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Dioses y corderos

Manuel Amaro Parrado

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Créditos:

Dioses y corderos

Primera edición digital: abril 2015Código: 9785400038635050077

Autor: Manuel Amaro Parrado

Ilustración de portada: David Vela Cervera

Prólogo: Juan Ángel Laguna EdrosoMaquetación y diseño: Kachi Edroso y Miguel Puente

Corrección de estilo: Juan Ángel Laguna EdrosoEditor: Juan Ángel Laguna Edroso

Edición: Saco de huesosPaseo Fernando el Católico, 59. ED 5A

CP 50006 Zaragozawww.sacodehuesos.com

Cualquier forma de reproducción, distribución,comunicación pública o transformación de esta obra solo

puede ser realizada con la autorización de sus titulares,salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de DerechosReprográficos (ww.cedro.org) si necesita fotocopiar o

escanear algún fragmento de esta obra.

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A las puertas del laberinto

Sabes cuál es la diferencia entre el escaparate deuna tienda de bisutería y la entrada a un

laberinto? No, no es un chiste: es la realidad literariacontemporánea. Si quieres que te lean, necesitas másluces, fuegos artificiales, un cartel de neón biengrande, sacar la artillería pesada en la primera línea.Este es el dogma de nuestros tiempos: llenar elespacio, saturar los sentidos, horror vacui al serviciode la industria, el desprecio a la imaginación dellector, el miedo a que no se lo demos lo bastantemascado, a gritar menos que el de al lado. Se podríapensar que el problema es que no sabemos si esamáxima la ha promulgado un escritor o unpublicista, pero la cosa va más allá, porque unatienda es algo más que sólo un escaparate, del mismomodo que un laberinto es mucho más que suentrada. Es decir, el problema real es que paraalgunos el libro termina con la venta, mientras quepara otros, entre los que nos gusta incluirnos, nisiquiera acaba tras la lectura.

¿

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Vuelvo a mi metáfora del laberinto. ¿Te has fijadoen cómo está construida su entrada? En lugar dedarte toda la información, te la escatima, la oculta enun rincón justo al límite del rabillo del ojo. Sí, hay unprimer plano sugerente, el pórtico, pero lo que deverdad cuenta es ese ángulo muerto que apenasllegas a entrever. Eso es lo que nos gusta a loslectores de terror, lo que nos hace dar un paso más.¿Toda la carne en el asador en el primer relato? Esmejor que nos quedemos con hambre, que nosclaven un anzuelo en el estómago y vayan tirando deél, que usen el sedal como un hilo de Ariadna.

Ahí está la diferencia, el quid: entiendo que paravender libros hagan falta escaparates, pero paradisfrutar con la lectura plenamente, hacen faltaconstructores de laberintos.

Uno de ellos es Manuel Amaro Parrado. No es de losque se conforman con abrir ventanas a callesrectilíneas, no va a poneros un espejo delante paraenmarcar un reflejo directo de la realidad. Nada tansencillo, nada tan directo. Él trabaja con laestructura, con el diálogo entre los elementos. Cadapieza de esta antología os brindará, en efecto, una

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imagen, una diversión, una historia. Son solo muros,salas, puertas, cuadros. Buenos relatos. Por separado.

Sí, a veces traen ecos de otros espacios, derealidades que nos han brindado otros autores o esesustrato cultural abonado por la mitología, lahistoria y la propia existencia. Es una paleta decolores viva per se: lo legendario y locontemporáneo, el thriller y la tragedia griega, lotrepidantemente visual y el escalofrío intimista. Perocuando surge la auténtica magia, cuando se da elfenómeno alquímico, es en ese momento mágico enel que empiezas a ver el diálogo que estas historiasmantienen entre ellas. Surge como una melodíadiscreta, como un guiño tan fugaz que llegas a dudarde que se haya producido. Luego va subiendo detono, dejando caer las máscaras, rasgando el velo, yes entonces cuando sientes el escalofrío mezcladocon el vértigo de la revelación.

Frente a tus ojos lectores queda desvelada laarquitectura dislocada del laberinto. Mayestática.Tan incomprensible como palpable. Está ahí, esevidente, aunque no puedas abarcarla por muchoque esfuerces la mirada por culpa de sus escalerasimposibles y sus recodos retorcidos sobre sí mismos.

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Hay grandes escritores cuyos libros de relatos sedevoran a sí mismos. La superposición de fotografíasperdidas los convierte en un álbum gris. Es esemaldito concepto de la suma de las partesconvertido en un 3x2 de estantería desupermercado. Dioses y corderos ha conseguidoengañarlo. Tiene el alma intacta, bien protegidaentre sus páginas. No es un recopilatorio dehistorias, no es una antología de relatos.

Dioses y corderos es un laberinto. Un laberinto con monstruo, con rincones

espeluznantes, con estancias que nos hacen abrir losojos ebrios de fascinación, con tesoros ocultos einscripciones misteriosas que tienen secretos querevelar. Dioses y corderos es un laberinto. Unlaberinto con ánima. Abierto para los que se atrevana adentrarse en él.

Si eres uno de ellos, ten en cuenta una cosa al leerel primer relato: tan solo es la antesala. Para entenderla grandeza de su arquitectura tendrás que llegarmás lejos, hasta el final. A cada paso irásdescubriendo por qué. Pronto te habrás adentradoya demasiado para escapar del laberinto.

Juan Ángel Laguna EdrosoMetz, febrero 2015

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A mis hermanos.Por haberme comprado tebeos y libros,

por haberme enseñado el cine de terror, y por toda esa influencia que, sin querer,

siempre se ejerce sobre un hermano pequeño.

