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Una correspondencia de Roberto Bolaño a Waldo Rojas. Prologo de Giordano Muzio y Nicolas Slachevsky. Publicado en Noviembre del 2012 por Multitud.

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DE BLANES A PARISUna correspondencia de roberto bolaño a Waldo rojas

primera edición santiago de chile, 2012

La publicación que hoy ofrecemos al lector es fruto de todo aquello que las lecturas de Bolaño nos han dado la ocasión. Resumimos en este texto algunos aspectos de las ideas que de ellas hemos podido extraer. La casualidad de un encuentro amistoso con Waldo Rojas nos ha brindado además la oportunidad de acompañar nuestra reflexión con parte de la correspondencia que éste sostuviera con R.B. durante varios años, residiendo el último en Blanes y el primero en Paris.

La inclusión de parte de dicha correspondencia en esta publicación es de exclusiva responsabilidad nuestra; Waldo sólo tuvo la generosidad de compartir estos valiosos documentos con nosotros. Sabemos que el imperativo comercial que se ha cernido sobre toda creación, haciéndola circular en función de la propiedad de un nombre y de un valor de cambio, es implacable. Aun en consideración de esto y de los consiguientes riesgos jurídicos, no desdeñables, que en nuestras sociedades acompañan toda interrupción del circuito comercial de aquello que es considerado mercancía, libramos esta publicación, sin intenciones comerciales, a potenciales lectores que den nueva vida a la obra de Bolaño.

NOTA AL LECTOR.

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DE BLANES A PARISSOBRE UNA CORRESPONDENCIA DE ROBERTO BOLANO A WALDO ROJAS

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A Waldo Rojas, por su generosidad y amistad.

A Godfrey Stevens, auténtico borgiano, primer boxeador en resbalar con un espejismo –quizá Chile*

-------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------* [Carta Junio 1993] ¿Qué hubiese dicho Borges al saber que contaba entre sus numerosos herederos a un boxeador chileno, descendiente de exiliados ingleses, como él, que llegó incluso a pelear por el titulo mundial? ¿Y qué tenía, a fin de cuentas, de borgiano Godfrey Ste-vens? La gran pelea por el título que G.S libró contra el campeón japonés Shozo Saijo terminó resolviéndose luego de que, habiendo resistido más de 50 minutos los feroces golpes del japonés, Stevens cayera contra las cuerdas. Varios años más tarde, Stevens todavía denunciaba ese momento como el resultado de un “efecto óptico” que se había producido. HECHO: justo antes de la caída, Saijo le lanza un golpe certero, que lleva al árbitro a darle el punto al japonés. EXPLICACIÓN: Godfrey Stevens se resbala en la esquina del boxeador japonés, sin haber recibido el golpe, producto de la cantidad de agua que le echaban encima a éste para refrescarlo entre cada asalto. Stevens se levanta inme-diatamente para reclamar, pero nadie, por supuesto, podía darle crédito a esa versión.

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La fortuna de una conversación aleatoria con el poeta Waldo Rojas está en la raíz de la publicación de estas cartas. Supimos entonces, por primera vez, de la existencia de un largo intercambio entre Bolaño, recién comenzando a aventurarse en la escritura novelesca, y Waldo Rojas, miembro de una generación emblemática de la poesía chilena, precipitadamente difractada por el golpe del 73 -marcando así el tono, quizá, de la poesía nacional en lo que iba a venir de allí en adelante-. Correspondencia cruzada, pues, entre dos chilenos en el exilio, exilios diferentes que se abren más allá de una tierra y su ausencia: punto en el que confluyen. De esta correspondencia entre ambos escritores nos alegra compartir ahora al menos una parte: de remitente Blanes con destino Paris.

Una presentación se hace aquí necesaria. ¿Recordará alguien lo que son las cartas? Un género que se cultivaba: ejercicio de la letra y vocación del encuentro. En alguna parte, dice Bolaño, su relación epistolar con Lihn, junto a los poemas del buen Arquíloco, llegaron a salvarlo del abismo, la antesala de la locura. Una cierta sobrevivencia puede jugarse en un intercambio de cartas, y aquí, ciertamente, hay más que un ejercicio deportivo. La correspondencia es, sin duda, un cuerpo desplegado entre dos, mas un lector tercero acecha siempre al correo, como un fantasma, moviéndose en el espacio que separa al detective del espía. Allí ese lector improbable dibuja un desvío en medio de la correspondencia, dibuja la posibilidad de un accidente o de un infortunio por el cual toda carta está amenazada con perder su destino. Pero esta posibilidad, lejos de constituir sólo el riesgo de un accidente que podría evitarse, pertenece a la condición misma de la carta; es decir que incluso si ésta, tras haber sorteado todo desvío, ha llegado finalmente a su destino, la posibilidad de un extravío total la perturba

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más que nunca. Una carta, de ese modo, no habrá llegado nunca completamente. Por eso, esta situación de dispersión, este “riesgo postal”, exige que la correspondencia no sea un territorio cerrado, sino uno en expansión. Así, pues, no será para nosotros cuestión de compartir un fetiche literario, la ventana abierta de una casa ajena, sino de seguir trazando de alguna forma los rastros de una cartografía imposible en Bolaño.

Conocemos de Bolaño un paso salvaje por la literatura que acaba con un hígado arremolinándose hacia el centro de la tierra y un desierto que se abre en nuestro horizonte inmediato: somos del año 2666. Título de la novela póstuma y momento rastreable en Amuleto, en el que Auxilio Lacouture describe un paisaje de México el año mil nueve setenta y algo, por el que Arturo Belano y Ernesto San Epifanio se mueven mientras caminan por la avenida Guerrero, paisaje espacial y desolado, como el del año en que un cementerio termina por olvidarse. 2666 cruza la escritura bolañeana como una marca en el desierto; es la cifra que la salud de un hígado enfermo sueña y experimenta a medida que consume sus fuerzas; es la ciudad imaginaria de un tiempo que comienza a filtrarse en el nuestro; territorio del tedio de un mundo que vacila entre el aniquilamiento y la multiplicación.

