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“El ataque más neto y radical -por lo menos, antes de algunos subjetivismos modernos- a la capacidad del hombre para conquistar la verdad lo constituye el escepticismo. Esta palabra procede del griego sképtomaí, que significa «examinar», «observar detenidamente», «indagar». En sentido filosófico, y en líneas generales, escepticismo es la actitud que -tras realizar el aludido examen- concluye que nada se puede afirmar con certeza” Llano, Alejandro. Gnoseología. España: Ediciones Universidad de Navarra, 1983, pp. 71-72 El escepticismo ¿Qué es el escepticismo? [Definiciones extraídas de Encyclopaedia Herder de Filosofía] El escepticismo es una concepción en teoría del conocimiento que sostiene, en principio, que la mente humana no es capaz de justificar afirmaciones verdaderas. Un escepticismo extremo o absoluto sostendría que no existe ningún enunciado objetivamente verdadero para la mente humana. Afirma la imposibilidad total de justificar afirmaciones verdaderas, es decir, la imposibilidad de conocer objetivamente lo que nos rodea. El escepticismo moderado establece dudas razonadas sobre la capacidad de la mente humana de poder conocer las cosas y, por lo mismo, la somete a examen. Este escepticismo propugna una actitud crítica ante el dogmatismo (postura que sostiene que sí existen afirmaciones verdaderas incuestionables). Históricamente, las afirmaciones de escepticismo moderado aparecen tanto en épocas de decadencia cultural o cansancio intelectual, como de renovación e Ilustración, y la historia misma de la filosofía occidental alterna épocas de escepticismo y dogmatismo. La duda metódica y el espíritu crítico o el rigor científico son manifestaciones prácticas de un escepticismo moderado. Ficha 2 Prof. Camila López Echagüe 2ºBD. Grupo: _____________ Liceo:_______________________________ Nombre del alumno:__________________________

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Page 1: El escepticismo · Llano, Alejandro. Gnoseología. España: Ediciones Universidad de Navarra, 1983, pp. 71-72 . El escepticismo ¿Qué es el escepticismo? [Definiciones extraídas

“El ataque más neto y radical -por lo menos, antes de algunos subjetivismos modernos- a la capacidad del hombre para conquistar la verdad lo constituye el escepticismo. Esta palabra procede del griego sképtomaí, que significa «examinar», «observar detenidamente», «indagar». En sentido filosófico, y en líneas generales, escepticismo es la actitud que -tras realizar el aludido examen- concluye que nada se puede afirmar con certeza”

Llano, Alejandro. Gnoseología. España: Ediciones Universidad de Navarra, 1983, pp. 71-72

El escepticismo

¿Qué es el escepticismo?

[Definiciones extraídas de Encyclopaedia Herder de Filosofía]

El escepticismo es una concepción en teoría del conocimiento que sostiene, en principio, que la mente humana no es capaz de justificar afirmaciones verdaderas. Un escepticismo extremo o absoluto sostendría que no existe

ningún enunciado objetivamente verdadero para la mente humana. Afirma la imposibilidad total de justificar afirmaciones verdaderas, es decir, la imposibilidad de conocer objetivamente lo que nos rodea.

El escepticismo moderado establece dudas razonadas sobre la capacidad de la mente humana de poder conocer las cosas y, por lo mismo, la somete a examen. Este escepticismo propugna una actitud crítica ante el dogmatismo (postura que sostiene que sí existen afirmaciones verdaderas incuestionables). Históricamente, las afirmaciones de escepticismo moderado aparecen tanto en épocas de decadencia cultural o cansancio intelectual, como de renovación e Ilustración, y la historia misma de la filosofía occidental alterna épocas de escepticismo y dogmatismo. La duda metódica y el espíritu crítico o el rigor científico son manifestaciones prácticas de un escepticismo moderado.

Ficha 2 Prof. Camila López Echagüe 2ºBD. Grupo: _____________ Liceo:_______________________________ Nombre del alumno:__________________________

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Contexto histórico: las ideas de la modernidad El siglo XVII es un período muy agitado a nivel político, social y cultural, entre otros motivos porque: -Europa vive tiempos de guerras civiles e internacionales -Hay confrontaciones religiosas entre católicos y protestantes (luego de la Reforma de Lutero, llega la respuesta católica de la Contrarreforma) -A nivel del conocimiento científico se realizan descubrimientos en áreas como la física, la astronomía y la biología que revolucionan los saberes establecidos (de la mano de autores como Galileo y Newton) -La invención y desarrollo de la imprenta permite una expansión cultural sin precedentes, difundiéndose fuera de los ámbitos eclesiásticos. -Las ideas del Renacimiento, etapa de transición entre la Edad Media y la Edad Moderna entre los siglos XV y XVI, había quitado a Dios del centro de atención, promoviendo nuevas concepciones del mundo y oponiéndose al dogmatismo medieval. El teocentrismo fue sustituido por nuevas ideas antropocentristas Mientras que en la Edad Media el problema filosófico predominante era el de la relación entre la Razón y la Fe (San Agustín, por ejemplo, afirmaba que la “luz natural” de la razón humana no alcanzaría la verdad más que siendo guiada por la Fe), la modernidad coloca al hombre en el centro de la escena. Pasa a predominar una confianza en las capacidades intelectuales humanas; por ello, el problema filosófico central es el del conocimiento. Los principios reinantes en la modernidad tienden a exaltar la autonomía del individuo en tanto sujeto racional: el hombre era capaz, mediante la razón, de “superar la minoría de edad” y lograr un mundo mejor, progresar. La noción de racionalidad es clave en esta visión antropocéntrica: amparado en una racionalidad universal, que le proporciona valores morales y parámetros de verdad absolutos, el hombre puede conocer el mundo y transformarlo positivamente. La ciencia y la filosofía se preocupan por encontrar un método que asegure al hombre tener un conocimiento certero del mundo. Descartes es considerado el primer filósofo en desarrollar una indagación filosófica en torno a estas inquietudes, por ello se lo considera el fundador de la filosofía moderna.

