el cuerpo y la educación física

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Introducción: cuerpo y movimiento Resulta difícil contradecir la afirmación de que la Educación Física trata con el cuerpo y sus distintas manifestaciones motrices. Ahora bien, este consenso se diluye cuando intentamos profundizar en qué entendemos por cuerpo y movimiento. De ahí que Cagigal (1979:62-65) plantee la necesidad de conceptualizar estas dos realidades antropológicas - cuerpo y movimiento- para identificar la esencia de la cultura física y, por extensión, de la Educación Física: “El individuo conoce el mundo a través de su entidad corporal (…) El hombre [sic] seguirá viviendo toda su existencia no sólo en el cuerpo, sino con el cuerpo y, de alguna manera, desde el cuerpo y a través del cuerpo. (…) El hombre tiene un cuerpo, el cual está capacitado para moverse, hecho para moverse. Gracias al movimiento el hombre aprende a estar en el espacio (…). Sobre estos dos elementos, sobre la inherencia e implacable instancia del cuerpo en la vida del hombre, no ya como parte del hombre, sino como hombre mismo, por un lado y, por otro, sobre la realidad antropodinámica del movimiento físico, debe ser estructurada una Educación Física, base de una generalizada cultura física” (Cursiva en el original). Aunque las nociones de cuerpo y movimiento están estrechamente relacionadas, la primera ha sido quizá la que en mayor grado ha protagonizado el debate filosófico. Básicamente, a lo largo de la historia

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Introducción: cuerpo y movimiento

Resulta difícil contradecir la afirmación de que la Educación Física trata con el cuerpo y sus distintas manifestaciones motrices. Ahora bien, este consenso se diluye cuando intentamos profundizar en qué entendemos por cuerpo y movimiento. De ahí que Cagigal (1979:62-65) plantee la necesidad de conceptualizar estas dos realidades antropológicas -cuerpo y movimiento- para identificar la esencia de la cultura física y, por extensión, de la Educación Física:

“El individuo conoce el mundo a través de su entidad corporal (…) El hombre [sic] seguirá viviendo toda su existencia no sólo en el cuerpo, sino con el cuerpo y, de alguna manera, desde el cuerpo y a través del cuerpo. (…) El hombre tiene un cuerpo, el cual está capacitado para moverse, hecho para moverse. Gracias al movimiento el hombre aprende a estar en el espacio (…). Sobre estos dos elementos, sobre la inherencia e implacable instancia del cuerpo en la vida del hombre, no ya como parte del hombre, sino como hombre mismo, por un lado y, por otro, sobre la realidad antropodinámica del movimiento físico, debe ser estructurada una Educación Física, base de una generalizada cultura física” (Cursiva en el original).

    Aunque las nociones de cuerpo y movimiento están estrechamente relacionadas, la primera ha sido quizá la que en mayor grado ha protagonizado el debate filosófico. Básicamente, a lo largo de la historia la noción de cuerpo ha ido definiéndose a partir de la tensión generada entre dos polos contrapuestos: de un lado las concepciones dualistas, que separan la realidad material (cuerpo anátomo-fisiológico) de la inmaterial (espíritu, alma, mente). Del otro las concepciones monistas, en las que el ser humano es considerado como una unidad indisoluble y no como un conjunto integrado de más o menos partes. A este panorama se unen las concepciones sociales que se preocupan por el estudio de la construcción social y cultural del cuerpo y sus significados. En este artículo se introducen cada una de estas visiones del cuerpo o de lo corporal, haciendo hincapié en sus diversas implicaciones para con la Educación Física.

2. Dualismo y “cuerpo máquina”

Vicente Pedraz (1989) afirma que la noción de dualismo proviene de la tendencia filosófica que separa radicalmente lo natural de lo cultural, lo material de lo inmaterial, lo bueno de lo malo. Es decir, se basa en contraposiciones dicotómicas en las que todo elemento A tiene su

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contrapunto B. Aplicada al ser humano, la concepción dualista entiende que estamos compuestos de una parte material -corpórea, física- y otra inmaterial -espiritual, mental-. Esta antítesis tiene dos consecuencias fundamentales: por una parte se marca un límite que separa la realidad anátomo-fisiológica de la mental-espiritual. Por otra, se otorga un papel de dependencia y subordinación de la primera frente a la segunda. El conocido aforismo cartesiano “cogito ergo sum” sintetiza cómo desde el dualismo la materialidad corporal se convierte en complemento de la esencia racional que identifica al ser humano.