La escritura de Bolaño se presta a la configuración de un lenguaje que comienza a extenderse sobre América como la cartografía de un territorio fantasma, cartografía radical y anarquizante, que anticipa y crea un pueblo americano. Producción, pues, de una multitud; no hay estilo, decimos, que no sea estilo de una multitud. Y sin embargo, en estas cartas Bolaño afirma no creer en el estilo. Lo dice entre paréntesis, luego de advertir un vínculo entre la poesía de Waldo Rojas, Oscar Hahn y Gonzalo Millán, vínculo de tres poetas que han producido algunos “textos de terror”, dice, aunque “cada uno a su manera y más o menos fiel a un determinado estilo (aunque yo no creo en el estilo)”1. Bolaño no cree en el estilo como tampoco cree en el exilio. O quizá, más bien, justamente porque no cree en él, porque no puede creer en él: todos los escritores, de algún modo, ya hacen parte de un exilio en tanto el exilio es condición de una escritura2. Tenemos ante nosotros que el estilo es un asunto de territorio (cuestión no ignorada por Bolaño)3, el dominio de una suerte de animalidad: el cómo ocupar un territorio, cómo desplazarse en él.

Tocqueville describe su experiencia estadounidense en un pequeño libro llamado Quince días en el desierto americano, en el que se refiere a las grandes extensiones territoriales por su inmensidad, determinando la avidez del trabajo y el deseo de superación de la naturaleza por el hombre americano. (En la inmensidad, los animales salvajes, los que no huyeron ni fueron domesticados, se esconden al abrigo de los rayos del sol en la espesura del bosque, los caminantes paran de distinguir los caminos

BOLANO Y EL DESIERTO

1. Lihn, Enrique. Porque escribí, en Musiquilla de las pobres esferas

2. “El oficio de un escritor es un oficio de exiliados. Un es-critor, de una u otra manera, siempre está al borde del exilio. Y el exilio es la quintaesencia de todo viaje. El exilio es o sería la per-fección de escribir.” (Bolaño por sí mis-mo, Ediciones UDP, 2011, pág 63.)

3. Es notorio como, en una de las en-trevistas recopila-das en Bolaño por sí mismo, Bolaño ocupa el concepto de territorio para hablar de estilo: “El territorio que marca a mi generación es el de la ruptura”.

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y, del silencio, un terror religioso embarga el alma)4.Para el jurista francés, la cuestión del desierto corona el derrotero de aquello que espera encontrar en Norteamérica, es decir, la historia de la humanidad misma hasta la huella del origen, puesto que ese lugar, “poblado de manera incompleta y parcial (...) ofrecería la imagen de la sociedad de todas las épocas.” Así es como la historia del hombre debería poder mostrarse en la extensión de un territorio que va desde la ciudad hasta el desierto, como el proceso en el que se va borrando la huella de la civilización europea en el mismo reclamo de sus orígenes. El desierto ritma esa operación, en la medida en que es tanto la huella de un origen como, a la vez, el lugar donde la huella de la civilización se borra. Al mismo tiempo, la mirada prístina de un desierto originario anuncia su propio fin al viajante: “la idea de aquella grandeza natural y salvaje que va a terminar se une a las grandiosas imágenes que la marcha triunfante de la civilización hace nacer”.5

América: lugar de grandes extensiones territoriales, de la inmensidad (inclemencia del medio, ímpetu de conquista), territorio violado, desolación. Sea, pues, la cuestión del espacio en América referida a la extensión del desierto y su inmensidad en despliegue: desierto en la literatura americana desde el Mississipi de Huckleberry Finn, los mares del capitán Ajab a la caza de la ballena blanca, Comala, Macondo y hasta los cadáveres de mujeres que salpican el desierto de Sonora al son de las maquiladoras. Desierto que no nos está dado sino que está siempre por hacerse, y hay que producirlo, como ruina u origen. Entre la ruina y el origen, un espacio que vacila, entre la fascinación por el aniquilamiento y la posibilidad de una fundación. Sólo en ese doble riesgo del desierto podríamos pensar en Bolaño como parte de un estilo americano que no es otra cosa que un modo singular de producir un territorio.

Recibidero de los sueños de origen, ya Cesárea Tinajero o Benno von Arichimboldi, fe de los viscerrealistas y de los críticos, el desierto bolañeano termina por borrar toda huella para un detective aún avisado. Se suceden más bien los espejismos, los oasis de horror, los movimientos inútiles. Su extensión (arena y luz) parece eterna sobre las cabezas del aburrimiento, de los que buscan en él un origen último. Archimboldi, por su parte, ve en el desierto el límite de algo, un confín; si origen, desconocido. Última frontera del triunfalismo desarrollista, la vecindad con las maquiladoras no impide que sobre Sonora se desplieguen innumerables portales de muerte, basurales condecorados por los cadáveres de mujeres, pobres de la ciudad de Santa Teresa, trabajadoras de la frontera con EEUU, como chispazos de una agitación subterránea, la posibilidad de un abismamiento definitivo rumbo a la muerte. Las imágenes de “la marcha triunfante de la civilización” espejean pues en el desierto: tal es su modo de producción propio, la particularidad de su espacio: la proliferación de los espejismos, la certeza de toda determinación reducida al espejismo.

