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Tibór Chaminaud Cuentos del Hormiguero STOCKCERO

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Tibór Chaminaud

Cuentosdel

Hormiguero

STOCKCERO

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Copyright © Tibor Chaminaud

1º edición: 2004 ©Stockcero

Stockcero

ISBN Nº 987-1136-

Libro de Edición Argentina.

Hecho el depósito que prevé la ley 11.723.

Printed in the United States of America.

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida,

almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, me-

cánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor.

stockcero.com

Viamonte 1592 C1055ABD

Buenos Aires Argentina

54 11 4372 9322

[email protected]

2 Tibór Chaminaud

Chaminaud, Tibor

Cuentos del hormiguero. – 1ª. ed. – Buenos Aires : Stock Cero,

2004.

356 p. ; 23x15 cm.

ISBN 987-1136-19-6

1. Narrativa Argentina Título

CDD A863

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Tibór Chaminaud

Cuentosdel

Hormiguero

3Cuentos del Hormiguero

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Lecciones de la sociedad de consumo

Manjares de plástico, sueños de plástico. Es de plástico el paraíso

que la televisión promete a todos y a pocos otorga. A su servicio esta-

mos. En esta civilización, donde las cosas importan cada vez más y las

personas cada vez menos, los fines han sido secuestrados por los me-

dios: las cosas te compran, el automóvil te maneja, la computadora te

programa, la TV te ve.

Globalización, bobalización, Eduardo Galeano 1

4 Tibór Chaminaud

1 Del libro de Eduardo Galeano Patas Arriba, pág. 255. Catálogos, Buenos Aires,6a. edición, octubre de 2002

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Para las artistas plásticas Chichina de

Chaminaud (Mercedes Marta Canut)

y María Cristina Silva de Chaminaud

Tibór

5Cuentos del Hormiguero

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De vuelta al pago

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Agosto del 2001

A fines de 1976 me había ausentado del país y ahora, después de

más de veinticinco años, regresaba casi como un extraño…

Claro que las condiciones de la Argentina en cuanto a libertades

individuales habían cambiado sustancialmente con respecto a aquellos

años negros de la dictadura militar.

En noviembre del ’76 militaba en el peronismo de base y si bien no

actuaba en ninguna organización paramilitar, como escritor me había

jugado en algunas publicaciones que en ese entonces estaban totalmen-

te prohibidas. La palabra peronista sonaba a subversión. Al día siguien-

te del asesinato del Che, había escrito un largo e indignado poema de-

dicado a su memoria, que se publicó dos años después en un libro que,

editado, fue a parar de la imprenta al domicilio de un amigo y que nun-

ca se distribuyó, dadas las condiciones que imperaban en el país. Pasa-

dos unos años, precisamente a fines del 76, alguien lo hizo llegar a los

servicios. ¡Había permanecido ignorado durante largo tiempo…!

Iona llegó a mi departamento, totalmente alterado y temblando

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me dijo: te la tenés que tomar ya; tu libro ha sido detectado y hoy por

la mañana se ha ordenado tu captura.

Sin consultarme, abrió el placard del dormitorio y tomando una

valija empezó a llenarla de pantalones, camisas, medias y una serie de

prendas de vestir que me pertenecían.

—¡Pará, pará!, –le dije tomándolo de un brazo–. ¿De qué libro

me hablás…?

—Del que nunca se distribuyó –me contestó.

—¿Y? –le dije.

—¿No te das cuenta, pelotudo? ¿Acaso vivís en la luna…? En tu

libro, el que nunca se distribuyó, hay una punta de poemas que a los

milicos les retuercen las pelotas. Los dedicados al Che, a Tania, a Gar-

cía Elorrio, a Fidel… Ya hablé con el Negro. Te tomás el 60, te bajás

en la Estación del Tigre y en la lancha colectiva que va al Paraná Gua-

zú y que sale a las cuatro de la tarde, te vas para lo de Ramón.

Estupefacto, pero cagado en las patas, le dije:

—¿Qué Ramón…?

—Bueno, mirá –me dijo–. Yo te acompaño. A Ramón no lo co-

noce nadie. Es un peronista de ley. Pero peronista, peronista. Vive en

un ranchito cruzando el Guazú, en tierra de los panzas verdes. Des-

pués, desde allí te van a cruzar en canoa para el Uruguay. Mientras es-

temos en lo de Ramón, te voy a explicar la conexión para que te vayas

a España. Te haré llegar documentos con otro nombre y algunos man-

gos Los gallegos están en otra y tenemos muchos amigos compatriotas

que te ayudarán.

Agarrándome del brazo, mientras me metía de prepo un saco que

dejara minutos antes en una silla, pretendía sacarme casi a los empu-

jones.

Desprendiéndome violentamente de sus brazos, me dejé caer en

una silla, muy apesadumbrado. A medias le dije, reprimiendo el llan-

to:

—¡Cómo se ve que no sos el que se va…! Tengo que avisarle a

Laura. Esperá que la llamo.

En el momento que tomaba el teléfono, me lo arrancó de las ma-

nos, diciéndome:

—¡No seas pendejo! ¿No te das cuenta que podés tener pinchada

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la línea…? Yo me ocuparé de Laura y de tus viejos.

—¿Y mis libros? –le contesté–. ¿Y los Cuentos del Hormiguero

que acabo de pasar en limpio? ¡Me llevó más de dos años escribirlo y

no debo ni puedo perderlo! ¡Vendrá conmigo!

Y uniendo la acción a la palabra, quité la llave a un hermoso y an-

tiguo escritorio, delgado y alto, que me llegaba a la barbilla; haciendo

que la persiana de cedro se deslizara metiéndose por detrás del mue-

ble, corrí uno de los diez cajones y extraje una voluminosa carpeta que

en cuatrocientas hojas mecanografiadas guardaba lo que para mí era

un tesoro. ¡Todo el mueble era un tesoro! ¡Me había conocido a mí, an-

tes que yo a él, ya que mi padre lo tenía desde sus años de estudiante y

me había visto nacer en el consultorio del viejo, cuando mi madre me

dio a luz sobre una blanca camilla a unos pocos centímetros de esa ele-

gante y alta caja de cedro…! ¡Cuántos recuerdos se agolparon en mi

corazón en esos breves instantes…! La niñez en Hernández, ese pe-

queño pueblo de Entre Ríos, el Colegio Nacional en Rosario, la facul-

tad en Santa Fe, y ahora me tenía que ir al extranjero…

Levantando la puerta corrediza, que al deslizarse hizo el mismo y

viejo ruido familiar, alargándole el proyecto de libro a Iona, le dije,

dándole un fuerte abrazo:

—Guardámelo hasta la vuelta. ¡Hasta que estos mierdas se vayan…!

