días felices. trece crónicas y una coda

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Colección Días felices (trece crónicas y una coda)

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  1. 1. Coleccin Das felices (trece crnicas y una coda)
  2. 2. MONTE VILA EDITORES LATINOAMERICANA Das felices (trece crnicas y una coda) Nelson Gonzlez Leal
  3. 3. 1a edicin, 2005 ILUSTRACIN DE PORTADA Jpiter e Io, circa 1531-32 CORREGGIO leo sobre lienzo 163.5 x 74 cm Kunsthistorisches Museum, Viena MONTE VILA EDITORES LATINOAMERICANA C.A., 2002 Apartado Postal 70712, Caracas, Venezuela Telefax: (58-212) 263.8508 [email protected] www.monteavila.com.ve Hecho el Depsito de Ley Depsito Legal N lfxxxxxxxxx ISBN 980-01-1176-x
  4. 4. A todos los personajes que poblaron el camino de los das felices. A mis padres, por el resto.
  5. 5. La casa Aquello fue tormenta y negrura. Primero el relmpago fil- trndose como aguja lquida a travs de mis prpados en sueo, luego el trueno. De repente, todo fue como en los primeros tiempos: una aguda y sonora humedad rodeando el espacio, sombras y miedo. El miedo realmente lleg des- pus, en ese da acuoso y turbio, en el que apenas lograba respirar. La membrana que encapullaba mi cuerpo era fuer- te y opona una ligera resistencia al movimiento. El segundo tronar, lento, profundo, terrible, como puede imaginarse uno la ira del demonio, desgarr el centro de mi pecho, lo hizo aicos, lleg al corazn. Un hlito de susto, de pavor, de es- panto, inund la pesantez del aire y rebot en ste como un fantasma de goma, para regresar de inmediato hacia el dila- tado iris de mis pupilas. No guardo precedencia alguna de aquel momento. No reconozco picnic, ni caminatas por el parque, ni circos con elefantes y mujer barbuda, ni montaas rusas, ni algodones de azcar. Slo aquel inicio oscuro, rodeado por el miedo. S que intent gritar, pero la terrible negrura con que se en- contraron mis ojos al abrirse, espantados por el trueno, me rob el habla y tambin el aire. Ni siquiera pude moverme. Estaba all, con apenas 6 7 aos tal vez menos, solo, tendido en una hamaca, sin luz, bajo una tormenta feroz que azotaba el techo y las paredes del casern de mis abuelos. Escuchaba la tormenta, los relmpagos encendan a brevsi- mos intervalos la soledad de la habitacin y en mis odos 3
  6. 6. se duplicaba, como en una caja de resonancias magnticas, el retumbar del cielo y del torrente que flua en la parte tra- sera de la casa. De pronto tuve conciencia: hacia all, hacia atrs, hacia el final del patio, sobre el borde del rayano, se abra la telrica herida de una caada. Fue entonces cuando escuch los gritos, los jadeos y la- mentos, y supe que no me haban dejado solo para irse a contemplar la lluvia. Hacia el fondo, atravesando el largo pasillo que daba a la cocina y adhera con el patio, apartan- do un poco el limonero y la acacia, despus de saltar con ex- trema atencin la pared de bahareque, hacia all, justo esa noche, tronaban los demonios. La casa de mi primera infancia fue ms bien un casern de siete habitaciones y un pasillo largo y estrecho por donde se llegaba a la cocina. All, plantado entre el local de un car- nicero italiano, cuyo hijo gustaba de colgar gatos en las vi- gas que sobresalan de los techos hacia los callejones, y una casa un tanto menos grande y ms discreta, cuyo patio sola- mos atravesar como si de un campo de batalla se tratase, por cuidarnos de los feroces mastines que de cuando en cuando vencan sus ataduras y se desbandaban al acecho de algn incauto, all, repito, estaba sembrado el casern. Era en ple- na avenida La Limpia, justo en diagonal al, para entonces ya antiguo, cine Alczar, en donde tuve contacto con la maravi- lla de la gran pantalla desde muy chico, gracias a que el por- tero era nada menos que mi padrino de bautismo. Pasando la casa de los perros quedaba otra, grande, lbrega, con un patio frondoso y un porche perennemente seco y vaco. De sta recuerdo unas nias hermosas que, sobre todo por las tardes, solan dejarse ver entre el quicio de las ventanas, y la historia nunca corroborada de que en su patio, oculta entre la fronda, deambulaba una Sayona. Creo, incluso, que algu- na noche, la ms cerrada de todas, de lluvia seguramente, llegu a escuchar su llanto. No s si ella sobrevivi al feroz paso de la tormenta, ni si las races del rbol que era su casa porque la leyenda dice 4
  7. 7. 5 que La Sayona habita en la copa de los rboles, desde donde emite su agudo y enloquecedor lamento resistieron la des- garradura del agua. Nunca supe tampoco qu fue de las ni- as que asomaban su rostro por los quicios, para brindarnos muy de cuando en cuando una belleza tenue, serena, distin- ta, casi angelical, se dira que no de este mundo. Tampoco me enter de la suerte de los perros vecinos, a los que desde entonces no volv a ver. En fin, no pude conocer las conse- cuencias de la borrasca. No me fue permitido enterarme de si se haba ensaado con casas y avenidas, con hombres y mujeres, con techos y faroles, con risas y con llantos. Slo s que fue impasible. Tanto como el terror que desde enton- ces se hizo parte del relmpago, la noche y el trueno. Nunca pude ver de otra manera la casa, sino como un lu- gar hecho para el espanto. Su largo pasillo, sus siete habita- ciones, su ancho patio, resultaron ilesos, no sucumbieron ante la ferocidad del agua. Era como si una imantacin anti- gua la hubiese dotado de un aura suprema, de una especie de privilegio ante el indmito fuero de la naturaleza. Desde entonces la imagin invencible y perenne, sobre- natural, y asociada indefectiblemente al miedo. Pocos aos despus de aquella noche tal vez dos o tres abandonamos la casa. Mis padres lograron comprar vivienda en una urbanizacin lejana y asumieron la aventura de la indepen- dencia. La casa qued all, todava habitada por mis abuelos y algunos de mis tos, que aos ms tarde tambin, cada uno al asumir su propio derrotero, terminaran por abandonarla. Yo volv a ella muchos aos despus, ya con las sienes comen- zando a platearse y la mirada confundida entre tanto nuevo edificio. Encontr slo un campo vaco, demarcado por rayas amarillas y nmeros seriados. Era de noche y amenazaba una borrasca. No pude ver mucho. Tampoco supe de nada. Ni de las nias que se asomaban por los quicios de las ven- tanas para dejarnos ver la celestial belleza de sus rostros, ni de los perros, ni de mis tos trajeados de impermeable ama- rillo y grandes botas de goma, que atravesaban la casa dando
  8. 8. 6 seales y gritos, demandando paciencia y prontitud, luchando contra los demonios que all, al final, al borde del rayano, im- ponan la angustia y el miedo. No supe de nada, no me fue per- mitido enterarme sobre el destino del rbol donde habitaba La Sayona, cuyo lugar yace demarcado en aquel suelo de concre- to, que ahora sirve de estacionamiento a una macropapelera, por un nmero inocuo, simple, que nada dice, que nunca asus- ta, que mueve a risa.
  9. 9. 7 Gatos y fantasmas Los fantasmas no hacen dao; en verdad, ni siquiera asus- tan. Espanta lo que nos cuentan sobre ellos, lo que los vivos inventan acerca de los muertos. Lo s porque en mi casa siempre ha habido fantasmas, y son ms bien como ngeles. Yo los percibo atareados, en la ardua labor de mantenerse en silencio, porque de lo contrario estallaran de risa ante nues- tro intil temor a la muerte. Aunque igual no los escuchara- mos, pero se apagara alguna luz, dejara de funcionar algn electrodomstico, se abrira una puerta de repente, as sola, sin ser tocada por nadie, o sencillamente dejara de llover. S, los fantasmas son los responsables de que no llueva, por eso no son ciertas las historias que mezclan fantasmas y tormentas. Como ven, ellos se ren casi todo el tiempo de nosotros. De pequeo conoc a uno y me dijo su nombre: Severo. Como yo era un nio y l tambin, prefer llamarlo Severito. He olvidado casi todo sobre nuestros encuentros, menos los largos recorridos por la casa, su gran facilidad para la risa y aquel testimonio que me acompaa desde entonces. Por sus propias palabras supe que a los fantasmas tambin les per- turba la oscuridad, porque les aterra encontrarse con el te- mor de algn vivo, y no hay nada que les d ms susto que el miedo. Lo peor es que no pueden gritar como nosotros, porque si su risa provoca el cese de la lluvia, o la solitaria apertura de una puerta, o el cortocircuito de algn conductor elctrico, su grito induce el temblor.
