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TRABAJO DE INVESTIGACIÓN PARA LA OBTENCIÓN DEL DIPLOMA DE ESTUDIOS AVANZADOS EL CONCEPTO DE CREENCIA EN EL PRAGMATICISMO DE CHARLES S. PEIRCE: MANUSCRITOS INÉDITOS Miguel Ángel Fernández Pérez Departamento de Filosofía Universidad de Granada Programa de Doctorado: La herencia de la modernidad en la época de la globalización Tutor: Dr. Juan José Acero Fernández Septiembre 2007 1

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TRABAJO DE INVESTIGACIÓN PARA LA OBTENCIÓN

DEL DIPLOMA DE ESTUDIOS AVANZADOS

EL CONCEPTO DE CREENCIA EN EL

PRAGMATICISMO DE CHARLES S.

PEIRCE: MANUSCRITOS INÉDITOS

Miguel Ángel Fernández Pérez Departamento de Filosofía Universidad de Granada Programa de Doctorado: La herencia de la modernidad en la época de la globalización Tutor: Dr. Juan José Acero Fernández Septiembre 2007

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Page 2: EL CONCEPTO DE CREENCIA EN EL PRAGMATICISMO DE …€¦ · “Él [Nicholas St. John Green]1 a menudo destacó la importancia de aplicar la definición de creencia de Bain2 como ‘aquello

ÍNDICE INTRODUCCIÓN 3 LA CREENCIA EN PEIRCE 15 Crítica al método cartesiano 16

Características de la creencia 19

La creencia y la máxima del pragmatismo 23

Creencia, lógica y razonamiento 28

Creencia y ciencia 36

Creencia y verdad 44

LAS REGLAS DE LA RAZÓN 51 MS 596 53

MS 597 60

MS 598 63

MS 599 66

CONCLUSIONES 69 BIBLIOGRAFÍA 79 APÉNDICES 82 MS 596 83

MS 597 106

MS 598 109

MS 599 117

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“Él [Nicholas St. John Green]1 a menudo destacó la importancia de aplicar la definición

de creencia de Bain2 como ‘aquello en base a lo cual un hombre está dispuesto a actuar’ El

pragmatismo es apenas algo más que un corolario a esta definición; así que estoy en

disposición de reconocerle como el abuelo del pragmatismo.”3

Charles S. Peirce4

INTRODUCCIÓN

Para la filosofía práctica el tema de la creencia es central, particularmente cuando

ésta nos impele a la acción; puesto que el contenido proposicional de nuestras creencias,

al que podemos denominar nuestro credo práctico, determina nuestras acciones

deliberadas.

Para la epistemología, la fina línea divisoria entre saber y creer, entre conocimiento y

‘convicción justificada y verdadera’ es motivo de repetidas controversias. Para ambos

verbos el contenido de la proposición, la creencia o convicción, puede ser el mismo.

Frente a los que niegan valor de verdad a los enunciados con “creo que.....” se les puede

rebatir que estos pueden responder a enunciados con “dice que ...”, aunque esto

pertenece, más bien al ámbito de la lógica doxática. ¿Cuál es la diferencia, en cada caso,

entre “saber que.....” y “creer que....”? Sin adentrarnos en el paradigma del continuo de la

curva espacio-tiempo, nosotros ahora “sabemos” que la Tierra gira alrededor del Sol,

gracias al paradigma Copernicano y a múltiples observaciones que parecen confirmarlo;

sin embargo nuestros antepasados también “sabían” que el cielo giraba alrededor de la

Tierra, basándose en el paradigma Ptolemaico y en múltiples observaciones que incluso

servían para guiar los barcos en las oscuras aguas de la noche. Para el pragmatismo el

significado de ambas proposiciones sería el mismo puesto que sus consecuencias

prácticas serían las mismas: permitir la orientación y la navegación nocturnas. Podemos

decir que los antiguos “creían que” el cielo giraba alrededor de la Tierra y que nosotros,

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en cambio, “sabemos que” la Tierra gira alrededor del Sol; desde luego que las

consecuencias prácticas de esta última noción son más amplias que las de la primera,

permitiéndonos incluso los viajes espaciales, sin embargo ya existen nuevos paradigmas

que también han superado a esta noción. ¿Cuál es el criterio para determinar que

podemos estar absolutamente seguros de la verdad de una proposición? El de la medida

en que se amplía nuestro conocimiento, de acuerdo, pero, mientras tanto, ¿no son acaso

todas creencias con un grado mayor o menor de probabilidad?

Aunque este trabajo no quiere involucrarse, como tampoco lo pretende Peirce, con

los ámbitos de la Teología y la Metafísica., a veces resulta inevitable. Cuando se analiza,

especialmente, el contenido de aquellas creencias que tienen un marcado valor práctico,

no podemos evitar preguntarnos si no lo tiene la formulación de la creencia de William

James, que, pragmáticamente, evalúa las ventajas de la creencia en la existencia de Dios

como garantía de nuestro juicio, como apuntaba Kant, y de nuestras acciones; si no es la

creencia en la capacidad de nuestra razón para comprender el mundo la fundamentación

de nuestros afanes investigadores; y, entre otros aspectos relevante para la filosofía y la

ciencia, si no creemos en las hipótesis que planteamos en el terreno científico con un

mayor o menor grado de probabilidad.

Charles S. Peirce, que estudia estas cuestiones en profundidad y con detalle,

despertó en mí un interés temprano, al poder leerlo directamente en los textos originales,

como precursor de la semiótica y por su afirmación de que todo pensamiento está

contenido en proposiciones, por vincular tan estrechamente pensamiento y lenguaje en

un sentido amplio y riguroso.

Desde que me aproximé su filosofía, me interesé por el concepto de significado en

el pragmatismo, particularmente tal como lo expone él mismo, en la máxima del

pragmatismo reformulada en los siguientes términos en 1907: “El Pragmatismo es el principio

de que todo juicio teórico expresable en una oración del modo indicativo es una forma confusa de

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pensamiento cuyo único significado, si lo tiene, reside en su tendencia a exigir una máxima práctica

correspondiente expresable como una oración condicional que tiene su apódosis en el modo imperativo”5;

por ejemplo, el juicio ‘la antracita es un combustible conveniente’, se expresaría en la

oración compuesta ‘si la antracita es un combustible conveniente, utilízalo para

calentarte’. Aunque en su primera formulación de 1879 decía: “Consideremos cuáles son los

efectos prácticos que pensamos puedan ser producidos por el objeto de nuestra noción. La noción de todos

esos efectos es la noción completa del objeto”, originalmente en francés6.

Esta relación del significado de un juicio con sus efectos prácticos me pareció que

no había sido lo suficientemente destacada dentro incluso de la propia teoría pragmática

del significado. De esto a la verdad como el valor de uso de una proposición pensaba que

había sólo un paso y, de ahí, a la fundamentación de una metafísica pragmática, o

metafísica científica como él la denominaba, otro. Peirce hilvanaba los conceptos del

utilitarismo y del común-sensimo, al referirse a los efectos prácticos de una noción, con

los del empirismo de Hume, en particular al referirse a los hábitos o costumbres que

produce el pensamiento. Intentando conciliar ambos con un racionalismo crítico de corte

kantiano.

En cuanto uno comienza a adentrarse en la teoría del significado postulada en la

máxima del pragmatismo, uno se encuentra con el papel primordial de la noción de

creencia en reiteradas ocasiones. En la primera de las conferencias de Harvard sobre el

pragmatismo7, denominada, precisamente, La máxima del pragmatismo, se pregunta cuál

sería la prueba de que las posibles consecuencias prácticas de un concepto constituyesen

la suma total del concepto. El argumento sobre el que descansaba la máxima en su

trabajo original de 1879, había sido que la creencia consistía principalmente en estar

deliberadamente preparado para adoptar la fórmula creída como guía de la acción; con lo

que sigue estando de acuerdo.

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En esta misma conferencia, tras analizar el contenido proposicional y asertivo de

la creencia, sustrae a la misma del ámbito exclusivo de la psicología, como facultad de la

voluntad, y la adscribe al de la lógica, que identifica con el razonamiento y que define

como ‘doctrina de lo que deberíamos pensar’. Para Peirce la lógica, además, es una

aplicación de la doctrina de lo que ‘deliberadamente estamos dispuestos a hacer’, la ética.

Por lo que lo que pensamos ha de ser interpretado en términos de lo que estamos

dispuestos a hacer. A continuación añade que lo que escogemos hacer, la ética, depende

de lo que estamos dispuestos a admirar, con lo que nos lleva, finalmente para la

intencionalidad del pensamiento, a la estética. Sin embargo, no se olvida de decir que la

base del pensamiento está en la experiencia por lo que, antes que nada, debemos

considerar la fenomenología o faneroscopia, la ciencia que trata objetivamente con los

fenómenos y su interacción con las categorías de sensación (primera), relación (segunda)

e interpretación (tercera); que Peirce propone para organizar la inteligibilidad de la

experiencia. Aquí Peirce despliega prácticamente la totalidad de su consideraciones acerca

del tema: de la noción nos lleva a la creencia, de ambas a la acción; lo encuadra en la

lógica: la proposición, el juicio y la aserción, el contenido proposicional de la creencia y

su carácter de signo; y conecta la lógica con la ética y la estética. Destacando el carácter

fundamental, para su concepción del razonamiento, de la experiencia sensorial.

En Short Logic8 había dicho ya en 1895 que una creencia era un estado de la mente

con la naturaleza de un hábito, contenido en una proposición, del que la persona era

consciente, y el cual, si actuara deliberadamente en una ocasión adecuada, le induciría a

actuar de una manera diferente a como lo haría en la ausencia de tal hábito. Esto se

puede relacionar estrechamente con la máxima del pragmatismo y, en definitiva, apunta al

contenido de la proposición, la creencia propiamente dicha, y a su valor de verdad que se

refiere no exactamente a su correspondencia con los hechos sino a los efectos prácticos

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que la creencia en el mismo tendría, puesto que en el caso de no tener ninguna

repercusión práctica, la creencia carecería de significado.

Ahora bien, continúa matizando Peirce, una creencia es siempre una proposición en la

que creemos, por un lado estaría la proposición con su significado y su valor de verdad y,

por otro, el modo que tendría para nuestro pensamiento: aserción, cuestión o mandato;

desplazando, en cada caso, la responsabilidad por el contenido de la misma del emisor al

receptor.

Estas y otras cuestiones relacionadas fueron enriqueciendo la investigación sobre el

papel de la noción de creencia en la filosofía de este pensador, que me ha permitido

trazar un mapa de su pensamiento desde esta perspectiva que, desde luego, no es

exhaustivo.

Centré mi investigación, a partir de la bibliografía de Kelly A. Parker (Grand Valley

State University, Allendale, Michigan 1999), en los manuscritos no publicados de 1902 de

la serie Las reglas de la razón, el año inmediatamente anterior a la primera conferencia de

Harvard, pensando que en ellos podría encontrar algunos párrafos que arrojaran una

nueva luz sobre el papel de la creencia en la filosofía de Charles S. Peirce. Tras traducir y

publicar MS 597 (dos referencias mínimas), 598 y 599 (una referencia suficiente y otra

mínima), estuve a punto de reorientar la investigación hacia la teoría peirceana del signo

que desarrolla ampliamente en MS 599, terreno ya bastante trillado incluso en español.

Cuál no fue mi alegría cuando el Centro de Estudios Peirceanos de la Universidad de

Navarra me envía MS 596 y MS 600, de la misma época, para traducir. En MS 5969 se

encuentra una de las más extensas elaboraciones acerca de la creencia que podemos

encontrar en los textos de Peirce y que, aunque el estudioso de la obra de Peirce, John J.

Fitzgerald10, considera un texto tentativo, sin embargo, muestra la importancia que este

tema tenía para Peirce y que me permitió reconducir la investigación a su terreno original.

También resultó fundamental para fijar el pensamiento de Peirce al respecto, la lectura de

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otro texto de 1902, La solicitud a la Institución Carnegie11, reconstruido por Joseph Ransdell

en 2006, que completa su caracterización de la creencia para la acción práctica y el

razonamiento.

Son varias las cuestiones que suscita la investigación de este tema, unas, para poner

el Pragmatismo de Peirce en perspectiva, y, otras, para intentar dilucidar ciertos aspectos

unos complementarios y otros aparentemente contradictorios, algo difícilmente

concebible en un pensador tan minucioso, del significado de creencia. En cuanto a las

primeras, no cabe duda de que el Pragmatismo de Charles S. Peirce, que luego denominó

Pragmaticismo para distinguirlo de la versión popular de William James, encuentra su

lugar natural en la Filosofía Práctica, como corolario a la pregunta Kantiana por el ¿qué

debo hacer? y, por lo tanto, en el terreno de la moral, aunque, curiosamente, no dé

ejemplos de aplicación de la máxima a la toma de decisiones de índole moral,

limitándose, por lo general, en sus vívidos ejemplos, al aspecto instrumental de la

creencia que denomina práctica o a la toma de decisiones en el ámbito jurídico. En

varias ocasiones aparece una cuestión complementaria a ésta y que considero muy

relevante para la filosofía contemporánea. Peirce dice que “la creencia no tiene nada que

ver con la ciencia”, la creencia en este caso sería teórica y por ciencia se refiere a lo que

denomina ciencia pura, el avance en el conocimiento que, según él, no debería verse

condicionado por necesidades prácticas de ningún tipo. No obstante, la creencia no deja

de jugar un papel fundamental: en la lógica a la hora de establecer las premisas, las

conclusiones y los principios generales; y en la ciencia, aunque provisionalmente, a la

hora del planteamiento de las hipótesis. Esta creencia claro que es de un signo distinto a

la que se orienta hacia la acción práctica y cotidiana; es una creencia, que él denomina

teórica, que se expresa en grados de probabilidad de las expectativas y que, según van

apareciendo instancias en la investigación que no la refutan, en el sentido falibilista de la

investigación científica del que es precursor, va ganando en probabilidad, aunque

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ciertamente nunca alcanzará la certeza absoluta, como Peirce explicita en su concepto de

verdad como meta última de la investigación, aquello en lo que estarán de acuerdo la

comunidad de los investigadores en un futuro indefinido. Por otro lado, descalifica

reiteradamente como método la duda sistemática cartesiana: “No pretendamos dudar en

filosofía de aquello que no dudamos en nuestros corazones”12; el reverso de la creencia.

Sin embargo, otro tipo de duda, vívida, que surge ante el hecho inesperado o

sorprendente que pone en cuestión algún presupuesto anterior, debe ser el principio

rector de la investigación. Lo que está estrechamente vinculado a la que denomina

Primera Regla de la Razón: “Para aprender debes desear aprender”, cuya condición es la

disposición a cambiar de opinión; y cuyo corolario es: “No obstaculices de ninguna

manera el camino de la investigación” 13 También plantea cuestiones epistemológicas,

que él prefiere llamar Crítica del Razonamiento. En la filosofía clásica la creencia era la

garante del conocimiento (credo ut intelligam: creo para entender) y si no creyéramos en

la capacidad de nuestro intelecto para aproximarse al conocimiento de la naturaleza, del

mundo y de nosotros mismos, no podríamos siquiera iniciar el camino de la investigación

en cualquiera de sus terrenos.

En cuanto al segundo tipo ce cuestiones que suscita el estudio de este tema, nos

encontramos con algunas contradicciones aparentes en la caracterización de la creencia

que nos llevan al terreno de la psicología, a la que tanto debe el Pragmatismo y que, sin

embargo, Peirce intenta apartar de la investigación puramente científica en reiteradas

ocasiones. Es mi opinión que al intentar Peirce encuadrar la creencia en el ámbito de la

Lógica, lo que realmente está haciendo es ‘psicologizar’ o humanizar la lógica, como

método general del razonamiento humano, estrechamente vinculado con la práctica.

La más relevante contradicción, que he detectado, se refiere, por un lado al

carácter deliberado y consciente de la creencia como hábito para la acción y, por otro, a

su carácter inconsciente. Creo que lo que aquí se impone es una taxonomía de la creencia

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práctica: unas creencias son conscientes, otras inconscientes (que pueden devenir

conscientes cuando la ocasión inesperada nos sorprende), otras se han adoptado

conscientemente y, luego, han devenido inconscientes, muchas son de origen cultural,

social o religioso, dignas de una axiología, algunas son fundamentales, estructurales,

muchas son instrumentales, unas son racionales, muchas son irracionales (credo quia

absurdum), unas son individuales y otras colectivas. Y la importancia de muchas no es

pequeña pues nos pueden llevar a adoptar decisiones, individuales o colectivas, para la

acción o la investigación con consecuencias imprevisibles o directamente desastrosas. A

Peirce sólo le incumben, desde un punto de vista lógico, aquellas creencias que han

devenido conscientes por efecto de un hecho sorprendente, estas creencias son las que

podemos y debemos someter a una crítica concienzuda para poder avanzar en el largo

camino del aprendizaje.

En el primer capítulo, trabajando siempre sobre traducciones propias cuya

intención es la de verter en español el pensamiento de este filósofo norteamericano de

una forma meridianamente clara, selecciono y analizo los textos publicados de Peirce en

los que presenta sistemáticamente, y por orden cronológico, sus principales

consideraciones respecto a la noción de creencia y sus implicaciones para la práctica y

para la ciencia; de una forma muy coherente, y reiterativa, de principio a fin como se

podrá observar. En el segundo capítulo de este trabajo, analizo las aportaciones de los

manuscritos inéditos que he traducido especialmente para este trabajo de investigación, y

cuya versión completa se puede encontrar en los Ápendices: MS 596, 597, 598 y 599;

planteando los términos en que se desarrolla la discusión sobre este tema fundamental y

las preguntas y respuestas que suscita. Excede, en todo caso, de las pretensiones de este

trabajo el pretender abarcar todos los textos en que utiliza el término; lo que emprenderé

en una investigación ulterior. Finalmente presento una síntesis de su doctrina al respecto,

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dejando planteadas las preguntas y las propuestas que son aún pertinentes para la

investigación, la lógica y la filosofía práctica: la ética y la educación.

En este último aspecto la ‘voluntad de aprender,’ la ‘primera regla de la razón’

propuesta por Peirce, que debe someter a crítica sistemática, para poder avanzar, todas

las creencias, especialmente las teóricas, propias o adquiridas, se nos presenta como un

puente tendido entre la ‘voluntad de creer’ de William James, de cuya concepción del

pragmatismo se distancia deliberadamente, y la filosofía de la educación de John Dewey,

de indudables consecuencias prácticas para el mejoramiento del individuo y de la

sociedad. No obstante, también conviene destacar la complementariedad de este tema

para la filosofía de la ciencia; especialmente respecto a la descripción y la crítica de los

métodos de investigación, los paradigmas y el cambio de los mismos, fundamentando

algunas de las propuestas posteriores de Kart Popper, Thomas Khun, Paul Feyerabend e

Imre Lakatos, entre otros.

Para empezar, es necesario aclarar el significado en español del término ‘creencia’

en el inglés que maneja Peirce. La creencia como hábito es una de las facultades de la

voluntad, donde la encuadraba la psicología de la época, y cuya traducción más exacta en

español sería la de convicción; con esto quiero decir que el sentido más habitual que

existe en español para los enunciados con ‘creo que …’, el de no estar uno absolutamente

seguro de la verdad de lo enunciado, no es el sentido original del término en inglés, cuya

equivalencia más exacta sería ‘estoy convencido de que …’, de ahí que Peirce no distinga

entre la creencia en una proposición y la verdad de la misma; lo que sería meramente una

tautología para aquel que la adopta. Esta facultad o estado mental o, se podría añadir,

actitud proposicional, es un estado auto-satisfecho frente a la incomodidad de la duda,

que es su opuesto y no la incredulidad, aunque, a veces cita como su opuesto, al

identificar, de alguna manera, creencia y conocimiento, a la ignorancia inconsciente.

También utiliza Peirce frecuentemente el término ‘opinión’ como sinónimo de ‘creencia’,

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aunque es cierto que ambos términos cuando son sometidos a una crítica objetiva, en el

ámbito de la ciencia, deslizan su significado hacia el de ‘no estar absolutamente seguro de

la verdad acerca del contenido de una proposición’, que se aproxima al del término en

castellano. Además debemos distinguir entre ‘la creencia’, o ‘creencia’, como la citada

facultad y ‘una creencia’ o ‘las creencias’ que, en todo caso, son la proposición o las

proposiciones que el mismo sujeto adopta con esa actitud.

Por último, indicar que la mayoría de las citas de Peirce en este trabajo están

tomadas de los Collected Papers (CP) publicados por la Universidad de Harvard. Y

manifestar mi más profundo agradecimiento al Grupo de Estudios Peirceano de la

Universidad de Navarra que me ha permitido un acceso sin restricciones a la cuantiosa

bibliografía de que disponen sobre Charles S. Peirce. Estoy particularmente agradecido al

Dr. Jaime Nubiola y a la Dra. Sara Barrena. Y, por supuesto, a mi tutor en la Universidad

de Granada, el Dr. Juan José Acero Fernández, cuyas minuciosas anotaciones me han

permitido rendir académicamente presentable este ambicioso trabajo sobre un aspecto

del pensamiento de este filósofo cuyas implicaciones todavía tiene mucho que investigar

la filosofía contemporánea.

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NOTAS:

1 Nicholas St. John Green: ilustre abogado, discípulo de Jeremy Bentham, miembro del

Club Metafísico de Cambridge, Massachussetts, fundado en 1870, junto con Charles S.

Peirce, William James, Oliver Wendell Holmes Jr (jurista), Joseph Bangs Warner

(abogado), John Fiske, Francis Ellingwood Abbot y Chauncey Wright.

2 Alexander Bain: ilustre psicólogo escocés cuyos tratados de psicología, Los sentidos y el

intelecto y Las emociones y la voluntad, eran junto a los de Herbert Spencer, los textos

normativos en el mundo anglosajón en la segunda mitad del siglo XIX.

3 Ver Fisch, Max H. Alexander Bain and the Genealogy of Pragmatism (1954) en Peirce, Semeiotic

and Pragmatism. Ketner and Kloesel Eds., Indiana University Press, Bloomington, Indiana,

1986.

4 Pragmatism, CP 5.12, 1907

5 CP 5.480, 1907

6 “Pour développer le sens d’une pensée, il faut donc simplement déterminer quelles habitudes elle

produit, car le sens d’une chose consiste simplement dans les habitudes qu’elle implique. Le caractère d’une

habitude dépend de la façon dont elle peut nous faire agir non pas seulement dans telle circonstance

probable, mais dans toute circonstance possible, si improbable qu’elle puisse étre. Ce qu’est une habitude

dépend de ces deux points: quand et comment elle fait agir. Pour le premier point: quand? Tout stimulant

à l’action derive d’une perception; pour le second point: comment? Le but de toute action est d’amener

au résultat sensible. Nous atteignons ainsi le tangible et le pratique comme base de toute difference de

pensée, si subtile qu’elle puisse être….Il n’y a pas de nuance de signification assez fine pour ne pouvoir

produire une difference dans la pratique.

Considerer quels sont les effets pratiques que nous pensons pouvoir être produits par l’objet de notre

conception. La conception de tous ces effets est la conception complete de l’objet”.

(Revue Philosophique 7 – Jan. 1879-: 48; W3 363-64-65).

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7 CP 5.27-28, 1903

8 MS 595, 1895

9 Publicado parcialmente en CP 5.538-545 bajo el epígrafe Judgment and Belief

10 Fitzgerald, John J. (1966). Peirce’s theory of signs as foundation for Pragmatism. Ch. VI

“Lectures on Pragmatism”, A. Reflections on belief. Pags.: 108 – 114)

11 MS L75, 1902

12 Algunas consecuencias de cuatro incapacidades, 1868, CP 5.264-317.

13 La primera regla de la razón, 1898, MS 442.

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LA CREENCIA EN LA OBRA PUBLICADA DE CHARLES S. PEIRCE Aunque aún quedan algunos manuscritos de este pensador por transcribir y analizar,

el corpus actual es suficiente cómo para intentar presentar de una manera sistemática su

pensamiento respecto al papel de la creencia en la conducta práctica, la lógica, la verdad,

la teoría de los signos y la investigación científica, entre otros ámbitos. El gran trabajo de

los Collected Papers de la Universidad de Harvard presenta el pensamiento de Peirce de

forma temática. Sin embargo no respeta el orden cronológico de los escritos el cual

resulta fundamental para estudiar la evolución de su filosofía. No obstante, este

pensador, especialmente respecto al tema de la creencia, resulta bastante coherente del

principio al fin de su obra. En la actualidad, la Universidad de Indiana está elaborando

una obra completa por orden cronológico que será un instrumento valiosísimo para la

investigación. En este sumario presento los principales temas estrechamente relacionados

con la creencia para la filosofía pragmaticista de Peirce, intentando, en todo momento,

respetar el orden cronológico. Asimismo presento algunos aspectos relacionados que se

encuentran en los manuscritos de la serie Las reglas de la razón de 1902 y que he traducido

para este trabajo de investigación. También he traducido e interpretado de los originales

todos los textos de Peirce que estudio en el mismo, con la intención de hacer plenamente

inteligible en español el pensamiento de este filósofo singular.

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Crítica al método cartesiano de la duda sistemática Formado, como científico, en el empirismo Peirce hace objeto principal de sus

críticas al racionalismo de Descartes como método para fundamentar el razonamiento.

Éste, para el filósofo pragmatista, tiene su origen empírico en los fenómenos perceptivo-

sensoriales de los que no podemos dudar y no en unas primeras ideas claras y distintas

con un origen puramente mental. Más aun, según Peirce, la certeza no la puede alcanzar

el pensador solo con sus pensamientos sino la comunidad de investigadores en su

acuerdo acerca de la misma.

La crítica al racionalismo cartesiano es una constante de toda su obra,

anecdóticamente cuando desvela que el “je pense, donc je suis” lo tomó prestado

Descartes del “cogito ergo sum” de Agustín de Hipona que se traduce, más bien, por

“existo puesto que pienso” Ésta crítica se encuentra rigurosamente expresada en uno de

sus primeros trabajos publicados, Algunas consecuencias de cuatro incapacidades1, y en uno de

sus artículos más conocidos, Cómo aclarar nuestras ideas2.

En Algunas consecuencias de cuatro incapacidades, que él consideraba uno de sus trabajos

más consistentes junto con un artículo previo, Cuestiones acerca de ciertas facultades que el

hombre se atribuye3, donde iniciaba su crítica al cartesianismo, aparece su primer

comentario sobre la creencia en el contexto de la crítica al método de la duda sistemática

cartesiana. Compara la filosofía cartesiana con la filosofía escolástica, afirmando que ésta

última nunca había cuestionado los fundamentos, como propone Descartes, ni la validez

del testimonio de los sabios, que también cuestiona Descartes al hacer reposar la prueba

última de la certeza en la conciencia individual. Por estas y otras declaraciones similares

Peirce ha sido adscrito, no muy acertadamente, a un tipo de pensamiento neo-escolástico.

Si bien es cierto que Peirce recupera la interpretación escolástica del Aristotelismo,

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particularmente en los aspectos empíricos del mismo referidos a la base perceptiva de la

experiencia, de acuerdo con el dictum “esse est percipi”. A Peirce resulta más adecuado

encuadrarlo en la tradición del Empirismo de Hume y de la filosofía crítica de Kant, a

quienes había estudiado concienzudamente. Aunque el ambiente filosófico en el que

estaba inmerso y que dio origen a la filosofía del pragmatismo según las declaraciones de

su colega, William James, fuera el del utilitarismo de la escuela de John Stuart Mill, del

que, sin embargo, Peirce se distancia deliberadamente.

En este primer artículo la crítica al cartesianismo se centra en dos consideraciones

fundamentales. La primera, consiste en que no podemos comenzar con la duda absoluta

porque, de hecho, cuando nos adentramos en el estudio de la filosofía lo hacemos con

todas nuestras ideas pre-concebidas que no nos planteamos puedan ser cuestionadas.

Ahora bien, si en el transcurso de nuestras investigaciones nos encontramos con razones

positivas para dudar de aquello que comenzamos creyendo, entonces es nuestra

obligación prestarles la debida atención; por este motivo, el de una duda real y puntual, y

no por la máxima cartesiana de la duda sistemática. Peirce resume esta actitud en una

nueva máxima: “No pretendamos dudar en filosofía de aquello que no dudamos en

nuestros corazones”. En el tercer manuscrito de la serie Las reglas de la razón4, Peirce

reformula esta máxima suya de la siguiente manera: “Lo que está más allá de nuestro

control está más allá de la crítica. Que de otra forma dice: No dudemos de lo que no

podemos dudar”. Lo que está más allá de nuestro control es, señaladamente, la realidad

externa o empírica. Difícilmente podemos dudar de lo que nos parece percibir, como

que, ante mis ojos, haya un fuego encendido en la chimenea, por mucho que haga por

descartarlo como haría con una ilusión. Peirce relaciona el carácter deliberado y auto-

controlado del razonamiento con la posibilidad de la crítica filosófica que se ha visto

estimulada en la investigación por una duda viva y no sistemática. Si todo nuestro

conocimiento está basado en la experiencia, a menos que una nueva experiencia ponga en

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cuestión una creencia anterior no podemos iniciar, honesta y económicamente, una

investigación al respecto.

La segunda consideración se dirige contra la afirmación cartesiana que identifica a

la verdad con una convicción clara. En este caso, aduce Peirce, no es necesario utilizar el

razonamiento ni prueba alguna de certeza adicional. En La fijación de la creencia5 dice sobre

esta cuestión: “Pero podemos pensar que todas y cada una de nuestras creencias son

verdaderas y, ciertamente, es una mera tautología el decirlo”. En La Solicitud a la Institución

Carnegie6, en el contexto de la discusión acerca de la prueba de la inconcebibilidad, es aún

más explícito al respecto: “Si un hombre no puede completamente evitar estar

convencido de que una proposición es verdadera, es absurdo que él pretenda que su

incapacidad para dudar de ella sea su razón para estar convencido de ella”. Uno cree

verdadero todo aquello de lo que está convencido y únicamente una duda real y viva, una

razón operativa, puede hacer que se plantee un cambio de opinión. Asimismo, explica su

concepto de la duda en unos términos muy parecidos a los anteriores: “De lo que uno no

duda, uno no puede dudar y es sólo accidentalmente que podemos dirigir la atención

hacia ello de una manera que puede sugerir que puede que haya alguna duda. De ahí

viene la actitud crítica y finalmente, quizás, pueda surgir una duda genuina”

En Cómo aclarar nuestras ideas Peirce crítica la doctrina cartesiana de las ideas claras y

distintas y plantea la necesidad de considerar un tercer grado de claridad en la

aprehensión de las nociones, suplementario a los ya reconocidos de familiaridad con una

noción y de definición de la misma. Este tercer grado consiste en la propia máxima del

pragmatismo: “Considera qué efectos, que pudieran concebiblemente tener implicaciones

prácticas, concebimos que tiene el objeto de nuestra noción. Entonces, nuestra noción de

estos efectos es la totalidad de nuestra noción del objeto” Para Peirce no hay distinción

más fina de significado que la que consiste en una posible diferencia práctica, en el que

están imbricados la noción, el hábito-creencia y la acción. Más adelante, vincula la

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claridad de las nociones con la verdad de las mismas que, para Peirce, significa la opinión

que está destinada a ser finalmente acordada por todos los que investigan y cuyo objeto

es lo real, como permanencia externa independiente de lo que cualquiera pueda pensar

acerca de ella. Concluye el artículo con la sugerente declaración: “Es importante,

ciertamente, saber cómo aclarar nuestras ideas, pero éstas pueden ser de lo más claro sin

ser verdaderas. Cómo hacerlas verdaderas es lo que tenemos que estudiar a

continuación”. Lo que no hace inmediatamente obligándonos a rastrear sus indagaciones

acerca de la verdad por todos sus escritos al respecto, como aparece en el último epígrafe

de este capítulo

Características de la creencia y el método científico para fijarla

En la Lógica de 18737 Peirce no contrapone la creencia a la duda, como hará luego,

sino a la ignorancia: “La convicción nos determina a actuar de una manera particular

mientras que la pura ignorancia inconsciente, que es el verdadero contrario de la creencia,

por sí sola, no tiene efecto alguno”. En las notas finales a esta misma obra, extrae del

ensayo De la Realidad la siguiente caracterización de la creencia: “Los caracteres de la

creencia son tres. Primero, hay una cierta sensación en relación con una proposición.

Segundo, hay una disposición a estar satisfecho con la proposición. Y, tercero, hay un

impulso claro a actuar de cierta manera, en consecuencia”. En esta primera

caracterización aparecen tres aspectos que son consistentes con su elaboración posterior

de la cuestión: la creencia es una sensación mental que consiste en la satisfacción con el

contenido de una proposición, que pensamos es verdadera, y, especialmente, es lo que

conforma nuestras acciones, nuestra conducta. Si sabemos lo que un hombre cree

respecto a algún asunto, podemos predecir cómo se va a comportar en la ocasión

propicia

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En La fijación de la creencia8 Peirce realiza una caracterización bastante más completa

de la creencia, ahora en contraposición con la duda: Primero, el estado mental de

creencia y el estado mental de duda son perfectamente reconocibles y distinguibles, por la

desemejanza entre el pronunciamiento de un juicio y la formulación de una pregunta.

