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D E S P U É S Y A N T E S D E D I O S

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Octavio Escobar Giraldo

DESPUÉS Y ANTES DE DIOS

Traducción de EVA RODRÍGUEZ

Prólogo de ANTONIO MUÑOZ MOLINA

PRE-TEXTOSNARRATIVA

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El jurado del XLV Premio Internacional de Novela Corta «Ciudad de Barbastro» integrado por don Fernando Marías como Presidente, don Manuel Vilas, doña Lourdes Berges, doña Carmen Nueno, don Luis M. Sánchez Facerías, don Sergio Gaspar y Don Manuel Ramírez,

de Editorial Pre-Textos, otorgó, en la ciudad de Barbastro, el día 4 de junio de 2014, el galar-dón a la novela Después y antes de Dios, de don Octavio Escobar Giraldo.

© Octavio Escobar Giraldo, 2014© PRE-TEXTOS, 2014

© de la presente edición:Intermedio Editores SAS, 2016

Diseño gráfico: Pre-Textos (S.G.E.) y *Imagen de la cubierta: Vista de Toledo, El Greco(Museo Metropolitano de Arte de Nueva York)

1ª edición: septiembre de 20142ª edición: octubre de 2016

ISBN: 978-958-757-xxx-x

PRE-TEXTOSLuis Santángel, 10

46005 Valencia, Españawww-pre-textos.com

Intermedio Editores S.A.S.Av Jiménez No. 6A-29, piso sextowww.eltiempo.com/intermedio

www.circulodigital.com.coBogotá, Colombia

Este libro no podrá ser reproducido,ni total ni parcialmente, sin el previo permiso escrito del editor.

Impreso por:Nomos impresores

Dg. 18 bis #41-17, Bogotá

ABCDEFGHIJImpreso en Colombia - Printed in Colombia

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P R I M E R A PA RT E

Conque estando en este estadono le quedan a mis penasni asilo que las socorra,

ni amparo que las defienda.

SOR JUANA INÉS DE LA CRUZ. Los enredos de una casa.

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U N O

–DOÑA Carmelita está llorando –dijo Bibiana con suvoz de ángel herido, sosteniendo las piernas de mimadre.

Detuve el esfuerzo de levantar el resto del cuerpoapenas un instante; luego flexioné las rodillas y meimpulsé hacia la cama matrimonial.

Acomodamos a mi madre en el centro y le entrela-cé las manos sobre el pecho. Mis dedos se humedecie-ron cuando cerré sus ojos.

–Búsquele un vestido limpio, uno blanco. El bor-dado –añadí temblorosa–. Voy a traer los candelabros.

Bibiana encendió la luz del vestidor y desapareciódentro. Yo caminé hasta la sala y sin despegar los labiospedí perdón a la Inmaculada Concepción por apagarlos velones ya casi consumidos. No hallé comprensiónen los ojos fijos en el resplandor del Espíritu Santo,ni en las manos deformes recogidas hacia el pecho, asíque fijé la atención en la parte baja del cuadro, en eldetalle de los lirios blancos y las rosas que siempre me

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ha gustado, en esas construcciones fantasmagóricassobre las que flotan los pies de los ángeles, pintadoscon tanto esmero.

Cargué de vuelta con uno de los candelabros debronce, musitando una oración. Bibiana aseaba el cuer-po de mi madre; sin ropas parecía un animalito inde-fenso, lleno de arrugas y de manchas.

–¡Cúbrala, por Dios! –grité y desvié la mirada.–Yo sólo quería lavarla bien –se excusó y entró al

baño. La toalla cayó en la bañera con un sonido queretumbó en el fondo de mi alma.

–Vístala y nada más –exigí abrumada, los múscu-los de la nuca en tensión.

Tomó el vestido del sofá y comenzó a ponérselo. Mesentí incapaz de ayudarla y huí a la cocina. Sostuve unrato el crucifijo en filigrana de plata dorada que com-pré en Quito, rogando a Dios consuelo y benevolen-cia, reprimiendo el llanto. Saqué dos velones de ungabinete y les quité el celofán.

