el orco - las glosas udunenses - tharilin de enedwaith

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Thärilin de Enedwaith
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Thärilin de Enedwaith
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Una visita inesperada
Mi celda, amigo,1 era un agujero húmedo, sucio, repugnante, con restos de gusanos y olor a fango. El suelo del inmundo agujero estaba desnudo y arenoso, sin nada en que sentarse o que comer. Era la prisión del puesto fronterizo de Lug Ûdun, en las Montañas de la Ceniza, y eso significa incomodidad. Infinita incomodidad.
Estaba desesperado. Hacía ya días que había estrangulado a mi único compañero de celda, en un ataque de ira, provocado por el aburrimiento. Presa de la desmoralización, comencé a darme cabe- zazos contra las corrompidas rocas que me aprisionaban. Ni siquiera el dolor fue capaz de mitigar mi ansiedad y mi furia. Aturdido, me arrojé con rabia al suelo.
De repente, la puerta de la celda se abrió. El guardián me pateó en el vientre varias veces, antes de facilitar el paso a alguien a quien no esperaba ver. Enseguida comprendí que mi situación no podía ser
 peor. Era Aathor, el cruel administrador de aquel puesto fronterizo. Un numenóreano de rostro imperturbable cuya sola presencia hacía tiritar al uruk 2 más aguerrido. Aathor era la persona más poderosa en
1  Amigo: En oestron en el poema original “Uruk” de Cola de Ratón. Parece ser que en lengua orca no existía la palabra amigo.
2 Uruk: Orco, trasgo. Combinado con la palabra “hai” (pueblo) se reere a la
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muchas leguas a la redonda. Estaba directamente por debajo de los más cercanos al Amo.
Cuando alguien poderoso pone los ojos sobre ti, puedes echarte a temblar. Y si tú eres, amigo, uno de esos que piensa que por el mero hecho de jugar bien tus drughaz3 puedes medrar en esta ratonera, sin duda eres un ingenuo.
El humano hizo un gesto para que me levantara.
 –Acompáñame –me ordenó.
Cruzamos la sala de torturas. Las paredes de aquella vasta estancia rezumaban de deliciosa sangre roja, y me sorprendí al ver los jirones de lo que hasta hace no mucho era un ser humano. Me ex- cité. No era frecuente capturar humanos en Lug Ûdun. Los verdugos estaban de suerte: ésta noche tendrían festín.
Sin dejar de caminar, Aathor comenzó a hablarme:
 –Se te ve fuerte, Bagronk. Si participaras en las peleas, podríasconseguir ciertos privilegios. ¿Cuánto tiempo hace que no pruebas la carne humana?...
Malo es que el que manda pose los ojos en ti, pero infinitamente  peor es que te agasaje. Desde que me castigaron con este destino en la peligrosa frontera norte, mi mente me había prevenido para que
me mantuviera alejado de la primera línea de combate. Discreciónera mi lema. Así que traté de conservar el anonimato y pasar desa-  percibido. Sin embargo, estaba claro que lo no había conseguido, y que esta nueva situación requeriría nuevos planteamientos.
raza orca.
3 Drughaz: Piedra. Barbarismo proveniente del khuzdul, con raíz en la palabra Duraz, utilizado prousamente en el dialecto orco hablado por los Bosquenegrinos. Expresión utilizada también para denominar a un popular juego entre los orcos, similar a los dados.
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Salimos de la prisión. Avanzamos por los tortuosos corredores que horadan estas montañas. Al acercarnos a un almacén de armas, el pasillo se vio inundado por humos, gritos y lamentos. Al llegar a la espaciosa sala, dos púgiles más bien enclenques se esforzaban en
golpearse ante una muchedumbre enloquecida que prácticamente los ignoraba. Las apuestas y el aguardiente de hígado habían avivado entre el público reyertas mucho más violentas e interesantes que las que el anodino combate ofrecía.
Sin meternos en el tumulto, llegamos hasta el palco. Era la  primera vez que me sentaba en aquel lugar. Desde allí contemplamos
en silencio el combate, hasta que debajo de nosotros estalló una deesas trifulcas: un fornido orco arrancó el ojo izquierdo a un joven- zuelo de apenas diez años. Era agradable abandonar el cautiverio y volver a la normalidad.
El combate terminó. Retiraron los restos del perdedor, y sin más demora comenzó otra pelea. Con la vista fi ja en la lucha, Aathor
dijo:  –Tu encierro ha terminado… Tengo una misión para ti.
Asentí expectante.
 –Mañana, al anochecer –añadió sin siquiera mirarme–, dirígete a la Puerta Norte. Pregunta por el oficial de guardia. Te estará esper-
ando. Deberás hacerte cargo de dos bukras 4
. Partiréis hacia el nortede las Tierras Pardas, no lejos del Bosque Negro. Allí, desviaos al este, y buscad un campamento dirigido por un semi-orco. Su nombre es Drain… Debes contactar con él y ponerte a sus órdenes.
Su mirada seguía escrutando el combate.
 –Hazlo bien, Bagronk… ¡No falles!
4 Bukra: Garra, también utilizado para dar nombre a una pequeña unidad mili- tar. Una garra está ormada por cinco orcos.
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Y ese fue el único momento en que clavó en mí su cruda mi- rada. Sin más, se dio la vuelta y se marchó.
Rodeado de todos los lameculos de Lug Ûdun, desde aquella  privilegiada posición, vi todos los combates. Incluso bajé a pelear  por un odre de licor, que conseguí sin excesivo esfuerzo. Una vez exprimida la piel de la alimaña, allí mismo, aturdido, me recosté. Me encontraba bien. Inusualmente bien.
Cuando desperté, las antorchas de la gran sala llevaban largo rato apagadas. Me levanté malhumorado y dolorido. Después de dos lunas encerrado, era muy posible que tuviera que hacer uso de la fuerza para recobrar mis cosas. Como bien sabes, amigo, aquí, en Lug Ûdun, es práctica común que si alguien se aleja por más de dos noches de sus cosas, pierde todo derecho sobre ellas. Supongo que será así en todos los rincones en que moramos, desde las Montañas Grises hasta el Desierto del Sur.
Así que me encaminé hacia mi barracón para recuperar mis
 pertenencias: una abollada rodela de hierro y. mi posesión más pre- ciada: mi cimitarra de hoja ancha.
Al pasar junto a una de las pequeñas salas de vigilancia que se repartían por todo el interior de la montaña, vi a un grupo de orcos
 jugándose su soldada en una partida de drughaz. Pasé rápido, sin  prestarles atención.
 –¡Bagronk! –gritó la voz ronca de uno de ellos–. ¿Eres Bagronk, verdad?
Me detuve. Traté de identificar la voz, pero no la reconocí. Lentamente me giré.
 –¿Quién quiere saberlo?
Dos fornidos orcos se levantaron, abandonando la timba. Vini- eron hacia mí. Yo los conocía: eran Haft y Ong. Haft, el más joven
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era alto y musculoso, aunque algo torpe. Ong, más orondo, era de mediana edad, pero de mirada astuta.
 –Aquí las preguntas las hacemos nosotros… ¡glob5! –me dijo Haft.
Y lo certificó, acariciando la empuñadura de su arma con sus sucias uñas negras. Volví a añorar mi cimitarra; di un paso atrás, y me puse en posición de combate.
 –¿Terco, el glob, eh? –añadió mientras desenfundaba suave- mente su arma.
 –Si eres Bagronk, será mejor que nos acompañes –dijo Ong–, el Viejo quiere verte.
Estando desarmado, y al oír que mencionaba al Viejo, no tuve más remedio que reprimir mis instintos y acceder, de mala gana, a su demanda. Nos pusimos en marcha y, en menos tiempo del que se tarda en contarlo, avistamos la galería que conducía a la madriguera
de Sharkû 6. En los tiempos en que él fue importante, yo trabajé para él, cuando aquella miserable rata controlaba toda la chusma de las grutas de la zona sur.
Dos noches antes de que me encarcelaran, el cerdo de Sharkû me había fiado dos odres de licor de hígado, a cambio de unos fa- vores. No le debió satisfacer la manera en que le pagué, pues me
exigió la devolución de los odres de aguardiente. Y créeme, amigo, que mientras estuve en la celda, fueron varias las veces en que pensé que ese viejo reptil no estaría demasiado contento conmigo.
Escoltado por mis nuevos camaradas, crucé la guarnición hasta llegar al cubil del viejo, donde dos orcos armados guardaban la entrada. Saludaron a mis acompañantes y me registraron de for-
5 Glob: Orco común, tonto.
6 Sharkû: Viejo
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ma brusca, aunque apresurada. Entramos en una amplia estancia, y de entre un montón de inmundicias, asomó el húmedo hocico de Sharkû. Su enorme y sebosa cabeza tardó una eternidad en aparecer
 por completo.
 –¡Bagronk! –dijo–, siempre has sido una diminuta cagada hu- mana. Devuélveme lo mío, o serás una cagada humana aplastada por el pie de un troll.