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Tótogu

a ni recordaba el tiempo que llevaba en aquellugar. De nuevo estaba sola, obligada a tomar

sus propias decisiones, aunque por lo menos podíadecir que la pequeña herida de su pie izquierdoapenas le dolía. Ante sí, una puerta de madera sincerradura. A su espalda, un buen tramo de estrechopasillo sombrío que acababa de recorrer y al final delcual le esperaba una muerte segura.

Y

Tótogu agarró con fuerza su arma con la zurda yabrió la puerta con la derecha, permitiendo que unaclaridad cegadora irrumpiera de repente en lastinieblas del corredor. Con un rápido movimiento, sepegó a uno de los muros, procurando alejarse decualquier peligro mientras sus ojos se adaptaban a laluz.

Nada parecía moverse en aquel salón iluminado.Echó un vistazo y contempló una estancia muysimilar a la que podría haber en cualquier hogar, talvez demasiado grande, pero al fin y al cabo invitabaa pensar que aún podía sentirse como si estuviera encasa.

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Con el rabillo del ojo, percibió un pequeñomovimiento en una esquina, así que antes de girarsesituó la culata del fusil contra su hombro y apuntócon el dedo colocado sobre el gatillo.

—¡Soy humano, como tú!—exclamó un tipo negrocon los brazos en alto. En una de las manos llevabauna pistola.

—Ya veo—replicó ella, algo más relajada pero sindejar de apuntarle—. Tu cara me suena.

—Los blancos pensáis que todos los negros somosiguales.

El tipo bajó las manos y enfundó su pistola contoda tranquilidad. Ella también bajó su fusil, aunqueno quitó el dedo del gatillo.

Miró a su alrededor y comprobó que todo estabaen un extraño orden que contrastaba con el caos alque estaba acostumbrada. Aquella sensación defamiliaridad y de aparente seguridad tan sóloconseguía que se sintiera aún más tensa y alerta.Observó que, además de la puerta por la que habíallegado, en el extremo opuesto había otra más, éstade madera labrada con escenas que no alcanzaba aver desde allí.

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—¿Qué hay tras esa puerta?—preguntó Tótogu. Elnegro siguió la dirección de su dedo y asintió con lacabeza.

—Un jardín con niebla —respondió.—¿Y más allá del jardín?—No lo sé, no he salido de aquí. Sólo he abierto la

puerta y he visto la niebla. —Hizo una pausa y luegoañadió—: también he escuchado los crujidos.

—Deleznes —murmuró ella. Atravesar un terrenoabierto con escasa visibilidad y plagado de deleznespodía resultar una tarea complicada teniendo encuenta que ni siquiera sabían si había una salida másallá del jardín. Necesitaba más información antes deaventurarse y dar un paso en falso.

—¿Desde cuándo te escondes en esta habitación?—preguntó con un tono más de exhortación que deinterrogación.

—No estoy seguro. Desperté desnudo aquí haceunas horas. Sobre aquella silla encontré estas ropas yuna pistola.

Tótogu hubiese dicho que aquello era extraño sino hubiese presenciado cosas aún más extrañas en eltiempo que llevaba allí. A pesar de que se alegrabade tener a alguien con quien conversar y que a su vezpudiera cubrirle las espaldas, era imperativo

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recopilar algo más de información que pudierasacarla de aquel lugar maldito, de modo que lepreguntó qué era lo último que recordaba antes dellegar a aquel cuarto, a lo que el negro, quien dijollamarse Renasconte, respondió que tenía vagosrecuerdos de luchas contra criaturas espantosas.

—Aunque creo que no son recuerdos, sino sueños—susurró como si temiera que decirlo en voz altapudiera invocar a las criaturas de sus pesadillas.

—No estés tan seguro —indicó ella a la vez quecerraba la puerta por la que acababa de llegar.Aunque no podía estar del todo convencida, creyóescuchar a lo lejos los molestos y familiares crujidosque emitían los deleznes al arrastrarse—. Tuscriaturas existen y son increíblemente voraces. Hematado muchas y llevo días huyendo de ellas. No séqué ha pasado, pero el infierno ha caído sobre estepuñetero mundo.

—Eso explicaría la sangre que salpica tu cara —señaló Renasconte, ofreciéndole para limpiarse untrozo de tela previamente humedecida con unasgotas de agua.

Tótogu se rascó la cara y observó sus uñas, llenasde unas escamas resecas y casi negras. Sabía que losdeleznes sangraban una baba espesa de color

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rosáceo. Al no recordar de dónde provenía la sangre,se encogió de hombros y no añadió una sola palabramás.

Abrió la puerta que daba al jardín y echó unvistazo a lo poco que le dejaba ver aquella nieblaespesa. Le dijo a Renasconte que no estaban segurosen la habitación, y que si los deleznes la habíanseguido no tardarían más de unos minutos en estarallí.

—¿Qué sugieres que hagamos? —preguntó éste conescasa convicción.

—Salir a ese jardín y buscar una escapatoria —lerespondió con la decisión de aquel que ya ha pasadopor una situación como aquella millares de veces—.Tenemos que movernos deprisa antes de que losdeleznes detecten nuestra presencia. No sonexcesivamente rápidos pero nunca paran adescansar, así que si nos siguen la pista es difícilevitar que terminen alcanzándonos.

Renasconte asintió con la cabeza mientrascomprobaba con eficacia militar que su pistolaestaba cargada y uno de sus bolsillos repleto demunición. Sacó una linterna de un pequeño morralque llevaba sobre el hombro y vio que funcionaba ala perfección. Al verlo, la muchacha le dijo que

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necesitaba pilas para la suya, y él le señaló un cajónen el que encontró baterías revueltas de muchostamaños y formas.

—Demasiado fácil —musitó ella, evidentementepreocupada mientras cogía las dos únicas que valíanpara su linterna.