Iona tomó la valija, metió el libro y agregó:

—Iremos en ómnibus a lo de Pancho y allí lo dejaremos. Vos sa-

bés que Pancho no anda en nada y te lo sabrá guardar.

Y nos fuimos a los rajes. Al salir a la calle creía ver en cada tran-

seúnte a un tipo de los servicios…

Después el río Paraná, Uruguay, Brasil, España.

Los queridos gaitas me trataron muy bien.

A Laura se la llevaron unos meses después. Dicen que su cuerpo

fue a parar al Río de la Plata… Un sentimiento de culpa siempre me

invadió. ¡Pobre Laura! ¡Había cometido el delito de ser mi amiga ín-

tima…! No sabía nada de nada, pero la apretaron duramente en la ES-

MA buscando información. Era una hermosa pendeja, recién recibi-

da de abogada. En su agenda aparecía mi nombre…

*

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Habían pasado veinticinco años y ahora ¡estaba de vuelta…!

Toqué tierra en una aeronave extranjera. Ya no existía Aerolíneas

Argentinas… Al bajar, me topé con unos cien ex-empleados de la otro-

ra gran empresa, que desplegando cartelones y golpeando innumera-

bles bombos, pedían les pagaran salarios adeudados.

Llevaban una bandera argentina que se me metió por los ojos co-

mo una bendición. En casos así, cuando veía a mi bandera como en-

tristecida, recordaba aquellos versos de Chassaing –el abogado - mili-

tar - diputado - periodista– que murió prematuramente y que aún

todos los niños dicen en la escuela primaria: “página eterna de argenti-

na gloria, ¡melancólica imagen de la Patria…!”

Me abrí paso por la multitud como pude.

Las hormigas eran siempre las mismas. Pero de un solo golpe de

vista me di cuenta que algo había cambiado, pero no para bien. Aque-

llos ex-empleados de Aerolíneas eran tipos de la clase media. Se lo no-

taba en sus ropas, en su calzado, en sus corbatas. Las mujeres aún ves-

tían más o menos bien. Era cierto, entonces, lo que me habían dicho en

España: tu país se ha quedado sin clase media. Es pobre. Hay mucha de-

socupación. Los políticos son, la mayoría de ellos, corruptos. Las noti-

cias de actos públicos ilícitos llegaban periódicamente a Madrid. Tan-

to los diarios como la televisión y distintos medios hablaban de

nosotros. El expresidente Menem, que cuando tuve que irme era un

personaje desconocido, apenas con cierta notoriedad en su provincia

natal, La Rioja, luego de una fulgurante campaña política, le ganó por

poco la interna del justicialismo al Dr. Cafiero, logrando unificar al pe-

ronismo auténtico, sediento de postergadas promesas. Con una cabe-

llera y estampa idéntica a Facundo Quiroga, el Tigre de los Llanos, y

con la consigna del salariazo y ¡Siganmé que no los voy a defraudar…!

se dió el gustazo de ser presidente constitucional ¡por dos veces…! Pe-

ro ahora estaba detenido y se lo acusaba de dirigir una organización ilí-

cita, formada principalmente por ex-ministros, miembros del Banco

Central y otros funcionarios, si nos atenemos al dictamen de un fiscal

de la causa y del juez interviniente. Fuera o no cierto, el hecho era al-

tamente vergonzoso. ¡Un ex-presidente de la Nación detenido como

presunto jefe de una banda que se dedicaba durante la gestión de go-

bierno a cometer delitos de una gravedad inusitada…!

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Estábamos a mediados de agosto del 2001.

Bueno, pero después de todo, ¡éste es mi país…!

El equipaje era muy reducido. Apenas un bolso y la consabida

computadora portátil.

Por la Aduana pasé como un bólido, esta vez con mis documen-

tos en regla. Igual cosa ocurrió en Migraciones. Los empleados se sor-

prendían –lo notaba en sus rostros– cuando comprobaban no obstan-

te mi pronunciado acento español, que era argentino. Una mocosa

veinteañera que atendía en uno de los mostradores me preguntó:

—¿Así que sos periodista? ¡Qué lindo! –me dijo– ¡Cómo me gus-

taría ser periodista!

Tenía un cuerpo y unos ojos de “¡puta madre!”, como dicen los ga-

llegos.

—Y, debés empezar –le dije–. Represento a un medio español y

vengo con la idea de radicarme definitivamente en el país. ¿Sabés com-

putación? ¿Qué estudios tenés? –proseguí, mientras se había forma-

do detrás nuestro una cola bastante numerosa que comenzaba a im-

pacientarse.

—Me recibí en Letras hace unos meses, escribo y manejo sin pro-

blemas todo lo relacionado con internet y computación –me contestó

sin importarle un bledo de las hormigas de la cola.

Le alargué mi tarjeta en la que figuraba la dirección de la agencia

española en la que me desempeñaba como corresponsal, situada en

Diagonal Norte al 700, a metros de Maipú y Florida, en pleno centro

y le dije:

—Hablame mañana a las 11. Puedo llegar a tener algo que te in-

teresará. Si arribamos a un acuerdo, laburo hay y es muy interesante.

El trabajo te gustará si realmente tenés pasta.

Oprimiéndole el brazo a través del mostrador, recogí mis dos bár-

tulos, no sin ver antes, de reojo, cómo leía la tarjeta y la guardaba en

uno de sus bolsillos, justito sobre uno de sus senos. ¡Cómo me gustaría

ser tarjeta!, pensé para mis adentros.

