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EL RELATO COMO RECURSO El beso, Bécquer Cuando una parte del ejército francés se apoderó a principios de este siglo de la histórica Toledo, sus jefes, que ignoraban el peligro a que se exponían en las poblaciones españolas diseminándose en alojamientos separados, comenzaron por habilitar para cuarteles los más grandes y mejores edificios de la ciudad. Después de ocupado el suntuoso alcázar de Carlos V, echóse mano de la Casa de Consejos: y cuando ésta no pudo contener más gente, comenzaron a invadir el asilo de las comunidades religiosas, acabando a la postre por transformar en cuadras hasta las iglesias consagradas al culto. En esta conformidad se encontraban las cosas en la población donde tuvo lugar el suceso que voy a referir, cuando una noche, ya a hora bastante avanzada, envueltos en sus oscuros capotes de guerra y ensordeciendo las estrechas y solitarias calles que conducen desde la Puerta del Sol de Zocodover, con el choque de sus armas y el ruidoso golpear de los cascos de sus corceles, que sacaban chispas de los pedernales, entraron en la ciudad hasta unos cien dragones de aquellos altos, arrogantes y fornidos de que todavía nos hablan con admiración nuestras abuelas. Mandaba la fuerza un oficial bastante joven, el cual iba como a distancia de unos treinta pasos de su gente, hablando a media voz con otro, también militar, a lo que podía colegirse por su traje. Éste, que caminaba a pie delante de su interlocutor, llevando en la mano un farolillo, parecía servirle de guía por entre aquel laberinto de calles oscuras, enmarañadas y revueltas. _Con verdad _decía el jinete a su acompañante_, que si el alojamiento que se nos prepara es tal y como me lo pintas, casi sería preferible arrancharnos en el campo o en medio de una plaza. _¿Y qué queréis, mi capitán? _contestole el guía

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EL RELATO COMO RECURSO

El beso, Bécquer

Cuando una parte del ejército francés se apoderó a principios de este siglo de la histórica Toledo, sus jefes, que ignoraban el peligro a que se exponían en las poblaciones españolas diseminándose en alojamientos separados, comenzaron por habilitar para cuarteles los más grandes y mejores edificios de la ciudad.     Después de ocupado el suntuoso alcázar de Carlos V, echóse mano de la Casa de Consejos: y cuando ésta no pudo contener más gente, comenzaron a invadir el asilo de las comunidades religiosas, acabando a la postre por transformar en cuadras hasta las iglesias consagradas al culto. En esta conformidad se encontraban las cosas en la población donde tuvo lugar el suceso que voy a referir, cuando una noche, ya a hora bastante avanzada, envueltos en sus oscuros capotes de guerra y ensordeciendo las estrechas y solitarias calles que conducen desde la Puerta del Sol de Zocodover, con el choque de sus armas y el ruidoso golpear de los cascos de sus corceles, que sacaban chispas de los pedernales, entraron en la ciudad hasta unos cien dragones de aquellos altos, arrogantes y fornidos de que todavía nos hablan con admiración nuestras abuelas.    Mandaba la fuerza un oficial bastante joven, el cual iba como a distancia de unos treinta pasos de su gente, hablando a media voz con otro, también militar, a lo que podía colegirse por su traje. Éste, que caminaba a pie delante de su interlocutor, llevando en la mano un farolillo, parecía servirle de guía por entre aquel laberinto de calles oscuras, enmarañadas y revueltas.    _Con verdad _decía el jinete a su acompañante_, que si el alojamiento que se nos prepara es tal y como me lo pintas, casi sería preferible arrancharnos en el campo o en medio de una plaza.    _¿Y qué queréis, mi capitán?  _contestole el guía que efectivamente era un sargento aposentador_.    En el alcázar no cabe ya un gramo de trigo, cuando más un hombre; San Juan de los Reyes no digamos, porque hay celda de fraile en la que duermen quince húsares. el convento adonde voy a conduciros no era mal local, pero hará cosa de tres o cuatro días nos cayó aquí como de las nubes una de las columnas volantes que recorren la

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provincia, y gracias que hemos podido conseguir que se amontonen por los claustros y dejen libre la iglesia.    _En fin _exclamó el oficial_, después de un corto silencio y como resignándose con el extraño alojamiento que la casualidad le deparaba; más vale incómodo que ninguno. De todas maneras, si llueve, que no será difícil según se agrupan las nubes, estaremos a cubierto y algo es algo.Interrumpida la conversación en este punto, los jinetes, precedidos del guía., siguieron en silencio el camino adelante hasta llegar a una plazuela, en cuyo fondo se destacaba la negra silueta del convento con su torre morisca, su campanario de espadaña, su cúpula ojival y sus tejados desiguales y oscuros.    _He aquí vuestro alojamiento _exclamó el aposentador al divisarle y dirigiéndose al capitán, que después que hubo mandado hacer algo a la tropa, echó pie a tierra, tornó al farolillo de manos del guía y se dirigió hacia el punto que éste le señalaba.    Comoquiera que la iglesia del convento estaba completamente desmantelada, los soldados que ocupaban el resto del edificio habían creído que las puertas le eran ya poco menos que inútiles, y un tablero hoy, otro mañana, habían ido arrancándolas pedazo a pedazo para hacer hogueras con que calentarse por las noches.Nuestro joven oficial no tuvo, pues, que torcer llaves ni descorrer cerrojos para penetrar en el interior del templo.    A la luz del farolillo, cuya dudosa claridad se perdía entre las espesas sombras de las naves y dibujaba con gigantescas proporciones sobre el muro la fantástica sombra del sargento aposentador, que iba precediéndole, recorrió la iglesia de arriba abajo, y escudriñó una por una todas sus desiertas capillas, hasta que una vez hecho cargo del local mandó echar pie a tierra a su gente, y hombres y caballos revueltos, fue acomodándola como mejor pudo.Según dejamos dicho, la iglesia estaba completamente desmantelada; en el altar mayor pendían aún de las altas cornisas los rotos jirones del velo con que le habían cubierto los religiosos al abandonar aquel recinto; diseminados por las naves veíanse algunos retablos adosados al muro, sin imágenes en las hornacinas; en el coro se dibujaban con un ribete de luz los extraños perfiles de la oscura sillería de alerce; en el pavimento, destrozado en varios puntos, distinguíanse aún anchas losas sepulcrales llenas de timbres, escudos y largas inscripciones góticas; y allá a lo lejos, en el fondo de las silenciosas capillas y a lo largo del crucero, se destacaban confusamente entre la oscuridad, semejantes a blancos e

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inmóviles fantasmas, las estatuas de piedra, que, unas tendidas, otras de hinojos sobre el mármol de sus tumbas, parecían ser los únicos habitantes del ruinoso edificio.    A cualquier otro menos molido que el oficial de dragones, el cual traía una jornada de catorce leguas en el cuerpo, o menos acostumbrado a ver estos sacrilegios como la cosa más natural del mundo, hubiéranle bastado dos adarmes de imaginación para no pegar los ojos en toda la noche en aquel oscuro e imponente recinto, donde las blasfemias de los soldados que se quejaban en voz alta del improvisado cuartel, el metálico golpe de las espuelas, que resonaban sobre las anchas losas sepulcrales del pavimento, el ruido de los caballos que piafaban impacientes, cabeceando y haciendo sonar las cadenas con que estaban sujetos a los pilares, formaban un rumor extraño y temeroso que se dilataba por todo el ámbito de la iglesia y se reproducía cada vez más confuso, repetido de eco en eco en sus altas bóvedas.Pero nuestro héroe, aunque joven, estaba ya tan familiarizado con estas peripecias de la vida de campaña, que apenas hubo acomodado a su gente, mandó colocar un saco de forraje al pie de la grada del presbiterio, y arrebujándose como mejor pudo en su capote y echando la cabeza en el escalón, a los cinco minutos roncaba con más tranquilidad que el mismo rey José en su palacio de Madrid.    Los soldados, haciéndose almohadas de las monturas, imitaron su ejemplo , y poco a poco fue apagándose el murmullo de sus voces.A la media hora sólo se oían los ahogados gemidos del aire que entraba por las rotas vidrieras de las ojivas del templo, el atolondrado revolotear de las aves nocturnas que tenían sus nidos en el dosel de piedra de las esculturas de los muros, y el alternado rumor de los pasos del vigilante que se paseaba envuelto en los anchos pliegues de su capote, a lo largo del pórtico.

IIEn la época a que se remonta la relación de esta historia, tan verídica como extraordinaria, lo mismo que al presente, para los que no sabían apreciar los tesoros de arte que encierran sus muros, la ciudad de Toledo no era más que un poblachón destartalado, antiguo, ruinoso e insufrible. Los oficiales del ejército francés, que a juzgar por los actos de vandalismo con que dejaron en ella triste y perdurable memoria de su ocupación, de todo tenían

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menos de artistas o arqueólogos; no hay para qué decir que se fastidiaban soberanamente en la vetusta ciudad de los Césares. En esta situación de ánimo, la más insignificante novedad que viniese a romper la monótona quietud de aquellos días eternos e iguales era acogida con avidez entre los ociosos; así es que promoción al grado inmediato de uno de sus camaradas, la noticia del movimiento estratégico de una columna volante, la salida de un correo de gabinete o la llegada de una fuerza cualquiera a la ciudad, convertíanse en tema fecundo de conversación y objeto de toda clase de comentarios, hasta tanto que otro incidente venía a sustituirle, sirviendo de base a nuevas quejas, críticas y suposiciones.    Como era de esperar, entre los oficiales que, según tenían costumbre, acudieron al día siguiente a tomar el sol y a charlar un rato en el Zocodover, no se hizo platillo de otra cosa que de la llegada de los dragones, cuyo jefe dejamos en el anterior capitulo durmiendo a pierna suelta y descansando de las fatigas de su viaje. Cerca de un hora hacía que la conversación giraba alrededor de este asunto, y ya comenzaba a interpretarse de diversos modos la ausencia del recién venido, a quien uno de los presentes, antiguo compañero suyo del colegio, había citado para el Zocodover, cuando en una de las bocacalles de la plaza apareció al fin nuestro bizarro capitán, despojado de su ancho capotón de guerra, luciendo un gran casco de metal con penacho de plumas blancas, una casaca azul turquí con vueltas rojas y un magnífico mandoble con vaina de acero, que resonaban arrastrándose al compás de sus marciales pasos y del golpe seco y agudo de sus espuelas de oro.Apenas le vio su camarada, salió a su encuentro para saludarle, y con él se adelantaron casi todos los que a la sazón se encontraban en el corrillo, en quienes había despertado la curiosidad y la gana de conocerle, los pormenores que           Ya habían oído referir acerca de su carácter original y extraño.

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Después de los estrechos abrazos de costumbre y de las exclamaciones, plácemes y preguntas de rigor en estas entrevistas; después de hablar largo y tendido sobre las novedades que andaban por Madrid, la varia fortuna de la guerra y los amigotes muertos o ausentes, rodando de uno en otro asunto la conversación vino a para el tema obligado, esto es, las penalidades del servicio, la falta de distracciones de la ciudad y el inconveniente de los alojamientos.Al llegar a este punto, uno de los de la reunión que por lo visto, tenía noticia del mal talante con que el joven oficial se había resignado a acomodar su gente en la abandonada iglesia, le dijo con aire de zumba:    _Y a propósito del alojamiento, ¿qué tal se ha pasado la noche en el que ocupáis?    _Ha habido de todo _contestó el interpelado_, pues si bien es verdad que no he dormido gran cosa, el origen de mi vigilia merece la pena de la velada. El insomnio junto a una mujer bonita no es seguramente el peor de los males.    _¡Una mujer! __repitió su interlocutor, como admirándose de la buena fortuna del recién venido_. Eso es lo que se llama llegar y besar el santo.    _Será tal vez algún antiguo amor de la corte que le sigue a Toledo para hacerle más soportable el ostracismo _añadió otro de los del grupo.    _¡Oh, no! _dijo entonces el capitán_, nada menos que eso. Juro, a fe de quien soy, que no la conocía y que nunca creí hallar tan bella patrona en tan incómodo alojamiento. Es todo lo que se llama una verdadera aventura.    _¡Contadla! ¡Contadla! _exclamaron en coro los oficiales que rodeaban al capitán, y como éste se dispusiera a hacerlo así, todos prestaron la mayor atención a sus palabras, mientras él comenzó la historia en estos términos.    _Dormía esta noche pasada como duerme un hombre que trae en el cuerpo trece leguas de camino, cuando he aquí que en lo mejor del sueño me hizo despertar sobresaltado e incorporarme sobre el codo un estruendo horrible, un estruendo tal que me ensordeció un instante para dejarme después los oídos zumbando cerca de un minuto, como si un moscardón me cantase a la oreja.     como os habréis figurado, la causa de mi susto era el primer golpe que oía de esa endiablada campana gorda, especie de sochantre de bronce, que los canónigos de Toledo han colgado en su catedral con el laudable propósito de matar a disgustos a los necesitados de reposo.Renegando entre los dientes de la campana y del

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campanero que toca, disponíame, una vez apagado aquel insólito y temeroso rumor, a seguir nuevamente el hilo del interrumpido sueño, cuando vino a herir mi imaginación y a ofrecerse ante mis ojos una cosa extraordinaria. A la dudosa luz de la luna que entraba en el templo por el estrecho ajimez del muro de la capilla mayor, vi una mujer arrodillada junto al altar.     Los oficiales se miraron entre sí con expresión entre asombrada e incrédula; el capitán, sin atender al efecto que su narración producía continuó de este modo:    _No podéis figuraros nada semejante a aquella nocturna y fantástica visión que se dibujaba confusamente en la penumbra de la capilla, como esas vírgenes pintadas en los vidrios de colores que habréis visto alguna vez destacarse a lo lejos, blancas y luminosas, sobre el oscuro fondo de las catedrales. Su rostro, ovalado, en donde se veía impreso el sello de una leve y espiritual demacración; sus armoniosas facciones llenas de una suave y melancólica dulzura; su intensa palidez, las purísimas líneas de su contorno esbelto, su ademán reposado y noble, su traje blanco y flotante, me traían a la memoria esas mujeres que yo soñaba cuando era casi un niño. ¡Castañas y celestes imágenes, quimérico objeto del vago amor de la adolescencia! Yo me creía juguete de una adulación, y sin quitarle un punto los ojos ni aun osaba respirar, temiendo que un soplo desvaneciese el encanto. Ella permanecía inmóvil. Antojábaseme al verla tan diáfana y luminosa que no era una criatura terrenal, sino un espíritu que, revistiendo por un instante la forma humana, había descendido en el rayo de la luna, dejando en el aire y en por de si la azulada estela que desde el alto ajimez bajaba verticalmente hasta el pie del opuesto muro, rompiéndose la oscura sombra de aquel recinto lóbrego y misterioso.     _Pero... _exclamó interrumpiéndole su camarada de colegio, que comenzando por echar a broma la historia, había concluido interesándose con su relato_. ¿Cómo estaba allí aquella mujer? ¿No le dijiste nada? ¿No te explicó su presencia en aquel sitio?    _No me determiné a hablarle, porque estaba seguro de que no había de contestarme, ni verme, ni oírme.    _¿Era sorda?, ¿era ciega?, ¿era muda? _exclamaron a un tiempo tres o cuatro de los que escuchaban la relación.    _Lo era todo a la vez, exclamó al fin el capitán después de un momento de pausa, porque era... de mármol.    Al oír el estupendo desenlace de tan extraña aventura cuando había en el corro prorrumpieron a una ruidosa carcajada, mientras uno de ellos dijo al narrador de la peregrina historia, que era el única que permanecía callado

