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CAPITULO VIII El salto de Tequendama.—San Antonio.—Derrumbamiento de un puente roígante.—Arañas migólas.—^Choachí. —Cáqueza. — Fusagasugá—El puente do Pandi-—Zipaquirá y sus minas de sal—El falso arzobispo.—Pacho y sus minas de hierro.—Feste- jos con motivo de la muerte de un niño—La Meca.—Las Juntas de Apulo.—Tocaima.—Muzo y sus minas de esmeraldas.— El santuario de Chiquinquirá Desde Bogotá al salto de Tequendama hay unas cinco le- guas y media de camino de las cuales cuatro o cuatro y m-3- dla se andan por la Sabana. Cuando el río Funza empieza a correr por un cauce de peii- diente acentuada al pie mismo de las montañas que habrá de atravesar, sus aguas antes tranquilas, corren raudas, rugen y fonnan espuma al estrellarse contra las peñas de que está salpicado el lecho; luego, al llegar a la cima se precipitan en dos saltos a una profundidad de cerca de 230 metros (1) con un ruido semejante al del trueno; en el primer salto forman una inmensa cortina de agua semi redonda, pero al llegar a unos 25 o 30 metros más abajo caen en un banco de piedras en saliente, rebotan foi-mando un oleaje espumeante y las olas que entrechocan, se lanzan con la rapidez de una flecha en el abismo, unas veces en forma de Innumerables haces. (1) Así esta caisrala lendria una altura e»niivaleote a tres veces y inetliu la de las torres de ISiicstra Seftora de Parla (66 metros) y ochenta y tantos metro más, que la más alta de las pirámides de Egipto (116 metros). Me doy cuenta perfec- ta de que me aparto de la versión de Humboldt ya que se^ún cálculos matemá- ticos establecidos, pero desde cierta distancia, el Sallo no tendría más que 175 me- tros: sin embargo mi propia opinión se apova en otro sistema más exacto de ve- rificación practicado por mí y por uno de mis amigos mediante una cuerda pro- vista de un plomo de sonda que, bajada perpendicularmente. tocó fondo a 180 metros sobre un plauo_inclinadu que todavía desciende a más de SO metros, bas- ta mof cerca del sitio en que cae la masa da agua.

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CAPITULO VIII

El salto de Tequendama.—San Antonio.—Derrumbamiento de un puente roígante.—Arañas migólas.—^Choachí. —Cáqueza. — Fusagasugá—El puente do Pandi-—Zipaquirá y sus minas de sal—El falso arzobispo.—Pacho y sus minas de hierro.—Feste­jos con motivo de la muerte de un niño—La Meca.—Las Juntas de Apulo.—Tocaima.—Muzo y sus minas de esmeraldas.— El

santuario de Chiquinquirá

Desde Bogotá al salto de Tequendama hay unas cinco le­guas y media de camino de las cuales cuatro o cuatro y m-3-dla se andan por la Sabana.

Cuando el río Funza empieza a correr por un cauce de peii-diente acentuada al pie mismo de las montañas que habrá de atravesar, sus aguas antes tranquilas, corren raudas, rugen y fonnan espuma al estrellarse contra las peñas de que está salpicado el lecho; luego, al llegar a la cima se precipitan en dos saltos a una profundidad de cerca de 230 metros (1) con un ruido semejante al del trueno; en el primer salto forman una inmensa cortina de agua semi redonda, pero al llegar a unos 25 o 30 metros más abajo caen en un banco de piedras en saliente, rebotan foi-mando un oleaje espumeante y las olas que entrechocan, se lanzan con la rapidez de una flecha en el abismo, • unas veces en forma de Innumerables haces.

(1) Así esta caisrala lendria una altura e»niivaleote a tres veces y inetliu la de las torres de ISiicstra Seftora de Parla (66 metros) y ochenta y tantos metro más, que la más alta de las pirámides de Egipto (116 metros). Me doy cuenta perfec­ta de que me aparto de la versión de Humboldt ya que se^ún cálculos matemá­ticos establecidos, pero desde cierta distancia, el Sallo no tendría más que 175 me­tros: sin embargo mi propia opinión se apova en otro sistema más exacto de ve­rificación practicado por mí y por uno de mis amigos mediante una cuerda pro­vista de un plomo de sonda que, bajada perpendicularmente. tocó fondo a 180 metros sobre un plauo_inclinadu que todavía desciende a más de SO metros, bas­ta mof cerca del sitio en que cae la masa da agua.

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otras de hojas de plata que se desenrollan y, finalmente, en enorme alud, que instantes después se convierte en vapor.

iDespués del salto, el río, cuyas aguas parecen descansar, cuando sale del abismo, por una ilusión de óptica, no parece más que un arroyo que corre suavemente por un lecho de gui­jarros y a través de algunos arbustos, mientras que en rea­lidad prosigue su curso violento por entre enormes bloques de areniscas, en parte cubiertos de una vegetación vigorosa.

Ante la boca de la sima, que tiene unos cincuenta metros de ancho, el abismo adquiere una anchura cinco o seis veces mayor y se extiende en linea recta pior espacio de muchos me­tros, entre dos murallas de rocas cortadas tan a pico, que parece se debieran al trabajo del hombre. Esas muráñas de areniscas arcillosas sirven de pedestal a unas montañas por cuyos flancos la selva baja hasta los bordes superiores del abismo.

Desde una y otra orilla, se divisan en lontananza, frente al salto, las cimas gigantescas de otras montañas que dominan las que, parecen a simple vista limitar la cuenca del río.

En medio de los vapores que a Intervalos se arremolinan for­mando nubes alternativamente obscuras o blancas o se ele­van en el aire como columnas de cristal, el viajero contem­pla especialmente a la hora en que ya el sol tiene fuerza, cómo surgen y desaparecen arcos iris que cruzan raudos los aras, los cardenales y otros pájaros de plumaje no menos brillante, que parecen exhibir la belleza de sus plumas para disputar al iris la supremacía del colorido.

No sé quién dijo que ''en los viajes se encuentra uno con personas y paisajes que le hacen deplorar el mal empleo que se hizo de la vida al no haberlos conocido antes"; pues desdo luego, entre los panoramas en que vi a la naturaleza desple­gar más belleza, el del Salto de Tequendama no viene nunca a mi recuerdo, sin dejarme la amargura de pensar que no pue­do volver mis pasos hacia él; en efecto, ante el aspecto tan agreste como grandioso de su aparición en medio de un estré­pito espantoso, y bajo el encanto de un aire fresco y puro, tanto en sus detalles como en su conjunto este paisaje de un lugar desierto, es difícil que no obligue al hombre a lanzar gritos de admiración y que su alma no se sienta Inavdlda por intensas emociones. Para expresar lo que sentí ante este cua­dro imponente no encuentro nada mejor que reproducir los

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versos que el salto del Rhin inspiró a uno de los más grandes poetas modernos:

Sur les obscurs sentkirs de il-a foret profonde Au roulement lointain d'un tonnerre que gronde J'avaneais; de l'orage imitant le fracas, Le tonnerre des eaux redouble a chaqué pas: Deja, comme battus par les coups d'un orage. Les arbres ébranlés secoualent leur feulllage Et les roches, mines sur leur fondements, Epouvjíintaient mes yeux de leurs l»ngs tt-emblements; Enfin men pied crispé touche au bord de l'ablme Le voile humide épars sur cette horreur sublime Tombe; je jette un cri de suprprise et d'effroi: La fleuve tout entier s'écroule devant mol! Ah! regardp, o mon ame! et demeure en sUence!

De Lamactine. (1)

¡Con qué nuevos acentos Inflamados, ese mismo poeta no habria hecho resonar su lii-a si se hubiera cantado al Tequen­dama!

El punto en que la gente, sin muchas dificultades se suele situar para ver la cascada es una especie de plataforma que corre a lo largo del borde superior de la derecha del abismo y que empieza ,en el sitio mismo en que el río se despeña. Co­mo quiera que no se ha levantado parapeto alguno para que el espectador se sienta seguro, éste, para ver a la vez la cas­cada y el fondo tiene que echarse de bruces en las peñas que sobresalen sin sacar más que la cabeza o gatear, sii-viéndose de los pies y manos, por los troncos de árboles Inclinadas, si tienen pocos años o encorvados por su peso los que son vie-

( l ) Por las obscuras sendas del inmenso bosque, al ruido lejano de un trueno que retumba avansaba: Imitando el estruendo de la tempestad el trueno de la^ aguas redobla a rada paso: ya. como balidos por las ráfagas de una to rmrn t i . los árboles conmovidos agitan su follaje y las rocas, en sus cimientos mínatías. espantaban mis ojos con sus largos temblores; por fin el pie crispado llega al borde del abismo; el húmedo velo esparcido sobre este sublime espant.) cae; lanzo on grito de sorpresa y teiTor: el río todo, entero, se abisma ante mí! ¡Ah! alma mía contémplalo y enmudece!.

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jos, para ver el abismo como si fuera a precipitarse en él. Este último sistema es desde luego el mejor para poder con­templar más en conjunto y desde un ángulo menos oblicuo, el fenómeno de la cascada, pero claro que sólo pueden utili­zarlo las personas dotadas de la destreza de un gato o de un lagarto y es más peligroso que el primero, ya que expone al espectador al vértigo como me pasó a mí.