Después de todo estaba contento. El avión tuvo que dar una vuel-

ta por la ciudad pues demoraron en darle pista y pude observar gran-

des cambios edilicios. En lo que parecía ser la zona portuaria, muy pró-

ximo a las vías del ferrocarril, noté un gran tráfico de vehículos y

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supuse, de acuerdo a lo que me habían dicho mis amigos en España,

que allí estaba el célebre Puerto Madero, con restaurantes y construc-

ciones de lujo. Divisé a lo largo grandes edificios en lo que suponía la

zona de Catalinas y para el lado de Libertador, a metros de los bos-

ques de Palermo, uno altísimo, que creí sería el llamado Le Park. Ya

me habían contado que los dúplex en ese complejo costaban hasta tres

millones de dólares. ¿Vivirían allí los traficantes de drogas, los fun-

cionarios envilecidos y toda esa canalla que había convertido a mi país

en una nación de cuarta, empobrecida y desprestigiada?

Todo eso vi desde el aire y por sobre todas las cosas, que la ciudad

había crecido como un enorme pulpo, por la ribera hasta El Tigre. Po-

día divisar desde lo alto, como diminutos puntos blancos, miles y mi-

les de cruceros que se columpiaban suavemente en las aguas “junto al

gran río color de león”, como muy bien lo dijera Leopoldo Lugones en

sus Odas Seculares. Pero no todo era belleza. Enormes manchones de

viviendas precarias, diseminadas en distintos puntos de la ciudad, al-

gunos muy próximos al macrocentro, formaban, según expresara un

célebre actor nuestro radicado en Madrid, las llamadas Villas Miserias.

Allí se hacinaban con respetables miembros de la baja clase media em-

pobrecida, prostitutas, chorros, drogadictos y gente del hampa. ¡En al-

guna de esas villas, hasta a la Policía Federal le está vedada la entrada!

Finales del siglo XX y principios de XXI. ¡Qué lacra! me dije, mien-

tras a instancias de la azafata, ¡un bombón…!, me aseguraba el cintu-

rón de seguridad.

Contento por el episodio de la tarjeta, atravesé el gran hall y en

un periquete me encontré sentado en un taxi rumbo al centro de la ciu-

dad.

Como siempre he sido un gran conversador, a los pocos metros

estaba hablando con el conductor, que se trataba de un tipo abierto y

locuaz.

—Me supongo que llega como turista español ¿no? –fue lo prime-

ro que me dijo.

—¿Qué turista español? Lo que pasa es que luego de más de vein-

te años de ausencia se me ha pegao la tonadita de los gaitas –le contes-

té.

—¡Más de veinte años! –me dijo–. Capaz que tuvo que irse du-

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rante el proceso –y mientras me miraba sonriente y con cara de pícaro

por el espejo, agregó– ¿monto…?

—Ma qué monto… –al “ma” no me lo había podido sacar desde

que fui a la Dante en Rosario, cuando era purrete–. Lo que pasa que

en 1976 yo militaba dentro de un peronismo revolucionario, auténtico

y muy nacionalista, pero no con “z”. Y que perdió sus mejores hom-

bres al pedo, en una lucha estéril, fratricida y demencial. Si hubiéra-

mos sabido conservar a nuestra gente –agregué–, hoy no estaría el país

en las miserables condiciones en que se encuentra, al borde de la ban-

carrota, desprestigiado por tanto gobernante atorrante y venal.

—¿Y qué hubieran podido hacer? –me dijo–. ¿No ve que todo es-

tá podrido…?

—Soldado que huye sirve pa’ otra batalla –le contesté, mientras

pensaba que lo del “pa” me lo había contagiado de los gauchos entre-

rrianos, allá por los doce años y que, al fin y al cabo, al idioma lo hace

el pueblo, como dijera Renán.

El chofer del taxi se volvió a sonreír socarronamente y argumen-

tó:

—¿De qué batalla me habla? ¿O ya se olvidó lo que pasó después

del 76…?

—No me refiero a lucha armada. Estoy hablando de lucha ideo-

lógica… –argumenté.

Me interrumpió diciéndome:

—Después del mayo francés, del cordobazo, del sandinismo, de lo

del Che y tutti quanti, se acabaron las confrontaciones de ideas. Mire

el bloqueo a Cuba, lo de Irak y el desmoronamiento de Rusia, toda una

potencia nuclear que llegó a la luna y que aún hoy mantiene durante

varios años una enorme estación espacial. ¿Lucha de ideas…? ¿Le pa-

rece…?

—Con todos esos conocimientos, dicción y soltura en el hablar ¿qué

hace usted arriba de un taxi? –le dije, sorprendido por su erudición.

—Mirá –me dijo–, y perdoname el tuteo, hace unos años me reci-

bí de Licenciado en Ciencias Políticas, en el Salvador, y terminé el doc-

torado. Después anduve dando vueltas de aquí para allá y luego de la-

burar durante quince años de simple empleado en una agencia

marítima, me despidieron. Con la indemnización me compré este co-

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checito y estoy arriba de él más de quince horas. Apenas si saco para el

alquiler. Tengo dos hijos y estudian y ahora, con lo del patacón, el ajus-

te y demás yerbas, ni tan siquiera me puedo ir al país del cual vos aca-

bás de llegar. ¿Qué te parece?

—Vergonzoso, querido doctor –le dije mientras pensaba: ¡peor

que cuando me tomé el dos hace unos años!…

De golpe paró bruscamente la marcha

—Tenemos que desviarnos… ¡Carajo, otra vez los piqueteros…!

–dijo casi gritando.

Cuando le estaba preguntando qué pasa con los piqueteros nos en-

contramos rodeados por un montón de personas que portando estan-

dartes con leyendas reivindicatorias de sus derechos, falta de pago de

salarios, despidos injustificados, unían a la estridencia de unos cuan-

tos redoblantes una serie de insultos gritados a voz en cuello por hom-

bres, mujeres y adolescentes.

Nuestra bandera marchaba al frente como en el caso de los em-

pleados de la empresa “española” Aerolíneas Argentinas, que media

hora antes encontrara en el hall del Aeropuerto de Ezeiza.

Mi amigo el del taxi les pidió en todos los tonos que lo dejaran pa-

sar, que ellos tenían razón pero que al fin y al cabo él era un laburan-

te más, que tendría que dar un largo rodeo y que ya habíamos conve-

nido el precio del viaje y que patatín y que patatán. Pero no pudo

doblegar la actitud de los manifestantes y mirándome, se levantó de

hombros, impotente.

Sacando la cabeza le dije al que parecía el mandamás del grupo:

—Pero hombre, ¡déjanos pasar que llevamos prisa…!

