el mito del oro - la ciudad perdida y su cacique

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EL MITO DEL ORO: LA CIUDAD PERDIDA Y SU CACIQUE Hussein Larreal Soto Mucho se habla de la conquista americana. Como bárbaros, los españoles arrasaron con una impresionante cantidad de culturas originarias centrados firmemente en saquear sus riquezas y en hacer suyos los terrenos que estos aborígenes habitaban desde épocas ancestrales. A la par de eso, impusieron creencias e ideas por encima de tradiciones y memorias que databan desde la prehistoria, creando con sus propios elementos y los aborígenes, añadiendo también el componente africano, lo que hoy en día se conoce como cultura latinoamericana. Sin embargo, a pesar de eso, también fue esta cultura europea la que dio orden a un continente que poco a poco fue adentrándose en la modernidad y convirtiéndose en lo que se aprecia en la actualidad: una quimera de razas, pueblos y culturas que comparten elementos comunes y que en función a un proceso histórico similar constituyen una comunidad homogénea denominada América Latina. El Nuevo Mundo se gesta gracias a la acción de los citados factores: una comunidad ibérica saliendo del Medioevo, una población aborigen de ricas tradiciones, y un aporte particular de los africanos que fueron traídos como esclavos a trabajar en las tierras recién encontradas por Europa. El proceso colonizador de las tierras de Américo se centra en la interacción y fusión de estas comunidades entre si, las cuales forjaron una sociedad nueva y eurocentrista, cristiana y humanista. Sin embargo, esto no hubiera sido posible si el hemisferio no hubiera sido encontrado por accidente en primer lugar, y explorado y conquistado luego, durante el transcurrir de la Edad Moderna. Fue en 1492 cuando un aventurero poco común, Cristóbal Colón, descubre un territorio desconocido, buscando por altamar la vía directa a las tan valoradas especias que las Indias poseían. Ese continente sería bautizado como América en honor al italiano Vespucio, y se convertiría en el centro de numerosas historias que se irían a gestar en la naciente Edad Moderna. Al estar desde siempre fascinada la humanidad con la idea de encontrar tesoros perdidos, el Nuevo Mundo se convertiría en un lienzo en blanco, un gigantesco mapa repleto de aborígenes violentos y animales salvajes, a la par de recursos naturales e incontables maravillas. La motivación, pues, de poseer las riquezas inimaginables que este continente poseía, movilizó a una gran cantidad de recursos y exploradores que, criados en un contexto repleto de historias y leyendas mitológicas sobre grandes tesoros, los hizo partir, armados con espadas y arcabuces, así como valentía y esperanza. Buscarían, pues, las fortunas asequibles -el oro azteca e inca- y los tesoros fabulosos que cobraron vida en función a relatos de antaño y narraciones aborígenes: la Ciudad de los Césares, Cíbola y Quivira, la Fuente de la Juventud, y la Ciudad del Cacique Dorado. Los Orígenes de una Áurea Leyenda.- Mucho antes de la llegada de los hombres blancos a las tierras de Bacatá, en el Altiplano Cundiboyacense, en la zona que posteriormente sería denominada la Nueva Granada, moraba un pueblo conocido por el nombre Muisca. Esta comunidad, que habitó dichas tierras desde el siglo VI a.C. hasta la conquista española, se destacó por su excelente trabajo de orfebrería sobre

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EL MITO DEL ORO: LA CIUDAD PERDIDA Y SU CACIQUE Hussein Larreal Soto

Mucho se habla de la conquista americana. Como bárbaros, los españoles arrasaron con una impresionante cantidad de culturas originarias centrados firmemente en saquear sus riquezas y en hacer suyos los terrenos que estos aborígenes habitaban desde épocas ancestrales. A la par de eso, impusieron creencias e ideas por encima de tradiciones y memorias que databan desde la prehistoria, creando con sus propios elementos y los aborígenes, añadiendo también el componente africano, lo que hoy en día se conoce como cultura latinoamericana.

Sin embargo, a pesar de eso, también fue esta cultura europea la que dio orden a un continente que poco a poco fue adentrándose en la modernidad y convirtiéndose en lo que se aprecia en la actualidad: una quimera de razas, pueblos y culturas que comparten elementos comunes y que en función a un proceso histórico similar constituyen una comunidad homogénea denominada América Latina.

El Nuevo Mundo se gesta gracias a la acción de los citados factores: una comunidad ibérica saliendo del Medioevo, una población aborigen de ricas tradiciones, y un aporte particular de los africanos que fueron traídos como esclavos a trabajar en las tierras recién encontradas por Europa. El proceso colonizador de las tierras de Américo se centra en la interacción y fusión de estas comunidades entre si, las cuales forjaron una sociedad nueva y eurocentrista, cristiana y humanista. Sin embargo, esto no hubiera sido posible si el hemisferio no hubiera sido encontrado por accidente en primer lugar, y explorado y conquistado luego, durante el transcurrir de la Edad Moderna.

Fue en 1492 cuando un aventurero poco común, Cristóbal Colón, descubre un territorio desconocido, buscando por altamar la vía directa a las tan valoradas especias que las Indias poseían. Ese continente sería bautizado como América en honor al italiano Vespucio, y se convertiría en el centro de numerosas historias que se irían a gestar en la naciente Edad Moderna.

Al estar desde siempre fascinada la humanidad con la idea de encontrar tesoros perdidos, el Nuevo Mundo se convertiría en un lienzo en blanco, un gigantesco mapa repleto de aborígenes violentos y animales salvajes, a la par de recursos naturales e incontables maravillas. La motivación, pues, de poseer las riquezas inimaginables que este continente poseía, movilizó a una gran cantidad de recursos y exploradores que, criados en un contexto repleto de historias y leyendas mitológicas sobre grandes tesoros, los hizo partir, armados con espadas y arcabuces, así como valentía y esperanza. Buscarían, pues, las fortunas asequibles -el oro azteca e inca- y los tesoros fabulosos que cobraron vida en función a relatos de antaño y narraciones aborígenes: la Ciudad de los Césares, Cíbola y Quivira, la Fuente de la Juventud, y la Ciudad del Cacique Dorado.

Los Orígenes de una Áurea Leyenda.-

Mucho antes de la llegada de los hombres blancos a las tierras de Bacatá, en el Altiplano Cundiboyacense, en la zona que posteriormente sería denominada la Nueva Granada, moraba un pueblo conocido por el nombre Muisca. Esta comunidad, que habitó dichas tierras desde el siglo VI a.C. hasta la conquista española, se destacó por su excelente trabajo de orfebrería sobre

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el oro, metal obtenido de tribus vecinas “trocándolo por sal y esmeraldas que ellos tenían en abundancia”. Con este, fabricaban pequeños y delicados ornamentos “para ser usados como adornos personales o para decorar casas y templos” (Koppen, 2004).

Los muiscas eran una comunidad indígena avanzada con una rica tradición mitológica. Veneraban a diversos dioses, los cuales exigían respeto y devoción. De igual forma, contaban con una innumerable cantidad de leyendas que nutrían sus creencias y que fueron documentadas por los cronistas españoles durante la época colonial.

Una de dichas leyendas narra la historia del cacique de Guatavita, gobernante de los terrenos adyacentes a la laguna sagrada de la cual toma su nombre, en la actual Cundinamarca, Colombia. Este gobernante se había enamorado de una bella joven de la tribu vecina, la cual lo desposó y le dio dicha y felicidad. Los esposos procrearon a una pequeña niña, centro del afecto de la pareja. Sin embargo, la armonía durará poco tiempo, ya que el rey se consagrará mucho a sus funciones, entregándose al libertinaje y al engaño, dejando de lado a su amorosa pareja, quien sintiéndose olvidada se desesperaba.

Durante una fiesta, la joven cacica se enamoró de un apuesto guerrero, y comenzó a tener encuentros amorosos con el mismo abiertamente, mofándose de su esposo y su guardia. Este, enterado del engaño, sorprendió a la pareja en el acto y prendió al amante, a quien torturó hasta la muerte. Arrancó el corazón del mismo y cortó sus miembros, los cuales “fueron llevados al guiso alimenticio para una comida ceremonial en honor a la cacica infiel” (Ocampo, 1996), la cual fue organizada la misma noche de la aprensión del joven.

En el curso de la cena le fue ofrecido a la soberana un plato refinado, el corazón de un animal salvaje. La reina, desconfiada, renegó del plato solo para apreciar, con posterioridad, que en el guiso se encontraban los pedazos de su amante. El ambiente de fiesta desapareció ante el grito de horror de la cacica quien, pálida como un difunto, corrió con el corazón magullado a buscar a su hija antes de desaparecer en las tinieblas. Luego, al llegar a la sagrada laguna de Guatavita, la reina se arrojó con la niña en brazos para perecer ahogada.

Los Xeques, sacerdotes del lago, no tardaron en llegar con el ebrio monarca para informarle de los sucesos. Este, con el corazón destrozado, comprendió el mal que había hecho a su esposa al abandonarla en primer lugar, y en someterla a la deshonra posteriormente por su propia actitud negativa. Rememorando la felicidad de sus primeros días juntos, corrió hasta la laguna y ordenó a uno de los xeques “que recuperara los cadáveres de su mujer y de su hija”. Este, tras varias ceremonias, “se zambulló en la laguna, y después de un largo espacio, salió solo, diciendo que había hallado a la cacica viva, y que estaba en una casa y cercado mejor que el que tenía en Guatavita” (Ocampo, 1996), donde vivía feliz con una serpiente que estaba enamorada de ella.

El angustiado rey pidió que le trajeran, cuando menos, a su apreciada hija. Los obedientes sacerdotes devolvieron la niña a su padre, quien pudo constatar que no tenía más los ojos. Adolorido, decidió devolverla a su madre, y perdonó a su esposa, prometiéndole como ofrenda anual todas las riquezas que merecía por haber sido su reina y haberle dado por un tiempo la más pura alegría. Los xeques se convertirían, pues, en los guardianes de la cacica, diosa de la laguna, quienes vigilarían sus apariciones en las noches de luna llena. El rey, por su parte, se encargaría de dar cumplimiento a su promesa.

Anualmente, el cacique de Guatavita hacía un rito religioso alrededor de la laguna, con la participación de los sacerdotes y de una multitud de gentes de la región. El cacique se ungía todo el

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cuerpo de resinas y luego se cubría de oro, quedando resplandeciente con el precioso metal de los dioses: después se internaba en una balsa en la laguna, para hacer el sacrificio, acompañado de algunos sacerdotes, y con la asistencia de una muchedumbre que oraba, cantaba himnos religiosos y danzaba con ritmos tradicionales. La ceremonia alcanzaba su plenitud cuando el cacique llegaba al centro de la laguna, arrojaba sus ofrendas de oro y esmeraldas, y se sumergía en las aguas. En ese momento del rito, las gentes intensificaban sus oraciones y cantos, y tiraban sus ofrendas o “tunjos” a la laguna.

El Cacique era cubierto con resinas pegajosas,

tras lo cual se le cubría con oro en polvo. Ilustración de Theodore de Bry, 1599.

En el ritual de la ceremonia de “El Dorado”, los muiscas encendían las hogueras y lanzaban espesas columnas de humo que llenaban los alrededores. De acuerdo con las creencias muiscas, el Cacique iba anualmente al encuentro de su esposa, la cacica de Guatavita, convertida en la diosa de la laguna, en donde residiría hasta la consumación de los siglos (Ocampo, 1996).

Con posterioridad, la ceremonia adquiriría un propósito nuevo: sería el rito de la consagración de los Zipas muiscas, reyes de Bacatá. Cronistas como Juan Rodríguez Freyle (citado por Koppen, 2004) describirían la ceremonia de la siguiente manera:

La primera jornada que habían de haber era ir a la gran laguna de Guatavita a ofrecer y sacrificar al demonio, que tenían por su dios y señor. La ceremonia que en esto había era que en aquella laguna se hacía una gran balsa de juncos, aderezábanla y adornábanla todo lo más vistoso que podían; metían en ella cuatro braseros encendidos en que desde luego quemaban mucho moque, que es el sahumerio de estos naturales, y trementina con otros muchos y diversos perfumes.

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Estaba a este tiempo toda la laguna en redondo, con ser muy grande y hondable de tal manera que puede navegar en ella un navío de alto bordo, la cual estaba tan coronada de infinidad de indios e indias, con mucha plumería, chagualas y coronas de oro, con infinitos fuegos a la redonda, y luego que en la balsa comenzaba el sahumerio, lo encendían en tierra, en tal manera, que el humo impedía la luz del día. A este tiempo desnudaban al heredero en carnes vivas y lo untaban con una tierra pegajosa y lo espolvoreaban con oro en polvo y molido, de tal manera que iba cubierto todo de este metal. Metíanle en la balsa, en la cual iba parado, y a los pies le ponían un gran montón de oro y esmeraldas para que ofreciese a su dios. Entraban con él en la balsa cuatro caciques, los más principales, sus sujetos muy aderezados de plumería, coronas de oro, brazales y chaguales y orejeras de oro, también desnudos, y cada cual llevaba su ofrecimiento. En partiendo la balsa de tierra comenzaban los instrumentos, cornetas, fotutos y otros instrumentos, y con esto una gran vocería que atronaba montes y valles, y duraba hasta que la balsa llegaba al medio de la laguna, de donde, con una bandera, se hacía señal para el silencio. Hacía el indio dorado su ofrecimiento echando todo el oro que llevaba a los pies en el medio de la laguna, y los demás caciques que iban con él y le acompañaban hacían lo propio; lo cual acabado, abatían la bandera, que en todo el tiempo que gastaban en el ofrecimiento la tenían levantada, y partiendo la balsa a tierra comenzaba la grita, gaitas y fotutos con muy largos corros de bailes y de danzas a su modo; con la cual ceremonia recibían al nuevo electo y quedaba reconocido por señor y príncipe. De esta ceremonia se tomó aquel nombre tan celebrado de El Dorado, que tantas vidas ha costado.

La historia contada fue un mito que despertó la codicia de cientos de exploradores que se dedicaron a buscar lo que posteriormente sería denominada la Ciudad de El Dorado, una derivación del mito originario de la laguna cundiboyacense. Sin embargo, esta raíz está lejos de ser una simple leyenda indígena: las mismas exploraciones conllevaron a intentos de desecamiento del pequeño lago, los cuales revelaron a los asombrados buscadores de tesoros piezas de oro, como la Balsa Muisca, que probaron la veracidad de los relatos primigenios, demostrando la base histórica de los mismos.

