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Brunt, Peter. Conflictos sociales en la república romana. Eudeba, Argentina. 1973. I El marco de referencia: la expansión romana y sus resultados La institución republicana dejó de funcionar normalmente en el año 59 a.C., como resultado de la alianza entre Pompeyo y Julio César, que dominaron el Estado durante una década. Sus rivalidades fueron motivo de guerras civiles, brevemente interrumpidas por el despotismo de César y reanudadas luego de su asesinato. Finalmente César Augusto, su hijo adoptivo y heredero político surgió como vencedor y fundó el Principado. La expansión romana fue el resultado de guerras sostenidas contra el extranjero que no cesaron siquiera en medio de la grave lucha interna que comenzó en el 133 a.C. La guerra y la conquista transformaron la economía de Italia y contribuyeron primero a resolver y luego a exacerbar el conflicto social. La expansión distorsionó de por sí el funcionamiento de las instituciones políticas. Expansión romana en la península itálica: Arpino, de lengua Osca, es promovida en 188 a.C. y sus ciudadanos recibieron derechos de ciudadanía romana. Clases gobernantes locales se encontraban más estrechamente vinculadas con el gobierno central (ej.: colonias latinas). Guerra social: entre los aliados de Roma surgió la idea de exigir igualdad de situación mediante la extensión del derecho político romano. La exigencia fue rechazada y la mayor parte de ellos se rebeló en el 90 a.C. Su objetivo no consistió en recuperar su vieja independencia, sino en instituir un nuevo Estado Federal, llamado Italia, modelado en muchos aspectos de acuerdo con el Estado Romano. Esta Guerra Social (guerra contra los socii o aliados) fue una de las más sangrientas emprendidas por roma, y la más vana. Roma pudo someter a los rebeldes con la concesión de la ciudadanía anteriormente negada. César otorgó posteriormente los

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Brunt, Peter. Conflictos sociales en la república romana. Eudeba, Argentina. 1973.

IEl marco de referencia: la expansión romana y sus resultados

La institución republicana dejó de funcionar normalmente en el año 59 a.C., como resultado de la alianza entre Pompeyo y Julio César, que dominaron el Estado durante una década. Sus rivalidades fueron motivo de guerras civiles, brevemente interrumpidas por el despotismo de César y reanudadas luego de su asesinato. Finalmente César Augusto, su hijo adoptivo y heredero político surgió como vencedor y fundó el Principado.

La expansión romana fue el resultado de guerras sostenidas contra el extranjero que no cesaron siquiera en medio de la grave lucha interna que comenzó en el 133 a.C. La guerra y la conquista transformaron la economía de Italia y contribuyeron primero a resolver y luego a exacerbar el conflicto social. La expansión distorsionó de por sí el funcionamiento de las instituciones políticas.

Expansión romana en la península itálica: Arpino, de lengua Osca, es promovida en 188 a.C. y sus ciudadanos recibieron derechos de ciudadanía romana. Clases gobernantes locales se encontraban más estrechamente vinculadas con el gobierno central (ej.: colonias latinas).

Guerra social: entre los aliados de Roma surgió la idea de exigir igualdad de situación mediante la extensión del derecho político romano. La exigencia fue rechazada y la mayor parte de ellos se rebeló en el 90 a.C. Su objetivo no consistió en recuperar su vieja independencia, sino en instituir un nuevo Estado Federal, llamado Italia, modelado en muchos aspectos de acuerdo con el Estado Romano. Esta Guerra Social (guerra contra los socii o aliados) fue una de las más sangrientas emprendidas por roma, y la más vana. Roma pudo someter a los rebeldes con la concesión de la ciudadanía anteriormente negada. César otorgó posteriormente los derechos de ciudadanía romana a los habitantes de la Galia Cisalpina (49 a.C.), ya que anteriormente sólo se les había otorgado ciudadanía latina. Con esto, toda la Italia continental fue romana, sólo las provincias estaban sometidas.

Roma había convertido a Italia en una nación y se puso a la cabeza de las tradiciones nacionales. Roma al superar los límites de una ciudad-estado, se negó a sí misma la posibilidad de la democracia tal como era conocida. La asamblea de los centuriones que elegía a los principales magistrados, no era democrática en absoluto, pero pudo haber representado a los ricos que la controlaban, fuera cual fuere el lugar de

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su domicilio, pues estaban en condiciones de ir a Roma en ocasión de las elecciones anuales. El verdadero poder siempre perteneció al aristocrático Senado, que normalmente podía manipular y controlar las asambleas. Dada la historia política de Roma, no había alternativa posible a la oligarquía, salvo el gobierno de un hombre.