Reglas Del Método: Conjunto de reglas propuestas por Descartes cuyo cumplimiento garantiza la adquisición de conocimiento evidente. Se trata de recomendaciones generales destinadas a emplear adecuadamente las capacidades naturales de la mente. El método permite evitar la influencia del prejuicio, la educación, la impaciencia, y las pasiones que pueden cegar la mente. Las reglas fundamentales son: 1. la regla de la evidencia: Es la primera y más importante de las reglas del método. Consiste en aceptar como verdadero sólo aquello que se presente con “claridad y distinción”, es decir, con evidencia. Es el ejercicio de la intuición. 2. la regla del análisis: El análisis (“resolución”) es el método de investigación consistente en dividir cada una de las dificultades que encontramos en tantas partes como se pueda hasta llegar a los elementos más simples, elementos cuya verdad es posible establecer mediante un acto de intuición. 3. la regla de la síntesis: O método de la composición. Consiste en proceder con orden en nuestros pensamientos, pasando desde los objetos más simples y fáciles de conocer hasta el conocimiento de los más complejos y oscuros. 4. la regla de la enumeración: Consiste en revisar cuidadosamente cada uno de los pasos de los que consta nuestra investigación hasta estar seguros de no omitir nada.

La duda como método: Descartes

[A partir de fragmentos extraídos de la Encyclopaedia Herder de Filosofía] René Descartes (1596-1650) fue el más destacado filósofo francés, padre de la filosofía moderna e iniciador del racionalismo. El núcleo de la filosofía cartesiana es el estudio del fundamento en que se basa el conocimiento humano, hasta el punto que se puede decir que con él aparece la teoría del conocimiento como tema central de la filosofía moderna. ¿Cuáles son las verdades que podemos conocer con certeza? Ésta es la cuestión central del Discurso del método y, sobre todo, de la primera de las Meditaciones Metafísicas. Descartes se inspira en las matemáticas para desarrollar un método que aporte certeza al espíritu humano en todas las cuestiones. Tendrá por ciertas sólo aquellas ideas que se ofrezcan claras (ciertamente presentes a la conciencia) y distintas (bien analizadas) a la

consideración de la mente.

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Meditaciones metafísicas

Meditación primera

De las cosas que pueden ponerse en duda He advertido hace ya algún tiempo que, desde mi más temprana edad, había admitido como verdaderas muchas opiniones falsas, y que lo edificado después sobre cimientos tan poco sólidos tenía que ser por fuerza muy dudoso e incierto; de suerte que me era preciso emprender seriamente, una vez en la vida, la tarea de deshacerme de todas las opiniones a las que hasta entonces había dado crédito, y empezar todo de nuevo desde los fundamentos, si quería establecer algo firme y constante en las ciencias. (…) Ahora bien, para cumplir tal designio, no me será necesario probar que son todas falsas, lo que acaso no conseguiría nunca; sino que, por cuanto la razón me persuade desde el principio para que no dé más crédito a las cosas no enteramente ciertas e indudables que a las manifiestamente falsas, me bastará para rechazarlas todas con encontrar en cada una el más pequeño motivo de duda. Y para eso tampoco hará falta que examine todas y cada una en particular, pues sería un trabajo infinito; sino que, por cuanto la ruina de los cimientos lleva necesariamente consigo la de todo el edificio, me dirigiré en principio contra los fundamentos mismos en que se apoyaban todas mis opiniones antiguas. Posibles causas del error

Todo lo que he admitido hasta el presente como más seguro y verdadero, lo he aprendido de los sentidos o por los sentidos; ahora bien, he experimentado a veces que tales sentidos me engañaban, y es prudente no fiarse nunca por entero de quienes nos han engañado una vez. Pero, aun dado que los sentidos nos engañan a veces, tocante a cosas mal perceptibles o muy remotas, acaso hallemos otras muchas de las que no podamos razonablemente dudar, aunque las conozcamos por su medio; como, por ejemplo, que estoy aquí, sentado junto al fuego, con una bata puesta y este papel en mis manos, o cosas por el estilo. Y ¿cómo negar que estas manos y

este cuerpo sean míos, si no es poniéndome a la altura de esos insensatos, cuyo cerebro está tan turbio y ofuscado por los negros vapores de la bilis, que aseguran constantemente ser reyes siendo muy pobres, ir

La duda como método “Descartes se encuentra en una profunda inseguridad. Nada le parece merecer confianza. Todo el pasado filosófico se contradice; las opiniones más opuestas han sido sostenidas; de esta pluralidad nace el escepticismo (el llamado pirronismo histórico). Los sentidos nos engañan con frecuencia; hay, además, el sueño y la alucinación; el pensamiento no merece confianza, poique se cometen paralogismos y se cae con frecuencia en el error. Las únicas ciencias que parecen seguras, la matemática y la lógica, no son ciencias reales, no sirven para conocer la realidad. ¿Qué hacer en esta situación? Descartes quiere construir, si esto es posible, una filosofía totalmente cierta, de la que no se pueda dudar; y se encuentra sumergido hasta lo más hondo en la duda. Y esta ha de ser, justamente, el fundamento en que se apoye; Descartes parte, al empezar a filosofar, de lo único que tiene: de su propia duda, de su radical incertidumbre. Hay que poner en duda todas las cosas, siquiera una vez en la vida, dice Descartes. No ha de admitir ni una sola verdad de la que pueda dudar. No basta con que él no dude realmente de ella; es menester que la duda no quepa ni aun como posibilidad. Por eso hace Descartes de la Duda el método mismo de su filosofía. Únicamente si encuentra algún principio del cual no quepa dudar, lo aceptará para su filosofía.”