De inmediato me di cuenta que había hablado en español y para

colmo con marcado acento. Pero ya era tarde. Todos empezaron a gri-

tarme de lo lindo y lo menos que me dijeron fue bonito.

—¡Gallego de mierda, chupasangre! ¡Mirá lo que tu patria hizo

con Aerolíneas! ¡Se olvidaron de los barcos de trigo que les regaló Pe-

rón! Volvéte, moríte…

En vano quise explicarles que tenían razón, que yo no era español,

que nos dejaran seguir el viaje. Fue peor. Golpeando la carrocería del

coche gritaban: ¡sos un cagón, te hacés el argentino! ¡turro! ¡hijo de

puta! y cosas por el estilo…

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En eso estábamos cuando apareció un patrullero y de él descen-

dió un oficial que en voz alta les dijo que mientras permanecieran a un

costado de la calle podían seguir manifestando.

—Ya quedamos con el sindicato que el corte de rutas es un delito,

así que córranse hacia la banquina –agregó.

Varios agentes uniformados aparecieron y rápidamente los fueron

llevando a un costado.

Normalizada la situación seguimos velozmente.

—Tienen razón, pero así no se puede seguir –me dijo el del taxi–.

Imaginate que varias veces al día pasa lo mismo. El país se va a la mier-

da y los que nos gobiernan o son unos ineptos o cómplices de intereses

inconfesables…

Me di cuenta que desde el exterior no había alcanzado a percibir

la cruda realidad que les tocaba vivir a mis compatriotas, luego de vein-

ticinco años de ausencia.

Mientras seguíamos el viaje hablamos de todo un poco. De la se-

lección, de Bielsa, de Batistuta, de Perón, de Menem, de De la Rúa, de

Verón.

Cuando llegamos al hotel, en la zona de Retiro, lo saludé al con-

ductor casi con afecto. Ya en la habitación, me dí un buen baño y me

dormí un rato hasta las ocho de la noche.

Una vez en la calle subí por los senderos de Plaza San Martín, tra-

tando de olvidar todas las miserabilidades que me había tocado vivir

y decidí tomar un café en la vieja confitería de Paraguay y Maipú.

Cuando llegué noté que la habían reciclado, que las mesas no eran ya

de la gastada y vieja madera de hace años, que el mozo gallego había

cambiado de nacionalidad, ya que fui atendido por un paraguayo de

grueso pelo negro, muy aseadito y atento, y que los clientes no eran los

de antes. El gran tocadiscos, panzón y multicolor, en el que escuchaba

a Palito, Fabio, Frank Sinatra y tutti quanti, había sido cambiado por

un enorme televisor en el que se veían repetidas imágenes del triunfo

de Boca.

Lo que también había cambiado era el entorno. En pocos minu-

tos entraban y salían vendedores de productos de toda laya: lapiceras,

encendedores, pequeñas máquinas de calcular y relojes con infinidad

de funciones, que iban depositando sobre la pulida y blanca fórmica.

17Cuentos del Hormiguero

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Aparte de ello, dos o tres chicos, sucios, pobremente vestidos y con

cara ya de adultos, me pedían y nos pedían a los parroquianos algunas

monedas… Me sorprendió constatar que en todos los productos, en le-

tras pequeñas, se leía “Made in China”, por lo que recordé con dolor

las palabras que unas horas antes me había dicho el taximetrista: el país

se va a la mierda…

Salí del café y mientras caminaba una cuadra hasta Florida tuve

que gambetear varios pozos y gran cantidad de baldosas rotas, bajan-

do cada tanto a la calle para sortear los aujeros. Las calles estaban su-

cias, había papeles por todos lados y los residuos de los negocios, que

por la hora estaban cerrados, cubrían parte de la vereda.

La iluminación escasa y macilenta se prestaba al asalto y robo com-

pulsivo, incluso con riesgo de muerte. El del taxi me previno: “andá

con cuidado que los atracos están a la orden del día. Tengás o no pla-

ta, te matan. Andan drogados y no te fijés si son pendejos de once o do-

ce años. Se rajan del reformatorio, duermen en las calles, andan ar-

mados…”

Recuerdo que le pregunté “¿y la policía?”, y él me respondió: “son

pocos, les pagan dos mangos, muchos no tienen chalecos antibalas y al-

gunos están en la joda”, agregando “al menos los jueces, con la creación

del Consejo de la Magistratura, ya no dependen de tal o cual ministro,

diputado o senador, tienen las manos libres y si no, ¿cómo concebís que

estén en cana el ex-Jefe del Ejército, el mismísimo ex-presi y varios ex-

ministros…? A lo que le reconvine que cualquier día de éstos los ve-

ría sueltos… Y que observara también cómo una de las salas federales

le había ampliado los beneficios de la detención domiciliaria en Don

Torcuato al que te jedi, que antes le había fijado Urso. Que ahora ha-

bía transformado la casa en una unidad básica y que hacía política con

vistas a ser presidente por tercera vez en el 2003.

Recordaba, faltando pocos metros para llegar a Florida, que me

contestó: “Sí, pero a lo bailado no se lo quita nadie. Hace más de un

mes que está en cana y todo el mundo que navega por internet sabe que

el de la famosa frase síganme que no los voy a defraudar y aspirante al

Nobel de la Paz, está preso. Pienso que Duhalde, de la Sota y otros, si

bien no se lo dicen, se deben estar refregando las manos, locos de ale-

gría…”.

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Bueno. Ya estaba en Florida después de ¡tantos años…! En un pri-

mer momento parecía ser la misma pero… ¡otra vez la desilusión…!

Curiosié en varios negocios y me llevé la gran sorpresa. En mu-

chos, los dueños eran chinos o coreanos. ¿Qué mi cointas…? A los que

mi cointas los habían desplazado. Después me dijeron que igual cosa

estaba pasando en El Once que, como saben, es un barrio en el que

nuestros amigos los judíos y a los que llamábamos turcos, pero que eran

árabes y que cuando debí asilarme, eran dueños de todas las tiendas,

bazares y otros negocios; los chinitos y coreanos los habían desplaza-

do… Nuevamente, ¿que mi cointas, che…?

