el mentiroso - pepe mel

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El hallazgo de varios manuscritos en unacueva de Qumrán —cerca de la costa del MarMuerto—, lleva al excéntrico millonario CailLograft, un enamorado de la Historia y laArqueología, a cruzar medio mundo en subúsqueda, obsesionado con aumentar sucolección de objetos de gran valor.

Lo que Cail desconoce es que larevelación del contenido de estos manuscritos,hará temblar los cimientos de la actual IglesiaCatólica, y dará inicio a una frenéticapersecución, que involucrará desde las mafiasegipcias al propio Vaticano.

PEPE MEL

EL MENTIROSO

TEXTO S: PEPE MEL

© 2011 Editorial Jirones de Azul

www.jironesdeazul.com

©Fotografía de la solapa: Rosa Montero

I.S.B.N.: 978-84-92868-70-4Depósito Legal: SE-7118-2011Diseño: Editorial Jirones de AzulImpreso en España/Printed in Spain

A Rosa, mi amor, mi amiga.Y a Iris, mi auténtica Verónica.

PREFACIO

I

El ruido del dichoso despertador sobresaltósu sueño, y rompió en mil pedazos la preciosavisión de aquella misteriosa isla. Alargó pesaday lentamente la mano y descansó cuando elhorrible zumbido quedó apagado, ¿por quéseguía aguantando aquel terrible suplicio y notiraba el dichoso aparato por la ventana?, esamisma pregunta se hacía todas las mañanas.Raquel había comprado hacía tiempo el reloj, yparecía recordarle lo irritante que podía llegara ser su «querida» mujer.

Se pasó la mano por la cabeza y mesó loscabellos con delicadeza, aquella era la parte desu cuerpo que más preocupaciones le dabaúltimamente, observó la palma de su mano, noparecía haber remedio, cuatro o cinco pelosclaros y finos le indicaban que por más que se

empeñara la naturaleza seguía su curso, y quesu pomposa y rebelde cabellera perdíamiembros a la fuerza.

Saltó de la cama y puesto en pie se estirótodo lo que pudo, la espalda le recordó que noera el mejor momento para empezar la mañanacon movimientos bruscos, así que se acopló laszapatillas y entró en el cuarto de baño, ansiosopor la reparadora ducha.

El agua cayó sobre sus brazos y piernas,bendecida por un buen masaje y poco a poco lapesadez de sus pegadizos párpados fue dejandopaso a la realidad de la mañana.

Aquel era un día como otro cualquiera enla ajetreada vida de Cail Lograft, nada lemolestaba más que los imprevistos, todo,absolutamente todo, era regular, cotidiano ymonótono en su vida. Abrió el enorme armarioque, de forma ordenada y minuciosa, guardabatodos y cada uno de sus caros trajes, eligió unoal azar, y cogió la corbata que tanto le gustaba,

regalo de su hija Verónica en su últimocumpleaños.

Ese día había sido especialmente tristepara Cail, hacía tan sólo dos semanas que sehabía separado de Raquel, y esperaba con ansiael día de su cuarenta cumpleaños para abrazar asu querida hija. Sin embargo, una llamadatelefónica le hundió en la melancolía.

—¡Lo siento de verdad Cail —su hijasiempre le había llamado por su nombre, algo alo que ya se había acostumbrado—, pero nopuedo cancelar esa cita, llevo mesespreparando esa entrevista!

Verónica vivía en Londres, y trabajaba parael periódico London Times. La separaciónhabía sido dolorosa, pero en el fondo de sucorazón sentía orgullo y admiración por lapersonalidad de su única hija, pues a pesar de lacantidad obscena de dinero de su padre, habíadecidido ganarse la vida con su trabajo y lejosde sus brazos protectores.

—Lo comprendo hija, no te preocupes —dijo Cail intentando disimular, sin conseguirlo,el chasco y la desilusión— yo tampoco puedosalir de Nueva York, si no me presentaría enLondres y pasaríamos una buena velada.

—Espero que te haya gustado mi regalo,no encontré nada mejor para un hombre tanapasionado por las antigüedades, ¡seguro queestarás guapísimo!

Cail había alargado la mano hacia elpaquete que no había tenido tiempo de abrir, ysacó de él una corbata roja adornada conánforas, vasos y vasijas de color blanco. Arrugóel entrecejo y luego soltó una sonora carcajadaque acompañó Verónica a través del teléfono.

—Sin duda alguna esta corbata me unirá alas dos pasiones de mi vida: la arqueología y mihija —comentó Cail sosteniendo la corbata enalto frente al espejo.

—¿Estará mamá contigo Cail? —preguntóVerónica con voz dulce pero algo indecisa.

—No... creo que lo mejor es que no —dijo Cail cambiando el tono de su voz—, yasabes que tu madre y yo hemos tenido ciertosproblemas que sólo el tiempo puede curar.

—No te preocupes, todo se arreglará alfinal, ya lo verás —y notó como su propia hijano daba crédito a lo que estaba diciendo—,bueno Cail tengo que dejarte o si no llegarétarde a mi cita con Elton John.

—¡Oh!, claro, claro, y no debemos haceresperar al señor John —contestó Cail.

—Es increíble, no sabes quién es EltonJohn —Verónica soltó una pequeña risita—, encuanto esté libre iré a verte y te sacaré de esaenorme y triste mansión. Voy a ser yo la que teha de enseñar a vivir a ti, el mundo al revés,padre.

—¡Me has llamado padre!—Bueno, bueno te dejo, adiós... Cail.—Adiós hija —y con aquella irónica

despedida sintió un vacío enorme en su

corazón.Lo había conseguido casi todo en la vida, y

sin embargo su estado de ánimo no era todo lobueno que se podía esperar del presidente ydueño de la Lograft cosmetics. Laimpresionante casa de más de cinco millonesde dólares se le hacía eterna en su soledad, poreso desde hacía varios meses —incluso desdeantes de su ruptura con Raquel— habíacentrado toda su atención en la adquisición deantigüedades.

Meses atrás había vivido unosemocionantes días con la compra de unpequeño amuleto de lapislázuli encontrado enlas proximidades del Valle de las Reinas, alláen Egipto. Todo fue excepcional: el viaje hastael Cairo, la entrevista con aquel extraño yrepulsivo egipcio, y finalmente su adquisiciónsalvando todos los impedimentos puestos porel gobierno del país árabe.

Ahora cuando miraba la brillantez y el

colorido del pequeño collar, pensaba en suantiguo propietario: Ramsés II, y el vello de sucuerpo se erizaba de emoción, no leimportaban los seiscientos mil dólares quehabía pagado por él. Pero para un verdaderocoleccionista y experto comprador como Cail,aquella emoción sólo duraba un breve instante,el que va desde la admiración de lo adquiridohasta la necesidad de encontrar otro reto queembotara sus sentidos. Lo que ahoraverdaderamente necesitaba, era encontrar otrapieza que llenara su tiempo y todos suspensamientos. Pero mientras eso no sucediera,seguiría con su monótona vida, con todoordenado, como a él le gustaba.

II

El autobús fue frenando lentamente, perosu conductor no pudo evitar que las gruesasgomas de las ruedas, chirriaran de formaruidosa. El calor era sofocante, el asfalto seablandaba expuesto como estaba todo el día a lafuerza de los rayos solares, por eso, por másque el experto conductor lo intentara, lasruedas parecían gritar a cada movimiento delvolante.

Las puertas abiertas dieron paso aljolgorio escolar que llenó el silencio del valle.Como cada año la King David school hacía suexcursión anual, esta vez el sitio elegido eraQumrán, todos ansiaban el esperado yreconfortante baño que les proporcionarían lastranquilas aguas del Mar Muerto.

El silbato sonó fuerte y autoritario, peroaun así y todo, Josina no encontró ningún tipo

de ayuda para formar a aquella jauría sedientade diversión. Había sabido desde el principioque aquél iba a ser un día que recordaríadurante mucho tiempo, hacía mucho que habíadecidido dejar la enseñanza de chicos tanjóvenes, ya no tenía ni la paciencia, ni las ganassuficientes como para pelearse de forma diariacon gente tan tempestuosa y egoísta, aquellospequeños diablos le sacaban de quicio. Pero elínclito señor Nemon no le había dejado lugar ala réplica, y ella tampoco se esforzó mucho porcontradecir al director, era público y notorioque cuando el tozudo señor Nemon tomaba unadecisión, no daba marcha atrás, por eso guardótodas sus energías para la pelea que iba asuponerle la excursión.

La fila se formó y todos guardaronsilencio mientras miraban a la esbelta yvoluminosa Josina. Tenía cuarenta y ocho años,de los cuales más de veinte los llevaba pasadosen el King David School, y por el contrario de

lo que le sucedía a muchos otros profesores, aJosina con el tiempo se le marchó el amor ylos nobles sentimientos con los que inició suapasionante incursión en el mundo de laenseñanza. Su voz sonó fuerte y segura cuandoante la sonrisa comprensiva del chofer, empezóa arengar a su diminuto ejército.

—Espero de vosotros, aunque sé que esmucho esperar, que lo que en un principio es undía de diversión y descanso, no lo convirtáis enuna batalla particular por amargarme el día —Josina miró despacio a derecha e izquierda yproyectó en su faz una sonrisa fría—. Así queme obedeceréis en todo lo que yo diga si noqueréis pasar todas y cada una de las tardes delpróximo mes encerrados en el colegio, y ahoraen marcha.

Con paso firme y decidido la severaprofesora inició la ascensión a la pequeñamontaña, sin mirar hacia atrás, y dando porsentado que los más de treinta niños la seguían

como corderos.—¿Trajiste la pelota, Selem? —preguntó

el compañero que caminaba junto a él con unasonrisa picara, que dejaba al descubierto unagraciosa y sucia dentadura mellada.

—Por supuesto, no pienso pasarme todoel día jugando a juegos estúpidos —contestóSelem, haciendo un gesto de irritación con sumorena cara.

—¡Ya sabes lo que opina la maestra de laspelotas!

—Me da igual, ya tengo diez años —dijoelevando su pequeño mentón— y no piensodejarme avasallar por una vieja bruja, David,¡jugaremos a la pelota!, ya sabes que por latarde se duerme como un lirón, no se dará nicuenta.

* * *

Bueno, pensó, al fin y al cabo sus temores

eran infundados, el día marchaba fenomenal ylos chicos se habían portado bien. Se habíareído con el juego del pañuelo, y también conel «tú la llevas», se había transportado por unmomento a su barrio viejo de Jerusalén, y lavisión le había hecho disfrutar. Ahora, despuésdel bocadillo y la cerveza fresquita, el sueño leempezó a embotar los sentidos, por eso, allísentada en la roca y completamentedespreocupada desabrochó los primerosbotones de su apretada camisa dando respiro asus grandes pechos y se quedó dormida.

* * *

El partido era emocionante, y aunque elsol ya empezaba a esconderse por el horizonte,el cuarto curso de educación primaria del KingDavid School se centraba en la resolución deaquella jugada. Habían dividido a los chicos endos equipos de nueve jugadores, y las chicas

pronto tomaron partido por diferentes bandos,todos, absolutamente todos estabanenfrascados en la disputa del balón. Selemhabía conseguido dos goles, y se sentíaorgulloso. Además Salina, la chica de susjóvenes sueños, pronto se había erigido enportavoz de sus hinchas y le animaba con vozchillona y dulces ojos, por eso Selem apretabalos dientes y corría, sintiendo la mirada de suchica clavada en su espalda.

—¡Pásamela, eh, David mira aquí, estoysolo! —Selem gritaba a su amigo, pero elpequeño David siguió corriendo con el balón—. Eh, David mira ahora, —David levantó lacabeza y observó la posición de su queridoamigo, y no lo dudó, contrajo los músculos ygolpeó la pelota, pero ante su decepción ésta seelevó demasiado y se perdió entre las rocasladera abajo.

Josina se despertó súbitamente, ysobresaltada escuchó el griterío: uuuuhhhh,

gritaban unas, David David, gritaban otras.Josina miró un momento y enseguidacomprendió: las chicas sentadas en las rocasformando dos bandos, los chicos, unos concamiseta, otros sin ella, sin duda dos equiposdiferentes, pero no vio la pelota y eso lapreocupó. A su mente volvieron los fantasmasdel pasado y su viejo odio por las pelotas,...conducía, conducía deprisa por la avenidacentral, y una pelota se cruzó en su camino, yde pronto y sin previo aviso, una pequeñachiquilla de no más de cuatro años salió de laacera detrás de su juguete. No pudo frenar, eraimposible, y cuando lo hizo fue con miedo ynauseas, salió del coche chillando como unaloca y ya lo único que recordaba era aquellamirada infantil apagarse entre sus brazos.

—Ha tenido que caer por aquí, Selem —David miraba preocupado a su amigo, sabía queel fútbol era su vida y que por unos minutos sehabía sentido un héroe, y un mal pase lo había

borrado todo—, no te preocupes, laencontraremos.

—No me preocupa la pelota, David,simplemente me da rabia no poder acabar elpartido, cuando volvamos seguro que la gordaésa se habrá despertado —dijo Selemimpotente.

—Mira allí —David señalaba una pequeñahendidura hecha sobre la pared de la montaña—, ¡seguro que ha caído allí!

Los dos amigos se dirigieron hacia ellugar, y miraron en el interior.

—Ahí está —gritó orgulloso David—,pero ¿cómo ha podido meterse dentro si yo noquepo? —comentó extrañado.

—Seguramente por este pequeño agujero—señaló Selem— ¡qué mala suerte!,tendremos que separar estas rocas.

Los dos muchachos empezaron a despejarla entrada de lo que sin duda era una cueva, contoda la agilidad e ilusión que daban sus diez

años, y pronto hicieron un hueco losuficientemente grande como para entrardentro.

Josina, que ya había recibido lassuficientes explicaciones, siguió el camino quele marcaban los asustados muchachos, y sedispuso a encontrar a los dos descarriados.Mientras bajaba y bajaba iba pensando en elcastigo que impondría a los desobedientes y sufuria iba en aumento. Llegó a la pequeñaexplanada y decidió hacer un leve alto paracoger resuello.

—Selem, David, ¿me oís? —el silencioera total y sólo el eco devolvía su voz aplacada— Selem, Dav...id —se calló, y escuchó, lehabía parecido oír unas voces de la pequeñaranura de la pared de la roca.

—Estamos aquí, señorita —contestótímidamente Selem.

—¡Malditos críos!, salid de ahí ahoramismo —gritó Josina, pero no había acabado

de dar la orden cuando David, llevado por elmismísimo diablo, salió corriendo y se abrazóa ella. Josina miró al muchacho y vio en suceniciento rostro el miedo marcado—,¿Selem? —gritó.

—Señorita creo que es mejor que paseusted a ver esto, es... es... maravilloso.

Josina soltó despacio a David y avanzóhasta la hendidura, apartó unas cuantas piedras ya duras penas entró justo donde estaba Selem.Su boca se abrió de par en par, no necesitabaser una experta para darse cuenta de lo queestaba viendo, hasta un niño de diez años —menos fantasioso, pero más listo y avispadoque su compañero— lo había comprendido.

—Dios mío —acertó a decir.Giró su cabeza y observó todo con detalle:

numerosas ánforas se repartían por el espaciode la cueva, grandes y pequeñas se mezclaban asimple vista, algunas estaban todavía cerradas yenterradas hasta el cuello. Otras hechas añicos

esparcían su contenido como polvo duradero.Pero la pelota al entrar en la cueva había rotouna de ellas (sin duda por su fragilidad debida alpaso del tiempo) y había esparcido sucontenido por el suelo. Josina avanzó despacioy se agachó a su lado, con miedo alargó lamano y sintió el roce del papel, una emociónenorme embriagó todo su cuerpo. Intentó leeraquellas palabras que allí escritas habíanpermanecido ocultas durante mucho tiempo,pero no pudo, el hebreo que se alineaba congracia y belleza sobre el papel escapaba a suconocimiento. Sin duda aquellas hermosaspalabras no estaban reservadas para ella.

Miró a su derecha y recogió la pelota, selevantó y con la mirada perdida se la dio almuchacho diciendo:

—Cuídala bien, Selem, esta pelota ha sidoguiada por la mano de Dios.

III

Como casi todos los días, las filas degente deseosa de entrar en el Santuario delLibro, llenaban el ambiente con sus gritosalegres y expectantes. Pero desde hacía un mesesa marea humana se hacía interminable, lasnoticias del nuevo descubrimiento depergaminos en Qumrán, habían sobrepasadotodas las expectativas que en un principio ladirección del centro había previsto, y se veíansobrepasados por la cantidad de público queformaba desordenadamente a sus puertas.

Eran las ocho menos cuarto de la tarde,por lo tanto sólo quedaban escasos quinceminutos para que el Santuario del Libro cerrasesus puertas, y ése era el momento en el queNeil entraba a trabajar. Llevaba más de diezaños trabajando para el gobierno israelí, ynunca se había sentido importante, ni tan

siquiera sus superiores se habían dignado aagradecer su trabajo con un generoso gesto eldía que nació su hijo Alónn. Un frío, aunquebonito ramo de flores, fue todo lo que recibió,y ese día fue el primero en mucho tiempo en elque Neil tuvo la certeza de que sólo era unmero número sin importancia para la dirección.A aquél primer ramo le siguieron cuatro más, ycon cada uno de ellos sintió la misma rabia,cuando de vuelta al trabajo, nadie,absolutamente nadie, se dignó a preguntarle porsu familia.

El día que consiguió aquel trabajo, unaalegría inmensa llenó su joven corazón puessabía de la importancia que su núbil nacióndaba a los tesoros que guardaban aquellosmuros. Sólo la sangre derramada de tantos ytantos judíos, había conseguido forjar loscimientos en los que se sostendría el nuevoIsrael, y aquellos fragmentos de escriturahebrea representaban su identidad, y el

testimonio firme de que sus antepasados lestendían la mano en la que apoyarse: su tierraprometida.

Ahora, después de tantos años de oscuro yduro trabajo, aquella luz y fogosidad, habíadejado paso a la indiferencia que le daba elmonótono deambular de los días.

Aparcó despacio el sencillo y viejoRenault en el pequeño sitio reservado paraempleados, y rescató de la guantera unpegajoso paquete, ¡otra vez tortilla a lafrancesa! su vida estaba marcada por las largashoras de aburrimiento y los grasientos eintragables bocadillos de tortilla.

Con paso corto, como demorando elmomento, Neil entró en el áspero edificio ymiró la cansada pero aliviada cara del regordeteSerrit, el efecto era siempre el mismo: su caracambiaba de semblante, y su rostro dibujabauna amplia sonrisa al detectar su presencia.Neil no se lo tomaba a mal, él seguramente

hacía lo mismo cuando su esperado relevohacía acto de aparición. Pero aquel día losnervios y la preocupación le hacían estar másalterado y receptivo, por lo que un escuetogruñido fue todo lo que consiguió el obesoSerrit en respuesta a su saludo.

Se encaminó cabizbajo hacia el pequeñovestuario que hacía de vestidor para todos losempleados del museo —mujeres y hombresusaban la misma habitación y eso había creadomás de un problema que la dirección del museono parecía dispuesta a solucionar— y se dejócaer sobre el banco metálico que servía deasiento.

La respiración se le hacía entrecortada, yel sudor le empezaba a correr de formaimpetuosa por la frente y las mejillas. Elcorazón cabalgaba deprisa en el interior de supecho, y sentía preocupado el palpitar sobresus sienes. Tragó saliva y respiró hondo. Habíatomado la decisión, pero poco a poco el ímpetu

y la predisposición dejaban paso a un miedocasi visceral que le recorría todo el cuerpo.Había pensado que todo «aquello» iba a sermucho más sencillo, y ahora un estúpido yrecóndito sentido de la honestidad, le atenazabalos nervios y no le dejaba pensar con fluidez. Élera tan patriota como los demás, peronecesitaba el dinero y, ¡era tan fácilconseguirlo! Pensó en su padre y lospensamientos se volvieron serenos, pero llenosde culpabilidad. El viejo había luchadoponiendo el corazón por un Israel potente,orgulloso y fuerte, ¿Qué pensaría de la acciónque su querido hijo pensaba hacer? Pero elmomento de arrepentimiento pasó justo en elinstante en el que imaginó a su mujer cubiertapor las olas, disfrutando de un merecidodescanso, y en sus ojos tras la venda de laignorancia, el orgullo por su marido.

Y él, ¿sería él capaz de soportar suconciencia?, y sobre todo, lo más importante:

¿podría salir ileso e indemne de la ardua y durainvestigación que a buen seguro la dirección yel gobierno israelí harían? Ya no tenía tiempode pensar en ello, se había comprometido y porsupuesto el dinero que recibió por adelantadoya lo había gastado, no podía echarse atrás,sólo rezar al Dios de Israel para queparadójicamente le ayudara a traicionar a suquerido pueblo. La nítida imagen de aquelfatídico día le golpeaba la cabeza una y otra vez,no había conseguido apartarla y seguramentesería el inicio de algo que lamentaría por elresto de su vida.

Un hombre, extraño para él, le habíaabordado en un restaurante y le había propuestodinero fácil, demasiado dinero. ¿Por qué teníaque ser él fiel a un sistema y a una comunidadque lo ignoraba, y en la que nunca dejaría de serun pobre hombre sin futuro?, ¡pero lo que aquelhombre exigía de él, era algo que iba en contrade todo lo aprendido a lo largo de tantos y

tantos años!Empezó a vestirse y a colocarse el

uniforme del que tan orgulloso se habíasentido, y sin embargo sabía que iba adeshonrar todo su significado. Intentó no mirarel escudo, la insignia que abrillantada en supecho, le marcaba como vigilante nocturno, ypor lo tanto valedor de todos aquellos tesoros.Salió del vestuario y escuchó atento. Nada,ningún ruido, todo el gentío se había marchadoya, y por lo tanto, el Santuario del Libro seencontraba libre de toda persona ajena a él.Unos pasos conocidos sonaron a través delestrecho pasillo, y esperó a que la inmensahumanidad de su amigo Serrit apareciera.

—¡Ufff... —bufó Serrit—, están comoenloquecidos, yo diría que los tienenamarrados en sus casas y vienen aquídesbocados y sedientos de emociones!

Serrit se dejó caer sobre el banco dealuminio, y Neil sintió como las patas se

resintieron con el golpe. No le apetecía nadacharlar con su compañero, pero esoexactamente era lo que hacía todos los días,diez o quince minutos de llana conversaciónpara salir al relevo, y por lo tanto hoy tambiéntendría que hacerlo, no sería bueno para él queSerrit recordara que precisamente esa nochehabía cambiado su comportamiento habitual.

—¿Has tenido algo especial hoy, amigomío? —preguntó Neil respirando despacio paradominar su preocupación y sus crecientesnervios— seguro que entre tantas visitas algopeculiar te habrá pasado.

—Bueno, bueno, amigo Neil, es increíblelas cosas que uno ve en un sitio como éste,desde la pareja que se mete mano en cuantopierde todo el interés por lo que está viendo,hasta el grupo de japoneses que todos juntosparece que van hacia la gloria. Siempre me hafascinado la actitud de esa pequeña gente haciatodo lo que está fuera de su cultura —Serrit

empezó a quitarse las pesadas botas que comobuen ex-militar le gustaba llevar, y su cara seiluminó con una leve pero amplia sonrisa—.Ahora bien, la palma del día se la lleva sin dudauna tozuda anciana que se ha debido creer queyo era idiota —Neil miró el grasiento rostro desu compañero y omitió el dar su opinión alrespecto—. Verás, la buena señora ibaacompañada por una linda moza que yaempezaba a pedir a gritos algún que otrofavorcillo, ¡tenía más tetas que mi mujer! y ¿aque no sabes lo que me dice la vieja? —Serritobviamente no esperaba la contestación de suamigo, por lo que continuó con su relato—,¡quería una entrada infantil para la chica, quedecía que tenía doce años!, yo, como eranatural, le pedí el carnet y empezó a gritarmecomo una loca histérica, ja,ja,ja —empezó areírse—, me lo estaba pasando bomba pero lafila doblaba ya la calle, así que le di la dichosaentrada, pero antes de que se marchara le dije:

«cómprele una piruleta a la nena», no veas, mefulminó con la mirada y se marchó muy digna.

Neil miró a su amigo y sonrió, aquelgordinflón siempre conseguía sacarle unasonrisa y esta vez no sabía el bien que le habíahecho.

Una tenue luz iluminaba el pasillo central,pero las tinieblas acampaban ya por todo elrecinto. Neil recorría nervioso la distancia queiba desde la puerta principal hasta el final delcorredor, y una vez llegado al final, empezabael mismo recorrido. El turno de noche siemprehabía sido su favorito, él era un ave nocturna,pero esta vez hubiera rogado a Dios para estaren la cama al lado de su mujer, y sentir y poderoír esa respiración entrecortada que tanto legustaba.

Las urnas de cristal parecían mirarle yrecriminarle con su silencio la acción que sedisponía a acometer, la sensación de paz quesiempre le acompañaba en aquellas horas y en

compañía de tan antiguos e insignes tesoros, lehabía abandonado por un dolor espiritual quemarcaba el leve paso hacia delante que separabala tenue línea entre el bien y el mal. Los ojosde David y Abraham los sentía clavados en suespalda y serían un duro peso con el que tendríaque cargar todos los años de su vida.

La una de la madrugada, era la horaacordada y todo parecía salir como aquelextraño hombre le había predicho. Palyd, sucompañero nocturno, no se había presentado altrabajo y, por lo tanto, todo aquel estandartenacional estaba solamente bajo su protección, yél se disponía a actuar como otros tantos judíosen la historia que sólo se habían significado porla traición hacia su pueblo.

Nervioso y casi sin tino, logró abrir lapesada puerta que en la parte trasera del recintollevaba a un patio interior, y un sustodescomunal hizo que dejara caer con pavor elllavero con las numerosas llaves al suelo,

mientras un quejido sordo salía de su boca. Lafuerte luz de una linterna se reflejaba en suasustado rostro haciéndole cerrar con fuerzalos ojos, Neil se llevó la mano a la cara a modode visera, e intentó ver más allá de aquelcañonazo de luz.

—Tranquilo señor Neil, no se asuste, todomarcha bien.

Dos hombres entraron, tras cerrar lapuerta, en el largo corredor y el que se habíadirigido a Neil apagó la molesta linterna. Allíestaba otra vez aquel repulsivo hombre que lehabía abordado en el restaurante a la hora delalmuerzo. Seguía manteniendo la mismahipócrita sonrisa, y la fina hilera de pelos quesobre el labio superior formaban su bigote, semovían al ritmo de su boca. Era bajo, noalcanzaba más allá del hombro de Neil, pero sucontextura era musculosa y a simple vista seapreciaba que era un hombre fuerte. Neil volvióa tener problemas, como ya le ocurriera la otra

vez para mantener su mirada, pues ésta era duray fría y dejaba entrever la violenta personalidaddel hombrecillo. Seguro —pensó Neil laprimera vez que lo vio— que su corazón es unduro bloque de hielo dentro del pecho.

Miró a su acompañante y su rostro setornó en una mueca de asombro cuando,estupefacto comprobó quien era el otroindividuo.

—¡Señor Senman! —fue lo único quelogró articular cuando vio al director delSantuario del Libro.

El señor Senman se sonrojó, por uninstante, al comprobar el asombro de Neil,rápidamente se enderezó y volvió a ser el duroy altivo director por todos conocido, aunque —pensó Neil— el mundo es una caja desorpresas y estaba claro que nadie conocía, alverdadero señor Senman.

Ahora comprendía por qué su compañeroPalyd no había aparecido y sintió ganas de estar

en su puesto. Por otro lado, un extrañosentimiento de agradecimiento recorrió sucuerpo, totalmente fuera de lugar en tanirregulares momentos, pues aquello significabaque su jefe y director le había preferido a élpara aquella extraña y peligrosa aventura.Rápidamente su ego y el sentido profesional lepusieron en una dura duda: ¿no le habríanelegido quizás porque le consideraban másidiota? Senman era, al lado de su acompañantenocturno, la prueba fehaciente de que lanaturaleza era caprichosa y le gustaba jugar conla diversidad en sus obras. Era exageradamentealto y algo encorvado cuando se relajaba, por loque acostumbraba ir rígido y derecho. Su peloera canoso, a pesar de no tener más de cuarentay cinco años, y la curva que marcaba suvoluminosa nariz aguileña resaltaba aun más sutez blanca. Ocupaba el puesto de director desdehacía más de diez años, y aún era recordadocon admiración el día de su nombramiento. En

un hermoso discurso había rechazado cualquiertipo de fiesta, y había invitado a todos losempleados a velar por el legado histórico judío,y a sentir «cada letra de aquellos pergaminoscomo gota de sangre que corre por nuestrasvenas».

—¿Está todo tranquilo Neil? —aquellapregunta le resultó algo idiota, pero fue loúnico que se le ocurrió a Senman para apartarde sí aquella mirada llena de frustración ymiedo.

—Sí... sí —volvió a decir Neil tragandosaliva—, todo está en orden... señor.

El enjuto y moreno hombre rompió elabsurdo diálogo entre ambos y con un tono devoz sereno pero firme, dejó claro quién era elque dominaba la situación.

—Señor Neil, haga el favor de llevarnoshasta la rollería —dijo el hombre haciendo galaotra vez de su escalofriante sonrisa.

Anduvieron despacio por el estrecho

pasillo que corría paralelo al amplio, yprincipal, que habían cogido a la entrada. Neilse paró delante de una sencilla y casidesapercibida puerta de madera, y delextraordinario taco de llaves eligió una,metiéndola en la cerradura y haciéndola girar.La puerta no ofreció mayor resistencia, y lostres «visitantes» nocturnos traspasaron suumbral. Nadie hubiera podido pensar que trasaquella humilde puerta se pudiera encontrartanta historia, maravillosas letras del pasadoque llevaban a través de sus trazos por eltortuoso camino que marcaban los siglos,tiempos oscuros que se revelaban ahora paralos pocos privilegiados que tenían acceso aellos, y que por supuesto, tardarían tiempo enhacer público, si finalmente se hacía.

Dos largas y anchas mesas de maderaocupaban toda la estancia, y a su alrededor grancantidad de ficheros. Neil observó como elhombre que le había cambiado la vida con

aquella entrevista en el restaurante, seenfundaba unos gruesos guantes. Elhombrecillo empezó a pasear por las mesas y acomprobar el contenido de éstas.

Senman amaba aquellos trozos de papelroídos por el tiempo, y aunque «aquel hombre»no podía tocarlos, el mero hecho de pasar susmanos enguantadas por los gruesos cristalesque los protegían, le parecía una violación y unultraje. Él sabía reconocer en los rostros de lagente la admiración e incluso la misma pasióncuando veían aquellas perlas de la historia.Pero la sonrisa y la mueca que se reflejaban enaquel moreno rostro, eran de merocomerciante. No apreciaba lo que veía por suvalor histórico único, sino por su precio en elmercado.

Decidió acabar deprisa con aquel suplicioy se encaminó hacia uno de los ficheros, loabrió y de uno de sus cajones extrajo unpequeño paquete envuelto en trapos de lino.

Tras un momento de leve duda lo alargó a suacompañante, y éste, sin mirar su contenido, loguardó en su chaqueta.

—¿No va a mirar su contenido? —preguntó Senman.

—¡Oh, no!, ¿para qué? —respondió elhombrecillo mientras se mesaba el bigote—,sería estúpido por su parte engañarme ahora, yademás no creo que debamos correr el riesgode romper la mercancía, ¿no cree?

—Bien, ¿y ahora? —preguntó casi sindesear saber la respuesta.

El hombre dejó de acariciarse el gruesobigote negro, y se llevó la mano a la chaqueta.Los ojos de Senman se abrierondesmesuradamente y el más infinito pavor sedibujó en sus pupilas, en la mano derecha delsonriente hombrecillo apareció un revolverautomático, y con la habilidad que da ser unbuen profesional empezó a enroscar unpequeño silenciador.

—Kalad, usted y yo hicimos un trato —empezó a decir de forma entrecortada por elsusto Senman, que en un solo día parecía haberenvejecido más de diez años.

Sin embargo, la reacción de Kalad fuemuy rápida e inesperada para el director, girósobre sus talones, apuntó sólo un leve instantea la cabeza del sorprendido Neil y apretó elgatillo.

Un sonido amortiguado, cercano y mortal,pareció taladrar el corazón de Senman, y sinembargo el pequeño agujero en su cabeza y lamancha roja en la pared, demostraban que eraNeil el que había encontrado la trayectoria deaquella bala dejando en su camino la vida.

Kalad se acercó al cuerpo del vigilante, ysin dudar volvió a apretar el gatillo, esta vez enel, ya inerte, corazón de Neil. Sacó un pañuelode un bolsillo y se secó el sudor de la frente, ymientras, apuntó con su pistola al director que,con sus manos en la boca, no daba crédito a

todo lo que estaba viendo. Éste retrocedió eintentó rezar, pero su mente estabacompletamente abotargada, cerró los ojos yescuchó las palabras que aquel asesino le decía:

—No creo que haga falta que le recuerdelo que usted se está jugando, por lo tantoesperamos que no haga ninguna tontería —Senman sintió como el percutor retrocedía ytambién como las gotas de sudor invadían todosu cuerpo—. Por cierto, no vuelva a usar minombre... es peligroso.

Pasaron varios minutos, pero no se atrevíaa moverse, sus ojos se negaban a despegar suspárpados, y el corazón galopaba desbocado ysin final. Despacio y poco a poco fuerecobrando la serenidad y respirando hondoconsiguió mirar a la realidad. Se habíamarchado, se encontraba solo. Aquel sermaligno le dejaba vivo y de esa forma sucastigo era más duro que la muerte. Intentólevantarse despacio pero no lo consiguió, tuvo

que frenarse en el acto, pues en el suelo elcadáver del pobre muchacho le mirabadirectamente a los ojos, y en aquella apagadamirada sólo veía incomprensión... y desprecio.

CAPÍTULO PRIMERO

La auscultación había resultadotranquilizadora, por lo tanto el doctor Mirceltdejó caer el fonendoscopio sobre su pecho conun gesto de aprobación. La paciente siemprehabía tenido una salud de hierro, pero la edad esuna barrera insalvable incluso para gente con uncarácter tan fuerte como Angélica Lograft.Ochenta y cinco años llevaba paseando suexistencia por el mundo, y se podía decir detodo de ella pero no que hubiera pasadodesapercibida o que su vida hubiera sidomonótona y carente de significado.

Una, mucho más joven, Angélica, habíaluchado por expandir el evangelio cristiano portoda Sudamérica, llegando a estar perdida másde un mes dentro de la selva amazónica, decuya aventura había salido más fortalecida y

decidida a continuar su obsesiva pasiónevangelizadora. Viuda desde hacía años, elmundo pastoral de la anciana Angélica selimitaba a la tranquila y humilde parroquia deSant Jonhns, donde era querida por todos, perotambién respetada por su conocido mal humor.

Sin embargo, para una mente tan unida yapasionada por el mensaje de Cristo erafrancamente desolador tener el mayor fracasodentro de su propia familia. El amor por su hijoCail trazaba, en su ancho corazón, ese extraño yescabroso camino que conduce el amor hacia lapasión ciega. Había rogado a Dios eninnumerable veces para conseguir que la vidade su hijo no cayera en los atractivos lazos quela tentación dispara alrededor del cuello de laspersonas, que como él, lo tienen todo en lasociedad: Juventud, dinero y unas ganas locasde comerse el mundo con el triunfo. Pero todohabía sido en vano, desde muy joven, Cail sehabía separado de Dios, y cuantos más intentos

hacía ella por corregir ese error, más perdía suhijo la fe en Cristo.

Cail cerró la puerta tras de sí, y miróexpectante al viejo Mircelt. Llevaba tantosaños como médico de la familia Lograft, quelos primeros brazos que Cail pudo sentir eneste mundo fueron los de un entonces jovenMircelt. El tiempo no había sido del todoinjusto con él, pero aun así, muchas vecespensaba que cualquier día tendrían que poneruna cama al doctor, pues cada vez le costabamás trabajo subir aquellas preciosas, peroempinadas, escaleras de mármol.

—No te preocupes en exceso Cail —dijoMircelt con una sonrisa cansina—, ya sabes lotozuda que es tu madre, y me ha asegurado queno piensa dejarnos por ahora.

Cail sonrió algo preocupado, pero sabíaque el doctor no le mentiría, nunca lo habíahecho. Empezaron a bajar las escaleras, y comosiempre dejaron a un lado cualquier

conversación, ya tenía bastante Mircelt en bajarlos grandes peldaños, como para distraer suatención en pronunciar palabra, hasta quellegaron a la puerta.

—Me ha hecho prometerle que te veotodos los domingos en misa —el doctor sonriópícaramente y apoyó su mano en el brazo deCail—. Por favor, no se te ocurra decirle nuncaa tu madre que yo tampoco voy. A mi edad nopodría aguantar el sermón.

* * *

Había decidido por fin, y tras muchosmeses de vacilaciones, contar a su madre susplanes de divorcio. Ahora no veía el momentode comunicarle una noticia tan dolorosa yescandalosa para ella. Nunca le había agradadoRaquel, nunca se habían llevado bien, ¡perodisolver algo que Dios había unido! Su madresabía que ya no vivían juntos, pero

misteriosamente nunca había tocado ese tema,quizás porque Verónica ya era independiente yque además vivía fuera del país. Por lo tanto nonecesitaba nada de sus padres y la separaciónde éstos no sería ningún trauma para ella. ¡Peroel divorcio!, no, eso no, nunca lo aprobaría.

Subió despacio las escaleras y seencaminó hacia la habitación de su madre.Decididamente dejaría la conversación quetenía preparada —más bien ensayada— para unmejor momento. Al fin y al cabo sólo quería laaprobación de su madre, pero dijera ésta lo quedijera, su decisión ya estaba tomada: sedivorciaría de Raquel.

—Ven, hijo mío, acércate y siéntate aquí—dijo Angélica dando unos pequeñosgolpecitos a su lado sobre la cama.

Cail obedeció a su madre, y se dejó caer asu lado con una sonrisa.

—¿Se ha marchado ya ese cascarrabias?—Madre... —Cail iba a empezar a

protestar por la forma en que su madre habíallamado al viejo doctor, pero rápidamentepensó que, si su madre había decidido queMircelt era un cascarrabias, no merecía la penadiscutir—... sí, ya se ha marchado.

—Bien, entonces es hora de que tú y yonos ocupemos de los problemas del espíritu —la señora Lograft se incorporó con una rapidezy agilidad que sorprendió a Cail, y señaló suextensa librería que se encontraba al otro ladode la habitación—. Por favor, hijo mío, tráemedel segundo estante las epístolas de San Pablo alos romanos.

Cail sonrió tranquilo. Se sabía casi dememoria todas aquellas cartas, así como losHechos de los Apóstoles. Su madre habíaencontrado hacía tiempo un castigo para él:como no conseguía nunca por las buenas queleyera a su apóstol favorito, aprovechabacualquier ocasión para hacerle digerir todas ycada una de aquellas palabras. Al final de una

larga tarde de aburrida escucha, Angélica cogíaa su pequeño Cail en brazos y tras un tiernobeso le repetía una y otra vez: «algún día estassantas palabras te ayudaran en tu camino».

Cogió el grueso y manoseado libro, yvolvió a sentir el contacto de aquellas suaveshojas, ¡cuántos recuerdos le traían aquellaspáginas! Suspiró, y con la tranquilidad que da eldevenir de los años, dejando atrás los traumaspasados, se sentó junto a su madre.

El pequeño separador de terciopelo rojole indicaba justo donde tenía que empezar aleer, pero antes de empezar depositó consuavidad un beso, sobre la suave y arrugadafrente de su madre.

«Pues no me avergüenzo delEvangelio, que es una fuerza deDios para la salvación de todo elque cree: del judío primeramente ytambién del griego. Porque en él se

revela la justicia de Dios, de fe enfe, como dice la Escritura: El justovivirá por la fe.»

Cail levantó la vista, y de reojo vio comosu madre descansaba plácidamente con la pazdibujada en su anciano rostro. Dejó el librosobre la mesilla, arropó a Angélica y la volvió abesar en la frente. Dio media vuelta y se dirigióhacia la puerta.

—¿Volverás pronto, Cail? —escuchó trasde sí.

—Claro que sí madre, mañana vendré averte —dijo dando la vuelta con una sonrisa.

—Bien, entonces mañana podrás decirmelo que habías venido dispuesto a contarme.

—Claro... madre, ahora descansa, hastamañana —y cerró la puerta saliendo de lahabitación. Sonrió dejándose caer en uno delos sillones que llenaban el ancho pasillo deestilo Victoriano, y movió lentamente la cabeza

de un lado para otro—. Es increíble, mi mentesigue siendo un libro abierto para mi madre.

* * *

Sentía el aire correr entre su pelo yaquella sensación, unida al contacto de la pieldel volante entre sus manos le hacía sentirsegrande. Él no buscaba en los coches lavelocidad ni el vértigo que proporcionan losgrandes motores, era un enamorado del conforty el buen gusto, por eso sentado en su elegantey moderno Mercedes 600 deportivo, se sentíadueño del mundo. Pero aquello no erasuficiente, ser sibarita hasta el máximoextremo se había convertido en casi unareligión, de tal modo que se hubiera sentidocompletamente incómodo si en su CD nosonara dulce y armoniosa, la serenata Einekleine nachtmusik de Mozart.

El genio de Salzburgo era su pasión, su

música le servía de evasión en numerosasocasiones —por no decir en todas—. Si suestado de ánimo era tranquilo y sereno, deforma instintiva buscaba los conciertos deviento para que le acompañaran en la lectura.Por el contrario, cuando su estado era dejúbilo, bien por algún buen negocio, o por lacompra de algún objeto largamente deseado,con el volumen rayando en la locura, se paseabapor la extensa casa con sus óperas favoritas: Laflauta mágica, Las bodas de Fígaro, o el raptoen el Serrallo. Pero por desgracia para él —aunque disfrutaba en su agonía de la belleza deaquellos bellos compases—, era habitualtambién verle sentado con los ojos cerradosllenándose en su tristeza con el Réquiem.

Ahora su tobillo se juntaba al pedal delacelerador a cada nota con diferente tacto. Sumente volaba a los lugares paradisíacos por losque, desde pequeño, había viajado con suimaginación. Esos lugares que para él eran

maravillosos, para la inmensa mayoría delcomún de los mortales, serían, cuando menos,incómodos cómodos e inhóspitos. Su cabezano viajaba por playas claras de aguatransparente, llenas de arena fina y jovencitasen top-less, no, él soñaba con Masada, Gizeh,Jerusalén, Machu Pichu, o el Valle de losReyes en Egipto.

Un viejo y conocido sonido le sacó de suensueño, y mezcló su zumbido con la suave ycálida belleza de Mozart. Bajó con desgana elvolumen de su aparato y descolgó su teléfonomóvil.

—Hable —fue el escueto y simple saludoque Cail dio a su desconocido receptor.

—Señor Lograft, soy Karen.Cail sonrió de forma escueta, le gustaba el

tono de voz de su secretaria, además de ser lapersona más importante en su vida profesional,Karem era sin duda más que su mano derecha ytenía la confianza que se había ganado con más

de diez años de eficiente trabajo.—Dime, Karen —respondió.—Le ha llamado el señor Gires desde

París, y me ha rogado que le dijera que sepusiera en contacto con él.

—Gracias —contestó colgando elteléfono.

La conocida sensación de euforia invadiótodo su cuerpo. Sabía lo que significaba unallamada de Gires. No le gustaba hablar con éldesde el teléfono móvil, prefería hacerlo desdecasa sentado en su despacho. Esa anheladallamada le traía recuerdos excitantes, sedisponía a iniciar un nuevo juego. Apretó elpedal del acelerador y el potente motor delMercedes rugió sobre el asfalto, saliendoimpulsado como un rayo.

* * *

Ya en casa dejó caer la revista sobre la

coqueta y brillante mesita de ébano, (aquellamesa había sido el exótico toque deexcentricidad, que le hacia sentirse todavíamejor, en los dominios de su lujoso despacho)y se acomodó en el enorme sillón de orejasentrelazando los dedos de sus manos.

Hacía media hora escasa que acababa decolgar el teléfono, y ahora las palabras de Girestomaban cuerpo poco a poco en su cabeza. Nisiquiera el silencio, que crecía en sus oídosdespués de que el equipo le indicara queMozart necesitaba un pequeño descanso, lesacó de su concentración.

—¿Tienes la B.A.R. a mano? —le habíapreguntado el francés sin más preámbulos.

—¡Por supuesto! —contestó rápidamenteCail, algo molesto por el mero hecho de quealguien pudiera poner en duda algo semejante.Diferente era que hubiera tenido tiempo depoder echar un vistazo sobre sus ilustradaspaginas.

—Bien, entonces lee atentamente elpequeño artículo que aparece en la páginatreinta y dos —Cail podía notar la respiraciónentrecortada al otro lado del hilo telefónico, yésa era la mejor prueba que podía tener de lainusitada importancia que Gires le daba a aquelescueto párrafo.

El francés siempre le había parecido unhombre frío y muy concienzudo con su trabajo,de ahí que sus manos se volvieran torpes en sudeambular por la Biblical Arqueology Review.

Pasaron varios minutos sin que ninguno delos dos rompiera el silencio diciendo palabraalguna, hasta que por fin Cail carraspeonervioso.

—¿Y bien? —preguntó.—El material del que ahí se habla, ha

salido ya al mercado, y al igual que nosotros,muchos habrán leído ese artículo, y tengo laseguridad de que todo cuanto dice es la verdad—dijo el francés.

—¿Y cómo puedes saberlo? —interrumpió Cail.

—Sencillamente porque ese material estáya manchado de sangre —contestó Gires concrudeza—, pero se ha tapado toda informaciónreferente a este hecho. Nada ha salido, ni saldráa la luz pública. El manuscrito (era la primeravez que Gires decía aquella palabra, sólo elnerviosismo le empujaba a dejar a un lado supalabra favorita: «material») ha sido robado, ypor lo menos ha habido un muerto. Ahorapregúntate conmigo: ¿por qué el gobiernojudío tapa cualquier mención referente alrobo?, ¿por qué, aunque en esto hay que sermás cautos, el Vaticano está algo nervioso y hallamado ya a su mejor hombre en estos temas?,y por último ¿por qué en todos los círculos dearte y antigüedades hay una calma tensa yexpectante, como si todos estuviéramosmontados en un fórmula uno en la parrilla desalida? —Gires respiró hondo, y tragó saliva,

toda aquella perorata la había soltado sindetenerse a respirar ni un solo momento.

—¿En el Santuario? —preguntó atónito yde forma escueta Cail.

—En el Santuario —respondió el francés—, ahora la decisión es tuya y sólo tuya —esperó un instante, como si temiera y deseara ala vez hacer la trascendental pregunta—.¿Entramos en el juego?

Cail se cambió el auricular de mano, losnervios y la emoción hacían que ésta estuvieracompletamente sudada. Respiró y sintió lasangre fluirle por todo el cuerpo, volvió arespirar de forma acompasada y se llenó deaquel momento, que como todos losanteriores, era único, y le hacía sentirsepletórico y notar la adrenalina en todos losmúsculos.

—Entramos —contestó.—He de advertirte que esta vez será más

peligroso y arriesgado —dijo Gires.

—La vida es un riesgo —contestólacónicamente Cail más bien para él, puessumido ya en sus pensamientos, no logródescifrar la respuesta que desde el otro ladodel océano le llegaba, y sólo colgó el auricularcuando escuchó el inequívoco clic que daba porterminada la conversación.

Se sirvió un whisky bien cargado y comoun autómata apretó el botón para que el CD leofreciera la sinfonía «París» de Mozartllenando la habitación. Se sentó de nuevo en elsillón y cogió la Biblical Arqueology Review,la abrió y devoró una vez más aquellas palabrasque con facilidad agolpaban numerosossentimientos inequívocos en su corazón.

«De todos es sabida lavergüenza que venimos sufriendoaño tras año, todos los amantes dela claridad y la transparencia, deltrabajo bien hecho, pero sobre

todas las cosas: de la simple, llanay pura verdad; en el oscuro tema delos Rollos del Mar Muerto. Pero esahora cuando esa verdad se veseriamente amenazada. Vayamospor partes:

En la última tanda dedescubrimientos en Qumrán, comosiempre, nos quedamos sin poderconocer los documentos máscomprometidos, ¿para quién?Guardados con llave por manoscelosas, era sin embargo "voxpopuli" que al menos uno de elloscomprometía, y de forma seria, losintereses de —llamémosle— algunaque otra Organización. Como vienesiendo habitual en la política delequipo internacional de sabios, sepusieron todas las trabas eimpedimentos posibles, para que

nadie tuviera conocimiento delcontenido de ninguno de ellos. Perohe aquí, que estos documentos hansido robados de forma violenta —secreto a voces para toda lacomunidad estudiosa del tema, pormás empeño que ponga el gobiernoisraelí en ocultarlo y desmentirlo—,y es sin duda este hecho,desagradable, el que nos va, dealguna forma, a permitir descifrarel contenido de esas letras tancelosamente guardadas para ojos"no aptos".

¿Será que, como muchos denosotros creemos, su contenidopuede hacer tambalear las másantiguas creencias, y de paso loscimientos en los que se sustentanuestra sociedad?»

A.R.

* * *

El aeropuerto Orly era para Cail unaeropuerto alegre, lleno de vida, donde laspasiones humanas parecían fluir en el aire.

El panel no mentía, el avión que,procedente de Londres, debería haberaterrizado hace una hora en Orly, traía retraso.Sería él el que tendría que esperar a su hija, yno al revés, al haber llegado su vueloprocedente de Nueva York a la hora prevista. Sesentó en la cafetería y pidió un café, teníatiempo de ordenar sus pensamientos y suagenda.

Gires había insistido de formaconcienzuda en lo arriesgado de estaoperación, y él, como siempre, no tomaba lasopiniones del francés a la ligera. No llegaba acomprender en qué se diferenciaba este asuntode otros tantos que ambos habían sacado

adelante en el pasado. Recordaba la accidentadacompra de la bellísima tiara, aparecida en lamisteriosa y solitaria Petra, y que ahoraadornaba con sus luces y brillos dentro de unaurna, uno de sus muchos salones. Cómotuvieron que huir rápidamente del lujoso hotelsirio, saltando de un tercer piso, y de estaforma elegir entre una pierna rota, o la certeray cercana visión de un reluciente cuchillo —dedimensiones extraordinarias— sobre suscuellos. Dos clavos metálicos en una de susrodillas, durante cuatro meses, le habíanrecordado lo acertado de su decisión. ¿Por quéahora iba a ser distinto?

—Todo eso es pecata minuta con lo quenos puede esperar, piensa que ninguno denuestros rivales va a escatimar esfuerzos porconseguir el premio, y por supuesto, tampocoaceptarán de forma deportiva una derrota. Esteasunto va más allá de la arqueología, y eltráfico de antigüedades —le había advertido el

francés.—¿Qué te hace pensar eso? —había

preguntado Cail.—Ya hablaremos —fue todo lo que

consiguió por respuesta.«Llegada del avión LP-711 procedente de

Londres». Cail no esperó más, aquella vozmetálica le devolvió al presente y, colocandoun arrugado billete encima de la mesa de lacafetería, salió disparado hacia la salida depasajeros, su cuerpo ansiaba ya el contacto consu hija. ¡Qué ganas tenía de abrazar a Verónica!

Le parecía increíble, todos estos años sele habían escapado. No recordaba ni un solomomento del crecimiento de su hija, y eso lehacia sentirse culpable. Sus recuerdos sediluían pese a su esfuerzo, y tan sólo lograbadetenerlos en momentos muy concretos yseñalados: cumpleaños, su graduación, pero notenía la sensación de haber compartido juntosel paso de los días. Se daba cuenta de que no

sabía absolutamente nada de la vida de su hija.—¿No tienes hambre, Cail? —preguntó

Verónica, señalando con un gesto el plato de supadre, todavía casi intacto.

—No mucho, ésa es la verdad —contestóCail—, como siempre que vuelo, el estómagose me revuelve, y me castiga por miatrevimiento.

—Pero hay algo más ¿verdad?—Está claro que para ti soy como un

reclamo publicitario, corto y claro —sonrióCail mientras su hija apretaba su mano—, esverdad, tengo un trabajo muy importante entremanos. Tu madre adivinaba siempre laimportancia de lo que estaba haciendo por miapetito.

—Por cierto —interrumpió Verónica—,me llamaste para explicarme la posibilidad deencontrarnos aquí, pero no me has dicho nimedia palabra de qué se te ha perdido a ti enParís.

—¿Es que no puede uno venir a admirar lacapital del viejo continente? —respondió Cailfingiendo enfado.

Verónica arqueó las cejas, simplementeesperaba una respuesta. Cail sorbió despacio untrago de vino y saboreó el líquido reteniéndoloen su paladar. Aquel no era un vino cualquieracomo para tomarlo como si fuera agua, ymucho menos a 75 dólares la botella.

—Tengo que ver a un amigo... especial,para un negocio de los que a ti te aburrirían.

—¡No digas más! —levantó Verónica lamano, señalando luego la conocida corbata desu padre—. Ya vas a comprar una de esasvasijas antiguas que tanto te gustan.

Cail miró su corbata y rió con ganas, suhija siempre se había tomado en broma suafición, algo que podía haberlos unido todavíamás. Pero sabía que después de la bromasiempre venía la reprimenda, así que se preparópara ella.

—¡Con lo que tú pagas por esos trozos debarro —continuaba hablando Verónica—,podían vivir mil niños africanos durante más decinco años! —exclamó algo enfadada.

—Veo que sigues sin entender mediapalabra de lo que hago, nunca te ha interesado,ni te has preocupado por ello. No comprendeslo que puede significar la arqueología paraalguien que, como yo, está enamorado de lahistoria, del pasado, de los orígenes delhombre; y eso es lo que los arqueólogosdescubren con su trabajo, sacándolo a la luz —pagados por hombres como tu padre, dicho seade paso—. No hay para mí momento más felizen el día, que durante ese breve pero intensoinstante, que sostengo en mi mano algo queperteneció a otra persona, hace más dequinientos, mil o dos mil años.

—Pero eso sólo demuestra que eres unmillonario engreído y sobre todo muy, muyegoísta —replicó la muchacha dejando caer la

servilleta sobre la mesa—. Porque todo esoque me has contado sería mucho más hermoso,si toda pieza encontrada bajo tierra, y todas lascolecciones privadas, estuvieran en un buenmuseo. Por supuesto gratuito —Verónicarecalcó mucho esa palabra—, para disfrute detoda la población, no sólo para tus adorados ypreciosos ojos azules —Cail sonrió algo tristeante la incomprensión de su Hija.

—Cuando todo lo mío sea tuyo, podráshacer con ello lo que creas más oportuno yconveniente.

—¡Eres injusto y malévolo conmigo, CailLograft! —Verónica agarró con ternura lamano de aquel hombre que tanto quería, y vioen sus mojados ojos, toda la ternura de unpadre necesitado de amor filial.

CAPÍTULO SEGUNDO

I

Cail miró el papel que tenía en la mano, yobservó otra vez el angosto portal. El númeroque figuraba inscrito en él coincidía con el quetenía escrito. No dudó más y, como si de Aliciase tratara, decidió iniciar la aventura en su Paísde las Maravillas. El recibidor del viejoedificio era amplio y antiguo, pero agradeciósu temperatura constante, la tarde no invitaba apaseo, y él en ese capítulo se había excedido endemasía.

Nunca antes había visitado a Gires en sucasa, esto era completamente nuevo para él. Enverdad el trato con el francés solía ser sobretodo telefónico, y sólo una vez puestos deacuerdo, ambos se encontraban en el país dedestino, donde seguramente iban a efectuar lacompra.

El portal denotaba confort en su anchura ydecoración, aunque no podía disimular el pasode los años. El suelo era de un mármol opacoque dejaba entrever la belleza de otrora, pero eldescuido le hacía parecer ahora sombrío ytriste. Un amplio espejo iluminaba con sureflejo toda la entrada, dejando al visitante unbuen momento para la contemplación, hastaque el viejo y lento ascensor de madera oscurabajaba a recogerle.

No es que se hubiera hecho ninguna ideapreconcebida de lo que iba a encontrar, peronunca pensó que alguien tan instruido, avispadoy ciertamente adinerado, pudiera vivir así.Montañas de libros viejos o nuevos seamontonaban por todas partes, compartiendositio y espacio con porcelana y artículos dearte. Casi en la misma proporción Cail pudo verbotellas de whisky. La norma y pulcritud con laque Gires llevaba siempre los negocios, noparecía ser plato de gusto para su vida privada.

Una vez pasada la sorpresa inicial, lasensación fue de paz y tranquilidad. El silencioy la quietud de aquella amplia y extensahabitación le invadían los sentidos, pero sobretodo, lo que más le enardecía la imaginaciónera el olor, aquel olor mohoso mitad frescorque despedían los textos, libros en infoliosantiguos. Baldas y estanterías recorrían desdeel suelo hasta el techo las cuatro paredes. Unavieja escalera con dos ruedecillas en su base, yapoyada sobre un estrecho riel, servía parallegar hasta el extremo más apartado de aquellaenorme y sugerente biblioteca. No tenía duda.Cail creyó encontrarse en una nueva Alejandría.

Gires entró con su acostumbrada sonrisamarcada en la comisura de sus gruesos labios, ycon los brazos extendidos se acercó paraestrechar la mano de su amigo que, algodesconcertado, le ofrecía la suya. No eraalguien que ciertamente pudiera pasardesapercibido, pues modales y estilo eran algo

que llevaba por bandera, y unido al gustoexquisito por las buenas cosas. Vestía con unbatín gris casi entallado hasta los tobillos, y ensus manos blancas y pequeñas portaba, comosiempre, uno de esos cigarrillos alargados —que le traían expresamente de La Habana—cuyo olor suave y ligero formaba ya parte de él.Pierre Gires era un hombre de estatura mediapero un poco cargado de hombros, por lo quele hacía parecer más bajo de lo que en realidadera. Su pelo era entrecano, al igual que el anchoy frondoso bigote que portaba con tantoorgullo. Sus ojos eran azulados peroinexpresivos, y su nariz un poco aguileña. Perolo que era más importante para Cail, era que elfrancés sabía seguir la pista de un objetocualquiera a través del globo. Como tratante deantigüedades y objetos de arte, Pierre Gires notenía rival.

—¿Te sorprende todo este revoltijo en micasa, amigo mío? —dijo Gires observando a

Cail—, pues debes saber que todo esto es frutoy parte de mi trabajo, sí... sí, no levantes esascejas incrédulas extrañado —siguió diciendoGires ante la mueca de asombro delnorteamericano—, llevo trabajando para ti másde una semana.

Un golpeteo continuo y creciente sacó aambos del diálogo iniciado, fijando sus miradasen el amplio ventanal, por el que tan sólo hacíaescasos momentos penetraba una luz brillante.Cail dirigió despacio y dubitativo sus pasoshacia la ventana, y comprobó como numerososgoterones golpeaban primero con violenciapara luego acampar brillantes sobre el limpiocristal. Lo que había sido una tarde clara y fría,se había convertido en una noche de inviernofrancés. El cielo se había cargado de granelectricidad, iluminando con sus fuertes yrápidos relámpagos la ciudad.

—¡Nunca dejará de maravillarme estaciudad! —exclamó Cail sorprendido.

—El manuscrito que nos va a tenerocupados el resto de nuestras vidas, habla de unJesús desconocido para nosotros: más radicaly combativo, casi apocalíptico, y si lo que yocreo que esos deseados pergaminos dicen, escierto, tanto judíos como cristianos hantergiversado los datos durante más de mil años—dijo Gires despacio y sintiendo como elsignificado y el peso de cada palabra que decía,caía como un duro golpe sobre su amigo.

Cail no pudo moverse, sus ojos no habíandejado de mirar el fenómeno atmosférico quese representaba sobre el cielo de París. Nopodía ni pestañear, notó como las pupilas leempezaban a doler y como algo, o alguien,apretaba su asombrado e incrédulo corazónentre sus manos. La tormenta rompió con furiadesatada, y los relámpagos dejaron paso afuertes truenos que hacían retumbar su confusocerebro en la cabeza. Suspiró hondo y cerró —por fin— los resecos ojos, notó su sangre

como savia de vida, y el flujo caliente al correrlibre por sus venas devolvió el color a sus fríasmejillas.

¿No sería aquella terrible tormenta unprimer aviso por su atrevimiento?

II

Había estado muchas veces en aquellujoso hotel, pero no se cansaba de admirarlo, ysiempre que volvía a Egipto regresaba con lasensación de recorrer despacio un cuento delas mil y una noches.

Sentado en una de las cómodas butacas delhall, observaba la brillante y coqueta lámparadel techo. Conocía muchas lámparas de lasllamadas de araña, de casas particulares, eincluso de lujosos palacios florentinos oromanos, pero ésta no tenía nada que envidiar aninguna de ellas, reflejando todo su esplendorsobre el blanco y limpio mármol del suelo. Asu espalda podía notar la mirada majestuosa dela más grandiosa de las pirámides de Gizeh, yla paz y la solemnidad que había a todo sualrededor le hacían sentirse un rey.

El Mena House no había sido concebido

en un principio como un hotel de lujo, pero sílo fueron sus primeros huéspedes: reyes,reinas y primeros ministros de todo el mundose hospedaron entre sus lujosas paredes,cuando en julio de 1970 el presidente egipcioNasser inauguró la presa de Assuán. Aúnrecordaba aquel día como movido einteresante. Obviamente no pudo hospedarseentre tanta realeza, por lo que decidió hacerloen el pueblo de Assuán, la famosa Syene de losgriegos y romanos. Todavía entonces era uncentro independiente por el que pasaban lascaravanas que se dirigían a Nubia y al desierto.Pero su nombre egipcio Suanu ya lo pudodescifrar en el papiro de Turín, o en el Libro delos Muertos. Recordaba el paseo matutinocamino de la catarata en aquel majestuoso día,y la alegría marcada en los rostros de la gente.Por una vez se sentían importantes y sus pieles,laceradas por el fuerte sol, despedían felicidady expectación. Había que remontarse casi hasta

la visita del faraón Sesostris III para encontrarun día tan especial en la vida de aquella urbe.

Paul Tiblerman abrió los ojos y de esaforma cerró el paso de sus recuerdos y viocomo llegaba su terrible presente. Como cadavez que veía a aquel extraño personaje, sintió elescalofrío que le recorría todo su cuerpo, ycon paso solemne y parsimonioso el árabe sele acercaba. No podía tener queja del trato querecibía de aquel peculiar personaje, pero eraconsciente de que igual que le trataba conaquella fría amabilidad, casi fingida, sin elmenor pudor o remordimiento podía sermaltratado.

—¿Está usted preparado, profesor? —preguntó el individuo, apartando la boquilla dellargo cigarro que hasta ese momento habíatenido pegado a sus anchos labios, dejandopaso a una amplia, pero seca, sonrisa, quedejaba a la luz una hilera de blancos yrelucientes dientes.

Un Mercedes negro de más de veinte añosles esperaba a la entrada del lujoso hotel, yPaul Tiblerman y su acompañante seacomodaron en los asientos traseros delmismo. El profesor Tiblerman miró de reojo ycomprobó la rectitud serena marcada en elrostro de su compañero de viaje. Tiblerman lesacaba más de veinte centímetros de altura, porlo que desde su privilegiada atalaya, y desoslayo, podía observar como movía y semesaba en una especie de tic nervioso, elbigote.

¡Sin duda alguna aquel árabe repulsivo leponía nervioso!

* * *

El tráfico en El Cairo es algo singular, unamezcla de lo que sería Picadilly Circus sinsemáforos, o el barrio neoyorquino de Harlemsin policía. Un enjambre pastoso de gente,

animales y coches, circulaban a su librealbedrío de un lado para otro sin más orden delque les dictaba su voluntad, o les daba sunecesidad de marchar de una acera a la otra, ocomo mayor mal: la potencia de los motoresde sus viejos y carcomidos coches europeos.

Poco a poco el viejo Mercedes fuedejando atrás el caos, tras recorrer la inmensarecta de más de veinte kilómetros que separaGizeh del centro del Cairo.

La ciudad era alegre, llena de vida, con unmovimiento sólo típico de las ciudadesorientales. Pero también era laberíntica,opresiva. En ella hasta las aguas tranquilas delDelta se dividen formando una gran isla. Comocasi siempre por aquellas épocas del añosoplaba el jamsin, haciendo imposiblecualquier tipo de lluvia. Paul miraba a través dela ventanilla y, como es normal, y yaacostumbrado para él, pudo observar elsobresalir por doquier de minaretes y los

numerosos barrios convertidos en atestadosmercados.

Habían dejado atrás la calle Al Gamaa y,como otras tantas veces al pasar por allí, Paulsintió el anhelo de poder visitar la importanteuniversidad de al-Azhar. El coche dejó las víasprincipales, atrás quedaban las calles angostas yajardinadas, la ciudadela con su magníficamezquita. Ahora todo era desconocido paraPaul Tiblerman, la luz del mediodía se vioapocada por las sucias callejuelas estrechas ymalolientes, por eso se sintió atrapado ytemeroso.

Algo le recordaba aquel paisaje urbano:multitudinario, humilde, obrero, opresivo yhambriento. Él no era un sacerdote normal, sipor normal se entiende a alguien que con sugrado jerárquico dentro de la iglesia —monseñor—, y su cultura y reconocimientoacadémico —Paul Tiblerman era admirado yrespetado por toda la comunidad científica, que

como él se dedicaba a interpretar y descifrarlos enigmas de la antigüedad, en escritura tantocopta como hebrea, o egipcia—, no se dedicabaa trabajar cómodamente en su despacho ypreparando tesis que reforzaran su fe cristianarespaldada por los textos y escritos antiguos.

Ahora recordaba, sentado allí en aquelMercedes antiguo, cómo una tarde de jueveslluviosa se disponía a empezar su clase en aquelbarrio humilde, triste y periférico de Roma.Las horas que pasaba con aquellos niños lereconfortaban, y ver la luz y la alegría en susojos le hacía sentirse más cerca de Dios. Eransimples clases de álgebra y lectura, perodespués de leer un pequeño cuento todoshacían acopio de una buena merienda que élmandaba llevar. Sabía que esa merienda era elmotivo de la alta concurrencia a sus clases.

Aquel mismo jueves lluvioso, otrohombre venía en su busca, y otro coche leesperaba, aunque esa vez él no estaba en un

lujoso hotel, sino en una pobre casa derruidaagrietada por los años y llena de humedad...Tampoco era un belicoso árabe el que iba en subusca con un viejo y destartalado Mercedes a lapuerta, sino un joven y sonriente sacerdote, elque bajando de un moderno Renault le gritaba:¡Monseñor, Monseñor! —Paul sonrió alrecordar la escena—, el joven se habíaacercado a él y con la urgencia marcada en surostro le comunicó: «debéis acompañarme,Monseñor, os esperan en el Vaticano».

Aunque el acompañante de entonces eramás joven, alegre y de confianza que el queahora tenía a su lado, recordaba que también enaquel momento sintió preocupación. Deseaballegar lo antes posible al Vaticano para conocerla urgencia de la noticia.

No sabía cómo —sonrió de nuevo—, peropor vez primera en muchos años subió aquellaempinada escalera sin detenerse ni una sola vezpara coger aire.

Era obvio que Giuseppe Signori leesperaba. Aún así y todo, le gustaba, como decostumbre, hacer esperar a todos aquellos queestuvieran algo por debajo de él en la escalaeclesiástica. El cardenal Signori levantó lacabeza del papel, y con un ademán de su manoinvitó a Paul a sentarse.

—Gracias por su rapidez, Paul —dijo elcardenal.

—¿En qué puedo serle útil, cardenal? —preguntó Paul tomando aire mientras sesentaba.

Signori se tomó su tiempo, justo el que ledaba en ir a paso cansino —quizás el que lemarcaban sus castigados cincuenta y nueveaños— desde detrás de su opulento despachohasta el amplio ventanal justo a la espalda dePaul.

—A mí no, querido amigo, a mí no, a lacasa de Jesús —respondió con voz cansina elcardenal.

El despacho del cardenal encargado delSanto oficio era digno del mejor museo, nadade lo que allí podía verse tenía menos de cienaños, pero su buen estado de conservación einmaculado cuidado hacían del lugar la envidiade todo el Vaticano. Grandes estanterías demadera tallada ocupaban las paredes, conobjetos de arte y antigüedades eclesiásticas,así como innumerable cantidad de libros. Sinduda, lo que más atraía la atención de PaulTiblerman —al igual que al resto de losvisitantes de aquel lugar— era el magníficocuadro, que con más de dos metros de alto ycuatro de ancho, ocupaba una de las paredes.Estaba enmarcado en una fina pasta de madera,toda recubierta en pan de oro. El lienzorepresentaba la escena más emotiva de laúltima cena de Jesús con sus discípulos, ypodía verse al Hijo de Dios partiendo conambas manos una hogaza de pan, mientraselevaba su mirada al cielo; once apóstoles

clavaban amorosa su mirada en el Maestro,mientras el que hacía el número doce escondíala cabeza entre sus brazos, dejando caer a suspies las treinta monedas de plata que sellaban elprecio de una muerte.

Paul Tiblerman no había estado en aquelaposento más de cinco o seis veces, peropodría describir ese cuadro a la perfección sinomitir detalle alguno.

—Ejem —fue el sonido que el cardenalSignori hizo para sacar al monseñor de suestado contemplativo—, hemos recibido variascartas como ésta —dijo el cardenal alargandoun folio a Paul—. Después de varias consultashemos dado valor a lo que dicen —Paulrecogió la hoja que el cardenal le alargaba yempezó a leer con avidez.

Todo encajaba con un suceso inesperadoen Jerusalén hacía no más de cuatro o cincomeses. La carta anunciaba que sería sacado almejor postor un manuscrito que era de máxima

importancia para la Iglesia Católica.—¿Cómo podemos dar crédito a esto,

cardenal? —preguntó Paul, pero el cardenalSignori no respondió, simplemente cruzó todoel despacho hasta llegar a una pequeña cajafuerte de donde sacó un gran sobre. Paulmiraba atento toda la parafernalia que usabaSignori para hacer las cosas, pero creíaconocer lo suficiente al cardenal como parasaber que éste andaba preocupado y nervioso.Del sobre, el cardenal sacó una gran fotografíay, llegando hasta Paul, se la extendió.

—Queremos que usted nos saque de todaduda, Paul, descifre esos garabatos y nos digasi son motivo de preocupación o no, si laIglesia debe de entrar en ese juego o debe dejartodo esto en manos de la policía —Signori sedejó caer sobre su cómoda butaca y miró serioa Paul—. Sólo lo que usted nos diga nos valdrápara confirmar o desmentir lo que aquí pone —dijo el cardenal enseñando a Paul otro sobre,

éste más pequeño, que daba señalesinequívocas de haber estado lacrado—. Paulsacó de su funda las gafas, tan imprescindiblesen su trabajo, y leyó el escueto papel que habíadentro del sobre. Signori esperó la reacción dePaul, pero ésta no se produjo, simplementevolvió a colocar el papel dentro del sobre ymiro al cardenal.

—¿Y bien? —preguntó.—¿Cuánto tiempo cree que necesitara

usted para descifrar esa fotografía? —preguntóel cardenal.

—No más de dos días —contestó seguroPaul.

—Perfecto. Entonces saldrá usted deviaje, si así lo requiere el caso, en tres días —Paul besó el anillo del cardenal y se dispuso amarcharse, pero cuando iba a abrir la puertaoyó la voz inquieta de Giuseppe Signori.

—¿No parece que le haya espantadomucho ese trozo de papel que ha leído usted,

padre? —inquirió.Paul Tiblerman, con la mano ya puesta

sobre el pomo de la puerta, se giró para miraral cardenal, y lo que vio le dio lástima y pena,un hombre estaba a punto de derrumbarse. Poreso grabó en su cara la mejor sonrisa que pudoencontrar y contestó convencido de lo quedecía.

—Cardenal, yo sólo tengo fe en Diosnuestro Señor. De las cosas que hagan o diganlos hombres, he aprendido a dudar hasta nocomprobarlas por mí mismo. A Dios sólo lemueve el amor, pero a los hombres, tanto ustedcomo yo sabemos, que es el poder y el dinero.

III

El árabe miraba risueño a Paul, y trashacer varios carraspeos con su garganta,rompió el silencio de la misma forma que losrecuerdos del sacerdote.

—¿Que os parece la forma de vivir de migente? —preguntó.

Paul Tiblerman giró su cabeza y observócon cierto reparo al enjuto hombre. Porprimera vez en muchos minutos observó conatención el paisaje que se le presentaba a losojos, y tras no ver nada agradable se volvióacusador.

—Noto cierto tono de acusación en esapregunta —respondió mientras miraba y volvíaa mirar con dolor la pobreza y la extremasuciedad de la gente. Niños casi desnudosparecían cerdos en sus porqueras, y todo ello apesar de la belleza natural de sus cálidas

facciones y la sonrisa casi angelical quesiempre sostenían en su tierno rostro.

—Ja, ja, ja —rió con ganas el árabe—.Hace usted como todos los europeos, volverlela cara a la realidad de su tiranía y elsometimiento de nuestro pueblo a su cultura.

—Pues ya sabe lo que tiene que hacerusted y todos sus amigos con el dinero de laventa del manuscrito, ¡ayudar a sus hermanos!—No acababa de decirlo y ya se habíaarrepentido de su intrepidez. Aquel hombre noparecía el más indicado para saber encajar laironía de sus palabras. El silencio seprolongaba, parecía cortar el aire. Paulesperaba cualquier reacción violenta y, sinembargo, pasado un momento, el pequeñoárabe dejó caer su mano sobre la rodilla delsacerdote, dándole unos suaves golpecitos, yrió de buena gana diciendo:

—¡Empieza usted a caerme bien, profesorPaul Tiblerman!

IV

Se había confirmado la gravedad delasunto. Después de descifrar de forma repetiday comparada la fotografía, el profesorTiblerman no tenía ninguna duda de laautenticidad de las palabras. Ahora sóloquedaba ver el original para saber si todo era unfraude. El viaje se había decidido con la rapidezy diligencia que la Iglesia trata todos losasuntos urgentes y secretos, por eso al tercerdía y, como el cardenal le había informado deantemano, volaba hacia el encuentro de lodesconocido.

Las dos horas que duró el vuelo —recordaba ahora sentado en el Mercedes viejo ycamino también del misterio— desde Romahacia Madrid fueron las más tensas y difícilesque su buena memoria podía recordarle. Allí,tan cerca del cielo, con un azul claro y

transparente sólo salpicado por escasas nubesde algodón blanco, el corazón le golpeaba confuerza en el pecho y le pedía con urgencia unaexplicación coherente y satisfactoria para todolo vivido —pero sobre todo leído— en lasúltimas setenta y dos horas. Si la Iglesia deCristo no tuviera miedo de lo que aquelmanuscrito pudiera revelar, no le habríanmandado a aquel viaje tan aventurado, y con unasola orden —sellada y firmada por el SantoPadre—, llevar aquel manuscrito dentro de losmuros del Vaticano.

No recordaba nada de su viaje desde elaeropuerto de Barajas hasta el hotel MiguelÁngel, situado en pleno centro de la capital deEspaña. Sus primeros recuerdos vivos eran deespuma y agua muy caliente. La espuma leenvolvía el cuerpo agarrotado por los nervios yla tensión. El calor del agua abrió gradualmentetodos sus poros, como si con el virulento sudorse marcharan en forma de gotas saladas todas

las dudas, ¡qué ironía que él buscara para laIglesia pruebas escritas que desmintieran oafirmaran su fe! ¿Qué fe era ésa, que no bastabapor sí sola para olvidar este asunto y no darcrédito a chantajistas? Todo hubiera sido mássencillo de esa forma, y así no mandar a uno desus hijos a recorrer el mundo tras la pista deunos papeles tan antiguos como inciertos.

El baño pareció ser reconfortante para él,pero en cuanto llegó hasta la cama y miró lafotografía, volvió a sentir miedo, un miedovisceral, casi irracional, a lo desconocido. Sólopodía recordar haber agarrado con fuerza laBiblia y quedarse dormido entre extrañaspesadillas.

El día siguiente fue febril y oscuro. Lacita era en un lugar tan inusual como extraño,pensó entonces Paul, pues pocos sitios tanbellos y equilibrados hay en el mundo como elmuseo del Prado madrileño. No era ni muchomenos la primera vez que visitaba aquella musa

arquitectónica que escondía en sus entrañastanta belleza y tanta sensibilidad, pero esa vezse encontró más receptivo a lo que sussentidos recogían. Recordaba haber pensado enlos padres adoptivos de aquella enormepinacoteca, ¿qué pensarían Fernando VII eIsabel de Braganza del crecimiento de su obra?,¿hubiera creído alguna vez José Bonaparte loque ahora veían sus ojos? Aquel museo debía suvida a una idea primitiva del francés, pero sobretodo al entusiasmo con el que la recogió el reyespañol al firmarse la paz, y de una manera muyespecial, su esposa.

Paul Tiblerman había llegado con variashoras de adelanto, por eso cuando estuvo anteel museo decidió sentarse un breve instante ydejar que aquella brisa suave calentara un pocosu ánimo. Contempló el monstruoarquitectónico que tenía orgulloso frente a sí,aquel edificio era de singular bellezaindependientemente de su contenido en el

interior. No sabía si lo había leído por algúnlado, pero se extrañó un poco que al echar unaojeada, la primera palabra que le viniera a lamente fuera: Neoclásico. Era tan compacto ysólido en su estructura, manejaba tan bien labelleza y la armonía, que nadie que no hubieravisitado antes su interior, podría intuir sus tresplantas.

Paul miró el reloj y sintió renacer sunerviosismo. La aguja del tiempo no se habíadetenido junto a sus recuerdos, y la horapactada casi llamaba a su encuentro. Sinembargo, Paul intentó relajarse y, acomodadofrente a un nuevo cuadro, intentó disfrutar deél. La Virgen del pez. Eso rezaba en su escuetocatálogo, y su mirada experta empezó aexaminar aquella pintura. La Virgen aparecíasentada en un trono y, de forma elegante,sujetaba al niño casi con movimiento. A unlado de la Virgen, Tobías sujetaba un pez y,acompañado de un ángel, al otro lado y con

rostro sereno, aparece San Jerónimo.Un hombre se sentó junto a él en el banco

y, aunque en un principio Paul no le habíaprestado mucha atención, al escuchar su vozalgo silbante, con un inglés marcadogravemente por su acento árabe, se giró haciasu nuevo acompañante:

—Profesor Tiblerman, escucheatentamente —era ésa la primera vez que veríay oiría al extraño árabe que ahora compartíaviaje en el amplio Mercedes con un rumbodesconocido para él. No le dejó hablar, y comosi de un telegrama se tratara, le dio su mensaje—. El precio, cinco millones de dólares.Usted, y sólo usted, podrá comprobar eloriginal. La cita, el cinco de septiembre a lasocho de la mañana en el hotel Mena House deEl Cairo.

Aquél había sido el escueto mensaje, y elefímero contacto con los vendedores yposeedores del manuscrito. Su angustia se vería

prolongada. Su ya conocido árabe no esperócontestación, y sin mirarle, había dejado suasiento camino de la salida. Tan sólo el olor acigarro que había sido su tarjeta de visitainvadía ahora todo el cómodo Mercedes. Todolo demás había sido simple y rápido. A lallegada al Vaticano la orden era tajante: iría aEgipto.

V

El coche había dejado atrás, hacía tiempoya, el ruido y la aglomeración de aquellossuburbios, para llegar a un mundo que a PaulTiblerman le parecía irreal, casi novelesco,pero sobre todas las cosas, irreverente. Elcoche se detuvo con un brusco frenazo, ante uncasi derruido muro, al que una enorme reja dehierro fundido y completamente corroídaservía de entrada. Paul había oído hablarmuchas veces de aquel lugar, aunque en susinnumerables visitas a El Cairo, nunca se habíadecidido por hacer una breve visita. Ahora esavisita no sería por gusto y, seguramente,tampoco muy breve.

El sacerdote respiró hondo e intentóformar una especie de coraza impermeable,para que todo aquello que su vista alcanzaba aver no le influyera para nada. Pero aquella era

una tarea harto difícil, había que tener muypoco corazón o sentido de la solidaridad paraque la esperpéntica visión no impactara, yaquellas eran dos cualidades que PaulTiblerman tenía almacenadas en su alma.Innumerables rostros se volvían hacia él,rostros austeros, serenos pero cargados deodio, no había esperanza ni alegría, la vida habíasido demasiado cruel y dura con aquellasgentes. Intentó relajarse —vano intento— antesde dar el definitivo paso que le conduciría a lasmismas entrañas de la Ciudad de los Muertos.Aquella «ciudad» tenía vida propia, parecíaestar hasta dividida jerárquicamente. Todoindicaba que aquel esperpento era un trozo vitalde la gran bestia que es El Cairo. Lo que hacíatan particular y especial aquel mundo marginalpondría el vello de punta al más aventurero delos viajeros occidentales, pues la gente seagrupaba, llegando incluso a amontonarse,sobre las lápidas que formaban el enorme

cementerio cairota. Familias desesperadas sinatisbo de esperanza, llenas de desamparo;vagabundos cubiertos de mugre, mitad humanosmitad desecho; niños desheredados de Dios,reflejando en sus escuetos y duros rostros nohaber conocido la ternura y el amor, malvivíanentre cartones o lonas, teniendo como sueloalgo tan especial como las lápidas de losmuertos.

Paul sintió todas las miradas converger enél. Intentó esforzar la suya, pero era inútil, nopodía sostenerla, se encontraba fuera de lugar yhasta el aire parecía decírselo. Se palpabandesilusión y amargura, pero lo que era muchopeor: el desprecio por el prójimo.

Después de haber andado un buen tramoentre desperdicios y suciedad, el sacerdote separó en el acto, notó cómo una fuerte presiónen su brazo le dejaba inmóvil. El pequeño árabele sujetaba aunque él hubiera jurado que lo quele oprimía hasta casi hacerle aullar de dolor era

una enorme tenaza de hierro.—Creo que a partir de aquí tendrá que

ponerse esto, profesor —dijo con su sonrisahabitual el repulsivo árabe, sosteniendo antelos ojos de Paul un trapo oscuro, bien por sucolor o por la cantidad de mugre acumulada.

—¿Cree usted que eso es necesario?,¿acaso piensa que yo solo podría volver hastaaquí? —contestó el profesor mientras se tapabalos ojos con el trapo, no sin antes arrugar algola nariz, pues el olor de aquel trozo de tela noera muy agradable.

—No se preocupe, profesor, es sólo unformulismo para nuestra tranquilidad, y debo deadvertirle, para su seguridad, de que no trate deengañarnos —aunque Paul Tiblerman no podíaverla (gracias a Dios), la cara del árabe alpronunciar aquellas palabras hubiera encogidosu corazón. Era preferible esa sonrisa tonta queel rictus serio y tenso que asustaría acualquiera.

Caminó durante un rato que le parecióeterno, siempre guiado por alguien, y cuando yacreía desfallecer por el cansancio y el asco quele daba aquel sucio trapo en su nariz, oyó comola puerta de un coche se abría. No sabía si habíaandado en círculos, o que había hecho, pero delo que sí estaba seguro es que aquél no era elmismo sitio por el que había entrado hacía yahoras. Ahora sí comprendía el juego delinteligente árabe, sabía que él conocía bien ElCairo, pero también sabía que jamás podríarecordar por qué sitio o dirección salió deaquel lugar desolador, el cementerio teníainnumerables salidas, y todas le llevaban asitios desconocidos para él.

Fue introducido con cuidado en el coche,y éste, sin duda el ya conocido Mercedes, sepuso en marcha llevando a monseñor PaulTiblerman a un paseo largo y pesado. El calor yla opresión de la tela en su rostro le hacíasentirse incómodo, el creciente sudor le

molestaba, y tanto era el líquido salado quecorría por su frente, que de forma gradual, eltrapo que tapaba sus ojos se fue soltando yescurriendo hacia su barbilla. Con su ojoderecho y casi de reojo, entre telas de clarooscuro, empezó a apreciar el camino por el quemarchaban, y el paisaje del que no era invitado.Había poco que ver y que contar, simplementeel coche corría por una carretera que rompía endos el desierto egipcio. Ahora la pregunta era,¿en qué dirección? Llevaba tanto tiempo dentrode aquel coche que casi podía haber salido delpaís.

—Kalad, debería usted apretar estevendaje, se me está empezando a soltar, y noquiero que piense usted cosas que no son —comentó Paul con cierta arrogancia.

Sin embargo, y ante su sorpresa, el árabelo que hizo fue quitarle la tela que le servía devenda opresiva, y no le dio tiempo al sacerdotemás que a limpiar el sudor de su frente cuando

el coche se detuvo. Estaba dentro de un ampliopatio del que manaba abundante agua de unahermosa fuente. Flores y cactus acampaban pordoquier formando numerosas y bellas formas,estaba claro, no importaba que sus ojospudieran emborracharse de todo aquello puesel exterior y sus alrededores seguían estandotan ocultos para él como estaban antes. Un altoy férreo muro impedía atisbar, aunque sólofuera por un instante, dónde podía encontrarse.Por lo tanto, no perdió más tiempo enadivinaciones inútiles y se dejó llevar. Nadiedecía palabra, y el sacerdote se limitó a seguira los ocupantes del coche. La entrada a lavivienda era austera y sencilla, no encontróningún mobiliario desde la puerta de entradahasta la sencilla y parca habitación donde fuellevado. Después de refrescarse ytranquilizarse un poco, empezó a pensar entodo lo que estaba viviendo. Él era hijo de laIglesia y, como tal, debía obediencia a sus

superiores, pero nunca, ni en la peor de suspesadillas, pudo soñar en verse metido en todoaquel embrollo. No sólo estaba a prueba supericia y profesionalidad en aquellosmanuscritos, sino lo que era mucho másimportante: su fe. Pero ¿y la Iglesia, aceptaríade buen grado su dictamen? Y si compraban eldocumento ¿qué harían con él?, ¿saldría a la luzpública? Serían momentos muy delicados parala casa de Pedro. Además, al igual que él,muchos otros sabios y estudiosos sabían de laexistencia de aquellos papeles y no dejaríanpasar la oportunidad de sacarlos a la luz. Elsumo pontífice tendría trabajo extra y urgente.Dios quisiera —qué ironía, pensó Paul—, quetodo fuera un mero engaño.

Unos fuertes golpes en la puertasobresaltaron al sacerdote, sacándole deaquellos pensamientos. La puerta se abrió y elpequeño árabe al que Paul había llamado, casisin darse cuenta, Kalad, le invitó a seguirle.

—Ahora va usted a poder ver elmanuscrito original —Paul sintió que se dirigíahacia lo más profundo de su corazón, a susaños estaba pasando una prueba de fuego—.Luego tendrá todos los días que usted necesitepara trabajar junto con copias expresamentesacadas y ampliadas para usted, pero lerogaríamos que nos diera su contestación enuna semana —dijo el árabe.

Caminaban por un largo y luminosopasillo. A izquierda y derecha, sólo paredesblancas miraban a Paul, ni un solo adorno, ni unsolo mueble ocupaban aquellos metros. Elsacerdote sacó la conclusión de que la casaestaba lista para desalojar nada más semarchara él. Estaba claro, se encontraba entreprofesionales.

Se detuvieron ante una puerta rocosa eimpenetrable, sólo verla daba la impresión detotal invulnerabilidad, y tampoco haría falta quea nadie le dijeran que detrás de su celosa

guardia se escondía algo valioso, pues ni al máshábil de los cerrajeros le hubiera sido posibleabrirla. Tras una fina y decorativa capa demadera se podía intuir el grosor del hierro ydel acero, con más de ocho barrasincrustándose en la gruesa pared.

Con el último giro de la cerradura, PaulTiblerman sintió como se paraba el rítmico, yhasta ese momento, acelerado bombeo de susangre, era la hora de la verdad. Las tinieblaseran de ultratumba, impactantes. Por más quemonseñor esforzó sus cansados ojos, elcontraste entre la luminosidad del pasillo y laoscuridad de la habitación hacía vano cualquierintento de descifrar el interior. Sin embargo, laurgencia de su deseo no se hizo esperar, Kaladpenetró en las tinieblas y tras él, una fulminantey fuerte luz dejó al descubierto la sala. No lehizo falta mucho tiempo a alguien tan expertoen la materia como Paul Tiblerman, tanacostumbrado como estaba a trabajar con

documentos antiguos, para darse cuenta de queaquella gente sabía lo que se tenían entre lasmanos, eran profesionales. La temperatura dela estancia era la idónea, un termómetro lamarcaba con una exactitud meridiana. En eltecho, unos filtros hacían su función, de talmanera, que sólo los suficientes rayos solarespodían entrar al interior de la habitación, nopermitiendo así el trastorno de la temperatura.El centro de la habitación —copia delSantuario del Libro— era de forma circular yabovedado, asemejándose de esa manera alclásico Martyrium bizantino, donde éstosguardaban las reliquias de sus santos, en unasala circular al final de un largo corredor. Porfin, en el centro de un expositor y dentro deuna compacta urna transparente, un asombradoprofesor —porque en esos instantes era ya eladvenedizo profesor— Paul Tiblerman, seencontró para su sorpresa con un gran númerode pergaminos.

—¡¡Pero yo creía... creía que...!! —empezó a balbucear el clérigo. El árabe, con ungesto de su mano, le interrumpió.

—Llevábamos mucho, mucho tiempoesperando que alguien encontrara parte de esashojas. Durante largos años financiamosexcavaciones, y todas ellas fueron vanas. Sí,encontrábamos objetos valiosos que nosservían para refinanciar nuevos intentos, perotodo era inútil. Y cuando ya habíamos perdidocasi toda esperanza, estalló la noticia: unosniños habían encontrado más documentos enQumrán. Imagine nuestro nerviosismo, fuerondías tensos y movidos, tuvimos que contactarcon nuestra gente por todo el mundo, gentepagada durante demasiado tiempo sin resultadoalguno, pero por fin toda esa obscena cantidadde dinero iba a dar el fruto apetecido. Varios deestos agentes tan bien pagados por nosotrostrabajan en el Santuario del Libro israelí, sí,pero no se sorprenda —comentó el árabe al ver

la cara de estupor del sacerdote—, no sólo suscolegas científicos se dejan comprar, altosfuncionarios del gobierno israelita nos dierontodo tipo de facilidades, demasiado dineroganado impunemente durante mucho tiempotenía que pasar factura —el árabe señaló laurna—. Nosotros teníamos una parte, perocarecía del valor impactante que ahora tiene alestar completo. Usted —dijo mirando risueñoa Paul— lo comprenderá todo según empiecesu trabajo.

Paul sintió la responsabilidad del peso dela historia en aquellas hojas, el latir de la vida,del hombre, del mismo Dios que él sentíacerca de sí y que ahora quizás se disponía ajuzgar. Después de un escueto espacio detiempo, el suficiente según los cálculos delárabe, esté rompió el encanto de aquelencuentro.

—Bien, profesor, creo que ha llegado elmomento de que se ponga usted trabajar. Esa

puerta permanecerá abierta y al final del pasillosólo encontrará otra que es la de su habitación,usted no podrá salir de ese tramo, ¿entendido?,tres veces al día alguien, siempre el mismohombre, le traerá su comida, y como usted havisto, su habitación tiene todo lo necesario parasu higiene personal. Si siente la necesidad desalir a la luz del día, pues como ya habrá podidover no encontrará ventana alguna, se lo dirá alhombre que le sirve la comida y será ustedacompañado al patio que vio al entrar, sólodurante diez minutos al día. Ésas son lascondiciones, ¿está usted de acuerdo, profesor?

Paul respiró despacio y algo cabizbajo,aquello seria casi una prisión para él, peroestaba seguro que, centrado en su trabajo, eltiempo volaría.

—Estoy de acuerdo —contestó.—Bien, entonces una cosa más, profesor.

No vuelva usted a usar mi nombre para nadaes... peligroso —dijo saliendo de la estancia.

Kal... el árabe se ha marchado —pensóPaul—, debo a partir de este momento dejar delado mi fe sacerdotal y centrarme en mi trabajocomo investigador. Nunca me ha sido difícilhacerlo, espero conseguirlo esta vez.

Abrió la urna con sumo cuidado, casi condevoción, y observó atento aquel tesoro.Aquellas tiras de rollos no eran ni de papiro, nide pergamino. Eran de cuero cuya longituddependía del contenido del texto —Paul sacódel bolsillo un pequeño metro y midió laprimera tira con un resultado de 7,23 m—, y enello ya vio su importancia, pues sólo laslecturas bíblicas sinagogales y litúrgicas seescribían en cuero y no en pergamino. Laescritura estaba sólo inscrita sobre una cara, yésta era la correspondiente al lado del pelo delanimal; iba dispuesta en columnas paralelas yen cuadrática. El profesor Tiblerman vació susbolsillos colocando todo el material particularnecesario encima de la mesa. Sabía que para

manejar en la lectura los rollos tendría que usarambas manos, de modo que lo que unadesenrollara la otra lo fuera enrollando.

Paul se santiguó, cogió su enorme lupa ypuso manos a la obra.

CAPÍTULO TERCERO

I

«Mi corazón está ya cansado ysólo amanece junto a mí cadamañana, esperando el justomomento en el que tendré querendir mi vida ante Dios. No sécómo calificar esa vida que nuestroSeñor me dio en préstamo, paraalgunos ha sido fructífera y llenade emociones, para otrossacrificada, evangélica y espiritual¿Pero qué opinión tengo yo del usoque he hecho de ella? Ahora quemis días tocan a su fin, en lasoledad de mi retiro he decididoponer en orden mi alma y misrecuerdos. Para mis amigos y fieleshace días que morí, allí en Beocia,

pero antes de reunirme con Élquería mirar dentro de mi corazón.

No he engendrado hijos, puesjamás tuve mujer en matrimonio,por eso ahora a mis ochenta años,un joven amigo de puño firme yvista clara es la herramienta con laque pongo en claro mis ideas ysentimientos. No es el azar ni lafortuna los que me han traído hastaestos parajes llenos de ruina ydesolación, son mis raíces y elconvencimiento profundo de lanecesidad de encontrarme conellas, antes de mi último suspiro.

¡Ay Saulo, si tú me vierasahora!, rezo antes del alba, eintento ayudar a todos los demásdurante las cinco horas que sededican al trabajo. Pero los esenoi,en su bondad, no me permiten

demasiado esfuerzo. Luego tomotodos los días, al igual que uncolegial lleno de emociones, elbaño ritual de purificación. Sólo enel agua, junto a los demás, todoscon nuestro taparrabos reciénpuesto, me siento uno de ellos ynoto que me han admitido comouno más.

Tuve miedo en un principio, enmi vanidad pensé que habrían oídohablar de mí y, cómo no, de mimaestro y mentor Pablo, perodentro de aquellos derruidos yquemados muros, la Ley sigueimperturbable y, en su celo,guardián no ha permitido —graciasa Dios— entrar nuestras continuasblasfemias».

Paul Tiblerman levantó la cabeza y

restregó sus ojos dañados y cansados por lalupa, se secó el sudor de la frente, y aunque latemperatura seguía constante, notaba cómo ríosde agua corrían por su espalda acelerados porel temblor de su cuerpo. Notaba el irrefrenableimpulso de su corazón, era un caballo lanzadoal galope que se enfrentaba a un salto al vacío,la garganta se le agrietaba y tuvo, casi entredesmayos, que buscar y beber un gran vaso deagua. Salió despacio, con paso cansino y sedirigió hacia su aposento al final del largopasillo, al llegar se dejó caer en la cama y cerrólos ojos e intentó dormir, pero de un impulsose puso en pie y empezó a rebuscar entre suspertenencias. Allí estaba, notó su contacto en lamaleta y se tranquilizó, sacó el libro concuidado y leyó: Biblia de Jerusalén.

Abrió el libro santo con cuidado, los añosno habían pasado en vano por aquellasconocidas tapas, y leyó las palabrasgarabateadas en la primera página: «A mi

querido hijo, en el día dichoso que une su vida aDios». Suspiró igual de emocionado que elprimer día, hace ya más de treinta años, que vioaquellas letras escritas por su madre. Pasó lashojas sintiendo su conocido tacto, así como suolor y casi de forma inconsciente llegó a suparte favorita y empezó a leer:

«Un fariseo le rogó quecomiera con él; y, entrando en lacasa del fariseo, se puso a la mesa.Había en la ciudad una mujerpecadora pública, quien al saberque estaba en casa del fariseo,llevó un frasco de alabastro deperfume, y poniéndose detrás, a lospies de él, comenzó a llorar, y consus lagrimas le mojaba los pies ycon los cabellos de su cabeza se lossecaba; besaba sus pies y los ungíacon el perfume.

