evidenciaban huellas digitales manchadas con sangre. La nota
rezaba así:
‘La quimera de un sueño hecho realidad.’
Manchego había escuchado esa palabra antes, aunque no estaba seguro qué significaba.
Hablaba de un sueño, seguramente el sueño que Manchego tuvo. ¿Cómo sabría cualquier
persona que tuvo cualquier sueño? Le causó miedo. Sin embargo, concluyó que seguramente
mediante un hechizo poderoso alguien lo seguía estudiando o manipulando. Se sintió usado y
malversado. Sin embargo, supo que debía seguir adelante con la resolución del acertijo. Su
curiosidad ofuscaba cualquier otra emoción.
Además de viajar con Mowriz por un vórtice morado, recordaba al cadáver de tres
cabezas. También al hombre encapuchado con la cabeza de búho… ¿Cabeza de búho? El cadáver
en el cuarto previo no tenía cabeza y acababa de incinerar a un búho. ¿Podría ser? El cadáver
estaba rodeado de una estrella de seis puntas, seguro parte del proceso para generar un hechizo.
“Anda y trae la jaula en llamas. Colócala en donde la cabeza del cadáver debería de
estar.” Manchego sintió un relámpago de duda al estarle dando órdenes a su némesis. Sentía que
en cualquier momento se voltearía para darle una paliza. No obstante, supo que jamás sucedería.
El muchacho perdió un brazo por él.
“Sol solecito…”
Mowriz tomó la jaula por las rendijas, incandescentes por el calor. Fue muy claro que la
mano se le estaba quemando, humo saliendo de aquella. El olor a carne quemada fue evidente.
Pero al guarda no le importó, y prosiguió a colocar la jaula aun en ascuas donde la cabeza de
aquel cadáver tuvo que estar.
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En ese instante, la estrella de seis vértices brilló del color del metal caliente. Una luz roja
mordaz validó el hechizo.
La luminiscencia rojiza de la estrella se fue intensificando, al mismo tiempo que se iba
haciendo presente un ruido de fuertes turbulencias. Aquel sonido llegó a ser ensordecedor. La luz
llegó a su clímax, soltando un estallido belicoso.
Manchego se acuclilló para protegerse de cualquier daño que podría provenir de dicho
golpe. Notó, que la onda expansiva apagó las velas del corredor. El fuego que ardía al centro de
la cámara se apagó de un soplón. Todo quedó a oscuras. Movimiento.
Manchego se sintió inquieto, amedrentado. Algo se movía… daba pasos… Pudo haber
sido Mowriz. Dos puertas se abrieron.
No supo decir exactamente cuales. Sonaron del lado izquierdo del corredor. Pasos se
escucharon emerger de aquellos. Pero entre la completa oscuridad no pudo discernir qué estaba
sucediendo. ¿Dónde estaría Mowriz?
Los pasos se dirigieron hacia el salón en donde el tunco de madera había estado soltando
la llama fogosa. Y ahora era más claro que nunca: tres entes caminaban, lentamente, con pies
descalzos y pesados hacia el centro de aquel salón.
Manchego sintió una presencia atrás suyo. Los pelos del occipucio se le erizaron.
“Sol solecito…” Manchego se tranquilizó al precisar que era su guarda. Se sintió seguro
y a salvo. De pronto sintió que jamás debió haber soltado la espada. El ambiente se había tornado
frío y hostil.
Luz se hizo visible al centro del salón. Era tenue. Lentamente se avivaba. Mientras la luz
del fuego del centro de aquel tunco empezó a revivir, notó que lo hacía a merced de tres cuerpos
que la lisonjeaban con sus movimientos corporales.
Cuando la luz aumentó de fulgor a causa de las llamas siendo resucitadas, se asombró al
percatarse que eran cuerpos de humano. Eran cadáveres en estado de putrefacción. Los cuerpos
tenían cabeza de búho negro con ojos amarillos iridiscentes. Aquellas quimeras realizaban un
ritual alrededor del fuego. No le fue difícil concluir que el fuego cobraba fulgor a causa de ellos.
Movían sus manos en forma circular y esférica, pasando de vez en cuando la mano sobre
y entre las lenguas del fuego, el misticismo del ritual ocupando el ambiente con una bruma
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ininteligible.
Manchego salió del estado de estupefacción. Había estado hechizado viendo aquellos
seres ejecutar el acto. Cuando las llamas llegaron a su máximo resplandor, el calor aumentó tanto
como la iluminación, y se percató que hacía falta una persona entre aquellos tres cuerpos
moviendo las manos en lo que parecía ser la forma de un cuadrado—una esquina ausentaba a
otro partícipe—.
Notando esto, las tres quimeras de cabeza de búho voltearon para ver a Manchego con
ojos penetrantes; aquellos ojos amarillos resplandeciendo más brillantes que el fuego mismo, con
pupilas más oscuras que la noche y devoradoras de todo detalle.
Manchego sintió un calosfrío trepar su espalda. Un fuerte llamado lo suscitó del temor.
Aquellas quimeras lo estaban llamando sin palabras.
Desconcertado, caminó por el pasillo hacia la cámara donde el ritual se llevaba a cabo. Se
introdujo a él, sintiendo el calor de la llamarada avivar el ambiente. Ya sentía que sudaba. Con
cautela caminó con pasos felinos, Mowriz detrás de sí en caso que necesitara de ayuda o defensa.
Aquellas cabezas de búho no le quitaron la vista un segundo, sintiéndose presa de aquellos ojos
devoradores de color amarillo iridiscente.
Cuando estuvo lo suficientemente cerca, los tres cabeza de búho se voltearon y siguieron
el ritual. Las llamas cobraron furor, la diana saltando iracunda.
Manchego supo que él hacía falta en dicho ritual, y debía cumplir su parte para completar
el hechizo y resolver el misterio detrás de aquél. Caminó unos pasos, inseguro. Se paró al lado de
las quimeras, temblando del terror. Cuando el calor y la sugerencia del ritual lo envolvieron en su
rapto, instintivamente inició a mover sus brazos como aquellos: en arcos y esferas. Repitió cada
movimiento a la perfección, una corea rítmica e inusitada.
Las llamas pasaron de ser amarillas a blancas, el calor se intensificó a llamas prístinas.
Manchego se contagió con el ritual, sintiéndose borracho, y su rostro mostro la furia del
momento, como si la pasión creciera entre sí con la temperatura del ambiente. Estaba vehemente,
su alma concentrada en forjar sepa quién qué ritual para completar el rompecabezas.
El sonido se hizo nulo. La brillantez del sitio cobró tal fulgur que la cámara pareció
desaparecer. De un momento a otro las flamas parecieron convulsionar, en revulsión
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contrayéndose como un resorte. De un momento a otro, una esfera de energía zumbadora
emergía de aquellas flamas. Era perfecta, angelical.
La esfera flotaba sin dificultad y lentamente se elevaba sobre ellos como si fuera una
simple burbuja. El pastor guardó la esfera con la mirada, maravillado de verla resplandecer tan
cerca de sí, zumbando por la energía poderosa almacenada entre su cuerpo.
Como burbuja, la esfera siguió subiendo. Al pegar contra el techo, fue como si una gota
de agua hubiera pegado contra un cuerpo del mismo líquido, enviando ondas concéntricas hacia
el exterior. El techo mismo pareció transmutar de piedra sólida a plasma líquido y translúcido.
Por artes desconocidas un nuevo corredor resplandeció. Para ver el pasaje, Manchego
debía sostener su mirada completamente perpendicular. Ya le dolía los músculos del cuello.
Precisó que al final del pasaje, o lo que ahora sería la parte más alta del techo, dos quimeras con
cabeza de búho petrificadas en mármol negro custodiaban un espejo fijo contra la pared de
piedra. El espejo desde luego reflejaba la luminiscencia creada por la flama. Manchego creyó
poder verse en el reflejo a la distancia.