Mientras me hablaba, sacó a patadas, de entre las mugres, un  pequeño orco. Su olor me reveló que se trataba de una hembra en celo.
 –Venerable Sharkû –dije con toda la solemnidad que fui capaz de fingir–, es comprensible tu indignación y te pido perdón. Me fue imposible cumplir el compromiso que adquirí contigo, pero como
 bien sabrás, tuve algunos problemas y me encerraron.
 –¡Ya sé que te encerraron, pushdug7! Por si aún no te has en-
terado, yo sé todo lo que pasa en este piojoso fortín. Y no creas que por pasearte bajo las faldas de Aathor te vas a librar de pagarme. ¿Dónde están los odres? ¡Los quiero ya! ¡Y con sus intereses de demora!
Sentí el tremendo impacto de un garrotazo traicionero. Un do- lor infinito galopó entre mi cerviz y mi oreja derecha. Caí al suelo.
Y vi a un infecto orco de las montañas del norte regodearse a miespalda blandiendo una porra tachuelada. No pude reprimir mi ira y desde el suelo grité:
 –¡Gordo apestoso!... Mueve tus sebosas papadas y dile a tus esbirros que no se les ocurra volver a golpearme.
 –¡Montañés! –chilló el Viejo–. ¡Aplasta a esa rata y que calle
 para siempre!...
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Aquel inútil me golpeó sin mucha contundencia en otras dos ocasiones, pero la tercera falló. Conseguí agarrarle de su gaznate y comencé a apretar. Mantuve mi presa hasta que, inconsciente, se der- rumbó. Me hice con su arma y retrocedí hasta proteger mi espalda
contra la pared. Media docena de rufianes irrumpieron en la hab- itación y avanzaron hacia mí con sus espadas desenvainadas.
 –¡Sharkû! –dije blandiendo frenéticamente la porra–. ¡Puede que haya otra manera de arreglar esto! Te daré cinco odres del mejor licor de hígado que has probado en tu vida.
 –¿Cinco? ––preguntó el Viejo recobrando la compostura–. ¡Que sean diez!
 –… ¿Mmmmm?... ¿Siete?...
 –¡Skai!8... ¿Pretendes reírte de mí?... ¡Acabad con él!…
 –Ocho me parece una cifra razonable –grité mientras a duras  penas podía defenderme de mis atacantes.
 –¡No lo matéis aún! –dijo sonriendo sarcásticamente–. ¿Y cuándo me los entregarías?
Aunque estaba claro que aquel rufián conocía todo lo que ocur- ría entre la tropa de la guarnición, era muy difícil que los asuntos que conciernen a los Amos llegasen tan pronto a los oídos de sus espías.
Lo más probable era que no tuviese ni idea de que esa misma nocheyo partía en una misión que me alejaría de allí durante muchas lunas. Así que decidí jugársela de nuevo.
 –¿Te parece bien que te los entregue pasada la medianoche? –  faroleé–. Y en prueba de mi buena voluntad, te daré no sólo los ocho acordados, sino los diez que me pedías. Es lo menos que puedo hacer
 por recuperar tu con fi
anza.
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 –Aceptaré gustosamente diez –respondió–. Pero ¿no te resul- tará muy complicado reunir tanto licor para la medianoche?
 –Tú no te preocupes, Gran Sharku –dije de manera ceremo- niosa–. Pasada la medianoche mi deuda estará saldada.
 –Bien. Espero que no vuelvas a fallar.
Y volvió a soltarme su largo y aburrido discurso que siempre terminaba con la promesa de matarme si volvía a tratar de engañarle.
Todo el mundo sabe que un muerto nunca paga sus deudas,  pero aquel viejo avaro había estado a punto de acabar conmigo. Masajeándome el cogote, abandoné la deliciosa insalubridad de la estancia, y me dirigí a mi barracón. Cuando llegué, pude comprobar que no me había equivocado al suponer que mis cosas habían desa-
 parecido. En una esquina de la cueva un trasgo escuálido dormía la  borrachera. De una patada lo desperté.
 –¡Piojoso! ¿Quién está ocupando este jergón? –dije señalando
mi encame.
 –¿A mí qué me preguntas? –farfulló–. Yo sólo me ocupo de lo mío.
Me giré. Simulé marcharme y cuando se descuidó le clavé mi calloso talón en la boca. Sentí como le arrancaba varios dientes.
Gimiendo, dijo al instante:  –… ¡Potroso!... Potroso tiene tus cosas.
 –Me parecía que no me habías entendido –le agité–. ¿Dónde está ahora ese malnacido? ¿Dónde?
 –Estará con los demás matando ratas en el vertedero –dijo en-
tre escupitajos de negra sangre.  –Bien. Has salvado el resto de tu dentadura –dije–. Otra cosa
que no te resultará difícil responderme: ¿Dónde puedo conseguir al- gún odre de licor?
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 –¡Déjalo!
Volví a girarme. Estuve a punto de volver a darle otra patada
con el talón, sólo por divertirme, pero tenía prisa. Salí de la estancia, y cuando estaba lejos le oí chillar y maldecirme. Sonreí.
El vertedero estaba un tanto apartado, así que apreté el paso  para llegar cuanto antes. Cualquier lugar de Lug Ûdun es una corrup- ta cloaca, pero el llamado vertedero provoca náuseas, incluso en los orcos más marranos. Aquella ciénaga sulfurosa engullía lentamente
las infinitas inmundicias que eran despreciadas –incomprensible- mente– por una raza nacida de la mugre. El olor allí era tan espeso que incluso dificultaba la respiración de los roedores. A pesar de ello era habitual ver grupos de orcos cazando las alimañas que habitaban aquel corrupto lodo, mientras –ebrios– apostaban sus raquíticas pert- enencias.
Vi dos grupos. En uno de ellos destacaba un orco de formidableestatura. Me acerqué. Del cinturón del gran orco asomaba una em-  puñadura, en forma de garra de dragón, exactamente igual a la de mi cimitarra. El sujeto contaba torpemente un montón de ratas muertas, que se apilaban a sus pies.
 –¡Nueve ratas y una comadreja! ¡He ganado! ¡El odre es mío!
Llegué hasta él, y con aire distraído, admiré la cuantía de sus  presas. Le lancé un potente cabezazo y sentí su nariz quebrarse. Atur- dido, cayó hacia atrás; pero antes de que se desplomara por com-
 pleto, recuperé mi cimitarra y, de un certero tajo le separé la cabeza del cuerpo. Su cadáver se derrumbó inerte. Los demás se quedaron
 paralizados, y blandiendo mi arma, les dije:
 –Esta basura uruk me robó… ¡Esta cimitarra es mía! ¡Y ahora sus ratas también! ¿Alguien está disconforme?...
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 Nadie habló. Cogí el odre de licor y, sin darles la espalda, me marché. Se quedaron inmóviles. Las cosas estaban saliendo bien: había salido de la celda, me había librado de Sharku, y había recu-
 perado mis cosas. Normalmente no suelen salir todo tan bien, así que
me sentí satisfecho. Me adentré de nuevo en las galerías de Lug Ûdun durante un
 buen rato. Luego me detuve para examinar la espada. Me di cuenta de que era un poquito más larga de lo que yo recordaba y de que el color del metal tenía otro tono. Por otro lado la empuñadura en forma de garra de dragón es la más extendida en la Frontera Norte.
Fuera mi espada o no –que no lo era– me la ajusté en el cinturón. Seacomo fuere, una cosa estaba clara: ahora ésta era mi espada.
A pesar de los muchos problemas que presenta la vida en Lug Ûdun, matar a alguien sin motivo no era uno de ellos. No porque no estuviese castigado, sino porque en la práctica nunca se denunciaba. Y no se hacía, porque nadie tenía ningún vínculo con nadie. Ni siqui-
era las madres sentían nada por sus cachorros. Así que en aquellosmomentos, los compañeros del fiambre, en lugar de pensar en ven- garle, le estarían despojando de todas sus pertenencias.
Fue entonces cuando me di cuenta de que alguien me seguía. La tarde llegaba a su fin, tenía que acudir a mi cita, pero antes de irme decidí atar bien todos los cabos. Comencé a caminar deprisa.
Despisté a mi perseguidor y en un recodo me escondí. No tardó enaparecer con actitud desorientada. Era apenas un muchacho. Con sigilo me coloqué detrás de él y le aprisioné el pescuezo con mi arma. Luego le di una paliza. Antes de que quedara inconsciente, le interrogué:
 –¿Por qué me persigues, trasgo?
 –Sharkû quiere asegurarse de que pagas tu deuda. Y te arran- cará el pellejo por lo que me has hecho, dug9.
9 Dug: Porquería
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Lo arrastré hasta unas dependencias, lo até y amordacé.
 –Dile al viejo seboso que el único pellejo mío que va a tener, es éste –dije, mientras me agarraba mis partes.
Le arrojé un odre vacío de licor, y de un patadón en la cabeza le dejé sin sentido. Me largué de allí a paso rápido. Era probable que, a estas alturas, el viejo se hubiera enterado de mi partida.