Pero, en el caso de Florida, la desilusión era doble, o si quieren, tri-

ple o llevada a la enésima potencia. Lo mismo que Paraguay y demás

calles: sucia, llena de papeles y con cualquier cantidad de tipos que, ti-

rados en las veredas, unos con pequeñas verduleras y otros con guita-

rras y bombos, mal vestidos, mugrientos, tocaban toda clase de músi-

ca –algunos bien, otros como el culo–, pero las moneditas quedaban en

el piso, sobre un trapito o sobre algún recipiente atorrante, que más tar-

de habría de servirles de plato, de improvisada olla donde morfarían

cualquier basura o acaso de escupidera.

Algunas mujeres con largos vestidos y llevando un casi bebé, siem-

pre rubio, tiradas en el suelo y rodeadas de todo tipo de bártulos, tira-

ban la manga. ¡Qué castellano!, ¿no?

¿Polleras largas y chicos rubios, tirando la manga…?

Bien pronto constaté que tales mendigas no hablaban en nuestro

idioma. Cuando le pregunté a una de ellas de dónde eran, me enteré

que de Rumania. Y algo le comprendí, ya que en su lengua hay pala-

bras que se entienden, pues como se sabe Rumania viene de romania,

y la influencia de los que otrora fueron pueblos latinos –italianos, fran-

ceses, españoles y portugueses– fue grande. Éstos fueron invadidos por

los bárbaros, que se quedaron, y el latín original se fue a… ¿adónde se

fue…? A La Divina Comedia y al Quijote y a toda esa literatura ma-

ravillosa del siglo de oro. Pues debemos ser sinceros y rendir homena-

je a Villón, a Racine, a Petrarca, al Dante, a Lope, a Calderón, pero

también a José Hernández, Ascasubi, Güiraldes, y ahora a Discépolo.

¿Tenía razón Capdevila cuando desde La Nación, allá por los cincuen-

ta, desde sus hermosas, eruditas y cuidadas páginas, nos decía a los es-

19Cuentos del Hormiguero

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critores que debíamos discurrir en castellano…?

Que me disculpe Don Arturo, cuyo poema Nenúfar es una joyi-

ta, pero se ve que no era muy consecuente con Renán, aunque estoy se-

guro que lo había leído. No hablemos ya de ese escritor funcionario,

buen escritor, que tocando el siglo XXI anduvo por eso de la pureza de

nostra lingua, y tuvo que dejar el cargo. El Discépolo poeta merece un

párrafo importante. Después, te contaré.

Luego de lo de las rumanas, me hastié y me fui al hotel. Por dos

cosas: era ya tarde, una, y la otra, que mañana me iba para Posadas, no

a las cataratas, tan espectaculares y que estaba seguro no habrían cam-

biado –las cataratas, no su entorno–. Desde Posadas debía internarme

en plena selva para saludar antes que a nadie, antes que a los parien-

tes, siempre tan poco fieles, a Iona, el ahora gran pintor; a Iona, el ru-

mano, con el que siempre hablábamos de tanta cosa, apoyados en las

rugosas mesas de madera del café de Paraguay y Maipú, allá por 1968,

hace de ésto más de veinticinco años y cuando en ese entonces era casi

un dilettante, con varias colectivas y una poco exitosa exhibición indi-

vidual.

Bien pronto estaba en manos de Morfeo. Bien pronto en Posadas,

a la que llegué rápidamente en avión con el consabido y reiterado ca-

gazo que me agarraba cada vez que debía montarme en un bicho vo-

lador, y bien pronto en un micro viejito y rezongón que, metiéndose

en la selva tupida, en la maravillosa selva misionera, con sus caminos

como de sangre, sus leonados ríos rumorosos y sus lejanas montañas

azules, era para mí una de las más lindas provincias argentinas, me

iba llevando a lo de Iona.

Cuando llegué hasta un pueblito –quince o veinte ranchos de te-

chos de caña, con algunos indiecitos en pata, algunos perros flacos y va-

rias gallinas que sin importarles de nosotros, picoteaban despreocupa-

das en el duro y rojizo patio–, luego de preguntar por el pintor, por el

de largas patas y luenga barba, me encontré traqueteando sobre un

sulky reviejo que, tirado por un caballito trotador, se fue metiendo de

lleno en plena selva, donde ya en esta época del año las orquídeas em-

pezaban a florecer transformando todo en un jardín flotante, los pája-

ros de mil especies en un concierto con orquesta a pleno y los monos,

chillones y saltarines, en un remedo de hombres chiquitos y bullangue-

20 Tibór Chaminaud

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ros, ocupados en sacarse los piojos con mucha prolijidad y reconcen-

trado esmero. No nos olvidemos que al fin y al cabo, nosotros perte-

necemos al género de los primates, aunque con médula ensanchada. Por

eso, siempre los monos me resultaron tan simpáticos y, en cierto senti-

do, hasta llegué a envidiarlos. Por lo menos la evolución no los metió

en este Gran Hormiguero en el que nos debatimos, ni en esta incierta

y tremenda aventura cósmica que nos está tocando en suerte.

Luego de una media hora larga, el sulky se detuvo, ya que la sen-

da terminaba de golpe ante un intrincado monte añoso. El indio gua-

raní que conducía se bajó y tomando mi escaso equipaje me dijo: cha-

migo tenemoj que camina unoj dosciento metroj. Mientras decía esto

–estaba en pata y casi en bolas con el torso desnudo y algo que alguna

vez había sido un pantalón–, se internó por un caminito que tenía más

yuyos que tierra y apartando las ramas de los árboles que le dificulta-

ban el paso, se fue metiendo en plena selva, mientras que con un enor-

me machete iba cortando hábilmente algunas cañas. De golpe se paró

y extendiendo el brazo me señaló a unos cien metros más allá, un gran

rancho, tapado a medias por la vegetación, diciendo: casa pintor, casa

Iona. Desde la casa-rancho salieron dos enormes perros que ladrando

se nos vinieron con caras de pocos amigos.

Un gigantón de larga barba blanca, que pensé era mi amigo Iona

les pegó un fuerte grito y los animales se detuvieron como por encan-

to, rodeándolo cariñosamente.

Iona siguió caminando hacia mi encuentro despaciosamente. Se

notaba que no sabía quién era. En tantos años apenas si nos habíamos

escrito. Si no hubiera sido por lo de mi cargo de corresponsal en Bue-

nos Aires posiblemente no habría retornado al país. Y ahora, una vez

en él, con mis padres ya muertos, Iona era uno de los pocos amigos que

me quedaban; de ahí mi gran necesidad de verlo y mis deseos de tocar

nuevamente tierra mesopotámica y sobre todo misionera. Si bien esta-

ba más ligado con Entre Ríos, donde había pasado gran parte de mi in-

fancia y con Corrientes, la hermosa ciudad a la que en aquel entonces

–aún no existía el puente que la unía con Barranqueras y Resistencia–

se llegaba en balsa, siempre desde chiquito, las aguas del Paraná me

habían subyugado.