Cuando regresé, el blanco le había devuelto a mimadre la apariencia virginal. Pese a la sangre en la col-cha, a la desviación dolorosa de la boca, a la suciedadde las plantas de los pies, era otra vez la mujer que todosadmiraban y querían, la que puso en cada acto de nues-tras vidas un toque de distinción y de belleza. Me acer-qué y besé sus labios aún tibios. Por un momento penséque iba a abrir los ojos: era la primera vez que la besa-

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ba en la boca. Entreveré el crucifijo con sus dedos; laargolla matrimonial formaba parte de su índice izquier-do.

Bibiana me observaba muy derecha, su vestido decolores lavados cayendo hasta un poco más abajode las rodillas. Durante unos momentos su rostro seconvirtió en esa máscara que llena de resignación losmanuales de historia y los museos. Por fortuna la juven-tud se impuso a la osamenta indígena y su expresiónpiadosa contuvo mis ganas de llorar.

–Traiga el otro candelabro. Vamos a velarla. –Pobre doña Carmelita –dijo.Asentí, consciente de mi culpa:–Vamos a rezar mucho. Vamos a rezar mucho por

ella y también por nosotras.Eran las nueve de la mañana del primer domingo

de enero. Desde la fotografía en blanco y negro de suscincuenta años mi padre miraba convencido de quenuestros antepasados habían hecho lo necesario paraevitarle cualquier esfuerzo, sus patillas oscurísimas gra-cias al tinte que le aplicaba el peluquero del Club Mani-zales, maravillosa su sonrisa. Murió hace quince años,en vísperas de la Feria. Yo montaba uno de los caba-llos de la Escuela de Carabineros cuando el mayor Bece-rra se acercó y me comunicó que mi padre estaba enurgencias de la clínica La Presentación. Tardé menosde diez minutos en subir, conduciendo con las manos

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agarrotadas por la angustia, pero cuando entré a la uni-dad de cuidados intensivos, acababa de fallecer. A pesarde las marcas de la mascarilla de oxígeno, su rostro seveía digno, soberbio. Dos monjas nos sacaron a mimadre y a mí de la sala y nos llevaron a la capilla. Nosarrodillamos y rezamos juntas. El poder de la oraciónlogró contener nuestra lágrimas.

Desde entonces fuimos la imagen de la resignacióny el decoro. Tuvimos un instante de flaqueza en el fune-ral: el arzobispo –amigo personal de mi padre–, pidióque uno de sus allegados leyera la epístola y ningunade las dos se movió, nuestras cabezas agachadas bajolas mantillas negras. Tras unos segundos larguísimos,el tío Aníbal subió hasta el atril, apoyado en el hermo-so bastón que heredó de mi abuelo, y leyó la SegundaCarta de San Pablo a Timoteo: Acuérdate que nuestroSeñor Jesucristo, del linaje de David, resucitó de entre losmuertos...

Mi madre y yo inventariamos los bienes familiares,que sumaron menos de lo que todo el mundo calcu-laba, y concentramos nuestros esfuerzos en la admi-nistración de la inmobiliaria. Un apellido intachablenos significaba confianza y respeto, y lo aprovechamospara diversificar el negocio. Comencé a arriesgarme,cada vez más, y los bancos respaldaron mis iniciativas.Todos sabemos lo que hay detrás de la pulcritud y lassonrisas de los banqueros. Cuando las cosas no fun-

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cionaron como yo esperaba fueron amistosos y com-prensivos, además de implacables.

Mi madre nunca lo supo. Desde tiempo atrás lasobras caritativas eran su único interés. “Quiero asegu-rarme el cielo”, decía en serio para que pareciera enbroma, porque pensaba en la muerte aunque no lamencionara. Junto a sus amigas se inmiscuyó en cuan-ta buena causa les propusieron, empeñada en acumu-lar indulgencias. Convencida de la estabilidad de nuestraempresa, invertía con generosidad en la salvación desu alma. Al principio no percibió mi resistencia fren-te a algunos de sus gastos, pero cuando lo hizo, inte-rrogó a Albita, nuestra contadora, quien me guardó laespalda. Vi que muy pronto descubriría nuestro des-calabro financiero y me desesperé.