Cuando yo llegaba al puesto de guardia de la Puerta Norte, hacía rato ya que el hediondo sol había desaparecido. No me hizo falta preguntar por el oficial al mando, pues me estaba esperando.
 –¿Bagronk? –interrogó con voz aguardentosa.
Asentí.
 – ¡Sígueme, uruk!
Entramos en la gruta principal. En aquél momento, se estaba llevando a cabo el cambio de guardia y las galerías bullían de ac- tividad. Me condujo a un almacén, en el que siete orcos se hallaban sentados sobre unos barriles de sebo, escuchando las palabras acalo- radas de otro, que permanecía de pie, de espaldas a mí.
 –… y en el vertedero, aquel hijo de perra, delante de nosotros, le rebanó la cabeza de manera traicionera después de arrebatarle el arma… porque el tal Drogho era un malnacido, que yo apenas
conocía… que de haber sido alguien de mi clan, os juro que como me llamo Potroso, que a ese uruk traidor le arranco el prepucio a mordiscos.
Esto empezaba bien. Acababa de llegar y ya estaban hablando de mí. Y no negaré que fue toda una sorpresa averiguar que no había sido a Potroso a quien yo había decapitado aquella mañana en el
vertedero. Me regodeé al imaginar la cara que pondría aquel estúpi- do al darse la vuelta y verme. Pero no pudo ser, porque repentina- mente el aire en la estancia se enrareció, provocándome un profundo
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desasosiego, como si un halo de perniciosa luz hubiera contaminado hasta el último de sus rincones.
Sobresaltado me giré, y vi que entraba un ser siniestro de as-  pecto feroz, con la cabeza rapada y toda la piel adornada con oscuras runas. Vestía una túnica negra y caminaba descalza, contoneándose como una ramera del sur. Su presencia era tan repulsiva como sus
 pálidos pies, que mancillaban hasta el suelo que pisaban. Sin duda era Caleriën, la cachorra fiel de Aathor el todopoderoso numenóre- ano.
Como bien sabes, amigo, en Lug Ûdun no es del todo extraño que individuos de otros pueblos cohabiten con nosotros, al servicio del Amo. Numenóreanos, trolls, variags, sureños, e incluso piratas de Umbar 10, suelen ocupar algunos de los puestos más destacados tanto en el ejército, como en la administración. Pero los elfos, hasta la llegada de la Dama de las Tinieblas, sólo habían estado en País
 Negro abiertos en canal, empalados, a fuego lento y con una man-
zana en la boca. Allí estaba ella. La elfa de la que todo el mundo hablaba. Su
mirada me heló los huesos, aunque inexplicablemente vi en sus ojos un brillo que me cautivó. Alzó la voz y todos los presentes nos so-
 brecogimos.
 –¡A ver! ¡Basura! ¡Poneos en formación!
Y, con desprecio, fulminó con la mirada al orco más cercano. Adoptamos entonces una formación impecable.
 –¿Quién es Bagronk?
Di un paso al frente y se acercó hacia mí. La miré fi jamente a sus inexpresivos ojos. En aquel momento, amigo, me di cuenta de
10 Umbar: Secarral. Aunque hay quien sostiene que el origen de esta palabra es desconocido, para Tärilin de Enedwaith se trata de uno de los pocos barbarismos
 procedentes de la Lengua Negra que se introdujeron en el léxico del oestron.
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que, por encima de mi aversión a los enanos, está el odio que me  producen los elfos. Y si hay algo que aborrezco más que un elfo, es una elfa. No importa cuál sea su origen, aspecto, u olor. Pero sucedió entonces que, de forma antinatural, aquella hipnótica bruja me sub-
yugó, y –como presa de algún arcano conjuro– no pude evitar caer rendido a sus encantos. Pensé que eran figuraciones mías y traté de resistirme a su presencia, pero creo que eso aún fue peor.
 –A partir de ahora estás al frente de la decimotercera compañía, vigésimo-segunda garra –dijo con autoridad–. Saldrás ahora mismo hacia el norte de las Tierras Pardas, por el sendero habitual. Una
vez que dejes atrás las Colinas del Espanto 11
, dirígete al este porel camino del Mar del Sol Naciente12. Busca el campamento de un semi-orco llamado Drain, y ponte a sus órdenes. Allí le entregarás esto.
De un pliegue de entre su gruesa túnica, extrajo un pergamino lacrado y me lo entregó.
 –En otras épocas mejores para ti, serviste de correo. Así que ya sabes lo que hay que hacer. ¿Alguna pregunta, basura orca?
La miré fi jamente, pero no dije nada. Ella señaló con el dedo al único soldado que yo conocía de todo el grupo, un enorme uruk que respondía al nombre de Skash.
 –¡Tú! ¡El más grande! –dijo–. ¡Coge ese saco! Ahí hay provi-siones para varios días.
Llamó al jefe de la guardia.
 –Pertréchalos a su gusto pero no te excedas, pues puede que no vuelvan.
11 Colinas del Espanto: Emyn Muil, en Sindarin.
12  Mar del Sol Naciente: Mar de Rhûn, en Quenya. 
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La Dama de las Tinieblas dio media vuelta y, con un contoneo, se desvaneció en la oscuridad. Kjaftur 13, el capitán de guardia, nos condujo a la sala de armas. Era una nave de considerable tamaño, excavada en la piedra. De sus paredes pendían centenares de rodelas
y escudos de combate. Unas desvencijadas estructuras de madera, que formaban pasillos, sostenían lanzas, espadas, porras, cuchillos y alfanjes. En el centro de la sala, sin ningún orden se encontraban apilados petos, yelmos, brazales y grebas, de diferentes tamaños. Si se buscaba bien entre tanto desecho, se podían encontrar algunas
 piezas de estupenda factura. Así que quien encontró algún pertrecho o arma mejor que el que poseía, aprovechó para cambiarlo.
Skash cogió dos lanzas pesadas y cambió su ajado peto de cuero por una cota de malla en bastante buen estado. Era un orco gigantesco, al que yo conocía porque solía participar en las peleas organizadas, donde sabía sacar rentabilidad a su enorme corpachón.
 Nunca me disgustó su presencia y nos guardábamos respeto mutuo, que entre los nuestros, amigo, es lo más parecido a eso que los demás
 pueblos llaman amistad .
Cuando estuvimos preparados, Kjaftur  nos acompañó hasta la Puerta Norte, ordenó que la abrieran y –como es costumbre–, sin decir una palabra, se marchó. Todo el grupo, expectante, se quedó mirándome.
 –Repartámonos el peso de las provisiones –dije con autoridad. Skash volcó el saco en el suelo. Cada uno cogió una parte. Me
acerqué a Potroso, y vi que me reconocía. En voz alta, para que todos  pudieran oírme, exclamé:
 –¿Tienes algo en contra de los orcos hijos de perra que decapi- tan a otros orcos hijos de perra, para recuperar lo suyo?
 –De momento, no –dijo altivo.
13 Kjafur : Grito 
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 –¡Bien! Será como quieras que sea… ¡Venga todos! ¡En mar- cha! ¡Tenemos que encontrar esas asquerosas colinas y a ese apes- toso semi-orco!
Y así, la noche del equinoccio de primavera, nos desvanecimos en la oscuridad de las frías estepas. Y aunque es un mal augurio em-
 prender un viaje en tal fecha, caminamos ligeros y cubrimos un buen trecho sin contratiempos. Y hubiéramos avanzado más, de no ser por un maldito orco, viejo y fulero. Vicario Sueldacostillas, que así se llamaba aquel necio, no hizo más que crear problemas, entablando trifulcas sin sentido con los demás miembros de la bukra. Y no tuve
más remedio que dejarle claro quién estaba al mando. No era difíciladivinar que aquel orco marrullero iba a ser un problema añadido en nuestro viaje.
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Tierras Pardas
Habían transcurrido cinco noches de marcha. Descontando las frecuentes peleas de Vicario Sueldacostillas con el resto del grupo, y algunos breves encuentros con algunas de nuestras patrullas, la tranquilidad fue la tónica habitual.
En aquellos días, terminada  La Guerra de Pozoscuro14, los
únicos trabajos de los guerreros de Lug Ûdun, eran las tediosas guar-dias en la fortaleza, o, con suerte, formar parte de partidas de hostig- amiento. Yo no dejaba de preguntarme qué clase de misión era ésta. Tenía que encontrarme con alguien ajeno a Lug Ûdun, que además era un mestizo. Y aún peor: ponerme bajo sus órdenes. Seguro que el
 pergamino que yo portaba contenía todas las respuestas a las pregun- tas que constantemente rondaban mi cabeza. Me corroían los deseos
de averiguar su contenido, pero, como todo el mundo sabe, amigo, fisgar correo oficial te convierte en orco muerto.
Atrás habíamos dejado, sin complicaciones, las Montañas de la Ceniza y las Llanuras de la Batalla 15. La garra empezaba a com-
 pactarse. En aquellas noches, traté de trabar confianza con los ocho uruk que se hallaban bajo mis órdenes. A excepción de Catapulta,
un nervudo orco del este, conseguí conversar con todos ellos, de una
14 Pozoscuro: Moria, en Sindarin
15 Llanuras de la Batalla: Dagorlad 
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manera u otra. A pesar del mutismo de aquel uruk de rostro pétreo,  pude comprobar que era un guerrero experimentado. Justo el tipo de orco, con el que me gusta caminar.
