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193 Revista UNIVERSUM . Nº 18 . 2003 . Universidad de Talca CONTRA EL LABERINTO DE LA SOLEDAD Grínor Rojo (*) «El pachuco y otros extremos» es el capítulo inicial y por muchas razones decisivo de El laberinto de la soledad. En ese capítulo, el escritor mexicano Octavio Paz, después de batallar con algunos escrúpulos un tanto fastidiosos, pero que al fin de cuentas se le revelan superables, establece que los tres problemas que él desea discutir en su libro son qué o quién es el mexicano, en qué circunstancia se puede o se debe formular tal pregunta y cómo es posible responderla o, mejor dicho, en qué consiste la estrategia metodológica que debería emplearse para proceder a la búsqueda de una respuesta adecuada. Escribiendo en los años cuarenta del siglo XX, y no cien años antes, como lo habían hecho Bello y Sarmiento, y ni siquiera entre el XIX y el XX, como lo hicieron González Prada y Rodó, a Paz no se le escapan los antecedentes y dificultades de su empresa: «Muchas veces las respuestas que damos a estas preguntas son desmentidas por la historia, acaso porque eso que llaman el ‘genio de los pueblos’ sólo es un complejo de reacciones ante un estímulo dado», confiesa en la primera página del libro 1 . Podemos nosotros afirmar, entonces, sin peligro de equivocarnos, que Paz comienza la redacción de este trabajo con algo más que una brizna de mala conciencia. No sólo sabe que su esfuerzo ensayístico es el último que se produce dentro de una larga lista latinoamericana, la de todos aquellos volúmenes que desde el período que continúa a las guerras de la independencia y con parecida actitud generalizadora se han venido proponiendo dilucidar el misterio de nuestra (*) Doctor en Literatura. Director del Centro de Estudios Culturales Latinoamericanos, Universidad de Chile. 1 Octavio Paz, El laberinto de la soledad, Postdata, Vuelta a El laberinto de la soledad. México. Fondo de Cultura Económica, 1981, p. 11. Todas nuestras citas de estas obras corresponden a la misma edición.

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Revista UNIVERSUM . Nº 18 . 2003 . Universidad de Talca

CONTRA EL LABERINTO DE LA SOLEDAD

Grínor Rojo (*)

«El pachuco y otros extremos» es el capítulo inicial y por muchas razones decisivode El laberinto de la soledad. En ese capítulo, el escritor mexicano Octavio Paz,después de batallar con algunos escrúpulos un tanto fastidiosos, pero que al fin decuentas se le revelan superables, establece que los tres problemas que él desea discutiren su libro son qué o quién es el mexicano, en qué circunstancia se puede o se debeformular tal pregunta y cómo es posible responderla o, mejor dicho, en qué consistela estrategia metodológica que debería emplearse para proceder a la búsqueda deuna respuesta adecuada. Escribiendo en los años cuarenta del siglo XX, y no cienaños antes, como lo habían hecho Bello y Sarmiento, y ni siquiera entre el XIX y elXX, como lo hicieron González Prada y Rodó, a Paz no se le escapan los antecedentesy dificultades de su empresa: «Muchas veces las respuestas que damos a estaspreguntas son desmentidas por la historia, acaso porque eso que llaman el ‘genio delos pueblos’ sólo es un complejo de reacciones ante un estímulo dado», confiesa enla primera página del libro1 . Podemos nosotros afirmar, entonces, sin peligro deequivocarnos, que Paz comienza la redacción de este trabajo con algo más que unabrizna de mala conciencia. No sólo sabe que su esfuerzo ensayístico es el último quese produce dentro de una larga lista latinoamericana, la de todos aquellos volúmenesque desde el período que continúa a las guerras de la independencia y con parecidaactitud generalizadora se han venido proponiendo dilucidar el misterio de nuestra

(*) Doctor en Literatura. Director del Centro de Estudios Culturales Latinoamericanos, Universidad de Chile.

1 Octavio Paz, El laberinto de la soledad, Postdata, Vuelta a El laberinto de la soledad. México. Fondo deCultura Económica, 1981, p. 11. Todas nuestras citas de estas obras corresponden a la misma edición.

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identidad, adoptando para ello un criterio esencialista2 , sino que sabe también,perfectamente, que el proyecto que acaba de echarse encima, si se lo formula ydesarrolla de la manera en que él se ha propuesto hacerlo, es un proyecto anacrónico.En la historia del pensamiento metropolitano, recordemos que las investigacionesde este tipo las inauguran los románticos alemanes en la segunda mitad del sigloXVIII, Herder el primero de todos, que las prolongan otros autores europeos duranteel XIX y que en el XX acabarán dando origen a mitos chauvinistas y racistas deconsecuencias siniestras. En 1979, en su conversación con Claude Fell, queda claroque a Paz esta tradición no le es desconocida, aunque la reduzca bastante. Tampocole son desconocidos sus posibles despeñaderos. No sólo eso, ya que además reconoceahí los precedentes mexicanos de la misma, en la obra del mencionado Ramos (mássobre esto en seguida), en la de Gaos y sus seguidores (O’Gorman, Zea) y en la de losmiembros del grupo Hiperión (los sartreanos de México, Luis Villoro, EmilioUranga)3 .

El motivo de la soledad hace su entrada en el famoso ensayo de Paz no bien éstedelimita el contexto amplio desde donde arranca su meditación: «El descubrimientode nosotros mismos se manifiesta como en sabernos solos», dictamina a propósitode este asunto (11), apropiándose por ello, desde esos tanteos preliminares de supesquisa, de una perspectiva filosófica para la que el horizonte conceptual de todaontología lo constituye la certeza de la propia existencia, perspectiva que en su versiónmoderna aparece con Kierkegaard (o tal vez más atrás: con Spinoza) y que en nuestrosiglo se ganó la adhesión de pensadores tales como Heidegger, Jaspers y Sartre. ParaHeidegger, por ejemplo, la estructura ontológica de la vida del hombre, la que éstederiva de su conciencia espontánea de sí, y a la que Heidegger denomina el Dasein,aporta la base fundamental desde donde el filósofo eleva la vista con el propósito dedar comienzo a su rastreo del ser4 . De hecho, mi sospecha es que El ser y el tiempo,

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2 Mencioné a Sarmiento, a González Prada y a Rodó hace un momento; en las décadas que preceden a la publicaciónde El laberinto...», deberían añadirse a esos nombres los de Martínez Estrada, Freyre, Mallea o Mañach, para nodecir nada aún de la contribución de Samuel Ramos el compatriota y adelantado de Paz. Excluyo de esta nómina,por motivos que a lo que me referí en otro sitio, la figura y la obra de José Martí. Además, en una etapa más tardía,durante los años ochenta, me parece que tendríamos que sacar también de ella a otra escritora interesada en elproblema identitario, me refiero a la feminista chilena Julieta Kirkwood.

3 “Vuelta a El laberinto de la soledad. Conversación con Claude Fell”. Ibid., 323-325.

4 «... se ha mostrado que es la analítica ontológica del ‘ser ahí [el Dasein] la que constituye la ontología fundamental,o que el ‘ser ahí’ funciona como el ente al que hay que preguntar sobre su ser con fundamental anterioridad [...] el‘ser ahí’ no es sólo el ente al que hay que preguntar primariamente; es además el ente que en su ser se conduce encada caso ya relativamente a aquello por lo que se pregunta en esta pregunta. La pregunta que interroga por el serno es, en conclusión, nada más que el hacer radical de una ‘tendencia de ser’ esencialmente inherente al ser del‘ser ahí’ mismo, a saber, la comprensión preontológica del ser». Finalmente, subraya: «La ‘esencia’ del ‘ser ahí’ estáen su existencia». Martin Heidegger. El ser y el tiempo, tr. José Gaos. Buenos Aires, México. Fondo de CulturaEconómica, pp. 24 y 54 respectivamente. Me veo en la obligación de aclarar, con todo, que en último términoHeidegger no legitima el solipsismo del que Paz se jacta. En relación con el tema de la soledad, aun cuandoentiende que el ‘ser con’ y la facticidad del ‘ser uno con otro’ no se fundan en un ‘ser juntos ante los ojos’ varios‘sujetos’, también señala que desde el punto de vista de la ontología fundamental «el ‘ser solo’ del ‘ser ahí’ es un‘ser con’ en el mundo. Faltar sólo puede el otro en y para un ‘ser con’. El ‘ser solo’ es un modo deficiente del ‘sercon’, su posibilidad es la prueba de la realidad del último». Ibid., 137.

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de Heidegger, publicado en 1927, El ser y la nada, de Sartre, que aparece en 1943, yaún más precisamente una celebérrima conferencia de este último, «El existencialismoes un humanismo», de 1946, conforman el grupo de intertextos que gravitan conmayor fuerza sobre la redacción de El laberinto... En la mencionada conferencia, nofaltará quien recuerde que Sartre proclamaba que «El existencialismo ateo que yorepresento es coherente. Declara que si Dios no existe, hay por lo menos un ser en elque la existencia precede a la esencia, un ser que existe antes de que se lo puedadefinir mediante ningún concepto, y que este ser es el hombre o, como dice Heidegger,la realidad humana. ¿Qué significa aquí que la existencia precede a la esencia?Significa que el hombre empieza por existir, que se encuentra, que surge en el mundo,y que después se define. El hombre, tal como lo concibe el existencialista, si no esdefinible, es porque empieza por no ser nada. Sólo será después, y será tal como élse haya hecho»5 .

La oposición entre esencia y existencia, entonces, la inclinación de la balanza afavor de la existencia, contra la tradición metafísica que Sartre tiene detrás suyo, elfundamento de esta actitud en la idea del ser humano como un artículo precedidopor la nada y la subsecuente politización de este principio con la ayuda de un corolarioque habla de nuestra presunta «condena a la libertad» son algunas de las regionesque integran el mapa filosófico cuyos contornos se dibujan en las ocho o diez líneasque nosotros acabamos de transcribir. Sabido es que ese mapa, y la provocativamanera en que el conferenciante lo expone, estaban llamados a tener un impactoformidable si no sobre la filosofía, en todo caso sobre la literatura mundial del presentesiglo. Escribía a propósito de esto el ensayista chileno Martín Cerda en 1966: «Haceveinte años se estaba, de un modo u otro, con o contra Jean-Paul Sartre, se sostenía ose rechazaba a Les Temps Modernes, se afirmaba o se negaba al existencialismo, setenía o no la ‘náusea’. Se era, en suma, sartreano o antisartreano, partidario o detractorde sus colores, de manera razonada, mimética o instintiva. Lo mismo ocurría esto enun café de Saint Germain-des-Prés, en la redacción de un periódico de Buenos Aires,en una taberna del Greenwich Village, que en el espacio de un texto de Merleau-Ponty, Henri Lefebvre o Gabriel Marcel»6 .