Marías, Julián. Historia de la filosofía. Madrid: Biblioteca de la Revista de Occidente, 1980, p. 206

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vestidos de oro y púrpura estando desnudos, o que se imaginan ser cacharros o tener el cuerpo de vidrio? Mas los tales son locos, y yo no lo sería menos si me rigiera por su ejemplo. Con todo, debo considerar aquí que soy hombre y, por consiguiente, que tengo costumbre de dormir y de representarme en sueños las mismas cosas, y a veces cosas menos verosímiles, que esos insensatos cuando están despiertos. ¡Cuántas veces no me habrá ocurrido soñar, por la noche, que estaba aquí mismo, vestido, junto al fuego, estando en realidad desnudo y en la cama! En este momento, estoy seguro de que yo miro este papel con los ojos de la vigilia, de que esta cabeza que muevo no está soñolienta, de que alargo esta mano y la siento de propósito y con plena conciencia: lo que acaece en sueños no me resulta tan claro y distinto como todo esto. Pero, pensándolo mejor, recuerdo haber sido engañado, mientras dormía, por ilusiones semejantes. Y fijándome en este pensamiento, veo de un modo tan manifiesto que no hay indicios concluyentes ni señales que basten a distinguir con claridad el sueño de la vigilia, que acabo atónito, y mi estupor es tal que casi puede persuadirme de que estoy durmiendo. (…) Por lo cual, acaso no sería mala conclusión si dijésemos que la física, la astronomía, la medicina y todas las demás ciencias que dependen de la consideración de cosas compuestas, muy dudosas e inciertas; pero que la aritmética, la geometría y demás ciencias de este género, que no tratan sino de cosas muy simples y generales, sin ocuparse mucho de si tales cosas existen o no en la naturaleza, contienen algo cierto e indudable. Pues, duerma yo o esté despierto, dos más tres serán siempre cinco, y el cuadrado no tendrá más de cuatro lados; no pareciendo posible que verdades tan patentes puedan ser sospechosas de falsedad o incertidumbre alguna. (…) Así pues, supondré que hay, no un verdadero Dios —que es fuente suprema de verdad—, sino cierto genio maligno, no menos artero y engañador que poderoso, el cual ha usado de toda su industria para engañarme. Pensaré que el cielo, el aire, la tierra, los colores, las figuras, los sonidos y las demás cosas

exteriores, no son sino ilusiones y ensueños, de los que él se sirve para atrapar mi credulidad. Me consideraré a mí mismo como sin manos, sin ojos, sin carne, ni sangre, sin sentido alguno, y creyendo falsamente que tengo todo eso. Permaneceré obstinadamente fijo en ese pensamiento, y, si, por dicho medio, no me es posible llegar al conocimiento de alguna verdad, al menos está en mi mano suspender el juicio. Por ello, tendré sumo cuidado en no dar crédito a ninguna falsedad, y dispondré tan bien mi espíritu contra las malas artes de ese gran engañador que, por muy poderoso y astuto que sea, nunca podrá imponerme nada.

Meditación segunda De la naturaleza del espíritu humano; y que es más fácil de conocer que el cuerpo Yo soy, yo existo (…) Ya estoy persuadido de que nada hay en el mundo; ni cielo, ni tierra, ni espíritus, ni cuerpos, ¿y no estoy asimismo persuadido de que yo tampoco existo? Pues no: si yo estoy persuadido de algo, o meramente si pienso algo, es porque yo soy. Cierto que hay no sé qué engañador todopoderoso y astutísimo, que emplea toda su industria en burlarme. Pero entonces no cabe duda de que, si me engaña, es que yo soy; y, engáñeme cuanto quiera, nunca podrá hacer que yo no sea nada, mientras yo esté pensando que soy algo. De manera que, tras pensarlo bien y examinarlo todo cuidadosamente, resulta

