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El Príncipe de Maquiavelo: Desafíos, legados y significados Jorge Andrés López Rivera Compilador

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El Príncipede Maquiavelo:Desafíos, legados y

significados

Jorge Andrés López RiveraCompilador

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El Príncipe de Maquiavelo Desafíos, legados y significados

Jorge Andrés López Rivera E-mail: [email protected]

Compilador

Pontificia Universidad Javeriana Cali Colombia, Universidad del Valle

ISBN:978-958-8856-32-2ISBN-E: 978-958-8856-33-9

Formato 16,5 x 24 cms

Primera edición: octubre 2014

Coordinador Sello Editorial Javeriano CaliIgnacio Murgueitio R.

©Derechos Reservados Pontificia Universidad Javeriana Cali Colombia

Corrección de estilo: Servio Eliseo Cerón

Centro de Multimedios PUJ CaliConcepto gráfico: Edith Valencia F.

Correspondencia, suscripciones y solicitudes de canje:Calle 18 No. 118-250, Vía Pance Teléfonos (57-2) 3218200 Ext.:8265

Santiago de Cali, Valle del Cauca

El Príncipe de Maquiavelo : desafíos, legados y significados / compilador Jorge Andrés López Rivera. 1a ed. -- Santiago de Cali : Pontificia Universidad Javeriana, Sello Editorial Javeriano, 2014. 286 páginas ; 24 cm.Incluye referencias bibliográficas e índice.

ISBN: 978-958-8856-32-2 ISBN-E: 978-958-8856-33-9

1. Maquiavelo, Nicolás, 1469-1527 -- Crítica e interpretación 2. Maquiavelo, Nicolás, 1469-1527 -- Pensamiento político 3. Filosofía política 4. Teoría política 5. Autoritarismo 6. Ciencia política – Historia I. López Rivera, Jorge Andrés, comp. II. Pontificia Universidad Javeriana (Cali)|SCDD 320.01 ed.23 CO-CaPUJ malc/14

Prohibida la reproducción total o parcial de este libro, por medio de cualquier procesode reprografía o informática, sin la autorización escrita de los titulares del copyright.

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Contenido

El Príncipe: Desafíos, legados y significados. Una introducciónJorge Andrés López Rivera 5

I. La mentalidad del funcionario tras la escritura de El Príncipe Delfín Ignacio Grueso 37

II. El Príncipe: Su escritura y sus figuras Armando Villegas Contreras 65

III. Las ironías de Maquiavelo: Estándares generales y el consejo irónico en El Príncipe Érica Benner 89

IV. Lo que no puede la virtù del príncipe (Ensayo sobre El Príncipe de Maquiavelo) Antonio Hermosa Andújar 111

V. Virtud y fortuna en Maquiavelo como razón instrumental y contingencia Luís Javier Orjuela Escobar 133

VI. Maquiavelo y las ciencias sociales contemporáneas Alberto Valencia Gutiérrez 161

VII. “La naturaleza no le concede a los asuntos humanos ninguna quietud”. La fundamentación ontológica del realismo político en Maquiavelo Carlos Andrés Ramírez Escobar 189

VIII. El Príncipe: ¿Una teoría de la acción? Ever Eduardo Velazco 245

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El Príncipe: Desafíos, legados

y significadosUna introducción

Jorge Andrés López RiveraDepartamento de Ciencia Jurídica y Política

Pontificia Universidad Javeriana [email protected]

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EL PRÍNCIPE DE MAQUIAVELO

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DESAFÍOS, LEGADOS Y SIGNIFICADOS

EL PRÍNCIPE: DESAFÍOS, LEGADOS Y SIGNIFICADOS. UNA INTRODUCCIÓN

La vitalidad y la vigencia de El Príncipe de Maquiavelo, redactado en el tramo final de 1513, desde cualquier punto de vista,

son innegables. Tal como lo atestigua la carta a Vettori, del 10 de diciembre de 1513, quinientos años nos separan del primer borrador del “opúsculo” del florentino (Maquiavelo, 1979). Esta obra ha sido objeto de juicios tan disimiles como lo son, por ejemplo, su inclusión en el Index Librorum Prohibitorum, en 1559 (Kahn, 2010, p. 244), la sorprendente consideración –para las lecturas realistas– de Rousseau de ésta como “el libro de los republicanos” (Rousseau, 2003, p. 124)1 o la lectura cientificista de Cassirer que llega a establecer una analogía entre Maquiavelo y Galileo.2 Ninguna de las lecturas de El Príncipe,

1 En Libro III del Contrato Social, Rousseau afirma: “Los reyes quieren ser absolutos, y desde lejos se les grita que el mejor modo de serlo es hacerse amar por sus pueblos. Esta máxima es muy hermosa e, incluso, muy verdadera en ciertos aspectos: desgraciadamente será objeto de burla en las cortes. El poder que proviene del amor de los pueblos es sin duda el mayor; pero es precario y condicional; nunca conformará a los príncipes. Los mejores reyes desean poder ser malos si se les place, sin dejar de ser los amos. En vano les dirá un sermoneador político que, al ser la fuerza del pueblo la suya, su interés es que el pueblo esté floreciente, que sea números, temible; saben muy bien que eso no es verdad. Su interés personal es que el pueblo sea débil, miserable y que nunca pueda resistirlos. Admito que, suponiendo a todos los súbditos perfectamente sumisos, el interés del príncipe sería entonces que el pueblo fuera poderoso, a fin de que siendo suyo este poder, lo volviera temible ante sus vecinos; pero como este interés no es sino secundario y subordinado, y las dos suposiciones son incompatibles, es natural que los príncipes den siempre preferencia a la máxima que les resulta útil de modo más inmediato. Es lo que Samuel expuso vigorosamente a los hebreos: es lo que Maquiavelo hizo ver de modo evidente. Fingiendo dar lecciones a los reyes, les dio grandes lecciones a los pueblos. El Príncipe de Maquiavelo es el libro de los republicanos” (2003, pp.124-125).

2 Por ejemplo, en Cassirer, pueden leerse afirmaciones como: “si bien El Príncipe es cualquier cosa menos un tratado moral o pedagógico de ello no se infiere que sea un libro inmoral. Ambos juicios son igualmente equivocados. El Príncipe no es un libro moral ni inmoral: es simplemente un libro técnico” (1996, p. 181), “El Príncipe de Maquiavelo contiene muchas cosas peligrosas y venenosas, pero él las contempla con la frialdad y la indiferencia de un científico” (p. 183) o “La ciencia política de Maquiavelo y la ciencia natural de Galileo se basan en el mismo principio. Parten del axioma de la unidad y la homogeneidad de la naturaleza. La naturaleza es siempre la misma; todos los acontecimientos naturales obedecen a las mismas leyes invariables” (p. 185).

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si bien susceptibles de ser calificadas como más o menos rigurosas y exhaustivas, puede declararse como enteramente aprehensiva y concluyente –tal vez esta condición es, parcialmente, indicador del carácter “clásico” del texto. En gran parte, la multiplicidad de juicios y lecturas del “opúsculo” del florentino está relacionada con el interés que orienta la aproximación a la obra. Es decir, El Príncipe, por ejemplo, puede leerse con el interés de validar un discurso político concreto, con la intención de fundamentar meta-teóricamente principios normativos u ontologías sociales o con pretensiones meta-teóricas estrictas de elucidación interpretativa. De igual forma, la especificidad de cada lectura está relacionada con el vínculo construido para la interpretación entre la obra del florentino y tradiciones intelectuales concretas, cuya piedra de toque son sus asunciones ontológicas y epistemológicas. Todo lo anterior, como la vigencia de la obra, lo atestiguan las innumerables interpretaciones que, sumándose a las históricamente célebres, se han hecho de ésta durante el siglo XX y los albores del siglo XXI. Es posible rastrear, por ejemplo, en la Filosofía Política contemporánea tendencias interpretativas tan diversas como las marxistas de Althusser y Gramsci; las lecturas con tinte liberal de Lefort y Berlín; la recuperación bajo un esquema republicano de Pocock; o, más recientemente, interpretaciones, como la de Benner, que reavivan sentidos paradigmáticamente olvidados por la Filosofía Política contemporánea en el conjunto de la obra de Maquiavelo.

En este sentido, la presente introducción a este volumen en torno a El Príncipe de Maquiavelo, dejando de lado los intereses de aproximación a la obra y las asunciones ontológicas y epistemológicas con las que se construyen las interpretaciones, tiene por objeto delinear cinco elementos estructurales del texto del florentino que, dependiendo de la valencia que se les otorgue, guían la interpretación. Para procurar alcanzar dicho objetivo, en primera instancia, se presentarán dos elementos de composición de El Príncipe, cláusulas y figuras retóricas, que son esenciales para la interpretación de su sentido general (I).

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EL PRÍNCIPE: DESAFÍOS, LEGADOS Y SIGNIFICADOS. UNA INTRODUCCIÓN

Tras esto, se presentarán fundamentos de la teorización en la obra en cuestión. El centro de análisis, en este punto, estará en cómo se puede asumir la forma en la que Maquiavelo vincula principios generales y casos concretos, las valencias descriptiva y prescriptiva de la pareja conceptual virtù-fortuna, la ponderación de los componentes de ésta como formas de causación, y la relevancia de los tipos de relación atribuibles a la obra del florentino con las tradiciones griega y latina (II). Por último, con fundamento en lo previamente expuesto, se hará una breve presentación de las tesis generales que se presentan en los artículos que componen este volumen (III).

I

Las diversas lecturas de El Príncipe encuentran un reto en la forma como éste está escrito, particularmente en su composición. En primer lugar, el libro, por un lado, contiene en su estructura una serie de enunciados bastante simples pero altisonantes que, aparentemente, expresan de forma evidente el sustrato de su contenido: “la naturaleza de los pueblos es voluble, y es fácil convencerles de algo pero difícil mantenerlos convencidos” (Maquiavelo, 2006, p. 92); “hay tanta diferencia de cómo se vive a cómo se debe vivir, que quien deja lo que se hace por lo que debería hacer, aprende más bien su ruina que su salvación” (pp. 129-130); o “es necesario que un príncipe sepa actuar según convenga, como bestia y como hombre” (p. 138). Por otro, hay pasajes del libro que, en sí mismos y en su combinación, parecen tan crípticos que requieren una lectura con mayor detenimiento. Por ejemplo, en el capítulo VIII, sobre “Los que por medio de los delitos llegaron a ser príncipes”, tras hacer una breve descripción sobre cómo Agatocles llegó a ser rey de Siracusa, Maquiavelo afirma:

[...] no se puede llamar virtud, el asesinar a sus ciudadanos, traicionar a los amigos, no tener palabra, ni piedad, ni religión;

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estos medios harán ganar poder pero no gloria. Porque, si se considera la virtud de Agatocles al arrostrar y vencer los peligros, y su grandeza de ánimo a la hora de soportar y superar las adversidades, no se ve por qué se le deba juzgar inferior a cualquier otro excelentísimo capitán; pero en cambio su feroz e inhumana crueldad, así como sus innumerables maldades no consienten que sea celebrado entre los hombres más excelentes

(2006, pp. 102-103).

No obstante, más adelante, en el capítulo XV, sobre “Aquellas cosas por las que los hombres y especialmente los príncipes son alabados o vituperados”, el florentino sostiene que un príncipe:

[...] no se preocupe de caer en la infamia de aquellos vicios sin los cuales difícilmente podría salvar el estado; porque si consideramos todo cuidadosamente, encontraremos algo que parecerá virtud, pero que si lo siguiere sería su ruina y algo que parecerá vicio pero que, siguiéndolo, le proporcionará la

seguridad y el bienestar propio (Maquiavelo, 2006, p. 131).3

En efecto, al comparar las citas, no es diáfana una “máxima de destreza” sobre cómo debe posicionarse el príncipe frente a la virtù y los vicios. En primera instancia, parece que Maquiavelo juzga los medios “nefandos/criminales” –según lo indica el adjetivo– como indeseables, pues no procuran gloria. Los modos parecen estar circunscritos dentro de aquello que permita conseguir la gloria. Sin embargo, también declara que un príncipe no debe preocuparse –la cuestión se visibiliza cuando menciona “la infamia” –por los medios de que se valga, siempre y cuando, le procuren su autoconservación. De igual forma, en la cita sobre Agatocles, Maquiavelo parece tener muy claro qué es la virtù, haciendo referencia a la gloria como elemento constitutivo de ésta. Pero, en la segunda cita, se percibe cierto “relativismo” frente a la virtù,

3 Subrayado del autor.

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pues hay algunas acciones que tienen la apariencia de virtù y otras la apariencia de vicio. De esta forma, surgen varias preguntas, a saber: ¿hay modos deseables e indeseables? ¿Debe el príncipe pretender la gloria o despreocuparse frente a la infamia? ¿Cuáles son, en definitiva, los criterios para categorizar acciones como virtuosas? ¿Qué causa las variaciones –suponiendo que esto sea posible– de las apariencias de los modos virtuosos y viciosos? ¿Es la autoconservación, moralmente flexible, el principio último de El Príncipe?

Así, pues, es visible que en la composición de la estructura de El Príncipe es posible encontrar cláusulas, en apariencia, simples que dan un primer sentido general al “opúsculo”, pero que, al lado de otros un tanto más complejos por su tono y en la comparación de pasajes, el texto se torna críptico, ofrece al lector más interpelaciones4 que respuestas, lo que, en últimas, a su vez, abre la puerta a una pluralidad de interpretaciones con acentos diferenciados.

No obstante, las dificultades que expresa la escritura de El Príncipe para su lectura no se limitan a la ya enunciada. En segundo lugar, el texto de Maquiavelo está lleno de figuras retóricas. El florentino en la dedicatoria afirma:

Esta obra no la he adornado ni rellenado con amplios párrafos o ampulosas y solemnes palabras o con cualquier otro ornamento o artificio formal con los que muchos acostumbran a describir y adornar sus cosas, porque he querido o que nada la distinga o que tan solo la variedad de la materia y la gravedad del tema la hagan grata (Maquiavelo, 2006, p. 72).

En principio, podría deducirse que Maquiavelo parte de un rechazo a cualquier uso rimbombante del lenguaje, si se quiere, a la retórica

4 Al respecto, Benner (2009) argumenta que el uso de cierta retórica, por ejemplo, en el caso del concepto de necesidad (cfr. pp. 138 y ss.), tiene como objeto entrenar a los lectores para percibir el uso abusivo de cierto tipo de argumentaciones, esto es, para forjar el juicio político. Los lectores se ejercitan para considerar razonadamente los argumentos que justifican decisiones políticas (cfr. por ejemplo, pp. 16-43, 138, 64, 170, 484).

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en tanto expresión estética. Sin embargo, es posible percibir que, por ejemplo, varios argumentos del libro se construyen a partir de figuras retóricas (Cox, 2010, p. 173). Por ejemplo, en la misma dedicatoria Maquiavelo sostiene:

[...] así como aquellos que dibujan paisajes se sitúan en los puntos más bajos de la llanura para estudiar la naturaleza de las montañas y de los lugares altos, y para considerar la de los lugares bajos ascienden a lo más alto de las montañas, igualmente, para conocer bien la naturaleza de los pueblos hay que ser príncipe y para conocer bien a la de los príncipes hay que ser del pueblo (2006, p. 72).

Por un lado, manifiesta la posición de inferioridad en que se sitúa Maquiavelo frente a Lorenzo de Médici que, al mismo tiempo, vale como una expresión de la intención de éste de validar su perspectiva y el conocimiento adquirido desde ésta como algo que puede ser valioso para un príncipe. Por otro, podría asumirse una interpretación suspicaz en lo que indica este pasaje respecto del contenido del conjunto del libro. Esto es, la cita puede ser leída en términos de la relación del príncipe con el pueblo. Si bien las perspectivas son diferentes y, en términos fácticos, el príncipe es quien gobierna al pueblo, en definitiva, ¿qué posición debería atribuírsele a éste último si es el que porta el conocimiento de la virtù principesca?

En resumen, el tipo de cláusulas y su relación, como también las figuras retóricas, en tanto elementos de composición de la estructura de El Príncipe se constituyen como desafíos interpretativos. El sentido general que pueda atribuirse a la obra, tal como se ha ejemplificado brevemente, está íntimamente relacionado con los acentos elegidos en los aspectos mentados. En concreto, la valencia argumentativa de cláusulas y de figuras retóricas está íntimamente relacionada con el lugar que se les otorgue respecto del resto del texto.

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II

En lo que respecta a la forma de teorización, El Príncipe entraña enunciados generales y la descripción de casos concretos. La relación entre ambos componentes del texto es susceptible de interpretarse de cuatro formas: en primer lugar, si se utiliza el lenguaje de la metodología de las Ciencias Sociales, se trata de la elaboración inductiva de principios generales, aunque, por supuesto, con problemas de validez por sólo centrarse en casos concretos para la construcción de tales principios. Otra posibilidad sería, considerar que los casos sean ejemplificaciones de los principios generales. En tercer lugar, suponiendo categorías y relaciones constantes en los asuntos humanos,5 lo que le permite superar cualquier limitación de validez lógica, Maquiavelo “desentraña” los principios generales de los casos que analiza y presenta. Finalmente, la relación entre principios generales y casos concretos puede consistir en una validación discursiva. Se presumiría, desde esta perspectiva, que no hay invariablemente una relación de univocidad entre los contenidos de los principios generales y los casos concretos, de forma que es necesaria la inspección del uso del lenguaje en uno y otro componente, indagando por la coherencia, univocidad y uniformidad en el mensaje. Tal ejercicio, en últimas, sería el que elucidaría el sentido. De esta forma, podrían existir interpelaciones implícitas a los lectores por vía del uso de figuras retóricas como, por ejemplo, la ironía y la disimulación.

Las consecuencias de las alternativas mencionadas sobre la interpretación de El Príncipe son variadas. Las imágenes que se crean de la obra pueden ser diferentes dependiendo del tipo de vínculo que se asuma entre casos y principios generales. Considérense algunas posibilidades, a forma de ilustración. En el primer caso, a partir de la elaboración inductiva de principios generales, se puede obtener una imagen de la obra como un libro técnico en el que, por usar un término

5 Sea cual sea el fundamento ontológico de tales suposiciones.

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kantiano, se ofrecen imperativos hipotéticos, esto es, Maquiavelo “prevé los posibles peligros que amenazan a las distintas formas de gobierno, y proporciona el remedio” (Cassirer, 1996, p. 182). En el segundo caso, es decir, la asunción de la relación entre casos y principios como ejemplificación, se genera una pregunta: ¿a partir de qué concluye o de dónde extrae Maquiavelo los principios generales? Parecería que la mera pregunta descarta la posibilidad de validar la imagen técnica del libro, pues se erosionaría el procedimiento inductivo como fundamentación epistemológica. Mientras tanto, la posibilidad de que Maquiavelo “desentrañe” principios generales de casos concretos y no de la narración del curso histórico en su continuidad, podría decirse que está relacionada con la concepción de la historia como magistra vitae (Samamé, 2010). Al igual que en la imagen técnica de El Príncipe, en este caso se evidencia una intención de generar una reflexión informativa a la práctica. Por ello, para poder hacerse efectiva, esta concepción de la historia debe valerse del recurso de constantes históricas para posibilitar la validez práctica intertemporal de los principios generales. Por último, en la alternativa de validación discursiva, podría crearse una imagen de El Príncipe como un texto con intención pedagógica o, más específicamente, un texto en el que se pretende formar a los lectores en su juicio sobre cuestiones políticas (Benner, 2009). Así, el uso de las figuras del lenguaje en la formulación de principios generales y en la narración de casos es crucial para la discriminación de distintos cursos de acción posibles, de sus fundamentos y de sus consecuencias.

El ejemplo que se presenta a continuación puede ser útil para comprender la dificultad subyacente a la asunción de cualquiera de las cuatro alternativas de vínculo entre principios generales y casos. En el capítulo XVII, sobre “La crueldad y la compasión; y de si es mejor ser amado que temido, o todo lo contrario”, Maquiavelo afirma:

César Borgia era considerado cruel y sin embargo su crueldad restableció el orden de la Romaña, la unificó y la redujo a la

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lealtad del soberano. Si se estudia todo esto, se verá que fue mucho más compasivo que el pueblo florentino, que para evitar ser tachado de cruel permitió la destrucción de Pistoia. Por lo tanto, un príncipe no debe preocuparse de la fama de ser cruel si

con ello mantiene a sus súbditos unidos y leales (2006, p. 134).6

Mientras tanto, en el capítulo VII, sobre “Los principados nuevos adquiridos con las armas y la fortuna de otros, el florentino sostiene que Borgia:

[...] juzgó necesario darle un buen gobierno si quería pacificarla y reducirla a la obediencia del brazo regio. Por eso puso al frente de la Romaña a Ramiro de Orco, hombre cruel y expeditivo, al que dio plena y absoluta potestad. Éste, en poco tiempo unió y pacificó la provincia con grandísima reputación. Pero más tarde juzgó que ya no era necesaria tan rigurosa autoridad porque podía resultar odiosa y utilizó un tribunal civil […] Y como sabía que el rigor anterior le había causado cierto odio, para apaciguar los ánimos de aquellas gentes y ganárselas del todo, quiso demostrar que si se había llevado a cabo alguna crueldad no había nacido de él, sino de la acerba naturaleza del ministro.

Al respecto, cabe hacer tres observaciones: Primera, la información sobre el caso de la pacificación de la Romaña no es plenamente concordante en las dos narraciones, pues, por un lado, Maquiavelo afirma que fue Borgia quien pacificó la Romaña, lo que le valió fama de cruel; y, por otro, sostiene que Borgia, en primera instancia, delegó la pacificación de la Romaña a Ramiro de Orco y que, luego, dado el carácter cruel de éste –aunque Maquiavelo afirma que la realización de la misión le generó gran reputación–, decidió relevarlo –asesinándolo ferozmente, según narra el florentino más adelante. En suma, es posible observar que la descripción del caso no es la misma en el conjunto del

6 Subrayado del autor.

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texto. De esta forma, en segundo lugar, si la descripción del caso es variable a lo largo del texto, su análisis, la generación de principios generales, lo manifiesta. Por una parte, pareciera que el principio enunciado por Maquiavelo indica que la imagen de crueldad es excusada en cuanto garantice la lealtad y la cohesión del pueblo; pero, por otra, que si se llevan a cabo actos crueles, debe ser a través de intermediarios, pues esto permite excusarse y no ganar fama de cruel. Se presentan, así, dos principios discordantes: ¿cómo deben hacerse éstos coherentes o a cuál se debe atender? La variación en la narración de los casos y la aparente discordancia de principios, manifiesta, así, que en El Príncipe la relación entre elementos de la composición para la comprensión de la teorización depende de los modelos de inducción, ejemplificación, “desentrañamiento” o validación discursiva.

De otro lado, los focos de atención en las distintas interpretaciones de El Príncipe, como ya se ha afirmado más arriba, han sido diversos. Esto, tal vez, no sólo se debe a las dificultades y alternativas ínsitas en la forma como está escrito el libro. En efecto, ideologías y enfoques analíticos –con las implicaciones de sus supuestos ontológicos, epistemológicos y, consecuentemente, metodológicos, junto con aquellos de carácter normativo– explican también los diferentes acentos y puntos de partida. A pesar de las diferencias, es usual la referencia a las nociones de virtù y fortuna.7 Quizá esto se deba a que, en el cierre del capítulo I, Maquiavelo enuncia una cláusula que parece ser una guía para la lectura del conjunto del libro, a saber: los dominios así adquiridos o están acostumbrados a vivir sometidos a un príncipe o acostumbrados a ser libres; y se ganan o con las armas ajenas o con las propias, o por fortuna o por virtud” (2006, p. 73). En términos concretos, parece que la distinción entre armas ajenas y armas propias, y entre virtù y fortuna, es una clave fundamental para interpretar en conjunto los principios

7 En las interpretaciones de la obra de Maquiavelo también se suele hacer alusión, aunque con menor frecuencia, a otros conceptos como ocasión, necesidad y orden.

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generales y los casos presentes en el libro. Esto puede reafirmarse, por ejemplo, a partir del célebre pasaje del capítulo XXV que señala:

[...] puesto que nuestro libre albedrío no se ha extinguido, creo que quizá es verdad que la fortuna es árbitro de la mitad de nuestras acciones, pero que también es verdad que nos deja

gobernar la mitad, o casi a nosotros. (p. 171)

En efecto, Maquiavelo reconoce capacidad de agencia a los seres humanos por vía de la consideración del libre albedrío. En la forma de orientación de éste reside su vínculo con la virtù. Es decir, la capacidad de agencia, el ejercicio del libre albedrío, puede o no ceñirse a la virtù. Por ejemplo, el florentino sostiene sobre Agatocles, (un ejemplo de aquellos que por medio de crímenes llegaron a ser príncipes), que “[n]o se puede, pues, atribuir a la fortuna o a la virtud lo que él consiguió sin la una ni la otra” (Maquiavelo, 2006, p. 103). En términos concretos, en cuanto la fortuna no fue la que condujo a Agatocles a su posición, este es un ejemplo de que por vía del libre albedrío, como capacidad de agencia, es posible llegar a ser príncipe, pero, al mismo tiempo, también es un ejemplo de una orientación no virtuosa de éste.

Mientras tanto, la fortuna suele ser caracterizada, en términos genéricos, por Maquiavelo, como el conjunto de fuente de causación de diverso carácter externas al libre albedrío del agente. Al respecto, pueden considerarse dos citas como ejemplo: Primero, en el capítulo XXV, Maquiavelo metafóricamente se refiere a la fortuna como “uno de esos ríos impetuosos que cuando se enfurecen inundan las llanuras” (2006, p. 171). Segundo, en el capítulo VII, cuando el florentino hace referencia a aquéllos que por medio de la fortuna llegaron a ser príncipes, dice que se refiere a “aquéllos a los que les es concedido un estado por dinero o por la voluntad de quien los concede” (p. 94).

En lo que respecta a la pareja conceptual con carácter antitético virtù-fortuna, a lo largo de El Príncipe no se encuentra una definición explícita, exhaustiva y taxativa de sus elementos. Pero, como se acaba

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de argumentar, es posible encontrar ciertas indicaciones indirectas sobre algunas dimensiones del significado de los componentes de la pareja conceptual en cuestión. En este sentido, los puntos polémicos en torno a virtù y fortuna son dos. Primero, qué ponderación se les da, respectivamente, al libre albedrío y a la fortuna para explicar los asuntos humanos. Y, segundo, lo que es mucho más álgido en los debates de interpretación, por un lado, cómo puede caracterizarse, en tanto capacidad de agencia, el ejercicio virtuoso del libre albedrío y, por otro, qué consideraciones merece la fortuna como elemento externo a la agencia humana pero interviniente en los asuntos humanos. Este desafío para la interpretación puede observarse más claramente si se repara el carácter bidimensional de la pareja conceptual en cuestión.8

En su análisis sobre El Príncipe, Lefort (2010) sostiene:

[...] postulándose como puro observador, Maquiavelo se postula como puro calculador, y el que su discurso establezca poco a poco una equivalencia entre lo que es natural, necesario y conforme a la razón. Observar y calcular son una misma cosa, pues los datos empíricos […] sólo se dejan identificar y circunscribir en la medida en que reconocemos en ellos una combinación de términos y relaciones para los que la Historia proporciona otras ilustraciones. (p. 188)

La observación de Lefort connota que los postulados del florentino se manifiestan en dos dimensiones, una de carácter descriptivo/explicativo y otra de carácter prescriptivo. Esto es el producto de la perspectiva de observador a partir de la que Maquiavelo deriva conclusiones y, como ya se mencionó más arriba, sus conclusiones no son de cualquier tipo. Estas son formuladas de principios generales que,

8 En esencia, el concepto de fortuna como tal no entraña una dimensión prescriptiva en ninguno de los dos sentidos que aquí se atribuyen. No obstante, en su vínculo con la noción de virtù si es dable que tal dimensión se torne perceptible. Al respecto, por ejemplo, Benner (2009) afirma: “Fortuna is willful, capricious, and lacks any moral compass” (p.181).

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en ciertos casos, pueden leerse en la forma de aserciones prescriptivas. El procedimiento que permite la transición entre la descripción/explicación y la prescripción se fundamenta, por un lado, en la asunción de categorías –por ejemplo, virtù-fortuna– y relaciones en los asuntos humanos como constantes operantes9 en los diferentes tiempos y lugares, las cuales posibilitan la elaboración de generalizaciones. Por otro, tales generalizaciones sólo pueden asumir fuerza como horizontes regulativos si se colocan dentro de una teoría de la acción. La forma de concretar esta operación es a través del establecimiento de criterios regulativos para la evaluación de las acciones (por ejemplo, éxito o corrección en relación con normas morales) relacionados, en últimas, con las finalidades ya presupuestas. De esta forma, las categorías que, inicialmente, tenían función descriptiva, son moduladas y, en consecuencia, resignificadas en su caracterización a partir de aquellas cualidades que se correspondan en su naturaleza con aquella que le es propia a los criterios regulativos para la evaluación de las acciones. Así, también se resignifica, en los casos en que están comprometidas implícita o explícitamente las categorías en cuestión, la índole de los principios generales, esto es, de descriptivos a prescriptivos.

La dimensión prescriptiva producto del proceso mentado puede tener carácter pragmático o ético-moral. En aquellos casos en los que se considera que el criterio regulativo para evaluar los cursos de acción en El Príncipe es éxito/fracaso, la dimensión prescriptiva asume un carácter pragmático. En estos casos, la transición entre descripción/

9 La consideración de ciertas categorías y relaciones como constantes operantes en distintos tiempos y lugares puede articularse con cualquiera de los cuatro modelos de vínculo entre principios generales y casos concretos (inducción, ejemplificación, “desentrañamiento” y validación discursiva), aunque, más arriba, éstas sólo se asociaron explícitamente con el último modelo. En concreto, en el caso de la inducción, tanto las categorías como los principios generales, podrían tomarse como el producto del procedimiento de inducción; mientras en los modelos de ejemplificación y “desentrañamiento” las constantes están ya supuestas. En el tercer caso, se hace más evidente la necesidad de su suposición en cuanto se generaliza desde casos particulares y sólo así pueden superarse las objeciones de validez lógica. Por último, en la validación discursiva consistiría en deducir la valencia de las categorías en razón de las figuras retóricas operantes.

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explicación y prescripción se fundamenta en cómo la lógica ínsita en los asuntos humanos expresa por sí misma cuáles son los cursos de acción adecuados,10 esto es, generadores de resultados, de éxito. En concreto, “los hechos prescriben por sí mismos”, de manera que se considera que Maquiavelo pone de presente la lógica de los asuntos humanos, en concreto, de la política, por lo que se toma como “un pensador que pone en primer plano lo político como el mundo en que se busca la eficacia” (Romero, 1982, p. 76). Es decir, desde esta óptica, la eficacia es el rasgo prescriptivo esencial que deben entrañar las acciones para satisfacer el criterio regulativo “éxito”, por lo que, en consecuencia, la virtù se interpreta como “la capacidad presente desde el principio, que produce los resultados” (p. 83). De esta forma, los principios generales son simultáneamente descripciones/explicaciones y enunciaciones del “deber” como reglas de carácter técnico-estratégico.

El carácter prescriptivo de la pareja conceptual virtù-fortuna, a partir de una lectura más aguda, puede también entrañar un contenido ético-moral, el cual, usualmente, en las lecturas centradas en la eficacia es dejado de lado, sea acusando una orientación radicalmente técnica (amoral), sea indicando que la moralidad no es la cuestión que preocupa a Maquiavelo en El Príncipe. El acento en el contenido ético-moral de virtù-fortuna no necesariamente implica la anulación de su componente

10 Este punto puede entenderse con mayor detalle si se considera la interpretación de Lefort (2010). Según éste, Maquiavelo “discierne un orden de las cosas, es decir, no un orden trascendente a la experiencia, sino una experiencia ordenada en sí misma, cuya materia aunque siempre cambiante, puesto que las situaciones no se repiten, se distribuyen siguiendo unas líneas de fuerza constantes” (p. 188). Las categorías con las cuales describe y analiza Maquiavelo connotan una lógica ínsita en los asuntos humanos, pero tal lógica no determina la dinámica de los mismos. De esta forma, “ [e]l príncipe aparece entonces como un actor cuya conducta es determinada por las exigencias de la situación y cuya potencia propia, en consecuencia, es indisociable de la inteligencia que adquiere de la relación de potencias: es, o no, capaz de reconocer este orden, y si lo consigue, lo hace a condición de dominar la confusión de los acontecimientos, de resistir a la tentación de utilizar unos medios que por ser eficaces inmediatamente, están destinados a volverse contra él […] es decir, a fin de cuentas, de librarse de la contingencia de los hechos presentes y de los móviles mismos que le hacen actuar” (p. 188). En concreto, podría decirse que al príncipe, en tanto agente, le corresponde, primero, descifrar la lógica de los asuntos humanos –la cual ya ha sido identificada en El Príncipe–, segundo, enfrentarse a la dinámica de los mismos y, tercero, en razón del éxito como horizonte de evaluación de la acción, coordinar mediante su agencia dinámica y lógica.

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descriptivo/explicativo. Desde esta perspectiva, virtù-fortuna también pueden asumirse como formas de causación (Benner, 2009, p. 167). La diferencia en estos casos reside en que se introducen principios ético-morales como criterios regulativos para la evaluación de las acciones. La transición entre descripción/explicación y prescripción se significa, por ejemplo, de acuerdo con la autonomía o a la responsabilidad, es decir, los “hechos” no prescriben por sí mismos, sino que en éstos, según la expresión de la causación, se evalúan los grados de responsabilidad y autonomía de los agentes.11 De esta forma, Maquiavelo no es simplemente quien desentraña una lógica ínsita en los asuntos humanos, particularmente, en la política, sino, más bien, un autor que formuló una ética sobre los mismos. En este sentido, en la reflexión del florentino la cuestión es cuál de las formas causación es más deseable, por supuesto, teniendo presente, en términos ético-morales, las características de los agentes y de sus acciones. Por ejemplo, al respecto Benner afirma:

Machiavelli associates virtù with self-reliance, independence, and self-resposability, and fortuna with causal resources that are not agents own […] Agents who rely on fortuna are dependent on external forces that may happen to support their enterprises at one moment but frustrate them at the next often leading to their “ultimate ruin”. (2009, p. 167).

Así, pues, no es la eficacia el rasgo prescriptivo esencial de los cursos de acción, sino, por ejemplo, la responsabilidad, la autonomía o la prudencia reflexiva del juicio, los valores que podrán dar respuesta a exigencias evaluativas de corrección ético-moral. Por tanto, desde esta óptica, en los casos en los que pueden asumir carácter prescriptivo, los principios generales manifiestan formas de causación y, simultáneamente, por sobre todo, enunciaciones que interpelan al lector sobre el deber como normas ético-morales.

11 Al respecto, sobre el concepto de virtù y su relación con los conceptos de responsabilidad, autonomía y libertad de la voluntad, ver Benner (2009), especialmente, pp. 150-168 y cap. 5.

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Esta última lectura de la pareja conceptual virtù-fortuna se asienta en una tesis según la cual éste tiene bastante en común con la tradición de antropología filosófica de autores clásicos como, por ejemplo, Tucídides, Jenofonte, Platón y Plutarco. Las diferencias en la interpretación de los términos de las prescripciones en El Príncipe están íntimamente relacionadas con cómo se sitúa la obra de Maquiavelo en relación con las tradiciones griega y latina en Retórica, Ética, Antropología Filosófica y Filosofía Moral. En este sentido, un último desafío de interpretación se refiere a los términos de la relación de la obra de Maquiavelo con tales tradiciones.

Por ejemplo, Skinner sostiene que “Maquiavelo es sobre todo un exponente neoclásico del pensamiento político humanista” (2008, p.8). Esta aserción es fundamentada a través de la interpretación de la obra del florentino a la luz del contexto intelectual de las filosofías clásica y renacentista, y del contexto político de la ciudad-estado italiana de Florencia, en el siglo XVI (p. 11). En concreto, Skinner expone que Maquiavelo en su formación se vio expuesto a la influencia de los studia humanitatis que derivaban de fuentes romanas, específicamente, de Cicerón (p. 13). En este sentido, considera que la pareja conceptual virtù-fortuna está relacionada con un proceso histórico de transformación del significado de la relación entre la diosa Fortuna y virtus, mediado por el cristianismo, y con la asunción crítica del florentino de este legado (cfr. pp. 22- 33, 40-48, 62-70).

De otro lado, se ha argumentado que es posible encontrar un vínculo entre el estilo de escritura y la finalidad de los textos políticos e históricos de Maquiavelo, y tradiciones de escritura clásicas tanto griegas como romanas (por ejemplo, Platón, Plutarco, Jenofonte, Polibio, etc.). Este es el caso de Benner (2009), quien rastrea en la obra de Maquiavelo modos de escritura como la ironía y la disimulación (cfr. cap. 2), y al mismo tiempo, un tipo de reflexión sobre la política filosóficamente informada, que no concibe a la Filosofía como actividad elitista y meramente contemplativa, sino, en su forma de discurso, como

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un elemento indispensable del que todo ciudadano debe participar para una vida civil bien ordenada. La posibilidad de identificar tales estilos da lugar a una reinterpretación de los motivos subyacentes a la obra del florentino. En este sentido, se argumenta que el objetivo de los textos de Maquiavelo es desafiar, ejercitar y mejorar la capacidad de juicio moral y político de los lectores, para que éstos aprendan a diferenciar las consecuencias y las apariencias de los discursos que fundamentan orientaciones políticas (cfr. pp. 64, 138, 170, 484). Así, la reflexión sobre la política informada filosóficamente tiene una función clínica en la vida civil. Tales motivos y figuras retóricas pueden encontrarse en autores críticos del Imperio Romano, en otros autores perseguidos por sus disensos políticos y/o religiosos, como también en Atenas, especialmente después de la Guerra del Peloponeso. Por ejemplo, la muerte de Sócrates alertó a Jenofonte y a Platón sobre los riesgos del discurso libre (p. 66). Por ello, se aduce que Maquiavelo, en su obra, examina diferentes “perspectivas” y “opiniones” de las tradiciones griega y latina y, por vía de figuras retóricas, pondera, exponiendo implícitamente ciertos principios filosóficos, la validez de cada una de ellas. El florentino “wrote not as a disciple of any particular ancients, Roman and Greek, but as an independent thinker who made his own judgments about which ancient genres, literary techniques, and arguments to renovate” (p. 49).

El tipo de vínculo de Maquiavelo con la tradición griega y latina no sólo se ha desentrañado en términos de los conceptos, los motivos tras la escritura y el estilo de la misma, sino que, además, también se ha considerado en términos de la valoración de formas de organización política. Así, por ejemplo, Strauss (1993) afirma sobre el florentino que “su obra política más extensa trata, aparentemente, de provocar un resurgimiento de la antigua república romana; lejos de ser un innovador radical, Maquiavelo es un restaurador de algo antiguo y olvidado” (p. 287). Pero, de otro lado, también es posible encontrar interpretaciones como la de Cassirer (1996), que considerando que Maquiavelo funda

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una “nueva ciencia de la política”, sostiene que “esas viejas formas de gobierno, consagradas por el tiempo, pudieran apenas despertar la curiosidad de Maquiavelo; como si no merecieran su interés científico” (p. 159); por ello, es claro que su interés en El Príncipe es analizar el Estado secular moderno: “Maquiavelo fue el primer pensador que se percató completamente de lo que significaba en verdad esta nueva estructura política […] Anticipó, en su pensamiento, el curso entero de la futura vida de Europa” (p.160).

En síntesis, en términos de comprensión de la forma de conceptualización de Maquiavelo en El Príncipe, es posible argumentar que las imágenes que generan las diferentes interpretaciones de éste son dependientes de la forma como se asuma la generación de principios generales por parte de Maquiavelo; de qué valencias se le otorgue en términos descriptivos/explicativos y prescriptivos a la pareja conceptual virtù-fortuna; de qué ponderación se le otorgue a los componentes de ésta como formas de causación; y de cómo se considere la relación de la obra del florentino con las tradiciones griega y latina en distintas dimensiones. En este sentido, la selección de alternativas concretas de teorización, en los diferentes aspectos expuestos, dan cuenta de por qué es posible encontrar imágenes tan disímiles como lo son, de un lado, El Príncipe como un texto de carácter técnico o como reflexión que entraña una concepción ética o, de otro lado, como texto que inaugura una nueva forma de considerar las organizaciones políticas o como un intento indirecto de exaltar la república romana.

La presentación de elementos estructurales de composición y conceptualización de El Príncipe tuvo como finalidad presentar desafíos y formas de resolución de los mismos en la elaboración de interpretaciones de la obra del florentino. Así, en la siguiente sección, teniendo presente lo planteado sobre cuestiones de composición y conceptualización, se hará una breve presentación de las tesis generales de los ensayos que componen este volumen. En concreto, considerando el objeto específico de la obra de Maquiavelo en la que se centra cada

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interpretación, se procurará poner de manifiesto cómo los intérpretes se ocupan completamente en los elementos estructurales en cuestión o asumen alternativas concretas de su consideración para, luego, concentrarse en elementos temáticos específicos de El Príncipe.

III

Los primeros tres capítulos del presente volumen se centran, desde diferentes perspectivas y con distintos acentos, en la escritura de El Príncipe. Así, el capítulo de apertura, “La mentalidad del funcionario tras la escritura de El Príncipe”, de Delfín Ignacio Grueso, tiene por objeto argumentar que en la escritura del libro es posible rastrear la mentalidad propia de la figura política del funcionario. En concreto, según Grueso, el “opúsculo” de Maquiavelo es susceptible de ser interpretado como un manual en el que, expresada la mentalidad del funcionario, se elabora un intento de teorización de un saber-hacer en política. En otras palabras, el autor pretende dar cuenta de qué hace Maquiavelo en El Príncipe por vía de una caracterización de la obra que tiene como miras elementos biográficos de Maquiavelo y el contraste de la forma como está escrito el texto en comparación con los estilos de las tradiciones filosófica y de las ciencias sociales. Así, para desarrollar su tesis, Grueso, inicialmente, sostiene que El Príncipe es una obra que se encuentra en un interregno entre lo que podría considerarse la tradición filosófica y las ciencias sociales. La deducción de tal posición de la obra del florentino se fundamenta en un balance sobre cómo, desde una y otra perspectiva, pueden interpretarse cuestiones como la relación entre la política y elementos ético-morales; la “sistematicidad” de la reflexión de Maquiavelo y el uso de figuras analógicas a las que se utilizan en las Ciencias Naturales. Por supuesto, se consideran otros elementos referidos a conceptos concretos utilizados por Maquiavelo, la formación intelectual de este, el estilo de su escritura (fundamentos,

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fuentes y formas de argumentación), y la forma cómo lo categorizan las tradiciones de la Filosofía y las Ciencias Sociales.

En términos precisos, en la elaboración de su balance, Grueso toma como insumo, en primer lugar, la célebre proposición según la cual Maquiavelo es cercano a las Ciencias Sociales modernas en cuanto suspende en su reflexión cualquier juicio moral. Sus categorías no entrañan esta dimensión. No obstante, según el autor, Maquiavelo no podría considerarse como enteramente cercano a las Ciencias Sociales en cuanto, por un lado, no elabora una teoría general de la política con carácter sistematizador; y por otro, dado el lugar que le da a la fortuna, en cuanto contingencia, en la dinámica política, no encuentra posibilidades de establecer legalidades –en términos científicos– ínsitas a ésta. En segundo lugar, Grueso elabora un balance temático y formal de El Príncipe en comparación con la obra de un exponente de la Filosofía Política moderna, Hobbes, y la de un exponente de la Filosofía Política de la antigüedad clásica, Aristóteles. Su conclusión es que la obra de Maquiavelo no es susceptible de ser identificada plenamente con estos dos polos, pues, por ejemplo, Maquiavelo parece coincidir temáticamente en algunos aspectos con la tradición filosófica y tiene intuiciones de una ontología social, pero, al mismo tiempo, parece desentenderse de consideraciones normativas, y no expresa la sutileza argumentativa propia de la tradición filosófica. De esta forma, Grueso se vale de elementos biográficos de Maquiavelo, caracterizándolo como un funcionario, que en virtud de sus tareas tiene acceso a historiadores y filósofos clásicos, pero que también cuenta con experiencia en el ejercicio de la política. Por tanto, El Príncipe es un manual en el que hay una pretensión de teorización de un saber-hacer en política.

Dentro de los elementos biográficos cruciales para la comprensión de la obra de Maquiavelo, se encuentra su acceso a los fundamentos de la educación humanística (crf. Skinner, 2008; Cox, 2010; Viroli, 2000). Así, el florentino tenía conocimientos de Latín, Historia Antigua, Filosofía Moral Clásica y Retórica (Skinner, 2010, p. 13; Viroli,

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2000, p. 7). Estos le fueron funcionales en la Segunda Cancillería de Florencia. En concreto, le fue de gran utilidad la retórica como habilidad política (Cox, p. 174), pues, en el Renacimiento, la retórica no era considerada simplemente como una función estética del lenguaje, sino, por sobre todo, como una práctica de persuasión comprehensiva de uso público-político en la que la misión del orador era moldear a su audiencia (p. 173). En este sentido, en el capítulo de este volumen titulado “El Príncipe: Su escritura y sus figuras”, Armando Villegas Contreras sostiene que en El Príncipe es posible rastrear expresiones de la Retórica Clásica. En otras palabras, en los términos analíticos, presentados en las secciones anteriores de esta introducción, Villegas Contreras se concentra en las figuras del lenguaje como elemento de composición que tienen consecuencias sobre la comprensión de la política que elabora Maquiavelo. En este sentido, el autor argumenta que las figuras retóricas son el medio a través del cual el florentino piensa la política. En concreto, en un ejercicio de deconstrucción, que sigue la línea de Derrida y De Man, Villegas Contreras se centra en las metáforas usadas por Maquiavelo como vías para la caracterización de distintas expresiones de la política. Así, por ejemplo, concentrando su atención en las metáforas del león, la zorra y el lobo, el autor infiere que en éstas hay una caracterización de aspectos de la naturaleza humana y de la política como relaciones de poder y fuerza.

En consonancia con la perspectiva de Villegas, en el tercer capítulo de este libro, “Las ironías de Maquiavelo: Estándares generales y el consejo irónico en El Príncipe”, Erica Benner argumenta que la interpretación realista del “opúsculo” de Maquiavelo es insostenible en un análisis textual, pues se pueden encontrar proposiciones que parecen sostener tal interpretación pero también proposiciones que la contradicen. En este sentido, la autora sostiene que si se considera el recurso de la ironía se superan las aparentes contradicciones textuales, de manera que emerge una interpretación de El Príncipe alternativa a la realista. En términos concretos, Benner considera que hay dos preguntas fundamentales a

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resolver para la interpretación de El Príncipe, a saber: ¿Cuáles son los fines de la acción prudente? ¿Cuáles son los medios adecuados para la consecución de los fines principescos? Las interpretaciones realistas consideran que Maquiavelo aduce que la autoconservación prima sobre los estándares morales y, en consecuencia, la virtù principesca puede concebirse como adaptabilidad pragmática, de manera que las aparentes contradicciones textuales sobre fines y medios principescos no son más que la expresión de la validez circunstancial de los estándares de acción. La oposición de Benner a esta tesis se fundamenta en la demostración del uso de la ironía por parte de Maquiavelo en El Príncipe, esto es, la exposición de evidencia textual en la que es manifiesto cómo el florentino parece decir algo e indica un mensaje diferente. Esto se percibe en las contradicciones de proposiciones particulares altisonantes y estándares generales a lo largo del texto, descripciones discordantes con enunciaciones generales, uso codificado y sistemático de adjetivos, cambio de pronombres, etc. La consideración sobre el uso de la ironía tiene consecuencias en la interpretación del sentido general del opúsculo de Maquiavelo y de sus conceptos centrales. Así, según Benner, El Príncipe tiene un propósito educativo básico: entrenar a los lectores para distinguir la prudencia genuina de la aparente, imitando los argumentos usados a conveniencias para enseñar a prevenirse frente a la persuasión. En cuanto a la concepción de la virtù, la consideración de la ironía lleva a conceptualizarla como un modo superior frente a la fortuna. Los modos virtuosos se caracterizan porque buscan establecer órdenes y fundamentos autoimpuestos con disciplina, prudencia y respeto de los límites. En resumen, Benner, a partir de la consideración de la figura retórica de la ironía en cuanto elemento de composición de la escritura de El Príncipe, pretende dar una explicación y un vínculo de validez discursiva a principios generales, narración de casos y expresiones altisonantes. Esto tiene como consecuencia fundamental la manifestación de la dimensión ética de la pareja conceptual virtù-fortuna en la obra del florentino.

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En efecto, como se anotó en la segunda sección de esta introducción, los conceptos de virtù y fortuna son de vital importancia para la comprensión de la obra de Maquiavelo. Los capítulos cuarto y quinto de este volumen se concentran en la reflexión sobre la pareja conceptual en cuestión. De esta forma, en el cuarto capítulo, en su ensayo “Lo que no puede la virtù del príncipe (Un ensayo sobre El Príncipe de Maquiavelo)”, Antonio Hermosa Andújar elabora una evaluación de los alcances de la virtù principesca como capacidad de agencia humana. En concreto, Hermosa Andújar sostiene que, desde la perspectiva de Maquiavelo, existen dos factores que determinan el comportamiento humano, a saber: la fortuna y la voluntad. En este sentido, el autor, inicialmente, presenta los alcances de la virtù principesca entendida como la capacidad de modificar estados de cosas en el mundo que crea un artificio humano dentro del mundo humano natural. Así, siguiendo la distinción entre formas de acceso al poder por virtù o fortuna, Hermosa Andújar caracteriza los desafíos que debe enfrentar un príncipe para ser considerado virtuoso. De esta forma, por ejemplo, aquellos que llegan a ser príncipes por virtù deben llevar a creer a sus súbditos en el nuevo principado; mientras aquellos que llegan a serlo por fortuna deben adquirir en poco tiempo conocimientos y capacidades efectivas en la política. Por otro lado, la virtù encuentra como limitaciones la fortuna, la libertad y la nación. En términos precisos, la fortuna limita a la virtù en un sentido particular. Hermosa Andújar, elabora una distinción analítica entre fortuna que tiene fundamento en los asuntos humanos y fortuna que tiene como fuente la naturaleza. La primera, puede ser doblegada por la virtù, la segunda, jamás puede ser enteramente controlable. Por su parte, la libertad, en concreto, la memoria de la libertad de aquellos pueblos acostumbrados a vivir libres es una limitación a la virtù, pues se mantiene en el tiempo como fuente de resistencia frente a la obediencia reclamada por el príncipe. Por último, la nación hace que la virtù principesca no sea completamente necesaria para la introducción de una

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nueva forma de organización política, pues el pueblo ya se encuentra, bajo esta coonfiguración potencialmente orientado hacia tal tarea.

En gran medida la caracterización de la pareja conceptual virtù-fortuna depende las tradiciones intelectuales con que se le asocie. Luis Javier Orjuela, en su ensayo “Virtud y fortuna en Maquiavelo como razón instrumental y contingencia”, argumenta que la pareja conceptual en cuestión es el eje central de la obra del florentino y que, en tanto conceptualización de la política, es típicamente moderna. Particularmente, en su argumentación el autor sitúa como opositor epistemológico a Strauss, quien sostiene que Maquiavelo es un restaurador de lo antiguo y que su doctrina es inmoral. Para desarrollar su tesis Orjuela toma como orientaciones analíticas la caracterización elaborada por Habermas en términos procesuales de las sociedades tradicionales y de las sociedades modernas, junto con la concepción tripartita del mismo autor de las orientaciones de acción según los distintos usos de la razón práctica, esto es, usos ético, pragmático y moral. Orjuela diferencia la concepción maquiaveliana de la virtud, por un lado, de la concepción de la Grecia clásica, concretamente de Aristóteles, de la virtud como areté, y por otro, de las virtudes teologales medievales. Así, el autor pone de manifiesto cómo la concepción de la virtud de Maquiavelo es una forma de orientar la acción, específicamente, en términos de racionalidad instrumental, que pretende responder al aumento de la contingencia característico de las sociedades modernas. No obstante, según Orjuela, el hecho de que Maquiavelo concentre el saber práctico de la política en un tipo de orientación de acción de índole técnica, no implica que el florentino aísle la cuestión de la dominación política de su contexto ético. Por el contrario, Maquiavelo, desde la perspectiva del autor, es consciente del individualismo anejo a la modernidad y, por ello, identifica en los Discursos el problema de la multiplicidad de eticidades generadora de contingencia. En este sentido, son comprensibles las consideraciones de Maquiavelo sobre distintas formas institucionales. En concreto, según

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Orjuela, Maquiavelo en los Discursos pone de presente la importancia de la ley para la coordinación de múltiples eticidades y la fundamentación de la moralidad entre los ciudadanos; mientras que en El Príncipe, ante la situación de la península itálica frente al resto de Europa, elabora algunas intuiciones, en términos técnicos, de expresiones organizativas propias del Estado moderno.

Las caracterizaciones de Maquiavelo, como autor moderno, se fundamentan en algún grado de semejanza o de vínculo de éste con las ciencias sociales. Tal vez la interpretación de Cassirer (1996) ha sido la más enfática en este sentido. Por ello, Alberto Valencia en su ensayo “Maquiavelo y las ciencias sociales contemporáneas”, el sexto capítulo de esta compilación, toma como punto de referencia las reflexiones de Cassirer, primero, para elaborar un balance de las tesis de éste y, por sobre todo, segundo, para esclarecer las posibilidades de establecer un vínculo entre Maquiavelo y las ciencias sociales contemporáneas. El argumento central de Valencia es que El Príncipe ofrece los elementos básicos de un proyecto filosófico a partir del cual son posibles las ciencias sociales. El autor fundamenta su argumento partiendo de seis características analíticas de las ciencias sociales contemporáneas, las cuales pone en contraste con características de la reflexión de Maquiavelo en El Príncipe. Por supuesto, tal ejercicio se realiza bajo algunas precauciones: a.) las orientaciones conceptuales, epistemológicas y metodológicas no son explícitas en la obra del florentino, en ésta se elabora la fundamentación de máximas de destreza política; b.) las reflexiones de Maquiavelo se construyen bajo códigos y metáforas renacentistas; y c.) en El Príncipe conviven rasgos semejantes a los elementos característicos de las Ciencias Sociales modernas con argumentos que no les son afines e, incluso, les son contrarios. Teniendo presentes las precauciones citadas, Valencia argumenta que en El Príncipe Maquiavelo pone la política en el plano humano, es decir, establece causalidades inmanentes a lo social para reflexionar sobre la política. Esto se concreta en la medida en que, según el autor, en El Príncipe hay una aproximación a la política desde

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las relaciones sociales mismas. Desde la perspectiva de Valencia, lo anterior puede ilustrarse en la pareja conceptual virtù-fortuna, en la que la virtù toma la forma de capacidad creadora de la acción humana y la fortuna la de elementos extrínsecos a la acción pero, igualmente, sociales, como lo son las estructuras sociales y los elementos imprevistos de la acción. La inmanencia y el fundamento en las relaciones sociales de las explicaciones de Maquiavelo se ponen, claramente, de manifiesto en su consideración de hechos históricos. Tales rasgos, se deducen como una expresión de un realismo atribuible a la obra del florentino. Realismo que, en últimas, denota la orientación pragmática de la reflexión y su distanciamiento frente a contenidos éticos y morales. No obstante, la fundamentación empírica, inmanente, de la reflexión, según Valencia, se torna ambigua. Esto se debe a que, por un lado, en la consideración maquiaveliana de la naturaleza humana, pues no es enteramente claro si la “malignidad” característica atribuida por el florentino a los seres humanos es el producto de condiciones innatas o si responden a estructuras sociales; mientras que, por otro, la concepción de Maquiavelo de la historia se asienta en rasgos históricos universales, lo cual dejaría de lado las circunstancias espacio-temporales concretas para la explicación de fenómenos sociales.

El vínculo entre Maquiavelo y las Ciencias Sociales se ha funda-mentado, usualmente, en la orientación realista endilgada a la obra del florentino, pues se considera que tal orientación manifiesta una forma de ruptura frente al carácter “especulativo” de la filosofía política me-dieval y de la antigüedad clásica. En términos concretos, se caracteriza la obra de Maquiavelo como de apertura a la modernidad en cuanto se posiciona como una reflexión que quiere hacer visible lo omitido por otras visiones del mundo, ya que pretende caracterizarse como una ex-presión de la realidad misma, en la que parece no haber mediación ni sesgo del autor, sino una mera expresión de los hechos. En el penúltimo capítulo de este volumen, “«La naturaleza no le concede a los asuntos humanos ninguna quietud». La fundamentación ontológica del realis-

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mo político en Maquiavelo”, Carlos Andrés Ramírez reconstruye las presuposiciones del realismo político de Maquiavelo. Según Ramírez, si bien es cierto que el florentino no elabora una teoría axiomática-de-ductiva que siga reglas de derivación, es posible encontrar fundamentos ontológicos a su pretendida apelación a los hechos y no a la imagina-ción o al deber en consideraciones antropológicas o históricas. Las pre-suposiciones ontológicas, presentes también en las teorías a las cuales se opone Maquiavelo, son la condición de posibilidad del tipo de afir-maciones que realiza sobre los objetos de su reflexión. Para desarrollar su tesis, Ramírez posiciona al platonismo como el modelo ontológico criticado. La teoría de la acción de Maquiavelo contiene así una ontolo-gía implícita que subyace a cualquier fundamentación antropológica o histórica del realismo y cuyo núcleo, para decirlo con Nietzsche, es una suerte de “inversión del platonismo”. Esto se debe a que, por ejemplo, el realismo político se centra en las particularidades situacionales, en la política como un juego de fuerzas, no establece una relación de coin-cidencia necesaria entre materia y forma en sus consideraciones sobre el orden político, y rescata la noción de temporalidad olvidada por el platonismo.

El capítulo de cierre de esta compilación indaga por los elementos constitutivos de la “teoría” de la acción de Maquiavelo. En estricto sentido, Ever Eduardo Velazco, sostiene que en El Príncipe, no hay una teoría de la acción, sino una comprensión o un discurso sobre la misma. Esto se debe a que, según Velazco, Maquiavelo en su “opúsculo” no es riguroso ni sistemático en el tratamiento conceptual. Así, el discurso o comprensión maquiaveliana de la acción se sostiene en cuanto se considere, asumiendo la perspectiva de Ricœur, la posibilidad epistemológica del discurso. De esta forma, se sientan las posibilidades para encontrar cohesión y coherencia entre los elementos estructurales de la acción en El Príncipe, la relación fines y medios, y la relevancia de categorías como imaginación, responsabilidad, juicio e incertidumbre en la concepción de la acción del florentino.

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ILa mentalidad del funcionario tras la escritura de El Príncipe

Delfín Ignacio GruesoDepartamento de Filosofía

Universidad del [email protected]

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No cabe duda: la mirada sobre la dominación politíca que presenta Nicolás Maquiavelo en El Príncipe fue, en su

momento, de ruptura. Ahora bien, las lecturas que la obra ha soportado a lo largo de estos cinco siglos discrepan sobre si tras esa mirada había una concepción coherente y acabada sobre la política. No ha sido fácil, en todo caso, reconstruirla y hay quienes creen que ella, sencillamente, no existe. Estos últimos observan que en Maquiavelo hay intuiciones que, aunque lúcidas, no se acomodarían fácilmente en el seno de una misma teoría sobre la política. Pero aún éstos tienen que reconocer que en esa obra nuestro autor consigna afirmaciones que son tan inquietantes que han ameritado todo tipo de interpretaciones. De otra manera no se explica que sobre este libro, más bien pequeño, se hayan escrito muchos volúmenes no ciertamente pequeños. Lo que esto prueba es que estamos en presencia de un texto que nos sigue inquietando, que no se deja ignorar, y que de hecho nos sigue interrogando. En fin, de un clásico del pensamiento político occidental.

Un clásico del pensamiento político, sí, pero ¿de qué naturaleza? ¿Qué es lo que, en esencia, hace ahí Maquiavelo? ¿Es esta ya una aproximación a la política que se separa del tradicional modo como la filosofía se aproximaba a ella, inaugurando ya el modo propio de las Ciencias Sociales, o es un nuevo modo filosófico? Y, ante todo, ¿cuál es el entendimiento que Maquiavelo tiene de la política? ¿Es ella un fenómeno que ocurre con arreglo a leyes, de modo tal que el conocimiento de éstas le permite a quien incursiona en la política moderar sus acciones y asegurarse el éxito o, por el contrario, en la

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política prima el azar y lo contingente de forma tal que sólo podemos alcanzar un arte en el atinar que, de todas maneras, nunca nos garantizará el éxito?

Por supuesto, no voy a dar respuesta en este corto escrito a esas preguntas. Sólo voy a resaltar la mentalidad del funcionario que está detrás de las escritura de El Príncipe (luego explicaré más en detalle por qué opto por ese camino) y para ello quisiera comenzar destacando las dificultades que ya nos plantea la primera de las preguntas que acabo de formular, aquella que se refiere a la naturaleza del texto.

Entender la naturaleza de El Príncipe, el tipo de empresa intelectual que en éste se propone Maquiavelo, es un primer desafío y, para orientarnos, no podemos evitar cierto anacronismo, cierta apelación a los desarrollos de un tiempo posterior al de su escritura. A eso nos empuja nuestro afán taxonómico que casi no puede entender sin antes clasificar. Así las cosas, y aunque no sea un texto que se caracterice por exhibir una argumentación rigurosa, acumulativa y orientada a conclusiones generales, dispuesta toda ella al escrutinio minucioso por parte de un público universal, es válido que intentemos compararlo con textos que sí cumplen esas características; por ejemplo, obras de las futuras ciencias sociales como La riqueza de las naciones, de Smith, o Economía y Sociedad, de Weber. O con obras del canon filosófico-político como La República, de Platón, o El Contrato Social, de Rousseau. Lo acerca a obras del primer tipo el hecho de que allí Maquiavelo parece poner en suspenso el juicio moral, a fin de dar cuenta, como él mismo dice, de ‘la verdad efectiva de las cosas’. Lo acerca a obras del segundo tipo el hecho de que, por siglos, fueron los filósofos los que mantuvieron vigente a Maquiavelo. Aún así, no son pocos los científicos sociales y los filósofos que no le conceden a esta obra un lugar dentro de su propio canon disciplinar.

Existe la posibilidad de una tercería, a saber: tomar El Príncipe como una especie de manual, de esos que acompañan ciertos artefactos y que instruyen al operario sobre su manejo adecuado. A favor de esta

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opción está el hecho de que en la obra domine el tono de instructor propio de quien, sabiendo, enseña a otro cómo conquistar el poder o, ya ejerciéndolo, cómo conservarlo. El instructor, suponiendo que su pupilo quiere conquistar y conservar el poder, le presenta máximas de eficacia política. Lo que parecen imperativos categóricos, lo son sólo hipotéticos (‘puesto que quieres esto, debes hacer esto otro’), pues ya se sabe cuáles son los fines deseados. Es evidente que prestar atención primaria a esta función pedagógica y al carácter operativo del saber maquiaveliano: es el camino que menos riesgos ofrece a quien quiera establecer la naturaleza de El Príncipe; aunque el libro excede en mucho el estrecho marco de un manual netamente operativo.