Después de todo, a Misiones, también la visitaba el gran río y sus

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arroyos en su largo viaje hacia el mar…

A Iona lo conocí, ocasionalmente, en el viejo café de Paraguay y

Maipú, ya que a Buenos Aires, donde él vivía, me trasladé después de

la caída de Perón, alrededor de 1956, desde Rosario, para ¡hacer políti-

ca…! En Rosario, donde en ese entonces ocupaba un cargo público, al

ser nombrado un milico como interventor de la Aduana, donde tra-

bajaba, le tiré –antes que me echaran por peronista– mi renuncia a la

cara. Y con dos mangos apenas me fui para Buenos Aires. Allí, el jus-

ticialismo me había conseguido, gratarola, una vieja casona, a metros

de Pampa y Cramer, en la cual, según decían, vivió Elpidio González,

el que fuera vice de Yrigoyen.

Cuando estaba a pocos metros de Iona, le grité:

—Soy yo, ¡carajo!

Su rostro se iluminó con una gran sonrisa y mientras apresuraba

el paso hacia mí con los brazos abiertos, me estrujó en un fuerte y pro-

longado abrazo.

—¡Ricardo, Ricardo, Ricardo…! ¡Querido amigo, tantos años…!

¿Y qué hacés acá, en medio de la selva?

En dos palabras lo puse al tanto de lo de la corresponsalía y que

con o sin ella, había regresado para quedarme y para morirme tarde o

temprano, en esta bendita tierra.

Me contó que allá por los ochenta, cansado del infierno en que se

estaba convirtiendo Buenos Aires, decidió hacer lo de Horacio Quiro-

ga y se vino para Misiones, donde por dos pesos compró más de cua-

trocientas hectáreas de tierra, en las que había plantado un poco de yer-

ba, que le permitía subsistir. Que seguía pintando y que una vez por

año realizaba una muestra en una privilegiada galería de Buenos Ai-

res que promocionaba su obra y que si bien las ventas habían caído mu-

cho debido al malísimo estado económico del país, siempre recibía al-

gunos mangos, cuya mayor cantidad guardaba en dólares. Que tenía

una quintita, en la que había sembrado tabaco, maíz, zapallo y diver-

sas hortalizas que le permitían vivir del autoconsumo. Que la pesca era

muy buena, ya que un río con su pequeño salto –cuyo ruido alcanza-

ba a percibir–, pasaba por los fondos de su rancho, del que se proveía

de surubíes, pacúes, dorados y otras yerbas, que si bien consumía fres-

cos, solía guardar ahumados. Gallinas, patos, unas vacas, varios caba-

22 Tibór Chaminaud

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llos… En fin… me dí cuenta que mi amigo no tenía problemas y que

era feliz.

Entramos al enorme rancho. Se trataba de un solo ambiente muy

grande, casi de diez por diez. En el fondo una hamaca paraguaya blan-

ca reinaba en el rincón derecho de la vivienda. Era el dormitorio. To-

do lo demás, a excepción hecha de un pequeño lugarcito destinado a

una cocina a gas de garrafa, estaba ocupado por el taller de pintura.

Dos grandes caballetes construidos con tosca madera del lugar y dos

mesas. Y por todos lados pomos y tarros de pintura. Frascos, tremen-

tinas, aceites y bastidores de todos los tamaños daban forma a un des-

prolijo pero completo atelier.

Nos sentamos en unas pesadas sillas hechas por Iona, alrededor de

una gruesa y tosca mesa, también hecha por él. Empezó a ir y venir el

mate, con yerba cosechada por Iona y, como en épocas lejanas, se fue

alargando una sentida charla de viejos amigos que hacía muchos años

que no se veían, mientras un curioso coatí iba y venía por la habitación,

haciendo pequeños círculos con el hocico pegado al duro suelo de tie-

rra colorada.

Me explicó con lujo de detalles todo lo vivido durante mi ausen-

cia a partir de 1976. Me confirmó la desaparición de Laura y de varios

compañeros, que si bien nada tenían de comunistas, militaban en las

filas más ortodoxas del peronismo. A muchos de ellos los habían se-

cuestrado, torturado y luego desaparecidos, al pedo, ya que no forma-

ban parte de ningún grupo armado y solamente combatían ideológi-

camente contra quienes decían gobernarnos pero que a instancias de

nuestros “amigos” del norte llevaban a cabo todo un operativo de ex-

terminio que terminaría entregándonos al Fondo Monetario Interna-

cional.

—Y fue así nomás –le dije–. Pero ellos también se jodieron, ya que

ahora están en cana y el Fondo y West Point y todo el gobierno yan-

qui, sea demócrata o conservador, se cagan en ellos.

—Como se cagaron durante la Guerra de las Malvinas –me di-

jo–. Muchos morochitos de Misiones, Chaco, Formosa, Corrientes, En-

tre Ríos, Salta y en fin… de todo el país, con apenas meses de instruc-

ción fueron llevados engañados, y allí, en las gélidas tierras del

archipiélago, se quedaron. Vos sabés que no soy argentino de nacimien-

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to, pero vine a los dos años, me nacionalicé y me siento nativo como el

que más.

Vi cómo en su rostro se dibujaba un rictus de indignación y de do-

lor.

Nos quedamos callados unos instantes.