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que es preciso concluir y dar como cosa cierta que esta proposición: “yo soy”, “yo existo”, es necesariamente verdadera, cuantas veces la pronuncio o la concibo en mi espíritu. Ahora bien, ya sé con certeza que soy, pero aún no sé con claridad qué soy; de suerte que, en adelante, preciso del mayor cuidado para no confundir imprudentemente otra cosa conmigo, y así no enturbiar ese conocimiento, que sostengo ser más cierto y evidente que todos los que he tenido antes. (…) Pues bien, ¿qué soy yo, ahora que supongo haber alguien extremadamente poderoso y, si es lícito decirlo así, maligno y astuto, que emplea todas sus fuerzas e industria en engañarme? ¿Acaso puedo estar seguro de poseer el más mínimo de esos atributos que acabo de referir a la naturaleza corpórea? Me paro a pensar en ello con atención, paso revista una y otra vez, en mi espíritu, a esas cosas, y no hallo ninguna de la que pueda decir que está en mí. No es necesario que me entretenga en recontarlas. Pasemos, pues, a los atributos del alma, y veamos si hay alguno que esté en mí. Los primeros son nutrirme y andar; pero, si es cierto que no tengo cuerpo, es cierto entonces también que no puedo andar ni nutrirme. Un tercero es sentir, pero no puede uno sentir sin cuerpo, aparte de que yo he creído sentir en sueños muchas cosas y, al despertar, me he dado cuenta de que no las había sentido realmente. Un cuarto es pensar: y aquí sí hallo que el pensamiento es un atributo que me pertenece, siendo el único que no puede separarse de mí. Yo soy, yo existo; eso es cierto, pero ¿cuánto tiempo? Todo el tiempo que estoy pensando: pues quizá ocurriese que, si yo cesara de pensar, cesaría al mismo tiempo de existir. No admito ahora nada que no sea necesariamente verdadero: así, pues, hablando con precisión, no soy más que una cosa que piensa, es decir, un espíritu, un entendimiento o una razón, términos cuyo significado me era antes desconocido. (…) ¿Qué soy, entonces? Una cosa que piensa. Y ¿qué es una cosa que piensa? Es una cosa que duda, que entiende, que afirma, que niega, que quiere, que no quiere, que imagina también, y que siente. Sin duda no es poco, si todo eso pertenece a mi naturaleza. ¿Y por qué no habría de pertenecerle? ¿Acaso no soy yo el mismo que duda casi de todo, que entiende, sin embargo, ciertas cosas, que afirma ser ésas solas las verdaderas, que niega todas las demás, que quiere conocer otras, que no quiere ser engañado, que imagina muchas cosas —aun contra su voluntad— y que siente también otras muchas, por mediación de los órganos de su cuerpo? (…) Sin embargo, no puedo dejar de creer que las cosas corpóreas, cuyas imágenes forma mi pensamiento y que los sentidos examinan, son mejor conocidas que esa otra parte, no sé bien cuál, de mí mismo que no es objeto de la imaginación: aunque desde luego es raro que yo conozca más clara y fácilmente cosas que advierto dudosas y alejadas de mí, que otras verdaderas, ciertas y pertenecientes a mi propia naturaleza. Mas ya veo qué ocurre: mi espíritu se complace en extraviarse, y aun no puede mantenerse en los justos límites de la verdad. Soltémosle, pues, la rienda una vez más, a fin de poder luego, tirando de ella suave y oportunamente, contenerlo y guiarlo con más facilidad. Empecemos por considerar las cosas que, comúnmente, creemos comprender con mayor distinción, a saber: los cuerpos que tocamos y vemos. No me refiero a los cuerpos en general, pues tales nociones generales suelen ser un tanto confusas, sino a un cuerpo particular. Tomemos, por ejemplo, este pedazo de cera que acaba de ser sacado de la

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colmena: aún no ha perdido la dulzura de la miel que contenía; conserva todavía algo de olor de las flores con que ha sido elaborado; su color, su figura, su magnitud son bien perceptibles; es duro, frío, fácilmente manejable, y, si lo golpeáis, producirá un sonido. En fin, se encuentran en él todas las cosas que permiten conocer distintamente un cuerpo. Mas he aquí que, mientras estoy hablando, es acercado al fuego. Lo que restaba de sabor se exhala: el olor se desvanece; el color cambia, la figura se pierde, la magnitud aumenta, se hace líquido, se calienta, apenas se le puede tocar y, si lo golpeamos, ya no producirá sonido alguno. Tras cambios tales, ¿permanece la misma cera? Hay que confesar que sí: nadie lo negará. Pero entonces, ¿qué es lo que conocíamos con tanta distinción en aquel pedazo de cera? Ciertamente, no puede ser nada de lo que alcanzábamos por medio de los sentidos, puesto que han cambiado todas las cosas que percibíamos por el gusto, el olfato, la vista, el tacto o el oído; y, sin embargo, sigue siendo la misma cera. Tal vez sea lo que ahora pienso, a saber: que la cera no era ni esa dulzura de miel, ni ese agradable olor a flores, ni esa blancura, ni esa figura, ni ese sonido, sino tan sólo un cuerpo que un poco antes se me aparecía bajo esas formas, y ahora bajo otras distintas. Ahora bien, al concebirla precisamente así, ¿qué es lo que imagino? Fijémonos bien, y apartando todas las cosas que no pertenecen a la cera, veamos qué resta. Ciertamente, nada más que algo extenso, flexible y cambiante. Ahora bien, ¿qué quiere decir flexible y cambiante? ¿No será que imagino que esa cera, de una figura redonda puede pasar a otra cuadrada, y de ésa a otra triangular? No: no es eso, puesto que la concibo capaz de sufrir una infinidad de cambios semejantes, y esa infinitud no podría ser recorrida por mi imaginación: por consiguiente, esa concepción que tengo de la cera no es obra de la facultad de imaginar. Y esa extensión, ¿qué es? ¿No será algo igualmente desconocido, pues que aumenta al ir derritiéndose la cera, resulta ser mayor cuando está enteramente fundida, y mucho mayor cuando el calor se incrementa más aún? Y yo no concebiría de un modo claro y conforme a la verdad lo que es la cera, si no pensase que es capaz de experimentar más variaciones según la extensión, de todas las que yo haya podido imaginar. Debo, pues, convenir en que yo no puedo concebir lo que es esa cera por medio de la imaginación, y sí sólo por medio del entendimiento: me refiero a ese trozo de cera en particular, pues en cuanto a la cera en general, ello resulta aún más evidente. Pues bien, ¿qué es esa cera, sólo concebible por medio del entendimiento? Sin duda, es la misma que veo, toco e imagino; la misma que desde el principio juzgaba yo conocer. Pero lo que se trata aquí de notar es que su percepción, o la acción por cuyo medio la percibimos, no es una visión, un tacto o una imaginación, y no lo ha sido nunca, aunque así lo pareciera antes, sino sólo una inspección del espíritu, la cual puede ser imperfecta y confusa, como lo era antes, o bien clara y distinta, como lo es ahora, según atienda menos o más a las cosas que están en ella y de las que consta. No es muy de extrañar, sin embargo, que me engañe, supuesto que mi espíritu es harto débil y se inclina insensiblemente al error. Pues aunque estoy considerando ahora esto en mi fuero interno y sin hablar, con todo vengo a tropezar con las palabras, y están a punto de engañarme los términos del lenguaje corriente; pues nosotros decimos que vemos la misma cera, si está presente, y no que pensamos que es la misma en virtud de tener los mismos color y figura: lo que casi me fuerza a concluir que conozco la cera por la visión de los ojos, y no por la sola inspección del espíritu. Mas he aquí que, desde la ventana, veo pasar unos hombres por la calle: y digo que veo hombres, como cuando digo que veo cera; sin embargo, lo que en realidad veo son sombreros y capas, que muy bien podrían ocultar meros autómatas, movidos por resortes. Sin embargo, pienso que son hombres, y de este modo comprendo mediante la facultad de juzgar que reside en mi espíritu, lo que creía ver con los ojos. Pues bien, si el conocimiento de la cera parece ser más claro y distinto después de llegar a él, no sólo por la vista o el tacto, sino por muchas más causas, ¿con cuánta mayor evidencia, distinción y claridad no me conoceré a mí mismo, puesto que todas las razones que sirven para conocer y concebir la naturaleza de la cera, o de cualquier otro cuerpo, prueban aún mejor la naturaleza de mi espíritu? Pero es que, además, hay tantas otras cosas en el espíritu mismo, útiles para conocer la naturaleza, que las que, como éstas, dependen del cuerpo, apenas si merecen ser nombradas. Pero he aquí que, por mí mismo y muy naturalmente, he llegado adonde pretendía. En efecto: sabiendo yo ahora que los cuerpos no son propiamente concebidos sino por el solo entendimiento, y no por la imaginación ni por los sentidos, y que no los conocemos por verlos o tocarlos, sino sólo porque los concebimos en el pensamiento, sé entonces con plena claridad que nada me es más fácil de conocer que mi espíritu. Mas, siendo casi imposible deshacerse con prontitud de una opinión antigua y arraigada, bueno será que me detenga un tanto en este