Renasconte observó que la chica llevaba rota lapuntera de una de sus botas, por donde asomabanvarios dedos, uno de ellos con bastante mal aspecto.Le preguntó si estaba en condiciones de correr y ellase limitó a mirarlo con desdén a la vez que abría denuevo la puerta que daba al jardín.

Hizo un gesto a su acompañante para que no seseparara mucho e hiciera el menor ruido posible eintentó caminar en línea recta, deteniéndose cadados o tres pasos a escuchar o ver algo que pudieramoverse por entre la densa niebla.

Sabía que los deleznes no eran criaturasacechantes ni silenciosas, de modo que aquelsilencio le indicaba que iban por buen camino.

—¿Sabemos hacia dónde nos dirigimos? —preguntó Renasconte.

—No hagas ruidos, imbécil —fue todo lo queobtuvo como respuesta.

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Saltaron una ajada valla de madera y atravesaronvarios setos antes de vislumbrar, a través de la niebla,un muro de piedra oscura. Tótogu se detuvo al verloy contuvo el aliento para que su propia respiraciónno interfiriese en la labor de su oído.

Algo había crujido no muy lejos de allí, al frente,posiblemente cerca del muro.

Se acercó a su acompañante y le susurró al oído«deleznes», indicándole con el dedo la dirección enla que creía que estaban. Al oír aquello, la cara delnegro cambió por completo, pasando de la simplepreocupación a un terror que hizo que la chica searrepintiese de inmediato de haberlo llevadoconsigo.

—Hay que volver —dijo el hombre en voz bajaaunque temblorosa.

Tótogu intentó cerrarle la boca, pero ya erademasiado tarde. Los crujidos empezaron amultiplicarse, provenientes de todos los lados. Cogióa Renasconte de la mano y tiró de él hacia el muro,lanzándose a la desesperada en busca de una puertapor la que huir de aquella trampa.

—¡Están por todas partes! —gritó el negro. En efecto, más de un centenar de grandes gusanos

amorfos reptaban hacia ellos emitiendo unos

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crujidos que empezaban a resultar ensordecedores.La chica disparó varias veces su fusil y reventó a unpar de deleznes que empezaban a estarpreocupantemente cerca. Sopesó la idea de echar acorrer de vuelta atrás, confiando en que las criaturasaún no hubieran cerrado su vía de escape, pero sabíaque regresar supondría meterse en una habitaciónque no tardaría demasiado en ser cercada e invadida.Le gritó a Renasconte que disparase su arma y que secolocara espalda contra espalda con ella. El hombreasí lo hizo y enseguida el ruido de los disparos sevolvió ensordecedor. La chica era consciente de queno tenían munición suficiente para acabar con todos,así que indicó a su amigo que la siguiera y buscóhasta que a escasos metros de allí pudo ver la formainequívoca de una puerta situada en el muro.

—¡Me quedo sin balas! —aulló el hombre—. ¡Cadavez hay más cabrones de éstos y yo me quedo sinbalas!

La puerta estaba libre y accesible, pero aunquehuyeran sería cuestión de horas que los deleznesdestrozaran la madera con su baba y emprendieranuna persecución que no tendría fin.

Tótogu pensó. No podían acabar con todos.

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Tampoco podían huir y dejarse atrapar en cuantotuviesen sueño y se detuvieran a descansar.

Necesitaba tiempo.Necesitaba una distracción, algo que le

proporcionara una buena ventaja. Se quitó de encima a dos o tres deleznes que tenía

cerca y entonces se giró, viendo cómo su compañerodisparaba frenéticamente tanto contra criaturas vivascomo contra otras que ya habían dejado de moverse.

Se dijo que no tenía más remedio, que era unasimple cuestión de supervivencia. Los dos apenastendrían opción alguna de seguir adelante. Levantósu fusil y apuntó contra la nuca de Renasconte.

Al apretar el gatillo, cerró los ojos y sintió cómo lasangre de su compañero le salpicaba la cara.

Mientras el cuerpo del hombre muerto sedesplomaba contra el suelo, notó una punzada dedolor en su pie izquierdo y vio que uno de losdeleznes había llegado hasta ella y empezaba amorderle el dedo gordo. Le propinó un puntapié yluego apuntó con su arma, más llena de ira quenunca, para disfrutar viendo cómo los sesosgelatinosos de la criatura saltaban por todas partes.

Al olor de la sangre fresca de Renasconte, losdeleznes parecieron olvidarse de ella y acudieron a

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por su parte de aquel festín, momento queaprovechó la chica para alcanzar la puerta y abrirla.Nada se escuchaba al otro lado, tan sólo un silencioque le resultó embriagador en contraste con losterroríficos crujidos de placer que emitían losdeleznes en pleno banquete.

No miró hacia atrás. Lloró un poco porRenasconte y algo más por sí misma antes de cerrarla puerta con suavidad y adentrarse en aquel oscuropasillo que bien podría llevarla a un lugar aún máspeligroso que aquel en el que se encontraba.

Delante de ella, una muerte posible. Detrás de sí,la niebla, los deleznes y una muerte segura.

Si hubiese sido valiente, se habría quedado dondeestaba.

Encendió su linterna y empezó a correr,confiando en que esta vez pudiera alejarse tanto queaquellos demonios voraces no fuesen capaces deencontrar su rastro. Después de unas horas, sedetuvo jadeante e intentó calmar su respiración paraescuchar.

Nada. Todo estaba tranquilo. Por el momentoparecía encontrarse en un lugar seguro. La luz de sulinterna empezó a titilar, así que emprendió lamarcha para aprovechar todo el tiempo posible con

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luz. No podía dejar de pensar en Renasconte, quienseguro que jamás hubiera imaginado que su finalfuese a llegar de aquella manera, a manos de unaguerrera cobarde que se resistía a morir. Se consolódiciéndose que la muerte les habría llegado de todosmodos. Sudada y de nuevo jadeante, pisó un charcoy se detuvo para beber de su agua, mucho másfresca, dulce y embriagadora de lo que hubiesecabido esperar en un pasillo cerrado como aquel.

