b2 la educ en francia 1880

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Bloque 2: La Educación en Francia en la Década de 1880. La Organización de un Sistema Nacional como Servicio Público, Laico y Gratuito. DOCUMENTOS: B2-1 Prost, Antoine (1968) "De las leyes fundamentales a la guerra" "...que la mujer pertenezca a la ciencia o que pertenezca a la iglesia" y "Las concepciones y prácticas pedagógicas", en Historia del Pensamiento en Francia 1800 - 1967, Tatiana Sute (trad.) París, Armand Colin, pp. 191 - 204, 268 - 269 y 278 - 282. B2-2 Prost Antoine (1968). "Unidad y diversidad de la enseñanza secundaria", en Historie de lénseignement en France 1800 - 1967, París, Armand Colín, pp. 245 -257 y 261 - 271 B2-3 Mayeur Francoise, (1997), "La enseñanza secundaria y superior", en Guy Avanzini (comp.), La pedagogía desde el siglo XVII hasta nuestros días, México, FCE (Obras de educación), pp. 177 -193 52

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B2 ANTOLOGIA STSHEP1

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Page 1: B2 la educ en francia 1880

Bloque 2:

La Educación en Francia en la Década de 1880.

La Organización de un Sistema Nacional como Servicio Público, Laico y Gratuito.DOCUMENTOS:B2-1 Prost, Antoine (1968) "De las leyes fundamentales a la guerra" "...que la mujer pertenezca a la ciencia o que pertenezca a la iglesia" y "Las concepciones y prácticas pedagógicas", en Historia del Pensamiento en Francia 1800 - 1967, Tatiana Sute (trad.) París, Armand Colin, pp. 191 - 204, 268 - 269 y 278 - 282.

B2-2 Prost Antoine (1968). "Unidad y diversidad de la enseñanza secundaria", en Historie de lénseignement en France 1800 - 1967, París, Armand Colín, pp. 245 -257 y 261 - 271

B2-3 Mayeur Francoise, (1997), "La enseñanza secundaria y superior", en Guy Avanzini (comp.), La pedagogía desde el siglo XVII hasta nuestros días, México, FCE (Obras de educación), pp. 177 -193

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De las leyes fundamentales a la guerra "...que la mujer pertenezca a la ciencia o que pertenezca a la iglesia" Las concepciones y las prácticas pedagógicas*

Antoine ProstDe las leyes fundamentales a la guerra

Los republicanos no fundaron la escuela, la institución escolar se construyó a lo largo de todo el siglo por el impulso de una evolución social profunda. Cabe decir que los republicanos concibieron una verdadera política escolar que tuvo éxito porque, al mismo tiempo que respondía a una exigencia popular, constituía su realización. Si bien ellos no provocaron un cambio en las costumbres, lo reconocieron, se hicieron cargo y lo condujeron a su término.En efecto, no se podría comprender la política republicana si se le separara de la corriente de opinión que la sustenta. En esa época, la instrucción es un ideal colectivo. Así como hoy en día la mayor parte de los miembros de nuestra sociedad admite que el crecimiento económico es el objetivo esencial de la colectividad, en la segunda mitad del siglo XIX se creía en la instrucción. La sociedad, sumamente rural aún, casi no había sido penetrada por el ideal del progreso técnico y de la producción; o, más bien, esos objetivos por sí mismos estaban subordinados a la difusión de los conocimientos usuales. El progreso capital, que gobierna a todos los demás, es el de la instrucción. Y las familias en búsqueda del bienestar se vuelcan hacia la escuela.

Esa confianza en la instrucción puede sorprendernos. En nuestros días, por ejemplo, no titularíamos una conferencia "De la regeneración social por la instrucción". Pero entonces se creía en el progreso mediante las luces, en la línea correcta del siglo XVIII. Optimistas, los contemporáneos no dudaban ni de la razón, ni de la naturaleza. La escuela era un remedio para la injusticia social como para la inmoralidad o la delincuencia. Cier-tamente, dentro del pueblo esa confianza era algo confusa, mezcla de voluntad de promoción social y de independencia intelectual. Sólo que era real; no se dudaba de que lo escrito en los libros fuera verdadero y útil; el acceso a la instrucción era, pues, de todas maneras, la promesa de una vida mejor.

Esta convicción es la que suscita los progresos de la escolarización. ella es la que anima el movimiento de opinión que encarna la liga de la enseñanza y en el cual se apoyarán los republicanos; ella es la que hace de las leyes escolares de Ferry y de Goblet leyes "fundamentales".

Las leyes fundamentales (1879-1889).Las realizaciones.

Los republicanos en el poder no son unánimes ni en cuanto a los objetivos ni en cuanto al método. La comisión nombrada por la Cámara de 1877 y su relator, Paul Bert, deseaban una ley general. Jules Ferry, que fue ministro del 4 de febrero de 1879 al 14 de noviembre de 1881, más tarde, del 30 de enero al 7 de agosto de 1882 y, finalmente, del 21 de febrero al 20 de noviembre de 1883, logra que triunfe un método más empírico y ataca sucesivamente cada punto del programa. Sin embargo, este procedimiento no debe ocultar el plan de conjunto de una obra que atañe a todos los órdenes de enseñanza, así como a todos los problemas.

En la enseñanza superior, tenemos la ley del 8 de marzo de 1880 que suprime los jurados mixtos y prohíbe a los establecimientos libres tomar el título de universidad. En la enseñanza secundaria, cuyo director es Zévort, encontramos la gran reforma de los programas de 1880 y la fundación de escuelas abiertas para muchachas (ley del 21 de diciembre de 1880). En la enseñanza primaria, que dirige Buisson, se fundan las escuelas normales de Fontenay y Saint Cloud.y se promulga la ley del 9 de agosto de 1879 que instituye en cada provincia una escuela normal para mujeres. También tenemos las leyes del Io de junio de 1878 y del 20 de marzo de 1883 que facilitan la construcción de las casas escuela. Se revisa la organización pedagógica y se transforman los programas.

Pero lo esencial de la obra republicana es constituir la enseñanza primaria en servicio público. En ello está el sentido de la gratuidad total -establecida por una ley del 16 de junio de 1881—; de la obligatoriedad impuesta al padre de familia por la ley del 28 de marzo de 1882, de enviar a sus hijos a la escuela de los siete a los 13 años, salvo que antes de esa edad obtuvieran su certificado de estudios; y, sobre todo. de la laicidad de los programas, corolario de la obligación, instituida por la misma ley y que se traduce en la práctica por la supresión de la enseñanza del catecismo. Finalmente nos referimos a la laicidad de los locales escolares, prohibidos a los ministros de los cultos por la ley de 1882, y a la del personal, decretada por la ley del 30 de octubre de 1886.

* En Historia de la enseñanza en Francia 1800-1967 (Histoire de L'enseignement en Frunce 1800-1967), Tatiana Sule (trad.), París, Armand Colin, 1968, pp. 191-204, 268-269 y 278-282 [Traducción realizada con fines didácticos, no de lucro, para los alumnos de las escuelas normales].

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Todas esas medidas fueron objeto de largos y apasionados debates, aunque con altas miras y respeto notables. Ya que los diferentes problemas se entrelazan, intentemos resumir la sustancia de las discusiones en un orden lógico.

El debate ideológico.

Es obvio que el asunto de la Instrucción es capital para los republicanos y sería sencillo multiplicar las citas convergentes. Pero ahí no está el meollo del debate, ninguno de los adversarios de Ferry se sitúa como enemigo de la instrucción, ninguno retoma las tesis oscurantistas de un La Mennais. Sin duda, ese terreno no les es propicio y se entiende que ellos lo rechacen. Sin embargo, las congregaciones femeninas habían hecho mucho por el desarrollo de la instrucción desde hacía unos treinta años, y vemos, en otro terreno, a los católicos intentar responder a la liga de la enseñanza mediante bibliotecas parroquiales. Ellos también se manifiestan como partidarios de la instrucción, y pretenden -lo cual es cierto- que se desarrolle rápidamente en el marco de la legislación existente, por lo cual no era necesario modificarla. A decir verdad, el centro del debate no es el desarrollo de la instrucción, sino su constitución en servicio público.