Al verlo, el fariseo que lehabía invitado, se decía para él: "siéste fuera profeta, sabría quién yqué clase de mujer es la que le estátocando, pues es una pecadora".Jesús le respondió: "Simón, tengoalgo que decirte". Él dijo: "Dimaestro". Un acreedor tenía dosdeudores: uno debía quinientosdenarios y el otro cincuenta. Comono tenían para pagarle, perdonó alos dos. ¿Quién de ellos le amarámás? Respondió Simón: "supongoque aquel a quien perdonó más".

Él le dijo: "Has juzgado bien",y volviéndose a la mujer, dijo aSimón: "¿ves a esta mujer? entré entu casa y no me diste agua para lospies. Ella, en cambio, ha mojadomis pies con lágrimas, y los hasecado con sus cabellos. No me

diste el beso. Ella, desde que entró,no ha dejado de besarme los pies.No ungiste mi cabeza con aceite.Ella ha ungido mis pies conperfume. Por eso quedanperdonados sus muchos pecados,porque ha mostrado mucho amor. Aquien poco se le perdona pocoamor muestra". Y le dijo a ella: "tuspecados quedan perdonados" Loscomensales empezaron a decirsepara sí: "¿Quién es éste que hastaperdona los pecados?" Pero Él dijoa la mujer: "Tu fe te ha salvado.Vete en paz”.».

Paul Tiblerman cerró el libro y dejóresbalar por sus mejillas dos pequeñaslágrimas. Salió de la habitación y fue en buscade aquella fuerza que le atraía y le llamaba deforma poderosa. ¿Pero hacia dónde le llevaría?

II

Verónica se encontraba feliz, no podíaexplicarlo, simplemente no sabía el porqué deese estado de ensoñamiento que le hacíasentirse dichosa y con la sonrisa siempre ensus labios. Era verdad que hacía tiempo que notenía la oportunidad de tener a su padre variosdías para ella sola, pero parecía increíble queuna «niña» que ya no tenía siete años sesintiera tan protegida y feliz por la merapresencia de su progenitor.

Aquella serie televisiva le había parecidosiempre insulsa y anodina, y no había nada quele pareciera más odioso que aquellas risasañadidas sin ton ni son. Sin embargo ahora,mientras comía grasientas palomitas hechascon mantequilla, se desencajaba de risa y senotaba viva. Apagó el televisor, no estabadispuesta a que las noticias, que venían después

y como siempre serían tétricas y violentas, leamargaran lo que quedaba del día. Y muchomenos, en refinado francés. Con un vaso deCoca-Cola en la mano salió al pequeño balcónde su lujosa habitación. ¡París!, si de día elencanto de aquella ciudad llegaba a enamorarla,de noche aquella mezcla de luz y sonido llenabasus sentidos elevándola por encima de todo lomaterial y humano. ¡Qué armonía la línea desus rectas calles!, ¡el rojo, blanco y azul de susluces! Y, ¡aquel pene metálico surgiendo de laurbe y rompiendo en su esplendor el himen dela noche! Verónica sonrió, dio un sorbo y seencogió de hombros, ¡qué pensamiento másextraño había tenido!

El frío de la noche hizo que Verónicaperdiera todo el calor de su joven cuerpo —tanto físico como mental—, y con un respingovolvió al interior de la cómoda y espaciosahabitación. Su padre siempre había sido famosodentro de la familia por la excentricidad de sus

largos y agónicos baños, pero hacía más dehora y media que Cail se había metido en elcuarto de aseo para «un corto y relajante baño».

Era algo instintivo, formaba parte de sutrabajo, dentro de su «divertido» ajetreo diario,la cotidiana lectura de numerosas revistas —por su puesto todas y cada una de ellasreferentes a su trabajo: la música—. Despuésde haber leído las entrevistas a BruceSpringsnteen, Anie Lenox o Madonna, recogíay apuntaba cotilleos, conciertos o datoscuriosos que servirían posteriormente para susartículos, o que le ayudarían para un futurotrabajo. Por eso y casi como por la monotoníade un autómata, se dejó caer sobre la cama yrecogió la revista que su padre tenía sobre lamesilla de noche. Casi se sorprendió al noencontrar tipos melenudos y sudorosos con unaguitarra eléctrica en la mano, pero sonrió antesu ingenuidad pensando en lo extraña que sehubiera sentido al ver a su padre con una de

aquellas revistas en su mano. Hojeó sin interéslas páginas de ¿cómo se llamaba?, volvió amirar la llamativa portada, ¡ah, sí!, la BiblicalArcheology Review. Artículos sobreexcavaciones en lugares desolados y remotos,numismática, pergaminos, papiros. En fin —suspiró dispuesta a cerrar la revista—, elmundo de su padre. Sin embargo, algo llamó suatención y retuvo la revista en la pagina pordonde se encontraba abierta, ¡por supuesto,cómo podía no haberse dado cuenta, por eso leresultaba vagamente familiar aquella revista!, yno era por Cail.

La puerta se abrió de golpe y la fuerte luzque manaba del interior, invadió la estancia.Cail Lograft salía enrollado en su cómodobatín, mientras se secaba el pelo todavíamojado. Verónica se incorporó con una sonrisade la cama.

—¿Parece que te interesa este artículo?—dijo mientras extendía la BAR a Cail, éste

dejó caer la toalla sobre una silla y sujetó larevista por donde se la ofrecía su hija,mirándola algo confuso.

—Es uno de los motivos por los que estoyen París —contestó Cail.

—Curioso... —se regodeó Verónica—, túque piensas que sólo me uno a gente carente deinterés, y que por mi profesión sólo merelaciono con personas... ¿cómo las llamarías?—dijo buscando un calificativo.

—¿Curiosamente extravagantes? —ironizó Cail.

—Bien ¿qué piensas de la persona que haescrito ese artículo que tanto te gusta?

Cail se acercó al mueble bar y se sirvió unron con mucho limón, mientras pensaba quénuevo juego le estaría proponiendo su hija.

—Que es una persona culta y preocupadapor la historia y la verdad, algo difícil decomprender para gente como tú —sonrió—,sin duda será una persona interesante.

—Y si yo te dijera que esa, que no ese —puntualizó Verónica— articulista es mi mejoramiga y compañera de trabajo en el periódico.

—¿A.R? —preguntó Cail con laincredulidad marcada en una mueca deasombro.

—Any Rizze —contestó Verónicaorgullosa y divertida, pues por vez primera veíaa su padre perdido, dominando ella la situación.

III

«No es el temor a la muerte, niel miedo a lo desconocido del MásAllá lo que me impulsa a escribiresto; tampoco es la poca cordurade un viejo senil, ésa es midesgracia, haber llegado hasta losochenta años de edadcompletamente desvalidofísicamente, pero con una saludmental inmejorable. Precisamentecreo yo que ése es el motivo, Diosno va a permitir mi muerte hastaque me explique ante el mundo,pero ahora lo más importante esencontrarme a mí mismo y tener laconvicción de que he vivido en unafarsa de la que yo he sido uno delos mayores artífices.

Nací en la Antioquía de Siria,dentro de una familia gentil. Desdemuy pequeño pareció claro cuál ibaa ser mi misión en este mundo, puestenía un don especial para lamedicina. Fueron aquellosprimeros unos años llenos dealegría, ternura y emocionesjuveniles, pero no merecen la penaser contados.

Me he pasado toda la vidarelatando hechos de los que no hetenido experiencia directa, yviéndome obligado a imponerles unorden de coherencia dentro de mispropósitos. Sucesos independientesentre sí, los he fundido en uno solo,y por contrapartida, sucesos únicoslos he mostrado como más de uno.

El primer relato, que me llevómás de media vida, se centra en una

persona que jamás tuve la suerte deconocer a pesar de que, todosaquellos que si lo hicieron, mehablan de un hombre de una tallaexcepcional Se me pidió, y estonecesito recalcarlo mucho, queestos escritos fueran dirigidosexpresamente para un públicogriego, muy diferente al judío másacostumbrado a este tipo demanifestaciones.

Sin embargo Hechos de losApóstoles, el verdadero peso quesoporto en mi conciencia, empiezajusto después de la injustacrucifixión».

Paul Tiblerman era un hombre fuerte peroaquello superaba todo lo peor que pudo habersoñado jamás, dejó despacio la lupa sobre lamesa y miró impertérrito cómo el rollo volvía

a su forma original cerrándose rápidamente.No sabía que pensar, ni tan siquiera que sentir.Su cabeza era un océano de confusiones y sinembargo su corazón estaba muerto como elmar de donde procedían aquellos rollos.

Ni necesitaba, ni quería leer más. Siaquella había sido una broma hecha hace dosmil años, le había salpicado a él de formamortal. Estaba leyendo la confesión de unhombre arrepentido queriéndose reconciliarcon su Dios y con el mundo. No sabía si suDios le habría perdonado, pero por desgraciapara el mundo, su arrepentimiento les llegabados mil años tarde y él no podía perdonar. ¿Quéharía ahora con su vida?

Por lo menos tenía que agradecerle aKalad la delicadeza de no haberle hecho hablaren todo el largo trayecto de vuelta. Llevar losojos completamente tapados fue una bendiciónpara él, no tenía fuerzas para enfrentarse con lafuerte luz de la mañana y deseaba acompañar a

su triste corazón en las tinieblas en las queestaba inmerso.

Kalad no había dicho en vano que aquelsacerdote cristiano le caía bien, por lo tantodecidió dejarle a solas con sus pensamientos.Él no conocía el hebreo, ni por supuesto elarameo; tampoco era profesor de religiones enel Oriente Medio por la universidad deCalifornia de Long Beach, ni había estudiadoliteratura comparada con el profesor rusoNikelek, no había recibido el master enestudios en hebreo y del Próximo Oriente en launiversidad de New York ni, por supuesto, sehabía doctorado en Lenguas y Culturas deOriente Medio. Títulos y honores todos ellosque sí ostentaba el derrumbado y seriosacerdote que ahora tenía a su lado; pero éltenía el mejor título para su trabajo, era elmejor, simplemente eso, el mejor. Por eso lacompleja red a la que servía con devocióndesde hacía años, le había colocado en aquella

posición de tanto privilegio y responsabilidad.El coche se detuvo y casi a la vez Kalad

quitó del rostro la tela que servía de venda enlos ojos de Paul, éste abrió la puerta y sedispuso a salir, pero el árabe, con su cigarro enla boca como casi siempre, le retuvo por elbrazo.

—Recuerde lo que hemos hablado,profesor, antes de mañana al mediodía tendráque estar ingresado el dinero en el número decuenta que le he dado, una vez que nuestrohombre en Suiza nos comunique que todo estácorrecto, procederemos a entregarle a ustedlos rollos.

Paul Tiblerman hizo un movimiento con lacabeza demostrando al árabe que habíacomprendido, y sin decir palabra alguna, sedirigió hacia la entrada del hotel. Kalad esperóhasta que hubiera entrado, y luego con unamedia sonrisa en su boca dio la orden demarcha.

Paul entró en la habitación y se remojó lacara de nuevo, el sudor le incomodaba.Despacio, casi con parsimonia, se cambió deropa, se levantó y miró por la ventana. Allíestaban majestuosas e impertérritas las trespirámides más famosas de todo Egipto.

Cogió un taxi y se dirigió al recinto de laspirámides en Giza para ver la última morada deMicerino, Quefrén y Quéope. No hizo casoalguno de los muchos y variopintosvendedores, ni tampoco posó su mirada, —encontra de lo que era habitual en él—, en losnumerosos niños que le vendían postales yrecuerdos. Pasó de largo entre un gran númerode camelleros que con sus monturas y haciendodiferentes poses, intentaban sacar de Paul unafotografía sin tan siquiera reparar en que éstecarecía de máquina. Se sentó en el suelo ycruzando las piernas miró boquiabierto, comosiempre, la esfinge de Giza. Parecía mirarle ycomprender su soledad, después de tantos y

tantos años le decía con la mirada arenosa quesólo la bondad del hombre perdura, no susdioses. Sin embargo —pensaba Paul—, tú hassabido de la falsedad de tus creencias con elpaso de los años y moriste en paz. ¿Quépensarán las generaciones de dentro de milesde años del cristianismo?

Quefrén, hijo y sucesor de Quéope, consus rasgos grabados en aquella piedra, le mirólleno de paz. Todo lo que les rodeaba: turistas,guías, vendedores nativos, camellos chillones yel ruido de numerosos autocares y coches dealquiler, se había evaporado como por encanto.Paul, haciendo caso omiso de la prohibición delos guardas, se acercó más a las patas de laesfinge, todos debieron de comprender queaquél era un momento importante para elsacerdote, porque nadie intentó impedírselo.Tenía frente a él, a escasos treinta centímetros,la estela de Tutmosis IV, y con pulsotembloroso alargó la mano y lo tocó. Aquellos

jeroglíficos no decían nada en particular,hablaban de la subida al trono del rey, pero elamor que Paul sentía por el hombre seincrementó ante la belleza y la delicadeza deaquellos rasgos marcados en la dura roca.

Ya estaba de regreso en el hotel,anochecía, pero en contra de sus marcadascostumbres no se había marchado a la cama conun buen libro para intentar conciliar el sueño.Se encontraba algo extraño allí sentado en labarra del bar del Mena House, con una cervezaentre sus manos, y sin embargo no estaba adisgusto. Observaba a la gente que en aquellosmomentos le acompañaba; en un rincón alejadode todos los demás, una pareja de enamoradoscuchicheaban entre ellos besándose y dándoseese amor terrenal que él nunca conoció. Estabaconvencido, ahora mucho más que nunca, queen ese tipo de amor se encontraba también aDios, a ese Dios que llevamos dentro y que escapaz de todo lo mejor por el otro. Ahora

sentía la añoranza de su juventud, de ese amorque dejó escapar, de aquellos ojos negros quele miraban con brillo, de la seda de su pelohaciendo olas en sus recuerdos, y sobre todaslas cosas aquellas manos finas y aceitunadasque le acariciaban con tanta ternura. Sinembargo, otro amor mucho más grande le habíaatraído, un amor eterno que lo llena todo, queno pide nada a cambio y sin embargo lo exigetodo, el amor del Dios que centró todas lashoras de su vida, un amor que ahora sentíainquieto y distante.

Dio un sorbo a la cerveza, y notó cómo ellíquido corría por sus venas. A su lado, unhombre serio miraba nervioso el reloj, era eltípico hombre que encontrarías en cualquiergran ciudad, su portafolio a un lado, trajeado,elegante y serio. Gente que vive su vida a todaprisa. Sólo importa el momento y tienen comoguía algo tan pequeño que cabe en cualquierbolsillo, pero que domina el mundo y es el

verdadero Dios de esta gran esfera que se llamaTierra: el dinero.

Paul le miró con curiosidad mientrasseguía bebiendo su cerveza, ¿sentiría algo si ledijeran que todos los valores en los que se basasu sociedad eran erróneos? No había más quemirarle, era un hombre satisfecho consigomismo y seguramente basaría todas las cosasen la comodidad y el confort de su vida, ¿seríaposible haber estado tan equivocado tantotiempo? no podía dar crédito, sus sentidos serevelaban ante tan mayúsculo error. Siguió lamirada de aquel hombre, y la suya se posó en elpequeño escenario donde un grupo de músicosamenizaba la velada con buena música de latierra. Las libidinosas miradas de aquel genuinohombre de Wall Street se centraban en losmovimientos circulares del ombligo de aquellabailarina. Una hermosa mujer danzaba, y susespasmos circulares depositaban en el airesensualidad y candor. Un pequeño tanga con

tiras de medallones bañados en oro, le servíancomo falda, y al ritmo de sus caderas eltintineo levantaba entre los escasosespectadores masculinos un aura de deseo.

Deseo, una palabra que había suprimido desu diccionario particular, algo tan humano lehabía estado vetado y prohibido, y él habíafingido no saber ni de su existencia, ni de susencantos. ¿Cuántas cosas había dejado desaborear?, no le importaba, la pregunta era si aél le había valido la pena; estaba buscando larespuesta en su corazón y llegaba a laconclusión de que su vida había estado llena,plena de sentido y sobre todo de amor. No searrepentía de nada, ¿por qué habría de hacerlo?Terminó de un trago la cerveza que le quedaba yse encaminó tranquilo hacia su habitación.Nada más llegar se preparó una copa delpequeño mueble bar, aunque no estabaacostumbrado a la bebida, necesitaba levantar elánimo. Fue al baño y dejó correr el agua,

necesitaba relajarse y sentir sobre su piel elcosquilleo y la suavidad de la espuma alimpregnarse en su cuerpo. Mientras el baño sellenaba, se sentó en el pequeño escritorio ygarabateó unas escuetas líneas, metió el papelen un sobre y salió hacia la recepción del hotel.Un elegante recepcionista le recibió con lamejor de sus sonrisas, marcada en un rostromoreno y brillante.

—Le rogaría que enviara esta carta con lamayor de las urgencias —dijo Paul.

—No se preocupe, señor, mañana aprimera hora saldrá por correo urgente hacia sudestino —contestó el recepcionista cogiendoel sobre y guardándolo en un pequeño buzón.

Paul entró de nuevo en su habitación y seasomó al baño; el agua estaba ya a punto derebosar y su temperatura era agradable; cerró elgrifo y empezó a desnudarse, dejó su ropaencima de la cama y se metió con algo deprecaución —el agua quemaba un poco— en la

bañera. Con la cabeza echada hacia atrás sintiótodos sus músculos sin tensión y poco a pocofue cerrando los ojos. Aunque desde que habíallegado no le había prestado mucha atención,ahora completamente relajado si le prestó lanecesaria: por el hilo musical y de forma suavesalían las notas de «Lo que el viento se llevó»;Paul creyó de lo más oportuno aquella músicay aquel título y, con una media sonrisa en suslabios, se dejó llevar.

CAPÍTULO CUARTO

I

Verónica se había encontrado muy cómodalos tres días que había podido pasar con supadre, pero como todas las cosas, aquellos díasllegaban a su fin. Su trabajo la reclamaba ya enLondres y su padre salía esa misma tarde paraEgipto con su amigo parisino. Estabapreocupada, los noticiarios daban aquella zonacomo muy conflictiva y peligrosa para todoturista occidental. Los grupos más radicalesestaban haciendo de un país tan encantador yhospitalario como Egipto, un coto restringido ycasi vetado. Pero sabía que su terco padre no seasustaría por eso, así que ni siquiera hizomención de ello cuando Cail salió de otro desus «escuetos» baños.

Verónica planchaba el pantalón de supadre, pues no le había agradado la idea de que

lo hicieran en el hotel. Ella, a pesar de teneruno de los padres más ricos del planeta, vivíade su trabajo, y como siempre que salía deviaje, llevaba su propia plancha, ¡ya llegaría lahora de heredar una inmensa fortuna, hasta esemomento quería saber la realidad de la vida y sudureza!

La plancha chocó contra algo metálicodentro de uno de los bolsillos del pantalón,Verónica metió la mano y sacó una pequeña yplateada moneda, sin darle importancia fue adepositarla sobre la mesa pero algo llamó suatención; aquella no era una moneda normal, niel tamaño, ni el peso y ni tan siquiera sudefectuosa redondez se parecían en nada a lasmonedas convencionales; la sostuvo en la manoy sentada en el sillón la observó condetenimiento.

—Has encontrado mi amuleto de la suerte—Cail, saliendo del baño, se había colocadojusto detrás de su hija y la observaba.

—Pues debes de estarme agradecida, sillegas a mandar el pantalón a la lavandería lahubieras perdido para siempre —sonrióVerónica mirando todavía la moneda—. ¿Dedónde es? —preguntó.

—Esa moneda tiene un valor incalculabley una historia llena de sobresaltos que ya tecontaré algún día. Es una pieza única que hastahace bien poco estaba en la colecciónHaeverlin. Fue acuñada en la Galia Cisalpina enel año 43 a. J.C. y representa en su anverso aJulio César laureado, y en su reverso lo queves, es la cabeza barbada de Augusto.

—¿Y estas letras que hay aquí escritas quéson?, —preguntó Verónica.

—Ja, ja, ja —rió Cail—. Eso se llama ley,y dice: C. CAESAR III VIR R.P.C.

—Pues muy bien —dijo Verónica,haciéndose la ofendida y tirando la monedaencima del sillón—, mejor estaría en unmuseo.

—Ja ja, ja, ja —rió Cail con ganas.

II

Salina llevaba pocos días en el hotel y erafeliz, le había costado mucho conseguir aquelempleo, y ahora que lo tenía entre sus manos seconsideraba una muchacha afortunada. Entretodas sus amigas era ella la que tenía el mejortrabajo, nadie le había dado mucho créditocuando entró en el Mena House, pero ahoranotaba cómo su padre la respetaba más eincluso tenía deferencias con ella que no lehabía visto ni con sus hermanos varones; endefinitiva estaba contenta y feliz, y de esa guisaempezó su trabajo matutino. Llevaba limpiadasdos habitaciones y en ambas se habíaencontrado con los clientes, eso le reportababuenas propinas, era alegre, joven y guapa, demanera que sabía emplear todos sus encantospara ganarse la simpatía de los demás. Sólo enpropinas sacaba mas libras egipcias que su

padre con su trabajo, pero eso —sonriómaliciosa—, no lo sabía nadie.

Llegó a la habitación 666 y llamó variasveces sin obtener respuesta alguna; sacó lallave y con precaución abrió la puerta mirandoen el interior de la habitación por si el clienteestaba todavía acostado. Era extraño, la camaestaba sin deshacer, parecía que allí no habíapasado la noche nadie, pero aun así y todo sequiso cerciorar todavía más.

—Señor, señor —dijo elevando la voz porsi estaba en el baño y no podía oírla.

Nadie contestó, y por lo tanto empezó conla monotonía de su trabajo; abrió las ventanas ydejó que la tenue luz de la mañana seimpregnara con la suave brisa que llegaba desdeel desierto. El hilo musical estaba encendido yjuguetonamente dejó que la voz de FrankSinatra se acompasara al movimiento de suplumero. Encima de la cama encontró ropausada del día anterior y con las marcas del

sudor impregnadas sobre sus bordes, la cogió yla dobló con cuidado poniéndola sobre lamesita. Se miró en el bonito espejo y colocósu pelo con coquetería, estaba enamorada de sumelena, todo el mundo le decía que eramaravillosa, su pelo completamente liso caíacon gracia sobre sus hombros llegando rectohasta su cintura. Lanzó un beso a su imagenreflejada y miró el reloj, estaba haciendodemasiado el tonto y el tiempo se le echabaencima. Salió un momento al pasillo y delcarro cogió la fregona y el cubo para pasar alimpiar el baño. Sin saber qué le esperaba,abrió contenta la puerta y... el mundo se le vinoencima en toda su crudeza. De la bañera,completamente llena de agua, salía una manoinerte, y en el suelo un enorme charco desangre llegaba hasta el borde de la puerta, casitocando sus pies. Giró sobre sus talones, dio unenorme chillido y salió corriendo pasilloadelante gritando palabras de forma inconexa e

incoherente.

III

Como siempre que se despedía de su hija,sentía un vacío enorme en su vida, esasdespedidas nunca eran un hasta luego, susencuentros eran cada vez más espaciados y poreso su soledad se le manifestaba con mayordureza en esas despedidas. Era increíble comoVerónica podía llenar su corazón simplementecon dos sonrisas y tres palabras cariñosas.Siempre había sido un hombre afortunado entodo, menos en el amor, y para su desgracia ysin darse demasiada cuenta de ello, cada vezestaba más necesitado de él. Su madre habíasido toda su vida una mujer luchadora yapasionada, pero precisamente lo único que enverdad necesitaba de ella, no lo había recibido.Nada de aquel amor y aquella lucha por la vida.De su exmujer era casi mejor no hablar, ahoraen la distancia del tiempo y con el paso de los

años llegaba a la conclusión de que lo únicoque había buscado Raquel junto a él era eldinero. Lo único bello y verdaderamentebonito que habían hecho juntos era Verónica, ypara ello tuvo que luchar contra la negativaconstante de Raquel a tener hijos; sin embargodebía reconocer que luego como madre fuebuena y digna. Tenía que hacer trabajar muchosu memoria para recordar momentos de amoren su exmujer y total desinterés, sin queestuviera su hija de por medio.

Había luchado con uñas y dientes y parano perder el cariño y el respeto de su hija,había tenido que ceder a sus deseos deindependencia económica. Al principio no lohabía llevado mal del todo, al fin y al caboVerónica vivía en su misma ciudad y la veía casicon asiduidad, pero el día que estalló la bombade su empleo en Londres, creyó volverse loco,e intentó convencerla para que no fuera. Sabíaque eso podía hacer que la perdiera, así que,

con la mayor de las penas y con el corazón enun puño, la vio partir un día de junio de hacía yamás de tres años. Ahora se sentía orgulloso deella, era toda una mujer inteligente eindependiente, sabía encarar la vida y ésta lehabía respetado, se había ganado a pulso supuesto dentro de la sociedad, y lo que eramucho más importante para él, todo su amor yrespeto.

—Bueno Cail, han sido unos díasmaravillosos, espero repetirlos muy pronto —dijo Verónica estampando un fuerte y cariñosobeso en la mejilla de su padre.

—Adiós cariño, ha sido maravilloso estarcontigo, cuídate mucho de esos locos roqueros—dijo Cail con lágrimas en los ojos.

—Descuida, intentaré buscarme un novioarqueólogo para que me lleve por las tumbasdel mundo —sonrió Verónica.

Padre e hija se fundieron en un tiernoabrazo que hizo llenarse de emoción a Gires,

que asistía como convidado de piedra a aquellaescena.

—Adiós señor Gires —dijo Verónicaextendiendo la mano al francés—, cuídelemucho.

—Descuide, señorita —contestó Gires,estrechando la mano de Verónica mientras sequitaba el sombrero con cortesía.

Cail y Gires vieron alejarse a Verónicahacia el avión que la llevaría de vuelta aLondres, mientras ellos se acomodaban en lacafetería esperando al vuelo de El Cairo.

La comida de los aeropuertos no es muycomestible, en eso Orly no se diferenciabamucho de los demás por eso no sintieronmucha pena cuando por los altavocesanunciaron el vuelo que tenían que coger haciaEgipto, por último aviso y en mitad del primerplato; por eso a toda carrera llegaron a supuesto de primera clase al avión de Air france.Una vez acomodados y tranquilos, las azafatas

del vuelo les fueron entregando la prensa deldía, que con el agobio de la preparación delviaje no habían tenido tiempo de leer. Cail, apesar de ser norteamericano, era un apasionadodel fútbol europeo, no había faltado a la cita delmundial celebrado en su país y estaba decididoa invertir parte de su dinero en financiar unequipo en su ciudad natal, había que dar unimpulso, en su tierra, a ese deporte tanapasionante. Empezó a mirar las crónicas de lasligas de todo el continente, y leyó nombresconocidos para él: Baresi, Maldini, DavidGinola, Cantoná, Laudrup, grandes maestros deun juego que le apasionaba y sabía quitarle detodas sus tensiones diarias.

—¡¡Dios mío!! —casi gritó Gires, dandoun codazo tremendo a Cail en los riñones, quehizo que éste se volviera enfadado ysorprendido a la vez hacia su amigo—. Lee estanoticia —dijo Gires señalando un pequeñorecuadro en su periódico.

Cail cogió el periódico de mala gana porel dolor de sus costillas y pensando que quizáshabría otra forma de pedir las cosas, pero antela gravedad del rostro de su amigo, se guardó elcomentario para él, y empezó a leer:

«En la mañana de ayer fue encontrado enel hotel Mena House, de El Cairo, el cuerpo sinvida del sacerdote y profesor Paul Tiblerman,famoso investigador y erudito inglés afincadoen el Vaticano. El cadáver fue encontrado poruna de las limpiadoras del hotel, cuando sedisponía a hacer la limpieza diaria del baño dela habitación ocupada por el difunto PaulTiblerman. Éste yacía desnudo en la bañera,completamente desangrado, en lo que se creeque ha podido ser un suicidio. Un portavoz delVaticano ha mostrado su total tristeza por estehecho, y ya prepara la vuelta del cuerpo a tierrapapal, donde será recibido con el honor quemerece una persona tan querida en Roma, sobretodo entre los más desfavorecidos de la ciudad.

La limpiadora que encontró el cadáver seencuentra hospitalizada en un centro cairotadebido al fuerte shock del que todavía no se harecuperado.»

—¿Le conocías? —preguntó Cail mirandoa Gires.

Gires se acarició la barbilla en un gestolleno de preocupación y miró a su amigoasombrado de que no entendiera nada.

—No se trata de que yo le conociera o no,amigo mío, el profesor Paul Tiblerman era elmejor en lenguas del Oriente Próximo, alguienmuy respetado por la comidilla científica. Perolo más importante, y lo que más nos interesa ati y a mí —dijo Gires tomándose su tiempo—,es que Paul Tiblerman estaba en El Cairoexactamente para lo mismo que vamos a hacernosotros.

Cail comprendió el significado de todoello, y por vez primera desde que se embarcóen aquella loca aventura sintió miedo. El

periódico decía suicidio, pero cómo saber siaquello era cierto o no, y si lo era ¿qué podíallevar a un sacerdote tan conocido y respetadoa hacer algo tan condenado en su propiareligión?

—Y, ¿para quién trabajaba? —preguntócreyendo conocer ya la respuesta.

—No se le conocía otro patrón más que laIglesia —suspiró Gires—, esto no es buenopara nosotros y sin duda no va a quedar así. Si laIglesia tiene interés en esos manuscritos, comoparece claro, nuestro camino va a ser arduo ymuy difícil, vamos a encontrar todas las trabasposibles e imaginables y lo más seguro es queestemos, o más particularmente, estés,sometido a todo tipo de presiones. Sólo tieneuna cosa positiva este sucio asunto —siguiódiciendo Gires bajando la voz y acercándoseaún un poco más al asiento de su compañero deviaje—, si la Iglesia ha mandado a su mejorhombre, amigo mío, es porque esos rollos son

todo un bombazo.El avión cogió carrerilla y, cuando parecía

acabar la pista, tomó todo su impulso paraelevar su enorme cuerpo. Cail miró por laventanilla y vio la proximidad del cielo azul.Casi de forma instintiva metió la mano en elbolsillo y cogió con fuerza la moneda romana,eso además de tranquilizarle, como siempreque tocaba aquel denario de plata, le hizoacordarse de su hija Verónica, lo cual letranquilizó aun más. Algo fuerte le esperaba alotro lado del mundo, aquel vuelo era el inicio,pero la aventura estaba ya puesta en marcha y élya no podía detenerla.

CAPÍTULO QUINTO

I

Aquello ya no era lógico, su preocupación eraalgo normal, Isabela estaba empezando a estarseriamente preocupada. Llevaba algo más dediez años trabajando en casa del cardenalSignori y nunca éste había estado tanto tiemposin dar señales de vida. No había recibido ni tansiquiera una escueta nota de aviso, ni unallamada, nada, simplemente el cardenal noaparecía.

Signori era un hombre trabajador dedicadoen cuerpo y alma al Vaticano, pero siempre trasuna larga jornada de trabajo, le gustaba pasar lasúltimas horas del día encerrado en su despachoentre sus queridos libros, mientras Isabela lepreparaba una escueta cena y le abría la cama.

La vieja sirvienta no era mujer dedecisiones rápidas y apresuradas, por ello,

tardó su tiempo en decidirse, pero un vezlibrada y ganada la batalla de la duda, sudeterminación fue inquebrantable; se colocóuna suave chaqueta de algodón y salió a la calle.Tan sólo tres escuetas manzanas separaban lavieja y elegante casona del cardenal de lainmensidad y majestuosidad del Vaticano, poreso decidida y a buen paso, Isabela tomó elcamino a la casa de Pedro.

La tarde había pasado casi de puntillasdejando paso a una noche fría y estrellada, eranmás de las diez de la noche, pero como buenoslatinos, los romanos todavía llenaban lascallejas y plazas de su milenaria e históricaurbe.

La eficiente sirvienta no iba disfrutandodel paseo, algo tan irracional como lo queestaba viviendo no era lógico ni propio delcardenal, por lo tanto no sabía qué podíaencontrarse. Aquellos eran tiempos deincertidumbre social, leer el periódico, o ver

las noticias televisivas, era como escuchar unparte de guerra. Roma era como todas lasgrandes urbes del mundo, una ciudad insegura ysin embargo Signori se empeñaba en recorreraquel camino a pie, noche tras noche,desoyendo las continuas quejas de Isabela:

—Un hombre de su importancia nodebería caminar a estas horas solo por la calle,cardenal, ya no sois ningún jovencito, no seáistan tozudo y usad el coche que se os prepara —le había repetido miles de veces.

El cardenal esbozaba su ya acostumbradamedia sonrisa y entraba en casa sin dar réplica ala protesta de su sirvienta y amiga, cosa que loúnico que conseguía era enfurecer más aIsabela. Era un hombre respetado y querido portodo el pueblo romano, pero aún así y todo, latranquilidad de su ama de llaves no era total,hasta sentir el ruido acompasado de las llavesen la cerradura del gran portón de madera.

Isabela notó un pequeño escalofrío que le

recorrió todo su enjuto cuerpo, la nochebailaba a su alrededor llevando de su oscuramano una humedad penetrante. Sus huesos yacansados por la edad y el duro trabajo,protestaron ahora de forma irritada por lapérdida del calor del hogar. Por más queabrazara su propio cuerpo, buscando en la suavechaqueta el mínimo escudo, se encontrabadesnuda y a merced de sus propios temoresnocturnos.

De soslayo y casi como si no quisieraofender a nadie, vigilaba todo aquello que entreluces y sombras danzaba a su alrededor,¡gracias a Dios nadie prestaba la más mínimaatención a una vieja transeúnte! Sin embargo,Isabela asistía, como crítico teatral, a lascontinuas y diferentes escenas quearmónicamente se representaban a sualrededor.

La juventud ¡qué tesoro tan efímero!, sólocuando la pierdes te das cuenta de la

imposibilidad de retenerla. La suya habíapasado a oscuras, sin hacerse notar, nadabrillante ni especial le hacía sonreír alacordarse de aquella etapa de su vida. Era obvioque la gran ciudad ofrece a la juventud muchomás que lo que un pueblecito rural, sencillo yagrario de no más de doscientas personas pudobrindarle a ella. Sólo una palabra golpeabaincansable su mente al recordar su juventudentre tinieblas: trabajo.

¡Eran otros tiempos!, decían no sin razón.Los noventa eran una película de aventuras,donde el joven actor va eligiendo su caminoentre fuertes experiencias y conocimientos,más aproximados a la realidad vital. Miró algrupo que a su derecha reía y gesticulaba sin lamás mínima preocupación por su contorno.Echó una pequeña mirada al elegante reloj depulsera —regalo del cardenal en las últimasnavidades—, y sintió la sana envidia del anheloreprimido durante toda una generación. Las

diez y media de la noche, apretó el paso, perono sin volver a mirar al animado grupo al queno parecía preocuparle mucho el horario, y porsupuesto nada que no fueran ellos mismos.

Todas sus salidas juveniles habían estadoguiadas en carriles paternos, donde unos hilosmarcaban todos sus movimientos. Entonces noexperimentó nada extraño, tan sólo era unamás, ahora lloraba en la soledad de suhabitación; ¡sentía haberse perdido algoimportante por el camino de su vida! Su madrehabía sido una persona oscura, gris, triste yapagada. Mucha de su rabia contenida a lo largode sus años era dirigida hacia ella. Le echaba encara el no intentar que sus dos hijas siguieransu misma suerte. Nunca intentó nada paracambiar el curso de sus ásperas vidas. Parecíaestar completamente segura de que sus hijasserían, al igual que ella, un triste deambulardesde el alba hasta el ocaso, cual mulo decarga.

Su joven hermana —pensaba Isabelatristemente— era débil para luchar contra sudestino, y se lo dejó arrebatar una tarde deverano en las sucias aguas del río Po. Su madredecidió que ya había luchado y sufrido bastante,y siguió a su hija, sin pararse a pensar siquiera,que dejaba tras ella otra hija en este mundo, acargo de unas responsabilidades que podíanmarcar —como de hecho así fue— toda suvida. El cuidado de la casa, los campos, y unáspero padre, ocupó todo su tiempo, y ahora, yaen la vejez, se encontraba desnuda ante la vida;sin más experiencias que las que vivió en supequeño pueblo, y lo que era más triste: sola.

Tan sólo un amigo llenaba su imperiosanecesidad de amor, ese amigo ocupaba elhelado vacío en el que durante tantos años sehabía manejado su corazón. Un amigo que lahabía acogido en su casa hacía más de diezaños, y que ahora podía necesitarla.

II

La tensión se podía ver marcada en todosy cada uno de los rostros de aquella ampliahabitación. Los momentos eran críticos y, porlo tanto, no había lugar para formulismos, nicódigos sacerdotales. Alguien que no supieraque aquella comisión de urgencia llevabareunida más de dos días —con sus respectivasnoches—, y hubiera entrado en la sala, sehabría quedado negativamente sorprendido. Elcalor era sofocante, aumentado por el espesohumo de los interminables cigarrillos que deforma autómata enlazaban los allí reunidos.Todos sabían de la prohibición expresa delmismo Papa respecto al hecho de fumar dentrodel Vaticano, pero cuando llevados por laurgencia, y tras diez horas de largo cónclave,uno de ellos encendió el primer cigarrillo,nadie le recriminó, y casi todos le imitaron.

Cinco miembros de la alta esfera de lacuria, ocupaban los respectivos asientos querodeaban una hermosa mesa ovalada. Los cincoen mangas de camisa y los primeros botonesdesabrochados, y el sudor y el cansanciomarcando sus facciones. Uno de ellos separósu silla, y con un movimiento pesado y lento seincorporó. Era bajo y regordete, su cara parecíala esfera perfecta de un globo terráqueo, y sucolor siempre de un rojo intenso. Con lasmanos entrelazadas a su espalda, caminólentamente el corto espacio que le separaba delgran ventanal, y apoyó su frente sudada en elcristal. El padre Rossi era querido y respetadopor todos en el Vaticano, no sólo por ser elayudante de cámara del Santo Padre, sinoporque todo el mundo sabía que su palabra eratenida muy en consideración por la persona queahora ocupaba el sillón de Pedro. Rossi era unhombre bonachón y de juicios muy acertados,siempre sabía mantener la tranquilidad, y

desglosar los problemas pieza a pieza hastaencontrar la solución más justa y válida.

—Signori, léame otra vez esa carta, os loruego —la voz del padre Rossi sonó imperiosay preocupada, y rompió el silencio que deforma tan dañina estaba oprimiendo lossentidos de sus otros cuatro compañeros,desde hacía más de media hora.

Signori sacó un pequeño sobre de lacartera y desplegó los papeles sobre la mesa.Se ajustó las lentes y echó una pequeña miradaa su amigo Rossi. Éste seguía mirando a travésdel ventanal y aguardando.

«No espero que ninguno demis hermanos en la fe comprendantodo el dolor y el vacío que ahorainunda mi corazón —empezóleyendo despacio Signori—, sé queno es el mío un acto de valentía,pero para los que como vosotros

me conocéis bien, podéisimaginaros la meditación que meha llevado a la decisión tomada.¿Cómo puede un hombre de miedad enfrentarse a toda una vidallena de equivocaciones yfalsedades?, ¿cómo puedo mirar ala cara a toda esa gente que haestado creyendo en mí, y sobretodas las cosas en un Jesús divino ytodopoderoso?, ¿qué futuro nosdepara la vida sin la guíaespiritual que ha sido seña deoccidente?, y sobre todas las cosas¿qué sentido tiene ante tan granrevelación la casa de Pedro?,¿cómo sostener algo sustentado enuna mentira? Y yo he vivido, hecolaborado y he amado y amo, unacasa que ha sido y sigue siendo lamía. La luz reflejada en la mirada

de esos nuevos sacerdotes, la pazinterior. No debemos permitir quetodos esos millones dedesheredados de la fortuna,puedan ni tan siquiera imaginarque toda la esperanza en una vidade recogimiento y bendición al ladode su Creador, nunca seráverdadera. ¿Cuál será su reacciónal comprender que sólo la vidaterrenal tiene sentido?, una vidaque les es amarga y hastahumillante.

No debemos permitirlo,hermanos, aunque sólo sea porresguardar vidas, y ese pequeñoalivio que es el hilo de la fe, quemantiene a las gentes vivas y llenasde sentimientos hermosos. Sinembargo, no me pidáis queparticipe en ello, no tendría valor,

toda mi vida ha sido guiada por lafe en un hombre, no por la razón.Hemos de comprar esos aciagos ymalditos manuscritos que nos bajandel cielo a la cruda realidad, y nopermitir que caigan en manosequivocadas.

Que el Dios que ha mantenidomi vida, perdone ahora micobardía.

Paul Tiblerman.»

Signori levantó la cabeza del papel y sequitó las gafas, miró impertérrito hacia dondese encontraba Rossi y toda la atención secentró en el rechoncho sacerdote. Éste se giróy respiró profundo antes de empezar a hablar.

—Bien, señores, creo que el propioTiblerman nos dicta los pasos a seguir,desgraciadamente él no fue lo suficientementeeficaz como para conseguir esos manuscritos y

acabar con su vida después. Tendremos queempezar de cero, y esta vez no podemoscometer ningún error, si la apreciación denuestro extinto amigo era correcta —cosa de laque no podemos permitirnos el lujo de dudar—, esos manuscritos nos pueden hacer muchodaño. Y ¡suficientes enemigos tiene ya laiglesia! —El sacerdote, con la caracompletamente roja, se dejó caer en el sillón ymiró a los otros cuatro comensales, éstos unoa uno fueron haciendo un gesto afirmativo consus cabezas—. Bien, por lo tanto la decisiónestá ya tomada, seguimos en el juego, susantidad debe de ser informado de inmediato—Rossi se encaminó hacia la puerta que habíapermanecido cerrada durante casi tres días, y sedispuso a abrirla, pero antes de hacerlo sedetuvo en seco, se giró y volvió a mirar losdesencajados rostros.

—No creo que sea necesario indicarlesque este tema es peligroso, y por lo tanto no

debe de ser comentado una vez fuera de aquíhasta que volvamos a reunirnos —abrió lapuerta y una bocanada de aire nuevo entró en lasala. Uno a uno los sacerdotes fueron saliendode ella, meditabundos y poco comunicativos.Signori fue el último en salir, no después dehaber quemado la carta del finado Tiblerman, ycomo si de un autómata se tratara empezó adescender los escalones de la ancha escaleraque le llevaba al portón principal. Isabela le viollegar y, aunque pensaba que aquel momentoiba a calmar su ansia, al escrutar el rostrocansado del cardenal supo que algo muy graveocurría, y este hecho se confirmó aun máscuando Signori, obviando cualquier saludo y sinmirarle a la cara, murmuró:

—Que me preparen el coche para volver acasa.

III

Siempre sentía algo muy especial cuandose encontraba allí, ni el sofocante calor, ni laopaca luz del contorno, ni la mala disposiciónde todas las piezas arqueológicas, y sobre todolo sucio y mal coordinado que estaba siempreel museo arqueológico del Cairo, importabanpara que Cail notara un nudo en su estómagomezcla de emoción, aventura y ensueño.

Paseó, como de costumbre, por la sala deel-Amarna, y saboreó con exquisitez los restosdel Egipto faraónico, desde la prehistoria hastala época romana. Embrujado y completamenteenamorado de todo lo que veía, se encaminócon paso lento hacia la sala donde numerosospapiros mostraban su luz, colorido y formas. ElÁrbol de la Vida siempre había sido su favorito,nunca había llegado a comprender bien susignificado, pero eso le daba igual, sólo con

admirar aquellos vivos colores y la finura desus trazos, podía sentir cómo la sensibilidadrecorría todas sus venas, aquello era arte y lehacía sentirse vivo.

Buscó con la mirada a Gires, pero nologró encontrarle. No era extraño, había enaquellos momentos gran cantidad de gruposturísticos y Cail no pudo negarse a una sonrisa.Siempre había comparado aquel museo con latorre mítica de Babel, si te dejabas llevar porlos anchos pasillos del museo, en menos decincuenta metros podías oír a los guías hablaren francés, inglés, español, alemán, y cómo no,en japonés.

Echó una ojeada al reloj, eran las cinco ycinco de la tarde. Gires le había citado a lascinco y cuarto en la sala de Tutankhamen, sedirigió a su esperada cita con paso lento peroinquieto. Se había separado del francés alamanecer, y a media mañana recibió la llamadatelefónica que le indicaba que todo estaba en

orden. Ahora él tendría el primer contacto, yesperaba que fuera el último y definitivo. Sabíapor experiencia que estos negocios, cuantomás se alargaban, más posibilidades había deque algo fallara.

La sala del «joven» Tutankhamen estaba,como no podía ser menos, repleta de visitantes.Unos, maravillados e incrédulos de por finpoder encontrarse allí, y otros, escépticos deque algo tan valioso y maravilloso estuvieraexpuesto de una forma tan ramplona y sencilla.Para una mentalidad como la de Cail,típicamente americana, donde todo se hace deforma grandiosa, sin escatimar gastos y con untoque del mejor estilo de Hollywood, eraincreíble lo que veían sus ojos. No por muchohaber estado en aquella sala, llegaba acomprender mejor la sencillez de las urnas —todas acabadas en madera—, y el agolpamientode todos los tesoros arqueológicos, por dondeapenas el visitante tenía espacio para pasar.

Otra sonrisa se marcó en su rostro al acordarsede un buen amigo español, coleccionista comoél, y que cuando algo no le gustaba salía delpaso con un buen refrán de su tierra ibérica.Hubo uno que quedó marcado en su cabezacuando una tarde de mayo, Alberto Conesa y élcompartieron en Madrid otra de las aficionesque tenían en común: el fútbol. El equipo deAlberto había perdido, y éste enfadado, alreferirse al entrenador comentó: «Mira, amigoCail, el Real Madrid es un equipo que le vienemuy grande a ese pipiolo, y es que como dicenen mi tierra, Dios da pañuelo a quien no tienemocos». Algo parecido sentía él al ver toda esariqueza histórica en semejante sitio, ¡¡lo queharían en EE.UU. con todo aquello!!

Estaba delante de la capilla con la imagendel segundo santuario del Sur. El entrepañorepresentaba la creación del disco solar y elrey protegido por las diosas aladas, pero suatención se centró, como de costumbre, sobre

los detalles del segundo sarcófago momiformede madera. Mantenía la luz y el brillo delprimer día en que salió de los talleres delartista, chapeada en oro con incrustaciones depasta de vidrio. Pero si este sarcófago eraespectacular, los detalles del que se encontrabaa su lado eran increíblemente bellos: Era elsarcófago momiforme de oro puro conincrustaciones de piedras semipreciosas yhecho con pasta de vidrio. Tras él, con unsuspiro de emoción y con toda su sensibilidadsaliendo por los poros de su piel, llegó hasta supieza favorita. No era espectacular, y nollamaba tanto la atención del visitante engeneral, pero a él le acercaba al hombre al quehabían pertenecido todas esas cosas tanmaravillosas, y que hacía más de 2500 añosreinó sobre aquellas tierras. Era un pequeñotaburete de madera de cuando el rey era niño.Sólo Gires sabía lo mucho que él amaba esemueble, hacía años el francés le había llamado

comunicándole la posibilidad de comprar unapieza del tesoro del faraón Tutankhamen, yentonces, al igual que ahora, recorrió ensilencio aquella sala, cerrada al público. Ladirección del museo, ante la precaria situacióneconómica, había decidido desprenderse deuno de sus tesoros, y él entre otros muchos,había sido el elegido para aquel trato. Desde unprincipio la química fue total, aquel pequeñotaburete con los pies en forma de felino, demadera fina pintada en blanco, pareció llamarledesde su pobre urna de madera. Cail, al igualque hacía ahora, admiró el motivo dorado de la«Reunión de las dos tierras», con la imagen delos lirios y los papiros atados alrededor delsigno jeroglífico que evoca la unión.Recordaba una exclamación de asombro yadmiración, sólo la sencillez puede ser tanbella. La pieza estaba seriamente deteriorada enel asiento cóncavo, y Cail no podía dejar deimaginar al joven e infantil faraón sentado

sobre el taburete encima de un almohadón. Sudecisión dejó algo sorprendidos a los rectoresdel museo, pero su decisión era firme, queríaaquella pieza tan particular, y su oferta fuesumamente generosa: dos millones de dólares.El trato parecía cerrado, pero al cabo de doslargos días, el gobierno egipcio prohibiócualquier venta. Fue una asombrosa einesperada derrota para Cail, tan acostumbradoa ganar duras batallas.

—Sabía que te encontraría aquí.¿Añorando el pasado? —Gires sonreía,sabiendo de la melancolía que sostenía lamirada de su amigo, pero no pudo dejar de serirónico—. Ya tenemos concertada nuestraentrevista, el cerco se estrecha, amigo mío —Gires dijo aquellas palabras mientras sosteníatensa la mirada de Cail.

CAPÍTULO SEXTO

I

Había pasado como alma que lleva el vientopor la plaza de San Pedro. Antes de eso, yllevado por sus prisas, casi se había dejado losdientes en la vía de la Conciliación. Entródirecto al fondo de la plaza, hacia el grandiosorectángulo sagrado, donde mira la fachada de labasílica dominada por la cúpula de MiguelÁngel. Pasó de largo, casi sin darse cuenta, porla Capilla Sixtina. Y llegó, a punto de explotarleel corazón en el pecho, a los PalaciosVaticanos.

Ya no eran la modesta morada de lostiempos del papa Limaco. Tampoco eran losmismos que sirvieron de hospedaje aCarlomagno. Ahora todo era grandioso yhermoso. Sin embargo, Signori mirópreocupado y alarmado cada uno de los bellos

rincones del patio del Belvedere, hasta quepudo encontrar con cierto alivio lo que andababuscando.

La figura rechoncha y regordeta del padreRossi apareció a sus ojos. Como el color de surostro ovalado siempre era el rojo, no pudodiscernir bien si la cara del cura denotabaenfado. Como siempre, el padre Rossi llevabalas manos a su espalda, y un pequeñomovimiento continuado de su pie derechomarcaba la preocupación del pequeñosacerdote.

—La reunión empieza en escasosminutos, y el Sumo Pontífice desea veros antesde asistir a ella —Rossi indicó el camino aseguir con su diminuta mano, por lo queSignori no creyó conveniente expresar ningunadisculpa, y de esta forma seguir sin másdemora al nervioso sacerdote.

El calor era agobiante, todas las ventanasdel amplio corredor estaban cerradas a cal y

canto. El silencio era escrupuloso entre ambossacerdotes, y sólo el sonido de los tacones enel limpio corredor de mármol lo rompía,llenando con su compás pausado el contorno.

Una música, casi inaudible en unprincipio, fue marcándoles el camino a seguir.Poco a poco, la armonía de los movimientos deTchaikovsky llegó clara y penetrante. Ante ungesto de Rossi, el cardenal Signori se detuvoante la ancha puerta de madera. La música dejóde sonar casi en el mismo instante en el queRossi llamó a la puerta, con unos suavesgolpeos de su diminuto puño. Rossi invitó a suacompañante a penetrar en el aposento, ySignori miró directamente a los claros yverdosos ojos del Santo Pontífice romano.

—Os doy las gracias por atender misúplica, amigo Giuseppe —El Papa se dirigióal cardenal con una de sus amplias sonrisasmarcada en su rostro, y como de costumbre, sehabía dirigido a él por su nombre de pila.

—Es un honor y un deber para mí, SantoPadre —respondió el cardenal besando la manodel Sumo Pontífice.

Con naturalidad y sencillez, el obispo deRoma cogió a Signori del brazo y se dirigiócon pasos lentos hacia el amplio balcón por elque penetraba el sol romano. Tan sólo aescasos metros de distancia, el padre Rossi fuetras ellos. El Papa se dejó caer sobre unaamplia y cómoda tumbona, indicándole aSignori que tomara asiento junto a él.

—¿Limonada fresquita? —preguntoamablemente el Santo Padre, mientras servíados vasos de una jarra de metal que seencontraba sobre la mesa. El Papa dio unpequeño trago y sonrió al cardenal, que algoperplejo, no hizo más que imitarle.

—Os preguntareis, amigo Giuseppe, porqué razón he pedido veros antes de laimportante reunión que vamos a mantener —lasonrisa había desaparecido del rostro del Papa,

ahora la preocupación era patente en sus ojos—. Sois el único que habló con Tiblermanantes de su viaje. También conocíais mejor quemuchos de nosotros al finado profesor —elobispo de Roma dio otro pequeño sorbo de suvaso—. Quiero entrar en esa reunión sabiendovuestra opinión de todo este asunto, quierosimple y llanamente la verdad.

Giuseppe Signori recurrió a dar un tragode su limonada, para de esa forma pensar por unleve instante la forma de plantear mejor suspalabras.

—Creo, señor, que por todo el mundocientífico era sabido la gran talla profesionaldel profesor Tiblerman, y la Iglesia fue durantemuchos años la gran beneficiada de su fidelidady amor. No logro entender qué pudo pasar porsu privilegiada mente para actuar como lo hizo,pero que su preocupación no es algo quenosotros debamos tomarnos a la ligera, es algode lo que no dudo.

—¿Os expresó alguna vez su creencia enla autenticidad de esos documentos?

—Sí, y su forma de actuar todavía loreafirma más. Sólo debemos achacarle sucobardía y falta de serenidad.

—Esa solamente será juzgada ya por Diosnuestro señor.

II

El sumo pontífice, desde su privilegiadaposición, no perdía detalle de nada. Ningúngesto o movimiento pasaba desapercibido paraél. Había caído ya la noche, y el fresco de lamisma entraba de forma agradable por lasventanas. El sucesor de Pedro se incorporólentamente, y dejó que sus pulmones sellenaran con el aliento nocturno del Vaticano.Rossi no tardó en encontrarse a su lado, lasalud del Papa no era del todo satisfactoria, yaquellos dos tensos días habían creado unaansiedad nada buena para el Santo Padre.

—Ya he mandado que preparen vuestrosaposentos, santidad, podéis retiraros contranquilidad, seréis debidamente informado detodo lo que aquí se hable, y por supuestorecibiréis el informe de lo que nosotrosaconsejamos hacer —Rossi dejó que su rostro

se iluminara con una tierna sonrisa.—Señores, que Dios guíe vuestras

decisiones —Todos puestos en pie esperaron aque su Santidad saliera de la sala. Una vezcerrada la puerta, y cuando todos se hubieronacomodado, Signori reanudó el debate:

—La Iglesia se ha considerado a sí misma,entre otras muchas cosas, como la instituciónsalvífica universal en la tierra —todos hicieronun gesto afirmativo con sus cabezas—. Nopodemos dejar de desempeñar ese papel, ymucho menos de la forma brutal en que se nospresenta. Me he permitido hacer un breve, peroobjetivo estudio, de lo que sería la sociedadactual sin la Iglesia. Pero lo que es mucho másimportante: ¿Cuál sería la reacción de lasociedad ante la desilusión y el desengaño quesignificaría el desmembramiento de la casa deDios?, tanto una como otra respuesta son lamisma: El caos.

El silencio se alargó sólo el tiempo

necesario para que alguien cogiera el testigo deSignori.

—Una cosa debemos de tener clara, hayque hacer un nuevo envite por esosmanuscritos. Por nada del mundo podemosconsentir que caigan en manos ajenas a lasnuestras. Acordémonos del Concilio VaticanoII: «En todo tiempo y lugar son aceptos a Dioslos que le temen y practican la justicia».

Rossi miró uno por uno a todos lospresentes en aquella extraña reunión, y trasmirar brevemente a Signori continuó:

—He hecho las gestiones oportunas, pororden del Santo Padre, y espero una llamadaque nos pondrá otra vez en la puja. No podemosescatimar esfuerzos en conseguir nuestropropósito.

—La idea de Iglesia se tambalea, sólonosotros podemos resolver este enigma —elprimado de Milán hablaba de formaentrecortada y marcando mucho los acentos.

Era delgado y esbelto, y estos rasgos losmarcaba aún más por su forma de vestir.Gustaba de llevar un gran sombrero negro dealas anchas, que junto a su larga sotana, hacíande él el punto de atención de cualquier reunión.

—Dice Orígenes: «No debes creer que sele llama esposa o Iglesia sólo desde la venidadel Señor, sino que existe desde el principiodel género humano».

—Todo eso está muy bien —Signori sepuso en pie para hablar—, pero no somosnosotros los que tenemos que convencernosdel papel de la Iglesia, sino el mundo. Sinosotros tenemos que decirnos frases, paraautoconvencernos, ¿qué pasará con el mundoque apenas cree? —Signori había metido eldedo en la llaga, todos sabían del peligro, y delinequívoco resultado. Explíquenme ustedes,padres devotos de la Iglesia, a mí comoincrédulo pagano, y con esos manuscritossacados a la luz pública, ¿por qué Jesucristo y

su salvación aparecen en la historia de lahumanidad tan tardíamente?

—San Agustín nos aclara muy bien esepunto —gritó encolerizado el primado deMilán—. «Existe un Dios y un Mediador entreDios y los hombres, el mediador Jesucristo.Pues bajo el cielo no ha habido ningún otronombre en el que pudiéramos serbienaventurados y en Él tiene Dios a todos losque obran por la fe, ya que los resucitó de entrelos muertos. Por consiguiente, nadie queafirme la verdad cristiana puede dudar de quesin aquella fe, es decir, sin fe en el únicomediador entre Dios y los hombres, en elhombre Jesucristo, en la Encarnación, en lamuerte, los cuales pertenecen al cuerpo de laIglesia... a ellos pertenecieron... los patriarcasy profetas, cuya vida y obra fue una profecía deCristo, los demás justos del pueblo judío. Seríaabsurdo decir que Abraham no perteneció a laIglesia.»

—Pero hermano mío, ¿es todo esoverdad? —Rossi hizo un gesto con su manopara calmar el ánimo de Dilivio, pues elprimado de Milán se disponía a contestar conla cara contorsionada por el furor—, pensemosque lo que debatimos es el contenido de esosmanuscritos, donde se tacha a nuestro padrePedro de mentiroso, embaucador y oportunista.Partiendo de esa base, ¿qué valor tendrían yalas palabras de San Agustín, si éstas estaríanbasadas en un engaño?

Dilivio se puso en pie, y en dos grandeszancadas se dirigió hacia la puerta, mientrasgritaba:

—La Iglesia es un redil cuya única yobligada puerta es Cristo.

III

El día, como casi siempre en El Cairo, eracaluroso, pero para un nativo de aquella ciudad,nada de aquello era excepcional. Con unapequeña regadera en sus manos vertía aguasobre los numerosos tiestos que colgabanalegres en las paredes. El césped siempre habíasido su perdición, cuando viajaba por los paíseseuropeos, y veía esas largas extensiones llenasde colorido y frescura se regocijaba en ello. Elpatio de su modesta casa no era muy grande,pero no dudo en plantar aquella semilla llena devida. Disfrutar de aquel espacio verdoso enmitad del Cairo, era un lujo que él sabíaapreciar en su justa medida.

Miró el reloj y sonrió, disfrutaba conaquel juego. Todo estaba siendo mucho máslento, pero también más divertido. El suicidiodel profesor Tiblerman no había sido muy

sorprendente para él, pero sí el hecho de queno iniciara ningún tipo de transaccióncomercial a favor de la Iglesia. Ahora el juegoestaba dividido, y la ventaja no partía a favor dela casa de Cristo.

Las once y cinco minutos de la mañana,hacía ya cinco minutos que debería de haberlesllamado, ese retraso sería suficiente, pensódivertido.

IV

El teléfono sonó, y el cardenal Signorimiró nervioso a Rossi. Éste, con un gestoinequívoco, le indicó que lo dejara sonar otravez. Giuseppe Signori cogió aire en suspulmones y, respirando hondo, descolgó elauricular.

—Soy el cardenal Signori, hable.El silencio se prolongó por más de veinte

segundos, el cardenal notaba como su corazónse resistía a tantas inquietudes. Rossi mirabapor la ventana dándole la espalda, en un gestoque sin duda sería bueno para el propio Rossi,pero que a él le hacía sentirse terriblementesolo y lleno de responsabilidades.

Por fin una voz áspera y dura respondió alotro lado del auricular. Signori no dudó, ni porun instante, que aquel inglés tan marcado queoía salía de la garganta de un árabe.

—Señor Signori, me han recomendadoque hablara con usted, es obvio que los brazosde la Iglesia católica son largos e influyentes.

—Usted tiene algo que nos interesa —fuela escueta contestación del Cardenal, que sinconocer personalmente a su interlocutor,estaba ya seguro de que le desagradaba.

—Bien, ustedes mandaron a uncomprador, con el que, dicho sea de paso,fuimos muy pacientes y correctos. Ahora, nosencontramos en tratos con otras personas, y elacuerdo es casi ya total.

—Usted debe saber, que nosotros nopodemos hacernos responsables de los actosdel señor Tiblerman. Su actitud nos ha dejadoen seria desventaja, por eso queremos reiniciarel negocio.

—Me caía bien el profesor... —unmomento de silencio reinó en la conversación,y Signori empezó a creer que había perdido lacomunicación, cuando siguió escuchando al

árabe—. Esta tarde tengo una cita con otroscompradores, lo único que puedo prometerlees que si no llegamos a un acuerdo, usted seráel primero en saberlo.

—Eso no es suficiente, y usted lo sabe.No podemos permitir que esos manuscritosestén fuera del Vaticano. Cualquier suma que lepuedan pagar, nosotros se la igualaremos.

—Aunque usted no me crea, nosotrossomos un grupo de profesionales muy seriosen nuestro trabajo. Si hiciéramos lo que usteddice, perderíamos credibilidad, y por lo tanto laposibilidad de efectuar futuras operaciones.Este mundo en el que yo me muevo, cardenalSignori, es muy serio en eso, dentro de ser unmundo peligroso, hay un código de conductacon el que tenemos que actuar para estarsiempre bien considerados.

—Entonces, ¿qué esperanzas me da usted?—Verá, sólo si su competidor desistiera

por propia voluntad del negocio, o... algo le

pasara...—¿Cómo ha dicho usted que se llama

nuestro competidor? —Rossi se volvió raudo,y se dirigió al escritorio. Cogió papel y unbolígrafo y se dispuso a escribir. (Aunque todaslas llamadas al Vaticano quedaban grabadas porseguridad, ésta no había pasado por ese filtro,por orden expresa del propio Rossi).

—Jajaja. Yo no he dicho como se llama.Como no podía ser menos, es usted astuto einteligente, cardenal —otro nuevo silencio—.Está bien, Signori, pero usted me deberá una.Cail Lograft.

La comunicación se cortó. Signori volvióa respirar profundo, y miró la cara rojiza de sucompañero. Éste, con el bolígrafo preparado,sonrió levemente a Signori diciendo:

—¿Y bien?—Cail Lograft.

V

Habían cogido una avioneta en El Cairo, ytras un viaje cómodo y corto, Gires y Cailaterrizaron en el-Amarna. Del pequeñoaeropuerto se dirigieron hacia el río, donde unaágil y cómoda falúa les esperaba. Todavía nohabía casi amanecido y el día iba a ser largo eintenso, Gires se despojó de sus confortableszapatos de lona blancos, y se estiró sobre unpequeño banquito de madera, colocándose elgracioso sombrero de paja sobre su cara.

A Cail le maravillaban las banalidades deGires. Sonrió, mientras miraba a su amigo en laardua tarea de acomodarse, y enseguida su vistavoló sobre el valle del Nilo. Se despojó de lafina chaqueta que se había puesto en elaeropuerto de El Cairo, y se abrió el cuello dela camisa. El clima, como siempre, era árido.El calor empezaba a crecer, subiendo de la

mano con la humedad. Pronto Cail sintió comoun reguero pegajoso de sudor recorría toda suespalda. A su derecha, miró maravillado losaltiplanos característicos del desiertooccidental. Parecía fino albero en su caminoondulante hasta encontrarse en la cumbre conmatojos de hierbajos de un verde intenso. ¡Quévariedad de colorido!

Cail giró su cabeza, y se acomodó mejorpara observar la orilla izquierda del río. Suimaginación empezó a cabalgar de formadesenfrenada. Él sabía que la flora de Egiptoprácticamente no había variado desde elperiodo faraónico, por lo tanto, ¿qué ojoshabrían visto y qué pies pisado aquellas riberas,llenas de color y vida? Una mujer portaba uncántaro plateado a su cintura, desde la falúapodía ver con claridad su rostro. La edad y lasabiduría marcaban sus rasgos. Cail sostuvo porun momento su mirada, hasta encontrarse conla de la mujer. Ésta no retrocedió en el envite y

mantuvo por unos segundos el encuentro. Cail—quizás agradecido por el permiso de lamujer, por dejarle escrutar aquellos negrosojos, donde la nobleza y grandeza de miles deaños de historia viva se reflejaban—, sonrió. Lamujer correspondió sólo levemente en el gestoy continuó su camino.

No había mucha diferencia entre el actualpoblador del Nilo y aquél que vivió hace másde cuatro mil años. Sólo el cultivo, quizás,diferenciaba unos de otros. Antaño, eran lino ycereales los cultivos predominantes en esa ricaribera. Ahora Cail observaba plantas de caña deazúcar, y también algodón. Sintió algo detristeza y sobre todo mucha rabia. Le hubieragustado observar la maleza casi impenetrableque formaba el papiro a las orillas del Nilo,pero la mano terca y necia del hombre se habíaencargado de que esto no fuera posible. Ya nose podrían ver las olas amarillas que el vientomarcaba a su paso por las plantas. El viento

jugaba con la impenetrable maleza pantanosaque se formaba junto a las zonas ribereñas. Laindustria papelera se había encargado de acabarcon aquel hermoso juego.

Aun así y todo, la belleza del valle delNilo seguía intacta, nenúfares y junquillosdaban alegría y colorido a la profundidad de susaguas, y la vegetación rebosaba vida por todossus poros. Cail se esforzó en escucharatentamente, ¡qué hermoso canto! Trinosguturales salían de las orillas, y las palmerasdatileras.

—Es bonito, ¿verdad señor?Cail miró sorprendido hacia delante. El

conductor de la falúa le miraba sonriendo, ydejaba marcado en su rostro ceniciento unahilera de blanquísimos dientes.

—Sí, sí lo es. Me gustaría ver el ave capazde un canto tan bonito.

—Pues no se preocupe, porque no lograráverla. Es el cuco del Senegal, de color

blanquinegro, siempre está vigilante, y no seespanta por nada. Ese sonido que escuchamoses su voz de alarma.

—¿Alarma? ¿Por qué?—Seguramente se prepara una tormenta

seca.—¿Cómo puede existir una tormenta

seca?, eso es imposible —inquirió incréduloCail, pensando que aquel árabe, en suaburrimiento, había decidido reírse de él.

—Las tormentas secas se llaman asíporque no llevan agua, señor.

Cail miró con una media sonrisa alconductor de la falúa, y siguió el juego. Hizo lapregunta que el árabe esperaba que hiciera:

—¿Y de qué son esas tormentas, amigo?—De arena.

VI

Habían pasado por Asiut, Kaut el-Kebir,Ajmin, Abidos y Dendera. El viaje había sidocaluroso y húmedo, pero a Cail le habíatranquilizado el alma. Miró a Gires y sonrió. Elfrancés llevaba toda la ropa empapada en sudor,pero ni el calor —que ya empezaba a seragobiante—, ni el movimiento de la pequeñaembarcación, habían logrado sacarle de susueño.

—Despierta, amigo, hemos llegado aTebas —dijo Cail apartando el sombrero depaja del rostro del francés.

Gires abrió los ojos y sonriópesadamente.

—Será posible los madrugones que metengo que meter, para ganar unos cuantosmillones de dólares, ¡qué vida más perra!

Cail rió con fuerza la salida del francés, y

a su vez le llenó de optimismo, pues sabía quecuando Gires estaba de ese buen humor,significaba que el negocio acabaría bien.

Una reparadora y larga ducha fuesuficiente para que Gires volviera a estar contodos sus sentidos alerta. Habían escogido unpequeño y modesto hotel, pues si las cosassalían como ellos pensaban, no harían ni noche.

Eran las dos del mediodía, y el estómagoempezó a recordarles que él no entendía muchode historias antiguas, y que hacía tiempo que notrabajaba. Como para ambos no era la primeravez que estaban allí, no fue difícil ponerse deacuerdo en el sitio elegido para reponerfuerzas. Un pequeño recorrido por el bonitopaseo, que recorría la ladera oriental del río,les llevo ante las puertas de un sencillo«restaurante». Aquel sitio engañaba lossentidos de forma agradable, pues a primeravista ningún occidental en sus cabales hubieraentrado. El muro de entrada estaba agrietado y

sucio. La puerta de madera, corroída por lahumedad, estaba pintada de un azul tanchabacano que dañaba la vista. Una vez en suinterior, la vista pasaba a un segundo plano,dando paso al olfato. La oscuridad entretinieblas del local, haría difícil una certeradescripción. El olor tan penetrante seríainconfundible, en el resto de sus días, paraaquél que pisara el al-Kabir por vez primera. Elprimer impacto era duro y dulce, se mezclabael olor a dátil con la fuerza de la adormidera.Pero el olor que una vez acomodado en el localiba impregnando el sentido, era el de la cervezade cebada malteada. En un apartado del local,iban fermentando —de forma sencilla y en plande demostración— la cerveza, de la mismaforma que se hacía en la época faraónica. Sehabía trillado, molido y cribado el cereal amaltear con anterioridad. Cail y Giresobservaron con interés y curiosidad como unhombre mayor añadía con pericia, harina de

trigo en una proporción de 2:1. Con la pastaresultante, empezó a amasar unas piezasredondas a las que luego empezó a añadir agua.Una vez hecha la pasta, el anciano la pasó porun pequeño cedazo y lo puso al fuego. Cogióun gran frasco y lo abrió —inundando todo ellocal con un fresco olor a esencia de dátil—, yroció la pasta con el dulce líquido. Tras estodiluyó todo en agua. El anciano explicó,señalando unas grandes tinajas que seencontraban a su derecha, que el mosto sedejaba fermentar en una jarra.

Grandes aplausos llenaron el salón, y Cailse acercó con pasos decididos hacia el anciano,colocando sobre su mano un billete deveinticinco libras egipcias.

—Como siempre, es usted muy amable,señor Lograft. Veo con orgullo que sigue ustedapreciando la cocina de mi humilde local.

—Por supuesto, querido Abuyda, perodebo avisarte que nuestro amigo Gires está

muy hambriento.El anciano árabe sonrió poniéndose en

pie.—Eso no es nuevo, amigo Cail. ¿Comida

funeraria?—Desde luego.Cail se acomodó junto a su amigo, en una

sencilla mesa de madera. Allí todo era demadera: mesa, sillas, vasos y cubiertos. De ahíque al tacto tampoco era un sitio muyconfortable. Una agradable y guapa jovencita seacercó a la mesa, y con una sonrisa dejó unpapel lleno de jeroglíficos y dibujos. En elencabezamiento se podía leer «comidafuneraria», escrito en trazos jeroglíficos, árabee inglés.

Gires empezó a leer, y la boca poco apoco se le hizo agua.

—Puré de cebada, pescado hervido conpan, paloma guisada, becada, riñones de buey,chuletas y piernas de buey asadas, compota de

higos, variedad de bayas, dulces de miel, quesoy uvas. Vino o cerveza.

Gires con una sonrisa de oreja a oreja,miró a su amigo y dijo:

—¡Dios mío, cómo me voy a poner!

VII

La comida había sido deliciosa, al final elgusto prevalecía sobre todos los demássentidos. Se habían extendido en demasía endarle placer al paladar, ahora las agujas delreloj ya no eran tan benévolas con ellos, teníanuna hora escasa para llegar a su cita en el Vallede los Reyes.

De nuevo en la falúa, Cail miró atento alcielo. Sin duda alguna el cuco del Senegal sehabía equivocado, todo estaba despejado y en elfirmamento reinaba un azul cristalino.

Se dirigían al margen occidental del río, alárido uadi llamado Biban el Moluk. Cail ibasumido en sus pensamientos, cuando la risacontagiosa de Gires le hizo volver la cabeza. Elfrancés golpeaba la parte exterior de la falúacon ambas manos, dando voces de ánimo.

—Allez, allez, petit —Gritaba muerto de

risa Gires.Cail siguió la mirada sonriente de su

amigo, y vio a poca distancia de ellos el motivode tanta algarabía. Un jovencísimo muchacho,moreno como el cacao, intentaba con todas susfuerzas alcanzar la falúa. Iba montado sobre unapequeñísima embarcación de no más de unmetro de largo, por medio de ancho. ¡Que semantuviera a flote ya era un milagro! Elmuchacho árabe usaba las dos manos a modode remos, y con la cara desencajada por elarduo esfuerzo, se animaba y cogía energía antelos gritos de Gires.

Tanto Cail como Gires se habían jurado así mismos no dar ningún tipo de limosna aninguno de aquellos rapaces. Ir caminandotranquilamente, y llevado por la compasión, daruna simple moneda, podía ser tu perdición. Alinstante docenas de niños salían de todas lasesquinas, avisados por el afortunado.

El gobierno egipcio había intentado poner

remedio a aquella «lacra» para su turismo. Perola policía encargada de ello no era muy hábil, ysus métodos, nada vistosos a la vista decualquier ciudadano occidental.

Un día, en uno de sus viajes por Egipto,Cail se paró a encender un cigarrillo, un niño—muy parecido al que ahora intentaba darlescaza, en su pequeña embarcación— se leacercó, y con una preciosa sonrisa en su rostro,le pidió el mechero. Un grito al otro extremodel paseo hizo palidecer la cara del bellomuchacho. Un policía corría hacia ellos, elchaval inició la huida, pero la carrera la teníaperdida desde un principio. El policía, lleno derazón, no encontró método mejor para frenar lacarrera del inocente muchacho que lanzarle unapiedra. La imagen quedó grabada en la memoriade Cail, y seguiría estando todos los años de suvida. El muchacho cayó desplomado, con unaenorme brecha en la cabeza. El policía llegó allado de su víctima, pero no se dejó amilanar

por los llantos del niño, sino que a base depatadas intentaba que éste se pusiera en pie.Cail, que hasta ese momento habíapermanecido quieto —más que nada por laincomprensión de la escena—, decidióintervenir. Agarró al policía por un brazo y leempujó tres metros más allá. Por un momentotodo fue muy tenso, el corrillo de gente que sehabía formado alrededor de ellos temía por lareacción del policía. Cail no, sabíaperfectamente que no se atrevería a metersecon un turista, no le estaba permitido.

El policía señaló con el dedo al niño, quemuerto de miedo le miraba atónito desde elsuelo, y le gritó algo en árabe que Cail no pudoentender. Se volvió hacia Cail y, saludándolecon la cabeza, giró sobre sus pasosmarchándose.

Cail se agachó para ayudar al niño, peroéste estaba aterrorizado, sin duda tenía razonespara ello. O mucho se equivocaba, o aquel

policía aprovecharía cualquier oportunidad parahacerle pagar al chaval la afrenta que habíasufrido.

La sangre le manaba de forma abundante, yempezaba a chorrearle por el cuello. Cailintentó levantarle, pero unas manos arrugadas ydelicadas, le apartaron hacia un lado.

—¡'Um'mun! —fue el grito del chavalllamando a su madre.

La mujer con lágrimas de rabia en losojos, empezó a lavar de forma tierna a su hijo.Cail se agachó y miró frente a frente los ojosverdes y llenos de vida, de aquel muchacho.

—'Ismu'hu? —le dijo Cail al niño,preguntándole por su nombre, en su lenguamaterna.

El niño miró a Cail, y todavía algoasustado, respondió casi de forma inaudible:

—'Ismi Omar.Cail cogió su pequeña mano y la abrió. En

ella depositó el mechero y un billete de

cincuenta libras. Los gritos de gratitud de lamadre apenas si hicieron huella en Cail. Élsabía que aquel dinero era, probablemente, loque ganaba una familia egipcia en cinco meses.Pero la sonrisa del niño y, sobre todas lascosas, aquella chispa llena de luz en aquellospreciosos ojos verdes, llenaron su corazón.

—Allez, petit, allez, allez —Gires seguíagritando divertido.

Cail se volvió hacia el conductor de lafalúa, y con un gesto de su mano le indicó quedetuviera un poco la marcha. El muchacho, conun gesto de triunfo en su cara, puso su manosobre la falúa, y proyectó en su rostro una desus mejores y más ensayadas sonrisas.

Gires metió la mano en su bolsillo, y ledio un billete al chaval, ¡verdaderamente se lohabía ganado! El joven miró lo que tenía en lamano, y empezó a poner cara de incredulidad,saltando lleno de alegría de tal modo, que Giresy Cail se miraron divertidos.

Gires era un hombre generoso, así queseguro que su regalo había sido espléndido.

—Mercygracias, mercygracias, señorito,viva la france, viva Paris.

—Ja ja ja —ambos rieron con ganas laspalabras del muchacho.

—Ha sido el billete mejor empleado detoda mi vida —comentó Gires.

VIII

Llegaron al pequeño puerto situado al otroextremo del río, docenas de vendedores seaproximaron a ellos, pero ya no tenían tiempoque perder, la verdadera compra les esperaba alotro lado del valle de Deir el-Bahari. Habíancontratado un todo terreno, y éste ya les estabaesperando. Tomaron el camino arenoso ydejaron atrás el bullicio del puerto.

Pronto cogieron una carretera mejorasfaltada y el camino se hizo más tranquilo yligero. Se aproximaban a la cordilleraoccidental tebana. A sus espaldas, y sobre laotra orilla, habían dejado Luxor. A su derecha ysobre la zona fértil del río, habían pasado lasruinas del Rameseum, frente a ellos, y cada vezmás cerca, se acercaban al área del templofunerario de Amenofis III.

Cail sintió un pequeño nudo de melancolía

en su estómago. Hacía muchos años, habíahecho unas fotos preciosas en aquel mismolugar. Entonces él tenía una familia, Raquel erala esposa que siempre había soñado, y supequeña Verónica llenaba de alegría todos susmomentos. Aún podía ver a una diminutaVerónica al pie de los Colosos de Memnón,mirando incrédula hacia arriba.

Miró a su derecha, los Colosos seguíanallí, impertérritos. El tiempo no había pasadopor ellos. Y sin embargo, qué diferente habíasido para él ¡qué cambio había experimentadosu vida! Por un momento se sintió mal,necesitaba amor, su corazón estaba muerto, tanmuerto como el mismo Memnón ante lasmurallas de Troya, a manos de Aquiles. Su penaera tan grande como aquellas dos estatuas de18 metros de altura. Pero sabía que todavía letocaría sufrir un poco más. El todo terreno giróhacia la izquierda, y a pocos metros pudieronobservar el bello pueblo de Medinet Habu. Aún

tenía frescas en su memoria las palabras de suhija, con apenas ocho años. El día habíatranscurrido de forma maravillosa, y alatardecer habían llegado a Medinet Habu. Unpequeño tenderete a forma de tabernita, leshabía servido de descanso, y él obviando lascontinuas quejas de Raquel, había pedidocomida y bebida para los tres. Como no podíaser de otra forma, la comida estaba deliciosa,por lo que Raquel sólo pudo protestar por latemperatura de la bebida, sin saber en suignorancia que aquello tenía un porqué: no esbueno para el estómago la bebida muy fría, conaquellas temperaturas extremadamente altas.

Un grupo de niños y niñas enseguidahabían aceptado a Verónica en sus juegos.Horas y horas se pasaron embobados Raquel yCail, mirando el contraste entre aquellas pielescurtidas y doradas por el sol, y el blancolechoso de su hija. Pero sobre todas las cosas,llamaba la atención el rubio fluorescente de sus

cabellos.Cuando hubo bien entrado la noche, y

todos los niños se despidieron de Verónica,ésta, alegre y feliz se acercó a Cail y con unamueca de ruego en su rostro imploró:

—Papá, verdad que nos vamos a venir avivir aquí, ¡prométeme que sí!, esta gente esencantadora.

Aquel día fue realmente feliz.La voz de Gires le sacó de su melancolía:—Hemos llegado, amigo, ¡¡el Valle de los

Reyes!!

CAPÍTULO SÉPTIMO

I

El todoterreno detuvo con un suave frenazo sumarcha, y el árido uadi del Valle de los Reyesllenó con su sobriedad todo el paisaje. Habíanllegado al final del viaje, justo donde empezabael camino hacia las tumbas reales.

El calor era sofocante. Cogieron despacioy algo titubeantes el serpenteante camino. Suguía, y estrella del norte, era la cima tebana quedominaba todo el valle.

—Si pudiéramos interrogar a todas estaspiedras, ¡cuántas fabulosas historias noscontarían! —Gires suspiró cuando acabó dehacer esa observación.

El acantilado era majestuoso, pétreo,inamovible. Parecía estar juzgando a cadaintruso que se adentraba en sus entrañas. Todoera silencio y paz. Tan sólo la reina del lugar,

«La que ama el silencio» —según los antiguosegipcios—, vive a sus anchas en aquellosinhóspitos parajes; la cobra. ¿Le habría validode algo a Sekenenra, libertador del valle delNilo, morir en el campo de batalla, con surostro traspasado por una flecha? Aquel vallerepresentaba algo más que árida tierra decementerio para los antiguos egipcios.

Cail y Gires se sintieron algo extrañadosporque siempre que habían ido al valle, tantoturista rompía el encanto del lugar. Ahora elsilencio era impenetrable. Allí no había pájarosque alegraran con su trino, ni vegetación algunaque el aire pudiera mover, formando ese ruidotan peculiar y atrayente. Todo era desierto,quietud y soledad. ¿Qué poder tendrían loshombres con los que estaban tratando, para queinterrumpieran por toda una tarde, las visitas alValle de los Reyes?

—¿Cuáles fueron las instrucciones que tedieron? —preguntó Cail algo asustado.

—Debemos seguir este estrecho camino,justo hasta la tumba de Tutankamón.

Empezaron a andar con pasos decididos,estaban a punto de conseguir la bombaarqueológica del siglo XX. Cail se sentía vivo,no cambiaría estos momentos de su vida pornada del mundo. ¡Si alguna vez le entendieraVerónica...!

La tumba de Tutankamón, situada junto a lade Ramsés VI, es la primera que cualquiervisitante puede ver a su entrada en el Valle. Unhombre les esperaba sentado junto al muro deentrada.

—Soy Gires —dijo el francés nada másllegar hasta el árabe—, y éste es mirepresentado: el señor Cail Lograft.

El árabe era un hombre bajo peromusculoso. Mantenía una sonrisa abierta en sucara, mientras su mirada era fría y dura. Ungrueso bigote negro se dibujaba sobre su labiosuperior, y como si de un tic nervioso se

tratara, el hombrecillo no dejaba deacariciárselo. Mantenía un cigarrillo en laboca, pero estaba apagado.

—Bien, antes de ir al lugar donde ustedpodrá ver los manuscritos, debo saber si hahecho todo lo que acordamos.

—El señor Lograft ya ha mandado hacer latransferencia a su cuenta, señor... —preguntóesperando respuesta.

—Entonces todo estará bien, dentro depoco me confirmarán este hecho, y si no hayproblemas, todo será rápido.

El árabe había pasado por alto la preguntade Gires, algo que molestó a Cail de formaespecial, él no comprendía la necesidad de sertan brusco, y aquel árabe le era ya sumamentedesagradable.

—Mi amigo ha preguntado por su nombre,usted ya sabe los nuestros, no veo porque nopodemos nosotros saber el suyo —inquirióCail mirando directamente a los ojos del árabe,

que todavía seguía sentado sobre el muro querodeaba la entrada de la tumba de Tutankamón.

El árabe frunció el entrecejo, y arrugó porun momento la frente. Era claro que no estabaacostumbrado a que nadie le hablara de esamanera. Pasó un momento de tenso silencio, ysaltó del muro poniéndose en pie delante deGires y Cail.

—Es un placer hacer negocios conustedes —dijo alargando la mano para queambos se la estrecharan—, deben ustedes decomprender que, en este negocio, no es buenoairear el nombre de uno. De eso seguro quenuestro mutuo amigo Gires sabe mucho —elfrancés hizo un gesto afirmativo con la cabeza—, por lo tanto, les ruego que olviden minombre nada más salir de este inhóspito lugar,y sólo se acuerden de mí para otro futuronegocio... mi nombre es Kalad.

Un hombre de color se aproximó haciadonde se encontraban, y en un árabe claro que

los tres pudieron entender, dijo:—Todo está en orden.—Bien, parece que nuestra cuenta suiza ha

engordado en quince kilos de dólares más —Kalad dejó ver su dientes en la amplitud de lasonrisa—. Es usted un hombre doblementeafortunado, amigo Cail. Primero ha conseguidoun auténtico tesoro de la humanidad, y segundova a tener el privilegio de poder ver con susojos algo maravilloso. Una maravilla, queencierra unos tesoros que saldrán a la venta enpoco tiempo. Por lo tanto, usted partirá ya conventaja en ese negocio.

—Esperamos, señor Kalad, que en esenuevo descubrimiento, del que usted nos quierehacer privilegiados visitantes, sea más serio.

—No le entiendo señor Gires, nuestraseriedad está fuera de toda duda, y usted lo va acomprobar.

—Usted y yo habíamos cerrado ya el tratoen cinco millones de dólares, no entiendo por

qué el señor Cail ha tenido que pagar ahoraquince.

Kalad se sonrió, mesándose el bigote.—Tienen ustedes unos competidores muy

serios, sin duda alguna pronto tendrán noticiade ellos. Ahora, señores, acompáñenme, debende recoger algo que les pertenece, y por favor,no dejen de observar todo lo que les rodea.Giraron hacia la izquierda, y se encaminarondirectos a la tumba de Tutmosis. Aquella habíasido la primera de las tumbas reales en aquelvalle. Llegaron al rincón solitario y oscuro,donde se encontraba la entrada. Sin embargo,Kalad pasó de largo por la escalera horadada enla roca, y empezó a subir por la pendienteescarpada que serbia de techo a la tumba delfaraón.

Cail degustaba todos aquellos momentos,no le importaba en absoluto que las gotassaladas de sudor, en ocasiones, nublaran suvista. Tampoco que sus piernas protestaran ante

el trabajo que era subir aquella pared de roca yarena. Una vez llegado a la pequeña cima, unsendero estrecho y solitario, dibujaba sucamino hacia la cumbre tebana. El viaje se hizomás cómodo y sencillo por aquel inapreciablesendero. Estaban subiendo por el acantilado deDer el-Bahari. A cada paso ascendente quedaban, las vistas panorámicas se le hacían másemocionantes a Cail. Justo desde allí, no muylejos, podía ver el gigantesco templo de lareina Hatsepsut.

Estaba empezando a cansarse, pero elencanto de todo aquello era persistente. Habíanllegado a un recodo del camino, y Kalad sedetuvo.

—Esta gente ni suda —comentó Giresante la sonrisa del pequeño árabe.

Cail comprobó la veracidad delcomentario de su amigo francés. El repulsivoárabe no parecía haber subido por aquelescarpado camino, tampoco parecía soportar el

agobiante calor que él y Gires sufrían. Cail, conuna camisa blanca de manga cortadesabrochada, secaba su sudor con un pañuelo,por la cara y el cuello. Gires hacia otro tanto.

El árabe iba inmaculadamente vestido, conuna chaqueta gris y un pañuelo de seda a sucuello. Más bien parecía que daba un paseo porlas calles de París, y no por el árido desierto deTebas.

—¿Qué tal escaladores son ustedes? —preguntó Kalad sonriendo ante la atónita miradadel francés.

—¿Está usted sugiriendo que debemosescalar esta pared empinada?, ¡oh no!, no, no yno, conmigo no cuente, ya he sufrido bastantesubiendo hasta aquí.

—¿Y usted qué me responde, señorLograft? ¿Quiere que le traigamos hasta aquísus manuscritos?, o, ¿su curiosidad por laantigüedad le va a hacer subir allá arriba? Lepuedo asegurar que sería usted el primer

occidental en pisar ese mundo maravilloso. Siahora decide no hacerlo, se arrepentirá en unfuturo, y tendrá que pagar mucho dinero paralavar su error.

—Detrás de usted, Kalad —fue la escuetay rápida respuesta del norteamericano.

El negro, que había acompañado unospasos más atrás su subida, empezó adesenrollar de su cintura una fuerte y largacuerda. Kalad se la enroscó a su vez en la suya,y mirando a Gires con cara algo burlona,comentó:

—Mi compañero se quedara con usted,mientras el señor Lograft y yo nos adentramosen un mundo de ensueño.

—Yo ya lo veré, cuando decidamoscomprarlo —fue la tensa e irónica respuestaque Gires dirigió al árabe.

Kalad inició la ascensión con paso firme yseguro. Le indicaba en todo momento a Caildónde y de qué modo debía poner manos y pies.

El árabe escalaba audazmente por las rocas.Cail se había juramentado para no caer en

la tentación de mirar hacia abajo, sin embargo,casi a mitad de viaje, no pudo resistir mástiempo la sensación. Se arrepintió casi alinstante, una sensación de vértigo sacudió todosu cuerpo, haciéndole tambalearse, de talforma, que los pies se le escurrieron del sitio.Gires era una figura diminuta ante laconsiderable altura.

Kalad intervino con rapidez, y sujetó aCail por un brazo.

—Ánimo, señor Lograft, casi hemosllegado.

Una vez llegado a su destino, Cail se sentópara poder regular su respiración. Estaban enmitad del camino de aquella pared casi vertical.Un recodo en la pared dejaba casiimperceptible, desde abajo, lo que ahora sepresentaba ante Cail: Una grieta naturalcubierta por piedras, era un enorme agujero.

—Espero que todo esto haya merecidoverdaderamente la pena —comentó Cail, algofatigado y todavía asustado.

—No lo dude, señor Lograft.Kalad desenrolló la cuerda que llevaba en

su cintura, y sujetándola en una enorme piedra,la dejó caer por el oscuro hueco.

Kalad miró a Cail, e invitó a éste adescender por la cuerda.

—No se asuste, engaña un poco, no tienemás de dos metros de caída.

Esta vez Cail no lo dudó, y empezó adescender por el negro agujero. El árabe llegójusto detrás de él. La oscuridad estaba atenuadapor unos débiles rayos solares que la pequeñaabertura y las múltiples piedras permitíanpasar. Kalad cogió del suelo arenoso unapequeña antorcha y le prendió fuego.

Se encontraban en una planta ovaladadesde donde partían unas pequeñas escalerasdescendentes. Había una oscuridad total. Kalad

pasó delante y, haciendo girar la luz de laantorcha de un lado a otro, indicó a Cail queobservara las paredes. Todo el corredor estabadecorado con pinturas, y relieves pintados.Colores vivos en un azul celeste, y un rojointenso, estallaron a la vista de Cail. Aquelloera simplemente maravilloso, parecía como siel artista hubiera acabado su obra tan sólocinco minutos antes. El techo del anchocorredor descendiente también estabapolicromado de un azul más oscuro e intenso.Representaba el Más Allá celeste que sólo sepodía recorrer con la ayuda de embarcaciones.Cada cinco o seis metros, cuatro grandesbarcas aparecían pintadas en su recorrido por eltecho.

Habían descendido unos cincuenta metros,cuando Cail comprobó que acababan lasescaleras. Cámaras anexas aparecían a un lado ya otro.

—¡Ésta no es la típica tumba de pozo, con

corredor y capilla con pinturas! —comentóasombrado Cail.

—Por supuesto que no —respondióKalad, satisfecho ante la sensación de asombroque leyó en los ojos del americano—. Además,amigo mío, ¿quién ha dicho que esto sea unatumba?

El final del corredor era un pequeño hallen forma de media luna, y cuatro cámarastenían su puerta de entrada en él. Un asombradoe incrédulo Cail siguió a Kalad cuando éste semetió en la puerta de su derecha.

Relieves policromados en cientos decolores acogieron la luz de la antorcha conalegría casi viva. Cail Lograft miró asombradolos dibujos, en los que predominaban la vidacotidiana: La agricultura, la pesca, la caza, etc.

Enseguida llamó su atención una pequeñamesa de madera en el centro de la estancia que,firme pese al paso de los siglos, sostenía unapequeña caja. Detrás de esa caja, Cail se

maravilló con la visión de: Amset, Dautmufed,Kabensenuf y Hapi. Los cuatro vasos canoposque servían para recoger las vísceras de losmuertos. Amset seguía teniendo cabezahumana. Dautmufed representaba un chacal.Kabenseuf miraba a Cail con sus ojos de halcóny Hapi, como siempre, seguía erguido con sucabeza de mono.

—No lo entiendo, Kalad, si esto no es unatumba, ¿qué hacen esos cuatro vasos canoposaquí?

—Le ruego que, con el mayor de loscuidados, abra usted aquella caja.

Cail se dirigió despacio hacia la mesa,tenía miedo de estropear cualquier cosa, suresponsabilidad como amante de la historia, leatenazaba la mano, pero su curiosidad fuemayor. De forma casi solemne, Cail abrió lacaja con ambas manos, y vio en su interiorcinco papiros.

—Como usted comprenderá, aquí no

podemos abrirlos —comentó Kalad a suespalda—, pero le ruego que, como buenegiptólogo, descifre el sello que llevan.

Cail miró la escritura jeroglífica, y nonecesitó mucho para saber qué ponía, ¡¡aquélfue el primer jeroglífico que aprendió adescifrar!!:

—¡¡¡Ramsés!!!—Esos papiros son el libro de los

muertos de Ramsés II. Ramsés el Grande.—No puede ser, la tumba de Ramsés el

Grande ya ha sido encontrada, y su momiadescansa en paz en El Cairo. Además si no hanabierto estos papiros, ¿cómo pueden saber quees el libro de los muertos?

Kalad invitó a Cail a salir de aquella sala, yse adentraron en la siguiente. Todo era igual, lamisma disposición, la misma mesa, los mismosvasos canopos. Todo estaba exactamente igualque en la anterior sala.

Cail se adelantó y abrió de nuevo la caja.

Volvió a leer el sello, y un grito salió de sugarganta:

—¡¡¡Amenofis!!!Cail entró una tras otra en las dos cámaras

que le quedaban, su asombro ya no podía sermayor, todas eran exactamente iguales, en laprimera el papiro llevaba el sello de Tutmosis I,soberano que gobernó durante cincuenta ycuatro años en Egipto.

En la segunda y última su asombro fue aúnmayor, pues la caja estaba vacía.

—Por eso sabemos que es el libro de losmuertos, señor Lograft, ese papiro que falta yque ya hemos estudiado perteneció a Sethi I.

—Sin duda alguien pensó que las tumbasreales serían robadas tarde o temprano, y eligióeste estupendo escondite para velar por el ka delos faraones más grandes de Egipto. Esosrollos tienen un inmenso valor señor Kalad, nocreo que alguien pueda pagarlos para tenerlosjuntos —Cail pensó por un instante en su hija, y

empezó a comprenderla—, ya que no podránestar aquí, el mejor sitio sería un buen museo.

—Me decepciona usted un poco, señorLograft, ahora acaba de desembolsar una grancantidad de dinero, pero estoy seguro quecuando esté de nuevo en su casa pensará deforma diferente.

—Le estoy infinitamente agradecido porhaberme dejado ver algo que sólo podrán verojos privilegiados, señor Kalad, pero ahoraquiero ver lo que realmente he venido a buscar.

—Ja, ja, es normal que esté ustedimpaciente, pero sólo le he traído aquí para queviera esto. Desde el momento en que micompañero me dijo que todo estaba en regla,los valiosos manuscritos han sido depositadosen una caja fuerte de un banco cairota. No sepreocupe, la llave de esa caja fuerte está en lahabitación de su hotel.

—Este juego no me hace mucha gracia,señor Kalad, ¿quién me asegura ahora que veré

esos manuscritos?—Somos profesionales, señor Lograft,

esos manuscritos son ya para mí mercancíavendida. Ahora sólo pienso en esto que ve aquí—dijo señalando todas las cámaras funerarias—, y usted es potencialmente un cliente mío.Como bien ha dicho, todo esto vale mucho,mucho dinero.

El viaje de regreso fue silencioso, Giresintentó varias veces interrogar a su amigo sobrelo que había visto, pero éste no salió de sumutismo. A Gires tampoco le había hechogracia el pequeño juego del árabe, antes deenseñar una mercancía tenía que haberentregado la que ya estaba vendida. Pero elfrancés no estaba preocupado por la posibilidadde un engaño, como bien había dicho Kalad,eso sería funesto para un futuro negocio.

La falúa esperaba en el río, un vientofuerte se había levantado, y el cielo era casiimperceptible. Subieron deprisa a la

embarcación, el viento empezó a golpearles enel rostro.

—¡Dios mío, pero si es arena! —exclamóGires.

—El cuco del Senegal nunca se equivoca—comentó Cail.

CAPÍTULO OCTAVO

I

El cardenal Giuseppe Signori se encontrabasentado en un cómodo sofá de tres plazas. Sinembargo estaba nervioso y muy intranquilo.Hacía más de hora y media que el padre Rossise había encerrado con el Santo Padre en susaposentos particulares.

El estado de salud del Obispo de Romahabía aconsejado que sólo su ayudante decámara tratara con él la gravedad del asunto.Tenían que actuar con toda la rapidez de la quefueran capaces.