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y en una grave actitud:     _¡Acabáramos de una vez! Lo que es de ese género, tengo yo más de un millar, un verdadero serrallo, en San Juan de los Reyes; serrallo que desde ahora pongo a vuestra disposición, ya que a lo que parece, tanto os da de una mujer de carne como de piedra.    _¡Oh no! _continuó el capitán, sin alterarse en lo más mínimo por las carcajadas de sus compañeros_: estoy seguro de que no pueden ser como la mía. La mía es una verdadera dama castellana que por un milagro de la escultura parece que no la han enterrado en un sepulcro, sino que aún permanece en cuerpo y alma de hinojos sobre la losa que la cubre, inmóvil, con las manos juntas en ademán suplicante, sumergida en un éxtasis de místico amor.    _De tal modo te explicas, que acabarás por probarnos la verosimilitud de la fábula de Galatea.    _Por mi parte, puedo deciros que siempre la creí una locura, mas desde anoche comienzo a   comprender la pasión del escultor griego.    _Dadas las especiales condiciones de tu nueva dama, creo que no tendrás inconveniente en presentarnos a ella. De mí sé decir que ya no vivo hasta ver esa maravilla. Pero... ¿qué diantre te pasa?... diríase que esquivas la presentación, ¡ja, ja! bonito fuera que ya te tuviéramos hasta celoso.    _Celoso _se apresuró a decir el capitán_, celoso de los hombres, no... mas ved, sin embargo, hasta dónde llega mi extravagancia. Junto a la imagen de esa mujer, también de mármol, grave y al parecer con vida como ella, hay un guerrero..., su marido sin duda... Pues bien lo voy a decir todo, aunque os moféis de mi necedad... si no hubiera temido que me tratasen de loco, creo que ya lo habría hecho cien veces pedazos.    Una nueva y aún más ruidosa carcajada de los oficiales saludó esta original revelación del estrambótico enamorado de la dama de piedra.    _Nada, nada, es preciso que la veamos _decían los unos.    _Sí, es preciso saber si el objeto corresponde a tan alta pasión _añadían los otros.    _¿Cuándo nos reuniremos para echar un trago en la iglesias en que os alojáis? _exclamaron los demás.   _Cuando mejor os parezca, esta misma noche si queréis _respondió el joven capitán, recobrando su habitual sonrisa, disipada un instante por aquel relámpago de celos_. A propósito, con los bagajes he traído hasta un par de docenas de botellas de champagne, verdadero champagne, restos de un regalo hecho a nuestro general

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de brigada, que, como sabéis, es algo pariente.    _¡Bravo, bravo! _exclamaron los oficiales a una voz prorrumpiendo en alegres exclamaciones.    _¡Se beberá vino del país!    _¡Y cantaremos una canción de Ronsard!    _Y hablaremos de mujeres, a propósito de la dama del anfitrión.    _Conque... hasta la noche.    _Hasta la noche.

III    Ya hacia un largo rato que los pacíficos habitantes de Toledo habían cerrado con llave y cerrojo las pesadas puertas de sus antiguos caserones; la campana gorda de la catedral anunciaba la hora de la queda, y en lo alto del alcázar, convertido en cuartel, se oía el último toque de silencio de los clarines, cuando diez o doce oficiales que poco a poco habían ido reuniéndose en el Zocodover tomaron el camino que conduce desde aquel punto al convento en que se alojaba el capitán, animados más con la esperanza de apurar las comprometidas botellas que con el deseo de conocer la maravillosa escultura.    La noche había cerrado sombría y amenazadora; el cielo estaba cubierto de nubes de color de plomo; el aire, que zumbaba encarcelado en las estrechas y retorcidas calles, agitaba la moribunda luz del farolillo de los retablos, o hacía girar con un chirrido apagado las veletas de hierro de las torres.    Apenas los oficiales dieron vista a la plaza en que se hallaba situado el alojamiento de su nuevo amigo, éste que les aguardaba impaciente, salió a encontrarles, y después de cambiar algunas palabras a media voz, todos penetraron juntos en la iglesia, en cuyo lóbrego recinto la escasa claridad de una linterna luchaba trabajosamente con las oscuras y espesísimas sombras.    _¡Por quien soy! _exclamó uno de los convidados tendiendo a su alrededor la vista_, que el local es de lo menos a propósito del mundo para una fiesta.    _Efectivamente _dijo otro_, nos traes a conocer a una dama, y apenas si con mucha dificultad se ven los dedos de la mano.    _Y con todo, hace un frío que no parece sino que estamos en la Siberia _añadió un tercero, arrebujándose en el capote.    _Calma, señores, calma _interrumpió el anfitrión_; calma, que a todo se proveerá. ¡Eh, muchacho! _prosiguió

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dirigiéndose a uno de sus asistentes_, busca por ahí un poco de leña, y enciéndenos una buena fogata en la capilla mayor.    El asistente, obedeciendo las órdenes de su capitán, comenzó a descargar golpes en la sillería del coro, y después que hubo reunido una gran cantidad de leña, que fue apilando al pie de las gradas del presbiterio, tomó la linterna y se dispuso a hacer un auto de fe con aquellos fragmentos tallados de riquísimas labores, entre los que se veían, por aquí, parte de una columnilla salomónica, por allá, la imagen de un santo abad, al torso de una mujer o la disconforme cabeza de un grifo asomado entre hojarasca.    A los pocos minutos, una gran claridad que de improvisto se derramó por todo el ámbito de la iglesia, anunció a los oficiales que había llegado la hora de comenzar el festín.    El capitán que hacía los honores de su alojamiento con la misma ceremonia que hubiera hecho los de su casa, exclamó, dirigiéndose a los convidados:    _Si gustáis, pasaremos al buffet.   Sus camaradas, afectando la mayor gravedad, respondieron a la invitación con un cómico saludo, y se encaminaron a la capilla mayor precedidos del héroe de la fiesta, que al llegar a la escalinata se detuvo un instante, y extendiendo la mano en dirección al sitio que ocupaba la tumba, les dijo con la finura más exquisita:    _Tengo el placer de presentaros a la dama de mis pensamientos. Creo que convendréis conmigo en que no he exagerado su belleza.    Los oficiales volvieron los ojos al punto que les señalaba su amigo, y una exclamación de asombro se escapó involuntariamente de todos los labios.     En el fondo de una arco sepulcral revestido de mármoles negros, arrodillada delante de un reclinatorio con las manos juntas y la cara vuelta hacia el altar, vieron, en efecto, la imagen de una mujer tan bella que jamás salió otra igual de manos de un escultor, ni el deseo pudo pintarla en la fantasía más soberanamente hermosa.    _¡En verdad que es un ángel! _exclamó uno de ellos.    _¡Lástima que sea de mármol! _añadió otro.   _No hay duda que aunque no sea más que la ilusión de hallarse junto a una mujer de este calibre, es lo suficiente para no pegar los ojos en toda la noche.   _¿Y no sabéis quién es ella? _preguntaron algunos de los que contemplaban la estatua al capitán, que sonreía satisfecho de su triunfo.   _Recordando un poco del latín que en mi niñez supe, he conseguido, a duras penas, descifrar la inscripción de la

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tumba, contestó el interpelado; a lo que he podido colegir, pertenece a un título de Castilla, famoso guerrero que hizo la campaña con el Gran Capitán. Su nombre lo he olvidado; mas su esposa, que es la que veis, se llama doña Elvira de Castañeda, y por mi fe que si la copia se parece al original, debió ser la mujer más notable de su siglo.    Después de estas breves explicaciones, los convidados, que no perdían de vista al principal objeto de la reunión, procedieron a destapar algunas de las botellas, y sentándose alrededor de la lumbre, empezó a andar el vino a la ronda.    A medida que las liberaciones se hacían más numerosas y frecuentes, y el vapor del espumoso champagne comenzaba a trastornar las cabezas, crecían la animación, el ruido y la algazara de los jóvenes, de los cuales éstos arrojaban a los monjes de granito adosados en los pilares los cascos de las botellas vacías, y aquéllos cantaban a toda voz canciones báquicas y escandalosas, mientras los de más allá prorrumpían en carcajadas, batían las palmas en señal de aplausos o disputaban entre sí con blasfemias y juramentos.    El capitán bebía en silencio como un desesperado y sin apartar los ojos de la estatua de doña Elvira. Iluminada por el rojizo resplandor de la hoguera y a través del confuso velo que la embriaguez había puesto delante de su vista, parecíale que la marmórea imagen se transformaba a veces en una mujer real; parecíale que entreabría los labios como murmurando una oración; que se alzaba su pecho como oprimido y sollozante; que cruzaba las manos con más fuerza; que sus mejillas se coloreaban, en fin como si se ruborizase ante aquel sacrílego y repugnante espectáculo.    Los oficiales que advirtieron la taciturna tristeza de su camarada, le sacaron del éxtasis en que se encontraba sumergido, y presentándole una copa, exclamaron en coro:    _¡Vamos brindad vos, que sois el único que no lo ha hecho en toda la noche!El joven tomó la copa, y poniéndose en pie y alzándola en alto, dijo encarándose con la estatua del guerrero arrodillado junto a doña Elvira.    _¡Brindo por el emperador, y brindo por la fortuna de sus armas, merced a las cuales hemos podido venir hasta el fondo de Castilla a cortejarle su mujer, en su misma tumba, a un vencedor de Ceriñola!    Los militares acogieron el brindis con una salva de aplausos, y el capitán, balanceándose, dio algunos pesos hacía el sepulcro.    _No... _prosiguió dirigiéndose siempre a la estatua del

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guerrero, y con esa sonrisa estúpida de la embriaguez_, no creas que te tengo rencor alguno porque vea en ti un rival... al contrario, te admiro como un marido paciente, ejemplo de longanimidad y mansedumbre, y a mi vez quiero también ser generoso. Tú serías bebedor a fuer de soldado... no se ha de decir que te he dejado morir de sed, viéndonos vaciar veinte botellas... ¡toma!_ Y esto diciéndole , llevole la copa a los labios, y después de humedecérselos con el licor que contenía le arrojó el resto a la cara, prorrumpiendo en una carcajada estrepitosa al ver cómo caía el vino sobre la tumba goteando de las barbas de piedra del inmóvil guerrero.    _¡Capitán! _exclamó en aquel punto uno de sus camaradas en tono de zumba_, cuidado con lo que hacéis mirad que esas bromas con la gente de piedra suelen costar caras... Acordaos de lo que aconteció a los húsares del 5 en el monasterio de Poblet... Los guerreros del claustro dicen que pusieron mano una noche a sus espadas de granito y dieron que hacer a los que se entretenían en pintarles bigotes con carbón.    Los jóvenes acogieron con grandes carcajadas esta ocurrencia: pero el capitán, sin hacer caso de sus risas, continuó siempre fijo en la misma idea:    _¿Crees que yo le hubiera dado el vino, a no saber que se tragaba al menos el que le cayese en la boca...? ¡Oh...! ¡no! yo no creo, como vosotros, que estas estatuas son un pedazo de mármol tan inerte hoy como el día en que lo arrancaron de la cantera. Indudablemente, el artista, que es casi un dios, da a su obra un soplo de vida que no logra hacer que ande y se mueva, pero que le infunde una vida incomprensible y extraña, vida que yo no me explico bien, pero que la siento, sobre todo cuando bebo un poco.    _¡Magnifico! _exclamaron sus camaradas_, bebe y prosigue.    El oficial bebió, y fijando los ojos en la imagen de doña Elvira, prosiguió con la exaltación creciente:    _¡Miradla...! ¡Miradla...! ¿no veis esos cambiantes rojos de sus carnes mórbidas y transparentes...? ¿No parece que por debajo de esa ligera epidermis azulada y suave de alabastro circula un fluido de luz color de rosa...? ¿Queréis

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más realidad...?    _¡Oh!, sí, seguramente _dijo uno de los que le escuchaban_, quisiéramos que fuese de carne y hueso.    _¡Carne y hueso...! ¡Miseria, podredumbre...! _exclamó el capitán_. Yo he sentido en orgía arder mis labios y mi cabeza; yo he sentido este fuego que corre por las venas hirvientes como la lava de un volcán, cuyos vapores caliginosos turban y trastornan el cerebro y hacen ver visiones extrañas. Entonces el beso de esas mujeres materiales me quemaba como un hierro candente, y las apartaba de mí con disgusto, con horror, hasta con asco; porque entonces, como ahora, necesitaba un soplo de brisa del mar para mi mente calurosa, beber hielo y besar nieve... ; nieve teñida de suave luz, nieve coloreada por un dorado rayo de sol...; una mujer blanca, hermosa y fría, como esa mujer de piedra que parece incitarme con su fantástica hermosura, que parece que oscila al compás de la llama, y me provoca entreabriendo sus labios y ofreciéndome un tesoro de amor... ¡Oh...! sí...; un beso..., sólo un beso tuyo podrá calmar el ardor que me consume.    _¡Capitán...! _exclamaron algunos de los oficiales al verle dirigirse hacia la estatua como fuera de sí, extraviada la vista y con pasos inseguros_, ¿qué locura vais a hacer?, ¡basta de bromas, y dejad en paz a los muertos!    El joven ni oyó siquiera las palabras de sus amigos, y tambaleando y como pudo llegó a la tumba y aproximose a la estatua, pero al tenderle los brazos resonó un grito de horror en el templo. Arrojando sangre por ojos, boca, y nariz, había caído desplomado y con la cara deshecha al pie del sepulcro.    Los oficiales, mudos y espantados, ni se atrevían a dar un paso para prestarle socorro.   En el momento en que su camarada intentó acercar sus labios ardientes a los de doña Elvira, habían visto al inmóvil guerrero levantar la mano y derribarle con una espantosa bofetada de su guante de piedra.

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De Ramón de Mesonero Romano

Memorias de un setentónCapítulo II

1808

El Dos de Mayo

            [...]

- II -Las diez poco más o menos serían de ella [de la

mañana del Dos de Mayo], cuando se dejó sentir en la modesta calle de Olivo la agitación popular y el paso de los grupos de paisanos armados, que con voces atronadoras decían: ¡Vecinos, armarse! ¡Viva Fernando VII! ¡Mueran los franceses! -Toda la gente de casa corrió presurosa a los balcones, y yo con tan mala suerte, que al querer franquear el dintel con mis piernecillas, fui a estrellarme a la frente en los hierros de la barandilla, causándome una terrible herida, que me privó de sentido y me inundó en sangre toda la cara. Mis padres y hermanitos, acudiendo presurosos al peligro más inmediato, me arrancaron del balcón, me rociaron, que  supongo, con agua y vinagre (árnica de aquellos tiempos), me cubrieron con yesca y una pieza de dos cuartos la herida y me colocaron en un canapé, a donde volví en mí entre ayes y quejidos lastimeros.