Para mis propósitos en este artículo, la idea del manual me permite además conectar El Príncipe con la mentalidad de funcionario propia de Maquiavelo. Resaltando el carácter díscolo de la obra, su resistencia a ser clasificada siguiendo los estándares propios de los discursos académicos, quiero enfatizar que fue un funcionario, y no un académico, el que la escribió.

Parece evidente que Maquiavelo cultivó un tipo de escritura al lado de sus funciones burocráticas, o mejor, como parte de las mismas, una escritura rica en observaciones sobre el curso de las cosas políticas, y que esa escritura desemboca en El Príncipe. Yo quisiera enfatizar que esa escritura sólo es justificable en términos de su utilidad inmediata para la acción política. Se podría argüir, en contra de esto, que la obra propiamente valiosa de Maquiavelo se escribió cuando él había sido expulsado del cargo Secretario de la Segunda Cancillería de Florencia y se hallaba confinado en su casa de campo. Por eso intento mostrar que, aun cesante, nuestro autor no podía verse a sí mismo, sino como un funcionario y que no dejaba de soñar con volver a ese cargo o a otro de similar perfil, en cual su conocimiento pudiera ser correctamente aprovechado. La mayor parte de la escritura que practica durante ese tiempo es una reelaboración de los informes de su época de secretario, enriquecida con lecturas más reposadas de los clásicos y, al mismo

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tiempo, pensada como una especie de carta de presentación para volver al lugar donde cree que debe estar.

No ignoro que sostener esto equivale un poco a erosionar la imagen de Maquiavelo como un precursor del abordaje de la política propio de las Ciencias Sociales o como un filósofo. Por eso avanzaré un par de argumentos contra la pretendida vocación cientificista de Maquiavelo, sin intentar negar que él haya contribuido a las rupturas y aperturas epistémicas necesarias para el tratamiento que las futuras ciencias sociales harían de la política. Igual haré con relación a la figura de Maquiavelo como filósofo, de nuevo, sin pretender negar la significación filosófica de su obra.

El Príncipe: ¿una aproximación científico-política?

Lo que a menudo se invoca para ver en Maquiavelo, si no un científico político en el sentido que ello fue posible en el futuro, sí por lo menos un precursor de la ciencia política, es esa actitud suya que parece orientarse de dos modos, a la hora de hablar de la política: poniendo en suspenso el juicio moral y enfocándose en el establecimiento de constantes, de relaciones causa-efecto, relativas a la acción política. Pero la idea de este Maquiavelo precursor de la ciencia política, nos sugiere Diogo Pires Aurélio (2012), es más bien tardía; emergió en el siglo XIX y lo hizo de dos modos: uno, hegeliano, y otro, más propiamente cientificista.

La lectura hegeliana de Maquiavelo habría sido sugerida por Francesco de Sanctis,1 quien ve en él un precursor de la ‘Ciencia del Estado’ en sentido hegeliano; esto es, como auto-realización de su esencia como un ser que tiene en sí mismo su propio fin, que no requiere ser analizado siguiendo patrones externos.

1 Dice literalmente Pires Aurélio: “Como dizia, em 1868, Frascesco de Sanctis, em Maquavel ‘o estado adquire consciência de si, conhence que se encontram em si mesmo o seu fim e os meios, torna-se ciência’ [...] Semelhante ciência, no entanto, é para o idealismo um saber que se faz através da história, sem paralelo com os padrões epistemológicos e com o modo preferencialmente matemático de as ciências da naturaleza enunciarem a verdade dos seres” ( 2012, p. 66).

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La lectura que ve en Maquiavelo un precursor de la ciencia política, más en el sentido que ella vino a tener después en el seno de las Ciencias Sociales, la habrían introducido, según Pires Aurélio, Alexander Koyré y Ernest Cassirer. El primero, habría hablado de El Príncipe como una suerte de Discurso del método de la política; un modo de ligar la experiencia con la razón de un modo distinto al de Bacon. El segundo, habría sostenido que Maquiavelo anticipa la dinámica de Galileo,2 abriendo el camino para la ciencia política; algo que, según Cassirer, no se habría notado antes por el afán de ver en Maquiavelo a un patriota exaltado (cfr. Pires, 2012, pp. 67-68).

Para sostener una lectura como aquella sugerida por Cassirer, me parece, hay que establecer en Maquiavelo conexiones generales entre fenómenos, unos operando como causas y otros como efectos de esas causas. Si Maquiavelo no percibiera esas conexiones –se puede sostener– él no podría acuñar máximas que pretenden llevar a la acción política eficaz. Puesto que esas conexiones existen para Maquiavelo –se podría continuar–, es que él puede decir: ‘si quieres evitar A, haz B’, ‘si lo que buscas es C, no hagas D’, ‘a todo aquel que hace X le pasa Z’. Se pueden prever las consecuencias porque se conoce el modo en que se llega a ellas a través de las causas. ¿Pero es cierto esto de Maquiavelo?

Dos dificultades afrontamos para responder afirmativamente esta pregunta. De una parte, Maquiavelo mismo no nos ha desarrollado su entendimiento de la política de ese modo, quizás porque el talante sistematizador que supone una teoría general de la política no estaba entre sus virtudes intelectuales. De otra parte, la política podría ser para él cualquier cosa, menos algo previsible, sujeto a las regularidades propias del mundo natural. Poco dispuesto el autor a axiomatizar su saber sobre la política al modo de las ciencias y poco dispuesta la

2 Pires cita a Cassirer en El mito del Estado diciendo: “Maquiavelo estudió los movimientos políticos con el mismo espíritu con que Galileo estudió, un siglo después, el movimiento de los cuerpos. Fue el fundador de la ciencia de la estática y dinámica políticas” (Pires, 2012, pp. 68-69)..

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política a dejarse atrapar en leyes que permitan establecer cursos de acción previsible, la idea de que en Maquiavelo estaban las bases de una ciencia política se nos escurre entre los dedos. Así lo ven algunos, entre ellos Marcel Brion (2005).3

Ahora bien, quienes suponen en Maquiavelo un entendimiento de la política como un universo atrapable en constantes y variables, un saber que, si se tiene, permite alcanzar cierta eficacia en la acción política, pueden declararse benevolentes con el autor diciendo que, si bien no estaba entre sus tareas llevar ese entendimiento al plano de una teoría general de la política, de todas maneras lo tenía. Lo que haría de Maquiavelo el precursor de la ciencia política pues, no sería el hecho de haber formalizado esa teoría de la política (en cuyo caso ya sería el fundador), sino el de haber avanzado las pistas para una teoría en tal sentido.

Tan benevolentes intérpretes, sin embargo, nos quedan debiendo una explicación con respecto al impacto que, sobre tal entendimiento, tendría el capítulo XXV de El Príncipe.4 En efecto, al hablar de los alcances de la virtù sobre la fortuna, Maquiavelo parece erosionar cualquier entendimiento de la política como un campo en el cual, si uno conoce sus regularidades y actúa conforme a ellas, va a tener éxito. Lo que más bien parece concluir es algo así como: ‘hagas lo que hagas, el éxito finalmente no depende de ti y en este campo ningún comportamiento guiado por un conocimiento nos pone a salvo del fracaso’. Esto complica, incluso, la idea de manual operativo que aquí he sugerido como más próxima a lo que El Príncipe es; porque un

3 Literalmente: “[Maquiavelo] no tenía nada del teórico consagrado a construir sistemas. Para él la política era algo vivo y, como tal, debía ser flexible, móvil y cambiante” (Brion, 2005, p. 334).

4 También Pires Aurélio hace notar que, quienes insisten en ver a Maquiavelo como un precursor de la cienciaa política, pasan por alto este capítulo. Literalmente: “Semelhante interpretação, por muio sugestiva que seja qualquer das suas versōes, não esgota, porém, a fecundidade do texto maquiaveliano, além de não tomar em devida conta algumas das suas teses mais insistentes, como aquela que se pode ler no capítulo XXV do Príncipe, sob a conhecida proposopeia do combate entre a fortuna e virtude” (Pires, 2012, p. 65).

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manual sólo puede prescribir sobre la base firme de un mundo causal perfectamente controlable.

No obstante, tampoco podemos volver la espalda al hecho de que Maquiavelo sí apela a figuras propias de las ciencias de la naturaleza, amén de otras que habían sido largamente acreditadas en la tradición filosófica y que, con todas ellas, parece alejarse del modo como la filosofía había abordado el fenómeno de la política. Me permito, entonces, detenerme un poco más en este asunto de la ruptura (ruptura con la tradición filosófica para aproximarse a un modo que pronto será el científico) en Maquiavelo, tomando ahora en consideración a dos filósofos, uno anterior a Maquiavelo y otro que vendrá un tiempo después de él. Me refiero a Aristóteles y Hobbes. El primero representa, en la época de Maquiavelo, lo más clásico del tratamiento filosófico de las cosas políticas; el segundo se apropia claramente de un método científico que está en boga en su tiempo, el mecanicismo, para fundar la razón de ser de la política de un modo abiertamente opuesto al de Aristóteles, sin hacerse por ello un científico de la política.

Maquiavelo y Aristóteles podrían tener algo en común: clasificar regímenes políticos. Pero Maquiavelo no se dedica tanto a clasificar formas de gobiernos y modelos institucionales; habla, en sentido amplio, de principados y repúblicas. En los Discursos sobre la primera década de Tito Livio se ocupa de las repúblicas y sólo marginalmente de los principados, mientras que en El Príncipe estos se vuelven el régimen materia de estudio. Ahora bien, no creo que, en sentido estricto, Maquiavelo esté hablando de regímenes políticos, en el sentido de modelos institucionales, de grupos sociales que dominan, de constituciones y de formas de transición política.5 Toda su clasificación de los principados en El Príncipe (en donde éstos son lo otro de las

5 Excepto, quizás, en el segundo capítulo de los Discursos, donde habla de las ‘clases de repúblicas’ e introduce la noción aristotélica de las tres clases de gobierno (monárquico, aristocrático y democrático) y las tres corrupciones de los mismos (tiranía, oligarquía y ‘el democrático licencioso’) (Cfr. Maquiavelo, 2011c, pp. 258-260).

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repúblicas), se organiza a partir de ‘hereditarios’ y ‘nuevos’, de donde comienza a desprender sub-clasificaciones que atienden más bien a la diferenciada dificultad para conquistarlos o para conservarlos. Si en eso no logran parecerse, Aristóteles y Maquiavelo se diferencian aún más en su antropología general: no hay en Maquiavelo una lectura de la naturaleza humana como esencialmente sociable. Sobra decir que tampoco hay, como en Aristóteles, una vocación dominantemente normativa en el tratamiento de la política.

La comparación de Maquiavelo con Hobbes nos podría parecer más natural. Ambos comparten eso que marca la diferencia de la modernidad política con respecto a la mirada aristotélica de la política: ambos comparten el entendimiento del conflicto, no como una patología o excepción de la vida en común, sino como la condición de origen que justifica, precisamente, la política. De la antropología general de ambos emerge un individuo altamente deficitario en materia de sociabilidad. Por eso su entendimiento de la política viene mediado por el conflicto y, más radicalmente, por la guerra. Sus conclusiones, sin embargo, son distintas, casi opuestas. Para Maquiavelo la guerra va inevitablemente ligada a la política, mientras que la política (o más exactamente el pacto fundante del campo político) es en Hobbes el modo racional de ponerle fin a la guerra. Donde Hobbes señala las potencialidades destructivas del conflicto, Maquiavelo aboga por una legislación sabia que sepa sacar provecho del ineludible conflicto que, bien entendido, mantiene activas las energías cívicas y creativas que dan grandeza a una sociedad dada.6

6 Dice Maquiavelo en el capítulo IV de los Discursos: “Sostengo que quienes censuran los conflictos entre la nobleza y el pueblo condenan lo que fue primera causa de la libertad de Roma, teniendo más en cuenta los tumultos y desórdenes ocurridos que los buenos ejemplos que produjeron, y sin considerar que en toda república hay dos humores, el de los nobles y el del pueblo. Todas las leyes que se hacen a favor de la libertad nacen del desacuerdo entre estos dos partidos […] Si los desórdenes originaron la creación de los tribunos, merecen elogios, porque, además de dar al pueblo la participación que le correspondía en el gobierno, instituyeron magistrados que velaran por la libertad romana” (2011c, pp. 267-269). Y en el capítulo VI: “si la nación romana hubiese vivido más tranquila, también hubiera sido por necesidad más débil, faltándole los recursos para alcanzar la grandeza a que llegó; de modo que al desear Roma destruir las causas de los alborotos, destruía también las de su engrandecimiento” (p. 275).

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En lo que toca al alcance del raciocinio y al uso de modelos cientí-ficos, los dos pensadores vuelven a diferir. En la narrativa hobbesiana, el conflicto es absolutizado a través de un experimento mental de esos que quiere rehuir Maquiavelo. Gracias a este experimento, Hobbes puede acceder al vacío de la no-política, donde los hombres resultan ser iguales e igualmente insociables y desde donde concurren, guiados por su razón, a crear el orden político. Por el contrario, los hombres de Maquiavelo ni son hipotéticos ni son iguales ni concurren racionalmente a fundar el poder político. Son hombres forjados bajo las cambiantes circunstancias dominadas por un poder que se construye, muta, se transfiere, se arrebata. En un mundo así, algunos se juegan la vida en las dinámicas políticas y otros, los más, se acogen adaptativamente a la sombra de quien les garantice mayor estabilidad.

Los dos pensadores vuelven a diferir con relación al entendimiento del poder. El poder que Maquiavelo tiene en mente, al menos en El Príncipe, es coacción, fuerza, ya intimidante, ya desatada, que un hombre de acción, posesionado en los puestos de mando político o en camino hacia ellos, necesita para crear condiciones de estabilidad. Porque la comprensión de la política que se intuye en Maquiavelo, es la de un juego de poder entre actores y el suyo, siendo poder político, no es necesariamente el poder del Estado. Con Hobbes cambian las cosas. Esa contraposición de poderes, de apetitos, de facciones, es más bien lo que se debe superar para dar paso al poder del Estado; el único capaz de ponerle fin a la violencia, aunque descanse él mismo en su capacidad para ejercerla. En Maquiavelo, a menudo reputado como aquel que introdujo el moderno concepto de Estado, no hay en verdad una concepción del Estado. La suya es más bien una preocupación con las formas de adquisición y retención del poder, en medio de un conflicto abierto o, para decirlo en terminología schmittiana, una preocupación más ligada a lo político que a la política, entendida ésta como la estabilización que cancela el conflicto dentro de la unidad

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política. Sólo en este sentido, creo, debemos entender la afirmación de Giovanni Sartori según la cual “Maquiavelo –no Aristóteles– descubre la política” (2006, p. 209): él pone el foco en la dimensión conflictiva, propia de la lucha por el poder; dimensión que en Aristóteles y también en su antípoda, Hobbes, sería más bien lo pre-político.

Pero justamente en la medida en que Maquiavelo se concentra en esa dimensión del conflicto donde tiene lugar la lucha por la conquista y retención del poder, tratando de entenderla con independencia de la moral y de la religión, agota su potencial científico. Su agudeza para observar los hechos se transforma en un afán por sacar máximas para triunfar en el conflicto. No cree mucho en la estabilización del éxito político y no se detiene mucho en la estabilidad institucional. Dinámica, inestable, su dimensión política está sometida a los cambiantes efectos de la acción. Esto explica, en parte, que Maquiavelo no teorice tanto la política como el conflicto político.

Dicho todo eso, queda todavía por explicar el recurso que Maquiavelo hace a cierta terminología de la ciencia natural, lo que para algunos es signo de una vocación cientificista. Por ejemplo, presenta la lucha entre el pueblo y la nobleza como una tensión entre humores, y habla de los efectos nocivos de una paz prolongada apelando a la dinámica de los líquidos en términos de flujo y estancamiento y su relación con la putrefacción, así como parece presentar el equilibrio de poderes y la conquista del poder como un proceso de transmisión de fuerzas en lo que algunos llaman un ‘campo de fuerza suma cero’. Nada de eso, sin embargo, está al servicio de una teorización: son recursos retóricos, metáforas de que se sirve para expresar sus ideas. En eso también Hobbes es diferente aunque, en cuanto filósofo de la política, finalmente, tampoco construye su normatividad siguiendo un formato cientificista. Hobbes, en efecto, se apropia del mecanicismo para pensar las condiciones que hacen posible la política, pero no la política misma. Porque, cuando toca hablar de ella, en el pensador inglés el recurso

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a los modelos científicos cesa (en un momento más temprano que en Maquiavelo) y el que comienza a hablar es el filósofo normativo.7

Pues bien, si no hay en Maquiavelo una aproximación a la política de modo que anuncie eso que luego será propio de la ciencia política, ¿su aproximación es netamente filosófica?

El Príncipe: ¿una aproximación filosófica a la política?

No es fácil sostener que, frente a la política, Maquiavelo se comporta como un filósofo tradicional. El texto, El Príncipe, para comenzar, evidencia un nivel de ruptura con relación al tratamiento normativo de la política, tan largamente acreditado en la tradición filosófica, que suele apelar al recurso de la ‘república perfecta’, de la ‘utopía’, de la situación política ideal, para tomar distancia de un presente que no es defendible en términos morales. Maquiavelo, de hecho, se siente honrado de tomar distancia de esos muchos que “han imaginado repúblicas y principados que nadie ha visto ni conocido jamás realmente”, porque lo que le importa no es el “cómo se debería vivir”, sino el “cómo se vive” (Maquiavelo, 2011a, p. 51). En general, no prima en él la reflexión moral, la preocupación por la justicia que debe presidir el ordenamiento político de la sociedad, la cuestión clásica del mejor régimen, la pregunta por el fundamento del poder político, por el carácter racional o divino de la ley, etc. Se echa de menos, además, el rigor argumentativo, la coherencia interna, la definición precisa de las categorías empleadas.

Pero además, es evidente que hay en Maquiavelo poco o casi ningún diálogo con la tradición filosófica. Es cierto que, como dice

7 Como bien dice Sartori: “Hobbes teoriza una política todavía más ‘pura’ que Maquiavelo [...] Si el príncipe de Maquiavelo gobernaba aceptando las reglas de la política, el Leviatán de Hobbes gobernaba creándolas, estableciendo qué es la política. [...] En realidad nadie ha teorizado una politización tan extrema como Hobbes. Él no planteaba únicamente la absoluta independencia y autarquía de la política, sino que afirmaba un ‘pan-politicismo’ que todo lo absorbe y lo genera a partir de la política. Si Maquiavelo invocaba la virtud, Hobbes no invocaba nada. Hobbes no observaba, deducía more geométrico [...] No observaba el ‘mundo real’” (2006, p. 211).

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Marie Gaille, Maquiavelo comparte con Platón y Aristóteles “la suerte de un escritor político que, en razón de las condiciones históricas desfavorables, no han visto realizar sus ideas y han debido contentarse con escribirlas” (2007, pp. 13-14). Pero no es menos cierto que toma distancia frente a la explicación que, por ejemplo, Aristóteles da sobre la ruina de las tiranías. Y que, en general, no se refiere a Aristóteles, lo que en su momento equivale casi a una actitud anti-filosófica. Se puede decir, sin temor a exagerar, que elude los modos en que los filósofos se han ocupado de la política.

Hay que enfatizar la casi ausencia de los filósofos entre los recursos bibliográficos a que apela Maquiavelo. No hay que pasar por alto el hecho de que, en su tiempo y en su entorno, los filósofos están en las universidades y se concentran en cuestiones relativas a la Metafísica, la Lógica y la Filosofía Natural y, por consiguiente, a las ciencias de la naturaleza. Como hace notar Gaille: “La filosofía, como ha sido enseñada en las universidades europeas a partir del siglo XIII, está organizada alrededor de un programa de trabajo específico: conciliar la enseñanza de la Biblia con las obras metafísicas y científicas de Aristóteles y los comentarios de Alfarabi, Avicena y Averroes” (Gaille, 2007, p. 15). Hasta donde Maquiavelo los percibe, ellos se ocupan poco de la política y la moral, a diferencia de los humanistas.

Maquiavelo, valga anotarlo de paso (luego volveré en detalle sobre ello), tampoco tuvo una educación formal que le permitiera lidiar con las sutilezas filosóficas. Maquiavelo, de niño, había sido buen estudiante y voraz lector, pero nunca se había encerrado con los libros. Había preferido la vida en las plazas y en las calles. Esto le daba un conocimiento directo de los hombres y de las situaciones con las que tiene que lidiar un burócrata; incluso un burócrata que, ya cesante, puede todavía lograr que lo subsidien para escribir la historia de Florencia.8

8 Dice Duvernoy que, para conocer la historia de su ciudad, había sido más útil su vida disipada que su disciplina académica. Textualmente: “[…] il est presque certain que les soubresauts de l’histoire florentine qu’il a pu apercevoir durant les années de su jeunesse ont eu plus d’importance sur sa formation que son cursus scolaire” (1986, p. 28).

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Lo que está a su mano, y lo que más se aprecia en el entorno en que se desenvuelve, es el conocimiento de los humanistas.

Los humanistas tienen una libertad más literaria para jugar con las fuentes, construir metáforas y usar ejemplos. Y Maquiavelo acusa esta influencia cuando apela a leyendas y pasajes literarios y cuando pone a Moisés en pie de igualdad, al menos como hombre de acción, con César Borgia y Aquiles con Ciro, así como al Papa Julio II con Agatocles. En Filosofía (y en Historia también) estas mezclas cuando menos intrigarían; estas analogías cuando menos desconcertarían. En el ambiente en que escribe Maquiavelo, en cambio, estos recursos son lícitos. Igual podría decirse de sus truncas argumentaciones inductivas o, en sentido inverso, sus deducciones, así como de sus clasificaciones, que a los lectores filosóficos no dejan de sorprender. Sus caracterizaciones son dicotómicas: en lugar de conceptualizar, anatemiza. Nada de esto encaja en la más ortodoxa tradición filosófica.

Dicho lo anterior, habría que dejar en claro que no estoy tratando de negar que en esta obra hay una serie de intuiciones propias de una ontología de lo social y de lo político, determinadas en buena parte por una antropología que, además, va a ser compartida por muchos de los filósofos de la futura modernidad política. Esa es su significación filosófica; no en vano a ella han vuelto, en sus reflexiones sobre la política, filósofos que van de Spinoza a marxistas como Gramsci y Althusser, a post-estructuralistas como Foucault y Claude Lefort, pasando por clásicos como Rousseau, Hegel y Nietzsche, entre otros.

Pero aun con este reconocimiento, Maquiavelo sigue teniendo problemas para ser plenamente admitido en la galería de los filósofos; algunos echan de menos una teoría acabada que lo haga merecedor del título pleno de ‘filósofo’. Y en este punto llama la atención aquella observación de Marie Gaille, quien al revisar los manuales de Filosofía nota que, si bien ellos no ignoran a Maquiavelo, todo lo que tienden a decir, cuando se ocupan de él, se reduce a su experiencia de la política y a la forma como él reacciona a los desafíos de su época; es decir,

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no van más allá de su biografía y es de ella y del contexto en que se desarrolló la vida de nuestro autor que derivan su presentación del mismo, destacando ante todo que estamos en presencia de un ‘testigo’ y a la vez de un ‘actor’, en su modesta medida y, por supuesto, también de un comentarista. A falta de un sistema filosófico, de una teoría más o menos acabada, de una reflexión de largo aliento o de un par de categorizaciones claras y distintas, cuando lidiamos con Maquiavelo, el recurso a la biografía, que no es tan necesario para leer a Aristóteles o a Heidegger, se hace inevitable. Sin ese recurso no podríamos hacer inteligible una prosa que, de suyo, es incipiente.

En resumidas cuentas, no encontramos en Maquiavelo un pensamiento filosófico elaborado ni una referencia directa a los clásicos de la Filosofía ni las huellas de una formación disciplinar como aquella que se impartía en las universidades de su época. Se puede percibir en su discurso, sí, la huella de figuras y lenguajes heredados de la tradición filosófica, que muy seguramente los ha encontrado en el acervo compartido del humanismo renacentista, a donde todo eso pudo haber llegado a través de las más variadas mediaciones. Jean-François Duvernoy, por ejemplo, identifica tres lenguajes de los que Maquiavelo se habría apropiado para hablar de ‘la instauración política’ y que proceden de sistemas conceptuales distintos; ninguno de los cuales parece ser del dominio teórico de nuestro autor.

El primero de esos lenguajes pertenece al universo aristotélico y habla de la instauración política como la irrupción de la forma en la materia. Así como para Aristóteles la forma es la razón determinante de todo cambio en la materia, Maquiavelo, en el capítulo XXVI de El Príncipe, habla de la creación de las nuevas leyes y ordenanzas que, cuando están bien fundadas, hacen maravillas. Crear nuevas leyes equivale a darle forma a la materia. Un príncipe listo, un sabio legislador, si interpreta bien los tiempos, sabrá que en Italia tiene claramente la oportunidad para ejercer ese acto creador. La frase textual de Maquiavelo es “y en Italia no falta materia a la que dar forma” (Maquiavelo, 2011a,

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p. 261).9 Y añade: “hay aquí mucha virtud en los miembros si no faltara en las cabezas” (p. 261). Duvernoy nos llama la atención sobre esta frase para mostrar que Maquiavelo no es un riguroso académico ni un buen discípulo del Estagirita. “Aristóteles ha puesto la forma de los seres vivos en la cabeza, no en los miembros” (Duvernoy, 1986, pp. 97-98). Es verdad: Maquiavelo no está siguiendo a Aristóteles, ni siquiera apropiándose de sus categorías. El comentarista francés dice que nuestro autor “usa el sentido banal de la palabra y explota su carga semántica: por el acto instaurador del príncipe, lo ‘informe’ toma forma, la política introduce la estructura” (p. 98).

El segundo de esos lenguajes filosóficos, se pone en evidencia en la forma en que Maquiavelo presenta al príncipe como un enviado de la fortuna. Aquí convergen las figuras del demiurgo, del profeta o del héroe. Duvernoy intuye en esto la influencia de Petrarca, de la tradición mística que enlaza a Italia con la antigüedad, del Antiguo Testamento y del paganismo greco-latino. Moisés, Ciro, Teseo, son héroes que introducen orden en el caos primitivo. “El príncipe que engendra un status civilis –un vivere civile como bien dice la filosofía política italiana– engendra lo sagrado”. Pero, de nuevo, “Maquiavelo utiliza la mística en un sentido del todo contrario a lo que diría la mística cristiana del mundo político” (Duvernoy, 1986, p. 101). La perspectiva agustiniana, por ejemplo, sometería la política a lo sagrado, y el político jamás sería un profeta. “Maquiavelo, en cambio, sacraliza la política misma. El príncipe es el constructor de un mundo: allí donde no había sino caos, universo humano disperso, rivalidad entre los individuos, él construiría un universo regulado” (p. 101). Sin duda, observa Duvernoy, hay en Maquiavelo una divinización de los hombres de acción y una heroización del político. “Es en ese sentido tan preciso que el príncipe se encuentra investido del atributo tradicional de Dios

9 En la traducción de Helena Puigdoménech (2011a): “Y en Italia no falta materia a la que dar forma” (p. 261). En la traducción de Antonio Hermosa (2011b): “Y en Italia no falta materia en la que introducir cualquier forma” (p. 87).

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en los sistemas creacionistas, o al menos de aquel propio del Demiurgo: es el organizador de un cosmos local” (p. 102). La obra política es la instauración de un artificio. Y esto va ligado, según Duvernoy, a los dos grandes problemas que debe afrontar la noción de artificio: el de su creación y de su coherencia interna, que se traducen en los dos grandes problemas de la preocupación maquiaveliana: el de la adquisición del poder y el de la durabilidad del poder.

Este lector trae a colación todavía un tercer ejemplo: la narrativa del nacimiento de las ciudades a la manera platónica y usando el modelo contractual. Esa narrativa, tan fecundamente explotada por las futuras filosofías políticas contractualistas, la usa Maquiavelo en los Discursos; en aquellos casos donde se contempla la posibilidad de una república o principado que no emerge del acto fundador de un legislador u hombre de acción creador e intrépido, sino de la voluntad de hombres en colectividad. En tanto ellos generan un movimiento convergente de voluntades, engendran un derecho. El derecho del soberano, en esta narrativa, deriva del derecho de los individuos. En este ejemplo de ‘instauración política’, como en los otros dos, se apela a lenguajes ya acreditados en el campo filosófico pero, donde se esperaría un mayor rigor argumentativo y una clasificación categorial, el autor sorprende con su uso libre y ligero de las expresiones.

Creo que algo se ha ganado con esta apresurada revisión de lo que implicaría leer El Príncipe como un libro pionero de la futura ciencia política o como un tratado de Filosofía: ha ido quedando claro que cualquiera de estas clasificaciones enfrenta problemas significativos. Propongo ahora ahondar en la determinación de su naturaleza leyendo el libro como un manual para uso de los políticos, escrito por alguien que ha acumulado un conocimiento a partir de su trabajo en la Cancillería florentina y que, por ende, lo escribe desde la lógica del funcionario.

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El Príncipe como un manual para el ejercicio de la política

Excusar los tratamientos de la política estrechamente ligados a la cuestión moral, a la del mejor régimen político, al fundamento del poder político, al carácter racional o divino de la ley, etc., y tratar de leer esta obra como un manual para el ejercicio del poder es una decisión que, necesariamente, tropezará también con obstáculos. Es evidente, claro, que El Príncipe parece una obra destinada al servicio exclusivo de un hombre de acción triunfante. Así lo muestran la dedicatoria y el capítulo XXVI. El texto se abre con un ofrecimiento a quien ha terminado por hacerse al poder en Florencia y se cierra trazándole tareas a quien pretenda unificar Italia. Estas dos partes contrastan con el cuerpo de la obra, donde el autor emplea el tono categórico propio de quien sabe y usa un lenguaje directo, cortante y efectivo como un tajo de cuchillo, a menudo sin mayores análisis pero con muchos ejemplos. El cuerpo central de la obra bien podría catalogarse –y así se lo ha hecho muchas veces– como una sumatoria de máximas para la eficacia política.

Sin embargo, la idea de un texto dedicado a compilar máximas para la conquista y conservación del poder político, al margen de cualquier preocupación moral, comienza a complicarse cuando leemos ciertos pasajes. Me permito caer en el más reiterado de los ejemplos: el juicio moral que Maquiavelo parece avanzar sobre Agatocles, un gobernante que hizo casi todo aquello que Maquiavelo pareciera excusar en un príncipe exitoso. El autor no cuestiona la eficacia de los medios que empleó Agatocles, pero sí la calidad moral de los mismos, al decir que “no se puede llamar virtud el asesinar a sus ciudadanos, traicionar a los amigos, no tener palabra, ni piedad, ni religión; estos medios harían ganar poder pero no gloria” (Maquiavelo, 2011a, p. 81). Si uno compara la condena moral que parece lanzarse sobre Agatocles con la apreciación que, en cambio, parece merecer César Borgia, la idea de un texto enteramente dedicado al asunto de la eficacia se erosiona aún más.

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Los hechos de Agatocles más bien palidecen al lado de los perpetrados por Borgia y uno no puede evitar preguntarse en qué es éste superior a Agatocles, si fue, finalmente, un príncipe fracasado. ¿Por qué en un caso se condena el éxito y en otro se excusa el fracaso?

Cuando se indaga más de cerca la relación entre éxito y fracaso, se revela otra de las razones por las que El Príncipe no puede ser leído como un simple manual. Me refiero al contraste entre el ya mencionado capítulo XXV y los capítulos que le anteceden. En este capítulo Maquiavelo parece decir que, finalmente, es la fortuna la que decide la suerte de las empresas políticas y que nadie puede navegar con tranquilidad en esas aguas inciertas, por lo que la idea de un saber práctico sobre la política también queda cuestionada y con ella la pretendida idea de que hay en Maquiavelo un conocimiento de la política como fenómeno que obedece a principios regulativos tan exactos que uno puede obrar en ella con arreglo a máximas y asegurarse el éxito. Casi por la misma razón que no podemos afirmar que hay en Maquiavelo una simiente de teoría científica de la política, como dimensión que se ajusta a leyes que permiten establecer regularidades y predecir consecuencias, también podemos afirmar que no tiene sentido un manual, en sentido estricto, sobre el accionar político.

Con todo, me parece que ese carácter pragmático del libro, como una exposición de un saber hacer, más que un saber teórico y sistematizado, es el que mejor define su naturaleza, y para ello me remito a la lógica del hombre que lo escribió; a su mentalidad de funcionario al servicio del poder político.

La lógica y el lenguaje del funcionario

La idea de leer El Príncipe, no como la obra de un filósofo, sino, ante todo, de un funcionario, enfatiza el carácter testimonial de su autor del que ya he hablado. Al tenor de esta mirada, El Príncipe es, ante todo, el testimonio de un movimiento inacabado de teorización sobre la

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política; un movimiento que se inicia en la atención que ese funcionario le debe prestar a los asuntos públicos inmediatos y que, por mucho que coja vuelo, nunca se aleja lo suficiente de ellos. En nuestro autor, como bien resalta Gaille:

[E]n tanto que trabaja para la Cancillería florentina, el tiempo de la escritura sucede al tiempo de la observación; en tanto se le asigna una residencia, su experiencia de ‘las cosas modernas’ alimenta, a la par con la lectura de los antiguos, la escritura de sus obras ( 2007, pp.11-12).

Por lo demás, mientras está activo, sus superiores le exigen que lea y él trata de corregir las lecturas recomendadas con otras, preferiblemente de los clásicos, y con la conversación.10 En su cabaña de confinamiento, cuando ha sido expulsado del cargo en la Cancillería, Maquiavelo no es en modo alguno un filósofo que por fin se ha alejado del ruido de la inmediatez política. Al contrario, lo sigue en la medida en que puede, se desespera por estar allá, sueña con volver allá.

Conviene detenerse en el asunto de que nuestro autor ha sido un atento lector de las cosas antiguas. Sus lecturas son, como las de cualquier lector, selectivas; y, en su caso, no son ciertamente todos los escritores que hablan de la política. No dialoga con los filósofos medievales que se ocupan de eso. Como humanista, prefiere a los antiguos. Pero prefiere a los historiadores, no a los filósofos, y a los

10 Dice Sebastían de Grazia: “Como parte de su diaria experiencia como secretario florentino, Nicolás tenía que leer mucho, pero eran lecturas vinculadas a los actos de hombres vivos. Sus superiores a veces le daban instrucciones verbales, incluso para sus legaciones, por razones de seguridad, conveniencia y otras […] Recoge informaciónes […] sentado en los bancos de piedra delante de la fachada del palazzo Capponi o en los de frente a su quinta o a la hostería cercana. ‘Hablo con los que pasan, les pregunto noticias de sus países, entiendo cosas variadas y noto gustos y fantasías variados entre los hombres’[…] La lectura y la experiencia, cabe presumir, se corrigen una a otra […] El secretario florentino, hombre tan activo como el que más, pedirá que mientras desempeña una misión le envíen libros de autores antiguos […] Digamos entonces que el elemento de utilidad e imitación que insiste Nicolás es esencial en la lectura, suprime de esa actividad los riesgos de la contemplación o la indolencia. Un lector debe leer en forma tal que pueda saltar de la página a la experiencia activa” (1994, pp. 374-375).

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romanos, no a los griegos, y entre éstos a los del periodo republicano. Y, al traerlos a colación, los mezcla con la Ilíada y con la Biblia. Todo esto puede ser lícito, pues no escribe para la academia filosófica: escribe para los políticos y lo hace un poco más libremente, pero todavía con el tono de los informes de cancillería.

Esto me lleva al asunto de un saber propio de un funcionario y al servicio de la unidad política. No olvidemos la dedicatoria de El Príncipe, pero no caigamos en el fácil expediente de reducir la obra a un opúsculo que se escribe para congraciarse con un poderoso y obtener un puesto. Claro, es un poco necio negar tajantemente que esta lógica pueda haber estado en la génesis de la escritura. Por las cartas de nuestro autor a su amigo Vettori, que todavía goza de las mieles del poder, y a quien un Maquiavelo en desgracia ruega permanentemente que interceda por él ante los nuevos amos de Florencia y del Vaticano, los Médici, sabemos que desde un comienzo la escritura de El Príncipe va ligada a la necesidad de que el libro sea conocido por estos señores. Sabemos, incluso, que no era Lorenzo de Médici el primer destinatario de la obra. En una carta a Vettori, la angustia por lograr un puesto de nuevo se expresa en forma tal vez poco digna: abriga la esperanza de que “estos señores Médici se dediquen a emplearme”, a hacer ‘uso de mi’,11 incluso obligándolo, como a Sísifo, a empujar una piedra pendiente arriba. Y afirma que si no se los ganase, se despreciaría a sí mismo. Esto no se puede negar: tal vez el libro fue el eje de una estrategia (por lo demás fallida) de un funcionario cesante. Pero tiene un propósito mayor: el de mostrar que es alguien que tiene un potencial que los nuevos amos de Florencia no están empleando como debieran. Y ese potencial es un saber práctico.

En este momento, para explicar la naturaleza de este saber práctico, acudo a Max Weber, quien identifica dos fenómenos que emergieron, prematuramente, en el Renacimiento italiano. De una parte, aquellos

11 Textualmente: “che questi signori Medici mi cominciassino adoperare” (Maquiavelo, 1981, p. 305).

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que él describe como “servidores del príncipe”, como una suerte de “políticos profesionales (en el sentido de) individuos que no deseaban gobernar por sí, en calidad de caudillos carismáticos, sino actuar al servicio de jefes políticos” (Weber, 2000, p. 15). De otra parte, un género de escritura que se engendraba en las nacientes cancillerías, inspiradas en los informes de los embajadores venecianos, apreciados altamente por los humanistas como expresiones de un arte cultivado.12 Ahora bien: si por su estilo, Maquiavelo parece encajar en este tipo de escritura; por su oficio, en cambio, no encaja entre esos ‘servidores del príncipe’. Más bien comparte buena parte de lo que Weber caracteriza como el futuro burócrata: está obligado con ‘los deberes objetivos de su cargo’, está dentro de una ‘jerarquía administrativa rigurosa’, con ‘competencias rigurosamente fijadas’, en virtud de un contrato, gracias a una ‘cualificación profesional que fundamenta su nombramiento, es retribuido con sueldo fijo, ejerce el cargo como su única o principal profesión, tiene ante sí una ‘carrera’ o ‘perspectiva’ de ascensos, según el juicio de sus superiores (cfr. Weber, 1992, pp. 175-178). En efecto, se lo evalúa por lo que hace, no por lo que sabe. Y es inherente a su cargo el no cuestionar las decisiones y no ser responsable por ellas, sino por su correcta ejecución.

Atrapado en este oficio, que le brinda una excepcional oportunidad para observar, Maquiavelo se hace docto en las cosas políticas, sin compartir los riesgos inherentes a la acción. De hecho, en la transición que se vivió con el retorno de los Médicis a Florencia, tan buen funcionario se creía Maquiavelo, y tan ligado al cargo y no a los jefes políticos, que habiendo sido hasta el final leal a Soderini y la república, se creía con derecho a seguir en su cargo bajo los nuevos

12 Dice textualmente Weber: “en tiempos de Carlos V, quien coincide con la aparición de Maquiavelo, y debido especialmente al influjo que ejercían los informes de los embajadores venecianos, informes que eran leídos con irresistible pasión en los círculos diplomáticos, es cuando la diplomacia resulta la primera en convertirse en un arte cultivado de modo consciente. Sus adictos, por lo general humanistas, se trataban entre ellos como profesionales iniciados” (2000, p. 15).

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amos del poder político. Esto parece una incoherencia ideológica en un republicano, pues se trata de unos señores que han regresado a Florencia acabando con la vida republicana, apoyados en un poder extranjero y utilizando armas mercenarias. Pero no olvidemos que hablamos de un hombre que ha dicho que ama a su patria más que a su alma. Lo que cuenta es la unidad política y él tiene un saber útil para ella.13

Para que este auto-entendimiento de nuestro autor no nos parezca extraño, conviene volver los ojos a su biografía, comenzando por su familia. Ella había estado por generaciones consagrada a los cargos públicos; no se había caracterizado por acumular riqueza (en una ciudad de comerciantes, banqueros y aventureros), sino que había optado por el único oficio que, al tiempo que se desempeña, permite cultivar cierto nivel de ilustración que diferencia, a quien lo cultiva, del resto de los ciudadanos.14 Su moderación se tomaba como patriotismo: no se comprometían con quien, políticamente, había caído en desgracia, sino con el destino de Florencia.15

El rol de Maquiavelo en la diplomacia florentina, con todo lo brillante que fue, evidencia la modestia propia de un funcionario en el sentido descrito por Weber. Para comenzar, casi nunca es un diplomático en el sentido formal del término: usualmente no es el hombre más importante de las legaciones diplomáticas en las que participa. Lo conocen como ‘Secretario’, incluso cuando hace las

13 Entre las muchas razones para tratar de sostener esta hipótesis, está la observación de hace Stephen M. Fallon, según la cual hay una tensión entre el republicano que Maquiavelo ha sido y el hombre privado interesado, ante todo, en su carrera. Textualmente: “conflict with the characterization of either a stern republican or an ambitious careerist” (1992, p. 1185).

14 Brion presenta la situación con estas palabras: “Esta familia de escribas no albergaba grandes ambiciones ni codicias difíciles de satisfacer. Eran de esa clase de personas que se contentan con un empleo modesto y poco remunerador, siempre que su libertad de espíritu no se vea mermada; también de ese tipo de gentes que aman la cultura y a las que les gusta sentarse en un banco al salir del despacho frente a un palacio, bajo la logia, para recitar, ayer unos tercetos de Dante y hoy una égloga de Virgilio” (2005, pp. 25-26).

15 Dice de ellos Brion: “Cualquiera que fuese el partido en el poder, seguían en su puesto, con honestidad, copiando decretos o alineando cifras. Bastante escépticos, en suma, respecto de las distintas constituciones que se sucedían, acostumbrados a la arbitrariedad de los vencedores y a los excesos de las facciones, los Machiavelli rechazaban comprometerse con los partidos extremistas” (2005, p. 25).

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veces reales de embajador de última hora. Se debe al cargo y es el cargo el que lo pone cerca de los políticos diplomáticos (cosa que él no es).16 Tampoco es el hombre que se lleva (al menos oficialmente) el mérito por el éxito de las misiones. Es un hombre de oficio, al que se le paga por hacer (al fin y al cabo lo evalúan por sus logros, no por lo que sabe), pero no un hombre de acción (no tiene la osadía ni la experiencia de cambiar el mundo político por su cuenta ni le está permitido). No se ve a sí mismo como un hombre que pudiera hacer política, ni cree que todo ser humano esté en capacidad de hacerla). Su ética de funcionario es intachable: siempre cumple sus tareas, incluso cuando le niegan el giro oportuno de los recursos personales. Caído en desgracia, y aunque escribe piezas teatrales y crónicas, al tiempo que cumple tareas militares, por lo demás desastrosas, no quiere sino volver al edificio de la cancillería. Es allí donde se considera útil.

Su cualificación, por otra parte, parece ajustarse al tema. Conoce el latín que se estila en las cancillerías, como una cualificación para el cargo,17 pero escribe en lengua vernácula, con una libertad propia de su época. Pero, y esto es muy importante, tiene habilidad para analizar y buena capacidad para sintetizar; habilidades entonces muy estimadas cuando de informar a los superiores se trataba. Como hace notar Marie Gaille, escribe en una lengua mezclada, compuesta de palabras escuchadas en las boutiques y en las plazas, en los corredores de la cancillería y las audiciones de las embajadas (2007, p. 8).

16 Jean-François Duvernoy afirma que Maquiavelo se sabía ‘segundón’, no digno de acceder a los primeros roles, con sus respectivas respetabilidad y forma de vida. Textualmente: “De son extraction, il connait aussi les limites: il ne sera jamais autre chose que le Secrétaire, personnage de second rang, chargé certes des missions les plus délicates dans les temps où son exceptionnelle intelligence politique est reconnue et où les maîtres qu’il a choisis sont au pouvoir, exclu cependant des premiers rôles, régulièrement couvert ou abandonné par les ‘Grands’, ‘coiffé’ toujours lors de ses négociations à l’extérieur par un ambassadeur en titre dont il ne peut prétendre ni à l’excellence ni au train de vie” (1986, p. 28)

17 Dice Sebastían Grazia: “Ser hombre de letras, es decir, leer y escribir latín, es uno de los requisitos del cargo. Se espera de los funcionarios de la cancillería, y se les estimula a ello, que produzcan, tarde o temprano, obras de calidad literaria, bien en su tiempo libre, bien tras su retiro” (1994, p. 50).

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Este lenguaje, este estilo, esta función de su saber, se afirma en la obra que escribe tras su retiro de la Cancillería, y sigue siendo útil para volver a ella. Su saber sigue siendo un saber hacer, sin mayores mediaciones de parte de la categorización propia de los saberes al uso en la Filosofía (o en la futura ciencia política): es un saber que tiene que revertirse, inmediatamente, en un nuevo hacer. Es un saber en el cual la reflexión reposada, sistemática y rigurosamente construida no tiene todavía cabida. Como recoge de sus críticos la misma Gaille, al hablar de Maquiavelo como de un “extranjero respetable de la filosofía”, ni siquiera responde a la exigencia de respetar el principio de la no-contradicción. “Su escritura depende de la invención de un lenguaje político ante todo material y florentino, con cierto descuido de las investigaciones formales” (Gaille, 2007, p. 8). Su conocimiento también tiene características especiales. No es uno que le sirva directamente para actuar, como político, o para escribir por sí mismo con los hábitos propios de un filósofo o, en general, de un tratadista. Es sólo útil para los que luchan por el poder o luchan para retenerlo.

Que Maquiavelo no se haya visto a sí mismo como un filósofo, que no se haya aplicado a escribir tratados similares a los de ellos, en un lenguaje docto y en diálogo crítico con la tradición, supone una forma particular de relación con el conocimiento. Maquiavelo era, ciertamente, un hombre letrado (un hombre con suficientes lecturas como para referirse a los clásicos), pero no actúa por sí mismo, ni siquiera cuando escribe. La forma como Maquiavelo logra que le hagan el encargo de escribir sus Historias Florentinas, una década después de la escritura de El Príncipe, refleja cómo ve el uso correcto de su saber y sus habilidades de escritor. No puede hacerlo sino por encargo, bajo sueldo y con una estipulación general de cómo el texto debe ser escrito y de qué se le deja abierto a su decisión. Es su deber cívico, antepuesto a sus intereses personales, lo que guía su escritura y ella está al servicio de la patria.

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EL PRÍNCIPE DE MAQUIAVELO

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_________ (1992). Economía y sociedad, Tomos I y II. Bogotá: FCE.

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IIEl Príncipe:

Su escritura y sus figuras1

Armando Villegas ContrerasFacultad de Humanidades

Universidad Autónoma de Morelos (UAEM)[email protected]

1 Por considerar las frases de Maquiavelo, suficientemente conocidas, en este texto, muchas veces no refiero a las páginas de donde fueron extraídas. El lector identificará dichas frases con seguridad.

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Sobre la forma de leer El Príncipe

En el año 2013, se conmemora, en todo el mundo Occidental y occidentalizado, medio milenio de la escritura del libro más

famoso de Nicolás Maquiavelo: El Príncipe. Este se ha tomado como un acontecimiento y su escritura puede entenderse al menos en dos sentidos: a.) Como el hecho mismo de que un texto fue escrito, el acontecimiento singular de que haya aparecido un texto como el que estudiamos; y b.) A partir de lo que ha producido en la historia política y filosófica. En la historia política El Príncipe ha tenido implicaciones en el arte del gobierno, esto es, en las formas en que fue recibido por los políticos en sí mismos, como en la forma en que se leyó en los ámbitos de acción política por otros actores políticos como el pueblo, la Iglesia, los gobiernos, los asesores de la diplomacia, etc. En cuanto a la historia filosófica, del pensamiento, es un acontecimiento también singular, pues nunca nadie habría imaginado que la política, ámbito de la acción particular y de la contingencia, pudiera ser sometida a la reflexión de lo teórico, de la especulación.2 Es, entonces, no sólo un texto de política, sino también de teoría política. En ambos casos, es un acontecimiento político, pues aporta nuevas consideraciones sobre la cosa pública, a la discusión sobre lo público.

2 En la Antigüedad griega y romana hubo intentos de describir lo político de manera filosófica, pero se intentaba fundar y describir la esencia de lo político. De Platón a los teólogos cristianos, la filosofía política era normativa. Maquiavelo intenta, algo muy distinto. No fundar una forma de la política, sino explicarla. Tal es el sentido de lo que se conoce como realismo en política. Responder a la pregunta ¿cómo funciona la política? Y no, como los antiguos, ¿qué es la política?

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Así, se conmemora un acontecimiento político por lo que ese texto todavía nos dice y nos seguirá diciendo por mucho tiempo. Es decir, en el 2013 conmemoramos ese acontecimiento, la aparición de El Príncipe que, como muchos han dicho, es único en su tipo por los contenidos que aborda. Lo han dicho por distintas razones. Porque es un texto complejo, problemático; porque es un texto que separa la moral de la política; porque inaugura la ciencia política moderna y, dentro de ella, el realismo en política; porque rompe con la tradición cristiana de reflexión política; porque teoriza, como decía Gramsci, el naciente Estado nación o la unidad popular del mismo. Por muchas cosas este texto –su aparición misma y su contenido– es considerado un acontecimiento.

Al mismo tiempo, El Príncipe ha sido estudiado por lo que debe a la tradición humanista y por –lo que es más interesante todavía– el corte con esa tradición. También se ha leído como un texto ‘interesado’ debido a las relaciones de Maquiavelo con el poder político, es decir, por los ‘maquiavélicos’ intereses de Maquiavelo para poder recuperar un puesto en las decisiones públicas de Florencia. Aquí hay un primer interrogante, pues siempre debemos recordar el vocabulario de Maquiavelo sobre los hechos –sobre ‘lo real de la cosa’ y no lo imaginario– ya que, por mucho que él enseñe a los príncipes cuidarse de los aduladores, él mismo, Maquiavelo, es un adulador. Este es un verdadero problema que lleva a un segundo sentido de la escritura de Maquiavelo: ¿A quién le habla? Es ésta la cuestión que nos interesa.

Por eso, el segundo sentido de la escritura de El Príncipe se refiere a la manera de escribir de Maquiavelo, a la forma, a los procedimientos de argumentación que utiliza en el texto, a la escritura en sí misma, no a lo que él describe con ésta, sino, por ejemplo, a las formas retóricas con las que escribe y los efectos a que da lugar dicha escritura, las aporías que suscita. Así, tenemos dos acontecimientos: Por un lado, la escritura del texto, sus temáticas, sus consecuencias, teóricas y políticas; y,

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por otro, la escritura, la retórica, con las que se escriben las cosas, en especial, las cosas de la política.

Claude Lefort (2010) se preguntó en algún momento sobre esto, sobre la particular forma de escribir de Maquiavelo: ¿Por qué procede mediante digresiones, interrupciones, contradicciones dejadas en suspenso?3 Skinner (1984), quien también habló del “amor a la paradoja” de Maquiavelo, situó a El Príncipe en el género de “Espejo de príncipes”. Foucault (1991) también hace referencia a los tratados de consejos a los príncipes –comunes en el Renacimiento– y de cómo se desarrolló a lo largo de los siglos XVII y XVIII toda una escritura antimaquiaveliana que refleja una profunda inquietud no por leer a Maquiavelo, sino por producir una escritura que lo refute y lo neutralice. Digamos que esa escritura en contra de El Príncipe se desarrolló como un género, como un procedimiento común para estudiarlo. Se ha estudiado a Maquiavelo por los géneros a los que pertenece (espejo de príncipes) o los géneros que produce (escritura antimaquiaveliana).

Todo lo anterior es cierto y, por tanto, es deseable que analicemos cada una de estas formas de escritura y argumentos a favor y en contra de El Príncipe por separado. Pero, lo que no podemos negar, lo que de verdad es un hecho, es que El Príncipe pertenece a otra tradición de escritura, mucho más amplia y con alcances históricos de una duración más prolongada. Me refiero a que la escritura de Maquiavelo, la escritura que se pone en juego en El Príncipe, pertenece a la tradición retórica.

En general, se entiende a la retórica, muy escolarmente, como un discurso mentiroso. Sin embargo, es una disciplina de suma importancia en muchos aspectos y durante el Renacimiento era valorada de manera importante. Era valorada como una disciplina para pensar, no sólo para convencer. Y esta retórica, tan desconocida aún hoy, ha tenido que verse relegada por un saber científico que no le reconoce su papel en el desarrollo del pensamiento, reduciéndola a ‘mentira bella’, como ya

3 Esta es la misma pregunta que, a propósito del texto de Maquiavelo, se hace Althusser (2008) en La Soledad de Maquiavelo (cfr. p. 355).

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lo establecía Platón respecto a la poesía. Foucault (1992), por ejemplo, hace alusión a la oposición Ciencia-retórica; Filosofía-retórica, etc.

En el fondo hay una gran oposición entre el retórico y el filósofo. El desprecio que el filósofo, el hombre de la verdad y el saber, siempre tuvo por quien no pasaba de ser un orador. El retórico es el hombre del discurso, de la opinión, aquél que procura efectos, conseguir la victoria. Esta ruptura entre Filosofía y Retórica me parece más característica en el tiempo de Platón. Se trataría de reintroducir la retórica, el orador, la lucha del discurso en el campo del análisis, no para hacer como los lingüistas un análisis sistemático de los procedimientos retóricos, sino para estudiar el discurso, aún el discurso de la verdad, como procedimientos retóricos, maneras de vencer, de producir acontecimientos, decisiones, batallas, victorias, para retorizar la filosofía (Foucault, 1992, pp. 157-158).

Retorizar la Filosofía tenía para Foucault el objetivo de no separar los saberes en disciplinas autónomas, sino en tratar los textos sin atender a las clasificaciones históricas. Más bien, se trataría, de intentar una lectura del texto en sí mismo, de pensar todos los posibles efectos de éste. En el discurso de Maquiavelo, por mucho que se ha dicho que él es un pensador de la ciencia de la política, la retórica es imprescindible. Una lectura cuidadosa de El Príncipe nos da a pensar que las figuras retóricas que Maquiavelo utiliza son algo más que meros adornos para embellecer su discurso o para persuadir. Por el contrario, parece que el texto y sus procedimientos de argumentación producen una crítica a otras figuras de la antigüedad sobre la política y que Maquiavelo quería destruir. Es decir, la novedad del texto retórico de Maquiavelo es utilizar nuevas figuras para la política, es una escritura política en el sentido de que ella pone en juego lo nuevo. La idea de Maquiavelo, y más tarde de Hobbes, será destruir los dispositivos con los que se pensó la política. Por ejemplo, el modelo del “cuerpo social” de la tradición

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cristiana,4 el del tejido social que aparece en Platón y la idea aristotélica del animal político.

¿Por qué y en qué sentido asumo El Príncipe como un texto retórico? El Príncipe es, para nosotros, la metáfora del Estado, es su sustitución, con sus aparatos represivos, como el Ejército. Toda una sabiduría se pone en juego en el texto sobre la seguridad del Estado, sobre su organigrama y su funcionamiento. Desde el capítulo XII y hasta el XV, Maquiavelo describe el funcionamiento del Ejército, de las tropas, del papel del príncipe en ellas. En este sentido, anticipa a los aparatos represivos que Marx analizó en el siglo XIX, con relación al Ejército. Pero antes ha hablado de cómo se contiene el poder interno, es decir, de otro aparato represivo, la Policía. Aunque Maquiavelo no la nombra de esta manera, la Policía aparece en el momento en que describe, en los capítulos V y VI, cómo se debe gobernar a las ciudades libres. Por ejemplo, el hecho de que el príncipe debe trasladarse a ellas si no quiere perderlas, debe vigilarlas y cuidarlas de cerca.

Así, Maquiavelo avanza mucho en la modernidad, pues también describe lo que sucederá con los Estados que no se gobiernen con sabiduría, por ejemplo, aquellos que están acostumbrados a ser libres, es decir, las repúblicas. En éstos, desde luego, la resistencia vendrá acompañada de la memoria. “Pero en las repúblicas, hay mayor vida, mayor odio, mayor deseo de venganza; no les abandona ni muere jamás la memoria de la antigua libertad, de forma que el procedimiento más seguro es destruirlas o vivir en ellas” (1981, p.53). No olvidemos la dialéctica que se consuma en la modernidad en este sentido. La dialéctica entre rebelión y orden, entre revolución y estado de cosas. Maquiavelo anticipa así una lógica de la democracia, del descontento popular y de la resistencia al Gobierno, es decir, Maquiavelo anticipa al ciudadano crítico que no olvida sus instituciones, su patria, su libertad.

Pero también en el texto de El Príncipe encontramos metáforas de los aparatos ideológicos modernos como el populismo. Por ejemplo,

4 Bien documentado por Kantorowicz. (1985)

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cuando Maquiavelo dice que se debe ganar al pueblo, que es más fácil gobernar con éste que con los “grandes”:

[p]orque el fin del pueblo es más honesto que el de los grandes, ya que éstos quieren oprimir, y aquéllos no ser oprimidos, además, si el pueblo le es enemigo, jamás puede un príncipe asegurarse ante él, por ser demasiados, en cambio, de los grandes sí que puede, pues son pocos (1981, p. 72).

Además, ganarse al pueblo implica también no “meterse con sus mujeres”, no robarles sus propiedades. Conocida es su sentencia según la cual “los hombres olvidan más rápido la pérdida de su padre que la de su patrimonio” (1981, p. 101). Pero, El Príncipe es la metáfora, incluso de los poderes mediáticos contemporáneos, en los que no se puede saber lo que es verdad y mentira. Todo el capítulo sobre la mentira, que analizamos más adelante, lo atestigua de esta manera. En fin, hay otras operaciones retóricas: la descripción (la forma en que Maquiavelo, a lo largo del texto, involucra los acontecimientos efectivos para mostrar su ejemplaridad), la metonimia (el texto en su conjunto va del pasado al presente y viceversa, a grado tal que ya no se sabe bien si habla de Roma y Grecia o de su Florencia; no se sabe si el pasado es la causa del presente o si, por el contrario, el pasado es construido por el presente), la comparación (Maquiavelo acomoda de manera arbitraria hechos de la historia de Grecia y Roma, y concluye que los hombres de hoy, como el arquero, deben fijar sus metas bien altas –como los grandes nombres –para lograr sus objetivos– conservar el poder). ¿Por qué hemos olvidado analizar a Maquiavelo como escritor? ¿Por qué la tradición ha pensado que sería fácil interpretar El Príncipe de manera tan unidireccional? Desde luego, las lecturas moralizantes de la ilustración influyeron, pero hay una cuestión en la que hay que reparar: el hecho de que Maquiavelo ha sido leído como un objeto académico, no como un texto de combate político. Podemos dudar del sujeto al que va dirigido El Príncipe, pero hay un sujeto al cual, sin duda, no está dirigido, esto es, a nosotros,

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a nosotros como académicos, como filósofos o científicos. Eso ha provocado que queramos saber la verdad de lo que dice el florentino.

La mayoría de las lecturas que se hicieron en el siglo XX del pensamiento político de Maquiavelo son el resultado de la ubicación geográfica y temporal de éste: la República florentina. Así como la lectura de la Ilustración lo condenó moralmente y esa actitud imposibilitó sustraer su fuerza argumental para explicar los asuntos de la política; al final del siglo XX, vimos cómo se le interpelaba con algunos tópicos sobre los cuales los intérpretes volvían de manera recurrente, creando una especie de estancamiento en la investigación. A pie de página reproduzco una buena cantidad de textos, publicados en castellano, que tratan recurrentemente las problemáticas que ellos visibilizaron, pero que en nuestra fecha resultan ya cacofónicas.5

Lo anterior plantea un problema metodológico serio y una discusión sobre la forma en que se abordan los textos. Plantea incluso problemáticas sobre su ubicación disciplinar tanto al interior como al exterior de la Filosofía. Por nuestra parte, sugerimos que su ubicación particular en la Filosofía Política obedece de cabo a rabo también al nacimiento de la Filosofía Política misma, que como disciplina autónoma depende de los trabajos de Leo Strauss, a mitad del siglo XX. Esto es, depende de la lectura académica de la tradición filosófica en el siglo XX. Nuevas formas de interpretar han surgido y hemos de ser cuidadosos para no repetir las mismas problemáticas. Porque el texto de

5 Existen los dos estudios clásicos del pensamiento político. El de Sabine (1994), Historia de la teoría política, y la compilación que hicieron Strauss & Cropsey (1987); la primera edición del libro de Sabine data de 1937. En cambio, la compilación de Strauss & Cropsey de 1963. Ambas en inglés. Sabine asocia directamente el pensamiento a situaciones concretas de historia de Italia, aunque reconoce que “en cierto sentido es decididamente ahistórico. Afirmaba, explícitamente, que la naturaleza humana es siempre y en todas partes la misma, y por esta razón tomaba ejemplos donde los encontraba” (1994, p. 272). Este estudio responde al imperativo de ligar el texto de Maquiavelo a necesidades urgentes de su época y no necesariamente a una teoría política, aunque es uno de los efectos del pensamiento de Maquiavelo. Hay una compilación sobre Maquiavelo, mucho más reciente, publicada en España en 1999. Se trata de Aramayo, R. & Villacañas J. (comps.) (1999). Ahí se tratan varios problemas canónicos de Maquiavelo por distintos autores: la modernidad, la separación entre moral y política”, maquiavelismo y antimaquiavelismo, los fines y los medios del pensamiento político, el Estado, Maquiavelo y César Borgia, etc.

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Maquiavelo estaba destinado, ya se decida leerlo para el pueblo, ya para el príncipe, para lo político, no para ser interpretado bajo las reglas de la academia. Desde luego, esto plantea problemas metodológicos, pues impone la necesidad de tomar las metáforas y demás figuras retóricas de sus textos como algo más que un agregado estético en la escritura. Partiendo de una lectura atenta de ciertos pasajes, a continuación, se trata de extraer consecuencias concretas del uso de dichas figuras.

Tendremos, por tanto, que hacer una lectura del texto en sí mismo y de los efectos e implicaciones que cada una de sus proposiciones tienen en nuestros días, lo cual implica una des-historización de los mismos, única forma de llegar a historizarlos, es decir, situarlos entre nosotros. Es cierto, esta estrategia de lectura podría ser denominada deconstrucción. De hecho, la propuesta de leer los textos en sí mismos se encuentra en uno de los teóricos más importantes de la deconstrucción, Paul De Man (1988). Cito a Paul de Man en la lectura que hace de Locke:

Hay que leerlo, hasta cierto punto, contra o sin tener en cuenta sus declaraciones explícitas; hay que hacer caso omiso de los lugares comunes sobre su filosofía que circulan como moneda segura en las historias intelectuales de la Ilustración. Hay que pretender leerlo a-históricamente, lo cual representa la condición primera y necesaria si se tiene la esperanza de llegar alguna vez a una historia de manera segura. Es decir, no tiene que ser leído de acuerdo con sus declaraciones explícitas […] sino según los movimientos retóricos de su propio texto, que no pueden ser reducidos simplemente a intenciones o hechos identificables (1988, p. 55).