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1- Realiza un esquema o mapa conceptual que contenga: -los diferentes argumentos empleados por Descartes en el transcurso de esta duda -la conclusión a la que llega Descartes tras estos argumentos

2- ¿Es Descartes un filósofo escéptico? ¿Por qué?

lugar, a fin de que, alargando mi meditación, consiga imprimir más profundamente en mi memoria este nuevo conocimiento. Comentario Es posible, dice Descartes, dudar de todas las percepciones de los sentidos, porque a veces engañan y, además, a los hombres nos sucede que en ocasiones no sabemos si lo que nos pasa es en sueños o estando despiertos, con lo que la duda abarca no sólo una determinada sensación, sino la misma vida corporal en conjunto: puede que todo no sea más que un sueño. De esta enorme duda asoma temporalmente una certeza: ni en sueños es posible dudar de las verdades matemáticas, según las cuales 2 y 3 hacen 5 -también durante el sueño- y un cuadrado no puede tener más de cuatro lados. No obstante, la duda metódica de Descartes busca otra alternativa a esta situación: el genio maligno. El argumento del genio maligno también es un experimento mental como el de Putnam, ya que Descartes no dice que “exista” un genio maligno, sino que plantea la situación hipotética, ficticia, de la existencia de tal genio, para que reflexionemos: Si existiera un genio maligno, ¿qué pasaría? Al igual que pasa con Putnam, Descartes plantea esa hipótesis escéptica para luego refutarla y así combatir el escepticismo. Nadie nos dice que sea imposible que estemos sometidos al dominio de un dios maligno, «artero, engañador y poderoso» que nos confunda en lo tocante a la certeza de las nociones matemáticas. Es decir, nuestra naturaleza puede ser tal que nos confunda cuando creemos entender que algo es verdadero o falso. También es posible, pues, dudar de la certeza de las matemáticas. Con todo, hay algo que escapa al poder del genio maligno y a la posibilidad misma de que la naturaleza humana funcione mal: si el dios maligno me engaña, existo; si me engaño a mí mismo, también existo. En resumen, la duda lleva a la conciencia de pensar, por lo que afirma: «pienso, por tanto existo» (cogito, ergo sum). En el hecho de pensar se nos muestra, por intuición o por razonamiento inmediato, que existimos. Ésta es la primera verdad que el método de la duda cartesiana permite hallar, y éste es el inicio de la filosofía de Descartes, así como el fundamento de la filosofía racionalista moderna: la inmediatez de la propia conciencia o la subjetividad; de las ideas de las cosas se pasa inmediatamente al conocimiento de la existencia de las mismas. Entonces, ha logrado demostrar Descartes la existencia del sujeto pensante. Ahora le queda una tarea complicada: ¿cómo hacer para demostrar la existencia de las cosas externas al sujeto? No puede simplemente aceptar lo que se le presenta ante la conciencia como existente, ya que el genio maligno, incapaz de hacerle dudar de la propia existencia, sí puede confundirle en cualquier otra idea que le parezca evidente. Ha de probar, pues, que no puede existir un genio maligno empeñado en estas tareas, sino que el hombre, y con él la razón humana, es obra de un Dios omnipotente y bueno. Es decir: solo probando que existe un Dios omnipotente y bueno, podrá Descartes probar que no existe genio maligno; y si no existe genio maligno, entonces sí podrá sostener que las ideas que se nos presentan como claras y evidentes corresponden a cosas existentes independientemente del sujeto.

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El empirismo de David Hume INVESTIGACIÓN SOBRE EL ENTENDIMIENTO HUMANO

Sección 2. Sobre el origen de las ideas

Todo el mundo admitirá sin reparos que hay una diferencia considerable entre las percepciones de la mente cuando un hombre siente el dolor que produce el calor excesivo o el placer que proporciona un calor moderado, y cuando posteriormente evoca en la mente esta sensación o la anticipa en su imaginación. Estas facultades podrán imitar o copiar las impresiones de los sentidos, pero nunca podrán alcanzar la fuerza o vivacidad de la experiencia inicial. (...) He aquí, pues, que podemos dividir todas las percepciones de la mente en dos clases o especies, que se distinguen por sus distintos grados de fuerza o vivacidad:

-Las menos fuertes e intensas comúnmente son llamadas

pensamientos o ideas

-La otra especie carece de un nombre en nuestro idioma,

(...) llamémoslas impresiones, empleando este término en una acepción un poco distinta de la usual. Con el término impresión, pues, quiero denotar nuestras percepciones más intensas: cuando oímos, o vemos, o discutimos, o amamos, u odiamos, o deseamos, o queremos.