Segundo, la creencia guía nuestros deseos y conformas nuestras acciones, al contrario que

la duda que nos incapacita para la acción. Y, tercero, la creencia es un estado tranquilo y

satisfactorio, frente a la duda que es un estado incómodo del que nos esforzamos por

salir. A este esfuerzo, aunque no considera el término totalmente adecuado, lo denomina

Investigación. Peirce identifica, primero, el estado de duda con la formulación de una

pregunta, lo que, posteriormente, en la Solicitud a la Institución Carnegie9, modifica: “Una

cosa es cuestionar una proposición y otra muy distinta dudar de ella. Podemos lanzar

cualquier proposición al modo interrogativo a voluntad; pero no podemos aplacar la

duda más de lo que podemos aplacar la sensación de hambre a voluntad”. De forma

coherente con su crítica al cartesianismo, en este énfasis en el carácter “vivo” de la duda

estriba la diferencia con la formulación de una pregunta. Respecto al segundo aspecto, la

formulación de que la creencia es la que conforma la acciones resulta consistente en toda

su obra y, de hecho, es la idea germinal del pragmatismo que toma de la psicología de

Alexander Bain10. Sin embargo, la relación de la creencia con los deseos resulta una

cuestión más compleja cuando, más adelante en este mismo artículo, afirma que las

creencias guían nuestras acciones y satisfacen nuestros deseos. Con lo que los deseos y

las creencias aparecen indisolublemente unidos: Uno cree lo que desea creer y desea creer

lo que cree. Y actúa, en consecuencia, ejerciendo la voluntad. Este aspecto lo precisa con

más exactitud en MS 596 (1902) cuando dice que la creencia tiene a la expectativa como

su esencia. En cuanto al tercer aspecto, el carácter auto-complaciente de la creencia

frente a la incomodidad de la duda, establece una analogía con el sistema nervioso: el

estado de duda sería equivalente al de la irritación de un nervio mientras que el estado de

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creencia sería equivalente a lo que denomina “asociaciones nerviosas”. Por lo que otra

característica de la creencia, añadida a esta última, sería la de algo a lo que nos aferramos

y que nos resistimos tenazmente a cambiar por cualquier otra creencia.

En este mismo artículo postula un método científico para fijar la creencia, frente a

los métodos tradicionales que critica: la tenacidad, la autoridad y la conformidad con la

razón sin atenerse a la experiencia. Este método científico está estrechamente vinculado

con los conceptos peirceanos de realidad y verdad: “Existen cosa reales, cuyos caracteres

son completamente independientes de nuestras opiniones acerca de ellas; esas realidades

afectan a nuestros sentidos de acuerdo con leyes regulares, aunque nuestras sensaciones

sean tan diferentes como nuestras relaciones con los objetos, al aprovecharnos de las

leyes de la percepción, podemos comprobar con el razonamiento cómo son las cosas

realmente y cualquier hombre, si tuviera razón y experiencia suficientes sobre ello, llegará

a la única conclusión verdadera”. El concepto nuevo que introduce es el de realidad para

lo que argumenta que nadie puede dudar de la existencia de cosas reales, en el sentido

empiricista del término, en un primer sentido de realidad, y que, sometido a prueba, este

método tiene muchas más ventajas que cualquiera de los anteriores para la fijación de la

creencia. Además de ser el único que, a la larga, nos aproximará a la verdad acerca de la

realidad como permanencia externa independiente de lo que cualquiera pueda pensar

acerca de ella, y en lo que estén de acuerdo todos los investigadores en un futuro

indefinido, en un segundo, y más amplio, sentido de realidad.

En Cómo aclarar nuestras ideas (1878) delimita las tres propiedades de la creencia que ya

había planteado en su artículo anterior: “Primera, es algo de lo que somos conscientes;

segunda, aplaca la irritación de la duda; y, tercera, implica el establecimiento en nuestra

naturaleza de una norma de acción o, resumidamente, un hábito”; aunque añade dos

aspectos que serán fundamentales en todo el desarrollo ulterior de la cuestión. El

primero, el carácter consciente de la creencia resulta especialmente controvertido puesto

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que, en muchos casos, nuestras creencias son inconscientes y sólo devienen conscientes

ante la irrupción de un hecho que nos sorprende. La creencia que, para Peirce, tiene su

lugar pre-eminente en el razonamiento práctico debe ser consciente y deliberada para

satisfacer todas las condiciones del mismo, incluyendo la auto-corrección propia del

método inductivo. Es entonces cuando puede surgir una duda genuina y cuando

podemos someter a crítica la creencia. El segundo, la definición de hábito como norma

para la acción le lleva a identificar la creencia con un hábito lo que será una constante en

todas sus consideraciones ulteriores al respecto, llegando incluso a construir el concepto

hábito-creencia para denominar a este fenómeno.

Peirce sostiene esta caracterización de la creencia a lo largo de toda su obra

aunque en Un boceto de las críticas lógicas11, uno de sus últimos escritos, revisa La fijación de la

creencia y hace algunas matizaciones importantes. En este texto Peirce manifiesta que el

razonamiento es sólo una de las dos formas de adquirir el conocimiento, siendo la otra la

experiencia. La creencia adquirida por medio del razonamiento está justificada por lo que

la precede en nuestra mente; pero la creencia que nos enseña la experiencia no está

justificada puesto que no podemos evitar admitirla a menos que neguemos lo evidente,

además es característico de la experiencia que cuanto más diferente a cualquier

conocimiento previo sea más valiosa resulta.

Probablemente, pues, como consecuencia de experiencias al respecto Peirce

considera, en este manuscrito, que la aversión a cambiar las propias creencias no es un

carácter esencial de la creencia como postuló en su artículo de 1877 y reformula la noción

de creencia en los siguientes términos: “La creencia, una vez alcanzada, libera de todo el

descontento inherente a la duda; y, además, el que está convencido bien sabe que no hay

una creencia diferente que pudiera mantenerse en su mente por mucho tiempo, mientras

esté sano, a menos que, realmente descubriera que el estado real de los hechos fuera

bastante contrario a su creencia”. Aquí, Peirce, lleva a cabo la modificación más

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significativa de su doctrina acerca de la creencia. En ésta la creencia tenía un carácter

tenaz y auto-complaciente. Reconoce, ahora, que éste no es un carácter esencial de la

creencia puesto que algunos hombres pueden modificar su creencia ante alguna

evidencia, que define como “un estado real de hechos”, contraria a ésta. Lo que para

Peirce debe ser la actitud del investigador en la ciencia pura, como veremos más adelante:

La continua revisión y rectificación de las creencias ‘provisionales’; que ni siquiera

tendrían este nombre sino, más bien el de ‘supuestos’ o ‘hipótesis’, no la contemplaba

como actitud válida ante los asuntos vitales y prácticos. De ahí la ‘doble’ actitud del

investigador, como científico y como hombre. Para Peirce, como hombre de finales del

XIX en Norteamérica, alguien que cambiara fácilmente sus creencias vitales sería

considerado como inconsistente y poco de fiar además de suponer un peligro para sí

mismo y para los demás. Este nuevo enfoque de 1911, que contempla la posibilidad del

cambio de creencia para los asuntos prácticos, y no meramente por conveniencia, abre

una nueva línea de desarrollo en la filosofía práctica de Peirce que, desafortunadamente,

no pudo continuar.

La creencia y la máxima del pragmatismo

En un breve texto de 1873, Que la significación del pensamiento reside en su referencia al

futuro12, Peirce apunta, por primera vez a la relación entre la creencia y la máxima del

pragmatismo, cuando dice: “La importancia intelectual de las creencias reside totalmente

en las conclusiones que se pueden sacar de ellas y, en última instancia, en sus efectos

sobre nuestra conducta”. La primera formulación de la máxima del pragmatismo,

publicada originalmente en francés en 1879, dice: “Consideremos cuáles son los efectos

prácticos que pensamos puedan ser producidos por el objeto de nuestra noción. La

noción de todos esos efectos es la noción completa del objeto”; que desarrollará

ampliamente en La primera conferencia de Harvard sobre el pragmatismo13. Por lo que, para el

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pragmatismo, el significado de cualquier noción será la suma de todos sus efectos

prácticos concebibles, y la diferencia en el significado de las nociones será la diferencia en

los efectos prácticos de las mismas. Si entendemos los efectos prácticos como los efectos

sobre nuestra conducta, los hábitos a que daría lugar, entonces la noción de creencia sería

la noción que subyace a todas las nociones que tienen un efecto práctico sobre nuestra

conducta; pues no basta simplemente con que enunciemos una proposición para que

tenga un efecto sobre nuestros hábitos de acción, para que esto ocurra debemos estar

convencidos de la verdad de la misma y toda creencia es tal en estos términos y sólo en

ellos.

En La fijación de la creencia (1877), cuando está caracterizando a la creencia frente a la

duda, añade que, además de una desemejanza perfectamente reconocible entre ambos

estados, existe una diferencia práctica: “Nuestras creencia guían a nuestros deseos y

conforman nuestras acciones”. Como se apuntó en el epígrafe anterior, Peirce, matiza

esta relación entre deseos y acciones: “Es ciertamente mejor para nosotros que nuestras

creencias sean tales que puedan verdaderamente guiar nuestras acciones y así satisfacer

nuestros deseos”. La duda nos incapacita para actuar, en cambio la creencia es la que

conforma y guía nuestras acciones y es deseable que lo haga de una manera verdadera,

que se corresponda con los hechos en el primer criterio peirceano de la verdad. Por

ejemplo, ante una bifurcación en una pista forestal, cuando me veo perdido, las huellas

de ruedas en uno de los ramales me convence para tomar ese camino, estoy convencido

de la verdad del razonamiento “otros vehículos han seguido este camino, éste debe ser el

camino” y tomo el camino con decisión. Peirce reconoce, a continuación, nuestra

incapacidad para discriminar la verdad en las creencias, puesto que creemos todas y cada

una de nuestras creencias verdaderas como una tautología de la que no podemos escapar

a menos que apliquemos el método científico para fijarlas que propone y que, en

resumen, vincula verdad y realidad, como permanencia externa independiente de lo que

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cualquiera pueda pensar acerca de ella, en el segundo criterio peirceano de la verdad.

Como ya hemos visto en el epígrafe sobre la caracterización de la creencia y que

analizaremos, con más detalle, en el epígrafe correspondiente a la relación de la creencia

con la verdad de este capítulo.

En Cómo aclarar nuestras ideas (1878), Peirce insiste en este aspecto pragmático en

una de las propiedades de la creencia que ya había apuntado en el artículo que se acaba de

comentar: “La esencia de la creencia es el establecimiento de un hábito; y las diferentes

creencias se distinguen por los diferente modos de acción a que dan lugar”. Relacionando

de nuevo la creencia con la máxima del pragmatismo y argumentando que las creencias

no pueden ser diferentes si tienen los mismos efectos prácticos.

Abundando en las diversas definiciones de creencia en la obra de Peirce,

encontramos a ésta indisolublemente unida a la acción y la conducta. Tanto en Sobre al

álgebra de la lógica14 como en Del razonamiento en genera15 y en la Solicitud a la Institución

Carnegie16 nos encontramos con la reiteración de la misma idea que vincula estrechamente

la creencia con sus efectos prácticos.

En la Primera Conferencia de Harvard sobre el Pragmatismo (1902), Peirce reformula la

máxima del pragmatismo en los siguientes términos: “El Pragmatismo es el principio

teórico de que todo juicio teórico expresable en una oración del modo indicativo es una

forma confusa de pensamiento cuyo único significado, si lo tiene, reside en su tendencia

a obligar al cumplimiento de una máxima práctica correspondiente expresable como una

oración condicional que tiene su apódosis en el modo imperativo”. Así si estoy

convencido de que ‘la antracita es un combustible conveniente’ puedo formularlo en los

siguientes términos: ‘Si la antracita es un combustible conveniente, utilízalo para

calentarte’; dándome una orden a mí mismo. Donde podemos ver claramente que el

significado de cualquier noción es la suma de sus efectos prácticos como se apuntaba en

la primera formulación de la máxima del pragmatismo. Cuyo reverso como criterio de

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demarcación entre lo significativo y lo no-significativo formula que, en el caso de que una

noción no tuviera efecto práctico alguno, entonces carecería totalmente de significado.

Lo que descartaría como no-significativas a la mayoría de las proposiciones de la

metafísica. Aunque el concepto de ‘efecto práctico’ para Peirce es más amplio de lo que

cabría pensar puesto que puede incluir criterios como ‘resultaría inútil seguir indagando

sobre ello’

En esta conferencia Peirce somete a crítica la propia máxima: “¿Cuál es la prueba

de que las consecuencias prácticas de un concepto constituyen la suma total del mismo?

El argumento sobre el que fundamenté la máxima en mi trabajo original era que la

creencia consiste principalmente en estar deliberadamente dispuesto a adoptar la fórmula

creída como guía de la acción… Si ésta es en verdad la naturaleza de la creencia,

entonces, indudablemente, la proposición en que se cree no puede ser ella misma más

que una máxima de la conducta. Yo creo que esto es bastante evidente… Pero, ¿cómo

sabemos que la creencia no es más que la disposición deliberada para actuar de acuerdo

con la fórmula creída?” A continuación, sustrayendo la cuestión del terreno de la

psicología y llevándola al terreno de la lógica, Peirce distingue entre “la aprehensión del

significado de una proposición” y “la aserción de la misma”. En la aserción,

estrechamente ligada al juicio, uno se hace responsable de la verdad de la proposición.

Uno está totalmente convencido de la verdad de la misma y está dispuesto a arriesgar

mucho en ello. Cuestiona si todo lo que la creencia es, lo es en relación a sus efectos

sobre la conducta, a sus efectos prácticos, y llega a encontrar que incluso en los juicios

puramente teóricos hay alguna consecuencia práctica, como la ya señalada de que resulte

inútil seguir indagando sobre ello. Tras lo que nos introduce en el núcleo de su

pensamiento asentado en una ética de clara inspiración kantiana: “Porque, si como nos

enseña el pragmatismo, lo que pensamos ha de ser interpretado en términos de lo que

estamos dispuestos a hacer, entonces, con seguridad, la lógica, o doctrina de cómo

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deberíamos pensar, debe ser una aplicación de la doctrina de lo que deliberadamente

escogemos hacer, que es la ética”. La lógica es, pues, para Peirce una ciencia

eminentemente práctica estrechamente vinculada a la ética y, por lo tanto, al desarrollo

que del imperativo categórico Kantiano hace en su filosofía aunque, también, haya

incluido anteriormente consideraciones que nos remiten a una de las divisiones del

imperativo hipotético denominado asertórico, de prudencia o pragmático del propio

Kant.

En Pragmatismo 1 (1907) sigue en la misma línea: “En consecuencia, la más perfecta

expresión de un concepto que las palabras pueden rendir consistirá en la descripción de

ese hábito que [el concepto] está calculado para producir. Pero de qué otra manera puede

describirse un hábito mejor que por la descripción del tipo de acción a la que da lugar”.

Con esta paráfrasis de su propia definición del pragmatismo, la prueba está completa. Y

concluye identificando, de nuevo, acción, hábito, noción y creencia: “[La disposición]

para actuar de una manera determinada bajo unas circunstancias dadas y cuando ésta se

ve activada por un motivo dado es un hábito; y un hábito deliberado, o auto-controlado,

es precisamente una creencia”. No es hasta Pragmatismo 2 (1907) cuando destaca que el

pragmatismo no es más que un corolario a la definición de creencia de Alexander Bain17,

que abre este trabajo y fue el leit motif de Peirce: “Aquello en base a lo cual un hombre

está dispuesto a actuar”. Con un ejemplo pedestre, como lo son la mayoría de los del

propio Peirce: Si uno está convencido de que va a llover, y tiene que salir, cogerá el

paraguas.*

* En El argumento olvidado a favor de la realidad de Dios 18 es aún más explícito: “Ahora bien estar

deliberada y completamente preparado para conformar la propia conducta de acuerdo con una proposición

no es ni más ni menos que el estado mental llamado ‘creer esa proposición’, no importa cuanto tiempo se

posponga su clasificación consciente bajo ese título”

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Creencia, lógica y razonamiento.

En este epígrafe se presenta, por orden cronológico, el lugar de la creencia en el

razonamiento, en la lógica de Peirce, probablemente su principal interés filosófico y al

que dedicó numerosos trabajos. Este aspecto lógico de la creencia está estrechamente

relacionado con su teoría de los signos* y con su teoría de la verdad.

En Algunas consecuencias de cuatro incapacidades19 Peirce plantea, por primera vez en

sus escritos publicados, que hay una equivalencia en el organismo entre la creencia y la

inferencia silogística cuando dice que es un asunto constante de la experiencia que si a un

hombre se le hace creer en las premisas, en el sentido de que actuará a partir de ellas y

dirá que son verdaderas, bajo condiciones favorables estará también dispuesto a actuar a

partir de la conclusión y a decir que ésta es verdadera. En un breve texto de 1873, Que la

significación del pensamiento reside en su referencia al futuro20, Peirce matiza, en la misma línea, el

papel de la creencia para el pensamiento lógico. Afirma que la creencia es una conexión

* En MS 596, publicado en lo Collected Papers bajo el título Creencia y juicio, Peirce afirma que

“toda creencia es creencia en una proposición”, y una proposición, que consiste en la relación de

un predicado con sus sujetos, es, en definitiva un signo con la particularidad de que este signo,

la proposición creída, es un estímulo para la acción. Anteriormente en Sobre el Algebra de la lógica

(1880) explica cuando se plantea la disección de los juicios, como tarea propia de la lógica, que la

forma de operar de la creencia con la proposición como signo que la contempla es la siguiente:

“Es un acto de la voluntad… por el que causamos que una imagen, o icono, se asocie, de una

forma peculiarmente intensa, con un objeto que se nos representa por un índice. Este mismo

acto se representa en la proposición por un símbolo, y la conciencia del mismo completa la

función de un símbolo en el juicio” Lo que repite con los mismos términos en La teoría gramática

del juicio y la inferencia bajo el epígrafe Juicios en los Collected Papers y en la Solicitud a la Institución

Carnegie (1902) refiriéndose, en ambos casos, al aspecto particular de la creencia que adopta la

forma de una resolución.

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habitual de ideas y añade que la importancia intelectual de las creencias reside totalmente

en las conclusiones que se pueden sacar de ellas y, en última instancia, en sus efectos

sobre nuestra conducta. Al referirse al significado de las creencias y de las proposiciones

que las contienen a los efectos sobre la conducta y la acción, Peirce está apuntando

directamente la máxima pragmática que, al remitir a la acción, está remitiendo la propia

racionalidad del pensamiento y a la expectativa de un futuro posible

Respecto al aspecto lógico de la verdad de las proposiciones objeto de la

creencia Peirce relaciona, en La fijación de la creencia21, la validez de cualquier inferencia

con su referencia a la realidad como permanencia externa, estrechamente vinculada con

su noción de la verdad cuando afirma que la conclusión verdadera seguirá siendo

verdadera aunque no tengamos el impulso de aceptarla; y la falsa seguirá siendo falsa,

aunque no podamos resistirnos a la tendencia a creer en ella. En otra ocasión22, afirma,

respecto a esto, que cuando una proposición entra en conflicto con lo que se presenta a

los sentidos, podemos reconocer la importante doctrina lógica que dice “que toda

proposición enuncia dos cosas, primera, lo que sea que enuncie y, segunda, su propia

verdad. A menos que ambas sean verdaderas, la proposición es falsa”. La ‘propia verdad’

sería la adecuación de la proposición con los hechos, con la realidad como permanencia

externa. De esta forma descarta Peirce la mayor parte de las proposiciones de la

metafísica.

Volviendo a La fijación de la creencia nos encontramos con que el principio

conductor de una inferencia válida ha de ser siempre un hecho necesario y reconoce

como un hecho cierto que existen estados de la mente tales como la duda y la creencia –

que el paso de uno a otro es posible, conservando el mismo objeto del pensamiento y

que esta transición está sujeta a unas reglas por las que todas las mentes están ligadas. El

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pensamiento de Peirce contempla, pues, la existencia de algo parecido a una ‘gramática

universal’ en el sentido desarrollado por Noam Chomsky respecto a la operatividad del

razonamiento y, también, respecto al contenido de las proposiciones. En la Solicitud a la

Institución Carnegie23, Peirce utiliza el término proposición para denotar ese significado de

una oración que no sólo permanece inalterable en cualquier lengua en que se exprese,

sino que también es el mismo sea creído o dudado, aseverado (por alguien que se haga

responsable del mismo), u ordenado (al expresar alguien que hace responsable a otro del

mismo), o formulado como pregunta (cuando alguien expresa la intención de inducir a

otro para que se haga responsable del mismo)

En el artículo de 1880 Sobre el algebra de la lógica24 Peirce desarrolla más extensamente

la relación entre creencia, lógica y razonamiento. También apunta a la relación entre el

pensamiento y la cerebración (o entre la lógica y la fisiología). El proceso del

pensamiento va de un hábito vinculado a una creencia a otro que se conecta con éste.

Este proceso es la inferencia: El juicio antecedente es la premisa, el juicio consiguiente, la

conclusión, el hábito del pensamiento que llevó del uno al otro es el principio conductor

cuando adopta la forma de una proposición consciente y es, a su vez, otra de las

premisas. La creencia está, pues, determinada por creencias anteriores y por experiencias

nuevas. En esta exposición Peirce vincula a la lógica con la realidad. El hecho sobre el

que reposan todas las máximas del razonamiento consiste en que aquello vaya a ser

creído finalmente es independiente de lo que haya sido creído hasta entonces y tiene, por

lo tanto, el carácter de realidad. La inferencia válida es aquella que tiende hacia este

resultado final. Respecto al silogismo dice que cuando se obtiene las inferencia por

primera vez, el principio conductor no está presente en la mente; pero el hábito que

formula está activo de forma que, al contemplar la premisa creída, por algún tipo de

percepción, se juzga a la conclusión verdadera; y añade, en una nota, que aunque el

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principio conductor mismo no está presente en la mente, generalmente somos

conscientes de inferir sobre la base de algún principio general.

En el trabajo Del razonamiento en general25 Peirce continúa elaborando su pensamiento

respecto al papel de la creencia en la lógica. Afirma que la creencia que no es consciente,

la que es el resultado de otros conocimientos sin que el que cree lo sospeche, no puede

formar parte propiamente de una inferencia racional. Es simplemente una intuición, a la

que Peirce no niega validez práctica pero sí validez racional. En este mismo trabajo se

extiende en aspectos técnicos vinculados a su teoría del razonamiento y a su teoría de los

signos. La inferencia es una ilación, en la que se unen proposiciones que antes no lo

estaban. Se detiene para precisar su terminología en este área: “Al acto de conciencia en

el que la persona piensa que reconoce una creencia se le llama juicio. A la expresión de

un juicio se le llama en lógica una proposición”. Añade que la tarea principal de la lógica

es, literalmente, ‘la disección de los juicios’. Define a la inferencia como “la adopción

consciente y controlada de una creencia como consecuencia de otro conocimiento”. En

este trabajo Peirce estudia la creencia, en el ámbito propio de la lógica y el razonamiento,

que para él son prácticamente sinónimos, como proposición, que reconocemos en un

juicio y, por lo tanto, como signo, cuyo modo de operar recomienda “diseccionar”,

aplicando su método crítico. Analiza también la estructura de la inferencia, la selección de

las premisas, basándola en la coligación de proposiciones que ya conocemos con otras

que no concebíamos con anterioridad que pudieran estar unidas a las primeras hasta que

la conciencia del juicio al que nos ha conducido una duda viva vinculada a un hecho

sorprendente así nos lo presenta.. En este sentido en Una teoría de la inferencia probable26

dice que la primera noción de la que surge la lógica es que una proposición se sigue de

otra… ‘Si A, entonces B’ es la forma típica del juicio. El tiempo fluye; y, con el tiempo, a

partir de un estado de creencia (representado por las premisas de un argumento) se

desarrolla otro (representado por su conclusión). Éste es el tipo primitivo de inferencia,

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Barbara (A es B, B es C, entonces A es C), donde encontramos la regla, el caso (bajo la

regla) y la conclusión. Lo que relaciona con su teoría de las categorías al decir que la regla

sería un hábito del entendimiento (segunda), el caso sería la sensación y la conciencia

presentes (primera), y la conclusión un acto de la voluntad (tercera).

La creencia ha sido, generalmente, tratada desde el punto de vista psicológico,

Peirce hace mucho hincapié en sustraerla de este ámbito y estudiarla desde un punto de

vista lógico, como un aspecto estructural del razonamiento humano. Aunque sería más

exacto decir que la lógica no debe sustraerse totalmente de la psicología como señala

Peirce en este mismo texto: “Pero la lógica formal no debe ser demasiado puramente

formal; debe representar un hecho de la psicología, si no lo hace está en peligro de

degenerar en una pura recreación matemática”. Peirce trata de aunar a la voluntad con el

razonamiento, como demuestra en su desarrollo de la máxima pragmática, uniendo, de

esta manera la lógica, o estudio sobre cómo debemos pensar, con la psicología, o estudio

sobre cómo pensamos. Especialmente cuando el contenido de nuestro pensamiento es

consciente y deliberado y, por lo tanto, susceptible de auto-control y de crítica. En Lógica

Minuciosa27, donde vuelve a insistir en el carácter consciente de la creencia, dice que los

perceptos siguen determinadas leyes generales, lo que consiste en la concordancia entre

los perceptos, como condiciones reales, y las leyes generales como condiciones

imaginarias que hemos establecido como consecuencia de los conocimientos previos y

que proyectamos, como expectativa, hacia el futuro. El habito-creencia, en que consiste

la ley general, está dirigido hacia el futuro, cuando se den las condiciones para actualizarlo

en la acción y, muy a menudo, no es consciente hasta que llega ese preciso momento.

Respecto a las premisas de una inferencia para el razonamiento práctico, es el

caso que la aserción de una proposición es ella misma la expresión de la creencia

particular. Cuando, por ejemplo, percibo que ‘esto es un fuego’; unido al hábito-creencia

‘el fuego quema’, del que estoy convencido. Me hago responsable de la verdad de la

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proposición ‘este fuego quema’, la asevero, y me aparto de él o intento sofocarlo. La

formulación de la creencia tiene, pues, la estructura de la aserción y no, habitualmente, la

de la oración compuesta ‘estoy convencido de que el fuego quema’. En este sentido una

convicción perceptiva puede ser la premisa menor, un hábito-creencia, la media o

principio general, y la conclusión un acto de la voluntad.

En 1902 Peirce presenta a la Institución Carnegie, solicitando financiación, un

extenso proyecto de trabajo sobre lógica y semiótica que esperaba le permitiese

desarrollar todas sus investigaciones en estos ámbitos. El título que había pensado para la

obra, en 33 volúmenes, era Lógica minuciosa. La Institución Carnegie declinó el proyecto.

En este documento Peirce postula que la lógica, cómo debemos razonar, depende de la

ética, cómo estamos deliberadamente dispuestos a comportarnos, y la ética, en último

término de la estética, aquello que deliberadamente admiramos. Demuestra claramente

que es imposible para un hombre ser lógico a menos que adopte ciertos objetivos

morales elevados, siendo el fundamental de ellos la falta de egoísmo, puesto que la

investigación es tarea de la comunidad de investigadores y no de uno solo entre ellos.

Este documento es, probablemente, el mejor índice del pensamiento sistemático de

Peirce.

En esta Solicitud28, entre los presupuestos iniciales del estudiante de lógica,

presenta los siguientes: “Debe pensar que la Verdad existe y, en consecuencia pensar que

hay una realidad que existe independientemente de cómo se representa ser. Debe pensar

que hay un mundo externo, que ocurren cosas y que hay un sentido de esfuerzo entre el

mundo interior y el exterior. Debe pensar que las ideas abstractas, como la Verdad,

pueden tener una influencia sobre los hechos concretos”. Entre las proposiciones, que se

supone representan verdaderamente las apariencias de los perceptos y que están más allá

de toda crítica, incluye, destacadamente, a los juicios perceptivos, como también señala

en MS 596, del mismo año, y que utiliza en la redacción de este documento.

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En cuanto a otras evidencias, como pueden ser los objetos de las propias

creaciones de la mente, es muy crítico: “Las mentes filosóficas no formadas en la vida de

cualquier ciencia progresiva caen en enormes, por no decir infinitas exageraciones. Por

‘aserción’ hay que leer ‘esperanza’, y ‘respecto a todas las cosas’ hay que leer ‘respecto al

asunto en cuestión’, y la doctrina de los lógicos se hace verdadera”. Más adelante vuelve a

criticar especialmente el uso abusivo de la generalización que caracteriza al método

inductivo; la vuelve a denominar exageración y la considera el vicio de los filósofos: No

estamos obligados, porque nos creamos una sola declaración hecha por un testigo, a

creernos todo lo que éste diga.

Peirce identifica el razonamiento en general con la lógica, a la que define como

“una ciencia experiencial y positiva”. Ahora bien, para que el razonamiento sea científico

debe ser susceptible a la crítica y, por lo tanto, tener las características de deliberado o

consciente y estar sujeto a control, en el sentido auto-correctivo que eminentemente

posee el método inductivo. Esta lógica del razonamiento tiene un carácter

eminentemente práctico para Peirce frente a la lógica deductiva que él identifica con las

Matemáticas y a la que considera eminentemente teórica.

Conectando su teoría del razonamiento con su crítica a la duda

sistemática, afirma que los juicios perceptivos que nos formamos a partir de los

perceptos rebasan nuestro control y están más allá de toda crítica por lo que llega a decir

que “el que realmente tenga la primera duda sobre las verdades generales de la

experiencia que comience el ataque contra la lógica objetiva”. No obstante, más allá de

los juicios perceptivos reconoce un nuevo principio: “Yo ciertamente creo que entre

todas las opiniones que sostengo con mayor firmeza hay errores, muy probablemente

muchos errores”. Este principio nos obliga a re-examinar la evidencia y a plantear nuevas

dudas en una aproximación del razonamiento al método científico para fijar la creencia.

Sin embargo, en MS 596 (1902) sí plantea aplicar lo que parecería un principio de duda

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sistemática respecto a las máximas de la lógica cuando recomienda al estudiante de esta

disciplina “que considere dudosas todas las máximas lógicas que le hayan llegado de la

tradición y de los libros, todas las nociones de presuposiciones, cargadas de prueba y

otras obligaciones de la argumentación, de probabilidad, argumentum ad hominem, que

no debemos razonar post hoc ergo propter hoc, la navaja de Ockham, la petición de

principio, etc.. hasta que no hayan sido concienzudamente desinfectadas, y retornar al

sentido común original sobre el razonamiento” Ahora bien esta crítica está dirigida a

máximas tradicionales vinculadas con la retórica, a la que él denomina ‘argumentación’,

como arte destinado a convencer a otro de algo de lo que uno ya está convencido –en el

mejor de los casos-, y no al razonamiento, propiamente dicho, que, para Peirce, no puede

partir de ninguna verdad preconcebida.

En coherencia con su pensamiento al respecto, para que el razonamiento sea

científico debe adoptar como provisionales todas las fórmulas creídas, tanto las premisas

iniciales como las conclusiones como los principios generales que son, a su vez, premisas

medias en los razonamientos. En La esencia del razonamiento29 dice textualmente que “el

conocimiento cierto es imposible” y que debemos conformarnos operativamente con

“un estado de creencia prácticamente perfecto”, la creencia firme que es un estado

sensitivo producido por la acción de la investigación y que resuelve la verdad operativa

de la proposición en un ‘como si’ fuera verdadera.

En relación con la lógica, también merecería un estudio detallado la

explicación en términos de probabilidad* que hace Peirce de la creencia.

* En La probabilidad de la inducción (CP 7.676) dice Peirce: “La sensación de creencia debería ser

como el logaritmo del caso, siendo este último la expresión del estado de hechos que produce la

creencia”; que viene a decir que las intensidades de la creencia deben ser sumadas cuando los

casos se multiplican; éste es un proceso equivalente al de sopesar argumentos a favor y en

contra, la diferencia sería el grado de creencia que podemos adjudicar al asunto en cuestión. Lo

que se puede expresar con una curva logarítmica.

