comentarios de la guerra de españa e historia de su rey felipe v

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Comentarios de la guerra de España e historia de su rey Felipe V, El Animoso Vicente Bacallar y Sanna edición y estudio preliminar de D. Carlos Seco Serrano Índice Comentarios de la guerra de España e Historia de su rey Felipe V, el animoso o Comentarios de la guerra de España e historia de su rey Felipe V, el animoso Dedicatoria al rey Felipe V Años 1698 a 1700 Año de 1700 Año de 1701 Año de 1702 Año de 1703 Año de 1704 Año de 1705 Año de 1706 Año de 1707

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  • Comentarios de la guerra de Espaa e historia de su rey Felipe V, El Animoso

    Vicente Bacallar y Sanna

    edicin y estudio preliminar de D. Carlos Seco Serrano

    ndice

    Comentarios de la guerra de Espaa e Historia de su rey Felipe V, el animoso

    o Comentarios

    de la guerra de Espaa e historia de su rey Felipe V, el animoso

    Dedicatoria al rey Felipe V Aos 1698 a 1700 Ao de 1700 Ao de 1701 Ao de 1702 Ao de 1703 Ao de 1704 Ao de 1705 Ao de 1706 Ao de 1707

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  • Ao de 1708 Ao de 1709 Ao de 1710 Ao de 1711 Ao de 1712 Ao de 1713 Ao de 1714 Ao de 1715 Ao de 1716 Ao de 1717 Ao de 1718 Ao de 1719 Ao de 1720 Ao de 1721 Ao de 1722 Ao de 1723 Ao de 1724 Ao de 1725

    o Memorias polticas y militares

    para servir de continuacin a los Comentarios del marqus de San Felipe

    Discurso preliminar y recopilacin del ao 1725 Ao de 1726 Ao de 1727 Ao de 1728 Ao de 1729 Ao de 1730 Ao de 1731 Ao de 1732 Ao de 1733 Ao de 1734 Ao de 1735 Ao de 1741 Ao de 1742

    Comentarios de la guerra de Espaa e Historia de su rey Felipe V, el animoso

    Vicente Bacallar y Sanna

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  • Comentarios de la guerra de Espaa e historia de su rey Felipe V, el animoso

    Dedicatoria al rey Felipe V

    Seor:

    Entreg Dios el mundo a la ambiciosa disputa de los mortales: de ella fue el primer objeto la dominacin, pero como sta es regala de Dios, se gloran en vano las artes, el valor, los arrojos, el mrito y los decretos del logro de una Corona. Dios la cie al que con arcana providencia eligi, para sustituirle en el dominio de la tierra, que, directamente, slo es de quien la cre. Con heroica, sublime e inimitable virtud despreci Vuestra Majestad su diadema; cila un dignsimo sucesor, cuyo adorable nombre no tiene aliento de repetir el dolor, pero ms oculta providencia se la conservaba a Vuestra Majestad en las reales sienes, aun cuando menos lo adverta, y aun cuando huyendo de sus brillanteces se neg Vuestra Majestad a los ojos del mundo, entregado a los divinos ocios de un retiro. El fatal motivo volvi a Vuestra Majestad al mundo, al solio y al gobierno; pero no sac Vuestra Majestad su corazn del retiro, aprendiendo en l a tratar con acierto el mundo, que admir otra vez a Vuestra Majestad sabio en el majestuoso Trono; recto en el sublime tribunal, esforzado en la sangrienta campaa, indefenso en las nunca intermitentes fatigas, constante en las triplicadas adversidades, moderado en las bien sudadas dichas y triunfos; sublime, descendiendo voluntariamente del Trono; dcil a la obligacin y mayor rey de s mismo, volvindole a ocupar repugnante.

    Con estas seas especficas de Vuestra Majestad, le restituyo yo tambin al orbe en estos comentarios de la guerra contra Vuestra Majestad, que pongo a sus reales pies, escritos tan ingenuamente y ser los villanos traidores humos de la lisonja, como obra que se haba de presentar a prncipe tan amante de la verdad. Ella es el alma de la historia y la firmsima base en que se funda la noticia llega a ser erudicin. Por eso, ni mi obligacin ni mi amor a Vuestra

  • Majestad ha contaminado la pluma, que ya que os escribir, deb conservarla indiferente, y por la infelicidad de los tiempos, compasiva.

    No defraudo a las heroicas acciones de amigos o enemigos el lugar elevado que les compete: ensalzando a stos, sus mismas brillanteces descubren las feas sombras de que se tieron los menos amantes de su honra y de su obligacin.

    En la cadena de los hechos, como no se puede interrumpir, la misma dependencia de los engarces trae a la noticia lo heroico y lo vil. Indgnense contra s los malos si ven -con horror o con ms reflexin- de qu materiales quisieron construir su fama sin crtica alguna ni censura, escribo los hechos; si la pertinacia del propio dictamen los quiere todava defender como buenos, no me toca impugnar, sino referir: el mundo queda por juez y la posteridad; algunos quedarn problemticos, y no ser poca dicha. Lo malo que no public su propio autor, lo callo, y callo mucho; por eso escribo Comentarios y no Historia, cuyas leyes, para lo exacto de las noticias, son ms rigurosas. En guerra de intereses tan varios y complicados de acciones por poltica o por pasin, con tanta diversidad referidas, mucho ignorar, aunque lo he procurado indagar con diligencia y aplicacin, buscando el fundamento, no sin comunicacin de los que hacan mucha figura en este teatro.

    Mejores plumas escribirn los heroicos hechos de Vuestra Majestad en las crnicas de. Espaa o en su particular historia; entre tanto ver el Prncipe nuestro seor, en estos Comentarios, cunto tiene que imitar en su glorioso progenitor, que es otra obligacin no inferior ni menos difcil a la que trae consigo el reinar. Espero que la vida de ambos ha de dilatar Dios hasta dar nuevos asuntos a la admiracin y a la fama.

  • Aos 1698 a 1700

    Con la Paz de Riswick descans un poco la Espaa, y tambin su rey Carlos II, fatigado de tan repetidos infortunios y de guerra tan infeliz. Para apartar de s la nota de ambicioso, Luis XIV, gloriossimo rey de Francia, restituy a la Espaa cuanto en la ltima guerra la haba ganado: Luxemburg, Contray, otras plazas en Flandes y a Barcelona. Era ms vasta su idea, y para correr mejor el espacioso campo de ella, se aliger de los despojos de sus enemigos.

    Al Trono aspiraba de Espaa, no olvidando los derechos de su familia, viendo al Rey sin sucesin y con fama -aunque no muy cierta-, de inhbil a la generacin. Este secreto, como era en s, descubri al rey de Francia Mara Luisa de Borbn, primera mujer del Rey; guardle exactamente y se reserv su intencin Luis XIV hasta tiempo ms oportuno, porque tena, con tan dilatada guerra, exasperados los nimos de los espaoles; su felicidad fund en ellos una aversin indeleble, como en la Europa toda un justo temor de que no se agigantase ms su poder, cada da mayor con los prsperos acaecimientos. Mantenase armado, y para no perdonar diligencia recurri a las artes que aprendi en el largo uso de reinar.

    Era a este tiempo presidente de Castilla y favorecido del Rey el conde de Oropesa, y parecindole oportuna esta aparente quietud de la Europa, trat de elegir sucesor a la Monarqua, para gloriarse autor de obra tan grande, y asegurar su autoridad y su poder si se deba a su industria la eleccin. Esto era para el Rey de suma molestia; nada oa con ms desagrado que las disputas de los derechos que pretendan tener a la Corona el emperador Leopoldo, el rey de Francia y el hijo del duque de Baviera (ste era el menos aborrecido). No se le escondan los afectos del Rey al conde, y con su permiso, vencido blandamente el nimo, fund una junta de escogidos ministros del Consejo Real de Castilla y Aragn para que consultasen quin de los referidos tena ms accin al Trono.

    Or elegantemente por el delfn de Francia don Jos Prez de Soto, hombre ingenuo, recto y gran jurisperito. Prob con energa no tener derecho

  • alguno los austracos, que reinaban en Germania, en virtud de las Leyes Municipales de Espaa, favorables a las hembras, confirmadas por el testamento del rey don Fernando el Catlico y la reina doa Isabel, que llamaban al reino a su hija doa Juana, mujer de Felipe el Hermoso de Austria, de quien naci Carlos V, cuyo bisnieto Felipe IV cas a su hija mayor, la infanta doa Mara Teresa, con Luis XIV de Francia, de quien naci el delfn Luis de Borbn, investido de los derechos de la madre, legtima heredera de Espaa, muriendo sin sucesin Carlos II su hermano. Expres cun injusto era despojar de ellos a la reina doa Mara Teresa y pasarlos a la infanta doa Margarita, su hermana menor, casada con el emperador Leopoldo; por ella a su nieto Jos Leopoldo de Baviera, hijo de la archiduquesa Mara Antonia, nacida de la emperatriz Margarita, siendo de ninguna consideracin los testamentos de los austracos sobre la Espaa, porque no era suya, sino de la reina doa Juana que llamaron la Loca, y rein despus de la reina doa Isabel, su madre, sirviendo esta sucesin de ejemplo a su posteridad. Ni tena fuerza alguna la cesin a que oblig Felipe IV a su hija la infanta doa Mara Teresa, cuando cas con el rey de Francia, porque no naca de ella originariamente el derecho, sino por ella se derivaba a sus descendientes; y si haban de valer estas violentas cesiones, tambin la hizo la archiduquesa Mara Antonia, cuando cas con Maximiliano Manuel, elector de Baviera, padre de Jos Leopoldo.

    Este fue el parecer de don Jos Prez, seguido de pocos, porque los ms votaron por el prncipe de Baviera, o engaados de su propio dictamen o corrompidos de la adulacin y del miedo, prevenidos los ms del conde de Oropesa.

    Pas al Consejo de Estado la consulta y tuvo la misma felicidad el prncipe bvaro; no asistieron a l el cardenal don Manuel Portocarrero, ni don Sebastin de Toledo, marqus de Mancera, porque penetraron la voluntad del Rey, propensa al bvaro, y ellos se inclinaron al Delfn.

    Persuadido el Rey a que haca justicia, declar heredero de sus reinos (muriendo sin sucesin) al prncipe Jos Leopoldo; y durando su menor edad, gobernador de ellos a su padre; y mientras ste pasase a Espaa, al conde de

  • Oropesa, que slo con el secretario del Despacho Universal, don Antonio de Ubilla, concurrieron al decreto, hecho con el secreto mayor, porque no lo penetrasen la reina Mara Ana Neobrgica, ni el almirante de Castilla, don Juan Toms Enrquez, acrrimos parciales de la Casa de Austria; la Reina, por amor a los hijos de su hermana, y el almirante por adulacin a la Reina, de quien era favorecido. Difcil de guardar un secreto al cual precedi tanta disputa, se penetr en la corte y lleg a la noticia del conde de Harrach, embajador de Alemania en Espaa, que participndolo a su amo, encendi la ira del Csar hasta el inmoderado exceso de meditar la venganza. Fingi ignorarlo el rey de Francia y dej que corriesen las quejas por los mismos austracos. Aprobaron la resolucin del Rey Catlico el rey Guillermo de Inglaterra y los holandeses, y ofrecieron sus armas para que tuviese su ejecucin emulando el inmoderado poder de los austracos.