Una cosa tranquilizaba al cardenal Signori,el expediente que tanto él como Rossi habíanleído por la mañana señalaba que Cail Lograftvenía de una familia muy católica ycomprometida con la Iglesia de Roma. Tambiénes verdad que la verdadera católica de la familia

era Angélica Lograft, madre de Cail, pues éstehabía iniciado los trámites y conseguido eldivorcio de su esposa Raquel.

¡Pero qué demonios!, pensó esperanzadoSignori, no era lo mismo deshacerse de unaesposa pesada, que sacar a la luz pública unospapeles que dinamitarían la integridad de laIglesia.

El cardenal miró de nuevo su reloj, casidos horas. ¿Le habría comunicado Rossi alSanto Padre que el tiempo corría en contra dela casa de Cristo?

Signori se levantó, y casi había decididollamar a la puerta, cuando esta se abrió.

—¡Dios mío, padre Rossi!, me estabavolviendo loco.

—Lo comprendo, cardenal, pero debéisentender que el Papa no está muy bien de salud.

—Perdonadme, en mi preocupación por lacasa de Dios, me he olvidado de su guía.

Empezaron a andar en silencio por los

largos pasillos. Signori, por encima delhombro, dirigía miradas al pequeño sacerdote,aquel silencio no le presagiaba nada bueno.Empezaba a temer por la salud del Santo Padre.Al final de uno de los pasillos, llegaron aldespacho de trabajo del padre Rossi. Todo eramuy sencillo y humilde. ¡Nadie diría que allítrabajaba el consejero del hombre máspoderoso de la Tierra!

El pequeño despacho del padre Rossiapenas si tenía el mobiliario másimprescindible: Una escueta mesa de trabajocon dos sillas, una a cada lado. Un grueso yantiguo archivador de madera oscura y un grancrucifijo en la pared. Aquél era el lugarindicado para mostrar la personalidad delgrueso sacerdote. La humildad y la sencillez deaquella sala de trabajo eran compartidas por sudueño.

Signori comprendía la admiración quelevantaba Rossi entre la curia, no en vano él

mismo veía en el humilde sacerdote al futurodueño del sillón de Pedro.

—Cardenal Signori, el Santo Padre ha sidomuy directo en este asunto. Su decisión no pormenos difícil ha de ser obedecida con larapidez y obediencia acostumbradas —Rossimiraba directo a los ojos del cardenal.

—Mi alegre y confiada sumisión al obispode Roma está por encima de todo —contestóalgo enfadado Signori.

—El Papa ha dispuesto que sea el primadode Milán, el padre Dilivio, el encargado dellevar este desagradable asunto.

—¿Cómo decís? —Signori no pudocontener su rechazo a semejante idea, y puestoen pie miró serio a Rossi.

—La decisión ha sido firme.—¿Y no habéis hecho nada por impedirlo?—Yo soy el consejero de Pedro... no

Pedro.—Comprendo —Signori se dirigió hacia

la puerta—, espero que la mano de Dios hayaguiado esa decisión.

II

El padre Rossi se reclinó en su modestasilla. Miró a su alrededor, y se sintiósatisfecho. La disciplina espartana con la quehabía llevado su vida empezaba a dar sus frutos.Había llegado el momento de poner sus cartasboca arriba. ¿Qué mejor momento que éste queahora se le presentaba para mover sus fichas enla estrategia final? Ya no había vuelta atrás, lamentira estaba dicha. Todo lo había tenido quemadurar con la rapidez de una serpiente, pues ladecisión que había tomado el Santo Padrerompía por la mitad todos sus años desacrificio.

—Dejemos que esos manuscritos salgan ala luz —había dicho.

De nada habían valido los vanos intentospor convencerle.

—Dígale al padre Signori que prepare a

todos los cuerpos de la Iglesia para un arduo yduro combate.

El Papa debía de haber leído en los ojosde Rossi el horror de aquellas palabras, puesdándole un débil abrazo finalizó:

—Al final prevalecerá la voluntad de Dios.Rossi, antes de dejar aquella habitación, se

volvió y miro al Santo Padre debilitado en lacama. En ese preciso momento tomó sudecisión. Él se había ganado durante muchotiempo ser el próximo obispo de Roma, lasalud del Papa empeoraba día a día, y no iba adejar ahora que nada, ni nadie, se interpusieraen su camino.

¿Acaso no había velado él, sin desmayo,por la salud de la Iglesia?, ahora que estaba a unsolo paso de subir el último escalafón, nopermitiría que ésta se derrumbara por elcapricho de un moribundo. Sólo unimpedimento se ponía entre él y su doradosueño, pero era algo que no tardaría en

remediar, y en voz alta en la soledad de susobrio despacho susurró:

—Cail Lograft.

III

Unos golpes fuertes y continuos en lapuerta rompieron la meditación del padreRossi.

—Adelante —Rossi estaba preparado paraempezar a mover las piezas del tablero.

La figura erecta e impertérrita delprimado de Milán apareció tras el cerco de lapuerta. Como de costumbre, el extrañosacerdote llevaba su larga sotana y el ancho yoscuro sombrero negro. Rossi, de formaceremonial, indicó al cura que se sentara frentea él, y sin más preámbulo, fue directo a lo queimportaba.

—Querido padre Dilivio, el Santo Padreha fijado la vista en usted para un asunto desuma importancia para la Iglesia, no hace faltaque yo le diga que esto es estrictamenteconfidencial.

El rostro de Dilivio se iluminó. El SumoPontífice por fin había valorado su esfuerzopor servir a la Iglesia.

—Esos manuscritos que tanto nospreocupan deben de ser traídos aquí —continuódiciendo Rossi.

—Es lo mismo que pienso yo, padreRossi.

—Bien, pues ya está todo dicho, yrecordad que esta conversación es secreta.Sólo el Santo Padre, usted y yo la conocemos.A nadie más que a mí debe usted rendir suscuentas.

—¿Y si el dueño de esos manuscritos noquiere desprenderse de ellos?

—Esos manuscritos deben de estar en elVaticano —contestó Rossi, mirandodirectamente a los ojos del sacerdote.

—Entendido.

* * *

El cardenal Signori no se había quedadotranquilo después de la conversación mantenidacon el padre Rossi. No encajaba en la forma deactuar del Papa, semejante disparate... Ytampoco en la de Rossi.

Un personaje tan cerrado en banda yextremista como Dilivio, nada constructivosacaría de este asunto. Tan concentrado estabaGiuseppe Signori en sus propios pensamientos,que no vio como a grandes zancos, ellarguirucho Dilivio se aproximaba a él. Sinembargo, sus peores pesadillas se vieronconfirmadas al escrutar su huesudo rostro, unhalo de triunfo iluminaba su rostro de formaespecial. Signori sintió como todo su vello seerizaba de pánico.

IV

Cail saltó nervioso de la pequeña falúa. Lamolesta tormenta de arena no parecía hacerhuella en él. Gires apenas podía seguir el fuerteritmo que su compañero marcaba, pero nodecía ni media palabra, comprendía la ansiedadde su amigo.

Llegaron al pequeño y modesto hotel. Unaescueta mesa, al final de unas empinadasescaleras, eran toda la recepción y el hall deaquel hotel. Cail pidió la llave de su habitación,y como alma que lleva el diablo, saliódisparado escaleras arriba. Gires, más calmadoy fatigado, esperó estoicamente a que el lento ysucio ascensor llegara hasta la planta baja.

El espectáculo que el francés se encontróal empujar la entreabierta puerta de sucompañero fue dantesco. Cail estabarevolviendo las sábanas y el colchón de la

cama. Con la cara cada vez más desencajada, sedirigió al baño. Apartó los innumerablesfrascos que siempre llevaba consigo —comobuen fanático de los largos baños—, y rebuscóentre las toallas.

Nada.Cail se sentó desconcertado en la cama

desecha, y con la mirada recorrió todos y cadauno de los rincones de aquella pequeñísimahabitación. En verdad no había mucho quemirar, una escueta cama, una diminuta mesillade noche, y un destartalado armario corroídopor los años y el uso, eran todo el mobiliariode la estancia.

El americano se llevó impotente lasmanos a la cabeza, y nervioso, notó por vezprimera la presencia de su amigo Gires.

—No debiste permitirme que pagara antesde ver y tener conmigo esos manuscritos.

—Los manuscritos los he visto yo, y sonauténticos, tranquilízate. Has empleado bien tu

dinero.—¡Qué demonios!, no me hagas reír

Gires, he empleado quince millones de dólaresen algo que no poseo.

—¿Estás seguro de lo que ese árabe dijo?—Kalad dijo que en la habitación del hotel

vería una llave, y que esa llave corresponde auna caja fuerte de un banco de El Cairo.

Cail no pudo seguir hablando, pues unosindecisos golpes desviaron su atención. Lapuerta seguía abierta y un joven, algo asustadoante el panorama, llamaba con sus nudillos paraatraer la atención de los dos huéspedes.

—Perdone, señor —dijo dirigiéndose aCail—, pero antes, como salió corriendo, mipadre no pudo decirle que había un sobre parausted.

Cail se levantó raudo, y agarró casidesesperado el sobre que el muchacho letendía.

Lo abrió.

Y un grito de alegría salió de la gargantadel americano. Cail dio una buena propina alasombrado muchacho y cerró la puerta.

En el sobre había una nota que Cailempezó a leer en voz alta para que Giresescuchara:

—Banco Nacional de Paris.—Empezamos bien —comentó irónico

Gires.—Avenida de Salah Salem, caja numero

69.—Mi postura favorita —rió el francés.Cail alargó a Gires la hoja y éste, una vez

hubo cogido el papel, arrancó de él el celofánque sujetaba una diminuta llave.

V

El viaje de regreso a El Cairo le habíaparecido a Cail mucho más pesado y menosromántico. La ansiedad, y las ganas de llegar,no le permitían hacer otra cosa más que tocar ymirar aquella dichosa llave. La metió en elbolsillo del pantalón y pensó —en el colmo deldisparate— que, juntándola a su denario de lasuerte, nada malo podría salir una vez abierta lacerradura.

La temperatura era cálida y el día bastanteseco —lo normal en un día típico del veranocairota—. En un enorme termómetro situadosobre el gran edificio del banco árabe, Cailleyó 29 grados. Una pequeña brisa soplabahaciendo la delicia de los paseantes. Era vientocálido meridional, traído por el Jamsin.

Al-Azhar quedó a sus espaldas, y doblaronla calle a su izquierda para coger la gran avenida

de Salah Salem.Cail metió la mano en su bolsillo y

acarició, casi de forma inconsciente, el denariode plata, antes de entrar por la puerta giratoriaque daba entrada al gran hall del BancoNacional de Paris.

Como siempre que se encontraba fuera desu Francia natal, a Gires le salió la venapatriótica, y con su acento parisino, quizás másmarcado en la lejanía, llevó todo el peso de laentrevista. El interventor del banco, un enjuto yavispado hombrecillo de Lyon, no tardó enpercibir con su olfato profesional laimportancia de aquellos dos «clientes», y enescasos diez minutos Cail se encontrócompletamente solo en una amplia cámaraplateada por el brillo de las más de doscientascajas de seguridad que la rodeaban. Sacó ladiminuta llave y miró en el ancho de su cabeza.Un numero recorría su superficie de formaalgo borrosa.

Una disimulada tos forzada hizo que Cailgirara su cabeza. Gires y el pequeño interventormiraban sonrientes al norteamericano. Cailcomprendió enseguida lo que pasaba, y alargósu llave al trabajador del banco. Éste dirigió suspasos hacia una de las esquinas, y abrió una delas cajas. Sacó de dentro una caja un poco máspequeña y alargada, y se la entregó a Cail.

—Síganme, por favor, señores.Cail y Gires siguieron al pequeño

interventor por un estrecho pasillo lujosamenteadornado con tapices y lienzos, y llegaron a unancho recibidor del que colgaba una esplendidalámpara de araña. Entraron en una de laspuertas que rodeaban todo el recibidor.

—Bien, yo les espero aquí fuera, sinecesitaran algo de mí, no tienen más quellamarme —dijo el amable interventorcerrando la puerta tras de sí.

La estancia era sobria y escasa enmobiliario en contraste con el lujoso recibidor,

pero era algo normal, nadie iba allí a mirar ladecoración de aquellas habitaciones, sino elcontenido de sus respectivas cajas. Además deeso, nadie estaba allí más que el tiempoestrictamente necesario.

Cail cogió de nuevo la diminuta llave, ytras coger un poco de aire para matar suimpaciencia, abrió la caja.

Gires y Cail miraron el interior, llenos deavidez. Una fina y alargada urna de cristalapareció a la luz de la exigua bombilla quecolgaba del techo. Dentro de la urna, Cail vio,con los ojos nublados por la emoción, losvaliosos manuscritos.

—En todo momento hemos tratado conprofesionales —comentó Gires mientrasindicaba con su dedo una esquina de la pequeñaurna de cristal.

Cail siguió con su mirada el dedo de suamigo, y vio aliviado en su preocupación por elestado de aquel valioso tesoro arqueológico e

histórico, como un pequeño termómetro, de laforma de un reloj de bolsillo, marcaba latemperatura y humedad exactas a las que teníanque estar aquellas hojas históricas.

—Lo conseguimos, franchute.—Todo ha sido emocionante y ha valido la

pena.Cail abrazó a Gires emocionado, y

degustó el momento de su victoria, con lacerteza de que la lectura de aquellas numerosashojas llenarían su espíritu de belleza y fantasía.Volvería a viajar con su imaginación amomentos y lugares soñados, llenaría su almacon las vivencias de personajes admirados,saliendo por unos momentos de su amarradaexistencia dentro del siglo XX.

—Otra vez hemos salido indemnes de unaaventura.

Gires, mientras sentía el abrazo de suamigo, arrugó el entrecejo, todavía no estabacómodo.

¿Acabarían así de fáciles sus papeles, enaquella obra?

CAPÍTULO NOVENO

I

Una gran tormenta se había apoderado delcielo romano, los truenos estallaban con furia,y grandes goterones de agua empezaron a mojarel caliente asfalto de la carretera. El día estabasiendo caluroso, la lluvia al caer producía unaespecie de vapor que al subir del sueloempapaba aún más las ropas que la propia agua.La gente corría divertida, e incluso agradecida,debajo del líquido elemento. Tan grandes yfuertes eran las gotas, que pronto grandescharcos empezaron a formarse en las ardientesaceras.

El padre Rossi había decidido prescindirdel coche. Sin dejar aviso ninguno, y de formadiscreta, salió aprisa del Vaticano. Aquellafuriosa tormenta veraniega le favorecía, entretanta prisa por resguardarse de la lluvia, nadie

notó la presencia del sacerdote cuando éstesalió tranquilamente por la puerta principal.

Le encantaba el fuerte olor a tierramojada, era algo que le hacía recordar queestaba vivo, aquel olor le devolvía a lanaturaleza, a fin de cuentas él era un hombre decampo.

Miró su reloj de pulsera, y se tranquilizó,llegaría pronto a su cita. No pensaba que le ibaa ser tan fácil salir, sin tener que contestar aninguna pregunta. Gracias a Dios, el SantoPadre descansaba plácidamente en sushabitaciones, y él ya había despachado losasuntos del día.

Rossi ajustó su pequeño sombrero yaumentó la frecuencia de sus pasos bajo lainsistente lluvia.

II

Signori no había pegado ojo en toda lanoche, algo en todo aquello se perdía a suentendimiento y le ponía nervioso. El cardenalera un hombre metódico, y muy prudente ensus decisiones. Para dar un paso importante ensu vida, maduraba una y otra vez susrazonamientos hasta estar seguro de que ladecisión tomada era simplemente la máscorrecta.

¿Habría visto el Santo Padre unas virtudesen Dilivio que a él se le escapaban? Hasta ahoratodas las decisiones del Papa habían sidocoherentes y acertadas, entonces ¿por qué leparecía a él ésta un disparate? Sentado en lasoledad nocturna de su despacho, tomó unadecisión que no le agradaba en demasía:hablaría con su Santidad, le expondría susrecelos.

Bebió ávidamente el vaso de leche frescacon miel, y sólo cuando Isabela entró en eldespacho y le regañó, aceptó acostarse. Solouna hora más de vueltas continuas en la cama,le costó dormirse.

Por la mañana se levantó más temprano delo que en él era habitual. Estaba decidido allevar a cabo la decisión tomada la nocheanterior. Sin embargo, algo fuera de lo normalatrajo su atención justo cuando se disponía —ya en el Vaticano— a ver a su Santidad el Papa.

Subía pesadamente los últimos escalonesde la empinada y ancha escalera, quecomunicaban la sala de audiencias, con losaposentos privados del Obispo de Roma,cuando fue testigo de excepción de un hechofuera de lo común:

—Nadie, absolutamente nadie, puedemolestar al Papa. El Santo Padre necesitadescanso.

Signori miró algo sorprendido la escena

desde el hueco que le ofrecía la escalera. Rossise dirigía a dos soldados de la guardia vaticana,hasta ahí todo era normal, pero algo noencajaba, nunca se ponía guardia en aquellapuerta, sólo los más allegados al SumoPontífice tenían acceso a ella. Si el Papa no seencontraba bien, el primero en decir que no lemolestaran sería su médico, y Signori acababade cruzarse con él, y éste no le había dichonada. Además —pensó Signori—, aquello noera un cuartel militar, y el Papa nunca habíaactuado de aquel modo.

Signori bajó raudo los escalones, Rossibajaba ya por ellos. En el primer descansilloque encontró, eligió una de las puertas y, trasabrirla, se escondió tras ella. Por la escasarendija que le ofrecía la puerta entreabierta,Signori vio como Rossi bajaba los escalones, yseguía su camino.

¿Por qué había actuado de ese modo?, sehabía escondido como si fuera un ladrón, o

tuviera algo que ocultar.Signori sintió que su intuición le había

puesto en alerta, y por vez primera en muchosaños, abandonó la decisión ya tomada deantemano, y se dejó llevar por sussentimientos.

Salió de su escondite, y tras dudar un leveinstante eligió el camino:

Siguió los pasos de Rossi.

III

Tenía hambre, pero eso no era nada que nopudiera arreglar con unos buenos spaghetti ilpesto. Dio un pequeño sorbo de vino, notócómo por su sangre calabresa corría alegre, yempezó a entrar en situación. A las ocho enpunto entró en el restaurante su invitado, en unprincipio no había podido reconocerle, peroluego se dio cuenta de que aquel extrañohombre sería recordado allí donde hiciera actode presencia.

No llevaba su acostumbrada sotana larga ynegra, tampoco sostenía en su cabeza aquelancho y grandísimo sombrero —como si de uncura de la Europa medieval se tratara—, peronadie que le conociera podía poner en duda queel atuendo que llevaba era del sello personaldel primado de Milán, Dilivio.

Rossi llevó una de sus manos a la boca, y

de esa forma ocultó un poco la sonrisa de surostro. Esa sonrisa estaba a punto detransformarse en una estruendosa carcajada,pero en el último instante el sacerdote pudoreprimirse.

Rossi había hecho llegar una nota a Diliviocitándole en aquel discreto restaurante delcentro de Roma, y le había pedidoencarecidamente que olvidara por un solo díasu atuendo habitual. Rossi no quería que elprimado milanés pudiera ser fácilmentereconocido. Pero ahora dudaba de si su consejohabía servido para algo.

Hacía escasos días Rossi había visto portelevisión una de sus películas favoritas:Drácula. En ese momento juraría que sedisponía a cenar con el cochero del famosoconde rumano. Si Dilivio hubiera llegadoprecedido de una abundante niebla, y cubiertode una preciosa capa negra y roja, a Rossi lehubiera parecido de lo más normal.

El primado milanés llevaba un trajecompletamente negro, que haciendo juego consus pobladas y abundantes cejas, hacían de suaspecto algo siniestro.

El enorme sacerdote llegó hasta la mesaque ocupaba Rossi, y acomodó sus largaspiernas en la silla de enfrente de éste. En laacera opuesta, y aguantando estoicamente laintensa lluvia, el cardenal Signori empezaba aconfirmar sus más terribles y escabrosassospechas. Se refugió al amparo de un pequeñoportal. Tanta era su creciente ira, que no sintióhambre. No sabía qué hacer, aquello no era losuyo, él era un simple servidor de Dios, jamáshubiera soñado con encontrarse en unasituación como en la que ahora estaba. Al finaldecidió no entrar al restaurante, susposibilidades de no ser descubierto eran casinulas, y no quería levantar el vuelo de aquellasaves.

—No dejéis de consultar conmigo

cualquier duda, pero sólo, y esto es muyimportante —recalcó Rossi—, conmigo. Vais ahacer algo grande en servicio de la casa deDios, y eso el Santo Padre sabrárecompensároslo.

El rostro del primado de Milán seiluminaba cada vez que oía nombrar al Papa, porello Rossi no dudaba que podría manejar a suantojo a aquel hombre.

—Conseguir esos manuscritos es misiónardua y difícil, pero confiamos en vuestracapacidad.

—Ya me he puesto a trabajar, he mandadouna persona fiel a la Iglesia, y de mi confianza,para tener el primer contacto con nuestroamigo Cai... —Rossi levantó la mano, y Diliviono terminó la frase.

—Sin nombres, padre, sin nombres. Apesar de vuestros esfuerzos, alguien ha podidoseguiros.

El padre Dilivio sonrió de forma abierta,

aunque ni aún así pudo conseguir que en surostro se dejara de marcar un rictus tenebroso.

—Me he ocupado de todo, comoinsististeis tanto en que tuviera cuidado ytomara precauciones con mi vestuario, hemandado que me siguieran, si alguien estáinteresado en este encuentro lo sabré muypronto.

Rossi miró a su compañero de mesa. Porvez primera desde que conocía a Dilivio sintióalgo de admiración por el extraño sacerdote.

¡Habían menospreciado todos a aquelcura!

Signori esperó a que los dos sacerdotes sehubieran despedido, y cada uno tomasecaminos diferentes, para salir de su cansadoescondite. No sabía si hacía frío o simplementela sangre ya no le circulaba por las venas, perorestregó sus brazos uno contra el otro, yempezó a caminar por la ciudad.

¿Cuál era el siguiente paso a dar? Tan sólo

eran sospechas, pero todo parecía indicar queacertadas. Algo se estaba cociendo, y si Rossihabía decidido dejarle fuera, significaba quenada bueno podía ser. ¿Cómo podía haberseequivocado de esa forma durante tantos años?

Las calles estaban desiertas, la abundantelluvia caída había dejado a todos los romanosen sus casas. Sólo el repiqueteo de sus zapatosen la acera rompía la monotonía de la noche.¿O no?

Había sonado un ruido como de pasos a suespalda, estaba convencido. Se volvió y no vionada sospechoso. Todo estaba en calma,demasiado en calma para su tranquilidad.

—Me voy a convertir en un paranoico. Yacreo hasta que me siguen —dijo para síSignori.

Otra vez el mismo ruido, ahora sí que nodudaba, eran pasos, cuando él se detenía,también cesaba el sonido. Signori aumentó elritmo de su marcha, y fue subiéndolo poco a

poco. El corazón casi se le salía del pecho, lospulmones no respondían a su llamada deoxígeno, pero él no dejó de apretar el paso.

Ya en casa, Isabela le miraba desmoronadosobre el sillón, inquisitiva y preocupada. Seabstuvo de hacer cualquier tipo de pregunta,sabía que su señor pasaba por malosmomentos, ya sacaría él cuando estimaraoportuno la conversación.

—Isabela, cierre bien todas las ventanas, yeche el pestillo a la puerta.

La preocupación de Isabela aumentó.

IV

Los antiguos egipcios, siempre tan sabiosen sus apreciaciones, llamaban a los asesinosdevoradores de sombras. Nunca quizás antesestuvo tan acertada aquella aseveración.

Nadie podría decir que estaba al acecho,se escurría como el aire, se deslizaba como elpolvo, era un elemento más de la tibia noche.

Las luces llevaban apagadas más de unahora, pero no se impacientó. Las buenascacerías eran lentas y sin prisas. Un buendepredador dejaba confiarse a su presa.

Signori no podía dormir, todo aquelloestaba siendo demasiado para su corazón.Mañana pediría un consejo, y Rossi tendría quedar muchas explicaciones.

Se levantó de la cama y fue hacia elamplio balcón. Lo abrió, y dejó que el húmedoaire acariciara su rostro cansado. Tenía calor,

necesitaba que la brisa nocturna jugase con él.De alguna forma tenía que relajarse, ¡mañana lodejaría todo claro!, no debía de preocuparsecomo un jovencito alocado.

Por vez primera en muchos días, dejóescapar una pequeña sonrisa, que no sólo libróla tensión de sus músculos cansados, sino querelajó su agarrotado corazón.

Levantó los brazos para llenar su pecho deaire, y sintió que algo se movía tras de él.

Era tarde.Notó como alguien le agarraba por los

brazos inmovilizándole, quiso gritar pero nopudo. Todo fue muy rápido, en un momento elcardenal Signori salía despedido por el balcón.

La sombra asesina se encontró en escasosmomentos junto a su víctima. Se arrodilló ycerró los ojos ya inertes del cardenal. Con sumano enguantada hizo sobre la frente delmuerto la señal de la cruz, y con voz gruesa yronca, empezó con total frialdad a rezar un

padrenuestro.

CAPÍTULO DÉCIMO

I

El bullicio de gente era increíble, si la ciudadde El Cairo era una mezcla de caos, belleza ydesorden, el aeropuerto era un calco exacto,con la particularidad de que no tenía nada debello. Gente tirada por el suelo, cansada deesperar horas y horas su vuelo, daban al viejoaeropuerto cairota un aspecto deprimente ysucio.

Cail y Gires ya estaban acostumbrados aaquel maremágnum de gente. Las emocionesfuertes ya habían pasado, por el momento.

—Creo, amigo mío, que mi estómagoempieza a enfadarse seriamente conmigo.Llevo casi veinticuatro horas sin hacerle el másmínimo caso, y eso no está bien. Entiendo quevosotros los norteamericanos, con esasbazofias que coméis, tengáis domesticados y

amedrentados vuestros estómagos y paladares.En Francia el estómago gobierna el país.

—No os andéis con monsergas, Gires,sois un auténtico glotón —rió Cail—. ¿Queréisun bocadillo en la barra del bar? —preguntóCail sabiendo de antemano la repuesta de suamigo.

—Mon dieu, debo recordar que en elsiguiente trabajo que hagamos juntos, os cobreun gran suplemento por peligrosidad y hambre.

Entraron en el restaurante y seacomodaron en una de las muchas mesas queestaban vacías. La carta era sencilla ytípicamente egipcia. El avión con destino aParís empezaba a anunciarse en los paneles desalidas, los dos amigos se miraron como decostumbre, cuando pasaban tantos días juntos.Tenían tantas vivencias en común, que el afectoy el conocimiento de uno sobre el otro eratotal.

Llegaron hasta la puerta de embarque, y

Gires se dispuso a pasar el control policial.—Buen viaje, amigo.—Nos veremos pronto, no dudes de que

tendremos noticias de esa nueva tumba delValle.

—Por supuesto, pero primero quieroempaparme bien de esto —dijo señalando labolsa que tenía colgada al hombro.

—No se te ocurra sacar ese tesoro en elavión, que eres muy impaciente —rió Gires.

Se dieron el último abrazo antes de que elfrancés se adentrara en la zona restringida.

—Dale recuerdos a Verónica —gritó elfrancés diciendo adiós con la mano.

II

Cail tendría que esperar todavía más deuna hora, así que se sentó en un roído ydestartalado sillón de la zona internacional.Antes había comprado el London Times, queríaleer el último artículo de su hija. En EstadosUnidos muchas veces no tenía tiempo de leerlay, aunque no le gustaba de lo que escribía, nodejaba de sentirse orgulloso de ella. Allíestaba, dentro de las hojas culturales, VerónicaLograft, firmaba una entrevista a un tal TrevorJones.

Empezó a leer divertido la larga entrevistaque su hija mantenía con aquel señor Jones, ypoco a poco se fue interesando más, resultabaque aquel Trevor Jones había compuesto lamúsica de una de las últimas películas que Cailhabía visto, precisamente junto a su queridahija.

Recordaba aquel día con cariño y alegría.Fue una tarde espléndida, que empezó un pocoforzada para él. Cail intentó en vano convencera Verónica, él tenía interés en asistir alconcierto que Karajan daba en el Metropolitan.Sin embargo su hija ya había sacado entradaspara el estreno de una película.

—Te encantará, Cail, la película es buenay entretenida, y de paso dejarás que tu hijatrabaje.

—¿Vas a trabajar en el cine?—Me han dicho que la banda sonora es

fantástica.Le gustó la película, pasó dos horas

entretenido. La banda sonora le había cautivadode tal forma que no dudo en reconocérselo a sudivertida hija.

Verónica, siempre tan detallista, regaló asu padre esa misma noche el CD de la película.Cail lo escuchaba bastante a menudo, sobretodo cuando leía libros de aventuras.

Y ahora, después de más de dos años deaquello, se enteraba de que la música que tantole agradaba había sido compuesta por un talTrevor Jones. Pero aquello no le sorprendió,jamás había sido capaz de recordar el nombredel protagonista de la película. Ahora, eso sí, eltítulo le fascinaba: El último Mohicano.

—Parece muy divertido lo que está ustedleyendo.

Cail desvió la mirada del periódico y ladirigió intrigado a su derecha. Una monja lesonreía divertida desde el sillón contiguo alsuyo.

—No estoy acostumbrado a leer esta seriede artículos.

—¿Hacia dónde va su vuelo?Cail dobló el periódico resignado, estaba

claro que no podría seguir leyendo.—Nueva York.—¡Vaya, parece que seremos compañeros

de ruta! ¿Ha venido usted de turismo?

—Más o menos, me gusta este país.Cail se incorporó de su asiento y dirigió

una simpática sonrisa hacía la monja, no queríaser grosero, pero se sentía algo incómodo conaquella conversación. Además, tenía ganas deestar a solas con sus pensamientos.

—Yo es la primera vez que vengo, y me haresultado algo incómodo.

—Bueno, es un poco difícilacostumbrarse al principio, pero una vez hecho,es encantador —Cail tendió la mano a la monja—. Espero verla en el vuelo.

III

La incredulidad de un primer momentohabía dejado paso a un dolor irreparable. Lapequeña capilla interior del Vaticano, que elPapa usaba para su uso personal, había sidoelegida por éste —a causa también de suprecaria salud— como lugar de velatorio yfuneral.

En el rostro desencajado del Santo Padrese podía ver marcado el pesar por la pérdidainesperada de una persona tan querida yrespetada.

Eran muchos los compañeros de curia quequerían dar su último adiós al cardenal Signori,por lo tanto, casi durante todo el día, una filainterminable de curas y monjas desfiló delantedel féretro. Todos mostraban su dolor dentrode un silencio compungido, sin embargoalguien enseguida había llamado la atención del

Santo Padre.En un principio había sido difícil

arrancarla del féretro, y ahora en un oscurorincón, escondida de todas las posiblesmiradas, una desconsolada Isabela manifestabasu interno dolor.

Como buenamente pudo, el Obispo deRoma se acercó hasta el ama de llaves deSignori, y posó su mano sobre la cabeza deIsabela.

—Santidad, explicadme cómo permitenuestro Señor esto. ¡Un hombre tan bueno! —Isabela, con los ojos completamenteinflamados a causa del incesante llanto, mirabacompungida al Papa.

—No dudéis de que Dios nuestro señor lotiene ya junto a Él.

Durante toda aquella triste tarde, Rossi nose apartó ni un solo instante del SumoPontífice. Ni una mirada dirigió siquiera aldesconsolado y taciturno Dilivio.

Dilivio no hizo por encontrarse con Rossi.—No quiero más desgracias, padre Rossi.

Primero Tiblerman, ahora Signori. Hombresvaliosos e importantes dentro de la casa deDios. Resolved este problema como creáismás oportuno, y de la forma más digna para laIglesia, si hace falta yo mismo hablaré con elseñor, ¿cómo decís que se llama?

—Cail Lograft, Santidad.—Si hace falta hablaré con el señor

Lograft, pero no quiero escándalos. Daremosuna lección a la humanidad de cordura ymadurez. Invitad al señor Lograft a compartircon nosotros el estudio y descifrado de esosmanuscritos. Dadle mi más sincera promesa deque la Iglesia aceptará su destino.

—No os preocupéis, Santidad, ya hemostenido la primera toma de contacto con elseñor Lograft, no parece que vaya a haberningún tipo de problema —contestó Rossi.

IV

Ventanilla, no le gustaba viajar enventanilla. En aviones tan grandes como en elque ahora estaba, se sentía como enjaulado, sinembargo en el pasillo podía estirar sus piernasy relajarse mejor.

Colocó la pequeña maleta en elportaequipajes de encima de su asiento, y seacomodó. Junto a él, y en el suelo, puso elabultado paquete que contenía los valiososmanuscritos.

—¡Hola!, parece que vamos a ser vecinosde asiento.

—Hola —contestó Cail sin mucha alegríaal comprobar que su compañera de vuelo era lamonja del aeropuerto.

Un asiento vacío era todo lo que seinterponía entre Cail y su compañera de viaje.Rogó para que pronto un pasajero ocupara ese

sitio, pero como si estuviera leyendo en sucabeza, la tenaz monja le sacó de dudas.

—Iremos anchos, siempre me gusta viajarcómoda, por eso compro los dos asientos.

Cail se resignó a su suerte.El vuelo empezó bien, un despegue

correcto, y la tranquilidad de salir de aquelhermoso país con el objetivo cumplido.

—Ponga ese paquete en este asiento,estará usted mucho más cómodo. El viaje eslargo.

—No se preocupe, estoy bien así.El vuelo hacía escala en Londres, y Cail

empezó a pensar, medio sonriendo, si no seríaconveniente apearse y esperar al próximo.

—Señor Lograft, ¿es usted católico?Cail, que hasta ese momento había estado

mirando por la ventana, giró su cabeza raudo yasustado. Dos ojos negros y penetrantes letaladraban el corazón con una fría mirada. Lamonja había ocupado el asiento del medio,

dejando vacío el suyo.—¿Qué clase de pregunta es ésa? —sólo

supo responder Cail.—La única que se le puede hacer a alguien

que se interfiere en los asuntos de la SantaMadre Iglesia.

—Jamás me he metido en los asuntos denadie, y por supuesto mucho menos de laIglesia.

—Tiene usted algo que el Santo Padrequiere en los archivos del Vaticano.

—Si es usted representante de alguien, nome gusta su forma de actuar —Cail observóaquellos ojos negros, una ira fuera de lo comúnmarcaba acentuadamente su iris, Cail decidiódejar zanjada la conversación—. Si lo que estáusted esperando es una contestación, larespuesta, es no.

—Verónica es una muchacha muy linda.—¡¡Dios mío!!—Usted no tiene Dios —la monja se

inclinó sobre el rostro de Cail, dejando casi enun suave susurro su voz, lo cual le hacía aúnmucho más terrorífica.

Cail recogió el paquete del suelo y salió alpasillo. Tenía un nudo en el estómago, decidiómojarse la cara en el aseo del avión.

Se sentó en la taza del W.C. y metió lacabeza entre sus manos. No podía creer lo quele estaba sucediendo. Aquella mujer no podíapertenecer a la Iglesia, y mucho menos ser lamensajera del Papa, de eso estaba convencido.Aquello empezó a darle miedo de verdad. Siquerían asustarle, lo habían conseguido.

Se miró en el pequeño espejo, y vio surostro desencajado. Se mojó varias veces lacara, y se colocó el cuello de la camisa, y elnudo de la corbata. Tenía que dar imagen detranquilidad, aunque esto le iba a costar unabarbaridad. Tocó el paquete, y sintió lanecesidad de abrirlo. La urna de cristal estabaherméticamente cerrada, nada malo le podía

pasar a los manuscritos. Colocó la caja sobresus rodillas y miró las primeras letrasgarabateadas. Así, no podía descifrar sucontenido, necesitaba una buena lupa, pero deuna cosa ya estaba seguro, por aquellos trozosde cuero, había gente dispuesta a todo.

Se miró por última vez e intentótranquilizarse, llevaba un buen rato dentro delaseo. Su corazón latía con normalidad, ya todoparecía en orden. Cogió el valioso paquete yabrió la puerta del baño.

La visión fue peor que cualquiera de suspesadillas, acababa de comprobar lo que era elterror. Aquella horrible imagen seguro que leacompañaría por el resto de sus días, no seríafácil deshacerse de ella.

La monja estaba justo detrás de la puerta.La sonrisa se marcaba fuera de sí en sudesencajado rostro. Los ojos, ¡ay los ojos!Miraban penetrantes en su negrura, llegandomás allá de la razón. Cail sintió como aquella

dura mirada le penetraba el alma.Aquel ser parecía fuera de sí.En la mano levantaba un crucifijo, y

cuando Cail, con los nervios desencajados,intentó salir, lo levantó hacia su rostro, dejandocaer con aquel susurro espeluznante:

—Dios nos libre de los hijos de Satanás.

CAPÍTULO DECIMOPRIMERO

I

Le gustaba esperar el amanecer allí sentado.Encontrar la paz, sobre el macizo montañosodel Sinaí, al despertar el día. Los coloresrojizos del sol jugaban con la piedra granítica yél se reconfortaba al pensar que aquella fuerzaque manaba del inicio del día, era la mano deDios.

Era un hombre atormentado, entregado encuerpo y alma al servicio de la Iglesia, y sinembargo un proscrito dentro de ella. No lepreocupaba mucho este hecho, pero aquellosmismos para los que trabajaba, no le apreciabanen demasía.

Aprovechó una especie de camino que elagua había fabricado al precipitarse por lossurcos naturales de desagüe, para irdescendiendo hasta el convento. Se paró un

momento en el recodo que hacía el camino, yobservó Santa Catalina. Amaba aquel lugar,remanso de paz y recogimiento. Hacía muchosaños que le habían llevado a aquel lugar, cuandosu vida era una serie de despropósitos sinrumbo. Ahora por lo menos tenía un sentido yuna guía: Jesús.

¡Alguien tenía que hacer el trabajo sucio!La región de Feiram actual, bien llamada

«la perla del Sinaí», es el Refidim de losantiguos israelitas. Una gigantesca y sobriamontaña, rompe la inmensidad del desierto,resguardando la soledad del paraíso.

Nada, desde hacía varios milenios, habíacambiado; un pequeño bosque de palmerasseguía siendo la única sombra del lugar. Comodesde los tiempos remotos del padre Moisés,los nómadas conducen sus rebaños alabrevadero que hay entre el menudo césped.Feiram es un gran oasis que se extiende por lazona sur del macizo montañoso.

Siguió el camino de descenso, admirandoa su paso, como de costumbre, la gneis,granito, porfiro y sienita, que de formarocambolesca e impresionante, se agolpaban asu alrededor. Todas aquellas piedras hacían debastidor del venerado monasterio de SantaCatalina, fundado en el 537 después deJesucristo por el emperador Justiniano I.

Suspiró hondo, dejándose llevar por labelleza salvaje del lugar. La montaña del Sinaíalcanza los 2.637 metros de altura en YebalMusa (montaña de Moisés). Se sacudió elpolvo del camino, y descalzó sus pies de laslivianas sandalias.

Pasó por un desnudo y humilde corredorhasta llegar a su apartada celda. Apartó concuidado, y casi sin ruido alguno, el pequeñocolchón que le servía de cama, pero no antes dehaber cerrado la gran puerta de madera macizacon el grueso cerrojo. Apartó despacio, y pocoa poco, una de las grandes losetas del suelo,

cogió un candil que tenía sobre una mesa demadera, y alumbró dentro del butrón. Unaespecie de zulo servía al monje para esconderdentro un pequeño maletín de cuero negro. Locolocó sobre la mesa y lo abrió. Sacó unmoderno aparato de radioaficionado y empezóa buscar la onda correcta. Cuando estuvoseguro de haberla encontrado, se colocó loscascos y esperó mirando su reloj. El receptorestaba encendido, esperando la señal. Sólo tuvoque esperar unos segundos:

—Primer paso sin resultados, repito,primer paso negativo. Adelante segundomovimiento, adelante segundo movimiento.

—Mensaje recibido —respondió elmonje.

—Corto y fuera.La comunicación quedó interrumpida. El

monje guardó todo dentro del maletín y volvióa guardarlo dentro del agujero, colocó la losetaen su sitio y el colchón encima de ésta. Salió

por el pasillo y se dirigió a la espaciosabiblioteca, donde más de 3000 manuscritoshacían las delicias de los estudiosos. Sinembargo pasó de largo, ni tan siquiera hizo elmenor caso a los bonitos iconos que tanto legustaban. Salió de la biblioteca y bajó por unasescaleras que daban a un oscuro y húmedosótano, en él había un regordete monje mediodormido sentado en una silla, delante de unasencilla puerta de hierro. El monje sesobresaltó un poco al oír pasos, pero sonrió alver que era su compañero.

—¡Ah sois vos!, me había quedadodormido y me he asustado al oíros.

—No tardaré nada, hermano, vengo aponer mi alma en paz con Dios.

Abrió la puerta y la cerró una vez dentrode la oscura sala. Sólo una escueta ventanucadejaba pasar unos lívidos rayos de sol por eltecho, y dos grandes cirios alumbraban ellujoso altar plateado.

Cayó de bruces, y se tumbó todo lo largoque era con la cara pegada al suelo y los brazosen cruz.

Un gran altar era todo lo que conteníaaquella habitación, pero de un lujo exuberante.Era de plata maciza, decorado con grandesrelieves que representaban a Moisés delante dela zarza ardiente. Sobre el altar dos grandescirios encendidos, y en medio una pequeñaurna de cristal, encerraba un roído y muertotronco de zarza.

Según una antigua leyenda, aquél era elauténtico tronco del que se sirvió Yahvé parahablar con Moisés. Por supuesto los monjesasí lo creían y tenían auténtica devoción por él.Aquella habitación estaba construida, decían,justo en el mismo lugar donde la mano de Diosalumbró a Moisés.

—No tengo más Dios que Tú. Vuelves allamarme y tu hijo acude.

Una hora de oración fue suficiente para

poner sus pensamientos en orden. Salió de lahabitación sagrada y encaminó sus pasos haciael despacho del abad. Llamó a la puerta, y unadébil voz respondió desde dentro.

—Entrad hermano.—Vengo a pediros un nuevo permiso para

marchar de viaje.—¡Tan pronto marcháis, si acabáis de

regresar de Roma! —dijo asombrado elanciano abad.

—«Cuando Moisés alzaba sus brazos,Israel prevalecía, más cuando los dejaba caer,ganaba Amaleq» (Ex., 17,11).

—Bueno, si tan importante es, que no seaun obstáculo mi permiso, id con Dios, hermano—dijo el abad, levantándose costosamente desu asiento y ofreciendo su mano para que elmonje la besara.

—Gracias, padre.—¿Dónde marcháis esta vez?—A Nueva York.

II

El boeing 727 de la Egiptair hizo unaterrizaje perfecto, habían tomado tierra en elaeropuerto de Londres. La voz de la simpáticaazafata, distorsionada por el sonido metálicodel altavoz, empezó a dar las oportunasórdenes:

—Los pasajeros con destino Londres,pueden salir por la puerta delantera, no olvidentodo su equipaje de mano. El comandante Abuly toda la tripulación esperamos que hayantenido un feliz viaje, y esperamos verles denuevo a bordo. Los pasajeros con destino aNueva York, por favor permanezcan sentadosen sus asientos.

Cail, desde el otro extremo del avión,miró temeroso hacia delante. Aquella miradaseguía clavada en él. Había decidido cambiar deasiento durante el vuelo, la azafata de voz

metálica había mirado a su compañera devuelo, y con una sonrisa en la mirada, accedióamablemente.

Se sentía incómodo, durante el resto delpesado vuelo no había podido hacer el menorgesto, aquella mirada le taladraba la piel, ¡ytodavía le quedaban unas cuantas horas hastaNueva York!

Lo decidió de momento. Con naturalidad,recogió el paquete de sus infortunios y supequeña maleta. Salió del avión, sin atreverse amirar atrás. Empezó a bajar por unas amplias yempinadas escaleras mecánicas. Le parecía queaquello no avanzaba, se sentía atrapado y leoprimía la sensación de querer correr y nopoder. Llegó a un pequeño recodo, donde laescalera mecánica se cortaba por un momento,para doblar una esquina.

Miró hacía atrás con el rabillo del ojo, ytemeroso. A tan sólo diez escasos metros, conla mirada puesta en él, y el crucifijo agarrado

con las dos manos, su pesadilla le perseguía.¿Qué podía hacer?, era un mar de dudas.

Apretó el paso.De nuevo un servicio, parecía que los

aseos eran su única vía de escape. Entró y fuedirecto al lavabo. Se mojó bien la cara, y estavez desabrochó el nudo de la corbata.

Estaba en Londres. Nada de aquello estabaprogramado, se sentía ridículo. ¡Huía de unamonja!, pero aquella mujer le daba pánico.

No podía ir a casa de Verónica. Ya estababastante implicada por el mero hecho de ser suhija. Había tenido un impulso, y a lo mejor sehabía equivocado. Miró el paquete. El corazónle palpitaba de forma alterada.

No podía llevar los manuscritos con él.Tendría que esconderlos.

Pero, ¿dónde? En Londres sería difícilsepararse de su perseguidor, tenía que darleesquinazo.

Tomó una decisión, ¿sería descabellada?

Haciendo caso omiso de todo lo que lerodeaba, y con los manuscritos apretadoscontra su pecho, salió del baño.

—No vencerás, Lucifer —escuchó a susespaldas.

Apretó el paso y dobló la esquina.Conocía perfectamente aquel aeropuerto,como casi todos.

Salió de la zona internacional de llegadas,y se dirigió a la de salidas.

Su perseguidor implacable le pisaba lostalones.

Llegó al mostrador de información.—Señorita, ¿cuál es el primer vuelo que

va a salir?La impresionante rubia de detrás del

mostrador le miró algo atónita, perorápidamente una luminosa sonrisa brilló en sucara

—Un momento, señor —tecleó en elordenador—. Sí, en cinco minutos despega el

avión con destino Zúrich.—Quiero pasaje.—Imposible, señor, el embarque está

cerrado, el avión va a entrar en pista.—¿Cuál es el siguiente? —preguntó Cail

mirando hacia atrás. A escasos cinco metros, lamonja esperaba serena.

—Madrid, pero el vuelo va lleno.—Señorita, no juegue usted conmigo,

aunque le parezca mentira no estoy loco. Porfavor ¿cuál es el primer avión que podríatomar?

—En veinte minutos saldrá el avión condestino Jerusalén.

—Bien, ¿cuántos billetes quedan porvender?

—Siete, señor.—Démelos.Tras coger los pasajes, no sin dejar

sorprendida a la chica del mostrador, fuedirecto a la pequeña farmacia del final del

pasillo y compró tinte para el pelo. Ladesesperación le había llevado a buscar unasolución digna de Hollywood.

III

En la humilde parroquia de Sant Jonhnsacababa de terminar la misa. El padre James eraun hombre joven y apuesto. Llevaba varios añoscomo párroco de aquel barrio señorial, yaunque en un principio le había costado muchoadaptarse a los caprichos de la gente adinerada,ahora estaba orgulloso, pues había descubiertoque sabiéndolos llevar, podía sacarles muchascosas.

El padre James estaba recogiendo tododespués de la misa, si en algo era puntilloso,era en el orden, no podía soportar ver nadafuera de su sitio. Tenía una máxima que llevabaa rajatabla: El orden y la limpieza eransinónimos de vida sana.

—¿El padre James?, por favor.El sacerdote se volvió, y contempló a la

persona que había llamado a su puerta, pero que

sin esperar contestación ya se habíaintroducido en la vicaría.

Era un hombre de mediana estatura, joveny fuerte constitución. El padre James relajó elenfado de su rostro, pues aquel hombre que deforma tan poco elegante se había introducidoen su casa, llevaba sotana.

El padre James, con su jovialidadacostumbrada, avanzó unos cuantos pasos hastasu visitante y le alargó la mano.

—Soy yo, ¿qué deseáis, padre?El rubio y extraño sacerdote, sin tan

siquiera presentarse, sacó un sobre de su sotanay lo alargó al joven párroco.

—Éstas son mis credenciales, comoveréis salen de la secretaría del Vaticano.

El padre James era un hombre sencillo,acostumbrado a cosas sencillas, en su parroquianunca pasaba nada fuera de lo normal, por lotanto, recibir un emisario del mismísimo Papale alteró un poco los nervios. De forma algo

temblorosa devolvió la carta a su dueño.—¿Queréis que os lleve al obispado?, será

para mí un placer... —El extraño visitante cortóen seco las divagaciones del nervioso cura

—Quiero ver a uno de vuestrosparroquianos, usted debe de presentarme.

—Por supuesto, será un honor para mí,¿de quién se trata?

—Angélica Lograft.

IV

Cail llegó hasta el control de pasajeros,tenía prisa por coger aquel dichoso avión que lellevaría otra vez al oriente medio. No leimportaba, aunque hubiera tenido que marcharhasta el Japón, lo hubiera preferido antes queseguir aguantando aquella pesadilla.

Ya no podía dar marcha atrás, sabía que leestaría observando hasta que montara en elavión. Tendría que hacer lo que había planeado:durante el vuelo, se tintaría y cortaría el pelo.Se pondría un pequeño bigote postizo, hechocon su propio pelo, y se cambiaría de ropa. Lamonja llamaría para advertir en qué vuelollegaba, y era seguro de que alguien le estaríaesperando, pero ese alguien nunca le habíavisto, esa sería la pequeña ventaja con la quecontaba. Le daría el tiempo suficiente para salirde escena y guardar los manuscritos. ¿Dónde?

Ya lo pensaría.Entregó, ante la mirada curiosa del

auxiliar de vuelo, los siete billetes. Recogió lassiete tarjetas de embarque.

—Perdone, una pregunta —Cail miró alauxiliar algo turbado— ¿el vuelo ha quedadocerrado?

—Sí señor.—¿Ya no hay posibilidad de que nadie

consiga billete?, ¿verdad?—No señor, usted se ha encargado de

ello, parece que le gusta ir cómodo ¿eh?Cail iluminó su rostro con una sonrisa de

triunfo, se giró y observó a la monja que lemiraba desde el otro lado del pasillo. Se llevóla mano a la sien e hizo un saludo militar dedespedida. Sin embargo, la mirada de odio quepudo apreciar encima de la malévola sonrisa, levolvió a helar el corazón.

V

Angélica Lograft, no andaba muy bien desalud últimamente. Además tenía un humor deperros, su hijo, despreocupándosecompletamente de ella, se había marchado aDios sabe dónde, para hacer Dios sabe qué.

Angélica estaba acostada en la cama,pasaba las horas muertas en su pasión favorita:leer la Santa Biblia. Cuando su sirvienta lecomunicó que tenía una visita, su rostro seiluminó de alegría, ¡por fin saldría de lamonotonía diaria! Mandó a la sirvienta quearreglara un poco su cama, cogió el bonitoespejo de alpaca de encima de la mesa, yretocó su plateado pelo.

Hizo una seña afirmativa, y la sirvienta diopaso a los visitantes.

—Padre James, ¡qué alegría!—Angélica, cómo me alegro de verla tan

bien de salud y animada —dijo el simpáticopárroco, estrechando y besando la temblorosamano que, desde la cama, Angélica le extendía.

—Pero qué zalamero que es usted, padre.¿No habrá venido a regañarme por no asistir amisa últimamente?, por desgracia mis piernasno me lo permiten.

—No diga esas cosas, Angélica, usted estáya casi exenta de ir a misa, poco le falta paraser una santa.

—¿Quién es este joven tan guapo queviene con usted, padre? Qué alegría me da verdos chicos tan jóvenes sirviendo a Cristo.

—Es un hombre importante de la casa deDios, que viene a veros. Él mismo os explicarálos motivos de su visita.

James miró a su acompañante, y éste, conuna severa mirada en el semblante, invitó alpadre James a abandonar la habitación. El jovenpárroco, algo desilusionado por la actitud de sucolega, se disculpó:

—Bueno, Angélica, les dejo tranquilospara que puedan hablar. Le espero fuera, padre.

—Muchas gracias por su amabilidad,padre, puede usted continuar con sus tareasparroquiales, ya no le necesitaré.

—Está bien, que pasen buen día —el padreJames salió de la habitación algo turbado.

—¿En qué puedo ayudarle, padre? —dijoAngélica.

El cura enseñó la misiva papal a la anciana.Ésta, después de leerla varias veces, y con elánimo marcado en los ojos, esperó atenta.

—La tranquilidad y la soberanía de laIglesia dependen de su intervención, señoraLograft.

—No veo qué puede hacer alguien taninsignificante y pequeño como yo por lagrandiosidad de la casa de Dios.

—Vuestro hijo tiene en su poder unosdocumentos, que de salir a la luz públicaperjudicarían el buen nombre de la Iglesia. El

Santo Padre ha contactado ya varias veces conél —mintió el cura—, pero su hijo Cail seniega a concertar una cita, y dejar que la Iglesiapueda lavar sus pecados sin un juicio público.

Angélica oía asombrada, su hijo nuncahabía sido un buen católico, eso era cierto,pero nunca le hubiera creído capaz de tal cosa.Notó cómo el corazón se le aceleraba. ¿Porqué Dios, a su avanzada edad, le mandaba tanduras pruebas?

—¿Qué es lo que yo puedo hacer?El joven sacerdote se mesó sus rubios

cabellos e iluminó su rostro con una tiernasonrisa.

—El Santo Padre ha estudiado con cariñosu historial, sabemos que es usted una devotasirviente de Jesús, por ello nos hemos decididoa dar este paso. El Papa no quisiera tener queexcomulgar a su hijo Cail.

Los ojos de Angélica casi se salieron desus órbitas, y un rictus de dolor le hizo

agarrarse el pecho con fuerza.El sacerdote no hizo el menor

movimiento por ayudar a la anciana.La voz sonó gruesa y ronca:—Queremos que Cail done

voluntariamente esos manuscritos a la Iglesia.Angélica levantó el rostro bañado por las

lágrimas, en su anciano rostro el dolor queoprimía su pecho se empezaba a marcar deforma violenta, pero aún así, la pena era elúnico signo visible en sus cansados ojos.

Apenas casi fue audible su triste voz:—No se preocupe... Los entregará.

CAPÍTULODECIMOSEGUNDO

I

La fiesta estaba siendo espléndida, todo salíacomo lo tenía programado. No es que tuvierauna casa muy grande, pero la gente se habíaacomodado con facilidad y sin problemas, a finde cuentas, ¿no venían todos a pasarlo bien?

Hoy hacía justo un año que el director delperiódico, le había dado la gran alegría denombrarla directora del departamento musical.Todos sus amigos estaban hoy allí con ella,¡hasta Peter!, gran perjudicado de aquelladecisión.

Se encontraba cómoda en Londres, sutrabajo le gustaba, había hecho amigos confacilidad, y lo que era más importante: estabasatisfecha con ella misma.

—Estás guapísima, se te ve exuberante.Verónica sonrió agradecida, y dio un gran

beso a su amiga Any. Últimamente, Any Rizzehabía sido su apoyo constante, entre ellas sehabía formado una especie de comunión que lashacía estar juntas casi continuamente. Sólo eltrabajo les separaba, pues aunque trabajaban enel mismo periódico, paradójicamente, rara vezcoincidían. Any Rizze era la directora decultura, y aunque habían tenido que trabajar enequipo, últimamente no era así.

—¿Te quedarás hoy a dormir?Any arrugó su frente con sorna y extendió

un dedo señalando a su amiga.—Verónica Lograft, pareces olvidar que

yo también tengo casa.Verónica sonrió algo colorada, y se abrazó

al cuello de su amiga, estaba feliz, y necesitabacompartir esa felicidad con alguien.

—Tu casa está lejos de aquí, ya es tarde,quédate conmigo, mañana desayunaremos yluego nos marchamos al trabajo juntas.

—Siempre tienes una excusa para

retenerme aquí —Any dio un beso a su amiga yentraron juntas al salón, la fiesta estaba tocandoa su fin.

Fue divertido fregar juntas los cacharros yreírse de los invitados, mientras en el salónsonaba el último disco de Mark Knopfler.

—Oíste los faroles que se pegaba Corina,todo su afán era atraer la atención de Steven.

—Se ha estado pavoneando como una gataen celo. ¡Y el peinado que llevaba!, parecía ladama de hierro.

—Qué dices, Corina es mucho más fea —una explosión de risas llenó la cocina, conlágrimas en los ojos, ambas tuvieron quesentarse. El sonido inconfundible del teléfonocortó momentáneamente la algarabía.Verónica, todavía secándose las lágrimas de larisa, descolgó el auricular.

—Dígame.—Vero, soy la abuela.—Pero abuela, ¿sabes qué hora es en

Londres? Estaba durmiendo —mintió.—Lo siento, hija mía, pero necesito saber

dónde está tu padre, es muy importante quehable con él.

Aquello no era nada nuevo para Verónica,la abuela Angélica era bastante rara, y cuandose le metía una idea en la cabeza era muyinsistente.

—Y ¿en qué te puedo ayudar yo, abuela?—¿Tú no sabrás dónde está la calamidad

de tu padre?, ¿no se ha puesto en contactocontigo?

—Le vi. Hace unos días que iba haciaEgipto, pero creo era un viaje muy corto.

—Hay unos hombres que quieren verle, yyo no puedo dar con él.

—No te preocupes, abuela, ya aparecerá.—Bueno, hija, si tu le vieras dile que por

favor hable conmigo, ¿lo harás?—Claro abuela, no te preocupes.Verónica colgó el teléfono con la sonrisa

en la comisura de los labios, ¡no le extrañaba lomás mínimo que su padre se fuera a Egipto!, suabuela estaba cada vez más senil. Menudabronca le esperaba al pobre Cail, cuandoapareciera. Ya le veía sentado al borde de lacama de la abuela leyendo una y otra vezpasajes de la Biblia.

Tomaron un último café antes de ir a lacama, ambas tenían mucho trabajo al díasiguiente, pero no querían acabar éste.

Una vez metida en la cama, Verónicavolvió a repasar la jornada, y se acordó de supadre. La llamada de la abuela le había hechosentir de nuevo cómo echaba de menos a Cail.¡¡Qué feliz hubiera sido, si él hubiera estadohoy aquí!! No había querido reconocerlo, perola felicidad no había sido completa, se notabafalta de cariño. ¡Si no fuera por Any!, eraafortunada teniendo una amiga como ella.

Se acurrucó en la almohada y empezó acoger el sueño, cuando el teléfono sonó de

nuevo.Se sobresaltó.—Como sea mi abuela me va a oír —llegó

a la carrera junto al aparato, no quería dejarlosonar mucho, no fuera que despertara a Any.

—Dígame.—Verónica Lograft, por favor —una voz

con marcado acento francés sonó al otro ladodel aparato.

—Sí, soy yo, ¿quién es?—Señorita Lograft, perdone que la

moleste a estas horas —Verónica miróinconscientemente el reloj, las agujasmarcaban las tres de la mañana—, soy Gires,amigo de su padre, no sé si recordará, nosvimos en el aeropuerto de Orly.

—Por supuesto, señor Gires, ¿cómo está?—Algo preocupado, quisiera saber si ha

visto usted a su padre desde que nos separamos,o le ha llamado por teléfono.

Verónica notó cómo los labios se le

secaban, aquello ya empezaba a preocuparla, nopodía ser una mera coincidencia que dospersonas andarán buscando a su padre de esaforma.

—Desde ese día no he vuelto a verle,Gires.

—Verá, su padre había quedado enllamarme cuando llegara a Nueva York, ytodavía no lo ha hecho. He pensado que comoel vuelo hacía escala en Londres, a lo mejor aCail se le había ocurrido ir a verla.

—Por desgracia no ha sido así, amigoGires. ¿Ocurre algo malo?, hace menos de unahora mi abuela ha llamado preguntando por mipadre, muy preocupada, como usted.

Un pequeño silencio rompió laconversación, sin duda Gires estaba dudando siseguir hablando con Verónica o no. Al cabo deun rato el francés respondió:

—He recibido la visita desagradable deuna gente. Esa gente está muy interesada en

algo que su padre y yo hemos adquirido en ElCairo. Han perdido la pista de Cail y andan algonerviosos... estoy algo preocupado por miamigo.

Verónica notó como el corazón empezabaa latirle nervioso.

—De todas formas, estoy seguro de queno tenemos de qué preocuparnos, esté tranquila—continuó—. Simplemente, si usted le ve, o élle llama, dígale que se ponga en contactoconmigo.

—Descuide, señor Gires.Verónica colgó el teléfono y sintió ganas

de llorar, no sabía bien por qué, pero necesitaballorar, seguramente de esa forma rompería losnervios que de forma gradual se habían idoacumulando en su estómago. ¿Qué podía hacerella?, nada salvo esperar.

Se asomó a la habitación de invitados, Anydormía plácidamente.

La arropó y cerró la puerta.

Fue a la cocina y se preparó otro café, estavez más cargado. Estaba segura de que ya nodormiría nada por esa noche.

Sin darse cuenta, y como una autómata, seoyó a sí misma rezar un padrenuestro. No iba amisa, ni era creyente, ¿por qué hacía eso?, seestaba volviendo loca.

Se puso la bata y salió al balcón. La noche,a pesar de ser verano, era fría. El viento jugabacon su pelo largo, llevándoselo a la cara.

Verónica se abrazó un brazo con otro, ydejó resbalar unas lágrimas por sus mejillas.

Quería mucho a su padre.Por vez primera en mucho tiempo, sintió

miedo.

II

—¿Y bien? —El padre Rossi miróimpaciente a Dilivio, recostándose sobre elsillón.

Dilivio bajó levemente su cabeza, y perdióla mirada entre sus piernas.

—Nuestro amigo está empezando a seracorralado, tarde o temprano tendrá que darseñales de vida.

—En el informe que me habéispresentado, me indicáis que tomó el vuelohacia Israel, pero que todo fue obra del azar.

—En efecto, lo mismo que cogió eseavión, pudo coger otro cualquiera, su únicaintención era escapar de nuestro hombre.

—Sin embargo no hemos podido dar conél, no sabemos que ha hecho, ni tan siquiera sisigue todavía allí.

—Tenemos todos sus puntos de apoyo

vigilados, en el momento que entre en contactocon alguien cercano a él, o vuelva a su casa,será nuestro.

El padre Rossi se incorporó de su asientoy se dirigió a la puerta, estaba claro que para élaquella conversación había acabado. Dilivioimitó a su acompañante, incorporándose algonervioso.

—No creo necesario deciros que eltiempo corre en nuestra contra en este caso. ElSanto Padre pide agilidad en la resolución delproblema. Si es necesario dar otra vuelta a latuerca...

Dilivio miró con ojos brillantes a Rossi,estiró todo lo que pudo su largo cuello, y conaire algo militar exclamó:

—Decidle al Santo Padre que estétranquilo.

Cuando la puerta se hubo cerrado, el padreRossi proyectó una gran sonrisa en su rostrolechoso. Giró la vista, dando un gran círculo

sobre sí mismo, y respiró el aire que marcabasu triunfo. Desde hacía varios días se habíamudado al despacho del difunto Signori,siempre había soñado con poseer todasaquellas cosas: el precioso cuadro, la mesa denogal, la gran biblioteca, las inmejorablesvistas al Belvedere, y hasta el pequeño mueblebar que tan bien escondido creía el viejoSignori tener. Ahora todo aquello era suyo, yeso sólo era el principio de un gran final.

Miró el reloj, era momento de ir a ver a suSantidad el Papa. Despacharía con él de formajovial y rápida. El obispo de Roma, cada díamás enfermo, confiaba en él, y por su puestoRossi no dejaría que fuera de otra manera.

Cogió de la bonita mesa el falso informeque había hecho. Con aquellas falsas palabras,calmaría la incertidumbre del enfermo.

Metió la carpeta debajo de su brazo y saliódel amplio despacho. Un brillo triunfalrelumbraba su cara cuando cerró la puerta tras

de sí.

CAPÍTULODECIMOTERCERO

I

«Aquel hombre que dejó marcadami vida para siempre era algoespecial. No podría decir de él quela bondad fuera su rasgo máspredominante, tampoco que fuerade carácter jovial o alegre, puesmás bien al contrario, era taciturnoy algo arisco. Dio numerablesmuestras a lo largo de su vida deser un hombre iracundo y altanero.Nunca dio la espalda a ningunadisputa, pues en su orgullosocarácter siempre quedaba lacerteza de tener él la razón.

Tenía esa extraña habilidadque algunas personas ejercitan confacilidad, y que en él era innata: El

don de ir dejando numerososenemigos allí por donde pasaba.

Pero si algo me molestabaprofundamente de él, fue lafacilidad con la que usaba palabrasduras y mal sonantes. Fue algo a loque jamás logré acostumbrarme.

Ahora, cuando mando al jovenmuchacho que me sirve deescribiente que me lea estasescasas líneas, pienso: ¿qué vi yoentonces en aquel hombrepeculiar?

Tampoco era un hombre sabio,si como tal nombramos a aquellosque con sus actos o escritos dejancosas para provecho de la gente.

Tampoco era poeta, puescarecía de forma y gracia. Además,nunca intentó serlo.

¿Qué fue entonces lo que llenó

mi corazón con aquel hombre?Ahora, con el paso y la

sabiduría que me dan los largosaños vividos, puedo decir quePablo de Tarso fue un hombreeminente. Se atrevió a aventurarsedonde ninguna mente humanahubiera ni tan siquiera soñadojamás.

Entusiasmó a las masas, ysupo llenar el vacío de todos suscorazones. Supo leer la vida que letocó vivir, y llegó de formaespiritual y difusa a los problemasque estaban fuera del alcance.

Conquistó un terreno que nosupieron llenar ninguna de lasnumerosas religiones existentes.Fue misionero de su idea, portierra y mares lejanos. No cayó enel error de pensar que sólo el

pueblo de David necesitaba unDios, fue propagador para hebreosy gentiles. Usó en cada sitio y lugarlas palabras e ideas que más seadaptaban, y poco a poco fuellenando su ego... Y el mío.

No olvidaré jamás el día quemi camino, hasta entones monótonoe insulso, se cruzó con el de Pablo.Yo repartía mi escasa cienciamédica por el barrio judío de laciudad de Antioquía. Estabaocupado en el necesario menesterde reponer la energía gastada a lolargo del día, con una extensa ytranquila cena, cuando el jovenRufo interrumpió mi asueto. Lleguétodo lo rápido que aquel ilustreinvitado parecía merecer: En lalujosa casa, ancianos y presbíterosrodeaban a un hombre

completamente curvado por eldolor. Me arremangué mi túnicacolor rojo claro y lavé mis sudadasmanos con agua tibia, antes decoger la tersa y peluda mandíbuladel enfermo.

Me miró suplicante, sin dudael dolor aumentaba de formaprogresiva y la debilidad se notabaen su mirada. Sus ojos de colorverde claro estaban bañados con elagua del dolor.

No era un hombre alto, nitampoco corpulento. Recuerdohaber cogido sus manos entre lasmías, y haberme sorprendido conaquel tacto suave y frío. Sin dudaaquel hombre no era un trabajadorde la tierra, ningún callo ni durezadelataba su piel.

—He de arrancar un par de

muelas de tu boca.Las hierbas y las semillas que

llevaba siempre conmigo sirvieronpara mermar el dolor, dejando enun estado de adormecimiento alpaciente.

El joven Rufo me sirvió paraagarrarlo, mientras con unasgrandes tenazas de hierro extrajedos muelas completamentepodridas.

Pablo escupió abundantesangre, y lloró, no sé bien si dealegría o del intenso dolor causadopor mi fuerza, pero aún golpean enmi mente aquellas primeraspalabras que me dirigió, mientrasme miraba a los ojos:

—Bendito seas, Lucas, nuncaolvidaré el alivio que ahora mecausas, siempre tendrás un hueco

en mi corazón.Cumplió su palabra, después

de innumerables viajes y penuriasjuntos, he curado mil veces sucuerpo de heridas y enfermedades.

Supo embarcarme en su idea, yaquella idea la hice mía.

Fui su mejor amigo, y su másfiel defensor.

En este punto el manuscrito eratotalmente ininteligible, el tiempo no habíasido benévolo con aquellas hojas labradas conla apasionante vida de un hombre arrepentido.Un tremendo roto en forma de zeta marcaba elsiguiente trozo de cuero, y lo que se habíalibrado de aquel destrozo no tenía mejor pinta.Alguna sustancia, Dios sabe cuál, se habíaimpregnado por todo el manuscrito,oscureciéndolo de tal manera, que no parecíahaber nada escrito.

El siguiente cuero tampoco estaba en muybuen estado. Aunque menos dañado que elanterior, sólo la mitad podía ser leído sinutilizar ninguna sustancia química, y arriesgarsede esa manera a dañar aún más el valiosocontenido. No se podía seguir una lecturaracional del texto. Frases sueltas, algunas deellas ni tan siquiera completas, era todo lo quese podía conseguir con una potente lupa. En laparte superior derecha una frase resaltaba claray concisa:

«Ningún judío fiel conectó aPablo con Saulo.»

Lo que seguía a aquella apasionante fraseera totalmente indescifrable fuera de unlaboratorio de restauración arqueológica. Haciala mitad de aquel mismo manuscrito, podíaleerse entre líneas palabras sueltas:

«Diáspora», dos espacios más allá de un

gran borrón negro, se podía leer: «Ritosinnecesarios».

Casi al final del manuscrito una frase serevelaba como concisa y a la vez inquietante:

«Sería el desarrollo natural detodas las creencias conocidas».

A ese manuscrito le seguía otrocompletamente estropeado. Casi se desvanecíaen los dedos de aquel que lo tocaba. Lasrevelaciones que el histórico autor quisorelatar en aquel pedazo de cuero, seguramentemurieron con él.

Sin embargo, el siguiente manuscrito,volvía a ser claro y diáfano. La tinta y losclaros trazos de la elegante escritura parecíansalirse del cuero. ¡¡Nadie diría que aquellospapeles tenían casi dos mil años!!

«Cuando así hablaba, mimente se liberaba de mi cansadocuerpo, la tensión de un largo yajetreado día desaparecía, dejandopaso a la ilusión que se conectabacon aquellos brillantes y luminososojos verdes.

—Ésa será nuestra tarea,amigo Lucas. Todas esas doctrinasque mezclan ideas, sueños,verdades e idolatrías, debemosfundirlas en una sola. Nopermitiremos que la Palabra deDios se sustente en la boca de unoscuantos locos, que dependen decómo hayan pasado la noche, o decómo de inspirados estén por eldía, para explicar su caos, o laPalabra imprecisa de un Dios muyparticular. Alguien tiene que ponerorden y sensatez en este Oriente

tan lleno de Dioses y charlatanes.»

Nuevamente el manuscrito dejaba de serclaro. Parecía haber sufrido algún tipo dequemadura, pues podía seguirse sin dificultad lamarca dejada por el destructor fuego. Lasllamas no sólo habían dejado completamenteinservible aquella parte, sino que todo lo que larodeaba estaba oscurecida y debilitada, de talforma que se rompía en mil pedazos al másmínimo contacto.

«...Blasfemia a la que me fuiacostumbrando:

—Cuando los profetas noshablaban de un Mesías quesalvaría al pueblo de Israel, sereferían a que lo salvaría de vivirenlosado y encerrado en sí mismo,impotente en sus ancestralescostumbres, y sujeto a unas

cadenas, que no le dejan moverse ysalir de sus propias prisiones.»

El manuscrito seguía siendo un mar deenigmas, y era un verdadero jeroglífico,descifrarlo en algunos puntos, donde sólo unbuen equipado laboratorio dejaría atrás lasmarcas del tiempo.

«Yo me encontraba algoviolento, Pablo usaba aquelvocabulario tan áspero como decostumbre, y estaba obligando aSantiago a defenderse en su propiacasa.

—Saulo —Santiago se negabasistemáticamente a llamarle por sunuevo nombre—, creo que olvidáisque estáis hablando de mi propiohermano.

—Acaso, ¿eso os da prioridad

de entendimiento?, sois un obtusoque no ha sabido aprovechar esaventaja, y ahora desperdiciáisvuestro tiempo y el de toda estagente —dijo Pablo señalando a lamultitud que se empezaba acongregar en el Templo.

La cara de Santiago, al quetodos conocían como "el justo",empezó a marcarse por la ira, sinembargo, incluso en ese momentode extrema tensión, supo mantenersu compostura.

Una voz fuerte y potente saliódetrás de nuestras espaldas,recuerdo haberme giradoembriagado y sorprendido a la vez,por aquel acompasado timbre.

Saulo, ¿por qué te esfuerzasen mantener disputas, y cimentarfalsedades? No entendemos tus

ideas, y aquí no son compartidas —el hombre que así hablaba estabarodeado de un halo de dignidadpor todos reconocida. Su nombreera Cefas, el llamado Pedro, y sinduda su voz era escuchada yrespetada—. La doctrina que túintentas difundir no se ajusta a larealidad que nosotros conocimos yaprendimos.

Cefas se había hecho espaciojusto en el centro del Templo,consiguiendo que todas las miradasse unieran en él.

—Nosotros, los que tuvimos lasuerte de conocer y vivir con Jesús,no entendemos de dónde viene esaautoridad que tan alegremente túmanifiestas, pues yo que viví cadasegundo de su vida, y amé cada unade sus palabras, nunca llegué a

verte a su lado. ¿Dónde estuviste,Saulo, en cada momento difícil desu arduo camino?

Cefas dirigió sus zancudospasos hacia Pablo, y con las manosextendidas recogió las suyas. Unasonrisa se marcó alegre en suarrugado rostro, y miró sereno alos ojos de mi amigo.

—Somos gente sencilla y pocosembrada, amigo Saulo, te pido conhumildad que no compliquesnuestras existencias. Harías ungran servicio al pueblo de Judea siregresaras a casa y olvidaras esteasunto.

—El Dios que yo predico...».

El manuscrito no dejaba seguir con tanapasionante conversación, justo en esa frasellegaba a su fin, pero esta vez, quedaba clara la

mano del hombre, pues en ese punto, y deforma perfecta el manuscrito había sido roto.Todo parecía indicar que el propio Lucasmandó quitar los párrafos siguientes, y ante laescasez que en aquellas épocas había depergamino o cuero, decidió arrancar aquelloque no quería mostrar. El manuscrito era dediez a veinte centímetros más corto que losdemás, y la simetría y eficacia con la que habíasido cortado dejaba clara la esmerada yconcienzuda mano del hombre.

«Era un motivo constante deirritación para Pablo. Losobjetivos, enseñanzas ypreocupaciones erandiametralmente opuestos. Pablo nopodía dejar de pensar que Santiago—el justo— estaba más cerca de lafuente. Aunque no pudiera borrarladel todo, su obsesión era minimizar

la figura de Santiago, y pordesgracia y a mi pesar, yo contribuíde forma relevante en esa tarea.

Ahora, con la edad, creo haberencontrado la sabiduría que mefaltó entonces, y antes de que elSeñor me llame ante Él, intentaréborrar mi error:

Santiago era el jefereconocido de la comunidad deJerusalén. Representaba unafacción de judíos “celosos de laley”. Dos enemigos distintos ydiferentes, fueron los que ganóSantiago en su camino, el primero ymás peligroso venía del clero hostilsaduceo, con el sumo sacerdoteAnanías a la cabeza. ParaSantiago, éstos habían traicionadoa su nación y sobre todo a sureligión, al pactar con los romanos.

Ananías era un hombreterriblemente corrupto y odiadopor el pueblo. Santiago cuestionópúblicamente al sumo sacerdote, locual le serviría para encontrar lamuerte.

Sin embargo, el segundoenemigo que encontró en sucamino, sin que él lo supiera, lehizo mucho más daño.

Admitió a Pablo dentro de sucomunidad, a pesar de serforastero, y haber perseguido susideas en el pasado con la espada.Pronto renegó de ellos, tergiversósus ideas y cosas, llegando a malutilizar la imagen de Jesús alpredicar una doctrinadistorsionada.

A partir de ese momento fueconocido dentro de la comunidad

como «El mentiroso».

CAPÍTULO DECIMOCUARTO

I

Estaba asustado, pero también rabioso y muy,muy enojado. Jamás había experimentadotantas sensaciones de impotencia. ¿Por quétenía que esconderse, como si fuera unproscrito?

Nunca pensó que pudiera llegar a sentirlo,pero, ¡¡echaba tanto de menos su vidamonótona y tranquila!!

Volvió a mirar por la ventana.Nada, estaba claro que había conseguido

despistar a sus perseguidores. Pero, ¿de qué leservía? Llevaba tres días escondido, o más bienenjaulado, en un triste motel de carretera. Nose atrevía a volver a su casa, no hacía falta sermuy listo para suponer que ésta estaría vigilada.Pero no podía seguir así por mucho mástiempo, aquella situación le sobrepasaba.

En Jerusalén, todo marchó bien. Comohabía supuesto, su pequeño disfraz fuesuficiente para salir del paso. Se sentíaorgulloso de su rapidez y eficacia. Losmanuscritos estaban escondidos y a salvo decualquier amenaza.

A la vuelta todo había sido más sencillo,con tranquilidad y tiempo para pensar habíapodido elaborar un simple plan de regreso. DeJerusalén, tomó el primer avión con destino¡¡¡Roma!!! Fue su pequeña ironía. Estabaseguro que nunca le buscarían en la misma bocadel lobo. Su atrevimiento llegó incluso másallá, y decidido a probar su nuevo aspecto, seembarcó en una pequeña visita turística por elVaticano.

Con el pelo totalmente tintado, una buenabarba de ya más de cinco días, gafas de sol,botas de cuero y ropa vaquera, ni su mismasecretaria le hubiera reconocido.

Mientras paseaba por los ricos salones, y

los lujosos pasillos de la capital cristiana delmundo, más de una vez estuvo tentado en salirdel grupo y buscar los aposentos privados delPapa. Pero, ¿de qué le hubiera servido?,seguramente de nada. No podría llegar hasta elobispo de Roma, sería detenido mucho antes, yél mismo se pondría en manos de susenemigos.

Pero aún en el difícil caso de que pudierallegar hasta el Santo Padre, ¿qué le diría?,estaba seguro de que el Papa no tenía nada quever con todo aquel asunto. ¿Le creería, o letomaría por un loco? Alguna persona allegada aél tenía que estar al corriente de todo, y seencargaría de que saliera mal parado.

El caso es que acabó su visita por elVaticano, y como un simple turista más, semarchó de allí. No había valido de nada suacción, tampoco pensaba sacar nada en claro deella, pero de una cosa si había servido: Sumoral subió un par de enteros.

Por la tarde, cogió el vuelo que le llevaríadirecto a Nueva York, esperaba que nadievigilara aquella llegada, pero por si estabaequivocado, su pequeño antifaz le dabaconfianza.

Cail sonrió —mientras sentado en la camadel motel miraba sin ver la televisión—, alacordarse de algo que ahora le parecíagracioso:

Cuando entró en el avión, y se acomodóen su asiento, empezó casi como un poseso amirar a un lado y a otro, no tranquilo se levantóy dio una pequeña vuelta por el inmensoaeroplano, hasta que una de las simpáticasazafatas con la sonrisa en sus labios, pero conuna dura mirada en sus ojos, le instó a sentarse.Se sentó, y casi de forma inconsciente empezóa rezar y a darle gracias a Dios, ¡¡porque entodo el avión no había ni un solo fraile omonja!!

¿Le habría gustado a Dios su gesto?

A su llegada al aeropuerto neoyorquino,Cail creyó que el corazón no daría más de sí.Los nervios le jugaban malas pasadas, y en cadarincón, y en cada rostro, veía un peligro y unaamenaza. Sin embargo, y aunque su estadonervioso estaba muy alterado, todo fue normaly rápido. No tenía que esperar maleta ninguna,por lo que en pocos minutos pasó de lacomodidad del gran Boeing 747 a la seguridadde un taxi.

No le molestó que el taxista de colortuviera la música de James Brown demasiadoalta, ni que el «alegre» conductor llevara sudestartalado coche al ritmo de la música.Bastante preocupación tenía con mirar de unlado hacía otro, asegurándose en que nadie leestaba siguiendo.

Se dirigía a las afueras de la ciudad, ycuando estuvo relativamente seguro de quenadie les seguía, mandó parar el taxi en elprimer motel de carretera que vio. Sólo cuando

se hubo bajado de aquella discoteca rodante, ytras pasar varios minutos parado en el porchedel motel, su sentido auditivo volvió a lanormalidad.

Tres días, tres días ya de encierro ymiedo. Era hora de hacer frente a la situación.En un principio había pensado en la policía,pero pronto se rió de su ridícula idea. ¿Quépodía decirles?, ¿que una monja loca le habíamolestado en el aeropuerto de El Cairo? No leharían el menor caso.

Pensó también en avisar a la prensa, teníaamigos periodistas —incluida su propia hija—que darían su sueldo de un año, por una historiacomo la que él tenía para contar. Pero sólo élsaldría perjudicado, la Iglesia desmentiría todo,y al final perdería los manuscritos. Tendría queluchar con sus propias armas. Estaba decidido,no se escondería más. Cogió el teléfono de lamesilla, y lo descolgó.

—Señorita —dijo Cail, al escuchar la voz

de la recepcionista del motel—, quisiera poneruna conferencia a París.

—Claro, señor, marque usted el cero ytendrá línea exterior. Luego use los prefijoscorrespondientes.

Cail empezó a marcar, y rogó para que suamigo Gires estuviera en casa. No sabía porqué, pero la primera persona que vino a sumente fue el francés. El teléfono ya habíasonado tres veces, y nadie lo descolgaba, Cailempezaba a desesperar.

—Diga —la inconfundible voz de suamigo sonó al otro lado del aparato.

—Gires, soy Cail.—Dios mío, Cail, qué alegría me da oírte.

¿Dónde estás?, llevo llamando a tu casa y a tuoficina más de cinco días, y nadie sabe nada deti.

—Hice escala en Londres.—Lo suponía, pero no viste a Verónica.—Me han estado siguiendo de una forma

amenazadora, amigo mío. Tenías razón,nuestros rivales no van a aceptar su derrota deforma deportiva. ¡¡Llegaron a amenazarme conmi hija!! No podía ir a verla. Por cierto, ¿cómosabes tú que no la vi?

—Verás, Cail, yo también he recibido unavisita algo incómoda. Un monje se presentó enmi casa, quería saber dónde estabas tú y, porsupuesto, los manuscritos.

—¿Qué le dijiste?—¿Y qué le podía decir?, no sabía nada de

ti, así que cuando se marchó, llamé a Verónica,supuse que habías decidido quedarte con ella untiempo. Pero aún hay más.

—¿Qué pasa? —Cail notó que su pulso seaceleraba.

—No soy el único que ha recibido unavisita, tu hija me dijo que acababa de hablar contu madre, le había llamado muy preocupada ynerviosa, decía que necesitaba hablar contigo.

—Comprendo, se mueven con rapidez.

—Con la Iglesia hemos topado.Un pequeño silencio rompió la

conversación, Cail pensaba con toda la rapidezque le permitía su alterado estado de nervios, yGires dejaba de forma comprensible que suamigo se tomara su tiempo.

—Tuve que escapar de forma precipitada,no podía aterrizar en Nueva York, me estaríanesperando, además hubiera acabado por golpeara aquella maldita monja.

—Ya entiendo.—Cogí el primer avión que pude, y decidí

esconder los manuscritos, así que...—No, no, no —Gires interrumpió a su

amigo de forma brusca—, no quiero saber nadamás. El no saber dónde están esos manuscritoses mi pasaporte. Y el no decirle a nadie, ANADIE, dónde están escondidos será el tuyo.En el momento que más personas lo sepandejará de ser un secreto, y tú estarás enpeligro. No dudes, amigo mío, que mientras

ellos —sean quienes sean—, no consigan esosmanuscritos, no te pasará nada.

—Pero, ¿y a mi familia?—Ése será un riesgo que deberás correr.

II

Pagó la cuenta del motel y pidió un taxi.Se había quitado el bigote, y su pelo, despuésde una buena ducha, volvía a tener su colornatural. Ya no quería esconderse, volvía a sucasa.

Era curioso, ahora que había tomado estadecisión, se sentía sereno y tranquilo. Eltrayecto entre el motel y su casa lo hizoencerrado en sus pensamientos, pero ni muchomenos nervioso.

Era mediodía cuando llegó por fin a suañorada mansión. A primera vista todo seguíaigual, los grandes jardines estaban tan biencuidados como siempre —sin duda el jardineroera un hombre competente—, y la residenciaresplandecía en su blancura y estilo colonial.

Entró en el amplio recibidor y se dejóabofetear por la abundante luz que en esa hora

del día entraba por las lujosas vidrieras. Teníamuy claro lo que necesitaba en ese momento,subió por la ancha escalera de mármol, y entróen su habitación. Se quitó la ropa y se puso unode sus pijamas de seda con su batín. Fue directoa su despacho y conectó el compact disc.

Era una antigua costumbre en él, cuandotenía decisiones importantes que tomar, y suactitud debía de ser enérgica y decidida,colocaba en el aparato de música el DonGiovanni de Mozart. Los seis minutos deovertura tranquilizaban y aplacaban su ansiedad.Luego, escuchar a doña Elvira hacía que elevarasu espíritu y notara cómo corría su adrenalina.Don Giovanni expresaba sus sentimientos bajola sabia batuta de Karajan, mientras Cail sepreparó una Coca-Cola con abundante hielo.

Se acomodó en su amplio y acogedorsillón, y vio de reojo como el parpadeo delcontestador le indicaba que tenía llamadas queatender. Respiró profundamente, y dejó que la

música penetrara por todos los poros de sucuerpo. Luego, tranquilo, apretó el botón delaparato. Mientras oía cómo la cinta delcontestador se rebobinaba, volvió a sentir lanecesidad de apoyarse en alguien. Mozart, pordesgracia, no era del todo suficiente en estoscasos.

«Cail, hijo, estás en casa, si me oyes cogeel teléfono, tengo algo muy importante quehablar contigo. —Una pequeña espera—. Bien,veo que no estás en casa. Llámame en cuantopuedas. Te quiero, hijo mío.»

Una corta pausa.«Cail, soy Verónica, tienes el patio algo

revuelto —Cail sonrió—, deja de jugar apolicías y ladrones y da señales de vida. Ah, ypor favor llama a la abuela, está que le va a daralgo. Te quiero.»

Otra pausa.«Bien, parece que no estás, no sé si eso es

bueno o malo. Llámame, por favor, necesito

hablar contigo».La voz de Gires se apagó y la cinta siguió

andando.«Hijo, es urgente que hable contigo, ven a

verme, por favor. Estoy muy intranquila por ti.»El mensaje de su madre era el último.

Respiró aliviado, no sabía lo que esperaba, peroaquello no era tan malo. Con su amigo Gires yahabía hablado, y por él ya sabía lo que quería suhija. Sólo le preocupaba su madre.

Cogió el teléfono y marcó el numero desu hija, a esas horas en Londres era de noche.

—Diga —la voz sonó clara y melodiosa.—Hola Vero, soy papá.—Hombre, qué alegría. ¿Ya has hecho de

hijo pródigo?—Pues creo que todavía no. He preferido

hacer primero de buen padre.—Esa batalla la tienes ganada hace ya

mucho, sin embargo la abuela parece mialmorrana telefónica, ¡qué molesta es!

—Ahora iré a verla, pero quería hablarcontigo y decirte que ya estoy en casa.

—Eso no hace falta que lo jures, casi meestoy quedando sorda con los gritos de esegordo italiano que canta.

—¡Dios mío, como te gusta hacermerabiar!, ni es italiano el que canta ni está gordo.

—Pero no me negarás que están cantandoen italiano, a veces me pregunto qué hacía ungenio austriaco componiendo en italiano.

—Ja, ja, ja, contigo olvido siempre todoslos problemas.

—¿Va todo bien, Cail?—¡Claro que sí!, no te preocupes. Te

quiero, hija.—Bueno, entonces te dejo, Cail, aquí a

esta hora la gente normal solemos dormir¿sabes?... Estoy muy contenta de haberte oído,un beso... padre.

Cail no pudo impedir que los ojos se lehumedecieran, ¡era tan afortunado de tener a

alguien así a su lado!

III

La sensación de volver a coger suMercedes fue notable. Siempre, cuando volvíadespués de un largo periodo de tiempo sinconducir, era cuando se daba cuenta de lomucho que le gustaba.

Empezó a guiar su espléndido coche porlas anchas calles que le llevarían hasta laautovía. Lo hizo gustándose, recreándose encada volantazo, en cada velocidad metida en sucaja deportiva de cambios. Puso el climatizadorde aire, y subió la ventanilla. La insonorizaciónde aquel vehículo era impresionante. Esta vezno conectó el compact, sino que puso laemisora de radio local. La voz fuerte y clara deWhitney Houston invadió armoniosa el interiorde su coche.

Ya había abandonado la autovía, así comovarias de las carreteras principales. Ahora se

encontraba en la pequeña vía comarcal queconducía a la zona residencial donde vivía sumadre.

Y de pronto se dio cuenta.Un coche le seguía a cierta distancia, no

parecía acercarse, pero indudablemente leseguía. Si él aumentaba la velocidad, superseguidor la aumentaba, de tal forma que ladistancia entre ellos era siempre más o menosla misma.

El Mercedes 600 rugió de felicidad, alnotar que su piloto exigía de él toda su potenciay velocidad. La maquina alemana surcó lacarretera como un cometa, se agarró a cadacurva sabiendo que de ello dependía la vida desu ocupante, y de forma armoniosa yaerodinámica se ajustó al bello paisajecampestre.

Cail empezó a disfrutar con su pequeña ymomentánea victoria. Los neumáticoschirriaban al deslizarse por el asfalto, una curva

a la derecha, enseguida una a la izquierda, unpequeño cambio de rasante, otra curva.

En el espejo retrovisor no aparecía ningúncoche, Cail sonreía satisfecho.

Más curvas, derecha, otra vez derecha,ahora izquierda, un cambio de rasanteprolongado y...

—¡¡¡Dios mío!!!Justo cuando Cail llegó a lo más alto de

aquel rasante, vio aterrorizado como un grantronco de árbol dormía inerte en medio de laestrecha carretera.

Frenó, frenó con todas sus fuerzas, y lasruedas gimieron de dolor. El coche, que hastaese momento había bajado libremente, parecióprotestar por aquel brusco cambio, y de formarebelde, el Mercedes 600 empezó a culear.

Cail siempre se había creído un buenconductor, pero nunca había estado ensemejante situación, simplemente perdió elcontrol del vehículo. Lo que le pareció una

eternidad, en realidad sucedió en escasossegundos. El automóvil, dando varios giros, fuea estrellarse contra un grueso tronco de pino.Los cristales saltaron en mil pedazos, y sólo elairbag salvó a Cail de una muerte segura.

Estaba muy aturdido, y no sentía nada desu cuerpo, intentó desabrochar su cinturón,pero no pudo. El airbag le oprimía el pecho y elrostro. Unas manos le agarraron y, de formabrusca, alguien intentó sacarle del coche.

Cail miró la cara del hombre que teníaencima suyo, éste le estaba diciendo algo, perotodo empezó a volvérsele borroso y su mentecaminó despacio por un océano de oscuridadtenebrosa.

IV

La enfermera dio un respingo de alegría, ysalió disparada de la habitación. Pasó como unrayo por el largo pasillo, y dobló a la izquierdapara llegar justo a la sala de descanso, allíestaba segura de que encontraría al doctor.

—Doctor, doctor —entró gritando—, elenfermo reacciona.

El doctor George dejó la grasientahamburguesa que tenía a medio acabar, y traslimpiarse las manos en una servilleta de papel,salió corriendo tras la enfermera.

Cail empezó a parpadear, y a cadamovimiento de sus párpados, un intenso dolormartilleó su cabeza. Poco a poco, la leve nubefue apartándose de su vista, y una clara y limpiahabitación de hospital se presentó ante él.

—Bienvenido, señor Cail.Cail notó como unas suaves manos

agarraban las suyas. Giró la cabeza en direccióna la cálida voz que le daba la bienvenida. Unahermosa joven le sonreía de forma alegre yabierta.

—Soy Lucía, su enfermera.Cail intentó responder con otra sonrisa,

pero todos los músculos de su rostro senegaron en rotundo.

—Señor Cail, soy el doctor George. Hatenido usted un accidente de automóvil. Lapolicía le trajo hará unas cuatro horas. Nointente hablar, ahora debe descansar, entre losmúltiples traumatismos y la medicación que lehemos suministrado no está en las mejorescondiciones. Si todo marcha bien, sólo estaráaquí cuarenta y ocho horas más. ¿Me haentendido, señor Cail?

Cail movió lenta y pesadamente la cabeza,en señal de afirmación.

—Todavía no hemos avisado a nadie de sufamilia, hemos estado llamando a su casa, pero

nadie nos ha contestado. ¿Quiere usted queavisemos a alguien en particular?

Cail movió afirmativamente la cabeza, eintentó incorporarse. El doctor Georgeaproximó su rostro al de Cail, y escuchó el levesusurro de éste.

—Mircelt, doctor Alan Mircelt.

V

El viejo doctor Mircelt entró en lahabitación con la preocupación marcada en surostro. Pero cuando vio que Cail le sonriódesde su cama, la tensión de su cara se relajóde forma ostensible.

—Ni qué decir tiene, que cuando he vistoque me has llamado he supuesto que no quieresque tu madre se entere. Nadie sabe que estásaquí. Has hecho bien, hijo mío, no sé yo si elviejo corazón de tu testaruda madre losoportaría.

Cail estrechó la mano que el madurodoctor le ofrecía.

—Sabía que podía contar con usted,doctor —dijo Cail haciendo un esfuerzo.

—Has tenido mucha suerte, muchacho, hevisto tu expediente, y salvo múltiples golpes, yla prudente espera por tu dura cabezota, no

tienes nada grave.—Necesito salir de aquí cuanto antes,

Alan, y para eso he de contar con su valiosaayuda.

—No seas imprudente, hijo, estos golpesson muy traicioneros, debes de permaneceraquí.

—Usted no lo entiende doctor, tengocosas urgentes que resolver.

—No hay cosa más urgente que la vida.Cail apretó fuerte la mano del doctor

Mircelt, luego dirigió la mirada a sus ancianospero sabios ojos. Confiaba en la sabiduría y laprudencia del doctor, por lo que esperaba queéste no le hiciera demasiadas preguntas.

—Usted lo ha dicho, doctor, por eso debode salir con urgencia de este hospital.

Mircelt bajó la cabeza, y empezó a pasarmuy despacio la lengua por sus labios. Aquellosignificaba que el viejo doctor estaba pensando,Cail conocía desde hacía muchos años al

anciano Alan Mircelt. ¡Cuántas veces se habíareído junto a su madre de aquella manía!

—Bien, alguien que conduce su coche poruna carretera comarcal, a la velocidad que tú lohacías —según la policía—, debe de tenerrazones de peso.

—Gracias, Mircelt, sabía que podríacontar con usted.

—Eso ya lo dijiste antes, zalamero deldemonio.

Cail soltó una sonora carcajada, que hizoque todos los huesos de su molido cuerpoprotestaran.

La puerta se abrió despacio, y tras ellaapareció la sencilla belleza de la enfermeraLucía portando un enorme ramo de flores.

—Me alegro de que esté usted tanrisueño, señor Cail, eso es buena señal. Aquí ledejo éste precioso ramo. Seguro que es de unaguapísima señorita.

—Gracias Lucía.

Cail esperó a que la enfermera se hubieraido para mirar de forma dura e inquisitiva aldoctor Mircelt.

—Creía que no se lo había chismorreadousted a nadie.

—Por supuesto que no, ya te lo he dichoantes —contestó el doctor algo ofendido.

Cail sacó del pequeño sobre que llevaba elramo una escueta nota, y empezó a leerla. Casial momento su rostro se tiñó ceniciento, y sumano temblorosa dejó caer la misiva al suelo.Mircelt, ante el efecto que había causado dichanota en Cail, se agachó a recogerla, la abrió yempezó a leerla:

«Dios todo poderoso sólo salvará a losjustos».

Nadie firmaba aquel papel, Mircelt miróel sobre.

Nada. Ningún nombre.El doctor volvió a leer para sí aquella nota,

y entonces fue cuando se fijó.

Al final de la frase, y en el lado inferiorderecho, una oscura y solitaria cruz marcaba lahoja.

VI

No le fue fácil al viejo Mircelt convenceral doctor George para que éste permitiera lasalida de Cail. El médico particular de lafamilia Lograft se tuvo que hacerparticularmente fiador de la situación. Cailfirmó un papel por el que eximía de todaresponsabilidad al hospital de Sant Jonhns.Caminaba despacio, ayudado por una pequeñamuleta, por el pequeño jardín que conducía alexterior del hospital, cuando una voz le retuvo.Cail y Mircelt se pararon y esperaron al doctorGeorge que, a la carrera, se dirigía hacia ellos.

—Olvidaba algo muy importante, señorLograft, la policía me indicó que cuando ustedestuviera en condiciones debía llamarles.

—Gracias, doctor George, lo primero queme dispongo a hacer es ir a comisaría.