Se puede ver de frente la cascada si se baja por una senda estrecha llamada camino de la culetca en la falda de la montaña que, como ya dije se encuenta-a al final de la espe­cie de jofaina inmensa desde la cual las aguas, después de su primer salto, se escapan con la impetuosidad de un to­rrente. Este sitio es de difícil acceso, pues hay que dar un gran rodeo afrontando las fatigas inherentes a una caminata a pie de varias horas subiendo y bajando por una senda es­carpada que no permite ir a caballo; por tal razón hay muy pocas personas que emprendan esta ,cxpcdición. Enta-e las que han intentado llegar por este sendero al pie de la ca­tarata, -para satisfacer mejor su curiosidad o para hacei-observaciones científicas, está el barón de Humboldt que dice que, tanto por la rapidez de la corriente del rio como por otros obstáculos que se encuentran en las orillas, tuvo que detenerse a unos 140 metros del pozo hecho por el choque del agua al caer; pero un antiguo encargado de negocios de Fran­cia en JBogotá, viajero tan Intrépido, como excelente pintor, el barón de Gros, no retrocedió ante un medio bastante peligroso para vencer las dificultades que detuvieron a Humboldt al llegar a cierta distancia de la catarata y para estudiar más de cerca todos los fenómenos: después de hacerse atar a unas cuerdas que los indios iban soltando poco a poco desde lo alto de uno de los murallones laterales del abismo, bajó varias veces hasta el pie mismo de la catarata, unas veces girando en el espacio y otras dejándose escm-rir por los salientes de las rocas. No es necesario añadir que las mismas cuerdas le sir. vieron para subiir. Me dijeron que antes de él, otros curiosos habían corrido la misma aventura empleando un sistema idén­tico para esas bajadas y subidas y que hasta habían podido pasar por detrás de la columna de agua al pie de la cascada; pero el barón de Gris está convencido de que eso es absolu­tamente imposible; me contó que durante sus exploraciones hacia el pie de la cascada y cuando hacia las doce del día

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los rayos del sol caían verticales, se vio, lo mismo que los indios que le acompañaban, rodeado durante unos diez o quin­ce minutos hasta las rodillas por un círculo luminoso con los colores resplandecientes del arco iris, que les seguía en su marcha. Muchas personas han podido ver lo mismo que yo, en el elegante hotel de la calle Barbet de Jouy de París, donde vive el barón d-i Gros y en el que ha reunido una colección de objetos raros y de gran valor, lo mismo que de cuadros y dibujos hechos por él, en el curso de sus viajes por diferentes países, los óleos de que es autor y que desde distintas dis­tancias, representan de frente el salto de Tequendama. De­ploro que no se hayan reproducido para el público esos cua­dros que dan de la cascada una idea más completa que el dibujo de Humboldt que ¡lustra su obra Vistas de las Cordi­lleras. (1)

La hora mejor para contemplar el espectáculo de la cascada y del paisaje que la enmarca es la de la salida del sol pues en ese momento los rayos débiles producen pocos vapores en torno de - las aguas, pero después esos vapores adquieren tal intensidad, que velan la mayor parte de la catarata; por eso, las personas que van de Bogotá, salen por la tarde y pasan las noches en Soacha, donde hay algunas hosterías. Se sale de Soacha al día siguiente, al rayar el alba, para llegar al Salto a las seis o siete de la mañana; en esta última parte del camino, después de haber seguido durante algún tiempo la orilla izquierda y de haber atravesado el río Funza por un puente de madera cerca de la hacienda de Canoas, se sube por una colina desnuda hasta la meseta de Chipa donde, como por encanto, cesa de repente la aridez del suelo y empiezan- a verse plantas admirables y árboles magníficos como encinas, abedules,etc., etc. y donde, como desde un m-irador muy elevado, se divisan a lo lejos, escalonados, va­lles que verdean, donde se diseminan las viviendas en me­dio de campos de bananos, de cañas de azúcar y palmeras. A .partir de la meseta de Chipa, cuya atmósfera fresca y sua-ve y encantador paisaje aprecio en contraste muy marca.

(1) Kl hari'kii de Cros. a que me refiero, es el mismo que fue después sucesivamen. le embajador en China y en l.ondres y más tarde senador. Murió hace seis o siete anos. Cuando hacia 111.39, vino a sustitntrnie como encargado de Negocios de Francia en Bogotá, vivió en mi casa por espacio de seis semanas antes de que pudiera encontrar donde alojarse; en más de uua ocasión hizo conmigo al-gnna de sus primaras excursiones al Tequendama.

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do con el aire reseco y la campiña árida que se ha deja­do atrás momentos antes, se desciende por un sendero abrup­to, cortado unas veces en la roca y trazado otras sobre formaciones de carbón, hasta llegar a un reducido espacio, desprovisto de arbolado, donde se dejan los caballos al cui­dado de un guia o atados; el resto del camino, que se tarda en recorrer veinte o veinticinco minutes, es tan malo y tan es­carpado que sólo se puede transita'r a pie. Desde este punto hasta ia plataforma donde se detiene uno se ven aquí y allá grabados en la corteza de los árboles los nombres de desco­nocidos, o de ilustres visitantes; otras veces son pensamien­tos y hasta versos o emblemas, hijos de la ternura que los amante han Ido sembrando con mano paciente a su paso.

En la época de buen tiempo, es decir durante la sequía, la excursión de Bogotá al Salto no ofrece dlfinultad alguna; pero es penosa si se realiza en la época de lluvias, porque hay que atravesar la llanura por caminos inundados, donde los caba­llos se hunden en el barro hasta el pecho. Una vez yendo de Soacha al puente de Canoas tuve que hacerme acompañar durante más de una hora por un indio que iba ante mi con el agua hasta la cintura y a veces hasta el cuello, con un palo en la mano, sondeando el terreno que debía franquear, para eivita¡r que me saliese de la estrecha calzada sinuosa que con­duela al puente y que estaba cubierta por las aguas del río desbordado.

Por lo general para visitar el Salto se reúnen varias psr-.sonas; recuerdo que a principios del año 1829, época en que el señor Oh. de Bresson comisario del gobierno francés aca­baba de llegar a Bogotá, acompañado por el duque de Monte-bello y por el señor de Ternaux-Compans, organizó una ex­cursión, sufragando todos las gastos uno de los tenientes de más fama de Bolívar, el general Urdaneta, que era a la sa­zón ministro de guerra de la república granadina; estuvieron Invitados todos los miembros del cuerpo diplomático y los hombres más importantes del país: en resumen la caravana se componía de unas cincuenta personas entre las que tuve si honor de figurar. El general Urdaneta habla tomado en Soacha la casa más grande del pueblo donde, en cuanto pu­simos pie a tierra, hacia las seis de la tarde, nos esperaba una comida magnífica: todos los platos y los vinos, asi como

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el servicio, se habían enviado de Bogotá por la mañana tem­prano.

Como suele pasar casi siempre en Colombia en las reuniones de hombres y sobre todo en el campo, después de comer, el juego, fue el pasatiempo de la m'ayor parte de los Invitados a quienes el anfitrión, gran jugador habitual, dio ejemplo con su animación; este esparcimiento duró casi teda la noche; en cuanto a mí, como la mala suerte no tardó en vaciarme la bolsa, en unión de algunos otros tan maltratados como yo por la fortuna, nos fuimos a buscar un poco de descanso y nos tendimos, vestidos en los sofás o en unas hamacas, ya que como el lector se figurará, no había camas para tantos invitados.

En cuanto empezó a amanecer, ya estábamos en pie, des­pués de tomar, como refrigerio, una taza de café o chocolate, bebidas ambas saludables para el viajero madi-ugado'r, y mon­tamos a caballo y a buen paso, nos dirigimos hacia el téi-mino de nuestro viaje, al que llegamos hacia las seis de la mañana.

No bien desembocamos en la pequeña plataforma que bor­dea el Salto cuando, con gran sorpresa nuesti-a oímos los acordes de una banda militar que tocaba el himno nacional francés; el general Urdaneta había enviado previamente to­dos los músicos de uno de los regimientos de infantería, que ejecutaban ocultos detrás de los árboles.

Difícil seiía describir la impresión que nos produjo la mú­sica de los instrumentos, unida a la voz grandiosa de la ca­tarata, impresión que para los fíranceses se aumertaba con la emoción del recuerdo de nuestro país por cl homenaje que en ese momento se le tributaba, en lugar tan desierto y agreste del Nuevo Mundo.

Después de pasar dos horas en el éxtasis en que nos tenían sumidos las sinfonías, renovadas constantemente, de los músi­cos invisibles y la contemplación simultánea de la maravilla que habíamos venido a admirar y cuyo encanto aumentaba el espléndido día, nos pusimos de nuevo en camino paira regre­sar a Soacha, donde nos esperaba un almuerzo no menos suntuoso que la cena de la víspera y al que hicimos los hono­res con el apietlto aguzado por el paseo matinal.

Después del almuerzo que, dada nuestra animación, estuvo sazonado constantemente por sabrosas conversaciones, se hl-cieiron nuevas partidas de juego que terminaron cuando, lia-

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cia las cuatro de la tarde, montamos de nuevo a caballo, para regresar a Bogotá.

Cuando retrocedo hasta ese pasado, de hace cincuenta años, trato de seguir el destino de las personas que encontré en­tonces, y no puedo sustraerme a las tristes reflexiones que inspira la inexorable rapidez con que, en medio de mil vici­situdes, vamos por el camino de la vida, como el torrente del Tequendama que tendrá, para emplear la expresión de uno de los príncipes de la elocuencia sagrada (1), "por única sa­lida un precipicio espantoso".

De los ocho franceses a quienes me unió el azar en esta excursión y que por ser jóvenes ixxilamos esperar todo de la vida, ninguno vive hoy. El héroe de la fiesta, el señor Char­les de Bresson, después de haber desempeñado un papel pre­eminente en política y de haber alcanzado la cima de todos los honores a que puede aspirar la ambición de un hombre, en un momento de delirio o debilidad, del que no están exen­tas las inteligencias más grandes, cortó violentamente el hilo de sus días, del mismo modo que algunos años antes lo hicie­ra otro hombre de Estado célebre en Inglaterra, lord Castler-eagh; el duque de Montebello y Ternaux-Compans murieron ambos, todavía jóvenes; Daste y Vicendon-Dutour, que al ser­vicio de la república del Ecuador llegaron el uno a general y el otro a coronel, perecieron el primero a consecuencia de •graves heridas recibidas en un combate y el segundo fusilado en Bolivia, inculpado de haber entrado en el país como agen­te provooa:dor -de una revolución; Buchet-Martigny, cónsul general de Francia en Bogotá, murió prematuramente víctima de una enfermedad a la que tal vez contribuyeran los pesares y amarguras que experimentó al ver su carrera destrozada por la Revolución de 1848; Danfossy, su cuñado, que era vicecón­sul en uno de los puertos de México, murió ahogado, por asun­tos del servicio; y para terminar esta lúgubre relación, uno de los comerciantes franceses más honorables de Bogotá, el señor J. Capeila, murió en tma epidemia; y ahora, si pasara a hacer un examen retrospectivo de los americanos y de otros extranjeros con quienes estuvimos en aquella ocasión, me cos­taría trabajo encontrar dos o tres de ellos a quienes el tiem­po, como a mí, hubiera respetado.