    Permanecan an los plenipotenciarios en Riswick, hasta perficionar algunos artculos poco importantes y dar tiempo a que se ejecutase los de mayor entidad; y no pudiendo disimular ms su enojo el Emperador, despus que se apartaron del congreso los espaoles propuso la divisin de la Monarqua de Espaa entre varios prncipes, de ninguno entonces bien escuchada, antes tratada la propuesta con desprecio de los ingleses y holandeses. El rey de Francia respondi que no era tiempo de disputar sobre unos derechos intempestivos, viviendo el Rey, y alent la discordia entre el Emperador y el duque de Baviera, sin haber menester mucha maa, porque estaba radicada desde la muerte de la archiduquesa Mara Antonia, mujer del Duque e hija del emperador Leopoldo, a quien con instancia peda el bvaro reintegracin de los gastos hechos por la Casa de Austria en la ltima guerra de Hungra.

    Fenecido el congreso de Riswick, reformaron los prncipes sus tropas, menos el francs, que las dividi por las plazas. Envi a Espaa por embajador al duque de Harcourt, hombre prudente, sagaz y que se explicaba con felicidad. Quejse blandamente con el conde de Oropesa de la injusticia hecha al Delfn, declarando sucesor al prncipe de Baviera; la respuesta fue grave y no prolija: Que lo haba hecho el Rey con dictamen de sus consejeros de Estado y

  • Justicia, desnudo de afecto y de temor: que haba consentido Luis XIV a la cesin de su mujer, la infanta doa Mara Teresa: que por eso haba pasado el derecho a su hermana la infanta doa Margarita, abuela del prncipe de Baviera.

    Firme en su esperanza Luis XIV, mand a su embajador que cultivase la amistad que tena con el cardenal Portocarrero, el marqus de Mancera y el inquisidor general Rocaberti y el padre Froiln Daz, confesor del Rey; no tanto porque saba eran sus parciales, cuanto por enemigos del conde de Oropesa, de cuya cada, si aconteca, como es ordinario a los ms favorecidos, esperaba mejor fortuna. Esto mismo deseaba la Reina, el almirante y el embajador austraco, fiando vencer al Rey a revocar el decreto de la sucesin, si faltase Oropesa.

    A este tiempo se esparci una voz, alentada ms de la malicia que de la verdad, que estaba el Rey hechizado para asentir sin rplica al ajeno dictamen, dando por autores de un execrable hecho a la Reina, al almirante y al conde de Oropesa; dio asenso a esta falsedad Froiln Daz, o por odio que a los ms allegados al Rey tena o maravillado de su demasiada docilidad, de su flaqueza de nimo e inconstancia (alguna vez con injusticia) y verle padecer congojas y deliquios con indicante de ms alto origen que de causas naturales, y as determin usar de los remedios que prescribe la Iglesia y de los acostumbrados exorcismos. Aprobaron este dictamen el cardenal Portocarrero y Rocaberti, no sin la siniestra intencin de que publicase el mal el remedio y se avigorase el odio del pueblo contra los que el Rey favoreca. Llevaba esto muy mal la Reina y los que gobernaban; pero no se atrevan a embarazarlo por no parecer se resistan al que se juzgaba remedio de las dolencias del Rey y acreditar con su repugnancia la falsa voz que trascendi hasta conseguir el crdito de no pocos, que nunca lo son en el vulgo los que le dan a lo peor.

    El Rey, sin alientos a la rplica, permiti los conjuros, con los cuales excit la aprensin una profunda melancola, horrorizado de los fuertes y expresivos trminos con que hablan los exorcistas; creyndose posedo del maligno espritu. Este quebranto le consuma ms y le redujo a tan deplorable estado

  • que la que empez en sus vasallos compasin, degener en desprecio, anublada la majestad. No comprobada de seal alguna la sospecha de Froiln Daz, desisti del intento, pero no bast a que se aquietasen Portocarrero y Rocaberti, fiando a nuevas diligencias sacar a luz la verdad, porque de ella esperaban la ruina de sus mulos. Supieron que haba una vejada en Cangas, villa de Asturias, y dispusieron que mandase Froiln al exorcista preguntase al demonio esta duda y la verdadera causa de la dolencia del Rey y de su remiso nimo. Obedeci, malogrando la imprudente diligencia; respir mil falsedades y mayores dudas el padre de la mentira; dijo que estaba hechizado el Rey, call los autores, despus nombr muchos, y porque quiso hacer mal a tantos, le hizo a ninguno. Esto se acrimin como delito despus a Froiln, que le ocasion muchos trabajos; porque la Reina, irritada de persecucin tan inicua, hizo que el Rey le despidiese, y se le dio por confesor al padre fray Nicols Torres Palmota, de la misma Orden de Predicadores, amigo del almirante.

    No se haba olvidado don Manuel Arias, fraile de San Juan, de la presidencia de Castilla, que en gobierno ocup algn tiempo; y unindose con el cardenal Portocarrero y don Francisco Ronquillo, que haba sido corregidor de Madrid con popular aplauso, determinan perder al conde de Oropesa y al almirante, que los miraban como embarazo a su exaltacin. Ronquillo no descuid de esparcir por el vulgo lo que poda irritarle; finga compasin de sus males, alguna vez lagrimaba, favoreca a su designio la casual esterilidad de aquel ao, por la cual se aumentaron los precios de la harina y el aceite; clamaba el pueblo, y todo se atribua a que permiti el conde de Oropesa extraer trigo a Portugal, y que haba la condesa su mujer mandado comprar por negocio todo el aceite de Andaluca para que fuese rbitra del precio la avaricia de una mano. Estas quejas traan encadenadas otras de no menor entidad: Que estaba desterrada la justicia, haciendo venales los empleos. Que tenan engaado al Rey y que slo reinaba la tirana hasta introducir el hambre, la pobreza y la miseria, y que se haban desterrado los ms celantes ministros y padres de la patria para no oponerse a la barbaridad con que se trataban los sbditos.

  • Sin recato deca y murmuraba todo esto el pueblo. Aconteci que, maltratada en la Plaza Mayor de Madrid por un alguacil una verdulera, prorrumpi en baldones contra el corregidor don Francisco de Vargas, que se hallaba presente. Volvi ste las espaldas con prudencia, disimulando lo que oa; siguile la plebe, y lo ms nfimo de ella, con oprobios y maldiciones; trajo la curiosidad o el rumor ms gente, y en desconcertadas voces creci la multitud y la insolencia hasta formarse un tumulto alentado del crecido nmero y del ejemplo. Para fundar su razn pedan Pan, y al parecer, defendidos con decir Viva el Rey, pedan la muerte del conde de Oropesa. El ciego mpetu con que procedan los llev a la plaza del real palacio. Amedrentse el Rey, encerrse en lo ms retirado de l la Reina, tomaron las armas las guardias y ocuparon las puertas; no era la intencin del pueblo violarlas; piden que se asome el Rey a un balcn; y aunque estaba ceido de toda la nobleza, que luego concurri a Palacio, parecile darles aquella satisfaccin. Dejse ver; repeta el pueblo: Pan, y respondi el conde de Benavente, sumiller de Corps, que buscasen al conde de Orospesa, a cuyo cargo corra.

    Entendi el enfurecido pueblo que con esto no slo se le permita, pero se le ordenaba el delito. Pasan con mpetu feroz a la casa del conde, aplican fuego a las puertas, claman por su muerte y hirieron su nombre con las ms graves injurias. Defendan la casa los criados y algunos familiares, que previendo este desorden haban acudido a ella; defendiendo la entrada, mataron algunos del pueblo, que se enardeci ms con el estrago. Huy el conde, con su mujer e hijos, por el tejado ms vecino.

    Spolo el Rey, y para aplacar el furor de la plebe permiti que pudiese entrar a buscarle. No hallando al dueo se cebaron en las alhajas; rein ms la ira que la codicia, porque no fue saqueo, sino destrozo. Oyse en el tumulto clamar contra la Reina y su confesor, el padre Gabriel Chiusa, de la Orden reformada de capuchinos, de nacin alemn; ms cruelmente contra el almirante; hubiranlos querido vctimas de su furor, pero como nadie gobernaba la confusa multitud, ignoraban cmo ejecutar los delirios de la rabia.

  • Entrse por el tumulto a caballo, con un Cristo en las manos, para sosegarle, don Francisco Ronquillo, al cual nuevamente, por instancia del amotinado pueblo, haba nombrado el Rey corregidor de Madrid. Ni con esto se aplacaron, ni con haber sacado el Seor Sacramentado los religiosos que asisten al convento de las monjas de Santo Domingo el Real (puesto en la misma plaza de la casa de Oropesa), hasta que sali con arte del palacio una voz, que acometeran a los sediciosos doscientos caballos que el Rey tena junto a la corte. Este miedo, y las sombras de la noche, deshicieron el tumulto, y lentamente se retir a sus casas el pueblo.

    Al siguiente da suplic el Consejo Real de Castilla al Rey, permitiese acudir a l su presidente el conde de Oropesa, siendo lo contrario injurioso a la autoridad real, no sin el peligro que vindose contemplada tomase ms cuerpo la insolencia del pueblo. El Rey, ms medroso que poltico, desterr al conde y al almirante; fue autor de este decreto el cardenal Portocarrero, exagerando al Rey riesgos que estaban lejos de lo posible; pero fue fcil rendirle a cualquier resolucin, porque estaba consternado, y aun fuerzas naturales le faltaban a la rplica. No perdi un pice de la oportunidad que le ofreca la fortuna el cardenal; dispuso dar la presidencia de Castilla otra vez en gobierno a don Manuel Arias, y se confirm corregidor a Ronquillo. Ya era otro enteramente el semblante de las cosas, otros los que ascendieron al favor y al mando, ya vencida la Reina, porque del tumulto qued despavorida.

    En este estado de cosas muri tempranamente en Bruselas Jos Leopoldo, bvaro, el que, como dijimos, se haba nombrado heredero a la Corona. Divulgse el falso rumor que le haban envenenado los alemanes. Esto acrecent el odio del duque de Baviera contra los austracos: cobr nuevas esperanzas el francs, alentadas de que eran sus parciales los que actualmente mandaban. El Rey volvi a les molestas dudas y necesidad de elegir sucesor. Nada le cost ms afanes, porque sobre ser tan grave el negocio era su nimo naturalmente irresoluto. Crean los que no tenan perfecto conocimiento del Rey que luchaba con sus pasiones, y no las tena vehementes; amaba poco a los austracos, ni aborreca con gran odio a los Borbones; pero le fue siempre molesta su felicidad.