Pronto la luz de la linterna se apagó porcompleto, dejándola en una oscuridad profunda yaterradora. Se lavó la herida del pie y descansó unpar de horas, sopesando sus opciones con la mentemucho más clara y despejada.

Debía seguir adelante, debía encontrar por finuna salida a todo aquello.

Después de varios días caminando en penumbras,sus ojos empezaron a percibir algo de claridad alfondo del pasillo. Observó que la herida de su pie yaestaba casi curada, hecho que la hizo sentir másoptimista y animada. Al final del pasillo pudo veruna puerta de madera bajo la cual se filtraba una luzblanca y cegadora.

Tótogu agarró con fuerza su arma con la zurda yabrió la puerta con la derecha. Con un rápido

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movimiento, se pegó a uno de los muros,procurando alejarse de cualquier peligro mientrassus ojos se adaptaban a la luz.

Nada parecía moverse en aquel salón iluminado.Echó un vistazo rápido y contempló una estanciamuy similar a la que podría haber en cualquierhogar, tal vez demasiado grande, pero al fin y al cabohacía pensar que aún podía sentirse como siestuviera en casa.

Con el rabillo del ojo, percibió un pequeñomovimiento en una esquina, así que antes de girarsesituó la culata de su fusil contra su hombro y apuntócon el dedo colocado sobre el gatillo.

—¡Soy humano, como tú! —exclamó un tipo negrocon los brazos en alto. En una de las manos llevabauna pistola.

—Ya veo —replicó ella, algo más relajada pero sindejar de apuntarle—. Tu cara me suena.

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Tics

ntes de salir de casa, sentado en un sillón de susalón a solas y en silencio, Jose reflexionaba y

llegaba a la conclusión de que las situaciones mássimples podían tornarse harto complejas, así sin más.

ABastaba con no ser como los demás para que un

gigantesco muro de piedra se alzara cada vez quequería conseguir cualquier meta a nivel social.Estaba preocupantemente acostumbrado a que leobservaran y a la vez podía decir que jamás seacostumbraría a que lo hicieran, pues era incapaz deactuar con naturalidad sabiéndose observado.

Su comportamiento, su forma de pensar, su vida,todo estaba condicionado por la veintena de ticsfaciales diferentes que desfiguraban su rostro a cadamomento convirtiéndolo en una atracción de feriapara los demás.

O al menos ese era el guión escrito hasta elmomento en que él mismo encontró la cura.

Le habían dicho, desde que los primeros síntomasse habían empezado a manifestar, que no se tratabade un problema físico. Podía ser un problema

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psicológico, pero no había forma conocida detratarlo y esperaban que con el tiempo mejorase suautoestima, y con ésta desaparecieran los tics.

«Ineptos», pensó. Sí que había forma de tratarlo,aunque el tratamiento era bastante costoso y a lapostre resultó causar cierta adicción. Sin medica-mentos. Sin nuevas técnicas ni supuestos expertosque experimentaban con sus estúpidas teorías. Sinagujas ni controles trimestrales.

Tan sólo necesitaba saber que iba a matar.Llegó al pub Iris, se sentó en un taburete alto y

pidió una copa con la cabeza agachada. Se la bebióde un par de tragos esperando que el alcoholempezara a hacer efecto. No iba a ser una buenanoche, lo intuía, pero debía salir de casa de vez encuando si no quería empezar a volverse locopensando en cuándo y dónde sería la próxima vez, ysi alguien habría sido capaz de encontrar restos desus anteriores crímenes.

La camarera, al ver que había acabado con sucopa, la retiró y le preguntó si deseaba algo más, a loque él replicó que no, que tal vez más tarde.

Ella asintió y pasó un paño por la barra. A pesarde que él seguía con la cabeza gacha y una manotapándole medio rostro, la chica se detuvo a mirarlo;

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lo notó. El cuello se le tensó con violencia tres vecesseguidas, a pesar de la resistencia que estabaponiendo para que nada ocurriera.

Al fin la camarera se alejó, dejándolo de nuevo asolas. Miró de reojo y vio cómo hablaba con sucompañero, posiblemente de él. Éste, un chicofornido con camiseta negra ceñida y peloengominado, se acercó y volvió a preguntarle siquería algo.

—Ron con cola —respondió sin pensar en que no leapetecía—. Lo más barato que tengas. No te cortesechando ron.

El local estaba empezando a llenarse, para sutranquilidad. Cuanto más abarrotado estuviera elambiente, más desapercibido pasaría, más invisiblese haría. El camarero volvió con la copa y le pidióseis euros. Le hizo un gesto con el dedo indicándoleque ya estaban encima de la barra.

Fue entonces cuando volvió a verla.Había pasado tanto tiempo que ya apenas soñaba

con su rostro, mucho más infantil que el de ahora,mucho menos lujurioso y provocador.

Deseando más que nunca que el alcohol loobligara a dejar de pensar en sí mismo, se bebió la

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copa de un trago mientras se fijaba en todos susmovimientos, intentando no perderla entre la gente.

Recordó la primera vez que la vio, entrando en elcolegio acompañada por su madre a media mañana,justo después de haber vuelto del recreo. Era tanpequeña y estaba tan asustada que no pudo sinosentir cierta ternura y empatía por su situación.

Su nombre era Irina y acababa de llegar de Rusia.La maestra les había hablado de ella y les habíainstado a ayudarla tanto como les fuera posible. Dehecho, habían estado todo el día anterior estudiandola situación geográfica, la lengua y las costumbrespopulares de Rusia con el fin de tener cosas quecompartir con ella.