Y, enfrentado a la radicalidad del espejismo, al hombre del desierto sólo le quedará el problema de la multiplicación: de ahí que la cuestión, la única cuestión que puede obsesionar respecto del desierto, sea la pregunta por cómo poblarlo. Waldo Rojas, Gonzalo Millán y Oscar Hahn deberán, cada uno a su manera, cada uno con su estilo, volver a Chile y poblar el desierto6. La cuestión será siempre cómo habitar el desierto, cómo habitar lo inhabitable mismo, cómo moverse en el desierto sin quedarse nunca en un lugar fijo, convertirse en desierto o en lívido espejismo del desierto. Cómo inventar aquel pueblo que falta como pueblo aún por venir.7

6. [Carta Febrero 1997]

7. “La salud como literatura, como es-critura, consiste en inventar un pueblo que falta. Es pro-pio de la función fabuladora inven-tar un pueblo. No escribimos con los recuerdos propios, salvo que pretenda-mos convertirlos en el origen o el des-tino colectivos de un pueblo venidero todavía sepultado bajo sus tradiciones y renuncias.” (De-leuze, Gilles. Crítica y Clínica.)

4. de Tocqueville, Alexis. Quinze jours au désert Améri-cain.

5. Ibíd.

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La lengua de Bolaño huele a sobrevivencia, porque se gasta y deshace en una vorágine de palabras e imágenes que, como violencia infringida, fundan, constituyen, fragmentan y restituyen el personaje Bolaño en su ejercicio de autodeterminación constante: caudal mismo que crea y lo crea. Así, Arturo Belano y Ulises Lima de Los Detectives Salvajes, los viscerrealistas y los habitantes del año 2666, son los sujetos de una biografía despersonalizada. Una biografía que es la huella de una multitud americana, el probable origen de un pueblo.

En una de las cartas, Bolaño cuenta que conversa con un compañero de habitación del Hospital de Hebrón, donde escribe interno. Aquél es el número dos de la lista de trasplantes del hígado -y Bolaño será también número dos, diez años después-. Comparten la afición al box y la preferencia por la escuela mexicana, especialmente por el peso gallo Rubén “el púa” Olivares, múltiple campeón mundial, famoso sobre todo por su extraordinario “golpe mexicano”: el gancho al hígado.

La enfermedad que allí padece aquel compañero suyo, aficionado al boxeo como él, es similar a la que ya comenzaba a experimentar Bolaño mismo en su propio hígado, como si alguno de aquellos boxeadores que él tanto admiraba le hubiese dado un golpe infinito, un gancho al hígado, el mismo golpe que hizo famoso al púa Olivares. Porque Bolaño, no hay que olvidarlo, padeció la enfermedad de un boxeador. Y es Bolaño quien se encarga de dar cuenta de esa relación entre su enfermedad y el boxeo sin saberlo, sin saber qué es lo que vincula la espera del hígado que no llega para su compañero en esa época, con el boxeo. Qué hay en el trecho que va de la enfermedad al boxeo y del hospital al ring.

Descripción de los efectos de un gancho al hígado: parálisis de los miembros, corte de la respiración; la garganta se contrae, el pecho se aprieta y obliga a encorvarse, a retorcerse incluso si el golpe es lo suficientemente fuerte. No tiene localidad; el golpe

CUESTIONES DE HIGADO

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se experimenta en todo el cuerpo. Las piernas se ponen flácidas, cuesta mantenerse en pie. Todo esto sólo dura segundos, a lo más unos minutos, para que luego los efectos desaparezcan completamente, y entonces sólo queda la flacidez de las extremidades, la dificultad para mantener la estabilidad. Pero al contrario de cualquier otro golpe, no queda el cuerpo ardiendo; no hay calor ni dolor muscular, es decir, no deja rastros. Es un golpe fantasma. Por lo general, no es tanto un golpe de nocaut sino de total desarme: le quita al rival toda posición de defensa, para quedar completamente entregado a un segundo golpe decisivo. Y lo hace en un estado de total suspensión. Entonces, el luchador abatido sólo podría contemplar.

Uno de los últimos artefactos que conocemos de Nicanor Parra es aquel que muestra la fotografía de una revista abierta, en cuyo interior se contemplan dos imágenes, una en cada hoja, ligeramente separadas entre sí. Una de ellas muestra un primer plano de Bolaño, en la oscuridad, golpeado por una luz que llega desde arriba, y él como soportándola con los ojos cerrados, entre el placer y el dolor, con la expresión de una persona que ha muerto. Y en efecto, al mirar su rostro, sabemos que ha muerto, aunque pueda volver, aunque quepa la posibilidad de que reviva y esa muerte dure sólo un instante, sabemos que ya ha muerto. La otra imagen es una fotografía de Bolaño de pie, despidiéndose o saludando, con una sonrisa, en alguna calle de Santiago o de cualquier otra ciudad, con los ojos cerrados también, como en la otra imagen, ya sea esta vez por la exageración de un gesto o bien por el azar que las cámaras pueden llegar a captar. Y debajo de estas dos fotografías, debajo del “Adiós Bolaño” con que la revista titula el artículo-homenaje, se lee: “Le debemos un hígado a Bolaño”. Es la ironía inconfundible de Parra.