La primera noche que descansamos a gusto fue en el Resguar- do de las Colinas del Espanto. En aquel entonces, amigo, el corrupto Durba Matavacas seguía regentando aquel avispero inundado de estiércol. Y como siempre ocurre en estos resguardos, tuvimos que
 pagar por dormir. Aquella noche nosotros éramos las únicas tropas que nos alojábamos y había sitio de sobra, pero sólo nos permitieron tumbarnos en un húmedo rincón junto a la despensa.
Cuando nos hubimos acomodado, compramos bebida y nos  pusimos a jugar a las drughaz. Pero no me gustó que El Norteño, el uruk menos avispado de la bukra, insistiera en que uno de los centi- nelas del Resguardo se uniera a nuestra partida. Jugar con descono- cidos siempre termina en pelea, así que en cuanto pude abandoné la timba. Mientras, Sueldacostillas intentaba conseguir los favores de
una fulana a cambio de un cuchillo. Me acerqué a Morrostorpes, queen ese momento se disponía a cantar:
El  fin del mundo está a punto de llegar   y los culpables
los gondorianos, el oro y dios.
 Las aguas subirán, la tierra se abrirá  y un viento ardiente que todo arrasará el apocalipsis viene y es de agradecer.
 Hay hambre odio y destrucción
hay guerra, muerte y enfermedad. El miedo ciega a esa humanidad 
esto es el  final.
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 No habrá salvación, consuelo ni perdón será tal el dolor que las piedras llorarán
 y tu misma sombra se querrá escapar de ti.
 Nada quedará, nadie escapará, ricos y pobres morirán
solo un silencio eterno sobrevivirá.
 Hecatombe, Holocausto. Suicidio
Complacido   por la interpretación de Morrostorpes, el vigi- lante de la despensa le arrojó un odre de licor. Morrostorpes le cor- respondió pegando dos largos tragos antes de devolverle el pellejo. Aclaró su garganta y empezó una nueva canción.
 –Oye tú, titiritero –dijo Durba Matavacas desde el otro lado
de la estancia–. ¿Piensas estar toda la noche graznando? Tus alari- dos tienen que estar aburriendo hasta las truchas de la Catarata Ru- giente.16
Se hizo el silencio, y la furia brotó en los ojos de Morrostorpes. Matavacas le sostuvo la mirada, desafiante. Quizás alguno de los
 presentes pensó que en aquel momento iba a haber pelea. Pero yo
no. Como bien sabes, amigo, en aquellos tiempos nadie desafiaba al encargado de un resguardo. Al fin y al cabo, por muy al norte de Lug Ûdun que se encontrasen aquellas infectas posadas, seguían siendo controladas por los clanes. Y nadie en su sano juicio querría enemistarse con ninguno de los clanes. Además el vanidoso Mor- rostorpes tenía en más estima su garganta que su nombradía, así que cambió los cánticos por la bebida, y –enfurruñado– se emborrachó solo en una esquina.
16 Catarata Rugiente: Rauros en Sindarin.
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Pronto estaría lo suficientemente oscuro como para partir. Y cuando parecía que nos íbamos a ir de aquel resguardo sin ningún
 problema, estalló una pelea. Matavacas se abalanzó sobre Vicario Sueldacostillas y lo derribó, y junto a él cayó también la ramera. Sin
duda era ella el motivo de la disputa. Matavacas no era más que un enclenque trasgo paticorto, pero era tal la furia que albergaba, que hubiera matado a Vicario, si sus hombres no lo hubieran detenido. En ese momento decidí que teníamos que largarnos de allí.
Dos jornadas más tarde recuerdo que noté que las noches comenzaban a menguar, y que los vientos cada vez soplaban con
menos fuerza. Aquella tarde estábamos acampados en una meseta alnorte de las Colinas del Espanto. Aunque Sueldacostillas aún no se había recuperado por completo de la paliza de Durba Matavacas, el infatigable uruk se enredó en una nueva disputa, esta vez con Mor- rostorpes.
 –Tu ceguera te impide percibir que hay un dios, donde tú sólo
ves un Amo más –gritó Vicario Sueldacostillas  –Yo no lo hubiera dicho mejor. Simplemente veo un Amo más
 –respondió Morrostorpes.
 –¡Sacrílego insensato! El Señor de Torreoscura es tu único dios. ¡Tú existes gracias a él! Has de saber que al principio de los tiempos unos dioses de pesadilla crearon un mundo de pesadilla,
donde no había lugar para ti… ¡Para ninguno de vosotros!... Sólo la infinita sabiduría de la Mano negra puso freno a semejante injusti- cia, y con su inmortal poder, insufló aliento vital en las entrañas de un animal salvaje, para crear la raza más perfecta que ha poblado la tierra. ¡Nuestra raza!...
 –El único que proviene de un animal salvaje eres tú –dijo Mor-
rostorpes, provocando nuestras carcajadas.
 –Reíros si queréis, sí…reíros… pero, gracias a Él, nuestra raza fue temida, por todas las demás a lo largo y ancho de este mundo.
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Y, celosos de su poder –que es el nuestro– reyes humanos, enanos y golugs17, se confabularon para declararnos la guerra…
 –¿Te vas a callar ya? ¿O tendré que callarte yo? –interrumpió Morrostorpes
Aquella amenaza no surtió ningún efecto en aquel calvo loco,  pues se limitó a mirarlo con desdén, y a alzar aún más la voz:
 –… y aquellos incautos no tardaron en darse cuenta del error que habían cometido: el Ojo Sin Párpado era invencible en el campo de batalla. Sin embargo, la execración de aquellos seres desprecia-
 bles y cobardes no tenía límite, y recurriendo a las más pér fidas artes, con la ayuda de magos, consiguieron cercarlo y asesinarlo a traición. Pero el poder y el odio del Nigromante Supremo son tan formida-
 bles, que le hicieron regresar de entre los muertos para vengar tan  pér fida ofensa. Y por eso tú, yo… y todos nosotros estamos aquí:  para devolver el dolor a aquellos que causaron tanto sufrimiento a nuestro padre. Ese debería ser tu único objetivo… ¡Vuestro único
objetivo!
Y sin terminar de hablar, el calvo lanzó un terrible puñetazo a Morrostorpes, que lo derribó. Y así empezó otra pelea. En tales situa- ciones, amigo, si yo estoy al mando, siempre actúo de la misma man- era: uno, desarmar a los contrincantes, y dos, organizar las apuestas.
Cuando Morrostorpes estaba a punto de estrangular al calvo –yliberarme de un indudable problema– una nube de polvo apareció en el horizonte. Detuve la pelea y cancelé las apuestas. Una división de los ejércitos orcos descendía hacia País Negro18. Estarás de acu- erdo conmigo en que ante una horda de uruk en retirada, lo mejor es esconderse. Pero eso no fue posible, pues sus exploradores ya nos habían detectado. En un principio nos tomaron por desertores,
aunque cuando vieron el sello lacrado de Aathor, su actitud cambió
17 Golug: Elo
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 por completo e incluso compartieron parte de sus provisiones con nosotros. Muchos de ellos eran veteranos de la guerra contra los ena- nos, y después de la caída de Pozoscuro habían pasado algunas lunas sirviendo al Amo en La Colina de la Hechicería19. Ahora regresaban
a la Meseta de Gorgoroth20  para reunirse con un gran ejército. Du- rante aquella improvisada cena me enteré de que aquellos guerreros habían tenido el privilegio de torturar a un poderoso rey enano que había sido hecho prisionero.
Bajo una intensa lluvia, dos noches después, divisamos el Bosque Negro. Casi al amanecer dimos un rodeo en dirección al
camino que conducía al Mar del Sol Naciente, y encontramos lascolinas desprovistas de vegetación de las que me había hablado Caleriën. Con un poco de suerte, en unas noches encontraríamos el campamento del semi-orco. Y allí estuvimos buscando su rastro por las inmediaciones del camino a Orientalia21, pero no encontramos ni huellas, ni marcas, ni olores.
Aunque ocasionalmente nos distrajimos dando muerte a algunasabrosa alimaña, el mal tiempo nos obligó a recorrer un buen trecho casi sin descansar. Una noche, cuando las lluvias cesaron, el viento nos trajo el apetitoso aroma de la sangre humana. Y casi al alba, cu- ando nos disponíamos a buscar cobijo del sol y de sus radiaciones infectas, dimos con los rescoldos de una pequeña hoguera. No hacía mucho que allí habían dormido tres seres humanos, probablemente
hombres del este. Durante el viaje, Pintuñas  – un orco chaparro, y charlatán hasta la extenuación– se había revelado como el mejor ras- treador. Aquella vez tampoco me decepcionó.
 –Son tres jinetes –informó– pero estamos de suerte: uno de los caballos está herido en una pata.