Paul de Man está leyendo a Locke, pero esta misma estrategia puede aplicarse a Maquiavelo. Primero, habría que hacer caso omiso de los “lugares comunes” sobre su filosofía. Luego, leerlos a-históricamente, esto es, deberíamos leer sus textos nuevamente en sí mismos y, por último, ver los giros retóricos que utiliza y que quizá no sean intencionales,

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sino producto de tradiciones e imaginarios. Las metáforas que utiliza no son, pues, parte de su “creatividad”, sino consecuencia de ciertas maneras de ver la política. Pero, se necesitaría una precaución más en términos metodológicos. Leer los textos en sí mismos no es suficiente, debemos extraer efectos de esos textos. Ésta es una diferencia sustancial de la forma en que aquí los leemos y la de Paul de Man. Siempre es necesario leer rigurosamente, pero se debe combinar esa lectura con un conocimiento histórico de las consecuencias de la utilización de tal o cual discurso.

Sobre la escritura retórica de El Príncipe

Empecemos por plantear el interrogante altthusseraino: ¿a quién habla Maquiavelo? Su manera de escribir es irónica y esta forma ha hecho preguntarse a Athusser, ¿para quién escribe Maquiavelo? Althusser fue el primero en darse cuenta de que, antes que nada, El Príncipe es un tipo de escritura. Para Althusser, éste es, más concretamente, un manifiesto:

Maquiavelo […] debe declararse partidista abiertamente en sus escritos y declararse partidista con todos los recursos de la retórica y de la pasión adecuados para ganar partidarios para su causa. Es en este primer sentido, que su escrito es un Manifiesto. Él pone todas sus fuerzas de escritor al servicio de la causa por la cual toma partido […] Para anunciar en su escrito un príncipe nuevo, escribe de manera adecuada a la novedad que anuncia, de una manera nueva. Su escritura es un acto político (1994, p. 60).

En realidad, Althusser pensaba que Maquiavelo hablaba al partido de los pobres, pues se presenta ante Lorenzo como un hombre de ínfima condición. Lo que quiero pensar es esta afirmación althusseriana de que El Príncipe es escritura, de que es un acto político por la novedad que anuncia. Es un acto político porque los temas que trata no son tratados

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con los procedimientos de argumentación usuales, sino, digámoslo así, la escritura de Maquiavelo comporta dos características: Por un lado, recoge las formas de la argumentación retórica, el uso de figuras, las demostraciones, etc.; pero, ante todo, escribe la política, describe procedimientos de lo político, maneras de actuar en política, no es en absoluto un escritor normativo, sino, como le gusta decir a Maquiavelo, alguien que procede por la experiencia y que jamás generaliza. Es una escritura, no de la ciencia, no de la teoría universal y necesaria, sino de la singularidad, pues la política es oportunidad, la famosa virtud de Maquiavelo es su escritura política, el hecho de que en política nunca se procede como en las ciencias de la naturaleza, metódicamente, sino ayudados por la sabiduría, la virtud y la fortuna ¿de qué forma escribe Maquiavelo la política? La escribe con el recurso de la apariencia, la forma característica de la política. La escribe no declarando abiertamente a quién escribe por mucho que su tratado se dirija a los príncipes. Supuestamente, El Príncipe está dirigido a los príncipes, pero pensar eso, pensar tan simple y llanamente que está dirigido a ellos es caer en un error. Parece decir Maquiavelo: “Miren, escribo al príncipe, incluso le dedico esta obra al príncipe, pero mis objetivos son otros, escribir al pueblo, a Italia o cualquier otro sujeto de lo político. Escribo de esta manera para que todo el mundo se dé cuenta cómo hacen los príncipes para conservar el poder, y si quieren seguir humillados por esos soberanos, es su problema, yo publico un texto con absoluta libertad de decir los procedimientos de lo político, con la transparencia, incluso, que se requiere en la democracia, para decirlo todo. Digamos todo sobre los príncipes”.6 Es, en este sentido, un texto como el de Étiene de La Boétie, sobre la servidumbre voluntaria. Parece

6 No olvidamos, ni ignoramos que El Príncipe fue escrito en 1513 y publicado casi dos décadas después, en 1531. Sin embargo, atendiendo a una sugerencia de Ficthe, siempre que leamos este texto, deberíamos tomar en cuenta la enorme libertad de escribir y de circulación de los textos en la época. En todo caso, la publicidad del texto de Maquiavelo es interesante y tiene que ver también con una condición de la escritura como práctica: en el momento en que alguien escribe algo, el texto sale del control del autor y emprende el camino de las innumerables interpretaciones a las que estará sujeto.

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decir Maquiavelo ¿por qué los hombres obedecen voluntariamente a estos príncipes crueles, maquiavélicos, inhumanos, etc.? Recordemos que Maquiavelo nos dice, de la misma manera que la Boétie decía que si los hombres obedecían era por un olvido, que los principados más difíciles de mantener son aquellos acostumbrados a ser libres, en los que los hombres no han olvidado su libertad. Fichte habló de la enorme libertad de pensamiento en la época de Maquiavelo.

Por otro lado, la lectura más explícita sería pensar que Maquiavelo efectivamente habla al príncipe y, entonces, se convierte en un consejero del poder, en un esbirro del poder, en un apasionado hombre de Estado que le dice al príncipe que, como conoce al pueblo, como sabe su manera de comportarse, pusilánime, miedosa, interesada, malvada y perversa, debe cuidarse de seguir las sugerencias de su escrito. Pero como no sabemos sus intenciones, debemos proceder a leerlo por los efectos de su escritura, aunque sean diversos.

Nadie, mejor que Althusser lo ha expresado:

La verdad de El Príncipe aparece entonces como lo que es: una prodigiosa artimaña, la de la no artimaña, una disimulación prodigiosa, la de la no disimulación: la gran red, de la verdad efectiva expuesta a plena luz del sol, en la que los príncipes caerán por sí mismos. La verdad sobre la política es una artimaña política. Pero entonces, si Maquiavelo ha logrado esta proeza de engañar a los príncipes que podría servirles, ¿A quién puede servir esta artimaña de la artimaña, esta ficción de la ficción? ¿Sirve simplemente a la conciencia de un hombre de pequeña condición que, por el mero hecho de escribir sobre aquellos a quienes debe servir, se desquita de tal modo que tan sólo él puede gozar este desquite? (1994, p.66).

O como diría Rousseau, “buscando dar lecciones a los reyes, se las

ha dado al pueblo”. Pero Althusser y Rousseau se quedan ahí, estabilizan

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el texto y lo sumergen en sus propios intereses, el pueblo. Simplemente invierten el sujeto al que va dirigido el texto. Hacen de Maquiavelo un buen Maquiavelo. Piensan, en efecto, que la intención de Maquiavelo es clara, hablar a un sujeto de la política. Pero no sabemos los intereses de Maquiavelo, no podemos meternos en su cabeza. Sólo podemos leer su texto.

Lo anterior tiene que ver con la estrategia de Maquiavelo, con las contradicciones flagrantes del texto, no sólo en el sentido de pensar, como hace Althusser, que Maquiavelo es un pensador de la coyuntura y, por lo tanto, de la estrategia política, sino en algo mucho más complejo que ha hecho reflexionar a muchos sobre la finalidad de Maquiavelo, sobre el para qué, sobre la confusión que provoca al lector y sobre el hecho mismo de que no se sabe a quién habla. Cuando Maquiavelo, dice, por ejemplo, en la dedicatoria que es “un hombre de ínfima condición”, que es un hombre del pueblo, que incluso su obra no merece ser presentada ante Lorenzo de Médici, cuando antes ha dicho que ha “estudiado la cosa durante largo tiempo”, cuando el florentino dice eso, uno piensa que es una estratagema más para lograr la adhesión del lector, la famosa petición de piedad retórica tan común todavía hoy. Sin embargo, cuando esta estrategia argumental es repetida en diferentes ocasiones, por ejemplo, cuando varias veces hace referencia a la naturaleza humana “los hombres son simples” o “los hombres se dejan engañar” para luego decir, “los hombres son malvados”, “los hombres son perversos”; más allá de la contradicción, más allá de que sea una nebulosa manera de presentar las cosas que ha puesto en entredicho la imposible teoría sobre lo político en Maquiavelo, más allá de todo eso, lo interesante es analizar su rigor. Si los hombres son una y otra cosa tan distinta, desde luego, quiere decir que no tienen identidad, que no hay una antropología en Maquiavelo, sino que lo que llamamos hombres no son otra cosa sino relaciones, relaciones de poder, de fuerza. No hay, estrictamente, para Maquiavelo una naturaleza humana, aunque en repetidas ocasiones él mismo hable de tal naturaleza. Lo que indica su escritura es que los

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hombres, entran en distintas relaciones en las que actúan de manera diferenciada. Debemos pensar con seriedad su escritura, pues muestra mejor que ninguna otra la diferencia, la coyuntura, lo singular. A esto podríamos llamarlo análisis estratégico de la política y consistiría en el tratamiento de cada una de las prácticas en su singularidad, ya que es un tipo de análisis que no “está comprometido con un principio de cierre”, esto es, un análisis que consiste en no intentar identificar de manera total a un sujeto con una práctica, dado que éste siempre entra en relación, ya con otros sujetos, ya con otras prácticas, entablando en cada una de estas experiencias distintas formas de subjetivación o de sujeción en las relaciones de dominio y poder. Tal es el sentido de las diferenciaciones que hace en los primeros capítulos sobre los tipos de principados y las diferenciaciones, más singulares aún, de las formas de gobernarlas.

De ahí su análisis de la fortuna. Ella, en efecto, no es una entidad metafísica, no es una diosa que ande por ahí, burlándose de los hombres, ella es circunstancia y oportunidad. Es, como dice, de manera general, “un rio, pero también una mujer”.

En este otro sentido, en el de la escritura de Maquiavelo, me parece que El Príncipe es también un acontecimiento, singular como todo acontecimiento, difícil de hacerle su teoría, pero que es necesario analizar. Voy a tratar de analizar ahora un ejemplo de esa escritura, una metáfora conocida, no sólo por Maquiavelo, sino por la tradición política de Occidente: la metáfora que da primacía política al lobo.

Maquiavelo: Sobre el lobo, la zorra y el león7

Maquiavelo renuncia al modelo del cuerpo social e instaura uno nuevo basado en las figuras de la zorra y el león. El modelo del cuerpo social, la

7 Una primera versión de este argumento fue publicada en Villegas, A. (2012). Maquiavelo y Hobbes: dos de sus metáforas sobre la animalidad. En Arístides, O. (Ed.) (2012) Del derecho a la justicia en la Filosofía Política Contemporánea. México: UAEM.

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idea según la cual el Estado es como un cuerpo, está bien documentado en distintas etapas del pensamiento político. La cuestión es arrastrada de la teología política medieval y no se ha superado aún en nuestros días. Tanto Maquiavelo como Hobbes son herederos de ese modelo de Estado, aun cuando ambos quieran superarlo.

Leamos primero el capítulo XVIII, en el que Maquiavelo habla de “De qué modo han de guardar los Príncipes la palabra dada”. Normalmente se lee este capítulo como el “más maquiavélico”, pues abiertamente se dice que los príncipes deben mentir para asegurar la conservación del poder. En el primer párrafo Maquiavelo empieza con sus mentiras, empieza a mentirnos, a nosotros, los lectores o quizá a Lorenzo de Médici. Pero estas mentiras, de eso nos convence Maquiavelo, son en verdad, la verdad. Nos miente desde el primer momento en que en el título del capítulo nos anuncia que se hablará de cómo han de guardar los príncipes la palabra dada, cuando, en realidad, de lo que se habla ahí es de cómo no han de guardar los príncipes la palabra dada.

En el primer párrafo, se nos dice que los príncipes, no deben siempre guardar la palabra. Recordémoslo: “Cuán loable es en un príncipe mantener la palabra dada y comportarse con integridad y no con astucia, todo el mundo lo sabe” (Maquiavelo, 1981, p.103). Este será el primero y el último enunciado en el que Maquiavelo hablará de los beneficios que la verdad le reportan al príncipe. Para contrarrestar esta verdad, que es loable y que todo el mundo sabe, Maquiavelo recurrirá, como es su costumbre, a la experiencia, a los hechos. Y esta verdad loable y sabida se disipará por la verdad del “sin embargo”:

Sin embargo, la experiencia muestra en nuestro tiempo que quienes han hecho grandes cosas han sido los príncipes que han tenido pocos miramientos hacia sus propias promesas y que han sabido burlar con astucia el ingenio de los hombres. Al final han superado a quienes se han fundado en la lealtad (Maquiavelo, 1981, p.103).

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El “sin embargo” es importante. Maquiavelo no dice que no se deba guardar la “palabra dada” dice que quienes han “hecho grandes cosas” son los que han actuado con astucia. Si se quieren hacer grandes cosas, se debe ser astuto; si no se quieren hacer grandes cosas, se debe ser íntegro. Aquí se emplaza a leer la política con el modelo de la guerra, los que son íntegros contra los que son astutos. Este es un procedimiento habitual en Maquiavelo, producir oposiciones. En el siguiente párrafo, literalmente ya se está en un combate:

Debéis pues saber que existen dos formas de combatir: la una con las leyes, la otra con la fuerza. La primera es propia del hombre; la segunda, de las bestias, pero como la primera muchas veces no basta, conviene recurrir a la segunda. (Maquiavelo, 1981, p.103)

No podemos aquí conceder a Maquiavelo la verdad de este enunciado enfático según el cual habría una oposición entre la fuerza y la ley. No en él, no podemos pensar que él, un escritor de la fuerza, suponga que existe esta oposición entre fuerza y ley. Sólo podemos pensar que el argumento es utilizado para anudar la bestialidad con un tipo de fuerza distinta a las leyes. Como sabemos, la ley es una fuerza y, de hecho, la estructura misma de la ley es la fuerza, no puede haber ley sin fuerza. ¿De qué serviría una ley sin fuerza? Una ley sin la fuerza no sería ley.

Volvamos a la cita. En esta reflexión Maquiavelo introduce cuestiones importantes para la Filosofía. En primer lugar, la cuestión de lo propio del hombre, las leyes, pero también lo propio de las bestias, es decir, la fuerza. Como sabemos, existen varios “propios” del hombre (la razón, la técnica, el vestido, el trabajo, el alma, la promesa, etcétera), pero Maquiavelo elige las leyes. Las leyes son propiedad de los hombres y este postulado es producto de la falta de ley en los animales. Inmediatamente después, Maquiavelo indica que eso propio no sirve, que, recordemos, si se quiere ser grande, no basta. Entonces,

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debe recurrir a la propiedad de la bestia, la fuerza. El príncipe debe apropiarse de la fuerza de la bestia, se debe hacer por la fuerza, pues de qué otra manera uno se apropia de las cosas, de una fuerza que no tiene. El soberano entonces debe tener dos propiedades, la fuerza y la ley. En realidad, estas dos propiedades son exclusivas del soberano, no de cualquiera.

Hay que recordar, nos dice Maquiavelo que Aquiles fue educado por el centauro Quirón, esto es, un maestro medio bestia, medio hombre, mitad caballo y mitad hombre, lo cual no quiere decir otra cosa que se deben tener ambas naturalezas, pues una no dura sin la otra. Pero lo más importante, en la cabeza de Maquiavelo, son los modelos de bestialidad que se deben usar. Aquí van a aparecer tres figuras que combaten entre sí y que son condición de la soberanía. El autor se olvida de la naturaleza de los hombres (pues su propiedad no basta, no si se quieren hacer grandes cosas) y va directamente a los animales de la política, a las bestias de la política, a una doble naturaleza animal del soberano, el soberano es como el zorro y el león, el soberano se convierte en bestia. El soberano ya no es un hombre, pues la ley ha quedado olvidada, pero tampoco un mero animal, sino una combinación de propiedades de fuerza y astucia.

Analicemos la astucia. Por un lado, la astucia no es propiamente la razón, pues no consiste en dar razón, en explicar lógicamente lo que se hace y lo que se dice, sino en utilizar algún artilugio del lenguaje o alguna práctica social para aparentar. Si seguimos el razonamiento de Maquiavelo “lo propio de la bestia es la fuerza”, la astucia es una fuerza. El soberano es pues una bestia que sabe combinar las cualidades del león y la zorra, lo cual lo convierte en una soberana figura paradójica. Una figura que está más allá de la ley (recordemos que lo propio del hombre es la ley, pero no basta si se quiere ser grande). “La paradoja de la soberanía se enuncia así: El soberano está, al mismo tiempo,

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fuera y dentro del ordenamiento jurídico” (Agamben, 1998, p. 27).8 El soberano se reserva el derecho de dar razón, de explicar, de argumentar las razones de sus acciones. Y eso es la Razón de Estado, o la razón del más fuerte, es decir, la razón de las bestias. Poco importa ya, en estas líneas que analizamos, la ley, pues el príncipe ya se ha olvidado de ella. Maquiavelo dejará la naturaleza humana, el estar dentro de la ley y se concentrará en su exterior, es decir, en las figuras animales, en la zorra y el león.

Estando, por tanto, un príncipe obligado a saber utilizar correctamente a la bestia, debe elegir entre ellas, la zorra y el león, porque el león no se protege de las trampas ni la zorra de los lobos, es necesario, por tanto, ser zorra para conocer las trampas y león para amedrentar a los lobos. Los que solamente hacen de león no saben lo que se llevan entre manos, no puede, por tanto, un señor prudente, ni debe guardar la fidelidad a su palabra cuando tal fidelidad se vuelve en contra suya y han desaparecido los motivos que determinaron su promesa. Si los hombres fueran todos buenos, este precepto no sería correcto, pero –puesto que son malos y no te guardarán a ti su palabra– tampoco tú tienes que guardarles la tuya (Maquiavelo, 1981, p. 104).

Aquí hay varias cosas que analizar. La primacía de la zorra sobre el león, de la astucia sobre la fuerza, pues los que “sólo han sabido hacer de león no saben lo que se llevan entre manos”. Si antes a Maquiavelo le había interesado la fuerza, lo propio de la bestia, ahora deja la soberanía en manos de la astucia, de la figura de la zorra y mezcla una serie de cuestiones que conviene deconstruir:

Siendo más fuerte, el león es también más bobo, más bobo que el zorro, el cual es más inteligente, más astuto, aunque más débil, y por consiguiente más humano (recordemos que el hombre no tiene la propiedad de la fuerza) todavía que el león. Hay ahí una jerarquía: hombre, zorro, león que va de lo más humano, de

8 Esta definición, por lo demás, ya estaba esclarecida en los trabajos de Carl Schmitt.

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lo más racional e inteligente a lo más animal, incluso a lo más bestial, sino a lo más bobo (Derrida, 2010, p.118).

El león no puede fingir su bestialidad, no puede ocultar su fuerza; por lo tanto, es una bestia, un bobo, alguien que sólo tiene la fuerza, mientras que la zorra puede, incluso, fingir su ser de zorra. El príncipe es así “un gran simulador y un gran disimulador”, según la sentencia de Maquiavelo.

Por otro lado, el enemigo declarado aquí, por si no nos hemos dado cuenta, es el lobo. Hay una alianza de la zorra y el león en contra del lobo. Ese que hay que buscar en la madriguera y al que hay que amedrentar es al lobo, para eso está el león, para meterle miedo al lobo. Estas figuras plantean asuntos de extrema actualidad. En efecto, algunos países poderosos que hacen las veces de león y de zorra, usan esta forma de amedrentar lo que ellos consideran los lobos. Hay que estar siempre dispuesto a hacer una demostración, no de la razón, sino de la fuerza. Este es Derrida comentando este mismo pasaje. Según él, el US strategic command:

[...] para responder a las amenazas de lo que llama terrorismo internacional, recomienda, pues meter miedo, asustar al enemigo, no sólo con la amenaza de guerra nuclear, sino, ante todo, dando al enemigo la imagen de un adversario que siempre puede hacer cualquier cosa, como una bestia, que puede salir de sus casillas y perder su sangre fría (su ley incluso), que puede dejar de actuar razonablemente y que se vuelve loco cuando se le tocan sus intereses (2010, pp. 117-118).

Esta es la lógica de los así denominados estados democráticos

occidentales, pensemos en Irak, Afganistán y, recientemente, Libia, pues esta bestia fue a cazar al lobo, ahí, a donde se escondía, en cuevas y montañas, en el afuera de la civilización. Acto seguido, el soberano se convierte, él mismo, en una fuerza que opera contra otra fuerza

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guerrera, de bestias. No se defiende, desde luego, al criminal, sino el devenir bestia del soberano para amedrentar a los lobos. Todas esas demostraciones públicas de armamento, desde los desfiles militares, hasta los ensayos nucleares en ciertas partes del mundo; por ejemplo, en Irán no sin, sino resultado de la vuelta a la bestialidad del soberano. Desde hace más de dos años, este país también viene realizando pruebas nucleares. Lo interesante es que no son pruebas aisladas, sino que se han dado a conocer con detalles a la prensa. Acto seguido, los estados que se ven amenazados (por ejemplo, Francia y E.E.UU.) anuncian medidas contra ese gobierno. Ambos bandos están, pues, de cabo a rabo en la lógica del hacer saber al otro su fuerza, su potencial de fuerza para romper la ley. Esto es, desde luego, algo que ya había analizado Arendt:

Vale la pena recordar tantos ejemplos de nuestra modernidad donde, como insistía Hannah Arendt, los más poderosos estados soberanos son los que, haciendo y sometiendo según sus intereses el derecho internacional, proponen y de hecho producen las limitaciones de soberanía a los estados más débiles, llegando a veces hasta violar o no respetar el derecho internacional que contribuyeron a instituir, y por consiguiente violar instituciones de ese derecho internacional, al mismo tiempo que acusan a los estados más débiles de no respetarlos y ser estados delincuentes o como se dice en los EEUU “rogue states” (estados gamberros o estados delincuentes) […] esos poderosos estados que dan y se dan siempre razones para justificarse, pero que no tienen forzosamente razón, y bien, dichos estados se imponen a los menos poderosos; entonces se comportan como si ellos mismos fueran bestias crueles, salvajes y rabiosas (Derrida, 2010, pp. 117-118).

Lo importante de las figuras de la zorra y el león, es que indican que la política, la verdadera política, no es cosa de hombres o no de hombres que son absolutamente de hombres, es decir, no es cosa de

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ciudadanos. Todo el argumento de Maquiavelo va en ese sentido, distinguir claramente entre el príncipe, el hombre y la bestia. Aunque en buena medida, el soberano es hombre, es animal y es bestia, es decir, una zorra que puede fingir ser cualquiera de los tres.

Por último, algo muy importante y a reserva que se siga leyendo este párrafo profundamente problemático y todavía por descifrar pues su lógica misma es la de no decidir una identidad ni para el hombre ni para el soberano ni para el animal. Por ejemplo, los hombres son malos y, más adelante, los hombres se dejan engañar, son simples y el que engaña siempre encontrará quien se deje engañar. En ese momento, uno debería cerrar el libro y dedicarse a otra cosa, pues si siempre hay personas que se dejan engañar, uno no puede dejar de preguntarse, ¿no seré yo, uno de esos tontos? En el último de los casos, quizá la discusión más apremiante que arroja este texto se puede formular con el siguiente interrogante: ¿En qué consiste leer?

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* Este artículo bosqueja los argumentos principales de mi libro Machiavelli’s Prince: A new Reading (2013).

- Traducción de Jorge Andrés López Rivera.

IIILas ironías de Maquiavelo: Estándares generales y el

consejo irónico en El Príncipe*

Erica BennerPolitical Science Department

Yale [email protected]

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Hasta hace una década mi comprensión de El Príncipe de Maquiavelo era relativamente estándar. Asumía que los argumentos básicos

del libro incluían una buena dosis de idealismo republicano, pero que su fundamento argumentativo era un tipo particular de realismo político: el fin supremo de la auto-conservación excusa la violación de los principales estándares morales. Además, estaba de acuerdo con los lectores que pensaban que en los Discursos Maquiavelo aplicó este fundamento realista tanto a las repúblicas como a los príncipes.

Entre más leía la obra de Maquiavelo, menos segura me sentía con esta lectura. El problema no era sólo las discrepancias entre El Príncipe, abiertamente amigable con los príncipes, y la clara preferencia de los Discursos y las Historias Florentinas por las repúblicas. Mis principales dudas sobre si Maquiavelo defiende lo que podría denominarse un realismo “moralmente flexible” emergieron de la lectura de El Príncipe mismo. Cuanto más arduamente me esforzaba por precisar algunos estándares para evaluar las máximas y los ejemplos del libro, más confundida me sentía.

Como casi todos los académicos, afirmaba –aparentemente, viendo poca necesidad de discutir el punto con la evidencia textual– que Maquiavelo sostenía que “el fin justifica los medios”, pero ¿cuáles son los fines apropiados de la acción prudente en El Príncipe? En algunas ocasiones, todo lo que parece importar a Maquiavelo son la grandeza personal, la reputación, la ventaja y la supervivencia del príncipe. En otras, insinúa que los deseos de poder de un príncipe sólo pueden ser satisfechos si éste le otorga prioridad a la seguridad y al bienestar de la “generalidad del pueblo” (universalità) sobre sus ambiciones privadas.

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Está lejos de ser obvio que estos dos fines siempre convergen en El Príncipe. Por ejemplo, en el capítulo XIX, uno de los dos emperadores romanos más “felices”, Severo, oprimiendo al pueblo, consigue gran poder personal y seguridad. Por su parte, en el capítulo XII sugiere que los príncipes fuertes son aquellos que ponen el comando militar –incluso el comando propio del príncipe–, como lo hicieron Esparta y Roma, bajo estrictos controles civiles y legales ¿cómo deberíamos armonizar estas consideraciones potencialmente conflictivas sobre los fines principescos básicos?

Asimismo, en los capítulos III y IV, Maquiavelo describe –y parece elogiar– las ambiciones de la Roma republicana de dominar la provincia “libre” de Grecia, aunque no había necesidad apremiante para la conquista. Por otra parte, en el capítulo V, establece razones bastante poderosas para respetar los deseos de los pueblos de vivir libres de ocupación extranjera y advierte a los príncipes que deben enfrentar resistencia violenta recurrente si eliminan esa libertad. Es difícil ver cómo Maquiavelo o cualquier otro, puede dar igual ponderación a ambos fines –por un lado, la conquista innecesaria en razón de la maximización del poder y, por otro, los deseos de libertad. De igual forma, parece inconsistente que en el mismo libro enseñe a los príncipes y a los imperios cómo tomar el poder, incluso el poder “absoluto”, sobre pueblos que valoran el autogobierno.

Los estándares básicos de Maquiavelo se vuelven aún más difíciles de definir cuando preguntamos cuáles considera el florentino como los medios más efectivos para conseguir los fines principescos. Hay una profunda y recurrente tensión entre dos “modos” de acción, discutidos a lo largo de El Príncipe. Uno está asociado con la constancia y la confianza (fede), otro con la mutabilidad y las apariencias engañosas. En ocasiones, Maquiavelo insiste en que la autoconservación del príncipe depende de la satisfacción de los deseos de sus súbditos por un gobierno no arbitrario, transparencia, obligaciones mutuas firmes (obligo) y un orden regular. En otras ocasiones, dice que los “modos”

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principescos más efectivos son aquellos no transparentes, variables de acuerdo con “los tiempos” e indiferentes con las expectativas estables de súbditos y aliados. El capítulo XVIII les indica a los príncipes que sean desleales cuando esto les dé ventaja sobre sus rivales o los ayude a ascender a la grandeza. Además, en el capítulo XXI y en pasajes precedentes, Maquiavelo subraya la necesidad de hacer y mantener compromisos firmes con súbditos y aliados, incluso si esto, a veces, pone al príncipe en posición rezagada y limita seriamente lo que puede hacer para incrementar su propio poder. En términos más generales, el capítulo XXV empieza aconsejando una aproximación cautelosa para hacer frente a los caprichos de la fortuna, construyendo “diques y represas” antes de que las dificultades avengan. Esta aproximación está ligada con el objetivo práctico más obvio de El Príncipe, a saber: enseñar a los lectores cómo construir un stato bien ordenado y bien defendido que tenga posibilidades razonables de perdurar más allá de su muerte. No obstante, en la siguiente página, Maquiavelo expone que es mejor tratar la fortuna con impetuosidad juvenil que con la cautela de un hombre mayor, y llevarla a la sumisión antes que construir órdenes firmes para regular sus humores.

La respuesta usual a estos desafíos textuales es tomar los variados estándares de El Príncipe como relativos a las circunstancias. De acuerdo con esta explicación, Maquiavelo pensaba que algunas circunstancias son afines con la libertad en las repúblicas, mientras que en otras condiciones los principados, e incluso las tiranías, tienen efectos positivos y deben ser la única salida a la corrupción. A veces, se debe trabajar constante y cautelosamente para anticipar los giros adversos de la fortuna; a veces golpearla y vencerla. Si se busca una declaración general de esta posición relativa a las circunstancias en El Príncipe, la mejor candidata es la afirmación cerca del final del capítulo XVIII que indica que un príncipe “tiene que contar con un ánimo dispuesto a moverse según los vientos de la fortuna y la variación de las circunstancias se lo exijan” (Maquiavelo, 2006, p. 140). Esta

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afirmación tiene eco en el capítulo XXV, en el que puede leerse que si un hombre “modificase su naturaleza de acuerdo con los tiempos y con las cosas no alteraría su fortuna” (p. 173). Si la variabilidad es para Maquiavelo el criterio general de la virtù política, mientras que sólo en ciertas condiciones el ordenamiento cuidadoso, la estabilidad o la libertad son objetivos apropiados de ésta, entonces muchas de las aparentes inconsistencias de El Príncipe pueden desvirtuarse como tales. El único tipo de virtù que los agentes políticos siempre necesitan es la adaptabilidad pragmática. Las otras cualidades que Maquiavelo asocia con la virtù –vivacidad, audacia física, coraje militar, previsión, cautela, estabilidad, respeto por los límites, paciencia, disciplina, buenos órdenes y bondad moral– son más o menos loables dependiendo de las circunstancias.

Sin embargo, si seguimos el orden del texto de El Príncipe y prestamos especial atención a su lenguaje, encontraremos muchas razones para dudar de que la habilidad para cambiar el propio “espíritu”, e incluso la propia naturaleza, es en absoluto parte de la virtù. En primera instancia, Maquiavelo elogia esta habilidad –o parece elogiarla– muy tarde en el libro. Antes del capítulo XVIII, ni una sola palabra es dicha sobre la necesidad de cambiar los propios modos, el espíritu y la naturaleza. Hasta ese punto, ordenar y mandar las propias fuerzas, a pesar de las variaciones de la fortuna, parecía ser el punto más alto de la virtù en El Príncipe. El principal propósito práctico del libro aparece como un llamado a una virtù que edifique órdenes firmes para “gobernar” (gobernare) la fortuna. Este tipo firme y autoguiado de virtù es especialmente necesario para constituir milicias civiles como el fundamento de una renovada fortaleza italiana. Los órdenes con estas características no pueden ser construidos ni mantenidos tratando de adaptarse a los altibajos de la fortuna, deben fundarse sobre una lógica autoimpuesta que permita ser lo más independiente posible de los antojos de la fortuna, pues, aunque nadie es inmune a sus efectos, las obras virtuosas pueden ayudar a evitar ser sujeto de los caprichosos

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“designios” de ésta. Tan pronto como un príncipe le otorga a la fortuna el poder de forzarlo para abandonar sus modos habituales, desiste de cualquier posibilidad de sortear los eventos con su propia inteligencia y planificación. Alguien que cambie con los humores de la fortuna o se resigne a sus “designios” ya no la regula sino que la pone al mando.

En una segunda instancia, incluso en el capítulo XVIII y posteriores, Maquiavelo no identifica la virtù con la habilidad de cambiar con las exigencias de la fortuna. Por el contrario, frecuentemente resalta las deficiencias incapacitantes de aquellos que permiten que la fortuna los lleve de aquí a allá. A lo largo de El Príncipe, la palabra variazione está asociada con las oscilaciones ciegas y desestabilizantes de la fortuna. En el capítulo XIX, la volubilidad (varia) encabeza la lista de las cualidades que para Maquiavelo merecen menosprecio. Otras cualidades en la lista son ser pusilánime, afeminado e irresoluto –“de todo eso ha de guardarse un príncipe como de un escollo” (Maquiavelo, 2006, p. 142).

Dos ejemplos concretos de la variación política pragmática ponen de manifiesto por qué este “modo” debilita a los príncipes en el largo plazo. En el capítulo XVI, Maquiavelo analiza los líderes que buscan la popularidad constante en términos de economía política. Primero, buscan ser considerados liberales por medio del gasto extravagante; después, cuando los fondos empiezan a escasear, cambian la marcha y tratan de practicar la frugalidad. Este tipo de variación con la fortuna es desastrosa, pues, tal como Maquiavelo nos dice, en la medida en que las formas suntuosas iniciales de un príncipe halagan a sus súbditos (o una parte de ellos de los que quiere hacer sus “partisanos”), tan pronto cambien con “los tiempos” éstos se levantan encolerizados contra él. La solución de Maquiavelo indica que los príncipes deben evitar jugar el juego de la popularidad –y evitar “variar” sus modos de gasto. En cambio, un príncipe debe seguir siempre políticas frugales, incluso si implica quejas de parte del pueblo. Ellos recapacitarán y lo respetarán aún más “al ver que con su parsimonia le bastan sus rentas, puede

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defenderse de los que le hacen la guerra, y puede llevar a cabo grandes empresas sin gravar al pueblo” (Maquiavelo, 2006, p. 132).

El otro ejemplo se presenta en el capítulo XXI, en donde Maquiavelo rechaza el argumento según el cual los príncipes deben mantener sus opciones abiertas en lo que refiere a sus relaciones exteriores o cambiar oportunistamente sus alianzas con el vano deseo de ganar todas las guerras. La única política prudente, argumenta el florentino, es tomar partido y aceptar tanto las victorias como las derrotas, pues la confianza bien fundada y las obligaciones firmes entre aliados garantizan mejor la propia seguridad que ponerse del lado de cualquiera que parezca ser el triunfador en momento determinado.

Tercero, en el tramo final de El Príncipe, justo después de sostener en el capítulo XXV que se debe cambiar de modo con “los tiempos”, de repente Maquiavelo da un giro y argumenta que este tipo de versatilidad es casi imposible. “No existe”, escribe el florentino, “hombre tan prudente que sepa adaptarse a esta norma” (2006, p. 172). En una famosa carta de 1506, ya había considerado y rechazado la idea de que los hombres son capaces de adaptarse como camaleones. Maquiavelo empieza observando que “alguien tan sabio como para conocer los tiempos y los órdenes de las cosas, y para acomodarse a éstos, tendría siempre buena fortuna, o se resguardaría siempre de la mala” (Maquiavelo, 2007, p. 109). De hecho, un hombre así dominaría el universo “y sería cierto aquello del sabio capaz de dominar las estrellas y los hados” (p.109). No obstante, no es sorprendente, “que estos sabios no se encuentran” (p. 109) –y en la antropología fuertemente igualitaria de Maquiavelo hasta los más grandes hombres son incapaces de tener perfecta previsión. En este sentido, el argumento de la variación descansa, entonces, en una visión poco realista de las capacidades humanas. Más aún, éste refleja un anhelo de control total de circunstancias que no pueden ser controladas –aunque pueden ser “manejadas” o “gobernadas” por una virtù auto-ordenada.

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Educación irónica

Si Maquiavelo no aconseja seriamente a los príncipes cambiar sus modos con “los tiempos” y con la cambiante fortuna, ¿por qué dice que deben hacerlo? Quiero argumentar que la explicación más probable es que muchas de sus afirmaciones son irónicas –aunque no en sentido burlón o sarcástico. En el sentido más amplio, el discurso o la escritura irónicos parecen decir algo e indirectamente indicar un mensaje diferente. A diferencia de la sátira que ridiculiza sus sujetos, el discurso o la escritura irónicos puede tener un propósito serio. Tal como Francis Bacon y muchos otros anotaron, la dissimulatio irónica puede ser un medio excelente de llevar a las personas a repensar sus deseos y creencias actuales, incitándolos a preguntarse qué tan realistas pueden ser éstos o si las consecuencias de perseguir sus ambiciones pueden ser más problemáticas que su valor (Bacon, 1985, pp. 76-78).

Cuando Maquiavelo insta a los príncipes a llamar el favor de la fortuna o a seguir sus designios, crea una aguda tensión entre estas “recomendaciones” y su consejo más razonado referido a obrar independientemente de la fortuna, estableciendo uno mismo sus propios fines virtuoso y rehusándose a bajar los propios estándares en razón de la popularidad y la riputazione, un registro de éxito militar intacto o de grandezza personal. A través de la presentación de alternativas inconsistentes y de sutiles indicios del carácter problemático de una de estas, Maquiavelo invita a los lectores a examinar por sí mismos los méritos de cada una. Como muchos escritores antiguos lo reconocieron, este tipo de enseñanza irónica puede ser de lejos más efectiva que las exposiciones directas. Los ojos de un príncipe joven, vivaz y ambicioso pueden aguarse tan pronto su consejero le recomiende resistirse completamente a la tentación de comprometer o bajar sus estándares morales en razón de cosas más grandes. Este consejo puede ser comprendido más fácilmente si proviene de alguien que parece apoyar sinceramente las ambiciones más grandes del príncipe y que, a veces,

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expresa pensamientos privados al príncipe sobre cómo éste podría justificar ciertas políticas controversiales. Junto a los argumentos que reflejan estos pensamientos y objetivos principescos, el consejero irónico propone argumentos compensatorios y ejemplos que desafíen a los lectores impetuosos a un juicio más sereno, a que piensen mejor sobre las implicaciones de la búsqueda de sus objetivos iniciales a través de medios problemáticos y, tal vez, –si son capaces de ver más allá de sus deseos presentes– a revisar sus medios y sus fines.

En la literatura general sobre la ironía, los académicos regularmente han observado que las contradicciones, las paradojas y los cambios sorprendentes en el tono (como puede encontrarse, especialmente, en El Príncipe en los capítulos XVI-XVII) son claros signos de escritura irónica. Pero, ¿por qué debe Maquiavelo escribir irónicamente? La razón más obvia era defensiva, a saber: proteger al autor del texto que indica fuertemente la hipocresía de las nuevas autoridades Médici –cuyo comportamiento principesco y dinástico contradijo su estatus oficial de meros “primeros ciudadanos” en una república libre– y la grosera corrupción en la Iglesia, ahora encabezada por un Papa Médici. Además, al igual que las obras antiguas a las que se refiere, El Príncipe tiene un propósito educativo básico, esto es: entrenar a los lectores para que discriminen entre la prudencia política aparente y la genuina. Imitando los argumentos usados a conveniencia por líderes políticos y religiosos para “colorear” sus acciones dañinas, Maquiavelo induce a los lectores a reflexionar sobre qué está mal con estas formas de persuasión y a guardarse frente a su encanto superficial. Muchos de los primeros lectores entendieron El Príncipe de esta manera. Así, como su editor inglés Henry Neville escribió en 1691, Maquiavelo a veces usa “expresiones tales que pueden causar nauseas a sus lectores” (p. 5). El florentino escribió así, no “para enseñar o exhortar a los hombres a que contraigan esta enfermedad”, sino “para que los hombres puedan mejorar y evadir sin ser infectados por ésta” (p. 5).*

- Traducción decompilador.

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Por consiguiente, la “pequeña obra” de Maquiavelo no es un tratado que ponga a disposición la sabiduría del autor para ser absorbida de segunda mano por lectores acríticos. Por el contrario, es una serie de conversaciones capciosas y altamente provocativas con el joven, el impetuoso y los hombres de poder que buscan mejorar sus facultades de juicio político. En varios de los capítulos de El Príncipe, Maquiavelo se refiere a las discusiones como “discursos” (discorsi). La palabra sugiere que éstos están estructurados como conversaciones con los lectores, no como disertaciones dictadas desde el pedestal del autor. Un discurso difiere de una disertación unívoca o de un tratado en cuanto imita diferentes voces o expresa distintas perspectivas sondeadas por un participante –en este caso el lector principesco–, cuyos propios juicios siguen siendo inciertos o pobremente fundamentados. A diferencia de un diálogo o un drama, un discurso no nombra participantes específicos ni anuncia cambios de una perspectiva a otra. En El Príncipe, la impresión de voces cambiantes o personae es creada por una variedad de recursos: cambio de pronombres (a veces “él”, a veces “tú” para príncipes), afirmaciones de gran alcance seguidas de titubeos y dudas, contraste entre tonos cínicos y moderados o entre aseveraciones misantrópicas y filantrópicas en el mismo capítulo.

En su contenido, las disertaciones presentan razones y conclusiones cuidadosamente elaboradas en la voz de un único autor que ha reflexionado cuidadosamente sobre éstas. Al igual que un diálogo, un discurso ofrece opiniones débilmente razonadas pero audazmente afirmadas, trayendo sus defectos a la luz a medida que la discusión progresa. Sin embargo, no se renuncia necesariamente a las opiniones con defectos. La tarea de evaluarlas se deja a los lectores como parte de la educación en el juicio independiente, que es un propósito básico de la escritura dialógica multi-vocal.

Lo que los lectores tomen de los discursos depende de sus propios objetivos e inclinaciones. Los aspirantes a príncipes en la prisa de obtener poder son propensos a leer rápidamente, rastreando perlas de sabiduría

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de segunda mano que puedan aplicar directamente a sus empresas. En la medida en que sus objetivos son alcanzar la grandeza y la gloria, tomarán las frases y los ejemplos más rimbombantes, sin reparar en las sutiles advertencias o consejos que podrían funcionar mejor a través de “modos” más modestamente virtuosos. Así como sucede con los príncipes, también otros lectores que leen El Príncipe con la esperanza de encontrar un mensaje simple de soluciones inmediatas, pueden tomar las afirmaciones audaces sin preocuparse mucho por las advertencias. Si encuentran el consejo inmoral profundo y fascinante, estarán poco dispuestos a advertir las formas sutiles en que Maquiavelo lo subvierte e ignorarán el silencioso consejo prudente entretejido en otros niveles del texto. Por el contrario, los lectores que evitan caer en las trampas puestas por la escritura en forma de red de El Príncipe, reconocerán los acertijos que los desafían a pensar arduamente aquello que leen. Si estos reconocen el poder lógico superior y la prudencia práctica de los argumentos moderados, estarán más inclinados a resistir el llamado de los argumentos impactantes y trabajarán más fuerte para descifrar el mensaje subyacente a éstos.

Técnicas irónicas

A continuación, presentaré tres de las principales técnicas irónicas de Maquiavelo.1

1. Inconsistencias y estándares generales

Lo primero es introducir las tensiones discordantes entre afirmaciones particulares frecuentemente, directas e impactantes, y estándares generales más moderados que se encuentran a lo largo de un texto. Al principio de El Príncipe, Maquiavelo establece un estándar general reflexivo que debe servir como la piedra de toque principal para

1 En Machiavelli’s Prince: A new reading (2013) identifico ocho técnicas.

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evaluar los preceptos y los ejemplos particulares del libro. El conjunto de El Príncipe está enmarcado por un estándar global que se establece en el capítulo I: Es mejor adquirir y mantener el poder por medio de las armas propias y la virtù que a través de la fortuna y armas ajenas. Esto puede sonar como un estándar neutral valorativamente hablando –cualquier “modo” lo hará, lo que sea que funcione para un príncipe particular en sus circunstancias particulares. Sin embargo, Maquiavelo disipa cualquier apariencia de neutralidad en el capítulo VI, en el que deja claro que la fortuna es por mucho un modo inferior; siempre es mejor depender de la virtù. Aunque a menudo “parece” que la virtù o la fortuna mitigan las dificultades del príncipe, “quien menos ha confiado en la fortuna se ha mantenido mejor” (Maquiavelo, 2006, p. 90). A lo largo de El Príncipe, Maquiavelo usa la antítesis fortuna-virtù para señalar juicios indirectos sobre la prudencia y lo laudable de acciones o máximas. Cuando pone acento en el rol jugado por la fortuna en las acciones de alguien, a pesar del éxito, insinúa alguna deficiencia en la calidad de esas acciones, incluso cuando están combinadas con virtù –aun cuando las elogia pródigamente con palabras altisonantes. Al comienzo del capítulo VII, Maquiavelo describe las principales desventajas de depender de la fortuna tanto para adquirir como para mantener los principados:

a. En primer lugar, la fortuna le da a los príncipes un ascenso al poder rápido y fácil que es engañoso. Aquellos que se hacen príncipes con su ayuda “en su camino no encuentran ningún obstáculo, se diría que vuelan” (Maquiavelo, 2006, p. 93), pero enfrentan muchas dificultades “una vez instalados” (p. 94).

b. Segundo, en términos concretos, confiar en la fortuna significa depender de otras personas poco fiables. Alguien que se haga príncipe gracias a la fortuna “le es concedido un estado o por dinero o por la voluntad de quien lo concede” (Maquiavelo, 2006, p. 94). En consecuencia, estos príncipes “están supeditados a la voluntad y

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fortuna de quien les ha concedido el estado; que son [–Maquiavelo precisa–] “volubilísimas e inestables” (p. 94).

c. Finalmente, los estados ganados muy de repente (subito) por la gracia de otros carecen de raíces, “de manera que la primera adversidad los destruye” (Maquiavelo, 2006, p. 94).

Esto no sólo sugiere que es mejor valerse de la virtù que de la fortuna si se tiene que escoger entre uno u otro “modo”. También, es mejor no depender de las dos al tiempo: si sucede que se tenga tanto buena fortuna como virtù, es mejor valerse sólo de la virtù, en la medida en que cualquier esperanza que se deposite en la fortuna puede cambiar de la noche a la mañana y alterar los planes mejor trazados. Acciones virtuoso confieren firmeza y seguridad en los resultados, lo hacen, principalmente, imponiendo buenos “órdenes”. Por el contrario, las acciones fundamentadas en la fortuna a menudo producen resultados que pueden parecer impresionantes por un tiempo, pero que pueden colapsar en cualquier momento. En El Príncipe y en todas sus obras, Maquiavelo asocia la fortuna con variación, inestabilidad y con un ordine débil. Los buenos fundamentos son, por tanto, siempre el producto de la virtù; los fundamentos construidos sobre la fortuna son inherentemente inestables. La pregunta que Maquiavelo hace a los lectores para que sea sopesada a lo largo de El Príncipe es: ¿son los modos generales y las acciones particulares descritos en cada capítulo el resultado de cimientos duraderos? En efecto, son éstos, y no los éxitos fugaces –sin importar cuán extraordinarios sean–, los fines apropiados para cualquier príncipe realmente prudente.

Desde mi punto de vista, cada práctica específica, recomendada o rechazada en El Príncipe, puede ser evaluada desde este estándar general tanto si Maquiavelo lo aplica explícitamente como si no. Sugiero que el conjunto de El Príncipe debe ser leído como una serie de confrontaciones entre dos tipos de príncipe o, más bien, dos “modos” de acción principesca. Uno depende de la virtù y sus “propias armas”,

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sus “modos” son constantes y transparentes, y conoce el valor de la confianza para el éxito estable. El otro depende ampliamente o, en parte, de la fortuna y de las “armas ajenas”, sus modos son variables e impetuosos, y constantemente cambia sus políticas, promesas y alianzas para obtener ventaja temporal o ganar amigos sólo de buenas circunstancias.

2. Palabras normativamente codificadas

La antítesis fortuna-virtù de El Príncipe no es autónoma. Ésta forma la base para un lenguaje sistemático, normativamente codificado, que señala los juicios reflexivos de Maquiavelo a lo largo de El Príncipe. Algunas palabras y frases siempre tienen un sentido positivo asociado con la virtù, mientras que otras siempre están asociadas con la fortuna y sus efectos desestabilizadores y erosivos de la virtù. Las palabras asociadas con la virtù expresan elogios, incluso cuando suenan suaves o poco llamativas. Las palabras vinculadas con la fortuna expresan criticismo, aun cuando suenan engañosamente entusiastas o sorprendentes.

Por ejemplo, afirmaciones sobre algo que hace “felices” (felice) a los hombres suenan positivas, pero, a menudo, contienen una advertencia velada: aquello puede ser adquirido con la ayuda de la fortuna, pero difícil de mantenerlo con las armas propias y el tiempo traerá más congoja que felicidad. El poder adquirido repentina, rápida (subito, presto) o fácilmente (facilmente) es débil y poco fiable, y por consiguiente dependiente de la fortuna. Insistir en la “grandeza” (grandezza) o en la “altura” (altezza) de hombres o acciones, o en la gran “reputación” (reputazione) que confieren es advertir que lo que parece grandioso y confiere reputación puede que sea engañoso o carezca de fundamentos seguros. Esencialmente, el mismo lenguaje normativamente codificado es desarrollado más a fondo en Los Discursos, El Arte de la Guerra y Las Historias Florentinas.

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En ambos usos de palabras clave específicas y del contenido de sus argumentos, Maquiavelo se basa en una larga tradición de escritura antigua. Los lectores familiarizados con esta tradición –tal como lo eran la mayoría de los primeros humanistas lectores de Maquiavelo– tendrían que haber detectado los métodos de escritura irónica más rápidamente que aquellos menos inmersos en textos antiguos. Esto ayuda a explicar por qué parecía claro para ellos que Maquiavelo estaba disimulando –o como Alberico Gentilli (1924) lo manifiesta en una amable paradoja, “making all his secrets clear” y “revealing his secret counsels” (p. 9) por medio de una indirecta irónica–, mientras que los lectores modernos no versados en una amplia gama de escritura clásica, fallan en ver el patrón.

3. Contraste irónico

Otra técnica bien establecida de elogio irónico consiste en prodigar buenas palabras sobre los sujetos de las acciones, mientras se describen esas acciones de formas discordantes con el elogio. En El Príncipe encontramos a menudo afirmaciones que parecen expresar inequívocamente juicios positivos sobre individuos, estados o acciones. Dadas las desconcertantes ambigüedades del libro, es muy tentador sacar ventaja de aquellas afirmaciones al situarlas como la base para la comprensión de las perspectivas de Maquiavelo. La tentación debe ser resistida, en la medida en que las afirmaciones en las que Maquiavelo parece elogiar a un individuo o una acción se ponen en tensión con sus detalladas descripciones de las mismas acciones.

Basada en la antítesis entre buenas palabras y hechos menos buenos (en griego logoi-ergoi, en latín verba-facta), esta es una de las técnicas más viejas de escritura irónica. Fue diseñada para abordar un antiguo problema en la vida política: el pueblo es fácilmente engañado por la retórica que suena impresionante y por las buenas apariencias, y es tentado por las buenas palabras a ignorar los peligrosos errores de los hombres en el poder. Autores antiguos, como Jenofonte, usaron el

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contraste entre el elogio público y el recuento de hechos problemáticos al entrenar a los lectores para ver más allá de la retórica seductora (Benner, 2009, cap. II). Muy a menudo Maquiavelo hace que las acciones hablen más sinceramente –aunque de forma menos fuerte– que las palabras.

El ejemplo de César Borgia

Aunque Maquiavelo describe las decepciones y las difamaciones de Borgia y admite que su reinado duró unos pocos años, parece elogiar a il duca –como lo llama a lo largo del libro–, más efusivamente que a cualquier otro individuo en El Príncipe. En el capítulo VII, declara que a Borgia “no sabría censurarle” (Maquiavelo, 2006, p. 100) y que cree poder “proponerlo como modelo a imitar a todos aquellos que por fortuna y con armas ajenas han llegado al poder” (p. 100). Maquiavelo culpa de la rápida caída de Borgia a la maligna fortuna, diciendo que él hubiese podido prolongar su reinado si tan sólo no hubiera apoyado al hombre incorrecto para Papa después de la muerte de su padre, el Papa Alejandro VI. Sin embargo, hay numerosos signos reveladores de la ironía en la alabanza de Maquiavelo a Borgia. Estos se hacen más evidentes si aplicamos el estándar “maestro” de o fortuna o virtù.

Para empezar, Maquiavelo trata a Borgia como su principal ejemplo de un príncipe que adquiere y pierde su estado por medio de la fortuna y las “armas ajenas” –no por la virtù y sus propias armas. Esto por sí sólo pone en duda la opinión generalizada de que Maquiavelo trata a Borgia como un modelo ideal de virtù principesca: si lo hizo, por qué no lo incluyó bajo el título en el capítulo VI, en el que se ocupa de los príncipes que han adquirido el poder gracias a la virtù y NO a la fortuna.

Es cierto que Maquiavelo dice que “el duque”, tras haber sido favorecido por la poco fiable fortuna, trató de cambiar hacia modos virtuoso generadores de estabilidad, pero su descripción de las medidas que Borgia tomó para alcanzar tal fin hacen dificiles de creer las repetidas

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afirmaciones de su éxito en el establecimiento de buenos fundamentos. Como ya lo expuse, una técnica típica de elogio irónico es ser generoso con palabras buenas sobre las acciones de un sujeto, mientras que se describen las acciones de formas que obviamente desentonan con el elogio. Antes de mencionar a Borgia, Maquiavelo plantea, en términos concretos, qué significa depender de la fortuna en vez de la virtù. Además, subraya dos métodos que hacen a los príncipes depender de la fortuna para su supervivencia, a saber: intercambiar favores y pagar dinero. Estos métodos pueden generar ganancias rápidas, pero jamás fundar un dominio estable. Cuando Maquiavelo continúa describiendo cómo Borgia trató de apartarse de sus inicios inestablemente afortunados para depender de su virtù y de sus propias armas, los métodos descritos en detalle terminan involucrando precisamente aquellos métodos dependientes de la fortuna. Primero, Borgia compró a los simpatizantes de sus enemigos con “grandes estipendios” (Maquiavelo, 2006, p. 96) y con ascensos. Cuando esto no funcionó, los atacó con la ayuda de las fuerzas francesas –de este modo, evidentemente, siguió dependiendo de las armas ajenas. Finalmente, Borgia recurrió al engaño y al homicidio– métodos que pudieron haberle deshecho de enemigos particulares, pero que también eran susceptibles de crear otros nuevos, como de hecho lo hicieron. Cuando, después de todo esto, Maquiavelo afirma que Borgia “había puesto unos cimientos bastante buenos a su poder” (p. 97), los lectores deben sopesar estas buenas palabras frente al juicio concreto de las acciones cuestionablemente prudentes del duque.

Otro método clásico de “condenar a través del elogio”, en vez de criticar directamente al sujeto, consiste en ponerlo junto a otra persona que es elogiada por cualidades o acciones que no son explícitamente notorias en el otro. Maquiavelo lanza una luz resplandeciente sobre la dependencia de Borgia de la fortuna al compararlo con Francesco Sforza, quien devino “príncipe” por fortuna, pero luego trabajó arduamente “por los medios adecuados y gracias a su gran virtud” (2006, p. 94) para poner bases estables y legítimas a su mal obtenido

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poder. Puestas junto a esta amable descripción sin reserva alguna, las primeras palabras de Maquiavelo sobre Borgia tienen un efecto desalentador. Omite cualquier referencia la virtù de Borgia, diciendo que “el duque” “adquirió el estado gracias a la fortuna de su padre y con ella lo perdió” (p. 94) –¡ni siquiera con su propia fortuna!– “a pesar de haber recurrido por su parte a toda clase de acciones y de haber hecho todo lo que debía hacer un hombre prudente y virtuoso” (p. 94). Maquiavelo pudo simplemente haber dicho que Borgia fue un hombre prudente y virtuoso. En cambio, se extiende incómodamente de forma locuaz para no decirlo.

Es cierto que Maquiavelo dice que Borgia había adquirido una provincia “llena de latrocinios, peleas y toda clase de insolencias” (2006, p. 97), gobernada por “señores impotentes” (p. 97) quienes crearon desunión, no unión. Entonces, ¿qué medios empleó Borgia para ordenar y unificar sus nuevos súbditos? Empezó, nos dice Maquiavelo, instalando un nuevo gobernador en la Romaña, Ramiro de Orco, “hombre cruel y expeditivo, al que dio plena y absoluta potestad” (p. 97). Después de que Ramiro impuso orden, Borgia encontró un pretexto para aniquilar violentamente a su ministro, permitiéndose así gobernar en un Estado recién pacificado sin incurrir en la recriminación popular. Este incidente es frecuentemente tomado para ilustrar una pieza clásica de la sabiduría maquiaveliana: usa a los otros para hacer tu trabajo sucio, de manera que esa violencia necesaria sea usada sin hacer que el pueblo te odie. Esta interpretación asume que Borgia había pensado ingeniosamente todo el plan desde el principio.

Pero esto no es lo que Maquiavelo sugiere. Narra que Ramiro “en poco tiempo unió y pacificó la provincia [la Romaña] con grandísima reputación” (Maquiavelo, 2006, p. 98). Sólo después de que las acciones de Ramiro habían incrementado su reputación, Borgia reconoció el riesgo en el que incurrió al darle a un gobernador tan exitoso la máxima autoridad en la Romaña. “Pero más tarde”, no antes, “juzgó el duque que ya no era necesaria tan generosa autoridad porque podía resultar

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odiosa” (p. 98). ¿Odiosa para quién? En parte, para el pueblo de la Romaña. Pero Maquiavelo insinúa que Ramiro también devino odioso para Borgia mismo, en la medida en que dejando a su representante obtener “grandísima reputación” (p. 98) por generar paz y unidad, creó un rival a su propio poder principesco. La decisión subsecuente de tomarlo como chivo expiatorio parece un intento ansioso de rectificar un error de juicio, no un golpe maestro de previsión virtuosa (Las Legaciones de ese tiempo lo aclaran). Sólo unos pocos días antes del arresto de Ramiro, Maquiavelo escribió a casa que las tropas francesas enfurecidas estaban dejando la corte de Borgia, habiendo recibido “injuries from the country people here” y temiendo por su seguridad. En la misma carta, en que informa que Ramiro “has been put by this Lord in a dungeon”, Maquiavelo asume que los franceses se habían ido porque “the country was growing hostile” para el duque, “being so aggravated with so many soldiers”. Borgia de este modo, según Maquiavelo, “lost more than half his forces and two-thirds of his reputation”. Mientras tanto, se enfrentó a una gran agitación en Urbino, cuya gente estaba resistiendo la conquista de Borgia causándole “great terror”.2 En contraste con este antecedente, el uso de Ramiro como chivo expiatorio de Borgia fue visto como una jugada desesperada para mostrar su fortaleza y silenciar el disenso local en un momento en que su propio modo de armas se caía a pedazos.

Y la cuestión clave es: ¿representa, para Borgia, la manipulación de de Ramiro un cambio más virtuoso hacia la autosuficiencia y, en consecuencia, un alejamiento de la dependencia de la fortuna? Obviamente, no. Maquiavelo insinúa que la paz y la unidad establecidas en la Romaña fueron el producto de las habilidades políticas de Ramiro, no de las de Borgia. Lejos de señalar el triunfo de los esfuerzos de Borgia de pararse sobre sus propios pies virtuosos, el episodio parece ilustrar su inhabilidad crónica de escapar a la dependencia de otros. La última

2 Machiavelli, Legations 20 and 23 December 1502; 26 November 1502.

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prueba a los esfuerzos de Borgia para girar hacia una independencia virtuosa viene algunos meses después de la muerte de su padre, el Papa Alejandro VI. Aquí obtenemos la máxima ironía: en lugar de sostenerse sobre sus propios pies una vez que su padre se ha ido, César sigue mirando al Papado para apoyar su desmoronado Estado. Maquiavelo podría decir que su único error fue que apoyó al cardenal equivocado para Papa. Pero esto dice todo lo que necesitamos saber del fracaso de Borgia para construir un poder firme basado en sí mismo. Si ya no es de su padre, sigue dependiendo del próximo Papa para hacer o deshacer con él.

¿De qué se trata, entonces, la explicación manifiesta que Maquiavelo ofrece sobre el fracaso de Borgia, según la cual si “sus previsiones no le sirvieron de nada no fue por culpa suya, sino por una extraordinaria y extrema malignidad de la fortuna” (Maquiavelo, 2006, p. 95)? La lectura usual es que el destino de Borgia muestra el terrible y aleatorio poder de la fortuna sobre las relaciones humanas. Incluso, si se pudo haber venido abajo por la fortuna, esto sirve para advertir a todos los príncipes que la mala suerte bruta puede aniquilar hasta sus mejores esfuerzos. Pero esta mirada fatalista del poder de la fortuna es difícil de encuadrar con el análisis de Maquiavelo sobre cómo ese poder opera a través de tipos específicos de acciones voluntarias. Depender de la fortuna es una elección que implica acciones concretas: pagar dinero, dar favores o tomar ventaja sobre las debilidades de otros. Al explicar estos modos, Maquiavelo desmitifica la metáfora de la fortuna. A su vez, deja ver las elecciones que llevan a las personas a perder el control de lo que ganaron por estos medios y muestra que lo que achacan a la mala fortuna es, realmente, a menudo el producto de sus propias acciones o de su negligencia. Así, cuando Maquiavelo dice “no sabría dar a un príncipe nuevo mejores preceptos que el de sus acciones [las de Borgia]” (p. 95), las lecciones más probables son de precaución. Los nuevos príncipes pueden estudiar las acciones de Borgia para aprender cómo evitar ser el juguete de la fortuna, o pueden modelar sus propias acciones a las de éste y correr el riesgo de terminar como él.

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Cuando Maquiavelo dice que Borgia puede ser propuesto “como modelo a imitar a todos aquellos que por fortuna y con armas ajenas han llegado al poder” (2006, p. 100) –nótese el fraseo–, no dice que cada príncipe debe imitar a Borgia, sino sólo una clase deficiente de príncipes, específicamente, aquéllos que han erigido su poder “por la fortuna y con armas ajenas” (p. 100). Los príncipes que lo adquieren por sus propias armas y virtù no necesitan imitar a Borgia.

Las descripciones que hace Maquiavelo de Borgia en sus Legaciones, sus poemas, otras piezas literarias tempranas y en El Príncipe proyectan al joven duque como un tipo familiar de personaje: uno cuya inflada autoconfianza y ambiciones mal concebidas lo hicieron volar alto y, luego, estrellarse. Tales personajes son las “víctimas” clásicas de la ironía, sea cómica o trágica. El Príncipe prueba el juicio político de los lectores moviéndose constantemente entre la perspectiva de un joven impetuoso y demasiado ambicioso –en búsqueda de las vías más fáciles y expeditas para adquirir el poder con la ayuda de la fortuna– y los juicios más adecuados para dar cimientos firmes al Estado.

Referencias

Bacon, F. (1985 [1597-1625]). The Essays. (J. Pitcher, Ed.). Harmondsworth: Penguin.

Benner, E. (2009). Machiavelli’s Ethics. Princeton: Princeton University Press.

Gentili, A. (1924 [1594]). De legationibus libri tres (vols. 1-2)( G. Liang, Trad., J. Scott, Ed.). New York: Oxford University Press.

Maquiavelo, N. (2006). El Príncipe. La mandrágora. (H. Puigdoménech, Trad.). Madrid: Cátedra

_____________ (2007). Nicolás Maquiavelo a Giovani Battista Soderini. Perugia, 13-21 de septiembre de 1506. En: J. Forte (Trad.) Epistolario Privado. Madrid: La esfera de los libros.

Neville, H. (1691). Nicholas Machiavel’s Letter to Zenobius Buondelmontius, in Vindication of his Writings. London: s.n.