Los pueblos aliados italianos y los municipios de ciudadanos romanos esparcidos por toda Italia se gobernaban de modo muy semejante al de Roma. Tenían sus propias asambleas populares, sus propios magistrados electos, sus propios consejos aristocráticos. En general los gobiernos locales eran oligárquicos y se podía contar con que Roma reprimiría todo movimiento tendiente a alternar el orden establecido. Las noblezas locales dominaban sus ciudades patrias. Eran ellas las que hacían conocer al Senado los deseos de su pueblo y podían ejercer su influencia a través de vínculos de amistad y hospitalidad que los ligaban con las grandes casas de Roma. El sufragio de las clases dirigentes locales, que podían trasladarse a Roma para las elecciones, ejercía gran influencia en la asamblea de los centuriones. Después de la obtención del derecho político por Italia, los candidatos a las más altas magistraturas romanas debían cortejar el apoyo de las clases elevadas de los pueblos más distantes. Cicerón por ejemplo planeaba realizar su campaña en la Galia Cisalpina. Los cargos de menor importancia en Roma eran llenados por la asamblea tribal, en la que, si bien los votantes ricos no predominaban, los magnates locales tenían mayor oportunidad de obtenerlos si lograban, a sus propias expensas, trasladar al pueblo de su municipio y municipios vecinos. Así, con el paso del tiempo la nobleza italiana se elevó cada vez más. Para Catilina, vástago de una decaída casa patricia, el arpino Cicerón era todavía un foráneo (inquilinus), pero el futuro estaba en manos de los Cicerones, no de los Catilinas.

Autor: señala que su libro trata los conflictos sociales, pero también la contienda por el privilegio y la dignidad entre las clases superiores, romanas, latinas e itálicas.

Condiciones que prevalecían en la víspera de la reforma agraria de Tiberio Graco, Salustio señala: unos pocos hombres lo controlaban todo en la paz y en la guerra; disponían del tesoro, las provincias, las magistraturas, los hombres y los triunfos; el botín obtenido en la guerra iba a parar a manos de los generales y unos pocos más.

Los senadores obtenían enormes beneficios de los botines, donativos en concepto de gastos y tasas ilícitas impuestas al pueblo, y los ricos que no estaban en el senado, los équites, de los contratos para obras públicas, el abastecimiento del ejército y el cobro de los impuestos provinciales.

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IIIPlebeyos contra patricios, 509 – 287 a.C.

La historia de la república intermedia es recogida a través de los anales y diferentes fuentes/documento de variada especie.

De acuerdo con la tradición, el último rey de Roma, Tarquinio el Soberbio hizo un ejercicio tiránico del poder y fue destronado por los nobles. En la Roma histórica, la sola palabra regnum evocaba algo maligno, y decir que un hombre trataba de asegurárselo era el más amargo de los reproches. El imperium, era a menudo contrastado con la libertas.

La soberanía, en un cierto sentido, pertenecía al pueblo. Sólo el pueblo elegía a los magistrados, declaraba la guerra, celebraba tratados y promulgaba leyes. No obstante, sólo se reunía convocado por uno de los más altos magistrados, votaba sólo lo que este decidía someter a su voluntad, seleccionaba candidatos de listas que se le presentaban y decía sólo “Sí” o “No” a una ley que se le imponía.Las asambleas del pueblo estaban además muy lejos de la democracia. La mayoría se obtenía no mediante el recuento de personas, sino mediante el recuento de unidades. Asamblea de centurias, en la que las unidades que emitían su voto estaban compuestas de “centurias”, originariamente batallones de guerreros. La tarea regular e indispensable de las centurias consistía en la elección de los magistrados. Las elecciones no sólo decidían quienes serían los agentes ejecutivos del Estado: otorgaban a los candidatos triunfadores un duradero prestigio en los consejos del Senado. En Roma, la influencia (auctoritas) tenía apenas menos peso que el poder oficial; pertenecía al Senado como tal y, dentro del Senado, a sus conductores (príncipes), quienes debían su eminencia en parte a su nacimiento o talento, en parte a los honores que el pueblo les había conferido.

