el agua sacra de la bañera
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El agua sacra de la bañera
A Dolores se le escabulló un aaayyyyy mientras se ponía de rodillas en
el banco de la iglesia. Las maderas crujieron, hundiéndose más de tres
pulgadas. Aunque el sacerdote le había insistido en que no era necesario en su
estado, ella siempre se echaba a tierra para recibir la comunión y su barriga de
siete meses quedaba apenas a una cuarta de la piel gélida del mármol. Parecía
abstraída cuando entornó los ojos y abrió la boca para recibir la hostia. Una vez
deglutida recatadamente, auxiliada por las señoras de los lados que le pasaron
los brazos por debajo de las axilas, recompuso su figura de embarazada frente
al altar.
Tras la bendición final, habiendo corroborado “amén” y cruzado el torso
meticulosamente con la señal de la cruz, se encaminó a su casa sin demora
porque se sentía destemplada. Cruzó la cocina y entró en el aseo del patio con
la intención de darse un baño de agua caliente. Cualquier menester higiénico
que exigiera una completa desnudez lo realizaba en el baño de afuera. No
quería que entrara su marido y la viera en cueros; ni en la vida conyugal
pueden olvidarse las formas, pensaba pudibunda. Si hacía el amor, por
ejemplo, lo hacía a oscuras.
-¡Puriiii! -¿Señora? Le ordenó que llenara la bañera de agua caliente y
esperó sentada sobre la tapa del retrete. Puri comprobó la temperatura del
agua, se secó las manos en la caída del delantal y cerró la puerta tras ella.
Dolores se desnudó, apoyada en el escabel de madera, y, sin mirarse en el
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espejo, introdujo su cuerpo lentamente en la bañera que, como una gran boca,
emitía un vapor que se enmagrecía hasta desfallecer antes de llegar al techo.
Encantada con la calidez del agua, Dolores ahuecaba las manos,
remojaba la barriga que sobresalía insularmente y la acariciaba haciendo
círculos. Rumiaba ternuras y las imaginaba llegar a su niño bajando por el
esófago, sorteando el sistema digestivo y desembocando dentro de él a través
del cordón umbilical. Comenzó, de repente, a sentir acidez y, al instante,
indisposición. Pretendía incorporarse para salir de la bañera, cuando vomitó
irremediablemente dentro del agua. Se golpeó la frente al recordar que había
asistido a misa esa misma mañana, así que intentó dirimir en el agua la
hechura de la hostia. No encontrar ninguna forma circular o con una cruz
sobreimpresa le desanimó. Le convenció una especie de archipiélago que
bogaba por la superficie, pero a éste le siguió otro muy parecido, también
errante y grumoso. Además, ni uno ni otro tenían una apariencia
convincentemente sacramental. Salió de la bañera indecisa, resollando, al
borde de la consternación, cuando oyó la voz de Manuel, su marido, que le
llamaba. Se vistió apurada, cerró el aseo por fuera con llave y no habló con
nadie del asunto. Bien sabía lo que hubiera opinado su marido al respecto.
Esa noche le costó conciliar el sueño y, cuando lo hizo, le asaltaron
angustiosas pesadillas. Un sagrario en un lodazal profanado por los cerdos,
una hostia que verdeaba y se disolvía en la mano del sacerdote durante la
consagración, carreteras de pan de ángel por donde sujetos cadavéricos
caminaban. Se despertó con la respiración alocada y el llanto brincándole en la
garganta como un cervatillo. Manuel, a su lado, aún roncaba y respiraba como
si fueran a prohibir el aire. Abandonó la cama sudorosa y llegó silenciosamente
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hasta al aseo del patio. Con gesto pensativo, contempló el agua largamente.
Se giró luego y, tomando el vaso que reposaba sobre el lavabo, lo llenó con
agua de la bañera y bebió. La cara se le arrugó con desagrado porque el agua
sabía mal y estaba templada; sin embargo le pareció inadecuada su reacción y
se esforzó en cincelar una sonrisa sobre el mentón arrugado.
Durante la mañana siguiente, Dolores fue entrando intermitentemente,
bebiéndose, vaso a vaso, el agua de la bañera. Había conseguido vaciarla en
un cuarto a base de taparse la nariz y tragar rápidamente. Manuel se dio
cuenta en un par de ocasiones de las idas y venidas de su mujer e identificó el
ademán clandestino que apenas conseguía disimular: miraba a los lados como
si estuviera siendo perseguida, daba los pasos demasiado largos y se
sobresaltaba con facilidad.
-¿Qué haces ahí?- Dolores dio un brinco. Manuel le había sorprendido por la
espalda cuando cerraba la puerta del cuarto de baño.
- Nada, hijo- dijo Dolores intentando disimular el sobresalto y fingir una
tranquilidad que ni tenía ni lograba aparentar-. Que la Puri me tiene esto hecho
un desastre y no quiero que nadie entre hasta que le dé un limpiado a fondo.
- Abre.
Dolores se derrumbó, a sabiendas de la terquedad de su marido.
Suplicaba y le tiraba de la chaqueta, pero Manolo ya se había hecho con la
llave y entraba en el baño.
-¿Qué es esto?- preguntó sin apartar la vista del agua sucia de la bañera.
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Dolores se dejó caer en el escabel de madera, de modo que quedó
llorando con las piernas abiertas. Lo contó todo detenidamente y remarcó la
truculencia de sus pesadillas. “…y barro… unos cochinos dándole al sagrario
con el hocico”, y remarcaba “con el hocico”. Manolo, cariacontecido, no dejaba
de menear la cabeza. Dolores adivinaba su pensamiento y notaba cómo su
enfado se iba incrementando por momentos. Le recriminó que eso no era
bueno para la salud del feto, que la beatería le iba a costar un disgusto. Ella
lloraba y asentía, más por docilidad que por acuerdo.
Cuando Manolo se dispuso a retirar el tapón de la bañera, Dolores, pese
a la preñez, se lanzó sobre él para impedírselo. No pareció pesarle la barriga a
la hora de levantarse y arrojarse sobre su marido. Taxativamente se negaba.
Tirar esa agua por el sumidero sería sacrilegio. “Las pesadillas…”, gemía.
Manuel, comprendiendo que su mujer no iba a ceder y que la pugna con una
embarazada era peligrosa, acordó llamar al cura de la parroquia y consiguió
tranquilizarla mientras tanto.
Don Basilio llegó anadeando, forzando su sotana negra; parecía un
buitre apresurado entre las fachadas blancas. Se mostró tan escandalizado
como Manuel. Ambos convencieron a Dolores de que beberse el agua poco a
poco no era cosa saludable, más aún en su estado. En estos casos el
Catecismo aprobaba un uso fructífero de los restos, le repetían; y Don Basilio
pronunciaba con detenimiento las sílabas de “Ca-te-cis-mo” para dejar claro
que no era cosa suya ni de su marido. Convinieron regar los rosales del patio y,
siete regaderas después, el proceso quedó concluido.
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Dolores no parecía excesivamente convencida. Por un instante imaginó
que, al contacto con el agua bendecida por la sagrada hostia, los rosales
florecerían súbitamente, quién sabe si con un nuevo color insospechado por el
hombre. Sin embargo, el único efecto visible fue un surco de tierra oscurecida
en torno al tallo de las plantas. Unos minutos después, incluso el surco había
desaparecido y los rosales insistían en no florecer.
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