Desde el dualismo, el cuerpo es básicamente materia; continente perecedero, corruptible y, también, mejorable que acoge la esencia inmaterial del ser humano. De ahí que su comprensión y su estudio se hayan buscado precisamente en la indagación de la materialidad (anatómica, bioquímica, etc.) y la funcionalidad (fisiológica, biomecánica, etc.) del ser humano.

Para ilustrar las consecuencias que se derivan de esta noción dualista del cuerpo nos serviremos del análisis de una metáfora derivada de esa concepción y que ha sido, y es, profusamente utilizada para explicar el cuerpo: la metáfora del “cuerpo máquina”. Ya en el S.XVII Vesario en su “De Humani Fabrica” utilizaba la mecánica como analogía para la descripción de los componentes anátomo-fisiológicos y fisiológicos del cuerpo. Desde entonces, y de formas muy diversas, la máquina ha servido como modelo para ejemplificar la morfología y funcionamiento corporal (Laín Entralgo, 1970).

Para Colquhoun (1992) la principal implicación de la metáfora del “cuerpo máquina” en relación con el movimiento es la noción del cuerpo como instrumento de acción motriz. El movimiento del cuerpo humano se equipara entonces al de cualquier otro objeto que se mueva y, como tal, puede ser medido, controlado y analizado cuantitativamente. Según este autor, se trata de una concepción utilitarista porque el movimiento y su resultado son definidos y valorados siempre y exclusivamente en función su propósito, con lo que la eficacia o eficiencia -determinadas por el análisis cinemático, biomecánico, kinesiológico o fisiológico- se convierten en finalidades inherentes a la acción motriz.

Distintos autores (Barbero, 1996; Colquhoun, 1992; Devís, 2000; Freund y McGuire, 1991; Tinning, 1990; Whitehead, 1992) coinciden en que la metáfora del cuerpo máquina, al subrayar los aspectos funcionales del cuerpo humano, más que ilustrar contribuye a dar sentido al concepto de corporeidad en una doble dirección. En primer lugar, al destacarse únicamente sus componentes mecánicos, indirectamente se marginan otros aspectos menos objetivables del movimiento. En segundo lugar, la comparación entre el ser humano y la máquina contribuye a configurar una

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visión racionalista y tecnocrática de la motricidad. Una excesiva preocupación por el resultado de la tarea contribuye a dejar de lado otros aspectos mucho menos cuantificables y más difíciles de controlar por un observador externo. Y, si bien pueden ilustrar aspectos parciales y aislados del comportamiento motriz, las teorías mecanicistas sobre el cuerpo no alcanzan a explicar globalmente un fenómeno tan complejo como el del movimiento humano, que incluye factores psicosociales, afectivos, culturales e incluso políticos y económicos.

    De acuerdo con Barbero (1996) el dualismo, representado por la metáfora del “cuerpo máquina”, es la concepción filosófica en la que se asienta el actual discurso hegemónico sobre el cuerpo humano en la Educación Física. Este discurso enmarca la “decibilidad” de lo corporal, aquello que puede decirse y, por tanto, enseñarse sobre el cuerpo. Como consecuencia, el cuerpo es considerado en nuestra cultura profesional fundamentalmente como instrumento de acción, un objeto a considerar a partir de una funcionalidad que lo transciende. El énfasis en la comprensión puramente anátomo-fisiológica del cuerpo humano, en la eficacia y la eficiencia motriz, en la medición de resultados y la preocupación por la mejora en la ejecución técnica y en la condición física serían algunas manifestaciones de este discurso en nuestra profesión.