El Senado y los príncipes eran en realidad los dueños del poder. Nominalmente asesor, el Senado no daba órdenes a los magistrados, sino que le señalaba el camino por seguir, “si les parecía adecuado”. Reuniéndose con frecuencia, analizándolo todo, los senadores asumían, con su prestigio social y su experiencia, la dirección del Estado: constituían una “asamblea de reyes”.

La distinción radicaba en el nacimiento, no en la riqueza; el conflicto entre clases resulta ininteligible a menos que existan plebeyos ricos, aunque sin duda alguna la propiedad se concentró originariamente en manos de los patricios. Por esta razón y porque también controlaban el gobierno, se los culpó de las miserias sufridas por los pobres; los

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plebeyos ricos, que deseaban participar en el poder político, de tanto en tanto se convertían en campeones de sus hermanos oprimidos. El consulado les fue abierto en 366.

IIILa era de quietud, 287 – 134 a.C.

El término “noble” significaba, literalmente “notable”. Caracterizaba no sólo a los patricios, sino a los descendientes de plebeyos que hubieran sido cónsules, dictadores o tribunos, o quizá también a todos los miembros de tales familias. La nobleza plebeya rivalizaba ahora con los patricios y a menudo los superaba. Nadie igualó a los patricios Cornelios, clan con muchas ramas, en el número de magistraturas por ellos obtenidas, pero mientras que los Julios, el clan patricio de César, contaron son sólo seis cónsules entre el 366 y el 49, los plebeyos Fulvios tuvieron 17 y los plebeyos Cecilios Metelos 18. La reelección se limitó y terminó por prohibirse, para que tantos como fuera posible tuvieran su turno; la incompetencia era corriente. Pero la riqueza era esencial, sin ella incluso las familias patricias languidecían en el olvido, como la rama del clan Cornelio resucitada por Sila. También en esto los plebeyos podían ponerse a la par de los patricios; los Licinio Craso adquirieron en sobrenombre de dives; y Marco Livio Druso, tribuno en el 91, era el hombre más rico de Roma y pretendía para sí el título de “patrono” del Senado. El carácter exclusivo de la nobleza no debe exagerarse. Las viejas familias estaban siempre agonizando y desapareciendo sumidas en la pobreza; “hombres nuevos” tenían que reemplazarlos. Casi en toda década más de una familia obtenía su primer cónsul, generalmente después de haber ocupado cargos inferiores durante generaciones.

La nobleza y el senado estaban divididos en facciones. Está de moda ahora argüir, partiendo de dudosas inferencias, que estas facciones eran a menudo alianzas familiares hereditarias. No hay testimonio explícito de esto para ningún período, y en la época que mejor conocemos, la de Cicerón, la teoría manifiestamente se derrumba. Las amistades que ocasionalmente se apoyaban en genuinos sentimientos, eran de hecho con mayor frecuencia conexiones políticas; pero surgían, se disolvían y renovaban con sorprendente rapidez. Para Salustio la nobleza constituía una única facción cuya coherencia le daba vigor contra las masas esparcidas y desorganizadas.

Los nuevos hombres no formaron una facción propia, sino que se unieron a las que ya existían. Además, una vez establecidos, tenían tanto interés como el que más en mantener el orden vigente. Habían alcanzado un alto rango y eran ricos desde un comienzo; de otro modo la política les hubiera estado vedada. Provenían de la clase conocida

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como la de los equites, cuyas fortunas los calificaban para servir en la caballería.

Otros equites estaban empeñados en negocios de otro tipo; solían ser banqueros, prestamistas o comerciantes. Ha sido costumbre agruparlos junto con los publicanos y llamarlos a todos negociantes, en contraste con la clase oficial de terratenientes en el Senado.

Como dictador, Sila dobló el tamaño del Senado e incrementó el número de magistrados jóvenes recurriendo a los mejores equites.

VReforma y Reacción, 133 – 79 a-C.

