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EL PROCESO LEGISLATIVO, SUS VARIANTES, SU ESTRUCTURA Y LA PROGRAMACIÓN DEL DEBATE DE LA LEY

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En este trabajo César Delgado Guembes desarrolla la teoría del proceso legislativo, con particular énfasis en las variantes que éste asume según diversidad de criterios, y aborda el proceso de programación del debate legislativo en la institución parlamentaria.

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EL PROCESO LEGISLATIVO, SUS VARIANTES, SU ESTRUCTURA Y LA PROGRAMACIÓN

DEL DEBATE DE LA LEY

César Delgado Guembes

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Tabla de Contenido

1.- Reglas para decir la ley según la ley

2.- La finalidad material del proceso legislativo

3.- El valor legitimador del proceso legislativo

4.- La función del proceso en la adopción de políticas legislativas

5.- Las exigencias procesales previstas en la Constitución

6.- La lógica y sentido de las etapas procesales

7.- Fuentes para el diseño del proyecto de ley

8.- Concepto y variantes del proceso legislativo

9.- Estructura del proceso legislativo

10.- Preparación y dirección del proceso legislativo

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EL PROCESO LEGISLATIVO, SUS VARIANTES, SU ESTRUCTURA Y LA PROGRAMACIÓN DEL DEBATE DE LA LEY

Por César Delgado Guembes

Los procesos se diseñan, se observan y se evalúan no en función de sí mismos, sino de los valores que con su diseño, observancia y cumplimiento se puede alcanzar. No hay proceso sin identificación de esos valores. Si se ha identificado con claridad los valores que deben alcanzarse, los procesos son útiles para que los requerimientos sean atendidos y transformados en un producto final que satisfaga las necesidades y expectativas de quienes requieren la acción del titular del proceso. El titular del proceso es el Congreso como institución, y ésta se integra y constituye con sus órganos y los representantes que en ellos actúan.

Atravesar un proceso es pasar por una metamorfosis. Es ir más allá de la forma original en que se encontró todo lo que es procesado. Procesar es transformar. Volver una forma en otra y dejar un estado del ser para pasar a otro. Los procesos mutan la materia, cambian al sujeto, asimilan o rechazan opciones, información, voluntades, intereses, emociones y razones. Las naturalezas cambian cuando atraviesan los procesos. La vida es un proceso indefinido por el que pasa la naturaleza del sujeto, la información de que éste dispone y la materia de que está hecho el universo. En los procesos de da y se recibe, se quita o se rechaza.

Los procesos legislativos también son sucesivos actos de transformación. Se transforman proyectos en actos, y se transforman los sujetos que en ellos participan. Quien participa en un proceso legislativo lleva a él sus propios mitos, ambiciones, miedos, tormentos, éxitos y fracasos. En cada proceso se representa la propia vida. En el proceso legislativo se reproducen los conflictos y las soluciones de lo que la vida habla, y cuando los actores en los procesos participan en ellos realizan un acto de confesión pública de lo que la vida da y quita, de lo que reciben y rechazan sus actores. El proceso legislativo es el canal a través del cual se trasciende o se destruye un estado. Se asciende o se despeña el ánimo.

Como todo proceso político el ánimo del actor eleva o rebaja la comunidad según el espíritu desde el que toman posición. El legislador centrado en el rol desde el que actúa en representación de quienes le han dado confianza usa su conciencia como filtro para purificar y para producir una comunidad más ordenada y, también, más feliz y próspera. El legislador para el que su rol es una oportunidad de perseguir y de dominar, de conseguir vanidades insatisfechas en otras esferas de su existencia, o de hacerse de algunas pocas glorias fáciles, fama pasajera y festejos circenses de sus ingeniosidades y astucias, pasa por el proceso legislativo para vergüenza y pena de quienes creyeron que con su presencia en la asamblea las cosas podían ser distintas para el Perú. Los procesos legislativos son el laboratorio en el que se conoce la calidad de la materia prima que el maestro que es el pueblo selecciona para alcanzar su propia inmortalidad, el oro de su bienestar, o la sutileza de su espíritu.

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En el proceso legislativo el legislador es el alfarero y el futuro y las ilusiones del pueblo su arcilla. La arcilla debe ser seleccionada y escogida con seriedad y rigor. Moldear la arcilla sin seleccionarla no garantiza la calidad, solidez ni durabilidad de su obra. Si el horno recibe colores sin sustancia ni calidad de buena arcilla no hay belleza que dure. Y en el proceso el alfarero puede optar por la vía del juego gracioso, de la disposición traviesa e inconsecuente de su pendejada, o por la vía madura de los viejos alquimistas que repetían solvite corpora et coagulate spiritum. ¡Disuélvete materia y coagúlate espíritu!. La fidelidad al proceso es la meta del legislador. Si atiende y dirige su espíritu y lo orienta con dedicación a cada uno de los pasos en los que se desenvuelve el proceso, con la participación consciente y concentrada de su ser el legislador cumple lealmente su rol y honra la confianza con la que lo honra y distingue la comunidad. El legislador es como el minero que usa la frágil luz de una vela o una linterna para abrir las venas de la montaña en las que la tierra deposita el enigma de la riqueza. No hay otra forma de participar en los procesos legislativos que experimentando conscientemente la sensación de tensión con la que el alfarero o el minero proceden con pureza. Su pureza en el proceso garantiza la pureza de la obra procesada. El oro en el proceso de la alquimia legislativa no es la «ley perfecta» (que quizá no exista) sino la apertura e integridad de ánimo de quien actúa con la responsabilidad de quien tiene la misión de intervenir por cuenta de tantos otros que prefieren el vínculo de la comunidad a la anomia.

1.- Reglas para decir la ley según la ley

Es necesario distinguir las reglas, normas y leyes de toma de decisiones frente a las decisiones legislativas tomadas con esas reglas, normas y leyes para tomar decisiones. El Congreso es la asamblea que tiene el poder de dictar ambas. Por esta razón es una organización con mayor calidad democrática que otras regidas por leyes de toma de decisión que no se pueden alterar. Pero es también una organización que cuenta con una restricción para definir su ley de toma de decisiones, sobre la cual no tiene autonomía para alterar y a la cual debe adecuar y adaptar su competencia normativa. Esa restricción está comprendida por las disposiciones fijadas por la Constitución, las mismas que no pueden ser alteradas por el Congreso, salvo que se cumpla con el proceso constitucional prestablecido para reformar la Constitución.

Las reglas para tomar decisiones legislativas pueden ser comprendidas como un método regular de procesamiento de información que toman agentes con capacidad de intervenir en el proceso, para definir qué decisión adoptan con la información de que disponen, que solicitan, y que seleccionan, con el propósito de tomar un curso de acción legislativa.

Tratándose de reglas definidas a partir de la función procesadora de información, es importante tener presente que la acción legislativa que decide el legislador no necesariamente usa toda la información disponible a su alcance, que tampoco usa toda la información potencialmente pertinente en vista de la cuestión que requiere su decisión, ni por último que la información que elige usar es utilizada, interpretada ni procesada óptimamente. De la comprensión de estos alcances depende la evaluación

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que quepa realizar sobre la calidad del producto legislativo logrado a la vez que sobre la calidad de la competencia legislativa del Congreso, de los grupos parlamentarios, de las Comisiones y de los legisladores singularmente entendidos.

Otro aspecto que debe tenerse presente igualmente es que la esas reglas, normas y leyes para tomar decisiones son pensadas, diseñadas y aprobadas a partir de supuestos o presunciones, no siempre explícitos ni respaldados en la realidad, respecto del grado de racionalidad de los operadores (legisladores, grupos parlamentarios y Comisiones) y del propio proceso de toma de decisiones. La presunción puede ser que los operadores son efectivamente agentes racionales que entienden correctamente el proceso, que no cometen errores sistemáticos, y que toman decisiones óptimas porque sólo dejan de informarse y de deliberar cuando llegan a un punto en el que la ganancia por el esfuerzo de análisis y concertación es por lo menos igual al costo. Pero la presunción puede ser también que los legisladores actúan sin un patrón racional, o lo hacen de forma irreflexiva o automática.

Es la práctica procesal la que define el perfil del legislador. Esto es, el tipo de gestión y participación de los legisladores en el proceso legislativo es el que sostiene o enmienda la presunción sobre el tipo de operador del proceso. En la medida que se gana conocimiento sobre la conducta del legislador es que puede, por lo tanto, mejorarse las reglas del proceso. El desencuentro entre el perfil del usuario final de las normas y la presunción sobre su supuesto nivel de racionalidad operativa es el que define tanto la calidad técnica del proceso diseñado como la calidad de los resultados obtenibles con la norma procesal. Esto significa que mal puede calificarse una norma procesal como buena o mala sin tomar en consideración las necesidades y el estilo de uso de los usuarios y, por lo mismo, mal pueden calificarse como buenas o malas las decisiones de buenos o malos operadores si las normas procesales vigentes no tomaron en consideración las perspectivas colectivas del valor que tiene para el legislador las reglas procesales en vista del fin político que tienen la responsabilidad de cumplir.

En este último contexto es importante no pasar por alto precisamente que quienes deciden las reglas para tomar decisiones son los mismos operadores que tienen necesidad de ellas en su quehacer diario, y los mismos operadores que al redactarlas y aprobarlas también definen al supuesto legislador que decide qué leyes va a aprobar. Por esta razón es que el problema es mucho más complejo, puesto que si quien decide qué normas procesales aprobar para tomar decisiones legislativas con esas mismas normas procesales, el descuido con el que proceda a diseñar las normas y luego a aprobarlas no hará otra cosa que agregar niveles potencialmente fuertes de ineficiencia y de fracaso en la tarea legislativa a su cargo. No es ninguna solución decidir sobre reglas procesales a partir de un ideal de legislador que no corresponde al que efectivamente opera con esas mismas reglas. Pasar por alto y negar el impacto del estilo y conducta efectiva del legislador sólo conducirá al deterioro de la comprensión del papel del legislador a la vez que a la evaluación negativa de los productos y resultados que integra al sistema jurídico del país.

Dicho lo anterior, sin embargo, resulta igualmente indispensable tener presente que así como las normas procesales preparadas teniendo en consideración el estilo, la conducta y perfil efectivos del legislador, no se

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reduzcan sólo a ese criterio para evaluar o calificar su idoneidad normativa. La norma no sólo describe sino que también prescribe.

En este sentido es ciertamente valioso e importante conocer el aspecto netamente conductual y operativo de los legisladores, pero siempre que ello no excluya ni desatienda las exigencias mínimas que debe tener un proceso para que la ley que se apruebe con sus reglas tenga la naturaleza y contenidos que permita considerarla, justa y precisamente, como una ley. De lo contrario la consecuencia sería que el proceso redundaría en la reproducción de un concepto de ley probablemente muy fiel a los patrones de los operadores de las normas, pero generadores de actos legislativos formalmente adecuados que, no obstante, no tienen la condición de ley, no son normas efectivas para la atención de las necesidades de ley de la sociedad, ni sirven ni son útiles para el bienestar y desarrollo de la comunidad, ni cumple con la finalidad cohesionadora y ordenadora que por definición debe tener una ley.

De ahí que sea necesario mantener una pauta de diseño procesal que no baje la varilla únicamente al plano concreto de la experiencia y de las necesidades del operador del proceso. Si a eso se redujeran las pautas para la definición de normas se caería en un extremo tal en el que la norma procesal, como un tipo de ley, se rija sólo por el deseo o interés del legislador. Noción de ley que ha sido criticada en la primera parte de este trabajo.

2.- La finalidad material del proceso legislativo

No deja de tener cierto sentido irónico plantear hoy en el Perú la cuestión sobre el proceso legislativo a la luz de la incesante actividad legislativa del Poder Ejecutivo y recientemente del activismo normativo de gobiernos subnacionales. La experiencia de aproximadamente los últimos casi 40 años, y no obstante el postulado constitucional respecto a la preeminencia natural del Congreso como titular de la función legislativa, existen indicadores y evidencia ciertos de por lo menos tres aspectos que niegan el carácter absoluto de la preeminencia funcional del Congreso en el ejercicio de la función legislativa.

Primero, porque el mayor volumen normativo no procedería del Congreso, sino del Poder Ejecutivo. La realidad no admite contradicción. Está en la Constitución material y la existencia concreta del fenómeno normativo del Perú así lo testimonia. Segundo, porque el mayor volumen de normas aprobadas por el Congreso es de carácter particular, en comparación con la importancia de la normatividad aprobada con carácter general por el Gobierno. Y tercero porque, adicionalmente, se ha generado un nuevo nivel normativo con rango de ley a través del reconocimiento de la función legislativa en niveles subnacionales de gobierno como son los gobiernos regionales y municipales.

¿Qué tan valiosa o trascendente es la preocupación por el proceso legislativo en el Congreso, en vista del declive en el uso y desempeño de la autoridad legislativa por el Congreso? En este trabajo se han indicado algunos de los aspectos que inciden en el debilitamiento de la posición legislativa del Congreso, debilitamiento que por inefectividad del propio

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Congreso conduce a la asunción de estas capacidades por otros órganos estatales. La baja calidad material de las normas, en gran parte como resultado de la devaluación y distorsiones del concepto de ley, no menos que de las imperfecciones organizacionales que se apartan de la finalidad y meta legislativa para servir a fines privados de los actores (como, por ejemplo, la concepción del número de Comisiones como espacio que permite la distribución de cupos políticos), han conducido a un nivel de insatisfacción tal que otros actores han llenado el vacío con alguna mayor ventaja comparativa. Y en esta dirección incide, paralelamente, el desarrollo del proceso de descentralización y regionalización del Estado, con la demanda normativa consiguiente que representa la exigencia de competencia para regular sobre materias privativas de cada una de estas dimensiones subnacionales del Estado.

¿Por qué pues sigue siendo necesario el Congreso en el proceso legislativo más allá del papel residual al que podría conducirse su papel conforme avance y se desarrollen más las competencias regulatorias del Poder Ejecutivo y de los gobiernos subnacionales, y conforme, además, pudiera declinar cada vez más su incapacidad para legislar según las exigencias y demandas de ley de la sociedad?

La respuesta a esta pregunta no puede quedarse sólo en el plano del reconocimiento formal del texto de la Constitución. No importa cuánto reconozca el texto de la Constitución el lugar central del Congreso en la producción de las leyes, la observación efectiva del fenómeno legislativo es elocuente. La producción normativa del Poder Ejecutivo es comparativamente más significativa para la sociedad y ello ha llevado a afirmar a algunos que el papel funcionalmente más valioso en los Congresos no es más ya la legislación sino el control político de la acción del gobierno.

La respuesta más bien debe tener una orientación estratégica, orientada hacia el fortalecimiento del papel político del Congreso, una de cuyas dimensiones debe ser su contribución en la producción de la ley para la colectividad. El proceso legislativo debe garantizar la legitimidad de la ley. Tanto de las leyes que produce el propio Congreso, como de la producida por el Poder Ejecutivo con valor, rango, o fuerza de ley. Si el proceso es diseñado para alcanzar la meta estratégica consistente en el fortalecimiento del papel ordenador que tiene el Congreso en el Perú, la función de afirmación y determinación de la ley será socialmente más efectiva y legitimada ante la colectividad. Finalmente si la función y papel central de decir qué es ley se cumple bien se avanza en el proceso de articulación de la complejidad de diferencias y pluralidades que integran la república. Los objetivos para el Congreso serán definir y determinar correctamente cuál es la ley, en primer término; en segundo lugar, aprobarla como lo prevé el proceso preparado para decir con suficiencia cuál es la ley; en tercer término, asegurarse que esa misma ley sea efectiva, se cumpla y de aplique según fue concebida por el propio Congreso; y en último lugar, verificar que el ejercicio de la actividad legislativa por otros órganos a los que se les reconoce esta facultad lo hagan según los parámetros constitucionales en observancia del principio de separación de poderes.

Para efectos del desarrollo que corresponde realizar en este capítulo la meta estratégica del fortalecimiento del rol ordenador del Congreso y de decir qué es ley, debe encuadrarse en el espacio del papel que le toca al

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proceso en vista de la aproximación y logro de ese resultado. ¿Qué papel cumple el proceso en la tarea de preparar y elegir el contenido de una ley? ¿Qué valores orientan la definición del proceso legislativo en vista del papel que cumple el Congreso en servicio de la república?

Cuando en este estudio se plantea la cuestión sobre el proceso o la técnica legislativa y se afirma que éstos son un episodio de la condición legislativa y que les corresponde funcionalmente el papel de siervos de la cultura política (en la medida en que mantener el discurso en un plano técnico, mecánico y procesal elude el problema político medular de la calidad del ejercicio de la autoridad legislativa), lo que se afirma es que la perspectiva instrumental no basta para asegurar la calidad del valor ni de los contenidos de la ley. La servidumbre, ahora es cuando resulta necesario e indispensable aclararlo, no tiene un contenido minusvalorante ni despreciativo. Como no es despreciativo el concepto en virtud del cual se señala que el Pontífice Romano es el último de los siervos de Dios. El proceso y la técnica legislativos son siervos de la cultura política porque su finalidad está orientada a metas ajenas al solo proceso y técnica para elaborar y aprobar leyes. Lo sustantivo es que siendo siervas de un fin o meta ajenos a uno y otra, tienen un carácter accesorio y no principal; su razón de ser es para que lo principal cumpla con el propósito que le corresponde en el régimen político. No porque sirva y actúe como instrumento de un fin ajeno deja de ser de primera importancia. Son de importancia por el carácter instrumental que tienen para facilitar y lograr un fin político prioritario y trascendental para el país como es la definición del contenido de una ley. Y son tanto más importantes cuanto mejor sea la calidad y el contenido de la ley y con mayor propiedad se usen proceso y técnica para lograr dicha calidad y contenido.

Técnica y proceso pues son importantes. Y son necesarios e indispensables. No cabe imaginar la definición de contenidos de una ley sin la adopción de acuerdos sobre cómo se llega al compromiso y a la decisión entre los legisladores respecto al contenido y redacción de la ley. Cómo se llega a aprobar una ley es una cuestión típicamente procesal. El cómo se concretan los requisitos y pasos a seguir para que los actos legislativos cuenten con la conformidad de los legisladores no puede quedar librado al arbitrio de la totalidad de representantes en cada caso sometido a estudio, deliberación y decisión. Las normas procesales uniformizan de una manera general los requisitos, los pasos, los plazos, los tiempos, de manera tal que se economice con mayor eficiencia el uso del tiempo con regularidades normativas de tipo instrumental para lograr acuerdos y decisiones sin necesidad de cuestionar en cada caso con qué regla, con qué mayoría, con cuánto debate, en cuántas sesiones, con cuántas votaciones de tiene por aprobada una ley.

Ahora bien, de otro lado, si bien es cierto que observar los pasos en el proceso de producción de la ley, no asegura que el ejercicio del oficio de concebir, definir y de crear una ley se desempeñe con suficiencia, y por lo tanto no asegura tampoco que el ejercicio procesalmente correcto no garantiza su uso según el fin público prescrito ni impide hacerlo para beneficio privado de quienes reciben el encargo de legislar, no es menos cierto que las reglas del proceso tienen una finalidad que cumplir para limitar tales distorsiones. Existen para enderezar, apoyar y asegurar los mínimos necesarios en búsqueda de la alternativa buscada por los actores

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del proceso legislativo y para dar firmeza a la decisión colectiva. El sentido y razón de ser del proceso es permitir concluir en una decisión correcta de contenido legal. El proceso no ignora la finalidad material del resultado que se aspira a conseguir. No le es irrelevante ni inútil.

No cabe pues dentro de esta lógica mantener una noción del proceso como si sólo le correspondiera un papel lamentable y marginal, arbitrario, inconexo, periférico y accesorio respecto del contenido material de la ley. Hacerlo constituiría una expresión de inocultable deficiencia que melle la calidad de la legislación no menos que el desempeño del legislador. De ahí que sea preciso replantear nuevamente la cuestión inicial y básica que sirve de eje de reflexión en este trabajo, y para ello necesitamos recapitular y aplicar tales conceptos con el tema que se desarrolla en este capítulo, en el cual cabe advertir, nuevamente, la relación entre el perfil fundamental y material de la ley y los aspectos procesales que es preciso contemplar para que la ley material quede correctamente aprobada.

3.- El valor legitimador del proceso legislativo

La cuestión se refiere pues al valor propio del proceso legislativo, habida cuenta que su utilidad real debe medirse en su condición de canal que habilita la efectividad de la acción política. Las preguntas entonces son, ¿para qué sirve el proceso legislativo?, y ¿qué garantiza el proceso legislativo?. Esto es, si bien es cierto la técnica de estructuración de la ley o su redacción y el proceso para aprobarla son instrumentos de la acción política, ¿en qué aporta el proceso para garantizar elementos inherentes e inalienables a la ley?

Como ya lo hemos adelantado, el problema del vínculo entre el proceso y la finalidad política que a través de él se cumple, tiene aristas en las que la dualidad ley material y ley formal se reproduce. ¿En qué aporta el proceso legislativo para que la ley formal corresponda a los contenidos esperados de la ley material? Ya ha quedado señalado con reiterado énfasis que no obstante la necesidad de que para que una ley sea aprobada el legislador debe seguir con pulcritud todos los pasos previstos, el solo hecho de que los mismos hayan sido seguidos rigurosamente, no agota el carácter material de la ley. Si no lo agota, entonces, ¿en qué sentido sí orienta la acción política para facilitar los contenidos deseados por la colectividad? ¿Para qué sirve el proceso legislativo y cómo contribuye a que las decisiones sean mejores en el órgano legislativo del Estado?

La necesidad de un proceso legislativo obedece a la necesidad de reducir la complejidad de casos y diversidad de situaciones que deben ser tramitados para que una ley sea concebida, discutida, redactada y aprobada. La ausencia de un proceso legislativo pone al Congreso ante un panorama altamente discrecional para resolver un número indefinido de cuestiones de diferente naturaleza y dimensión. La reducción de la complejidad y la canalización de la discrecionalidad mediante pautas predeterminadas es un valor que añade eficiencia a la acción política.

Generalmente se subvalúa o se ignora el impacto procesal en relación con la finalidad de optimizar la calidad de la ley. Si bien es cierto que cabe que una norma pase impecablemente por todo el proceso de producción de la

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ley, tal tránsito no es garantía para que la ley sea de la calidad necesaria. Pero la existencia de reglas para el proceso permite anticipar límites para el uso de la capacidad de decidir la ley, y la existencia de las mismas ayuda a orientar la conducta del legislador. No obstante que las decisiones no quedan tomadas por el solo cumplimiento del proceso, el hecho de que la voluntad quede encuadrada de manera abierta y en igualdad de condiciones para todos los legisladores los motiva a participar. Esto es, a creer en el proceso. Sin confianza en el proceso los actores no avalan las acciones que se rigen por él y o se resisten a participar o no participan en absoluto. La voluntad de cooperar depende de la validez que se le reconozca al proceso. Si se tiene fe que seguirlo permite competir para que el contenido de la ley en el que se cree pueda prevalecer la existencia del proceso tiene asegurada su razón de ser y su valor político.

El valor político del proceso, por lo tanto, puede ser visto como su capacidad para legitimar la interacción y la toma de decisiones colectivas. El proceso tiene razón de ser porque los legisladores creen que seguirlo es una garantía igualitaria para conseguir la decisión colectiva en la que ellos creen. De ahí que quepa concentrar en su existencia y en su apego u observancia una certeza colectiva. Vale más contar con un proceso que reduzca con eficiencia la complejidad de situaciones de naturaleza análoga, que prescindir de reglas de trámite en un esquema abiertamente discrecional. Al revés. A mayor discrecionalidad menor certeza sobre cómo llegar al resultado colectivo. Además, la mayor incertidumbre demanda para cada caso mayor uso del tiempo para establecer qué acuerdo procesal permite tomar qué determinación. La confianza en la existencia del proceso y en su eficiencia para alcanzar decisiones colectivas es un valor de inestimable trascendencia en la finalidad de llegar a decisiones materiales y efectivas para la colectividad.

El proceso, en consecuencia, es un medio que legitima la acción tomada y seguida conforme a los cursos prescritos en las normas o reglas procesales. La capacidad legitimadora del proceso, como podrá deducirse del desarrollo de la posición adoptada en esta obra, no es absoluta. La acción legislativa es legitimada por la adhesión al proceso, pero la sola fidelidad al proceso no agota las exigencias de legitimidad de la ley en planos diversos al procesal. La ley no se legitima sólo por el proceso, aunque precisamente la razón de ser del proceso sea la legitimidad que ofrece para el mejor uso de la autoridad legislativa.

De modo que quede entendida la diferencia es importante resaltar que el concepto de legitimidad tiene diversidad de sentidos, la mayor parte de los cuales son contradictorios entre sí, como lo son los planteamientos de las bases teóricas para sustentar una forma de legitimidad como superior a otras. Entre las distintas «bases de validez» (Geltungsgründe, según Max Weber) cabe hablar de legitimidad como una forma de acatamiento u obediencia generalizados a la autoridad; como la ortodoxia y correspondencia con valores tradicionales y verdades universales o su negación; como el nudo ejercicio de la autoridad por quien tiene competencia legal para desempeñarla; o como la creencia en el uso del poder por una persona cuyo carisma inspira confianza a la comunidad sobre la que ejerce su autoridad. En cualquier caso lo común a toda forma de legitimidad es la base subjetiva de la misma, que consiste en la percepción o creencia que la autoridad es ejercida con legitimidad. La legitimidad es la

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calidad de la autoridad ejercida en conformidad con la creencia de los destinatarios de tal autoridad que, incidentalmente, son precisamente los comisarios que tienen la potestad de darle a la autoridad el rango y función que desempeña respecto de sus mandatarios.

Cuando hablamos de la legitimidad de una ley en vista del aspecto procesal a lo que nos referimos es a la creencia que la fidelidad y respeto al proceso es capaz de garantizar con justicia e igualdad la participación de todos los actores en el proceso legislativo. El poder legitimador del proceso consiste en la eficacia que promete para obtener un resultado con mayor eficiencia que otras opciones procesales, o que la absoluta inexistencia de un proceso predeterminado. La función legitimadora del proceso legislativo no tiene la pretensión de asegurar la legitimidad del resultado y de la decisión finalmente aprobada, ni la legitimidad de la mayoría cuyos votos finalmente definieron la ley en un sentido y con un contenido en vez de otros.

El proceso cumple con su finalidad con la orientación que ofrece a quienes pueden usarlo sobre la regularidad y permanencia de su uso por todos, y la exigencia igualitaria de su adecuación para llegar a resultados colectivos. La virtud del proceso es la promesa que ofrece de vías comunes para asuntos cuya identidad es prerreglada. El legislador puede contar con que el proceso minimiza la heterogeneidad y disparidad de reglas para tomar decisiones según los tipos y clasificación de pasos secuenciados, competencias predefinidas o plazos determinados en los que pueden ejercitar sus funciones o facultades los titulares del proceso.

El proceso legislativo es un régimen de relaciones para tomar una decisión colectiva según una misma disciplina y cauce general aplicable a situaciones de hecho predefinidas o preestablecidas. A diferencia de otro tipo de procesos reglados, en el caso del proceso legislativo no se cuenta sino con un derecho material positivo mínimo respecto a la sustancia de la ley. Ello obedece al amplio marco de acción que define la actividad y los procesos políticos. No obstante los recientes desarrollos en materia de racionalización de la actividad parlamentaria, los contenidos de la ley y de la actividad legislativa no tienen un nivel de regulación como el abundante desarrollo que tiene el derecho sustantivo como correlato del proceso civil, el proceso penal, el proceso administrativo e incluso el proceso constitucional. La legislación, en este sentido, tiene un nivel de legitimación legal básicamente procesal. La regulación sobre la sustancia o material legal no tiene un cuerpo normativo estructurado, reglamentado ni codificado.

La opción de los actores por participar es un acto tácito de confianza y reconocimiento que permite presumir la validez de la vía procesal usada. Esta presunción sólo queda descartada con la impugnación del modo en que se usa el proceso, o eventualmente con la falta insubsanada de adecuación al canal preestablecido que genere una acción de inconstitucionalidad por iniciativa parlamentaria con la finalidad de lograr la declaración de inconstitucionalidad por el Tribunal Constitucional por vicio procesal en la aprobación de la ley.

De la lealtad con la que los legisladores usan el proceso depende que se alcance o no la finalidad material en vista de cuyo logro se diseñó el proceso. Pero, nuevamente, alcanzar la finalidad en virtud de la cual se

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diseña y existe un proceso no es lo mismo que alcanzar la finalidad en virtud de la cual la ley tiene sentido para la comunidad. Cabe cumplir la primera sin que la segunda se cumpla. Sin embargo, no deja de ser cierta la limitación recíproca que consiste en que la aprobación de una ley idónea para la colectividad, una vez que se ha legalizado un proceso como exigencia regular para que una ley quede definida y aprobada, no puede realizarse sin observar el proceso exigible para que la decisión sea tomada. Por lo tanto, cabría concluir, dentro de una lógica estrictamente legal, que la inobservancia del proceso lesiona la idoneidad de la ley dictada no obstante el acuerdo que pudiera existir sobre el beneficio y efectividad social que tuviera la capacidad de generar.

4.- La función del proceso en la adopción de políticas legislativas

La función del proceso no es permitir que los legisladores consigan la aprobación de las propuestas que presentan. El proceso sí sirve para que los legisladores se valgan del proceso legislativo para conseguir los resultados que esperan. Pero es distinto que el legislador use el medio procesal para alcanzar un resultado, a que el proceso tenga como función permitir que los legisladores consigan lo que esperan del proceso.

La funcionalidad del proceso va más allá de los operadores del mismo. Sirve, más bien, para articular las propuestas y lograr un resultado colectivo al que debe llegarse para alcanzar la finalidad legislativa. Esto es, para tener como resultado un producto, que es la ley, en vista de la necesidad que tenga la comunidad de tal ley. La funcionalidad del proceso no se agota en la utilidad que represente a los operadores internos del mismo en el Congreso.

La función del proceso, en consecuencia, se define a partir de los valores que permite alcanzar en beneficio de la colectividad. Las reglas procesales y su uso por las unidades orgánicas del Congreso y sus titulares y actores, se prevén por la efectividad con la que asegura se satisfagan las necesidades de la misma colectividad a la que debe representar y servir el Congreso. El proceso legislativo es el medio que hace operativa la actividad de los legisladores y les permite acercar el Estado a la sociedad, en especial, en cuanto los problemas de la sociedad sean efectivamente atendibles y solucionables a través de una ley. El proceso se diseña para que el Congreso dé una respuesta efectiva a la sociedad y le permita resolver eficazmente problemas con una solución legislativa.

En el cuadro que sigue puede percibirse los niveles de uso del proceso legislativo por los legisladores, con el fin de definir las políticas legislativas propuestas en un sentido u otro. Pero, como se verá luego, el tipo de uso que los operadores realizan no hace que la función del proceso se agote en la instrumentalización y ventajas que el legislador obtiene con él. El cuadro muestra en tres columnas los tipos de interacción (o usos disponibles), los supuestos de hecho procesales que marcan la orientación sobre el uso y resultados obtenibles por los operadores del proceso, y los casos específicos en que se produce la interacción según cada tipo.

INTERACCIÓN ENTRE EL PROCESO Y LAS POLÍTICAS LEGISLATIVAS

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NIVELES DE INTERACCIÓN

SUPUESTOS DE HECHO AFECTADOS POR LAS NORMAS PROCESALES

CASOS EN QUE SE CUMPLE LA INTERACCIÓN CON LOS SUPUESTOS

DE HECHO PROCESALES

Resultados de política por condicionamiento procesal de los contenidos

- El proceso legislativo prevé opciones de tratamiento más rápido que otras, cuyo uso depende de la materia y del apoyo de los voceros de los grupos.- El proceso legislativo restringe opciones para tomar decisiones, según las exigencias de mayoría, de una sola o dos votaciones, o si el titular es o no el Poder Ejecutivo.- El proceso legislativo amplía la capacidad de influencia de algunos legisladores, según que presidan una Comisión, o sean voceros de sus grupos parlamentarios.- Si la materia de la política tiene mayor nivel de acuerdo y consenso las posibilidades procesales optimizan su calendarización y la decisión corporativa

- Las leyes orgánicas requieren mayoría absoluta.- Las reformas constitucionales requieren mayoría absoluta y referéndum, o votación en dos legislaturas ordinarias sucesivas con dos tercios del número legal de congresistas.- Los proyectos del Poder Ejecutivo pueden recibir trámite de urgencia y anteponerse su debate sobre otros.- En principio los proyectos que reciben dictamen por unanimidad cuentan con la garantía de aprobación antes y con menos tiempo de debate en el Pleno.- Los proyectos dispensados de dictamen tienen en principio mayores posibilidades de acuerdo.

Impacto en la priorización o postergación en la agenda y discusión por opción procesal escogida

- La redacción de las normas procesales facilita o restringe el acceso de políticas promovidas por las minorías, o las reserva a coaliciones mayoritarias.- Los contenidos de las políticas a considerar y votar definen si la materia es priorizada o retrasada.Las reglas sobre cuestiones dilatorias definen y reorientan las prioridades de las políticas bajo consideración

- Lograr la inclusión de una política legislativa en la Agenda Legislativa Anual impacta notablemente en la prioridad de los planes de trabajo y prioridad de las actividades de las Comisiones y del Pleno.- El Reglamento señala los casos en los que no obstante la calendarización de las iniciativas el Presidente del Congreso priorice otras materias a debatir y votar: la proximidad y capacidad persuasiva al Presidente influye sobre las prioridades que él/la define

Ventajas procesales por mayor experiencia procesal del legislador

- El mayor conocimiento y práctica en el uso de las reglas procesales optimiza la promoción de políticas legislativas, en desmedro de quienes tienen comparativamente menos experiencia y manejo del proceso

- La presentación de una cuestión de orden o previa puede retrasar o adelantar la resolución del Pleno, si se presenta oportunamente.- La presentación de modificaciones durante el debate puede obstruir o precipitar la resolución de una iniciativa.

A través del proceso legislativo debe formarse una política pública que la pluralidad de tendencias políticas representadas en el Congreso aprueba para ordenar y cohesionar a la sociedad. Ese proceso legislativo tiene por función acoplar los deseos, intereses y valores de los representantes de manera que el resultado de procesar la participación de los operadores o usuarios del proceso incluya el deseo de ley de las diferentes tendencias de la comunidad. La naturaleza de esta función es en esencia indesligable del sentido de la ley, pero tiene una virtud funcional propia y específica. El proceso es el medio de composición y articulación de la diversidad en una voluntad corporativa común. La pluralidad se convierte en una sola decisión colectiva porque el proceso legislativo cumple con esa función para la institución parlamentaria.

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Es porque existe la diferencia y la pluralidad en la sociedad que el proceso tiene la finalidad de legitimar los resultados. La existencia de la diferencia y la pluralidad justifica la existencia del proceso. Sin proceso la diferencia y la pluralidad no llegan a un resultado colectivo agregando el discurso, argumentos, deseos e intereses heterogéneos de la sociedad.

En la articulación de la pluralidad y diversidad se consideran reglas para dar un asunto por presentado, estudiado, debatido y acordado, pero también qué órgano u operador tiene competencia para participar o para definir la materia aún sin articular ni resolver en un producto único y corporativo. Si la ley es un producto colectivo y no singular de un legislador ni grupo parlamentario, los órganos institucionalmente responsables y competentes son quienes tienen la misión de asegurarse que la función procesal sea correctamente cumplida.

Obviamente que ningún colectivo tiene existencia de no ser por la intermediación de las singularidades que los conforman, pero la imputación por la participación de las singularidades corresponde al colectivo corporativamente entendido y no sólo a las partes que lo constituyen. Es el órgano competente en cada etapa del proceso legislativo la instancia encargada de cumplir la función procesal y para este efecto ese mismo órgano orienta, canaliza y conduce la participación de los miembros de cada órgano.

El órgano competente pues es distinto y jerárquicamente superior a los miembros que en él intervienen, y opera a partir de imputaciones de acción colectiva a través de las normas procesales relativas a la manera de tomar acuerdos según las fórmulas que en cada tipo de situación se establecen en la Constitución, en la ley, o en el Reglamento del Congreso. No se trata de un órgano físicamente ajeno a los propios legisladores, sino que es un órgano integrado materialmente con legisladores al que se le adjudica una jerarquía y responsabilidad jurídicas distintas a la que tuvieran los miembros de ese mismo órgano, y esa función no se reduce, circunscribe ni agota con el cumplimiento del deseo, voluntad ni interés de los miembros.

Los órganos que articulan la pluralidad en el proceso legislativo, no obstante la finalidad última de decir la ley en todos ellos, tienen una función distinta según el nivel jerárquico que les corresponde en la organización parlamentaria. Los grupos parlamentarios son el agente competente para autorizar la presentación de las propuestas de los legisladores individualmente concebidos; las Comisiones Ordinarias son la agencia corporativa de acopio de información y estudio y el primer nivel de compromiso y concertación entre la diversidad de tendencias políticas.

Porque las Comisiones cumplen una misión preparadora de la deliberación y de la decisión que debe tomar el Pleno, no pueden ser consideradas como una primera instancia jerárquica respecto del Pleno que actuaría como su superior, puesto que se trata de instancias con competencias ordenadas según distinta necesidad funcional. Si las Comisiones no informan, no estudian o no concertan con suficiencia los compromisos políticos en la propuesta que remiten al Pleno, la función informativa y concertadora que se les encomienda no puede ser revocada por el Pleno. Aunque no deje de

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ser cierto que al detectarse la insuficiencia en el Pleno el encargo les será devuelto para que se cumpla idóneamente la función que les corresponde.

En vista del papel que tienen las Comisiones como órganos y etapas en la cadena de construcción de valor de la institución parlamentaria, sólo si en ellas se cumple con las competencias requeridas, para alcanzar y construir los valores en cuya razón de ser existe el proceso legislativo, es que las Comisiones tienen una labor procesal útil a la colectividad y el Congreso, a través de ellas, sirve bien a su finalidad como órgano estatal responsable por la función legislativa. Sin competencia para agregar valor las Comisiones carecen de la utilidad necesaria para la acción efectiva del Congreso como agente de solución de problemas políticos y sociales. La gestión de las Comisiones tiene sentido si con su acción aumenta la credibilidad de la gestión legislativa del Congreso. Las Comisiones tienen la misión de desarrollar el potencial de la institución, en particular por el aporte que su evaluación, estudio y deliberación significa para el proceso de discusión y toma de decisiones por el Pleno. La competencia central de las Comisiones en el proceso legislativo permite contar con una percepción o visión que integra los requerimientos colectivos, según la pertinencia e idoneidad que la propuesta legislativa ofrece de modo efectivo como solución a los problemas de la sociedad. El valor que contribuye a alcanzar las Comisiones es el enfoque especializado que pone a disposición del Pleno. El Congreso puede ser evaluado y recompensado si es posible percibir la diferencia en el valor que aseguran y defienden las Comisiones cuando actúan según las competencias que se espera que cumplan.

Son tres los aspectos en los que cabe advertir el ejercicio idóneo de las competencias de las Comisiones. El primero, es que las Comisiones sepan qué hacer; el segundo, que lo puedan hacer; y el tercero, que lo quieran hacer. Saber qué hacer es una competencia esencialmente cognitiva y supone que se entienda debidamente cuál es su rol en el proceso y la naturaleza de su labor para alcanzar los valores que la institución les encomienda aportar. Poder hacer es una competencia relacionada con las destrezas y las habilidades para cumplir con lo que se sabe que tienen la responsabilidad de hacer. Y el querer hacer es una competencia propia del ámbito de las actitudes; esto es, que sabiendo lo que hay que hacer, y contando con las destrezas y recursos para poder hacerlo, exista la disposición y voluntad para comprometerse y alcanzarlo haciéndolo de modo visible y efectivo. Saber hacer, permite entender qué tareas y qué funciones deben atenderse y cumplirse. Poder hacer, es ser capaz de desempeñar los puestos en la institución durante la etapa de Comisiones. Y querer hacer, contando con el conocimiento, la experiencia, y las capacidades para el desempeño, es lo que habilita el éxito del proceso a cargo de esta fase del proceso legislativo.

Así como las Comisiones agregan información, análisis y concertación política en vista de una función esencialmente dictaminadora sobre una propuesta de política legislativa, el Pleno es el órgano cuya función procesal es definir el acuerdo político. Pero el acuerdo político será tanto más valioso cuanto mejor hayan cumplido su misión las Comisiones Ordinarias.

La función del proceso legislativo es una, y se divide según necesidades funcionales derivadas de la función del proceso. En Comisiones la función del proceso agrega un primer nivel de concertación pero lo que no puede

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realizar el Pleno es acopiar información, solicitar análisis de expertos, recibir a los grupos de afectados, interesados o involucrados de la sociedad, ni reflexionar sobre detalles e implicancias técnicas de detalle. Si las Comisiones no aportan con el cumplimiento idóneo de esta función su labor es cuestionable y la responsabilidad por la imperfección de la propuesta que eventualmente apruebe el Pleno recae en gran y mayor medida sobre la deficiente forma en que se desempeña la función.

Si, de otra parte, las Comisiones no cumplen con la función de concertación en el primer nivel, tal ausencia sí resulta reparable en el Pleno. Sin embargo, las deficiencias en la articulación de la pluralidad de opiniones y tendencias políticas de los grupos en las Comisiones representarán mayor carga y desgaste de energía de concertación en el Pleno. Lo cual equivaldrá, obviamente, a un dispendio de tiempo con articulaciones de retrasos que en fin de cuentas también supondrán mucho más altos niveles de improvisación, porque los acuerdos y arreglos se definirán con mayor urgencia y mayor intensidad de presión, habida cuenta que las iniciativas agendadas sin suficiente concertación no fueron idóneamente articuladas por la Comisión entre las agrupaciones representadas en su seno.

La pobreza de la capacidad articuladora y concertadora en Comisiones es una forma de incumplimiento de la función del proceso legislativo y las deficiencias en su labor perjudican la calidad del trabajo que se deriva innecesariamente al Pleno. Puede verse una vez más cómo, en el supuesto de ineficiente concertación entre los grupos parlamentarios representados en las Comisiones, es decisiva la decisión que debe tomarse en relación con la norma procesal respecto al excesivo número de Comisiones. Tener más Comisiones que las que eficientemente permiten la articulación de posiciones políticas limita las posibilidades de dedicación y de asistencia de los miembros de las mismas. La función procesal de las Comisiones no consiste en permitir su uso como cupos disponibles para distribuir cargos. Sólo si las Comisiones cumplen su función procesal de estudio, deliberación y concertación es posible que el Pleno luego cumpla también su función procesal articuladora y decisora en vista de la misión política del Congreso que consiste en alcanzar los resultados normativos que favorezcan a la sociedad.

Este último sería un caso en el que las normas procesales no deben redactarse sólo en función de la necesidad y perfil conductual del operador. Si ésta fuera una condición a cumplir para calificar una norma como idónea probablemente la regla sobre el número de Comisiones en vista de su uso como espacio de distribución de cupos sería una norma procesalmente correcta. Es necesario que la norma procesal sea eficaz para el cumplimiento de la propia función procesal del órgano con responsabilidad legislativa. Las Comisiones, como órgano de deliberación y articulación política, tienen la función de servir con imparcialidad en la tarea de decir qué es ley en el Perú. Pero la imperfección en el cumplimiento de esa función, aún cuando sí satisfagan la expectativa de servir como medio de concertación a través del reparto de espacios proporcionales de cuotas de poder, no llega a ser sino una alternativa que aparta al legislador de las metas políticas que debe alcanzar en representación de la república.