3. Concepciones monistas: el cuerpo como vivencia

    Las perspectivas monistas engloban una serie de teorías que basan la concepción del individuo en una esencialidad integrada en un todo (Starobinsky, 1991; Whitehead, 1992). El cuerpo no es entendido únicamente como complemento a una esencia inmaterial, sino como un territorio donde se experimenta la presencia en el mundo. Las concepciones monistas del ser coinciden en la preocupación por definir la existencia corporal distinta a la dualista. El psicoanálisis y el existencialismo, representados por los trabajos de Freud, y Sartre respectivamente, ilustran este contrapunto a la dicotomía dualista.

    A pesar de su marginación en el ámbito científico -y en el de la formación de los profesionales de la Educación Física y el deporte- la teoría psicoanalítica resulta una referencia fundamental para comprender la importancia y complejidad de la vivencia corporal. En contraposición con el dualismo, el psicoanálisis discute el papel fundamental del cuerpo como sustrato material de la experiencia psíquica. El énfasis en el inconsciente pone de relieve que existe otra forma de existir de la que no siempre nos apercibimos, pero que no por ello deja de ser real; puede que hasta más real que de la que somos conscientes.

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    Aunque Freud no fue el primero en hablar sobre el inconsciente, sí lo fue en darle protagonismo en el concepto de ser. Según el psicoanálisis, nuestra existencia se articula en capas de conciencia, las más profundas de las cuáles -que integran el inconsciente- recogen nuestras pulsiones y nuestros deseos no satisfechos. En relación con la corporalidad, el psicoanálisis se preocupa fundamentalmente por hacer explícita e interpretar su vivencia inconsciente y, menos, por delimitar la causa somática de dicha vivencia. Dicho de un modo más claro, no importa tanto localizar en qué parte del cuerpo o de la experiencia corporal está el inconsciente como hacerla aflorar y entenderla. Esta concepción autónoma y desfisiologizada de la existencia psíquica dará pie a disensiones definitivas entre psicoanalistas y otras disciplinas que ponen su énfasis en la neurofisiología como sustrato del comportamiento. Las tesis de Freud, en cambio, proponen que tanto la historia personal como social se componen de vivencias articuladas por una serie de macroestructuras psicológicas a las que el individuo va accediendo de forma más o menos consciente o traumática a lo largo de su existencia: el yo (la conciencia de ser, unida al principio de realidad), el ello (la conciencia de no ser, unida al principio de deseo), el super-yo (la conciencia moral, unida a los sentimientos de culpabilidad, necesidad de castigo, remordimiento, etc.) y, ya en una de sus obras más tardías (Freud, 1981), el super-yo cultural (los ideales y las normas -explícitas e implícitas- de la sociedad).

    En definitiva, el psicoanálisis preconiza que el mundo de los sentidos, al que pertenece el cuerpo somático, entra a menudo en contradicción con la verdadera vivencia personal, en muchos casos inconsciente. Como afirma Vicente Pedraz (1989:4) “este nuevo cuerpo ya no es sólo el receptáculo del alma, (…) sino centro de sensaciones e interacciones básicas para el desarrollo del individuo”. La preocupación de Freud -y de muchos de sus seguidores- por el cuerpo tiene que ver, precisamente, con su papel simbólico de lugar para la satisfacción de las pulsiones. El cuerpo se convierte entonces en “objeto de la pulsión, soporte de su fijación o de su descarga. Nuestro cuerpo al mismo tiempo refleja y esconde lo más íntimo de nosotros mismos” (Starobinsky 1991:368). 1

    Las aproximaciones al concepto de cuerpo del existencialismo y fenomenología son en gran medida deudoras de la preocupación del psicoanálisis por la forma de ser en el mundo. Sartre (1989, 1992) considera que el cuerpo y su vivencia son los principales medios a través de los cuales tomamos conciencia de nosotros/as mismos/as y de nuestro entorno. Plantea que nuestra presencia corporal en el mundo se da básicamente a tres niveles: como cuerpo para el ser, cuerpo para el Otro y cuerpo para el Otro percibido por el ser. Para ilustrarlas utiliza la imagen de un escalador que pretende alcanzar una cima complicada. Cuando empieza a escalar, el