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Creencia y ciencia

En La filosofía y la conducta de la vida30 Peirce plantea, por primera vez, la radical

distinción entre ciencia pura y acción, para lo que la noción de creencia resulta

fundamental: “Por lo que sostengo que lo que se llama propia y habitualmente creencia,

es decir, la adopción de una proposición como {ktéma es ae: una posesión permanente}

usando la enérgica frase del Doctor Carus, no tiene lugar alguno en la ciencia. Creemos la

proposición sobre la cual estamos dispuestos a actuar. La completa creencia es la

voluntad de actuar de acuerdo con la proposición en las crisis vitales, la opinión es la

voluntad de actuar de acuerdo con la proposición en los asuntos relativamente

insignificantes. Pero la ciencia pura no tiene nada que ver con la acción. Las proposiciones

que acepta, meramente las escribe en la lista de premisas que se propone usar. Nada es

vital para la ciencia; nada puede serlo. Las proposiciones que acepta, en consecuencia,

son, como mucho, opiniones; y toda la lista es provisional. El científico no está en

absoluto casado con sus conclusiones. No arriesga nada con ellas. Está dispuesto a

abandonar una o todas en cuanto la experiencia se oponga a ellas. Algunas de ellas,

concedo, él tiene el hábito de llamar verdades establecidas; pero eso significa meramente

proposiciones a las que ningún hombre competente, hoy en día, pone objeciones. Parece

probable que cualquier proposición dada de ese tipo permanecerá mucho tiempo en la

lista de proposiciones admitidas. Aún así, puede verse refutada mañana; y si es así, el

científico se alegrará de haberse librado de un error. Por lo que no hay proposición

alguna en la ciencia que responda a la noción de creencia”. La ciencia pura, a la que

Peirce atribuye un carácter esencialmente altruista y desinteresado, no vinculado a ningún

interés práctico ni a la acción, puede, de esta manera avanzar en el camino del

conocimiento del mundo sin ningún tipo de condicionamiento por lo que, asimismo,

podrá cambiar de hipótesis cuando la experiencia así lo exija. La creencia o convicción

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como guía de la acción tiene su lugar propio en los asuntos vitales y prácticos. Como

también señala en esta misma conferencia que en los Collected Papers se denomina Tópicos

vitalmente importantes: “Pero en los asuntos vitales, es muy diferente. Debemos actuar en

tales asuntos; y el principio sobre la base del cual estamos dispuestos a actuar es una

creencia…Por ello, el conocimiento teórico puro, o ciencia, no tiene nada que decir

directamente respecto a los asuntos prácticos, y nada que sea aplicable en absoluto

incluso a las crisis vitales. La teoría es aplicable a los pequeños asuntos prácticos; pero los

asuntos de importancia vital deben dejarse al sentimiento, es decir, al instinto”. Esto

ocurre, especialmente, cuando no tenemos tiempo para hacer una adecuada valoración

crítica de la situación y nos jugamos la vida en una decisión inmediata.. Peirce utiliza, en

sus escritos, muchos ejemplos para ilustrar este tipo de situaciones: desde la disposición

para apagar un fuego, pasando por las decisiones de un capitán en medio de una

tormenta o de un general ante una batalla decisiva.

Estas enérgicas declaraciones de Peirce plantean no pocas dificultades dentro

de su propio pensamiento. Por un lado, ¿cuál es el significado de la ciencia en el

pragmatismo de Peirce, si todo el significado de una noción, tal como lo expresa la

máxima del pragmatismo, está vinculado a la acción, a los efectos prácticos?

Especialmente cuando toda creencia teórica es, en definitiva, una creencia práctica, tal

como manifiesta en MS 596. Aunque por creencia teórica se refiera más bien a los

postulados de las ciencias exactas y no a las leyes de las ciencias empíricas. Peirce está

convencido de la capacidad de nuestro intelecto para comprender a la naturaleza y al

mundo; no individualmente ni ahora, sino en un futuro indefinido en el acuerdo de la

comunidad de investigadores que, además, sería independiente de la opinión que todos y

cada uno de ellos pudieran tener acerca de ello, según su concepción de la realidad y la

verdad. Sin embargo, Peirce ha tenido una estricta formación en la ciencia empírica. Toda

la ciencia es estrictamente experimental para él y lo único que plantea, pues, es un

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método falibilista para la misma; un método que sea capaz de poner en cuestión todos y

cada uno de los presupuestos ante la evidencia de una nueva experiencia.

Por otro lado, si para Peirce la lógica es una ciencia experimental positiva,

eminentemente práctica, ¿cómo deja al instinto, un término racionalmente controvertido,

la resolución de los asuntos vitalmente importantes; cuando, además, se ha esforzado

sistemáticamente en fundamentar tanto el razonamiento como la creencia con un

método científico? Sus ejemplos prácticos son muy esclarecedores tanto el del capitán del

barco ante la tormenta como el del general ante una batalla decisiva. En ambos casos, la

decisión más acertada, por una cuestión de economía temporal, queda en manos del

avezado capitán o del intuitivo consejero. Sin embargo, éste no es un instinto cualquiera

sino el fruto de una larga experiencia por lo que el razonamiento, en todos los casos,

estaría basado en la experiencia. Aunque ante una situación radicalmente nueva

probablemente fuera más inteligente, y tendría un más satisfactorio resultado práctico, ser

capaz de adoptar una nueva línea de conducta que no estuviera de acuerdo con

experiencias anteriores. El instinto, pura y simplemente, no es capaz de tomar decisiones

racionales que conduzcan a la supervivencia del individuo y de la especie. Para ello es

necesario un razonamiento experimental que sea capaz de adaptarse a las nuevas

situaciones con agilidad. Peirce parece descartar el método científico para la fijación de la

creencia en los casos de importancia vital, debido a la lentitud del mismo y a las dudas,

que puede suscitar, que incapacitarían para una acción decisiva. Peirce muestra una

posición prácticamente ‘conductista’ en los asuntos vitales: Ante el estímulo del peligro,

la respuesta instintiva. Aunque ésta nos lleve a cometer errores que la aplicación de su

método crítico al razonamiento basado en la experiencia podría ahorrarnos.

En La primera regla de la lógica31 insiste en estos controvertidos aspectos. Tras

formular la regla en los términos de una voluntad de aprender que no pone obstáculos,

en la forma de creencias pre-concebidas, al conocimiento. Enumera y discute, a renglón

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seguido, las formas en que, históricamente, se ha obstaculizado este camino: “Todos los

libros que aplican la filosofía a la conducta de la vida establecen como certezas positivas

algunas proposiciones de las que es tan fácil dudar como creer.” Y, volviendo a la lógica,

añade: “Por mucha evidencia inductiva que tengamos nunca nos podrá dar la más mínima

razón, -no, no justificaría la más leve inclinación a creer-, que una ley inductiva no tiene

excepciones”. Entonces, nuestro razonamiento sí podría plantear respuestas que no

fueran condicionadas ante las crisis vitales de las que no tuviéramos experiencia previa.

Donde excluye radicalmente a la creencia del quehacer científico es en el método

que él denomina abducción o retroducción, el método que plantea las hipótesis o las

conjeturas y que es eminentemente creativo e imaginativo: “Pasando a la retroducción,

este tipo de razonamiento no puede lógicamente justificar ninguna creencia en absoluto,

si entendemos por creencia el sostener una proposición como conclusión definitiva. Aquí

debemos señalar que la palabra hipótesis a menudo se extiende a casos donde no tiene

una aplicación propia”.

Encuentra dificultades para afirmar esto y se cuestiona cómo puede reconciliar,

por ejemplo, el hecho cierto de las hipótesis que sostenemos respecto al pasado basadas

en los testimonios de la época, con su afirmación de que la hipótesis no es asunto de la

creencia. Lo que resuelve apuntando que esto no son retroducciones puras, sino

inducciones no refutadas por los hechos testimoniales.

A continuación, reformula su convicción en el papel fundamental de la creencia

para los asuntos prácticos y su insignificancia para la ciencia: “La creencia es la voluntad

de arriesgar mucho con una proposición. Pero esta creencia no es asunto de la ciencia

que no pone nada en juego en ningún asunto temporal, sino que está en la búsqueda de

verdades eternas, no apariencias de verdad y, contempla esta búsqueda, no como el

trabajo de la vida de un hombre, sino el de generación tras generación, indefinidamente.

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Por ello estas inferencias retroductivas que, a la larga, adquieren tal grado de certeza, en

tanto que son muy probables no son retroducciones puras y no pertenecen a la ciencia

como tal mientras que, en la medida que son científicas y son retroducciones puras, no

tienen una probabilidad verdadera y no son asunto de la creencia. En ciencia las

llamamos verdades establecidas, es decir, proposiciones de las que la economía de la

labor prescribe que, por el momento, debe cesar el investigarlas más”. Estas

consideraciones parecen entrar en conflicto con el carácter falibilista de la ciencia. Sin

embargo, resulta perfectamente coherente con el mismo: Las hipótesis más probables, las

más generales y ambiguas, serían las más refutadas, por lo que las excluye directamente

de la ciencia. Las hipótesis científicas deben ser arriesgadas y poco probables para que su

resistencia a la falsación pueda ser un criterio sólido para mantenerlas, aún así,

únicamente como supuestos provisionales que podrán verse refutados algún día.

Concluye vinculando la creencia a la verdad: “Pero tenga o no la palabra verdad

dos significados, yo ciertamente pienso que sostener como verdadero es de dos tipos; uno es el

sostener por verdadero práctico al que únicamente corresponde el título de Creencia;

mientras que el otro es esa aceptación de una proposición que en la intención de la

ciencia pura resulta siempre provisional. Adherirse a una proposición de una manera

absolutamente definitiva, suponiendo que con esto meramente se quiere decir que el que

cree ha ligado personalmente su destino a ella es algo que, para los asuntos prácticos, por

ejemplo para los asuntos de estar bien o mal hecho, a veces no podemos ni debemos

omitir; pero hacer esto en la ciencia simplemente significa no querer aprender. Ahora

bien, aquel que no quiere aprender se corta a sí mismo el camino de la ciencia por

completo.” Atenta contra la primera regla peirceana del razonamiento.

Cuando Karl R. Popper elaboró su Lógica de la Investigación Científica (Logic der

Forschung, 1935) no pudo tener acceso a los documentos de Peirce que estaban enterrados

en los archivos de la biblioteca de Harvard. Sin embargo, curiosamente, plantea lo mismo

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que Peirce respecto al método científico, en lo que parecería una reiteración de la teoría

de la verdad de Peirce como “aquello en lo que estarían de acuerdo los investigadores en

un futuro indefinido independientemente de la opinión que pudieran tener acerca de

ello”. Popper llama conjeturas a lo que Peirce llama retroducciones y como criterio de

validez plantea exactamente lo mismo: “Cuanto mayor probabilidad de predicción tenga

una teoría, menos científica será”; en cambio, “cuanto menor probabilidad de predicción

tenga, más científica será”. Aunque las teorías con mayor grado de probabilidad de

predicción sean más fácilmente falsables. Peirce presenta otra similitud con otro filósofo

de la ciencia contemporáneo, Thomas S. Khun, cuando propone, como algo esencial

para la actitud científica, la completa disposición a cambiar de opinión ante una continua

confrontación con los hechos. Mostrando una actitud abierta ante los cambios de

paradigma, de los que había sido consciente hasta su época.

En la Lógica Objetiva, Peirce es meridianamente claro respecto a las características

de la actitud científica, en este caso en contraposición a la actitud religiosa que considera

un asunto eminentemente práctico: “La religión es un asunto práctico. Sus creencias son

fórmulas sobre las que estás dispuesto a basar tu conducta. Pero una proposición

científica es meramente algo que adoptas provisionalmente como la hipótesis adecuada

para someter primero a prueba y esforzarte por refutarla. La única creencia que tú –como

un hombre puramente científico- tienes sobre ella es que se ha adoptado de acuerdo con

un método que debe conducir a la verdad a la larga. Es, realmente, un absurdo

condenable decir que una cosa es verdad en teología y otra en ciencia. Pero es

perfectamente verdadero que la creencia que yo hago bien en abrazar en mis asuntos

prácticos, tal como mi religión, puede no estar de acuerdo con la proposición que un

método científico coherente me requiere que adopte provisionalmente en este estadio de

mi investigación”. Y, más adelante, “tanto una proposición como la otra pueden, muy

probablemente, verse modificadas; pero cómo, o cuál se aproxima a la conclusión última,

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no siendo ni un profeta ni un mago no puedo decirlo todavía”. Esta digresión viene a raíz

de la hipótesis que ha planteado: “Supongamos una condición inicial en la que todo el

universo fuera no-existente”. El hecho de ser un hombre religioso no le impedía a Peirce

esforzarse por ser un científico íntegro en la confianza de que, al final de los tiempos, una

y otra verdad coincidirían en la Verdad trascendente.

El carácter altruista que debe tener la ciencia pura para Peirce se justifica en que

ésta ha de verse libre de intereses prácticos y espúreos que condicionen su compromiso

con la verdad, sea ésta cual sea. Ahora bien, esta ciencia pura, para el pensamiento

regulador y profundamente ético de Peirce, no puede eludir tener aquellos efectos

prácticos que contribuyan a avanzar en la comprensión del mundo y en el mejoramiento

de las condiciones de vida de los hombres y de la naturaleza.

En la Solicitud a la Institución Carnegie32, tras exponer un caso de decisión práctica

condicionada por la premura del tiempo, es más explícito a este respecto: “Un

investigador científico está en una situación doble. Como una unidad del mundo

científico, con el que en alguna medida él se identifica, puede esperar cinco siglos, si hace

falta, antes de decidirse sobre la aceptabilidad de una determinada hipótesis. Pero,

implicado en la investigación para la que su deber es aplicarse diligentemente, él debe

estar dispuesto a la mañana siguiente para continuar según la hipótesis o rechazarla. Lo

que la lógica le exige es que acepte esa hipótesis que es de la única manera que puede, en

ese momento, ver en ella que haya alguna verdad comprensible y pensar en la más

sorprendente y necesaria consecuencia observable de la misma que pueda y, a la mañana

siguiente, someter esa consecuencia a la prueba del experimento. Al estar, como es su

caso, en una posición doble, como individuo y como representante de la ciencia de la

especie, él debería estar en un estado mental doble sobre la hipótesis, apasionado en su

creencia en que debe ser así y, a la vez, no comprometiéndose más que lo necesario para

aplicarse lo mejor posible a probar el experimento. Si él está meramente escéptico, no le

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hará la mitad de justicia al experimento; si se olvida de su relación con la ciencia general,

se retraerá y no someterá su querida teoría al experimento. Él debe combinar las dos

actitudes”. Sin embargo, Peirce no está del todo satisfecho con este razonamiento y

señala que es bastante ‘inexacto’.

En la Segunda Conferencia de Harvard sobre el Pragmatismo33, donde también discurre

sobre la fenomenología o faneroscopia que está en la base de la investigación y donde da

un nuevo ejemplo de decisión práctica condicionada por la urgencia vital, insiste en el

mismo aspecto: “Estrictamente hablando, la creencia está fuera de lugar en la ciencia

teórica pura, que no tiene nada más próximo que el establecimiento de doctrinas, y sólo

el establecimiento provisional de las mismas, en lo que se refiere a ellas. Comparada con

la creencia viva no es más que un fantasma”. La creencia viva es la que resuelve las crisis

vitales, la ciencia no se enfrenta a crisis vital alguna. En la tranquilidad del laboratorio, el

científico continúa planteando hipótesis y sometiéndolas a experimento, sabiendo que

está en el largo camino de la comprensión de la naturaleza y del mundo. En este camino,

que continuarán los científicos del futuro, no está solo, está en comunicación con otros

científicos de su época que han reflexionado sobre los avances científicos del pasado.

En un ensayo de 190334, tras otro ejemplo práctico de decisión militar ante una

batalla decisiva, que finalmente resuelve el instinto-experiencia del general, excluye de la

ciencia este instinto vinculado a la creencia firme: “Pero en la ciencia el instinto no puede

representar más que un papel secundario. La razón de esto es que nuestros instintos

están adaptados a la continuidad de la especie y, por ello, de la vida individual. Pero la

ciencia tiene un futuro indefinido ante ella; y a lo que aspira es a obtener el mayor avance

del conocimiento posible en cinco o diez siglos. Al no estar adaptado el instinto a este

propósito, los métodos de la ciencia deben ser artificiales”. El científico debe utilizar

unos métodos flexibles que le permitan plantear nuevas hipótesis ante la irrupción de

nuevos hechos que refuten las que haya planteado anteriormente.

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Creencia y verdad

Además de lo señalado en los apartados referidos a la caracterización de la creencia, a

su lugar en la lógica y a su vinculación con la máxima del pragmatismo, la relación de ésta

con la verdad aparece en otras muchas ocasiones y nos inclina a pensar que este término

tiene más de las dos acepciones que el propio Peirce reconoce.

En La fijación de la creencia35 después de postular que el establecimiento de opinión es

el único objeto de la investigación, Peirce se pregunta cómo podemos estar seguros de

que esta opinión que buscamos sea verdadera. Una creencia firme es por completo

satisfactoria, independientemente de su verdad o falsedad. Sin embargo, el hecho es que

pensamos que todas nuestras creencias son verdaderas, por lo que reconoce que la

relación entre creencia y verdad es una tautología. Con los términos del sentido común,

Peirce nos muestra el peligro de la creencia en toda su ingenuidad; creemos que lo

verdadero es precisamente aquello que creemos. En términos lógicos, le adscribimos un

valor de verdad a todo aquello que creemos; por eso es tan necesario un método lo más

científico posible para fijar la creencia, un método que vincule lo más estrechamente

posible la proposición creída con la realidad externa que dice representar. Aunque

siempre habrá otra verdad que será aquella en la que todos los investigadores estarán de

acuerdo en un futuro indefinido y que se identifica plenamente con la realidad como algo

independiente de lo que cualquiera pueda pensar acerca de ella.

En Cómo aclarar nuestras ideas36, Peirce describe con más precisión estos dos niveles de

la verdad, al insistir en cómo distinguir la creencia verdadera, como creencia en lo real, de

la creencia falsa, como creencia en la ficción: “La opinión que está destinada a ser

acordada finalmente por todos los que investigan, es lo que queremos decir por verdad,

y el objeto representado en esta opinión es lo real”.

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En La primera regla de la lógica37 llega a decir: “Sólo hay una cosa necesaria para

aprender la verdad, y ésta es un deseo sincero y activo por aprender lo que es verdad”;

ésta es la actitud deseable en el lógico y que implica un esfuerzo, una voluntad de

trabajar, aplicado a discernir cómo pueda ser la verdad realmente. Si la creencia es

sostener una proposición como conclusión definitiva, las hipótesis nunca podrán tener

tal carácter. La creencia queda, de nuevo, excluida del quehacer científico. La ciencia,

para Peirce, “está en la búsqueda de verdades eternas, no apariencias de verdad y,

contempla esta búsqueda no como el trabajo de la vida de un hombre, sino el de

generación tras generación indefinidamente”. A continuación reconoce explícitamente

dos tipos de ‘sostener como verdadero’, el título de creencia sólo corresponde al sostener

por verdadero práctico, el otro, el de la ciencia, es la aceptación siempre provisional de

una proposición.

Bajo el epígrafe Verdad38 a continuación de Creencia y Juicio en los Collected Papers,

Peirce señala como característica principal de la verdad el reconocimiento de su propia

limitación: “La verdad es esa concordancia de un enunciado abstracto con el límite ideal

hacia el que una investigación interminable tenderá a llevar a la creencia científica, cuya

concordancia el enunciado abstracto puede poseer en virtud de la confesión de su

inexactitud y unilateralidad, y esta confesión es un ingrediente esencial de la verdad”.

Esto lo había apuntado en otras ocasiones cuando reconocía, con humildad científica,

que en sus propias opiniones había muchos errores. En este aspecto, y en muchos otros,

como en la falta de egoísmo, el pensamiento de Peirce contempla al razonamiento bajo el

prisma de la ética

En la relación de la verdad con lo real añade en este texto, en la misma línea

que en La fijación de la creencia: “La realidad es ese modo de ser en virtud del cual la cosa

real es cómo es, independientemente de lo que cualquier mente o cualquier colección

definida de mentes pueda representársela ser”.

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Peirce también emprende, en este texto, una clasificación de los tipos de verdad.

Primero, distingue entre verdades simples y complejas. La verdad de las proposiciones es

compleja y tiene dos divisiones, a su vez: la verdad ética o veracidad, es decir la

conformidad de una aserción con las creencias del que la manifiesta y la verdad lógica,

que es la concordancia de la proposición con la realidad. Sólo en el caso de que ambas se

den sería la proposición verdadera en su totalidad. También incluye en su clasificación,

adicionalmente, a la verdad trascendental y a la verdad formal.

En la Solicitud a la Institución Carnegie39 continúa discurriendo acerca de la verdad

en los razonamientos: “Esto es una proposición. Un percepto no es una proposición.

Pero la proposición se supone que representa verdaderamente la apariencia del percepto.

... Es verdadero que creemos que entre las proposiciones que nos parecen evidentes hay

algunas que son falsas y de las que descubriremos finalmente que son falsas… Aún así,

hasta que no encontremos la forma de dudar de una proposición no podrá tener lugar

ninguna investigación real acerca de su verdad”. Y añade: “Reconocer la correcta, y

extremadamente importante, doctrina lógica, con propiedad, de que toda proposición

enuncia dos cosas, primera lo que sea que enuncie y, segunda, su propia verdad. A menos

que ambas sean verdaderas, la proposición es falsa… Esto me lleva al examen del

contenido de las esperanzas que albergamos respecto al asunto que nos traemos entre

manos cuando comenzamos cualquier investigación. Encuentro conveniente utilizar el

término proposición para denotar ese significado de una oración que no sólo permanece

inalterable en cualquier lengua en que se exprese, sino que también es el mismo sea

creído o dudado, aseverado (por alguien que se haga responsable del mismo), u ordenado

(al expresar alguien que hace responsable a otro del mismo), o formulado como pregunta

(cuando alguien expresa la intención de inducir a otro para que se haga responsable del

mismo). Ahora bien, yo demuestro de una manera que producirá un aceptación genuina,

que toda proposición sea ésta creída, dudada, aseverada, ordenada o formulada como

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pregunta, supuesta, etc., se representa esencialmente a sí misma que representa una

realidad absoluta, la misma para todas las proposiciones, que es definida (es decir, sujeta

al principio de no-contradicción) e individual (es decir, sujeta al principio del tercero

excluido). Esta realidad no está constituida en ningún aspecto por su ser representada así

constituida en cualquier proposición definida o representación. Que haya una realidad

absoluta tal es lo que esperamos; y en toda investigación esperamos que la proposición

puesta en el modo interrogativo represente esa realidad. Si una proposición representa

esa realidad y la representa adecuadamente en cualquier aspecto que la represente, la

proposición es verdadera. Si la proposición no representa la realidad absoluta o, en

cualquier aspecto, la representa inadecuadamente, es falsa”. Y entra en detalles de lo que

sería su metafísica científica y su lógica ética: “Reconocer que una cosa es ser y otra,

bastante distinta, ser representado. Utilizo la palabra creencia para expresar cualquier tipo

de sostener como verdadera o aceptar una representación… Pero en la medida en que

una persona practique una ética verdadera y está animada por el propósito que hay tras la

Naturaleza en general, en esa medida será posible que sus razonamientos lleguen a ser

científicamente lógicos”.

En la misma Solicitud desarrolla su crítica a la inconcebibilidad: “Si un hombre no

puede de ninguna manera evitar estar convencido de que una proposición es verdadera,

es absurdo que él pretenda que su incapacidad para dudar de ella sea su razón para estar

convencido de ella… Pero es bastante verdadero que si hay algo que yo no puedo evitar

creer sin ningún tinte de duda, estoy fuera de toda discusión real acerca de su verdad”.

Y, más adelante, incluye algunos aspectos teológicos: “Si, entonces, llega a esto,

que una determinada hipótesis debe ser verdadera o no hay verdad comprensible y si,

como nuestras discusiones éticas y estéticas han mostrado en este caso, la comprensión

del universo es el único objetivo que el hombre puede deliberadamente declarar como

bueno, está justificado para incondicionadamente abrazar la hipótesis que esté ella sola en

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consonancia con el logro de la comprensión de la verdad. No es necesario decir que las

hipótesis que cumplen perfectamente esa condición son extremadamente pocas. Quizás

la hipótesis de que el universo está gobernado por una mente auto-consciente, en los

sentidos en que ‘auto-consciente’ y ‘mente’ se definen lógicamente, sea la única que hay”.

Cuando Peirce se aproxima a la ‘Verdad’, se aproxima, ineludiblemente, al Ser Supremo.

En Lo que el pragmatismo es42 presenta algunas aclaraciones adicionales a su noción

de la verdad y a su vinculación con la creencia: “Tus problemas se verían simplificados en

gran medida si, en lugar de decir que quieres conocer ‘la Verdad’, dijeras simplemente

que quieres alcanzar un estado de creencia libre de duda”. Un estado de creencia que en

poco puede distinguirse del conocimiento tal como lo definió Platón en el Teeteto: “El

conocimiento es la creencia justificada y verdadera”. El conocimiento es, pues, para

Peirce el límite ideal hacia el que tiende la creencia. Mientras tanto todos nuestros

conocimientos son, en realidad, creencias firmes en base a las cuales, impelidos por la

economía y la urgencia de la acción, conformamos nuestra conducta ‘como si’ fueran

justificadas y verdaderas. En la ciencia pura, por el contrario, no cabe la creencia, todos

los conocimientos son supuestos que esperan verse refutados algún día. La filosofía de la

ciencia de Peirce está, pues, completamente abierta a cualquier cambio de paradigma, con

una actitud que, probablemente, constituya la verdad misma del espíritu científico.

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NOTAS:

1 CP 5.264-317, 1868

2 CP 5.388-410, 1878

3 CP 5.213-63, 1868

4 MS 598, 1902

5 CP 5.370-375, 1877

6 MS L75, 1902

7 CP 7.313, 1873

8 CP 5.370-375, 1877

9 MS L75, 1902

10 Ver la nota 2 de la Introducción

11 MS 675, 1911

12 CP 7.358-361, 1873

13 CP 5.27-28, 1903

14 CP 3.154-81, 1880

15 MS 595, 1895

16 MS L75, 1902

17 Ver la nota 2 de la Introducción y la 2 de las Conclusiones.

18 CP 6.452-91, 1908

19 CP 5.264-317, 1868

20 CP 7.358-361, 1873

21 CP 5.370-375, 1877

22 MS L75, 1902

23 MS L75, 1902

24 CP 3.154-81, 1880

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25 MS 595, 1895

26 CP 8.710

27 CP 2.148, 1902

28 MS L75, 1902

29 CP 2.63-64

30 MS 437, 1898

31 MS 442, 825, 1898

32 MS L75, 1902

33 CP 5.60; CP 5.190; 1903

34 CP 7.606, 1903

35 CP 5.370-375, 1877

36 CP 5.388-410, 1878

37 MS 442, 825; 1898

38 CP 5.546

39 MS L75, 1902

40 CP 5.27-28, 1903

41 MS 517, 1904

42 CP 5.417, 1905

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LAS REGLAS DE LA RAZÓN

La transcripción al inglés y la traducción al castellano de los manuscritos inéditos

de la serie ‘Las reglas de la razón’ de 1902 se ha realizado a partir de los microfilms de las

obras originales que se encuentran en la Biblioteca de la Universidad de Navarra, bajo la

tutela del Grupo de Estudios Peirceanos y del Departamento de Filosofía. Quiero

expresar aquí mi agradecimiento, por el acceso a este material así como a la gran

colección de obras de y sobre Charles S. Peirce que se encuentran en el mismo lugar a

disposición de todos los investigadores que se adentren en la filosofía de este pensador

único, especialmente a los doctores Jaime Nubiola y Sara Barrena, cuyas correcciones y

sugerencias siempre he valorado, a Izaskun Martínez, webmaster del grupo, y a Juan

Pablo Serra, que en fechas próximas presentará su memoria acerca de la verdad en la

filosofía de Peirce, tema estrechamente ligado al de esta memoria.

Todo este proceso de transcripción, traducción y corrección, junto a todas las

lecturas adicionales en inglés, me ha permitido adentrarme en el pensamiento de este

singular filósofo hasta el punto de llegar a estar convencido de que entiendo

adecuadamente bastantes aspectos de sus minuciosas reflexiones y de que puedo hacerlas

accesibles a los lectores hispanohablantes.

Respecto a la traducción ya he aclarado algunos conceptos en la introducción,

especialmente la traducción de la noción central, ‘belief’, indistintamente por creencia o,

con más precisión, por convicción. Quiero añadir que ha habido dos términos

particularmente complicados: uno es ‘statement’ que he optado por traducir como

afirmación, su sentido más directo en castellano, o como enunciado, término más

aceptado en los círculos filosóficos; y, el otro, ‘assertion’, que está aceptado en castellano

como aserción, aunque su sentido más propio sería el de aseveración, particularmente el

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verbo ‘assert’ he optado traducirlo por aseverar que rinde perfectamente en castellano el

sentido peirceano de ‘hacerse uno responsable de la verdad de un enunciado’.

También debo añadir que no es exactamente cierto que todos los textos

aquí presentados fueran inéditos en inglés; concretamente MS 596, el primero de la serie

y del que he podido extraer más consideraciones acerca del tema de la creencia en la

filosofía de Peirce, está parcialmente publicado, la segunda mitad aproximadamente, en

los Collected Papers (CP 5.538-545, Belief and Judgment) y esta parte fue discutida por

John J. Fitzgerald en su libro ‘Peirce´s Theory of Signs’ (1966) en el capítulo dedicado a

las ‘Conferencias sobre el Pragmatismo’ bajo el epígrafe ‘Reflections on belief’, que,

además, fue el texto que ya en 1990 me inspiró para iniciar la investigación en la noción

de creencia en la filosofía de Charles S. Peirce. El texto de Peirce no me parece en

absoluto tentativo, como señala Fitzgerald, y es fundamental presentarlo completo como

aquí hago. He podido detectar que el texto de esta serie que es realmente tentativo es MS

598, que comienza de la misma manera que MS 596, y que parece que debería preceder a

éste cronológicamente. Finalmente, no me parece correcto adscribir MS 599 a la serie las

reglas de la razón ya que el epígrafe clasificatorio del propio Peirce es el de ‘Páginas

ordenadas’, comenzando por la cuarta página, y porque está dedicado principalmente a

reconsiderar su teoría de los signos más que, propiamente, las reglas del razonamiento.

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MS 596

Es importante destacar que el texto de CP 5.538-545 (Vol. 5 -Pragmatism and

Pragmaticism-, Book 3 –Unpublished papers- Chapter 4, Belief and Judgment. $ 1.

Practical and theoretical beliefs) está extraído de este mismo manuscrito, obviando las

siete primeras páginas y el párrafo final; puesto que se limita a la distinción que hace

Peirce entre las creencias teóricas y las prácticas. Este manuscrito en su totalidad es

especialmente relevante para elucidar la noción de creencia en Charles S. Peirce y será

analizado en relación con los otros textos del autor en los que él despliega su

pensamiento al respecto de este tema central en su filosofía pragmaticista.

Este manuscrito de 1902, cuando estaba preparando sus Conferencias de Harvard

sobre el Pragmatismo, comienza de una manera idéntica al manuscrito MS 598, también

de la serie Las reglas de la razón. En un diálogo imaginario con el lector plantea la

metodología que va a seguir para dilucidar el tema de las reglas para distinguir entre los

razonamientos malos y buenos y, dentro de estos últimos, entre las razones débiles y las

fuertes. Este plan es, a la vez, el punto de partida y el objetivo de la discusión. Para ello

va a dirigir la atención del lector a parcelas que supone han escapado hasta ahora a la

misma y va a procurar tomar nota del itinerario que permita establecer las direcciones y

las distancias de la indagación en los objetos que despiertan la atención y su relación con

el punto de partida. Es ésta, pues, una aplicación ejemplar de la metodología plenamente

consciente y auto-correctiva que Peirce propone para la ciencia del razonamiento.

El autor manifiesta que el lector podrá ser llevado a revisar algunas de las opiniones,

término que en Peirce es prácticamente sinónimo de creencia en el sentido de

convicción, que ha sostenido hasta ahora acerca del razonamiento. También se pregunta

cómo se efectuará este cambio de creencia, la cual no tendría el sentido pragmático

habitual como determinante de la acción. No descarta utilizar el método dialéctico de

Hegel ya que éste puede tener su utilidad para mostrar que en la sucesión de las auto-

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contradicciones aparece el importante elemento de la continuidad en las nociones, en

clara alusión a su sinequismo, que sí utilizará en sus razonamientos. El defecto que señala

en las creencias iniciales del lector respecto al razonamiento no es el que éstas no están

bien fundamentadas sino que son vagas, incompletas y, en algunos detalles, erróneas.

Tampoco descarta apelar a la buena fundamentación de la razón en los hechos de la

experiencia más allá de la inmediatez de la misma en la ocasión especial. Insiste en su

anti-cartesianismo original respecto a la validez de muchas de nuestras creencias naturales

de las que no podemos dudar: “No pretendamos dudar en filosofía de aquello que no

dudamos en nuestros corazones”1; y, sin embargo, critica despiadadamente a los lógicos

tradicionales y sus máximas que deben ser convenientemente ‘desinfectadas’, por el

método del sentido común crítico que el autor propugna, antes de ser vistas de otra

manera, no como erróneas sino como insuficientes. Las opiniones iniciales del lector no

serán, pues, refutadas ni remodeladas sino, más bien, complementadas. Entre las

máximas que explícitamente recomienda someter a un ojo crítico están las siguientes,

extraídas de la Retórica: “Todas las nociones de presuposiciones, cargadas de prueba y

otras obligaciones de la argumentación, de probabilidad, argumentum ad hominem, que

no debemos razonar post hoc ergo propter hoc, la navaja de Ockham, la petición de

principio, etc.” El filósofo formula la esencia de su método científico: Poner ante la

conciencia no sólo los hechos sino todos los principios que se utilizan para el

razonamiento lógico a partir de los mismos. Un método que no puede dar nada por

supuesto.