No es función del proceso en la etapa de Comisiones que los grupos parlamentarios y los legisladores cumplan su deseo e interés de ocupar y

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contar con espacios de poder. El proceso no tiene por función servir el interés de los actores en el mismo. El proceso trasciende al interés del operador y cumple una necesidad en el sistema. Si los operadores no saben ponerse en esa actitud y posición, desprendiéndose de sus intereses concretos, ni el país, ni el Estado, ni el Congreso cuentan con agentes responsables capaces de cincelar las leyes necesarias para el alma y carne de los peruanos.

Para resumir, la función del proceso legislativo es componer la pluralidad con la diversidad de tendencias representadas en el Congreso y decir qué es ley según un sentido orden que trascienda los intereses de los legisladores y grupos políticos. Cabría decir por tanto que su función es lograr un único sentido de orden para la diversidad. Lo que en buena cuenta significa componer y armonizar la disipación potencialmente conflictiva de la diversidad, en un orden normativo que garantice igualitariamente a todos el tratamiento bajo la regla de una norma común.

Lo que las Comisiones y el Pleno aportan en el proceso legislativo, cuando se identifica el sentido de la existencia como instrumento clave o relevante para alcanzar el valor que la institución debe producir y ofrecer a la república, permite evaluar y medir qué tan exitosamente es que el Congreso es una instancia que asegura y defiende las estrategias que tiene la misión de cumplir el Congreso. Si las Comisiones y el Pleno tienen las competencias necesarias para que la sociedad esté bien cuidada por sus representantes, la propia sociedad queda satisfecha. De lo contrario la falta de competencia para atender esa misma necesidad tendrá una evaluación descendente en la legitimidad que como órgano estatal le adjudiquen quienes confían en los representantes que elige para que atiendan esa misión.

5.- Las exigencias procesales previstas en la Constitución

La Constitución, como orden abstracto de esa regla inherente de la comunidad, selecciona algunos temas que prefiere excluir y no dejar al arbitrio y autonomía normativa del legislador ordinario, de manera que sus productos no dejen de mantener un mismo modo de producción y creación de la ley. El conjunto seleccionado de asuntos procesalmente indispensables forman parte de la estructura conceptual que dirige y subordina todo procedimiento parlamentario a los criterios o principios que conforman la teoría general del proceso parlamentario. Si bien la disciplina de la teoría general del proceso parlamentario no ha sido aún sistematizada ni construida, es posible encontrar el perfil desde el cual cabe iniciar su construcción y elaboración teórica.

A pesar que el constituyente no ha pretendido ordenar todo trámite o procedimiento desarrollado en el Congreso alrededor de principios generales de validez o eficacia de los actos o de la regularidad de la secuencia de las etapas procesales, es posible hacer el esfuerzo de detectar los criterios generales que ordenan el mecanismo y dinámica de toma de decisiones de los congresistas constituidos como asamblea representativa de la república. La estructura del proceso parlamentario, sin embargo, no ha sido considerada por el gremio de abogados como digna de integrar la disciplina a la que se ha venido a llamar “el proceso constitucional”. Cómo

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no habrá de llamar poderosamente la atención esta exclusión si entre todos los procesos constitucionales los procesos parlamentarios debieran conformar un espacio privilegiado y prioritario entre los procesos de definición y afirmación de los contenidos constitucionales. El sesgo de tal exclusión no hace sino confirmar, sin embargo, la predisposición unilateral de los juristas que discriminan el estudio de la organización de la voluntad estatal como si sólo la temática de los derechos fundamentales requiriera la reflexión constitucional. Para remediar omisiones clamorosas como la anotada es necesario aportar en el terreno de la constitucionalidad de los procesos parlamentarios. A esa finalidad obedece este acápite.

Si de lo que se tratara fuera de definir la temática procesal que la Constitución desarrolla sobre materia parlamentaria, el primer asunto a reflexionar es precisamente el de la selección de asuntos relevados como constitucionales en la ley fundamental.

FASE PROCESAL

MATERIA LEGISLATIVA CONSTITUCIONALMENTE NORMADA

Propositiva Pluralidad de iniciativa legislativa (no es exclusiva del Congreso)

Restricciones para proyectos de habilitación de facultad legislativa al Presidente de la RepúblicaMaterias delegables de aprobación legislativa a la Comisión Permanente

Materia reservada del CongresoMateria de ley orgánica según criterio sustantivo y funcionalMateria normativa reservada del Presidente de la República (exclusión de competencia parlamentaria de iniciativas con contenidos que impliquen gasto, reducción de ingresos, de naturaleza presupuestal, o la cuenta general de la república; tratados internacionales ejecutivos; normas de contenido tributario; estados de excepción) Requisitos de presentación de proyectos

Instructiva Requisito de dictamenRequisito de informe en dictámenes en materia tributariaPreferencia de trámite

Deliberativa No hay sanción de ley sin dictamen previo de ComisionesConstitutiva Requisito de debate y sustentación de proyectos de ley

Plazo de aprobación de proyectos de presupuesto y cuenta general de la república Mayorías calificadas para aprobación por la Comisión PermanenteRequisito de contenido del presupuesto para su aprobaciónVotación de leyes de tratamiento tributario especial según zonasRequisitos de mayorías para aprobación de leyes orgánicasModalidad y requisito de mayorías para aprobar la reforma de la ConstituciónValidación de decretos legislativos y decretos de urgencia

Integrativa Requisito de remisión de autógrafa al Presidente de la RepúblicaRequisitos de plazo para la promulgación u observación de la leyCasos de promulgación de la ley por el Presidente del CongresoCondición para la promulgación del presupuesto y de la cuenta general por decreto legislativoPlazo general y especial de vigencia de la leyRequisito de dación de cuenta de normas dictadas por Presidente de la República

Reconsiderativa

Requisito de mayorías para aprobación de la reconsideración (insistencia) de la ley observada

¿Cuáles son los valores seleccionados y preferidos que el constituyente protege y resalta como características esenciales del proceso legislativo? Cabe ensayar algunas respuestas. La primera es el reconocimiento de una pluralidad de fases procesales, que suponen restricciones para la iniciativa, la instructiva, la deliberativa, la constitutiva, la integrativa, y la reconsiderativa. De modo similar a lo que ocurre respecto de la garantía de la pluralidad de instancias en los procesos jurisdiccionales, el proceso

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legislativo contempla la pluralidad de etapas con la finalidad de orientar los mecanismos de toma de decisión parlamentaria en un sentido que amplíe el estudio reflexivo de la materia a legislar, la deliberación y concertación política entre la pluralidad de agrupaciones y representantes, y evitar por igual razón la precipitación o el vértigo decisionista. La razón de ser y la principal virtud de las asambleas legislativas, a diferencia de lo que ocurre en el órgano ejecutivo del Estado, es ensanchar los espacios para la consideración y la deliberación entre la diversidad de alternativas políticas con presencia parlamentaria. Son despropósitos que pervierten la finalidad de la asamblea legislativa demandar o proponer para ellas un papel expeditivo que privilegie el número de decisiones antes que la calidad de la deliberación entre las diferentes tendencias culturales, sociales o políticas representadas. Es el espacio para la deliberación y para la pluralidad lo que garantiza la pluralidad de etapas el proceso legislativo.

La segunda característica de las reglas procesales que la Constitución privilegia en materia legislativa, es la pluralidad orgánica de agentes legiferantes y el mecanismo de interacción entre ellos en el proceso de definición de los contenidos legislativos. Esto es, que el Congreso, en sí mismo sede de la diversidad y de la pluralidad de tendencias sociales representadas ante el Estado, no es, sin embargo, agente exclusivo de la función legislativa. No es el único que puede decir la ley. También puede hacerlo el gobierno. Y el gobierno lo puede hacer de seis modos: mediante su iniciativa para presentar proyectos en el Congreso, ya sea de modo general como a través de la iniciativa sobre materia reservada o exclusiva como lo es la presupuestal; mediante la delegación de facultades legislativas con que lo habilita el Congreso, con cargo a dar cuenta del cumplimiento de los términos constitucionales y circunstanciales de la delegación; mediante el abocamiento sobre materia económica limitada y regulable por ley en situaciones de urgencia, también con cargo a dar cuenta al Congreso sobre la constitucionalidad, materialidad y pertinencia de dicho abocamiento; mediante su participación en el proceso deliberativo, con la exigencia de opinión técnica respecto de determinadas materias a legislar, en particular la materia tributaria; mediante su participación en la fase integrativa del proceso legislativo una vez concluido el proceso legislativo en el Congreso, a través de la sanción (llamada «promulgación») que efectúa o de las observaciones totales o parciales que presenta respecto de la ley aprobada; y, finalmente, mediante los decretos supremos que tiene potestad de dictar, siempre que no exista transgresión ni desnaturalización de ley previa (es decir, siempre que no exista ley sobre la misma materia, o existiendo el decreto supremo no contradiga su texto). Fuera de la participación legislativa del gobierno, la Constitución prevé igualmente la existencia de otros agentes estatales con potestad normativa, como son los gobiernos regionales y municipales, únicamente respecto de ámbito exclusivo de sus territorios, dentro de la competencia constitucional que les es explícitamente reconocida, y en tanto no contradigan una ley nacional regularmente aprobada y sancionada. Al reconocer el papel legislativo del gobierno, la Constitución equilibra el carácter representativo del régimen de gobierno con otro aspecto inherente a todo sistema político: la eficiencia y la gobernabilidad del país según la define el órgano encargado primariamente del gobierno. La representatividad del sistema legislativo se encarga prioritariamente al Congreso, en tanto que la eficiencia y la gobernabilidad a los equipos técnicos de la administración cuya conducción se encomienda al gabinete ministerial.

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Además de la pluralidad de agentes estatales competentes para aprobar leyes, es también un valor resaltado del proceso legislativo su carácter participativo. Esto es, el reconocimiento de una pluralidad de titulares de la iniciativa legislativa. No son sólo los congresistas. Se reconoce a una diversidad de agentes, como los otros órganos estatales, las instituciones públicas autónomas, los gobiernos regionales y municipales, los colegios profesionales y, de igual manera, los ciudadanos a través de la llamada iniciativa popular. Es importante distinguir dos aspectos; primero, que además del gobierno otros órganos públicos tienen iniciativa para presentar proyectos de ley, y segundo que también tiene iniciativa la sociedad en general dentro de los límites de las reglas de participación que la ley fija. En uno y otro casos es importante precisar que se trata únicamente de la facultad de presentar iniciativas. No de participar en el estudio, deliberación, aprobación ni control que se realiza en sede parlamentaria. Únicamente en la fase propositiva. Una vez presentada la iniciativa es el Congreso el que asume responsabilidad sobre la propuesta, su contenido, sus sentidos y en último término de su aprobación. Y respecto de la fase propositiva la Constitución también señala como limitación general, para los organismos públicos, que las iniciativas que presenten versen exclusivamente sobre materia propia de su competencia. De ahí que iniciativas de este tipo de organismos sobre materia ajena adolezca de ausencia de fundamento en razón de lo cual deben considerarse improcedentes las iniciativas sobre materia que exceda el ámbito funcional del órgano que las presenta. Este tipo de límite no alcanza, no obstante, a la iniciativa popular, la que sin embargo sólo puede ejercitarse si la iniciativa es presentada según los requerimientos de número y de calificación de identidad que la ley de desarrollo correspondiente preestablece.

Una cuarta característica tiene que ver con la exigencia de un determinado número de votos para aprobar cierto tipo de leyes. Ello importa una forma de privilegiar algunos contenidos legislativos, respecto de los cuales el constituyente limita la autonomía material del Reglamento del Congreso. Entre las materias con mayorías constitucionalmente relevantes se cuenta la reforma de la Constitución, la aprobación de la insistencia en una ley aprobada cuando ésta es observada total o parcialmente por el Presidente de la República, la aprobación de leyes orgánicas, la aprobación excepcional y selectiva de regímenes tributarios para determinadas zonas del país, o los casos de aprobación de créditos suplementarios, habilitaciones y transferencias de partidas por la Comisión Permanente. La selección de estos temas particulares como relevantes para la Constitución tiene como significado, en primer lugar, que estas materias son las que pretende cubrir y salvaguardar como espacios de mayor cuidado en la organización política del país y, en segundo lugar, como consecuencia de lo anterior, que esas mismas materias al reservárselas el constituyente quedan excluidas del arbitrio, autonomía y competencia del legislador ordinario, marcando así la disponibilidad de éste respecto de todo otro contenido procesal respecto del cual puede libremente ejercitar la potestad reglamentaria.

Una quinta característica es la concepción multifuncional y heterogénea del concepto de proceso legislativo. La multifuncionalidad y heterogeneidad resulta del entendimiento que los procesos legislativos no se agotan en una finalidad exclusivamente legislativa. Esto es, que el propósito y objetivo del proceso sirve para cumplir otras funciones igualmente parlamentarias de la

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asamblea. La Constitución prevé que el control del uso de la facultad legislativa sea objeto de consideración en la vía legislativa, y ello a través de la evaluación del cumplimiento de requisitos constitucionales de validez y eficacia de las medidas normativas que excepcionalmente asume o se le otorga al Presidente de la República. Tal control se realiza en las etapas constitutiva e integrativa de un proceso que siendo básicamente legislativo desde el punto de vista material es una variante diversa al procedimiento básico u ordinario. La materia de normas expedidas es evaluada según el criterio de regularidad constitucional o el de las condiciones habilitatorias de la facultad legislativa. El ejercicio del control del uso de la facultad normativa que ejercita el Presidente de la República se desarrolla en sede legislativa. En buena cuenta, en consecuencia, la Constitución prevé diversos tipos de procedimientos legislativos además del procedimiento típico de aprobación de las leyes, y cuando se controla la constitucionalidad o cuando se revisa la corrección en el uso de la facultad normativa del gobierno el Congreso tal acto sigue siendo legislativo, no obstante tratarse de un tipo de supervisión de carácter interorgánico que realiza el Congreso respecto del gobierno. Como veremos luego, el desarrollo del proceso de control en sede legislativa es incompleto y carece de desarrollo en relación con el efecto de la inacción o silencio legislativo del Congreso sobre el ejercicio de las facultades normativas del gobierno.

Una primera e importante característica omisiva con relevancia constitucional, es que la Constitución no prevé salvaguardas ni requisitos para garantizar la calidad de la ley. Esto significa que, salvo por las características antes señaladas, no existen requisitos metodológicos que permitan garantizar a la sociedad que las leyes que apruebe el legislador serán útiles y eficaces para atender los problemas de la realidad. No basta que las leyes sean resultado de la propuesta de agentes con titularidad y competencia sobre la materia, o que se aprueben con la mayoría que la Constitución señala. Precisamente porque se obvia la consideración a lo que puede y debe ser materia de una ley es que la sociedad es perjudicada con el uso impropio de la función legislativa por el legislador. Ni el acuerdo entre los voceros de las agrupaciones ni el logro del número de votos basta para que la legislación aprobada, aún cuando contara con la condonación del gobierno, tenga la naturaleza de ley. La Constitución debe señalar dos cosas: una, que para que la ley pueda ser aprobada ésta debe constituir una alternativa técnicamente sustentada en el impacto que generará en la sociedad; y dos, que la ley que no alcance a generar el impacto que se anunció en el estudio a cuyo amparo tuvo sustento, caduca en su vigencia luego de la evaluación que sobre el particular se realice respecto del comportamiento de los indicadores de avance y cambio definidos durante el proceso de estudio y aprobación.

El tipo de previsión a que se hace referencia en el párrafo anterior es una exigencia cada vez más sentida que debe ir de la mano con el propio proceso de fortalecimiento de la democracia: si la tendencia a la democratización de los procesos políticos implica que la representación de la colectividad quede constituida por un cuerpo de congresistas que no tienen por qué contar con una comprensión predeterminada sobre la naturaleza de la ley en la sociedad, ese mismo proceso de incremento y fortalecimiento de la democratización de la representación debe ir acompañado por parámetros materiales que garanticen a la sociedad democrática que las leyes que sus representantes aprueben sean medios

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eficaces e idóneos para solucionar los problemas de la realidad que tiene capacidad de atender y solucionar una ley. Perder de vista la dinámica inherente al efecto técnico negativo que potencialmente puede causar la democratización de la sociedad es un error estratégicamente imperdonable pero también totalmente previsible. Por esta razón es necesario que el constituyente en su oportunidad incluya y desarrolle en su temática las condiciones de aprobación y vigencia de la ley como una función derivada del impacto que la ley puede causar y causa de modo efectivo en la realidad normada.

Adicionalmente, es destacable igualmente que, no obstante preverse el proceso de control en el uso de facultades legislativas por el gobierno, el mecanismo diseñado es abierto y no se prevén efectos derivados de la acción de control que realiza el Congreso sobre la actividad legislativa del gobierno. Sería esperable que si se reconoce al gobierno la posibilidad de ejercicio de atribuciones normativas excepcionales, las mismas que son objeto de escrutinio y valoración por el Congreso, exista algún tipo de imputación de carácter normativo respecto del impacto negativo que el ejercicio genere en la sociedad o en el sistema jurídico. La estructura de las imputaciones comprende el plazo y el tipo de consecuencia.

Es importante que, así como se prevé el plazo para que el Presidente de la República promulgue u observe la ley aprobada, de igual manera se fije uno para que el Congreso defina el destino de las normas aprobadas por el gobierno. Si bien es cierto la práctica lleva a asumir que los decretos legislativos y los decretos de urgencia entran en efecto independientemente de la validez en el ejercicio de la atribución normativa ejercitada, no es menos cierto que el proceso de dación de cuenta tiene por finalidad y significado la consolidación o rectificación del ejercicio y de la norma puesta en vigencia por el gobierno. El que entren en vigencia de modo independiente a la valoración que realiza el Congreso equivale o sería algo parecido a que para que las leyes del Congreso entraran en vigor bastara su aprobación independientemente de la acción que discrecionalmente pudiera tomar el gobierno respecto de ellas. La razón de ser de los plazos es precisamente un mecanismo que permite definir la calidad y condición jurídica de la norma. Omitir la fijación de un plazo constitucional genera incertidumbre sobre la validez y, eventualmente, existencia jurídica de los decretos aprobados por el gobierno. Generalmente se pasa por alto el lapso de control y valoración que realiza el Congreso; sin embargo, si ha de creerse que la exigencia de dación de cuenta al Congreso tiene algún significado, no debe descuidarse el limbo jurídico en que entran los decretos desde que el gobierno rinde cuenta al Congreso sobre el ejercicio de la atribución normativa ejercitada. Las deficiencias en los niveles de diligencia legislativa del Congreso no justifican la desaprensión con que se trata el proceso de integración por el que debe pasar todo decreto que el gobierno dicta con carácter excepcional o al amparo de una delegación conferida por el titular de la potestad legislativa.

Si el plazo de integración es un elemento esencial en el ejercicio de atribuciones normativas por el gobierno, un aspecto vinculado a la estructura de los actos normativos del gobierno por los que da cuenta al Congreso es que si el plazo se cumple sin acción del Congreso en un sentido u otro, es importante que se establezca la consecuencia presunta que la inacción trae consigo. El tipo de consecuencia dependerá de si el concepto

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detrás de la presunción asocia la omisión a un beneficio al gobierno, o más bien a una suerte de beneficio al Congreso en su calidad de titular de la atribución normativa en el régimen representativo de la república. Si se entiende que el plazo se fija como un beneficio al gobierno, el vencimiento del plazo supondrá la convalidación del decreto. Si se entiende que el plazo se establece en beneficio del titular preeminente de la atribución normativa, por el contrario, el vencimiento del plazo equivaldrá a la derogación del decreto del que da cuenta el gobierno. En términos de la doctrina desarrollada por el derecho administrativo se habla del “silencio administrativo”; en el caso de la dación de cuenta de normas expedidas por el gobierno correspondería hablar de “silencio parlamentario”. Será silencio positivo si la omisión parlamentaria beneficia a la integración jurídica de los decretos del gobierno. Será silencio negativo si la omisión causa la extinción de los efectos y caducidad de las normas expedidas por el gobierno.

Si el silencio positivo favorece al gobierno, es natural que a éste le interese que el tiempo transcurra sin respuesta alguna del Congreso. Si el silencio negativo favorece al Congreso, es previsible que el gobierno tenga que invertir considerables esfuerzos en promover la respuesta favorable del Congreso. El silencio positivo hace irrelevante la composición de las fuerzas políticas en el Congreso. El silencio negativo hace singularmente sensible para el gobierno el signo y tipo de mayorías que integran el Congreso, puesto que un Congreso fragmentado o adverso a la mayoría política del gobierno le da mucho más poder al Congreso y demanda esfuerzos de coordinación y negociación mucho más altos en el gobierno.

En el plano jurídico, por otra parte, el silencio positivo define la presunción de eficacia a través de la convalidación del ejercicio normativo. En tanto, el silencio negativo se define no tanto como presunción de uso normativo impropio del gobierno (puesto que ello entraña o importa descalificación a priori de la gestión del gobierno), como sí la presunción del carácter precario, temporal y excepcional de normas que deben aprobarse con cargo a la titularidad validante del Congreso. En buena cuenta, el valor que sustenta la presunción de silencio positivo es la seguridad y continuidad normativa; y el valor que sustenta la presunción de silencio negativo es que el titular a cargo de las normas nacionales en el régimen representativo de la república es el Congreso, condición que no se daría por compartida con el gobierno.

Más allá de los desgastes a que la presunción de silencio negativo somete al gobierno en sus negociaciones con el Congreso, en vista precisamente de la naturaleza del régimen político nacional, en el que el Presidente de la República es elegido de modo directo por el pueblo, parecería axiológicamente más afín a esta circunstancia constitucional que la fijación del plazo tomara en consideración la presunción de silencio positivo, de forma que de esta manera no se niegue ni debilite un principio que define precisamente el carácter presidencial del régimen político peruano.

6.- La lógica y sentido de las etapas procesales

Durante el proceso y al final del proceso lo que quiera que haya participado deja de ser lo que fue antes de su inicio. Entre el inicio y la conclusión de un proceso la metamorfosis de una propuesta atraviesa por una dinámica que

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incluye y excluye factores, sectores involucrados, personas, e intereses. La razón de ser del proceso legislativo es filtrar con sus reglas la precipitación. El proceso existe para que las decisiones se adopten en resguardo de criterios y principios en cuyo nombre se han establecido las etapas o fases del proceso. No es irrelevante que se decida de cualquier modo. Las reglas sobre el proceso tienen por objeto garantizar mínimos políticos, éticos y jurídicos con la calidad de la decisión que tome una autoridad. Cada una de las fases que se suceden y por las que pasa cada demanda de acción de la autoridad competente constituyen un filtro y una prueba para garantizar los valores políticos, éticos y jurídicos por los que existe el proceso de toma de decisión. El proceso legislativo existe para que quienes deben tomar la decisión realicen acciones determinadas según pautas y reglas cuyo cumplimiento asegura un mínimo supuesto de valores colectivamente exigido para que la decisión sea considerada válida, vinculante y legítima.

Los procesos se diseñan, definen y establecen respecto de una materia u objeto procesal que debe sufrir una transformación mediante cada una de sus etapas; prevén la participación de agentes con determinadas calificaciones para intervenir válidamente como titulares o como colaboradores en la toma de decisión, según una secuencia sucesiva; exigen la concurrencia o el aporte de determinados recursos o insumos que agregan valor al objeto cuyo procesamiento ingresa a la cadena de etapas que concluirá en el nuevo producto legislativo generado; y fijan la modalidad y condiciones para que los agentes intervengan, o para que se considere válida la concurrencia de los insumos que intervienen en la generación, defensa o mantenimiento de valor, o para evitar o minimizar el riesgo de que el valor ya existente se perjudique o lesione.

Las etapas del proceso existen y se reconocen dentro de la estructura generadora de valor del objeto que es materia de transformación, precisamente por la posibilidad asegurar el control de los niveles de incertidumbre inherentes a una propuesta que se postula para intervenir en un estado definido de la realidad hasta el momento anterior a la postulación de la medida de intervención. Las etapas del proceso legislativo son secciones integradas cuya sucesión minimiza los riesgos de la decisión colectiva. Por eso cabe afirmar que el proceso es una forma no solamente de generar valor sino de gestionarlo, es decir de actuar en el proceso en vista de una visión de su finalidad, de su utilidad y de su racionalidad última como medio para manejar el valor que la intervención del legislador debe garantizar para la comunidad. Los procesos son medios de manejar estructuralmente el valor que los representantes de la república tienen la obligación de entregarle a la colectividad.

En virtud de la lógica señalada es que es inherente también al proceso legislativo la responsabilidad que tienen los actores por los resultados que el efecto político de las leyes tienen en la realidad social. El proceso documenta la participación de los actores de forma que sus actos son susceptibles de rendición de cuentas por la responsabilidad que ellos tienen en la discusión y evaluación de las medidas legislativas debatidas y aprobadas. Este tipo de responsabilidad es parte de la misma ecuación de generación de valor del proceso: sin accountability por la acción política desarrollada durante cada una de las etapas del proceso legislativo se pierde la razón de ser y de existencia de los procesos. Los procesos sirven para contrastar el uso idóneo de la competencia para participar y para

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definir los contenidos del objeto ingresado al proceso con los efectos que en último término pueden lograrse con la aplicación y cumplimiento de la decisión legislativa aprobada.

De forma que los actores cuenten con un marco mínimo que oriente el sentido en que deben cumplir la responsabilidad legislativa exigida en el desarrollo del proceso legislativo, es indispensable que tengan conciencia del impacto que tiene asumir sus riesgos sobre los contenidos de las leyes que debaten y aprueban. La intervención legislativa no se decide sólo porque se tiene el poder y la autoridad para determinar el contenido y los fundamentos de una propuesta de acción política. Se decide para minimizar riesgos existentes antes de la decisión legislativa en la realidad social, y se decide para que la intervención no genere peligros mayores que los invocados como justificación para cambiar el estado del sistema jurídico y de las normas vigentes.

En consecuencia, para apoyar o contradecir una propuesta de legislación el legislador debe tener presente en su cálculo, primero la posibilidad de crear mayor peligro o riesgo social que el existente, y segundo la eventual severidad de la amenaza del daño o riesgo que represente una intervención legislativamente peligrosa. El impacto del riesgo de la posición del legislador sobre una propuesta, por lo tanto, se define como el producto de la posibilidad del riesgo por la severidad del daño que tuviera la posibilidad de ocasionar con una elección equivocada. El impacto del riesgo es igual a la posibilidad de que exista por la severidad del riesgo una vez que éste se materialice. El solo hecho de intervenir en el proceso legislativo, sin consideración alguna a la medición y evaluación del riesgo de la participación y posicionamiento en el debate y votación sobre una propuesta, resulta de una actitud y patrón temerario respecto de la responsabilidad política que los representantes ejercitan con respecto a la sociedad. Los congresistas tienen la responsabilidad, y son accountable, por el desempeño que muestren de la función parlamentaria en general y de la función legislativa en particular. Ese es uno de los objetivos presentes e inherentes a la fijación de diversas etapas en el proceso legislativo: su sentido supone una forma de analizar los modos en los que la responsabilidad del representante es exigible por la calidad de la valoración que hace respecto de los riesgos inherentes a las políticas que propone, patrocina y aprueba, no menos que respecto de los riesgos propios o resultantes de las políticas a las que se opone, bloquea o respecto de las que vota en contra o se abstiene.

En el entendido y bajo la premisa que las etapas del proceso legislativo son pasos sucesivos secuenciales e integrados en los que la institución parlamentaria agrega y acumula valor, para que sus servicios y productos sean más útiles y beneficiosos para la sociedad que su inacción o que otras alternativas menos efectivas para atender los requerimientos o expectativas de la sociedad, cabe presentar cada una de esas etapas e identificar cuáles son los valores típicos del proceso legislativo que se espera generar y defender mediante el pase de una propuesta por cada fase.

Fase Objetivo Valor generado o fortalecidoCreativa Emergencia y definición Examen de problemática en la

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del concepto legislativo realidad e identificación de alternativas posibles de solución legislativa

Consultiva Evaluación de conveniencia y pertinencia como alternativa de solución

Selección de alternativa posible a ingresar en el sistema legislativo por el titular de la iniciativa

Propositiva Diseño de la propuesta bajo responsabilidad del titular de la iniciativa

Elaboración de la propuesta de texto resolutivo y su sustento técnico, según requerimientos normativos vigentes

Instructiva Adjudicación de competencia a la Comisión dictaminadora

Identificación del órgano colectivamente responsable de evaluar técnicamente y consensuar plural y políticamente la propuesta normativa para su discusión y aprobación por el Pleno

Deliberativa Estudio técnico, valoración política, deliberación y votación

Afirmación de la pluralidad representativa de la comunidad, mediante la inclusión de las diferentes agrupaciones representativas en el Congreso, y afirmación del principio de realidad en la materia legislada, mediante la valoración de la situación empírica y del impacto social según el juicio de especialistas

Constitutiva Inscripción en las prioridades de la Agenda de debate y votación en el Pleno

Definición de prioridades en la consideración de las políticas legislativas del Estado por la diversidad de agrupaciones que integran el Consejo Directivo, y decisión sobre los contenidos y los textos de las normas estatales

Integrativa Evaluación y sanción de la ley aprobada por el Presidente de la República

Legitimación de la decisión de la asamblea representativa, mediante la participación del gobierno en el consentimiento sobre el contenido de la política legislativa

Reconsiderativa Revisión parlamentaria de las observaciones del Presidente de la República

Confirmación del principio de soberanía popular y convalidación de la decisión estatal, mediante la ratificación de la voluntad representativa de la asamblea en relación con la voluntad del gobierno

Registral Numeración y publicación de la ley en el diario oficial

Generación del carácter vinculante de la voluntad legislativa, mediante la identificación y difusión de la voluntad estatal ante la comunidad

Los ejes que atraviesan todo el proceso legislativo son el referente a una situación de la realidad que se pretende ordenar o remediar, el sustento deliberativo respecto a la decisión de intervención sobre la realidad, la naturaleza compartida y plural entre los agentes competentes para definir el curso de acción respecto de la situación de la realidad a ordenar o remediar, y el carácter normativo de la decisión de intervención legislativa.

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El objeto de la intervención es siempre crear o defender un valor a través del proceso legislativo, así como contar con un registro de quienes asumen la responsabilidad de apoyar u oponerse a las iniciativas. La creación o defensa de valor se mide en términos de la identificación de una solución efectiva a la problemática existente, y en cuanto al señalamiento de responsabilidades, si bien el Congreso es un órgano colectivo, siempre existen quienes lideran posiciones con su participación efectiva en los debates y en la formulación de mociones modificatorias o rectificatorias, que son quienes cuando menos resultan siendo los responsables más visibles en la definición de los términos de la intervención o de la no intervención legislativa. Las etapas del proceso tienen por sentido las oportunidades que generan para que el objeto de la intervención legislativa se cumpla. Cada una de ellas tiene por finalidad agregar y aumentar la certeza de que el producto legislativo cumplirá el propósito último de la creación normativa de ser útil y favorecer la calidad de las condiciones de convivencia en la comunidad.

7.- Fuentes para el diseño del proyecto de ley

¿Cuál es la fuente en que se origina una iniciativa? No es única la fuente en la que se basa el titular de la iniciativa legislativa. Si nos restringimos y singularizamos el titular que son los congresistas, cabe encontrar como origen factores, entre muchos otros, a algunos como los siguientes:

(1) La plataforma electoral del representante.- Está constituida por las promesas que realiza durante su campaña en su circunscripción, con el objeto de generar la adhesión de sus electores. Si bien no todo el contenido de una campaña electoral tiene naturaleza o alcances legislativos o normativos, y por lo general la inclusión de propuestas de alcance legislativo no resulta un incentivo suficientemente motivador para el votante, no es improbable que alguna propuesta de contenido legislativo sí forme parte de una plataforma electoral para ocupar un puesto representativo en el Congreso. Si ése fuera el caso naturalmente tal propuesta constituiría el origen de una iniciativa legislativa.

(2) El plan de gobierno del partido al que pertenece el representante.- Del mismo modo como la plataforma electoral del representante puede originar una propuesta legislativa, y no obstante las iniciativas que por propia atribución le corresponde presentar al Presidente de la República, nada impide que un congresista ampare el plan de gobierno como base para desarrollar una iniciativa legislativa cuyo texto presente ante el Congreso. Por lo general los planes de gobierno se preparan en el marco de un conjunto integrado de políticas públicas congruentes con una visión de la situación del país, y las premisas ideológicas del partido o movimiento que lidera el candidato a la presidencia de la república.

Los planes de gobierno no son un instrumento que corresponda presentar ni sustentar a los candidatos al Congreso individualmente concebidos. Ello no obstante, cualquier congresista puede desarrollar en una propuesta algún tema particular integrante del plan de su agrupación política, la misma que, en armonía con las prescripciones

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vigentes, deberá contar con la autorización del número de congresistas miembros de su grupo parlamentario que prevé el Reglamento del Congreso.

(3) El acuerdo del grupo parlamentario de presentar una propuesta durante el curso del período parlamentario.- Independientemente de la iniciativa individual que tuviera un congresista, es posible que un grupo parlamentario adopte una determinación colectiva como consecuencia de una situación concreta o de una política pública prioritarias que opte por enfrentar cohesionadamente una agrupación desde una perspectiva ideológica, u organizacional o corporativamente relevante para la agrupación.

(4) La opinión pública.- Se constituye en fuente de iniciativa legislativa según la trascendencia o significancia de una condición o coyuntura determinada relevada por la sociedad mediática o por indicadores de carácter demoscópico (encuestas de opinión). En general se apela a la gravitación que tiene en el escenario parlamentario una situación de impacto general o de dimensión pública cuyos efectos tienen magnitud y naturaleza legislativamente asimilable o solucionable. Este supuesto se produce a raíz del deseo representativo de un congresista que hace suyos los indicadores presuntos de la voluntad popular en términos de lo ésta es acogida por la prensa o por las encuestadoras de opinión.

Se asume que la prensa y las encuestas de opinión son indicadores que describen apropiadamente el sentido y orientación de la voluntad general. Haciendo suyos en sus conciencias tales indicadores actúan en el plano legislativo atribuyéndoles criterio de verosimilitud a las percepciones recogidas en los medios y en las encuestas. A este fin convierten en tema legislable la orientación que aparezca registrada por los periodistas, los dueños de los medios, por los especialistas en formular los cuestionarios de las encuestas, por quienes se encargan de tomar directamente la opinión en el campo o, por último, por quienes contratan a las encuestadoras para que seleccionen los temas y los sentidos posibles en que se induce a opinar a la población. En este mismo rubro cabe incluir, naturalmente, los resultados de entrevistas o de grupos de opinión especializada (focus group) mediante los cuales se afinan tendencias de percepción que suelen recoger a nivel más superficial las encuestas de opinión.

(5) El pedido de electores.- No son infrecuentes los casos en los que individuos particulares, representantes comunales, agrupaciones cívicas, organismos no gubernamentales, asociaciones de productores, de empresarios, de comerciantes, o de trabajadores abordan el despacho u oficina de un congresista con el objeto de llamar su atención sobre la conveniencia de legislar algún aspecto próximo a los intereses de las colectividades que los conforman. Las agrupaciones o individuos que abordan a los congresistas pueden hacerlo tanto para presentar una iniciativa, como para orientar o enderezar el sentido de la argumentación en sentido favorable a los intereses que los agrupa.

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En términos genéricos se suele clasificar este tipo de intervención como un lobby; esto es, como una forma de ganar la adhesión del legislador a favor de los argumentos respaldados por un grupo de interés. Si bien existe un régimen legal que exige que todo lobby sea registrado de forma que de ese modo se garantice la transparencia y se deje constancia de los posibles niveles y alcances de la influencia ejercida por los grupos de interés, dicho régimen no ha merecido implementación aún en la organización del Congreso nacional. Si bien es cierto debe distinguirse entre quienes actúan profesionalmente como agentes de intereses particulares en el marco de relaciones de índole lucrativa, y quienes lo hacen sin intermediación de especialistas en la representación a cambio de un estipendio económico, sino sólo en busca de la protección o reconocimiento legislativo a las posiciones que ocupan en la sociedad, en ambos casos, sin embargo, se trata de solicitudes y planteamientos para orientar o direccionar el sentido de la intervención o de la acción legislativa según perspectivas particulares de quienes se ven o sienten afectados o involucrados en el ámbito o extensión cubierta por una política legislativa determinada.

(6) Los foros o audiencias públicas.- En la medida que la sociedad puede ser concebida como un foro deliberante, en el sentido de la acción comunicativa que desarrolla Haberlas, son precisamente la diversidad de foros en los que se produce la reflexión o la comunicación dialogante, un espacio privilegiado en el que nacen propuestas de alcance legislativo para problemas que conciernen a los ciudadanos que discuten problemas de la ciudad, de los pueblos, de la convivencia o del compromiso con el destino político de la sociedad. Las corrientes de opinión surgen o se afianzan a lo ancho y largo de la sociedad porque las redes de cada ciudadano generan una pluralidad de sentidos homogéneos de reacción. Cuando el congresista participa y se hace eco del concernimiento de los foros en los que discurren las tendencias de opinión puede valerse de los mismos como un referente que lo impulsa, o que lo inhibe, de proponer una medida legislativa.

En este ámbito sin embargo, cabe diferenciar los foros que atraviesan la sociedad de largo a largo en ámbitos diseminados e informales de discusión más bien multifocales y policéntricos, de aquellos otros en los que tales foros son explícitamente organizados con el objeto de discutir temáticas de impacto sobre políticas legislativas en las que participan tanto expertos o estudiosos, como los propios afectados o involucrados en una problemática determinada. Una de estas últimas formas, por ejemplo, la constituyen las propias audiencias convocadas por la organización parlamentaria, las Comisiones, o las oficinas de los despachos congresales, con el objeto de abrir espacios de convergencia en los que se formulan planteamientos sobre el sentido que debe o no debe tener la intervención legislativa.

(7) Asesores de confianza del Despacho congresal.- El Congreso prevé la asignación de determinado número de plazas o puestos para apoyar la gestión y desempeño funcional de cada congresista, de cuya remuneración se hace cargo. Entre la planilla subvencionada por el Congreso todo congresista cuenta con un asesor, cuya

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responsabilidad consiste en la asistencia al representante en la diversidad de funciones institucionales que cumple. Parte de este papel constituye la capacidad de propuesta e iniciativa que se espera que desarrolle cada representante. El asesor de despacho, por esta razón, puede generar propuestas de legislación a partir de un encargo, o de la experiencia o formación profesional con que cuente. En muchos casos, sin embargo, la tarea asesorial suele confundirse; los asesores no tienen como misión convertir al congresista en un manantial de iniciativas normativas. Desafortunadamente el asesoramiento parlamentario no se aprende sino en la práctica y la eficacia de esa tarea no consiste en la mera preparación de propuestas independientemente de su justificación en la eficacia como alternativa idónea para solucionar un problema de la realidad. Más allá del impropio ejercicio y desempeño de la función asesorial que en tantos casos, desafortunadamente, lleva a inflar innecesariamente las propuestas bajo el errado criterio de que el mejor ejercicio de la función representativa implica el mayor número de proyectos presentados o aprobados, también son los asesores de los despachos quienes constituyen fuente de iniciativas acogidas por los congresistas.

(8) Investigaciones de expertos.- Cuando quienes desde la universidad o centros de investigación realizan el escrutinio de problemáticas con impacto público, y como consecuencia de su estudio encuentran materias que deben ser reguladas mediante ley, tales alcances son fuente potencial de propuestas para los congresistas que acceden y se interesan en tales investigaciones. Por lo general, si las propuestas legislativas canalizan alcances resultantes de investigaciones, dichas propuestas deben tener mejores posibilidades de convertirse en soluciones eficaces a problemas detectados en la realidad, a diferencia de lo que ocurre cuando la fuente son meras percepciones, índices de popularidad o el mero deseo de quienes tienen expectativas de ver sus aflicciones o dilemas resueltos.

Así como son investigadores individuales quienes a partir de sus proyectos particulares de trabajo están en capacidad de plantear salidas legislativas respecto a problemas que impactan en la colectividad, una forma más compleja de planteamiento es la que realizan asociaciones o consorcios académicos dedicados a la investigación en diversidad de disciplinas. Pero a la vez que resulta más complejo el uso de investigaciones de entidades o asociaciones de investigación, en la medida que en una misma publicación diversos autores pueden presentar opiniones discrepantes frente a una propuesta de solución legislativa respecto de una problemática determinada, a la vez ellas revelan que el sustento de las políticas públicas no tiene carácter absoluto. En otras palabras, precisamente por el carácter científico de los aportes que realizan los expertos es posible advertir el carácter contingente y relativo del conocimiento de la realidad. Nada más ajeno a la ciencia que plantear las conclusiones de una investigación como soluciones de carácter definitivo, permanente e incontradecible. La ciencia es, por el contrario, el espacio privilegiado para la revisión de todo postulado.

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Las conclusiones científicas no son en ningún caso pretensiones de carácter inamovible. Si bien se basan en procedimientos confiables y validables, siempre es posible que evidencia u observaciones posteriores no permitan la replicabilidad de sus hallazgos y conclusiones, o que surjan interpretaciones teóricas que nieguen las premisas o axiomas inapropiadamente revisados de los que parten los científicos respecto de las investigaciones que realizan en un momento puntual del tiempo en la historia. El reconocimiento de la vulnerabilidad de los alcances de la ciencia debiera precisamente ser referente y servir de ilustración para enfriar el acaloramiento del debate político, o incluso del jurídico, cuando se expone y debate en los órganos parlamentarios el valor de datos y conclusiones de tal forma que pareciera que los mismos tuvieran la capacidad de vincular y obligar a la razón a abdicar de cualquier crítica o percepción contraria a la sostenida al amparo de tales datos y conclusiones.

Precisamente por el rigor y la naturaleza provisional en el alcance de toda investigación científica es que la propuesta legislativa exige una perspectiva mucho más cauta y prudente que la que suelen tener quienes presentan propuestas legislativas. Por lo regular el legislador asume que el sustento en una investigación exime de crítica y garantiza la certeza absoluta de sus propuestas. La ciencia, en realidad, sólo puede apoyar parcial y relativamente la búsqueda de la verdad. Por esta razón, tener conciencia de las pretensiones y misión frágil de la ciencia debiera dar luces suficientes al legislador para asumir una actitud mucho más tolerante y mucho menos autosuficiente en el debate parlamentario. Esta actitud, por extensión, debiera reflejarse, por la misma razón, en el estilo con el que se redactan las propuestas de legislación ante el Congreso de la República: a fin de cuentas la ciencia concluye en estimaciones, tendencias y posibilidades dentro de las cuales es factible que la incertidumbre disminuya.