( l ) Bossuet,

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En los flancos de las Cordilleras hay innumerables casca­das y torrentes por los cuales otros ríos, menos caudalosos, se precipitan desde una altura tan grande como la del Tequen­dama, pero la mayor parte, pei-manecen desconocidos para el viajero porque se encuentran en reglones totalmente desha­bitadas e inaccesibles para aventurarse a conocerlos; algunas se ven desde lejos, temando los senderos que pasan por las cimas de las montañas, desde las cuales se dominan vastísi­mas extensiones. El doctor S-aífray cn su "Viaje a Nueva Gra­nada", que publicó en 1872, menciona uno de esos saltos, en un sitio -solitario de la provincia de Antioquia y que, a juzgar por la descripción que hace del mismo, debe ser uno de los más notables del mundo; está formado por el rio Gua­dalupe, cuyas aguas, después de formar das cascadas, cada una de cerca de cien metros de altura, se precipita en una sola masa de agua de 400 a 500 metros. Este río Guadalupe es afluente del Nechí que riega el valle de Medellín y des­emboca en el gi-a-n río Cauca que a su vez es afluente del Magdalena.

Al píe del Salto de Tequendama, el río Funza. que todavía, según Humboldt, tiene un desnivel de 2.100 metros en la úl­tima parte de su curso, que mide quince leguas antes de des­embocar en el Magdalena, no corre por decirlo así, sino de catarata en catarata, por un inmenso y continuo barranco tor­tuoso entre las escarpadas cadenas de montañas, de las que constantemente recibe otros riachuelos, que vienen a aumen­tar su caudal.

Entre los sities donde he visto este río en toda su magni­ficencia salvaje, citaré uno, cerca del pueblo da San Antonio y a dos o tres leguas aguas abajo del salto, donde el río se precipita ccn la impetuosidad que le da, por espacio de medio kilómetro, un desnivel considerable y se abre paso a través de una serie sucesiva de masas de rocas, amontonadas en fantástico desorden, cuya gran mayoría se elevan a 20 ó 30 pies de altura.

Precisamente en uno de los sitios en que las aguas del río pasan con mayor agitación por ese caos de rocas, entre las montañas que bordean su curso, existía uno de esos puentes, que suelen emplearse en las reglones de la cordillera para sal­var los torrentes y los precipiclcs y que se construyen ten­diendo de una orilla a otra, cuerdas de bejucos trenzados so-

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bre los cuales descansa un piso de ramas colocadas transver-salmente, cuyos intersticios se rellenan con tierra apisonada; esos puentes, cualquiera que sea la tensión de los cables, tie­nen siempre la forma más o menos acentuada de un arco y oscilan mucho, de suerte que se pasan andando con precau­ción y con mucho miedo. El de San Antonio, con el que re­laciono una aventura que estuvo a punto de costarme la vida, tenía no menos de 20 a 25 metros de largo y carecía de pa-samamos. Debido a su longitud y peso, poco frecuentes, es­taba sostenido hacia el centro por dos maderos paralelos cu­yos extremos se incrustaban en una de esas enoi-mes rocas que sobresalían del río. El pueblo de San Antonio era uno de los sitios donde acostumbraba yo a ir siempre que mis ocu­paciones me permitían salir al campo a pasar unos días; la mayor parte de las veces me acompañaban dos de mis me­jores amigos, el cónsul de Holanda, señor Van Lansberge y un francés llamado de Saint-Amand, ambos entomólogos, tan decididos como yo. Usualmente montábamos a caballo al ra­yar el día y casi siempre nos dirigíamos, pasando el puente que acabo de describir, a la otra orilla donde muchos á.bo-les derribados en medio de la selva e innumerables arbustos en flor nos proporcionaban abundantes Insectos. Cuando íba­mos a pasar el puente tomábamos la precaución o de bajar­nos de los caballos llevándolos de la brida o si pasábamos a caballo, muy despacio y al paso, pues los animales se sentían con verdadero terror, balanceados sobre un piso movible, en medio ds im ruido espantoso y de los vapores producidos por el hervir de las aguas; pero un día, que Saint-Amand y yo, después de una caceria que había durado más que de costum­bre, regresáljamos a nuestro alojamiento con mucha prisa, azuzados por el apetito, debido al retraso de la comida, come­timos la imprudencia de no apearnos de los caballos al en­trar al puente y de pasarlo uno tras otro al trote. Saint-Amand iba unos pasos delante de mi. Al llegar a la otra ori­lla pusimos inmediatamente los caballos al galope para lle­gar a San Antonio que está situado detrás de una colina que había que rodear por espacio de veinte o veinticinco minutos, pero que cuando íbamos a pie, podíamos franquear en cinco, utilizando un camino estrecho y cm-tado en escalones que la cruzaba casi perpendicularmente desde el pueblo, hasta las inmediaciones del puente. No bien hubimos llegado a la casa

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cuando nuestro huésped se presentó ante nosotros con la cai-a descompuesta, felicitándonos, con gran sorpresa nuestra, por haber escapado sanos y salvos, pues el puente se había de-ntimbado bajo nuestros pies después de pasarlo; añadió que a requei-imiento del alcalde y en calidad de carpintero se di­rigía al lugar del suceso para estimar los daños y ver lo que debía hacerse para repararlos. Al principio creímos que nues­tro huésped «ra victima de alguna brema pero no tardamos en ver sus palabras confirmadas por un indio que, según nos dijo entonces había pasado corriendo el puente detrás de nosotros y tan cerca de mí que casi tocaba la grupa de mi caballo; pero ni mi compañero ni yo, advertimos su presen­cia ni oímos, debido al estruendo del torrente, los gritos que lanzaba al ver hundirse el piso del puente a su alrededor, cada vez que mi caballo ponía las patas de atrás sobre las ramas, que ya tenían poca seguridad, debido a la rotura de los cables principales.

El Indio, que mientras duró el hundimiento, no había lo­grado que oyéramos sus gritos, y al que dejamos en el extremo del puente cuando salimos a galope, llegó al pueblo un cuarto de hora antes que nosotros por el sendero de que acabo de hablar y ya había dado cuenta de lo sucedido, relatando en sus menores detalles los hechos que sin que nosotros nos en­teráramos, habían puesto nuestras vidas en tan inminente pe­ligro. El deseo de darnos cuenta por nosotros mismas de lo sucedido, relegó al olvido el apetito que antes nos urgía y en el acto tomamos >:í camino que conducía al lugar del sinies­tro y con gran emoción, vimos cómo habíamos escapado casi milagrosamente a una de las catástrofes más espantosas. Lo que quedaba del tablero del puente colgaba verticalmente por encima del torrente, sujeto por algunos bejucos que hablan resistido a la rotura de todos los demás y se balanceaba como inmensa cortina hecha jirones, a impulso del aire y bajo los embates de las aguas que se estrellaban con furia contra las rocas sobre las que a poco más hubiéramos sido precipitados y despedazados, antes de que los remolinos del torrente nos hubieran hundido.

Algunos días después asistí a la reconstrucción del puente y me quedé maravillado al ver la agilidad e intrepidez con que los obreros, que eran todos indios, procedían a esa ope­ración, no sólo sin tener a su disposición ninguna de las ma-

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quinarias de que la ciencia se vale en Europa, sino obligados a trabajar agarrándose como los monos, cuando en los circos hacen ejercicios de volatería, a las cuerdas de cuero o a los bejucos tendidos de una a otra orilla, más o menos ten­sos. Por lo demás, hay en Colombia muchos ríos que no tie­nen más puente que unas cuerdas como éstas, llamadas tara­bitas, en las que el viajero se coloca en una red o se sienta sobre una tabla, sujeta como el platillo de una balanza, par varias cuerdas, a una argolla que tiene un nudo corredizo adaptado a la tarabita, que unos hombres, desde la orilla opues­ta, tiran con ayuda de otra cuerda. Algunas veces, a falta de red o de tabla el desgraciado viajero no tiene más recurso, que csruzar las piernas alrededor de la tarabita y pasarla sosteniéndose a pulso en la misma postura que si fuese un paquete colgado. Los caballos pasan el río a nado, con un ramal atado al cuello y cuya punta tiene en la mano el dueño del animal. En todos los países de América hay un tercer sis­tema de puente cuya construcción es más senciUa: consiste en un tronco o dos árboles tendidos encima de un precipicio.

Desde Bogotá a San Antonio, se necesitan de seis a siete horas a caballo. Se toma el camino de Soacha al Salto que pasa por la hacienda de Canoas; desde este último punto, en lugar de escalar la montaña que conduce a la meseta de Chipa, se toma a la derecha, siempre en el llano, para bajar al poco tiempo durante un par de horas y por caminos es­carpados, abiertos entre bosques espesos, hasta llegar al pue­blo de San Antonio, que me resultó encantador por la suavi­dad de su clima y por la belleza de sus alrededores. Es poco conocido porque no se encuentra en el camino de ninguna ciudad y sólo de paso para algunas haciendas, en las que se cultivan a la vez que el algodón, el café y la caña de azúcar, las frotas y las legumbres de tierra templada, que contribuyen al abastecimiento de la capital; pero eso no obstante, por mi parte se lo recomendaria a los turistas que busquen bellos pa­noramas y que se ocupen durante sus paseos no sólo de en­tomología, sino de ornitología o de botánica; pues desde to-dos esos puntos de vista, hay allí infinidad de cosas intere­santes para los naturalistas. En ningún otro sitio he encon-trado, una mayor cantidad de mígalas monstruosas, velludí­simas, que vulgarmente se llaman arañas; cangrejos, cuyo cefalotórax y abdomen juntos, no miden menos de 7 a 8 cen-

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tímeti-os y que, con las patas extendidas, miden en todas di­recciones de 15 a 20 centímetros de diámetro.