En lo que toca a la recepción mexicana de la epidemia existencialista, yo tengo laimpresión de que fue Rodolfo Usigli en El gesticulador, una obra de teatro escritaen 1937, el que reveló los primeros síntomas claros de contagio. Esto significa que en1950 Paz se constituye en un seguidor tardío de la corriente, en la medida en quetransforma la dialéctica entre el ser y el pensar, la misma que los filósofos de la

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5 Jean-Paul Sartre, El existencialismo es un humanismo, tr. Victoria Prati de Fernández. Buenos Aires. Sur, 1947.

6 Martín Cerda, «J. P. Sartre en la actualidad I» en Ideas sobre el ensayo, eds. Alfonso Calderón y Pedro PabloZegers. Santiago de Chile. Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos. Centro de Investigaciones Diego BarrosArana, 1991, p. 94 [El artículo de Cerda apareció originalmente el 30 de diciembre de 1966, en el número 209 de larevista PEC].

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existencia habían reinventado hacía muy poco en términos de una dialéctica entre lanada y el ser, en el borrador de lo que él mismo bautiza en El laberinto... como la«dialéctica de la soledad», dialéctica que será también —y tal como era de preverse—la del mexicano arrojado en el mundo, obligado a un perpetuo desencuentro con suplenitud ontológica, pero buscador pese a todo de ese Origen Perdido.

Al «descubrimiento de nosotros mismos» como «un sabernos solos», añadeOctavio Paz en «El pachuco y otros extremos» la afirmación de que, situado entre elniño y el adulto, el adolescente es el individuo que «se asombra de ser» (11). Miopinión es que, a través de esta segunda vertiente discursiva, Paz se hace cosignatariode una batería conceptual y retórica que es algo más antigua que la anterior, aunquegoce también de un crédito abundante en la gran tienda de préstamos del ideologismomoderno, y que consiste en la paralelización del desarrollo vital del individuo con eldesarrollo vital de los pueblos. Como los individuos, los pueblos tienen para OctavioPaz (y para todos aquellos que piensan como Octavio Paz) edades: hay pueblosniños, pueblos adolescentes, pueblos adultos y pueblos ancianos. México, que enaquel medio siglo está dejando de ser niño, parece no resignarse a ser adulto. Laadolescencia sería pues su edad de hoy, es decir su edad de mediados de los añoscuarenta, cuando El laberinto... comenzó a ser pensado y escrito, una edad cuyosigno definitorio es de índole transicional. En esas circunstancia, al México de lapostrevolución le está resultando factible e incluso imperativo el «contemplarse».Por cierto, la figura que en estas páginas iniciales de El laberinto de la soledadencarna el ideologema del solitario adolescente preguntón es una de las favoritas dePaz. Me refiero a la de Narciso tratando de distinguir la huidiza verdad de su rostroen el reflejo que le devuelven las aguas del estanque. En 1950, México es o debe serNarciso. En 1950, México puede y debe preguntarse por eso que Ortega denominóalguna vez la «mismidad». Resume Paz: «Es natural que después de la fase explosivade la Revolución, el mexicano se recoja en sí mismo y, por un momento, se contemple»(13).

O sea que el más famoso e influyente entre los textos ensayísticos del PremioNobel de 1990 se levanta sobre una fábrica de presupuestos ideológicos y demecanismos retóricos, con los cuales yo no tengo por qué hacer causa común.Dispuesto a suspender mi descreencia ante las improbables vicisitudes de una malanovela, confieso que no me siento inclinado para actuar de la misma manera frentea un libro que aspira no sólo a que participemos de sus dudosas proposiciones, sinoque, más importante que eso, desea establecer los parámetros de una cierta conductacivil. Podría esgrimir a propósito de esto un juicio que formula el propio OctavioPaz cuando pasa revista a la contribución hecha a la cultura mexicana durante elprimer lustro de la década del veinte por José Vasconcelos y afirma que el ministrode Obregón «sabía que toda educación entraña una imagen del mundo y reclama unprograma de vida» (165). Paz también lo sabe, y El laberinto de la soledad es ellibro de texto que contiene su propia imagen del mundo y su propio programa de

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vida. El que haya regresado sobre él en dos oportunidades después de publicarlopor primera vez, en 1959 y en 1969, fecha esta tercera de la edición definitiva dellibro, y el que retome su problemática en Postdata, el volumen de 1970, y que larerretome en «Vuelta al laberinto de la soledad», su conversación con Claude Fell,de 1975, son datos que demuestran fehacientemente cuán válido fue y siguió siendopara su Weltanschauung lo que pensó y escribió en sus tiempos mozos.

Porque lo cierto es que, a sabiendas de la heterogeneidad radical que peculiarizala vida de nuestro continente y que en mayor o menor grado peculiariza asimismola vida de cada uno de nuestros países, y por consiguiente a sabiendas de laheterogeneidad radical que en México le sale a uno al encuentro a simple vista, ¿esen relación con qué antecedentes empíricos que Paz elige preguntarse en El laberintode la soledad por la esencia o el carácter del mexicano? ¿Cómo puede proponerse éla sí mismo una reflexión que pretende dar cuenta del espíritu compartido de unpueblo para el cual la diferencia —histórica, en primer término, y luego étnica, social,política, educacional, etc.— es o suele ser más poderosa ya no digamos que laidentidad sino incluso que la similaridad? Con razón se preguntaba Carlos BlancoAguinaga en un artículo de 1975: «¿Es el mexicano de que aquí se nos habla el casilegendario tolteca, el azteca, el tarasco, el tlaxcalteca, el tonaco, el tarahumara, elmaya? ¿Acaso el negro esclavo de los ingenios? ¿Se nos habla del mestizo, del criollo,del mulato, del zambo, del cuarterón? ¿Será el jarocho, o el del Valle de Méxicosolamente; el norteño, el guerrerense o el yucateco (pero, ¿tras cuantas migracionesantiguas y modernas?)? ¿El de 1947, el de 1600 o el de 1810? ¿El que da órdenes en lamina (o en la hacienda, la fábrica, en el ejército, en el restorán) o quien las obedece?»7 .No sólo eso, ya que, si también en el debate antropológico europeo esta preguntaesencializante por el ser nacional ha demostrado su ineptitud y su protervia en másde una ocasión, como nosotros lo anotábamos más arriba y como lo confirma elpropio Paz, ¿por qué había de tener ella eficacia alguna en América Latina?Finalmente: antes de dar por sentado que la soledad es ese tiempo en el que uno sepregunta por su ser, ¿no sería preferible pensar la cosa al revés e hipotetizar que esprecisamente la soledad la que produce o, en cualquier caso, la que fomenta elnacimiento del mito del ser? De acuerdo con la inversión de factores que nosotrosestamos auspiciando, serían los individuos que se encuentran solos en el «claro delbosque» o los acometidos por periódicos ataques de «náusea» aquellos que tambiénse sienten víctimas de una carga metafísica ominosa, carga que precede y condicionasu «existencia en el mundo» y que se les revela en el aislamiento y la angustia, elsufrimiento y la incomunicación.

No menos cuestionable es la proposición que declara que, como las personas,

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7 «El laberinto fabricado por Octavio Paz» en De mitólogos y novelistas. Madrid. Turner, 1975, p. 11.

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los pueblos tienen «edades». Tomada de Spengler y en menor grado de Toynbee, elprimero una mención bien poco recomendable en el período que sigue a la segundaguerra mundial, esto a causa de las recién derrotadas esperanzas de configuraciónde una filosofía puramente «alemana» y de un Imperium mundi regido por los líderesde ese país8 , y por lo mismo mantenido por Paz en un discreto silencio, y el segundoentre los autores citados con mayor frecuencia en su libro, se trata de una proposiciónque se deriva de una perspectiva decimonónica de la historia y que tiene su origenen el desplazamiento hacia el dominio de las humanidades de los modelosorganicistas construidos durante aquella época por y para consumo de las cienciasnaturales. Aludo, como el lector ya lo habrá adivinado, al falaz raciocinio según elcual, con el expediente de estar echando los cimientos de una explicación «histórica»de la historia, se concluye que el tiempo de las civilizaciones se desenvuelve deacuerdo con el tiempo de la naturaleza; que existen una primavera, un verano, unotoño y un invierno de los pueblos; y que Occidente se encuentra en aquel entonces,entre 1917 y 1922, cuando se publicó el libro de Spengler, viviendo ya en la palidezde su «otoño» y presto a deslizarse hacia el mutis del «invierno»9 . Con todo, y comoseñalé previamente, Paz se diferencia de Spengler en la medida en que él calendarizala historia de México en las postrimerías sólo del primero entre los cuatro segmentostemporales que comprende la curva spengleriana. Tampoco usa desembozadamenteel modelo de las cuatro estaciones del año sino su secuela simétrica, el modelo de lascuatro «edades del hombre» (esto al modo de Ortega, otro de sus pensadorespredilectos de aquellos años, quien como es bien sabido fabricó su popularísimoesquema de las generaciones a partir de una matriz intertextual parecida, que Ortegadesengancha del vitalismo de Dilthey, y haciendo así que la historia se renuevebiológicamente, por medio del nacimiento de grupos de individuos que se iríanreemplazando los unos a los otros cada una década y media y sobre el espacio de

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8 «... este caudal de ideas que, para mi propia sorpresa, se me ha venido a las manos, me aparece como algo que,a pesar de la miseria y el asco de estos últimos años, quiero designar, orgulloso con el nombre de una filosofíaalemana «. Es Spengler quien subraya las dos palabras finales, en el prólogo a la segunda edición de La decadenciade Occidente, de 1922, tr. Manuel G. Morente. Buenos Aires, México. Espasa-Calpe, 1952, p. 23.

9 «... Hay culturas, pueblos, idiomas, verdades, dioses, paisajes que son jóvenes y florecientes; otros que son yaviejos y decadentes; como hay robles, tallos, ramas, hojas, flores que son viejos y otros que son jóvenes. Pero nohay una ‘humanidad’ vieja. Cada cultura posee sus propias posibilidades de expresión, que germinan, maduran,se marchitan y no reviven jamás. Hay muchas plásticas muy diferentes, muchas pinturas, muchas matemáticas,muchas físicas; cada una de ellas es, en su profunda esencia, totalmente distinta a las demás; cada una tiene suduración limitada; cada una está encerrada en sí misma, como cada especie vegetal tiene sus propias flores y suspropios frutos, su tipo de crecimiento y de decadencia. Esas culturas, seres vivos de orden superior, crecen en unasublime ausencia de todo fin y propósito, como flores en el campo. Pertenecen, cual plantas y animales, a lanaturaleza viviente de Goethe, no a la naturaleza muerta de Newton. Yo veo en la historia universal la imagen deuna eterna formación y deformación, de un maravilloso advenimiento y perecimiento de formas orgánicas». Ib.,54.