Rehaciéndome de mi gran angustia cada vez que se tocaba el te-

ma de las Malvinas, le contesté:

—Fue una maniobra vil para entregar las islas, ya que estoy con-

vencido que durante el mes que tuvimos de tiempo antes que llegaran

los ingleses, se hubiera podido alargar en unos cuantos metros la pista

de las islas, a fin de que los Mirage desplegaran con toda comodidad

una autonomía de más de trescientos kilómetros. Y a su vez –agregué–,

en lugar de soldaditos que, no obstante todo el inmenso valor que des-

plegaron, eran bisoños, hubiéramos llevado dos o tres mil suboficiales

con experiencia, dispuestos a morir y no a entregarse en Puerto Argen-

tino como lo hicieron, en masa y pacíficamente; otro hubiera sido el

cantar. Mirá, y para finalizar con el tema, si se fueron de Vietnam, si

no pueden con Irak, ni con Cuba, que está a pocos kilómetros de ellos,

menos hubieran podido doblegarnos, máxime cuando nos acompaña-

ban la mayoría de los países latinoamericanos. Nos agarramos la gue-

rra en joda, como si fuera un partido de fútbol, con la gente yendo a

los cines, a los boliches y con la tele a pleno. Estoy de acuerdo, que si

quieren, a Cuba la toman en un par de días, pero no lo hacen, ya que

sería una carnicería. Inútil fue el sacrificio heroico de los pilotos argen-

tinos. Tan sólo por eso no tendríamos que seguir usando ropa con gran-

des leyendas en inglés.

—Ya pasó –me dijo Iona alargándome el enésimo y último mate.

Levantándome empecé a recorrer el estudio. Las paredes estaban

tapizadas con obras de gran tamaño, todas pintadas al óleo, en las que

mi amigo hacía gala de un intenso colorido y una vigorosa paleta. Allí

estaba Misiones, con sus selvas, ríos, saltos, colinas, aves y toda una pro-

digiosa gama de verdes, rojos y amarillos. Manejaba la espátula con

una soltura y vigor envidiable. Pintar bien con espátula no es moco de

pavo, como solía decir un gran amigo. Desde el trazo grueso, firme y

vigoroso, muchas veces de varios centímetros de ancho, a una línea de

apenas un milímetro, todo realizado con la espátula que al fin y al ca-

24 Tibór Chaminaud

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bo, es de metal; exige una técnica envidiable.

Mientras conversábamos me llevó hasta un pequeño mueble de dos

puertas y me espetó sonriente:

—¿A que no sabés qué guardo allí…?

—Seguro que nuestra correspondencia de apenas media docena

de cartas no ha de ser… –le contesté también sonriente.

Resueltamente abrió las dos puertitas y agachándose extrajo una

carpeta voluminosa que enseguida reconocí, no obstante el tiempo

transcurrido. Entregándomela me dijo:

—Es el borrador de tu proyectado libro Los Cuentos del Hormi-

guero. Los he leído varias veces… ¡Tenés que publicarlo…!

La emoción que sentí al tener en mis manos los borradores de

aquel libro –escrito en un momento muy especial de nuestra historia,

que coincidió con diversos golpes de Estado, a través de los cuales se

inicia en este bendito país todo un proceso de entrega, seguido luego

por civiles poco patriotas y uniformados rebeldes, que transformaron

a la Argentina en una colonia dependiente de los grupos financieros

internacionales–, fue muy grande y casi imposible de describir.

Le di un gran abrazo, casi tan grande como aquel que le diera mu-

chos años atrás, cuando al tener que dejar compulsivamente el país le

entregué esa misma carpeta, diciéndole guardámelo hasta la vuelta.

¡Hasta que estos mierdas se vayan…!

Palmeándolo le comenté:

—Los mierdas se fueron, pero los civiles que llegaron después, a

través de comicios aparentemente libres pero viciados por el recuerdo

que la población guardaba del proceso, por lo que votaba a cualquiera

que le hiciera falsas promesas, no fueron mejores. Hubo más libertad,

pero las leyes de punto final y obediencia debida de Alfonsín, que no

robó -mirá que no soy radical- y del que te jedi, que con promesas pro-

peronistas que no cumplió, enajenó por dos mangos a todas las gran-

des empresas y, no conforme con ello, aumentó la deuda externa en

un monto sideral que no podremos pagar nunca; nos jodieron para to-

do el viaje.

—Más las coimas, más las coimas –agregó Iona–. Lo del indulto,

que fue una burla indecente. Por algo está en cana, aunque no te asom-

bre que le busquen alguna triquiñuela legal, la Cámara o la Corte. Él

25Cuentos del Hormiguero

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todavía sueña –continuó– con ser presidente en el 2003 y quiere mane-

jar el partido, sabiendo, porque lo sabe, que no lo va a votar nadie.

Y mientras me llevaba tomado del hombro fuera de la casa, insis-

tió:

—Tenés que publicarlo… Está escrito en lenguaje coloquial, el

que usamos todos los días, es decir, el idioma del pueblo…

—En cuanto a lo del lenguaje estoy de acuerdo con vos –le con-

testé–. Todos mis amigos intelectuales –denominación que a Cortázar

no le gustaba–, hablan como yo he escrito los cuentos novelados; pu-

tean y carajean de lo lindo, pero cuando empiezan a escribir, vuelven

a la que considero va siendo ya una lengua muerta –por lo menos pa-

ra nosotros–. Por eso, en la mayoría de los buenos autores y en la de

los bestsellers, de dudosa literatura y que te encajan luego de gran pu-

blicidad escrita y televisiva, te encontrás, salvo honrosas excepciones de

editoriales como la gente, con un idioma que no es el nuestro. Fijate

que en toda América Latina, menos entre nosotros y entre los amigos

uruguayos, se habla un castellano más puro y así se escribe. Tal el caso

del genial García Márquez y de Vargas Llosa. Nosotros y nuestros ami-

gos uruguayos hablamos un castellano que un colono entrerriano, des-

cendiente de turineses, bautizó acertadamente en su lenguaje campe-

ro como “castizo-overo”…

—Las letras de Discépolo –interrumpió Iona– van a quedar sin

duda alguna incorporadas definitivamente al idioma.

—Mirá que algunos poetas siguen aún clasificándolas como “poe-

sía menor” –le dije–. Vaya y pase que los bardos de hace unas décadas

lo consideraran así. Por eso ahora, los que adhieren muy tarde al su-

rrealismo europeo de los veinte, escriben poemas difíciles, en clave, que

no lográs entender. A ellos les cuesta ubicar a Discépolo como un poe-

ta mayor. Sus letras, tan actuales aunque tengan medio siglo, siguen vi-

gentes. Fijate que La Divina Comedia, un monumento de la literatu-

ra universal, fue en un principio repudiada por los consagrados de su

época. Había sido escrita en el italiano que en ese entonces nacía de la

mano del pueblo. Y en cuanto al castellano, compará el Mio Cid con

Lope de Vega o, más acá, con Azorín y vas a ver como los idiomas cam-

bian con el transcurso del tiempo y siempre de la mano del pueblo. El

escritor de avanzada lo recoge, posiblemente lo mejora, pero siempre

26 Tibór Chaminaud

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de la mano del pueblo –agregué–. La literatura no debe ser de una éli-

te, cerrada, impermeable, que sin darse cuenta que el tiempo la devo-

ra, sigue escribiendo para un pequeño número, que pese a su declama-

do progresismo continúa aislado, autoaplaudiéndose. En esto, estoy con

Hesse, querido amigo.