Este episodio distrajo a todos por el momento de la agitación exterior; pero arreciando el tumulto y escuchándose más o menos cercanos algunos disparos, hubieron de decidirse a cerrar los balcones, reforzando el cierre con los gruesos barrotes o trancas, que entonces

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eran de general uso en todos ellos, en gracia sin duda de la seguridad personal que ofrecía aquella sociedad. -Mi madre, sin desatender el cuidado del herido, acudió presurosa a encender algunas velas delante de una imagen del Niño Jesús, que encerrada en una urna de cristal campeaba sobre la cómoda, por bajo del tremor o espejo, y sacando luego su rosario, se puso a rezar con fervor. Mi padre fue, sin conseguirlo, a detener al amanuense (Bujeros), que se empeñaba en ir a la calle a ver lo que pasaba; y el americano Campos y su sobrino el guardia Montenegro también se marcharon, porque -decía este último- que a la menor señal de tumulto tenían orden expresa de encerrarse en su cuartel.

Pocos momentos después de haber salido de casa, se presentó en ella muy azorado otro individuo del Cuerpo, que por lo que pude entender se llamaba Butrón, y no sé si sería el mismo que después figuró en la guerra con el grado de general; pero este no sólo venía a recoger   a Montenegro, sino también a dejar su espada y alguna prenda de vestuario, para evitar, según decía, que los grupos de paisanos le obligasen a ponerse a su cabeza, pintando de paso lo formidable del alzamiento, con que dejó a mis padres en congoja extrema, e hizo a mi pobre madre reforzar con otro par de velas la imagen del Niño Jesús.

Pasaban las horas en tan crítica ansiedad, cuando vino a exacerbarla otro incidente aún más fatal, y fue el escucharse un tiro, disparado, al parecer, de la propia casa a que contestaron otros varios desde fuera, dirigidos a los balcones de ella, algunas de cuyas balas se estrellaron en las fuertes maderas de cuarterones o en los infinitos clavos de la puerta del portal, que había tenido cuidado de cerrar el zapatero remendón que hacía las de portero.

Aquí la consternación se hizo general, y creció de todo punto cuando a pocos momentos presentose muy demudado el inquilino del cuarto tercero (D. Tadeo Sánchez Escandón), confesando que él había sido el que había disparado su escopeta contra un centinela o piquete de franceses que estaba en la esquina de la calle del Carmen, y que sin duda este era el motivo de que los aludidos hubiesen contestado con otros disparos a los balcones y fuertes culatazos a la puerta, que, según

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después se supo, marcaron con las bayonetas con una X fatal.    En medio de la angustia general y de recriminaciones hechas al causante inadvertido de este desmán, hubo que atender por el pronto a su evasión, que verificó por una buhardilla o desván interior de la casa, en que mi madre tenía su bien provista dispensa, con lo cual quedaron algún tanto apaciguados los ánimos, si bien con el recelo que es de suponer.

Bien entrada la tarde, aparecieron patrullas de caballería, a cuyo frente iban las autoridades civiles y militares, varios consejeros de Castilla y hasta los ministros Urquijo y Azanza según se dijo, que, enarbolando pañuelos blancos, decían: «Vecinos, paz, paz, que todo está, compuesto»; cuyas voces parecían derramar unas gotas de bálsamo sobre los angustiados corazones; pero acabada de cerrar la noche, comenzaron a oírse de nuevo descargas más o menos lejanas y nutridas, que parecían (y éranlo en efecto) producidas por losfranceses, que inmolaban a los infelices paisanos a quienes suponían haber cogido con las armas en la mano. Estos cruentos sacrificios se verificaban simultáneamente en el patio del Buen Suceso, en el Prado a la subida del Retiro y delante de las tapias del convento de Jesús, en la Montaña del Príncipe Pío, y en otros varios sitios de la población.

A todo esto, mi madre redoblaba sus rosarios y letanías; mi padre se paseaba agitadísimo, y los chicos, y yo especialmente, por el dolor de mi herida, llorábamos y gemíamos, faltos de alimento, que nadie se cuidaba de prepararnos, y de sueño, que no podíamos de modo alguno conciliar. -Y las descargas cerradas de fusilería continuaban en diversas direcciones, lo que, supuesta la falta de resistencia y la sujeción del pueblo, daba lugar a presumir que los inhumanos franceses se habían propuesto exterminar a Madrid entero. -Y era, según se dijo después, que el sanguinario Murat, aplicando en esta ocasión el procedimiento seguido por su cuñado Bonaparte en sus célebres jornadas del Vendimiario, había dispuesto que en las plazas y calles principales, así céntricas como extremas, continuase durante toda la noche aquel horrible fuego, aunque sin dirección, y con el objeto de sobrecoger y aterrorizar más y más al vecindario. -¡Qué noche, Santo Dios! Setenta años se cumplen cuando escribo estas

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líneas, y siglos enteros no bastarían a borrarla jamás de mi memoria.

Muy entrada ya la mañana del siguiente día 3, apareció en casa el amanuense, a quien ya todos creíamos en el otro mundo, contando los incidentes del trágico drama del día anterior, y de que Dios se había dignado libertarle. Hablaba atropelladamente y como fuera de sí de las varias espantosas escenas de que decía haber sido testigo en la plaza de Palacio, donde, como es sabido, empezó el alzamiento del pueblo, cortando los tiros de los coches en que iban a ser trasladados los Infantes a Francia, y acometiendo con insano furor a la escolta de la caballería francesa; hablaba de haber visto más tarde en la Puerta del Sol la desesperada y casi salvaje lucha de la manolería con la odiada y repugnante tropa de Mamelukos franceses, a quienes apellidaban los moros, por su traje oriental: -decía haber visto meterse a las mujeres por bajo de los caballos para hundir en sus vientres las navajas, y encaramarse a los hombres a la grupa de los mismos para hacer a los jinetes el propio agasajo. Referíase también a la más seria y enconada lucha del Parque de Monteleón, y a las horribles venganzas del francés en revancha de la resistencia de aquellos héroes. De todo esto, que narraba Bujeros con su natural verbosidad, había, según mi padre, que rebajar un poco, haciéndole, sin embargo, las concesiones que reclamaba su natural andaluz; pero yo creo más bien que en la ocasión presente se quedó muy por bajo de la realidad.

Poco después llegó a casa el americano Campos, que había pasado la noche y gran parte del día encerrado en el cuartel de Guardias de Corps; pero este, en vez de calmar con su presencia y sus palabras la congoja de mis padres, la acreció sobremanera, trayendo en sus manos la horrible orden del día o proclama de Joaquín Murat, que no se publicó hasta el día 4, es decir, después de haber recibido su bárbara ejecución.

Un grito de horror y de desesperación levantose entonces en toda la familia, considerando la inminencia del peligro de ver asaltada la casa de donde se había hecho fuego, y cuando no quemada, saqueada implacablemente y asesinados todos sus moradores; pero la ocasión no era sólo lamentable, sino angustiosa y fatal por extremo, y

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siguiendo el parecer autorizado del americano Campos, no había más partido que tomar que decidirse a abandonarla, repartiéndose la familia en las casas de los amigos más allegados. -Y no hubo más, sino con el sobresalto   y angustia que puede presumirse, verificose este obligado abandono, yendo mi padre con parte de los niños a casa del Marqués del Castelar, y tocándome a mí con mi angustiada madre ir a refugiarme a casa de don José Fernández y Garrida, que estaba casado con una hermana del futuro orador y presidente del Congreso D. Álvaro Gómez Becerra. Esta casa se hallaba y se halla situada en la pequeña plazuela de Trujillos, formando escuadra con la del Sr. D. Cándido Alejandro Palacio, Conde de Berlanga de Duero, mi actual y querido amigo, y en ella permanecimos no sé cuántos días, hasta que publicada, con fecha del día 6, la nueva y sarcástica proclama del pro-cónsul Murat, en que ofrecía ciertas   seguridades, pudimos regresar a nuestros abandonados hogares, reuniéndose en ellos toda la familia, aunque en el estado deplorable a que nos reducía nuestra triste situación.

Por lo que a mí toca, es natural suponer que me distraería pronto, con mis hermanitos, de tan horribles sensaciones, y que sólo me preocupase algún tanto el dolor de la herida, que aún sentía en la frente; pero cuando, muchos años después, y ya hombre, contemplaba al espejo su profunda cicatriz, un sentimiento de orgullo se apoderaba de mí, exclamando como el Corregio: -«Anch'io son pittore». -Yo también fui una de las víctimas del DOS DE MAYO.

Capítulo III1808

 Del 2 de Mayo al 4 de Diciembre  - I -

La tercera y última jornada del gran drama de 1808 en Madrid tuvo su desenlace en los primeros días de Diciembre, cuando Napoleón en persona, al frente de un ejército numeroso, penetró en ella, no ya (como un tiempo se imaginaron sus moradores) cual amigo y aliado, sino como dominador y dueño absoluto de imponerla su yugo.

Pero antes de realizarse esta gran desdicha, y en los meses que mediaron desde el 2 de Mayo, ocurrieron

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sucesos, alternaron vicisitudes tales, que sería imposible de todo punto prescindir de ellas, si ha de darse el enlace debido a esta sencilla narración, por mucho que pretenda reducirla a los términos que me propuse.

Conviene, por lo tanto, trasladarnos en imaginación a los días que siguieron a aquel inmortal en que, ahogado en sangre el heroico ardimiento de los madrileños, hubieron de ceder necesariamente, ante fuerzas tan superiores a la inicua tiranía del pérfido Murat.

Arrojada ya la máscara, violadas y escarnecidas todas las seguridades del amigo, del protector, del huésped; y convertido el ejército francés y su odiado jefe en tiránico opresor de la capital, aprovechó los primeros momentos del terror producido por su crueldad para desembarazarse hasta del menor asomo de competencia en su autoridad omnímoda y exclusiva; dispuso la traslación inmediata a Francia de las personas de la Real familia que aún quedaban entre nosotros, entre ellas la del Infante D. Antonio Pascual, presidente de la Junta Suprema de Estado, que estaba encargada de la gobernación durante la ausencia del Rey, y la anuló virtualmente, poniéndose a su frente con el título de Lugarteniente general del Reino. -Por cierto que al desprenderse de su autoridad aquel menguado del Infante D. Antonio, y al poner el pie en el estribo del carruaje el día 4 de Mayo, tuvo la infeliz ocurrencia de despedirse de sus compañeros de la Suprema Junta con aquella donosa carta, denunciable ante el tribunal del sentido común, que empezaba con estas palabras: «A los señores de la Junta digo cómo me he marchado a Bayona» y concluía: «Dios nos la depare buena. Adiós, Señores, hasta el Valle de Josafat»; documento verdaderamente incalificable, que provocaría la risa si no produjese un hondo sentimiento de indignación y de lástima al contemplar en qué manos había caído la suerte y dirección de una nación heroica y animosa, arrojada de este modo a los pies del altivo dominador del continente europeo.

El pueblo de Madrid y el de España entera, respondiendo instantáneamente con viril energía a los impulsos de su patriotismo y de su honor, anatematizó de la manera más solemne tamañas ruindades como ofrecían simultáneamente en Madrid y Bayona todos los individuos

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de la familia Real. Pero por de pronto no podía hacer más que ahogar la voz de su encono y lamentarse en silencio de su inmerecida y horrorosa esclavitud.

Por lo que puedo recordar (y prescindiendo de estas indicaciones generales, que acaso contra mi propósito se escaparon de mi pluma), la situación de Madrid en aquellos infaustos días, ante el cambio tan brusco de situación, no podía ser más terrible y angustiosa. Retraído el vecindario en sus casas, sin comunicarse apenas entre sí, y huyendo instintivamente de calles y paseos, donde pudiera ofenderle la odiada presencia de sus verdugos, estos y sus jefes pudieron a mansalva desplegar todo el lujo de su arrogancia y dar a conocer en sus Boletines los odiosos Manifiestos de Bayona; la renuncia vergonzosa de la corona de España en la persona de Napoleón; la transmisión que este tuvo a bien hacer de ella a favor de su hermano José; la formación del ridículo Congreso, y la presentación de una Constitución otorgada que había de regir en los extendidos dominios de España e Indias. Todo esto, acompañado de los correspondientes firmanes del gran Emperador, del flamante Rey y de sus lugartenientes generales Murat y Sabary, que sucedió a aquel en su pre-consulado. -Estas disposiciones, publicadas en la Gaceta, eran recibidas por la mayor parte del vecindario con la más profunda indignación, y en otros sitios con la más absoluta indiferencia o desprecio.

Así pasó todo Mayo, todo Junio y gran parte de Julio, aunque reanimándose algún tanto los espíritus con las noticias más o menos vagas que iban llegando del alzamiento general de las provincias, del aspecto formidable de la resistencia que se ostentaba ya desde las cumbres de Covadonga hasta las playas gaditanas, desde las gargantas del Pirineo hasta los pensiles valencianos o las llanuras de Castilla; del entusiasmo con que todos los pueblos unánimemente y con un impulso sobrenatural, espontáneo y enérgico, iban respondiendo al heroico grito lanzado el 2 de Mayo por el pueblo de Madrid.

Entre tanto el nuevo rey José, a quien la voluntad soberana de su hermano había arrancado del solio de Nápoles (donde estaba por lo menos tolerado), para llamarle a servir de blanco a las iras, o más bien al menosprecio, de los españoles, colocando sobre su cabeza

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el I.N.R.I. ignominioso, resignábase a tomar posesión de una corona que tan de espinas se le anunciaba; y adelantándose hasta la capital con fuerzas suficientes, llegó a Chamartín el día 20 de Julio, y en el siguiente hizo su entrada en Madrid, en medio del más profundo desvío de la población; contraste verdaderamente asombroso con la recepción hecha a Fernando el 24 de Marzo. -¡Y las tropas francesas, que habían presenciado uno y otro suceso, mentalmente hubieron de compararle, y no dejarían de vaticinar las funestas consecuencias que de esta comparación deducían!

Repitiose, pues, absolutamente y en términos idénticos el espectáculo que había ofrecido el pueblo madrileño en 1710, cuando por una de las vicisitudes de la guerra de sucesión hubo de penetrar en su recinto el odiado Archiduque de Austria. Pero al menos este, en su buen criterio, viendo el silencio de las calles, la ausencia absoluta de la población, y el desairado papel que le tocaba representar, tuvo la feliz inspiración de volverse desde la Plaza por la calle Mayor, diciendo que Madrid era un lugar desierto; mas el pobre José, a quien estaba impuesta de orden superior la irrisoria corona, no pudo adoptar aquel partido, y entró en Palacio, si bien por entonces hubo de ocuparle muy contados días. -El Ayuntamiento de Madrid y el Consejo de Castilla, cediendo al miedo más bien que a convicción, dispusieron, sin embargo, que el próximo día 25, en que se celebra el Apóstol Santiago, se verificase la solemne proclamación de José, y se alzasen pendones por él en los balcones de la   Panadería; ceremonia irrisoria, que se celebró en medio de la mayor indiferencia, ostentando el estandarte Real el Conde de Campo Alanje, por haberse negado a ello y huido el de Altamira, a quien correspondía como alférez Real.