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escalador queda absorto por la tarea hasta el punto de no reparar ni siquiera en sí mismo. Su corporeidad le pasa “des-apercibida”. Esto no quiere decir que el cuerpo no esté presente, sino que el escalador no siente su propio cuerpo como algo presente. A esta forma no-consciente (no confundir con inconsciente) de existencia corporal es a la que denomina el cuerpo para el ser. El segundo modo de concebir el cuerpo se da con la presencia de un observador externo que se fija en cómo avanza el escalador. El observador solamente ve un cuerpo-instrumento, un cuerpo-objeto o mecanismo dedicado a alcanzar una meta. Esta sería la forma de corporeidad que Sartre denomina como cuerpo para el Otro. El Otro crea una forma de cuerpo como objeto ajeno al ser. En ese sentido, cualquier énfasis en ese modo de corporeidad tiende a disociar mi cuerpo de mí; solo resultan pertinentes los aspectos que pueden ser percibidos por el Otro. La tercera forma de concebir el cuerpo ocurriría cuando el escalador se apercibe de que alguien está observándole. En el momento en que siente la mirada del Otro, el escalador se apercibe de que su cuerpo está siendo observado como si fuera un cuerpo-objeto. Sartre (1989) sugiere que en ese momento el escalador empezaría a preocuparse por la impresión que causa en el Otro, sintiéndose vulnerable y expuesto al juicio sobre su corporeidad objetiva. Como resultado de esta preocupación, el escalador podría resbalar o cometer algún error. A esta concepción es a la que denomina Sartre cuerpo para el Otro percibido por el ser.

    Sartre (1989) deja claro que en circunstancias habituales vivimos un tipo de corporeidad básicamente relacionada con el primer modelo. Naturalmente no actuamos prestando atención a nuestra corporeidad. Y si bien el cuerpo para el ser es la forma natural de vivenciar nuestra corporeidad, la tendencia al estudio sobre el cuerpo suele centrarse más en la dimensión del cuerpo para el Otro. Así lo demuestra el hecho de que la mayoría de las referencias científicas hacia el cuerpo, o hacia alguna de sus partes, sugiera una realidad ajena a la propia persona o a su contexto. Este énfasis dota al Otro de un poder sobre la percepción corporal que le capacita para decidir sobre la corporeidad en cualquiera de sus dimensiones. El resultado es que cuando prestamos atención a nuestra realidad corporal solemos hacerlo desde la perspectiva del cuerpo para el Otro percibido por el ser. Dicho de otra manera, la visión del Otro condiciona nuestra propia autopercepción, provocando en nuestro autoconcepto un efecto parecido al que le producía al escalador apercibirse de la presencia de un observador. Se produce entonces una escisión en nuestra corporeidad, que vive tensionada entre nuestra consciencia de ser y nuestra preocupación por ser para el Otro.

    En definitiva las concepciones monistas revelan que la vivencia del ser es también corporal, y que la corporeidad es algo más que una materialidad

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ocupada por la mente o el espíritu, del cual éstos pueden y deben hacer un uso adecuado. En la Educación Física las visiones monistas del cuerpo y el movimiento están ligadas a la comprensión y expresión de su dimensión afectiva. Gibbons y Bressan (1991) plantean que en la Educación Física el tratamiento de la dimensión afectiva debería centrarse en el desarrollo de actitudes estéticas y morales hacia el movimiento. Definen las actitudes estéticas como la predisposición a valorar el movimiento en sí mismo, mientras que las actitudes morales serían la predisposición a actuar de acuerdo con unos principios éticos. Según estos autores, el desarrollo de estas actitudes no debería limitarse a un determinado bloque de contenidos ni a acciones puntuales sino que, sobre todo, debería servir para trazar los principios de acción que rigen toda la enseñanza. Para ello, el profesorado y el alumnado debe hacerse eco del significado heterogéneo y complejo que desde un punto de vista vivencial encierra cualquier acción motriz.