19 La Colina de la Hechicería: Dol Guldur en Sindarin
20 Gorgoroth: Desierto al sur de las Montañas de la Ceniza
21 Orientalia: Rhûn en Sindarin 
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 –¡Hoy caminaremos también de día! –ordené ante las miradas enojadas de la bukra.
Como bien sabes, caminar de día es doloroso. Nuestras facul- tades y resistencia se ven reducidas al mínimo. El peso de la luz nos aplasta, y la claridad nos asusta. Casi es preferible estar preso en las mazmorras del Amo, a soportar la tortura del sol.
 –¡Nos negamos a caminar de día!... –dijo Vicario Sueldacostil- las, azuzando su honda–. ¡Al Dios no le gusta que su pueblo se ar- rastre en la sucia mañana!
 –Aún con un caballo herido, los hombres del este se moverán veloces –aseveré–. Si perdemos la mañana descansando, es muy
 posible que no podamos alcanzarlos. En cambio, si nos esforzamos, os prometo que antes de que acabe la noche tendréis información sobre el semi-orco, y… ¡comeréis carne humana!
Mi arenga pareció animarlos: unas maliciosas sonrisas se es-
 bozaron en sus rostros. Incluso algunos se relamieron, pero VicarioSueldacostillas insistió:
 –¡Sacrílegos! ¡Yo no caminaré de día!... A buen seguro, el Amo os castigará. ¡Ojala vuestros cuerpos desollados se pudran en las ma- lignas aguas del Nimrodel y sirvan de alimento a insignificantes lar- vas de sabandija! Vuestras blasfemias, y vuestros actos contra natura
son el peor insulto que vuestras débiles mentes pueden oponer a la pureza de nuestra orgullosa raza.
Desde que partimos era la primera vez que alguien desobedecía mis órdenes abiertamente. Me acerqué a él, pero se agachó y rápida- mente colocó una piedra en su honda.
 –¡No es necesario pelear! –dije con voz apaciguadora–. Si no
quieres ir, no iremos. ¡Busquemos un refugio!
En el momento en que bajó la guardia, me abalancé sobre él y la propiné un violento cabezazo. El hijo de perra, intuyó mi ataque
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y se agachó. Me desgarré la frente, pero él quedó aturdido. Cegado  por mi sangre negra, perdí el control y le di una bestial paliza. De no haberme retenido los demás, lo hubiera matado allí mismo. Dolorido y cojitranco, le obligué a caminar encabezando el pelotón.
Aún cuando el indómito sol se ocultaba entre las nubes, avan- zamos despacio. Pero cuando éstas desaparecían y la maldita antor- cha celestial mostraba toda su fuerza, su venenosa claridad convertía nuestra marcha en un triste vagabundeo de ancianos.
A media mañana encontramos un caballo muerto: tenía la pata herida –tal como Pintuñas  había predicho– y, su cadáver todavía estaba caliente. Las Tierras Ásperas habían podido con él. Dimos cuenta de sus vísceras, bebimos su sangre, y corrompimos su hígado dentro de lo que aún restaba de unos odres de licor. Después enter- ramos todo lo demás, por si había oportunidad de aprovechar la car- roña a nuestro regreso.
Aullamos cuando nos escupió la luna con su lapo gélido, pues
se había hecho eterna la llegada de la oscuridad. Bien pasada la me- dianoche, Pintuñas  percibió que las huellas de los caballos eran más ligeras. Era evidente que se habían dado cuenta de nuestra perse- cución, y por ello habían abandonado sus bestias para despistarnos. Retrocedimos sobre nuestros pasos. Fue complicado descubrir el lu- gar donde habían dejado sus monturas, pues la mayor parte de sus
huellas se habían borrado bajo las pisadas de nuestras botas. Nosencaminamos hacia unas colinas al norte.
Pronto percibimos su olor, y con él saboreamos su miedo. Estaban por allí, escondidos en algún agujero, o entre la raquítica vegetación. Skash consiguió determinar la procedencia del nutri- tivo aroma. Entre unas árgomas se ocultaban temerosos. Hicimos una maniobra envolvente: cuatro de los nuestros, comandados por Skash, se colocaron tras ellos. Los cinco restantes cerramos el cír- culo por el frente.
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 No tuvieron ninguna oportunidad: el más joven de ellos tenía un brazo en cabestrillo y en el otro blandía una espada corta. Los otros dos nos apuntaban con sus arcos cortos de caza. Por la espalda, Potroso asaetó a uno de los arqueros, y Skash con su lanza mató al
herido. El más viejo disparó su flecha y erró. Corrí hacia él, y antes de que sacara su daga, de un salto le golpeé con el pomo de mi es-
 pada. Se desplomó.
Lo desperté a patadas. Se volvió loco de furia y tristeza, al ver que estábamos devorando los cadáveres de sus hijos. Inexplicable- mente los humanos son así, amigo. Fue placentero torturarlo, aunque
la ira y el odio, le hicieron casi insensible al dolor. Yo me empeñé endesbaratar esa pasajera inmunidad, y al final habló.
Entre alaridos nos informó de que un grupo de salteadores uruk   comandado por un mestizo merodeaba por la región. Se decía que su campamento se escondía en las Colinas de Orientalia, en un lugar recóndito, al que sólo podía accederse a través de un desfiladero. Este
angosto camino, que unía las Colinas de Hierro con las Montañas dela Ceniza22, despuntaba al este de aquellas estribaciones. Aunque esa ruta permanece olvidada, fue muy transitada en los tiempos en que se estaba construyendo Torreoscura23.
Dejé que la bukra se divirtiese con los restos de los prisioneros. El camino había sido duro y convenía que la moral de la tropa estu-
viese bien alta, así que pasamos el resto de la noche muy entreteni-dos. Por la mañana nos dimos un respiro, y no ordené seguir la mar- cha hasta que no se ocultó el picante sol. Avanzar después del festín fue mucho más fácil, y hasta Sueldacostillas se mostró más sumiso. Después de dos jornadas sin contratiempos, aparecieron las cumbres oscuras de los Montes de Orientalia. Allí viramos al norte.
22  Montañas de la Ceniza: Ered Lithui en Sindarin
23 orre Oscura: Barad Dûr en Sindarin 
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Esa misma noche encontramos el rastro de la vieja senda, y en aquel descarnado paisaje buscamos abrigo. Había pasado sólo un rato desde el alba, cuando nos sorprendieron no menos de treinta orcos zarrapastrosos, armados hasta los colmillos. Aunque tuvimos
tiempo para formar un compacto círculo defensivo no pudimos evi- tar que nos rodearan. Un orco cabezón y nauseabundo capitaneaba el grupo.
 –¿Qué hacéis aquí, basura trasga? –dijo con desprecio–. ¡En- tregadnos vuestras armas y acompañadnos!
 –¿Acompañaros? –respondí con firmeza–. ¿A dónde? y… ¿porqué?
 –¡Glob! –respondió–. ¿Todavía no te has dado cuenta de que hoy no es tu día de suerte?... ¡Tenéis dos opciones! ¡O morir aquí, o ser esclavos!
Antes de yo pudiera decir nada, Catapulta, miró desafiante a
los ojos del capitán, e intervino:  –Me asusta más tu enorme cabeza purulenta, que tus aburridas
 bravatas. Te vas a pasar toda la mañana hablando o ¿vas a venir aquí a recoger a tus esclavos?
Era la primera vez que oía su voz. Y por el cariz que tomaba la situación llegué a pensar que también iba a ser la última. Nuestros
oponentes empezaron a cerrar más el círculo. Sentí la tensión en los músculos de la bukra. En ese momento, grité:
 –Si sois soldados de Drain, ¡deteneos!... ¡Os conviene no inter- ferir en sus asuntos! Contamos con la protección de los Amos.
El orco cabezón dudó. Pensativo se mesó nerviosamente sus
escasos cabellos y al fi
n habló:  –¡Está bien! –dijo al fin–. ¡Entregad las armas y acompañad-
nos! Drain decidirá…
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En nuestro bando se desató un sordo murmullo de desapro-  bación.
 –¡Os acompañaremos! –contesté–, pero no vamos a entregaros nuestras armas. Iremos como iguales. Además nosotros sólo somos nueve y vosotros casi media centena.
El cabezón volvió a permanecer pensativo durante otro rato. Con cachorril disimulo movió sus dedos para calcular la veracidad numérica de mis palabras.
 –¡De acuerdo! –dijo, saliendo de su ensimismamiento.
Y caminó hacia Catapulta y le tendió la mano.
 –¡Sin rencores! –dijo esbozando algo parecido a una sonrisa.
Cuando Catapulta estrechó su mano, el cabezón, con la izqui- erda le propinó un tremendo puñetazo. Tal vez pensó que lo pilla- ría por sorpresa y lo derribaría, pero Catapulta se mantuvo firme y
comenzó un violento combate a golpes. De nuevo los ánimos se ten-saron y ambos grupos desenvainamos nuestras armas. Rápidamente, me acerqué hasta los dos contendientes y, con la ayuda de uno de los orcos zarrapastrosos, los conseguí separar. Una vez se calmaron los ánimos, caminamos junto a ellos.