El mozuelo sintió que el salón entero empezó a rotar, como si un niño estuviera girando
un cubo sobre sus lados. Manchego empezó a deslizarse hacia la pared. Pronto, lo que fue la
pared vertical se convirtió en el suelo. Extraño fue ver que las quimeras de búho ahora estaban
parados sobre lo que fue el suelo, ahora una pared vertical. Las leyes de la gravedad no parecían
afectarlos. Mowriz también seguía parado ahí, desafiando la lógica y las leyes de la naturaleza.
Manchego no comprendió una pizca del misterio que lo englobaba. Sin embargo, sí supo
que debía proseguir a lo que sería el pasaje que se abrió a causa del ritual. Las quimeras seguían
realizando el hechizo, aquello un signo fidedigno que el sortilegio precisaba de aquella fuerza.
“Sol solecito…” El guarda estaba abatido al ver a su amo largarse. El pastorcito sintió
resquemor al tener que dejar a su fiel acompañante, pero supo que debía continuar su misión.
Quizá algún día volverían a toparse. No supo qué sucedería después que se encontrara cara a cara
con el Espejo de la Reina Negra del Abismo de Morelia.
Caminó hacia el corredor. A la distancia Manchego lograba apreciar su reflejo. Mientras
se iba acercando, el eco de sus pasos era lo único audible. Lo visible era su propia imagen
incrementando de tamaño. Finalmente llegó a estar ara a cara con el espejo, casi topando narices.
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Se inspeccionó. Precisó que estaba en harapos por tanta acción. Su rostro tenía rastros de
lodo y la salpicadura de sangre ajena. No notó nada extraño cuando de súbito su imagen
parpadeó.
Se le congeló el corazón al notar que la imagen parecía actuar a su propia voluntad.
Sombras iniciaron a envolver a su reflejo. El espejo mismo pareció producir tentáculos para
envolverlo entre su imagen…
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CAPÍTULO XXI - LÁGRIMAS
El fuego de antorcha ardía con vigor. Era la única fuente de luz entre la penumbra. La
flama iluminaba el rostro afligido de la persona llevando dicho artefacto. Sudaba frío, la sombra
colapsando sobre su cuerpo como si quisiera devorarlo entero.
Los ojos del portador de la antorcha estaban frenéticos, inquietos, yendo de sombra en
sombra, buscando donde ubicar el sendero que debía proseguir. Estaba seguro que su alma había
salido en escabullida. Estaba más amedrentado que nunca.
En la otra mano llevaba una espada metálica de filo bravo. Jamás había sido un hombre
de violencia. Siendo un finquero prolífico jamás necesitó de tal arma. Sin embargo, entre dicha
penumbra no se atrevía andar sin la compañía del metal. Se sentía desnudo y desprotegido. Con
ella, al menos sentía que podría aguardar un ataque sorpresivo. Su depredador, quizá, pensaría
dos veces antes de atacarlo.
El túnel era largo, vasto con un diámetro tan grande como la longitud de un árbol de
tamaño formidable. No se figuraba el techo. La luz no llegaba a rascar dicho límite. Las figuras
creadas por la sombra danzando con la luz creaba pinceladas fantasmagóricas. A veces se
preparaba para el ataque, pensando que una de las sombras era un demonio. A pesar de dichos
horrores, el finquero respondía a un llamado de socorro intenso que no dejaría por nada.
Pronto se hizo por sitios donde aquella luz verde endemoniada emanaba de la piedra. Era
una luz verde mordaz e infernal. De estar en sus sanos sentidos jamás hubiese retornado a este
lugar. Pero su alma estaba en desasosiego al saber que algo sufría por estos recovecos satánicos.
Debía rescatarlo. Estaba obstinado.
Pronto arribó a una caverna vasta. La luz que rascaba paredes ahora lanzaba su luz hacia
lo que podría ser el infinito. No se miraba nada más que el suelo de piedra añeja y arcaica. De
vez en cuando pasaba por estalagmitas y otras formaciones geográficas. Escuchaba el brotar de
agua. Un manantial parecía decantar de una altura muy elevada. Reventaba a una distancia
inescrutable. Siguió su camino, notando que el sonido acuático se fue intensificando.
Horas después llegó al sitio en donde el agua chocaba contra la piedra. Se reventaba en
un abanico de brisa, el cual resplandecía un efecto precioso entre la penumbra. La luz de
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antorcha se filtraba por las partículas del líquido, creando un arco iris de tonalidades rojo,
morado, y verde.
El viajero valiente notó que el agua continuaba bajo tierra para emerger en un río. Supo
que debía viajar por aquél. Envainó la espada. Metió las botas al agua, el líquido frío pronto
escalando al nivel de sus rodillas. Se le fue el aliento. Estaba congelada. Sumergió el pecho,
sosteniendo en alto la antorcha, resollando. De apagarse, se encontraría en graves problemas. Sin
duda moriría bajo tierra. Continuó, dando brazadas con la mano libre y pataleando tan rápido
como pudo, preso del pánico y el infortunio de la situación a la que voluntariamente se cometía.
El ardor muscular deterioraba su avance. Sus pulmones expelían vapor con cada
bocanada de aire. A veces inhalaba agua, para verse tosiendo con vigor. Pronto llegó a la ribera,
trastornado por un viaje atormentador. Se relajó por un largo tiempo, habiéndose fatigado por las
demandas del transcurso. Notó que la luz de antorcha no fulguraba. La luz verde era
omnipresente en este sitio. Supo que sin la luz de la flama podría moverse sin problema.
Precisó que el río continuaba por el túnel a pederse entre la penumbra. Su mente se
paralizó. Escuchó voces. ¡VOCES!
Sintió un relámpago de terror cruzar su cuerpo. Como presa, se movió para esconderse de
los ojos de un posible depredador. Sin saberlo, presentía la malicia en aquellas voces incrustarse
en sus huesos, provocándole un temblor inconsolable.
Rápido apagó la antorcha contra una piedra para no contrastar luz amarilla contra la
verde. No deseaba mojar la mecha a sabiendas que debía retornar. La luz verde era omnipresente.
Emanaba de toda piedra visible. Sentía que la luz era emitida con tal persistencia dado a su
cercanía al corazón de la malicia de dicho sitio.
Las voces eran perfectamente audibles, y mediante el eco, logró precisar la ubicación de
la fuente de aquellas. Estaba a no más de doscientas zancadas de ellas. El sonido, además, era
transmitido perfectamente entre la penumbra. Reverberaba con múltiples ciclos de eco.
Temeroso, desenvainó la espada. Furtivo, se movió con extrema cautela. Se incluyó entre
el túnel por donde las voces provenían, escondiendo su cuerpo en cada recoveco posible. Siguió
la pista hasta encontrar la fuente.
En una caverna pequeña se visualizaban cuatro figuras, tres humanas y otra…humanoide.
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Dos de ellas se vestían como mercenarios, con harapos y trapos, armaduras viejas y
oxidadas y cicatrices corriendo sobre sus rostros como telas de araña. Los dos mercenarios eran
grandes de hombro y torso, con brazos pareciendo las tenazas de un cangrejo. Portaban varias
armas en el cincho. Uno de ellos tenía el cabello negro y largo colgando hasta los hombros. El
otro estaba completamente calvo. Eran de rostro cuadrado y fuerte. Uno de ellos carecía dos
dientes.
La otra figura parecía ser un ángel, porque era bello, pero su mirada y su aura era tan
mala como un demonio. Su rostro era fino, pero pálido, sus facciones bellas y ejemplares, pero
con un aroma de maldad y malevolencia más profundo que el corazón más decrépito. Su
vestimenta era inusual, casi decir de otro mundo. No vestía prendas de tejido. Eran como
articulaciones y placas metálicas que parecían fusionarse perfectamente al cuerpo. Por aquello
los músculos eran visibles debajo de dicha armadura alisada. Llevaba un arma cruzando su
espalda en diagonal. Una espada al parecer, pero de forma más alargada y fina.
La cuarta figura era una mujer. Estaba arrojada sobre el suelo, ensangrentada por el
vientre y el pubis, por donde, se notaba que borbotones de sangre habían brotado. Una placenta
era visible en el suelo, ya grisácea y muerta. La mujer estaba rodeada de su propia sangre. Por
toda noción era difunta.