  10. 10. Por eso los fantasmas prefieren las horas diurnas para an- dar por los parques y jardines, la presencia de los animales, y los cuentos de hadas. Son grandes lectores los fantasmas y muy amigos, por ejemplo, de los gatos, a quienes eligen como lazarillos nocturnos. De all que mi niez estuviera signada por la presencia de los gatos. Gatos y fantasmas son en verdad como una sola cosa, una misma esencia, casi un mismo recuerdo. Severito me inculc la confianza y el amor por los gatos y el rechazo a la salvaje costumbre de colgarlos de las vigas del techo, que se hizo tan popular como divertimento entre mis otros compaeros de juego, los humanos. Tambin me ense a amar la lectura, la placidez del silencio y la tran- quilidad vespertina de los patios. All, en la casa de mi ni- ez, flanqueados por un limonero y una acacia jugbamos a las escondidas y l siempre ganaba. Mis padres observaban estos juegos con la condescendencia propia del adulto que ignora las verdades del mundo y ve en el nio al ignorante. Juzgaban aquello como veleidades infantiles, o como anun- cios de una tierna quimera. A Severito esto siempre le daba risa y dejaba con frecuencia la casa a oscuras. Que era vieja, que el inservible alambrado elctrico, que las filtraciones cuando la lluvia, que los inventos de mi to El Negro me- tindose a fontanero y electricista, que la noche, que el da, que la luna, que el agua, que el paso de las horas y el silen- cio, que las garras de los gatos, que los fantasmas. Eso intentaba explicar yo a mis cinco aos de edad. Pre- tenda hacerles entender la causa de los constantes apagones y de mi extrema alegra, y por qu uno y otro hecho estaban re- lacionados, pero ellos continuaban con la lluvia, con lo viejo, con mi to, con la luna. Una de aquellas tardes, ms bien ya cercana la hora de la noche, los ms adultos, los otros nios de siete, ocho, diez y once aos, inauguraron la costumbre de encender fogatas en el patio para reunirse alrededor de stas e iniciar rondas de 8
  11. 11. cuentos fantsticos. Hablaban de fantasmas, por supuesto, y yo los escuchaba, impresionado, atnito, sin entender muy bien a qu se referan. Qu era aquello de calaveras ruido- sas, de cadenas arrastradas por los pisos, de histricas y ma- cabras risas, de lvidas y flotantes figuras, de cuerpos atravesados por sangrantes cuchillos, de mujeres de cabello hirsuto devoradoras de nios, de locas ancianas volando en escobas? Y Severito, que nunca me desamparaba, era inca- paz de contener la risa, y entonces se abra alguna puerta, estallaba alguna bombilla, o dejaba de funcionar la licuado- ra donde nuestra abuela preparaba solcita un delicioso Ce- relac con hielo picado, para calmar nuestra sed y hacernos crecer fuertes y sanos. En ese momento se haca presente la sospecha, todos en- mudecan, se observaban con ojos gigantescos y a la primera palabra, temblorosa y parca, salan despavoridos a ocultarse bajo las camas o en los rincones.Yo, contagiado por aquella reaccin, culminaba mi carrera entre las piernas de mi ma- dre, buscando con desespero su regazo. Entonces Severito desapareca, tambin espantado por el miedo. Aquellas horas al borde de las fogatas se hicieron parte del divertimento cotidiano de los ms adultos. Un da, o me- jor, una tarde ya al borde de la noche, se sum al convite nuestro vecino de junto, el hijo del italiano avaro y dueo de aquella carnicera que bien pudo llamarse Sicilia, pero cu- yo nombre en verdad no recuerdo. Desde all, desde aquel recinto de la carne muerta, de los animales degollados, del estupor por la sangre y las vsceras colgantes, que a m me espantaba ms que los cuentos de fantasmas, lleg aquel ni- o con la historia de los gatos negros, los mensajeros del diablo, los responsables de la mayor mala suerte del hombre, los que por las noches invadan las habitaciones oscuras, con sigilo, con furtiva presencia y perversa intencin, para tre- parse a las camas y de un zarpazo hacer aicos la garganta del durmiente.Y no era una simple historia, l los haba visto. 9
  12. 12. Lo haban hecho con su abuela y con su hermana, a las que nunca conocimos porque un gato negro se las haba llevado, all en tierra italiana. Y l, adems, poda demostrarlo, por- que tena uno en su poder, sometido a su dominio, vencido, y deba ensernoslo. Hacia all fuimos todos, con el corazn en la garganta y las manos crispadas. Nos condujo al callejn de la carnicera. Al llegar, apart unas cajas de plstico en cuyo fondo revolo- teaban algunas moscas, sobre lo que supuse era una reciente mancha de sangre. Luego encendi una bombilla, pequea, dbil, cmplice, y seal hacia el techo, hacia una de sus vi- gas. De inmediato, al trmino del grito de espanto de los ms adultos, comenz el temblor. Nunca ms supe de Severito y dej de asistir a aquellos convites vespertinos. Adems, desde aquel da la lluvia se hi- zo parte de las horas nocturnas, de los ruidos de la casa, de la quejumbre antigua, de los nuevos apagones, del rechinar de las puertas. Tampoco volv a jugar a las escondidas, porque los otros, mis compaeros humanos, resultaban demasiado fciles de encontrar. Opt tambin por el silencio y la escasa risa, por la contemplacin de los rboles del patio, por una temprana aoranza. A cambio, la casa se libr de los gatos, pudo conservar intactos los muebles, olorosos a lavanda los pisos y los rincones, y mi to, El Negro, logr por fin reparar el cableado elctrico. Al tiempo, ya en la precoz adolescencia record por una vez a Severito y una de sus ltimas revelaciones: por la noche no hay mejor compaero que un gato, porque ellos, como los fantasmas, se resguardan en la sombra para vigilar en silencio a los seres que aman. 10
  13. 13. El to Nerio El to Nerio fue un hombre diferente y no por su dificultad pa- ra articular un discurso comprensible, sino pese a ello. Sometido a la burla y al desdn de quienes por tener la capaci- dad del habla intacta se creyeron especiales, el to Nerio vivi al margen de necios compromisos, de ambiguas y siempre in- teresadas manifestaciones de afecto, y de indigestos pleitos de familia. Ms an, estoy seguro de que el to Nerio muri feliz, sometido slo a una culpa, la de no haber tenido el temple necesario para levantarse en armas y en soberana ira contra quienes nunca lo dejaron en paz. Ahora debe ser un maestro de ceremonias all en el cielo, porque all, entre los ngeles, no se necesita de tanto lenguaje hueco para apren- der a amar y sonrer. Yo recuerdo al to Nerio viniendo a buscarnos cada tarde a casa de nuestros abuelos para llevarnos a recorrer un periplo delicioso y radiante. Mi hermana, asida a su mano izquierda, y yo a su derecha, caminbamos confiados en el tino y la hu- milde sabidura de aquel pariente que apenas poda articular palabras, porque sabamos que, guiados por l, llegaramos a los predios de Ludovino y sus cepillados de zapote, para lue- go, apenas una hora despus, abordar las sillas altas del quiosco de arepas de Pipo y hartarnos de tumbarranchos. Era aquella nuestra rutina favorita, aventura gastronmica inolvidable. Quizs alguna vez nos desviamos a un parque de diversiones, o hacia la carpa rada de algn viejo circo. Quizs 11
  14. 14. fuimos testigos de la forma en que el to Nerio se comunicaba con los animales y de cmo stos lo observaban, cuan largo, moreno y delgaducho era, con cierta sorpresa al principio y ya luego con sereno placer. Puede ser que en alguna ocasin lo confundieran con uno de los tres bufones de narices rojas y ojos estrellados y comenzaran a darle de bofetadas, a lo que l habra respondido con una perorata indescifrable y estrafalaria, es decir, con un acto circense digno de maravillas que hara desternillar de risa al pblico asistente; en especial a los nios, pasmados de afecto por aquel hombre cmico y extrao. Tal vez todo esto haya sido posible, pero en mi memoria prevalece la jugosa y dulce textura del zapote y la abundancia harinosa y condimentada de la arepa tumbarrancho, y se me hace la boca agua cada vez que lo recuerdo, y no me bastan tantos aos de ausencia para agradecrselo. A mi to Nerio le decan turuleco porque no lograban en- tenderlo, pero yo, que lo nico que hice fue prestar atencin a sus palabras, sostuve conversaciones sencillas con l, co- mo aquella en la que me explic, una vez que fuimos a la playa con toda la familia, por qu los cangrejos se entierran en la arena cuando llega a la orilla la marea. De mis charlas con el to Nerio no guardo revelaciones ni secretos, slo fantasas y risas, momentos gratos, extensos silencios y un paciente ejercicio de entendimiento. El to Nerio, lo supe ya de adulto, tuvo un accidente cuando nio. Parece que una noche, o una tarde el tiempo exacto no lo tengo claro, cay de la hamaca donde dor- ma y recibi un fuerte golpe en la cabeza. Desde entonces perdi la facultad de articular palabras con soltura y el habla se le fue haciendo una poco clara lenguarada. Es decir, el to Nerio fue algo as como una Babel de un solo idioma, y yo me dediqu a la gustosa tarea de ser su intrprete. Lo fui ante mi hermana, que entenda a ratos sus pala- bras. Tambin ante mis otros tos, que no hacan demasiado por escucharlo. Hice otro tanto ante mis abuelos, que lo ob- 12
  15. 15. servaban con triste misericordia. Con mi hermano poco pu- de hacer, porque l era de poco hablar y se tema ms bien que algo del to Nerio se le hubiese contagiado. Con mi ma- dre tuve menos trabajo, porque ella sola tomarse con sano buen humor la dificultad para entenderlo y terminaba por enfrascarse con l en unas conversaciones extravagantes y despreocupadas. Y mi padre, pues simplemente se tumbaba a la bartola y lo dejaba hacer. Creo que gracias a esta actitud de mi padre su hermano mayor, el to Nerio fue un hombre completo. Un ciudadano con cdula de identidad y hasta trabajo para ganarse la vida. Una vez supe que haba sido portero en una discoteca y aunque no poda imaginar a aquel hombre embebido en una discusin con alguna atrevi- da chica o con un gan que quisieran pasarse de listos y colarse en la fiesta, me sent orgulloso. El to Nerio no men- digaba el dinero con que nos ofreca helados y tardes de risa. Quizs alguna vez mi padre lo ayud con algo de efec- tivo, pero en general el to Nerio ganaba su pan y su presti- gio ante mis ojos por su propio medio y a pesar, o gracias ms bien, a no tener una lengua presta para la splica. Creo que al to Nerio podra describrsele mejor como un personaje sacado de las viejas pelculas de Tintn; algo as como el tan ansiado hombre que fumando esperaba la flaca Vitola y que nunca lleg por ocuparse en pasear sobrinos a las cuatro de la tarde. Adems, al to Nerio le encantaba Tintn, usaba mostacho al estilo Jorge Negrete y fumaba co- mo charro mexicano. Quizs haya sido por estas caractersti- cas que en una ocasin lo confundieron con un actor azteca y lo abordaron con histrico desespero para pedirle autgra- fos. El to Nerio simplemente se dedic a firmar cuanto pape- lito colocaban en sus manos, y ya para despedirse larg una perorata que dej lvidas a aquellas impertinentes y distradas fanticas.Y es que al to Nerio vivan confundindolo con pa- yasos, actores de cine o vendedores de helados. Ludovino, por ejemplo, quera contratarlo para que le vendiera de puerta 13
  16. 16. en puerta sus ricos cepillados de zapote, pero el to Nerio, que slo trabajaba de noche porque en las maanas dorma a pierna tendida y por las tardes se dedicaba a pasear a sus sobrinos, se neg de manera rotunda. Adems, a l tambin le gustaba el zapote y corra el riesgo de terminar comin- doselos todos. Hoy, a tantos aos de su ausencia, slo puedo recordar momentos gratos con el to Nerio y agradecer de igual for- ma que mis padres me dejaran recorrer aquellos deliciosos y frescos caminos infantiles asido a la mano derecha de aquel hombre singular, con quien algn da espero encontrarme de nuevo para terminar de hablar sobre los cangrejos y el agua de la playa que moja nuestros pies, mientras saboreamos un dulce y cremoso cepillado de zapote que l me habr lleva- do a comprar, de seguro, en el viejo negocio de Ludovino. 14