4. Concepciones sociales: la construcción cultural de la (in)satisfacción corporal

    Desde la sociología, diversos autores se han ocupado de analizar las relaciones entre el cuerpo y su concepción con el contexto sociocultural e histórico (Ariño, 1997; Fallon, 1994; Freund y McGuire, 1991). De acuerdo con Freund y McGuire (1991), estas relaciones se dan en un doble sentido. Por una parte el contexto sociocultural influye en determinar la significación y la importancia del cuerpo o ciertos aspectos relacionados con lo corporal. Refiriéndose al concepto de construcción social del cuerpo estos autores plantean que la sociedad y la cultura, en cierta medida, contribuyen a dar forma a sus miembros como si se tratara de moldes para troquelar objetos. Así ocurriría, por ejemplo, con los pies vendados de las mujeres chinas, la ablación del clítoris, los corsés de las mujeres del siglo XIX o la cirugía estética en la actualidad. Pero, quizá, la influencia social más poderosa sobre el cuerpo no es la que se da directamente en su construcción, sino indirectamente mediante la construcción de las ideas sobre el cuerpo. Por ejemplo, no todas las sociedades comparten las mismas ideas sobre el cuerpo: lo que en unas se identifica con la salud y la belleza, en otras se considera enfermizo y feo. Del mismo modo, en diferentes culturas envejecer puede ser temido, aceptado o reverenciado. De hecho, para estos autores la construcción social del cuerpo y la construcción de las ideas sobre el cuerpo están íntimamente relacionadas. Así, en relación con el género durante mucho tiempo se ha pensado en nuestra sociedad que las mujeres no pueden o no deben llevar objetos pesados. La expectativa de que las mujeres sean débiles y el hecho de que sean tratadas como tales cierra un círculo vicioso con el siguiente resultado: las mujeres no desarrollan su fuerza.

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En los últimos tiempos se ha desencadenado una preocupación sin precedentes por el estudio de cualquier aspecto relacionado con el cuerpo: su apariencia, su duración, su curación, su funcionamiento, o su representatividad simbólica. Algunos autores atribuyen este fenómeno precisamente a los trascendentales cambios en su concepción fruto de lo que ha venido en llamarse la sociedad o cultura de la postmodernidad, entendida como la superación del proyecto moderno basado en la razón como instrumento de comprensión de la realidad (Fernaud, 1988). 2 Shilling (1993) destaca que los principales efectos de la postmodernidad en la concepción sobre las ideas del cuerpo son la a) la secularización del mundo occidental, b) idealización del cuerpo como proyecto y c) la incertidumbre sobre el concepto de cuerpo.

a. Shilling (1993) relaciona la creciente importancia que se le otorga al cuerpo con el proceso de desacralización social que marca el tránsito desde la organización social de la Europa posfeudal a la modernidad, y que tiene su mayor impacto en el siglo XX. Este proceso tuvo como consecuencia la disminución del poder de las autoridades religiosas en la vida social en general, y en la regulación de aspectos relacionados con el cuerpo en particular. Sin embargo, la desacralización gradual de la vida social ha provocado que las creencias religiosas fueran sustituidas en gran medida por creencias científicas equivalentes en nivel de devoción, pero que no ofrecen exhortaciones morales tan explícitas. De los valores estables se ha pasado a una vida sin imperativo categórico en la que lo que prima es el individualista e indefinido mensaje de ser feliz. Por otra parte, el auge y expansión de los medios de comunicación audiovisuales sitúan simbólicamente ese mensaje de felicidad individual en la imagen del cuerpo o, mejor dicho, de determinados modelos de cuerpo. La publicidad, las películas, los telefilmes propagan el mensaje de que la persona feliz es el cuerpo feliz. Así, al conjugarse el declive de los referentes religiosos con el actual aumento del cuerpo como imagen de valor simbólico, las sociedades posmodernas han colocado al cuerpo como el elemento constitutivo más importante de la identidad.