El ser bello y malvado dijo en una voz cristalina y convincente, casi seductora, “Podéis
retiraros, mis amigos. Vuestra enmienda ha sido cumplida. Id en paz. Pronto nuestros mensajeros
os estarán entregando vuestra suntuosa recompensa.”
Pero los mercenarios estaban inquietos, arrepentidos. No sabían a quién estarían
entregándole el encargo. Algo en este ser les provocaba ardua desconfianza. Uno de ellos dijo,
“¿Y qué será del bebé, mi señor?”
El ser bello y malo respondió, “Ése ya no es problema vuestro, amigos. Él ha de morir
hoy en la noche, tal es como lo dicta el Amo, Legionaer.”
El calvo lo contrarió, “Pero no puedes dejarlo perecer así sin más en el suelo, a merced
del frío de estas cuevas demoníacas. ¿Al menos hemos de darle un abrigo o una colcha
mientras?”
El ser bello y malo respondió, “No, amigo mío. Su destino es morir. Tu cometido ha sido
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exitoso. Podéis iros. No sufráis por aquello que no vale la pena.”
Hubo un tono de molestia en la voz del ser bello y malvado. Pareció tensarse. Sus ojos
brillaron con una luz interna diabólica.
El otro mercenario de pelo largo agregó, “Temo que no podemos dejar las cosas así,
amigo. Esa cría no se quedará aquí. Nosotros la llevaremos y le buscaremos una casa en donde
pueda crecer. No merece morir. Emana energía agradable. En tus manos no se puede quedar.
Tienes la mirada del demonio y el aliento de una cloaca llena de cadáveres. Tú eres la
encarnación de la maldad en su esencia más pura. Lo siento, pero no hay trato.”
“Temo que estáis equivocados, amigos,” dijo el ser malvado. “Esta cría es propiedad del
Amo. Y de no estar convencida tu mente, quizás necesites una lección.”
Los mercenarios se rieron abiertamente, burlándose del demonio, sus risas acarreadas por
la piedra lóbrega. Los mercenarios produjeron su espada, y dijeron, “Creo que este demonio
necesita quemarse en una hoguera. ¡Vamos a ver quién debe de aprender lecciones!”
En ese instante la lucha le dio paso a la violencia. Pronto estuvieron unidos en una batalla
corta pero sanguinaria. El ser malvado se movía con la agilidad de un felino, y aunque superado
por número no lo era ni por fuerza ni por malicia ni por violencia. Entre su corazón ardía la brasa
del infierno.
Uno de los mercenarios cayó muerto, con una mordedura en el cuello por cuya herida
afluían borbotones de sangre carmesí. El otro mercenario, al ver a su amigo morir con tal
aspereza, empezó a luchar con más fuerza. Atacaba dando lo último, y lo último bien dicho,
porque en ese instante el ser malvado lo tuvo por el cuello, atenazado con una fuerza inmunda.
Con su espada le atravesó su estómago, derramando sangre sucia. Lo arrojó al suelo, donde
empezó a comer de su carne mientras aquel persistía vivo, los gritos de agonía eran horrendos.
Sin embargo, le abrieron una brecha de oportunidad al viajero valiente.
En ese instante el finquero salió corriendo hacia la mujer desanimada. No lo desmoralizó
el ver el brutal asesinato de dos mercenarios, o escuchar cómo el demonio masticaba y se
alimentaba de la carne del otro mercenario, aun vivo clamando por piedad.
Al llegar al costado de la mujer desanimada, notó una placenta tendida, unida al cordón
umbilical, en cuyo extremo yacía un recién nacido.
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Aquél permanecía sobre el suelo, inmóvil, sucio y malogrado. Una angustia extrema
invadió el corazón del finquero al precisar que el bebé estaba inmóvil, al borde de la
exasperación.
Rápido se quitó el chaleco de lama y lo envolvió para suministrarle calor. Con su espada
cortó el cordón, sangre negra derramándose en pequeños borbotones. Hizo un nudo para que se
sellara dicho conducto unido al bebé. Envolvió entre sus brazos a la cría. Se quedó agachado
para evitar ser descubierto por el demonio. El bebé no se movió, ni un quejido emitió. Sintió, sin
embargo, que emanaba una fuerza benéfica. Aquél estaba vivo. Colocó el dedo índice sobre su
cuello frágil para sentirle el pulso; el corazón seguía latiendo, aunque lento.
Al ver que aquel demonio seguía nutriéndose con ahínco, se regresó al túnel en completo
sigilo. La ribera donde había arribado le esperaba con la antorcha apagada. Con restos de sus
ascuas logró hacerla cobrar fulgor.
Con mucha dificultad logró sumergirse entre el agua y regresar donde provino. La tarea
de nadar con la cría entre su brazo mientras sostenía la antorcha pareció imposible. No supo ni
cómo logró avanzar. Pero lo hizo. La necesidad de salvar al bebé desafió toda imposibilidad.
Llegando a la catarata siguió corriendo, su corazón deprimiéndose al escuchar un
bramido endemoniado que viajó por los túneles. Supo que el demonio apenas se percataba que le
jugaron una trastada. Le había robado el encargo del Amo y seguro pagaría con su vida.
Corrió como nunca lo había hecho. Sintiendo su corazón en la boca, empujó con el alma.
Fueron horas, días, no supo decirlo. Por fin arribó a aquel sitio de infiltración por donde la luz de
la luna se filtraba por el agujero en la superficie cerca de la Ceiba del Mamantal. Amarró a la cría
a su pecho e hizo lo posible por elevarse con los brazos ya frágiles por tanto desconsuelo.
La noche era oscura, funesta. Nubes flotaban sobre el cielo, cuales se iluminaban como
las alas de ángeles muertos. Al estar en la superficie aquel salvador corrió enloquecido,
paranoico, temiendo lo peor, el veneno de la malicia consumiendo su corazón. Entró a la
Estancia, donde Lulita y Balthazar estaban preocupados por su ausencia.
Lulita salió corriendo a su auxilio, mortalmente preocupada con el corazón en la mano,
“¡Eromes! ¡Mi amor! ¿Dónde has estado? ¡Háblame! ¡No me hagas sufrir este desamparo! ¡Te
amo demasiado!” Su cuerpo temblaba al ver a su amado en tales agravios.
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Eromes respondió afligido, “¡No puedo! ¡No hay tiempo! ¡Ya vienen! ¡Me tengo que ir!
¡Recíbelo!”
Lulita abrió los brazos, su instinto materno entrando en juego en cuestión de un instante.
Recibió a un recién nacido envuelto entre el chaleco de lama, y dijo entre lágrimas y el
aturdimiento, “Ay, por los dioses, ¿quién es esta criatura tan bella?” Lulita lloró a cántaros.
Estaba feliz, porque luego de años de intentar tener hijos con Eromes, habían sido todos fallidos.
Quizás porque uno de ellos estaba estéril, o quizás porque no era la voluntad de los dioses. Las
únicas dos veces que había resultado en embarazo, los dos fueron abortos naturales. Las crías
que nunca fueron ya estaban enterradas en el cementerio. Pero Eromes le había concedido un
hijo. No sabía el origen de tal, quizá de alguna amante de Eromes o alguna aventura fugaz. Pero
no, no podría serlo. Había algo muy especial en esta cría. Su energía…
Eromes le dijo entre su delirio, “¡Cuídalo bien! ¡Lulita, tienes que hacer lo posible que
nadie lo descubra! ¡Escóndelo y dale lo mejor de ti! ¡Ámalo como madre y hazlo sentirse bien!
¡Me tengo que ir! ¡No hay tiempo! ¡Ya vienen!”
Lulita corrió tras Eromes, pero fue fútil el intento, “¡Amor mío no te vayas! ¿Por qué nos
dejas así? ¡Explícame! ¡Amor mío!”
Eromes se desapareció enloquecido. Balthazar trató de alcanzarlo, pero se perdió entre el
bosque, “¡Eromes! ¡Eromes! ¡Detente!”, gritaba Balthazar a todo pulmón, pero sin esperanza. Iba
apisonado por los látigos del infierno, enloquecido, el veneno corroyendo su mente y su alma.