Estos hallazgos no hicieron más que avivar la avaricia de los buscadores de fortunas, que se valían de todo para obtener lo que querían. Mediante la tortura y la amenaza se las arreglaban para extraer a los aborígenes los datos relativos al cacique dorado, el cual se suponía debía habitar en una ciudadela completamente pavimentada en oro, y donde debía realizar la extraña ceremonia. Sin embargo, la fantasía no correspondía con lo real y el rito áureo original había ya desaparecido cuando los españoles llegaron ante los temerosos muiscas, quienes solo

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conservaban los cuentos antiguos que transmitieron a los nuevos pobladores del continente americano.

La Balsa Muisca representa la barca del príncipe heredero, con los

caciques principales, en el momento de la realización del rito sagrado. Museo del Oro de Bogotá, Colombia.

Un Mito en Constante Transformación.-

El mito áureo fue una historia que los españoles escucharon de boca de los indígenas. Para Vergara (2007), “fue un aborigen que, estando en Quito, comentó que en las antiguas tierras meridionales de Chiminigagua, había un príncipe que lanzaba toneladas de oro en ofrenda a los dioses de la laguna”. Por su parte, Koppen (2004) señala que “un anciano, tal vez bajo tortura, le reveló a Jiménez de Quesada el secreto de El Dorado. Le dijo que ilimitados tesoros yacían al este, en las imponentes montañas donde estaba enclavado el lago Guatavita”.

La búsqueda se inicia así, a partir de un rumor que los asustados nativos regaron entre la población española, y que la hizo partir hacia los territorios del altiplano cundiboyacense para encontrarse con el pueblo muisca, caracterizado por su orfebrería áurea. Tras someter a este, los conquistadores partieron hacia la misma Guatavita, donde los vencidos relataban que se desarrollaba el rito del cacique Dorado. Los españoles no encontraron una civilización en su apogeo, sino un lago abandonado del cual pudieron extraer, con mucho esfuerzo, algunas piezas doradas que garantizaron la veracidad del mito, pero los presentaron con una realidad difícil de creer: la leyenda era solo eso, una historia antigua, ya que la ceremonia de los Zipas había dejado de ser practicada desde hacía mucho tiempo.

Para el explorador ibérico esto era difícil de aceptar. El español “busca en sus conquistas, antes que nada, oro. El conquistador ha resuelto ser rico, a poder de su espada. (…) Solicita oro. Quiere oro. El oro lo deslumbra. Padece la fiebre amarilla” (Blanco-Fombona, 1993). Según Vidal (2004), “los conquistadores se negaron a admitir que semejante prodigalidad fuera cosa del pasado. La codicia confirió a la saga proporciones fabulosas, y desde 1530 se organizaron expediciones para buscar la ciudad del cacique dorado”.

La mentalidad del europeo lo hace pensar en la pervivencia del rito en otros lugares del Nuevo Mundo, sin importar lo lejos que estuviera de la laguna Guatavita. Mientras los intentos de desecar el lago prosiguen, parten búsquedas hacia Guayana, el Amazonas y el sur del continente, tratando de conseguir el hogar de otros indios dorados. Según Blanco-Fombona, no se quieren hallar ya solo lagos ni aborígenes dorados. Los conquistadores desean encontrar, en plena selva, “ciudades que no existen, ciudades quiméricas, con paredes y cúpulas de oro,

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muros de plata, suelos de jaspe, escaleras de ónix y jardines de maravilla, en que las flores son topacios, amatistas, rubíes, zafiros y brillantes”.

El mito muta. Ya no es el lago muisca, sino toda una ciudad levantada en el preciado metal, el cual tiene tan poco valor que es menospreciado. La irracional idea es creída y defendida a capa y espada por unos exploradores curtidos en los dones hallados en el continente americano: “tantas maravillas insospechadas encuentran a cada paso aquellos hombres, que ya nada los maravilla, y creen en las suposiciones más absurdas” (Blanco-Fombona, 1993). La riqueza de Cuauhtémoc, la misma habitación de oro de Atahualpa, se queda corta ante esta milagrosa utopía.

Esta apoteósica ciudad se halla situada en diversos sitios: perdida en las montañas de los Andes, sumergida entre la maleza de la selva de las Amazonas, o enclavada en la costa del no menos legendario lago Parime. No importa donde estuviera, la ciudad existía y debía, tenía que ser encontrada. Van partiendo, poco a poco, diversos exploradores que se adentran con sus ejércitos en la cordillera andina, en las selvas de Guayana, en los ríos Amazonas y Orinoco e, indudablemente, en la cuna del mito: el Altiplano Cundiboyacense.

Imaginada como la capital de un tercer imperio, El Dorado se convirtió en la ciudad de los Omeguas, una cultura que asimiló a los incas tras la caída del Tahuantinsuyo. Posteriormente, fue identificada como un reino propiamente incaico, heredero del conquistado, y la urbe comenzó a ser referida como Paititi, Paiquinquin Qosco -La Ciudad Gemela al Cuzco-, el Gran Paititi, o simplemente el Gran Dorado. Manoa y Zeta fueron otros nombres dados por diferentes exploradores a la ciudad del mito, la cual que se suponía escondida entre ríos, lagos, selva y montaña, sin vinculación directa con los incas.

Por último, también se hacía referencia a El Dorado como una mina escondida y de proporciones considerables, un cauce de agua que arrastraba partículas de oro tan finas como arena, o simplemente la fuente natural del oro nativo, situada en el encuentro de dos ríos antiguos, en la cima de los tepuyes, tras altas cataratas, o en cuevas profundas.

Todas estas locaciones fueron buscadas incansablemente, tanto en la colonia como en el siglo XXI. Para Koppen,

En sus frenéticos recorridos por las montañas, junglas y sabanas sudamericanas, los aventureros europeos nunca satisficieron su apetito por ganancias fáciles. Pero casi por accidente exploraron y cartografiaron casi todo un continente. Los impulsaba su codicia de oro, un incentivo que les permitió soportar increíbles penurias impuestas por el terreno desconocido, el duro clima y los nativos hostiles.

La mentalidad de los exploradores los obligó a no ceder en la búsqueda. Su constancia y tenacidad les permitió realizar hallazgos arqueológicos sorprendentes, como Machu Picchu por parte de Hiram Bingham, y encontrar monumentos naturales asombrosos, como salto de agua más alto del mundo por parte de James Angel, piloto estadounidense a quien debe su nombre la monumental cascada.

El mito, en todas sus variaciones, siempre constituyó un movilizador de hombres y recursos por su búsqueda, despertando siempre esa curiosidad en las personas que se aventuraron por la caza de una leyenda, con esperanzas e ilusiones de enriquecerse y convertirse en parte de la misma.

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El Camino hacia El Dorado.-

Años antes de la partida de Sebastián de Belalcázar en pos de Guatavita y el indio de oro, el zamorano Diego de Ordás buscaría, basado en una creencia renacentista, los grandes tesoros equinocciales que se debían hallar en las fuentes de los ríos. El conquistador, según indica Koppen, no tenía nociones de la leyenda del indio dorado. Había, por el contrario, escuchado historias sobre el País del Metha, “un pueblo muy rico que se encontraría algunas jornadas río arriba, hacia el Oeste” de los territorios cercanos a la confluencia de los caudales del Orinoco y del Meta (Rey, 2009).

Diego de Ordás sería el primer explorador

documentado en buscar un tesoro mitológico en el Nuevo Mundo.

Con la firme convicción de que “Ecuador era el país del oro, en virtud de la semejanza que el metal tenía con el color del sol”, Ordás, gobernador de Marañón, tenía al brillo del astro en dicha tierra como la mejor de las señales que probaba su creencia en la misma como fuente del oro. En función a esto, partiría hacia el interior del continente remando contra la corriente del caudaloso Orinoco, “una misión virtualmente irrealizable” (Koppen, 2004).

Según este autor, los problemas surgirían al poco tiempo:

…a las pocas semanas al gigantesco esfuerzo que demandaba a la tripulación la marcha se le sumaba el hambre, que comenzó a azotar cuando, por la lentitud con que se avanzaba, los víveres se terminaron; la rudeza del clima, caluroso y húmedo en extremo; las enfermedades que contraían inexorablemente; la peligrosa presencia de los caimanes, en un río infectado de ellos y, durante los descansos en tierra firme, las enormes serpientes venenosas de la selva. Pero, por supuesto, los que más vidas españolas se cobraron fueron los indios, que atacaban cada vez que la expedición les ofrecía alguna mínima posibilidad.

Las circunstancias presentadas indudablemente condujeron al fracaso de la búsqueda, sin embargo, Ordás no se daría por vencido y buscaría ante las cortes españolas una segunda oportunidad. Con todo, la muerte no lo dejaría llegar a Iberia para apelar ante la monarquía: el gobernador de Marañón moriría en altamar de regreso a Sevilla.

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Otros exploradores se lanzarían en la búsqueda del país del Metha: Jerónimo de Ortal, antiguo lugarteniente de Ordás, emprendería un par de aventuras similares a la de su capitán, las cuales terminarían en fracaso, amotinamiento y muerte. El único resultado de dichos viajes sería el crecimiento de los rumores sobre “pueblos ricos localizados ‘más adelante’, noticias que (…) intensificarán la obsesión de búsqueda, contagiándola a nuevas expediciones” (Rey, 2009). Para Koppen, “los que lograron sobrevivir regresaron a Venezuela y (…) pasaron años tratando de sumarse a cuanta expedición partiera hacia la Meta”.

Sebastián Moyano de Belalcázar: El Primer Explorador de El Dorado.-

Sebastián Moyano era un joven oriundo de Belalcázar, en la España de la Reconquista. Este fornido muchacho, nacido como el más robusto de un grupo de trillizos, entraría a la historia al abandonar su hogar por temor al castigo que recibiría tras dar muerte a un burro de carga. Se encaminó a Sevilla, donde se enlistó como soldado en el tercer viaje del Almirante Colón a las Indias Occidentales (Koppen, 2004).

Escultura de Sebastián de Belalcázar en Santiago de Cali, Colombia, ciudad fundada por el conquistador

durante su búsqueda de El Dorado. Estatua de Victorio Macho, 1937.

El autor señala que el joven Sebastián, quien ya se hacia llamar de Belalcázar, permaneció seis años en La Española, tras lo cual se adentró en el continente, convirtiéndose debido a su convivencia con blancos e indígenas en constante lucha, en un valiente guerrero. Tras participar en diversas expediciones al interior del Nuevo Mundo, se unió en Panamá a un Francisco Pizarro que había fijado su norte en la conquista del Perú. Tras el derrocamiento de Atahualpa, fue enviado personalmente por el conquistador de los incas a subyugar Quito, la capital norteña del Tahuantinsuyo. Koppen señala que Belalcázar “cumplió con precisión las órdenes de su jefe, y ya se probaba el traje de nuevo gobernador de la ciudad. Pero Pizarro tenía otros planes y el guerrero de Extremadura se quedó sin el cargo”. Fue esta traición la que hizo que el conquistador entrara en los anales del mito de El Dorado.

Un día, hallándose en Latacunga, Ecuador, mientras participaba de una conversación entre uno de sus hombres, Luis de Daza, y un indígena, escuchó de parte de este último la historia de una región situada al norte de la ciudad, “un territorio abundante en oro y en esmeraldas en el que un gran cacique, untando su cuerpo en el metal precioso, se sumergía en una laguna sagrada en donde se ofrecían grandes cantidades de oro a los dioses” (Koppen, 2004). Este sería el detonante de la búsqueda de El Dorado, mito que adquiría ya su propia conceptualización y su primer explorador.

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Belalcázar no tardó en movilizarse en la búsqueda del Cacique Dorado. Koppen afirma que el conquistador “envió entonces a sus capitanes Juan de Ampudia y Pedro de Añasco a explorar tierra adentro”, el primero de los cuales, tras un penoso avance, se enfrentó con el cacique Jamundí. Solo la superioridad de las armas de fuego permitió la victoria para el bando conquistador, el cual fundó en esa locación la Villa Ampudia, desde donde se decidió esperar pacientemente a Belalcázar, quien arribaría allí recién a principios de 1536, tras cruzar por una vía igualmente hostil. “El camino hacia El Dorado ya se mostraba fatídico”.

Sebastián Moyano continuó explorando toda la región. “Por la banda occidental del río Cauca llegó hasta el final del gran valle del norte, pero el país del oro y las esmeraldas del que había hablado el indio no aparecía”. Belalcázar decidió, pues, trasladar Villa Ampudia hasta el valle del Lili, con miras a “asegurarse una posición que le garantizase un fácil acceso al interior del continente y, también, una salida al mar que le facilitase el camino hacia Panamá, y desde allí a España”. De esta manera el conquistador, según creía, aseguraría la independencia política de las gobernaciones y territorios que conquistase del control de Pizarro. Tras fundar, el 25 de Julio de 1536, la ciudad de Santiago de Cali, Moyano se concentraría en volver a España para mediar con Carlos V “la posesión de las tierras conquistadas” (Koppen, 2004).

Rey señala además que, en 1538, el conquistador emprendería una última expedición al noreste intentando localizar por vez final las tierras del indio dorado. El destino de este viaje sería un encuentro poco común con la realidad de la leyenda: se reuniría en el valle bogotano, punto de origen del mito de Guatavita, con otros dos expedicionarios que habrían partido en pos de los tesoros que allí se hallaban: Gonzalo Jiménez de Quesada, descubridor de los Muiscas y conquistador de dichas tierras, y Nikolaus Federmann, enviado por los Welser a Venezuela, que también salió de sus dominios a buscar El Dorado. Esta reunión no hizo más que centrar sus deseos en asegurar sus conquistas, lo que lograría tras reunirse con la corona en 1540.

Sebastián de Belalcázar regresaría a las Indias Occidentales en 1541, para morir diez años más tarde, rememorando a un cronista anónimo su leyenda dorada.

Gonzalo Jiménez de Quesada: La Tierra Sagrada de los Muiscas.-

Gonzalo Jiménez de Quesada y Rivera fue un conquistador español de los territorios que conformarían posteriormente el por él mismo bautizado Nuevo Reino de Granada. Oriundo de la localidad homónima, como abogado que era fue nombrado jefe de justicia de la colonia de Santa Marta en el Nuevo Mundo, a la que llegaría en 1535. Entraría en la aventura exploradora, sin embargo, cuando el gobernador Pedro Fernández de Lugo le ordenara, un año después, comandar una expedición al sur.

