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EL ESTADO DEL ARTE (Y DE LA CRITICA)
Achille Bonito-Oliva
E1 arte no existe, sólo existe el sistema del arte, articulado en diferentes funciones que corresponden a los sujetos productores de cultura: el artista, el crí
tico, el galerista o el marchante, el director del museo, el coleccionista, y, finalmente, el público y los media.
Esta cadena, que podemos definir como orgánica, representa el contexto, el decorado en el que está inscrito el arte contemporáneo. No significa que el arte sea únicamente el producto de la fantasía individual del artista; pero, junto al valor artístico, realizado enteramente en la solidaria creatividad del artista, existe una identidad cultural, un valor añadido, una plusvalía debida al trabajo, a la solidaridad y a los lazos que la obra estableció con la crítica, el mercado, el coleccionismo, el museo, el público y los media.
Un valor añadido, una plusvalía de cultura que traspasa habitualmente la calidad misma de la obra de arte y la transforma en una especie de super-arte.
Considerar al artista como un demiurgo, como un productor aislado de imágenes, significa no lograr comprender la existencia de una condición filosófica del arte y del artista, en el seno de un contexto complejo, articulado, subdividido en trabajos específicos.
Entonces, lqué es el arte? Podríamos responder que el arte es el conjun
to de todas las obras publicadas en los libros de historia del arte. Una respuesta estadística, en la aceptación de que es aquello que ya ha sido homologado por la historia del arte o por la crítica del arte. Pero, lqué es el arte que se hace ahora? A partir de Passo dello Strabismo (1978) e incluso ahora, comprendo el arte como la irrupción repentina de un gesto no programado por el cuerpo social, un gesto catastrofista y antisocial que produce la ruptura del equilibrio tectónico del lenguaje. Esta intervención-catastrofista, introduce una palabra nueva, un signo que no aparece, evidentemente, en la codificación social de lenguaje y en el cambio asegurado por el lenguaje común. El término catástrofe constituye ese campo de referencia que permite comprender cómo el arte comienza por un gesto antisocial, individual y se apoya sobre una función, un deseo de movimiento, de traslado y modifica-
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ción. Nietzsche decía que para crear, había siempre que partir de una destrucción previa. El arte se definía, de hecho, por un movimiento ambivalente que tiende sobre todo a una modificación de la inmovilidad del lenguaje social, y, esta idea, sobre todo en lo que concierne a la vanguardia.
En la teoría de la catástrofe, se puede descubrir la posibilidad de definir en una sola imagen, toda la historia del arte del siglo XX. Y si, en el fondo, no nos inclinamos hacia las vanguardias históricas, las neovanguardias y la Transvanguardia, no nos daremos cuenta de que el arte se introduce en una postura de desplazamiento que comporta una estructura edipiana (muerte del padre, es decir, superación del movimiento anterior).
El acto sistemático de la catástrofe, comporta un tipo de declaración programática de la catástrofe (él mismo). Y en este caso, asistimos a la verificación de una paradoja, en la medida en que donde esta catástrofe, irrupción de una modificación o de una ruptura repentina, presenta el carácter de lo inmediato, y no corresponde a la idea de un proyecto. Pienso, ahora, en los manifiestos de las vanguardias históricas, afirmaciones programáticas de grupos de artistas que declaran la guerra al buen gusto, al lenguaje codificado o al corpus social. Pero, naturalmente, el arte no es teoría, sino, al contrario, producción lingüística y, en consecuencia, dinamismo creador y práctica cultural.
Evidentemente, la promesa de una catástrofe no significa saberla realizar. De hecho, en el presente, cuando se habla de arte, se refiere a las catástrofes que han tenido éxito, que han influido sobre el lenguaje.
Del resto, se puede decir que la ideología sustentadora de las vanguardias históricas, hasta las neovanguardias, es la del Darwinismo lingüístico, la idea de que el arte evoluciona a lo largo de una búsqueda lineal, a lo largo de un camino que podemos definir como evolucionista.