No es extraño que en torno a este creciente protagonismo existencial de lo corporal haya nacido una pléyade de creencias que a su vez generan nuevas idolatrías englobadas bajo el título genérico de culto al cuerpo (Devís, 2000; Devís y Molina, 1998; Tinning, 1990). El culto al cuerpo se basa en ciertos dogmas y consensos sociales sobre el funcionamiento y la apariencia que sirven para homogeneizar los valores en torno a lo corporal. También generan prácticas muy ritualizadas e iconos que representan la esencia de la virtud corporal. Los/las modelos, los/las deportistas, los actores y actrices, en definitiva, las personas cuya

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imagen nos llega como símbolo de felicidad y éxito, sirven para modelar los nuevos cuerpos ideales -e idolatrados-. Su búsqueda se convierte a la vez en una nueva certeza vital y en un empeño fundamentalmente individual. En definitiva, creer en el cuerpo es creer en uno/a mismo/a, y mejorarlo, en algunos casos, constituye una especie de testimonio de fe.

b. Otra característica distintiva de las sociedades posmodernas es la posibilidad de concebir el cuerpo como un proyecto, lo cual implica el establecimiento de un plan para alcanzar una serie de objetivos personales más o menos autoimpuestos por su propietario, casi siempre relacionados con la salud o la apariencia. Esta concepción implica el establecimiento de un plan para alcanzar una serie de objetivos personales. En los países desarrollados, muchas personas aceptan reconstruir la apariencia, tamaño y forma de su cuerpo en función de un diseño confeccionado por sus propietarios/as. Avances tan dispares como la reproducción in vitro, la ingeniería genética o la cirugía estética, ofrecen amplias posibilidades para controlar nuestro cuerpo (así como de tenerlo controlado por otros). Hoy día el cuerpo (o sus diferentes partes) puede ser creado, transformado, reconstruido, aumentado y/o disminuido con una creciente eficacia y eficiencia. Y las personas se han convertido en agentes activos en la gestión y mantenimiento de sus cuerpos. En definitiva la idealización del cuerpo como proyecto supone, por una parte, considerar el cuerpo -su salud, su apariencia- como una aspiración en sí misma y, por otra, considerar que dicha aspiración resulta alcanzable (tan) sólo con el esfuerzo personal, minusvalorándose la influencia de factores sociales, económicos y culturales (Freund y McGuire, 1991; Devís, 2000; Pérez-Samaniego, 2000).

Quizá el ejemplo más evidente de la idealización del cuerpo como proyecto sea la sobrevaloración social del autocuidado y la cantidad de atención personal que se le da a la construcción de cuerpos saludables. Paradójicamente, en una época en la que nuestra salud se ve amenazada por peligros globales nos vemos cada vez más exhortados a responsabilizarnos de por nuestros cuerpos. En medio de un sistema caracterizado por múltiples riesgos (paro, desequilibrios norte-sur, degradación medioambiental, periodicidad de las crisis financieras, etc.) se idealizan ciertas prácticas individuales bajo el marchamo de que garantizan casi infaliblemente la salud. Se nos anuncia que algunos de los más acuciantes y generalizados males de la actualidad, como el cáncer o la enfermedad coronaria, pueden ser evitados mediante sencillos cambios en hábitos que sólo dependen de la voluntad individual.

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c. Esta posibilidad de planificar el cuerpo lo ha convertido también en un espacio donde se materializan múltiples opciones y elecciones. Sin embargo, como señala Shilling (1993), el aumento de posibilidades de intervenir en el cuerpo contrasta con la incertidumbre acerca de qué hacer con esas posibilidades, con las dudas profundas sobre cómo ejercer el control sobre el cuerpo. Cuanto mayores son las posibilidades que se nos ofrecen, más se desestabiliza nuestro conocimiento de qué es el cuerpo en realidad, y se abren más y mayores interrogantes sobre hasta dónde se debe permitir la intervención de la ciencia en su reconstrucción. Hoy en día crecen los dilemas morales acerca de cuestiones como la ingeniería genética, la reproducción asistida, los transplantes o la eutanasia. Y tampoco conviene olvidar que el que existan esas posibilidades no quiere decir que existan las mismas posibilidades para que todas las personas tengan acceso a ellas. De ahí que algunas prácticas que se engloban de forma genérica bajo el engañoso “cuidado del cuerpo” se hayan convertido en un símbolo de status. En este contexto incierto, limitar la preocupación de la intervención sobre el cuerpo únicamente a cuestiones de tipo técnico puede contribuir a que en el futuro se disparen el número y la magnitud de este tipo de conflictos.