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cuatro escenarios que representan a las cuatro «edades» clásicas del hombre1 0).En definitiva, en las páginas El laberinto..., gracias a las bondades exegéticas de

la cronología historiográfico-organicista Spengler-Toynbee-Ortega-Paz, con el ritode pasaje que es la Revolución de 1910 la nación mexicana sale de la niñez y seaproxima a la edad adulta, y ello como si el país de Zapata y Pancho Villa se estuvieramovilizando desde el invierno hacia el verano pero previa una parada obligatoriaen la edad del asombro que es la primavera. Según lo que argumenta Spengler en Ladecandencia de Occidente, sería entonces cuando los pueblos escogen alejarse delas formas religiosas «primitivas», cuando se observa en ellos una «concepciónpuramente filosófica del sentimiento del cosmos», cuando dan nacimiento a una«nueva matemática» y cuando estrenan un estilo de religiosidad «puritana» a fin dereemplazar con su madura adustez las pueriles inocentadas del misticismoprimitivo1 1.

En cuanto al problema metodológico, no cabe duda de que la modalidad deacercamiento más obvia de la que Paz pudo hacer uso consistía en preguntarse deuna vez por todas por el «carácter» (es el vocablo que él emplea) del mexicano. Perosi eso no era metafísica, era en cambio psicología social, una disciplina con la que eneste tramo particular de su carrera de ensayista él no quiere asociarse por ningúnmotivo, y presumiblemente porque no desea que se le excluya de la andanada quecontra las limitaciones del psicologismo se puso en movimiento desde comienzosde siglo dentro de la corriente de punta del idealismo europeo, al menos entre losdiscípulos de Husserl, Heidegger incluido1 2; además, porque el consentirse a sí mismola elaboración de un tratado de psicología social lo hubiese puesto sobre una rutarecorrida veinte años antes que él por Samuel Ramos. La deuda de Paz con Ramoses de conocimiento poco menos que público, él mismo nos la confirma en algúnpunto de su texto, aunque sea a regañadientes, y no creo que valga la pena insistir

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10 Las expectativas de vida entre los griegos eran de sesenta años, lo que quiere decir que la medicina moderna leha creado a las especulaciones generacionales de Ortega un pequeño problema aritmético.␣ ¿Tal vez pudieransolucionarlo sus seguidores actuales proponiendo ciclos de cinco generaciones de quince años cada una en vezde las cuatro que recomendaba el maestro? Otrosí: mas allá de la deuda diltheyana, me señala Francisco Aguilerael vínculo que existiría entre estas posturas frente a la historia, la de Spengler, la de Ortega y la del propio Paz, yel pensamiento correspondiente de Vico. Después de examinar el asunto, respondo que su observación es justaen general, sobre todo en lo que tiene que ver con la relación entre el autor de la Scienza Nuova y Paz, ya queambos se empeñan en mantener el vínculo necesario entre idea y tiempo, eternidad y temporalidad, lo que loscríticos de Paz vienen reconociendo desde hace rato como la dialéctica entre el «mito» y la «historia». No es tanjusta sin embargo la observación de Aguilera en lo que concierne a las «cronologías» esenciales respectivas, basadaen las cuatro estaciones del año la de Spengler, en las cuatro edades del hombre la de Ortega y en las tres edadesde la humanidad, la de los dioses, la de los héroes y la de los hombres, la de Vico.

11 En la historia de la «cultura occidental», se trataría según Spengler del período que va del siglo XV al XVIII. Ver:«Cuadro I. Epocas ‘correspondientes’ del Espíritu, al final de la ‘Introducción’. Op. Cit., 94.

12 «... La analítica existenciaria del «ser ahí» [el Dasein] es anterior a toda psicología, antropología y mucho másbiología». El Ser y el tiempo, 57. El subrayado es de Heidegger.

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en ello ahora1 3. Baste dejar constancia aquí de que, haciendo uso de una maniobradistanciadora con la que en El laberinto... victimiza también a Jorge Cuesta y,posteriormente, en su libro sobre Sor Juana, a Ludwig Pfandl, Paz desecha enprincipio las preferencias psicologistas de El perfil del hombre y la cultura de Méxicopara acabar adoptándolas no mucho después.

Pero todavía en el capítulo que estamos comentando Paz reconoce que, a causade las dificultades que entraña la búsqueda de la mismidad mexicana, lo que hastahace no mucho tiempo él estimaba una búsqueda «superflua y peligrosa», pudieraser preferible interrogar a «nuestras creaciones [...] una obra de arte o una acciónconcreta» (12). Estas son reservas válidas, a mi juicio, pero de duración por desgraciaasaz efímera. Sin perjuicio de los ajustes de foco que en su papel de ensayista élefectúa aquí y allá (sostiene en un párrafo que el «objeto de mis reflexiones» es «ungrupo concreto, constituido por esos que, por razones diversas, tienen conciencia desu ser en tanto que mexicanos» [?] (13), intentando de este modo poner coto a la alfin y al cabo inabarcable extensión de su materia, y en otro argumenta que todo loque él pretende explicarse en las páginas de El laberinto de la soledad son «algunosde los rasgos del mexicano de nuestros días» [15], con lo que reconoce indirectamentela enorme insensatez que consiste en construir un diseño aplicable a todos, sinmodificaciones de ninguna clase, lo mismo a quienes se desplazaron en ese espaciogeográfico en el siglo XVI que a quienes lo ocupan en el XX), su pregunta continúaapuntando hacia la esencia o el carácter del habitante de México.

Porque, cualesquiera hayan sido las reservas de Paz en esas primeras páginas deEl laberinto..., el solo enunciado en ellas de un proyecto esencialista acabó porimprimirle a su pensamiento una cierta bitácora. ¿Dónde preguntar entonces? Omejor dicho: ¿a quién preguntarle? Al enfrentarse con esta necesidad, que la lógicamisma de su proyecto se encargaba de imponerle, yo pienso que Paz la satisfizorecurriendo a su propia «situación», a su existencia de mexicano lanzado ahí y

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13 Cito sin comentarios: «La Revolución mexicana había descubierto el rostro de México. Samuel Ramos interrogaesos rasgos, arranca máscaras e inicia un examen del mexicano. Se dice [?] que El perfil del hombre y la cultura deMéxico, primera tentativa seria por conocernos, padece diversas limitaciones: el mexicano que describen suspáginas es un tipo aislado y los instrumentos de que el filósofo se vale para penetrar la realidad —la teoría delresentimiento, más como ha sido expuesta por Adler que por Scheler— reducen acaso la significación de susconclusiones. Pero ese libro continúa siendo el único punto de partida que tenemos para conocernos. No sólo lamayor parte de sus observaciones son todavía válidas, sino que la idea central que lo inspira sigue siendo verdadera:el mexicano es un ser que cuando se expresa se oculta; sus palabras y gestos son casi siempre máscaras. Utilizandoun método distinto al empleado en este estudio, Ramos nos ha dado una descripción muy penetrante de eseconjunto de actitudes que hacen de cada uno de nosotros un ser cerrado e inaccesible», p. 173. Por su parte, sinrenunciar a las objeciones que le suscita el ensayo de Paz, Jorge Aguilar Mora es aún más duro que él en su críticade El perfil del hombre y la cultura de México: «Si El laberinto se ha convertido en una serie de lugares comunes,no quiere decir que deje de tener una cierta complejidad y que carezca de argumentos decisivos (para negarlos oasumirlos) para la comprensión de la historia mexicana y del mundo en el siglo XX. El libro de Ramos, en cambio,es pedestre en casi todas sus enunciaciones, está plagado de contradicciones y de argumentos falaces e infantiles.El conocimiento que muestra de sus fuentes es casi siempre de segunda mano y muy fragmentario; lo que sinembargo no le impide dogmatizar en forma aberrante». La divina pareja. Historia y mito en Octavio Paz. México.Era, 1978, p. 26.

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entonces sobre la ajenidad de este mundo, para decirlo con la jerga filosófica queaporta el intertexto más espeso a su escritura. Por lo mismo, conviene prestarle todala atención que ella amerita a la siguiente confesión autobiográfica: «muchas de lasreflexiones que forman parte de este ensayo nacieron fuera de México, durante dosaños de estancia en los Estados Unidos». Y continúa en ese mismo lugar: «cada vezque me inclinaba sobre la vida norteamericana, deseoso de encontrarle sentido, meencontraba con mi imagen interrogante» (14).

Merced a este desvío de su escritura en la dirección del género autobiográfico,vemos que Paz reorienta su reflexión en El laberinto... desde un contexto filosóficoamplio, que era el de su primera enunciación («el descubrimiento de nosotros mismosconsiste en un sabernos solos...» es lo que había dicho entonces), hacia otro másacotado y estricto. Por eso, la metáfora de Narciso reaparece en El laberinto de lasoledad en este preciso momento, pues es ella la que le facilita el desplazamientoentre un plano y el otro. Narciso se hace presente de nuevo cuando Paz revela elencuadre pragmático que determina la emisión de sus frases. Es entonces cuandovolvemos a tropezar con el prototipo del bello adolescente a quien le fascina lareproducción de su rostro en el agua del pozo y quien para dar razón de sí deberádar también razón de lo «otro» que le sirve de espejo. Más ceñidamente: la aparicióndel mito clásico, por segunda vez entre las varias partidas falsas de «El pachuco yotros extremos», nos demuestra que no es un México que ha advenido de pronto a lasoledad adolescente el que en esas circunstancias se interroga por su ser, aunque asínos lo quiera hacer creer Octavio Paz, sino que es el propio Paz quien, al ponerse encontacto con un medio que lo resiste en tanto que mexicano, percibe su alteridad yacusa el bochorno que eso le produce interrogándose acto seguido por las fortalezasy defectos de su pertenencia nacional. Queriendo encontrar el «sentido» de la «vidanorteamericana» (¿por qué de la vida «norteamericana» y no estadounidense, acasolos mexicanos no son también dueños de una porción del territorio de Norteamérica?),pero al fin de cuentas convertida la «vida norteamericana» en el espejo narcisista enel que el joven Paz escruta las líneas de su rostro, lo que esa «vida norteamericana»le devuelve es una mueca de penuria y ansiedad.