Propone, a continuación, una lista de creencias respecto a los razonamientos que

pueden ser, supuestamente, las del lector y que, sin embargo, son las suyas tal como las

ha expresado en escritos anteriores2: 1. La distinción entre duda y creencia; la duda es un

estado insatisfactorio, la creencia uno satisfactorio; la creencia determina la acción.

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2. Que el proceso de paso de la duda a la creencia es lo que denomina Investigación y

que el objeto de ésta es “el de producir un representación mental que sea verdadera, es

decir que esté de acuerdo con el estado real de las cosas”; una realidad que se caracteriza

por ser completamente independiente de lo que cualquier hombre en cualquier época

pueda opinar sobre ella. 3. Ante la evidencia de que algunas de las creencias que sostiene

son falsas, se plantea someter a crítica todas y cada una de las creencias que sostiene.

4. Acepta como creencias extra-firmes aquellas que responden a ciertas preguntas para las

que o bien ‘Sí’ o bien ‘No’ es la respuesta verdadera, mientras que ambas no pueden serlo

simultáneamente. 5. También acepta como creencias extra-firmes aquellas que surgen

directamente de la percepción, de lo que se parece percibir, especialmente si se ven

acompañadas de una creencia de la clase anterior. 6. Aunque se pueda admitir que los

órganos de la percepción pueden, en algunos casos, engañarnos respecto al objeto

percibido, resulta indudable que se percibe lo que parece percibirse; que no hay realidad

independiente de la creencia acerca de ella 7. Resulta asimismo indudable la creencia en

lo manifestado en el apartado 4: Que ante muchas preguntas únicamente es verdadera la

respuesta afirmativa o la negativa, no pudiendo darse ambas simultáneamente; que no

hay realidad independiente de esta creencia. 8. Que sostiene ciertos principios lógicos, su

lógica utens. 9. Que habiendo apartado todas las nociones de lógica adquiridas,

fundamenta cada razón como se le presenta por su propia razonabilidad. 10. Que

sostiene que los propios juicios lógicos puedan ser, al menos, imperfectos; lo que le

distingue del conjunto de la humanidad que considera sus propios juicios lógicos como

infalibles.

Este credo lógico le parece en su conjunto aproximadamente correcto a Peirce, sin

embargo declara que en algunos puntos está equivocado, que no es muy claro y que es

insuficiente. El resto del manuscrito se extiende en el comentario del punto 1 y deriva

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hacia una explicitación de qué sea la creencia, donde distingue entre creencias teóricas y

prácticas que es lo publicado en las obras completas bajo el epígrafe ‘Creencia y juicio’.

Aquí comienza admitiendo que la duda es un estado de indeterminación respecto a

la aceptación o el rechazo de una proposición. También admite que la duda es incómoda

por la tensión que produce la dualidad y que esta incomodidad es consciente. La creencia,

por el contrario, es un estado cómodo y, principalmente, inconsciente, aspecto éste en el

que insiste en un artículo de 19053: “… que sólo se revela ante la sorpresa de la decisión

que se adopta para la acción cuando la ocasión de actualizarla se presenta”. Este punto ha

dado lugar a una extensa discusión: Puesto que en La Fijación de la creencia, de 1877, y en

Cómo aclarar nuestras ideas, de 1878, el carácter consciente es una de las principales

propiedades de la creencia; como también lo es en Lógica resumida, de 18954, y en Lógica

minuciosa, de 19025. En MS 596 es claro que la creencia, que puede ser en inconsciente en

muchos casos, se hace consciente precisamente cuando la sorpresa de la decisión que se

adopta para la acción la actualiza en la ocasión propicia. Lo que no haría necesaria la

sugerente interpretación de O’Leary6 en términos de creencias de primer y segundo

orden. Las creencias son señaladamente conscientes, como resultado también de la

sorpresa o de la abducción, cuando éstas deben someterse a la crítica propia de la actitud

científica, lo que tiene relación con el punto que se discutirá más adelante respecto al

carácter altruista de la ciencia para Peirce.

A continuación plantea lo que la creencia es, empezando por la creencia

práctica o instrumental. Define la creencia práctica como un hábito de conducta

deliberado ante la ocurrencia del estímulo. Añade que, aunque no es esencial para la

creencia práctica la adopción de una resolución como hábito adquirido en relación a una

ocurrencia imaginada, ésta es un complemento frecuente de la misma.

Respecto a la creencia teórica dice que o bien ésta puede determinar una

creencia práctica por lo que se hace ella misma una creencia práctica, aunque éste no sea

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el significado completo de la creencia teórica, o bien carece de significado. Este punto

resulta particularmente controvertido en Peirce puesto que en varios textos7 excluye

explícitamente del ámbito de la ciencia pura no sólo la creencia, sea ésta teórica o

práctica, sino el aspecto práctico de la propia máxima pragmática que él ha postulado en

lo que parecería un vacío de significado de la actividad científica, lo que ha dado lugar a

una amplia discusion8 respecto al carácter de la actividad científica para Peirce: Si, de

acuerdo con la máxima pragmática, todo el significado de una noción reside en sus

efectos prácticos y la ciencia pura, para él, no tiene ningún efecto práctico, entonces la

propia noción de ciencia pura no tendría significado alguno según el criterio pragmático

del significado por él propuesto. Por lo que la noción de ciencia pura tendría para Peirce

únicamente un sentido trascendente del que estarían especialmente excluidos la acción,

las convicciones y los intereses prácticos.

Continúa distinguiendo dentro de las creencias teóricas, en la medida que no son

prácticas, entre las que son expectativas y las que ni siquiera son esto. Se detiene a

considerar los aspectos del esfuerzo y la resistencia, la dualidad de lo interior y lo exterior,

también en sus aspectos fisiológicos que desarrolla en otros textos9; desmontando las

tesis del idealismo respecto a la permanencia exterior con el ejemplo de un evento

inesperado: “Lo inesperado es una experiencia directa de la dualidad, que así como no

puede haber esfuerzo sin resistencia, tampoco puede haber subjetividad de lo inesperado

sin la objetividad de lo inesperado, que ambos son meramente dos aspectos de una

experiencia que se dan juntos y que superan toda crítica”. La expectativa se distingue de

la creencia práctica en la ausencia de esfuerzo o tensión muscular. La expectativa tiene el

carácter antes señalado de la resolución que acompaña a algunas creencias prácticas y

que, para la creencia teórica es, fundamental. La define como “una anticipación

imaginaria de la experiencia” en la que el elemento de externabilidad no estará tan

estrechamente ligado al de inesperabilidad y en la que, de todas formas, la permanencia

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externa seguirá siendo perfectamente reconocible. Vincula, en todo caso, el significado de

las creencias teóricas a las expectativas; incluso las puramente teóricas deben serlo de

alguna manera si significan algo. Con ejemplos de diversa índole ilustra este punto, en el

que la expectativa se relaciona con lo que en el futuro se encontrará: La confirmación de

la creencia de manera semejante a la de la verdad a la que se aproximará la investigación

si fuera llevada hasta su límite futuro. Esto le lleva a pensar que toda creencia, tanto

teórica como práctica, tiene a la expectativa como su esencia propia aunque señala que

esto no resulta obvio de las creencias perceptivas inmediatas. Aquí parece retomar el

comentario al punto 5 de la lista anterior de creencias iniciales del lector que somete a

crítica. Estudiando esta cuestión se remite al análisis que hace, en Del razonamiento en

general10, de 1895, respecto a la definición de la noción de creencia: “Toda creencia es

creencia en una proposición”; una proposición tiene un predicado y un número de

sujetos, el predicado expresa lo que se cree, lo que debe esperarse, y los sujetos expresan

acerca de qué se cree, en qué ocasión debe esperarse; lo que ilustra con ejemplos tanto de la

historia como de la química para demostrar que todo conocimiento debe tener alguna

consecuencia posible sobre alguna experiencia futura, que debe suscitar algún tipo de

expectativa y que lo correcto es esperar a la verificación. A continuación distingue, como

en La máxima del Pragmatismo, de 190311, entre la proposición y la aserción de la misma:

Aseverar una proposición es hacerse uno responsable de ella por lo que no puede haber

significado alguno en hacerse uno responsable de un suceso pasado independientemente

de su confirmación futura; a esto no le encuentra Peirce salida racional. Vuelve a la

cuestión de los hechos perceptivos inmediatos de los que, para incluirlos dentro de la

noción de expectativa, refiere que una vez enunciados ya son pasados y por lo tanto

pendientes de confirmación en el futuro. Concluye con las leyes científicas que siempre

incluyen alguna regularidad: “… declarar que una ley existe positivamente es declarar que

es operativa y, por lo tanto, se refiere al futuro”. Con las definiciones propias de las leyes

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científicas completa el conjunto de las creencias que tienen a la expectativa como su

esencia. Aunque hay un último párrafo no publicado en el que extiende su análisis ante

una hipotética objeción de lector sobre los hechos de conciencia, estrictamente

individuales, que nunca podrán ser comprobados en el futuro. Peirce simplemente reduce

al absurdo estas posibles objeciones puesto que, desde luego no tendrían ninguna

implicación práctica y por lo tanto ningún significado.

NOTAS:

1 Algunas consecuencias de cuatro incapacidades, 1868, CP 5.265.1

2 La fijación de la creencia, 1877, CP 5.358-38; Cómo aclarar nuestras ideas, 1878, CP 5.388-410

3 Lo que el Pragmatismo es, 1905, CP 5.417

4 EP 2: 12 5 CP 2.148

6 O’Leary, P.T. Peirce´s First Property of Belief. Transactions of the Charles S. Peirce Society. Summer 76; 12: 284-290. 7 La filosofía y la conducta de la vida, 1898, MS 437; De la fenomenología, 1903, CP 5.60; Telepathy, 1903, CP 7.606 8 - Hookway, Christopher. Belief, Confidence and the Method of Science. Transactions of the Charles S. Peirce Society. Winter 93; 29(1): 1-32 - Misak, Cheryl. C. S. Peirce on Vital Matters. Cognitio N 02; 3: 64-82. - Kappner, Stefan. Why should we adopt the Scientific Method? A Response to Misak’s Interpretation of Peirce’s Concept of Belief. Transactions of the Charles S. Peirce Society. Spring 2000; 36(2): 255-270. - Staab, Janice. The Laboratory Trained Believer: Peirce on the Scientific Character of Belief. Transactions of the Charles S. Peirce Society. Fall 94; 30(4): 939-957. - Migotti, Mark. The Key to Peirce’s View of the Role of Belief in Scientific Inquiry. Cognitio Ja- Jl 2005; 6(1): 43-55. 9 La fijación de la creencia (1877), Del Álgebra de la Lógica (1880) y en La solicitud a la Institución Carnegie (1902) 10 MS 595

11 CP 5.27-28

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MS 597

En este segundo manuscrito de la serie Las reglas de la razón de 1902, año también

de preparación de las Conferencias de Harvard y de la solicitud a la institución Carnegie,

Peirce comienza planteando las características del razonamiento, siendo la primera “una

especie de conversación con uno mismo”, y distingue a éste de la argumentación puesto

que “una argumentación es una comunicación con la que el que argumenta se esfuerza en

producir una creencia predeterminada en la mente a la que se dirige. En el razonamiento,

por el contrario, buscamos la verdad, sea ésta lo que sea, sin saber de antemano que es la

verdad”. Admite, sin embargo, que el razonamiento puede ser tarea de dos personas en

una conversación: Se buscan y presentan los argumentos, repasando los hechos, se unen

de diferentes maneras y, los argumentos posibles resultantes, se someten a crítica para

juzgar su valor. Como consecuencia de este proceso “se elige una opinión y se adopta

con un cierto grado de confianza consciente. Con esto, estaremos preparados para

conformar nuestras acciones, bien con audacia o bien con cautela”. Este proceso de

razonamiento para formarnos opiniones concluye con su aplicación pragmática.

Hay que tener en cuenta, para una adecuada comprensión del texto, dos

distinciones terminológicas fundamentales que hace Peirce: La primera, entre una

argumentación, el procedimiento para convencer a alguien de algo, y un argumento, una

de las premisas de la argumentación, como signo completo, una proposición, que se

entiende que representa a su objeto en su carácter de signo. La segunda distinción, entre

argumentación y razonamiento, reside en que la argumentación parte de una creencia

definida de la que se pretende convencer a otro y el razonamiento no tiene su origen en

una creencia predeterminada ya que, para éste, la creencia u opinión contrastada y

sometida a crítica sería el final del mismo no su principio. El que argumenta, en el

sentido laxo del término, ya está convencido de la verdad de sus argumentos; el que

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razona, por el contrario, espera encontrar una opinión que sea verdadera, mejor dicho,

una creencia que esté temporalmente libre de duda, al final del razonamiento.

La segunda característica principal del razonamiento consiste en ser deliberado,

plenamente consciente y, por lo tanto, susceptible a la crítica. Por ello censura

determinadas actitudes: “A menudo repasamos los hechos y apresuradamente nos

formamos ideas que influenciarán, o incluso gobernarán, nuestras acciones, sin ningún

tipo de deliberación crítica, apenas conscientes de realizar tal operación”. A continuación

añade cómo podemos corregir esta situación: “Puede ser que, aunque nuestra opinión se

adoptará sin deliberación, reflexionemos más tarde que tales opiniones no son fiables y,

diligentemente recordemos los hechos que nos condujeron a nuestra creencia y los

sometamos a una reconsideración crítica”; para lo que también debemos de tener en

cuenta las posibles dificultades de la memoria en la adecuación de las impresiones de los

sentidos con las ideas resultantes en un momento posterior. Los ejemplos con los que

ilustra estos aspectos son todos de un carácter eminentemente práctico. Concluye, con el

ejemplo de la idea de las antípodas para los antiguos, con una nueva crítica a la noción de

lo inconcebible, o impensable: “La fuerza de nuestra disposición para formarnos

determinadas opiniones a partir de determinados hechos es, a veces, tan abrumadora para

la mayoría de la gente, que nos encontramos incapaces de concebir un estado de cosas

contrario a nuestra opinión y olvidándonos de que esta incapacidad es nuestra y personal,

decimos que la cosa es impensable”. En La Fijación de la creencia1 ya había hecho uso de

este argumento humilde, la referencia a la limitación de nuestro entendimiento individual

y personal, para avanzar en la crítica de las creencias pre-científicas.

El razonamiento tiene, pues, las características de una argumentación, en la que no

se parte de una convicción firme sino que se pretende llegar a ésta tras un riguroso

proceso de crítica, del que es parte fundamental su carácter deliberado y auto-corrector.

Estas reglas de la razón están estrechamente unidas con la primera y, en un sentido, única

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regla de la razón que postuló en La primera regla de la lógica2: “La primera cosa que la

Voluntad de Aprender implica es la insatisfacción con el presente estado de opinión de

uno mismo”. Y un poco más adelante: “… para aprender debes desear aprender y que, al

desear de esta manera, no estés satisfecho con lo que estás inclinado a pensar, de esto se

sigue un corolario que merece estar inscrito en todos los muros de la ciudad de la

filosofía: No obstaculices, de ninguna manera, el camino del conocimiento…”

NOTAS:

1 CP 5.370-375; 1877

2 MS 442, 825; 1898

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MS 598

En este manuscrito, tercero de la serie, Peirce comienza reiterando su crítica

a Descartes, que tuvo su origen ya en 1868, y que es una constante de su pensamiento;

desarrollando su propia máxima: “No pretendamos dudar en filosofía de aquello que no

dudamos en vuestros corazones” 1 ; y traspolándola a su método crítico: “… aquello

sobre lo que no dudamos está más allá de toda discusión” y, más adelante: “Adoptemos

este principio: lo que está más allá del control está más allá de la crítica. Que de otra

forma dice: no dudemos de lo que no podemos dudar”. Como en la primera parte de MS

596, empieza a señalar aquellas cuestiones que estarían libres de duda real, aunque de una

manera mucho más fragmentaria, de forma que parece que en este manuscrito,

considerado posterior a MS 596, intentó tomar otro camino; o bien MS 596 es un

documento posterior acabado, no tentativo, contra la opinión de Fitzgerald2, siendo,

entonces, MS 598, claramente, el documento anterior y tentativo. El método de iniciar

un ensayo con un diálogo imaginario entre el lector y el autor es característico de Peirce y

reproduce fielmente el principio de MS 596.

¿Qué es, pues, lo que está más allá de toda crítica para Peirce?, dice éste

textualmente: “En primer, lugar, no puedo dudar de que lo que parece estar ante mis ojos

así lo parece. En segundo lugar, no puedo dudar de que muestra cierta resistencia ante

mis esfuerzos por descartarlo como haría con una fantasía. Es cierto que puedo

descartarlo, con el truco de cerrar los ojos; pero puedo descartar una fantasía sin este

truco. Respecto a mi memoria, sé (o pienso que sé) que a menudo me ha engañado: así lo

afirma, ella misma. Sin embargo, en conjunto, yo no puedo dudar de que, hasta un punto

considerable, es digna de confianza. Posiblemente, una duda de este tipo se me ha pasado

por la cabeza en algún momento; pero en cuanto adopto los medios, por los que las

dudas se ven normalmente reforzadas, esta duda, en vez de ganar fuerza, se desvanece y

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no puedo realmente resucitarla”. Concluye su crítica a Descartes descalificando la duda

acerca de la existencia de otros hombres, seguramente pensantes, como una auténtica

locura.

En este manuscrito hay varias versiones adicionales y tentativas de diversos

párrafos. La primera se refiere a su pretensión de establecer las reglas para distinguir

entre los razonamientos malos y los buenos y, entre estos últimos, entre las razones

débiles y fuertes aunque, en otros escritos*, aunque esta segunda distinción no la

considera muy relevante. En el manuscrito original se extiende, como ya hemos visto,

con la noción de Crítica. Aquí se inclina por apuntar al estado inicial de la mente del

lector, lo que en MS 596 aparece claramente como “creencias iniciales del lector”, aquí

señala únicamente: “El lector tiene sensaciones, agrupando bajo este epígrafe a los

colores, tanto vistos como imaginados, los sonidos, los olores, las sensaciones de presión,

tacto, calor, salud, las emociones y, en resumen, todo lo que está inmediatamente

presente”. Añade también el sentido del esfuerzo: “Sólo en los casos en que hay

contracciones de los músculos (como parece ser el caso cuando se fija la atención)

aparece la sensación específica de esfuerzo; pero hay un sentido bi-direccional de un ego

y un no-ego en cada caso de reacción entre los mundos exterior e interior”; que no

desarrolla plenamente como hace en MS 596, distinguiendo entre sensación muscular y

sensación no-muscular. En una segunda versión llega a decir: “En primer lugar, el lector

tiene un fondo de experiencia que no puede evitar creer verdadero. En segundo lugar,

hay algunas cuestiones respecto a las cuales tiene dudas”. En una tercera versión: “… no

puede dudar de que lo que parece estar ante sus ojos así lo parece. Ni, en segundo lugar,

puede dudar de que resiste sus esfuerzos por descartarlo, mientras que una fantasía

normal no los resiste”; que había apuntado en la primera versión. En una cuarta: “Vd. no

puede dudar de que siente lo que le parece sentir”. Y, finalmente, en la quinta versión:

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“Vd. no puede dudar de que esa sensación que le parece actual es actual para Ud.” En

todo este proceso de fijación de creencias indubitables en el análisis de Peirce podemos

ver el paso de la sensación, lo inmediatamente presente, a la representación, lo que parece

sentirse y lo que parece actual, que así lo es indubitablemente para el que percibe. En MS

596 Peirce también hablará, respecto a las creencias firmes vinculadas a las percepciones,

de lo que se percibe o se parece percibir. En la concepción Peirceana no hay una relación

diádica del sujeto con la realidad exterior, sino triádica en función del interpretante, en

cada caso. El sujeto no puede interpretar la realidad directamente sino como signo de un

objeto para un interpretante. Lo que se percibe es, a todos los efectos, lo que parece

percibirse.

NOTAS: 1 Algunas consecuencias de cuatro incapacidades, CP 5.264-317; 1868 2 Fitzgerald, John J. Peirce´s theory of signs as a foundation for Pragmatism (Reflections on Belief); 1966

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MS 599

En este extenso manuscrito, último de la serie Las reglas de la razón salvo por tres

pequeños fragmentos incompletos clasificados como MS 600, Peirce dilucida algunos

aspectos del comportamiento de las proposiciones y de su Teoría de los Signos. Faltan las

cuatro primeras páginas donde se plantearía la pregunta del lector, que justifica el texto,

acerca de la inquietud ante el hecho de que una proposición falsa fuera la conclusión de

un razonamiento válido o de que partiendo de una premisa verdadera pudiéramos llegar a

una conclusión falsa. Para la lógica de Peirce esto no podría ocurrir en ningún caso

deductivo donde se aplicara adecuadamente el principio rector, que es, a su vez otra de

las premisas verdaderas. En el caso inductivo sería diferente ya que la sobre-

generalización puede, en muchos casos, conducir a una conclusión falsa. A esto Peirce lo

ha denominado exageración, “el vicio de los filósofos”, en reiteradas ocasiones, por

ejemplo, en la Solicitud a la Institución Carnegie (Memoria 10): “… ‘respecto a todas las cosas’

hay que leer ‘respecto al asunto en cuestión’, y la doctrina de los lógicos se hace

verdadera”.

El texto incompleto comienza, pues con una digresión acerca del carácter de las

opiniones que sostenemos como verdaderas. Reduce al absurdo el argumento de que no

haya una opinión respecto a algo, puesto que esto es ya una opinión. Respecto a la

posibilidad de sostener una opinión falsa respecto a algo cuando hubiera alguna cuestión

que la pusiera en entredicho, esto sería inmediatamente descartado por el método

Peirceano ya que entonces deberíamos someter deliberadamente aquella opinión a crítica.

Al adentrarse en la cuestión de la posible conclusión falsa de un argumento válido, Peirce

se ve obligado a considerar, de nuevo, los modos de la proposición (aserción, mandato o

cuestión) y su vinculación, como signo, con la permanencia externa: “… sostiene una

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opinión falsa. ¡Tonterías! Puede que haya cuestiones respecto a las cuales sea imposible

sostener opiniones falsas deliberadamente. Nadie podría deliberadamente opinar bien

que no hay opinión verdadera, - no, en cualquier caso, a menos que fuera un metafísico.

Esto surge del hecho de que una opinión deliberada es una opinión múltiple, -de hecho

una serie interminable de opiniones. Ya que mantener una opinión deliberada implica que

uno tiene la opinión que uno tiene esa opinión, y así interminablemente. Por esto opinar

deliberadamente que no hay una opinión sería, a la vez, opinar que hay y que no hay una

opinión. Esto no es, hablando con propiedad, una proposición sino un absurdo. Uno

puede cometer un error, al suponer que A es B, cuando no lo es; y luego uno puede

opinar que algo verdadero de A no lo es de B, y así puede parecer que sostiene una

opinión absurda. Pero uno no hace realmente eso. Sin embargo, todo esto no afecta a la

opinión del lector, la cual simplemente es que una proposición falsa puede temerse como

posiblemente predispuesta a aparecer como la conclusión de un argumento”

Más adelante afirma, de nuevo, que “Un juicio es un acto mental por el que uno

toma la resolución de adherirse a una proposición como verdadera, con todas sus

consecuencias lógicas” Ésta es asimismo una de las definiciones de creencia para Peirce.

Este ‘como si’ es perfectamente operativo para los casos prácticos. En ningún caso,

aplicando el método científico para la fijación de la creencia, será verdadera una

proposición por el mero hecho de que estemos convencidos de que lo es aunque, para

todos los efectos prácticos así lo sea. Es, por ello, que en la ciencia pura no hay lugar para

una creencia de este tipo. En la ciencia pura todo es provisional.

Añade, en este texto, otras consideraciones respecto a las argumentaciones que

pretenden inculcar una creencia en otras personas. Lo que sólo es posible si el oyente

adopta la creencia como propia. La creencia está, pues, estrechamente ligada al propio

sujeto que cree, lo que dificulta sobremanera un análisis objetivo de la misma. Y, de

hecho, para los asuntos prácticos sería una torpeza dudar de aquello de lo que estamos

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convencidos: “Ciertos hechos se dicen de una manera tal como para que convenza a una

persona de la realidad de cierta verdad, es decir, se diseña la argumentación para que

determine en su mente una representación de esa verdad. Ahora bien, si en el

reconocimiento de esa verdad la persona reconoce que esa argumentación es un signo de

esa verdad, entonces ha funcionado realmente como un signo de la misma; pero si no lo

reconoce, entonces la argumentación no le sirve como signo de esa verdad.

Consideremos a continuación, no una argumentación ni una declaración, expresamente

diseñada para llevarnos a una creencia dada, sino una mera declaración de un hecho, una

proposición verdadera. Esa proposición puede no ser admitida por nadie. En ese caso no

funciona como signo para nadie. Pero para quien quiera que se la crea, será un signo de

que, bajo ciertas circunstancias, con ciertos fines a la vista, se deben adoptar ciertas líneas

de conducta, y el interpretante de la misma será una norma de conducta establecida a ese

efecto, no necesariamente en la conciencia sino en la naturaleza y en el alma del que se la

cree”.

La cuestión de la creencia, tan indisolublemente ligada al propio sujeto que

cree, es un tema central del pragmatismo, aunque para Peirce, a diferencia de los otros

pragmatistas, tendría su lugar propio en la Lógica y no en la Psicología y, para los efectos

prácticos un carácter más bien instintivo. Ahora bien, en la ciencia no tendría lugar como

tal puesto que la ciencia debe estar continuamente revisando sus propios presupuestos

para poder avanzar en el camino de la verdad que estaría en el consenso de la comunidad

de los científicos respecto a la realidad, como permanencia externa, en un futuro

indefinido.

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CONCLUSIONES

Para fundamentar la relevancia de la noción de creencia para el pragmatismo

de Charles S. Peirce debemos remontarnos a aquellas reuniones del club metafísico de

Cambridge, Massachussetts, en 1872, que el propio autor cita como determinantes en la

configuración de esta nueva filosofía y cuyo más señalado representante, William James,

atribuye a Peirce la paternidad del término pragmatismo.

Peirce, en 19071, reconoce que uno de los miembros del club, Nicholas St. John

Green, reveló el alcance del concepto de creencia del psicólogo escocés Alexander Bain,

vinculado a John Stuart Mill, como aquello en base a lo cual un hombre está dispuesto a

actuar; manifestando textualmente que el pragmatismo sería poco más que un corolario a

esta definición, especialmente en lo que se refiere a la fundamentación de la propia

máxima del pragmatismo*. Este tema ha sido investigado muy detalladamente por Max

H. Fisch2 en un ensayo de 1954, aunque Louis Menand3, en 2001, arroja una nueva luz

sobre el mismo.

Menand sugiere que Green tomó la idea no de Bain sino del libro Una visión general

del derecho penal en Inglaterra de James Fitzjames Stephen, con el que estaban muy

familiarizados el propio Green y su colega del club metafísico, el jurista Oliver Wendell

Holmes, Jr. Stephen afirmaba en este libro que el deseo de actuar y el deseo de actuar

exitosamente eran hechos últimos de la naturaleza humana, que las acciones exitosas

implicaban una creencia verdadera y que la ventaja derivada de la creencia verdadera, y no

simplemente la verdad de la misma, era la razón para creer en ella.

* Consideremos cuáles son los efectos prácticos que pensamos puedan ser producidos por el objeto de nuestra noción. La noción de todos estos efectos es la noción completa del objeto. C.P. 5.27-28, 1903

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Peirce resumió las explicaciones de Green en un escrito que leyó en la última

reunión del club, El pragmatismo hecho fácil4, donde reconoce cómo éstas le influyeron y en

el que declara esforzarse para urdir la verdad de que lo que un hombre cree realmente es

aquello en base a lo cual él estaría dispuesto a actuar y a arriesgar mucho en ello, junto

con otras verdades, para poder elaborar así una doctrina consistente del acto cognitivo.

Peirce propuso darle a la teoría de Green sobre las creencias el nombre de

“pragmatismo” que toma, a su vez de un párrafo de la Crítica de la razón pura de Kant,

autor al que Peirce había estudiado en detalle:

“Una vez que se acepta un fin, las condiciones para alcanzarlo son hipotéticamente

necesarias… El médico debe hacer algo por un paciente en peligro, sin embargo desconoce la naturaleza de

la enfermedad. Observa los síntomas, y si no puede encontrar una alternativa más probable, juzga que es

un caso de tisis. Ahora bien, incluso en su propia estimación su creencia es sólo contingente; otro

observador podría quizás llegar a una conclusión más acertada. Una creencia contingente tal, que aún así

constituye la base para el empleo actual de ciertos medios para ciertas acciones, yo la denomino creencia

pragmática. La piedra de toque habitual, que si lo que alguien asevera es meramente aquello de lo que está

persuadido – o, al menos, su convicción subjetiva, es decir, su creencia firme - esto es apostar… Por lo que

la creencia pragmática siempre existe en algún grado específico el cual, de acuerdo con las diferencias en los

intereses en juego, puede ser grande o pequeño”5

La creencia pragmática que, para Kant, era uno de los tipos de creencia,

era para Peirce el único tipo. En un mundo en que los eventos no se repiten con

exactitud, toda creencia es una apuesta. Nuestras creencias no son más que conjeturas

sobre cómo las cosas se comportarán la mayoría de las veces como se expresa en la

máxima del pragmatismo. Si embargo, el alcance filosófico último del pragmatismo de

Peirce consistía en la refutación del Nominalismo. Peirce creía que “el mundo y la mente

se corresponden”; que, al pensar nosotros con generalizaciones, con inferencias que

extraen verdades generales de la observación de eventos particulares, debe haber algo en

el universo que se corresponde con nuestras generalizaciones. El error del Nominalismo

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consistiría en definir la realidad en términos del individuo; para Peirce “la realidad es

independiente del elemento accidental e individual del pensamiento”6. La definición de lo

real, además, está estrechamente vinculada con la verdad y con la creencia u opinión

cuando en Como aclarar nuestras ideas7 afirma que la opinión que está destinada a ser

últimamente consensuada por todos los que investigan es lo que queremos decir por

verdad, y el objeto que representa esta opinión es lo real. Postura que mantiene

consistentemente a lo largo de toda su obra.

Fisch, en su ensayo Alexander Bain y la genealogía del pragmatismo, lo plantea de otra

manera. Empezando con que el jurista inglés James Fitjames Stephen muy

probablemente tomó su desarrollo del concepto de creencia del propio Bain y de los Mill,

lo que nos lleva al punto de partida de esta exposición. Las principales influencias de los

componentes del club fueron, en el orden científico, El origen de las especies de Charles

Darwin y, en el orden vital, las traumáticas experiencias de la Guerra Civil

norteamericana. Comenzando por el orden vital, la creencia en la supremacía de la Unión

y en el valor del abolicionismo había conducido a una guerra desastrosa. La conciencia de

este fenómeno es lo que hace cuestionarse a Peirce y a algunos de sus colegas tanto el

carácter sorprendente de la creencia como su vinculación con la acción en un grado

extremo. Encontramos en el pragmatismo de Peirce un profundo espíritu crítico respecto

a las ideologías como creencias firmemente asentadas independientemente de sus efectos

prácticos. En esto precisamente insiste la máxima del pragmatismo cuando nos dice que

la totalidad de los efectos prácticos que podamos concebir de una noción es la totalidad

del significado de la misma. En muchos casos llegamos a conclusiones que no hemos

sometido a una revisión crítica ni a un contraste suficiente con la experiencia. Este hecho

conecta con la influencia de las teorías de Darwin en la psicología de la época. Para Bain

la racionalidad basada en la creencia es una ventaja adaptativa basada en nuestra ‘intensa

credulidad primitiva’, nuestra tendencia a generalizar partiendo, muchas veces, de una

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única experiencia. Estas creencias primarias cuando se enfrentan con nuevas experiencias

resultan modificadas y seleccionadas de forma que sólo persistirán aquellas que

representan una ventaja para la supervivencia. Respecto a lo que Peirce dice: “La facultad

lógica respecto a los asuntos prácticos es la cualidad más útil que puede poseer un animal

y podría, en consecuencia, ser el resultado de la acción de la selección natural”7 Este

aspecto eminentemente práctico de la creencia estrechamente vinculado a la acción, es lo

que Peirce clasifica como hábito y disposición proyectados hacia el futuro, como

expectativa. La capacidad para revisar nuestras creencias en base a nuevas experiencias

constituye para Peirce el fundamento del aprendizaje dentro de su continuo ‘creencia-

duda-investigación-creencia’. Por ello ‘la voluntad de aprender’, la disposición a revisar

las creencias propias, en contraposición a la ‘voluntad de creer’ de William James, se erige

en la primera y principal ‘regla de la razón’.