Una vez, al levantar con el señor de Saint Amand un tron­co que tapaba la entrada de un agujero, bajo una roca, sa­lieron de aquella cavidad más de cien arácnidos de esa es­pecie y con tal rapidez, que antes de que nos pusiéramos a sal­vo, varios de ellos empezaron a subir por nuestras piernas, y nos costó Dios y ayuda vernos Ubres de ellos. En nuestros paseos al atardecer, les veíamos correo- por los caminos a caza de insectos o subir a los árboles para atacar los nidos; a ve­ces los encontrábamos en nuestras habitaciones. Estos ho­rribles animales tienen como enemigos encarnizados, unas es­pecies de avispas gigantescas, cuyo cuerpo fomitío mide de 6 a 7 centímetros de largo, a las que los indígenas dan el nombre de maf<a-caballos, por el aguijón enorme de que están pre­vistas .

Un día en que el señor de Saint-Amand y yo nos dirigíamos a San Antonio, cuando cabalgábamos todavía por la sabana de Bogotá, a media legua del sitio donde empieza la bajada, un ventarrón nos trajo una lluvia de clase muy singular: la de unos coleópteros pertenecientes todos a la clase de los me-lolontos, y casi tan grandes como un abejorro del orden de los coleópteros de tamaño corriente; la cantidad que cayó de estos animales fue tan grande, que todo el suelo en torno nuestro, quedó cubierto de ellos. No necesitamos a-peamcs de los caballos para cogerlos, pues muchos cayeron sobre nues­tras monturas y sombreros. Tiempo después, en otro sitio ture también que atravesar verdaderas nubes de mariposas, arras­tradas por el viento. Si menciono estos hechos fes porque pa­recen demostrar que entre los insectos aladcs, no sólo los sal­tamontes, se agrupan para emigiar, en el poco tiempo que dura su vida.

Entre sitios como Guaduas y San Antonio, que están fa­vorecidos por una primaivera casi perpetua y a donde, cuando llegan las lluvias, las familias que viven con desahogo, suelen ir a buscar buen tiempo con el cambio de clima, habré de mencionar los pueblecitos de Ohoaohí, Cáqueza, Fusagasugá, Pacho, La Mesa y Tocaima, que a poca distancia de la sabana de Bcgotá se hallan en hondonadas más o menos elevadas, al otro lado de las montañas que rodean la capital.

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Por unas cuantas piastras por semana, se encuentran en ellos sin dificultad, casas para alquilar cuyo modesto mobi­liario se completa con las hamacas y las camas que se acos­tumbra trasladar consigo. Todo lo que sii-ve para acostarse co­mo colchón, almohadas, mantas, etc., se lleva cuando se va de viaje en un saco inmenso, hecho de dos pieles de toro, que cuando está lleno, constituye la carga de una muía. Ese saco se llama almofrej y una vez que se ha sacado la carga, sirve para ponerlo debajo del colchón, cuando por no haber cama, tiene uno que tenderse en el suelo.

En todos esos sitios donde, como acabo de decir, van a pa­sar una temporada las familias pudientes de Bogotá, las re­laciones se entablan en seguida, en forma tan cordial como sencilla; las reuniones son frecuentes y durante el día se hacen excursiones que terminan por la noche para los jóvenes con bailes al son de una guitarra o de otros instrumentas pe­culiares del país, tales como las castañuelas y el tamboril.

De los puntos de reunión que acabo de citar, Choachí es el más pequeño y el que tiene casas más pobres, pues hay muy pocas que no sean de barro y paja o de adobe, pero, sin embargo, ofrece la ventaja de tener muy cerca un manantial de aguas termales que según dicen están muy indicadas para ciertas enfermedades. Sin duda, debido a la composición de esas aguas que a cierta distancia del manantial, han con. vertido él teiTeno en un pantano, se encuentran víboras pe . quenas y negras muy peligrosas. Cuando estuve en Choachí, había una especie de choza donde estaba el estanque en que la gente se bañaba. Para Ir a ese pueblo hay que subir, des. pues de salir de Bogotá por una de las calles altas, o más bien un barranco abierto por las aguas que bajan de la mon­taña entre los cerros de Guadaiupe y de Monserrate, ascen­sión durante la cual hay que vadear el torrente para seguir -por él, a veces de un lado y a veces del otro, siguiendo un sendero que más que senda es una escalera cortada en la roca. Cuando se llega a lo alto del ban-anco, a una altura que domina desde unos 2.000 metros, el nivel de la sabana, se anda por espacio de dos o tres horas, en la parte más alta de la montaña, sobre un terreno llano, agrietado, cuya única vegetación está constituida pior crlptógamas o por escuálidos frallejones; esa reglón es una de las que se designan con el nombres de páramos, donde sopla por lo general un viento frío

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y fuerte y donde en ciertas épocas se ve uno envuelto por nieblas heladas. Cuando se ha pasado esa meseta desagrada­ble, hay dos caminos para bajar a Choachí, ambos desde lue­go, ásperos, como lo son todos los que bordean la Cordillera, pero que pasan debajo de una bóveda de magníficos áríioiies y, llegan al final, entre alegres campos plantados de bananos, naranjos, cafetos, etc.

Oáqueza no deja de tener importancia por su población y su comercio; es una villa, cabeza del partido de ese mismo nombre, situado en el camino que pone en comunicación a Bogotá con los inmensos Hanos de San Juan, que se extien­den hasta las Guayanas, y cuyos ríos principales son el Meta, el Guaviare y el Orinoco.

El vallecillo de Cáqueza es prolongación del de Choachí, entre los últimos eslabones de la Cordillera oriental, que li­mitan los llanos de San Juan.

La mayor parte de las casas del pueblo son de piedra y están bastante bien construidas y principalmente las que ro­dean la plaza forman un gran cuadro regular. Este sitio está favorecido por una temperatura de las más agradables. En las épocas en que yo estuve, el termómetro de Parenheit mar­caba generalmente, durante el día de 70 a 75 grados (21 a 24 centígrados).

iPara ir a Cáqueza desde Bogotá, se necesitan de seis a siete horas. Saliendo de la capital, como yo lo hacía, a las ocho de la mañana, pasaba a las nueve y media por Yomasa, último pueblo de la sabana por este camino; a mediodía, después de haber descendido los flancos de la montaña, entre una cam­piña que tiene lugares encantadores y que permite ver a lo lejos unas cascadas, llegaba a Ohipaque, pueblo situado ya en la zona templada, donde almorzaba en una modesta ven­ta; y tres horas después llegaba a Cáqueza por un camino que, salvo en las partes en que el terreno presenta dlflcu'iita-deis, puede recorrerse al trote y hasta al galope.

Fusagasugá está un poco más lejos de la capital que Choa­chí y Cáqueza. Para ir, se atraviesa la llanura de Bogotá por el camino que va al Salto de Tequendama, pero al llegar cerca de Soacha, en vez de atravesai- este pueblo, se le deja a la derecha para salir de la sabana hacia el sureste y subir al páramo de San Fortunato; desde aquí hay todavía unas cua­tro o cinco horas de camino entre obstáculos y peligros qua

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se renuevan sin cesar, bien porque se atraviesen terrenos gre-dosos o pantanosos, bien porque haya que bajar verdaderas cortadas en las rocas o empalizados por los bordes de preci­picios espantosos; pero las personas que anteponen a las fa­tigas y hasta a los peligros la satisfacción de recorrer sitios hermosos, encontrarán en este trayecto amplias CMnpensacio-nes en la contemplación de las bellezas de la naturaleza. En­tre los espesos bosques que cubren las laderas de la montaña, desde el páramo de San Fortunato, se llega a un vallecillo si­tuado a 940 metros sobre el nivel del mar, en el que está la pequeña ciudad de Fusagasugá, cabeza del cantón del mismo nombre. Casi todas las casas, son bastante cómodas para las costumbres del país. Hace un poco más de calor que en Choa­chí y que en Cáqueza.

Durante una de mis estancias en Fusagasugá, con los se­ñores Van Lansberge y de Saint-Amand que, como ya lo dije eran tan aficionados, como yo, a la entomología, sucedió que estando buscando insectos en uno de los bosques que rodean el valle, volvimos una vez con una serpiente enorme, caza, en la que no hablamos pensado y que hicimos en las cü'cuns-tancias siguientes. Después de haber andado varias horas, advertimos que en un claro del bosque había un tronco de­rribado, que parecía hecho especialmente para servimos de mesa; nos instalamos, poniéndonos a horcajadas encima y sacando los alimentos, de que nos habíamos provisto para al­morzar muy prudentemente. Cuando acabamos de comer, to­dos nos pusimos, fumando y charlando, a cortar y a levantar con los cuchillos la corteza gruesa e hinchada del viejo tron­co; de pronto al levantar una tira de la parte superior, don­de precisamente habíamos estado sentados, dejamos al des­cubierto, con gran estupefacción nuestra, en una profunda cavidad, un reptil enroscado al parecer dormido, pero que ba­jo la acción de los rayos del sol, se enderezó de repente y empezó a estirarse y a deslizarse en forma Inquietante. Por fortuna un Indio que venía con nosotros, para servimos de guía por el bosque y para abrirnos en caso de necesidad, paso con una hacha que llevaba, hizo uso de su arma con tanta prontitud y destreza, que de un golpe cortó la cabeza del ani­mal. Este era del grosor de la muñeca de un hombre, de unos 14 ó 15 pies de largo, tenía la piel manchada de negro sobre un fondo amarillento y, según nos dijeron, pertenecía a una

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de las especies de boas más temibles. Cargamos en nuestros hombros estos despojos magníficos y regresamos más orgu­llosos de nuestra hazaña que lo estuviera Hércules de su vic­toria, sobre la Hidra de Lerna.

En esta ciudad de FMsagasugá, me alojaba en casa de une de los más grandes propietarios de la región, que debía de .«ser un republicano feroz, a juzgar por un busto colosal de mármol del verdugo Sansón que había ejecutado a Luis XVI, según rezaba una inscri'pción, y que tenía en el vestíbulo, so­bre un pedestal.