Todo lo cual arroja alguna luz sobre la zarandeada parajoja que consiste en quela primera tentativa de darle un rostro reconocible al mexicano en El laberinto de lasoledad se lleve a cabo nada menos que a través de un estudio de los estilos decomportamiento del pachuco angelino de los años cuarenta1 4. Como a Paz se le hace

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14 Mostrando cuánto tiene de argucia retórica la apelación al pachuco en El laberinto..., Carlos Blanco Aguinagaobserva que: «Si el ninguneado es el mexicano de los Estados Unidos del cual trata El laberinto de la soledad en sucapítulo primero, todo será, en efecto, rutinaria y fantasmal ‘disimulación’ en tanto que nadie levante una voz deprotesta por las condiciones de trabajo, por el racismo, por el desempleo, por la discriminación cultural en lasescuelas o por la persecución policíaca». Op. Cit., 17. El «nadie» de Blanco es Paz, obviamente, a quien lascondiciones reales de existencia del pachuco le importan un bledo. El pachuco no es en este libro un texto, sino unpre-texto.

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cuesta arriba preguntarse por la mexicanidad sin más, puesto que se resite a hacermetafísica o psicología social (aunque haga ambas cosas al fin de cuentas), y comoademás el pudor del filósofo le veda el situarse a sí mismo en el centro del ruedo,convirtiéndose con ello en una suerte de ouroburos teórico (aunque también hagaeso), enfila ahora su discurso hacia el espacio del pachuco. Estrategia sustitutivaque habría que reconocer que le proporciona algunos buenos dividendos, pero quea nosotros no nos interesa por eso sino por lo que ella nos revela metalingüísticamenteacerca del emisor del discurso. Porque si por una parte el pachuco es ese individuoque «no quiere volver a su origen mexicano», por otra parte es necesario admitir quese trata de alguien que tampoco «desea fundirse a la vida norteamericana» (16). Es,en buenas cuentas, un individuo que está siendo o que ha sido marginado, que nopertenece, que es diferente, y que por eso mismo es que afirma o más bien se afirmaen su diferencia. ¿Cómo no ver en esta figura la doble marginación que sufre elpropio Octavio Paz respecto del entorno latinoamericano primero y después delotro, del «norteamericano», en el que habita o habitó durante “dos años”, uno deellos gracias a una beca Guggenheim y el otro ganándose la vida por su propia cuenta?Por otra parte, si nosotros presionamos por segunda vez la misma estructura retórica,lo más probable es que descubramos en su interior algo así como una cifra de laposición «fuera del juego» que caracteriza la práctica del “intelectual independientede cualquier compromiso”, y que es una posición en la cual, por causas políticas desobra conocidas, Paz había estado tratando de instalarse desde comienzos de losaños cuarenta.

Pero yo creo que nada de esto debiera hacernos perder de vista el hecho de queel caricaturesco pachuco de Paz es para él igualmente (y sólo una mezcla del amor ydel odio pudo conciliar su intuición anterior con esta otra) el ícono de una identidadnacional degradada o, si es que nos resignamos a reconocerlo con sus propiaspalabras, es «uno de los extremos a los que puede llegar el mexicano» (16). De maneraque, procurando no hacer ni metafísica ni psicología social con sus compatriotas,porque no ignora los apuros en que ello lo pone, pero sin renunciar pese a todo alrealismo ontológico que como creemos haberlo comprobado constituye un atributoinexorcizable de su plan de trabajo, Paz practica un acto de predistigitación pormedio del cual sustituye al sujeto que de veras le importa por su metonimia. Estaacrobacia retórica se frustra finalmente, como no podía menos que ocurrir, y de unmodo abrupto. Entre el párrafo once y el doce del segundo apartado del primercapítulo, casi sin solución de continuidad, nos damos cuenta de que Paz haceabandono del pachuco —y con ese hacer abandono del pachuco, abandona todoaquello a lo cual el pachuco amagaba en primer término— para no volver areencontrarlo nunca más en todo lo que resta de su libro.

El último movimiento retórico de «El pachuco y otros extremos», predecible entanto afín al ensayismo que con con la intención de definir a un presunto «hombreespañol» produjo el autor de las Meditaciones del Quijote en las primeras décadas

Grínor Rojo

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del siglo pasado, acabará contentándose con la magra eficacia de un cotejo. Me refieroahora al análisis comparativo que Paz acomete entre el habitante de México y el deEstados Unidos (Ortega había comparado en su libro de 1914 a los «latinos» con los«germanos». Antes, en sus artículos periodísticos de 1911, los que después de sumarona la edición de 1967 de La deshumanización del arte, también había hablado de un«hombre primitivo», un «hombre clásico», un «hombre oriental», un «hombremediterráneo» y un «hombre gótico»).

Esto significa que, en vez de una investigación metafísica o de psicología socialfocalizada única y exclusivamente sobre los modos de vida de los pobladores de supaís de origen, Paz opta ahora por una «investigación» metafísica o de psicologíasocial hecha a base del contraste entre esos modos de vida y los de los pobladores deaquel “otro” país, el que se ubica en el mapa hacia el norte del suyo propio, el mismocuya indiferencia o recelo él padece o padeció en algún momento. Cada vez menosen cuanto a su número y menores también en lo que toca a su intensidad, losescrúpulos (anti)metafísicos y (anti)psicológicos con que «El pachuco y otrosextremos» se pone en marcha son echados por la borda y reemplazados por unacrasa exhibición de lugares comunes. Escribe:

Ellos son crédulos, nosotros creyentes; aman los cuentos de hadas y las historiaspolicíacas, nosotros los mitos y las leyendas. Los mexicanos mienten por fantasía,por desesperación o para superar su vida sórdida; ellos no mienten, pero sustituyenla verdad verdadera, que es siempre desagradable, por una verdad social. Nosemborrachamos para confesarnos; ellos para olvidarse. Son optimistas; nosotrosnihilistas —sólo que nuestro nihilismo no es intelectual, sino una reacción instintiva:por lo tanto es irrefutable—. Los mexicanos son desconfiados; ellos abiertos. Nosotrossomos tristes y sarcásticos; ellos alegres y humorísticos. Los norteamericanos quierencomprender; nosotros contemplar. Son activos; nosotros quietistas: disfrutamos denuestras llagas como ellos de sus inventos. Creen en la higiene, en la salud, en eltrabajo, en la felicidad, pero tal vez no conocen la verdadera alegría, que es unaembriaguez y un torbellino. En el alarido de la noche de fiesta nuestra voz estalla enluces y vida y muerte se confunden; su vitalidad se petrifica en una sonrisa; niega lavejez y la muerte, pero, inmoviliza la vida (26-27)1 5.

Martí, que vivió en Estados Unidos quince años y tuvo que enfrentarse fatalmentecon una constelación parecida de trivialidades, asumió el desafío con todo el vigorque a Paz le falta. Cito este pasaje de Martí, escrito medio siglo antes que Ellaberinto...:

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15 «... [El laberinto de la soledad] ha plasmado en su estilo retóricamente hermoso y convincente una serie delugares comunes que son naturalmente pedagógicos. Nada más fácil que recurrir al libro de Paz para ‘explicar’ laoposición entre México y Estados Unidos, entre el mexicano y el norteamericano (y más, entre el sajón y el latino,etc.)». Aguilar Mora. La divina pareja, 25.

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En lo que se ha de ver si sajones y latinos son distintos, y en lo que únicamente seles puede comparar, es en aquello en que se les hayan rodeado condiciones comunes;y es un hecho que en los Estados del Sur de la Unión Americana, donde hubo esclavosnegros, el carácter dominante es tan soberbio, tan perezoso, tan inclemente, tandesvalido, como pudiera ser, en consecuencia de la esclavitud, el de los hijos deCuba. Es de supina ignorancia y de ligereza infantil y punible, hablar de los EstadosUnidos y de las conquistas reales o aparentes de una comarca suya o grupo de ellas,como de una nación total e igual, de libertad unánime y de conquistas definitivas:semejantes Estados Unidos son una ilusión o una superchería1 6.

Ni siquiera Rodó, que jamás puso los pies en la «gran nación del norte», lo queno le impidió ceder en el Ariel a la tentación de disparatar tan generosa comodesinhibidamente sobre las identidades respectivas de latinoamericanos yestadounidenses, es tan reduccionista como Paz. El brillo retórico con que el poetamexicano nos enceguece en el párrafo que acabo de citar (y que representa y al mismotiempo traiciona la oscilación entre la primera y la tercera persona del plural:«nosotros» y «los mexicanos», de un lado, frente a la monolítica tercera persona delplural en el otro: «ellos») no lo libra de su aire de «Völkerpsycologie de periódico»,como dijo Pedro Henríquez Ureña alguna vez1 7.

II

Tres capítulos más agotan el almacén conceptual y retórico de El laberinto... En«Máscaras mexicanas», Paz se beneficia del contraste entre lo cerrado y lo abierto,de recurrencia nada tímida en la historia de las ideas estéticas del siglo XX, donde alparecer es Wölfflin quien lo pone en circulación por primera vez, en 1915, pero sólopara bajar con ello la bandera a una carrera de postas que pasa por una serie deapariciones posteriores entre la cuales una de las últimas es la de Umberto Eco en1962, reivindicador éste de una «modernidad abierta» frente a una «tradicionalidadcerrada»1 8. Paz entra en esa competencia también, aunque a mi modo de ver llenandola fórmula abstracta con un contenido que es más genérico que estético. En cualquiercaso, en el segundo capítulo de El laberinto... es donde él nos propina la tesis de queel mexicano es «un ser que se encierra y preserva» (32).

Grínor Rojo

16 José Martí. «La verdad sobre los Estados Unidos» en Páginas escogidas I, ed. Roberto Fernández Retamar. LaHabana. Editorial de Ciencias Sociales, 1985, p. 388.

17 A propósito de algunas explicaciones muy voladas que se han dado sobre la inexistencia de una novela colonialen el subcontinente, en «Apuntaciones sobre la novela en América». Obra crítica. México, Buenos Aires. Fondode Cultura Económica, 1960, p. 618. [Publicado por primera vez en la revista Humanidades de La Plata, en 1927].

18 Me refiero a su Opera aperta. Gruppo Editoriale Fabbri, Bompiani, Sonzogno, Etas S.P.A. Milan, 1962.

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Desde este nuevo semillero de productividad sémica, una también nuevaselección de «rasgos nacionales» se incorpora a la lista. Paz nos informa ahora que elmexicano es «impasible», que es «desconfiado», que es «irónico», que es «receloso»y que «ama la forma», ello hasta el punto de que «fácilmente se convierte enformulista». De lo que se derivan: «Las complicaciones rituales de la cortesía, lapersistencia del humanismo clásico, el gusto por las formas cerradas de la poesía (elsoneto y la décima, por ejemplo), nuestro amor por la geometría en las artesdecorativas, por el dibujo y la composición en la pintura, la pobreza de nuestroRomanticismo frente a la excelencia de nuestro arte barroco, el formalismo de nuestrasinstituciones políticas y, en fin, la peligrosa inclinación que mostramos por lasfórmulas —sociales, morales y burocráticas...» (35). Agrega a continuación que elmexicano es también un individuo «reservado» (léase «púdico», lo que de cualquiermodo no quiere decir que «nos dé miedo ni vergüenza nuestro cuerpo»1 9). Paracolmo, el mexicano se le antoja a Paz un personaje «simulador» y «disimulador», eneste segundo papel muchas veces exagerando la nota hasta lindar con el«mimetismo», en tanto que por otro lado ese mismo gusto por la disimulación lollevaría a caer, también a menudo, en la práctica del «ninguneo», una actividad porla que los coterráneos del poeta demuestran un entusiasmo suicida sin parar mientesni siquiera en el infeliz desafuero que consiste en ningunearse a sí mismos (49-50).