Koppen señala que en Abril de 1536, con 900 europeos bajo su control, partió con la mira de “seguir el río Magdalena hasta su manantial, encontrar una nueva ruta por los Andes hacia el Perú y, quizá, descubrir otro imperio nativo listo para ser saqueado”. Tras afrontar diversas penurias, como la vegetación impenetrable, los pantanos, animales y nativos salvajes, el nutrido grupo fue reducido a menos de 200 hombres. Justo en ese momento, cuando se había decidido regresar, la Divina Providencia presentó a los españoles con el Altiplano Cundiboyacense: habían llegado a la meseta de Cundinamarca, hogar de los Muiscas.

Este pueblo de lengua chibcha se presentó como una maravilla para los viajeros:

Ante los asombrados españoles se extendían parcelas de papa y maíz cuidadosamente cultivadas, salpicadas de pulcras y muy prósperas aldeas. Al lado de cada puerta, finas hojas de oro

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ondulaban y tintineaban al viento, creando lo que los europeos describieron como la “melodía más dulce” que jamás escucharan (…). Sorprendidos por el arribo de los extranjeros (…) muchos nativos abandonaron sus aldeas y huyeron del temido encuentro. Otros recibieron a los visitantes como dioses que descendían del cielo, ofreciéndoles comida, mujeres y el oro que los europeos tanto codiciaban (Koppen, 2004).

Consciente de las riquezas del recién descubierto pueblo, Jiménez de Quesada decidió, no obstante, proseguir su marcha hacia los llanos del sur en los cuales, al perder las posibilidades de avance, decide dar marcha atrás y lanzarse en pos de las riquezas de los Muiscas (Rey, 2009). Koppen señala que “los garrotes y jabalinas de los chibchas no fueron obstáculo bastante para las letales armas de fuego europeas. En cuestión de pocos meses, Jiménez de Quesada sometió a la región entera sin perder un solo hombre”, pero la fuente del oro muisca seguía sin aparecer. Es entonces que, quizás bajo tortura, un anciano le reveló al conquistador español el secreto de la Laguna de Guatavita y el Cacique Dorado, “la tierra de increíbles riquezas que siempre se encontraba oculta y promisoria tras la siguiente montaña o al cruzar el próximo río”, al este de la región de Bacatá.

Retrato anónimo de Gonzalo Jiménez de Quesada. Museo Nacional de Colombia.

Antes de aventurarse en la búsqueda de la laguna sagrada, Jiménez de Quesada decidió regresar al norte para confirmar la jefatura de las tierras conquistadas, sin embargo se ve retenido cuando a su recién fundada Santa Fe de Bogotá llegan las noticias del arribo de Nikolaus Federmann, de la casa comercial de los Welser, que había partido desde Coro con miras a conquistar un imperio aborigen. Quesada recibió amablemente a los hambrientos, semidesnudos y agotados viajeros, y se vio obligado a repetir el ritual cuando supo que desde el sur se aproximaba la mejor equipada expedición de Sebastián Moyano de Belalcázar: se habían reunido, entonces, tres expediciones de igual fuerza y con las mismas intenciones, en la cuna del mito dorado.

Belalcázar, Jiménez de Quesada y Federmann: Querellas Legales por Nueva Granada.-

Los tres conquistadores que se habían reunido en Bogotá contaban, curiosamente, con la misma exacta cantidad de aventureros a su servicio, por lo que ninguna fuerza podía imponerse

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a otra sin la perdida de muchas vidas humanas. Decidieron, entonces, solucionar legalmente sus reclamos ante el mismo emperador Carlos V.

En 1540, la corte española resuelve a favor de Sebastián de Belalcázar, a quien se le expiden tres cédulas reales. En este sentido, Koppen señala que…

La primera nombraba a Sebastián de Belalcázar gobernador y capitán general de por vida de la provincia de Popayán, dentro de la cual estaba incluida la ciudad de Cali. La segunda le adjudicaba el rango de mariscal general de dicha provincia, y la tercera le concedía el poder para crear dos fortalezas dentro de su territorio.

Gonzalo Jiménez de Quesada salió de las cortes con los títulos honorarios de Mariscal de

Nueva Granada y Gobernador de El Dorado. Su máxima contribución a la historia fue la fundación de la capital de la actual república colombiana, además de darle su nombre al Virreinato de la Nueva Granada. Intentará nuevamente encontrar El Dorado encaminándose hacia las llanuras al este de los Andes colombianos, pero la nueva expedición terminaría en un costosísimo fracaso, por lo que el Gobernador de El Dorado debió regresar y asentarse con lo que pudo salvar de su fortuna en Huesca. Moriría a los setenta años en Mariquita, Colombia, el 16 de Febrero de 1579. Sus restos reposan en la Catedral Primada de Bogotá.

Retrato de Nikolaus Federmann,

enviado por los Welser a buscar El Dorado por Venezuela y Colombia.

Nikolaus Federmann, en su retorno al Viejo Mundo, enfrentó problemas con los Welser, quienes pasaron de ser sus patrocinantes a demandarlo por violaciones de contrato. Tras aguantar una temporada en la cárcel, obtuvo la libertad y el cese de las acusaciones a cambio de la renuncia a sus propiedades en Nueva Granada. Moriría, pues, en Valladolid en 1542. La familia Welser perdería sus derechos sobre las colonias cuatro años después, ante diversas fallas administrativas cometidas en el Nuevo Mundo, que causaron el descontento de los castellanos.

En las Sagradas Aguas de Guatavita.-

Mientras que en España se debatía la posesión de las tierras exploradas, en la Nueva Granada los exploradores siguieron concentrando sus esfuerzos en hallar los míticos tesoros

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que se le atribuían al Cacique Dorado. Sabiendo que Guatavita era la laguna sagrada de los muiscas, y habiendo escuchado del antiguo ritual de coronación de los zipas, los intentos por drenar el legendario lago no se hicieron esperar.

De acuerdo a Bray (1978), Lázaro Fonte, teniente del conquistador Gonzalo Jiménez de Quesada, intentó vaciar en su época la laguna, sin resultados positivos debido a la carencia de recursos.

Posteriormente, Hernán Pérez de Quesada fue el primer explorador que logró sustraer algo de las aguas de Guatavita. Habiendo equipado a sus hombres con grandes jarras, el hermano del Mariscal de Nueva Granada aprovechó la temporada seca de 1540 para, de acuerdo a Koppen, drenar la laguna y recuperar el oro. “Luego de tres meses (…) consiguieron bajar tres metros el nivel del lago. Se recuperaron entre tres mil y cuatro mil piezas pequeñas de oro (…) pero nunca consiguieron llegar al centro, donde supuestamente se hallaba el codiciado botín”.

A finales del siglo XVI, Antonio de Sepúlveda se propondría seriamente vaciar el lago, e intentaría un método diferente para cumplir su objetivo: “empleando ocho mil trabajadores aborígenes, cortó una gran zanja en el borde del lago, bajando el nivel del agua 20 metros antes de que la brecha colapsara, matando a muchos de los trabajadores y causando el abandono de la zona”. De acuerdo al Archivo de las Indias, Sepúlveda tomó lo que le pertenecía de acuerdo al contrato y envió el resto al rey Felipe II en Madrid. Entre los diversos objetos rescatados de ese intento destacan, además de las diferentes piezas de oro, una esmeralda del tamaño de un huevo de gallina. Sepúlveda intentaría drenar nuevamente la laguna “pero no pudo, y al final murió pobre y cansado” (Bray, 1978).

Vista aérea de la Laguna de Guatavita, en la que se aprecia la zanja en uno de sus costados, por la que se intentaron drenar sus aguas

en el siglo XVI.

En 1625, un consorcio de doce personas firmó un contrato para drenar Guatavita bajo las mismas condiciones que lo había hecho Sepúlveda cuarenta años antes, pero los resultados de su intento no fueron dados a conocer. Bray señala como dato curioso, sin embargo, que a los trabajadores indios se les pagó la misma suma que a los soldados españoles.

Koppen señala que luego un cazador de tesoros anónimo “excavó un túnel para desalojar el agua, pero tuvo que abandonar el proyecto cuando, debido a lo improvisado de la excavación, hubo un derrumbe y casi todos los trabajadores murieron”.

De acuerdo a Bray, durante su viaje por el continente americano, “Alexander von Humboldt visitó Guatavita en 1801 y midió la zanja hecha por Sepúlveda y la altura del borde de la montaña”. De regreso en París, estimó que aproximadamente mil peregrinos con cinco objetos de oro cada uno visitaron Guatavita y arrojaron sus ofrendas anualmente durante un

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siglo. Habiendo calculado un total de 500.000 artefactos dorados, la fortuna en dólares que el lago debería poseer en su lecho, de acuerdo al naturalista alemán, rondaría en 1807 la grandiosa suma de 300 millones, valor luego recalculado por expertos parisinos, que analizaron toda la documentación de la laguna Guatavita, en un billón y ciento veinte millones de libras esterlinas.

Retrato de Alexander von Humboldt,

pintado por Joseph Karl Stieler.

José Ignacio Paris, “prominente ciudadano de Bogotá y amigo de Bolívar, formó una compañía para drenar el lago Guatavita intentando nuevamente realizar una zanja en el borde (…) pero falló debido a las pobres técnicas de excavación empleadas”. Bray declara que, sin embargo, este ha sido el primer intento del que permanece como herencia un espécimen arqueológico propiamente dicho.

Por último, es preciso destacar el intento que realizó la Compañía para la Explotación de la

Laguna de Guatavita, formada en 1898. Esta organización inglesa se hizo con los derechos de excavación de la compañía Contractors Ltd. de Londres, y se fijó como meta, según Bray, “drenar el agua a través de un túnel que partiría del centro de Guatavita, con compuertas para regular la salida del líquido y pantallas de mercurio que capturarían cualquier objeto de oro o esmeraldas”. Los resultados no se hicieron esperar: por primera vez, la laguna era vaciada completamente, pero el tesoro era inaccesible debido al lodo y fango que cubría el lecho de la misma, y que hacía imposible el caminar por la zona. Koppen señala que “el lodo del lecho estaba tan blando que cualquiera que se animase a caminar sobre él acabaría indefectiblemente hundido como en arenas movedizas”. Así, se decidió esperar a que el sol fuera secando lentamente este problema, solo para toparse al día siguiente con que éste “se había secado de tal manera que su consistencia se asemejaba a la del concreto”. Esto puso fin a la aventura de los ingleses: el túnel fue sellado por el fango seco y el lago recuperó su nivel natural. Los objetos encontrados a duras penas dieron para recuperar la inversión hecha, y la compañía pronto cayó en la bancarrota, para desaparecer en 1929.

Después de este último intento serio, otras personas procuraron hacerse con el tesoro de Guatavita, empleando los más diversos medios. Sin embargo, los daños al ecosistema del lago pronto atrajeron la atención del gobierno colombiano, que en 1965 lo declaró patrimonio histórico y cultural, quedando el mismo bajo un régimen especial de protección legal, dando fin a las muchas aventuras para hallar sus tesoros, más no a la fascinación que este ejerce sobre la población, y a su vinculación mítica con la leyenda de El Dorado.

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George Hohermoth de Spira: Otro Welser tras El Dorado.-

George Hohermoth de Spira era, para 1535, el gobernador designado por los Welser para la entonces provincia de Venezuela. Estos banqueros habían obtenido los derechos de explotación de dicha colonia gracias al préstamo que dieron al emperador Carlos V de Alemania. Conocedores del mito áureo decidieron, pues, “encontrar El Dorado o, en el peor de los casos, la cantidad de oro y diamantes que resarciera a los banqueros del préstamo hecho a Carlos I, cuya recuperación por vía de las arcas del reino era, cuando menos, incierta” (Koppen, 2004).

Hohermoth, entonces, abandonó Coro creyendo que en los llanos ubicados al oriente de los Andes debían existir asentamientos considerables y riquezas fabulosas: esa era la locación de la Ciudad de El Dorado. Con cuatrocientos hombres, cien de ellos a caballo, bajó por la cordillera y entró a la llanura, encaminándose hacia el sur de la provincia.

Ilustración que representa a los conquistadores alemanes Philipp von Hutten (centro) y George Hohermoth de Spira

(derecha) en Sanlúcar de Barrameda, España.

Su viaje fue bastante turbulento, enfrentándose a ríos caudalosos, falta de alimentos, mosquitos y otras plagas, clima adverso y nativos belicosos, pero nada tan serio como “las enfermedades que minoraban su número y les daban entorpecimientos en la marcha” (Acosta, citado por Koppen, 2004). Tras varias penurias, en el otoño de 1536 los hombres de Hohermoth acamparían a la orilla del Opia. La temporada de lluvias vería al alemán asaltado por las dudas de seguir hacia el oriente o continuar por el sur. Decidieron, finalmente, continuar por el pie de la cordillera.

Esa ruta condujo al gobernador Welser al encuentro con los indios de Asunción de Nuestra Señora, quienes le informaron que siguiendo el curso del río Ariari llegarían a la utopía dorada. Hohermoth daría por cierta esa información para tomar rumbo siguiendo el cauce de agua, pero tras varias semanas de una exploración que parecía no tener fin, decidiría encaminarse nuevamente hasta la cordillera solo para hallar un nuevo río que rodear, y una tribu hostil que encarar.

La corriente del Guayare llevó al germano hasta la tierra de los Guayupes, quienes afortunadamente se encontraban demasiado ebrios como para oponer una seria resistencia, y cayeron ante el peso del gobernador Welser, que incluso había dejado sus armas de fuego atrás para no llevar cargas innecesarias en la travesía. La Divina Providencia lo había salvado en esta ocasión. Sin embargo, el próximo choque con los aborígenes marcaría el final de su sueño dorado.

“Después de cruzar el territorio de los papemenes, un pueblo pacífico que los proveyó de alimentos y mantas, pero nada de oro, los hombres de Espira alcanzaron la tierra de los

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choques. Era el fin de la travesía” (Koppen, 2004). Este autor añade que, según Acosta, los aborígenes eran “indígenas feroces, sucios y antropófagos, cuyas armas eran las canillas de sus enemigos, afiladas y empatadas en astas largas, de que se servían como de lanzas; usaban también macanas de palma”. La batalla fue feroz, pues los indios choques “manifestaban la mayor resolución y serenidad en el combate”. Los castellanos pues, sin armas de fuego y con una muy escasa caballería a las que recurrir, fueron presa fácil y huyeron del combate, probando que esa carencia “reducía de tal modo la fuerza de los españoles, que no era ya difícil rechazarlos, aún a tribus poco numerosas”.