La regla, en consecuencia, no es la verdad de lo que pueda ocurrir en el futuro sino la probabilidad de que ello ocurra. En cualquier caso no debe pasarse por alto que la regla es la incertidumbre y la excepción es la probabilidad. La probabilidad no niega la incertidumbre. Sólo simula escenarios bajo un contexto y escenarios limitados en el tiempo que precede, y respecto de un conjunto controlado de variables cuyo comportamiento es impredecible cuando varían los escenarios y las variables interactúan en contextos sin control. Y si ello es así, el discurso político no cumple con el papel que le corresponde en la sociedad si induce a la comunidad a endosar su entendimiento y razón a una creencia que no tiene en su naturaleza la pretensión de reducir ni eliminar el grado de duda que permanece en toda afirmación científica. Si la capacidad de pronóstico de la ciencia es incompatible con el sofisma y la falacia, lo mínimo esperable en el discurso político contenido en la fundamentación de los proyectos de ley, o en el debate parlamentario, es que los representantes no eludan su responsabilidad escudándose, o minimizando la ausencia de razones o de argumentos políticos, en los supuestos alcances de una investigación científica.

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(9) La evaluación de impacto.- Una fuente privilegiada para la presentación de propuestas legislativas es la que resulta del seguimiento que se realiza del impacto que ha tenido la legislación vigente. El seguimiento consiste fundamentalmente en la comprobación de los resultados y cambios producidos en la realidad como consecuencia de la vigencia y aplicación de alguna ley en particular, o de varias leyes relativas a una misma materia.

A este tipo de evaluación se la conoce como evaluación ex post, o evaluación retrospectiva, en razón a que sucede a una ley previamente vigente en el tiempo. Se diferencia de la evaluación ex ante, o evaluación prospectiva, en que ésta se realiza antes de que la ley entre en vigencia, como sustento para justificar la necesidad e idoneidad de la alternativa legislativa para solucionar eficazmente una problemática determinada de la realidad. La evaluación retrospectiva tiene por objeto determinar si la legislación vigente cumplió o no con atender las necesidades de intervención que se plantearon o con que se sustentó la conveniencia de la aprobación de la ley.

Este tipo de análisis no es frecuente en nuestro medio. No existe como práctica regular y tampoco se cuenta con una metodología estandarizada para realizarlo. En Europa existe una comunidad de expertos que difunden y capacitan principalmente a quienes laboran en el diseño de regulaciones y normas cuya elaboración corresponde al gobierno; en este caso el estándar de esta metodología se conoce como regulatory impact assessment (RIA), por oposición a la menos desarrollada y difundida metodología de legislative impact assessment (LIA). Uno de los modos en que concluye el uso de esta metodología consiste en la demostración que la norma cumplió su objetivo y, por lo tanto, carece de necesidad su prórroga; otro, en que habiéndose demostrado su utilidad pero requiriéndose de un plazo algo más prolongado es conveniente mantenerla en vigencia; también cabe que la conclusión sea que la norma no cumplió con los objetivos invocados para aprobarla y, por lo tanto, debe procederse a derogarla; y, finalmente, también cabe que se proponga que para optimizar su utilidad sea necesario realizar algunos ajustes de carácter legislativo adicionales a los previstos originalmente.

8.- Concepto y variantes del proceso legislativo

Como queda referido en este mismo trabajo, el Reglamento del Congreso no habla de proceso, sino de procedimiento legislativo. Eso resulta de un enfoque modesto y nada pretencioso, como consecuencia del reconocimiento implícito o presunción de la falta de marco conceptual sólido en la disciplina. En parte se deduce del reconocimiento del estado en que se encuentra el insuficiente desarrollo del derecho parlamentario como disciplina del conocimiento político-jurídico, en especial en relación con principios o valores centrales a los que sirve el proceso. Se habla de proceso, en general, cuando el objeto y los agentes reconocen un sistema y principios universales comunes alrededor de los cuales se estructuran

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diversos tipos de procedimientos y las propias etapas o fases que componen los procedimientos.

Los procedimientos legislativos son especies del proceso parlamentario. Mejor aún, los procedimientos legislativos son las fases o etapas que integran y en que se descompone el proceso legislativo. La cuestión, según se presenta, consiste en determinar si no es posible aún hablar de un proceso legislativo, del que dependen varios tipos de procedimientos de naturaleza legislativa, esto es, si existen o no las condiciones que permitan calificar a los diversos tipos de procedimientos como procesos legislativos. La base para examinar el problema y adoptar una posición sobre la materia es que si para la toma de decisiones colectivas sobre asuntos de carácter legislativo es un concepto elemental que consiste en que para aprobar una ley basta el señalamiento de una sucesión de fases que se fijan para arribar a una decisión política de orden legislativo, esa sola condición es insuficiente para darle el carácter de proceso. El proceso supone una lógica conceptual basada en la comprensión de una finalidad a la que sirve cada etapa, finalidad que define y califica la idoneidad de los medios utilizados para alcanzarla en cada una de las etapas.

La sola definición de etapas y la sucesión formal de su cumplimiento independientemente de la calidad del uso dado en cada una, e independientemente del contenido y comprensión de su idoneidad para aprobar una ley, no justifica, en sentido estricto, la conceptuación de su exigencia como un proceso. La mera definición de un conjunto de fases procesales a las que deba adecuarse un requerimiento de acción legislativa por los titulares de la competencia para aprobar una ley no supone que el conjunto de las fases por las que pase tal requerimiento tenga la condición de un proceso. Lo que hace a un proceso no es la sola definición normativa de los pasos a seguir para dar un insumo normativo por aprobado conforme a la naturaleza de un proceso. No cualquier previsión normativa de una sucesión de etapas hace que las mismas se integren bajo el concepto de proceso.

El cumplimiento y adecuación meramente formal al atravesar un requerimiento por las fases previstas en la regla que dice cómo aprobar una norma, no otorgan calidad ni naturaleza de proceso a esas mismas reglas de índole procesal. Hay más que sólo decir cuáles son esas etapas y exigir que las mismas sean cumplidas. El proceso es una unidad de calidad distinta a la sola precisión de las etapas cuya sucesión habilita al órgano legislativo a tomar una decisión procesal. La adopción de la decisión legislativa requiere una disciplina mucho más exigente que el solo acatamiento formal de las etapas preestablecidas.

¿Qué hace que estemos ante un auténtico proceso legislativo? Fundamentalmente una noción común respecto a la lógica o racionalidad buscada y a la que debe servir la sucesión de fases por las que un insumo debe pasar para contar con el valor agregado indispensable que amerite y justifique la transformación y adopción de una propuesta como ley del Congreso. El test que define cuándo estamos ante un proceso es la sustentación de la introducción y transformación de una demanda de acción legislativa a partir de la comprobación de que la finalidad de la acción ha quedado material y demostradamente justificada. Si el concepto del “proceso” usado por quien define las reglas obvia la comprensión de la

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relación entre contenido y forma, entre la finalidad y los medios para alcanzarlo, la designación de esa entidad procesal carece de la naturaleza necesaria para recibir con corrección la designación de proceso.

¿Qué finalidad y qué contenidos son a los que sirve un proceso que aseguran su naturaleza y definen los límites respecto de otras organizaciones que no alcanzan la exigencia conceptual del proceso? Si la meta del proceso legislativo es decir si una iniciativa o demanda de acción legislativa debe o no ser una ley para la colectividad, todos y cada uno de los actos que integran las fases del proceso deben asegurar que sea ley sólo lo que tiene mérito para serlo. Lo que no lo tenga debe quedar excluido. Pero adicionalmente a la pertinencia e idoneidad de los medios para alcanzar tal finalidad, cada etapa en sí misma no es irrelevante y tiene por objeto y misión asegurar el mayor valor que los actores del proceso deben adicionar y agregar. Si las etapas no cooperan para alcanzar la finalidad el proceso pierde sentido de identidad.

La finalidad del proceso y de las etapas que lo componen es probar que la demanda de acción es necesaria para garantizar que la decisión sea probablemente más beneficiosa que perjudicial para la comunidad. El proceso es necesario porque atiende a una finalidad institucional cuyo cumplimiento justifica la existencia del Congreso como órgano de representación de la colectividad. Si el proceso obstaculiza, distorsiona o impide ese resultado los actos cumplidos aisladamente en las etapas, o si los actores simulan o se sobreadaptan formalmente a las exigencias de las reglas del proceso, sin servir a dicha finalidad, los usos de este estilo no son legítimos y debieran justificar que los resultados alcanzados con el mismo sean susceptibles de impugnación. El fundamento y razón de ser del proceso es que permita conseguir la finalidad política en virtud de la cual se lo define. Si el proceso no rinde o no es políticamente rentable para la sociedad la conclusión debiera ser que las actuaciones verificadas durante su curso carezcan de mérito para contar con el status de ley de la república. Este tipo de prueba es el que deben exigir quienes participan en los procesos legislativos, y ello aún cuando incluso las propias reglas del proceso no prevean este tipo de evaluación finalista o teleológica de las reglas, ni de los actos realizados a su amparo que no se sujeten a la finalidad última en razón de la cual existe el proceso.

En buena cuenta, el proceso se compone por los actores y el sustento que transforma una demanda de intervención legislativa en un instrumento que ordena efectivamente la forma de dicha intervención. La composición del proceso supone por ello el desarrollo de una sucesión concatenada de actos cuya finalidad es asegurar que el resultado de la acción legislativa cuenta con el valor agregado en que consiste la participación deliberante de los representantes titulares de la acción política por cuenta e interés de la pluralidad de la colectividad nacional. El proceso legislativo debe garantizar la efectividad de la acción desarrollada por la representación nacional; esto es, que los resultados a obtener sirvan para mejorar el orden y cohesión de la comunidad, justificando de ese modo el costo que la propia comunidad abona por la representación política. El proceso es por eso un ciclo de transformación y metamorfosis enderezado a la creación del orden social. Si los actores del proceso actúan con la eficiencia que la sociedad exige de sus representantes el resultado debe ser una decisión corporativa que mejore el destino y haga más próspera la sociedad a la que sirven los representantes.

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Bajo el concepto de proceso legislativo que se plantea, es pertinente examinar cuáles podrían ser consideradas algunas de las variantes previstas en la organización parlamentaria. Dichas variantes cabe agruparlas en función de criterios tales como la formalidad o la funcionalidad del proceso o la titularidad de los actores en el proceso.

8.1 Según la formalidad

El proceso legislativo cabe usarlo para concluir formalmente en tres productos distinguibles. El primero son las leyes. El segundo las resoluciones legislativas. El tercero las resoluciones legislativas del Congreso.

El reconocimiento de una misma opción procesal para tres distintos instrumentos normativos permite entender el concepto y la dimensión formal que tiene el proceso legislativo en el Perú, más allá del contenido material sobre el que versen los requerimientos. Si hubiera que entender que el proceso legislativo canaliza única y exclusivamente las propuestas de ley, debiera excluirse su uso, por lo tanto, para las propuestas cuyo contenido no supusiera en sentido estricto otra materia que a la que debiera corresponderle, concurrentemente, el valor, rango, y fuerza de ley. Sin embargo, en la tradición y práctica nacional en el Perú no se prevén procesos de naturaleza diversa para las propuestas de resolución legislativa, ni para las que concluyen en resolución legislativa del Congreso. Técnicamente el proceso legislativo debiera constituir el canal regular únicamente para las propuestas de contenido y alcance legal. No las propuestas cuya naturaleza tuviera naturaleza administrativa, presupuestaria, jurisdiccional, sancionatoria, etc., las mismas para las cuales se requeriría una vía y designación acorde con la naturaleza y alcances de la materia sobre la que se adopta la decisión.

Sería necesario reformular la estructura procesal del Congreso, de forma que no todo se tramite bajo el proceso legislativo (como si fuera materia de una ley tanta propuesta que sigue este curso sin corresponderle ni la naturaleza ni el proceso), y por lo tanto, en concordancia con la identificación de los distintos perfiles y naturalezas procesales (estrictamente legislativas o no), definir mejor qué sí sigue el curso del proceso legislativo y, en consecuencia, qué si exige sanción presidencial y sobre qué basta únicamente la aprobación y promulgación por el Congreso en razón a que no son actos que en esencia tengan alcance legal (materia respecto de la cual, en sentido estricto, sí tiene reconocida la facultad de sanción o de observación el Presidente de la República). ¿Por qué tendría que sancionar el Presidente de la República, por ejemplo, el presupuesto de la república, los tratados, las delegaciones de facultades legislativas, las autorizaciones de viaje al exterior del Presidente de la República, o las autorizaciones para el ingreso de tropas extranjeras?

En el caso de la llamada “ley” de presupuesto, por ejemplo, si bien la Constitución prevé la sanción de la misma por el Presidente de la República en omisión de la conclusión oportuna del trámite en sede parlamentaria, debe mantenerse clara la idea y la convicción de que el presupuesto no es una norma, sino directrices o reglas relativas al manejo por los titulares de

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los pliegos presupuestales. Por el contrario, toda norma ajena a la finalidad del manejo y límites previstos en su texto, es un exceso y debiera ser parte de una ley o acto propios de un cuerpo diferente a la “ley” de presupuesto. La “ley” de presupuesto es el conjunto de disposiciones que rigen la contabilidad y finanzas estatales.

No es lo mismo que la ley marco en la que se establece las reglas y pautas a que debe sujetarse la elaboración y ejecución de todas las “leyes” anuales de presupuesto. La ley marco tiene fundada su naturaleza, precisamente, en que su cuerpo define las reglas y los criterios centrales para la elaboración y ejecución de todo presupuesto de la república. Cada presupuesto se prepara, se elabora y se ejecuta en concordancia con esa ley marco de carácter general, a la que se ajusta todo proceso de elaboración y ejecución presupuestal. Es muy distinto el caso de los presupuestos anuales cuya naturaleza y carácter es esencialmente contable y, por ende, administrativo.

En las “leyes” anuales no deben existir disposiciones cuya naturaleza no tenga que ver con el sentido y la razón de ser del presupuesto. El presupuesto es un instrumento que, a través del planeamiento, permite anticipar formas de usar los dineros que ingresan al arca fiscal. No son disposiciones universales válidas para toda la colectividad. La finalidad del presupuesto se circunscribe a la lógica y dirección del uso de los recursos del Estado. Por esta razón, no teniendo naturaleza de ley, y siendo más bien un acto de la administración en cuya elaboración concurren el Congreso y el gobierno, su aprobación no debe procesarse bajo el concepto ni parámetros del proceso legislativo. Siendo un proceso parlamentario por propio derecho en la medida que el Congreso es titular de la aprobación, el que sea en sede parlamentaria no hace que la materia ni el contenido del proceso tengan carácter legislativo. El carácter legislativo tampoco lo da que se invoque ni use el tipo de proceso legislativo ni las normas relativas al debate y la aprobación de leyes para aprobar el presupuesto anual de la república.

Precisamente por tratarse de un acto contable y administrativo del Congreso, en el que concurre el gobierno así como otros titulares de pliegos cuya presencia ante el Pleno autoriza la Constitución, y por no tener por lo tanto carácter material de ley, el presupuesto debe procesarse mediante un canal de naturaleza distinta al que corresponde a las leyes. El proceso presupuestario, en suma, siendo un proceso parlamentario no es un proceso legislativo. Si no lo es, el trámite de su sanción sigue las prescripciones previstas en la Constitución en relación a los plazos de aprobación previstos en ella, así como al trámite alternativo en caso de imposibilidad de cumplimiento de los mismos, sin que la observancia de dicho trámite, ni el acatamiento de tales reglas, sean razón ni criterio suficiente para definir como legislativo el proceso de su trámite ante el Congreso. El que consuetudinaria y uniformemente se haya llamado “ley” al presupuesto de la república, ni el que el acto solemne de su reconocimiento tenga el número correlativo privativo de las leyes, justifica, ni cambia, la naturaleza fundamentalmente contable y administrativa de su contenido.

Es con criterios semejantes a los señalados que, entre Diciembre de 1991 y Enero de 1992, en sesión conjunta del Congreso tanto Roberto Ramírez del Villar como Luis Alberto Sánchez sostuvieron la tesis de que el presupuesto, un acto administrativo del Congreso, no tenía carácter de observable por el

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Presidente de la República y que, por lo tanto, en ausencia de sanción presidencial dentro de plazo el procedimiento correcto a seguir debiera ser no tramitar las observaciones dentro del proceso de reconsideración para valorar la posibilidad de allanamiento o de insistencia, sino proceder a sancionarlo por silencio u omisión presidencial.

La tesis de la inobservabilidad del presupuesto no cuenta con muchos adherentes; menos aún hoy luego de desaparecidos quienes la defendieron en el Congreso, y luego también de los embates en contra de los mal llamados “políticos tradicionales” que supuestamente habrían sido eliminados o extinguidos merced a la retórica no menos tradicional y populista del discurso fujimorista que ha sido reeditada por líderes de otros movimientos igualmente contrarios principalmente a los partidos de cuadros. Por el contrario, la opinión general tiende a asumir que el presupuesto sí es una ley y, por lo tanto que, como pasa con cualquier ley, no puede privarse al Presidente de la República de la facultad de observar a riesgo de que sostener tal tesis suponga el desconocimiento de una atribución constitucionalmente reconocida.

Según los criterios planteados en esta valoración, cabría diseñar y construir una vía procesalmente específica para la administración parlamentaria del presupuesto de la república y, en consecuencia, para los actos relativos a su modificación, sean créditos suplementarios, transferencias o habilitaciones de partidas. El proceso legislativo exige una doctrina y canal procesal acorde con lo que tiene la naturaleza y sentido de una ley. Descuidar este distingo y usar de manera indiscriminada la misma vía procesal para lo que en esencia es y lo que no es técnica y materialmente una ley es una forma de generar condiciones para el descrédito de su naturaleza y, por lo mismo, para la confusión que luego el uso impropio del proceso legislativo genera en la sociedad al designar como ley y al plantear recursos relativos sólo al ámbito de una ley respecto de productos parlamentarios materialmente diversos propiamente a la ley.

De otro lado, si bien postular la prescindibilidad de la sanción presidencial en el caso de la llamada ley de presupuesto pudiera sonar para algunos a una herejía intonsa y reprimible, o condenable al cadalso de la marginalidad antiacadémica, o cuando menos calificable como un arriesgado, temerario y heterodoxo planteamiento en los corrillos de la academia jurídica nacional, estas calificaciones no corresponderían en igual grado respecto de la postulación de la distinta naturaleza parlamentaria (no legislativa) así como de la prescindibilidad de la sanción de, quizá entre otros casos, los tratados, las delegaciones de facultades, las autorizaciones para viajes al exterior, o las autorizaciones para el ingreso de tropas extranjeras, que sólo deben requerir la aprobación, sanción y promulgación a través de actos incondicionales e irrevisables del Congreso.

En el caso de los tratados la situación tiene un carácter especial. Los papeles del gobierno y del Congreso no son propiamente autónomos. Los contenidos son definidos en un foro ajeno al Congreso, y el Presidente de la República tampoco tiene manejo bastante como para definir contenidos por sí mismo. Se exige el concurso de la pluralidad de actores en el proceso de elaboración o construcción del tratado. Si bien la materia puede perfectamente tener alcances inherentes o propios de una ley, la falta de competencia para definir el objeto y los alcances de las medidas contenidas

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en el tratado supone que la participación del Congreso no sea propiamente legislativa. El Congreso participa, pero para poco más que para adherirse a la voluntad acordada por quienes sí tienen la potestad de redactarlo según la voluntad de los representantes de las comunidades estatales que les confieren poder para suscribir. No tratándose de un proceso de creación de la ley fluye de esta lógica que se piense en un tipo de proceso distinto al propiamente legislativo para que el trámite quede por correctamente cumplido.

En razón a que existe la realidad innegable de que el Congreso no puede hacer otra cosa que aprobar o no aprobar un tratado, puesto que no puede modificarlo, y que es al amparo de la aprobación parlamentaria que el gobierno los ratifica y prepara el instrumento de ratificación, en efecto, debiera preverse un procedimiento ad hoc para este tipo de instrumentos cuyo estudio demanda un tipo de valoración significativamente distinto al que se aplica para los proyectos de ley.

Si el Congreso no tiene más opción que aprobar o no, por la misma razón no es posible que el Presidente de la República observe total ni parcialmente la aprobación de un tratado. En consecuencia, tratándose de un acto de difícil si no imposible alteración puede verse de ello que es inconducente someter al tratado al proceso legislativo ordinario. Más bien se trataría de un proceso sumario de carácter consultivo que el Presidente de la República, en ejercicio de la facultad que le corresponde de dirigir la política exterior del país, somete a valoración y adopción por el Congreso. Si el Congreso está de acuerdo con la propuesta del gobierno la propuesta original se convalida según los términos de la comunidad internacional que participó en su elaboración, y el Poder Ejecutivo queda a cargo de la integración de las obligaciones asumidas ante las comunidades internacional y nacional. No se trata, en puridad ni en esencia, de un acto propiamente legislativo, no obstante tener efectos indudables de ese carácter. Su carácter bien tendría acreditadas razones para que se le reserve una vía procesal diversa a la del procedimiento legislativo ordinario.

Casos similares se dan con el trámite de los proyectos de delegación de facultades, las autorizaciones de viajes al exterior del Presidente de la República, y la autorización de ingreso de tropas extranjeras. Lo común a estos procesos es que la iniciativa corresponde al Presidente de la República, a quien el Reglamento del Congreso le ha reservado el dominio normativo para proponer estas medidas; la discrecionalidad relativa del Congreso para aprobar o no la propuesta del gobierno, puesto que su ámbito de disposición está circunscrito y no es ilimitado; y se trata esencialmente de autorizaciones enmarcadas en situaciones fácticas que habilitarán al gobierno para desarrollar un curso de acciones normativas o administrativas, sin mayor responsabilidad del Congreso en relación con el contenido mismo de las acciones que emprende el gobierno. En los tres casos se trata no de actos propiamente legislativos, sino de autorizaciones, únicamente en el caso de la relativa a la delegación de facultades existe implicancia normativa.

La diferencia entre los tres tipos de autorización es precisamente el contenido normativo de la habilitación de facultades. Las relativas al permiso de salidas al exterior y al ingreso de tropas son típicos actos de control preventivo de bienes cuya protección es constitucionalmente

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confiada al Congreso. En el caso de la delegación de facultades se trata también de una forma de control preventivo, en el que lo particular consiste en una autorización que el titular concede para que el gobierno legisle; dicha autorización se concede luego de evaluar la pertinencia, racionalidad y proporcionalidad de la solicitud, y la consecuencia del concesorio importa la fijación de los parámetros dentro de los que la legislación delegada puede emitirse. Tales parámetros y los que precisan la Constitución y el Reglamento del Congreso son objeto del sucesivo control que realizará el Congreso una vez recibida la dación de cuenta del gobierno.

En el contexto de los datos referidos puede advertirse la necesidad de precisar doctrinariamente el concepto y la disciplina del proceso legislativo ordinario propiamente dicho, reservando vías procesales alternas, idóneas a la distinta materia y finalidad que se tramitan y sirven, con un concepto, una disciplina, una doctrina y requisitos específicos diversos a los que rigen para el proceso legislativo ordinario. El hecho concreto es que en el Congreso no ha habido cuestionamiento orgánico ni individual respecto a la necesidad de conceptuar correctamente qué es un proceso legislativo. Por esta razón la ausencia de claridad en los planteamientos conduce a la tramitación rutinaria e irreflexiva de materias sin contenido de ley como si lo fueran y, lo que es más grave, a la pérdida de posicionamiento del Congreso en el régimen político y constitucional. Esto último queda graficado tanto en razón de la naturaleza no estrictamente legislativa de las distintas iniciativas procesadas como en relación con el trámite que se da a materias que se remiten para sanción presidencial que, según su naturaleza, no lo requieren.

8.2 Según funcionalidad

El proceso legislativo tiene dos variantes básicas en razón a la distinta funcionalidad cumplida. En un primer bloque, propiamente legislativo, se agrupan los tipos de proceso mediante los cuales se observa un proceso formalmente normativo. En uno segundo cabe incluir los tipos de procesos normativos en los que el Congreso realiza el escrutinio y revisión sobre el ejercicio de facultades normativas desarrolladas por el gobierno.

De esta manera, las variantes desde una perspectiva funcional comprenden la elaboración y deliberación dentro de un tipo de proceso en el que el resultado es una norma o acto legislativo o autoritativo para la acción del gobierno, y el régimen de control sobre el ejercicio de facultades de carácter normativo por el gobierno, en el que, si bien es posible la conclusión de carácter típicamente normativo, lo particular es la evaluación de la conducta y productos normativos realizados por un agente legislativo distinto por cuyo comportamiento y resultados se rinde cuenta ante el titular preeminente de la facultad legislativa que por cuenta e interés de la colectividad realiza el Congreso.

Si bien son aplicables a la perspectiva propiamente legislativa las mismas observaciones formuladas respecto a las variantes relativas a la formalidad, toda vez que se enmarcarían bajo la opción legislativa subvariantes como son las alternativas constituyente, financiera (presupuestal), de organización territorial (demarcación), la organizacional (reglamentaria) o la autoritativa de actos controlados preventivamente por el Congreso

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(permisos al Presidente para viajes al exterior o ingreso de tropas extranjeras), no obstante, todo ese bloque es oponible al relativo al del control posterior sobre el ejercicio por un actor distinto al Congreso. El bloque del proceso legislativo realizado para cumplir la función de control permite advertir la finalidad extra legislativa inherente a la actividad legislativa. El proceso legislativo puro es una excepción. La ley es procesada para atender una finalidad ajena y externa a la de la propia ley. La ley sirve a un objetivo no inherente a ella misma. El proceso legislativo puro es extraño a la naturaleza de la ley. La ley es un instrumento para el orden político y social. Cabe, es cierto, imputarle una causalidad o finalidad típica, de carácter jurídico y legislativo; sin embargo, la causa y razón de ser de la ley se encuentra fuera de ella misma y atiende fines externos a su propio cuerpo. Si la ley no sirve a una exigencia política de la comunidad la propia actividad representativa de los delegados de la sociedad se desvirtúa. La ley no es una entelequia desvinculada del contexto político en el que ella se justifica.

Los bloques propiamente legislativo y de control traen como consecuencia que el concepto de proceso legislativo mantenga un marco de flexibilidad y apertura tales que permita la inclusión del carácter dinámico de la actividad política. La rigidez conceptual, en efecto, se opone a la formulación de una noción de proceso legislativo que divida lo supuestamente legislativo de lo que sirve a una finalidad supuestamente ajena a la naturaleza legislativa.

8.3 Según titularidad de la iniciativa

No obstante tener dudoso sustento la identificación de variantes del proceso legislativo en razón del titular de la iniciativa, no deja de tener sentido plantear el asunto de los procesos en función de la posición de quienes tienen reconocida la facultad legislativa, según la reserva material o no que se establezca en su favor.

Los procesos se clasifican según la naturaleza de la materia legislativa; esto es, procesos legislativos en los que la materia es constituyente, presupuestaria, u orgánica. También pueden ser clasificados según que la materia tenga contenido normativo o autoritativo (como lo son los procesos de autorización de salida al exterior, o de ingreso de tropas extranjeras). Y cabe igualmente distinguir entre procesos que cumplen una función preeminentemente legislativa y otros de funciones ajenas (como el control político). El que los procesos tengan variantes según el titular parece una cuestión más bien accesoria, puesto que los procesos en general no varían de acuerdo a quién presenta la iniciativa, sino únicamente en cuanto a los requisitos para presentar o admitir los proyectos en el proceso legislativo y, eventualmente, a la capacidad reconocida para sustentarlos durante el estudio y deliberación en los órganos parlamentarios. Fuera de esta restricción, siempre que se trate de materia propia del proceso legislativo típico, el proceso es esencialmente el mismo y no varía luego de resolverse la fase o etapa de análisis de su admisibilidad.

En cualquier caso, las variantes relativas a la materia sobre la que los diversos titulares pueden presentar iniciativas legislativas dependen, en general, del ámbito propio de cada agente. Ése sería el caso, por ejemplo, del Poder Judicial, el Ministerio Público, el Defensor del Pueblo, el Jurado

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Nacional de Elecciones, las instituciones públicas autónomas, los Gobiernos regionales, los Gobiernos locales, y los colegios profesionales. Ninguna de estas corporaciones tiene discreción para presentar iniciativas sobre cualquier materia. Pueden hacerlo únicamente sobre aquellas enmarcadas en el ámbito o esfera de competencia. ¿Cuál es el límite en cada caso? No existe un límite material preciso, aunque sí órgano responsable de determinarla.

Un aspecto adicional en relación con estas instituciones con iniciativa legislativa es el que afecta a los colegios profesionales. Existen casos de colegios profesionales de nivel nacional, como el Colegio de Ingenieros del Perú, y otros en los que los colegios tienen alcance geográfico menor, como es el caso de los Colegios de Abogados. ¿Pueden los Colegios de Ingenieros de nivel departamental presentar iniciativas, no obstante existir un Colegio de nivel nacional? La Constitución no distingue. Tampoco existe prohibición para que no lo hagan colegios de nivel inferior cuando hay un colegio nacional. Además, la organización departamental en unos colegios, no obstante la simultaneidad de niveles en otros, genera una expectativa de trato igualitario en colegios departamentales, no obstante la existencia del nivel nacional. Por último, el énfasis en la organización descentralizada y plural de la sociedad es un factor adicional importante para afirmar la procedibilidad de propuestas legislativas de colegios departamentales. Una lógica similar es la que parece presentarse con el reconocimiento explícito de que son todos los gobiernos locales los que cuentan con iniciativa legislativa, lo cual supone que la tienen los municipios distritales, sin que los provinciales excluyan la competencia distrital.

Más allá de la eventual exclusión de alguno de los titulares de iniciativa por razones de competencias circunscripcionales o geográficas, lo central es que todos estos entes tienen facultad de iniciativa limitada. No están en capacidad de presentar iniciativas sobre cualquier tema. Sólo sobre las materias que les son propias. ¿Y cuándo las materias les son propias a cada uno? ¿Podría, por ejemplo, la Defensoría del Pueblo presentar un proyecto de ley sobre el régimen de levantamiento de la inmunidad para el Presidente de la República, de los representantes al Congreso o de otros altos funcionarios a quienes se les reconoce esta prerrogativa? Indudablemente la materia escapa de la competencia de esta importante institución y no debiera proceder su trámite, y ello no obstante las razones que, desde el punto de vista material y legislativo, exigieran el desarrollo del instituto. Sin embargo, los vacíos o imperfecciones técnicas del régimen jurídico en materia de inmunidad parlamentaria no son parte de las materias por las que tenga competencia institucional la Defensoría del Pueblo. El caso se dio, en efecto, cuando se presentó el proyecto N° 290-2006-DP, Ley de Desarrollo de la Protección del Presidente de la República, Congresistas y demás funcionarios o servidores públicos, el 21 de Setiembre del 2006. La excelente disposición de los organismos públicos responsables por el adecuado orden político y normativo del país es un criterio insuficiente para asumir competencias en ámbitos respecto de los cuales se carece de amparo y sustento constitucional. Usualmente es el sentido de cooperación y el sentimiento de responsabilidad política el que induce a colaborar en el proceso legislativo; sin embargo, dicho ánimo no se corresponde con las facultades y límites que ordenan la acción política y desconocer tales límites es una forma de generar desorden. En todo caso propuestas de similar naturaleza sí es conducente hacerlas llegar a quienes

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tienen titularidad para incoar el proceso legislativo, con cargo, por supuesto, al reconocimiento del origen del estudio y sustento en el autor.

Para el caso de iniciativas que pueden presentar los congresistas y el Presidente de la República sí existe un marco de reservas desarrollado por el Reglamento del Congreso. Este marco prevé las formas positiva y negativa de las reservas previstas, lo cual importa que al reconocer qué se reserva al Presidente de la República tales tópicos se excluyen explícitamente de la competencia del Congreso. La transgresión de las reservas fijadas supone una causal de improcedencia de la iniciativa presentada.

Lo peculiar de la iniciativa popular son las restricciones para la presentación de las propuestas, así como el trámite propiamente parlamentario para las mismas. Las restricciones son garantizadas por el sistema electoral, que debe asegurar que el número y legitimidad de las firmas ha sido cumplido. En realidad lo significativo de la titularidad de la comunidad para la presentación de iniciativas es el proceso de constatación de firmas por los organismos electorales. El Congreso es el órgano que revisará luego la procedibilidad de las iniciativas presentadas. El sistema electoral no examina la procedibilidad de la iniciativa en relación con las materias a legislar. Precisamente por esta razón es que en cumplimiento de sus funciones el Jurado Nacional de Elecciones habilitó en el período 2005-2006 una iniciativa popular cuyo objetivo consistía en la realización de un referéndum sobre la aprobación del Tratado de Libre Comercio, no obstante que, si bien la legislación vigente reconocía la posibilidad de presentar proyectos de ley siempre que la gestión cuente con la adhesión de las firmas del 0,3 por ciento del total del padrón de electores (48 mil firmas), la propia legislación preveía que para la realización de referendos el número de firmas exigidos no debiera ser menor al 10 por ciento del padrón electoral (esto es, a la fecha en que se presenta la iniciativa, 1 millón 600 mil firmas). Quedó bajo competencia del Congreso, por lo tanto, aclarar la inviabilidad de la iniciativa, pero no por razón del insuficiente número de firmas para presentar un proyecto de ley (de convocatoria a un referéndum), sino en razón a que la vía usada esquivaba el proceso directo y natural correspondiente al propósito final de la iniciativa (esto es, el sometimiento a referéndum del tratado en cuestión antes de su aprobación por el Congreso).

Como puede verse, en atención a la pluralidad de titulares de la iniciativa legislativa, no hay mayor aporte para la elaboración de una teoría del proceso legislativo, precisamente porque el asunto se circunscribe a la etapa de la admisión y presentación de la iniciativa. El proceso propiamente dicho no tiene directa relación con la identificación del titular. Es más importante la materia sobre la cual el titular presenta una propuesta legislativa.

9.- Estructura del proceso legislativo

Cuando se estudia el proceso legislativo el ámbito de su examen y presentación suele circunscribirse, de modo casi mecánico, a las fases de éste. No obstante la necesidad de realizar tal análisis en este estudio se pretende ensanchar el ámbito de las preocupaciones procesales.

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Circunscribirse a la exposición de las fases previstas en la norma parece deberse a que, por lo regular, quienes usan o aplican el proceso legislativo se limitan a leer lo que el Reglamento o la Constitución dicen que se debe hacer sin plantearse temas sustanciales como pudiera serlo la finalidad o razón de ser del proceso cuyas etapas y requisitos se examinan. La iletralidad de quienes proceden en el marco de la literalidad normativa, sin embargo, es uno de los principales enemigos de la dinámica parlamentaria y, por el contrario, una de las razones por las que se comprende menos el Congreso y las tareas que le corresponden en nuestro sistema político. Los procesos no se agotan en lo que el texto de las normas prescribe. La letra es sólo una pauta para alcanzar una finalidad política más elevada que la sola y reducida aplicación de lo que se asume o cree que quedó congelado en un compendio. El proceso sirve a principios y razones en razón de las cuales éstos se observan. La mayor garantía del proceso no la ofrece el encadenamiento de la razón y de la acción política a una supuesta voluntad inmutable del lenguaje. El lenguaje no agota el universo de los principios en razón de los cuales una sociedad define reglas para tomar una decisión cuyo fin último precisamente es que ella resulte beneficiada con las decisiones adoptadas.

Con esta perspectiva en mente es que se pretende estudiar la estructura del proceso legislativo, así como los diversos procedimientos que lo componen y estructuran. Como queda planteado en este trabajo, si bien es cierto la actividad legislativa se articula en un flujo de procedimientos, donde cada fase no tiene un objeto aislado ni autónomo sino previsto para cumplir una finalidad que trasciende a cada procedimiento y a cada uno de los actores que los desarrollan, la actividad y su articulación en procedimientos no son un factor dado sino que se crea y se construye alrededor de una finalidad política y una necesidad funcional. El proceso legislativo comprende el reconocimiento de que su estructura obedece a la finalidad o razón de ser de la institución parlamentaria, una de cuyas tareas es la elucidación del régimen normativo para la sociedad. La estructura del proceso tiene por objeto asegurar y proteger el flujo de interacciones políticas de los actores de forma que mediante el proceso se pueda alcanzar el máximo bien al que sirve la legislación, esto es, los valores que justifican, en general, la necesidad de orden y uniformidad de una ley como medio eficaz para el desarrollo justo y pacífico de la comunidad.

De la misma manera, la función legislativa demanda de una organización que asegure resultados satisfactorios definidos por los protagonistas del proceso representativo de la colectividad. La articulación entre las pretensiones de la sociedad y la viabilidad de la alternativa legislativa debe producirse según reglas que conduzcan a una evaluación que además de tener carácter y finalidad políticos permita garantizar y obtener niveles de logros e impacto social que sean efectivos para la comunidad. La legislación no es sólo resultado de la voluntad del legislador, puesto que ese sólo factor no basta para que la intervención legislativa sea mejor que otras formas de atención de las expectativas, o incluso mejor que no aprobar una medida normativa por el Congreso. Por ello es necesario que la decisión que adopta el Congreso atraviese un proceso de análisis e investigación acompañados por pautas y estándares que presta a estos fines la metodología del análisis científico. La realidad debe ser apreciada por políticos, pero sin menoscabo

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ni desdén por el aporte que la academia tiene la misión de ilustrar para que las decisiones sean más provechosas para el colectivo social.

Como todo proceso, el proceso legislativo tiene como características la agregación de valor a través de actos previamente tipificados o identificables, mediante los cuales se transforma un requerimiento o iniciativa en un producto colectivo. Para lograrlo es imprescindible seguir determinados mecanismos, sujetos todos ellos a un modelo de control. La estructura del proceso legislativo supone no una situación estática sino dinámica. Es un flujo dinámico de actos, cada uno de ellos sujeto a una pauta o disciplina de validez, cuyo método pretende conseguir la satisfacción efectiva de las expectativas de la comunidad que elige a los actores y representantes legitimados para participar en el proceso. El objeto último del proceso es que los requerimientos de acción colectiva del Congreso son requerimientos de la comunidad, y que es la comunidad cuyas expectativas deben ser efectivamente satisfechas. La estructura del proceso salvaguarda a través del flujo y secuencia de actos que lo integran dicha efectividad. La efectividad del proceso define su finalidad y razón de ser. Incumplida tal efectividad, o cumplida defectuosamente, la naturaleza del proceso falla.

Más allá de la efectividad del método que caracteriza la estructura del proceso legislativo, también existen otros aspectos que lo caracterizan. El proceso tiene un costo, por ejemplo, que resulta de la asignación de recursos y fondos con los cuales se retribuye a quienes intervienen en el ciclo procesal así como del abono que se entrega por los bienes y servicios que se compran para que las actividades procesales atiendan a la finalidad legislativa (recursos hemerográficos, programas informáticos, correo, recursos logísticos diversos, etc.). Otras características de la estructura del proceso es igualmente el esquema temporal dentro del cual se prevé el inicio, transformación y culminación de cada procedimiento o fase procesal, y de igual forma la idoneidad y eficiencia con la que se usan los recursos en cada acto dentro del ciclo procesal.

La identificación de las características de la estructura del proceso legislativo permite realizar la medición de la efectividad, eficiencia y costo de la tarea legislativa de la institución parlamentaria y, por lo mismo, la evaluación de los aspectos centrales y que mayor valor agregan en el proceso, no menos que el planeamiento y organización de los procesos de forma tal que disminuyan todos los cuellos de botella que entrampan e impiden la obtención de mayor valor agregado en las actividades procesales del Congreso.

Los actos que se realizan durante el desarrollo del proceso legislativo suponen el cumplimiento de una estructura y requisitos para que tales actos se realicen válida, correcta y efectivamente en el proceso. Todo acto procesal tiene un carácter o modo previsto de ser jurídicamente prefigurado. Si dicho carácter se refiere a las características internas del acto se conoce como elemento del acto y tiene que ver con las condiciones propias de un acto independientemente de su relación con otros actos dentro de un mismo proceso; y si se refiere a las características externas del acto se le conoce como requisitos (o presupuestos) del acto y están relacionados a la posición del acto en relación con otros.

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9.1 Elementos de la composición del proceso

Los elementos esenciales del proceso legislativo son de dos clases, subjetivos y objetivos. Los elementos subjetivos están constituidos por las partes que intervienen o a las que afecta el proceso; los objetivos, el sustento en virtud del cual se argumenta la adopción de una decisión que define el orden que debe observar la colectividad. Dicho de otra manera, en tanto que la estructura de los elementos subjetivos es definida por esas características constantes que se dan no obstante los distintos actos, o el cambio de un acto a otro, la estructura de los elementos objetivos se define por las características constantes que se dan no obstante el cambio de sujeto o de o los distintos sujetos que intervienen en un acto procesal.

Los elementos subjetivos y objetivos que se desarrollan en este acápite no son los que suelen anotar los textos reglamentarios ni constitucionales. La perspectiva que se empeña en plantear en este estudio es una que se aparta de lo que suelen proponer los manuales jurídicos, y que incluye aspectos generalmente pasados por alto. El dejar de valorar dichos aspectos impide una evaluación apropiada de la efectividad de la acción parlamentaria y, en último término, de la decisión sobre la intervención legislativa.

9.1.1 Los elementos subjetivos en la composición del proceso

Tienen la condición de elementos subjetivos quienes participan activa o pasivamente en el diseño, discusión y decisión sobre medidas legislativas. El ámbito de los elementos subjetivos está indisolublemente ligado a la cultura en la cual se desarrolla el proceso legislativo. Es la esfera de la concepción, de las perspectivas, de los valores, de los intereses y, en general, de la visión que tienen las personas respecto de la condición de la ley y de la legislación en la sociedad. Desde el punto de vista procesal la competencia de la multiplicidad de visiones concluye en visiones dominantes que son las que definen la naturaleza del uso que se da a la atribución de dar leyes para la colectividad. En alguna forma, como ha quedado ya examinado en secciones anteriores de este trabajo, la calidad de la legislación está en directa proporción de la calidad de la cultura de los actores del proceso legislativo, sea en función del rol de los electores, de los comunicadores sociales, de la autoridad legislativa, de los funcionarios que los apoyan, de los militantes que los respaldan, o de las fuerzas que compiten por el mejor posicionamiento en el escenario político del país.

1.- El más importante elemento del proceso legislativo es el destinatario de toda norma. El proceso legislativo es uno de los instrumentos en virtud de los cuales el Estado actúa en razón de una necesidad real de la comunidad, y actúa para que esa necesidad real sea adecuada, oportuna, eficiente y confiablemente atendida a través de una regla de carácter general mediante la cual se ordena mejor la propia comunidad en la que se constata la realidad de la necesidad que justifica la decisión sobre la intervención legislativa del Congreso. El proceso legislativo debe su razón de ser a la comunidad a la que sirven los representantes que legislan por su cuenta e interés y para su bienestar y mejor orden de la misma.

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Por lo general la comunidad no es considerada como un actor directo en el proceso. Su condición de elemento del proceso legislativo es regularmente entendida como una imputación y referente que puede ser bien atendido, defectuosamente concebido o simplemente desatendido por quienes son elegidos por la propia comunidad para garantizar el bien de la comunidad en su representación. La comunidad no tiene presencia real en el proceso legislativo. La suya es una presencia jurídicamente imputada en el proceso, lo cual significa que el proceso existe y se desarrolla para que la comunidad reciba de la acción del órgano legislativo del Estado en un sentido que la beneficie. Los efectos de la decisión legislativa del órgano legislativo se inician, desarrollan y concluyen porque y para que la colectividad tenga un bien mejor con la intervención legislativa que el que existe antes de la decisión estatal, o que el que existiría si se adoptara una forma de intervención menos ventajosa o beneficiosa para la comunidad. El proceso legislativo en el que se desatiende la finalidad en virtud de la cual se define y opera en el Congreso niega la base esencial que justifica la ley. Y dicha base es criterio central de legitimidad y validez de la decisión estatal.