  • Sin noticia del Rey, form en su casa una junta el cardenal Portocarrero; fueron llamados el marqus de Mancera; don Pedro Velasco, marqus del Fresno; don Federico de Toledo, marqus de Villafranea, y don Francisco de Benavides, conde de San Esteban del Puerto, magnates de Espaa y del Consejo de Estado. Trajronse a disputa los derechos del Delfn y de los austracos, y adhirieron todos a aqul como hiciese la renuncia en su segundo hijo Felipe de Borbn, duque de Anjou. De este mismo dictamen fue don Manuel Arias. Discurran que esto convena a la Monarqua, que haba menester un restaurador, y de familia alguna le podan elegir mejor que de la de Luis XIV, prncipe potentsimo, feliz y sin igual en su siglo. Conjranse a defender esta razn, apoyada de las legales que explic con elegancia don Jos Prez. Lo contrario defendan la Reina, don Rodrigo Manrique de Lara, conde de Frigiliana, y don Baltasar de Mendoza, entonces inquisidor general, que estaban por los austracos, pero no tenan poder. El almirante, desde su destierro, mantena con cartas en este dictamen a la Reina. Oropesa se mostraba indiferente; hacale fuerza la razn de los Borbones, pero la contrastaba su voluntad, propensa a los austracos. El conde de San Esteban tom a su cargo tentar el nimo de la Reina para traerla a su opinin, aunque la mantena con cuantas artes le era posible el embajador cesreo, conde de Ausberg.

    El cardenal Portocarrero tuvo osada de representar al Rey la indispensable necesidad de volver a elegir heredero. Oyle con desagrado, porque su confesor, Nicols Torres, le mantena inclinado a los austracos, y le present unos papeles que a favor de sus derechos escribieron don Sebastin de Cortes y don Pedro Guerrero, consejeros de Castilla, hombres sabios, pero lisonjeros. El duque de Harcourt, embajador de Francia, no perdonando diligencia, introdujo con la Reina a la duquesa su mujer, que blandamente la propuso las bodas del Delfn, muriendo el Rey. Creyeron algunos que no lo escuchase la Reina con desagrado, pero a respuesta fue grave y digna de la majestad. Esto mismo dispuso Harcourt que inspirase a la Reina don Nicols Pignatelli, duque de Montelen, su caballerizo mayor y muy favorecido. La Reina siempre se mostr indiferente, aunque con ocultas persuasiones conservaba al Rey averso

  • a la Casa de Francia, y para fomentarlo mejor y echar de la corte a Harcourt, revel el secreto de haberla propuesto de su orden las bodas del Delfn faltando el Rey, que gravemente herido, de tan intempestiva propuesta y de ver meditaban mucho en su muerte los franceses, mand a su embajador en Pars, marqus de Calteldosrus, que llevase con la ms viva expresin al Rey estas quejas contra su ministro, al cual apart de Madrid y del ministerio Luis XIV, por complacer al Rey, y le sucedi con carcter de enviado el seor de Blecourt.

    Antes de partir de Espaa el embajador, esparci en idioma castellano un papel sedicioso, que con demasiada energa explicaba el infeliz estado del reino y los derechos a l de los Borbones. Trajo a la memoria las pasadas desgracias de los que le gobernaron., y no perdon ni al sagrado de la Reina. Poco indulgente la poltica de muchos, hacan al Rey de todo noticioso, cuyo quebrantado nimo y debilidad daba seas de poca vida. Esto oblig al Consejo de Estado a representar los inconvenientes de no elegir, sucesor.

    El Rey, o por tomar ms tiempo o por satisfacerse ms, consult la duda con el sumo pontfice Inocencio XI: pasaron los derechos por mano del duque de Uceda, embajador en Roma. Esto escriba el Rey al Pontfice: Que, va casi sin esperanzas de sucesin, era necesario elegir heredero a los reinos de Espaa, que recaan por derecho en una Casa extranjera, aunque la oscuridad de las leves haban hecho dudosa la razn, siendo ella el nico objeto de su cuidado, y que para encontrarla haba hecho particulares rogativas a Dios. Que slo deseaba el acierto, esperndole de su sagrado orculo, despus que confiriese el negocio con los cardenales y telogos que juzgase ms sinceros y de ms profunda doctrina y reconociese los papeles y documentos que enviaba, que eran los testamentos de sus predecesores, desde Ferdinando el V y la reina doa Isabel, hasta Felipe IV; las leyes de la Espaa, hechas en Cortes generales, y las que se establecieron contra las infantas Ana Mauricia y Mara Teresa, casadas con los Borbones; los captulos matrimoniales, pactos y cesiones, y la serie de los austracos, desde Felipe el Hermoso, para que, examinados con la ms exacta atencin estos instrumentos, se formase recto juicio y dictamen. Que no estaba el Rey posedo de amor ni de odio, y que aguardaba el decreto del Sumo Pontfice, para que diese norma al suyo.

  • Recibidos por Inocencio estos despachos con el mayor secreto (pues an ignoraba su contenido el embajador), form una junta de tres cardenales, Francisco Albano, Bandino Paciantici y Fabricio Spada; propuso la cuestin del derecho y la heroica carta del Rey, desnuda de afectos; vironse los papeles varias veces, y despus de cuarenta das, uniformes votaron por el Delfn, sin tener consideracin alguna a la cesin de la infanta doa Mara Teresa, su madre, porque sta no poda rescindir los estatutos patrios ni derogar la fuerza de la ley, autorizada con tantos ejemplares. Otras muchas razones dieron, que omitimos, y las extendi en una bien explicada y docta respuesta al Pontfice, que la guard el Rey en su archivo secreto, sin haberla ledo otro que el cardenal Portocarrero.

    Para asegurarse ms, mand que diese su parecer el Consejo Real de Castilla, donde, por pluralidad de votos, se juzg a favor del Delfn, sin haberle hecho al Rey fuerza un papel que escribi don Juan de Santa Mara, obispo de Lrida, a favor de los austracos. Con gran secreto pidi tambin su parecer a don Fernando de Moncada, duque de Montalto, a don Juan Pacheco, duque de Escalona y a don Jos de Sols, conde de Montellano, separadamente, sin saber uno de otro, porque tena hecho de ellos gran concepto, y todos declararon a favor de la Casa de Francia. Esto mismo dijeron al Rey varios jurisperitos que en las universidades mand consultar. Por fin se llev el negocio al Consejo de Estado, que, aunque era materia meramente legal, quera el Rey satisfacerse de que no fuese contra la razn de Estado el decreto, porque el padre Torres era de opinin que la conveniencia pblica era superior a la ley, y que por ella poda el Rey, como supremo legislador, derogar la que fuese perniciosa al Estado. Componase entonces el Consejo del cardenal Portocarrero, marqueses de Mancera, Fresno y Villafranca; de los condes de Frigiliana y San Esteban; de don Juan Claros Prez de Guzmn, duque de Medinasidonia; don Antonio de Velasco, conde de Fuensalida, y don Cristbal Portocarrero, conde de Montijo. Fue muy reida la cuestin, y dieron su voto por escrito el cardenal, el conde de San Esteban, el marqus del Fresno y el de Mancera, casi de un tenor; la sustancia era: Que necesitaba el reino de no vulgar reparo, destruido de tan perseverante rigor de la fortuna y

  • amenazando ruina; que tena peligro la dilacin de elegir heredero, porque si en este estado faltase el Rey, cada prncipe tomara un jirn del solio; ardera la Monarqua en guerras civiles, con la natural aversin de aragoneses, catalanes y valencianos a Castilla, y que caera la majestuosa pompa de tan esclarecido trono, vctima de la tirana y de la ambicin. Que no bastaba elegir sucesor, si no fuese tal que pudiese sostener la ruinosa mquina de tan vasto Imperio y que tuviese derecho a l, para que no provocase la sinrazn a la desgracia, y destituido de derecho, el poder se equivocase con tirana; que entre tanta confusin de males slo un remedio haba preparado la Providencia, que era la Casa de Borbn, potentsima, feliz y que tena legtimo derecho a la sucesin. De otra manera, se destruira la Monarqua, y sujetados sus reinos con la fuerza, sera provincia de la Francia la Espaa. Que luego se deba elegir por heredero de ella al duque de Anjou, para que en tiempo alguno recayesen en una sola mano ambos cetros, y con el nuevo Rey renaciese la eclipsada gloria de los espaoles, no slo quitndose un enemigo tan perjudicial, pero buscando un protector tan poderoso.

    Siguieron este sentir el marqus de Villafranca, el duque de Medinasidonia y el conde de Montijo. El de Fuensalida habl oscuro y dijo que era intempestivo nombrar sucesor estando ocupado el trono: que se previniesen ejrcitos y armadas para defenderse de la violencia, en caso de cualquier decreto del Rey, o de verse precisados a l los reinos, para que sin temor y con libertad lo pudiesen ejecutar. Este parecer extendi con palabras ms speras y expresivas el conde de Frigiliana. Confirm que se armasen los reinos para que tuviesen libertad de elegir Rey en caso que no lo hiciese el que todava ocupaba el solio; y aadi que, ni los derechos de los austracos ni de los Borbones eran tan claros que no estuviesen embarazados de muchas dudas y litigios; que no se deba olvidar el congreso de Caspe, en que los jueces diputados dieron rey a Aragn; que era iniquidad e insolencia obligar al Rey al decreto, acaso de industria, difirindole para dejar a los reinos la libertad de elegir; que lo que declararan en Castilla no lo aprobaran los reinos de Aragn, eternos mulos de la grandeza de aqulla, con lo que sera infalible la guerra civil.

  • Despreciaron este dictamen los dems, y se confirmaron en el suyo. Conmovido Frigiliana, levantndose dijo: Hoy destruisteis la Monarqua.

    De todo, segn su serie, se dio cuenta al Rey, sepult en el silencio su intencin, y no se resolvi, por natural flaqueza, embarazado en lo mismo que quera determinar. Tena vencido el entendimiento, pero le faltaba el valor para rendir las repugnancias de la voluntad; padeca los mpetus de las persuasiones incesantes de la Reina y de don Antonio de Ubilla, secretario del Despacho Universal, que le apartaba de la ltima resolucin, lisonjendole que ningn mortal achaque le amenazaba la muerte. Con esto ganaban tiempo, y le sugirieron que mandase a don Luis de la Cerda, duque de Medinaceli, virrey de Npoles; que admitiese y diese cuarteles en aquel reino a las tropas que enviara el emperador Leopoldo; pero Medinaceli, jams, con varios pretextos, dio cumplimiento a esta orden. Envise a Mantua, desde Miln, al cuestor don Isidro Casada, para persuadir al duque Carlos Gonzaga admitiese presidio alemn. Dispusieron tambin que Sancho Scolemberg, enviado de ingleses y holandeses en Espaa, ofreciese al Rey las armadas de Inglaterra y Holanda para que libremente, y segn su dictamen, diese sucesor a su Monarqua.