Para justificarla, los republicanos se apoyan en tres ideas principales. En primer lugar, la igualdad entre los niños: el argumento más fuerte a favor de la gratuidad total es el rechazo a las distinciones introducidas entre los niños por la gratuidad parcial. Este argumento no tiene réplica, mientras que se puede discutir de buena fe la eficacia de la gratuidad con respecto a la asistencia a la escuela. En efecto, entonces muchos pensaban que los padres vigilaban más la asistencia de sus hijos a la escuela si la tenían que pagar. Las otras dos ideas que animan los republicanos son solidarias: la afirmación de un derecho de los niños a la instrucción, al que responde un deber del Estado. Desde este momento se fundamentan la obligación, la gratuidad y la laicidad.

Los conservadores rechazan incluso la gratuidad. Sus razones son múltiples; soslayemos el elogio del sacrificio -"la familia es la escuela del sacrificio, declara Chesnelong en el Senado, déjenle lo que la eleva y lo que la fortalece, lo que hace su grandeza moral y su eficacia social" (4/4/81, J.O., p. 587). No hablemos, aunque es muy importante, de la competencia que las escuelas libres temen de las escuelas públicas gratuitas. En el cen-tro de la posición conservadora encontramos que la educación es una obra de asistencia, de caridad, no un derecho para los niños. En consecuencia puede ser objeto de un deber moral, no de una obligación jurídica. Para el padre de familia, es un deber de conciencia dar a sus hijos el pan de la inteligencia como el del cuerpo, pero ésa es su carga, y no de la colectividad. Volvemos a encontrar aquí la posición central, desarrollada incansablemente, de los derechos del Estado y los del padre de familia; pero hay que apreciar bien que, para los conservadores, la afirmación de los derechos del padre es solidaria con la de su deber, mientras que el rechazo de una intromisión del Estado se apoya en la negación no solamente de sus derechos, sino también de sus deberes.

Lo que domina el debate es la laicidad. Algunos habrían votado por la gratuidad si no hubieran vislumbrado, en el futuro, a la escuela pública, laica, sin rival posible, ya que piensan que los padres no querrán pagar la escuela dos veces, una como contribuyentes y la otra como fieles a la religión. Y ante la obligatoriedad, se rechaza menos el principio que las modalidades concretas: lo que se quiere es poder escapar de la escuela laica. Tras la gratuidad y la obligatoriedad lo que da miedo es la laicidad. ¿Cómo la justifican los republicanos?

El argumento decisivo no es el de respetar la voluntad del padre de familia por la instrucción religiosa. De Broglie afirma en el Senado, sin ser desmentido, que el régimen en vigor, donde los protestantes son dispensados del catecismo, no da lugar a ningún reclamo. Bastaría con acordar la misma dispensa a los hijos de los ateos, ¿acaso no es el sistema que se practica en los liceos? Para respetar la libertad de conciencia de los infantes, no es necesario suprimir la enseñanza del catecismo, basta con volverla optativa.

Ferry, que le responde con uno de sus mejores discursos, invoca la libertad de conciencia del maestro, que no será respetada si debe hacer repetir un catecismo en el que no cree. Sobre todo, es imposible impedir que el maestro "si es un profesor de religión, caiga bajo la dependencia del ministro de los cultos". Y no se trata solamente de voluntad para poner término a una situación de hecho, anacrónica y mal tolerada; es la afirma-ción de un principio, el de la secularización de la instrucción pública: nuestras instituciones, prosigue Ferry, están fundadas en el principio de la secularización del Estado, y de los servicios públicos."La Instrucción pública, que es el primero de los servicios públicos, tarde o temprano debe secularizarse como ha sucedido desde 1789 con el gobiérnelas instituciones y las leyes" (Senado, IO/06/8l,J.O.,p.809).

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En principio, la secularización no es necesariamente hostil a la Iglesia. Ferry la presenta como una distribución de competencias y de responsabilidades, una especie de "cada uno en lo suyo". Si se quiere evitar la guerra, dice, se necesitan "buenas fronteras". Pero no puede evitar que adquiera un giro polémico.

En efecto, por una parte los católicos rechazan la laicidad categóricamente. El triunfo de la secularización no puede, pues, ser más que su derrota. Fiel a la doctrina del Syllabus, el episcopado nombrado por Pío IX es intransigente y el clero, cerrado por la lectura de El Universo* en la condena de lo moderno, así como los fieles manejados por notables legitimistas,** no están dispuestos a una conciliación. La secularización, condenada por los católicos, sólo puede hacerse sin ellos y contra ellos.

Los republicanos, por otra parte, agravan el carácter polémico de la secularización, dándole un contenido positivo que rebasa la simple distribución de las competencias. Ellos no pueden admitir, en efecto, que los católicos continúen educando en la condena al espíritu moderno y a los principios de 1789 a toda una parte de la juventud. El catolicismo no es solamente una religión, es también, en esa época, una doctrina política y social. Ahora bien, la unidad nacional no puede fundarse más que en la aceptación de los principios de 1789. Ferry no lo disimula:

* El más influyente periódico católico de la época.** Contrarios a la República y partidarios de la restauración de la monarquía de la dinastía Borbón.

Es importante para la seguridad del futuro que la superintendencia de las escuelas y la declaración de las doctrinas que ahí se enseñan no pertenezcan a los prelados que han declarado que la Revolución Francesa es un deicidio. que han proclamado, como el eminente prelado que tengo el honor de tener frente a mí lo hizo en Nantes, [...] que los principios de 89 son la negación del pecado original. (Cámara, 23/12/80,J.O.,p. 12 793).

Basta con esto, podemos verlo. Monseñor Freppel no disimula su oposición fundamental a los principios de 1789. Así ninguna conciliación era posible entre católicos y republicanos; ellos no estaban separados por una diferencia de opinión de alguna manera técnica sobre el régimen político. El asunto es más profundo, el desacuerdo tiene que ver con una filosofía.

El problema de la enseñanza de la moral permite apreciarlo bien. Los católicos niegan que se pueda concebir una moral independiente de la religión. Algunos lo hacen de manera categórica: "sin la religión, la inmoralidad causa estragos"; otros con más matices. El duque de Broglie, por ejemplo, admite la existencia de una moral natural: la filosofía y la teología se lo enseñan; pero, sin la religión, esa moral "falla en la aplicación, y a fuerza de debilitarse en la práctica, termina por desnaturalizarse en su principio". Semejantes afirmaciones reflejan, por una parte, una experiencia del catolicismo en la cual las preocupaciones morales tenían un lugar considerable. Pero, por otra, cualquier religión pretende ser una regla de vida y prescribe una moral.

En cambio, los republicanos sostienen la posibilidad, o mejor aún, la realidad de una moral autónoma. La unanimidad, no obstante, no reina entre ellos cuando se trata de definirla. Sobre este punto, Ferry se contradice: ya admite que no hay moral sin metafísica; ya, contra Jules Simón que en filosofía espiritualista quiere explicitar sus fundamentos, afirma su autonomía en relación con cualquier filosofía. Cierto es que, como demostró perfectamente L. Legrand, Ferry se forma una concepción positivista de la moral. La tesis que defiende de una independencia fundamental de la moral, y de la inherente afectividad de sus raíces, es una tesis positivista. Para él, la moral no es un especie de residuo social-mente útil y universalmente admisible de la religión; basta con eso, no es una consecuencia de una metafísica de la razón o del individuo. Un discurso pronunciado ante la logia Clément-amistad en 1876 es al respecto perfectamente explícita:

La moral es un hecho social que lleva en sí mismo su principio y su fin; y la moral social se vuelve así, por encima de todo, un asunto de cultura, no sólo de la cultura que da la educación primaria o superior, sino de la que resulta de las legislaciones bien hechas, y también de la práctica inteligente del espíritu de asociación (In. L. Legrand, p. 245). La moral conduce así a una religión de la humanidad, y funda la unidad del cuerpo social. Para Ferry, la secularización de la escuela y de la moral aspira a fundar sobre bases positivas, indiscutibles, la unidad del espíritu nacional.