Peirce desarrolla estos aspectos de la creencia en sus dos ensayos

fundamentales al respecto: La fijación de la creencia8 y Cómo aclarar nuestras ideas9. Fisch

expone la vía de razonamiento que hace de la máxima pragmática un corolario, siguiendo

las reglas generales de la lógica, a la definición de creencia de Bain: “Si la esencia de una

creencia es un hábito o disposición a actuar, entonces las diferentes creencias se

distinguen por los diferentes hábitos de acción a que dan lugar y la regla para aclarar los

elementos conceptuales en las creencias consistirá en referirlos a los hábitos de acción.

Más generalmente, la regla para aclarar una proposición (sea ésta creída o no) es la de

referirla a los hábitos de acción en los que consistiría la creencia en ella”. No podemos,

pues, discutir el significado de una proposición a menos que ésta sea aseverada y tenga

cualesquiera efectos prácticos. ¡Cuántos tomos de metafísica se verían así arrojados a la

papelera de un plumazo!

Según Fisch, Peirce intenta, además, conectar la teoría de Bain con fenómenos

en la fisiología del sistema nervioso, por un lado, y con las distinciones lógicas, por otro.

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Lo que le lleva tanto a su teoría de los signos como a su teoría de las categorías. El acto

cognitivo, para Peirce es la conciencia del signo, del objeto real que se conoce y del

significado o interpretación del signo, que el acto cognitivo conecta con ese objeto. Las

categorías de Peirce, en relación a su teoría de los signos, son la Primeridad o sensación,

la Segundidad o relación y la Terceridad o interpretación. Fisch procede a puntuar la

doctrina de la duda y la creencia de Peirce tal como aparece en La fijación de la creencia con

estas categorías: “La duda es un estado incómodo e insatisfactorio [primera] del que nos

esforzamos por liberarnos [segunda] para alcanzar un estado de creencia [tercera]”. Y de

la misma manera puntúa la conexión fisiológica: “Esto nos recuerda la irritación de un

nervio [primera] y la acción refleja que esto produce [segunda]; mientras que para una

analogía de la creencia en el sistema nervioso debemos fijarnos en lo que se denominan

asociaciones nerviosas [tercera]”. Todo esto presupone los dos aspectos centrales del

pensamiento para Peirce: Que todo pensamiento es en signos y que cada avance en la

ciencia ha sido una lección de lógica.

Por otro lado, Peirce fundamenta una teoría de la investigación que continúa John

Dewey en su Lógica: La teoría de la investigación. Alejándose de la concepción utilitarista de

la creencia de William James, Pierce excluye explícitamente a ésta de la ciencia pura cuyo

carácter altruista la separa de la acción y, por lo tanto, de cualquier interés práctico. Peirce

considera ciencias puras tanto a la filosofía como a la lógica teórica. En la primera de las

conferencias de Cambridge, La filosofía y la conducta de la vida8, denominada, en los Collected

Papers, Tópicos vitalmente importantes, se expresa tajantemente respecto a la exclusión de la

creencia del quehacer científico. El científico no puede estar absolutamente convencido

de la verdad de sus hipótesis; incluso cuando las somete a prueba y éstas resisten la

refutación por vía del experimento; entonces, podrá, provisionalmente considerarlas

verdades establecidas, que sólo la economía de la investigación acepta como tales, pero que

podrán ser modificadas en cualquier momento en que el avance de la ciencia así lo exija

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y, de ello, el científico deberá alegrarse. Estas y otras consideraciones, como las

contenidas en MS 596 también respecto a la exclusión de la creencia del ámbito de la

ciencia, nos muestran aspectos muy relevantes de su pensamiento respecto a la filosofía

de la ciencia. Como señala Karl R. Popper cuando llega a conocer la obra de Peirce, con

la que hay marcados paralelismos, y le reconoce como uno de los más extraordinarios

pensadores que han existido. Peirce y Popper coinciden en una postura falibilista

respecto a los procedimientos del método científico, que somete las hipótesis o

conjeturas sistemáticamente a prueba, buscando no la confirmación sino la refutación de

las mismas. Sosteniéndolas, provisionalmente, mientras resistan a estos intentos de

refutación; y descartándolas en cuanto son refutadas. Además, el carácter altruista de la

ciencia en la filosofía de Peirce abre ésta a cualquier cambio de paradigma que suponga

un avance en el camino del conocimiento, libre de toda creencia preconcebida; como

también propone Thomas S. Khun en La estructura de las revoluciones científicas.

En La primera regla de la lógica (1898), Peirce denomina a esta primera y, en

algún sentido, única regla de la razón ‘la voluntad de aprender’ y la define de la siguiente

manera: “Para aprender debes desear aprender y, al desear de esta manera, no debes estar

satisfecho con lo que estás inclinado a pensar”. Lo que había fundamentado afirmando

que la primera cosa que la voluntad de aprender implica es la insatisfacción con el

presente estado de opinión de uno mismo. Y cuyo corolario, “No obstaculices el camino

del conocimiento”, propone que debería estar inscrito en el frontispicio del templo de la

filosofía.

Entre los métodos del razonamiento: La inducción, la deducción y la

retroducción; el primero es pre-eminente para Peirce por su carácter auto-corrector que

remite continuamente a los hechos. Respecto a la retroducción, o abducción, que es el

método que propone las hipótesis científicas dice: “Tenga o no la palabra verdad dos

significados, yo ciertamente pienso que sostener como verdadero es de dos tipos; uno es el

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sostener por verdadero práctico al que únicamente corresponde el título de Creencia;

mientras que el otro es esa aceptación de una proposición que en la intención de la

ciencia pura es sólo provisional” En los asuntos prácticos no podemos omitir la creencia

“pero hacer esto en ciencia simplemente significa no querer aprender” y aquel que no

quiere aprender queda excluido de la ciencia y se obstaculiza a sí mismo el camino del

conocimiento.

En los manuscritos de la serie Las reglas de la razón (1902), analizados en este

trabajo, Peirce realiza varias tentativas para dilucidar cuáles serían las características de las

premisas de los razonamientos, que se ven guiados por el deseo de aprender la verdad,

sea ésta cuál sea, a diferencia de las argumentaciones que sólo pretenden convencer a

otro de aquello de lo que uno ya está convencido de antemano. Estos manuscritos

coinciden cronológicamente con la preparación de las conferencias de Harvard, en

particular la primera, La máxima del pragmatismo, y con la Solicitud a la Institución Carnegie

donde encontramos un detallado esbozo de lo que hubiera sido su gran obra. En la

Solicitud Peirce postula algo estrechamente vinculado al carácter trascendente de la

‘voluntad de aprender’ en dos aspectos fundamentales. Primero: la Lógica, o cómo

debemos razonar, depende de la ética, o cómo estamos deliberadamente dispuestos a

comportarnos, y la ética, en último término de la estética, lo que admiramos

deliberadamente. Segundo: Por lo que para que un hombre razone con lógica debe

adoptar ciertos objetivos morales elevados, siendo el fundamental de ellos la falta de

egoísmo, no sólo a la hora de reconocer los errores propios sino, especialmente, al

reconocer el carácter colectivo de la investigación, del que él sólo es una pequeña parte.

En este mismo trabajo vuelve a insistir en la necesidad de un carácter doble para el

hombre que se dedica a la ciencia: “Como individuo y como representante de la ciencia

de la especie, él debería estar en un estado mental doble sobre la hipótesis, apasionado en

su creencia en que debe ser así y, a la vez, no comprometiéndose más que lo necesario

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para aplicarse lo mejor posible a probar el experimento. Si él está meramente escéptico,

no le hará la mitad de justicia al experimento; si se olvida de su relación con la ciencia

general, se retraerá y no someterá su querida teoría al experimento. Él debe combinar las

dos actitudes” El científico se ve así forzado a violentar su naturaleza humana, para la

que el estado de duda resulta incómodo, siendo como es, sin embargo, el motor de la

investigación, ya que esta naturaleza sólo encuentra la satisfacción y la comodidad en las

creencias firmemente establecidas. Aunque, si han sido establecidas firmemente

aplicando el método científico que propone en La fijación de la creencia : “Existen cosas

reales, cuyos caracteres son completamente independientes de nuestras opiniones acerca

de ellas; esas realidades afectan a nuestros sentidos de acuerdo con leyes regulares,

aunque nuestras sensaciones sean tan diferentes como nuestras relaciones con los

objetos, al aprovecharnos de las leyes de la percepción, podemos comprobar con el

razonamiento cómo son las cosas realmente y cualquier hombre, si tuviera razón y

experiencia suficientes sobre ello, llegaría a la única conclusión verdadera”. Entonces, la

creencia, que se aproximaría a un conocimiento científico, en estos términos, sí podría ser

aceptable incluso para la ciencia pura que aspira al conocimiento de la Verdad.

Estas leyes de la percepción, basadas en el dictum ‘ver es creer’ de la filosofía

anglosajona del sentido común en la que el pragmatismo también se funda, constituyen

principalmente las creencias iniciales que tenemos respecto a los razonamientos tal como

lo expone Peirce en MS 596 y MS 598: “las creencias perceptivas nos parecen infalibles y,

aunque los sentidos nos engañen, el parecer y la creencia de que algo parece son, en

nuestra opinión, una y la misma cosa. En este caso, no hay realidad independiente de la

creencia sobre ella” Lo que reformula en varias versiones alternativas: “No puedo dudar

de que lo que parece estar ante mis ojos así lo parece”; “Vd. no puede dudar de que

siente lo que le parece sentir; y “Vd. no puede dudar de que esa sensación que le parece

actual, es actual para Vd.”. En MS 599 retoma su noción de la realidad: “La verdad de la

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proposición consiste en su concordancia con un estado real de cosas; y esta realidad

consiste en que existe de la manera en que lo hace independientemente de lo que tú o yo

o cualquier generación de hombres pueda pensar sobre ello” Podemos observar, pues, en

el pensamiento de Peirce, tanto una realidad empírica como una realidad real a la que la

primera debería aproximarse indefinidamente. Con esta, prácticamente, identificación de

su noción de realidad con su noción de verdad, Peirce muestra una actitud doble, por un

lado empiricista, con los matices señalados anteriormente, y, por otro lado, trascendente

cuando se refiere a la realidad última en la que estarían de acuerdo todos los

investigadores. En uno de sus últimos artículos publicados, Lo que el pragmatismo es12, llega

a decir: “Tus problemas se verían simplificados en gran medida si en vez de decir que

quieres conocer ‘la Verdad’, dijeras simplemente que quieres alcanzar un estado de

creencia libre de duda”. Sin embargo, Peirce no renunció, en ningún momento, a

establecer la indagación por la Verdad como idea reguladora de la intencionalidad de la

investigación, si bien postulaba que ésta consistiría en la opinión que estuviera destinada

(no en un sentido religioso), en un futuro indefinido, al consenso de la comunidad de

investigadores.

NOTAS:

1 C.P. 5.12

2 Alexander Bain and the Genealogy of Pragmatism. Max H. Fisch en Peirce, Semeiotic and Pragmatism, Kenneth L. Ketner y J. W. Kloesel, Eds. Indiana University Press, 1986. 3 The Metaphysical Club. Louis Menand. Farrar, Straus and Giroux, New York, 2001

4 MS 325

5 Kritik der reinen Vernunft. Inmanuel Kant, Riga: Johann Friedrich Hartnoch, 1781, 823-5

6 De la realidad, 1872

7 C.P. 5.364-66

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8 MS 437, 1898

9 C.P. 5.388-410, 1878

10 C.P. 5.370-375, 1877

11 C.P. 5.388-410, 1878

12 C.P. 5.417, 1905

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APÉNDICES

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Charles S. Peirce

LAS REGLAS DE LA RAZÓN MS 596 1902

Introducción.

La discusión puesta en marcha.

El Lector loquitur: Este autor afirma tener algo que decir. Antes de escucharle, quiero

saber de un modo general, que es lo que tiene que contarme, y por qué debería

concederle crédito alguno.

El Autor: Claro que tengo algo que decirle; aún así no tengo nada que contarle.

Simplemente le invito a viajar conmigo por un territorio del pensamiento que le es más o

menos conocido. Es un territorio que he recorrido extensamente, - tan extensamente que

no estaría yo muy lejos de la idiotez si no pudiera servir de guía en él; y los que conocen

bien el país así me lo han reconocido. De todas formas, todo lo que hago es

recomendarle que dirija la mirada hacia esa parcela o aquella otra, y que vea lo que ve.

Algunas de las características que le voy a destacar, estoy bastante seguro, han escapado

hasta ahora a su atención. Le prometo un viaje interesante en sí mismo, en cuyo

transcurso aprenderá cosas que conciernen a intereses a los que ya está dedicado, a la vez

que sus propios intereses se verán iluminados. Será importante que, en nuestro recorrido,

conservemos un diario del itinerario, y determinemos exactamente dónde encontramos

cada objeto que despierta nuestra atención; porque de otra manera no traeremos de

regreso de nuestro viaje nada más que impresiones vagas y confusas, tales como las que,

de hecho, traen la mayoría de los turistas que atraviesan este mismo país. Debemos

guardar algo así como un cuaderno de bitácora de todas las direcciones y distancias de

nuestro viaje. Pero, para que desde ellas podamos calcular la situación exacta en la que

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encontraremos las diferentes cosas curiosas, queremos, ante todo, establecer exactamente

dónde está nuestro punto de partida.

Lector: Esa metáfora no transmite ninguna idea definida.

Autor: Eso es verdad; y no aparecerá cómo puede hacerse clara en todas sus partes esa

vaga idea que transmite, a menos que se lea el libro entero. Esto, sin embargo, puede

decirse: El plan es establecer las reglas para distinguir entre razonamientos malos y

buenos, y entre estos últimos entre razones débiles y fuertes1, y lograr que las razones de

estas reglas sean evidentes. Al hacer esto, el autor sólo puede indicar procesos de

pensamiento que el lector tendrá que llevar a cabo por sí mismo. A pesar de todo, el

autor se atreve a pensar que puede llevar al lector a reconocer algunas verdades que serán

nuevas para él, y que resultaran útiles, algunas de las cuales podría ser dudoso que el

lector pudiera descubrir pronto o algún día de otra manera.

Posiblemente, el lector podría incluso ser llevado a revisar algunas de las

opiniones que ha sostenido hasta ahora acerca del razonamiento. Si el lector no deja el

libro ahora mismo, podría parecer que comparte estas esperanzas del autor en alguna

medida.

El lector, pues, será persuadido para pasar de un estado de creencia* acerca de

los razonamientos a otro. ¿Cómo se efectuará esto?

1 N. Del T.: Desde el principio hasta el primer asterisco, el texto es prácticamente idéntico al de MS 598.

* Nota del autor en el margen: Creencia en este libro se utiliza para denotar un estado mental en el que una proposición es considerada verdadera, y/ o considerada satisfactoria como representación de un hecho. No se utiliza en ningún sentido en el que se oponga a conocimiento, ni se limita en lo más mínimo a principios religiosos. El significado original del verbo teutónico se le supone haber sido considerar satisfactoria. La creencia, en todos sus usos, es un estado de satisfacción; y en el sentido en el que está confinado en este libro, satisfacción con una proposición al estar libre de error. Pero cuando se introduce la interpretación pragmaticista, el significado se inclinará hacia el más habitual.

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El autor no promete abstenerse totalmente de utilizar el método general de la

dialéctica de Hegel; pero no se sustentará mucho en éste. Ese método consiste en el

examen crítico del estado inicial de creencia del lector, que conduce a una convicción que

es auto-contradictoria. Si el lector, entonces, parece ser llevado a una creencia contraria

por un proceso similar, se muestra que esa también implica contradicciones; y, de esta

manera, el lector es finalmente llevado a un punto de vista que implica el reconocimiento

de la continuidad, y esta tercera opinión sometida a examen parece suficientemente

satisfactoria, aunque pueda probablemente llevar de inmediato a una dificultad adicional

respecto a un asunto estrechamente relacionado. El autor admite que puede muy bien

ocurrir que los conceptos descubiertos en este proceso pueden muy bien aproximarse a

la verdad. La razón es que obliga al lector a introducir el elemento de continuidad en sus

conceptos, el cual, en los estadios tempranos del pensamiento, puede muy bien excluirse

erróneamente. El método, de esta manera, resulta, muy a menudo, funcionar muy bien.

Pero no hay ninguna razón para esperar que siempre será así; y cuando se dilucida su

verdadero carácter, llega a resultar en extremo poco convincente; y más aún porque la

reducción de las diferentes opiniones al absurdo es en la mayoría de los casos de la

textura más endeble, y permite a una mente con alguna sutileza escapar por cualquier

costura. Sería mucho mejor comenzar por afrontar la cuestión de si no sería más

ventajoso introducir la continuidad en una concepción dada. La verdad, en general, no se

establece dándole vueltas a la cabeza sino por experimentos y hechos. Determinadas

evoluciones del pensamiento son, sin duda, necesarias; pero no son del tipo que emplea

la dialéctica Hegeliana; y sus resultados tienen que comprobarse, finalmente, por

comparación con los hechos. Otra objeción al método Hegeliano es que si el lector pone

alguna fe en éste, se ve llevado a imaginar que sus opiniones iniciales estaban totalmente

equivocadas. Ahora bien, en la medida en que concierne a sus opiniones iniciales acerca

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del razonamiento, esto no es así. En su mayor parte, están principalmente bien

fundamentadas. Su principal defecto es que son vagas, e incompletas, y, en algunos

detalles, erróneas. Por estas razones, los medios en que el autor confiará en el empeño de

persuadir al lector para que pase de un estado de creencia acerca del razonamiento a otro

serán los de llevar a su atención las relaciones de sus opiniones con ciertos hechos

desatendidos de la experiencia cuya fuerza es perfectamente irresistible.

Pero ningún método de razonamiento es revelado directamente por la

experiencia. Ya que la experiencia directa es meramente que algo ocurre aquí y ahora;

mientras que un método de razonamiento no es de la naturaleza de un caso en una

ocasión especial. Los hechos, por lo tanto, tendrán que razonarse. En este razonamiento,

el lector tendrá que utilizar las nociones de razonamiento que tenga. Por lo tanto, si sus

nociones iniciales de razonamiento no fueran verdaderas en su mayor parte, no podría

confiarse en que hecho alguno las hiciera tales. Sin embargo, si siendo verdaderas en su

mayor parte contienen tal amalgama de error que, en lenguaje químico, podría llamarse

impureza, puede esperarse que ésta disminuirá por la acción de la parte bien fundada de

la razón sobre los hechos de la experiencia. En nuestro último juicio, aparecerá que hay

una cantidad comparativamente pequeña de error positivo en las creencias iniciales del

lector acerca del razonamiento, especialmente, si estas son creencias naturales tales como

las que prevalecen, por ejemplo, entre mujeres sensatas. La clase de personas cuyas

nociones del razonamiento, por término medio, contienen con diferencia la mayor

proporción de errores es la de los profesores de lógica y otras personas que están

imbuidas de teorías del razonamiento. Podría llenar un volumen con ejemplos de lapsos

del razonamiento cometidos por caballeros que profesan saber, y saben, mucha más

lógica que otras personas, aunque de falacias como las suyas ningún hombre ordinario

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podría ser culpable. Aquellos que han estado bajo la influencia alemana son los peores.*

Después de los lógicos, la peor clase de razonadores es la que se agrupa

en torno a las profesiones cuya doctrina es principalmente tradicional, incluyendo a la

mayoría de los hombres que tratan con abogados o que tratan con hombres que tratan

con abogados, o calvinistas o curas católicos ordinarios. De hecho, esta clase abarca a la

mayor parte del género masculino. Hay mucha doctrina lógica tradicional, incluso

términos técnicos, que flota en esta clase; y, en su mayor parte, está lo suficientemente

bien fundada dentro de sus propios límites. Al mismo tiempo proviene de una época en

la que el razonamiento y la naturaleza de la ciencia estaban completamente mal

interpretadas; y en el mejor de los casos es parcialmente erróneo. Se ve aún más

deteriorado al ser aplicado con mucha ignorancia y falta de rigor. La consecuencia es que

esta clase de hombres, aunque razonan mucho más como seres humanos naturales que

como lógicos, están considerablemente afectados por nociones falsas sobre el

razonamiento. Respecto a las mujeres, éstas están mucho más guiadas por el instinto que

por el razonamiento, un hábito que, encontraremos, aprueba plenamente una lógica

racional; y cuando razonan, aunque sus razones sean a menudo muy débiles, y teñidas de

pasión, no son a menudo directamente inadmisibles para ninguna consideración de

ningún tipo, como las de la gran mayoría de los hombres lo son frecuentemente.

Lamento decir esto de mi propio sexo y de mi propia clase; pero me veo inclinado a

decirle la verdad al lector. El objeto de permitirle ser partícipe de este secreto es el de

esforzarme en persuadirle para que considere dudoso y, por el momento, ponga en la

alacena, todas las máximas lógicas que le hayan llegado de la tradición y de los libros,

* Nota del autor en el margen: Las causas de este extraordinario estado de cosas no son difíciles de descubrir (... aunque complejas...). Me gustaría detenerme a explicarlas, ya que así dejaría claro que el cuerpo de académicos con el que tengo una simpatía fraternal, no debería ser moralmente condenado por su falta. Pero sería contrario a los intereses del lector desviarse de esta manera, y debo atenerme al tema.

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todas las nociones de presuposiciones, cargadas de prueba y otras obligaciones de la

argumentación, de probabilidad, argumentum ad hominem, que no debemos razonar post hoc

ergo propter hoc, la navaja de Ockham, la petición de principio, etc. hasta que no hayan sido

concienzudamente desinfectadas, y retornar al sentido común original sobre el

razonamiento; en tanto que sus dictámenes parezcan perfectamente indiscutibles. Sólo

con que pueda lograr hacer esto, encontrará como resultado de nuestro examen crítico

que poco de sus firmes creencias originales sobre el razonamiento era completamente

erróneo, aunque ponga una cara bastante diferente ante la mayoría de los temas. Pero la

mayor importancia de lo que aprenderá del estudio de este libro no será la refutación, ni

siquiera el remodelado, de sus primeras opiniones, sino que será más bien suplementario

a éstas.

Ante lo que se ha dicho, confío en que el Lector estará de acuerdo en que

es muy deseable que comience reconociendo explícitamente cuáles son sus principales

creencias iniciales respecto al razonamiento. Debe hacer una lista de éstas él mismo; pero

el autor puede ayudarle señalando cuáles parecen ser las más importantes e inevitables.

Especialmente el orden en que el autor las dispone, primero las más fundamentales para

los propósitos actuales, puede ser sugerente. Además, llevará a un mutuo entendimiento

entre el Lector y el autor, para que el primero entienda lo que el segundo imagina que es

el estado actual de creencia del primero. En consecuencia, el autor comenzará haciendo

una lista de breves declaraciones de lo que él concibe que son los principios actuales más

relevantes del Lector respecto a los razonamientos. Luego repasará la lista y hará algunos

comentarios preliminares sobre los diferentes artículos, con la vista puesta en preparar el

terreno para una investigación más sistemática.

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Lista de las principales supuestas creencias iniciales del Lector respecto a los

razonamientos:

1. Que el lector está en un estado de Duda respecto a algunas cuestiones y en un

estado de creencia respecto a otras. El estado de duda es un estado de

indeterminación entre las proposiciones. No es satisfactorio. Es un estado de

estimulación, acompañado de un sentimiento peculiar. Un estado de creencia

puede ser muy infeliz como consecuencia del carácter de la proposición en la que

se cree. Pero es un estado en el que el estímulo de la duda está aplacado y, en esta

medida, es satisfactorio. Las dos respuestas a la pregunta no pesan ya lo mismo

en la balanza; el que cree está dispuesto a conformar su conducta sobre una de

ellas; aprueba ésta; desaprueba la otra.

2. Al utilizar la palabra ‘Investigación’ para denotar el tipo de acción mental que la

duda estimula, - sea o no esta acción la que propiamente se denomina

investigación -, el lector presumiblemente sostiene que el único objeto de la

investigación es el de producir una representación mental que sea verdadera, es

decir, que esté de acuerdo con el estado real de las cosas. Este estado real de las

cosas es algo que es “así”, es decir, tiene una cierta determinación, o

especialización, o ser, se opine así o de otra manera. En consecuencia, el lector

sostiene que para toda cuestión que no esté carente de sentido y, por lo tanto, no

sea una cuestión genuina, hay una cierta determinación del ser que es

completamente independiente de lo que tú, o yo, o cualquier hombre o

generaciones de hombres puedan opinar sobre ella.

3. El lector, considerando colectivamente sus propias creencias, sostiene que

algunas de éstas son falsas. Puesto que no puede decir cuáles son estas creencias

falsas, surge una cierta disposición indefinida a retornar a un estado de duda, cuya

intensidad y extensión variará considerablemente según el temperamento y el

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estado de ánimo del lector. Él comienza a sostener que todas las creencias, o la

mayoría de ellas, deberían ser criticadas.

4. Pero hay ciertas creencias sobre las que tales reflexiones no han arrojado ninguna

sombra de duda en la mente del Lector. Una clase de estas creencias extra-firmes

está compuesta de creencias en referencia a cada una de ciertas preguntas para las

que o bien ‘Sí’ o bien ‘No’ es la respuesta verdadera, mientras que ambas

respuestas no son verdaderas.

5. Otra clase de creencias extra-firmes está compuesta de creencias que surgen

directamente de la percepción. Cuando el Lector mira algo o lo toca, cuando oye

algo, cuando huele o saborea algo con atención, a menudo adquiere la creencia de

que vio o tocó, o le pareció ver o tocar, que oyó o le pareció oír, que olió o

saboreó o le pareció oler o saborear algo, una creencia que es tan fuerte, que

cuando está acompañada de una creencia de la clase anterior con el efecto de que

cualquier tercera creencia suya entraría en conflicto con la creencia perceptiva, esa

tercera creencia es rápidamente modificada o, si no, la creencia de que hay un

conflicto tal es rudamente cuestionada y condenada a la duda.

6. No sólo son las creencias perceptivas del Lector separadamente sus creencias más

fuertes, sino que cuando reflexiona colectivamente sobre ellas, le parecen

infalibles. Él admite que sus ojos le pueden engañar respecto a lo que está

realmente ante ellos; pero no puede admitir como posibilidad que estaría

engañado cuando mira respecto a lo que le parece ver. Su teoría de esta

infalibilidad es que, en este caso, no hay realidad independiente de la creencia

sobre ella. El parecer y la creencia de que algo parece son, en su opinión, una y la

misma cosa.

7. El lector tiene una opinión análoga respecto a la infalibilidad de las creencias a las

que se refiere la cuarta opinión. Está bastante dispuesto a admitir que, ante la

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pregunta de si un determinado esqueleto recientemente encontrado es el

esqueleto de un hombre en vez del de un simio antropoide, la respuesta ‘Sí’ o

‘No’ puede, en cierto modo, ser justificable. A saber, debido a que nuestra

concepción de lo que es un hombre se ha formado sin pensar en la posibilidad de

tal criatura como aquella a la que este esqueleto pertenece, la cuestión no tiene

realmente un significado definido. Entendiéndola de una manera, ‘Sí’ sería la

respuesta verdadera, entendiéndola de otra, ‘No’. Pero el Lector sostiene que al

suponer que se hace una pregunta definida respecto a una cuestión de hecho, de

las dos repuestas, ‘Sí’ y ‘No’, una debe ser infaliblemente verdadera y la otra falsa,

por la razón de que si no hay un hecho real que se corresponda con una respuesta

la mera ausencia de tal hecho real es en sí misma un hecho real que se

corresponde con la otra respuesta, y a la inversa, si hay un hecho real que se

corresponde con una respuesta, ese hecho real en sí mismo constituye la ausencia

de cualquier hecho real que se corresponda con la otra respuesta; y de este modo,

también en este caso, no hay realidad independiente de la opinión de que una de

las dos respuestas es verdadera y la otra falsa.

8. No importa lo completamente libre que el Lector pueda estar de la influencia de

los sistemas lógicos y las tradiciones, él, no obstante, sostiene ciertos principios

lógicos. Hay ciertas formas generales de razonamiento que aprueba como

calculadas para llevar a la verdad. Hay ciertas otras que condena como peligrosas.

Esta doctrina es su logica utens; y, de hecho, la aplica en todos los casos en que se

dice con propiedad que está razonando.

9. Si el Lector ha logrado apartar realmente todas las nociones de lógica adquiridas,

entonces él mismo es de la opinión de que no está en posesión de ninguna teoría

lógica tal como se ha descrito, que no juzga la fuerza de las razones al referirlas a

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las clases de razonamiento que aprueba, sino que simplemente juzga cada razón

como se le presenta por su propio sentido de razonabilidad.

10. El Lector, sin embargo, piensa que sus propios juicios lógicos, sean más o menos

sistemáticos o no lo sean en absoluto, y aunque sean, en su mayor parte, lo

suficientemente enfáticos, son erróneos en algún grado o, al menos, imperfectos.

En este aspecto, él difiere en gran medida de la masa de la humanidad que

considera sus propios juicios lógicos como infalibles.

Comentarios preliminares a las opiniones anteriores.

Los anteriores le parecen al autor ser los elementos más importantes del

supuesto credo lógico inicial del lector. La opinión del autor es que, tomado en su

conjunto, es aproximadamente correcto, pero que en algunos puntos está

destacadamente equivocado, y en general no es muy claro. Sobre todo, es

insuficientes, y lo sería incluso si se explicitara más ampliamente.

1. Que la duda es un estado de indeterminación respecto a la aceptación

o el rechazo de una proposición está claro. Que hombres con la mínima cultura

intelectual lo han visto se muestra en la expresión familiar, “tengo dos mentes

(opiniones) sobre este asunto”. La propia palabra ‘dudar’ es el participio pasivo de

dubitare, evidentemente una forma frecuentativa de dubitere, i.e. duo habere, sostener dos

opiniones, columpiarse de la una a la otra.

Uno podría preguntarse por qué la mente no habría sido constituida de

manera tal como para complacerse con esta indeterminación. No es una pregunta muy

difícil de responder. Pero si uno continua infatigablemente con el juego de lanzar un

‘por qué’ tras las huellas del anterior, encontrará pronto que la respuesta última es que

dondequiera que la dualidad es genuina y prominente, los dos no completándose para

formar un compuesto que sería un tercero, sino conservando toda su dualidad, hay

una lucha. La incomodidad de la duda es un caso de este principio.

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La incomodidad de la duda es consciente. Cualquier dualidad muy

positiva y prominente es, por lo general, vívida. Un contraste fuerte es un ejemplo. La

duda siempre es más o menos consciente; y, con mucha frecuencia, lo es

especialmente. Con la creencia ocurre lo contrario. La creencia es en su mayor parte

bastante letárgica, más perfecta cuanto más lo es. Es bastante posible que un hombre

sea bastante inconsciente de su propia gran creencia, y que la decisión de su acción le

coja bastante por sorpresa, cuando emerge. Nuestra gente del Norte, justo antes de la

Guerra de Secesión, no tenían ni idea de que creían que la supremacía de la Unión

debía mantenerse a cualquier precio. De hecho, opinaban que les importaba bien

poco. Su respuesta al ataque contra Fort Sumter, - la respuesta de que la indiferencia

ante la pérdida del Sur era una completa locura, - les sorprendió. Encontraron en sus

corazones una profunda convicción que no habían sospechado.

Un caso como éste se hace fácilmente comprensible si consideramos lo

que la Creencia es. [CP 5.538] Comencemos considerando la creencia práctica, tal

como que la antracita es un combustible conveniente, dejando la creencia puramente

teórica, tal como que el polo de la tierra describe en unos días un óvalo con un

diámetro de unas pocas varas, o como que hay un círculo imaginario al que corta dos

veces todo círculo real, para un estudio suplementario. Utilicemos la palabra ‘hábito’,

en todo este libro, no en su sentido más estricto, y más apropiado, en el que se opone

a una disposición natural (pues el término hábito adquirido expresará perfectamente el

sentido estricto), sino en su sentido más amplio y, quizás, aún más habitual, en el que

denota una especialización tal, original o adquirida, de la naturaleza de un hombre, o

de un animal, o de una vid, o de una sustancia química cristalizable, o de cualquier

otra cosa, por la que él o ello se comportará, o tenderá siempre a comportarse, de una

manera descriptible en término generales en toda ocasión (o en una considerable

proporción de las ocasiones) que se pueda presentar con un carácter generalmente

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descriptible. Ahora bien, decir que un hombre cree que la antracita es un combustible

conveniente es decir, ni más ni menos, que si necesita combustible, y otro no le parece

particularmente preferible, entonces si actúa deliberadamente, teniendo en cuenta su

experiencia, considerando lo que está haciendo, y ejerciendo el auto-control, a

menudo utilizará la antracita. Una creencia práctica puede, en consecuencia,

describirse como un hábito de conducta deliberada. La palabra ‘deliberada’ apenas se

define por completo al decir que implica atención a los recuerdos de experiencias

pasadas y a los propios propósitos actuales, junto al auto-control. La adquisición de

hábitos del sistema nervioso y de la mente está gobernada por el principio de que

cualquier carácter especial de una reacción a un tipo dado de estímulo es (a menos que

intervenga la fatiga) más probable que esté asociada a una reacción subsiguiente a un

segundo estímulo de ese tipo de lo que lo sería si no le hubiera ocurrido estar asociada

a la primera reacción. Sin embargo, los hábitos a veces se adquieren sin que haya

ninguna reacción previa que sea externamente manifiesta. La mera imaginación de

reaccionar de una manera particular parece ser capaz, tras numerosas repeticiones, de

causar que el tipo imaginado de reacción realmente ocurra ante subsiguientes casos del

estímulo. En la formación de hábitos de acción deliberada, podemos imaginar la

ocurrencia del estímulo, y dilucidar cuáles serán los resultados de acciones diferentes.