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Dos pobladas trenzas pelirrojas
Bien entrada la noche, las tupidas nubes que ocultaban la luna se desplomaron sobre nosotros. El sendero se hizo imperceptible, pero nuestros captores conocían bien el camino. Un buen rato después, entre la niebla, distinguimos una pequeña meseta que se elevaba ante nosotros. Nos abordaron varios grupos de centinelas, dispuestos en anillos concéntricos en torno al pequeño altozano. Cuando llegamos
a la loma, vimos que estaba completamente horadada por grutas y excavaciones zafias: parecía un trozo de carne descompuesta, perfo- rada por insaciables gusanos.
Entramos por uno de los agujeros que se abrían en su super ficie. Y, por pequeños pasillos que incluso nos obligaban a encorvarnos, nos llevaron hasta una gran cueva de paredes y techos alambicados.
Allí, no menos de cien orcos haraposos bebían, comían, peleaban, o fornicaban, creando un bullicio similar al de un termitero rebosante de comida.
Una vez en la sala, la partida de orcos que nos había tratado de capturar, se diluyó entre la muchedumbre allí presente. El orco ca-
 bezón que los comandaba nos hizo detenernos y dijo que le esperáse-
mos sin movernos de allí. Era tal la algarabía que allí había, que casinadie reparó en nosotros. El orco cabezón apenas tardó en volver.
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 –¡Tú! –me dijo–. ¡Acompáñame!... Los demás podéis hacer lo que queráis, eso sí, sin abandonar esta sala.
Crucé la interminable estancia tras él. Pude observar a una orca en celo ordeñando a once machos a la vez. Era una actividad espec- tacular, en la que intervenía todo su organismo, pero a pesar de sus indudables habilidades, me resultó tremendamente repulsiva. Para serte franco, amigo, el único deseo que se despertó en mí, fue el de darles a todos una paliza. 
 Nos introdujimos en otra gruta. Dos guardianes hicieron que les entregara mis armas. Esta vez creí conveniente no protestar. Cami- namos por un corredor más ancho que los anteriores, y débilmente iluminado por candiles de aceite. Todo un lujo para aquellas ratas, amigo. Antes de entrar en otra sala me cachearon a conciencia.
La habitación era espaciosa. Las paredes estaban cubiertas de tapices y telas coloridas, dando un chocante aire señorial a una cueva tan rancia. Al fondo se alzaba una chimenea de casi cuatro brazas,
excavada en la piedra, que representaba una enorme boca de dragón abierta. Hacía tiempo que no había sido utilizada. Una lujosa cama con dosel, varias sillas y una amplia mesa de madera repujada con- stituían el resto del mobiliario.
Sentado en una de las sillas se hallaba un extraño personaje. Hubiera podido pasar por un enano, de no ser por sus pronunciados
incisivos inferiores, que se alzaban casi hasta clavarse en su nariz an- cha y prominente. Dos pobladas trenzas pelirrojas dividían su barba. Cubría su cabeza con un sombrero negro de ala ancha con una larga
 pluma escarlata. Vestía un jubón azul de costoso tejido y una capa roja tachonada con bisutería y bordada en oro. Multitud de collares,
 brazaletes, pendientes y pulseras completaban su atuendo. Advertí que bajo aquellas extravagantes ropas se ocultaba un cuerpo recio y musculado. El singular sujeto estaba concentrado haciendo ano- taciones en un pergamino. Alzó la vista y me sonrió mostrando su sucia y descarnada dentadura.
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 –¡Vosotros!... podéis iros –dijo a sus sirvientes.
Salieron de la estancia y quedamos a solas. Durante un rato siguió con su labor sin siquiera mirarme. No supe distinguir si de verdad tenía que acabar su trabajo en el pergamino, o astutamente trataba de incomodarme para observar mi reacción. Por fin, dejó su quehacer, me miró fi jamente y, pateando con prepotencia una de las sillas vacías, me dijo:
 –¿Qué haces ahí de pie, como un pasmarote? ¡Siéntate!
El enanorco llenó dos vasos con el licor de una jarra de barro
negro y deslizó sobre la mesa uno hacia mí.  –¿Qué opinión te merece este licor? –preguntó–. Los variag
son expertos fermentadores, ¿no te parece?
 –No me desagradan las bebidas humanas, pero si no están cor- rompidas con vísceras, considero que no son lo suficientemente sa-
 brosas.
 –Olvidaba que el paladar no es el sentido fuerte de los orcos… ¡Bueno! ¡Ya está bien de cortesías! ¿Qué te ha traído hasta aquí, car- roña?
Dejó de sonreír y me escrutó con sus fieros ojillos.
 –Me envía Aathor. Me ordenó que te encontrara –dije mientras
le hacía entrega del pergamino.
Rompió el lacre y, sin prisas, examinó la carta. Después de estar un buen rato enfrascado en ella, la plegó y la dejó encima de la mesa, junto con el otro pergamino.
 –¡Grong!... –vociferó Drain.
 Nadie acudió a su llamada. Drain volvió a gritar ese nombre varias veces, pero el tal Grong no se presentó allí. Se levantó mal- humorado y entre ininteligibles blasfemias en khuzdul, abandonó la
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estancia. Me llené otro vaso de licor, apuré un trago y sin perder tiempo cogí la carta y la leí todo lo rápido que pude.
Saludos, mi  fiel Drain:  Ha llegado el momento de ponerse en camino. Por fin sé dónde
se encuentra el mapa que tanto tiempo llevamos buscando.
En unas minas abandonadas, entre las laderas de las Mon- tañas Nubladas, al sur de los Campos Gladios, malvive un pequeño grupo de enanos, proscritos entre los de su raza. Entre sus reliquias guardan un antiguo libro. Por tu condición de semi-enano puede que no te sea difícil negociar con ellos. De todas formas, el modo en que lo consigas es cosa tuya.
Una vez te hayas hecho con el libro, deberás despegar sus cubiertas y en el reverso del cuero que lo encuaderna, hallarás un mapa. Cuando lo hayas encontrado, uno de mis hombres se pondrá
en contacto contigo.
Este trabajo será complicado, y el viaje será largo. Pero ahora más que nunca necesitamos concluir con éxito esta misión. No esca- times en medios, ni vaciles a la hora de sacri ficar a la tropa que te envío, si ello fuera preciso. Sírveme bien. Te recompensaré.
El hombre de Númenor 
Hay una creencia extendida entre todas las razas de la Tier- ra, de que nuestro pueblo carece de las facultades necesarias para aprender a leer. Como bien sabes, amigo, hay demasiadas creencias equivocadas sobre nosotros.
Me molestaba que el perro numenóreano me utilizase para au- mentar su museo particular de objetos ostentosos. Si Aathor podía utilizar a nuestra gente para su lucro personal, ¡cuánto más lícito
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sería que yo, un humilde soldado –quien realmente corría con los riesgos de la aventura– fuese la persona elegida para obtener unas monedillas, que me permitiesen un cómodo retiro en el extremo me- ridional del continente! Desde aquel momento comencé a ver la mis-
ión de otra forma. Transcurrió largo rato antes de que Drain volviera, pues me dio
tiempo a memorizar la carta y a vaciar la jarra de aquel degradado  brebaje. Al fin Drain entró en la estancia, acompañado por un orco de pequeña estatura, aunque de aspecto feroz. Se cubría con casco y armadura. Sus prominentes colmillos y sus largas y simiescas ex-
tremidades mostraban a todas luces su condición de uruk sureño.Drain extendió sobre la mesa otro pergamino que traía consigo. Se trataba de un mapa.
 –¡Acércate, Grong! –dijo al sureño, mientras señalaba un punto en el mapa–. ¿Te suena de algo el nombre de Kharaz-Anghaz?
 –Era sólo un cachorro cuando participé en la toma de Pozos-
curo. Allí oí por primera vez ese nombre. Algunos hablaban de unas antiguas minas de hierro agotadas, situadas entre las Montañas Nub- ladas y el sur de los Campos Gladios, muy cerca de Luzdorada24. Se decía que en aquel lugar subsistía un pequeño clan de enanos pobres y despreciables, hasta para los de su propia raza, conocidos como los grimumgark 25.
24 Luzdorada: Loriën en Quenya.
25 Grimumgark: Combinación de dos palabras en Khuzdul. Existe cierta contro- versia a la hora de determinar el origen del prejo “grim”. Mientras para la escuela ocial khuzdulista provendría del término “grim” –alocado, terco– , para la univer-
sidad khuzdul del este proviene de la palabra “ungrim” que hace reerencia a un enano que no ha cumplido una promesa; un enano en quien no se puede conar. En cambio, el origen del sujo ”umgark” es incuestionable, pues toda la doctrina apoya la teoría de que proviene del sustantivo homónimo, con el signicado “de calidad inerior, mal hecho”.
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 –¿Y cómo es que ese enclave enano no fue arrasado como to- dos los demás en la batalla de Sombriarroyo26? –inquirió Drain.