El departamento de policía de un lugar

residencial como Sant Jonhns no tiene nada quever con las pequeñas comisarías de distrito delcentro de la ciudad de Nueva York.

Sólo un coche patrulla esperaba aparcadoa la puerta. Un hermoso edificio de estilocolonial, pintado en color albero, albergaba alos guardianes de la paz y el orden del lugar. Enla terraza superior, y como no podía ser menos,la bandera estrellada de los EE.UU. colgabamajestuosa. Hermosos jardines rodeaban todosu contorno, y la tranquilidad que se respirabaera reconfortante.

El comisario era un hombre moreno, altoy con una parsimonia que podía llegar adesesperar al más paciente de los mortales.Después de acabar de escribir unas notas, ycolocar un archivo en su respectivo lugar,alargó la mano hacia Cail y Mircelt.

—Me alegro de verle bien y recuperado,señor Lograft.

—Gracias comisario.

—Bien, eso hará que sea todo mucho mássencillo —el comisario se dejó caer sobre susillón giratorio, y encendió un cigarrillo—. Sumadre, señor Lograft, es una persona muyrespetada y querida en esta comunidad.Esperábamos este desenlace satisfactorio, porlo que nos hemos ahorrado el mal trago dedarle un pequeño disgusto.

—Les estoy muy agradecido, comisario.—Sin embargo, no tengo más remedio

que reprenderle.—Lo entiendo.—En estos casos debería retirarle el

carnet, y sancionarle con una fuerte multa. Aunasí, como nadie ha salido dañado, todo quedaráen una amonestación.

—No quiero eludir mi responsabilidad,señor comisario, pero está el atenuante deltronco.

—Tronco, ¿qué tronco?—Comisario, había un tronco de árbol

tirado en mitad de la carretera.—Señor Lograft, nosotros llegamos al

accidente en escasos cinco minutos. Tuvousted la inmensa suerte de que otro conductorpasara por esa carretera y nos avisara. Cuandonosotros llegamos, no había ningún tronco enla vía, ni rastro alguno de que pudiera haberlohabido.

—Deme el nombre de la persona que lesavisó, quiero agradecerle su intervención —mintió Cail.

—Desgraciadamente, no puedo, recibimosuna llamada telefónica de aviso, pero no nosdejó ningún nombre.

Cail no hizo más preguntas, todo estababastante claro. El mismo conductor que lepersiguió por la carretera avisó a la policía,pero antes de que éstos llegaran tuvo tiempo, omás bien, tuvieron tiempo, de retirar el troncodel asfalto. Querían ponerle nervioso y loestaban consiguiendo.

—Comisario, he leído a la entrada queestán ustedes recogiendo fondos para elsindicato policial, ¿cierto?

—Así es señor Lograft, necesitamosfondos para muchas cosas. Verá usted,tenemos...

—Estaré encantado en participar —interrumpió mientras sacaba la chequera delbolsillo de la chaqueta. Cail escribió raudo,desprendió el talón, y lo alargó al comisario—.Espero que mi donación les sea útil.

El comisario recogió el cheque y leyóraudo. La expresión de su cara cambióradicalmente, y una abierta sonrisa cubrió su,hasta el momento, serio rostro.

—¡¡Por supuesto, es usted muy amableseñor Lograft!!

* * *

Iban los dos callados, Cail sembraba sus

dudas con ideas descabelladas que, al momentomismo de pensarlas, las desechaba. Seenfrentaba a una potente organización, quehasta ese momento sólo había queridoasustarle, pero, ¿hasta cuándo seguirían con esejuego?

—Hay una cosa que no entiendo, Cail, sitú crees que alguien quiso matarte en lacarretera, ¿por qué no se lo has expuesto así alcomisario?, me has contado muy convencido lodel tronco, y sin embargo no has debatido lomás mínimo en la comisaría.

—Mircelt, le ruego que no me hagapreguntas que ni yo mismo puedo responder.Usted me conoce desde que vine al mundo, ysabe perfectamente que soy un hombre más omenos coherente, si es usted mi amigo deverdad, le pido por favor que olvide todo.

—Hemos llegado —dijo el doctorentrando en la propiedad de la familia Lograft—, creo que será mejor que yo no entre

contigo, tu madre tiene muchos defectos, peroentre ellos no se encuentra la estupidez, esperopoder pensar lo mismo de su hijo.

Cail agarró con firmeza las manos yaarrugadas del viejo médico.

—Nunca olvidaré que ha sido usted unamigo de verdad.

Cail bajó del coche y caminó hacia la casa,la puerta de la enorme mansión se abrió y elprimogénito de los Lograft entró en suterritorio. Mircelt dio marcha atrás y sedispuso a marchar.

—¡¡Ojalá no tenga que arrepentirme,muchacho!!

VII

Cail fue subiendo, poco a poco, las anchasescaleras de mármol. Intentaba estar tan fríocomo aquel pasamanos, pero no sabía si loestaba consiguiendo, sus latidos parecíanllevarle la contraria.

A medida que fue subiendo, y de estaforma acercándose al piso superior de la casa,el sonido de la música fue haciendo mella enél. Se detuvo un breve momento y sonriómientras miraba el hermoso cuadrorenacentista, una de sus primeras adquisicionesy que regaló a su madre. Representaba a Jesúsen el Monte de los Olivos, junto a sus docediscípulos. Avanzó hacia el lienzo, y miródirecto el hermoso rostro de Jesús. Toda laserenidad estaba reflejada en aquella expresión.Se sentó en una pequeña butaca, y se llevó lasmanos a la cabeza. La música le martilleaba una

y otra vez el cerebro. Se sentía culpable poralgo que todavía no había hecho y queexactamente no sabía bien qué era. Intuía que,cuando saliera de la habitación a la que ahora sedisponía a entrar, se iba a odiar.

—¡No me castigues de esa forma, Diosmío! Yo también necesito creer en ti.

Se dejó llevar por el alarde melódico, deprimitiva belleza, que embotaba sus sentidos.Sabía perfectamente lo que estaba oyendo, si elDios en el que él nunca había creído le queríacastigar, lo hacía de forma refinada y acertada.

Hacía más de diez años, había compradoaquellos cantos gregorianos anónimos,ancestrales y llenos de hermosura. Fechados enel año 650 de nuestra era y atribuidos al propioSan Gregorio Magno, Cail había conseguidoaquellos documentos en una emocionantesubasta pública en Milán. El documento másantiguo hasta la aparición de aquél, era unofechado en el siglo IX. Anterior a esa fecha no

se conocía nada, por lo que se creía que habíauna tradición oral y auditiva muy fuerte. Eldescubrimiento del documento que Cailcompró rompió aquella antigua creencia. Esedocumento reposaba ahora, en una estupendaurna climatizada de cristal, en casa de Cail.Pronto se hicieron numerosas grabaciones deaquellos cantos. Cail compró una de ellas a sumadre, y ahora la oía allí sentado.

Conocía cada una de aquellas bellassílabas que, con tacto y hermosura, salían de lasgargantas de los monjes. Al principio le costóseguir aquellas melodías primitivas, luegoaprendió su fondo musical y la simplicidad desu temática, y ayudado por el buen dominio dellatín, llegó a recitar de memoria sus versos yestribillos.

Lo que ahora le golpeaba casi de formaviolenta era el Christus Factus est pro nobis.

Llamó a la puerta y la abrió con decisión.Su madre apoyaba su espalda en la almohada, y

extendió los brazos en dirección de su hijo. Seabrazaron en silencio, eran dos personasadultas y muy inteligentes, ninguno podíaengañar al otro. Cail sabía lo que su madre iba adecirle, ya había aprendido la forma de trabajarde aquella gente, y estaba seguro que habríanvisitado a Angélica. Su historial era un filónpara ellos.

Cail besó la frente de su madre, se dirigióhacia la bonita librería y apagó el compact disc.El silencio fue casi más duro, madre e hijo semiraron a los ojos y no rompieron aquellainvisible barrera.

—He hablado con Verónica, creo queúltimamente habéis estado mucho en contacto.

—Ya que no podía hacerlo con el padre,tuve que intentarlo con la hija.

—Se ha hecho una gran mujer, estoy muyorgulloso de ella.

—No estás aquí para hablar de Verónica...y tú lo sabes.

Cail empezó a pasear por la habitación,mientras notaba como los hostiles ojos de sumadre taladraban su nuca.

—¿Por qué estoy aquí, madre? Acasotengo que tener un motivo en especial paravenir a verte. Eso no es justo, yo nunca heactuado así, y lo sabes.

—No estoy segura de lo que yo sé. Creíaconocerte, pero me han contado cosas muydifíciles de concebir en mi propio hijo.

—¿Qué es lo que te cuentan tan horrible?,¿que me están hostigando, quizás? —Cail segiró y dirigió casi de forma involuntaria unadura mirada a su madre. No quería pelear conella, sabía que ese sería un callejón sin salida.Toda una vida encerrada en lo mismo no iba acambiar ahora en cinco minutos. No queríadañar a su anciana madre, por eso bajó el tonode su voz, y de forma mucho más cariñosasiguió hablando—. No tienes de quépreocuparte madre, mírame, soy yo, Cail. No

puedo hacer nada malo.—Lo más grande y más hermoso que he

tenido en mi vida, es la casa de Dios. Mi propiasangre, la carne que yo he ayudado a traer almundo, se ha vuelto en contra de ella.

—No digas tonterías, madre —Cail volvióa irritarse—, lo único que he hecho es compraralgo que tiene muchos pretendientes. Bien,pues yo fui más listo. ¿Acaso es eso unpecado?

—¿Qué vas a hacer con ello?—Ni siquiera me han dejado tiempo para

pensarlo.—Esos papeles tienen que estar en manos

más sabias que las tuyas, hijo mío.—Puede que tengas razón, madre, pero

qué manos son ésas, no te estarás refiriendo ala gente que me está acosando, acobardando ysiguiendo como si fueran asesinos.

—Me refiero a la Iglesia, a la casa de Dios—la anciana Lograft se incorporó

completamente fuera de sí, de tal forma quellegó a asustar a Cail.

—Si esa Iglesia tuya hace que una madrese vuelva contra su propio hijo, sin que nisiquiera escuche a éste, no es mi Iglesia.

—Te van a excomulgar, conseguirás quemuera deshonrada y abatida.

Cail se acercó a tan sólo un palmo delrostro de su madre, la estrechó entre sus brazosy a duras penas reprimió las abundanteslágrimas.

—Madre, te quiero y te respeto. No mepidas que me traicione a mí mismo. Sabes,últimamente he estado leyendo mucho a tuescritor favorito: San Lucas. Tenías razón,madre, fue un gran hombre, pero él sólo se diocuenta al final de sus días. No te quiero hacerdaño, no te explicaré por qué, pero no me pidaslo imposible. No te preocupes, Dios es justo yno dejará que toda una vida dedicada a él caigaen desgracia por las malas acciones de un hijo

cabezota. «Vosotros sois los que habéisperseverado conmigo en las pruebas; yo, pormi parte, dispongo un Reino para vosotros,como mi Padre lo dispuso para mí, para quecomáis y bebáis a mi mesa conmigo en miReino y os sentéis sobre tronos para juzgar alas doce tribus de Israel».

Cail fue recitando cada palabra mientrasapretaba más y más contra él el cuerpo delgadode su anciana madre. Angélica respiródespacio, saboreando cada momento delcontacto de su único hijo. El corazón estabadolido y algo roto.

—Si tanto te has aficionado a leer a SanLucas, no habrás pasado por alto algo muyimportante: «El que no está conmigo, estácontra mí, y el que no recoge conmigo,desparrama».

Cail separó despacio a su madre, y mirósus vivos ojos, ni una sola lágrima bañaba surostro. En aquel delicado momento, Angélica

volvía a ser la dura y ferviente devota. Cailcomprendió que su madre siempre antepondríasu fe a cualquier cosa. Ese duro momento lehizo comprender la bomba que tenía entremanos. ¿Cuántas personas habría en el mundocomo su madre?, si una madre no sabíaperdonar, o tan siquiera escuchar a un hijo enun tema así, qué podrían hacer otros... ¿matar?

Cail se puso en pie.—No entregaré esos manuscritos.—Ven, dame un beso.Cail volvió a sentarse en la cama de su

madre, ésta agarró el rostro de su hijo, y lebesó tiernamente en los labios.

—Cuando salgas de esta habitación,habrás dejado de ser mi hijo.

Cail se puso en pie, y se dirigió ensilencio hacía la puerta. Contuvo su indignacióny la rabia por tan gran injusticia. Tomó el pomode la puerta, pero antes de girarlo y salir, y deespaldas a su madre dijo:

—Te quiero, mama.

VIII

Cail se sentó en el pequeño porche.Recordaba tantos y tantos momentos felices enél, que ahora le parecía imposible estarviviendo aquellas horas tan angustiosas. Habíallamado a un taxi, y aunque la noche era fría,necesitaba que el aire despejara su mente. Elcielo estaba completamente estrellado, ningunanube rompía la belleza de aquel mar luminoso.La luna estaba completamente llena, su luzautosuficiente dibujaba entre sombras elpaisaje. ¡Qué contrasentido, una noche hermosapara un corazón roto! Al fondo, en el pequeñocruce que separaba la carretera comarcal delcamino que llevaba a la propiedad privada delos Lograft, Cail vio dos potentes luces, su taxise aproximaba. Se levantó de su asiento y seencaminó hacia él. Notaba como era observadoy no pudo resistir la tentación de volverse y

mirar hacia la habitación de su madre. Allíestaba. Dura como una roca, no apartó la vista,pero no hizo el menor movimiento. Cailtampoco gesticuló, sabía que sería inútil. Eltaxi se paró a su lado. Retuvo durante un brevemomento aquella imagen en su retina: La luz dela luna daba de lleno en la ventana y su madre,con el visillo sujeto, le miraba impertérrita.

Sintió todo su amor filial.

* * *

El sonido del teléfono desgarró elsilencio de la habitación, y Cail saltó de lacama.

Alargó su pesado y dormido brazo ydescolgó el auricular.

—Dígame.—Cail, soy Mircelt.Cail miró su reloj, eran las cuatro de la

mañana.

—¡Hombre, doctor, no tiene usted por quépreocuparse así de mí, éstas no son horas deconsultas médicas!

Un pequeño silencio siguió a la pequeñaregañina de Cail, de tal forma que éste se sintióalgo incómodo e irritado.

—Mircelt, ¿está usted ahí?—Cail, muchacho, te llamo desde casa de

tu madre... verás, tengo...—¿Qué pasa doctor?—Lo siento hijo, tu madre ha muerto.

CAPÍTULO DECIMOQUINTO

I

«Como ya dije, es de miintervención en Hechos de losApóstoles, de la que másarrepentido estoy. Desde unprincipio fue ésta una narraciónpartidista y distorsionada.

Ahora tengo que expiar miculpa, yendo hacia Dios, elverdadero, con las manos llenas,pero sólo de mezquindad yblasfemia. Sobre mi espalda he decargar la gran culpa de habercontribuido con mi relato a formarlo que llaman cristianismo. No mealivia el saber que no fui el único,pues otros cuatro textos tratan loshechos que sucedieron algo más de

cincuenta años atrás. Todos y cadauno de ellos mitifican y ensalzan lafigura de Jesús.

Yo trabajé con aquellos textos,pues nunca tuve la oportunidad devivir los momentos que describía.Quizás fue por esto por lo que notuve más remedio —y siempre conel consejo de Pablo— de corregir yrehacer el material que me llegaba,para adaptarlo a mis necesidades.

Una cosa tuve clara desde unprincipio: Pablo quería que mirelato llegara a todas partes, y nosólo al pueblo judío. Era obvio quedebía de elegir el griego comoescritura para aquellasnarraciones.»

II

Allí estaban todos, había sido una personamuy especial en vida como para que SantJonhns no acompañara a Angélica Lograft a lahora de su muerte.

Hasta en esos tristes y dolorososmomentos, Cail había sido fiel a suscostumbres. El famoso coro de Sant Jonhnsinterpretaba el Réquiem de Mozart. Verónica—recién llegada desde Londres— agarraba delbrazo a su destrozado padre. Cail, con unelegante traje oscuro y unas gafas de sol,dejaba escapar su dolor sin retener nada. Laslágrimas resbalaban por sus mejillas, éstas seencontraban completamente pálidas, como side un sólo plumazo toda la sangre que corríapor ellas se hubiera esfumado.

El Introitus del genial compositoraustríaco llenaba solemne la iglesia. A cada

nota de la soprano, Cail apretaba el brazo de suhija.

—No pude decirle lo mucho que la quería—repetía una y otra vez.

—No hacía falta, padre, la abuela disfrutóen vida de tu cariño, ha sido una mujer dichosay feliz.

—Y sin embargo, en el último suspiro desu vida, la decepcioné.

Verónica iba a protestar, pero el coroempezó a entonar el Kyrie. No necesitóponerse de puntillas, era tan alta como supadre, simplemente posó con ternura un dulcebeso en la mejilla de su padre. Cail notabacómo su corazón se había roto de forma casidefinitiva. No había tenido tiempo dedemostrar a la mujer que le había dado la vidasus proyectos e ilusiones. ¡¡Jamás se le habíaocurrido hacer daño a la Iglesia!!

Ahora su alma estaba herida, y aunque sucabeza le dictaba paciencia, su corazón era más

fuerte y testarudo. Él sabía quiénes eran losverdaderos culpables de la muerte de su madre,y lo que era mucho más importante: de laforma tan triste de morir.

Ni siquiera un recinto sagrado como aquélaplacaría su sed.

III

El silencio dañaba, Cail no había movidoni un sólo músculo. Hacía más de dos horasque se había sentado en aquel sillón, ni siquierase había quitado las gafas.

Verónica pensó que era mejor darletiempo. Le había dejado acomodado en elsalón, y había subido a ponerse cómoda. Peronada parecía haber cambiado después de suducha, Cail seguía en la misma posición.Verónica se dejó caer a los pies de suconsternado padre, y le sonrió.

—¿Sabes qué me apetece?, quiero ver esafamosa y fabulosa colección de antigüedadestuyas. ¿No querrás que cuando las herede yo,las confunda con cosas rotas y viejas y las tire ala basura?

Cail se quitó lentamente las gafas, y miróde forma tierna a su hija. Sus ojos estaban

hinchados y rojos.—Me gustan más esos ojos hinchados y

del color del hígado que tus tétricas gafas deciego.

Cail al final tuvo, por vez primera enmucho tiempo, que sonreír.

—Eres mi mejor medicina.El sonido insistente del teléfono

sobresaltó a Cail, algo que a Verónica no lepasó desapercibido. Ya había notado algo raroen la contestación que su padre le había dado enel entierro, pero no eran estos momentos depreguntas, sino de cariño y amor. Ya le contaríasu padre sus inquietudes cuando él lo estimaraoportuno, no sería ella la que añadiría másamargura y tensión.

—Dígame —dijo Verónica cogiendo elauricular.

—Señorita Verónica, me alegro mucho deescucharla, soy Gires, le llamo desde París.Sólo llamaba para unir mi dolor al suyo.

—Es usted muy amable señor Gires.Cail se levantó raudo al escuchar el

nombre de su amigo, y arrebató el aparato a suhija.

—Gires, amigo.—No me digas nada, si no se lo has

contado a Verónica has hecho bien. Quería quesupieras que tienes mi amistad y apoyo enestos momentos.

—Nunca lo dudé, amigo.—Fueron ellos, ¿verdad?—Juegan con los sentimientos de las

personas... mi madre no lo soportó.—Cálmate, ahora tienes que estar entero,

no preocupes a tu hija.—Se marchó odiándome, eso ya no lo

podré remediar nunca, y será una losa sobre miconciencia.

—Cuídate, amigo.—Gracias, Gires.Cail colgó el teléfono, y se quedó el

suficiente tiempo de espaldas como para nopoder ver a su hija luchando por limpiar laslágrimas de su rostro.

—Bueno, no tienes escapatoria, ahoratendrás que aguantar mis rollos, tú misma melo has pedido.

—Desde luego, como tú bien has dicho,soy tu mejor medicina, pero se te ha olvidadodecir que soy una medicina masoca. En la vidapensé que te pediría que me enseñaras tus«tesoros», ¡y lo que es mucho peor, te lo estoypidiendo por segunda vez!

Cail acarició con ternura la mejilla de suhija, la miró a los ojos y sonrió.

—Cada día doy gracias a Dios por tenertea mi lado.

Padre e hija se fundieron en un hermosoabrazo. Toda la estancia se lleno con el calorque desprendía aquel inmenso amor.

—Bueno —dijo Verónica saliendo de losbrazos paternales—, no esperarás que te lo pida

por tercera vez. ¡¡Te das cuenta de que nunca hevisto dónde tienes esas preciosas joyas de lahistoria!! Es curioso, ni tan siquiera micuriosidad femenina me animó.

—¡Vaya una periodista!Cail se dirigió hacia la enorme librería

que rodeaba toda la pared de su despacho, eindicó a su hija que cerrara la puerta. Seaproximó al gran ventanal ovalado —que dabaun sabor de refinado gusto—, y cerró despacio—tras comprobar que a simple vista nadiemerodeaba por los grandes jardines— laspersianas, y corrió las cortinas.

Jugando con la llave de la pared, bajótenuemente la luz de la habitación y dejó quepor unos escasos momentos la incertidumbrese marcara en el rostro de Verónica.

Cuando supo, algo divertido, que toda laatención de su hija estaba centrada en él, seacercó a la estantería. Cogió un gran libro, ycon ambas manos —debido a su enorme peso

—, se lo entregó a su asombrada hija.Verónica leyó en voz alta el titulo

impreso:—El mejor museo del mundo.Verónica arrugó su entrecejo, revelando

así lo ininteligible del momento para ella.—Ábrelo.Algo confusa, la muchacha obedeció a su

padre. Fue pasando las hojas una a una, sinentender nada.

—Sigue, por favor.Verónica miraba las grandes fotografías,

algunas le eran familiares, otras no, pero nonecesitaba que nadie le dijera que todaspertenecían a grandes museos del mundo.Estaba llegando al final del grueso tomo, y sedisponía a protestar, cuando un grito ahogadosalió de su garganta.

Faltaban las últimas hojas del libro. En sulugar, y en un pequeño hueco de la cubiertatrasera del libro, un diminuto mando a distancia

apareció ante ella. El reducido mando sólotenía tres botones dispuestos en hilera.

—Aprieta el primero de esos botones.Verónica, algo alterada por el enigmático

juego, hizo caso a Cail, y suavemente apretó.De forma dócil, la librería fue cediendo haciala pared.

El silencio era total, nada parecía indicarque en aquella estancia algo estuvieracambiando.

El mecanismo no hizo ningún ruido, ycuando el movimiento hubo terminado, unoscuro y pequeño pasillo apareció comodibujado en el tabique. Más allá del muro, todoeran tinieblas, una oscuridad total envolvíatodavía el misterio para Verónica.

—Aprieta el siguiente botón.Verónica obedeció, y como si del albor de

la aurora se tratara, poco a poco la luz fueapareciendo más allá del esporádico pasillo.

Al igual que alguien que viola un recinto

prohibido, así, avanzó Verónica hacia la extrañacámara.

—¡Esto... esto es maravilloso!Verónica progresó lentamente en su

caminar por el hermoso y culto pasillo queformaban las hileras de libros a izquierda yderecha.

El resplandor cegó sus ojos, y éstostuvieron que acomodarse poco a poco alenorme reflejo que salía de las numerosasurnas de cristal.

—Aquí tienes toda mi vida, hija mía.Verónica todavía no daba señales de

crédito a todo lo que veía. Con la bocasemiabierta, fue caminando maravillada entrelas orgullosas urnas.

Cail cogió a su hija de la mano, la mirósonriente a los ojos y la llevó al otro extremode la sala.

—Ven, empezaremos con orden y desdeel principio. Aquí hay muchos años de trabajo,

viajes, subastas y emociones.—Y dinero.—Por supuesto hija, mucho dinero.Cail dirigió su mirada hacía la primera de

las resplandecientes urnas y miró a su hija.—Esta fue mi primera compra, le tengo un

cariño muy especial. Tuve que viajar a Berlínjusto el mismo día que tu madre te trajo almundo. Tu madre nunca me lo ha perdonado.

—Me parece muy lógico, elegiste antes auna chatarra antigua que a tu propia familia —comentó Verónica agarrando a su padre por elbrazo, de forma tierna.

—Sólo tardé cuarenta y ocho horas en ir yvolver.

—Si hubieras sido mi marido, ese tiempohabría sido suficiente para ponerte de patitas enla calle.

—Era un regalo para ti —protestó Cail.—¿Y cómo es que no lo tengo yo?Cail levantó la pequeña urna de cristal, y

con sumo cuidado colocó en la palma de sumano una hermosa medalla de oro. Verónica,con la misma precaución de su padre, recogióel dorado objeto y lo observó condetenimiento.

—Es hermosa, pero no entiendo lo quedice.

—Es latín y castellano antiguo.—¿Castellano?—Español antiguo. Esa medalla que ahora

sostienes en tus manos, tiene una bella historia,¿Sabes quién era Enrique VIII?

—Claro que sí, es muy famoso enLondres, creo que tiene una calle o algo así.¿No era actor? —Verónica miro el rostrodesencajado de su padre, y soltó una enormecarcajada—, ¡¡pues claro que sé quien fueEnrique VIII!! Era un hombre ególatra como tú,sólo una cosa os diferencia: tú no vas a lospartos de tus mujeres, y él las decapitaba.

Cail no pudo más que sonreír ante la

ocurrencia de su hija. Al lado de la urna, habíauna pequeña caja de madera. La abrió y sacóuna fina cadena de oro.

—Como bien has dicho, el bueno deEnrique VIII tenía un deporte muy particular.Pues bien, esa medalla perteneció a su primeraesposa, la cual se salvó de tal honor.

—¿Quién era?—Catalina de Aragón, hija del rey de

España. El rey inglés la repudió, pero no seatrevió nunca a darle muerte. En un manuscritode la época —que no pude conseguir—, serelata la vida de Catalina, ésta dice varias vecesque está segura que debió su vida a la medallaque su padre, Felipe II rey de España, le regalócuando partió de su país. Pues bien, segúnllegué de Berlín, coloqué esa bonita medalla entu cuellecito, engarzada en esta misma cadenadiminuta que ahora ves —Cail pasó la cadenapor la medalla y se la entregó a Verónica.

—Es una historia muy hermosa, Cail, si

querías hacerme sentir emocionada, lo hasconseguido —Verónica intentó pasar la cadenapor su cuello, pero no pudo cerrarla—. ¡Oh,esta cadena es demasiado pequeña!

—Por supuesto, es para un bebe reciénnacido —Cail abrió su camisa dejando aldescubierto su pecho, en él lucía, rica yesplendorosa, una magnifica cadena de oro. Sela quitó algo torpemente y con lágrimas en losojos—. Pero ésta no, esta cadena fue un regalode tu abuela, quiero que la conserves junto a lamedalla siempre cerca de tu corazón.

Verónica abrió la boca entusiasmada, y ensus ojos se pudo leer la emoción. Cail cogiócon cuidado la medalla y la metió en la bella yopulenta cadena. La pasó por el blanco cuellode Verónica, y miró lleno de orgullo paternocomo resplandecía en su pecho.

—¡¡Es el regalo más bonito que me hanhecho en toda mi vida!!

Verónica se abalanzó sobre el cuello de su

padre, y le dio un sonoro beso.—Sólo tengo una pequeña duda, ¿por qué

nunca recuerdo haber tenido esa medalla en micuello?

—Con uno y dos meses, eras igual deinquieta y retorcida que ahora. Cada cincominutos te quitabas la medalla del cuello, tuvemiedo de que te hicieses daño, y la guardé.Ahora creo que ya ha llegado el momento dedevolvértela. ¿Seguimos paseando por mihermoso jardín de la historia?

—¿Cómo negártelo... padre?Verónica y Cail se perdieron durante más

de tres horas en un mundo de ensueño, donde lahistoria y el tiempo se funden formando algollamado Fantasía.

Verónica pudo admirar por vez primeraaquella impresionante colección. Su padre lefue explicando dónde, cómo y cuando habíaadquirido piezas tan extraordinarias yvariopintas como: El diario íntimo de Galileo

Galilei, un trescuartos con el que el mayorgenio militar de todos los tiempos se paseó porMoscú. Cuando Cail miraba aquella pieza,podía ver la mano derecha de NapoleónBonaparte metida entre su forro.

También explicó a su hija las peripeciasque tuvo que pasar para conseguir una pequeñapintura rupestre, de más de 4000 años,encontrada en una cueva francesa.

Verónica miró máscaras hititas, aztecas,incas y cómo no egipcias. Pergaminos,infolios, papiros y manuscritos, escritos enhebreo, árabe, arameo, latín, griego, egipcio,etc. Monedas romanas acuñadas por grandeshombres como Julio Cesar, Augusto, Tiberio.Cuadros de varias escuelas, todos ellos de unvalor único. Y hasta un pequeño reloj debolsillo que, según le dijo Cail, habíapertenecido al mismísimo Abraham Lincoln.

El amor que Verónica sentía por su padreno podía aumentar, era imposible, pero la

compresión y el afecto por su trabajo creciódentro de ella. Se sentía orgullosa de unhombre incansable, con un corazón que, a pesarde ser tan grande, sólo tenía cabida para cosasbellas.

CAPÍTULO DECIMOSEXTO

I

«Numerosos dioses poblaban,vivían, morían y revivían cerca denosotros. Teníamos una arduatarea, Jesús tenía que igualarlospaso a paso, gesto a gesto; ni unosolo de los maravillosos milagrosque tan abiertamente cantaban losseguidores de los múltiples diosesde Oriente, podía quedar fuera delalcance del nuestro en particular.

Si nuestro Jesús tenía quenacer de una virgen, no habíaproblema, Pablo la inventaba. Sinembargo todo esto nos acarreó laseria disputa con la fe quepromulgaba Santiago y el resto dela comunidad de Jerusalén.

Pablo sabía perfectamentetodos los pasos que daba, sólotenían un objetivo. Necesitaba quela comunidad, abiertamente hostilhacia él, le dejara trabajar. Por lotanto, me mandó reconocer en unacarta a los Corintios que lacomunidad de Jerusalén estabasimplemente promulgando un Jesúsdiferente al nuestro. No queríamosofrecer a nadie el Jesús histórico,entre otras muchas cosas, porqueno llegamos a conocerle, mientrasque Santiago, Simón y Pedro, sí.

El objetivo de Pablo erasencillo y a la vez enormementeescabroso:

Convertir a un hombre enDios.»

II

Estuvo junto a su hija todo el tiempo,mientras ésta preparaba la cena para ambos. Porvez primera en mucho tiempo, aquella inmensacocina no le parecía fría e impersonal,necesitaba la vida familiar que de una forma tanprematura había perdido.

—¿Estarás bien?—Sí... no te preocupes.—Siento tener que marcharme así, pero

sólo te dejaré un par de días. He pedido un mesde permiso, podremos hacer muchas cosas,prográmalas tú. Pero mañana he de terminar enLondres un trabajo que tengo a la mitad, meestoy jugando mi futuro en esa empresa, eldirector ha apostado fuerte al hacermedirectora de la sección.

Cail sonrió a su hija, dándole un beso en lafrente. Cogió una de las numerosas botellas

que tenía al lado del frigorífico, y la abrió.—Rioja, el mejor vino español —Cail

sirvió dos copas, alargando una a su hija—, pornosotros. Por el apasionante mes que nosespera.

Hacía ya más de una hora que Verónica sehabía acostado, su vuelo salía muy temprano, ysegún le había dicho le esperaba un día intensode trabajo.

No había querido oír ni hablar a Cail,cuando éste se ofreció para llevarla hasta elaeropuerto, cogería uno de los muchos cochesque tenía en el garaje, total sólo eran dos díaslo que el utilitario estaría en el parking.

Cail no podía dormir, le estaban pasandodemasiadas cosas en un corto espacio detiempo, y no sabía valorar si había podidoasimilarlas. Estaba asustado y le disgustabatener que reconocerlo, pero engañarse a unomismo era un acto estúpido y poco inteligente.

Cuando salió de Israel tenía todo más o

menos planeado, y sin embargo los últimos ytristes acontecimientos habían pospuesto todo.Ahora no podía demorarse por más tiempo.Cogió un folio y empezó a escribir una carta,que esperaba, que nunca tuviera la necesidad deun lector. ¡Mañana también sería un díaajetreado para él!

III

La luz se fue adueñando poco a poco de lahabitación, y aunque las cortinas estabanechadas, la claridad fue aunando todos losrequisitos para que Cail empezara a moverse enla cama. Miró el reloj de su mesilla, eran lasonce de la mañana. Toda una noche de desvelosy pensamientos le pasaba ahora factura. Alargóla mano y cogió la hoja de papel que vio juntoal reloj, era una escueta nota de Verónica:

«¿Podrás estar dos días sin mí?,cuídate mucho y piensa que debes detenerme un mes entretenida,¡sorpréndeme!»

Se levantó y descorrió las cortinas. Uncañonazo de intensa luz abofeteó su rostro

dañándole de forma momentánea los ojos. Deforma paulatina, sus pupilas se fueronadaptando a la nueva situación. Hacía unamañana espléndida, con un cielo al que sólo lefaltaban olas celestes. Abrió la ventana yrespiró despacio y hondo, dejó que todo sucuerpo se llenara con la hermosa sensación desaberse vivo.

De pronto recordó todo lo que le estabasucediendo, y miró nervioso de un lado a otro.No veía a nadie, pero no dudaba de queestuviera siendo vigilado. Los nerviosempezaron de nuevo a hacer acto de presencia,e incómodo y contra su voluntad cerró laventana.

El devorador de sombras, al igual que elfamoso reptil que tiene la facultad de cambiarde color, estaba pertrechado de forma naturalentre los arbustos del jardín. Ni siquiera elanciano jardinero que tan cerca había pasado deél, a primera hora de la mañana, había percibido

su presencia.Tenía una orden clara y tajante: seguir a

Cail Lograft, hasta que éste consintiera enentregar la mercancía. De momento eso era loúnico que se disponía a hacer.

Sin embargo su intuición profesional lehabía puesto en una seria duda esa madrugada;una mujer joven —sin duda la hija del individuo—, había salido de la casa. Una seriaposibilidad era que viéndose acosado, suvigilado, hubiera dado la mercancía a su hija, yque ésta la portara en la bolsa que llevaba a suhombro cuando salió de la casa. Pero despuésde sopesarlo todo rápidamente, decidió nodejar su sitio de vigilancia

Todo estaba saliendo según él lo habíaplaneado, el hombre debía de estar asustado ydesorientado. Lo de la vieja Lograft había sidoaccidental, pero a su juicio, podía favorecer sutarea. ¿Por qué un hombre que lo tiene todo enla vida se iba a complicar por unos

manuscritos? Hoy daría el paso definitivo, yestaba seguro de que acabaría su trabajo.

Vio a Cail abrir la ventana, y le observó,inmóvil como si de una rosa más del jardín setratara. Calculó en sus movimientos su estadode ánimo. Cuando le vio cerrar de formaprecipitada la ventana, tras mirar de un lado aotro, sonrió tranquilo y seguro.

El individuo se encontraba acorralado ymuy nervioso.

Todo marchaba perfecto.

IV

—Karen, soy Cail.—¡Qué alegría señor Lograft!, estaba algo

preocupada por usted.—Me he tomado unos días de vacaciones,

¿marcha todo bien?—Todo perfecto, señor, no se preocupe,

ya sabe que el trabajo sigue adelante según laspautas que usted marca.

—Lo sé Karen, lo sé, tengo mucha suertecon mi equipo.

—Sabe usted que todos somos susamigos.

—Os agradezco mucho la bonita coronade flores que mandasteis a mi madre.

Un silencio molesto se prolongó durantevarios segundos, Cail conocía losuficientemente bien a su secretaria como parano saber que algo la preocupaba.

—Verá, señor —empezó a decir Karen—,no sé si debería... en fin, es algo violento.

—Dime lo que sea Karen, no tepreocupes.

—Bien, su... su madre estuvo llamandomuchas veces, preguntando por usted, estabaalgo... enfadada.

Cail suspiró hondo, e intentó dominar lasemociones que a borbotones salían de supecho.

—Gracias Karen, eres una eficientesecretaria, tengo suerte de tenerte a mi lado.

—Gracias, señor.—Mañana me reincorporaré al trabajo,

tenme todo preparado.—Será una alegría para todos.Cail se disponía a colgar el auricular,

cuando oyó como Karen exclamaba:—¡Por cierto, señor, hace unos días vino

un monje preguntando por usted!—¿Qué quería? —preguntó nervioso Cail.

—No sé, señor, sólo deseaba verle, nodejó ningún recado. No me gustó nada, me hizoenseñarle su despacho para que viera que ustedno estaba.

—Ya.—Estuvo viniendo durante dos o tres días

seguidos, pero desde hace dos no aparece.Por supuesto, pensó Cail, justo los días

que llevaba en su casa.—No te preocupes Karen, no será nada

importante.Entró en el garaje, y al principió le pasmó

no encontrar su precioso Mercedes.Rápidamente, recordó por qué su magníficocoche no se encontraba en su sitio, y de nuevola rabia y la preocupación llenaron su mente.Cogió el Rover 640 que había comprado comoregalo para su mujer. Un regalo que nunca lellegó a dar, pues Raquel y él se habían separadodos semanas antes de su veinte aniversario.Aquel regalo ya no tenía sentido, por lo tanto

se había quedado con él. Era un coche que no ledisgustaba, y sobre todas las cosas buenas quetenía, una sobresalía fuerte y vigorosa: Lerecordaba su libertad.

Salió despacio, miró durante un buen ratopor el espejo retrovisor, pero nada le indicabaque estuviera siendo vigilado o seguido. Bajó laventanilla y dejó que la suave brisa de aquellamañana soleada golpeara suave su rostro, ydespacio, siempre controlando todo lo queocurría a su alrededor, se dirigió al mismocentro de Manhattan.

El despacho de abogados Voreer &Legend siempre había llevado a la perfecciónlos asuntos de la familia Lograft. Un lujosoedificio acristalado era la luminosa sede delfamoso bufete de abogados.

Como principal cliente de Voreer &Legend, Cail Lograft nunca necesitaba citaprevia para ser atendido por el máximoresponsable del despacho. La facturación anual

que entre la Lograft Cosmetics, y los asuntosparticulares de la familia Lograft, conseguía elbufete de abogados era de tal envergadura, queVoreer & Legend no tendría necesidad decontratar más clientes para funcionar conholgados beneficios.

Cail Lograft ya sabía que le estaríanesperando, como siempre, cuando dejaba elcoche en el parking privado del edificio, asistíadivertido al nerviosismo del guarda por avisaral despacho de abogados.

No solía visitar mucho aquel lugar, y sinembargo se sentía a gusto y bien tratado cadavez que aparecía.

La secretaria particular del director,¿cómo se llamaba?... Lucía, ya le esperaba a lasalida del lujoso ascensor.

—Bienvenido señor Lograft.—Buenos días Lucía, sigue usted tan

preciosa como siempre.Lucía era una mujer particularmente

bonita. De origen italiano, era simpática ygraciosa. Su larga cabellera negra caía lisa ybien cepillada hasta su cintura. Sus ojos eran deun negro penetrante, y su cuerpo esbelto y bienproporcionado. Cail siguió aquellas bonitas ylargas piernas hasta el despacho del señor PaulCox.

Paul Cox era un hombre ya maduro, unalarga y ferviente amistad le había unido deforma sincera a su difunto padre. Cailrecordaba con cierta melancolía las visitas queacompañando a su padre hacían al antiguodespacho del viejo Cox, él solía entretenerseviendo las fantásticas fotografías que éste teníaencuadernadas en un libro de viajes. Fueronaquellas fotos, y el escuchar los relatos quePaul hacía de sus viajes a su padre, lo quedespertaron aquella afición en él por laaventura y lo desconocido.

—¿Por qué no me dijiste en el funeral detu madre que querías verme? —dijo Cox

mientras estrechaba la mano de Cail.Cox era un hombre bajo y regordete, había

sufrido de alopecia desde muy joven, y ahora asus setenta años de edad, su cráneo brillabacomo una bola de cristal.

—No era necesario, sólo vengo a poner enorden mis papeles.

—Creo que no es necesario que te digaque tu madre te ha dejado todos sus bienes,pensaba llamarte en un par de días, para leerteel testamento.

—No importa, Paul, no he venido a eso,confío en que, como siempre, sabréis hacer lomás oportuno y conveniente.

—¿Tienes algún tipo de problema con laempresa?

Cail dio un pequeño sorbo a la taza decafé, que amablemente Lucía le había traído.

—No, quiero dos cosas, amigo mío. Laprimera es saber si tengo que volver a hacertestamento, para que todos los bienes que eran

de mi madre, pasen a mi hija cuando yo muera.—Lo tienes todo muy bien especificado

en tu testamento, además tu hija es, creorecordar, tu albacea testamentario. De todasformas no estaría de más que hicieras unpequeño apéndice al testamento ya redactado.

Cail apuró la taza de café, y limpió suslabios con una pequeña servilleta de papel.

—¿Y la segunda? —preguntó Paul.Cail abrió el pequeño maletín que había

traído consigo, y de él extrajo un sobre, quealargó a su abogado.

—Verás, amigo, he escrito esta carta parami hija, quiero que la tengas tú y sólo si meocurriese algo malo debes dársela.

El viejo Paul Cox alargó su regordetamano hacia el sobre, pero Cail no lo soltó.Miró directo a los ojos de su anciano amigo, yéste pudo comprobar en la rigidez de la miradasu preocupación.

—¿Has entendido? —Cail sostenía todavía

fuertemente entre sus dedos el sobre,impidiendo de ese modo que el abogadopudiera cogerlo.

—Está muy claro, si te pasara algoanormal, o bien murieras, esta firma deabogados llamaría a Verónica Lograft paradarle este sobre. ¿Contento?

Cail soltó el sobre y dejó escapar unaescueta sonrisa.

—Espero que comprendas mi estado algonervioso.

—No te preocupes, Cail, después de losúltimos acontecimientos, es normal que loveas todo de forma algo confusa, pero la vidasigue, muchacho.

Cail se puso en pie, y estrechó la mano desu viejo abogado, ahora se sentía más aliviado ysereno.

Camino del aparcamiento, miró su relojde pulsera, eran más de las tres del mediodía,no le extrañaba nada que sus tripas rugieran de

aquel modo. Aquel reclamo le hizo acordarsede su amigo Gires. Sin duda, si el francésestuviera con él ahora, ya habría protestado unpar de veces.

Su hija había preparado una espléndidalasaña para cenar la noche anterior, yconociendo a Verónica, podía apostar sinmiedo a equivocarse, a que las deliciosassobras estarían guardadas en el horno. La bocase le hizo agua al pensar en la comida italianaregada con un buen vino español.

Paró en Barkel, famosa tienda conocidapor su buena repostería, y compró un buensurtido de pasteles, iba a estar toda la tardeplaneando el mes que iba a pasar con su hija.¡Necesitaba endulzar sus ideas! Mesó susrubios cabellos, y sonrió de forma fría, cuandovio que el Rover 640 giraba en la carretera,para enfilar la pequeña recta que llevaría haciasu casa.

* * *

Corrió despacio los visillos del despacho,y se alejó de la claridad que ofrecía lavisibilidad de la ventana.

Su voz sonó gruesa y ronca:—Todavía no me verás, necesito tenerte

cerca para poder leer el miedo en tus ojos.Cail entró, y volvió a conectar la alarma.

En ese momento fue cuando se dio cuenta deque se había despreocupado totalmente de si leseguían o no. En verdad le traía sin cuidado,sabía que tarde o temprano debería de hacerfrente al problema, y en su fuero internoanhelaba ese instante.

Fue directo hacia la cocina, y tras dejarlos sabrosos pasteles en la encimera, abrió lapuerta del horno. No se había equivocado,dentro de un plato, y tapado con papel dealuminio, las sobras de la espléndida nocheanterior le esperaban apetitosas.

Estaba más que orgulloso de su hija, apesar de saberse multimillonaria, ella mismahabía elegido su propia educación. Vivía de supropio sueldo, jamás le había pedido ni undólar. En el modo de vida que había elegidoVerónica, tirar algo de comida era una especiede delito de conciencia. Sabía que cuando suhija recibiera todo lo que le correspondía,sabría obrar de forma más que brillante.

Cuando regresara, tendría una largaconversación con ella. No quería que su hijaesperara a su muerte para heredar todo suimperio económico. Él necesitaba hacerseviejo disfrutando de su compañía.

Lo tenía decidido, le haría su socia alcincuenta por ciento, si era necesario fundaríasu propio periódico, pero quería verladesenvolverse y trabajar. Al principio sabía quele costaría aceptar muchas cosas, pero nodudaba de que, al final, no se vería defraudado.

Terminó de comer, se sintió lleno con el

magnífico almuerzo, y con la resolución queacababa de tomar. Ya ansiaba el regreso deVerónica.

Se encontraba algo cansado, la nocheanterior había dormido poco, quizás necesitaraun baño, sí, eso haría. Primero llamaría a PaulCox, para notificarle la decisión que habíatomado, y luego se daría su reconfortante baño.Se dispuso a subir las escaleras, y algo leretuvo de momento. Con el rabillo del ojo,creía haber percibido un movimiento dentro desu despacho, que con las puertas abiertas,permanecía franco ante él. Con algo de miedo ypaso lento, se aproximó.

El corazón le golpeaba fuerte en el pecho,sintió miedo.

Todavía no podía verlo, pero notaba lapresencia de alguien extraño.

—¿Quién anda ahí?Intentó que su voz sonara fuerte y

autoritaria, pero no lo consiguió.

Nadie contestó. Sabía que alguien estabadentro de su despacho, no eran imaginacionessuyas.

Se armó de valor, y siguió avanzando hastaadentrarse más allá del umbral de la puerta. Nohizo ningún ademán brusco, ni gritó, solamentenotó como si algo le agarrara el estómago pordentro, cuando lo vio allí.

Detrás de su mesa, y sentadocómodamente en su sillón, se encontraba unhombre rubio y de no demasiada estatura.

Al principio, Cail no logró adivinarlo,pero cuando el hombre se puso en pie, pudodistinguir que se trataba de un monje.

—¿Cómo ha entrado usted aquí?—Señor Lograft, tiene usted una casa muy

bonita, le felicito.Cail avanzó unos pasos, y volvió a repetir

la pregunta.—¿Cómo ha entrado usted aquí?El monje sonrió de forma fría y escueta.

Se movió lentamente, y la luz de la tarde hizoque su cabello rubio brillara luminoso. Su pelodestacaba aún más entre la gruesa tela marrónde su hábito, y la tez morena de su rostro, quereflejaba de forma abierta su intensa vida entrelas rocas del Sinaí.

—Pregunta equivocada señor Lograft.Más bien usted debería preguntarse ¿por qué?

—¿Quién es usted? —preguntó Cailtodavía incapaz de mover ni un solo músculo.

—Vamos, vamos señor Lograft, no mediga que no me recuerda.

—¿Nos conocemos? —preguntó Cailincrédulo.

—La última vez que nos encontramos, yole salvé la vida.

Cail se había dejado caer en un sillón, eintentó recordar, pero todo era inútil, podríajurar que jamás había visto a aquel personaje.

El monje se aproximó a él, y agachándoseun poco, acercó su cara al rostro desencajado

de Cail, mientras susurraba una y otra vez:—Todavía no es el momento de reunirte

con Satán, hermano Cail.Cail, como impulsado con un resorte, se

puso en pie y empujó con ambas manos almonje, apartándole de su lado.

Las imágenes empezaron a brotar una trasotra, se agolpaban en su memoria, le dolían y leasustaban. Se encontraba medio inconsciente,notaba la sangre correr por su frente, y ya nosentía las manos ni los pies. Se hundía, sehundía en la inconsciencia, cuando unos brazosfuertes y decididos empezaron a tirar de él.Pesadamente, pudo entre abrir los párpados, yrecordaba haber visto el brillo de una enormecruz plateada cerca de su frente.

Ahora, esa misma cruz colgaba del pechode aquel monje.

—¡¡Fue usted, usted me sacó del coche!!Su mente siguió cabalgando dentro de un

campo que hasta ese momento había

permanecido a oscuras, y mientras lo hacía lasonrisa de aquel ser le helaba el corazón.

Recordó en ese momento como oyó convoz gruesa y ronca:

«Todavía no es el momento de reunirtecon Satán, hermano Cail. Antes deberáspresentarte ante el juicio de Dios.»

Esas mismas palabras, y con la mismapesada voz, las estaba escuchando ahora comosi un martillo golpeara fuerte un yunque.

Respiró hondo, y dejó que suspensamientos volvieran a normalizarse poco apoco. La locura parecía desaparecer, pero sedio cuenta que con la cordura también venía eldolor, el dolor de la comprensión.

—Usted es el responsable de la muerte demi madre.

—Deme esos manuscritos.No pudo resistirlo por más tiempo, algo

dentro de él explotó. Una rabia inmensarecorrió su cuerpo. Por vez primera en su vida

sintió lo que era odiar a una persona. Alargó lamano y cogió el atizador de la pequeñachimenea, abalanzándose hacía el monje.

Éste no esperaba esa reacción, y apenastuvo tiempo de esquivar el golpe. Entre elpómulo y la oreja izquierda, empezó a manarabundante sangre.

Cail no era un hombre acostumbrado aaquello, nunca había tenido ni tan siquiera unapelea en el colegio, por lo que al ver todaaquella sangre se asustó, y se paró el tiemposuficiente como para perder toda su ventaja.

El monje, con una habilidad y rapidezasombrosas, lanzó una fuerte patada alestomago de Cail. Éste sintió el impactodoloroso, y notó como le faltaba la respiración.Pero el monje no dudó, ni se asustó, siguiógolpeándole de forma furiosa y despiadada.Primero aprovechó que éste caía hacía delante,producto de la patada, para propinarle un duropuñetazo en la mandíbula; luego, dos certeras

patadas en las costillas hicieron que Cail sedoblara sobre sí mismo, sin aliento para gritar.

El monje se agachó y agarró a Cail de lasolapa, levantándole. Le miró a los ojos, y vioel despreció marcado en ellos. Apretó fuerte lacabeza con ambas manos, y le soltó un fuetecabezazo, la nariz de Cail se rompió.

—¿Dónde están los manuscritos?, no mehagas perder más tiempo.

Cail apenas pudo levantar la cabeza. Tosió,la abundancia de sangre en su boca hacía que seahogara. Intentó sonreír, pero sólo consiguióque su rostro se retorciera en una muecadolorosa, y con toda la fuerza que dispuso,escupió sangre sobre el rostro del monje.

Éste, encolerizado, le soltó dospuñetazos, uno sobre el estómago, y elsiguiente en la ya desencajada mandíbula, elúltimo puñetazo hizo que Cail cayera inerte enel suelo.

El monje se agachó y le tomó el pulso.

—¡Maldita sea! —exclamó.

V

Con su parsimonia habitual, el comisarioJohn Devey colocaba sus ficheros. El sol ya sehabía ocultado en el horizonte, y una lunaapagada apenas daba resplandor al cielocubierto. John ansiaba llegar a su casa, eraviernes por la noche, y su querida Betty tendríatodo ya preparado: primero una buena cena, conabundante maíz como a él le gustaba; luegollegarían sus amigos y se jugarían su partida depóker.

Un policía entró de forma algo violenta ensu despacho.

—Señor, tenemos un accidente decarretera.

—Tranquilo muchacho, no te pongasnervioso, ¿qué formas son esas de entrar en midespacho?

—Perdone señor, es que hay un muerto.

El comisario John Devey cogió alarmadosu sombrero, hacía mucho tiempo que nadie se«atrevía» a morirse en su distrito. Con zancoslargos, acorde a su estatura, salió de lacomisaría.

En el lugar del siniestro, dos cochespatrulla le esperaban. La noche era cerrada, ysólo la luz de los coches patrulla y las linternasde los agentes servían de guía. Todo parecíaestar bastante claro, la maldita velocidad.

Un coche casi irreconocible seencontraba boca abajo sobre un prado, sin dudala gran zanja lateral que bordeaba la carretera lehabía hecho dar vueltas de campana. El hombredebía de haber salido despedido por el cristaldel automóvil, pues se encontraba a variosmetros de éste.

—¿Le habéis movido? —preguntó Johnllegando a la altura de sus hombres.

—No, señor. El médico forense está conel cuerpo.

El comisario Devey hizo un gesto deresignación, aquella era la parte que menos legustaba de su trabajo. Saltó la zanja y seencaminó directo al cadáver. La linterna semovía nerviosa en su mano, mientras elcomisario enfocaba a derecha e izquierdaintentando hacerse una pequeña composicióndel lugar.

El muerto aparecía con las piernasentrecruzadas, y las manos a la altura de lacadera, en su frente ya se había coagulado lasangre.

—¿Cuánto crees que hace que murió,Stephen?

Stephen Morlar se incorporó del suelo, sequitó sus gruesas gafas y con un pañueloempezó a limpiarlas. Era un hombre de estaturamediana, moreno y barba cerrada.

—No he movido el cadáver, John, estabaesperando a que tú vinieras —el forense sepasó la mano por la frente sudada—, pero yo

diría que, como mínimo, lleva entre cinco oseis horas muerto.

El comisario miró su reloj, eran las diez ymedia de la noche.

—Dale la vuelta, muchacho.El policía más próximo se agachó, y

cogiendo el cuerpo por uno de sus hombros ledio la vuelta.

John Devey enfocó su linterna hacia eldestrozado rostro apenas reconocible entre lasangre coagulada, la cara casi desfigurada y lanumerosa arena y hierbajos que ésta tenía. Elcomisario se agachó, sosteniendo la linterna aescasos centímetros del cadáver, y casi almismo tiempo se incorporó de un salto.

—¡¡¡Dios mío!!!—¿Le conoces, John?—Es Cail Lograft.

VI

«Entre otras muchasblasfemias, Pablo, contando con mipluma colaboradora, ideó el plagiode la Menorá, "mesa del pan".Nuestro pueblo hebreo hace el ritopor el que todos los Sabat lossacerdotes ponen en el altar, anteYahvé, doce panes ácimos queúnicamente ellos comen al terminarla semana.

Nos sirvió de símbolo paranuestro Dios particular, ni tansiquiera nos molestamos encambiar el número. Fueron docetambién los elegidos a comer elpan. Pero aquello no seríabastante, el Dios de Pablo tambiénnos daría su sangre. Al fin y al cabo

la sangre era algo común en todaslas religiones, pero ¿en quéreligión era el mismo Dios el que sesacrificaba para donar su sangre yno recibirla?

Recuerdo perfectamente laspalabras emocionadas de Pablo:

"Querido Lucas, ese hechofomentará el dogma de fe".»

CAPÍTULO DECIMOSÉPTIMO

I

Las calles de Milán estaban desiertas. Eradomingo por la mañana, y los milaneses todavíadormían la fiesta del sábado, sólo algunosniños acompañados de sus padres andaban porlas aceras, con paquetes repletos de dulces parael desayuno y pan caliente.

La mañana era clara pero fría, una suavebrisa procedente de los imponentes Alpesllegaba helada hasta las mismas puertas deMilán. El termómetro no tendría que trabajarmucho aquel día, no subiría más allá delnúmero cuatro.

Sin embargo, en la sede del primado deMilán, el ambiente era demasiado «caluroso».Dilivio, con pijama, zapatillas y una enormebata de lana por encima, paseaba de un lado aotro de la extensa habitación, como si de una

fiera enjaulada se tratara.Las manos entrelazadas en su espalda,

caminaba con grandes zancadas y movía lacabeza de izquierda a derecha.

Una voz gruesa y ronca hizo que Dilivio separara en seco:

—Nadie puede relacionarnos con esamuerte, no tiene usted por qué preocuparse.

Dilivio se giró bruscamente, y en sus ojosapareció la ira que hasta ese momento habíacontenido de muy mala gana.

—¿Es que todavía no te has dado cuenta,imbécil? Yo he comprometido mi palabra anteel Santo Padre, en que esos dichososmanuscritos estarían ya en nuestro poder. ¿Yqué me cuentas tú ahora?, no sólo seguimos sinellos, además la única persona que puedeguiarnos hasta los manuscritos está muerta.

—Fue un accidente.Dilivio fue a decir algo, pero en el último

instante se contuvo, se dio la vuelta y suspiró

hondo.—Salgo ahora mismo hacia Roma, tú

espera aquí noticias mías.

II

En el Vaticano el ambiente era algoconfuso, las noticias sobre la salud del SantoPadre no eran muy claras, y para colmo dentrode escasos dos días, el Papa tenía concertadauna reunión con todos los corresponsales deprensa destinados al Vaticano. Éstos queríanagradecerle su simpatía, y sobre todofelicitarle por los diez años de pontificado quese cumplirían en unos días.

Dilivio tuvo que esperar durante un buenrato la llegada del padre Rossi. Desde la muertede Signori, Rossi había duplicado su trabajo, elSanto Padre todavía no había nombrado a nadiepara sustituirle... ¿Estaría reservándole a él esepuesto?

III

Rossi escuchó el relato de Dilivio sinapenas mover un solo músculo. Cuando éstehubo acabado su narración de los hechos, untenso silencio se prolongó durante variosminutos. Fue el tiempo suficiente que necesitóRossi para levantarse de su escritorio ydeambular por el despacho con claros signosde desaprobación.

—Y si la muerte ocurrió en su casa, ¿porqué el numerito del coche? Rossi daba laespalda a Dilivio, mientras miraba por elamplio ventanal, los preparativos del décimoaniversario papal.

—Veréis, si nuestro hombre hubieradejado el cuerpo en la casa, no habría parecidoun accidente.

Rossi respiró hondo, y contrajo losmúsculos del mentón.

—Entiendo.—¿Qué debemos hacer ahora, padre?—Está bastante claro, sea lo que sea, lo

que haya hecho Cail Lograft con esosmanuscritos, la única que nos puede sacar dedudas es su hija. Debemos hacerle una pequeñavisita, y tenerla vigilada las veinticuatro horasdel día.

Rossi se volvió, se acercó a la altura deDilivio, y puesto de cuclillas miró directo a losojos del primado de Milán.

—Decidle a vuestro hombre que noqueremos más «accidentes».

—Descuidad, padre.Dilivio se dispuso a salir de la habitación,

pero la voz seca de Rossi hizo que se parara enel acto.

—Por cierto, Dilivio, no olvidéis nuncaque hagáis lo que hagáis, pase lo que pase, elVaticano no sabe nada. Y por supuesto, no esnuestro hombre, sino VUESTRO hombre.

Dilivio bajó la cabeza, giró el pomo de lapuerta, y salió en silencio del despacho delpadre Rossi.

IV

El ruido de la música, mezclado con elrugido de la masa apasionada, eraensordecedor. El auditorio en el que se habíaconvertido el estadio de Wembley vibrabadesde sus cimientos como si fuera aresquebrajarse en mil pedazos. La noche, quese había antojado nublada y cubierta, parecióunirse a la locura general, sacando a relucir sumejor cara estrellada. La luna se acopló sobreel escenario, brillante y redonda, haciendo dúocon el impresionante juego de luces.

Todo estaba saliendo según lo esperado,nadie mostraba en su cara ni un ápice dedesilusión o frustración, el concierto estabasiendo simplemente maravilloso.

El Boss del Rock & Roll, fiel a su estilo,se dejaba el alma en cada canción. Hubomomentos realmente estelares en la noche,

pero el que más había emocionado a Verónicahabía sido aquel en el que un entregado BruceSpringsteen, con un simple foco de luzmarcando su rostro, su guitarra acústica, y unsilencio casi rayando la idolatría, habíaempezado a entonar los primeros compases deThe River.

La luna pareció sonreír en la lejanía,cuando miles de pequeños focos de luzsalieron de las gradas del repleto estadio.Verónica había mirado a su derecha, y se sintiócontenta cuando vio en el rostro de su amigaAny la emoción del momento.

Después de casi tres horas de concierto,El Boss dio por terminada su actuación, peroante la insistencia de más de treinta milenloquecidos y entregados fans, cogió suguitarra y su armónica, se sentó en el primerescalón que conducía al escenario, e interpretómagistralmente Independence Day.

Las dos permanecieron largo tiempo

calladas, parecía como si no quisieran romperel hechizo del último recuerdo en su retina. Sinembargo, ambas rompieron a reír cuando sedieron cuenta que tarareaban la última cancióninterpretada por Springsteen.

—¡Ha sido maravilloso! ¿Verdad?—Sin duda, según llegue a casa después

de dejarte a ti, escribiré mi artículo; ¡creo queme va a salir genial!

Verónica avanzaba despacio por elescurridizo asfalto. Parecía como si los diosesdel Olimpo se hubieran puesto de acuerdo,pues justo cuando la gente salía del estadio, loque hacía unos momentos era claridad y luna,se había transformado en oscuridad y lluvia.

Any conectó la radio del coche, lasnoticias de la noche copaban las ondas en esemomento:

«La salud del Papa —decía la voz delinformador—, preocupa a tan sólo una semanade la multitudinaria recepción que el Sumo

Pontífice romano dará a toda la prensa mundial.Según fuentes fidedignas que nos llegan desdeel Vaticano, el obispo de Roma ha decididoseguir con los planes previstos a pesar de quelos informes médicos desaconsejaban dicharecepción.»

—¿Sabes quién asistirá por el London? —preguntó Any con una sonrisa en sus labios.

—No tengo ni idea, ni tan siquiera sabíaque fuera a haber tal recepción.

—Pues el director se conoce que no sabedónde meter a tu amigo Peter, y ha decididomandarle a tan jugosa recepción para que saquede ella un gran artículo.

—Ja, ja, ja. ¡Dios mío, cómo me debe deodiar Peter!, ¡y pensar que si no fuera por míestaría llevando todo el apartado musical delperiódico!

—¿Te imaginas a alguien que vive sólopara los Rolling Stones, haciendo un artículosobre el Papa?

—Pobrecillo, el caso es que aunquedebería, no me cae del todo mal.

—Pues él sigue pensando que conseguisteel puesto gracias al dinero de tu padre.

—Yo, en su lugar, a lo mejor hubierapensado igual.

—Pues no sabes lo mejor de todo, cuandose enteró montó en cólera y se marchó hechouna furia. Pero al día siguiente llegó, y fuedirecto al despacho del dire, ¿y sabes qué ledijo?

—No sé por qué, pero tengo la extrañasensación de que estás deseando decírmelo —comentó en tono jocoso Verónica.

—Entró en el despacho, y sin esperar aque el director dijera media palabra, soltó:

«Ya he entendido por qué usted me hamandado a cubrir la noticia del Vaticano, dosdías antes se celebrará en el Olímpico de Romael primer concierto de la gira europea deMadonna. Y le estoy agradecido por haber

pensado en mí para hacerlo».Según me contó el dire, Peter se sentó

frente a él, pavoneándose, y llenando todo eldespacho con su sonrisa.

—¿Y cuál fue la respuesta de nuestroamado director?

—«Espero, Peter, que haga usted un granartículo de su encuentro con el Papa, pienseque representará a nuestro periódico —Anyimitaba los gestos y la voz del director, ante lasonrisa jocosa de Verónica—. En cuanto altema del concierto, tendrá usted quecomentarlo con Verónica Lograft, ya sabe queno me gusta inmiscuirme en los departamentosque tienen su director».

—¡Bien por el diré!La lluvia parecía haber remitido en su

brusco e insospechado furor, el olor a tierramojada revoloteaba por todos los sitios, yVerónica llenó los pulmones con aquellafragancia que desde muy pequeña tanto la

embriagaba.—Gracias por el concierto —Any besó a

su amiga antes de ponerse la fina chaqueta ysalir rauda del coche.

Verónica esperó a que su amiga entrará ensu coqueta casa, y se dirigió hacía su propiodomicilio. Por la mañana debía partir haciaNueva York y todavía no había preparado suscosas. Le había prometido a su padre quepermanecería junto a él un mes, y ahora nosabía si podría cumplir su promesa, Any sinquererlo le había recordado que tenía trabajopor hacer, y buenos y molestos competidoresdentro de casa.

No es que hiciera un frío especial, o queVerónica estuviera destemplada, simplementele gustaba trabajar delante de la chimenea; eraalgo que le hacía sentirse a gusto en su propiacasa, y a la vez estimulaba su mente en eltrabajo.

Se había preparado un gran tazón de

chocolate bien caliente, y en un pequeño platohabía puesto unas cuantas galletas caseras.Colocó todo sobre la alfombra de lana gruesaque, de forma decorativa, descansaba frente alfuego. Se había puesto cómoda: un pantalóncorto, con el que solía dormir, y una simplecamiseta con el rostro de Prince que éste lehabía dado en su última entrevista.

Se estiró en la alfombra, y miró por uninstante el fuego en su limpio trabajo de comerla madera de encina, y crecer en altura ymajestuosidad.

Cogió su pequeño bloc de notas, lo abrió,y lo colocó a un lado. Abrió el moderno ycostoso ordenador portátil —regalo de suscompañeros por su ascenso—, y se introdujoen su procesador de textos.

No necesitó muchos sorbos de chocolatepara encontrar el título de su crónica.Necesitaba algo sencillo, llano, pero que a lavez fuera impactante. Debía transmitir a sus

lectores, en pocas palabras, lo que habíasentido. Sonrió, se sentía a gusto consigomisma, sabía que conseguiría un buen artículo,tenía las mismas sensaciones de siempre,cuando escribía algo bueno.

Y tecleó:Sólo Bruce.Cogió una pequeña galleta, y recordó que

se le había olvidado algo: ¡No había puesto nadade música! Se levantó y fue directa al equipo,pero el teléfono pareció aprovechar la ocasiónde tener a Verónica al lado, y justo en eseinstante sonó, rompiendo todo encanto.

—¿Sí?—Verónica, soy mamá.—Hola mamá, ¿cómo estás?—Bien, hija, verás, tengo que decirte algo,

he querido ser yo la que te lo dijera. Aunqueme hubiera gustado poder verte.

Verónica conocía lo bastante bien a sumadre como para saber que algo malo había

ocurrido.—¿Quieres que cenemos juntas mañana?,

estaré en Nueva York por la tarde.—Iré a recogerte al aeropuerto.—No hace falta, tengo uno de los coches

de papá en el parking.—Verónica... hija mía —Verónica pudo

oír a través del auricular como su madrerompía en sollozos—, tu padre, tu padre... hatenido un accidente.

El silenció taladró el corazón deVerónica, no hizo falta que su madre siguierahablando, ya empezaba a experimentar el fríoque se siente en el alma cuando ya no se tiene aun ser querido. Poco a poco se sintió gélida yvacía, terriblemente vacía.

—No, no, no, no, no —de forma inconexamovía la cabeza de un sitio a otro, haciendo quelas abundantes lágrimas mojaran el teléfono—.NO —gritó de forma casi inhumana.

—Tu padre ha muerto.

CAPÍTULO DECIMOCTAVO

I

Aunque la mañana se había levantadodesapacible y nublada, poco a poco, la fuerzadel sol otoñal pudo con la espesa niebla, quecon su manto de humedad parecía haberretrasado la aurora.

El extenso cortejo fúnebre se desplazabalento y en silencio por la carretera mojada. Unsinfín de coches seguían respetuosos a aquélque, encabezando la marcha, llevaba el cuerposin vida de Cail Lograft.

No había nada que decir, el dolor nodejaba paso para nada más que no fuera elllanto. Verónica apoyaba su cabeza contra laventanilla del coche, y como ida del mundo,miraba inerte más allá. Sus pupilas no semovían, quizás ganándose el reposo tras largashoras de húmedo trabajo.

La habían tenido que peinar y vestir, erauna simple autómata llena de desconsuelo ytristeza, a la que la vida por vez primeragolpeaba brutalmente.

Había soportado de forma admirable todoel viaje desde Londres a Nueva York, perocuando se encontró con su madre, y sobre todocuando llegó a la casa de su padre, su cuerpo noaguantó por más tiempo la tensión acumulada.El doctor Mircelt le había dado un calmante, ysu madre intentó meterla en la cama, sinembargo aquello sólo duró un leve instante,justo el tiempo que tardó Raquel en preguntaral doctor:

—Doctor, ¿no cree usted que es mejorque Verónica no vaya al entierro?

Verónica saltó rauda fuera de la cama, ycon los ojos fuera de sí gritó:

—¡¡No intentéis impedirme que esté juntoa mi padre, nadie obstaculizará que caminejunto a él, le haré compañía justo hasta donde

puedo!!Verónica se dejó caer en el borde de la

cama, mientras Raquel, con lágrimas en losojos, acariciaba su pelo.

—No sé otra forma de decirle cuánto lequiero.

—Lo hiciste, hija mía, cada día en el queestuvo con vida y le diste tu cariño.

Madre e hija se fundieron en unprolongado abrazo. Raquel notaba en su cuerpolas convulsiones propiciadas por el llantodesconsolado de su hija, la arrulló contra sí ydespacio, y con todo el amor que pudoencontrar, llenó su frente de besos.

—Qué vacía me encuentro.—Lo sé hija, lo sé.Raquel miraba ahora a su hija desde el

otro extremo del asiento trasero del coche.Temía por ella, veía en su demacrado yextraviado rostro todo el dolor que un serhumano puede aguantar. Había rogado al doctor

Mircelt que estuviera cerca en todo momento,la familia Lograft llevaba un mes negro,primero había sido Angélica, menos de unasemana después su hijo Cail, ahora ella nopodía permitir que nada le sucediera aVerónica.

Estiró la mano y cogió la de su hija. Aquelmiembro no parecía tener vida, Verónica sepresentaba decidida a dar su sangre a aquél queantes la dio por ella. Giró despacio la cabeza y,con los ojos rojos, y en su cara una especie demueca, apretó fuerte la mano de su madre.

—Vero, me haces daño, cariño.Verónica hizo caso omiso a las quejas de

su madre, y arrugó su frente mientras de susojos salía una mirada interrogante. Acababa dedarse cuenta de una cosa, dentro de los pocosmomentos de lucidez del día. Conocía bien a supadre, era la persona que más unida a ellaestaba, sabía de sus gustos, aficiones y modode vida.

—Mozart.—¿Cómo dices, hija? —Raquel empezó a

preocuparse de verdad, intentó tocar la frentede Verónica, estaba segura de que la fiebretenía que estar apoderándose de ella.

—No lo entiendes mamá, MOZART —gritó Verónica histérica.

—¿Qué tiene que ver Mozart aquí ahora,Verónica?

—¿Tan pronto te has olvidado de losgustos de mi padre? —Raquel se sintió dolida,aquello no era justo, pero veía el inmensodolor reflejado en aquella mirada, y desde muydentro de su corazón, perdonó a su hija.

—¿Qué es lo que hacía papa nada mássubir al coche? —preguntó Verónica nerviosa yexcitada.

—Ponía música.—No, no exactamente, ponía a Mozart.

Dependía de su estado de ánimo, le gustabaescuchar ópera, sinfonías, misas, etc. Pero

siempre Mozart.—Sigo sin entender, hija mía.—Es sencillo, si tú hubieras conocido a

Cail Lograft como yo, sabrías que no habíacosa que más le relajara en el mundo queescuchar a su músico favorito mientrasdisfrutaba conduciendo. Y para mi padre,disfrutar conduciendo era ir DESPACIO.

II

El sol, ese sol que amaba Verónica, y quetanto echaba de menos en Londres, era ahora suenemigo. El coche se detuvo, y Raquel fue laprimera en abrir la puerta, Verónica decidióque era mejor usar las gafas oscuras, sus ojosno iban a permitirle ese día demasiadasalegrías.

Raquel ofreció el brazo a su hija y ésta,obediente, decidió aceptar el apoyo. Hacíabastante tiempo que no era posible ver a madree hija juntas, la gente pareció tomarse unrespiro para admirarlas.

Raquel vestía un precioso vestido deencaje negro, con un bonito sombrero de ala enel que adornaba, natural, una pequeña plumanegra. Todavía mantenía intacta su bellezaexpresiva, sin duda era una mujer con estilo. Supelo claro, lo recogía elegante en un moño, y

sus largas y llamativas piernas las embutía conelegancia en medias negras. Mirar a la ex-mujer del difunto era lo más sereno y hermosoque uno podía ver en aquella triste mañanaotoñal.

Verónica era la huella del derrumbamientoy el dolor. Su rostro no estaba maquillado, y supelo enmarañado caía sobre la tez blanca ydesencajada. Encorvada, andaba con la cabezaapoyada sobre el hombro de su madre. Nadie seatrevió a mirarla directamente, según madre ehija iban pasando, uno a uno, todos losnumerosos asistentes al sepelio fueron bajandola cabeza, en señal de respeto ante tan enormedolor.

Para el joven padre James aquella no erauna inhumación como otra cualquiera, hacíaescasos días que habían enterrado a AngélicaLograft, y por aquellos extraños designios quesólo Dios sabe, algo conmocionado tenía ahoraque oficiar el entierro de Cail Lograft.

Si al entierro de la vieja Lograft habíahabido asistencia dentro de la comunidad, el desu hijo era multitudinario. Cail, además de darempleo con su empresa a miles de personas,era un hombre querido y respetado por subondad.

El padre James, algo nervioso, empezó laceremonia.

Verónica estaba sumida en sí misma, elcaparazón que formaba su duelo no dejabarescoldo alguno para apreciar lo que ocurría asu alrededor.

Hacía tan sólo tres días, su padre y ellahabían pasado una noche juntos y los dos sehabían sentido unidos y bien. ¡Tenía tantos ytantos planes!, a pesar de la distancia su padrehabía seguido siendo una pieza importante ensu vida.

Sintió el beso cariñoso de su madre sobresu mejilla, y levantó la cabeza. Todos lasobservaban.

—Cielo, van a bajar el ataúd, creo... creoque deberíamos marcharnos ya para casa.

Cuatro hombres con dos gruesas cuerdasbajaban la caja mortuoria. Verónica norespondió a su madre, pero cuando uno de loshombres fue a coger la pala, Verónica pareciócobrar sentido de lo que estaba pasando, ygritó:

—No, esperen... Dios mío... esperen.Soltó el brazo de su madre, y con paso

inseguro se dirigió hacia el hueco por el quehabía sido descendido el féretro.

Sería difícil que nadie de los que seencontraban allí pudiera olvidar aquella escenatan llena de amor; Verónica se arrodilló, cogióun puñado de arena y tras besarlo lo dejo caeren la tumba.

—Adiós... papá —sollozó.

III

Habían pasado varios días, y el inmensodolor que Verónica sentía estaba empezando adejar un pequeño hueco a la razón. Todo lo quehabía sucedido eran recuerdos vagos para ella;y sin embargo la sensación de que algo noencajaba se acrecentaba a cada momento.

El viejo Mircelt estaba demostrando elcariño que sentía por aquella familia, ni un soloinstante había dejado de preocuparse por elestado de Verónica, y dos o tres veces al díapasaba a visitarla. Justo en ese instante, Mirceltestaba haciendo una de esas visitas.

—Mamá, ¿puedes traerme un vaso deleche caliente de la cocina?

La cara de Raquel se iluminó, Verónicahabía comido poco desde el sepelio de supadre, y su aspecto era demacrado y triste.

Raquel salió de la habitación sin decir

palabra.Verónica se incorporó de su asiento, y

agarrando al doctor por el brazo, lo llevó conella al jardín.

—Alan, quiero que usted me explique unacosa.

—Tú dirás, Verónica —contestó Mircelt,algo aliviado al observar como Verónicarompía el cascaron que la tenía separada delmundo exterior.

—El otro día, cuando estaba ustedhablando con mi madre, dijo accidentes.Claramente, Alan, usted, al referirse a mi padre,habló de accidentes. ¿Acaso tuvo más de uno?

Alan Mircelt bajó un momento la cabeza,y la movió en un gesto afirmativo.

—Estoy algo preocupado, tu padre era unhombre sereno y responsable, no entra en laidea que yo tenía sobre él que tuviera dosaccidentes casi seguidos.

—¿Cuándo tuvo el primero?

—Justo antes de morir tu abuela Angélica.—¿Por qué nadie me avisó?Ahora fue Mircelt el que cogió del brazo a

Verónica y la separó aún más de la casa.—Tu padre, esto, verás...—Sin rodeos doctor, nada de lo que usted

me diga puede devolvérmelo.—Tu padre no creía que hubiera sido un

accidente. Él me pidió que no le dijera nada a tuabuela, luego la muerte de ésta mandó todo alolvido.

—¿Por qué creyó mi padre que no habíasido un accidente?

—Me dijo que le estaban siguiendo por lacarretera, al doblar una curva encontró untronco de árbol en el asfalto, entonces perdióel control del Mercedes. Ya no recordaba nadamás —el doctor calló de forma algosignificativa.

—Qué más, doctor.—Estando en la habitación del hospital

recibió un mensaje que le puso muy nervioso,hasta el extremo de casi obligarme a sacarle deallí.

—¿Recuerda ese mensaje?—La enfermera lo trajo junto a un gran

ramo de flores. Recuerdo que en un principiose enfadó conmigo, creía que yo le había dichoalgo a alguien de su accidente. Pero cuandoempezó a leer aquella nota, su rostro cambió decolor y en sus ojos pude adivinar lapreocupación. También recuerdo que la notacayó de su mano, sin que Cail hiciera nada porimpedirlo.

—Obviamente usted la leyó.—Decía algo así como: «Dios sólo

salvará a los justos».—¿Eso era todo?—Ningún nombre, ninguna firma, sólo una

pequeña cruz negra al final del papel.—¿No fue mi padre a la policía?—Es lo primero que hizo nada más salir

del hospital, no sé muy bien si porque quería ir,o porque el médico del hospital se lo indicó.

—Entonces, no entiendo muy bien que lapolicía crea, después de que mi padre lesexplicara todo y les enseñara esa nota, quepudiera tener dos accidentes tan seguidos yparecidos.

El médico se pasó despacio la mano por elrostro y escrutó los ojos heridos de la joven.

—Es que no se lo dijo.—¡Cómo!—La policía negó que hubiera ningún

tronco tirado en la carretera, y cuando Cail lespreguntó por el nombre de la persona que lesdio el aviso de su accidente, tampoco pudierondárselo, pues no lo sabían. Entonces la actitudde tu padre me sorprendió, se limitó a sonreír ycambió de tema. Dio un generoso donativo parael sindicato policial y nos marchamos.

—No logro entenderlo.—Eso mismo le dije yo, pero me rogó

que no le hiciera preguntas y simplemente mefiara de su coherencia.

Verónica sintió rabia en su interior, todoaquello coincidía con la desaparición de supadre, y las continuas llamadas de su abuela asu casa. Recordó también la conversación quemantuvo con Gires, y su preocupación fue enaumento. ¿Por qué en esos días no había dadoimportancia a todo aquello?

—No le cuente esto a nadie, doctor.—Descuida, hija mía.Verónica se abrazó a Mircelt y, con

lágrimas en los ojos, le dio un beso.—No te dejes llevar por los impulsos,

actúa con sentido común.Verónica y Mircelt se despidieron, con la

promesa del doctor de volver a ir a verla.Verónica esperó a que el médico se introdujeraen el coche para darle el último adiós con lamano. Se volvió y se encaminó a la casa, peroantes de entrar, se detuvo y levantó la cabeza al

cielo.—La coherencia y el sentido común

llevaron a mi padre a la tumba.

IV

No podía conciliar el sueño, era pedirdemasiado a su trabajadora mente. Su cerebrono paraba de dar vueltas y vueltas sobre elmismo asunto: ¿quién podría seguir a su padre?

De una cosa le había servido todo aquello.Tan ofuscada estaba en este asunto, que deforma gradual, las incipientes pesquisasmentales fueron ganando el terreno al dolor yla pena.

Tenía hambre, saltó de la cama y, trasponerse la bata, se dirigió escaleras abajo haciala cocina. La casa estaba en completo silencio,su madre, que todavía la acompañaba, dormíaplácidamente en la habitación contigua, nadiemás habitaba aquella mansión. Su padre habíasido un hombre muy especial, y aunque teníados mujeres que diariamente limpiaban ycocinaban para él, al llegar la tarde siempre se

marchaban a sus respectivas casas. Más de unavez le había escuchado decir:

«Cada persona debe vivir con su familia yen su propia casa».

Abrió la nevera y cogió la botella deleche. Iba a cerrar la nevera, pero su vista secentró en un paquete envuelto de formadecorativa. Encima de un bonito lazo azul, sepodía leer:

«Barkel, grandes reposteros».Verónica cogió el paquete, y tras ponerlo

en la mesa, lo abrió con cuidado. Una deliciosabandeja de pasteles le hizo sonreír por vezprimera en varios días.

—Gracias papá, pensabas en todo.Rinnngg, rinnngg. El sonido del teléfono

sobrecogió a Verónica, y demostró que éstatodavía no andaba muy bien de los nervios.

—Dígame —contestó Verónica, trascoger el aparato de la cocina.

—Señorita Lograft, ¿es usted?, soy Gires.

—Gires, me alegra oírle.—Verónica, siento mucho...—Lo sé, Gires, lo sé.—Estoy muy triste, amiga mía, me ha sido

imposible desplazarme hacia allí, me hubieragustado estar junto a usted para despedir a miamigo.

—Estoy segura de ello, Gires.—Mi casa ha sido destrozada de arriba a

abajo. He llamado para prevenirla.—¿Qué es lo que está pasando, Gires?,

¿en qué asuntos andaba metido mi padre?—Con la última adquisición, su padre no

sólo compró algo maravillosamente vivo, sinotambién peligroso.

—¿Hasta el punto de que alguien puedaquerer la muerte de mi padre?

—No estoy muy seguro de ello —Gireshizo un breve silencio y Verónica palpó comosu amigo telefónico se debatía entre seriasdudas—, pero si tuviera que dar mi opinión,

sinceramente creo que no.—Sin embargo mi padre ha muerto en un

accidente de carretera muy raro, sucomportamiento ha sido —y usted lo sabe muybien—, muy extraño los últimos días de suvida, y para colmo ahora usted me cuenta quesu casa de París ha sido registrada.

—Registrada es una palabra muy dulce,amiga mía, más bien diría destrozada. Sea quiensea el que haya hecho esto, está algo nervioso.Las cosas no están saliendo como ellospensaban, y la muerte de su padre no ha hechomás que empeorar las cosas. Ahora no sabenquién puede tener esos manuscritos, por eso lahe llamado, obviamente no los han encontradoen mi casa, y si los han buscado aquí, es porqueno lograron hacerse con ellos en la suya. ¿Noha notado nada raro en su casa?

—No sé, Gires, no me he fijado. De todasformas yo no resido aquí, hablaré con lasmujeres que atendían la casa de mi padre.

—Tenga cuidado, señorita.—Gires, ¿por qué se refiere usted a ellos

cuando habla?—Verá, señorita, nuestro camino hacía

esos manuscritos ha sido laborioso... —Giresexplicó a Verónica todo lo sucedido en Egipto,y las dudas que le habían inquietado en todomomento.

Una vez acabada su explicación, elsilencio se prolongó mordiente en el tiempo.Fue Verónica la que lo rompió exclamando:

—¡¡¡La iglesia!!! ¿Me está usted diciendoque es la iglesia la culpable de todo lo que estásucediendo?

—No creo que la muerte de su padreentrara dentro de sus planes.

—Sin embargo no cambia el hecho de sumuerte.

—Por supuesto, por supuesto, pero ahoralo único que me importa es su bienestar, creoque se lo debo a mi amigo. Parece claro que

Cail escondió demasiado bien esosmanuscritos, ni siquiera yo sé dónde puedanestar, pero la pregunta es: ¿y su hija?

—Si mi padre no le contó nada a ustedpara protegerle, ¿cómo iba a contármelo a mí,que ni me interesaba el asunto?

—Estamos de acuerdo, eso lo sabemosusted y yo, pero la gente que anda detrás detodo esto no. Piense en todo lo que habló conCail durante los últimos días, repase cadapalabra, cada frase. Esos papeles son su seguro.

—Sólo quiero saber si la muerte de mipadre está relacionada con esos manuscritos, ysi es así, debo de desenmascarar al culpable, hede verlo entre rejas, aunque sea el mismísimoPapa.

V

Rebeca y Hillary esperaban nerviosas.Sólo conocían vagamente a la nueva dueña de lacasa, y su experiencia les indicaba que siempreque había un nuevo dueño, su trabajo se veíaafectado de una forma o de otra.

Rebeca tenía algo más de cincuenta años,era de estatura normal y delgada. Todo sucuerpo denotaba agilidad y tesón, a simple vistase podía ver que era una luchadora nata. Eltrabajo había marcado toda su vida, desde quetenía uso de razón.

Hillary era unos veinte años más jovenque su compañera de trabajo, y era sin duda laque más nervios demostraba. No paraba deandar de un sitio a otro, y sólo para el leveinstante que tardaba en mirar a los divertidosojos de Rebeca y decir: «nos va a despedir, yaverás».

Era una mujer pequeñita, su pelo parecíahacerla más bajita de lo que en realidad era,pues lo llevaba suelto y caído hacia atrás, apesar de las numerosas veces que Rebeca lehabía recomendado que usara un moño para deesta forma realzar su figura.

Sus ojos eran grandes y hermosos, era laparte de su cuerpo más expresiva, y por esoahora dejaban ver el estado de nervios que laincertidumbre teñía en su mirada inquieta.

Aunque Verónica había sido muy amable,y les había pedido por favor que la esperaransentadas en el despacho de su padre, ambasestaban de pie cuando Verónica hizo acto depresencia.

—Sentaos, sentaos, por favor, ésta es unareunión totalmente informal. Sólo espero quepodáis ayudarme en un asunto.

Las dos mujeres se miraron, y algo mástranquilas tomaron asiento frente a la mesa dedespacho. Verónica no quería que la vieran

como su nuevo jefe, sino como una mujer quenecesita ayuda, por eso cogió la silla de supadre, que desde detrás de la bonita mesaobservaba toda la estancia, y la acercósentándose junto a ellas.

—Como sabéis, esta familia ha pasadounas semanas difíciles, ahora poco a poco, hayque intentar que todo vuelva a la normalidad.

—Señorita —interrumpió Rebeca—,nosotras queríamos mucho a su padre, que Dioslo tenga junto a él, era un hombre muy atento yamable.

Verónica sintió un leve pinchazo en laboca del estómago, pero intentó disimular suestado de ánimo con una pequeña sonrisa.

—Tenéis que ser muy eficientes las dospara que mi padre dejara toda la casa envuestras manos. De eso no me cabe la menorduda, por eso, sólo sois vosotras dos las queme podéis ayudar.

Hillary, que hasta ese momento había

permanecido en silencio y jugueteandonerviosa con sus manos, proyectó su miradafranca y alegre sobre Verónica.

—¡Ojalá podamos hacer algo por usted!—Gracias Hillary, eres muy amable. Por

favor, os ruego que me llaméis Verónica.El hielo ya se había roto entre las tres

mujeres, Verónica había conseguido con susencillez lo que pretendía, ganarse la simpatíade Rebeca y Hillary.

—Veréis, quiero que por favor penséisbien lo que voy a preguntaros, es importantepara mí. Durante esta última semana, ¿Habéisnotado algo fuera de su sitio?, ¿habéis notadoun desorden especialmente anormal?

Rebeca y Hillary se miraron algosorprendidas, no esperaban unas preguntascomo aquellas.

—Unas mujeres que trabajan de formaorganizada, como sin duda lo haréis vosotras,notarían cualquier cambio. Mi padre no podía

daros excesivo trabajo en esta mansión, yseguro que ya tendríais un ritmo continuo yestructurado.

Verónica esperó un breve momento, yasistió muda al intercambio de miradas entreambas mujeres, al final fue Rebeca la querompió el silencio.

—La verdad es que no nos gustaríameternos en los asuntos personales del señorCail.

—Al señor Cail no vais a perjudicarle deninguna de las maneras, más bien al contrario,pero soy yo la que ruega vuestra ayuda.

—Sí que notamos cosas raras —eraHillary la que de esa forma hablaba—, al pocotiempo de llegar el señor de viaje, empezamosa encontrar cajones abiertos, libros tirados enlas estanterías, la ropa del señor revuelta yfuera de su sitio.

—Un día —intervino Rebeca—encontramos la cocina completamente

desordenada.—¿Y no comentaron nada con el señor?—Discúlpenos, Verónica, pero ambas

pensamos que era usted la que había hecho todoeso.

—Ya, las dos creísteis que era la típicaniña rica, que está acostumbrada a que elmayordomo fuera detrás de ella arreglándolelas cosas, porque es una inútil además dedespreocupada.

—Verá, nosotras...—No se disculpe, Rebeca, yo

seguramente hubiera pensado igual.Verónica sonrió para calmar un poco su

disgusto, y de paso tranquilizar a las dosmujeres, ahora algo más nerviosas.

—Pero, ¿y el día de la muerte de mipadre?, ese día yo no estaba en la casa, ¿notaronalgo parecido?

—Sí, el despacho del señor Cail estababastante desordenado, algo fuera de lo normal,

pero con todo lo que estaba pasando, noscentramos en nuestro trabajo y lo arreglamostodo. Al poco tiempo llegó su madre y luegousted.

—¿No le comentasteis nada a la policía?—La policía no apareció por la casa, ¿por

qué había de hacerlo, no murió de un accidentede tráfico el señor?

—Sí, sí, claro —Verónica había vistoconfirmadas las sospechas que tanto Girescomo ella habían intuido—, no os preocupéispor nada, gracias a las dos, me habéis sido degran ayuda.

Le quedaban varias cosas por hacer, peroya tenía la certeza de que su padre, de formaaccidental o no, había muerto por la posesiónde esos misteriosos manuscritos. Sólo habíauna parte de aquella casa que le quedara pormirar, pero no sería ahora cuando lo hiciera, nocon las sirvientas haciendo su trabajo por lacasa, esperaría a que llegara la noche. Si su

padre había mantenido en silencio y aescondidas aquel pequeño museo, habría tenidosus motivos y no iba a ser ella ahora la quevulnerara sus deseos.

La tarde se estaba nublando de formarápida cuando Verónica, tras aparcar el coche,fue en dirección a la entrada de la comisaría.Unas pequeñas gotas de lluvia acariciaron surostro. Verónica abrochó el cuello de sucamisa vaquera y colocó bien su chaqueta azul.No es que tuviera frío, ni nada por el estilo,simplemente se disponía a ejercer un merotrámite que le incomodaba.

El hall de la comisaría estabacompletamente desierto, para tranquilidad delvecindario, nada hacía indicar que aquella zonafuera especialmente conflictiva.

Un robusto y espectacular policía seencontraba detrás del limpio mostrador.

—¿En qué puedo ayudarla, señorita?—Vengo a ver al comisario John Davey.

John Davey se mostró amable pero algotorpe, no estaba acostumbrado a recibir la visitade guapas muchachas en su despacho, y muchomenos cuando éstas eran herederas de ricasfortunas.

John explicó a Verónica las incidenciasdel primero de los accidentes de su padre, asícomo los hechos que acaecieron en el segundoy mortal de ellos.

—¿Y dice usted que el coche quedócompletamente destrozado?

—Sí, su padre debía de ir a una granvelocidad, encontramos su cadáver a unosveinte metros del coche, sin duda saliódespedido por el parabrisas.

—¿Cuál es el informe del forense?John Devey giró su silla y echó mano del

fichero, tras buscar un momento sacó unacarpeta y se la entregó a Verónica.

—Éste es el informe que nos ha pasado eldoctor Stephen Morlar, como podrá ver es

claro y conciso en cuanto al motivo de sumuerte.

Verónica tomó los papeles y empezó aleerlos con avidez, el doctor Stephen Morlardescribía los numerosos golpes recibidos porel muerto.

—¿Sería posible quedarme con estosdocumentos?

—Bueno, verá, no es algo muy usual, perotratándose de usted, y aunándonos a su dolor,puedo hacerle unas fotocopias. Mientras, leruego pase usted a recoger las pertenencias desu padre, hasta ahora nadie se ha hecho cargode ellas.

Verónica siguió al comisario por unestrecho y mal iluminado pasillo. Unescalofrío recorrió todo su cuerpo, no sabía sihacía frío, o simplemente todo aquello ledesencajaba su estado de ánimo.

El comisario abrió un cajón metálico, y deél extrajo una pequeña bolsa de plástico

etiquetada.—Aquí está, esto es todo lo que

encontramos, recorrimos varias veces la zona,no creo que se nos pasara nada por alto.

—Gracias, señor Davey, estoy segura deello.

* * *

Se dejó caer en el sillón del despacho,estaba muy cansada, su estado de ánimo hacíaque los músculos le dolieran más allá de lonormal.

Abrió el bolso y sacó la bolsa de plásticoque le habían entregado en comisaría. Larompió con algo de furia contenida, y esparciótodo su contenido sobre la mesa.

Sintió un vacío molesto en el estómago,en aquella pequeña bolsa veía perderse elúltimo aliento de su padre. Aunque todo lo quela rodeaba le recordaba a él, aquellas cosas eran

las últimas que habían tenido contacto conCail.

Su reloj de pulsera, regalo de la abuelaAngélica que, cómo no, tenía grabado pordetrás una pequeña inscripción: Dad y se osdará. Lc 6 38.

Las llaves del coche, y la cartera.Verónica abrió esta última, y con lo

primero que se topó fue con su fotografía.Sonrió tristemente, ¡qué pena no haber tenidomás tiempo! Lo demás eran los carnets ydinero, nada especial.

Nada de lo que había sacado de aquellatriste y fría bolsa le indicaba nada nuevo de supadre, pero algo echó en falta: ¿Dónde estabael amuleto de su padre?

Cail no daba un paso sin llevar encima lamoneda romana a la que tanto apego tenía. Sinduda, pasara lo que hubiera pasado, la monedacayó de su bolsillo.

Respiró hondo, empezó a ejercitar su

famoso método para regularizar laspulsaciones. Una amiga común de Any y ella,psicóloga, les había recomendado un buenmétodo para los momentos de mayornerviosismo y estrés. Consistía en tomar aireprofundamente, notando como se hinchaba elestómago, contar mentalmente cuatrosegundos, y luego expulsar el aire en otroscuatro.

Verónica practicaba continuamente estemétodo, cada vez que tenía que hacer unaentrevista importante. Enseguida notaba comosu corazón latía más relajado y regular. Peroesta vez no pareció ser suficiente, por lo quepasó al siguiente ejercicio: respiró hondodurante cuatro segundos, aguantó el airedurante dos segundos, y lo expulsó despaciohasta llegar a ocho segundos.

Tras hacerlo cinco o seis veces, se sintiómejor y más tranquila. Ahora si podíaenfrentarse con otra prueba más.

Miró la enorme librería que embellecíatoda la pared del despacho, y recordó el ritualque noches atrás había seguido su padre.

Se levantó y cerró la puerta del despacho,a pesar de saber que estaba sola en la casa. Arenglón seguido, se aproximó al gran ventanalovalado, y tras mirar varias veces por él, locerró despacio, echando las persianas ycorriendo también las cortinas.

Como recordaba que había hecho su padre,dejó solamente una pequeña y tenue luz, trasapretar varias veces la llave de la pared.

La mirada de Verónica se centró en lalibrería, y muy especialmente en un gran libro.Ahora que sabía su función, dudaba de quealguien no reparara en él. Sobresalía de losdemás, en su tamaño y lujosa encuadernación.Despacio, como si temiera que pudiera darleuna descarga eléctrica, sacó el voluminosoejemplar de la estantería. Sintió el peso dellibro en sus manos, y el cercano recuerdo

volvió a llorar en su mente, esperó un instante aque pasara aquel mal trago, y abrió el volumen.

«El mejor museo del mundo», volvió aleer. Sin duda su padre no había andadodescaminado al elegir aquel libro como llavepara aquella puerta.

Fue directa al hueco de la cubierta traseradel libro, y cogió el diminuto mando adistancia. Miró los tres botones, y creyórecordar que su padre le había indicado queapretara el primero de ellos.

La librería, sin ningún tipo de ruido, fuecediendo hacía la pared. El pequeño paso quese había formado permanecía a oscuras.Verónica sabía lo que tenía que hacer, peroahora no estaba del todo segura de si teníafuerzas para enfrentarse con la realidad. ¿Y silos enemigos de su padre habían conocido yasu secreto?

Suspiró hondo, y apretó el siguientebotón.

De forma continua y uniforme, la luz sefue haciendo más allá del escueto pasillo.

No sabía muy bien por qué, pero en esemomento a la mente de Verónica se acercó elnombre de uno de los héroes más alabados desu difunto padre: Howard Carter.

¿Sería que ella esperaba, al igual que elsabio arqueólogo inglés ante la tumba deTutankamen, encontrar aquel lugar íntegro?

Se habían llevado la vida de su padre, ahorarogó levemente a Dios que no le hubieranrobado sus sueños.

Verónica avanzó despacio, y dirigió sumirada, una tras otra, por las resplandecientesurnas. Su corazón latió aliviado, todo parecíaestar igual que en su visita anterior. Noencontró nada que le indicara que alguienhubiera estado allí.