Un parvenu (nuevo rico) del país sabino, Salustio, fue turbulento tribuno en el 52 y sirvió con escasa distinción a César cuando éste fue dictador, antes de retirarse de la política con dudosa reputación moral, para dar voz a su nostalgia escribiendo la historia que ya no era capaz de hacer. Como había asumido la facción “popular” en política y su admiración por Mario y César es manifiesta en su obra, se lo acusó de prejuicio partidario. Este punto de vista resulta equivocado. La historia de Salustio está teñida más bien de un elevado tono moral, extraño en un hombre de su pasado. Ensalzó las cualidades con las que los romanos habían ganado su dominio: frugalidad e industria, coraje y disciplina, devoción a los dioses y al Estado, buena fe y la justicia que demostraban para con sus aliados y subordinados. En los viejos buenos tiempos los había inspirado una pasión por la verdadera gloria que merecía la virtud. Pero el imperio y las riquezas habían corrompido a la clase gobernante con el lujo y la avaricia, la arrogancia y la ambición personal, vicio que estaba sólo “más cerca de la virtud” que la codicia.

En un famoso paralelo entre Catón y César, a quienes consideraba como los dos grandes hombres de su tiempo, aunque alaba a ambos por sus elevadas cualidades, dice de César que “anhelaba para sí un gran poder, un ejército, una nueva guerra en la que pudiera resplandecer su virtud”. Esto era muy claramente ambición y de acuerdo con Salustio, la ambición era junto con la avaricia, una de las dos causas principales de la decadencia romana. Sugiere claramente que a Mario lo manchaba el mismo defecto. Un fragmento de sus historias ejemplifica su propia pretensión de estar por encima de las diferencias partidarias: “Una vez que fue superado el temor a Cartago y que los hombres gozaron del ocio indispensable para proseguir con sus propias rivalidades, hubo numerosas perturbaciones, tumultos y finalmente, estallaron las guerras civiles; unos pocos hombres poderosos, bajo cuya influencia había caído la mayoría, escudándose tras la honrada pretensión de apoyar al Senado o al pueblo común, buscaron el poder personal. No ganaron el renombre

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de buenos o malos ciudadanos mediante el servicio prestado al Estado; fueron todos corruptos por igual.” Se consideraba bueno a un hombre en proporción a su riqueza y a la fuerza de que disponía para ejercer el mal, simplemente porque defendía el statu quo. Esta mordaz denuncia de los conservadores que pretendían ser boni, atribuye con razón mayor parte en la culpa a los que constituían el gobierno; pero no oculta los interesados motivos de sus oponentes. Salustio castiga con frecuencia el orgullo de la nobleza, pero como escribe en la década del 30, cuando habían sido casi enteramente desplazados por los homo novus, dice que mientras que los últimos habían otrora acostumbrado superar a la nobleza en virtud, luchaban ahora por ganar el poder y los cargos públicos mediante “el robo y el bandolerismo”. Condena todos los elementos políticos de la sociedad romana contemporánea con incesante severidad imparcial.

El moralizar de Salustio no se adecua mucho al gusto moderno y su idealización de la antigua Roma es groseramente exagerada, pero el hecho de que atribuya la caída de la República a la avaricia y ambición no es más que una formulación sucinta de algo que difícilmente puede ser negado. La avaricia de la clase gobernante se refleja en la miseria y el descontento de las masas, de lo que Salustio (a diferencia de Cicerón) era claramente consciente, y en ese contexto de malestar, la ambición de hombres como Mario, Sila, Pompeyo y César, iba a hacer naufragar el orden establecido.

Salustio reconoció también que los conductores de ambas facciones eran unos pocos hombres poderosos. La revolución comenzó sólo cuando “se encontraron hombres de la nobleza que prefirieron la verdadera gloria al dañino dominio”. Tiberio y Cayo Sempronio Graco, a quienes alude, los únicos políticos excepto Catón a los que concede pureza de motivos, aunque según su opinión, mostraron muy poca moderación una vez alcanzado el triunfo, provenían del más alto rango social; su padre estricto censor, su madre hija del gran Escipión el Africano, vencedor de Aníbal.

Los Gracos pusieron de manifiesto todas las fuerzas divisorias de la sociedad romana, y sus reformas y ruina comenzaron a mover los acontecimientos que culminarían con la caída de la República. La destrucción de Tiberio y de toda su política de Tribuno, dijo Cicerón, dividió al pueblo en dos partes. Salustio insiste constantemente en la hostilidad de los plebeyos, que ahora significa los pobres, contra la “facción” de la “nobleza”, los “pocos” que dominaban el Senado y pretendían conservar esa autoridad; en ocasiones identifica virtualmente la facción con el Senado. Estos hombres tiranizaban el Estado y los plebeyos buscaban la libertad, que algunas veces significa verse libre de la opresión y otras una efectiva participación en el poder político. Para