 –Si resistió, debió ser por su proximidad al territorio de la Bru-  ja Blanca.
 –¿Podrías señalarlo en el mapa? –inquirió Drain, al tiempo que trataba, inútilmente, de llenar un vaso de licor con la jarra que yo acababa de vaciar.
Grong escudriñó el mapa con sus frenéticos ojillos y señaló un punto. Drain, con aire distraído, dejó la jarra, cogió una pluma y
dibujó cuidadosamente una marca, y añadió después, con letra prim- orosa el nombre de Kharaz-Anghaz. Sopló la tinta.
 –¿Cuántas ratas de esas, crees que pueden vivir en Kharaz- Anghaz?
 –¿Quién sabe? –respondió Grong, encogiéndose de hombros–. Aunque me inclino a pensar que más bien pocos.
 –Pues no nos vendría mal saber con cuántos potenciales guer- reros podríamos encontrarnos –murmuró Drain para sus adentros.
El enanorco pidió a gritos una jarra de licor, sonrió enseñando sus colmillos porcunos y prosiguió.
 –En cualquier caso, por mucha prisa que tenga el numenóre-
ano, tenemos más asuntos que atender. Los demás negocios no pu- eden esperar, así que antes de pasar por aquellas minas, nos daremos un paseo por el Bosque Negro y haremos una visita al  pederegh27. Además, con un poco de suerte, a ese viejo marchante podríamos
26 Sombriarroyo: Azanulbizar, en khuzdul, la lengua enana. 
27 Pederegh: apelativo de origen extranjero para reerirse a los olog-hum (semi- troll), sin duda mezcla de las palabras orcas “olog”( troll), y “hum”( humano). ambién empleada en ocasiones, a modo de insulto.
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sacarle algo de información. Grong, elige a dos buenos uruk y, en cuanto anochezca, espérame en la Gran Sala listo para partir.
Mientras Grong abandonaba la estancia, Drain se levantó de su asiento, volvió a pedir a gritos una jarra, y se colocó tras de mí. No supe por qué, pero me incomodó su cercanía.
 –¡Tú, Uruk! –me dijo con su voz más dulce–, ¿cómo has dicho que te llamabas?
 –¡Bagronk! –respondí sin girarme.
 –Pues bien, Bagronk, supongo que cuando saliste de Lug Ûdun, ya estabas informado de que a partir de ahora tú misión continuaba
 bajo mis órdenes. ¿Ha quedado todo claro?
 –Tan claro, como las aguas del mar de Aguatriste28.
 –Pues si es así, ten preparados a tus hundur 29 en la Gran Sala. Esta noche partimos para Kharaz-Anghaz.
Apenas había acabado de decirlo cuando pateó con fuerza las dos patas de la silla en la que me balanceaba cómodamente. Sorpren- dido, rodé por el suelo.
 –¡Y la próxima vez bebe sólo cuando yo te lo ofrezca!
Cogí aire y apreté mis puños hasta clavarme las garras en la
 palma, para contenerme. Me levanté despacio, y de la forma mássolemne que pude, me sacudí el polvo. Tranquilo, le sonreí. Y después de preguntarle si necesitaba algo más de mí, salí serena- mente de la habitación.
28  Aguatriste: Nurnen en Sindarin
29 Hundur: Perros
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Insignifi cantes asuntillos comerciales
Toda la animadversión que me producen los mestizos se agudizó durante las ocho jornadas siguientes. El nuevo jefe resultó ser verdaderamente asqueroso, aunque no eran mejores sus dos guar- daespaldas, ni su escuchimizado lugarteniente. Los aborrecí desde el mismo momento en que partimos de aquella madriguera.
Aquel mestizo nos hizo cargar con cuatro pesados bultos quenos fuimos turnando entre los de mi tropa. Estaba claro que Drain quería sacar una rentabilidad extra al encargo de Aathor, con algunos negocios particulares, utilizando sin pudor nuestras espaldas gratui- tamente. Así que, magullados por el peso de las mercaderías, ordenó que nos dirigiéramos camino del Bosque Negro.
Durante todas aquellas frías jornadas, aquel engendro nos obligó a viajar a marchas forzadas. Se veía que tenía prisa por de- shacerse de aquellos malditos fardos, para poder continuar con el encargo del numenóreano. A latigazos y a estacazos, nos hizo volar hasta el extremo sur del Bosque Negro. Allí Drain buscó un refugio, y fue la primera vez que pudimos descansar debidamente. Cuando es- tuvimos instalados, nos contó sus planes: tres de los nuestros debían
acompañarle al interior del bosque, mientras los demás debíamosesperar allí, hasta su regreso. Confíe en no ser uno de los elegidos.
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Pero mi confianza me traicionó una vez más, amigo. Definiti- vamente a aquel enanorco no le caía bien, pues adiviné un perverso goce en sus ojos cuando me señaló con su garra. Yo, y sus dos guar- daespaldas le acompañaríamos al interior de aquel infierno verde.
Entre los cuatro cargamos con todos los fardos de mercancías y partimos. A pesar de que aún era de día, trotamos en dirección noroeste, de forma que antes de que acabase la noche llegamos al extremo suroccidental del Bosque Negro. Avanzamos por el linde de aquella inquietante masa boscosa durante toda la mañana siguiente hasta que enfilamos hacia el este. Allí, por un angosto sendero nos
internamos en la jungla. A medida que nos adentrábamos en la espesura, sentí que –a
 pesar de que el baboso sol estaba en su cenit– mis pasos se volvían livianos, y mi cansancio desaparecía casi por completo. Una agrada-
 ble sensación de seguridad me envolvió. Me pregunté por qué; la seguridad no es un sentimiento demasiado habitual en un orco. En
realidad, amigo, en este mundo sólo podrías sentirte seguro si todoslos seres vivos se convirtieran en putrefactos cadáveres y abonaran una idílica tierra, yerma y vacía.
Caminábamos presurosos y en silencio. De pronto, el escolta que encabezaba la marcha se deshizo presurosamente de su fardo, sacó su cimitarra y nos hizo un gesto para que nos detuviéramos.
Una gran telaraña de denso entramado cortaba el camino. Los hilos,tensos como maromas, se hallaban recubiertos de una pasta viscosa a la que se habían adherido polvo y filamentos vegetales en des- composición. Desenvainamos nuestras armas. El silencio se hizo opresivo: mi recién adquirida vitalidad se transformó en un singular estado de presencia. Sin acercarnos siquiera a la trampa continuamos nuestro camino. Durante un buen rato no me abandonó la sensación
de que en aquel lugar había algo temible acechándonos.
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A medida que avanzábamos por el bosque, el número de tram-  pas eiturthrug30  aumentó considerablemente. Mi sangre negra se heló por un instante cuando entre mis pies se enredaron los restos deshechos de una antigua y pegajosa telaraña. Las últimas flemas
solares que se colaban –a duras penas– entre las selváticas copas de los árboles, empezaron a desaparecer. Nos detuvimos en un claro. El jefe me ordenó que preparara una pequeña hoguera. Mientras la estaba encendiendo, me dio la impresión de que los gigantescos ár-
 boles que bordeaban el claro gemían amenazantes.
A la noche siguiente reanudamos la marcha y no tardó en lle-
garnos el hedor de un asentamiento uruk cercano. En un claro del bosque nos topamos con un bullicioso villorrio en el que se levanta-  ban decenas de cabañas y chamizos.
Cuando nos adentramos me di cuenta de que todo el pueblo era un gran mercado de esclavos. Orcos, humanos, enanos, y algún que otro elfo eran la mercancía que por allí deambulaba. Entre aquella
marea de presos, cadenas, y látigos se mezclaban los puestos de al-gunos herreros, chamarileros y quincalleros. También había tabernas en las que comer y beber algo, y algún que otro prostíbulo.
Sorteando a los mercaderes de esclavos, y sin hacer caso a las  prostitutas, que insistentemente nos ofrecían sus mercaderías, Drain se dirigió a una cueva excavada en el suelo a las afueras del poblado.
Fue entonces cuando tronó una voz:  –¿Quiénes sois y qué queréis?
 –¡Soy Drain! ...y busco al viejo y gordo Pederegh.
 –¿Drain? –volvió a tronar la voz desde dentro de la cueva–. ¿Te refieres a Drain el Mestizo? ¿Ese embaucador hijo de un orco tarado
y de una ramera enana?
30 Eiturthrug: Arañas gigantes, Asesino venenoso. érmino derivado sin duda de las raíces “Eitur” (veneno), y “Trug”(Asesino).
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 –Bueno, exactamente no describiría yo así a mis antecesores,  pero sí… ése soy yo.
 –¿Estás seguro de que hablamos de la misma persona? Por lo que tengo entendido, a ese cabrón lo devoraron hace tiempo unos wargos en las estribaciones de las Montañas Grises.
 –Eso es lo que yo quise que creyeran todos los débiles mentales del sur del Bosque Negro.