Sin duda alguna, eran otros tiempos, pensó. Todomucho más sano, incluso las burlas de los amigos. Enalgún momento la vida se había vuelto oscura ymalintencionada.

La chica se acercó a la barra y se situó a su lado,rozándole levemente el hombro. Hablaba y reía demanera distendida con dos amigas más, sin darsecuenta de su presencia casi invisible. Sin levantar lacabeza, la escuchó pedir ron con cola, como él,aunque ella sí que había optado por una marcaconcreta. Reprimió un primer impulso de intervenir

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e invitarla, temeroso de que en realidad no fuese ellao simplemente lo fuese pero el tiempo hubierahecho que se olvidase de sus compañeros de colegio.Parecía razonable que él mismo hubiera cambiadobastante en esos ocho años. De hecho, Irina ya nisiquiera tenía el pelo castaño como entonces, sinoque lucía un bonito tinte rubio que le daba unaspecto mucho más acorde con su piel blanquecina ysus ojos ligeramente achinados.

Fue lo primero que le llamó la atención cuando lavio entrar y la maestra la sentó a su lado. Ni erarubia, tal y como todos esperaban de una chica rusa,ni tampoco hablaba ruso.

La niña lo miró, entre agobiada y asustada, yatendió en silencio durante toda la explicación paraque, una vez terminada la clase, le tocase en elhombro y le preguntara en un perfecto español coneses sibilantes:

—¿Qué te pasa en la cara?—Tengo tics —le había respondido, intentando

aparentar naturalidad—. No los puedo controlar.—Si te miro mucho rato acabaré nerviosa —le

espetó sin maldad alguna.—Ya —se limitó a replicar él con un tic nervioso de

la mejilla.

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Recordó aquella escena como si se hubieseproducido horas atrás. Las tres chicas pagaron laronda y se alejaron de la barra ignorando que no lesquitaba el ojo de encima. El lugar estaba cada vezmás concurrido, más agobiante, más cargado dehumo. Sintió que tenía ganas de orinar pero debíacontenerlas un poco más si no quería perder labanqueta en la que estaba sentado.

Alguien pasó por detrás y le dio un golpecito en elhombro. Al girarse se encontró de cara con Luis, unviejo conocido del instituto que sólo se le acercabacuando quería pasar un rato divertido a su costa.

—¡Hombre, Mohínes! —sonrió—. ¡Cuánto tiemposin verte!

—Más o menos desde la última vez —replicó Josesin devolverle la sonrisa—. Nunca me gustó que mellamaran así, y creo que ya somos mayorcitos paraseguir con ese tipo de juegos.

—Venga, no te enfades —dijo en tono burlesco—.Sabes que no es con mala intención. Antes no temolestaba que te lo dijeran, tío.

—Han pasado más de diez años —hizo una pausa ymiró a su alrededor, dándose cuenta de que habíaperdido el contacto visual con la chica—. Ahora nome parece tan gracioso como entonces.

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En realidad, pensó, ni siquiera entonces le habíaparecido gracioso.

Luis dejó de sonreír y le pasó una mano porencima del hombro.

—Te llamo Mohínes porque nunca me acuerdo detu nombre, tío.

—Jose —respondió sin más. Tanto tiempo oyendocómo los demás lo llamaban por diversos apelativosque a él mismo le resultaba extraño y ajeno suverdadero nombre.

—Si te llamo Jose no respondes ni tú —espetó nosin razón—. Joder, eres el Mohi de toda la vida,macho. No te deberías avergonzar de tu mote.

—Supongo que igual que tú tampoco teavergüenzas de aquella vez que le quitaste el bolso auna anciana acercándote por detrás al banco en elque estaba sentada —apuntilló, atreviéndose amirarlo a los ojos. Sintió cómo su boca se torcía dosveces y un párpado le temblaba de manera nerviosa.

Luis volvió a sonreír, aunque esta vez se tratase deuna sonrisa algo forzada, tal vez un poco resentida.En efecto, no tardó en devolverle la puñaladahaciendo alusión a sus tics.

—Ese tic del ojo es nuevo, colega —dijo conevidente mala intención—. ¿Recuerdas que en el

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instituto hicimos una recopilación de todos tusguiños en el lateral de un cuaderno?

—No me importa lo que hicierais en el instituto. Quería acabar con aquella conversación y sabía

que si le plantaba cara sólo conseguiría llamar mássu atención. Enfurecerse no haría sino empeorarlotodo.

—Cerca de veinte diferentes, chaval. Eras capaz deponer nervioso a cualquiera.

Jose asintió, esperando que Luis se aburriera dehablar solo. Pensó en lo fácil que sería invertir lastornas, tomar la determinación de acabar con la vidade aquel estúpido inoportuno y dejarle ver cómo eraél realmente, sin movimientos faciales ni tembloresde cuello. Sólo tenía que decidirse, sólo tenía queestar convencido de que lo haría, y entonces los ticscesarían.

La nariz se le arrugó tres veces.Los tics seguían ahí, y sabía lo que ello

significaba: no iba a morir nadie por el momento,aunque tenía que reconocer que no iba a ser porganas.

Cuando Luis se hubo hartado de dirigirse a unapared, se marchó dejándolo de nuevo solo, tal ycomo deseaba estar en aquel momento. Pidió una

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tercera copa y decidió no acabarla tan pronto comolas anteriores. Buscó a Irina de nuevo, pero sumirada se detuvo en un chico que bailaba solo enmitad de un escenario elevado. El muchacho,claramente drogado, agitaba los brazos de maneraerrática y movía la cabeza de lado a lado, con la bocaextrañamente abierta.

Aquella boca torcida le recordó su primera vez.Su primera víctima. Había pasado casi un año de

aquello.