    Nada de esto ignoraba el rey de Francia, bien s la respuesta del Pontfice, porque no la revel el cardenal Portocarrero y en Roma guardaron con gran cuidado el secreto, para no tener quejoso al Emperador. No findolo todo a las armas, Luis XIV us de su acostumbrada sagacidad, y sin comunicar lo verdadero de su intencin ms que al Delfn, al mariscal de Villarroy y al marqus de Torcy, secretario del Despacho Universal, dispuso la divisin de la Monarqua de Espaa, para quitar a la Europa el miedo que deseaba poner a los espaoles, amenazando con el golpe ms cruel lo soberbio y altanero de aquellos nimos. Excita la ambicin de muchos prncipes, hacindose servir de la codicia de los mismos que repugnaban a su oculto designio. Tomlos por instrumento, y con arte insigne -aunque no nueva- para conservar entero el cuerpo le mandaba dividir. No confiando que entraran en el tratado los austracos, convoc a los ingleses, a la repblica de Holanda y al rey de Portugal, y llamados con otro pretexto sus plenipotenciarios otra vez a Riswick, tuvo aceptacin la propuesta.

  • Como rbitros del mundo, le dividen a su gusto; faltbales para eso autoridad y derecho, pero se le daban a la fuerza. Convinironse en que, muerto el Rey Catlico, la mayor parte de la Amrica y de sus puertos se diese a Guillermo de Nassau, rey de Inglaterra; lo dems de las Indias, a los holandeses, porque de la Flandes espaola se les haba de sealar a su arbitrio una barrera; dbanse Npoles y Sicilia al rey Jacobo Estuardo; Galicia y Extremadura, al de Portugal; Castilla, Andaluca, Valencia, Aragn, Asturias, Vizcaya, Cerdea, Mallorca, Ibiza, Canarias, Orn y Ceuta al archiduque Carlos de Austria, segundo hijo del emperador Leopoldo. Los presidios de Toscana, Orbitelo y Plumbin, a sus dueos; el ducado de Miln y el Final al duque de Lorena; sus Estados, con la de Catalua y lo que quedaba de Flandes y Navarra, al rey de Francia. Todo esto bajo la condicin, si nombraba el rey de Espaa heredero a la Corona, a alguno de los austracos, o no nombraba heredero.

    No hicieron mencin alguna del duque de Anjou, los franceses, con arte; los dems, no persuadidos a que poda llamarle a su trono Carlos II. En este congreso hizo el rey de Francia pompa de su moderacin y amor a la quietud pblica, porque la prefera a los derechos de su hijo el Delfn. Con esto alucin a los prncipes y a la Europa. Frmase la liga para el cumplimiento del tratado, y permitise al rey de Francia que se mantuviese armado como el ms prximo a invadir la Espaa a su tiempo; crean con esto los prncipes dejarle el peso de la guerra, y se engaaron. Luego envi tropas a la Navarra baja, mandadas por el duque de Harcourt; otras al Roselln y Cerdaa, las ms a los confines de Italia, con el mariscal de Catinat, y dio cuarteles de invierno a las restantes en la raya de Flandes y la Alsacia. Muchos siglos ha que no haba tenido prncipe alguno tantas tropas, porque con las que quedaron en las plazas llegaban a trescientos mil hombres veteranos, gente ejercitada y triunfante. Previno en Toln una gruesa armada el almirante Luis de Borbn, conde de Tolosa, hijo natural del Rey; otra se prevena en Brest, y las galeras en Marsella.

    Este formidable poder era el terror del mundo; para justificarse, mand formar un manifiesto dando las razones de esta divisin de la Monarqua de Espaa, olvidando sus derechos, para dar una eterna paz a la Europa. Mand

  • que su ministro en Madrid lo significase as al Rey, dicindole morira con esto en paz, sin cuidado de elegir heredero, porque importaba al bien pblico deshacer lo vasto de esta Monarqua, a que tantos aspiraban, y que unida a cualquier prncipe resultaban mil inconvenientes, no dndole a la Europa equilibrio. Lo mismo mand insinuar al Pontfice y a las repblicas y prncipes de Italia y al gran Sultn, que ofreci armarse contra los austracos e invadir la Hungra por que no llegasen a ocupar el trono de Espaa. Esta resolucin fue grata al sueco, dano y moscovita, y a los electores del Imperio, y ms al duque de Baviera, por el odio natural que tena a los austracos.

    Ninguna fatal noticia hiri ms vivamente el nimo de Carlos II ni le constern ms; entonces mostr que era capaz de afectos, y se le acrecent la aversin que a los franceses tena. De esto tomaron ocasin los que adheran a los austracos, para avivar en el Rey las llamas del odio; los que a los Borbones, para exaltar el riesgo y el temor, si no se nombraba heredero al duque de Anjou. Estas disputas trascendan alguna vez con inmoderacin a las antecmaras de Palacio, donde enfervorizados los nimos, pasaba ms all de lo justo la porfa, porque los ms de los grandes y criados del Rey estaban por los austracos; y as, orden no se tratase, ni por conversacin, de la sucesin de los reinos ni se propusiese la duda en los tribunales.

    Esta ira del Rey inflam las esperanzas del Csar; mand que le cortejase ms su embajador, y se previno cuanto le fue posible a buscar amigos y aliados para el caso. Tena treguas, con Mustaf II, emperador de Constantinopla, y dispens con los electores algunas gracias con ms desptica poltica que jurisdiccin; tent cuantas artes le fueron posibles para traerlos a s; adhirieron secretamente muchos, nunca el bvaro, ni su hermano Jos Clemente, elector y arzobispo de Colonia, ni prncipe alguno de Italia, a los cuales nada era ms grato que esta divisin, porque los prncipes chicos aborrecen la inmoderada grandeza de los que Dios hizo nacer mayores.

    Esto acaeci hasta el ao de mil seiscientos noventa y nueve del nacimiento de Cristo.

  • Ao de 1700

    Ponan los mayores esfuerzos para perfeccionar su intento, y daban la ms estudiada eficacia a sus palabras los magnates que en Espaa adheran a los austracos, pero tenan mayor autoridad en el Gobierno los contrarios. El Rey no saba determinarse; inspiraban aqullos que se armase el reino, y se envi al marqus de Legans a Andaluca para que hiciese levas y abasteciese de vveres y municiones las plazas. Lo propio se orden al prncipe de Vaudemont, gobernador de Miln. Esto tena con expectacin al mundo: era la Espaa el asunto de todas las conversaciones en la Europa; todos saban que estaba el Rey ms vecino a la muerte que a la determinacin de nombrar heredero.

    Estas dudas e incertidumbre de su intencin trascendieron hasta Roma, donde, por la muerte de Inocencio XI, estaban en cnclave los cardenales, nunca ms divididos en encontrados pareceres y desunidas las facciones, siendo esta que parece discordia, instrumento de la soberana Providencia, que se vale de las mismas repugnancias de la libre voluntad del hombre para ejecutar su altsimo decreto, uniendo distantes extremos a un fin que no entiende nuestra ignorancia. Habanse por siglos unido los cardenales espaoles y alemanes, pero ya aflojaban este nudo y produca recelos la quebrada salud del Rey y lo vario del dictamen en sus vasallos.

    En estas dudas, que tenan embarazada gran parte de la Europa, enferm el Rey mortalmente; acometironle vivsimos dolores que excitaron una disentera, dando evidentes seas de lo maligno del humor el desconcertado pulso. Se apresuraba ms la muerte que la resolucin de hacer testamento, y este que deseaban ambos partidos; era ms poderoso y de mayor opinin con el Rey el que adhera a los Borbones. Con nunca intermitente vigilancia le cean, pretextando cuidado y amor, el cardenal Portocarrero, el duque de Medinasidonia, el marqus de Mancera y don Manuel Arias, atentos a que no

  • se hiciese violencia y sacasen sugestivamente algunas palabras que pareciesen decreto, y no tenan la mayor confianza en el secretario del Despacho Universal don Antonio de Ubilla. Oan claramente que el confesor Nicols Torres y el inquisidor general Mendoza le traan siempre a la memoria su Casa y sus parientes, inducidos de la Reina, que, no embarazada del dolor, prosegua en su idea y en su empeo.

    Todo lo miraba el Rey y lo entenda; tena de sus vasallos entero conocimiento; no ignoraba sus dictmenes, y la lid de las encontradas pasiones que alguna vez prorrumpan en mal refrenada disputa, porque con la decadencia del Rey cobr mayores bros la osada de los vasallos; declin la autoridad de la Reina, a quien ofreci el conde de San Esteban del Puerto que si desista de su solicitud y dejaba en entera libertad al Rey, sera bien atendida en sus intereses, y que los tomaba a su cargo.

    Por que no estuviese todo lo moral en manos del confesor, mand el cardenal venir otros religiosos, los ms doctos y ejemplares, para ayudar al Rey a enfervorizar sus afectos y disponerse a morir con resignacin y con todos los sacramentos que la divina clemencia ha instituido para facilitar con la gracia la justificacin del pecador. A vuelta de esta loable caridad, estaba el recelo que obligase el confesor al Rey a alguna resolucin, conforme al dictamen que muchas veces le haba dado. Vinieron luego los llamados, y con la mayor blandura desengaaron al Rey de poder vivir; porque la reverencia o la lisonja de los mdicos no le quitaba la esperanza, por no avivar la aprensin: vulgar infelicidad de los prncipes, a quienes acompaa hasta el sepulcro la adulacin y el engao.

    Esto sirvi de que el Rey escuchase ms atento, para que, viendo le faltaba el tiempo, se aplicase a ejecutar cuanto era indisputable a un monarca y a un catlico. Propusironle los riesgos a que expona sus reinos dejndolos sin sucesor, y que de nada hara con Dios tanto mrito como de evitar, con su ltimo testamento y libre declaracin de su voluntad, los daos que amenazaba una guerra civil inevitable, dejando confuso el Trono; que eran de Dios los reinos, a quien se haban con resignacin de restituir, haciendo justicia, porque

  • ella esencialmente resida en Dios, que esperaba ya a su tribunal supremo a quien llamaban en el mundo Rey, Padre y Juez, trminos que significaban la ms estrecha obligacin, y no concedidos sin ella, la cual hasta el postrer aliento permaneca; que el Rey deba prescribir y disponer la forma y mtodo del gobierno en que haban de quedar sus vasallos; el Juez, despus de ponderadas las razones y examinadas las leyes, hacer justicia, dando a cada uno lo que le pertenece; el Padre, mirar con amor y interesarse en el til y conveniencia de los que le haba adoptado Dios por hijos, precaviendo sus daos cuanto a la humana comprensin le es permitido, que aunque se excluye de nuestra ignorancia lo venidero, rige con lo presente cuanto puede lo futuro la providencia del hombre; que el inmortal espritu que nos anima, criado de Dios a su imagen y semejanza, slo con las heroicas virtudes se ennoblece y se ilustra, no con vanos apellidos y abalorios; porque al alma no le eran ni parientes los austracos ni enemigos los Borbones, siendo sas terrenas impresiones que con la muerte se desvanecen; que en s era el negocio de la mayor entidad, pero que ya estaba ventilado y definido, y por eso quedaban por fiadores de la justicia los que haban dado su dictamen, al que se deba, adhiriendo al mayor nmero, conformar el Rey, porque era ms segura opinin la ms comn; que la ms noble porcin del hombre era la que deba deliberar, sin que se escuchasen bastardas voces de naturales afectos, que engaan con el halago, cuyo fomento quedaba en el sepulcro resuelto en cenizas; pero el autor del decreto, que era la razn que resida en el alma, haba de dar estrechsima cuenta de l.