Una primera posible lectura para este Artefacto cumpliría con representar un lugar común a la hora de tratar la obra Bolaño: denuncia de la ausencia de reconocimiento o de un reconocimiento cuando menos tardío. Por eso, tenemos una deuda con Bolaño, una deuda como lectores, una deuda como intelectuales y, en definitiva, una deuda como país –lo que quiera que signifique eso. Una lectura que no llega o una lectura demasiado tardía sería como el hígado que Bolaño esperó, con su nombre inscrito en la lista de espera de trasplantes. Algo perturba, sin embargo, esta interpretación. Suscribimos la frase de Parra, pero rehuimos un facilismo que sería ajeno a lo parriano: decimos que, sin duda, le debemos un hígado a Bolaño, pero no el hígado que le faltó, no el hígado que esperó o no pudo esperar más. Le debemos su hígado, como cuando reconocemos deberle a alguien algo que ha hecho por nosotros. Le debemos el exceso que él produjo. Por eso, “le debemos un hígado a Bolaño” significa: “le debemos a él lo que puede”; le debemos a Bolaño el hígado que empeñó para escribir.

“Todo está bien. Mi doctora favorita dice que aún no moriré”, escribe en una carta. “Puedo escribir un par de novelas más”8. Y luego, en otra: “me dedicaré a pasear mi pancreatitis por los infiernos notorios del planeta, tomando fotos, escribiendo artículos y preparándome infusiones de manzanilla, tila, yerba luisa...” 9.

Bolaño escribió como un enfermo. No simplemente como el enfermo que sabe que va a morir y se pone a escribir con desesperación, sino que con aquel temblor vertiginoso de un enfermo que no le debe nada ni a la vida ni a la muerte: escribió con la salud inconquistable de un enfermo. Una suerte de enfermedad desbordante se transforma aquí en condición de la escritura; una herida se abre por exceso y no por carencia. ¿Qué salud podría afectar a un escritor? No la de un hígado bueno,

8. [Carta Jun. 1993]

9. [Carta Dic. 1993]

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ciertamente. El hígado absorbe y absorbe, es el primero de los órganos que absorbe, pero un hígado, este hígado, no desintoxica; la sangre se enferma y este hígado secreta bilis y escribe. La última aparición de Arturo Belano, casi póstuma, es una anotación para el final de 2666: “Todo lo he hecho, todo lo he vivido”, dice. Palabra de un muerto. “Si tuviera fuerza me pondría a llorar. Se despide de ustedes, Arturo Belano”. El metabolismo del ojo se ha cargado esta vez sobre el hígado: lo hecho y lo vivido se arremolina todo, caudaloso, arrastrando las últimas fuerzas de quien, a modo de detective, ha procurado registrar hasta el último detalle. El ojo de Arturo Belano está herido y es incapaz de llorar; las fuerzas le faltan. El cuerpo asimila las batallas que se han dado, y así es como escribe. Dice Lihn que escribir es “trabajar con la muerte”10: cabría pensar, así, en una condición de la enfermedad que es distinta de la pura resignación. Hay algo que la enfermedad abre para el enfermo pero que no tiene que ver con la enfermedad misma, y que le permitiría a éste escribir como enfermo o viajar como enfermo, precisamente para no enfermar. Así, nada más ajeno a Bolaño que una separación artificiosa entre literatura y enfermedad, tal dos relojes contrarios que pretendieran ignorarse hasta encontrarse en el momento de la muerte, implosión de todo tiempo. La literatura ha sido, más bien, una batalla de la que no se puede salir invicto, como en una pelea de samuráis; “pero un samurai”, responde Bolaño, “no pelea contra otro samurai: pelea contra un monstruo. Generalmente sabe, además, que va a ser derrotado. Tener el valor, sabiendo previamente que vas a ser derrotado, y salir a pelear: eso es la literatura”11.

Hay una clave indispensable en estas cartas para poder calibrar la dimensión del desierto y la enfermedad en la obra de Bolaño. En una parte, Bolaño cuenta a Waldo Rojas una anécdota que se encuentra en el origen de la Literatura Nazi en América: luego de haberle preguntado a un amigo si acaso existía literatura fascista en Chile –y recibir, por supuesto, una negativa como respuesta-, Bolaño dice: “El periodo pinochetiano, bien mirado, ha sido pobre incluso en monstruos; no obstante hay o hubo un par de criminales notorios –y en ocasiones notables- que supieron medrar y desarrollar su arte bajo la capa militar (...) Pero no hay literatura detrás de nuestros monstruos, lo que los empobrece, lo que los hace -y esto es grave- como si sólo existieran en nuestras pesadillas, una desazón particular y no una desazón real. (Aunque el dolor sí es real). / A veces me tienta la idea de dos heterónimos, o tres, para cubrir ese hueco. Otras veces, en plan megalómano, la idea de un diccionario completo que contuviera a todos los escritores y poetas nazis de América”12. Más tarde, en otra carta, vuelve a plantear la idea de una enciclopedia abreviada de la Literatura Nazi en América, “algo en el espíritu de Tlön, Uqbar, Orbis Tertius: las imágenes de nosotros mismos en los espejos cóncavos o convexos, pero espejos al fin y al cabo”13.

Pero puede que la relación con ese determinado “espíritu” de Tlön sea aquí algo más que una cuestión de simple parentesco narrativo; el espíritu de Tlön es tal vez el

SONORA, UQBAR, ORBIS TERTIUS

10. Lihn, Enrique. Porque escribí, en Musiquilla de las pobres esferas

11. Bolaño, Rober-to, Bolaño por sí mismo.

12. [Carta Sept. 1993]

13. [Carta Dic. 1993]

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de la posibilidad de creación desenfrenada que toda ficción permite, al punto incluso –como ocurre en el relato de Borges- de llegar a confundirse con el mundo, infiltrándose secretamente en él hasta desintegrarlo, para ocupar de esa manera su lugar14. Sin embargo, detrás de ese plan monumental de Tlön de crear un mundo organizado a partir de una enciclopedia, se descubre una posibilidad aun más inquietante, y que no tiene que ver ya simplemente con la capacidad de la ficción de desdibujar o suplantar cualquier realidad, sino que, más bien, con la posibilidad irrebatible de que la realidad no sea más que un sustituto, una creación que ha logrado imponerse con eficacia. Es por eso que el proyecto de Tlön no es sencillamente un peligro que amenaza con desbancar una realidad ya constituida; es el anuncio mismo de que, de algún modo, Tlön podría ya estar allí, imposible de denunciar como ficción sin hacer caer consigo todo el tejido de la realidad. En esa dirección, las palabras de Borges resuenan al final del relato: “El mundo será Tlön”, como si dijera o quisiera decir: “El mundo puede que sea Tlön”.