¡Y en qué ocasión subía a la picota, más bien que al trono de las Españas, este desdichado! Cuando ya empezaba a extenderse el rumor de una gran victoria alcanzada por las armas españolas (la gloriosa de Bailén, librada el 19 de Julio); rumores que, creciendo de día en día, alentaban el ánimo de los patriotas, al paso que acongojaban el de los pocos y atribulados parciales del francés.

Pero estos rumores tomaron consistencia; la verdad se

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abrió paso, y adquiriendo el carácter de absoluta evidencia, infundió tal desconcierto y pavura en las huestes  invictas de Austerlitz y de Jena, que apresuradamente se dispusieron a levantar el campo y abandonar con su rey José la capital del Reino, como así lo verificaron, el día 1.º de Agosto.

Puede figurarse cualquiera la explosión del delirio universal a tan inesperado acontecimiento. -El pueblo del Dos de Mayo, libre de sus tiranos dominadores, vuelto a la vida patria, a los objetos de su cariño, de su admiración y de su culto; recibiendo sucesivamente y con muy cortos intervalos las asombrosas noticias del efecto producido por su heroico grito en todo el ámbito de la monarquía, que hoy celebraba la gloriosa jornada de Bailén; otro día la inmortal defensa de Zaragoza; ora el apresamiento en Cádiz de la escuadra francesa; ora la seguridad del auxilio de Inglaterra obtenida por los asturianos; ya la formación de Juntas provisionales; ya la improvisación de ejércitos enteros; el sacudimiento, en fin, general, unánime, y tal como no ha ofrecido jamás la historia de pueblo alguno, se entregaba, como es natural, a todas las demostraciones de su entusiasmo, y (preciso es también decirlo) a algunas deplorables demasías, hijas de su rencor y resentimientos contra las situaciones pasadas. -Pocas, sin embargo, fueron estas lamentables escenas, dirigidas contra los que, o por mala apreciación de los medios de resistencia, o por miedo, o por cálculo, se habían adherido a la causa entre ellas la más señalada y vituperable fue el bárbaro asesinato cometido en la persona del ex-intendente de la Habana D. Luis Viguri, grande amigo que suponían en Godoy, a quien arrastraron inhumanamente por las calles de Madrid, estableciendo un precedente que la gante aviesa se complacía en llamar La Viguriana, amenazando con igual suerte a todos los que calificaba de traidores.

Entre tanto el Consejo de Castilla (en quien por cierto hubiera sido de desear algún más tesón y valor enfrente de la dominación francesa) alentaba, hasta cierto punto, aquellas demasías, y como que hacía alarde de autorizarlas, faltando a todas las leyes y conveniencias. He aquí el papelito que encuentro entre los viejos de mi padre, y que copio a la letra hasta con su viciada ortografía:

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«Casas confiscadas y mandadas vender por el Consejo para gastos de guerra: de diferentes traydores de la nación que marcharon con los franceses, como también los muebles hallados en ellas: -Primeramente la del Duque de Frías. -Las de los Negretes, padre e hijo. -Mazarredo. -Urquijo. -Azanza. -Ofarrill. -Marqués Caballero. -Cabarrus. -Marquina, Consejero de Castilla. -Durán, también de Castilla. -Amorós, de Indias. -García Suelto. -Moratín. -Angulo y Belasco. -Melón, juez de Imprentas. -Monota, agente de Negocios. -Moratus, canónigo de San Isidro. -Estala y Llorente, canónigos de Toledo. -Ervás. -Zea. -Romero. -Arribas. -Salinas. -San Felices. -La Condesa Jaruco. -Y hoy han prendido al Consejero Navarro y Vidal, que tantos favores hizo a Valencia quando el Duque de la Roca, y este ha escapado».

Véase cómo el Consejo envolvía en la misma proscripción desde las personas de los ministros y superiores gobernantes, hasta las inofensivas de literatos y hombres de ningún carácter político.

Pero apartemos la vista de esta parte sombría del cuadro, para fijarla en el espectáculo indescriptible de entusiasmo y regocijo que presentaba en su conjunto el pueblo de Madrid. -Este no podía ser más halagüeño, y quisiera que mi pluma pudiera alcanzar a imprimirle su espléndido colorido. Diríase tal vez que el intentar siquiera trasladarle al papel es una temeridad, atendidos mis cortos años; pero a esto habré de contestar que ante   tal espectáculo no había niños ni edades ni condiciones; todos éramos hombres, todos nos crecimos al sublime fuego del patriotismo, y sin gran dificultad hallo clara y distintamente estampado en mi imaginación el cuadro sublime que en aquellos momentos se desplegaba a mi vista.

A levantar y sostener aquel entusiasmo popular alzáronse las voces de nuestros más esclarecidos ingenios, los himnos del combate, las preces de la Iglesia y los cantos del pueblo en general. -El gran Quintana, apoderándose con segura mano de la lira de Tirteo, prorrumpió en aquella inmortal oda que empezaba: «¿Qué era, decidme, la nación que un día», la cual no tiene precedente en nuestro Parnaso, por lo atrevido y patriótico del pensamiento, por lo vigoroso del estilo y lo apasionado

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del acento, no arrancado hasta entonces de las cuerdas de lira castellana.

Don Juan Nicasio Gallego exhaló de un modo incomparable los quejidos de la patria en su admirable y popular elegía «Al Dos de Mayo». -Don Juan Bautista de Arriaza entonaba su magnífica «Profecía del Pirineo», -y D. Francisco Sánchez Barbero, D. Antonio Sabiñón, D. Cristóbal Beña, todos, en fin, los predilectos hijos de las Musas hicieron estremecerse a un tiempo todos los corazones, hiriendo las fibras del patriotismo y del honor. La música, esta expresión sublime de los afectos del alma, vino a secundar aquella explosión del público sentimiento; y música y poesía, derramándose por la atmósfera, convirtieron en un concierto armonioso y unánime aquella explosión del entusiasmo popular.

En tanto empezaron a refluir a Madrid las tropas improvisadas en las provincias, ostentando, más bien que la organización militar y la apostura guerrera, sus pintorescos  trajes berberiscos a par que los destellos de su valor y patriotismo. -Vinieron primeramente los valencianos y aragoneses con sus anchos zaragüelles, fajas, mantas y pañuelos en la cabeza a guisa de turbante, entonando aquella estrofa inmortal de la clásica jota:

«La Virgen del Pilar diceque no quiere ser francesa;

que quiere ser capitanade la tropa aragonesa»,

o bien el himno de la heroica Zaragoza, libre recientemente de los horrores de su primer sitio:

«Zagalas del Ebro,laureles tejed

Y a nuestros guerrerosciñamos la sien».

«El sol quince vecesbatida la vido,

y quince vencidotornar vio al francés.

El héroe animoso

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que nos acaudillatuviera a mancilladejarse vencer».

Zagalas del Ebro, etc  Siguiéronles en 23 de Agosto las tropas andaluzas, las   gloriosas triunfadoras de Bailén, algo más organizadas, y vestidas militarmente, con el general CASTAÑOS a su cabeza, las cuales fueron recibidas con una inmensa ovación al eco armonioso del himno de la victoria:

«Dupont, terror del Norte,fue vencido en Bailén,y todos sus secuaces

prisioneros con él.Toda la Francia entera

llorará este baldón;al son de la Carmañola,

¡Muera Napoleón!¡Muera, Napoleón!».

Reunidos unos y otros a los jóvenes voluntarios castellanos y al inmenso concurso del pueblo entero de Madrid, cuyo entusiasmo delirante llegó entonces a su apogeo, celebraron al siguiente día 24 de Agosto la solemne y verdadera proclamación de Fernando VII, que contrastaba brillantemente con la pálida farsa representada en el mes anterior a nombre del intruso José.

Todo era efusión y sincero alarde de patriotismo; hombres y mujeres, niños y ancianos, radiantes de alegría, ostentaban en sus sombreros y mantillas, en sus pechos y peinados, sendas escarapelas encarnadas con el retrato de Fernando VII en su centro; y prorrumpían en el famoso himno de guerra, cuya letra (que no es fácil saber a quien se debe) aplicaron, para mayor escarnio, a la música de la Marsellesa:

«A las armas corred, patriotas,a lidiar, a morir o a vencer;

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guerra eterna al infame tirano,odio eterno al impío francés.

Patriotas guerrerosblandid los acerosy unidos marchad

por la patria, a morir... o triunfar.¡A morir... o triunfar!».

La población indígena madrileña, fiel, sin embargo, a sus primeros amores, volvía entusiasmada a requerir su Juana y Manuela, permitiéndose, sin embargo, algún otro escarceo más sentimental:

«Virgen de Atocha,la Capitana,

que del rey tienespuesta la banda,

haz que pronto Fernandovuelva de Francia»;

o dando rienda suelta a su sarcástico natural, cebábase en el desdichado Rey intruso, a quien apenas había podido conocer, pero que desde luego calificó de ebrio y [disoluto dando rienda suelta a su sarcástico natural, cebábase en] «Tráelo, Marica, tráelo

a Napoleón,tráelo y le pagaremos

la contribución».    «Ya viene por la

RondaJosé Primero

con un ojo postizoY el otro huero,.

«Ya se fue por Ventasel Rey Pepino,

con un par de botellaspara el camino».

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He citado antes las inmortales composiciones de nuestros egregios vates en esta ocasión; pero como el pueblo no está a la altura, que digamos, de los Píndaros y Tirteos, no es de extrañar que a par de aquellos levantados intérpretes del entusiasmo nacional apareciese la falange de copleros, polilla del Parnaso y del sentido común, inundando la población con innumerables folletos, romances y jácaras, de que tengo a la vista un gran caudal; pero de los cuales me abstengo de hacer uso en gracia de sus autores y del paciente lector. -«Del sublime al ridículo (se ha dicho con razón) no hay más que un paso»- y este paso se dio a trote largo hasta el último confín. -De todas estas elucubraciones sólo quiero hacer excepción con una en que no sin cierto gracejo y donosura se hacía una   parodia de la nueva Constitución de Bayona; y como es posible que no exista más ejemplar que el que yo tengo, me permitiré hacer un extracto de él Decía, pues: Constitución de España, puesta en canciones de música conocida, para que pueda cantarse al piano, al órgano, al violín, al bajo, a la flauta, a la guitarra, a los timbales, al arpa, a la bandurria, a la pandereta, a la zampoña, al rabel y toda clase de instrumentos rústicos.

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RELATOS DE GALDÓS

CAPÍTULO XXXIV

El oficial recién venido y el que antes nos custodiaba hablaron un instante con precipitación. El segundo dirigiose en seguida a desatar a Inés para entregarla a su amigo. ¡Momento inexplicable! Inés no quería separarse de nosotros, y abrazándonos, se aferraba a la muerte con sus manos ya libres. Un violento, un irresistible egoísmo que hundía sus poderosas raíces hasta lo más profundo de mi ser, se apoderó de mí. No sé qué íntima fuerza desarrollada de súbito me permitió romper la ligadura de un brazo y pude asir fuertemente a Inés, mientras con angustiosa impaciencia miraba los fusiles del pelotón de granaderos.¡Instante terrible cuyo recuerdo hiela la sangre en las venas y paraliza el corazón, simulando la muerte! Aunque la muchacha quería compartir nuestra suerte, la tardía compasión de nuestros asesinos nos la quitaba. Ella, durante la breve lucha, dijo algo que he olvidado. Yo también pronuncié palabras de que hoy no puedo darme cuenta. Pero nos la quitaron: recuerdo la extraña sensación que experimenté al perder el calor de sus manos y de su cara. Yo estaba como loco. Pero la vi claramente cuando se la

llevaron, cuando desapareció de entre las filas, arrastrada, sostenida, cargada por Juan de Dios.Y al ver esto sentí un estruendo horroroso, después un zumbido dentro de la cabeza y un

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hervidero en todo el cuerpo; después un calor intenso, seguido de penetrante frío; después una sensación inexplicable, como si algo rozara por toda mi epidermis; después un vapor dentro del pecho, que subía invadiendo mi cabeza; después una debilidad incomprensible que me hacía el efecto de quedarme sin piernas; después una palpitación vivísima en el corazón; después un súbito detenimiento en el latido de esta víscera; después la pérdida de toda sensación en el cuerpo, y en el busto, y en el cuello, y en la boca; después la inconsciencia de tener cabeza, la absoluta reconcentración de todo yo en mi pensamiento; después unas como ondulaciones concéntricas en mi cerebro, parecidas a las que forma una piedra cayendo al mar; después un chisporroteo colosal que difundía por espacios mayores que cielo y tierra juntos la imagen de Inés en doscientos mil millones de luces; después oscuridad profunda, misteriosamente asociada a un agudísimo dolor en las sienes; después un vago reposo, una extinción rápida, un olvido creciente e invasor, y por último nada, absolutamente nada.

CAPÍTULO XXVII Llegar los cuerpos de ejército a la Puerta del Sol y

comenzar el ataque, fueron sucesos ocurridos en un mismo instante. Yo creo que los franceses, a pesar de su superioridad numérica y material, estaban más aturdidos que los españoles; así es que en vez de comenzar poniendo en juego la caballería, hicieron uso de la metralla desde los primeros momentos.

La lucha, mejor dicho, la carnicería era espantosa en la Puerta del Sol. Cuando cesó el fuego y comenzaron a funcionar los caballos, la guardia polaca llamada noble, y los famosos mamelucos cayeron a sablazos sobre el pueblo, siendo los ocupadores de la calle Mayor los que alcanzamos la peor parte, porque por uno y otro flanco nos atacaban los feroces jinetes. El peligro no me impedía observar quién estaba en torno mío, y así puedo decir que sostenían mi valor vacilante además de la Primorosa, un señor grave y bien vestido que parecía aristócrata, y dos honradísimos tenderos de la misma calle, a quienes yo de antiguo conocía.

Teníamos a mano izquierda el callejón de la Duda; como sitio estratégico que nos sirviera de parapeto y de camino para la fuga, y desde allí el señor noble y yo, dirigíamos nuestros tiros a los primeros mamelucos que aparecieron en la calle. Debo advertir, que los tiradores formábamos una especie de retaguardia o reserva, porque los verdaderos y más aguerridos combatientes, eran los que luchaban a arma blanca entre la caballería. También

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de los balcones salían muchos tiros de pistola y gran número de armas arrojadizas, como tiestos, ladrillos, pucheros, pesas de reló, etc.

-Ven acá, Judas Iscariote -exclamó la Primorosa, dirigiendo los puños hacia un mameluco que hacía estragos en el portal de la casa de Oñate-. ¡Y no hay quien te meta una libra de pólvora en el cuerpo! ¡Eh, so estantigua!, ¿pa qué le sirve ese chisme? Y tú, Piltrafilla,

echa fuego por ese fusil, o te saco los ojos.