Gires le había indicado, más o menos, loque tenía que buscar, y tras un minuciosoregistro, llegó a una cierta conclusión: los

manuscritos no estaban allí.Se encaminó despacio hacia la primera de

las urnas, brillante y reluciente ante laimperiosa luz parecía llamarla. Observó la urnavacía, y llevó una de sus manos al pecho. Sintióel contacto de la valiosa medalla en su cuerpo.Se limpió las lágrimas de los ojos, y sacó lamedalla de la cadena que colgaba de su cuello.

Verónica abrió despacio y con sumocuidado la pesada urna, y metió la medalla en suantiguo sitio. Se dejó caer de rodillas ysusurró:

—Padre, te juro que no pondré esamedalla en mi cuello hasta que no consigacompletar tu sueño, estoy segura que ya sabrásla forma de hacerme encontrar el camino,cuenta conmigo padre... cuenta conmigo.

VI

El sol de la mañana entró fuerte ydicharachero por las rendijas que formaban laspersianas al quedar entreabiertas. Verónicahabía caído boca abajo encima del pesadoedredón. Tan cansada se había encontrado lanoche anterior, que cuando llegó a su cuarto aaltas horas de la madrugada, no le dio tiempo nia desvestirse.

Abrió pesada y lentamente el ojoizquierdo, y a pesar de tener un gran mechón desu cabello sobre la cara, el cañonazo solar dañósu pupila aún adormilada. La cabeza le zumbabacomo si estuviera metida dentro de un avispero,y el cuerpo se negaba a obedecer cualquierorden que implicara movimiento. Recordaba,de forma algo vaga, haberse marchado delpequeño museo a eso de las cuatro de lamañana. Miró el reloj de la mesilla, eran las

doce y ocho minutos de una mañana radiante deluz.

La ducha sirvió para despejarla un poco,pero aún adormecida y todavía mediovistiéndose, salió de la habitación. Vio aRebeca limpiando los grandes y cómodos sofásdel pasillo. Del piso inferior llegaba uninequívoco sonido: Hillary estaba sin dudapasando el aspirador.

—Buenos días, señorita.—Buenos días, Rebeca.—Tiene café preparado en la cocina. Ah,

le ha llamado el señor Paul Cox, yo no hequerido despertarla, y me ha rogado que lerecordara que le espera en su despacho estatarde a las cinco.

—Gracias.

* * *

Le gustaba pasear por el nuevo Manhattan,

le hacía creer que transitaba por un mundofuturista, lleno de luz, cristal y aluminiobrillante. Los edificios parecían mirarla desdesu atalaya, regios de orgullo y solemnes,sabiéndose admirados.

Sólo recordaba haber estado una vez enVoreer & Legend, y de eso hacía más de diezaños. Ahora se daba cuenta de qué poco sabíadel mundo de su padre. Ni siquiera el negociofamiliar, hecho para el mundo femenino, y conel cual habían amasado su fortuna, atrajo la másmínima curiosidad en Verónica. Se sentía unpoco culpable por ello, pero su fuerza juvenilsiempre le llevó por otros derroteros, estaríaeternamente agradecida en el fondo de sucorazón que su padre hubiera sido tancomprensivo con ella.

—Buenos días, ¿Verónica Lograft?Acababa de entrar en el despacho de

abogados, y una mujer morena con una largacabellera, lisa y bien cuidada, salió a su

encuentro. Unos ojos risueños, de un negropenetrante, le daban la bienvenida.

—Tengo cita con el señor Paul Cox.—Mi nombre es Lucía, soy la secretaria

del señor Cox —Lucía alargó la mano haciaVerónica—, su padre era un hombre muy atentoy amable, le acompaño en su dolor, señoritaLograft.

Verónica sonrió agradecida a Lucía.—Venga conmigo, el señor Cox la está

esperando.Verónica contuvo la sonrisa en su rostro,

e imaginó a Cail flirteando con aquellaescultural mujer. Pocos hombres no seríanamables y atentos con aquellas bonitas y largaspiernas ante sí.

Paul Cox salió todo lo rápidamente dedetrás de su mesa que sus setenta trabajadosaños le permitieron. Una sonrisa abierta yllana, que parecía mucho más acentuada enaquella redonda y lisa cabeza, recibió a

Verónica.—¿Un café, señorita Lograft?Paul Cox preguntó amablemente, mientras

saludaba estrechando la mano de Verónica.Aquel hombre bajito y regordete le gustó desdeel primer instante, no le extrañaba que su padredejara todos sus asuntos en sus manos. Elanciano abogado sabía transmitir serenidad yconfianza.

—No, muchas gracias, señor Cox, laverdad tengo algo de prisa. Mi vuelo sale estatarde noche para Londres, y todavía he depreparar mis maletas.

—Entiendo, pero por favor llámeme Paul,he sido muy amigo de su difunto abuelo, ytambién de su padre, espero poderle servir deigual manera a usted.

—Estoy segura de ello, Paul, y por favorllámeme Verónica.

—Bien, pasemos a lo que nos tiene aquíreunidos. Es muy sencillo —el viejo Cox abrió

una gran capeta negra que tenía sobre la mesa—, todos los bienes de su padre pasan a sersuyos, por derecho y sin ningún tipo de trabas,su padre parecía tener una premonición, pues elmismo día de su desgraciado accidente estuvoaquí arreglando todos sus papelestestamentarios.

Verónica giro la cabeza sorprendida ymiró a los ojos del viejo abogado.

—¿Le comentó que le preocupara algo?—No, pero me preguntó sobre los bienes

de su difunta abuela Angélica, quería saber siusted podría heredarlos sin dificultad en casode que ocurriera, lo que por desgracia haocurrido —Paul Cox intentó endulzar su frasecon una fría y escueta sonrisa, pero no loconsiguió.

—¿Eso fue todo?—No, estoy convencido de que su visita

se debió a otro motivo.—¿Qué motivo? —preguntó nerviosa y

expectante Verónica.Paul Cox se levantó, e hizo un pequeño

gesto con los músculos de la cara. Verónicasiguió al obeso abogado al otro extremo de sudespacho hasta llegar a la elegante estanteríallena de grandes libros.

Entre tanto libro, un pequeño lienzodestacaba armonioso y lleno de colorido.Representaba la sala de un juzgado, vista desdeel estrado donde se sientan los acusados. Unjoven abogado, de escaso pelo y algo entradoen carnes, movía sus brazos al dirigirse aljurado. Verónica no tuvo que emplearse muy afondo para imaginarse a un jovencito Paul Coxen la sala del juzgado.

El viejo Cox sacó una pequeña llave de subolsillo, y la llevó hasta el cuadro. Verónicaapreció como Cox metía la diminuta llave poruna de las manos del exaltado abogadorepresentado en el lienzo. Paul Cox giró variasveces la llave, y una parte del cuadro se

despegó de la pared, dejando a la vista unapequeña caja fuerte.

El anciano abogado metió la mano en lacaja, y tras estar mirando un leve instante,extrajo de ella un sobre.

—Éste, a mi entender, fue el verdaderomotivo de la visita de su padre.

Verónica cogió el sobre con sumocuidado, a pesar de ser un sobre normal ycorriente, parecía como si tuviera miedo aromperlo.

El sobre estaba completamente en blanco.—Su padre me dio la orden que si algo le

sucedía, este sobre debía de ir a parar a susmanos.

Verónica sentía como su corazón ladelataba, estaba segura de que Cox tenía queestar oyendo sus fuertes latidos. Aquella seríala última comunicación con su padre, y elasunto podía ser demasiado fuerte para ella.

Las piernas empezaron a fallarle, y otra

vez sintió la opresión de la angustia.—Paul, ahora sí le aceptaré ese café —

dijo Verónica, dejándose caer despacio sobreuno de los sillones del despacho.

CAPÍTULO DECIMONOVENO

I

Empezó a caminar como una autómata, nosabía hacía donde se dirigía, pero tampoco lepreocupaba. Le había costado un esfuerzoenorme volver a una realidad distinta, unarealidad donde su padre no estaría nunca máscon ella, y ahora, de pronto, alguien le decíaque Cail le había escrito antes de dejarla.

Mantenía el sobre cerca de su pecho,todavía permanecía intacto. No sabía bien cuálsería el mejor momento para leer los temoresy pensamientos de su difunto padre, pero unacosa le pareció clara, no leería aquella carta enla soledad de la casa. Todo lo que allí había lerecordaba a Cail. La mansión Lograft manteníaintacto el sello de su padre, y de momento esoera algo que no podía soportar. El tiempo esuna medicina, que según dicen, va curando las

más duras heridas, pero la suya era demasiadoprofunda. No quería cambiar nada de lo que esacasa tenía, sabía que en un futuro le gustaríaestar en contacto con todo aquello, pero demomento huiría de allí. Su vuelo salía por latarde, no tenía una idea fija de lo que sedisponía a hacer, lo único seguro era dejar todoaquello tras de sí.

Fue una cosa de lo más mundana lo que ledevolvió a la realidad; un fuerte y deliciosoolor a tortitas recién hechas sacudió su olfatoal pasar por una concurrida cafetería. Verónicamiró su reloj, no había problema, podíatomarse un descanso para hacer justicia a suestomago.

El cambio de temperatura le pareció unabendición, fuera empezaba a hacer frío, y sinembargo allí dentro el calor le hizo quitarse lachaqueta negra que llevaba ceñida a la cintura.Cogió una pequeña mesa junto al gran ventanal,que mostraba orgulloso la grandeza y

modernidad de Manhattan.Una gruesa, y ya entrada en años,

camarera, se aproximó a ella amablemente. Lasprimeras decisiones son las que cuentan, pensóVerónica. Pese a observar el mostrador llenode suculentas tartas, fue fiel a su primeraintención, y pidió tortitas con nueces yabundante nata.

El largo recorrido del caliente café por sugarganta fue como un bálsamo para ella. Notócomo su cuerpo respondía, y el calor volvía asus mejillas. Empezó a observar a su alrededor.Inconscientemente todavía no quería asomarsea la realidad de aquel sobre.

El local estaba bastante concurrido, en unamesa cerca de ella, un grupo de chicos y chicasjóvenes reían de forma alegre y formando unaalgarabía propia de su juventud. Cerca de éstos—con la evidencia de no gustarles nada laactitud de aquellos jovencitos marcada en susarrugados rostros—, dos ancianas daban cuenta

de un gran plato de tarta de chocolate.Numerosas parejas llenaban el local, todas

acarameladas y rebosando ilusión por todos susporos. La mirada de Verónica se centró ahoraen una mesa apartada. Un hombre rubio, de ojosclaros y piel tostada por el sol, movía su cafésolitario. El hombre levantó sus ojos, y las dosmiradas se cruzaron. Verónica no pudosostener aquella mirada mucho tiempo,incómoda y avergonzada desvió la suya.

Cogió el sobre, y todavía por un instantedudó. Se lo llevó a los labios con la vistaperdida en el techo.

Limpió el cuchillo manchado de nata yempezó a abrir el sobre con él. No queríaperder el dominio de la situación, debíamantenerse firme. Todo el bullicio del localdesapareció en un instante. Allí sólo estabanahora ella y la clara y sencilla caligrafía de supadre.

Verónica volvió a hacer sus ejercicios de

respiración, y cuando notó que su pulso senormalizaba, empezó a leer:

«Querida Verónica:Sé que ahora mismo debes

estar pasando por malos momentos.No te preocupes, sé fuerte. Ahora,mientras escribo esta carta, estásen la habitación, dormida, y soyfeliz por tenerte a mi lado, noolvides nunca que eso es lo quecuenta. Nuestros momentos no hansido frecuentes últimamente, pero síintensos. Ya sabes que es lo queopino de la vida, no importa lacantidad, sólo la calidad».

Verónica descansó un breve instante, teníaque secarse los ojos, el caudal de lágrimas nole permitía seguir leyendo.

«Hay un problema que pordesgracia, si estás leyendo estasletras, no he sabido resolver.Siempre intenté mantenerte almargen, pero ahora eres lapersona más cuerda y sensata de laque puedo echar mano, espero quepuedas perdonarme.

No cometas el error deminimizar lo que te voy a decir; loque a partir de ahora tienes entremanos es explosivo.

He conseguido unosmanuscritos que ponen muy enentredicho la doctrina de la iglesiacatólica, ¡imagínate lo que esosignifica!

Intentaron comprármelos, perome negué. El siguiente paso fue elchantaje, la muerte de tu abuelaestá muy relacionada con este

asunto, por mediación de ellaintentaron mediatizarme, no loconsiguieron, pero yo perdí muchoen el envite.

Ahora, si estás leyendo estacarta, es que tú serás la siguiente,ten mucho cuidado. Te enfrentas alpoder de la sinrazón, estoy segurode que la cabeza suprema de laiglesia no tiene nada que ver eneste asunto, pero eso no cambia elhecho de que una parteintransigente de ella te amenace.

Tú no sabes donde están esosmanuscritos, pero ellos creerán quesí. Ya no puedo mantenerte almargen por más tiempo.

Graba bien en tu memoria elsiguiente párrafo, y luego destruyeesta carta. Piensa un poco y te seráfácil:

YAHVE TENÍA RAZÓN. FLAVIOSILVA GANO LA BATALLA, PEROELEAZAR LA HONRA DE SU DIOS.GANA TU LA MIA SUBIENDO PORLA RAMPA, Y BUSCA ALLÍ DONDEDESCANSAN TUS SUEÑOS DEINFANCIA.

No me odies por esto, sé queeres más fuerte y lista que yo, ysabrás salir de ésta. Me llevo turecuerdo y tu cariño conmigo.

Ten cuidado».

Verónica no quiso controlar su llanto, nole haría nada bien. Los sentimientos hay quemanifestarlos, y aquellas lágrimas eran undesahogo para ella.

—Te quiero, papa.Cogió el mechero que siempre llevaba en

el bolso y prendió fuego a la carta, no antes dehaberla leído otra vez.

El papel se contrajo, y ardió bailandosobre el plato.

Verónica levantó la vista, nadie parecíafijarse en ella, las parejas seguían a lo suyo; elgrupo de jóvenes continuaba con sus risas ygritos; las dos ancianas cuchicheaban sin dudacriticando alguna de aquellas jovencitas, y elhombre de la mesa del rincón se habíamarchado.

II

El Santo Padre se incorporó con ciertasdificultades, llevaba tres días postrado en cama,y todavía moqueaba de forma ostentosa, y unaespesa tos le dificultaba el habla.

Cogió el vaso de leche caliente que teníaen la mesilla y dio un sorbo largo.

—Por favor, padre Rossi, seríais tanamable de descorrer esas cortinas, necesitoque el sol golpee con furia este demacradorostro —un acceso de fuerte tos acompañó laspalabras del obispo de Roma.

Rossi, obediente, dejó que el sol inundarala sobria habitación donde el hombre másimportante del mundo, descansaba.

—Venid, sentaos a mi lado —el Papagolpeó suavemente el costado de su cama,indicando de este modo donde quería que seacomodara su secretario particular—. ¿Hay

algún asunto de importancia que tengamos queresolver?

Rossi sonrió con una especie de mueca, ymovió la cabeza negando.

—Estad tranquilo, todo marcha bien,tenéis a todo el mundo pendiente de vuestrasalud.

El Papa, con ayuda de Rossi, se acomodóaún mejor en la cama.

—Hace tiempo que no tengo noticiassobre el asunto de los manuscritos del MarMuerto.

Rossi se movió algo nervioso en la cama,desviando la mirada de los cansados ojos delPapa.

—No he creído conveniente molestaroscon ese asunto, Santo Padre, todo está bien, nodebéis preocuparos.

—Pero, ¿por qué el señor Lograft no havenido a verme?

—El señor Lograft está de viaje, y he

creído más conveniente dejarle en su viaje, yde esa forma dar tiempo a que su santidad semejore.

—Bien, bien, pero no demorar mucho esteescabroso asunto. Es de vital importanciaestudiar esos manuscritos y obrar enconsecuencia.

Rossi sabía muy bien lo que significaba«obrar en consecuencia». Aquel hombre yahabía saboreado placenteramente su reinadopapalicio, y no dudaría en tomar medidas queperjudicarían a la Iglesia, tal y como estabaestamentada ahora. Él no podía permitir eso, sucarrera en aquella casa aún no había acabado.

—Dejadlo todo en mis manos, santidad —respondió escuetamente Rossi.

—Hay otra cosa que quería comentar conusted, padre Rossi —el Papa tuvo un nuevoataque de tos, y ayudado por Rossi volvió a darun trago de leche caliente—, me preocupa miestado de salud, no puedo atender las cosas

mundanas de Dios como yo quisiera, por lo quehe empezado a plantearme delegar misfunciones en alguien más joven que yo.

El corazón de Rossi galopó encabritadodentro de su pecho. Aquello era lo que habíaestado esperando durante mucho tiempo, estabaya muy cerca de su objetivo.

—Dentro de poco convocaré a toda lacuria, y les expondré mi deseo de que vayanpensando en mi sucesor. El puesto de Pabloexige demasiadas energías, y yo por desgraciaya no puedo dárselas.

—No penséis en eso ahora, santidad,todos deseamos teneros al frente de la casa deDios, durante mucho tiempo —mintió Rossi.

—No digáis nada por ahora, padre, pero laidea está ya casi madura.

Rossi acomodó al Papa, bajando laalmohada para que el santo padre pudieraacostarse, le arropó y estrechó su mano.

—No penséis en eso ahora, y descansad.

Rossi se dio media vuelta en dirección a lapuerta, y una luminosa y escalofriante sonrisaacaparó todo su rostro.

III

El padre Rossi acababa de salir de lahabitación, y el obispo de Roma se volvió aincorporar en su cama.

—¿Y bien?Al lado de la puerta por donde había salido

Rossi había un pequeño y oscuro biombo. Deél salió un joven sacerdote con cara de pocosamigos.

—Estoy convencido de ello, santidad,teníais que haber visto la sonrisa macabra de surostro cuando abandonaba esta estancia.

—Ese hombre ha estado junto a mídemasiado tiempo, no puedo creerlo.

—Santidad, ¿qué opinión os mereceDilivio?

—Sus intenciones siempre son buenas,pero es un extremista, y los extremos nuncason aconsejables. No es un hombre al que yo

tendría confianza.El joven sacerdote dio muestras de estar

de acuerdo con esa opinión.—Y sin embargo, alguien tan pragmático y

sensato como Rossi se reúne últimamente endemasía con él.

—Aun así —respondió el Papa—, estaráusted de acuerdo conmigo en que eso no esningún delito, ni nada que sea digno desospecha.

—Entonces ¿por qué se encuentran ensitios de lo más variopinto de la ciudad?, ¿porqué va cada uno por su lado, si salen los dos delVaticano con una diferencia de escasosminutos?

—¿Creéis que el tema de los manuscritostiene algo que ver con todo esto?

—No lo sé, pero me preocupa que así sea.En este asunto su Santidad ha sido muy claro ypor desgracia, desde la aparición de esosmanuscritos, demasiada gente ha perdido la

vida.—Sed prudente, padre Carmelo, estamos

hablando de asesinato.—No lo olvido, santidad, no lo olvido.

Pero tampoco olvido al padre Signori.

IV

Rossi estaba que explotaba de alegría,¡tantos años trabajando en silencio,interpretando un papel que no era el suyo!, peropor fin llegaría la recompensa. Ahora tenía queempezar a indagar opiniones, actuaría como elmás electo de los políticos. Al fin y al cabo, loque ofrecía era su candidatura.

La tarde había caído deprisa sobre Roma,era último de octubre, y en todos los países dela Europa comunitaria se había cambiado lahora. Tan sólo eran las seis y media de la tarde,pero ya casi era noche cerrada sobre la ciudadde Rómulo y Remo.

Era tanta su felicidad que ni aún el retrasode Dilivio podía alterarle. Ya le quedaba pocopor aguantar a aquel imbécil, no sabía qué papeldestinar en un futuro al Primado de Milán, peroeso ahora no le preocupaba.

Apuró de un sólo trago su Martini, yvolvió a pedir otro.

Dilivio hizo su entrada a los pocosminutos, vio a Rossi sentado en un rincón delpequeño y discreto local, y se dirigió hacia élcon una sonrisa en los labios.

El Primado de Milán pidió una cervezabien fría, y esperó a que el ceñudo y extrañadocamarero se alejara.

—Las noticias que me llegan de NuevaYork son inmejorables.

—Entonces este día no lo olvidaré nunca—contestó, más para sí que otra cosa, Rossi.

—¿Como decís? —pregunto Dilivio.—Nada, nada, contadme.—La chica se reunió con los abogados de

su familia. Cuando salió del bufete, entró enuna cafetería y nuestro hombre la siguió.

—¿Y bien?—Sacó un sobre, lo abrió y leyó su

contenido. Según nuestro amigo, lo que decía

ese sobre causo una gran impresión sobre lamuchacha. Cuando terminó de leer la misiva, lajoven Lograft la quemó, nuestro hombre creeque por deseo expreso del autor de la nota.

—Eso significa que...—Que ahora podemos estar casi seguros

que Cail Lograft ha descubierto todo el juego asu hija —sentenció Dilivio.

—Bien, hemos de ser prudentes, peroacelerar la marcha. Que la chica no haya ido ala policía con el cuento puede significar doscosas: o bien que está asustada, o que quiereseguir el juego de su padre.

—Esperemos que sea la primera.—Sería mejor para todos —comentó

pensativo Rossi.Rossi dio un gran sorbo a su copa, y jugó

con la pequeña aceituna que había en el fondode su vaso, mientras cavilaba. Dilivio conocíaya lo suficiente al padre Rossi, como paramantenerse al margen y esperar a que el

sacerdote hubiera tomado una decisión.Rossi pinchó la aceituna con un palillo y

se la llevo a la boca. Arrugó un poco las cejas,medio cerrando los ojos, y proyectó unamalévola sonrisa, moviendo apenas losmúsculos de su cara.

—Hagamos una visita a la señoritaLograft.

CAPÍTULO VIGÉSIMO

I

El padre Carmelo tomó resuello apoyándose,por un corto espacio de tiempo, sobre lacolumnata de Bernini. El resfriado le habíahecho pasar mala noche, pero no contento coneso, le impedía también respirar connormalidad. Levantó la cabeza y miró desoslayo la elegancia inmutable de la Puerta deBronce, aquel recorrido, que casi diariamenteera sencillo y cómodo para él, se le presentabaahora como el más duro de los maratones. Conpaso cansino se dirigió por el pasillo elegantede mármol hacia el guardia apostado en lapuerta.

El guardia que, en posición de firmes, ledejaba continuar su camino —era de sobraconocido por toda la guardia vaticana—, vestíaelegante con su típico traje renacentista: Boina

negra cubriendo un cráneo militarmenterapado, alabarda a rayas rojas, amarillas yazules, sobre sus bombachos de color negro. Elpadre Carmelo se sintió orgulloso de la guardiade seguridad del Vaticano.

Siguió con su paso lento, por el largo ygranítico pasillo, hasta una pequeña puerta, quedibujaba en su frente las siglas: IAI.

El Instituto de Asuntos Internos dependíadirectamente de la Secretaria de Estado, y eraun departamento con el que ningún miembro dela curia gustaba tener tratos. Todos sabían quetener algún problema con el IAI era, comomínimo, un borrón muy importante en suscarreras eclesiásticas, que generalmente sesaldaba con destinos rocambolescos a lugarescasi alejados de la mano de Dios.

El padre Carmelo abrió la pequeña puerta,y entró en un sorprendente despacho: Al dar laluz, el brillo metálico de las mesas y archivosresaltó en la estancia. Nadie podría pensar que

tras aquella sencilla puerta una red tan modernay exquisita de ordenadores llevara casi el pulsodel estado pontificio.

El cura, tras quitarse su cómoda chaquetanegra, se sentó delante de uno de aquellosordenadores, y tecleó:

Cail Lograft.El guión parpadeante de la oscura pantalla

le indicaba que la rápida y cibernética memoriade aquella máquina buscaba rauda lainformación pedida.

De golpe, la pantalla se puso de un colorazul oscuro, y un informe completo aparecióen ella. El padre Carmelo leyó ávido deinformación cada una de las palabras.

—Ummm —murmuró—, un hombreinteresante este Cail, lástima de un final tantriste.

El cura preparó la enorme impresora, quetenía a su derecha, y entrando en el menú«archivo» del administrador de programas, hizo

clic con su ratón en la opción «imprimir».Mientras la impresora trabajaba con velocidad,el padre Carmelo volvió a la pantalla de suordenador, y de nuevo tecleó:

Verónica Lograft.

II

Verónica sostenía viva la mirada sobre suamiga Any, pero ésta hizo un gesto inequívocoencogiéndose de hombros. Estaban encerradasen el despacho de Verónica, y ésta manteníatodas las persianas bajadas, no era que enLondres, en aquella época del año, el solentrara potente y hermoso por el amplioventanal, no, pero a Any aquella forma deencerrarse en la oscuridad, que desde su vueltaalimentaba su amiga, le tenía seriamentepreocupada.

—No sé, Verónica, estoy emocionada, yorgullosa, de que me hayas revelado algo tanpersonal entre tu padre y tú. Pero precisamentepor eso no te puedo ayudar en demasía. Sinduda, cuando se refería a tus sueños deinfancia, hace mención a algo que hicisteis losdos juntos.

—Eso mismo creo yo, pero tengo lamente completamente bloqueada.

—¿Es importante lo que debes de buscar?Verónica miró directamente a los ojos de

su amiga, y dudó un momento. Corrientesmarinas luchaban dentro de ella en aquelinstante, responder a aquella preguntasignificaba muchas cosas. Suspiró hondosiempre bajo la atenta mirada de Any, y pensó:

—¡Qué diablos!Abrió la cajonera que tenía en su mesa de

despacho, y de ella extrajo una gruesa revista.La sostuvo un momento junto a su pecho, yluego la puso sobre la mesa, enfrente de suamiga.

Any alargó la mano y cogió el ejemplar.No le hacía falta leer nada, sabía perfectamenteque era aquello.

—¿Desde cuándo lees tú la BiblicalArquelogy Review?

La pregunta de Any era más una

afirmación incrédula que una interrogación queesperara respuesta. En el rostro de su amiga,Verónica pudo ver la sorpresa. Le arrebató larevista, y la abrió por una página ya marcada deantemano, volviéndosela a entregar a su amiga.Any empezó a leer aquella página, peroenseguida se detuvo, no le hacía falta seguirleyendo, aquellas palabras las había escrito ella.

—Eso es lo que debo de buscar.Any soltó la revista, y ésta cayó al el

suelo. Llevaba trabajando sobre ese temamucho tiempo, no podía dar crédito a lo queestaba oyendo.

—¡Por la sangre de Cristo!Nunca mejor dicho, pensó Verónica.

III

Con los brazos rodeando sus rodillasdesnudas, Verónica miraba, casi sin ver, sentadasobre la mullida alfombra, y enfrente de lachimenea, cómo el fuego, en su llameantebaile, descomponía y mataba la madera hastadejarla rojiza, convertida en hermosa ytranquila ceniza.

Las palabras leídas golpeaban su cabeza, yhasta creía poder oírlas en la suave voz de supadre. Todo aquello debía tener un significado,y ella lo encontraría.

Tenía que ser sencillo, y sin embargo, losnervios y las prisas no la dejaban pensar contranquilidad. Repitió en voz alta el párrafo quehabía memorizado como si de él dependiera suvida:

«YAHVE TENÍA RAZÓN,

FLAVIO SILVA GANÓ LABATALLA, PERO ELEAZAR LAHONRA DE SU DIOS. GANA TÚ LAMÍA SUBIENDO POR LA RAMPA,Y BUSCA ALLÍ DONDEDESCANSAN TUS SUEÑOS DEINFANCIA.»

—Flavio Silva, Flavio Silva —repitió—,ese nombre me suena. ¡Dios mío, como puedoser tan burra e inculta! —ahora se arrepentía deno haber prestado más atención a las cosas desu padre, pero nunca le había hecho gracia todolo que se relacionara con el pasado, siempre lehabía atraído el futuro, pero sobre todo elpresente.

Se metió en la cama enfadada consigomisma, pero el cansancio pudo más, y al pocotiempo de notar la candidez de las sabanas en sucuerpo, cayó en un profundo sueño.

Y soñó, soñó que era una niña que

asustada salía de una humilde casa de piedra.Era noche cerrada, la oscuridad no dejabatraspasar el más mínimo atisbo de luz, y sinembargo ella caminaba decidida. Sus pies,calzados con unas simples sandalias de piel decabra, parecían conocer el camino. Llevaba unlimpio pero raído vestido, de un marrón clarocomo sus ojos. El pelo, recogido en una bonitatrenza, caía en formas geométricas a suespalda, y al final del cabello, un precioso lazoengalanaba su aspecto.

Apretaba una vieja y sucia muñeca detrapo contra su joven pecho, y de su pequeñaboquita salía una rítmica canción que Verónicano pudo en un principio reconocer. ¡Laspalabras que aquella preciosa niña pronunciabaeran en un extraño idioma! Sin embargo, con lamagia que sólo los sueños permiten, y sinesfuerzo, Verónica comprendió todo.

«David protege mi ganado,

Abraham vela nuestro sueño, sólotu ¡oh Yahvé! eres nuestro dueño».

La niña siguió caminando por un pequeñoy pedregoso camino, hasta llegar a una graníticamuralla. Justo al ras del último bloque depiedra, aquel que lindaba con la tierraamarillenta y reseca pero que daba vida al MarMuerto, salían un grupo de hierbajos que eltiempo y el cobijo de la tenue sombra habíahecho crecer. La niña, decidida y confiada, enun movimiento que ya había hecho en otrasocasiones, apartó con sus pequeñas y cálidasmanitas las ramas secas, y ante ella apareció elya conocido pasillo.

Sólo una diminuta persona, como ella ysus amigos, podría pasar por allí. La niña,decidida, se introdujo por él, y en escasosminutos apareció al otro lado de la muralla.Miró el cielo, todo seguía igual, y sin embargoel saber que ya no se encontraba al abrigo de

aquellos fuertes muros la hizo sentir algo demiedo.

Siguió caminando, pero ahora con muchamás precaución. Sabía que el más mínimo pasoen falso sería su fin, a escasos metros de ellaun impresionante y escarpado precipiciollevaba el camino hasta la ladera de la montaña.

No tengas miedo, pelusa, novoy a dejar que te caigas para quete cojan los hombres malos.

La niña abrazó la muñeca fuerte, y siguiócaminando despacio y con precaución. Andabamuy pegada a la pared de la muralla, y con lamano extendida palpaba el dorso de la siguientepiedra. En un instante su mano quedósuspendida en el vacío, allí doblaba la muralla,¡había llegado a su destino!

Se puso de rodillas, y de esa forma avanzóvarios metros más. Luego estiró las piernas

hacia atrás, y boca abajo, arrastró su cuerpecitohasta notar que sus piernas colgaban en el aire.Entonces, cerrando los ojos, hizo elmovimiento que tantas veces en su corta vidahabía hecho: se dejo caer.

A menos de un metro, una gran piedrasujetó su caída, era una roca granítica pero lisa.La niña respiró aliviada de que su «amiga»todavía estuviera allí. Con cuidado, giró sucuerpecito, y tumbándose boca abajo, asomó supequeña cabeza a las profundidades de lamontaña, una nube de pequeños puntos de lucesllegó hasta sus asombrados ojos.

Mira, Pelusa, ahí abajo estánlos hombres malos, mamá dice quese marcharán, pero papá, cuandomami me está diciendo esto, baja lacabeza y se marcha de casa. Rezaconmigo, Pelusa, quiero que mipapá nos diga también que los

hombres del águila no nos harándaño.

La niña cerró los ojos, y agarrada a sumuñeca cantó con sentimiento aquellascanciones litúrgicas que cada sábado oía encasa. No sabía muy bien lo que decían, peronecesitaba creer en ellas. Su pequeño corazónlatía de amor y miedo, y allí, tumbada en laoscuridad de la noche, rezó y cantó hasta quesintió con asombro como una brillante luz sematerializaba ante ella. La luz, de colores rojosy amarillos, no tenía cuerpo, no tenía manos, nipies, pero un rostro angelical y sereno lesonrió. Aquel rostro no movió los labios, y sinembargo a sus oídos llegaron palabras de amory paz.

Verónica rompió el silencio de la nochecon un rasgado grito, al incorporarse en lacama, toda cubierta de sudor, y la caradesencajada.

—PAPÁ —gritó.Y es que las últimas palabras que el ángel

había pronunciado, habían sido claras yconcisas:

Verónica, no tengas miedo portu padre Eleazar, Dios está con él.

El sudor le recorría todo el cuerpo, teníael camisón completamente empapado, selevantó de la cama y se quitó la ropa mojada.

Necesitaba una ducha, todavía laimpresión le hacía latir el corazón con fuerza.Todo, absolutamente todo, llamó a la puerta desu memoria con fuerza y dolor. Ahora lo veíaclaro, recordaba palabra a palabra, momento amomento, aquellas idílicas noches infantiles enlas que su padre le contaba cuentosmaravillosos, cuentos como el de...

Sonó el teléfono, Verónica furiosa miróel reloj de su muñeca, eran las dos de la

madrugada.—¿Sí?—Lo siento Vero, pero no podía esperar a

mañana, cómo he podido ser tan burra y ciega,estaba clarísimo. Ya sé dónde tienes quebuscar.

—Tranquila Any, yo también lo sé, nodigas nada por teléfono.

—Bien... pero no dejaré que hagas eseviaje tú sola.

—Gracias Any, ya contaba contigo.—¿Estás segura de que sabes dónde

buscar?—Sí, no te preocupes, mañana

hablaremos, buenas noches.Verónica colgó el teléfono, y todavía

completamente desnuda, se sentó en el sofá delcomedor. Sus ojos, como hacía tantos años,brillaban llenos de emoción, ¿cómo podíahaber olvidado tan rápidamente su niñez?

Con el dorso de la mano se limpió la

lágrima que despacio recorría su mejilla, yabrazando sus rodillas, como siempre queestaba pensativa, exclamó:

—¡¡MASADA!!

CAPÍTULOVIGESIMOPRIMERO

I

En el rostro de su amiga Any Rizze vio, por uninstante, las mismas emociones y sentimientosque encontraba en su padre cuando éste hablabade tiempos remotos. Aquel brillo lleno deemoción y la facilidad de hablar horas y horassobre su tema favorito.

Estaban sentadas en Ginnos, su cafeteríade costumbre, y en su rincón predilecto.Habían bajado a almorzar antes de lo normal,pero tenían muchas cosas que programar y quecontarse.

Federico Ginnos, dueño del restaurante,había salido en persona para darle el pésame aVerónica, tanto ella como Any eran clientashabituales. El italiano, natural de Génova, eraun hombre entrado en años, pero sobre todo enkilos. Una despampanante barriga colgaba

llamativa por encima de su cinturón. Pero suaspecto grasiento —Federico trabajaba en lacocina— y grotesco, lo saldaba con unasimpatía desbordante que hacía que todos losclientes simpatizaran enseguida con él.

—¿Me estás escuchando, Vero?Verónica, que hasta ese momento había

estado con la barbilla apoyada en sus manos, sepuso recta en su asiento, y miró sonriendo a suamiga.

—Perdona, Any, estaba pensando loparecida que eres a mi padre. Me hubiesegustado que os hubieseis conocido, ¡teníaistanto en común!

Any extendió las manos sobre la mesa, yrodeó con fuerza las de su amiga.

—Bueno, no nos pongamos ñoñas,seamos prácticas —sonrió con gran esfuerzopara no dejar caer una lágrima—. Any, empiezaotra vez a contármelo.

—Bien, te decía que la décima legión

romana a Masada, fue en el año 72 de nuestraera, encabezada por el gobernador Flavio Silva.

—¿Nuestro Flavio?—Ja ja, ¡que facilidad tienes siempre para

hacerme reír! Si, nuestro Flavio... el de toda lavida —las dos amigas rieron con ganas cogidasde la mano.

—Los judíos estaban mandados porEleazar Ben Yair... sí, no lo digas, tu Eleazarnocturno —Verónica bajó la cabeza sonriendo—, pues bien, los hebreos se prepararon parauna dura y larga defensa, que ahora en nuestraépoca llamaríamos numantina.

—¿Por qué?—Olvídalo —dijo Any moviendo la

cabeza desesperada—. Los romanos empezarona levantar un gran campamento en la base de lamontaña, y con los grandes adelantos técnicosde la época, construyeron una circunvalaciónalrededor de la fortaleza.

—Hasta el momento no veo la relación

con la nota de mi padre —interrumpióVerónica.

—Después del párrafo en que nombra aEleazar, ¿qué decía la nota de tu padre?

Verónica repasó la carta mentalmente, lafrente arrugada, y los ojos mirando al techo.

—«Gana tú la mía subiendo por la rampa»—contestó.

—Pues bien, en un punto rocoso cerca delacceso oeste, la décima legión romanaconstruyó una rampa de grandes piedras y tierraprensada.

—Pero esa rampa... ¿Todavía existe hoyen día?

—Ya lo creo que sí, los romanos erangente concienzuda.

—¿Eso es todo?—¿Qué quieres decir, con eso es todo?—No me has dicho dónde tengo que

buscar.—Ay, amiga, eso tienes que decírmelo tú

a mí.—¡¡Yo!!—Piensa un poco.Verónica dio un largo sorbo de su Coca-

Cola, y miró directamente a los ojos de suamiga. Por los altavoces del restaurante sonabala banda sonora de Memorias de África.Aquella música motivaba sus neuronas. Sonriódespacio, había comprendido, todo era muysencillo, sólo la ofuscación del momento lehabía hecho no encontrar la respuesta. Volvió adar un sorbo de su refresco, y tras saborearlodijo:

—«Y busca allí donde descansan tussueños de la infancia».

Any movió la cabeza afirmativamente.—Cuéntame tus sueños, querida.Verónica volvió a sonreír, esta vez su

sonrisa estaba llena de nostalgia. Recordabatiempos de felicidad y repletos de amor filial.

—Cuando tenía diez u once años —

empezó a contar Verónica—, tuve una etapa enla que no conseguía dormirme si no me contabami padre una historia. Recuerdo que mi madreprotestaba, e incluso se burlaba de mí, peroCail... mi padre sonreía satisfecho, ahora estoysegura de que él disfrutaba tanto o más que yo.Uno de los muchos cuentos que escuché,pronto fue mi favorito, y durante mucho tiempoobligué a mi padre a contármelo noche trasnoche. Tenía facilidad para contar historias,historias que él inventaba para mí. Ésta enparticular trataba de una niña de mi edad que —en aquella época— vivía dentro de una fortalezaamurallada, con sus torres de defensa, grandescisternas que recogían la lluvia, almacenes,cuarteles, arsenales y un gran palacio. Aquellafortaleza había sido construida por Herodes elGrande, y la gente la llamaba Masada. Bajo elmando del emperador del mundo, César detodos los reyes, y dios viviente para todos losciudadanos de Roma, Tiberio, las legiones del

águila habían arrasado Jerusalén. Sólo unpequeño reducto permanecía rebelde eindómito. Dos años después de la destruccióndel gran templo, Tiberio, cansado, mandó sumejor legión —Verónica repetía palabra porpalabra, aquellas que hacía años pronunciara supadre—. Multitud de hebreos se encerraron enla fortaleza de la gran roca. Los niños asistíanal principio alegres a todo aquello que alterabala monotonía de sus vidas, pero pronto, con lapreocupación de sus mayores, fueroncomprendiendo su situación. Los romanostrabajaban como hormigas, necesitaban llegaral pie de la muralla. Asistir día a día a lostrabajos de construcción era todo unacontecimiento para aquellos infantileszelotes. Uno de aquellos niños era un niña deno más de diez años, que tenía la particularidadde vivir en casa de Eleazar, jefe zelote. Aquellaniña era la más pequeña de sus hijos. Con unencanto especial, y una sensibilidad muy

particular, la niña quiso ayudar a su padre. Sushermanos varones formaban parte de la defensade la fortaleza, la niña, en su candidez,encontró la forma de "ayudar". Todas lasnoches, después de la cena, y antes de ir a lacama, salía despacio de la casa, y por undiminuto agujero en la muralla almenada, y sinque los guardianes depararan en ella, salía de lafortaleza con su muñeca de trapo.

Llegaba al borde de la roca, justo en elsitio que los romanos habían elegido paraconstruir su rampa, y allí, sentada en una lisapiedra, rezaba al dios de sus padres. Una deesas noches, cansada, cayó dormida, pero algola sobresaltó despertándola de su profundosueño, una gran luz brillaba sobre ella. Sólo eraun rostro, pero éste, angelical, le habló:Verónica, no tengas miedo, Dios está contigo.

Any apretó emocionada las manos de suamiga, era una historia preciosa, lástima queella supiera que el final había sido tan

terrorífico.—Sin duda tu padre fue un gran hombre.—Sí, siempre sobresalió de la vulgaridad.—Bueno, creo que estarás de acuerdo

conmigo en qué es lo que hay que buscar.Verónica movió lentamente la cabeza en

señal de afirmación, ¡qué ironía, nunca habíaquerido acompañar a su padre a visitar Masada,y ahora la obligaba a ir!, y lo curioso del casoes que le apetecía de forma especial.

—Sí —contestó—, una gran roca lisa... alfinal de la rampa.

II

Estaba empezando a echar de menos lamagnitud de la soledad del desierto, larotundidad con la que el astro rey irrumpía aldespertar en la sobriedad de la naturaleza delmonte Sinaí.

Necesitaba sus largos y solitarios paseospor los escarpados acantilados. Pero sobretodas las cosas, su corazón empezaba a gritarcon fuerza por volver a la quietud y paz que leproporcionaba la idílica visión de SantaCatalina, allá en el recodo que hacía el caminosobre el macizo. Suspiraba por volver a calzarlas livianas sandalias, y poder caminar porYebal Musa.

La luz del apartamento se había encendido,el monje miró su reloj, y tomó notamentalmente —en su trabajo todos los datosque se pudieran acumular eran importantes—,

la chica había tardado tan sólo cinco minutosdesde que el coche había entrado en el garajecomunitario.

El devorador de sombras se colocó comobuenamente pudo en el resquicio que le dejabaaquel diminuto portal, y se preparó para esperarun buen rato, le daría el tiempo necesario a lachica para que se acomodara y se sintiera bien.

¡Sentirse bien, qué ganas tenía de podernotar sobre sus hombros el dulce peso de suhábito!, se encontraba extraño con aquella ropade sport.

—Eh, amigo, este portal es mío, búscateotro lugar para pasar la noche.

El monje giró su cabeza, y por vez primerareparó en el hombre que tenía al lado. Estabasucio y olía bastante mal, llevaba la barbadescuidada y sobre la cabeza un grueso gorrode lana verde. Un abrigo gris, sucio y roído lecaía hasta los tobillos. Las mangas las enrollabasobre sus muñecas de forma grotesca, sin duda

alguna aquel abrigo era dos o incluso tres tallasmás grande que la suya.

El hombre, ya entrado en años, aunquelavado y peinado —pensó el monje— sequitaría diez años de encima, tiraba de un carrode supermercado, lleno de cajas y utensiliosrecogidos seguramente de cubos de basura.

—¿Cómo dices?—Que te marches de aquí.El hombre sacó del carro una sólida y

fuerte barra de metal, y se acercó lo suficienteal monje como para que éste pudiera oler sualiento lleno de alcohol.

Fue un movimiento equivocado, paraalguien tan acostumbrado a situacionesviolentas, aquella barra en manos de unpresunto agresor resultaba una seria amenaza.En aquellos momentos, el monje no usaba sucabeza, simplemente se dejaba llevar por susinstintos de conservación, y éstos fueronrápidos y concisos. Con una mano sujetó la

amenazadora barra, giró su cuerpo dando laespalda al vagabundo, y con el otro brazo soltóun certero y terrorífico codazo al hombre en lanariz.

El hombre errante cayó como frutamadura sobre el suelo húmedo. El rostro erauna masa compacta de carne y sangre.

Nadie pasaba por la solitaria calle, todoseguía en silencio, el último sonido que elmonje pudo apreciar fue el seco crack de loshuesos del apéndice nasal del vagabundo alromperse en mil pedazos.

III

Verónica acababa de llegar a suapartamento, había tomado una decisión:saldría en unos días para Israel. Primero dejaríaarreglados los asuntos de su trabajo, queúltimamente tenía demasiado olvidados. Eldirector no le había dicho nada, es más, le habíarecomendado unas pequeñas vacaciones, perosu cabeza había estado madurando una idea, yésta ya se concretaba en una determinación: ibaa dejar el periódico para hacerse cargo de losasuntos de su familia.

Fue directa al baño y dejó que el agua dela ducha corriera hasta que el vaho dejara lamampara de la bañera completamenteempañada.

Necesitaba música tranquila y relajante,tenía que pensar en muchas cosas. Eligió de lavitrina el último compact disc de Kenny G, y

mientras se desnudaba parsimoniosa, dejó queel saxo del norteamericano la embriagara consu tema favorito: The Moment.

El agua caliente sobre su cabeza fue unbálsamo reconfortante. Veinte o treintaminutos después, Verónica estaba más animaday tranquila, ahora empezaba a comprender loslargos baños de su padre.

Se puso el albornoz, que tenía colocadodetrás de la puerta, y se miró al espejo. Eltiempo no había sido injusto con ella, manteníala misma cara juvenil y agradable de hacíavarios años, ni una sola marca arrugaba su piel,¡qué pena que fuera tan exigente con loshombres!

Se sonrió ante este pensamiento, ¿quiénhabía sido el ultimo?, ¿Alan?, sí, era unmuchacho sencillo y agradable, pero a los dosaños de estar con él, Verónica empezó a nonotar nada cada vez que estaban juntos. Todoera ya monotonía que sólo se rompía con la

presencia de otros amigos. Fueron mesestensos e incómodos, escabullendo un beso queya no deseaba, rehusando hacer el amor, ybuscando excusas donde ya no las había.

Una conversación madura y triste acabócon todo. Ahora Alan y ella se escribían de vezen cuando, o se llamaban por teléfono. Su ex sehabía casado hacía poco y tenía ya una preciosahija, sin embargo ella seguía sin compromisoserio, tan sólo salidas esporádicas queacababan en diversión, a veces, un poco de sexoy nada más.

Dejó el cepillo del pelo sobre el armaritodel baño, le había entrado hambre. Salió delcuarto de aseo y se dirigió hacia la cocina.Abrió la nevera y decidió hacerse su bocadillofavorito, bocadillo de tortilla de atún, ¡qué bienle sentaría con una cerveza!

Entró en el salón con el bocadillo en unplato, y un bote de cerveza holandesa, yencendió la luz. Todo fue instantáneo, el plato

cayó al suelo rompiéndose en trozos, y el botedesparramó su contenido por todo el parquetdel comedor. Un hombre rubio y tez morenaestaba sentado en su sillón.

—¿Quién... quién es usted?, ¿cómo seatreve a entrar así en mi casa?

—Tranquilícese, no deseo hacerle ningúndaño, tan sólo quiero hablar con usted.

—¿Por qué no llama a la puerta comotodo el mundo? —Dijo Verónica, todavíarespirando con algo de dificultad debido alsusto.

—Dudo mucho que usted me hubieraabierto —contestó el hombre, dejando al aireuna blanca sonrisa.

—¿Por qué?—Usted lo sabe perfectamente, señorita

Lograft. Solamente usted conoce el lugardonde guardó su padre los manuscritos antesdel... desgraciado accidente.

—Está usted muy seguro de que fue un

accidente.El hombre se encogió de hombros y

disimuló una mueca en su rostro moreno.—¿Qué me impide llamar a la policía? —

Verónica ya se había recuperado de la primeraimpresión de susto y miedo, y su estado deánimo estaba empezando a cambiar a laindignación y la furia.

—Señorita Lograft, lo de su padre no fuebeneficioso para nadie, sin embargo nosotrosle hicimos una generosa oferta que, de formareiterativa y testaruda, su padre obvió. Ahoraesa misma oferta se la hacemos a usted.

—¿Quiere eso decir que si no acepto su«oferta» —Verónica recalcó mucho estaúltima palabra— sufriré también un«accidente» de tráfico?

El hombre se puso en pie sonriente, conlas dos manos extendidas en son de paz.

—Piense lo que le he dicho —el hombrerubio metió su mano derecha en uno de sus

bolsillos, sacó algo de él, se acercó a la mesa ydepositó el objeto sobre ella—, no dude de quevolveremos a vernos, espero que para entoncesusted sea razonable —fue hacía la puerta desalida y se marchó de la casa, sin esperarrespuesta, a pesar de que Verónica habíainiciado una nueva pregunta.

Verónica se dejó caer en el sillón quehasta hacía un momento había ocupado aquelhombre. Estaba confusa, irritada, y muyasustada. Estaba metida en un buen lío, y nosabía cómo acertar para salir de él. La policíano era el mejor camino, tendría que responderdemasiadas preguntas, además su padre ya habíadecidido no seguir esa senda. Movió la cabezaen un gesto desesperado, y en uno de esosmovimientos su mirada se posó sobre eldiminuto objeto que aquel extraño hombrehabía puesto sobre su mesa.

Se levantó y se acercó despacio, no sabíaqué podía encontrarse. Sin embargo no tardó en

reconocer lo que allí descansaba:Sobre el transparente cristal de la mesa de

su salón reposaba una moneda, pero no era unamoneda convencional, ni en su tamaño, ni en sudefectuosa redondez. Con lágrimas de dolor enlos ojos, sostuvo la moneda sobre su mano, yleyó: C. CAESAR III VIR R.P.C.

La cabeza barbada del emperador Augustola miraba impasible.

IV

El director Cole era un hombre espigado yde pelo completamente cano. El color de supiel era objeto continuo de chistes y bromas.De un color completamente blanco, casilechoso, parecía que el director del LondonThames fuera siempre embadurnado en cremashidratantes.

Ahora el lechoso Cole miraba algoincrédulo a Verónica, esperó un momento,como intentando digerir lo que acababa deescuchar, y luego se encogió de hombros.

—¿Estás segura de lo que me pides?, eneste periódico tienes un futuro brillante, hasconseguido mucho en poco tiempo. Muchagente haría cualquier cosa por tener el puestoque tú quieres dejar tan alegremente.

—Ya está decidido, señor Cole, no secrea que es una fácil decisión para mí, pero

estoy segura de que usted lo entiende —dijoVerónica mordiéndose el labio inferior.

—A lo mejor te estás precipitando unpoco, todavía estás muy afectada por eldesgraciado accidente de tu padre.

Cole sacó de debajo de la mesa dos copas,y sirvió en cada una de ellas un poco de Jerez.

—Debo de ocuparme de asuntos defamilia.

—El puesto te estará esperando.—No, señor, no sería justo, ni para mis

compañeros, ni para el periódico.—Eres una gran muchacha, Verónica, ya te

estoy echando de menos.Cole levanto la frágil copa, chocándola

con la de Verónica, ambos dieron un pequeñosorbo.

—Por cierto, ¿estás segura de que tuúltimo trabajo para el periódico quieres quesea la recepción papal?

Verónica apuró el Jerez de su copa, y

sonrió divertida.—Vendrá bien para mi espíritu.Verónica salió del despacho más triste de

lo que en un principio había creído posible. Sudecisión era costosa para ella, había decididoluchar por llegar a lo más alto en su profesión,y ahora la vida le dejaba escaso margen en elque moverse, algo dentro la llamaba con fuerza,y tiraba de ella hacía delante.

Echó una ojeada a su alrededor, ¡aquelmundo era el suyo!, las reuniones de trabajodecidiendo una portada, decidiendo un artículo.El sonido de las impresoras, el tecleo de losordenadores, y el espíritu de equipo.

Caminó hacia delante, y aguantando laslagrimas, entró en su despacho. Any, que estabamirando por la ventana, se giró rauda y avanzóhacía ella.

—¿Se lo has dicho? —preguntó.—Ya está hecho.Las dos amigas se fundieron en un abrazo.

—Eres alguien muy especial—Ahora necesitaré tu ayuda —dijo

Verónica, dejando ya correr alegres laslágrimas por su rostro, mientras sentía elcariñoso abrazo de su amiga.

CAPÍTULOVIGESIMOSEGUNDO

I

Verónica miró emocionada a su amiga Any,ésta cogió sus manos entre las suyas y sonrió.

—¿Estás preparada? —preguntó Any.Verónica avanzó despacio hasta la ventana

y, con sumo cuidado, separó casi de formaimperceptible el visillo del cristal.

—Nunca podría estar preparada para esto—contestó.

—No tienes por qué hacerlo, es peligrosoy arriesgado.

Verónica se volvió despacio y miródirectamente a los ojos de su amiga. Sonrió demala gana, y se dejó caer de nuevo sobre elsillón. Cogió uno de los muchos cojines quetenía, y lo abrazo fuerte contra su pecho.

—Lo sé —respondió—, ¿crees acaso queno estoy asustada? He estado tentada varias

veces de dar la batalla por perdida, y olvidarmede todo. Pero hay algo que me impulsa arevelarme, es una sensación más fuerte que yo,y me recuerda minuto a minuto que debo dehacer la voluntad de mi padre. No puedo dejarque un atajo de asesinos se salga con la suya.

Verónica metió su mano en uno de losbolsillos de su vaquero, y con la cara contraídapor la rabia y la amargura, susurró:

—Ellos me han dado la prueba materialque necesitaba para seguir luchando —en sumano extendida sostenía, mostrándosela a suamiga, una reluciente moneda romana.

II

El padre Carmelo observaba, desde el granventanal de su antigua casa, el cielo plomizo.De un momento a otro toda la fuerza de lanaturaleza iba a caer sobre la milenaria Roma.El sacerdote miró su reloj, tan sólo eran lasdoce del mediodía, y sin embargo las farolas dela gran avenida estaban encendidas, ¡nadiepensaría que detrás de aquellas negras nubeshabía un luminoso y radiante sol!

Abrió despacio la ventana, y dejó que lafragancia del aire golpeara suave su rostro.Aquel olor a tierra mojada cubría toda laciudad, y sin embargo el sacerdote todavía nohabía visto ni una sola gota. No esperó mástiempo, todo sería cuestión de segundos.Alargó la mano y cogió dos pequeñas macetasque, de forma armoniosa, compartían hábitatcon numerosos geranios.

La primera era rectangular y de colorblanco, sobre ella, un diminuto árbol curvaba sutronco como el mejor de los reptiles, y de susrobustas ramas colgaban abundantes granadas.La segunda maceta era redonda y de color azulmarino, de ella salía un diminuto pero fuertetronco vertical. Tres o cuatro higos, regordetesy de un verde esmeralda, colgaban majestuososde sus ramas. Cerró la ventana, y dejó frente aésta a la higuera y el granado. Aquellos erandos bonsáis que necesitaban abundante luz.

El interior de la humilde casa delsacerdote era un altar a la naturaleza y lasabiduría. Libros y plantas se distribuían enarmonía, con gusto y elegancia. El color verde,reflejo de la alegría y luminosidad de la vidavegetal, sintonizaba con el del pino claro,elegido para las estanterías repletas de libros.

En una pequeña esquina de la soleadahabitación —aunque en ese día lluvioso y tristenada era luminoso en Roma—, y sobre una

mesa también de color pino, había unordenador encendido. Aquella era otra de lasmuchas pasiones del padre Carmelo, aunqueuna mucho más escondida era su delirio casifanático por el fútbol. Su pasión por el Lazio lehacía recorrerse cada quince días media ciudada pie hasta el estadio Olímpico de Roma parapoder disfrutar con sus héroes deportivos. Legustaba saborear aquellos días de domingo,salía temprano de casa, y aunque tenía muchosmedios para llegar al estadio, disfrutaba con elpaseo, enfundado con su bufanda y su gorro conlos colores celestes de su club. El ambientepro partido y la algarabía de la gente le hacíasentirse otro hombre, en aquellos momentosolvidaba todos los problemas que pudiera tener.Eran tantos los años que llevaba haciendo lomismo, y tanta su devoción por el fútbol y elLazio, que ya en todo el estadio era conocidocomo el cura ultra.

Echó una pequeña ojeada al parpadeante

ordenador, y se llevó pensativo su manoderecha a la barbilla. Creía conocer bien elproceder de las personas, su experiencia en eltrato con la especie humana era amplia yvariada debido a su profesión. No conocíapersonalmente —todavía— a Verónica Lograft,pero estaba seguro que, si tenía planeado algúntipo de movimiento, sería en la recepciónpapal, era una oportunidad obvia e inmejorable.

A quien sí conocía, y muy bien, era alpadre Rossi. El procaz sacerdote estaríapendiente de lo mismo que él. Hoy o mañanallegaría la lista de los periodistas que visitaríanal Santo Padre para que su departamento dierael visto bueno. No podía permitir que elnombre de Lograft apareciera en esa lista.¿Sería Verónica Lograft la clase de persona queél se había hecho a la idea, o no plantearíabatalla?

Se acercó a la preciosa estantería que unbuen amigo siciliano le había diseñado de

forma especial para su colección de bonsáis. Adiferentes alturas, y con huecos en distintostamaños, la estantería daba cabida a más deveinte árboles diminutos, de diversos tamañosy estilos. El padre Carmelo mantenía orgullosoy clasificados sus pequeños árboles porestilos: verticales, tenían el tronco recto y unaramificación simétrica y alternada. De esteestilo eran la higuera y el granado, que el curahabía salvado de la abundante lluvia que ahoragolpeaba con fuerza en el cristal de la ventana.

El estridente sonido de su viejo teléfonotruncó su paz.

—Padre Carmelo, dígame —contestó elcura descolgando el auricular.

—Padre, soy Luis, ya ha llegado la listaque usted estaba esperando.

—¡Oh, fabuloso! —exclamó el curaintentando dominar su excitación—, ¿cuántosson?

—Trescientos, padre.

—Vaya, parece que su santidad va a estarmuy acompañado.

—Sí, eso parece.—Por cierto, padre Luis, a ver si usted me

puede ayudar.—Por supuesto, en lo que usted necesite,

padre.—Verá, es que tengo una pequeña

curiosidad, hace años hice amistad con unreportero del London Thames, y me gustaríasaber si es mi amigo el reportero que mandadicho periódico.

—Eso es muy fácil, enseguida se lo digo.El silencio se prolongó en la red, y los

nervios se empezaron a apoderar del padreCarmelo.

Y si después de todo se había equivocado,y la muchacha no acudía. Todos sus planes sevendrían abajo. A lo mejor ni tan siquiera sabíalo de la recepción papal. No, los informes quetenía sobre ella decían que era una buena

periodista, y si eso era verdad, de lo cual nodudaba, estaría enterada de todo. Pero ¿seatrevería a dar aquel paso? ¿Sería ella la queforzara los acontecimientos, o esperaría a queéstos fueran a buscarla?

—Aquí está —la voz del padre Luís cortóel rumbo de sus pensamientos—, por elLondon Thames viene una tal Verónica Lograft.

El padre Carmelo sintió como el corazóndaba un vuelco dentro de su pecho. Al fin y alcabo no se había equivocado, la muchacha nosólo era una buena periodista, sino tambiéninteligente y valiente, bravo por ella.

—Bueno, creo que tendré que esperar aotra oportunidad para saludar a mi amigo.

—Lo siento, padre.—Gracias, padre Luis. Por cierto —la voz

del cura sonó despreocupada y falta deemociones—, no entregue esa lista alsecretario del padre Rossi todavía, la necesitopara arreglar ciertos detalles, salgo para allí

ahora mismo.—Le espero, padre.Carmelo colgó el auricular y miró su reloj

de pulsera, tan sólo habían pasado seis minutos,pero tendrían que ser suficientes.

No tenía tiempo que perder, Rossi era unhombre avispado, y seguro que también queríaver esa lista, por la misma intención que él,aunque sus motivos fueran bien diferentes.

Cogió su abrigo negro y la bufanda. Deuna esquina sacó un paraguas y se dirigió a laventana. Hacía una tarde de perros, no eraprecisamente la más indicada para dar un paseo.Numerosos relámpagos recorrían nerviosos elcielo oscuro de la ciudad, y un aguacero caía deforma casi violenta sobre las vacías calles deRoma.

El padre Carmelo suspiró hondo, seencogió de hombros, y salió decidido de lacasa.

III

Un pañuelo cubría casi todo su rostro, yno dejaba ver ni el más mínimo ápice de supelo. Salió despacio del garaje, y aunque novenía ningún coche, esperó pacientementerecreándose en su salida. Fuera quien fuera elque vigilara la casa, tenía que haber reparado enella. Además no cabía la menor duda, conducíael viejo Montego que tantas y tantas veceshabrían visto salir, tanto del domicilio deVerónica como del London Thames.

Marchaba despacio, observando ladistancia con el coche de delante, y no pasandode la tercera velocidad. No dejaba de mirar porel espejo retrovisor, era importante que laestuvieran siguiendo, si no fuera así, sihubieran errado en sus cálculos y el hombreque vigilaba la casa no hubiera procedido comoellas esperaban, todo aquello estaría siendo

inútil... y peligroso.Apretó el mechero, y cuando éste hubo

saltado en señal de que ya estaba preparado, seencendió un cigarrillo. No estaba acostumbradaa tantas emociones y peligros, necesitabacalmar sus agitados nervios. Apartó el mecherodel coche y conectó el teléfono móvil.Esperaba no tener que utilizarlo, pero tenía queestar prevenida ante cualquier adversidad.

Miró por el espejo retrovisor, allí estabaaquel coche gris, no cabía la menor duda de quela estaba siguiendo. Una sonrisa nerviosa saliópreocupada de sus labios, ¿cómo terminaríaaquel jueguecito?

Conectó la radio y buscó por las ondashasta encontrar música. Mantenía la velocidaddel auto casi rayando la ilegalidad, pues apenassi pasaba de cincuenta por hora, respetaba todasy cada una de las señales que se encontraba ensu camino, e intentaba demorar todo lo posiblela llegada a su destino.

Su destino era la estación del ferrocarril,pero había elegido el camino más largo eincómodo. Detuvo el coche ante un nuevosemáforo, y observó de nuevo por el espejo; lasorpresa casi se pudo adivinar en su cara, nohabía ni rastro del Renault 11 color gris perla,¿se habría equivocado al fin y al cabo? Serevolvió incómoda en su asiento, alargó lamano hacia el teléfono móvil, y justo en esemomento se dio cuenta de su peligrosasituación. El coche gris estaba a la par del suyo,y el conductor la miraba de forma inquisitiva.Reaccionó de forma natural y sin gestosbruscos, volvió la cabeza, abrió el pequeñobolso de mano que llevaba en el asientocontiguo al suyo, e hizo como que buscaba algoen él. Pronto varios pitidos la indicaron que elsemáforo estaba de color verde, respiró hondo,metió primera, y sin mirar al vehículo de suizquierda siguió su camino.

Creía haber salvado bien la situación, a

escasos veinte o treinta metros de ella, ydejando dos coches de por medio, el Renaultseguía su estela. Sonrió satisfecha y tarareó elfamoso vals que salía de su aparato de radio.

Estaba llegando a la estación, ahora teníaque buscar un sitio para estacionar el coche,pero que estuviera concurrido, no tenía ganasde sorpresas desagradables.

El sol pareció ponerse de su lado, y quisoecharle una pequeña mano saliendo con fuerzade entre las nubes. Hasta ese momento el díahabía permanecido nublado y triste, ahora elastro rey inundaba con sus rayos solares lavieja urbe londinense.

Se puso las grandes gafas de sol que habíatraído, aquello facilitaría un poco más su juego.Hasta ese momento no había podidoponérselas, el día era oscuro, hubiera sidodemasiado sospechoso.

Una familia descargaba un gran Volvo demaletas y utensilios, justo al lado había otro

sitio de aparcamiento, aquel sitio sería ideal.Entró rauda en la plaza, y miró disimulando a suvigilante, el Renault gris continuó un poco másallá, y entró en otra plaza.

Cogió el teléfono y el bolso, y abrió lapuerta, sacó del maletero una pequeña bolsa deplástico, y cerró el coche, ansiaba llegar a laterminal y verse rodeada por mucha gente.

—Señorita, mire, señorita —miró haciaabajo, y vio a una pequeña niña de no más decinco años, que la agarraba de la gabardina—,¿a que es bonito Luchy?

La niña le mostraba, orgullosa, unpequeño gatito metido dentro de una cesta deviaje.

—¡Oh qué bonito!, ¿es tuyo, pequeña? —dijo mientras observaba como del coche grisdescendía un hombre de mediana estatura,moreno de piel, y pelo rubio.

—Sí —contestó la niña proyectando unasonrisa de felicidad en su rostro, dejando ver su

graciosa y mellada dentadura infantil—, me loha regalado mi papá por mi cumpleaños.

—Creo que es muy bonito, estoy segurade que lo vas a cuidar muy bien —mientrashablaba con la niña, miraba de reojo al hombre,que con paso indeciso y lento se acercaba aella.

—No molestes a la señorita, Elena —unhombre alto y delgaducho la sonreía en ungesto de comprensión y disculpa; sin duda erael padre de la niña.

—No se moleste, amigo, su hija meofrece lo que más me gusta en esta vida, losniños y los gatos —mintió nerviosa ante laproximidad del hombre del coche gris.

—¿Me dejas que os acompañe a tu gato ya ti hasta la estación del tren?

—Oh, claro que sí —contestó alegre laniña, dándole su pequeña y regordeta mano.

Toda la familia del Volvo se encaminóhacia la terminal: el padre cargado de bultos de

forma casi inhumana, la madre, bajita yregordeta, empujando un carro lleno demaletas, un muchacho de unos diez años conuna pelota de goma, y una jovencita con unoswalkman andando al son de la música que sinduda escuchaba. Y entre aquella familia, ellaaferrada a la mano de una niña de cinco años,como si de un salvavidas en una nochetormentosa en mitad del Atlántico se tratara.

Podía sentir los ojos del hombre clavadosen su espalda, pero intentó mantener sucompostura, y alargar su agonía un poco más.

—Adiós, muñeca, espero que disfrutesmucho de tu gatito —cogió a la niña en susbrazos y le dio un beso de despedida, ya habíadivisado lo que estaba buscando, en un pequeñoletrero azul podía leerse WC.

Se despidió de la familia, y se encaminódecidida hacia el servicio de señoras. Se metióen uno de los aseos y cerró la puerta con elpestillo. De la bolsa de plástico sacó unos

vaqueros y unas zapatillas de deporte. Se quitolos zapatos y la falda que llevaba, y sin quitarselas medias negras empezó a vestirse. Cogió lagabardina y le dio la vuelta, había elegidoaquella prenda precisamente por eso, delderecho era una gabardina elegante ytradicional, mientras que al darle la vuelta, elforro mostraba dibujos divertidos y juveniles,haciendo de la gabardina un tres cuartos alegrey desenfadado. Se quitó el pañuelo del pelo, ytambién las horquillas que sujetaban su cabelloen un moño. Todo el esplendor y la luz delcabello pelirrojo de Any Rizze cayeron sobresus hombros. Guardó las gafas, el pañuelo, lafalda y los zapatos en la bolsa de plástico, ymetió ésta en la papelera.

* * *

Volvió a mirar su reloj, ya eran casiquince los minutos que llevaba la muchacha en

el baño y todavía no había salido. De hecho,habían entrado dos mujeres más, pero salir,sólo había salido una preciosa pelirroja que...una sensación de angustia y preocupación,mezclada con una creciente furia, se agolpó enla garganta del clérigo, ¿cómo había podido sertan estúpido? entró raudo en el servicio demujeres.

Las dos mujeres que habían entrado tras lamuchacha seguían allí, y lo miraban incrédulasy asustadas. Aprovechó la confusión paramoverse rápido. Abrió uno por uno todos losservicios, ¡nadie!

—¡Pero bueno, cómo se atreve! —lasmujeres estaban empezando a reaccionar, unavez pasada su incredulidad.

Miró todo, allí no había ventana por la quesaltar, sus sospechas se confirmaban poco apoco, y entonces vio la bolsa en la papelera.

—Disculpen, señoras, será un momento.Cogió la bolsa y la abrió; allí estaban las

gafas, el pañuelo y todo lo demás. Miró a lasmujeres y les tiró la bolsa.

—Un regalo por las molestias —y saliódel baño rugiendo como un león burlado—.Maldita hija de puta.

IV

Verónica miró por la pequeña rendija quele dejaba el hueco del visillo, esperó nerviosa ypreocupada, no le hacía la menor gracia haberimplicado a su mejor amiga en todo aquel lío.Si algo le pasaba a Any, no se lo perdonaría entoda la vida.

El corazón se disparó de pulsacionescuando vio salir del parking el coche conducidopor su amiga. Rogaba a Dios con toda su almapara que todo saliera más o menos como lohabían planeado.

Como habían previsto, Any demoró susalida a la vía pública por un momento, aquellosería suficiente para atraer la atención decualquiera que la estuviera vigilando. El cochese incorporó a la circulación, y Verónicasonrió complacida, el hombre que la habíavisitado y había dejado la moneda de su padre

sobre la mesa salió disparado desde unpequeño callejón, y se montó en un coche gris.Estaba segura de que era el mismo sujeto, noolvidaría aquellas facciones en toda su vida.

Esperó a que el Renault de color grisgirase en la siguiente calle, y se puso enmarcha. Ya tenía todo preparado, una maletasería suficiente, apagó las luces y cerró lapuerta con llave.

La recepción del Vaticano era dentro dedos días, y aunque ella había intentadoencargarse de todo, la precipitación de lascosas no la había dejado mucho margen.Hubiera querido que su nombre no figurara enla lista, ni hospedarse en el mismo hotel,céntrico y lujoso, que el resto de enviadosespeciales de los demás periódicos del mundo,pero el periódico tenía una persona encargadade preparar los viajes de los periodistas, yaunque le había rogado al director que le dejaraque fuera ella la que se encargara de todo,

tampoco había querido insistir demasiado, susargumentos no serían muy creíbles, y no queríalevantar ninguna sospecha sobre sus verdaderasintenciones en este viaje.

—Pero no lo entiendo, Verónica, mañanate entregaremos el billete de avión, y la reservaen uno de los mejores hoteles de Roma, yadeberías de saber que nuestro periódico es muyeficiente en todo esto, ¿por qué te has deocupar tú de ello?

—Lo sé, lo sé, pero éste va a ser miúltimo trabajo como periodista, y me gustaríaempaparme bien de él.

—Además, el Vaticano nos ha pedido elnombre del corresponsal que mandábamos, yya hemos enviado tu nombre y tu currículo porfax, menos mal que he estado atento, porque lasecretaria no estaba enterada del cambio deúltima hora, y a punto ha estado de mandar elde Peter.

Sí, menos mal, pensó Verónica.

Ya no valía la pena hacer nada, si elperiódico había mandado su nombre, ¿de qué leservía ir a diferente hotel, y viajar con nombrefalso?

El trafico solía ser denso a esas horas, y elestado de nervios de Verónica no era el másapropiado para aguantar un atasco, sin embargoel taxista no parecía tener mucha prisa, y supasmosa lentitud empezó a molestarla.

—Voy a perder el avión si no se da ustedun poco más de prisa, amigo.

Notó la mirada del conductor clavada enella, pero no dejó que eso la amilanara,¡necesitaba llegar cuanto antes al aeropuerto!,habían calculado el tiempo de tal forma que nosobrara ni el más mínimo minuto, ¡no podíapermitirse el lujo de estar esperando en la salade embarque casi una hora!, pero si seguían aese ritmo el avión se marcharía sin ella.

—No querrá usted que me multen¿verdad? —contestó el taxista, molesto y con

la mirada fija en Verónica a través del espejoretrovisor.

—No, claro que no, pero voy a ofrecerleun trato que usted no dudará en aceptar.

—Dígame,señorita.—Si en veinte minutos estoy en el

aeropuerto, le doblaré el precio de su carrera.Si es usted multado, la sanción la pago yo.

Aquello fue como un bálsamo para susproblemas, el taxista empezó a encontrar sitiodonde antes no lo había, y de una forma casi«milagrosa» el taxi fluyó por las arterias deLondres en dirección al aeropuerto como elagua en una fuente. Verónica asistió como unespectador ejemplar a la lucha del taxistacontra el reloj y el abundante tráfico. Sinembargo, su pensamiento hacía ya un tiempoque no viajaba en aquel taxi. Todo ella era unmar de dudas, ¿estaría obrando con prudencia?,¿no se estaría metiendo ella sola en la boca dellobo?, su padre había sido muy claro al

respecto: «Estoy seguro de que la cabezasuprema de la Iglesia no tiene nada que ver eneste asunto, pero eso no cambia el hecho deque una parte intransigente de ella te amenace».Al igual que su padre, Verónica estaba segurade que el obispo de Roma no podía estarencabezando una carrera que había dejado en sucamino, cuando menos, un asesinato —aunqueVerónica no podía afirmar que no hubierahabido alguno más—. Sí, se dijo a sí misma, siel Papa no estaba al corriente de todo, seríaella la que le informara, y según le mirara a losojos sabría si estaba en lo cierto respecto a suinocencia, o no. No tenía ningún plan, iría apecho descubierto, pero debía de ser cautelosa,pues sabía que el mismo día de la recepción nopodría hablar con el Santo Padre, ¡ya se lasingeniaría para hacerle llegar un mensaje!

Verónica respondió a su parte del tratocuando el taxi llegó puntual, cogió su pequeñamaleta y salió disparada hacia el embarque.

—Señorita Lograft, llega usted con eltiempo justo, sólo quedan treinta minutos paraque el avión despegue —un auxiliar de vuelo,alto y moreno, le sonreía despreocupado. Enotro momento, Verónica sin duda se habríafijado en aquella sonrisa y en aquel hermosorostro, pero su cabeza, y sobre todo sus ojosestaban en otro sitio, inquieta, miraba de unlado a otro esperando ver a aquel extrañohombre de un momento a otro.

La condujeron deprisa hacia la pista, todoslos pasajeros estaban ya embarcados, según ledecía el simpático auxiliar, sólo quedaba ella.Bajaron por unas escaleras mecánicas, y traspasar por un pequeño túnel transparente,Verónica se encontró en la misma puerta delinmenso avión.

Su teléfono móvil empezó a sonar casi deforma violenta, Verónica metió la mano en subolso y lo sacó.

—Señorita, no puede usar teléfonos

móviles durante el vuelo, espero que lorecuerde.

—Será sólo un momento.—Despegamos en diez minutos, señorita,

le ruego que no se demore.—Sí —contestó Verónica.—Vero, soy Any, todo ha ido bien, ¿estás

en el avión?—Sí, sí, ya estoy... Ten mucho cuidado,

Any, no te dejes ver.—No te preocupes, he cogido una

habitación en un hotel cerca de la estación,mañana llamaré al director para decirle queestoy enferma, y en un par de días no memoveré de aquí, me vendrá bien un descansito.

—Gracias, amiga.—Buen vuelo, y mucha suerte.Verónica cerró la llamada y sonrió al

auxiliar, ¡¡Dios mío, cómo no se había dadocuenta de lo guapo que era!!

V

Una tras otra, las gotas de agua caíanalegres por la nariz del padre Carmelo. Lamilenaria Roma estaba siendo duramentecastigada por un tremendo aguacero. Elsacerdote miró deprisa a un lado y a otro de lacalzada, ni un alma aparecía a sus ojos, todoslos habitantes de aquella hermosa ciudadparecían haberse puesto de acuerdo en cederaquel océano de asfalto al intrépido cura. A finde cuentas, ¿quién, sino él, sería el insensato desalir a la calle en un día como aquel con tansólo un simple paraguas? Eolo, Zeus, y supropio sentido del ridículo se reían con ganas.

La oscuridad se cerraba sobre él,oprimiendo sus sentidos. Miró su reloj, ysiguió andando por la calle desierta; a esa horade la tarde no era nada normal aquella pétreaoscuridad. Ni siquiera la luna llena, que en esa

época del año debía dominar el cielo romano,tenía la suficiente fuerza para atravesar aquellasnegras y espesas nubes.

Por un breve instante, el cielo se iluminó,y con él todo el camino que el padre Carmelotenía por delante. Un estruendoso yensordecedor trueno, seguido de un relámpagode un azul intenso y lleno de luz, acaparó todoel firmamento romano.

Carmelo apretó el paso, y se encogiódentro de su liviana gabardina, el viento soplabacon fuerza, y mantener el paraguas en suposición correcta era ya un esfuerzo arduo. Lequedaban escasos doscientos metros parallegar a la casa del obispo de Roma, descansópor un breve momento en un pequeño soportal,y cogiendo resuello tomó una decisión; cerróel paraguas y se lo metió debajo del brazo,¿para qué le servía si el viento lo ponía cadados pasos del revés?, se subió el empapadocuello de la gabardina, se ajustó todo lo que

pudo el negro sombrero que había tenido laprecaución de coger, y salió a toda carrerahacia la plaza del Vaticano.

El padre Luis trabajaba inclinado sobre suescueta mesa de trabajo, y apenas sí levantó lavista cuando la puerta se abrió. Unaexclamación de sorpresa salió de su garganta, yuna pequeña sonrisa se dibujó en su rostrocuando vio la figura del padre Carmelo en lahabitación.

—¡Dios mío!, si estuviéramos en Venecia,no dudaría de que se habría caído usted de lagóndola. Pero esto es Roma, ¿no habrá venidonadando por el Tíber?

—No —dijo el padre Carmelo con unaamplia sonrisa—, pero como siga lloviendo asíacabaremos importando barquitas a losvenecianos.

El padre Luis ensanchó todas susfacciones, y dejó patente la bondad de surostro. El padre Luis era un dominicano que

había venido a parar a Roma por esos caprichosque la Santa Madre Iglesia tiene con sus hijosmás devotos. Al caribeño le había costado unmundo acostumbrarse a Roma y a sus manías,pero sobre todo la diaria añoranza de su país, leponía melancólico y algo distraído. Sinembargo, desde un principio, a todo el mundodentro de los muros del Vaticano le había caídobien. ¡Hasta el padre Dilivio cada vez quehablaba del «padrecito caribeño» dejabaentrever sus restos de bondad!

Era un hombre de escasa estatura. Legustaba llevar el pelo al estilo militar, y unasgafas metálicas y redondas cubrían casi todo surostro, éste, era redondeado de rasgos ampliosy expresivos.

—¿Ha venido ya el secretario del padreRossi a por la lista? —preguntó el padreCarmelo intentando parecer despreocupado.

—No, pero no creo que tarde mucho enhacerlo, parecía tener mucho interés en esa

lista, al igual que usted, ¿pasa algo, padre?—¡Oh, nada que se salga de lo normal en

estos casos!, ya se puede imaginar lo que sonlas recepciones papales, y el Santo Padre tieneverdadero interés por ésta, cada uno dentro desus atribuciones intentará que todo salgaperfecto.

—Claro, claro; encima de esa mesa latiene —dijo el padre Luís señalando una granmesa en un rincón.

El padre Carmelo leyó con avidez, erancasi trescientos nombres y credenciales, no ledaría tiempo a hacer una nueva lista, y sinembargo debía modificar aquel nombre.

—Padre, ¿en qué ordenador haconfeccionado esta lista?

—En ése que tiene junto a usted.—¿Y cómo ha notificado cada medio de

comunicación cual sería su representante?—Por medio del fax, en esa carpeta que

está al lado del ordenador he puesto todos los

que nos han ido llegando.El padre Carmelo encendió el ordenador,

y con manos expertas tecleó. Sus pies semovían nerviosos, y su corazón latía conrapidez, la puerta de aquel despacho se podíaabrir en cualquier momento, y de esa formaderrumbarse todo su plan.

Con el ratón clikeó en el último archivoque allí aparecía, no podía ser otro, elordenador marcaba que aquel archivo había sidoconfeccionado hacía escasas dos horas, yademás su nombre no dejaba lugar a dudas:Recepción.

Aparecieron los nombres de todos losperiodistas que iban a llegar a Roma, yenseguida Carmelo encontró lo que buscaba:London Thames, Verónica Lograft.

Borró aquel nombre y rápidamente losustituyó por otro muy familiar para él, puesera el autor de un magnífico libro de bonsáis:David Rodin. Metió papel en la impresora, y la

encendió, movió el punteo del ratón lodepositó sobre la palabra imprimir y apretó elbotón.

Carmelo miró hacia donde estaba sentadoel padre Luís, el caribeño seguíacompletamente absorto, con la cabeza metidaentre sus papeles. Cogió la capeta del fax, yrebuscó hasta encontrar el del London Thames,una vez lo hubo encontrado, lo dobló y se lometió en el bolsillo junto a dos o tres más —pues sería bastante extraño y sospechoso quesólo faltara el del London Thames—. Laimpresora había acabado con su trabajo, laapagó y sacó los papeles, cogió la lista antiguay la guardó también en su bolsillo, poniendo ensu lugar la nueva ya modificada.

—Bueno, padre Luis, ya he acabado con loque tenía que ver, ha sido usted muy amable.

—No hay de qué, padre, espero que nohaya dejado muy lejos aparcada la góndola, ja jaja.

El padre Carmelo cerró con una sonrisa enlos labios la puerta, y esa sonrisa se agrandóaun más cuando vio que por el pasillo llegabaCarlo, ayudante del padre Rossi.

—Buenas tardes, Padre Carmelo.—¿Buenas?, está diluviando.Carlo miró de arriba a abajo al padre

Carmelo y, observando la mojada vestimentadel cura, arrugó el entrecejo

—Me alegro de que usted me lo diga, puesahora mismo me marchaba, sólo vengo por lalista de la recepción papal a la prensa, el padreRossi tiene especial interés en ella.

—El padre Rossi me ha mandado aquí parabuscarla, ¡también a usted!

—Oh, no, no, sólo lo supuse y medisponía a llevársela, pero ya que está ustedaquí, me ahorrará un viaje.

La sonrisa del padre Carmelo contagió aCarlo, y éste relajó sus facciones mientrasCarmelo le alargaba el papel.

—Gracias, padre, no hagamos esperar albueno de Rossi.

CAPÍTULOVIGESIMOTERCERO

I

Aquella no era una recepción privada,tampoco era familiar, no se trataba de recibir aun jefe de estado, a un político o a un artista. Eljefe del Vaticano quería festejar con la prensasu aniversario, la gente que había estado junto aél, en cada viaje, en cada homilía, en cadasaludo desde su ventana de la plaza de SanPedro. Como no podía ser menos, estandotanto periodista de por medio, aquello no podíaser informal, todo tenía que rebosar colorido einformación.

La plaza de San Pedro estaba engalanada,rebosante de alegría, luz y música. Desde unahora muy temprana, y por unos grandesaltavoces, música sacra acompañaba a toda lamultitud que poco a poco iba llenando tanfamoso lugar.

Las banderas con el escudo y estandartedel Vaticano rodeaban toda la plaza, ese día elVaticano presentaba su mejor y más lucidacara.

II

Verónica había pasado una autentica nochede perros, el miedo no la había dejado pegarojo, cada ruido en el pasillo del hotel, o fuera,más allá del gran ventanal de su habitación, lehacía incorporarse en la cama con gran susto ysobresalto.

Los nervios a flor de piel no le habíandejado disfrutar de aquella lujosa habitación enel céntrico hotel romano. Se estaba dando unrelajante baño de espuma en la gigantescabañera de su cuarto de baño. Por el hilomusical escuchaba al romano Eros Ramazotti,pero por más que lo intentaba sus sentidosseguían alerta a toda cosa extraña que pasara asu alrededor, sabía que hasta que no pasara todoaquello no podría degustar ningún placer de lavida.

Estaba hecha un mar de dudas, ¿habría sido

inteligente viniendo a la misma boca del lobo?,o ¿debería haber ido directamente a por losmanuscritos, y de esa forma tener el triunfo dela partida en sus manos? Aquella duda leasaltaba justo en el momento en el que sudecisión ya no tenía vuelta atrás, miró su reloj,eran las diez de la mañana, una mañanaespléndida después del gran aguacero que habíacaído la noche anterior.

A su llegada al hotel les habían llevado aun gran salón, donde un hombre, sin dudasacerdote, les había explicado los pasos aseguir. Quizás fueran imaginaciones suyas,¡estaba empezando a creer en la paranoia!, peroaquel hombre se había parado varias veces en suinterlocución y la había observadodetenidamente. Ahora recordaba losescalofríos que recorrieron todo su cuerpo, ycómo su corazón se aceleró con desconfianza.

Verónica empezó a vestirse, y siguiendolos consejos de su amiga Any, se puso un

vestido sencillo de color negro, en el que sólose permitió el adorno de un pequeño broche enforma de mariposa. El día invitaba a laelegancia, pero no era cuestión de ir llamandola atención, tenía que pasar desapercibida entretanta gente, sólo un hombre, y en su momentojusto, debía enterarse de su presencia allí...Pero ése sería otro cantar.

Muchos de sus compañeros habían partidoya hacía el Vaticano en taxis, mientras otros,como ella misma, habían preferido esperar alos autocares que la propia Iglesia había puestoa su disposición. Si sabían que estaba allí, dabaigual como fuera hasta la recepción papal, si laestaban buscando, lo más seguro es quepensaran que cogería un taxi, pero laornamental compañía de sus demás colegas lehacía sentirse mucho más segura de sí misma.De todas formas, hasta ese momento nadieparecía haber reparado en ella, mejor así.

El autocar enfilaba despacio, casi a ritmo

ceremonial, su camino hacia la plaza de SanPedro. Verónica podía sentir la intensidad de lavida latina, ¡qué diferente era todo a NuevaYork!, la gente, el ritmo, el color, todo eramucho más personal y fuerte. La energía yviveza de todas las cosas hacían que, por uninstante, Verónica olvidara sus problemas.Estaba segura de que en aquella ciudadconseguiría sentirse viva, hermosa y deseable.Como muchas veces había oído decir a Cail:«Oh, los latinos».

Fueron conducidos a la hermosa y enormebasílica del Vaticano, el aire manaba belleza yarmonía en todas sus formas, allí todo estabaequilibrado y sereno, los rasgos de lasnumerosas esculturas rayaban en tal sencillezque las hacía aparecer hermosas y vivas. Labasílica había sido adornada con numerosas ydistintas flores, allí donde Verónica posara sumirada el colorido y la luz marcaban el ritmo.

Se sentaron en silencio. Más de

cuatrocientas personas llenaban aquel enormeespacio, y sin embargo nadie hacía el másmínimo movimiento o sonido, todos esperabanexpectantes la entrada del Santo Padre. Elobispo de Roma iba a celebrar una pequeñamisa en reconocimiento a su labor informativaa lo largo de todo su mandato, y una vezacabada ésta, y según les habían informado,irían pasando de uno en uno para recibir lagratitud del Papa, así como su bendición.

Todos se pusieron en pie cuando uncansino y avejentado Sumo Pontífice hizo suentrada. El Papa vestía con su acostumbradasotana blanca, con el único adorno de unaenorme y brillante cruz dorada colgando de suarrugado cuello.

La misa fue oficiada en un latín perfecto,ningún detalle parecía escapársele al hombreque había llevado los asuntos de Dios sobre latierra. Era un político perfecto, y habíaconseguido ser amado y admirado por casi todo

el mundo. Sin embargo el paso del tiempo, ysobre todo la enorme carga que el puesto dePedro hacía caer sobre sus hombros, se notabacada día que pasaba.

Había empezado como un simple rumor,pero ya se sabe, cuando el rumor coge fuerza,suele ser la antesala de una noticia. Pues bien,esta vez la noticia, si se producía, podía serexplosiva y asombrosa. Rumores muy cercanosal obispo de Roma decían que éste estabaconsiderando de forma muy seria su retiro,para de esta forma dejar paso a alguien másjoven y sobre todo con mejor salud.

Hacía más de quince años que no habíafogata dentro del Vaticano, pero a nadie se leescapaba que esos días eran intensos,emocionantes y llenos de fervor periodístico.Ninguna noticia mundial podía ensombrecer elhecho consumado de una fumata blancasaliendo por la chimenea del Vaticano, y elemocionante anuncio ya famoso y conocido:

«Habemus Papa».Rossi permanecía tranquilo, sentado en un

lateral justo a la derecha del Santo Padre, segustaba metido en su papel. Todo estabasaliendo bien, él ya se había encargado dedifundir el rumor de la pronta renuncia papal, yel abono que poco a poco iba plantando parecíadar de forma gradual sus frutos. Sólo lepreocupaba el tema de los manuscritos, pero lacachorrilla Lograft no iba a ser enemigo paraél, estaba vigilada y, según sus últimas noticias,nerviosa. Le había decepcionado un poco, puesesperaba haberla visto allí, pero parecía que lacervatilla iba a dar menos guerra de lo en unprincipio esperado.

El Papa, de forma cansina y lentamente,empezó su homilía, Rossi prestó atención, ¿nosería maravilloso que el Papa aprovecharaaquella oportunidad para dar el primer pasohacia su sucesión? Sin embargo, Rossi empezóa preocuparse, ¿serían imaginaciones suyas, o

mientras hablaba, el Sumo Pontífice de Romale estaba mirando directamente a él?

«Que cada uno saque sus propiasconclusiones de semejantes y santas palabras,yo en mi humildad sólo puedo deciros que espalabra de Dios:

En esto, habiéndose reunido miles ymiles de personas, hasta pisarse unos aotros, dijo primeramente a sus discípulos:“Guardaos de la levadura de los fariseos,que es la hipocresía. Nada hay encubiertoque no haya de ser descubierto ni oculto queno haya de saberse. Porque cuanto dijisteisen la oscuridad, será oído a la luz, y lo quehablasteis al oído en las habitacionesprivadas, será proclamado desde losterrados”.»

Rossi sintió aquellas palabras comoplomo sobre sus espaldas, estaba seguro de queel Papa le había estado mirando a él. Intentótranquilizarse, aquello no era posible, los

nervios del momento y la proximidad de suansiado objetivo le jugaban malas pasadas.Sonrió y poco a poco se fue tranquilizando,todo marchaba bien, se dijo.

Verónica sintió cómo se aceleraba supulso, no había ido a tomar la comunión, aquélno era el momento que ella había elegido, seríamejor en el breve saludo, el Papa estrecharía sumano y todo sería mucho más sencillo.

Caminaban despacio, de uno en unoseguían el ancho pasillo que dejaban loselegantes bancos de madera a un lado y otro.Verónica clavó su mirada en la hermosa imagende la Virgen María, los ojos sin vida parecíansonreírle y de esa forma tranquilizarla. Respiróhondo, y conforme se iba aproximando hacia suencuentro papal, metió su mano en uno de suspequeños bolsillos, que en forma de media lunatenía el elegante y sencillo vestido negro.Sintió el contacto del papel en la palma de sumano; se había pasado media noche escribiendo

aquella escueta misiva, tan sólo eran cuatrolíneas, pero había sido mucho más duro ytrabajoso que cualquiera de sus más largos ymejores artículos. Necesitaba ser escueta yconcreta, pero también necesitaba que el Papa,en caso de no estar informado de aquelescabroso asunto, hablara con elladirectamente, no podía arriesgarse a utilizarningún tipo de intermediario.

La fila de periodistas fue corriendodemasiado deprisa para el gusto de Verónica, laansiedad y los nervios podían jugarle una malapasada, y había apostado demasiado fuertecomo para cometer cualquier equivocaciónahora.

Se sentía desfallecer, cuatro compañerosla separaban de su meta, pero ahora notabacómo le abandonaban las fuerzas, y el coraje seescapaba a raudales de sus manos temblorosas.Empezó a notar como un escueto hilo de sudorrecorría su espalda; tuvo que aflojar la tensión

de las manos, apretaba tan fuerte el papel quenotaba su presión en la palma.

Sin embargo, como una medicinaredentora, como si del mejor bálsamo setratara, las palabras de su padre fluyeron en sumente. Una inyección de energía y rabiarecorrió su sudoroso cuerpo al recordar elsonriente rostro de Cail mientras, acariciandosu pelo, le decía: «Yo siempre confiaré en ti,cariño».

Un espejo de paz y consuelo, fue lo queVerónica encontró en los verdes ojos de suSantidad. Aquella mirada, serena y llena desabiduría, parecía hablarle de amor ycomprensión. El obispo de Roma no dijopalabra alguna, pero tampoco necesitó hacerlo,la calma de su rostro, y el contacto con susmanos, llenaron su corazón de sosiego.

Verónica siguió mirando aquel rostrolleno de quietud, y no advirtió ningún cambiocuando sintió como el papel cambiaba de su

mano a la del hombre que ocupaba el sillón dePedro.

Ya estaba hecho, mientras caminabaensimismada hacia su asiento respiró hondo, ynotó como todos sus músculos se relajaban. Sesentía bien y reposada, siguió caminandodespacio hacia su lugar, pero por vez primeraen mucho tiempo se permitió que una clara ybien dibujada sonrisa iluminara su bonitorostro; y en su imaginación brotó clara y alegrela voz de su padre con aquella frase que tantogustaba en pronunciar: «Alea jacta est».

III

Había vuelto de cenar, bueno, si a lo quehabía metido en su cuerpo se le podía llamarcena; un escueto y abundantemente azucaradoyogurt. Pero no le apetecía nada más, el estadocreciente de nervios que cada hora que pasabaenvolvía su estado general, le hacía volverseloca. No se atrevía a acostarse, estaba seguraque si algo tenía que suceder, debía de ser esaprecisa noche. Volvió a encender la televisión,pero todo eran programas basura de variedadesy cotilleos, que a ella ni le gustaban ni losentendía, así que, para tener algo deacompañamiento y sentirse ligada en ciertomodo con el mundo exterior, dejó la RAI en sucanal primero. No es que le gustara ni mucho nipoco el fútbol, pero le hacía recordar con máscariño, si cabía, la figura de su difunto padre.¡Qué pasión tenía por aquel deporte europeo!,

según le había comentado alguna vez, una desus intenciones era fundar un club en NuevaYork, para de esa forma poder llevar a lasestrellas de Europa. Verónica sonrió para sí,¡su padre y sus aficiones! La más loca yapasionante de esas aficiones le estaba llevandoa ella al borde de lo increíble.

Se asomó a la ventana, y desde lamagnífica atalaya que le proporcionaba suhabitación desde el piso catorce, contempló lainmortalidad de la milenaria Roma.

El cielo estaba completamente estrellado,casi creía ver la estrella polar, pero siemprehabía sido una negada para ese tipo de cosas, ¡nisiquiera sabía usar una brújula! Recordaba concariño la ilusión con la que su padre le habíaregalado un gran libro de astronomía en el queimpresionantes fotografías tenían embobado asu querido Cail más que a ella misma. Sihubieran sido fotos de los grupos del momentohubiera gritado de alegría, pero la astronomía

nunca fue su fuerte, su pobre padre nunca losupo asimilar. En algún lugar de la extensamansión paterna debía estar el impresionantetelescopio que siguió al libro; sólo recordabahaberlo usado en un par de ocasiones, su padrese mostraba feliz cuando la veía concentradasobre el aparato. Luego, cuando hablaba conella, le preguntaba si había visto algunaconstelación, o alguna estrella. Ella, muy sería,le decía que todavía no, le hubiera sido difícilexplicarle a Cail lo improbable de encontrarninguna estrella en las habitaciones de losvecinos.

Abrió la ventana de su cuarto, y dejó queel aire fresco de la noche acariciara casi conternura su rostro. Si su reloj suizo no laengañaba, y estaba segura de que no, eran yamás de las once de la noche; la impresión quehabía sacado sobre la salud del hombre queregía los destinos de la casa de Dios, creía sercorrecta. No esperaba ya tener su ansiada

entrevista con él. El Papa presentaba unos ojosvivos e inteligentes que demostraban unapersonalidad acusada y fuerte. Pero tambiéndejaban sitio a una debilidad física apremiante.

Se dirigió a la pequeña neverita que teníadebajo del televisor y la abrió. Ahora queestaba casi segura de que su intentona no habíadado resultado, se estaba empezando a relajar, ypor lo tanto su estómago le recordaba loescaso de su cena. Varias latas de frutos secosy unas cuantas chocolatinas era todo elalimento sólido que podía llevarse a la boca.Eso sí, tres clases diferentes de botellas decerveza la miraban expectantes. La elección fuefácil, abrió una lata de anacardos fritos, y unabotella de aquel nuevo placer que habíaconocido recientemente: la cerveza mexicanaCoronita.

La lista de precios que estaba pegada a lapuerta de la nevera, le reveló que su pequeñoágape salía por una pasta. ¡Qué demonios! —

pensó—, paga el London.Ringg, ringg —sonó el teléfono.—¿Si? —contestó Verónica.—¿Señorita Lograft? —Verónica sonrió,

le encantaba como sonaba su nombre en labiosde un italiano, ¡qué acento más musical!

—Sí, dígame.—El coche que estaba usted esperando ya

le aguarda a la puerta del hotel.Verónica se quedó muy quieta, ya no

esperaba aquello, y de nuevo los nerviosatenazaban su cuerpo, esta vez con mucha másfuerza si cabía.

—¿Me ha entendido, señorita?—Sí, sí, claro... por supuesto, diga usted

que ahora mismo bajo, muchas gracias.Se sentó en el borde de la cama y pensó

deprisa, ¿no era eso lo que había venido abuscar?, ¿pero, y si no era el Sumo Pontíficeromano el que quería verla?, ¿podía estar aestas alturas segura de algo?; pensó durante un

breve instante, pero la única respuesta a la quellegaba, para esa última pregunta, era no.