Hohermoth retornó a Coro tras este fracaso, con una tropa muy diezmada, tres años después de su partida. Sin embargo, en su mente resuena la idea de que estuvo muy cerca de alcanzar su objetivo, pues según Koppen, escribiría al rey informando “que anduvo ‘más de quinientas leguas hasta los Choques, y que no estando ya (a) más de veinticinco leguas de lo que buscaba…’ había debido regresar”.

Hernando de Soto: El Dorado en la Florida.-

Hernando de Soto nació en Badajoz, España, en 1496. Joven prodigio en el campo militar, demostró durante su vida una habilidad en el campo político que le valió ser el protagonista de algunos de los más notorios hechos de la conquista. Segundo al mando del ejército de Pizarro, fue el intermediario entre este y Atahualpa, con quien llegó a forjar un vínculo entrañable. Su relación con el conquistador se deteriorará cuando el último, a traición, elimina a un Inca cuyo rescate ya había sido pagado. A partir de este punto, Hernando de Soto seguirá su propio camino.

Hernando de Soto, explorador de la Florida.

Con su fracción del tesoro inca cobrada, retorna a España para contraer nupcias con Inés de Bobadilla, con miras a llevar una vida pacífica en Iberia. La historia, sin embargo, le hará partícipe de la leyenda de El Dorado, que él creerá ubicado en “una lejana región a la que llamaban ‘la Florida’ y que estaba en el norte de aquella América lejana y subyugante”. Convencido de su hipótesis, venderá sus propiedades y se hará con títulos como Adelantado de

la Florida y Gobernador de Cuba, para organizar su última expedición al Nuevo Mundo, la cual lo tendrá como jefe (Koppen, 2004).

Al llegar a Cuba se centrará en preparar su viaje al norte, dejando encargados en la gobernación de la isla, y preparando los caballos, barcos y armas, para la exploración de las tierras incógnitas. Con su esposa a cargo de la gerencia de Cuba, Hernando de Soto partirá hacia El Dorado el 18 de Mayo de 1539, para nunca más volver.

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Koppen declara que el conquistador recorrió los actuales estados federales de “Carolina del Sur, Georgia, Florida, Alabama, Mississippi y Arkansas, materializando la exploración más amplia de toda la conquista”. Los cronistas del español dieron las primeras noticias de los cherokees, seminolas, creeks y otras tribus indígenas de Estados Unidos, que en combate diezmaron fatalmente las tropas ibéricas; e hicieron referencia del viaje de los exploradores por el cauce del Mississippi.

Sin embargo, a Hernando de Soto la suerte no le fue propicia. En pleno viaje “lo asaltó la fiebre, producto, seguramente, de alguna herida infectada, de las muchas que le habían producido los indios, y se dispuso a morir. No había podido llegar a Nueva España (México) como era su objetivo”. El 25 de Junio de 1542, el conquistador moriría a la edad de cuarenta y tres años. “Su cadáver fue introducido en un enorme tronco y hundido en el río, por temor a que fuese descubierto por los indios si era enterrado”. Ese fue el final desastroso de la expedición, el mayor recorrido hecho por los españoles en territorio estadounidense durante la conquista (Koppen, 2004).

Francisco de Orellana: El Descubrimiento del Río de las Amazonas.-

Orellana era un Trujillano nacido en 1511, primo de los hermanos Pizarro, conquistadores del Perú. Tras una exitosa carrera en el Nuevo Mundo, los buenos favores de su primo, conquistador de Tahuantinsuyo, le valieron el título de Capitán General de Quito. Fue desde esta localidad ecuatoriana que Gonzalo Pizarro se lanzó en pos de la Ciudad del Cacique Dorado. Convencido de que el país de la canela y el indio de oro se encontraban al este, Pizarro había decidido partir a comienzos del año de gracia de 1541. Orellana, tras convencer a su primo, se sumó a la expedición en el valle de Zumaco, próximo a Quito.

Monumento a Francisco de Orellana en

Quito, Ecuador. Fue realizado por el escultor español Juan Francisco Toro de Juanas.

Koppen señala que “tras largas semanas de navegación, ni El Dorado ni la canela habían aparecido. Las provisiones comenzaban a escasear y la marcha se volvía más lenta como consecuencia de la intransitabilidad del terreno andino. La desesperación empezaba a nacer”. La solución óptima fue, pues, dividir al grupo: Orellana navegaría con un pequeño contingente buscando alimentos mientras que Pizarro y el grueso de los exploradores seguirían por tierra firme.

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El destino de las dos expediciones se bifurca aquí: Pizarro, tras algún tiempo perdido en la selva, alimentándose de lo que consiguiese, decidió volver a Quito. Orellana por su parte, después de dos semanas de navegación, decidiría regresar con su primo tomando a contracorriente el cauce del río Coca. Esta decisión no sería tolerada por la tripulación que, bajo amenaza de motín, lo hizo avanzar. El Capitán General, entonces, “ordenó la construcción de otros dos barcos (el San Pedro y el Victoria) y ‘en nombre del rey de España’ se lanzó a conquistar nuevas tierras” (Koppen, 2004).

Para 1542, los improvisados bergantines de Orellana llegaron al Amazonas, descubriendo así el río más caudaloso del mundo, y grabando sus nombres en la historia. “Siguió río abajo, y (…) se topó con la triple desembocadura de Purus. Pasando por el río Negro, el Madeiras y el río Grande del Amazonas, los expedicionarios alcanzaron por fin el océano Atlántico”. Luego, continúa afirmando Koppen, “tocaron Venezuela, Cubagua y Santo Domingo, para partir luego a España y comunicar a los reyes los descubrimientos de estas tierras a las que bautizó Nueva Andalucía”.

El máximo logro de esta expedición fue encontrar esa arteria vial que constituyó el Amazonas, río bautizado así “porque en el transcurso del viaje Orellana se topó con una tribu de mujeres guerreras que excluían de su seno a los hombres”. No se dará con la ciudad de oro, sino con una red de comunicaciones que “funcionaron como venas que recorrían parte del continente”, sirviendo además “para el trazado topográfico, en detalle, de la inmensa extensión geográfica del Amazonas”. Por último, “el hallazgo del caudaloso e interminable río (…) fomentaría una nueva ola de expectativas para quienes seguían sin renunciar al sueño de encontrar el paraíso de esmeraldas y oro” (Koppen, 2004).

Orellana volvería al Nuevo Mundo a continuar explorando la Nueva Andalucía pero, tras una serie de desventuras, la muerte lo sorprendería en Noviembre de 1546.

El Mito del Sinú: El Oro de los Nativos Zenúes.-

El Sinú es un río colombiano que transcurre por el departamento de Córdoba. Nace en el Nudo del Paramillo, en Antioquia, y desemboca en Boca de Tinajones, sitio continuo a la bahía de Cispatá, en el mar de las Antillas. Su extensión, de 415 km de longitud, lo hace el tercer río más importante de la vertiente del Caribe de la república neogranadina.

Vista del río Sinú en Córdoba, Colombia.

El origen de la búsqueda doradista en el cauce fluvial se debe, quizás, a la fortuna que poseían los zenúes, para Koppen, el “grupo aborigen que habitaba esa región y poseía grandes cantidades del codiciado metal, el cual era labrado en adornos y estatuillas de animales, hoy objeto de estudios arqueológicos”. La leyenda áurea zenuana que se conoció en la colonia,

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según este autor, hablaba de riquezas ocultas “en templos o adoratorios en donde moraban espíritus malignos que custodiaban fabulosos tesoros”.

Con esto en mente, los conquistadores Pedro y Alonso de Heredia se dispusieron a explorar el área del Sinú teniendo como norte la consecución de tales tesoros. Se dirigieron a las tumbas y templos indios y recaudaron un grandioso botín, producto del saqueo de tales sitios. Para Exbrayat (citado por Koppen, 2004), “algunos historiadores han tratado de localizar el punto donde los afortunados conquistadores descubrieron una verdadera necrópolis que les entregó sus fatídicos tesoros, pero este es un problema cuya solución ofrece más dudas que certidumbres”. Koppen cita también a Cunninghame Graham afirmando que Heredia ordenó a la expedición seguir adelante para “mandar a sus esclavos desde Cartagena para desenterrar el tesoro”. Los hallazgos de oro prosiguieron y la cantidad extraída fue tan abundante que se llegó a correr el dicho de que “Fue un mal día para el Perú, cuando descubrieron el Sinú”, ya que “realmente en ninguna parte del continente entero se encontraron cantidades de oro comparables a las halladas durante la Conquista por Heredia, Pizarro o Cortés”.

Francisco César, teniente de Pedro de Heredia, se encaminó también a las tierras del río Sinú, con resultados muy distintos. Para Cunninghame Graham (citado por Koppen, 2004),

En agosto de 1534 partió [de Cartagena] con cerca de doscientos hombres y a su debido tiempo llegó al Sinú. Las lluvias (…) sorprendieron a César y su gente precisamente cuando llegaron a los grandes cementerios. No podían trabajar por el mal tiempo y aún sin lluvias ningún trabajo les quedaba por hacer, porque los indios durante su ausencia excavaron los sepulcros y se llevaron el oro. Donde lo escondieron, nadie ha sido capaz de descubrirlo. Su escondrijo es un misterio, porque ha desaparecido tan absolutamente como la mayoría de los tesoros de los incas en el Perú. (…) Desde los días de la Conquista, nada nuevo sobre eso se ha averiguado en el Sinú…

Los resultados de las expediciones al Sinú durante la época conquistadora tuvieron, entonces, resultados variantes, pero siempre se mantuvo constante un factor: “éstas se realizaron por tierra en condiciones tan penosas que diezmaron en mucho el contingente de conquistadores” (Koppen, 2004). El autor cita a la historiadora Amparo Loreto Botero cuando afirma que el flujo de búsquedas del oro continuó después de la época colonial:

…no han faltado en la región del Sinú buscadores de guacas, entre ellos muchos antioqueños que han invertido en sus empresas grandes fortunas, la mayoría de las veces sin resultado. Hoy se siguen encontrando, casi siempre por casualidad, guacas o pirúes con colecciones zenúes de alfarería, piedras y orfebrería.

Pero el origen de todo ese oro sigue siendo un misterio. Exbrayat (citado por Koppen, 2004) narra acerca de ciertas festividades de una antigua tribu indígena del moderno pueblo de San Nicolás de Bari. En estas ocasiones, dos ancianos de dicha comunidad se marchaban misteriosamente para regresar cargados del oro necesario para las ofrendas rituales. “Ese oro procedía, a no dudarlo, de algún filón riquísimo y únicamente conocido de ese par de indios que guardaban el secreto de su ubicación como sólo pueden hacerlo los indios”. Transmitido a ellos

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de palabras de un anterior guardián, lo “confiarían después a una sola persona de su absoluta confianza”. El último depositario conocido de esta tradición sería el indio Jupy, que “de vez en cuando y con el mayor sigilo, se iba solo para la mina de la cual regresaba a los pocos días, con una mochila llena de gruesas pepitas y cáscaras que solía vender”. A este aborigen “se le consideraba como el hombre más rico del alto Sinú, pero nadie pudo arrancarle una sola palabra acerca de la localización de su mina”.

Ya no se trata, pues, de encontrar el oro aborigen, sino la mina que lo poseía. Koppen señala que en base a esto, un grupo de exploradores franceses de mediados del siglo XIX se aventuraron en una expedición cuyo fin “no era la azarosa búsqueda de guacas, sino el mismo nacimiento del oro”.

Franceses en el Sinú: Una Mina en el Río Neogranadino.-

Víctor Dujardin era un comerciante francés residenciado en Cartagena de Indias que había motivado a realizar una investigación en el alto Sinú a diversas personalidades importantes, contando entre ellas al joven Luis Striffler, quien dejó testimonio de la misma en su libro El río

Sinú, en el que relata la “historia del primer establecimiento para extracción de oro en 1844 en estas tierras” (Koppen, 2004).

Retrato anónimo de Luis Striffler

en su madurez.

La aventura empieza cuando Dujardin efectúa una excursión al alto Sinú, mientras Striffler exploraba las minas del río San Jorge. En la playa del Sinú, Dujardin llena unos sacos con arena y los lleva a París para su análisis. Allí afirmó el comerciante francés que el afamado químico Louis Joseph Gay-Lussac detecta en la muestra “esmeraldas microscópicas, diamantes y oro”, precisando “la afortunada proporción en que se hallaba el metal precioso en una cantidad dada de arena”. El contexto, pues, estaba dado y Dujardin encontró accionistas para la expedición en Europa y en la misma Cartagena.

Striffler (citado por Koppen, 2004), narra que…

Se despachó a un joven ingeniero recién salido de la Escuela Politécnica a Rusia, a estudiar el método de extraer el oro en los montes Urales; se reclutaron otros jóvenes que conocían prácticamente los oficios necesarios para la explotación; se procedió a la adquisición de un inmenso material y se me encargó de los trabajos preparativos, cargándome de instrucciones muy

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detalladas y de planos elaborados en París por el fundador del futuro establecimiento.

En Diciembre de 1843, la expedición parte de Cartagena y llega al nacimiento del Sinú, que para el joven explorador era “el primer escalón de los Andes”, “el comienzo del oro”. Allí se levantará el asentamiento con los exploradores originales y otros más que se unirían a posterioridad. Tras dos meses, la historiadora Loreto Botero señala que “los nuevos habitantes habían construido varias casas, una inmensa bodega que guardaría los sacos repletos de oro, y en los terrenos colonizados crecían ya abundantes matas de plátano, yuca y maíz”.

Todo estaba listo para comenzar, y el descubrimiento de Striffler de partículas de oro en el área aumentará aún más los ánimos de la población. El correspondiente informe de este hallazgo, enviado a Cartagena, hará que las acciones de la llamada Compañía del Sinú suban de 500 a 1700 francos en la Bolsa de París. El optimismo reinaba en la selva mientras se esperaba a los técnicos e ingenieros, la maquinaria y el mismo jefe de la expedición, quienes ya habían partido de Europa. Su llegada marcará el inicio de los trabajos diurnos y nocturnos, pero no tardarían en aparecer las adversidades.

Koppen señala que…

Primero fue una creciente del río que arrastró a varios trabajadores, arruinó muchas jornadas de trabajo y echó a perder algunas máquinas. Luego, los jornaleros, no acostumbrados a trabajar de noche, comenzaron a rebelarse. Días después y sin mayor explicación, Dujardin suspendió la empresa en la que se habían invertido ingentes fortunas y que había costado el esfuerzo de tantos hombres. Se desmontó el campamento, los trabajadores regresaron con sus familias y animales, y la selva envolvió nuevamente el paraje colonizado de la noche a la mañana.