Me llama la atención además, perturbadoramente, en el pasaje que acabo decitar, que la oposición que contrapone lo cerrado a lo abierto no oculte su aspecto dereceptáculo desemantizado y vuelto a semantizar pero con una materia que nopertenece al ámbito estético en el que el ideologema se había desenvuelto hasta aquí.Pienso en el distingo entre lo masculino y lo femenino, que Paz aborda con un espírituque entre otras cosas yo no puedo menos que calificar de populista, en el que insistiráposteriormente, y que en esta ocasión activa mediante la anáfora del modismomexicano «rajar» o «rajarse»: «El lenguaje popular refleja hasta qué punto nosdefendemos del exterior: el ideal de la ‘hombría’ consiste en no ‘rajarse’ nunca [...]las mujeres son seres inferiores porque, al entregarse, se abren. Su inferioridad esconstitucional y radica en su sexo, en su ‘rajada’, herida que jamás cicatriza» (32-33).

A mí me parece que ni siquiera reconociéndole una cuota dispendiosa de ironíaqueda del todo claro en el párrafo que acabo de citar cuál de los dos es el que cree loque ahí se declara, si lo cree «el mexicano» o si lo cree Octavio Paz (¿pero no esOctavio Paz el mexicano o, por lo menos, no es Octavio Paz un mexicano?), auncuando tampoco sea demasiada la astucia de la que vamos a tener que hacer usopara percatarmos de que con su pintura de la diferencia entre el hombre y la mujereste es un ensayista que reproduce y magnifica hasta el grotesco la oposiciónanatómica entre la actividad penetrante y la pasividad penetrada que desde

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19 Si bien, como apunta más abajo, «Ante el escarceo erótico», la obligación de la mujer mexicana es «ser ‘decente’».

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Aristóteles a Freud se viene empleando en Occidente para la distinción de los géneros.La conclusión geométrica, pero no por ello menos contradictoria, habida cuenta delprurito omniinclusivo con el que Paz ha venido conduciendo su zigzagueanterequisitoria por el ser nacional, es que si las mujeres mexicanas se rajan y los hombresno, y si el hombre mexicano es ese que no se raja, él está hablando aquí de la mitadde la población de su país y nada más. Está hablando sólo de ellos, de los que no serajan porque tienen la posibilidad biológica de no hacerlo, y quienes en consecuenciaserían los portadores exclusivos del pabellón nacional. Es evidente que la noción de«el mexicano» no las incluye a ellas, que no puede incluirlas, puesto que ellas son lasque en virtud de su anatomía no logran evitar el rajarse. Peor aún: dado que lasobras de la cultura mexicana existen en tanto objetivaciones de la predilecciónmasculina por lo cerrado, desde la «cortesía» a las «instituciones políticas», según laletra del texto que cité más arriba, la mujer mexicana no produce ni puede producirbienes culturales que sean expresivos de la nacionalidad. Toda la impresionantegalería de las mujeres ilustres de ese país, la que encabeza Sor Juana Inés de la Cruzy se extiende hasta Antonieta Rivas Mercado, María Félix, Remedios Varo, RosarioCastellanos y Elena Poniatowska, para limitarla sólo a media docena de nombrescontemporáneos y espléndidos, sencillamente no existe.

Paz no pudo menos que persuadirse de que también este argumento tenía quesacarlo del medio, y más aún siendo él mismo un sorjuanista a punto de entrar enfunciones2 0, lo que acaece o empieza a acaecer cuando especula que «En cierto sentidola historia de México, como la de cada mexicano, consiste en una lucha entre lasformas y fórmulas en las que se pretende encerrar a nuestro ser y las explosionescon que nuestra espontaneidad se venga» (36). Por este atajo secundario, gracias aun hábil y oportuno detour de su discurso, la oposición entre lo abierto y lo cerrado,con todo su engorroso acarreo sexista, comienza a amenguar la frecuencia de susapariciones, siendo reemplazada gradualmente por el relance de la oposiciónacadémica, que hace mucho consagraron la escritura filosófica moderna y elpsicoanálisis (en esta última conexión, me parece digno de evocarse el tempranoadlerianismo de Ramos), entre «forma» (y «fórmula»), de un lado, y «espontaneidad»,del otro.

Grínor Rojo

20 «... Paz empezó su monumental trabajo [de investigación sorjuanista] en 1950 con un ensayo que escribió parala revista argentina Sur en celebración del tercer centenario del nacimiento de Sor Juana. En este trabajo tempranoya anticipaba que la crisis intelectual y psicológica de Sor Juana sólo se podía entender desde la perspectiva de lacrisis social e histórica de Nueva España hacia fines del siglo XVII. Ese articulo, que ahora forma parte de Lasperas del olmo (1957), fue evidentemente el germen desde el cual surgió su libro [Sor Juana Inés de la Cruz o lastrampas de la fe, 1982]. En 1971, Paz, que para entonces era profesor de literatura comparada en Harvard, ofrecióun curso sobre Sor Juana en esa Universidad. Esto le significó releerla y reestablecer contacto con mucho decuanto se había escrito acerca de ella. El curso se repitió en 1973 y en 1974 como una serie de conferencias en elColegio de México bajo el título «Sor Juana, su vida y su obra». Sólo entonces cristalizó la idea de escribir un libroacerca del asunto. Las primeras tres partes se escribieron en 1976, pero el resto tuvo que esperar hasta fines de1980 y comienzos de 1981, cuando la tarea concluyó». Jaime Alazraki. «Octavio Paz’s Sor Juana Inés de la Cruz:An Intellectual Feast». World Literature Today, 58, 2 (Spring, 1984), 226. [la traducción es mía, G. R.]

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El centro del segundo capítulo de El laberinto de la soledad pasan a ocuparloen consecuencia dos maestros epónimos de la cultura de México, ambos parejamenteseducidos por la a veces exigua distancia que media entre lo verdadero y lo falso.Me refiero a Juan Ruiz de Alarcón, el de La verdad sospechosa, y al ya mencionadoRodolfo Usigli, el dramaturgo de El gesticulador. Este sobre todo pudo haberleahorrado a Paz más de una dubitación de última hora, por cuanto en El gesticuladorel profesor César Rubio, quien como se sabe se transforma en el curso de la pieza enel general César Rubio, es un personaje que, después de haber empezado mintiendo,concluye, según él mismo lo anuncia, solucionando nietszcheanamente su problemaexistencial: «Es que ya no hay mentira: fue necesaria al principio, para que de ellasaliera la verdad. Pero ya me he vuelto verdadero, cierto, ¿entiendes? Ahora sientocomo si fuera el otro ... haré todo lo que hubiera podido hacer, y más. Ganaré elplebiscito... seré gobernador, seré presidente tal vez...»2 1. En otras palabras: quieninnova lo hace aquí sin referente y por definición; todo comienzo constituye unamentira de facto puesto que aquello que él arrastra consigo carece de un código quenos permita ubicarlo dentro del espectro de las cosas posibles. Semejante código seestablecerá en el futuro, como el producto de la praxis de un individuo o un grupohegemónico, y no otra es la tarea que el profesor César Rubio hace suya en la piezade Usigli (muy distinto es que una lectura borgeana de esta obra descubramalignamente en ella que la innovación de Rubio consiste sólo en una repetición, lade la vida políticamente «pura» del general del mismo nombre. Como la innovaciónde Cárdenas durante la segunda mitad de los años treinta en la historia de México,que también constituye una repetición, la de la «pureza» política de la RevoluciónMexicana. O como podría serlo en nuestro propio tiempo la repetición de CuauthémocCárdenas, quien es el hijo de Lázaro Cárdenas y repite o promete repetir, de nuevo ycualquier día de estos, la repetición de su padre). Paz pudo beneficiarse entonces delconsejo que Rubio le daba para detener su vagabundaje ideológico y para darle uncorte nietszcheano al dilema de la compatibilización entre lo cerrado y lo abierto, deun lado, y la existencia y la esencia, del otro. El mexicano se cierra y miente paraocultar su esencia, pero el empleo constante y consistente de la máscara (la«gesticulación» de César Rubio, su existencia elegida) terminará transformando aésta en su esencia.

III

El ejemplo de César Rubio pudo haber llevado hasta su término la volubilidadconceptual y retórica de Paz en El laberinto..., como decimos, pero los dos capítulossiguientes, «Todos los Santos, Día de Muertos» y «Los hijos de la Malinche»,demuestran que a él no le pareció conveniente escucharlo. Esos capítulos continúan

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21 Rodolfo Usigli. El gesticulador en Teatro completo, Vol. I. México. Fondo de Cultura Económica, 1963, p. 787.

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subordinados a la oposición entre la existencia y la esencia y con el péndulo jerárquicoapuntando esta vez en dirección al segundo entre ambos polos. «Todos los Santos,Día de Muertos», que Paz trabaja según el modelo decimonónico del cuadro decostumbres, y que es muy apropiado por eso para un nuevo acto de chisporroteoestilístico, habla de la fiesta y la muerte como de aquellos acontecimientos durantelos cuales el mexicano «se abre». Al tratar el primero de ambos temas, Paz nos advierteque ha seguido allí la huella de «algunos sociólogos franceses» (54), a quienes nonombra (los va a nombrar veinte años más tarde, en su conversación con ClaudeFell, y son Mauss, Caillois y Bataille [326]. Por otra parte, se perciben también eneste pasaje los ecos del irracionalismo con que D.H. Lawrence y los surrealistasfranceses, Artaud, Breton, Péret, celebraron la «barbarie» de los encuentros«sacrificiales» del hombre mexicano con la muerte) y, en cuanto a su manejo delsegundo, yo por lo menos creo distinguir ahí la huella del tremendismo de Underthe Volcano, la novela de Malcolm Lowry, que se publicó en 1944 (En esta caja deresonancias diversas, pudiera ser útil recordar asimismo que la muerte es una de las«situaciones límite» que destacó Karl Jaspers por primera vez en su Psicología de laconcepción del mundo, un libro de 19192 2).