    Esto excit la atencin del Rey, cuyo corazn po y religioso luego se desprendi de lo caduco. Mand llamar al secretario del Despacho Universal, y apartando los circunstantes, menos al cardenal Portocarrero y don Manuel Arias, hizo su testamento, confiriendo antes a don Antonio de Ubilla la autoridad de notario, para que no faltase circunstancia alguna legal. Nombr por heredero y legtimo sucesor de sus reinos a Felipe de Borbn, duque de Anjou, segundo hijo del delfn de Francia, aprobando y prefiriendo a todos el derecho de su abuela la reina Mara Teresa de Austria. Derog cualquier ley en contrario y mand a sus sbditos admitir por rey el que elega. Explic la mente

  • de sus mayores de excluir la Casa de Francia por que no se uniesen en una mano ambos cetros, y confirm esta circunstancia como condicin precisa. Nombr gobernadores, mientras llegase su heredero, a la Reina, al cardenal Portocarrero, al presidente de Castilla, don Manuel Arias; al de Aragn, duque de Montalto; al de Italia, marqus de Villafranca; al de Flandes, conde de Monterrey; a don Baltasar de Mendoza, inquisidor general; por el cuerpo de los grandes la nobleza, a don Pedro Pimentel, conde de Benavente, y por el Consejo de Estado (despus de un codicilo), al conde de Frigiliana. No se dio a la Reina ms autoridad que de un voto, y a la pluralidad de ellos se reserv el decreto.

    Orden se alzase el destierro al almirante, al conde de Oropesa, al duque de Montalto, conde de Monterrey y conde de Baos; esto se obedeci luego, pero el cardenal excluy a Oropesa; no tena entonces autoridad para eso, mas nadie se atrevi a replicarle. Seal por alimentos a la Reina cien mil doblones, y que pudiese vivir en la ciudad de Espaa que quisiese, con el gobierno de ella. Esto fue lo principal del testamento, que ledo en alta voz por Ubilla, le ratific y lo firm el Rey. Cerrse con siete sellos y por de fuera firmaron otros tantos testigos.

    Este es el decreto y ltima disposicin que tanto agit el corazn de los prncipes, cuyas dudas hicieron tan vigilante la ambicin. Este el que, enderezndose a la pblica quietud, movi guerras tan sangrientas y envolvi en mil tragedias la Europa. Esto ejecut el Rey libremente, no sin repugnancias de la voluntad, vencida de la razn; no le era de la mayor satisfaccin, pero le pareci lo ms justo, y rendido al dictamen de los que tena por sabios e ingenuos, al amor de sus vasallos, a quienes creyendo dar una perpetua paz dej una guerra cruel (tanto yerra el hombre en sus juicios, tan poca luz tiene de lo venidero, que las medidas ms ajustadas a la prudencia falsean). Despus de esto, se le rasaron los ojos en lgrimas, y dijo: Dios es quien da los reinos, porque son suyos. No pudieron, de ternura, contener el llanto los circunstantes; congojse ms el Rey; encarg mucho la vigilancia y rectitud al presidente de Castilla, y a todos la pureza de la religin y la paz. Porque no parase el curso de los negocios, dio con otro decreto, al otro da, suprema

  • potestad de gobernar al cardenal, mientras durase la enfermedad, y se le entregaron con los reales sellos: nunca otro vasallo consigui tanto.

    Esto llevaron a mal los magnates de la contraria faccin, y mucho ms la Reina, a la cual quera incluir en la autoridad de ese interino Gobierno Portocarrero; pero el Rey no quiso, porque ya desprendido de lo terreno, prevaleca contra el disimulo la sinceridad: miserable condicin del hombre, que guarda slo a los ltimos perodos de la vida la verdad, desembozando el nimo que por tan largo espacio visti la mscara del disimulo y del engao.

    Ya nada somos, repiti con amargura el Rey. Estas eran luchas del amor propio; pero ya desengaado, pidi los sacramentos, que recibi con la mayor edificacin de los que admiraban, en los extremos de la vida, constante un nimo tan remiso y dbil. Agravronse los accidentes, y en primero de noviembre, dos horas despus de medioda, expir.

    Vise en aquella hora con general reparo brillar la estrena de Venus opuesta al sol; los menos entendidos en la astronoma lo admiraron como portento; y an no fenecida la lisonja al todava tibio cadver, sacaba favorables conjeturas para la eterna felicidad del difunto Rey. Hallse acaso en aquel instante perigeo el lucero y cuanto es posible distante del sol, que mirndole en recto le hizo brillar ms; por eso pareca, y porque estaba declinado y con menos actividad el sol. De la muerte y testamento del Rey avis luego con expreso el cardenal al rey de Francia, y otro correo le despach su ministro el seor de Blecourt.

    Antes de llevar el real cadver con la acostumbrada pompa al panten de El Escorial, en presencia de los grandes de Espaa y de los presidentes de los Consejos, mand el cardenal abrir y leer el testamento; publicse por heredero al duque de Anjou: aplaudieron todos y se conformaron a la voluntad del Rey. Algunos fingan; otros, embarazados del actual dolor, confundan dos causas en un efecto, porque los ms allegados y familiares del Rey deseaban prncipe austraco, o criados con esta aprensin, o conservando a la Francia un odio ms heredado que justo. Envise copia del testamento al marqus de

  • Casteldosrus para que le presentase al nuevo Rey, a quien, y a su abuelo Luis XIV, escribieron los gobernadores. Firm la Reina estas cartas, cuyos ejemplares, esparcidos con arte de los franceses por la Europa, parecieron poco conformes a la delicadeza del nimo pundonoroso de los espaoles, porque era demasiado expresivo el ruego, explicando ser posible que dejase de admitir la Casa de Borbn otro trono ms vasto del que posea, y para que esto no sucediese se hicieron rogativas en Madrid, con alguna ms que desaprobacin de los extranjeros, porque esto era haber credo que la divisin de los reinos que hizo en Riswick el rey de Francia fuese sincera y con nimo ejecutivo.

    Poco despus se determinaron a enviar al Rey, en nombre de los reinos, uno que prestase all la obediencia; dejse la eleccin a la Reina, y la hizo en don Jos Fernndez de Velasco, condestable de Castilla, hombre ingenuo, sincero e incapaz de poner en el Rey siniestra impresin contra alguno. El conde de San Esteban pretenda este encargo para el marqus de Villena; ofrecilo la Reina; despus, inducida del conde de Frigiliana, mud de dictamen, de que ofendido San Esteban, hizo dejacin de la mayordoma mayor de la Reina, la cual, retirada de este que la pareci desaire, pas sus quejas al Rey con ms viveza que felicidad, porque protegido el conde del cardenal Portocarrero, tuvo la Reina respuesta poco agradable y de ninguna satisfaccin. Desde entonces empez la civil discordia entre los gobernadores, y declin tanto la autoridad de la Reina, que se vean claros preludios de las consecuencias fatales de su desgracia.

    El rey de Francia, para justificarse con los prncipes de la ltima confederacin y dar satisfaccin a sus vasallos, mand que el Parlamento y Consejo de Estado deliberasen si deba admitir para su nieto la Corona. Los que saban las artes que a este fin haba usado y los ejrcitos que tena prevenidos en los confines de Espaa, conocieron que era afectada la duda, y aunque eran de opinin que le convena ms a la Francia la divisin de aquellos reinos que el empeo de sostener en ellos a un prncipe de la real estirpe, se adhirieron a la voluntad del Rey y respondieron, casi uniformes, que deba admitirla sin temer la nota de haber faltado al pacto de la divisin, porque

  • en sta slo se estuvo de acuerdo en el caso que hubiese Carlos II nombrado heredero a un prncipe austraco o muriese sin nombrarle. Que el presente caso no estaba prevenido ni hecho mencin de l, y que as, sera tirana cuitar de su familia un reino que con las ms obsequiosas expresiones le aclamaba.

    Reconocise rey de Espaa despus de esta consulta el duque de Anjou; prestle obediencia el embajador, marqus de Casteldosrus, y le besaron la mano los espaoles que all se hallaban; diose a las cartas de los gobernadores la ms urbana y obligada respuesta; otra carta escribi de su mano al cardenal Portocarrero el rey de Francia, con clusulas que le manifestaban agradecido, y ofrecan el real patrocinio en cualquier ocurrencia y, lo que era ms grato al cardenal, que se gobernara siempre su nieto por su dictamen. Aclamse con la mayor pompa en Madrid y en toda Espaa al nuevo Rey, a quien reconocieron luego el duque de Saboya y dems prncipes de Italia, las repblicas de Venecia, Gnova, los Cantones, esguzaros, Luca y Ragusa y -lo que no se esperaba- la Holanda. Tambin el nuevo pontfice Clemente XI (antes cardenal Albano). Lo propio ejecutaron los reyes de Suecia, Polonia, Dinamarca, Prusia, Portugal y el rey de Inglaterra Guillelmo de Nassau. De los prncipes del Imperio, slo los electores de Baviera y Colonia, el duque de Lorena y el de Brunswick.

    Este no esperado accidente hiri en extremo el nimo del emperador Leopoldo y de toda su familia. Divulgse en Viena que haba sido violentado el Rey a este testamento con las artes del cardenal Portocarrero; algunos decan que era supuesto y fingido; otros, que no estaba el Rey en s cuando le hizo. Todo era respirar por la herida y cargar de injuriosos eptetos el nombre del rey de Francia. No haban quedado menos irritados el rey de Inglaterra y los holandeses, pero no podan, desde luego, mostrarlo, porque estaban desarmados y haba Luis XIV retirado sus tropas a los confines de Espaa y dado cuarteles junto al Rhin y la Holanda.

    Escribiles una carta artificiosa, dando las razones de esta inexcusable determinacin, y que era el medio ms ajustado a la quietud de la Europa, porque no se movera jams la Espaa a empuar armas sino en caso de

  • defensa, y que, de no ejecutarlo as, sera la Francia su enemigo mayor y la que procurara contenerla en sus lmites y en estrecha alianza con sus antiguos amigos. Que con esta condicin haba dado a su nieto a los espaoles, al cual procurara defender con todas sus fuerzas contra cualquiera que intentase turbar la quietud de su trono. Que le hubiera sido ms til a su reino la divisin de los de Espaa, pero que ya una vez sta resuelta a llamar Rey para toda la Monarqua, no era fcil dividirla. Que las leyes de Espaa y el testamento del ltimo Rey austraco prohiban, con repetidas precauciones, el poderse en algn tiempo unir las dos Coronas, y que en esa inteligencia en que estaban de acuerdo todos los de su real familia haba cedido el Delfn, y su primognito el duque de Borgoa, sus derechos a la Corona de Espaa al duque de Anjou, y ste los suyos por la de Francia. Que el testamento le haba hecho Carlos II, obligado de las leyes y de la incontestable razn de los Borbones, donde si hubiera tenido arbitrio un prncipe austraco, no hubiera excluido a su Casa de tan preciosa herencia. Que con dolor permita saliese un ramo de su real estirpe a ilustrar otro solio, pero que no haba podido faltar a la justicia negando a la Espaa su legtimo dueo; y, en fin, que tena las armas en las manos contra su nieto, si intentase novedad, y por l, si le disputasen su derecho.