Uno de estos se presentará como particularmente satisfactorio; y, entonces, tiene lugar

una acción del alma, que está bien descrita al decir que tal modo de reacción “recibe

un sello deliberado de aprobación”. El resultado será que cuando una ocasión

parecida surja de hecho por primera vez, se encontrará con que el hábito de

reaccionar realmente de esa manera ya está establecido. Recuerdo que un día en la

mesa de la casa de mi padre, mi madre derramó un líquido, que estaba ardiendo, sobre

su falda. Instantáneamente, antes de que el resto de nosotros tuviera tiempo de pensar

qué hacer, mi hermano Herbert, que era un niño pequeño, ya había tirado del tapete y

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sofocado las llamas. Nos quedamos asombrados de su rapidez que, a medida que se

fue haciendo mayor, resulto ser característica. Le pregunté cómo había llegado a

pensar en ello tan rápidamente. Él dijo, ‘yo había considerado unos días antes qué

haría en el caso de que ocurriera un accidente como éste’. Este acto de sellar con

aprobación, “refrendando” como propia una línea imaginaria de conducta de manera

que dé una forma general a nuestra conducta real en el futuro es lo que llamamos una

resolución. No es en absoluto esencial para la creencia práctica, sino únicamente un

añadido de alguna frecuencia.

[CP 5.539] Pasemos ahora a considerar la creencia puramente teórica.

Si una opinión puede eventualmente llegar a determinar una creencia práctica, se hace

ella misma una creencia práctica en esta medida; y toda proposición que no sea pura

jerga metafísica y charlatanería debe tener alguna influencia posible en la práctica. La

diagonal de un cuadrado es inconmensurable con su lado. Es difícil ver qué diferencia

experiencial puede haber entre magnitudes conmensurables e inconmensurables; pero

hay ésta, que es inútil intentar encontrar la expresión exacta de la diagonal como una

fracción racional del lado. Aún así, no se sigue que, debido a que toda creencia teórica

es, al menos indirectamente, una creencia práctica, éste sea el significado completo de la

creencia teórica. De las creencias teóricas, en la medida que no son prácticas,

podemos distinguir entre las que son expectativas y las que ni siquiera lo son. Una de

las más simples, y por esa razón una de las más difíciles, de las ideas que le incumbe al

autor de este libro ocuparse en hacer que el lector conciba, es que el sentido del

esfuerzo y la experiencia de cualquier sensación son fenómenos del mismo tipo,

implicando por igual la experiencia directa de la dualidad de lo Exterior y lo Interior.

La psicología del sentido del esfuerzo no está aún satisfactoriamente elaborada. Parece

ser una sensación que de alguna forma surge cuando los músculos estriados están

sometidos a una tensión. Pero aunque ésta sea la única forma de estimularla, una

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imaginación suya se evoca por asociación, con ocasión de otras sensaciones leves,

incluso cuando los músculos no están contraídos; y esta imaginación puede a veces

interpretarse como signo de un esfuerzo. Pero aunque el sentido del esfuerzo es así

meramente una sensación, como cualquier otra, es una en la que la dualidad que

aparece en toda sensación es especialmente prominente. Un sentido de ejercicio es al

mismo tiempo un sentido de encontrar una resistencia. El ejercicio no puede

experimentarse sin resistencia, ni la resistencia sin el ejercicio. Todo es un sentido,

pero un sentido de dualidad. Toda sensación implica el mismo sentido de dualidad,

aunque menos señaladamente. Ésta es la percepción directa del mundo externo de

Reid y Hamilton. Ésta es la probatio ambulandi, que Diógenes Laercio quizás no sitúa

bien. Un idealista no necesita negar la realidad del mundo externo, no más de lo que

hizo Berkeley. Porque la realidad del mundo externo no significa nada más que esa

experiencia real de la dualidad. Aún así, muchos la niegan, - o piensan que lo hacen.

Muy bien; un idealista de ese tipo está deambulando por la calle Regent, pensando en

el absoluto sin sentido de la opinión de Reid, y especialmente en la tonta probatio

ambulandi, cuando un borracho que viene tambaleándose por la calle inesperadamente

lanza su puño y le da en el ojo. ¿Qué ha pasado con sus reflexiones filosóficas ahora?

¿Será tan incapaz de liberarse de los prejuicios que ninguna experiencia pueda

mostrarle la fuerza de ese argumento? Puede que haya alguna unidad subyacente bajo

la súbita transición de la meditación al asombro. Aceptemos eso: ¿Se sigue de ello que

esa transición no tuvo lugar? ¿No es la transición una experiencia directa de la

dualidad del pasado interior y el presente exterior? Un pobre analista es aquel que no

puede ver que lo inesperado es una experiencia directa de la dualidad, que así como

entonces no puede haber esfuerzo sin resistencia, así no puede haber subjetividad de

lo inesperado sin la objetividad de lo inesperado, que ambas son meramente dos

aspectos de una experiencia que se dan juntos y superan toda crítica. Si el idealista se

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sobrepusiera y se dispusiera a discutir con el agresor, diciendo ‘Tú no puedes haberme

golpeado, porque no tienes existencia independiente, sabes’, el agresor podría

responder, ‘Me atrevo a decir que no tengo existencia independiente suficiente para

eso; pero tengo existencia independiente suficiente para hacerte sentir de manera

diferente a la que estabas esperando sentir’. Cualquier cosa que impresione al ojo o al

tacto, cualquier cosa que impresione al oído, cualquier cosa que afecte a la nariz o al

paladar, contiene algo inesperado. La experiencia de lo inesperado nos impone la idea

de la dualidad. ¿Dirás, “Sí, la idea se nos impone, pero no se experimenta

directamente, porque sólo lo que está dentro se experimenta directamente”?. La

respuesta es que la experiencia no significa nada más que únicamente algo de naturaleza

cognitiva que la historia de nuestras vidas nos ha impuesto. Es indirecta, si se requiere

el medio de alguna otra experiencia o pensamiento para hacerla aparecer. La dualidad,

pensada en abstracto, sin duda requiere la intervención de la reflexión; pero aquello

sobre lo que está reflexión está basada, la dualidad concreta, está ahí en la propia

experiencia misma.

[CP 5.540] A la luz de estas puntualizaciones, percibimos que

únicamente hay esta diferencia entre una creencia práctica y una expectativa en tanto

no implica propósito de esfuerzo, a saber, que la primera espera una sensación

muscular, y la segunda una sensación no muscular. La expectativa consiste en el sello

de aprobación, el acto de reconocimiento como propio de uno, emplazado por un

acto del alma en una anticipación imaginaria de la experiencia; de forma que, si se

cumpliera, aunque la experiencia actual contenga, en cualquier caso, bastante de lo

inesperado como para reconocerlo como externo, aún así la persona que está

expectante casi proclamará el acontecimiento como suyo, su triunfante ‘te lo dije’

implicando un derecho a esperar eso mismo de un mundo justamente regulado. Un

hombre que se introduzca en una tribu bárbara y anuncie un eclipse total de Sol para

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el día siguiente, no sólo esperará “su” eclipse de la naturaleza, sino el debido crédito

por ello por parte de esa gente. Con todo esto, estoy ocupándome de dar forma de tal

manera a lo que tengo que decir como para mostrar, además, la estrecha alianza, la

identidad familiar, de las ideas de externalidad e inesperabilidad.

[CP 5.541] Respecto a creencias puramente teóricas que no sean

expectativas, si van a significar algo, deben ser de alguna manera expectativas. La

palabra esperar la aplican, ahora y antes, hablantes descuidados e ignorantes,

especialmente los ingleses, a lo que se supone respecto del pasado. No es un lenguaje

ilógico: Sólo es elíptico. “Supongo que a Adán le habrá dolido un poco que le

extrajeran una costilla”, se puede interpretar que significa que la expectativa es tal

como se encontrará cuando los secretos de todos los corazones se muestren

desnudos. La historia no tendría el carácter de una ciencia verdadera si no fuera

permisible esperar que se presentarán nuevas evidencias en el futuro que puedan

poner a prueba las hipótesis de los críticos. Una teoría que pudiera ser absolutamente

demostrada en su totalidad por acontecimientos futuros, no sería una teoría científica

sino una mera muestra de las artes adivinatorias. Por otro lado, una teoría que rebasa

lo que puede ser verificado con cierto grado de aproximación por los acontecimientos

futuros, es, en esa medida, cháchara metafísica. Decir que una ecuación de segundo

grado que no tiene una raíz real tiene dos raíces imaginarias diferentes, no suena como

si pudiera tener relación alguna con la experiencia. Aún así es estrictamente

expectativo. Enuncia lo que sería esperable si tuviéramos que tratar con cantidades

que expresan las relaciones entre los objetos relacionados unos con otros como los

puntos del plano de cantidad imaginaria. De esta manera, la creencia acerca de la

inconmensurabilidad de la diagonal se relaciona con lo que puede esperar una persona

que trata con fracciones; aunque no significa nada en absoluto respecto a lo que se

puede esperar de las medidas físicas, que son, por su propia naturaleza, sólo

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aproximadas. Examinemos una creencia destacadamente abstracta; y veamos si hay

alguna expectativa en ella. Riemann declaró que el infinito no tiene nada que ver con

la ausencia de un límite sino que se refiere únicamente a la medición. Esto significa

que si una superficie limitada se midiera de la forma adecuada se encontraría que es

infinita, y que si una superficie ilimitada se midiera de la forma adecuada se

encontraría que es finita. Se refiere a lo que puede esperar una persona que trata con

diferentes sistemas de medida.*

Comienza ahora a parecer con fuerza que quizás toda creencia implique

a la expectativa como su esencia. Eso es todo lo que se puede decir justamente.

Todavía no tenemos la seguridad de que esto sea verdad de todo tipo de creencia. Una

clase de verdades aceptadas que hemos dejado de lado es la de los hechos perceptivos

directos. Pongo un lacre, ante mí, lo miro y me digo, “Ese lacre parece rojo”. ¿Qué

elemento de expectativa hay en la creencia de que el lacre parece rojo en este

momento?

* Nota del autor en el margen: [CP 5.542] La iglesia católica exige que los creyentes crean que los

elementos de la eucaristía se transforman realmente en carne y sangre, aunque todos sus ‘accidentes

sensibles’, es decir, todo lo que se puede esperar de la experiencia física, sigan siendo los del pan y el

vino. La iglesia protestante episcopal exige que sus ministros enseñen que sus elementos permanecen

realmente pan y vino, aunque tengan efectos espirituales milagrosos diferentes de los del pan y vino

ordinarios. “No y no”, dicen los católicos, “no sólo tienen esos efectos espirituales sino que realmente

han transmutado”. Pero el lego declara que no puede entender la diferencia. “Eso no es necesario”,

dice el sacerdote, “puedes creerlo implícitamente”. ¿Qué significa eso? Significa que el lego debe confiar

en que si pudiera entender el asunto y conocer la verdad, encontraría que el sacerdote tenía razón. Pero

la confianza, - y la palabra creencia significa primariamente confianza, - está referida esencialmente al

futuro, o a un futuro contingente. La implicación es que el lego puede algún día llegar a conocer,

presumiblemente, en otro mundo; y que él puede esperar que si algún día llega a conocer, encontrará que

el sacerdote tenía razón. De esta manera, el análisis muestra que incluso respecto a un asunto tan

excesivamente metafísico, la creencia, si puede haber alguna creencia, tiene que implicar a la expectativa

como su esencia propia..

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Para tratar esta cuestión, es necesario establecer una distinción. Toda

creencia es creencia en una proposición. Ahora bien, toda proposición tiene su

predicado que expresa lo que se cree, y sus sujetos que expresan acerca de qué se cree.

Los gramáticos de hoy prefieren decir que una oración no tiene más que un sujeto,

que se pone en nominativo. Pero desde un punto de vista lógico la terminología de los

viejos gramáticos era mejor, ellos hablaban del sujeto nominativo y del sujeto

acusativo. No sé si hablaban del sujeto dativo; pero en la proposición “Antonio dio un

anillo a Cleopatra”, Cleopatra es tan sujeto de lo que se quiere decir y se expresa como

lo es el anillo o Antonio. Una proposición, pues, tiene un predicado y un número de

sujetos. Los sujetos son o nombres de objetos bien conocidos para el emisor y para el

intérprete de la proposición (si no no podría interpretarla) o son virtualmente casi

indicaciones de cómo proceder para ganar conocimiento de aquello a lo que se refiere.

De esta manera, en la oración “Todo hombre es mortal”, el “Todo hombre” implica

que el intérprete tiene libertad para elegir a un hombre y considerar la proposición

aplicable a él. En la proposición “Antonio dio un anillo a Cleopatra”, si el intérprete

pregunta, ¿Qué anillo?, la respuesta es que el artículo indeterminado muestra que es

un anillo que podría habérsele indicado al intérprete si hubiera estado allí; y que la

proposición sólo se enuncia del anillo convenientemente elegido. El predicado, por

otro lado, es una palabra o frase que evocará en la memoria o en la imaginación del

intérprete imágenes de cosas como las que ha visto o imaginado y puede ver de

nuevo. De esta manera, ‘dio’ es el predicado de la última proposición, y proporciona

su significado porque el intérprete ha tenido muchas experiencias en que se hacían

regalos; y una especie de fotografía compuesta de ellas aparece en su imaginación. Se

me dice que “La sacarina es 500 veces más dulce que el azúcar de caña”. Pero yo

nunca he oído hablar de la sacarina. Al investigar, encuentro que es el sulfato del ácido

ortosulfobenzoico; es decir, es la talimida en que un grupo CO es reemplazado por

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SO2 . Puedo ver sobre el papel que pudiera haber una sustancia tal. Que sea “500

veces más dulce que el azúcar” produce una idea bastante confusa de un tipo general

muy familiar. Lo que deba esperar lo expresa el predicado, mientras que los sujetos me

informan de en qué ocasión debo esperarlo. Diógenes Laercio, Suidas, Plutarco y un

biógrafo anónimo nos dicen que Aristóteles no podía pronunciar la letra R, yo sitúo a

Aristóteles perfectamente, claro. Él es autor de obras que leo a menudo y que admiro

profundamente y cuya fama supera con creces a la de cualquier otro lógico, - el

príncipe de los filósofos. Yo también he conocido a personas que no podían

pronunciar la R; pero en otros aspectos no se parecían a Aristóteles, - ni siquiera

Dundreary. Si me lo encontrara en los Campos Elíseos, sabría qué esperar. Esa es una

suposición imposible; pero si alguna vez me encuentro con un gran lógico, patilargo y

con la mirada incrédula, que no puede pronunciar la R, me interesará saber si tiene

otras características de Aristóteles. He seleccionado este ejemplo como uno que a una

mirada superficial no le parecería que implica la más mínima expectativa; y si este

testimonio de cuatro testigos respetables, tan independientes como podrían serlo bajo

las circunstancias, esté destinado a no recibir nunca ni confirmación ni contradicción

ni a ver de ninguna otra manera sus probables consecuencias confrontadas con la

experiencia futura, entonces en verdad no porta ninguna expectativa. En ese caso, es

un cuento ocioso que podría haber sido también, para cualquier propósito práctico, la

creación de un poeta irónico. En ese caso, no supone, hablando propiamente, ninguna

aportación al conocimiento, porque como mínimo es sólo probabilidad y la

probabilidad no puede ser reconocida como conocimiento a menos que esté destinada

a verse indeterminadamente aumentada en el futuro. El conocimiento que no tenga

ninguna consecuencia posible sobre ninguna experiencia futura, - que no suscite

ningún tipo de expectativa, - sería información respecto a un sueño. Pero en verdad

no puede presumirse ninguna cosa así de conocimiento alguno. Esperamos que con el

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tiempo producirá, o reforzará, o debilitará alguna expectativa determinada. Demos a la

ciencia sólo cien siglos más de desarrollo en progresión geométrica, y podría esperarse

que encontrara que las ondas sonoras de la voz de Aristóteles de alguna forma se han

registrado. Si no, sería mejor dar los informes a los poetas para que hagan algo bonito

con ellos, y así darles algún uso humano. Pero lo correcto es esperar a la verificación.

La pronunciación defectuosa es lo que se espera; la ocasión es cuando la voz de

Aristóteles se oiga virtualmente de nuevo o cuando tengamos alguna otra información

que confirme o refute estos informes.

[CP 5.543] Ahora bien, si el lector dijera, “Diga lo que quiera, el enunciado

de que Aristóteles era ( ) simplemente evoca en el oído mental la voz de un

hombre que no puede pronunciar la letra R, y le pone a esa imagen el rótulo de

Aristóteles, un hombre que vivió 300 años antes de Cristo”, el autor podría

sorprenderle y decepcionar a cualquiera que haya convencido al declarar “Estoy

totalmente de acuerdo con Ud.”; sólo que este enunciado, que es idéntico al anterior,

aunque traducido a otro lenguaje, no significa nada salvo que si se ha traído, directa o

indirectamente, a Aristóteles ante nuestra experiencia, se encontrará, si es que se le

encuentra, que no puede pronunciar la R. Distingamos entre la proposición y la

enunciación de esa proposición. Demos por supuesto, si Ud. lo permite, que la

proposición misma meramente representa una imagen con un rótulo o indicador

ligado a ella. Pero enunciar esa proposición es hacerse uno responsable de ella, sin tasa

determinada alguna, es verdad, pero con una tasa que no es menor por no estar

denominada. Ahora bien, una ley ex post facto está prohibida por la Constitución de los

Estados Unidos de América, pero un contrato ex post facto está prohibido por la

constitución de las cosas. Un hombre no puede prometer lo que el pasado haya sido,

si lo intenta. Es evidente que garantizar que si un trabajo no ha estado ya bien hecho

uno lo pagará, y que garantizar que si se encontrara que no ha estado ya bien hecho, uno

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lo pagara, tienen uno y el mismo significado. Una u otra de estas expresiones en

consecuencia debe ser elíptica o unilateral de otra manera, si no las dos. Pero nadie

sostendrá que prometer pagar por el trabajo si se confirmara que no ha estado ya bien

hecho en realidad significa prometer pagarlo si de hecho no ha estado ya bien hecho,

se confirme o no. Sería igualmente absurdo decir que había un tercer significado que

se referiría a un pasado no confirmado. Se sigue, pues, que contratar el pagar dinero si

algo en el pasado ha estado o no ha estado hecho sólo puede significar que el dinero se

pagará si se confirma que el suceso ha ocurrido o no ha ocurrido. Pero no habría

razón alguna por la cuál el sentido literal no se entendería si tuviera algún sentido. Por

lo que no puede haber significado alguno en hacerse uno responsable de un suceso

pasado independiente de su confirmación futura. Pero enunciar una proposición es

hacerse uno responsable de su verdad. En consecuencia, el único significado que

puede tener el enunciado de un hecho pasado es que si en el futuro se confirma la

verdad, así se confirmará que es así. Parece que no hay una salida racional a esto.

[CP 5.544] Ahora tomemos un juicio perceptivo “Este lacre parece rojo”.

Toma algún tiempo escribir esta oración, emitirla, o incluso pensar en ella. Debe

referirse al estado del percepto en el momento en que el juicio comenzó a hacerse.

Pero el juicio no existe hasta que está completamente hecho. Por lo que sólo se refiere

a un recuerdo del pasado: Y todo recuerdo es posiblemente falible y sujeto a crítica y

control. El juicio, entonces, sólo puede significar que, en la medida en que el carácter

del percepto pueda alguna vez ser confirmado, se confirmará que el lacre parecía rojo.

[CP 5.545] Quizás este asunto pueda expresarse menos paradójicamente.

Todo el mundo estará de acuerdo en que no tendría absolutamente ningún significado

decir que el azufre tiene la singular propiedad de volverse rosa cuando nadie lo mira,

volviendo instantáneamente al amarillo antes de que la mirada más rápida pudiera

detectar su color rosa, o decir que el cobre está sujeto a la ley de que mientras no sufre

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presión, es perfectamente maleable, endureciéndose en proporción a la presión que

sufra; y en general una ley que nunca fuese operativa sería una fórmula vacía. En

realidad, algo no muy distante del enunciado sobre el cobre se encuentra en todos los

tratados de dinámica, aunque sin limitarlo a una sustancia en particular. A saber, se

establece que no puede ejercerse fuerza tangencial alguna sobre un fluido perfecto.

Pero ningún escritor lo presenta como una declaración de un hecho: Se da meramente

como definición. Por lo tanto, una ley que nunca fuese operativa no tiene existencia

positiva. En consecuencia, una ley que ha sido operativa por última vez ha cesado de

existir como ley, salvo como una mera fórmula vacía que pudiera ser conveniente

permitir que quedara. Por lo que declarar que una ley existe positivamente es declarar

que será operativa, y por lo tanto que se refiere al futuro, incluso aunque sólo sea

condicionalmente. Pero decir que un cuerpo es duro, o rojo, o pesado, o que tiene un

peso determinado, o cualquier otra propiedad, es decir que está sometido a la ley y en

consecuencia es una declaración que se refiere al futuro [Termina CP 5.545].

Lo mismo es verdad si decimos que un cuerpo rota o que dos cuerpos chocan uno

con otro. Siempre implica alguna regularidad, y la enunciación de esa regularidad

implica una referencia al futuro. Pero es posible que el Lector pueda oponer que esta

observación deja de ser verdad cuando se aplica a hechos de conciencia. Puede, por

ejemplo, argumentar como sigue: Supongamos que un hombre, sordo como una tapia,

mientras camina solo una noche oscura ve un relámpago. Imaginemos que nadie más

lo ve, y que él mismo lo olvida por completo, y que no deja ningún tipo de rastro de

su efecto. Aún así, es un hecho que ese relámpago ocurrió; ya que fue visto. Se ha

sugerido que puesto que algunas personas bajo el efecto de la anestesia dicen cosas

que olvidan completamente, puede ser que el efecto global sea simplemente el de

disolver las conexiones de la conciencia; por lo que el dolor de una operación se siente

igual; sólo que directamente se olvida. ¿Puede alguien pretender que esta teoría carece

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de todo significado, y que no sentir dolor alguno es absolutamente el mismo hecho

que sentirlo y olvidarlo? Si esto es así, entonces el hecho es que todos los hombres

están toda la vida sintiendo torturas penosísimas, pero olvidándolas tan totalmente,

que no son conscientes de su continua e intensa agonía, y se imaginan libres de la más

mínima molestia. Nada sería más absurdo.

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Charles S. Peirce

LAS REGLAS DE LA RAZÓN MS 597 1902

Definiciones; o análisis de los hechos reconocidos.

¿Existen reglas de la razón? ¿Qué clase de autoridad tienen? ¿Cómo se impone

ésta? Es apropiado que el lector se haga tales preguntas; y para responderlas, el autor y el

lector deben llegar a algún tipo de comprensión acerca de lo que el razonamiento es.

Al razonamiento, según nuestros autores antiguos, Shakespeare, Milton, etc., se le

denomina “discurso de la razón”, o simplemente, “discurso”. Esta expresión aún no

está obsoleta en el dialecto de los filósofos. Pero “discurso” también significa habla,

especialmente el habla monopolizada. El que estas dos cosas, el razonamiento y el habla,

hayan llegado a denominarse con un único nombre, en inglés, francés, italiano y español,

nombre que en el latín clásico significa, simplemente, ir de acá para allá, es uno de esos

curiosos desarrollos del lenguaje; pero no hay muchas lenguas, si es que hay alguna, sobre

la faz de la tierra, – a juzgar por una muestra lo suficientemente amplia -, que no

reconozca que el razonamiento es una especie de conversación con uno mismo.

No podemos decir que el razonamiento sea una argumentación dirigida a uno

mismo. Porque una argumentación es una comunicación con la que el argumentador se

esfuerza en producir una creencia predeterminada en la mente a la que se dirige. En el

razonamiento, por el contrario, buscamos la verdad, sea ésta lo que sea, sin saber de

antemano que es la verdad. En la conversación, dos personas pueden cooperar en esta

tarea. Es una operación en la que los argumentos que pueden presentarse, en un lado y en

otro, se buscan “repasando” los hechos que podrían ser pertinentes, y uniéndolos de

diferentes maneras. Los argumentos posibles, una vez sugeridos, se someten a crítica.

Cada uno de ellos se juzga muy fuerte, moderadamente fuerte, débil, o totalmente carente

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de valor. En consecuencia, se elige una opinión y se adopta con un cierto grado de

confianza consciente. Con esto, estaremos preparados para conformar nuestras acciones,

bien con audacia o bien con cautela.

El razonamiento, o, en cualquier caso, el razonamiento lógico, se aprueba a sí

mismo. Se dice a sí mismo que el proceso por el que se alcanzó la conclusión fue un

proceso fiable. Si no hubiera sido así, habríamos usado un procedimiento diferente. Esta

característica del razonamiento se expresa al decir que es deliberado. A menudo repasamos

los hechos y apresuradamente nos formamos ideas que influenciarán, o incluso

gobernarán, nuestras acciones, sin ningún tipo de deliberación crítica, apenas conscientes

de realizar tal operación. Aquí es importante distinguir diferentes situaciones.

Puede ser que, aunque nuestra opinión se adoptara sin deliberación,

reflexionemos más tarde que tales opiniones no son fiables y, diligentemente, recordemos

los hechos que nos condujeron a nuestra creencia y los sometamos a una reconsideración

crítica. Puede ser que, aunque la operación no se realizara un minuto antes, nos

encontremos totalmente incapaces de decir cuáles fueron las impresiones de los sentidos

que nos llevaron a la idea resultante, salvo que fueron tales como para producir esa

impresión. Por ejemplo, miro mi reloj y me percato de que la posición del minutero

coincide con la del segundero. Vuelvo a mi escrito; me sobrevienen otros pensamientos;

y, al cabo de un minuto, me puede ser bastante difícil recordar cuáles eran las posiciones

del minutero y del segundero que me llevaron a aquella conclusión. Pero la imagen

mental de la esfera del reloj, que me fue presente durante un segundo más o menos, el

percepto, como lo denominan los psicólogos, era una construcción mental. Las

impresiones del sentido eran varias sensaciones de luz, cada una conectada con un

sentido de lugar. Me puedo imaginar que puedo argumentar lo que éstas deben haber

sido antes de que mi mente construyera un percepto con ellas, pero recordarlas

separadamente del percepto construido a partir de ellas estaría totalmente más allá de mis

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capacidades. Entre estos dos casos extremos hay muchas gradaciones. Mi esposa y yo

hablamos casi indistintamente en inglés o francés el uno con el otro. Ella entra en mi

estudio y emite ciertos sonidos por los que, en consecuencia, me levanto y corro hacía la

puerta de la calle. Si, un momento más tarde, me pregunto por qué hice eso, recordaré el

significado de las palabras de mi esposa, pero sólo podré decir si habló en inglés o en

francés al preguntarme si es mi impresión general el que en circunstancias similares ella

habitualmente emplea el francés o el inglés. Tomemos otro caso. La fuerza de nuestra

disposición para formarnos determinadas opiniones a partir de determinados hechos es, a

veces, tan abrumadora para la mayoría de la gente, que nos encontramos incapaces de

concebir un estado de cosas contrario a nuestra opinión, y olvidándonos de que esta

incapacidad es nuestra y personal, decimos que la cosa es impensable. Muchos antiguos

encontraban que la idea de las antípodas era impensable. “¡Qué! ¡Hombres cuyos pies

están pegados a la parte baja de la tierra! ¿Las cosas que se caen de sus manos vuelan para

arriba hacia la tierra?” Hay personas que encuentran impensable la idea de que una pelota

lanzada hacia la estrella polar y que nunca se desviara de su trayectoria, debería, tras un

intervalo, divisarse regresando de la dirección del polo sur de los cielos hacia su punto de

partida original. No es más que la incontrolable fuerza de los hechos experimentados lo

que lo hace impensable para ellos. Que sigan un curso sobre los fundamentos de la

geometría, y se les llevará a dudar si es eso o no lo que habría ocurrido.

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Charles S. Peirce

LAS REGLAS DE LA RAZÓN MS 598 1902

“Este autor”, el lector puede con propiedad señalar, “afirma tener algo que decir.

Antes de escucharle, quiero saber, de una manera general, qué es lo que tiene que

contarme”.

El autor responde: Claro que tengo algo que decirle; pero no tengo nada que

contarle. Le invito a recorrer conmigo un territorio del pensamiento que, más o menos,

ya le es conocido. Es un territorio que he recorrido mucho; y quiero señalarle algunos

objetos para que usted mismo los vea, algunos de los cuales, estoy bastante seguro, han

escapado a su atención hasta ahora. Le prometo que serán interesantes en sí mismos, y

también que serán tales que tendrán que ver con los intereses en los que ya está ocupado

para saber más de lo que sabe. Será importante que sigamos un itinerario, a medida que

avanzamos, y que seamos conscientes de dónde encontramos exactamente cada objeto

que nos concierne. De otra manera, no traeríamos de nuestro viaje nada más que

impresiones vagas y confusas. Debemos llevar algo así como un cuaderno de bitácora de

todos los trayectos y distancias de nuestro viaje; y para que a partir de ellos podamos

calcular las situaciones exactas en que se encuentran los diferentes objetos de interés,

queremos, en primer lugar establecer con exactitud dónde está nuestro punto de partida.

El lector puede señalar que esto es una metáfora que no transmite ninguna idea precisa.

Es verdad; pero transmite una idea, la más definida que el autor sabe transmitir al

principio. Según avancemos, su significado destacará con mayor claridad.

Dejando a un lado la metáfora, pues, y con ella gran parte del significado, el

autor propone establecer reglas para distinguir entre los razonamientos malos y los

buenos, y, entre los últimos, entre las razones débiles y las fuertes. (1) Lo primero que

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debemos preguntarnos es por qué deberíamos suponer que existen tales reglas, y en qué

sentido pueden tener autoridad alguna.

La palabra crítica ha sido utilizada por los filósofos desde 1782, la fecha de la

Crítica de la Razón Pura de Kant (Critik der reinen Vernunft), en un sentido peculiar. Es más

propiamente una palabra literaria, y se aplica a cualquier examen cuidadoso de un escrito,

respecto a su contenido o a su forma o incluso respecto a su aderezo, pero desde el

mismo principio con el propósito de separar los aciertos de los fallos ligado a tal examen.

La misma raíz de la palabra ‘crítica’, sea SKAR o KER, KRI, expresa la idea de

separación. Este elemento de ensalzamiento y condena, que tiende a caer en una

comparativa insignificancia en el uso literario de la palabra, resulta el factor esencial del

término filosófico. Kant tomó prestado el nombre crítica, para referirse a la ciencia de la

crítica, (2) de algunos escritores ingleses, a saber, Hobbes y Locke. El que escriba la

palabra con C probablemente desvela de dónde lo tomó prestado. Con Kant, “crítica”

adquiere el significado más especial de una investigación en el Quid iuris, tal como lo

expresa él, en la justificación de cualquier elemento del conocimiento. En consecuencia,

la cuestión no está exactamente entre la condena y el ensalzamiento positivo, sino entre

la absoluta exclusión de un elemento y el dejarlo estar. De una manera parecida, las reglas

fundamentales del razonamiento simplemente excluyen algunos razonamientos por ser

absolutamente malos. Es una cuestión secundaria si, habiendo admitido una razón como

tal, se debe calificar a ésta como débil o fuerte.

La cuestión de si algo excepto uno mismo puede someterse a la condena humana ya

se ha planteado. El No juzguéis de Jesús favorece el aspecto negativo; y, en verdad, la

crítica filosófica choca con el espíritu religioso. En cualquier caso, hay algunas cosas, tales

como la caída libre de una piedra hacia la tierra, que se reconoce que están más allá del

alcance de cualquier crítica. En estas circunstancias, si hay algo respecto a lo cual la

cuestión Quid iuris exige una respuesta, es la formulación de esta pregunta en cada caso; y

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si hay alguna crítica que esté más allá de la crítica (lo que puede dudarse), es la crítica de

la crítica misma.

Comencemos, pues, por la pregunta general, ¿Qué cosas estamos llamados a

desaprobar? Las alternativas son el incómodo estado mental de la reprobación y la

ecuanimidad de la aceptación. Para comenzar la investigación, cuando parece estar en

nuestro poder, voluntariamente, el propiciar un acontecimiento futuro nos encontramos,

en algunos casos al menos, moralmente comprometidos a condenar esa conducta o a

permitirla. Pues decir que estamos moralmente comprometidos a actuar de una

determinada manera es decir que así deberíamos actuar si le dedicáramos la suficiente

deliberación y la suficiente energía. Pero nadie puede dudar de que si podemos controlar

el futuro de alguna manera, una deliberación y una energía suficientes harían que

actuaramos a veces muy decididamente. Ahora bien, aquello sobre lo que no dudamos

está más allá de toda discusión. A continuación, preguntémonos si estaríamos llamados a

desaprobar algo en caso de que nuestra desaprobación no concerniera a nada sobre lo

que pudiéramos ejercer algún tipo de control. Aquí tenemos que distinguir. Todo

hombre honesto debe reprobar a Caín, Nerón, Judas Iscariote, Robespierre, etc. No

puede evitar sentir aversión hacia ellos. Pero si pudiera dominar sus sentimientos,

manteniendo su propia moral intacta, no parece que tuviera ninguna obligación de juzgar

a estos personajes de la historia. Él sólo es responsable de lo que puede controlar.