Se comprende entonces que subraye con insistencia la unidad de la moral:

La verdadera moral, la gran moral, la moral eterna, es la moral sin epíteto. La moral, gracias a Dios, en nuestra sociedad francesa, después de tantos siglos de civilización, no tiene necesidad de definirse, la moral es más grande cuando no se la define, es más grande sin epíteto (Senado, 2/7/81, J.O., p. I 003). Es "la buena vieja moral de nuestros padres, la nuestra, la de ustedes, ya que sólo tenemos una" (Senado, IO/6/8l,J.O.,p.807).

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Pero esas afirmaciones no convencen. En efecto, otros republicanos oponen la moral cristiana y la moral laica. Implícita en la crítica que un Lockroy dirige a los congregantes, incapaces de educar a la juventud porque son solteros.Tolain afirma claramente esta oposición ante el Senado. Cuando los católicos escuchan a Corbon, por ejemplo, desarrollar una concepción muy elevada de la moral, pero ciertamente opuesta a la moral "terrorista" del catecismo, cuando lo ven reivindicar la dignidad humana, contra la caída del hombre, la penitencia y el sacrificio, "nosotros quisiéramos que uno se presentara orgullosamente ante Dios como trabajador" (Senado, 2/6/81 J.O., p. 759), no pueden dejar de sentirse amenazados más profundamente que por una reivindicación indecente. De modo que temen que la escuela sea no sólo neutra ante las creencias -Ferry prefería este término al de laico- (Senado 11/6/81, J.O. p. 823), sino incluso hostil a sus principios políticos y sociales; temen que se ataquen los propios valores de su vida personal.

Los republicanos se defienden y distinguen netamente la lucha antirreligiosa de la lucha anticlerical. La distinción, que es usual, se encuentra tanto en P. Bert, como en Ferry o parlamentarios más oscuros. Pero no siempre expresa convicciones idénticas. Para Ferry, y para numerosos juristas, ella traduce la distinción fundamental del terreno público, donde la ley es soberana, y del terreno privado de las conciencias, que la ley no tiene que conocer. Para otros, protestantes liberales como Buisson y Pécaut, ella se arraiga en la distinción filosófica de la religión impulso del espíritu hacia el ideal, lo absoluto e instituciones eclesiásticas, por consiguiente puede haber una religión sin iglesia. Otros, finalmente los radicales por ejemplo, consideran esta distinción una forma vacía, ya que no ven lo que podría subsistir del catolicismo si renunciara a su voluntad de dominación y a los medios que implicaba superstición, el misticismo y la sumisión ciega al clero.

La distinción entre religión y clericalismo no tranquiliza a los católicos. En primer lugar, se sienten implicados en la lucha contra el clericalismo, y Ferry sigue siendo para ellos el hombre del artículo 7, no le han perdonado la disolución de las congregaciones religiosas. Sin embargo, ellas se habían negado a ponerse en regla con la ley y su actitud era la negación misma de los derechos de la sociedad civil. Pero, precisamente, los católicos se consideran poseedores de la verdad al ser negados en esa materia. Tienen la impresión de que se les priva de uno de sus derechos esenciales. Lo que sus adversarios denominan clericalismo es para ellos una pretensión legítima. Por lo tanto, ningún acuerdo es posible: luchar contra el clericalismo es luchar contra su manera de vivir la religión. Al igual que sus adversarios radicales, no imaginan que la fe sea posible fuera de una sociedad donde la Iglesia tenga un estatus privilegiado. Es preciso ser un universitario católico y republicano.

Como Wallon o Beaussire, incluso un protestante como Ribot, para imaginar un catolicismo no clerical, lo que Ribot llama en la Cámara "un catolicismo del sufragio universal" (23/ 12/80), y sostener que es el de la mayoría de los católicos franceses. Pero esta doctrina, que acepta lealmente las instituciones secularizadas, les parece herética a la mayor parte de los católicos que hablan y actúan como tales.

Por lo demás, los conservadores acusan a los republicanos de hipocresía, cuando éstos distinguen la religión del clericalismo. Piensan que disimulan sus verdaderos objetivos y su distinción es habilidad táctica o prudencia parlamentaria. Simulan que la culpa es del clericalismo; pero, de hecho, lo que quieren es la destrucción, tarde o temprano, de la propia religión.

Tras este proceso de intención, el problema de la evolución ulterior de la escuela domina el debate.Jules Ferry y la apuesta radical.

Indiscutiblemente. Jules Ferry da lugar a esta crítica. Librepensador, casado por lo civil, contaba con el deterioro progresivo de la religión y no había ocultado sus convicciones. Por otra parte, no quería hipotecar el futuro asignándole a la evolución de la enseñanza límites precisos: rechazaba así con obstinación introducir en la ley los deberes hacia Dios que se mantenían en el programa de estudio. Era una posición vulnerable: yo no quiero expulsar a Dios de la escuela, decía sustancialmente, y yo como ministro doy la prueba de que figura en los programas de 1880.—¿Por qué entonces no meterlo en la ley? -le pregunta Jules Simón, espiritualista no católico. Nosotros no dudamos de su sinceridad personal, pero los ministros se van: ¿puede usted responder por sus sucesores? No. Por lo tanto nos toca a nosotros, los legisladores, fijar un límite a las iniciativas. A lo cual Ferry responde que un gobierno tal como lo temen sus adversarios no se detendría por un texto de la ley.

El breve paso por la Instrucción Pública del gambettista* Paul Bert da consistencia a esos temores. Efectivamente, ese fisiólogo era un materialista convencido, y mucho menos conciliador que Ferry. ¿Acaso mañana no veremos en el poder a un radical como Barodet, Lockroy o Clemeceau? Ahora bien, ellos mostraban intenciones muy diferentes de las de Ferry.

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Como legislador positivista, Ferry considera decisiva la cuestión de las instituciones. Una vez adquirida la secularización, la religión se deteriorará por sí sola. Inútil hacer de la escuela una máquina de guerra contra ella: los progresos de la instrucción actuarán con más seguridad y más profundamente que la propaganda antirreligiosa. Por lo demás, la evolución de la era teológica, y luego metafísica, hacia la era positiva, es un fenómeno de civilización que tomará tiempo, ya que afecta tanto a las costumbres como a las creencias.

* Partidario de León Gambetta, líder republicano más radical que Ferry.

Finalmente, y esto no es una idea liberal, es una idea positivista, Ferry no piensa que el gobierno de las almas sea asunto del gobierno, sino de un tipo de magisterio moral e intelectual. De modo que le confiere a la Universidad una especie de autonomía que le permite seguir o adelantarse a la evolución de las costumbres. Quiere "poner el gobierno de los estudios en manos de los hombres de estudio", hacer de la Universidad un "cuerpo vivo, organizado y libre". Es el significado de la reforma del Consejo Superior, compuesto en lo sucesivo exclusivamente por universitarios, todos competentes, y la mayor parte electos por sus pares (ley del 27 de febrero de 1880). Ferry no quiere atar por adelantado las manos de esta autoridad intelectual y moral con un texto de ley. Sin esa concepción positivista del papel de la Universidad, no se comprende que rechace con tanta insistencia poner los deberes hacia Dios en la ley, mientras los inscribe en los programas del Consejo Superior.