    Una carta del mismo tenor escribi al rey de Portugal. Respondieron muy tarde los holandeses, y mucho ms el rey de Inglaterra; la respuesta fue casi la misma, porque la hicieron de acuerdo, pero explicaba ms su ira con amagos de amenaza el ingls, y se confesaba burlado. Vironse algunos papeles de incierto autor, que se rozaban con stira, al rey del Francia, tratndole de falaz, violador de la palabra y juramento (estas despreciables armas les quedaban a los infelices y a los mordaces).

    De estas apariencias nadie dudaba se haba de encender nueva guerra, y ms cuando retir de Madrid y Pars el Emperador sus embajadores, y pidi al duque de Baviera, gobernador de Flandes, que se la entregase, el que respondi no poda faltar al prestado homenaje al rey de Espaa, por cuya orden la entreg al marqus de Bedmar y se retir a sus Estados. Esto encon ms al Csar contra el Duque, y se avigoraron las pasadas discordias.

  • Estas fueron las primeras disposiciones de la guerra, que, aunque ms lenta no menos cruel, estaba ya encendida en Madrid, porque el cardenal Portocarrero, o para acreditar ms su celo con el Rey o para establecer firme su autoridad, ensangrent contra muchos la pluma; fueron los primeros objetos de su furor la Reina viuda, el almirante de Castilla, el conde de Oropesa y el inquisidor general, don Baltasar de Mendoza; sus nombres manch con impiedad, descubriles los defectos del nimo, o los finga, para apartarlos de la voluntad del Rey, imponindoles nota, an ms que de desafectos, de sediciosos, y que eran las cabezas del partido austraco. Esto exalt con tales trminos, que lleg el Rey a recelar de una guerra civil, y adhiri al dictamen del cardenal de confirmar el destierro de Oropesa e imponerle a Mendoza, y que luego se retirase a su obispado de Segovia.

    Tambin escribi a la Reina eligiese la ciudad en que, segn disposicin de Carlos II, deba vivir. La carta contena reverentes expresiones y persuada el retiro para que con la nueva Majestad no se anublase la suya, y viviese ms sosegada fuera de los embarazos de la corte. Cogi a la Reina de improviso esta novedad; turbse mucho con ella y dilataba resolverse, porque ya haba dejado el palacio real y viva en casa del duque de Montelen, su mayordomo mayor; pero no pudiendo sufrir ms los desaires que el cardenal la haca, se pas a Toledo. As trata a los mortales la fortuna, sin que excepte de sus mudanzas el grado ms sublime.

    Al almirante se le quit el empleo de caballerizo mayor que tena en tiempo del difunto Rey, y para el nuevo nombr el cardenal en su lugar al duque de Medinasidonia, y mayordomo mayor al marqus de Villafranca. Reform todos los gentiles hombres de cmara con ejercicio; volvi a nombrar algunos y aadi otros, o adheridos a su persona, o no an, por su juventud, peritos de los engaos y astucias de los palacios. Estos fueron: don Flix de Crdova, duque de Sesa; don Francisco Girn, duque de Osuna; don Baltasar de Ziga, marqus de Valero; don Martn de Guzmn, marqus de Quintana; don Antonio Martn de Toledo, duque de Huscar; don Agustn de Velasco, primognito del marqus del Fresno, y confirm sumiller al conde de Benavente. De toda la real familia redujo los criados y oficiales a un nmero casi indecente; todo lo

  • ejecutaba para acreditarse celante y estrechar, cuanto era posible, al rey a que tratase con pocos. Este duro sistema del cardenal no se ejecut sin consentimiento y parecer de don Manuel Arias, cuyo genio, no menos spero, estaba propenso a lo severo. No falt quien creyese que con arte dio al cardenal ese dictamen para hacerle odioso; que, aunque eran en apariencia amigos, la ambicin del mando sobre cualquier afecto prevalece.

    Esta agigantada autoridad del cardenal y su aspereza llen de descontento la corte; a stos los llamaba austracos, sin reparar que el amor propio no se puede acomodar al dao y a la injuria. Estas noticias, que las alcanzaban exactamente en Viena, los alentaba a la guerra, porque ya el mismo rigor del Gobierno descubra cules eran sus parciales y fundaban su esperanza ms en la disensin civil que en la violencia de las armas.

    As lo expuso al Parlamento, que mand juntar a este efecto, el rey de Inglaterra. Despus de haber ponderado el ultraje de su real nombre, padecido en la falta de fe del rey de Francia, cuya ambicin -dijo- no se contena en los trminos de la Europa, mostr los perjuicios que resultaban al comercio, y que seran los franceses dueos del de Indias, del mar Mediterrneo, el Adritico y Jonio, y se aprovecharan con nuevas fbricas de las lanas de Espaa. Que le amenazaba inevitable riesgo a la Holanda la unin de estas Monarquas, no habiendo olvidado la Espaa sus derechos; que menos estaba segura la Gran Bretaa y su religin, amparado Jacobo Estuardo de dos poderossimos prncipes, y que as, antes que la dilacin los excluyese de la oportunidad del remedio, era preciso aplicarle.

    Este fuego de la oracin del Rey no encendi los nimos de todos, como pretenda, porque el mariscal de Talar, embajador de Francia nuevamente en Londres, esforzaba las razones de su amo con delicadez y cautela, por no enojar ms al Rey, al cual no pudo aplacar y haba ya determinado armarse, porque verdaderamente entr en la aprensin que, unidas estas dos Coronas y no embarazadas o distradas en otra guerra, podan restituir al trono al rey Jacobo, y en todo trance quera la seguridad de su Casa, y por eso cuidaba tanto de los holandeses, temiendo que ya ms poderosa la Espaa suscitase

  • sus antiguos derechos; por todo esto los persuada se previniesen a la guerra y dispusiesen sacar de sus Estados, sin estrpito, al conde de Brior, ministro de Francia.

    Eran superfluas las persuasiones del rey Guillelmo, porque ya haban concebido bastante temor los holandeses para no descuidar, y les acordaba siempre su riesgo el Emperador por medio de sus ministros, no descuidando al mismo tiempo de encender el nimo de los prncipes de Alemania, y propuso la guerra en la Dieta de Ratisbona. Expuso all los riesgos que era justo precaver por las vecinas agigantadas fuerzas del francs, que ya, no ocupado en la guerra contra Espaa, convertira sus armas al Rhin. Que se deba formar una liga y que entraran en ella los ingleses, holandeses y el rey de Portugal, ofendidos del engao, y los prncipes de Italia, temerosos de perder su libertad. Que todava no se haba olvidado la Espaa del blando gobierno de los austracos, y que tenan muchos parciales en ella atentos a la oportunidad y ocasin de declararse. Que nada embarazaban los movimientos de Polonia, pues aunque contra el rey Federico haba tomado las armas Carlos, rey de Suecia, le defenda el moscovita. Que el otomano observara religiosamente su tregua, mal reparado de las pasadas desgracias, y que, en fin, era causa comn el peligro de cualquiera en el cuerpo del Imperio.

    Estas razones, a quienes daba mayor fuerza la autoridad del Csar y los particulares fines, movieron el nimo del prusiano, hannoveriano y neobrgico a ofrecerle tropas auxiliares; pero no entrar en liga, porque no pudieron los austracos conseguir que sta se declarase guerra de crculos, no teniendo el Imperio inters con la Espaa, no habiendo movido las armas el rey de Francia ni intimado la guerra; con todo, perseveraba el Emperador en solicitar los prncipes y mantener en Espaa sus parciales, valindose del dictamen de don Francisco Mols, napolitano, duque de Pareti, que haba sido embajador de Carlos II en Viena; y aunque reconoci al rey Felipe por cartas y se le mand se restituyese a Espaa, como ya tena intencin de servir a los austracos con el motivo de la oposicin que le hacan sus acreedores, se quedaba en aquella corte, y para salir de ella pidi tan exorbitante suma de dinero, que se conociera era estudiado pretexto para lo que despus ejecut.

  • Esto no dej de ser perjudicial a la quietud de Espaa, porque mantena el duque algunas correspondencias en ella, no habiendo an declarado su determinacin, y con esto tena noticias de cuanto pasaba por cartas del almirante y otros, que, lamentndose del presente gobierno del cardenal Portocarrero, se explicaban descontentas, y todo avivaba la esperanza de los austracos, que pasaban estas noticias a las cortes de Inglaterra y Holanda para alentarlos a la liga.

    Aunque el reino de Npoles haba dado la obediencia al Rey, le neg la acostumbrada investidura el Pontfice, por contemplacin al Emperador. Instaban por ella el duque de Uceda, embajador de Espaa, y el cardenal Jasson, que lo era de Francia; pero confirmaba en su resistencia al Pontfice el cardenal Vicento Grimani, veneciano, acrrimo parcial de los austracos, hombre resuelto y atrevido, que tena la confianza del Emperador y el patrocinio; esto le haca ms osado para que no hiciese representacin sin amenaza.

    No era necesaria la investidura para la posesin del reino; pero lo era para que aprobase el Pontfice los derechos del Rey con aquel acto jurdico (formalidades que alguna vez importan para el vulgo), pues aunque haban jurado al nuevo Prncipe todos los reinos que componen la Monarqua de Espaa, no faltaba en los pueblos quien disputase sobre la legitimidad de los derechos a la Corona, y como haban tenido seis reyes austracos, de quienes en el largo curso de ms de dos siglos haban recibido innumerables honores y mercedes, permaneca en muchos el amor a la familia, y esto haca disputar, aun a los ignorantes, lo que no entendan. Los ms cuerdos disimulaban; en fin, naci un problema pernicioso a la quietud de los reinos, porque los que no penetraban la fuerza del prestado juramento de fidelidad y obediencia y la indispensable obligacin en que los constitua su propia honra, llevaban mal el dominio de un Prncipe francs, cuya nacin era, por gloriosa, aborrecida. Ni se descuidaban los austracos de sembrar estas reflexiones en el vulgo, porque no haba reino donde no tuviesen sus secretas inteligencias.