Balthazar lo buscó por días y noches, haciendo el uso máximo de sus habilidades como
forastero. El pueblo lloró esa semana que se ausentó la gran figura de Eromes el Perpetuador.
Fueron días de tortura, siete para ser exactos. Los misioneros de la sombra lo
cuestionaron, lo torturaron para revelar la posición del encargo del Amo.
Las torturas fueron interminables, con látigos, metales calientes, y entre otros métodos
para hacerlo hablar. Pero Eromes ya estaba contaminado con el veneno de las cavernas
endemoniadas.Vieron inútil intentar sacarle información y lo dejaron al borde de la muerte al
lado de una banqueta del pueblo. Las ratas se lo comerían. Morgam Nolgon, el curandero de
animales, lo encontró desmayado e inconsciente al próximo día, con los ojos locos, su mente
perdida. Lo llevó a Lulita, quien sufrió la pena más grande de su vida al verlo tan demacrado,
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pasando a ser, la primera tragedia de Lulita.
… El tiempo aceleró por un túnel de colores morados y violeta. La imagen se esclareció,
detallando un nuevo panorama: Lulita tocó la campana, “¡Manchego! ¡Ya está el desayuno!…”
El rostro de un mozuelo de sonrisa triste se hizo visible. Aún era un niño de siete años. Un can
fiel lo seguía con la lengua colgando de su rostro afable.
Manchego dijo, “Gracias abuelita. ¡Te quiero!”
Lulita se miraba joven, lúcida, pero ya su mirada denostaba el sufrimiento cobrando su
precio, “¡Ay mijito! ¡Y yo a ti! ¡Vamos a comer!”
…La imagen se fue disolviendo en un collage de pinturas, primero negras, luego grises, y
luego piedras, hasta restar el espejo y su reflejo entre él. Un muchacho desamparado le devolvía
la mirada, sus ojos llenos de lágrimas.
La realidad le pegó una bofetada en el corazón. Las piernas se temblaron, las rodillas se
vencieron bajo la congoja. Cayó sentado, deslizándose contra la piedra. Desconsuelo absoluto.
…¿Huérfano? ¿Todo este tiempo fui un huérfano? ¡Y nadie osó en decirme que soy un
maldito huérfano! ¿Es esta la verdad que Lulita y Balthazar tanto evaden? Soy un huérfano
perdido…mi madre murió y yo era un pequeño crío perdido. Y por eso no me parezco a nadie. Es
tan claro. No soy hijo de nadie sino de una madre muerta. Muerta. MUERTA. ¡MUERTA!
¡MALDICIÓN!
Es así como mi abuelo murió hace trece años. Salvándome la vida. Mi abuelito…no es
mi abuelito…mi abuelita…no es mi abuelita. Son gente especial que me ayudaron a salir
adelante, pero nada más. No tengo padre. No tengo madre. No tengo familia. ¡NADA! ¡NO
TENGO NADA! No soy nadie más que un desgraciado huérfano.
Lágrimas amargas emergieron de sus ojos, el pluvial sentimental bañando sus harapos, su
rostro, mojando la piedra.
Me querían asesinar desde pequeño, un tal Amo. ¿Amo? Así de sombrío es mi pasado.
No soy más que un niño desconocido tomado por una señora amable. Pero…y entonces no
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comparto nada con Eromes…no soy nadie…¿Quién fue mi padre? ¿Será que a él le gustaba ver
el amanecer? ¿Será que a mi madre le gustó ver el orto?
Manchego sintió las hordas de la depresión invadir su ser al seguir el asalto de preguntas
que lo inundaron de agobio. La contemplación que nunca conocería a su madre, ni cómo fue su
personalidad, lo golpeó profundamente. Le dolió el alma. Jamás sabría cómo fue su papá, si
compartían cosas en común, o si tenían rasgos similares.
Manchego dejó de llorar cuando consumió el reservorio de lágrimas. Se dijo en completo
desahucio, “Por eso es que de mis padres… nadie habla. Los sepulcros que se observan en el
cementerio que hablan de unos serafines muertos… son hijos perdidos de Lulita, abortos, y nada
más. Padres míos, no existen. Fueron y ya no son. Nunca serán… nadie me puede reconocer
como hijo. Nadie está para decirme… él es tu padre, cómo te pareces. No… No hay nadie. Y por
eso es que me dicen que no me parezco del todo a mi abuelo…. Porque no es mi abuelo. ¡No lo
es! ¡Soy un huérfano! No… no… ¡No no no!… No, por los dioses noo…”
Por un prolongado tiempo permaneció sentado, escuchando el fuego bramar. Las
quimeras seguían en su ritual, manteniendo el portal abierto.
Se limpió los mocos con la manga de su camisón. En ese momento, sintió la Nuez de
Teitú fuertemente apretada entre su mano. Lágrimas caían libremente sobre ella. No sabía porqué
apretaba fuertemente dicho tótem. Lo hacía sentirse mejor, apoyo emocional, quizás.
“¿Huérfano…?” Las lágrimas regresaron en un asalto, la verdad rompiéndole el corazón.
El espejo de la Reina Negra del Abismo de Morelia le había mostrado las cosas como fueron y
como son. Es así que la persona que tejió todo este juego de hechizos deseó que viera aquella
imagen. ¿Por qué? ¿Por qué no dejarlo vivir en paz y seguir siendo finquero sin saber estas
cosas? Lo que no se sabe no hiere.
Quizas eso es lo que desean…destrozarme el corazón para matarme… Lo cierto era que
no tendría manera de explicar dicha verdad. Tendría que preguntárselo directamente a Ramancia.
Pero ahora ya sabía la verdad. Alguien mató a sus padres…al señor llamado Eromes que le salvó
la vida.
Sintió la vehemencia que surge tras prometer una venganza sanguinolenta. Se frenó al
sentir dicha pasión explosiva. Él era de corazón noble y no se dejaría perturbar por esta situación.
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Supo que por eso es que la sombra lo había estado persiguiendo desde el día que nació. ¿Por
qué? Lo sombra no asaltó a Eromes, ni a Lulita. Iba en busca de él, Manchego. Aquél misterio,
por lo menos, quedó dilucidado.
Pero lo cierto era que Lulita lo amaba, y él la amaba en torno. Su susodicha abuelita
había sido su madre. Lo que él era se lo debía a la señora. Ella lo educó, le dio de comer, y aun,
le daba de su amor. Ella era su todo. Entre Eromes y Lulita le dieron a Manchego el regalo de la
vida, de la educación y la oportunidad de crecer en un ambiente lleno de amaneceres, verdes, y
animales magníficos. Se sintió agradecido con ellos.
Inspiró profundo. Supo que parte de sus existencia había sido desvelada. Sin embargo,
quedaba mucho por hacer y concluir. Debía regresar a la Finca para estar con Lulita. No supo
cómo le haría saber que ya sabía la verdad de su pasado, o si le diría del todo. Quizá lo
mantendría un secreto. Sintió la urgencia de largarse de inmediato. La memoria de una guerra y
un pueblo sufriendo lo sustrajo del abismo deprimente.
La hora había llegado. Por algún mecanismo místico el salón empezó a rotar de nuevo.
Sin lograr ponerse en pie ya estaba deslizándose hacia el suelo, donde Mowriz lo esperaba con
ansia. Cobró velocidad, pero con sus botas logró frenarse lo suficiente para no sufrir un
accidente.
Mowriz llegó a estar a su lado y le dijo, “Sol solecito…” Se miraba preocupado.
Manchego le dijo, “Sí, Mowriz. Sol solecito. He visto la cosa más horrible en el universo.
No quiero saber más. Quiero ir a casa y dormir. Quiero que Lulita me prepare un té. Me gustaría
estar con Rufus y Luchy. Deseo estar con los que amo y comer lo que me gusta. Me emociona
trabajar los campos y sentir el viento entre mis dedos.
“Ya no quiero saber nada más de esta porquería. Estoy harto de tanta violencia y tantos
enigmas. De haber tenido la opción, yo nunca hubiese deseado saber lo que acabo de aprender de
mi pasado… La realidad de mi pasado me ha sido dilucidada. Soy…” Lágrimas se derramaron
de los ojos el muchacho.