Se levantó y abrió la puerta del armario,¿cómo se debía vestir?, en su cara se dibujo unaabierta y sincera sonrisa, se reía de su propiaestupidez, no iba a ningún cóctel ni nada por elestilo; qué más daba lo que llevara puesto, si enverdad era el Papa el que la esperaba, no ledaría importancia a aquel minúsculo detalle, ysi no lo era... bueno, si no lo era, muchomenos.

Unos pantalones vaqueros, una fina blusacolor salmón, y una bonita chaqueta negra lasacaron del paso, cogió su pequeño bolso demano, apagó la luz y cerró tras de sí la puertade su habitación.

Decidió bajarse en el primer piso, ycontinuar andando hasta el hall del hotel, nosabía exactamente por qué hacía eso, estabaclaro que veía demasiadas películas deHumphrey Bogart. El vestíbulo del hotel estaba

completamente vacío, tan sólo los empleadosdel mismo estaban a la vista. Dos limpiadoras,algo entradas en carnes y años, pasaban sendosaspiradores por las amplias y descoloridasalfombras. En recepción, dos muchachosmiraban un televisor en el que, cómo no, elfútbol era el gran protagonista. Verónica, algomás tranquila, bajó los últimos escalones, y sedirigió hacia los dos recepcionistas.

—Ejem —tosió para atraer la atención delos dos empleados—, perdonen, soy VerónicaLograft, uno de ustedes me ha llamado a lahabitación.

Uno de los dos empleados se volvió ymiro inquisitivamente a la muchacha hasta que,por fin, levantando cómicamente sus cejas,pareció comprender.

—Oh sí, señorita Lograft, en la puerta delhotel la esperan en un coche —dicho esto, elhombre volvió a centrar toda su atención en lapequeña pantalla de televisión, llevándose las

manos gráficamente a la cabeza ante una jugadade peligro de su equipo.

Verónica iba a darle las gracias, peroentendió que sería inútil, para aquel hombreella ya había dejado de existir. Se encaminódespacio hasta la salida del hotel y miró conatención, allí no había nada más que un Renault5 color rojo chillón, algo sucio y abollado.Volvió a repasar toda la calle, pero no vio nadamás. No había ni rastro de algún coche oficial,ella había visto los coches que usaban en elVaticano, y estaba más que segura de que allíno se encontraba ninguno.

Volvió a subir los tres escalones que lallevaban al hotel, y a grandes pasos se dirigió—algo enfadada— a la recepción.

—Perdone, señor.Ni caso, el partido debía de estar en lo

más interesante, ni siquiera se habían percatadode su presencia. Verónica aupó su cuerpoencima del mostrador, alargó la mano y con

rapidez apagó la televisión.—¡Ma che fai!—¿Puede prestarme algo de su atención,

si es tan amable?El hombre fue cambiando poco a poco el

gesto de su cara, y con una sonrisa algo tensa,contestó.

—Perdone, señorita, ¿en qué puedoayudarla?

—Podría indicarme cuál es el coche queme espera.

El hombre no contestó, se limitó a salirdel pequeño despacho y, sin mirar haciaVerónica para ver si ésta le seguía, llegó a lapuerta del hotel.

—Ese coche, señorita —dijo,extendiendo su brazo en dirección al Renault 5.

Verónica miró el vehículo con la bocaabierta por el asombro, y sólo pudo decir:

—Gracias.El italiano de Verónica no era muy bueno,

pero si lo suficiente como para entender larespuesta del recepcionista antes de marchar asu partido:

—¡¡Mujeres!!Verónica se quedó sola y asustada... muy

asustada. No sabía exactamente qué es lo quehabía estado esperando, pero estaba claro queno era un Renault 5 de color rojo, sucio ychabacano.

Había empezado ya a tomar la decisión devolverse y encerrarse en su habitación, cuandola puerta del coche se abrió, en una seria ydirecta invitación.

Como una autómata, y casi sin saber muybien lo que hacía, Verónica fue bajando uno auno los escalones, hasta encontrarse a escasosmetros del coche.

Una mano, blanca como la leche, y dededos finos y largos, levantó el asientodelantero dejándole paso hacia el habitáculotrasero. Aquel era un vehículo de sólo dos

puertas, por lo que Verónica dio por sentadoque la persona con la que tenía que hablarestaba acomodada en el asiento de atrás.

No se paró a pensar, había llegado hastaallí, no era éste el momento de echarse atrás,en un momento se vio sentada en la parte deatrás del coche; y cuando el asiento delanterobajó a su sitio y la puerta del coche se cerrócon fuerza, se sintió atrapada, aquel sonido fueel de una celda al cerrarse.

Verónica se movió inquieta, y giró lacabeza hacia el hombre que la acompañaba a suizquierda; su cara marcó una a una todas lasemociones que recorrieron su cuerpo, y aunquelo intentó con todas sus fuerzas, no logró quesu boca, abierta por el asombro, articularapalabra alguna.

IV

Gruesos y cómodos pantalones de pana,color verde oscuro; jersey de lana de unburdeos apagado y cuello subido; y sobre lacabeza una gorra de sport color negro, era elatuendo con el que se presentaba, ante unaatónita Verónica, el guía espiritual de todos loscristianos del mundo.

El coche había empezado a andar por lascalles de Roma, y mientras tomaba el caminoque seguía una carretera cualquiera, Verónicavolvió a la realidad, que en un guiño raro lahabía sentado en un utilitario, casi demadrugada y paseando por la hermosa ymilenaria Roma, con el hombre másimportante de la tierra.

El hombre que ocupaba el puesto de Pedrola observaba en silencio. Con esos ojos verdesque tanto habían impresionado a Verónica,

estaba llegando hasta el interior de su corazón.Abrumada por la fuerza que irradiaba aquel

extraordinario hombre, no se atrevía a abrir laboca. Y cuando vio que en el rostro del SantoPadre se reflejaba la benignidad del examen alque había sido sometida, empezó a relajarse.

El semblante tranquilo, pétreo y solemnedel Papa se abrió en una sincera sonrisa. Alargóuna de sus manos en un gesto tranquilizador, ycogió la de Verónica.

—Señorita Lograft, es usted una personamuy valiente y decidida.

El inglés del Sumo Pontífice era perfecto,casi demasiado perfecto, a Verónica le dio laimpresión de estar hablando con un profesor deOxford.

—Era muy importante que yo pudierahablar con su Santidad.

—Por favor, Verónica —yo te llamaréVerónica, aunque sólo por la ventaja que medan mis largos años—, no me digas Santidad.

—¿Usted?—Usted estará bien.Ambos sonrieron de forma sincera, y

Verónica se sintió cómoda y tranquila. Aquelhombre sabía cómo llegar a las personas.

—Tengo una pequeña idea de lo quequieres decirme —la seriedad había vuelto a lacara del Papa—, pero tu inteligente nota no eramuy explícita.

—Vaya, me pasé toda una noche pensandoqué debía poner, y al final lo hice mal.

—No tan mal, puesto que estoy aquívestido de pastor, metido en un coche y aespaldas de todo el Vaticano.

—Quiero saber si la Iglesia tiene algo quever en el asesinato de mi padre.

Durante casi un minuto, que a Verónica sele hizo eterno, el silencio se pudo palpar. Porfin el Papa apretó la mano que tenía agarrada deVerónica, y la sonrió con pena.

—La Iglesia, como institución, por

supuesto que no. Pero por desgracia, la Iglesiaestá compuesta por seres humanos, y comotales cometen errores, a veces estos erroresson terribles y horribles.

—Necesito saber que usted no sabía nadade eso.

Verónica miró a los ojos del Obispo deRoma, y esta vez fue ella la que, con toda sufuerza, examinó el interior de aquella serenamirada.

—Aunque me escandaliza, entiendo queme hagas esa pregunta —el Papa soltó la manode Verónica, sacó de debajo del jersey laenorme y dorada cruz de oro que Verónicahabía visto por la tarde en la recepción, y labesó—. Por supuesto que no.

—Alguien que tiene mucha fuerza y poderdentro de la Iglesia, está detrás de todo esto.

—Verónica, ¿te gusta la egiptología?Verónica se extrañó un poco por tan

sorprendente pregunta, y se encogió de

hombros.—No mucho.El Santo Padre le sonrió de forma paternal—¡Vaya, extraña hija para tan peculiar

padre! Me vas a permitir que te diga una citamuy antigua, recogida en el libro de laenseñanza de Merikare.

«No confíes en nadie; no tendráshermano ni hermana. Aquél a quien hayasdado mucho te traicionará, el pobre al quehayas enriquecido te herirá por la espalda,aquél a quien hayas tendido la manofomentará disturbios. Desconfía de tusíntimos y tus subordinados. Cuenta sólocontigo mismo. El día de la desgracia, nadiete ayudará».

—Eran sabios los egipcios.—La traición, la envidia y el ansia de

poder son más viejos que el propio mundo —elPapa volvió a coger la mano de Verónica—.Haz lo que tengas que hacer, pero yo te pido

por favor que traigas aquí esos manuscritos,juntos daremos la mejor salida a este «pequeñoproblema». Ten mucho cuidado, y no te fíes denadie, acuérdate de Merikare.

—A partir de ahora estará usted enconstante peligro, señorita Lograft, nosotrosdebemos enseñar pronto nuestras cartas parahacer salir a nuestros enemigos a la luz, esohará que los acontecimientos se precipiten unpoco más.

Se sobresaltó al escuchar aquella voz,hasta ese momento no había reparado en elhombre que conducía, para ella había sido unmero espectador sordo y mudo. Sin embargo,el Papa hizo un gesto afirmativo ante laspalabras de aquel hombre.

—Verónica, éste es el padre Carmelo, élha cuidado minuciosamente de que en tu visitaa Roma y el Vaticano no te sucediera nada.Cuando marches de Roma, nuestro plan sepondrá en marcha, y tu seguridad dependerá

sobre todo de ti misma.Verónica observó por vez primera y

detenidamente al conductor del coche, era unhombre delgado, moreno y joven. Por el espejoretrovisor vio como los ojos de aquelsacerdote estaban clavados en ella, y se sintióincómodamente observada.

—Sólo nos veremos una vez más antes desolucionar este problema engorroso, esperoque todo salga satisfactoriamente, tráeme esosmanuscritos y yo te prometo que me ocuparédel resto.

El coche se detuvo, habían llegado otravez a la puerta del hotel, parecía que todo habíaestado meticulosamente calculado. Elconductor del coche echó el asiento paradelante, y sin bajarse del coche abrió la puerta.

Cogió la mano del Papa y, llevándosela alos labios, la besó, no sabía por qué, peronecesitaba hacer aquello. Bajó del coche y, sinmirar atrás, se adentró en el hotel.

El Renault 5 color rojo caminaba por lasvenas de Roma, camino del Vaticano. Ni unasola palabra se había pronunciado desde queVerónica Lograft se apeara en su hotel. El Papapensativo observaba las calles desiertas de laurbe, hasta que pasado un momento apoyó sumano sobre el hombro del padre Carmelo.

—¿Qué pensáis, padre?—Es una buena muchacha, podemos

confiar en ella. Creo que al final hará lo que enverdad ella crea que es lo más justo.

—Es la misma impresión que he sacadoyo.

—Sí...—¿Pero qué?—Usted ya lo sabe, Santidad.—Sí, pero necesito que alguien me lo

diga.—La vida de Verónica Lograft pende de

un hilo.

CAPÍTULOVIGESIMOCUARTO

I

A diferencia del vuelo de ida, el de vueltahabía sido apacible, llegando incluso a disfrutarde él. Cada vez que dejaba caer sus párpados,veía en su mente aquellos ojos verdes llenos devida y sabiduría. Se había sentido reconfortaday reforzada en aquella insólita reunión. Pensóuna vez más en su padre, con una sonrisaamarga y llena de amor y pena. Cail jamáshubiera dado aquel paso, le había conocidodemasiado bien, nunca se adelantaba a losproblemas, su filosofía era muy simple ysencilla: «Ya resolveremos los problemascuando vayan viniendo, ¿por qué he de poner latirita antes de tener la herida?». Así de bien lehabía salido la jugada.

Ella era diferente, no le gustaba dejar nadaen manos del libre albedrío, la suerte era algo

incorpóreo que jugaba un papel en la vida de laspersonas, pero aquél que hacía algo parabuscarla, por lo general, acababaencontrándola.

Su vida estaba estructurada hasta el másmínimo detalle, no le gustaba dejar nada enmanos del azar, ¿neurótica?, pudiera ser, peroestaba satisfecha consigo misma.

Ahora, una vez desechada la idea, alocaday aterradora, de tener a la Iglesia comoenemigo, su espíritu y sobre todo suconciencia se habían tranquilizado. Eso nodespejaba la cuestión de que estaba en seriopeligro. El Santo Padre había sido muy claro eneste aspecto, el sector más fanático de su casaestaba fuera de control, y ella era un meroimpedimento para sus aspiraciones yambiciones. Al menos ya habían matado unavez, ¿qué les impedía quitarse de encima a unainsignificante periodista?

Por el altavoz del avión, el comandante les

indicaba que en breves momentos iban a tomartierra en el aeropuerto de Londres. Verónicamiró por la ventanilla —siempre que podía legustaba pedir ventanilla, mirar el cielo lerelajaba y le hacía casi olvidar el inmenso pavorque tenía a volar—. Abajo pudo ver el típicocolor gris que presentaba la ciudad de Londres.

Con maestría, el comandante hizo queaquella mole tocara tierra sin la menorbrusquedad. Cuando el avión apagó sus potentesmotores, Verónica sacó del bolso su teléfonomóvil, y marcó el número del periódico.

—¿Any?—Sí —contestó la conocida voz de su

amiga al otro lado del auricular.—Soy Verónica, acabo de aterrizar.—¡Verónica, qué alegría!, ¿ha ido todo

bien?—Ya te contaré, pero no por teléfono —

dijo apremiante Verónica dando un mensaje asu amiga, para que no hiciera ninguna pregunta

—, recoge algo de ropa de tu casa y vente a lamía, salimos de viaje.

—Tardo una hora escasa —fue la escuetarespuesta que dio Any antes de cortar lacomunicación.

II

No podía olvidar la mirada del Santo Padreclavada en él, estaba convencido de que aquellahomilía había estado dirigida sólo yexclusivamente para que él la escuchara.

No, no podía ser, ¿cuánto tiempo llevabatrabajando para el Papa?, más de quince años; ysiempre había sido un hombre eficiente y deconfianza, el sucesor de Pedro no teníamotivos para dudar de él. Pero precisamentepor llevar tanto tiempo al lado del obispo deRoma, le conocía casi a la perfección, y sabíaque algo no marchaba del todo bien.

El asunto de los manuscritos le estabaponiendo nervioso, y eso era algo que a estasalturas no se podía permitir. Su plan se habíamadurado y gestado durante demasiado tiempocomo para echarlo todo a perder ahora. No ibaa permitir el más mínimo fallo, esa muchachita

estaba empezando a resultar algo molesta.Alguien estaba llamando a la puerta, Rossi

contestó, y un joven sacerdote se adentró en eldespacho.

—Perdone que le moleste, padre, pero memandan del Instituto de Asuntos Internos,quieren que usted revise estos papeles.

—¿De qué se trata?—Creo que es deseo del Santo Padre

enviar un pequeño presente a estas personas.—¿Por qué?—Tengo entendido que son las que mejor

impresión le causaron en la recepción de ayer.—Bien, déjelos sobre la mesa, luego

cursaré las órdenes pertinentes.El joven sacerdote hizo lo que el padre

Rossi le había dicho, y salió de la habitación.Rossi esperó hasta que la puerta se hubocerrado, y sonrió amargamente, moviendo lacabeza de un lado a otro; ¡El viejo movía bientodos los hilos posibles! Siempre había sido un

zalamero que caía bien a la gente, tenía quereconocer que el Papa era un gran hombre deestado. Cogió el papel que el sacerdote habíadejado sobre la mesa, y empezó a leer: el Papaquería que a todas las personas cuyo nombrefiguraban en aquel folio se les enviara una cruzde plata, sería un buen regalo.

Estaban, cómo no, los periodistas de losmedios de comunicación más importantes delmundo, desde el corresponsal de la CNN,pasando por el de la RAI. también estaban losperiodistas del New York Times, Le Fígaro,ABC, London Thames...

—¡¡¡Dios mío!!!El grito de Rossi fue ahogado y lleno de

pavor, el cura se había levantado de su asientode un salto. Aquello no podía ser real, él creíahaber tomado todas las medidas previendoaquella jugada, y sin embargo algo había salidomal. Volvió a mirar incrédulo el papel, perosólo pudo encontrarse otra vez con la cruda

realidad. Con letra impresa en tinta negra, ybien claro, se podía leer:

London Thames — Verónica Lograft.El ruido del teléfono sacó a Rossi de sus

pensamientos, y con cierta ansiedad descolgóel auricular.

—¿Padre Rossi?—Sí.—Todo está en orden, el pájaro ha vuelto

al nido.—Claro que ha vuelto al nido imbécil, una

estúpida muchacha se ha reído de todosnosotros —Rossi comprendió que estabagritando de forma desencajada, e intentócontrolar sus emociones, no podía perder ahorael control de la situación—. Bueno, bien,estupendo, no la dejen sola ni un instante, nonos podemos permitir más errores.

—¿Cuál es la orden?—Cierren el cerco de forma definitiva

con el contacto uno, y mantengan vigilado al

dos. Si el contacto uno no nos lleva al objetivo,apremien al dos, se nos acaba el tiempo.

Rossi colgó el auricular, y cerró lospuños enrabietado, estaba jugando a un juegomuy peligroso y su contrincante era inteligentey hábil. La rapidez era fundamental, por ahoranadie podía relacionarle con nada, pero elasunto se estaba alargando en demasía.

Junto al asiento del padre Rossi, unprecioso tablero de ajedrez descansaba sobreuna hermosa mesa de madera tallada con signosarabescos. Las piezas sobre caballo blanco,representaban al ejército cristiano de laprimera cruzada, allá por el año 1095. El rey,cómo era el Papa Urbano II, representado conbarba, botas de cuero con hebillas de plata, unverdugo rojo bajo su sombrero episcopal,cubriendo su ropa talar con una amplia capa depiel de ardilla, bordeada de armiño. Lospeones, también sobre caballos blancos, másbajos en estatura y menos elegantes y apuestos,

vestían también ropas eclesiásticas de colorrojo, cubiertos de pieles, pero esta vez decomadreja. Los alfiles, ¡cómo no!,representaban a Godofredo de Bouillon y suhermano Balduino. El primero fue la granestrella de la cruzada, su jefe supremo. Nacido,según la leyenda, del amor entre un caballero yun cisne. Balduino I heredó de su hermano elreino de Jerusalén. Ambas piezas, sobrehermosos caballos blancos, eran elegantes yaltaneras, como correspondía a semejantespersonajes. Sobre caballos negros selectos ygráciles se movían las piezas representativasdel bando infiel.

El padre Rossi, con la cara llena de pasióny rabia, y al igual que los cruzados hacía más de900 años gritó: ¡Deus vult!

Y cogiendo la figura que representaba aGodofredo de Bouillon, la colocó de tal formaque el rey árabe no tenía escapatoria posible.Aquel movimiento lo llevaba reservando mucho

tiempo, demasiado.Con una sonrisa terrorífica en su rostro,

se dejó caer sobre el sillón y, con los ojos idosmás allá del tablero, susurró:

—Jaque mate.

III

El padre Carmelo salió del Vaticanopensativo, no sabía si su decisión de precipitarlos movimientos había sido acertada o no;¿acaso no pondría la vida de Verónica Lograften peligro? Era duro decirlo, pero sería unriesgo que todos tendrían que asumir.

Con las manos metidas en los bolsillos,levantó la vista al cielo. La noche era agradable,ni una sola nube tapaba aquel firmamentoestrellado y con una luna luminosa yresplandeciente. Como un escolar camino delcolegio, y sin saber muy bien por qué, cogió elrecorrido que tantas y tantas noches habíahecho: la casa de su amigo Signori.

Aquel trabajo, para él, era demasiadoemotivo, por una parte estaba su certeza deayudar a la Iglesia, y cómo no, al SumoPontífice romano; pero también estaba su

obsesiva idea de descubrir al asesino de suamigo. Él no había creído ni por un sóloinstante la teoría del accidente, no encajaba conla forma de ser de Signori, era un hombredemasiado prudente para que le hubieraocurrido algo así, además, ¿no había alguienque salía demasiado beneficiado con todo esto?Cada día que pasaba, se estaba dando cuenta deque Signori habría descubierto algo queindudablemente le ponía en peligro. ¿Por quéno le habría dicho nada a él?, ¿estaría esperandoa confirmar tan horribles sospechas? Estabaseguro de que si Signori era un hombreprudente al que no le gustaban los escándalos,ni las intrigas. Tanta medida y aplomo lecostaron la vida.

No tenían ningún tipo de prueba querelacionara al padre Rossi con todo losucedido, habría sido fácil que el Papa hubieratenido una reunión con él, destituirle de todassus funciones y mandarle a cualquier país

lejano. Pero de esa forma lo único queconseguirían sería cortar de raíz las ambicionesde Rossi, era demasiado poco. Rossi no podíatrabajar sólo, y además estaba el tema de losasesinatos, al menos dos. Tanto el cura comosus compañeros tendrían que dirimir suscuentas con la justicia, no estaba dispuesto aque el óbito de su amigo Signori no pesara ensus cuerpos, ya que no en sus conciencias.

El padre Carmelo dobló la esquina de lacalle, y apareció ante él la ya conocida fachadade la bonita casa de Signori. Completamentepintada de blanco y con una arquitecturaclásica, se elevaba resplandeciente y dignaentre todas las demás. El cura se paró unmomento y miró, como tenía por costumbre, laligereza y armonía de aquella estructura. Estavez el padre Carmelo, lo único que sintió fueuna opresión el pecho, la tristeza contenida nole daba paso para saborear nada bello, era casiinsoportable saber que detrás de aquella puerta

no le esperaba la sonrisa conocida de suquerido amigo.

Subió despacio los escalones y llamó altimbre. No tuvo que esperar mucho paraescuchar los familiares pasos que tantas ytantas noches como aquella había escuchado.

La puerta se abrió despacio, y lademacrada y arrugada cara de Isabela seiluminó como una vela al conocer al visitante.

—Buenas noches, Isabela, perdone que lamoleste, pero soy un hombre de costumbres.

—Por favor, padre, pase usted, su visita escomo una medicina para mí. Además no hacefalta que le diga que está usted en su casa.

El padre Carmelo sonrió tiernamente,sabía del sufrimiento y del dolor que tenía queestar pasando aquella pobre mujer. Tambiénella se merecía conocer toda la verdad, y ver alculpable de todo esto castigado.

—Lo sé, querida Isabela, lo sé.El padre Carmelo respiró profundamente,

acarició la mejilla, humedecida por laslágrimas, de Isabela y se adentró en la casa.

IV

Nada, ¿sería posible que no encontrara eldichoso libro? Gires se estaba empezando aponer algo nervioso, era un hombre muymeticuloso, llegando incluso, muchas veces, ala excentricidad. Había vaciado la librería másde tres veces, y siempre el resultado era elmismo: como si de un capricho se tratara, elmaldito libro no aparecía.

Se sentó en el amplio y cómodo sillón deorejas, y empezó a pensar mientras mirabaensimismado la extensa biblioteca. ¿Cuántodinero valdría todo aquel papel antiguo? Para élno había dinero que le recompensara lasatisfacción de poseer todos aquellosfacsímiles antiguos.

Tenía una de las primeras ediciones deFausto, que había conseguido en una feria deBerlín. No hacía mucho, y en un viaje

relámpago a un pueblecito de Badajoz,adelantándose por la mano a las autoridadesespañolas, había conseguido la edición másantigua que se conocía del Lazarillo deTormes. Este libro había aparecido emparedadopor su antiguo dueño en una antigua casa, juntocon otros muchos libros prohibidos de laépoca. Sin duda aquel hombre había encontradoaquella salida para de esa forma escapar de laterrible Inquisición.

Poseía una preciosa copia de la Odisea deHomero. Esta copia no podía datar de más alládel siglo X, y estaba en un perfecto estado deconservación. ¿Pero dónde estaba elmanuscrito original de Viaje al centro de latierra?

Aquello era para volverse loco, parecíacosa de brujería. Había estado toda la nochemaravillándose con la clara y sencilla caligrafíade Julio Verne, justo hasta que sus párpados yano aguantaron más, y ahora, a la luz clara de la

mañana parisina, no encontraba su maravillosotesoro.

Se levantó del sillón, y volvió a ordenarcon esmero su biblioteca de libros antiguos.Estaba claro el manuscrito de Verne no estabaentre ellos.

Bien, no podía andar muy lejos.Echó un vistazo en su lujosa habitación,

pero sabía de antemano que su intento iba a serun fracaso, ¿no había hecho eso mismo ya másde tres veces?, en su cuarto todo estabaordenado y en su sitio, allí no estaba elmanuscrito.

Su estómago protestó enérgicamente,¡¡llevaba más de tres horas levantado, y todavíano había desayunado!! Si su amigo Cailestuviera con él, no estaría dando crédito a loque verían sus ojos.

Con una pequeña sonrisa en los labios, sedirigió a la cocina y puso a calentar el café.

—¡¡Dios mío, pero seré bruto!!

Gires se golpeó la cabeza con la palma desu mano, y sonrió de oreja a oreja. Ya sabía contoda exactitud dónde estaba el manuscrito deJulio Verne.

Se abrochó la bata —todavía no se había nivestido—, y se dirigió de nuevo hacía labiblioteca. Pero todo el ímpetu y la alegría quellevaba se cortaron de raíz, ante lo que creyóuna aparición en su librería.

Sentado en el sillón que antes habíaocupado Gires, y mirándole serio ydirectamente a los ojos, se encontraba unhombre que juraría no haber visto en su vida.

Se quedó parado, no sabía reaccionar. Nolograba entender muy bien qué es lo que estabahaciendo aquel hombre en su casa, pero habíaalgo que no le gustaba en absoluto, y le llenó deverdadera preocupación; aquel hombre queestaba allí sentado, mirándole severamente,llevaba en las manos, y a pesar de ser un díacaluroso en la capital francesa, unos finos

guantes.El hombre de rasgos rudos y tez morena

curtida por el sol, alargó la mano señalando elotro sillón, en una señal inequívoca deinvitación.

—Por favor, señor Gires, siéntese.Gires, que todavía no había abierto la

boca, y llevado como por una fuerza extraña,cumplió al pie de la letra las indicaciones delhombre.

—Bien, mi tiempo es precioso, así que novoy a desperdiciarlo en tonterías —el hombrehizo una pequeña pausa para pasar su manoenguantada por su cabello rubio y rapado alestilo militar—. ¿Dónde están?

Gires se revolvió incómodo en su sillón, ypuso cara de no entender la pregunta.

—¿Dónde están?, ¿dónde están qué?El hombre sonrió de una forma que a

Gires le recordó a esos reptiles justo en elmomento antes de lanzarse a por su presa.

—Veo que va usted a poner más difícileslas cosas de lo que podían ser.

—De verdad que no entiendo qué es loque me está preguntando.

—¿Dónde están, señor Gires?—Es inútil, así no puedo ayudarle.El hombre ahuecó un poco su espalda, y

metiendo una de sus manos enguantadas, sacóun grueso volumen forrado en cuero oscuro. Lamirada de Gires se llenó de terror ypreocupación; en letras doradas y brillantes sepodía leer: Viaje al centro de la tierra , deJulio Verne.

El hombre puso el volumen sobre susrodillas, y de uno de sus bolsillos saco unatosca pipa de madera. Despacio, como si fueseun ritual, llenó la pipa con el tabaco que habíasacado de un pequeño saquito de tela. Encendióuna cerilla y la llevó hasta la pipa; empezó achupar, pero la llama que le ofrecía la cerillano parecía suficiente, y después de varios

intentos fallidos, miró sonriente a Gires, y conla cerilla encendida todavía en su mano, volvióa preguntar.

—¿Dónde están?Gires estaba petrificado, era incapaz de

moverse, su imaginación se estaba adelantandoa los acontecimientos; y en su cabeza no cabíael que alguien pudiera hacer algo así, y sinembargo algo le decía que todo aquello iba asuceder si no movía pieza. Su vista seguía fijaen aquella cerilla, los dedos del hombre laseguían sosteniendo, aunque era obvio que lacerilla se estaba consumiendo, y por lo tanto lallama quemaba ya sus dedos.

El hombre se encogió de hombros, y abrióel libro por la primera página; miró a Gires ysonrió, y sin dejar de sonreír, arrancólentamente la primera página del manuscrito.

—¡¡¡No!!! —gritó Gires, que sin embargofue incapaz de moverse.

El hombre puso la llama en contacto con

aquel trozo de literatura, y mientras laslagrimas de Gires corrían por sus mejillas, laprosa del gran Verne se revolvió en el fuego.

El hombre llevó la llama brillante, quesalía de la hoja arrancada, a su pipa, y dando dosfuertes inhaladas dejó escapar el humo por suboca. Dejó que el fuego acabara con los restosdel papel, y cuando quedaba tan sólo elpequeño trocito que él sostenía, dejó aquelpedazo de historia sobre el cenicero.

—¿Dónde están? —aquella mirada, llenade agresividad, no dejaba lugar a ninguna duda;el hombre venía dispuesto a todo.

Gires vio la luz del oscuro túnel allí, justoal final donde su subconsciente empezó acomprender de qué iba toda aquella historia.Había sido simplemente un iluso, si alguna vezhabía pensado que todo aquello no le alcanzaríatarde o temprano.

Con claridad meridiana, vio en aquellosojos al asesino de su amigo Cail, y el fanatismo

y la desesperación marcando su cólera.Tenía que pensar con rapidez, sabía que no

podía ofrecer a aquel hombre lo que habíavenido a buscar, sólo Verónica Lograft podríasaciar aquella sed, pero no estaba dispuesto alanzar a la hija de su difunto amigo a los leones,se lo debía a Cail.

—Yo soy un profesional, hago mi trabajoy después ya no es asunto de mi incumbencia loque suceda.

—Me subestima usted, señor Gires, sipiensa que soy tonto, y eso es algo que no mehace demasiada gracia. Su relación con CailLograft no era meramente profesional, y sé queusted ha tenido contacto telefónico con su hija.

El hombre se levantó del sillón, y fuedirecto al mueble bar; de él sacó una botella delmejor brandy, que Gires se hacía traerdirectamente desde Jerez, y vertió unespléndido chorro sobre el manuscrito deVerne, acercó la plataforma de su pipa, y casi al

instante una impresionante llamarada envolvióel libro; el hombre, sin preocuparse por llevaren su mano aquella bola de fuego, se acercó ala chimenea y la tiró dentro.

Algo dentro de Gires le hizo comportarsecomo nunca lo había hecho, jamás en su vida sehabía peleado con nadie, él era un hombrepacífico y letrado, odiaba la violencia y a lagente que hacía uso de ella; sin embargo, unodio acérrimo hacia aquel hombre, queencarnaba todo lo que él más repelía en la vida,oprimió su corazón; y sin pensarlo dos vecessaltó sobre él.

Fue tan fácil como matar a una mosca,previendo la reacción de Gires, el hombre lorecibió preparado y en guardia; con su brazoizquierdo paró la embestida del francés,mientras con su puño derecho y sin piedad,descargó un inmenso puñetazo en su rostro; elpequeño francés cayó como un fardo sinsentido.

La cara del hombre no dejo traslucirningún tipo de sentimiento, y mientras miraba asu víctima, sacó de su chaqueta un pequeñoteléfono móvil, e hizo una llamada.

—Hable —dijo la voz de al otro lado delteléfono.

—El contacto uno no sabe nada.—Bien, pase al dos.—Espero ordenes sobre el contacto uno.Una pequeña pausa se produjo en el

momento en el que Gires empezaba a despertardel terrible golpe.

—Elimínelo.El hombre cerró el teléfono, lo guardó en

su chaqueta, y como un profesional y sinningún tipo de reparo, se agachó y rompió elcuello del francés.

Los restos del fuego literario se estabanapagando ya en la chimenea; el hombre cogióun pequeño rescoldo y con él prendió fuego ala biblioteca; el fuego, en unos pocos minutos,

empezó a terminar con horas y horas del saberhumano.

El fuego corría con rapidez entre tantotapiz, papel y alfombra, por eso el hombre salióde la habitación, no sin antes mirar por últimavez a su víctima y cerciorarse de que estabamuerto.

CAPÍTULOVIGESIMOQUINTO

I

Habían salido de casa de Verónica con la clarasensación de estar estrechamente vigiladas, sinembargo ya no era algo que le preocupara enexceso a la joven Lograft, sabía que eso eraalgo que llevaba implícito su papel en aquellaextraña película.

Desde su llegada del Vaticano, Verónicano había estado muy comunicativa, se pasaba lamayoría del tiempo sumida en sus propiospensamientos, pero Any comprendía lo queestaba pasando su amiga y aceptaba aquelsilencio con resignación.

Any no estaba muy segura de si su amigacomprendía muy bien la importancia de lo queiban a buscar. Alguien tan inmerso en lacotidianidad de la sociedad de consumooccidental, como su amiga Verónica, quizás no

llegara a comprender bien del todo laimportancia de aquellos manuscritos. Por esosintió una especie de alivio cuando su amiga lehizo la esperada pregunta, una que llevabaesperando desde hacía mucho tiempo. Eracomo si el gran fardo que cargaba sobre susespaldas dividiera su peso en dos. Ahora seríandos conciencias las que cargarían con aquellamole.

Verónica se volvió, mirando a través desus gafas oscuras a Any.

—Cuéntame todo acerca de esosmanuscritos que vamos a buscar.

Estaban en la sala de espera delaeropuerto, esperaban pacientemente a que suvuelo vespertino las trasladara a Tierra Santa, yuna emoción disimulada embargaba a Any.Llevaba más de tres años escribiendo en laBiblical Arqueology Review, una revistacientífica claramente escrita para una minoríaespecializada y entendida en el tema; y, ahora

de una forma fortuita y de lo más insólita, seacercaba a algo reverenciado por ella, einalcanzable para el mundo científico.

—¿Qué es lo que quieres saber?—Todo, ya sabes que no es un tema que

me seduzca de forma especial, y he dereconocer que no tengo ni la menor idea de loque me voy a encontrar.

Any le sonrió en un gesto afirmativo.—En la primavera de 1947, un joven

pastor llamado Muhammad el Lobo, miembrode la tribu Ta'amireh de beduinos, buscaba unade sus cabras que había perdido. Aquellabúsqueda llevó al hecho de uno de losdescubrimientos más importantes del mundoarqueológico. Este descubrimiento generó ungran entusiasmo y revuelo, peroaproximadamente diez años después eseentusiasmo se había enfriado, parecía quedichos manuscritos habían revelado todo lo quetenían que revelar. Hasta hacía poco tiempo, el

mundo de la intelectualidad bíblica ortodoxahabía luchado con ferocidad para mantener elmonopolio de la información disponible. Nadase salía de la normalidad que ellos marcaban, ycomo ningún estudioso ajeno a su grupo podíaestudiar dichos manuscritos, todo parecía estaren calma y sobre todo en orden con losmensajes bíblicos. Sin embargo, en muchoscírculos se decía que un examen no partidistade esos manuscritos podía ser explosivo paratoda la tradición teológica cristiana. Todoparecía seguir igual, nada había cambiado encasi cincuenta años, pero hace unos diez,aproximadamente, lo que en su día fue unacabra perdida, se convirtió en un balón defútbol; y nuevos y más reveladores manuscritosaparecieron en el mar Muerto.

—¿Y dónde entra mi padre en todo esto?—Hace menos de dos años, esos nuevos

manuscritos fueron robados del museo deJerusalén, un robo de esa magnitud debería de

haber provocado una hecatombe deinformaciones, sin embargo mucha gente hatapado la noticia, hay muchos intereses enjuego, la Iglesia, el gobierno israelí, nadiequiere que todo salga a la luz.

—¡Mi padre robó esos manuscritos!—Desde luego que no, no seas ingenua,

pero tu padre se dedicaba a un juego tanpeligroso como prohibido; sin embargo graciasa él vamos a poder sacar a la luz muchas cosas.

—¿Qué cosas son esas para que el mismoPapa esté tan interesado, y una parte de laIglesia mate impunemente?

—Esos manuscritos, por ejemplo, nospueden hacer diferenciar por una parte alindividuo histórico llamado Jesús; al hombreque, según la historia dice, existió de verdad yvivió en tierra Palestina hace dos mil años; ypor otra, el hombre-dios de la doctrinacristiana, el personaje deificado por San Pablo.

—No veo que eso sea tan grave para nadie.

—Hay que tener en cuenta, que hacer estocon la figura de Jesús, verlo como un personajehistórico, como pudieran ser Alejandro, Cesaro Ramsés, es todavía para muchos unablasfemia.

—Pero hay algo que no logro entender,¿acaso no es la Biblia un libro histórico?

—Como documentos, los Evangelios sonmuy poco fiables, pues tienen un gran vacíohistórico. Los Hechos de los Apóstolesaportan algo más, pero todo se centra en lafigura de San Pablo. San Pablo aparece como elprotagonista de una novela, en el que todo aquélque no está a favor de él, sencillamente esmalo.

—Pero eso no deja de ser coherente.—No, no lo es desde el momento en el

que uno de los más perjudicados y presentadocomo antagonista de la historia es Santiago «elhermano del señor», y llamado el Justo.

—¿Y por qué tenía que aparecer Santiago

como rival de Pablo?—Piensa: ¿Era en verdad Jesús lo que la

doctrina cristiana nos ha enseñado durantesiglos? ¿Era un hombre de paz? ¿Cómo nosexplicamos la acción violenta de volcar lasmesas a los cambistas del Templo? ¿Sabes que,a pesar de todo lo que nos han hecho creer, enaquella época no había tantas crucifixiones?;los romanos reservaban aquel tipo deejecución, única y exclusivamente, para losactivistas revolucionarios. ¿Por qué ordenó asus seguidores en Getsemaní que se armarancon espadas?

—Eso recuerdo haberlo estudiado, Pedrosacó su espada y cortó la oreja al siervo delséquito del Sumo Sacerdote.

—Bien, ahora piensa, hay una creencia quecrece en adeptos que dice que Santiago noestaba en modo alguno de acuerdo con lascosas que Pablo iba diciendo de Jesús, y no hayque olvidar que Santiago sí vivió los

acontecimientos que Pablo contaba, mientrasque Pablo no.

—Pero eso sería como decir que Pabloera un impostor.

Any sujetó las manos de su amiga y sonrióante el gesto de asombro que se podía ver en elrostro de Verónica; por vez primera desde queempezó el juego de los manuscritos del marMuerto, Verónica Lograft se estaba dandocuenta de la importancia del mismo.

—Eso sería... sería...—El final de la Iglesia católica —

concluyó Any—. Al triunfar el cristianismopaulino, muy diferente a las enseñanzas deSantiago, se intentó reducir al máximo latrascendencia del «hermano del Señor». Tú hasdicho antes que eso sería como decir que Pabloera un impostor, pues bien, en uno de losmanuscritos encontrados en 1947 porMuhammad el Lobo, el llamado «Comentariode Habacuc», aparece la figura de un hombre

apodado el «Mentiroso»; un forastero que fueadmitido en la comunidad y luego se volvió unrenegado, riñó con el «Maestro» y se llevóparte de la doctrina y de los miembros de lacomunidad. Según el «Comentario deHabacuc», el «Mentiroso» «no escuchaba lapalabra recibida por el Maestro de Justicia deboca de Dios». Él «descarrió a muchos» y creó«una congregación sobre la base del engaño».¿Y si tu impostor y «el Mentiroso» del«Comentario de Habacuc» fueran el mismo?

II

Acababan de tomar tierra en el aeropuertoBen Gurion, en Lod, situado a unos 18kilómetros al Este de Tel Aviv, y a unos 50 deJerusalén. El viaje había sido tranquilo, y contodas las comodidades que la compañía aéreainternacional de Israel les ofrecía. Se habíanempapado todos los periódicos londinenses, eincluso les había dado tiempo para echar unapequeña partidita a las cartas. Verónica nohabía querido centrarse demasiado en el tema,pero estaba segura de que dentro del aviónalguien las vigilaba estrechamente.

La primera experiencia de Verónica con laTierra Santa había sido impactante: el clima, apesar de ser templado, era pegajoso eincómodo. El cambio de temperatura que lospasajeros notaron nada más bajar lasescalerillas del avión fue abrumador.

El aeropuerto Ben Gurion no era diferentea los otros muchos que Verónica había visitado,quizás hubiera un movimiento más desmedidopor el bullicio que armaban los numerososturistas extranjeros, deseosos por descubrircuanto antes las maravillas de aquel lugarelegido por la historia.

Una vez sellados sus pasaportes, yrecogido su escaso equipaje —Any tuvo quepelear sobremanera con su amiga Verónica, yhacerle ver que una carga excesiva de equipajeno haría más que estorbar—, salieron delrecinto.

—Creo que deberíamos dar un pequeñopaseo antes de dirigirnos hacía Jerusalén. Sialguien nos está siguiendo, cosa que no dudo,será mejor que sepamos cuanto antes queaspecto tiene.

—¿Qué es lo que propones? —preguntóVerónica.

—Tú no has estado nunca aquí, pero yo

muchas veces, y sé cómo moverme por estemar de caos turístico, cogeremos un taxi.

—Vaya, ¿para coger un taxi necesito tuexperiencia israelita?

—¿Te atreves a cogerlo tú?—¿Piensas acaso que en París, Londres o

Nueva York, no he cogido nunca un taxi?Any sonrió y dejó con su silencio que su

amiga diera el siguiente paso. Se dirigieron auna parada de taxis próxima a la terminal, y nicorta ni perezosa, Verónica abrió la puerta delprimero de los taxis estacionados, y seintrodujo dentro de él.

Enseguida todo fue movimiento, hacía unmomento nadie parecía querer tomar un taxi,pero no hizo Verónica más que subirse a uno,cuando tres o cuatro hombres se subieron almismo que ella.

Any esperó, con la sonrisa en los labios,pero atenta para socorrer a su imprudenteamiga; no hizo falta, con una protesta en su

boca, pero el rostro marcado por el asombro,Verónica bajó casi en marcha del vehículo.

—¿Pero, tú has visto? ¡Yo había cogidoese taxi!

—Hay muchas cosas que no sabes de estepaís, querida. En primer lugar, esto no es niParís ni Londres, sobre Nueva York no digasabsolutamente nada, pues los israelitas te diránsu famosa frase: «hay más judíos en NuevaYork que en todo Israel». Fíjate cuandovayamos paseando por sus calles, encontraráscantidad de monumentos, calles, edificios oparques dedicados a eminentes políticosnorteamericanos.

—¿Y qué pasa aquí con los taxis? —comentó Verónica algo indignada.

—Estás en la tierra de los taxiscompartidos, aquí coger un taxi no significatener un chofer para tu uso particular, querida.Tienen un itinerario fijo y siempre a un preciofijo, como verás, todos los taxis que tienes a tu

alrededor son viejos y grandes Mercedes concapacidad para seis o siete viajeros. Aquí cadapasajero paga la parte que le corresponde; eltaxi sólo sale cuando se llena, pero la gente noespera dentro del coche, por eso cuando tú hassubido, todos los que ya habían cogido esemismo taxi subieron al mismo. También esverdad que esperaban darse un buen trayectocontigo, te puedo asegurar por experiencia quelos 18 kilómetros desde el aeropuerto hastaTel Aviv se te iban a hacer eternos quitándotemanos de encima; tanto judíos como árabesson muy sobones.

—Creo que he hecho el idiota.—No lo sabes tú bien, ¿y si nos

hubiéramos montado en el coche, y la personaa la que intentamos despistar se monta connosotras? Será mejor que a partir de ahoradejes que sea yo la que tome la iniciativa.

—Estoy a tus órdenes —contestóVerónica con ironía y llevándose la mano a la

cabeza en el famoso saludo militar.Any se dirigió hacia el primer taxi y

empezó a hablar con el conductor, por losgestos que su amiga hacía con ambas manos,Verónica se dio cuenta de que la pequeñacharla era una especie de juego en el que losdos, Any y el taxista, eran expertos jugadores.

Al cabo de un rato, su amiga llegó hastadonde se encontraba Verónica, y cogiendo unade las bolsas, comentó:

—Todo resuelto.—¿Qué pasa?—Está conforme en llevarnos hasta Tel

Aviv sin compartir el taxi. He tenido quetriplicar la tarifa, pero nuestros muslos, pechosy posaderas nos estarán eternamenteagradecidos.

El taxista, un hombre enjuto y nervioso,abrió sonriente la puerta a Verónica. Tenía unancho bigote, y su tez morena resaltaba aúnmás por los brillantes y blancos dientes que su

abierta sonrisa dejaba al descubierto.El taxi ¡cómo no! era un Mercedes antiguo

y espacioso, pero la mugre no permitía adivinarsi aquel vehículo había tenido alguna vez unacoqueta tapicería.

Varios hombres, de forma decidida y conuna sonrisa que hizo que a Verónica se le helarala suya, intentaron meterse dentro del coche;sin duda dos bonitas extranjeras eran unapetitoso plato que no iban a dejar pasar sin tansiquiera pelearlo. Observaron atónitas como eltaxista discutía casi violentamente con aquellosposibles «clientes» hasta que, refunfuñando ydando un fuerte portazo, se introdujo en elcoche y arrancó.

Todos iban en silencio, y Verónica podíaver como el taxista clavaba sus ojos en ella através del espejo retrovisor; no es que laincomodara en exceso, pero sí la ponía algonerviosa. Intentó relajarse mirando todo lo quela rodeaba, y al cabo de un rato había olvidado

todo, centrándose en aquel mundo tan extrañoque la embargaba.

Había visto a aquellos hombres enpelículas y documentales, pero ahora leresultaba gracioso, y sumamente emocionante,estar tan cerca de ellos. Sabía que la expresiónde su cara era de lo más idiota; también eraconsciente de tener la boca entreabierta, perono le importó, ¡aquel mundo era tan diferente alo que ella conocía!

—Hasidim —la voz del taxista sonófuerte, y Verónica clavó su mirada en la de élmirando al espejo, estaba segura de que sehabía dirigido a ella.

—¿Cómo dice?—Esos hombres que usted mira con tanto

interés, son los Hasidim —el acento de aquelhombre era gracioso, pero por lo demás suinglés era perfecto.

Verónica volvió a mirar a través de laventanilla, algo sucia, del coche; y su vista se

topó con otro grupo de aquellos hombres.Todos llevaban sombreros negros, y a pesar delespeso calor, unos largos abrigos, tambiénnegros, caían más allá de sus rodillas. Llevabancamisas blancas sin corbata, barba larga y elpelo cayendo en rizos laterales.

—Son hombres curiosos.—Señorita, esos hombres son los judíos

más religiosos, piadosos y ultra ortodoxos.—¿Son una secta?—Llámalos como quieras, simplemente

siguen una concepción mística del judaísmo —contestó Any—. Son los que mejor sedistinguen a simple vista, pues como podrás versu vestimenta no es muy discreta.

—¿Y siempre van así?—No —al taxista parecía divertirle

aquella conversación—, en el Sabbat sustituyenlos grandes sombreros negros por otros depiel.

—¿Y la ropa es siempre la misma, haga el

tiempo que haga?—La vestimenta hasídica deriva de la

aristocracia polaca de finales del medievo, yellos la llevan, sin importarles la estación delaño en que estén, por dos razones principales:humildad, y luto por el templo. —Any tambiénparecía disfrutar de aquella conversación,donde todos sus conocimientos salían a la luz.A Verónica empezó todo aquello a fastidiarleun poco.

—Yo creía que todos los judíos llevabanese gorrito tan mono encima de la coronilla.

El taxista miró algo incrédulo por elespejo retrovisor, y Any se revolvió nerviosaen el asiento, no sabía cómo iba a reaccionaraquel hombre ante la impertinencia de suamiga; sin embargo, una clara carcajadaenvolvió el habitáculo del vehículo, y el taxista,sin dejar de reír con ganas, siguió conduciendo.Any suspiró aliviada, mientras que Verónica seunió a la algarabía del judío.

El taxista echó mano a la guantera delcoche y la abrió, de ella sacó un pequeñocasquete de color oscuro, y se lo colocó sobrela cabeza.

—Sin duda usted se refiere al yarmulka,yo lo llevo sólo durante los serviciosreligiosos y mis oraciones.

Any dio un fuerte codazo a su amiga, yVerónica, tras mirar el rostro petrificado de suamiga, siguió inquisitiva la mirada de Any.Dentro de la guantera que el divertido taxistahabía dejado abierta, se podía ver unaimponente y plateada pistola.

El judío, que era un hombre ágil dereflejos y despierto de mente, enseguida se diocuenta de lo que pasaba por la mente de sus dospasajeras, y soltando con ambas manos elvolante las puso en alto, sonriendo.

—Tranquilas, tranquilas, amigas mías, nose asusten, no pasa nada, no tengan miedo deShem, ese pequeño juguete me asusta lo

mismo que a ustedes.—Entonces ¿por qué lleva un arma en el

coche?—Pronto será el Día del Perdón, el Yom

Kippur. Ese día se detiene todo, los niñosjuegan en las carreteras vacías, no haytelevisión ni radio, todo está cerrado, es un díadedicado a la oración y al recogimiento.

—Pues no lo entiendo.—En 1973, en el día más santo del

calendario judío, el Yom Kippur, Egipto y Sirialanzaron ataques simultáneos. Durante tres díasmi país estuvo a punto de desaparecer del mapa,ya que todas las fuerzas armadas no estabanpreparadas más que para rezar en las sinagogas.Mi hermano y muchos de mis amigos murieronen esos tres días —el dolor y la pena se podíanver en la cara de aquel hombre—. Fue una granvictoria para Israel, pero las pérdidas de seresqueridos dejaron huella en nuestros corazones.Desde ese día, y siempre que vamos a entrar en

el Día del Perdón, esta compañera de viaje vaconmigo.

La carretera era ancha y estaba bienasfaltada, el tráfico no era muy intenso y el taxiandaba tranquilo por la vía, por eso prontoentraron el Tel Aviv.

Verónica miraba todo como una colegialaávida de información, Any observaba a suamiga, y expectante esperaba la reacción deVerónica. Estaba segura que por la mente de suamiga pasaban ahora las mismas palabras quepor la suya la vez primera que pisó la capitalfinanciera y comercial de Israel.

Recordaba la decepción de entonces ycómo se rompía por momentos su visión algoidílica del lugar. Inmundicia, habitantesdemasiado extraños y un ambiente en generallleno de confusión; tapaba cualquier pequeñoencanto. Tel Aviv seguía siendo, en general, unaciudad fea, impersonal y, sobre todas las cosas,demasiado ruidosa.

—Tranquila, no te asustes por tanto caos.—Simplemente, no es lo que esperaba.La estación central de autobuses,

compartida por varias compañías, era uncaótico tinglado de varias manzanas donde sepodían apreciar las sucesivas ampliaciones queno habían tenido en cuenta, ni respetadoarquitectónicamente, nada de lo anterior.

El taxista les había dejado, con una abiertasonrisa al comprobar la generosa propina queAny le había dado, en la calle Petah Tiqwa,justo enfrente de la estación. Atravesaron unainmensa nave donde, en un sucio cartel, sepodía leer en hebreo, árabe e inglés: Localnumero 5 autobuses . Al fondo, en otro cartelescrito en los tres idiomas, y con un pequeñoreclamo luminoso se leía: Venta de billetes .Any sacó dos hacía Jerusalén.

—¿Tardará mucho el autobús?—Me ha dicho que unos diez minutos, yo

tengo las mismas ganas que tú de irme de aquí,

pero tranquila, he estado muchas veces en estaestación, y nunca me ha pasado nada.

—Ya, pero seguro que esas veces no teseguía un hombre.

Verónica hizo un gesto con el cuelloindicando a su amiga que mirara a través de suhombro, un hombre sostenía un periódicolocal, pero no dejaba de mirarlas. Any no tuvoque hacer mucho esfuerzo para ver en aquelhombre al mismo que la había seguido porLondres cuando Verónica se había marchado aRoma.

—Ese hombre ya me ha seguido otra vez.—Si es el mismo que dejó en mi casa la

moneda romana de mi padre, está claro que notiene la menor intención de esconderse, sabeque le conocemos, pero no le importa, tiene elclaro objetivo de ponerme nerviosa, y hacerque me desmorone.

—¿No consentiremos que eso ocurra,verdad?

Verónica sonrió preocupada y agarró lamano de su amiga, suspirando.

—No, claro que no.En el andén número tres, un rótulo

luminoso indicó que desde allí saldría elautobús con destino a Jerusalén. Las dosamigas cogieron sus pocas pertenencias y sedirigieron hacia el andén. No les hacía faltamirar más allá de sus hombros para saber quesu ínclito amigo venía detrás.

La puntualidad fue una agradable sorpresapara Verónica. A la hora exacta, el autobússalió del andén, y tomó la carretera que lellevaba a su destino.

III

Verónica miró hacia delante y vio como labola rojiza que era el astro solar parecíaromperse al juntarse con los numerososminaretes árabes. Iba a entrar en una ciudad deleyenda, la urbe del Templo de Salomón, elsanto lugar donde Mahoma ascendió a loscielos, y el sitio donde vivió, murió y resucitóJesucristo.

Sin embargo, Jerusalén no comenzabasiendo muy benévola con sus dos nuevasvisitantes, un fuerte y periódico viento soplabade costado, haciendo el mero hecho de respiraralgo dificultoso. Pero eso no era lo peor deaquella misteriosa y poco agradable ventisca,que los árabes denominaban hamsin (palabraque en árabe significa cincuenta), porque secreía que estos vientos orientales soplabandurante cincuentas días al año, este agente

atmosférico hacía que, de forma gradual, latemperatura subiera poco a poco. El autobús,disminuyendo su velocidad, entró en la calle deYafo y en una maniobra ya acostumbrada girópara hacer su entrada en la caótica estación deautobuses de la milenaria Jerusalén.

Si Verónica había pensado que todo elsofocante calor ya lo había soportado dentrodel autobús, pronto se dio cuenta de su error.Ahora, cuando bajaba uno a uno los escasoscuatro escalones que le separaban del humeanteasfalto, se dio cuenta de que, aunque no lopareciera, el aire acondicionado del autocarhabía estado haciendo su efecto.

La estación no le pareció a Verónica muydiferente de la que ya viera en Tel Aviv. Sólo elimpávido hamsin hacía que ésta pareciera másinsufrible. El edificio era antiguo, como nopodía ser menos en aquella ciudad, y unconglomerado arquitectónico sin sentidoalguno, pues se podían ver las diferentes

ampliaciones hechas sin gusto y de formamonumental y caótica.

Tuvieron que esperar a que el conductordel autobús abriera el maletero para de estaforma poder sacar sus escuetas maletas, lasnormas de la compañía de autobuses israelitano permitía que ningún pasajero llevara lasmaletas en la zona de los asientos, tan sólo suspequeños objetos más personales.

Verónica sentía la mirada clavada a suespalda, y aunque hasta el momento lo estaballevando bien, notaba cómo poco a poco ibanapoderándose de ella la inquietud y los nervios.Giró despacio la cabeza, y a través de sus gafasoscuras miró hacia el hombre. Éste inclinódébilmente la cabeza en señal de saludo, y unapequeña sonrisa se dibujó en su rostro. Any,que había sido testigo mudo de aquelintercambio de señales, cogió del brazo a suamiga y la obligó a encaminarse hacia la paradade taxis.

De nuevo la misma operación y con elmismo resultado: un taxi para ellas solaspagado a precio de oro. El automóvil se deslizócon rapidez por las entrañas de la vieja urbe, ypronto llegaron a la calle David Hamelekh,lugar donde les esperaba, majestuoso ysolemne, uno de los hoteles más famosos delOriente Medio: el Hotel Rey David.

La habitación del hotel no estaba deacorde con la fama de éste, era escueta y algorancia, su sobriedad y simpleza no dejabatraslucir ningún tipo de lujo, era la típicahabitación en la que sólo estarías para dormir, ya ser preciso, lo menos posible.

—Dejaremos todo aquí, sólo coge elpasaporte y todo el dinero —Any miró la bolsaque su amiga había traído como equipaje, y laseñaló con el dedo—. Espero que hayas metidoen esa bolsa vieja sólo cosas que no querías.

—Las dos o tres cosas que llevo eran paratirar.

—Bien, ahora pongámonos ropa cómoda ysigamos adelante.

—¿Crees que tu plan saldrá bien?—Es el plan, no mi plan. Por lo tanto,

esperemos que sí.—¿Hiciste la reserva?—Sí, no hay problema, soy clienta

habitual.Zapatillas de deporte y vaqueros fue la

vestimenta apropiada que ambas habían elegidopara la peligrosa aventura que se disponían avivir. Salieron despacio y con airedespreocupado del hall del hotel. No pudieronreprimir el deseo de mirar de un lado a otropara observar si su enemigo las vigilaba, perono encontraron ni rastro de aquella presenciaque tanto las inquietaba. Una mueca, a modo desonrisa, fue la respuesta de Any ante la nerviosamirada de su amiga Verónica. Sin duda, las dospensaban lo mismo, ¿hasta qué punto era buenaseñal que su perseguidor no estuviera allí

ahora?, ¿en qué recóndito rincón de lascallejuelas de Jerusalén se toparían con él?

Entre la entrada del hotel y la acera de lacalle podía haber una diferencia de unos quincegrados, aquél era un escalón más que tendríanque superar. Bajaron toda la calle, y pasaronpor delante del hospicio de San Andrés, atráshabían dejado también el lujoso hotel del ReySalomón. Habían decidido ir a la ciudadantigua, tenían un pequeño paseo y latemperatura no era la más agradable para unalarga caminata, pero el guión así lo aconsejaba.

Después de una pequeña subida, y con elardiente sol pegando de lleno en sus acaloradosrostros, llegaron al Monte Sión. Como biensabía Any, el monte era uno de los lugares mássugestivos de la ciudad, si bien no se encuentradentro de los muros de la ciudad. El calorapretaba, y las bocas empezaban a estar bastanteresecas. Any y Verónica caminaban despaciopor el pequeño sendero que dejaba una estrecha

carretera y unos viejos olivos. En una pequeñacurva que la mal asfaltada carretera hacía a suizquierda, y sentado a la sombra centenaria deun gran olivo, un hombre de cierta edadtarareaba una conocida canción local. Sobre unpalo clavado en la tierra, descansaba unaenorme ánfora de cobre con ribetes y adornosarabescos, e ingeniosamente colocados en elpecho del hombre, y sujetos a su cuerpo conuna cuerda de color azul brillante, descansabancinco o seis vasos de vidrio. El hombre levantóla cabeza y proyectó, sin duda alguna, una de lassonrisas a las que acostumbraba a todo aquelcaminante que pasara por allí.

—¿Tamar Hindi, señoritas? —dijo elárabe en un perfecto inglés, mientras levantabauno de los vasos y se lo ofrecía.

—¿Tamar Hindi? —preguntó extrañadaVerónica.

—El Tamar Hindi es un refresco dulceelaborado con frutas.

—¿Y está bueno?—¿Te gustan los dátiles? —preguntó Any

con una media sonrisa.—Supongo que... sí.—Es una bebida típica de esta ciudad, y

encontrarás a hombres como éste vendiéndolopor casi todas las calles de Jerusalén.

El hombre llenó dos vasos con el oscurolíquido vertido de la ánfora, y se lo ofreció.Verónica esperó a que su amiga bebiera, y alver que Any no ponía remilgos, empezó aprobar aquel extraño líquido de un colornegruzco. Como no podía ser de otra manera,el brebaje estaba caliente, pero su sabor eraagradable y dulce, haciendo que vaciara elcontenido de su vaso casi sin darse cuenta.Aquel líquido había apagado su sed yreconfortado su cuerpo.

—¿Bien, y ahora?Any miró de un sitio a otro, pero en aquel

ancho campo de visión no encontró ni rastro de

su ya conocido personaje. Aquello no era loque ellas habían previsto, necesitaban que suincansable perseguidor siguiera pegado a sustalones, si no ¿cómo podrían saber que ya noles seguía?, nunca podrían estar relativamentetranquilas hasta no saber que le habían dadoesquinazo y gozaban de una cierta ventaja.

—Parece ser que nuestro amigo tieneganas de jugar, pues a ver quien se aburre antes,nosotras no tenemos ninguna prisa, además,nuestros recursos son ilimitados.

—¿Qué quieres decir con eso?—Sencillamente, que él no tiene una

amiga multimillonaria que paga todos losgastos.

El autobús número 7 de la compañíaEgged las dejó en King Gerorge V st. La calleestaba bastante transitada, pero ni rastro de superseguidor. Any era la cicerone de aquel viaje,y su amiga le había aconsejado para comer LaAlfombra Mágica. A Verónica le encantó la

idea, aunque sólo fuera por lo sugerente delnombre.

El restaurante estaba completamentelleno, algo que ya le había advertido Any, y unode los detalles por los que habían decidido ir aaquel sitio, entre tanta gente estaríanrelativamente a salvo. El local, lujosamenteadornado con tapices arábigos de colores azuly rojo intensos, tenía un olor embriagador aespecies orientales. No fue problema que todoestuviera a simple vista ocupado y a rebosar, unmaître, en exceso simpático y atento, lesencontró una mesa en un rinconcito casi al ladode la barra. No era el mejor sitio pero ni susánimos estaban para una tensa espera, ni susestómagos se lo iban a permitir.

La comida fue abundante y exquisita,como ya había predicho Any. Aunque ningunade las dos sacó el tema, ambas miraban a sualrededor cada cierto tiempo para no ver a sualrededor más que gente desconocida en

alegres tertulias de buen comensal.Probaron todos y cada uno de los postres

que el camarero les fue sacando, todos bañadoscon miel y azúcar. Algunos con pistachos oavellanas, otros con queso o trigo y hojaldre.

La comida estaba tocando a su fin, yambas movían paciente y tranquilamente sucafé turco, cuando el camarero interrumpió sutranquilidad.

—Perdonen, señoritas, ¿quién de ustedesdos es la señorita Verónica Lograft?

Miradas de terror se cruzaron de un lado aotro de la mesa, y un rictus de preocupación ymiedo se alojó en el rostro de las dos amigas.

—Yo...—Un caballero me ha entregado este

papel para que se lo diera.Verónica alargó la mano y cogió el papel

que le extendía el camarero, mientras mirabade un lado a otro del local.

—¿Qué caballero? —preguntó Any.

—Uno que estaba en aquella mesa,insistió en que le diéramos a ustedes el papelcuando él abandonara el restaurante.

El camarero señaló una mesa vacía de unrincón y Any vio cómo ahora en ella sesentaban una pareja de jóvenes.

Verónica leyó en silencio el papel algoarrugado, y cuando hubo terminado y con unamueca de dolor en el rostro lleno de lágrimas,pasó el papel a su amiga. Any observó eltemblor de la mano de su amiga y sintió miedo.El papel era una simple fotocopia de unperiódico francés, aquello la desconcertó,levantó la cabeza y vio acongojada como suamiga lloraba ocultando su rostro entre lasmanos. Volvió a leer, pero siguió sincomprender, algo se le había perdido por elcamino. La noticia del periódico decía que ungran incendio había reducido a cenizas la lujosamansión del excéntrico señor Gires Senard,famoso intelectual parisino y muy apreciado en

el mundo del arte y las antigüedades. Elartículo decía que los bomberos habíanencontrado entre las llamas el cuerpo calcinadodel pobre desgraciado.

—No entiendo nada.—¿Cuánta gente ha de morir?, Dios mío

¿cuánta gente? —Any cogió entre las suyas lasmanos temblorosas de su amiga—. Gires era unhombrecillo simpático y ha muerto por miculpa.

—¿Por qué dices eso?—Gires trabajaba para mi padre en todas

las compras que hacía, era su socio y su...nuestro amigo —Verónica sacó un sencillopañuelo del bolsillo, y con la mano todavíatemblorosa limpió sus mojados ojos.

—Hemos de mirar hacia delante, amigamía, por desgracia nada nos va a devolver a laspersonas que hemos dejado en el camino, perosí podemos hacer que la gente que ha causadotanto daño y dolor no consigan su objetivo.

Verónica miró a los ojos de Any y sesintió más unida a su amiga de lo que jamáshabía estado. Su abuela le había dado una vez unconsejo que ahora tenía un valor enorme paraella: «siempre, en los momentos malos, intentasacar cosas positivas, a la larga éstasprevalecerán, te ayudarán, y harán que tesientas bien». Sin duda, la amistad de Any eraun tesoro que ella intentaría alimentar día a día.

—Bueno —continuó diciendo Any—, estemovimiento tiene sin duda el claro objetivo deque ambas nos asustemos, nada mejor paranuestro siguiente paso que hacer ver a nuestroamigo lo asustadas que estamos. ¿Preparada?

Verónica se limpió los ojos húmedos y,mientras se mordía el labio superior, cerró lospárpados, haciendo un gesto afirmativo con lacabeza. Any no dejó de apretar las manos de suamiga, y ahora, en una especie de susurro,volvió a repetir la pregunta.

—¿Preparada?

—Preparada —contestó Verónicaponiéndose en pie.

IV

El devorador de sombras estaba tranquilo,su larga experiencia en el «oficio» le hacíaconocer a las personas con las que trataba, ycon Verónica Lograft sabía que no seequivocaba: estaba a punto de desmoronarse.

Pero sí había algo que le empezaba apreocupar, una cosa era tratar con la ingenuahija de un cadáver, totalmente desvalida ydesprotegida, y otra muy distinta era que éstase hiciera acompañar por alguien. Como buenprofesional que era, no le había costado muchosaber de quién se trataba, y lo que encontrósobre Any Rizze no le gustó.

Verónica Lograft era una joven común,salvo por el hecho de que su padre eramultimillonario, en lo demás no difería en nadade casi toda la juventud de su tiempo.Completamente entregada a la música, su

trabajo y a pasar el tiempo lo más divertidoposible. Una persona con ese perfil estaría yaen sus manos hacía bastante tiempo, y sinembargo éste no era el caso ¿por qué?, creíahaber encontrado la respuesta, y ésta no eraotra más que Any Rizze.

La amiga de Verónica no se parecía ennada a ella, salvo en el mero y circunstancialhecho de trabajar en el mismo sitio. Licenciadaen historia antigua, manejaba con fluidez elhebreo antiguo y el arameo. Usaba el sueldoque tenía en el periódico, así como susintervenciones en una revista especializada,para seguir pagando sus investigaciones yestudios. Any Rizze se había hecho ciertonombre por su empecinado empeño por sacar ala luz pública las traducciones de los primerosmanuscritos hallados en las cuevas del MarMuerto. Como era lógico pensar, una personaasí no dejaría escapar una oportunidad única ysemejante, haría cualquier cosa por ayudar a su

amiga, y no dejaría que ésta se derrumbara.Para él, la presencia de Any Rizze en todo esteasunto era como una china en el zapato. Para lajoven, su intervención como investigadora erael premio gordo de la lotería.

Las vio salir algo precipitadamente y sesonrió, miró su reloj, eran las cinco y cuarto dela tarde. En aquella época del año todavíatendrían dos o tres horas de luz solar, de todaslas formas el King David Hotel no tenía toquede queda. ¿Qué más daba el toque de queda?estaba seguro de que las dos ovejitas iríanderechitas al redil de su hotel, y no sacarían lacabeza de la habitación, todo eso favorecería sutarea. Primero se desharía de la molestainvestigadora, luego... todo sería mucho mássencillo.

El mismo autobús que las había llevado aKing George V st las llevaba ahora de vuelta ala Puerta de Jaffa. Recorrieron el exterior delas murallas, aquellas que Solimán el

Magnífico construyó entre los años 1537 y1542. Any sonrió para sí al recordar que fue lapobreza de los Franciscanos lo que impidió queel Cenáculo que contenía la sala de la ÚltimaCena quedara excluido de aquellas murallas; lasautoridades no estuvieron dispuestas a afrontarlos gastos que aquello suponía, por lo tantotodo el Monte Sión se encuentra fuera delrecinto amurallado. Any no sabía a cienciacierta si la leyenda era verdad o no, perocontaba que Solimán se encolerizó tanto quemandó decapitar a los arquitectos, demostrandode esta forma su intención de que aquellasmurallas englobaran todos y cada uno de loslugares santos de Jerusalén.

Salieron por la Puerta de Jaffaj, con sucarismática forma de L. A Any le hubieragustado explicar a su amiga que aquella formano era un mero capricho, sino que estabadiseñada de esa forma para frenar los ataquesde los enemigos; pero observó como su amiga

miraba una y otra vez hacia atrás, y comprendióy respetó su angustia. ¡También ella tendría queestar asustada si no fuera por su desmedidoamor por la antigüedad y sobre todo por aquellaciudad!

Nada más salir por la puerta, Any seencontró con el ya conocido paisaje —aunqueno por ello menos bello y apasionante— de lostejados de Jerusalén Este y la Ciudad Nueva, asícomo todas las colinas. Desde allí, aquellaciudad era bella y eterna.

Sintió a sus espaldas un fuerte golpe, ycuando se volvió vio a su amiga de bruces en elsuelo. Con la risa amortiguada en sus labios, seapresuró a levantar a Verónica.

—Lo siento, ha sido culpa mía, tendríaque haberte avisado de que las piedras son muyresbaladizas, por favor, agárrate a la barandillacomo hago yo.

Recorrieron todo lo deprisa que les fueposible la distancia que separaba la Puerta de

Jaffa de la Puerta de Sión, no hacía falta ser ungran detective para saber que aquel hombre quelas seguía a unos setenta metros (de momento)era su «amigo».

Aunque tenían unas ganas horribles, nohabían echado a correr. No era lo planeado y noles interesaba. Mientras el hombre mantuvieralas distancias todo iría bien. En la entrada de laPuerta de Sión encontraron más gente que en laanterior, no en vano la Bab Kharet el-Magharbeh era la puerta que desde la EdadMedia delimitaba el barrio judío.

Aquella puerta permitía lo mismo la salidaque la entrada a la ciudad antigua. Siguierontemerosas hacia adelante por el camino Sur.Verónica no hacía más que mirar hacia atráscon el temor marcado en sus ojos, y aunqueAny no diera muchas muestras de ello,Verónica sabía que su amiga estaba tambiénasustada, pero jugaba con un tanto a su favor,aquel era su terreno, Any conocía bien todo

aquello. Si no fuera por el peligro real al que seestaban arriesgando, ella juraría que su amigase estaba divirtiendo.

Torcieron a la derecha junto a la entrada almonasterio franciscano, (con una enorme ysobria doble puerta, marcada con las palabras«Custodia Terra Sancta») y tomaron el senderode la izquierda allí donde un simple camino sebifurcaba; Any caminaba decidida y sintitubeos, aquel recorrido lo había hechomuchas veces.

Llegaron ante una discreta escalera apenasdisimulada detrás de una puerta, Any hizo ungesto con la mano a su amiga indicándole quela siguiera, y ambas cogieron el camino de laizquierda. Un hombre estaba dormitando en unasilla, por lo demás la amplia sala estaba vacía.El hombre abrió los ojos y miró a las dosvisitantes, les indicó que pasaran con un gestode mano y siguió dormitando contra la pared.

Verónica miró a su alrededor, y se alegró

de que aquella amplia e impersonal habitaciónno fuera el Cenáculo donde Jesús cenó porúltima vez con sus discípulos, tan sólo untriclinio podía despertar la curiosidad delvisitante, el famoso comedor romano parecíaestar bien cuidado con sus tres divanesalrededor de la mesa de madera. Mientrasseguía a su amiga por la estancia, no pudo dejarde acordarse de su difunta abuela, (a la que,ironías del destino, nunca quiso acompañar aTierra Santa) cuando de pequeña le contabaaquel pasaje de la Biblia: «Id a la ciudad;encontraréis un hombre que lleva un cántarode agua. Seguidle, y donde entre decid alpropietario...».

—Señorita, señorita.Verónica miró hacia donde la agarraban

con suavidad, y salió de sus pensamientos. Unsonriente joven, turista a todas luces, lasonreía.

—¿Sí?

—¿Por favor, sería usted tan amable dehacernos a mi novia y a mí una foto?

—Por supuesto.Verónica hizo la fotografía, y mientras

recibía la gratitud de los jóvenes vio como elhombre de tez morena y pelo rubio entraba enla estancia; ante la apremiante mirada de Anysiguió hacia adelante.

La estancia, mucho más pequeña que laanterior, esta vez sí estaba llena de gente, sinembargo también la decepcionó un poco, nosabía exactamente qué es lo que habíaesperado, pero no aquello. Tan sólo se podíanapreciar dependencias para preparar la cenapascual con independencia del resto. Era unrectángulo de unos 15 por 9 metros, lasbóvedas eran de arista y los capiteles de lascolumnas distintos y sencillos. Any ya le habíaexplicado durante la cena que se podíanapreciar las distintas etapas de construcción,que correspondían seguramente a los trabajos

de cruzados y franciscanos.—Hoy es un gran día para ti, amiga

Verónica, estás pisando por vez primera dondesupuestamente Jesús compartió mantel ycubiertos con sus discípulos, sin embargo estásdispuesta a demostrar que una de las personasque más amamantó esa leyenda es unmentiroso.

Verónica sintió una opresión en el pecho,sintió como si las suelas de sus zapatosabrasaran sus pies desnudos, ¿acaso era elladigna de pisar aquella estancia? Si el Dios queallí veneraban existía de verdad la entendería,su amor filial la estaba llevando a unaencrucijada. Si Dios era amor, paz ycomprensión la perdonaría, ella sólo quería laverdad.

Un grupo de gente salía en ese momentofuera del lugar, lo que las dos amigasaprovecharon para unirse a ellos. Todos enaquel grupo dejaban asomar en su rostro la

emoción de haber pisado un suelo casi sagrado,o cuando menos legendario, sin embargo lasdos muchachas sólo tenían ojos para superseguidor, que mucho más sombrío queantes, se había unido también al grupo deturistas.

El devorador de sombras miraba fijamentea las muchachas, ya su cara no expresaba eldominio de la situación. La inquietud y elnerviosismo se estaban empezando a apoderarde él, su peor temor se había confirmado: era lavoluntad de Any Rizze la que marcaba laspautas, en estos momentos era el enemigo aeliminar. Ni por un momento se le habíaocurrido pensar que Verónica pudiera lucharpor sí sola en aquella batalla, nunca la habíatomado como un posible rival, por eso ahoratoda su ira se centraba en Any Rizze.

Lo que tenían que haber sido dos mujeresatemorizadas y asustadizas, huyendodespavoridas a la seguridad del hotel, ¡se había

convertido increíblemente en un tour turísticopor la ciudad! Bien, no importaba, esofacilitaría más su misión. Jerusalén era unciudad peligrosa cuando el sol empezaba adeclinar su poder ante las sombras nocturnas, ymás para dos jóvenes muchachas.

Salieron del Cenáculo ante la algarabíageneral. La climatología les había jugado unamala pasada: el sol estaba completamenteoculto entre espesas y negras nubes. La gentepronto se olvidó del lugar del que salían paraconcentrarse en la enormes y frías gotas delluvia, los relámpagos iluminaban desde aquellaposición toda la ciudad nueva. Un ruidosotrueno retumbó en la cargada atmósfera,parecía como si el tiempo hubiera llevado aJerusalén dos mil años atrás para volver a vivirla crucifixión de Cristo.

El grupo de turistas salió corriendo haciasu autocar, la cortina de agua era cada vezmayor y todo hacía prever que todavía no había

llegado a su cénit. Las dos amigas siguieron enla carrera a los turistas, dejando que aquellasenormes gotas de vida golpearan sus rostros, yjusto cuando se aproximaban al autobús loesquivaron, dejando atrás la muchedumbre.

Pasaron de nuevo ante el monasteriofranciscano, y entraron por una puerta que habíaa mano derecha, aquél era uno de los lugaressantos judíos más venerados, y aunque laautenticidad del lugar era bastante discutible, seencontraban ante la puerta de la Tumba del ReyDavid.

Un hombre frenó su carrera en seco, aquélera un lugar de recogimiento, por lo que teníanque cubrir sus cabezas. El hombre les ofrecióyarmulkas de cartón, pero Any las rechazó conuna escueta sonrisa y de su bolsillo sacó dosdiscretos pañuelos.

La entrada a este lugar también eracompletamente libre, pero algo no agradó enexceso a sus dos nuevas visitantes, bien fuera

por la lluvia o por una de aquellas cruelescasualidades que tiene la vida, uno de losmonumentos más visitados de Jerusalén recibíaen ese preciso momento a Any y Verónica conla escueta y poca alentadora compañía delguardián.

Pasaron de largo sin prestar la másmínima atención a todo lo que las rodeaba, yapretando el paso llegaron al anexo, unaespecie de museo y escuela judía consagrada aestudios religiosos. Hicieron caso omiso aljoven que, con una de sus mejores sonrisas, lesexigía un donativo, y sin dejar de mirar deforma atemorizada hacia atrás, entraron en laCámara del Holocausto.

El joven del donativo estaba ahoraentreteniendo a su temido perseguidor, por loque Any creyó que ése era el mejor momentopara acabar su atrevido plan.

—Corre Vero, corre y reza.Salieron disparadas otra vez a la calle

poniendo la tierra mojada de por medio entreellas y su enemigo. La oscuridad era casipétrea, y sólo el continuo y rítmico sonido dela abundante lluvia al caer rompía el silencio.El tiempo no pasaba, Jerusalén estabatemporalmente dormida, parecía que el mundohabía detenido su ajetreado caminar en lahistoria para dejar en punto muerto aquellosinstantes. Tres personas se jugaban el destinode la historia contemporánea en un ruedosilencioso, y sin más espectador que su idílicomarco.

La carrera no parecía tener fin, y sinembargo Verónica frenó la suya en seco nadamás bajar unas abruptas y medievales escaleras.Algo tenebroso, desconocido y amenazador sepresentaba ante ellas. Si la oscuridad del cieloera total e inquietante, nada era comparable a lalobreguez de la cueva por la que Any se habíaadentrado. Delante de la ciudad, allí donde lasvertientes descendían con suavidad a la única

dirección del valle Cedrón, había un pequeñorecipiente de agua rodeado de quietos muros;eran las dulces y mansas aguas del estanque deSiloé.

Verónica miró hacia atrás y vio a superseguidor ir ganando terreno, todavía teníanuna cierta ventaja, pero si permanecíapetrificada en el estanque no tardaría en estaren manos de su enemigo. Imitó a Any y seadentró en las caldeadas aguas, nadó con todassus fuerzas y tomó tierra al otro ladoapoyándose en una pequeña peña que seelevaba en la superficie del agua. El miedorecorrió todo su mojado cuerpo, las tinieblas laenvolvían apresando sus sentidos en un halo dehorror creciente; estiró la mano e intentóaferrarse a algo, el llanto empezó a salir de sugarganta cuando una mano tapó su boca.

—No te muevas, no hagas ningún ruido.Era la conocida voz de su amiga Any,

nunca jamás había sentido tanto alivio como al

oír aquella voz.En aquel momento, su perseguidor llegaba

hasta el otro extremo del estanque. Pareciódudar y calcular su próximo movimiento, peroaquel pequeño síntoma de desconcierto sóloduró un instante, el hombre de tez morena y,sin embargo, rubio como el oro, se dispuso aadentrarse en el estanque de Siloé.

Verónica notó cómo, con fuerza, la manode Any volvió a tirar de ella y a tientasconsiguió ponerse en pie. Any sostenía unapequeña linterna y aquel diminuto haz de luzparecía que iba a ser su guía y su ventaja enaquel túnel, de nuevo empezaban las carreras.

* * *

El devorador de sombras sonrió para sícuando las dos amigas salieron a la carrera delCenáculo. Un poco de ejercicio no le vendríamal, al fin y al cabo, si el trabajo se ponía

interesante, más entretenido sería, y másreconfortante para él su conclusión. Recibió laabundante lluvia como maná caído del cielo,aquella era la Ciudad Santa y por lo tanto Diostenía que estar la pequeña caja con algunasmonedas que tenía en la otra mano.

Como todas sus reacciones en aquelloscasos, aquella fue instintiva, ni siquiera lopensó, su mente ya había calculado distancias yresultados; y de forma natural, como quienrespira, giró su brazo derecho descargando enun solo movimiento su puño en la cara delmuchacho. Como el pesado saco al caer delmusculoso hombro del portuario, allá en elpuerto, así cayó el joven, y el sonido sordo desus huesos al golpear en el pulcro suelo se vioensordecido por el tintineo de las numerosasmonedas rodando por el pavimento.

Salió malhumorado de la sala, ni lacopiosa lluvia al golpear su rostro pudo calmarsu rabia; siempre le ocurría lo mismo cuando

se encontraba en esas situaciones, alguien teníaque pagar su creciente ira, y su blanco ya estabatomado de antemano; ahora, sin confianzas ysin más dilaciones, salió corriendo hacia dondehabía intuido que habían huido sus ya«enemigas».

Llegó a una especie de piscina, más bienun canal ancho de agua; su instinto le indicabaque la chicas habían huido por allí, y sinembargo aquél sólo tenía un camino. Su menteprofesional empezó a calcular todos losriesgos, y la conclusión a la que llegó no legustó nada: si dos chicas, supuestamenteasustadas, se adentraban en una noche así porun túnel oscuro y con la muerte pisándole lostalones, sólo se podía deber a dos causas: quehubieran perdido todo el control de la situacióny no se dieran cuenta de que al adentrarse seallí facilitaban sobremanera su trabajo.Después de pensarlo un leve instante le resultóclaro que aquél no era el caso. O quedaba la

otra alternativa, y ésta no le gustaba enabsoluto, pues significaba que durante muchotiempo había estado despreciando el valor y lasagallas de aquella pareja, pero todo hacíaindicar que seguían un plan establecido deantemano.

Movió la cabeza y se adentró en el agua,llegó hasta el otro extremo y, al igual que habíahecho Verónica, subió a la pequeña peña que seelevaba de la superficie, se puso en pie y,ansiosamente, caminó a tientas, descubriendoun estrecho pasadizo apoyándose en la lisapared; de ésta podía intuir que se encontrabaante un largo túnel subterráneo. Su rabia fue enaumento por su absurda y prepotente confianza,una cosa había cambiado desde ese instante, lapresa se había ganado su respeto.

* * *

La luz de la pequeña linterna abría el

escueto camino que dejaba el estrecho paso deno más de 60 centímetros de ancho, y apenasmetro y medio de alto. La roca calcárea estabaalisada y fría, pero Verónica se aferraba a ellacomo si de ello dependiera toda su alma; ahoracomprendía el por qué Any había puesto tanto ytanto empeño en que calzara zapatillasdeportivas con un buen suelo de goma. Todoaquél que no luciera dicho piso en su calzadotendría serias dificultades en mantenerse en pieen aquel oscuro camino. La forma y laestrechez del túnel les hacía llevar el cuerpoligeramente inclinado, y aunque sabía de suinutilidad dada la impenetrable oscuridad quedejaba tras de sí, Verónica no podía dejar demirar hacia atrás cada cierto tiempo; tenía laterrible sensación de que una mano la agarraríapor el cuello, lo cual hacía que, muchas veces,incluso superara a su amiga en el ímpetu pordejar toda aquella oscuridad atrás.

El agua poco a poco fue creciendo, ya

pasaba de sus rodillas y seguía creciendo;Verónica empezó a preocuparse por otromotivo más, pero no dijo nada, parecía claroque Any sabía bien lo que hacía.

—Estamos en el túnel de Ezequías —parecía como si su amiga hubiera estadoleyendo sus pensamientos. Any seguía hablandocasi en susurros mientras la escasa luz de sulinterna le indicaba el camino a seguir—, yvamos a la Fuente de Guijón, este túnel fueconstruido hacia el año 700 a. de C. por el reyEzequías para llevar el agua de la fuente hasta laciudad y almacenarla en el Estanque de Siloé,de esta manera evitaba que los invasorescortaran el suministro de agua a la ciudad. Si tesirve de consuelo te diré que ahora la fuente deGuijón se llama Fuente de la Virgen María,porque una leyenda dice que aquí lavó Maríalos pañales del niño Dios.

—¿El mismo que tú y yo nos proponemosdestruir?

—No digas eso, tú y yo sólo queremos laverdad.

—Yo sólo quiero salir de aquí.Seguían avanzando, llevaban más de 400

metros cuando el túnel torció de forma bruscahacía la izquierda, donde una especie de muro amedia altura obstruía otro canal quecomunicaba con un gran pozo. Any agarró lamano de su amiga y siguió avanzando haciadelante, el techo del túnel empezó a ganar enaltura y una pequeña claridad rasgó la oscuridaddelante de ellas.

La linterna de Any giró en redondo yapuntó a una sucia placa que adornaba la antiguapared. Estaba escrita en caracteres hebraicosantiguos. Verónica miró sorprendida cómo suamiga, mientras seguía hacia delante, desvelabasu secreto. Sencillamente se sabía aquelladescripción de memoria:

«Fin de la perforación. Y ésta es lahistoria de la perforación: Mientras todavía

los cavadores manejaban sus picos unocontra otro, y mientras todavía faltaban trescodos por demoler, se oyó la voz de uno quegritaba al otro que había una abertura en laroca de la derecha y de la izquierda. Y el díade la perforación golpearon los excavadoresuno en dirección del otro, pico contra pico. Ysalieron las aguas de un chorro al estanque;mil doscientos codos y cien codos era laaltura de la roca sobre la cabeza de losexcavadores del túnel».

Ya había pasado la hora crepuscular, peroambas advirtieron el agujero oscuro en labóveda, y por allí, a escasos metros del puntopor donde el agua surgía al manantial, llegarona la Fuente de Guijón o de la Virgen María. Allíse reunían las claras aguas del interior de lamontaña. Salieron corriendo de la pequeñacueva y dejaron atrás una ruinosa mezquita. Anymiró su reloj, eran las nueve y siete minutos deuna noche torrencial e inolvidable; ya habían

sobrepasado la hora del toque de queda. Comobien le había dicho a Verónica, ella era clientehabitual, e incluso había advertido lacircunstancia de poder llegar pasada la hora deltoque; esperaba que todo saliera bien, pero¿quién podía asegurar en Jerusalén que algosaliera según lo planeado?; aquella era la horade la verdad, y su seguridad interior empezó adebilitarse, si se había equivocado, dentro demuy poco serían historia.

Llegaron a la puerta de los escombros ypasaron por su pequeño arco otomano, volvíana estar en la ciudad antigua, cerca del Montedel Templo. Any frenó de manera brusca sucarrera ante un oscuro y antiguo portón demadera, y con todas las fuerzas que le permitíasu resuello, golpeó varias veces, mientrasmiraba impaciente el camino por el que habíanllegado. Unos cansinos pasos llegaban más alládel portón, y con una calma que a las dosamigas les pareció eterna, una voz contestó:

—Ave María purísima.—Any Rizze.Tras un pequeño silencio la puerta se

abrió lentamente, dejando el escueto espaciopor el que las cansadas y empapadas muchachasentraron ávidamente. Verónica dejó que todossus músculos se descontrajeran sólo cuandoescuchó el fuerte y seco golpe de la puerta alcerrarse a sus espaldas.

Se abrazaron, y ambas dejaron que latensión que habían acumulado durante aquellargo día saliera de su cuerpo en forma delágrimas.

—Una cosa ha quedado clara —dijoVerónica estrujando a su amiga y acariciandosu pelo mojado—, ni tú ni yo moriremos ya deun paro cardíaco.

CAPÍTULO VIGESIMOSEXTO

I

El padre Rossi entró despacio en la estancia, ymiró impertérrito cómo su Santidad seencontraba cómodamente sentado detrás de suhermoso escritorio. Una escueta y sencillasonrisa fue su respuesta cuando el obispo deRoma le ofreció, con un gesto, tomar asientoante él.

Llevaba demasiado tiempo trabajandojunto a aquel hombre como para no saber queaquellos viejos y sabios ojos le estabanexaminando. Su incomodidad aumentaba a cadasegundo que se alargaba aquel molestosilencio, por vez primera en mucho tiemposabía que no era él quien manejaba la situacióny el tiempo de las cosas.

El Santo Padre relajó de forma ostensiblelos músculos de su anciano rostro, y dejó que

sus blancos dientes apoyaran la serenidad de susemblante.

—Querido amigo —empezó a hablar elPapa—, quiero que anuncie usted mi francamejoría, para satisfacción y tranquilidad detodos los fieles de la Iglesia.

—Ésa será una fenomenal noticia paratodos, Santidad.

—¿Lo cree usted así, amigo mío?—Por supuesto, Santidad, todos están

ansiosos por tener noticias referentes a susalud. Además, si me permite su Santidaddecirlo, todos estos años de papado hanrepresentado para la familia cristiana paz yserenidad espiritual.

El heredero de Pedro miró largamente asu interlocutor y, encogiéndose de hombros,contestó:

—Eso mismo creo yo, fui escogido por lavoluntad Divina y ¿quién soy yo para revocarahora ese deseo?, si abandonara al menor

contratiempo, ya sea físico o de cualquier otroorigen, y mi sucesor no fuera capaz de llevaresta gran carga, yo sería el gran culpable a losojos de Dios.

Con un enérgico gesto de su manoderecha, el Papa detuvo la inminente replicaque Rossi parecía dispuesto a exponer, y siguióen su oratoria:

—Tras meditarlo mucho, he decididocontinuar en mi puesto como sucesor de Pedroy aguantar sobre mis hombros el poder y lacarga del reino de Dios en la Tierra.

El Santo Padre miró a los ojos al hombreque tenía sentado ante él y, tras una pausa queparecía estar estudiada, concluyó:

—Serviré de este modo todo lo mejor quepueda a Dios nuestro señor; también es mideseo que haga usted acallar los crecientesrumores acerca de mi abdicación.

Un esplendoroso y hermoso rayo solarentraba luminoso por el gran ventanal del

despacho papal, completamente ajeno alcortante silencio. Su Santidad no pudo apreciarsi el súbito enrojecimiento del rostro de Rossise debía a la fuerza e intensidad del astro rey, opor el contrario al hondo calado que susúltimas palabras habían tenido en éste.

II

Llevaba sólo una mañana en aquelsilencioso lugar, y ya había podido notar en sucorazón la fuerza del mismo. ¿Habíaequivocado su camino? Allí, en cada pequeñosonido, en el aplastante silencio sólo roto porel trinar del pájaro, la fuerza escueta de algúngolpe de viento, o el hermoso arrastrar cansinode un anciano monje en su paseo por lascentenarias piedras de aquel santo paraje, entodos y cada uno de los rincones se palpaba lapresencia de Dios.

¿No era aquello lo que él siempre habíasoñado, entregar su vida a Dios?. Y ahora, ¿aqué se dedicaba? A buscar un asesino ¡quéparadojas de la vida! Había salido de aquelidílico sitio un hombre que sólo podía ser unenfermo, equivocado en su afanosa búsquedade Dios.

Las campanas sonaron y su rítmico sonidogalopó como en un sueño por aquella montaña,que hasta en su armónico nombre era bella:Sinaí.

El padre Carmelo levantó el corazón hastael esplendor azulado de aquel limpio cielo, ynotó cómo la humedad de las lágrimasempañaba sus ojos.

Sí, definitivamente podía sentir a Dios ytodo Él llenaba de gozo su alma.

El sonido de las campanas cesó y de nuevoel silencio lo llenó todo. El crepúsculo caíasobre el macizo montañoso del Sinaí y el colorrojizo del sol jugaba por última vez en aquel díacon las graníticas piedras. El juego de aquelblanco círculo sobre un cielo carmesí, vistodesde la ya incipiente oscuridad que envolvía aSanta Catalina, hablaba del inicio de la vida, subelleza, su esplendor y su muerte.

El débil sonido de un arrastrar de pasossacó levemente al padre Carmelo de su

lánguido estado, y giró muy despacio su cabezapara sonreír al recién llegado. El astro rey eraya sólo una línea roja y debilitada que apenas simarcaba los perfiles de la montaña; y sinembargo ¡qué tranquilidad daba el saber quetoda aquella fuerza y belleza seguiría allí a lamañana siguiente!

—Yo llevo aquí casi veinte años y todavíano ha dejado de maravillarme.

—¡Qué paz! y ¡qué belleza!—Sin embargo, esa misma montaña llena

de paz y belleza sería su muerte si usted pasaraen ella más del tiempo necesario.

—El desierto hace que los hombresencuentren su auténtico yo, nadie puedeengañarse a sí mismo encerrado en su soledad,y mucho menos rodeado de una naturalezaaustera pero maravillosa.

—Cada día, cuando despierto, y desde elpequeño ventanuco de mi celda, levanto la vistahacia la montaña y veo su rostro, su soledad es

la mía, ambos servimos al mismo Dios y losdos nos sentimos repletos.

En el brillo de aquellos ancianos ojos sepodía ver la emoción y la admiración que elviejo sacerdote sentía en su corazón.

—Cuando alguna vez mi egoísmo yrebeldía humana se abre paso entre eldesaliento de los sinsabores cotidianos, salgo acaminar en silencio dejándome envolver por lamagia y el mutismo divino del Sinaí. En lasentrañas de esta montaña ocurrió algotrascendental para la historia de la humanidad.Aquí está la raíz con toda la grandeza de unacreencia sin precedentes y que tuvo el inmensopoder de conquistar el mundo.

El sacerdote agarró por el brazo al padreCarmelo y miró directamente a sus ojos.

—¡Moisés, hombre de un ambiente llenode multitud de divinidades, dioses de diversoaspecto y poder, anuncia desde lamagnificencia del Sinaí la creencia en un solo

Dios! Aparece el monoteísmo. Eso hace,amigo mío, grandiosa y auténtica lainconmensurable maravilla del Sinaí.

—Es usted un hombre afortunado.—Irremisiblemente... Sí.El viejo sacerdote sonrió complacido. Se

le veía agradecido y lleno de su cotidiana vida,sencilla a todas luces pero embotada degrandiosa naturaleza y emociones inequívocas,¿no era esa la mejor manera de servir a un idealo una creencia a la que eras llevado por una Feciega y sobrehumana?

Dieron la espalda al granito, pórfiro ysienita que, de forma apilada, formaban elimpresionante bastidor del veneradomonasterio de Santa Catalina. Un pequeñocamino de teselas brillantes marcaba el paso, yrompía la monotonía del barro y el ladrillococidos. El padre Carmelo siguió en silencio alsacerdote y esperó paciente a que éste, conpasmosa calma —estaba claro que en aquel

lugar tocado por la mano de Dios el tiempo eraalgo superfluo y sin sentido material—, abrierauna tras otra las puertas que les separaban de susencillo despacho como abad de aquelmonasterio.

Por vez primera desde que llegara a aquellugar, empujado como había estado a refugiarseen sus propios pensamientos, reparó en lafigura del abad. El abad era un hombre de bajaestatura y algo carente de pelo; su estómago ledelataba como un entusiasta comilón y susandares eran siempre tranquilos y serenos. Elcolor de su piel era blanco, y su rostro, elespejo de la bondad. Con unas pequeñaspatillas, plateadas por la edad, una nariz algoachatada y la incipiente calva, el rostro del abadera el que toda persona imaginaba cuandoalguien se refería a un sacerdote con losadjetivos de bondad y sencillez.

El abad se había acomodado ya detrás desu escueto escritorio, por lo que el padre

Carmelo se sentó en la humilde silla de maderaque éste le ofrecía con una indicación de sumano.

—Bien, padre —empezó a decir el abad—, por desgracia, imagino que usted no havenido aquí para unirse a nosotros, ni paraencontrar la paz interior; a pesar de llevar tantotiempo apartado de la humanidad creo poderdecir que conozco bien a los hombres. ¿Qué eslo que desea de este monasterio y de su abad?

El padre Carmelo sonrió y cruzó suspiernas, cambiando de esa forma su posiciónante la incomodidad de su asiento. Valoró laposición del abad y el riesgo que podríacontraer contando la verdad de su búsqueda. Sien algún momento podía haber pensado quetodo aquel monasterio fuera la tapadera de ungrupo de asesinos fanáticos, con su abad comocabeza visible y jefe inductor, la idea quedabaclaramente descartada; para su tranquilidad,creía que sus pesquisas se debían de centrar en

una sola persona. Pero, ¿debía contar la verdadde sus sospechas a aquel hombre? Valoró todoen un momento y la familiaridad de su trabajole hizo tomar una decisión.

—Verá, mi presencia aquí no se relacionacon ningún asunto de importancia, el Vaticanoha decidido enviar por el mundo variosdelegados, entre los que yo me encuentro, paravisitar a varios monjes que creemos puedenayudar a la iglesia en diferentes sitios —elpadre Carmelo metió su mano en el bolsilloderecho y sacó un sobre con el escudo papal,entregándoselo al abad. Ahora estaba seguro deque había tomado la decisión correcta cuandoen Roma había redactado, de su puño y letra,dos cartas, de las cuales no había copia alguna.En una se explicaba la gravedad del asunto y laimportancia que tenía colaborar con el padreCarmelo. La otra carta era un mero engaño conla firma del Papa, no exponía a nada, nicomprometía a nadie, pero la firma papal haría

que fuera bien recibido. El padre Carmelo habíametido la carta irrelevante en su bolsilloderecho, y la que verdaderamente revelaba lamagnitud de su trabajo en el izquierdo.Mientras el abad leía el contenido de la misiva,llevó su mano hacia el bolsillo izquierdo y elcontacto del papel en sus dedos le diotranquilidad.