  17. 17. Trazando el diamante Tumbaron los rboles y limpiaron el patio. Lo dejaron tan li- so y claro que no hubo forma de imaginar otra cosa: era el campo perfecto, el mejor terreno para jugar bisbol. Ese mismo da buscamos cal, perforamos el fondo de una lata de leche vaca, cortamos a la mitad un palo de escoba, hicimos un agujero del dimetro justo del palo en la tapa de la lata, llenamos la lata de cal, introdujimos el medio palo por el agujero de la tapa y con un par de clavos nos aseguramos de prensarlo, tapamos la lata y la cruzamos de un extremo a otro del tope con varias tiras de cinta adhesiva negra. Estbamos listos, ya podamos trazar el diamante. Pero faltaban las reglas; antes de cualquier trazado tena que haber reglas claras porque el espacio, si bien era amplio, no bastaba para sustituir un verdadero campo de juego. Lo ms complicado fue decidir hacia qu lado quedara el ho- me, es decir, el cajn de bateo. Si lo ubicbamos orientado de la casa hacia el fondo del patio, correramos el riesgo de perder muchas pelotas, puesto que la vecina del fondo era una vieja huraa, amargada, peleona. Y adems, criaba al perro ms detestable y fiero de la comarca. Si, por el contrario, ubicbamos el cajn del fondo del patio hacia la casa, tendramos que cuidarnos de un par de ventanas que, desafiantes de nuestro anhelo, cumplan la labor de airear la cocina y el ltimo dormitorio de aquel largo casern de sie- te habitaciones. Pero este reto, y el de considerar como home run a toda pelota que pasara por encima del techo de la casa, 15
  18. 18. ubicada ya sobre un terrapln que se levantaba casi cincuenta centmentro sobre el nivel del patio, fueron razones suficientes para hacernos tomar esta segunda opcin. Decidido esto, y algunas reglas ms, como la de que toda pelota que saliera del campo por sobre alguna de las bardas laterales del patio en realidad, simples muros de bahare- que era considerada out, y la de que cualquier batazo que diera de lleno en los tres metros de terrapln forrado de ce- mento que haca de divisor entre la puerta del fondo de la casa y el patio, era considerado como extrabase o tubey, como solamos pronunciarlo en aquella poca, para acoger- nos a la grafa original, two base, trazamos el diamante. El campo era algunos metros ms largo y ancho que el antiguo casern. De la puerta del fondo al muro que lindaba con la casa posterior, haba espacio suficiente para levantar otra edificacin de siete habitaciones, y aun aadir dos o tres aposentos ms y un pequeo solar. Por los lados, se pro- longaba hacia la casa en dos largos pero dbiles brazos, que la envolvan hasta entrelazarse hacia el frente en un por- che. Eran dos estrechos callejones, que tomaron al tiempo la categora de franjas donde, al caer la pelota, se decretaba otro tipo de extrabase, el tribey. Aunque no era con toda propiedad un campo de bisbol, aquel patio llano y desbrozado resultaba suficiente para unos nios de entre siete y diez aos. Era como una especie de campo de fogueo, y all desarrollbamos nuestro particu- lar summer training, nuestra propia y maravillosa temporada de verano, tratando de emular a los grandes que veamos por la tele. Mi hermano, mucho ms diestro que yo y en ver- dad ms gil y valiente para enfrentar la endiablada veloci- dad de la pelota, imit siempre las argucias y maromas de Concepcin, el gran capitn de Cincinnatti, la eterna e in- vencible maquinaria roja. Pancho Pez, nuestro vecino de junto, de mayor edad y ms fuerte contextura que el resto, se desvelaba por imitar la potencia y los records del imbati- 16
  19. 19. ble Reggie Jackson y juro que, al verlo por primera vez sacar la pelota por encima del techo del casern, dej de considerar a Jackson como imbatible. Y yo, que rea en- tre una sincera admiracin por la eficacia y galanura de los Rojos, y un maravillado asombro por la mtica y abrumante presencia de los Piratas, termin por imitar a Tekulve. Jams olvidar cmo cada pitcher de aquel legendario equi- po mostraba las consecuencias de su destreza a todo el que osa- ra desafiarlo: al frente de su gorra brillaba una estrella plateada por cada una de sus victorias. Este recurso slo lo haba visto emplear a aquellos eficaces pilotos norteamericanos que duran- te la Segunda Guerra Mundial mermaron, metralla a metralla, a los temibles ceros japoneses. Este recurso era, hasta enton- ces, y segn vi en la teleserie que los hizo populares, potestad absoluta de los felinos del aire, los terriblesTigresVoladores.Y eso era para m, entonces, el gran Kent Tekulve, el hombre que lanzaba la pelota por debajo del brazo con una velocidad pas- mosa: una especie de Tigre Volador, un miembro de aquel irre- ductible escuadrn de pilotos voluntarios, y su gorra era como el flanco frontal de cualquiera de sus Mustang P-51: la muestra ms elocuente de su temible eficacia. Hoy no recuerdo cuntas estrellas acumulTekulve, lo cier- to es que si bien mi hermano lleg a encaminarse por la ruta de Concepcin al participar en dos campeonatos nacionales de bisbol y uno latinoamericano, y obtener el galardn de mejor roba bases en el primero de ellos, y Pancho Pez lleg hasta la categora junior desbaratando pelotas a batazo limpio, yo no alcanc ms all de la categora infantil, resignado a ser una especie de utility, que, en verdad, no serva para mucho.Y to- do esto porque la constante forja de maromas y aspavientos sobre aquel artesanal campo de bisbol, as como la devocin que demostramos al presentarnos puntuales cada dos tardes para iniciar el juego, terminaron por convencer a nuestros pa- dres de inscribirnos en un equipo verdadero; es decir, con to- das las de la ley y la singular parafernalia del caso. As fue 17
  20. 20. como obtuvimos nuestro primer, y en mi caso nico, unifor- me de beisbolista: sudadera rojiblanca, spikes Frazzani, guantes Tamanaco, pantalones a la altura del tobillo con lis- tas rojas y una hermosa chamarra donde poda leerse el gla- moroso nombre de Perfumera Flor de Pars. El resto fue una historia extraa, porque a pesar de nuestra reciente inauguracin en un verdadero equipo de bisbol desde donde, adems, se nos brindaba la posibilidad de ejer- citar otra verdad: la de desplazarnos al certero ataque de una Spalding, entre los linderos de un diamante trazado con exac- titud profesional, nunca dejamos de asistir puntualmente a nuestro patio libre de rboles y torpemente desbrozado. Y as fue tambin como empezamos el juego de una doble vida, que nos fue absorbiendo el tiempo, el apetito y todo asombro infantil, hasta llegar a colmarnos entre la risa y el hasto. Jugar en el patio del casern, armados de una pelota ar- tesanal un pequeo envase de cartn relleno con una piedra redonda, al que hacamos un ovillo a fuerza de cinta adhesiva negra, los guantes que nuestros tos haban empleado en su poca de pretendidos beisbolistas, el improvisado trazador de cal, y las reglas, nuestras propias reglas para el tubey, el tribey y el jonrn, era una aventura fantstica, libre de ataduras pro- fesionales, de normas absurdas como las de iniciar un preca- lentamiento de dos horas antes del partido, de llevar un uniforme pulcro y bien arreglado, de no permitir groseras en el campo, y sobre todo la ms absurda de todas, de jugar con- tra un equipo contrario.All, en el patio de la casa, nadie era del equipo contrario, pues todos ramos amigos y vecinos, contertulios de las rondas nocturnas para cuentos de fantasmas y adoradores de los mismos bigleaguers. Nos dividamos, eso s. Haba que hacerlo para conformar dos bandos, y por su- puesto que uno siempre deseaba ganar el partido, pero al final, ganara quien ganara, todos terminbamos compartiendo las mismas botellas familiares de Coca-Cola, los mismos chistes y las mismas risas. En aquel patio, en aquellos juegos, slo ha- 18
  21. 21. 19 ba un rival al que vencer, el perro de la vecina del fondo, quien se haca dueo y seor, con toda la fiereza de su raza, de cuanta pelota era mandada de foul hacia atrs. As fue la rutina de aquellos tiempos. Si por las maanas emprendamos el camino al campo real y dedicbamos dos horas a un arduo y sofisticado entrenamiento deportivo, pa- ra emplearlo cada fin de semana en tratar de vencer al equi- po contrario, por las tardes, apenas concluido el reposo del almuerzo, corramos al patio para iniciar el verdadero juego, trazando siempre el diamante con el rstico y artesanal tra- zador de cal, a pesar de la inquebrantable tozudez de nues- tros padres, quienes lucharon por imponer una regla que nosotros nunca contemplamos, porque estaban hartos ya de tanta ventana rota.
  22. 22. Rafailito Rafailito era el borracho de la cuadra. Viva tras los predios del antiguo cine Alczar, en una casucha que ola siempre a alcanfor y cuero viejo. En verdad poda decirse que el aroma no provena de los rincones o de los muebles, sino de la pro- pia piel de su madre, una anciana con gesto de espanto per- manente, devota y terca. Dado aquello, nunca pude saber si el alcoholismo de Rafailito era la causa de la mala vida de aque- lla mujer, o si por el contrario, la mala vida de la mujer era la causa del alcoholismo de Rafailito. Cuando lo conoc era ya un hombre de treinta aos y deca estar enamorado de mi ta Ailsa, y lo que s no creo es que el desaire de ella fuera la cau- sa de su mal, porque ya Rafailito cargaba con el gusto por la bebida en el tiempo que comenz a aparecer en nuestra casa. Con l se entenda bien el to Alirio, hombre de rondas y jugadas de naipes, de hipdromos y esquinas de apuestas, buen afilador de espuelas y mejor contertulio de reideros. Quizs el conocimiento y manejo de aquel mundo, de su lenguaje y sus cuitas, le otorgaban el temple necesario para tratar a aquel borracho con cierta condescendencia y fami- liaridad. Yo no s si fue Rafailito quien le puso el apodo de El Ciego, o si ya l lo ostentaba para entonces, pero lo cierto es que nunca o pronunciar aquel mote con mayor n- fasis en las slabas, lo que era ya mucho lograr para un hom- bre que viva con la lengua adormecida por el alcohol. En aquella condicin Rafailito era una especie de susto ambulante, o algo as como un portador de las siete plagas 21
  23. 23. de Egipto, porque cuando asomaba su cara salvo el to Alirio el resto de la gente pona pies en polvorosa y lo de- jaba solo, o bien con cualquiera que por esa especie de ver- genza o de sentido de humanidad que an no ha terminado de extinguirse en algunas almas, se quedara en el lugar para escucharlo. Rafailito emprenda entonces una extensa mon- serga al final de la que, invariablemente, solicitaba algo de dinero para ayudar en la casa o para comprar cigarrillos, que al cabo resultaba el mismo fin. La historia de Rafailito nunca pude conocerla bien, por- que l contaba siempre algo distinto, pero yo intua la au- sencia de un padre, o peor an, la presencia de uno en peores condiciones que l. De igual forma sospech un ca- rcter castrador y obtuso en la figura materna y el rechazo despectivo de los hermanos, si es que los haba. Creo que por estas virtuales circunstancias, Rafailito no se me hizo una plaga como a los dems y pronto dej de causarme es- panto o fastidio para convertirse en un personaje curioso y amigable. Y es que tambin supuse una tremenda soledad a su alrededor y la bsqueda desesperada de afecto, de ese ca- rio simple y sereno que nunca obtuvo de la familia, y en- tonces lo sent como una especie de pariente lejano y solitario que llegaba con ansias de ternura y libertad. Por ello establec una connivencia tcita con el to Alirio. El asunto era simple: si el to Alirio era capaz de com- prender a aquel personaje triste, yo deba aprender lo mismo que l para hacerme de su temple. As comenc a seguirlo en todas sus andanzas y a mis escasos nueve aos afil es- puelas de gallo, llen formularios del cinco y seis, apost en las esquinas a ganador, arm quinielas con el bisbol de grandes ligas y me dediqu a observar la tcnica de entrena- miento de los ms oscuros y fruncidos boxeadores de la cuadra de mi abuelo, y al trmino de todo esto corra al por- che de la casa, siempre a las seis de la tarde, para esperar la aparicin de Rafailito, anclado a la vera del to Alirio. 22