Confieso que -al ver como adoi-no o especie de dios la imagen de tan singulaa- personaje histórico, sentí cierto re­celo por mi -huésped, a pesar de todas las atenciones que 'tuvo para conmigo, en todo el tiempo que permanecí en su Casa. Parecía como si allí me persiguiera una especie de fa­talidad, que me impidiese conservar los Insectos que traía todos ¡os días Mi habitación estaba Infestada de ratas y hor­migas, al extremo de que bien fuera en mi ausencia, o por las noches, las primeras, royendo las cajas de colecciones y la segundas Introduciéndose en ellas, se comían todo lo que había traído. Acabé, sin embargo, por ©vitar esa destrucción, colocando las cajas en una tabla que estaba colgada con cuer­das dé una de las vigas del techo. Pero la víspera de mí mardha, queriendo clasificar mejor los coleópteros y las ma­riposas que quedaban y apresurar para elio la muerte de los que todavía aleteaban pinchados en los alfileres, abrí las ca-jas y las puse al sol, encima de una balaustrada que corría a todo lo largo del delantero de la casa; hecho esto me senté a la sombra pensando que desde allí •podría ejercer una vi. gilancia conveniente para el caso de que a'gún chiquillo vi­niese con malas Intenciones o de que a algún perro se le ocu-rriese levantar la pata en aquel sitio. Pero ¡Ay! Cuando al cabo de unos veinte o veinticinco minutos, durante los cuales debo confesar que me quedé un poco dormido, me levanté pa-ra inspeccionar mis cajas las encontré rodeadas de una ban. dada de gallinas que habían venido no sé de dónde, y que estaban picoteando y engullendo insectos y alfileres. Esta vez la destrucción fue total y absoluta y tanto más desastrosa para mí, cuanto que entre los coleópteros que había coleccio­nado, figuraban en primera línea varios ejemplares magníficos de buprestos y de longicernios, de los que estaba muy ufano

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y que no volví a encontrar después. Siempre sospeché que mis amigos los señores Van Lansberg y de Saint-Amand, que no habían tenido la misma suerte que yo, en esos hallazgos, tal vez por envidia, no me habían compadecido sinceramente con motivo de esta desventura y hasta creo que fueron ellos mis­mos los que solapadamente habían echado hacia allí las ga­llinas.

A una jomada de Fusagasugá, se encuentran, un poco aguas arriba el uno que otro, los dos puentes naturales de Pandi y de Icononzo, tendidos encima de una grieta del terreno, por la cual se precipita, a una profundidad de cerca de ciento vein. ticlnco metros, un torrente que lleva el nombre de Río de Su-mapaz. El máts alto de eses puentes, que tiene 14 metros y medio de largo y 13 do ancho, está constituido por un solo banco de piedra abovedado como un arco y tiene en el cen­tro un espesor de más de dos metros.

A 20 metros, aguas abajo, del primer puente, está el segun­do. Este está formado por tres bloques de rocas, que sin duda al derrumbarse simultáneamente, se incrustaran unos en otros, sosteniéndose mutuamente. Hacia el centro, a manera de lla­ve de bóveda, hay un agujero de 8 metros cuadrados, que per­mite mirar al fondo del abismo, aunque poco se podría ver de éste, si no se le iluminara lanzando antorchas encendidas o cohetes. Cada vez que se arrojan esas luminarias, a cuya luz se vislumbra más o menos claramente, el agua, se ven revolotear en el abismo Infinidad de aves nocturnas que, per­turbadas en sus pacíficas costumbres, lanzan gi-itos siniestros y se agitan tumultuosamente.

Bi barón de Gros, cuya intrepidez he dejado yo consignada, no se limitó a explorar la grieta de Pandi pior los únicos pun­tos por les que es accesible, sino que, queriendo conocer mejor su interior misterioso, y renovando su arriesgada expedición al Salto de Tequendama, se hizo bajar hasta el fondo, por medio de cuerdas sujetas desde la parte alta a un árbol un poco Inclinado que hay encima del segundo puente; en sa descenso, encontró en las salientes de las rocas enorme can­tidad de nidos hechos de tierra por las tenebrosas aves, cuya especie había parecido tan rara a los otros viajeros, y que se­gún el propio Humboldt, no habría de conocerse jamás. El barón de Gros pudo coger a'gunas de ellas que conservó vivas por algún tiempo en su casa; se les llama "guanacos" y son

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los mismos que los que habitan en las grutas de Carrippe, en la desembocadura del Orinoco, donde hay tantos que en de­terminadas épocas del año los Indios los matan por miles pa­ra conservar en vasijas o barriles la grasa que encuentran excelente y que les sirve para preparar la mayor parte de sus alimentos. -El trayecto entre Bogotá y Pacho se hace, según la época,

en un día y medio o en dos días. Al final de la primera jor­nada se duerme en Zipaquirá, ciudad que está en el llano a unas once leguas de la capital en dirección al noreste. Hay dos caminos; el más largo es el camino real, que, trazado por un terreno casi siempre llano, permite ir constantemente al trote o ai galope; el otro, más corto, que pasa por los pueblos de Chía y de Gaitán, tiene el inconveniente de que hay que pasar pantanos bastante prcfundcs en la época de lluvias y luego en balsa el río Funza; los caballos, cuyo peso y movi­mientos podrían ser un pelig-ro en ese conjunto de tablones poco resistentes, han de pasar a nado. Esa almadía llamada balsa está, como nuestras antiguas balsas, sujeta para que no se la lleve la corriente por un cable tendido de una orilla a la otra.

La ciudad de Zipaquirá tiene la misma temperatura que Bogotá. En las últimas estribaciones de las montañas, a cuyo pie se alza, están las minas de sal gema, explotadas desde los tiempos más remotos y cuya i-iqueza no parece que haya dis­minuido aún. Estas minas que, lo mismo que las de Tausa y de Nemocón, pertenecen al Estado, han sido arrendadas a una compañía particular. Cuando las visité, el mineral se depu­raba por procedimientos muy primitivos; se le echaba, para que se discívlese, en un gran estanque lleno de agua; de aquí el líquido iba a parar por unas cañerías a unas vasijas de ba­rro en las que hervía durante veinticuatro horas y donde, des­pués de la evaporación de los elementos sulfurosos, se con­densa según la capacidad del recipiente, en panes de sal de una o dos arrobas (25 ó 50 libras); esos panes, después de sa. cadoB del recipiente son los que se venden para el consumo.

La ciudad de Zipaquirá tiene un gran movimiento, tanto por ser lugar de tránsito y cambio de mercancías entre Bo­gotá y las provincias de Tunja y del Soccno, como porque una gran parte de sus habitantes se emplea -en los múltiples trabajos que requiere la explotación de las minas, tanto para

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extraer el mineral y elaborarlo en las distintas dependencias, como en el corte y acarreo de leña y también en la fabrica­ción de las vasijas de baño, que deben renovarse constante­mente.

En cuanto se sale de Zipaquirá pai-a ir a Pacho, que dista unas 5 ó 6 leguas, hay que subir Inmediatamente la montaña, en cuyos flancos están las minas de sal que se las ve brillar, como si fuesen rocas de cristal. Al llegar a la cima de esa mon­taña, donde empieza el páramo, hasta la bajada de Pacho, hay que andar por espacio de seis a siete horas, por caminos pa­recidos y tan malos, como los que conducen del páramo de San Fortunato a Fusagasugá.

Un viaje que hice a Pacho para darme cuenta del funcio­namiento de mía fundición de hierro establecida desde hacía poco por unos franceses, fue' amenizado por un Incidente có­mico. Iba yo, como casi siempre que salía al campo, con los señores Van Lansberg, de Saint-Amand y esta vez además con el señor Merlin, director de la fundición que íbamos a vi­sitar.

Después de pasado el páramo de Zipaquirá, marchábamos en fila uno tras otro, por los caminos estrechos y abruptos de la montaña, abrigados con lo más adecuado que teníamos para p'.otegernos de la lluvia glacial que caía con fuerza. De Saint-Amand, que era delgado y alto, se destacaba mucho por su vestimenta un poco rara: llevaba un sombrero de paja de an­chas alas, cubierto con una funda de tela encerada color vio­leta y una capa inmensa del mismo color, forrada con una tela roja escarlata, capa que caía como una especie de manto de gala, desde el cuello hasta la grupa de su caballería. Bien fuese porque de Saint-Amand montara una muía de andar más lento o difícil de llevar que las nuestras, el hecho es que siempre se quedaba rezagado a respetable distancia de nos­otros. Entonces se le ocurrió a Merlin, director de las ierre-rías, que iba delante, una Idea estrambótica; se acordó de que desde hacía mes o mes y medio, se había anunciado que el aizobispo de Bogotá en una de sus visitas pastorales debía ir a Paoho y cada vez que se encontraba en el camino con al­gún indio, y había muchos, porque era día de mercado en Zi­paquirá, les gritaba: "Cuidado hijos míos; precedemos al Re­verendísimo señor Arzobispo, que viene a visitar vuestros pue­blos". Estos, que sienten una veneración extraordinaria por

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las gentes de sotana y por las cosas de la iglesia, iban corrien­do al encuentro del pretendido prelado y en cuanto veían apa­recer a de Saint-Amand; cuya apariencia cardenalicia, contri­buía a mantenerles en su error, unos se detenían arrodillándose y persignándose a la vera del camino, otros llevados por el de­seo de ver desde más cerca o de tocar con sus manos al santo varón se aproximaban para besarle los pies o las faldas del manteo. El señor de Saint-Amand, aunque acostumbrado a las demostraciones casi siempre llenas del respeto más profundo de los Indios de Bogotá para con los viajeros de clase superior, no podía por menos de extrañarse de las muestras de ex­traordinaria reverencia de que era objeto; así que, después de haber disfrutado durante algún tiempo de la satisfacción que experimentara su vanidad y de haberse mostrado deferente, contestando con saludos llenos de agrado o con gestos pro­tectores a tantas muestras de respeto que detenían su mar­cha o espantaban su muía, acabaron éstas por molestarle y llegó su irritación a tal punto, que en cuanto vela acercarse nuevos admiradores de su persona, les alejaba alzando con gesto amenazador su látigo o con interjecciones poco ortodoxas, que, como se figrurará el lector, dejaban atónitas a aquellas pobres gentes que arrodilladas y con la cabeza baja, esperaban la bendición de su llustrísima. Esto era para ellos lo mismo que fue para las monjas de Nantes la llegada del perverso Vert-Vert a su convento:

Quand ¡d'un ton ide corsalre, Bouffi de rage, écumant de colere,

Jurant, saerant d'une voix dissolue, Faisant passer tout l'enfer en c-evue. Les B..., les F...., voltigeaient siu- son bec.