Era el fin de la Compañía del Sinú. Sus acciones cotizaban cero y el joven Striffler, desilusionado, culpaba la “falta de perseverancia y tenacidad para superar las dificultades” (Koppen, 2004). Sin embargo, el desenlace tan drástico que tuvo la expedición, al venir del mismo Dujardin, hace pensar que las prometedoras noticias de riquezas en la arena del Sinú no eran obra del famoso Gay-Lussac, sino un invento del comerciante francés que creyó en una idea que la realidad se encargó de aniquilar.

Koppen concluye afirmando que, de acuerdo a B. LeRoy Gordon, el origen del oro de los zenúes no está en el río que, aún cuando ha brindado oro “de aluvión hasta hoy, la cantidad era inadecuada para proveer a los artesanos (…) cuyas obras abundantes han atraído guaqueros durante cuatro siglos”. La hipótesis sostenida por el estadounidense es que el material “llegó a Finzenú desde Dabeida; los indios construyeron puentes a través del Cauca y llevaron oro a Finzenú desde el valle del Cauca y su afluente, el río Henchí. Artefactos de oro eran enviados de regreso”.

Así, pues, la historia del oro del Sinú concluye, siendo borrada de la mente de las personas por el tiempo. La gente del área, según señala Loreto Botero (citada por Koppen, 2004), desconoce esta historia doradista ignorando que pudo ser en una oportunidad el “personaje principal de tal fárrago de industrias y finanzas”. Y aún cuando el cauce fluvial emula a Guatavita en su vinculación con el mito áureo, la curiosidad que el río despierta es muy poca. La

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historiadora cierra con un mensaje poco alentador: ante la ignorancia de su propia historia, a la gente “mucho menos se le ocurriría preguntarse (…) ¿qué hay del oro del Sinú?”.

Antonio de Berrío: Hacia los Llanos de El Dorado.-

Antonio de Berrío era un soldado segoviano nacido, probablemente, en 1527. Esposo de María de Oruña, hija de un compañero de armas, su suerte cambió cuando ambos recibieron una cuantiosa herencia. Como sobrina política del Gobernador de El Dorado y fundador de Santa Fe de Bogotá, Gonzalo Jiménez de Quesada, María y su esposo heredaron “las encomiendas y el gobierno de las provincias del Pauto y Papamene en las Indias Occidentales” (Donís, 2009). Posteriormente, “Berrío logró integrar la provincia de Guayana y Caura junto con la isla de Trinidad, en el ámbito de su provincia de El Dorado, considerando este enorme espacio geográfico como una sola unidad”. Ya tenía un territorio que explorar.

Retrato anónimo de Antonio de Berrío.

Ecomuseo del Caroní.

Su objetivo pasó a ser, pues, el encontrar la ciudad de Manoa, en la laguna del mítico El Dorado, y para ello se lanzó en tres expediciones. Donís señala que en la primera pasó por los llanos del Casanare y el Meta en dirección al Orinoco, en cuya margen derecha, y a diez leguas de los raudales de Adoles o Atures, levantó un campamento. Convencido de que se hallaba en la ruta correcta, decidió regresar al Nuevo Reino de Granada e informar a la Real Audiencia de su hallazgo.

La segunda de sus expediciones partió de Casanare y no consiguió nada más que la construcción de “treinta bohíos en la sabana de ‘Siamacú’, cerca de las sierras llamadas hoy Parguaza, Caripo y Suapure, lo que significó un primer intento de poblamiento en Guayana” (Donís, 2009). Su última expedición saldría nuevamente desde el Casanare, en Marzo de 1590.

De acuerdo a Donís, “lo acompañaban 112 soldados, veinte canoas con sus bogas, además de ‘otras tantas balsas con 220 caballos de guerra y carga’, los indios y negros de servicio, más los rebaños correspondientes”. Considerando la posibilidad de un nuevo fracaso, Berrío prosiguió al Orinoco, levantó un campamento junto al Caroní y luego bajó al pueblo del cacique Morequito, “donde construyeron un fuerte en la margen derecha del Orinoco”. El enfrentamiento con los indígenas concluyó en una derrota para Berrío, quien nunca vio materializados los refuerzos que pidió a Margarita, por lo que decidió proseguir por el Orinoco hacia las tierras del cacique Carapana. “De ahí pasó a Margarita ‘no sin antes explorar las posibilidades que le ofrecía Trinidad para la fundación de una ciudad’”.

Berrío fundaría San José de Oruña en la referida isla para 1592, y enviaría a España a su lugarteniente, Domingo de Vera Ibargoyen, para negociar con el monarca la incorporación de la misma en la Gobernación de El Dorado, la cual conseguiría en 1595. Sin embargo, Berrío no

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podría recibir personalmente estas noticias, pues sería apresado, y San José de Oruña destruida, por el pirata y explorador inglés Walter Raleigh, otro cazador de fortunas que iba tras la Ciudad de El Dorado.

Sir Walter Raleigh: Una Aventura Controversial.-

Walter Raleigh era el favorito de la reina Isabel II de Inglaterra. Tras muchas desventuras por su amada soberana, fue distinguido con el rango de caballero de la corte, pero vio su lugar predilecto desplazarse ante la llegada del Conde de Essex, Robert Devereux. Para colmo de males, contrajo nupcias secretamente con Elizabeth Throcknorton, una dama de honor de palacio, por lo que habiendo sido descubierto fue apresado en la Torre de Londres. Será desde allí que decida recuperar el afecto de su reina, conquistando para ella el imperio de Guayana.

Retrato de Sir Walter Raleigh, pintado por

Nicholas Hilliard.

Tras un corto tiempo retenido, sería puesto en libertad solo para, tras hacerse con la información de los viajes de Berrío, emprender su propia odisea a tierras españolas. Asaltaría Trinidad en 1595 y tomaría San José de Oruña, apresando a Antonio de Berrío como represalia a una afrenta española hecha contra sus hombres un año atrás. Así, con el anciano gobernador como rehén, zarpó hacia el Orinoco a buscar Manoa.

Sus contratiempos empezarían en el mismo Delta del Orinoco:

Con el piloto arahuaco del Barima, que no conocía la parte noroccidental del laberinto deltano, Raleigh y sus hombres se perdieron buscando la entrada hasta que finalmente consiguieron dar por el caño Mánamo. Tratando de encontrar ayuda para continuar la ruta, el piloto cayó en manos de indios hostiles. Después de algunas peripecias, lograron liberarlo a cambio de otro indígena que capturaron y que después “contrataron” como guía (Perera, 2009).

Otro contratiempo surgiría cuando llegaron al caño Guara. Raleigh y sus hombres se adentraron por el mismo en busca de un asentamiento en el cual aprovisionarse, haciéndole caso al guía que afirmaba que este estaba a pocas horas de travesía. Este error les costó un día de navegación a los ingleses, y casi la vida al piloto.

Durante el resto del recorrido, señala Perera, Raleigh fue contactando a los caciques indígenas “haciéndoles saber que, en nombre de su reina, venía a liberarlos del yugo español”.

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Con resultados diversos que van desde la alianza nativa hasta el enfrentamiento, Raleigh fue reuniendo información variada hasta que, al contactar a Wanuretoma, consiguió el apoyo de “todos los pueblos guayanos que estaban al sur, incluyendo a los epuremei, súbditos del Inca y guardianes del oro de Manoa”, además de las palabras que deseaba oír. Sabiendo de la existencia del codiciado lugar, y encontrándose bajo la amenaza de la temporada de lluvias, decidió emprender el regreso a Inglaterra (Perera, 2009).

Sir Walter planeaba volver al territorio guayanés al año siguiente, pero decidió hacerlo con un botín que presentar a su reina: habría, como señala Perera, de asaltar la isla de Margarita, “más la prudencia lo llevó a desistir de la idea y giró sus naves hacia Cumaná, donde desembarcó el 23 de Junio de 1595, para saquearla y pedir rescate por la ciudad. El descalabro fue total”. Raleigh perdió setenta y cinco hombres en el asalto, varios de ellos capitanes de su ejército. Tuvo que acordar, entonces, un intercambio de prisioneros en el que, en canje por Antonio de Berrío, recibió “un tamborilero inglés herido de un balazo, hecho tras el cual desplegó velas rumbo a las islas brumosas”.

En Inglaterra, afirma Koppen, su suerte empezará a declinar. Tras escribir el libro The

Discovery of the Large, Rich, and Beautiful Empire of Guiana, with a Relation of the Great and

Golden Citie of Manoa, wich the Spaniards call El Dorado, sus finanzas se restablecen un poco. Luego participaría en el ataque a la flota española anclada en Cádiz, regresando a Londres como un héroe. Sin embargo, su estrella empezaba a apagarse. El ascenso al trono de Jacobo I frustraría temporalmente sus planes de volver al Nuevo Mundo, ya que el rey lo considerará como un aventurero oportunista. Acusado de conspirador, pasará varios años en la Torre de Londres, antes de que sus contactos le ganaran la libertad, convenciendo al monarca de que El Dorado estaba al alcance de su mano.

Nuevamente en libertad, parte hacia América con una expedición bien equipada, pero su actuación será atroz: una epidemia acabará con parte de su ejército; los españoles lo atacarán al pasar por las islas Canarias; intentará, al llegar al Nuevo Mundo, un asalto fallido en Santo Tomé de Guayana, ciudad fundada por Antonio de Berrío, en el cual morirá su hijo; y su mano derecha, el sargento mayor Kaymis, se suicida. Tras eso regresará vencido a Inglaterra, con un solo barco y escasos sobrevivientes, solo para encontrarse con la cólera de un rey Jacobo puesto al tanto de todo por el embajador español. Esta vez no habría compasión.

La historia de los dos exploradores de Guayana termina de manera completamente opuesta: mientras Berrio es liberado para vivir tranquilamente los pocos años que le quedan (morirá en 1597) y pasar a un relativo olvido, Raleigh enfrenta un nuevo surgimiento para decaer finalmente. Koppen cierra señalando que el favorito de Isabel I fue condenado a muerte: “Ni su propio pueblo lo quiere, aunque es admirado por su forma de comportarse en el cadalso. Cuando el verdugo hizo rodar su cabeza, alguien de entre el público gritó: ‘No tenemos otra cabeza como esta para que la corten’”. Así, aun cuando muere caído en desgracia, su nombre se inmortaliza en los anales de la historia.

Manuel Centurión y los Frailes Capuchinos: La Carrera por el Parime.-

Adentrarse en las tierras de Guayana era, para el Gobernador Manuel Centurión, una empresa arriesgada, pero cargada de idílicas recompensas. En ella se encontraba la tan deseada laguna Parime, locación de Manoa, vista ya no como una ciudad dorada, sino como una mina del valioso metal. Buscando patrocinantes, justificó su empresa no solo a través de las riquezas plausibles a conseguir, sino a través de la política colonial: era preciso poner un alto a las

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pretensiones holandesas y lusitanas en territorio español, y para eso debía explorarse el macizo guayanés.

Sin embargo, el español no contaba con los monjes capuchinos que, según Amodio (2009), “adelantándose al gobernador Centurión, el 15 de Mayo de 1772 (…) dan inicio a una expedición hacia el Parime”. El motivo de esta era, para Benito de la Garriga (citado por Amodio, 2009), “no perder nosotros la posesión de aquellas tierras que por la concordia nos pertenecen”. Sin embargo, su expedición terminaría en el fracaso cuando “la expedición es asaltada simultáneamente con ‘flechas y escopetadas’ por los zaparas (saparás) y los paraguayanes (paravillanes), desde los dos lados del río Mayarí”. Obviamente, “después del asalto de los indígenas resultaba difícil para los padres convencer a los españoles y a los caribes sobrevivientes a quedarse y continuar”. Regresarían a la misión, tras ese fracaso, el 4 de Julio (Amodio, 2009).

Centurión, por su parte, molesto con la osadía de los capuchinos, decidiría no cometer sus errores y enviaría expediciones mejor preparadas al Parime. La primera de ellas, comandada por Nicolás Martínez, había partido de Angostura en Enero de 1772 y, con escasos hombres, “contemplaba la navegación del Caura y, desde sus fuentes, pasar a las sabanas del Parime”. Desde el alto Caura, los expedicionarios pasaron al río Cuato, donde tuvieron conocimiento de la mejor ruta para alcanzar la mitológica laguna: el cauce fluvial del Paragua. Tras mantener posición un tiempo debido a la temporada de lluvias, los aventureros prosiguen “hasta llegar al Paraguamusi, siguiendo luego hasta el río Anacapara, donde se encuentran con el subteniente Bernardo Lanzarote con los refuerzos enviados por Centurión”, llegados al sitio quizás a consecuencia de las noticias del fracaso capuchino. La expedición, sin embargo, no podría continuar más debido a una crecida de los ríos y deciden, pues, dar marcha atrás (Amodio, 2009).

Centurión mandaría una segunda expedición tras el Parime, esta vez mucho mejor organizada, en Marzo de 1773. Partiendo de Angostura al mando de Vicente Díez de la Fuente, el grupo intentaría dar con Manoa por la ruta del Paragua. En la confluencia con el Paraguamusi se organizaría su primer campamento, y de allí enviarían a Isidoro Rendón a buscar Manoa. El cabo continuaría su ruta siguiendo por diversos ríos, “remontando por ellos hasta aproximarse a la laguna Parime, de donde retrocedió y volvió a salir por la boca del Mao, y desde allí hasta la de Curiacara” (Centurión, citado por Amodio, 2009). Rendón se toparía con sabanas inundables, pero ninguna laguna o mina de oro. Fundaría tres poblaciones “en las orillas del Parime”: San Juan Bautista de Cada Cada, Santa Bárbara y Santa Rosa de Curaricara, solo para regresar luego al campamento de Díez de la Fuente. Desafortunadamente, “un año después, una rebelión indígena acaba con la precaria conquista española en plena selva” (Amodio, 2009).

Detalle del mapa que representa las ciudades fundadas por Isidoro Rendón en las cercanías del Parime. Archivo General

de Indias, Sevilla.