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IVLo que no puede la virtù

del príncipe (Ensayo sobre El Príncipe de Maquiavelo)

Antonio Hermosa Andújar Departamento de Estética e Historia de la Filosofía

Universidad de [email protected]

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EL PRÍNCIPE DE MAQUIAVELO

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113LO QUE NO PUEDE LA VIRTÙ DEL PRÍNCIPE

Lo que sí puede la virtù

¿Cuál es el poder de la virtù en la doctrina política maquiaveliana? Caben varias respuestas, pero la mejor es una muy breve que todo lo compendia: ningún príncipe que careciera de ella lograría conservar el Estado ni preservarse a sí mismo en el trono. Tal afirmación, siendo sustancialmente correcta, disimula, sin embargo, la épica de la virtù. Es decir, esos puntos álgidos en el proceso de conservación del statu quo –presentes sea cuando el príncipe accede al poder por méritos propios, sea cuando lo hace por méritos ajenos–, en los que el mismo parece desbordar al género humano al que pertenece, para convertirse en una suerte de simulacro de titán humano cuya acción, casi sin precedentes, pone a la historia de parte de su voluntad, en contra de toda lógica y de la apariencia mejor fundada. Es triunfando contra la fuerza terrible de la naturaleza y contra el tremendo peso de las circunstancias como se adquiere conciencia del casi omnímodo poder de la virtù. Resumamos el razonamiento de Maquiavelo.

A la cuestión de cómo conserva el principado quien accede a él por medio de su virtù se responde del siguiente modo: llegar es difícil, pero mantenerse es fácil ¿por qué? Lo que dificulta el acceso son los obstáculos grandes o extraordinarios que jalonan el camino, interpuestos ante todo por la novedad de la situación política, que al exigir al príncipe la instauración de una nueva institucionalidad lo pone ante la situación más tumultuosa y difícil en la vida de un pueblo, la que mayores incertidumbres y peligros le genera ¿cuáles son? ¿Cuál es la naturaleza de tales incertidumbres y peligros?

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En primer lugar, vienen los dúplices motivos políticos: los intereses (de los favorecidos por el régimen anterior) actúan contra el invasor, en tanto aún se muestran remisos sus potenciales beneficiarios. Esa actitud pasiva tiene razones políticas y psicológicas que la explican a su vez. Por un lado, la legalidad está a favor del bando rival, lo que les hace sentir temor en dicha situación; y por otro, les retiene la incredulidad de los hombres, favorables a lo nuevo sólo cuando el paso del tiempo los ha familiarizado con ello: cuando la experiencia les ha demostrado su bondad. (Por eso la fuerza –no la oración– podrá ser necesaria para constreñirles a creer por la fuerza a los partidarios dubitativos si fuera menester).

Ése es el razonamiento literal de Maquiavelo ¿cuál es el papel de la virtù ahí?

Acceder al trono por parte del nuevo príncipe es, pues, virtuoso, porque los enemigos, amparados en la legalidad, aunque sea en defensa de sus intereses, actuarán contra él si les es posible con total ímpetu; mientras quienes deberían defenderle apenas se mueven a favor suyo, atenazados por esa misma legalidad que les es contraria y por un enemigo quizá aún mayor de rostro desconocido: la incertidumbre inherente a lo nuevo. Nada les hace saber cómo será el príncipe actual y eso no favorece la militancia en sus filas.

La virtù del príncipe que accede al trono ha logrado, por tanto, superar el mayor obstáculo que interpone la historia a un pueblo, la erección de instituciones nuevas, vencer las fuerzas enemigas y volver a los hombres remisos favorables a él.

Si las dificultades de las dos primeras empresas son ingentes, las interpuestas por la tercera son descomunales y vencerlas es heroico. Y es que ha forzado la naturaleza humana. Ha logrado que los hombres crean en él, en lo nuevo, sin conocerlo, sin que el tiempo les haya proporcionado la debida información para hacerse con una opinión correcta sobre él (sobre ello). Así, los hombres han ensanchado su corazón y su mente, como Pericles decía de los atenienses, aprendiendo

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115LO QUE NO PUEDE LA VIRTÙ DEL PRÍNCIPE

a creer sin fundamento cierto y a decidir sin base cierta, garantizada su verdad por el señor de las certezas empíricas: el tiempo. Y también a actuar en función de las nuevas creencias y opiniones. Ese imponer lo nuevo por sí mismo, esto es, sin necesidad de haber sido experimentado, es la obra maestra de la virtù, del príncipe virtuoso, sobre los seres humanos, que les permite ensanchar su naturaleza y reexperimentar en política: dar nuevas formas políticas a la historia. Esa ha sido su significación histórica y continúa siendo su significación actual.

A la cuestión de cómo conserva el principado quien accede a él por medio de su virtù, en cambio, se responde así: al revés que en el caso anterior. La conservación es difícil porque el príncipe afortunado, a diferencia de su meritorio pariente, no ha mostrado ninguna virtù para llegar adonde está, sino que una voluntad superior a los obstáculos le ha depositado en él. Lo fácil, pues, será perderlo: ¿cómo lo podría conservar? ¿Cómo sería capaz de actuar contra la naturaleza de las cosas e invertir el resultado esperado?

Los obstáculos a su conservación provienen de la fuente que le allanó el acceso: esa voluntad que lo mismo que pudo ponerlo en el cargo lo puede deponer. Ellos, en efecto, que no eran príncipes antes, ni saben ni pueden gobernar.

No saben. Siendo como son, individuos no políticos, sus conocimientos, habilidades y destrezas se han forjado sobre experiencias no relacionadas con la cosa pública, de la que, lógico, deben mostrar una ignorancia casi total. O sea, no deben saber mandar.

No pueden: esta vez por motivos políticos, no psicológicos. Carecen de fuerzas leales y fieles, condición fundamental. Pero también se vuelve aquí a los motivos psicológicos: los hombres y nuestras creaciones pertenecemos al reino de la naturaleza, y ésta quiere que cuanto crece, para ser sólido, necesite de tiempo, según vimos, porque sólo así crecen “raíces y ramificaciones” que dan solidez a lo nacido.

¿Cuál es el significado de la virtù en la conservación de un Estado al que se accedió en tal modo? En primer lugar, dotar a su titular de

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conocimientos que no le corresponden, esto es, preparar su intelecto para otros conocimientos diversos a los que suministran los objetos en los que trabaja o a los que dedica su atención. Es decir, ampliar las posibilidades de la mente humana y con ellas las de la acción humana.

En segundo lugar, dotar a su titular, que posee tales conocimientos, de la posibilidad de emplearlos al servicio de la nueva empresa: de preparar “los cimientos” que le permitirán conservar la herencia aún en contra, si fuera menester, de quien se la legó.

Y, en tercer lugar, lo más importante de todo: prepararlos en mucho menos tiempo del que ordinariamente se requiere, demostrando con ello que el reino humano, natural como es, tiene una legalidad especial y diferenciada de la del mundo natural restante; y que, por tanto, es en parte un artificio –un artefacto natural peculiar– fabricado a voluntad por quien posee las capacidades y medios de hacerlo, afectando la mente y la convivencia de los hombres con su invento. Es decir, de nuevo, sin suprimir el tiempo, sí lo ha comprimido, ha producido los efectos requeridos en el laboratorio de una realidad manejada por otra especie de máquina, que acelera los procesos históricos de una manera innatural.

Virtù, aquí es, pues, la producción de artificios, la puesta en marcha de procesos sociales comprimidos en el tiempo, esto es, procesos capaces de emancipar los efectos de sus causas (naturales).

En suma, la virtù modela el tiempo al introducir una aceleración especial en la producción de efectos –hacer crecer las raíces que dan firmeza a las cosas, lograr convencer de lo nuevo antes de probarse bueno– que les emancipa en parte de sus causas, es decir, que introduce la voluntad humana, con sus medios de auto-realización, en los procesos naturales. Entonces, la virtù es la capacidad que posee su titular de modificar la naturaleza creando un artificio humano dentro del mundo humano natural. Tal es el significado de la virtù principesca; tales son los escenarios humanos en los que esgrime su, diríase, omnipotente poder. Una sola frase compendia la gesta: reduce a la nada la fortuna, el poder

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117LO QUE NO PUEDE LA VIRTÙ DEL PRÍNCIPE

que respecto de la mayoría de los mortales, diría Goethe, gobierna la mitad de sus vidas.

¿Hay algo en el mundo humano capaz de resistirse a un poder semejante? A ello dedicaremos el resto del trabajo.

Lo que no puede la virtù

¿Qué no puede un poder como ése?

No puede:

a) Con la fortuna entendida como acontecimiento natural, es decir, no puede domeñar ni las fuerzas brutas de la naturaleza ni la enfermedad ni la muerte, aun cuando sí logre oponerles resistencia: pero más con la tecnología, esto es, la virtù aplicada de la ciencia, que con la política.

b) Con la libertad.c) Con la nación (estos últimos límites son humanos ambos, bien

que su naturaleza sea del todo diversa: la libertad es su opuesto complementario; la nación es su desaparición por innecesaria).

(Fortuna y) Libertad

Al determinar los agentes de la conducta humana, Maquiavelo redescubría a un conocido titiritero que desde siempre había campado a sus anchas por las vidas de los hombres, y que gozaba de un fuerte predicamento, incluso entre la propia intelectualidad: la fortuna. Al decir del teórico de la virtù en el capítulo XXV de El Príncipe, la voluntad de un ser humano sólo rige la mitad de su vida en el mejor de los casos, mientras la otra mitad queda a expensas de la música que la fortuna guste tocar (Maquiavelo, 2011, p. 83).

Ahora bien, cuando analizamos la realidad englobada bajo el término fortuna, lo primero que salta a la vista es la disparidad de la

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materia, pues se juntan hechos humanos con fenómenos naturales, cosas que por su propia esencia requerirían un tratamiento por separado que acabarán obteniendo. En efecto, por un lado, se llama fortuna, por ejemplo, al modo de acceder de César Borgia al trono de la Romaña, pues le llevaron ahí los tenaces esfuerzos de su padre, más el Ejército del rey de Francia, al que se logró ganar para su causa. Ahora bien, vistos dichos esfuerzos –la grandeza finalmente superada de los obstáculos que se interponían a su fruto– desde el punto de vista del padre, no cabe hablar sino de la virtù de Alejandro; y lo mismo toca decir del disciplinado Ejército francés visto con los ojos de su jefe: era prueba de su virtù. En este sentido, la fortuna de un sujeto es meramente el conjunto de fuerzas aún no controladas por él, pero a las que con su virtù puede desactivar y aun dominar. De ahí que César Borgia conservara por un tiempo el trono de la Romaña pese a la voluntad de su antiguo y real valedor francés.

Por otro lado, fue la fortuna, nos dice el secretario florentino, lo que le hizo perder dicho trono. Mas, si en el capítulo VIII analizamos con detenimiento “la causa de su caída final” (Maquiavelo, 2011, p. 27), nos toparíamos con un fallo en su virtù, imperdonable en quien de tanta disponía, a saber: haber permitido la elección de un Papa de una familia adversaria. Con todo, no es eso lo que ahora importa, sino a qué llama aquí fortuna y vemos que es la enfermedad del príncipe, la muerte de su padre y aun la suya. Estas desventuras, unidas a las inundaciones provocadas por los ríos torrenciales, completan la gama de fenómenos naturales enumerados por Maquiavelo y subsumidos dentro de tan heterogéneo concepto.

La diferencia cualitativa de una y otra fortuna es que, siendo la primera humana, un príncipe nuevo puede con su virtù neutralizarla en toda regla (aludimos al príncipe porque, en efecto, sólo él puede hacerlo: para los demás hombres aún sigue gobernando la mitad de sus vidas. Dicho de otra manera: esa virtù sigue siendo tan heroica que en absoluto ha podido democratizarse); mientras que la segunda, siendo

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natural, jamás puede ser totalmente controlable. El príncipe, en ese caso, con “malecones y diques” (Maquiavelo, 2011, p. 83)lograría aminorar los efectos de las avenidas de los ríos; y una buena política preventiva al respecto, revelaría sin duda cierta eficacia contra el poder de la naturaleza: si, por citar algún hecho, el dinero rebajado de los impuestos y luego reinvertido en una ilegal guerra –en Iraq, por ejemplo– se extrae del que ha de emplearse en mantener reforzados los diques que protegen de los huracanes, el príncipe no habrá de extrañarse si algún Kathrina le pasara factura en Nueva Orleáns; si la corrupción y una pésima política económica debilitan con la pobreza engendrada el vigor de una sociedad, o el fanatismo religioso impide un mayor desarrollo de la investigación tecnológica, tampoco habrá de sorprender al príncipe que domina en algún lugar de la región centroamericana, o en Pakistán, que un nuevo huracán o un terremoto saquen el infierno del centro de la tierra y lo trasladen a la superficie. Pero, aun en el mejor de los casos, con diques y espigones cumpliendo su cometido, siempre un tsunami que remonte el Arno, por despistado que ande al punto de confundir el Pacífico con el Tirreno, y por reforzadas que estén las defensas de la ciudad, acabará causando grandes destrozos en Florencia.

Poniendo en contacto la virtù con esta nueva y natural fortuna no hacemos sino yuxtaponer dos realidades heterogéneas que apenas se rozan entre sí y que, desde luego, no pueden conmensurarse con la misma vara de medir. Dejemos pues de lado la naturaleza, y recuperemos la pregunta con la que abrimos la presente sección, aunque ya restringida a su ámbito propio: ¿cabe algún límite a los efectos de la virtù en el mundo estrictamente humano? Es menester referirse a la libertad.

Poco dice Maquiavelo en esta obra sobre la libertad, pero es tanto ese poco que no podemos pasarlo por alto. Prescindiendo aquí de la breve alusión al “libre albedrío” (Maquiavelo, 2011, p.83) del hombre, el otro auriga, junto a la fortuna, de las acciones humanas, el grueso de referencias maquiavelianas se centran en la libertad política, de la que, repetimos, apenas se nos dejan unas breves pinceladas. Volviendo al

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caso del principado mixto, en el que el nuevo dominio adquirido fuera una república –el régimen de la libertad– en lugar de un principado, al preguntarnos ¿cómo la conservaría el nuevo príncipe?, no podemos menos que sorprendernos al comprobar que de los tres modos posibles de hacerlo sólo hay uno seguro: “su destrucción” (p. 17). Y Maquiavelo remacha: “Quien se convierta en señor de una ciudad habituada a vivir libre y no la aniquile, que espere ser aniquilado por ella” (p. 17). O el príncipe nuevo destruye a la antigua república o la antigua república destruirá al príncipe nuevo. No cabe más alternativa (ni siquiera la de “ir a vivir allí”, como en sorprendente e inexplicada apostilla concluirá el citado capítulo).

La causa introduce un elemento desconocido en el reino de la política: el príncipe conservaba el trono, vimos, al ganarse paulatinamente la adhesión del pueblo satisfaciendo los intereses y las necesidades del mismo; el bienestar, como antaño en Aristóteles, era un requisito del orden y su efecto era tan fuerte como para revelarse la mejor garantía de que el pueblo había olvidado ya a su antiguo señor y toda su circunstancia política. Pero ahora, en cambio, resulta que “la libertad y sus antiguas instituciones” (Maquiavelo, 2011, p. 17) reaparecen en la memoria de los viejos republicanos a la menor ocasión, por una razón fundamental: porque “ni el transcurrir del tiempo ni los beneficios deparados jamás hacen olvidar” (p. 17) aquellos nombres sagrados. Donde ha habido libertad, el tiempo no pasa para ella, aunque cambie el régimen; donde ha habido libertad, ningún bienestar resulta suficiente para comprar la tranquilidad política. La libertad crea en quienes han disfrutado políticamente de sus beneficios un gen nuevo, su propia memoria, que alza una barrera indestructible ante el paso del tiempo; crea incluso a un hombre nuevo, dotado de pasiones más vivas y violentas que son la llama misma de la rebeldía contra quienes desean sofocarlas y reducir a los hombres a sus cenizas: a esos falsos seres “acostumbrados a obedecer” (p. 18) que, “al faltarles […] el antiguo príncipe”, como “vivir libres no saben” (p. 18), buscan un nuevo amo

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para su obediencia. En ese tipo de hombre, el lector maquiaveliano oye con fuerza antiguos ecos de Heródoto o Pericles, y los contemporáneos de Bruni.

Sabemos por la historia, nos dice Maquiavelo en el capítulo III de El Príncipe, que la memoria de la vieja forma política es un poderoso antídoto contra la asimilación y hasta contra el dominio impuesto por un nuevo señor, y por ello ciertos pueblos iberos o francos resistieron la tentación de romanizarse mientras dicha memoria latía en sus almas. Pero el hecho de caer derrotada ante el tiempo, la fuerza o los beneficios demuestran que no era la libertad la forma en que se expresaba políticamente la vieja institucionalidad.

Y sabemos ahora, por lo que nos cuenta Maquiavelo, que el príncipe nuevo nunca se convertirá en un “príncipe natural” (Maquiavelo, 2011, p. 6) si su actual dominio fue antes una república. Pues la dinastía hoy reinante en un principado hereditario, ha instaurado precisamente su legitimidad sobre el olvido, vale decir, sobre la creación de una especie de identidad auto-referencial que extiende un vacío temporal sobre la historia anterior a su asentamiento en el trono. Dicho principado no es que se convierta con ello en una burbuja metafísica aislada del reino histórico, ni mucho menos, pero sí es cierto que el sistema de creencias con el que se justifica se sostiene sobre una negación, la del tiempo predinástico, que se ha impuesto olvidar a fin de evitar volver a cambiar. Es esa mentira sobre los orígenes y la necesaria cristalización ulterior de la comunidad inmanentes al olvido, así como sus consecuencias sobre el futuro de los hombres –esa dimensión del tiempo que se pierde cuando no hay libertad, como ya nos previniera Tácito–, entre las que se cuenta el cambiar de acuerdo con la propia voluntad, el territorio que la libertad sustrae a la virtù al no poderse olvidar.

Añadamos unas palabras más acerca de su significado. La libertad, en cuanto que par a la virtù principesca, derrota al tiempo, es decir, impide a quienes la experimentaron echarla en el saco roto del olvido, como impide a la conciencia sucumbir ante el placer, bien

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puede considerarse en este sentido como virtù del pueblo republicano; o, si se prefiere, bien puede considerarse al pueblo republicano como atributo suyo, al igual que los grandes pero con mayor razón, dado que coparticipa en el gobierno y contribuye a la perpetuación de la misma. La república ha generalizado la virtù al tiempo que la ha des-heroificado, si bien queden rastros patentes de su fulgor individual en la de algunos capitanes militares y en algunos grandes gobernantes, en los demás, gracias al autogobierno republicano, es, por así decir, la política devenida antropología. Así, si bien se mira, constituye la posibilidad de democratización de la virtù, de que en un mundo ya inmanente, esto es, plenamente humanizado pero todavía no democratizado, los sujetos se igualen entre sí como ciudadanos, que nacen de la desaparición del héroe o de su confinamiento en una región antropológica menos militar y en un tipo de acción pública menos sobrehumana. Ese sujeto ya no es carne de cañón de voluntades más poderosas que una serie de azares han fosilizado en el vértice del sistema social, y que moviendo sus hilos según su capricho den sentido a su vida; ahora ya se le reconoce su capacidad de autogobernarse de manera autónoma y de regir en cooperación con los demás, y pese a las diferencias que les separan, las relaciones que teje con ellos.

El individuo que no olvida la república y, más aún, el pueblo que no la olvida, incluso varias generaciones después se redimen, humana y políticamente, gracias a su libertad, en la posibilidad de gobernar, que les hace ser más de lo que parecen a título individual, y lo que son cuando están juntos gobernando. Hacen ondear así su deseo de no dejarse sojuzgar por nadie, y al mantenerlo fijo en la memoria transforman un instante histórico, el del nacimiento de la libertad, en una idea innata para el futuro. He ahí un leal ejemplo de cómo nacen en el tiempo ideales a los que una buena parte de la humanidad ya no renunciará en ningún caso, ni siquiera ante los cómodos sobornos del propio tiempo, a través del olvido o del bienestar.

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Nación

Veinticinco capítulos después, Maquiavelo escribe la segunda parte de su opera magna, en el capítulo XXVI, el último. Lo firma con el mismo nombre y apellido, pero imbuido de una personalidad enteramente distinta. Se diría que el autor que había recomendado al príncipe el arte de la simulación en aras de la eficacia de su cometido, se sintiera a sí mismo justificado para disimular en la teoría la mitad de su persona. Y es que, sin solución de continuidad, al analista frío, diseccionador de la conducta humana con imparcialidad implacable, cual si de cifras se tratara, amigo de las metáforas naturalistas y partidario de usar la fuerza contra el guarismo viviente, etc., sucede un alter ego todo corazón donde antes le viéramos como pura razón, que lo lleva a la política ensanchando en patria el anterior impero, que inflama con versos la antaño acerada prosa, etc.; y a quien no importa si tras todo ello su racionalidad queda o no en paz con la lógica.

¿Cuáles son, por tanto, los nuevos objetivos planteados por el autor? ¿Cuál su modo de buscarlos y qué consecuencias derivan para la doctrina al tratar de integrarlos con los anteriores? El centro del discurso dilata ampliamente su circunferencia hasta abarcar a Italia entera. Es ella el sujeto actual de la adquisición y conservación del poder, en lugar de Florencia o cualesquiera otros principados peninsulares, pequeños o grandes. El motivo de que el poder haya alzado su mira se debe a que el rastreo llevado a cabo por la mirada maquiaveliana en su tiempo histórico le ha revelado, nada menos, que se halla ante la posibilidad de hacer realidad un sueño: ante la ocasión de dar cuerpo a la unidad política de Italia. Y la razón de ese sueño estriba en la creencia de que Italia es, culturalmente hablando, una nación.

En efecto, a pesar del escaso número de veces en que aparece tal término a lo largo y ancho de la obra maquiaveliana, del hecho de ser sustituido en no pocas por el de “provincia” –o, naturalmente, de las polémicas academicistas acerca del grado de correspondencia entre uno

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y otro. A pesar, igualmente, del desacuerdo entre la creencia señalada y consideraciones esparcidas en otras obras; y a pesar, desde luego, de las ilusiones y aporías inmanentes tanto al concepto en cuestión como a la ideología frecuentemente engendrada por él, por un lado el nacionalismo, es un dato que Maquiavelo tiene en cuenta en sus análisis (cfr. Maquiavelo, 2011, el cap. III ) y, por otro, el florentino profesa la fe nacionalista. Esto último, por lo demás, se pone de manifiesto no sólo en la afirmación antevista de Italia como unidad cultural, sino así mismo en el corolario político deducido de ella: la exigencia de un Estado para la preexistente nación así formada. Es esa la gran tarea por materializar pendiente en la agenda de la historia, la “innovación” a la cual el momento sociológico italiano está llamando al nuevo príncipe, la que dará a su producto un puesto en el panteón de los grandes acontecimientos de la historia –además de altísimo “honor” al que “forma” y gran “bien” a su “materia”. Ni siquiera faltan las invocaciones arrebatadas o los tonos místicos con los cuales dicha fe suele acompañar su irrealidad: la escatológica parafernalia con la que suele presentarse en escena (como comprobará quien lea las sorprendentes palabras finales, encendido –y peligroso: “[...] con qué sed de venganza” (Maquiavelo, 2011, p. 88)– preludio de los versos de Petrarca, citados justo a continuación). A primera vista, la culminación del actual objetivo sigue siendo una proeza, como sus ilustres precedentes, pero nada tiene de extraordinario desde el punto de vista de la conservación del Estado, pues individuar la ocasión para unificar Italia o arbitrar el medio de hacerlo –reorganizar según nuevo metro un ejército propio– formaba parte de la virtù del príncipe. Es verdad que ahora se exige dicho medio también para la consecución de la meta y que ésta, según se indicó, multiplica el tamaño y las fuerzas de cualquiera de los anteriormente considerados, pero un príncipe virtuoso siempre habrá de estar al frente de la empresa, y acciones como las indicadas necesariamente contarán entre sus modos de hacer.

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Ahora bien, ya en ese trecho en apariencia recorrido conjuntamente por el príncipe nuevo anterior y el actual hay mucho más de diverso que de común. De entrada, no es él quien ejerce su propia virtù tanto a la hora de individuar la ocasión de rehacer Italia, como en el momento de precisar el medio, sino que debe ambas informaciones o a la palabra escuchada de labios de un genial secretario relegado a la oscuridad o, mejor, a la palabra leída en un texto que ese mismo secretario hubo de escribir para hacerle llegar su voz. Pero con ello la virtù ha visto cómo se desprendía su mente de su cuerpo y quedaba reducida a la acción; pero con ello, además, el príncipe italiano ya no es el príncipe nuevo de antes, pues formaba parte de su genio llevar a cabo las dos tareas aludidas. Ahora es el secretario quien monopoliza la teoría dejando para su señor la práctica, la política ya no le reconoce como el gobernante platónico en quien unificara las dos mitades de su ser. Pero con ello, añadamos, las diferencias no han hecho sino empezar.

No obstante, antes de completar su cuadro, intentemos comprender el significado de la reorientación experimentada por la doctrina. En efecto, ¿en qué la fundamenta Maquiavelo, y cómo justifica la aparición de ese nuevo telos normativo? Para la primera cuestión, aunque confusa, hay respuesta; la segunda queda, por el contrario, sin resolver. En su discurso las dos cuestiones se confunden en una, en cuyo planteamiento y desarrollo brilla por su ausencia la, antigua y cada vez más añorada, claridad expositiva. De hecho, el fundamento aludido no es sino la afirmación de un “espíritu italiano” y de una “virtù italiana” (Maquiavelo, 2011, p. 88), posible por la realidad de una nación italiana originaria de la que nunca se supo hasta el presente como entidad política. Se trata de una ficción que justifica de antemano toda acción emprendida en su nombre, de un ser que es al tiempo un deber ser, de una existencia a la que se concibe como esencia. De cómo se haya formado esa entelequia, de cómo haya derivado una del mosaico de pueblos con los que la historia ha ido curtiendo el suelo itálico, no hay noticia en el teórico florentino; menos aún de por qué

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las ciudades que aquéllos han ido conformando, tan frecuentemente hostiles y separadas entre sí,1 deban aspirar a la unidad y a lograrla políticamente. Como tampoco hay huella, salvo la propia, de que en realidad la quieran y, menos de todo, que aún queriéndola la puedan obtener. Porque lo que sí dice Maquiavelo es que “Italia” está hoy más esclavizada “que los judíos, más sierva que los persas, más dispersa que los atenienses” (p. 86).2 Y prosigue: “sin orden, sin cabeza, abatida, expoliada” (p. 86), etc. (Y si así está Italia, los italianos no le van a la zaga, por cuanto “haber llegado ser irreligiosos y malos” (2011a, p. 298) se muestran en la actualidad). Cómo en semejante condición se pueda sentir tan noble, querer tan alto, o cómo sea posible lograrlo es uno de los muchos trucos que la creencia nacionalista guarda secretamente en su repertorio de prestidigitador; cómo logre despertarse la solidaridad en individuos empobrecidos o atemorizados, cuando pobreza y temor son emisarios del aislamiento y del egoísmo (cfr. Maquiavelo, 2011, Cap. III); cómo de la cabeza de la discordia surja armada la idea de unión, de los intereses separados y en conflicto un ejército nacional, o se metamorfosee en valor compartido lo que otrora fueran pasiones –desidia, odio, revanchismo– disgregadoras atizadas por el fuego del localismo, no sólo queda sin explicar, sino que en rigor, bajo el patrón de la inicial lógica, no cabe ni siquiera plantear. Si ahora se da por dado sin más el conjunto de tales fenómenos; si a los pobres en bienes se les supone ricos en espíritu; a los cortos de sentimientos solidarios a causa del miedo, largos de corazón; a los vacíos de patriotismo o llenos a

1 Las città de la Península Itálica estaban efectivamente tan celosas de su autonomía política como las antiguas polis griegas, y como se sabe repitieron su destino. Maquiavelo, que lo conocía, quiso anticiparlo apelando a la formación de un Estado unitario. El fracaso de su intento no es óbice para reconocer que asimiló para bien el, en este punto, mal ejemplo aristotélico, cuya doctrina seguía manteniendo el punto de vista de la polis cuando ya el imperio macedón había cortado sus alas.

2 Maquiavelo quiere realzar el paralelismo entre la situación italiana y la de judíos, persas y atenienses para acentuar la gravedad de la situación y, con ello, la imperiosidad del cambio. Pero el paralelismo no es sólo sociológico, sino también político: lo que Maquiavelo quiere, igualmente, realzar es el momento fundacional del presente, que debe ser solemnizado por la constitución de un estado italiano que marque para siempre el futuro de la Nación. Maquiavelo quizá nunca fue tan romano como aquí.

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lo sumo de intereses locales, ebrios de Italia; a los débiles de fuerzas, potentes en anhelos, etc., se debe a que también en Maquiavelo los tiros de la lógica nacionalista van directamente contra la razón.

Por lo demás, la moneda tiene dos caras, y a la de la impositiva unificación de todas las diferencias culturales3 existentes entre los habitantes de las diversas ciudades y regiones en el concepto de italiano, se corresponde la no menos arbitraria unificación de franceses, españoles, suizos o alemanes en “extranjeros”, o mejor, en “bárbaros” (Maquiavelo, p. 86), como a partir de aquí les llama. No es menester recordar la tradición despectiva asociada al vocablo, nos basta con reconocer su carácter moralmente negativo, descalificador del destinatario ante el emisor, pues basta aludir a esta otra violación del status quo precedente para adherir espontáneamente a la misma la triple contradicción presente en ella: se valora donde antes se describe; se subdivide la realidad maniqueamente en italianos y bárbaros, en consecuencia y, por último, los demonios que habitan este recién creado inframundo pierden, como es natural, el carácter de modelo que en ocasiones llegaron a poseer. Los valores, antaño diseminados por los diferentes pueblos y extrapolables de unos a otros, tienen hogaño un dueño bien determinado, así como un territorio y un idioma únicos: los modelos, si quedan, son cosa del pasado. Hasta este punto, hasta poner patas arriba en la epistemología, la moral y la política el ideario anterior, conduce la lógica nacionalista, repetimos. Mas como el sello de la misma quedará impreso en el resto del discurso, abandonamos aquí el paréntesis abierto al objeto de exponer el significado de la reorientación doctrinal para proseguir el que acabábamos de interrumpir.

Decíamos que el príncipe italiano no era sensu stricto un príncipe nuevo porque parte de la virtù –la intelectual– se había evaporado de

3 No sólo culturales, a decir verdad, pues también afecta a las diferencias de clase. Maquiavelo reconocía dos clases originarias en la sociedad, los grandes y el pueblo. Ahora, por arte de magia nacional, han quedado reducidas a una. ¡Y pensar que aquéllos vivían intentado oprimir a éstos! ¡Y pensar que éstos vivían de luchar contra dicho intento: y que era la libertad la que salía ganando con la lucha!

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su actividad al ser puesta en práctica por el ideólogo de la unidad de Italia. Pues bien, el enfoque nacionalista de la empresa irá sustrayendo aún más parcelas al territorio de la virtù que quedara al príncipe. A la conquista de Italia éste parte disponiendo ya de un arma, el nuevo ejército, que el príncipe conducido al trono por su prudencia o por la fortuna deben apresurarse a forjar en aras de la conservación del mismo. Y aun concediendo que dicha forja sea mérito de su virtù, el carácter invencible que Maquiavelo le agrega de ningún modo proviene de la misma fragua. El sentimiento nacional que multiplica su potencia late naturalmente en el corazón del patriota,4 quien sólo espera la señal del jefe para, mostrando su clara superioridad “en fuerza, en destreza, en ingenio” (Maquiavelo, 2011, p. 87), recuperar la vejada patria e infundirle existencia política. Por si fuera poco, dos nuevos aliados se presentan en el campo de batalla a favor del príncipe, puesto que comulgan igualmente con el ideal de la unificación. Uno de ellos es la Iglesia5 y el otro, como no podía ser menos, puntual a todas sus citas con la historia cada vez que la historia nacional entra en juego, es el mismo Dios en persona. Se entiende así que el Ejército italiano se vuelva omnipotente una vez inicie semejante andadura y que sólo el objetivo satisfecho esté en grado de poner fin a su marcha.

Empero, algunos efectos se suman a esa lucha. El primero de ellos, es que ninguno de todos esos milagros cuaja a partir de la virtù del príncipe, por lo que ésta se va volviendo paulatinamente más raquítica –lo que no entraña que su titular pierda poder, sino al revés. Por el contrario, todos ellos brotan del carácter sagrado inmanente de la patria unida, a cuyo conjuro, y para su socorro, todas esas grandes potencias de la historia como son la Iglesia y Dios marchan al unísono como un mismo hombre tras el príncipe redentor. Pues de redención –he ahí el segundo efecto–, por cierto, se trata. La palabra la profiere el propio autor de El Príncipe,

4 De hecho Maquiavelo echa en falta jefes, no italianos (2011, p. 87).5 Es decir, la misma institución que en otro contexto había impedido que tan divino fuego

calentase la tierra italiana (Maquiavelo, 2011a, p. 298).

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y con tal ardor que lo hace en dos ocasiones casi consecutivas (en un párrafo, además, en el que Dios se desquita de haber asistido como apenas un convidado de piedra político y como poco más que deus-ex-machina social en la primera mitad del texto, irrumpiendo de repente en seis ocasiones). Dios bendice la gesta, Dios santifica la causa, Dios anuncia el advenimiento de la nueva hora, etc. Al príncipe le queda sólo terminar la obra para al menos retener la libertad, para demostrarse elegido de Dios. El escenario ha cambiado, pues, diametralmente, y donde viéramos anteriormente a la política desempeñar esforzadamente su papel observamos ahora a la escatología ocupando su lugar. El mismo pueblo no quiere dejar de sumarse a la fiesta religiosa. Está unido, “su disposición es absoluta” (Maquiavelo, 2011, p. 89) para la nueva tarea, pide a los cielos únicamente que le preste a un héroe al que seguir en su fe: y “con qué amor sería recibido [...], con qué sed de venganza, con qué firme lealtad, con qué devoción, con qué lágrimas” (p. 89).6 Con sólo verle enarbolar “una bandera” (p. 86) se alinearía enfervorizado tras él. Un corolario se añade al efecto anterior: todas las pasiones señaladas eran monopolio de la república, y el equipaje con el que la libertad viajaba por el tiempo cuando aquélla se perdía rescatándola del olvido;7 en esta segunda parte, en cambio, la distinción entre las formas de Estado es abolida por obra y gracia de la patria, que pasa a ser, así, el lugar donde el principado se ha convertido en libertad.8

Asimismo, si uno de los ejercicios más sabios de la virtù consistía en saber dosificar el uso de la fuerza, en especial en los orígenes de su reinado, en la fase de adquisición de un Estado, cuando el daño era inevitable y la crueldad necesaria, cuando quienes esperan una cosa

6 Y prosigue: “¿Qué puertas se le cerrarían? ¿Qué pueblos le negarían la obediencia? ¿Qué envidia se le opondría? ¿Qué Italiano [subrayado nuestro] le negaría su homenaje?” (Maquiavelo, 2011, p. 89).

7 cfr. Maquiavelo (2011) cap. II.8 Tiene razón Chabod cuando afirma la modernidad del concepto de patria tal y como se elabora

en el siglo XVI, e igualmente cuando añade que en Florencia y Venecia se identificaban con la libertad (1979, p. 187), pero esa verdad histórica no impide que en Maquiavelo haya contradicción teórica.

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reciben otra y el desengaño con ella, cuando más difícil es contenerse al dueño de la espada victoriosa porque todo le está permitido; si entonces, decimos, el príncipe hace relucir su virtù sabiendo –para compendiar– ganarse a sus nuevos súbditos y mantener bajo su mando a los antiguos con medidas que ya conocemos, ahora, cuando el próximo principado será la suma de todos ellos, toda esa fuerza le sobra, puesto que la unidad social está garantizada por la conciencia nacional pese a la aún inexistente expresión política en la que aquélla habrá de reconocerse. Pero como también aquí la función crea al órgano, toda esa fuerza que queda sin usar es virtù que queda sin ejercer, vale decir: es una nueva extensión amputada a los dominios de la acción política.

El corolario de todo ello es que el príncipe nuevo italiano es italiano pero no nuevo.9 Su virtù es sensiblemente menor que la de éste, aunque su poder sea mayor. Si el lazo social está ya constituido previamente a la institución política, si es reconocido –esto es, conocido y sentido– como tal antes de la refundación del Estado italiano, toda la tarea política del príncipe se limitará a instaurarlo, pues su conservación está garantizada por la misma –metafísica– fuerza que garantiza su implantación. Conservar Italia está implicado en hacer Italia, en darle

9 En lo que sí permanece la coincidencia ambos príncipes es que para ninguno es válida la tipología establecida por Weber para justificar la obediencia. El príncipe nuevo representaba por sí mismo una contradicción en los términos con la idea de legitimidad tradicional, en cuanto basada en la costumbre. Aunque menos vistosa, su contradicción era igualmente de principio con la legitimidad racional, pues ésta se basaba en la “legalidad” en lugar de en la persona. Y ni siquiera la carismática, que sí la toma por base, se corresponde con el modo de obtener obediencia el príncipe nuevo: mientras el jefe carismático, en efecto, es visto desde un principio como “’llamado’ a ser un conductor de hombres” (Weber, 1998, p. 86), los cuales le obedecerán simplemente “porque creen en él”; aquél debía primero obtener artificialmente el mando, tanto del Ejército como del pueblo, y saberse perpetuar en él, incluso cuando éste se vuelve descreído. Es cierto que, a la larga, y tras tanta demostración virtuosa, la corona del carisma llegará un día a ceñir su frente -siendo, además, jefe militar como es, tiene por ello mucho ganado-, pero esa aureola ya rodeaba desde el inicio la del jefe carismático, y era de hecho el imán que atraía hacia él la obediencia de sus súbditos. Con el príncipe nuevo italiano sucede lo mismo que con el florentino, respecto de las dos formas de legitimidad citadas al inicio, e igualmente respecto del posible surgimiento del carisma (acentuado en este caso porque ya es deseado, aunque aún no se sepa quién es el escogido). Sólo que éste le vendrá transferido desde el símbolo al que representa, que es el que sí lo posee naturalmente, por así decir: es la idea nacional lo carismático para el nacionalista, si bien el jefe que logre personalizarla atraerá, sin duda, hacia sí todo el aura mística que aquélla de suyo posee.

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su Estado. La mitad más importante de la actividad política, aquélla en la que es nuevo príncipe era capaz mediante su virtù de conquistar incluso a la fortuna, ahora pierde su razón de ser, pues cuanto debía ser resultado de su acción aparece como presupuesto de la misma. El nuevo príncipe italiano es, a lo sumo, un príncipe “electivo” en el momento de la adquisición del poder, y un cuasi príncipe “eclesiástico”10 en lo relativo a su conservación. De ahí, justo de ahí, que pueda ser más poderoso que un príncipe “nuevo”: porque goza por adelantado de un consenso que no se tiene que forjar con acciones que le eviten el odio o el desprecio de su –unido y unitario– pueblo.

Con todo, la nación posee, asimismo, una dimensión positiva que la vincula a la libertad en un sentido diferente al antevisto: nos hace ver que la generosidad y el altruismo también pueden desplazar a los intereses como móviles de la acción, que los sentimientos cuentan también en política, el lugar de su posible transformación en ideales, y que su fuerza llega a ser tan poderosa que incluso puede obviar la virtù de la política: por así decir, a la política misma, pues el príncipe nacionalista se gana la adhesión de sus súbditos sin necesidad de sellar el consenso materialmente, a través de la satisfacción de sus intereses y el respeto de sus bienes. Esos sentimientos traducibles en ideales semejan –si no son– a los generados por la libertad. Es otra vía más para deshacer la virtù aristocrática del príncipe, la aristocracia como forma política de la modernidad, abriendo paso al republicanismo democrático, ya que son seres humanos engrandecidos los que surgen del encuentro de ambos procesos, o lo que es igual: un nuevo individuo si se le considera privadamente y un nuevo sujeto social si es considerado en su conjunto. En definitiva: si sumamos los logros antropológicos de la libertad y la nación a los de la propia virtù, unos sumandos más importantes todavía que su precedente, el resultado al que llegamos es que la virtù no ha podido impedir la gestación de un nuevo tipo

10 cfr. Maquiavelo (2011) caps. IX y XI, respectivamente.

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de hombre –más complejo, responsable, racional y apasionado que el anterior, es decir, más vivo– ni de que, a su vez, éste incube en su seno el huevo desde donde se gestará la futura democracia: la virtù del ciudadano. El absolutismo, civil o absoluto, sólo logró despojar al ciudadano de la armadura de su virtù, pero no de la armadura psíquica que la sostenía, que le ha permitido asimismo crecer en un principado y ensancharse en un principado nacional que siente como propio aunque políticamente se halle también bajo un príncipe, y con ello, se convierta en la próxima partera de la democracia.

Referencias

Chabod, F., Saitta, A. & Sestan, E. (1979). L’idea di nazione. Bari: Laterza.

Maquiavelo, N. (2011). El Príncipe. En A. Hermosa (Trad.). Maquiavelo (pp. 1-86). Madrid: Gredos.

____________ (2011a). Discursos sobre la primera década de Tito Livio. En L. Navarro (Trad.). Maquiavelo (pp. 245-632). Madrid: Gredos.

Weber, M. (1998). El Político y el Científico. Madrid: Alianza.

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VVirtud y fortuna en

Maquiavelo como razón instrumental y contingencia

Luis Javier Orjuela EscobarDepartamento de Ciencia Política

Universidad de los [email protected]

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135VIRTUD Y FORTUNA EN MAQUIAVELO COMO RAZÓN INSTRUMENTAL Y CONTINGENCIA

[…] y viendo por otra parte que las valerosísimas acciones que, como la historia nos muestra, llevaron a cabo en los reinos y las repúblicas antiguas los reyes, capitanes, ciudadanos, legisladores y demás hombres que trabajaron por su patria, son más a menudo admiradas que imitadas, hasta el punto de que cada uno huye de los más significantes trabajos, sin que quede ningún signo de la antigua virtud, no puedo menos que maravillarme y dolerme conjuntamente (Maquiavelo, Discursos sobre la primera década de Tito Livio, Libro I, Proemio.)

Introducción

Considero que el eje central alrededor del cual gira la obra de Maquiavelo, es la tensión entre la virtud y la fortuna y que esa

tensión es típicamente moderna. No es la Razón de Estado ni la búsqueda de un fin político que justifica los medios, como han sostenido algunos analistas. Desde dicha perspectiva, me propongo refutar dos tesis de Leo Strauss sobre Maquiavelo. En primer lugar, la que sostiene que el objetivo del florentino fue rehabilitar la virtud antigua, y que dicho pensador, “lejos de ser un innovador radical […] es un restaurador de lo antiguo y olvidado” (Strauss, 2001, p. 287); y, en segundo lugar, la que plantea que la doctrina de Maquiavelo es inmoral (Strauss, 1964, p. 12). Por el contrario, considero que dicho pensador rompe tanto con la concepción antigua como con la medieval de la virtud, en tanto valor orientador de la acción política, para redefinirla en términos modernos, y que la supuesta inmoralidad de Maquiavelo, expresa, en

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136 LUIS JAVIER ORJUELA ESCOBAR

realidad, una concepción más compleja de la acción humana, debido su diversificación en la modernidad. Se trata, entonces, de una cuestión de interpretación: Strauss sostiene que para interpretar a Maquiavelo, “se requiere mirar de atrás hacia adelante, desde un punto de vista pre-moderno” y “no mirar hacia atrás desde nuestro tiempo” (1964, p. 12), porque Maquiavelo tiene ante sí, precisamente, la premodernidad y no el tiempo presente. Es evidente que el secretario florentino no tiene ante sí nuestro tiempo presente, pero sí tiene el suyo, el de la modernidad temprana, que comienza con el Renacimiento y de la cual es un conocedor, no sólo por su aguda capacidad reflexiva, sino también porque su trabajo diplomático lo llevó a viajar por Europa y conocer las tendencias de su tiempo, tanto las políticas, tales como la formación de los grandes Estados absolutistas y su consecuente centralización, burocratización y racionalización del poder; como las referentes a la naturaleza humana y el consecuente cambio del contexto y significado de su acción, tanto en términos culturales, éticos e instrumentales, como en términos de maximización de fines. Me aparto, pues, de la interpretación de Strauss, porque, como he sostenido en otra parte (Orjuela, 2012), la teoría política y social adquiere sentido a partir de su propio desarrollo histórico, pero también a partir del propio tiempo del intérprete, pues si bien el pensamiento y las ideas son dependientes de las condiciones sociales y culturales imperantes en cada época, el texto clásico, al ocuparse de problemas fundamentales y recurrentes de la naturaleza y la organización humanas, puede contribuir a iluminar las discusiones teóricas del presente. Así, la teoría política tiene que revelar algún sentido para el analista y para la sociedad en que éste pretende influir. Dicho sentido se aprehende si comparamos críticamente el contenido del texto clásico con nuestro presente, a fin de que nos diga algo relevante para nuestra problemática histórica. Esa comparación hermenéutica implica descontextualizar parcialmente el texto clásico, para eliminar de éste los elementos más específicamente ligados a las circunstancias inmediatas del pasado y retener la tendencias de largo

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DESAFÍOS, LEGADOS Y SIGNIFICADOS

137VIRTUD Y FORTUNA EN MAQUIAVELO COMO RAZÓN INSTRUMENTAL Y CONTINGENCIA

plazo, las cuales pueden aportar un significado a nuestro presente. De esta manera, no voy analizar la obra de Maquiavelo desde la específica problemática política de su querida República Florentina, como suelen hacerlo algunos estudiosos, sino desde las grandes tendencias de la transformación de la sociedad y la acción política modernas, que se inician desde el siglo XV, en la modernidad temprana. De mayor relevancia para el presente análisis son el humanismo renacentista, la complejización de las relaciones sociales, el desarrollo técnico-científico y la primacía que ya empezaba a adquirir, desde aquella época, la razón instrumental y la formación del Estado moderno.

Virtud y fortuna: de la noción antigua a la moderna

Si la filosofía política de la antigüedad se caracterizaba por el uso de la phronesis, y por la identidad de política y ética, pues sólo mediante la pertenencia a la comunidad alcanzaba el ser humano la areté, la excelencia de su carácter; la de la modernidad se caracteriza por el uso de la razón instrumental, la primacía de lo técnico-científico y la generalización del mercado como forma general de coordinación social, que compite en esa función con la política. En la antigüedad griega, Aristóteles concebía la virtud como aquella acción orientada a buscar el justo medio en todas las cosas, guiada por la razón “tal como la determinaría el hombre prudente” (Aristóteles, 2000, p. 23). Pero la acción humana moderna se diversifica en tres dimensiones: la estratégica, la ética y la moral. La primera, se orienta al éxito mediante el uso de reglas técnicas o de adecuación de medios a fines para la maximización de resultados; la segunda, al logro de un cabal plan de vida individual; y la tercera, a la coordinación de las diversas eticidades, en un marco de vida colectiva y de pluralidad de valores individuales (Habermas, 2000, pp. 109-126).

Por ello, la prudencia aristotélica para el manejo de la vida social es reemplazada, en la modernidad, por el intercambio económico, la

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técnica y el cálculo de posibilidades para la acción orientada al éxito. Así, afirma Maquiavelo en El Príncipe, que “la prudencia consiste en saber conocer la calidad de los inconvenientes y tomar por bueno el menos malo” (1975, p. 171). Es este pensador quien, a comienzos del siglo XVI, inaugura el pensamiento político moderno, al entender el concepto de virtud de los antiguos, como habilidad o acción estratégica, necesaria para dominar la fortuna, entendida ésta como el incremento de la contingencia, el azar y la incertidumbre en una sociedad moderna de complejidad creciente. Entiendo por contingente lo opuesto a lo necesario o determinable; el acontecimiento futuro que, dada una determinada combinación de factores al azar, puede ocurrir o no ocurrir. Así, pues, lo contingente es lo imprevisible o emergente. En una situación así, dice Maquiavelo en sus Discursos, hay que minimizar el riesgo, lo contingente, pues:

[...] en todas las cosas humanas sucede, si bien se mira, que no se puede quitar un inconveniente sin que inmediatamente surja otro [...] Por eso en este asunto se debe considerar dónde hay menos inconvenientes y obrar en consecuencia, porque algo totalmente ventajoso, sin ningún recelo, no se encuentra jamás( 2009, p.

49).

Además, en comparación con la sociedad premoderna, en donde la tradición y la costumbre generan una vida y unos roles sociales relativamente estables, la sociedad moderna se caracteriza por el cambio constante y la movilidad social debidos, entre otros factores, a la innovación técnico-científica y la división del trabajo. Es por ello que Maquiavelo afirma que “como las cosas de los hombres están siempre en movimiento y no pueden permanecer estables, es preciso subir o bajar, y la necesidad nos lleva a muchas cosas que no hubiéramos alcanzado por la razón” (Maquiavelo, 2009, p. 51). Pero esta necesidad, a la que se refiere aquí Maquiavelo, no es el antónimo de lo contingente, sino la necesidad de que el actor le salga al paso a la imprevisibilidad,

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resultado de la inestabilidad permanente de las situaciones de acción modernas, para modificar el curso de su acción o desarrollar una acción específica no prevista inicialmente, motivada por la irrupción de la contingencia en cuestión.

La complejidad, la contingencia y la incertidumbre, características de la modernidad, son el resultado de la diferenciación institucional de la sociedad, del pluralismo de valores que conduce a la búsqueda de una diversidad de fines individuales; y del desarrollo técnico-científico que desplaza, continuamente, el horizonte de satisfacción de las necesidades sociales e individuales. Por ello, en la sociedad moderna los deseos humanos son:

[...] insaciables, porque por naturaleza [los seres humanos] pueden y quieren desear toda cosa, y la fortuna les permite conseguir pocas, resulta continuamente un descontento en el espíritu humano, y un fastidio de las cosas que se poseen, que hace vituperar los tiempos presentes, alabar los pasados y desear los futuros, Aunque no les mueva a ello ninguna causa razonable

(Maquiavelo, 2009, p. 190).

Esta característica de la naturaleza humana moderna es también constatada, un siglo más tarde, por Hobbes, quien en muchos aspectos lleva las ideas de Maquiavelo a un mayor grado de abstracción. Al respecto dice el autor del Leviatán:

Para un hombre, cuando su deseo ha alcanzado el fin, resulta la vida tan imposible como para otro cuyas sensaciones y fantasías estén paralizadas. La felicidad es un continuo progreso de los deseos, de un objeto a otro, ya que la consecución del primero no es otra cosa sino un camino para realizar otro ulterior. La causa de ello es que el objeto de los deseos humanos no es gozar una vez solamente, y por un instante, sino asegurar para siempre la

vía del deseo futuro (Hobbes, 1990, p. 79).

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Contrasta esta característica del ser humano moderno, con la valoración crítica que en la antigüedad hacía Aristóteles de la propensión humana a la adquisición y el consumo. Distinguía Aristóteles entre la adquisición natural, limitada a la necesidad de atender al mantenimiento de la vida humana, y la crematística o adquisición ilimitada, a través del comercio y el dinero, la cual debía ser censurada, “pues no es natural sino a costa de otros” (Aristóteles, 1989, p. 19). Por lo tanto, “resulta claro que toda riqueza debe tener un límite, pero de hecho vemos que ocurre lo contrario, pues todos los que trafican aumentan su caudal indefinidamente” (pp. 17-18).

Es tan claro que el deseo de adquirir, la individualización y la razón instrumental son características propias de la condición moderna y que éstas erosionan la cohesión social tradicional, que ya Platón las rechazaba, en la Atenas del siglo IV a. c., la cual empezaba a experimentar cierto grado de modernización e individualización. En efecto, en La República, Platón rechaza la idea, defendida por los sofistas, filósofos del individualismo, de que la justicia no es más que el interés del más fuerte, pues quien gobierna lo hace sólo en su interés; y que “el gran mérito de la injusticia consiste en parecer justo sin serlo”, a lo cual responde Sócrates que la justica no debe perseguirse como una estrategia racional, sino como una virtud en sí misma (Platón, 1992, p. 72).

Y aquí nos topamos con el concepto de virtud. En la antigüedad la andreia griega, al igual que la virtus latina, estaban asociadas a la virilidad, entendida como valor o coraje, atributo de sociedades antiguas cuya subsistencia dependía, en un alto grado, de la militarización. Sin embargo, con el transcurso del tiempo la palabra virtus fue adquiriendo connotaciones éticas y de excelencia y perfección en el quehacer y la acción humanas (Rosen & Sluiter, 2003). Así que la areté o excelencia política griega, consistía en el equilibrio de tres virtudes básicas: la valentía o fortaleza, la prudencia o sabiduría práctica y la templanza o moderación. Del equilibrio de estas tres virtudes surgía la justicia

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platónica que, para usar un lenguaje más contemporáneo, debía constituir la estructura básica de la sociedad.

En el medioevo, las anteriores virtudes, amalgamadas con la llamadas “virtudes teologales” de fe, esperanza y caridad, constituyeron la base de la moral cristiana, que terminó moralizando y teologizando la política. Así, el último período de la Edad Media y los comienzos del Renacimiento se caracterizaron, en el campo político, por el surgimiento de una serie de tratados o manuales para la educación de príncipes, los llamados “Espejo de príncipes”, que prescribían una estrecha relación entre la moral cristiana y la acción política. Sin embargo, estos planteamientos estaban en tensión con el espíritu humanista y secular de la modernidad temprana (Skinner, 1985, pp. 111 y ss.). El humanismo era un movimiento intelectual que surgió en los siglos XV y XVI como una reacción antropocentrista al teocentrismo de la cultura y la política medievales. Dicho movimiento giró alrededor del redescubrimiento del concepto de virtud de Cicerón, que en su evolución semántica de la valentía a la ética, llegó finalmente a entenderse como la actitud del ser humano que se hace así mismo, prescindiendo de una voluntad divina. En este sentido, afirma Cicerón: “Tenemos razón para estar orgullosos, esto no sería así si el don de la virtus viniera a nosotros de los dioses y no de nosotros mismos [...] ¿Acaso alguien alguna vez dio gracias a los dioses por ser un buen hombre?” (Cicerón, 1933, p. 373).1 Así que el humanismo propugnó por la idea de que una formación basada en el estudio de la cultura grecolatina y sus obras clásicas, podría aportar al ser humano los criterios necesarios el pleno desarrollo de sus capacidades, es decir, la virtud y con ella, el logro de sus fines y la realización humana.

Si bien, en este punto, Strauss podría tener razón ya que, en cierta forma, el pensamiento renacentista significó una restauración de “lo antiguo y olvidado”, no debemos olvidar que dicha recuperación se

1 Traducción del autor

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hizo en el marco del carácter acrecentadamente secular y mundano del humanismo. El Renacimiento fue, en tanto comienzo de la modernidad, una época de renovación que, paradójicamente, buscaba su inspiración en los arquetipos de la antigüedad clásica. Ello le permitió a Maquiavelo romper con la simbiosis de política y teología de la Edad Media y reinterpretar los conceptos de virtud y fortuna como habilidad estratégica y contingencia. Para el autor, la buena política, debe ser el resultado de la técnica de la previsibilidad, de la adecuada combinación de virtud y fortuna, lo cual permite el éxito en la consecución y conservación del poder. Desde esta perspectiva, en el primer capítulo de El Príncipe, Maquiavelo, al distinguir los principados y enumerar los medios para adquirirlos, concluye afirmado que la condición de posibilidad para adquirir el poder y mantenerlo son la virtud y la fortuna. Y en el capítulo XXV de la misma obra, efectúa la reinterpretación moderna de dichos conceptos:

[...] muchos tenían y tienen la opinión de que las cosas del mundo son gobernadas de tal forma por la fortuna y por Dios, que los hombres con su prudencia no pueden corregirlas, e incluso que no tienen ningún remedio [...] Esta opinión está más acreditada en nuestros tiempos a causa de las grandes mudanzas que se vieron y se ven todos los días, fuera de toda conjetura humana [...] Sin embargo, como nuestro libre albedrío no está anonadado juzgo que puede ser verdad que la fortuna sea el árbitro de la mitad de nuestras acciones, pero que también ella nos deja gobernar la otra mitad, aproximadamente, a nosotros [...] la fortuna demuestra su dominio cuando no encuentra una virtud que se le resista, porque entonces vuelve su ímpetu hacia donde sabe que no hay diques ni otras defensas capaces de mantenerlo [...] el príncipe que se apoya por entero en la fortuna cae según ella varía [en cambio] es feliz aquel que armoniza su modo de proceder con la calidad de las circunstancias (Maquiavelo, 1975,

pp. 178-179).2

2 El subrayado es mío.

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Con su redefinición moderna de la relación entre virtud y fortuna, Maquiavelo rompe con la tradición antigua y medieval. Ahora, el político virtuoso ya no es quien gobierna según las virtudes cristianas medievales y la providencia divina, sino aquél que mediante las reglas de la sagacidad, torna a su favor el 50% de las circunstancias contingentes que no controla. De esta manera, al reconocer para el actor político el margen de maniobra del otro 50% que deja libre la contingencia, rompe también Maquiavelo con la antigua idea griega de que la fatalidad o el destino determinan, en su totalidad, el curso de la vida humana, idea muy bien ilustrada por la tragedia de Edipo.

La cientifización del conocimiento político y el dominio de la fortuna

Según Maquiavelo, el conocimiento sistemático de lo político es la clave para vencer la fortuna. Éste debe ser el resultado del estudio de la historia, en busca de casos exitosos o fallidos de adquisición del poder, para contrastarlos y derivar de dicha operación máximas de sagacidad para la acción política. Al respecto dice Maquiavelo:

Se ve fácilmente, si se consideran las cosas presentes y las antiguas, que todas las ciudades y todos los pueblos tienen los mismos deseos y los mismos humores, y así ha sido siempre. De modo que, a quien examina diligentemente las cosas pasadas, le es fácil prever las futuras en cualquier república, y aplicar los remedios empleados por los antiguos, o, si no encuentra ninguno usado por ellos, pensar unos nuevos teniendo en cuenta la similitud de las circunstancias (2009, p. 134).

Al recurrir al método de análisis del caso histórico, al apartarse de la simbiosis de teología y política, propia del pensamiento social del medioevo y al hacer de la adquisición y conservación del poder el objeto

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principal del análisis y práctica de la política, Maquiavelo es el primer pensador moderno en elaborar una “teoría pura” de la política (Wolin, 2012, p. 240). El término “teoría pura” se ha utilizado en varios campos de las ciencias sociales, para indicar una acotación del objeto de estudio que corta nexos con otras dimensiones de lo social, a fin de lograr una concepción positivista y autorreferencial de determinado campo del saber. Así, por ejemplo, en 1874 León Walras escribió sus Elementos de economía política pura o una teoría de la riqueza social, obra que encuentra en la Matemática un método para formalizar las funciones económicas, a fin de despojarlas de su relación con la Filosofía Moral y la Política. Y en 1934, Hans Kelsen publicó su Teoría pura del derecho, la cual autonomiza el fenómeno jurídico respecto de sus nexos con el iusnaturalismo, la moral, la sociología y la política, a fin de lograr una concepción más “científica” y autorreferencial del derecho positivo. O sea que las modernas disciplinas sociales se constituyeron, expulsado de su campo de reflexión los elementos normativos o prescriptivos, y se reservaron para sí el dominio de la dimensión objetiva de la acción humana. Así que Maquiavelo se adelanta tres siglos a la tendencia de las distintas disciplinas de ciencias sociales a constituirse como campo autónomos de reflexión, fenómeno que Habermas caracteriza como la diferenciación sistémica de los diversos campos de acción, efecto de la complejización social. Tal como sostiene el autor, con la moderna teoría social y política se produce una ruptura con la tradición, pues:

[...] la antigua doctrina de la política se refería exclusivamente a la praxis en sentido estricto, en sentido griego. No tiene nada que ver con la techné, que consiste en la fabricación habilidosa de obras y en el dominio firme de tareas objetualizadas [...] Aristóteles subraya que la política, la filosofía práctica en general, no puede compararse en su pretensión cognoscitiva con la ciencia estricta, la episteme apodíctica. Pues su objeto, lo justo y excelente, carece, en el contexto de la praxis mudable

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y azarosa, tanto de la permanencia ontológica como de la necesidad lógica (Habermas, 2000, p. 50).

La naturaleza humana moderna, la eticidad y la moralidad

Habermas está en lo correcto cuando afirma que “Maquiavelo disuelve el saber práctico de la política en una habilidad técnica” (2000, p. 65), pero no hace justicia al florentino al afirmar que éste aísla la estructura de la dominación política respecto del contexto ético (p. 59) y que en su concepción de la política “la técnica de conservación del poder es moralmente neutral” (p. 61), afirmación cercana a la de Strauss quien, como ya se mencionó, sostenía que el pensamiento de Maquiavelo era inmoral. Por el contrario, considero que Maquiavelo no desconoce o ignora la relación que existe entre moral y política, sino que es consciente de la complejización que esta relación experimenta en el mundo moderno, al estar mediada por el surgimiento del individualismo y su correspondiente ethos estratégico. Veamos cómo Maquiavelo desarrolla este proceso de complejización y la tensión de las tres dimensiones de la acción humana moderna.

La Filosofía Moral moderna, no considera la naturaleza humana como tendiente a la excelencia o areté, tal como lo hacía la de la antigüedad greco-latina, ni a la perfección religiosa, como lo hacía la medieval, sino como inscrita en la permanente tensión entre el defecto y la perfección, y entre la individualidad y la solidaridad social. De dicha tensión es muy consciente Maquiavelo cuando afirma que:

[...] hay tanta distancia de cómo se vive a cómo se debería vivir que el que deja el estudio de lo que hace para estudiar lo que debería hacer, aprende más bien lo que debería obrar su ruina que lo que debe preservarle de ella: porque un hombre que en todas las cosas hace profesión de bueno, entre tantos que no lo son, no puede llegar más que al desastre (1975, p. 143).

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Por ello, aunque Maquiavelo considera que sería deseable que un ser humano y, en especial un príncipe, tuviera las más altas virtudes, es consciente de que:

[...] no se puede tenerlas todas, ni observarlas a la perfección, porque la condición humana no lo consiente, [por ello] es necesario que el príncipe pueda evitar la infamia de los vicios que le harían perder el Estado, y preservarse, si le es posible, de los que no se lo haría perder (1975, p. 144).

En esa tensión, el ser humano moderno se inclina a la individualidad, es decir, a la realización de su propio plan de vida y al cuidado de sus intereses personales. Así surge la dimensión ética de su acción, la cual lo lleva a actuar estratégicamente. Por ello, Maquiavelo considera que, en general, los seres humanos son:

[...] ingratos, volubles, simuladores y disimulados, que huyen de los peligros y están ansiosos de ganancias; mientras les haces el bien [...] te son enteramente adictos, te ofrecen su sangre, su caudal, su vida y sus hijos, cuando la necesidad está cerca; pero cuando la necesidad desaparece, se rebelan. Y el príncipe que se ha fundado por entero en la palabra de ellos, encontrándose desnudo de otros apoyos preparatorios, decae (1975, p. 148).

Por ello, el príncipe debe abstenerse “de tomar los bienes ajenos, porque los hombres olvidan más pronto la muerte del padre que la pérdida de su patrimonio” (Maquiavelo, 1975, p. 149). La propiedad individual y la naturaleza insaciable de los deseos y las necesidades humanas en la sociedad moderna, dado que “el deseo de adquirir es cosa verdaderamente muy natural y ordinaria” (p. 99), aumentan la inestabilidad social y el conflicto y, por ende, la contingencia o fortuna, lo cual hace necesario el responder a ella mediante la búsqueda de seguridad. A este respecto, afirma Maquiavelo:

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Y volviendo a la cuestión de qué hombres son más perjudiciales para la república, si los que quieren adquirir o los que temen perder lo adquirido [...] ambos apetitos pueden ser causa de grandísimos tumultos. Estos, sin embargo, son causados la mayoría de las veces por los que poseen, pues el miedo de perder genera en ellos las mismas ansias que agitan a los que desean adquirir, porque a los hombres no les parece que desean con seguridad lo que tienen si no adquieren algo más. A esto se añade que, teniendo mucho, tienen también mayor poder y operatividad para organizar alteraciones (2009, pp. 45-46).