“Sol solecito…”
“Bueno, tal vez exagero. Lo tengo todo, y no me puedo quejar. Lulita me ama y yo a ella.
Vamos, es hora de ir a casa. Ya mucho de esta situación.”
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“Sol solecito…”
“No sé si te puedes venir, Mowriz. Creo que Lulita estaría muy incómoda con tu
presencia. Más porque no tienes un brazo, ¿ves? Bueno, y también porque ella sabe que entre tú
y yo la amistad nunca ha sido buena. Tú me has maltratado muchas veces e incluso casi me
matas en una instancia. Creo que Luchy tampoco estaría muy feliz de verte.”
“Sol solecito…”
Los cadáveres, de uno en uno, cesaron de forjar el ritual que permitía la existencia del
portal que conectaba las dimensiones hacia el Espejo.
La primer quimera se largó, y la llama disminuyó de fulgor. La segunda se largó,
caminando de vuelta hacia las puertas de donde provino. La tercera se largó. La llama empezó a
morir hasta quedar en una diminuta luz. Lo último en desvanecerse fue el reflejo del espejo de la
Reina Negra del Abismo de Morelia que desde el techo soplaba las últimas imágenes de su
eterno reflejo misterioso.
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CAPÍTULO XXII - LA TRÁGICA CASCADA
Una columna de humo negro flotaba entre la atmósfera, como gusano abombado por un
exceso de comida, con torbellinos internos y turbulentos.
No estaba seguro de cuántos días habían transcurrido desde que ingresó entre el cadáver
de la casa de Ramancia, incluso pudo haber emergido ese mismo día. Parecían ser las seis de la
tarde, pero la ceniza flotando en el aire trastornaba la iluminación del día.
Cuando estudió a detalle las calles del pueblo, vio algo que le espeluznó los cabellos del
cuerpo. Notó que habían tres montañas de al menos veinte cadáveres cada una. Habían toda clase
de gente zambutida entre la hecatombe: mujeres, niños, adultos, caballos. Uno que otro soldado
del Alcalde se detallaba entre ellas. Sintió que le faltaba el aliento. El corazón le galopaba.
¿Cómo se habrá degenerado tanto el pueblo? se preguntó el mozuelo en eterno desconsuelo. La
muerte estaba por doquier. El olor a carne en estado de putrefacción era evidente.
Escuchó el ruido de lucha. El choque de metal contra metal fue clarividente. Botas de
metal resonaron sobre la calle adoquinada. Gritos de clemencia, dolor, y desahucio. Se escuchó
una explosión seguida por llamaradas de fuego y una nube negra esférica que se deformó en un
hongo. Aquella catástrofe fue seguida por varios gritos y la colisión mortífera de metal contra
metal.
En ese instante un grupo de diez a quince hombres y mujeres corrían a toda gana en
dirección de Manchego, huyendo de algún esperpento. Uno de ellos, con barbas en su rostro,
manos ensangrentadas, harapos empolvados y botas rotas, gritó, “¡Hay que retroceder!
¡Retroceded! ¡Al Fuerte de las Asaetearas!”
Aquel hombre derrumbado apenas si había llegado a estar al lado de Manchego cuando
por el brazo lo tomó con un apretón, y sin opción, lo hizo correr con ellos. El pastor se infectó
con la misma aflicción en un instante, sintiendo que una lanza pronto le mordería la espalda.
Una lanza de diente malvado alcanzó a uno de aquellos que huía. Fue derribado en un
segundo. Rodó sobre el suelo hasta quedar inmóvil.
Aquellos hicieron caso omiso al derrumbado. Siguieron huyendo hacia el Fuerte de las
Asaetearas. Llegaron a la quinta avenida y por esta bajaron, siempre corriendo a todo pulmón.
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Llegaron a la segunda calle. Cruzaron.
Manchego precisó el pulular de ruinas y escombros, desperdicios y basura arrejuntada
formando una especie de garita forjada de catervas. Aquello no era más que un laberinto confuso.
El pueblerino de barbas ensangrentas guió al pastor entre aquella construcción. Los demás no
demoraron en seguirlos. En segundos una masa de hombres armados con arco y flecha sobre
casas y entre ventanas los emboscaron.
El hombre de barbas ensangrentadas gritó, “¡Somos nosotros! ¡Traemos a un
sobreviviente de la batalla de la Marcha de los Doscientos!”
Uno de los hombres armados sobre el techo gritó de vuelta, “¡Qué cosa más extraña! ¡La
Marcha de los Doscientos derrotó a la mitad de nuestra resistencia! ¡Oye! ¡Tú! ¿Cuál es tu
nombre?”
“Manchego…”, replicó nervioso, sin notar que su rostro estaba pálido del hambre y el
sueño. No tardó en reconocer que Mowriz no estaba con él. ¿Se habrá quedado en la casa de
Ramancia? Ni él sabía muy bien cómo llegó a las afueras de dicho aposento.
El soldado abrió los ojos de par en par, “¡El Señor Manchego! ¿El jinete del caballo
blanco? ¡Por los dioses! ¡Ha vuelto de su misión! Los dioses son buenos…”
Aquel hombre bajó de su posición en el techo. Le estiró una mano al interpelado, “Mi
señor… Savarb a su servicio. Hay que darle gracias a los dioses por su vida. Es un milagro. La
Batalla de los Doscientos fue una masacre. La matanza un exceso. Y esos hijos de puta recopilan
a nuestros muertos en montañas. Malditos…” El rostro del capitán se deformó en agravios.
“¡Labradores!”
En ese instante, por aquel laberinto por donde entraron los fugitivos, La Caterva, como la
conocían ahí los de la Resistencia, un escuadrón de veinte soldados la invadió.
Una bomba de grasa fermentada les fue enviada con dedicación desde los techos. En ese
instante el grupo de soldados se incineró. Flechas volaron como abejas enfadadas, llevando a los
invasores a muerte. El sonido de carne siendo achicharrada invadió el ambiente.
Savarb le dijo a Manchego entre suspiros, “Vamos, mi señor. Tenemos poco tiempo para
juntar nuestras fuerzas y fortalecer el Fuerte de las Asaetearas, el último de los cuatro puntos
donde luchamos contra el enemigo. Sígame.”
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Manchego siguió al Capitán Savarb. Era tarde como para esclarecer los detalles del sitio.
Entre una de las casas se incluyeron. Papeles y mesas estaban arrojadas por doquier. Las
ventanas estaban reforzadas con sillones, sillas, mesas, o con cualquier material sólido, tablas,
sartenes, estufas, libros, y entre otros artefactos que impidieran el paso de soldados.
Entre casa y casa, entradas fueron creadas por hachas y machetes. Lo que una vez fue una
pared que separaba casa, ahora era un pasadizo entre ellas a modo de crear una unidad. Esta era
la base de la resistencia, una de cuatro que se crearon. En el segundo nivel el mismo efecto se
forjó.
Savarb guió a Manchego por un escalón. Al llegar al segundo nivel, encontraron a un
número de hombres en harapos. Éstos saludaron a Savarb con respeto, quien pasó hacia la
próxima casa a través de la entrada artificial a través de la pared.
Sobre el suelo, quizá de cuarenta a cincuenta hombres estaban recostados sobre sábanas
ensangrentadas, con vendas en la cabeza, otros menoscabados, otros siendo atendidos por
mujeres y hombres voluntarios encargados de la salud de los heridos.
A lo lejos se escuchaban los gritos de algunos siendo tratados por medios físicos, quizá
amputándosele alguna pierna o un brazo con hierros de filo bravo y en ascuas. Una mujer
sollozaba a cántaros la muerte de un ser querido, ya recubierto por una manta blanca
ensangrentada. Vio a tres voluntarios cargar a un cuerpo, mascullando, “Otro muerto. Pronto nos
tendrán pillados, acumulados en una pila de muertos. Sin duda seremos vencidos.”