Las

imprecaciones de nuestra generala nos obligaban a disparar tiro tras tiro. Pero aquel fuego mal dirigido no nos valía gran cosa, porque los mamelucos habían conseguido despejar a golpes gran parte de la calle, y adelantaban de minuto en minuto.

-A ellos, muchachos -exclamó la maja, adelantándose al encuentro de una pareja de jinetes, cuyos caballos venían hacia nosotros.

Nadie podrá imaginar cómo eran aquellos combates parciales. Mientras desde las ventanas y desde la calle se les hacía fuego, los manolos les atacaban navaja en mano, y las mujeres clavaban sus dedos en la cabeza del caballo, o saltaban, asiendo por los brazos al jinete. Este recibía auxilio, y al instante acudían dos, tres, diez, veinte, que eran atacados de la misma manera, y se formaba una confusión, una mescolanza horrible y sangrienta que no se puede pintar. Los caballos vencían al fin y avanzaban al galope, y cuando la multitud encontrándose libre se extendía hacia la Puerta del Sol, una lluvia de metralla le cerraba el paso.

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Perdí de vista a la Primorosa en uno de aquellos espantosos choques; pero al poco rato la vi reaparecer lamentándose de haber perdido su cuchillo, y me arrancó el fusil de las manos con tanta fuerza, que no pude impedirlo. Quedé desarmado en el mismo momento en que una fuerte embestida de los franceses nos hizo recular a la acera de San Felipe el Real. El anciano noble fue herido junto a mí: quise sostenerle; pero deslizándose de mis manos, cayó exclamando: «¡Muera Napoleón! ¡Viva España!».

Aquel instante fue terrible, porque nos acuchillaron sin piedad; pero quiso mi buena estrella, que siendo yo de los más cercanos a la pared, tuviera delante de mí una muralla de carne humana que me defendía del plomo y del hierro. En cambio era tan fuertemente comprimido contra la pared, que casi llegué a creer que moría aplastado. Aquella masa de gente se replegó por la calle Mayor, y como el violento retroceso nos obligara a invadir una casa de las que hoy deben tener la numeración desde el 21 al 25, entramos decididos a continuar la lucha desde los balcones. No achaquen Vds. a petulancia el que diga nosotros, pues yo, aunque al principio me vi comprendido entre los sublevados como al acaso y sin ninguna iniciativa de mi parte, después el ardor de la refriega, el odio contra los franceses que se comunicaba de corazón a corazón de un modo pasmoso, me indujeron a obrar enérgicamente en pro de los míos. Yo creo que en aquella ocasión memorable hubiérame puesto al nivel de algunos que me rodeaban, si el recuerdo de Inés y la consideración de que corría algún peligro no aflojaran mi valor a cada instante.

Invadiendo la casa, la ocupamos desde el piso bajo a las buhardillas: por todas las ventanas se hacía fuego arrojando al mismo tiempo cuanto la diligente valentía de sus moradores encontraba a mano. En el piso segundo un padre anciano, sosteniendo a sus dos hijas que medio desmayadas se abrazaban a sus rodillas, nos decía: «Haced fuego; coged lo que os convenga. Aquí tenéis pistolas; aquí tenéis mi escopeta de caza. Arrojad mis muebles por el balcón, y perezcamos todos y húndase mi casa si bajo sus escombros ha de quedar sepultada esa canalla. ¡Viva Femando! ¡Viva España! ¡Muera Napoleón!».

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Estas palabras reanimaban a las dos doncellas, y la menor nos conducía a una habitación contigua, desde donde podíamos dirigir mejor el fuego. Pero nos escaseó la pólvora, nos faltó al fin, y al cuarto de hora de nuestra entrada ya los mamelucos daban violentos golpes en la puerta.

-Quemad las puertas y arrojadlas ardiendo a la calle -nos dijo el anciano-. Ánimo, hijas mías. No lloréis. En este día el llanto es indigno aun en las mujeres. ¡Viva España! ¿Vosotras sabéis lo que es España? Pues es nuestra tierra, nuestros hijos, los sepulcros de nuestros padres, nuestras casas, nuestros reyes, nuestros ejércitos, nuestra riqueza, nuestra historia, nuestra grandeza, nuestro nombre, nuestra religión. Pues todo esto nos quieren quitar. ¡Muera Napoleón!

Entretanto los franceses asaltaban la casa, mientras otros de los suyos cometían las mayores atrocidades en la de Oñate.

-Ya entran, nos cogen y estamos perdidos -exclamamos con terror, sintiendo que los mamelucos se encarnizaban en los defensores del piso bajo.

-Subid a la buhardilla -nos dijo el anciano con frenesí- y saliendo al tejado, echad por el cañón de la escalera todas las tejas que podáis levantar. ¿Subirán los caballos de estos monstruos hasta el techo?

Las dos muchachas, medio muertas de terror, se enlazaban a los brazos de su padre, rogándole que huyese.

-¡Huir! -exclamaba el viejo-. No, mil veces no. Enseñemos a esos bandoleros cómo se defiende el hogar sagrado. Traedme fuego, fuego, y apresarán nuestras cenizas, no nuestras personas.

Los mamelucos subían. Estábamos perdidos. Yo me acordé de la pobre Inés, y me sentí más cobarde que nunca. Pero algunos de los nuestros habíanse en tanto internado en la casa, y con fuerte palanca rompían el tabique de una de las habitaciones más escondidas. Al ruido, acudí allá velozmente, con la esperanza de encontrar escapatoria, y en efecto vi que habían abierto en la medianería un gran agujero, por donde podía pasarse a la casa inmediata. Nos hablaron de la otra parte, ofreciéndonos socorro, y nos apresuramos a pasar; pero

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antes de que estuviéramos del opuesto lado sentimos, a los mamelucos y otros soldados franceses vociferando en las habitaciones principales: oyose un tiro; después una de las muchachas lanzó un grito espantoso y desgarrador. Lo que allí debió ocurrir no es para contado.

Cuando pasamos a la casa contigua, con ánimo de tomar inmediatamente la calle, nos vimos en una habitación pequeña y algo oscura, donde distinguí dos hombres, que nos miraban con espanto. Yo me aterré también en su presencia, porque eran el uno el licenciado Lobo, y el otro Juan de Dios.

Habíamos pasado a una casa de la calle de Postas, a la misma casa en cuyo cuarto entresuelo había yo vivido hasta el día anterior al servicio de los Requejos. Estábamos en el piso segundo, vivienda del leguleyo trapisondista. El terror de este era tan grande que al vernos dijo:

-¿Están ahí los franceses? ¿Vienen ya? Huyamos.Juan de Dios estaba también tan pálido y alterado,

que era difícil reconocerle.-¡Gabriel! -exclamó al verme-. ¡Ah!, tunante; ¿qué has

hecho de Inés?-Los franceses, los franceses -exclamó Lobo saliendo a

toda prisa de la habitación y bajando la escalera de cuatro en cuatro peldaños-. ¡Huyamos!

La esposa del licenciado y sus tres hijas, trémulas de miedo, corrían de aquí para allí, recogiendo algunos objetos para salir a la calle. No era ocasión de disputar con Juan de Dios, ni de darnos explicaciones sobre los sucesos de la madrugada anterior, así es que salimos a todo escape, temiendo que los mamelucos invadieran aquella casa.

El mancebo no se separaba de mí, mientras que Lobo, harto ocupado de su propia seguridad, se cuidaba de mi presencia tanto como si yo no existiera.

-¿A dónde vamos? -preguntó una de las niñas al salir-. ¿A la calle de San Pedro la Nueva, en casa de la primita?

-¿Estáis locas? ¿Frente al parque de Monteleón?-Allí se están batiendo -dijo Juan de Dios-. Se ha

empeñado un combate terrible, porque la artillería española no quiere soltar el parque.

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-¡Dios mío! ¡Corro allá! -exclamé sin poderme contener.

-¡Perro! -gritó Juan de Dios, asiéndome por un brazo-. ¿Allí la tienes guardada?

-Sí, allí está -contesté sin vacilar-. Corramos.Juan de Dios y yo partimos como dos insensatos en

dirección a mi casa. 

 CAPÍTULO XXVI  Durante nuestra conversación advertí que la multitud aumentaba, apretándose más. Componíanla personas de ambos sexos y de todas las clases de la sociedad, espontáneamente venidas por uno de esos llamamientos morales, íntimos, misteriosos, informulados, que no parten de ninguna voz oficial, y resuenan de improviso en los oídos de un pueblo entero, hablándole el balbuciente lenguaje de la inspiración. La campana de ese arrebato glorioso no suena sino cuando son muchos los corazones dispuestos a palpitar en concordancia con su anhelante ritmo, y raras veces presenta la historia ejemplos como aquel, porque el sentimiento patrio no hace milagros sino cuando es una condensación colosal, una unidad sin discrepancias de ningún género, y por lo tanto una fuerza irresistible y superior a cuantos obstáculos pueden oponerle los recursos materiales, el genio militar y la muchedumbre de enemigos. El más poderoso genio de la guerra es la conciencia nacional, y la disciplina que da más cohesión el patriotismo.

Estas reflexiones se me ocurren ahora recordando aquellos sucesos. Entonces, y en la famosa mañana de que me ocupo, no estaba mi ánimo para consideraciones de tal índole, mucho menos en presencia de un conflicto popular que de minuto en minuto tomaba proporciones graves. La ansiedad crecía por momentos: en los semblantes había más que ira, aquella tristeza profunda que precede a las grandes resoluciones, y mientras algunas mujeres proferían gritos lastimosos, oí a muchos hombres discutiendo en voz baja planes de no sé qué inverosímil lucha.

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El primer movimiento hostil del pueblo reunido fue rodear a un oficial francés que a la sazón atravesó por la plaza de la Armería. Bien pronto se unió a aquél otro oficial español que acudía como en auxilio del primero. Contra ambos se dirigió el furor de hombres y mujeres, siendo estas las que con más denuedo les hostilizaban; pero al poco rato una pequeña fuerza francesa puso fin a aquel incidente. Como avanzaba la mañana, no quise ya perder más tiempo, y traté de seguir mi camino; mas no había pasado aún el arco de la Armería, cuando sentí un ruido que me pareció cureñas en acelerado rodar por calles inmediatas.

-¡Que viene la artillería! -clamaron algunos.Pero lejos de determinar la presencia de los artilleros

una dispersión general, casi toda la multitud corría hacia la calle Nueva. La curiosidad pudo en mí más que el deseo de llegar pronto al fin de mi viaje, y corrí allá también; pero una detonación espantosa heló la sangre en mis venas; y vi caer no lejos de mí algunas personas, heridas por la metralla. Aquel fue uno de los cuadros más terribles que he presenciado en mi vida. La ira estalló en boca del pueblo de un modo tan formidable, que causaba tanto espanto como la artillería enemiga. Ataque tan imprevisto y tan rudo había aterrado a muchos que huían con pavor, y al mismo tiempo acaloraba la ira de otros, que parecían dispuestos a arrojarse sobre los artilleros; mas en aquel choque entre los fugitivos y los sorprendidos, entre los que rugían como fieras y los que se lamentaban heridos o moribundos bajo las pisadas de la multitud, predominó al fin el movimiento de dispersión, y corrieron todos hacia la calle Mayor. No se oían más voces que «armas, armas, armas». Los que no vociferaban en las calles, vociferaban

en los balcones, y si un momento antes la mitadde los madrileños eran simplemente curiosos,

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después de la aparición de la artillería todos fueron actores. Cada cual corría a su casa, a la ajena o a la más cercana en busca de un arma, y no encontrándola, echaba mano de cualquier herramienta. Todo servía con tal que sirviera para matar.

El resultado era asombroso. Yo no sé de dónde salía tanta gente armada. Cualquiera habría creído en la existencia de una conjuración silenciosamente preparada; pero el arsenal de aquella guerra imprevista y sin plan, movida por la inspiración de cada uno, estaba en las cocinas, en los bodegones, en los almacenes al por menor, en las salas y tiendas de armas, en las posadas y en las herrerías.

La calle Mayor y las contiguas ofrecían el aspecto de un hervidero de rabia imposible de describir por medio del lenguaje. El que no lo vio, renuncie a tener idea de semejante levantamiento. Después me dijeron que entre 9 y 11 todas las calles de Madrid presentaban el mismo aspecto; habíase propagado la insurrección como se propaga la llama en el bosque seco azotado por impetuosos vientos.

En el Pretil de los Consejos, por San Justo y por la plazuela de la Villa, la irrupción de gente armada viniendo de los barrios bajos era considerable; mas por donde vi aparecer después mayor número de hombres y mujeres, y hasta enjambres de chicos y algunos viejos fue por la plaza Mayor y los portales llamados de Bringas. Hacia la esquina de la calle de Milaneses, frente a la Cava de San Miguel, presencié el primer choque del pueblo con los invasores, porque habiendo aparecido como una veintena de franceses que acudían a incorporarse a sus regimientos, fueron atacados de improviso por una cuadrilla de mujeres ayudadas por media docena de hombres. Aquella lucha no se parecía a ninguna peripecia de los combates ordinarios, pues consistía en reunirse súbitamente envolviéndose y atacándose sin reparar en el número ni en la fuerza del contrario.

 Los extranjeros se defendían con su certera puntería y sus buenas armas: pero no contaban con la multitud de brazos que les ceñían por detrás y por delante, como rejos de un inmenso pulpo; ni con el incansable pinchar de millares de herramientas, esgrimidas contra ellos con un

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desorden y una multiplicidad semejante al de un ametrallamiento a mano; ni con la espantosa centuplicación de pequeñas fuerzas que sin matar imposibilitaban la defensa. Algunas veces esta superioridad de los madrileños era tan grande, que no podía menos de ser generosa; pues cuando los enemigos aparecían en número escaso, se abría para ellos un portal o tienda donde quedaban a salvo, y muchos de los que se alojaban en las casas de aquella calle debieron la vida a la tenacidad con que sus patronos les impidieron la salida.

No se salvaron tres de a caballo que corrían a todo escape hacia la Puerta del Sol. Se les hicieron varios disparos; pero irritados ellos cargaron sobre un grupo apostado en la esquina del callejón de la Chamberga, y bien pronto viéronse envueltos por el paisanaje. De un fuerte sablazo, el más audaz de los tres abrió la cabeza a una infeliz maja en el instante en que daba a su marido el fusil recién cargado, y la imprecación de la furiosa mujer al caer herida al suelo, espoleó el coraje de los hombres. La luchase trabó entonces cuerpo a cuerpo y a arma blanca.

Entretanto yo corrí hacia la Puerta del Sol buscando lugar más seguro, y en los portales de Pretineros encontré a Chinitas. La Primorosa salió del grupo cercano exclamando con frenesí:

-¡Han matado a Bastiana! Más de veinte hombres hay aquí y denguno vale un rial. Canallas; ¿para qué os ponéis bragas si tenéis almas de pitiminí?

-Mujer -dijo Chinitas cargando su escopeta- quítate de en medio. Las mujeres aquí no sirven más que de estorbo.

-Cobardón, calzonazos, corazón de albondiguilla -dijo la Primorosa pugnando por arrancar el arma a su marido-. Con el aire que hago moviéndome, mato yo más franceses que tú con un cañón de a ocho.