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La última de las expediciones se efectuaría dos años después: “en Octubre de 1775, Centurión encarga a Díez de la Fuente la organización de una nueva expedición al Parime”, la cual llegará a los pueblos antes fundados por Isidoro Rendón. Será desde allí que se encaminarán hacia el cerro Apucuano, donde se creía estaba la mina de oro. En el transcurso del viaje, un grupo de españoles deserta debido al maltrato de su jefe y abandonan el monte, solo para encontrarse con los portugueses, a quienes delatarán la presencia española en Guayana. Los lusitanos, pues, se lanzarán en una campaña para expulsar a los castellanos del territorio, y capturarían a los expedicionarios del “monte dorado”, y de las ciudades de San Juan Bautista de Cada Cada y Santa Rosa de Curaricara. Unos pocos prófugos llegarían ante Díez de la Fuente, quien reportaría la situación a Centurión.

El gobernador, pues, se apresuraría en organizar una cruzada de rescate y expulsión de los soldados enemigos del territorio español, pero diversos factores externos frustrarían sus planes: su polémica con los capuchinos demandaría su regreso a España en 1777, a la par que el Tratado de Límites de San Idelfonso, que era firmado entre las coronas ibéricas ese año, cedería la territorialidad de buena parte de la Guayana, incluyendo la región del Parime, a la corona enemiga. El mito de Manoa recibe, pues, un golpe fatal con este trato, ya que los exploradores españoles no podrán adentrarse al territorio luso para encontrar una ciudad inexistente, y Alexander von Humboldt, algunos años después, expondría su hipótesis sobre un Parime que vendría a ser correspondido con las crecidas del Caroní. El lago desaparece entonces de la leyenda doradista, de los mapas geográficos, y del interés de la población colonial española de la época.

Doradas Ciudades en Diversos Lugares.-

El mito doradista se desarrolló simultáneamente en todo el continente, a pesar de su origen cundiboyacense. Berrío y Raleigh lo buscaron en la Orinoquia, mientras que Hernando de Soto lo hizo en norteamérica. Orellana recorrió el Amazonas con la meta de encontrar al cacique y su lago, y los Welser se afanaron en encontrarlo en Venezuela. Lo cierto es que solo Gonzalo Jiménez de Quesada llegaría a la raíz del misterio, pero no por eso los exploradores dejaron de aventurarse infatigablemente por las selvas y montañas del Nuevo Mundo para encontrar, de cualquier forma y por cualquier nombre, la áurea metrópoli.

Ilustración que representa la ciudad de Manoa a las orillas del

mítico lago Parime.

Manoa es, pues, el nombre que recibió El Dorado del Orinoco, enclavado en la orilla del mítico lago salado Parime. Por él se aventuraron, entre otros, los referidos exploradores Walter Raleigh y Antonio de Berrío. Se suponía situada en plena selva guayanesa, al sur del Orinoco, y

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pudo ser confundido con el río Caroní, de acuerdo a Alexander von Humboldt (citado por Koppen, 2004)…

…se forma de la reunión de dos brazos casi igualmente fuertes, el Caroní propiamente dicho y el río Paragua. Los misioneros llaman a este último río Laguna; y está lleno de escollos y pequeñas cascadas; pero recorriendo un país enteramente plano, está al mismo tiempo sujeto a grandes inundaciones y apenas puede reconocerse su verdadera caja…

En este sentido es fácilmente aceptable la identificación por parte de los exploradores antiguos del río Caroní con el mítico lago Parime, sin embargo Humboldt, en su viaje por América, se encargaría de echar por tierra esta creencia, sacando de los mapas geográficos de la época la representación de un lago mitológico que nunca existió, y acabando con la Manoa del Parime como avatar de la leyenda áurea.

Otra versión de la historia se centra en los confines de Estados Unidos. Osborn Robb, arqueólogo francés, detalla que en esa zona se creía que los nativos norteamericanos tenían su manantial de oro. Koppen parafrasea al francés al afirmar que El Dorado no era otro sino Cíbola, “una tierra con siete ciudades ubicada en el lejano Norte y Oeste, donde nunca habían llegado las expediciones europeas”. Continuando con el autor, “este nuevo Dorado (…) llegó a ser la principal razón por la que se exploró un amplio territorio de los Estados Unidos: Arizona, Nuevo México, Kansas, Texas y Oklahoma”. Francisco Vázquez de Coronado sería el líder de la expedición y, en palabras de Osborn Robb (cotado por Koppen, 2004),

Aunque (…) nunca vio el oro que buscaba tan desesperadamente, su expedición nos proveyó la primera información de testigo presencial acerca de las culturas indígenas de las tierras en que viajó, el descubrimiento de los montes Rocosos Continentales, y las primeras narraciones extensas sobre la vida y el comportamiento del búfalo. Al comparar las distancias abarcadas por su expedición con las de Hernando de Soto en el sudeste, los europeos, por primera vez, tuvieron una idea bastante exacta de la inmensa extensión del continente norteamericano.

El origen de esta leyenda se centra en un hecho histórico: el mito narraba que cuando los moros conquistaron Mérida (España) en 1150, siete obispos emigraron con las reliquias sagradas de la urbe y, en tierras lejanas, fundaron las ciudades de Cíbola y Quivira, que con el tiempo ampliaron su número hasta ser siete, una por cada uno de los prófugos clérigos. Ricas como ninguna, se encontraban repletas de oro y piedras preciosas, y hacia dichas fortunas doradistas se encaminaron una gran cantidad de aventureros que, como en el sur, nunca hallaron su objetivo.

Claudia Vidal, para finalizar, relata acerca de otra derivación del mito: la Ciudad de los

Césares, suntuosa metrópoli sobre la que

Una crónica afirmaba que en ella el clima era tan sano que la gente era casi inmortal. Otra aludía a la magnificencia de sus templos, su mobiliario de oro, sus enseres de plata. Un viajero

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describió un cerro de plata y otro de oro en las cercanías de la urbe. También se dijo que estaba junto a una laguna donde abundaban las perlas, también habitaban los más maravillosos pájaros y plantas silvestres.

La autora señala que, durante el siglo XVI, su supuesta ubicación fue oscilando. Emplazada en Chile o Argentina, primero entre Córdoba, Santa Fe y Santiago del Estero, “testimonios posteriores fueron corriéndola cada vez más hacia el sur, junto a los ríos Colorado o Negro. Algunos la situaban en el centro de la Patagonia o en el lago Nahuel Huapi e, incluso, cerca del estrecho de Magallanes”. Las búsquedas por esta ciudad, sin embargo, no rendirían los frutos deseados, e investigaciones arqueológicas profesionales se encargarían de dar fin al mito de una urbe que, aún llena de oro y plata, solo existía en la mente de sus buscadores.

James Angel: Una Mina en el Auyantepuy.-

James Crawford Angel Marshall, Jimmy Angel como era referido por sus allegados, era un piloto norteamericano que vivió entre 1899 y 1956. Su historia doradista comenzará en Panamá donde, a decir de Koppen, “se le acercó un norteamericano con un planito en la mano”. El mismo “le proponía al aviador que lo condujera a cierto lugar situado al sur del río Orinoco, en Venezuela”. Angel, más deseoso por deshacerse del sujeto que por realizar el vuelo, accedió a su propuesta a cambio de la suma de cinco mil dólares, cantidad que, según creía, desanimaría al misterioso sujeto. Sin embargo, como hombre de palabra que era, accedería asombrado a realizar el vuelo cuando el enigmático personaje llegara a su presencia el día siguiente con un cheque por la suma acordada.

Angel realizó el vuelo, guiado por el misterioso norteamericano, aterrizando en “una pequeña sabana a 2600 metros de altura”. Pernoctaron en dicha zona y, a la mañana siguiente, partieron con un cargamento de sesenta libras en pepitas de oro, a los que el aviador, a pesar de la sorpresa, no le dio demasiada importancia. Los viajeros, pues, emprendieron vías separadas, pensando en que no se volverían a encontrar. Sin embargo, catorce años después, en un tren en el que viajaba, James Angel coincidiría con el mismo estadounidense, quien le revelaría su historia doradista.

Según Koppen, los viejos conocidos…

Inmediatamente comenzaron a rememorar el viaje al sur del Orinoco, y quien había sido su pasajero le preguntó si ya se había hecho millonario. El piloto se quedó azorado sin comprender la pregunta, pero el norteamericano rápidamente se la aclaró: aquella pequeña sabana a 2600 metros de altura era el único Dorado del que no habían oído hablar los conquistadores. El oro se encontraba a flor de la tierra. El hombre imaginaba que, habiendo visto el cargamento que transportaban, Angel había vuelto por su cuenta a buscar el valioso metal.

Sin embargo no fue así. Sería a partir de esa conversación que Jimmy Angel se concentraría en encontrar nuevamente la mina de oro, y en sus esfuerzos daría con el salto de agua más grande del mundo.

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Fue en ese 1934 que el piloto y su esposa María regresaron a Venezuela en plan de expedición. Destinaron todos sus ahorros en la búsqueda y, a bordo de su Flamingo Río Caroní, se dispuso a volar por la selva guayanesa tratando de “recordar cuál era el sitio exacto en que el norteamericano lo había hecho aterrizar” (Koppen, 2004).

Fue durante esos viajes que, en compañía de un sargento técnico de apellido García, divisaría una catarata que estimó debía tener mil metros de altura. Junto a un geólogo, se confirmaría el descubrimiento que, bautizado como Salto Angel, inmortalizaría al piloto tan solo unas semanas más tarde, al ser dado a conocer. Pero Jimmy no tardó en desembarazarse de esta cuestión para volver tras la pista de El Dorado.

El grupo explorador, ahora conformado, además de por Angel y su esposa, por Gustavo Henry y Miguel Delgado, se trasladó al sur del Auyantepuy, donde estableció su campamento. Desde allí empezarían las labores de reconocimiento del terreno, que culminarían en el descubrimiento de un sitio, por parte de Angel, que aparentemente era el adecuado para aterrizar. Emprenderían el vuelo el 9 de Octubre de 1937, a las 11:20 de la mañana. Quince minutos después estarían listos para aterrizar en la meseta del Auyantepuy. Fue ahí que todo comenzó a salir mal.

El avión, en su descenso, fue poco a poco enterrándose más en el terreno hasta que el tren delantero quedó completamente trabado, lo que hizo que la trompa del Flamingo se hundiera y su cola quedara por los aires. En tan incómoda posición, debieron abandonar el aeroplano mientras la gasolina se filtraba por el fuselaje, poniendo a todos en alerta por un posible incendio el cual, afortunadamente, no se dio.

El avión de Jimmy Angel tras aterrizar en el Auyantepuy. Fotografía

de Miguel Delgado.

Los cuatro ocupantes del avión estaban ilesos y se encargaron, pues, de desatorar al Río Caroní de la trampa en la que había caído. Rápidamente, los aventureros notaron que un despegue sería imposible pues el tren de aterrizaje estaba completamente enterrado en el tepuy, por lo que decidieron intentar comunicarse con el campamento por radio, sin obtener respuesta. Pero la mayor desilusión estaba por llegar: Jimmy Angel, al explorar, reconocería que se había equivocado de sitio de aterrizaje, ya que no se encontraban en el lugar en el que había tocado tierra en 1920. Todas las penalidades que pasó la expedición habían sido en vano.

Sin tiempo para lamentarse, decidieron bajar por su cuenta. Al respecto, Koppen señala que…

En las alas del avión se escribieron con tela y adhesivo las palabras “all ok” (todos bien), y con una flecha se indicó el rumbo que seguirían. Jimmy también dejó una nota en el avión, con la hora y el resultado del aterrizaje, así como la nómina de los integrantes

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del pasaje; además, se dejarían a bordo los aparatos y bultos no imprescindibles, a fin de evitar estorbos en el descenso. A la mañana siguiente, y agotada ya la batería del avión tras los fallidos contactos radiales, el grupo inició su caminata hacia el farallón, el cual tendrían que escalar y atravesar luego. La marcha se hacía lenta, pues tenían que ir abriendo sendas. Hubo días en los que escasamente pudieron avanzar unos ciento cincuenta metros. Once jornadas más tarde, los cuatro expedicionarios llegaban otra vez al campamento. Arriba, en el cerro, cual monumento histórico, quedaba el avión “Río Caroní”, compañero inseparable de Jimmy, como un signo fehaciente de la osadía e intrepidez del piloto y sus acompañantes.

Esta aventura constituyó el único intento de Angel por buscar El Dorado. Tras la misma, Koppen señala que el piloto “pasó algunos sinsabores en Venezuela y, apesadumbrado, se retiró a vivir en Panamá, donde murió en 1956”. En su testamento especificaba que su cuerpo debía ser cremado y sus cenizas vertidas sobre la gran catarata que descubrió y dio nombre. Su familia cumpliría esta última voluntad del americano, que como muchos otros, se integró a la leyenda doradista, que le negó sus tesoros.

Percy Harrison Fawcett: Tras la Pista de Zeta en la Selva Amazónica.-

El coronel Percy Fawcett es quizás el arquetipo del explorador doradista contemporáneo, además del ejemplo más ferviente de apasionamiento por la aventura. Su expedición es, de entre todas las búsquedas contemporáneas, la más memorable, tanto por su desarrollo como por su conclusión.

Este personaje, según Koppen, “era un oficial retirado del ejército británico. Antiguo luchador de la India, incansable explorador de las fronteras bolivianas y brasileñas, experto en atravesar selvas, montes y pantanos”, fue, “además, fundador de la Royal Geographical Society de Londres”.

Fotografía anónima del coronel Percy

Harrison Fawcett.

Fawcett, ya desde antes de darse de baja del ejército real, estaba obsesionado con la idea de hallar Manoa, la capital del Cacique Dorado. Convencido de que la ciudad existía y se hallaba

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en lo profundo del Matto Grosso, Zeta, como la había bautizado, aguardaba a que algún explorador afortunado la hallara a ella y a su viva y avanzada cultura.

Tomando como fuente las crónicas del clérigo Barbosa, que narraban el hallazgo de una ciudad perdida por parte del explorador Francisco Raposo en 1743, y sustentándose en una misteriosa figura de cerámica que le había sido entregada en Chile, el coronel Percy Fawcett “dedicó cada uno de sus días a preparar la expedición”.