Los radicales tienen más prisa'M religión es para ellos un obstáculo al propio progreso que desea Ferry. Para avanzar hay que destruirla y no conformarse con dejarla morir. Quieren forzar la evolución que Ferry prevé natural. Así ni siquiera se ocupan de preservar las posibilidades de un apaciguamiento futuro. Ferry quiere fundar una escuela lo suficientemente tolerante como para que los católicos de buena fe puedan aceptarla cuando se hayan aplacado las cóleras de la ruptura institucional. Si insisten entonces en rechazarla, será su error. Sus precauciones parecen inútiles a los radicales: ¿no es vano esperar esa coalición? Se trata de una lucha sin cuartel:¿por qué no anticipar inmediatamente las consecuencias? Tal vez Ferry habría estado de acuerdo si no se tratara del gran problema de la unidad nacional; él quiere dividir lo menos posible a la nación, realizando lo indispensable. De modo que está listo para probar su buena voluntad. Los radicales, por su parte, tienen que tomar revancha contra el clericalismo, ahora que el poder no pesa sobre ellos tienen que hacer sentir a sus viejos adversarios que ya no son los amos. Así es como, en París, precipitan el retiro de los crucifijos de las escuelas, sin esperar el voto de las leyes, y sin dar prueba de mucho respeto, tacto o discreción.

Ahora bien, Ferry está obligado a contar con esa izquierda, ya que los republicanos del centro no son seguros. En el asunto de los crucifijos de las escuelas de París, su correspondencia prueba que el prefecto Hérold, a quien Reclus califica de sectario, no actuó de acuerdo con él. Interpelado al respecto en el Senado, que le niega la confianza (diciembre de 1880), Ferry cubre a su subordinado. El incidente es significativo porque, obligado a tener aliados, Ferry escoge a Hérold en lugar de Jules Simón.

El peso de los radicales y de los gambettistas es, en ciertos momentos, decisivo. Ferry, por ejemplo, proponía que los ministros de los cultos que lo solicitaran pudieran ser autorizados, bajo ciertas condiciones, a impartir enseñanza religiosa en los locales escolares fuera de las horas de clase. Dado que ese gesto de buena voluntad no situaba en absoluto al maestro bajo la tutela del cura, Ferry permanecía fiel a su concepción tolerante de la laicidad. La comisión, y Paul Bert, rechazan esta disposición, les basta con que las clases se interrumpan el jueves para que los padres puedan hacer que sus hijos reciban enseñanza religiosa, fuera de los locales escolares. Finalmente, la comisión admite la propuesta de Ferry, pero limitándola estrictamente al caso en que la escuela y la iglesia estuvieran alejadas en dos kilómetros o más, lo cual le quitaba todo alcance práctico. Las dos cláusulas -el principio, la limitación práctica- fueron separadas y la Cámara aprobó la primera para rechazar enseguida la segunda por 250 votos contra 193. En el voto conjunto, se rechazó el artículo completo por 220 votos contra 200; los radicales, hostiles a cualquier ingreso de un cura a la escuela, habían mezclado sus votos con los de la derecha, siempre apegada a la instrucción religiosa obligatoria (23 de diciembre de 1880).

Los católicos, que rechazaban explícitamente la política del todo por el todo, retomaron en el Senado esta disposición en forma de enmienda. Para defenderla, citan abundantemente al propio Ferry. Éste se desdice de sus propias palabras y combate la enmienda, sabe que la Cámara no seguirá al Senado y quiere que el proyecto concluya rápidamente. Pero el Senado, a solicitud de Jules Simón, introduce en el texto de la ley los "deberes hacia Dios y hacia la patria", así como una disposición que autoriza a los curas a ir a la escuela una vez por semana, fuera de las horas de clase, para dar el catecismo. La Cámara rechaza esas dos enmiendas; hay que esperar la renovación parcial del senado para que éste se incline ante la Cámara de Diputados.

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El interés de este debate -que excelentes historiadores como E. Reclus dejan en silencio- es que pone en evidencia un problema capital. En efecto, una preocupación domina a los católicos, tanto a aquellos que rechazan la secularización, como a los que la habrían aceptado, como Jouin, Beaussire o Wallon: ¿será posible hacer cristianos a los alumnos de la escuela laica? Claro que se puede negar el problema, como hicieron los radicales, pero era normal que los católicos se lo plantearan y su preocupación era legítima. La evolución histórica ha probado que sus temores eran excesivos, pero en el momento en que ellos los formulaban, ninguna experiencia de la laicidad permitía tranquilizarlos, era una aventura. Los patronazgos, las obras para escolares, no existían y nadie les dijo que en la formación del sentimiento religioso la fe de los padres cuenta quizás más que la que ofrece la escuela. Católicos y radicales están igualmente convencidos de la influencia decisiva de la escuela. Ahora bien, la enseñanza, en la práctica, no puede ser totalmente neutra; los católicos lo dicen en la tribuna con convicción: aun cuando el maestro no sea abiertamente hostil, ¿qué hará si el niño le plantea una pregunta sobre Dios? Si se calla, ¿acaso no siembra la duda y el escepticismo? Si responde, ¿no se sale de la neutralidad? Cuando el niño pida una explicación, "Con una palabra, un gesto o una sonrisa, ese maestro que no cree en nada, sin quererlo, sin ni siquiera tener mala voluntad, hará llegar al alma del niño quién sabe qué aliento helado que paralizará los esfuerzos de los padres y del cura", declara en el Senado M. Jouin, no obstante que era un republicano muy antiguo, (3/6/81 J.O., p. 777) y veinte años más tarde, los radicales, preocupados por laicizar aún más la enseñanza laica, desarrollarán el mismo tema: "Basta con un movimiento de cabeza..." dirá, por ejemplo, E. Lintilhac. En ambos casos, se le atribuye a la escuela una influencia decisiva. Y quizás la cuestión de la laicidad ha perdido una parte de su carácter crítico por el hecho mismo de que se ha reconocido, por experiencia, que la escuela no lo era todo.

Hacia una solución empírica.

En efecto, tal como estaba planteado teóricamente, este problema central era insoluble. Y la sabiduría de Ferry consistió precisamente en rechazar el debate en el terreno de las ideas, para resolverlo en el de los hechos. Los católicos, por otra parte, después de haber dudado entre el boicot a las leyes y la oposición a las modalidades de aplicación que les parecían sectarias, optaron finalmente por esto último. La primera disputa de los manuales nos proporciona la prueba de ello.

Los católicos estimaban que algunos manuales de instrucción cívica atacaban a la religión. Cuatro de ellos fueron puestos en el Index y se produjeron algunos incidentes en ciertas escuelas donde se utilizaban. Ferry se negó a la vez a aplicar sanciones demasiado graves y a prohibir esos manuales. En el plano de los principios, retirarlos habría sido reconocerle de manera indirecta un derecho de control a la Iglesia, que la secularización aspiraba precisamente a quitarle. En el plano de los hechos, esos manuales no eran verdaderamente sectarios. El de Paul Bert, por ejemplo, decía a los niños que una vez que fueran adultos serían libres de ir o no a misa; era enunciar el principio mismo de la libertad de conciencia y de culto, que la Iglesia rechazaba, pero que cualquier Estado moderno profesaba.

La reacción católica no dejó de tener una consecuencia importante. Ferry -se lo había dicho a la Cámara- estaba convencido de la necesidad de tratar con tino las susceptibilidades religiosas. Nada, en la ley, podía prescribirlo, ya que era sobre todo una cuestión de tacto en la aplicación de los textos. Al menos era preciso que los ejecutantes estuvieran igualmente persuadidos de esta necesidad. De ahí la célebre circular a los maestros del 27 de noviembre de 1883, que, si bien expresa perfectamente el pensamiento de Ferry, no deja de ser una concesión (su fecha tardía lo prueba) a los católicos, un gesto de apaciguamiento, la verdadera conclusión de la disputa de los manuales. De un modo muy simple, Ferry propone a los maestros una regla práctica:

Pregúntense si un padre de familia, uno solo, presente en su clase y que los esté oyendo, podría de buena fe negar su consentimiento a lo que les escuchará decir. Si es así, absténganse de decírselo; si no, háblenle con decisión. Por más empírica que haya sido, y precisamente porque lo era, esta regla era la única que podía fundar una laicidad durable, desechando cualquier sectarismo.