Y las impresiones se distinguen de las ideas que son percepciones menos intensas de las que tenemos conciencia, cuando reflexionamos sobre las sensaciones o movimientos arriba mencionados.

Nada puede parecer, a primera vista, más ilimitado que el pensamiento del hombre que no sólo escapa a todo poder y autoridad humanos, sino que ni siquiera está encerrado dentro de los límites de la naturaleza y de la realidad. Formar monstruos y unir formas y apariencias incongruentes, no requiere de la imaginación más esfuerzo que el concebir objetos más naturales y familiares. (...) Pero, aunque nuestro pensamiento aparenta poseer esta libertad ilimitada, encontraremos en un examen más detenido que, en realidad, está reducido a límites muy estrechos, y que todo este poder creativo de la mente no viene a ser más que la facultad de mezclar, trasponer, aumentar, o disminuir los materiales suministrados por los sentidos y la experiencia. Cuando pensamos en una montaña de oro, unimos dos ideas compatibles: oro y montaña, que conocíamos previamente. (...) En resumen, todos los materiales del pensar se derivan de nuestra percepción interna o externa. La mezcla y composición de ésta corresponde sólo a

Un empirista: David Hume David Hume (1711-1776) fue un filósofo empirista escocés, figura máxima de la Ilustración inglesa y del empirismo británico, y uno de los pensadores de mayor influencia en la filosofía posterior. Su intención fue investigar la capacidad del entendimiento humano con métodos diametralmente opuestos a los del racionalismo, y partiendo de la base de que el conocimiento humano no se basa en verdades innatas y a priori, sino en un conjunto de creencias básicas, o suposiciones sobre el mundo exterior, -las relaciones entre los hechos-. Según él «no es, por lo tanto, la razón la que es la guía de la vida, sino la costumbre», en el bien entendido de que las creencias surgen de la costumbre. Los materiales básicos (los «átomos» de la mente) de que se nutre el conocimiento son percepciones de la mente. Entre estas percepciones, distingue impresiones e ideas.

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nuestra mente y voluntad. O, para expresarme en un lenguaje filosófico, todas nuestras ideas, o percepciones más endebles, son copias de nuestras impresiones o percepciones más intensas.

(...) Incluso aquellas ideas que a primera vista, parecen las más alejadas de este origen, resultan, tras un estudio más detenido, derivarse de él. La idea de Dios, en tanto que significa un ser infinitamente inteligente, sabio y bueno, surge al reflexionar sobre las operaciones de nuestra propia mente y al aumentar indefinidamente aquellas cualidades de bondad y sabiduría. Podemos dar a esta investigación la extensión que queramos, y seguiremos encontrando que toda idea que examinamos es copia de una impresión similar. Aquellos que quisieran afirmar que esta posición no es universalmente válida ni carente de excepción, tienen un solo v sencillo método de refutación: mostrar aquella idea que, en su opinión, no se deriva de esta fuente. Entonces nos correspondería, si queremos mantener nuestra doctrina, producir la impresión o percepción vivaz que le corresponde.

En segundo lugar, si se da el caso de que el hombre, a causa de algún defecto en sus órganos, no es capaz de alguna clase de sensación, encontramos siempre que es igualmente incapaz de las ideas correspondientes. Un ciego no puede formarse idea alguna de los colores, ni un hombre sordo de los sonidos.

Sección 4. Dudas escépticas acerca de las operaciones del entendimiento

Parte I

Todos los objetos de la razón e investigación humana pueden, naturalmente, dividirse en dos grupos, a saber: relaciones de ideas y cuestiones de hecho; a la primera clase pertenecen las ciencias de la Geometría, Algebra y Aritmética y, en resumen, toda afirmación que es intuitiva o demostrativamente cierta. Que el cuadrado de la hipotenusa es igual al cuadrado de los dos lados es una proposición que expresa la relación entre estas partes del triángulo. Que tres veces cinco es igual a la mitad de treinta expresa una relación entre estos números. Las proposiciones de esta clase pueden descubrirse por la mera operación del pensamiento, independientemente de lo que pueda existir en cualquier parte del universo. Aunque jamás hubiera habido un círculo o un triángulo en la naturaleza, las verdades demostradas por Euclides conservarían siempre su certeza y evidencia. No son averiguadas de la misma manera las cuestiones de hecho, los segundos objetos de la razón humana; ni nuestra evidencia de su verdad, por muy grande que sea, es de la misma naturaleza que la precedente. Lo contrario de cualquier cuestión de hecho es, en cualquier caso, posible, porque jamás puede implicar una contradicción, y es concebido por la mente con la misma facilidad y distinción que si fuera totalmente ajustado a la realidad. Que el sol no saldrá mañana no es una proposición menos inteligible ni implica mayor contradicción que la afirmación saldrá mañana. En vano, pues, intentaríamos demostrar su falsedad. Si fuera demostrativamente falsa, implicaría una contradicción y jamás podría ser concebida distintamente por la mente. Puede ser, por tanto, un tema digno de curiosidad investigar de qué naturaleza es la evidencia que nos asegura cualquier existencia real y cuestión de hecho, más allá del testimonio actual de los sentidos, o de los registros de nuestra memoria.