Hoy en día todo el mundo está de acuerdo en que todo nuestro conocimiento está

basado en la experiencia. Pero, ¿por qué debemos aceptar la experiencia?, pregunto. El

profesor Royce habla de “experiencia presente”. Me parece que esa frase implica una

contradicción. Sin embargo, sin lugar a dudas, tengo en este momento la percepción de

un fuego en mi chimenea. Pero, ¿por qué debo confiar tan implícitamente en esto, -

quiero decir confiar en el hecho de que parece que percibo un fuego en la chimenea? No

he oído que ningún filósofo deseara que sometiera eso a crítica. ¿Por qué no? ¿Por qué

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no puedo rechazarlo, y cultivar la duda respecto a si me parece o no me parece ver un

fuego en la chimenea? Por qué esta unanimidad en que tal crítica carecería de sentido a

menos que, en este caso, se admita tácitamente que es inútil criticar lo que está

absolutamente más allá de mi control.

Adoptemos este principio: Lo que está más allá del control está más allá de la

crítica. Que de otra forma dice: No dudemos de lo que no podemos dudar.

Admitido esto, el primer hecho con el que nos enfrentamos es que los

conocimientos son de todos los grados de instancia. Algunos pueden ser descartados a

voluntad: Los denominamos fantasías. Otros sólo se tambalean tras los esfuerzos de una

hora, un año o mil años. ¿Acaso hay algunos que resistirían todos los ataques? En estas

circunstancias, ¿en qué sentido debemos ser fieles a nuestra máxima? ¿Qué debemos

considerar más allá del control, de lo que no podamos dudar? La respuesta sería que una

vez aceptado el principio deberíamos serle fieles. Podemos esforzarnos de manera tal que

encontremos alguna forma de dudar de muchas cosas de las que no podemos dudar

actualmente; pero mientras no podamos dudar de ellas, más nos valdría no pretender

hacerlo. Podríamos descubrir alguna manera de controlar lo que no podemos controlar

actualmente. Pero mientras el hecho permanezca incontrolable, es inútil condenarlo.

Todo esto les sonara a muchos lectores como una mera perogrullada. Les

sorprenderá saber que la aceptación de este principio cancela, de inmediato, la mayor

parte de la filosofía más moderna, y nos evita la molestia de un examen ulterior.

Veamos, en líneas generales, cuánto nos protegerá esta máxima (3) de todo

intento de crítica. En primer lugar, no puedo dudar de que lo que parece estar ante mis

ojos así lo parece. En segundo lugar, no puedo dudar de que muestra cierta resistencia

ante mis esfuerzos por descartarlo como haría con una fantasía. Es cierto que puedo

descartarlo, con el truco de cerrar los ojos; pero puedo descartar una fantasía sin este

truco. Respecto a mi memoria, sé (o pienso que sé) que a menudo me ha engañado: Así

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lo afirma, ella misma. Sin embargo, en conjunto, yo no puedo dudar de que hasta un

punto considerable es digna de confianza. Posiblemente, una duda de este tipo se me ha

pasado por la cabeza en algún momento; pero en cuanto adopto los medios, por los que

las dudas se ven normalmente reforzadas, esta duda, en vez de ganar fuerza, se desvanece

y no puedo realmente resucitarla.

Algo muy parecido podemos decir respecto a la existencia de otras personas

aparte de uno mismo. Uno puede concebir la idea de que está solo en el universo; pero

existen tantas evidencias de lo contrario que resulta prácticamente imposible resistirse a

ellas. Una persona que seriamente dudara de la existencia de cualquier otra excepto de

ella misma sería indudablemente declarada loca por legos y por psiquiatras. Son tan

abrumadoras las pruebas de esto que no hay ningún hombre cuerdo que no pueda ser

convencido, por el testimonio de otros, de que sus sentidos le engañan y está siendo

victima de una alucinación.

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VERSIONES:

(1).1 ... razones débiles y razones fuertes. El autor, que ha sido un estudiante dedicado a

este tema durante casi medio siglo, espera persuadir al lector de algunas cosas que serán

nuevas para él e incluso, quizás, inducirle a cambiar de parecer respecto a algunos puntos.

El lector, a su vez, parece, más o menos, compartir estas expectativas; por qué si no

perdería el tiempo con estas páginas. Estará bien, pues, comenzar por señalar algunos

elementos del actual estado mental del lector.

1. El lector tiene sensaciones, agrupando bajo este epígrafe a los colores, tanto

vistos como imaginados, los sonidos, olores, sensaciones de presión, tacto,

calor, salud, emociones y, en resumen, todo lo que está inmediatamente

presente.

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2. El lector puede percibir que se está esforzando (no mucho) por entender lo

que está leyendo. El sentido del esfuerzo tiene dos direcciones. Implica un

sentido de ejercitación y un sentido igual de resistencia. * Sólo en los casos en

que hay contracciones de los músculos (como parece ser el caso cuando se

ejercita la atención) hay una sensación específica de esfuerzo; pero hay un

sentido bidireccional, de un ego y un no-ego, siempre en el mundo exterior e

interior ...

* Sólo en los casos en que hay contracciones de los músculos (como

parece ser el caso cuando la atención se fija) aparece la sensación

específica de esfuerzo; pero hay un sentido bidireccional de un ego y un no-

ego en cada caso de un acontecimiento de reacción entre los mundos

exterior e interior.

(1).2 ... razones débiles y razones fuertes. Al hacer esto, espera persuadir al lector de

cosas que serán nuevas para este último, e inducirle a cambiar su parecer respecto a

algunas opiniones que ahora sostiene. Ésta es, más o menos, la expectativa del lector, a su

vez; si no, no perdería el tiempo con el libro. Puesto que el autor ha sido un estudiante

aplicado de este tema durante casi medio siglo, o bien tiene algo útil que sugerir o, por el

contrario, debe poseer una mente excepcionalmente torpe. Estará bien comenzar por

apuntar algunas notas del actual estado mental del lector.

En primer lugar, el lector tiene un fondo de experiencia que no puede evitar creer

verdadero.

En segundo lugar, hay algunas cuestiones respecto a las cuales tiene dudas. Se

sugieren alternativas diferentes, pero ninguna se impone a la mente del lector.

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(2) ... de escritores ingleses, Hobbes y Locke. El que la escriba con una C delata ese

préstamo. Pero con Kant “crítica” adquiere el significado más especial de investigación

en el Quid iuris, o justificación, de cualquier producto de la mente. Por lo tanto, para

elaborar las reglas con las que el razonamiento pueda ser juzgado justificable o no,

debemos adentrarnos en una crítica filosófica de los razonamientos.

Si algo puede ser objeto de condena o ensalzamiento humanos es una cuestión que

ya ha sido iniciada. El mandato de Jesús fue No juzguéis; y, en verdad, la crítica

filosófica choca con el corazón religioso. Es cierto que algunas cosas, como la caída libre

de una piedra al suelo, no pueden ser objeto de ensalzamiento ni de condena. En estas

circunstancias, si hay algo respecto de lo cual la pregunta Quid iuris requiere una

respuesta, es la formulación misma de esta pregunta en cada caso; y si alguna crítica está

más allá de toda crítica (lo que puede dudarse), es la crítica de la crítica misma.

(3).1 ... (pro)teger de todo intento de crítica. Asumiendo, querido lector, que Ud. es una

persona a la que no consideran loca todos los que se le aproximan, no puede dudar de

que lo que parece estar ante sus ojos así lo parece. Ni, en segundo lugar, puede dudar que

resiste sus esfuerzos por descartarlo, mientras que una fantasía normal no los resiste.

(3).2 ... (pro)teger de todo intento de crítica. Asumiendo, pues, querido lector, que no es

Vd. uno de esos desafortunados a los que los juzgados y todo el mundo consideran loco,

puedo decir con perfecta confianza que Vd. no puede dudar de que siente lo que le

parece sentir. No pretendo aquí enfatizar su existencia.

(3).3 ... (pro)teger de todo intento de crítica. Asumiendo, pues, querido lector, que no es

Vd. uno de esos desafortunados a los que los juzgados y todo el mundo consideran loco,

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puedo afirmar con confianza que Vd. no puede dudar de que esa sensación que le parece

actual es actual para Vd. Es tan inconcebible que sea de otra manera que apenas podrá

ver significado alguno en mi afirmación. Y lo que he afirmado de su sensación actual es

verdad de todo percepto que esté ante Vd.

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Charles S. Peirce

PÁGINAS ORDENADAS MS 599 1902

... [4/4] (1.1) (1.2) (1.3) sostiene una opinión falsa. ¡Tonterías! Puede que haya

cuestiones respecto a las cuales sea imposible sostener opiniones falsas deliberadamente.

Nadie podría deliberadamente opinar bien que no hay opinión verdadera, - no, en

cualquier caso, a menos que fuera un metafísico. Esto surge del hecho de que una

opinión deliberada es una opinión múltiple, -de hecho una serie interminable de

opiniones. Ya que mantener una opinión deliberada implica que uno tiene la opinión que

uno tiene esa opinión, y así interminablemente. Por esto opinar deliberadamente que no

hay una opinión sería, a la vez, opinar que hay y que no hay una opinión. Esto no es,

hablando con propiedad, una proposición sino un absurdo. Uno puede cometer un error,

al suponer que A es B, cuando no lo es; y luego uno puede opinar que algo verdadero de

A no lo es de B, y así puede parecer que sostiene una opinión absurda. Pero uno no hace

realmente eso. Sin embargo, todo esto no afecta a la opinión del lector, la cual

simplemente es que una proposición falsa puede temerse como posiblemente

predispuesta a aparecer como la conclusión de un argumento.

¿A qué se refiere el lector por proposición falsa y por proposición verdadera?

Esta es una cuestión disputada y difícil. Las diferentes respuestas a la misma que son

corrientes no son falsas: Sólo son insuficientes. Se complementan las unas a las otras.

La primera respuesta es ésta. En primer lugar una proposición no debe ser

confundida con una aserción ni con un juicio. Una aserción es el acto por el que una

persona se hace responsable de la verdad de una proposición. Nadie afirmó nunca que la

luna esté hecha de queso azul; aún así, ésta es una conocida proposición. Un juicio es un

acto mental por el que uno toma la resolución de adherirse a una proposición como

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verdadera, con todas sus consecuencias lógicas. En siguiente lugar, es necesario distinguir

entre una proposición y una oración, i.e.: Esta o aquella expresión de la misma, escrita,

hablada, pensada, etc. Una oración, en el sentido aquí utilizado, es un único objeto. Cada

vez que se copia o se pronuncia, se hace una nueva oración. Pero una proposición no es

una cosa singular y no puede, con propiedad, decirse que tenga algún tipo de existencia.

Su modo de ser consiste en su posibilidad. Una proposición que pueda ser expresada

tiene todo el ser que pertenece a las proposiciones aunque nadie la exprese o la piense

nunca. Es la misma proposición cada vez que se piensa, se pronuncia o se escribe, tanto

en inglés, alemán, español, tagalo o como sea. Una proposición consiste en un

significado, tanto adoptado como no, y como quiera que se exprese. Ese significado es el

significado de cualquier signo que signifique que una cierta representación icónica, o

imagen (o cualquier equivalente suyo), es un (2) signo de algo indicado por un cierto

signo indicial, o cualquier equivalente del mismo. Para ilustrar esto, cualquier oración

servirá. Ésta, por ejemplo:

“Caminad hacia el pueblo que está ante nosotros, en el cual según entréis,

encontraréis una burra atada y, con ella, un pollino sobre el que ningún hombre se ha

montado aún.”

Al decir esto Jesús a dos de sus discípulos, creó en su imaginación la imagen de

una burra atada y acompañada por un pollino joven. Esa imagen es el icono que

menciona la definición. ¿De qué era esto una imagen? Le adscribe el siguiente texto.

Estaban de pie mirando hacia el pueblo. Ahora, dice Jesús, no podéis ver el pollino desde

donde estamos, pero id allí, y a la entrada del pueblo, mirad en torno a vosotros; y veréis

lo que he descrito. Ese mandato actuó como una fuerza sobre ellos, la cual tendía a

dirigir su atención hacia aquello de lo que Jesús estaba hablando. Actuó como un signo

indicador o una indicación. El episodio proveerá dos ilustraciones adicionales del sentido

de la definición, puesto que contiene dos proposiciones más. Una de ellas es que ningún

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hombre se ha montado aún sobre ese pollino. Aquí el signo icónico es cualquier

diagrama que represente la negación. Probablemente cada cual tenga su propia manera, o

maneras, de imaginarse la negación. Una proposición nunca prescribe un modo particular

de iconización, aunque la forma de la expresión pueda sugerir algún modo. Aquí, sin

embargo, se permite a los dos discípulos imaginarse la negación a su manera. Ese método

podría haber sido el de pensar una imagen transparente encima de otra sin que coincidan

ambas. O dos puntos separados pueden imaginarse como un diagrama de la no-

identidad, y cada punto puede imaginarse con un hilo que va desde éste a una imagen de

algo idéntica a él. Ahora, estarían inclinados a pensar que (3) se les permitiría seleccionar

cualquier instante que quisieran de la vida del pollino, e informarse de cuál era su

situación en ese instante, - fotografiarlo, en ese instante, o algo equivalente. Luego,

cogiendo esa imagen y la imagen de un pollino con un hombre encima, a esas dos

imágenes les sería aplicable el icono de la negación. Una idea así de complicada se

expresó con las pocas palabras ‘sobre el que ningún hombre se ha montado aún’. La otra

ilustración la brinda la proposición ‘caminaréis hacia el pueblo que está ante nosotros’.

Jesús no afirma esta proposición, es decir, no se hace responsable de ella. Por el

contrario, él la impone o la ordena, es decir, hace a los dos discípulos responsables de

ella. Pero esto no afecta a la propia proposición. El icono, o la imagen suscitada en la

imaginación es aquí la de dos hombres caminando hacia un pueblo. Hay dos índices, o

rótulos, para mostrar de qué es esto una imagen. Uno de ellos es su vista, cuando Jesús

habla de ‘ese pueblo ante nosotros’. Ese rótulo se adscribe al pueblo en el icono. El otro

rótulo es el pronombre “vosotros” ( meramente la terminación de )

tomado en conexión con el aspecto del rostro del maestro, que habría sido suficiente

para mostrarles quiénes eran los dos hombres del icono, ya que en muchas lenguas la

segunda persona del modo imperativo excluye todas las terminaciones o las indicaciones

especiales de la persona a la que se dirige. Estas explicaciones muestran la naturaleza de

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una proposición de forma bastante clara para nuestro propósito actual. Se le ha hecho,

espero, tolerablemente claro al lector que piense detenidamente en el tema por sí mismo,

sin permitirse verse molestado por perplejidades de detalle (que son innumerables), que

sin importar de qué otra manera pueda ser comprendida una proposición, y sin importar

si vamos al meollo de la cuestión o no, aún así es verdadero (y una verdad significativa)

que toda proposición puede expresarse bien por medio de una fotografía, con o sin

elaboraciones estereoscópicas o cinetoscópicas, junto con algún signo que muestre la

conexión de estas imágenes con el objeto de algún índice, o signo o experiencia, que

despierte la atención, o aporte alguna información, o que indique alguna posible fuente

de información; o bien por medio de algún icono análogo que se dirija a otros sentidos

que no sean el de la vista, junto con unas fuertes indicaciones análogas, y un signo que

conecte el icono con estos índices. Todo esto se considerará más extensamente a

continuación; pero de esta manera puede decirse mucho por ahora con ventaja.

Una proposición es la significación de un signo que representa que un icono

es aplicable a aquello que un índice indica. La proposición misma no existe estrictamente

hablando. Es mera posibilidad. Pero para que pueda ser o bien verdadera o bien falsa, el

objeto del índice al que se refiere la proposición debe existir y reaccionar sobre el sostén

de la proposición. Sin eso, una proposición no puede tener verdad ni falsedad positivas.

En tal caso no es realmente una proposición; ya que un índice es un signo fuerte y las

cosas que no existen no ejercen ninguna fuerza. No es más que la cáscara vacía de una

proposición, - una forma que es como la expresión de una proposición pero sin

contenido.

La existencia de este sujeto de la proposición que es el objeto del signo indicial,

es decir, el signo fuerte, consiste en que aporta realmente la fuerza. La existencia de un

índice genuino es una garantía suficiente de la existencia del sujeto; ya que la fuerza con la

que el índice actúa sobre nosotros es sólo un aspecto de la fuerza con la que el sujeto

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actúa sobre el índice. Me encuentro con un vecino cercano; - que vive aquí en el campo

abierto. Sólo tengo granjeros de vecinos. Comenzamos a charlar de cosas familiares. Uno

de nosotros pregunta: “¿Cómo va ese cerdo?” Nada podría ser más vano e impertinente

que la puntualización de algún joven filósofo imaginario que pudiera venir conmigo que

dudara de la existencia del cerdo. ¿Cómo podría la indicación “ese cerdo” haber dirigido

la atención de mi vecino y la mía de una determinada manera, si no hubiera fuerza en

aquello que la frase “ese cerdo” indica? ¿Y cómo podría lo inexistente ejercer una fuerza?

Menuda forma de no-existencia sería esa.

Pero no sólo debe existir el sujeto de la proposición, sino que, para que la

proposición sea verdadera en vez de falsa, debe existir de una manera especial, que sólo

la misma proposición puede describir. Puede ser que la aceptación cordial de la

proposición ayude a inducir este estado de cosas. Pero no me importa aunque tal

aceptación sea indispensable para el hecho: Aún así no constituye ipso facto esa realidad

en la que consiste, a su vez, la verdad de esa proposición. La verdad de la proposición

consiste en su concordancia con un estado real de cosas; y esta realidad consiste en que

existe de la manera en que lo hace independientemente de lo que tú o yo o cualquier

generación de hombres pueda pensar sobre ello. Eso es decir, que tanto si la aceptación

de la proposición es útil, o es incluso una condición suficiente y necesaria para la realidad

del hecho, como si no, ninguna aceptación tal de esa misma proposición constituye, o

contribuye a constituir, el hecho que la proposición, si se afirmase, afirmaría.

La cáscara vacía de una proposición puede no lograr contener ninguna

proposición genuina por cualquiera de estas dos razones. Puede, simplemente, no lograr

prescribir ningún icono en absoluto. O, por otro lado, puede prescribir más de lo que

puede cumplirse, de una vez, no a causa de alguna debilidad de nuestra imaginación o

mente, ya que tales dificultades pueden evitarse siempre, sino porque los elementos

prescritos son, por su propia naturaleza, incompatibles. Se puede mostrar de muchas

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maneras lo insignificantes que pueden ser las dificultades de este tipo anterior. Pero para

no distraernos con una cuestión secundaria, contentémonos aquí señalando que esto no

ha evitado que los matemáticos, cuyos razonamientos son todos diagramáticos, estudien

el espacio de cuatro dimensiones. El Sr. Stringham incluso ha hecho dibujos de los

sólidos regulares en cuatro dimensiones, y ha enumerado y descrito todos los sólidos

regulares en espacios de todas las dimensiones. Sin duda, se requiere una fuerza

matemática considerable para tales estudios; pero puede decirse que está ahora

establecido que ningún grado de complejidad, aunque éste fuera infinito, podría dominar

a la imaginación matemática, siempre que, por supuesto, haya alguna regularidad en la

complicación. Podría, probablemente, demostrarse que un infinito totalmente irregular

implica una contradicción, puesto que ya es cierto que una complicación que trascienda a

toda multiplicidad y que, aún así, sea irregular es contradictoria. El tipo de prescripción

que es tan excesiva que ningún icono puede cumplir con ella es la que exige que un

carácter deba estar, a la vez, presente y ausente. No es porque no podamos pensar que tal

prescripción no puede cumplirse, sino porque, como percibimos clara y completamente,

la prescripción induce a la imaginación a no obedecerla; como un Papa que se

pronunciara ex cathedra, requiriendo que todos los fieles le creyeran bajo pena de

condena eterna, diciendo que ningún Papa ha hecho ni hará nunca ningún

pronunciamiento ex cathedra que cristiano alguno debiera creer. La cáscara de una

proposición que, de esta manera, no logra ser una proposición al prescribir demasiado se

dice que es absurda. La cáscara de una proposición que no logra ser una proposición al

no prescribir nada se dice que es vacía o sin significado. Pero, en un sentido más amplio,

de lo absurdo también puede decirse que carece de significado. Como ejemplo de un

enunciado vacío podemos tomar éste: “Cualquier fénix que pueda haber es un fénix”.

Como ejemplo de un enunciado absurdo podemos tomar éste: ‘Existe un fénix que no es

un fénix’. Toda negación de un enunciado vacío es absurda, y viceversa. Un enunciado

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como ‘Todo fénix es un pájaro’, puede entenderse en el sentido de ser una proposición

que aporta información positiva. Puesto que puede significar que el nombre ‘fénix’ no

podría aplicarse propiamente a nada que no fuera un pájaro. Es diferente con el

enunciado, todo fénix es un fénix; porque éste utiliza la palabra fénix como si su

significado fuera conocido. Si en el enunciado ‘Todo fénix es un pájaro’, se supusiera que

la palabra fénix se entiende a través de su definición como pájaro, entonces ésta también

es una fórmula vacía, y no una proposición genuina.

Los lógicos, que son muy dados a las formalidades, han deseado ampliar la regla

de que toda proposición es verdadera o falsa para que pueda incluir enunciados vacíos y

absurdos, llamando a los vacíos verdaderos y a los absurdos falsos. No es que carezcan

de razones tolerablemente consistentes para esta ampliación. Para nuestro propósito

actual, sin embargo, no es recomendable tal ampliación. Nos llevaría a descartar la

afirmación de que toda proposición representa una realidad independiente de lo que se

afirme o niegue de ella, perdiendo así de vista una verdad muy importante. De hecho,

oscurece mucho todas las partes fundamentales de la lógica. Nos lleva directamente a esa

clase de dificultades que los propios lógicos han denominado Insolubilia. Para

ejemplificar estas dificultades, supongamos que tres testigos, A, B y C, son citados en un

proceso judicial. Supondremos que debido a las exclusiones de testimonio establecidas

por el tribunal, el testimonio que queda se reduce a esto: A testifica que el testimonio de

B no es totalmente verdadero; B testifica que el testimonio de C no es totalmente

verdadero; y C testifica que el testimonio de A no es totalmente verdadero. No testifican

nada más. Ninguno de los tres testigos se plantea realidad alguna; es decir, nada que tenga

un modo de existencia independiente de lo que se afirme de ello. Hablando con

propiedad, entonces, no hay proposiciones ni nada se testifica. Pero los lógicos, al insistir

en que todo enunciado es o bien verdadero o bien falso, quedan enredados de la

siguiente manera. Supongamos que el testimonio de A es totalmente verdadero.

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Entonces, puesto que testifica que el testimonio de B no es totalmente verdadero, esto

debe admitirse como verdadero. Pero B no testifica otra cosa más que el testimonio de C

no es totalmente verdadero. Luego, esto no será verdadero; es decir, debemos admitir

que el testimonio de C es totalmente verdadero. Ahora C testifica que el testimonio de A

no es totalmente verdadero, reduciendo al absurdo nuestra suposición de que era

totalmente verdadero. De aquí debemos admitir que el testimonio de A no es totalmente

verdadero. Pero A no testifica otra cosa excepto que el testimonio de B no es totalmente

verdadero. Si, en consecuencia, el testimonio de A no es totalmente verdadero, debemos

admitir que el testimonio de B es totalmente verdadero y, por lo tanto, debemos admitir

la sustancia del mismo, que es que el testimonio de C no es totalmente verdadero. Pero C

no testifica otra cosa excepto que el testimonio de A no es totalmente verdadero. En

consecuencia, sólo puede corregirse al admitir que el testimonio de A es totalmente

verdadero. Sin embargo, esto es contrario a nuestra segunda hipótesis. Por lo que es

igualmente absurdo que el testimonio de A sea totalmente verdadero y no sea totalmente

verdadero. Dos soluciones de este rompecabezas merecen mencionarse. La primera, que

se enuncia de muchas formas, llega simplemente a esto, que los razonamientos son

buenos y que demuestran que la hipótesis de que tres testigos testifiquen así es absurda.

Pero esto no es así: Es perfectamente imaginable que tres testigos testifiquen así, aunque

al menos uno de los tres debe mentir, que deseen testificar sobre un hecho que no ha

ocurrido aún. Todos ellos ignoran el hecho que las tres proposiciones de los tres testigos

han sido aseveradas. Elimine el elemento de la aserción y no nos queda rompecabezas

ninguno. Ahora bien, una aserción implica una serie interminable de enunciados o, en

cualquier caso, dos; a saber, la aserción implica al enunciado afirmado y también al

enunciado que lo afirma. Y este enunciado de aserción es él mismo afirmado. En

consecuencia, aunque A meramente testifique que el testimonio de B contiene algo falso,

si suponemos que el testimonio de A no es totalmente verdadero, no nos vemos

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obligados por ello a tomar el testimonio de B como si no contuviera algo falso. Porque la

falsedad del testimonio de A puede estar en el acto de la aserción y no en la proposición

finalmente afirmada. Por lo que, en consecuencia, nos queda abierta la posibilidad de

suponer que los tres testigos testifican la verdad, en el sentido que las proposiciones que

testifican son verdaderas, pero todos testifican en falso, puesto que sus enunciados de

aserción son falsos. Es de alguna forma paradójico, sin duda, decir que la aserción de una

proposición verdadera es falsa. Aún así, es evidente que es el acto del acto de la aserción

de cada testigo el que invierte la verdad o la falsedad de la proposición que testifica. Por

ejemplo, supongamos que el testimonio de cada testigo es que el siguiente en orden

cíclico testifica algo que no es verdad. Entonces, si A no hubiera testificado en absoluto,

el testimonio de C de que A testifica algo que no es verdad habría sido falso; porque A

no testificaría nada. En consecuencia, el testimonio de B de que C testifica algo que no es

verdad sería totalmente verdadero, y la proposición que testifica A sería totalmente falsa

si no la testificara. Es este acto de aserción subyacente el que lo hace verdadero, y si este

enunciado de aserción no hubiera sido falso, - es decir, si hubiera testificado, como debía

haber hecho, que el testimonio de B es verdadero, no habría habido ninguna dificultad.

Pero al ser falso su enunciado de aserción, el enunciado afirmado por C resulta

verdadero; sólo el enunciado de aserción de C resulta falso. Como el enunciado de

aserción de B, que resulta falso sólo por el acto falso de aserción de A. Supongamos, por

otro lado, que lo que cada testigo afirma es que el siguiente en orden cíclico testifica, sea

lo que sea que testifique, algo falso. Entonces, si A no hubiera afirmado nada, C no

habría afirmado nada falso y, en consecuencia, el testimonio de B sería directamente

falso, y lo que A de hecho afirma habría sido verdadero. Pero su acto de aserción del

mismo hace que el testimonio de C sea falso, excepto hasta donde el enunciado de

aserción de A lo justifica. Esto justifica el enunciado afirmado por C, pero no puede

justificar el enunciado de aserción de C y, por ello, el enunciado afirmado por B resulta, a

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su vez, verdadero, aunque su enunciado de aserción sea falso. Si el número de testigos

que testifican en un orden cíclico, cada uno la falsedad del siguiente, hubiera sido par,

sería posible suponer que uno decía la verdad y el siguiente no y así sucesivamente. Pero

no habría fundamento de hecho para poder decir qué mitad de los testigos decía la

verdad y cuál no. La única solución apropiada es, como antes, que el acto de aserción de

cada uno sea falso y que el enunciado afirmado sea verdadero.

Tales son las sutilezas, uno podría casi decir equívocos, a las que nos vemos

inevitablemente llevados si seguimos a los lógicos al considerar cualquier cosa que tenga

la forma de una proposición como algo que sea necesariamente verdadero o falso, sin

tener en cuenta si representa o no una realidad, i.e.: Algo no constituido por una

representación suya, o no. Yo no digo que los lógicos hagan mal. Dentro de su técnica

puede haber, hay, ventajas en la dirección que toman. Pero en una visión más amplia,

como la que estamos adoptando ahora, cuánto más simple y cuánto más verdadero es

decir que una proposición, como aquello que es o bien verdadero o bien falso, en cuanto

el sujeto individual al que se refiere tiene algún tipo de existencia, es algo que concuerda,

o dice concordar, con una realidad no constituida por ninguna representación de la

misma que se le pueda asignar.

Si los filósofos nos pueden mostrar que las realidades están tan repletas de

pensamientos acerca de ellas que es imposible por medio de proceso directo alguno

comparar los pensamientos con las realidades desnudas, esto no debe molestarnos en

absoluto. Si los idealistas pueden demostrar que el pensamiento es la causa de la realidad

que es su objeto, incluso esto no debe molestarnos mientras la realidad no consista en lo

que se piense de ella. Si un Berkeley puede mostrar que toda la realidad es de la

naturaleza del pensamiento, incluso entonces nuestra opinión queda intacta, mientras que

sea un pensamiento posible lo que constituye la realidad, y no éste o aquel pensamiento

existente y definido sobre esa misma cosa.

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La segunda respuesta a la pregunta sobre qué quiere decir el lector por

proposición verdadera o falsa debería entenderse al admitir completamente la corrección

de la primera respuesta, pero explicando adicionalmente qué es esa realidad con la que la

proposición dice concordar, y que en sí misma no consiste en ninguna representación

real de la misma. Para entender esto, debemos primero preguntar cuál es el significado de

cualquier enunciado, cuál es el significado de cualquier palabra o signo cualesquiera.

Hasta que no tengamos una idea clara de lo que queremos decir por “significado”, es

inútil indagar cuál sea el significado de cualquier signo particular. Es evidente que para

poder responder a una pregunta debemos entender cuál es la pregunta; y no podemos

entender qué es preguntar por el significado de verdadero o falso hasta que no sepamos

qué queremos decir por significado.

Significado es el carácter de un signo; y, por lo tanto, para averiguar qué es el

significado debemos considerar qué es un signo. Sin embargo, antes de adentrarnos en

esta indagación debemos señalar que el significado es algo que está aliado en su

naturaleza con el valor. No sé si no deberíamos decir más bien que el significado es el

valor de una palabra, - una frase usada a menudo, - o si no debiésemos decir que el valor

para nosotros de cualquier cosa es lo que ésta significa para nosotros, - lo que también

hemos escuchado alguna vez. Baste con decir que las dos ideas están muy próximas.

Ahora bien, el valor es la medida de la deseabilidad; y el deseo siempre se refiere al

futuro. Esto nos lleva a indagar si el significado siempre se refiere al futuro o no. No

podemos responder a esta pregunta con certeza hasta que no hayamos indagado en la

naturaleza del signo; pero nos ayudará tenerla presente. Si un hombre es valiente ahora, la

posesión actual de este carácter no puede significar que se comportó de determinada

manera en el pasado; porque aunque actuó como un valiente hubiera actuado, aún así,

fue en un número limitado de ocasiones; y, por lo tanto, podría haber sido accidental el

que por otros motivos y causas diferentes, entonces, hubiera resultado que él actuase

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como si fuera valiente. Pero la valentía no significa eso, es una cualidad que haría actuar

al hombre de determinada manera en cada una y todas las ocasiones sin importar el

número de éstas. Significa que podemos predecir con certeza cómo va a actuar cuando

sea que se le presente la ocasión. Decir que un hombre es valiente significa que se espera

un determinado tipo de conducta por su parte. Aquí, pues, tenemos un caso en el que el

significado se refiere al futuro; y, evidentemente, hay multitud de casos semejantes. La

cuestión es si todo significado se refiere al futuro o no.

¿Qué es un signo? Es cualquier cosa que de cualquier manera representa a un

objeto. Este enunciado nos deja con la dificultad de decir qué es “representar”. De todas

formas, nos ayuda al señalar que todo signo se refiere a un objeto. Comencemos

observando esta palabra, objeto. Llegó con la Escolástica, y es de alguna manera

destacable, que siendo un término fundamental de la filosofía, no esté traducido del

griego. Su primera aparición está en una traducción del griego; pero no hay una palabra

que le corresponda en el original. Otra circunstancia de alguna manera notable sobre esta

palabra es lo poco que se ha desviado de su significado original, de aquello que una

representación en algún sentido reproduce o intenta mostrar en su verdadera luz. Tomás

de Aquino ya distorsiona levemente el significado, pero con una desviación apenas

perceptible; y ha habido muy poca distorsión posteriormente. Tomás de Aquino, al

utilizar la palabra, generalmente ilustra su significado mediante una referencia al objeto de

la visión. Este uso de la palabra pertenece a nuestro habla normal: No detectamos nada

fuera de lo común en la oración,

“ Reflexiona, Proteo, cuando acaso viste

algún extraño y notable objeto en tus viajes.”