  • En este estado de cosas parti el Rey para Espaa, acompaado hasta Burdeos de sus hermanos el duque de Borgoa y el de Berry, y de gran nmero de magnates de aquel reino; pero nadie pas la raya de Francia, porque mand prudentsimamente Luis XIV que ningn vasallo suyo entrase en Espaa, menos el duque de Harcourt, que volva a ella por embajador. Con esto explicaba entregar enteramente el Rey al dictamen de los espaoles, y que ni los celos de su favor o el mando turbasen la pblica quietud. Aqu expir el ao y el siglo. De la narracin de estos hechos componemos el principio de este tomo: lo dems dividimos en cada un ao de los siguientes, conforme al tiempo en que las casas acaecieron, para la claridad del que quisiese escribir la Historia y valerse de estos COMENTARIOS.

    Ao de 1701

    Con poca intermisin en las jornadas, aun en la ms rgida estacin del ao, entr el Rey en sus dominios. Ces luego, en cuanto a la formalidad, el gobierno del cardenal Portocarrero, pero no su autoridad ni sus influjos, y aunque no fue declarado primer ministro, gobernaba absolutamente como tal, porque el Rey, instruido de su abuelo, segua su dictamen, hasta que la edad y la experiencia le diesen mayor luz.

    Hallbase en Barcelona por virrey de Catalua el prncipe Jorge de Armestad. Era alemn y algo pariente de la Reina y de la Emperatriz; por eso se desconfiaba de l, y aunque hizo los mayores esfuerzos para que se le confirmase, en el gobierno no pudo conseguirlo, y se le nombr por sucesor a don Luis Portocarrero, conde de Palma, hermano del cardenal, hombre spero, tardo y fcil a la ira, no a propsito para suceder al prncipe, cuya afabilidad, blandura y liberalidad se concili los nimos de los catalanes ms de lo que era conveniente al Rey. Hallbase bien en Barcelona, porque tena empleada la voluntad en una dama y le dola con extremo apartarse de ella; por eso, despechado de la repulsa, viendo lo mandaban salir de Espaa, dej tramada

  • una conjura y tuvo el encargo de adelantarla esta mujer, que, herida sensiblemente de la ausencia del prncipe, lo ejecut con la ms exacta diligencia y con la facilidad que ofreca el genio de aquellos naturales inclinados a la rebelin. Empez el perverso designio entre pocos, los ms allegados al prncipe; despus contamin el error tanta muchedumbre, que quedaron pocos leales.

    Antes de partir escribi a la Reina y al almirante; aqulla respondi por mano del secretario del Despacho Universal, Ubilla, con solas expresiones de urbanidad. Nadie vio la respuesta del almirante -ddase si la hubo-, pero sea fingida o verdadera, cierto es que la mostr despus en Viena el prncipe, y ya que haca ostentacin de ella no dejara de ajustarse a su intencin.

    Cuando para embarcarse en la nave se puso en la lancha en el muelle de Barcelona, dijo en alta voz que volvera con nuevo rey a ella. Todo esto alentaban los alevosos nimos, que mal hallados con la quietud, solicitaban su ruina.

    ***

    Haba ya el Rey pasado los Pirineos y concurran a verle de muy distantes parajes los pueblos. La aclamacin y el aplauso fue imponderable; llenles la vista y el corazn un Prncipe mozo, de agradable aspecto y robusto, acostumbrados a ver un Rey siempre enfermo, macilento y melanclico. Ayudaba al popular regocijo la reflexin de la gloriossima Casa de Francia, y muchos, sin ms fin que distrados de su propio alborozo, le acompaaron hasta Madrid, donde entr el da dieciocho de febrero por la puerta de Alcal, con tanto concurso de pueblo y nobleza que fue trgica para muchos la celebridad, porque, estrechados en la confusin, murieron algunos. Esto tuvieron o ponderaron como mal agero los desafectos, que no faltaban entre los primeros hombres; asomseles a algunos por el rostro el nimo y el temor, recelando no sera este Prncipe tan culpablemente benigno como el pasado, y que tena riesgos de ser abatido el inveterado orgullo de los nobles. No podan luego amarle y le teman: el amor a los reyes es justo y es obligacin; pero no

  • se engendra verdadero sino con el trato, con los beneficios y por las virtudes del prncipe.

    Aunque el Rey tena bastantes para ser amado, parece que procuraba lo contrario, con su aspereza, el cardenal Portocarrero, y se deba reflexionar sobre el temor con tal arte que quedase respeto y no degenerase en aversin; pero despreciando esto el cardenal, que no saba ser poltico, exasper los nimos de muchos hasta enajenarlos enteramente del Rey. Al amor sigue el miedo; pero si se radica ste sin aqul, se hace odio.

    Apart al Rey de todos, para que nadie se insinuase en su nimo, y con cuidado estrech el Palacio a pocos, y aun con ellos le mantena siempre difidente, trayendo por pretexto que se haban apoderado tanto de Carlos II, que lleg a ser ms esclavo que Rey. En medio de tan celosos ardides, para mantener nica su autoridad err el modo, porque introdujo al gobierno a los franceses, con tanto perjuicio suyo, que despus le echaron de l, como veremos. Hizo que el Rey formase un secreto Consejo de Gabinete y que entrase en l el duque de Harcourt, que se resisti hasta tener orden de su amo, ni lo permiti el rey de Francia hasta que interpuso segunda vez sus ruegos el cardenal.

    En esta Junta en que presida y despachaba el Rey, no entraban ms que el cardenal, el presidente de Castilla Arias, y el embajador de Francia, a cuyo voto se tena la mayor consideracin, porque se vean disposiciones para la guerra, y se conoca el cardenal incapaz de manejar solo tan gran negocio. Desde entonces tomaron tanta mano sobre los de Espaa los ministros franceses, que dieron ms celos a los prncipes, viendo estrechar la unin a un grado que todo se pona al arbitrio de Luis XIV, de cuyas vastas ideas recelaban su ruina los vecinos reinos.

    El mayor temor le concibieron los holandeses, habindose ordenado al marqus de Bedmar, gobernador de Flandes, obedeciese en todo al rey de Francia, y sali una falsa voz esparcida con arte de los austracos, que esto era porque se trataba en Espaa de recobrar la Holanda con tropas auxiliares

  • francesas, y al fin de esta guerra dar a la Corona de Francia la Navarra Alta y la Catalua; pero esta orden slo tuvo origen en la adulacin del cardenal, que aplicaba cuantos medios le sugera su ambicin para conservarse en el mando, y le pareca que slo el rey de Francia le poda sostener. Por eso invigilaba tanto, con nunca visto rigor, contra los que imagin eran parciales austracos, y pona en el nmero de ellos a los que vea tristes, quejosos, apartados de la corte o que dejaban algn empleo; estos los notaba ya por traidores, y lleg a tanta la infelicidad de aquel tiempo, que nadie se atreva a suspirar o nombrar a Carlos II.

    Esta opinin y tirana del cardenal, ayudada con la rigidez de don Manuel Arias, dio al archiduque Carlos de Austria ms parciales que esperaba; y ya perdidos algunos por el injusto concepto, meditaban su seguridad con un delito, adhiriendo secretamente a los intereses de los enemigos y disponiendo llegase su nombre a Viena. Este nmero de los desafectos creca cada da, aunque los ms cuerdos y los hombres ms cautelosos lo disimulaban; pero no haba quien no llevase mal que tuviesen tanta mano en el gobierno los franceses, y ms que ellos estaban aborrecidos el cardenal y Arias, visibles instrumentos de las que se padecieron desgracias, porque aument su rigidez al contrario partido, confirm a los diferentes y entibi an a los que haban sido ms parciales del Rey. Algo haba en que se deba invigilar, pero con menor severidad y sin tanta inquisicin, porque algunos males de la repblica se curan mejor con el afectado descuido y fingiendo ignorarlos: perseguidos algunos vicios del nimo con demasiado rigor, se hacen pertinaces; nunca se deben claramente permitir, pero no todos se pueden remediar; causara infalible muerte el que pretendiese evacuar del cuerpo humano todos los malos humores.

    Habase determinado en tiempo del gobierno del conde Oropesa reformar parte de la muchedumbre de oficiales de la Contadura y Secretaras, y aun de ministros en los Tribunales y Consejos; pero como muchos no tenan otra forma de vivir y aquel era su oficio, se tuvo consideracin a su pobreza, y as, no se ejecut; poco compasivo el nimo del cardenal, lo puso por obra, y crey, con ahorrar doscientos mil pesos al Real Erario, remediar la Monarqua. Esto

  • acrecent de gnero las quejas y los lamentos, que mud semblante con la infelicidad de tantos la corte.

    Era verdaderamente crecido y superfluo el nmero de consejeros; pero nada haba ms fcil de remediar, findolo al tiempo, pues con no proveer las plazas que vacasen en diez aos, no habra supernumerarios y se reduciran al prefinido nmero, sin afligir y constituir en extrema pobreza tantas familias cuando se dejaban en pie los abusos ms perniciosos a la Real Hacienda, no slo en el modo de arrendar los derechos reales, sino en el rigor y nmero de comisarios para la exaccin de los tributos, que doblaban el coste a los lugares y comunidades, cargando gastos y dietas sin tasa y al arbitrio de los que tenan anticipado el dinero por las rentas, porque en la estrechez de la Monarqua era preciso valerse de ellos, tomando el dinero a dao.

    Esta intempestiva providencia, corta para remediar tanto abuso y demasa, porque empobreca tantas casas, le concit un odio mortal; parte de l, inculpablemente, resultaba contra el Rey y contra los franceses, porque a ellos atribua el cardenal todas las resoluciones, por disculparse. El Rey difera a su dictamen, ya por la precisa inexperiencia, ya porque no saba de quin fiarse, porque el cardenal a pocos dej entera la opinin.

    Mostr el Rey, desde luego, un entendimiento claro, comprensivo y serio; un nimo sosegado, capaz de secreto y silencio y nada contaminado de los naturales vicios de la juventud; antes religioso, modesto, y amante con admiracin de la castidad: eran sus delicias el juego del mallo, la raqueta o el volante, ms la caza y alguna vez los libros, porque posea una erudicin no vulgar en los prncipes y le haban en Francia educado con la vigilancia mayor. Estas virtudes del Rey no las vici jams el poder ni la soberana, antes las hizo ms robustas y echaron races con la experiencia y los trabajos.

    Estos desrdenes del rudo genio del cardenal y claros perjuicios de su conducta llegaron a odos del rey de Francia por cartas de su embajador, y aunque comprenda cun poco ajustado a la razn era aquel mtodo, se holgaba que fuese espaol el instrumento de abatir la vanidad de algunos

  • principales magnates, acostumbrados a ser los dolos del reino y despticos en l, sin tener a la justicia y a la Majestad aquel respeto que es toda la armona del gobierno; y as jams desaprob al cardenal su rigidez ni otra operacin alguna, porque los ministros franceses, fiados en el invencible poder de su Rey, crean allanarlo todo, no se amedrentaban con las amenazas de la guerra y hallaban su inters en l desorden de la Espaa, porque, mal regulada, la tenan ms dependiente, estudiando ms su poltica dejarla desarmada y sin militar experiencia, porque no le compitiese el poder, pues conocan que, bien regida, esta Monarqua no tiene igual.