De ese modo es como, en otra carta, Bolaño relata el asesinato del único maricón de Los Ángeles: homosexuales habían muchos, cuenta, “maricón-reina solo uno”. Feroz confirmación de un programa patriótico, “y que en el fondo es un club cuyas puertas están siempre abiertas”: “la Manuela” había sido fusilada por el ejército chileno en nombre de la certeza de que “en Chile no hay maricones”. El paisaje es desolador. El cuerpo es cargado en un peladero, “entre malas yerbas y zarzas ardiendo”. “Después la Realidad Espejeante se fue disolviendo”, concluye, “pero sin desaparecer del todo”15.

El procedimiento del espejismo pareciera ser, pues, para Bolaño, el rastro de aquello que como secreto habita en su obra: el espejo que confunde la imagen con lo

que él refleja, para mostrar cómo lo que refleja era ya una imagen de otra cosa. Querer hacer desaparecer entonces el espejismo, para reencontrar ahí la realidad, o el oasis auténtico, no podría ser más que la forma definitiva de extraviarse entre los espejismos que el desierto produce, y entregarse así al horror. Y si la conjunción de un espejismo con el desierto da lugar al abismamiento de lo horrible, fervor de los oasis perentorios, el espejismo que se diluye confirma cada vez el verdadero enigma del desierto: que el desierto espejea, que no refleja nada fuera de sí mismo.

Habrá que pensar así, otra vez, en aquello que a Bolaño le parece alarmante de esos escasos pero notables criminales chilenos, esto es, que no haya literatura detrás de ellos, “lo que los hace –escribe- como si sólo existieran en nuestras pesadillas”. En el espíritu de Tlön, Bolaño comprende que la falta de una literatura fascista es inquietante a tal punto porque permite justamente que se pueda seguir pensando el fascismo como un espejismo, una locura, o una ficción morbosa que se añade a un espacio auténticamente no-fascista. La ausencia de una literatura fascista permite que continúe funcionando la lengua de la resaca (“¡nunca más!, ¡nunca más!”)16, como si fuese posible simplemente evitar el fascismo denunciándolo como mal, como la ilusión de un espejismo; diciendo, en suma: “fuimos engañados una vez, pero nunca más”. Y, en efecto, la resaca no es más que el trabajo de un hígado que no ha logrado asimilar el exceso y continúa funcionando para alejar de sí las pesadillas que lo fatigan. ¿Pero y qué pasa entonces si un hígado ya no filtra, si no trabaja o trabaja de otro modo que como depurador? Un hígado que ha sido excedido desde siempre, ¿qué podría querer preservar?17 Si, en palabras de Bolaño, será necesario “cubrir ese hueco”, prestarle esa literatura que falta a aquellos monstruos, no es para intentar probar su realidad ni para

14. “El contacto y el hábito de Tlön han desintegrado este mundo. Encanta-da por su rigor, la humanidad olvida y torna a olvidar que es un rigor de ajedrecistas, no de ángeles” (Borges, Jorge Luis. Tlön, Uqbar, Orbis Ter-tius, en Ficciones)

15. [Carta Sept. 1993, 2#]

16. Cuando, en una entrevista, a Bolaño le preguntan qué pasó el día siguien-te del golpe militar del 73, él responde: “La suprema resa-ca”. Una pregunta extraña para una respuesta todavía más extraña. La resaca del día des-pués, la suprema resaca, no sólo de-bería entenderse aquí como la resa-ca producida por un presunto exceso del día anterior, de una “revolución con sabor a vino tinto y empanadas”. La suprema resaca se extiende desde y hacia un límite no vislumbrado, y persiste como la lengua cruda, el idioma de la resaca, que repite frenética-mente “nunca más, nunca más”, para intentar conjurar de alguna forma un

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confirmar que el fascismo no era ya una ficción, sino para advertir que los monstruos podrían haber estado allí desde antes, que aquello que se intenta resguardar de su amenaza podría estar ya atravesado por ellos. El samurai, siguiendo a Bolaño, pelea siempre contra un monstruo, sabiendo de antemano que la pelea está perdida. Y, ciertamente, no se conseguirá apartar a los monstruos pensando que son irreales, ni se logrará rechazar el fascismo denunciándolo como espejismo. Por el contrario, esa será la manera en que éstos tendrán siempre la garantía de su reproducción, pues es con ese recurso que ellos han conseguido obrar.

Bolaño construye así una escritura territorial; incrustada en la lengua del territorio, ella se convierte en máquina verborreica que produce como un desierto, desierto que crece y que su salud ha experimentado, desierto concreto, que vomita cadáveres en basurales que son ciudades sitiadas, universidades sitiadas, plazas masacradas, y desde esas estructuras despliega su red. 2666, cifra del desierto, es, pues, un momento que se extiende sobre la realidad inmediata, que abarca desde los años ‘70, con Tlatelolco y la dictadura chilena, hasta los crímenes de mujeres que hoy siguen ocurriendo en Sonora, los autores catalogados en la Literatura Nazi en América hasta el último en morir el año 2029 y, pareciera, llegando al mismo año 2666, el día en que terminemos por olvidarlo todo.