Sí existen casos en los que la comunidad es considerada como actor directo de un proceso legislativo, pero por el grado de intervención que se reconoce a quienes proponen una iniciativa tal participación es mínima e insignificante. No lo es la condición que se representa a la comunidad como beneficiario (total o parcial) en cuyo bienestar se legisla. Con la referencia precedente, cabe distinguir la diversidad de papeles en los que pueden operar los sujetos del proceso legislativo que se desempeñan como actores del mismo. Tales papeles comprenden el de proveedor, gestor o promotor del proceso.

2.- El proveedor es el papel que cumple el sujeto cuando aporta insumos en el proceso legislativo. En una organización el proveedor proporciona recursos o bienes que sufrirán uso y transformación por quienes tienen la capacidad de convertirlos en el producto final de la organización. No es posible ninguna transformación ni resultado a menos que se cuente con una propuesta o bien con el que la transformación empieza. Para el proceso legislativo tiene la condición de proveedor ya sea el proponente de una iniciativa, como quien quiera que aporta con opinión, sugerencias, análisis o evaluaciones. El proponente puede ser o no congresista, según el tipo de propuesta con la que se pretenda iniciar el proceso. Puede serlo cualquiera de los agentes reconocidos en la Constitución; por lo tanto, el Presidente de la República, y sobre las materias propias de su competencia las instituciones públicas autónomas, los gobiernos regionales, los gobiernos locales y los colegios profesionales, además de la iniciativa popular que se le reconoce a la colectividad según las tasas previstas en la Constitución y la ley de la materia.

Tienen también la calidad de proveedores en el proceso legislativo toda persona que aporta otros recursos procesalmente valiosos. En esta condición están quienes, independientemente de la iniciativa para proponer, apoyan en el proceso de toma de decisión de los titulares de la función legislativa. Pueden serlo por eso los expertos, especialistas, las organizaciones representativas de la comunidad, los afectados por las medidas sobre las que se propone la legislación, o las agencias estatales con competencia sobre la diversidad de temáticas introducidas. También concurren como proveedores los asesores, sea porque tienen la calidad de

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personal de confianza de los congresistas, o el personal técnico del servicio parlamentario que aporta durante el procesamiento de las iniciativas, ya sea asistiendo, asesorando o dando soporte procesal durante las sesiones o la organización de las mismas, o colaborando en el proceso de análisis, debate y toma de decisión por los órganos parlamentarios en cualquiera de los procedimientos o fases en que el proceso legislativo se descompone.

3.- Se señaló que también intervienen en el proceso legislativo a quiénes se califica como los gestores del proceso. El gestor del proceso legislativo sería a quien con mayor propiedad cabría calificar como el “propietario” del proceso. Es decir, el directamente responsable de la gestión legislativa. El gestor del proceso es el titular de actos tales como el planeamiento de la agenda legislativa anual o diaria en el Pleno tanto como en los órganos consultivos que lo asesoran; la definición de los actos o actividades a realizar durante el proceso; la constatación de que la agenda y las actividades programadas dentro del proceso se cumplan oportuna y efectivamente; el análisis de los resultados de la organización y de cada uno de los procesos concluidos en la organización; y la comunicación de los resultados alcanzados.

En la experiencia parlamentaria nacional se observa que algunas de las características del gestor del proceso se desconocen o no se usan plenamente. Por lo tanto, no existe previsión respecto de su exigibilidad. Entre tales casos cabe incluir, por ejemplo, la inexistencia de un procedimiento que asegure la detección o revisión de que las actividades programadas dentro de los procesos legislativos sí se ajustan a lo planeado o previsto, o cuánto no se realizan o no se cumplen los plazos establecidos. El análisis de las deficiencias en los arreglos organizacionales o de los planes y de las actividades programadas es por lo general una materia que es descuidada o ignorada; no se asume con conciencia de la responsabilidad de gestión que va con la tarea representativa del legislador. Por vacío en este extremo de la responsabilidad de gestión dicho análisis es realizado por terceros, como pueden serlo las diversas organizaciones de vigilancia de la sociedad que actúan como veedores de la función legislativa, o incluso por el periodismo de investigación o cronistas de la actividad parlamentaria. Si el examen respecto de los resultados es omitido, fácil es deducir de ello que tampoco existe comunicación alguna en relación con el análisis de la gestión y de los procesos seguidos por la institución parlamentaria.

4.- Por último, un papel particular es el que les corresponde a los promotores del proceso legislativo. Son promotores los responsables de dirigir y decidir sobre la necesidad, la administración y la validez de los actos del proceso. Es un papel singular y diverso del que tienen los gestores. Quienes gestionan el proceso desarrollan actividades de transformación elementales para que el producto institucional se concrete. Quienes lo promueven son quienes toman decisiones respecto a la dirección del proceso. En el caso del proceso legislativo debe entenderse que se trata de las mismas personas que cumplen diversidad de roles o de funciones. No es que haya dos categorías de congresistas, unos que gestionan y otros que promueven. De lo que se trata es que, en algunos casos, los congresistas desempeñan tareas y responsabilidades diversas según la ocasión en la que les corresponde gestionar o promover y, en otros casos, algunos congresistas desempeñan cargos de gestión y otros de promoción según la

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oportunidad y la materia sobre la que deban o les corresponda tomar competencia.

En tanto los mismos congresistas ocupan posiciones en papeles promotores sus funciones comprenden aspectos tan decisivos como la definición de la misión y el concepto al que sirve el proceso legislativo, así como los objetivos a alcanzar bajo cada período dentro del cual se lleven a cabo los procesos, o la asignación de los recursos para alcanzar las metas, objetivos y misión fijadas. Pero igualmente corresponde a los promotores realizar el seguimiento respecto al cumplimiento de los planes y los niveles de logros o resultados respecto a los objetivos y metas establecidos, e igualmente la evaluación de los niveles de eficacia del proceso como medios para alcanzar las finalidades fijadas para los procesos.

En realidad la evaluación sobre el estado de la efectividad de los procesos legislativos y de los resultados de los mismos bien cabe asignarlos a uno o varios órganos responsable del monitoreo, evaluación y seguimiento organizacional, a quien se encomiende la compilación de los datos derivados del accionar propio del sistema legislativo nacional, así como de la idoneidad y eficiencia de los procesos y los resultados obtenidos en cada período parlamentario. Éste o éstos órganos tendría la responsabilidad de reportar a los niveles representativos integrados por congresistas, de forma que quepan disponer se tomen las medidas correctivas, o modificar los procesos, con la finalidad de optimizar los resultados institucionales. En esta lógica, si el Congreso hace suya la tarea de supervigilar su propio accionar cuenta con una herramienta de medición del impacto que genera en la transformación de las propuestas en auténticas y adecuadas medidas de cambio político para la comunidad. Toda reforma de los procesos que carezca de evidencia y sustento empírico a partir de un diagnóstico efectivo de las fallas en el desempeño de los gestores o de los propios promotores de los procesos legislativos no constituye reformas eficaces ni efectivas. La perspectiva que lleva a concebir el diseño del proceso legislativo como una tarea desvinculada de la realidad empírica no pasa de constituir una empresa ilusoria. Las normas procesales tienen su razón de ser en la capacidad y potencia que tienen para generar una transformación efectiva que agrega valor o no lo agrega en beneficio de la comunidad. Las reformas del proceso legislativo deben sustentarse y respaldarse en la evaluación de los niveles de efectividad alcanzados con la acción parlamentaria. El objetivo es que los procesos sean idóneos y adecuados para que la acción parlamentaria satisfaga las expectativas de la colectividad. Esa evaluación debe realizarse periódicamente y luego discutirse los logros que los procesos permiten según el mejoramiento o no de los indicadores que miden los resultados y cuánto se alcanza o no las metas y objetivos establecidos.

9.1.2 Los elementos objetivos en la composición del proceso

Como ocurrió en el acápite anterior, el esquema observado en esta presentación extiende el concepto de elementos objetivos a aspectos regularmente descuidados o ignorados en los estudios jurídicos. En nuestra perspectiva, resulta indispensable incluir criterios relacionados con exigencias propias del funcionamiento efectivo de la institución parlamentaria en materia legislativa en general y procesal en particular. El

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derecho es más que el solo examen de la validez de los actos. El derecho es un instrumento cuyo objetivo es facilitar la consecución de metas concretas de una comunidad. En el marco de esa naturaleza es que debe preverse aspectos a través de los cuales es posible evaluar la idoneidad jurídica del proceso legislativo. Con este criterio en mente es que resulta conveniente abarcar nociones no previstas como elementos de la composición del proceso legislativo.

La relación de elementos que incluimos se basa en una perspectiva que pretende incluir el concepto de gestión en la actividad legislativa. La gestión importa una responsabilidad no sólo por el cumplimiento funcional de tareas predeterminadas por normas procesales vigentes. La gestión supone la responsabilidad por aspectos más amplios, como lo son los logros y resultados alcanzados, más allá del ajuste a los procedimientos prestablecidos, así como el nivel de efectividad de los logros en relación con el tipo de solución necesaria para atender las necesidades o expectativas que la realidad social esperaba fueran atendidas con la intervención legislativa. El sólo cumplimiento de los procedimientos no exime las responsabilidades derivadas de la gestión política.

Cuando se define un proceso se identifica, además de los elementos subjetivos antes indicados, otros aspectos que comprenden el marco o parámetros de gestión dentro del órgano legislativo. Entre los elementos objetivos del proceso cabe identificar la misión del proceso; sus alcances; sus límites; los tipos y calidad de productos esperados por los clientes; los insumos o recursos requeridos para alcanzar efectivamente los resultados; la definición de las actividades o tareas propias del proceso; la identificación de los criterios para tomar decisiones y alcanzar resultados; y, finalmente, los indicadores que permitan medir el rendimiento de los procesos legislativos y los resultados efectivamente alcanzados con los mismos. Además de estos componentes no propiamente juridizados del proceso legislativo, será necesario identificar y relevar aquéllos otros más propiamente vinculados a la cuestión de la validez normativa de los actos legislativos. La diferencia entre elementos propios de la gestión del proceso y su validez permite integrar el concepto de legalidad con el de la producción de resultados políticamente exigibles a la institución parlamentaria. Es la disociación entre una y otra esferas la que impide mejores niveles de deliberación entre los representantes y quienes vigilan o evalúan su desempeño, así como mejores pautas para la acción y decisiones legislativas.

9.1.2.1 Elementos objetivos de la gestión legislativa

1. Uno de esos elementos en la composición del proceso desde el punto de vista de la gestión legislativa, es su coherencia con la misión que justifica la existencia e inicio del proceso legislativo. La pregunta sobre la coherencia con la misión del proceso es ¿para qué, cuál es la razón de ser y con que finalidad es que se legisla?.

Son dos tipos de misión en el proceso legislativo. Una misión general propia del proceso en general, y una misión particular en razón de la cual se inicia cada proceso legislativo concreto. Existe una causa procesal válida para todo y cualquier proceso, y otra causa específica que justifica el inicio y

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desarrollo de cada proceso concreto. El primer tipo de misión tendría el carácter de un tipo de misión general al que debiera corresponder todo proceso y no sólo cada uno en particular.

¿Cuándo se cumple con la misión típica y general en un proceso legislativo? Cuando existe razón para que la ley exista y, por lo tanto, para que un proyecto sea presentado y aprobado. Tal misión típica se da cuando se cumple con el parámetro de existencia de una norma. La norma existe porque asegura un bien social sin cuya existencia la sociedad estaría peor. No existe razón para legislar si la norma no asegura un bien general mejor que la ausencia de norma. Las normas de alcance particular no cumplen con la misión del proceso legislativo, salvo que con ellas, no obstante su condición particular, quepa atender bienes generales valorados por la comunidad política.

La misión concreta de cada proceso legislativo debe examinarse en función de los datos específicos de cada situación invocada como justificación para las medidas concretas propuestas en una iniciativa. El test de cumplimiento de la misión del proceso es parte del análisis y discusión que se lleva a cabo, ya sea con el uso de la diversidad de metodologías de exigencia obligada para los dictámenes, como de la constatación que corresponde realizar a cada congresista o grupo parlamentario que patrocina o que avala con su voto durante el debate y votación en el Congreso.

La misión en suma es atender justificada y verificadamente la necesidad de quienes son clientes en el proceso legislativo. Si el cliente por excelencia del Congreso es la sociedad, el inicio y resultados del proceso se justifica si es que se examinan la realidad y razón de ser de su necesidad, o la ausencia de la misma.

En razón de que la misión es definida por quienes actúan como promotores del proceso es lógico que la falta de definición de tal misión, o las deficiencias que padezca su conceptuación forma parte del espectro de responsabilidades exigibles a quienes tienen tareas promotoras en la actividad parlamentaria. Tener claridad de este extremo en particular deja ver cómo es que al identificar la misión como un elemento en la composición del proceso también permite exigir modos concretos de cumplir con el mandato de representación que la colectividad genera y otorga a sus delegados al Congreso.

2. Un segundo elemento que compone el proceso legislativo consiste en las directrices y objetivos a aplicar para desarrollar el proceso y conseguir los resultados que con éste se quiere alcanzar. Las directrices consisten en las pautas o criterios generales que orientan el desarrollo de las actividades propias del proceso. Los objetivos son más bien las metas o los resultados que se pretende alcanzar.

Porque la actividad procesal de quienes actúan como gestores directos o inmediatos depende de tales directrices y objetivos es indispensable que unas y otras se adopten con participación y compromiso de quienes intervienen en los diversos procedimientos que se derivan del proceso legislativo. El “propietario” del proceso no es ajeno a la existencia ni alcances de los criterios que orientan los procesos, ni las metas que se quiere conseguir. El nivel de interacción entre el promotor y el gestor del

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proceso es decisivo y muy estrecho. El promotor es quien tiene a su cargo la validación de los criterios y objetivos respecto de los cuales los gestores desarrollan sus actividades en el proceso legislativo. Y el gestor no tiene autonomía para apartarse de criterios asumidos de forma corporativa y por lo tanto tienen carácter vinculante para todo miembro de la corporación. Este último carácter es el que permite advertir que sin acuerdo respecto de las directrices y de los objetivos, obviamente, no hay vínculo. Para que éste exista debe existir una formulación y una decisión expresamente adoptada por quienes la propia corporación parlamentaria fija.

La aclaración hecha en el párrafo anterior permite distinguir que si bien elementos como las directrices y los objetivos son por naturaleza elementos que componen el proceso legislativo, la ausencia de previsión de su existencia y necesidad en la organización del Congreso supone una severa y clara limitación en la propia capacidad de gestión institucional. Siendo parte de toda organización un elemento básico para organizar recursos escasos las restricciones sobre los criterios para tomar decisiones legislativas en el proceso así como el propio tipo de objetivos institucionales buscados, pasar por alto la identificación tanto de los criterios como de los objetivos se convierte en un incentivo para la inefectividad de la propia institución parlamentaria. Así de grave es la ausencia de reconocimiento de estos elementos en el proceso legislativo.

Si los criterios tienen el carácter de lineamientos o de pautas para generar, desarrollar y adoptar decisiones legislativas, los objetivos tienen el propósito de crear medios de evaluación de la performance institucional. Los objetivos, en efecto, permiten medir cuánto se alcanzan las metas. La medición se realiza a través de los indicadores que se establecen como un porcentaje o una cantidad determinable vinculada a la mayor o menor proximidad con las metas propuestas.

3. Un tercer elemento es la identificación de los alcances del proceso. Por alcances se entiende la identificación de las materias que quedan comprendidas como tramitables dentro de un proceso y, por lo tanto, qué queda excluido del mismo por ser un asunto esencial o accidentalmente ajeno al marco del proceso legislativo.

Parte del alcance comprende el reconocimiento de la naturaleza de los asuntos y casos que se encuadran como procesables en aplicación de las reglas propias del proceso legislativo ordinario, de procesos legislativos especiales, que deben ser tramitados en el marco de otros procesos distintos al legislativo, o simplemente que carecen de base para el uso de cada proceso legislativo.

El alcance es una referencia a las materias que cabe presentarse, evaluar y aprobarse dentro del proceso legislativo. No encuadran dentro del proceso legislativo, por ejemplo, las materias normativas reservadas a algún órgano constitucional distinto al Congreso. El alcance, por ello, depende en parte de quién presenta la pretensión legislativa ante el Congreso, puesto que hay materias reservadas para algunos titulares. Pero existen, además, alcances excluidos para todo titular de la pretensión legislativa ante el Congreso. Tal es el caso de las materias reservadas para su procesamiento en sede distinta a la parlamentaria.

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4. El cuarto elemento son los límites inicial y final del proceso. Si el proceso legislativo es descomponible en una sucesión o diversidad de procedimientos, es importante contar tanto con un hito claro que permita conocer cuándo se dará por válidamente iniciado el proceso y cuándo concluirá, como, a la vez tener una regla semejante para los distintos procedimientos que constituyen el proceso legislativo general. Al saber qué es lo que se pretende por la organización y las características que deba tener el producto a elaborar, parte del cómo se logra consiste en la identificación de los actos con los que se considerará que empieza y concluye la responsabilidad de los actores para transformar una pretensión en un resultado legislativo.

No cualquier actividad da inicio al proceso, porque existen ciertos requisitos sin cuyo cumplimiento no puede darse el mismo por iniciado. De igual forma, no es con cualquier actividad, independientemente de su adecuación a ciertos requisitos, con la que cabrá dar por concluidos ni los diversos procedimientos ni el proceso en sí. La definición de los puntos de inicio o conclusión según los requisitos predeterminados será lo que posteriormente permitirá realizar la evaluación o control de los resultados no menos que de la calidad misma del proceso de transformación que agrega valor a las propuestas legislativas. Este es un aspecto en el que van de la mano el asunto de la validez y el de la efectividad de los actos propios del proceso legislativo o de los diversos y sucesivos procedimientos que lo integran.

5. Un quinto elemento del proceso legislativo es la precisión del producto que resulta del mismo para los beneficiarios (clientes) del proceso legislativo. La naturaleza de este elemento tiene que ver con la identificación de un mínimo de calidad material de los productos legislativos, los mismos sin cuya concreción debilitan vínculo político con la colectividad e ilegitiman la tarea representativa que deben honran los congresistas.

Debe tenerse claras la características del tipo de producto que debe resultar del proceso legislativo. Esto es el “qué” en que debe concluir la acción orientada a una finalidad normativa en el Congreso. La gestión en el proceso legislativo debe tener claro qué tipo de resultado es el que llenará las necesidades y las expectativas de la comunidad que espera que sus representantes cumplan con el encargo que se les encomienda.

Saber e identificar el tipo de producto que debe resultar del proceso legislativo supone haber conceptuado la calidad y estándares que debe tener el mismo de forma que esté en condiciones de beneficiar con su existencia a la colectividad. No debe ser lo mismo que el Congreso apruebe una ley que reúna las condiciones formales para tener la condición de ley, a que el Congreso apruebe leyes cuyo impacto social sea superior a la inexistencia de una ley, o a la aprobación de una ley cuyo impacto sea menor. Sin claridad respecto del impacto medible de una ley en la colectividad no hay productos identificados. Y si el producto no está identificado el Congreso no cumple con la misión representativa que la sociedad le encomienda.

Por eso es crítico para el funcionamiento efectivo del Congreso que al definir los elementos objetivos que componen el proceso legislativo se tenga conciencia que la gestión de los congresistas importa y supone el esfuerzo

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de organizar sus tareas según un plan que empiece por saber de qué calidad deben ser las leyes y cómo se espera controlar tal calidad mediante indicadores de impacto que permitan saber si la ley contribuye o no al bienestar y prosperidad de la república. No es sólo cuestión de tener votos y de atravesar cada uno de los procedimientos o fases de flujo para aprobar una ley.

El cumplimiento formal del proceso no es capaz por sí mismo de garantizar el beneficio de la ley para la república. El proceso es un instrumento que fija patrones para que su uso asegure un resultado material y concretamente superior para la colectividad. Por eso el esfuerzo para fijarse metas cualitativas en las leyes que debe aprobar el Congreso es una forma de garantizar que la comunidad está adecuada o idóneamente representada. Si el patrón de calidad de los resultados legislativos es discutido y aprobado, ese mismo acto empoderar a la comunidad y le indica y orienta sobre qué podrá esperar, así como, por lo tanto, el grado de accountability de sus representantes y las condiciones de exigencia de sus responsabilidades legislativas. La actividad legislativa requiere planeamiento, y parte de ese planeamiento es la definición de la calidad de los resultados y de los logros según indicadores visibles y mensurables para controlar cuánto se cumple o no se cumple con el mandato recibido.

6. El sexto elemento objetivo en el proceso legislativo consiste en la definición de los insumos requeridos para conseguir los resultados o productos del proceso legislativo. Parte de esos insumos es el “con qué”, el “mediante qué”, o el “no sin qué” se podrán alcanzar los resultados concretos esperados.

Este elemento supone la identificación de aspectos centrales generalmente obviados como el tipo de actitudes y de competencias requeridas para participar exitosamente en el proceso legislativo. Nuestro modelo constitucional, acorde con el principio de igualdad política, únicamente exige como requisito para ser elegido representante la mayoría de edad y otros requisitos vinculados al lazo de residencia, ciudadanía o capacidad para el ejercicio de derechos civiles y políticos. El sistema político excluye la elección a partir de otro tipo de restricciones.

Sin embargo, las exigencias de una gestión efectiva de los representantes demanda la adquisición de actitudes y competencias que si no se poseen antes de la elección se alcancen u obtengan como requisito para operar en la institución parlamentaria en general y los procesos legislativos en particular. La falta de conciencia sobre esta capacitación como condición sine qua non para el debido cumplimiento de la representación recibida como mandato de la comunidad trae como correlato la acumulación de niveles peligrosos de desconfianza en la colectividad. Si los representantes no se preocupan de su propio perfeccionamiento y capacitación nada impedirá al pueblo desaprobar la gestión de los representantes y el Congreso tendrá merecido su desprestigio y declinación en la estima popular. Cualquiera puede ser engañado una vez; pero mantener al pueblo engañado durante todo un período por representantes incompetentes para la tarea legislativa tendría tal actitud o pretensión una dimensión de proporciones lindantes con la inmoralidad o la ilicitud. Obviamente no hay norma que establezca tales consecuencias. Por lo tanto hacerse cargo de tal responsabilidad es inabdicable e indelegablemente una cuestión de carácter

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personalísimo que no puede dejar de atender cada representante. Poco tiene en esta materia que ver el cumplimiento de los requisitos de elegibilidad constitucional del representante. La materia aquí es cuestión de desarrollo de competencias de las que pudiera carecerse al momento en que postula y se elige al candidato. La autosuficiencia o la negligencia del elegido son aspectos de los que sólo es responsable cada congresista.

En previsión de las exigencias procesales de este tipo de insumos, por lo tanto, las actitudes y las competencias de que se carece, es necesario anticipar y prever la necesidad de adquirirlas. El mandato recibido de la comunidad no excusa la responsabilidad de aprender aquello que el representante requiere para cumplir efectivamente la misión que recibe y que le encomiendan sus representados. El comportamiento y desempeño de funciones en una institución estatal requiere de niveles importantes de información sobre reglas de desempeño y validez que, obviados, generan la agregación de ineficiencias en el sistema representativo. Por lo tanto, genera también niveles de responsabilización exigibles a quienes, no obstante contar con un mandato válido y legalmente perfecto, necesitan aprender y adecuarse a exigencias antes no requeridas. El solo criterio personal y el sentido común del representante son útiles y necesarios, pero son insuficientes para cumplir con eficacia las responsabilidades que les corresponde cumplir en un órgano estatal.

7. El sétimo elemento consiste en señalar, identificar y describir qué actividades deben realizarse durante el proceso y los procedimientos en que éste se descompone. Si el proceso comprende la identificación de los procedimientos mínimos que definen sus etapas conceptuales, las actividades son fases conceptualmente menores a las etapas contenidas en los procedimientos.

Es porque las líneas maestras del proceso legislativo se documentan en la Constitución y en el Reglamento del Congreso, que la organización del mismo es susceptible de ordenamiento con fines conceptuales a través de los procedimientos que integran dicho proceso. Pero la propia Constitución y el Reglamento contienen mandatos procesales de diverso orden, consistiendo en algunos casos órdenes detalladas relativas a una acción procesal de nivel inferior.

Si bien es razonable que el Reglamento prevea exigencias de este último orden (de detalle puntual e inferior), el espacio constitucional se entiende referido a aspectos más bien generales, a cuya existencia y significado se les reserva un nivel esencial o estructuralmente constitutivo. Pero cuando la Constitución interviene en materias puntuales o pormenorizadas del desempeño tal presencia puede revelar un indicio de temores o amenazas mayores que se prefiere anticipar y negar con una regulación fortalecida. Casos notables pueden serlo cuando se eleva la exigencia para adoptar un acuerdo con una mayoría especial o calificada; lo regular podría consistir en la sola indicación que el Pleno debe adoptar un acuerdo, y no exigir que para llegar al mismo el Pleno debe contar con un número de votos específico. La constitucionalización de una materia es una forma de restringir y limitar la discrecionalidad de los actores, de forma que su capacidad de decisión quede enmarcada de manera general a una pauta normativa excluida de discusión y disposición. Por la misma razón las exclusiones indican cuáles son las áreas temidas; esto es, los tabúes

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políticamente relevantes para los constituyentes que acuerdan eliminar de las alternativas procesales ésas que consiguen constitucionalizar y, por lo tanto, negar del espacio regular del legislador.

Las actividades en el diseño del proceso legislativo son pues los modos en que las decisiones se configuran hasta llegar a la definición última de un acto legislativo. En algunos casos tales actividades son agrupables como una sucesión integrada de pasos a los que se les otorga la categoría de etapa o fase procesal; en otros son niveles de descomposición de tales etapas perfectamente aislables como una actividad dentro de una fase procesal. El objetivo del legislador es prever el diseño del proceso legislativo según las metas que se pretende alcanzar. Los procesos no se diseñan independientemente del propósito o finalidad que se pretende alcanzar institucional no colectivamente. Los procesos son un instrumento y no un fin en sí mismos. Son un instrumento mediante el cual debe obtenerse un bien superior a aquella situación anterior en la que tal bien era ausente. Las actividades que integran el proceso legislativo, en consecuencia, son funcionales a la meta y objetivos en razón de los cuales existe un sistema procesal dado. Su existencia y la sucesión integrada de su ocurrencia son evaluables y exigibles a partir de la utilidad que representan y significan para alcanzar tales metas y objetivos políticamente valorados.

En realidad las actividades procesales son descomponibles hasta niveles muy pequeños. Es por esta razón que el diseño aísla de la diversidad de pasos aquellos a los que se reserva categoría estructurante del proceso. No porque a las demás actividades no corresponda integrar ni deba concebírselas como actividades necesarias para cumplir con definir un acto legislativo, sino porque ellas sean más bien subordinadas al cumplimiento de etapas institucionalmente más valiosas en el proceso legislativo. Se trata, en realidad, de niveles de diferenciación. Quizá una forma práctica de explicarlo sería advertir que concurrentemente a la acción que desarrollan los representantes en un proceso legislativo, se requiere paralelamente la participación y actividades de agentes que no lo son y cuya colaboración es idónea e indispensable para que la acción de los representantes sea eficaz o más valiosa. La acción de tales agentes no es parte de la documentación en que se registra el proceso a cargo de los representantes en su calidad de titulares de la acción legislativa, pero sí es preciso mantener en mente que se integra dentro de la concepción del acto legislativo (y, por lo mismo, tal participación no puede dejar de documentarse, pero en un instrumento normativo de alcance diverso que tiene carácter subordinado y complementario del proceso en que se registra la diversidad de actos de colaboración que le corresponde). Se trata pues, en realidad, de la distinción analítica que debe realizarse de dos áreas integradas en una misma especialidad, pero separables en función de la calidad del titular a quien corresponde la capacidad y competencia para definir con carácter vinculante cómo se orienta el acto legislativo.

Entre la demanda de intervención y el producto legislativo que recogen, construyen, y tramitan, respectivamente, los gestores y los promotores del proceso se da un flujo indiscernible e indistinto de niveles de acción. Es principalmente por comodidad conceptual y funcional que se hace abstracción de la unidad de la acción para someterla a planos de explicación y comprensión aislados en los que se coagula y suturan formas fijas, rígidas y estáticas de un proceso sólo ficticiamente inmóvil. Las

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actividades aisladas abstraídas del flujo indetenible de la realidad son las que configuran el parámetro de ordenamiento general de la voluntad de acción e intervención legislativa. El comportamiento concreto de los actores del proceso legislativo se rige por el proceso integrado de actividades al que se adjudica la propiedad de constituir la agregación de valor para alcanzar una meta y objetivos políticamente valiosos.

Las actividades que se selecciona como necesarias para integrar el proceso, por lo tanto, son conceptual y analíticamente aisladas y abstraídas en el flujo que las prevé, entre una diversidad natural de actos recurrentes según un patrón de regularidad. Se trata de una construcción artificial necesaria para definir el patrón ordenador de la voluntad política. La razón de ser de la identificación de las actividades que se integran en el proceso es procurar el estándar de aceptabilidad e inclusión entre lo que resulta políticamente valioso para alcanzar metas y objetivos socialmente prioritarios, y lo que carece de atributos para resultar indispensable a la consecución de tales fines. La identificación de qué y cuáles actividades integran el proceso qué y cuáles no, de otro lado, no es un conjunto cerrado ni inmodificable: depende de los objetivos o metas priorizados por los agentes competentes para fijarlos. Ese es el criterio según el cual existen, se construyen e integran dinámicamente los procesos.

8. Y el octavo elemento objetivo relativo a la gestión del proceso legislativo es la identificación de las unidades de medida de los resultados o del rendimiento del proceso legislativo. Las unidades de medición de los resultados es a lo que suelen denominarse los indicadores, esto es, la forma de cálculo de logro del rendimiento. ¿Qué función cumple el señalamiento de los indicadores en el proceso legislativo?. Los indicadores sirven fundamentalmente para prever los alcances esperados y, por lo tanto, los resultados previstos en el plazo estimado de realización de cada actividad que integra la programación de tareas para lograr las metas.

Si las metas permiten identificar hacia dónde se espera dirigir las energías y los esfuerzos personales e institucionales y, por lo tanto, qué orientación deben tener los cambios en la gestión de los responsables de los procedimientos, a su turno, los indicadores permiten percibir qué tanto de los cambios propuestos han sido alcanzados y, por lo mismo, qué tan exitosa fue la gestión de los procesos dentro de los plazos establecidos para el trámite o entrega de resultados, parciales o finales, en relación con las actividades que integran los procesos programados.

La finalidad de incluir los indicadores entre los elementos del proceso legislativo consiste en la evidencia que asegura respecto a la eficacia anunciada respecto de la propuesta de ley. La gestión del proceso legislativo da cuenta de la idoneidad efectiva de la medida como alternativa necesaria para corregir los problemas en la colectividad. Los indicadores describen la situación antes del cambio, y predicen el cambio esperado como consecuencia de la aplicación de la medida legislativa propuesta. La utilidad de los indicadores es comprobar no sólo que la alternativa legislativa era eficaz para generar el cambio en la realidad en cuyo ámbito se espera aplicar la norma, sino además el grado en el que la medida legislativa ha servido para lograrlo luego de su aplicación. Por la misma razón, si la evaluación de la efectividad de la norma muestra un impacto insuficiente o negativo luego de observado el comportamiento de los

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indicadores, las deficiencias de rendimiento justifican tanto las correcciones que el caso demande en el plano legislativo, como la exigencia de responsabilidad en caso exista una política legislativa conceptualmente contraproducente durante un período determinado.

No obstante lo recomendable de la presentación y evaluación a través de indicadores, éste no es un elemento que tenga aún existencia en la realidad política nacional, ni en el plano de su exigencia normativa ni en el de las costumbres legislativas. Se trata básicamente de una postulación deseable para generar buenas prácticas de gestión pública en el Congreso. Para que las políticas legislativas representen mayor utilidad a la colectividad ésta debiera poder tener la herramienta que la ponga en posición para exigir y pedir cuentas respecto de los actos legislativos que aprueban sus representantes. La legislación demanda responsabilidad por su ejercicio. El voluntarismo político es compañero de la improvisación si no, en casos, de la temeridad. El uso de indicadores favorece la minimización de los riesgos en el ejercicio de la función legislativa por los representantes. Si su elección no es suficiente para garantizar la gestión en una institución estatal, cuando menos la exigencia de patrones de medición de los productos que ellos aprueban debiera minimizar el perjuicio que la desaprensión, o la ligereza ocasionan.

9.1.2.2 Elementos objetivos del acto procesal

Si los elementos objetivos de la gestión legislativa se centran en la efectividad de las políticas normativas del Congreso, los elementos objetivos de validez tienen por finalidad sancionar la ausencia, omisión, errores, vicios, carencia, defectos o imperfección del acto procesal con efectos relativos a la condicionalidad del carácter o fuerza vinculante de dicho acto. La gestión es parte del universo material y propiamente operativo para que el proceso legislativo facilite la obtención de resultados y rinda según las expectativas y metas que la sociedad tiene del Estado actuando en su función legisladora. Los elementos relativos a la validez procesal son de carácter eminentemente formal y conciernen al régimen jurídico y normativo. Los efectos de su presencia o incumplimiento, por lo tanto, deben ser distintos en cada caso.

1. Un primer elemento de validez es que exista una declaración propositiva o pedido expreso sobre la acción procesal en el que conste la voluntad de lo pretendido. No existe proceso sin acción. Ni proceso vacío de materia o contenido. Los procesos se inician, continúan, concluyen o aplican a propósito de una pretensión o propuesta de acción legislativa que debe ser evaluada y consultada, o de una acción que debe realizarse como consecuencia de una decisión tomada para que dicha acción se ejecute. La materia de la declaración propositiva es la que condiciona y define qué tipo de procedimiento corresponde usar para tramitarla dentro del proceso legislativo. Es la declaración o la enunciación de la pretensión o de la acción que se ejecuta la que fija el cauce procesal.

La declaración, el pedido o la acción a realizarse pueden formularse oralmente o por escrito, según el momento procesal en que se produce la participación del representante o de la autoridad parlamentaria en el proceso. La presentación de un proyecto es por escrito, al igual que la

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reconsideración de una votación. Por escrito se realizan las observaciones presidenciales respecto de una ley aprobada, así como la promulgación lo es también por escrito. La insistencia o el allanamiento sobre las observaciones son igualmente actos procesales de carácter escrito.

Dentro del proceso legislativo las votaciones no tienen forma escrita. Son actos procesales realizados a través de forma mecánica cuando el voto es electrónico o cuando se señala el sentido de la preferencia levantando el brazo según la opción del votante; o de forma oral cuando se manifiesta el sentido del voto comunicándolo en voz alta. Al concluir el proceso de agregación de votos, la preferencia colectiva que concreta la agregación de las preferencias según la fórmula electoral vigente se señala igualmente oralmente, y de ello se deja constancia en el decreto que recae respecto del documento cuya versión resulta ganadora.

La inobservancia u omisión de la declaración, el pedido, propuesta o pretensión procesal, así como de la forma requerida para que estas acciones se concreten, trae como consecuencia la cuestionabilidad o impugnabilidad del acto en sede parlamentaria, y según los casos eventualmente la inaplicación del acto procesal o la declaratoria de su inconstitucionalidad por el Tribunal Constitucional.

2. La validez del proceso legislativo comprende igualmente el sustento crítico para tramitar la pretensión o para adoptar una decisión colectiva. La ausencia de motivación limita las posibilidades de interpretación y aplicación de la ley. Si bien el texto de la ley en sí mismo basta para vincular a la colectividad respecto de los mandatos que ella contiene, el sustento para aprobarla es la evidencia con que cuentan quienes necesitan explicarse su razón de ser y desarrollar sus propias estrategias personales para adaptarse a su contenido.

¿Qué función cumple el sustento en el proceso legislativo? Lo que se prueba es una necesidad de intervención en la sociedad a través de una norma. El sustento es el procedimiento que se observa para verificar que tal necesidad esté justificada. La argumentación se realiza a partir de la constatación de una evidencia tangible basada en el diagnóstico de un problema social. El sustento son las cuestiones que dentro del procedimiento evaluatorio permiten fundamentar una necesidad de intervención legislativa. El sustento es el instrumento mediante el cual se encuentra consistencia en la argumentación que propone quien formula una iniciativa legislativa. El objeto del sustento es verificar la idoneidad tanto la propuesta legislativa en sí misma como de las razones invocadas en las que se dicha propuesta encontraría su justificación.

¿Cómo se regula el sustento? Así como el sustento tiene su respaldo en condiciones de la realidad material y concreta, el propio sustento tiene una regulación de carácter procesal que prevé situaciones temporales, competencias, y modos válidos de desarrollar la evaluación del sustento. Existe pues un conjunto de reglas respecto de la actividad sustentatoria, las mismas que definen qué sustento es válido y eficaz en función de la pertinencia y oportunidad en la que se desarrolla dentro del proceso legislativo. La regulación del procedimiento sustentatorio incluye los requisitos formales y temporales para presentar, evaluar, deliberar y tomar

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una decisión sobre la iniciativa; el órgano especializado en el que dicho sustento se evalúa; y el órgano que resuelve en último término respecto de la pertinencia de la evaluación remitida por el órgano que estudia el sustento de la propuesta y de las razones en que ella es justificada por sus proponentes.

En realidad el sustento es la justificación sobre la responsabilidad que tiene la autoridad para cumplir una tarea y una función por cuenta e interés de quienes le otorgan su confianza. Sustentar es una forma de honrar la confianza otorgada. El sustento es una consideración que se presta al titular del poder en cuyo nombre se ejercita la autoridad. Sustentar es ganar y merecer la confianza depositada.

La ausencia de sustento cabe referirse a dos tipos de situaciones diferentes. En relación con los debates previos a una votación, y en relación a los documentos en que consta la propuesta y los alcances del análisis que se realiza en la etapa de estudio que realizan las Comisiones dictaminadoras.

En general la ausencia de sustento en los debates no crea efectos en la legalidad ni en la validez de la ley. Omitir el sustento esperado durante el debate sí es una falta respecto de la legitimidad con la que se hace uso del poder. Durante la vigencia del Reglamento Interior de las Cámaras Legislativas de 1853 se preveía el trámite fulminante de la aprobación de un proyecto de ley, con dispensa de Comisiones, Acta y debate en el Pleno, si la iniciativa era «urgente o de fácil resolución». La tendencia, en particular a partir del proceso de racionalización de los procesos parlamentarios que se inicia con el unicameralismo de 1993, ha sido a minimizar la deliberación en nombre y a favor del decisionismo parlamentario; la obvia consecuencia de una mentalidad orientada en contra de la deliberación es minimizar la importancia de la discusión y sustentación de las normas que impactan en la colectividad. Naturalmente el abuso en la estigmatización de la discusión y los excesos en la maximización del proceso de decisión trae como consecuencia que cuando se pretende indagar sobre las razones por las que se fijan las reglas, restricciones o beneficios de la colectividad en general o de parte de ella, se carece del marco necesario para conocer a qué obedecen, y ello no obstante la absoluta convicción que alega tener la representación nacional durante el trámite de la ley. Quizá fuera necesario tener presente que lo obvio del momento no necesariamente será recordado algún tiempo después. Es esa la razón por la que es importante documentar el sustento en vista del proyecto histórico delante de la vigencia de la ley.

Adicionalmente, el efecto que la ausencia de sustento tiene en la presentación de los proyectos, o en la de los dictámenes, tiene relevancia para el trámite de la iniciativa. Tratándose de la presentación de las iniciativas, si se presenta sin análisis costo-beneficio, colisión normativa, o sin considerandos, en principio, la iniciativa debiera corresponderle la categoría de inadmisible y no debiera recibirse ni procesarse. Sin embargo, porque el órgano competente para rechazar una iniciativa debe ser uno conformado por representantes, en tanto que el órgano que recibe las iniciativas es la unidad de trámite documentario, no es posible impedir el trámite de recepción de los proyectos en la fase de presentación ante la unidad de trámite documentario. La condición de filtro que hasta antes de 1993 tenía el Pleno ha quedado eliminada.

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Incluso cuando el Pleno actuaba, hasta el año 1992 en el régimen bicameral, como sede de admisibilidad en lo que constituye el trámite de primera lectura de una propuesta, cabía que el sustento tuviera carácter tácito. Y ello porque cabía un sobreentendimiento de la razón implícita del Pleno, a partir de una percepción no declarada sino asumida como un sentimiento o criterio compartido por la representación nacional. Obviamente que siempre es discutible presumir una razón o sustento, en particular cuando no existe unanimidad o carece de consenso la aprobación de una propuesta. Sin embargo, la apelación a ese criterio generalmente compartido podía hasta dar por subsanada en parte la exigencia del sustento. Con la eliminación de la primera lectura, esto es, del examen de admisibilidad de la iniciativa por el Pleno antes de la definición de la Comisión o Comisiones competentes, queda absolutamente en el aire la revisión de requisitos elementales que dejan en duda la necesidad de intervención legislativa en la sociedad.

Si bien de modo más o menos regular el trámite de admisibilidad ante el Pleno en el régimen bicameral cumplió una función más ritual que efectiva, no dejaba de ser cierto que existía una instancia plural y corporativa con competencia para tasar el cumplimiento de requisitos formales, y ello, como se ha dicho, a pesar del papel más ritual que efectivo de esta instancia. En este entendido, todo intento de lograr mayor efectividad en el proceso legislativo durante el procedimiento de admisibilidad debiera mejorar el trámite para asegurar que las propuestas de legislación reúnan mínimos elementales. En sustitución de este mecanismo, sin embargo, a partir de 1993, se establece como pauta que el Pleno ya no conozca más las iniciativas en sede de admisibilidad, y que más bien luego de la recepción en la dependencia del servicio parlamentario (esto es, la unidad responsable del trámite documentario), sea una de las Vicepresidencias de la Mesa Directiva del Congreso, la que asigne la iniciativa a una Comisión. Al regular la evaluación de la admisibilidad de esta manera sigue sin enfrentarse la cuestión del cumplimiento de los requisitos de admisibilidad: la unidad encargada del trámite documentario no es un órgano parlamentario propiamente, y las Vicepresidencias son instancias unipersonales cuyas decisiones carecen de conocimiento ni deliberación por la representación nacional, ni aún de voceros de las distintas agrupaciones parlamentarias. La discrecionalidad de la Vicepresidencia, de otra parte, carece de fuerza suficiente para oponerse a la admisibilidad, trámite que termina delegándose o confiándose, en último término, a la Comisión que examina el fondo de la propuesta.