De todo lo anterior, se desprende una concepción moderna de la naturaleza humana. El ser humano moderno es individuo (o dicho de otra manera, ya no es concebido como comunitario), pues propenso, como es, a la adquisición, se guía por la satisfacción de sus propios intereses, y persigue la seguridad. Sin embargo, Maquiavelo es consciente de que, a pesar de la individualidad, la vida social se basa en el intercambio y la reciprocidad. Por ello afirma que “la naturaleza de los hombres es obligarse unos a otros, tanto por los beneficios que conceden como por los que reciben” (Maquiavelo, 1975, pp. 127-128).

De esta antropología filosófica de Maquiavelo, se desprenden, para la acción política moderna, dos consecuencias: una referente al estímulo para desarrollo de la individualidad, en condiciones de seguridad, lo cual genera contingencia o fortuna; y otra referente a la necesidad de constituir una vida en común, es decir un orden político republicano. Respecto de la primera consecuencia, dice Maquiavelo:

Debe también un príncipe mostrarse amante de los talentos, siendo generoso con los hombres destacados y honrando a los que sobresalen en cualquier arte. En consecuencia, debe animar a sus ciudadanos a ejercer pacíficamente su profesión, sea en el comercio, sea en la agricultura, sea en cualquier otro oficio de los hombres, y hacer que éste no tema engrandecer sus

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posesiones por temor de que le sean quitadas, y aquel no tema abrir un comercio por miedo a los impuestos; debe preparar premios para quien quiera hacer estas cosas y para cualquiera que piense, del modo que sea, ampliar su ciudad o su Estado (1975, pp. 171-172).

En cuanto a la necesidad de constituir un orden político, Maquiavelo es muy consciente de la tensión que existe entre la virtud y la fortuna, resultante, a su vez, de la tensión entre el interés individual y el colectivo, entre la élite y el ciudadano común. Esa tensión genera contingencia, en forma de conflicto social, pero esa contingencia lleva en sí misma la posibilidad de su propia superación, mediante el surgimiento de la ley:

[...] creo que los que condenan los tumultos entre los nobles y la plebe, atacan lo que fue la causa principal de la libertad en Roma, se fijan más en los ruidos y gritos que nacían de esos tumultos que en los buenos efectos que produjeron, y consideran que en toda república hay dos espíritus contrapuestos: el de los grandes y el del pueblo, y todas las leyes que se hacen en pro de la libertad nacen de la desunión entre ambos [...]. No se puede llamar, en modo alguno, desordenada a una república donde existieron tantos ejemplos de virtud, porque los buenos ejemplos nacen de la buena educación, la buena educación de las buenas leyes, y las buenas leyes de esas diferencias internas que muchos, desconsideradamente, condenan, pues quien estudie el buen fin que tuvieron encontrará que no engendraron exilios ni violencias en perjuicio de bien común, sino leyes y órdenes en beneficio de la libertad pública (Maquiavelo, 2009, pp. 41-42).

De allí, la ley y la moralidad de los ciudadanos son los fundamentos del orden político republicano y la libertad civil, al permitir la coordinación institucionalizada de las distintas eticidades individuales. Al respecto dice Maquiavelo:

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Es fácil conocer de dónde le viene al pueblo esa afición a vivir libre, porque se ve por experiencia que las ciudades nunca aumentan su dominio ni su riqueza sino cuando viven en libertad [...] La causa es fácil de entender: porque lo que hace grande a las ciudades no es el bien particular sino el bien común. Y sin duda este bien común no se logra más que en las repúblicas, porque éstas ponen en ejecución todo lo que se encamine a tal propósito, y si alguna vez esto supone algún perjuicio para este o aquel particular, son tantos los que se beneficiarán con ello que se puede llevar adelante el proyecto pese a la oposición de aquellos pocos que resultan dañados. Lo contrario sucede con los príncipes, pues la mayoría de las veces lo que hacen para sí mismos perjudica a la ciudad, y lo que hacen para la ciudad les perjudica a ellos (2009, p. 196).

Se cierra así la aparente contradicción entre las dos obra de Maquiavelo: El Príncipe y Los Discursos sobre la primera década de Tito Livio. Mientras en la primera se desarrolla, principalmente, la idea de la virtud como razón instrumental y la política se considera una técnica para la adquisición del poder; en la segunda, se desarrolla la idea de la contingencia de una sociedad compleja que, merced a la dialéctica de la individualidad y la colectividad, se resuelve en la necesidad una vida republicana que genera virtud cívica mediante la ley y la moralidad. Por lo tanto, no se puede afirmar, con tanta certeza como lo hace Habermas, que por su énfasis en la tecnificación de la política, “Maquiavelo ignora la tarea histórica del desarrollo de una esfera de la sociedad civil” (2000, p. 63). Es tan consciente el florentino de las fuentes morales que alimentan vida colectiva, que en sus Discursos sostiene que toda organización humana debe, a fin de evitar o conjurar la crisis o la decadencia, refundarse o renovarse mediante un retorno a los principios que le dieron origen y constituyeron su razón de ser:

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[...] concluyo, por tanto, que no hay cosa más necesaria para la vida en comunidad, sea secta, reino o república, que devolverle la reputación que tenía en sus orígenes, y procurar que sean los buenos ordenamientos o los hombres buenos, los que cumplan esa función, en vez de una fuerza extrínseca. Porque aunque a veces ésta resulte un remedio óptimo, como en el caso de Roma, es tan peligrosa que nunca resulta deseable (Maquiavelo, 2009, pp. 310-311).

Y relacionada con estos temas de la eticidad y la moralidad, está la posición de Maquiavelo frente a la religión, que según Strauss era de completa indiferencia, al punto de considerar que su pensamiento político y social era arreligioso (1964, p.12). Sin embargo, esta afirmación de Strauss queda en entredicho si tenemos en cuenta que Maquiavelo era partidario de una renovación de la religión cristiana, tal como lo sostiene en el siguiente pasaje de Los Discursos:

En cuanto a las sectas, vemos que necesario es que exista en ellas esa renovación por el ejemplo de nuestra religión, pues ésta, si no se hubiera replegado a sus orígenes, gracias a San Francisco y Santo Domingo, se hubiera perdido completamente, pues éstos, con la pobreza y con el ejemplo de la vida de Cristo, volvieron a instalar en la mente de los hombres la religión cristiana, que ya estaba olvidada, y fueron tan poderosas su nuevas órdenes que gracias a ellas la deshonestidad de los prelados y de los jefes de la iglesia no acaba de arruinarla completamente, pues sus miembros viven pobremente, y tienen mucho crédito entre el pueblo por sus confesiones y sermones, y así dan a entender que es malo hablar mal del mal que cometen los prelados, y que es bueno vivir bajo su obediencia, encomendando a Dios el castigo de las culpas que puedan cometer; y los prelados, por su parte, obran lo peor que pueden pues no tiene miedo de un castigo que no ven y en el que no creen. Esa renovación, pues, mantuvo, y mantiene, nuestra religión (Maquiavelo, 2009, pp. 310-311).

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Vemos, pues, que Maquiavelo, lejos de rechazar la religión, comparte con muchos pensadores de finales de la Edad Media y del Renacimiento, tales como Marsilio de Padua, Guillermo de Ockham, Nicolás de Cusa y Erasmo de Rotterdam, entre otros, la necesidad de depurar la religión de los efectos de su alianza con el poder político y económico que se remonta hasta Constantino. El rechazo de Maquiavelo no es a la religión per se, sino a la actitud de la Iglesia y, en especial, del papado. Particularmente, Maquiavelo criticaba al Papa desde su preocupación por la unificación de Italia, puesto que lo consideraba lo suficientemente poderoso como para impedirla y los suficientemente débil como para lograrla, como se expondrá más adelante, cuando exploremos la concepción que Maquiavelo tiene del Estado moderno.

Así que en el pensamiento de Maquiavelo no encontramos una ruptura entre moral, ética y política, como tradicionalmente se le suele interpretar. Como he tratado de mostrar, su enfoque es mucho más complejo: trata de analizar la tensión que la modernidad genera entre los tres tipos de acción humana: la estratégica, la ética y la moral. Si como analista empírico de la política, Maquiavelo permanece neutral frente a la forma perversa como Agatocles adquiere el poder, como teórico normativo de la política, Maquiavelo no puede menos que desaprobar sus métodos:

Sin embargo, no se puede llamar valor a matar a sus conciudadanos, traicionar a los amigos, y carecer de fe, de humanidad y de religión; estos medios pueden llevar a adquirir el imperio pero no la gloria. Pues si consideramos el valor de Agatocles en la manera de arrostrar los peligros y salir de ellos, y en la grandeza de su ánimo en soportar y superar los sucesos adversos, no vemos porqué había de ser considerado inferior a ningún excelente capitán; no obstante su feroz crueldad e inhumanidad, con sus infinitas maldades, no permite que sea celebrado entre los más excelentes hombres. Así pues, no se

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puede atribuir a la fortuna o al valor lo que él consiguió sin una ni otro (1975, pp. 118-119).

Maquiavelo como precursor de la teoría del Estado moderno

Otra aparente contradicción entre El Príncipe y los Discursos es la diferencia que hay en el tratamiento del ejercicio del poder político. Mientras que en el primero, Maquiavelo aboga por un poder ejercido individual y autocráticamente; en los segundos, defiende el ejercicio colectivo del poder por parte de una comunidad, imbuida de un fuerte espíritu cívico. La contradicción se desvanece si partimos de la idea de que, en términos normativos, Maquiavelo considera que la forma de gobierno y organización social ideal y moralmente deseable era la republicana, pero que en la península italiana aún no estaban dadas las condiciones políticas y sociales para que arraigara dicha forma de gobierno y su correspondiente espíritu.

Maquiavelo no sólo era un estudioso de los fenómenos políticos, sino también un funcionario al servicio de la Cancillería de Florencia, lo cual lo llevó a viajar en misiones diplomáticas por varios países de la Europa del Renacimiento. Ello le permitió observar las tendencias y los procesos de cambio político que se estaban desarrollando en las principales potencias de la época, tales como España, Francia e Inglaterra. Dichos procesos apuntaban a la unificación del territorio, la población, y el poder político, y a la formación de grandes ejércitos profesionales y permanentes, los cuales son rasgos definitorios del Estado moderno, que surgió a lo largo de los siglos XVI a XVIII, bajo la forma de gobierno absolutista. Maquiavelo consideraba que, en el largo plazo, la consolidación de dichas tendencias les permitiría a los mencionados países contar con la fuerza suficiente para imponer su hegemonía política en Europa y ocupar las organizaciones políticas más débiles, cuya debilidad surgía, precisamente, de la falta de desarrollo

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de los mencionados procesos. Así que Maquiavelo era plenamente consciente de que su pensamiento político significaba una ruptura con la forma como tradicionalmente se pensaban la política en el Renacimiento. A este respecto, es ilustrativa la afirmación de Ernst Cassirer:

Maquiavelo fue el primer pensador que se percató completamente de lo que significaba en verdad esta nueva estructura política [el Estado moderno]. Había visto sus orígenes y previó sus efectos. Anticipó, en su pensamiento, el curso entero de la futura vida de Europa. El darse cuenta de ello fue lo que lo indujo a estudiar la forma de los nuevos principados con el mayor cuidado y minuciosidad. Sabía perfectamente que su estudio, al ser comparado con las teorías políticas anteriores, sería considerado como una cierta anomalía, y se disculpó por la orientación insólita de su pensamiento (1996, pp. 160-161).

Mientras estas tendencias se estaban desarrollando en las principales potencia europeas, la península italiana, a pesar de tener una tradición histórica, una cultura y una lengua comunes, estaba territorial y políticamente fragmentada en cinco unidades políticas diferentes: las repúblicas de Florencia y Venecia, el reino de Nápoles, el ducado de Milán y los Estados Pontificios. Así, pues, el ideal político de Maquiavelo, una Italia republicana con una participación activa de los ciudadanos, requería, como condición previa, la conversión de la península italiana en un Estado moderno, es decir, la unificación del territorio, la población y el poder político. De allí que uno de los intereses de Maquiavelo, al escribir El Príncipe, era mostrar a los gobernantes de su época, la necesidad de unificar a Italia, pues en su fragmentación veía el florentino, no sólo un obstáculo para el florecimiento de una república, sino también el peligro de que ésta fuera tomada por fuerzas extranjeras, como sucedió años más tarde por parte de España y el Sacro Imperio Romano Germánico. Tanto es así que el último capítulo

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de la mencionada obra es una exhortación a un príncipe “virtuoso” para “liberar a Italia de las manos de los bárbaros” (Maquiavelo, 1975, pp. 181-185). En este contexto, se comprende la crítica de Maquiavelo a la institución eclesiástica, que no a la religión:

Los italianos tenemos, pues, con la Iglesia y con los curas esta primera deuda: habernos vuelto irreligiosos y malvados; pero tenemos todavía una mayor, que es la segunda causa de nuestra ruina: que la Iglesia ha tenido siempre dividido a nuestro país. Y realmente un país no puede estar unido y feliz si no se somete todo él a la obediencia de una república o un príncipe, como ha sucedido en Francia y en España. Y la causa de que Italia no haya llegado a la misma situación, y de que no haya en ella una república o príncipe que la gobierne, es solamente la Iglesia. Pues residiendo aquí y teniendo dominio temporal, no ha sido tan fuerte ni de tanta virtud como para hacerse con el dominio absoluto de Italia y convertirse en su príncipe, pero tampoco ha sido tan débil que no haya podido, por miedo de perder su poder temporal, llamar a un poderoso que la defienda contra cualquiera que en Italia se vuelva demasiado potente (2009, p. 73).

Es por todas las razones anteriores que Maquiavelo se interesa, especialmente, por el estudio de los principados nuevos y de los procesos de monopolización de la fuerza y del territorio por parte de nuevos príncipes como César Borgia y los Médici. Así, pues, Maquiavelo era consciente de la necesidad de considerar la acción política y la organización de la sociedad de una manera enteramente nueva que superara la entropía, la dispersión y la fragmentación del poder, la población y el territorio, características del feudalismo. En especial, Maquiavelo era consciente de que los poderes de la nobleza feudal restaban eficacia al poder del príncipe en cuanto sus decisiones debían ser no sólo negociadas, sino implementadas a través de aquélla, lo cual generaba dependencia y pérdida de autonomía. Una mayor

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autonomía en el ejercicio del poder, requería la formación de un cuerpo burocrático propio del príncipe, lo cual permite ver que Maquiavelo ya advertía la tendencia de las organizaciones políticas renacentistas a la formación de un cuerpo burocrático profesional, lo cual es otro de los rasgos del Estado moderno. A este respecto manifiesta:

De dos modos se gobiernan los principados: o por un príncipe y todos los demás servidores, los cuales, como ministros, por gracia y concesión suya, ayudan a gobernar aquel reino; o por el príncipe y por barones, los cuales, no por gracia del señor, sino por antigüedad de la familia, tiene aquel puesto. Estos mismos barones tienen estados y súbditos propios, los cuales los reconocen por señores y sienten hacia ellos un natural afecto. Los estados que se gobiernan por un príncipe y por servidores tienen a su príncipe con más autoridad, porque en toda su provincia no hay ninguno que reconozca por superior a nadie más que a él; y si obedecen a algún otro, lo hacen como ministro y empleado, y no le tiene particular afecto (Maquiavelo, 1975, pp. 101-102).

De lo anterior se desprende la valoración negativa que Maquiavelo hace, en varias partes de su obra, sobre la nobleza y la aristocracia, puesto que la acción política demanda de ellas menos virtud o habilidad, ya que la herencia y la tradición, se encargan de generar la inercia y la legitimidad necesarias para conservar el poder. Ante lo cual expresa:

Digo que en los Estados hereditarios y los ligados a la sangre del príncipe son menores las dificultades que surgen para su conservación que en los nuevos, ya que basta tan sólo no pretender cambiar las órdenes de los antepasados, y después saber contemporizar con los acontecimientos (Maquiavelo, 1975, pp. 91-92).

Así, pues, concordamos con Wolin (2012, pp. 240-241) en que Maquiavelo oponía a la legitimidad política basada en la sucesión

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hereditaria del poder, un nuevo principio de legitimidad, basada en la acción para construir un orden institucional nuevo.

El uso de la fuerza es necesario para construir ese nuevo orden mediante la unificación del poder y el territorio, por ello Maquiavelo considera que el príncipe debe cultivar el arte de la guerra, y lograr el orden y la disciplina de los ejércitos, pues ésta es la causa de la adquisición de los Estados y su descuido lo es de su pérdida (1975, p. 140). Pero, además, la guerra debe ser no sólo una actividad ejercida en tiempos de confrontación, sino que también debe ser objeto de reflexión y formación aún en tiempos de paz, siempre a partir del análisis de casos históricos, para elaborar modelos y principios que guíen la acción, sobre todo en situaciones de contingencia:

[...] en cuanto al ejercicio de la mente, debe el príncipe leer las historias, y en ellas considerar las acciones de los hombres insignes, ver cómo se gobernaron en las guerras, examinar las causas de sus victorias y sus pérdidas, para evitar éstas e imitar aquellas; y sobre todo debe, como hicieron ellos, escoger entre los antiguos héroes cuya gloria fue más celebrada un modelo cuyas proezas y acciones estén siempre presentes en su ánimo [...] Estas son las reglas que debe observar un príncipe sabio, y lejos de permanecer ocioso en tiempo de paz, fórmese con talento un abundante caudal de recursos, para poder valerse de ellos en las adversidades, a fin de que, cuando la fortuna se le vuelva contraria, le encuentre dispuesto a resistirse a ella (Maquiavelo, 1975, p. 142).

Así que la guerra se racionaliza como actividad y como técnica mediante la reflexividad, y de ésta surge su sistematización. La guerra se vuelve, entonces, un arte y una ciencia y, por ello, Maquiavelo dedica a ella toda una obra. Esta racionalización y sistematización se pueden advertir, también, en la valoración que hace Maquiavelo de la eficacia, la lealtad y la disciplina de las tropas, las cuales son mayores en las

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propias del príncipe y en las de carácter permanente y pagadas bien y regularmente, que en las ocasionales y mercenarias, pues éstas:

[...] son inútiles y peligrosas. Si un príncipe apoya su Estado con tropas mercenarias, nunca se hallará seguro, por cuanto esas tropas, desunidas y ambiciosas, indisciplinadas e infieles, fanfarronas en presencia de los amigos y cobardes frente a los enemigos, no tiene temor de Dios ni buena fe en los hombres; tanto se difiere el desastre cuanto se difiere el ataque; en la paz el príncipe es despojado por ellas, y en la guerra por los enemigos. La causa de éstos es que no tiene más amor y motivos que los apegue a ti que su escaso sueldo, el cual no es suficiente para hacer que deseen morir por ti. Quieren ser tus soldados mientras tú no hagas la guerra, pero si ésta sobreviene, huyen y quieren retirarse. (Maquiavelo, 1975, p. 131).

En este contexto, podemos decir que Maquiavelo es precursor de lo que, tres siglos más tarde, Max Weber identificaría como uno de los principales rasgos del Estado moderno: el monopolio legítimo del uso de la fuerza, que es la garantía coercitiva, en última instancia, de la observancia del derecho racional. Sobre la relación entre estos dos aspectos, Maquiavelo considera que

[...] los principales fundamentos que pueden tener todos los estados, tanto los nuevos como los antiguos y mixtos, son las buenas leyes y las buenas armas [...] no puede haber buenas leyes donde no hay buenas armas y donde hay buenas armas conviene que haya buenas leyes (Maquiavelo, 1975, p. 131).

Precisamente, la falta de estos fundamentos, en especial, el de las buenas armas, es decir, el uso, por largo tiempo, de tropas mercenarias o condotieri, era considerado por Maquiavelo como la causa de la ruina de Italia (Maquiavelo, 1975, p.132). La formación del Estado moderno, además de la unificación del poder, la población y el

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territorio, requiere el surgimiento de una política fiscal, en un principio asociada a la necesidad de mantener un ejército profesional. La relación entre estos dos aspectos es especialmente subrayada por Maquiavelo cuando rechaza la tesis de Quinto Cursio de que el dinero es la base de la guerra, pues éste actúa eficazmente sólo si está en relación con las buenas armas, es decir, las armas propias, profesionales y disciplinadas. Al respecto, afirma Maquiavelo:

Digo, pues, que no es el oro, como grita la opinión común, el que constituye el nervio de la guerra, son los buenos soldados: porque el oro no basta para encontrar buenos soldados, y en cambio los buenos soldados son más que suficientes para encontrar el oro. A los romanos, si hubieran querido hacer la guerra más con el dinero que con el hierro, no les hubiera bastado con todos los tesoros del mundo, considerando las grandes empresas que llevaron a cabo y las dificultades que encontraron en ello. Pero haciendo la guerra con el hierro, nunca padecieron carencia de oro, porque les era llevado en grandes cantidades a sus campamentos por los que les temían. (2009, p. 222)

A manera de conclusión

Hemos desarrollado en estas páginas unas ideas, apoyadas en citas de los dos textos más importantes de Maquiavelo, para demostrar que éste es, ante todo, un precursor de la teoría política moderna, en contraposición a lo sostenido por Leo Strauss de que el florentino es un pensador de “lo antiguo y olvidado”. En esta reflexión nos hemos valido, principalmente, de la concepción de la modernidad de Jürgen Habermas que se basa en la complejización de la sociedad y la diversificación de la acción humana en estratégica, ética y moral. Sin embargo, hemos diferido de su opinión de que la concepción que Maquiavelo tiene de la política es meramente técnica e instrumental. También hemos rechazado la opinión, tanto de Strauss como de Habermas, de que el pensamiento del florentino

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carece de elementos éticos y morales. Ciertamente, Maquiavelo no tiene una concepción discursiva de la ética, pero ella está presente en su obra. Finalmente, hemos mostrado que no hay una contradicción entre El Príncipe y Los Discursos sobre la primera década de Tito Livio, tal como han sostenido algunos analistas. Estas dos obras aparecen articuladas, si como conexión entre ellas, consideramos el proceso de formación del Estado moderno, del que Maquiavelo fue no sólo un observador privilegiado.

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VIMaquiavelo y las ciencias sociales contemporáneas

Alberto Valencia GutiérrezDepartamento de Ciencias Sociales

Universidad del [email protected]

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Nicolás Maquiavelo ha sido considerado por muchos como el autor que inaugura un nuevo modo de ver los hechos relacionados con

el Estado y el poder, que no tenía antecedentes en la tradición escolástica medieval ni en el mundo antiguo, y que abre “un nuevo camino para la ciencia política”. Esta posición ha sido expresada especialmente por el filósofo alemán Ernst Cassirer, en un célebre libro publicado en 1946 y traducido al Español dos años después, llamado El mito del Estado. Según el filósofo, los Diálogos sobre dos nuevas ciencias de Galileo, publicado en 1632, y El Príncipe de Maquiavelo, redactado en 1513, tienen como elemento común una misma orientación de pensamiento y constituyen, por consiguiente, “dos grandes sucesos cruciales en la historia de la civilización moderna” porque inauguran dos nuevas ciencias (Cassirer, 1974).

Galileo descubre, según Cassirer, “una serie de propiedades del movimiento que no habían sido observadas ni demostradas” y que se convierten en el fundamento de la moderna ciencia de la naturaleza”. Maquiavelo, por su parte, describe los movimientos propios de la política, con el mismo espíritu que Galileo estudia un siglo más tarde el movimiento de la caída de los cuerpos. Tal como “la dinámica de Galileo vino a ser el fundamento de nuestra moderna ciencia de la naturaleza, así también abrió Maquiavelo un nuevo camino para la ciencia política” (Cassirer, 1974).

El Príncipe, según Cassirer, no es un tratado de ética o un “manual de virtudes políticas”, sino una descripción realista, basada en la “naturaleza de las cosas” y en el funcionamiento efectivo de las luchas políticas. No es un libro moral ni inmoral, sino un libro técnico

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y científico en el que se estudian las acciones políticas “como si fueran líneas, planos o volúmenes”, según la célebre expresión de Spinoza, citada por el autor, o con el mismo espíritu con que “el químico estudia las reacciones químicas”. Nadie antes se había propuesto una descripción de esta envergadura en la historia de la cultura. Desde este punto de vista, la importancia de Maquiavelo consistiría en haber aislado un objeto nuevo que es la política y el Estado, que anteriormente se encontraba confundido en el plano de la Ética, de la Metafísica o de la Religión.

Las ciencias de Maquiavelo y de Galileo se fundan en el principio de que la naturaleza es siempre idéntica a sí misma y los hechos obedecen a leyes invariables. Sin embargo, observa Cassirer, esta concepción del determinismo no puede abarcar de manera total y completa el campo de las acciones humanas y, en particular, de la política, porque en ellas interviene además otro principio, que es el de la fortuna, entendida como la parte que corresponde a lo impredecible, a lo que escapa a la acción del hombre y que para muchos es simplemente un efecto de la divina providencia o de la influencia adversa de los astros. La nueva concepción de la ciencia política aparecería entonces signada, según el filósofo, por el mito de la fortuna, que significaría, palabras más palabras menos, la “derrota del pensamiento racional” (Cassirer, 1974, p. 8).

En las líneas siguientes trataremos de presentar algunas ideas con respecto a la relación que se puede establecer entre Maquiavelo y las Ciencias Sociales contemporáneas, tomando como punto de referencia el planteamiento de Cassirer, bien sea para desarrollarlo en otra dirección, bien sea para ponerlo en cuestión en algun aspecto. Habría que preguntarse si El Príncipe puede ser considerado efectivamente un libro de ciencia política en el sentido moderno de la palabra y, por consiguiente, si su autor puede ser considerado como el fundador de una “ciencia de la política”. Igualmente, habría que preguntarse si la manera como Cassirer considera la obra de Maquiavelo, al equipararla con las

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ciencias naturales, corresponde al aporte del florentino y si la moderna consideración de la política, efectivamente, consiste en aquello que este autor lee en El Príncipe.

El carácter de El Príncipe

El primer punto que hay que aclarar es el carácter de El Príncipe: ¿se trata de una obra filosófica, de una obra científica, de una obra literaria o se corresponde a otro género? Nos encontramos frente a una importante discusión inicial ya que no podemos proyectar en la obra de Maquiavelo las categorías del pensamiento moderno o considerar sus principales libros en el mismo nivel de una obra contemporánea. El secretario florentino, como nos explica el propio Cassirer, era un hombre del Renacimiento italiano tardío (Dante había muerto dos siglos antes), compartía con su época una serie de rasgos fundamentales, pero, igualmente, mantenía algunas diferencias; y sus obras, independientemente de la trascendencia que hayan tenido o de la revolución que representen en la Filosofía Política, fueron escritas para sus contemporáneos. Como consecuencia de este hecho, es indispensable, por consiguiente, que sepamos descifrarlas en los propios códigos en que están elaboradas. Hoy en día nadie hablaría en el lenguaje metafórico de oponer la virtud y la fortuna, pero esos eran los términos que su época le prescribía. Numerosos ejemplos podrían ponerse en esta misma dirección.

Si tomamos en su estricto sentido cada una de las posibilidades de caracterizar El Príncipe tendríamos que llegar a la conclusión de que no corresponde a ninguna de las categorías señaladas. Esta obra no se amolda exactamente a lo que son los cánones de un texto filosófico medieval ni a las exigencias de una producción moderna. En lugar de una orientación especulativa, abstracta o deductiva, el libro está lleno de ejemplos y de metáforas que lo aproximan más a una creación

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literaria pero sin serlo, porque no se trata de manera alguna de un relato de ficción. Tampoco puede ser considerado como una obra de ciencia política, en el sentido moderno de la palabra, porque su estructura dista mucho de responder a los parámetros metodológicos contemporáneos. No es tampoco un estudio de Historia, aunque utilice ejemplos antiguos o contemporáneos para sustentar sus observaciones sobre la conservación de los principados, la historia no aparece singularizada en parámetros de espacio y tiempo, como sería actualmente un tratado de esta naturaleza, sino como un mito de la repetición de los mismos hechos en diferentes contextos.

Por consiguiente, es importante tomar El Príncipe como lo que pretende ser, esto es: un ensayo que recoge la experiencia política práctica de un hombre que estuvo vinculado a ella durante cerca de quince años y en el que intenta compartir con sus contemporáneos, tanto gobernantes como gobernados, la sabiduría adquirida durante este período de su vida en el manejo de los asuntos del Estado. Todo ello matizado con un gran saber erudito, adquirido a través de los libros, de la manera como funcionaron en otros momentos los mismos asuntos. No creo que exista en Maquiavelo la intención de construir una teoría general de la política ni un nuevo sistema filosófico ni, menos aún, un tratado de Ética.

De todas maneras, el asunto real y cierto es que Maquiavelo construye un documento original, de un inmenso valor, por la forma como describe de manera realista la lógica del poder, es decir, lo que los hombres siempre habían hecho para conseguirlo o para conservarlo y que de alguna manera ninguno se había atrevido a exponer de manera escueta. El filósofo Claude Lefort comenta que el único antecedente que una obra de este tipo tiene en la historia de la cultura es “la Política de Aristóteles, en su quinto libro”, donde el autor examina “los medios de que dispone un poder, cualquiera que sea su naturaleza, para evitar las revoluciones que lo amenazan” (2010, p. 347), con la salvedad de que esta reflexión se hace en el marco de una elaboración sobre la manera

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cómo la organización del Estado debe estar subordinada al principio de la justicia. El propio Cassirer comenta igualmente que “entre los años 800 y 1700 se pueden contar cerca de mil libros orientados a explicarle al rey cómo tenía que comportarse para sentirse seguro en su cargo” (1974, p. 181). Sin embargo, ninguno de esos textos había tenido la originalidad de la obra de Maquiavelo ni la circulación adecuada entre los estudiosos de la política. El Príncipe, dice Cassirer, “pertenece a un clima de opinión enteramente distinto del que rodeaba a quienes escribieron antes sobre el tema” (p. 181).

Sin embargo, radicalizando un poco más la posición, se podría afirmar que El Príncipe puede ser considerado, más que como un documento, como un acontecimiento fundador de una serie de significaciones nuevas en la cultura, a la misma altura de cualquier acontecimiento histórico, sobre el cual se lleva a cabo una reflexión en diversos sentidos. Y este cambio de estatuto, de obra filosófica a documento y de documento a acontecimiento, puede permitirnos una mejor caracterización de lo que representa El Príncipe y puede ayudarnos a resolver de mejor manera los enigmas que encierra.

Haciendo, pues, la salvedad de que tenemos que respetar a toda costa el hecho de que El Príncipe fue escrito en un contexto muy diferente al nuestro, del que nos separan 500 años, y con una intención totalmente diferente a la que puede existir actualmente al escribir una obra de Filosofía Política o de Ciencias Sociales, queremos formular la hipótesis de que Maquiavelo, más que fundar una ciencia de la política, ofrece una serie de observaciones que, aunque presentadas en unos códigos culturales distintos a los nuestros, abre la posibilidad de construir los elementos básicos de una filosofía o, mejor aún, de un proyecto filosófico, a partir del cual las Ciencias Sociales son posibles. Más que la anticipación de una disciplina empírica de dichas Ciencias, El Príncipe es un antecedente fundamental del proyecto filosófico específico que sirve de cobertura al desarrollo de las Ciencias Sociales. Todo esto, teniendo presente que no son simplemente unas disciplinas

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empíricas, sino que conforman en su conjunto un proyecto filosófico específico, tal como lo formulaba el propio Emile Durkheim (1970), en Pragmatismo y Sociología, una de sus obras menos conocidas.

El desarrollo de las Ciencias Sociales

En sentido estricto, las Ciencias Sociales se desarrollan (con algunas excepciones notables) en el periodo comprendido entre 1870 y 1920, cuando se formulan los primeros fundamentos de las disciplinas que hoy conocemos: en este momento aparece la Economía en el sentido moderno, tal como se enseña hoy en día en las facultades de Economía; la Antropología en sus primeras versiones evolucionistas o difusionistas en las obras de Morgan y Taylor; la Sociología de la mano de autores como Weber, Durkheim, Tönnies, Simmel y muchos otros; la Lingüística, en 1916, con la publicación del libro de Ferdinand de Saussure, Curso de Lingüística general; el Psicoanálisis con la publicación de La interpretación de los sueños, de Freud, en el año 1900; y otras disciplinas menores. Las grandes excepciones son la Historia que ya había ofrecido en épocas anteriores algunos resultados fundamentales; la Economía Política en las versiones de Adam Smith y David Ricardo; y, sobre todo, el Marxismo, ya que Marx muere en el año 1883 y su obra constituye un antecedente fundamental de muchas de las disciplinas que posteriormente se constituyen.

La novedad de las Ciencias Sociales no proviene propiamente de los temas que desarrollan, sino de la nueva forma de tratarlos. Los problemas relacionados con la acción y la estructura social, el poder y la autoridad, las diferentes formas de diferenciación social, el consenso y el conflicto, la integración y el cambio social, entre muchos otros, hacen parte de la cultura humana desde siempre y fueron objeto de preocupación, como lo expone claramente Auguste Comte; de la Teología, la metafísica e, incluso, de la Mitología. A manera de

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ejemplo, podríamos considerar que el mito de Prometeo encadenado, relatado por Esquilo, es un antecedente fundamental de las modernas teorías sobre la capacidad creadora de la acción humana; y la trágica historia de Job en el libro Las Lamentaciones de la Biblia, anticipa el trasfondo de las teorías de la estructura social. Así podríamos continuar buscando los antecedentes de cada uno de los problemas de las Ciencias Sociales en el marco de otras formas de pensamiento. Su peculiaridad y su novedad, a finales del siglo XIX, consiste en que estos temas son considerados en el marco de una serie de exigencias nuevas, cuyas características trataremos de presentar en las líneas siguientes, con base en, al menos, seis criterios, presentados en términos de una serie de parejas de oposiciones, que diferencian claramente la singularidad del nuevo campo de las Ciencias Sociales con respecto a consideraciones anteriores.

1. Lo social se explica por lo social

El primer criterio consiste en la idea de que lo social se explica por lo social, es decir, no se explica ni por el cielo ni por la naturaleza. Lo social posee una lógica propia que no depende de un universo trascendente o religioso ni es reductible a un sustrato biológico. Lo social, en una especie de jerarquía ontológica, representa una forma de causalidad nueva, que tiene su propia lógica específica. Un moderno historiador no está viendo en la Historia la realización de un plan divino, como San Agustín, sino una obra eminentemente humana que deriva su sentido de sí misma. Igualmente, un sociólogo contemporáneo, aunque reconozca la importancia de los sustratos biológicos, no reduce los comportamientos a estos registros.

La idea de que lo social se explica por lo social va de la mano con el planteamiento de que la sociedad, a finales del siglo XIX, había llegado a ser, por un largo proceso de secularización, punto de referencia de sí misma para descifrar el sentido de sus relaciones sociales, de sus instituciones y de todo lo que dentro de ella sucede. Más aún, la sociedad

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comienza a aparecer como una creación humana y, por consiguiente, como una entidad que puede actuar sobre sí misma, transformarse e, incluso, ser objeto de una revolución. La autoridad no se justifica ya por un origen divino, sino por una referencia a la misma sociedad como fuente de legitimidad del poder. La desigualdad no corresponde al registro de un orden natural o al arbitrio la voluntad de Dios, sino que proviene de las propias estructuras sociales; y en el mismo sentido se comienza a dar cuenta de todo tipo de comportamientos. A partir de la nueva Filosofía de las Ciencias Sociales, la antigua frase, “el hombre es la medida de todas las cosas”, se transformaría en la idea de que “la sociedad es la medida de todas las cosas”.

2. Lo social son las relaciones sociales

El segundo criterio consiste en definir qué se entiende por lo social. Afirmar que lo social se explica por lo social quiere decir que cualquier tipo de fenómeno que ocurra en el marco de una sociedad hace referencia a las relaciones sociales y no por una apelación al individuo o a la razón. La sociedad es una realidad primaria con respecto al individuo. Tal como se desprende de la famosa fórmula de Aristóteles, “el hombre es un ser social”, hasta en los pliegues más íntimos de su existencia. La idea de un conjunto de individuos que viven libres en un estado de naturaleza que en un segundo momento, por alguna razón de debilidad o de seguridad, deciden reunirse y fundar la sociedad a través de un contrato es, en este sentido, incompatible con la nueva lógica de las Ciencias Sociales. Desde este punto de vista, las Ciencias Sociales están más próximas a Aristóteles que a Locke, Hobbes o Rousseau.1

1 Las teorías del Contrato Social tienen sentido para las Ciencias Sociales en la medida en que detrás de este planteamiento se esconde la idea de que la sociedad, en la medida en que es resultado de un contrato, es una hechura de los hombres mismos y puede ser transformada por sus propios creadores. Desde este punto de vista, las Ciencias Sociales están en relación con las teorías del Contrato Social. Pero no lo están desde el punto de vista del individualismo del que parten estas teorías.

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Autores tan diversos como Marx, Weber, Simmel, Durkheim y Freud, entre muchos otros, insisten permanentemente en la idea de que lo social no se explica por los individuos, sino a la inversa.2 De igual manera, tampoco se explica lo social como una variable dependiente de la razón humana. La Filosofía de la Historia de Hegel, planteada como una realización progresiva de la razón, es incompatible con el nuevo espíritu. La Religión, por ejemplo, no se explica con referencia a la razón humana, sino en el marco del tipo de relaciones que la hacen necesaria.

3. Las Ciencias Sociales como disciplinas empíricas

El tercer criterio consiste en la postulación de que las Ciencias Sociales son disciplinas empíricas, que basan sus razonamientos en la observación de los hechos y plantean la exigencia de que cualquier tipo de proposición debe estar sustentada en una referencia empírica. Para evitar malentendidos debemos dejar claro que no se trata de afirmar que estas Ciencias estén marcadas por un empirismo a ultranza que sólo reconoce al mundo exterior como fuente de conocimiento. Como diría Kant, “aunque todo nuestro conocimiento empiece con la experiencia no por eso procede todo él de la experiencia” (1994, p. 42). En esta dirección, las Ciencias Sociales deben plantearse en términos de una teoría del conocimiento que tenga en cuenta al mismo tiempo el papel activo del sujeto en la construcción del conocimiento y la experiencia como fuente. No obstante, hay que afirmar que, a diferencia de otras disciplinas intelectuales, –aunque la expresión sea molesta para algunos– son positivas en el sentido en que tienen en la experiencia empírica una referencia fundamental.

2 “El reconocimiento de que el hombre está determinado, en todo su ser y en todas sus manifestaciones por la circunstancia de vivir en acción recíproca con otros hombres, a de traer desde luego una nueva manera de considerar el problema de las llamadas ciencias del espíritu. Hoy ya no es posible explicar por medio del individuo, de su entendimiento y de sus intereses, los hechos históricos (en el sentido más amplio de la palabra), los contenidos de la cultura, las formas de la ciencia, las normas de la moralidad”. (Simmel, 1986, p.13).

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Esta idea se aclara mejor si tenemos en cuenta, en sentido negativo, que las Ciencias Sociales no son disciplinas especulativas, basadas en la elaboración abstracta de conceptos, así sea de manera sistemática como en la Filosofía Política; ni intuitivas como la Geometría euclidiana; ni deductivas como la Teología o el Derecho. La orientación especulativa de la Filosofía en lo que tiene que ver con el psiquismo o el orden social, propia de los filósofos anteriores al siglo XIX (con algunas excepciones notables), es sustituida en la nueva generación intelectual de finales del mismo siglo por investigadores que dan un privilegio a la observación minuciosa y detallada de los hechos. Freud, un notable representante del nuevo espíritu, decía con frecuencia que él no se apoyaba en las elucubraciones especulativas de los filósofos, sino en los datos que sus pacientes le proporcionaban en el día a día de su trabajo clínico. Un científico social moderno se niega a emitir una opinión sobre un tema que no haya investigado.

4. El ser y el deber ser

El cuarto criterio consiste en que las Ciencias Sociales están orientadas a la constatación de los hechos y no a la construcción de modelos ideales de conducta que funcionen como referencias éticas a partir de las cuales valorar los sucesos actuales. La preocupación básica, igualmente, es tratar de comprender una conducta efectivamente en el registro de sus condiciones reales de existencia, más allá de cualquier tipo de valoración que sobre esa conducta pueda llevarse a cabo.

Desde este punto de vista, las Ciencias Sociales se inscriben en una exigencia de realismo, que va más allá de lo que es una conducta deseable, y busca definir en qué consisten los fenómenos estudiados en su realidad efectiva. La obra de Marx a este respecto es un ejemplo por excelencia de este tipo de exigencia. En lugar de preguntarse qué debe ser el Estado –en la forma en la que aparece en la filosofía de Hegel–, como árbitro de las relaciones sociales o como representante del interés común, se pregunta más bien en qué consiste de hecho en la sociedad

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moderna y concluye que es una “junta directiva que administra los negocios de la clase burguesa”, según la célebre fórmula del Manifiesto del Partido Comunista (Marx & Engels, F., 2000).

La relación entre ser y deber ser es de hecho mucho más compleja de lo que aparece en el párrafo anterior y exige, por consiguiente, un desarrollo minucioso. Habría que preguntarse hasta qué punto una proposición de hecho sobre un determinado fenómeno no lleva implícito un juicio valorativo previo como lo ha mostrado ampliamente Marx Weber (2006). Estanislao Zuleta decía, con su humor habitual, que cuando hablamos de la explotación del hombre por el hombre estamos haciendo referencia a la otra cara de una reflexión ética implícita sobre el hombre como un ser de posibles, porque no hablamos de la misma manera “de la explotación infame de las gallinas” ni de la “explotación ganadera” (1994, p. 256). Igualmente, habría que ver cuál es el tipo de relación que se establece entre los juicios de hecho y los juicios valorativos. En algunas versiones, las proposiciones científicas son el fundamento para construir valoraciones éticas como aparece en Marx o en Durkheim (1998, pp. 40-41); en otras, ciencia y ética son dos mundos completamente distintos entre los que existe solución de continuidad como lo plantea Weber (2006, pp. 41-43). Sin embargo, estas relaciones complejas no deben confundirse con el nivel primario de separación entre valoración y constatación, como una diferenciación fundamental en la construcción de la ciencia social.

5. Determinismo e innatismo

El quinto criterio que define la forma de pensamiento de las Ciencias Sociales es la postulación de un determinismo de los fenómenos sociales, independientemente de las características que éste asuma y del tipo de causalidad que lo caracterice. El determinismo se opone, por una parte, a la idea de libertad absoluta, pero, al mismo tiempo, a la idea de innatismo. Nada hay en los seres humanos que se encuentre por encima o por fuera de las condiciones sociales. Todo tipo de comportamiento

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está determinado por el tipo de sociedad dentro de la cual se vive: ni las estructuras básicas del pensamiento, ni la moral, ni la religión son elementos innatos, inscritos por siempre en el corazón del hombre, sino producto de condiciones sociales concretas. El hombre, a la manera de Locke, es una tabula rasa sobre la cual la sociedad imprime una serie de características con base en unos procesos de socialización y aprendizaje.

6. Historicidad

El sexto criterio, derivado del anterior, consiste en que las Ciencias Sociales estudian sus problemas en términos de coordenadas de espacio y tiempo, es decir, los inscriben en una dimensión puramente histórica. Desde este punto de vista, la formulación de leyes de carácter general, la construcción de criterios de tipo evolucionista o las referencias a una supuesta “naturaleza humana” transhistórica, que existiría independientemente de estas coordenadas, es un tipo de especulación que queda por fuera de su campo. Las Ciencias Sociales nacen en el momento en que abandonan el evolucionismo, el difusionismo y cualquier otro tipo de elucubración abstracta, que haga referencia a una característica social o psíquica por fuera de la historia concreta de una sociedad o de un individuo.

Cada uno de estos seis criterios tiene su propia historia independiente en la cultura de las sociedades modernas, que se remonta a muchos siglos atrás. Desde este punto de vista, se puede encontrar en autores remotos esbozos parciales de la lógica de conjunto de las Ciencias Sociales. La idea de que lo social son las relaciones sociales se remonta a Aristóteles; la idea de que la sociedad se crea así misma se remite a los teóricos del Contrato Social de los siglo XVII y XVIII; la idea de que no hay innatismo se la debemos al empirismo inglés; la idea de que la sociedad es un punto de referencia de sí misma se la debemos en buena medida a los economistas clásicos (Adam Smith en particular)

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e, incluso, a la influencia de un autor tan importante como Jean Batista Vico; la idea de que las Ciencias Sociales son disciplinas empíricas se la debemos en una buena medida a Montesquieu y a Rousseau. En esta misma dirección, podríamos considerar los aportes parciales de notables pensadores anteriores al siglo XIX, que se pueden remontar incluso hasta el árabe Ibn Kaldhun en el siglo XIII.

La generalización de las Ciencias Sociales, a partir de la década de 1880, en la cultura europea e, incluso, norteamericana, va de la mano con el hecho de que estos seis criterios, cada uno con historia propia, finalmente, confluyen para conformar una especie de filosofía global, que hace posible el nacimiento y desarrollo de las nuevas disciplinas. Sin embargo, no todos los autores o las escuelas que aparecen en estas décadas cumplen necesariamente con todos estos criterios. Para sólo citar tres ejemplos, se puede encontrar en Marx o en Weber, una buena dosis de evolucionismo; se puede hallar en la obra del sociólogo Durkheim referencias puramente biológicas; o se puede encontrar en la obra del fundador del psicoanálisis una dificultad de desprenderse de una concepción innatista de ciertas pulsiones. Las Ciencias Sociales, mientras más modernas más se adecúan a las exigencias que hemos desarrollado, pero no abandonan fácilmente las referencias anteriores.

Construido, pues, este marco sobre lo que representan las Ciencias Sociales como nuevo criterio para tratar los mismos problemas de siempre de la cultura humana convendría, entonces, preguntar de qué manera en la obra de Maquiavelo y, en particular, en El Príncipe, se encuentran esbozados algunos de los criterios fundadores de las mencionadas Ciencias, sin que este libro sea propiamente un estudio de ciencia política o un compendio de Historia y sin que pueda ser tratado siquiera como una obra filosófica. El hecho es que Maquiavelo comparte con autores como Vico, Montesquieu, Rousseau, Smith, Locke y muchos otros, el mérito de ser precursor de la nueva filosofía que hace posible la generalización de las Ciencias Sociales, hacia finales del siglo XIX, y el relativo opacamiento de la Filosofía.

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Maquiavelo y las Ciencias Sociales

La obra de Maquiavelo, con El Príncipe a la cabeza, es precursora de las modernas formas de pensamiento de las Ciencias Sociales, tal como éstas se definen en los seis criterios presentados, pero bajo tres limitaciones. En primer lugar, estos criterios no aparecen de manera explícita y directa, sino bajo el disfraz de las recomendaciones a un gobernante, es decir, como “máximas de la destreza política”. En segundo lugar, estos criterios se construyen sobre la base de los códigos propios de su época y a partir de un lenguaje propio hecho de ejemplos y metáforas, como es el caso de la fortuna y la virtud. En tercer lugar, como ocurre también con los modernos exponentes de las Ciencias Sociales, estos criterios conviven con formas de expresión que no le son afines e, incluso, que le son contrarias; en el mejor de los casos aparecen en el marco del planteamiento de un problema. Con base en estas tres condiciones podemos, entonces, explorar la manera cómo el proyecto filosófico de las Ciencias Sociales aparece esbozado de manera primaria en sus obras.

1. El primer criterio, que afirma que lo social se explica por lo social, ha sido ampliamente ilustrado por los comentaristas de su obra. Maquiavelo logra aislar en sus consideraciones una idea de la política como una entidad autónoma, con respecto a la Teología, la Metafísica o, incluso, el mito. Los éxitos o los fracasos de los príncipes no se explican por la intervención de fuerzas divinas o como efecto ciego de un azar natural, sino como resultado de los propios sucesos como tales. El Príncipe consiste, precisamente, en explicar a los gobernantes la manera como sus triunfos o sus fracasos ocurren en un plano puramente humano y dependen en lo fundamental de sus propias fuerzas y de la manera de interpretar las circunstancias. La política no es un capítulo de la Ética, de la Metafísica o de la Teología, sino un universo que encuentra su razón de ser en sí mismo.

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Un ejemplo de esta observación lo encontramos en el capítulo III, en el que lleva a cabo una larga elucubración sobre las razones que llevaron al rey Luis XII de Francia a perder sus posesiones. El gobernante cometió, al menos, cinco errores: “destruyó a los menos poderosos; acrecentó en Italia la potencia de un poderoso; trajo a un extranjero poderosísimo; no vino a vivir aquí y no estableció colonias”; y, como agravante, arrebató sus estados a los venecianos. Su fracaso no se debe, pues, utilizando sus propios términos, a “ningún milagro” sino a “algo muy normal y razonable”, resultado de sus acciones y de sus errores, al no acogerse a las normas básicas de la política (Maquiavelo, 2011, pp. 31-33). La intervención divina o el efecto implacable de una fuerza impersonal y ciega quedan así erradicados de los asuntos humanos relacionados con la política.

En esta misma dirección, es interesante observar la ironía con que se refiere al tema religioso. En el capítulo VI dice, por ejemplo, que sobre Moisés no quiere entrar a reflexionar por el hecho de tratarse de un hombre que fue “mero ejecutor de las cosas que le eran ordenadas por Dios” (Maquiavelo, 2011, p. 51). Sin embargo, más allá del comentario irónico, se refiere a este personaje bíblico como un gran talento político, que no solamente se encontró con una ocasión propicia para actuar, sino que tuvo la capacidad (la virtud) de saber interpretar las circunstancias y de aprovecharlas. En Egipto se encontró con el pueblo de Israel, esclavizado y oprimido, que quería liberarse de la servidumbre y estaba dispuesto a seguirlo. Sin la “virtud” de Moisés, la ocasión habría “venido en vano” (p. 51). Más allá de la acción de Jehová está la capacidad política del israelita; su éxito depende más de su habilidad que de la ejecución de un plan de Dios.

La misma ironía se expresa en el capítulo XII, cuando se niega a considerar que la causa de la ruina de Italia sean los pecados de los italianos. Quien afirma esto, nos dice, se equivocó de pecador, porque “los pecados no fueron de los súbditos, sino de los príncipes”. Y, más que pecados, fueron sus propios errores políticos. Aquí se refiere sin lugar

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a dudas a la interpretación que unos años atrás había sido propuesta por Savonarola, el monje dominico, que movilizaba con sus sermones incendiarios a los florentinos. La ironía con respecto al tema religioso también se expresa claramente en el capítulo XI, en el que se refiere a los principados eclesiásticos, a los que consideraba “seguros y felices” porque aparentemente estaban “regidos por una razón superior a la que la mente humana no alcanza”. Y se niega a hablar de ellos “porque siendo exaltados y mantenidos por Dios discurrir sobre ello sería un acto de un hombre presuntuoso y temerario” (Maquiavelo, 2011, p. 105). Sin embargo, el lector se da cuenta fácilmente que más que la expresión de una convicción de lo que se trata aquí es de una profunda ironía, con respecto a la confusión de la política con la religión.

2. El segundo criterio, fundador de las Ciencias Sociales, o sea la idea de que lo social son las relaciones sociales, se encuentra expresado de manera figurada en la obra de Maquiavelo en sus dos famosas referencias poéticas a la fortuna y a la virtud, o a través de las metáforas del río que se desborda o de la mujer que es violentada por un seductor audaz. Aquí se impone, más que en otros lugares, la necesidad de llevar a cabo una traducción de los códigos de la época a un lenguaje moderno o una interpretación de las figuras literarias en términos filosóficos.

Las nociones de fortuna y virtud, cuya presentación se encuentra en los capítulos VI y XXV de El Príncipe, son tomadas, como todo el mundo lo sabe, del contexto de la época, ya que constituían referencias permanentes en la Literatura, la Poesía, o las Bellas Artes del Renacimiento; para comenzar en La Divina Comedia, en el canto VII, del Infierno en el que Dante pregunta a Virgilio: “Maestro, [...] de la mentada Fortuna dime más: ¿como su mano a los bienes del mundo está aferrada?».3 Como bien lo ha investigado Angelo Papachini (1992),

3 La cita completa es la siguiente. Dice Virgilio: “…el corto aliento, dijo, que estás viendo/ del bien que se confía a la fortuna,/ por el que están los hombres compitiendo;/ que todo el oro que hay bajo la luna,/ y hubo ya, de tanta alma fatigada/ reposo no podría darle a una”./ Pregunta Dante: “Maestro”, dije yo, “de la mentada/ Fortuna dime más: cómo su mano/ a los bienes del mundo está aferrada?” (Dante, 2004, p.75).

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estas acepciones tenían una diversidad de significados en el contexto de la época.

Un comentarista del capítulo XXV de El Príncipe afirma que este capítulo, a pesar de ser probablemente el más famoso y conocido, ha sido insuficientemente estudiado y, peor aún, como en el caso de Cassirer –agregamos aquí–, mal comprendido. Buena parte de esta dificultad procede del hecho de que se habla de la fortuna o de la virtud, alternativamente, pero no se trata de integrar en un mismo complejo ambas consideraciones. La oposición entre estos dos términos, a pesar de su ropaje renacentista, inaugura “la conciencia histórica de la modernidad” (Vatter, 2001). En el marco de nuestro propio comentario, estas dos categorías, independientemente de su polisemia, se podrían interpretar como la expresión figurada de un presupuesto fundamental de la manera como se construyen de manera contemporánea las Ciencias Sociales.

La palabra virtud, interpretada tanto con base en el uso que de ella hace Maquiavelo como desde la actualidad, hace referencia fundamentalmente a la capacidad creadora de la acción humana, a su potencial de construcción de hechos nuevos y originales. La palabra fortuna, en contrapartida, alude a todo aquello que está por fuera de la acción y se presenta frente a ella como un orden externo, necesario e ineluctable, llámese orden divino u orden natural, o traducido a un lenguaje moderno, las circunstancias o los contextos.

La oposición entre estas dos nociones se plantearía, entonces, como la relación entre las circunstancias y la acción humana, problema que constituye el núcleo fundamental de las Ciencias Sociales contemporáneas: la relación entre la acción y la estructura social. En el planteamiento del libro, el éxito o el fracaso del gobernante dependería fundamentalmente de la manera cómo sabe acomodar sus comportamientos a las circunstancias. Aquél que logra establecer una concordancia entre su manera de proceder y las condiciones externas a las que se enfrenta triunfa, mientras que aquél que actúa en contravía

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de esas circunstancias, fracasa ineluctablemente. La relación entre la virtud y la fortuna, que aparece en El Príncipe, se podría traducir fácilmente en términos contemporáneos a la frase de Marx que dice: “los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado” (1903, p. 408).

Detrás de la idea de Maquiavelo de la existencia de una dialéctica particular entre virtud y fortuna, como elementos complementarios y no aislados, se encuentra implícito uno de los conceptos más importantes de las Ciencias Sociales contemporáneas: la idea de efectos imprevistos, efectos de composición, efectos del sistema o efectos perversos, de acuerdo con las diferentes denominaciones (Boudon, 1977). Los hombres se proponen fines, pero estos entran en relación con los fines de otros hombres y con un conjunto de circunstancias que ellos mismos no han creado, y, por consiguiente, el resultado final no coincide con los propósitos de ninguno de los actores comprometidos, sino que, por el contrario, produce un resultado completamente original y nuevo. Como dice el propio Maquiavelo, hay príncipes que hacen cosas idénticas, pero uno fracasa y otro triunfa; mientras que hay príncipes que actúan de manera diferente, pero obtienen los mismos resultados (2011, p. 251). La explicación de esta situación está en la manera cómo sus actuaciones entran en relación con circunstancias diversas y con otros actores que persiguen sus propios fines. En estas condiciones el resultado final escapa de su control.

Igualmente, es interesante observar cómo detrás de la oposición entre fortuna y virtud, entendida como una dialéctica, y traducida al lenguaje contemporáneo, se encuentra tanto una idea de libertad como una idea de azar. La idea de libertad, va más allá de la antinomia entre libre arbitrio y determinismo y pretende, por el contrario, integrar los dos registros. Los hombres que actúan, al mismo tiempo que disponen de su libre arbitrio, están determinados por unas circunstancias y por

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ese motivo las opciones de la libertad no son absolutas, sino relativas y existen en el marco de una serie de “posibilidades objetivas”, para utilizar una expresión de Max Weber.4 La libertad estaría, entonces, en “la capacidad de transformar lo contingente en necesario y de transformar lo necesario en contingente” o, dicho en otros términos, la capacidad de recrear los contextos existentes o de crear unos nuevos. Al utilizar estos términos ya no nos encontramos en el universo cultural del Renacimiento, sino en el mundo de las Ciencias Sociales contemporáneas.

La idea de azar habría que construirla pensando en las diversas formas cómo la fortuna y la virtud se pueden combinar o encontrar, es decir, la agencia y las circunstancias. Este mismo problema, expresado en términos modernos, se puede enunciar como la “confluencia de series causales de origen diverso” (Weber, 2006, p. 106), unas provenientes de las circunstancias o de las condiciones en que se desarrolla la acción, otras provenientes de la acción de otros hombres. En las Ciencias Sociales contemporáneas no podemos plantear la idea de que los sistemas sociales están marcados por un férreo determinismo, asimilable a la mecánica clásica. Por el contrario, debemos entender que el azar es un elemento constitutivo de la dinámica de los procesos sociales. La idea moderna consiste en que los actores están en capacidad de construir la realidad social, de definir y redefinir los contextos en que actúan, de crear condiciones originales que no están dadas en el marco de la situación en la que están inscritos.

Desde este punto de vista, la comprensión de la dinámica causal de los fenómenos sociales en Maquiavelo, disfrazada de las nociones de fortuna y virtud, tal como se expresa en el capítulo XXV, sería significativamente más moderna de lo que supone Cassirer (1974), quien consideraba, como vimos al principio, que Maquiavelo era el fundador de una ciencia de la política asimilable una ciencia natural.

4 Cfr.Weber, 2006, pp. 150-174 cap. “Estudios críticos sobre la lógica de las ciencias de la cultura”.

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Tampoco se puede sostener la idea de que la fortuna no es otra cosa que la “derrota del pensamiento racional”; el azar no es ausencia de causa, sino un encuentro de causas de origen diverso. La fortuna, entonces, no es propiamente la presencia de la irracionalidad en la política, como plantea el autor.

3. El tercer criterio, relacionado con el carácter empírico de las Ciencias Sociales, no necesita mucha ilustración, porque cualquier lector de El Príncipe se da cuenta con gran facilidad en qué consiste. Todas las recomendaciones que Maquiavelo hace al gobernante están organizadas en términos de una serie de ejemplos, tomados bien sea de su experiencia personal como funcionario público, como de un inmenso saber erudito sobre los hechos de la actualidad, pero, igualmente, de la preciada antigüedad, a la que tanto hace referencia. Cualquiera de las múltiples “máximas de la destreza política” que presenta el autor tiene como trasfondo un universo empírico que le sirve de fundamento.

4. El cuarto criterio, también puede ser fácilmente constatado por el lector de la obra. Maquiavelo renuncia a cualquier tipo de elucubración de carácter ético con respecto al Estado, al poder y a su uso, o al papel del gobernante. No se refiere a los méritos comparados de diferentes regímenes como aparece en las obras clásicas de la filosofía política. Cuando en el capítulo I lleva a cabo una clasificación de los principados, lo hace fundamentalmente como una forma de establecer un orden en la presentación y de definir su propio objeto de estudio, y no con la finalidad de emular a Platón, Aristóteles, Santo Tomás de Aquino y muchos otros, que construyeron sus propias tipologías de los sistemas de gobierno. Asimismo, el problema de la legitimidad del ejercicio del poder está completamente ausente. No describe las finalidades del Estado ni las diferentes formas en que el poder puede orientarse o utilizarse para la realización de fines morales. Desde las primeras

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líneas del capítulo II, vemos que sólo se pregunta por la forma como los “principados se pueden gobernar y conservar”.

El Príncipe de Maquiavelo está atravesado por una exigencia de realismo de un extremo a otro, que consiste en contraponer cualquier tipo de consideración de carácter general a la escueta constatación de los hechos o, como se dice en italiano, a la “verita effetuale”. Con este criterio, Maquiavelo escribe frases como la que aparece en el capítulo XV: “Pero siendo mi intención escribir algo útil para quien lo lea, me ha parecido más conveniente buscar la verdadera realidad de las cosas que la simple imaginación de las mismas”, que hace eco al famoso aforismo de Auguste Comte que habla de “subordinar la imaginación a la observación”. Es interesante, de todas maneras, observar que este planteamiento no aparece propiamente como un principio metodológico, sino como un consejo dirigido a un príncipe y, por consiguiente, con el ropaje, no de una proposición sociológica, sino de una “máxima de la destreza política”. Señala, igualmente, que la distancia entre la manera como se vive y como se debe vivir es bastante grande y, de esta manera, rompe con cualquier tipo de utopía: “hay mucha gente que deja lo que se hace por lo que se debería hacer” y por ese motivo marcha seguro hacia su ruina (Maquiavelo, 2011, p. 147).

5. El quinto criterio, relacionado con la idea de que las Ciencias Sociales se basan en una noción de determinismo, independientemente de cómo se entienda, y en un rechazo de cualquier forma de innatismo, adquiere en la obra de Maquiavelo una forma compleja. Se podría decir que el autor fluctúa entre las dos posibilidades representadas por cada uno de los polos extremos de esta oposición.

La primera posibilidad nos lleva a constatar que Maquiavelo se basa en una concepción antropológica del hombre como un ser malo y egoísta, que obra movido por sus propios intereses y carece de sentimientos de solidaridad y confianza. Para corroborar esta idea podemos observar cómo en el capítulo XVIII nos habla de un griego

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llamado Aquiles, y de “otros muchos príncipes antiguos que fueron llevados al centauro Quirón”, un ser mitológico que era mitad hombre y mitad bestia, “para que bajo su disciplina les educara” (Maquiavelo, 2011, p. 169). El príncipe, de acuerdo con su presentación, participa de alguna manera de estos dos atributos, porque sin ellos su régimen “no es perdurable”. Debe saber comportarse como las bestias, y entre todas ellas debe elegir a la zorra y al león: como “el león no sabe defenderse de las trampas ni la zorra de los lobos”, debe “ser zorra para conocer las trampas y león para atemorizar a los lobos” (pp. 169-171). Aquí aparece la maldad como un elemento no sólo del carácter psicológico del hombre, sino como una referencia que tiene que ver con un sustrato biológico, de carácter animal.