  24. 24. Entonces, cuando Rafailito asomaba su tambaleante pre- sencia por las esquinas del Alczar, yo me imaginaba esme- rilando las espuelas de un marote con gesto recio y sereno, dispuesto a la conversa. Y en silencio con ese silencio propio de los iniciados me converta en testigo de aquella indiscreta y etlica alternancia: revelacin de asuntos fami- liares, penas, dolores, demandas y necesidades, entre el llan- to y la rabia, para concluir con la invariable splica de dinero. De este lado, El Ciego, con mejor vista que nunca y cual franco esclarecido por extraas divinidades, procuraba dar algn consejo, reprender algunos puntos, apoyar otros y, si caba, obsequiar algunas monedas para la compra de los cigarrillos. La imagen final del encuentro era, como el the end de un filme polaco de la posguerra, un borrachito de gesto conforme que se iba entre silbos y tambaleos camino al horizonte, mientras un endeble chiquillo lo observaba con cara de maravilla. No costaba mucho imaginar aquello como una produc- cin cinematogrfica. Bastaban dos actores, un buen direc- tor y algo de paciencia, y al dar el consabido grito de luces!, cmara!, !accin! comenzar a rodar la pelcula como todo un profesional. Esto pensaba al encontrarme frente a aquellos dos personajes, el borracho impertinente y el paciente to que lo escucha, aconseja y reprende, para acabar, de todas formas, cumplindole alguno de sus capri- chos de ebrio irredimible. Y como Rafailito siempre emer- ga en una especie de dolly in de los predios ocultos tras la estructura del viejo cine Alczar, pues me vena al dedillo tamaa quimera, que lograba armonizar con las escenas pre- vias del nio dado a menesteres de adulto. Lstima que yo slo fuera eso, un chiquillo de nueve aos de edad y no un gran director de cine, y que al Alczar me lo describieran siempre como un lugar de en- tretenimiento exclusivo para mayores. Lstima tambin que nos mudamos de casa, de escenario y de personajes. 23
  25. 25. Todo esto me llev a olvidar los viejos guiones y a darme a la tarea de redactar unos nuevos. As se me fueron desdibujando los primeros personajes: la vieja casa de los abuelos, la larga y ruidosa avenida La Limpia, los marotes de cresta colorida, el cine Alczar con su puerta en arco, Aracelys y el primer be- so a escondidas en un callejn, Pantera, el malandro inasible y siempre enamorado de mi ta menor, y Rafailito, el borra- cho de la cuadra, de quien hoy no s absolutamente nada y al que ni siquiera pude brindarle un happy end. 24
  26. 26. 25 Un Peacemaker a la cintura Todo cambi con la llegada del primer hombre a la casa, a nuestra nueva casa. Creo que tendramos apenas un ao de establecidos y yo deambulaba entre los gratos recuerdos del viejo casern de los abuelos, donde viva una aventura gti- ca cada noche, al tener que cruzar el largo y penumbroso pasillo que comunicaba nuestro dormitorio con la cocina. Cada cruce era una victoria de la valenta e insuflaba mi nimo para otra prxima tentativa, para otro desafo al sorti- legio de la noche, de sus sombras, de sus ruidos siempre es- pectrales, pero sobre todo, de lo que en mi imaginacin infantil haban hecho nacer las historias de los mayores: que si a dos casas de la nuestra habitaba una Sayona, que si en la carnicera vecina destazaban gatos negros por las noches, que si los aullidos de los perros alertaban el paso de demo- nios sedientos de almas inocentes, que si los callejones que bordeaban el casern eran el lugar perfecto para las embos- cadas espectrales, que si no se dorma temprano el riesgo de confrontar a uno de estos aparecidos era mayor, que la no- che, la larga y cerrada noche, era slo potestad de estos se- ores y, por supuesto, de los adultos que ya llevaban varios aos trajinndolos y podan entenderse mejor con ellos. Frente a esto, estaba la tarea de adaptarme a la rida y di- minuta dimensin del nuevo hogar. No haba all un solo pasi- llo que trasponer, ni algn espectro al cual birlarle la intencin del miedo. Era este un nuevo barrio, con nueva gente, nuevas
  27. 27. costumbres y otros desafos. El peligro estaba afuera, en las calles, entre las estrechas veredas que entrecruzaban la ur- banizacin, para convertirla en una especie de laberinto donde pululaban un millar de Minotauros. Y para entonces yo an no conoca al buen Teseo ni a la hermosa Ariadna. En la tarea de observar la calle, a la gente, de adaptarme a las nuevas costumbres, al nuevo lenguaje, a los nuevos compaeros de escuela, se me iba el tiempo y la nostalgia. Por las noches me levantaba semidormido buscando el viejo y sombro pasillo de los abuelos, y despertaba del todo con un ligero sobresalto al encontrarme en la cocina luego de tan slo algunos pocos pasos. El asunto comenz a complicarse cuando se mezclaron las dudas y los miedos con las nuevas historias: por all no pululaban espectros, sino hombres de carne y hueso, tor- vos, malintencionados, dispuestos al uso del pual y la ma- ledicencia. Ladrones, malandros, marihuaneros, guapos de barrio, tozudos borrachines, gente de verdad, seres huma- nos sombros y terribles, de esos que asustan al ms espe- luznante de los demonios.Y todo en mitad de aquel espacio que, definitivamente, no serva como fortaleza. En la casa de los abuelos la trama era distinta, haba tanto lugar donde esconderse, tanto recoveco donde obtener cobertura, tanta distancia para poner de por medio, que uno poda desafiar y burlarse de los demonios y luego correr para perderlos, u ocultarse para confundirlos, o sencillamente cerrarles una puerta en las narices con suficiente tiempo. Pero all, en la nueva casa, las distancias eran tan cortas que los rboles del patio, frondosos, oscuros y desafiantes por las noches, po- dan llegar hasta las puertas de nuestras habitaciones con muy poco esfuerzo, y a cualquiera que saltara el bahareque del patio le bastaban dos zancadas para llegar a la puerta de la cocina. El asunto era, en verdad, mucho ms aterrador y peligroso; era simplemente ms real. Pero como he dicho, todo cambi con la llegada del pri- mer hombre que me ense a desafiar nuevamente el mie- 26
  28. 28. do. Lo conoc una tarde, despus de que mi padre termin con l para irse a tomar su acostumbrada siesta. Era alto, co- mo de un metro ochenta, delgado, de piernas largas y cade- ras estrechas. En su mirada poda adivinarse el talante del mar: profundo, sereno, pero dispuesto a estallar con una fu- ria devastadora en cualquier momento. En el entrecejo se le adivinaba una voluntad incontenible, y en sus manos, de de- dos largos y callosos, los muchos aos de dura faena, que seguramente le haban servido para desarrollar la discreta musculatura que moldeaba la estrechez de su camisa. Pas a mi lado y apenas hizo un gesto de saludo con la cabeza. Not que no deba tener ms de veinticinco aos, a pesar de lo curtido de la piel y del gesto de dureza en el semblante. Sin ms protocolo se recost en la barra y pidi un whisky, luego mir alrededor, como midiendo las distancias, y una vez que pareci tenerlo todo cubierto, volvi al trago con una calma tal, que se dira ya dueo y seor de todo cuanto all pudiera acontecer. Fue entonces, al levantar su pie para dejarlo descansar en el pescante inferior de la barra, cuando vi la fornitura; de ella colgaba, como adormecida por un lar- go e incmodo silencio, la pesadez de un Colt 45. Aquel hombre se llamaba John Howard y vena dispues- to a vengar la muerte de su padre, un viejo pistolero que le haba enseado el perfecto uso de las armas. Como l, co- noc a muchos. Arrojados, sinceros, desafiantes de la dure- za y del miedo, nobles en el fondo, discretos, serenos, y letales con el revlver y con los puos. Me ensearon que lo importante era la confianza en uno mismo, nico don que permite conservar la serenidad y armarse de la pacien- cia necesaria para saber apreciar todo oportuno momento. Todos llegaron de la mano de mi padre, afanoso lector de Marcial LaFuente Estefana. Nunca antes los haba visto, ni me haban hablado de ellos, o tal vez no me haba percatado de su existencia, entretenido como andaba entre pasillos y fantasmas. Los conoc all, en la nueva casa. Llegaron para 27
  29. 29. instalarse en mis tardes como exquisitos convidados a una nueva tertulia, a un nuevo y maravilloso misterio, el de la lec- tura, que logr desafiar a los ms agresivos espectros de la no- che y de mi an preadolescente imaginacin. Ya no hubo demonios que pudieran abrumarme, ni malandros que motiva- ran el miedo por las noches; tampoco historias que superaran a aquellas que contaba LaFuente. Desde entonces, siempre an- duve acompaado por uno de ellos, por John Howard o cual- quiera de sus hermanos, o por uno de los ceudos marshalls de Abilene, o por un ranger con estrella de cinco puntas en el pecho y un Peacemaker calibre 45 al cinto. Lo dems fue puro hechizo y gallarda, el inicio de otro nuevo mundo: la apasionante lectura de novelas de vaque- ros, la refundacin silenciosa, sutil, pausada y eficaz, de un nuevo talante y de un destino distinto, terrible y seguro. Hoy, despus de tanta tarde entre libros del oeste, deseando la belleza sublime de tanta miss Hurt y el rido propsito re- fundador de tanta Abilene desesperada, puedo comprender que desde entonces, cada vez que escribo, me cuelgo mi Peacemaker a la cintura. 28
  30. 30. Dostoievski sobre la cama de un boxeador Siempre ramos dos en el convite y tambin en el combate, y siempre dbamos la vuelta a nuestra historia para quedar a ma- no con el resto. As fue durante aquella poca en que descubri- mos a Dostoievski sobre la cama de un boxeador. Venamos de la travesura y hacia la travesura bamos, para entrar y salir de cuando en cuando, y no sin un primigenio azoro, de la malicia de los cantos que llaman poesa y la audacia perspicaz de la prosa narrativa. A estas alturas slo recuerdo el apellido de aquel pgil y, sin duda, su nacionalidad: Mendoza era natural de Colombia, hablaba con acento cachaco y tena una sonrisa fcil, aunque detrs de sta se adivinaba una gran pena. l per- teneca a la cuadra boxstica de mi abuelo, pero en verdad haca ms las veces de pen que de gladiador. Era un mandadero ms que un adversario y creo que, simplemente, no tena muchas ganas de andar lanzando puetazos. Fuerza tena, sin duda, pero no la voluntad de emplearla contra algn competidor porque, segn su lgica de buena gente, no le encontraba sentido a eso de andar aporreando a un semejante para ganarse unos pesos. Pero la miseria de su condicin social y la creciente violencia poltica en su pas lo haban obligado a asumir la condicin de exiliado. Mendoza buscaba refugio, un lugar sereno y tranquilo don- de comenzar de nuevo o, simplemente, donde iniciar la vi- da que tanto aoraba y que su inquebrantable fe le haca creer posible. Era, en suma, un hombre ingenuo. 29