Es más, si en alguna ocasión una Vicepresidencia optara por cuestionar la admisibilidad de una propuesta, es muy posible que tal determinación sufra serio cuestionamiento por la agrupación o por el congresista que la presenta. Un miembro de la Mesa Directiva carecería de autoridad suficiente para decidir sobre un producto colectivo sin dar cuenta sobre su acción. Es cuestionable que incluso la Mesa Directiva en pleno pueda tomar una decisión de tal magnitud que elimine del circuito legislativo una propuesta legislativa cualquiera bajo el argumento de que es inadmisible. La evaluación de si una iniciativa está formalmente sustentada con los instrumentos previstos en el propio Reglamento del Congreso, tendría que ser revisada por un órgano compuesto por miembros del Congreso a quienes se encomiende esta misión; no puede hacerlo el servicio

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parlamentario, corporativa ni funcionalmente, por no estar integrado por los titulares de la responsabilidad legislativa, y tampoco puede hacerlo la Mesa Directiva por tratarse de un órgano insuficientemente representativo de la pluralidad de agrupaciones que suelen integrar el Congreso. Hay que tener presente que sólo son tres las vicepresidencias, y que el número de grupos parlamentarios es el doble de esa cantidad.

Materia distinta es el sustento del dictamen. El sustento es un requisito imperdonable de omitir. Esencialmente porque los dictámenes son estudios que resultan del análisis de la iniciativa presentada. La iniciativa puede o no ser suficientemente estudiada en el despacho del congresista que la presenta, o por los miembros del grupo parlamentario que la hace suya. En efecto, presentar un proyecto de ley puede resultar de una postulación eminentemente política, que obedece a una determinación congruente con un ofrecimiento cerrado que se origina en la plataforma programática de acciones a tomar por el partido político que alcanza representantes ante el Congreso. Y por tratarse del cumplimiento de una oferta electoral cabría que la propuesta legislativa adolezca del adecuado sustento conforme a los estándares, metodologías o parámetros técnicos. El Congreso es la instancia que debe filtrar política y técnicamente las iniciativas de intervención legislativa de manera tal que la comunidad quede asegurada que el impacto o efecto de la ley sea más beneficiosa que perjudicial a la comunidad afectada por la norma que aprueba la institución parlamentaria. Por esta razón la organización parlamentaria, a través de sus órganos deliberantes y de estudio, tiene la responsabilidad de examinar toda propuesta legislativa de forma que la acción parlamentaria cumpla con la misión que el Estado debe garantizar ante la colectividad.

Los dictámenes son los documentos de estudio, análisis e investigación por excelencia donde debe dejarse constancia del sustento de la intervención, y es en ellos donde debe buscarse fundamentalmente la razonabilidad de la ley que se aprueba. Los dictámenes son los instrumentos que justifican la decisión básica del Congreso al aprobar la ley. Las Comisiones son órganos no de decisión, pero sí de estudio, y en ellas se trabaja para asegurar la pertinencia, relevancia, idoneidad y conveniencia de la iniciativa a la luz del problema de la realidad política que pretende mejorarse, corregirse o conducirse a un resultado óptimo para la sociedad.

Las Comisiones no cumplen con su razón de ser si sacrifican el estudio en nombre de la celeridad de la decisión. Su papel es eminente, indispensable e insustituiblemente reflexivo. Cabría que se dispense del dictamen de modo que el Pleno pueda tomar conocimiento y votar sobre una proposición legislativa, pero no cabe que, si se remite la iniciativa a una o más Comisiones, éstas cumplan su responsabilidad sin sustentar las conclusiones o recomendaciones que elevan al Pleno. Por esta razón cabe afirmar que un dictamen sin sustento es un documento carente de validez. Sin agregación suficiente de valor en el proceso legislativo las Comisiones no cumplen su función y los pronunciamientos que preparan son jurídicamente inválidos. El dictamen sin sustento es un documento formal y jurídicamente viciado de validez.

Caso diverso se configura si existiendo sustento éste de parcial o defectuoso. El incumplimiento parcial o defectuoso de la obligación de sustentar la evaluación practicada sobre una propuesta legislativa puede

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decidir el reenvío a la Comisión por el Pleno si éste estima que su decisión requiere mejor evaluación, o puede derivar en la subsanación del vicio de omisión si opta por prescindir expresamente de las carencias que trae el dictamen. Si el reenvío se lleva a cabo corresponde a la Comisión suplir el incumplimiento llenando los vacíos detectados.

Si el Pleno subsana el vicio, la subsanación puede ocurrir mediante el aporte que pueda realizarse de los aspectos impropiamente estudiados durante la discusión adecuada de la iniciativa durante en debate en el Pleno; pero tal subsanación también puede ocurrir, de forma ya sea expresa o tácita, si no evalúan o consideran centrales o relevantes las omisiones del dictamen. Naturalmente si la subsanación tiene carácter expreso genera mayor seguridad y estabilidad en las decisiones parlamentarias, aunque quepa, ciertamente, discutir si el juicio de subsanación del Congreso basta para que la decisión sea correcta o válida, o si, a pesar de la determinación, es impugnable. Pero si no existe conciencia del efecto que el incumplimiento trae consigo, evidentemente el vicio deja de ser un elemento de invalidez que se traslada de la Comisión al Pleno y, por lo mismo, hace impugnable ya no sólo el dictamen sino la propia ley que contiene esas mismas carencias de sustento crítico.

Según los casos, cabe que si la ausencia de sustento es esencial, y por lo tanto decisivo, las consecuencias sean más graves que si se tratara sólo de un error de conceptuación o percepción de la idoneidad o pertinencia de la ley. La Constitución no avala la existencia de leyes carentes de sustento para atender las emergencias de la realidad. Avalar la existencia de leyes infundadas es un perjuicio para la sociedad, y ello no obstante el buen deseo e intenciones de legisladores que hacen caso omiso a la evaluación de la pertinencia de la ley para atender una situación social determinada. Por lo tanto, la inexistencia de sustento exige la responsabilización de quienes lo omiten, no menos que la impugnación de normas inútiles e innecesarias o, cuando menos, de existencia cuestionable.

3. De modo análogo es igualmente un elemento objetivo del proceso que éste cuente con una decisión y acuerdo sobre el requerimiento de intervención que se presenta con la propuesta normativa. El requerimiento del titular de la iniciativa debe concluir en una resolución que adopta el órgano competente para definir sobre su procedencia así como sobre su contenido.

La decisión en el proceso puede concretarse en el voto del órgano que conoce la propuesta, o con la determinación de quien conduce el proceso al amparo de facultades de resolución que le reconoce el Reglamento del Congreso. En consideración a los diversos procedimientos que integran el proceso legislativo es sólo natural que desde el inicio de éste hasta su conclusión con la integración de la ley en el ordenamiento jurídico exista una diversidad de decisiones y no sólo una. Cada una de estas decisiones deben producirse observando las reglas de competencia, quórum y forma regular para que la decisión tenga carácter vinculante y obligue efectivamente a la institución respecto de las instancias o etapas sucesivas en la composición de la norma.

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Una regla central es que el circuito de decisiones se realice según una secuencia de carácter sucesivo, y no simultáneo o concurrente. Ello significa que la norma base es que los procedimientos que integran el proceso legislativo tienen carácter preclusivo. Y significa, de igual modo, que sólo al amparo de una previsión procesal excepcional cabe saltar un procedimiento y la decisión derivada de su desarrollo.

Aún no queda suficientemente claro entre quienes administran los procesos parlamentarios en general y el proceso legislativo en particular, los efectos que tienen las abstenciones en la votación. Éstas pueden adoptar varias modalidades. Una primera forma de abstención es no estar presente en la sesión, o en el momento en que se realiza una consulta. Una segunda es la de estar presente en la sesión, o incluso en el acto en que se produce la consulta, pero se opta por no votar. Y una tercera y última, que consiste en no votar a favor ni en contra, sino por la abstención. La duda surge sobre el significado de la abstención. ¿Es en todos estos casos el mismo significado? ¿Cabe deducir o imputar una voluntad de no decisión corporativa, más allá del solo acto individual de abstenerse? Más allá de toda motivación personal, desde el sólo punto de vista jurídico es posible adscribir un significado específico al resultado de la votación. No cabe hacerlo respecto de la ausencia del representante al acto de votación en la sesión, como no cabe tampoco hacerlo respecto de la preferencia del congresista de no votar a pesar de concurrir y estar presente en el acto de la consulta. Lo que cabe imputar a la voluntad de quienes se abstienen es que prefieren que no se tome la decisión, ya sea en ese instante o en lo sucesivo.

Esto es, sí es posible predefinir una presunción de voluntad corporativa resultante de la agregación total de preferencias individuales. Ello significa que si la mayoría de votantes registra su opción a favor de la abstención cabe afirmar que la voluntad colectiva es no decidir o no tomar (aún, o para siempre) una decisión corporativa sobre la materia de la consulta. Sería pues una típica causa jurídica el reconocer que, cuando la mayoría opta por la abstención, el objetivo de la mayoría de votantes es preferir que el asunto no se defina ni a favor ni en contra de su aprobación. Por tanto, el reconocimiento de un tipo de voluntad efectiva de los votantes que se abstienen no admite que su opción equivalga a la indiferencia, esto es, a que les de igual que el resultado de la votación sea a favor o en contra. El signo específico de la abstención es que no le da igual a los votantes un sentido u otro, puesto que en ese supuesto habrían expresado su preferencia por cualquiera de los dos sentidos en los que se encontrara menos incómoda su elección. La abstención es una toma de posición no a favor ni en contra sino respecto a no tomar una decisión definitiva sobre el objeto de la consulta.

Otro es el caso de la indecisión o ausencia de posición respecto de un tema pendiente de consideración, respecto del cual se omite someterlo a decisión. La inacción también tiene efectos. Con la diferencia que los mismos se producen como consecuencia de la expiración de los plazos dentro de los cuales cabe tomar una decisión. El plazo que define efectos por antonomasia es el del período constitucional, y en similar medida los períodos legislativos anuales. La expiración de un período constitucional, sin acción legislativa que integre una ley al ordenamiento jurídico, tiene como consecuencia que la propuesta caduca. Para su reactivación la misma requerirá una solicitud de actualización y, dependiendo de la política que

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proponga la Mesa al Consejo Directivo, la misma recuperará vigencia en el estado en que quedó, se iniciará su trámite como si empezara el proceso, o se acumulará a una iniciativa de similar contenido presentada en el nuevo período constitucional. Por lo regular las iniciativas no concluidas dentro de un período legislativo anual sólo se vuelven a incluir en el estado en que se encontraban cuando media un pedido de actualización y la situación que justificó la propuesta de intervención legislativa aún mantiene su vigencia.

Una situación adicional de ausencia de decisión es el retiro de una iniciativa por su proponente. El retiro, sin embargo, no está exento de dificultades, toda vez que el inicio de la competencia corporativa del Congreso no es un acto sujeto a la sola discreción y facultad de un representante. En efecto, porque el proceso legislativo no tramita asuntos de carácter privado sino colectivo, y porque tal trámite se realiza ante una entidad que hace suya una propuesta, no cabe tratar tal propuesta como si el proponente tuviera discreción absoluta para presentarla y retirarla. Se requiere, por tanto, de una formalidad, que consiste en validar el pedido por el órgano representativo y competente para aceptar el retiro, a la vez que comunicar tal hecho al órgano que estuviera actuando sobre la propuesta al momento en que se plantea el retiro de la misma.

Vale precisar, en atención al desarrollo del supuesto referido en el párrafo anterior, que existen casos en los que al retiro de una iniciativa cabe que otro representante se sustituya en la misma. Este supuesto no debe tratarse de igual modo independientemente de quién sea el titular de la iniciativa. No hay problema en tal sustitución cuando el titular es un congresista y otro lo reemplaza, o cuando se trata de un grupo parlamentario que se sustituye en el que pretende retirarla. Sí es cuestionable la situación cuando el retiro lo plantea un titular distinto a un congresista, puesto que no se trata de pares y puesto que el tratamiento de tal retiro está sujeto a cuestiones de especialización y competencias propias de los órganos con titularidad tasada. Obviamente la sustitución pudiera pasar por alto el tipo de consideraciones relativas a la especialidad, pero precisamente hacerlo es un acto riesgoso si se toma en cuenta que, el órgano especializado, es quien mejor posición tiene y quien de mejor información dispone para juzgar sobre el mantenimiento o no de una iniciativa que él mismo presenta. La desaprensión respecto del efecto de estos factores en la sustitución indiscriminada puede ocasionar serias inconveniencias, más allá por supuesto de los aspectos puramente formales que debieran prever que la sustitución se realice sólo por un titular de la misma clase que el que presenta la iniciativa.

Sustraída la materia de la competencia del órgano que conoce una iniciativa, sin que exista una sustitución válida, la consecuencia es que concluye el trámite. Tal conclusión se formaliza a través de un decreto, o declaración escrita por quien conduce el proceso en donde se deja constancia del trámite y, por lo mismo de la exclusión de todo otro trámite ulterior.

4. Si el proceso consiste en una sucesión de pasos procedimentales, cada uno de los cuales tiene razón de ser, fundamentalmente, por el valor agregado que en cada etapa debe generarse en la cadena de transformación de una propuesta y con vista del producto final que debe

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crear el Congreso, es necesario que las decisiones adoptadas en cada fase o paso queden inconfundiblemente proclamadas o específicamente reconocidas. Ese elemento objetivo del acto procesal es la proclamación de la decisión que un órgano competente toma en el desarrollo del proceso legislativo.

La proclamación es una forma de declaración formal mediante la cual se constituye el agotamiento de una etapa, agotada la cual cabe el inicio de la siguiente si resta aún alguna en la sucesión de etapas, o concluye definitivamente todo el proceso legislativo en su sede parlamentaria. Dado que la proclamación no alude únicamente a una forma escrita y documental, es necesario extender sus alcances a la forma oral cuando las etapas del proceso tienen tal carácter, como ocurre, en particular, en el caso de la fase deliberativa del proceso tanto en el Pleno como en las Comisiones.

Para la validez del acto procesal se requiere que, efectivamente, exista una decisión qué formalizar, ya sea como suscripción o agotamiento cuyo resultado se declara, con la que se proclama la conclusión de un procedimiento en el proceso legislativo, y se requiere igualmente que quien suscriba y certifique la misma actúe en la oportunidad y con ejercicio de sus competencias para realizar tal suscripción. Sin decisión material y sin competencia formal la proclamación escrita (suscripción) u oral, no es válida. Y sin proclamación válida, naturalmente, el acto procesal no se perfecciona ni, en principio, surte efectos.

La ausencia de proclamación formal o expresa no es un suceso que cause iguales efectos en todos y cada uno de los procedimientos que conceptualmente regulados con la lógica del proceso legislativo. El procedimiento de deliberación, en Comisiones o en el Pleno, por ejemplo, que no es objeto de suscripción de ningún documento, carece de la rigurosidad que sí es posible advertir cuando se atraviesa por el procedimiento de estudio en Comisiones, o en el de votación. En el caso del proceso deliberativo el elemento que hace sus veces es la declaración formal del acto complejo que constituye la conclusión del debate parlamentario. Si bien existe un momento de inicio del debate y de su conclusión antes de la consulta y votación, el mismo que es anunciado por quien preside la sesión y conduce el debate, es frecuente sin embargo que la formalidad de la proclamación pueda pasar desapercibida, como ocurre cuando, habiéndose entendido que el asunto ha quedado concluido por la totalidad de la asamblea, el Pleno o una Comisión se aboca a un tema distinto. La conclusión tácita no deja de constituir una forma válida de conclusión y, por lo tanto, habilitante para el inicio válido del paso sucesivo.

Por la razón mencionada en el párrafo precedente es necesario distinguir el efecto que la ausencia de proclamación causa en los distintos actos procesales. Y ello por existir procedimientos que son sujetos de un trámite estricto y formalmente más demandante o exigente. Un caso por antonomasia es el relativo a la aprobación de la ley por el Congreso o, durante el procedimiento de promulgación u observación en sede no parlamentaria, el acto presidencial que procede a la sanción u observación de la ley aprobada por el Congreso. Estos son actos en los que la formalidad es esencial para la existencia del acto procesal, a diferencia de los relativos

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niveles de flexibilidad con los que se cumplen otros procedimientos en el proceso legislativo.

En el procedimiento de remisión a Comisiones es igualmente esencial la formalidad en virtud de la cual se define y constituye la competencia de la Comisión a la que se asigna la responsabilidad de dictaminar, la misma que aparece en el decreto que, por encargo del Vicepresidente a cargo de tal trámite, suscribe el Oficial Mayor del Congreso. En el procedimiento de admisión la cuestión es más complicada, porque la deliberación que antes se realizaba en el Pleno, en el trámite de primera lectura, ha sido suprimida. Tal supresión trae como consecuencia que no existan instrucciones claras sobre el marco de competencia de la Comisión, instrucciones que podía ocurrir que se impusieran cuando los proyectos eran objeto de consideración por el Pleno de una u otra Cámaras hasta el año 1992.

La simplificación y racionalización del proceso legislativo que se produce desde el año 1993 en general, y desde 1995 en particular, ha alterado el cauce que solía favorecer el conocimiento del Pleno de las iniciativas no bien éstas se presentaban en la unidad de Trámite Documentario y se daba cuenta de ellas en la denominada Primera Hora, o Despacho, durante las sesiones del Pleno. La supresión de este procedimiento y su reemplazo por actos que realiza en trámite reservado una de las Vicepresidencias de la Mesa Directiva, es una situación que disminuye ostensiblemente en calidad la transparencia del proceso legislativo.

La supuesta eficiencia de este trámite impide la toma en conocimiento del íntegro de la representación nacional, la misma que se presume ha quedado adecuadamente cubierta con la comunicación digital de las iniciativas presentadas a través de la página web o el boletín virtual en que aparece toda nueva propuesta legislativa arribada al Congreso. Si bien es cierto la presunción de conocimiento ha quedado normativamente constituida, la noticia no es efectivamente cumplida ni se ha conseguido crear un reemplazo adecuado para que se realice ese primer debate mediante el cual, no sólo existía una forma universal de saber qué proyectos ingresaban al Congreso, sino, lo que parece más trascendente, cabía fijar posición sobre implicancias generales de las propuestas presentadas, así como impedir ocasionalmente la admisión de iniciativas impropias, inconvenientes, inadecuadas, no reglamentarias, o de dudosa constitucionalidad. Ese espacio ha desaparecido y, en consecuencia, los niveles de rendimiento del Congreso han quedado también menoscabados proporcionalmente por tal medida. En este sentido cabe advertir que los propósitos modernizadores del proceso legislativo que lidera el movimiento fujimorista en la década de los 90s parecen haber resultado de dudosa utilidad y, por lo mismo, de dudoso beneficio para el rendimiento de la institución parlamentaria y representativa, e ineficientes desde el punto de vista de la gerencia del proceso legislativo.

5. Un elemento objetivo adicional que otorga validez al acto procesal es la publicación o comunicación del mismo dentro del proceso.

A nivel general, la publicidad es un requisito esencial para que la ley tenga carácter vinculante. Sin una comunicación eficaz de su existencia no es exigible su cumplimiento. De ahí que, si a nivel general se preve su difusión

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a través de medios de comunicación masiva, a nivel especial cabe que su exigibilidad no quede menoscabada si el ámbito o extensión de su cumplimiento permite suplir la ausencia de publicidad mediante un mecanismo eficaz de comunicación y circulación del acto, o de la norma, entre quienes operen su contenido y sean destinatarios de sus efectos.

Más allá de la publicidad como requisito para que la ley tenga carácter vinculante pleno, los distintos actos procesales que se realizan en el proceso legislativo vienen afectados por el mismo requisito, aunque en distinto grado. La publicidad de la ley es indispensable, siendo la única excepción aquellas normas a las que la Constitución les reconoce rango de ley y que por su materia no tienen tal carácter aunque sí lo sean por el proceso para su aprobación que exige un tratamiento particular por órganos legiferantes según modalidades legislativas de otro modo excluyentes para aprobar una ley. Pero los procedimientos intraparlamentarios o interorgánicos (esto es, por ejemplo, los que suponen la concurrencia del gobierno) no necesariamente requieren similares niveles de publicidad a los que corresponden a una ley. En los procedimientos intraparlamenarios e interorgánicos sí se requiere, sin embargo, niveles elementales de difusión y comunicación entre las partes que se involucran en la responsabilidad de crear una norma.

Entre los actos procesales, o incluso procedimientos, cuyo carácter públicamente restringido cabe identificar uno es el trabajo de deliberación que se realiza en las Comisiones competentes sobre una propuesta legislativa. De modo similar, entre los actos parlamentarios de contenido normativo que se expiden, cuyo margen de publicación tiene cierta restricción puesto que no es exigible su difusión en medios de comunicación, cabe mencionar los precedentes que interpretan de modo uniforme y regular los contenidos del Reglamento del Congreso, e incluso ciertos reglamentos que desarrollan las competencias o la actividad de determinados órganos parlamentarios.

Si el procedimiento deliberativo que forma parte del proceso legislativo es o no efectivamente público es necesario definirlo y aclararlo. Si por publicidad se entiende la presencia del público en las sesiones del Pleno o de las Comisiones, esa concurrencia tiene carácter dudoso, y la duda es tanto respecto de si basta la presencia del público para que la deliberación se entienda celebrada públicamente, como si la misma es igualmente útil en el Pleno que en las Comisiones legislativas.

¿Por qué es dudoso que el carácter público del procedimiento deliberativo quede satisfecho con la presencia del público en las sesiones del Pleno o de las Comisiones?. En primer término, porque la publicidad de las sesiones supone una relación universal con la población, y no sólo con quienes incidentalmente tienen la condición temporal de visitantes en las sesiones del Congreso. La responsabilidad del Congreso en cuanto a la publicidad de sus debates importa un carácter permanente de cara a toda la sociedad. El público visitante no permite al Congreso dar por cumplido tal carácter, precisamente por la volatilidad de su composición. No basta con que en cada sesión, del Pleno o de las Comisiones, se detecte la presencia de 3, 10, 30 o 100 visitantes, generalmente distintos en cada ocasión. La publicidad requiere un tratamiento más integrado y eficiente.

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Otra perspectiva es la que ofrece la cobertura de las sesiones tanto por los canales de difusión institucionales, sean televisivos o no. En este caso la publicidad sí tiene carácter permanente. Los medios de comunicación empleados sí dan una cobertura general y uniforme a toda la comunidad, y su cobertura está a disposición de quien quiera que requiera o precise conocer los procesos y sobre qué debate el Congreso, sean o no de naturaleza legislativa. Sin embargo, el Congreso muestra su disposición a cumplir con esa responsabilidad no sólo cuando permite o autoriza la cobertura por medios de propiedad de terceros, sino, en particular, cuando se agencia de medios dependientes del propio Congreso para cubrir el debate legislativo. En la actualidad la cobertura es realizada en el Congreso por el Canal 95, el mismo cuyo funcionamiento recibe apoyo de la empresa Telefónica S.A.

De modo similar otra forma de cumplimiento del requisito de publicidad es la transcripción magnetofónica y digital de las sesiones del Pleno y de las Comisiones, las mismas que forman parte del Diario de Debates del Congreso. Sólo las sesiones que no tienen carácter público dejan de ser transcritas y difundidas en forma impresa, tanto como en forma digital en la página web del Congreso. Este es un procedimiento que se cumple a cargo del Congreso aproximadamente a partir del año 1855.

La segunda cuestión es si es o no útil que las sesiones de Comisiones sean públicas. Esto es, si resulta conveniente a los fines de estudio y consensuamiento de las Comisiones legislativas que sus trabajos sean presenciados por el público a través de los medios de comunicación, o que las discusiones de sus labores sean transcritas y publicadas, sea en los Diarios de Debates como en la página web. En realidad se trata de dos temas distintos, que no necesariamente deben evaluarse dentro de la misma perspectiva. El registro y eventual publicación impresa o digital de las sesiones no parece constituir un obstáculo para el cumplimiento de las funciones deliberantes de las Comisiones.

Otra es la situación respecto de la presencia de los medios de comunicación, donde cabe, una vez más, distinguir entre los medios que cubren la actividad legislativa que dependen funcionalmente del Congreso, y aquellos otros que la cubren por interés de empresas periodísticas particulares. La diferencia es considerable, porque la discusión televisada ante el canal del Congreso limita los niveles de interferencia periodísticos, puesto que sólo transmite las ocurrencias de forma directa. La transmisión que realiza la televisión privada, sin embargo, sí ocasiona cierta interferencia, en la medida que los congresistas pueden percibir y sentir la urgencia de decir o actuar en función del mayor o menor impacto que su posición genere en los periodistas que verifican o testimonian su participación en la Comisión. La turbulencia en la libertad de acción ante el periodismo privado es significativamente superior. Por esta misma razón es que cabe dudar de la conveniencia y utilidad de la publicidad de las sesiones de Comisiones.

Los congresistas pueden trabajar con mayor espontaneidad y libertad cuando sólo interactúan con sus pares; la presencia del periodismo tamiza e incluso sesga el sentido o la forma en que los representantes exponen sus puntos de vista, si no, además, incluso, el sentido de las posiciones que adoptan sobre las propuestas legislativas. Si lo que se busca, y la meta que

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se impone a las Comisiones legislativas, es que dejen un asunto en condiciones de poder ser considerado y votado directamente por el Pleno, previo estudio y consenso entre los representantes de los diversos grupos parlamentarios, es necesario prever que esa misión se realice rodeadas del máximo posible de independencia para discutir todas las cuestiones que fueran técnica y políticamente indispensables. Los medios privados de comunicación suelen ejercer formas de presión que afectan e influencian en la libertad de expresión de los representantes. Si de lo que se trata es que la población conozca cómo es que se adopta una política legislativa o se define los modos de una particular intervención legislativa en la sociedad, tal testimonio aparece ya sea en la transmisión directa por la televisión del Congreso, o por la versión transcrita del registro magnetofónico de las sesiones en los Diarios de Debates o la versión en la página web del Congreso.

En cuanto a las exigencias mínimas de publicidad en el procedimiento deliberativo sí debe mencionarse el requisito de que todo texto y toda modificación sobre la que deben pronunciarse los órganos parlamentarios sea conocido por quienes intervienen y a quienes se consultará su voto. No cabe presumir que el Pleno o las Comisiones den su consentimiento en el voto respecto de textos que no han sido adecuada y suficientemente puestos en conocimiento de ellos. Y este aspecto en más de un caso es un problema de dimensiones peligrosas. Tales dimensiones se observan, en particular, cuando durante el debate los congresistas proponen alternativas, las mismas que suelen consultarse con el Presidente de la Comisión o Ponente del texto sustitutorio. Según la costumbre reciente del Congreso (esto es, la costumbre que se inicia dentro del período que sucedió al autogolpe de 1992, y que es parte de la reforma procesal que inicia el Congreso Constituyente Democrático y continúa el Congreso unicameral desde 1995), el Presidente o Ponente de la Comisión define las alternativas, la mayor parte de las veces sin coordinación alguna con los miembros de la comisión dictaminadora que preside y, sin que su posición conste en un documento suscrito por el/la, su opinión general es sometida a votación. Corresponde a quien está a cargo de la conducción del debate que exija el texto que se lea según como debe quedar el texto de la ley. Esta exigencia no puede ser suplida con afirmaciones como “al voto el proyecto con las modificaciones aceptadas o propuestas por el Presidente de la Comisión dictaminadora”. El carácter flotante y omnicomprensivo de una consulta de ese estilo es sumamente riesgosa, en particular porque el texto de la ley que aprueba el Congreso queda a discreción sólo del Presidente de la Comisión, quien en caso de duda tiene la potestad de decidir sobre qué va o qué no va en la autógrafa que debe remitirse al Poder Ejecutivo, o promulgarse, según el caso. Y en otros casos, puede dar lugar igualmente que, en ausencia del Presidente de la Comisión, el texto a incluir en la autógrafa sea definido por el personal del servicio parlamentario o, en el mejor de los casos, por el Presidente del Congreso si se le consulta sobre cómo debe quedar la autógrafa.

El propósito y objetivo es no dejar lugar a dudas sobre cuál es la voluntad de la asamblea. Este propósito y objetivo no puede darse por alcanzado con la diversidad de sellos y rúbricas del personal del servicio parlamentario que asume responsabilidad por la autógrafa. El personal no puede sustituir la voluntad del Pleno. Son los congresistas a quienes corresponde la responsabilidad en la aprobación de las leyes y en los votos que emiten. Si

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en nombre de la celeridad son ellos quienes consienten en costumbres que los priva de información capital para conocer sobre qué votan, es a ellos a quienes debe exigirse responsabilidad por los desaciertos.

El asesoramiento y apoyo que ofrece el servicio tiene únicamente carácter subsidiario. El único notario de la voluntad del Congreso es el Presidente del Congreso y los congresistas que, por su condición de miembros de la Mesa Directiva, suscriben la autógrafa. Por esta razón, es de interés del Presidente del Congreso y del íntegro de su Mesa Directiva que la conducción del debate y votaciones se realice evitando los riesgos, amenazas y peligros que se derivan de no generar el espacio básico y mínimo para evitar las ambigüedades en el texto. Hasta 1992 el procedimiento regular consistía en exigir que el Presidente de la Comisión prepare el texto escrito que debiera leerse públicamente o, si fuera el caso, repartirse entre los congresistas presentes al momento de la votación. La asamblea debe votar sobre la base de un conocimiento cierto y verificable del texto de la ley que se aprueba. No sobre la imputación de un entendimiento difícil de suponer que existe. No puede exigirse responsabilidad sino sobre lo que se hace con conciencia de sus alcances. Si los congresistas toleran y no reclaman por la ambigüedad con la que se consulta sus votos ellos mismos resultan actuando de forma negligente por avalar resultados inciertos. La participación en el debate y votaciones del Congreso supone y no niega el conocimiento que deben tener de las reglas aplicables a su participación en los procesos parlamentarios. Ellos las aprueban, ellos las aplican, ellos deben exigir su cumplimiento, y a ellos se les debe demandar también cualquier falla o error derivados de error o falla en el proceso legislativo. Quien conduce el debate debe prever el efecto que la ambigüedad y la incertidumbre es capaz de traer en la legislación que aprueba en el Congreso; por eso es parte de sus deberes pedir que todo asunto a consultar conste por escrito y sea públicamente leído para conocimiento de toda la asamblea, así ello represente signos de impaciencia e impopularidad entre sus colegas

9.2 Presupuestos y requisitos en el desarrollo del proceso

Los presupuestos procesales son designados igualmente como los requisitos específicos del acto procesal que deben preceder y, por lo tanto, son anteriores al acto mismo. Los alemanes les llaman Voraussetzung o presuposiciones, esto es, esos requisitos que deben pre-existir como supuestos anteriores o dados para tener eficacia el acto. Se los llama presupuestos en razón del poder que tiene una circunstancia determinada que permita vincular su ocurrencia al acto que pretende vincularse con dicha circunstancia o evento, cuya ocurrencia durante el desenvolvimiento del proceso es necesaria para que opere el vínculo y, por lo mismo, para causar efectos jurídicos. Pero además los presupuestos son considerados o concebidos como requisitos de carácter constitutivo del acto, es decir, son los que determinan y de los que depende que el acto legislativo pueda conformarse, existir y perfeccionarse.

En los acápites siguientes se presentan tanto las presuposiciones o requisitos que pre-existen externamente al acto, tanto como los requisitos

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en su sentido propiamente constitutivo. A los primeros se los expone en tanto aspectos necesarios para que el proceso legislativo se inicie y se desarrolle; a los segundos en tanto exigencias para que el acto procesal legislativo pueda existir y perfeccionarse válidamente. Como podrá apreciarse, existen espacios compartidos e incluso superpuestos entre los presupuestos y los requisitos. La variación entre unos y otros es principalmente analítica y preferimos repetir en dos espacios distintos la ocurrencia de manera que pueda así enfatizarse tanto la capacidad jurígena del proceso como la de la validez del acto.

Es importante dejar advertido, adicionalmente, que la revisión de los presupuestos y requisitos que se presenta en seguida tiene carácter básico y general, y que el análisis de los mismos relativos a los procedimientos específicos requiere un examen distinto en otro espacio. El propósito es plantear esos presupuestos y requisitos fundamentales que deben servir para el procesamiento global en todo el proceso, no esos presupuestos y requisitos específicos y esenciales de cada uno de los distintos procedimientos o etapas del proceso legislativo.

9.2.1 Presupuestos del desarrollo del proceso legislativo

Dentro de la primera definición y concepto de presupuesto, a diferencia de los elementos, los presupuestos están directamente referidos al carácter jurígeno, pero no de la creación de los actos sino de la posibilidad de que surta efecto el acto procesal cumplido. De la presencia o no de tales circunstancias o eventos depende la eficacia del acto a realizarse en el curso de un procedimiento. Los presupuestos por lo tanto son circunstancias anteriores que preceden y de las que depende la eficacia del acto procesal en el proceso legislativo. Los presupuestos acondicionan o enmarcan una relación entre la legitimación, la forma, la causa, la voluntad procesal, el lugar y el tiempo que precondicionan y de cuya pre-existencia depende la eficacia del acto procesal.

Si el proceso es una sucesión de fases entre el inicio de una pretensión y la obtención de un resultado distinto al que existió antes de la presentación de la pretensión, cada una de esas fases tiene su razón de ser en la cadena sucesiva de acciones procesales en la preparación de la decisión final. Si el producto final importa un resultado legislativo colectivo de la institución parlamentaria, y para que el mismo exista es indispensable su preparación, lo que justifica la existencia de cada fase son los sucesivos niveles de agregación y transformación de que es objeto la propuesta con la que se inicia el proceso legislativo. Si bien desde algún punto de vista pudiera considerarse que no todas las fases son necesarias para la obtención del resultado, si éste debe reunir ciertas condiciones materiales de calidad, y si existen pautas formales de carácter normativo que estandarizan la finalidad política de la ley, el proceso exige que se conciba cada una de las sucesivas etapas de transformación como indispensables.

A título de ejemplo grueso y genérico puede citarse un par de casos en los que cabe advertir la dispensabilidad o no de los presupuestos. Puede revisarse el caso de la doble votación, y el del dictamen de Comisiones.

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En cuanto al requisito de la doble votación para tener por aprobada una ley, su razón de ser es la de compensar tanto las insuficiencias del régimen unicameral, como la supresión del trámite de primera lectura (esto es, el conocimiento preliminar que tiene el Congreso de la política legislativa propuesta, y respecto de lo cual se pronuncia admitiendo la propuesta a trámite y derivándola a las Comisiones encargadas de dictaminarla). Cuando se establece la regla de que las leyes deben ser aprobadas íntegramente y en su totalidad dos veces con el mismo texto por la misma asamblea, el objetivo fijado es favorecer (y forzar o imponer) un proceso colectivo de toma de decisión que facilite la reflexión y evitar la precipitación y la improvisación en la fijación de políticas de intervención legislativa en la sociedad, y por eso precisamente un proceso también capaz de dar mayores garantías a la república de que la representación actúa con mayor consistencia y compromiso durante el ejercicio de la facultad legislativa que se desempeña por cuenta y en interés de la comunidad.

La pregunta, a la luz de la finalidad buscada, es, si cabe prescindir de este paso en el proceso sin que se perjudique el principio y los valores cuya materialización aspiraba a alcanzar la norma procesal que se aprueba como garantía para mejorar la calidad de la legislación aprobada. ¿Cabe que las leyes se aprueben obviando la racionalidad que condujo a su inclusión como un requisito para su aprobación, y ello no obstante el reconocimiento de la excepción que facultativamente puede emplear el Pleno, o la Junta de Portavoces, para dispensar de segunda votación la aprobación de las leyes? En otras palabras, ¿qué tan perentoria, o necesaria, es la exigencia de doble votación para que las leyes sean adecuadamente aprobadas por el Congreso de forma que cuenten con estándares de calidad en beneficio de la comunidad, su desarrollo y la solución de problemas que a ella la afectan?

La pregunta asume que existe la facultad de dispensar de segunda votación la aprobación de los proyectos de ley. La razón de ser de dicha facultad estriba en que deben existir situaciones en las que es razonable y conveniente que prospere una ley sin requerir de segunda votación. En buena cuenta la fijación de una regla se da cuando se entiende que la misma debe regular de modo uniforme la diversidad de los casos sobre cuya ocurrencia se fija. La excepción, a su vez, constituye un supuesto que abre la regla a situaciones atípicas en las que es dable que la regla general no sea de aplicación. El principio, en consecuencia, es que, salvo determinadas situaciones extraordinarias, en todos los casos conocidos por el Congreso las leyes deben ser aprobadas en dos votaciones y no sólo una.

Ahora bien, cuando las circunstancias se invierten y ocurre que la facultad de exceptuar se usa con tal frecuencia que deja de existir y, en consecuencia, de tener vigencia la norma general, la pregunta sobre la necesidad de tal regla general lleva a sospechar que el órgano que conceptúa y aprueba las situaciones extraordinarias en las que se exceptúa su cumplimiento, no usa la discreción y facultad que se le reconoce de conformidad con el principio en mérito del cual se creyó necesario crear la regla general de la doble votación como requisito de calidad para que una ley sea aprobada. Si la excepción es la regla, la regla se convierte en excepción; y si la regla sólo se aplica excepcionalmente debe cuestionarse

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si es en efecto necesaria, y dudar del carácter perentorio con que se formula y recoge en el Reglamento del Congreso con carácter general.

Si bien es cierto la regla de la doble votación no tiene carácter perentorio y, por lo mismo, no cancela ni extingue la facultad de proseguir con el proceso legislativo en quien toma la decisión, si optara por dispensarlo o no usarlo, no deja de ser cierto que prescindir del período entre una votación y otra, así como privarse del debate conexo en la segunda instancia antes de consultar el voto de los representantes, sí configura una debilidad en el proceso de legitimación de las decisiones de la asamblea. Es que omitir la segunda votación de modos tan generalizados y recurrentes es una manera de significar que ya no hay más necesidad de pensar más los asuntos que contienen toda propuesta legislativa dispensada de segunda votación. Se trataría de una forma de simplificar y recortar las exigencias para que la voluntad legislativa se perfeccione con las exigencias que permitirían minimizar el error del legislador y, en consecuencia, el eventual daño que pudiera causarse a la comunidad con la aprobación precipitada de una ley.

En términos prácticos equivaldría al desuso de la segunda Cámara en un régimen bicameral, con el argumento de que la primera Cámara ya cuenta con el consenso y conformidad de los grupos parlamentario allí presentes. Si la segunda votación simula la segunda Cámara en un régimen unicameral, la responsabilidad de garantizar niveles de certeza legislativa son más altos, porque debe realizarse el esfuerzo de simular que el mismo asunto no ha sido ya examinado por los representantes. Esa es la naturaleza del presupuesto. Antes de aprobar una ley se requiere el debate en dos niveles o instancias, como si cada una de ellas no hubiera antes conocido la materia sujeta a su consulta. Esa simulación es lo que suele pasarse por alto, porque como ambas instancias están integradas por el mismo cuerpo legislativo sus miembros se representan como un paso ocioso el suspender la decisión final durante el período que media entre un debate y el siguiente.

La segunda votación es semejante al trámite de reconsideración, que en el proceso administrativo se procesa ante el mismo órgano, aunque con el requisito de presentación de pruebas o hechos adicionales a los exhibidos en la primera ocasión. Como para la segunda votación no se exigen tales pruebas ni hechos adicionales, la asamblea presume que no se presentarán circunstancias adicionales a las que se conocieron cuando se resuelve la propuesta en la primera oportunidad. Sin embargo, se pasa por alto que en los procedimientos administrativos los asuntos no quedan definitivamente resueltos sino cuando expiran los plazos para la impugnación de las decisiones tomadas antes de generarse la opción para la decisión en primera instancia. De ahí la importancia que se releve el requisito del plazo para la realización de la segunda votación. El plazo es el tiempo que debe transcurrir antes de contar con una decisión firme o definitiva. Sin ese plazo se precluye una dimensión importante que debe garantizar el proceso. Esa finalidad incumplible con la tendencia a obviar la segunda votación de manera tan frecuente y generalizada es la que se anula, y por lo mismo la que niega la razón de ser del requisito de la doble votación. El abuso de la facultad de dispensa equivale, en casos como éstos, a un uso impropio de la capacidad discrecional que se le reconoce a la asamblea, por lo que es necesario revisar tales prácticas de forma que se tome debida conciencia sobre la tendencia a obviar la segunda votación. No basta lo elevado del número de votos que respalden una iniciativa, porque así todas las

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decisiones se tomaran por unanimidad la solidez del acuerdo no impide que durante el plazo no sobrevenga algún aspecto insatisfactoria o insuficientemente examinado, o que surjan datos, hechos o evaluaciones distintas a las logradas hasta la conclusión de la primera votación.

Otro caso es el trámite de Comisiones. La finalidad del procedimiento de estudio y deliberación plural en las Comisiones es que la propuesta sea revisada en su viabilidad material, técnica y legal. Sin embargo, se da el caso que existen iniciativas cuya dispensa de estudio y debate por las Comisiones se solicita y acuerda, de forma que el Pleno pueda conocer el proyecto prescindiendo del procedimiento de acopio de información material, técnica y legal, y su correspondiente evaluación y deliberación. Lo regular es que, para garantizar precisamente la idoneidad, oportunidad, confiabilidad y pertinencia de la intervención legislativa el estándar exija que la ley sea estudiada y consensuada por los representantes de los grupos parlamentarios presentes en las Comisiones competentes, y tampoco no de cualquier forma sino según las metodologías y formatos de análisis vigentes y exigibles en el procedimiento de investigación y análisis. En principio, por ello, debiera considerarse como un presupuesto para la aprobación de leyes que éstas sean objeto de estudio y consensuamiento en las Comisiones, entre los grupos parlamentarios representados en ellas.

La ley presupone como requisito de su calidad que sea previamente evaluada con detenimiento por las Comisiones encargadas y competentes. Omitir este presupuesto importa una manera de desconocer la calidad de la ley sobre la que prestará su aprobación el Pleno de la representación nacional. No porque se trate del incumplimiento de una formalidad, toda vez que la Constitución y el Reglamento del Congreso admiten la validez de la consulta sobre la dispensa del trámite de Comisiones, sino porque la consecuencia del otorgamiento y consentimiento respecto de la dispensa traerá como resultado niveles significativos de cuestionabilidad o duda respecto de la calidad, pertinencia e idoneidad de la intervención que adopte el Congreso. La razón de ser del estándar de calidad que consiste en la previsión del estudio por las Comisiones es garantizar de modo general y uniforme mínimos que acerquen la ley a expectativas de calidad; si se obvia el estándar desconociéndose su función en el proceso legislativo, la consecuencia es que se eliminan los dispositivos adoptados como previsión para proteger material, técnica y legalmente a la sociedad en relación con la intervención legislativa que apruebe el Congreso.

Una variante de la dispensa de Comisiones es el carácter de los presupuestos en la dispensabilidad o no del dictamen de una Comisión. La dispensa de Comisión ocurre antes que un asunto se remita a estos órganos. La dispensa de dictamen tiene lugar cuando la propuesta ya fue remitida a las Comisiones, y estando bajo su competencia se levanta la misma. Si bien existe la regla de que los dictámenes son indispensables, y en casos particulares el precepto de que algunos dictámenes son obligatorios como ocurre en el caso de control de la legislación delegada (Artículo 90, inciso c) del Reglamento del Congreso), debe entenderse que, salvo los casos en los que se prevé la obligatoriedad señalada, el envío a Comisiones o la elaboración de los dictámenes sí pueden dispensarse, ya sea por la Junta de Portavoces o por el propio Pleno del Congreso. El presupuesto importa la circunstancia de que para que el Pleno esté en capacidad de aprobar una ley, se requiere previamente la evaluación,

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estudio, deliberación y consensuamiento entre los grupos parlamentarios al interior de las Comisiones dictaminadoras. Por lo tanto, el Pleno no contaría con la necesaria capacidad informativa y cognoscitiva si antes no queda trabajado o preparado el texto sobre el cual debe pronunciarse.