La segunda posibilidad tendría que ver con la idea de que ese carácter malo y perverso de los seres humanos no es propiamente un atributo de la naturaleza humana como tal, sino una consecuencia de las estructuras sociales o, dicho en sus propios términos, la inclinación humana al mal se refiere a la compleja e insidiosa situación del hombre en la historia, tal como aparece en el capítulo XVIII, uno de los más discutidos y que mayor escándalo ha producido entre sus adversarios. En términos morales, Maquiavelo consideraría que lo deseable es el “ejercicio exclusivo del bien” pero la política hace ese ideal imposible. En el capítulo XXI, Maquiavelo plantea que cuando un príncipe recibe el apoyo de otro y resulta vencedor es difícil que después no se muestre agradecido con su colaborador, porque los hombres no son nunca tan deshonestos. Según Helena Puigdoménech, en Maquiavelo “hay amargura y resentimiento en la constatación de que la circunstancia y el control de las mismas imponen al hombre ineluctablemente la elección del mal” (2011, p. 168). A partir de aquí se podría afirmar, entonces, que “Maquiavelo no considera al hombre malo por naturaleza sino por necesidad”, proveniente de las circunstancias (p. 226). El llamado pesimismo de Maquiavelo provendría, más que de una radical desconfianza en el ser humano, de una observación de la frecuente

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actuación malvada del hombre en la historia. El hecho es que una lectura fina podría mostrarnos que no necesariamente hay en el autor una antropología filosófica construida por fuera de las coordenadas de un contexto y de una situación determinada. No obstante, se podría pensar que las condiciones de la época no le permitían ir más lejos.

6. El sexto criterio, alude directamente al tipo de concepción de la historia que Maquiavelo profesa. El hecho de que se desplace de una época a otra, para encontrar elementos comunes entre lo que ocurre, por ejemplo, en la antigua Roma o en la Italia de su época, nos indica que de alguna manera está pensando en una noción de historia diferente a la contemporánea. Para el florentino la historia estaba constituida por una serie de rasgos recurrentes que aparecen en diversos momentos y que pueden ser descritos como rasgos universales, que se repiten, ya que “los hombres obedecen siempre a las mismas pasiones”. La Historia, más que ninguna otra disciplina, es celosa de las circunstancias de espacio y tiempo y muy refractaria a la idea de tratar de establecer generalidades más allá de las coordenadas concretas de una época. Por tanto, desde este punto de vista, Maquiavelo no anticipa la forma moderna de las Ciencias Sociales y estaría más próximo al tipo de concepciones que son superadas por la irrupción de estas disciplinas.

Conclusiones

Las Ciencias Sociales no se reducen simplemente a la diversidad de las disciplinas que la componen, consideradas cada una de ellas en su autonomía y su autarquía, sino que existe una filosofía social que les es común y que hace posible precisamente su existencia y desarrollo. Maquiavelo tiene el notable mérito de ser uno de los primeros precursores de esta filosofía en una época temprana de comienzos del siglo XVI, aun marcada por la Teología y la Metafísica medievales. En

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muchos aspectos, como hemos visto, aún en el marco de un lenguaje figurado, es más moderno de lo que habitualmente se supone.

El desarrollo contemporáneo de las Ciencias Sociales ha llevado la categoría de acción a un primer plano, gracias al hecho de que vivimos en una incertidumbre con respecto a lo que puede pasar mañana o pasado mañana porque ninguna filosofía garantiza el sentido de la historia. Este hecho nos permite una nueva lectura de la obra de Maquiavelo, diferente a la que hacía Cassirer en 1945, en un momento en que el criterio dominante era que las Ciencias Sociales eran equiparables a las Ciencias Naturales y lo que no cabía en ese modelo era declarado irracional. Hoy podemos darnos cuenta que la virtud no es propiamente la presencia de la irracionalidad en la Historia, sino simplemente una versión metafórica de lo que entendemos por acción social.

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VII“La naturaleza no le concede a los asuntos humanos ninguna quietud”. La fundamentación

ontológica del realismo político en Maquiavelo

Carlos Andrés Ramírez EscobarDepartamento de Ciencia Jurídica y Política

Pontificia Universidad Javeriana [email protected]

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191“LA NATURALEZA NO LE CONCEDE A LOS ASUNTOS HUMANOS NINGUNA QUIETUD”

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En la ciencia política, en la pintura, en el cine o en la filosofía pueden hallarse escuelas “realistas”. Hablamos por eso del realismo

de Morgenthau, del de Courbet, del de Rosellini o del de Jacobi. A pesar de que los propósitos de estas corrientes son muy diversos, podría señalarse entre ellas un cierto parecido de familia. El retorno a lo “real” siempre es planteado, a pesar de la diversidad de áreas en las cuales aparece, como respuesta a una visión de mundo ciega para lo verdaderamente esencial. El realismo quiere siempre hacer visible aquello que ha sido omitido por otra visión de mundo. Por eso, se trata siempre de un término de contraste, un término polémico. Su uso en Morgenthau no puede desprenderse de una polémica con la lectura “liberal” de las relaciones internacionales; en Courbet va dirigido contra una comprensión academista de la pintura, en Rosellini contra las comedias de “teléfono blanco” y el cine de propaganda, en Jacobi contra el idealismo fichteano. En todos estos casos el no-realismo construye un mundo de ensueño. Si la verdad es la patencia o la exposición de lo que es, puede decirse que toda postura no realista carece así de verdad y que el realismo, tal como él se comprende a sí mismo, sí da cuenta de ella al sacar a luz la realidad misma mediante las capacidades de representación a disposición del ser humano. Esa verdad tiene un carácter polémico y crítico, pues en todos los casos se trata de ver lo real en toda su crudeza y no dejarse confundir por las propias ilusiones. La exigencia para toda postura realista es, sin embargo, bastante alta, pues ninguna comprende su propia visión de la realidad como una visión o una perspectiva más, sino como una representación de cómo es la realidad misma. El realismo pictórico o cinematográfico busca por

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eso minimizar la presencia de la representación. El propósito del estilo realista es en efecto deshacerse de todas las idealizaciones y dejar que las cosas hablen por sí mismas. Lo que está en juego en esa pretensión de invisibilizar el acto de representación es, al fin y al cabo, la prueba misma de su verdad.

El pensamiento de Maquiavelo mantiene, incluso en términos estilísticos, las características atribuidas aquí al realismo. En la dedicación de El Príncipe afirma por eso lo siguiente:

Esta obra no la he adornado ni rellenado con amplios párrafos y solemnes palabras o con cualquier otro ornamento o artificio formal con los que muchos acostumbran a describir y adornar sus cosas, porque he querido o que nada la distinga o que tan solo la variedad de la materia y la variedad del tema la hagan grata. (Maquiavelo, 2008, p. 72).

En ese mismo sentido, es preciso entender la mención del “pobre ingenio” con que están escritos los Discursos sobre la primera década de Tito Livio (Maquiavelo, 2003, p. 49). Aquí aparece el típico gesto realista de pretender minimizar la presencia del autor en la obra y dejar que la materia expuesta hable por sí misma. Si el estilo es una forma personal, singular, de expresión presente en una pluralidad de textos de un mismo autor, Maquiavelo apunta a hacer desaparecer esa singularidad, esto es, a que a su obra “nada la distinga”. Que Maquiavelo, contra sus propias intenciones, posea un marcado estilo de escritura, animado entre otras cosas por su tendencia a plantear situaciones dicotómicas y por un afán de polémica, no aminora el hecho de que su propia comprensión de la forma en que escribe esté emparentada, a pesar de la distancia temporal, con el espíritu de ciertas posturas estéticas que hoy denominamos “realistas”.

El estilo de Maquiavelo aparece así como el correlato natural de su realismo político. Recordemos en ese contexto un famoso pasaje del capítulo XV de El Príncipe:

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[…] siendo mi intención escribir algo útil para quien lo lea, me ha parecido más conveniente buscar la verdad efectiva de las cosas que la simple imaginación de las mismas. Y muchos se han imaginado repúblicas y principados que nunca se han visto ni se ha sabido que existieran realmente; porque hay tanta diferencia de cómo se vive a cómo se debería vivir, que quien deja lo que se hace por lo que se debería hacer, aprende más bien su ruina que su salvación. (Maquiavelo, 2008, p.131).

Maquiavelo polemiza aquí contra quienes conciben lo político a partir de su “imaginación”, esto es, quienes conciben órdenes políticos “que nunca se han visto ni se ha sabido que existieran realmente” (2008, p. 129). Su nuevo método, comparable por su audacia, según él, a la búsqueda de “aguas y tierras desconocidas” (Maquiavelo, 2003, p. 49), se aleja de quienes han escrito sobre los asuntos políticos justamente porque él no va a fantasear sobre cómo debería ser el orden político, sino va a atenerse a los órdenes políticos existentes. La filosofía Política ha omitido, a juicio de Maquiavelo, cómo son verdaderamente las cosas. Esa es su ceguera. La novedad de su método consiste en mostrar o hacer visible eso que hasta entonces había sido ocultado por una comprensión puramente normativa de la política. Y eso que él quiere mostrar no es algo que, desde esa perspectiva y para el común de los seres humanos, sea agradable pensar: las bajas pasiones que subyacen a los grandes ideales, la necesidad de usar en ciertas ocasiones la mentira y la crueldad en la política, la falta de finalidad en la historia. Maquiavelo contrapone su “método” a la mera “imaginación” en tanto él quiere expresar la “verdad efectiva” (verità effettuale) de la cosa. Su texto, El Príncipe, habla, nada más y nada menos, que en nombre de la “verdad”: su propósito es mostrar la realidad misma de lo político. Maquiavelo es sólo el vehículo para que esa realidad salga a la luz.

El realismo político, en su ánimo de exponer las cosas tal como son, está enfrentado al desafío de justificar porqué él sí ve lo que otras teorías desearían ver y sin embargo no pueden hacerlo, a saber,

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lo real mismo. Pretender visibilizar lo real mismo, al margen de las perspectivas vigentes sobre qué es lo real, pone al teórico realista ante la tarea de hacer verosímil porqué él sí tiene acceso a aquello que los demás teóricos no pueden acceder y de demostrar, además, que lo denominado por otras teorías como lo real no es sino una apariencia de realidad. La tarea a resolver a continuación es, entonces, la de describir cómo fundamenta Maquiavelo su realismo. Al respecto hay que decir, siguiendo a Kersting (2008, p. 51), que Maquiavelo está ante todo interesado en la utilidad política de su teoría – “y siendo mi intención escribir algo útil para quien lo lea” – y no en torno a los problemas, más de orden académico, relativos a su fundamentación y legitimación. En vano se buscará en Maquiavelo el grado de autorreflexión, esto es, de reflexión sobre sus propios presupuestos epistemológicos y ontológicos, de una teoría política como, por ejemplo, la de Hobbes. El autor de El Príncipe no carece, sin embargo por ello, de una comprensión sobre el sentido y los presupuestos de su propia teoría, de un sentido en el cual por lo demás, como lo muestra Althusser en sus lúcidas reflexiones sobre Maquiavelo de mediados de los setenta, la cuestión de su utilidad no es extrínseca a su proyecto teórico (2004, pp. 45-86). Maquiavelo no se limita a hacer aquí y allá aseveraciones más o menos agudas sobre diversos fenómenos políticos, ya sean referidas al pasado o a su propia época, sino que lo hace a partir de una cierta visión de qué es lo político en su conjunto y busca, además, desarrollar un repertorio de conceptos común a sus distintos análisis. Preguntarse por la fundamentación del realismo político en Maquiavelo es, entonces, preguntarse en qué se basa esa visión de lo político, articulada en un conjunto limitado de conceptos, para que pueda ser considerada conforme a lo real.

En Maquiavelo no puede encontrarse una teoría axiomático-deductiva, que permita, por tanto, hablar de sus fundamentos como un conjunto explícito de principios últimos a partir de los cuales resultan, mediante ciertas reglas de derivación, los enunciados que conforman su teoría, pero sí pueden hallarse presuposiciones, más o

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menos explícitas, sin las cuales esos enunciados no son plenamente inteligibles. Que en Maquiavelo no haya, de manera temática y sistemática, una reflexión sobre sus fundamentos, no significa que no puedan reconstruirse las presuposiciones centrales sobre las cuales se estructura el conjunto de enunciados a los cuales llamamos su obra. Si Maquiavelo es un realista político y, por tanto, está anclando en lo real mismo su visión de lo político, tales presuposiciones, susceptibles de ser reconstruidas como las condiciones esenciales para todos sus análisis, deben ser también afirmaciones acerca de qué es lo real. Eso lo llevará, en última instancia, no sólo a ampararse en una serie de presuposiciones concernientes a la experiencia histórica y a la noción de hombre, esto es, a una fundamentación histórica y antropológica del realismo político, sino a algunas relativas a la realidad en su conjunto. La cuestión de la fundamentación del realismo político en Maquiavelo depara así, como se verá a continuación, en un ámbito nunca desligado del de la teoría política pero siempre más universal que ésta, a saber, el de las teorías de qué es el mundo en su conjunto. Bien dice Carl Schmitt al respecto: “la imagen metafísica que determinada época tiene del mundo posee la misma estructura que la forma que le resulta más evidente para su organización política” (Schmitt, 2001, p. 49). Omitiendo el supuesto de una correspondencia, para cada época, entre una teoría del mundo y una forma de ordenamiento político, Ruth Groth afirma en esta misma dirección: “social and political philosophy is always already metaphysically committed” (2013, p. 105). Toda pretensión de neutralidad ontológica por parte de una teoría política es ilusoria: “received beliefs of the day notwithstanding, even the most deontological of theories connects up, in the end, with an attendant set of basic commitments regarding what kinds of things exist, what they are like and how they are or are not put together” (p. 1). Toda teoría política reposa, en últimas, en una serie de “compromisos ontológicos” compatibles con sus afirmaciones sobre la naturaleza de los conflictos, el Estado o las facultades del individuo. En el marco de

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reflexión sobre esos compromisos, o sea, en el marco de la ontología, radica entonces el nivel más profundo de su fundamentación. Los otros niveles de fundamentación –el histórico y el antropológico para el caso de Maquiavelo– dependerán de éste. Confrontarse con el realismo político de Maquiavelo, bajo el supuesto de que criticar eficazmente una teoría conlleva atacar sus presuposiciones esenciales, pasa así por revisar la teoría del mundo implicada en sus juicios sobre fenómenos políticos. El antimaquiavelismo consecuente requiere así una teoría del mundo alternativa, capaz de poner en cuestión la idea de qué es lo real, presupuesta por Maquiavelo.

El platonismo como enemigo

El realismo, como ya se señaló, es un concepto esencialmente polémico. El realismo se define siempre en contraposición a otra postura carente, a su juicio, de contacto con la realidad. ¿Cuál es la postura no-realista que tiene en mente Maquiavelo en el pasaje antes mencionado del capítulo XV de El Príncipe? Althusser dice sobre este pasaje lo siguiente:

Más aún que en sus palabras adivinamos en sus silencios qué tipo de discursos condena para siempre: no sólo los discursos edificantes, religiosos, morales, estéticos de los humanistas de la corte, e incluso de los humanistas radicales; no sólo los sermones revolucionarios de un Savonarola, sino también toda la tradición de la ideología cristiana y todas las teorías política de la antigüedad. Excepción hecha de Aristóteles, a quien cita una vez de pasada, Maquiavelo no invoca los grandes textos políticos de éste ni de Platón ni de los epicúreos ni de los estoicos ni de Cicerón. Él, que tanto admira la antigüedad y alimenta su pensamiento con ejemplos de la historia extraídos de Atenas, Esparta, Roma, no se ha referido a ella nunca más que en silencio. (2004, p. 48).

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El no-realismo político agrupa así tanto casi al conjunto de la Filosofía Política clásica como a la Filosofía Política medieval, presente; por ejemplo, en los escritos de Savonarola (Skinner, 1985, p. 170) y en los de Dante, y por eso puede Maquiavelo afirmar que, al hablar del comportamiento del gobernante frente a los gobernados y los amigos, se aleja “de los métodos seguidos por los demás” (2008, p. 129). En el proemio de los Discursos dice, también por eso, que el camino elegido por él para pensar la política puede acarrearle muchas dificultades “por no haber sido recorrido todavía por nadie” (Maquiavelo, 2003, p. 49).

Maquiavelo destaca así la originalidad de su enfoque y la contrapone a todo el resto del pensamiento político occidental. La crítica a aquellos que no se atienen a la realidad a la hora de pensar lo político parece incluir, sin embargo, entre sus destinatarios, uno con nombre propio. La alusión a “las repúblicas imaginarias y principados que nunca se han visto ni se ha sabido que existieran realmente” parece referirse a Platón. Platón no es, ciertamente, el único destinatario de la crítica y, aún si lo fuera, Maquiavelo tendría en la mira un conglomerado de posturas caracterizadas, a su juicio, por la comprensión normativa de lo político propia del platonismo. Esas posturas, en las cuales también estarían incluidos autores políticos cristianos, se centran en cómo se debe vivir y no en cómo se vive. No obstante, la alusión a Platón le sirve para caracterizar la forma paradigmática de la postura no-realista. Aún si se trata de una crítica, en bloque, al normativismo del pensamiento político occidental en su conjunto, Maquiavelo focaliza su crítica con esa alusión. Platón, si desciframos correctamente la alusión, es entonces el enemigo.

Ahora bien, ¿cómo podría desglosarse esa crítica? ¿Qué ideas del pensamiento político platónico son aquellas que le parecen a Maquiavelo tan alejadas de la realidad? Antes de responder esta pregunta, es preciso, sin embargo, tener en cuenta el horizonte desde el cual Maquiavelo hace su crítica. Él está criticando todas las teorías políticas que lo antecedieron

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porque, en caso de que un gobernante las siga, conducen a su “ruina”. No hay que olvidar la pretensión de Maquiavelo, esto es, la de “escribir algo útil para quien lo lea”, y a quién está dirigido el texto en el cual aparece el pasaje citado: a un príncipe. El criterio de Maquiavelo para evaluar las teorías que lo antecedieron es si sirven o no para orientar la actividad política. La cuestión de la “verdad efectiva de las cosas” no es una cuestión desvinculada de la acción política, pues la verdad –tal como ocurre en el pragmatismo filosófico– está para él intrínsecamente ligada a la acción humana eficaz. Quienes no la conocen, y se dejan guiar por las teorías políticas normativas, no son necesariamente más buenos o más sabios, pero sí se exponen, como políticos, a una consecuencia indeseable: la pérdida de su poder. Si las teorías criticadas fueran solo un asunto académico, Maquiavelo no tendría que entrar a criticarlas. Pero no lo eran. Marsilio Ficino, fundador de la Academia Platónica Florentina, le recomendaba por ejemplo a Lorenzo de Médici, bajo el formato del género conocido como “Espejo de príncipes”, llevar una vida conforme a las virtudes platónicas y, en última instancia, conforme a Dios (Dambe, 2008). El platonismo, ni en su origen ni en sus secuelas en la Florencia renacentista, había dejado de ser una doctrina dirigida a orientar la acción política. Maquiavelo lo ataca, entonces, porque sus efectos sobre el mundo de la acción son, a su juicio, nefastos. Una verdad que no funciona no es una verdad. El error del platonismo, y aquello por lo cual se sale de la realidad, no gira sin embargo en torno; por ejemplo, a si la propiedad privada es conveniente o no o si la familia debilita o no el espíritu público, sino en torno a los criterios generales sobre qué deben tener en cuenta los gobernantes a la hora de actuar. La disputa es en torno al significado y los efectos del saber político, de la ciencia política si se quiere, y no a tal o cual concepción de los asuntos públicos. Bien podría decirse que la polémica de Maquiavelo con el platonismo, entendida en el contexto sociopolítico de su época, busca hacer valer, frente a un tipo de asesoría política moralizante y edificante, una forma alternativa de consejería política: una basada en

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una nueva forma de verdad. La lucha por la verdad es también una lucha en torno a quién tiene el derecho de guiar al gobernante.

En Platón, el político tiene necesariamente un vínculo con la verdad. Esa verdad consiste en el desocultamiento, en el alma, de una serie de contenidos inteligibles y atemporales bajo la forma de las virtudes. El alma humana es así el ámbito en el cual tiene lugar la verdad y a través del cual esta última genera efectos sobre la vida pública. La “verdad efectiva” de Maquiavelo no tiene, en primer lugar, ese carácter “psicológico”. Verdad y falsedad se dejan abstraer del agente y, a modo de programas de acción, formular en la forma de enunciados (Freyer, 1986, p. 56). La verdad no tiene así ya el vínculo que tenía, en buena parte del pensamiento antiguo, con la felicidad (Münkler, 2004, p. 252). El saber político no implica, en Maquiavelo, ninguna clase de transformación de la interioridad de quien actúa – en Platón el saber está vinculado a la acción (Wieland, 1992) pero la acción es ante todo una modificación interior del agente (Platón, 2006, p. 106; Kauffmann, 1993, p. 352). Para Maquiavelo, el gobernante puede saber qué es la realidad, y actuar en correspondencia con ella, sin operar en sí mismo ninguna transfiguración. Puede haber ciertamente condiciones psicológicas para que alguien sea un buen político, esto es, un cierto temperamento, una cierta genialidad innata para la acción eficaz, pero el saber político permanece al margen de ellas. La verdad contenida en El Príncipe no depende de ninguna clase de disposición anímica o relación consigo mismo de un agente. El uomo virtuoso es por supuesto anhelado y glorificado por Maquiavelo pero su existencia no es un efecto del saber, de la ciencia, sino de la naturaleza. La labor del consejero político es por eso más modesta: no se trata de reeducar al gobernante, sino de hacerle ver, conforme a una experiencia acumulada y en conformidad con la situación, las ventajas o desventajas de tal o cual acción. El objeto de análisis del consejero son las acciones como tales y no su ejecutor. Lo que se debe o no se debe hacer se deja abstraer de quien lo hace. La racionalidad política es, en ese sentido, impersonal.

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Un agente con habilidades extraordinarias será siempre bienvenido, y será siempre valorado como modelo, pero el saber se puede construir y probar como verdadero con independencia de su imprevisible y excepcional aparición.

La fundamentación histórica del realismo político

La ciencia política es para Maquiavelo, como dice Kersting, “asesoría política históricamente instruida” (1998, p. 61). Su objeto no son valores o principios normativos, a partir de los cuales esté garantizada la corrección moral de una acción con independencia de sus efectos, sino los eventos históricos en tanto modelos o ejemplos de un actuar eficaz. Dado que el pensamiento político de Maquiavelo está orientado a la acción, no es sin embargo obvio cómo se realiza el tránsito del conocimiento de la historia humana pasada a una teoría de cómo se debe actuar políticamente. El saber político, por más que destaque su ruptura con el normativismo, está destinado a servir de orientación, pero se plantea a la vez cómo una descripción de ciertas experiencias humanas. La articulación de esos dos niveles, el descriptivo y el prescriptivo, propia del realismo político de Maquiavelo, radica, para decirlo en una terminología kantiana, en que las condiciones de posibilidad del conocimiento de la acción humana son también las condiciones de posibilidad de la producción de acciones humanas. Maquiavelo no se aproxima a la historia, a la hora de buscar en ella modelos para la acción en el presente, de una manera genuinamente inductiva (Freyer, 1986, p. 51). Más bien tiende a ilustrar con una muestra de casos, no precisamente representativa y poco exhaustiva, posiciones preconcebidas acerca de ciertos tipos de la acción política y del funcionamiento del orden político o a generar hipótesis más o menos plausibles a partir de casos ejemplares. Más que de inducción tendría lugar aquí quizás un procedimiento cercano a lo que Peirce denomina abducción. Maquiavelo, como lo anotó en su momento el pensador

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empirista Francis Bacon, abre de nuevo la teoría política al influjo de la experiencia histórica, pero, de cualquier modo, sus juicios generales no son el resultado del análisis del conjunto de los casos disponibles hasta un momento dado.

Que el saber político, en términos epistemológicos, se base, por ejemplo, en la abducción o, en una dirección bastante diferente, en una suerte de “intuición eidética” (Weseneinsicht) (Freyer, 2006, p. 51), no explica, sin embargo, porqué sus juicios pueden tener un valor prescriptivo. El saber político está anclado ciertamente en la experiencia histórica, y esto, a juicio de Maquiavelo, lo libra de las utopías normativistas. No obstante, la experiencia histórica es construida por él mediante una serie de conceptos capaces de hacer inteligibles distintos contextos históricos. Conceptos como el de “fortuna” o el de “ocasión”, en la medida en que son válidos para describir toda la historia humana, no parecen ser además ellos mismos históricos, asignables a tal o cual período o formación cultural, sino, más bien, constituir condiciones metahistóricas del conocimiento de la historia política. Difícilmente podría hablarse aquí con precisión de aprioris del conocimiento histórico, pues Maquiavelo no suscribiría la idea de aislar el componente puramente racional de sus juicios sobre la experiencia histórica y, además, debido a su orientación “pragmática”, los conceptos no parecen ser para él productos necesarios de la razón, sino construcciones mentales contingentes al servicio de la actividad humana, pero esos conceptos operan de facto a modo de condiciones de posibilidad del conocimiento histórico. Describir la historia de Florencia o de la república romana solo es posible para él al hacer uso de conceptos como “ocasión”, “virtù”, “fortuna”, “orden” o “necesidad”. Ese es el marco para representarse la realidad de un cierto período y, por tanto, para que el realismo pueda construir juicios verdaderos. Esos conceptos, sin embargo, no le conciernen solo al conocimiento, pues la acción humana también se guía por ellos. Esos conceptos conforman, en efecto, las condiciones de posibilidad de toda acción humana,

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presente o pasada, y quien quiera comprender su propia situación e intervenir en ella debe también operar con esas distinciones. Una acción política eficaz será siempre una que sabe aprovechar la ocasión y doblegar, mediante la virtù, la fortuna. De ese modo, las estructuras elementales del buen actuar son las mismas mediante las cuales se hacen inteligibles las acciones pasadas. La forma como el agente puede interpretar racionalmente su situación, para generar una acción, y la forma como puede conocer las acciones de otros, son idénticas. La historia puede servir bajo esas coordenadas como magistra vitae no solo porque la naturaleza humana es siempre la misma y porque ciertos fenómenos sociopolíticos (la existencia de gobernantes y gobernados, de revoluciones y tiranías, etc.) son constantes, sino porque las experiencias del pasado –debido al carácter transtemporal de los conceptos articuladores de la acción humana– pueden ser repetidas. La imitazione es el punto de intersección entre el pasado y el presente pero ella no sería posible sin que el marco de inteligibilidad para todo agente-en-situación sea siempre el mismo.

La polémica con la comprensión normativa de lo político no radica en proponer sencillamente otros criterios para definir las acciones políticas consideradas deseables, como lo haría otra teoría política normativa, sino en servirse de las categorías destinadas a describir la experiencia política como criterios para evaluar las acciones políticas en general y en atribuirle a ciertos tipos de acción, reconstruidos mediante esas categorías, un carácter criptonormativo, en tanto se postulan como dignos de ser repetidos bajo la emergencia de determinadas circunstancias. El realismo político no se confronta directamente con las teorías normativas de lo político señalando otra forma en la cual se debería actuar, sino que desplaza la discusión acerca de las buenas y las malas acciones al terreno de la descripción de la experiencia histórica y luego le sugiere al actor político adecuarse a los tipos de acción acreditados por la experiencia, con lo cual, de modo indirecto, adquiere un carácter prescriptivo. La “verdad efectiva” no es así de ninguna

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manera neutral respecto al tema de cómo se debe actuar en términos políticos, sólo que esa verdad desplaza los criterios para conocer qué es una buena (y una mala) acción hacia el terreno de la comprensión de la experiencia histórica. La polémica de Maquiavelo con el platonismo, como teoría de la acción, es así altamente sutil y refinada, pues la presunta objetividad y neutralidad de unas categorías referidas a la descripción histórica desmonta los criterios del platonismo acerca de qué significa conocer lo políticamente correcto y sugiere nuevos criterios de cómo se debería actuar correctamente, sin moverse sin embargo en el terreno de las teorías prescriptivas. El realismo de Maquiavelo se plantea así como una teoría alternativa de la acción política, útil en términos prácticos para los actores políticos, bajo la forma –aparentemente no prescriptiva– del conocimiento histórico.

Maquiavelo no reconoce, entonces, como verdadero ningún juicio acerca de cómo se debe actuar correctamente en el presente que no se deje acreditar empíricamente, o sea, que no se base en cómo una acción o acciones ya acontecidas se mostraron eficaces bajo circunstancias análogas a las actuales. Sobre esa base replantea las tareas de la asesoría política. Esa perspectiva concuerda además con una perspectiva consecuencialista sobre la acción humana, para la cual la existencia de tales intenciones constantes o tales o cuales disposiciones interiores no basta para garantizar la bondad de las acciones. Platón ciertamente considera el tema de la eficacia externa de la acción, pero tiende a derivarla automáticamente de la constitución interior del agente – quien está internamente dividido no logra lo que pretende (2006, p. 51). Maquiavelo no se interesa por estudiar las intenciones o disposiciones de los agentes en abstracto, con independencia de sus efectos, sino las juzga más bien en función de sus resultados. La historia es por eso un análisis de la acción humana en tanto ya acontecida, pues solo en ella sus efectos son determinables. Ser realista significa, en este sentido, rechazar como irreal todo juicio sobre la forma correcta de actuar del gobernante que no presuponga el análisis de un acumulado de actos

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previos, comparables en su génesis a las circunstancias en las cuales este opera, cuyos efectos ya han sido estimados. Lo real es aquí el ser-el-caso de unas acciones en las cuales se manifiestan, en términos espacio-temporales,1 las categorías transtemporales de la acción humana. Como la experiencia, mediada por la teoría, tiene un valor prescriptivo, pues los agentes deben actuar de una manera adecuada a ella –sin que eso deje de implicar un componente prudencial– la comprensión normativa de lo político no solo es un error “teórico”, sino es destructivo para la acción política, pues le hace perder de vista las posibles condiciones de su éxito. Lo real no son los ideales o valores conforme a los cuales los agentes políticos deciden qué hacer, sino los actos ya consumados en tanto susceptibles de repetición. El realismo político se funda aquí en la experiencia acumulada sobre los asuntos humanos pero esa experiencia está condicionada por unas categorías que fijan las condiciones de posibilidad para determinar el éxito y fracaso de las acciones.

La fundamentación antropológica del realismo político

Sobre la fundamentación antropológica del realismo político en Maquiavelo dice Kersting lo siguiente:

La decisión de Maquiavelo de remplazar, en su Príncipe, una instrucción de príncipes de carácter ético por una ilustración realista que, bajando desde las alturas utópico-morales, se mete en las “tierras bajas de Rómulo” e investiga las conexiones efectivas y las relaciones de fuerza del mundo de la acción, los verdaderos motivos y el comportamiento real del hombre, es la consecuencia política de su visión pesimista del hombre (1988, p. 31).

1 Que Maquiavelo incluya en esas experiencias eventos míticos –la historia de Rómulo y Remo, por ejemplo– no invalida esa idea. Esos casos pueden ser vistos como una concesión, con algo de ironía, a la creencia en esos relatos mitológicos y, en general, a los relatos religiosos, como si fueran “hechos”, cuyo propósito es librar de sospechas a su doctrina y ganar el favor de quienes, compartiendo esas creencias, podrían implementarla.

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Esa visión la ilustra el cerdo misantrópico que protagoniza el poema satírico El Asno; el hombre convertido en cerdo por una bruja se niega a volver a ser un hombre y prefiere mantenerse en su actual condición:

Ningún cerdo tortura a otro cerdo; ningún ciervo a otro. Sólo el hombre mata a su prójimo, lo crucifica, lo roba. Reflexiona ahora ¿cómo puedes querer que yo me convierta en hombre de nuevo en cuanto me he liberado de toda esa miseria que soporté cuando lo era? (Machiavelli, 2001, p. 113).

Maquiavelo pone en boca del cerdo misantrópico un presupuesto central, a su juicio, no solo para su propia teoría política, sino para la teoría política en general. En el capítulo III del Libro I de los Discursos dice:

[...] tal como lo demuestran todos los que han razonado sobre la vida civil, y tal como está llena de ejemplos toda historia, a quien dispone una república y ordena leyes en ella le resulta necesario presuponer que todos los hombres son malos, y que siempre usarán la malignidad de sus almas cada vez que tienen ocasión de hacerlo; y cuando alguna malignidad permanece oculta algún tiempo, procede de alguna razón oculta que, por no haberse visto experiencia de lo contrario, no es conocida, pero después el tiempo, del que dicen es padre de toda verdad, la hace descubrir (Maquiavelo, 2003, p. 62).

El mensaje es claro: los hombres son malos y si no lo parecen es solo cosa de tiempo, en algún momento aflorará su verdadera naturaleza. Cuando Fichte, en su escrito sobre Maquiavelo de 1807, comenta este pasaje, destaca cómo la cuestión acerca de si el hombre es malo o no, no es propiamente un objeto de investigación de la teoría política:

No resulta aquí de ningún modo necesario embarcarse en la pregunta acerca de si los hombres están constituidos realmente

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o no de la manera como figuran en esta frase. En resumidas cuentas el Estado, como una institución coercitiva, los presupone necesariamente y solo esa presuposición fundamenta

su existencia (Ficte, 1807).2

Que en Maquiavelo la maldad humana no sea un tema de investigación empírica, como lo señala Fichte, no debe asociarse con la imposibilidad de probarlo, pues Maquiavelo mismo dice que la historia “está llena de ejemplos”, sino con el status de esa afirmación dentro de su teoría política, a saber, con el hecho de que sea un presupuesto de la misma. La maldad humana no es un tema sino un punto de partida del saber político. “Lo importante [– afirma en el mismo sentido Carl Schmitt–] es si el hombre se toma como un presupuesto problemático o no problemático de cualquier elucubración política posterior” (1999, p. 87).

Maquiavelo supone así una cierta idea de qué es el hombre realmente. La concepción del hombre como un ser que halla su autorrealización en el ejercicio de sus facultades racionales en el marco de la vida en común o que aspira a llevar una forma de vida autárquica, conforme a la autosuficiencia absoluta propia de Dios, son, desde esa perspectiva, una ilusión. El hombre no puede guiarse tampoco por la regla racional, ya presente en el Platón tardío y, por supuesto, en Aristóteles, de buscar, en el ámbito de la acción, el justo medio: “el camino intermedio es imposible, porque nuestra naturaleza no lo permite” (Maquiavelo, 2003, p. 390). Cuando Maquiavelo dice aquí, “[…] nuestra naturaleza”, habría que entender esto en el doble sentido de “conforme a lo que nos es propio” y “en tanto seres naturales”. La antropología de Maquiavelo no excluye ciertamente la facultad racional de hacer cálculos ni, tampoco, la prudencia, pero está fundada en el hombre como ser natural y eso significa, en concreto, como un ser

2 Traducción del autor.

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orientado por las pasiones y por el deseo. Aquello que Maquiavelo designa como “maldad” en el pasaje mencionado de los Discursos halla su raíz en un tipo de dinámica del deseo que rompe el supuesto común a esos tipos de existencia: la presencia de un fin capaz de estructurar y delimitar la movilidad de los deseos.

Los apetitos humanos son insaciables [–dice Maquiavelo–] porque, por naturaleza, pueden y quieren desear todo, pero la fortuna les permite conseguir poco, y de ello en las mentes humanas resulta continuamente una insatisfacción y un fastidio de las cosas que poseen. (2003, p. 208)

Maquiavelo ve así lo real del ser del hombre en sus apetitos, esto es, en aquello que lo ata a la naturaleza, y le atribuye a esos deseos, como después lo hará Hobbes (1987, p. 79), la propiedad de ser insaciables. En su poema sobre la ambición, la pasión que condensa esa desmesura, el autor de El Príncipe los compara por eso con una urna sin fondo.

La situación del hombre es, sobre esa base, la de quererlo todo, la de experimentar el mundo como un conjunto de medios disponibles para la satisfacción de sus deseos, pero, en la medida en que la realización de los mismos depende de factores ajenos a su voluntad, existe siempre una brecha entre lo deseado y lo alcanzado, cuyo efecto es el resurgimiento incesante del deseo. Que esto va ligado al surgimiento de relaciones de producción capitalistas, en las cuales tanto las fuerzas productivas como las necesidades no conocen ya ningún límite natural, y al reconocimiento de la imposibilidad de una transfiguración espiritualista de la dinámica del deseo, tal como la había intentado Savonarola, ha sido reconocido correctamente por Münkler (2004, pp. 263-275). No obstante, sería incorrecto leer ese hecho en clave historicista: Maquiavelo piensa que los hombres son ambiciosos. Es del todo equivocado hacer abstracción de las constantes antropológicas, tal “como si el cielo, el sol, los elementos, los hombres, hubieran variado de movimiento, de orden y de potencia respecto de lo que eran antiguamente” (Maquiavelo, 2003, p. 51). La

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naturaleza de los hombres en la República de Florencia es la misma que la de cualquier otro contexto histórico. Eso no significa, sin embargo, negar la variabilidad de las pasiones humanas y la inquietud esencial del deseo, sino justamente lo contrario: convertirla en un componente esencial de la realidad humana. Lo que permanece a lo largo del tiempo es el incesante movimiento anímico de los individuos en su afán por apropiarse de una realidad que, como lo señala el concepto de fortuna, siempre se escapa de sus manos.

Desde esa perspectiva, para la cual, dicho sea de paso, el objeto de deseo no es la fuente del deseo, pues los objetos son más bien ocasiones fugaces en los cuales se focaliza su espontánea dinámica, no puede hablarse de un punto de llegada de su movimiento, en el cual se alcanza un estado de plenitud, o sea, del sumo bien. Este fenómeno ya era conocido en el mundo griego mediante el concepto de pleonexía, y pertenece, por su aparición en el pensamiento de Tucídides, al repertorio del realismo político. No se trata así de un fenómeno asignable, por razones sociológicas, al mundo moderno. Sus efectos políticos-sociales, aquellos gracias a los cuales tiene lugar el tránsito del lenguaje del deseo al lenguaje moral propio de un término como “maldad”, son también los mismos entrevistos por los autores de la antigüedad: el deseo-sin-límite no es compatible con una convivencia armónica entre individuos o grupos. De ahí se deriva todo una serie de defectos morales listados por Maquiavelo: el egoísmo, la avaricia, el orgullo, la envidia, la crueldad, la ambición. La ambición, que no se deja describir con plena precisión en términos de costo-beneficio (Kersting, 1988, p. 38), no es un fenómeno específicamente burgués. La realidad del ser humano no está así determinada, entonces, por una tendencia a comportarse racionalmente o por una a alcanzar el equilibrio interior, sino por la desmesura del deseo.

La teoría política, a la hora de pensar las tareas de gobierno y, también, a la hora de pensar la fortaleza de una comunidad, debe partir, según Maquiavelo, de esa realidad. La tarea del Estado y la de

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las instituciones, en general, no es otra que domesticar las pasiones. El hombre es convertido artificialmente en un animal político: “los hombres nunca actúan bien sino por necesidad” (Maquiavelo, 2003, p. 62). La artificialidad del orden político no se reduce por cierto a mantener a raya los impulsos asociales y agresivos de los individuos, mediante el uso de la fuerza, pues mediante otros procesos formativos, conformes con regímenes republicanos, se pueden alcanzar también los mismos efectos. Los presupuestos del saber político no son sin embargo alterados por eso. Ya sea para contenerla, a través de la fuerza punitiva de las leyes y de la educación, o ya sea para canalizarla mediante instituciones como el Ejército y un espíritu colectivo más o menos belicoso, la indoblegable infinitud del deseo es el punto de partida de la genuina acción política. Lo real, en oposición a toda antropología optimista, es la maldad humana entendida como el conjunto de comportamientos egoístas, agresivos y, en general, antisociales, derivados de la desmesura propia del deseo. Hacer política sin ese presupuesto es, a juicio de Maquiavelo, construir castillos en el aire. Analizarla sin él es, asimismo, omitir las verdaderas, las muy poco filantrópicas motivaciones de las acciones humanas.

La fundamentación ontológica del realismo político

La polémica de Maquiavelo con la comprensión normativa de lo político, y con Platón como su caso paradigmático, no termina sin embargo con esta operación. No se trata solo de que redefina el terreno en el cual es posible conocer lo políticamente bueno, sin hacer explícito el carácter prescriptivo de esa redefinición, sino de que simultáneamente ataca, desde el marco de su teoría de la acción, los presupuestos ontológicos del platonismo. Eso es claro si se atiende a los conceptos centrales de la teoría de la acción de Maquiavelo. Sin que el listado pretenda ser exhaustivo ni definitivo, podría decirse que son cinco los conceptos determinantes: ocasión, necesidad, fortuna, virtù y orden. Su sentido, como es claro para todos los comentaristas, está lejos de ser unívoco.

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Solo para indicar la polisemia propia de estos términos vale la pena enumerar algunos de los sentidos de cada uno de ellos: la “ocasión” es una situación irrepetible, contingente y de breve duración de la que puede resultar algo provechoso para el agente; la “necesidad”, tal como la analizó en su excelente tesis doctoral Kurt Kluxen (1949), comprende las circunstancias ajenas al control de un agente, y por tanto involuntarias, que lo conminan a actuar (necesidad externa particular); las tendencias internas, debidas por ejemplo a los hábitos o a los propios impulsos, que conmina a un agente a actuar de cierta forma (necesidad interna); las reglas autoimpuestas, por ejemplo en forma de leyes, mediante las cuales un agente regula su propia acción (necesidad ordenada); el carácter cíclico (auge y declive) del desarrollo del conjunto de las cosas (necesidad general). La “fortuna” es la incertidumbre experimentada por un agente debido a la variación de las circunstancias y, asimismo, el conjunto de condiciones contingentes, azarosas, en el cual se desenvuelven las acciones. La “virtù” comprende el grado de ímpetu, esto es, de fortaleza anímica y de resolución, implicado en la ejecución de una acción; la habilidad de estimar con éxito, a partir de un plan racional, la mejor forma de realizar los propios fines; la competencia para ejercer tareas que supongan liderazgo; la intensidad con que son vividas un conjunto de representaciones comunes. El orden comprende, conforme a Javier Conde, los usos y costumbres de una comunidad humana, la estructura interna de una cosa y la unidad de lo múltiple (1948, pp. 185-186).

El pensamiento de Maquiavelo puede ser entendido como una teoría de la acción política bajo el presupuesto de los límites cognitivos y volitivos de todo agente y, asimismo, de la comprensión de la política como producción de orden en una colectividad humana. Las categorías desarrolladas por Maquiavelo apuntan a describir el conjunto de los fenómenos políticos desde esa perspectiva y, por eso, presuponen siempre un agente-en-situación y dan cuenta de lo “real” desde esa perspectiva del agente. La acción humana siempre es vista como el

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resultado de la tensión entre los factores subjetivos y los objetivos. La “virtud” y el “orden” constituyen el lado “subjetivo” de la acción y la “ocasión” y “fortuna” su lado objetivo. La “necesidad” contiene elementos subjetivos y objetivos.

La teoría de la acción de Maquiavelo es antiplatónica, como mínimo, en cinco grandes sentidos. Veamos el primero, el platonismo sostiene, como es conocido, una posición realista frente a la cuestión de los universales. En oposición a toda posición nominalista, para la cual lo verdaderamente real son las cosas particulares, y lo general solo es una construcción lingüística o una construcción mental, el platonismo considera que lo general no solo es independiente de las cosas particulares sino que es aquello gracias a lo cual es posible, vía “participación” (methexis), que en las cosas particulares haya algo de realidad. A esas entidades universales que subsisten con independencia de los objetos espacio-temporales, propios del mundo sensible, Platón las denomina “ideas”. En cuanto la acción humana, mientras no se comprenda inadecuadamente a sí misma, está regida por ideas, tal como la idea de justicia, su punto de vista siempre se eleva sobre las perspectivas particulares y sobre las condiciones espacio-temporales de la acción. El buen actuar, en términos éticos y políticos, no es nunca bueno solo para el aquí y el ahora o desde tal o cual punto de vista, pues la idea trasciende tanto el pluralismo de las opiniones como los condicionantes temporales propios de las circunstancias.

Maquiavelo no comparte esos supuestos ontológicos de la comprensión platónica de la acción humana. Su atención está dirigida justamente a la particularidad de las situaciones en las cuales se desenvuelven las acciones. Esa atención a lo particular, debido a la cual Maquiavelo es para Althusser el primer teórico político de la coyuntura (2004, p. 55), es sin duda uno de las propiedades más significativas de su concepto de “ocasión”. La ocasión es, por un lado, el opuesto de lo previsible. La ocasión es breve e inesperada. La ocasión remite a la categoría “temporalidad” y, en términos de agencia, a lo no planificado.

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En ese sentido, tal como Maquiavelo lo menciona en el capítulo VI de El Príncipe (2006, p. 91), es un producto de la fortuna. La ocasión es, sin embargo, también lo irrepetible. Maquiavelo no piensa ciertamente en un mundo en el cual cada situación es absolutamente incomparable a las otras, pues esto invalidaría su propia pretensión de sacar lecciones de la historia, a modo de máximas de acción, pero sí supone que la acción política, si quiere ser eficaz, está siempre ligada a un caso concreto que es irreductible a cualquier generalización – aquello que Althusser llama el “caso singular aleatorio” (2004, p.56). La Historia puede, en efecto, ayudar a concebir tendencias generales de la acción política, con cierto grado de probabilidad, pero nunca puede dar cuenta del aquí-y-ahora singular con el cual se enfrenta, una y otra vez, la actividad política. Por ese mismo motivo las normas o fines, por su carácter general, nunca responden eficazmente a las coacciones impuestas por cada situación de facto. Kluxen afirma por tanto, de modo correcto, lo siguiente: “Por eso el homo politicus no ve su tarea en imaginarse un Estado perfecto a modo de realización de principios universalmente válidos, sino de crear un Estado en tanto realización del respectivo principio vital individual” (1949, p. 67). La reproducción del Estado no se funda así en la fidelidad constante a una norma general, sino en la atención a la singularidad de las ocasiones y la rápida respuesta a sus exigencias. Cualquier intento de abstraerse de ella, y pretender entonces sujetar la realidad a una regla concebida de antemano, conduce a la ruina del Estado. Maquiavelo afirma por eso en los Discursos: “los hombres se engañan demasiado en los asuntos generales, pero en los particulares no tanto” (2003, p. 166). Para escapar del mundo irreal de las generalidades, de los grandes valores o de las normas universales, hace falta que los individuos pero también las colectividades atiendan a la coyuntura singular: “los pueblos se engañan al juzgar generalmente las cosas y sus circunstancias y, después, cuando las juzgan particularmente, tal engaño desaparece” (p.168). La prudencia del gobernante, tal como en Aristóteles, pasa así necesariamente por una aprehensión de aquello que

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le confiere singularidad a cada situación y no puede ser sencillamente subsumido bajo una regla general.

En segundo lugar, piensa la actividad política como un juego de fuerzas, en el cual cada elemento define su capacidad de acción en proporción al grado de resistencia al que se enfrente y al de las fuerzas a su favor. La forma paradigmática de esa idea, la relación entre virtù y fortuna, es por eso, para decirlo kantianamente, la de una contradicción real, en la cual cada polo contrarresta la intensidad del otro. Maquiavelo cuestiona, en esa medida, una propiedad del ser, teorizada por Aristóteles en su metafísica mediante el concepto de substancia, pero en últimas heredada de categorías platónicas, a saber, su autosuficiencia. Lo que es, la idea, es lo que es por sí mismo, y no lo dependiente de otra cosa. Esa propiedad de la ousia, que (descontando todas las transformaciones que experimenta este concepto hasta su llegada a modernidad) halla una de sus expresiones más altas, con la idea de una substancia única en Spinoza, es, para Platón, algo propio de la Idea, pues cada una existe sin mezcla con las otras, separada de ellas, como algo autosuficiente y no definido por sus relaciones (Angehrn, 2005, pp. 231-232). Si bien, sobre todo en el pensamiento tardío de Platón y en el neoplatonismo, se busca concebir la conexión del todo de las ideas y, en su forma más expresa en el caso de este último, se describe esa totalidad concreta de ideas mediante el concepto de “espíritu”, la idea se define verticalmente, esto es, frente a lo empírico, por su no-relacionalidad y, aún en términos horizontales, o sea, frente a otras ideas, conserva siempre cualidades que le son intrínsecas. Platón, en cierto punto de su obra, desplaza su interés de las relaciones entre las ideas y el mundo del devenir, la naturaleza, hacia las relaciones horizontales entre las ideas mismas, o sea, entre los universales (Maresca, et al., 2006, p. 45), pero aún así la autosuficiencia sigue siendo un atributo propio de lo que verdaderamente es.

Maquiavelo rompe con la pretensión de hacer definible lo que es debido a su autosuficiencia, pues, en el mundo de la política, siempre se trata de un agente-en-situación, cuyas propiedades no pueden hallarse

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con abstracción del contexto en el cual se halle inscrito y, por tanto, sin atender, en primera instancia, a las relaciones con otros agentes y, en segunda instancia, a condicionantes distintos de las acciones humanas (como puede serlo, por ejemplo, el clima en caso de una guerra: el Ejército alemán congelándose en el invierno ruso). El atomismo antiguo, con el cual Maquiavelo estaba plenamente familiarizado, pues había realizado él mismo una traducción de De rerum Natura de Lucrecio (Roecklein, 2012, p. 6; Rahe, 2007, pp. 40-41), le sirve de trasfondo ontológico a esta concepción. Desde este punto de vista, todas las cosas están compuestas de elementos materiales, simples e indestructibles, los átomos, pero éstos, separados unos de otros por el “vacío”, están siempre envueltos en un proceso sin meta de recomposición y descomposición del cual las resultan las cosas determinadas y perceptibles. Los átomos, moviéndose en el vacío como escombros en el mar, constituyen las cosas determinadas en sus cambiantes correlaciones, de modo que ellas como tales no tienen ninguna esencia permanente. Son solo compuestos de elementos más simples, ellos sí eternos. De esta manera, la forma o la esencia, el eidos, gracias al cual, en el platonismo, lo real es inteligible, no es aquí lo propiamente real, pues los átomos, en su indeterminación cualitativa, subsisten, como abstractos elementos articulables (Althusser, 2002, p. 34), de manera previa a su composición a modo de cosas delimitadas y dotadas de atributos estables. Aquí, hasta el punto de abrir una brecha entre lo real y la percepción de las cosas como entidades dotadas de tales o cuales cualidades, se trata de pensar lo real antes de toda esencia (Angehrn, 2005, p. 195). El atomismo griego, no hay que olvidarlo, es el enemigo velado de Platón (Gadamer, 1983, p. 581). Maquiavelo, como lo sugiere Althusser, traduce en términos políticos esta ontología materialista (2002, pp. 40-41). Toda “coyuntura” es de hecho una conjunción o composición de elementos según el modelo atomista para concebir el surgimiento de entidades estables (Althusser, 2002, p. 59). “La naturaleza no es un mundo de formas fijas orientadas a un fin” (1968, p. 19), dice por eso Kluxen,

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sobre la visión de mundo de Maquiavelo, pues la identidad de cada entidad es el producto, siempre en transformación, del juego de fuerzas en la que está inmersa. Aquí “todo repercute sobre todo y contra todo y es condicionado por todo” (p. 20). Lo que cada entidad es, se deriva del conjunto de relaciones en las que se halla insertado. “Los poderes efectivamente activos” –añade Kluxen– “son como focos y líneas de fuerza en un sistema de coordenadas en donde cada punto de fuerza y cada línea está respectivamente caracterizado y codeterminado por otra y en donde cada hombre está trenzado” (pp. 22-23). En este mundo la autosuficiencia que conceptos como el de Ídea y el de substancia le atribuían a lo propiamente real, queda excluido.3

En términos propios del mundo de la acción, el platonismo centra la actividad ético-política en la inmanencia de la vida interior del agente, esto es, en la conformidad de su alma a ideas como la de justicia. Una acción es moralmente (y políticamente) aceptable o no si se deriva de una constitución anímica conforme a tal o cual idea y, por tanto, el agente, mientras sea virtuoso, es visto como un todo autosuficiente. Platón apunta en últimas a una cierta autarquía del agente moral que lo

3 Bien podría objetarse que los átomos, justamente por su simplicidad e indivisibilidad, son entidades que, como las ideas platónicas, son autosuficientes en grado sumo. No obstante, las diferencias entre los átomos son primordialmente cuantitativas, esto es, diferencias de tamaño o magnitud. Desde un punto de vista cualitativo los átomos son homogéneos – tal como lo señala, entre otros, Plutarco (DK 68 A 57) (Cordero & Santa Cruz, 1996, p.90). Las diferencias de figura (hay átomos cóncavos y convexos, ásperos y lisos, regulares e irregulares) no eliminan su indeterminación, pues es preciso interpretar esa pluralidad en función de su facultad de entrar en conexión con otros o de no poderlo hacer. Los átomos son, en efecto, diferentes, en tanto, por la vía de la “combinación” (symploké) o del “entrelazamiento” (epállaxis), forman parte de un compuesto. (Véase Aristóteles Met. I, 4 985b (DK67 A 6)). Las diferencias de “dirección” (tropé) y de orden o “contacto” (diathigé) remiten a su posición dentro de un compuesto y, por tanto, las diferencias de figura, por más que remitan a una propiedad intrínseca a cada átomo, no señalan sino los límites o la disponibilidad de cada uno para entrar en tales o cuales relaciones. Las diferencias cualitativas entre los átomos solo resultan significativas en cuanto éstos están inmersos en un plexo de relaciones y no tomados por sí mismos. En ese sentido dice Althusser que “sin la desviación y el encuentro los átomos no serían más que elementos abstractos, sin consistencia ni existencia” (2002, p. 34). La “autosuficiencia” de los átomos es preciso interpretarla más como un concepto límite para concebir la posibilidad siempre abierta de una recomposición de tales relaciones, capaz de generar una irreductible incertidumbre sobre nuestras sensaciones y juicios, que como el objeto eterno de una aprehensión intelectual. En esa dirección es preciso interpretar la tesis atomista de la pluralidad de mundos. Aclarar esta posición requeriría, sin embargo, una revisión minuciosa y diferenciada de los fragmentos/textos de Leucipo, Demócrito, Epicuro y Lucrecio.

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libre de influjos externos. El fundamento ontológico de esa autarquía es justamente la autosuficiencia propia de toda idea y, en su forma plena, el todo de las ideas. Maquiavelo, como lo señala en el capítulo II del libro III de los Discursos, descree de toda posibilidad de una vida moral vuelta enteramente sobre la propia interioridad y, por tanto, descree de hallar tal autarquía. El concepto de necesidad, en términos de teoría de la acción, cumple la función de hacer patente cómo el buen actuar no puede ser evaluado exclusivamente a partir de la constitución interior del agente, en tanto representante de ciertos fines o normas, sino de situaciones al margen de su interioridad que lo conminan a tomar decisiones. La necesidad, en el sentido de la necesidad externa, no depende en últimas de sus intenciones y, en general, de los fines o normas generales a las que se adhiera, sino de factores que le resultan extrínsecos pero codeterminan sus acciones. La necesidad externa se da en relación a aquello que trasciende los propósitos del agente y escapa en general al campo de acción de la interioridad. Por la vía del concepto de necesidad entra así en escena todo un discurso sobre el carácter relacional de toda identidad que pone en cuestión la pretensión de definir qué es una cosa haciendo abstracción del cambiante conjunto de relaciones en las cuales se halla inscrito, esto es, todo esencialismo. Si se aprecia la dimensión genuinamente ontológica de ese presupuesto de Maquiavelo, y se combina con las implicaciones derivadas del concepto de ocasión y del de fortuna, resulta así que la realidad es el producto, crónicamente inestable, del juego siempre abierto entre fuerzas insubstanciales. Bien dice Kluxen al respecto: “La naturaleza no es un mundo de formas fijas orientadas a un fin” (1968, p. 19). Althusser, apelando al atomismo griego y a Maquiavelo mismo, denominó a este tipo de ontología “materialismo aleatorio”.

En tercer término, se distancia del platonismo en tanto desconfía profundamente de la posibilidad de conocer de antemano qué se debe hacer en cada situación. El sabio platónico participa, a través de la razón, del ámbito inmutable de las ideas. Las ideas, tal como las

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concebía Platón, son eternas. Quien conoce las ideas –y no se puede ser un buen político sin conocerlas– sabe por tanto de antemano qué es lo políticamente correcto en todas las circunstancias. Si bien, como lo expresa explícitamente Platón en la Carta VII, la acción política debe atender a la ocasión (en la forma del kairós) y si bien las reflexiones de un texto tardío como El Político sobre los límites de la ley debido a la “incesante variación de las cosas humanas”, dan cuenta de la atención de Platón a la cuestión de la temporalidad y lo imprevisible, no radica allí el núcleo de su comprensión de la acción política y tampoco, aún si el tema fundamental de la idea del bien está conectado con estos temas (Wieland, 1999, pp. 180-181), está centrada en esto la repercusión de su pensamiento político. En el centro de su pensamiento o, más bien, de la versión de su pensamiento frente a la cual reacciona Maquiavelo, está más bien la posibilidad de conocer contenidos normativos cuya validez no está sujeta a revisión debido a la variación de las circunstancias. El saber político de Maquiavelo rompe así también con el platonismo en tanto va de la mano con una dimensión de la realidad subestimada por este último: la temporalidad. Platón hereda de Parménides la asociación del ser con aquello que no surge ni desaparece, que no esté sujeto al vaivén del cambio. Que ese supuesto ontológico es necesario para la actividad teórica pero no puede servir como base para pensar la acción humana, pues ésta tiene remite al ámbito de lo temporal y contingente, es ya una objeción de Aristóteles. El Cristianismo, con su idea de historia como un movimiento unilineal hacia un fin, tampoco da cuenta, de manera adecuada, de la temporalidad, mientras se trate en él la historia humana como parte de la Historia Sagrada. El tiempo solo refleja en este caso lo eterno. La providencia (pro-videre) es justamente la visión-dada-de-antemano de todo lo que ocurrirá. El tiempo es solo el proceso hacia la plena presencia de las ideas, tal como ellas son en la mente de Dios. A pesar del carácter esencialmente histórico del Cristianismo, en él, al menos desde una lectura platonizante del mismo, no es considerada en toda su radicalidad la apertura y la indeterminación propias del tiempo.

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Maquiavelo duda de toda aspiración a alcanzar una completa previsión de qué ocurrirá con los asuntos humanos, tal como supone, en el caso de que los creyentes puedan penetrar los planes de Dios, el concepto de providencia. En ese sentido el concepto clave del pensamiento de Maquiavelo es el de “fortuna”. A través de ella, pretende señalar en primer lugar los límites de la capacidad del ser humano de determinar qué ocurrirá en el futuro y, por tanto, cómo ha de comportarse ante esos eventuales acontecimientos. Un fragmento del texto de 1506, dirigido a Soderini, conocido como los Caprichos (Ghiribizzi) aclara bien este punto: “y en realidad quien fuera tan sabio como para conocer todos los tiempos y el ordenamiento de las cosas y se acomodara a éstos, tendría siempre buena fortuna y se guardaría de la adversa, y llegaría a ser verdad que el sabio puede mandar a las estrellas y a los acontecimientos. Pero como estos sabios no existen, y siendo los hombres cortos de miras y no pudiendo siquiera mandar a la propia naturaleza, de esto se deriva que la fortuna cambie e impere sobre los hombres, y los tenga bajo su yugo” (Citado por Abad, 2008, p. 172). Maquiavelo plantea hipotéticamente qué pasaría si los hombres, a través del saber, pudieran anticiparse a los acontecimientos: no padecerían a causa de los mismos. Como eso no es posible, dice él, están expuestos a los caprichos de la fortuna. La posibilidad de conocer lo que puede venir, esto es, de conocer el futuro, tal como lo supone la idea de providencia, le está habitualmente vedada al hombre y, por tanto, los hombres no son dueños de las circunstancias en las cuales operan. Igualmente, piensa la historia al margen de esa posibilidad, pero no por ello considera que de ella pueda resultar cualquier clase de evento y que, en vista de la incertidumbre, los hombres no puedan determinarse a sí mismos. El conocimiento de la historia política es justamente una de las formas mediante las cuales se puede compensar la incertidumbre, pues en la historia hay regularidades y el conocimiento de las cosas pasadas facilita pensar las futuras (Maquiavelo, 2004, p. 440). La propia obra de Maquiavelo vale entonces para él como una contribución a la

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reducción de la incertidumbre implicada en la acción política y, por tanto, como una forma de incrementar los niveles de autodeterminación. No obstante, ese conocimiento nunca es completo (Kersting, 1988, p. 109) y, por más que señale tendencias y continuidades entre el pasado y el presente, siempre queda un resto irreductible de incertidumbre, un resto impenetrable por lo demás al saber y, por eso, comparable con el arbitrio incalculable del Dios del nominalismo (Münckler, 2004, p. 311). La fortuna puede estar, en parte, contenida por el saber y la acción humana, pero hay una parte de ella que se escapa definitivamente a todo conocimiento. La conveniencia de una acción y sus posibles efectos nunca son por eso completamente calculables.

El pensador italiano, como muchos otros de sus contemporáneos, se ocupa con el tema de la fortuna en vista de la crisis de credibilidad de la idea cristiana de historia y alimenta sus reflexiones con ideas astrológicas, comunes también por ese entonces en Florencia. Detrás de ese marco intelectual está la angustia ante la contingencia de los eventos a los cuales están expuestos los seres humanos cuando no es posible ya confiar en la providencia, esto es, creer en un plan que guía la historia y la búsqueda de alternativas no-cristianas, neopaganas, para librarse de ella. La contingencia de los asuntos humanos está relacionada aquí de nuevo con la temporalidad, pues aquella viene a ser una redescripción, en términos modales, de la “apertura” propia de los fenómenos temporales, mientras que la “necesidad” haría pareja, en estos términos, con el carácter de no-poder-ser-de-manera-distinta propio de lo eterno. Que la ocasión, siempre efímera e imprevisible, sea “hija de la fortuna”, confirma la asociación, en Maquiavelo, entre tiempo y contingencia. Ahora bien, una de las posibles fuentes de Maquiavelo para pensar el tema de la contingencia, afín sin embargo al giro hacia la naturaleza como marco de referencia, es de nuevo Lucrecio. Y ahí es de tener en cuenta que Marsilio Ficino, la cabeza más visible de los platónicos florentinos, se encarga en su Teología platónica de atacar la explicación materialista de la naturaleza en Lucrecio. Su crítica apunta, entre otros

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motivos, a mostrar que Lucrecio no puede explicar convincentemente los altos niveles de orden y armonía presentes en la naturaleza solo a partir de la materia y a justificar, por tanto, la idea de un diseñador, Dios, como fuente de su orden (Snyder, 2011, p. 9). Ficino le achaca por eso a “Lucrecio, el epicúreo”, hacer nacer el mundo a partir del azar (p. 16). Lo de “epicúreo” remite, entre otras cosas, a la teoría del “clinamen” o de la dimensión no predecible, aleatoria, del movimiento de los átomos, una teoría que Lucrecio retoma y que, como Epicuro, liga a la idea de la libertad de la voluntad. En Maquiavelo no parece haber ninguna mención explícita del concepto de clinamen, pero Maquiavelo conocía a fondo De rerum Natura. Desde ese marco es concebible pensar que, al igual que Lucrecio intenta pensar la naturaleza sin recurrir a la idea de un diseñador que la ordene y de hacerlo además incluyendo en ella la posibilidad de eventos contingentes, Maquiavelo haya querido pensar la historia por fuera de todo plan divino, o sea, de una idea que gobierna su desarrollo, e incluyendo en ella una forma objetiva de contingencia, o sea, una contingencia que no se deriva solo de los límites del conocimiento humano, cuya designación en el marco de su teoría de la acción es la fortuna. La versión epicúrea/lucreciana del atomismo le serviría así a Maquiavelo para eliminar toda teleología de la historia.4

No es por eso gratuito que en el Discurso contra Maquiavelo, de Gentillet (1576), se mencione que para Maquiavelo “el curso del sol, de la luna y las estrellas; la diferencia entre las estaciones de primavera, verano, otoño e invierno; el gobierno político del hombre; el producto de la tierra, frutos, plantas y animales; todo esto tiene lugar por accidente y por azar, para la cual el siguió la doctrina de Epicuro, quien juzgaba que todas las cosas tienen lugar y ocurren por circunstancias fortuitas y un encuentro accidental de átomos” (Rahe, 2007, p. 48). El concepto de fortuna parece conjugar así fuentes provenientes del “absolutismo teológico” (Blumenberg) con otras de

4 Bien anota Althusser: “la no-anterioridad del Sentido es una tesis fundamental de Epicuro con la que se opone tanto a Platón como a Aristóteles” (2002, p. 33).