Hay personas que tienen un olfato canino para lasdebilidades de los demás, para sus momentos de cri-sis, y Daniel Ardila detectó algo en mi comportamien-to. Descendiente de una familia de terratenientes, suspadres y hermanos dilapidaron hectárea tras hectáreade las mejores tierras de la región mientras él se con-vertía en doctor en teología. Amante de la buena comi-da y los licores, siempre delgado bajo sus camisas conlas puntas del cuello abotonadas y los chalecos de rom-bos, a su regreso de Europa se convirtió en capellán dedos universidades y en guía espiritual de buena partede la alta sociedad manizaleña. Además de asistir a su

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misa y confesarle los pecados, muchos se apuntaban alas excursiones que organizaba por Francia, Italia yGrecia, con unos días reservados para viajar a TierraSanta, o se inscribían en sus cursos de gastronomíamediterránea, sobre todo las mujeres, fascinadas porsu apariencia de príncipe renacentista: cabello ondu-lado, ojos verdes, barbilla partida, y su voz de baríto-no, capaz de entonar con propiedad un canto sacro enlos momentos culminantes de las ceremonias religio-sas o una balada romántica en ocasiones menos pías,y en tres o cuatro idiomas. Enfático en su condena delaborto, lo que le ganó la simpatía del arzobispo, podíaser muy tolerante en otros aspectos. Dudo que fueracasto, por ejemplo. Alguna vez alabó la costumbre delos sacerdotes de antaño de acoger en las iglesias a suspropios hijos bajo la figura de expósitos, para al finalde sus días, y en un supuesto acto de caridad, heredar-les todo lo que tenían, hasta la parroquia a su cargo:

–Todas nuestras familias, en especial las que valenla pena, descienden de un cura –concluyó malicioso,expulsando el humo del cigarrillo por las fosas nasa-les.

También recuerdo que una vez conversábamos sobreun conocido que está dedicado al narcotráfico y muytranquilo declaró:

–A ese negocio se metió todo el mundo. ¿Qué creesque es lo que hacen algunos aquí para vivir como viven?

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–Citó nombres, hijos de buenas familias, gente muypróspera–. Te puedo asegurar que las exportaciones decafé ya no dan para tanto y menos el maracuyá o laochuva –menospreció los planes de diversificación agrí-cola del gobierno–. En un país tan apto para el narco-tráfico, a nadie enriquecen los cultivos no tradicionales,ni los tradicionales –sonrió–, ni siquiera la marihua-na o la cocaína. Es el cruce de las fronteras lo que gene-ra las ganancias –abrió el pulgar y el meñique de sumano derecha y la movió como si fuera un avión–. Esolo tiene que saber una de las mejores economistas dela región.

Días atrás me habían incluido en la lista de honorde los exalumnos de la Universidad Autónoma. En actosolemne recibí la placa correspondiente de manos delrector, primo lejano de mi madre. Ya en privado, alabóel buen corte del conjunto de saco y pantalón que com-pré para la ocasión y la sobriedad de mi collar de per-las y mis aretes; soy fea pero no descuidada y él siemprefue un hombre muy detallista, creo que por eso lo pos-tulan para tantos cargos.

–¿Todavía lees las páginas sociales? –Me burlé deDaniel Ardila para ocultar mi sonrojo–. Ése es un pro-blema muy grave.

–Ni tanto. Hay gente que tiene mayores dificulta-des –afirmó mientras embebía un trozo de pan en acei-te de oliva y vinagre de vino. Comíamos en Positano,

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uno de sus restaurantes preferidos, propiedad de unexfutbolista argentino–. ¿Has oído hablar de los pobresvergonzantes?

–Algo he oído, sí.–¿Y no te gustaría ayudarlos?–No lo sé –traté de evitar cualquier compromiso–.