Pasaron a otra casa donde una serie de hombres, mujeres, niños, y ancianos, se dedicaban
exclusivamente a la creación de flechas: arma primaria y esencial para los esfuerzos de la
resistencia.
Entre canastos de mimbre las flechas eran arrejuntadas, sin tiempo ni dedicación para
revisarlas, por lo que algunas eran más largas que otras, algunas más delgadas, otras con puntas
de diferentes materiales.
Las espadas de los soldados le eran entregadas al herrero, Fernon, que alguna vez, en
tiempos de paz, tuvo su tienda cerca del Décamon. Entre estas espadas y armaduras recolectadas,
algunas eran afiladas, otras trituradas a martillo pesado para crear puntas de flecha.
Llegaron a la casa adyacente, donde dos hombres de edad avanzada, de barbas blancas y
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fumando la pipa observaban un mapa al centro de una mesa redonda. Sobre la cartelera habían
varios clavos, algunos con una trenza verde, otros, la gran mayoría, con una trenza roja, quizá
delimitando los sitios tomados por los soldados, y los otros, la minoría, los fuertes restantes de la
resistencia.
Uno de los señores, notó Manchego, era el Padre Migajo, y el otro, su ayudante, el
Sacristán Crisondo. Savarb le dijo a los hombres, “Padre, ¿cómo van los avances en la
estrategia?”
Migajo respondió abrumado, “Mal. Las cosas se ven turbias, Savarb. Digo, la toma del
grupo de resistencia en la cuarta avenida y tercera calle fue un gran retraso para nuestros
avances. Ahora la comunicación con la resistencia en la novena avenida y quinta calle está frágil,
eso es, el Fuerte Nekáserof. Han pasado tres días que no nos comunicamos. No sabemos si han
caído o si aún los dioses les conceden con vida. Las cosas se ven sombrías.”
Otro señor de edad avanzada dijo, “¡Esos bastardos! ¡Han segregado en dos a nuestras
fuerzas! ¡Ahora nos atacarán por separado y no podremos enviar refuerzos ni recibirlos! ¡Y
además, estamos totalmente aislados, por lo que huir a otro fuerte en caso que nos derroten está
totalmente fuera de la cuestión!”
A Manchego le pareció fascinante y curioso ver al Padre Migajo vestido con su sotana
negra, y sobre ella, una armadura de soldado, cual por cierto le quedaba apretada y sobresalía su
gordura por debajo de la pechera. El Padre notó que Manchego analizaba su atuendo y dijo entre
una sonrisa apenada, “¡Más vale prevenir que lamentar, chiquillo!”
Savarb se dirijo a Manchego y le dijo, “Hay algo que debo de mostrarle, señor
Manchego. Vamos a los techos, que son como nuestras torres de vigilancia.” El mozuelo estuvo
por protestar, pero la curiosidad por ver qué deseaban mostrarle superó su apremio.
Sobre el techo, el viento lóbrego soplaba sin clemencia. Las ráfagas acarreaban secretos y
dolores.
“Mire hacia donde la columna de fuego se eleva,” explicó el capitán apuntando hacia el
noreste, “Ese Fuerte fue derrotado hoy durante la marcha de los doscientos. Nuestro Fuerte tiene
calles por detrás que no controlamos. Por ahí pueden infiltrarse soldados a la hora de rodearnos.
¿Qué pasa? ¿Anda preocupado?” Savarb se percató del cavilo que atenazaba al muchacho.
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Manchego respondió, “Sí, capitán… estoy preocupado por lo que pasa en mi Finca. Temo
que debo de regresar cuando antes…”
Savarb respondió, “¿Regresar? ¿Está loco? ¿Sí sabe a los peligros que se está sometiendo
si se va a las Fincas a esta hora? No puede pasar por el Sector Pobre ni el Medio. Los soldados lo
han tomado.”
Manchego barrió su vista sobre el panorama. Con escrutinio pudo percatar a detalle la
negrura que rodeaba el Sector Pobre: montañas de cadáveres erguidas como cimas; escombros de
carrozas abolidas; casas quemadas y vapuleadas. El pueblo estaba degenerado.
Manchego permaneció minutos escuchando al silbido del viento acompañar la funesta
vista del pueblo en una corrupta destrucción. Se le cristalizaron los ojos al procesar la realidad.
Le era difícil comprender cuán rápido el cataclismo le sobrevino al pueblo.
El pastor volteó a ver a Savarb, quien también estaba inmerso en el hipnótico canto del
maullido del viento. Sus notas eran funestas.
Savarb lo volteó a ver y le dijo, “Conozco un camino por el cual puede irse, mi señor: la
alcantarilla. Advierto desde entonces que es un camino peligroso. Desconocemos qué alberga
dicho sitio, pero es la única opción que le ofrezco. Hay un problema: la entrada más próxima a
los sumideros está a dos cuadras.”
Manchego respondió esperanzado, “Me iré por los drenajes. Debo hacerlo…Lulita…
Sólo dígame la dirección…” Manchego notó que su propio tono de voz había cambiado…como
si su inocencia se hubiera evaporado y hubiera sido sustituida por una madurez entristecida y
vengativa.
Savarb asintió, “Dos de mis soldados lo escoltarán. Además necesita de varios brazos
para quitar la tapa de metal pesado. Estando entre los sumideros, debe seguir la corriente del
agua. La salida de los drenajes está al costado de la calle conocida como Los Encuentros.
“Al entrar en el túnel, se supone que hay una antorcha al final del la escalera antes de
hacer contacto con el desperdicio. Ésta se supone que prende fácilmente, mantenida fresca por
los que trabajaban para mantener limpio al pueblo. Tenga esta caja de maderillas. Al frotarlas
prenden rápido sin necesidad de una yesca. Las usaba para fumar pipa. Pero veo que usted las
necesitará más que yo.”
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“¡Labradores!”, resonó el grito desde La Caterva.
Una esfera de llamas se esparció por la entrada de la garita. Flechas llovieron del techo en
trombas.
Savarb exclamó preocupado, “¡No descansan esos hijos de su puta madre! ¡Váyase de
inmediato! Tenga, llévese esta daga en caso que le sea útil. ¡Vaya antes que el sol caiga por
completo!”
Maslon y un pueblerino llamado Ermand guiaron a Manchego al sitio predilecto por el
capitán Savarb. A la distancia se escucharon los gritos y el ruido de una batalla que estaba siendo
mantenida.
El pastor se estaba fatigando rápido. El moverse en sigilo estaba cobrando su precio en su
cuerpo juvenil. Creyó escuchar el trote de botas metálicas contra adoquín, pero el sonido se
perdió entre el bufido del viento.
Manchego barrió su vista sobre las ventanas y puertas de las casas. Encontró en ellas la
actividad de varias manos que con el apremio de la angustia sellaron ventanas y puertas con
tablas y clavos. Otras casas estaban completamente saqueadas. Una casa estaba manchada color
rojo y marrón, inevitable concluir que los soldados hicieron de las suyas. La puerta principal
apenas se sostenía de las bisagras. El bufido del viento la remataba contra el marco.
Al llegar a la tercera calle y quinta avenida, Maslon y Ermand guiaron a Manchego a
donde su capitán, Savarb, había indicado. Justo al centro de esa calle, una tapa de metal, pesada y
de superficie lisa y de óxido abundante, encubría firmemente la entrada a la alcantarilla.
Maslon dijo jadeando, “Tiremos de ella con el barrote––¡una, dos y tres!” La tapa cedió
con un crujido poderoso. El aliento de los sumideros surgió con una pestilencia alarmante.
Manchego sin pensarlo empezó a descender la escalera, pues nada lo atenazaba más que
la preocupación de su abuelita, quien seguramente ya lo andaría buscando.
Maslon lo detuvo y le dijo, “¡Mi señor, aguarde! Hay algo que deseo decirle. Es una
canción que mi abuela me cantó a mis orejas en los tiempos difíciles, y usted uno de estos seres
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brillantes a quienes mi abuela llamaba un desvelador. La canción va así:
Tan triste y vencido, no te dejes vencer tan seguido.
Tan triste y vencido, no te dejas ver tan seguido.
Te angustias y palabras te sofocan en olvido.