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Cicerón la división se da entre populares y, hombres cuyo carácter y actitudes califica a menudo de sediciosos y con otros términos de oprobio, y los optimates o boni. Llama con frecuencia populares a los Gracos.En su discurso Pro Sestio, Cicerón describe a los populares como aquellos que desean que sus palabras y sus acciones gratifiquen a la multitud y añade que las inclinaciones de la multitud o el interés del pueblo a menudo divergen del bien del Estado. Por el contrario, los optimates incluye toda la clase de la que provienen los senadores, la nobleza campesina, los comerciantes y aun los libertos, todo aquel que no es un criminal o un perverso por naturaleza o no se ve confundido por el estado de sus negocios privados. Son optimates todos los que en política cumplen con el deber de servir a los deseos, los intereses y las opiniones de los buenos y los prósperos, esto es, aquellos cuya moral resulta tan sólida como su cuenta bancaria.

Los populares solían proponer, en desafío al Senado, la distribución de tierras y granos o la disminución de las deudas; los optimates se resistían en nombre de los derechos de propiedad o la economía pública. Ninguno de ellos pretendía, a decir verdad, que el pueblo de Roma, como el de Atenas, controlara la política y aun la administración de rutina; pero todos afirmaban el derecho soberano del pueblo a decidir cualquier cuestión que pudiera referirse a él, y a rechazar la pretensión de los optimates de que era necesaria la sanción previa del Senado.

Los optimates eran, por cierto, oligárquicos. ¿Eran los populares democráticos? Por supuesto, también ellos eran senadores y a menudo nobles, y no exigían que la asamblea gobernara continuamente. Pero apoyaba el derecho soberano de la asamblea a decidir sobre cualquier cuestión que planteara sin la sanción del Senado.

Ni los optimates ni los populares constituían partidos con una vida permanente. El Senado se mantenía casi siempre dividido en facciones, y actuaba en respuesta a disputas privadas, compitiendo por los cargos o discutiendo sobre cuestiones transitorias relativas al momento, pero estas facciones tendían a unirse cuando la autoridad o los intereses del conjunto estaban en peligro. Sólo había un partido de los optimates cuando el control senatorial era amenazado por los populares. Los populares se hacían presente sólo de vez en cuando, generalmente para imponer alguna medida particular.

Los partidos del tipo que nos es familiar, no tenían razón de ser en Roma, donde tanto los electores del Senado como los de la asamblea gozaban de sus derechos de por vida y las mayorías estaban constituidas por hombres que se unían para conseguir un objetivo

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específico, pero que no tenían por qué comprometerse a actuar juntos continuamente.

Los equites habían ayudado al Senado a destruir a Cayo Graco; pero la alianza no tardó en disolverse. Hugh Last concluyó que facilitar carrera a los talentosos constituía la esencia misma del programa popular (Cambridge Ancient History, IX).

Bellum sociale: Cicerón reconoció que la causa de Sila, en comparación con la de Mario, había sido honorable, pero, según su opinión, fue seguida de una victoria poco honrosa. Su sistema no tardó en desmoronarse; fue duro para los equites, la multitud urbana, los desposeídos y los nuevos ciudadanos y no logró recompensar a los soldados. Lo que perduró es la memoria de su ejemplo y sus métodos. En el 63 Catilina había concebido los mismos pensamientos.

VILa caída de la República, 78 – 27 a.C.

Conocimiento de la historia romana desde el 65 al 40, es la que ofrece un mejor panorama en cuanto a las fuentes, en relación con el estudio de la época. Salustio, César y Cicerón. Cartas de César a su amigo, ecuestre, Ático, revelaciones íntimas de su pensamiento cotidiano, donde no hay intento de ocultar la verdad. Dion Casio, desde el siglo III d.C., Apiano y Plutarco.

Luego de la caída de Sila, el Senado sufrió la desventaja de carecer de talentos; casi todos sus miembros experimentados y sin duda muchos jóvenes que constituían una promesa, habían perecido en las guerras civiles y las proscripciones. En España un brillante oficial, Quinto Sertorio, había ya conducido una rebelión con la participación casi exclusiva de nativos, quienes sin duda pretendían sacudirse el yugo de Roma. Pompeyo y Metelo lograron reducir Hispania sólo en el 71.