La ideología del Darwinismo lingüístico entiende que el artista se introduce en el interior y al amparo de una línea cultural extremadamente continua, garantizada por la presencia de nobles antecedentes, activa hasta las neovanguardias de los años 70. Los grupos de artistas que trabajaron hasta la posguerra se unen a las vanguardias históricas, garantizadas entonces por las utopías de sus predecesores. Durante estos años, el arte realizaba la reducción de la obra al concepto, una estrategia de desmaterialización del objeto, en la tentativa de producir un análisis de la noción misma de arte, a partir de la gran lección de Duchamp. Naturalmente, este tipo de comportamiento estaba también ligado a una posición política y el artista asegurado, evidentemente dentro de su propia experimentación por la pertenencia a una tradición de lo novedoso, que
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procedía del Futurismo, del Surrealismo, del Cubismo, etc., movimientos nacidos a principios del siglo bajo el impulso de una utopía positiva, es decir, de un lenguaje capaz de producir un efecto sobre el tejido social.
Es la obra la que participa en la transformación social. La utopía positiva considera la posibilidad que posee el arte de lograr determinar otra cosa que él mismo: la vida, la realidad.
La utopía positiva de las vanguardias históricas, como sabemos, se oscureció por la llegada, en los años 30, del nazismo, del fascismo, del franquismo, de las dictaduras de derecha y es por lo que esta esperanza, representada por las vanguardias históricas, se derrumba bajo una realidad que no quiere ceder a las exigencias de la fantasía del artista.
Después de la guerra, las vanguardias retoman la idea del arte como experiencia lingüística, como necesidad de encontrar nuevas maneras de producir imágenes, nuevas técnicas y nuevos materiales. Las neovanguardias recuperan la idea de la experimentación del arte, pero sin esa tensión histórica que poseían las vanguardias históricas. En los años 70, los artistas, los conceptuales por ejemplo, se enorgullecen de participar en esa tradición de la creación de un lenguaje que tiene antecedentes tan nobles; pero al mismo tiempo, desarrollan, a fin de cuentas, un trabajo de investigación lingüística limitándose a las obras que ellos mismos quieren producir. Sin embargo, están preservados por una ideología política y se sienten sostenidos al menos por la idea de una nueva sociedad.
Con las neovanguardias nos volvemos a encontrar entonces con un arte que se deja garantizar, no por el producto, sino por el proceso, por el acontecimiento artístico que el artista consigue insertar sobre su propio proceder creativo, pero sin que su propia creación sea capaz ella sola, de conferirle el reconocimiento social pretendido sino, al contrario, por una conexión con la ideología política.
Pero en los años 70 sobreviene una gran crisis que afecta no sólo a la economía, sino también a los modelos y valores. Los valores y las motivaciones, que habían llevado a los artistas de la neovanguardia a producir un lenguaje experimental, se desploman ... Las situaciones que determinan esta crisis son debidas al hundimiento de la ideología marxista, a la puesta en duda del psicoanálisis, a la relatividad de las ciencias humanas.
Nos volvemos a encontrar, entonces, ante un tipo de catástrofe epistemológica que toca los campos del saber en los que se introduce la vanguardia.
Descubrimos que el marxismo es una ciencia exacta en lo que concierne al análisis del capitalismo, pero muy inexacta en lo que concierne a las perspectivas de su desarrollo.
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Rusia ya no es un modelo para los intelectuales, y China aún menos. Y los acontecimientos de la Plaza de Tiannamenn, en Mayo de 1989, confirman la naturaleza de un poder oligárquico y monolítico próximo a adoptar un modelo diferente en el dominio económico, no político.
Otra gran causa de crisis es la caída de las economías occidentales, con motivo de la guerra de los países árabes e Israel y la utilización política del petróleo por parte de los árabes, determinando una subida de precios que perjudica a los países con economías fuertes; éstos, sin haber previsto una posible oscilación de los precios de esta materia prima, asisten impotentes a su propio hundimiento. El optimismo productivo de las economías capitalistas se pone, así, en duda.