La laicidad, no obstante, no se limita a los programas. En primer lugar, llega a los locales. Grave, por ser simbólica, la cuestión del crucifijo en las escuelas recibe, por su parte, una solución completamente pragmática: la circular del 2 de noviembre de 1882, dirigida a los prefectos -y no a las autoridades universitarias- pide no colocar emblemas religiosos en los locales nuevos o renovados, y, en los otros casos, respetar el deseo de las poblaciones.

Enseguida llega a los maestros. No era una consecuencia absolutamente necesaria del principio de la secularización. Buisson, por ejemplo, distinguía claramente las pretensiones de las congregaciones, que rechazaba, del derecho de los congregantes como ciudadanos iguales a los demás, que admitía. Si ellos se sometían a las

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autoridades universitarias y cumplían con las condiciones legales de capacidad, la ley haría una excepción difícil de justificar prohibiéndoles el acceso a la función pública de enseñanza.

Sin embargo, precisamente los congregantes que enseñaban en las escuelas públicas estaban sometidos "a la obligación del diploma", decretada por la ley del 16 de junio de 1881. Ahora bien, radicales y gambettistas querían eliminarlos. La distinción de Buisson no les parecía viable, por ser demasiado jurídica. ¿En la práctica, cómo pedirles a los religiosos que hicieran abstracción de sus convicciones? De este lado de la opinión, la laicidad se había hecho para"expulsar a la religión de la escuela" (Lockroy, Chambre, 17/ 12/ 80J.O., p. 12 480), mucho más que para establecer buenas fronteras entre el poder civil y el magisterio eclesiástico. No podían dejar a sus adversarios en sus puestos. La ley del 30 octubre de 1886 obliga al gobierno -Jean Macé, en una enmienda, proponía otorgarle simplemente la facultad- a remplazar a todos los maestros públicos congregantes por laicos en un plazo de cinco años, y a las institutrices en la medida de que hubiera puestos vacantes.

En 1889, con el pago a los maestros por el estado, la secularización de la institución escolar había culminado. Traducción histórica de un principio jurídico que es el mismo del Estado moderno, esta obra lleva la marca de las circunstancias. El clericalismo de los representantes autorizados del catolicismo, su filosofía, que los conducía a concepciones políticas inconciliables con la República, impedían realizarla de manera serena. Fue pues el resultado de un combate violento y apasionado, en el cual tuvieron un peso decisivo los radicales y los gambettistas, tan antirreligiosos como anticlericales. Tal como los textos que le dan forma, la laicidad no está exenta de intenciones sectarias; ella aspira también a poner en dificultades la enseñanza de la religión. No obstante, como verdadero hombre de Estado, Ferry supo asumir todas las dificultades de un combate inevitable sin jamás perder de vista los principios liberales que lo justificaban. En el mismo momento en que dividía profundamente a la opinión y se transformaba en jefe de partido, resistió bien tanto a las falsas conciliaciones como a las medidas partidarias. El rigor del legislador, la preocupación positivista de asegurar la unidad del espíritu público, la voluntad de conferir a la Universidad autónoma una verdadera rectoría intelectual y moral, caracterizan la política de Ferry: ahí radica su grandeza y se asegura su permanencia.

De la coalición al régimen de la separación.Coalición y espíritu nuevo.

La política anticlerical hace una pausa después del voto de las leyes fundamentales. Su paso al poder convence a los gambettistas de las ventajas del concordato, y aplazan la separación de las Iglesias y del Estado. Entre muchos de los republicanos prevalece el sentimiento de que se requiere un largo tiempo para que la escuela laica sea parte de las costumbres. Evitar las disputas de detalles puede contribuir a ello. Pronto, el boulangis-mo* les da otras preocupaciones. Finalmente a partir de 1890 se da lo que se denomina el nuevo espíritu. En el poder, junto a los republicanos moderados como Ribot, se encuentran los ferrystas o gambettistas de antaño que, sorprendidos por la fuerza relativa del catolicismo, en lo sucesivo cuentan con él. En el mismo momento, León XIII estimula una política de "coalición" con las instituciones. Hay que reconocer que levanta muchas protestas entre los católicos aún más "veuillotistas";** además, ello no implica ninguna aceptación de las leyes laicas, explícitamente condenadas. Cabe agregar que los republicanos moderados creen percibir los primeros signos de una evolución del catolicismo que permitiría al centro gobernar a media distancia del socialismo creciente y de las monarquías debilitadas.

Por su parte, los católicos dieron prueba de su relativa debilidad. Ninguna elección les dio una mayoría; de modo que se impone la prudencia, para no reanimar un fuego mal apagado. El justo sentimiento de la fuerza de los laicos les aconseja sabiduría. Y el Vaticano estimula esta política: la nunciatura, a partir de monseñor Ferrata, multiplica los consejos en ese sentido. Los católicos temen sobre todo a la separación del Estado, que haría perder al clero los recursos que obtiene del concordato.*** Se establece entonces una especie de statu quo , que resulta menos de un acuerdo que del equilibrio de las fuerzas.

La laicidad entra en las costumbres. Poco a poco se define una especie de modus vivendi, muy diferente según las regiones. En Doubs, por ejemplo, donde las escuelas libres son raras, donde los maestros, a imagen de la población, son aún bastante católicos -numerosos curas son hijos de maestros, como lo mostró en su tesis del abate Huot-Pleuroux-, el crucifijo continúa en el muro, el maestro vive en buen entendimiento con el cura y las leyes de 1881-82 cambian bastante poco las cosas. En regiones más descristianizadas, Loiret por ejemplo, la laicización de la escuela satisface a la población y a los maestros, y se completa rápidamente, sin que los incidentes sean numerosos. En regiones más divididas, como el Oeste católico o Aveyron, los pueblos se dividen en dos: la escuela laica y la escuela congregacional tienen cada una sus seguidores, sus fiestas, sus ritos. Pero, entre los dos campos, la guerra sigue siendo fría. Cada uno sabe lo que puede y lo que debe permitirse, el maestro responde en su clase a las homilías del cura, sin que se rebase el intercambio de

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palabras. La laicización no siempre progresa muy rápido. En 1900, en Maine-et-Loire, los maestros públicos a veces aún hacen recitar el catecismo y no todos los crucifijos desaparecen.

* Intento conservador de golpe de Estado militarista (N. del trad.).** Ala extrema del catolicismo (N. del trad.).*** Pacto establecido entre el Estado y el Papa durante el régimen de Napoleón I (N. del trad.).

"... que la mujer pertenezca a la ciencia o que pertenezca a la Iglesia"¡ules Ferry, Discurso sobre la igualdad de educación (Salle Moliere, 10 de abril de 1870).

...Reclamar la igualdad de educación para todas las clases, sólo es cumplir con la mitad de la obra (...); esta igualdad,(...) la reivindico para ambos sexos (...). La dificultad, el obstáculo aquí no está en los recursos económicos, está en las costumbres; está más que cualquier cosa en un indebido sentimiento masculino. En el mundo existen dos tipos de orgullo: el orgullo de la clase y el orgullo del sexo; este último mucho más malo, mucho más persistente que el otro; ese orgullo masculino (...) está oculto en los pliegues más profundos de nuestro corazón. Sí, señores, confesémonos; en el corazón de los mejores de nosotros, hay un sultán (muchas risas). (...) Se trata verdaderamente de un rasgo del carácter francés, es un no sé qué de fatuidad que hasta los más civilizados de nosotros llevamos dentro: digámoslo con franqueza. Es el orgullo del macho (risas).

Sé que más de alguna mujer me responderá, por su parte: ¿pero de qué sirven todos esos conocimientos, todo ese saber, todos esos estudios? ¿Para qué? Yo podría responderle: para educar a sus hijos, y sería una buena respuesta, pero como es trivial, prefiero decir: para educar a sus maridos (aplausos y risas).