Pompeyo: amaba el aplauso y cortejó la popularidad: estaba dispuesto a recibir del pueblo lo que el Senado no quería concederle de buen grado. Por tanto, no fue leal a los optimates, que temían su mal disimulada ambición, su violento pasado y sus inescrupulosas maniobras políticas. La distancia que se produjo entre él y el Senado lo condujo en el 70 a subvertir el sistema de Sila y en el 59 a promover la carrera de César. Si no hubiera sido por la amistad de Pompeyo, César no habría tenido nunca oportunidad de conquistar Galia; y si no hubiera sido por su posterior enemistad, no habría tenido pretexto alguno para convertirse en amo del Estado.

“Craso y César intentaron también ubicar a sus amigos en los puestos clave; esto no era más que lo que intentaban hacer todos los políticos

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influyentes. Así, pues, apoyaron la candidatura de Cayo Antonio y Lucio Sergio Catilina para el consulado de 63 a.C. Ambos eran figura de dudosa reputación, especialmente Catilina. Era conocido por haber sido uno de los más sanguinarios agentes de Sila, y si todo lo que se dice de él es cierto, había desde entonces cometido una serie de crímenes. Pero era vástago de una decaída casa patricia, tenía gran encanto personal, fascinaba a la juventud dorada de Roma y había seguido una carrera política ortodoxa culminada de la más aprobada manera con un pésimo gobierno en el África. Quizás el apoyo de Creso y César, cuyas intrigas despertaban sospechas, contribuyó más que las malas cualidades de Antonio y Catilina para que la nobleza respaldara a Cicerón, el hombre nuevo, que gozaba del apoyo de los equites. A pesar de algunas difamaciones populares acerca de la exclusividad oligárquica, no había nunca impugnado la autoridad del Senado y, una vez aceptado en la clase gobernante, podía considerarse con que emplearía su influencia y su habilidad oratoria en su defensa.” Pp. 181, 182.

Lemas de Cicerón: concordia de las clases y consenso de Italia. Había afirmado que la gran mayoría de los Senadores, deseaban que los equites estuvieran junto a ellos en dignidad o rango y unirse a ellos en una entente política (Pro Cluencio, 152). Al pueblo común lo despreciaba: “el desdichado populacho medio muerto de hambre que asiste a las reuniones masivas y succiona la sangre del tesoro” (A Atico, I, 16, 11).

En un manifiesto de credo político pronunciado en el 56 (Pro Sestio, 99 y sigs.), definió las bases del otium cum dignitate como la preservación de los cultos y los auspicios, el poder de los magistrados y la autoridad del Senado, las leyes y las costumbres ancestrales, las cortes y el fuero, el crédito, las provincias y los aliados, el prestigio del Imperio, la fuerza militar de Roma y la solvencia del Tesoro. Todo esto se reducía al mantenimiento del statu quo.

“Quienes atacaban la estructura establecida eran sólo agitadores, a menudo o siempre aventureros alentados exclusivamente pro sus propios intereses, cuyo objetivo confesado era apenas el de vengar ofensas particulares, y los movimientos populares de Roma carecían del fervor moral y también de la base intelectual que un credo como el marxismo puede conferir a los equivalentes modernos. No obstante, era grave la amenaza contra todo lo que Cicerón valoraba.” Pp. 185.

“Cicerón tendía a asociar a los egentes (necesitados con los perditi (casi criminales); no estaba lejos de considerar a la pobreza un crimen.” Pp. 186. 187.

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Derrotado en las elecciones del 64, Catilina volvió a presentarse en el 63; aparentemente falto del apoyo de César y Craso, recurrió a los descontentos. Aparecía en público con una abigarrada multitud compuesta por los veteranos de Sila y los campesinos que habían desalojado de sus tierras, ahora unidos en una común miseria. En el Senado declaró que habían dos cuerpos, uno débil con cabeza informe (Cicerón) y el otro fuerte pero sin cabeza: a este él le procuraría un, siempre que lo mereciera. Estaba endeudado; todo esto presagiaba un programa de cancelación de deudas y distribución de tierras que fue el objeto de su posterior conspiración.

Entre sus partidarios se incluían otros nobles, cuyas finanzas estaban desquiciadas. Salustio considera esta conjuración como la prueba más significativa de la degeneración moral de Roma, “el hecho de que hubiera ciudadanos firmemente resueltos a arruinarse a sí mismos y al Estado.”