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Todos nuestros razonamientos acerca de cuestiones de hecho parecen fundarse en la relación de causa y efecto. (...) Así pues, si quisiéramos llegar a una conclusión satisfactoria en cuanto a la naturaleza de aquella evidencia que nos asegura de las cuestiones de hecho, nos hemos le preguntar cómo llegamos al conocimiento de la causa y del efecto. Me permitiré afirmar, como proposición general que no admite excepción, que el conocimiento de esta relación en ningún caso se alcanza por razonamientos a priori, sino que surge enteramente de la experiencia, cuando encontramos que objetos particulares cualesquiera están constantemente unidos entre sí. Preséntese un objeto a un hombre muy bien dotado de razón y luces naturales. Si este objeto le fuera enteramente nuevo, no sería capaz, ni por el más meticuloso estudio de sus cualidades sensibles, de descubrir cualquiera de sus causas o efectos. Adán, aun en el caso de que le concediésemos facultades racionales totalmente desarrolladas desde su nacimiento, no habría podido inferir de la fluidez y transparencia del agua, que le podría ahogar, o de la luz y el calor del fuego, que le podría consumir. Ningún objeto revela por las cualidades que aparecen a los sentidos, ni las causas que lo produjeron, ni los efectos que surgen de él, ni puede nuestra razón, sin la asistencia de la experiencia, sacar inferencia alguna de la existencia real y de las cuestiones de hecho.

(...) Tendemos a imaginar que podríamos descubrir estos efectos por la mera operación de nuestra razón, sin acudir a la experiencia. Nos imaginamos que si de improviso nos encontráramos en este mundo, podríamos desde el primer momento inferir que una bola de billar comunica su moción a otra al impulsarla, y que no tendríamos que esperar el suceso para pronunciarnos con certeza acerca de él. Tal es el influjo del hábito que, donde es más inerte, además de compensar nuestra ignorancia, incluso se oculta y parece no darse meramente porque se da en grado sumo.

(...) Parte II

Pero aún no estamos suficientemente satisfechos respecto a la primera pregunta planteada. Cada solución da pie a una nueva pregunta, tan difícil como la precedente, y que nos conduce a investigaciones ulteriores. Cuando se pregunta: ¿Cuál es la naturaleza de nuestros razonamientos acerca de cuestiones de hecho?, la contestación correcta parece ser que están fundados en la relación causa-efecto. Cuando, de nuevo, se pregunta: ¿Cuál es el fundamento de todos nuestros razonamientos y confusiones acerca de esta relación?, se puede contestar con una palabra: la experiencia. Pero si proseguimos en nuestra actitud escudriñadora y preguntamos: ¿Cuál es el fundamento de todas las conclusiones de la experiencia?, esto implica una nueva pregunta, que puede ser más difícil de resolver y explicar. Los filósofos que se dan aires de sabiduría y suficiencia superiores tienen una dura tarea cuando se enfrentan con personas de disposición inquisitiva, que los desalojan de todas las posiciones en que se refugian, y que con toda seguridad los conducirán finalmente a un dilema peligroso. El mejor modo de evitar esta confusión es ser modestos en nuestras pretensiones, e incluso descubrir la dificultad antes de que nos sea presentada como objeción. Así podremos convertir de algún modo nuestra ignorancia en una especie de virtud.

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Me contentaré, en esta sección, con una tarea fácil, pretendiendo sólo dar una contestación negativa al problema aquí planteado. Digo, entonces, que, incluso después de haber tenido experiencia en las operaciones de causa y efecto, nuestras conclusiones, realizadas a partir de esta experiencia, no están fundadas en el razonamiento en proceso alguno del entendimiento. Esta solución la debemos explicar y defender. Sin duda alguna, se ha de aceptar que la naturaleza nos ha tenido a gran distancia de todos sus secretos y nos ha proporcionado sólo el conocimiento de algunas cualidades superficiales de los objetos, mientras que nos oculta los poderes y principios de los que depende totalmente el influjo de estos objetos. Nuestros sentimientos nos comunican el color, peso, consistencia del pan, pero ni los sentidos ni la razón pueden informarnos de las propiedades que le hacen adecuado como alimento y sostén del cuerpo humano. La vista o el tacto proporcionan cierta idea del movimiento actual de los cuerpos; pero en lo que respecta a aquella maravillosa fuerza o poder que puede mantener a un cuerpo indefinidamente en movimiento local continuo, y que los cuerpos jamás pierden más que cuando la comunican a otros, de ésta no podemos formarnos ni la más remota idea. Pero, a pesar de esta ignorancia de los poderes y principios naturales, siempre suponemos, cuando vemos cualidades sensibles iguales, que tienen los mismos poderes ocultos, y esperamos que efectos semejantes a los que hemos experimentado se seguirán de ellas. Si nos fuera presentado un cuerpo de color y consistencia semejantes al pan que nos hemos comido previamente, no tendríamos escrúpulo en repetir el experimento y con seguridad prevemos sustento y nutrición semejantes. Ahora bien, éste es un proceso de la mente o del pensamiento cuyo fundamento desearía conocer. Es por todos aceptado que no hay una conexión conocida entre cualidades sensibles y poderes ocultos y, por consiguiente, que la mente no es llevada a formarse esa conclusión, a propósito de su conjunción constante y regular, por lo que puede conocer de su naturaleza. Con respecto a la experiencia pasada, sólo puede aceptarse que da información directa y cierta de los objetos de conocimiento y exactamente de aquel período de tiempo abarcado por su acto de conocimiento. Pero por qué esta experiencia debe extenderse a momentos futuros y a otros objetos, que, por lo que sabemos, puede ser que sólo en apariencia sean semejantes, ésta es la cuestión en la que deseo insistir. El pan que en otra ocasión comí, que me nutrió, es decir, un cuerpo con determinadas cualidades, estaba en aquel momento dotado con determinados poderes secretos. Pero ¿se sigue de esto que otro trozo distinto de pan también ha de nutrirme en otro momento y que las mismas cualidades sensibles siempre han de estar acompañadas por los mismos poderes secretos? De ningún modo parece la conclusión necesaria. Por lo menos ha de reconocerse que aquí hay una conclusión alcanzada por la mente, que se ha dado un paso, un proceso de pensamiento y una inferencia que requiere explicación. Las dos proposiciones siguientes distan mucho de ser las mismas: He encontrado que a tal objeto ha correspondido siempre tal efecto y preveo que otros objetos, que en apariencia son similares, serán acompañados por efectos similares. Aceptaré, si se desea, que una proposición puede correctamente inferirse de la otra. Sé que, de hecho, siempre se infiere. Pero si se insiste en que la inferencia es realizada por medio de una cadena de razonamientos, deseo que se represente aquel razonamiento. La conexión entre estas dos proposiciones no es intuitiva. Se requiere un término medio que permita a la mente llegar a tal inferencia, si efectivamente se alcanza por medio de razonamiento y argumentación. Lo que este término medio sea, debo confesarlo, sobrepasa mi comprensión, e incumbe presentarlo a quienes afirman que realmente existe y que es el origen de todas nuestras conclusiones acerca de las cuestiones de hecho. Este argumento negativo debe desde luego, con el tiempo, hacerse del todo convincente, si muchos hábiles y agudos filósofos orientan sus investigaciones en esta dirección y si nadie es capaz de descubrir una proposición que sirva de conexión o un paso intermedio que apoye al entendimiento en esta conclusión. Pero como la cuestión es por ahora nueva, no todo lector confiará tanto en su propia agudeza como para concluir que, puesto que un razonamiento se le escapa a su investigación, por eso no está fundado en la realidad. Por este motivo, quizá sea necesario entrar en una tarea más difícil y, enumerando todas las ramas de la sabiduría humana, intentar mostrar que ninguna de ellas puede permitir tal razonamiento. Todos los razonamientos pueden dividirse en dos clases, a saber, el razonamiento demostrativo o aquel que concierne a las relaciones de ideas y el razonamiento factual o aquel que se refiere a las cuestiones de hecho y existenciales. Que en este caso no hay argumentos demostrativos parece evidente, puesto que no implica contradicción alguna que el curso de la naturaleza llegara a cambiar, y que un objeto, aparentemente semejante a otros que hemos experimentado, pueda ser acompañado por efectos contrarios o distintos. ¿No puedo concebir clara y distintamente que un cuerpo que cae de las nubes, y que en todos los demás aspectos se parece a la nieve,