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carácter naturalista y pagano, como Lucrecio. En cualquier caso, sea cuales sean las fuentes dominantes, queda aquí excluida la previsión de la esencia de lo políticamente correcto, supuesta por Platón, no solo a partir de consideraciones exclusivamente políticas, sino también de una teoría del mundo para la cual lo imprevisible tiene una dimensión ontológica y no meramente epistemológica. Ya sea que el trasfondo de la fortuna sea la voluntad incognoscible de un Dios omnipotente o la indeterminación objetiva de ciertos procesos naturales, lo cierto es que en Maquiavelo lo real no es tanto la presencia intemporal de las ideas, como un movimiento regulado, en la forma de ciclos (los ciclos históricos serían así otro caso de los ciclos naturales), y, en ciertos casos, como un acontecer contingente. La sustitución de patrones de acción constantes por la atención al cambio “de la cualidad del tiempo” y la incertidumbre ligada a éste, va así de la mano con el reconocimiento de la realidad de lo no-eterno.

En cuarto lugar, se enfrenta, en términos de su teoría de la acción, a otro presupuesto central del platonismo: la interpretación del lado ejecutivo de la acción como un momento inmanente al conocimiento de lo moralmente deseable. Cuando Platón hace uso de un término como “boulesis” no habla de una facultad de realizar ese conocimiento que se deje abstraer de él. No se trata de una suerte de “voluntad” independiente de la “razón” sino, más bien, de una razón que incluye en sí misma la fuerza anímica mediante la cual se realiza y no puede ser separada de la misma. La tesis socrática según la cual la virtud es conocimiento no tolera en efecto esa división entre facultades sin que, por ello, se pueda hablar sencillamente de “intelectualismo”, pues se trata de un saber ligado estrechamente al deseo y, por tanto, al impulso de realizarlo (Zeitler, 1983, pp. 85-88). Las reflexiones cosmológicas del Timeo, las cuales también pueden leerse como una ontologización de una teoría de la acción, señalan en esta misma dirección. La acción creadora del demiurgo, gracias a la cual se “mezclan” lo limitado y lo ilimitado en el espacio (khorá), está sujeta a un orden inteligible prestablecido o

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incluso podría decirse que el mismo demiurgo es ante todo un intelecto divino dotado de una cierta fuerza ordenadora (Lorenzatti, 2006). Si el demiurgo dispone en todo caso, para decirlo aristotélicamente, de una causalidad eficiente, ésta se halla sujeta a una visión del todo de las ideas y no puede separarse de ella. En términos ontológicos, eso significa que la actividad implicada en la producción o desarrollo de una entidad estructurada es desencadenada y regulada por una forma estable, a modo de causa final.

Maquiavelo, sean cuales sean los matices señalados, se aleja sin embargo de ese presupuesto. El término clave, en ese sentido, es virtù. Sobre ella afirma König que designa una forma de libertad pero no de la libertad de la voluntad de elegir lo bueno o lo malo, sino la libertad sin más, esto es, “la libertad de la voluntad desarraigada y flotante” (1984, p. 291) o la “voluntad desprendida de todo orden, el puro vigor político, el cual quiere la acción a toda costa y para la cual el orden estatal solo es un recubrimiento externo, bajo el cual un impulso de poder, ciego por su avidez, comete sus excesos” (p. 130). La virtú es, en la interpretación de König, la energía implicada en toda actividad volitiva, en tanto a tal energía le es propia una tal subitaneidad y una tal sobreabundancia que desborda el mismo orden que genera. El concepto de virtù contiene en efecto ese momento, y por eso Maquiavelo la asocia con la resolución, el arrojo o el ímpetu a la hora de actuar, pero König, al aproximar el concepto al terreno de la Lebensphilosophie, debilita en exceso la dimensión racional de la virtù. La virtù, como anota Kersting, contiene un momento referido a la intensidad de la energía volitiva pero incluye también, dentro de su riqueza semántica, un componente prudencial, referido a la dimensión pragmático-racional de la acción, y uno ligado, por su parte, a las capacidades de liderazgo y al carisma de los actores políticos (1988, pp. 118-119). No obstante, König destaca correctamente cómo la virtù, por así decirlo, sobrevuela sobre todo fin definido. Por más que ella esté ligada a fines y puede ser entonces definida, como lo hace Münkler, como la “energía cristalina de los sujetos políticos

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que se ponen fines” (2004, p. 316), son la fuerza de ponerse fines y el esfuerzo implicado en su realización, y no tanto el contenido definible de la acción, los momentos predominantes de su sentido. La virtù es la competencia racional gracias a la cual puede surgir el orden político, pero ella se hunde de tal manera en una dimensión impulsiva, sólo definible en términos de su intensidad y no de su contenido, que los fines de la acción racional solo son, según las circunstancias, sus variables acompañantes temporales. La virtù podría verse, desde esa perspectiva, como la “substancia metafísica” (Freyer, 1986, p. 59) que subyace a toda la historia política, en tanto los fines presentes en tal o cual de sus fases, sólo son sus propiedades accidentales. No obstante, si se entiende por substancia una entidad, con un carácter más bien cósico, estático, más valdría decir que la virtù es una energía ordenadora o una fuerza ejecutoria transhistórica.

Los conceptos desarrollados por Maquiavelo, en términos de una teoría de la acción política, vuelven a mostrar aquí, en un doble sentido, una alternativa al platonismo. Por un lado, en tanto la virtù, en lugar de pensar el ámbito de la acción desde la vida contemplativa, como lo hacía el platonismo florentino, reivindica la autosuficiencia de la vita activa en una doble dirección: en el mundo de la acción política y en el mundo del trabajo. La polémica contra el carácter improductivo de las aristocracias en el capítulo LV del libro I de los Discursos y del desinterés por la actividad política, ligado al cultivo del ocio, son parte de una misma posición. La entrega a la acción política, también y quizás, sobre todo, en su forma colectiva, va de la mano con el activismo del mundo del trabajo, mientras que el carácter improductivo de la nobleza va de la mano, para Maquiavelo, con la pasividad de la vida contemplativa. Si, como lo cree Münkler, la virtù es un concepto polémico de orientación burguesa-repúblicana (2004, pp. 321-324), su contraposición es la alianza nobleza-intelectuales bajo la forma del vínculo de los Médici con el círculo en torno a Marsilio Ficino. Que la virtù sea lo opuesto del “ocio”, como lo señalan varios autores, se debe al rechazo radical

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de Maquiavelo a subsumir la vida activa en la vida contemplativa, pero también a su valoración positiva de la transformación de la realidad a través de esa clase de acción que es el trabajo.

Esa polémica de época, contra una de las manifestaciones históricas del platonismo, tiene sin embargo, por otro lado, su raíz en el horizonte conceptual sobre el cual opera la visión de mundo de Maquiavelo. Desde el punto de vista de la teoría de la acción Maquiavelo, con su concepto de virtù está modificando la relación entre otros dos conceptos, tematizadas en el marco de la ética como principium diiudicationis y principium executionis, en cuanto, a su juicio, los contenidos de la acción están subordinados a la energía ordenadora de la voluntad. Si el primer principio responde a la pregunta ¿qué es lo correcto? y el segundo, en cambio, a la pregunta ¿cómo efectuar lo correcto?, en Maquiavelo, a diferencia del platonismo, la fuerza realizadora del principium executionis es el elemento dominante. Aquí esa energía no está subordinada al conocimiento de qué es lo correcto como uno de sus momentos implícitos. La virtù no opera ciertamente desligada de fines pero los fines sólo son aquí síntomas de una más honda y permanente energía ordenadora. Más allá de la aparición de esta idea en el terreno de la filosofía práctica, ese desplazamiento de la relación entre la facticidad del hacer y el conocimiento de qué debe hacerse, supone un horizonte de pensamiento distinto no sólo a la ontología platónica sino, en general, al pensamiento griego. Sólo cuando, en el marco del voluntarismo teológico cristiano, surge la idea de una voluntad absoluta, independiente de toda regla a la cual sujetarse y de un intelecto que la oriente –tal como ocurre con la diferenciación entra la potentia absoluta y la potentia ordinata de Dios–, resulta concebible la posibilidad de un hacer susceptible de poner o generar los mismos contenidos que la orientan. En este marco, con vastas consecuencias respecto a la idea de Dios y al carácter de la creación, la acción de Dios no depende del intelecto divino. Con independencia de si hay o no conexiones indirectas entre el voluntarismo teológico cristiano y

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Maquiavelo, como lo estiman, por ejemplo, L. Houvinen (1956, p. 2) y Klaus Held (2010, p. 252; p. 266), lo cierto es que este último solo pudo llegar a la idea de virtù en un horizonte intelectual afín a esa línea de pensamiento teológico y, por tanto, ajeno a su propio paganismo. Eso no significa que Maquiavelo sea un pensador cristiano, sino que la categoría de virtù es una forma secularizada y plenamente humanizada de un giro metafísico cristalizado por primera vez en la historia de la Teología. La virtù transfiere a los seres humanos esa voluntad no sujeta de antemano a fines o normas de la cual el Dios del voluntarismo teológico hace uso en la creación. En ese sentido, como sugiere Held, aparece en Maquiavelo, en los capítulos XXV y LV de los Discursos, el concepto de potenza assoluta (Machiavelli, 1820, p. 306; p. 376); la virtù estaría, sin embargo, más allá de toda referencia explícita a la terminología voluntarista, anclada, consciente o inconscientemente, sobre ese horizonte teológico. Maquiavelo transfigura, así, su sentido en una dirección sin duda opuesta al culto de un poder omnipotente supraterrenal, pero, en términos de las estructuras intelectuales mediante las cuales opera, la virtù es una variación de esa comprensión de la voluntad. Los griegos no tenían por cierto una noción de “voluntad”, tal como la que aparece, y ciertamente en un lugar central, en el pensamiento cristiano, pero sí analizaron la fuerza en ejercicio a través de la cual se genera directamente un proceso de cambio. Maquiavelo naturaliza y humaniza esa fuerza creadora y, de ese modo, la abstrae de toda forma o fin a la que, en el marco del platonismo, estaba sujeta. Solo desde esa alteración drástica de los presupuestos ontológicos del platonismo es que cobra plena claridad su polémica contra el ocio (Machiavelli, 2001, p. 87) y contra la forma de vida propuesta por el platonismo florentino: el trabajo y la acción política no son al fin y al cabo sino expresiones de una actividad ilimitada que se sirve de distintas formas y no, como en Platón, de una forma estable que se realiza a través de la eficacia de una causa coadyuvante. Para Maquiavelo, como dice Kluxen, “los universales como tal no son ningunas causalidades” (1968, p. 22).

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Un quinto y último punto, en el cual Maquiavelo se distancia, en términos de sus presupuestos ontológicos, del platonismo, concierne a la noción de “orden”. Una de las tesis centrales del platonismo es sin duda su “Teoría de los dos mundos”. Por una parte, está el orden inmutable de las ideas y, por otro, el del devenir. Ahora bien, bajo las condiciones de la separación de ambos, esto es, del chōrismós, uno de los problemas principales para Platón es el de pensar cómo están vinculados. Las ideas son, sin duda, algo diferente de las cosas perceptibles, pero las ideas son, a la vez, su fundamento; las cosas perceptibles son al fin y al cabo copias o reproducciones de las ideas. De ese modo, la separación de los dos mundos no excluye una cierta identidad entre sus componentes. Las cosas perceptibles no son ideas, pero son en todo caso, en mayor o menor grado, semejantes a las ideas. En cuanto las cosas tienen tales o cuales propiedades generales, participan del mundo inteligible. La “participación” (methexis) es así el punto de intersección entre ambos mundos. Las cosas son lo que son en tanto toman parte de algo distinto de ellas: las ideas. Platón, sin embargo, no se limita a usar este término para pensar el problema en cuestión, pues también recurre, entre otros, al concepto de “imitación” (mimesis), al de la “comunidad” (koinonia), al de la “mezcla” (meixis). En esa misma serie de conceptos debe también emplazarse el de “orden” (taxis) – y otros asociados a él como “armonía”. “consonancia” y “cosmos”. El orden es la unidad de una multiplicidad en tanto se den en esta última cierto tipo de relaciones entre sus elementos. Hay orden, podría decirse, cada vez que una entidad adquiere la estructura que le es propia. La manifestación de la idea en el mundo sensible pasa así por la formación de estructuras.

El modelo para pensar esto es de carácter práctico y antropomórfico: la estructuración de las partes del alma o de la ciudad. Poner cada elemento en su lugar, como parte de un todo, es adecuarse a una idea (por ejemplo, la justicia). La idea se manifiesta fenoménicamente cuando un conjunto de elementos heterogéneos adquiere un cierto tipo de relaciones entre sí y constituye un todo orgánico (Kauffmann, 1993, pp.

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364-386), pues toda idea implica autosuficiencia. Participar del mundo de las ideas es, desde este punto de vista, dejar que se haga presente en el alma un cierto orden. Al alma le es propia cierta compostura, que es idéntica con su excelencia, pero que no está dada de inmediato, pues aquella está habitualmente desordenada, y requiere por eso del saber como medio de acceso al orden. La areté coincide de ese modo con la verdad, esto es, con la patencia del ser – por más que siempre subsista una diferencia entre el modelo y la copia. Aquí es de destacar que ese proceso de reproducción o imitación de las ideas parte, ciertamente, de condiciones que trascienden el devenir pero halla en este mismo momentos afines. Sin la experiencia de falta de completitud propia del eros, del amor, no habría, por ejemplo, conocimiento de las ideas. El movimiento anímico es sin duda instaurado por lo amado pero se extiende hasta el campo de la sensibilidad humana. Sin la experiencia de falta el tránsito hacia aquello que rebasa el mundo sensible no sería posible. Asimismo, una vez instaurado el orden, los elementos del mundo sensible no son sencillamente subordinados a una ley externa, sino son integrados como componentes del mismo. La manifestación de la idea, bajo la forma del orden, no violenta lo sensible sino lo delimita y cobija. Esto es visible, por ejemplo, en el caso de la “templanza” (sophrosyne), pues en ella lo natural, trátese de la parte apetitiva del alma o de los grupos sociales dedicados a la reproducción de la vida material, ocupa un lugar dentro del todo (del alma y de la ciudad) y lo hace espontáneamente. El dominio, tanto aquel que se ejerce sobre sí mismo, como el que se ejerce por parte de los gobernantes sobre los gobernados, no es así la imposición forzada de una regla, sino la subordinación consentida de lo dominado a lo dominante bajo el presupuesto de su consonancia y armonía (Angehr, 2005, p. 259). Incluso cuando la creación de orden es atribuida a la acción eficaz de un agente, como en el caso de la creación del orden natural en el Timeo, no se trata de insertar por la fuerza la estabilidad de las ideas en el movimiento caótico del devenir, sino de hacerlo, más bien, por la vía de

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la “persuasión”, esto es, haciendo que ese mismo movimiento se dirija por sí mismo hacia lo inteligible. El modelo para pensar esto no es tanto el de la fabricación de cosas, sino el de la educación (Druart, 1999, pp. 170-171). El concepto de orden es así una forma de mediación entre el mundo de las ideas y el mundo sensible o, dicho en el lenguaje de la Prinzipienlehre, de lo limitado y lo ilimitado, que supone la separación entre ambas esferas y supone además la subordinación de lo sensible a lo inteligible, pero tanto su surgimiento como su preservación suponen una proclividad hacia lo inteligible y una participación activa por parte de lo sensible.

El objeto del saber político en Maquiavelo, tal como Conde lo señala, es también el de darle forma y orden al “movimiento”:

Y como la realidad política es, a los ojos de Maquiavelo, movimiento continuo, el objeto del saber político será dar razón de tal movimiento, sujetar en lo posible a cálculo el curso del acontecer político, hacerlo previsible para poder manejarlo después (1948, p. 152)

El príncipe es, entonces, una suerte de Demiurgo que le confiere orden a una realidad que, como la del mundo sensible, en Platón, carece de estabilidad y consistencia. De hecho, retomando, consciente o inconscientemente, la distinción aristotélica entre “materia” y “forma” (Machiavelli, 1820, p. 97; Maquiavelo, 2008, p. 91; p. 174), Maquiavelo anuda con una problemática ontológica heredada en última instancia del platonismo. La “materia” (hylé) y la “forma” (morphé), más allá de todos los giros que representan estos términos y sus relaciones en la ontología aristotélica frente al platonismo, son al fin y al cabo descendientes de una problemática platónica. Maquiavelo, en oposición al aristotelismo y su teleología, tiende a descoyuntarlos.5 No hay

5 André de Muralt (2002) ha desarrollado una comprensión del pensamiento político moderno como un efecto de la introducción del concepto de “distinción formal” en Duns Scoto, cuya consecuencia es justamente el descoyuntamiento de la materia y la forma en tanto componentes de toda sustancia en la ontología aristotélica.

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ninguna correspondencia dada entre materia y forma. Según la materia, o sea, de una situación que puede adquirir tal o cual carácter, deben variar las formas, pero es asunto del buen criterio del que gobierna darle una forma a cada situación singular (Machiavelli, 1820, p. 97). Ese descoyuntamiento, que en primera instancia podría parecer afín a la separación entre los dos mundos, en Platón, modifica radicalmente el concepto de “orden”. Maquiavelo, como lo explica Conde, entiende por orden, en primer lugar, la forma de vida concreta de una comunidad, sus usos y costumbres; en segundo lugar, asocia el término con la “forma”, entendida como aquello que le da un límite estable a una realidad y la hace unitaria; el orden, en tercer lugar, remite a la unidad de una multiplicidad – si la “forma” es el contorno fijo de algo, frente a lo exterior, este último punto remite a su estructura interna (Conde, 1948, pp. 185-186). Esas propiedades del orden, como producto, no resultan en absoluto ajenas a las que tiene en Platón; pero hay, sin embargo, una diferencia de raíz que altera todo el panorama: la mediación entre la materia y la forma depende de una acción que no está sujeta a una visión previa de la forma ni tampoco presupone una tendencia interna en la materia. Esa acción, considerada en el esquema del Timeo como una de las causas en la producción de orden, no solo se vuelve aquí autosuficiente, sino que es el principio que determina todas las demás. La virtù, como expresión antropológica de ese principio, es así una fuerza que trasciende los dos mundos y se encarga de su contingente unificación.

Maquiavelo considera la acción humana como una fuerza generadora de orden: “la virtù genera calma (quiete)”, dice Maquiavelo, mientras que “la calma [genera] ocio, el ocio desorden, el desorden ruina” (2012, p. 242). La calma es aquí la estabilidad propia del orden y la tarea de la política es producirlo. Como “la quietud es el polo metafísico contrario al movimiento” (Conde, 1948, p. 162), y el movimiento, para Maquiavelo, es inevitable, el vivir en calma no es una anulación del movimiento sino su estabilización: “la estabilidad es, simplemente, una forma del

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movimiento, un movimiento en orden” (Conde, 1948, p. 165). Quietud no significa inmovilidad. La figura que mejor representa ese tipo de estabilidad es un ejército en acción: un grupo humano cuyo movimiento está siempre coordinado aún en situaciones en las cuales ocurren imprevistos. Un ejército tiene orden y, por tanto, “forma”. La “forma” se aproxima así, si se toma el ejército como el ejemplo más ilustrativo del orden, a la formación: al desplazamiento sincrónico de un grupo de soldados. Pero la formación no se da por sí sola, de manera espontánea, sino que requiere un plan y una dirección. Para Maquiavelo el orden es siempre el producto de un ordenar y el ordenar es una acción dotada de un componente racional: el organizador (ordinatore) de una república debe ser uno y el orden resultante depende del plan que diseñe en su “mente” (Maquiavelo, 2003, p. 81). Maquiavelo se suele referir por eso, y esto incluiría no solo a un grupo de soldados, sino al conjunto de los miembros de una comunidad política, a grupos de hombres susceptibles de ser organizados por la acción de un líder o, más genéricamente, de un gobernante, como una “materia” (Maquiavelo, 2003, pp. 110-111). La manifestación política de la “materia” es el “tumulto”. El uso de las categorías materia-forma, tal como aparecen en el capítulo VI y XXVI de El Príncipe, hace pensar que la política, como producción de orden, consiste en general en atribuirle o, mejor, introducirle una forma a una materia dada: la fortuna les dio a Moisés, Ciro, Rómulo y Teseo la “materia” sobre la cual podían intervenir (Maquiavelo, 2008, p. 91). La política consiste en darle forma a las circunstancias que se dan, según la ocasión, y también a las masas humanas. El orden es su producto.

Si, como lo consideran Freyer (1986, pp. 49-57), Habermas (1987, pp. 58-62) y Carl Schmitt (1999, pp. 39-40), el pensamiento de Maquiavelo tiene un fuerte carácter técnico, es en su uso de esas categorías donde sale a flote esa dimensión. Bien dice Schmitt al respecto: “Del racionalismo de esta tecnicidad se deriva, en primer lugar, que el artista constructor del Estado considera la muchedumbre humana que va a organizar estatalmente como un objeto para configurar, como

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un material” (1999, p. 39). Si la poiesis, en el lenguaje aristotélico, está referida a un proceso de cambio generado por un agente externo a aquello en lo cual ocurre esa transformación, la actividad política es en efecto, para Maquiavelo, un tipo de poeisis, esto es, un tipo de acción del ámbito de la técnica. Aquí no se trata, como en los procesos naturales de cambio o en la educación, de uno generado desde el interior de aquello mismo que se transforma, esto es, de una tendencia propia de esa entidad y, por tanto, aquí se abre una brecha entre materia y forma distinta a la del platonismo, en la cual lo inteligible sigue siendo el elemento dominante, y no la fuerza ejecutora, y en la cual, además, siempre subsiste en la materia misma una suerte de correspondencia con el principio inteligible que la domina. Para Maquiavelo, la producción de orden no es la reproducción, en condiciones espacio-temporales, de un orden inteligible aprehendido mediante el pensamiento filosófico, sino es el efecto de la confrontación de la virtù con la particularidad de las ocasiones y con la “materialidad” de una masa humana cuya dinámica puede adoptar esa no-forma que es lo tumultuario. Para Maquiavelo no es central qué es aquello que se traslada, a través de la acción humana, al mundo espacio-temporal. Lo importante no son las normas o principios que deben generar orden, sino lo es la acción ordenadora misma.6 El orden político no es el reflejo de un orden inteligible, presente también en la naturaleza, sino es, por así decirlo, el efecto temporal de domar el caos mediante una actividad creadora libre de arquetipos orientadores. La virtù se alimenta en efecto del mismo desorden que combate –“[…] de la ruina nace el orden […]” (Machiavelli, 2012, p. 252)– y recurre a la dimensión de lo normativo como un medio más para asegurar la eficacia de la actividad ordenadora. Lo políticamente bueno no es que haya un

6 Conde busca aproximar el mando, como objeto del saber político, a una cierta idea de justicia o proporción (Conde, 1948, p. 151), pero eso se deriva más del propio concepto de lo político de Conde que de Maquiavelo. La “proporción” no sino es la adecuación de las acciones políticas a lo que ofrece la situación concreta en vista de su eficacia. En Maquiavelo, la cuestión de la legitimidad del poder, con la cual estaría ligada la idea de justicia como proporción, no es condición de su ejercicio.

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orden conforme a tales o cuales ideas, sino lo bueno es que haya orden. Ese orden producto de la virtú, gracias al cual es posible la quietud y el cual, por estar sujeto a una variación continua para adecuarse a las circunstancias, es una forma siempre renovada de estabilidad, tiene un nombre que nos resulta familiar: el Estado. La política es la producción de Estado a través de la actividad incesante de contener, reorientar o combatir todas las fuentes posibles de inestabilidad. El stato presupone así una absolutización de la fuerza ejecutora y una autonomización de la misma frente a toda condición formal y material, legada por el voluntarismo teológico medieval; que esto constituye una anticipación en el terreno de lo político del voluntarismo en el cual se consuma, según Heidegger, la Metafísica occidental, en tanto aquí ya se dibuja la voluntad de voluntad, esto es, esa voluntad que no quiere nada más que su propia e incesante autoafirmación como fuerza ordenadora, ha sido vislumbrado por Heidegger mismo. La virtù se mueve en ese horizonte de comprensión del ser (Heidegger, 2005, p. 99). La transformación de la actividad política en una tarea técnica, poiética, no es así un solo fenómeno histórico-sociológico asociado a la modernidad, pues sus raíces se hunden en una comprensión no-griega del ser inspirada por el voluntarismo cristiano. Su consecuencia secular es un accionismo ajeno a toda teleología, a toda “forma” y a todo orden concreto, que corre paralelo a la reducción de la política al gobierno: a la producción continua de estabilidad o, mejor, de seguridad, bajo las condiciones de una amenaza crónica de disolución de la comunidad política.

Si los presupuestos incluyen los conceptos y, quizás tocaría añadir, la intuición global, que, temáticamente o no, articulan y guían el desarrollo en concreto de una doctrina o una teoría, puede decirse, después de la revisión de estos cinco puntos en los cuales Maquiavelo se distancia del platonismo, lo siguiente: el fundamento último de su realismo radica en una ontología implícita en su teoría de la acción que, si bien se explicita a veces, de manera fragmentaria, en tesis generales

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sobre la naturaleza del mundo, puede reconstruirse también a partir de su uso de ciertas categorías centrales del pensamiento metafísico (universal y particular, necesidad y contingencia, substancia, causa, forma y materia) y de las soterradas fuentes filosóficas (Lucrecio) sobre las que se articula su pensamiento –mediante las cuales se posiciona frente al horizonte intelectual del platonismo florentino. Que Maquiavelo sea fundamentalmente un pensador político, y no un constructor de grandes teorías metafísicas como Giordano Bruno o Spinoza, no debilita esta tesis, sino más bien la fortalece. Su ontología implícita reivindica propiedades de lo real que no encajan dentro de las teorías del mundo de cuño platónico, como por ejemplo la irreductibilidad de lo singular a lo general y los procesos contingentes de cambio, pero que, en el marco de la Filosofía práctica, se habían asegurado un espacio en el discurso filosófico, como lo muestra de manera soberana P. Aubenque (1999) en su texto sobre la prudencia en Aristóteles. A grandes rasgos, podría decirse que la Ontología platónica impulsó la generación de un espacio teórico paralelo en el cual terminó cobijado todo lo que ella desplazó hacia los márgenes de la inteligibilidad. A la praxis humana, como lo muestra Aubenque, le corresponde en efecto una teoría del mundo en la cual, entre otras cosas, el azar, la incertidumbre, la pluralidad, la temporalidad y la singularidad de las situaciones juegan un rol fundamental, y por ello, la Filosofía práctica asiló las dimensiones de lo real exiliadas por el platonismo. Que Maquiavelo, desde el marco de la Filosofía Política, haya reivindicado esas dimensiones de lo real, no es por eso casual. Era, en efecto, en el horizonte de la política y la ética de donde podía surgir una alternativa a la teoría del mundo de cuño platónico, pues, desde la separación aristotélica del mundo de la acción del conocimiento metafísico, en la primera quedó resguardado el polo marginado por las categorías metafísicas dominantes. De ahí que haya sido la política el ámbito de reflexión desde el cual podía bosquejarse una visión de mundo antiplatónica.

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Condiciones para una crítica del realismo político

Las tres estrategias mencionadas de fundamentación del realismo político pueden jerarquizarse. Hay un fundamento de los fundamentos. El giro hacia el análisis de la experiencia histórica, como base del saber político, supone una cierta visión acerca de qué es lo propiamente real. Aquello que es preciso conocer, para actuar conforme a la “verdad efectiva de la cosa”, es la experiencia histórica y el hombre es un ser definido por la desmesura de su deseo, porque, por un lado, la experiencia histórica es la manifestación del movimiento y la temporalidad de la realidad en su conjunto en el terreno de los asuntos humanos y porque, por otro lado, la naturaleza humana es una expresión más de las propiedades generales de la realidad –y por eso el movimiento incesante del deseo y los apetitos son lo verdaderamente real en lo humano. La fundamentación ontológica del realismo, según la cual el mundo es un juego de fuerzas sin finalidad, contingente, siempre en movimiento, pero, justamente por ello, susceptible de ser reordenado una y otra vez por obra de una de las mismas fuerzas que contribuyen a su inconsistencia, por la acción humana, recoge los otros dos tipos de fundamentación: la histórica y la antropológica. La fundamentación última del realismo político de Maquiavelo es por tanto de orden ontológico.

Ahora bien, si se ven en su conjunto las connotaciones ontológicas que tienen las categorías mediante las cuales Maquiavelo piensa la acción política y se las concibe a partir de su oposición a presupuestos ontológicos del platonismo, bien podría decirse que aquí tiene lugar una suerte, para decirlo con una expresión de Nietzsche, de “inversión del platonismo”. Si la Ontología platónica se basa en una serie de dicotomías tales como la de lo general y lo particular, lo autosuficiente y lo dependiente, lo eterno y lo temporal, la forma y el proceso de realización, lo dado y lo fabricado, y si en ella el primero de los términos mencionados en cada una de estas dicotomías tiene la primacía y es lo auténticamente real, Maquiavelo invierte la jerarquía y le concede

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a lo particular, dependiente, temporal, procesual y construido, el rol dominante. La verdad del saber político –no tiene sentido, si la verdad es el salir a luz del ser en el medio del pensamiento, hablar de la “verdad” sin una cierta idea del ser– supone así una ontología antiesencialista, relacional, dinámica, abierta a la contingencia y singularidad de los acontecimientos y a los procesos de creación de orden. Si, en perspectiva platónica, el ámbito de aquello que surge y perece, de lo que siempre está en movimiento, es el de la physis, y por eso Platón, en tanto seguidor de Parménides, es uno de los pioneros de la Metafísica, podría decirse que Maquiavelo se sirve de una ontología naturalista como contrapeso del platonismo. En ese sentido, bien puede sostener, como lo hace en la Historias Florentinas, que “la naturaleza no le concede a los asuntos humanos ninguna quietud” (Machiavelli, 2012, p. 252); en el contexto del análisis de los presupuestos ontológicos de Maquiavelo eso significa: el hombre y sus obras son parte de la realidad y lo propiamente real, lo que subyace bajo todos los fenómenos, es el movimiento incesante y ateleológico de la naturaleza. Que la visión de mundo de Maquiavelo tenga en efecto raíces en el atomismo antiguo, habla a favor de esta dirección. No obstante, en Maquiavelo hay también una lectura secularizada del voluntarismo teológico cristiano que introduce una notable diferencia frente a todas las fuentes antiguas de su pensamiento y lo pone en conexión con una comprensión de la realidad como algo fabricado, tan propia de la modernidad. Lo real es la naturaleza, pero lo es también el “arte” o la técnica, en tanto ésta compensa el déficit crónico de orden al que está expuesta la vida humana en tanto partícipe del orden natural (Kersting, 1988, pp. 32, 36, 43). Que la naturaleza no sea justamente una totalidad armónica y consistente, impide servirse de ella como modelo de la producción de orden, y hace de ella, más bien, la condición negativa del despliegue de la técnica. La fuerza creadora de orden se despliega a contrapelo de la naturaleza. Como la naturaleza, en su temporalidad y movilidad, es, sin embargo, el punto de partida de toda fabricación humana, como sus

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artefactos, en primera instancia el Estado, están también sujetos a las condiciones que ella fija de antemano, y como la virtù misma, además, es una fuerza más en medio del juego de fuerzas, la técnica no trasciende la naturaleza. La técnica opera entonces en la naturaleza y contra ella. El stato es una resistencia natural a la “maldad” natural del hombre y a las contingencias a las que está expuesta la vida humana. La naturalización de la voluntad creadora, con su capacidad de generar un orden sin modelos previos, introduce a pesar de todo un elemento anómalo en la comprensión atomista de la naturaleza. La Ontología implícita de Maquiavelo no es así una mera réplica del naturalismo atomista pues contiene elementos que desbordan, en general, la comprensión griega de lo real. La “inversión del platonismo”, en Maquiavelo, incluye así en el mundo del “devenir” tanto el fluir constante y la composición y descomposición de las fuerzas no producidas por la acción humana como la creatividad sin medida de la técnica, esto es, de la acción humana.

Eso no significa, repito, que Maquiavelo haya desarrollado de manera sistemática una ontología, pero sí que su obra política está atravesada por una intuición global, de un orden casi preconceptual, acerca de qué es el mundo como tal. En esa dirección sostiene König lo siguiente: “La obra de Maquiavelo revela justamente en algo su importancia: que en ella está incluida una imagen completa del mundo” (1984, p. 299). Kluxen apunta en la misma dirección: “La política era para Maquiavelo una forma de la configuración del mundo que presuponía una forma de concepción del mundo” (1949, p. 121). Que el pensador que intenta realizar de una manera sistemática la inversión del platonismo, mediante el proyecto de una nueva ontología, esto es, el Nietzsche de La voluntad de poder, no solo concuerde en el espíritu de las críticas de Maquiavelo al cristianismo, en su elogio de la antigüedad romana, en su fascinación por la figura de César Borgia y, en general, por los individuos que en lugar de sucumbir ante la pérdida de un fin dado, de una providencia, supuesta por el nihilismo, se dedican

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a producir sentido y orden a través de su acción, sino que concuerde también con los principios centrales de su visión de la realidad y lo tome por un antídoto frente al platonismo, es un buen indicio de cómo los presupuestos ontológicos de la teoría de la acción de Maquiavelo operan en efecto en un marco caracterizable como de “inversión del platonismo”. Al respecto una significativa cita de Nietzsche en el Crepúsculo de los ídolos:

Mi recreación, mi predilección, mi cura de todo platonismo ha sido en todo tiempo Tucídides. Tucídidides, y acaso El Príncipe de Maquiavelo, son los más afines a mí por la voluntad incondicional de no dejarse embaucar en nada y de ver la razón en la realidad – no en la “razón”, y menos aún en la “moral”. El valor frente a la realidad es lo que en última instancia diferencia a las naturalezas tales como Tucídides y Platón. Platón es un cobarde frente a la realidad –por consiguiente huye al ideal;

Tucídides tiene dominio de sí– por consiguiente tiene dominio

de las cosas.7

El realismo de Maquiavelo, paralelo al de Tucídides, aparece desde esa perspectiva como la expresión política de una teoría del mundo como la pretendida en ese texto nunca consumado que era la voluntad de poder. Maquiavelo reaccionaría así, desde los recursos conceptuales propios de su época, contra lo que Nietzsche llama el “prejuicio fundamental”: “que el orden, el carácter sinóptico, lo sistemático, tendrían que ser inherentes al verdadero ser de las cosas y que, por el contrario, el desorden, lo caótico, lo imprevisible, sólo se presentaría en un mundo falso o tan solo incompletamente conocido” (Nietzsche, 1993, p. 84). Ese prejuicio, dice Nietzsche, tiene un origen moral:

7 El pasaje se encuentra en el capítulo “Lo que debo a los antiguos” del “Crepúsculo de los ídolos”. Se consultó la edición digital de las obras del autor alemán “Nietzsche source”. [http://www.nietzschesource.org/#eKGWB/GD-Alten-2. Recuperado 4. 3. 13]. La traducción es del autor.

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el concepto platónico del ser sería el correlato de una actitud ante el mundo del ámbito de lo práctico. La moral puede servir de este modo de hilo conductor de la crítica al platonismo. La crítica al moralismo de las comprensiones normativas de lo político, realizado por Maquiavelo, podía ser, por eso, asimilado sin dificultades a esa empresa.

La teoría del mundo implícita en el pensamiento político de Maquiavelo, bajo el supuesto de ser interpretada como una inversión del platonismo, atraviesa de comienzo a fin su concepción de la política. Como dice Kluxen:

La lucha de los Estados y gobernantes en torno a existencia, autoconservación y autoexpansión es su tarea propia, condicionada por su ser, y un principio del ser que opera en general selectivamente, expresión de la estructura universal del proceso del mundo en su conjunto. (1949, p. 123)

El pluriverso de Maquiavelo, tan lejano de la idea de un imperio universal de Dante, su descripción de las cambiantes coyunturas en las relaciones entre los Estados, de las cuales puede resultar algo más de orden o un incremento del caos, la definición del poder de los Estados a partir del juego de alianzas y de enemistades en los cuales siempre está envuelto, todo esto concuerda con una cierta imagen del mundo. Pero su expresión más visible es el hecho de que Maquiavelo piensa la política a partir del Estado. La inversión del platonismo no significa abandonar el polo de lo estable, lo general, etc., sino verlo como una instancia condicionada por lo que suceda en el polo opuesto. El Estado, el stato, lo estable o, mejor, lo estabilizado, es justamente el producto más visible, en el ámbito de lo político, de ese polo condicionado. La política es producción de estabilidad, de Estado; pero el Estado siempre es un producto, siempre está en proceso de constitución, siempre está enfrentándose a contingencias, amenazado –por razones internas y externas– con la posibilidad de su disolución. La política produce

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Estado y este es el reducto de generalidad, autosuficiencia, estabilidad, forma acabada y orden relativamente duradero que es posible en un mundo concebido primordialmente como naturaleza. La política, en un mundo así, se convierte, si se atiende al sentido etimológico de la palabra, en puro gobierno, esto es, en teoría del control y la ordenación de las acciones humanas bajo condiciones de alta contingencia.

Los presupuestos ontológicos del realismo de Maquiavelo están ligados a un tipo de política cuyos efectos, en la medida en que suponen la absolutización de lo particular, lo temporal, etc., generan un nuevo tipo de reduccionismo. El primado de lo particular sobre la generalidad de las normas depara en una política desatenta para lo universal, por ejemplo para lo supraestatal y, a menor escala, para la generalidad de las normas tal como es propia del Estado de Derecho. El primado de lo relacional sobre lo autosuficiente desacredita todo interés en la identidad de los agentes, tanto de los gobernantes como de los gobernados, tal como si la acción humana se limitara a reaccionar eficazmente a contingencias externas y pudiera así abstraerse de la forma, relativamente estable, en que los actores se comprenden a sí mismos. El primado de lo temporal sobre lo eterno, de lo “instantáneo-existencial” (Kluxen), va de la mano con una política sin un horizonte a largo plazo de qué debe ocurrir, sino concentrada en la resolución de problemas inmediatos cuando no volcada en la discontinua caza de éxitos fugaces del oportunismo. La primacía de los procesos de realización sobre las formas acabadas, en la medida en que está ligado a una forma de acción eficaz pero de fines intercambiables, depara por su parte en la transformación de la prosecución de la acción en el fin de toda acción, esto es, en un accionismo político cuyos fines o contenidos resultan indiferentes. La idea de una forma extrínseca a la materia, impuesta a ella desde fuera, presupuesta en el concepto de orden como producto de la acción, aproxima la política a una técnica de organización de masas humanas – incluso cuando, como en el republicanismo, se trata de procesos de autoorganización. En suma: una política pensada

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exclusivamente desde el marco del platonismo invertido aparece, desde una punta de vista político, llena de limitantes. El punto entonces no es invertir la inversión y pretender retornar las seguridades del mundo tal como lo concebía el platonismo, pero sí tomar distancia, desde una posición ontológica más enriquecida y compleja, de su unilateralidad. Aquí no será el lugar en el cual se desarrolle esa tesis, pero sí es en este marco en el que puede tener lugar toda crítica a fondo del realismo de Maquiavelo. Las teorías políticas, como lo han señalado, con distintos acentos, Carl Schmitt y André de Muralt, siempre están conectadas con teorías del mundo, esto es, con una ontología. Si el último fundamento de la teoría política de Maquiavelo es su teoría del mundo y de ese fundamento dependen sus otros fundamentos, es allí, y en ningún otro lugar, donde el realismo político puede ser puesto en cuestión. La crítica filosófica, como los buenos golpes en el boxeo, deben apuntar allí donde más duela y donde el adversario no tenga capacidad de reaccionar, esto es, en sus presupuestos últimos. Lo demás son escaramuzas. La lucha filosófico-política, se juega, por eso en última instancia en ese terreno en el cual el pensar hace sus jugadas más ambiciosas y arriesgadas: el de las teorías del mundo.

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VIIIEl Príncipe:

¿Una teoría de la acción?*

Ever Eduardo VelazcoDepartamento de Humanidades

Pontificia Universidad Javeriana [email protected]

* Este escrito es derivado del proyecto de investigación “La ética de Maquiavelo: elementos de análisis para una comprensión de la ciudadanía”. El proyecto fue avalado y financiado por la Pontificia Universidad Javeriana – Cali a través del grupo de investigación De Humanitate, en la línea Filosofía Práctica.

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[…] no he encontrado entre mis pertenencias cosa alguna que considere más valiosa o estime tanto como el conocimiento de las acciones de los grandes hombres, aprendido mediante una larga experiencia de las cosas modernas

y una continuada lectura de las antiguas: las cuales, después de haberlas meditado y examinado con gran diligencia, recogidas ahora en un pequeño

volumen, mando a Vuestra Magnificencia (Maquiavelo, 2011, p.5)

Y si en el pasado os gustó alguna fantasía mía,Ésta [El Príncipe] no os debiera desagradar.

(Maquiavelo, 2007, p. 209)

Introducción

En este escrito indagamos si es posible encontrar en El Príncipe una teoría de la acción. La primera respuesta sería que no. Al menos

de manera explícita, no puede encontrarse teoría tal en El Príncipe, pues éste no parece ser elaboración teórica alguna, si con ello se hace referencia a la existencia de un tratamiento conceptual riguroso y sistemático.1 Sin embargo, nuestra propuesta es que sí, aunque, en sentido estricto, no bajo la connotación de una teoría de la acción, sino como una comprensión o discurso sobre la acción.

1 Sobre esta controversia de nunca acabar, véanse los estudios de Althusser “La soledad de Maquiavelo”, “Política e Historia”; Gaille “Maquiavelo y la tradición filosófica”; Bernard Crick en sus ¨Discourses” o la introducción de la Stanford Encyclopedy of Philosphy, en la entrada Machiavelli.

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Nuestro argumento se sostiene, primero, en la posibilidad epistemológica del discurso. Aunque éste todavía no tenga la forma de una teoría, en tanto acontecimiento, puede ser interpretado; luego, puede ser actualizada su comprensión como significado y ello abre la posibilidad de la inteligibilidad de aquello de lo que el discurso es discurso. Segundo, mostraremos cómo en diversos pasajes de El Príncipe se van significando elementos que podrían mostrar que, en efecto, sí habría contenido un discurso sobre la acción en tales textos. En esta segunda parte, nos centraremos en tres elementos: las categorías que definen el conjuntos de elementos estructurales de la acción junto con algunos de sus presupuestos discursivos; una consideración sobre los fines y los medios de la acción desde el punto de vista de la eficacia; y el problema de la incertidumbre y de la responsabilidad que tendrían los hombres con respecto a su propia historia.

Finalmente, en este estudio nos vamos a restringir a algunos capítulos de El Príncipe, puesto que esta indagación está en el contexto de la conmemoración de los 500 años de la escritura de ese famoso opúsculo. Con todo, este estudio puede ser el punto de partida para indagar en otros textos del secretario florentino sobre este mismo punto.

¿Teoría de la acción o discurso sobre la acción?

En este apartado vamos a presentar los rasgos más generales que tendría que tener algo que pudiera llamarse una teoría de la acción, a la vez que los rasgos del discurso. El tratamiento de la acción en El Príncipe, si bien no es una teoría, sin embargo, es lo suficientemente consistente para que tome la forma de un discurso.

Partimos de las consideraciones que hace Althusser, (2007, p. 190) a propósito del fenómeno de las múltiples interpretaciones que ha tenido la obra de Maquiavelo. En primer lugar, si su obra ha sido objeto de interpretaciones todavía no definitivas, es porque “suponen cierto

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objeto para interpretar”. Las proposiciones que están consignadas en esa obra permiten comprender de alguna manera aquello de lo que trata en sus textos. Segundo, otros escritores contemporáneos del florentino, como Guicciardini, no tuvieron la atención de teóricos de la talla de Spinoza, Hobbes, Montesquieu o Rousseau. El punto de Althusser es que esos otros autores no fueron reconocidos por esos teóricos como dignos de ser comentados o interpretados, pero en el caso de Maquiavelo tal reconocimiento no hubiese sido posible si el pensamiento expresado en sus obras no tuviera algún fondo teórico (Althusser, 2007, p. 191). Al margen de la discusión sobre el problema del reconocimiento teórico, seguimos a Althusser en su afirmación del “fondo teórico” de la obra de Maquiavelo.

Por otra parte, la perplejidad de tratar a Maquiavelo como si fuese un teórico, pero al tiempo no reconocerle el estatus teórico de su obra nos invita a proponer una caracterización de su opúsculo que pudiera servirnos de guía para abordar una lectura de El Príncipe desde el punto de vista de la acción. Así, vamos primero a mostrar en qué sentido no sería teoría y en qué otro sería discurso lo que se muestra en ese texto sobre la acción.

Acorde con Leyva (2008, p.11), en la introducción de su libro Filosofía de la acción, el fenómeno de la acción es objeto de investigación y comprensión intelectual de las Ciencias Sociales en general, como también de la Medicina o la Biología.2 Lo anterior, supone formalizaciones y relaciones conceptuales que harían inteligible el fenómeno de la acción; en opinión de Leyva (2008, p. 12), al menos para una filosofía analítica de la acción, las tareas teóricas se ocuparían al menos de resolver tres tareas básicas. La primera, una “determinación del significado de los conceptos fundamentales que en ella aparecen”.

2 Como ejemplo de construcciones explícitamente teóricas sobre la acción basta con señalar los esfuerzos intelectuales de Max Weber, Alfred Schütz, Talcot Parsons, Alain Touraine, Niklas Luhman, Pierre Bourdieu, Hannah Arendt en el plano contemporáneo, y los esfuerzos de Aristóteles, Spinoza, Marx para mencionar sólo tres ejemplos de la tradición filosófica occidental.

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En particular se refiere a las tareas del análisis, explicación y definición de los conceptos de una teoría que permitiera comprender la acción. La segunda, deberá encargarse de cuestiones puramente meta-teóricas como son la aclaración de los fundamentos que harían posible la inteligibilidad de la acción. La tercera, esclarecer problemáticas de carácter más propiamente filosóficas como la relación entre libertad y acción, conocimiento y acción, entre otras.

Así, un simple cotejo de El Príncipe con estos criterios meta-teóricos mínimos para considerar algo como una teoría de la acción, nos daría una primera evidencia de que es poco apropiado considerar tal texto como conteniendo una teoría tal. Más aún, la violación del primer criterio sería suficiente para descartar los otros dos. En efecto, en aquel texto no encontramos una sola definición conceptual mínima sobre conceptos claves para una posible teoría de la acción como virtù o fortuna. Y aunque pudieran advertirse ciertas tendencias macro textuales para tratar de interpretar los límites de tales conceptos, con todo, ellos mismos presentan no pocas veces contradicciones en sus formulaciones. Acorde con Saralegui (2012, p. 22), además de no haber aclaración semántica de las nociones que se usan para tratar de la acción, como virtù y fortuna, la contradicción misma es la nota característica de sus escritos: “Ésta [la contradicción de la recepción maquiaveliana] no constituirá tan sólo un problema externo y accesorio […] nuestra interpretación no considerará la contradicción como un problema accesorio y secundario, sino la misma esencia de la que nacen los escritos de Maquiavelo”.3 Estas contradicciones en los temas que son esenciales en sus análisis políticos pueden encontrarse a niveles micro o macro textuales. Si “las contradicciones de las interpretaciones no son más que un espejo históricamente mediado de las contradicciones que

3 El estudio de Saralegui se centra en abordar la contradicción en las nociones de fortuna, virtù y teoría de la acción. En él la contradicción está puesta en que hay evidencia suficiente para mostrar que Maquiavelo propone a la vez una teoría de la forma y una teoría del resultado. Nuestro estudio de la acción se centra en mostrar los elementos estructurales en El Príncipe, y a riesgo de ser tan sólo una de las partes de las posiciones contradictorias de Maquiavelo.

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definen el pensamiento de Maquiavelo”4 (Saralegui, 2008, p. 22), y si el carácter mismo de los textos del florentino es la inconsistencia, entonces ya quedarían anulados los restantes criterios o tareas que harían posible hablar de una teoría de la acción desplegada en ellos.

De este modo, aunque no todas las teorías resultan estar exentas de sus propios problemas meta teóricos, con todo podrían aceptarse ciertas inconsistencias a nivel micro textual, pero tal vez no inconsistencias a nivel macro textual como en el caso de los textos de Maquiavelo. Esas inconsistencias harían que no puedan aceptarse sus textos como perteneciendo al conjunto de los textos teóricos, al menos desde el punto de vista que estamos siguiendo en el cual se están formulando algunos criterios o tareas que definirían una teoría de la acción dentro del ámbito de la Filosofía Analítica.

Por otra parte, aun en la tradición continental también podemos encontrar elementos en su aproximación a la acción que harían desistir de considerar los escritos de Maquiavelo como teóricos. Ricœur (2008, pp. 88-89) señala que ya al interior de la tradición anglosajona comenzaba el debate entre la explicación y la comprensión, aunque no con el mismo vocabulario. Así, si la explicación tiene que ver con un juego de lenguaje en donde la nociones de causa, ley o hecho bien pueden aplicarse a acontecimientos del mundo natural, sin embargo, no podría ser el mismo juego de lenguaje el que debería aplicarse a los acontecimientos de la acción humana, pues en este nuevo juego

4 La contradicción de los textos en Maquiavelo había sido más bien negada más que afirmada. Como actitudes teóricas de negación son comunes las siguientes: primero, la consideración de Maquiavelo como hombre que no se interesó por construir teóricas y que por ello mismo no se interesó en el rigor; segundo, que la contradicción es necesaria debido al objeto del que habla que es la acción política y sobre ella no hay sino perplejidad y contradicción; tercero, que en realidad no hay contradicción sino una tendencia a la complementariedad de todas sus conjeturas a nivel macro textual, aunque pueda aceptarse que haya contradicciones micro textuales; cuarto, que Maquiavelo integra diferentes perspectivas en un mismo texto, y pasa de una a otra sin que haya necesidad de explicar tales cambios o justificarlos; y, quinto, que Maquiavelo carece de un marco conceptual como tal, y que por ello mismo sus consideraciones deberán tomar como “consideraciones del sentido común”, y en ello no habría problema en encontrar contradicciones. Nos parece, entonces, que el valor del trabajo de Saralegui consiste en afirmar la contradicción como tal y enfrentarla teóricamente.

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deberían entrar nociones como proyectos, intenciones, motivos o razones para actuar. Asimismo, el debate también se ha dado en el seno de esa tradición anglosajona en cuanto al lugar del agente en su acción. Ante la pregunta de si un agente es causa sus actos, deberá responderse que sí o que no dependiendo de si la noción de causa está relacionada con Hume o con Aristóteles.

Esa discusión refleja una suerte de dualismo epistemológico que Ricœur (2008) quiere conciliar, pero no simplemente reconociendo que serían dos juegos de lenguaje inconmensurables, sino proponiendo que si el fenómeno humano se ubica entre ellos dos, entonces no es suficiente con afirmar que tan sólo la comprensión sería el método propio para abordar la acción humana, sino que también deberá hacerlo la explicación. Esta discusión es ejemplo de la segunda tarea meta teórica de la que habla la tradición analítica. Con todo, nuestro punto con traer a colación la tradición continental es mostrar que en los textos del florentino tampoco están presentes ese tipo de consideraciones meta teóricas, sean epistemológicas u ontológicas sobre la acción humana, que hacen parte del segundo criterio o tarea de una teoría de la acción.

En efecto, un príncipe totalmente adaptable a las circunstancias y que además estaría en capacidad de introducir novedad en los cursos de acción (Maquiavelo, 2011, pp. 249-251), presupone al menos tres concepciones ontológicas sobre cómo es el mundo humano, cómo son los hombres y tener alguna noción de la causalidad y de sus posibilidades de intervención en el curso de los acontecimientos. Nada de ello habría en los textos del florentino elaborados como teoría. Sin embargo, a partir de las consideraciones del mismo Ricœur consideramos que El Príncipe tiene elementos suficientes para ser considerado como discurso en el caso particular de la acción.

Así, acorde con Ricœur (2008, p. 41), el concepto de discurso incluye al menos cinco polaridades que lo caracterizan: “acontecimiento y significación, identificación singular y predicación general, acto proposicional y acto ilocucionario, sentido y referencia, referencia a la

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realidad y referencia a los interlocutores”. En este espacio sólo vamos a tratar de la primera polaridad. El discurso en tanto que acontecimiento hablado o escrito tiene un carácter contingente, pero no tanto así en cuanto a su significación.

El discurso desplegado en El Príncipe puede ser identificado una y otra vez como el mismo, también puede ser dicho de nuevo en otras palabras o puede ser traducido a otras lenguas. El texto tiene su propio talante, su propia objetividad. El hecho de que un texto pueda tener esas variaciones y, sin embargo, se pueda seguir identificando como el mismo, implica que tiene “una identidad propia que puede ser llamada el contenido proposicional, lo “dicho como tal” (Ricœur, 2006, p. 23). Ello significa que si bien el acontecimiento del discurso es contingente, en cuanto a que queda circunscrito al texto escrito que surgió o aconteció en un momento histórico, como también porque pertenece o fue concebido en un mundo y unas condiciones históricas que ya se han perdido para siempre en su significación vivencial, sin embargo, aquello de lo cual es discurso, y aquello “dicho como tal” pueden ser comprendidos, es decir, significados de nuevo en unas condiciones históricas distintas. Así, es ese momento de la significación lo que le hace que “lo dicho como tal” supere su propia contingencia histórica en cuanto acontecimiento y devenga en discurso.

Así, la multiplicidad y disparidad de las interpretaciones que El Príncipe ha tenido desde su publicación, sería la evidencia de que ha trascendido su propia limitación, lo cual a su vez muestra que lo dicho en ese texto puede ser considerado como discurso según los criterios admitidos. El sentido de aquello de lo que se habla en el texto ha logrado trascender lo puramente dicho en él. El sentido de esa obra todavía sigue en suspenso. De este modo, aunque desde el punto de vista estrictamente teórico definido, en El Príncipe no haya teoría, sin embargo, habría que admitir que sí podría comprenderse como discurso que, en medio de las figuras retóricas, las contradicciones, la ausencia de definiciones y en muchos casos de reales argumentos, sus figuras mitológicas e incluso la

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imprecisión histórica que pudiese tener; con todo, el texto se convierte en un vehículo de la expresión de una comprensión de la acción, que sería lo suficientemente consistente como para considerarlo un discurso que supera su propia contingencia temporal.

Ahora bien, ¿con qué legitimidad hemos aplicado una serie de categorías más bien de reciente creación a un texto escrito hace 500 años como para proponer que habría si no una teoría, al menos un discurso sobre algo en tal texto? Creemos que no se trata de un puro anacronismo. Antes bien, se trata de una forma de abordar o de tratar El Príncipe como discurso en tanto acontecimiento histórico cuya significación parece seguir sin agotarse. Es poner en juego ciertas condiciones de inteligibilidad de un discurso desplegado en un texto. En cuanto objeto del mundo, El Príncipe ya está cerrado y acabado. En cuanto significación, tal texto está todavía abierto y sigue significando porque tiene un objeto del que trata y una forma en la que lo trata que no deja de seguir estimulando el pensamiento. De hecho, las contradicciones no harían más que estimular la interpretación y mostrar así su inabarcable riqueza significativa, al menos hasta el momento. El Príncipe, pues, podría ser considerado entonces como discurso.

El discurso sobre la acción en El Príncipe

Sigue ahora el desarrollo de la siguiente pregunta: ¿cuál sería ese discurso que decimos que tiene Maquiavelo sobre la acción al menos en lo que concierne a El Príncipe? Creemos que habría al menos tres aspectos que se pueden resaltar para mostrar el discurso maquiaveliano sobre la acción: los elementos estructurales de la acción y algunos de sus presupuestos discursivos, los fines y los medios desde el punto de vista de la eficacia, y finalmente, la incertidumbre y la responsabilidad que tienen los hombres de hacer su propia historia.

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Los elementos estructurales de la acción y algunos de sus presupuestos discursivos

Los elementos estructurales más generales de la acción son virtù, fortuna, necessità y occasione.5 Al todo más o menos coherente de la relación entre estas cuatro categorías es a lo que llamamos teoría o discurso maquiaveliana de la acción. Si bien no podemos esperar una definición precisa de estas nociones debido a su amplitud semántica, sin embargo podemos considerarlos como cuatro macro conjuntos o categorías más generales que Maquiavelo estaría tomando como fondo discursivo para desde allí interpretar los diversos fenómenos particulares de la acción.6

Vamos ahora a la descripción de estos elementos y cómo en su conjunto forman un fondo más o menos teórico que pueda servir de base para la interpretación o comprensión de los fenómenos políticos. Llevaremos el hilo de esta parte a partir de dos preguntas: primero, ¿quién actúa?, y segundo ¿qué hacen los agentes cuando actúan? La respuesta a la primera pregunta en simple: actúan los hombres. Siguiendo a Althusser (2007), Maquiavelo nunca habla del hombre en singular, sino de los hombres en plural. Seguimos esta interpretación porque la evidencia textual lo muestra, y por sus implicaciones antropológicas. Así, creemos que el primer presupuesto del secretario florentino es el reconocimiento de todos los involucrados en la acción como agentes políticos. Suele presuponerse en El Príncipe que el único

5 La aproximación más o menos común cuando se trata la acción en los textos de Maquiavelo suele remitirse sólo a los elementos virtù y fortuna. Bernard Crick añade también la necessità, pero los textos muestran que el cuadro se complementa cuando se añade la occasione, pues en el discurso de Maquiavelo estas categorías las entreteje en un mismo núcleo discursivo.

6 De estas cuatro categorías, la más repetida es la noción de necessità contando 75 veces sumando sus derivados como necesario o necesitado. Sigue la de virtù con 61 veces; la de fortuna 54 veces y, por último, la occasione con 22. La mayor concentración cuantitativa de estas categorías está en los capítulos VI-VIII, y de nuevo en el XXVI. Es significativo también ver que en los capítulos XV y XVIII, considerados los más “maquiavélicos”, no se mencione la palabra virtù. Asimismo, resulta no menos significativo que en esos capítulos “maquiavélicos” haya más presencia cuantitativa de la categoría de necessità. De allí que en este escrito nos vamos a limitar a lo que se despliega en los capítulos VI-VIII y XXV-XXVI..

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agente es el príncipe; sin embargo, el punto de vista de Maquiavelo parece más colectivo que individual. Lo individual sería tal, pero sólo porque tiene en lo colectivo su posibilidad de ser tal. Los diversos órdenes de la sociedad hacen parte de lo que resulta pasando con todos. Así, las nociones del príncipe nuevo o hereditario, el pueblo, los nobles, los ciudadanos o la plebe, serían algunas de las categorías con las que Maquiavelo describe diversos tipos de agentes políticos; como esos agentes tienen intereses diferentes, al encontrarse juntos en el mismo espacio político, constituyen necesariamente tal espacio político como inevitable conflicto. El reconocimiento de que el orden político no es construcción de un solo agente en particular, sino que es el conjunto mismo, la conjunción entrecruzada y conflictiva de los diversos agentes, la que constituye lo que finalmente resulta sucediendo en la configuración e historia de los pueblos.

Los pueblos tienen su carácter propio que ha sido construido por años de acumulación costumbres, y ese carácter es necesariamente un punto de partida para la acción posible de un príncipe. De esta manera, sería la interrelación conflictiva la categoría que describiría el encuentro de diferentes agentes en un mismo espacio humano. De este necesario conflicto surge la necesidad de encausarlo, y ese sería el origen de la necesidad del orden político.7 Los actores se reconocen mutuamente y se escogerían de acuerdo a su propio carácter. Así, por ejemplo, los pueblos que se quieren anexar pueden ser de las mismas costumbres o pueden ser diferentes (Maquiavelo, 2011, p. 17); son obedientes a una instancia personal de poder (Maquiavelo, 2011, p. 37) o están acostumbrados a vivir libres (Maquiavelo, 2011, p. 17); de todos modos, el punto de Maquiavelo consistiría en reconocer que la acción es un asunto de interconectividad interpretativa entre los diferentes

7 Nótese que a diferencia de las teorías políticas que tenderían a anular el conflicto a través del consenso o del pacto, Maquiavelo resalta la necesidad de conflicto para mantener el vigor político de los hombres. Ahora bien, ese conflicto deberá encauzarse por vías legítimas y si esto no sucede, la natural consecuencia es la violencia. Para ampliar esta parte son estimulantes las reflexiones del primer libro de los Discursos.

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agentes. La acción del príncipe no debería desconocer el carácter de los que pretenda gobernar para la determinación del curso de sus acciones.

Asimismo, aunque en El Príncipe los pueblos no son descritos de la forma como se hace en los Discursos, con todo, suelen ser interpretados como el actor sobre el cual se deberían colocar las verdaderas fortalezas o la base de la real legitimidad del príncipe nuevo que se describe en El Príncipe (Maquiavelo, 2011, pp. 217-219). Ahora bien, cuando trata de “el vulgo”, lo hace más bien de forma un tanto despectiva (Maquiavelo, 2011, p. 173), sin embargo, también son un factor importante que puede llegar a determinar las acciones que un príncipe debería seguir o debería evitar, y por ello mismo se reconocen y se constituyen como agentes. Los nobles tienen tradiciones y privilegios que quieren mantener, y ese es otro de los obstáculos que deberá manejar el príncipe nuevo. De este modo, muchas de las relaciones que hace Maquiavelo entre virtù y fortuna, tienen como trasfondo las relaciones de mutuo conflicto y reconocimiento entre todos estos agentes que conforman el todo político.

Así, desde esa interacción y reconocimiento de las diversas partes que conforman el todo político, como agentes que implica las categorías maquiavelianas de la acción, las acciones del príncipe nuevo serán virtuosas o fallidas no per se, sino sí y sólo sí en relación con la fortuna, esto es, en relación a puede manejar o dar una forma política a una materia necesitada de esa forma política, por ejemplo (Maquiavelo, 2011, p. 51 y p. 261). Lo que sea la virtù dependerá entonces del carácter de aquellos que esperan a que se les imprima una forma política en ese caso. Supongamos que un príncipe hereditario sabe gobernar su principado porque no hace transformaciones estructurales, conserva la tradición y no interfiere con las finanzas de su pueblo, sino que se dedica a manejar los problemas coyunturales que se van presentando (Maquiavelo, 2011, pp. 11-13). Ese príncipe sería virtuoso en el sentido en que sabe gobernar y conservar su Estado, no importa si es hereditario. Ahora bien, si ese mismo príncipe hereditarios y virtuoso tuviera que

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ponerse al frente de la conformación de un principado nuevo en una universalidad política mucho más grande que la de su actual principado, y por ello mismo tendría que “ofender” a muchos (Maquiavelo, 2011, p. 13)8 y así quedar más expuesto al poder de la fortuna, entonces es probable que en ese nuevo contexto la acción de ese mismo príncipe, otrora virtuosa, pueda ser en un nuevo momento no tan virtuosa. Así, lo que sea la virtù, entonces, no parece ser algo “objetivo”, sino relativo a las circunstancias de acción o, en general, relativo a la fortuna.