En el texto Literatura+Enfermedad = Enfermedad, Bolaño va a adelantar la cita que servirá de epígrafe a 2666, versión de un fragmento del poema El Viaje, de Baudelaire: “Un oasis de horror en medio de un desierto de aburrimiento”. Comentando este poema, junto con uno de Mallarmé, Bolaño va a decir: “si sólo existen oasis de horror, el viajero podrá confirmar, esta vez de forma fehaciente, que la carne es triste,

que llega un día en que todos los libros están leídos y que viajar es un espejismo. Hoy, todo parece indicar que sólo existen oasis de horror o que la deriva de todo oasis es hacia el horror.”

Si, como sugiere Bolaño, tal vez todos los oasis son de horror, si viajar es un espejismo, se podrá comprobar que los caminos no llevan a ninguna parte y, sin embargo, habrá que seguirlos y retomarlos cada vez, para encontrar en ellos algo, cualquier cosa, “lo nuevo, lo que siempre ha estado allí”, dice Bolaño, sin dejar todavía de leer el poema El Viaje, que termina con esos dos conocidos versos: “Caer en el abismo, Cielo o Infierno, ¿qué importa? / Al fondo de lo ignoto, para encontrar lo nuevo.” Encontrar lo nuevo, “lo que siempre ha estado allí”, es decir, lo que habrá debido estar allí desde siempre, porque no está presente ni ha sido conocido; porque nunca ha estado presente.

¿Qué significa entonces en el desierto, “retornar”?18 Regresar al punto de partida o, más bien, hacer como si se regresara, porque el regreso es desde ya lo imposible. En ese gesto se va a arriesgar toda la posibilidad de supervivencia en el desierto: volver al punto de origen como a un lugar distinto. Hacer un simulacro de viaje, no ya para intentar salir del desierto, sino para hacer salir al desierto de sí mismo, enloquecerlo, hacerlo crecer. No se trata por eso tal vez para Bolaño de encontrar el límite, el fin, y ni siquiera el rastro de un camino hacia afuera, sino de multiplicar los caminos, aprender a poblar el desierto y expandirlo. La salud de Bolaño hace aquí de la imaginación del horror el temblor vertiginoso de un pueblo que comienza su desplazamiento.

“pasado” que vuel-ve multiplicado, a la manera en que vuelven siempre los fantasmas o las pe-sadillas.

17. Artaud, en sus escritos sobre México (¿y dónde más?), llega a dar justamente con este carácter funda-mental del hígado, es decir, el proble-ma de la filtración, cuando escribe: “es en el hígado huma-no donde se produ-ce esa alquimia se-creta y ese trabajo por el cual el yo de todo individuo esco-ge lo que le convie-ne, adopta o recha-za las sensaciones, las emociones, los deseos que el in-consciente le forma y que componen sus apetitos, sus concepciones, sus creencias autén-ticas, y sus ideas. Ahí es donde el

Yo se vuelve cons-ciente y despliega su poder de apre-ciación, de discri-minación orgánica extrema. Porque es en él donde Ciguri realiza su trabajo de separar lo que existe de lo que no existe. Por tanto, el hígado parece ser el filtro orgánico del Inconsciente.” (Ar-taud, A. Los Tarahu-mara)

18. Así mismo, ¿qué significa para el samurai pelear una pelea en la que sabe que va a ser derrotado?

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Arturo Belano y Ulises Lima: ¿Qué hacen dos anarquistas en Europa? Expanden los límites del desierto; hacen la migración de un pueblo de inmigrantes; inician el desplazamiento que ha de perder el origen en un nuevo origen; multiplican la multitud y anarquizan el espacio copado por la violencia estatal, manifiesta hasta en lo más cotidiano. Es esa la alegría del exilio bolañeano, la constancia de que el desierto es una realidad global, y que los individuos son pueblos en constante desplazamiento a la busca de un nuevo origen, sea Cesárea Tinajero, sea Archimboldi.

Estas cartas, que ahora presentamos, pertenecen al desierto de Blanes.

Giordano Muzio Nicolás Slachevsky

París, 16 de mayo de 2012.

Cher Nicolas,

Han pasado algunos meses desde hiciéramos mutuo conocimiento sentados a la mesa en la “Caleta Lastarria”, como creo que se llamaba aquel buen restaurant en subsuelo. Tus padres nos habían invita-do, a Elie y a mí, a ver la pieza “El año en que nací”, de Lola Arias, presentada en el GAM, y luego, a la salida, a compartir vuestra cena de celebración familiar del aniversario de Paulo, motivo del que no lle-gué a enterarme sino en el primer brindis, y no sin cierta incomodidad de advenedizo, pronto disipada, debo decir, por las muestras de amabilidad de nuestros huéspedes. Lo que no recuerdo, en cambio, es en qué momento entramos a hablar de Roberto Bolaño ni por qué, y que yo te hiciera mención de haber intercambiado con él algunas cartas. Sí que recuerdo tu interés súbito, en tanto estudioso de su obra lo que yo también ignoraba hasta ese minuto, y que de haberlo sabido me habría cuidado de hablar sin precauciones de cosas que no tenía seguridad de poseer todavía. Nuevo embarazo de mi parte, cuando me interrogaste sobre la posibilidad de consultar lo que ya venían a ser documentos históricos, y que, de haberlos conservado en París no los tenía menos perdidos de vista Recuerdo, por fin, que nos dimos cita en nuestro departamento de Mosqueto para hablar del asunto y te prometí tratar por lo menos de dar en adelante con esas misivas.