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3- Explica con tus palabras, ¿qué entiende Hume por “ideas” e “impresiones”? Elabora un ejemplo para cada una.

4- ¿En qué consiste el “problema de la inducción” de acuerdo a Hume? 5- Evalúa los argumentos de Descartes y Hume trabajados en esta ficha: ¿Qué fortalezas y

debilidades le encuentras? ¿Estás de acuerdo con alguno de ellos? Argumenta.

tiene, sin embargo, el sabor de la sal o la sensación del fuego? ¿Hay una proposición más inteligible que la afirmación de que todos los árboles echan brotes en diciembre y en enero, y perderán sus hojas en mayo y en junio? Ahora bien, lo que es inteligible y puede concebirse distintamente no implica contradicción alguna, y jamás puede probarse su falsedad por argumento demostrativo o razonamiento abstracto a priori alguno. Si, por tanto, se nos convenciera con argumentos de que nos fiásemos de nuestra experiencia pasada, y de que la convirtiéramos en la pauta de nuestros juicios posteriores, estos argumentos tendrían que ser tan sólo probables o argumentos que conciernen a cuestiones de hecho y existencia real, según la distinción arriba mencionada. Pero es evidente que no hay un argumento de esta clase si se admite como sólida y satisfactoria nuestra explicación de esa clase de razonamiento. Hemos dicho que todos los argumentos acerca de la existencia se fundan en la relación causa-efecto, que nuestro conocimiento de esa relación se deriva totalmente de la experiencia, y que todas nuestras conclusiones experimentales se dan a partir del supuesto de que el futuro será como ha sido el pasado. Intentar la demostración de este último supuesto por argumentos probables o argumentos que se refieren a lo existente, evidentemente supondrá moverse dentro de un círculo y dar por supuesto aquello que se pone en duda. En realidad, todos los argumentos que se fundan en la experiencia están basados en la semejanza que descubrimos entre objetos naturales, lo cual nos induce a esperar efectos semejantes a los que hemos visto seguir a tales objetos. Y, aunque nadie más que un tonto o un loco intentara jamás discutir la autoridad de la experiencia, o desechar aquel eminente guía de la vida humana, desde luego puede permitirse a un filósofo tener por lo menos tanta curiosidad como para examinar el principio de la naturaleza humana, que confiere a la experiencia una poderosa autoridad y nos hace sacar ventaja de la semejanza que la naturaleza ha puesto en objetos distintos. De causas que parecen semejantes esperamos efectos semejantes.

(...) Acéptese que el curso de la naturaleza hasta ahora ha sido muy regular; esto por sí solo, sin algún nuevo argumento o inferencia, no demuestra que en el futuro lo seguirá siendo. Vanamente se pretende conocer la naturaleza de los cuerpos a partir de la experiencia pasada. Su naturaleza secreta y, consecuentemente, todos sus efectos e influjos, puede cambiar sin que se produzca alteración alguna en sus cualidades sensibles. Esto ocurre en algunas ocasiones y con algunos objetos; ¿por qué no puede ocurrir siempre y con todos ellos? ¿Qué lógica, qué proceso de argumentación le asegura a uno de esta inferencia? Ninguna lectura, ninguna investigación ha podido solucionar mi dificultad, ni satisfacerme en una cuestión de tan gran importancia.