Percy Fawcett, su hijo Jack, y Raleigh Rimel, un amigo del joven, partirían de Río de Janeiro el 25 de Febrero de 1925, en su búsqueda por Zeta, para no ser vistos nunca más. Conocían muy bien los peligros que les esperaban, pero su voluntad era más fuerte. Al respecto, Koppen cita una carta que el mismo inglés le dirigió a su esposa, y que refleja la creencia de este en su causa, al igual que calidad humana del desdichado coronel:

Si no volvemos, no deseo que organicen partidas de salvamento. Es demasiado arriesgado. Si yo, con toda mi experiencia fracaso, no queda mucha esperanza en el triunfo de los otros. Ésa es una de las razones por la que no digo exactamente hacia donde vamos (…) Ya sea que pasemos y que volvamos a salir de la selva, que dejemos nuestros huesos para pudrirse en ella, una cosa es indudable: la respuesta al enigma de la antigua Sudamérica… y quizás el del mundo prehistórico… será encontrada cuando se hayan localizado esas antiguas ciudades y queden abiertas a la investigación científica. ¡PORQUE LAS CIUDADES EXISTEN… DE ESO ESTOY SEGURO!

Diversas reconstrucciones del viaje de Fawcett, referidas por Koppen, permiten inferir que desde Cubayá, los ingleses se adentraron en las tierras de los bacairís, exploradas por el coronel años antes. De ahí, prosiguieron hasta el río Culiseu, en el cual bajaron hasta la aldea nafuquá, donde fueron guiados a territorio kalapalo. Koppen señala que…

…para ser guiados, el coronel le prometió a su guía, llamado Kabukuiri, regalarle unos collares que Fawcett llevaba consigo, pero que al enterarse, en la aldea nafuquá, que en la dirección que el coronel se proponía avanzar había indios muy hostiles, decidió ahorrar regalos y dejó a Kabukuiri sin el suyo.

Esto sentenció a los aventureros. Koppen prosigue con su reconstrucción señalando que cuando la expedición, “avanzando por tierra, descendía por una barranca que llevaba hasta la laguna que era el siguiente objetivo, el indio, con la ayuda de su hijo Kururi y de su yerno Kaloene, atacó a los ingleses y los mataron a golpes”. Sea o no cierta esta hipótesis, el hecho es que nadie volvió a saber de Fawcett y su grupo.

El Misterio de la Desaparición del Coronel Percy Fawcett.-

A los dos años de su desaparición empezaron a circular los rumores de que el coronel había sido

visto con vida. “Roger Courteville, un ingeniero francés, le aseguró a la prensa peruana haberse cruzado con Fawcett en Minas Gerais”. George Dyott, por otro lado, fue enviado por la agencia de noticias N.A.N.A. a investigar que había ocurrido con los desaparecidos. Al llegar con los nafuquá obtuvo noticias de que los ingleses, cojeando, habían pasado por allí y habían dejado

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algunos objetos que el mismo coronel Dyott pudo ver. Este volvió sin más pruebas, “pero una nueva versión comenzó a difundirse entre la prensa y quienes estaban detrás de develar el misterio: el coronel y sus acompañantes vivían con una tribu de indios salvajes que los tenían como ídolos” (Koppen, 2004).

Cada vez salían a la luz versiones más quiméricas sobre el destino de Fawcett: “el coronel y sus acompañantes habían encontrado, efectivamente, la mítica ciudad y allí estaban sin poder regresar”. Ante esto, nuevas expediciones se encaminaban hacia el Matto Grosso para tratar de dar luz sobre el enigma del coronel, pero el misterio, al contrario, no hacía más que agigantarse ante los resultados de las mismas: “en 1930, el periodista Albert de Winton organizó una nueva expedición que llegó hasta la aldea Kalapalo, el último lugar en que Fawcett había sido visto. Sin embargo, ni Winton ni sus acompañantes pudieron regresar con vida” (Koppen, 2004).

Stefan Rattin, explorador suizo, hizo su aporte de manera especial a la leyenda de Fawcett. De acuerdo a Koppen, en 1932 este explorador emergió del Matto Grosso con noticias perturbadoras:

El suizo aseguró que el 16 de Octubre de 1931 fue rodeado por un grupo de indios que lo trasladó al poblado en donde vivían. Allí, dijo Rattin, se encontró con un anciano de barba y pelo blancos y largos que parecía muy triste. El anciano se aproximó a él, contó el suizo, y en perfecto inglés le dijo:

Soy un coronel inglés. Vaya al consulado inglés y pregunte por el mayor Pager, quien tiene una hacienda en São Paulo. Dígale que estoy prisionero aquí.

Luego, Fawcett le preguntó si tenía papel y lo llevó a su choza. Una vez allí le mostró cuatro tablas de madera en las que había hecho burdos diseños con una piedra afilada. Rattin los copió. Luego le dijo algo sobre su hijo que dormía y comenzó a llorar.

Rattin declaró ante el cónsul general británico en Río de Janeiro y luego regresó al Matto Grosso en busca de Fawcett, pasando de camino por la hacienda de Hermenegildo de Galván, amigo de Fawcett. Nunca más se supo de él. Zeta sumaba otro desaparecido a sus filas.

Virgilio Pessione partió en 1933 por el coronel Fawcett. Regresó con noticias algo más optimistas, pero sin los desaparecidos. Según Koppen, Pessione se entrevistó con una india nafaquá que relató acerca de la presencia de hombres blancos en la tribu aruvudus, donde eran muy queridos. El coronel, pues, “era el jefe de la tribu, y el hijo se había casado con la hija de otro jefe llamado Jernata. La pareja tenía un hijo varón, pequeño, de ojos azules y pelo rubio”, sin embargo, no podían escapar por hallarse sin municiones para sus armas y “rodeados de indios feroces como eran los suyás y los kayapós” (Koppen, 2004).

Años después, los hermanos Vilas Boas se aventurarían al territorio Kalapalo para obtener pistas sobre el destino de Fawcett. Después de una larga convivencia con la tribu, los nativos le mostraron a los expedicionarios el sitio de descanso eterno de los ingleses, a los que habían asesinado. Orlando Vilas Boas exhumó los mismos y los envió a Inglaterra, donde tras un análisis fueron devueltos al Brasil con los resultados: no pertenecían al coronel Fawcett. Bryan, el otro hijo del inglés, también se negó a creer que eran los huesos de su padre. Sin embargo, años

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después, Sydney Pozuelo, jefe de una reserva kalapalo en el Alto Río Xingú, declaró ante otro investigador que en efecto, la versión de los Vilas Boas era la correcta: “en 1925, aquí donde estamos existía una aldea de indios kalapalo. Lo que lo llevó al fracaso fue no conocer a los indígenas y no saber tratarlos. Los indios kalapalo vivían aquí a orillas del río Kuluene y aquí fue donde los mataron” (Pozuelo, citado por Koppen, 2004).

Orlando Vilas Boas exhibe el supuesto

cráneo del coronel Percy Fawcett.

Una última versión narra que, en efecto, no fueron los Kalapalo los asesinos, sino una comunidad más violenta de la cual los primeros trataron de prevenir a los ingleses, más estos prosiguieron sin hacerles caso. Los kalapalos habían vigilado el fuego distante del campamento de Fawcett durante cinco días, hasta su definitiva desaparición, en la tierra de dichos nativos hostiles, guardianes de una cultura monumental escondida en la selva. En base a esto, Fawcett quizás sí haya llegado a Zeta, pero solo para morir en ella a manos de sus guardianes.

La historia del coronel terminó como la de muchos otros antes de él, pero construyó una leyenda que aún hoy despierta la curiosidad de los exploradores. En cuanto a su creencia sobre la legendaria Zeta, Pozuelo (citado por Koppen, 2004) no niega la existencia de una ciudad perdida en el Matto Grosso: “la selva se reproduce con rapidez y en el pasado pudieron existir pueblos capaces de construir con piedras. Yo creo que puede que estemos cerca de una ciudad perdida y no lo sabemos”.

Paiquinquin Qosco: La Ciudad Gemela al Cuzco.-

La última adaptación del mito de El Dorado hace referencia a la ciudad como la capital perdida del Tahuantinsuyo, el lugar donde los últimos incas acudieron con todo su oro, y sus más respetados herederos, a ocultarse de los conquistadores y a formar la resistencia. Tupac Amaru II, siglos más tarde, se declarará protector e Inca de este Gran Dorado que, de acuerdo a la leyenda, mantuvo intacto en la clandestinidad la herencia cultural incaica, e incluso hoy en día, se halla escondido en la selva, a la espera de ser descubierto. Su nombre sería, pues, Paiquinquin Qosco, frase que significa “Ciudad Gemela al Cuzco”, pero vendría a ser mejor conocido simplemente como Paititi.

“El reino del Paititi habría sido un conjunto de ciudades conectadas a la red de túneles andinos, que sirvió como último refugio a los sobrevivientes del imperio incaico” (Koppen, 2004). “En Paititi, según el relato de los ancianos de los Andes vive el Inca Rey soberano

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Intipchurrin (hijo del Sol) quien hasta hoy reina en silencio, preparándose para restaurar el interrumpido orden del universo” (Tafur, citado por Koppen, 2004).

Sobre la ubicación y estado del Gran Dorado, González (citado por Koppen, 2004) señala que…

Se sigue afirmando que en las selvas de Madre de Dios, en la zona sudoriental del Perú, existe una ciudad de piedra, con estatuas de oro erigidas en amplios jardines. Pero lo interesante de Paititi es que las leyendas señalan que, hasta hoy en día, la ciudad oculta estaría en plena actividad…

Tafur añade que el Gran Paititi estaría emplazado “en la naciente de un río que al caer desde las alturas forma una admirable cascada”, sobre una montaña “atravesada de un lado a otro por profundas cavernas con múltiples ramificaciones” (Koppen, 2004). Dicha ubicación, según señala Soto Roland (citado por Koppen, 2004), no es azarosa, ya que la selva del río Madre de Dios se encuentra plagada de serpientes venenosas.

El motivo del emplazamiento de una ciudad en esta zona es bastante obvio: el sitio depositario de la tradición incaica, de sus tesoros y su monarquía, debería ser un lugar seguro e inaccesible. El clérigo Francisco de Cale (citado por Koppen, 2004) señala que al Paititi se llega tras cinco días de viaje del Cuzco. Otro misionero, fray Benito Jerónimo Feijoo, añade que “el adelantado Juan de Salinas, Pedro de Ursúa y otros hicieron varias entradas para descubrirle, volviéndose todos sin haber hallado lo que buscaban” (Koppen, 2004). Paititi se convirtió, pues, en un Dorado a conseguir, tan inaccesible (aunque no tan misterioso) como los demás.

Diversas expediciones se suceden para tratar de hallar el Paiquinquin Qosco, pero todas terminan en desastre. Koppen parafrasea a Feijoo al indicar que “Paititi fue una obsesión y una tumba, aunque más no sea de las fortunas de quienes se aventuraron en su búsqueda”. Nombres como Francisco de Aquino o Juan Álvarez de Maldonado conforman esa lista de viajes infructuosos a la selva peruana, que no trajeron más que pérdidas al contingente español. Sin embargo, años más tarde, serán hallados los restos abandonados e incendiados de la Gran

Vilcabamba, que fue el hogar de los cuatro últimos incas, rebeldes al imperio español. Este hecho, y el encuentro de un documento en los archivos vaticanos, que relata la relación entre unos misioneros jesuitas y la gente del Paititi, dejará abierta la posibilidad de la existencia de esta y otras ciudades ocultas en la selva.

De acuerdo a Koppen, diversas expediciones se lanzarán en la búsqueda del Paititi, arrojando resultados muy variados: en los sesenta, Carlos Neuenschwander recaudaría diversos relatos y tradiciones sobre la metrópoli, pero no daría con ella. En 1970, Robert Nichols y sus acompañantes franceses, Serge Debrú y Gerarld Puel, “decidieron alcanzar la meseta de Pantiacolla por tierra, guiados por dos nativos que conocían la zona. Sin embargo, a una cierta altura del camino, no se sabe por qué razones, resolvieron continuar solos. Jamás se volvió a saber de ellos”.

Cinco años más tarde, la expedición del japonés Sekino Yoshiharu sacaría el tema a la palestra nuevamente al afirmar, tras regresar de una aventura fallida a la selva, que Nichols y los franceses “habían muerto a manos de los machiguengas” (Koppen, 2004). Esta noticia causó sensación ya que dicha tribu estaba conformada por aborígenes pacíficos que llevaban buenas relaciones con el hombre blanco, por lo que expertos como Neuenschwander saldrían rápidamente a desmentir al japonés, adjudicando las referidas muertes a los Paco-Pacouris, los

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legendarios guardianes del Paititi que, en palabras de Soto Roland (citado por Koppen, 2004), “constituyen un supuesto grupo de ‘elite’ de origen inca, cuya única y sagrada misión cosiste en proteger las ruinas de las numerosas ‘ciudades perdidas’ de la selva”. Soto Roland cierra acotando que “el ‘secreto del Paititi’ perdura por el solo hecho de tener tan diligentes custodios”.

En 1979, Herbert y Nicole Cartagena descubrieron un asentamiento menor al que denominaron “Mamería”. Un año después, el norteamericano Greg Deyermenjian, explorando con un guía cuzqueño la meseta del Pantiacolla, descubrirá diversas huellas incaicas en los picos montañosos de la zona, inexplorados hasta entonces. Por último, en 1998, Fernando Soto Roland personalmente encabezará una expedición para hallar el Paititi, pero culminará en el fracaso. La ciudad inca se mantiene fiel a la tradición doradista: perdida.

Sin embargo, Soto Roland (citado por Koppen, 2004) plantea una hipótesis: la eterna exploración en la misma zona del Pantiacolla no hace más que probar la existencia de un prejuicio que dicta que el Paititi no puede hallarse en otro sitio que en la geografía del Perú, y que considera nula la interacción entre los incas y las culturas selváticas, “negando la existencia de culturas amazónicas desarrolladas capaces de recibir y, eventualmente, absorber a los señores vencidos del Cuzco”. La exploración futura debe centrarse, pues, en romper este paradigma, adentrándose en los terrenos selváticos y no limitándose al territorio peruano, sino abarcando otros países de Suramérica, principalmente el Brasil.

Se puede concluir afirmando que Paiquinquin Qosco constituye, pues, la materialización final y más seria del mito dorado. No es una ciudad de oro macizo, sino el albergue de los tesoros más sagrados de los incas, extraídos de Cuzco cuando la invasión de Atahualpa primero, y la de los españoles más tarde, se avecinaba. Parafraseando a Tafur, Koppen expone que esta ciudad constituye el deseado oasis de paz en el que la elite inca decide refugiarse hasta el momento de restablecer el orden cósmico, cuando “la sabiduría tanto como el conocimiento transmitido por los dioses volvieran a imponerse”.