El abad terminó de leer el contenidoescueto de la carta, y sonrió mientras seencogía de hombros al enviado papal.

—Pero yo soy muy viejo, llevo aquímuchos años y verdaderamente no creo quepudiera comenzar de nuevo, en Santa Catalinatengo un trabajo que cumplir y estoy seguro dehaberme ganado el respeto y el cariño de todoslos hermanos que aquí viven.

—De eso estoy más que seguro, perocreo que hay una pequeña confusión, usted hacreído que mi misión le concierne a usteddirectamente...

—¿Y no es así? —el padre Carmelo creyóver una mezcla entre la desilusión y el aliviomarcado en el rostro parduzco del abad.

—Oh no, no, por supuesto que no, elVaticano está más que contento con su trabajoy desea que lo continúe. En verdad al hermanoal que tengo que ver es al padre Juan Murra.

—Vaya, pues eso sí que me contraría unpoco, ustedes deberían saber que el padre Juanestá de viaje, ¿acaso no trabaja por ordenexpresa del Vaticano?, él mismo me explicamuchas veces los motivos de sus viajes.

—¿A dónde iba esta vez?—Creo que me dijo que a Jerusalén. En

verdad no tendría que decirme nada, pues yarecibí órdenes una vez para que dejara alhermano Juan un poco aparte de la disciplinadel monasterio, pero aun así y todo, el hermanoJuan es tan considerado que siempre viene apedir mi permiso para salir de él.

—¿Tiene usted a mano la orden aquella en

que le pedían un trato diferente para el hermanoJuan?

El anciano abad se levantó, no sinesfuerzo, y se encaminó a un viejo ydestartalado archivador de madera quedescansaba en un rincón de la estancia.

—Por supuesto que sí —comentó.Al cabo de un momento, el padre Carmelo

leía una nota que le llenó de estupor, no por sucontenido sino por quién la firmaba: el primadode Milán, Dilivio.

—Por lo que se ve, la secretaria papalfunciona algo peor que su monasterio —elcomentario tuvo el resultado esperado y elpadre Carmelo notó como el abad asentíaorgulloso—. Quédese la carta papal que le heentregado y yo me quedaré ésta, si a usted no leimporta, de esta forma demostraré la inutilidadde mi viaje.

—Sí que es una pena, sí, el hermano Juansalió de aquí tan sólo hará unos días.

—Y encima tendré que viajar ahora denoche por el desierto, pero no todo ha sidonegativo, yo mismo me encargaré de que suSantidad le envíe una carta de felicitación porsu oscuro trabajo y su ejemplar manera dellevar Santa Catalina —la sonrisa del abad seagrandó, dejando ver sus pequeños yredondeados dientes—. Sé que es ustedhombre hospitalario, pero no deseo molestar nia usted ni a ninguno de sus monjes, por lo quehe de partir ya, antes de que se me eche más lanoche encima.

El abad cambió la expresión de su rostroy, con la mano levantada, protestó:

—Yo no puedo aceptar tal cosa. Ustedcenará conmigo y luego dormirá aquí, no haymás que hablar. Además,el padre Juan seenfadaría mucho conmigo si yo le dejaramarchar y no le permitiera pasar la noche en sucelda.

—Estoy seguro de eso —contestó el

padre Carmelo.

III

El bullicio sorprendió a Verónica, que nopensaba, realmente, que un sitio tan árido ycaluroso pudiera tener tanta aceptación entre elturismo.

El Isaac H Taylor estaba junto a la paradadel autobús de Masada, tenía las característicastípicas de un albergue juvenil, y un gran letreroa la puerta de entrada te decía que por 12dólares podías pasar la noche en aquel sitio,incluyendo a la mañana siguiente un desayunoque Verónica esperaba fuera algo mejor que elque habían tomado en el convento, hacía ya másde tres horas.

A las seis de la mañana un taxi, Mercedes,cómo no, las había llevado sin pasar de 100km/h por la única carretera principal que naceen el Norte, en la autopista de Jerusalén, ysigue la costa en dirección Sur hasta Sodoma.

Habían pasado por Qumrán y Verónica,por más que lo intentó, no encontró ningúnatractivo especial sobre la solitaria carretera.En la distancia podía observar montañas de uncolor negro y rojizo. Sólo sintió una pequeñapunzada en su corazón cuando Any le señalócon el dedo extendido y le dijo en voz baja:

—Allí arriba se hallan los yacimientosarqueológicos del asentamiento y cuevas de losasenios.

—Entonces aquí empezó todo.—Sí —contestó Any pensativa y mirando

la creciente fuerza del sol entre las vetustasmontañas—, pero hace más de 2000 años.

El calor estaba empezando a ser dejusticia, la aridez del paisaje y la humedadcreciente acometían con fuerza en Verónica.De su boca no salía ningún tipo de queja, peroAny estaba segura de que su amiga estabapasándolo mal. El aire acondicionado delcoche no funcionaba y la pequeña corriente que

entraba por las ventanillas del automóvilempezaba a abrasar la blanca piel de su amiga.Por eso, cuando un enorme letrero les indicóque estaban llegando al oasis de Ein Gedi(manantial del niño), Any indicó al taxista quedesviara su ruta.

Verónica miró atónita y agradecida, muyal contrario del paisaje que hasta ese momentohabía visto desde la ventanilla del taxi, Ein Gedile presentó una zona de exuberante vegetacióntropical con sus manantiales, cascadas yestanques. Aquello era un verdadero paraje que,tan sólo 500 metros más atrás, allá donde elcoche había tomado su última curva, y bajo elaplastante sol y el ardiente asfalto hubiera sidoimposible sospechar, ¡era la magia deldesierto!

—No te lo imaginabas —dijo Any,satisfecha al ver el cambio en los gestos de suamiga.

—Por supuesto que no, esto es increíble.

La fugaz luminosidad del rostro deVerónica se borró como por encanto en unsolo momento, y su cara se contrajo en ungesto serio.

—Tan sólo estaremos el tiempo necesariopara refrescarnos, no más de una hora.

Dejaron el aparcamiento, y en él al taxistacon un impresionante bocadillo. Pasada lacarretera llegaron al albergue de la juventud, ungran letrero indicaba la dirección que debías detomar para llegar a la Cascada de David. Unpequeño camino llegaba hasta el Mar Muertoen una pronunciada bajada.

—¿Sabes que este lugar ya es mencionadoen el Cantar de los Cantares de Salomón?

—Si quieres que te diga la verdad, meimporta un bledo, yo lo único que haría ahoraes darme un baño en esas aguas.

—¿Puedo contarte algo de esas aguas?—¿Serviría de algo si dijera que no? —

contestó Verónica con una sonrisa que

contagió a su amiga.—Cuenta una antigua leyenda que el

general romano Tito condenó a muerte a unosesclavos mientras duraba el sitio de Jerusalén,ocurrido el año 70 después de Cristo. Lessometió a un rápido proceso, les hizo atar concadenas y ordenó que fueran arrojados al marque se extendía junto a las montañas de Moab.Pero los condenados no se ahogaron, y tantasveces fueron arrojados al agua, otras tantas,flotando como corcho, salieron a la superficiellegando a tierra. Tan extraño sucesoimpresionó a Tito de tal manera que losperdonó.

—Dios mío.—¿Qué?—Deberías haberte casado con mi padre,

y así tener niños raritos, gracias a Dios que yosoy más normal.

Las dos amigas rompieron a carcajadas y,con lágrimas en los ojos, no paraban de reír.

—Pues Flavio Josefo menciona repetidasveces «El lago de Asfalto» —dijo Any entrelágrimas y risas.

Verónica se dejó caer de espaldas sobreuna roca de sal que, formando grandes bloques,podía verse a lo largo de la playa.

—¿Por qué me castigas de esa manera?—Los árabes, a su vez, referían que desde

hace mucho tiempo ningún pájaro ha podidoalcanzar la orilla opuesta, porque, al atravesar lasuperficie del agua, los animales caen privadosde vida.

Verónica golpeaba su cabeza contra laroca a modo de no poder aguantar más.

—Y como me hagas enfadar te contaré loque decían los griegos.

—¡No, por favor, seré toda tuya!Las dos amigas volvieron, ya más

relajadas y risueñas, al vehículo. Aquella mediahora había servido para quitar la tensión que,sobre todo Verónica, llevaban acumulada de

tantos días de presión y desasosiego.

* * *

El taxi se detuvo ante la parada de autobúsque estaba junto al único albergue que se veía asimple vista, el Isaac H Taylor. El taxista hizoun gesto con sus hombros y, levantando lapalma de sus sucias manos, exclamó:

—Metzuda.Any sacó un billete del bolsillo y pagó lo

que previamente había estipulado, bajaron delcoche y una nube de polvo las envolvió cuandoéste partió de forma brusca.

—¿Qué es Metzuda? —preguntóVerónica.

—Significa plaza fuerte, y comocomprenderás es el nombre hebreo de Masada.

Más arriba de la parada y el alberguevieron dos restaurantes y una llamativacafetería, el taxista les había dicho que en

cualquiera de los tres sitios les servirían unacomida decente por no más de siete dólares,pero algo les rondaba la mente: ¿qué entenderíaaquel hombre por comida decente?

Después de haber visto el panoramallegaron a la conclusión de que no todo elmundo tenía la misma escala de valor paradenominar a algo comida decente, por lo que,por dos dólares, cogieron sendos bocadillos dequeso.

Sentadas sobre un tosco banco de piedra, ya la sombra del pequeño tejadillo que formabael techo de la cafetería en su parte trasera,dieron cuenta casi con avidez delavituallamiento, tanto viaje y emociones habíanabierto su apetito, y ya fuera por eso o por ladelicia de lo que estaban comiendo, el caso esque aquellos bocadillos les supieron a gloria.

Durante el leve almuerzo, Verónica nohabía dejado de mirar el punto final de aquelloco viaje; la roca de Masada se alzaba

majestuosa delante de ellas, en el borde estedel desierto de Judea. Ya se lo sabía dememoria, no había dejado de leerlo desde queestaba allí, aquella pared que la miraba lisa ydesafiante tenía más de mil trescientos piespor la costa Oeste del Mar Muerto; justo enaquel lugar árido y bello donde ahora seencontraban.

Verónica se había preguntado varias vecescómo subirían a aquella roca una vez llegaran,pero ahora que estaba sentada ante ella, yreconocía su belleza y arrogancia, dejó depreocuparle el asunto; un teleférico funcionabade forma continua y en un letrero (¡qué deletreros había en aquel sitio!) decía quemarchaba todos los días desde las 8.00h, y conun último viaje de vuelta desde la cima a las16.00h (viernes a las 14.00h).

Verónica agudizó la vista e intentóencontrar los dos caminos que Any le habíaexplicado que existían. Pronto encontró la

rampa que el ejercito de Flavio Silva habíalevantado casi dos mil años atrás. Su ascensióndesde aquel punto no parecía algo difícil, sinembargo Any ya le había explicado que, a pesarde ser el camino más sencillo, sólo se puedeacceder a él desde la carretera árabe, y no eramuy aconsejable llegar hasta allí.

El otro camino lo tenía justo delante deella, todo el mundo lo conocía por «El Caminode la Serpiente», y a fe que su nombre le veníacomo anillo al dedo, y no porque en él hubieramuchas sierpes, sino más bien porque elrecorrido del mismo se asemejaba al cuerpodel enemigo de Eva.

Verónica sintió cómo un sudor frío lerecorría toda la espalda al pensar todo lo quelas próximas veinticuatro horas le depararían.

—Bien, ahora nos toca esperar —Any sechupaba los dedos en un gesto totalmentedespreocupado.

—¿Crees que lo que vamos a hacer es

realmente lo más indicado? —preguntóVerónica.

—Sí, sería diferente si tuviéramos que iral principio de la rampa, pero según me dices,es al final de ésta donde tenemos que ir, ¿no?

—Sí, creo que sí.—Bien, yo he estado aquí muchas veces y

sé lo que hago. Tomaremos el últimoteleférico de la tarde, a esa hora todavíatendremos al menos hora y media de luz solar.Ese tiempo nos debe de bastar para encontrar laroca.

El trayecto no era demasiado largo, elteleférico iba a un buen ritmo, quizás ayudadopor el escaso pasaje que llevaba, sólo dospersonas acompañaban a Verónica y Any en suascensión a Masada; era un matrimonio joven yVerónica casi pondría jurar que recién casados.La enamorada pareja se abrazaba de formaconstante y, obviando de forma descarada a lasdos muchachas, se besaba dejando todo pudor a

un lado. Any, como hipnotizada por el sensualespectáculo, centraba toda su mirada, sin unleve pestañeo, en aquellas dos jóvenes bocas.

El aparato frenó de forma brusca y tres delos cuatro pasajeros salieron de su aturdidoestado, las puertas se abrieron y Verónicacogió la pequeña bolsa que habían llevadoconsigo.

Se separó de su amiga y Any, con ungesto, asintió, comprendía lo que su compañerade viaje estaba sintiendo en ese momento, supadre, la persona a la que más había querido ensu vida, había elegido aquel lugar para dejarle aella un trozo de la historia de la humanidad.

Verónica sintió la humedad de sus ojos,sabía que aquello le iba a ocurrir y creía que ibaa poder ser fuerte, pero en ese momento sintióla necesidad de dejar escapar aquellas lágrimas.El aire, de forma benévola, acarició su rostro yjugó con la suavidad de su pelo.

Anduvo despacio por el suelo arenoso y

caliente, casi pudiendo sentir los pasos de Cail,levantó la vista al cielo y se embriagó de subelleza. El horizonte era de una hermosuraagresiva, desde aquella pared recortada se creíaen la cima del mundo, algo la acercaba a supadre. Todo allí era quietud y paz, ni un sóloruido podía alejarla de sus pensamientos, y lahermosura de la vista del Mar Muertotranquilizó su alma.

Sintió que unos brazos la rodeaban pordetrás, y que unos labios besaban su cuello.Bajó la cabeza y lloró, lloró como no lo habíahecho hasta aquel momento, percibía laangustia y el dolor marcados en cada grano dearena, en cada piedra, en cada brizna de aire.Aquella era tierra de sufrimiento.

Alguien la arrullaba en su abrazo y latranquilizaba con su nana, volvía a ser la niñadel sueño y notaba el dolor y el amor, todo erauna mezcla que embotaba su corazón. No sabíacuánto tiempo había estado así, pero cuando

abrió los ojos, Any la abrazaba meciéndola consuavidad.

—No debes sentirte incómoda porexpresar tus sentimientos, estamos en un sitioacostumbrado al amor, el odio y la muerte.Nadie mejor que estas piedras paracomprenderte.

Verónica se limpió el mar de lágrimas quebañaba su rostro, y dio un tierno beso en lamano de su amiga.

—Háblame de Masada.Any miró con cariño a su amiga y percibió

la angustia y necesidad en aquellos ojos,precisaba sentir cercano a ella algo que sabíaque su padre había amado.

—Masada es la frontera entre la guerra yla muerte, pero también es libertad. El amor ala libertad que lleva a los que tanto la desean aentregar su don más preciado: la vida. Estafortaleza toma cuerpo en la historia cuandoHerodes el Grande la toma en el 43 a.C.

—¿Era Herodes un hombre tan cruel?—Herodes el Grande era un hombre de

estado, lo que hoy en día llamaríamos un buenpolítico. Dentro de los márgenes que le daba laépoca en que le tocó vivir, administró su estadocon fría crueldad unas veces y otras conmagistral diplomacia. La crueldad cayó sobresus súbditos, la diplomacia brilló en susrelaciones con Roma. A causa del temor que leinspiraban una posible revuelta judía, por unlado, y que Cleopatra lo matara a través de su«soldado particular» Marco Antonio, construyóeste formidable e idílico palacio, con mirasmás bien a que fuera un refugio. Al principioconsistía en una muralla que rodeaba la cima,torres de defensa, almacenes, un avanzadosistema de almacenamiento de agua,barracones, arsenales, baños públicos ypalacios con piscinas.

Any alargó la mano, girándola de un lado aotro mientras seguía hablando con Verónica,

centrada en lo que su amiga le decía.—Su situación, como puedes ver, en

medio del desierto y elevada, hacen de Masadauna fortaleza impresionante. Cuando, en el año70, los romanos tomaron Jerusalén, Masadaaun permaneció tres años más bajo el controlde los zelotes. Finalmente, y como no podíaser de otro modo, los romanos avanzaron haciala fortaleza para tomar lo que era el últimobastión de la resistencia judía en todoPalestina. El general Flavio Silva le puso sitiocon ocho campamentos en torno a la base de lamontaña y 15.000 hombres. En la cima habíaentonces 967 hombres, mujeres y niños.

Any tomó la mano de su amiga y,poniéndose en pie, le indicó que la siguiera, elaire era agradable y hacía que la temperaturafuera soportable. Por lo demás, la emoción queembargaba a Verónica hacía que ésta creyeseestar viviendo un cuento, un cuento, por otraparte, que su padre ya le había contado.

Llegaron casi hasta el pie del enormeacantilado que parecía romper de un solo tajola montaña, y desde allí Any señaló al nortecerca de lo que claramente era la rampa deasalto. La tenue luz del crepúsculo le permitióver las gruesas líneas marcadas de lo que, desdeallí, parecía una antigua edificación en lallanura.

—Aquél fue el campamento principal deFlavio Silva, como podrás apreciar está cercade la rampa y en un sitio ventajoso. Pues bien,cuando los romanos construyeron la rampa yconsiguieron llegar hasta la muralla de defensa,los zelotes supieron que la derrota estabapróxima y, antes que rendirse, eligieronsuicidarse en masa. Se tomaron 10 personaspor sorteo encargadas de matar a todas lasdemás. Después 9 de ellas se suicidaron y lapersona superviviente prendió fuego al palacioantes de darse muerte.

Any se giró para señalar con el dedo la

situación del palacio a su espalda.—Cuando los romanos asaltaron la

fortaleza, encontraron dos mujeres y cinconiños que habían sobrevivido al ocultarse, y lesexplicaron todo lo sucedido.

«YAHVE TENÍA RAZÓN.FLAVIO SILVA GANÓ LABATALLA PERO ELEAZAR LAHONRA DE SU DIOS. GANA TÚ LAMÍA SUBIENDO POR LA RAMPA,Y BUSCA ALLÍ DONDEDESCANSAN TUS SUEÑOS DEINFANCIA.»

Recordó la vez que leyó aquellas palabrasen la carta de su padre, y cómo entonces nocontroló su llanto. ¿Cuántas veces le habíahablado Cail de aquella fortaleza, del valor desus habitantes y el amor por su tierra?

Ella luchaba contra otro imperio romano,

sólo que éste era apostólico y no tan directocomo el que allí acampó hacía casi dos milaños.

La luz solar se mitigaba a cada segundo,pero las dos amigas esperaron sentadas sobreun pequeño muro de piedra, y admiraron labelleza de aquella manifestación de vida desdesu privilegiada posición.

—Bueno —empezó a decir Any cuando elsol era solamente ya un recuerdo hermoso ensus retinas—, creo que ahora te toca a ti.

Verónica encendió su linterna y sonriótristemente a los ojos de su amiga. Verónicarespiró hondo y cerró por un instante sushúmedos ojos, y despacio, muy despacio,entreabriendo ya sus pupilas, empezó acaminar.

«David protege mi ganado,Abraham vela nuestro sueño, sóloTú ¡oh Yahvé! eres nuestro dueño»

Empezaron a caminar despacio, y conmucha precaución, por el mínimo espacio quedejaba la granítica muralla, semiderruida, entreella y el enigmático y oscuro acantilado.Verónica recordaba paso a paso todo su sueño,que no era otra cosa más que el cuento que unay otra vez le había contado su padre, y con losbrazos hacia atrás apoyó la palma de sus manoscontra la muralla.

Dos círculos luminosos sugerían elcamino delante de ellas, pero cada vez elestrecho sendero se hacía más y máspeligroso. Avanzar un simple metro era untrabajo costoso, pues sólo después de variosintentos Verónica quedaba casi convencida deque su pie no daría un mal paso y caería alvacío.

—Esto es una locura, nos estamosjugando literalmente la vida por un cuento demi niñez. ¿Cómo podemos saber que al final de

la rampa hay una roca grande y lisa?—Yo no conocí a tu padre, pero por lo

que me has contado estoy segura de que esaroca está ahí. No recuerdo haberla visto, peroes verdad que nunca me centré mucho en larampa, a fin de cuentas es tierra prensada y noofrece más interés que el saber quien la pusoahí, y con qué fin.

El silencio se hacía aplastante, la nochehabía caído con toda su crudeza hacía más demedia hora, y desde donde ellas se encontrabanno podían escuchar el más mínimo sonido.Parecía que nadie había seguido la locura de suejemplo, y todos los turistas habían decididopasar la noche en el albergue. Quizás losúnicos que se habían quedado eran la pareja deenamorados, y ésos a ciencia cierta quededicarían las horas de la noche a cosas más«terrenales» que admirar un asentamientozelote.

Allá en la lejanía dos puntos luminosos se

movían al unísono, sin duda un coche pasabapor la antigua carretera árabe.

El haz de luz que la linterna proyectabadejó de enfocar el efímero y estrecho pasillo y,como por encanto, la más honda oscuridad sepresentó ante Verónica.

—Me parece que el camino acaba aquí.Any llegó hasta ella y, enfocando su

linterna, observó.—Debemos de estar justo encima de la

rampa, esa piedra estará por aquí, pero no laveo.

Any se puso casi de rodillas y alargó lalinterna hacía la oscuridad. Un terraplén depiedra y arena descendía unos diez metros pordebajo de ellas.

—La rampa romana está aquí, perotenemos un buen salto hasta alcanzarla, y conesta oscuridad no seré yo la que lo dé.

—¿Ves la piedra?Verónica vio como su amiga Any movía,

todavía de rodillas, la linterna de un lado a otro.—No —contestó poniéndose en pie—,

¿qué hacemos ahora?Verónica ocupó el sitio de Any y miró

hacia abajo. Era verdad, no había ni el menorrastro de piedra alguna, y la tenebrosaoscuridad y el pétreo silencio hacían que elmomento y la situación fueran difíciles.¿Tendrían que volver atrás y esperar hasta quela luz les diera un respiro?, entonces corrían elriesgo de ser vistas. Su plan había sido llegarhasta allí, localizar la roca y pasar la noche, ycuando el alba empezara a desperezar elfirmamento, recoger los manuscritos. Cuandoel sol quisiera llevar su luz a todo el valle, ellasya habrían bajado con su botín.

Verónica se sentó y empezó a pensar,podía oír la respiración de Any, entrecortada ynerviosa. Hasta ese momento su amiga habíallevado de forma fantástica todo su cometido,pero ahora, cuando todo ya se escapaba a su

control, Any no podía ocultar su nerviosismo.No sabía cuánto tiempo llevaban así... De

pronto, Verónica dio un pequeño grito quesobresaltó a Any. ¡¡Qué estúpida había sido!!Todo estaba delante de ella y no lo habíacomprendido. La luz solar no era ningúnproblema, aunque hubieran venido a las dos dela tarde se hubieran encontrado con la mismasituación. Cail se lo había contado una y otravez, sin embargo ella no lo había entendidohasta ese momento, ¡el cuento! Su padreconocía aquel lugar como si hubiera vividocada una de las historias de la fortaleza, Masadahabía sido para Cail Lograft como Londres paraella, por lo tanto su padre había utilizadolugares y sitios concretos y reales para cadapalabra que le había dicho. ¡¡¡Él mismo habíahecho el recorrido de la asustada niña!!!

Verónica se concentró, intentando dejar aun lado su ansiedad, y volvió a revivir el cuento.Any la miraba nerviosa y preocupada, pero

Verónica había cerrado los ojos y no respondíaa sus preguntas. Al cabo de un instante abrió losojos y sus labios en una abierta sonrisa.

«Se puso de rodillas y, de esa forma,avanzó varios metros más. Luego estiró laspiernas hacía atrás y, boca abajo, arrastrósu cuerpecito hasta notar que sus piernascolgaban en el aire. Entonces, cerrando losojos, hizo el movimiento que tantas y tantasveces en su corta vida había hecho: se dejócaer».

Como Verónica había supuesto, y sin elmenor temor, a menos de un metro de su caída,una gran piedra paró su impulso, era una piedragrande y lisa.

«La niña respiró, aliviada de que su"amiga" todavía estuviera allí».

CAPÍTULOVIGESIMOSÉPTIMO

I

¡El Papa le requería en el Vaticano! Dios mío—pensó—, cuántas veces había esperado aquelmomento. Llevaba muchos, muchísimos añosentregado cuerpo y alma a la casa de Jesús, ynunca nadie parecía haber comprendido susesfuerzos y su dedicación. Había asistido ainnumerables reuniones muy importantes, perosiempre, cuando salía de ellas tenía, ladesesperante impresión de no ser tenido encuenta; ¿o sería mejor decir despreciado?

Sin embargo, ahora todo iba a serdiferente, el Santo Padre le llamaba a su lado yél le demostraría que no tenía junto a él siervomás fiel y predispuesto. ¿Acaso no lo estabademostrando con el dichoso asunto de losmanuscritos?

¡Los manuscritos!

Un halo de preocupación recorrió sucuerpo, todavía no los tenía en su poder. Sólosabía que su hombre llevaba ya varios días enIsrael, pero no tenía noticias de sus progresos.Le había resultado algo extraño que no fuera elmismo Rossi el que le comunicara la reunióncon el Santo Padre, en un principio habíaestado tentado en llamarle y contarle la noticia,pero su instinto le dictaba lo contrario, e hizocaso de este último.

El último comunicado de prensa no habíadejado en muy buen lugar al padre Rossi. Era unsecreto a voces que había sido el secretario delPapa el que se había encargado de difundir elrumor sobre la pronta renuncia del Obispo deRoma.

¡Podría ser que el Sumo Pontífice leofreciera el cargo!

Los manuscritos, los dichososmanuscritos. Ese asunto había sido de prioridadpara él, pero ahora podía tomar un cariz que él

no había visto antes. No dejaría que ese asuntose interpusiera en su carrera eclesiástica.

El padre Rossi le había dicho más de unavez que no hablara de ese asunto con nadie, elPapa quería mutismo absoluto. Recordó laaciaga noche en el que le comunicaron la tristenoticia de la penosa muerte de Signori; no esque el estúpido cura le cayera especialmentesimpático, más bien lo contrario, Signori erauno de los que se habían significado variasveces en contra suya, pero el asunto le asustó.Sólo entonces estuvo tentado de decirle aRossi que quería ver al Santo Padre y explicarleque todo había sido, sin duda alguna, un penosomal entendido. Sin embargo, no dijo nada, y laactitud pasiva de Rossi le desorientó, aquellono era lo que él esperaba, ¿estaría Rossiempezando a ser deficiente en su trabajo?

Sí, eso debía de ser, el Papa estabaempezando a fijarse en él como sustituto deRossi.

Estaba sentado en la antesala que dabaacceso al despacho privado del Santo Padre, ysu nerviosismo iba en aumento, sencillamenteera la primera vez que estaba allí. Sentado en elpequeño banco de madera movía las piernas enun rítmico traqueteo que en el suelo de tarimaamortiguaba su sonido. Levantó la cabeza y fijósu mirada en el óleo que tenía frente a sí.Representaba una cacería, en la que un perroagarraba con su afilada dentadura el cuello deun grácil cervatillo. Aquella escena recordó alpadre Dilivio el trabajo que tenía entre manos;¡esperaba que su perro de presa acabara con lajoven cervatilla lo más pronto posible!

La puerta se abrió despacio y Dilivio seincorporo de su asiento, el padre Carmelo lomiró de soslayo y no pudo —como siempreque veía al Primado de Milán— reprimir unsentimiento de aversión. El enorme ylarguirucho sacerdote sonrió de oreja a oreja, ycon un leve movimiento de cabeza saludó. El

padre Carmelo correspondió al saludo,teniendo la extraña sensación de encontrarsecon un tenebroso personaje.

—El Santo Padre le recibirá ahora,sígame, por favor.

—Muy bien —contestó Dilivio,estirándose la antigua sotana que gustaba llevary colocándose nuevamente el ancho y enormesombrero que, como si fuera un cura delmedievo, portaba.

Era la primera vez que el padre Dilivio ibaa traspasar el umbral del despacho del hombremás importante del mundo, por ello seencontraba algo nervioso, pero a la vezexpectante y feliz. Estaba ansioso por observarel famoso tapiz que todo aquel que tenía ladicha de haber visto exaltaba comomaravilloso. Dilivio entró en la habitacióncomo el que entra en un santuario: despacio yobservando todo con esmero. Lo primero queatrajo su atención fue la enorme chimenea

francesa que ocupaba casi toda la parte derechade la estancia. Tenía el fuego vivo, y susluminosas llamas jugaban entre sí, mezclandoel azul intenso con un rojo anaranjado. Elcambio de temperatura era considerable, y noes que por los pasillos del Vaticano hicierafrío, pues mantenían una temperatura agradabley constante, pero todo el mundo sabía que elSanto Padre era un hombre friolero.

Dilivio abrió la boca y admiró lo que teníaante sus ojos. Él nunca se había considerado unhombre de arte, y tampoco pensaba de símismo que tuviera ninguna sensibilidad por loartístico, ni mucho menos, pero aquellosobrepasaba todo lo que hubiera podidoimaginar. Todo un hermoso tapiz rodeaba dearriba abajo la habitación, desde el rodapiés delsuelo hasta la zona más recóndita del techo. ADilivio le pareció ser un espectadorprivilegiado de la muerte y crucifixión deCristo, pues colocado en el centro de la

estancia recorrió con la mirada todas lasimágenes que se representaban: Al lado de lapuerta y a su izquierda, unos niños desaliñadosy llorosos miraban hacia el centro de lahabitación con cara de no entender nada de loque estaba pasando. Siguiendo la pared en elsentido de las agujas del reloj, al lado de losniños, un pastor degollaba uno de sus corderosy la sangre de éste, al caer en la tierra, formabauna cruz. Justo al lado, unas mujeres trataban dereanimar a otra, que derrumbada y en llanto,torcía el rostro en un claro gesto de dolor;Dilivio reconoció en aquella sencilla mujer aMaría. La siguiente visión era la de unoshombres caídos de rodillas y con los ojosiluminados por una visión de amargura ydesesperación. Los apóstoles miraban a sumaestro con la realidad que truncaba demomento su Fe. Justo enfrente de Dilivio, en lapared central de la sala, y situado a espaldas delescritorio papal, estaba Jesús crucificado, un

Jesús hermoso, sereno, lleno de paz y perdón,que no parecía dar importancia a los soldadosque a pies de su sufrimiento jugaban a losdados. Dilivio levantó la cabeza y observó eltecho azul y como por una de las esquinas elautor había dejado entrever la crecientetormenta que amenazaba sobre los personajes,esperando la muerte de Dios.

El Santo Padre esperaba sentado detrás desu escritorio, y reprimió la sonrisa que siemprevenía a su boca cuando veía a Dilivio con aquelatuendo. El primado de Milán avanzó unospasos con sus largas piernas y besó el anilloque el Papa le ofrecía en su mano.

El padre Carmelo asistió a la escena ysonrió para sí, recordando a su amigo Signoricuando le explicaba el porqué llamaban aDilivio «padre zancos» en el Vaticano:

«Fíjate cómo en dos pasos hace elrecorrido que una persona normal haría en seis,pero sobre todo cómo mueve su cuerpo como

una locomotora "arriba, abajo, arriba, abajo".Y Giuseppe Signori se movía por toda la

habitación imitando al mejor Groucho Marxque se podía imaginar.»

—Gracias por acudir tan rápidamente a millamada, Primado.

—Por favor, Santidad, es un honor que osacordéis de mí, y estoy a vuestra disposiciónpara lo que creáis conveniente —contestóDilivio, acompañando su sonrisa con un gestode sus grandes y huesudas manos.

—¿Qué tal va todo por Milán?—Bien, Santidad, ningún problema.El padre Carmelo miró a los ojos del

Obispo de Roma e hizo un leve signo bajandosu cabeza, sabía que tenía que estar fuera delalcance visual de Dilivio, éste se tenía quesentir cómodo y la presencia de Carmelo podíaser un inconveniente. Pero no dejaría eldespacho, simplemente pasaría a ser un meroelemento decorativo más de aquella hermosa

habitación. Se dirigió directamente a lachimenea y removió con el atizador los troncosque, en forma de aspa, recibían toda la bellezadel fuego en su cuerpo. Como el padreCarmelo había predicho, el Primado de Milánno reparó ni tan siquiera en él, estabatotalmente entregado a saborear aquel instante,y por supuesto, completamente ajeno a todo loque le esperaba. Ése era precisamente el puntocon el que Carmelo había querido jugar.

El Papa era un hombre políticamente muyhábil, lo había demostrado a lo largo de todo supapado, y su edad y sobretodo su larga carrerale habían hecho estar ducho en situacionesdifíciles; por ello Carmelo no se sorprendiócuando escuchó la pregunta que el Papa dirigióal Primado de Milán.

—¿Sería un inconveniente para la buenamarcha de todo que dejarais vuestro puesto?

Dilivio sonrió efusivamente y sincortapisas, aquello era lo que había estado

esperando. Empezaba a sentirse un hombreimportante, y el nerviosismo que en unprincipio le había atenazado poco a poco fuecediendo. Su mente navegaba en el mundo delos sueños, de esos sueños que tantas y tantasveces había presenciado con los ojos abiertosen su cómodo despacho de Milán. Sería lamano derecha del Papa, y en un futuro... ¿Quiénsabe lo que le depararía el futuro?, desde luegoél no sería tan incompetente como Rossi, y nodejaría que los muchos años en el cargorelajaran su eficacia.

Se removió en la silla y acarició una desus mejillas, se podía ver que el sacerdoteestaba disfrutando con todo aquello.

—Supongo que no, Santidad, el Primadode Milán lleva muchos años funcionando bien ysin problemas, no creo que mi marchasignificara impedimento alguno para seguir subuen funcionamiento —respondió Dilivio, conuna sonrisa franca que iluminaba todo su

delgado rostro.—Me alegra oír eso —el Santo Padre

suspiró mientras miraba directamente a losojos de su interlocutor—, porque tengo dosmisiones para usted.

—¿Dos, Santidad?—Sí, dos.Dilivio movió sus cejas en un claro acto

de no entender, pero pronto se relajó, no teníapor qué temer nada malo, era bueno que elSanto Padre delegara en él para casoscomplicados ¿no lo había hecho ya con el temade los manuscritos?

Los dichosos manuscritos, quizás el notenerlos ya hacía que el Papa no estuviera todolo satisfecho de él que cabría esperar. Nadamás saliera del despacho papal —decidió—,llamaría a su hombre y le apremiaría.

—Sobre todo el primero de ellos, es devital importancia para mí..., y de rebote parausted.

El padre Carmelo dejó el atizador de lachimenea, que todavía sujetaba en sus manos, yse aproximó a la mesa, poniéndose justo a laderecha del Papa. Sabía que iba a llegar labomba, y por nada del mundo se perdería lareacción de Dilivio, estaba seguro que de ellasabrían hasta que punto estaba enterado aquelhombre de todo. Carmelo le creía una personademasiada fanática en su Fe, y por lo tantocapaz de cometer numerosos errores, perodemasiado torpe e incapaz como para estarmetido en la cabeza de todo. Además, de unacosa sí estaba seguro, Dilivio amaba la Iglesia yrespetaba a la cabeza visible de ésta.

Dilivio esperaba tranquilamente sentadoen su cómoda silla, y miraba a su Santidadcomo el niño que cree no haber hecho nadamalo. El Papa sacó una pequeña nota del cajóny la dejó encima de la mesa, se acomodó en susillón y miró directamente a los ojos deDilivio.

—Por ningún motivo, escúcheme bien,por ningún motivo, permita usted que hagandaño a Verónica Lograft —el silencio se podíacortar, el rostro del Primado de Milán se habíatornado blanco como la leche, y toda laseguridad que parecía haber mostrado, poco apoco se fue derrumbando—. Si a la jovenLograft le sucediera algo, yo personalmenteme ocuparé de que usted pague por ello.

Dilivio sintió como si un bate de béisbolle golpeara una y otra vez en la nuca. Noentendía nada, ¿acaso Rossi no había dicho queesos manuscritos eran importantes y que elSanto Padre los quería a toda costa?, ¿no lehabía dicho que no quería saber nada, sólo teneresos papeles?, ¿a qué venía ahora todo esto?

Empezó a tocarse el cuello de su sotana,notaba cómo el sudor recorría alegre sudescolorido rostro, y en el silencio de laestancia estaba seguro que podía oírse el latidodesenfrenado de su alocado corazón.

Poco a poco su mente se fue aclarando, yla verdad se fue abriendo camino en su cerebro,¿cómo había podido ser tan estúpido? Era unasimple marioneta en manos de un hombre quenunca había jugado limpio con él.

Si contaba la verdad, Rossi le arrastraríacon él en su caída, por lo tanto, a velocidad devértigo, sopesó pros y contras, y decidió seguirhacia delante.

—No entiendo nada, Santidad.El Papa cogió el papel que momentos

antes había sacado de su escritorio y lo alargóal padre Dilivio. El Primado de Milán miró elpapel, pero no lo leyó, no le hacía falta, sabíaperfectamente lo que era. Aquel estúpido abadhabía guardado el papel como si fuera unareliquia. Dejó el papel sobre la mesa y se llevólas manos a la cabeza.

El padre Carmelo se acercó al sacerdotey, poniendo las manos sobre la mesa, inclinó lacabeza hacia la de Dilivio.

—Creemos que ha sido usted engañado,por lo tanto, no vamos a culparle nada más quede su estupidez.

Dilivio levantó la cabeza y dibujó en susojos un rayo de esperanza.

—Pero no podemos aprobar sus métodos,ni su fanatismo inquisitorial. Ya sea por suculpa, directa o indirectamente, han muerto yaal menos dos personas... una de ellas era miamigo, y si por mi fuera iría usted de cabeza ala cárcel. Pero, por desgracia para todosnosotros, pertenece y representa usted a laIglesia. Su Santidad va a ser todo lo magnánimoque le permiten sus escrúpulos y su cargo.Espero sinceramente que sepa usted valorar suacto y no desaproveche la oportunidad.

El padre Dilivio había roto a llorar comoun niño, y movía la cabeza, todavía entre susmanos, de un lado a otro.

—Haré lo que sea, lo que sea.—Como le he dicho, tengo otra misión

para usted, últimamente tres hombres buenoshan muerto intentando llevar la paz a loscorazones de otros hombres. Supongo queestará usted enterado del ímprobo esfuerzo queésta, la casa de Dios, está librando enSudamérica. No es fácil llevar la palabra deDios allí donde no interesa oírla. El Salvadorestá en guerra civil, hermanos se están matandoentre sí. Varios sacerdotes valientes hanofrecido su cuerpo y alma para intentar arreglarcon su granito de arena, las penurias que allí seviven. Todos murieron sirviendo a sussemejantes y a Dios, nadie piensa que susacrificio haya sido en vano. Creemossinceramente que la presencia de la IglesiaCristiana es un deber y una necesidad espiritualy terrenal. Usted llenará su espíritu de amor yfe, e intentará ayudar a esa gente —concluyó elPapa, mirando con un gesto imperativo que nodejaba lugar a dudas sobre su decisión.

—Su Santidad sabe que me manda a una

muerte cierta.El padre Carmelo metió la mano en un

bolsillo de su chaqueta, sacó un ejemplar delNuevo Testamento y se lo pasó al Santo Padre.El Papa tomó el mensaje de Jesús y, sin dejarde mirar directamente a los ojos de Dilivio, lobendijo.

—Usted tendrá el privilegio de llevar lapalabra de Dios a los corazones de las gentes,seguramente ayudar a otros calmará su alma yle preparará ante Él. —Dilivio cogió el librocon lágrimas en los ojos acercándolo a supecho—. Cail Lograft y mi amigo GiuseppeSignori no tuvieron esa oportunidad —concluyó el Obispo de Roma.

II

El despertar del día irrumpió con fuerza,parecía como si el astro rey, radiante dealegría, gritara al horizonte ante su nuevalibertad. De forma pausada y continua elhermoso paisaje se fue fundiendo de un rojocarmesí intenso y la mansa soledad de las aguasdel Mar Muerto fueron dejando la cristalinatranquilidad de su color por una fulguranteluminosidad. La inmensa mole querepresentaba la fortaleza de Masada no parecíaquererse quedar atrás, y la roca granítica, comosi de la fundición de un experto herrero setratara, empezó a coger el color del fuegointenso.

La noche, como siempre pasaba en lasáridas montañas del desierto de Judea, habíasido fría y seca, no era extraño que hubiera unadiferencia de más de veinticinco grados entre

el día y la noche. Por eso, y por muchas cosasmás, Verónica se despertó sobresaltada yfuriosa consigo misma por haberse quedadodormida. Los primeros rayos solares lerecordaron que el tiempo había empezado suvertiginosa carrera, y no había esperado a queella estuviera preparada.

Miró a Any y sonrió con un gesto abiertoy lleno de amor por su amiga. No le extrañabaen absoluto que ambas hubieran bajado laguardia, llevaban unas semanas demasiadointensas, y sobre todo el día anterior había sidoagotador tanto física como mentalmente.

Decidió que su amiga siguieradescansando un rato más y no la despertó.Recorrió con la vista la roca y la observó.Ahora, a la tenue luz del amanecer, Verónicapodía observar en toda su magnitud el suelogranítico que les había servido de cama ycobijo. Era un piedra grande y lisa, parecieraestar tallada por la mano del hombre, pero se

podía observar que no era así. Verónica llegóhasta el borde de la piedra y miró hacia abajo,la rampa romana estaba a tan sólo a un metro asu derecha, ¡qué diferentes se veían las cosas ala luz del día!

Avanzó hasta la rampa y, sin dificultadalguna llegó hasta ella, ¡qué razón tenía Any, larampa aun hoy, casi 2000 años después, semantenía firme y en buen estado! los romanoseran gente concienzuda y admirablementeingeniosa.

Se sentó en ella y miró despacio yatentamente hacia la roca. Debajo no parecíahaber nada, y sin embargo la joven tenía claroque lo que habían venido a buscar tenía queestar allí.

Empezó a ponerse algo nerviosa y bajóhacia la roca. Había tomado ya la decisión dedespertar a Any para que la ayudara cuando,estando casi pegada a la gran piedra, vio quejusto debajo otras dos piedras de pequeño

tamaño formaban una especie de círculo. Seagachó y se metió bajó la gran piedra graníticaAllí todavía estaba algo oscuro, los rayos delsol no tenían a esas tempraneras horas lasuficiente fuerza, y la forma en pico de lapiedra impedía que éstos pudieran llegar hastasus entrañas.

Con nerviosismo, y algo de precipitación,Verónica quitó la primera piedra, que a pesar deser pequeña era algo pesada. Un sentimiento deemoción, apenas contenido, le embargó, habíaclaras huellas de que aquella tierra había sidoremovida hacía poco tiempo; aún se podíanapreciar las marcas de las manos que habíanalisado la tierra.

Una lágrima cayó por la mejilla de lamuchacha. Allí había estado su padre, susmanos habían sido las ultimas en tocar aquelsuelo. Respiró hondo y, casi cerrando los ojos,removió la tierra; casi no hacía ni falta quitar laotra piedra. Tras quitar un poco de aquella

tierra hebrea, apareció una bolsa de plástico.Verónica siguió excavando con las manos

y sacó la bolsa. Allí estaba su tesoro, no cabíala menor duda. Apenas la humedad de sus ojosla permitieron leer en claras y arabescas letrasazules: Hotel Mena House.

Apretó fuerte la bolsa, y mantuvo junto asu herido corazón la pesada herencia que lapersona que más había querido en el mundo lehabía dejado.

Llegó junto a Any y la despertó; su amigala miró sobresaltada y se incorporó. Se iba adisculpar por haberse dormido, pero cuando violas lagrimas de sus ojos, y la fuerza con la quesostenía un gran paquete contra su pecho,comprendió.

—Marchemos rápido, con esto en nuestropoder, se ha abierto la veda.

La cumbre de Masada estaba desierta, noparecía que alguien hubiera pasado la nocheallí. Caminaron a paso rápido pero con cautela.

Las dos amigas miraban atentas todo lo que lasrodeaba. Como bien había dicho Any, a partirde ese momento eran simplemente dos piezasde caza, y aunque hasta ahora sólo habían vistoa un cazador, y lo habían despistado con relativafacilidad, también era verdad que superseguidor sólo había querido ser eso:perseguidor. Ahora podía ser su verdugo.

El teleférico todavía no funcionaba, por loque las dos amigas se miraron con alivio,aquello quería decir que no iban mal de tiempo.Desde abajo era difícil que alguien pudiera verque bajaban por el «Camino de Serpiente», y sialguien subía en el teleférico a buscarlas,cuando quisiera estar en la cumbre, ellas yaestarían abajo.

Pero ahora empezaba una tarea ardua: «ElCamino de Serpiente».

No era un paseo recomendado para tenerexcesiva prisa. El camino era sombrío yrocoso, y todo parecía indicar que la bajada iba

a ser casi perpendicular.Sin pensarlo dos veces, las dos amigas

iniciaron el quebrado camino, que en unprincipio iba en dirección este. El sendero erapeligroso, todas las rocas estaban cortadasperpendicularmente en la parte escarpada, demodo que casi se iban descolgando por rocascolgantes que parecía que se iban a caer de unmomento a otro. Pronto empezaron a respirarcon dificultad, y el ritmo fue disminuyendo.Verónica tenía más dificultades, pues, ademásde todas las aportadas por el sinuoso camino, elgran paquete de los manuscritos le hacía sermás torpe de lo normal y doblar su cautela.

Sin embargo, fue Any la que dio el gransusto al desaparecer de pronto detrás de unagran roca. Verónica no lo dudó ni un sóloinstante y, soltando el pesado paquete, agarró asu amiga casi por el cuello, atrapándola antesde que, casi con toda seguridad, hubiera tenidoun trágico fin.

Llevaban ya más de media hora dedescenso, y avanzaban de forma lenta y pausada.Las dificultades no parecían mermar la moralde ambas amigas, y aunque no se dirigíanpalabra alguna —el resuello no daba lugar aello—, sus miradas cómplices se cruzaban enforma de consuelo y apoyo.

Verónica había pensado en todo aqueldescenso, que el camino no podía ser máspeligroso, y sin embargo, y por desgracia,pronto salió de su error. Una fuerte racha deviento empezó a levantar la arena del camino yésta, como si de alfileres se tratara, empezó adañar sus ojos.

—Mete la bolsa de los manuscritos dentrode tu camisa, y usa una mano para hacer viseraen tu cara, si no, no podrás seguir —Any tuvoque gritar a Verónica, pues a pesar de que éstaestaba a escasos metros más arriba de ella, lafuria ensordecedora del viento apagabacualquier sonido.

Siguieron el penoso y lento descenso,unas veces una, otras veces otra, las dosmuchachas resbalaban, se levantaban ycontinuaban bajando.

Y de pronto Any dio un grito y esperó aque Verónica llegara hasta ella. Estiró el brazoy con el dedo señaló: a tan sólo diez metros deellas estaba la estación inferior del teleférico.

Terminaron el camino ya más a la carreraque andando, había pasado casi una hora desdeque empezaron el descenso.

—¡Por fin! —dijo Verónica, mientrassecaba el sudor abundante que resbalaba por sufrente y quitaba molestos granos de arena de supelo.

—En mi vida me he alegrado más debajarme de esa montaña —dijo Any mirandohacia arriba.

III

Untó con delicadeza la mantequilla sobreel pan tostado, y un recogimiento de placermundano recorrió todo su cuerpo cuandomordió decidido el crujiente pan. Aquél erauno de sus momentos favoritos del día y, sinduda alguna, la comida que más placer le daba.No pensaba alterar su acostumbrado desayuno,estaba decidido a saborear aquel trozo de panque para él era uno de los mayores manjares.

Muchas veces había bajado a las cocinassimplemente a paladear con su olfato el jugosoolor a pan recién hecho. Sin embargo, ese díatenía demasiadas cosas que hacer, así que seconformaría con degustar su espléndidodesayuno.

El café estaba como a él le gustaba:caliente, bueno, mejor dicho, ardiendo.

Otra de las manías que se había instalado

en él, en el transcurso de sus años, era meditarmientras observaba el fuego del calor al salirdel vaso.

Caminó hacia la ventana de su despacho ydescorrió las cortinas con mimo. Iba a ser undía precioso —miró su reloj de pulsera—, tansólo eran las siete y media de la mañana, y laciudad eterna tenía ya una luminosidad clara yhermosa. El cielo estaba empezando apresentar su mejor cara, de un azul alegre ymediterráneo.

Abrió la gran ventana y dejó que la fría, yalgo húmeda, brisa de la mañana acariciara surostro. Respiró hondo y dejó que todo aquelaire romano penetrara en sus pulmones. No leimportó saber que aquél no era un aire puro, afin de cuentas ése era el aire que habíarespirado en los últimos treinta años. Roma lehabía adoptado como a un buen hijo, y le habíaacogido dándole todo.

Un escalofrío le hizo temblar, así que

cerró la ventana, no fuera a ser que se resfriaraprecisamente ahora. Soltó una enormecarcajada ante su propio chiste.

Fue hacía la percha que tenía al lado de lapuerta y cogió una enorme bolsa; en ella sepodía leer «Porticci sastres». Qué ironías teníala vida, precisamente en la tarde de ayer lehabía llegado su nuevo traje sacerdotal. Llevabaesperándolo más de una semana ¡y llegabaahora!

Se sonrió y empezó a cambiarse de ropa.El pantalón le quedaba perfecto, desde

luego nadie regalaba nada cuando decían quepapa Porticci era el mejor sastre de Roma. Elmaterial que había elegido era finísimo, y si nofuera porque se estaba mirando en el espejo,podría jurar que no llevaba nada encima. Lacamisa negra era moderna y abotonada hasta elcuello, los picos eran cortos y pequeños comoa él le gustaban. Cuando se abotonó el últimobotón, pasó el alzacuello blanco que le

identificaba como padre de la Iglesia.Perfecto.La chaqueta no era cruzada, ya estaba harto

de esas chaquetas; ésta tenía tres botones y, unavez que se los hubo abrochado, sonriósatisfecho. Como le había dicho el sastre, esetipo de chaqueta estilizaba su cuerpo.

Abrió el primer cajón de su despacho ysacó una preciosa cruz de oro. No era muygrande, las cosas grandes siempre le habíanparecido horteras y chabacanas. Sonrió alrecordar lo que una vieja amiga, allá en supequeño pueblo napolitano, le había dicho unavez: «En las cosas pequeñas está la finura y laelegancia».

Teresa, la bella Teresa, había sido suprimera y única vez.

Intentó quitarse aquel recuerdo de sucabeza, era un recuerdo hermoso, peroprecisamente por eso le hacía daño, aparte deese momento de placer y amor, no recordaba

ningún otro más en toda su niñez y pubertad.Su cerebro había borrado toda aquella

época de su vida, y sin embargo ahora volvía aborbotones a su cabeza.

Se colgó la cruz y salió del despacho. Notenía una dirección preconcebida, pero sus piesle llevaron hasta la Basílica de San Pedro.Recordó la primera vez que fue allí, ¿Cuántosaños hacía? ¿Cuarenta? Como un colegialembobado y lleno de emoción escuchaba cómoun guía explicaba a todo un grupo que aquellaera la iglesia católica más grande del mundo,con 211,50 metros de longitud.

Sonrió emocionado al volver a oír en sumente cómo el hombre decía que la basílicatenía cinco puertas de entrada, de las cuales laúltima era la Puerta Santa, que abría y cerrabael Papa en los años jubilares. Recordó que alescuchar eso se imaginó a sí mismo al lado delSanto Padre en aquellos momentos. Su corazónjuvenil gritaba emocionado, al cabo de los años

aquel hermoso deseo se había hecho realidad;había asistido a aquella ceremonia junto alsucesor de Pedro en varias ocasiones, todasellas emocionantes e intensas.

Avanzó hasta la central y, como aquellaprimera vez, admiró las grandiosas puertas debronce. Recordó la alegría de su ansia juvenil ypenetró en el interior. No le causó la mismaimpresión, pero era algo normal, él pisabaaquel lugar todos los días desde hacía más detreinta años. Aún tenía latente en su memoriacómo la decepción se marcó en todos susgestos al encontrarse en el centro de labasílica. Todo era inferior a lo que esperaba. Atodos los que estaban con él les pasó lo mismo,uno espera que la iglesia más grande del mundosea la más exuberante y grandiosa, y sinembargo la imagen que da es bien distinta.

Realmente todo era una mera impresión,un efecto óptico causado por la perfectaarmonía de la estructura arquitectónica, no en

vano el baldaquino del altar papal es de 29metros y su majestuosidad no se apreciaba.

La nave central era una gran sala. Caminóentre los pilares altísimos y armoniosos,acoplados y adosados a fuertes pilastras¿Cuánto le había costado aprenderse queaquellos pilares eran de estilo corintio? Nuncase le había dado bien el arte, y aún hoy, a pesarde vivir rodeado de él, se sentía torpe.

Pasó por las grandiosas arcadas que danpaso a las naves menores y a las capillaslaterales, y se detuvo ante una de ellas. Siemprehabía sido su favorita, en los momentos en losque necesitaba a Dios, y a pesar de tenernumerosas capillas donde rezar, siempre ibaallí. Se arrodilló y levantó la cabeza ante laimagen que, con la ternura grabada en sus ojos,le miraba leyendo en su corazón.

Jesús llevaba la pesada cruz sobre sushombros. Tenía la cabeza girada, de modo quesus ojos seguían siempre al que se sentara en

los bancos de aquella capilla. Lospensamientos se agolpaban en su aturdidamente, mezclaba vivencias de la niñez, dondeun padre severo, cinturón en mano, golpeaba asu querida madre, con los de la pubertad; aquelodioso día que encontró a su padre copulandoen el campo trasero de su humilde casa con sumaestra. Nunca podría olvidar la mirada deaquella mujer clavada en sus ojos, sin el másmínimo sentimiento de culpa. Él se quedó allíclavado mirando, sin entender en un principio,y cuando quiso echar a correr era ya demasiadotarde, su padre le llamaba a gritos.

Aquella noche su padre entró en suhumilde habitación y descargó sobre él unainhumana paliza. Deseó morir, y no por eldolor físico, que al cabo de cierto tiempo dejóde sentir, sino porque oía cómo su madreintentaba abrir la puerta, llorando y gritando,queriendo socorrerle. Y él, con el cuerpoentumecido, lleno de sangre y casi sin sentido,

supo que cuando aquella alimaña se cansara deél iría a por su madre.

¿Te he ayudado a llevar esa pesada carga,Señor?, ¿o he sido un peso más sobre esosmaderos?

Su madre había muerto cuando él teníadoce años, y nunca se lo perdonó. Se fuecuando más la necesitaba, y dejándole sólo enuna casa que le aterrorizaba, con la personamás violenta y desaprensiva que había conocidoen su vida: su padre.

Sólo él lloró aquel día.Nadie echó en falta a su madre, el mundo

había sido para ella una cárcel, donde ni tansiquiera un amigo necesitó su amor. Ahoraestaba seguro de que el día más triste de su vidafue el más dichoso para la persona que le habíatraído a este mundo, la vida fue un camino deespinas para ella.

Y a partir de ese momento, para él.Suspiró y levantó la cabeza hacia la alta

bóveda de cañón. Quien le viera en esa posturapensaría que estaba admirando la ricadecoración en oro hecha construir en 1780 porel Papa Pío VI. Nada más lejano. Comosiempre que iba allí, con lagrimas en los ojos,rezó un padrenuestro por el alma de su madre.

Pasó por delante de la Piedad de MiguelÁngel, que descansaba sobre el altar de laprimera capilla de la nave que estaba más a laderecha, y de forma inconsciente acarició laColumna Santa, en la que, según la tradición, seapoyó Jesús en el Templo de Salomón.

Salió de la basílica y recorrió despacio ellargo pasillo que le llevaba hasta la plaza. El solle empezó a acariciar la piel y se sintió vivo, elSeñor siempre daba motivos por los que amarla vida que Él nos había dado, y ése era uno deellos. Viajó con su mente a la niñez en aquelpueblo napolitano, y creyó sentir el sonido delos pájaros, el olor a hierba mojada y el saborde una manzana.

¿Por qué los hombres hacían las cosas tandifíciles?

Llegó hasta el centro de la plaza, justodonde se levanta, entre dos fuentes, un obeliscosin jeroglíficos, transportado desde Heliópolisen el año 37, y se giró para poder admirar lacúpula. Hacia el fondo de la plaza, sobre elgrandioso rectángulo sagrado, le miraba lafachada de la basílica, dominada por la cúpulade Miguel Ángel. ¡Cuántos sueñosmaravillosos había despertado en él aquellavisión! Noche tras noche, estando en elseminario, era feliz imaginándose con susotana y viendo la gran cúpula.

No tenía un rumbo fijo a donde ir, tan sóloquería caminar por aquella bulliciosa ciudad,que poco a poco iba despertando de una nocheserena. Se metió las manos en los bolsillos ysalió por la vía de la Consolación.

Qué felices eran aquellos días en los que,como simple sacerdote, y lleno de esperanzas y

fuerza juvenil, le gustaba el trato con la gente.Su primer año en Roma había sido un continuoir por la periferia y hablar con la abundantepoblación joven y obrera. ¡Cuánto aprendió dela vida! Aquellos barrios eran prisioneros de laevolución demográfica y recibían la afluenciade inmigrantes, procedentes en su mayoría dela Italia meridional.

Había sido su mejor medicina, ver tantagente necesitada, carente de todo, fue como unbálsamo para él. Una cortina de humo tapó todasu tristeza y penuria infantil, y el odio que pocoa poco se había ido arrinconando en su corazónpareció darle un respiro.

Siguió andando despacio y recreándose entodo lo que veía, la gente caminaba a su trabajo,el tráfico fluía lento por las estrechas callesdel centro de la urbe. Llegó al río Tíber yobservó sonriente la suciedad de sus aguas, esoera algo que no había cambiado desde sullegada, y sin embargo parecía no importarle a

ningún romano.El río Tíber, tan importante y tan eterno,

¡cuántas cosas no habría presenciado! Recitóde memoria la lección que, como uncorderillo, aprendió allí, en su pequeña escuelarural:

—Roma, asentada entre un grupo de sietecolinas: Capitolio, Avantino y Palatino, a laizquierda del río Tíber. Pircio, Quirinal,Viminal y Esquilino, a la derecha.

Otra vez volvía a los recuerdos deinfancia. De nuevo Teresa. La pasión de unencuentro juvenil. Se gustaban y él seencontraba a gusto con ella, Teresa le hacíasentirse importante, y aquella era una sensaciónnueva para él.

No lo habían planeado, simplemente salióasí.

Aquella tarde su padre tenía que recogercon su vieja furgoneta uno de los pocosencargos que ya le hacían, y él invitó a Teresa a

merendar. Todo había quedado marcado en sumemoria, ni mil años harían que olvidara suolor, su vestido verde claro, sus ojos negros y,sobre todas las cosas, su sonrisa.

Hablaron y rieron, fue feliz.Él tenía dieciséis, ella quince. Todo era

candor y amor sincero, ese amor que uno puedetener a esa edad y que años más tarderecordaría como el primer y gran amor de suvida. Hablaban y se miraban, estudiándose.Ambos se atraían, pero eran jóvenes inexpertosy «aquello» les daba cierto miedo. En unmomento dado los dos callaron y, mirándose alos ojos, sintieron su corazón palpitar, y lanecesidad de juntar sus bocas.

Aún tenía el sabor de aquel beso en suboca, ni el mejor de los manjares podría supliraquel gusto dulce y emocionado. No podríadecir cuánto tiempo estuvieron con sus bocaspegadas, dejando que el deseo y la pasión loencauzaran todo. El corazón era el que había

tomado el mando, no se le ocurrió pensar —¡cómo iba a pensar en ese momento!— que lanoche se echaba encima y el tiempo pasabagalopante, sin treguas.

Y allí, en el viejo y destartalado sillón desu casa, exploraron sus jóvenes cuerpos.

Se subió el cuello de la chaqueta y metiólas manos en los bolsillos. Aunque el día estabacompletamente despejado, y el sol daba sumejor cara, a la orilla del mítico Tíber lahumedad era pegadiza e intensa.

Cruzó a la otra margen del río, y llegó alPalatino.

El sol pegaba de lleno en sus ojos, pero nole importó. Sabía que estaba allí, aquel paseohabía sido su favorito durante muchos años,hasta que sus deberes e intrigas en la casa deDios habían desviado su camino.

Si se hubieran levantado de aquel sillóndos minutos antes, quizás su vida habría sidodiferente, pero todo lo que pasó después marcó

su rumbo de una forma dominante y casipredestinada.

Como no podía pasar de otra forma,Teresa y él, él y Teresa, perdieron su inocenciaaquella tarde de invierno, ninguno de los dosestaba arrepentido de lo que había pasado.Entre ellos había estado el amor, un amorsincero y entregado. Se acariciaron y besaron,se juraban amor eterno... Y entonces lo oyó.

Cómo podía haber sido tan torpe, laoscuridad era total, el tiempo no se habíadetenido para ellos, y la furgoneta de su padrefrenaba con aquel chirrido infernal. ¡Quépequeño fue el paso del amor al miedo!, miedoera la palabra que había marcado su vida hastaese momento.

Simplemente no les dio tiempo, y estandoa medio vestir la puerta se abrió.

Se miraron a los ojos, padre e hijo.No le gustó lo que vio en aquella mirada

llena de alcohol y vicio, podía leer su mente.

Un sollozo, una disculpa, pero lamuchacha nunca podía esperar la reacción y,sin embargo, él sí. Tardó en reaccionar losuficiente como para que su joven amantetuviera que soportar, entre ruegos, las primerasbabas, aquel olor y aquellas gruesas y suciasmanos en su terso cuerpo.

Saltó sobre él y el beodo cayó al suelo.Recordaba haber gritado «vete», y Teresa sefue, salió de su vida para siempre.

Sabía el resto del guión, así que intentósubir lo más deprisa que pudo las maltrechasescaleras. Pero sería por la rabia de versederrotado, o por la frustración de un manjar noprobado, el caso es que aquel borrachodemostró una agilidad endiablada y salió tras él.

Llegó al rellano de la escalera, cogió lasilla, que por esas casualidades de la vida era lade su madre, y girándose la estampó en lacabeza de su padre. Cayó de espaldas, rodandoy golpeando cada uno de los escalones. El

sonido de los huesos del cuello al rompersesonó en sus oídos como una puerta al cerrarse;y era cierto, pues toda una vida iba a quedar trasél.

Esperó a que alguien viniera, pero se fuela noche y nada pasó. Sin duda, Teresa no habíadicho nada, serían demasiadas explicaciones osimplemente todavía estaba aterrada. Fue él elque caminó hacia el pueblo en busca de nosabía bien qué. Y Dios se presentó en sucamino. Antes de llegar a su pueblo natal deIschia tenía que pasar por la vieja iglesia deSanta María, y sin dudar un instante penetró enella. Nunca había estado en una iglesia, no sepreocupaba de tales cosas y creía que si Diosexistía se había olvidado de él y de su madre.Sin embargo, le cautivó aquella vieja capilla,con sus imágenes roídas por los años y eldescuido del tiempo.

No sabía muy bien por qué, pero le contótodo al padre Mauricio. Aquel hombre le daba

confianza y en su rostro sólo veía paz. Esbozóuna sonrisa al recordar cómo se acercó al viejosacerdote para olerle el aliento, y sólo alcomprobar que no había ni rastro de alcohol sesintió en paz.

Accidente.Eso fue lo que dictó la policía: accidente.La palabra del viejo padre Mauricio valía

más que cualquier sospecha, y además nadietenía un cariño especial por la persona queacababa de morir en extrañas circunstancias.

Una secuela más tuvo para él aquel día:jamás pudo volver a estar con una mujer. Unavez lo intentó, y la sombra de su padre lepareció amenazar detrás de la puerta.

Mauricio se hizo cargo de él, acogiéndoleen su casa. Ayudaba en misa y seguía yendo a laescuela. Más tarde, aquel humilde sacerdoterural hizo el mayor de los milagros al pagar, nosin esfuerzos, sus estudios en el seminario deNápoles.

El día que murió el viejo y queridoMauricio sintió la muerte de su verdaderopadre.

¿Por qué había traicionado todo lo que élle había enseñado? ¿Qué nube oscura le habíahecho volverse peor que su padre? Sintió lamirada de su madre y el viejo Mauricio yrompió a llorar, esperaba más su perdón que elde Dios.

No merecía la muerte de horca deAjitófel, sino cayendo de cabeza como losimpíos, derramándosele las entrañas comosimple criminal de leyenda popular. Su muertetenía que ser súbita e ignominiosa como la deun traidor.

Se asomó al último arco y abrió los ojossin importar que el sol golpeara con dureza enellos, y enjugó sus lágrimas. Se encontrabajusto en el borde. Se quitó la cruz de oro, le dioun tierno beso y la depositó en el sueloempedrado del Coliseo.

Volvió a levantar la vista al cielo y,suspirando profundamente, empezó a recitar:

«Y Pedro les dijo: hermanos,era preciso que se cumpliera laEscritura en la que el espírituSanto, por la boca de David, habíahablado ya acerca de Judas, el quefue guía de los que prendieron aJesús. Porque él era uno de losnuestros y obtuvo un puesto en esteministerio. Éste, pues, compró uncampo con el precio de suiniquidad, y cayendo de cabeza, sereventó por medio y se derramarontodas sus entrañas. Y esto fueconocido por todos los habitantesde Jerusalén, de forma que elcampo se llamó en su lenguaHaqueldamá, es decir, Campo desangre. Pues en el libro de los

Salmos está escrito:Quede su majada desierta, y

no haya quien habite en ella».

El padre Rossi miró nuevamente las aguasdel Tíber, dio un paso hacía el vacío y gritó:AMEN.

IV

Necesitaba una ducha, casi había olvidadoel candor del agua caliente al correr por sucuerpo desnudo. Cerró los ojos y relajó susmúsculos, el agua se estaba llevando lasuciedad de la piel y todos las tensionesacumuladas en su interior.

Se acordó de su padre y sonrió, ahoracomprendía por qué Cail estaba más de unahora metido entre olas de espuma cuandovolvía de uno de sus largos viajes. ¡Ella hubieradado cientos de dólares por una buena duchacuando estaba bajo ese sol de justicia en eldesierto de Judea!

Any estaba en la habitación, leyendoávidamente los manuscritos. ¡Menos mal queella podía hacerlo! Justo cuando había abiertoel paquete, Verónica se había quedado sinamiga. Todo el interés de la periodista estaba

centrado en aquellas letras antiguas. Eranmuchos años de intentos como paradesaprovechar la ocasión que ahora se lepresentaba.

Verónica había despachado un bocadilloque le habían traído de la cafetería del hotel,pero Any no había querido tomar nada, dehecho sólo había respondido con una especiede gruñido a la pregunta de su amiga de siquería comer. Verónica pidió dos bocadillos dequeso y jamón, y después de ver que su amigani tan siquiera levantaba la cabeza delmanuscrito, y que el delicioso manjar llevabaya más de una hora en la mesa, no pudo obviarla mirada del bocadillo y se lo comió.

Qué pena —pensó— que aquel hotel notuviera hilo musical, hubiera pasado un buenmomento en la bañera entre la espumaescuchando música e intentando pensar. Sinembargo, el hotel era majestuoso y se veía queestaba recientemente renovado. Era una

especie de centro católico romano, pero susservicios eran los propios de un buen hotel detres estrellas. El servicio le había parecido algorudo y descuidado, pero en líneas generales legustaba aquel hotel de nombre tanrimbombante: Notre Dame of JerusalénCenter.

Llenó la bañera.Se sumergió en el agua y repasó

mentalmente todo lo que habían pasado desdesu llegada a Jerusalén. Su plan había sidosencillo, pero quizás por eso había dadoresultado.

Subió a la superficie y echó para atrás elpelo mojado, mientras con una sonrisa de orejaa oreja, empezó a reírse a carcajadas:

—Seguro que ese estúpido estaráesperando a que aparezcamos por el King DavidHotel.

Su sonrisa se fue apagando poco a poco, ylo que hasta ese momento había sido un gesto

de alegría y tranquilidad, se fue tornando en unrictus de preocupación y alarma. Saltó fuera delagua, cogió una toalla, la enrolló a su cuerpodesnudo y mojado, y de forma precipitada saliódel baño en un grito de alarma:

—¡¡Dios mío!!

V

¡Querían que ahora lo olvidara todo!,¿acaso pensaban que él era un simpleaficionado? No permitiría que su reputaciónquedara en entredicho por dos alocadasmuchachitas. No le habían especificado nada, elmensaje era escueto y preciso: El trabajo sesuspende, cambio de planes, vuelve.

Estaba seguro de que le darían el encargoa otro, había fracasado. Pero aquello para él yano era cuestión de encargos. Tampoco detrabajo. La situación había tomado tal cariz, quetodo era ya algo personal.

Se había dejado engañar una vez, pudieraser que ésa fuera la definitiva, pero todavíatenía una mínima oportunidad, y si esaoportunidad existía, no la dejaría marchar.

Después de perderlas en aquella locacarrera por el túnel, las había buscado por toda

la ciudad vieja, y el resultado había sidonegativo. Durante aquella noche y el díasiguiente pateó Jerusalén de arriba a abajo. Doschicas jóvenes y solas en un sitio como aquélno pasaban desapercibidas fácilmente, peronadie reconoció haberlas visto. ¿Dónde sehabrían metido?

El miedo al más rotundo de los fracasosse apoderó de él. No estaba acostumbrado aperder de esa forma, la rabia corría por susvenas. Por vez primera en su vida, el devoradorde sombras estaba completamente perdido, nosabía qué hacer. Se dejó caer en un viejo bancode madera, sus ojos no miraban a ningún sitioconcreto, pero su mente trabajaba a marchasforzadas. ¿Y si se habían marchado de laciudad? Después de pensarlo detenidamente,llegó a la conclusión de que ése era el únicocamino que le quedaba por examinar. Eldesasosiego se enroscó como una grotescaanaconda alrededor de todos sus nervios. Si se

habían marchado de la ciudad, todo quedaba yaa expensas de la mano de Dios. Curiosamenteaquello era algo a lo que no estabaacostumbrado en su trabajo, más bien era alrevés: él trabajaba para Dios.

Se habían marchado de Jerusalén, de esoestaba seguro. También estaba claro lo quehabían ido a hacer, los manuscritos ya estabanen su poder. Sintió cómo las uñas de sus dedosse le clavaban en la palma de la mano al cerrarcon fuerza los puños.

Un taxi, habían tenido que coger un taxi.La huida había sido demasiado rápida comopara arriesgarse a esperar un autobús en laestación central, y de esa forma aventurarse aque él apareciera en cualquier momento.Enrabietado, se puso en movimiento y llegóhasta una vía que le pareció bastanteconcurrida. Allí el tráfico era como casi entodas las grandes ciudades orientales: unautentico caos.

No tuvo que esperar mucho, a los pocosminutos vio uno, y como si estuviera en NuevaYork, se abalanzó sobre el capó del coche,gritando.

—¡¡Taxi!!Explicó al taxista que buscaba a dos

amigas por todo Jerusalén, y no había dado conellas, por lo que había pensado que quizás sehubieran marchado a otra ciudad. Le prometióuna jugosa propina si encontraban algúncompañero que las hubiera llevado.

El taxista acogió el trabajo conentusiasmo, sin duda era algo que se salía de locotidiano. A primera hora de la mañana yahabían recorrido casi todas las paradas de taxis,y el desánimo empezaba a cundir entre los dosexpedicionarios. Uno porque veía que nolograría la propina, y el otro gritando para sí supropia incompetencia.

Eran casi las once de la mañana, estabaperdiendo mucho tiempo, no lo lograría. Estaba

a punto de darse por vencido cuando el taxiparó en una pequeña calle donde cinco taxisestaban aparcados en batería.

—¿Qué hace?—Es la hora del bocadillo —respondió el

taxista, con una sonrisa que dejó al descubiertosu despoblada dentadura—, aquí es donde sereúnen casi todos mis compañeros, si nologramos nada creo que yo habré perdido elpremio, y usted a sus amigas.

Entraron en una tabernucha con un fuerteolor a especias y vino barato. En un rincón,apenas visible entre la oscuridad que reinabaallá dentro y el ambiente viciado del espesohumo de tabaco, un grupo de cinco hombresestaban sentados en una destartalada mesa demadera. El taxista fue recibido con algarabíageneral, y pronto hicieron un hueco para sucompañero. Las risas fueron poco a pocodisminuyendo según se fue acercando eldevorador de sombras, y el taxista fue

explicando lo que allí le llevaba.Un hombre gordo, completamente calvo y

con la barbilla llena de grasa por el bocadilloque se estaba metiendo por el cuerpo, dijo queél había llevado a un matrimonio hasta Belén y,escupiendo al suelo un trozo de la grasientacarne, dijo:

—Eran unos rusos asquerosos yapestosos.

La risa fue generalizada entre eructos porla abundante cerveza, y golpes en la desvalidamesa. El devorador de sombras estabaperdiendo toda esperanza, y estaba dispuesto amarcharse cuando fijó su mirada en uno de lostaxistas. Estaba completamente serio, y nohabía reído el «chiste» de su compañero. Nisiquiera pestañeaba, toda su atención estabacentrada en él. Llevaba demasiado tiempodedicado a aquel negocio como para no saberque ese hombre sabía algo que le podíainteresar, pero por alguna razón no se decidía a

hablar. Estando en aquella región del mundo nohabía que hacer muchos esfuerzos para saberqué es lo que haría a ese hombre hablar sintapujos. Se llevó la mano al bolsillo delpantalón y sacó veinticinco dólaresamericanos, sonrió al taxista y, ante el silencioexpectante de todos los demás, se los alargó.El taxista dudó un leve momento, pero al finalalargó la mano hacía ellos. Describióperfectamente tanto a Verónica como a Any, yadmitió haberlas sacado de la ciudad.

Una rabia casi incontrolable recorriótodos los músculos de su rostro, y tuvo queesperar unos segundos para poder formular lapregunta que ya no sabía si tenía demasiadaimportancia.

—¿Dónde fueron?El hombre sonrió y, bajando la vista,

empezó a remover una especie de puré depatatas grasientas y mal olientes, que a simplevista era repulsivo. El devorador de sombras

miró a todos los taxistas y vio en sus caras laburla. Estaba perdiendo la poca paciencia que lequedaba, pero decidió actuar con tacto, ysacando un nuevo billete se lo entregó alrisueño taxista.

—Masada —respondió.—¿Las trajiste luego de vuelta?El hombre volvió a bajar de nuevo la

cabeza y no respondió. Ahora las sonrisas enlos demás taxistas eran abiertas y ofensivas,aquello fue demasiado para él. Se acercótranquilamente al hombre y, cuando estaba a sualtura, apretó su cabeza contra el plato del puré,el hombre empezó a mover los brazosintentando liberarse, pero todo era inútil. Seestaba ahogando, el grasiento y espeso puré nodejaba que ni la más mínima gota de aireentrara en sus pulmones. Varios de suscompañeros hicieron ademán de levantarse,pero la mirada que leyeron en el rostro deldesconocido no dejaba lugar a dudas, si

iniciaban una pelea con aquel hombre habríaque llegar hasta el final, por lo tanto evaluaronla situación y decidieron volver a sentarse. Eldevorador de sombras pegó sus labios casi enel oído del moribundo taxista, que ya apenas símovía los brazos, y casi en susurros le dijo:

—Ahora voy a soltarte, y sólo te lopreguntaré una vez más, la próxima vez no serétan indulgente.

Soltó la cabeza del hombre y éste, comosi subiera de una inmersión a las profundidadesdel océano Pacifico con un tiburón pegado alculo, dio un salto y, con la boca abierta y losojos casi fuera de sus órbitas, buscó aire deforma desesperada.

Tosió durante un buen rato y se limpió conla manga de su negra camisa la cara, y entredolores y fuertes espasmos de tos, respondióde forma casi inaudible:

—Se quedaron allí y no volví a verlas.Las había perdido, se sintió confuso y

enrabietado consigo mismo, ¿cómo podíahaber sido tan deficiente en su trabajo? Nuncale había pasado nada igual, ni tan siquieracuando estaba empezando, hacía ya muchosaños.

Lo mejor sería hacer caso del mensajeque había recibido desde Italia, y volviera. ¿Porqué despreció la capacidad de las chicas?,¿acaso por ser mujeres jóvenes y guapas pensóque eran estúpidas?, él, él sí que era estúpido.Hubiera sido todo tan fácil si hubiese actuadocon la eficiencia de siempre, sin menospreciaral enemigo.

Salió de la taberna lleno de dudas, daría unpaseo, la mañana era espléndida, el sol brillaba,a cada hora que pasaba, con más fuerza, y elcielo, completamente azul y desprovisto decualquier nube, hacía de Jerusalén una ciudadluminosa clara y atractiva.

—Señor, señor, espere, yo he cumplidocon mi parte, ahora cumpla usted su promesa

—el taxista salía corriendo de la taberna y sedirigía hacia él.

El devorador de sombras miró incréduloal taxista, aquellos hombres, por dinero, erancapaces hasta de jugarse una buena paliza. Sucompañero había intentado exprimirle comouna naranja para sacarle hasta el último billete,confiado en su posición había jugado con él.Pero la confianza no era buena consejera en lavida, y eso él lo sabía muy bien, por desgracia.Creyó que, mientras tuviera algo que venderle,estaría a sus pies, y no pensó que él tambiéntenía algo que decir.

Sí, definitivamente, la confianza no erabuena.

El devorador de sombras se puso rígido,todos los músculos de su cuerpo se tensaronante la nueva perspectiva que se le podía abrir.A lo mejor no estaba todo perdido, si él habíapecado de relajación cuando creyó que todo ibaa ser sencillo, ¿por qué no podía haberles

pasado a ellas lo mismo? Ahora estaban a salvo,sin duda podían haber cometido un pequeñodesliz, y si así había sido, por muy pequeño quefuera, él lo aprovecharía.

—La oferta sigue en pie, llévame a lacomisaría central.

* * *

Llegaron al Recinto Ruso, entre Jaffa Rd yHa Nevi'im St., en la Ciudad Nueva. Desde allí,las cúpulas verdes de la Catedral Rusa parecíanun reclamo o referencia. El devorador desombras se sintió algo aliviado al comprobarque la comisaría central estaba casi desierta.Durante todo el trayecto había estado temiendoque, como para todo en aquella ciudad, tuvieraque esperar una larga cola.

Un policía joven, con aspecto limpio y eltraje casi inmaculado, le miró desde detrás deun largo y vetusto mostrador de mármol.

—Por favor, quisiera hablar con lapersona encargada.

El joven policía arrugó su entrecejo, algomolesto, y negó con la cabeza, poniéndose enpie.

—Si tiene algo que denunciar, señor,tendrá que decírmelo a mí.

—Verá, soy extranjero —algo que saltabaa la vista—, y tengo un problema bastantepeculiar y personal, que necesita de laamabilidad de ustedes, le estaría muyagradecido si pudiera hablar con su jefe.

El policía miró despacio al devorador desombras y dudó un momento, tras un brevemomento se encogió de hombros y, sonriendo,preguntó:

—¿Tiene usted tabaco americano?Sacó un pequeño paquete y lo puso

encima del mostrador.—Sírvase.El policía miro en torno suyo, y

comprobó la soledad de la comisaría. Cogió elpaquete, lo metió en uno de sus bolsillos y,guiñando un ojo, dijo:

—Espere aquí, veré que puedo hacer.Se dirigió hacia el final de la amplia sala, y

se adentró, tras llamar con los nudillos de sumano en una puerta de madera, en otrahabitación.

No tuvo que esperar mucho, al pocotiempo el joven policía volvió a salir y,manteniendo la puerta de la otra sala abierta, leindicó con su mano para que se acercara.

—El comisario le recibirá ahora.El devorador de sombras entró y cerró la

puerta tras de sí.El despacho del comisario era oscuro y

estaba mal ventilado, aquella era una estanciacompletamente cerrada sin ningún tipo deventana que diera al exterior. El comisarioestaba sentado detrás de una mesa de despachometálica y llena de informes y papeles. Un

intenso humo caldeaba el ambiente de formaexcesiva, algo que molestó sobremanera almonje. Fijó su vista en un cuenco redondo ynegro que, como un pegote, sobresalía en lamesa, y vio que más de veinte colillas seagolpaban en aquella especie de cenicero.

El comisario, a primera vista, parecía unhombre serio, su cabeza no se había levantadotodavía del informe que ojeaba con atención.Tenía el pelo corto y castaño, dos hermosaspatillas le llegaban casi hasta el mentón, elmonje sonrió en su interior ante la burdareplica de Harry el Sucio que tenía ante sí.

A pesar de que una silla permanecía vacíadelante de la mesa de despacho, permaneció depie, hasta que el comisario, con un gesto de sumano, y en un inglés claramente universitario,le invitó a tomar asiento.

—Por favor, tome asiento.El monje hizo caso, y mientras lo hacía

pudo ver como dos claros y transparentes ojos

celestes clavaban su mirada en él. El comisarioera un hombre bien parecido, tenía un mentónpronunciado y bien afeitado, sus labios eranpequeños y ondulados, y la sonrisa con la quele obsequió al encontrar su mirada le parecióestudiada y algo forzada.

—Necesito que usted me ayude aencontrar a unas personas a las que he perdidoel rastro.

El comisario dio una larga chupada a sucigarrillo, con los ojos entrecerrados a causadel humo, y apagó el pitillo a medio consumiren el cenicero.

—¿Esas personas a las que usted buscason familiares suyos?

—Verá, estoy buscando a dos muchachasjóvenes a las que he de dar un mensaje urgentede su país, pero lo único que sé es que seencuentran en el estado de Israel.

—¿No le parece a usted un poco vagoeso?

—No sé si será vago o no, pero es la puraverdad.

El comisario sacó una pitillera de sucajón, ofreció un cigarro al monje, que ésterechazó, y cogiendo uno lo encendió en unacalada que no dejaba lugar a dudas sobre elplacer que el comisario encontraba en aquelvicio.

—¿Y qué quiere usted que haga yo?El devorador de sombras se movió

inquieto en su asiento, no le hacía gracia estaren una comisaría de policía, pero mucho menosaquel juego al que su falta de acierto le habíaobligado a jugar.

—He tenido la idea de que usted sería tanamable de dejarme ver los registros de loshoteles de la ciudad, de ayer y hoy.

Una tremenda sonrisa se pronunció en lasfacciones del comisario, aquella sí que no eraestudiada ni tampoco televisiva, esa sonrisa eraabierta y sincera, y aquello no gustó al

devorador de sombras.—Lo que usted me está pidiendo, amigo

mío, no es posible, está prohibido por ley.Esos registros son privados y sólo pueden serusados por la policía.

—Pero éste es un caso muy especial, lasdos muchachas a las que busco sonnorteamericanas, una de ellas es inmensamenterica y su padre acaba de morir, yo tengo la fatalmisión de darle la mala noticia.

—Yo no pongo en duda lo que usted meestá diciendo, señor, pero si el caso es tal, serála embajada de EE.UU. la que de forma oficialpida que se busque a esa muchacha.

Sintió una oleada de rabia contenida, noestaba acostumbrado a que sus planes sedesbarataran así de fácil. Era su últimaoportunidad y no estaba dispuesto a dejarlapasar. Intuía que estaba acercándose al caminocorrecto, y su intuición siempre le habíasalvado en los momentos más críticos.

No, aquel plan no se podía truncar.—Sólo le pido que me deje mirar un

momento los libros de los registros.—No podemos dejar mirar esa

información al primer extraño que aparece,amigo mío. Además, los datos llegan alordenador desde cada hotel, y no lo hacen hastapasadas las doce de la mañana —el comisariomiró su reloj y, encogiéndose de hombros,sonrió—, todavía queda casi una hora.

—Bien —el devorador de sombras selevantó y, con un gesto de su cara, se despidió,saliendo del despacho.

El comisario se quedó mirando la puertaun breve momento, y movió la cabeza en ungesto de resignación. ¡Lo que tenía queaguantar en aquel trabajo!, ¡menos mal que sólole quedaba medio año para jubilarse! Habíapasado malos momentos, a veces auténticascrisis, que estuvieron a punto de apartarle deaquel trabajo, pero ser policía era y había sido

toda su vida. El comisario Aryn levantó la vista,y fijó su perdida mirada en una fotografía queadornaba una de las paredes. La fotografíamostraba a dos jóvenes muchachos llenos deorgullo y felicidad, mostrando el diploma queles acreditaba como nuevos miembros delcuerpo de la policía israelita.

Fueron muchos años de trabajo en común,la cordialidad y camaradería entre ambosrayaba lo dantesco, pronto fueron conocidos enJerusalén por el apodo de Starsky y Hutch. Sinembargo, todo cambió una tarde de otoño, Arynhabía salido del coche patrulla para comprar lasgrasientas hamburguesas que tenían porcostumbre comer a esas horas, Isaac leesperaba en el callejón de aquella apartadacalleja donde solían degustar su almuerzo,lejos de cualquier molestia. Todavía podíarecordar cada momento de aquella tarde. Saliócon la bolsa de la comida en la mano y dobló laesquina, la escena que presenció fue patética e

incomprensible; tres árabes golpeaban elcuerpo inerte de su compañero. Todo fuedemasiado rápido, dejó caer la comida y llevóla mano a su pistola, sin embargo uno de losagresores se había percatado de su llegada, porlo que disparó dos veces sobre él. Sólo le diotiempo a tirarse detrás de un contenedor debasura, pero con el tiempo suficiente para vercómo a bocajarro, y de un tiro en la cabeza,herían de muerte a su mejor amigo.

El día del funeral tuvo que ser sedado,pero aún así y todo no olvidaría la mirada deaquella joven y destrozada viuda, y sobre todaslas cosas, cuando se acercó y, agarrando surostro con las dos manos, le susurró:

—Te quería más que a su propia vida.Fueron años duros y difíciles, sin

embargo aprendió a vivir con ello y sin él.Miró el reloj y de nuevo la sonrisa se

apoderó de su rostro, eran las doce y quinceminutos, y el recuerdo del extraño hombre que

había estado en su despacho le hizo volver alpresente. Se dirigió hacía el ordenador y loencendió, tenía que pasar algunos informes,pero el ruido de la puerta del despacho alabrirse le sobresaltó.

—Perdone que entre de esta forma, peroel joven policía me dijo que podría entrar.

Qué extraño, pensó, tendría que amonestaral muchacho por aquella falta de disciplina. Sinembargo, la sonrisa que vio en aquella cara nole gustó en demasía.

—Sólo quería saber si seguía usted sinquerer ayudarme.

—Si quiere usted ver esos registros,tendrá que pedir a su embajada que lo pida deforma oficial, no es tan difícil.

El hombre sacó su cartera y colocó unbillete de mil dólares sobre la mesa.

—A lo mejor esto ayuda a agilizar esetrámite.

El comisario miró el billete y lo recogió.

El silencio se alargó por espacio de uno o dosminutos. Aquello era más de lo que él ganabacasi en un año, ¡y lo que le pedían era tan fácil!Sin embargo, no le agradaba aquel hombre ni suarrogancia, y su olfato policial le alertaba sobreél. Volvió a poner el billete sobre la mesa, ycon el dedo lo alargó hasta el otro extremo.

—Haré como que no he visto ese billete,y que no me he dado cuenta de lo que usted hapretendido hacer —el comisario clavó en elhombre su mirada más severa—, pero lo que sítengo que pedirle es que abandone deinmediato este despacho. Le ruego que se vayasi no quiere que investigue de verdad lasrazones por las que quiere localizar a esasmuchachas, llevo demasiados años en estetrabajo como para conocer a un rufián aprimera vista.

El devorador de sombras recogió elbillete y lo guardó en su cartera. Aquello no eramás que lo que él había ya previsto, y se sintió

ganador cuando vio que el policía recogía uninforme y, dándole la espalda, se dirigió hacíael gran archivador de metal que estaba situadoal otro extremo de la pared.

El silencio y la rapidez eran cualidadesimportantes en su trabajo, y él, sencillamente,era el mejor. Con la agilidad de un felino, seabalanzó sobre el comisario, y en un ágil yfuerte movimiento de sus brazos le rompió elcuello. Todo había sido tan rápido, y tan bienejecutado, que ni una mosca que hubiera estadoposada a un metro escaso de distancia hubieraremontado el vuelo.

No entraba en sus planes matar alcomisario, pero últimamente no era capaz decontrolar la inmensa furia que le embargabatodo el cuerpo. Respiró hondo y sintió cómouna vida humana se escapaba entre sus dedos.Interiormente rezó a Dios y pidió por aquelalma que, de forma violenta, había precipitadoante ÉL.

La muerte del policía no estropeaba másde lo que ya estaban sus planes, de una forma uotra habría tenido que hacerse con losregistros, y ordenarían su detención. Ahoracontaba con un poco más de tiempo. Con lasuerte a su favor, podían tardar varias horas endarse cuenta de la muerte del comisario,tendría que actuar con celeridad para salir ilesode aquel juego. La adrenalina empezó a correrpor sus tejidos, aquellas situaciones legustaban, necesitaba sentir la emoción delpeligro para vivir, y en posiciones extremas sueficacia era total.

Dejó el cuerpo sobre el suelo y seacomodó frente al ordenador. Tecleó hastaencontrar lo que buscaba, y empezó a pasar unopor uno todos los hoteles. No había ni rastro dedos mujeres que se hospedaran solas en ningúnhotel dentro de la ciudad antigua. Pasó por altoel Rey David, sabía que allí no estaban, pero acada línea que leía la desesperación y el

nerviosismo se iban apoderando de él. Empezócon los hoteles de la ciudad nueva, y uno poruno fueron dando resultados negativos, sóloquedaba el ultimo: el Notre Dame of JerusalénCenter.

Fue pasando los nombres, y cuando iba adar a la tecla para pasar página sus ojos seiluminaron y, de un salto, se incorporó de lasilla gritando:

—Bingo.En el último lugar, sin duda por ser la

última entrada en el hotel, leyó:—Verónica Lograft.

VI

Sentía el fuerte calor como si un mecherole estuviera quemando cada poro de su piel, sinduda aquella vestimenta firme y negra no estabapensada para aquella ciudad, que de formacuriosa era la más santa de toda la Tierra.

Su corazón levantaba de júbilo cada vezque tenía la dicha de poner los pies en labendita Jerusalén, y sin embargo aquellamañana una especie de angustia oprimía supecho. Estaba convencido de que cada minutoque pasara sin dar con Verónica Lograft, éstadaba un paso hacia la muerte. Pero, ¡tenían tanpoco margen de acción!

El nerviosismo y la sensación deimpotencia se apoderaban de él al no recibirnoticias. Por eso, y con el permiso del SantoPadre, había decidido dejar la quietud yparsimonia del Vaticano y lanzarse a la acción.

El aeropuerto Ben Gurion estaba atestadode turistas, pero aquello no sorprendió al padreCarmelo, era viernes y él sabía lo que esosignificaba; Jerusalén explotaba de cristianosaquel día de la semana.

No llevaba equipaje, tan sólo aquellapequeña bolsa que portaba consigo. No podíapermitirse el lujo de perder el escaso tiempode que disponía en la locura y vorágine decoger una maleta en aquel aeropuerto. Saliódisparado hacía la parada de taxis y montó enuno que ya estaba ocupado por dos turistasmás. Los 50 kilómetros desde el Ben Gurionhasta la Ciudad Santa se le hicieron eternos eincómodos —el enorme alemán que tenía a sulado desprendía un fuerte olor a sudor rancio yseco, sin duda producto de la enorme grasa queaguantaba su esqueleto—, bajar de aquel cochefue una especie de liberación para él.

Sabía perfectamente lo que tenía quehacer, lo había hablado con el Papa y no

pensaba que fuera a tener ningún tipo deproblema, pero por si acaso el Santo Padre sehabía encargado de avisar al obispo deJerusalén para facilitarle la tarea.

Cuando llegó a la comisaría central depolicía, la situación no se pareció en nada a loque él había previsto. Un gran control policialse extendía por todas las calles adyacentes a lacomisaría, y numerosos agentes pedían ladocumentación a toda persona que pasara porallí, por lo que la lentitud empezó a ser algodesesperante para el padre Carmelo.

Pagó su parte proporcional y se apeó deltaxi, no sabía lo que estaba pasando, pero fueralo que fuese no podía dejar que entorpeciera sutrabajo, una vida dependía de ello. Se acercó alprimer control policial y pudo ver en susrostros la tensión y la gravedad.

—Perdonen, necesito hablar con elcomisario tengo, algo importante quecomunicarle.

Los dos policías se miraron con ciertoasombro que escapó al entendimiento del padreCarmelo, no sabía muy bien qué había sido,pero algo de lo que había dicho había causadoextrañeza o pasmo en los agentes del orden.Fue conducido directamente hasta el edificiode la comisaría central, y aunque era eso lo queél deseaba, la forma de hacerlo —brusca ypoco educada— le sorprendiódesagradablemente. Le hicieron esperar unbuen rato en un banco de madera, y a pesar deestar casi solo en la enorme sala, podía sentirsobre él la vigilante mirada de varios pares deojos.

Estaba empezando a ponerse nervioso, ycomo siempre que eso ocurría, sus pies nodejaban de claquear. El suelo de mármol bienpulido de la comisaría emitía un ruido chillón yelectrizante que hacía descomponerse todavíamás su estado nervioso.

Se puso en pie de un brinco, un hombre

con un elegante traje de verano color azul claroy una chillona corbata blanca se acercaba hastaél. Aunque no llevaba uniforme, el padreCarmelo supo enseguida que era del cuerpopolicial, su andar recto y disciplinado así loindicaban.

El hombre delgado, de pelo negro y ojosluminosamente verdes, no se presentó, perocon una mirada severa le preguntó:

—Tengo entendido que quería usted ver alcomisario.

—¿Es usted?—No.—Es de vital importancia que hable con

él, o en su defecto con una persona que puedaayudarme.

—¿Por qué?—La vida de una persona corre serio

peligro.El hombre dudó un momento, y luego se

sentó en el viejo banco, indicando al padre

Carmelo que hiciera lo mismo. Sacó de lachaqueta un paquete de tabaco y encendió unpitillo ante la negativa del sacerdote a seguir suejemplo.

—¿Quién es usted? —preguntó sin máspreámbulos el policía.

El padre Carmelo explicó todo lo quenecesitaba saber sin entrar en detallesengorrosos, y por supuesto sin dar el verdaderomotivo de la presencia de un alto funcionariode la Iglesia. Un hombre podría estarinteresado en acabar con la vida de dos jóvenesmuchachas y había que detenerlo. El policíaanotó palabra por palabra todo lo que el cura lefue diciendo, y cuando éste hubo terminado,hizo un gesto al padre Carmelo para queesperara allí y se marchó.

Al cabo de unos veinte minutos, que alenviado papal le parecieron horas, el mismohombre del traje azul y corbata blanca —peroahora con una gran mancha de ceniza en ella—

le llamó desde el otro extremo de la sala. Elpadre Carmelo llegó ansioso y entró en unaoscura y mal aireada habitación, en el suelohabía un hombre tumbado en una posición poconatural. Junto a él, dos hombres enguantadosrevisaban todo a su alrededor. A su derecha,sentado en una silla, un joven policía, cabizbajoy con ambas manos en la cabeza, parecíacompungido y desolado.

—El obispo ha confirmado toda suhistoria.

—No entiendo nada, ¿por qué me hahecho usted venir a esta habitación?

—Ese hombre que está muerto en el sueloes el comisario. No hace más de una hora queha sido asesinado por un extranjero.

—¿Y qué tengo yo que ver en todo esto?—El hombre que ha hecho esto —dijo

señalando el cuerpo sin vida—, era extraño ypoco común, su historia me hace pensar quepodemos estar hablando de la misma persona.

—¿Y qué le hace pensar eso? —preguntóel padre Carmelo, temiendo que la Iglesia sepudiera ver involucrada en el asesinato de unpolicía israelí.

El policía señaló el ordenador encendido.El padre Carmelo se acercó despacio.

—Cuando se descubrió el cuerpo sin vidadel comisario, el ordenador estaba como ustedlo ve. Esa página corresponde al registro deentrada de hoy de un hotel. Hemos examinadolas huellas del teclado y no corresponden aninguno del personal de esta comisaría. Sinduda el asesino mató al comisario ante lanegativa de éste de dejarle ver esos registros.Algo de lo que leyó ahí le hizo salir a todaprisa.