Es así como Maquiavelo despliega la acción de los diversos agentes que hacen parte integral de la totalidad de la misma, y de lo que resulta a través de la forma como usa sus categorías. El conflicto, las acciones y reacciones que componen y mueven el todo de la acción tendrían a permanecer mientras existan los hombres. Esto sería así ya que uno de los presupuestos de Maquiavelo, en su comprensión de la acción, es que los hombres viven su vida in media res. Se es parte de un conglomerado de acciones que se entrecruzan entre sí. Se recibe un mundo en donde los hombres ya han actuado y ese mundo tiene sus propia necessità política según su propio proceso histórico, pero también abre la posibilidad de introducir cursos de acción en el conglomerado ya existente. Aunque las acciones de algunos hombres cesen con la muerte, sin embargo, algunos pueden todavía seguir actuando desde el punto de vista del recuerdo y su significación histórica, aunque ya no como hombres, sino ya como símbolos. Pero ese símbolo también está expuesto, como los hombres vivos, a los avatares de la fortuna, y a la acción y reacción de los hombres.

De igual forma, los hombres comienzan sus acciones en medio de un contexto que es la sumatoria conjunta de las acciones de otros hombres. Tal contexto impone ciertas condiciones de acción. Tal es la necessità. De este modo, que los hombres siempre estén in media res significa que con su acción los hombres no tienen un comienzo o inicio

8 Por lo general, el contenido semántico de la palabra “ofender” implica el uso de la violencia que proviene de medios de violencia como las armas.

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absoluto, sino que ellos heredan el contexto en donde van a introducir su propia acción en particular, y así, ese conjunto de acciones y reacciones que entretejen los hombres con su propia acción, configura el marco general de la acción, los contextos, las circunstancias, y si tienen algún tipo de organización, entonces podríamos decir que también son los Estados o dominios; tampoco se podría decir que tiene un final en términos absolutos, pues aunque la contingencia histórica hace creer que los productos humanos están condenados a la contingencia, con todo, mientras haya hombres no habría final en la historia (Maquiavelo, 2011, p. 247).

En suma, la acción misma va configurando el lugar propio en donde ella misma acontece como acción. Así, siempre se hereda un lugar de acción, y siempre se tiene la posibilidad de introducir algo en ese entramado con las acciones de los hombres, y así hasta que los hombres dejen de existir.9 Lo que Maquiavelo resalta de esto es que tal entramado, aunque complejo, sin embargo lógico y natural. Tal vez sugiriendo que en la acción se estuviera tratando con algo que podría tener su propia necessità con independencia de lo que las consideraciones que los hombres hagan de ella. Así, marcas textuales como “dificultad natural” que va a encontrar un príncipe nuevo, o “necesidad natural y ordinaria” que hace inevitable una acción, o “el orden de las cosas” (Maquiavelo, 2011, p. 13), sugieren que en el discurso maquiaveliano sobre la acción reconoce el elemento de lo inevitable. Así, la acción del hombre tiene su propio mérito, pues se las tiene que ver con lo incierto a la vez que con lo inevitable. Las cosas se vuelven más complejas para la comprensión de la acción cuando esos tres elementos se conjugan.

Por otra parte, aunque los hombres encuentran la existencia como algo que se da in media res, con todo, la acción de los hombres del

9 La interpretación que hace Arendt en La condición humana (2011, p. 207) de una cita de San Agustín sobre la creación del hombre es iluminadora en este punto. “Los hombres toman la iniciativa, se aprestan a la acción […] “para que hubiera comienzo fue creado el hombre […] con la creación del hombre el principio del comienzo entró en el propio mundo”.

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pasado podría ser conocida o, al menos, inventada o interpretada. El presupuesto en este momento es la inteligibilidad de la acción. Inteligible, significa que puede ser representada en los esquemas del pensamiento humano, es decir, que puede construirse un logos, un discurso sobre la acción (Maquiavelo, 2011, p. 5).10 En este punto comienza la respuesta a la segunda pregunta guía de esta exposición: ¿qué hacen los hombres cuando actúan? La respuesta es simple: los hombres hacen su historia.

La concepción maquiaveliana de la historia como magistra vitae, tiene de fondo ese presupuesto de inteligibilidad y apunta a que aunque los hombres tengan la capacidad de actuar, sin embargo, son pocos los que han hecho cosas extraordinarias como para ser tenidos en cuenta como maestros en la acción.11 Habría así como presupuesto reconocer que en cuanto se trata de la acción, habría en los hombres una especie de olvido en la lógica de ciertas acciones, por lo que sería necesario ir al pasado para interpretar y aprender de los hombres del pasado, sea porque ellos comprendieron qué debían hacer o sea porque en el presente se puede comprender qué no se debería hacer.

Ahora bien, la Historia es maestra porque el pasado en efecto ya ha pasado. Es decir, otro de los rasgos del discurso de Maquiavelo sobre la acción es que en el tiempo presente está siempre abierto a la

10 Tal parece ser el presupuesto de Maquiavelo cuando dice que él conoce las acciones de los grandes hombres. En su célebre carta del 10 de diciembre de 1513 (Maquiavelo, 2007, pp. 208-211) dice que entraba “en las cortes de los hombres antiguos, donde, amablemente recibido por ellos, me deleito con ese alimento que es solo para mi, y para el que yo nací”, además de ser una especie de confesión de quién había sido él y cuál había sido el sentido de su existencia, el punto que quiere señalar es que “[…] no me avergüenzo de hablar con ellos y de preguntarles por las razones de sus acciones. Y ellos, por su humanidad, me responde”. Es decir, con el uso de la razón y de la imaginación, él construyó sus conjeturas sobre la lógica o la razón de los cursos de acción que tomaron los hombres del pasado; podemos conjeturar que además de tener una intención comprehensiva, y por tanto teórica en sentido amplio, los textos de Maquiavelo presuponen también que la acción está abierta, pues puede “decir” lo que el modelo categorial que se le aplique quiera indagar de ella.

11 En el inicio del capítulo VI, se expresa la idea de la relación entre conocimiento y acción en la noción de imitación (Maquiavelo, 2011, p. 49). El punto de Maquiavelo es que el agente deberá tener un juicio claro sobre el límite de su propia capacidad y la magnitud de las empresas políticas para que pueda en algún modo quedar “algo del aroma” de las acciones que se narran del pasado, y que Maquiavelo conjetura que pueden ser demasiado extraordinarias por pura invención de los historiadores.

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incertidumbre.12 Surge así, desde esta concepción de la Historia, otro rasgo que se presupone en el discurso de Maquiavelo sobre la acción, y es que ella parece estar circunvalada por la fortuna. El capítulo XXV de El Príncipe puede ser interpretado en esta clave de circunvalación (Maquiavelo, 2011, p. 247). Los hombres no tendrían el control total del curso de los acontecimientos. Por tanto, algo así como una especie de virtù omnipotente no existiría, sino que sería puramente ilusorio creer que la acción humana fuese semejante al fiat divino que narra el Génesis. “[…] creo que quizá es verdad que la fortuna es árbitro de la mitad de nuestras acciones” (Maquiavelo, 2011, p. 247). Si bien hace una apología de la responsabilidad humana en la construcción de su propia historia, con todo, si no todos los elementos, sino “la mitad, o casi”, son los que están en manos de los hombres, por lo que creemos que el sentido de su reflexión sobre el alcance de la fortuna y de la acción humana es prevenir a los hombres y mostrarles la ilusión del control.

Ahora bien, si los hombres del pasado pudieron hacerle frente a la fortuna, los del presente también tienen esa misma posibilidad, y si en algo tendría sentido la vida para Maquiavelo, ese sentido sería el privilegio de ser recordado por su acción. Se sería recordado por la forma cómo un actor ha logrado hacer conjunción de todos los actores para sobreponerse al carácter amenazante de la contingencia, de la violencia, del desorden político, en una palabra, de la fortuna. El presupuesto de esta creencia de Maquiavelo es que tanto los hombres del pasado como los del presente son lo mismo: condicionados por sus pasiones y buscando honores y riquezas (Maquiavelo, 2011, p. 249).

12 Esa es parte de la significación de la categoría fortuna. El pasado enseña porque las variaciones de las circunstancias políticas que tuvieron que enfrentar esos los hombres del pasado ya acontecieron. Los hombres del pasado tuvieron que hacerle frente y actuaron como lo hicieron. La fortuna de esos hombres ya cesó. Sin embargo, en el tiempo presente de la acción, la fortuna no habrá mostrado todavía todas sus cartas, por lo que desde el punto de vista del presente de la acción, la historia parece estar todavía abierta.

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De este modo, no podría haber algo que bien se comprenda del pasado que no pudiera servir para la comprensión de la acción en el presente.

Con todo, la imitación que propone Maquiavelo tiene que ver con agudizar la capacidad de juzgar sobre la acción, sobre los actores que circunvalan la propia acción de los agentes, sobre las condiciones o necessità que se forma a partir de esas condiciones particulares de acción y, así, pueda ese actor discernir cursos de acción que logren encauzar los distintos actores para hacer frente a los cambios de la fortuna. Así, aunque pueda haber un príncipe con una gran capacidad teatral de repetir una acción del pasado en el presente, esa repetición no es la imitación maquiaveliana. El agente deberá tener un criterio para discernir aquello que es digno de imitarse y aquello que no lo es. Asimismo, agudizar su juicio sobre cuál es la historia que se debería imitar y cuál no. Deberá distinguir entre lo puramente circunstancial de una época y lo que pueda llamarse estructural, según el ideal maquiaveliano de la grandeza política.

En efecto, la narración de las historias del pasado pueden estar tergiversadas por los narradores. En ese sentido, la historia no existiría, y Maquiavelo está bien advertido de ello.13 Los autores pueden hacer apología a acciones porque sus pasiones les inclinaban a estar de acuerdo con el príncipe de turno, pero no necesariamente porque fueran virtuosas. O también pudieron haberlo hecho por temor de sus propias vidas, por haberse visto obligados a hacerlo (Maquiavelo, 2005, pp. 187-190). Así, la Historia por sí misma, en su sentido simple, no sería maestra sólo por ser historia. Creemos que si ella es maestra es porque permitiría tener un material no cambiante sino más o menos estático de acciones a partir de las cuales se podría discernir por sus implicaciones qué acciones deberán ser dignas de imitación y cuáles

13 Véanse las reflexiones en el proemio del segundo libro de sus Discursos. En ellas Maquiavelo sospecha de su propia alabanza de Roma, pero implícitamente reconoce que en términos generales habría que ser muy cauto a la hora de considerar el pasado porque puede engañar el propio juicio sobre la acción (Maquiavelo, 2005, pp. 187-190).

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no. Es así como en la Teoría de la Imitación, entra en juego la capacidad de juzgar del que está estudiando la Historia para comprender las razones por las que los hombres hicieron lo que hicieron.14

Surge así el otro elemento estructural de la acción en Maquiavelo y es el elemento normativo, en este caso nos referimos en particular a la noción de “gloria”. Como en casi todas sus nociones, no es tampoco preciso qué se debe entender por gloria, pero lo central es que con ello introduce el elemento normativo en su discurso sobre la acción. ¿Por qué Maquiavelo, tan reputado de neutralidad ética en asuntos políticas, introduce un elemento normativo en su comprensión de la acción?15 Creemos que lo que él comprendió es que gran parte de las nociones en que se sustentaría el sentido de la acción política son ideales o utopías. Por ejemplo, las nociones de libertad política, bienestar, redención, salud o curación de la comunidad política (Maquiavelo, 2011, pp. 257-259), así como las de honra y grandeza (p. 5), entre otras.16

El elemento normativo parece insoslayable. Si bien algunos estudios afirman que los elementos ideales de la acción como la libertad o la gloria, son elementos puramente retóricos en la política y, por tanto, medios para otros fines como es el poder por el poder mismo, con todo, el aspecto moral sigue siendo insoslayable. Incluso Maquiavelo sugiere

14 Como corolario de esta apreciación, puede ser esa la razón por la cual en no pocas ocasiones Maquiavelo inventa la historia. Suele interpretarse esta invención de la historia a la falta de rigurosidad teórica de Maquiavelo, pero creemos que las razones que se deducen de este tratamiento es porque la historia no sería más que una de las variaciones posibles de la acción, pero no la única. Así, el laboratorio para desarrollar una analítica de la acción sería la imaginación, y es ella la que mostraría a los hombres más variaciones posibles sobre las acciones humanas que las que efectivamente muestran los “hechos históricos”.

15 No son pocos los estudios que resaltan la neutralidad moral de la virtù. Sin embargo, esta noción implica la capacidad de interacción con todos los actores sociales de la acción, y allí se involucra el elemento normativo del reconocimiento. Es como si Maquiavelo hubiese entrevisto que la acción de un agente no es para sí mismo, sino para los demás. Son los otros lo que lo reconocen o lo dejan de hacer. Así, aunque muchos estudios quieren resaltar la individualidad de la virtù en la figura del príncipe nuevo de El Príncipe, sin embargo, los textos nos llevan a concluir algo simple, pero diferente: el correlato de la acción es el reconocimiento o la ausencia del mismo.

16 Remito al estudio de Erica Benner Machiavelli’s Ethics, en donde una de sus tesis fundamentales es que la justicia es el ideal moral por excelencia de la comunidad política: “[…] reasoning about justice is at the very center of the Machiavelli’s ethic and political though” (2009, p. 290).

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que el carácter político de los pueblos se sustenta en su carácter moral (Maquiavelo, 2005, pp. 195-201).17 También, sugiere el secretario florentino que habría una estrecha relación entre la cualidad política de los que gobiernan y la cualidad política de los gobernados (Maquiavelo, 2011, pp. 261-265).

La occasione y la necessità, como los otros elementos estructurales de la acción, también están estrechamente relacionados con el reconocimiento e interacción de todas las partes de la sociedad como agentes políticos. Habría que decir, sin embargo, que entre occasione y virtù habría una circularidad ad infinitud (Maquiavelo, 2011, p. 51). Para reconocer la occasione hay que ser virtuoso, y para que la virtù se manifieste son necesarias las occasioni. Igualmente, la occasione es dada por la fortuna. Así, quien es virtuoso es aquel que puede reconocer lo que urge la configuración política que se ha formado por acciones y reacciones de los hombres.

Puede resultar que una de esas configuraciones fortuitas tenga en sí una especie de “preñéz” histórica que solo los virtuosos podrían reconocer. Sin embargo, si lo que pueda ser llamado virtuoso es relativo a la fortuna, sería sólo por coincidencia que la acción de los hombres pueda atinar con el “llamado de las circunstancias”, con la occasione, y hacer la historia desde esa necesidad objetiva de las circunstancias. Con todo, dada la existencia de un modo de proceder y suponiendo que los hombres no pueden variar totalmente con las circunstancias, entonces una acción puede resultar siendo virtuosa tan sólo por coincidencia (Maquiavelo, 2011, p. 251). Si es el caso, entonces, lo que tal vez Maquiavelo entrevió con su discurso sobre la acción es la ausencia de fundamento del mundo humano, es el abismo que abre la extrema fragilidad de los asuntos humanos, como él mismo llama a los asuntos políticos (Maquiavelo, 2005, p. 198). Los hombres sueñan con un mundo en donde ellos sepan que finalmente han impuesto su

17 Aunque parece que para Maquiavelo el sentido de la moralidad no podría ser otro que el político.

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orden, pero mientras lo hacen se dan cuenta del profundo abismo al que están expuestos como seres humanos: la nada de la fortuna siempre amenazando, y nunca cesando de amenazar. La violencia, las malas decisiones en los cursos de acción, la experiencia histórica de que los Estados son contingentes, la amenaza constante de la corrupción o la inercia política, son ejemplos de ese carácter amenazante de la fortuna.De este modo, reconocer la fragilidad de lo político es abrir la puerta una vez más a la responsabilidad y a la confianza que los hombres ponen en su propia acción.

Finalmente, a modo de sumario, los elementos estructurales de la comprensión maquiaveliana de la acción se despliegan a a través de sus categorías de virtù, fortuna, necessità y occasione. Este discurso sobre la acción presupone normatividad, al menos en la noción de grandeza y gloria. También supone el reconocimiento de todos los que hacen parte de un conglomerado humano como actores políticos. Las categorías de la acción señalan los diversos modos de interacción entre estos actores sociales. Los hombres producen la historia como resultado de su acción. Finalmente, Maquiavelo entrevé la fragilidad y la contingencia de la acción. La lucha entre los ideales de una Italia unida a través de un príncipe nuevo casi de orden mitológico, y la constatación de que Italia estaba rezagada por ausencia de virtù, son esa muestra la fugacidad y necesidad de los ideales políticos, como del abismo profundo que las separa. Sin embargo, tal vez precisamente por la constatación de esa fragilidad de la política, lo que le queda a los hombres es actuar, y en el peor de los casos toda la comprensión de la acción de El Príncipe se resumiría en lo siguiente: hay que improvisar, actuar con impetuosidad, en todo caso, no quedarse quietos, pues puede que, por casualidad, las acciones resulten construyendo el mundo humano (Maquiavelo, 2011, p. 251).18

18 Otro posible ecos de ese imperativo o apología de la acción por la acción misma se puede encontrar al final de una carta a su amigo Vettori, fechada el 25 de febrero de 1514: “Os ruego que sigáis vuestra estrella, y que por nada del mundo os perdáis una coma, porque creí, creo

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Los fines y los medios: ¿una teoría eficaz de la eficacia?

La discusión de Maquiavelo en El Príncipe sobre los fines y los medios en el capítulo XXV nos lleva a concluir que no sería posible algo que pudiera llamarse una doctrina de la eficacia para tener siempre éxito en la acción. En efecto, cuando Maquiavelo se pregunta por las variaciones de sus tiempos, esto es, por qué “se ve a los príncipes prosperar hoy y caer mañana, sin haber visto cambio alguno en su naturaleza o cualidades” (Maquiavelo, 2011, p. 249), se responde que puede ser porque ese actor se apoyó solamente en la fortuna, pero también porque el modo de proceder del actor no estaba en acuerdo con las circunstancias. Sobre el primer caso, que él había tratado especialmente en los capítulos VI-VIII, parece poco sensato a los ojos del secretario florentino depender de la volubilidad de la voluntad de los hombres, como depender de ejércitos que no son propios, como depender de las cualidades de otros para sostener su propia acción. Por otra parte, en cuanto al segundo caso, la perplejidad aumenta cuando hombres con un modo de proceder diferente consiguen el mismo objetivo, o cómo hombres con el mismo modo de proceder puede ser que uno consiga su objetivo y el otro no (Maquiavelo, 2011, p. 249).

De ese modo, aunque la acción siga siendo inteligible, pero despierta perplejidad cuando no se reconocen patrones universales que determinarían el éxito o el fracaso en las empresas humanas. En ese mismo pasaje de El Príncipe se pueden ver los cuatro elementos que hacen parte de un análisis de la acción desde el punto de vista de la eficacia. En primer lugar, está el fin [fine] de las acciones de los hombres, que para Maquiavelo son la gloria y las riquezas. En segundo lugar, aunque propiamente Maquiavelo no habla de medios, sino de modo

y creeré siempre en lo que dice Bocaccio: que es mejor hacer y arrepentirse, que no hacer y arrepentirse” (Maquiavelo, 2007, p. 240). Si bien no se puede conjeturar con total firmeza semejante cosa a partir de unas cuantas referencias, con todo, parece ser la respuesta implícita que se da al problema de la acción, pues es como el recurso que queda después de reconocer los límites humanos, después de hacer todo con la debida prudencia, planeación y anticipación de posibles problemas, como también al reconocer la constante amenaza de la fortuna.

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de proceder, ese es el otro elemento que está presente en un análisis de la acción desde el puro punto de vista de la eficacia. Tercero, están las circunstancias o “la cualidad de los tiempos”, y cuarto, el carácter de éxito o de fracaso en la empresa (Maquiavelo, 2011, pp. 249-251).

Una definición simple de eficacia es la obtención de un fin. Se sigue de suyo que lo que justifica que algo sea un medio es que sea adecuado para lograr el fin. Ahora bien, en el discurso de Maquiavelo los cuatro elementos de la acción deberán considerarse juntos, y no sólo eso, sino que deberán considerarse desde la perspectiva del tiempo para desde allí poder afirmar si algo fue o no fue finalmente eficaz. Así, lograr una meta o un objetivo en política, por el solo hecho de haber logrado esa meta, no por ello deberá considerarse como eficaz a los ojos del florentino, pues debido a la variación que caracteriza a los asuntos humanos, lograr una meta puede ser el inicio de la pérdida de todo cuanto se había logrado, como también el inicio de una configuración política de circunstancias adversas, pero también está abierta la posibilidad de que esas circunstancias sean favorables. En suma, la acción es algo que estaría siempre abierto, de modo que mientras se está actuando no habría sino incertidumbre en el desenlace final de las cosas. Tal vez, sólo la historia que ya definitivamente pasó es de las únicas acciones que se podrían hablar si resultaron ser o no eficaces.

Así, para responder lo que se entendería por eficacia en El Príncipe encontramos que habría al menos dos criterios de lo que se pudiera llamar realmente eficacia en política. Los dos están relacionados entre sí. El primero, es lograr darle forma política a una materia de hombres (Maquiavelo, 2011, p. 51), y el segundo, es lograr que esa nueva forma política se conserve o perdure en el tiempo y ello implica que logre sobrevivir a la muerte de su organizador o fundador (2011, pp. 145-149; 2005, p. 70).19 De este modo, en esta categoría de hombres

19 De esa forma Maquiavelo sugiere que los Estados que han surgidos por caudillismos probablemente no logren sobrevivir a la muerte de su fundador. La razón es porque no dejaron una impronta suficiente o imprimieron una forma en la materia que gobernaron puramente

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eficaces parece referirse a los fundadores o reformadores de Estados, mientras que la antípoda de la eficacia sería el caso paradigmático de César Borgia. En los dos casos, además de los cuatro elementos básicos de la eficacia, cuenta sobre todo como criterio la permanencia o duración en el tiempo de lo fundado. Con todo, aunque en principio esto suena con el clásico tema de Maquiavelo como fundador de la razón de Estado, el Estado como fin último, con todo es necesario recordar otros aspectos normativos de Maquiavelo como el vivir libre, la grandeza y la gloria, lo cual hace que ser eficaz sería una labor bastante compleja, desde esa consideración de eficacia política y normativa.20

En el capítulo VIII de El Príncipe, al tratar de Agatocles, le reconoce que consiguió sus fines y que fue un dictador que logró mantener su Estado, pero también le reprocha que no fue virtuoso (Maquiavelo, 2011, p. 81). ¿Sugiere que la eficacia es necesariamente producto de la virtù? A César Borgia lo consideró en principio el salvador de Italia, pero también muestra que finalmente no lo fue porque careció de virtù (Maquiavelo, 2011, p. 259). Ciro y Moisés se vieron envueltos en violencias contra otros, pero lograron dar forma a una materia que la necesitaba (Maquiavelo, 2011, pp. 49-57). ¿Sugiere con ello que la eficacia es atenerse a los resultados? ¿No entraría en contradicción con el caso de Agatocles? Como se ve, todos estos relatos, suponiendo que fueran ciertos desde el punto de vista histórico, son historias, son

coyuntural, sin un mucho fondo en las leyes, costumbres o la organización misma del Estado. El caudillismo virtuoso sería el que funda para que el Estado perdure, lo cual es bien singular considerando que en el presente de la acción lo que se hace presente es la incertidumbre. Tal vez esa sea otra razón para reconocer la grandeza de unos hombres que organizaron algo que resultó conservarse y perdurar a su propia muerte.

20 Considérese, por ejemplo, el final del capítulo XVIII cuando en apariencias sugiere una teoría de la acción como medida exclusivamente por sus resultados (Maquiavelo, 2011, p.175). Lo importante en ese pasaje sería ganar y conservar el Estado no teniendo cuidado en los medios, ya que serán juzgados honorables y serían alabados por todos. Sin embargo, habría que reconocer que se trata del caso ideal, es decir, que los resultados tendrán que ser de tal magnitud en la fundación o reforma del orden político que las personas se muestren benévolas si hubo necesidad de medios non sanctos, pero no parece esa interpretación coherente con su postura de reconocimiento de todos los actores del conflicto político ya tratada antes. Véase el tratamiento de ese mismo problema en sus Discursos para ver el proceso normativo que esa teoría del resultado conlleva.

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hechos ya efectuados. Sin embargo, parece haber algo en común y es que se toma en cuenta tanto los resultados obtenidos como la cualidad de la acción, lo cual, como se puede apreciar, hace compleja la noción de eficacia que pueda haber en El Príncipe.

En el capítulo XXV, cuando Maquiavelo aborda con perplejidad la relación no necesaria de eficacia de los modos de proceder, sigue ahondándola cuando pone en cuestión la tesis de que los hombres tendrían éxito en lograr lo que quieren si acomodan su modo de proceder con la cualidad de los tiempos. La conclusión de Maquiavelo es que tal afirmación no puede ser tomada por norma, pues “ya sea porque no puede desviarse de aquello a lo que le inclina su propia naturaleza, ya sea porque habiendo triunfado avanzando siempre por un mismo camino, no puede persuadirse a sí mismo de la conveniencia de alejarse de él” (Maquiavelo, 2011, p. 251). Así, dos modos de proceder opuestos como el respetto y la impetuosidad, no son por sí mismo eficaces si los tiempos exigen su contrario, pero tampoco quiere decir que si coinciden modo de proceder y tiempos, va a ser siempre eficaz, pues la variación de las circunstancias lleva al argumento siempre al mismo punto: habrá un momento en que las acciones no serán concordantes, por tanto, no eficaces.

Hacia el final de ese mismo capítulo, Maquiavelo hace su propia conclusión del asunto: “es mejor ser impetuoso que circunspecto” (Maquiavelo, 2011, p. 253). Es decir, parece que no habría nada más en la acción humana que tentar la fortuna con la acción y luego ver qué sucede. Pueda ser que se logre fundar y mantener un Estado con grandeza. De este modo, parece que no habría entonces algo así como una receta para la eficacia en El Príncipe. Dada la misma fragilidad de lo político, la circunvalación de la fortuna en los asuntos humanos, la diversidad de actores que configuran contextos políticos diversos, como que el inicio de una acción o la puesta en marcha de acciones van generando reacciones cuyos resultados no es posible predecir, todo ese conjunto va diluyendo del horizonte una fórmula fija para la eficacia.

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Con todo, los hombres se ven forzados a actuar, a hacer su historia, por lo que aquello que les queda es actuar, intentar, y los resultados serán tan solo el producto de una serie de circunstancias, acciones y reacciones en una cadena de la cual no se puede tener control.

La incertidumbre y la responsabilidad

El resultado del apartado anterior es el punto de partida para éste. Aunque los hombres no tengan control sobre lo que va sucediendo, con todo, ellos son responsables de su propia historia. Esa sería una especie de descripción existencial maquiaveliana de la condición humana: los hombres son seres que no saben lo que hacen porque no conocerán el resultado final de sus acciones, o aquello en lo que finalmente resultó sucediendo con sus acciones, pero tienen en sus manos la responsabilidad sobre su propia historia ya que tienen la capacidad de actuar. Nuestro punto en esta parte es formular que el reconocimiento de la incertidumbre y de la responsabilidad humana son factores centrales del discurso de Maquiavelo sobre la acción, y que, como se ve, también resultan una descripción de la forma como se desarrolla la vida humana hasta este momento.

Así, cuando le escribe al lector destinatario de su opúsculo, que “[…] todo concurre a vuestra grandeza. El resto debéis hacerlo vos. Dios no quiere hacerlo todo para no arrebatarnos el libre arbitrio y parte de aquella gloria que os corresponde” (Maquiavelo, 2011, p. 261), le está mostrando que tiene una occasione propicia para una acción que generaría una universalidad política italiana. A lo largo de El Príncipe le ha mostrado a ese lector que el tiempo es propicio, también sus posibilidades al enfrentarse a la adversidad que le traería ser “príncipe nuevo”, le parece sugerir elementos que deberá tener en cuenta como el problema de la memoria en los pueblos libres, la facilidad con la que relativamente se podrían conservar los pueblos acostumbrados a obedecer a una sola persona, la necesidad de no tener miramientos morales en estados de excepción donde todavía no hay construida una

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moralidad común, le muestra los valores y los riesgos de la violencia, a reconocer los diversos actores que conformar la necessità de los tiempos, también le sugiere que los príncipes son apreciados por sus grandes obras, y que puede que las acciones del presente resuenen y sobrevivan la propia muerte; sin embargo, al final del libro, en el último capítulo le deja entrever a su lector que él como autor no sabe en últimas qué va a terminar sucediendo, lo deja abandonado a su propia suerte y, por tanto, que todo lo que haga será su propia responsabilidad.

Algunos han interpretado esto como una burla al lector. Otros como una trampa de Maquiavelo a los Medici. En todo caso, la apelación de Maquiavelo en El Príncipe es a la capacidad de juicio que tenga ese príncipe lector suyo para que sepa discernir el camino a seguir.21 Pero a nuestro juicio, el panorama general que le presenta es que todo el proyecto está en suspenso, que lo único seguro es la incertidumbre porque no se sabe qué será lo que termine sucediendo y cómo se vaya a dar el curso de los acontecimientos.

En su teoría de la imitación, que se sustenta en que la historia es magistra vitae, tampoco habría seguridad en que imitando habría una real obtención de los resultados esperados. Es como si dijera que si bien lo que ha sucedido alguna vez en el pasado puede ser que vuelva a suceder en el presente, sin embargo, no hay nada que asegure que así será. Cuando Maquiavelo resalta en sus libros la gran virtù de los romanos, está hablando de una interpretación de esos sucesos que han llegado hasta los oídos del presente, pero como su mirada es simple post facto, todo entonces resulta haber sido muy virtuoso, pues ya se tiene un punto de vista en la interpretación sobre esos hechos, de modo

21 Maquiavelo le da mucha importancia a la elección que hace un príncipe sobre quiénes van a ser sus ayudantes, consejeros o ministros (Maquiavelo, 2011, p. 231). Reconocer la capacidad de un buen ayudante o consejero es también signo de prudencia en el príncipe. Ahora bien, ¿por qué es signo de prudencia? La tesis básica de Maquiavelo es que es prudente quien saber reconocer los consejos prudentes. Esto es importante porque él afirma que hay tres clases de inteligencia “una que entiende las cosas por sí mismas, otra discierne lo que otros entienden, y la tercera no entiende nada ni por sí misma, ni por medio de otros” (p. 233). De esta forma, en todo momento estaría el secretario florentino apelando al juicio y prudencia de su propio lector para que considera las fantasías que escribió en su libro.

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que la historia se acomodaría a ese principio de interpretación, y los hechos terminan “probando” ese mismo principio. Habría, pues, una argumentación circular en sus análisis de la historia como muestra de lo que podría suceder en la acción para tratar de prevenir y anticipar posibilidades. Con todo, la historia seguiría abierta.

Así, lo que puede seguirse de los análisis o historias de la Roma antigua es que el presente está abierto; que la historia está por escribirse; que la acción en el momento presente se circunvala en la incertidumbre. Ahora bien, resaltar el punto de la incertidumbre no es para interpretar a Maquiavelo con una concepción cercana al fatalismo. Por el contrario, nos parece que el punto de Maquiavelo es resaltar las posibilidades siempre abiertas que tienen los hombres para actuar e introducir cursos en el entramado de acciones que es la Historia. Así, en el capítulo XXV resalta esta posibilidad de la siguiente forma:

Ya sé que muchos han creído y creen que las cosas del mundo están hasta tal punto gobernadas por la fortuna y por Dios, que los hombres con su inteligencia no pueden modificarlas ni siquiera remediarlas; y por eso se podría creer que no vale la pena esforzarse. […] No obstante, puesto que nuestro libre albedrío no se ha extinguido, creo que quizá es verdad que la fortuna es árbitro de la mitad de nuestras acciones, pero que también es verdad que nos deja gobernar la otra mitad, o casi, a nosotros. (Maquiavelo, 2011, p. 247)

Se trataría, pues, de una situación paradójica porque los hombres están con las posibilidades abiertas a la innovación, pero a la vez están encerrados en lo incierto. Con todo, el punto de Maquiavelo parece ser resaltar ese carácter abierto que conservaría la acción. Aunque hay un dejo de escepticismo sobre lo que realmente puedan hacer los hombres con ese margen de maniobrabilidad que tienen cuando tal vez un poco más de la mitad de las acciones están en manos de la fortuna, con todo, la posibilidad sigue abierta.

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Finalmente, parece que la paradoja de la incertidumbre y la responsabilidad se resuelven en la noción maquiaveliana de anticipación razonable. Así, en el capítulo XIV habla de Filipómenes. Lo trata como a un hombre prudente en los asuntos militares, y la razón para tal prudencia es porque intenta dialogar razonadamente y con ayuda de la imaginación sobre la acción para anticipar posibilidades o ver posibilidades que no se habían considerado cuando se trata de planificar y pensar en la guerra.

En ese sentido, la guerra sería una muestra de la incertidumbre que circunvala las acciones, porque con excepción de las guerras entre ejércitos claramente desiguales, la incertidumbre es mayor cuando los ejércitos son similares y la balanza se puede inclinar por cualquier camino. La actitud de Filopomenes es la de una consideración razonable de las posibilidades de acción a través del uso de la imaginación:

Y así, mientras paseaban, iban planteándoles todos los casos que pudieran presentarse a un ejército; escuchaba su opinión y exponía la suya corroborándola con argumentos, de tal manera que, debido a estas continuas especulaciones no podía nunca presentársele, estando al mando de sus ejércitos, accidente alguno para el cual no tuviera remedio (Maquiavelo, 2011, pp. 141-143)

Así, aunque haya incertidumbre, con todo la responsabilidad humana se acrecienta considerando que los hombres pueden usar de su imaginación y de su razón para anticipar los posibles avatares de la fortuna, al menos en un sentido inmediato. De esta forma, incertidumbre tiene un sentido más bien en general de la historia que está abierta en el presente, pero no significa que no haya signos que pudieran anticipar el desarrollo de las acciones al menos en un presente más inmediato. De este modo, Maquiavelo abre el espacio del conocimiento a la comprensión de la acción, y eso también es parte de su discurso sobre la acción. Suponiendo que la acción es inteligible eso supone que en

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algo es anticipable, pero nunca paree del todo segura de antemano, pues el factor de la incertidumbre, de la fortuna, está siempre asechando.22

En todo caso, Maquiavelo es claro en señalar la responsabilidad de los hombres por sus propias acciones, así se esté actuando en medio de lo incierto. La existencia de la incertidumbre no es excusa para no actuar. Por el contrario, como hemos visto, sería el acicate de la acción. No habría que culpar a la fortuna de lo que es pura pereza, la dejadez o la indolencia: “Así que estos príncipes nuestros […] no acusen, ahora que los han perdido, a la fortuna, sino a su indolencia” (Maquiavelo, 2011, p. 243).

Conclusión

Vamos a finalizar este escrito con un sumario de lo dicho. Parece que aunque no sea en un sentido estricto sí habría en El Príncipe una comprensión de la acción lo suficientemente articulada y coherente como para considerarla un discurso. La posibilidad epistemológica del discurso es frágil, pero la tiene si se inserta en una dialéctica entre la explicación y la comprensión. Las categorías en las que se despliega este discurso sobre la acción son virtù, fortuna, necessità y occasione. Con todo, a lo largo de lo que se trata cuando se relacionan estas categorías en el texto de Maquiavelo, se deberán incluir otros elementos fundamentales para una comprensión de la acción como, primero, el reconocimiento de los elementos estructurales de la sociedad como agentes; segundo, el reconocimiento de que los hombres crean la historia con sus acciones, pero que está siempre permanece velada a ellos mismos en cuanto a su finalidad, pues la condición en la que

22 Tal vez la única recomendación cuasi universal y cuasi necesaria, y que pudiera llamarse con propiedad con ese nombre de consejo, es aquella frase que hay en El Príncipe en donde en cuestiones de la teoría de la acción parece mejor “no ser odiado” (Maquiavelo, 2011, pp. 165, 179). Con todo, en las tiranías el odio es atenuado con el temor, y eso mostraría que tampoco sería una regla como tal.

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actúan los hombres en en media res; tercero, que si bien la Historia es maestra, sin embargo, lo es en la medida en que los hombres que la lean o la estudien tenga un juicio afinado sobre la acción; cuarto, que la fortuna es que termina circunvalando la acción humana y ello abre el abismo de la incertidumbre y la fragilidad en la acción, pero, quinto, eso no significa que los hombres deban abandonarse, al contrario los hombres son los primeros responsables de su propia historia. No se hizo mucho énfasis entre las cuatro categorías de forma exhaustiva, pero este trabajo da solo para esta presentación general.

Asimismo, dada la incertidumbre que da a la acción humana estar circunvalada por la fortuna no parece que habría una receta para la eficacia política, aunque pueda reconocerse que esa es una de las preocupaciones que Maquiavelo despliega en El Príncipe. Los criterios de eficacia del florentino parecen más ideas regulativas que pueden acidar a orientar la acción, pero no hechos que vayan a cumplirse si se aplican ciertas recetas. En ese sentido es coherente con la idea de presente abierto en incertidumbre.

Finalmente, Maquiavelo considera a los hombres como poseedores de un don general: su capacidad de actuar, y con ella pueden corregir o dar rumbo a la historia. Aunque este aspecto pueda parecer utópico en demasía, sin embargo, muestra que la posibilidad existe, y eso ya debería ser suficiente para que los hombres se apropien de su propia historia. Reconocemos que los detalles de la argumentación pueden y deben ser ampliados incluso hasta la exégesis más cuidadosa, sin embargo, creemos que los argumentos puestos aquí son suficientes para mostrar nuestro punto dentro de los límites de este texto.

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Referencias

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a la hermenéutica de la acción. Buenos Aires: Prometeo Libros._________ (2006). Teoría de la interpretación: discurso y excedente de

sentido. Madrid: Siglo Veintiuno Editores.Saralegui, M. (2012). Maquiavelo y la contradicción, un estudio sobre

la fortuna, virtud y teoría de la acción. Pamplona: Ediciones Universidad de Navarra, S.A.

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ÍndiceA

Abad, J. 218absolutismo

civil 132teológico 220

acción política 41, 42, 43, 44, 67, 130, 135, 137, 141, 143, 147, 154, 155, 198, 200, 202, 203, 204, 209, 210, 212, 217, 219, 223

Agamben, G. 83Agatocles 9, 10, 17, 51, 55, 151, 268Alfarabi 50Althusser, L. 8, 51, 69, 75, 77, 78, 194,

196, 211, 212, 214, 215, 216, 220, 247, 248

Angehrn, E. 213, 214Antigüedad 53, 70, 140, 196, 208

clásica 142filosofía política 137greco-latina 145griega 137griega y romana 67romana 236

antropología 46, 51, 122, 168, 185, 209ciencia 168de Maquiavelo 78, 96, 147, 185, 206de Maquiavelo y Hobbes 46Maquiavelo y Aristóteles 46

Aquiles 51, 82, 183Aramayo, R. & Villacañas J. 73areté 137, 140, 145, 227Aristóteles 45, 48, 50, 52, 120, 140, 166,

170, 174, 182, 196, 206, 212, 213, 215, 220, 233, 249, 252

concepción de la política 144concepción del ser humano 170, 233,

249, 252concepto de virtud 137forma 52prudencia del gobernante 212temporalidad de la acción humana 217

armas 157ajenas 101, 103, 105, 106, 110

mercenarias 60, 157porfesionales 158propias 102, 103, 105, 106, 110, 124,

158Atenas 140, 196atomismo 214, 216, 220, 235Aubenque, P. 233autogobierno 92, 122autoridad 107, 155, 168, 170Averroes 50Avicena 50azar 40, 138, 176, 180, 181, 182, 220, 233

B

Bacon, F. 43, 97, 201Benner, E. 8, 263Berlín, I. 8Biblia 50, 58Borgia, C. 51, 55, 56, 73, 105, 106, 107,

108, 109, 110, 118, 154, 236, 268Boudon, R. 180boulesis 221Brion, M. 44, 60Bruni, L. 121Bruno, G. 233burócrata 50, 59burocratización 136

C

Carlos V 59Cassirer, E. 7, 43, 153, 163, 164, 165,

167, 179, 181, 186Cicerón 22, 141, 196ciencia política 42, 43, 44, 49, 54, 62, 68,

163, 164, 166, 175, 191, 198, 200ciencias naturales 50, 76

equiparación de El Príncipe 165equiparación de la política 181terminología 45, 48

ciencias sociales 3, 39, 40, 144, 164, 167, 168, 170, 171, 172, 173, 174, 175, 176, 178, 179, 180, 181, 182, 183, 185, 186

DESAFÍOS, LEGADOS Y SIGNIFICADOS

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278 ÍNDICE

EL PRÍNCIPE DE MAQUIAVELO

Ciro 51, 53, 230, 268ciudadano 71, 132, 148cohesión social 140Comte, A. 168, 183Conde, J. 210, 228, 229, 231Constantino 151contractualistas 54crematística 140Crepúsculo de los ídolos (Nietzsche, F.)

237cristianismo 217Cristo 150crueldad 129, 151, 193, 208Curso de lingüística general (Saussure,

F.) 168Cusa, N. de 151

D

Dambe, S. 198Dante 60, 165, 178, 197, 238De Man, P. 74, 75democracia 71, 76, 132democratización 122Demócrito 215derecho 172

de los individuos 54del soberano 54internacional 85positivo 144racional 157

De rerum Natura (Lucrecio) 214, 220Derrida, J. 84, 85desarrollo técnico-científico 137, 139destreza política 176, 182, 183determinismo 164, 173, 180, 181, 183diathigé 215diferenciación institucional 139diferenciación social 168dinastía 121Dios 53, 128, 129, 142, 150, 157, 170,

177, 178, 198, 206, 217, 218, 219, 220, 221, 224

discorsi 99Discurso contra Maquiavelo (Gentillet,

I.) 220Discurso del método (Descartes, R.) 43

Discursos 45, 46, 54, 91, 103, 135, 138, 149, 150, 152, 159, 192, 197, 205, 207, 212, 216, 223, 225, 256, 257

capítulo III, Libro I 205capítulo II, Libro III 216capítulo LV, Libro I 223, 225capítulo XXV, Libro I 225proemio 197

dominación política 39, 40Druart, T. 228Durkheim, E. 168, 171, 173, 175

ciencias sociales como proyecto filosó-fico 168

Duvernoy, J.F. 50, 52, 53, 54, 61

E

Economía y Sociedad (Weber, M.) 40Edad Media 142, 151Edipo 143eficacia 203, 231, 248, 254, 268

de la acción contra el poder de la natura-leza 119

de la acción (Platón) 203, 268de la acción política 44de la actividad ordenadora 231, 248,

254de las tropas 156de los medios (Agatocles) 55del poder del príncipe 154máximas 41política 55

Egipto 177eidos 214El Arte de la Guerra (Maquiavelo, N.)

103El Asno (Maquiavelo, N.) 205El Contrato Social (Rousseau, J.J.) 40El Político (Platón) 217El Príncipe 7, 8, 9, 11, 12, 13, 14, 16, 17,

18, 19, 20, 22, 24, 25, 31, 39, 40, 41, 44, 45, 47, 49, 54, 56, 58, 67, 68, 69, 70, 71, 72, 75, 76, 77, 79, 91, 92, 93, 94, 95, 96, 98, 99, 100, 102, 103, 104, 105, 110, 117, 121, 128, 138, 149, 152, 153, 163, 164, 165, 166, 167, 175, 176, 178, 180,

Page 279: El Príncipe - Javeriana, Cali

279ÍNDICE

DESAFÍOS, LEGADOS Y SIGNIFICADOS

182, 183, 192, 193, 194, 199, 204, 207, 230, 237, 247, 248, 253, 254, 257, 261, 265, 268, 270

capítulo I 16, 101, 142, 182capítulo II 182capítulo III 92, 120, 121, 177capítulo IV 92capítulo V 71, 92capítulo VI 71, 101, 105, 177, 178, 212,

230, 266capítulo VII 15, 17, 101, 105capítulo VIII 9, 118, 266, 268capítulo XI 178capítulo XII 92, 177capítulo XIV 273capítulo XIX 92, 95capítulo XV 10, 183, 192, 196capítulo XVI 95, 98capítulo XVII 14, 98capítulo XVIII 80, 93, 94, 95, 183, 184capítulo XXI 93, 96, 184capítulo XXV 17, 44, 56, 94, 117, 142,

178, 179, 181, 261, 266, 269, 272capítulo XXVI 52, 55, 123, 153dedicatoria 55, 192

empirismo inglés 174epállaxis 215epicúreos 196Epicuro 215, 220episteme 144eros 227España 73, 152, 153, 154Esparta 92, 196Espejo de príncipes 69, 141, 198espíritu italiano 125Esquilo 169Estado 43, 47, 68, 71, 73, 80, 113, 115,

124, 126, 129, 131, 146, 148, 163, 164, 166, 167, 172, 182, 195, 206, 208, 212, 230, 232, 236, 238

absolutista 136aparatos represivos 71como institución coercitiva (Fichte, J.G.)

206concepto moderno de Estado (Maquia-

velo) 47

Estados pontificios 153hereditario 155italiano 130modelo del cuerpo social 80moderno 137, 151, 152, 153, 155, 159moderno (formación) 157moderno (formas organizativas) 31moderno (monopolio de la fuerza) 157- nación 68secular moderno 24

estoicos 196estructura social 168, 179ethos 145ética 136, 137, 141, 151, 163, 164, 166,

173, 176acción humana 158concepción discursiva 159de funcionario (Maquiavelo, N.) 61dimensión de la acción 146valoraciones (Marx, K. & Durkheim,

E.) 173eticidad 150evolucionismo 174, 175éxito 39, 44, 56, 101, 137, 138, 142, 177,

179, 204, 210consecución y consevación del poder

142de las acciones 204de las misiones 61estable 103establecimiento de buenos fundamentos

106militar 97político 48

F

Fichte, J.G. 77, 205, 206Ficino, M. 198, 219, 220filosofía natural 50Florencia 22, 55, 58, 59, 60, 68, 72, 123,

129, 153, 198, 201, 208fin de la vida republicana 60historia 50, 201ideas astrológicas 219renacentista 198

fortuna 3, 16, 17, 18, 19, 20, 21, 22, 44,

Page 280: El Príncipe - Javeriana, Cali

280 ÍNDICE

EL PRÍNCIPE DE MAQUIAVELO

53, 56, 76, 79, 93, 94, 95, 96, 97, 101, 103, 105, 106, 108, 109, 110, 116, 117, 118, 119, 128, 131, 133, 135, 137, 138, 139, 142, 143, 146, 147, 148, 152, 156, 164, 165, 176, 178, 179, 180, 181, 201, 207, 208, 209, 211, 212, 213, 216, 218, 219, 220, 250, 255, 257, 258, 261, 262, 264, 265

como desestabilizadora y erosiva de la virtù 103

como modo inferior 101, 102como modo inferior (dependencia de

otros) 101como modo poco fiable 105como variación e inestabilidad 102fuente humana 118fuente natural 119

Foucault, M. 51, 69, 70Freud, S. 168, 171, 172Freyer, H. 199, 200, 201, 223, 230funcionario 40, 41, 54, 58, 59, 60, 61,

152, 182lenguaje 56lógica 54mentalidad 56mentalidad (Maquiavelo, N.) 41

GGadamer, H.G. 214Gaille, M. 50, 51, 57, 61, 62Galileo 7, 43, 163, 164Gentillet, I 220gloria 55, 100, 151, 156, 263Goethe, J.W. 117Gramsci, A. 8, 51, 68Grecia 72, 92guerra 46, 96, 157

buenas armas 158como actividad racionalizada 156ejercicio del arte 156guerra ilegal 119guerra nuclear 84lectura de la política a partir de 81Maquiavelo 46

Quinto Cursio 158

H

Habermas, J. 137, 144, 145, 149, 158, 230

Hegel. G.W.F. 51, 171, 172Heidegger, M. 52, 232Heródoto 121Historias Florentinas 62, 91, 103Hobbes, T. 45, 48, 49, 70, 80, 139, 170,

194, 207, 249comparación con Maquiavelo 46experimento mental (estado de naturale-

za) 46, 47humanismo

renacentista 52, 137, 141, 142humanista 50, 57, 59, 68, 104, 141, 196

I

idealismo 91, 191 fichteano 191

ideología 124, 196 cristiana 196

Iglesia 98, 128, 151, 154Ilíada (Homero) 58Ilustración 73imperativo

categórico 41hipotético 41

impero 123individualización 140innatismo 173, 174, 183instituciones 71, 85, 114, 120, 169, 209intuición eidética 201ironía 98, 105, 109, 110, 177, 204Israel 177Italia 52, 53, 73, 123, 124, 125, 126, 128,

130, 153, 154, 157, 177, 185proyecto de unificación 55, 124, 153pueblo 76republicana 153unidad cultural 124unidad política 123unificación 151

Page 281: El Príncipe - Javeriana, Cali

281ÍNDICE

DESAFÍOS, LEGADOS Y SIGNIFICADOS

J

Jehová 177Jenofonte 22, 23, 104juicio

moral 40, 55político 11, 99, 110

justicia 49, 79, 140, 167, 211, 215, 226concepción de Platón 140

K

kairós 217Kaldhun, I. 175Kant, I. 171Kathrina 119Kauffmann, C. 199, 226Kelsen, H. 144Kersting, W. 194, 200, 204, 208, 219,

222, 235Kluxen, K. 210, 212, 214, 215, 216, 225,

236, 238, 239koinonia 226König, R. 222, 236

L

La Boétie, E de 76La Divina Comedia (Dante) 178La interpretación de los sueños (Freud,

S.) 168La República (Platón) 40, 140La riqueza de las naciones (Smith, A.) 40Lefort, C. 8, 18, 51, 69, 166Legaciones 108, 110legitimidad 121, 130, 155, 170, 182, 231

carismática 130 racional 130 tradicional 130

león 79, 82, 83, 84, 85, 184Leucipo 215Leviatán (Hobbes, T.) 139ley 49, 81, 82, 84, 85, 148, 149, 217

ausencia en los animales 81carácter racional o divino 49, 55como fuerza 81fundamento del orden político 148generación de la vitud cívica 149

límites de la ley (Platón) 217leyes 46, 52, 81, 148, 164, 205, 210

buenas 148, 157como característica humana 81de caracter general 174de la naturaleza 164fuerza punitiva 209funcionamiento de la política 39, 44, 56

libertad 46, 60, 71, 76, 92, 93, 117, 119, 120, 121, 122, 127, 129, 131, 148, 149, 173, 180, 181, 222

civil 148concepción de Epicuro 220en Roma 148memoria de la libertad 71, 77, 120memoria de la libertad (dimensión del

tiempo) 121oposición a la virtù principesca 121política 119pública 148relación con la nación 131resistencia de pueblos libres 92

libre albedrío 17, 18, 119, 142libre arbitrio 180lobo 79, 84Locke, J. 74, 170, 174, 175logoi-ergoi 104Lorenzatti, A. 222Lucrecio 214, 215, 219, 221, 233Luis XII de Francia 177

M

magistra vitae 260, 271Manifiesto del Partido Comunista (Marx,

K. & Engels, F.) 173manual (El Príncipe) 40, 41, 44, 54, 55marxistas 51Marx, K. 71, 168, 171, 172, 173, 175, 180Médici 58, 98, 154

familia 58Lorenzo 12, 58, 75, 78, 80, 198

metafísica 50, 79, 121, 130, 164, 168, 176Aristóteles 213imagen de una epoca 195medieval 185

methexis 211, 226

Page 282: El Príncipe - Javeriana, Cali

282 ÍNDICE

EL PRÍNCIPE DE MAQUIAVELO

Milán 153modernidad 71, 73, 85, 129, 137, 139,

142, 158, 179, 213, 232, 235aportes de Maquiavelo 71aristocracia como forma política 131concepción de Habermas 158contingencia 139diversificación de la acción 136, 151espíritu humanista y secular 141política 46, 51racionalidad instrumental 137temprana 136, 137, 141uso de la razón 137

Moisés 51, 53, 177, 230, 268Montesquieu 175, 249moral 48, 49, 50, 55, 68, 73, 94, 127, 137,

141, 144, 145, 151, 158, 163, 174, 200, 208, 215, 237

cristiana 141moralidad 148, 149, 150, 171Münkler, H. 199, 207, 222, 223

N

nación 46, 68, 117, 123, 124, 125, 126, 131

italiana 125nacionalismo 124Nápoles 153naturaleza humana 46, 73, 78, 83, 114,

136, 139, 145, 147, 174, 184, 202, 234

necesidad 209, 216necessità 255, 258, 259, 262, 264, 265,

271neoplatonismo 213Neville, H. 98Nietzsche, F. 51, 234, 236, 237nobleza 46, 48, 154, 155, 223

Oobediencia 121, 129, 130, 150, 154obligo 92ocasión 123, 124, 201, 209, 211, 216, 219occasione 255, 264, 265, 270Ockham, G. de 151

ontología 51, 196, 214, 216, 224, 228, 232, 233, 234, 236, 240

Orco, R. de 107, 108orden 209, 210, 211, 226, 229, 231orden político 47, 147, 148, 193, 200,

209, 223, 231republicano 148

ordinatore 230ordine 102ousia 213

P

Padua, M. de 151paganismo greco-latino 53Pakistán 119Papa Alejandro VI 105, 109Papa Julio II 51Parménides 217, 235patria 60, 62, 71, 123, 128, 129, 135Peirce, C.S. 200Pericles 114, 121personae 99Petrarca 53, 124phronesis 137physis 235Pires Aurélio, D. 43Platón 22, 23, 40, 50, 70, 71, 140, 182,

196, 203, 206, 209, 213, 214, 215, 220, 221, 225, 228, 235, 237

aparente referencia de Maquiavelo 197autarquía moral del agente 215concepción de la poesía 70concepción de las Ideas 211, 213concepcion de virtud 140el político y su vínculo con la verdad

199modelo del tejido social 71rechazo a procesos de individualización

140saber vinculado a la acción 199

platonismo 196, 197, 198, 203, 209, 211, 214, 215, 216, 221, 223, 225, 228, 231, 232, 234, 236, 238, 240

pleonexía 208pluralismo 139, 211Plutarco 22, 215

Page 283: El Príncipe - Javeriana, Cali

283ÍNDICE

DESAFÍOS, LEGADOS Y SIGNIFICADOS

poder 154, 163, 182absoluto 92adquirido por la fortuna 110adquirido por la virtù 105adquisición 131, 149adquisición repentina 103adquisición y conservación 142adquisición y durabilidad 54adquisión por virtù 113como coacción (Maquiavelo) 47, 48conservación 72, 76, 80, 123, 142, 155del Estado 71enseñanza de su conquista y conserva-

ción 41maximización 92obtenido por la fortuna 107político 47, 49, 55, 56, 60, 62, 68, 151,

152principesco 108racionalización 136relaciones de poder 78, 79unificación del poder político 152, 153,

156, 157poiesis 231polis 126política, la 21, 42, 43, 44, 45, 46, 47, 48,

49, 50, 51, 53, 55, 56, 57, 67, 68, 69, 70, 73, 75, 76, 77, 78, 79, 81, 82, 85, 117, 120, 122, 123, 125, 127, 129, 131, 137, 141, 144, 145, 149, 151, 153, 158, 163, 164, 165, 166, 167, 176, 177, 178, 181, 182, 184, 193, 197, 210, 213, 229, 230, 232, 233, 238, 239

Política, la (Aristóteles) 166político, lo 47, 48, 51, 74, 76, 78, 143,

193, 194, 195, 197, 202, 204, 209, 232, 238

positivista 144post-estructuralistas 51potentia absoluta 224potentia ordinata 224potenza assoluta 225principado 54, 113, 115, 121, 129, 130,

132eclesiástico 178

mixto 120nacional 132

príncipe 52, 53, 71, 72, 74, 76, 77, 83, 84, 91, 93, 95, 97, 113, 118, 120, 123, 124, 128, 129, 130, 131, 146, 154, 156, 157, 183, 184, 198

acceso al poder por méritos propios 113afortunado 115Agatocles (exitoso) 55autoconservación 92Borgia, C. (fracaso) 56comando militar 92(cualidades) entre el hombre y la bestia

86cuerpo burocrático 155dependiente de armas ajenas y de la

fortuna 105deseos de poder 91eclesiástico 131favor del pueblo 95fuerza 82, 83italiano 125, 127mantener la palabra 80nacionalista 131natural 121nuevo 75, 109, 114, 118, 120, 121, 124,

125, 127, 131, 256nuevo italiano 130, 131redentor 128tipos de príncipe 102virtuoso 115, 124, 154

principium diiudicationis 224principium executionis 224Prinzipienlehre 228Prometeo encadenado (Esquilo) 169prudencia 100, 101, 128, 137, 140, 142,

206, 212, 233pueblo 46, 48, 67, 72, 74, 76, 77, 78, 91,

95, 104, 107, 108, 113, 114, 120, 122, 127, 129, 130, 131, 148, 149, 150, 177

republicano 122

Q

Quinto Cursio 158Quirón 82, 184

Page 284: El Príncipe - Javeriana, Cali

284 ÍNDICE

EL PRÍNCIPE DE MAQUIAVELO

R

racional 46, 49, 55, 84, 132, 140, 157, 164, 182, 201, 206, 210, 222, 230

racionalidad 123, 199racionalización 136, 156Rahe, P. 214, 220Razón 43, 45, 81, 82, 83, 84, 137, 138,

170, 171, 201, 216, 237instrumental 137, 140, 149

Razón de Estado 83, 135realismo 3, 91, 172, 183, 189, 191, 192,

193, 195, 196, 200, 201, 202, 204, 208, 209, 232, 234, 237, 239, 240

político 33, 68, 194, 195, 196rebelión 71relaciones de producción capitalistas 207religión 48, 55, 150, 151, 154, 164, 171,

174, 178 cristiana 150

Renacimiento 27, 69, 136, 141, 142, 151, 152, 153, 178, 181

italiano 58italiano tardío 165

república 46, 54, 59, 98, 120, 121, 122, 129, 143, 147, 148, 150, 153, 154, 205, 230

Florencia y Venecia 153florentina 73, 208perfecta 49romana 23, 24, 201

republicanismo democrático 131reputazione 103respetto 269responsabilidad 254, 261retórica 69, 70, 75, 76, 78, 104revolución 71, 170Ricardo, D. 168Ricœur, P. 251, 252riputazione 97Roecklein, R. 214rogue states 85Roma 46, 72, 92, 148, 150, 185, 196

antigua 272Romaña 107, 108, 118Rómulo 204, 230Rotterdam, E. de 151

Rousseau, J.J. 7, 40, 51, 77, 170, 175, 249

S

saber político 198, 199, 200, 201, 206, 209, 217, 228, 234

Sacro Imperio Romano Germánico 153San Agustín 169San Francisco 150Santo Domingo 150Santo Tomás de Aquino 182Saralegui, M. 250Sartori, G. 48, 49Saussure, F. 168Savonarola, G. 178, 196, 197, 207Schmitt, C. 83, 195, 206, 230, 240Segunda Cancillería de Florencia 41, 54,

57, 62, 152servidumbre voluntaria 76Severo 92Sforza, F. 106Simmel, G. 168, 171Siracusa 9Sísifo 58Skinner, Q. 69, 141, 197Smith, A. 40, 168, 174, 175Snyder, J. 220soberanía 82, 83, 85soberano 54, 82, 84, 86sociedad

moderna 138, 139, 146, 172premoderna 138

Sócrates 23, 140Soderini, G. 59, 218Spinoza, B. 51, 164, 213, 233, 249stato 93, 232, 236, 238status civilis 53Strauss, L. 35, 73, 135, 136, 141, 145,

150, 158, 160studia humanitatis 22subito 102, 103symploké 215

T

Tácito 121taxis 226techné 144

Page 285: El Príncipe - Javeriana, Cali

285ÍNDICE

DESAFÍOS, LEGADOS Y SIGNIFICADOS

templanza 227teocentrismo 141teología 80, 87, 142, 143, 168, 172, 176,

185, 225Teología platónica (Ficino, M.) 219teoría de la acción 203, 209, 210, 211,

216, 220, 221, 223, 232, 237, 247Teoría de los dos mundos 226Teoría pura del derecho(Kelsen, H.) 144Teseo 53, 230Timeo(Platón) 221, 227, 229Tönnies, F. 168tribunos 46tropé 215Tucídides 22, 208, 237

U

unidad política 58universalità 91utopía 49, 183, 201

V

varia 95variazione 95Vatter, M. 179Venecia 129, 153Vettori, F. 7, 58Vico, J.B. 175Virgilio 60, 178virtù 3, 10, 11, 16, 17, 18, 19, 20, 21, 22,

96, 102, 103, 105, 106, 107, 111, 115, 116, 117, 118, 119, 121, 124, 125, 127, 128, 129, 130, 131, 201, 222, 223, 229, 231, 236, 250, 255, 257, 261, 264, 265

alcances sobre la fortuna 44auto-ordenada 96carácter heroico 118 como acción que acelera procesos

sociales 116 como adquisición de conocmiento

político 115 como capacidad de imposición de lo

nuevo 115como capacidad de modificación de la

naturaleza 116

como concepto clave de maquiavelo 201

como ímpetu 210como productora de buenos fundamen-

tos 102 como variabilidad 94 como variabilidad (crítica) 95 como vivacidad 94del pueblo 122depender sólo de ella como modo más

apropiado 101, 102italiana 125limitada frente a fortuna de índole natu-

ral 119relación con el concepto de fortuna 213relación con lenguaje normativamente

codificado 103relación con los conceptos de ocasión y

fortuna 202rol en la adquisión de un principado 114

virtud 49, 53, 55, 106, 135, 140, 141, 142, 143, 148, 154, 155, 165, 176, 177, 179, 180, 181, 211

antigua (Interpretación de Strauss) 135cívica 149como acción estratégica 138, 142como acción orientada a buscar el justo

medio (Aristóteles) 137como agencia 181como capacidad creadora de la acción

humana 179como concepto propio del renacimiento

176, 178como condición de posibilidad para la

adquisición del poder 142como metáfora de la acción social 186como razón instrumental 149concepciones antigua y medieval 135concepto de Cicerón 141cristiana medieval 143raices en los conceptos de andreia y

virtus 140teologal 141

virtuoso 97, 102, 105, 108, 124, 199uomo virtuoso 199

virtus 140, 141vita activa 223

Page 286: El Príncipe - Javeriana, Cali

286 ÍNDICE

EL PRÍNCIPE DE MAQUIAVELO

vivere civile 53voluntad, la 54, 101, 116, 117, 170, 220,

221, 222, 224, 225, 232, 236, 237voluntarismo teológico cristiano 224, 235

W

Walras, L. 144Weber, M. 40, 58, 59, 60, 130, 157, 168,

171, 173, 175, 181

Wieland, W. 199, 217Wolin, S. 144, 155

Z

Zeitler, W.M. 221zorra 79, 82, 83, 84, 85, 184Zuleta, E. 173, 187