Te angustias y palabras vuelan sin sentido.
Estas enviciado, galopando en una ruta que conoces,
Venciendo el terreno agolpando el terreno conquistado,
Eclipsado te vences en derrota y deslizas hoces,
Gritando en guerra voz rugido el león tan frustrado.
Quieres despojarte de tus penas, arrojarlas a un río y olvidar,
Quieres alojarte en ajenas, despojarte de tus vientos y manar.
Te opacas en llanto caprichoso y de tus ideas fluyen alabardas,
Te hamacas entre tus penas y cesas de fluir y te aguardas.
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Emociones translocan movimientos en energías situaciones,
Se mueven pensamientos en saetas que perforan ilusiones.
Te pierdes de ‘todo eso’ que urdimbran pueblerinos en canciones,
Crees en deprimente la música que se gozan otros tus eones.
Pero fuerte y potente alzas la lucha en bandera remontando vuelos,
Resistes la opresión tan constante que sonoro te abate lobregando,
Te decaes y te desvelas, oh potente desvelador, y caes en desvelos,
Tu corazón hervido lanza mil memorias en cordones, y recuerdas cuando.
Lúgubre el enjambre de fantasiosas las ideas que sulfuran un desdén,
Te opacas y te hundes, un navío fracasado que pronto hace un vaivén.
Acrósticos afables de tus tertulias ya pasadas se deslizan de tu mano,
Y caen ya heladas sobre montes de palabras que divagan en villano.
Héroes guerreros que los tiempos evolucionas en soslayo te designan,
Luchas emprendido abarcando lo total y nunca lo parcial que te dignan.
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Evitas entonces recaer en guerrero espumoso tan efímero su rostro,
Y defiendes en furor los flancos que se te asignan con fuego y fulgor.
No sucumbas y no te tientes a tales sacrilegios que te vuelven costro,
Marcha héroe guerrero y en fiera fuerza alumbra sombras del terror!
Anda entonces divino ángel y cuida de tus ovejas que pastor te impones!
Y no dejes caer esa vitalidad que los santos manan en nombre a montones!
Grita en potencia el furor de tu eminencia y realza tus pasiones de guerrero!
Marcha entonces en fuerte la morada y alza en gloria y brilla tan austero!
Manchego, impactado por la capacidad de Maslon para cantar, dijo, “Gracias,
compañero.” El finquero sintió un lazo poderoso de camaradería surgir entre sí. Jamás lo había
sentido. Deseaba quedarse con ellos y forjar la lucha. Sin embargo, su urgencia por estar con
Lulita ganó. “Ahora andaos, ¡al menos que queráis morir!”
Maslon y Ermand le desearon a Manchego un buen viaje, y con grandes esfuerzos
cerraron la entrada a los drenajes.
Precisó cómo la luz de la tarde fue aislándose mientras la tapa se cerraba. El ruido del
mundo externo quedó opacado. Una que otra gota se escuchaba caer a una distancia.
El corazón de Manchego se heló cuando escuchó botas metálicas correr sobre el adoquín.
Deseó lo mejor por sus nuevos amigos, Maslon y Ermand, quienes a lo mejor y habían escapado
justo a tiempo para llegar al Fuerte.
El silencio fue calmante. Aparte del goteo intermitente, nada más era audible, salvo la
respiración de Manchego.
De una de sus bolsas del pantalón sacó la caja de maderillas que el capitán le concedió.
Savarb le advirtió que solamente tres maderillas cargaba la caja, por lo cual debía de usar
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aquellas con prudencia.
Encendió una maderilla frotándolas entre ellas. Estaban secas como para permitir que
entraran en ascuas con velocidad. El agua no estaba muy lejos, quizá a no más de dos zancadas.
Descendió con prudencia, a modo de no agitar el viento para prevenir que este soplase
sobre su luz y la apagara. Al lado del último peldaño estaba la antorcha que Savarb había
mencionado. Una ráfaga ascendió por el túnel, apagando su pequeña flama. En terrible pena,
prendió una segunda aprovechando las ascuas. Con velocidad incendió la antorcha. La flama
cobró fulgor de un chispazo, lenguas de fuego lamiendo el aire con voracidad. Su rostro se
iluminó, pronto la burbuja de luz tocó los límites del sumidero.
Confiado por la presencia de luz, finalizó descender las escaleras. Al llegar al agua sus
botas se empaparon. Sus pies se helaron y sintió pegajosas las calcetas, quizás sus pies estaban
muy sucios, y con el agua, crearon una capa de suciedad magullada.
Los sumideros eran redondeados, bordeados por completo con piedra y ladrillo rojo
podrido. Toda la pared visible estaba recubierta por un musgo verde y espeso. Del techo
colgaban algas, o quizás otros organismos sin identificación.
Sobre el agua flotaba inmundicia en forma de espuma negra y café, con apariencia de
madera. Cucarachas y otras pestes pululaban el área.
Empezó a moverse en dirección del flujo del agua y del excremento. Se movió con
rapidez, dando pasos ligeros, haciendo lo posible por evitar un exceso de ruido. El sonido aquí
debía viajar con mucha eficacia y por nada deseaba alertar a quien fuera.
De vez en cuando se topaba con una encrucijada. Sin saber a donde ir, simplemente
seguía el flujo del agua. En una ocasión el agua fluía hacia ambas direcciones. Por ello decidió
tomar el túnel del lado izquierdo, para luego escuchar agua caer. Supo que era un callejón sin
salida por lo cual retrocedió, tomando el túnel derecho al llegar a la misma encrucijada.
Su mente divagaba, sopesando en la visión de algas y otras plantas dentro los sumideros.
Silencio…algo le erizó los cabellos del cuello.
Por primera vez volteó a ver hacia atrás. La luz de su antorcha brillaba con firmeza. Las
flamas lanzaban luz por un perímetro formidable, quizás rascando las diez zancadas. No vio
nada, pero siempre persistió aquella molestia de que podría haber algo entre la sombra donde sus
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ojos ya lo logran rascar la oscuridad.
Siguió andando sin preocuparse de sobremanera. Aún estaba por dilucidarse por completo
la conclusión de sus pensamientos. Los eventos recientes le habían trastocado el alma y apenas si
podía imaginarse las consecuencias que dichas verdades tendrían en su alma juvenil.
De las cosas que hasta ahora más le habían impactado, quizás, había sido la imagen que
el Espejo le había brindado a su mente. El acertijo en la casa de Ramancia era tan inverosímil
que resultaba fácil de creer.
Volteó a ver de nuevo hacia atrás. Le galopaba el corazón. Con un giro súbito sostuvo la
antorcha frente a sí. Sentía que la vista se le nublaba por el miedo. Permaneció inmóvil unos
segundos, tratando de escuchar, pero no había nada más que un goteo distante.
Siguió andando con premura, siempre atento a sus alrededores. Sentía que algo le
drenaba la espalda con la mirada. Sintiendo que era mejor seguir andando que quedarse
paralilzado, reanudó la caminata. Regresó sus pensamientos a los eventos recientes, tratando de
identificar…
Ruido.
Cesó de caminar y en ese preciso instante el ruido cesó. Había escuchado pasos, estaba
seguro de ello. Alguien caminaba al mismo son y ton que él, por lo cual no era posible discernir
aquella presencia.
Pasaron unos segundos. Manchego permaneció viendo hacia atrás, esperando a ver si
quizás alguien, un amigo, lo estaría siguiendo. Nada. Fueron las ondas del agua que delataron
por completo a aquella presencia.
En ese instante el pastor sintió que el corazón le dio vuelcos. Su cuerpo entero reaccionó
con un estrujón de energía. Empezó a correr hacia donde el agua fluía, y para su delirio escuchó
a su persecutor andar al mismo paso.
Pero su desgracia pareció aumentar en el momento que se escuchó un pito resonar entre
los sumideros. El eco reverberó con la muerte inscrita en su frente. Botas pesadas y varias voces
se hicieron presentes.
Manchego vio una cosa aparecerse entre el aura de la llama de la antorcha. Una lanza casi
le arrancó la cabeza, colisionando con la antorcha, enviando ascuas y chispas volando por
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doquier. La oscuridad colapsó sobre su cuerpo.