El trabajo de las Comisiones habilita, en principio, las competencias materiales de conocimiento del Pleno, y los dictámenes son instrumentos que gerencian mejor el proceso legislativo. La legislación es un producto del Congreso y quienes lo preparan por encargo del Pleno tienen a su cargo transformar una propuesta en una decisión de contenido normativo asegurándole la información y evaluación indispensable para que la la legislación se encuentre debidamente sustentada. Entre la propuesta y el resultado se lleva a cabo una tarea de evaluación a cargo de las Comisiones dictaminadoras que empieza por la consideración de la realidad social en la que se advierte un perfil problemático, realidad que luego de comprendida debe facilitar que se defina si la alternativa de la intervención legislativa es la vía social y políticamente más efectiva para dar solución al problema identificado, descrito y explicado por los proponentes.

Como en el caso de la segunda votación, el procedimiento de estudio que se realiza en las Comisiones tampoco tiene carácter perentorio. No es un paso que extinga o caduque el proceso en caso de incumplimiento de su ocurrencia. Sin embargo, también como en el caso de la segunda votación, se trata de un presupuesto de naturaleza necesaria para la optimización de resultados efectivos para la sociedad. A ello mismo obedecería que la representación parlamentaria no abuse de la dispensa de Comisiones o de dictamen con niveles similares de frecuencia. En la historia del Congreso peruano la regla clásica para la dispensa del estudio que realizan las Comisiones ha sido que la dispensa se pide u otorga según la “urgencia y factibilidad de la resolución”, lo cual significa que cabe prescindir del dictamen de las Comisiones en situaciones imprevistas, fortuitas o de fuerza mayor fundadas en la urgencia, pero también cuando se enuncie la pretensión de dispensa al amparo de la supuesta factibilidad de aprobar la ley sin necesidad del espacio de acopio de información, estudio y análisis que corresponde realizar a las Comisiones.

Si el pedido de dispensa se funda en la urgencia, ello significa que cabe aprobar leyes no obstante no sea convincente la factibilidad de la resolución del Congreso. Pero si el pedido se basa no en la urgencia de la aprobación de la ley, sino sólo en la supuesta factibilidad de su adopción, la cuestión es mucho más complicada. La razón es que argumentar que una ley es factible equivale a un acto de confianza, porque exige que se crea que lo es sólo a partir de la declaración de quien pretende que ello sea así. La factibilidad, en particular en los casos en que no se trata de situaciones de urgencia, fortuitas o de fuerza mayor, debe resultar de un juicio en el que es posible un nivel mínimo de convencimiento que resulte del examen realizado sobre la realidad a la que se va a afectar. La consecuencia será que invocar la causal de factibilidad como sustento para obviar el estudio de Comisiones no es convincente como criterio para eximir de estudio una propuesta de legislación. Si ello es así resultaría que el único criterio al que apelar para exonerar el estudio de los proyectos de ley por una Comisión es el de la urgencia. En este supuesto también, parece evidente que el número de urgencias no debe ser tan frecuente que deje sin sentido la regla general que prevé el estudio como un presupuesto que constituye el acto legislativo

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del Congreso. Si todo fuera urgente, en realidad nada lo es. Y, por lo mismo, la regla carecería de razón para existir por desuso e inaplicación de su previsión reglamentaria.

9.2.2 Requisitos del acto procesal

Dijimos que existía también otro concepto de presupuesto, más usualmente designado y conocido como requisitos, cuya finalidad es actuar como carácter constitutivo del acto y, por lo tanto, son los que determinan y de los que depende que el acto pueda conformarse, existir y perfeccionarse. Tales conformación, existencia y perfeccionamiento son predefinidos por la naturaleza y además regularmente establecidos como condiciones a cumplirse para que el acto nazca y surta efectos. El cumplimiento fáctico y objetivo de los requisitos no define propiamente que el acto cause efectos jurídicos, aunque cabe que en algunas circunstancias al mismo supuesto de hecho le corresponda la calidad de presupuesto del desarrollo del proceso a la vez que la de requisito del acto procesal.

Los requisitos, según esta concepción, son circunstancias que afectan la propiedad jurídica con la que se actúa y cumple un papel en el desarrollo y procesamiento de una propuesta de legislación. El cumplimiento de tales requisitos habilita el acto legislativo, y genera su constitución y perfeccionamiento de modo regular en el ejercicio de la función legislativa. La definición de los requisitos es lo que permite identificar a los actos reconocibles como útiles para causar efectos y tener fuerza vinculante. No cualquier acto realizado por representantes en el Congreso es procesalmente válido ni tiene fuerza para obligar a los actores y órganos competentes en el proceso legislativo. Los requisitos son las vallas que miden si se reconoce o no como un acto susceptible de componer o desarrollar el proceso.

La identificación de los requisitos es parte del modelo que estructura y encarrila el ejercicio de la función legislativa. Tutelar normativamente el trámite de la pretensión de acción legislativa supone la definición del impulso o freno del proceso a cargo de los actores, sean los interesados en que la propuesta prospere, como en los órganos responsables de que el proceso de consideración y toma de decisiones se cumpla dentro de los plazos y procedimientos reconocidos. De ahí que no sea apropiada la interferencia de quienes no tienen las posiciones procesales reconocidas como agentes propulsores del proceso. La acción procesal por tanto depende de la gestión de quienes accionan para que el proceso se inicie y prospere, como de quienes deben impulsarlo o frenarlo hasta la definición de la acción legislativa que concluya en una decisión colectiva respecto de la propuesta con la que se acciona ante el Congreso.

A continuación se refieren los requisitos que estructuran el proceso durante su desarrollo hasta la conclusión del acto legislativo que termina en la existencia válida de una ley de la república. Estos requisitos se relacionan con el papel del actor en el proceso, con el objeto que causa idónea y calificadamente la generación del acto legislativo, y con la posición o situación del actor en relación con el acto legislativo procesado en sede

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parlamentaria. Los requisitos cuya naturaleza se examinarán son la competencia y legitimación; la causa y la voluntad; y el lugar y tiempo, en que se realizan los actos que desarrollan el proceso legislativo.

Requisito de competencia y legitimación para realizar el acto

1. El primer requisito que cabe examinar es el relativo a la competencia del actor y a su legitimación a partir de la posición procesal que tiene respecto del acto procesal en que participa. La competencia supone el reconocimiento de la idoneidad de los actores para actuar en el proceso legislativo. La legitimación, en su caso, se refiere a la idoneidad de los actores respecto a la posición que desempeñan en el proceso legislativo.

El proceso legislativo y la diversidad de procedimientos sucesivos en que éste se articula o las variantes o modalidades que adopta, exigen la calificación de los sujetos que lo incoan, impulsan, orientan o definen. Las partes en el proceso legislativo, a lo que se ha llamado los elementos subjetivos en la composición del proceso, están calificados para actuar sólo según un punto, momento u oportunidad definidos en la cadena de transformación y valoración de una propuesta legislativa. El valor de una decisión legislativa está ordenado de acuerdo a la previsión que los diversos agentes tienen en el proceso de transformación de una iniciativa.

Para que el proceso se componga, desarrolle y transforme exitosamente una propuesta en una decisión exitosa y eficaz para el destinatario de la medida legislativa, existe un flujo de acciones que los actores deben ejecutar. Sin embargo, no todos los actores pueden realizar cualquier actividad estimen como valiosa, ni si la actividad estuviera prevista y reconocida como valiosa podrían realizarla en cualquier momento en la cadena procesal. Sólo las actividades definidas y reconocidas por la norma procesal pueden ser realizadas por una parte en el flujo o proceso legislativo, pero, además, no todo actor o parte en el proceso, sea proveedor, gestor o promotor en el proceso tiene discreción de intervenir en cualquier momento. El proceso está ordenado según categorías de competencias de acuerdo al procedimiento dentro del que se desarrolla la transformación de una propuesta legislativa.

Según que las competencias se hayan fijado o reservado para un proveedor, gestor o promotor determinado, o que se prevea su intervención en un momento del proceso, o de acuerdo a una específica modalidad preestablecida, la participación tendrá carácter válido y eficaz o, por el contrario, tendrá carácter espurio. El incumplimiento de las reglas de participación puede dar lugar a la invalidez de la actividad desplegada, y ello no obstante la mejor intención o propósito de colaboración para que el producto legislativo contenga el mejor nivel o calidad de valor.

Los procesos existen porque se espera que un insumo o iniciativa genere un mayor y mejor valor social y político luego de concluida la cadena de transformación de dicho recurso en un producto cualitativamente distinto. Quienes participan realizan los tipos y frecuencias de actividades según patrones de desempeño, modelos de roles, y reglas de toma de decisión previamente normados, según el diseño que mejor se adapta para alcanzar la finalidad y meta del proceso con el mayor nivel de efectividad posible. El

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sentido del proceso es la garantía para que el mayor valor se alcance. Los distintos eslabones están pensados para agregar cuotas sucesivas de valor de acuerdo al tipo de participación. El tipo de participación se piensa según la competitividad de los órganos o puestos legislativos. Los roles que se les asigna se prevén de acuerdo al tipo de aporte esperado en cada etapa del flujo.

La ley obedece a una finalidad y a una lógica de desarrollo. Es según tal finalidad y tal lógica que se diseña la competencia y legitimidad de los actores en el proceso legislativo. El esfuerzo de la totalidad de actores consiste en hacer rendir todo el proceso de acuerdo a los estándares de normalidad. Si la actuación de los actores del proceso legislativo se ajusta al diseño del proceso la cadena de valor que dicho proceso asegura será tan fuerte como el efectivo desempeño de cada actor en cada eslabón.

De ahí la importancia de realizar cada actividad en el proceso legislativo de acuerdo a las reglas de competencia que el proceso prevé y reserva. Ese es el sentido material detrás del principio constitucional del llamado due process of law, o la regla del debido proceso. Los procesos existen y deben observarse y respetarse en razón de la finalidad y metas políticas que permiten alcanzar. Es la finalidad la que los constituye y la que les da la razón a la definición de sus etapas. Los procesos son el cómo deben alcanzarse esas finalidades y metas políticas. Los actores están compelidos a seguir y respetar los procesos porque no cualquier medio ni forma es reconocida como apropiada para llegar a la finalidad políticamente buscada o deseada. Apartarse del proceso desconociéndolo o aplicándolo inapropiadamente no son faltas de carácter accesorio sino sustantivo. Las formas procesales son consecuencia de la voluntad de hacer y alcanzar objetivos según la manera considerada cómo constitucionalmente más efectiva.

Por eso no es cuestión de exigir que el proceso se cumpla sólo y únicamente porque existe una norma que dice que es obligatorio respetar el proceso. Esa es la parte formal de la exigencia de cumplimiento del proceso. Pero la parte formal sólo tiene sentido porque los procesos están pensados para alcanzar una finalidad política que el diseño del proceso tiene asignado alcanzar. Y de ahí también que resulte cuestionable el mero y formal cumplimiento de las reglas del proceso independientemente de la finalidad que los actores del proceso legislativo deben alcanzar con dicho proceso.

De modo recíproco, y porque son la finalidad y las metas las que justifican y constituyen el proceso, es correcto asumir y esperar que si, con una modalidad procesal diversa a la normal o regular, cabe cumplir mejor con la finalidad política en virtud de la cual se ha diseñado el flujo procesal, tal excepción no supone una vulneración efectiva del principio del debido proceso. Eso es lo que no hay que perder de vista: las reglas procesales no tienen valor independientemente de las decisiones que se toman para alcanzar resultados políticos, ni de la capacidad con la que la acción procesal genera el valor político esperado. El proceso por el proceso es un bien político valioso sólo en cuanto su observancia se relaciona de forma indesligable de la finalidad que la cadena procesal y cada uno de sus eslabones garantizan para la república. Proceso sin razón, y sin relación con su finalidad, es un patrón vacío, arbitrario y políticamente inútil. En cualquier caso el proceso debe quedar afirmado por, desde y para la

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finalidad política cuyo resultado debe alcanzar el parlamento. Y tal finalidad es siempre potestad de la representación el definirla, pero tal definición depende del valor y compatibilidad que debe mantener con los principios constitucionales a los que debe mantener fidelidad la comunidad política en general y la representación parlamentaria en especial.

Con las puntualizaciones anteriores cabe comprender mejor por qué la finalidad del proceso es la que, en primer lugar, define el diseño de la estructura y funciones procesales; en segundo lugar, orienta y predetermina el sentido de la composición práctica de cada proceso legislativo en concreto; y, en tercer lugar, fija y condiciona las oportunidades de acceso y participación procesal de acuerdo a los roles o a la diversidad de posiciones que forman parte del diseño, presupuestos y estructura del proceso. Ningún acto procesal supone la legitimación del actor o de la acción, ni la realización de actividades procesales, independientemente del valor que tiene la finalidad de alcanzar el proceso. Todo acto, toda acción y toda actividad se producen y son efectivas porque en cada uno y en cada una se materializa, se cumple y se alcanza el valor que el proceso ofrece al sistema político. El apartamiento de tal valor determina la cuestionabilidad de la actividad verificada en el curso del proceso.

La legitimación de los actores en el proceso legislativo obedece al papel o posición que tiene quien actúa según el reconocimiento normativo para iniciar o impulsar el proceso legislativo. Es el cumplimiento de los roles y funciones esperados lo que genera el reconocimiento de la legitimidad. Sin legitimidad los actos procesales carecen de reconocimiento.

Entre los casos que cabe referir como límites de legitimación se incluye las restricciones que fija el Artículo 79 de la Constitución, el mismo que estipula la falta de competencia de los representantes para presentar iniciativas que generen gasto público, así como las relativas a la aprobación de tributos con fines predeterminados. Una y otra materias se las reserva constitucionalmente indicando que sólo el gobierno tiene iniciativa. De ocurrir que un congresista presentara iniciativas que contradijeran la cláusula de competencia, las mismas estarían afectadas con una falta insubsanable, en razón de lo cual cabe que fueran calificadas como improcedentes, ya sea por las Comisiones o por el Pleno. Cuando en el proceso que rigió hasta el año 1992 las proposiciones eran examinadas por el Pleno en primera lectura la improcedencia podía ser declarada en esa etapa, evitando así derivarlas a una Comisión. Actualmente la capacidad para declarar la improcedencia antes de que la iniciativa llegue a Comisión no existe. Por ello existe un recargo competencial a nivel de las Comisiones, las mismas que se convierten en instancia de análisis de admisibilidad, procedibilidad y de fondo. Obviamente un arreglo de esta especie no aligera sino que entorpece la misión de estos órganos, los mismos que dejan de especializarse en temática materialmente específica para abordar cuestiones relativas a las competencias de los titulares de la iniciativa.

Otras materias que igualmente quedan excluidas de competencia son las que se encuentran en la categoría de materia reservada reglamentaria; esto es, las que el Reglamento del Congreso enuncia como contenidos normativos sobre los cuales algún actor del proceso legislativo no tiene facultad para introducir una propuesta normativa ante el Congreso. De forma natural cabe deducir, por ejemplo, que el Presidente de la República

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podría presentar proyectos relativos a niveles específicos de autonomía del Congreso, como podría serlo, por ejemplo, respecto de la modificación del Reglamento del Congreso (queda en la categoría de lo discutible si podría hacerlo en cuanto el Reglamento desarrolle materias propias de competencias legislativas constitucionales del Presidente de la República, o de la organización de sus atribuciones en relación con el Congreso). En el mismo marco de los requisitos en materia competencial el Presidente de la República no puede celebrar tratados sobre materias relativas a la defensa nacional; la soberanía, dominio e integridad del territorio nacional; los derechos humanos; o sobre obligaciones financieras del Estado.

De manera similar carece de legitimidad el Congreso para proponer aspectos normativos o directivos en relación con potestades de discrecionalidad expresamente reconocida en la Constitución al Presidente de la República; este es el caso de las propuestas de presupuesto general de la república, la cuenta general, otorgamiento de facultades legislativas, u otras como las relativas a la designación del Presidente del Banco Central de Reserva o del Contralor General, el permiso para viajar fuera del territorio nacional, o la autorización para el ingreso de tropas extranjeras.

Pero las reglas sobre requisitos de legitimación o competencia no se aplican únicamente a la fase de inicio del proceso legislativo. Una Comisión que se aboca desaprensiva o desavisadamente al estudio de una iniciativa, no obstante no haberle sido remitida para su estudio, o a pesar de haberle asignado su estudio a otras Comisiones, o aún cuando se la hubiera dispensado de estudiar la iniciativa luego de haberle sido anteriormente remitida para su estudio, carece de legitimidad para producir actos procesales de carácter vinculante en el proceso legislativo. Sus debates y sus dictámenes, por lo tanto, no son reconocibles por el Pleno ni forman parte del expediente de la ley. En cualquier caso, cualquier acto oficioso como el que realiza una Comisión que discute una iniciativa sin estar en la posición reglamentaria para asumir competencia no tiene poder de vincular con su dictamen al Pleno. En el mejor de los casos cabría escuchar la opinión de sus voceros en igualdad de condiciones que las que se reconoce a cualquier congresista, sin contar con las facultades reglamentarias reservadas para las Comisiones competentes. Se trataría de opiniones válidas sólo en la medida en que quienes las formulan son congresistas competentes para intervenir durante el debate legislativo; no en cuanto se trate de un órgano consultor del Pleno cuya opinión haya sido requerida.

Y como en el caso de la fase de estudio, de modo similar, el Presidente de la República no está legitimado para observar, y por lo tanto, incurriría en el incumplimiento de un requisito procesal en el acto en que ello ocurre si, dentro del procedimiento de integración de la ley al ordenamiento jurídico, se tomara la facultad de observar una ley de reforma constitucional. La Constitución no sólo no permite, en el segundo párrafo del Artículo 206, sino que prevé expresamente la prohibición de que el Presidente de la República pueda observar una ley de reforma constitucional. En consecuencia, si en el proceso de promulgación el Presidente de la República desconociera la limitación que la Constitución le fija, sus observaciones carecerían de validez. Se trata de una asimetría en el proceso de interacción entre el gobierno y el parlamento. Es un caso claro en el que la Constitución fortalece el papel representativo del Congreso para definir qué puede ser constitucionalmente reformable.

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Requisito de causa y voluntad en el acto

2. Un segundo requisito lo constituye la causa, en el plano de la finalidad típica y propia del acto legislativo, y el interés o voluntad constitucional y reglamentariamente reconocidos como motivos para admitir y aprobar una ley.

Si la causa tiene carácter objetivo, el interés o voluntad lo tienen subjetivo. Ambos son presupuestos necesarios para que el acto legislativo cause efectos, y ambos dependen de la estimación que la norma constitucional o reglamentaria realice y reconozca de unos supuestos como adecuados y otros como inidóneos. Sólo por obra de la validez de la adecuación a los tipos causales, o de intereses o intenciones sociales o económicos invocados, es que opera y surte efectos jurídicos en el proceso de creación de la ley. Es en el proceso legislativo donde corresponde examinar cada propuesta con la causa típica del acto legislativo, así como con los intereses o intenciones constitucional o reglamentariamente previstos.

No cabe ignorar que ni las normas constitucionales ni las normas reglamentarias reglan ni postulan de manera explícita las causas, los intereses o las intenciones validables en el proceso legislativo. Sin embargo, son los principios a los que sirve todo acto legislativo en la actividad representativa que los congresistas realizan por cuenta y en interés de la república que cabe construir y deducir tales causas, intereses o intenciones validables. De ello se desprende que no existe un elenco de casos que tase y zanje qué causas, qué intereses y qué intenciones son idóneas y cuáles no lo son. Los principios se diferencian de las normas precisamente en que existen en un plano de incertidumbre y de ambigüedad, en medio del cual, sin embargo, la conciencia, la razón y los sentimientos políticos y constitucionales se nutren y construyen. En una república que se inventa cada día se construye también día a día las convicciones que orientan la actividad legislativa de acuerdo a los distintos niveles de madurez de la colectividad en el tiempo. No hay una constitucionalidad estructurada que exista independientemente de la constitucionalidad subjetiva de la población en general, y de la subjetividad de los actores de los procesos políticos en particular.

La actividad política, en este sentido, es el sustento de la norma jurídica. Las causas, los intereses y las intenciones típicamente reconocibles como validantes del acto legislativo son las que la sensibilidad y estimativa política de la comunidad y de sus representantes definen. El derecho no dice más que lo que la conciencia política de los actores consagra. El derecho positivo no existe fuera de los valores y de los principios de los actores que operan el derecho. Ese es el espacio en que debe analizarse cuáles son las causas, los intereses y las intenciones validables en el proceso legislativo. Qué va como causa, interés o intención es un espacio abierto a la discusión y a la determinación de quienes juzgan y evalúan la actividad legislativa. El proceso legislativo, en este sentido, es un proceso abierto a la sociedad, en la medida en que la validez de sus actuaciones y juicios son objeto del acto de rendición de cuentas permanente a que están sujetos los representantes frente a la soberanía de las conciencias de los habitantes de la comunidad y de la república. El proceso legislativo, por eso,

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es un proceso de validación comunicativa en el que interactúan Estado y sociedad para definir contenidos que se construyen de modo incesante, y nunca con significados estáticos en el proceso de desarrollo de la república.

Por las razones señaladas no es posible puntualizar de modo inconfundible qué causas, intereses ni intenciones son idóneas y cuáles no. No hay modo de predeterminar el conjunto de enunciados explícitos que restrinjan el límite entre lo validable y lo que no lo es. La vida política, como motor de toda operación jurídica, no admite fronteras cerradas. El marco en el que se desarrolla y actúa la representación que define los contenidos de la ley puede ser tan estrecho y tan amplio como lo exija la consideración y las necesidades de la república. Si el juicio de la autoridad representativa yerra, tal decisión es pasible de ajuste, enmienda y reparación según exigencias de la propia república a la que se dirige la norma aprobada, y ello ya sea por demanda pública de la colectividad como por el juicio que elabore quien tenga bajo su responsabilidad la decisión jurisdiccional sobre la validez constitucional y reglamentaria de los actos legislativos aprobados por la asamblea de representantes.

La causa típica de los actos procesales en el contexto de un proceso legislativo es la finalidad que debe cumplir en general cualquier ley. La ley debe servir al bienestar y felicidad de la república. Esta es una meta general. Los criterios y elementos que definen esta meta, así como los que permitiría excluir de su obtención algún tipo de acto procesal, resultan, en la práctica, de un acto de discriminación y discusión que se realiza en el marco de la visión y de los proyectos de vida en común en que intervienen la representación nacional, la opinión pública y los afectados o involucrados en las medidas legislativas tramitadas y aprobadas.

El consenso puede variar según las circunstancias, pero el grado de variación mantiene ejes de percepción colectiva generales. Si bien una lógica tan abierta elude parámetros fijos, la flexibilidad en la definición de lo que favorece o no al bienestar y felicidad de la república no es absoluta. Así como no se sujeta, ni restringe rígidamente, a lo que quiera que tenga el propósito o voluntad de las circunstanciales mayorías parlamentarias en el Congreso priorizar o preferir como materia y alcances de una ley, la elasticidad de tal determinación no es absoluta. La representación nacional no tiene una potestad hegemónica ni monopólica, en particular por la condicionalidad del mandato que recibe, que queda siempre sujeto a un acto de dación o rendición de cuentas (accountability).

El sentido o razón de ser de incluir como requisito dos aspectos con niveles tan altos de incertidumbre obedece, sin embargo, a que precisamente las argumentaciones relativas a la carencia de causa válida en función de que sirvan o no para lograr el bienestar o felicidad de la república pueden determinar que el acto legislativo no tenga capacidad para generar efectos. Si bien es cierto grados de flexibilidad y apertura de este tipo son potenciales fuentes de inseguridad en la vida jurídica, la experiencia muestra que la vida colectiva tiene mayores niveles de cohesión y de acuerdo que los que cabría presumir que genera una posición como la sostenida. El temor a la inseguridad o a la incertidumbre difícilmente se reduce con cláusulas menos discrecionales con las que trata de cerrarse el paso al carácter plástico de la vida social. El afán usualmente liderado por los profesionales del derecho resulta ser más una complicación que

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pretende cerrarle el paso a la vida y a realidades que no admiten sutura por, ni con, el lenguaje. La positivización como receta para la aplicación o vigencia del derecho es una trampa que lleva a perder de vista que la naturaleza del derecho no es la de un mito que reifica el universo lingüístico. Las palabras no valen más que lo que la convicción, la conciencia y el compromiso de los actores hacen de ellas a través de los significados y los sentidos que a ellas les dan la experiencia y la cultura de los protagonistas de los fenómenos políticos o sociales.

En cuanto a los intereses y las intenciones, cuya naturaleza, como se ha indicado, es de carácter subjetivo, a diferencia de la causa típica que tiene carácter objetivo, sólo perfeccionan el acto legislativo y causan efectos en el proceso en la medida que no sesguen ni distorsionen el carácter colectivo que efectivamente está destinado a cumplir para la colectividad una ley. Este es el espacio en el que cabe advertir el error o el engaño en el proceso de tramitación y aprobación de una propuesta legislativa por el Congreso.

En tanto que en la causa típica del acto legislativo se estima una finalidad plausible, de carácter ideal y de contenido moral, general, para todo acto en el proceso legislativo, los intereses, y la intención, están referidos a las consideraciones prácticas y concretas que los protagonistas del proceso enuncian como motivación de la propuesta que presentan o cuya aprobación recomiendan o endosan con sus votos. Los intereses y las intenciones son ajenos a la causa en un acto legislativo. El uso de la competencia o facultades legislativas se apartan de la causa si no atienden a la finalidad abstracta y general que atiende el acto legislativo en abstracto. Tales usos se refieren a aspectos contingentes, variables, prácticos y concretos cuando se examinan los intereses e intenciones planteados o declarados por los actores del proceso legislativo. El nexo entre la vida psíquica y los intereses sociales que se declaran en el proceso

Si la causa es entendida como la función que el acto legislativo tiene, en relación con el bienestar y la felicidad espiritual y material de la república en general, es el contenido de cada acto legislativo el que permitirá determinar si se cumple con estándares mínimos que diriman sobre la validez y capacidad de generar efectos en el proceso legislativo. El interés e intención concreta de los actores del proceso legislativo, a su turno, confirma la trascendencia y valoración del acto como vía apropiada para cumplir la causa típica. La causa obedece a una estructura y a una función conceptual derivada del papel que tiene el Congreso en el Estado peruano a partir de la creación de la ley. Si la causa estructura el acto legislativo, los intereses y las intenciones no pueden apartarse de la dirección ni teleología inherente a la lógica del proceso legislativo que desarrolla la representación nacional en la asamblea. Los intereses e intenciones planteados por los actores del proceso legislativo se adecuan al patrón o pauta, y consienten con la finalidad típica que la ley tiene en la organización de la república.

Es debido al carácter estructurante y típico de la causa que no todo contenido ni objeto es atendible en el plano de los intereses e intenciones concretas de los actores en el proceso legislativo. La insuficiente comprensión de la naturaleza de la ley es la que permite clasificar las leyes como idóneas o no con la causa típica que la ley sirve y atiende en la organización política de la república. Las leyes, y los actos propios del proceso legislativo, que se apartan de la causa típica y abstracta de la ley,

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conducen a la aprobación de leyes y a la realización de actos legislativos que no tienen en realidad el carácter que la organización política prevé para este importante instrumento del ordenamiento normativo de la colectividad. La representación parlamentaria aduce intereses o intenciones para justificar los procesos que se cumplen en sede parlamentaria, que no son trascendentes ni amparables en el marco de la causa típica reconocida y supuesta para los actos procesales de naturaleza legislativa.

De ahí la importancia que tiene para el apropiado ejercicio de la función representativa de los congresistas que valoren las propuestas que presenten no sólo a partir del aspecto subjetivo de los intereses e intenciones que manifiestan como motivo para procesar como ley una propuesta de intervención legislativa, sino la adecuación a la razón de ser de la ley en general. La misma tarea debiera corresponder a quienes deben controlar la regularidad constitucional de la ley en la esfera jurisdiccional. Del mismo modo como se descalifican como inexequibles determinadas leyes en razón de su inadecuación a determinados principios o preceptos constitucionales expresos, los mismos órganos jurisdiccionales están obligados y les es exigible un examen de razonabilidad que cuestione el cumplimiento de toda pieza legislativa aprobada por el Congreso a su idoneidad causal. Perder de vista este examen conduce a la perversión de la actividad legislativa. No todo a lo que se llame o tramite como ley es en realidad un acto legislativo que tiene la calidad necesaria para integrarse al ordenamiento jurídico del Estado. Este es un asunto, sin embargo, que es parte de la cultura y de la conciencia que tiene un pueblo sobre el sentido y valor de la ley como instrumento de orden y de bienestar social.

La reflexión precedente permite advertir la necesidad del sustento y justificación de toda propuesta de acción legislativa. Parte de tal sustento exige a los proponentes, así como a los órganos que toman posición y deciden sobre los contenidos legislativos, que razonen la idoneidad de la ley teniendo presente la finalidad o causa típica que debe cumplir toda ley para la comunidad. Omitir esta exigencia lleva a la perversión de la función que tiene la ley en la sociedad y, por esta razón, a devaluar el trabajo de representación que les corresponde a quienes se les elige no para aprobar cualquier pedido de intervención legislativa, sino sólo aquellos contenidos que tienen la calidad que la sociedad necesita.

El mérito de la ley no es la satisfacción de lo que la sociedad pida, sino sólo lo que quienes deben seleccionar los contenidos de la ley deciden que se apruebe según la finalidad que la ley debe cumplir para la república. Esta puede ser considerada como una tarea odiosa pero sin embargo absolutamente necesaria para que la sociedad tenga sólo las leyes que sirven según la razón de ser de la ley. No cualquier acto legislativo tiene la condición ni calidad que la ley tiene la finalidad de cumplir. Si una ley no cumple ni se ajusta a la causa típica, esto es, si no se adecua a la función que la ley tiene en el esquema que ésta tiene en la estructura normativa del Estado y de la colectividad, las normas o preceptos aprobados como ley sin verificar su cumplimiento, podrían calificarse de nulas por falta de causa, o incluso por enunciar como sustento de su adecuación a la causa lo que por su contenido ni objeto tiene esta naturaleza ni carácter. La causa típica y constante de la ley, en este sentido, es una restricción y límite a la discreción de quienes actúan por comisión de la república, y una dirección

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hacia la que deben enderezarse sus designios en ejercicio de la capacidad representativa inherente al mandato que les confían sus representados.

Requisito de lugar y tiempo del acto

3. Un tercer y fundamental requisito para formar procesalmente un acto legislativo es el lugar y tiempo en que el acto procesal se desarrolla. Se refieren juntos porque en general ambos están asociados, no obstante su aislamiento y discernibilidad conceptual.

El requisito de lugar está asociado con las exigencias de espacio que generan validez. No cualquier lugar puede considerarse regularmente apto para desarrollar determinados actos legislativos. Hasta 1992, por ejemplo, se especificaba que sólo en el Palacio Legislativo podían desarrollarse sesiones válidamente, y que sólo en determinadas circunstancias cabía excepcionalmente realizarlas. Tales circunstancias podían ser una situación de emergencia, como podía serlo una guerra con invasión extranjera, o una situación de golpe de estado que obligara a sesionar por imposibilidad de hacerlo en el Palacio Legislativo debido a ocupación de las fuerzas armadas. Sin embargo, en particular durante inicios del siglo XXI se viene optando por la modalidad de sesiones descentralizadas para diversos organismos públicos. Aun cuando el Congreso no ha realizado sesiones plenarias con carácter descentralizado, sin embargo las Comisiones sí lo han hecho, como también lo ha hecho la Mesa Directiva del Congreso. De ahí que el análisis de validez de una sesión fuera de la sede regular deba ser materia de análisis especial, en particular para verificar que el procedimiento empleado para convocarla haya sido el idóneo.

La idoneidad del procedimiento de convocatoria resulta relevante en razón a que es preciso asegurar que la opción de sesionar en lugar distinto puede generar imposibilidades de concurrencia tales que impidan la pluralidad de presencia de los miembros del órgano parlamentario, no menos que dificultades para el proceso de formación de la voluntad corporativa. De lo que se trata es de evitar que la realización de una sesión fuera de la sede regular se motive en un propósito o causal de exclusión de algunos de los miembros del órgano cuyo titular convoca para lugar distinto.

En cuanto al requisito de tiempo, éste la condición de requisito esencial del acto legislativo en razón a que éste sea prescrito de manera general por una norma. Se convierte en un elemento accidental del acto legislativo si el tiempo es definido para un caso concreto. Si es la norma la que establece que un acto debe celebrarse o aprobarse según un marco temporal determinado el tiempo se convierte en un requisito esencial para que el acto surta efectos.

La relevancia y trascendencia del tiempo está asociada con la vigencia de la competencia o mandato y las materias sobre las que cabe que un órgano se aboque a una materia legislativa en un tiempo determinado. La vigencia porque el proceso legislativo asigna períodos de vigencia de mandatos para los miembros de los diversos órganos parlamentarios, los que por lo tanto no tienen posibilidad de asumir competencia legislativa sino dentro de tales períodos. Es requisito de eficacia por ejemplo que los miembros de una Comisión se desempeñen como tales durante un año legislativo y, por ello,

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sus sesiones y pronunciamientos sólo caben desarrollarse y adoptarse forma tal que no se excedan del plazo de su mandato. Ha ocurrido algún caso en el que el Presidente de una Comisión ha mantenido competencia y dominio sobre las materias de ésta no obstante haber concluido su mandato. En caso de convocar a una sesión fuera del plazo del mandato de la Comisión, o de adoptarse acuerdos también fuera de tal plazo, uno y otro actos son susceptibles de impugnación.

Menor claridad pero igualmente relevante es la cuestión respecto al plazo dentro del cual, sin haberse vencido el plazo anual del mandato de una Comisión, ésta sigue sesionando, adoptando acuerdos y presentando dictámenes sobre proyectos de ley, aún cuando no quepa que el Pleno sesione más durante el mismo período para el cual se designó a los miembros de la Comisión que sesiona, aprueba acuerdos y define el texto de sus dictámenes. Esta situación ocurre porque el tiempo es constitucionalmente definido y organizado en legislaturas fuera de cuyos términos el Congreso se encuentra recesado. Si, sin que existiera prórroga del período de la legislatura, convocatoria a una legislatura extraordinaria, ni delegación de facultad legislativa a la Comisión Permanente para que ésta se aboque a la materia sobre la que asume competencia la Comisión Ordinaria, más allá del plazo posible dentro del cual es posible que el Pleno o la Comisión Permanente reciban los acuerdos o dictámenes de la Comisión Ordinaria, ocurre que la Comisión Ordinaria sesiona y produce dictámenes, es posible cuestionar la validez, eficacia e incluso existencia de tales sesiones y acuerdos.

La trascendencia de la cuestión señalada en el párrafo precedente permite aclarar la vigencia efectiva del mandato de una Comisión. Si bien existe un plazo formal que comprende y se extiende a un año calendario, el plazo efectivo puede diferir de este último cuando el órgano para el que se prepara y que debe recibir el dictamen ya no es posible que lo considere ni reciba. La voluntad de la Comisión es válida en la medida que existe el órgano para el que tal voluntad se produce. La Comisión es designada por el Pleno y es para el Pleno que aquélla dictamina. Por lo tanto sus dictámenes tienen naturaleza similar a la que corresponde a las declaraciones recepticias; esto es, se presume en ellos la voluntad de comunicar al Pleno que el encargo que se recibió se cumplió con la emisión del dictamen dentro del plazo de vigencia de dicho encargo. Existe pues una relación comunicativa sustancial y vinculante que no debiera desconocer la Comisión que dictamina para el Pleno y que cumple su tarea no sólo emitiendo un dictamen, sino emitiéndolo para que éste genere y funde vínculo con el Pleno para el que se prepara el dictamen.

Si es así que el dictamen es ciertamente una declaración recepticia, fluye de ello que el nivel de autonomía de las Comisiones es relativo y depende del órgano que encarga la labor dictaminadora. No es irrelevante que las Comisiones reciban un encargo y que ellas dictaminen para que el Pleno reciba el resultado de sus estudios y deliberaciones. Ver en las Comisiones un espacio alienado de la dinámica del Pleno, o desvinculadas de los mandatos que el Pleno crea para que ellas produzcan dictámenes sobre propuestas legislativas es una manera de distorsionar y desnaturalizar el trabajo parlamentario. La necesaria descentralización del trabajo legislativo que afirma el papel de estudio de las Comisiones Ordinarias no debe llevar a ver en éstas a órganos liberados del orden que exige la preparación de sus

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trabajos para que el Pleno los utilice. La razón de ser de las Comisiones es el apoyo que dan al Pleno. Por eso son un órgano creado para mejorar el trabajo del Pleno. De ahí que no sea indiferente si las Comisiones sesionan, debaten y adoptan acuerdos para el Pleno. Perder de vista este marco funcional y operativo entorpece y no hace más efectivo el mandato de representación de la institución parlamentaria. El eje del trabajo parlamentario es el Pleno. No lo son los congresistas individualmente concebidos, ni lo son los órganos secundarios y dependientes del Pleno.

En armonía con el sentido postulado en el párrafo anterior es que cabe entender que las Comisiones están limitadas y que deben cumplir el requisito de su funcionamiento en atención a la finalidad y al uso que de sus dictámenes debe hacerse en el Pleno. Por ello es que cabe también estimar que la labor dictaminadora concluye en tanto ya no es posible que el Pleno que las designa opere con los dictámenes que puede preparar. Si el Pleno ya no puede asimilar los dictámenes su trabajo deviene en oficioso. No es cuestión de emitir dictámenes independientemente de la capacidad del Pleno para recibirlos, conocerlos, debatirlos y tomar decisiones a partir de ellos. Se dictamina con la finalidad y para que el Pleno decida con el producto del estudio. De ahí que las propias Comisiones incluso no deban aprobar planes de trabajo de forma independiente a la agenda anual del Pleno: sus labores deben servir para que el Pleno alcance las metas legislativas que acuerda a inicios de cada período.

En consecuencia, es posible afirmar que sólo queda cumplido el requisito temporal dentro del cual cabe dictaminar si esta actividad se desarrolla dentro de la vigencia del mandato útil de la Comisión, lo cual significa dentro de la capacidad del Pleno para que el mandato otorgado le sea útil y significativo al Pleno que confiere la designación a sus comisarios. Si las Comisiones fuerzan el criterio de su competencia anual según el año calendario puede advertirse que dicha competencia podría fácilmente resultar excedente del compromiso y confianza que nace con el encargo que recibe de un Pleno definido y determinado. La actividad dictaminadora adquiere su carácter en función del plan y de la voluntad legislativa del Pleno para el cual dictaminan las Comisiones. No son mandatos vacíos de orientación ni finalidad. No son mandatos abstractos ajenos a la expectativa del Pleno para el cual construyen sus productos y generan un servicio las Comisiones dictaminadoras.

En una situación semejante opera el requisito temporal en los casos relativos a la capacidad del Presidente de la República, al inicio de un nuevo período constitucional, de promulgar una ley observada por el Presidente de la República al finalizar el período constitucional precedente. Esta opción fue utilizada por primera vez en el interregno entre el período 2001-2006 y 2006-2011, cuando el Presidente entrante (García Pérez) retira las observaciones presentadas por el Presidente saliente (Toledo Manrique). El criterio de validez fue el requisito del plazo para usar la facultad de la observación o la promulgación. Cuando existen diversidad de prioridades o políticas entre uno y otro gobiernos es posible que cada uno de los Presidentes utilice las facultades que la Constitución les reconoce.

No cabe entender que las facultades presidenciales quedan precluidas para el Presidente saliente en razón de la proximidad del vencimiento de su período, ni que el Presidente entrante queda vinculado a partir del inicio de

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su mandato por los actos presidenciales del Presidente saliente. El Congreso no puede impedir al Presidente de la República entrante el retiro de un documento sustrayéndole unilateralmente la competencia de corregir un acto. Sí podría impedírselo si existiera una regla que específicamente lo prescribiera. En ausencia de regla es posible que acceda a la solicitud del Presidente de la República y le devuelva el Oficio conteniendo las observaciones. Las restricciones más importantes que debe observar son, primero, que el plazo para observar o promulgar esté vigente, y segundo, que el Congreso no haya tomado acción ni asumido competencia sobre la comunicación presidencial del Presidente saliente. Si el plazo no se ha agotado y el Congreso no ha ejecutado ninguna medida, la vía para el ejercicio de la facultad presidencial está expedita y cabe, primero, el retiro de las observaciones, y luego la eventual promulgación de la ley aprobada por el Congreso del período constitucional anterior.

Ahora bien, si el plazo rige aún a favor del Presidente de la República pero el Congreso ya tomó acción y dirigió las observaciones a uno de sus órganos, lo que corresponde es que el propio Congreso conozca la solicitud y tome la determinación acorde con la evaluación de las consideraciones mediante las cuales el Presidente de la República requiere el retiro de las observaciones. La acción que desarrolla el Congreso no debe significar, de otro lado, un impedimento para el ejercicio de la facultad presidencial, por ello es que se entiende que durante el proceso de evaluación de la solicitud presidencial de retiro de las observaciones el plazo queda interrumpido hasta que el Congreso resuelve sobre la solicitud presidencial. Si el Congreso sólo ha recibido o registrado el documento proveniente del Despacho presidencial el procedimiento es sencillo y de trámite directo. Pero si luego de haberse recibido o registrado se asume competencia disponiendo un curso de acción mediante un proveído, decreto o disposición la cuestión importa una situación diversa. En este último supuesto es imprescindible la evaluación de la situación y del pedido de forma tal que el proceso no sea bloqueado de manera unilateral sino con el compromiso de los órganos comprometidos en un acto que tiene no carácter personal ni privado sino institucional o corporativo. Como se anticipó previamente el tiempo que tarde el Congreso en evaluar y decidir sobre el pedido presidencial no corre en contra del ejercicio de la facultad presidencial, sino que interrumpe su decurso hasta que, si el Congreso accede a la petición, el Presidente de la República recupere formalmente y efectivamente la facultad constitucional. ¿Qué justifica el distinto tratamiento para ambos casos? Que cuando el Congreso no ha asumido competencia ni iniciado un curso de acción se entiende que la observación del Presidente saliente aún no ha surtido efectos materiales en el destinatario a quien se dirige la observación. Si la observación ya surtió efectos el tratamiento que ha de darse al pedido es de distinta naturaleza puesto que el Congreso vinculó la observación con sus procedimientos institucionales.

En los casos ocurridos en el interregno de períodos constitucionales la situación fue tal que la facultad de observación del Presidente saliente se ejercitó en plazo tal que aún quedaba por usar una fracción del mismo. Por esta razón el Presidente de la República entrante gozaba de parte de la facultad que compartía con el Presidente de la República saliente. En razón a que el Congreso aún no había procesado las observaciones éstas pudieron ser devueltas al Presidente entrante sin pasar por el conducto procesal

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institucional más complejo que habría resultado ser el someter el pedido a conocimiento y evaluación del Congreso.