La igualdad de educación, es la unidad reconstituida en la familia.

Hoy hay una barrera entre la mujer y el hombre, entre la esposa y el marido, lo cual provoca que muchos matrimonios, armoniosos en apariencia, encubran las más profundas diferencias de opinión, de gustos, de sentimientos; pero entonces, ya no es un verdadero matrimonio, ya que el verdadero matrimonio, señores, es el de las almas. Y, bien, ¿díganme si es frecuente ese matrimonio de las almas?

Hoy hay una lucha sorda, pero persistente, entre la sociedad de antaño, el Antiguo Régimen con su edificio de lamentos. de creencias, y de instituciones contrarias a la democracia moderna, y la sociedad que procede de la Revolución Francesa. Hay entre nosotros un antiguo régimen que siempre persiste y en esa lucha -que es el fondo mismo de la anarquía moderna- cuando el combate íntimo haya terminado, al mismo tiempo habrá terminado la lucha política. Ahora bien, en este combate, la mujer no puede ser neutra; los optimistas, que no quieren ver el fondo de las cosas, pueden figurarse que el papel de la mujer es nulo, que ella no tiene parte en la batalla, pero no se dan cuenta del secreto y persistente apoyo que ella aporta a esta sociedad que se va y que nosotros queremos expulsar sin retorno (aplausos).

(...) los obispos lo saben bien: aquel que domina a la mujer, lo tiene todo; en primer lugar porque tiene al hijo, enseguida porque tiene al marido, no quizás al marido joven, llevado por la tempestad de las pasiones, sino al marido fatigado o decepcionado por la vida (numerosos aplausos).

Por ello la Iglesia quiere retener a la mujer, por eso también es preciso que la democracia se la arrebate. Es preciso que la democracia escoja, bajo pena de muerte; es preciso escoger, ciudadanos: que la mujer pertenezca a la ciencia o que pertenezca a la Iglesia (repetidos aplausos). Fin del discurso.Las concepciones y las prácticas pedagógicas [...]

La autonomía de la enseñanza primaria justifica la ambición de sus programas. En relación con las pequeñas escuelas de principios del siglo XIX, que se asignaban modestamente como meta enseñar a leer, escribir y contar, la escuela primaria de los Gréard y de los Buisson, sin renunciara este objetivo esencial, se propone enseñar "todo el saber práctico" del que un hombre tiene necesidad durante su vida. Con un enfoque enciclo-pédico, tiene mucha historia, geografía, ciencias prácticas, para hacer un campesino sagaz y un buen ciudadano. Desde luego Gréard, retomando las instrucciones de 1887 y 1923, precisa al mismo tiempo que no se trata de aprender todo lo que es posible saber sino solamente "lo que no está permitido ignorar". La ambición no deja de ser desmesurada, y encuentra su origen en una sobreestimación del papel de la escuela y en la convicción implícita de que más tarde no se aprende lo que ella no enseñó. De pronto los dos objetivos de la enseñanza primaria,"utilitaria y educativa", para citar a P. Lapie, aunque en teoría conciliables, en la práctica corren el riesgo de incomodarse mutuamente. Para satisfacer a la función práctica, los programas se vuelven más pesados y los maestros pierden en parte la libertad y la iniciativa que requiere la educación.

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En el siglo XX, sin embargo, se perfila una evolución. Aumenta el número de niños que prosiguen sus estudios en la enseñanza primaria superior o secundaria. El "curso superior" se vuelve así una "clase de fin de estudios", especializada en los niños que alcanzan los trece años para hacer cualquier cosa. Se concibe que esta clase plantea problemas, y hacia ella se dirigen las instrucciones de 1938 y 1947, para acentuar su carácter práctico. Pero todavía ningún texto ha logrado quitar de los programas del curso elemental y medio los elementos que la prolongación de la escolaridad vuelve superfluos en ese nivel.

En los métodos, en fin, la continuidad es aún más asombrosa. La doctrina de la enseñanza primaria es, en efecto, de una perfecta claridad. En un principio se trata de un proceder intuitivo; debe partir de objetos sensibles, hacer que los niños los vean y los toquen, desprendan evidencias y se remonten poco a poco a los principios, comparando y generalizando. Desde este punto de vista, la lección de las cosas, ejercicio de observación, incluso de experimentación científica, recibe un estatuto ejemplar; aunque la enseñanza de todo lo demás debe imitar su método. Para que los niños capten los números, por ejemplo, es preciso en primer lugar presentar colecciones concretas de objetos.

En segundo lugar, se trata de un método activo, "que hace un llamado constante al esfuerzo del alumno que lo liga al maestro en la búsqueda de la verdad". Método "tan clásico'V'tan arraigado en nuestras costumbres", dice Paul Lapie. que no lo reconocemos cuando nos viene del extranjero; se nos ha vuelto "tan natural", que lo practicamos sin saberlo. Estas afirmaciones de las instrucciones oficiales sorprenden, pues la imagen tra-dicional que de sí misma da la enseñanza primaria es muy diferente; los métodos activos aparecen como una novedad, defendida y propagada por una minoría de partidarios, convencidos, claro está. Todavía con frecuencia, esos maestros son expulsados de la escuela pública que los persigue: así desplazan al futuro diputado Raffin Dugens y lo envían a 100 km del lugar donde habita su mujer; e inmediatamente después de la primera guerra, Célestin Freinet deja la enseñanza pública para poder aplicar en libertad métodos que son precisamente los que recomiendan las instrucciones oficiales. ¿Cómo entonces explicar esa aparente contradicción de la doctrina pedagógica y de la práctica?

La práctica pedagógica.

Verifiquemos en primer lugar la realidad de esta contradicción. Si bien la doctrina es clara, en efecto, la práctica lo es menos, demasiado multiforme como para dejarse reducir a esquemas absolutos. Claro está que hay maestros fieles a la pedagogía de las instrucciones. Sin embargo, parece que la gran mayoría de los maestros practica bastante poco ese método intuitivo y activo. El caso de la lección de las cosas, cuyo valor ejemplar es conocido, resulta significativo: las instrucciones vuelven a la carga sin cesar. "Con mucha frecuencia, las lecciones de cosas se reducen al estudio de un manual o de un resumen; los alumnos sólo retienen palabras vacías de sentido para ellos. De modo que ejercicios que podrían contribuir fuertemente a la formación intelectual de los niños, no tienen valor e incluso son perjudiciales" (instrucciones de 1945). Esta firme advertencia no tendría ningún sentido si la pedagogía de las instrucciones hubiera penetrado en la práctica; no cabe duda que la lección de las cosas ha permanecido generalmente, como nos la describe un libro de lectura de 1880, como un ejercicio de atención y de memoria más que de observación. La práctica contradice la doctrina.

Por lo demás, la propia doctrina no deja de tener contradicciones. Por un lado presenta al niño como un espíritu naturalmente dotado de buen sentido y de inteligencia, al cual basta despertar. Dentro de esta tradición optimista, que es la del siglo XVIII y de la Revolución, se debe tener confianza en los niños. No obstante, las instrucciones titubean inmediatamente: ¡los niños olvidan tan rápido! Son tierras vírgenes a las que hay que desbrozar con gran esfuerzo. Algunas líneas después de haber solicitado evitar a los niños el disgusto de lo ya visto, Paul Lapie usa el vocabulario militar: "sólo se harán nuevas conquistas si estamos seguros de tener seguro el terreno ya conquistado". La desconfianza sucede aquí al optimismo, y la práctica pedagógica refleja estas contradicciones: ella yuxtapone la intuición de los números con las tablas de sumar, la observación efectiva de una cosa con el aprendizaje de memoria del resumen de la lección de cosas, el análisis gramatical con memorización de listas de excepciones o de reglas de convención.