Sin saberlo y sin sentirlo, soltó un pulso de energía angelical. Como una ola magnánima,
un cuerpo viajó por el espacio que los separaba. Manchego sólo sintió aquella presencia rozar sus
pieles, para desembocar su furia sobre la carne de los soldados.
El muchacho cobró su coraje y limpió las chispas de su rostro. La antorcha estaba mojada
e inútil. Siguió avanzando, produciendo la daga de su cincho. Pronto fue frágiles rayos de luz
iluminaron vagamente la escena, donde vio a dos guardias luchando a la muerte contra un ser
que maniobraba una espada con un sólo brazo.
Algo topó contra su pierna, y dio un salto hacia atrás. Luego de patear aquella cosa, notó
que era el tercer soldado flotando sobre el agua. El ser que lo defendía no se distinguía bien entre
la oscuridad. Estratégicamente, el ser de un brazo hizo un avance hacia la espalda de los
soldados, y los tuvo arrinconados entre Manchego y sí mismo.
Con nerviosismo se abalanzó al ataque y le ensartó la daga en las carnes al enemigo.
Sintió algo de resistencia al hundir la punta, pero luego la daga se deslizó entre el soldado
enteramente. Escuchó quejidos respiratorios. Borbotones de sangre cayeron hacia el agua y en
ese momento el leso fue decapitado con presteza.
Escuchó la batalla entre el ser de un brazo y el soldado, pero aprovechó el momento para
correr con todo hacia la salida de los sumideros.
***
Llegó a la Finca con el alma en pánico. Estuvo por entrar a la Estancia cuando escuchó el
ladrido de Rufus en ecos lejanos. Algo estaba terriblemente fuera de lugar, y lo sentía en su
corazón.
Hacia esa dirección corrió. Notó que el ruido lo guió hacia el Observador. Al llegar a la
pequeña colina, justo al lado del Gran Pino estaba Rufus ladrando a todo pulmón. Corrió hacia
él, en pánico. El cielo estaba oscuro, justo por soltar una calamidad.
Manchego abrazó al can y le dijo entre su agitación, “¡Rufus! ¿Qué ocurre? ¡Siento que
algo terrible sucede! ¡Dime!” Rufus siguió ladrando en dirección de la Ceiba del Mamantal. El
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pastor desvió su mirada hacia aquella dirección.
Su vista se ajustó. Notó que Gramitas estaba ahí muy cerca del lomo del gran árbol.
Manchego sintió un instinto paternal que lo soltó como catapulta corriendo al auxilio del animal.
La oveja parecía estar trabada entre una de las raíces.
“¡Ya voy, Gramitas!”, le gritaba Manchego mientras se dirigía hacia ella resollando.
Otro relámpago empalideció el ambiente en un blanco penoso, como cadáver. El trueno
dejó sordo a Manchego por unos segundos. Escuchó un pitillo entre su oreja. Recuperando su
balance, siguió corriendo hacia Gramitas, Rufus tras él.
Los árboles, incluyendo a la Ceiba del Mamantal, se batían de lado a lado con una terrible
fuerza. Los vientos incrementaban su furor con ráfagas bravas.
Manchego no notó que Rufus empezó a desacelerar, ladrando con vigor, urgiéndole a
Manchego que no siguiera adelante. Pero Manchego estaba cegado por salvar a su oveja favorita.
Algo estaba terriblemente fuera de lugar.
El pastor llegó al costado de la oveja. De inmediato se agachó para ayudarla a salir de la
pena. Rápido, notó que Gramitas no estaba trabada ni limitada de cualquier manera. Aquella
estaba paralizada, sin llorar, sin moverse, completamente inmóvil por alguna razón de momento
desconocida.
Con dificultad alzó la cabeza, temiendo encararse con la realidad.
Gramitas lo estaba viendo directamente a los ojos. Sus ojos de oveja fueron sustituidos
por dos ojos intensos de color azul. Aquellos pensaban por detrás de la retina. La mirada
inteligente del animal fue aterradora.
Manchego dio un respingo al espantarse. Se trastrabilló con una raíz. Sin poder detener
un tropiezo inminente, empezó a caer de espaldas. Rufus ladró con vehemencia, sin poder hacer
mucho al respecto del accidente en curso. La tragedia inició su cascada inevitable.
El mozuelo vio cómo el mundo entero se volcó. La caída fue lenta y aterradora, un
segundo que se sintió eterno. Su espalda pegó contra el suelo. Sus pulmones se vaciaron del poco
aire que restaban entre ellos. Se quedó sin aliento. Sintió que algo se empezó a quebrantar bajo
su peso. Quiso actuar, pero lo único que pudo hacer fue permitir que el pánico comprometiera a
su alma.
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Su cuerpo aturdido no pudo hacer más que gritar en silencio por auxilio, Rufus ladrando
en frenesí, incapaz de ayudar a su amo de la irrevocable desgracia.
El suelo bajo su cuerpo se inició a hundir. Volteó a ver a Gramitas, quien aparentemente
había recuperado sus ojos, libre del hechizo. Viendo a Manchego agonizar, sintió profundo
miedo, y salió corriendo hacia el bosque, donde la oveja de lanas blancas se perdió.
El pastor soltó dos lágrimas de tristeza al no poder prevenir una inminente caída. No
podía pedir socorro ni vociferar por ayuda. Sus pulmones estaban vacíos, su mente paralizada
con lo que estaba por venir.
Estiró sus brazos en aras de aferrarse a lo que fuera, su mano rascando nada más que
viento escurridizo. Fue fútil.
Cada latido de su corazón profundizaba su agonía, un martillo que fue pulverizando el
suelo bajo su cuerpo atormentado.
El suelo ya se lo devoraba.
Hubo un silencio rotundo. El tiempo se paralizó. El suelo finalizó de romperse bajo su
peso.
Un grito fallido se produjo de sus vocales…Lulita. Lágrimas de desasosiego inundaron su
rostro.
La caída entre la absoluta oscuridad fue inminente. La trágica cascada de eventos
completa. La tierra se lo tragó sin remordimiento.
Desapareció. Silencio.
—FIN—
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¡ESPERA, HAY MUCHO MÁS POR DESCUBRIR!
Antes que nada, permítame agradecerle personalmente por haber leído este libro. Hay
más como esta obra y espero que no se contenga las ganas por saber qué le sucedió a nuestro
adorado Manchego.
Usted debería considerar, y sin alguna pena, enviarme un correo electrónico a
[email protected]. No se detenga. Para mí será un gusto compartir con usted.
Por favor, tómese el tiempo en dejar un breve comentario en Kobo para hacerle saber a otros
lectores a lo que se atienen. Los comentarios significan más que una retroalimentación para mí,
también significa que otros lectores encuentren mi trabajo.
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Por favor, no demore y prosiga a la Parte II de esta obra.
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El Órden de la Saga:
1. El Lóbrego Pastor (dividido en Parte 1 y Parte 2)
2. El Príncipe de la Malicia
3. La Profecía de Ehréledán
4. El Rey Nigromante (DICIEMBRE 2014)
5. ….. 2015
6. …. 2015-2016
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Sobre el Autor:
“Paul Andreas Wunderlich” es el nombre de pluma de Pablo Andrés Wunderlich Padilla.
Pablo nació en Guatemala en 1984. Desde mozuelo escribe con vehemencia. Incursionó en la
carrera de medicina al saber que aquella combinaría perfectamente a la ciencia y la calidez
humana. Durante los años intensos de estudio, el joven se empeñó en seguir explorando la
literatura. La medicina le abrió el portal al alma humana. Es así como su literatura se vio
beneficiada por dicha ciencia. Actualmente se especializa para convertirse en un médico
internista.
Actualmente vive con su esposa en Texas, USA. Sigue escribiendo con la misma pasión
que flagra en él desde mozuelo. Su visión poética de la vida jamás ha desvariado. Aquella se
escancia en todas sus obras.
El autor publica libros en inglés bajo el nombre de pluma Paul A. Wunderlich.
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