Ocurre lo mismo pasa con la situación inversa, cuando el Congreso dirige al Presidente de la República la autógrafa y opta por corregir su determinación, solicitando al Presidente de la República el retorno de la misma para su corrección o la eventual enmienda de posibles errores materiales o procesales en su tramitación. De hecho este supuesto se produjo en Noviembre del año 2003, cuando por error el presupuesto del sector público fue votado en inobservancia de la mayoría de votos que el Reglamento prescribía para su aprobación. Luego de realizado el proceso de reconsideración reglamentario, no obstante haberse aprobado la autorización para ejecutar el acuerdo en la sesión en que el presupuesto fue incorrectamente aprobado, el presupuesto fue nuevamente asumido dentro de la competencia del Congreso. Si el presupuesto del sector público ya hubiera sido enviado al Presidente de la República, la cuestión a dilucidar y considerar es si el Presidente de la República tomó o no competencia, y si inició el proceso regular en su Despacho para tramitar o procesar la autógrafa de la ley aprobada.

Generalmente, sin embargo, este tipo de interrelación entre los poderes del Estado para tramitar documentos que se dirigen entre el Congreso y el gobierno se realiza de modo informal y sin mayor ni especial o detenido análisis en las implicancias normativas. El criterio y supuesto manejado es que la interacción se desenvuelve con criterios eminentemente políticos. Tales criterio y supuesto son ciertos y válidos. Sin embargo, los alcances de ese tipo de lógica fallan cuando la disposición o voluntad de interactuar son revisados a partir de una lógica diferente y se opta por revisar la relación política desde una perspectiva jurídica. No deja de ser cierto que cuando hay entendimiento entre los actores del proceso, y siempre que no se vulnere una norma fundamental de convivencia ni de organización del Estado, la comprensión de buena fe basta. Pero cuando existen niveles competitivos, de antagonismo o incluso conflictivos entre ambos poderes del Estado es necesario contar con un marco jurídico sólido que permita ordenar las cuestiones inciertas que surgen en la interacción política. De ahí que sea indispensable examinar con interés y acuciosidad el aspecto y marco jurídico en el cual habrá de producirse la discusión de forma que se cuente con los argumentos básicos y mínimos que faciliten la gestión de los asuntos que comprometen a la vez al gobierno y al parlamento. Es la necesidad de elaborar tal marco sólido lo que justifica la mayor exigencia y precisión de definiciones y conceptos, en un espacio de suyo tan escurridizo efectivamente como lo son los procesos políticos.

En relación con el aspecto de la materia vinculada al requisito del tiempo es importante advertir cómo se articula en el proceso legislativo el factor temporal con la organización del trabajo parlamentario. El requisito del tiempo puede jugar en efecto con la materia que en un momento determinado es conocida por un órgano determinado. Los actores del proceso legislativo deben ordenar y ajustar su trabajo de acuerdo a principios, finalidades y reglas de organización que se fijan para establecer competencias y para distribuir ordenadamente la labor parlamentaria. Si bien es cierto quienes llegan al Congreso lo hacen con la finalidad primaria de realizar una labor política orientada según las políticas que definen los grupos de los que son miembros o por los que han sido invitados, no es

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menos cierto que esa misma tarea debe acondicionarse a las exigencias que rigen para el desempeño de funciones estatales. La acción política de los representantes, por eso, es a la vez una acción estatal. En consideración a que sus actos deben desarrollarse de acuerdo a supuestos que marcan, definen y ordenan la regularidad del Estado resulta que es insuficiente el voluntarismo político para que el desempeño de los representantes sea políticamente útil. No es suficiente que los actores de los procesos legislativos, por esta razón, quieran desarrollar una acción legislativa; deben hacerlo sin apartarse de reglas sin cuyo cumplimiento el Estado deja de servir la misión por la que existe y para la que sirve a la comunidad.

De ahí que es necesaria la observancia de patrones de distribución de materias entre los órganos e instancias parlamentarios. Si tales patrones son establecidos a partir de un criterio temporal el descuido de las reglas en este ámbito se incentiva, y se favorece la inefectividad o ineficiencia del trabajo legislativo del Congreso. Una manera de comprender el papel de la distribución de competencias del Congreso, según el papel que cumple el tiempo en la distribución de materias, es la identidad y naturaleza que adopta el Pleno en diversidad de momentos en el período constitucional. Los mismos congresistas pueden reunirse en el mismo hemiciclo de sesiones, pero ni la identidad y capacidad jurídica de miembros de la institución, ni que estén todos ellos reunidos en el mismo espacio físico, es criterio decisivo de las cuestiones sobre las que pueden tratar, si dichas reuniones se realizan con fines de distinta naturaleza. Así ocurre cuando el Congreso realiza sesiones solemnes o las sesiones de instalación y clausura de un período anual o quinquenal de sesiones.

La mención es relevante porque en particular a partir del período que se inicia en 1993 ha venido descuidándose el sustancial distingo que justifica la existencia de los distintos tipos de sesiones. No es intrascendente ni irrelevante que el Congreso se congregue con la finalidad de instalar su período ordinario de sesiones en una sesión especial. Son las sesiones ordinarias en las que se debate y resuelve sobre los asuntos regulares que debe procesar el Congreso. La sesión de instalación existe y sirve para formalizar el inicio del período en una nueva legislatura o período de sesiones. Es la señal o marca de que el órgano estatal ha sido convocado para actuar y resolver lo que la Constitución le impone como parte de sus funciones estatales. Es el tiempo legislativo el que queda así definido y por lo tanto el distinto sentido y finalidad a que obedece la función que se atiende sella las materias que pueden tramitarse y resolverse por los representantes. De ahí que resulte impropia la utilización del espacio de las sesiones de instalación para desarrollar la acción legislativa como si ellas tuvieran la naturaleza de una sesión ordinaria.

Además de que el descuido en la observancia del distinto uso del tiempo legislativo afecta la naturaleza de los tipos de sesiones y de las materias que en ellas pueden abordarse y resolverse, también configura una situación de desorganización y de desorden en el manejo de las materias sobre las que se da la acción legislativa, y afecta la predecibilidad y seguridad de los actos legislativos. Debe poderse contar con la certeza de que todo asunto que es materia propia de una sesión ordinaria se registra en ese mismo espacio de tiempo parlamentario, y no en el que corresponde a otro tipo, clase o categoría de uso del tiempo del Congreso. Se trata pues de un requisito de orden temporal que genera el uso normalizado y válido

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del uso previsto y asignado de tiempo por el modelo de organización y distribución del trabajo del Congreso.

Es cierto que un criterio eminentemente práctico obvia los distingos que se enuncian en estas reflexiones, y que la lógica de producción y obtención de resultados es un incentivo y criterio muy poderoso en los procesos y en la adopción de criterios y preferencias de toma de decisión de los representantes. Contra ese tipo de actitud mental es bastante difícil argumentar, en particular porque en la dinámica política los protagonistas de la acción política suelen evitar toda ruta que les impida acceder del modo más simple y directo al resultado buscado. Es más, también en ese mismo tipo de actitud y mentalidad pragmática tiende a recurrirse a opciones menos simples y directas cuando lo que se pretende es dilatar la oportunidad de la acción, o de bloquear las acciones promovidas por quienes se oponen a las preferencias de un grupo determinado. Toda vez que este es un trabajo en el que la lógica del proceso se expone según un criterio basado en principios y no necesariamente en los efectos prácticos de una acción definida es consistente con la finalidad de estas reflexiones mantener la posición y argumentos que sirven para el mejor tipo de organización en la institución parlamentaria. Sin perjudicar los resultados o productos obtenibles, el observar la fidelidad y compromiso con los sanos principios de la organización del trabajo legislativo requiere niveles de orden que no necesariamente coinciden con el inmediatismo y la celeridad inherente a la actitud utilitaria de los procesos parlamentarios.

En armonía con el esquema y modelo del que se deriva el pensamiento de las instituciones parlamentarias que favorecemos y promovemos debe entenderse, en consecuencia, que sí es un requisito del orden temporal que en sede de sesiones de instalación no se realice otro tipo de actos que los propios del acto de instalación. La instalación tiene por finalidad declarar y constituir formalmente la apertura e inicio del período de sesiones. No la tramitación de materias que ordinariamente se realiza en las sesiones ordinarias. No es pertinente, según este razonamiento, que en una sesión de instalación se desarrolle el debate ni la votación sobre proyectos de ley, ni que se use el tiempo de la sesión de instalación para aprobar cuestiones incidentales como podrían serlo las cuestiones previas de pase o de vuelta a una Comisión de un proyecto debatido, impropiamente, en una sesión de instalación. Tampoco lo sería usar el tiempo de una sesión de instalación para consultar la aprobación de Actas pendientes de ese trámite. Una situación similar se produce cuando, al inicio de un período anual, las Comisiones Ordinarias instalan sus sesiones preparatorias para elegir a los miembros de las directivas; en estas sesiones no corresponde tampoco discutir el contenido de materias propias de la agenda legislativa o del plan de trabajo ordinario de las Comisiones. El tiempo correcto es el de las sesiones ordinarias. En sesiones que no tienen por finalidad la atención de los asuntos legislativos pendientes sólo se abordan los temas que corresponden a la naturaleza y agenda inherente al tipo de sesión en el que una y otra se prevé que se cumplan. Hacerlo de otro modo dificulta y lesiona principios y buenas prácticas del manejo idóneo de las materias propias del parlamento.

También configura un requisito de orden temporal el plazo que señala la Ley 26300 para que el Congreso se pronuncie sobre una propuesta legislativa presentada dentro del procedimiento de iniciativas ciudadanas. El Artículo

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13 de esa ley prescribe que las iniciativas legislativas populares deben recibir el pronunciamiento del Congreso dentro del plazo de 120 días calendarios. El sentido del término final dentro del cual existe la obligación de pronunciamiento del Congreso es la necesidad de que no exista una decisión unilateral que le permita disponer de una voluntad superior, como lo es la voluntad de un grupo de la colectividad legitimado para accionar legislativamente. Sólo el Congreso no puede definir si una iniciativa popular puede quedar sin consideración parlamentaria. La ley establece la obligación de resolver sobre los alcances de una propuesta que califica para que el parlamento la tome en consideración. Los ciudadanos que ejercitan la facultad legislativa son así el bien legalmente protegido con la fijación del plazo dentro del que debe pronunciarse el Congreso. El titular de la función legislativa en el Estado que es el Congreso, está comprometido a valorar la iniciativa popular y a decidir sobre ella dentro del tiempo máximo que establece una ley que el propio Congreso ha aprobado y ante la que queda obligado a actuar y ejecutarla. La ausencia de declaración y voluntad del Congreso representa una omisión legal respecto de la cual, eventualmente, los promotores de la iniciativa tienen derecho a iniciar una acción de cumplimiento ante el Poder Judicial.

No existiendo presunción de silencio legislativo, en sentido positivo ni negativo, ni mecanismo alternativo que permita, reconozca ni habilite a los promotores a recurrir a una instancia o procedimiento ulterior que asegure la valoración de la iniciativa en caso que el Congreso fuera remiso a proceder según el plazo, no es posible más que presumir que el supuesto de la omisión por el Congreso equivale a la desatención de la iniciativa popular, lo que a su vez representa una forma tácita de desaprobación de la misma. Sin embargo, por mandato de la propia Ley 26300 los promotores únicamente tendrían la posibilidad de requerir la consulta de la iniciativa mediante referéndum si aquella hubiera sido puesta en consideración de la asamblea y ésta hubiera dispensado la iniciativa con no menos de dos quintos de los votos del número legal de representantes (48 votos), y además se hubiera alcanzado un total de firmas igual al diez por ciento del electorado nacional. Caso análogo se presenta, por tanto, el caso en que el Congreso omite pronunciarse dentro del plazo de 120 días calendarios, que se pronuncie desaprobando la iniciativa sin llegar al 10 por ciento de votos favorables del número legal de representantes, o que la Comisión a la que se encargara dictaminar se pronunciara disponiendo el archivo de plano de la iniciativa. En estas tres situaciones la iniciativa popular es denegada o desaprobada sin que, en principio, quepa acción legislativa alguna a los promotores ni firmantes de la propuesta.

De modo similar, como requisito de carácter temporal, cabe considerar el supuesto y requisito de doble votación sobre un mismo texto. Este requisito exige que en dos tiempos distintos el Congreso apruebe la integridad y totalidad de uno solo y mismo documento legislativo. No queda cumplido este requisito si una misma iniciativa es aprobada en dos sesiones con dos textos diversos (salvo, por cierto, se hubiera dispensado de segunda votación el último texto aprobado).

No cabe pues usar la segunda votación como medio para modificar el texto aprobado en la primera votación. La aprobación de la iniciativa o del dictamen en primera votación fija, congela y cierra el contenido de la materia en el tiempo. Si en el segundo debate ocurriera que se modifica el

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texto aprobado en el primero, el texto aprobado como consecuencia del segundo debate debe tenerse por aprobado por primera vez, naciendo de este modo la exigencia de una obligatoria segunda votación. El debate y las modificaciones producidas en la segunda votación en ningún caso bastan para el cumplimiento del requisito de segunda votación. Si el texto es modificado en segundo debate el requisito cuyo cumplimiento exige la regla de la doble votación es cumplible únicamente si las modificaciones introducidas en el segundo debate que apruebe el Pleno es nuevamente sometido a segundo debate y votación sobre el texto corregido, asumiendo de este modo que el primer debate y votación carecen de valor para que la regla de la segunda votación se cumpla.

El régimen de doble votación tiene naturaleza similar a la que corresponde a una decisión sujeta a una condición suspensiva. Esto significa que las primera votaciones se presumen generadoras de efectos si y sólo si en segunda votación el Congreso aprueba el mismo texto. Si como consecuencia del segundo debate se producen modificaciones la condición suspensiva no se cumple y quedan anulados los efectos potenciales de la primera votación.

Es por ello que el Reglamento del Congreso precisa que la segunda votación se cumple con un debate y votación a totalidad. Esto es, debe debatirse y votarse el texto como una unidad total y completa. Rota la totalidad debe entenderse que el Congreso ha aprobado dos distintas iniciativas. El requisito es que una misma iniciativa sea aprobada dos veces con el mismo texto. Si hay dos voluntades en el tiempo el Congreso no aprueba, mantiene ni ratifica dos veces una misma declaración legislativa. El requisito de segunda votación no niega ni impide que el texto aprobado en primera votación reciba modificaciones, puesto que siempre es posible que la representación cambie el sentido de sus apreciaciones y su decisión. Lo que significa la segunda votación es únicamente la garantía y seguridad de que la voluntad es la misma en igual alcance y sentido en dos distintos momentos.

Por lo tanto, si dentro del proceso legislativo la iniciativa es debatida en una segunda ocasión y cambia el texto aprobado en la primera votación, el primer debate y votación carecen de efecto vinculante, no surten efectos. La voluntad del Congreso sólo se considera perfeccionada siempre y cuando se ratifica en dos ocasiones la misma decisión. El principio que sustenta la exigencia de la segunda votación es el que se deduce o deriva del proceso legislativo en regímenes bicamerales, en los cuales el mismo texto debe ser acordado por una y otra Cámaras. El requisito del tiempo está así asociado a la materia que se debate y aprueba. Si la materia cambia no se cumple la condición que permite validar la aprobación ocurrida durante el primer debate. Al carecer de efecto la primera aprobación ocurrida en el proceso legislativo en razón a la modificación de su texto durante la consulta de totalidad en la segunda votación, obviamente, ese primer texto caduca, se reputa como parte de la historia del iter legislativo, y forma parte del expediente en el archivo de la ley que finalmente fuera aprobada por el Congreso en dos votaciones.

9.3. Vicios y remedios de los actos legislativos

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Es en realidad un tema de muy poco desarrollo entre quienes reflexionan sobre el derecho parlamentario. El escaso desarrollo pareciera deberse a la naturaleza del fenómeno parlamentario, en el que una materia fluida como es la acción política trata de ordenarse según criterios, principios y normas que pretenden su regularidad jurídica. Siendo así que el derecho parlamentario, como toda disciplina normativa, tiende al establecimiento de pautas generales y fijas que permitan la predecibilidad temporal de la conducta humana en un marco institucional al que deba ajustarse la dinámica social, es esperable que existan innumerables tensiones y conflictos entre las exigencias del momento político que protagonizan los representantes de la comunidad, de un lado, y de otro lado la exigencia de adecuación a esas pautas generales que definen la validez de los actos políticos.

La existencia de fallas en la condición jurídica de un acto político es inherente a la naturaleza tensional y conflictiva entre esta esfera y la disciplina jurídica. Fallas que sólo llegan a comprenderse en su apropiada naturaleza si se repara en el concepto y las características del derecho parlamentario, como disciplina de la representación política. Porque la materia regulada por el derecho parlamentario es fundamentalmente constitucional, en la medida que su contenido es la normatividad de la voluntad constitutiva de la ley y de actos de dirección y control de los agentes responsables de decir y definir la voluntad política de la república, puesto que para ello han sido elegidos y para ello cuentan con el mandato directo de la colectividad, es fácil ver que quien tiene poder de decir qué es una norma tenga un marco de discrecionalidad esencialmente diverso al que debe sujetarse todo el resto del país. Este aspecto es central y no puede pasarse por alto con ligereza. Toda generalidad se estrella con la naturaleza privilegiada de la posición de los representantes que tienen el poder constitucional de actuar y normar por cuenta y en interés de la comunidad. Sin embargo y no obstante lo dificultoso de la abordabilidad de esta temática y estas tensiones entre derecho y política es necesario intentarlo a riesgo incluso de incurrir en diversidad de errores, en medio de afirmaciones en la mayoría de los casos sólo tentativas y provisionales.

El tema de los remedios de los actos procesales está asociada a los vicios de su formación en sede parlamentaria, y está asociada al análisis de la cuestión sobre la recuperabilidad, subsanación, confirmación o conversión que cabe en relación a los actos afectados en su validez, efectividad o existencia por los vicios que en ellos se producen. En cualquier caso, sólo cabe recurrir a remedios cuando existe una falta, esto es, cuando se ha incumplido con un elemento, un presupuesto o un requisito exigible en tal medida que sea posible impugnar su validez o eficacia.

Las faltas en el proceso legislativo se examinan como vicios en el mismo, los mismos que pueden ser vicios objetivos o subjetivos, según que se refieran al documento legislativo propiamente dicho, o a las personas que intervienen en el proceso legislativo.

9.3.1 Vicios objetivos en el acto procesal

Entre los vicios objetivos éstos pueden ser por el origen, por la preparación, o por la emisión del texto legislativo.

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Los vicios de origen pueden ocurrir en caso que la iniciativa sea presentada por quien no es titular con legitimidad para proponerla. Una iniciativa reservada a otro titular adolece de un vicio de origen. Tal supuesto genera, en principio, la ineficacia del acto legislativo y no sólo la falta de validez. La ocurrencia de vicios de esta especie se dan cuando inadvertidamente un congresista presenta una propuesta cuya materia está reservada al Presidente de la República, o cuando otras entidades constitucionalmente reconocidas con la facultad de iniciativa legislativa presentan propuestas sobre contenido ajeno al propio de sus competencias. En este último supuesto se dio en alguna ocasión la presentación de un proyecto por la Defensoría del Pueblo, en el que cubría temas de prerrogativas parlamentarias en exceso de sus competencias institucionales. Considerando que la inexistencia de competencia legislativa tiene el carácter de vicio procesal, su presencia afecta la validez del proceso. La subsanación del mismo dependerá del tipo de infracción producida. Si el exceso se da en relación con un sujeto procesal cuya competencia no es subsanable por el Congreso, el acto estará afectado en su validez y no genera efectos. Este caso se presenta cuando la iniciativa le corresponde al Presidente de la República, quien no interviene como actor directo en el proceso de constitución de la ley. Pero si el vicio ocurre en relación con competencias propias del Congreso, éste sí es posible subsanarlo o convertirlo en sede parlamentaria (como habría ocurrido si, a pesar del exceso competencial de Defensoría del Pueblo, el Congreso avala la iniciativa y la procesa durante su estudio, evaluación y debate, y el Pleno adopta un texto a partir de que la materia le fue ajena al autor de la iniciativa original).

Los vicios de preparación se producen cuando siendo indispensable un dictamen, éste no se presenta o la materia es irregularmente dispensada de Comisión o de dictamen. También es un vicio de preparación la aprobación de una ley en cuya elaboración es exigible la inclusión de un informe del gobierno, el mismo que se solicita o no se incluye en el expediente que conoce el Pleno. La carencia de un requisito que la norma prevé como indispensable genera la improcedencia del dictamen. Sin embargo, la carencia de tal requisito en la elaboración y preparación del dictamen sin cancelación de su validez, y por lo tanto, su eficacia en el resto del proceso de preparación de la voluntad corporativa, que continúa como si tal vicio no representara desconocimiento de requisitos fijados por el ordenamiento parlamentario, deviene en jurídicamente impugnable. La impugnabilidad, naturalmente, se realiza en sede no parlamentaria, puesto que el propio Congreso ha procedido a validar y a reconocer los efectos de una preparación no formalmente autorizada, a menos que como tal impugnabilidad valiese las observaciones que el Presidente de la República tiene la facultad de presentar ante el Congreso. Se trataría de un caso en el que la ausencia de requisitos de validez permitiría determinar la anulación del acto legislativo, cuando menos parcialmente en la medida que cupiese discernir el distinto impacto que la ausencia de dictamen o de informe técnico genere respecto de todo o parte del acto legislativo vigente.

Los casos de vicios de emisión pueden obedecer y resultar de diversidad de supuestos. Cabe incluir, por ejemplo, las situaciones en las que se omite un texto que se aprobó en el proceso legislativo, pero que por error o descuido no se consigna en la autógrafa que se remite al Presidente de la

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República. Al conocer el texto el Presidente de la República toma competencia y se pronuncia sólo sobre el texto que recibe, puesto que el documento es el objeto sobre le toca pronunciarse, independientemente de la averiguación que pudiera iniciar, o incluso de la información oficiosa que podría recibir mientras le toca o promulgar u observar la ley aprobada. Esta situación se produjo con ocasión del conflicto entre el gobierno y el Congreso en el período 1990-1992, el Congreso aprobó en la ley de presupuesto del año 1992 un artículo relativo al canon, que se omitió incluir en la autógrafa remitida al gobierno.

Se trata también de un vicio de emisión la eventualidad de que un acto fuese aprobado en ausencia de quórum suficiente para adoptar acuerdos. Sin quórum en la Sala los acuerdos carecen de validez y no deben surtir efectos. Si a pesar de carecer de quórum el acuerdo es tomado como si no se hubiese producido el incumplimiento de este requisito elemental, la decisión corporativa es impugnable.

También es una hipótesis de vicio en la emisión el caso de incumplimiento del requisito de aprobación de la ley mediante el proceso de doble votación. Si bien cabe recurrir al proceso abreviado, en el cual es posible la dispensa de la segunda votación, el vicio se configura cuando existiendo la obligación de consultar la segunda votación en el plazo reglamentario ésta no es dispensada y la ley es aprobada prescindiendo de la segunda votación. No basta que el texto haya sido debatido dos, tres, cuatro o más veces; la segunda votación consiste en la aprobación consecutiva de la totalidad de un mismo texto legislativo, con el mismo tenor, en dos ocasiones diversas. Si durante el debate el texto varía y se aprueba con variaciones, el nuevo texto y las modificaciones incluidas deben someterse a un nuevo debate y votación. Sin segunda votación el acto no reúne los requisitos de validez y, en principio, no debiera surtir efectos jurídicos porque la regla que el propio Congreso establece ha sido desconocida y pasada por alto, sin que se hubiera usado del tratamiento excepcional que las propias normas prevén, como lo sería si se dispensara formalmente del trámite de segunda votación, sea por la Junta de Portavoces o por el Pleno.

Otra circunstancia en la que es posible que se produzca un vicio de emisión del acto legislativo es la insuficiencia de votos para aprobar una iniciativa. Este suceso se produce en particular cuando existe una fórmula de votación calificada y ésta no es observada durante el proceso de aprobación de la ley. La posibilidad de su ocurrencia se da ya sea por mala invocación y reconocimiento de la regla, o porque los votantes no eran capaces para emitir los votos utilizados para alcanzar la mayoría requerida (como en el caso de los congresistas suspendidos, por ejemplo, o de quienes debiendo inhibirse o abstenerse en la votación no lo hicieron como consecuencia de lo cual la suma sus votos no permite alcanzar la mayoría calificada necesaria para aprobar la ley).

En Noviembre del 2003 precisamente se produjo un error de esta naturaleza al invocarse equivocadamente la regla para aprobar el presupuesto de la nación, dándose éste por aprobado con mayoría simple siendo así que el Reglamento preveía la mayoría legal. El error en la aprobación fue detectado oportunamente, en razón de lo cual se procedió a la corrección mediante el proceso de reconsideración de la votación, subsanándose de ese modo el vicio. Obviamente la subsanación no habría sido posible de no

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haberse contado con la mayoría de votos requeridos. En el supuesto de que no se hubiese reparado en el error el mismo habría generado una causal de invalidez del acto parlamentario, de haber ocurrido que el Presidente de la República lo hubiera promulgado sin observar el defecto de procedimiento que lo afectaba. No obstante la producción de efectos materiales y fácticos a partir del concepto que Jellinek llama la fuerza normativa de lo fáctico, sin embargo la calidad formal de los efectos jurídicos generados habría sido cuestionable.

9.3.2 Vicios subjetivos en el acto procesal

Entre los vicios subjetivos, los dos tipos más importantes son el error y el dolo.

El error supone la disconformidad en la representación de los actores del proceso legislativo sobre el objeto o los hechos que son materia del acto procesal (error in corpore), o sobre la naturaleza y efectos del acto en el que se participa (error in negocio). A este tipo de error se lo designa como error obstativo, y supone una representación incorrecta de todos quienes intervienen en el acto legislativo, lo cual incluye al Congreso y al gobierno que promulga la ley. Se trata de un defecto en la formación de la voluntad de los protagonistas del proceso legislativo, que puede generarse por errores en la expresión de la voluntad, o por inadecuada comprensión del significado de lo que se declara en el proceso de formación e integración de la voluntad legislativa.

En realidad se trata de un error de juicio sobre la materia o alcances de un texto legislativo sobre el que existe un pronunciamiento erróneo en los agentes del proceso. Esto es, los actores adoptan un texto legislativo en el que existe una inadecuación entre lo que se quiso aprobar y lo que consta en el proceso de declaración de la voluntad legislativa. El texto de la ley aprobada no corresponde con lo que se pretendió acordar como ley, porque el texto adolece de discrepancia entre el contenido y lo que se tiene propósito de definir como materia de la ley. Errores de esta naturaleza suponen una condición de ineficacia del acto procesal.

Entre los casos en los que cabe un error subjetivo puede señalarse aquél en el que se vota un texto por otro, entendiendo o suponiendo que el texto votado es aquél que se pretendió votar y promulgar, en vez del correcto. En el Senado de la República se dio un caso de esta naturaleza cuando al leer el texto cuyo contenido se sometía a consulta se leyó un texto erróneo, el mismo que quedó formalmente aprobado sin ser su contenido el que debió aprobarse. La voluntad del Senado estaba en disconformidad con el texto aprobado. Lo que se quiso aprobar era correcto, pero la declaración del texto legislativo discrepaba de la voluntad emitida por el Senado. Fue un problema de error en la declaración corporativa. Y el error del Senado tenía la propiedad de obligarlo según la declaración equívocamente formada. Sin embargo, la ausencia de coincidencia entre lo pretendido y lo declarado hubo de ser corregido de manera que el acto no estuviese afectado con un grave vicio de formación en el acto legislativo relativo a hechos disconformes con el propósito buscado.

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También es un caso de error el vicio que se produce cuando se incluye, altera o sustituye en la autógrafa un texto no aprobado por el Congreso. Este supuesto se dio cuando luego del proceso de aprobación de la Ley Orgánica del Poder Ejecutivo (LOPE), en el proceso de elaboración de la autógrafa se modificó el texto aprobado por otro, el mismo que se remitió al Poder Ejecutivo. Independientemente de las acaso y eventuales responsabilidades derivadas de la suplantación de la voluntad estatal del Congreso, el hecho concreto de la aparición de un texto por otro configura una discrepancia entre lo bien deseado y lo mal declarado, lo cual, naturalmente, determina la evaluación de la situación jurídica del acto legislativo en el escenario específico del vicio producido por el error. Cabría eventualmente examinar la pertinencia de dolo en este caso, pero como se inferirá de la lectura que sigue, y debido a que no existe una tipificación ni diferenciación entre el error y el dolo en materia de actos parlamentarios, hasta tanto no existiera evidencia adecuada la presencia de dolo no podría presumirse. Es un caso pues que da para uno u otro tipo de vicio, pero la insuficiencia de prueba bastante parece más segura su consideración como un supuesto de error antes que de dolo.

Existiendo error originado al interior del órgano parlamentario, el mismo que se produce por un manejo impropio de la voluntad que se traslada incorrectamente en el documento legislativo que se remite al Presidente de la República, lo que corresponde es tener claridad respecto a la naturaleza de la ley que promulga el Jefe del Poder Ejecutivo. Este es un caso en el que el Congreso no conoció el error sino meses después, cuando la ley estaba aprobada, promulgada, vigente, circulada y comunicada, y la Presidenta de la Comisión competente llamó la atención respecto a la discrepancia entre el texto y la decisión consultada en el Pleno. Se trata pues de una ley en cuyo contenido existía un vicio procesal. Pero, ¿fue sólo un caso de error, o existen elementos que permitirían deducir la invalidez o ineficacia de esa ley en razón de otro tipo de vicios de constitución del acto legislativo?.

Obviamente hay por lo menos error. El Presidente y uno de los vicepresidentes del Congreso procedieron a notarizar el texto, dando fe que el contenido de la autógrafa que se remitía al Presidente de la República correspondía con la decisión adoptada y con la voluntad del Pleno. La modificación del texto, según pudo deducirse durante el curso de la investigación iniciada luego de la denuncia producida en el Pleno del Congreso, no fue conocida por el Presidente ni por el vicepresidente del Congreso, quienes firmaron la autógrafa confiando que el texto elaborado era fiel transcripción de la decisión institucional. Tal hecho y certeza lleva a asumir que la alteración de la autógrafa supuso o una incorrecta comprensión de la voluntad de la asamblea durante el proceso de confección de la autógrafa, o un caso de mala fe en el que alguien se irroga facultades ilícitas e inconstitucionales, incurriendo en este último caso en una conducta penal. En una u otra hipótesis hay dos caminos a seguir; primero, la indagación respecto a los posibles ilícitos en que pudiera haberse incurrido, y segundo la valoración y calificación de la condición de la ley vigente.

Es una cuestión básica y fundamental que la ley no puede constituirse ilícitamente. Si hubiera ilicitud y ésta ha sido legalmente probada y definida, tal determinación es base para invocar la nulidad de una ley que adolece de ilicitud en el proceso de su constitución. Hasta tanto el proceso que define

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las responsabilidades penales no concluye, sin embargo, sí existen elementos de juicio que permiten inferir que la ley vigente no corresponde con la declaración del texto que ella debió contener. Lo que no quedó adecuadamente consignado en la autógrafa no obliga al Congreso y, por lo mismo, el Presidente de la República no tiene la capacidad de integrar al sistema jurídico lo que no cumple con un requisito esencial para que la ley tenga valor de tal. Tratándose de una discrepancia de tal gravedad la ley no contiene cláusulas válidas en su texto, las mismas respecto de las cuales cabe impugnar su validez y eficacia jurídica. Cabe ciertamente que la ley hubiera generado efectos de naturaleza fáctica imposibles de detener hasta que se inicia el proceso de impugnación. Notificadas que quedan las partes respecto de la existencia de elementos que neutralizan y cuestionan el valor imperativo de una ley vigente, es natural que se tomen las medidas preventivas indispensables para enmendar el error. Una de esas medidas es, obviamente, la corrección de dicho error mediante la enmienda del texto legal. En tanto el error no se corrija la ley sigue vigente y continúa surtiendo efectos prácticos. El error, en todo caso, se produce sólo al interior de una de las partes en el proceso de producción de la ley y no supone responsabilidad en el gobierno, sino únicamente en el proceso de toma de decisiones y el proceso de formación y expresión de la voluntad corporativa e institucional del Congreso. Por ello se trataría propiamente no de un error obstativo, que tiene por naturaleza generar situaciones de nulidad sino de un error dirimente que además no pudo ser conocible por el gobierno, como tampoco llegó a ser conocido por el propio órgano que constituyó y aprobó la ley, que es el Congreso, hasta que el caso fue denunciado meses después de aprobada y promulgada la ley vigente. El gobierno no tuvo cómo creer que la promulgación a efectuar se produciría sobre un texto erróneo que le remite el Congreso y, menos aún, una ley afectada por un ilícito en el proceso de su transmisión que se realiza en el mecanismo de elaboración de la autógrafa luego de la aprobación de la ley. El error en este caso resultó de una mala gestión del proceso de definición de la declaración legislativa del Congreso, sea que hubiera o no existido dolo, impericia, negligencia o incompetencia al interior del órgano parlamentario.

Ahora bien, hasta aquí el análisis del compromiso que corresponde al Congreso en la formulación de la autógrafa. Sin embargo, existe un aspecto en relación con el cual es necesario realizar un alcance que complica la dimensión del problema. En efecto, el error en el proceso de constitución de la ley orgánica del Poder Ejecutivo fue un error generado al interior del proceso de confección de la autógrafa, pero no puede pasarse por alto que dicho error estuvo relacionado con el objeto designado en el artículo que reconocía la facultad de los titulares de los Ministerios para contar no con una sino con dos oficinas de asesoramiento. Por lo tanto, era un error que afectaba significativa y no indiferentemente los intereses del Poder Ejecutivo, el que durante el proceso legislativo expresó a través de sus voceros, no menos que de miembros de la bancada del partido de gobierno, que prefería que se reconocieran dos instancias de asesoramiento y no sólo una que fue lo que propuso la Comisión dictaminadora y que, además, ratificó de modo expreso el Presidente de la Comisión durante el debate en la asamblea. Cabe entender por eso que el error convenía a los intereses del Poder Ejecutivo, puesto que sus voceros estuvieron al tanto de los efectos que la aprobación en el Pleno suponían en contra de dichos intereses. Es más, durante la investigación ulterior, una vez denunciado el error, se asumió como hipótesis la eventual influencia de agentes del gobierno en el

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Congreso para que la elaboración de la autógrafa contuviera la modificación con la que la autógrafa es remitida al Poder Ejecutivo para su promulgación.

En consecuencia con los alcances que introduce la mención y valoración referidas en el párrafo precedente, los mismos permitirían sospechar que sí podría haber existido la posibilidad de que el Poder Ejecutivo hubiera tenido o contado con elementos de juicio elementales como para deducir que cabía un error en el proceso de confección de la autógrafa. En este nuevo escenario la situación es diferenciable, y ello no obstante los difíciles niveles de probanza o de obtención de evidencia que permitan plantear la posibilidad de la conocibilidad del error por el gobierno, o de anticipar la posibilidad de su ocurrencia. La diferencia entre uno y otro escenarios, en cualquier caso, no elimina la existencia del vicio ni la invalidez del acto legislativo, el mismo que debe ser rectificado de forma que sea corregido el error que determinó la cuestionable inclusión de un texto que no coincidió con la voluntad de la asamblea.

Así como caben los errores materiales sobre el objeto contenidos en el documento legislativo, también son posibles los errores de derecho. Uno de ellos es el que resulta del uso de una regla o fórmula de votación inapropiada para aprobar una norma determinada. El error de derecho es también un vicio y genera consecuencias en la validez y eficacia de los actos legislativos. El proceso mediante el cual un producto legislativo es concluido no admite vicio en su origen, preparación, ni emisión. La vulneración de requisitos esenciales en la formación de la voluntad y decisión legislativa no es una situación condonable en el sistema jurídico, aunque así probablemente lo estime el criterio de los operadores políticos del sistema. Ya quedó indicado el caso de la incorrecta aprobación de la ley de presupuesto del año 2004 en Noviembre del 2003, usando una fórmula de votación inferior a la mayoría legal prescrita en el Reglamento del Congreso. Porque el error fue detectado mientras era posible corregirlo dentro del ámbito de competencia del Congreso la ley no quedó afectada en su validez y pudo continuar el proceso de constitución e integración en el sistema normativo del Perú.

Otro caso de vicio en el proceso legislativo es el dolo. El dolo en materia de actos públicos como lo son los legislativos cabe relacionarlo con dos circunstancias. La primera es la presencia de voluntad orientada a la configuración de error en la declaración, restringiendo de este modo todos los casos de error a aquellos en los que no es visible la presencia de un propósito de inducir a error entre los actores del proceso legislativo. Si el error en uno de los actores se origina en un propósito identificable de uno de los actores o de un tercero ajeno al acto legislativo para ocasionar el error sí cabe invocar el vicio por dolo. Y no porque la voluntad fuera en sí misma de carácter criminal o penalizable, sino porque bastara que ésta equivalga a orientar o modificar la decisión en un sentido distinto a aquél en el que éste debió o quiso declararse.

Adicionalmente, la segunda circunstancia en la que sería invocable el dolo se da si ocurriera que el error en el acto se constituye y aprueba en una situación tal que o habría sido conocido por el actor del propio proceso legislativo beneficiado con la norma aprobada, o habría permitido a éste saber que dicho error existe y no lo enuncia o aclara durante el proceso legislativo. Estas dos últimas hipótesis pueden darse ya sea porque el actor

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beneficiado con la cláusula afectada tiene o no conciencia del error presente en dicha cláusula. Basta que conozca o tenga la posibilidad de conocer del error y coincida durante el proceso legislativo en la validación del acto que lo beneficia directamente o que lo beneficia favoreciendo las tesis o propuestas que promueve para que sean parte del acto legislativo. La omisión en la denuncia de la presencia de error o la incidentalidad que permite inferir que el error fue conocido o conocible por el actor beneficiado es, en este contexto, asimilable a la efectiva voluntad dolosa de favorecer concientemente, o mediante maquinaciones impropias, el error en la formación de la voluntad legislativa en otro actor durante el proceso legislativo.

De haber existido evidencia que el error en el proceso de transcripción de la decisión parlamentaria en la autógrafa fue conocible por miembros del Poder Ejecutivo con participación en la parte del proceso legislativo que se lleva a cabo bajo el ámbito de competencia del Presidente de la República, el caso ya referido del error con la Ley Orgánica del Poder Ejecutivo sería tramitable como un supuesto de dolo. Precisamente por carecer de evidencia bastante o suficiente que permitiera saber que tal conocimiento existió fue que se desarrollo el caso como uno de error en la declaración legislativa del Congreso. No como un caso de dolo. Y ello no obstante que precisamente, como también fue indicado, el texto de la autógrafa era coincidentemente favorable y representaba ventaja a las posiciones que tenía el Poder Ejecutivo en relación con una ley que regulaba su organización y funciones.

Otra situación en la que cabría referir el supuesto de dolo sería el caso en el que como resultado de actos de corrupción pública hubiera existido algún tipo de contraprestación ofrecida o constatada para la expresión del voto parlamentario en un sentido que beneficie a algún sector de la sociedad afectado por la decisión colectiva del Congreso. Se aplicaría de modo similar al caso en el que tal acto de corrupción se realizara ante el Poder Ejecutivo, ya fuera en el proceso de presentación de una iniciativa legislativa que luego se sustenta ante el Congreso, o en el proceso de su promulgación si ésta tuvo éxito en el Congreso.

9.3.3 La cuestión de la nulidad e ineficacia de los actos parlamentarios

Todo vicio puede dar lugar a una acción judicial o constitucional contra la norma impropia o inválidamente aprobada. Quien quiera que tuviera interés procesal legítimo puede en efecto iniciar y plantear una pretensión para que una ley incorrecta o irregularmente integrada en el sistema jurídico sea inaplicada o declarada inválida o inconstitucional por vicios ocurridos en el proceso de formación de la voluntad legislativa. La cuestión a definir será si el petitorio deba deducir la nulidad de la ley, o si en vez deba solicitarse la inaplicación de una norma inconstitucionalmente procesada o, en su caso, la inconstitucionalización e inexequibilidad de la misma norma.

Dicha cuestión entraña una problemática poco sencilla, toda vez que plantear el argumento de la nulidad de una ley por vicio esencial en su proceso de perfeccionamiento legislativo, equivaldría a asumir implícitamente la posibilidad de que exista una categoría tal como la ley

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nula, la misma que no puede ser ni tener la categoría de ley por serle inherente un vicio objetivo o subjetivo que acarree nulidad. Tal asunción contradiría el criterio de que toda ley se presume válida hasta que no pueda probarse lo contrario. Argumentar la nulidad de una ley constituye una colisión frontal con un axioma legislativo básico y fundamental, difícil de conciliar con la postulación de que exista en efecto una ley nula ipso iure, o de pleno derecho. La ley, de tener tal naturaleza, no admite presunción de nulidad en su contra. Sin embargo, como toda obra humana, es preciso presentarla no como un objeto inmutable ni incorruptible sino sujeta a revisión cuando existen elementos de juicio que permitan dudar de la presunción de su validez.

En consecuencia con tal sentido, el mismo importa el reconocimiento de que las leyes son en efecto válidas iuris tantum, y no de pleno derecho, pero a la vez que el correlato necesario de que todo proceso que pretenda la nulidad de una ley importe la eventual declaración de nulidad con efectos ex nunc (no retroactivos, por lo que la declaración afecta a la ley sólo desde que tal declaración queda constatada y es firme), y no ex tunc (retroactivos al momento en que empieza a regir la ley). El valor presunto que tiene la ley es lo que justifica que se preserven los efectos que sólo una ley válida podría generar, puesto que de lo contrario la anulación de los efectos desde el inicio de su vigencia ocasionaría inestabilidad social y malestar generalizado entre quienes, sin contar con el aviso ni conocimiento suficiente, creyeron en la validez de la ley vigente.

Además de los presupuestos señalados en los párrafos precedentes existen otros necesarios de evaluar. Uno de ellos es la cuestión singular para el derecho parlamentario relativa a la posibilidad de incoar alguna medida impugnativa en sede parlamentaria y, por lo tanto, antes de que el proceso legislativo haya concluido. Esta cuestión entraña por lo menos tres dimensiones. La primera, es la de la procedibilidad de interponer un recurso contra un acto producido durante el proceso legislativo, mientras que aún no concluye la formación corporativa e institucional de voluntad legislativa. La segunda, la designación o nomen iuris de tal tipo de recurso. Y la tercera, la naturaleza o condición de los actos legislativos en relación a las reglas de validez o de efectividad de los actos legislativos desarrollados durante el proceso legislativo.

Estas tres dimensiones están vinculadas al tipo de recurso interponible contra un acto parlamentario de naturaleza legislativa, el mismo que en algunas circunstancias tiene carácter preclusivo, y en otras admite su revocabilidad, modificación, o corrección. En el segundo grupo de situaciones es posible plantear la reconsideración del acto impropia o incorrectamente aprobado, siempre que el acto no haya quedado firme por expiración del plazo dentro del cual cabe tal recurso de reconsideración. En el primer grupo nos encontramos ante situaciones en las que la reconsideración ya no es posible por haberse terminado el plazo para tal recurso. En esta situación se encontraría el acto una vez que hubiera sido aprobado y el plazo para la reconsideración haya expirado.