    An mayores perjuicios se podan esperar si no se hubieran desunido Portocarrero y Arias, porque ste era ms acepto a los franceses, y ya el cardenal, por su incapacidad despreciado, concibi sospechas no mal fundadas, que pretendan disminuir su autoridad, a lo cual concurra con ambicin de adelantar la suya don Francisco Ronquillo, que contra ambos se insinu en la gracia del duque de Harcourt, cuyo dictamen prevaleca en todo. La Reina toc el desengao de las bodas del Delfn, por advertencia del padre Chiusa, que descubri ser enredo de los franceses y del duque de Montelen, de los cuales hablaba con alguna irreverencia. Este fue el motivo de desterrar el Rey a Chiusa de los reinos de Espaa, y viendo el duque ya perdido el favor de la Reina y declinada su autoridad, hizo dejacin del empleo de su caballerizo mayor; pero ms fue por contemplacin a los franceses, de quienes estaba recprocamente aborrecida, y aunque no los amaba mucho el duque, los tema.

    A este tiempo lleg un holands, como para sus dependencias, a Cdiz, porque no estaba prohibido an el comercio. ste le enviaron para avisar a los negociantes de su nacin que residan en Espaa a que retirasen sus efectos, investigar el estado del Rey, sus fuerzas, tropas y preparativos de guerra; informarse de las fortificaciones y plazas y del sistema de aquellos pueblos, su genio y el nmero por mayor de los parciales austracos y de su calidad; porque exaltaba la fama el general descontento ms all de la verdad. Cumpli ste con su encargo, y para hacerlo mejor pas hasta la corte, donde le dio en su casa hospedaje el ministro holands Sancho de Scolemberg. All tom ms

  • exactas noticias y verdaderas, y examin que todo dependa de la aversin, no al Rey, sino al Gobierno. Trat familiarmente con el almirante que, con la mayor cautela, con palabras equvocas, propal su nimo como hablando acaso de cosas actuales con el extranjero, y por conversacin, alabando la Andaluca, dijo ser la llave del reino y por donde, si aqulla se rindiese, se subvertira el Trono; no call el descuido y desalio de las plazas, y no ser de la moderna militar arquitectura, y present al holands un mapa de la Espaa, exactamente delineado, explicndole la topografa del lugar con todas las circunstancias que pudieron hacerle capaz de lo que pretenda inquirir.

    El holands regal al almirante con un reloj de repeticin, y le dijo: Acordaos de m cuando suene la campana. Esto pas, entendindose ambos y ambos reservndose; as se tram una tcita conjura, comprendiendo el forastero explorador que se deba atacar la Andaluca y que no sera el almirante el postrero a declararse por los austracos; as lo refiri a su vuelta al Gobierno de la Holanda y se particip al rey Guillelmo con menos secreto del que era menester, porque lo penetraron los franceses y empezaron a desconfiar ms del almirante, a cuya noticia lleg las que se tuvieron sobre esto en Pars.

    Para dar alientos a los prncipes de su faccin, orden el Emperador al prncipe Eugenio de Saboya hiciese por todos sus Estados hereditarios reclutas, y acuartel sus tropas lejos del Rhin, como descuidando la Germania, porque los prncipes de ellas avivasen el temor y el cuidado, publicando las enviara a Italia. Volvi a enviar ministros extraordinarios a las cortes de Inglaterra y Holanda, ponderando el riesgo de la Europa con la unin de dos poderossimas Coronas, y que entrara en Liga con cualesquiera condiciones, como se quitase el cetro de Espaa de manos de quien le posea, y porque ya no era la cuestin sobre la legitimidad de los derechos, sino sobre salvar la Europa de los peligros que la amenazaban, en lo que deban todos interesarse. Que la misma vastidad y riqueza de la Monarqua de Espaa daba esperanzas ms que probables de compensar los gastos de la guerra, y que no haba prncipe en la Europa que no adhiriera a ella, huyendo la servidumbre que intentaban ponerla los franceses, y que as haba determinado el Csar empezar las hostilidades, porque era indecoroso hallarse oprimida su injusticia

  • en brazos de la inaccin y del ocio; y si experimentaba adversa la fortuna, tendra por blasn sacrificarse generosamente por el bien pblico, y ellos, el sonrojo de no asistir al que tena dictmenes tan heroicos, enderezados a la seguridad comn.

    Esto decan los ministros del Csar en las cortes del Norte; y por las de Italia, el conde Castel-Barco, empezando por Venecia, donde se hallaba el ministro del rey de Francia, persuadiendo con eficacia al Gobierno, no permitiesen bajar tropas alemanas a Italia, porque slo su seguridad era toda la idea del Rey, y que hiciesen sus prncipes una liga, para prohibir viniesen tropas extranjeras a turbar su quietud. Que en tal caso tampoco bajaran las suyas, ni francs alguno pasara la raya ni los trminos de los montes, como un ejrcito formado a expensas de los prncipes de Italia defendiese de todos el pas, y que contribuira el rey de Espaa a estos gastos por lo que le pudiera tocar, como rey de Npoles y duque de Miln. Que eligiesen un capitn general de comn acuerdo para este ejrcito, que se llamara de la Neutralidad de Italia, cuyo slo objeto sera defenderla. Que cotejasen estas razones con las del Emperador y viesen cules eran ms ajustadas a pblica utilidad: si apartar la guerra de Italia y prohibirla a todos, o permitir los estragos de ella en sus propios Estados. Que aunque se quisiesen conservar indiferentes, padeceran los daos slo con entrar en Italia dos opuestos numerosos ejrcitos, cuya militar licencia no se contendra en los lmites de la razn y suscitara las del Imperio Leopoldo, si por suerte quedaba en Italia superior. Que el rey de Francia tena a los trminos de Italia prevenidos ya treinta mil hombres Para ampararla, si los quisiesen, o para defender los Estados del rey de Espaa si bajasen sus enemigos, en cuyo caso era preciso ocupar los lugares y plazas ms convenientes a hacer con ventaja la guerra. Esto deca a los venecianos el ministro de Francia; a los romanos, el cardenal de Jasson; a los genoveses y dems prncipes de Italia, el seor de Iberville.

    Otras eran las razones del cardenal Grimani y conde de Castel-Barco; decan tener ya los Borbones hecha entre s la divisin de la Italia, por la cual podan despus aspirar a la universal Monarqua y a vengarse de las repulsas y agravios muchas veces en la Italia padecidos, donde mostraba la experiencia

  • que no florecan los lirios; pero que ahora, con los derechos, armas y Estados de los espaoles, tenan otro fundamento sus esperanzas, las cuales slo las poda hacer vanas el Csar, si los mismos italianos le ayudasen a propulsar la violencia que les amenazaba infalible, antes que se hallasen con la cadena de irremediable servidumbre. Que, aunque emprendiera la guerra Leopoldo, deban considerar a cuntas partes era preciso distraer sus armas, embarazada en sangrientas disputas la Alemania sobre el Trono de Polonia, a donde las armas auxiliares de Moscovia y Suecia hacan ms peligrosa la guerra que lo fuera entre slo Federico y Estanislao, nuevo pretendiente de la Corona. Que el Rhin y la Mosela estaban ocupados de enemigos, habiendo cargado hacia esos parajes sus fuerzas el francs, y con todo, como olvidado el Csar de sus Estados hereditarios bajaba ya con treinta mil hombres a defender la Italia, porque no fuese vctima infeliz de la ambicin de los Borbones, si no es que ella voluntariamente quera ser esclava. Que eran bien distintas las ideas y mtodo de los franceses y de los austracos, habiendo mostrado la experiencia con cunta benignidad stos han tratado la Italia y sus prncipes, dejndolos pacficamente gozar de sus feudos y privilegios concedidos por los emperadores, bajo cuya proteccin viven tantos siglos las repblicas a quienes faltara propio poder para defenderse, si la autoridad del Csar no fuese fiadora de su libertad; y que as, para mantenerla, deban tomar con los austracos las armas, contra el que se declara ya comn enemigo.

    Esto proferan los ministros y parciales austracos, y esparcieron algunos papeles injuriosos a la Francia, que nada movieron el nimo de los italianos, resueltos a quedarse neutrales y dejar a cada uno la libertad de la guerra, porque no podan embarazar, sin grave dispendio e incierto xito, que bajasen franceses y alemanes, ni formar ejrcito propio superior al de dos prncipes tan poderosos, con que resolvieron aguardar el decreto de la fortuna, sin provocar la adversa con estudiadas diligencias; ni era fcil unir tantos prncipes y repblicas de tan distintos intereses. Conociendo esto, resolvieron empezar los austracos solos la guerra, por si algn fausto acaecimiento pona en crdito sus armas y los granjeaba la felicidad amigos. La Italia fue el primer teatro de ella. Baja el conde Guido Staremberg con treinta mil hombres a los confines del

  • Tirol; con diez mil franceses ms, el mariscal de Tess a Fenestellas. No se movieron los esguzaros, y renovaron su liga con los venecianos, que, viendo cerca la llama, presidiaron a Verona.

    Antes de empezar las hostilidades, volvi a enviar el Emperador a las cortes de Italia al cardenal Lamberg, y el rey de Francia al mismo ministro; y aunque aplicaron, cada uno por su parte, para traer a la Liga los venecianos y genoveses, las mayores diligencias, todas fueron vanas. La oculta propensin de los italianos eran al Csar; pero pesaba igualmente en su balanza el temor a los franceses. No aborrecan a los espaoles, cuyo blando imperio experimentaban por siglos; pero verlos unidos con los franceses les haca participar del odio casi comn. Teman igualmente al Csar como a Luis XIV, si alguno quedase superior en Italia, y as, a nadie queran unir sus fuerzas por no hacerle ms poderoso y perder el patrocinio del otro, que los dejara gemir bajo el tirano yugo del vencedor. Ni para la prontitud de la resolucin tenan estas repblicas tropas veteranas; ni ellas pueden con precipitacin hacer un decreto que depende de tantos y tan varios dictmenes en un Gobierno aristocrtico.

    Los genoveses miraban ms lejos de sus Estados la guerra que los venecianos; por eso afectaron ocio aqullos; stos, cuidado. Juntaron algunas tropas y hicieron general a Alejandro Molino, fortificando a Laano; ya vean ser pocas las fuerzas para resistir la violencia, pero buscaban el aplauso de advertidos, ya que no podan tener la felicidad de respetados. El mariscal de Tess, encaminndose a los confines del Tirol, fortific y presidi a Chusa; no poda ser mejor la conducta si hubiera perseverado en ella; pero parecindole se alejaba mucho de poder recibir socorros y que empleaba en este presidio mucha gente, le desampar contra el dictamen de los ms experimentados.

    El duque de Saboya no mova sus armas; slo trataba de reclutar y tener sus regimientos completos, porque estaba adelantado el tratado del matrimonio de su segunda hija, Mara Luisa Gabriela, con el Rey Catlico, esto lo promovi en Pars Mara Adelaide, su primera hija, duquesa de Borgoa, persuadiendo al rey de Francia con promesa de traer a una confede