Todo el asunto me parece un poco ridículo.Desde hace años el párroco de la iglesia de Nuestra

Señora del Sagrado Corazón de Jesús solicita que losfeligreses de los barrios Palermo y Sancancio apoyeneconómicamente a las familias con prosapia, tradicio-nalmente adineradas, que pierden sus riquezas por unau otra razón, por azares del destino. Incapaces de vivircon modestia o vender propiedades tan suyas comosus mismos apellidos –en muchas ocasiones menosvaliosas de lo que creían–, los rumores aseguran queen algunos hogares “prestigiosos” se ahorra en comi-da para conservar la acción del Club Manizales o pagarlas cuotas del automóvil último modelo.

–Hay que entender el corazón humano, sus angus-tias, sus complejidades. Recuerda que son personascomo tú y como yo –asentó la mano derecha sobre elpecho–. La vida da muchas vueltas y la fortuna puedevolvernos la espalda.

–Ahora no estoy muy líquida –respondí al fin–.¿Desde cuándo trabajas en la iglesia de Palermo?

–No trabajo en Palermo. Es un favor especial parael señor arzobispo, que está muy interesado en el asun-

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to –pasó un trago de vino tinto–. Es bueno que sepasque en estos casos ayudar puede ser un excelente nego-cio. Esta gente se va a recuperar y está dispuesta a pagarmuy buenos intereses. No olvides que son nuestroshermanos –concluyó. Creo que aludía más a una clasesocial que a la unidad fraterna del género humano.

–Ahí vienen nuestras carnes –señalé al mesero–.Hablémoslo otro día.

Y lo hicimos. Un lunes esperábamos vuelo en Bogo-tá y las malas condiciones climáticas en Manizales loretrasaron. Frente a un par de hamburguesas me rei-teró su pedido.

–Puedes estar segura de que tu intervención serámuy bien recibida, y totalmente anónima. –Desechólas papas a la francesa, demasiado fritas.

–¿Anónima?–Por supuesto. –Pidió otra cerveza con un gesto

lleno de gracia, que la mesera entendió de inmediato–.Te voy a ser sincero, e infidente –puso la mano dere-cha sobre su pecho y mencionó a una familia que yoconocía desde la infancia–: Están muy mal, hipoteca-dos; le deben a todo el mundo, y ninguno de ellos seatreverá a pedirte un préstamo directamente, los aver-gonzaría muchísimo. Pero están desesperados. –Bebiósin prisas–. Una de las obligaciones de la Iglesia esentender las vanidades del corazón humano, perdo-nar sus debilidades –miró unos segundos hacia el infi-nito y después a mí–. Las transacciones se harán con

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mucho tacto, yo sé cómo; aunque no lo creas, no eresla única alma caritativa en Manizales. –Se inclinó haciamí–. Yo te firmo los documentos que sean necesariosy a su vez ellos me firman a mí. De todos modos novan a saber quién les dio la mano, eso los avergonza-ría muchísimo –repitió–, pero tu dinero va a estar segu-ro. Tú sabes todo lo que ellos tienen y yo comprometomi propio patrimonio en la operación. A través de laacción de otros buenos cristianos como tú, está garan-tizado que sus negocios volverán a funcionar, peronecesitan un capital semilla –sonrió con suficiencia.

–¿Y el arzobispo qué va a aportar? –Pregunté mali-ciosa.

–Su bendición, que también ayuda.Las empleadas del lugar se apresuraban bajo sus

cachuchas rojas. Olía a carne chamuscada.–¡Cómo trabajan estas mujeres! Se ve que las entre-

naron para cocinar y cocinar hasta cumplir con sumisión, o morir en el intento. ¡Qué impiedad! –excla-mó.

Daniel Ardila resultaba encantador cuando indis-creciones de ese tipo elevaban su voz, templada porveinte cigarrillos diarios.

–No vas a perder nada y te van a pagar muy bue-nos intereses, muy buenos –reiteró mientras caminá-bamos hacia la sala de abordaje–. Doña Carmelita estaráfeliz de volver a Tierra Santa.

–No le interesa tanto Tierra Santa.