Entonces uno de los de a caballo se lanzó al galope hacia nosotros blandiendo su sable.

-¡Menegilda!, ¿tienes navaja? -exclamó la esposa de Chinitas con desesperación.

-Tengo tres, la de cortar, la de picar y el cuchillo grande.

-¡Aquí estamos, espanta-cuervos! -gritó la maja tomando de manos de su amiga un cuchillo carnicero cuya sola vista causaba espanto.

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El coracero clavó las espuelas a su corcel y despreciando los tiros se arrojó sobre el grupo. Yo vi las patas del corpulento animal sobre los hombros de la Primorosa; pero ésta, agachándose más ligera que el rayo, hundió su cuchillo en el pecho del caballo. Con la violenta caída, el jinete quedó indefenso, y mientras la cabalgadura expiraba con horrible pataleo, lanzando ardientes resoplidos, el soldado proseguía el combate ayudado por otros cuatro que a la sazón llegaron.

Chinitas, herido en la frente y con una oreja menos, se había retirado como a unas diez varas más allá, y cargaba un fusil en el callejón del Triunfo, mientras la Primorosa le envolvía un pañuelo en la cabeza, diciéndole:

-Si te moverás al fin. No parece sino que tienes en cada pata las pesas del reloj de Buen Suceso.

El amolador se volvió hacia mí y me dijo:-Gabrielillo, ¿qué haces con ese fusil? ¿Lo tienes en la

mano para escarbarte los dientes?En efecto, yo tenía en mis manos un fusil sin que

hasta aquel instante me hubiese dado cuenta de ello. ¿Me lo habían dado? ¿Lo tomé yo? Lo más probable es que lo recogí maquinalmente, hallándose cercano al lugar de la lucha, y cuando caía sin duda de manos de algún combatiente herido; pero mi turbación y estupor eran tan grandes ante aquella escena, que ni aun acertaba a hacerme cargo de lo que tenía entre las manos.

-¿Pa qué está aquí esa lombriz? -dijo la Primorosa encarándose conmigo y dándome en el hombro una fuerte manotada-. Descosío: coge ese fusil con más garbo. ¿Tienes en la mano un cirio de procesión?

-Vamos: aquí no hay nada que hacer -afirmó Chinitas, encaminándose con sus compañeros hacia la Puerta del Sol.

Echeme el fusil al hombro y les seguí. La Primorosa seguía burlándose de mi poca aptitud para el manejo de las armas de fuego.

-¿Se acabaron los franceses? -dijo una maja mirando a todos lados-. ¿Se han acabado?

-No hemos dejado uno pa simiente de rábanos -contestó la Primorosa-. ¡Viva España y el Rey Fernando!

En efecto, no se veía ningún francés en toda la calle Mayor; pero no distábamos mucho de las gradas de San

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Felipe, cuando sentimos ruido de tambores, después ruido de cornetas, después pisadas de caballos, después estruendo de cureñas rodando con precipitación. El drama no había empezado todavía realmente. Nos detuvimos, y advertí que los paisanos se miraban unos a otros, consultándose mudamente sobre la importancia de las fuerzas ya cercanas. Aquellos infelices madrileños habían sostenido una lucha terrible con los soldados que encontraron al paso, y no contaban con las formidables divisiones y cuerpos de ejército que se acampaban en las cercanías de Madrid. No habían medido los alcances y las consecuencias de su calaverada, ni aunque los midieran, habrían retrocedido en aquel movimiento impremeditado y sublime que les impulsó a rechazar fuerzas tan superiores.

Había llegado el momento de que los paisanos de la calle Mayor pudieran contar el número de armas que apuntaban a sus pechos, porque por la calle de la Montera apareció un cuerpo de ejército, por la de Carretas otro, y por la Carrera de San Jerónimo el tercero, que era el más formidable.

-¿Son muchos? -preguntó la Primorosa.-Muchísimos, y también vienen por esta calle. Allá por

Platerías se siente ruido de tambores.Frente a nosotros y a nuestra espalda teníamos a los

infantes, a los jinetes y a los artilleros de Austerlitz. Viéndoles, la Primorosa reía; pero yo... no puedo menos de confesarlo... yo temblaba.

 

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RELATO DE ALARCÓN

EL AFRANCESADO DE PADRÓN    En la pequeña villa de Padrón, sita en territorio gallego, y allá por el año de 1808, vendía sapos y culebras y agua llovediza, a fuer de legítimo boticario, un tal García de Paredes, misántropo solterón, descendiente acaso, y sin acaso, de aquel varón ilustre que matara un toro de una puñalada.     Era una fría y triste noche de otoño. El cielo estaba encapotado por densas nubes, y la total carencia de alumbrado terrestre dejaba a las tinieblas campar por sus respetos en todas las calles y plazas de la población.    A eso de las diez de aquella pavorosa noche, que las lúgubres circunstancias de la patria hacían mucho más siniestra, desembocó en la plaza que hoy se llamará de la Constitución un silencioso grupo de sombras, aún más negras que la oscuridad de cielo y tierra, las cuales avanzaron hacia la botica de García de Paredes, cerrada completamente desde las Ánimas, o sea desde las ocho y media en punto.    -¿Qué hacemos? –dijo una de las sombras en correctísimo gallego.    -Nadie nos ha visto... –observó otra.    -¡Derribar la puerta! –propuso una mujer.    -¡Y matarlos! –murmuraron hasta quince voces.    -¡Yo me encargo del boticario! –exclamó un chico.    -¡De ése nos encargamos todos!    -¡Por judío!    -Dicen que hoy cenan con él más de veinte franceses...    -¡Ya lo creo! ¡Como saben que ahí están seguros, han acudido en montón!    -¡Ah! ¡Si fuera en mi casa! ¡Tres alojados llevo echados al pozo!

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    -¡Mi mujer degolló ayer a uno!...    -¡Y yo... –dijo un fraile con voz de figle- he asfixiado a dos capitanes, dejando carbón encendido en su celda, que antes era la mía!    -¡Y ese infame boticario los protege!    -¡Qué expresivo estuvo ayer en paseo con esos viles excomulgados!    -¡Quién lo había de esperar de García de Paredes! ¡No hace un mes que era el más valiente, el más patriota, el más realista del pueblo!    -¡Toma! ¡Como que vendía en la botica retratos del príncipe Fernando!    -¡Y ahora los vende de Napoleón!    -Antes nos excitaba a la defensa contra los invasores...    -Y desde que vinieron al Padrón se pasó a ellos...    -¡Y esta noche da de cenar a todos los jefes!    -¡Oíd que algazara traen! Pues no gritan ¡Viva el Emperador!    -Paciencia... –murmuró el fraile-. Todavía es muy temprano.    -Dejémosles emborracharse... –expuso una vieja-. Después entramos..., ¡y ni uno ha de quedar vivo!    -¡Pido que se haga cuartos al boticario!    -¡Se le hará ochavos, si queréis. Un afrancesado es más odioso que un francés. El francés atropella a un pueblo extraño: el afrancesamiento vende y deshonra a su patria. El francés comete un asesinato: el afrancesa ¡un parricidio!

  II    Mientras ocurría la anterior escena en la puerta de la botica, García de Paredes y sus convidados corrían la francachela más alegre y desaforada que os podáis figurar.Veinte era, en efecto, los franceses que el boticario tenía a la mesa, todos ellos jefes y oficiales.    García de Paredes contaría cuarenta y cinco años; era alto y seco y más amarillo que una momia: dijérase que su piel estaba muerta hacía mucho tiempo; llegábale la frente a la nuca, gracias a una calva limpia y reluciente, cuyo brillo tenía algo de fosfórico; sus ojos, negros y apagados, hundidos en las descarnadas cuencas, se parecían a esas lagunas encerradas entre montañas, que sólo ofrecen oscuridad, vértigos y muerte al que las mira: lagunas que nada reflejan; que rugen sordamente alguna vez, pero sin alterarse; que devoran todo lo que cae en su superficie; que nada devuelven; que nadie ha podido sondear; que no se alimentan de ningún río, y cuyo fondo busca la imaginación en los mares antípodas.    La cena era abundante, el vino bueno, la conversación alegre y animada.

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    Los franceses reían, juraban, blasfemaban, cantaban, fumaban, comían y bebían a un mismo tiempo.    Quién había contado los amores secretos de Napoleón; quién la noche del 2 de Mayo en Madrid; cuál la batalla de las Pirámides, cuál otro la ejecución de Luis XVI.    García de Paredes bebía, reía y charlaba como los demás, o quizás más que ninguno; y tan elocuente había estado a favor de la causa imperial, que los soldados del césar lo habían abrazado, lo habían vitoreado, le habían improvisado himnos.    -¡Señores! –había dicho el boticario-: la guerra que os hacemos los españoles es tan necia como inmotivada. Vosotros, hijos de la Revolución, venís a sacar a España de su tradicional abatimiento, a despreocuparla, a disipar las tinieblas religiosas, a mejorar sus anticuadas costumbres, a enseñarnos esas utilísimas e inconcusas verdades de que que no hay Dios, de que no hay otra vida, de que la penitencia, el ayuno, la castidad y demás virtudes católicas son quijotescas locuras, impropias de un pueblo civilizado, y de que Napoleón es el verdadero Mesías, el redentor de los pueblos, el amigo de la especie humana... ¡Señores! ¡Viva el Emperador cuanto yo deseo que viva!    -¡Bravo, vítor! –exclamaron los hombres del 2 de Mayo.    El boticario inclinó la frente con indecible angustia.     Pronto volvió a alzarla, tan firme y tan sereno como antes.     Bebióse un vaso de vino, y continuó:    -Un abuelo mío, un García de Paredes, un bárbaro, un Sansón, un Hércules, un Milón de Crotona, mató doscientos franceses en un día... Creo que fue en Italia. ¡Ya veis que no era tan afrancesado como yo! ¡Adiestróse en las lides contra los moros del reino de Granada; armóle caballero el mismo Rey Católico, y montó más de una vez la guardia en el Quirinal, siendo Papa nuestro tío Alejandro Borja! ¡Eh!, ¡eh! ¡No me hacíais tan linajudo! Pues ese Diego García de Paredes, este ascendiente mío..., que ha tenido un descendiente boticario, tomó a Cosenza y Manfredonia, entró por asalto en Ceriñola y peleó como bueno en la batalla de Pavía. ¡Allí hicimos prisionero a un rey de Francia, cuya espada ha estado en Madrid cerca de tres siglos, hasta que nos la robó hace tres meses ese hijo de un posadero que viene a vuestra cabeza, y a quien llaman Murat!Aquí hizo otra pausa el boticario. Algunos franceses demostraron querer contestarle; pero él, levantándose e imponiendo a todos silencio con su actitud, empuñó convulsivamente un vaso, y exclamó con voz atronadora:     -¡Brindo, señores, porque maldito sea mi abuelo, que era un animal, y porque se halle ahora mismo en los profundos infiernos!... ¡Vivvan

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los franceses de Francisco I y de Napoleón Bonaparte!    -¡Vivan! –respondieron los invasores dándose por satisfechos.    Y todos apuraron su vaso.    Oyóse en esto rumor en la calle o, mejor dicho, a la puerta de la botica.    -¿Habéis oído? –preguntaron los franceses.    García de Paredes se sonrió.    -¡Vendrán a matarme! Dijo.    -¿Quién?    -Los vecinos de Padrón.    -¿Por qué?     -¡Por afrancesado! Hace algunas noches que rondan mi casa... Pero ¿qué nos importa? Continuemos nuestra fiesta.    -Si... ¡continuemos! –exclamaron los convidados-.    ¡Estamos aquí para defenderos!    -Y chocando ya botellas contra botellas, que no vasos contra vasos.    -¡Viva Napoleón! ¡Muera Fernando! ¡Muera Galicia! –gritaron a una voz.    García de Paredes esperó a que se acallase el brindis, y murmuró con acento lúgubre:    -¡Celedonio!    El mancebo de la botica asomó por una puertecilla su cabeza pálida y demudada, sin atreverse a penetrar en aquella caverna.    -Celedonio, trae papel y tintero –dijo tranquilamente el boticario.    El mancebo volvió con el recado de escribir.    -¡Siéntate! –continuó su amo-. Ahora, escribe las cantidades que yo te vaya diciendo. Divídelas en dos columnas. Encima de la columna de la derecha pon: Deuda, y encima de la otra: Crédito.    -Señor... –balbuceó el mancebo-. En la puerta hay una especie de motín... Gritan ¡Muera el boticario!... Y ¡quieren entrar!    -¡Cállate y déjalos! Escribe lo que te he dicho.     Los franceses se rieron de admiración al ver al farmacéutico ocupado en ajustar cuentas cuando le rodeaban la muerte y la ruina.    Celedonio alzó la cabeza y enristró la pluma, esperando cantidades

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que anotar.-¡Vamos a ver, señores! –dijo entonces García de Paredes, dirigiéndose a sus comensales-. Se trata de resumir nuestra fiesta en un solo brindis. Empecemos por orden de colocación. Vos, capitán, decidme: ¿cuántos españoles habréis matado desde que pasasteis los Pirineos?    -¡Bravo! ¡Magnífica idea! –exclamaron los franceses.    -Yo... –dijo el interrogado, trepándose en la silla y retorciéndose el bigote con petulancia-. Yo... habré matado... personalmente... con mi espada..., ¡poned unos diez o doce!-¡Once a la derecha! –gritó el boticario, dirigiéndose al mancebo.El mancebo repitió, después de escribir:-Deuda... once.-¡Corriente! –prosiguió el anfitrión-. ¿Y vos?... Con vos hablo, señor Julio...-Yo... seis.-¿Y vos, mi comandante?-Yo... veinte.-Yo... ocho.-Yo... catorce.-Yo... ninguno.-¡Yo no sé!...; he tirado a ciegas... –respondía cada cual, según le llegara el turno.Y el mancebo seguía anotando cantidades a la derecha.-¡Veamos ahora, capitán! –continuó García de Paredes-. Volvamos a empezar por vos. ¿Cuántos españoles esperáis matar en el resto de la guerra, suponiendo que dure todavía... tres años?-¡Eh!... –respondió el capitán-. ¿Quién calcula eso?-Calculadlo...; os lo suplico...-Poned otros once.-Once a la izquierda –dictó García de Paredes.Y Celedonio repitió:-Crédito, once.-¿Y vos? –interrogó el farmacéutico por el mismo orden seguido anteriormente.-Yo... quince.-Yo... veinte.-Yo... ciento.-Yo... mil –respondían los franceses.-¡Ponlos todos a diez, Celedonio!... –murmuró irónicamente el boticario-. Ahora, suma por separado las dos columnas.El pobre joven, que había anotado las cantidades con sudores de muerte, viose obligado a hacer el resumen con los dedos, como las viejas. Tal era su terror.