De hecho, parece claro que en la actualidad estamos viviendo en una época en la que el cuerpo y su significado sociocultural han tomado dimensiones inusitadas. La insistente transmisión por los más diversos y escurridizos medios de comunicación de imágenes con cuerpos esbeltos (en mujeres) o musculosos (en hombres) unidas a mensajes sobre felicidad, éxito, y (auto)estima, ha asentado en el inconsciente colectivo la idea de que un cuerpo “perfecto” es sinónimo de vida perfecta. Y más: que sin un buen cuerpo no puede llevarse una buena vida, o que a mejor cuerpo, mejor vida. El problema aparece cuando, ante la creciente imposibilidad de cumplir continuamente con los imposibles y cambiantes modelos corporales socialmente construidos como deseables (jóvenes, esbeltos o musculosos, dinámicos, atractivos, y un largo etcétera), esta especie de “encarnación de la autoestima” a menudo se convierte en fuente de angustia. El deseo de alcanzar esa imagen -y esa vida- ideal, unido a la práctica imposibilidad lograrlo, provoca, en general, un autoconcepto corporal negativo lo cual, unido a otros factores, a veces se traduce en graves enfermedades sociosomáticas como la anorexia, la bulimia (Toro, 1996) y la incipiente vigorexia. 3 Por otra parte, la naturaleza inalcanzable de ese cuerpo perfecto lo convierte, en palabras de Varela y Álvarez-Uría (1989), en un “mercado eterno” al que se dirigen los más variados y en ocasiones insospechados productos. En este contexto confuso y contradictorio la exclusiva preocupación técnica por

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mejorar el cuerpo resulta demasiado simplista si no viene acompañada de reflexión acerca del significado y las implicaciones éticas de dichas mejoras.

La concepción social del cuerpo tiene una influencia relativamente marginal en la Educación Física que, en general, sigue mucho más preocupada en la mejora de los aspectos tangibles de la motricidad. No obstante, en la actualidad existe una creciente preocupación por entender el fundamento histórico, sociocultural, político e ideológico sobre del tratamiento educativo de la motricidad (Kirk, 1990; Devís y Molina, 1998; Scraton, 1995; Sparkes, 1992; Tinning, 1992). Este interés se manifiesta, por ejemplo, en el debate en torno al papel que juega la Educación Física en la pervivencia (o cambio) de determinadas ideologías sobre la salud y la práctica física (Devís, 2000; Tinning, 1990).

5. A modo de conclusión: cuerpo y currículum El breve repaso sobre el concepto de cuerpo y movimiento presentado en este artículo permite, al menos, apreciar su complejidad. Arnold (1991) plantea que comprender la multiplicidad de significados del movimiento -y, por extensión, del cuerpo- resulta clave para entender su papel en el currículum. De lo dicho puede deducirse que el tratamiento educativo de cuerpo en movimiento no debería limitarse a la significatividad objetiva e instrumental del cuerpo. El movimiento no sólo es o debe ser considerado como instrumento de acción sino también como una experiencia personal vivida en un determinado contexto social, histórico y cultural. Esas tres dimensiones -instrumental, vivencial y sociocultural- están o deberían estar íntimamente relacionadas, dotándose mutua y dialécticamente de significado. Quizá no sea del todo descabellado afirmar que la Educación Física es la disciplina educativa donde tiene un impacto más directo las diferentes concepciones del cuerpo humano. Como hemos comentado antes, la hegemonía del dualismo ha llevado la consolidación de un currículum mecanicista y utilitarista en torno al cuerpo y el movimiento. En muchos casos la excelencia se confunde con el rendimiento y la mejora del cuerpo con el desarrollo de sus capacidades motrices. Ampliar el concepto del cuerpo y del movimiento supone ensanchar el marco discursivo del currículum de la Educación Física incidiendo en la excelencia moral y estética, y no sólo la eficiencia y la eficacia motora. Dicho de otro modo, implica preocuparse no sólo por el desarrollo de las habilidades o la condición física, sino por el de la búsqueda a través del