GRESSET. (I)

Pacho, pueblo que tiene pocas casas de piedra, está situado en un vaUecflflo pintoresco, de temperatura constantemente

(1) Cuando, con voi de corsario, echando lumbie por los ojos y espuma por la boc

jurando y maldiciendo con lengua dtaoluta, pasando revista a todo el innerno loa c. . . . y c fluían de sus labios.

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suave. A un cuarto de hora o veinte minutos de este pueblo, hay unas minas de hierro cuyo mineral da, una vez fundido, un 45 % y su extracción se hace con tanta mayor facilidad, cuanto que no hay que ir a buscarlo bajo la tierra, sino co­gerlo casi a nivel del suelo o sacarlo con un pico de los flan­cos de las colmas. En 1829, una compañía franco-colombiana, que tenía la concesión, construyó por vez primera en el país un alto horno y una fragua. Esta empresa, que empezó con poco capital y con un personal reducido de cuatro o cinco obreros franceses, tuvo muchas dificultades para sostenerse los primeros años, pero habiendo pasado luego a otra socie­dad integrada en su mayoría por ingleses, prosperó rápida­mente, y sin interrupción desde entonces. El hierro malea­ble o batido que se extrae, está considerado como de calidad tan buena por lo menos, si no superior, al tan afamado de Vizcaya.

Una tarde, al pasar delante una choza miserable de Indios que tenía la puerta abierta, vi reunidos en una habitación alumbrada con antorchas, gran número de hombres y de mu­jeres que, bailaban y cantaban a los acordes de la música en tomo a una mesa llena de comestibles y bebidas; me detuve para contemplar ese espectáculo, creyendo que era una bcda; pero aquella diversión tenía una causa muy diferente, pues según me dijeron era motivada por la muerte de un niñlto. La criaturita estaba a medio vestir colgada de pie a la pared, en medio de un marco de hojas y flores; los rasgos de la cara, salvo un poco de palidez estaban tan poco alterados, que an­tes de saber de lo que se trataba, la tomé por una imagen del Niño Dios, puesta en su nicho. Las diversiones no cesaron hasta el día siguiente en el momento del entierro.

•Esta costmnbre, muy extendida entre los indios, de con­siderar y de festejar como un acontecimiento feüz la muerte de los niños pequeños, proviene de la creencia de que esas crlaturitas, limpias de toda mancha, van derecho al cielo den-de figurarán entre los ángeles.

Pue en los maizales y en los campos de caña de azúcar de los alrededores de Pacho, donde cogí gran cantidad de longl-cornios que se denominan Psalidognathus Friendll, que son tan notables no sólo por su gran tamaño, sino también por sus vivos colores, unas veces verde dorado, otrstó azul obs-

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curo ligeramente violáceo. En dos días, reuní varias docenas de machos y hembras.

Las aideas de la Mesa y de Tocaima, tan concurridas como los otros lugares de veraneo por los habitantes de Bogotá, están: la primera a 11 leguas y media ds ia capital y la se­gunda, a 6 ó 7 más allá, en el camino que va a la provincia de Popayán. Este camino, desde el punto en que se empieza a bajar de la llanura de Bogotá, recuerda por el aspecto del paisaje y por las dificultades que ofrece, él que conduce a Hon­da; los mismos panoramas agrestes o apacibles a través de los bosques, los mismos senderos convertidos en barrancios por los torrentes u obstruidos por los árboles derribados o bor­deados de precipicios o tajados a pico en los valles, para subir luego a las laderas escarpadas de las colinas, por terrenos gre-dosos y escaleras cortadas en la roca, etc. Sin embargo, el viajero cuya marcha no embarazan las muías que llevan el equipaje, llega en cualquier época del año en un dia a la (Mesa; pero el que va acompañado por las muías de carga y que no quiera dejarles atrás, es difícil que llegue antes de la noche; en este caso, en un vallecillo, donde termina la parte peor del trayecto, se detiene y duerme generalmente en una venta llamada de Tena Suca, que está unos kilómetros antes del propio pueblo de Tena, desde donde, al día siguiente, sólo le resta una caminata de dos horas y media o tres para llegar a la Mesa. Esta ciudad pequeña, desprovista de todo género de atractivos, no tiene más aliciente que el que le presta su reputación de salubridad; debe su nombre a la meseta en for. ma de tabla alargada en la que se halla emplazada en lo a'to de un montículo aislado, rodeado de montañas, en parte cu­biertas de árboles y en parte de campos cultivados y de al­querías, que ofrecen un panorama bastante variado, que real-za todavía más el cauce del Río Negro, que serpentea por la falda de uno de los lados del montlcuT.o.

Como sólo de este río se puede tomar el ^ u a para las ne­cesidades de la ciudad, sucede con frecuencia que en razón de la distancia y de las dificultades que presenta su trans­porte a lomo de muía, el agua no abunda en algunas casas y hay que emplearla con parsimonia para las abluciones, como sucede a borde de los buques.

Estando en la Mesa, me hice una vez llevar en barca al otro lado del río, para visitar dos ingenios; uno de ellos, el mejor.

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se llamaba la Mesita y estaba dirigido por un francés; el se­gundo, aunque pertenecía a un rico propietario de la región, se hallaba muy abandonado; un espectáculo desconsolador ex-citó mi compasión: entre los esclavos negros que trabajaban en el trapiche, vi a algunos a quienes faltaban los brazos, las manos y hasta los pies; estas mutilaciones, según me dijeron, provenían de los accidentes, de que aquellos Infelices habían sido víctimas cuando por distracción o por haberse quedado dormidos habían sido cogidos por las ruedas o por los bata. nes, al empujar las cañas de azúcar para molerlas. Me' admi­ró ver cómo esos inválidos, obligados a trabajar aún, sabían utilizar sus muñones o los trozos de miembros que les que-daban.

De la Mesa a Tocaima hay unas sais o siete horas de cami­no a través de otra nueva región mcntañosa, en la que, jun­tamente con los accidentes del terreno, se vuelven a presentar los panoramas más variados e Imprevistos. Cuando después de haber pasado por la aldea de Anapoima, se llega a un páramo desde donde la vista se extiende , se disfruta de un espectáculo magnífico al divisar de repente la cadena central de los Andes, que sii-ve de división entre las cuencas del Mag­dalena y del Cauca. Las cimas colosales de esta parte de la Cordillera, cubiertas de nieves perpetuas, centellean a los ra­yos del sol; de ellas se destaca el majestuoso cono truncado del Tolima, cuya cima, como ya lo dije, se eleva a 2.865 me­tros sobre el nivel del mar. Aunque esas montañas e i a quince leguas de distancia, parece, jwr ciertos efectos 'oz, que se las va a poder tocar en seguida con la mano. Su con­junto recuerda, en proporciones más considerables y por lo tanto más impresionantes, a la región de los Alpes de Sa-boya, que domina el Monte Blanco. (1) iEIsta es la cadena de la Cordillera que debe atravesarse para ir de Bogotá a la provincia de Popayán y a las riberas del Cauca, bien sea to. mando el camino de Tocaima, bien el que conduce a los puen­tes naturales de Pandi; dos pasos se ofrecen al viajero para -pasar las montañas: el del párjimo de Guanacas o el de la montaña del Quindío. Cuando en 1801 fue a Quito Humboldt, tomó este último camino e hizo en su obra Vistas de las Cor­dilleras, una descripción interesante del mismo, que el lector

(l) La altura del Monte Blanco es de 2.460 metros, unos 14.760 pies.

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encontrará al final de este capítulo. Al salir del páramo, pasa­da Anapoima, donde la vista del ramal central de la Cordi­llera produce un efecto tan Impresionante, se vuelve a bajar gradualmente, hasta llegar a la aldehuela de las Juntas de Apulo, situada al borde de ios bosques y en la -orilla de un to­rrente que a muy poca distancia, desemboca en el Río Bogotá. Esta aldehuela, que en la época de lluvias debe ser muy hú­meda y tal vez malsana, es en tiempo seco tan risueña, tan fresca y est4 tan protegida por la sombra de los árboles, que muy pocas veces el viajero, después de unas cuantas horas de viaje, dejará de detenerse on ella. Por mi parte, cediendo a la seducción in-eslstlble que ejerce este lugar no he dejado nunca de pasar algunas horas para almorzar, cerner y dormir en el viaje de ida o regreso de Tocaima. Siempre encontré casas bastante limpias, cuyos dueños, muy hospitalarios, por una módica remuneración, me daban de comer y allDergue pa­ra pasar la noche.

El trayecto entre las Juntas y Tocaima se hace con toda facilidad en hora y media o en dos horas a lo sumo. En cuan­to se sale de la aldea y se vadea un torrente que pasa por uno de los extremos del pueblo, el camino se dirige casi di­rectamente al Río Bogotá por cuyas márgenes sigue, sin en­contrar obstáculo serio y continúa luego, d-: trecho en írecho, entre verdaderos cenadores de verdura.

La villa de Tocaima está favorecida por im clima que, aun-cuando un puco más cálido que los templados, no llega ni con mucho al ardiente de las regiones de la costa; en efecto, se­gún mis observaciones tei-mométricas, hechas a tres horas dis­tintas del dia, entre seis de la mañana y seis de la tarde, la temperatura oscilaba entx.j 249 y 289 centlgi-ados. Los mé­dicos mandan aquí a muchos de sus enfermos para acelerar la convalescencia. Las aguas del Bogotá, que corren durante muchas millas sobre mullidas alfombras de zarzaparrilla, son además excelentes para las afecciones sifilíticas, bien sea que se beban, o se utilicen para bañarse.