Oigamos ahora a Paz: «La Fiesta y el crimen pasional o gratuito, revelan que elequilibrio de que hacemos gala sólo es una máscara, siempre en peligro de serdesgarrada por una súbita explosión de nuestra intimidad» (69-70). Máscara (lamáscara adleriana de Samuel Ramos, claro) e intimidad, fórmula y espontaneidad,superficie y profundidad, forma y fondo, he ahí pues una baraja de oposicionesbinarias de segundo, tercero y cuarto grado, todas ellas descubriendo algunas vecesy encubriendo en las más la oposición germinal, la que enfrenta la existencia a laesencia, y que Paz introduce explícita y definitivamente en «Máscaras mexicanas»con el fin de superar el desatino genérico que se hallaba inserto en su coqueteo anteriorcon el contraste entre lo cerrado y lo abierto (o entre lo masculino y lo femenino).Ahora, en «Todos los Santos, Día de Muertos», la nueva oposición de primer gradoserá el peldaño que lo conduzca hacia un más allá de la apariencia, hacia unaidentidad extrafenoménica y extrahistórica, hacia un centro mítico de la vida de supaís con respecto al que todo lo demás deviene azaroso o subsidiario.

Ese centro mítico hace su aparición en «Los hijos de la Malinche», el capítuloque cierra la primera parte de El laberinto de la soledad. Pero, antes de adentrarnosen él, atendamos brevemente a una pirueta que yo juzgo digna de Fray Gerundio deCampazas y que se encuentra en las tres o cuatro primeras páginas del capítulo de

Grínor Rojo

22 Edwin Latzel ha hecho la investigación más minuciosa que conozco sobre la evolución de este concepto en laobra de Jaspers. Para nuestro propósitos, conviene recortar de su trabajo sólo tres observaciones: i) que las«situaciones límites» son «situaciones cuya profundidad llega a ser palpable sólo para la profundidad que me esinherente en la medida de la potencialidad que hay ya en mí para llegar a ser auténticamente yo mismo»; ii) quela muerte es una de tales situaciones e incluso, que en la Filosofía de 1932 es la primera de ellas; y iii) que la muertees una situación límite para la Existenz potencial sólo en la medida en que «sirve para despertar su profundidadpotencial’». Edwin Latzel, «The Concept opf ‘Ultimate Situation’ in Jaspers’ Philosophy» en The Philosophy ofKarl Jaspers, ed. Paul Arthur Schilpp. New York. Tudor, 1957, pp. 189, 196, 200 respectivamente.

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marras. Remito al lector a la sección en que Octavio Paz introduce la figura del«mexicano enigmático», otra metonimia del mexicano «cerrado» o «enmascarado»,del que esconde detrás del antifaz del «misterio» su «ser verdadero», e intentaexplicarla recurriendo a la historia de los habitantes del Valle de México. Desenvainaentonces un criterio que a lo mejor podría ser defendible desde el punto de vista delas ciencias sociales, y de acuerdo con el cual el enigma al que nos estamos refiriendono es otro que el de la premodernidad. El mexicano es enigmático, sugiere Paz, porquees premoderno, porque un desarrollo tardío y defectuoso de su historia económica ysocial no ha hecho (no había hecho de él hasta ese entonces) un «obrero» (el conceptode obrero de Paz se define a partir de las nociones, caras al marxismo humanista, dereificación y alienación) o, en general, porque no ha llegado a hacer de él untrabajador-instrumento en un «mundo de instrumentos».

Pero ocurre que a no mucho andar Paz se rebela contra las limitaciones que leimpone el sociologismo explícito de ese tipo de discurso, cuando arguye que «nadaes más simple que reducir todo el complejo grupo de actitudes que nos caracteriza—y en especial la que consiste en ser un problema para nosotros mismos— a lo quese podría llamar ‘moral de siervo’, por oposición no solamente a la ‘moral del señor’,sino a la moral moderna, proletaria o burguesa». // «La indudable analogía que seobserva entre ciertas de nuestras actitudes y la de los grupos sometidos al poder deun amo, una casta o un Estado extraño, podría resolverse en esta afirmación: elcarácter de los mexicanos es un producto de las circunstancias sociales imperantesen nuestro país; la historia de México, que es la historia de esas circunstancias, contienela respuesta a todas las preguntas». No obstante: «El defecto de interpretacionescomo la que acabo de bosquejar [y, claro está, de utilizar] reside, precisamente, en susimplicidad [...] Las circunstancias históricas explican nuestro carácter en la medidaen que nuestro carácter también las explica a ellas» (75-79).

Creo que los lectores de El laberinto de la soledad deberíamos contener nuestrabenevolencia en esta oportunidad y cuidarnos de inferir de la proposición con queconcluye la cita anterior un ademán dialéctico. El «carácter» de un pueblo, su «genio»,de acuerdo a la expresión que Paz descartó en la primera página de su trabajo, es alfin de cuentas el que configura su historia, y ésta sólo a modo de ilustración puedeen algunas ocasiones «explicar», v.gr .: en el ejemplo que él acaba de suministrarnos,ese carácter. El verdadero problema es el otro y, por supuesto, su comienzo. Quedadespejado con esto el camino que habremos de tomar si es que deseamos asomarnosa la tierra de El Origen.

IV

No obstante las promesas de Paz, nuestra excursión a la tierra prometida resultabastante menos reveladora de lo que se podía esperar. La tesis básica en estaoportunidad, de no despreciable fortuna en el pensamiento latinoamericano posterior

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(en Chile, dos escritores muy respetables, como son Jorge Guzmán y Sonia Montecino,han bebido ambos de sus aguas2 3), es la de La-Madre-India-Violada. Paz piensa quees ahí donde se debe buscar el Origen Perdido, aunque sin olvidarse de que ése esun origen al que ensucia una «mancha», por lo que que el mexicano lo «niega», yestableciendo así con sus principios una relación de «ruptura».

Como sabemos, en México la madre india violada tiene un cuerpo y un nombre,los de La Malinche, que es La Chingada por antonomasia2 4. Otra vez, en unaencrucijada importante de su meditación y con un folclorismo oligárquico que notiene nada de raro y que a mí no me resulta difícil compatibilizar con algunas otrasde sus actitudes sociales, vemos a Octavio Paz echando mano de la sabiduría quepretendidamente contiene el lenguaje popular:

Si la Chingada es una representación de la Madre violada, no me parece forzadoasociarla a la Conquista, que fue también una violación, no solamente en el sentidohistórico, sino en la carne misma de las indias. El símbolo de la entrega es la Malinche,la amante de Cortés. Es verdad que ella se da voluntariamente al conquistador, peroéste, apenas deja de serle útil, la olvida. Doña Marina se ha convertido en una figuraque representa a las indias, fascinadas, violadas o seducidas por los españoles. Y delmismo modo que el niño no perdona a su madre que lo abandone para ir en buscade su padre, el pueblo mexicano no perdona su traición a la Malinche. Ella encarnalo abierto, lo chingado, frente a nuestros indios, estoicos, impasibles y cerrados (94).

Pero ya hemos dicho que la madre india, la madre violada, es para Paz la madreque «el mexicano» repudia. Planteándose esta vez el problema en términos de undesenganche postedípico, su dinámica no es, sin embargo, y como pudiera esperarse,la que Freud apadrina en sus investigaciones metapsicológicas. No nos hallamosaquí por consiguiente ante un proceso de individuación que el mexicano llevaría acabo mediante un alejamiento de la madre india y una posterior reagrupación desu-existencia-nacional-adolescente-y-en-crecimiento bajo las banderas de El PadreEspañol, de El Padre Violador, sino que ante un desapego simultáneo con respecto a

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23 Guzmán en Diferencias latinoamericanas. Mistral, Carpentier, García Márquez, Puig. Santiago de Chile.Centro de Estudios Humanísticos. Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas. Universidad de Chile, 1984; Contrael secreto profesional. Lectura mestiza de César Vallejo. Santiago de Chile. Universitaria, 1991; y, másrecientemente, en su novela Ay Mama Inés (Crónica Testimonial). Santiago de Chile. Andrés Bello, 1993;Montecino, que en parte sigue a Guzmán, en Madres y huachos. Alegorías del mestizaje chileno. Santiago deChile, Cuarto Propio-CEDEM, 1991.

24 En un libro de 1991, siguiendo a Luis Leal, Sandra Cypess destaca la polaridad que la (mala) conciencia míticamexicana establece a menudo entre La Malinche y la Virgen de Guadalupe. Dice: «los mitos han distorsionado lasimágenes de las mujeres; y especialmente en México, el mito de la Malinche ha sido uno de los más restrictivos.Sin embargo, no es el único mito que allí genera imágenes de la mujer. Como señala Luis Leal, La Malinche es unode los dos mayores arquetipos femeninos de México, junto con la Virgen de Guadalupe. La Virgen de Guadalupeposee los atributos femeninos más virtuosos: el perdón, la dulzura, la piedad, la virginidad, la obediencia santa.La Malinche es la Eva mexicana, el sexo manchado». Sandra Messinger Cypess. La Malinche in Mexican Literature.From History to Myth. Austin. University of Texas Press, 1991, p. 6. [La traducción es mía, G.R.]

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una y a otro de sus progenitores arquetípicos. La razón es sencilla, aunque paraimplementarla Paz se vea en la necesidad de forzar una doble inconsistencia en lalógica de su argumento. Inconsistencia para con su propia reflexión primero (elmexicano es «cerrado» porque es «hombre», esto es, porque su modelo lo constituye,no puede sino constituirlo, en tales circunstancias, El Padre) y aun para con el doblecódigo filosófico y psicológico del que él ha estado profitando hasta ahora pero sinrenunciar a un despliegue simultáneo de esos infructuosos remilgos a los cualesnosotros nos referimos más arriba. He aquí la razón:

la tesis hispanista, que nos hace descender de Cortés con exclusión de la Malinche,es el patrimonio de unos cuantos extravagantes [...] Y otro tanto se puede decir de lapropaganda indigenista, que también está sostenida por criollos y mestizosmaniáticos (95).

O sea que la tesis de la «madre» arcaica vierte sus aguas en el molino delindigenismo, en tanto que la del padre arcaico deposita las suyas en el del hispanismo.Ninguno de estos dos referentes fundacionales de la realidad étnica mexicana podíadespertar el apetito teórico de Octavio Paz, por supuesto, ni tampoco logró hacerlo,como de inmediato veremos, la convergencia de ambos en la tesis, oficial en el Méxicopostrevolucionario, del mestizaje. Esta otra posición, que es el vademécum delpensamiento esencialista clasemediero latinoamericano de los siglos XIX y XX, desdeIgnacio Manuel Altamirano a José Vasconcelos a Pedro Henríquez Ureña y a MarianoPicón Salas (el detalle reside, por cierto, en el encubrimiento de la clase media en opor detrás de la etnia media. Mariátegui se percató de eso cuando desautorizó a losapristas y se negó a darle licencia a la variable racial en el contexto de sus propiosanálisis relativos a las características de la formación social peruana, donde por lodemás tampoco había una clase media criolla dotada de fuerza suficiente como paraarrogarse la entera representación del país), a Paz, escribiendo algunos años despuésy con el impulso de la reacción antinativista y en general contrarrevolucionaria queen México representaron Los Contemporáneos, no podía hacerle gracia.