Sin embargo, quizás el tesoro tan codiciado que guarda esta ciudad no es el oro o las joyas del Inca. Basándose en Tafur, Koppen expone que “el ‘otro Cuzco’ albergaba a una estirpe de hijos de dioses y de sacerdotes, tanto como el conocimiento secreto del culto solar”. De esta manera, “se guarecía allí la historia secular de un pueblo que unió la tierra con el cielo, sintetizando todo el saber de las culturas que lo precedieron”. Esta es la versión más profunda del mito áureo, una versión nacionalista y patrimonial, que inspiró a muchos revolucionarios durante años para levantarse contra los españoles en el Perú, y que evoca la memoria ancestral de una cultura maravillosa e imperial.

Hiram Bingham: El Descubrimiento de Machu Picchu.-

En 1912, mientras iba en pos del Gran Dorado, el estadounidense Hiram Bingham realiza un descubrimiento excepcional: “después de varios días de penosa ascensión por entre la selva espesa y peligrosa, tras haber cruzado puentes colgantes hechos de cuerdas”, la expedición de Bingham entró a los libros de historia. Los aventureros no podían salir de su asombro, ya que “pese a la tupida vegetación que las cubría, los exploradores supieron de inmediato que lo que tenían ante los ojos no eran ruinas comunes”. Habían encontrado a Machu Picchu, el monumento inca más famoso de todos (Koppen, 2004).

Bingham y sus hombres “habían dado con una de las mayores y más importantes ciudades construidas por los incas. Aquello era un magnífico despliegue de arquitectura, de planificación

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urbana, de ingeniería y de técnicas de construcción”. Pero también era una gran fuente de enigmas que el tiempo debería responder. De momento, Bingham solo llegó a deducir que su ciudad era más una residencia elitesca que una urbe propiamente dicha: los templos, palacios, elementos de observación astronómica, así como las condiciones defensivas de Machu Picchu, delataban a un bastión especial, no una ciudad inca más (Koppen, 2004).

Otra de las grandes incógnitas de la ciudad radicaba en la ausencia de oro o plata al momento de su descubrimiento, lo que no coincidía con el perfil de residencia real recién adjudicado a la misma. Se especuló que sus habitantes abandonaron la ciudad con sus pertenencias debido a oráculos nefastos y predicciones adversas, aunque también que la población fue exterminada por la justicia inca (que tomó luego todas sus pertenencias) o la enfermedad, cuestión esta última que no justifica la desaparición de los valores en oro y plata.

El último y quizás más grande enigma de Machu Picchu radica en su construcción: ¿qué métodos fueron empleados para edificar una urbe de este calibre? La edificación es precisa, y fue realizada empleando piedras de muchas toneladas, lo que hace a los investigadores preguntarse por el medio de transporte empleado y los materiales de tallado utilizados. Son estas cuestiones las que hacen de Machu Picchu una gran incógnita, “el misterioso emblema de un pueblo que, sin conocer la escritura ni la rueda, construyó un imperio que se extendía a lo largo de 3680 kilómetros” (Koppen, 2004).

Fotografía de la entonces recién descubierta Machu Picchu, tomada por Hiram

Bingham en 1912.

Hallazgos Recientes del Mito Doradista.-

Buscando, bajo cualquiera de sus variantes, la ciudad de El Dorado, diferentes arqueólogos han realizado hallazgos en los últimos años, arrojando luces sobre una leyenda que está lejos de desaparecer.

Videla (2007) señala que, en 1987, el chileno Roland Stevenson publicó, en el diario Folha

de Boa Vista del estado de Roraima (Brasil), los resultados de su investigación sobre El Dorado. Stevenson habla sobre un camino inca que va desde los Andes hasta la Guayana, repleto de tambos de piedra durante el recorrido. Fundamenta este hallazgo al indicar que encontró vestigios de indumentaria incaica, posibles derivados del sistema de comunicación de los quipus, y petroglifos con motivos de la cultura del Tahuantinsuyo. De igual forma, resaltó las similitudes lingüísticas entre los idiomas autóctonos del área y el quechua, y la semejanza entre la fisonomía de algunos aborígenes con los habitantes andinos.

Videla señala que…

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De acuerdo a Stevenson, la Ciudad Sagrada de El Dorado, una gran necrópolis, se situó en la isla de Maracá, en el occidente del lago Manoa, el cual ocupaba 400 Km entre Brasil y la Guyana, como se desprende del mapa desarrollado por Thomas Hariot en el año 1595 y en otro de Henricus Hondius de 1599. Stevenson señala que estos mapas indican que existió una ciudad en la margen occidental de este lago.

Stevenson exponía que, de acuerdo a un proceso de epirogénesis positiva (elevación constante del terreno), el lago Parime se había secado completamente al momento del viaje de Humboldt, por lo que el alemán lo calificó como leyenda. Con dicha posición respaldada por diversos científicos, el chileno señala que a causa de la extinción de la masa de agua, la ciudad no pudo subsistir y fue abandonada, no quedando de ella más que “algunos esqueletos humanos, túmulos funerarios y restos de muros de piedra”. Su paradero corresponde en la actualidad a “un plano situado al nivel del suelo. En las inmediaciones de la zona, se aprecian las líneas del extinto lago alrededor de los 120 metros sobre el nivel del mar” (Videla, 2007).

En cuanto al resto del tesoro, el investigador afirma que éste fue saqueado por los ingleses en complicidad con el gobierno brasileño, justo tras la divulgación de su nota en el Folha de Boa Vista. Con su confiscación, pues, habrían dejando “tan sólo restos dispersos y de escaso valor, haciendo desaparecer de esta manera las evidencias que avalaban su extraordinario descubrimiento: el mismísimo Dorado”.

Koppen refleja en su libro otro hallazgo significativo:

El 26 de Julio de 2002, la prensa mundial daba a conocer una noticia que conmovía a la sociedad científica, en especial a los arqueólogos: una expedición comandada por el ítalo-polaco Jacek Palkiewicz, e integrada por treinta científicos, había hallado la mítica ciudad de Paititi.

Tomando como base un documento papal en el que se autorizaba a los jesuitas a evangelizar la ciudad del Paititi, los exploradores, considerando la seriedad de la firma vaticana, se dispusieron a investigar el emplazamiento de la urbe y, tras un largo proceso, crearon una base sustentable para realizar una expedición que rindió los frutos deseados.

Con un presupuesto de más de un millón de dólares y el apoyo, simbólico al menos, del presidente Alejandro Toledo, Palkiewicz se adentró en el parque nacional del Manu, entre los departamentos de Cuzco y Madre de Dios, para hallar, perdidas entre la densa vegetación, la laguna y la red de cavernas y túneles subterráneos que caracterizaban al Paititi de la leyenda. Los trabajos, para 2004, proseguían y Koppen simplemente se limita a decir que será el tiempo el que dirá los aportes a la cultura universal que este descubrimiento significa.

Un año antes, Sigfried Trippolt “condujo una exploración a los cerros de Guanay, en Bolivia, y también, al encontrarse con los restos de una ciudad precolombina, supuso que había dado con el mítico Paititi”. El estudioso basó su expedición en los supuestos y olvidados hallazgos del alemán Hans Erlt, realizados en 1955. Koppen escribe que…

El austríaco no estaba del todo convencido de que perteneciesen, efectivamente, al Gran Dorado. Por ello, el 30 de Junio de 2001

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partió, en compañía de treinta investigadores, con el objetivo fundamental de trazar mapas cartográficos del lugar. Sin embargo, al llegar, se convenció de que aquella “Ciudad Encantada del Paititi” de la que hablaba Erlt estaba exactamente allí, frente a sus ojos. Al regresar, Trippolt informó que los arqueólogos habían descubierto entre la maleza caminos, calles y plazas. “Definitivamente son construcciones creadas por una cultura aún no identificada”, dijo.

Sin embargo, la opinión pública no se mantiene al tanto del descubrimiento. Con todo lo trascendental del hallazgo, es reprochable el hecho de que para 2004 las autoridades que patrocinaban la investigación no se hubieran pronunciado.

En el mismo periodo de tiempo, la expedición boliviana Atahualpa 2000 rendía cuentas sobre “los informes preliminares de su viaje al lago Titicaca. Allí habían hallado evidencias arqueológicas de una civilización que vivió en el lugar hace 3500 años”. En las profundidades de dicha masa de agua “existen estructuras cuya datación podría calcularse en casi cuatro mil años de antigüedad”, y que corresponderían a una cultura pretérita que vivió en las antiguas orillas del lago. Dichas edificaciones fueron cubiertas cuando el Titicaca se desbordó, sepultando toda la ciudad (Koppen, 2004).

En 2007, señala Esther Rebollo, periodista limeña de la agencia de noticias EFE, la historiadora Maritza Villavicencio y el arqueólogo Wilmer Mondragón revelaron al mundo la existencia del Centro Arqueológico de La Joya, ubicado “en el distrito de Chuquibamba, en la incomunicada provincia peruana de Chachapoyas”. Este yacimiento, que rememora el mito doradista debido a la impresionante cantidad de vetas de oro que contiene, está compuesto por “al menos treinta ciudadelas con construcciones chachapoyas e incas que datarían de entre los años 1200 y 1400, además de enterramientos intactos y andenes únicos en Perú”. El sitio fue dado a conocer por unos guardianes nativos que, ante la presencia de saqueadores, decidieron contactar a la historiadora para presentar el lugar a la luz del mundo.

Edificación circular ubicada en el centro arqueológico La Joya, el

hallazgo más reciente del mito doradista. Fotografía de la Agencia EFE.

Rebollo señala que, para Villavicencio, La Joya “es ‘muy importante para la investigación y el esclarecimiento del pasado histórico de Perú’". “Ahora el desafío es investigar y proteger. Para ello la historiadora ha presentado al Instituto Nacional de Cultura (INC), en nombre de la

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comunidad nativa, una solicitud para catalogar la zona” que pasa a constituir, quizás, el último y más reciente hallazgo de una leyenda áurea que parece no tener fin.

El Legado de El Dorado.-

Como se afirmó anteriormente, fue un rumor lo que dio origen a la más grande búsqueda de oro en toda América. El mito áureo tocó, pues, una cuerda sensible en la mentalidad del español moderno, y quizás implantó una semilla para la curiosidad humana de las generaciones sucesorias.

Motivados por la idea doradista, miles de hombres recorrieron la vasta geografía continental, de sur a norte y de oeste a este, intentando hallar en la jungla o las montañas lo real de una quimérica leyenda que llevó a su perdición o a su gloria a los exploradores. Descubrimientos geográficos sorprendentes esperarían a los aventureros: el río más caudaloso del globo, poderosas corrientes de agua, planicies inundables, selvas vírgenes, cuevas profundas, glaciares en la cima de las montañas, la caída de agua más alta del planeta, o simplemente la inmensidad del Nuevo Mundo, fueron elementos que inmortalizaron a las personas que los dieron a conocer.

Para España, El Dorado fue una ventaja y una maldición: durante toda la era colonial fue una meta que buscar, la promesa de riquezas inimaginables, y un incentivo para la conquista, que le permitió ampliar sus territorios a velocidad exponencial y asentar pobladores que luego conformarían las aldeas y ciudades de su imperio. Pero también fue un fantasma que guió a la muerte, a la fama o a la infamia, a muchos de sus más insignes ciudadanos, que arriesgaron sus fortunas y vaciaron las arcas estatales financiando inútiles expediciones para hallar una ciudad mitológica o, en el mejor de los casos, unas cuantas piezas de alfarería que no compensaban el esfuerzo invertido. Era una obsesión que nunca pudo ser borrada de la mente de los conquistadores.

Por último, el Mito del Oro, así como sus variantes, constituye un elemento de identidad cultural americana con el que muchos se sienten identificados. Es una leyenda autóctona que emula a la griega Atlántida y se ha convertido en un concepto patrimonial inherente a la historia de la conquista americana. No se puede hablar de la fundación de Bogotá sin hablar del Dorado de los muiscas, así como no es desligable la expedición amazónica de Orellana de su afán por encontrar el áureo reino. El mito es parte de América, es su herencia cultural y, a su vez, ha sido la causa del descubrimiento de las maravillas que conforman parte de su riqueza ancestral. No hubiera sido descubierta en su momento Machu Picchu si Hiram Bingham no se hubiera obsesionado con el reino de Paititi, así como el Salto Angel no hubiera sido hallado de no ser porque Jimmy Angel quería encontrar la mina dorada del misterioso norteamericano. Al contrario, se puede especular que serán muchos más los hallazgos que saldrán a la luz pública gracias a exploradores que se adentrarán en el misterioso pasado continental para dar con la mitológica urbe.

La conclusión es simple: el Nuevo Mundo es El Dorado, una tierra rica que los conquistadores recorrieron de extremo a extremo para extraer sus tesoros y develar sus enigmas, los cuales no consistían en toneladas del metal precioso o ciudades perdidas en la selva. El mito es, más que todo, una alegoría al continente mismo, lleno de suntuosas culturas y maravillas naturales que, con el aporte foráneo de África y Europa, se convirtió en un crisol de civilizaciones que hoy en día conforman una sola humanidad, heterogénea y plural. Sin embargo, aún con este razonamiento, la idea de la Ciudad Perdida y su Cacique está lejos de

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desaparecer: existirá siempre para mostrar lo bueno y lo malo de una pasión por lo antiguo y misterioso. Es certero afirmar, pues, que aún en los tiempos actuales, la legendaria ciudad que los ancestros de América buscaban incansablemente sigue siendo tan cautivante como en su época.

Fuentes Referenciales:

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Historia, tomado de la edición del Año 2, Revista 9, pp. 38-65. � Koppen, Andreas (2004). El Dorado: ¿Espejismo o Realidad? Bogotá: Planeta. � Perera, Miguel (2009). Sir Walter Raleigh, hombre de mar por río. El Desafío de la

Historia, tomado de la edición del Año 2, Revista 9, pp. 54-63. � Rebolledo, Esther (2007). Mito de "El Dorado" renace tras una expedición a las cumbres

boscosas de Perú. Disponible en: http://noticias.terra.com/articulo/html/act1062927.htm. (CONSULTA: Julio de 2009).

� Rey, José (2009). Dorados andinos: un indio, un país y una laguna. El Desafío de la Historia, tomado de la edición del Año 2, Revista 9, pp. 38-45.

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� Videla, Rafael (2007). El Dorado. El Gran Descubrimiento de Roland Stevenson. Disponible en: http://eloriflama.blogspot.com/2007/10/el-dorado-el-gran-descubrimiento-de.html. (CONSULTA: Julio de 2009).