Tres pisos por debajo del suyo vivía una vieja loca ysolitaria que acostumbraba a burlarse de él cada vezque bajaba las escaleras. La mujer parecía estarsiempre detrás de la mirilla, atenta a que alguien seacercara, pues por más que procuraba no hacer ruidoal bajar, ella abría su puerta justo cuando iba a pasarpor delante.

—Mira que eres feo, hijo —le decía—. Eres todo unfenómeno.

Varias veces intentó replicarle algo pero ella nosólo no parecía sentirse afectada por sus palabras,sino que de alguna forma alimentaban sus ganas demolestar. Finalmente, decidió que lo mejor sería

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ignorarla y encajar sus impertinencias, haciéndolever que no se sentía ofendido por nada que le dijera.

—Estás poseído por un demonio —le dijo un díaenseñándole una cadena con un crucifijo de oro.

Ese fue su último insulto. Aquella vez algocambió en él. Tuvo un deseo irrefrenable de coger elcrucifijo y hacérselo tragar, pero en última instanciapensó que una vieja decrépita y demente no merecíaque él se arriesgara a pasar media vida en la cárcel.

Al día siguiente, habiéndose olvidado porcompleto de sus oscuros deseos, salió de casa quinceminutos antes y se descalzó para bajar las escalerascon la esperanza de poder llegar hasta la calle sin sersorprendido. Con todo el sigilo que le fue posible,descendió los tres pisos y pasó junto a la puerta de lavieja, que se encontraba entornada sin que nadiediese señales de estar escondido detrás. Pasó pordelante y dobló el recodo hacia la siguienteescalinata, pero entonces algo le sorprendió: élmismo.

Sus ojos no temblaban. Sus cejas no selevantaban. Su cuello no se tensaba y su boca no setorcía.

Se tocó la cara, sintiéndose extrañamentealiviado. Por un momento pensó que algún milagro

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lo había curado, que su vida había vuelto a un estadode normalidad que jamás había conocido, y entoncespensó en la vieja, en ir a su casa, llamar y retarla aque se burlara ahora si quería.

En realidad, sintió un hormigueo en su interior ydescubrió que su intención no era retarla, nireprocharle nada.

Era mucho más simple.Quería castigarla. Siempre había querido

castigarla pero sólo entonces, al ver aquella puertaentornada, había sabido que tenía una oportunidadinmejorable de hacerlo.

Con más sigilo aún que antes, entró en el piso ycerró la puerta echando la cadena de seguridad. Enel salón había un televisor encendido con la vozquitada. Lo enfureció aún más pensar que la vieja eracapaz de pasarse media tarde viendo la tele sin vozcon tal de poder escuchar sus pisadas al bajar lasescaleras.

Se asomó al salón, dejando los zapatos en laentrada, y escuchó un canturreo ahogado eintermitente que provenía de uno de losdormitorios. Conocía la distribución del piso, puesera igual que el suyo, de modo que caminó despaciopero con seguridad y se quedó parado bajo el marco

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de la puerta, viendo cómo la mujer remetía bajo elcolchón las sábanas de la cama.

—El demonio ha venido por fin a por ti, vieja —ledijo, dándole un empujón y tirándola boca arribasobre el colchón.

Sin dar tiempo a que la mujer profiriera alaridoalguno, le tapó la cabeza con la almohada y resistiósus débiles forcejeos, intentando evitar unas uñasque buscaban carne donde agarrarse. Al cabo depoco rato, los brazos dejaron de luchar y el cuerpo sequedó inerte. Quitó la almohada con cuidado,preparado para volver a presionar si su víctima habíafingido, pero entonces vio su gesto torcido y su bocadesencajada en busca de un poco de aire que jamásllegaría.

Le resultó irónico. Ahora que no tenía tics, ellahabía muerto con la cara desfigurada por uno.

Se lo merecía.Se marchó de allí, no sin antes colocarla en una

posición que pareciera cómoda. Al salir, tiró de lapuerta y la cerró. No la encontraron muerta hastaque hubieron transcurrido algunos días, y por suertepara él la edad y el propio historial médico de lavieja hicieron que nadie dudara siquiera de quehabía sido aquella una muerte natural.

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—¿Te acuerdas de mí? —le gritó una voz al oído,devolviéndolo a la realidad.

Se giró bruscamente para encontrarse a escasoscentímetros de la cara sonriente de Irina. Los dosojos se le cerraron con fuerza tres veces seguidas. Elcuello se le tensó hacia atrás.

Sintió vergüenza.—¿Irina? —preguntó, haciéndose el sorprendido.

La chica volvió a sonreír, feliz de que se acordara desu nombre.

Por más que llevara un buen rato buscando laforma de acercarse y decirle alguna frase ingeniosa,aquella visita sorpresa le había pillado tandesprevenido que no pudo evitar ponerse colorado.

Allí estaba, más bonita que nunca, la chica de laque había estado enamorado en secreto tantos años,el sueño que nunca se había atrevido a revelar anadie. De repente pensó en sí mismo y recordó quiénera y cómo su vida había evolucionado. Habíapasado de ser el objeto de las burlas de los chicos delinstituto a ser el objeto de las burlas de loscompañeros de trabajo. Seguía siendo el mismo.Algo menos sociable, algo más huraño, pero al fin yal cabo el mismo don nadie que nunca se había

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atrevido a insinuarle jamás nada a la chica que lehabía robado tantas horas de sueño.

—Hace mucho tiempo —dijo al fin, con la caracontraída del esfuerzo de intentar evitar los tics.

—Sí que lo hace —replicó ella. Situada tan cerca de él, pudo sentir su perfume

mezclado con el sudor fresco que emanaban susporos. Seguía oliendo como siempre, como cuandoterminaban las clases de educación física y sesentaba a su lado ordenándole que no se acercaraporque estaba sudada y le daba vergüenza. Aspiróuna vez más su olor y quiso decirle que queríaacercarse, que le encantaba aquel aroma, que lerecordaba a un tiempo en el que su propia candidezle permitía disfrutar de una felicidad descafeinada.