  31. 31. De esa manera se lo coment a Severo y no quiso creer- me, quizs porque poda intuir cosas que estaban fuera de mi alcance o porque simplemente no era de este mundo, y los seres que no son de este mundo, pues no saben bien de las cosas terrenales. Esto tambin se lo dije y se ofendi un poco. Al cabo me respondi que no se trataba de desconoci- miento o de una tozuda actitud de descredo. El asunto era sencillo: Mendoza, el humilde boxeador que no quera lan- zar los puos, tarde o temprano tendra que ceder ante los requerimientos de sus necesidades. Si quera sobrevivir y permanecer en nuestra tierra, no poda andar por all reci- tando pasajes de libros extraos, ni mucho menos enfrentan- do con estos a sus contrincantes. O peleaba o abandonaba el boxeo para retornar vencido por el infortunio, porque nin- gn boxeador, que l supiera, haba noqueado a un adversa- rio con el tormento y la redencin de Raskolnikov. Lo triste era que aquellas lecturas no alcanzaban siquiera a abrirle el camino para un oficio menos peligroso ni humi- llante. No, Mendoza, que pese a saber de memoria los avata- res de la Rusia imperial, o de la Francia monrquica, no haba alcanzado en su patria a obtener ms que el ttulo de secundaria y, adems, no tena en orden sus papeles de inmi- gracin, deba conformarse con la ardua e ingrata tarea de saltar la soga y golpear el saco para, entre lectura y reflexin, entre canto potico y ensoamiento narrativo, subir a un cua- driltero con la preparacin suficiente para reventarle el hga- do a cualquier paisano, antes de que ste se lo reventara a l. Y eso haca Mendoza noche a noche, no golpear, sino leer, porque de hgados y mandbulas deba encargarse, por for- tuna, con no tanta prontitud ni frecuencia. Sus peleas se dis- tanciaban lo suficiente para permitirle una reconfortante consagracin a los libros. Y es que en verdad Mendoza no ganaba, ms bien perda siempre, por lo que mi abuelo ha- ba decidido emplearlo de relleno en espectculos mayores, y aprovecharlo tambin para pen de cuadra. As fue como, 30
  32. 32. en este otro ejercicio, practicado a la luz de una dbil bombi- lla, en un cuartucho dado ms al refugio de las ratas que de los hombres, yo comenc a acompaarlo. Hasta entonces mis lecturas eran pocas y sobre todo llenas de distintas mara- villas, de extraos descubrimientos, de falsas pistas y oscu- ros asesinatos, de desafos a la velocidad de un brazo que extrae un revlver experto en escupir plomo con precisin matemtica.Yo era, sencillamente, y gracias a los gustos y la bondad de mi padre, un afanado lector de Marcial LaFuente, de las historietas de Cosecha Roja, del enigmtico Kalimn y su inseparable amigo Soln, a quien el gran hind nunca ce- saba de recomendarle serenidad y paciencia, esas mismas que intent asumir en el extrao trance al que me impulsaban aquellas nuevas, complicadas y extensas lecturas. Pero estando en esto, cre entender por qu Mendoza no ganaba una pelea. No poda quedar sino agotado y triste des- pus de tan largas y trgicas historias! Leer aquello y habitar aquel maloliente cuartucho, rodeado de implementos disea- dos para el combate, era como bajar al infierno y olvidar el camino de regreso. Fue entonces cuando, en acuerdo con Severo, mi inseparable compaero de aventuras, planeamos darle la vuelta a aquellas historias para colocar a Mendoza mano a mano con el resto. Lo planeamos para una tarde en que l haba ido a cumplir en el gimnasio su acostumbrado entrenamiento boxstico. Severo y yo, sigilosos como serpientes que aguardan el paso de una incauta presa, nos aproximamos a escasos veinte metros de la entrada a la habitacin y, una vez all, encendimos con un fsforo un pedazo de papel peridico. Dispuestos a granjearle una necesaria libertad a Mendoza, observamos nuestros rostros que, iluminados por la flameante luz de aquella improvisada antorcha, semejaban el hiertico rictus de un inquisidor, y ya avanzbamos a nuestro objetivo cuando las altisonantes voces de un grupo de boxeadores que en ese momento llegaban al lu- gar nos obligaron a escapar. Lo que aconteci de inmediato 31
  33. 33. es una historia digna de cualquiera de aquellos libros que Mendoza tuvo a bien legarme a su regreso a Colombia: en mi huida, impulsado por el temor a una espeluznante repri- menda, solt la antorcha sin percatarme de que en ese instan- te cruzaba por encima de una tanquilla de electricidad. No bien haba logrado guarecerme en los predios de una casa vecina cuando una explosin terrible estremeci la distancia, los cimientos de la casa y todo nuestro nimo. La tapa de la tanquilla, que seguramente llevaba tiempo acumulando ga- ses, haba volado hacindose pedazos y uno de ellos hie- rro humeante y retorcido fue a detener su cada sobre el techo de un automvil estacionado a pocos metros del lugar. Las averiguaciones posteriores arrojaron la verdad y una multa que pagaron mis familiares. Severo qued exento de culpa por ser slo un fantasma sin cuerpo ni razn. Mendoza no pudo aguantar la risa y se la pas carcajada tras carcajada el resto de los das que le quedaron en el pas, y como pre- mio a mi atrevimiento, y a lo que consider una gran creati- vidad, me leg su caja de libros, con Dostoievski al frente. Mi padre, al enterarse de mis motivos para tal aventura, decidi cambiar de tctica y en vez de ponerme frente a un pelotn de fusilamiento, me llev a conocer el hielo. 32
  34. 34. 33 El triste temple de los domingos He escuchado decir tanto sobre el triste temple de los domin- gos, que sospecho un acuerdo universal sobre el tema. Pese al esfuerzo de los programadores de televisin, que se han dado a la tarea de calificar a las maanas de domingo como de ale- gre despertar, algo de lejano y laxo se mueve entre sus horas. Algo as como lo que amenaza con revelarnos siempre la letra T, que tanto tanto me gusta: todo toldo tiene tubo tuvo todo tratamiento torpe taciturno trama tarde traicin tan temida tanta tarde de domingo sin accin. Todo domingo es as, len- to, absorto, repetitivo, tardo, tonto, y casi siempre torpe. Todo domingo es cuerpo macilento sobre el aire y la esperanza de una mejor semana. Todo domingo es gula y arrepentimiento. Es, me ha dicho alguien con simpleza de infante, un absoluto tiempo para las iglesias, para el sermn del cura y la limosna, pero yo no puedo creerle, porque tambin existen los circos y dan funcin los domingos. Con ritmo tamborileante, tambin con T en el inicio, los circos que llegaron a la ciudad lo hicieron con trama de do- mingo hacia las cuatro de la tarde. Venan en camiones enor- mes en cuyo costado, con tinta roja, azul y verde, dibujaban su nombre en letras imperiales, bordeadas de elefantes, mo- nos y jirafas. Sobre las tarimas aferradas a la plataforma sie- tecincuenta, lindas muchachas de aspecto siempre frgil y extranjero hacan malabares y venias, mientras tres irreduc- tibles payasos se desternillaban de risa y bofetadas, para de- leite de los ms pequeos, los reyes de la casa, a quienes
  35. 35. traemos trayendo tan trasatlnticamente tremendas maravi- llas del mundo. Todo toldo tiene tubo y las carpas se abran y montaban en lo que demora una tarde en morir, mientras nosotros, aperplejados por el concierto de enanos y gigan- tescos animales que se movan al unsono, como si de una comparsa de feria se tratara, idebamos la forma de conven- cer a nuestros padres para que nos llevaran a conocer aque- llas maravillas. Mis favoritos siempre fueron los magos. Los grandes pres- tidigitadores capaces de cortar en dos a su bella acompaante y de volverla a unir con un simple pase de manos. So mu- chas veces con ser uno de ellos e inventar el mayor acto mgi- co del que se tuviera noticia. Un acto que no consista en desaparecer algo, asunto tan fcil y poco creativo, sino en apa- recer cosas, como un da ms a la semana que se colocara an- tes del domingo para retrasar su llegada. Un jueves ms, por ejemplo, para prolongar mis series favoritas de TV, o las tardes de bisbol en el estadio municipal Alejandro Borges, o las visitas de Aracelis para su acostumbrada noche de muecas con mi hermana. Luego de los magos estaban los equilibristas, arriesgando su vida sobre la cuerda floja a no s cuntos inmensos me- tros del suelo. El primer da que vi esta maravilla quise unir ambas especialidades en un solo acto: un mago que mien- tras avanzara en difcil equilibrio sobre la cuerda, sin malla debajo, hiciera aparecer centauros y sirenas sobre las gra- das, donde el pblico expectante morira de asombro. Luego habra que sacarlos y reponer la taquilla, porque el espec- tculo debe continuar. Los circos llegaban siempre los domingos y hacan fun- ciones de gala con costo preferencial para los nios. Se que- daban tres o cuatro semanas y partan, tambin en domingo, para ausentarse por largos meses. Yo no recuerdo haber ido sino a dos funciones en compaa de algn to o una ta a quien no le gustaban los payasos, y en eso estbamos de 34
  36. 36. acuerdo, pues ninguna gracia encontraba en eso de humi- llarse para deleite de otros y no poda comprender cmo el pblico en vez de orientarlos para que dejaran de cometer tanta torpeza, aupaba y se rea de su desfachatez. Mayor desconcierto me produjo descubrir a algunos nios en el afn de imitarlos, colocndose narices falsas, estrambticas pelucas y dndose bofetadas. Era, sin duda, ese morbo tan humano que impulsa a la gente a continuar imitndolos en esos programas televisivos que llaman reality shows, o en aquellos de variedades al estilo Don Francisco, versiones modernas, pero nada creativas, de los circos antiguos. El equilibrio sobre la cuerda floja era un acto preciso y valiente. El del prestidigitador, sereno y mgico. Ambos de- ban estar unidos para bien de aquel mundo de maravillas que se engendraba tarde a tarde bajo las carpas, y as lo pro- puse a algunos compaeros de juego, que no se entusiasma- ron mucho con la idea y me consideraron algo loco. A los dueos del circo jams pude conocerlos; tal vez si hubiese hablado con ellos hoy da, ese impresionante espectculo llevara mi nombre, o por lo menos habra alguna carpa don- de se hablara de m. Pero el circo se fue; levant sus tendales un domingo y dej la tierra de nuevo yerma, triste, macilen- ta y terrible bajo el calcinante sol del medioda. A m no me qued ms remedio que guardarme las ideas en compaa de algn que otro interesante partido de bisbol por TV y el ladrido de los perros en el fondo del patio, para continuar padeciendo las maanas taciturnas de ese da que a capri- cho, o por mala traduccin del hebreo, hemos confundido siempre con el ltimo cuando en verdad es el primero. Ya de adulto he vuelto a presenciar la llegada de algn circo a la ciudad. Entran con igual parafernalia, aunque aho- ra anuncian sus maravillas mediante megfonos incorpora- dos en los techos de los camiones y sobre sus plataformas sietecincuenta danzan y se contorsionan grupos de chicas de ojos rasgados y rostro hiertico. Hace tiempo que variaron 35
  37. 37. la oferta, ahora son grandes felinos, gordos elefantes, ele- gantes magos y familias enteras de equilibristas y danzari- nes quienes ofrecen el entretenimiento central. Se quedan hasta dos y tres meses, cobran sumas elevadas por entrada y taquilla, y las mejores funciones las ofrecen durante la se- mana. Para los domingos slo han quedado algunos viejos y tristes payasos bajo tanto toldo ya sin tubo. 36