Pero este optimismo productivo correspondía también al experimentalismo confiado de las vanguardias, a la vez que el arte y la civilización occidental se sustentaban sobre la posibilidad de desarrollarse hacia nuevas formas de creación.
La crisis de valores y modelos desembocó en la crisis misma de un valor fundamental de la cultura de vanguardias: la proyectualidad.
El proyecto puede ser definido como el fruto de una cultura logocéntrica, que encuentra su apoyo en la racionalidad, en el optimismo de la razón como instrumento capaz de doblegar las contradicciones de la historia, las diferencias, llegando a superar los conflictos. El logocentrismo había llevado a la valoración de la idea del proyecto en una cultura de previsión; se creía que por medio de una forma se podía modificar el comportamiento de aquél que la consumía: la Bauhaus. La cultura de la proyectualidad se proponía también abordar el futuro en la idea del progreso.
En el fondo, lqué es el progreso sino el hecho de pensar en mejores condiciones para la historia? Pero a partir del momento en que la historia no se encamina hacia mejores condiciones y se bloquea por las dificultades, el mito del futuro y del progreso, la confianza del hombre en la historia, se hunden.
Las vanguardias nacen de esta confianza en la historia, que las hace experimentar nuevos lenguajes, nuevas técnicas, refiriéndose continuamente a esta tradición lineal. De esta forma, el artista se encuentra de nuevo en la condición de desenmascarar su mala conciencia, puesto que el arte conceptual, a fines de los 70, se había convertido en una especie de superstición, un trabajo sobre el vacío desarrollado en nombre y por cuenta de una ideología abstracta sin ninguna vinculación con la realidad.
Hemos conocido entonces, un período de crisis epistemológica análogo al ocurrido al principio de siglo, que condiciona al período artístico correspondiente, conocido por el nombre de Manierismo; otra crisis fue el producto al final del siglo XV, de una transformación de todos
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los valores de la sociedad. En el Renacimiento había un monopolio de la razón, como lo confirma la divisa Quisque faber fortunae suae, es decir, Cada uno es el dueño de su propio destino. En consecuencia, el hombre es el amo del mundo dado que es el amo de la razón.
Una serie de acontecimientos sociales, culturales, políticos, morales, económicos, transforman la mentalidad del hombre. El descubrimiento de América (1492), redujo por ejemplo, Europa a un pequeño territorio comparado con los vastos territorios descubiertos por Cristóbal Colón. Lutero atacó la Iglesia Católica en nombre y por cuenta de una religiosidad franciscana contra el poder temporal de los papas que se saldará con el Concilio de Trento, la Contrarreforma y el control de la cultura.
Pasamos de la mentalidad ptolemaica a la mentalidad copernicana. La concepción ptolemaica sostenía que el Sol giraba alrededor de la Tierra, el planeta habitado por el hombre, portador de la razón, instrumento que le hacía semejante a Dios. De esta forma la Naturaleza le rendía obediencia en cierto modo. Esta teoría de creerse en el centro del universo determinaba una mentalidad antropocéntrica. Copérnico descubre que, al contrario, es la Tierra la que gira alrededor del Sol, demostrándolo científicamente. Pasamos entonces, de la filosofía aristotélica a la filosofía neoplatónica.
Para Aristóteles, el arte era la imitación de la naturaleza. Para Platón, al contrario, era la representación del mundo de las ideas. A partir de este momento el arte se deja de introducir en esquemas miméticos pero sí en términos conceptuales. Mediante la perspectiva el hombre del Renacimiento representaba de forma específica su lugar en el centro del mundo con el lenguaje artístico. La perspectiva, es decir, la representación de la tercera dimensión en términos ilusorios -haciendo un llamamiento a la geometría euclidiana, fundamentada sobre los valores de ,armonía, proporción y simetría- era entonces la forma simbólica de la representación del hombre en la pintura del Renacimiento, en la medida en que el hombre se sentía verdaderamente el centro del universo.
Entre los acontecimientos históricos de gran importancia, estuvo el Saco de Roma, en 1527, perpetrado por las tropas de Carlos V, rey de España y Emperador de Austria, que conquistó Roma, la llenó de sangre y fuego y vivaqueó San Pedro con sus caballos, creando un enorme impacto en toda la Cristiandad.