Este uso de la palabra surgió del hecho de que la visión se concibe como proveedora de

imágenes de cosas externas. Nuestra idea de un objeto de la visión está un poquito más

cerca del sentido original que la idea de Tomás de Aquino. Ya que él pensaba que los

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rayos salían de los ojos y, al reflejarse en el objeto, nos devolvían la especie o apariencia.

Su noción de la visión, por lo tanto, no excluye por completo el elemento de la visión

activa. En consecuencia, no se le ocurre que un objeto sea esencialmente correlativo a un

signo: Él considera que es correlativo a cualquier facultad o hábito. Dirijamos la atención

hacia algunas locuciones familiares en las que se emplea la palabra objeto. La persona

amada es el “objeto amado” del amante. En su delirio febril, una imagen pintada en

tonos rosados se le aparece como la fiel representación de la persona amada. Por esto de

ella sólo se dice que es su objeto amado. Para el resto del mundo, ella es una mujer

amada: Pero ella es el objeto amado de su fantasía delirante. De la misma forma

hablamos de un “objeto digno de compasión”; porque la compasión depende de una viva

representación imaginativa de la tribulación de la persona compadecida. Pero cuando

hablamos de un “objeto de ira”, estamos pensando más bien en la persona o cosa hacía la

que la persona enfadada dirige su ira. La cosa a la que el tirador apunta se denomina el

“objeto (objetivo)” al que apunta. Esto, podemos suponer, se debe a la circunstancia que

el tirador tiene que mirar a lo largo de su arco o fusil y hacer de esa cosa el objeto de una

visión clara mientras apunta con el arma. De aplicar la palabra “objeto” a aquello que se

apunta, rápidamente pasamos a hablar del “objeto” de nuestros esfuerzos o designios en

general. Pero hay otra manera en que la palabra es apropiada aquí. Porque en todo

esfuerzo serio es requisito que nos formemos una idea tan clara como sea posible del

estado de cosas al que precisamente deseamos llegar y, luego, intentemos hacer que los

resultados reales de nuestro trabajo sean la copia más parecida a ese “objeto” de la que

seamos capaces. De esta manera, llegamos a que el “objeto amado” de un amante y el

“objeto de su deseo” son frases con significados bastante diferentes. Una es la causa de

su conducta, la otra es su efecto. Por lo que se refiere al uso actual de la palabra “objeto”

en la gramática, éste es muy reciente. Así, la gramática de Port Royal, que se utilizaba en

el siglo diecinueve, dice: “El acusativo denota al sujeto que recibe la acción del verbo”; y

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este uso de la palabra sujeto es bastante correcto hasta hoy. Lo que a menudo se

denomina el sujeto de una oración se llama con propiedad “el sujeto nominativo” o “el

sujeto principal”. Estas observaciones tienen la intención de transmitir una idea

preliminar básica del sentido en el que trataré consistentemente (4) de emplear la palabra

“objeto”, a saber, para significar aquello que un signo, siempre que cumpla con la

función de signo, le permite a alguien, que conozca ese signo, y lo conozca como signo,

conocer.

Un signo no funciona como signo a menos que se entienda como signo. Es

imposible, en el estado actual del conocimiento, decir, de una vez y por completo, con

precisión, y con una aproximación satisfactoria a la certeza, qué es entender un signo. La

conciencia es requisito del razonamiento; y se requiere razonamiento para el más alto

grado de comprensión de los signos más perfectos; pero a la vista de los hechos

presentados por Von Hartmann y otros respecto a la Mente Inconsciente, no parece que

la conciencia pueda considerarse esencial para la comprensión de un signo. Pero lo que es

indispensable es que haya una interpretación del signo; es decir, que el signo aporte, real

o virtualmente, una determinación de un signo del mismo objeto del que es él mismo un

signo. Este signo interpretante, como todo signo, sólo funciona como signo en tanto en

cuanto es a su vez interpretado, es decir, en tanto que real o virtualmente determina un

signo de ese mismo objeto del que es a su vez un signo. De esta manera, hay una serie

virtual e interminable de signos cuando se comprende un signo; y de un signo que nunca

se haya comprendido difícilmente podrá decirse que es un signo. En cualquier caso, hay

una serie interminable de signos, en el mismo sentido en el que Aquiles recorre una

interminable serie de distancias para adelantar a la tortuga. Puede preguntarse por qué no

somos inmediatamente conscientes de este proceso infinito. Para comenzar, no estemos

tan seguros de que no somos conscientes de ello con esa forma de comprensión en la

que entra la conciencia. No tenemos medios directos para averiguar de qué hemos sido

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conscientes durante un movimiento del pensamiento. Son sólo los lugares resultantes los

que afectan a la memoria. Pero consideremos básicamente qué debe pasar dentro de

nosotros cuando leemos una oración. Es un hecho significativo que aquellas lenguas en

las que la forma principal de la oración pone primero al predicado, - el tipo de oración

denominada en árabe _________________, - como ‘Entonces llegó Omar’,

_______________ -, se leen con más placer y menos fatiga que nuestras propias lenguas.

La razón es que un cuadro comienza a pintarse en la imaginación casi en el mismo

momento en que comienza la emisión y los detalles se introducen según avanza, y

finalmente le ponemos una etiqueta a la imagen; mientras que con las oraciones alemanas

o latinas, los materiales para construir la idea se aportan uno tras otro, se almacenan en

algún lugar de la mente; y no podemos, hasta que la oración acaba, revisar nuestros

materiales y considerar cómo tenemos que juntarlos, y una vez decidido esto, poner a

prueba esa manera de construir el significado, para ver si tiene un sentido probable. El

inglés no es tan malo; pero tiene el mismo defecto. En ambos casos, el proceso de

comprensión es una operación bastante gradual. Multitud de ideas, que yacen escondidas

en las profundidades de la memoria tienen que ser extraídas hasta la superficie de la

conciencia; y este aumento de la vivacidad es un proceso gradual. Tienen que ajustarse de

alguna manera conveniente, sin dar prominencia a ninguna de ellas. Durante todo este

tiempo debe haber un signo ante la mente y, además, debe haber un signo de que ese

signo no es todavía el signo deseado exactamente. Cuando llegamos a entender la

oración, nuestro signo de entenderla es la conciencia que ha comenzado con los sonidos

emitidos y que gradualmente hemos transmutado, sin interrumpir la continuidad, hasta la

idea a la que hemos llegado. Percibimos que cada paso era razonable. Ahora bien, una

razón de la que no hay razón no es una razón en absoluto. La razonabilidad perfecta

implica, una serie, al menos virtual, interminable de razones. Además, supongamos que,

cuando el significado de la oración se entiende al fin, toda memoria, todo registro o toda

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posibilidad del efecto de la oración se extinguiera por completo, de forma que ni el

oyente ni ningún otro modificarán o conformarán, a causa de ella, de ninguna manera, ni

su conciencia, ni sus ideas ni su conducta; sino que todo fuera, precisamente, como si

nunca hubiera sido emitida. En este caso, pregunto, ¿podría considerarse propiamente un

signo en algún aspecto?, ¿No ha sido, en ese caso, absolutamente no significativa, sin

significado?, ¿No es esencial para que un signo sea un signo el que su influencia nunca

cese definitivamente de existir, prestando fuerza a un hábito, ley o norma dispuestos

para producir una acción cuando surja la ocasión, incluso aunque se niegue para siempre

la verdad del signo (si es que éste es sujeto de verdad o falsedad)?, ¿Qué es aquello que ha

perecido y no ha dejado rastro tras de sí, sino un sueño olvidado? Que la Tierra sea

golpeada por un cometa y reducida a gas, que todo el universo y el espacio mismo sean

aniquilados y olvidados, aún así quedaría una de estas dos alternativas, o bien es una ley

viva que si cualquier mente descubriera y leyera el primer libro de Euclides, la

proposición 42 produciría su efecto, a favor o en contra, sobre esa mente, o bien esa

proposición es un sin sentido absoluto y no tiene significado. En este sentido, cada signo

debe estar seguido de una sucesión virtual absolutamente interminable de signos

interpretantes, o, en caso contrario, no sería verdaderamente un signo.

A la luz de estas consideraciones es fácil ver que el objeto de un signo, aquello a

lo que virtualmente al menos dice ser aplicable, sólo puede ser él mismo un signo. Por

ejemplo, el objeto de una proposición ordinaria es la generalización de un grupo de

hechos de percepción. Representa esos hechos, estos hechos de percepción son ellos

mismos representantes abstractos, por medio de no sabemos exactamente qué

intermediarios, de los perceptos mismos; y estos se contemplan como representaciones, y

lo son, - si el juicio tiene verdad alguna, primariamente de impresiones de los sentidos, en

última instancia de un oscuro algo subyacente, que no puede especificarse sin que se

manifieste él mismo como un signo de algo que está por debajo. Hay, pensamos, y

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pensamos razonablemente, un límite a esto, una realidad última, como el cero de la

temperatura. Pero, en la naturaleza de las cosas, sólo podemos aproximarnos a ella, sólo

puede estar representada. El objeto inmediato que cualquier signo busca representar es él

mismo un signo.

El signo nunca es el propio objeto mismo. Es, en consecuencia, un signo de su

objeto sólo en algún aspecto, respecto a algo. Así, un signo es algo que lleva a otro signo

a una relación objetiva con ese signo que él mismo representa, y lo lleva a esa relación en

alguna medida en el mismo aspecto o respecto a algo en que él mismo es un signo del

mismo signo. Si intentamos decir en qué aspecto o respecto a qué es por lo que un signo

es un signo de su objeto, ese aspecto o respecto a algo debe, entonces, aparecer él mismo

como signo. El signo no puede evocar ni esforzarse por evocar su aspecto propio y

completo. Únicamente puede intentar reproducir algún aspecto de ese aspecto. Aquí

habrá de nuevo una serie interminable. Pero este aspecto es sólo un carácter de la

necesaria imperfección de un signo. Un signo es algo que, en alguna medida y respecto a

algo, hace a su interpretante signo de aquello de lo que es él mismo el signo. Es como la

función media en matemáticas. Llamamos (P)x, y a la función media de x e y, si la

función es tal que cuando x e y son el mismo, es ella misma ese mismo. Por lo que un

signo que meramente se represente él mismo a sí mismo no es más que esa cosa en sí

misma. Las dos series infinitas, una que va hacia tras, hacia el objeto, la otra que va hacia

delante, hacia el interpretante, colapsan en este caso en un presente inmediato. El tipo de

un signo es la memoria, que asume el legado de la memoria pasada y lega una porción de

ésta a la memoria futura.

Tenemos ahora una noción general de lo que un signo es. Pero esta idea puede

hacerse mucho más clara al destacar tres tipos radicalmente diferentes de signos. Ningún

signo, quizás, puede actualizar perfectamente cualquiera de esos tipos. Son como los

elementos químicos, que las propias leyes de la reacción química nos prohíben obtenerlos

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en su pureza absoluta, pero a cuya purificación nos podemos aproximar tanto como para

alcanzar una idea aceptablemente adecuada de su naturaleza, y que habitualmente se

presentan ellos mismos en tal grado de pureza que no dudamos al decir, éste es oro, ese

plata y aquel otro cobre; o este es hierro, ese níquel y el tercero cobalto; aunque todos

sean, en sentido estricto, compuestos de los tres. Los tres tipos de signos son los iconos,

que son los más simples; luego los índices; y tercero y más destacados, los símbolos.

Comencemos por el Índice. Un Índice es algo que habiendo sido forzosamente afectado

por su objeto, forzosamente afecta a su interpretante y es causa de que ese interpretante

sea forzosamente afectado por el objeto y que éste a su vez afecte al interpretante; y que,

además, en tanto que es un signo, se hace signo de esta manera. En cuanto sea un signo

de cualquier otra manera o en cualquier otro sentido, pertenecerá a alguno de los otros

tipos de signo y no será un Índice puro. Por ejemplo, un hombre en la ciudad detecta un

globo, se va al centro de la calle y lo observa. Se ve obligado, en virtud de sus instintos

naturales, a hacer esto, y otros que le ven mirar tan absorto, se ven obligados a su vez a

dirigir la vista hacia arriba y a ver lo que él ve; y atraen a su vez a otros observadores. Esa

mirada del hombre, dirigida hacia arriba, es un Índice aceptablemente puro. Un hombre

que conduce a toda velocidad un par de caballos por una avenida concurrida y bulliciosa,

se ve en el peligro de atropellar a una anciana. “¡Cuidado!”, grita, casi automáticamente; y

ella automáticamente corre a la acera, y exclama, casi tan automáticamente, “¡Uf!, ¡me

salve por los pelos!” ante lo cual los transeúntes automáticamente vuelven la vista y la

miran. Aquí, el “¡Cuidado!” del hombre es un índice, pero es un signo más perfecto, -no

un índice más perfecto, sino un signo más perfecto-, que la mirada dirigida hacia arriba

del otro hombre. Porque aquella mirada dirigida hacia arriba no decía nada. No había

ninguna manifestación de ver ningún tipo específico de cosa en la mirada dirigida hacia

arriba. Pero la exclamación “¡Cuidado!”, tanto en las mismas sílabas como en el tono de

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urgencia con el que se emite, sugiere, -incluso afirma, - el peligro. El “¡Cuidado!” puede

ser verdadero o falso; la mirada no puede ser ninguno de los dos.

Un icono es una imagen pura, no necesariamente visual. Al ser una imagen pura

no implica ninguna declaración de que sea un signo; ya que tal declaración sería un signo

de naturaleza distinta a la de la imagen. No hay causa conocida que le haga imagen de su

objeto; porque si la hubiera tendría en parte un carácter significante del tipo Indicial.

Cojo un barco y navego hacia los trópicos por vez primera. La primera vez que llegamos

a puerto, me inclino sobre la barandilla y observo la escena. No hay ninguna razón que

me sea conocida de por qué esa escena tendría que ser típica de los trópicos, en general; y

no se me ocurre que, quizás, lo sea. Aún así, una impresión general se produce en mi

imaginación, una imagen generalizada del cuadro que tengo ante mí; y, de hecho, yo ya

conozco los trópicos, o aquello que más distingue a ese clima. Aunque sólo haya visto

algunas palmeras desde lejos, yo, sin sospecharlo, tengo una idea que encuentro que se

adecua a todo el reino vegetal de los Trópicos, y también a sus animales, incluyendo a sus

hombres y mujeres, su físico, sus inclinaciones, su comportamiento y sus costumbres, y

su vida entera. Esa vista desde la barandilla es un Icono de los trópicos. Todos los

iconos, desde las imágenes reflejadas en el espejo hasta las fórmulas algebraicas, son muy

parecidos; sin comprometerse a nada en absoluto son, aún así, la fuente de toda nuestra

información. Tienen el papel en el conocimiento iconizado que en la evolución, de

acuerdo con las teorías de Darwin, tienen las variaciones fortuitas en la reproducción.

Se observará que un Icono representa al objeto que represente en virtud de su

propia cualidad, y determina al interpretante que determine en virtud de su propia

cualidad; mientras que un Índice representa a su objeto en virtud de una relación real con

éste y determina a cualquier interpretante que pueda estar en una relación real con él y

con el objeto. Un Símbolo difiere de estos dos tipos de signo en tanto en cuanto que éste

representa a su objeto únicamente en virtud de ser representado para representarlo por el

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interpretante que determina. Pero, cómo puede ser esto, se preguntarán. ¿Cómo puede

algo hacerse signo de un objeto para un signo interpretante al cual él mismo determina en

virtud del reconocimiento de esa, su propia creación? La respuesta a esta pregunta se da

mejor en forma de ilustración. Ciertos hechos se dicen de una manera tal como para que

convenza a una persona de la realidad de cierta verdad, es decir, se diseña la

argumentación para que determine en su mente una representación de esa verdad. Ahora

bien, si en el reconocimiento de esa verdad la persona reconoce que esa argumentación

es un signo de esa verdad, entonces ha funcionado realmente como un signo de la

misma; pero si no lo reconoce, entonces la argumentación no le sirve como signo de esa

verdad. Consideremos a continuación, no una argumentación ni una declaración,

expresamente diseñada para llevarnos a una creencia dada, sino una mera declaración de

un hecho, una proposición verdadera. Esa proposición puede no ser admitida por nadie.

En ese caso no funciona como signo para nadie. Pero para quien quiera que se la crea,

será un signo de que, bajo ciertas circunstancias, con ciertos fines a la vista, se deben

adoptar ciertas líneas de conducta, y el interpretante de la misma será una norma de

conducta establecida a ese efecto, no necesariamente en la conciencia sino en la

naturaleza y en el alma del que se la cree.

-------------------------------------------------------------------------

VERSIONES:

(1.1)... sostiene una opinión falsa. ¡Tonterías! Puede que haya cuestiones respecto a las

cuales sea imposible deliberadamente sostener opiniones falsas. Nadie podría

deliberadamente opinar bien que no hay opinión verdadera, - a menos que sea un

metafísico. Pero eso no entra en conflicto con la opinión del lector que se refiere a lo que

puede temerse como conclusión de un argumento.

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¿Qué quiere decir el lector por proposición verdadera y por proposición falsa? Esta

es una de las cuestiones en disputa. A menudo se supone que dos respuestas a esta

pregunta entran en conflicto, y una tercera, quizás, no es falsa.

Primera respuesta: La verdad o falsedad de una proposición no tiene un carácter

tal que la proposición deba existir primero en el habla, por escrito, pensada o de

cualquier otra manera; y, luego, o por eso mismo, adquiera el carácter. Por el contrario, la

proposición aunque nunca llegue a existir será verdadera o falsa. Sin embargo, en general,

algo debe existir para que una proposición sea verdadera o falsa. Por ejemplo, la

proposición “No existe un pájaro tal que sea un Fénix”, significa que no existe un pájaro

tal en el universo creado; porque tal pájaro existe en las fábulas. Por lo tanto, la

proposición no podría ser positivamente verdadera ni falsa si el universo no existiera. Si

se quisiera decir que no hay un pájaro tal en las fábulas, este mundo de fábula tendría que

tener tal modo de ser como el que tiene para conferir una verdad o falsedad positivas a la

proposición. Si este “sujeto” al que se aplica la proposición existe, la proposición es o

bien verdadera o bien falsa; pero lo que es depende de cómo existe ese sujeto. Si existe de

un modo la proposición es verdadera; si existe de otro modo, falsa. Pero es imposible

decir o pensar cuáles sean estos modos excepto por medio de la proposición o algún

equivalente de ésta. Un equivalente de una proposición es la misma proposición,

materializada de forma diferente. Porque la proposición consiste en su significado.

(1.2)... sostiene una opinión falsa. Pero eso no es pertinente.

Puedes concederles que nadie sostiene ninguna opinión y, aún así, sostener tu posición

de que hay opiniones falsas y opiniones verdaderas; ya que es suficiente para sustentar tu

significado que sea posible escribir dos proposiciones una negando precisamente a la

otra; tales como

Alguien opina que tiene una opinión;

Nadie opina que tiene una opinión.

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Porque siempre que una proposición falsa pueda escribirse es...

(1.3)... sostiene una opinión falsa. Sin duda, esto es una tontería. Quizás, puede que haya

cuestiones respecto a las cuales sea imposible deliberadamente sostener opiniones falsas.

Quizás, nadie pueda opinar deliberadamente que no existe tal cosa como una opinión;

aunque yo no podría certificar que un metafísico no pudiera hacerlo. Pero ese no es el

asunto de la opinión del lector en cuestión, que se refiere a lo que podría llegar a ser la

conclusión de un argumento*.

Ahora bien, ¿qué quiere decir el lector por proposición falsa y por proposición

verdadera? Una proposición falsa no es satisfactoria, una proposición verdadera es

satisfactoria, respecto a algo. ¿Cuándo se experimenta esta satisfacción; en el pasado,

el presente, o el futuro, en relación con el momento de la emisión de la proposición?

(2) ... signo (o cualquier equivalente de éste). Como ejemplo puede servir cualquier

proposición. Tomemos ésta:

“Id hacia el pueblo que está ante vosotros, en el que según entréis,

encontraréis a una burra atada a un pollino, sobre el que ningún hombre se ha

montado todavía.”

* Nota del traductor: A partir de estas versiones del primer párrafo podemos suponer cuál era la

pregunta del lector que da pie al ensayo y cuya discusión, probablemente, ocuparía las tres primeras

páginas de este manuscrito que se hallan perdidas. Algo así como: “¿Cómo podríamos evitar que una

proposición falsa fuera la conclusión de un argumento (válido)?”

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(3) ... se les permitiría escoger a cualquier hombre que quisieran, y que se les permitiría

escoger cualquier instante de la vida pasada del pollino que quisieran. Esos dos permisos

constituirían la indicación de cuál era el sujeto al que se refería la proposición; y la

proposición misma era el significado de cualquier signo que significase eso para la

posición del hombre escogido en el instante escogido y al estar sobre la grupa del pollino

podría aplicarse el icono de la negación como signo. De esta manera, se expresaba una

idea muy compleja al decir que ningún hombre se había montado todavía sobre la grupa

del pollino.

(4) ... emplear la palabra ‘objeto’ para significar aquello que un signo, - en cuanto cumple

la función de signo, - le permite conocer a uno que conoce el signo y que lo conoce

como signo.

Un signo no funciona como signo a menos que se entienda como signo, es decir,

a menos que determine a una idea a ser ella misma un signo de ese objeto mismo. Esto,

está claro, implica una serie infinita de signo tras signo. Ahora bien, el pensamiento,

incluso de algunos filósofos eminentes, de que la noción dominante es que una serie

infinita no puede completarse, y que la idea de una serie infinita no puede formarse por

completo, ha sido perversamente inexacto en grado sumo. El ejemplo clásico de Aquiles

y la tortuga, en vez de servir, como debería haber servido, para mostrar que estas dos

nociones no tenían fundamento, y sugerir la solución simple del sofisma, ha sido, por una

asociación entre el infantilismo y la pedantería, mantenido como fundamento del absurdo

que debería haber refutado. Es verdaderamente asombroso encontrar que mentes

poderosas, como parecen serlo, son burladas por esta estúpida treta. Uno puede entender

que incluso un Kant no viera con precisión cómo es que no hay contradicción en que

una serie infinita sea completada; pero que una mente como la suya pensase que una

mera definición podría alterar el curso de los acontecimientos reales, es asombroso.

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Nuestro asombro es mayor aún cuando nos encontramos con aquellos cuya única letanía

es que las ideas “abstractas” no tienen la vida que pertenece a las ideas “concretas”,

titubeando ante ésta, la más abstracta de las abstracciones. Una serie interminable se

denomina así porque no puede completarse añadiendo unidades sucesivas. Eso no

impide que se complete de otra manera. Aquiles corre. Aplicamos un determinado

método para medir su carrera. Esto no le estorba. Si el método de medición resulta no

ser el adecuado, es éste el que debe ser abandonado: Aquiles no se va a detener a menos

que alguna fuerza lo detenga. ¿No alcanza la mente de los filósofos algún destello de la

luz de la realidad, para que puedan imaginárselo de otra manera? Aquellos que niegan que

exista una serie interminable adoptan dos posiciones separadas; e incluso puede

adoptarse una tercera, más fuerte que las otras dos. Examinémoslas sucesivamente.

Algunos llegan tan lejos como para decir que una serie interminable es una imposibilidad

lógica que materializa una contradicción. Otros admiten que es posible en sí, pero que su

actualización implicaría un absurdo. Estas son las dos posiciones que se adoptan de

hecho. La última se ve fácilmente refutada. Ser posible significa, ni más ni menos, ser

posiblemente actual. No hay distinción. La actualidad no es un carácter peculiar que

pueda estar en contradicción con otro carácter. Por lo tanto, decir que una hipótesis no

implica contradicción y que, aún así, el que sea verdadera sí implica contradicción es

utilizar una frase a la que no se puede asignar significado alguno. Como paso para dejar

esto claro, examinemos dos posibles objeciones. Propiamente, puede, en primer lugar,

objetarse que decir que una cosa no es negra ni no negra no implica contradicción; que

un caballo que se desea, y no se actualiza, puede ser indeterminado con relación a si, en el

estado de ser que le confiere el deseo, es decir, en su mera posibilidad, será negro o no

negro; ahora, tan pronto como el deseo se cumpla, y el caballo deseado sea actualizado,

debe ser o bien un caballo negro o bien uno no negro. En segundo lugar, puede objetarse

que si la actualidad pudiera no acarrear contradicción con ella, predicar la actualidad no

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tendría significado. Pero encontramos que, por el contrario, sí que significa algo sea

verdadero o no, decir que Washington podría haberse proclamado emperador de los

Estados Unidos, pero que, de hecho, no lo hizo. El Emperador Washington no implica

contradicción. Es una posibilidad no actual. Ahora, añadamos la actualidad a esto, y

llegaría a ser una posibilidad actual no-actual, lo que implica una contradicción en los

términos. Estas dos objeciones son tan claras, nítidas y luminosas como la nieve; pero no

pueden manipularse al derretirse como la nieve en el aire helado. Es verdad que uno

puede desear un caballo sin desear que sea negro y sin desear que sea no negro; pero uno

no puede ni remotamente desear que no sea ni negro ni no negro; y la razón es que esto

está en conflicto con la naturaleza de la negación; ya que desear que sea ni negro ni no

negro sería desear que fuera no negro y, a la vez, no no negro, lo que es una clara

contradicción. Una posibilidad lógica indeterminada es una indeterminación que sin

llegar a contradicción alguna puede ser determinada de una manera o de otra; pero si no

pudiera ser determinada de ninguna manera sin que resultase una contradicción, entonces

no puede, llegando a contradecirse, determinarse, esto es, no es lógicamente (5) posible.

En cuanto a la segunda objeción, una hipótesis puede, sin duda, estar libre de auto-

contradicción hasta donde podemos ver y, aún así, no ser verdadera. Así nuestra Luna

puede tener ella misma una luna. Parece no haber absurdo alguno en esta suposición.

Una luna de la luna, entonces, es una posibilidad lógica. Pero si, de hecho, no hay tal

cosa, es una posibilidad no-actual. Pero lo que es posible en un estado de información no

lo es en otro. Lo posible es aquello que en un estado de información dado no se conoce

que no sea verdadero. La posibilidad lógica se refiere a un estado de información en el

que no se conocería nada de los hechos positivos, excepto tanto como sea necesario para

conocer el significado de las palabras y las oraciones. Un hombre puede saber lo que se

significa con la Luna y no saber que la Luna misma no tiene luna. En este sentido, la luna

de la Luna es una posibilidad. Pero un hombre, en el mismo estado de ignorancia

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absoluta, no sabrá que la Luna tiene una luna, no más de lo que sabrá que no tiene una

luna. Es, por lo tanto, lógicamente posible que la posible luna de la Luna no sea actual. El

lógico ignorante no lo sabría pero un hombre que estuviera lo suficientemente informado

sí sabría que no había luna de la Luna. Es, por lo tanto, lógicamente posible que la

posible luna de la Luna no sea actual. Pero incluso el lógico ignorante sabe que ningún

hombre, no importa lo suficientemente informado que esté, sabe, a la vez, que hay una

luna de la Luna y que no hay una luna de la Luna. Por esto, es lógicamente imposible que

la misma cosa sea a la vez actual y no-actual. Pero esto no es una objeción al principio de

que si algo es lógicamente posible, es lógicamente posible que sea actual. Decir que una

cosa es lógicamente posible es decir que un buen lógico, si es lo suficientemente

ignorante, puede no saber que ésta es no-existente. Esto es lo mismo que decir que él no

sabe pero que existe actualmente. La posibilidad lógica de una cosa y la posibilidad lógica

de que actualmente exista son absolutamente lo mismo. Si aceptas que la idea de una

serie interminable no implica absurdo alguno, aceptas que el lógico más perfecto puede

no saber que ésta no existe actualmente; y, en consecuencia, aceptas que no hay absurdo

alguno en su existencia actual.

Ahora, examinemos la posición de que una serie interminable implica una

contradicción. Sostener esto es sostener que, no importa lo ignorante que pueda ser un

hombre, si puede sumar dos y dos sabrá que cualquier serie no es interminable.

Ciertamente, si un hombre es lo suficientemente ignorante, puede que no sepa más que

en algún lugar está escrito, o a punto de escribirse, una serie de números, 1, 2, 3, 4, 5, 6,

7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17, 18, 19, 20, 21, etc. o en la notación binaria 1, 10, 11,

100, 101, 110, 111, 1000, 1001, 1010, 1011, 1100, 1101, 1110, 1111, 10000, 10001, etc.

Ahora bien, si hay un último número de esta serie, digamos que ese último número es N.

La regla metódica de formación de la serie muestra cómo se puede añadir otro número a

ésta, N+1. ¿Cómo puede, entonces, el ignorante saber que existe algún número al que no

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le sigue otro? ¿Dónde está la contradicción en la afirmación de que todo número de la

serie es seguido por el número que es uno más que él? Es claro que no hay número

particular alguno que no pueda ser seguido por otro. ¿Cómo puede, entonces, el

ignorante saber que hay un número particular que no es seguido por otro? De nuevo ¿No

es todo número, que pueda ser producido por adiciones sucesivas de uno en uno,

posible? Evidentemente lo es. Luego todos los números que puedan producirse al contar

son posibles. Pero no hay lugar particular alguno en la serie en el que deba detenerse la

enumeración. Por lo tanto, los números que se puedan producir al contar, los cuales

todos son posibles, constituyen una serie interminable. Por lo tanto, una serie

interminable es posible. Se han sugerido varias dificultades; y podrían multiplicarse

indefinidamente, ya que todas ellas dependen de la suposición de que una serie

interminable tiene un final. Por ejemplo, hay innumerables maneras de demostrar

fácilmente que, si una serie interminable existiese, una parte podría ser tan grande como

la totalidad. Así, cada número tiene un doble, que es un número par. En consecuencia,

para todo número hay un número par distinto y separado, de forma que los números

pares son propiamente tan multitudinarios como el total. ¿Y esto qué? Una parte infinita

puede, por supuesto, ser igual a su totalidad: Todo hombre razonable ha reconocido esto

desde el amanecer del pensamiento. Cuando decimos que la parte es menos que la

totalidad, estamos usando la palabra ‘totalidad’ en el sentido en el que significa una

totalidad cuya medición alcanza un final.

Las dos posiciones que, por lo común, se sostienen en contra de una serie

infinita son, en consecuencia, insostenibles; pero se podría sostener con alguna muestra

de razón que la evidencia de la experiencia es que, de hecho, no hay una serie

interminable. Aquí debemos ponernos en guardia en contra de lo que puede denominarse

la falacia del metafísico la cual consiste en exagerar enormemente su conclusión, - que va

desde algo hasta todo. La cuestión no puede discutirse provechosamente en toda su

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extensión y amplitud hasta que se consideren completamente los principios del

razonamiento; pero podemos decir todo esto de una vez. Ninguno de nosotros alberga la

más mínima duda respecto a la realidad del tiempo. Cuando entramos en los detalles,

como exactamente a cuánto y a qué equivale esta realidad, hay lugar para la duda. Pero de

una manera general creemos que el tiempo fluye. Ahora bien, podemos ciertamente decir

que la creencia natural en que el tiempo y el movimiento son continuos, de forma que un

cuerpo en movimiento tiene una innumerable multitud de posiciones en cualquier lapso

de tiempo, no se ha encontrado con nada en absoluto hasta ahora en nuestra experiencia

que pueda causarnos duda alguna. Las vibraciones de la luz no podrían ser tan uniformes

como lo son a través de muchos cientos de miles de vibraciones si esto estuviera lejos de

la verdad. Porque si esto no fuera verdadero, el movimiento más simple debe ser la cosa

más intrincada e irregular. No puede decirse, entonces, que la experiencia en absoluto

refute, o tienda a refutar, la actualidad de multitudes infinitas.

(5) ... posible. En cuanto a la segunda objeción, una hipótesis puede (hasta donde

podemos ver) no implicar contradicción alguna, y, aún así, no ser verdadera. La sustancia

de una hipótesis tal, aquello que se supone, es, en ese caso, posible pero no actual.

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- Y una página adicional: Tópicos 13, que dice:

El estado de cosas instantáneamente presente está, a la vez, precisamente

empezando a ser y dejando de ser. Ahora bien ¿Qué modo es éste de ser que se escapa

del principio de contradicción? Es la posibilidad. Entendamos bien que nuestro discurso

está restringido a lo que es posible, y ‘yo pecaré’ y ‘yo no pecaré’ es verdadero. El lógico

moderadamente hábil denominará a este ejemplo pueril. Yo mismo solía reírme

alegremente con algunas puntualizaciones parecidas de Hegel. Ahora digo que el lógico

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de la norma tanto tiene como no tiene razón. Como los doctores escolásticos de la edad

media, cuando se encontraban enredados en la contradicción, el lógico dice Distinguo, y

triunfalmente corta los nudos de la red. Esta forma de ver el asunto es perfectamente

legítima, pero también lo es la otra. La verdad es que hay auto-contradicciones viciadas y

auto-contradicciones inocentes. Una auto-contradicción viciada es aquella que viola el

principio de contradicción; una auto-contradicción inocente es aquella a la que no se

puede aplicar el principio de contradicción.

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