Negados pues la madre india, primero, y el padre español, después, Octavio Pazconcibe una triple salida para su laberinto teórico: cristiana, al principio;«existencialista», a medio camino; y esencialista, en el último análisis, en acuerdoesta última con la «dialéctica de la soledad». La primera, que él menciona sólo depaso y de la que se olvida rápidamente, dice así: «El mexicano venera al Cristosangrante y humillado, golpeado por los soldados, condenado por los jueces, porqueve en él la imagen transfigurada de su propio destino. Y esto mismo lo lleva areconocerse en Cuauhtémoc, el joven emperador azteca destronado, torturado yasesinado por Cortés» (92).

Privilegiando la postura indigenista, pedirle a Paz que se transformara en elRamón López Velarde de «La suave Patria» y que reclamara a Cuauhtémoc como a

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un paradigma de la nacionalidad, era pedirle lo que él no tenía ni podía tenerpresupuestado en su proyecto. Más atractiva y más «moderna» (entonces no sehablaba aún de postmodernidad, por suerte) devino por lo mismo la postulacióndel mexicano como un ser arrojado en el mundo, sin un origen precisable y con undestino entregado al libérrimo ejercicio de su nada ontológica: «El mexicano no quiereser ni indio, ni español. Tampoco quiere descender de ellos. Los niega. Y no se afirmaen tanto que mestizo, sino como abstracción; es un hombre. Se vuelve hijo de lanada. El empieza en sí mismo» (96).

Como vemos, casi en términos de una glosa del doble conjuro heideggeriano ysartreano que nosotros incluimos al comienzo de nuestro trabajo, resurge en estepasaje de El laberinto de la soledad el intento de una definición del ser nacional através de la conducta, postura que en México debuta con Usigli y cuyo éxito en elmercado filosófico y literario europeo de mediados de siglo tienta el oportunismoensayístico de Paz. De habérselo acogido, este criterio hubiese inclinado la balanzajerárquica en dirección al primero entre los polos que articulan la antítesis entreexistencia y esencia, y acabando de un plumazo con la noción de «autenticidad»definida a base de la correlación entre los actos y un ser o una esencia anterior. PeroPaz se contiene otra vez e introduce a modo de compensación y consuelo su«diálectica de la soledad», cuyos fundamentos expondrá en el apéndice del libro,diciendo que ella consiste en nuestra condena «a vivir solos», pero también «atraspasar nuestra soledad y a rehacer lo lazos que en un pasado paradisíaco nosunían a la vida» (211-212). Yo por mi parte entiendo esta dialéctica menos líricamenteque él, como el aprovechamiento con viento a favor de una duda prolongada, la quesi al comienzo de su ensayo fue aleatoria, se convirtió en autorreflexiva más tarde yacabó metamorfoseándose en duda métodica durante el último trecho de lameditación (el adolescente es un ser «vacilante entre la infancia y la juventud» es loque había escrito Paz al principio de su ensayo al manipular la metáfora narcisista2 5).

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25 Los escrúpulos de Paz en El laberinto de la soledad se convierten en descargos en Postdata: «[Postdata] Es unaprolongación de ese libro [de El laberinto...] pero, apenas si es necesario advertirlo, una prolongación crítica yautocrítica; no solamente por continuarlo y ponerlo al día sino por ser una nueva tentativa por descifrar la realidad.Tal vez valga la pena aclarar (una vez más) que El laberinto de la soledad fue un ejercicio de la imaginación crítica:una visión y, simultáneamente, una revisión. Algo muy distinto a un ensayo sobre la filosofía de lo mexicano o auna búsqueda de nuestro pretendido ser. El mexicano no es una esencia sino una historia. Ni ontología ni psicología»(235). Más claro, imposible. Lo malo es que la realidad de lo obrado por Paz en El laberinto... no coincide paranada con la vehemencia de sus descargos en Postdata. De paso: de las tres conferencias que integran Postdata, lasdos primeras, que discuten la realidad del México postrevolucionario, se desenvuelven con loable mesura. En latercera, sin embargo, Paz se vuelve a subir al podio mítico, cuando convierte la matanza de Taltelolco, el horrendocrimen perpetrado por el gobierno mexicano contra trescientos o más estudiantes en el 68, en un sacrificio ritualque por enésima vez en la historia de México habría ocurrido sobre la cima de la pirámide trunca que es el país:«Para los herederos del poder azteca, la conexión entre los ritos religiosos y los actos políticos de dominacióndesaparece pero, como se verá en seguida, el modelo inconsciente del poder siguió siendo el mismo: la pirámidey el sacrificio». Es esta una «vuelta» en pleno, y cualquiera sea el espíritu de autocrítica que encierra Posdata, delidealismo, el esencialismo y el misticismo (aquí estructuralista y jungueano, habían pasado veinte años despuésde todo y las modas intelectuales eran otras) que es el secreto no tan secreto que habita en el centro de El laberintode la soledad.

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Habiéndose puesto a sí mismo en la disyuntiva de optar entre una imagen de la vidade su país haciéndose en y con la historia y la postulación de una «esencia» o un«carácter» que precede a esa vida desde el tiempo sin tiempo del mito, lo cierto esque él eligió no perderse ninguna de esas dos oportunidades. La ecuación final es laque sigue: «El mexicano y la mexicanidad se definen como ruptura y negación. Y,asimismo, como búsqueda, como voluntad por trascender ese estado de exilio» (97).

La segunda parte de este planteo se vale de una certeza que, aunque tiene ciertoscontactos con el postexistencialismo de Albert Camus (Los justos y El hombrerebelde son de 1950 y 1952, respectivamente, pero el viraje antisartreano de Camushabía empezado a gestarse a fines de los años cuarenta. Paz, por su parte,recordémoslo, pasa el segundo lustro de los cuarenta como parte del personal de laembajada de México en París), yo me temo que más le debe al pensamiento tempranode Freud y al tardío de Jaspers y Heidegger. Trascender el «estado de exilio» obligaráal mexicano, como medida imprescindible, a regresar al origen absoluto: lo obligaráa «iluminarse» a través de un atisbo de la «Existenz potencial auténtica» que le deparanlas «situaciones límites» de las que hablaba el doctor Jaspers; a internarse en las«sendas perdidas» por las que solía ventilar sus disquisiciones el metafísico de LaSelva Negra; o a retroceder en el sillón del analista hasta dar con la «escena primaria»que se esconde en el fondo del «reprimido» freudiano. En todos estos casos, lo quese busca es la «unidad» o la «comunión» con El Ser, un Ser que existe axiomáticamentepero anestesiado por los muy execrables «automatismos» de la vida cotidiana2 6. Porotra parte, el relato de esos regresos o de esos intentos de regreso es lo que le va apermitir a Paz darle un sentido a la proyección de la vida de su país a lo largo del ejediacrónico.

V

Con esto ha quedado el campo listo para un cómodo switch desde el campo dela teoría al campo de la historia, ya que, aunque a Octavio Paz esta última no le dicenada «sobre la naturaleza de nuestros sentimientos y nuestros conflictos, sí nos puedemostrar ahora cómo se realizó la ruptura y cuáles han sido nuestras tentativas paratrascender la soledad» (97). En esto consiste la segunda mitad de su ensayo, la que,aunque en el presente trabajo nosotros no vamos a considerar en todos y cada unode sus aspectos, no podemos dejar de advertir que se halla constituida por un relato,a veces más y a veces menos objetable, de los principales capítulos que articulan el

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26 Recuérdense a propósito de esto algunos de los remedios que para la cura del velamiento de la vida auténticapor obra del flagelo de la cotidianeidad ofrecen los varios representantes de la estética moderna, desde la ostraneniede los formalistas rusos a la desautomatización de los miembros del Círculo de Praga a la estética distanciadorabrechtiana y a la desnaturalización de Culler. Paz hace sus personales aportes en el «Apéndice» sobre la «dialécticade la soledad». Ellos son el «amor» y la «poesía», en primerísimo lugar, por cierto; pero también el «juego»infantil, el «amor», el «heroísmo» y el «sacrificio» adolescentes y el «mito» adulto (213 et sqq.).

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devenir nacional de México a partir del tiempo nuevo que estrena la Conquistaespañola.

Primero, me veo en la obligación de manifestar el profundo desasosiego que meproduce en esta parte del libro de Paz la lectura que éste hace del imperialismoteocrático español, lectura obsequiosa en grado sumo y que, como lo demuestranlos análisis de Pedro Morandé y Carlos Cousiño, en Chile, han tenido eco en algunasde las interpretaciones actuales más retrógradas sobre la identidad de América Latina.Dice Paz: “El catolicismo es el centro de la sociedad colonial porque de verdad es lafuente de vida que nutre las actividades, las pasiones, las virtudes y hasta los pecadosde siervos y señores, de funcionarios y sacerdotes, de comerciantes y militares. Graciasa la religión el orden colonial no es una mera superposición de nuevas formashistóricas, sino un organismo viviente. Con la llave del bautismo el catolicismo abrelas puertas de la sociedad y la convierte en un orden universal, abierto a todos lospobladores” (111). Luego: “sin la Iglesia el destino de los indios habría sido muydiverso. Y no pienso solamente en la lucha emprendida para dulcificar suscondiciones de vida y organizarlos de manera más justa y cristiana, sino en laposibilidad que el bautismo les ofrecía de formar parte, por la virtud de laconsagración, de un orden y de una Iglesia. Por la fe católica los indios, en situaciónde orfandad, rotos los lazos con sus antiguas culturas, muertos sus dioses tanto comosus ciudades, encuentran un lugar en el mundo” (112). Por último, “la creación deun orden universal, logro extraordinario de la Colonia, justifica a esa sociedad y laredime de sus limitaciones» (113). Repite Pedro Morandé: «”América Latina fue desdeun comienzo moderna, sólo que su modernidad no fue ilustrada sino barroca, o sea,no de inspiración secular-iluminista sino religiosa y ritual. Esa cultura fue nuestraprimera propuesta cultural moderna de escala universal»2 7. Las coincidencias noson accidentales, por supuesto. Con mejor prosa en Octavio Paz, nos hallamos frentea una perspectiva compartida acerca de la historia latinoamericana, entre el poetapresuntamente agnóstico y el sociólogo católico, este último integrista ultramontano,maestro reverenciado de los autoritarios chilenos A doscientos años de laindependencia, ambos siguen creyendo que los pobladores de esta América (lahispánica, por lo menos) estábamos harto mejor de lo que estamos cuidados yevangelizados por los encomenderos.