  38. 38. Entre el plstico y la plvora Uno de los juegos preferidos de mi infancia fue el de la esce- nificacin de grandes batallas. Confrontaciones devastadoras entre ejrcitos verdes, rojos y azules, entre unidades motori- zadas del desierto y divisiones panzer, entre infantes de ma- rina y comandos de la SS, especialmente planificadas para iniciarse en diciembre, por ser la fecha en que podamos pro- veernos de suficientes pertrechos blicos. Misiles, dinamita, descargas de obuses, seales luminosas para guiar a las tro- pas en las incursiones nocturnas, todo poda comprarse en cualquier quincalla de esquina, bajo la excusa de estar adqui- riendo fuegos artificiales con que animar las festividades de- cembrinas. As proveamos nuestro arsenal y preparbamos el campo para la guerra. Yo sola resguardarme tras una im- provisada Lnea Maginot, mientras mi vecino de junto, con- vertido entonces en el comandante de una temible divisin de panzers alemanes, avanzaba lanzando a diestra y siniestra triquitraques, recmaras y tumbarranchos. Mi estrategia era siempre aguardar su acercamiento, aun a riesgo de perder algunos buenos soldaditos de plstico en el trance, porque una vez que lo tena a tiro de fusil, ordenaba fuego a discre- cin, lanzando primero una descarga de silbadores, petardos locos que producan un silbo infernal capaz de quebrar el nimo de los ms impertrritos agentes de inteligencia de la Gestapo; luego, tras iluminar con algunas bengalas el terre- no, empleaba el arma secreta: misiles dirigidos y de alta po- tencia explosiva, cohetes envarillados de largo alcance. 37
  39. 39. Todas las confrontaciones culminaban en una hecatombe y podan durar varias horas. Al final recogamos los heridos y premibamos a los sobrevivientes, mediante una merecida ceremonia de condecoracin. En aquellos momentos pude observar a varios hroes. Soldados que continuaban el com- bate aunque una de sus piernas se hubiera fundido por el efecto del fogonazo de un triquitraque. Haba otros que no aguantaban la descarga, sobre todo aquellos que caan bajo la demoledora accin de una recmara para quedar hechos un amasijo de polmeros. Pero siempre estaba la expectativa de los refuerzos, tropas frescas venidas de las quincallas cercanas, o de las tiendas de juguetes. Una de stas, llamada Acedo y ubicada en el cen- tro de la ciudad, era el mayor centro de acopio. All permane- can las reservas a la espera de la orden de movilizarse. Una vez recibida, se desplazaban raudos hasta nuestras manos en comandos de granaderos, francotiradores e infantes con fusil o metralleta, siempre bajo las rdenes de un teniente que por- taba con gallarda su pistola automtica y conminaba al avan- ce, nunca a la retirada, y digo nunca porque estos soldados jams retrocedan. En verdad, no recuerdo haber visto llegar a alguno de estos valientes soldaditos de plstico con el gesto de la derrota, ni con el rostro descompuesto por el temor. Sus facciones eran duras, decisorias, tenaces, dirase que haban sido moldeadas para la lucha eterna. Lo que no olvido es a aquel capitn de granaderos que a fuerza de resistencia y plante, luego de soportar toda una tarde la feroz descarga de seis o siete fosforitos, logr vencer el asedio de una unidad de zapadores italianos y dar el parte al alto mando. Gracias a es- to, llegaron los aliados. Pronto cont entre mis filas con tropas australianas y entonces el caqui se hizo parte de la variopinta gama de aquellas batallas. Ellos siempre iban con traje de pantaln corto y camisa arremangada, y eran fanticos de las ametra- lladoras, por lo cual pude incluir los triquitraques en nuestro 38
  40. 40. arsenal. Con este nuevo contingente mi ejrcito se fortaleca y daba un paso decisivo hacia la victoria. Al cabo, digamos tres o cuatro das despus, todo acababa, mi contrincante y yo recogamos los brtulos, las municiones restantes, los he- ridos y los hroes, y dejbamos el campo chamuscado y con olor a plvora, para dar paso al tiempo de los mayores. El patio de la casa deba ser preparado para las parrillas, la cer- vezada y el lanzamiento de los cohetones, las velas romanas y las girndulas, que celebraran, con alegres y vistosos mo- tivos de luces, el nacimiento del nio Jess. Llegaba, era cierto, el turno para el cese de las batallas, el momento de la paz devota y del regocijo comunal. Los ve- cinos cantaban villancicos y nosotros, los nios, calzbamos nuestros patines y enfilbamos, cargados de pber adrenali- na, hacia la plaza mayor. El trayecto era largo, pero ya ve- namos del juego de las confrontaciones blicas y nada ni nadie poda detenernos. Era as cada diciembre de nuestra infancia. Desde la es- cuela comenzbamos a trazar las estrategias para el inicio de las batallas. Las dibujbamos en los cuadernos, las trazba- mos en las pizarras cuando no nos observaba la maestra, y las practicbamos mentalmente durante el recreo. Yo siem- pre hablaba de la ventaja de estar bien fortificado y de con- tar con una va rpida para el repliegue. A mi vecino de junto, Pancho Pez, le convenca ms la tctica del avasalla- miento motorizado. A Carlito, el hijo del italiano dueo de la carnicera que flanqueaba la casa de mis abuelos, en cuyo patio escenificbamos las batallas, le gustaba darse a la ta- rea de emplear dinamiteros, fuerzas especiales que pudieran penetrar el campo o cualquier fuerte, sembrarlo de explosi- vos y luego, desde cierta distancia, pulsar el detonador. Ese era siempre el prembulo infantil al cumplimiento de los inevitables compromisos que nos imponan los adultos: las procesiones de la virgen, las noches de gaitas y parrandas, la visita de antiguos, extraos, lejanos y tediosos familiares, 39
  41. 41. y el irse a la cama a la hora en que apenas comenzaba la no- che y el divertimento de los fantasmas. Esa era nuestra histo- ria cotidiana durante los afanosos y frescos das de diciembre, nuestra victoria simple y serena, escenificada entre el plstico y la plvora. Cada da de aquellos ha quedado grabado en mi memoria como un lugar comn para el contento, que se quiebra slo la tarde en que, ya en el inicio de mi educacin secundaria y mudado de casa, intent escenificar una nueva batalla. Esta vez no contaba con espacio suficiente para trazar la fortifi- cada Lnea Maginot, as que tuve que conformarme con un terreno angosto, al pie de un rbol de mango, rodeado por una playa de cemento. Estaba solo, con algunos soldados que tenan la misin de tomar el terreno enemigo, y no era diciembre. Acomet, sin embargo, la tarea. Trac caminos, excav trincheras, distribu puntos de control, ubiqu estrat- gicamente las bateras antiareas, y ya cuando estaba listo para iniciar el combate, lleg uno de mis nuevos compae- ros de clase, un estudiante del liceo de apellido Medina que, segn me dijo luego de observarme como si hubiese descu- bierto la propia encarnacin de la imbecilidad, ya estaba muy grandecito para andar jugando con soldaditos de plsti- co. La verdad yo no supe qu responder, me qued all, pas- mado, inerme, sintindome cada vez ms tonto y pequeo, y mis soldados, que estaban ansiosos de victoria, no se movie- ron ni un pice, ni siquiera se lanzaron pecho a tierra cuando la bomba del Enola, piloteado por Medina, cay sobre noso- tros para hacernos aicos, para deformarnos el alma y el contento entre tanto plstico y plvora que, an sin haber de- tonado un solo cohete, se me volvieron retorcidos e intiles. 40
  42. 42. La llegada del Viernes Negro Fue un ao premonitorio. Nosotros habamos tomado el li- ceo Manuel Segundo Snchez para reclamar no s qu cosas de desasistencia municipal, aunque la causa verdadera fue poltica. Mandaban los copeyanos y haba que joderlos. Aquello fue emocionante. Toda una operacin comando. Entramos por la noche, violando cerraduras, puertas y por- tones. Encadenamos las entradas, bloqueamos con grandes piedras y cauchos el estacionamiento. Nos armamos hasta los dientes. Tampoco era mentira que aquel lugar, el viejo y rooso li- ceo Manuel Segundo Snchez, se converta en nido de ma- landros por las noches. Si por el da era nuestro centro de jugarretas y de heroicos levantamientos, con la llegada de la luna, como un viejo castillo gtico plantado en la mitad de un fro y distante valle, se poblaba de presencias disformes, de si- gilosas sombras, de furtivos sonidos, lamentos y gritos, de au- llidos de perros. Y nada podan hacer los vigilantes ni la comunidad, ms que asomarse de cuando en cuando a las ven- tanas de sus casas para atisbar sin ser vistos las fechoras de aquellas sombras invasoras, que como espectros lunares baila- ban y rean al son de la madrugada. Por eso nos preparamos. Recibimos la asistencia tcnica de unos cuadros de la Juventud de Accin Democrtica. Nos ins- truyeron en la seguridad, en el manejo de armas y en la vigilan- cia nocturna. Nos apertrecharon tambin. Yo no sola andar armado, ni haca guardias; era el lder. Acept slo una Baby 41
  43. 43. Browning por un par de das, despus de todo me encontra- ba bien flanqueado. A mi alrededor giraban siempre los her- manos Ferreira, Vctor Cervantes El Niche que luego, algo muy luego, se hara funcionario de la Polica Tcnica Judicial y el tristemente clebre Neiro Mendoza. Neiro era nuestra mejor carta de defensa. Aunque haba que mantenerlo controlado para evitar el desbocamiento de su carcter explosivo, era el candidato perfecto para enfrentar el peligro. No conoca el miedo ni la piedad. Se cuadraba a la derecha y lanzaba el primer golpe con la izquierda, lo que le daba siempre la ventaja del factor sorpresa. Era un perro de pelea y estaba enamorado de mi hermana. Por eso, meterse conmigo era meterse con l, y eso a nadie le convena. Estbamos listos, pues. Treinta mocetones con ganas de quemar adrenalina, de llamar la atencin, de hacernos los hroes. Los expertos de la JAD llegaron, instruyeron y luego se marcharon para no volver. El resto nos corresponda a nosotros, y a nuestras amigas y compaeras de estudio, que nos llevaban la comida preparada por nuestras madres, la ropa limpia, las noticias y, por supuesto, el amor. Ellas nunca dejaron de ampararnos, de calmar nuestros miedos, de besar nuestra boca, de acariciar nuestro sexo cuando la urgencia del roce lo dispona. Sin ellas, no hubisemos llegado tan lejos. El resto del apertrechamiento con que contbamos, ade- ms de armas, inclua un reflector que colocamos sobre el te- cho de la oficina de control de estudios, flanqueado por un centinela con un Winchester de repeticin. Desde la primera noche estuvimos listos para enfrentar cualquier intento de desalojarnos, cualquier agresin. Nos habamos propuesto mantener la toma por treinta das, y nada, ni siquiera el temi- ble Carae Goma, el malandro ms malandro de la zona, y todos sus secuaces, nos haran abandonar la plaza. Alguien haba dicho que ellos eran quienes convocaban los espectros lunares en el patio central del liceo. Nos advirtieron sobre sus 42
  44. 44. danzas macabras, sus sacrificios a la diosa Cannabis, sus des- manes alcohlicos, sus orgas. Nosotros sabamos quines eran. Ms de una vez nos haba- mos cruzado con ellos en los alrededores del liceo e, incluso, con el atrevimiento propio de esa edad adolescente, termina- mos quitndole plata a los que estaban acostumbrados a quitar- la. Ellos saban quines ramos nosotros. Haban compartido juegos callejeros con los chamos del liceo. Al Carae Goma le encantaba jugar pelotica de goma. Era un experto, tena un bra- zo portentoso para golpear la bola y colocarla entre la primera y la segunda base. Nunca nos habamos enfrentado. Nunca ha- bamos discutido. Pero no era lo mismo el cruce circunstancial en la calle, que el posicionamiento sobre el control de un espa- cio que ellos haban tomado como altar nocturno. Debe- ramos enfrentarlos? Se atreveran a intentar el desalojo?Todo era posible, ya he dicho que aquel era un tiempo premonitorio. Sucedi como a los quince das. Llegaron en un jeep, a eso de las diez y media de la noche. Eran dos y estaban tra- jeados como guerreros del silencio y la nocturnidad, y mejor armados que nosotros, sin duda. Bajaron despacio, con la parsimonia propia de quien se sabe dueo de la tierra que pisa. Eran altos, dobles, fuertes. Sus rostros, que adivinamos cruzados por marcas de guerra, iban cubiertos por la sombra cmplice de una visera. No era posible ver, ni adivinar, el color de sus ojos; anteojos oscuros los cubran. El centinela, cumpliendo a cabalmente su tarea, los ilumin con el reflec- tor y ellos volaron sus cristales de un solo plomazo. Tenan poder de fuego, llevaban placa, eran de la Disip. Venan por nosotros, eso era seguro. Alguien del bando contrario, algn maldito de la Juventud Revolucionaria Cope- yana haba soplado, o bien el representante del gobernador de- cidi agotar el dilogo, o algn vecino inconsecuente haba puesto la queja. Neiro, en un alarde de congruencia del nimo, propuso enfrentarlos y mont su nueve.Yo le orden bajarla y decid acercarme hasta ellos para conversar. Mis compaeros 43