Ninguna palabra salió de su boca. Sólo un gestoretorcido de su labio inferior y un encogimientoinvoluntario de hombros que ella observó con ciertapena.

Le dijo que se alegraba de haberlo visto de nuevo,que tan sólo se había acercado porque se habíapercatado de su presencia y quería saludarlo. Jose ladetuvo, cogiéndola de la muñeca, y se levantó de labanqueta por primera vez en la noche para quedarse

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cara a cara, intentando no decir lo que sus labiosestaban a punto de decir.

No podía prometer aquello que no iba a hacer.No debía hacerlo.Irina hizo un gesto interrogativo a la vez que se

deshacía de la mano que la agarraba. La miró, denuevo amándola tanto como siempre, y se intentóconvencer de que él también merecía un trocito de lafelicidad que todos alguna vez disfrutaban.

Tenía que decirlo.Pero no bastaba con decirlo: tenía que decirlo y

proponérselo.No debía proponerlo si después no iba a ser capaz

de cumplir.—Puedo hacer que mis tics desaparezcan —le dijo

finalmente al oído.Su corazón latía a mil por hora en aquel

momento. Ante la mirada de sorpresa de la chica,aprovechó para darle un buen trago a su copa ydejarla sobre la barra. Sentía cómo sus tics se habíanmultiplicado, combinándose de tal forma queapenas le dejaban relajarse e interpretar qué estabapasando por la cabeza de ella.

—Nunca fuiste capaz de conseguirlo —dijo ella conun gesto maternal que le resultó un tanto molesto—.

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No quiero que te agobies, Jose, pero creo que tienesaún más temblores que cuando íbamos al instituto.

Recordó que ella siempre había evitado llamarlostics, como si el hecho de evitar aquel nombre hicieraque el problema pudiera desaparecer.

—Es un asunto de voluntad —insistió él, casiimplorando. Quería convencerla, pero no veía formade conseguirlo sin hacerle una demostración que noquería hacer.

Irina sonrió de nuevo y le tiró un beso antes deperderse entre la multitud.

Cerró los ojos y respiró hondo. Su mano derechase deslizó lentamente dentro del bolsillo de suabrigo, buscando inconscientemente algo que nohalló.

Mejor.Sentía su propia ofuscación y comprendía que no

era un buen momento para llevar un arma, que latentación podría acarrearle problemas.

Sabía que estaba en su mano el poder paradeshacerse de aquella maldición. Le bastaba consaber que iba a matar. Lo había comprobado decenasde veces desde aquella vez con la vieja: una vez susubconsciente estuviera convencido, sabía que no

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había marcha atrás y los tics desaparecerían hastadespués de haber consumado el asesinato.

Ella no creía que él fuese capaz de controlar sustemblores. Se trataba de una cuestión de confianzalógica, pues ni siquiera él habría apostado por símismo dos años atrás. Pero ahora todo era diferente.Tenía el poder, y si ella quería ver si era capaz, seencontraría con aquello que buscaba.

La camarera le preguntó si quería algo, sacándolode sus reflexiones. La miró a los ojos con una sonrisaserena, un tanto macabra. Le dijo que no y ella dioun paso hacia atrás, mirándolo como quien mira auna bestia que acaba de escapar de su jaula. Se tocóla cara y descubrió que el proceso había empezado.Nada temblaba, ningún músculo se estiraba demanera espasmódica.

Salió del pub y marchó a toda prisa a su casa, doscalles más allá. Una vez allí, abrió su armario roperoy rebuscó entre el caos de camisetas hasta encontraruna caja de zapatos que extrajo con ciertaceremoniosidad. De ésta, sacó un objeto pesado ymetálico que admiró a la tenue luz de la bombilla.Por motivos de seguridad nunca, desde el día en quehabía encontrado su pistola en circunstancias tanextrañas, la había utilizado tan cerca de su hogar,

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pero sin duda alguna aquel era un caso especial y decualquier modo la decisión ya estaba tomada.

Todo seguía en orden. No había espasmos. Nohabía temblores.

Algo tan simple y a la vez tan reconfortante queincluso estaba dispuesto a matar por ello. No tenertics era embriagador. Era la mejor de las drogas.

Regresó al pub y, tras mirar el reloj, comprendióque sólo había estado fuera veinte minutos.Sabiendo que Irina acababa de pedirse una nuevacopa, lo más seguro era que la chica siguiera allí,bailando con toda tranquilidad con sus amigas ycoqueteando con todo aquel que se acercara.

Se dio un paseo por el local, ignorando a todos losque se quejaban de sus empujones. Después de dosvueltas, uno de sus ojos empezó a temblar de maneraviolenta, como si de repente hubiese liberado toda latensión que había acumulado durante la media horaanterior.

No podía ser. Ella no estaba. No se podía habermarchado tan pronto.

Se acercó a la puerta del baño de mujeres eintentaba echar un vistazo cuando una chica la abriópara entrar. Por un breve instante, creyó ver un

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cuerpo menudo y familiar de espaldas, retocándoseen el espejo, y entonces el tic del ojo cesó de nuevo.

—Ese es el servicio de las niñas, Mohínes —le dijoalguien dándole una palmadita en la espalda.

Se giró para encontrarse con la siempre burlonasonrisa de Luis. Su mano dentro del bolsillo acaricióla pistola, cada una de sus partes, el suave cañón, elgatillo, la culata de madera.

No era para él la única bala que tenía, y lo sabía.Se sacó la mano del bolsillo y agarró con fuerza elcuello de su viejo compañero de aula, haciendo queéste retrocediera emitiendo un sonido gutural desorpresa y ahogo.