De vuelta en París, no eché al olvido por supuesto mi promesa. Yo he sido más bien ordenado en mis asuntos de papeles y libros, pero unos y otros se han ido acumulando e invadido rápidamente el es-pacio vital. El nuestro es reducido y ya se halla saturado, los libros cubren los muros en dobles filas,

CARTA A NICOLAS S. SOBRE LA CORRESPONDENCIA DE R. BOLANO.

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archivadores y carpetas se atrincheran apretujados en todos los intersticios que los muebles buena-mente consienten. En una pequeña bodega subterránea se han ido replegando en medio del rezago de trastos domésticos fuera de uso, generaciones de cajas repletas de papeles escritos de toda naturaleza y origen: documentos oficiales, facturas, fichas y notas de curso, recortes de diarios, etc. Mi problema era, pues, encontrar el momento de hacerme de valor y comenzar por algún lado una pesquisa que bien podía tomarme días o semanas y culminar no obstante en decepción. Sin contar con que una vez exhumados algunos lotes de cartapacios añejos de casi ocho lustros, y mártires de varias mudanzas de domicilio, sería poco probable al hojearlos no caer en los vestigios escritos de avatares pasados, rastros de circunstancias gratas o ingratas olvidadas, en fin, relecturas desalentadoras, sorpresas di-suasivas del empeño de proseguir la búsqueda.

Una vez reinstalados en nuestro departamentito de Belleville, además de los afanes puestos en reto-mar el ritmo cotidiano, perdido al cabo de tres meses pasados en Chile, debimos con Elie emprender dos viajes a España. Primero, para acompañar a un muy buen amigo vasco, el doctor Ulpiano Vigil, quien me obsequiara un par de años antes Los detectives salvajes, y que se encontraba ahora hospita-lizado de gravedad. Desahuciado por sus cófrades, hubo que volver poco más tarde para asistir a sus obsequias. Había sido en su casa de Guetaria, adonde pasábamos unos días de vacaciones durante el verano de 2003, que supimos del deceso de Bolaño ocurrido alrededor de una semana antes. Viajamos también a Lisboa, adonde Valeria Sarmiento acababa de filmar una película que Raúl Ruiz, su esposo, había dejado en plan, y nos invitaba a su exhibición privada. Revisitamos esta ciudad que meses antes habíamos frecuentado con nuestro amigo convaleciente, devuelto a la vida aunque por pocos meses más. Te refiero estas peripecias porque, ocasiones memoriosas fuertemente emotivas como han sido, me dieron tal vez el impulso necesario para lanzarme con brío tras las cartas de Bolaño, que ahora, tantas como he podido ir encontrando en sucesivos rastreos, me recompensa poder poner en tus ma-

nos, para alivio de mi promesa.

Ve tú: estas cartas, una vez recibidas, leídas, archivadas, respondidas y almacenadas, no creo haber vuelto, no digo ya a leerlas, sino a tenerlas incluso a la vista hasta ahora mismo. No quita que, cuando en el verano europeo de 2003 nos cayó encima la noticia de la muerte de su remitente, tuve el reflejo, digamos, natural de recuperarlas. Me detuvo entonces la misma contrariedad doméstica que hasta hace poco me descorazonaba, como te he explicado. En cuanto a intentar darlas a leer al prójimo, ¿en aquel momento? Pues, ¡ni pensar! Bolaño fallecía en la cúspide de su celebridad, y no habría faltado en Chile el justiciero de turno que hubiera estimado ultrajante que yo me aprovechara del triste suceso para hacer públicos estos escritos con el oscuro propósito de obtener no sé qué provecho personal… Como no habría faltado tampoco el muy ocurrente que, en honor al ninguneo chilensis, los juzgara… ¡apócrifos!... (Riesgo no del todo conjurado hoy día). Yo tengo mi corazoncito, como se dice, de modo que hasta ahí llegaron mis buenas intenciones al respecto. Me pregunto de veras si de no mediar tu entusiasmo contagioso, habría tomado la decisión de divulgarlas algún día. Cierto es que el tiempo ha pasado por estas epístolas y que tal vez sea hora de que el tácito pacto de discreción propio de una correspondencia privada, dé pábulo a los fueros de la historia literaria.

Las releo por primera vez, como te digo. Mi primera impresión tiene que ver con la nostalgia un tanto ‘retro’ de la antigua costumbre postal: la cuartilla manuscrita o mecanografiada, enviada o recibida en tu buzón, con su untuosidad de objeto real, que extraes del sobre con cierta premura, no sin antes mirar, o admirar, el sello pegado en una esquina (Roberto se daba justamente el cuidado de elegirlos inte-resantes). La carta, ese objeto impregnado de tiempo humano, el de reflexionar previo a la escritura, tiempo empeñado en moldear nuestro decir en la argamasa del estilo epistolar, luego el de los gestos que preceden y se suceden hasta y desde el punto final, como el plegar la cuartilla y el regusto afable

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del lengüetazo en el dorso engomado de la estampilla, hasta depositar el sobre en el correo a unas cuadras de tu casa. Enseguida el tiempo de la distancia del viaje de remitente a destinatario y vice-versa; tiempo de espera, ¿días? ¿semanas? Lamento no haber guardado aquellos sobres timbrados en Blanes, pero lamento aún más no haber dejado copia de mis primeros envíos mecanografiados. No era esa para mí una práctica corriente, salvo excepción y por razones obligatorias. Los siguientes, tecleados ya en la prehistoria del computador personal, deben dormir casualmente en la memoria de una antigua disquete que intentaré hacer desentrañar por algún arqueólogo de la informática y te los haré llegar. Por lo demás, aunque espaciada en el tiempo, o tal vez por ello mismo, hay que tener en cuenta que había mucho de frescor espontáneo, sin otras pretensiones, en aquella correspondencia comenzada hace unos tres decenios.