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–¿No? ¿Y eso?–Está obsesionada con España.–Como todos los manizaleños. Celebramos la feria

más española de América y a Manizales ni siquiera lafundaron los españoles. –Puso nuestro equipaje demano en la banda transportadora del aparato de rayosX–. ¿Qué dices?

–Muchos feligreses desertarían de tus misas si supie-ran que estás dudando de sus ancestros españoles. Tevoy a chantajear.

–El chantaje es una acción muy poco edificante. Encambio lo que te propuse… –Miró a los cielos–. Y esrentable –agregó.

Atravesé el detector de metales; también prometíayudarlo en sus propósitos filantrópicos. Supongo quemi desespero y su simpatía hicieron que le creyera, osimplemente quería jugarme el futuro al todo o nada.Quizá sucumbí a la tentación de mi propio alarde tore-ro, como hice tantas veces en el mercado inmobiliario,una acción que hubiera aplaudido mi padre.

Le entregué buena parte del último préstamo ban-cario que me habían concedido y me pagó los intere-ses a tiempo, unos muy buenos. Eufórica, me mostrémás solidaria. El porcentaje de mi ganancia se sostu-vo. Con ese dinero en las manos tuve un día gloriosoen el Centro Comercial Sancancio, incluso visité lajoyería de Genoveva Estrada y escogí un anillo con una

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esmeralda rectangular casi perfecta, exquisita en suengarce de platino. Llamé a Daniel para invertir denuevo, una cantidad que me garantizaba salir de deu-das. Nos reunimos dos noches después en la propie-dad que heredó de sus padres en el barrio La Francia,una casaquinta rodeada por jardines de casi una man-zana de extensión, y durante la cena ya no hablamosde familias arruinadas, hipocresías necesitadas de recur-sos u otras obras de caridad, no. Hablamos de nego-cios y de la comisión que obtendría si lograba quealgunos de los clientes de la inmobiliaria invirtieranen los “pobres vergonzantes”.

Un mes y medio después, al regresar de Panamá, visu foto en la sección judicial del periódico. En realidadvi dos: la de su cédula de ciudadanía, con el pelo largoy cara de niño bueno, y la de un evento social: sonrien-te, sus brazos se extienden sobre unos cuerpos recor-tados. Las pocas personas que confiaban en que lajusticia les devolvería su dinero, lo habían denuncia-do por estafa y el escándalo era monumental; tambiénlas burlas: todo el mundo era sospechoso de tontería.Tras unos días, los periodistas consiguieron entrevis-tarlo en San Antonio, Texas, donde unos primos lo hos-pedaban, y lamentó mucho todo lo que estaba pasando,“los malentendidos que enlodaban mi nombre, el demi familia y el de la Santa Madre Iglesia, que es lo másgrave”, y prometió devolver los recursos perdidos encuanto tuviera cómo. También mencionó, como de

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pasada, que había nacido en Boston y era ciudadanode los Estados Unidos de América, lo que imposibili-taba su extradición. Supe de inmediato que estaba per-dida.

Entonces volvió el insomnio. Me revolvía en la camacomo una posesa y después luchaba por ordenar lascobijas y las sábanas, tan inmanejables como mis pro-blemas. Mi madre tampoco dormía mucho y se acos-tumbró a escuchar los sermones y los rezos de los canalescatólicos comiendo galletas y pasteles. En medio de lanoche, cuando yo estaba a punto de ser bendecida porel sueño, escuchaba sus pasos rumbo a la cocina. Elrumor y los timbres del microondas me enloquecían.Traté de que usara termos para el té y la leche tibia,pero una y otra vez alegó que en menos de dos díascogía un olor que le daba náuseas.

De una de las paredes de mi habitación colgaba unaexcelente reproducción en tela de la Virgen de la Cari-dad de El Greco, y abrumada por el paso de las horas,rogaba a sus pies como lo hacen esos caballeros demirada hipócrita que oran bajo su manto; deseaba quesus dedos infinitos me guardaran en su regazo o mellevaran lejos, bajo un cielo más azul y más limpio, uncielo donde mi situación fuera distinta y su rostro tuvie-ra una expresión menos enfermiza.

