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A cuatro km. de Abárzuza, junto al barranco de Iranzu, protegido por las montañas que rodean el valle de Yerri, cerca de un río y como horizonte el cielo, se encuentra el monasterio de Iranzu. Iranzu significa en euskera “helechal”; esta palabra está formada por “Ira” que significa “helecho” y el sufijo –tzu que indica “abundancia”. Podemos deducir que el monasterio cuando se fundó se encontraba en un lugar con abundancia de helechos. Los orígenes del monasterio datan del año 1176 y su construcción se prolongó del siglo XII al XIV. El obispo de Pamplona D. Pedro de París, natural de Artajona, donó los terrenos de Iranzu junto con la vieja iglesia que existía en aquel lugar, a su hermano Nicolás, quien junto con doce monjes cistercienses procedentes de Francia, se establecieron allí para vivir apartados de las gentes pues buscaban un lugar aislado en el que fluyera el agua sin descanso.

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Iranzu significa en euskera “helechal”; esta palabra está formada por “Ira” que significa “helecho” y el sufijo –tzu que indica “abundancia”. Podemos deducir que el monasterio cuando se fundó se encontraba en un lugar con abundancia de helechos.

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A cuatro km. de Abárzuza, junto al barranco de Iranzu, protegido por las montañas que rodean el valle de Yerri, cerca de un río y como horizonte el cielo, se encuentra el monasterio de Iranzu.

Iranzu significa en euskera “helechal”; esta palabra está formada por “Ira” que significa “helecho” y el sufijo –tzu que indica “abundancia”. Podemos deducir que el monasterio cuando se fundó se encontraba en un lugar con abundancia de helechos.

Los orígenes del monasterio datan del año 1176 y su construcción se prolongó del siglo XII al XIV. El obispo de Pamplona D. Pedro de París, natural de Artajona, donó los terrenos de Iranzu junto con la vieja iglesia que existía en aquel lugar, a su hermano Nicolás, quien junto con doce monjes cistercienses procedentes de Francia, se establecieron allí para vivir apartados de las gentes pues buscaban un lugar aislado en el que fluyera el agua sin descanso.

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Nicolás fue el primer abad del monasterio y aprovechó las donaciones de nobles y reyes para extender sus dominios y edificar los alrededores del templo siguiendo la normativa de la orden del Cister.

Iranzu reunió extensas propiedades, entre

tierras de cultivo, pastos, iglesias parroquiales y pueblos que se extendían por Navarra y España. En aquella época los monjes estaban considerados como los mejores agricultores de Europa y vivían de los beneficios que generaban sus explotaciones.

Enseñaron nuevas formas de canalización del

agua para sus cultivos y crearon piscifactorías ya que los monjes cistercienses no podían comer carne. Usaban un lenguaje diferente, con gestos, del cual se deriva el actual lenguaje de los sordomudos. Seguían el lema del Cister: ”orar y trabajar” y por ello se reunían en la iglesia de día y de noche; en ese tiempo oraban nueve horas diarias, alternando con el trabajo del campo.

Iranzu se comunicaba con Francia por medio

de la calzada romana que se interna por el barranco de Iranzu y pasa por los términos de “Los Zampeaus”,Donipetri, Lizarrate, Zanabe, Portusiar, Zaldibe y Dulanz (la cima más alta de la sierra de Urbasa); de ahí se dirige a la Barranca, camino de Guipúzcoa y Francia. Esta era la vía de comunicación que usaban los habitantes de los pueblos del valle para desplazarse con sus carros y bueyes y atravesar Lizarraga.

Es aquí, precisamente en torno a esta calzada, donde tiene lugar la leyenda del “Monje Dulanz”.

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Cuenta esta leyenda que en el siglo XIV vivía en Iranzu un monje francés llamado Dulanz, era ermitaño y seguía estrictamente las normas del monasterio; destacaba porque de vez en cuando abandonaba el monasterio y no aparecía hasta pasados varios días; siempre le decía al abad que tenía una misión que cumplir.

Había llegado el invierno, las hayas y

robles de la sierra habían perdido sus hojas y se encontraban desnudos, ya se asomaban las nieves en las montañas de Urbasa y Andía y el frío bajaba hasta los valles. Se respiraba un aire gélido en los alrededores del monasterio. El monje Dulanz debía de nuevo cumplir su misión; salió solo, andando, en la peor estación del año y comenzó su viaje orientado hacia el Norte. Atravesó “Los Zampeaus” y oía el murmullo del agua fluir en la soledad del ambiente, siguió su

camino: Donipetri, Lizarrate...Conforme iba subiendo hacia el monte, el frío se apoderaba de él pero Dulanz seguía y seguía por la calzada romana dispuesto a cumplir su objetivo.

Eran varias las explicaciones que se daban a su destino: Una de ellas dice que iba a Francia a visitar a su familia ; otra versión cuenta

que iba a Europa a exportar semillas de sus plantas que daban tan buenos productos. La tercera versión narra que iba a recoger plantas medicinales para curar al abad del monasterio que tenía una enfermedad incurable y sólo lo sabían él y el abad. La última versión nos dice que, Dulanz, como ermitaño que era, tenía la misión de cuidar la ermita que se encontraba en lo más alto de la sierra. Cuando iba a la ermita, se aislaba del resto del mundo buscando la soledad y buscando un encuentro más cercano con Dios. Transcurría los días alimentándose solo de los frutos del campo y del agua de la lluvia.

Pasaron meses y los monjes desconocían

el paradero de Dulanz. Llegó la primavera despertándose de su letargo invernal y adueñándose de montes, valles....La calzada romana había vuelto a abandonar su alfombra blanca y se había recubierto de piedras milenarias. De nuevo los habitantes de los valles la iban a usar para transportar sus mercancías. Un vecino de Murugarren llamado José Ángel Mayenesa, y de oficio arriero, se dirigía a La Barranca cargado con mulas y bueyes cuando en la cima de la sierra descubrió al monje, que áun estando congelado, mantenía un gesto de serenidad.

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Esta historia sirvió para dar nombre al término

Dulanz que es el lugar donde el arriero encontró al monje.