El cónsul de Hoianda tenía una quinta cerca de esta villa, e íbamos de vez en cuando, a pasar allí una semana o dos, menos por razorkes de salud que como escolares en vacacio­nes, para entregamos ambos a la entomología; en efecto, el valle de Tocaima, en parte convertido en pastales, en mai­zales o en campos de caña de azúcar, y en parte cubierto de

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árboles frutales, sotos, arbustos en flor y grupos de grandes árboles añosos, reunía todas las condiciones que pudiéramos desear para enriquecer nuestras colecciones de ooleóptores y mariposas.

En la última excursión que hice con él a este sitio, tuvimos ocasión de contemplar durante quince días seguidos, uno de esos incendios qu: en el Nuevo Mundo produce la mano del hombre, para conquistar a la naturaleza agreste un espacio considerable de terreno habitable: una masa de antiguos bos­ques de extensión inconmensurable, estaba en llamas desde el pie hasta la cima de las altas montañas que enmarcan el Valle. Por las noches, sobre todo, la vista de este Incendio constituía un esp:ctácu'o soberbio y espantoso a la vez; las llamas ascendían foi-mando torbellinos en el aire, extendién­dose a impulsos del viento, en olas gigantescas por las lade­ras de las montañas, propagándose entre chasquidos que re­cordaban el ruido lejano de un mar embravecido al estrellarse contra las rompientes. Muchas veces los habitantes de las inmediaciones, tienen que huir ante las manadas de anima­res salvajes que, expulsados a la vez de sus cubiles, buscan sitios despejados y se lanzan a los campos con el instinto de la ferocidad exacerbada por el furor o por el pánico. La apa­rición de verdaderas bandadas de serpientes no es uno de los menores peligros en esos momentos; talvez debido a esto, más que a la fatalidad, a los pocos días de haber salido mi compañero y yo de Tocaima para regresar a Bogotá, nos en­teramos de que dos de los indios que trabajaban en la quinta como peones hablan sido mordidos por unas víboras, mientras se ocupaban en las faenas del campo y uno de ellos había muerto a)l cabo de pocas horas; el otro debió su salvación a una circunstancia casual, extraordinaria. Este Indio, que casi siempre nos acompañaba en nuestras excursiones por el cam­po para llevar las provisiones y ayudarnos a registrar y a dar la vuelta a los troncos de los árboles, nos habla oído muchas veces decir que se podían neutralizar los efectos de las mor­deduras o de las picaduras de los animales venenosos vertien­do en la herida o bebiendo düuida en agua, una determinada dosis de un líquido (amoníaco) que llevábamos siempre ccn nosotros en frascos y acordándose en el momento en que fue mordido de que al marchamos de Tocaima habíamos dejado olvidado uno de esos frascos en nuestras habitaciones de la

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quinta, corrió a buscarlo, se echó un peco en la herida y se bebió el resto, mezclado con agua sin preocuparse de la dosis. El hecho es que, a pesar de que se tomó el medicamento en una dosis que hubiera podido matar a cualquiera otra persona, escapó a la muerte sin más contratiempo que el haber tenido una fiebre altísima y sudores abundantes durante varios días.

Uno de los lugares que los turistas en Bogotá no dejan nunca de visitar, cuando van a Bogotá, es Muzo, célebre por sus minas de esmeraldas, que está a 22 ó 23 leguas de la capital, en la provincia de Vélez. Antes de la llegada de los españoles, los indios sacaban las esmeraldas con que se adornaban y así a los ídolos y a los templos, no sólo de las minas de Muzo, sino de otras muchas que hay escalonadas de oeste a este en el territorio que, uniendo las provincias actuales de Vélez y de Tunja, se extiende hasta, Somondoco, casi al borde de los llanos de Casanare y de San Martin; pero hoy sólo se explo­tan las minas de Muzo, bien porque las otras estén agotadas o porque ae haya perdido su emplazamiento.

Las esmeraldas de Muzo, tal como se encuentran en las minas están unas veces incrustadas en rocas constituidas por lesqulstos arcillosos, otras aga-upadas con otros cristales de cuarzo, de feldespato y de mica, o rodeadas de cal carbonata­da o de cal sulfatada; todas cristalizan en prismas exagonales con facetas laterales, de un largo más o menos regular; sus extremidades se terminan en una superficie plana. He visto algunas que tenían más de 0,04 ó 0,05 de diámetro, con un gro­sor de 0,05 a 0,10 y cuyo peso excedía de 1.200 quilates. Se­gún el estado de formación que han alcanzado las esmeraldas son opacas o transparentes y su color varía desde e) verde más pálido, hasta el más obscuro. Como saben todos los aficionados a las piedras finas, la esmeralda, cuando reúne las dos con­diciones de tener un color verde obscuro tornasolado y sin mancha, alcanza precios muy elevados.

Las minas de Muzo se explotan a cielo abierto a muy poca profundidad; cuando fui a verlas, los filones de rocas con e.smeraldas se atacaban y se rompían con picos o con barras de hierro; los fragmentos de las rocas caían en un terreno preparado en forma de estanque donde se les sometía a un lavado, mediante Chorros de agua que se soltaban con fuerza desde la parte alta del estanque abriendo las compuertas de los depósitos.

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Estas minas estaban entonces arrendadas por el Gobien;o de Nueva Granada a un particular, don José París por un canon que, cuando yo estaba en Bogotá, era del 4 % del pro­ducto.

Como por espacio de mucho tiempo los escritores que en Europa se ocupaban de América del Sur, parecían incluir la Nueva Granada en las antiguas provincias del Imperio de los incas, las esmeraldas de Muzo sólo se conocían en los mer­cados con el ncmbre de esmeraldas del Perú. Las minas que antes de la conquista se explotaban más en el Perú y que lue­go se abandonaron, están situadas no lejos de Quito en las proximidades de Manta, entre el océano Pacífico y la Cor­dillera occidental, es una zona que actualmente forma parte de la provincia de Esmeraldas de la República del Eeuador.

Para ir de Bcgotá a Muzo, hay que contar con dos días y medio o tres de camino; al final de la primera jornada, que es la menos penosa y que se hace toda por el llano, se suele pasar la noche en Zipaquirá; al día siguiente, a poco de haber salido de este pueblo, se empieza, a escalar en dirección al oeste las montan's de Tausa, donde hay que atravesar un páramo, en el que se suele pasar mucho frío y encontrar nieblas y desde donde, al bajar hasta Muzo, se atraviesa una región accidentada, montañas y valles, y por camines aná­logos, en lo que a su mal estado y a los obstáculos que ofre­cen se refiere.

El clima de Muzo, caluroso y húmedo, parece que es muy malsano, a juzgar por la escasa estatura y el aspecto raquítico de los indios que habitan la región; éstos cultirvan principal­mente el arroz y el café, que es de excelente calidad. En esta reglón se encuentra en gran número, uno de los lepidópteros más hermosos, tanto por su tamaño, como por sus colores: la mariposa morpho cypris.

Unas cuantas leguas más allá de Muzo, en dirección nor­te, se encuentra .el santuario de Chiquinquirá, célebre por una imagen, de pretendido origen divino, que es objeto de la mayor veneración, santuario adonde van desde todas las regiones de Nueva Granada, las gentes en peregrinación para pedir gracias y principalmente la cura de sus enfermedades. No tuve tiempo de llegar hasta ese santuario, pero para su­plir los datos que hubiera podido adquirir en mi visita, me

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permito tomar de la relación que Mollien publicó en 1825 de su viaje a Colombia, los siguientes párrafos:

"ILa iglesia de Chiquinquirá, dice Mollien, está edificada so­bre un plano regular; el interior es muy sencillo; me había Imaginado que vería almacenados allí los tesoros de los re­yes y de los pueblos y no vi más que algunas chapas de pla­ta, que recubren el altar mayor; éste estaba adornado de flores, con unas cazoletas llenas de perfumes que embalsamaban toda la iglesia. La imagen de la Virgen está colocada detrás de dos cortinas de seda recamadas de oro.

"Un sacristán las descorrió con mano temblorosa y pude contemplar a espacio la sagrada Imagen; es un lienzo pintado sin talento alguno, que representa a una virgen de pie; a un lado está san Antonio y al otro San Andrés. La imagen, que hoy enseñan es moderna; por un milagro divino apareció un buen dia en el sitio en que había otro cuadro que se caía a pedazos de viejo.

'Limosnas, ofrendas y dádivas, tcdo afluye en abundancia desde ei mes de diciembre hasta el de abril a la caja de los dominicos que tienen la custodia de este sagrado depósito. Les ex-votos no cuelgan como en nuestras iglesias, da la bó­veda del templo, ni se amontonan en el santuario como los tapices en la [Meca; aquí las ofrendas se guardan en cofres, que no deben tardar en llenarse ya que no se dicen misas más que a razón de seis piastras; y los ricos de Poijayán y de Girón, que acuden en acción de gracias por la curación de un hijo, suelen dar a veces más de cien piastras.

Los frailes adscritcs al servicio de la iglesia llevan una vida felicísima en el convento que han edificado al lado de ella; sen unos doce o catorce que se relevan por semestres. Sin embargo, no permanecen inactivos en medio de tantas riquezas; por una parte la administración de las sumas que laj piedad arroja en sus manos exige mucho cuidado y se emplean con gran prudencia; una parte de ellas se destina a agrandar el convento y al adorno de la iglesia y sobre todo a aumentar las rentas ya considerables de tres haciendas que pertenecen a la Virgen de Chiquinquirá.

•'La adhesión que los dominicos muestran por esta preciosa reliquia es pues muy explicable, y no se les puede reprochar que hayan rechazado las ofertas que les hacía el clero secular

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de Bogotá, do tomarla en arrendamiento por cuarenta mil piastras.

•'Cervlére, oficial francés al servicio de Colombia, pensó que si se apoderaba de esa Imagen sagrada, toda la gente iría a adorarla al sitio en que él la llevase y que, nuevo pontífice de la imagen, sería él quien recogiera el producto de todas las ofrendas que la llev.'.sen; pero se equivocó, la genta abominó del profanador y nadie acudió; Cerviére fue derrotado en las inmediaciones de Bogotá, a donde se habla retirado y pen­sando más cn escapar, que cn salvar ese nuevo lábaro, lo abandonó en Cáqueza; los dominicos desolados fueron a bus­carlo y lo reintegraron con gran pompa a Chiquinquirá, adon­de desde entonces la gente sigue yendo en peregrinación.