De día, para ahuyentar el sueño, consumía cantida-des astronómicas de café y aliviaba el dolor de cabezacon aspirina. Mi estómago protestó, lo que me obligó

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a cargar en el bolso unas pastillas de antiácido quesaben a tiza. Así sobreviví unos meses, acosada por losagiotistas. Uno de ellos era un hombre tan horribleque darle la mano me producía náuseas. Me citaba ensu depósito en la plaza de mercado y tenía que acep-tar los aguardientes que me servía con su manos peque-ñas, regordetas, sucias y muy morenas, mientras élinsultaba a los hombres semidesnudos que cargabanbultos de papa sobre las espaldas. Sentada en un ban-quito inmundo, ahuyentando a los perros que me olis-queaban, debía rogar por una prórroga. “Ese favorcitole va a costar, mi señora”, me advertía sonriendo, conun cigarrillo acomodado en uno de los espacios va cíosde su dentadura.

Supe que Dios se disponía a probarme cuando mimadre inició sus compras de fin de año. A principiosde diciembre cargamos de luces el árbol de navidad;desde entonces destinó un día tras otro a buscar rega-los grandes y pequeños para todos y cada uno de nues-tros familiares y amigos. Lo suyo era una compulsión,no sé cómo más llamarla, que en los últimos años abar-caba a los porteros del edificio, las cajeras del super-mercado, el mendigo de la esquina, al mundo entero.Sentía que estaba expiando mis más recónditas culpasmientras aceptaba intereses absurdos para sostenernuestras posibilidades de crédito. Mi madre pudo com-prar cuanto quiso, pero algo percibió, no sé muy bien

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qué, y presionó a nuestra contadora en busca de infor-mación. Creo que en la fiesta de Año Nuevo, en la fincadel tío Aníbal, volvió al ataque y, lo supe después, obtu-vo lo que quería. Yo las vi en los columpios, mecién-dose apenas: dos niñas envejecidas, con los pies colgandoa cinco centímetros del suelo.

El primer sábado de enero me tomé unos tragos enla piscina del Club Campestre, de espaldas al sol y a loscuerpos bronceados de las hijas de mis condiscípulas,también a la rutina de años de almuerzos familiares,tías y costureros. Luego quemé la gasolina que ya nopodía pagar. Una de las pocas cosas que me enseñó mipadre fue a conducir, y me encanta; aprendí entre suspiernas, mi faldita blanca recogida sobre la silla decuero de un Mercedes Benz que parecía rodar sobrecalles de algodón. Me relaja atravesar de noche las zonasde la ciudad en las que de día hay las mayores conges-tiones y comprobar que allí siguen, a pesar de la mugrey el descuido, las bellas fachadas republicanas y unaque otra puerta tallada con esmero. Me gusta la deso-lación de los almacenes cerrados; cruzar el centro moro-sa, ensimismada, para después subir a Chipre y hundirmeen la niebla.

Mi ánimo estaba tan sosegado cuando entré al apar-tamento, que vi a mi madre sentada en la sala, todavíaen ropa de calle, y pensé que simplemente me queríaregañar por llegar tarde o por no haber rezado el rosa-

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rio con ella, aunque hasta en mi presencia seguía unagrabación que hicieron unos monjes españoles. Col-gué la chaqueta en el perchero y saludé; una mirada alcomedor me enfrentó con la realidad: allí estaban lashojas grandes, renglones verdes y blancos, en las queAlbita imprimía nuestra contabilidad con una ruido-sísima Exxon de cinta.

–Lo sé todo –dijo con una voz que desconocía.–Tengo hambre –declaré y seguí hacia la cocina.–¿Cómo pudiste?Era la pregunta correcta y yo no tenía la respuesta.

¿Cómo perdí los restos de una fortuna que tres gene-raciones de mi familia consiguieron con tanto esfuer-zo?

–¿Tenemos tallarines? –Abrí uno a uno los gabine-tes de la cocina, como si no supiera en cuál los guar-dábamos, aporreando las puertas.