Entre fines del siglo XV y principios del XVI el hombre, el intelectual, no ha tenido más confianza en la historia, ya no se siente el centro del. universo: es en este momento cuando nace el Manierismo, una respuesta cultural, lingüística, que se desarrolla, recuperando los lenguajes del pasado en un momento donde ya no existe una
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perspectiva de futuro, citando los lenguajes que pertenecen al apogeo cultural del Renacimiento, pero modificándolos en su interior. Al considerar las obras de Pontormo, de Rosso Fiorentino, De Bronzino o de Parmigianino, nos damos cuenta de que estos manieristas utilizan la perspectiva renacentista de los interiores, modificándola y, por tanto, desplazándola.
Así, nos es posible desarrollar la teoría de una forma de neomanierismo, puesto que la nuestra es una época en la que se vive una crisis epistemológica que, en determinados aspectos, permite recuperar lo que habían hecho los manieristas históricos del siglo XVI; es decir, salir de la linealidad obligada, internacionalista del lenguaje experimental, para descubrir las tradiciones ligadas a un territorio antropológico habitado por el artista, al que yo he llamado gen;us lod, la inspiración suministrada al artista por su territorio cultural.
Podemos recuperar la manualidad después de la desmaterialización conceptual, la capacidad de reconstruir también el cuerpo del arte descompuesto, el erotismo de la creación, adoptando dos criterios: el nomadismo cultural y el eclectismo estilístico.
El nomadismo cultural significa exactamente la recuperación de la memoria cultural como instrumento creativo. Ello significa hacer referencia a los lenguajes del pasado, pero de forma abierta, no dogmática, ya que si todavía juzgamos la historia del arte en términos de superstición, de forma enteramente vanguardista, nos encontraremos de nuevo frente a la antigua dicotomía entre abstracción y figuración. Me refiero al gran debate que ha tenido lugar en los años 50, donde la pintura abstracta hacía referencia a las vanguardias anteriores a la guerra y que, en consecuencia, eclipsaba la autonomía del arte.
Los artistas figurativos se consideraban instrumentos de lucha política en el seno del Partido Comunista: eran los realistas y los neorrealistas.
Evidentemente, en las épocas de crisis estos parámetros desaparecen y nace el eclectismo como posibilidad de referirse a los lenguajes desembarazados de viejas decisiones ideológicas y pudiendo realizarse un enredo estilístico que antes no existía.
La Transvanguardia es la tentativa de adoptar una actitud de neomanierismo, en la segunda mitad de los años 70 por los artistas que reencuentran su propia identidad crítica y creativa, recuperando de forma específica los lenguajes de la pintura y la escultura sin abandonar, no obstante, las tradiciones de la vanguardia.
Transvanguardia significa en efecto un arte de transición, de paso, que nos obliga a las lecciones de las vanguardias, pero que se abre a otras opciones culturales, las «tradiciones nacionales», fuera de ese internacionalismo obligado que había caracterizado otros movimientos.
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Los artistas de la Transvanguardia trabajan sobre la cUadón, es decir, sobre la recuperación estilística de los lenguajes del pasado, realizando una recuperación impulsiva de la manuaUdad del signo y del color, que podría hacernos pensar en la elección entre Picasso y Duchamp.,
Sabemos que el arte de la posguerra, hasta los años 70, la elección es el contrario, la opción duchampiana contra Picasso, o sea, la elección del objeto, una investigación sobre el objeto.
La Transvanguardia, por contra, recupera la posibilidad de tener en cuenta estas dos opciones ligadas la una a la otra.
El ready-made es el objeto ya realizado que el artista extrae de la realidad y que ofrece, a través de un proceso de desplazamiento, a la atención del arte en un marco diferente. De esta forma, el artista libera de su función un objeto cotidiano, lo sustrae de su función de utilidad y lo introduce en una esfera nueva, estética.