  45. 45. no me dejaron solo, guardaron las armas y avanzaron con- migo. En el aire se senta la angustiosa y trmula densidad de nuestra respiracin. El dilogo fue parco; inquirieron nuestra identidad y nuestras razones. Se las dimos. Dijeron que tenan informa- cin de que ese sitio que defendamos era guarida de malan- dros por las noches. No lo desmentimos y le aseguramos que tenamos el control. Dijeron que haban visto al mucha- cho del techo con lo que les pareci un rifle. No los des- mentimos y les aseguramos que por eso tenamos el control. Nos advirtieron que era peligroso, que ellos saban muy bien de esas cosas. Les dijimos que no lo dudbamos y que nosotros habamos tenido nuestro entrenamiento y contba- mos con apoyo. Nos preguntaron que si acaso habamos vis- to a algunos de estos malandros rondando la zona. Negativo, contestamos. Nos aseguraron que pronto sera as, volvieron a su jeep y se marcharon. A la maana siguiente supimos la verdad. No venan por nosotros, buscaban a Carae Goma. Minutos antes de acer- carse al liceo haban estado en casa del malandro, preguntan- do por l. Los atendi la madre, les asegur que no estaba, que llevaba meses sin verlo. Ellos entraron igual, con la mis- ma parsimonia que demostraron al bajarse del jeep frente a nosotros. Hurgaron un poco aqu, un poco all, sin mucho esfuerzo. Saban que no estaba, pero necesitaban ver a la ma- dre para decirle Seora, vaya preparando las galleticas y el caf, porque de esta noche no pasa su hijo. Aqul fue un tiempo premonitorio. Ao 1982. Gobierno de Luis Herrera Campins. Al ao siguiente vendra el Viernes Negro. 44
  46. 46. Pamperito Ah, cuerpo cobarde! Cmo se menea! Yo cargo una pea que Dios me la guarde! S, el desplazamiento del cuerpo, el meneo bamboleante, como si de un barco a la deriva se tra- tara, y los fantasmas que lo acompaan, las visiones, los aparecidos, como si en vez de brazos tuviera velas, y mstil en vez de cabeza, y jarcias por piernas. Entonces, de proa a popa se mueve el alma y el pecho recoge una cierta alegra, una pequea satisfaccin, y se inflama como la vela bastar- da de un bergantn. As, impulsada por el viento de la tarde, apareca ella, con la botella de ron en la mano y aquel tema de Gualberto Ibarreto como himno que se canta a la victoria del cuerpo sobre el alcohol. La llamaban Pamperito y era porque no le gustaba la de pecho cuadrado, sino la cilndrica, la del caba- llito frenao. sa que es capaz de moverse sin distincin en- tre los patios de las casas ms tristes y cualquier candombe sambenitero, en los que ella era, por cierto y por igual, prin- cipal invitada. Cuentan que poda beberse hasta cinco bote- llas seguidas sin que le picara ni coquito; que despus estaba tan fresca como cuando haba comenzado, aunque yo la llegu a ver trastabillante y mala en ms de una ocasin. Pamperito era joven; el furor de su cuerpo, mediano y ter- so, no pasaba de los treinta y cinco aos pese a los visibles estragos del alcohol. Era delgada pero no raqutica, de bien torneadas piernas y mirada afable y detenida, intensa, loca, locuaz. Su leyenda fue parte de ese espacio vital en el que 45
  47. 47. se turnaron los amores idlicos de la adolescencia con los arrebatos constantes de la urgencia sexual. Sin embargo, pa- ra m no pas de ser ms que eso, una mujer legendaria, una hembra local que super en impudicia y consecuencia a la mismsima Linda Lovelace, pues Pamperito no se hizo escla- va del arrepentimiento; ninguna histrica y absurda invoca- cin religiosa la llev a mutar sus goces telricos, concretos, visibles y deliciosos, por anodinos y entusiastas misterios ce- lestiales. Ninguno de aquellos fantasmas que poblaron sus das, como contramaestres del delirium tremens, lograron su arrepentimiento vano. Pamperito tena con qu ofrecer la entrada a ese telurismo propio de las hembras de barrio, que asumen sin recato la in- vocacin de los sexos, mientras dan y dan hasta agotar la ca- balgadura. El asunto era que ella lo demostraba de una forma sencilla, bastaba slo con obsequiarle una botella de ron para observar su cuerpo desnudo, cimbreante y parco, siempre parco en la primera entrega. Quizs con la segunda botella la moderacin del desnudo pudiera dar paso a cierto atrevimien- to de la piel, a cierto apetito de las manos, la boca, la lengua. Con la tercera, si el obsequiante an se mantena en pie, ven- dra el triunfo de los sexos, el desbocamiento, la absoluta lo- cura y el impreciso delirio. Ron Pampero, si no, no, esa era la consigna, el invariable santo y sea. Si no, nada que ver. Ni un piquito, caballero, porque el meneo viene a fuerza de pea y cuerpo cobarde. Y es que Pamperito era pegajosa y cetrina, pero no tonta. Para poder entrar en el fragor maldito de su sexo como di- ra algn viejo bolerista si la hubiese conocido haba que bailarla, invitarla a algn lugar bonito, darle de comer, y de beber, sobre todo de beber, pero Pampero. Ningn otro elxir o nctar dionisiaco poda lograr la cobarda de su cuerpo, la lenta, pero segura, doblez del alma, y luego el ensancha- miento del pecho, el batir de las velas que impulsaban toda la cuaderna hacia la humedad profunda y el frenes. Entonces, 46
  48. 48. Pamperito bata cadera y cintura como si acompaara, esta vez, una guaracha de Celia Cruz. Azcar!, cuentan que grita- ba en el paroxismo de la entrega, ardiendo de puro ron. Cuentan que en una oportunidad abord la noche en com- paa de siete mocetones y tres botellas ardientes. Dicen que los llev hasta un almacn abandonado y los pas por el filo de su sexo uno a uno, degollando su precaria virginidad, mientras el ardor guardado en las botellas resbalaba por su cuerpo. Bail con ellos, dicen. Ri con ellos, dicen. Tir con ellos, dicen. Los hizo caminar por la tabla y los lanz al mar, para quedar luego dispersa y triste, mirando la figura de su hija que la observaba desde la entrada al almacn. Esa noche las veredas del barrio no escucharon santo y sea y el cuerpo se hizo ms cobarde que nunca. En un al- macn abandonado le dieron los siete, uno tras otro, y ella los recibi como si de parejas de baile se tratara, mientras el azcar de su sangre brotaba de los labios como espumarajos de rabia y el viento de la tarde dejaba entre las jarcias una quejumbre ciega. Yo no estaba en la comparsa, me entrete- na ms bien jugando al domin, es decir, ejerciendo un ofi- cio menos colrico, evitando el delirio, conjurando la tropela, exorcizando los fantasmas; aunque de buena gana hubiera gritado Azcar!, pero ya no daba tiempo. La vi morir de mengua; en verdad no a ella, sino al cuer- po, a sus ganas, al furor. Lo vi dilatarse en el vadeo del pesar hasta encallar en dudosos arrecifes. Ah cuerpo co- barde! Ya no se menea! Cuando abandon el barrio ya nadie hablaba de Pamperito, ms que para sealarla como la responsable de una candidez perdida. Yo la vi, poco antes de mi ausencia, ms borracha que nunca y en mala sociedad. Cuatro sujetos mal encara- dos la flanqueaban; alguien dijo que eran policas. Me fui con cierta tristeza en el cuerpo, temiendo que aquella histo- ria se perdiera entre guarachas y mambos, entre tertulias y sealamientos de viejas comadres, entre fatdicos cantos 47
  49. 49. milagreros, o entre las no menos fatdicas garras de aquella ley vestida de azul. Imagin a aquellos hombres que la flanqueaban como emisarios del Instituto Nacional de Menores, como ngeles- funcionarios de ese poder que emborrona planillas con letra de ejecutante primerizo y que observan con mirada de gavi- ln a toda tierna paloma. Pero creo que me equivoqu. Lo cierto es que jams volv a intentar una aproximacin, ni siquiera una mirada clandestina, sobre aquella historia. La limi- t al olvido, o ms bien a la ignorancia. Y no fue sino hasta nueve o diez aos despus que volv a toparme con el ardor maldito y telrico del sexo de Pamperito, aunque no directa- mente nunca haba sido directamente, en realidad. Nunca fui uno de sus predilectos.Y nunca me gust el ron, sino a tra- vs de las noticias que un antiguo vecino del barrio me propor- cion, en una de esas tpicas tertulias de reencuentros, donde cierta nostalgia frugal se hace siempre presente. La verdad, segn mi informante, es que Pamperito nunca tuvo problemas con la ley, ni tampoco con los vecinos, ni mu- cho menos para seguir apertrechndose del divino ron, que no dej de manar sobre su cuerpo como una fortuna venida del cielo. Aunque en realidad llegaba, como siempre, de la mano de algn zagaletn que terminaba por birlar a la madre el res- to de un mandado para poder cumplir con el anhelo de hacer- se parte de una leyenda: la de la mujer que se tir a siete, uno tras otro, en una sola noche. El resto de la historia no evadi el terreno de lo previsible y sin embargo me result extraa y morbosamente reconfor- tante. Supe de algunas de las ltimas andanzas de Pamperito: haba superado su propio rcord en botellas ingeridas antes de tirarse a siete, y la hija andaba de novia con uno de los siete que se tiraba de cuando en cuando a la madre.Y as todo iba quedando en familia, como en un buen barrio, como debe ser. Y el cuerpo volvi a menearse, con gracia y cobarda. 48
  50. 50. 49 Desagravio del Hornet, veinte aos despus El asunto fue as: mi padre quera regalarme un carro y lo hizo. Un Hornet de segunda, blanco, un tanto golpeadito, pero con su motor funcionando a la perfeccin. Haba que gastarle poco para ponerlo a tono, algn retoque aqu y all y una nueva tapicera, no le haca falta nada ms, pero a m no me gustaba. No era un asunto contra el Hornet, que permaneca all, en el garaje de la casa, aguardando a un amable piloto que lo condujera. De seguro l hubiese cumplido con su labor; me hubiese llevado de aqu para all a cumplir mis tareas y reca- dos, a mis clases universitarias, que era, en verdad, su mi- sin. Pero a m no me gustaba, no el Hornet, que estaba hasta bonito, sino el hecho de tener un carro. Porque yo no quera un carro, sino una moto. Un caballo indomable de potente ci- lindrada que me transportara como una centella al ms leja- no de los destinos, con una carajita atrs, por supuesto. Y es que ese era el gancho. Pobre Hornet, no tena el sufi- ciente pedigr para apoyar el levante.Adems, yo no quera di- ferenciarme de los otros chicos del barrio, o mejor dicho, no completamente. Ellos andaban en moto, y yo tambin tena que hacerlo, pero en la mejor, en la ms potente, en la propia. Yo estaba destinado a ser el Fonsi de aquella urbanizacin, de aquella zona baja, llena de trucos y miedos. Una urbanizacin de nuevo cuo que ostentaba un nombre pretenciosamente an- tiguo: Cuatricentenaria. Nunca supe de dnde le vino creo que no lo supo nadie, y tampoco importaba mucho para