El padre Carmelo se acercó un poco másy, con el corazón en un puño, empezó a leer.Los ojos se abrieron de par en par, como de unsúbito golpe su rostro perdió todo ápice decolor, y rezando a Dios todo poderoso, movió

la cabeza en un signo claro de comprensión.—No podemos perder tiempo, una vida

está en peligro.—¿Qué vida? —dijo el policía, mirando la

parpadeante pantalla del monitor.—Ésta —el dedo del padre Carmelo se

apoyó sobre el monitor.—Verónica Lograft —leyó el comisario.

VII

Any se dejó caer en la cama de lahabitación, y ni siquiera prestó atención a suamiga cuando ésta le preguntó si tenía hambre.

¿Hambre?, sí tenía hambre, pero de saber.La oportunidad de su vida estaba encerrada enuna bolsa sucia de plástico. Si hace un mesescaso alguien le hubiera contado una aventurasemejante a la que ella estaba viviendo, no lahubiera creído. Eran muchos los años deinvestigación, jornadas frustrantes ydesesperantes en las que avanzar un simplemilímetro era todo un éxito. Había visto consus propios ojos, grandes investigadores, que alo largo de toda una vida dedicada a laarqueología bíblica, o al estudio demanuscritos antiguos, habían tenido toda unaserie de impedimentos para poder trabajar conecuanimidad y de forma objetiva. No sólo era

la Iglesia cristiana la que se veía comprometidaen posibles revelaciones espectaculares,también la religión judía, y cómo no, muchosgobiernos occidentales. Cualquier cambio delo ya establecido durante tantos y tantos años,dado por verdadero e irrefutable, sería unahecatombe mundial a todos los niveles.

Any miró el paquete y suspiró, movió elcuello de un lado a otro, el cansancio leagarrotaba la columna y las vértebras, pero elansia y la incertidumbre eran mucho másfuertes. Verónica se había metido en el baño,estaba completamente sola. Descorrió un pocola cortina y subió las persianas, una brillante luzse apoderó de toda la estancia. Cogió elpaquete y se acomodó en el pequeño escritorioque había debajo de un gran espejo.

No sabía lo que se iba a encontrar, peropartía de una base que para ella era segura: losevangelios no eran fiables, a partir de ahí todopodía ser, incluso la decepción de no encontrar

nada llamativo... pero eso no lo creía posible.Con manos algo temblorosas, empezó a

poner sobre la mesa el tesoro que habíanconseguido a base de sangre y sufrimientos.Cogió unas diminutas gafas y, mientras laslimpiaba, recordó lo que el viejo profesorEinsenmam le contó en una de sus primerasentrevistas para la B.A.R.: El Evangelio deMarcos fue el primero de todos ellos, y no fuecompuesto antes del año 66, coincidiendo conla sublevación judía. Se le puede considerarcomo un texto poético y piadoso. Hechos esuna obra parcial, en la que Lucas, su autor,trabaja con varias fuentes, que corregía yrehacía para adaptarlo a sus intereses. Y algomuy importante, Hechos está dirigido a unpúblico griego, no judío.

Con sumo cuidado, centró su interéssobre los viejos manuscritos de cuero. Empezóa desenrollar las tiras, y pronto vio laimportancia de lo que tenía entre manos: ¡la

primera de las tiras tenía más de siete metros!,pero lo que era mucho más importante, ¡sólolas lecturas bíblicas sinagogales y litúrgicas seescribían en cuero!

Con una mano sujetó el rollo, y con la otraempezó a desenrollarlo.

La escritura está escrita exclusivamentepor una de las caras, y ésta era lacorrespondiente al lado del pelo del animal; ibadispuesta en columnas paralelas y en cuadrática—más conocido por arameo.

«Mi corazón está ya cansado,y sólo amanece junto a mí cadamañana esperando el justomomento en el que tendré querendir mi vida ante Dios. No sécómo calificar esa vida que nuestroSeñor me dio en préstamo. Paraalgunos ha sido fructífera y llenade emociones, para otros

sacrificada, evangélica y espiritual.¿Pero qué opinión tengo yo del usoque he hecho de ella? Ahora quemis días tocan a su fin, en lasoledad de mi retiro he decididoponer en orden mi alma y misrecuerdos. Para mis amigos y fieleshace días que he muerto, allí enBeoda, pero antes de reunirme conÉl quería mirar dentro de micorazón... Al principio, todo estabadesgarrado y había un gran cismaen el que el verdadero instigadorera Pablo. El verdadero y principaladversario de Pablo no era otroque Santiago "el hermano delSeñor". Era el jefe reconocido de lacomunidad de Jerusalén y, en lamayoría de las veces, Santiago erapartidario de una línea dura, sintransigir. Como no podíamos

eliminar a Santiago de ningún tipode textos, se le asignó un papelintermedio entre Pablo y lospartidarios de la línea dura. Seríapor tanto Santiago una figuraconciliadora.

Santiago era en verdad elcustodio del conjunto original deenseñanzas, y el exponente de lapureza doctrinal y la rigurosaobservancia de la Ley. Nunca,nunca se le hubiera ocurridofundar una nueva religión. Peroeso era precisamente lo que hizoPablo.

El Jesús de Pablo tenía que serun dios fuerte, cuya biografíaigualara, milagro por milagro, lade las divinidades de la época conlas que tenía que competir pordevotos. Para Santiago esto fue,

por supuesto, blasfemia yapostasía.

Como ya advertí a Pablo, todoesto provocó la hostilidadhomicida, habíamos creado unareligión nueva que cada vez teníaque ver menos con su supuestofundador.

Nos alejábamos de nuestraprimitiva fe, pero era un caminolaborioso y muy, muy espinoso. Nohabía más remedio que ir dejandoatrás a nuestros enemigos, pero elenemigo más importante ypeligroso era, sin duda alguna,Santiago. Él había estado muchomás cerca de la "fuente" quenosotros. Por lo tanto, una simplepalabra suya servía paradesacreditar todo aquello en lo quePablo tenía empeño.»

Any restregó sus doloridos ojos, y dejóque éstos descansaran un poco. Erandemasiados días sin dormir bien, casi sincomer y con demasiada adrenalina en sus venascomo para no sentir un cansancio eterno entodo su cuerpo.

Aquello era mucho más de lo que hubierasoñado nunca, y sin embargo no le gustaba loque estaba leyendo. Todo en lo que habíacreído, y las enseñanzas en las que había basadosu cultura, se venían abajo. Tocó conveneración el cuero antiguo y se sintió mal pordentro, no estaba segura de si sería buena ideaque toda aquella información fuera expuesta ala opinión pública.

Notó la presencia de alguien a su lado y,con lágrimas en los ojos, giró la cabeza. Sinembargo, la cara desencajada por el pánico quepudo leer en el rostro de su amiga Verónica lesacó de su letargo.

—¿Es que no me oyes, Any? ¡Por Dios,escúchame! —Verónica empezó a zarandearlapor el brazo.

Any se puso en pie y, casi forzadamente,intentó buscar una sonrisa en sus labios.

—Tranquila. Verónica, ¿qué es lo que tepasa?

—¿Es que no has escuchado lo que te hedicho?

—Me temo que no.—Debemos marcharnos ahora mismo de

aquí.—El avión no sale hasta dentro de seis

horas, tú llamaste para hacer la reserva, y creoque en esta habitación estaremos mejor quedando vueltas por ahí.

—He cometido una grave equivocación,no me he dado cuenta y he hecho la inscripciónen el hotel con mi nombre.

La cara de Any fue una mezcla de asombroy terror. Con los ojos muy abiertos, miraba a su

amiga sin saber muy bien qué decir.—Tú estabas completamente centrada en

los manuscritos, y parecías tener prisa por ir ala habitación, y yo no me di cuenta.

Verónica volvió a meter los manuscritosen la bolsa y, sin que Any todavía hubierareaccionado, empezó a vestirse a toda prisa.Con el pelo goteando agua, cogió a su amigapor el brazo.

—¡¡Por Dios, Any, muévete, salgamos deaquí!!

VIII

Se sentía rejuvenecido, todavía era ágil demente, había resuelto de forma eficiente unasituación que se le había puesto seriamentecomplicada. Estaba eufórico y seguro de símismo, tenía la certeza de que todo le iba asalir bien. Los jefes no tendrían más remedioque comprender que él era el mejor, siempre lohabía sido y lo seguiría siendo por muchotiempo.

Sacó de uno de sus bolsillos una pequeñaBiblia. Aquel precioso libro había sido sucompañero a lo largo de todos aquellos años.Siempre le había guiado y aconsejado.

Miró las incrustaciones en oro de sulomo, y observó orgulloso cómo, a pesar delpaso del tiempo, las letras doradas brillabanelegantes en la oración: Biblia de Jerusalén.

Se llevó el libro santo a los labios y, como

aquella primera vez que tuvo que poner todo suser al servicio de Dios, lo besó. Lo besó condevoción y pasión.

Tantas veces había abierto el libro poraquella página que no necesitó buscarla, niojearlo siquiera. Ante él, del color cremaoscura que marca el uso y desgaste de las hojasde papel, apareció el Apocalipsis.

«Revelación de Jesucristo; sela concedió Dios para manifestar asus siervos lo que ha de sucederpronto; y envió a su Ángel paradársela a conocer a su siervo Juan,el cual ha atestiguado la palabrade Dios y el testimonio deJesucristo, todo lo que vio. Dichosoel que lea y los que escuchen laspalabras de esta profecía yguarden lo escrito en ella, porqueel tiempo está cerca.»

Su Dios le necesitaba, y él no le fallaría.Entonces las vio.Las dos muchachas salían de forma algo

precipitada del hotel y, mirando algo temerosasde un lado a otro de la calle, se adentraban en elbullicio de la gente.

Sonrió satisfecho, lo había conseguido.Sin relajarse lo más mínimo en su tarea,disfrutaría con aquello, ¡vaya si disfrutaría!

IX

Nada parecía funcionar mal, y sin embargono estaba tranquila. Al salir del hotel, y sólopor un momento, creyó sentir sobre ella lamirada de unos ojos asesinos. Pero no vio anadie, el bullicio de la gente y el tránsito de lacalle hicieron que poco a poco se fueratranquilizando y ganando en confianza.

Dirigió la mirada hacía su amiga Any, y elsaber que la tenía a su lado la tranquilizó. Anyapretaba con fuerza la bolsa que llevaba en sumano, los nudillos de su puño estaban blancosde la energía, y el contenido de aquel burdopaquete pesaba tanto o más en su brazo que ensu conciencia. Se sentía como una auténticacolegiala cogida en un fallo, y con el corazóncompungido camino del despacho de la madresuperiora; pero esta vez, para su desgracia, loque estaba en juego eran sus vidas y... muchas

más cosas.¡Cinco horas, todavía cinco horas para que

su vuelo saliera!, aquello era demasiado tiempopara ir callejeando por aquella indómita ciudad.Sin embargo era su estupidez la que las habíallevado hasta aquella situación. Podría ser quesu alarma fuera en vano, y nada hubieraocurrido, pero quedarse a comprobarlo eradoblar su insensatez.

Verónica sentía la opresión del miedo ensu pecho, y una tenue niebla oscura cubría sumente. Se dejaba llevar por Any, en la seguridadque veía marcada en el rostro de su amiga,aunque ésta, estaba segura, era más fachadaexterior que convencimiento propio. Pero aunasí, era de agradecer que una de ellas hubieratomado la iniciativa y dejara el pánicoaparcado, por el momento, en un lado de sucerebro.

Verónica salió momentáneamente de suletargo cuando reconoció dónde se

encontraban. Habían andado un buen trecho, ybordeando el Monte del Templo, entraban en laVía Dolorosa. El bullicio de la gente rayaba enla locura, como cada viernes del año, cuandolos Padres Franciscanos, a las 15:00 horas,celebran una procesión que atrae a muchosperegrinos, turistas y vendedores de recuerdos.

Numerosos grupos organizados seguíancomo corderos embelesados a sus respectivosguías. Pero también un gran número de turistasindependientes pagaban sus promesas portandosobre sus hombros reproducciones de la cruzque cargó Jesús.

Sí, decididamente Any sabía muy bien loque hacía, la ruta estaba atestada de gente.

X

Al cabo de unos minutos, que al padreCarmelo le parecieron irremediablementeeternos, llegaron al hall del hotel Notre Dameof Jerusalén Center. Carmelo no dejaba deobservar al hombre del traje azul, no sabíaexactamente lo que esperaba de un inspector depolicía, pero aquel hombre, y sobre todo suatuendo, no entraba dentro de lo que latelevisión y el cine enmarcaban como uneficiente agente policial.

El gerente del hotel, tras hacerles esperaren un sombrío despacho, les comunicó lo queél tanto había temido: las dos muchachas sehabían marchado hacía tan solo un par de horas;y por supuesto nadie sabía hacia donde.

Carmelo repetía una y otra vez aquel gestomecánico que indicaba su crecientenerviosismo, pasaba la mano por su rostro y

luego se rascaba la cabeza, el aumento delpicor de su cabello era la pauta para decirle quetodo marchaba mal.

—¿Qué opina usted, inspector?El agente estiró su chaqueta de forma

coqueta, mientras que un cambio en elsemblante de su rostro indicaba que, por vezprimera, reparaba en la mancha cenicienta de sucorbata. Inspeccionó el nudo de la corbata y,cuando quedó satisfecho, miró con sus ojososcuros y avispados al sacerdote.

—Nada bueno, padre. Esas dos chicasandan por la ciudad de Jerusalén, con unasesino tras ellas, justo en el día que másbullicio y gentío hay.

—¿Qué quiere decir con eso?—Sencillamente que hoy es viernes y la

ciudad está llena de turistas, curiosos y gruposreligiosos de todas índoles —el inspectorguardó un breve silencio mientras encendía unnuevo cigarro—. Si ellas son conscientes del

peligro que corren, pueden aprovechar dichacircunstancia, pero si no... bueno, vamos atener un trabajo difícil, será como buscarlas enun estadio de fútbol lleno a rebosar sin tener lamás mínima idea de dónde puedan estar.

XI

Dios tenía que estar premiándole portodos sus esfuerzos y quebraderos de cabeza,sin duda aquel era el marco ideal para acabar sutrabajo, y sería un homenaje a su sufrimiento.No le importaba nada la gente, para él eransimples bultos, sólo dos personas centrabantoda su atención, y cuando tuviera que actuar nodudaría.

El espectáculo era casi dantesco,escuálidos personajes, con la única prenda deun mísero taparrabos, portaban enormes ypesadas cruces. Algunos incluso llegabanmucho más lejos, y en su cabeza llevabancoronas de espinas. La sangre se mezclaba ensus rostros con el sudor que el reinante calorhacía salir de todos los poros de la piel, y elpolvo que la apabullante muchedumbrelevantaba del sucio y seco camino.

Era algo chocante observar condetenimiento el contraste que había entre laparafernalia montada por todas aquellaspersonas que tomaban parte en la procesión,todos ataviados a la antigua usanza, y la larga eincontrolada fila de turistas de las más diversasnacionalidades con sus modernas cámaras devideo.

El devorador de sombras movió la cabezade forma despectiva, aquella era la parte quemenos le gustaba de la religión. No entendía lasexhibiciones populares, para él la fe era algomuy serio, y que debía llevarse en la intimidadde un templo. Ahora, estando allí, se dabacuenta de cuánto echaba de menos su retiroespiritual allá en el monte Sinaí.

Aquello le recordó por qué estaba allí, yuna sonrisa gélida y casi inhumana recorriótodos sus labios. Sacó unas gafas de sol y seprotegió los ojos, el sol era fuerte en aquellaciudad, pero mucho más a aquellas horas del

día. Nunca le había gustado el bullicio, por loque empezaba a sentirse incómodo, pero noquería que el apremio le jugara una malapasada. No, esta vez haría las cosas bien, dejaríaque las dos chicas se sintieran tranquilas y agusto con el espectáculo, él hallaría el mejormomento para terminar con todo aquello.

Una banda de música cerraba la largaprocesión, unos acordes mal tocados delRéquiem de Verdi se difuminaban por laluminosa vía. La comitiva estaba llegando justodentro del Instituto El-Omariyeh, por la puertasituada al final de una prominente rampa. Era ellado sur de la Vía Dolorosa, y desde allí, justohacía el este, se podía ver el arco de EcceHomo.

El devorador de sombras dejó que toda labanda pasara delante de él para unirse a la largacomitiva. A tan solo 150 metros, las dos chicasdeambulaban entre el gentío. Sabíaperfectamente dónde acababa aquella primera

estación. ¿Cuántas horas hermosas habíapasado allí?, aquél era el lugar donde se creíaque se había juzgado a Jesús. No es que tuvieranada de valor para los cristianos, pero para élera uno de sus sitios favoritos. Muchosmomentos de juventud habían transcurrido enel primer piso de aquel vetusto edificio, desdedonde unas paradisíacas y melancólicas vistasde la Montaña del Templo, o Haram Esh-Sharif,dominaban todas las ventanas.

El sacerdote no se preocupó porque susdos perseguidas se perdieranmomentáneamente de su vista, sabíaperfectamente lo que iba a ocurrir acontinuación.

La comitiva de la procesión entró en eledificio, y con ellos los más intrépidos de losobservadores y turistas, entre los que seencontraban Any y Verónica. Sin embargo fuecorta su dicha, pues varios sacerdotes con caraagria y áspero lenguaje les «invitaron» a

abandonar el edificio. Sólo Verónica, de todoel decepcionado gentío, pareció protestar yrevelarse ante los malos modos. Sin embargo,la contundencia con la que fue cerrada la granpuerta de hierro, ante sus mismas narices, nodejó opción a discusión alguna.

La gente empezó a moverse en una únicadirección, todos parecían tener claro dondeencontrarse de nuevo con la procesión, por lotanto, y al igual que rebaño que no necesitapastor para encontrar su camino, todossiguieron la marcha.

El sacerdote ya había llegado a la segundaestación. Los Santuarios Franciscanos de laFlagelación y la Condenación.

Esperó tranquilamente a que la comitivallegara a la gran puerta de madera que a suizquierda descansaba, abierta sobre susoxidadas y negruzcas bisagras. Con su rodilladerecha tocó el frío y desgastado suelo demármol, mientras hacía la señal de la cruz

sobre su pecho; según todas las creencias,Jesús fue condenado allí. Caminó despacio ybuscó refugio, resguardado de miradasindiscretas, y a su vez, donde él podría ver conclaridad a toda aquella gente que entrara en elrecinto. No dudaba que sus dos «amigas» sesentirían mucho más seguras en el interior dela gran casa.

Entre columnas, siguió el camino que seabría a su derecha. Llegó a la capilla de laFlagelación y sintió una especie de calambreque recorrió todo su cuerpo; aquél era el santolugar donde Jesús había sido azotado de formainhumana. Estaba seguro que si Dios hubieratenido a bien el hecho de que él hubiera vividoaquella época, no habría permitido tan granafrenta, no hubiera dudado en morir por ello.Pero era ahora cuando su Dios le pedía algo yno podía fallarle.

Levantó la vista hasta la gran cúpula, y semaravilló del grabado que rodeaba ésta,

formando una luminosa corona de espinas. Laluz entraba fuerte y segura por los grandesventanales de la capilla que, rodeando el altar,mostraba a toda aquella multitud, testigoexcepcional de aquel histórico hecho.

Se acomodó detrás de una de las fríascolumnas y vio pasar toda la comitiva. No tuvoque esperar mucho más para ver a las dosmuchachas, que agarradas de la mano intentabancamuflarse entre la multitud. El sacerdote fijósu mirada en una de ellas, en su mano derechadescansaba una gran bolsa de plástico.

Una sonrisa se grabó en el rostro deldevorador de sombras, una sonrisa gélida quemurió en sus labios casi al mismo tiempo queaparecía.

XII

Estaba viviendo un espectáculoemocionante. Ver los rostros desencajados porla emoción y la fe le llenaba de sentimientoscontradictorios. Nunca había sido una personaespecialmente religiosa, y como casi toda lagente, se acordaba de Santa Rita sólo cuandotronaba; pero algo en su interior la acercabamás a esos sentimientos cuando veía a todaaquella gente apasionada.

Una exclamación de incredulidad se habíalevantado entre todos los turistas curiososcuando un hombre extremadamente delgadohabía caído en toda la extensión de su cuerposobre el ardiente suelo de la Vía Dolorosa. Lacruz que portaba sobre sus raquíticos hombrosera demasiado pesada para él, y ya en lasegunda estación no había podido soportar elpeso. El silencio se hizo denso, incluso la

banda de música cesó en su cantinela comoesperando algo, y ese algo llegó de formaimprevista.

El hombre sólo había podido recomponersu figura hasta ponerse de rodillas, la sangrecorría libre por sus mejillas, pues lo único queno se había movido en todo aquel ajetreo habíasido la cruel corona de espinas que, de formasolemne y altanera, portaba sobre su cabeza. Enla espalda, y sobre la tez morena de su pielcurtida, un inmenso moratón señalaba el lugardonde todo el peso de la enorme cruz demadera descansaba en el lento caminar hasta elescenario de la crucifixión de Jesús.

Nadie hizo el más mínimo ademán porayudarle, el silencio seguía siendo hermético,sólo el ruido, fuera de lugar, de las numerosascámaras fotográficas inmortalizando aquelsufrimiento humano, lo rompían. Y cuandotodo el mundo estaba perdiendo el interés, ydaba por perdido aquel esfuerzo, un pequeño

gorrioncillo se posó a escasos centímetros dela mano temblorosa. El murmullo deincredulidad hizo que el moribundo penitentelevantara su cabeza, y sus ojos se cruzaran conlos de aquella vida libre y ajena a todo lodemás.

El pequeño pajarito miró en todasdirecciones, y debió de ver muy claro cuál erala mejor alternativa a tomar, pues lenta ygrácilmente, con la inocencia que sólo da lanaturaleza, se posó sobre uno de los brazos dela cruz.

Las cámaras funcionaron, los gritos dejúbilo surgieron de las mudas gargantas, y lamúsica de Verdi volvió a nacer. El penitentepareció sacar fuerzas de donde parecía nohaberlas y se puso en pie, las lágrimas bañabansu rostro y sus ojos miraban decididos el cieloazul.

No pareció gustarle tanto alboroto alasustado animalillo, que con rapidez emprendió

el vuelo.Verónica volvió a hacerse la misma

pregunta, que ya una vez alguien había metidoen su mente, ¿era justo romper con todoaquello?

Salían de la segunda estación, miró sureloj y éste no le dio muy buenas noticias,todavía tenía más de cuatro horas por delante.De forma nerviosa, miró de un lado para otro,¿por qué tenía la extraña y segura sensación deque estaba siendo observada continuamente?

Estaban entrando en la confluencia dondela Vía Dolorosa se junta con El Wad Rd. yseñala el lugar donde Jesús cayó por primeravez, mientras cargaba con su pesado tributocruzado. El suelo estaba completamentedominado por los vestigios excavados de la víaromana original, que de forma inconexa yconfusa aparecían de aquí para allá.

La tercera estación estaba indicada poruna pequeña capilla polaca, sin embargo la

comitiva no hizo ademán alguno de frenar sucamino y pasó de largo por el Hospicio delPatriarcado Católico Armenio.

La cuarta estación estaba casi pegada a latercera, sólo el hospicio separaba una de otra.Era allí donde decía la historia que Jesús habíareconocido, al distinguir entre la multitud, a sumadre... y ella también, como si de un presagiose tratara, descubrió, en la esquina opuesta,apartado de la gente y semioculto, a la personaque centraba todas sus últimas pesadillas.

Se sintió desfallecer, las piernas parecíanno sostenerla, y el estómago parecióencogérsele hasta el extremo. Any sintió comola mano de su amiga apretaba de maneradesaforada la suya, y se alarmó al mirar elrostro desencajado de Verónica.

—¿Qué es lo que te pasa?—¡Dios mío nos ha descubierto!,

¡estamos perdidas!Verónica señalo con un gesto de su cabeza

hacia el lugar donde todavía se encontraba elmonje, y Any observó la causa del pánico de suamiga.

La gente se iba animando, el calor de lasescenas marcaba el ritmo de las estaciones y,poco a poco, la emotividad del acto fluía comoel despertar de un joven torrente por lacomitiva. El Wad R.D se perdía a cada paso enuna trayectoria hacia el Muro Este, mientras laVía Dolorosa llegaba al entreacto de su funcióndirigiéndose al Oeste.

Podría ser una esquina cualquiera, decualquier barrio de la vieja Jerusalén. Nadaparecía diferenciarla de todas las demás, suaspecto no marcaba nada especial, la mismatextura en sus derruidos muros, las mismascasas bajas, árabes, pero sobre todomusulmanas. Un anciano fumaba tranquilo,impasible a todo lo que desfilaba ante él; lacostumbre y la fuerza de los años habían hechopara él aquel espectáculo algo cotidiano y

aburrido. Su gran pipa apenas si dejaba escaparel humo, y los ojos vivos y alegres del ancianomiraban llenos de paz.

Tan sólo un vendedor de recuerdosindicaba la importancia que para mucha gentetenía aquel lugar. Para el viejo fumador de pipa,la esquina marcaba el límite de su casa; para elvendedor su reclamo de venta, sobre algo queno llegaba a entender del todo bien, pero paramuchos creyentes, en esa misma esquina seencuentra el lugar donde los romanos dePilatos obligaron a Simón el Cirineo a llevar lacruz.

Unas escuetas señales marcadas en tornoa una vieja puerta conmemoran tal hecho... Erala quinta estación.

Las gotas de sudor corrían alegres por sufrente, y un escalofrío lleno de ansiedadrecorrió toda su espalda. ¿Habían recorridotantos caminos y vivido tantas cosas para queahora acabara todo?

Verónica fijó despacio, y con extremadaprecaución, su mirada en el devorador desombras, y lo que vio reafirmó lo peor de sussospechas: una sonrisa burlesca se manteníafirme en el moreno y huesudo rostro delmonje.

Quería gritar, gritar y correr, pero ¿quégritar?, y ¿hacia dónde correr?

Estaban en una ciudad extraña, fuera de locomún, nada parecida a las muchas ciudadesoccidentales que ellas conocían y dominaban ala perfección. Aquella era una ciudad atípica,mezcla de culturas y conflictos, abundaban lasrazas y costumbres diferentes, ¿quién se iba apreocupar por dos alocadas jovenzuelas?

Siguieron la misma calle y, también amano izquierda, llegaron al sitio donde labíblica Verónica limpió el rostro de Jesús conun sucio trapo.

Un guía turístico explicaba en un francésalgo chabacano aquel hecho, dentro de un

destartalado y mal cuidado PatriarcadoOrtodoxo Griego en el barrio cristiano, dondese expone el supuesto trapo que muestra lashuellas del rostro de Jesús. Cuando, entresusurros y apenas de forma inaudible, las dosamigas oyeron algo que las llenó de pavor:

—Una Verónica limpió el rostro denuestro señor, y ahora otra quiere mancillarlocon mentiras.

Any y Verónica se volvieron y, apenas a unmetro escaso de distancia, el monje estaba anteellas. ¿Cómo podía haberse acercado de formatan sigilosa y veloz? El monje, con una miradapenetrante y cargada de odio, exclamó:

—¡No dejaremos que le crucifiquen otravez!

Podían oír su fuerte risa mientras corríany corrían.

Estaban en la séptima estación. Aquí Jesúscayó por segunda vez, el lugar estaba marcadopor señales en la pared del lado Oeste de Suq

Khan ez-Zeit St. La calle se juntabafrontalmente con el mercado principal, quearranca del final de esta sección de la VíaDolorosa.

El mercado bullía con vida propia, unruido envolvente y constante al que todovisitante acaba acostumbrándose al cabo deescasos cinco minutos; un ruido que te lleva, tearrastra y te abraza, confundiéndose con suolor. Olor típico y especial, algocompletamente inequívoco. Era un mar degentes y voces, un escaparate abierto a laimaginación y a la necesidad. Adentrarse enaquel submundo era una aventura por sí sola,podías encontrar desde un exótico loroamazónico, pasando por la mejor seda oriental,hasta los más sabrosos y rojos tomates de lahuerta israelita y Palestina.

En el siglo I, aquel lugar donde ahoradescansaba tan enorme caos había sido ellímite de la ciudad, y una puerta, ahora

inexistente, permitía salir al campo. Estacircunstancia forma parte del argumento quesostiene que la iglesia del Santo Sacrificioocupa en la actualidad el escenario genuino dela crucifixión, entierro y resurrección deJesús.

Toda su ansia había sido escapar y correr,por ese motivo en ningún momento habíanmirado tras de ellas para ver a su perseguidor.Por ese motivo, el susto fue mayor, no sehabían percatado de que el monje había dejadode ir tras ellas hacía ya un buen rato. Any corríaen primer lugar, pues de las dos era la quemejor conocía aquel maremágnum de callejasestrechas. Pero su conocimiento del sitio noera lo suficientemente grande como para dejaratrás a un perseguidor avezado, y a la vez saberdesenvolverse con rapidez y conocimiento dellugar... Algo que su perseguidor sí tenía.

El susto fue monumental, acababan dedoblar una de las muchas esquinas en forma de

L y se encontraron con una diminuta plazoleta,ésta se formaba a mano izquierda y recogía lapiedra y la cruz latina que indicaban el lugar dela octava estación.

El monje estaba arrodillado sobre lapiedra, con los brazos y la miradacompletamente levantados hacia el cielo, y deforma teatral gritaba lo que, según las SagradasEscrituras, casi 2000 años antes había gritado,en ese mismo lugar, Jesús de Nazaret a unasmujeres:

«Hijas de Jerusalén, no lloréispor mí; llorad más bien porvosotras y por vuestros hijos.Porque llegaran días en los que sedirá: ¡Dichosas las estériles, lasentrañas que no engendraron y lospechos que no criaron! Entonces sepondrán a decir a los montes:¡Caed sobre nosotros! Y a las

colinas: ¡Cubridnos! Porque si enel leño verde hacen esto, en el seco¿qué se hará?»

Any y verónica se pegaron a la sucia paredy, petrificadas, miraban como el monje repetíauna y otra vez aquel mensaje. Fue Verónica laque, tirando de la mano de su amiga, siguióavanzando.

Aquél era un cuento de locura, el monjeestaba jugando con ellas y no había lugar adudas de que estaba disfrutando. Pero lo queera mucho más importante y preocupante, eraque también había dado sobradas muestras delocalizarlas y acorralarlas a su antojo, ¿paracuándo dejaría el golpe final?

Todo parecía indicar que el final deaquella Vía también iba a ser «doloroso» paraellas, el monje las llevaba estación a estaciónhasta la última: El Santo Sepulcro.

¿Sería la tumba de Jesús también la suya?

* * *

Si alguna de las catorce estaciones dejababien claro que aquel recorrido había sidotrazado mucho después de los sucesos que díatras día conmemora, la confirmaciónconcluyente era la novena estación.

La pétrea procesión, empujada por unoleaje de expectante multitud, retrocedió y,girando con toda su pompa y colorido a laderecha, fue caminando lentamente hacia elsur, alejándose a cada paso de la Puerta deDamasco. Verónica y Any se vieron de prontosumergidas en aquel lento goteo de gente que,casi con equilibrios, pasaba por la escuetaescalera que hallaron a la derecha. El oleajehumano seguía devotamente por aquel estrechocamino, y al igual que en un gran reloj de arena,cada persona semejaba un grano de fina tierraque pasaba obediente por el pequeño orificio.

Un sitio tan escueto y abarrotado de gente, hizoque la temperatura ambiente subiera endemasía, el gentío sudaba y el mal olor hizodesistir a muchos de los que ya alcanzaban laentrada de la estrecha escalera. Empujones yalgún que otro mal modo fue lo que las dosmuchachas tuvieron que sufrir para continuar suúnica vía de escape.

Any aferraba la gran bolsa de plásticocontra su pecho como si en ello estuviera enjuego sus vidas, ¿quién podría saber si estaba enlo cierto?

Por fin, el estrecho camino desembocó enuna plaza que, aunque pequeña, dejaba algoabiertas varias sendas. En la parte central de laplaza, una sencilla iglesia copta era lo únicoreseñable de aquel lugar. La iglesia estaba enbastante mal estado, y con el acuciante solpegando a sus espaldas, la gente buscó con másinterés las ínfimas sombras que ofrecían losmuros de las casas y los dos destartalados

árboles del centro de la plaza, que los vestigiosde una columna de la iglesia copta, que en supuerta señalaban el lugar donde Jesús cayó portercera vez.

—Hay que ir pensando algo, sólo quedancinco estaciones, y por lo que se ve nuestroamigo quiere recorrerlas todas —ComentóAny, señalando al monje que, apoyado al otroextremo de la plaza, las miraba a través de susoscuras gafas, sin mover un solo músculo de sumoreno rostro.

Verónica observo al monje y tragó laescueta saliva que el creciente calor habíadejado todavía en su reseca garganta.

—Si todavía quedan cinco estacionestenemos tiempo, mientras estemos entre tantagente no podrá hacernos daño.

—No estés tan segura tú de eso.—¿Por qué? —pregunto Verónica

arrugando su frente en claro signo depreocupación.

—Como te he dicho, sólo quedan cincoestaciones, pero lo malo es que estasestaciones están todas dentro de la iglesia delSanto Sepulcro, y allí seremos un blancomucho más fácil.

La iglesia del Santo Sepulcro, a pesar deser el santuario más importante y emblemáticode la cristiandad, no era fácil de identificar.Verónica pudo escuchar a varias personas quellegaban hasta allí sin saber ciertamente qué eslo que veían.

A ella también le decepcionó. No es queesperara la inmensidad y la grandeza de laspirámides egipcias, ni algo tan regio y colosalcomo la ciudad de Petra. Tampoco se habíahecho a la idea de ver algo tan llamativo comoLa Meca, pero aquel frío edificio que apenas sidestacaba de todos los demás de lasinmediaciones le resultó triste y desangelado.La fachada del siglo XII servía tanto de entradacomo de salida.

La gente seguía el curso de la procesiónya en el final de su recorrido, subieron por unaempinada escalera —¡otra más!— que seencontraba a su derecha, nada más traspasar elumbral, y un templo oscuro, estrecho ytremendamente ruidoso golpeó con fuerza sussentidos.

Una nueva decepción encontró hueco enel latente y nervioso corazón de Verónica. Lagente que poco a poco pasaba era objeto de lagrosería y malos modos de los monjes que allívivían y rezaban. Deambulaban empujando ychocando contra todos los desconcertadosvisitantes, que no esperaban talcomportamiento de unos hombressupuestamente santos. Uno de estos monjeschocó contra Verónica, dando a ésta un sustodescomunal, mientras rezaba y bendecía.

—¿Comprendes ahora por qué te decíaantes que aquí todo será mucho más fácil paranuestro perseguidor? —comentó Any, mientras

agarraba a Verónica y la instaba a seguir haciadelante.

La comitiva se había detenido en mitad dela iglesia, y las dos muchachas cerca deltambor de la cúpula. El ruido ensordecedor fuedisminuyendo poco a poco y dejando paso a losbellos salmos que los monjes cantaban. Lossalmos latinos llenaban todo el recinto y hacíanque la emoción se grabara en todas las miradasde la gente. Era una escena bella, los mártiresdejaban sus cruces de madera y se tumbaban enel frío suelo de piedra extendiendo sus brazosen cruz, ofreciendo su esfuerzo y penitenciacomo redención a algún pecado. Los monjesfranciscanos cantaban con voces melodiosas,llenando cada rincón de la iglesia, Verónica yAny fueron recorriendo despacio, y en mediocírculo, la sala central, y de repente todo acabó,los bellos cantos dejaron su sitio al ruido de lagente y los rezos, y el pequeño orden que habíapresidido todo mientras duró la procesión, dejó

su espacio al caos.La iglesia era un espantoso conglomerado

de distintos estilos arquitectónicosdesarrollados claramente durante los siglos.

La décima estación estaba nada más entraren la iglesia, subieron de nuevo por la empinadaescalera y encontraron la capilla superiordividida en dos naves. La derecha pertenece alos franciscanos y la izquierda a los ortodoxosgriegos. Fue en esta décima estación dondeJesús se despojó de sus vestiduras.

Las dos muchachas se unieron a un grupode emocionados turistas que, con los ojosabiertos de par en par, escuchaban absortos a suguía. Éste, un hombre alto y larguirucho,explicaba en un inglés de lo másnorteamericano cómo aquellas escaleras eranla antigua entrada al Calvario de los tiempos delas Cruzadas.

Verónica y Any avanzaban con cautela yobservándolo todo, no en vano ellas no estaban

allí de visita. Había gente que, con paciencia,hacía cola para poder tocar la parte superior delbloque de piedra que se conservó de la antiguacantera. Esta piedra podía verse y tocarse bajoel altar griego. Marcaba el lugar donde elcuerpo de Jesús fue descendido de la cruz yentregado a María. Era la undécima estación.

No sabían muy bien qué es lo qué debíande hacer, su enemigo las observaba a escasosdiez metros de distancia, lo cual les hacíasentirse incómodas y agobiadas, pero sobretodo muy preocupadas. El monje ya habíademostrado en más de una ocasión, en aquellaextraña persecución, que la distancia entreellos no era ningún obstáculo para él, con unsigilo asombroso varias veces se habíacolocado codo con codo junto a ellas.

Decidieron obedecer a su instinto y sumiedo, y siguieron a la masa de gente quecontinuaba su recorrido por la iglesia. Bajaronlas escaleras y se toparon con la Capilla de

Adam. La muchedumbre se iba apartando haciala pequeña ventana desde la cual podía verse denuevo la roca.

El guía gritaba para poder hacerse oírentre tanto ruido y, a voz en grito, explicabaque, según cierta leyenda, Adam fue enterradobajo el Calvario y la sangre de Jesús goteó poresta grieta para ungirlo.

La piedra de la unción fue la causa de quela pequeña escalera que conduce a lo alto delCalvario pasase casi desapercibida tanto paraVerónica como para Any. Llegaron ante untosco muro mal estructurado, tan sólo unosiconos griegos colgados parecían dar sentido aaquel trozo de ladrillos. La iglesia actual eramás o menos un edificio de la época de lasCruzadas. A pesar de no ser muy ducho en eltema, cualquiera podía observar que, si aún sesostenía en pie, era debido sobre todo a la laborde los albañiles locales.

Siguieron caminando y dos columnas en

claro estado de deterioro les sirvieron deescudo y observatorio. El monje parecíainteresado en todo lo que le rodeaba y no muyde forma especial en ellas, pero no podíansaber lo que pasaba en aquel momento por unamente tan maquiavélica como la que poseíaaquel extraño personaje.

Estaban otra vez al nivel del suelo, pasadala capilla ortodoxa griega, era el centro de unapequeña rotonda y frente a ellas estaba el SantoSepulcro.

Verónica se secó las escurridizas lágrimasque bañaban sus ojos rojos; una amarga sonrisa,escueta y llena de amargo dolor, se dibujóapenas un leve instante en sus jóvenes labios.Recordó las veces que su padre, al referirse aaquel lugar, lo había descrito como «chabacanoy horrible kiosco».

Numerosos peregrinos rodeaban la capilladel Ángel y encendían velas tras dejar unpequeño donativo. Muchas de estas velas

presidían la pequeña tumba, al lado de la lápidade mármol, levantada sobre la roca donde fuedepositado el cuerpo de Jesús.

Any tiró fuertemente de la mano de suamiga Verónica y ésta siguió a su compañerahacía la parte trasera, no sin antes mirar a superseguidor; éste caminaba impávido, segurode sí mismo y manteniendo la pequeñadistancia que los separaba.

Llegaron a la parte trasera del SantoSepulcro, donde una diminuta capilla coptallenaba el escaso espacio. Un pequeño yescuálido sacerdote, apenas visible tras supoblada barba, se dirigía a todos los visitantes yles instaba a besar el oscurecido muro de latumba, esperando el respectivo donativo. Elgrupo de visitantes que precedía a las dosmuchachas fue siguiendo la marcha sindetenerse, y en un instante Any y Verónica sequedaron solas con el sacerdote y... superseguidor. Verónica, dándose cuenta del

peligro que corrían, quiso salir del paso, peroya el barbudo sacerdote las cortaba el paso.

—Unas muchachas tan bonitas no puedenpasar sin besar la tumba de nuestro Señor. Porfavor, es una oportunidad única, no hagan a esteviejo sacerdote semejante feo.

Any iba a contestar cuando sintió que unbrazo fuerte la sujetaba por la cintura como unacadena de hierro.

—Hermano, soy sacerdote como tú, yguía de estas dos amigas, te rogaría que nopermitieras que nadie nos molestara duranteveinte minutos, el tiempo suficiente paraexplicar la historia del lugar y hacernos unascuantas fotos, te llamaremos para que posescon nosotros en una, como recuerdo de tubondad.

Mientras decía esto, el devorador desombras sujetaba fuertemente a Any por lacintura y, con la otra mano, alargaba unreluciente billete de cien dólares al

sorprendido sacerdote; sin duda alguna, ciendólares era mucho más dinero de lo que sacabaen donativos en dos semanas. Por ese dinero,aquel servidor del Santo Sepulcro habríacerrado para ellos toda la iglesia.

El barbudo sacerdote cogió el dinero ysalió disparado para impedir que la gente queempezaba a entrar continuara hacia allí. Nisiquiera se paró a pensar por qué aquel hombre,que había sido tan generoso con él, no se habíadignado a mirarle a la cara ni una sola vez, puesmientras con una mano tenía agarrada a una delas chicas por la cintura, con la otra mano leextendía el dinero mientras le hablaba, pero suvista estaba fijada, dura y penetrante, en la otrade las muchachas.

Verónica sintió aquella mirada como unhierro candente que quemara su corazón, nohacía falta que aquel horrible hombre le dijeranada, lo estaba entendiendo todo, aquellamirada asesina le decía que si hacía algo fuera

de lo normal su amiga sería historia. Y notódesfallecerse cuando aquel sacerdote, ajeno atodo y con sus cien dólares en la mano, lasdejaba a merced de aquel asesino... ¿Habríanluchado tanto para perderlo todo precisamenteen semejante lugar?

XIII

El padre Carmelo estaba desesperado.Como bien había dicho el comisario, aquelloera una tarea de locos, un mar de gentesrecorría las calles, grupos de diferentesnacionalidades: asiáticos, africanos, europeosy un sin fin de norteamericanos se mezclabancon la población nativa de tal modo que buscara alguien, sin saber muy bien dónde podía estar,era cuando menos una tarea ardua y difícil.

Habían recorrido ya de un lado a otro todoel barrio armenio, y las esperanzas del padreCarmelo se desvanecían a cada paso que daba.Aquél era un barrio al que podíamos denominaruna ciudad en miniatura dentro de lo que es laciudad antigua. Cuando salían del barrioarmenio el comisario recibió una llamada paradecirle que en la ciudad nueva no había ni rastrode las dos muchachas.

—Bien —dijo el comisario, mientras serestregaba la corbata que hacía unas horas habíasido blanca y ahora aparecía de un gris oscuro—, tenemos dos alternativas y muy pocotiempo. Si el asesino de mi compañero es elmismo que persigue a esas dos chicas... —elcomisario movió desolado la cabeza dejandoentrever sus oscuros pensamientos— ya hademostrado que es un profesional al que no letiembla el pulso a la hora de matar. Además,debe imaginar que estamos buscándole, por loque no perderá el tiempo.

—¿Qué dos alternativas son ésas? —preguntó el sacerdote.

—El barrio musulmán y el barrio judío.—Antes usted dio importancia al hecho de

que hoy fuera viernes, ¿a qué se refería enconcreto?

—Hay numerosos peregrinos y cofradíasque hacen el recorrido de la Vía...

—¡¡Dios mío, qué burros hemos sido,

corramos, es nuestra última oportunidad!!Mientras el coche patrulla deambulaba en

su loca carrera por las estrechas arterias deaquel animal hambriento llamado Jerusalén, elpadre Carmelo recordaba la Cándida sonrisa deVerónica. Hacía mucho tiempo que aquellaimagen no le dejaba. Día y noche, su corazónrugía con fuerza tan sólo con intuir laposibilidad de un encuentro con ella, ¿sería queDios le mandaba aquella prueba de fe?

Como ya había anticipado el comisario, ycomo bien sabía el propio padre Carmelo desus visitas esporádicas, la Vía Dolorosarebosaba de gente fervorosa. Muchosesperaban que aquel recorrido quitara de unplumazo muchos de sus problemas, otrospagaban antiguas promesas, deudas contraídascon alguien que no olvida y que al final habíasolventado las desdichas. Pero la inmensamayoría eran turistas curiosos, esperandoencontrar una buena instantánea con su cámara

de fotos.La gente se agolpaba en la calle,

dificultando el rápido avance de la policía, y elsol, con su fuerza y esplendor, era un enemigoañadido, pues debido a la fuerza del astro rey aaquella hora del día, la gente se protegía consombreros y gorras; el padre Carmeloralentizaba su marcha para poder ver aconciencia entre aquel maremágnum de gorros,pamelas y sombreros de paja.

Aquello no era a lo que estabaacostumbrado el padre Carmelo, no habíaestudiado toda su vida ni había dedicado granparte de ella al sacerdocio para defender su fecomo un animal enjaulado detrás de un locoasesino. Le apasionaba la idea, siempre habíasido así, de salvar almas, pero aquello ibamucho más allá de todo lo que habíaimaginado, dudaba si estaría a la altura desemejante situación.

Notó como una mano tiraba de él y se

giró, el comisario le miraba con el rostrosudoroso y colorado por el sol, se habíaquitado la chaqueta azul, y su camisa estabacompletamente mojada por el sudor, sinembargo seguía teniendo perfectamente hechoel nudo de su corbata.

—Pienso que debemos seguir deprisa porla Vía hasta el Santo Sepulcro, si las dosmuchachas han escogido esta vía de escape,cosa que me parece lógica, sólo hay un sitiodonde nuestro hombre puede decidirse a actuar,y es en la tumba.

El padre Carmelo suspiró angustiado y,secando el sudor de su frente, contestó:

—No perdamos más tiempo.Rogó al Dios al que había consagrado toda

su vida que les diera tiempo para salvar a lasmuchachas. Miró al comisario y corrió detrásde él, una cosa le tranquilizaba un poco, aquelhombre al que había conocido dos horas antesparecía saber lo que hacía, era sin duda alguna

un hombre competente.—Sólo hay una forma de llegar deprisa

desde aquí al Santo Sepulcro, y es correr callearriba —gritó el comisario girando su cuellomientras esquivaba turistas en su carrera. Elresuello no permitió que el sacerdoterespondiera, tan sólo tenía fuerzas para seguirmuy a duras penas el ritmo del comisario, perosí pudo observar el inmaculado nudo de lacorbata del policía, aquel nudo denotabamuchos años de práctica y oficio.

XIV

El silencio rompía todo. La mirada delmonje la tenía atrapada, no podía dejar de miraraquellos ojos color cielo y tan llenos demaldad y locura. En la cara de Any se reflejabael pánico y el dolor que la garra del sacerdotele hacía, al oprimir con fuerza sobre ella.Verónica miró a su alrededor y vio la soledadde su peligro, nada ni nadie podía ayudarlas,estaban solas en un decorado extraño ysilencioso. El sacerdote dibujó una mueca ensu rostro a modo de pequeña sonrisa yVerónica seguía petrificada sin poder moverse.Any gemía de dolor de forma débil yentrecortada, pues el fuerte brazo que la teníacogida apenas si dejaba entrar aire en lospulmones de la muchacha.

Verónica empezó, de forma lenta ypausada, a respirar rítmicamente y, como

siempre, aquello le dio resultado; poco a pocoganó en seguridad y serenidad. Any seguíadoblada sobre el brazo del sacerdote y ellatenía que impedir aquella agonía.

—No creo que sea necesario que nos hagausted daño. Por favor, suelte a mi amiga.

El sacerdote, que no había apartado sumirada en ningún momento de Verónica,intensificó ésta hasta entornar los ojos. Se pasóla lengua por los labios resecos y volvió asonreír, sin apenas mover un músculo de sucara. Intensificó la presión sobre Any, y ésta,con un fuerte jadeo, dejó caer al suelo brillantedel Santo Sepulcro la bolsa con losmanuscritos. Acto seguido el sacerdote, comosi de un simple saco se tratara, la arrojó haciadonde estaba Verónica. Any cayó sobre elsuelo de mármol sin apenas fuerzas paraimpedir que su rostro golpeara el piso.

Verónica vio como sus manos se llenabandel color rojo intenso de la sangre de su amiga.

Cuando intentaba ayudarla, una aparatosahemorragia nacía en su nariz y manchaba ya ellugar donde había caído.

El devorador de sombras tan sólo habíaapartado la vista de Verónica el tiemponecesario para verificar que la arrugada bolsade plástico contenía los manuscritos que tantomal podían hacer a su amada iglesia.

Any había perdido el conocimiento, elgolpe contra el frío y duro suelo de la capillahabía sido violento y fuerte. Verónica agarró lacabeza de su amiga e intentó reanimarla, sinembargo Any estaba sumida en un estado deplacentero letargo, que la dejabacompletamente ajena a todo lo que sucedía a sualrededor. Verónica levantó su mirada y la posóen el odiado hombre que tenía ante ella, era laprimera vez en su vida que sentía animadversióny repugnancia por otra persona, pero aquelhombre había demostrado que no era digno másque de sentir asco por él.

—Es usted cruel, no era necesario nada deesto, ¿es que sus creencias no le dictan lapasión y el amor por los demás?

El sacerdote se encogió de hombros conuna mueca burlona, mientras su mirada se teñíade un deje cínico.

—No te preocupes por tu amiga, en unosminutos estará bien.

El cura avanzó unos pasos hacia Verónica,cogiendo la bolsa con los manuscritos.

—Pero ahora tenemos un pequeñoproblema.

Verónica que estaba empezando acomprender lo que pasaba por la menteenferma de aquel hombre, sintió pánico ynauseas.

—¿Qué voy a hacer con vosotras?—¿Por qué tiene que hacer nada?, ya tiene

lo que buscaba —dijo Verónica señalando labolsa—. Márchese y déjenos en paz.

—No, amiga, las cosas no son tan fáciles.

Podía haber sido así hace mucho tiempo, perosu tozudez y la intromisión de su amiga hanliado en exceso las cosas.

—¿Cómo puede decir que representa auna iglesia que defiende el amor a los demás?

—No me hables tú de la iglesia, tú que aligual que tu padre has intentado destruirla coninjurias y patrañas.

El sacerdote explotó, lleno de cólera. Surostro se volvió rojo mientras Verónicaobservaba con pánico como las venas delcuello crecían y engordaban al paso de laadrenalina.

Any empezó a quejarse y poco a poco seincorporó del frío mármol, se llevó la mano ala cabeza, que parecía explotarle, y tras pasar eldorso de su mano por la nariz, observó lasangre casi coagulada. Miró a su amiga, que lamiraba sin poder moverse, giró el campo de suvisión y vio al hombre que la había golpeado.No hacían falta palabras, Any comprendió

enseguida la situación, y rápidamente tomó unaresolución; esperaba que su amigacomprendiera y no dudara. Se miraron a losojos y Verónica comprendió, en esas miradasllenas de amor y amistad se deseaban suerte ysobre todo... Valor.

Como una rata acorralada y malherida,Any se lanzó contra el sacerdote. Éste, quehabía esperado lloros y súplicas, no encontrótiempo para preparar su defensa y cayó al suelocon la fuerza de su atacante sobre su rostro.Any arañaba su rostro sintiendo cómo la pielmorena de su oponente se quedaba entre susotrora cuidadas uñas. El grito del hombrerecorrió toda la santa estancia, un grito más derabia que de dolor, por segunda vez habíamenospreciado el valor de sus oponentes... y lohabía pagado.

Verónica no esperó ni un segundo, llegóhasta donde el sacerdote estaba tumbado con suamiga encima y, recogiendo la bolsa, salió

disparada hacia la salida. Sólo paró un instante,el justo para ver como su amiga destrozaba elrostro de su enemigo mientras éste la miraba...a ella.

Con el corazón en un puño, y la claraincertidumbre de la suerte que correría Any,Verónica apretó la bolsa contra su pecho y seobligó a salir de allí.

El devorador de sombras, recuperado delsusto inicial, comprendió su estupidez. Nuncase le pasó por la cabeza que sus dosperseguidas fueran capaces de jugar a aqueljuego arriesgándolo todo. Any había jugadofuerte, muy fuerte, para proporcionar la vía deescape a su amiga. Ahora él tenía que decidirentre acabar con ella y, por lo tanto, dar tiempoa Verónica, o en su defecto correr tras la jovenLograft y los manuscritos, con el peligro quesuponía dejar un enemigo a su espalda quehabía demostrado ser tan peligroso einteligente.

El sacerdote se incorporó de un ágil saltomientras apartaba con furia a Any, y con toda lafuerza que pudo reunir estampó un sonoro yviolento puñetazo en el ya maltrecho rostro deésta. Any cayó hacia atrás como si de un fardovacío se tratase, y tumbada en el frío mármol ycompletamente inconsciente quedó a mercedde su agresor.

El devorador de sombras sacó un estrechoy afilado cuchillo, miró en la dirección haciadonde había partido Verónica y luego el cuerpoinconsciente de Any. Por vez primera se tocóel rostro destrozado por las uñas de la chica ysintió el dolor recorrer su cuerpo.

Ya había tomado la decisión.

XV

No estaba acostumbrado a correr tanto, elestómago parecía salírsele por la boca y laspiernas apenas ya le respondían, nunca habíasido un enamorado del deporte y su práctica noestaba entre sus prioridades. El padre Carmelose dobló y, agarrándose las rodillas, intentórespirar con normalidad, notaba en sus sienesel fuerte latido de su corazón desbocado. Loshombres del comisario ya habían llegado ytenían cerrado el paso al Santo Sepulcro, lagente en general, que no podía entender bienque era lo que pasaba, se agolpaba alrededor dela entrada en sonoras quejas y preguntas.

—¿Se encuentra bien, padre Carmelo? —el comisario le miraba sudoroso y con el pelorevuelto por la carrera, pero con un nudoperfecto en su sucia corbata—. Le necesito ami lado para que localice a las jóvenes.

—Adelante —contestó el sacerdote casisin resuello en el cuerpo.

* * *

Verónica tenía que apartar las abundanteslágrimas de su rostro, su amiga se había jugadola vida por ella y aquellos papeles, y ella habíaaceptado sin buscar siquiera otra solución; peroen el fondo de su cabeza algo le decía que, si sehubiera quedado, ambas habrían corrido lamisma suerte. De esta forma había unaposibilidad para las dos.

Pero algo hizo que Verónica frenara enseco su carrera, el silencio era opresivo. En unsitio donde el griterío, los cánticos y los rezoseran una mezcla de ruido y estridencia, la paz yel silencio golpeó sus sentidos. Algo iba mal,allí no había nadie a quien pedir socorro, dondehacía escasa media hora había unaaglomeración de personas, ahora ella se veía

sola en un desierto de angustia.Podía oír el eco de sus pasos en la iglesia,

pero otros pasos se acoplaban a los suyos a unavelocidad creciente, Verónica se giró y viocómo el sacerdote, con el rostrocompletamente ensangrentado, llegabacorriendo hasta ella.

En un gesto inconsciente, pegó losmanuscritos a su pecho, y miró a su alrededor.Estaba en la Piedra de la Unción, junto a lapequeña escalera que conduce al Calvario.Rodeó, sin apartar la vista del sacerdote, lapiedra donde Jesús fue ungido antes de sersepultado, y se juró a sí misma oponerresistencia.

Pero el devorador de sombras estabacansado, cansado y dolorido. Aquel juego ya nole divertía, se estaba demorando en demasía y acada minuto que pasaba su seguridad setambaleaba. Sonrió abiertamente mirando aVerónica, mientras aguantaba el dolor que

aquel desafiante gesto le provocaba en todo elrostro, y atacó.

Saltó como un felino sobre la piedra, yagarró a la sorprendida y petrificada Verónicapor el cuello. Sacó el cuchillo, con fuerzacolocó a Verónica sobre la piedra como a uncerdo en el matadero y levantó el brazopreparado para caer de forma mortal.

Verónica sintió cómo la fuerza de la manoque apretaba su cuello la dejaba sin respiración.No podía dejar de mirar el brillo del frío metalque iba a segar su vida, y pensó en su padre y,desde lo más hondo de su corazón, habló conél:

«Padre, lo intenté, pero te he fallado».Cerró los ojos, no quería ver la muerte en

su llegada... y escuchó un fuerte sonido, algohabía retumbado en el silencio de la iglesia.

Lentamente abrió los parpados y miró elrostro de su enemigo: tenía los ojos abiertosde forma desmesurada, acompañando a la boca

en un gesto de sorpresa, en la frente le manabaabundante sangre, que caía sobre ella, de ungran e impresionante agujero de bala.

Creyó intuir pasos de gente que seacercaba a la carrera, e incluso creyó escucharque una voz ligeramente conocida le llamaba,pero eran demasiadas emociones en un sólo díay cayó, cayó en un sueño profundo donde todogiraba a su alrededor. Todos le acompañaban:su abuela, Cail, Gires, Any, el Santo Padre, SanPablo y Santiago. Todos la miraban a los ojosen un gesto de gratitud y paz. Y en su sueño viosu cuerpo, allí tendido, inconsciente, sobre laPiedra de la Unción.

XVI

Había pasado muy mala noche, no dejabade bostezar, intuía el mal día que le esperaba.Siempre que no dormía ocho o siete horas, sucuerpo no funcionaba todo lo bien que élquisiera, y su edad y sobre todo la saluddelicada, no le permitían muchas alegrías.

Cogió la taza caliente y sintió cómo elcafé, casi hirviendo, como le gustaba, recorríasu garganta y tonificaba un poco su cuerpo.Aquél era un día que ni en sus pesadillas másretorcidas había soñado vivir, y eraprecisamente él quien tenía que hacer frente asemejante... no sabía cómo denominarlo ¿seríacorrecto decir frustración?

Era mucho lo que representaba, dirigía unestado, un obispado y una gran iglesia, pero loque era más preocupante, sus actos y suspalabras eran guía de millones de almas.

Dejó la taza de café sobre el pequeñoescritorio y sintió, como toda la nocheanterior, unas ganas inmensas de llorar. ¿Habíasido toda su vida una mentira?

La fuerza de la costumbre, la soledad yalgo dentro de él que le decía que era lo másacertado, le hicieron arrodillarse ante elhermoso crucifijo que muchos años atrás habíaresguardado los sueños de su querida madre.Metió la cabeza entre las manos y lloró. Dejóque las lágrimas bañaran su rostro ajado yarrugado por los años, y le doliera el corazón.

Se levantó del reclinatorio, ahora no podíahablar con el Amigo que había guiado sus pasosdurante toda su vida, no sabía qué decirle nitenía fuerzas para pedirle ayuda. Limpió elllanto de su cara y, con pasos dubitativos, seasomó a la ventana. ¡Cuánto daría ahora por seruna de aquellas personas que, ajenas a todo,caminaban por la ciudad como cualquier otrodía! Los rayos del sol bañaban la plaza de San

Pedro. Ajena a todo, la naturaleza sacaba lomejor de sí, dándole a la Columnata de Berniniun marco incomparable de belleza y serenidad.

El Santo Padre giró su mirada más con elalma que con los ojos, sabía que estaban allí ycomo hombre responsable tenía que hacerlesfrente. Los manuscritos del Mar Muertodescansaban, solemnes y distraídos de todo loque sucedía a su alrededor, sobre el enceradoescritorio del Obispo de Roma.

El coro de la capilla cantaba a aquellahora. Como todos los días, interpretaban dos otres salmos, sabían que él los escuchaba yapreciaba agradecido sus voces Cándidas yangelicales. Sin embargo, aquel día no podríannunca saber cuánto bien le estaban haciendo.Sus voces llenaban poco a poco su espíritudolorido y le recordaban su responsabilidadpara con el mundo.

Se dejó caer en el sillón y volvió a mirarlos viejos manuscritos. Por la tarde tenía una

reunión muy importante, aquellos papeleshabían sido la causa de un sinfín de muertes alo largo de la historia, era hora de poner puntoy final. Del resultado de dicha reunión saldríanmuchas decisiones que sólo le concerníantomar a él, pero que tenía el deber deargumentar con la persona que más empeñohabía puesto en todo aquello.

No sabía exactamente qué es lo que lepediría, pero de su única entrevista habíasacado la conclusión de que Verónica Lograftera una persona sincera y prudente, entre losdos estaba seguro de que elegirían el mejorcamino.

Abrió la gran ventana y dejó qué el solmañanero golpeara jovial y lleno de vida en sucara. Amaba aquella gran ciudad, siempre habíasentido a Roma como algo dentro de él, elruido y la algarabía de aquella gente era una desus mejores medicinas, los romanos eran gentealegre, cordial y acogedora.

Unos golpes en la puerta sacaron al Papade sus pensamientos, y torpemente se acomodódetrás de su hermosa mesa de despacho.

El padre Carmelo entró en la habitacióncon cierta reticencia, sabía por el médicopersonal del Santo Padre que éste había pasadomuy mala noche, pero no podía ser de otromodo; él tampoco había podido dormir. Losacontecimientos que le había tocado vivir eranmuy graves.

—Buenos días, Santidad.Una gran y forzada sonrisa iluminó el

rostro cansado del obispo de Roma.—Padre Carmelo, es usted uno de los

pocas personas en este planeta que ahoramismo conoce mi soledad.

—Es cierto, Santidad, pero sabe que puedecontar conmigo para lo que necesite.

—Lo sé, buen amigo, pero éste es un pasoque sólo a mí corresponde dar, y miresponsabilidad es muy grande. Tengo tras de

mí dos mil años de historia, muchos muertosdesde... nuestro Señor Jesucristo —el SantoPadre jugaba nervioso con sus manos—, perolo que más me preocupa son las generacionesfuturas, no concibo una sociedad sin loselementos esenciales que enseña elcristianismo.

—Santidad, yo creo en el hombre. Elamor, la generosidad y la solidaridad vaninnatos con él.

—Sí, pero también la guerra, ladestrucción y el odio —el Papa se mesó loscabellos con manos temblorosas—. Cuando elhombre se convierte en el mayor enemigo delhombre es bueno saber que hay un refugio, unremanso de paz, una casa que sólo habla deamor y perdón.

El silencio se adueñó de la estanciadurante varios minutos, al fin el obispo deRoma se incorporó y volvió a dirigirse hacía laventana.

—¿Hubo algún problema? —preguntó sinvolverse.

—Ninguno, el comisario judío era un buenhombre, y yo me atrevería a decir que muycompetente, por lo que creo que hizo la vistagorda con el paquete.

—Hace unas horas he hablado con elprimer ministro israelí, he tenido que actuarcomo esos políticos a los que tanto hecriticado. Sencillamente le he dado las graciaspor la buena actuación de su policía. Sinembargo, él sabe que nosotros tenemos susmanuscritos, unos manuscritos que sonpropiedad del pueblo judío. No me los hapedido, sabe que, sencillamente, no puedodárselos, y... me ha ahorrado la desagradabletarea de tener que mentirle.

—Siempre fue un pueblo sabio, el judío.—Quizás esta vez su gobernante ha sido

cuando más madurez y servicio por la paz hademostrado.

El padre Carmelo tosió antes de entrar enel tema que más le preocupaba:

—Y ¿ahora qué?—Ahora, en las manos de una jovencita

valiente está el futuro del mundo occidental.

XVII

Estaba sentada ante el espejo y no sereconocía, todavía le dolía el cuello, y unasmarcas de color violáceo le recordabanaquellas garras que la sujetaron con el amargofin de terminar con su vida. Varias veces enestos dos últimos días se había preguntado sino habría sido mucho mejor así, pero si algohabía aprendido de su añorado padre era a amarla vida y disfrutar de cada día que ésta leregalaba.

Sin embargo, estaba siendo muy difícilpara ella disfrutar de nada, había pasado el mesmás terrible de su corta existencia, y ahora eraun mar de dudas sobre su futuro, y sobre todode su futuro más cercano, aquél que le decíaque en una hora escasa tenía que hacer frente alhombre en cuyas manos estaba el poder decambiar muchas cosas en este mundo.

Cogió el pintalabios y lo abrió, empezó acontornear sus labios y, sin embargo, mientrasse miraba en el espejo cambió de opinión. Conun trozo de papel borró toda huella de color ensus carnosos labios, no le parecía correcto irmaquillada ni pintada a aquella reunión, tan sólollevaría un elegante pero sobrio vestido.

Una escueta sonrisa iluminó su magulladorostro. Hasta en aquellos momentos salían a laluz los rasgos de coquetería heredados de sumadre. Pasó revista a todo lo que había sido suvida hasta ese instante y se dio cuenta de lovacía que había estado. Ella, que había creídoque su independencia era lo más importante delmundo, empezaba a comprender que otrasmuchas cosas empezaban a escalar puestos enel ranking de sus prioridades, cosas a las quehasta hace poco no había prestado la masmínima atención. Sin embargo, el amargo saborde la frustración le recordó que una, sobretodo, sería ya imposible de rescatar. ¡Cuánto se

arrepentía ahora de no haber pasado mucho mástiempo junto a su padre!, nunca había dadoimportancia a las cosas que él hacía y amaba, yahora comprendía la grandeza del hombre quele había dado la vida. Recordaba, emocionada ycon abundantes lágrimas en sus ojos rojos, losmaravillosos fines de semana que pasabanviendo viejas películas. Juntos compraban enabundancia chucherías, frutos secos, palomitasy refrescos y se disponían a pasar largasveladas ante la inmensa pantalla de cine. Ben-Hur, Los diez mandamientos, La túnicasagrada, todas ellas películas llenas demisterio e imaginación..., fueron momentosmaravillosos de su niñez. Y ahora comprendíaque fue en esos días cuando su madre empezó asepararse lentamente de ellos dos, ¡eran tandiferentes uno de otro!

Miró su reloj, era la hora fijada, un cochedebía venir a buscarla. Intentó calmar susnervios, pero era difícil. Sus sentidos eran un

lío de amargas y confusas sensaciones. Hastaese momento, sólo había dejado trabajar a sucorazón, pero a partir de ahora tenía que dejarlodescansar, ahora sería mucho más importantesu sentido común y su cordura. No podíadejarse llevar por el recuerdo de su padre, nitampoco por la rabia y el dolor contenido. No,no podía permitirse ese lujo, había muchascosas en juego.

¿Estaría ella a la altura?

* * *

El Santo Padre la miraba con una mezclade admiración y amor paterno. Aunque aquellamuchacha había sido el inicio de sus males, ytenía parte de culpa de sus muchos desvelos, nopodía dejar de ver en Verónica la fuerza devoluntad y el amor filial.

El obispo de Roma respiró despacio,dando tiempo de esta forma a que se aclararan

sus ideas, algo confusas. El Señor habíamandado para él una prueba demasiado dura, noestaba seguro de tener la sabiduría suficientepara salir bien parado del trance.

El coro de la capilla cantaba una de lasmisas de Mozart, el padre Carmelo se habíaocupado de todo, era un hombre eficiente ysabía que estaba mucho más relajado cuandoMozart templaba sus sentidos.

Se paró un instante para mirar al SantoPadre, antes de cerrar la puerta y dejarle a solascon su invitada. En su mirada se podía leer lapreocupación y la esperanza.

—Eres una mujer muy valiente, Verónica.Verónica, apocada todavía por la presencia

de aquel hombre tan excepcional, se ruborizó.—No lo crea, Santidad, todo ha sido

movido por la necesidad, cuando la fuerza delas circunstancias te obliga, uno hace cosas quetranquila y de forma racional jamás habríaimaginado.

—Aún así, te has sabido desenvolver muybien, sólo espero que sepas diferenciar laIglesia de los hombres que te han causado tantodaño.

—Usted y el padre Carmelo me hanayudado a comprender que estaba equivocada.Además de ser un alivio para mí, les doy lasgracias por ello.

—Somos nosotros los que debemos deestarte agradecidos, has jugado a un juego muypeligroso, pero para qué te voy a engañar, esejuego todavía no ha concluido, queda eldesenlace final. Y de ti dependen muchas de lascosas que se hagan de aquí en adelante.

—Temía que su Santidad iba a decirmealgo así.

—Sería desmerecer tu capacidad si nodiera por supuesto que sabes más o menos elcontenido de esos manuscritos —el SantoPadre señaló el paquete que todavía permanecíasobre su escritorio, mientras miraba como

Verónica asentía con la cabeza—, y tambiénhuelga decirte la bomba que tenemos entrenuestras manos.

Verónica respiró hondo, sintió la sangrecorrer por sus jóvenes venas, y su recuerdoviajó hasta la sonrisa sincera y alegre de supadre

—Pero usted sabe que las cosas nopueden quedar como si nada hubiera pasado, nose puede vivir dentro de una mentira constante,de la que usted sería el mayor de los farsantes.

El Santo Padre la miró con amargura,aquella última frase le había dolido en elcorazón, y no porque la hubiera pronunciadoVerónica, no, sino porque metía el dedo en lallaga de sus desvelos, y llegaba al punto fuertede todo el problema.

El obispo de Roma se puso en pie y, conuna sonrisa helada en su rostro, expresó:

—Te ruego que me acompañes, Verónica.Verónica admiró la elegancia de aquel

hombre, su túnica blanca era sobria y sencilla,y sin embargo el mejor de los trajes hubieraparecido insignificante ante la desenvoltura yaltivez con las que el Papa lucía su sotana deSumo Pontífice romano.

El heredero de Pedro cogió a Verónicapor el brazo, y apoyando su cansado cuerposobre ella salieron de la estancia. Recorrieronun pasillo luminoso y lujosamenteornamentado. Todo el Vaticano era un inmensomuseo lleno de historia y color. Una ricaalfombra de colores carmines amortiguaba elsonido de sus pasos al caminar. Sobre lasparedes laterales descansaban óleos dediferentes tamaños y la luz de los grandesventanales jamás caía directamente sobre ellos,todo estaba bien estudiado para salvaguardaraquellos tesoros pictóricos.

No podía creer lo que estaba viviendo,paseaba del brazo del hombre más importantede la tierra y sin embargo se sentía incómoda y

algo preocupada. La bondad del hombre quecaminaba junto a ella hacía que todo estuvierasiendo sencillo, pero podía sentir sobre sushombros la gran responsabilidad compartida.

La guardia suiza apenas movía un músculocuando pasaban a su lado, y los múltiplescolores de su vestimenta jugaban con su vista.

Empezaron a bajar la gran escalera decaracol y, por vez primera desde que habíanabandonado el despacho papal, el Santo Padrehabló con Verónica:

—Has demostrado durante este tiemposer una muchacha inteligente que hace frente alas más difíciles situaciones.

Verónica volvió a sonreír y, apartandoindecisa la mirada de las maravillas pictóricasque adornaban aquella bajada sin fin, sostuvosus ojos en los del Papa.

—Como ya le dije, Santidad, la vida obligaa veces a hacer cosas que no imaginábamospoder afrontar.

—Ahora, como habrás supuesto, la pelotaestá en mi campo —el Santo Padre bajó sumirada para cerciorarse de no dar ningún pasoen falso, pues llegaban a un pequeñodescansillo, y también algo avergonzado por laconversación que se veía obligado a sostener—. Este juego me ha pillado algo desentrenadoy falto de fuerzas, han sido demasiados golpesduros para un hombre tan anciano y cansadocomo yo. El hombre en el que depositaba todami confianza resultaba ser mi enemigo, yprincipal causante de la muerte de gente buena.Una parte de la iglesia, a la que se supone quegobierno, tramaba planes de locura sin yo tenerconocimiento de ello. Y para finalizar, ahoratengo el deber moral de tomar una decisión quejamás sabré si es la correcta.

Seguían bajando, y ya la luz del sol era undébil rescoldo sin fuerzas ni alegría. Estabanmuy por debajo de los grandes ventanales queiluminaban alegres las entrañas del Vaticano.

En las arterias de aquel monstruo el silencioera total, y las tinieblas daban un ritmo demisterio a sus débiles pasos.

Llegaron ante un gran portón de maderanoble custodiada por dos guardias. Uno deellos, previo saludo al Santo Pontífice, abrió lahoja derecha del portón y, haciéndose a unlado, dejó el paso libre. Verónica intentóagudizar su vista, pero todo era inútil, laoscuridad envolvía todo más allá de la entrada.El Papa, con la experiencia que da el hecho dehaber estado en aquel sitio numerosas veces,no dio importancia a la falta de luz y, trasinvitar a Verónica a adentrarse en las tinieblasjunto a él, volvió a cerrar la gran puerta.

—¿Qué crees tú que deberíamos de hacercon esos manuscritos?

La voz del Papa retumbó con una especiede eco, lo que dio a Verónica la guía para saberque se encontraba en una gran estancia. Todavíala oscuridad era total. La muchacha no había

esperado que se le formulara de esa maneraaquella cuestión, sin embargo intentó nodejarse amilanar justo en aquel momento. Sabíaque el Papa la quería acorralar de algunamanera, pero había sufrido mucho, peleadomucho y perdido demasiadas cosas importantesen el envite, como para ahora dejarlo todocorrer.

—Sacarlos a la luz.—Suponía que dirías eso.Un destello luminoso recorrió toda la

estancia, e hizo que Verónica se llevara lasmanos a los ojos. Poco a poco fueacostumbrando su iris a la brillante luz y, con laboca abierta por el asombro, dejó que suincrédula mirada recorriera impresionada todolo que le rodeaba.

El Santo Padre se había colocado a sulado, y agarrándola del brazo la invito a admirartodos aquellos tesoros.

—Toda la historia de la Iglesia está

encerrada entre estas grandes paredes, susfallos que han sido muchos, pero también susaciertos.

Cuadros, estatuas, monedas, pergaminos,vestidos, libros antiguos poblaban estanteríasde cristal. Con muda impresión, Verónicaobservó todo y un recuerdo golpeó fuerte sumente: ¡Cuánto habría dado su padre por estarallí!

Siguieron caminando, y en una gran urnade cristal Verónica se maravilló ante lapreciosidad de hermosas coronas de oro, platay diamantes que, bellas y altaneras en suhermosura, reposaban ajenas a todo. Báculos ygrandes y pequeñas cruces de oro campabanpor doquier.

—En este rincón descansan todos losdocumentos antiguos y modernos en los que serefleja la participación activa de la iglesia ennumerosos tratados de paz. Las firmas de misantecesores indican que la Iglesia contribuyó

en su papel de madre moral al bienestar delmundo. Tú me pides que destruya esa historia,y lo que es mucho más importante, que dejehuérfano al mundo.

—Yo le pido que diga la verdad.—¿Y cuál es la verdad?, ¿la que dicen esos

manuscritos, o la que marca dos mil años dehistoria? Yo no tengo fuerzas para ejercerahora ese papel.

—Esto que hay aquí sólo son cosas, cosasque podrían estar en cualquier museo opertenecer a cualquier gobierno. La verdad esque demasiada gente ha muerto por estahistoria.

—¿Y qué crees tú que pasará si hago loque me pides?, millones de personas tienensólo la fe en Jesucristo como vía de escape.¿Piensas sinceramente que el mundo de hoy endía sobreviviría a una noticia semejante?¿Crees que el papel de la iglesia se puedeborrar así, de un simple plumazo?

Verónica pensó en su difunta abuela ycomprendió el dolor reflejado en los ojoscansados del Santo Padre. No era una situaciónfácil.

En su interior, un rayo de luz y esperanzailuminó su rostro, y acercándose con dulzura alobispo de Roma le dio dos tiernos besos.

—Sólo usted puede conseguir que estosea algo positivo para todos.

—Creo que ha llegado el momento de miretiro, necesito el descanso del guerrero. Otrapersona mucho más joven y fuerte que yo sabrácómo llevar todo esto.

—No, usted sabe todo lo que he luchado ytodo lo que he perdido. Me he ganado elderecho a que usted me conceda un deseo, creosaber cómo aprovechar todo este lío para que laIglesia salga beneficiada, y el mundo también.

—Pero yo...—Pero sólo consentiré en ello si es

usted, y sólo usted, quien lleva a cabo toda la

tarea. Mi confianza en usted es total.El Santo Padre dudó antes de sonreír

tiernamente, el momento de la situación nohabía hecho mella en aquella impulsivamuchacha, ¿por qué su jovialidad y confianza lehacían sentirse bien?

Guió a Verónica hasta uno de los rinconesde la gran habitación, y con una sonrisa en loslabios la invitó a sentarse en un viejo sillón.

—Esta cómoda reliquia pertenecía a PíoXII, seguro que estaría encantado de que seatestigo mudo de nuestra conversación.

—Sinceramente no veo mejor sitio paradebatir el futuro de la iglesia.

El Santo Padre cogió las dos manos de lamuchacha y las besó tiernamente, eranpersonas como aquella lo que hacía que lahumanidad valiera la pena.

CAPÍTULO VIGESIMOCTAVO

I

La ducha había sido reconfortante. Con elpelo recogido en su cabeza con un aparatosomoño y una bata blanca, Verónica se preparabaun pequeño ágape de tentempié. El viaje habíasido agotador, pero nada que ver con el que aldía siguiente le llevaría a su casa. Su casa...,ahora sabía que la casa de su padre siemprehabía sido verdaderamente la suya. Eraincreíble que aunque nunca había pasado másde un mes seguido en aquella mansión, echarade menos cada rincón de la casa y uno de ellosmuy en particular, pues todavía le quedaba unacosa importante por hacer.

La taza de té bien caliente la sacó de suspensamientos, tenía por delante un díaajetreado, no podía permitirse el lujo dedormirse en sus devaneos. Por la tarde iría al

periódico para despedirse de todo el mundo ycoger sus escasas pertenencias. Después, lacasa de mudanzas que se encargaría de todo sutraslado vendría a recoger todas las cosas.Tendría que hacer unas cuantas llamadas a losamigos londinenses y dar sus nuevas señas,pero antes de todo eso tenía una cosaimportante que hacer, sólo la urgencia de suentrevista con el Papa había alejado a Verónicadel hospital de San George.

* * *

Any todavía tenía el rostro amoratado, susojos eran dos bolas violáceas que apenas podíaentreabrir. Un aparatoso y llamativo vendajecircundaba todo su cuero cabelludo, y unaespecie de escayola sujetaba su destrozadamandíbula.

Había sido operada tan sólo haciaveinticuatro horas, y Any no podía hablar. Sin

embargo, cuando Verónica abrió la puerta de lahabitación 254, los ojos de la enferma brillaronen un destello de alegría y tranquilidad.

Verónica se acercó y, con sumo cuidado ytodo el cariño que encontró en su corazón,besó la frente de su amiga. Any empezó a hacerextraños ruidos con su garganta mientras cogíala mano de Verónica.

—Tranquila, tranquila que voy a contártelotodo con pelos y señales —Verónica sonrió deforma picaresca mientras se acomodaba en unsillón cerca de la cabecera de su amiga—. Hemandado que te traigan un televisor.

Any arrugó la frente en un gesto deenfado, ¡qué le importaba a ella eso ahora,quería saber cómo había ido la conversacióncon el Papa!

—No quiero que te pierdas lacomunicación que mañana dará el Santo Padrea todo el mundo.

Any sonrió y, apoyando su cabeza en la

almohada, cayó en un placentero sueño.

II

El viaje había sido extremadamentecansado, tantos días de tensión habían dejadohuella en el rostro de Verónica, y su cuerpo,pero sobre todo su mente, pedían a gritos unmerecido descanso.

Hoy era el gran día, la prensa se habíahecho eco de la extraña noticia, la expectaciónera enorme. Las televisiones de todo el mundose habían desplazado hasta la plaza de SanPedro, allí el Santo Pontífice iba a dar uncomunicado al mundo.

Verónica preparó las tostadas y suestómago pedía desconsolado un café biencargado. Se ciñó la bata al talle, y a pesar deque la mañana era clara y agradable unescalofrío recorría su cansado cuerpo, latensión todavía dominaba su ánimo. La grantelevisión que dominaba el amplio salón no

paraba de hablar sobre la monográfica noticia,faltaban pocos minutos para que aquel famosobalcón se abriera al mundo y el Obispo deRoma diera su mensaje. La CNN tenía endirecto al Obispo de Nueva York, Verónica oíaaquella voz suave y melosa mientras untabamermelada de fresa sobre el pan caliente.

—Obispo Busy, ¿qué espera usted de estecomunicado papal? —preguntaba el periodistade la famosa cadena televisiva.

—Ejem, bueno —carraspeo el obispo—,no tengo una información precisa sobre ello,no hemos recibido ningún tipo de comunicadosobre las intenciones del Santo Padre, perotengo la impresión, y que conste que es unaopinión muy particular, que vamos a sertestigos mudos de algo muy importante.

Verónica se acomodó sobre el enormesillón de orejas que había hecho las delicias desu padre, y siguió prestando atención mientrasmordisqueaba la tostada como si fuera un

pequeño ratoncito.—¿Qué le hace pensar eso, Obispo Busy?—Verá usted, el proceder del Papa está

fuera de lo común, como le he dicho antes, laIglesia en general no ha sido informada delpaso que el Sumo Pontífice va a dar, y a mimodo de ver es de destacar el interés que hamostrado el gabinete papal en la prensamundial, se han asegurado muy bien de quetodas las televisiones y radios del mundoestuviesen hoy en el Vaticano.

III

El Sumo Pontífice de Roma colgó elteléfono y miró a los ojos del padre Carmelo,el paso ya estaba dado y su mensaje habíasorprendido, pero había calado hondo en sureceptor. El Obispo romano acarició despaciola cruz que colgaba de su cuello y lentamentese incorporo del sillón. Su anciano y enfermocuerpo afrontaba un día duro y se lo hacíarecordar a cada paso que daba.

—Los Grandes Rabinos de Israel recogenincrédulos, pero con entusiasmo, mi envite.

El Santo Padre se acercó al gran ventanal yobservó el gentío que expectante esperaba suaparición.

—Es la hora de ver la reacción del pueblode Jesús.

Carmelo cogió con suavidad la ancianamano del Pontífice y, cayendo de rodillas, beso

su anillo.—Santidad, es un orgullo trabajar para una

Iglesia con tan insigne cabeza.El Papa acarició el pelo de Carmelo,

suspiró hondo y, abriendo el gran ventanal,salió ante el ruido y los aplausos de la plaza delVaticano.

IV

Con todo el sufrimiento que la llevaba abeber el sabroso zumo de naranja con unapajita, Any saboreo el jugoso néctar. Poco apoco se sentía mejor, por lo menos tenía másmovilidad en su cama del hospital de SanGeorge. Cogió su portátil y desde Googletecleo para encontrar el periódico israelitaJerusalem Post. El corresponsal DavidRavinovich era amigo de prensa y enemigo deinterminables tertulias bíblicas, pero algo teníaclaro Any, David era un gran periodista y sobretodo muy objetivo y sincero en todo lo que serelacionaba con su país y su trabajo.

Habían pasado cinco días desde el anunciodel Papa en la plaza de San Pedro y uno desdela partida como ilustre visitante al Pueblojudío.

Any intentó sonreír, pero su mandíbula

maltratada le recordó que aquello era doloroso.Se llevó la mano al vendaje y con la libertad desus ojos mostró la felicidad del momento. Suamiga Verónica lo había conseguido.

«La notable peregrinación delPapa repercutió en el país consignificados que aún no han sidocaptados en su totalidad. Los durossupuestos entre católicos y judíos,los unos con respecto a los otros,delineados durante dos milenios,fueron tocados, suavizados, yquizás transformados durante estavisita del Pontífice de Roma. Laantigua relación entre los"asesinos de Cristo" y los"pogromistas" ha producido,aparentemente, algo benigno».

Any leyó y releyó las palabras del Papa en

la Televisión Israelí. La ceremonia en YadVashem coronó una mañana de gestos notables,históricos, hacia Israel y el Pueblo Judío. En unencuentro con el Presidente Ezer Weizman, elpontífice bendijo a Israel, en un acto que fuevisto por muchos como el reconocimientofinal de la Iglesia hacia su Estado.

«Por definición —dijo elObispo de Roma con rostro serio,pero con calma—, el cristianismoestaba en oposición al judaísmo,cuyo lugar creíamos haber heredado.Israel parecía destinado a ser unpueblo de exilio y llanto. Ahora, deforma humilde y como Papa, vengo aJerusalén, no solamente a visitar losLugares Santos, sino a conocer alPueblo Judío en su patria. No sois unpueblo maldito ni errante, sinohermano de corazón y sufrimiento,

por ello hoy es el día del perdón.Perdonamos y pedimos perdón. Yoos hablo desde la humildad del amorhumano para recordar lossufrimientos por los que ha pasado elpueblo de Israel a lo largo de lahistoria, los cristianos oremos parareconocer los pecados cometidoscontra el pueblo del Pacto.

Estamos profundamenteafligidos por el comportamiento deaquellos que en el curso de lahistoria han hecho sufrir, y pidiendoperdón, queremos comprometernos auna alianza y hermandad con elpueblo judío.

Vengo ante vosotros, hermanos,para hacer lo que ninguno de mis 262antecesores se sintió llamado ahacer: disculparse por las históricastransgresiones cometidas por los

católicos romanos en el nombre de laIglesia. Y al hacerlo reconozco ellado sombrío del pasado de la Iglesia,con conversiones forzosas, el apoyoa las Cruzadas y la creación de laInquisición».

Any notó cómo el vello de todo su cuerpose erizaba al recordar el momento más emotivode aquel acto. Ante el silencio sepulcral de unemocionado público, el Santo Padre, sin dejarque nadie le ayudara y en un gesto máximo deentrega y amor al prójimo, cayó de rodillas, ycon voz entrecortada y dolorida por el mediollanto exclamó:

«Os pido perdón, hermanos, yentono el mea culpa en nombre de laIglesia Católica y como pontífice, alhaber permanecido en silenciomientras hermanos y hermanas, hijos

e hijas, padres y madres eranasesinados, y os doy la ofrenda de micorazón en memoria de los seismillones de judíos que perecieron enel genocidio nazi».

Any lloró de emoción al recordar cómo,cuando el pontífice se preparó para levantarse,el primer ministro israelí Ehud Barak le ayudócon lágrimas en los ojos y ante una atronadoraovación llena de reconocimiento y paz.

V

El Santo Padre dormía y el padre Carmelorepasaba mentalmente todo lo acontecido. Elmundo cristiano aplaudía el acercamiento ajudíos y musulmanes y veía en el Obispo deRoma el guía para aplacar y cerrar el caminoque, de forma directa, nos lleva a la guerra máscruenta de todas, aquella que se hace en elnombre de Dios.

Recordaba a los dos Grandes Rabinos deIsrael, Eliahu Bakshi-Dorón e Israel Meir Lau,en el despacho de éstos, en Jerusalénoccidental. Los dos rabinos de barba y trajenegro y el Papa de blanco impoluto. La reuniónera una manifestación de amistad, pero tambiénsecreta. Los tres estrecharon sus manos, ysobre una Biblia recitaron a Miqueas: «Todoslos pueblos caminarán invocando a sus dioses ynosotros marcharemos con el nombre del

Señor nuestro Dios por siempre jamás.»Carmelo acercó a la mesa la gruesa caja y

el Papa, extendiendo la mano, se la ofreció alos dos rabinos.

—Éstos son los documentos quepertenecen al pueblo de Israel, y que yo osentrego. Han costado sangre y dolor.

Eliahu Bakshi-Dorón abrió la caja y sacóuna urna de cristal, posó la mano sobre ellapero sin abrirla la pasó a uno de sus ayudantes.

—No hay razón para que el Pueblo Judíoolvide el pasado, o para que cubra las heridasque permanecerán abiertas hasta que sean totaly honestamente tratadas. Sin embargo, laentrega de estos rollos a su legítimo dueño, lavisita del Papa a Israel y la honestidad decorazón mostrada, será también para el PuebloJudío un punto de transición: elreconocimiento de un cambio en el mundomoderno. Ahora una persona quiere abrazaros ydaros las gracias por el bien que le hacéis a la

humanidad, y el que le hicisteis a ella hacemucho tiempo.

La puerta se abrió, y cuando Edith Tzirercaminó despacio hacia el anciano que vestidode blanco la miraba sin comprender, sintió pazy lloró ante el hombre que la reconfortó hacemás de medio siglo atrás.

Edith salió del campo de concentraciónnazi liberado en 1945, estaba hambrienta ycansada, muy cansada. Tenía catorce años ysentía cómo su vida se escapaba a cada pasoque daba. Cada bocanada de aire que entraba ensu diminuto cuerpecito era un golpe de dolor,sus pulmones estaban dañados por latuberculosis y su debilidad para caminar lehacía desear la muerte. Había caído porenésima vez al duro y frío suelo polaco, y ya nointentó levantarse más. Su vida se escapaba,sólo quería encontrarse en el paraíso deAbraham con sus padres y hermanos, susoledad era peor que el dolor inhumano de sus

pulmones. Pero alguien la recogió con cariño yle habló con ternura, entreabrió un ojo yreconoció en su protector a un joven polacoalto y bien parecido, que le sonrió y le ofreciópan caliente. Todavía saboreaba aquel pan conla taza de té que, en esa fría mañana de enero enlas afueras de Cracovia, le dio la vida.Recordaba entre sueños cómo aquel muchachocargó con ella más de tres kilómetros desde lavía del tren donde la había encontrado. Y ahoraEdith Tzirer, con 69 años, miraba al Papaconmovida, como en el año 1978, cuando viouna fotografía de su antiguo salvador en unarevista francesa y se enteró que acababa de serelegido Papa.

VI

Verónica cogió el periódico que Any lehabía mandado desde Londres y leyó despacioy saboreando cada letra. Todavía no alcazaba acomprender que ella fuera la impulsora de todoaquello, pero su respeto por el hombre queestaba uniendo el mundo en unos lazos de amory paz era inmenso.

«En la pobreza agreste deldesierto, la escena era imponente:debajo de un almendro silvestre enflor, junto a los enormes muros demás de diez metros de altura delmonasterio de Santa Catalina, el Papalanzó su propuesta para el tercermilenio. En las faldas del MonteHoreb, ha dado un empujón decisivopara el diálogo con el Islam. Era la

primera vez que Egipto daba labienvenida a un Obispo de Roma, yafrontó con claridad su propuesta dediálogo y hermanamiento. En un paísen el que los cristianos coptos sufrendesde hace años episodios demarginación y violencia, fueparticularmente emocionante elencuentro entre el Santo Padre y elgran imán de la mezquita y de laUniversidad Al-Azhar, MohammedSabed Tantawi, máxima autoridad delIslam sunní.»

Fue hasta la biblioteca y abrió el pasadizosecreto que le llevaba hasta el mundo dorado deCail. Se sentía en paz con el mundo y tranquilacon su conducta. Sintió la necesidad de orarpor el hombre que había empezado todo, perotambién por el que lo tenía que acabar. Abrió laurna y cogió la medalla, pasándosela por el

cuello, aquella medalla le unía a su padre y leinvitaba a seguir viviendo. Tenía todo pordelante y una empresa que dirigir.

Su teléfono móvil vibró en el bolsillo y lesaco de sus pensamientos, no conocía lallamada y dudó, era ya tarde y sólo le apetecíadormir.

—Diga —respondió de forma vaga.—¿Señorita Lograft?—Sí, dígame.—Siento la pérdida de su padre, señoritaVerónica, de forma instintiva, se puso en

guardia y deseó no haber levantado la tapa de suaparato.

—Es usted muy amable, ahora le ruegoque me disculpe, es muy tarde y...

—Sólo le pido un minuto, señorita, lellamo desde Egipto.

Verónica arrugó el rostro en claro signode desconcierto, ella no conocía a nadie enEgipto.

—¿Egipto?— preguntó.—Verá, señorita, Cail Lograft, el señor

Gires y yo hacíamos negocios, e íbamos ainiciar uno justo en el momento de la tristedesaparición de mis dos amigos.

El silencio se prolongó un buen rato.Verónica estaba empezando a comprender y nosabía si aquello le gustaba.

—En deferencia a su padre, me dirijo austed para saber si quiere seguir en el negocioo buscamos otros compradores.

—¿Qué clase de negocio?—Vasos, vasos canopos.Verónica escuchó impasible, sabía lo que

eran los vasos canopos, su padre se habíaencargado de contárselo en innumerable veces

—Verá señorita, los vasos canopos son...—No me tome por estúpida, caballero-

interrumpió Verónica—, sé perfectamente loque es un vaso canopo, pero la preguntaacertada sería ¿de quién?

—Ramsés, Ramsés el Grande —elsilencio se adueñó de nuevo de la conversaciónhasta que la temida pregunta irrumpió confuerza—. ¿Entra usted en el juego?

Verónica pensó despacio, un hormigueo lerecorría el estómago y algo o alguien laimpulsaba hacia delante. Alea jacta est, se dijocon una sonrisa en la boca.

—Nos veremos en El Cairo.—No esperaba otra cosa de un Lograft.—Por cierto, ya que usted sabe todo de mí

y de mi familia, dígame ¿Cuál es el nombre dela persona con la que voy a tratar?

—Por supuesto, señorita Lograft, minombre es Kalad

Muchos de los datos consultados por el autorestán referenciados en el libro «El escándalode los manuscritos del Mar Muerto», deMichael Baigent y Richard Leigh, así como enrevistas, webs y blogs especializados enArqueología e Historia.

Table of ContentsPREFACIO

IIIIII

CAPÍTULO PRIMEROCAPÍTULO SEGUNDO

IIIIIIIVV

CAPÍTULO TERCEROIIIIII

CAPÍTULO CUARTOIIIIII

CAPÍTULO QUINTOIIIIII

CAPÍTULO SEXTOIIIIIIIVVVIVIIVIII

CAPÍTULO SÉPTIMOI

CAPÍTULO OCTAVOIIIIIIIVV

CAPÍTULO NOVENOIIIIIIIV

CAPÍTULO DÉCIMOIIIIIIIV

CAPÍTULO DECIMOPRIMEROIIIIIIIVV

CAPÍTULO DECIMOSEGUNDOIII

CAPÍTULO DECIMOTERCEROI

CAPÍTULO DECIMOCUARTOIIIIIIIVVVIVIIVIII

CAPÍTULO DECIMOQUINTOIIIIII

CAPÍTULO DECIMOSEXTOIIIIIIIVVVI

CAPÍTULO DECIMOSÉPTIMO

IIIIIIIV

CAPÍTULO DECIMOCTAVOIIIIIIIVVVI

CAPÍTULO DECIMONOVENOIIIIIIIV

CAPÍTULO VIGÉSIMOIIIIII

CAPÍTULO VIGESIMOPRIMERO

IIIIIIIV

CAPÍTULO VIGESIMOSEGUNDOIIIIIIIVV

CAPÍTULO VIGESIMOTERCEROIIIIIIIV

CAPÍTULO VIGESIMOCUARTOIIIIIIIV

CAPÍTULO VIGESIMOQUINTO

IIIIIIIV

CAPÍTULO VIGESIMOSEXTOIIIIII

CAPÍTULO VIGESIMOSÉPTIMOIIIIIIIVVVIVIIVIIIIXXXIXII

XIIIXIVXVXVIXVII

CAPÍTULO VIGESIMOCTAVOIIIIIIIVVVI

Table of ContentsPREFACIO

IIIIII

CAPÍTULO PRIMEROCAPÍTULO SEGUNDO

IIIIIIIVV

CAPÍTULO TERCEROIIIIII

CAPÍTULO CUARTOIII

IIICAPÍTULO QUINTO

IIIIII

CAPÍTULO SEXTOIIIIIIIVVVIVIIVIII

CAPÍTULO SÉPTIMOI

CAPÍTULO OCTAVOIIIIIIIV

VCAPÍTULO NOVENO

IIIIIIIV

CAPÍTULO DÉCIMOIIIIIIIV

CAPÍTULO DECIMOPRIMEROIIIIIIIVV

CAPÍTULO DECIMOSEGUNDOIII

CAPÍTULO DECIMOTERCERO

ICAPÍTULO DECIMOCUARTO

IIIIIIIVVVIVIIVIII

CAPÍTULO DECIMOQUINTOIIIIII

CAPÍTULO DECIMOSEXTOIIIIIIIVVVI

CAPÍTULO DECIMOSÉPTIMOIIIIIIIV

CAPÍTULO DECIMOCTAVOIIIIIIIVVVI

CAPÍTULO DECIMONOVENOIIIIIIIV

CAPÍTULO VIGÉSIMOIIIIII

CAPÍTULO VIGESIMOPRIMEROIIIIIIIV

CAPÍTULO VIGESIMOSEGUNDOIIIIIIIVV

CAPÍTULO VIGESIMOTERCEROIIIIIIIV

CAPÍTULO VIGESIMOCUARTOIIIIIIIV

CAPÍTULO VIGESIMOQUINTOIIIIIIIV

CAPÍTULO VIGESIMOSEXTOIIIIII

CAPÍTULO VIGESIMOSÉPTIMOIIIIIIIVVVIVIIVIIIIXXXI

XIIXIIIXIVXVXVIXVII

CAPÍTULO VIGESIMOCTAVOIIIIIIIVVVI