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movimiento de lo bueno y lo bello (Arnold, 1991, Gibbons y Bressan, 1991). Este ensanche supone que la selección y el diseño del currículum deberían plantearse desde principios éticos vinculados al sentido de ciudadanía, es decir, a los valores en los que se basa la convivencia democrática. Lo que implica, por una parte, tomar de conciencia de dichos principios y, por otra, desarrollar una “sensibilidad profesional” hacia ellos. La preocupación por la autonomía, la responsabilidad o la comprensión de las influencias socioeconómicas y culturales en la construcción sobre las ideas del cuerpo y en la experiencia motriz serían algunas manifestaciones de esta enfoque ético del diseño curricular (Pérez-Samaniego y Devís, en imprenta). En cualquier caso, avanzar en la conceptualización de la dimensión social y experiencial del cuerpo y el movimiento parece necesario (pero no suficiente) para ahondar en su tratamiento educativo; especialmente hoy día, cuando los retos a los que se enfrenta la Educación Física tienen que ver cada vez menos con el adiestramiento homogéneo de conductas y más con la aceptación de la diferencia o, lo que es igual, la aceptación de uno mismo/a y de los/las demás (Tinning, 2000).

Notas

1. La concepción psicoanalítica del cuerpo como medio de expresión inconsciente influye a lo largo del S. XX en otros autores y corrientes, entre los que destaca la bioenergética de Wilheim Reich. Reich (1981) se basa en la creencia de que todas las experiencias humanas, ya sean conscientes o inconscientes, se corporeizan a través de contracciones musculares. La experiencia consciente se asocia con el control voluntario de la musculatura, mientras que la inconsciente se asienta en el cuerpo mediante el aumento del tono de nuestra musculatura profunda. Para la bioenergética el cuerpo es una especie de coraza segmentada que refleja nuestra historia personal. Sus seguidores/as consideran que el análisis e interpretación de la postura, las sincinesias y los desequilibrios en el tono muscular permiten acceder al inconsciente del un modo similar al del análisis de los sueños.

2. Algunos autores, como Giddens (1990) o Hall y Gieben (1990), prefieren hablar de modernidad tardía (High Modernity), dando a entender que en S. XX no se han superado sino que se han radicalizado los procesos iniciados en la época moderna, entre los que cabe destacar la secularización y la crisis de valores. Para Jiménez (1990), la

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postmodernidad expresa la toma de conciencia de las contradicciones y aporías de la modernidad. Indica la pérdida de confianza en la razón, la crítica a los proyectos de la ilustración, el desencanto frente a los ideales no realizados. Este desencanto y pérdida de confianza en la razón se agudiza en el S. XX debido a algunos acontecimientos -como las guerras mundiales, la utilización de las bombas atómicas o el enquistamiento de las desigualdades sociales- que han ido minando la fundamentación ética de la justicia social y el conocimiento científico.

3. La vigorexia, cuyo nombre científico es dismorfia muscular, es una distorsión de la imagen corporal caracterizada por que las personas que la padecen se consideran siempre demasiado pequeñas o enclenques por lo que intentan aumentar continuamente el volumen de sus cuerpos y, más en concreto, de su masa muscular. La vigorexia suele acompañarse de la práctica compulsiva de ejercicio, dietas hiperprotéicas y el uso de determinados fármacos que faciliten el aumento de la masa muscular (esterorides anabolizantes, testosterona, hormona del crecimiento, etc.) (Pope et al., 1997)

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