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Al cabo de un rato de horrible silencio, exclamó, dirigiéndose a su amo:-Deuda..., 285. Crédito..., 200.-Es decir... –añadió García de Paredes-, ¡doscientos ochenta y cinco muertos, y doscientos sentenciados! ¡Total, cuatrocientas ochenta y cinco, víctimas!Y pronunció estas palabras con voz tan honda y sepulcral, que los franceses se miraron alarmados.En tanto, el boticario ajustaba una nueva cuenta.-¡Somos unos héroes! –exclamó al terminarla-. Nos hemos bebido setenta botellas, o sean ciento cinco libras y media de vino que, repartidas entre veintiuno, pues todos hemos bebido con igual bizarría, dan cinco libras de líquido por cabeza. ¡Repito que somos unos héroes!Crujieron en esto las tablas de la puerta de la botica, y el mancebo balbuceó tambaleándose:-¡Ya entran!...-¿Qué hora es? –preguntó el boticario con suma tranquilidad.-Las once. Pero ¿no oye usted que entran?-¡Déjalos! Ya es hora.-¡Hora!... ¿de qué? –murmuraron los franceses procurando levantarse.Pero estaban tan ebrios que no podían moverse de sus sillas.-¡Que entren! ¡Que entren!... –exclamaban, sin embargo, con voz vinosa, sacando los sables con mucha dificultad y sin conseguir ponerse de pie-. ¡Que entren esos canallas! ¡Nosotros los recibiremos!En esto, sonaba ya abajo, en la botica, el estrépito de los botes y redomas que los vecinos del Padrón hacían pedazos, y oíase resonar en la escalera este grito unánime y terrible:-¡Muera el afrancesado! 

 III

    Levantóse Hacía de Paredes, como impulsado por un resorte, al oír semejante clamor dentro de la casa, y apoyóse en la mesa para no caer de nuevo sobre la silla. Tendió en torno suyo una mirada de inexplicable regocijo, dejó ver en sus labios la inmortal sonrisa del triunfador, y así, transfigurado y hermoso, con el doble temblor de la muerte y del entusiasmo, pronunció las siguientes palabras, entrecortadas y solemnes como las campanadas del toque de agonía:    -¡Franceses!... Si cualquiera de vosotros, o todos juntos, hallarais ocasión propicia de vengar la muerte de doscientos ochenta y cinco compatriotas y de salvar la vida a otros doscientos más; si sacrificando

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vuestra existencia pudieseis desenojar la indignada sombra de vuestros antepasados, castigar a los verdugos de doscientos ochenta y cinco héroes y librar de la muerte a doscientos compañeros, a doscientos hermanos, aumentando así las huestes del ejército patrio con doscientos campeones de la independencia nacional, ¿repararíais ni un momento en vuestra miserable vida? ¿Dudaríais ni un punto en abrazaros, como Sansón, a la columna del templo, y morir, a precio de matar a los enemigos de Dios?     -¿Qué dice? –se preguntaron los franceses.    -Señor..., ¡los asesinos están en la antesala! –exclamó Celedonio.    -¡Que entren!... gritó García de Paredes-. Ábreles la puerta de la sala... ¡Que vengan todos... a ver cómo muere el descendiente de un soldado de Pavía!    Los franceses aterrados, estúpidos, clavados en sus sillas por insoportable letargo, creyendo que la muerte de que hablaba el español iba a entrar en aquel aposento en pos de los amotinados, hacían penosos esfuerzos por levantar los sables, que yacían sobre la mesa; pero ni siquiera conseguían que sus flojos dedos asiesen las empuñaduras: parecía que los hierros estaban adheridos a la tabla por insuperable fuerza de atracción.En esto inundaron la estancia más de cincuenta hombres y mujeres, armados con palos, puñales y pistolas, dando tremendos alaridos y lanzando fuego por los ojos.    -¡Mueran todos! –exclamaron algunas mujeres, lanzándose las primeras.    -¡Deteneos! –gritó García de Paredes, con tal voz, con tal actitud, con tal fisonomía que, unido este grito a la inmovilidad y silencio de los veinte franceses, impuso frío terror a la muchedumbre, la cual no se esperaba aquel tranquilo y lúgubre recibimiento.-No tenéis por qué blandir los puñales... –continuó el boticario con voz desfallecida-. He hecho más que todos vosotros por la independencia de la Patria... ¡Me he fingido afrancesado/... Y ¡ya veis!... los veinte jefes y oficiales invasores..., ¡los veinte!, no los toquéis..., ¡están envenenados!...

    Un grito simultáneo de terror y admiración salió del pecho de los españoles. Dieron éstos un paso más hacia los convidados, y hallaron que la mayor parte estaban ya muertos, con la cabeza caída hacia delante, los brazos

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extendidos sobre la mesa, y la mano crispada en la empuñadura de los sables. Los demás agonizaban silenciosamente.-¡Viva García de Paredes! –exclamaron entonces los españoles, rodeando al héroe moribundo.-Celedonio... murmuró el farmacéutico-. El opio se ha concluido... Manda por opio a La Coruña...Y cayó de rodillas.    Sólo entonces comprendieron los vecinos del Padrón que el boticario estaba también envenenado.    Vierais entonces un cuadro tan sublime como espantoso. Varias mujeres, sentadas en el suelo, sostenían en sus faldas y en sus brazos al expirante patriota, siendo las primeras en colmarlo de caricias y bendiciones, como antes fueron las primeras en pedir su muerte. Los hombres habían cogido todas las luces de la mesa, y alumbraban arrodillados aquel grupo de patriotismo y caridad... Quedaban, finalmente, en la sombra veinte muertos o moribundos, de los cuales algunos iban desplomándose contra el suelo con pavorosa pesantez.    Y a cada suspiro de muerte que se oía, a cada francés que venía a tierra, una sonrisa gloriosa iluminaba la faz de García de Paredes, el cual de allí a poco devolvió su espíritu al Cielo, bendecido por un ministro del Señor y llorado de sus hermanos en la Patria.

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RELATO DE ARTURO PÉREZ REVERTE

CAPÍTULO TERCERO[…]

 Se quedaron un rato callados, escuchando el lejano  fragor del  combate que se desarrollaba tras los cerros. Los de infantería debían de estar pasando un mal rato,  pensaba Frederic, atento a los estampidos.        _Una vez maté a una mujer _murmuró inesperadamente De Bourmont, como si hubiese decidido de pronto confesarse en voz alta. Sus compañeros lo miraron sorprendidos.

_ ¿Tú? _preguntó Frederic, incrédulo_. ¡Estás de  broma, Michel!

De Bournmont negó con la cabeza. Su expresión no era la de quien pretendía bromear.

_ Hablo en serio _dijo entornando los ojos azules, como si le costase recordar_. Fue en Madrid, el día  dos de mayo, en una de las callejuelas que hay entre la Puerta del Sol y el Palacio Real. Philippo se acor dará bien de aquella jornada, porque también andaba por ahí...

_¡Vaya si la recuerdo! _confirmó el aludido_. ¡Estuve a punto de perder la piel veinte veces aquel día!

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_ Los madrileños se habían amotinado _continuó De Bourmont_ y atacaban a nuestras tropas con lo que tenían a mano: pistolas, fusiles, esas navajas españolas largas... Había una barahúnda espantosa por toda la ciudad. Desde las ventanas nos descerrajaban tiros, echaban tejas y macetas, hasta muebles. Yo estaba de camino con un despacho para el duque de Berg cuando me sorprendió el tumulto. Unos chicuelos empezaron a apedrearme, y casi me derriban del caballo. Los espanté con facilidad y troté hacia la Plaza Mayor para dar un rodeo, pero allí, sin saber cómo, me vi atrapado entre el populacho. Eran una veintena de hombres y mujeres, y por lo visto unos mamelucos les acababan de matar a alguien a quien llevaban en brazos, chorreando sangre por la calle. Al verme se abalanzaron como fieras, blandiendo palos y navajas. Las mujeres eran las peores,

gritaban como arpías y se agarraban a las riendas y a mis piernas, intentando derribarme del caballo...

Frederic escuchaba con suma atención, pendiente de los labios de su amigo. De Bourmont hablaba despacio, casi monótonamente, deteniéndose a veces unos breves instantes como si se esforzara en ordenar unos recuerdos que jamás, hasta aquel momento, ha_ bía sentido necesidad de expresar.

_Desenvainé el sable _prosiguió_ y en ese momento recibí un navajazo en el muslo. El caballo se encabritó y por poco me tira de espaldas, con lo que habría sido hombre muerto en pocos instantes. Tengo que reconocer que yo estaba espantado. Una cosa es

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enfrentarse al enemigo, y otra muy distinta a una turba enloquecida y vociferante que levanta hacia ti sus manos crispadas por el odio... Bueno, el caso es que piqué espuelas para lanzar el caballo entre ellos y abrirme paso, mientras atizaba mandobles a diestro y siniestro. En ese momento, una mujer a la que apenas vi el rostro, pero de la que recuerdo perfectamente su toquilla negra y sus gritos, se agarró al bocado de mi caballo como si le fuese la vida en impedir que me largara de allí. Yo estaba aturdido por los golpes y el dolor del navajazo en el muslo y empezaba a perder la cabeza. Mi montura arrancó, sacándome de entre la gente, pero aquella mujer seguía agarrada, no me soltaba aunque la arrastré cuatro o cinco varas... Entonces le di un sablazo en el cuello y cayó bajo las patas del animal, echando sangre por las narices y la boca.

Frederic y Philippo, intrigados, aguardaron la continuación de la historia. Pero De Bourmont había terminado. Se quedó en silencio, contemplando las nubes con el cigarro humeante entre los dedos.

_A lo mejor también se llamaba Lola _añadió al cabo de un rato.

Y se echó a reír con una mueca amarga.   

CAPÍTULO CUARTO[…]

El anciano aristócrata lo miró con tristeza. _Escuche, mi querido Glüntz. Una vez, cuando

España era dueña del mundo, tuvo un emperador que albergaba el mismo sueño que Bonaparte: una Europa unida. Nacido en el extranjero, en Flandes, llegó a ser tan español que decidió pasar los últimos años de su vida, tras abdicar, en un monasterio de este país, un lugar llamado Yuste. Aquel hombre, quizá el más grande y poderoso de su tiempo, hubo de luchar tanto en el exterior contra la rivalidad de Francia y el germen independentista europeo que se apoyaba en el luteranismo, como contra los fueros y el orgullo nacionalista local de los propios españoles. Fracasó en el

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primero de los intentos y su hijo Felipe, el hombre enlutado, gris y fanático, echó los cerrojos a España, aislándola del sueño paterno. Curas e Inquisición, ya saben. Los Pirineos volvieron a ser obstáculo psicológico, además de geográfico.

»En los últimos tiempos, merced a la moderna expansión de las ideas progresistas, España estaba empezando quizá a salir del negro pozo en el que anduvo sumida. Quienes defendemos la necesidad del progreso, vimos en la revolución que derribó a los Borbones en Francia una señal de que los tiempos, por fin, comenzaban a cambiar. El creciente peso político de Bonaparte en Europa y la influencia que gracias a ello logró alcanzar Francia en su entorno geográfico, constituían una esperanza... Sin embargo, y es aquí donde surge el problema, el desconocimiento de este país y la escasa habilidad con que sus procónsules han venido actuando aquí, echaron por la borda lo que pudo ser un prometedor comienzo... Los españoles no son, no somos, gente que se deje salvar a la fuerza. Nos gusta salvarnos nosotros mismos, poco a poco, sin que ello signifique una renuncia a los viejos principios en los que, para bien o para mal, nos han hecho creer durante siglos. Si no ha de ser así, preferimos condenarnos para la eternidad. Jamás las bayonetas impondrán aquí una sola idea.

La alusión a las bayonetas sacó a Juniac de su ensimismamiento. Carraspeó antes de hablar, con el aire satisfecho de quien descubría, por fín, un aspecto de la conversación que le era familiar.

_ Pero ahora hay un nuevo rey _dijo con absoluta convicción_. José Bonaparte ha sido reconocido por la corte de Madrid. Y si el ejército español prefiere ser desleal, aquí estamos nosotros para sostenerlo en el trono.

Don Alvaro miró a Juniac, observando detenidamente su limitada expresión de soldado. Después negó lentamente con la cabeza.

_No se engañe. Ha sido reconocido por algunos cortesanos sin escrúpulos y por otros ingenuos que todavía ven en la alianza con Francia el camino de la renovación nacional. Pero todas esas gentes están

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demasiado lejos del pueblo; son incapaces de ver lo que ocurre bajo sus narices. Echen un vistazo a su alrededor. Toda España es un brasero, y en cada ciudad las juntas claman por la rebelión. Ustedes los militares franceses, y disculpen una alusión respecto a algo de lo que no son directamente responsables, han cerrado con su presencia el camino. No queda más que la guerra y, créanme, será una guerra terrible.

_Una guerra que ganaremos, señor _terció Juniac con cierto desdén que Frederic juzgó mentalmente incorrecto_. No le quepa la menor duda.

Don Alvaro sonrió con dulzura. _Creo que no. Creo que no la van a ganar,

caballeros, y esto se lo dice a ustedes un anciano que admira a Francia, que ya no está en edad de sostener sus palabras en un campo de batalla y que, a pesar de ello, puesto ante la elección, desenfundaría su vieja y enmohecida espada para pelear junto a esos campesinos incultos y fanáticos; para pelear incluso contra las ideas que durante una larga vida he defendido con calor.

»¿Tan difícil es comprenderlo? Oh, sí, mucho me temo que sea difícil, y prueba de ello es que ni siquiera el propio Bonaparte, en su genialidad, ha sabido comprender. El dos de mayo, en Madrid, ustedes abrieron un foso de sangre entre ambos pueblos; un foso de sangre en el que se hundieron las esperanzas de muchas gentes como yo. Miren, me han contado que, cuando Bonaparte recibió el informe de Murat sobre aquella horrible jornada, comentó: «Bah, ya se calmarán...» y ese es el error, mis jóvenes amigos. No, no se calmarán nunca. Ustedes, los franceses, han redactado para España una excelente Constitución, que hasta hace poco hubiera sido la materialización perfecta de antiguas aspiraciones de muchos como yo. Pero también han saqueado Córdoba, han violado mujeres españolas, han fusilado sacerdotes... Hieren, con sus actos y su presencia, justo en lo más vivo de este pueblo estúpido, testarudo y, a la par, entrañable. Ya sólo queda la guerra, y esa guerra se hace en nombre de un imbécil medio tarado que se llama Fernando, pero que, por una u otra razón, se ha convertido en un símbolo de

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resistencia. Es una tragedia _Pero usted es un hombre inteligente, don Alvaro

_insistió Frederic_. Hay otros como usted en España; muchos. ¿Acaso es tan difícil hacer ver a sus compatriotas la realidad?

El señor De Vigal agitó la blanca cabeza. _Para mi pueblo, la realidad es lo inmediato. La

miseria, el hambre, las injusticias sociales, la religión, dejan poco lugar a las ideas. Y lo inmediato es que un ejército extranjero se pasea por la tierra donde están las iglesias, las tumbas de los antepasados y también las tumbas de miles de enemigos. Quien pretenda explicar a los españoles que hay algo más que eso, se convierte automáticamente en un traidor. Yo lo intenté muchas veces y sólo he encontrado hostilidad a mi alrededor.

_Pero usted, don Alvaro, es un patriota. Nadie puede negar eso.