—Con más razón –me dijo Iona–. Tenés que publicar los Cuen-

tos del Hormiguero. Son actuales, pese a que tienen ya varios años. En

ellos, con tu colectivización, cuando los escribiste en la década del 60,

te adelantaste a lo que se ha dado en llamar globalización.

—¡Ah!, con respecto a todo esto te quería comentar algo que es-

cuché por televisión, en pleno vuelo sobre el Atlántico hace algunas ho-

ras. Me interesó ya que se reproducía un pensamiento que está en bo-

ga hoy en día, con respecto a robots tan perfectos que suplantarán y

manejarán a su arbitrio al Hombre y a la humanidad. Te aclaro –a-

gregué– que este reconocido hombre de ciencia dio con la pelota en el

travesaño, como vulgarmente decimos, aunque no en el clavo. Vos sa-

bés que ya en la década del sesenta hablaba del tema en Los Cuentos

del Hormiguero, que vos me incitás a publicar, pero con un enfoque y

conclusión distinta, que se construye a partir de lo que nos enseña la

antropología física.

—Si bien a tu pensamiento de aquel entonces lo recuerdo, me

agradaría que me dieras una explicación breve –me dijo Iona al tiem-

po que me alcanzaba un mate.

En pocas chupadas terminé el mate y devolviéndoselo le dije:

—Es la Naturaleza la que conduce el proceso a través de la evolu-

ción. En eso, soy darwiniano. El Hombre, por lo tanto, nosotros, co-

mo fenómeno natural cabeza última y pensante del filum de los pri-

mates, somos un mero instrumento. Nada hay sin la Naturaleza. No

se pudo prescindir de ella desde el momento de la creación -dale al tér-

mino el alcance y significación que más te guste-, pues a partir de allí

el proceso seguirá su curso inexorablemente. Ya viene programado. A

los presupuestos técnicos los maneja el hombre, con todos los elemen-

tos que le fue dando la Naturaleza. No hablaremos del instrumento de

piedra, ni de la ballesta. Arrancá de la máquina a vapor (hierro, agua,

fuego), estaban ya. Luego vendrán la telecomunicación, la electricidad,

que es un fluido natural prehomineano, la división del átomo, la ge-

27Cuentos del Hormiguero

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nética, la cibernética y tutti quanti. A partir de allí, con todos esos ele-

mentos, el cerebro humano, que también se fue desarrollando luego de

millones de años, ha ido construyendo, primero en forma rudimenta-

ria y luego ya mucho más compleja, los actuales robots. En ellos no hay

ningún elemento que no existiera en la Tierra. Los robots harán ta-

reas primarias y poco a poco más especializadas. Algo parecido y lue-

go más complejo que el aparatejo que los rusos enviaron a la luna y que

volvió con una muestra de su suelo, pero nada más.

Mientras Iona me alcanzaba un nuevo mate, en el intervalo me dijo:

—¿Y luego los robots que nos suplanten? De suceder eso la vida

sería muy aburrida y si querés, trágica. ¡Qué experiencia cósmica inú-

til, perecedera! ¿No te parece?

Después de devolverle el chirimbolo vacío y previa chanza, ya que

con Iona habíamos hablado muchos años antes del tema, le agregué

sonriendo:

—Vos sabés que lo lamentable es que la genética y la cirugía, con

sus implantes cerebrales, como lo esbozara hace tanto tiempo en Los

Cuentos, ¿te acordás que a fines del 68 lo conversábamos en el viejo ca-

fé de Maipú y Paraguay?, terminarán transformando a los hombres en

robots de carne y hueso, pero especializados. Unos serán programa-

dos para vivir en Marte, otros en la luna, otros en el fondo de los ma-

res, unos en obreros y obreras asexuados…

—¿Y los zánganos? –me dijo.

—No existirán –le contesté–. No te olvidés Iona que el cerebro del

hombre ha venido evolucionando y ahora con la clonación y luego con

la incubadora madre ¡a otra cosa!

—¿Y entonces?

—¡Once! –le contesté riéndome.

—Quiere decir –agregó– que se acabaron los pantagruélicos asa-

ditos de la Costanera, el encame con Mabel, las barras bravas…

—¡Addio al amore, mio caro…! –le dije devolviéndole el último

mate que estaba frío y relavado y riéndome con sorna le pregunté– :

ché, por acá, ¿no habrá algún hotelito…?

Riéndose él también me pegó un empujón que casi me tira al agua,

diciéndome:

—¿Por qué no te vas a la puta madre que te parió?

28 Tibór Chaminaud

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En un santiamén nos quedamos en bolas y dando un gran salto nos

tiramos al agua muy cerca de la hermosa catarata del arroyo.

Cuando salí a la superficie, sacudiéndome el pelo mojado, le grité:

—¡No te olvidés de la promesa de una guainita…!

—Después del asadito podés usar la hamaca paraguaya. Te haré

cebar unos cuantos matecitos bien calientes por la Lisandra –me con-

testó.

—Y vos ¿dónde vas a dormir?

—No te aflijás. Cerca de acá –respondió, mientras señalaba un pe-

queño rancho que se escondía detrás de unos arbustos, sobre la barran-

ca del arroyo.

—¿Solo…?

—Menos averigua Dios y perdona –me dijo, mientras cachetean-

do la superficie del torrente me llenaba la cara de agua.

Después del asado pasé una hermosa noche. Al día siguiente, Li-

sandra, riéndose, me despertó con unos mates bien calientitos…

Mientras escuchaba el grito inconfundible de un pitanguá 2, pen-

sé para mis adentros ¡A la mierda con los implantes…! ¡A la mierda

con la corresponsalía…!

29Cuentos del Hormiguero

2 Pitanguá: Benteveo en castellano. Pajarito abundante en casi todo el país.