  51. 51. aquellos brbaros pobladores de ese nuevo mundo, lleno de promesas de buenaventura y de casitas del Inavi, donde el aire apenas circulaba y el calor se hacia tan irreverente y violento que era capaz de vaporizar hasta las lminas de as- besto que entramaban la techumbre. All recib el Hornet, mientras que sin comprender por qu extrao y torcido criterio de la pertinencia y del destino, mi hermana obtuvo la moto. S, mi padre le obsequi a ella el regalo que yo ms deseaba, aunque en sus justas dimen- siones: pequea, ligera, de apenas 80 cilindradas, pero moto al fin. Es decir, vehculo de dos ruedas y cuatro velocidades donde la traccin de sangre tambin funciona. Y no slo la de sangre, sino la de carcter, la de voluntad, la de cojones. Haba que tenerlos para montarse en un vehculo de dos rue- das, cuyo motor era capaz de impulsarlo a 80 kilmetros por hora en la mayor orfandad de equilibrio que se haya visto en la historia. Domear su potencia, comprender los misterios de su equilibrio, medir bien su peso, alcanzar su prestancia, po- nerse a tono con su valor, esa era la consigna y, sobre todo, el reto.Y haba que aceptarlo y ganar, porque sobre ella, so- bre el rugido sereno y al mismo tiempo amenazante de su motor, el mundo se tornaba otro. Ya no haba calles extra- as, ni veredas ocultas. Tampoco lugares donde no aparcar, ni donde resultar un desconocido cualquiera. No, la moto, ese pletrico animal de dos ruedas, ese purasangre mecni- co y consumidor de un alimento menos tierno, pero de ori- gen an ms milenario que la alfalfa, era el boleto hacia la divinidad, sobre ella cabalgaba Dios, aunque con casco de proteccin y siempre alerta. As que mi hermana andaba de aqu para all sobre una hermosa Honda 80 cc, color escarlata, tipo Enduro, llamada por el atrabiliario mundo de los motociclistas Diablito ro- jo, mientras yo me conformaba con sentarme en el porche de la casa para verla pasar y, de cuando en cuando, voltear la cabeza hacia aquel animal apacible y parco llamado Hornet, 50
  52. 52. que yaca acurrucado hacia el final del garaje. Si mi hermana andaba saltando aceras y veredas en un pequeo demonio es- carlata demostrando tener tantos ovarios como cojones cualquier atrabiliario, yo me sentaba tarde a tarde en el por- che de la casa para observar con cierta resignacin, y el atrabiliarismo un tanto encogido, es cierto a aquel animal blancuzco que ante mis ojos no llegaba ni a querubn rebelde. A las pocas semanas, como era de esperarse, mi hermana termin por repudiar la moto, luego de una cada que arroj como saldo el despellejamiento de su rodilla derecha y ju- ro que yo no tuve nada que ver con la falla en los frenos. Por fin logr, entonces, poner mano sobre aquel manubrio color nquel, cuyos extremos estaban recubiertos por un os- tentoso forro de hule, de un negro tan profundo como las noches donde comenzara a perderme, cabalgando sobre el lomo de mi diablo rojo. Aquello fue como enfrentarse a esa especie de demonio de Tazmania que Disney nos ha hecho llegar a miles de re- voluciones por minuto. Conmigo, el diablito rojo conoci otros lugares, otras reas, otras geografas, y un cuerpo dis- tinto al de mi hermana, sentado a horcajadas sobre su dulce y clido lomo. As entr al torbellino de la velocidad, al desbocamiento de los saltos y piruetas sobre arena y fango, al reto cada vez ms adrenalnico del motocross. S, decid que aquel diabli- llo escarlata deba honrar su calidad de (en)duro, de resis- tente, y otorgarme la mayor emocin posible. Y no pudo, se qued corto, no estaba hecho para eso. Era un Enduro, pero no un Cross. Una moto de pavitas, pues. As que se la devol- v a mi hermana cuidando esta vez de que la pasta de los frenos estuviese en su justo lugar. Sin embargo mi herma- na no la acept, ya no le interesaba andar a horcajadas por aceras y ramales, resecndose el cabello y pelndose las rodillas. Termin por pedirle a mis padres que la vendieran, junto con el Hornet. 51
  53. 53. Y as fue como concluy mi primera etapa de motociclis- ta; y digo la primera porque yo no desist en el empeo de convertirme en el Fonsi del barrio, y para ello necesitaba ms potencia, ms velocidad, ms categora, y ms chicas para compartir la cabalgadura. As que, a la vuelta de un par de meses, comenz la segunda. El obsequio hizo temblar mis piernas. Mis ojos no dejaran de admirar nunca esas lneas aerodinmicas que enmarcaban un poderoso motor de cuatro tiempos y 250 cilindradas cbi- cas, repartidas en dos preciosos y bien aceitados cilindros, cu- ya armazn externa estaba compuesta por una aleacin que contena nquel. Nquel! El metal ms escaso en la corteza terrestre, aquel que constituye junto con el hierro el ncleo de la Tierra. De color y brillo de plata, duro, tenaz y resistente a la corrosin, vibraba entre mis piernas como la manifestacin de un fenmeno csmico. Era una Honda CBN 250. Era la moto.Y yo comenzaba a ser Dios. Pero en realidad no pas de ser sino un frugal mulo del Fonsi; un adolescente queriendo beberse el mundo de un sorbo, inquieto, atrevido y loco, como todos. La moto me dio, sin embargo, el espacio que deseaba: respeto, admira- cin y chicas. Y tambin un accidente que, aunque no ins- taur en m el miedo, s en mis padres y les dio la razn en sus reservas. Entonces lo supe. Mi padre haba preferido ob- sequiarme el Hornet porque no quera colocar en mis manos en las manos de un joven dscolo y temerario un boleto hacia la muerte. Cuatro das despus del accidente, con el brazo izquierdo enyesado y el resto del cuerpo adolorido abord el Hornet conducido por mi madre. Mis padres haban tenido el acier- to de no venderlo. En l me traslad hasta la clnica para hacerme unas segundas placas radiogrficas. Tuve suerte, las placas no mostraron lesin alguna, y el Hornet continu su camino sin contratiempos. 52
  54. 54. 53 El aire de lo violento Supe del aire de lo violento desde los primeros das de la adolescencia. Cambi la voz, observ la salida de los prime- ros pelillos del bigote, di el primer beso hmedo, fum un primer cigarrillo y lanc mis primeras maldiciones, al ampa- ro de las bulliciosas y estrechas veredas de una urbanizacin construida por Inavi durante el gobierno de Caldera el primero, se comprende, a ochocientos treinta kilmetros de Caracas. Casas unifamiliares, pegadas unas a otras como hermanas siamesas, y sufriendo su mismo destino de humi- llante dependencia. Casas para familias de obreros, de traba- jadores que se partan el lomo por un salario mnimo en la cantidad y en la llegada, de gente pobre, en fin aunque con la siempre audaz esperanza de salir de abajo. Con apenas un bao, un par de cuartitos, sala-comedor y un tos- co y breve espacio para la cocina, bajo un techo construido con uno de los ms txicos materiales de edificacin que se conozcan, el asbesto, fui forjando una leyenda de muchacho duro, displicente con el miedo, metdico en la conjura de los dbiles, sereno, taciturno, informado. No poda ser de otra manera en una urbanizacin que de- riv en barrio apenas nombrada. La ley de la selva se instau- r desde los ms visibles rincones y esquinas de sus calles, se entram por las veredas, abri puertas y ventanas, invadi casas, como la primera que corresponda a mis padres, quie- nes decidieron, con ese aire de paciente buena voluntad que los ha caracterizado en cada una de sus esperanzas, cortar
  55. 55. 54 por lo sano y aceptar una nueva opcin doscientos metros distante de la invadida. Supe despus que mi padre haba guardado sus energas para otra lucha; que si no emple sus conocimientos como instructor de comandos antiguerrilleros en la Digepol para lanzar una operacin nocturna y liberar la casa, la primera, la que nos corresponda, la que estaba envidiablemente ubi- cada en una esquina de la avenida principal, fue porque in- tuy el brasero que se avecinaba. Aquello se volvi candela y haba que estar bien con Dios y con el Diablo. Por eso mi padre se concentr en la casa, en la nueva, en la segunda, en la que estaba un tanto escondida en una calle paralela y ha- ca esquina con una infame vereda, y la convirti en la ms cmoda, grande y vistosa de todo el sector. No s si mi pa- dre supo la envidia que despert y el riesgo a que nos someta; tal vez s, porque paulatinamente al agregado de paredes y columnas, de ventanas y puertas, de aires acon- dicionados y pisos, fue sumando retazos de su historia como polica poltico, seales, ms bien, como para que todos comprendieran de dnde provena su exacta y medida pa- ciencia. Adems, cambi todo, menos el techo. Dej el as- besto para demostrar que nada txico ni siquiera la mayor de las toxinas, el chisme, la envidia, la maledicencia poda afectarnos. Fuimos una familia blindada, eso es cierto. La dureza metdica del rostro de mi padre y la agradable sonrisa de mi madre configuraron la frmula perfecta para enhebrar esta cota de malla. Adems, ellos fueron inteligentes. No s si de manera ex profesa, pero supieron intercambiar estos roles cuando result necesario y pertinente. Y yo aport lo mo. Me mezcl. Selectivamente, eso s. No escog pendejos ni fracasados. Tampoco aviones o cohetes quemados. No, yo me mezcl con lo ms fresco, con lo de mayor energa, con lo porvenir dentro del barrio, con las ms discretas, pero al mis- mo tiempo ardientes, chispas del brasero, y me hice su lder.
  56. 56. 55 Escog a Yova, por ejemplo. Malandro, conejo, jbaro, leal e inteligente, con apenas las suficientes entradas y escapa- das del retn como para ganarse el respeto de los compinches. Con l anduve, bajo su sombra me cobij del malandraje abun- dante, aprendiendo su lenguaje, sus maneras, jalando de cuan- do en cuando y, sobre todo, escuchndolos, sin menosprecio, sin menoscabo de sus ideas ni de sus sueos. Una tarde re- cuerdo bien cuando yo ya andaba a horcajadas sobre mi re- cin adquirida CBN 250 cc Honda, regalo de mi padre por mi graduacin de bachiller un regalo de veinte mil bolvares, cancelado chan con chan, Yova se me acerc y me dijo: Fonsi me llamaban as, ya imaginan por qu, prstame la moto para ir hasta la farmacia, necesito comprar un medica- mento paraTarznTarzn era su padre, un viejo borracho y dspota que se la pasaba dando gritos por las calles de la urba- nizacin.Yo aunque por dentro se me desat el gusanillo de la duda ni siquiera demor un segundo en entregarle la llave, y le dije: Yo me voy a baar, chamo, cuando regreses djamela en el porche.Y as lo hizo. A los pocos das me enter de la jugada. AYova le haban ofrecido cinco mil bolvares para que me robara la moto. l no respondi de inmediato. Lo que hizo fue pedrmela pres- tada, ir con ella hasta donde estaban los ofertantes, decirles que haba robado la moto para l y que de ahora en adelan- te me la prestara a m cuando yo la necesitara, as que si al- guien se robaba el CBN 250 no me estaba robando a m sino a l, al Yova, al hermano del Pescao, al protegido del Carae Goma, el que entraba y sala del retn cuando le da- ba la gana, entendieron? De l supe luego, tiempo despus, cuando ya me iniciaba en la universidad y mis atenciones eran slo para carajitas propuestas a la concordia de los sexos y la discordia del com- promiso, cuando andaba dando vueltas en esa militancia juve- nil contra todo aquello que oliera a derecha y que se haba iniciado lo confieso desde mis primeros tiempos de liceo
  57. 57. 56 con la Juventud de Accin Democrtica, cuando ya emborro- naba carteleras universitarias con mis primeros poemas mal del que me cur despus, para fortuna de los amantes de la poesa, cuando andaba distrado y feliz, bebindome ese cctel de efervescencia escolstica, en fin, supe de nuevo del Yova. Tuve noticias de l, haba apualado a un viejo