Han transcurrido casi diez años desde la desaparición de nuestro amigo; las primeras cartas son de 1983, cursadas a propósito de una invitación a colaborar en la revista Berthe Trépat, puesta en cir-culación por Roberto y Bruno Montané. El intercambio prosiguió con cierta regularidad sobre temas diversos, libros propios y ajenos, publicados o por publicar. De estos últimos, Roberto me envió copia de prácticamente todos los originales de sus novelas hasta el 97 o 98. A menudo abrumado por mis obligaciones universitarias, Elie los leía antes que yo, que a mi turno, no sólo nunca dejé seguidamente de leer, sino que envié con puntualidad a su autor mis observaciones y comentarios. De esto también hablan estas cartas.

Lo que importa en ellas, así, como son en su llaneza, es que aparte de permitirte espigar algunos da-tos biográficos y otros acerca de le genealogía de alguno de sus libros, te muestran su manera casi desapegada de afrontar sus reveses de salud, y hasta la idea de la muerte, te trazan los rasgos de una personalidad de talante singular, fácil de entrar en empatía, y te dan elementos que retratan el mundo

interior de un escritor vitalmente entregado a su cometido, arrastrado en cierto modo por éste. Algo di-cen asimismo de las motivaciones de sus escritos, sus lecturas, su curiosidad literaria, los guiños cóm-plices de su gusto por la así llamada cultura popular, su serena generosidad de lector en nada reñida con su espíritu crítico insobornable, sus desafíos y sobre todo la fruición de narrar.

No quisiera influenciar tu lectura con el comento y sentimientos de la mía propia. Hay de todos modos algunos detalles que pueden parecer algo crípticos, sin serlo de verdad. Por ejemplo la evocación re-petida de una pareja de mirlos un tanto desubicados que eligieron nuestro pequeño balcón en pleno invierno para hacer un nido entre las plantas y procrear pajareramente. Lo cual es rarísimo, pues esta especie de plumíferos es recelosa y no poco salvaje, pero ahí estuvieron ellos empollando bajo la nieve mientras Elie, enternecida, con gesto discreto les deslizaba como alimento media manzana cada día. La costumbre se instaló hasta el día de hoy, cuando nuevas generaciones de mirlos siguen visitando el balcón y picoteando nuestras manzanas. Le conté a Roberto que en una ocasión en que debíamos ausentarnos, Elie, temerosa de que, defraudados, “se echaran el pollo” y no volvieran más, le pidió a Raúl Ruiz, nuestro vecino, que tomara a su cargo ponerles la dicha fruta cotidiana. Raúl, buen cocinero, decidió que era poca dieta y les preparó un sancocho de carne molida cada día de nuestra ausencia… También conté a Roberto que Elie había creado uno de sus cuadros de arte textil con ese motivo, y le hice llegar una foto del mismo.

Creo haber hecho hincapié ante ti en que mi amistad con Roberto Bolaño fue, por así decir, estricta-mente postal, a distancia, sostenida por palabras escritas de ida y vuelta. Su breve vida no nos dio la posibilidad de un encuentro personal, que toda esta correspondencia preparaba en cierto modo. Hubo, sin embargo, una oportunidad única de encontrarnos de cuerpo presente, no digo ya sentados a una mesa copa en mano, sino a la distancia de un apretón de manos. Fue cuando viajó a París invitado a

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la Maison de l’Amérique latine, en mayo de 2002, para un evento literario oficial que incluía a nuestro compatriota Jorge Edwards y a la mexicana Vilma Fuentes. El salón estaba sencillamente repleto de bote en bote. De los tres invitados emplazados en la tribuna, la figura que suscitaba claramente todo el interés de los presentes, era por cierto Bolaño. Lo que tal vez bastó a la señora Fuentes para esta-llar de súbito, sin causa aparente y con pasmo histérico, en una sarta de improperios contra Bolaño, acusado de “hablar de lo que no sabía” a propósito de no quedó muy claro qué peculiaridad del medio universitario azteca. Terminada la soirée traté de acercarme a la tribuna, pero Bolaño estaba, por un lado, asediado de pedidos de firma de sus libros, y por otro apremiado por su esposa a dejar el lugar, urgida quizás por algún compromiso o preocupada por su estado de salud. Como que me llegó a oídos que, esa misma noche, Roberto ya andaba mal de sus males, y requería cuidados consecuentes antes de volverse a España al día subsiguiente. A mí me cuesta superar mi timidez paralizante ante las ce-lebridades, de modo que no insistí y me limité desde mi butaca a esbozar en su dirección una seña de saludo que me pareció retribuida. Eso fue todo. No llegaría a presentarse una nueva ocasión.

Aquí tienes ahora esas fojas reunidas en un solo fajo virtual que he vuelto a recorrer de punta a cabo. En cada una, desde sus primeras líneas me sobreviene de golpe la memoria de todo el resto de la página, como si acabara de leerlas por primera vez. Buscando organizarlas en orden cronológico, voy advirtiendo con pesar que no están todas, ni mucho menos; hay lagunas, ausencias, pasajes que recuerdo bien y no hallo en ninguna de las presentes. ¡Lástima! Pero están las que hay y mi emoción no es menos grande. Viajan, pues, por la red, como se dice ahora, hasta tus manos. Sé que harás un buen uso de ellas.

Waldo

CORRESPONDENCIA DE ROBERTO BOLANO A WALDO ROJAS

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“MIRLOS BAJO LA NIEVE” ELIE ROJAS