"Poco tiempo después, Cerviére fue asesinado por sus mis­mos oficiales, porque quiso scmeterles a los rigores de una disciplina europea. Su muerte violenta .se considera por el pueblo como un castigo del sacrilegio que había cometido.

APÉNDICE AL CAPITULO VIII

Descripción de Humboldt del paso de la mcntaña del Quindío, que forma parte de la caderli central de la Cordillera ule los

Andes de Nueva Granada. (Vista de 1-is Cordilleras)

La montaña de Quindío (latitud 4 ' 36, longitud 59 12') está considerada como .el paso más penoso que tiene la Cordillera de los Andes. Es un bosque espeso, completamente deshabitado que, en la estación más favorable, sólo se puede atravesar en diez o doce días. No se encuentra ni una cabana, ni ningún medio de subsistencia: en todas las épocas del año, los viaje­ros se apa-ovlslonan para un mes, pues sucede con frecuencia que debido al deshielo y a la crecida súbita de los torrentes, se quedan aislados sin peder bajar a Cartago ni a Ibagué. El punto más elevado por donde pasa el camino, la Garita de! Páramo, está a 3.500 metros sobre el nivel del mar. Como el pie de la montaña, hacia las márgenes del Cauca, no está más que a 960, se disfruta de una temperatiu-a suave y tem­plada. El sendero que atraviesa la Cordillera es tan angosto, que su anchura corriente no es más qu» de 4 a 5 decímetros

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y gran parte de su trayecto recuerda una galería cortada a cielo abierto. En esta región de los Andes, como en casi todas las demás, la roca está recubierta de una capa de arcilla. Los chorrillos de agua que bajan de la montaña han formado barrancos de unos 6 a 7 metros de profundidad. Se anda por esas grlet-as que están llenas de barro y cuya obscuridad se acrecienta por la vegetación espesa que cubre los bordes. Los bueyes, que son las bestias de carga que se suelen utilizar en esa reglón, pasan con gran trabajo por esas galerías que suelen tener hasta 2.000 metics de largo. Si por desgracia se encuentra uno con esos animales, no queda otro recurso que el de volver a desandar lo andado o el de escalar el muro de tierra que forma la grieta manteniéndose agaiTado a las raíces que pasan por él, provenientes de la superficie del suelo.

Cuando en el mes de octubre del año 1801, pasamos a pin el Quindío, seguidos por doce bueyes que transportaban nues-.tros instrumentos y colecciones, tuvimos que soportar conti­nuos chubascos durante los tres o cuatro ultimes días, al ba­jar lia ladera occidental de la Cordillera. El camino pasa por un terreno pantanoso cubierto de matorrales de bambúes. Las puntas agudas de que están provistas las raíces de esas gra­mínea gigantescas, destrozaron- nuestro calzado, de suerte que nos vimos obligados, como todo viajero que no quiere hacerse llevar a cuestas, a andar descalzos. Esto, la humedad constante, lo largo del camino, la fuerza muscular que hay que desplegar para andar por una arcilla espesa y cenagosa, la necesidad de tener que pasar a vado torrentes profundos, y casi helados, hacen este viaje muy penoso; pero aun así, no presenta ninguno de los peligi-cs con que la credulidad de la gente amedrenta a los viajeros. El sendero es estrecho, pero los sitios en que bordea algún precipicio son muy pocos. Como los bueyes tienen la costumbre de poner las patas siempre en las huellas dejadas por los animales que les precedieron, re­sulta que se forman, cortando el camino, fosos pequeños, se­parados unos de otros por espacios muy estrechos. En la épo­ca de las grandes lluvias, esos salientes quedan sumergidos, haciendo el andar del viajero muy Incierto, pues no sabe si coloca el pie en el dique o en el foso.

í?omo entre la gente de posición desahogada hay pocas per­sonas acostumbradas a andar a pie por semejantes caminos,

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durante quince o veinte días seguidos, suelen hacerse llevar a cuestas por hombres que sostienen una silla sujeta a la espal­da; pues en el estado en que está en la actualidad el paso del Quindío, es de todo punto Imposible ir en muía. En esta re­gión se oye decir andac en carguero lo mismo que "Ir a caba­llo". El oficio de carguero no se considera humillante. Los hombres que lo ejercen no son indios, sino mestizos y algunas veces blancos. Se queda uno sorprendido al oír en medio de un bosque a dos hombres medio desnudos, que se han dedi­cado a un oficio que a nosotros nos parece tan denigrante, reñir porque uno de ellos no ha dado al otro, que pretende tener la piel más blanca, el pomposo tratamiento de don o de su meo-ced. Los cargueros suelen llevar de 6 a 7 arrobas (75 a 88 kilos) y los hay muy robustos, que llevan hasta 9 arrobas. Cuando se piensa en la enorme fatfea que esos desgraciados tienen que soportar al andar de ocho a nueve horas diarlas en un terreno montañoso; cuando le consta a uno que tienen la espalda magullada como las bestias de carga y que hay viajeros que cometen la crueldad de abandonarles en medio del bosque cuando caen enfermos; cuando se piensa que en un viaje desde Ibagué hasta Cartago que dura 15 días y a veces hasta 25 y 30 y no ganan más que 12 ó 14 piastras (60 ó 70 francos) cuesta trabajo creer que el oficio de carguero, uno de los más duros a que un hombre pueda dedicarse, sea libremente escogido por todos los jóvenes que viven al pie de esas montañas. El gusto por una vida errante y vagabunda,

. la Idea de cierta libertad en medio de los bosques, les hace sin duda preferir ese penoso oficio al trabajo monótono y se­dentario de las ciudades.

Las personas que se hacen llevar por cargueros, tienen que permanecer durante varias horas Inmóviles y con el cuerpo echado hacia atrás. El menor movimiento bastaría para hacer ca<a- al que les lleva y las caídas son tanto más peligrosas, cuanto el carguero que confía demasiado en su pericia, esco­ge las pendientes más escarpadas o pasa torrentes por un tronco estrecho y resbaladizo. A pesar de esto, los acciden­tes son muy poco frecuentes y los que sobrevienen deben atri­buirse, casi siempre a la imprudencia de los viajeros, que asus­tados, se tiran de la silla al suelo.

La lámina 5, anexa a mis "Vistas de Has Ccrdilleras", repre» senta un paraje muy pintoresco, que se descubre a la entrada de la montaña del Quindío en las inmediaciones de Ibagué,

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en un lugar que se llama de la Cuesta. EU cono truncado del Tolima, cubierto de nieves perpetuas, que recuerda por su foi'ma el Cotopaxl y el Cayambe, se presenta a la vista en­cima de una masa de rocas graníticas. El río CJombelma, que une sus aguas con las del Coello, serpentea por un valle estre­cho y se abre paso a través de un bosque de palmeras. Al fondo se distingue una parte de la ciudad ds Ibagué, el gran valle del Magdalena y la cadena oriental de los Andes. En primer plano se ve un grupo de caigueros que se adentran en la montaña. Se advierte la manera especial con que la silla. hecha de bambúes, va sujeta a la espalda y mantenida en equilibrio por una jáquima análoga a la que se pone a los caballos y a los bueyes. El roillo que se ve en la mano del tercer carguero, es el techo o mejor dicho la casa móvil que utiliza el viajero al atravesar los bosques del Quindío.

Al llegar a Ibagué se prepara uno para el viaje; se hacen cortar en las montañas próximas varios cientos de hojas de vijao, planta de la familia del banano que constituye un nue­vo género cercano al ThaU» y que XM> hay que confundir con el Heliconla bihal. Esas hojas, membranosas y lustrosas co­mo las del Musa, tienen forma ovalada y 54 centímetros (20 pulgadas) de largo por 37 centímetros (14 pulgadas) de an­cho. Su superficie Inferior es de color blanco plateado y está cubierta de una materia harinosa que se desprende en forma de escamas. Este barniz especial las hace resistentes durante largo tiempo a la lluvia, con ima incisión en el nervio prin­cipal, que es la prolongación del pecíolo y que sirve para su­jetarlas cuando se haya de emplearlas para un techo móvil; luego se extienden y se enrollan con cuidado, y se forma un paquete cilindrico. Se necesita un peso de 50 kilogramos de esas hojas, para techar una cabana en que pueden cobijarse de seis a ocho personas. Al llegar, en el bosque, a un sitio en que el suelo esté seco y en el que se haya de pasar la noche los cargueros cortan unas cuantas ramas que unen en forma de tienda de campaña. En unos minutos esta armazón ligera se divide en cuadrados con bejucos o fibras de agave, colo­cadas pai'alelamente a distancia de 3 ó 4 decímetros unas de otras. Entretanto, el paquete de hojas de vijao se desenrolla y unos cuantos, se ocupan en colocarlas sobre el enrejado de manera análoga a como se colocan las tejas en las casas. Estas cabanas, construidas en un momento, son frescas y muy cómodas. Si por la noche se advierte que pasa la üuvla.

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se Indica el sitio donde está la gotera y una sola hoja bast-j para remediar ase inconveniente. Pasamos varios días en el valle del Boqula, bajo una de esas tiendas de hojas sin mojamos lo más mínimo, a pesar de que llovía casi constan­temente y con violencia.

La montaña del Quindío es uno de los sitios más ricos en plantáis útiles e Interesantes. Allí encontramos la palmera (Ceroxylon andícola), cuyo tronco está recubierto de cera ve­getal, las pasifloras arbórea y el soberbio Mutisia giundiflora cuyas flores, de color escarlata, tienen 16 centímetros (6 pul­gadas) de largo. (1)

( l ) Desde el aüo de 1801, cn ijue Humbolt escribió la uarracióu precedente, el pa­so del Quindío. aun suponiendo qne se hayan realizado en él algunos trabajos, no parece que se haya mejorado mucho, a juzgar por lo que dice de él . el Con­de de Gabriac en fa obra que publicó en 1368. con el titulo de Paseo p o r AmA-rica del Sur; en esta obra, el autor da a su vez detalles muy interesantes acer­ca de esta parte de la Cordillera central de Nueva (Granada, que atravesó con tantos trabajos para ir de Bogotá a la provincia de Popayán.

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