–¿Estamos tan mal como dicen esos papeles?–Supongo que sí.–¿Y qué piensas hacer? –Remachó las sílabas, muy

erguida, tal vez esperanzada–. ¡Contesta! –chilló, irri-tada por mi silencio.

–Algo haremos.–Llevo horas esperándote... Horas… ¿Y eso es lo

único que me vas a decir?–¿Y qué quieres que diga?–¡Dios mío! ¡Eres como tu padre! –Cerró los ojos y

comenzó a gemir como un animal enfermo, a llorar

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de la manera más indigna, furiosa. Después, como siun ente infrahumano la inspirara, escupió groseríasque nunca creí que pudieran salir de sus labios. Su dis-curso era rencoroso, vulgar; vomitó palabras que cuan-do yo las pronuncié siendo niña me significaron palmadasen la boca; gritó de mi padre lo que nadie nunca seatrevió ni a susurrar. Estaba poseída.

No perdí la calma. Busqué una cebolla y un toma-te en el fondo de la nevera. Mi madre los odió siem-pre por su forma, su color y su olor; ni siquiera lostocaba. Saqué un cuchillo de uno de los cajones. Ellaredobló sus insultos, sus blasfemias; llevada por unimpulso irracional, golpeó mi espalda con los puñosuna y otra vez hasta que perdió las fuerzas.

Me quedé muy quieta. Volvieron los reclamos y elllanto. Yo terminé de picar el tomate y busqué la man-tequilla y la sartén.

–¡Eres una mala hija, una asquerosa! –gritó defor-mada por la ira, irreconocible.

Dos vitrinas en la sala reunían los recuerdos de nues-tra vida en común: porcelanas, álbumes, vajillas, por-tarretratos, platería, réplicas de catedrales del mundo.Algo impulsó a mi madre a destrozarlo todo. Cuandovi en pedazos los platos que me había regalado MamáGalleta, antiquísimos, solté la cuchara de madera ytraté de inmovilizarla. Con vigor inhumano me apar-tó de un empujón y me golpeó; sentí que de mi pómu-

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lo izquierdo partía una ola de calor que asolaba micuerpo entero. Volví a la cocina y sin pensarlo tomé elcuchillo.

Lo clavé en su espalda una, dos, tres veces, con todasmis fuerzas. Si digo que no la quería matar sé que nadieme creerá, pero es la verdad, la única verdad. Queríaque se detuviera; quería un poco de paz y de silencio.

Cayó de rodillas, como si pidiera perdón. Tras unosmomentos de duda, me agaché para auxiliarla. Aun-que me rechazaba con las manos y luchaba por incor-porarse, su cuerpo terminó deslizándose sobre misbrazos. Sus ojos expresaban asombro e indefensión,húmedos como los de la Magdalena penitente que desdela pared suplicaba al cielo con los dedos entrelazados.Su sangre comenzó a empapar mis ropas y la oí mur-murar algo, tal vez una oración. Yo la entendía profun-damente: no podía aceptar la miseria como forma devida, convertirse en objeto de la lástima de la sociedadque siempre la admiró y respetó. Prefería morir antesque enfrentarse al descrédito y la pobreza.

Se fue apagando, sin agitarse ni gritar, como debehacerlo una dama, libre de los demonios que la ha bíanposeído, digna, decorosa. Le costaba respirar pero noprotestaba; su fe en Dios le dictaba la resignación y elperdón.

Sus dedos se relajaron y sus pupilas perdieron bri-llo. Le acaricié la frente y los cabellos, susurré en su

Page 27: DESPUÉS Y ANTES DE DIOS - El País · cé las manos sobre el pecho. ... La toalla cayó en la bañera con un sonido que retumbó en el fondo de mi alma. ... rato el crucifijo en

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oído las palabras de San Mateo: Venid a mí todos losque andáis agobiados con trabajos y cargas, que yo osaliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros, y aprended demí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis elreposo para vuestras almas.

Con el cuerpo de mi madre entre los brazos, el olorde la sangre mezclándose con el de la cebolla y el toma-te quemados, así nos encontró Bibiana.