En segundo lugar, me interesa detenerme en la hostilidad que muestra Paz paracon el racionalismo liberal juarista, que reactiva la postura de ciertos pensadoresmexicanos antiilustrados, como Emilio Rabasa, opositor de la Constitución del 57 yapologista de Porfirio Díaz. Nuevamente, vemos a Paz poniéndose del lado de unatradición conservadora, de inspiracion autoritaria, que abomina del socialismo de

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27 Revista Artes y Letras de El Mercurio, 12 de agosto de 1992. Morandé desarrolla esta idea in extenso en su libroCultura y modernización en América Latina. Cuadernos del Instituto de Sociología. Pontificia UniversidadCatólica de Chile. Santiago de Chile, 1984. Un respuesta a Morandé y compañía puede hallarse en Marcos Garcíade la Huerta. Reflexiones americanas. Ensayos de Intra-historia. Santiago de Chile. LOM, 1999, p. 129 et sqq.

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los años sesenta, de la democracia de masas del siglo XX, del liberalismo libertariode mediados del XIX y que termina reaccionando contra la mismísima RevoluciónFrancesa y los principios de la Ilustración. En una palabra: contra todas aquellasexpresiones que para mejor y para peor, con más o menos fidelidad, han venidoplasmando, tanto en Europa como en América, el espíritu de la modernidad. Porcierto, en la historia mexicana del siglo XIX un capítulo central de este proceso deasimilación del ethos moderno lo constituye la Reforma que se lleva a cabo a fines delos años cincuenta. Sobre ella, lo que Paz tiene que decir es que se trató ante todo de«una negación y en ella reside su grandeza. Pero lo que afirmaba esa negación —losprincipios del liberalismo europeo— eran ideas de una hermosura precisa, estéril y,a la postre, vacía. La geometría no sustituye a los mitos» [139-140]). Dicho sea depaso: esta antimodernidad, de la que Paz hace alarde en el párrafo citado, es la mismaque en el plano estético él pondrá de relieve en Los hijos del limo. En ese libro, chefd’oeuvre de la teoría crítica latinoamericana, bibliografía obligada en los programasde profesores y estudiantes de literatura innumerables, la tesis central es la de la (endefinitiva) antimodernidad de la poesía moderna: «El poema es una máquina queproduce, incluso sin que el poeta se lo proponga, anti-historia. Las operación poéticaconsiste en una inversión y conversión del fluir temporal; el poema no detiene eltiempo: lo contradice y lo transfigura […] Desde su origen la poesía moderna hasido una reacción frente, hacia y contra la modernidad: la Ilustración, la razón crítica,el liberalismo, el positivismo y el marxismo»2 8. No cuesta mucho compatibilizaruna cosa con la otra. En nombre del «mito», de la detención temporal, de la «anti-historia», Paz tira por la borda en uno y otro libros, en El laberinto... y en Los hijosdel limo, los logros de la cultura moderna en su conjunto. La idea de un sujeto librey autónomo, capaz de decidir su propia vida y de entrar en un diálogo racional consu semejantes con vistas a la constitución de un orden social no represivo,democrático, tolerante para y tolerable por todos, a él le resulta «de una hermosuraestéril y, a la postre, vacía». Preferibles han de haber sido, según esto, las bondadespatriarcales del orden monárquico y teológico.

En tercer lugar, habría que parar mientes en su perspectiva francamente atrozrespecto del significado último de la Revolución Mexicana y, en particular, respectodel significado último del zapatismo: «El zapatismo fue una vuelta a la más antiguay permanente de nuestras tradiciones. En un sentido profundo niega la obra de laReforma, pues constituye un regreso a ese mundo del que, de un solo tajo, quisierondesprenderse los liberales. La Revolución se convierte en una tentativa porreintegrarnos a nuestro pasado [157-158])2 9. Que en el zapatismo haya habidocomponentes anarquistas y socialistas, que son documentables y que han sido

28 Los hijos del limo. Barcelona. Biblioteca de Bolsillo, 1987, pp. 9 y 10.

29 Nótese que Paz retoma en Postdata esta idea y resulta por demás curioso que ahí lo haga en relación con supadre, quien fue abogado de Zapata y creía que «el zapatismo era la verdad de México» [331-336]).

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documentados una infinidad de veces, que el Plan de Ayala lo hayan concebido losjefes campesinos pero que lo haya escrito Otilio Montaño y que el manifiesto de1911 del Partido Liberal Mexicano (anarquista), con su llamado a la expropiacióninmediata de las tierras para beneficio de quienes las trabajan, unido eso a toda laretórica del caso, constituya una influencia decisiva en el Plan zapatista, nada deello, es decir, nada de lo que son datos históricos reales, concretos y dignos de fe, leimporta mucho a Octavio Paz. Prefiere pensar en el zapatismo como en la añoranzade los campesinos mexicanos por el pasado premoderno y en la Revolución mismacomo en «la madre» arcaica, nostalgiada por siglos y reencontrada por fin: “LaRevolución es una súbita inmersión de México en su propio ser. De su fondo y extrañaextrae, casi a ciegas, los fundamentros del nuevo Estado. Vuelta a la tradición, re-anudación de los lazos con el pasado, rotos por la Reforma y la Dictadura, laRevolución es una búsqueda de nosotros mismos y un regreso a la madre” (162).

Además, conviene hacerse cargo del jabonoso planteo de Paz acerca de lascaracterísticas homogeneizantes del período contemporáneo. Me refiero ahora alhiato entre su tercermundismo, como cuando afirma que «Nuestra situación, condiferencias de grado, sistema y ‘tiempo histórico’, no es muy diversa de la de muchosotros países de América Latina, Oriente y Africa» (207), de la mano con sumetropolitanismo, ostensible este último en el aparatoso finale: «Somos, por primeravez en nuestra historia, contemporáneos de todos los hombres» [210]). ¿En quéquedamos? ¿De qué lado nos vamos a poner finalmente? Más curioso todavía esque en estos cuatro capítulos acerca de la historia de México, Paz no tengainconveniente para pedirle prestadas a Marx algunas de sus categorías favoritas, sibien con la aclaración previa de que él las usa sólo como un «instrumento de análisishistórico» (206).

En cualquier caso, de lo que no cabe duda es de que la expresión «Nuestrosdías» circunscribe en El laberinto de la soledad el período que se extiende desdefines de los años cuarenta hasta fines de los años sesenta. Las revisiones que Pazintrodujo en este capítulo en el 59 y en el 69 (en rigor, estamos hablando nada menosque de la introducción de un capítulo nuevo, ya que en el octavo de la primeraedición es el que después aparecerá como “Apéndice”) respaldan esta hipótesis,aunque su elaboración última deje bastante que desear. El caso es que, en el escenariomundial, y especialmente en el escenario latinoamericano, los dos polos que tensionanla historia de aquella época son la expansión del imperialismo estadounidensedespués de la segunda guerra mundial, la que además se lleva a cabo en el marco deuna reconversión de las estructuras de funcionamiento y dominio del capital (es elcomienzo de la era de las corporaciones transnacionales, recuérdese), y un fuertemovimiento de resistencia, el que cobra fuerza a mediados de los años cincuenta yllega a su clímax durante los sesenta y hasta principios de los setenta. En AméricaLatina, está claro a estas alturas que la Revolución Cubana es el acontecimiento en elque cristaliza entre nosotros, por primera vez, la ola resistente en tanto que la derrota

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del Gobierno Popular en Chile es el que la cierra. En México, la masacre de Tlatelolco,en 1968, es un suceso de tinte más bien crepuscular, aunque ello no sea óbice para elsurgimiento de un último destello populista durante la primera etapa, y nada másque durante la primera etapa, del gobierno de Luis Echeverría. Los dos extremosque acabamos de nombrar, la conversión y renovada expansión del capitalismoimperialista, por un lado, y el movimiento de resistencia, por el otro, involucran,como era de esperarse, sendos proyectos económicos y sociales para el connjunto dela región. La expansión imperialista reclama una reinserción de nuestros países en elorden capitalista mundial, cuya promesa es como siempre el advenimiento en unaola modernizadora, cuyo precio de entonces (y desde entonces) es la renuncia a lasexpectativas de un desarrollo capitalista autónomo. En México, donde la creaciónde esta clase de capitalismo había sido la meta de los gobiernos postrevolucionarios,desde Alvaro Obregón en adelante, la exigencia resulta gravosa por decir lo menos.En el costado opuesto, y en especial después del triunfo de la Revolución Cubana,quedaba abierta por fin la posibilidad de la constitución de un nuevo orden socialista,lo que va a ser la aspiración, de un modo u otro y con matices muy diversos, de laresistencia. Esto es, en pocas palabras, lo que el guirigay de Paz en su capítulo acercade la historia contemporánea no logra (o no quiere) atrapar y sin que sus arrestosmarxistoides le sirvan de nada.

Porque el que éste sea un Octavio Paz que ya no cree que el «sistema deproducción» en la «creación de la cultura» contenga la explicación última de «nuestrasdiferencias» (23), no quiere decir que haya dejado de ser el Octavio Paz que con esamisma lógica estima que «nadie puede explicar satisfactoriamente en que consistenlas diferencias ‘nacionales’ entre argentinos y uruguayos, peruanos y ecuatorianos,guatemaltecos y mexicanos. Nada tampoco —excepto la persistencia de lasoligarquías locales, sostenidas por el imperialismo norteamericano» (133). Pero,aunque tales exabruptos sean los responsables del periódico relance en el texto de Ellaberinto... de términos de abolengo tan cargado como fuerzas productivas, ideología,acumulación primitiva del capital, imperialismo, la caracterización del orden agrarioantiguo latinoamericano como «feudal» o «semifeudal», etc., yo no creo que hayaque tomar esos aspavientos sino como lo que ellos son. En el fondo, como Heidegger,como Sartre, como Spengler, como Toynbee, como Jaspers, como Ortega, como Freud,como Mauss, como Caillois, como Bataille, como D.H. Lawrence, como Artaud, comoBreton, como Péret, como Lowry, como Camus, como Samuel Ramos, como EmilioRabasa, como Jorge Cuesta, como José Gaos, como Edmundo O’Gorman, comoLeopoldo Zea, como Luis Villoro, como Emilio Uranga y como tantos otros a quienesnombra y no nombra, Carlos Marx le sirve a Octavio Paz para amasar una gredateórica inestable y por cuyos plásticos atributos él no perdería su afición nunca más.