El español miró fijamente a Frederic durante unos instantes, en silencio, y después torció la boca en un gesto de amargura.

_Pues lo niegan. Yo soy un afrancesado, ¿saben? Ese es el peor insulto que desde hace un tiempo se escucha por aquí. Y quizá un día vengan a mi casa, a sacarme a rastras como han hecho ya con algunos viejos y buenos amigos.

Frederic estaba sinceramente escandalizado. _Nunca se atreverán _protestó. _Craso error, amigo mío. El odio es un móvil

poderoso, y en este país puede haber muchas cosas confusas, pero dos son diáfanas como la luz del día: los españoles sabemos morir y sabemos odiar como nadie. Tenga la seguridad de que, un día u otro, mis compatriotas vendrán a por mí. Lo curioso es que cuando analizo a fondo la cuestión, no soy capaz de culparlos por ello.

_Es terrible _comentó Frederic, indignado. Don Alvaro lo miró con genuina sorpresa.

_¿Terrible? ¿Por qué ha de ser terrible? Usted se equivoca, joven Glüntz. No, no, nada de eso. Simplemente es España. Para entenderlo, habría que nacer aquí.

[…]

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CAPÍTULO SEXTO[…]

       Había una bandera. Una bandera blanca con letras bordadas en oro. Una bandera española, defendida por un grupo de hombres que se apiñaban en torno como si de ello dependiera su salvación eterna. Una bandera española era la gloria. Sólo había que llegar hasta allá, matar a los que la defendían, tomarla y blandirla con un grito de triunfo. Era fácil. Por Dios, por el Diablo, que era rematadamente fácil. Frederic exhaló un grito salvaje y tiró bruscamente de las riendas, forzando a su caballo a acudir hacia ella. Ya no había cuadro; tan sólo puñados de hombres que se defendían a pie firme, aislados, blandiendo sus bayonetas en desesperado esfuerzo por mantener alejados a los húsares que los acuchillaban desde sus caballos. Un español que sostenía el fusil por el cañón se cruzó en el camino de Frederic, atacándolo a culatazos. El sable se levantó y bajó tres veces, y el enemigo, ensangrentado hasta la cintura, cayó bajo las patas de Noirot. La bandera estaba defendida por un viejo suboficial de blancos bigotes y patillas, rodeada por cuatro o cinco oficiales y soldados que se batían a la  desesperada, espalda contra espalda, peleando como lobos acosados que defendieran a sus cachorros contra los húsares que perseguían el mismo fin que Frederic. Cuando éste llegó a ellos, el suboficial, herido en la cabeza y en los dos brazos, apenas podía sostener el estandarte. Un joven alto y delgado, con galones de teniente y un sable en la mano, procuraba parar los golpes que se dirigían contra el maltrecho abanderado, cuyas piernas empezaban a flaquear. Cuando el viejo suboficial se derrumbó, el teniente arrancó de sus manos el asta, y lanzando un grito terrible intentó abrirse paso a sablazos entre los enemigos que lo rodeaban. Ya sólo dos de sus compañeros se tenían en pie en torno a la enseña, peleando sin ceder un palmo de terreno. «¡No hay cuartel!», gritaban los húsares que se arremolinaban alrededor de la bandera, cada vez más numerosos. Pero los españoles no pedían cuartel. Cayó uno con la cabeza abierta, luego otro se derrumbó

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alcanzado por un pistoletazo. El que sostenía el estandarte estaba cubierto de sangre de arriba abajo, los húsares lo acuchillaban sin piedad y había recibido ya una docena de heridas. Frederic se abrió paso y le hundió varias pulgadas de su sable en la espalda, mientras otro húsar arrancaba la bandera de sus manos. Al verse privado de la enseña, pareció como si el ansia de pelear abandonase al moribundo. Bajó el sable, abatido, cayó de rodillas y un húsar lo remató de un

sablazo en el cuello. El cuadro

estaba deshecho. La infantería francesa ya acudía a la bayoneta dando vivas al Emperador, y los españoles supervivientes arrojaban las armas y echaban a correr, buscando la salvación en la fuga hacia el bosque cercano.

La corneta tocó a degüello: no había cuartel. Por lo visto, a Dombrowsky le había exasperado la

tenaz resistencia y quería dar un escarmiento. Eufóricos por la victoria, los húsares se lanzaron en persecución de los fugitivos que chapoteaban en el barro corriendo por sus vidas. Frederic, que quizá en otro momento habría considerado con repugnancia semejante tarea, galopó de los primeros con los ojos inyectados en sangre, balanceando el sable, dispuesto a hacer todo lo posible para que ni un solo español llegase vivo a la linde del bosque.

[…] 

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CAPÍTULO SÉPTIMO[…]

Había un pequeño claro bajo una enorme encina. Iba a pasar de largo cuando vio un caballo muerto, con la silla forrada de piel de carnero característica de los húsares. Se acercó con curiosidad; quizá su jinete estuviera cerca, vivo o no. Descubrió un cuerpo tendido entre los matorrales y se aproximó con el corazón saltándole en el pecho. No era francés. Tenía trazas de campesino, con polainas de cuero y casaca gris. Estaba boca abajo, con un trabuco cerca de las manos crispadas. Agarró la cabeza por los cabellos y le miró el rostro. Llevaba patillas de boca de hacha, barba de tres o cuatro días, y su color era el amarillento de la muerte. Cosa por otra parte lógica, habida cuenta del boquete que tenía en mitad del pecho, por el que había salido un reguero de sangre que ahora estaba bajo su cuerpo, mezclada con el barro. Sin duda era un campesino, o un guerrillero. Todavía no tenía la rigidez característica de los cadáveres, por lo que dedujo que llevaba poco tiempo muerto.

_ La verdad es que no es muy guapo dijo una voz en francés a su espalda.

Frederic dio un respingo y soltó la cabeza, volviéndose mientras levantaba el sable. A cinco varas de distancia, con la espalda apoyada en el tronco de la encina, había un húsar. Estaba medio sentado, en camisa y con el dormán azul extendido sobre el estómago y las piernas. Tendría unos cuarenta años, con un frondoso mostacho y dos largas trenzas que le pendían sobre los hombros. Los ojos eran de un gris ceniza; la piel muy pálida, del color del pergamino. Su chacó rojo estaba a un lado, el sable desnudo al otro, y sostenía una pistola en la mano derecha, apuntándole.

Aturdido por la sorpresa, Frederic se fue inclinando hasta quedar de rodillas frente al desconocido.

_Cuarto de Húsares... _murmuró con voz apenas audible_. Primer... Primer Escuadrón.

La inesperada aparición soltó una carcajada, interrumpiéndola de inmediato con un rictus de dolor que le contrajo el rostro. Cerró un momento los

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párpados, volvió a abrirlos, escupió a un lado y sonrió dolorosamente mientras bajaba la pistola.

_ Tiene gracia. Cuarto de húsares, Primer Escuadrón... Yo también soy del Primer Escuadrón, querido... Yo era del Primer Escuadrón, sí. ¿No tiene gracia? Por la cochina madre de Dios que tiene gracia, vaya que sí... Nunca te hubiera reconocido con ese uniforme rebozado en barro. ¿Te conozco? No, creo que ni tu propia madre te reconocería con esa jeta aplastada, hinchada como un pellejo de vino. ¿Cómo te lo hicieron? ... Bueno, dime quién eres de una maldita vez, en lugar de estarte ahí mirándome como un pasmarote. Frederic clavó el sable en el suelo, junto a su muslo derecho.

_Glüntz. Subteniente Glüntz, Primera Compañía. El húsar lo miró, interesado. _¿Glüntz? ¿El subteniente joven? _movió la cabeza,

como si le costase trabajo aceptar que estuviesen hablando de_la misma persona_. Por los clavos de Cristo, que no hubiera sido capaz de reconocerlo jamás... ¿De dónde sale con ese aspecto? .

_Un lancero me dio caza. Perdimos los caballos y peleamos en tierra.

_ Ya veo... Fue ese lancero el que le dejó la cara así, ¿verdad? Es una pena. Recuerdo que era usted un guapo mozo... Bueno, subteniente, disculpe si no me levanto y saludo, pero no ando bien de salud. Me llamo

Jourdan... Armand Jourdan. Veintidós años de servicio, Segunda Compañía.

_¿Cómo llegó hasta aquí?

El húsar sonrió como si la pregunta fuera una estupidez.

_Como usted, supongo. Galopando como alma que lleva el diablo, con tres o cuatro de esos

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malditos jinetes de peto verde haciéndome cosquillas con sus lanzas en el culo... Al internarme en el bosque les di esquinazo. Anduve toda la noche por ahí, encima del pobre Falú, el buen animal que tiene usted al lado, muerto de un trabucazo. Ese hijo de puta al que usted le miraba la cara hace un momento fue quien me lo mató.

Frederic se volvió a mirar el cadáver del español. _Parece un guerrillero... ¿Fue usted quien le dio el

balazo? _Claro que fui yo. Ocurrió hace cosa de una hora;

Falú y yo andábamos intentando regresar a las líneas francesas, caso de que todavía existan, cuando ese tipo salió de los matorrales, descerrajándonos su andanada en las narices. Mi pobre caballo fue quien se llevó la peor parte... _miró con tristeza hacia el animal muerto_. Era un buen y fiel amigo.

_¿Qué ha sido del escuadrón? El húsar se encogió de hombros. _Sé lo mismo que usted. Quizá a estas horas ya ni

exista. Esos malditos lanceros nos la jugaron bien, dejándonos pasar y cargándonos después de flanco. Yo iba con cuatro compañeros: ]ean_Paul, Didier, otro al que no conocía y ese sargento bajito y rubio, Chaban... Los fueron cazando detrás de mí, uno a uno. No les dieron la menor oportunidad. Con los caballos exhaustos después de tres cargas y la persecución, aquello era como cazar ciervos amarrados a un poste.

Frederic levantó el rostro y miró al cielo. Entre las copas de los árboles se veían grandes claros de cielo azul.

_ Me pregunto quién habrá ganado la batalla... _comentó, pensativo.

_¡Cualquiera sabe! _dijo el húsar_. Desde luego, mi subteniente, ni usted ni yo.

_¿Está herido? Su interlocutor miró a Frederic en silencio durante un rato, y después una sarcástica sonrisa apareció en un extremo de su boca.

_Herido no es la palabra exacta _dijo, con la expresión de quien saborea una broma que sólo él puede entender_. ¿Ve usted el trabuco de ese fiambre? _preguntó señalando el arma con su pistola_ ¿Ve esa bayoneta plegable de dos palmos de larga que tiene

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junto al cañón?.. Bueno, pues antes de que lo mandara al infierno, ese hijo de puta mezclada con un obispo tuvo tiempo de hurgarme con ella en las tripas.

Mientras hablaba, el húsar apartó el dormán que tenía sobre el estómago, y Frederic soltó una exclamación de horror. La bayoneta había entrado en la pierna derecha un poco por encima de la rodilla, desgarrando longitudinalmente todo el muslo y parte del bajo vientre. Por la espantosa herida, llena de grandes coágulos de sangre, se veían brillar huesos, nervios y parte de los intestinos. Con su cinto y las correas del portapliegos, el húsar se había atado el muslo en inútil intento por mantener cerrados los bordes de la tremenda brecha.

_ Ya lo Vd, subteniente _comentó mientras volvía a cubrirse con el dormán_. Yo ya estoy listo. Por suerte no me duele demasiado; tengo toda la parte inferior del cuerpo como dormida... Lo curioso es que, al rajarme, la bayoneta no debió de tocar ningún vaso importante; habría muerto desangrado hace rato,

Frederic estaba espantado por la fría resignación del veterano.

_No puede quedarse así _balbuceó, sin saber muy bien qué era lo que podía hacerse por el herido_. Tengo que llevarlo a alguna parte, buscar ayuda. Eso... Eso es atroz.

El húsar se encogió otra vez de hombros. Todo parecía importarle un bledo.

_No hay nada que pueda hacerse. Aquí, por lo menos, con la espalda apoyada en este árbol, estoy cómodo.

_Quizá puedan curarlo... _ No diga tonterías, mi subteniente. Después de

una hora así, esto es gangrena segura. En veintidós años he visto muchos casos por el estilo, y ya tengo el colmillo retorcido para hacerme ilusiones... El viejo Armand sabe cuándo los naipes vienen mal dados

_Si no le prestan ayuda, morirá sin remedio. _Con ayuda o sin ella, yo voy aviado. No tengo

humor para andar de un lado para otro, pisándome las tripas; en mi estado, resultaría incómodo. Prefiero estar donde estoy, tranquilo y a la sombra. Ocúpese de sus

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propios asuntos. Los dos quedaron en silencio durante un largo rato.

Frederic sentado en el suelo, rodeándose las rodillas con los brazos; el húsar, con los ojos cerrados, apoyada la cabeza en el tronco de la encina, indiferente a la presencia del joven. Por fin Frederic se levantó, desclavó su sable del suelo y se acercó al herido.

_¿Puedo hacer algo por usted antes de irme? El húsar abrió despacio los ojos y miró a Frederic como si le sorprendiera verlo todavía allí.

_Puede que sí dijo lentamente, mostrándole la pistola que seguía manteniendo entre los dedos_. La descargué contra ese tipo, y me gustaría tener una bala dentro por si se acerca algún otro... ¿Le importaría cargármela? En mi silla hay todo lo necesario.

Frederic agarró la pistola por el largo cañón y se encaminó hacia el caballo muerto. Encontró un saquito de paño encerado lleno de pólvora y una bolsa con balas. Cargó el arma, empujó con la baqueta y la dejó lista. Se la llevó al herido, entregándole también el sobrante de pólvora y munición.

 El húsar contempló apreciativamente el arma, la sopesó un momento en la palma de la mano y la amartilló.

_¿Desea algo más?_le preguntó Frederic. El húsar lo miró. Había un destello de burla en sus ojos grises.

_Hay un pueblecito en el Bearn donde vive una buena mujer cuyo marido es soldado y está en España _murmuró, y Frederic creyó percibir en su voz un remoto rastro de ternura que desapareció de inmediato_. En otro momento, subteniente, es posible que le hubiera dicho el nombre de ese pueblo, por si alguna vez pasaba por allí... Pero ahora me da lo mismo. Además, si he de serle franco, usted huele a muerto, como yo. Dudo mucho que regrese a Francia, ni a ninguna otra parte.

Frederic lo miró, desagradablemente sorprendido. _¿Qué ha dicho? El húsar cerró los ojos y volvió a apoyar la cabeza

en el tronco. _ Lárguese de aquí _ordenó con voz desmayada_.

Déjeme en paz de una maldita vez. Frederic se alejó, confuso, con el sable en la mano.

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Pasó junto a los cadáveres del caballo y el guerrillero y todavía se volvió a mirar atrás, aturdido. El húsar seguía inmóvil, con los ojos cerrados y la pistola en la mano, indiferente al bosque, a la guerra y a la vida.

Anduvo un trecho entre los matorrales y se detuvo a cobrar aliento. Entonces oyó el disparo. Dejó caer el sable, se cubrió la cara con las manos y se puso a llorar como un chiquillo.