—Tengo nombre —le dijo, soltándolo antes de quenadie se percatara de aquello.

Había sido suficiente. Luis tosió, lo miró a la caracon los ojos desencajados e intentó abrir la boca paraprotestar. Y entonces observó la cara de su agresor,fría, amenazante, casi imponente. Lo vio en su plenamajestad, sin un mal gesto nervioso que ledeformara el rostro. Sin mediar más palabras, se alejópermitiendo a Jose concentrarse en su objetivo.

Un minuto más tarde, Irina salió del baño, riendoafablemente con dos amigas. Él no dijo nada, tansólo se quedó mirando, apoyado en la pared de

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enfrente, con un gesto serio y confiado. Ellaensombreció su rostro, como si de repente hubiesevisto a un fantasma, como si algo dentro de sucerebro la estuviese alertando de lo que prontohabría de ocurrir. Despidió a sus amigas y se acercó,sin dejar de observar aquella cara serena.

—Te dije que era capaz de hacerlo —susurróaprovechando un cambio de canción.

—¿Pero cómo...? —Ella alargó la mano y le acaricióel rostro con ternura.

—Es una cuestión de voluntad.No había mentido. La frase era correcta, aunque el

contenido quedaba tan ambiguo que daba margen aocultar su pequeño secreto.

Ella seguía tocándole con un asombro casifraternal. Quiso pensar que, a pesar de haber pasadotantos años, Irina tal vez había sentido por él lomismo que él había sentido siempre por ella.

No era momento de pensar en amor. El amorharía mucho más difícil hacer lo que debía hacer.Ella lo había retado y él había aceptado el reto. Asíde simple, sin nada que lo complicara más.

Le dijo al oído que quería hablar con ella con mástranquilidad, que la música estaba demasiado alta yque, de seguir allí, al día siguiente se levantarían con

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la garganta destrozada. Ella se lo pensó un instante,tal vez calibrando si tras aquella proposición seescondía una invitación a enrollarse con él.Finalmente dijo que sí, pero que no se alejaríanmucho y volverían en poco rato porque tenía queirse con una de sus amigas.

Salieron del pub, ella a todas luces animada y élsonriendo vagamente, con el rostro un tantosombrío. Pasearon por calles oscuras peroconcurridas hasta que la cogió de la mano y tiró deella para entrar en un callejón que olía a basura ymeados.

—No me gusta este sitio —se atrevió a protestar.Casi podía sentir el pulso acelerado de la chica. Se

preguntó si ya había empezado a intuir lo queocurriría o si su emoción se debía a un simple estadode excitación. Metió la mano en el bolsillo derecho yacarició la pistola, su talismán, la herramienta que lepermitía mantener aquel estatus casi idílico.

Sería la primera vez que dispararía el arma en sumisma ciudad. Tantas precauciones tomadas en losmeses anteriores para acabar ahora de aquellamanera. Miró a la chica y observó sus ojosalmendrados, y entonces supo que valía la pena.

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Irina se acercó e intentó besar sus labios, losmismos que un rato antes se estiraban y encogían demanera errática y compulsiva. Él se quedó quieto,esperando el beso, pero cuando estuvo losuficientemente cerca se alejó un tanto, con el ceñofruncido.

—Has bebido mucho —le dijo.—Un poco —replicó ella—. Pero creo que voy bien.—No es lo que esperaba —murmuró casi para sí

mismo.Ella le pasó una mano por la cintura e intentó

atraerlo hacia sí. Entonces sintió el bulto metálicoque escondía dentro de la chaqueta y preguntó porél.

Era el momento. Todo aquello había sido un granerror, tal vez el más grande que había cometidojamás, y por ello debía acabar cuanto antes.

Sacó la pistola y la exhibió ante sí, apenas visibleen la oscuridad de aquel callejón. Sin estar segura dequé se trataba, la chica retrocedió un paso, tal vezintuyendo que algo había cambiado en el semblantedel muchacho.

—No sé qué pasa —dijo Irina con voz temblorosa.

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—Siempre me gustaste —explicó él de forma casimecánica—. Desde que te vi la primera vez entrandoen el colegio de la mano de tu madre.

Ella guardó silencio, sin perder de vista losdelicados movimientos de los dedos de Josemientras acariciaba la pistola. Finalmente,comprendiendo que no iba a continuar, se atrevió aromper el silencio.

—Nunca me demostraste nada —dijo en un tonoque bailaba entre el miedo y el reproche.

—Mis tics se multiplicaban por mil cada vez quepensaba siquiera en hacerlo —explicó con tristeza,cayendo en la cuenta de que ella no le habíaconfesado aquel amor que él siempre había creídover en sus ojos—. Son mi maldición.

—Ya no —la chica volvió a acercarse, venciendo supropio miedo—. Mírate, estás curado.

Usando el brazo izquierdo, la apartó antes deelevar el derecho y mostrar su arma. Miró a sualrededor, deteniéndose en la contemplación detodo objeto que estaba en su campo visual.

—Mi cura es pasajera —explicó—, y tengo que pagarun alto precio por ella.

—Sea lo que sea, te ayudaré.

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Centró su atención en la chica y, efectivamente, laencontró tan linda y tan indefensa como aquelprimer día en el que se enfrentaba a una clase repletade nuevos compañeros.

—Tengo que matar —confesó en un susurro.Levantó la palanca que hacía de seguro del arma y

la miró, absorto, casi teniendo la sensación de queaquello no estaba sucediendo.

Introdujo el cañón en su propia boca y cerró losojos. Antes de apretar el gatillo pensó que la muertesabía a herrumbre y pólvora vieja.

En una última reflexión llegó a la conclusión deque las situaciones más complejas se podían resolverde la manera más simple, así sin más.