El ready-made concierne al objeto, pero en mi opinión se puede aplicar también a los estilos. Cuando Cucchi o Clemente recuperan un estilo del pasado lo hacen según la idea del ready-made: es la extracción de un objeto abstracto, lingüístico, es decir, de un estilo un tanto codificado, reconocible como un objeto, que es sacado, desplazado, y condensado en la obra del artista, hacia una confusión.
De este modo, existe una especie de entramado conceptual en la Transvanguardia, ;ncontournable, como es el producto de una actitud de respuesta a la crisis, al academicismo al que las neovanguardias se habían desviado y del que no se sabían deshacer, justamente porque numerosos críticos y artistas, alcanzados por una especie de superstición política y cultural, no llegaban a abrirse a un discurso de verificación sobre el terreno.
En resumen: por una parte el ready-made sobre el estilo; el impulso de la mano y la creatividad impulsiva por otra, y, finalmente, la reunión de las dos opciones: Picasso y Duchamp.
Todo esto constituye la fase de la Transvanguard;a caUente, que aparecía a finales de los 70 y a principios de los 80 y que encuentra en Italia artistas como Cucchi, Paladino y De Maria, Chia y Clemente, para alcanzar pronto Europa y, finalmente, América. Aquí, la Transvanguardia produjo un fenómeno que nunca se había verificado en la historia del arte italiano: imponer un modelo que atropella al arte americano, habituado a exportar fuertes modelos.
En América, anteriormente, el arte italiano había sido aceptado únicamente en la medida en que era reconocible y asimilable al que hacían los americanos. Es evidente que con la Transvanguardia, que recupera la memoria cultural de una pintura europea que tiene dos mil años, los americanos, empujados por una especie de moralidad puritana y por un sentimiento de hones-
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tidad, han aceptado asimilar un producto que ellos mismos no podían realizar.
En consecuencia, tenemos una verdadera asimilación del arte italiano a través del coleccionismo y los museos. Esto evidencia la correspondencia de la Transvanguardia con una crisis de la cultura internacional que toma el nombre de posmodernismo, un fenómeno estrechamente arquitectónico que pasa de América a Europa, lo mismo que la Transvanguardia viajó de Italia hasta América.
El posmodernismo es esa contaminación estilística bajo el dominio de la arquitectura, nacida en América, unida a una cultura y a un gusto por el patchwork, un arte de la economía del detalle donde nada se rechaza y todo puede ser reutilizado. El patchwork es de hecho, antropológicamente, el modelo de base del posmodernismo arquitectónico realizado en América a la escala del paisaje. Por el contrario, el posmodernismo arquitectónico en Italia se ha limitado solamente al debate teórico.
En una palabra, América ha exportado el posmodernismo en arquitectura y nosotros, los italianos, hemos exportado la Transvanguardia, dentro del marco de la cultura contemporánea.
Después de esta fase a la que he denominado Transvanguardia caliente nos encontramos frente a una recuperación de modelos más fríos pero situados en el interior de ese mismo sistema cultural: una fase de Transvanguardia fría. En efecto, los artistas trabajan siempre sobre la cita; ya no se producen los lenguajes calientes del expresionismo, sino los lenguajes fríos del constructivismo y del arte conceptual, aunque siempre hacia la recuperación de una estilística.
Por otra parte, siempre se trabaja sobre la desestructuración de los lenguajes, sobre la posibilidad -partiendo de una obra del pasado- de demostrarla y recuperarla bajo la óptica duchampiana del ready-made, de los elementos estilísticos transferidos a la obra nueva. No obstante, esta obra del desplazamiento parte de una desestructuración ideológica.
Es esto lo que hoy en día nos permite crear una unión del arte europeo, entre Occidente y Oriente. Pero nunca hemos observado con atención este lado de Europa. Ya que sin duda alguna, hasta hoy existía una fuerte coloración política y los artistas de las vanguardias se habían exiliado a los países occidentales.
Ahora asistimos a cierta apertura liberal que permite a los artistas operar en los límites ede un sistema que está realizando una pa-radójica desestructuración ideológica.