No existiría nomen iuris para el recurso a iniciar cuando el acto legislativo está afectado de vicio y el plazo para reconsiderar ya se agotó. Además de ello en el derecho parlamentario peruano no se prevé la existencia de un recurso semejante al de nulidad. En tal supuesto es necesario se da la

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interrogante si es posible invocar la nulidad de un acto legislativo a pesar que la nulidad como supuesto que lesiona un acto no tiene reconocimiento expreso en la normatividad positiva ni convencional. Esto es, ¿procede invocar nulidad en un acto cuando no se reconoce la posibilidad de que el mismo padezca de vicio ni, por lógica consecuencia, se prestablece el tipo de recurso con el que el vicio pudiera corregirse o eliminarse?

Existe un principio básico en virtud del cual el derecho no admite la existencia de acto de rango o valor jurídico que padezca de un vicio tal que riña con las bases que generan el derecho. Y ello no obstante no existir reconocimiento expreso ni positivo del vicio ni del efecto que su existencia ocasiona en el acto afectado por aquél. Sin embargo, este principio no está exento de cuestionamiento por otro sector que se inclina por la posición adversa, la misma que plantea que es inherente al sistema jurídico la certidumbre, seguridad y predecibilidad que debe generar en la sociedad, por lo que dejar la validez de los actos de rango o valor legal bajo el amparo de la discrecionalidad debiera quedar excluido entre las opciones disponibles para los actores de los procesos legales en general, y del legislativo en singular.

Como se ve una posición opta por la posibilidad de perfilar los contenidos del derecho con fluidez, oralidad y discrecionalidad, la otra postula la importancia de la permanencia y solidez textual del derecho escrito. Ambas posiciones se sustentan en valores y principios elementales y fundamentales para que el derecho opere como instrumento o herramienta de control y salud social. En el caso del derecho parlamentario peruano no existe un cuerpo sistemático de requisitos ni una prescripción de casos de vicios en la formación de los actos legislativos. No está en la naturaleza de este cuerpo normativo la tendencia a su codificación ni a la rigidización de su formación. Por el contrario, una de las características elementales del derecho parlamentario en general, y por lo mismo del derecho parlamentario peruano, es su flexibilidad, su carácter dinámico y, por ello, su particular adaptabilidad al cambio propio de la acción política. Lo que no cambia en el derecho parlamentario son dos cosas, primera, que nada queda sin cambiar ni permanece fijo ni inmutable, y segunda, que la calidad de la acción política debe evaluarse según principios y valores propios de la cultura en la que opera y a la que sirve el derecho. La pretensión de la escritura es fijar la palabra de modo que no se desvanezca, como si se tratara de un objeto monumental que resiste el paso del tiempo. Como el derecho moderno nace bajo el modelo y los supuestos de la imprenta y de la escritura, él mismo se funda en la pretensión de inmortalidad y de solidez de las normas escritas que los textos incorporan. Si bien se trata de un paradigma hegemónico, la capacidad de dominio del modelo escriturario no anula la concurrencia de otras formas válidas de producción de normas con carácter vinculante para la sociedad. Por ello no resulta socialmente útil ni recomendable asumir el patrón y régimen escrito del derecho como si se tratara de una revelación de una verdad sagrada humanamente inoponible.

Por las razones indicadas parece normativamente más sano optar por alternativas que procuren remedios ante situaciones irregulares. No parece una regla adecuada que la ausencia de tipificación de vicios y nulidades baste para omitir el cuestionamiento de actos que adolecen de graves fallas en su producción. Admitir la posibilidad de que existan vicios en la producción de un acto legislativo es ya una actitud más sana, y desde esa

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misma actitud es más beneficioso para el desempeño de la función representativa la exposición y discusión de situaciones normativamente cuestionables en el ejercicio de la potestad legislativa. Es más provechoso para la institución parlamentaria, y para la propia república, contar con más recursos y más espacios que permitan la corrección y el enderezamiento de lo que pudiera padecer de fallas, errores o vicios, antes que el encorsetamiento rígido de la acción política al amparo de la inamovilidad de actos cuyo vicios no tienen reconocimiento en el ordenamiento escrito vigente. Cuanto mayor proximidad y articulación exista con la realidad y con la comunidad mayor es el valor y calidad de la ley. El mantenimiento de la ley en una urna pétrea o en un corsé rígido, inamovible e impenetrable aleja el valor político al que ella debe servir.

10.- Preparación y dirección del proceso legislativo

Si los procesos son instrumentos organizacionales que permiten transformar una demanda de acción en el producto colectivo que resulta de la sucesión y agregación de actos de transformación, tanto la definición del contenido regular o normal del proceso como los usos efectivos que éste tenga dependen de las prioridades de los actores que los definen y usan. Qué es lo procesable y con qué prioridad es cuestión que definen los actores, sea que existan criterios o pautas centrales de atención o que ellos tengan discreción amplia para establecer las prioridades. El primer acto que define las características del diseño y del uso del proceso dependerá del diagnóstico que los actores realicen de la situación en la que funcionan los procesos. Se trata, entonces, de procesos, actores y el diagnóstico de una situación, que interactúan en una relación de interdependencia.

El proceso legislativo es una herramienta con la que se prepara y encarrila el tratamiento de los requerimientos de intervención legislativa ante una situación histórica dada. Son tres las cuestiones relevantes en la preparación de los procesos; el planeamiento de estrategias respecto del contexto histórico en que se produce el funcionamiento de los procesos, los instrumentos de programación en que el plan se articula, y los órganos que planean y preparan el proceso legislativo. En cualquier caso, los dos primeros resultan de la composición, perspectivas y usos que los órganos que toman la decisión institucional adoptan y aprueban.

10.1. Planeamiento legislativo e instrumentos de programación

Las estrategias y planes legislativos del Congreso se formulan según el diagnóstico de la situación que realizan los actores del proceso legislativo, en relación con la atención que debe prestarse a los destinatarios del servicio legislativo que produce y ofrece. ¿A quiénes sirve la institución?, ¿a quiénes identifica como beneficiarios o destinatarios de la labor legislativa?. Si bien en sentido abstracto cabe entender que los representantes legislan en beneficio de sus representados, la acción legislativa supone la concreción de los beneficiarios. Es posible que cada ley tenga destinatarios específicos según el marco y contenidos de la legislación, pero en la fase y nodo preparatorio de esa actividad es preciso conceptuar la labor legislativa

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en términos, no de cada uno de los beneficiarios o destinatarios de cada ley, sino de los agentes para los que se realiza el ejercicio legislativo.

El diagnóstico y el estilo del órgano de planeamiento legislativo

Haciendo abstracción de la finalidad concreta de cada pieza legislativa, y asumiendo la materialidad del mandato representativo que el régimen político y constitucional establece, es posible imaginar la actividad legislativa en una posición primaria y fundacional. La premisa del régimen representativo considera el origen de la función legislativa como una actividad que depende del titular supremo del poder político, que no es precisamente ni el Congreso ni el gobierno, y tampoco lo es el Estado. El titular supremo en una república es la comunidad. Es ella la que elige a sus gobernantes y representantes, y es para ella que éstos ejercitan funciones con el poder que el titular les confía y por los que los responsabilizan. Este sujeto colectivo no se concreta ni personifica en ningún grupo o sector específico de la sociedad. Pretenderlo supondría un acto usurpatorio de la titularidad de la supremacía o soberanía. Quienes ejercitan el poder lo ejercitan representativamente, y el ejercicio representativo no es ilimitado sino que está acotado por las convenciones y normas constitucionales que enmarcan las reglas frente a cuyo cumplimiento se compromete la autoridad.

Si es así que el referente obligado del beneficio de todo acto legislativo por igual es la república, el órgano estatal de la representación y de la legislación por cuenta de la república tiene la opción de definir con qué tipo de estilo ejercitará tanto la representación como la legislación, y con qué actitud se relacionará con el titular de las facultades que la Constitución le reconoce en el régimen representativo en que opera. Según el estilo y actitud subjetiva con que se relacione el legislador respecto del cliente institucional en la república se dará un uso distinto de las políticas legislativas. Los instrumentos de planeamiento legislativo difieren en su peso, valor y alcances según tales estilo o actitud.

Por tanto, la primera cuestión que debe definirse al inicio de todo proceso legislativo, sea quinquenal o anual, es cuál es la posición desde la que se desarrollará la acción legislativa por quienes tienen a su cargo la conducción de la integridad y las distintas fases del proceso legislativo. Esto es, cómo se entenderá el mandato representativo en su dimensión legislativa por quienes tienen el poder y la competencia para priorizar la actividad y el proceso legislativo. Para determinar el papel que debe asumirse y las estrategias a utilizar respecto del proceso legislativo, los conductores de éste necesitan diagnosticar la situación que deben enfrentar. El diagnóstico define la actitud o estilo a partir del cual se realice el planeamiento legislativo, según las oportunidades y riesgos que cada distinta situación o circunstancia impone.

En los extremos de situaciones respecto de las cuales debe planearse el proceso legislativo cabe encontrar casos de bajo riesgo como en los que existe regularidad y satisfacción en el desempeño y productos del proceso legislativo del Congreso, u otros de riesgo mucho más alto en los que existe la necesidad de empezar con premisas o paradigmas novedosos que exigen políticas legislativas radicales como resultado de una ruptura o de un

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proceso de transición política. De modo semejante, cabe también otro eje de situaciones extremas y de riesgo intermedio respecto de las dos anteriores, como las que encuentra el legislador que, dentro de un mismo modelo o paradigma, se enfrenta a una situación de desempeño catastrófico o a escándalos generados por operadores previos del proceso legislativo que han llevado a una crisis generalizada de credibilidad en la capacidad legislativa del Congreso o, en el lado inverso, con riesgo comparativo mayor, situaciones en las que el cambio a prever no tiene la intensidad derivada de una crisis general, sino que tiene el carácter de moderado y exige la adopción de planes y políticas de cambio significativo pero no radical. Los tipos de riesgo pueden ser esquematizados según el cuadro siguiente.

DIAGNÓSTICO DE RIESGO PARA EL MODELO DE PLANEAMIENTO LEGISLATIVO

TIPO DE RIESGO SITUACIÓN1. Alto(mayor presión/mayor visibilidad)

Cambio de paradigma o modelo políticoRuptura política, o transición luego de la rupturaNecesidad de crear alternativas integrales con una visión de futuro acorde a los retos que el cambio generaExigencia de alta eficiencia y efectividad en el uso del tiempo

2. Medio alto Crisis dentro de un mismo modelo políticoMuy baja credibilidad y desempeño muy bajoNecesidad de reacción inmediata para superar la crisisEl tiempo es factor crítico de éxito

3. Medio bajo Necesidad de ajustes en el mismo modeloNecesidad de alineamiento según premisas que resultan de cambio de gobierno o período constitucional

4. Menor (menor presión/menor intensidad en la demanda pública)

Mantenimiento de un modelo eficiente y funcional Necesidad de asegurar y mejorar la sostenibilidad y cobertura del modeloAlta incidencia de la adaptación a la rutina y a la ausencia de cambios afectan el rendimiento y la obtención de resultados

Por ejemplo, si los agentes de la conducción del proceso legislativo asumen la posición de quien debe salvar la institución de una crisis, el tipo de planeamiento que realice se orientará a salir de la crisis que se ha diagnosticado y definido, con una serie de acciones orientadas a eliminar las causas de la crisis. En este sentido el plan legislativo supondrá la priorización del paquete normativo que permita neutralizar, controlar y revertir la crisis generada en el plano de la actividad legislativa, con la aceleración de propuestas, debates y votos que conduzcan a la aprobación de esas normas que equivalgan a la salida de la crisis. Lo que pretende quien asume la responsabilidad de reestructurar la actividad legislativa es eliminar los obstáculos que sumen en crisis la función legislativa del Congreso. Una vez logrado ese propósito, la propia situación crítica será la que defina los objetivos, visión y misión que se imponga el titular de la función legislativa, de manera tal que progresiva y gradualmente se consiga normalizar la organización del proceso legislativo en el Congreso.

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Generalmente este tipo de estilo o actitud es con el que suele iniciarse los períodos constitucionales por las mayorías parlamentarias, porque deben hacer visible con su acción el cambio ante la crisis que justifica la asunción del poder en el nuevo período.

Por el contrario, si ocurriera que el objetivo de los conductores del proceso legislativo consistiera en sostener o mantener la regularidad del proceso legislativo, el estilo de planeamiento y desempeño orientará la actividad institucional de forma tal que su misión se alcance en toda la estructura de la organización. La principal previsión que requerirá adoptarse, sin embargo, es la inercia y la falta de motivación para asumir nuevos retos y emprender acciones que permitan optimizar los logros a través del cambio, en forma tal que los equipos y quienes los integran no dejen de sentirse reconocidos por su rendimiento si las propuestas de mejoramiento les exigen alternativas de adaptación fuera de su ritmo o estilo de desempeño.

Según el diagnóstico de la situación y los riesgos a enfrentar, distinto será el papel e intensidad de uso que asumirán en las estrategias del Congreso la visión, la misión, los objetivos y las acciones a tomar. Si el escenario es uno de cambio de paradigma político por ruptura o por transición, el papel más importante le corresponderá a la visión que se tenga del Congreso, puesto que el factor crítico de éxito está asociado con una posición emprendedora que renueva los esquemas y exige la reformulación radical de prioridades, no menos que la consolidación de equipos que diseñen y ejecuten los cambios en el proceso legislativo que fueran necesarios. Si la situación impone la conjura de una crisis en la que los actores del proceso están involucrados, la mayor trascendencia en el planeamiento le tocará a la pura acción, puesto que lo central es conjurar una situación no prevista rodeada de alta visibilidad y concernimiento público, lo que a su vez exige la adopción de medidas rápidas y urgentes, luego de lo cual habrá de definir los próximos objetivos legislativos a alcanzar. Si la situación se da a nivel intermedio entre el cambio de paradigma político y la acción pura para neutralizar una situación de emergencia, y requiere o el mantenimiento del funcionamiento efectivo del proceso a cargo de la organización parlamentaria, o la innovación y realineamiento de la dinámica legislativa dentro del mismo modelo político, la prioridad en el planeamiento le corresponderá, respectivamente, a la misión y a los objetivos. La misión ocupa un papel fundamental cuando el propósito es sostener una organización cuyos procesos legislativos tienen nivel aceptable de funcionamiento; a su turno, los objetivos son el primer asunto a definir si los actores se enfrentan a una situación de cambio no drástico que permita innovar lo que no funciona adecuadamente y no asegura los resultados que el modelo está diseñado para producir y cumplir. Tales opciones y supuestos pueden formularse según el cuadro que se consigna a continuación.

DINÁMICAS DE PLANEAMIENTO SEGÚN EL DIAGNÓSTICO DE RIESGOS

MAYOR RIESGO

Inicio de paradigma

(VISIÓN)

Crisis / escándalo en el modelo

(ACCIÓN)

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MENOR RIESGO

Realineamiento en el mismo modelo

(OBJETIVOS)

Mantenimiento del régimen

(MISIÓN)

Los supuestos elementales enmarcan el planeamiento legislativo y dan forma y contenido a las estrategias para la orientación de los procesos durante un período legislativo. De igual modo tales supuestos generan también el mayor o menor uso de los instrumentos de programación, y la intensidad y contenido en cada uno de ellos. ¿Cuáles son los instrumentos de programación? En términos generales, y según el desenvolvimiento de la política nacional reciente, el principal instrumento es la Agenda Legislativa Priorizada, también conocida como Agenda Legislativa Anual, que es el instrumento que fija políticas priorizadas con criterio de mediano y largo plazo, así como la Agenda de Sesiones, que es el instrumento en que se consigna la relación de iniciativas sobre los que debe debatir el Pleno en cada día de sesión.

La Agenda Legislativa Priorizada, a su vez, se conforma con diversos elementos que orientan las estrategias y políticas legislativas. Tales elementos pueden ser, por ejemplo, el Acuerdo Nacional, los Objetivos del Milenio, el Plan General de Gobierno, los Mensajes Presidenciales, las propuestas o planes de trabajo de las Comisiones, y las prioridades legislativas de los Grupos Parlamentarios. ¿En qué consiste, cuál es su finalidad y qué ventajas representa la Agenda Legislativa Priorizada? La razón de ser del uso de la Agenda Legislativa es proveer de un marco de acción en la organización parlamentaria. El contenido de la Agenda Legislativa consiste en la relación de productos y resultados que se espera tener en un período de tiempo, generalmente anual pero a menudo con capacidad de duración superior. La Agenda Legislativa es el medio o herramienta que permite el ordenamiento de los procesos legislativos, de forma que todos los actores que intervienen en ellos prioricen su acción y apliquen sus recursos para alcanzar los objetivos y resultados incluidos en su texto. Cabe afirmar por ello que la Agenda Legislativa es una herramienta estratégicamente decisiva para que el Congreso alcance resultados importantes en su condición de agencia estatal responsable de la representación de la república.

La principal ventaja del uso de la Agenda Legislativa, como puede advertirse, es la pauta que introduce para que el proceso legislativo del Congreso se oriente al logro y también a la constatación de resultados estimados por quienes intervienen en la confección y acuerdan el contenido de la Agenda Legislativa. Tiene la propiedad pues de asegurar la obtención y logro de resultados, y por ello mismo es un medio que permite evaluar de manera transparente la gestión de la representación política en el Estado. Como tal, por lo tanto, es una forma de identificar la posición del Congreso ante la comunidad y de evaluar sus logros a través de los resultados legislativos que se propone acometer. La Agenda Legislativa es el mensaje que permite presentar al Congreso por los objetivos que se fija, no menos que su capacidad para cumplir y alcanzar los resultados que definió como deseables de alcanzar. La definición de la Agenda Legislativa, en

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consecuencia, es parte del proceso estratégico del Congreso; es la principal herramienta estratégica que ordena el proceso legislativo del Congreso, y también es un proceso en sí mismo de definición de conceptos, objetivos y resultados estratégicamente relevantes y valiosos para la representación nacional que, por lo mismo, lo son también para la comunidad.

El planeamiento y organización del Congreso empieza con la estrategia para corregir la situación diagnosticada mediante los objetivos que orientarán la acción, a partir de la visión que se tiene de lo que se espera que sea y haga el Congreso durante un período constitucional. El primer y prioritario objetivo en el planeamiento y organización que permite articular los resultados es la Agenda Legislativa, en la que aparecen los temas centrales a que se aboque el Congreso durante el período constitucional en general, y cada período anual en particular. Si se opta por usarla durante un período constitucional la colectividad contará con una tabla de medición de logros y resultados, a través de la cual le será posible percibir la congruencia y eficiencia de la acción legislativa de los representantes. Su ausencia, por el contrario, puede indicar la ausencia de visión del papel del Congreso y del Estado en políticas de mediano y largo plazo. Lo que equivale a asumir una perspectiva coyuntural, inmediatista o cortoplacista, inspirada en urgencias y prioridades desarticuladas, en la que se silencia la posición de esta importante institución estatal como órgano de articulación de la acción estatal.

A efecto de visualizar con mayor claridad la dinámica y efectos del uso de la Agenda Legislativa como herramienta de organización de la acción legislativa del Congreso, cabe graficar dos situaciones en las que se indica la polaridad y causalidad relativa a su uso. Una primera, en la que existe una actitud prospectiva con perspectiva a largo plazo, pensada en los beneficios efectivos de carácter colectivo de la ley, cuyo objeto sea proponer, aprobar y evaluar la calidad de leyes cualitativamente eficaces para solucionar problemas reales, según instrumentos de planeamiento, diseño y evaluación sustentados y cuantificables. Los logros derivados de la adopción de esta posición son consecuencia de la preeminencia de valores acordes con la naturaleza representativa de la autoridad que legisla.

planeamiento legislación optimización legislativo más efectiva social y política + + +

actitud prospectiva del Congreso

En una situación contraria, una lógica parcialmente optimizadora de las ventajas que el planeamiento cause en los actores del proceso de toma de decisión, ocasiona resultados coherentes con una actitud coyuntural que se agota en logros inmediatos y a corto plazo, sin visión institucional ni orientada al titular último del poder que es la comunidad. Lógicamente, producto de tal sistema resultará un ordenamiento normativo congruente de corte populista, toda vez que las premisas de su definición suponen

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también una clientela que fortalece las posiciones particulares a partir de un concepto mercantilista de la función representativa.

acción legislativa legislación actitud coyuntural sin priorización populista del Congreso + + +

optimización del rédito de actores en corto plazo

Los gráficos anteriores permiten advertir las causalidades positivas propias de ambos tipos de actitud respecto del planeamiento legislativo. En un Congreso en el que los actores se conciernen más por el rédito de sus actores (individuales o colectivos) los efectos que se deducirán en el sistema legislativo carecerán de los valores colectivos que es posible anticipar cuando la actitud antepone la visión prospectiva del Congreso en relación con los logros que se espera alcanzar en beneficio, no de los actores del proceso legislativo, sino de la comunidad a la que los actores representan. Son dos esquemas en principio antitéticos basados en premisas incongruentes y contrapuestas.

El estilo de planeamiento y las características de la Agenda Legislativa

Si bien es cierto todo actor racionaliza su acción en función de incentivos que lo benefician, no es menos cierto que dentro de la teoría de la elección racional la pura maximización de tales beneficios trae como consecuencia la minimización del cálculo de los beneficios individuales negativos que genera una lógica basada únicamente en la ventaja individual. Por el contrario, la previsión de los efectos colectivos o de otros agentes individuales en un esquema de pura competencia permite a los actores individuales sincronizar la maximización de sus ventajas tomando en debida consideración que el esquema de pura competencia puede definir un escenario contrario a la ventaja individual que le cabe alcanzar.

En este último supuesto es que es decisiva la previsión de entornos o escenarios en los que no sólo los actores inmediatos del proceso de decisión legislativa figuren como beneficiarios de la acción legislativa, sino que se prevea el proceso de retroalimentación que tal tipo de dinámica determina en su contra cuando el destinatario último de los procesos legislativos advierte los costos del voto mediante el que su mandatario termina actuando de espaldas a la confianza por la que debía responsabilizarse de honrar ante los electores. El planeamiento legislativo diseñado a partir del supuesto de la titularidad de la potestad legislativa que le corresponde a la comunidad, y no a los actores circunstanciales en la función representativa, es una metodología colectivamente más efectiva para las partes en juego en el ejercicio de la representación política. Si los representantes actúan como si no existiera vínculo moral y político con sus mandatarios y,

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usurpando el mandato y la naturaleza de su vínculo con la colectividad, lo desempeñan como si no tuvieran que rendir cuenta de él la acción legislativa se pervierte y el sistema representativo se desnaturaliza. La acción política que pierde de vista que la gestión legislativa es una gestión, no para los partidos ni para los representantes, no es acción política sino pura acción individual con consecuencias políticas negativas para el titular de aquélla que es la comunidad.

En el cuadro siguiente se muestran algunas de las características propias de la Agenda Legislativa, en tanto instrumento de planeamiento y articulación programática del proceso legislativo. Pasar por alto la funcionalidad de la Agenda Legislativa, o la minimización de su trascendencia y utilidad, llevan al descuido y a su inutilización o al insuficiente uso de sus características. La valoración del papel que cumple como medio de organización del trabajo parlamentario en general, y de los procesos legislativos en particular, mejora el impacto que tiene la gestión de los representantes en el Congreso. De ahí la importancia de comprender los alcances que está potenciada a ofrecer como instrumento de programación y gestión legislativa. Cada característica no usada es una pérdida de valor público en nuestro sistema político. No es sólo una cuestión que debiera entenderse como cuestión de preferencias o estilos de manejo de quienes ocupan una posición representativa. Los valores públicos que debe cumplir el Congreso vinculan incluso a los representantes, y si ellos los pasan por alto su misión y tareas representativas devienen en inefectivas, y el mandato no se cumple ni se honra la confianza de la colectividad que lo entregó de buena fe.

CARACTERÍSTICAS INSTRUMENTALES DE LA AGENDA LEGISLATIVA

La presentación de las características en el cuadro precedente es un modo de evaluar el rendimiento del Congreso. De cada una de ellas puede

Características de la Agenda Legislativa

Visión prospectiva del

país

Dirección por objetivos

Gestión y evaluación por

resultados

Uso eficiente de recursos para alcanzar objetivos

institucionales según calendario legislativo

Seguimiento y control eficaz y mensurable de

metas y tareas acordadas

Acción legislativa transparente

Gestión inclusiva del proceso legislativo

Políticas legislativas fijadas por consenso entre los

órganos y grupos parlamentarios

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desprenderse métodos de verificación de la calidad de los productos legislativos, en los que se anoten los indicadores de calidad, eficacia, eficiencia y economía en la gestión. Esta no es sólo una cuestión de técnicos; lo es, antes, de los funcionarios de nivel más alto que el de la dirección del servicio parlamentario. Esto es, de los propios representantes que deben establecer el cuerpo de prioridades legislativas capaz de empujar la acción parlamentaria por acuerdo de los órganos que consensúan tales prioridades.

Los procesos vinculados a la Agenda Legislativa

Más allá de la claridad metodológica desde la que se participe en los procesos de decisión colectiva en materia del proceso legislativo, es desde una u otra posiciones y actitudes con las que empieza la gestión legislativa, y de las convicciones y calidad representativa de los actores depende el éxito que la república espera de los mandatarios a los que encarga que procedan por su cuenta e interés (no en el de ellos mismos como fin último del acto representativo). Si la meta principal de los actores es ganar espacio para sí mismos, prescindiendo del impacto que su tarea legislativa causa en beneficio de la comunidad, e incidiendo por consiguiente con mayor vigor en el aumento del poder del agente antes que en el del titular de la potestad legislativa es razonable esperar que la propia comunidad quede menos atendida y más insatisfecha con el mandato que genera con su voto. El desconocimiento o menosprecio por el rol de la actitud prospectiva del Congreso en relación con la comunidad a la que representa equivale, en suma, al escaso o nulo uso de la programación o planeamiento aprovechando la Agenda Legislativa. Y, como ya se anotó, las insuficiencias del uso metodológico de la Agenda Legislativa redundan, primero, en la calidad de la gestión legislativa de los representantes, y segundo, en la responsabilidad de quienes los apoyan en el proceso legislativo.

Para el uso efectivo de la Agenda Legislativa es importante no perder de vista que ella no consiste únicamente en su elaboración. Más importante que la elaboración es la aplicación de ella a cargo tanto de quienes conducen los procesos legislativos como de quienes deben cumplir con el plan, pero igualmente importante es el proceso de aprendizaje que se deriva de la evaluación que se hace del proceso de ejecución, así como el seguimiento y control que es necesario realizar para medir la efectividad de las estrategias legislativas del plan preparado en el Congreso. Tales procesos se grafican en el cuadro que sigue a continuación.

DINÁMICA DE PROCESOS PARA LA AGENDA LEGISLATIVA

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Todos los procesos articulan, conectan, comprometen y vinculan la acción legislativa de acuerdo a los temas incluidos y priorizados. De lo contrario la elaboración carecería de carácter obligatorio para todos los órganos y agentes que participan en el proceso legislativo. Por eso la Agenda Legislativa tiene la naturaleza de un instrumento no sólo de programación sino de gestión estratégica, porque exige la adecuación de conductas y la asignación de prioridades y recursos acordes con la decisión corporativa que resulta del acuerdo entre los decisores con capacidad directiva o conductora. Si éstos son efectivamente los conductores de la acción legislativa institucional tanto la ejecución, como la evaluación, el seguimiento y el control se cumplen de acuerdo a la matriz de diseño y aprobación legislativa priorizada.

Los usos ajenos, las desviaciones de conducta institucional y el desalineamiento en la asignación de recursos necesarios importan la responsabilidad por las inefectividades acumuladas orgánica y procesalmente. Para conocer la dimensión de los logros que resultan de la aprobación de la Agenda Legislativa o, contrariamente, las inefectividades consiguientes, el método indispensable es la identificación y adopción de indicadores de eficacia y calidad armónicos con las actividades que deben emprenderse en los procesos ejecutivo y de evaluación, seguimiento y control.

En armonía con el sistema de elaboración del plan legislativo, en consecuencia, cada día de sesión en el Pleno y en las Comisiones, cada día de labores del personal en los Despachos congresales, y cada día de trabajo del servicio parlamentario en todos los órganos del servicio parlamentario concretan una agenda y cronograma de trabajo orientado al logro de los objetivos y productos incluidos en la Agenda Legislativa. La evaluación, el seguimiento y el control de la efectividad institucional se podrá medir en términos del uso eficiente del tiempo, y de la diversidad de recursos cognitivos y materiales para que los productos legislativos encuentren la calidad proyectada desde la elaboración estratégica de la Agenda Legislativa.

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El contenido de la Agenda Legislativa

¿Con qué criterios puede definirse el contenido de la Agenda Legislativa del Congreso? Son varias las preguntas que es necesario tener presentes para definir su contenido. Entre ellas, por ejemplo, qué es lo que se quiere alcanzar, lograr o conseguir con la acción legislativa; cómo puedo aprovechar mejor la composición de la representación parlamentaria para atender exitosamente los requerimientos de intervención legislativa por los que el Congreso es responsable; y cuáles son las áreas de la colectividad que mayor atención requieren para las que la intervención legislativa es una alternativa válida, efectiva o necesaria. Estos criterios permiten la concreción de las estrategias para alcanzar los resultados institucionales que se asume agregarán valor público efectivo al proceso legislativo que el Congreso realiza por cuenta de la república.

Con los criterios señalados se estructura la Agenda Legislativa según los objetivos estratégicos identificados, las políticas legislativas que de ellos se desprenden y que permiten clasificar como prioritarios los proyectos que se articulan con ellas, y los proyectos propiamente dichos cuya aprobación encuadra con los objetivos y las políticas colectivamente reconocidas y aprobadas. Son niveles de agregación estratégica que ordena las prioridades y opera como instrumento de selección de materias de investigación, estudio y debate, así como de aplicación de recursos. Tal estructura se presenta en el esquema siguiente.

ESTRUCTURA DEL CONTENIDO DE LA AGENDA LEGISLATIVA

OBJETIVOS ESTRATÉGICOS

POLÍTICAS LEGISLATIVAS PROYECTOS PRIORIZADOS

Propósitos y finalidades que se espera alcanzar, y que orientan la acción parlamentaria en los procesos legislativos

Temas centrales fijados según documentos nacionales de fijación de políticas (articulan los propósitos con los proyectos)

Propuestas normativas en que se concretan los temas de política legislativa aprobados según los objetivos estratégicos. Contienen los instrumentos para hacer operativos los objetivos que concretan las políticas legislativas.

Se definen en las reuniones de trabajo sobre la Agenda Legislativa en que participan los órganos titulares de planeamiento: la Junta de Portavoces, los Presidentes de Comisiones, la Presidencia del Consejo de Ministros

Los documentos que los contienen son el Acuerdo Nacional, el Plan de Gobierno, los Objetivos del Milenio, los Discursos Presidenciales, las prioridades acordadas por los Grupos Parlamentarios, y las propuestas de las Comisiones Ordinarias

Son los proyectos específicos reconocidos e identificados que integran las prioridades de política legislativa aprobadas

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El proceso de identificación de contenidos no se realiza a través de la suma o agregación indiferenciada o indiscriminada de preferencias entre los miembros del equipo conductor o directivo a cargo de su elaboración. Ese proceso exige la representación del mapa estratégico orgánico en el que los proyectos priorizados no resultan de la elección inorgánica o aleatoria de proyectos a aprobar dentro de una unidad temporal de tiempo. El supuesto central es que se parta de la visión de un Congreso fiel al tipo de contrato que debe suscribir con una comunidad para la que la confianza en él es un valor deteriorado que debe recuperarse. La puesta en valor del Congreso y la revaloración de su utilidad pública empieza por la fidelidad que le debe a la comunidad que lo elige para que la represente, y para que haga o apruebe las leyes que mejor y más efectivamente sirvan a todos. De la capacidad que pueda tenerse de ver el todo institucional, antes que la mera e intrascendente agregación de iniciativas ordena deductivamente tales iniciativas de acuerdo a una estructura y clasificación de acuerdo a la visión y a los objetivos que el plan legislativo debe alcanzar.

Efectos potenciales que causa la Agenda Legislativa

Según se ha planteado la Agenda Legislativa es una herramienta que genera beneficios en la sinergia de la acción colectiva del Congreso. En su condición de instrumento de gestión de la actividad legislativa tiene capacidad de mejorar la calidad de la vida política. Una forma concisa de presentar de modo esquemático los efectos que puede generar la organización del trabajo legislativo es a través del cuadro que se presenta en seguida.

EFECTOS POTENCIALES QUE CAUSA LA AGENDA LEGISLATIVA

Principios de acción política

1. Optimización en la gobernabilidad y dirección política del país mediante la fijación de objetivos legislativos estratégicamente identificados, priorizados, legislados y controlados2. Mejoramiento de la cultura de rendición de cuentas (accountability) a la ciudadanía, según la congruencia y desempeño con la línea de acción legislativa establecida y difundida3. Transparencia legislativa en la gestión representativa4. Fortalecimiento de la institución parlamentaria a través de la credibilidad y confianza en la organización de su trabajo legislativo (percepción más positiva)5. Mejoramiento de la integración, e identidad institucional a través de la participación en una cultura activa y crítica en los procesos de elaboración, ejecución y control de la Agenda Legislativa

Pragmáticos 1. Diseño, ejecución y control responsable y cuantificable de la gestión legislativa 2. Mejor organización en la preparación del debate en el Pleno3. Coherencia y conexidad en la gestión sinérgica de las discusiones y dictámenes de las Comisiones Ordinarias4. Asignación racional y fundada de recursos materiales y humanos en el circuito de gestión legislativa5. Organización y articulación del espacio público de discusión de temas de política legislativa entre el Estado y la colectividad

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A la luz de los efectos que puede alcanzarse con la herramienta que es la Agenda Legislativa, es posible advertir que su carácter instrumental es en realidad de una potencia impresionante cuando se comprenden sus beneficios en el marco del modelo de organización que definen su concepto. El valor que está potenciada para alcanzar permite comprender que en realidad es parte de una mentalidad y una cultura de trabajo en el servicio público. Es debido al mayúsculo impacto que ocasiona en todo el régimen político que representa una exigencia entender su valor no como una herramienta que puede o no usarse según las ocasionales preferencias o estilos de los conductores de los procesos legislativos, sino como una manera de vivir la representación de la república. Sin el modelo estratégico de planeamiento del trabajo legislativo es el país el que queda desatendido, porque toda faena o jornada diaria de los representantes queda sin entregar a la comunidad bienes de valor superior al que deben estar comprometidos de aportar desde el inicio de su mandato legislativo.

En resumen, en la Agenda Legislativa quedará graficado el tipo de riesgo inherente al diagnóstico de la situación en la que debe desarrollar el Congreso su actividad legislativa, y la posición que eligen los actores para solucionar y atender los requerimientos presentes en dicho diagnóstico. Desde ambas premisas se define la estrategia de abordaje del diagnóstico definiendo en primer lugar si el modelo estratégico priorizará la visión, los objetivos, la acción o la misión. El uso prioritario de uno de estos factores define las políticas y éstas articularán las iniciativas prioritarias con las que se ejecutará la estrategia legislativa aprobada, según cuyo modelo corresponde aplicar el proceso de evaluación, seguimiento y control. Esta metodología es parte de un sistema de organización que refleja el modelo mental que funciona en las perspectivas de los actores del proceso legislativo sobre las relaciones de causalidad en la problemática sobre la que existe la demanda o exigencia de acción legislativa del Congreso. Pero lo más significativo es que el sólo hecho de contar con Agenda Legislativa es un paso decisivo que denota visión y efectiva capacidad de liderazgo en la conducción de la institución parlamentaria. La carencia u omisión en el uso efectivo de este instrumento de planeamiento y organización impide el logro de los resultados y efectos potenciales que permite conseguir.

La Agenda de sesiones

Si los anteriores alcances en esta reflexión se refieren de modo central a la Agenda Legislativa, queda por examinar la naturaleza, estructura y efectos de la Agenda de sesiones.

A diferencia de la Agenda Legislativa, cuyo ámbito temporal comprende por lo menos un año legislativo, con posibilidad a su mantenimiento actualizado durante más de un período si este período es insuficiente para alcanzar los objetivos legislativos establecidos por los órganos directivos de la representación parlamentaria, la Agenda de sesiones es una herramienta típicamente operativa con la que se atiende tareas de ámbito temporal limitado y específico. Ello no significa que se trate de una herramienta con valor independiente al que tiene la Agenda Legislativa. La Agenda de sesiones no tiene valor propio si existe una Agenda Legislativa. Tiene el valor de agregar logros concretos y menores que sumados permiten cumplir

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los objetivos legislativos desde los que se estructura la relación priorizada de iniciativas que son parte del contenido de la Agenda Legislativa.

Si la Agenda Legislativa condensa una temática de intereses anuales de la representación, es a través de la Agenda de sesiones que los valores, objetivos y metas de la Agenda Legislativa irán procesándose y articulando tales valores, objetivos y metas en las tareas fijadas durante todo el período legislativo. La Agenda de sesiones instrumentaliza y hace operativa la Agenda Legislativa.

La Agenda de sesiones tiene la condición de filtro entre lo que debe y puede conocer el órgano parlamentario y lo que no puede o no se ha decidido conocer en una sesión determinada. Porque fijar el contenido de la Agenda es una potestad capital en el titular de la misma, cuando existe una Agenda Legislativa es dicho titular quien tiene la responsabilidad de dirigir el quehacer parlamentario de manera que no sólo el Pleno sino por igual todos los órganos parlamentarios y los miembros que los integran sintonicen sus respectivas agendas o programas de trabajo para que se materialicen y hagan efectivas las propuestas legislativas priorizadas. Sin Agenda Legislativa la acción parlamentaria queda sometida al azar y la coyuntura, y quien tiene facultad de dirigir el proceso legislativo carece de un medio transparente de ordenamiento de la gestión colectiva.

Como la dirección del proceso legislativo la tiene sólo a quien le corresponden facultades directivas y selectivas es natural que sea al titular del órgano parlamentario a quien le sea primariamente exigible la responsabilidad no sólo de proponer y preparar las Agendas de sesión en el trabajo diario, sino de liderar el planeamiento legislativo durante el año de la gestión que le corresponde en primer lugar, y de realizar las coordinaciones necesarias para que todas las Comisiones sintonicen sus respectivas agendas y programas de trabajo según un cronograma de implementación y ejecución de la Agenda Legislativa acordada.

Sin Agenda Legislativa anual el dato más sobresaliente es que quien tiene que dirigir el proceso legislativo omite una responsabilidad trascendental. Tan trascendental como puede serlo la conducción del órgano del Estado encargado de la definición de la ley en el país. Supone un acto de descuido el omitir el cumplimiento de una tarea funcionalmente prevista en el Reglamento del Congreso. Es en el Reglamento del Congreso donde se registra el mandato de ordenar el ejercicio de la función legislativa no según la coyuntura ni la discrecionalidad de los voceros o protagonistas del proceso legislativo, sino según un instrumento de gestión o dirección estratégica de las políticas públicas legislativas. La dimensión de una norma de esa magnitud no es diminuta ni prescindible. Todo lo contrario. Reviste una gravedad singular de cuyo cumplimiento depende la efectividad y resultados demandables al Congreso.

Instrumentalización de la Agenda Legislativa

Si los supuestos teóricos de programación del trabajo parlamentario son consecuencia de un concepto y un modelo de acción e intervención política que antepone la visión prospectiva desde la que opera e interviene la representación en la sociedad, dichos supuestos, concepto y modelo se

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concretan en el diseño de un sistema de organización institucional. La institución parlamentaria responde a la estrategia formulada en la Agenda Legislativa responsabilizándose por logros que son parte de la visión y de las políticas fijadas por los niveles directivos de la organización parlamentaria.

Lo central en el flujo de implementación de la Agenda Legislativa es el nexo entre las estrategias institucionales que permiten alcanzar las metas políticas que recogen y que se derivan de la Constitución, y los órganos que se responsabilizarán de ejecutar dichas estrategias. En el mismo cuadro puede verse que la estrategia institucional está principalmente dirigida a dos órganos políticos y a dos órganos del servicio parlamentarios. En el plano político los congresistas deben priorizar los proyectos asociados a la Agenda Legislativa, y por lo tanto el Pleno y las Comisiones deben actuar alineadamente según los objetivos estratégicos fijados. De dicha priorización se deduce que tanto el personal de confianza como el personal del servicio parlamentario que asiste al Pleno y a las Comisiones deben preparar los instrumentos y documentos indispensables para el estudio, discusión y decisiones correspondientes, según los diversos niveles de competencias de cada órgano parlamentario.

El cuadro que sigue permite visualizar la lógica del flujo de la estrategia que empieza con la elaboración de la Agenda Legislativa, y los hitos organizacionales, procesales y logísticos asociados a su ejecución y cumplimiento.

Metas constitucionales

Agenda LegislativaEstrategia

organizacional Pleno

Comisiones

Indicadores de desempeño,

resultados e impacto

Objetivos constitucionales

Objetivos estratégicos

Tareas y actividades del servicio parlamentario

Políticas

ProcesosProcesos institucionales

estratégicos

Estrategia informática

Personal Tecnología

Arquitectura del sistema

Los órganos del servicio parlamentario que mayor valor pueden aportar en la cadena de producción del proceso estratégico de la institución son el Centro de Investigación y Análisis Temático, y el Centro de Documentación y Biblioteca, porque suministrarán información, análisis e investigación necesarios para optimizar la evaluación que realizan tanto las Comisiones como el Pleno del Congreso. En cada uno de estos dos órganos existen

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recursos materiales y personal cuya tarea constituye en entregar información en distintos niveles de profundidad. Puede ser información documental, o información especializada en la que se provee el de análisis de la documentación disponible. El papel de ambos órganos es facilitar el proceso de toma de decisión institucional, y su participación es decisiva en la lógica de la inclusión del proceso político en la sociedad de la información.

La dinámica del Pleno y de las Comisiones, apoyada por los Centros de acopio de información y análisis, es objeto de medición según indicadores de resultados cuya identificación depende de los objetivos institucionales a alcanzar. El reconocimiento e identificación de los dichos indicadores permite medir la efectividad del Congreso para alcanzar sus objetivos estratégicos. Los indicadores sirven de pauta y correctivo para ajustar el rendimiento institucional de acuerdo a las estrategias institucionales.

Con el objeto de sincronizar la participación de la diversidad de actores, tanto políticos como burocráticos, los procesos de operación, ejecución, seguimiento y control deben ser identificados, ajustados y documentados, de forma que así queden claros y uniformizados los estándares con los que se dará por cumplidas las metas estratégicas. Toda la organización debe alinearse y sintonizar con el cumplimiento de las metas estratégicas, y la atención de los requerimientos debe quedar supeditada a la naturaleza estratégica de la acción. El sistema es orientado y dirigido por una misma visión y objetivos. Los recursos materiales e informáticos, por lo tanto, se conducen y dirigen según la importancia y valor institucional que representa. De la conciencia que se tenga respecto a la atención de todo requerimiento asociado a las metas estratégicas dependerá el éxito de la institución en alcanzar las metas que se fijan como prioritarias para el país. Si la representación las alcanza ésa también será la medida de su valoración y reconocimiento. Y si no las alcanza la distancia entre lo que alcanzó y lo que quedó sin alcanzar también es la medida de valor de la calidad de la representación, y del servicio que la atiende.