 –Jo, jo, jo, jo… ¡Cuánto tiempo, Drain! –contestó la voz–. Me alegro de que seas tú, compadre, y no algún ratero de los que abun-
dan por aquí. Cada día estoy más viejo y más perezoso, y a mi edad me cuesta un cierto esfuerzo pelear. Me canso. Además ya no sabría dónde guardar más cráneos de ladrones insensatos.
A grandes zancadas, salió de la gruta una gigantesca y oronda figura negra con espeluznantes ojos rojos. Se acercó hasta nosotros. A pesar de su mirada de fuego, su afilada lengua púrpura, su ne-
gra piel escamosa y su tremenda cara de idiota, su aspecto era casihumano. Portaba una gran maza de bronce tachonada con oro, que atenazaba con su hercúleo brazo. Unas extravagantes pieles se pud- rían sobre su colosal corpachón. Viéndolo de cerca me estremecí al comprobar que se trataba de un auténtico semi-troll.
 No sé si te habré dicho, amigo, que todas las razas, incluida la
nuestra, me resultan terriblemente repulsivas. Pero es que hay algoen los mestizos que revuelve mi oscura sangre. Lo que más me re-  pugnaba de esta antinatural mutación era que tras esa torpe fachada de troll, se escondía un astuto humano. Desde ese mismo momento, tuve la impresión de que a este tipo no podría ocultarle mi antipatía, ni mi desprecio.
 –Si se trata de una visita de cortesía –añadió el Pederegh–, mealegro de verte, te saludo, y… ¡hasta la próxima, compadre! Aho- ra… si lo que quieres es hacer negocios, mejor será que cojas tu mercancía y entres en mi confortable morada.
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 –Mis visitas a los amigos –dijo Drain– siempre son de cortesía. Eso no quita para que, ocasionalmente, acabemos hablando de insig- nificantes asuntillos comerciales.
 –¿Insignificantes asuntillos comerciales? –rió el pederegh–. ¡Esos, junto a los negocios, también los trató en mi guarida! Así que recoged vuestras cosas y acompañadme.
Cargando con los fardos, entramos en el interior de la cueva y caminamos en zigzag por sinuosas galerías. Nunca había tenido no- ticia de que estos seres híbridos, mitad troll, mitad humano, fueran algo más que otra estúpida fábula fraguada por uruk libidinosos en torno a una hoguera. En aquel momento me resultó bien fácil com-
 prender el problema que debía entrañar la mezcla entre dos razas de tamaños tan dispares. Mi cabeza me llevó a fantasear con las
 posibilidades sexuales de este espinoso asunto. Riendo entre dientes  pensé en los inconvenientes que encontraría el descomunal aparato de un troll adulto, al intentar horadar el minúsculo arañazo que las
humanas guardan tan celosamente en su entrepierna. Y lancé unaimperceptible carcajada al imaginar qué haría el minúsculo apéndice humano perdido en la inmensidad de la carnosa alcantarilla skessa 31
Jugué a suponer la ascendencia del nuevo personaje. Sospe- ché que su depravada expresión humana sería herencia de alguna corpulenta variag, quebrantada violentamente junto a la ribera del
 Rio Rápido  32
 por el monstruoso cuerpo negro de algún lascivo olog-hai de Gorgoroth. No pude evitar volver a sonreír al imaginar los alaridos de muerte que proferiría la gordinflona mujer, al alumbrar semejante abominación.
31 Skessa: mujer troll 
32 Río Rápido, en Oestron en el poema original de Cola de Ratón. Se trata de otra de las escasas aportaciones del oestron a la toponimia de la lengua negra,
 posiblemente por el uso prouso del término por los variags.
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Llegamos a un cubil profusamente iluminado por decenas de lámparas de aceite, ornamentadas con abalorios recubiertos de excre- mentos. Las grasientas paredes –recargadas de tapices, armaduras, y utensilios– me resultaron casi escabrosas. Mesas, sillas, arcones y
otros muebles, almacenados de modo caótico, terminaban por con- vertir aquel almacén en un indecente laberinto. El suelo también es- taba lleno de excrementos y era el complemento adecuado para tan detestable pocilga. Semejante antro sólo era comparable al nido de una urraca de intestinos corrompidos.
¿A qué viene esa cara de incredulidad, amigo? ¿Te sorprende
que critique la suciedad y el desorden? Créeme, hasta tú habrías sen-tido náuseas allí.
Tras un montón de barriles, en una desvencijada mecedora se hallaba repanchingada una oronda humana. Se balanceaba distraída, y si nuestra llegada le causó alguna emoción, nadie pudo percibirlo. Sus pálidas e indolentes carnes estaban pintarrajeadas con extrañas
runas. Tenía toda la cabeza rapada, excepto una raquítica coleta, que –grasienta– se escurría entre su mofletudo cogote, como una babosa atrapada en los blancuzcos intestinos de un perro.
 –¡No seáis tímidos! –bramó Pederegh –. ¡No os quedéis de pie! Dejad los fardos aquí mismo, y sentaos donde queráis, Jo, jo, jo.
Drain cogió un formidable trono de madera repujada, sacudió
la mugre como pudo y se sentó plácidamente. Yo opté por separarme un poco del grupo, y acomodarme en una esquina. Nuestro anfitrión me miró. Y aunque el encuentro de nuestras miradas fue fugaz, volví a tener la certeza de que mi presencia no le agradaba.
 –Veo que tu hogar está más acogedor que en mi última visita  –dijo Drain mostrando todos sus colmillos en una amplia sonrisa.
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 –Ni te imaginas la mano que tienen las woses33  para los asun- tos domésticos –respondió el medio troll, mirándome de nuevo, de soslayo.
Hizo un gesto a la humana para que le trajera licor de una ala- cena. La mujer se levantó y, moviendo sus palpitantes carnazas, nos trajo dos grandes jarras y cinco vasos. Y si no hubiera sido por su solidez, habría jurado que aquellos vasos estaban construidos con mierda de troll. Aunque he de admitir, amigo, que esa suciedad fue la que añadió algo de sustancia a su insípida bebida.
 –Tienes –dijo Drain – tu cueva repleta de mercancía y tu bar- riga no para de crecer, está claro que te van bien las cosas. Y no sólo has aumentado tus pertenencias, sino que tienes además una esclava
 púkel.
 –La mejor sirviente que he tenido en los últimos cien años –  respondió, dándole una sonora palmada en sus trémulas nalgas–. Mmmmm… ¡Y aún mejor amante!... De hecho, superior a cualquier
enana o enano por mí conocido, incluida tu madre. Jo, jo, jo, jo…
Todos reímos con él, incluso Drain. Sin duda, él tenía el mismo aprecio por sus ancestros que cualquiera de nosotros, es decir nin- guno. Aunque me pareció notar en su cara que la desatada lengua del Pederegh empezaba a mellar su paciencia. Sin embargo, estaba convencido de que por mucho que mentase a su padre, a su madre, o
toda su repulsiva dinastía, el enano no se atrevería a mover un dedo.
El pederegh prosiguió.
 –Bueno, compadre –dijo después de apurar su vaso–. Espero que no hayas venido hasta aquí para hablarme sólo de lo bien que me va.
33 Wose: Púkel. Humano de las Montañas Azules
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 –¡Bueno! Pues iré al grano –respondió Drain–. En estos cuatro fardos que hemos traído se encuentra la mejor hierba de los medi- anos que puedas conseguir 
 –¿Hierba mediana? –dijo pederegh–. No tiene mucha acep- tación últimamente. De todas formas, si realmente es buena…
 –No la encontrarás mejor. Mírala tú mismo –se apresuró a decir Drain.
El pederegh se acercó a uno de los fardos, extrajo un pequeño cuchillo de entre sus harapos, le hizo un corte, extrajo un cogollo y
lo olió.  –Un poco seca, ¿no?
 –¿Seca? –bramó Drain, con cara de desesperación –. Ni siqui- era hace cuatro lunas que ha sido recolectada.
A grandes zancadas, el enanorco se acercó al paquete, introdu-
 jo su nariz por la hendidura, e inhaló.  –Con todo el respeto, pederegh, si dices que esta hierba está
seca es que no sabes distinguir una buena hierba mediana, de la paja rohirrim que se fuma aquí. ¡Pero si está hierba aún está verde!
El pederegh volvió a olisquear nuevamente el cogollo, con más detenimiento.
 –Quizás tengas razón, compadre, y mi nariz no sea tan exquisi- ta como la tuya, y para que veas que te tengo en más aprecio que a un hermano, daré por verdaderas tus palabras… Entonces ¿Está verde, no?
 –Más verde que las Landas de Fuentegrís34.
 –Pues si están tan verdes, no me queda más remedio que des- contarte en el pago un quintillo por cada fardo. Tendrás que correr tú
34 Fuentegrís: Etten en Sindarin.
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con los gastos de la merma cuando las hojas sequen. Comprenderás que no voy te voy a pagar humedad a precio de hierba…
Trago tras trago, Drain y el pederegh se enzarzaron, entre as-  pavientos exagerados y forzadas sonrisas, en un aburridísimo re- gateo, hasta que el trato quedó cerrado. Después seguimos bebiendo y Drain, de la manera más sutil que pudo, intentó sacarle algo de inf