Por otra parte, varias causas favorecen la pedagogía de la desconfianza. En primer lugar, los Buisson y los Ferry entregaron a instituciones tradicionales y jerárquicas -las escuelas normales y la inspección la tarea de difundir una pedagogía innovadora. Así la tradición del magister con palmeta para castigar se había prolongado, aun cuando la palmeta hubiera desaparecido. Solamente se podía reclutar a los inspectores entre maestros experimentados; inevitablemente, ellos erigieron su práctica en regla para los principiantes, y se necesitaron décadas para que los brazos se descruzaran y los rangos se flexibilizaran. Ciertamente que se trataba de laicos. Sin embargo, y L Legrand lo notó de manera muy penetrante, el positivismo les permite conservar los mismos

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métodos que las congregaciones, conformándose con cambiar el objetivo explícito. Como en la pedagogía de los religiosos, la enseñanza se define en función del adulto por formar, no del niño por desarrollar. Ese adulto es en lo sucesivo ciudadano libre de una democracia, pero es un adulto, y la escuela se define a partir de esas exigencias sociales. Mientras que la nueva pedagogía -cuyos partidarios son al mismo tiempo opositores declarados del sistema social- da confianza al impulso vital, a la espontaneidad infantil y se preocupa por la felicidad de los alumnos, la pedagogía positivista se preocupa por elevar al niño mediante una pedagogía del esfuerzo, cuya única motivación es el deseo de crecer hasta el nivel del positivismo adulto. De ahí la relevancia de la lengua escrita sobre la lengua hablada, del texto de autor sobre el texto libre, del análisis racional sobre el sondeo experimental. Al exaltar la cultura formal y el esfuerzo, esta pedagogía "prolonga a fondo la tradición clerical" (L. Legrand). Por su laicismo y su amor a la razón, los cuadros encargados de la enseñanza primaria innovaban; sin embargo, la pedagogía a la que estaban habituados sobrevivía. Los republicanos consideran como meta de la escuela al adulto positivo, no ya al adulto creyente. Pero no consideran al niño.

La pedagogía de la desconfianza es por otra parte la que más tranquiliza a los maestros. Hay que asumir que una clase es una reunión de niños difícil de conducir. El maestro debuta con frecuencia en una escuela de pueblo donde ve que le confían varias generaciones. Mientras se ocupa de un grupo de alumnos, ¿qué hacer con los otros? O bien acepta el riesgo mayor del tumulto, constituyendo grupos de trabajo, con necesidades animadas por un adulto. o bien tiene tranquilos a los alumnos dándoles deberes y lecciones, ejercicios silenciosos y corrección rápida. En el primer caso, uno escapa rápidamente de la pedagogía autoritaria. es por ello que excelentes pedagogos se niegan a irse a las ciudades, donde la presión de sus colegas y la autoridad del director les prohibiría tales métodos. Pero la segunda solución, más segura, es la más frecuente y corresponde al dogmatismo natural del adulto docente. Por otra parte, el marco escolar difícil de adaptar y ruidoso, como la ausencia de materiales accesibles a los niños, casi no favorecen una pedagogía de la confianza, que contraría a los padres. En cambio, ¿qué se le puede reprochar a una lección que sigue el manual o se inspira en los Consejos de tal o cual inspector? Ahora bien, la emulación que reina entre los autores infla los manuales de detalles inútiles pero que pesan y los programas de por sí enciclopédicos reciben un interpretación agobiante: la única salida es la mnemotecnia.

Lo pesado de los programas y de los manuales no es lo único en tela de juicio: su soberbia ignorancia de la edad de los niños impone a los maestros "machacar". Una encuesta con 10 000 alumnos de los cursos elementales mostró que un problema en apariencia tan simple como: "Jacques tiene 7 estampas, Paul, 12. Cuántas más tiene Paul que Jacques?", no lo resuelve la mitad de los alumnos de 7-8 años, y que incluso más de un cuarto de 8-9 años tampoco lo logran. Es que a esta edad el razonamiento de la sustracción aún no se puede asimilar. De ahí que sea imposible tener confianza en la inteligencia de los niños, puesto que se les pregunta precisamente algo que los rebasa. No hay más que recurrir a mecanizaciones, es decir automatizaciones, pero ¿a qué precio? Casi todas las nociones de cálculo figuran en los programas franceses uno o dos años antes que en los programas extranjeros, lo mismo sucede con la gramática. El arquetipo de esta pedagogía podría ser la escuela maternal de 1880, ¡que se esforzaba por enseñar a leer a niños que todavía no sabían hablar! Donde la inteligencia no ha madurado, no se puede contar más que con el hábito y la memoria. Al exigir demasiado y demasiado temprano, la enseñanza elemental se condenaba a transformar la educación en adiestramiento.

En consecuencia, la evolución pedagógica es muy limitada. Sobre la trama de programas inmutables, cambian detalles. La imagen, por ejemplo, invade los libros escolares comenzando por los de geografía, y los de lecciones de cosas -¡manuales de cosas! Al negro lo sucede el color, hacia 1920. La observación de las imágenes del libro se vuelve una de las recetas pedagógicas eficaces, pero no se trata de una revolución.

No obstante, existe una excepción donde triunfan las ideas modernas: los libros de lectura. Hacia 1870, la lectura moralizante se había transformado en lectura instructiva -laicización de una tradición orientada hacia el adulto por "educar". Esta concepción no desaparece, sino que regresa y se acantona en el curso medio y superior. En el curso elemental, se descubre que los niños leen mejor lo que les interesados cuentos por ejemplo. Pero ¿cómo hablar de las hadas, mientras se proscribe lo maravilloso cristiano? Al término de un amplio debate, el racionalismo positivista triunfa. Perrault "laicizado", los cuentos sin hadas invaden las clases: La pequeña vendedora de fósforos, La cabra del señor Seguin y La caperucita roja adquieren así derecho de ciudadanía a principios del siglo XX.

Pese a esta concesión parcial a la psicología infantil, la escuela elemental sigue estando dominada por la preocupación de formar adultos para una sociedad rural, comerciante, ahorradora -¡oh problemas de intereses compuestos!- y democrática. Por ahí, aparenta ser una escuela "seria", mientras que la escuela maternal renuncia a esas preocupaciones y adopta del todo otros métodos.

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Unidad y diversidad de la enseñanza secundaria*Antoine Prost.

En realidad la enseñanza secundaria del siglo XIX yuxtaponía dos formaciones muy diferentes, aunque ambas adaptadas; por una parte, las humanidades clásicas se bastaban a sí mismas o conducían a los estudios jurídicos; por otra, las clases preparatorias acogían a los aspirantes en las escuelas de gobierno. Al margen, en un tiempo más corto, la enseñanza especial preparaba para las profesiones industriales y comerciales.

Aproximadamente a partir de 1880 este sistema sufre una crisis por causas múltiples. La enseñanza clásica es la más afectada; desde entonces ya no existe el término de estudios literarios, porque existe una enseñanza superior y su misión es preparar para obtenerla. Además, se pone en duda su valor intrínseco:¿sigue siendo conveniente para la formación de las clases dirigentes? ¿Puede alguien llamarse culto e ignorar todo lo que se refiere a las ciencias en pleno desarrollo, a las instituciones y a las lenguas extranjeras? Al mismo tiempo se complican su función universitaria y su función social; los horizontes del hombre íntegro -que tiene una visión clara y a quien nada de lo humano le es ajeno- se amplían. De ahí la crisis de las humanidades clásicas.

Así, entre 1880 y 1902 se entabla una larga discusión, que ya había comenzado en 1872 con J. Simón y M. Breál, sobre las humanidades clásicas y la enseñanza secundaria. Ésta se alimenta de una abundante y, con frecuencia, notable literatura pedagógica; los poderes públicos contribuyen a ello con estudios muy serios, como la encuesta de 1885 en las escuelas; otra en 1888 entre los rectores; los trabajos de la comisión nombrada en 1888, presidida por J. Simón; y los trabajos de la comisión de investigación parlamentaria presidida por A. Ribot en 1899. Todos estos documentos, por su amplitud y calidad, dan testimonio de la importancia de esa discusión. Por último, la enseñanza superior que ahora forma a los profesores de secundaria y por esto influye en su evolución pedagógica, interviene con autoridad en la controversia.

En consecuencia, es comprensible que se elabore una nueva pedagogía que defina la enseñanza secundaria como tal. Su profunda unidad tiene fundamentos, sin que ello excluya su diversidad interna. La enseñanza científica y la enseñanza especial, ya modernizada, se integran estrechamente a la secundaria y en 1902 constituyen su estructura casi definitiva. Lejos de desaparecer, las humanidades clásicas, centro del debate, conservan su primacía tradicional gracias a nuevas justificaciones. Finalmente, la enseñanza femenina, tras una fase de desarrollo original y autónomo, para 1925 se basa totalmente en la unidad del ciclo secundario. Para quebrantar este edificio coherente, pero no monolítico, se precisará un crecimiento masivo del número de alumnos, consecuencia de la gratuidad (1930). Entonces los problemas cambian de naturaleza, pero son los mismos a los que nos enfrentamos hoy.

* En Historia de la enseñanza en Francia 1800-1967 (Histoire de l'enseignement en France 1800-1967), Tatiana Sule (trad.), París, Armand Colín, 1968, pp. 245-257 y 261-271. [Traducción de la SEP con fines académicos, no de lucro, para los alumnos de las escuelas normales]

Nueva pedagogía y estructura de la enseñanza clásica.La nueva pedagogía.

Lo esencial de la reforma de la enseñanza de 1880 a 1902 lo constituye la elaboración de una nueva pedagogía; pero no se puede tomar ninguna medida importante, si no va acompañada por un texto que la precise. Después de la vana circular de 1872, lo que define el espíritu de los nuevos programas es una nota de 1880, bastante breve, redactada por E. Zévort y E. Manuel. En 1890, copiosos señalamientos provenientes de los informes de la Comisión J. Simón desarrollan la filosofía de la nueva pedagogía. Finalmente, después de la reforma de 1902, la inspección general redacta señalamientos oficiales "más escolares" desde el punto de vista técnico. Sin embargo, todos estos textos se inscriben en la misma dirección evolutiva. Mientras que los ejercicios de la antigua pedagogía se van quedando atrás, la nueva va tomando cuerpo.

Los reformadores hacían fundamentalmente dos reproches a la antigua pedagogía; por una parte, la excesiva importancia concedida a la memoria sobre la inteligencia y, por otra, su enorme apego al manejo de las palabras y no al análisis de los hechos o a la reflexión. El tema "de las reglas" y el discurso, mecánicos o verbales, en las lenguas latín o francés, ocupaban en la memoria un lugar característico,y sus defensores los justificaban precisamente como ejercicios de memoria que no requerían un esfuerzo de inteligencia.

La reforma de 1880, sin duda más importante por otros aspectos, marca un sensible retroceso a la antigua pedagogía. La composición en latín desaparece del bachillerato y el discurso en esa misma lengua se suprime del examen general. Los versos latinos se vuelven optativos, y se pone mayor acento en la traducción directa en detrimento de la traducción inversa. Según precisa la nota del 12 de agosto, se trata de ir del ejemplo a la

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regla, de la lengua a la gramática y no a la inversa. La traducción directa también se puede volver un ejercicio mecánico, para evitarlo se advierte contra el abuso del procedimiento de "palabra por palabra" y el uso inmoderado del diccionario. La composición en francés, que reemplaza a la composición en latín en el bachillerato. se separa del discurso:"se evitará el abuso de las materias (dictadas) que favorecen las ampliaciones estériles y se habituará al alumno a encontrar las ideas principales en sus composiciones".

Los señalamientos de 1890 y de 1902 a 191 I retoman los mismos consejos. En 19021a composición en latín desaparece del programa; el propio término de retórica se borra de las denominaciones oficiales. Comienza el reinado de la disertación. Al principio, la introducción de “una composición francés” en el bachillerato tenía a los profesores perplejos, porque no sabían qué tema impartir. Poco a poco se van imponiendo los temas de historia literaria, incluso cuando la historia literaria ni siquiera era aceptada; los programas de 1890 le otorgan 15 horas en segunda y en primera1; las instrucciones de 1902 condenan el curso dogmático y continuo de literatura y el compendio que permite hablar de autores que se desconocen; proscriben los temas ambiciosos, que repre-sentan una oportunidad para la "mentira" intelectual. El propio G. Lanson afirma que la historia literaria/'asunto de la enseñanza superior", es "un azote" en la enseñanza secundaria. Sin embargo, desde 1895 en el examen de bachillerato se piden temas ules como -y no estamos tomando ejemplos caricaturescos-"comparar a Pascal, La Bruyére y La Rochefoucauld''mostrar la superioridad de la prosa sobre la poesía en literatura francesa del siglo XIX y explicar las razones","el Renacimiento ¿fue nocivo para el desarrollo espontáneo de la literatura francesa?". El gran número de autores del programa multiplica los temas posibles del examen de bachillerato y condena a los profesores a ser superficiales. Así, la retórica no desaparece por completo y con frecuencia la composición en francés sigue siendo el arte de estructurar las ideas recibidas. No obstante su ideal es muy diferente, y su práctica se da en las clases, cuando se utiliza una disertación para concluir el estudio serio de una obra. Se trata de reflexionar sobre un tema literario, extraer y organizar sus ideas generales. Es una mutación pedagógica, del discurso a la disertación, el plan prevalece sobre el estilo, la crítica reemplaza a la retórica.

De esta manera se afirma uno de los rasgos fundamentales de la nueva pedagogía, una voluntad de sumisión a lo real. C. Falcucci, en su tesis de 1939 a la que tanto le debemos, lo subraya al repetir la fórmula de J. Ferry a propósito de la reforma de 1880:"la lección de las cosas como base de todo". Se pretende una trayectoria más empírica que racional -en estos términos se formula en 1890 la oposición en relación con las lenguas muertas. Es preciso ejercitar la mente en contacto con las realidades. De ahí la importancia ejemplar del método experimental, al cual Durkheim otorga un lugar privilegiado en su curso de 1904. Por lo demás, las instrucciones de 1902 insisten en el aspecto experimental de la física y de la geometría, y la misma preocupación explica la considerable importancia que se les otorga a las ciencias naturales en la primaria, en detrimento del cálculo.

Esta pedagogía empírica conduce a privilegiar la explicación de los textos en la enseñanza literaria, preliminar lógico de cualquier disertación. "Lo que nos corresponde propiamente, dicen los señalamientos de 1890, es la lectura y la explicación de los textos: ahí está el fondo y la vida misma de la enseñanza secundaria". Y aún más: "el centro de gravedad de la enseñanza secundaria está en la explicación". No nos sorprendamos, la explicación da la espalda al comentario puramente gramatical o de admiración. Se vincula más con las ideas y los sentimientos que con las palabras y los giros. Aspira a que se reflexione sobre la naturaleza moral del hombre; es una "verdadera lección de cosas morales profesada por escritores geniales".

1 Actualmente, la enseñanza en Francia está dividida de la siguiente manera: enseñanza preescolar (de los 3 a los 6 años); enseñanza primaria (curso preparatorio, curso elemental I, curso elementa] II, curso medio I, curso medio II); enseñanza secundaria, 1er ciclo, colegio (6a, 5a, 4a, 3a); enseñanza secundaria, 2o ciclo, liceo (segunda, primera, terminal); título de bachiller (examen de bachillerato). N. de la trad.

En este nivel ya aparece un nuevo formalismo. Claro está que la explicación vuelve la espalda al formalismo retórico y no aspira a constituir una colección de giros... Pero poco importa que sea sobre Platón, Goethe o Corneille, el objetivo no es conocer a esos autores, sino aprender a leer y a reflexionar sobre el hombre. El contenido de los estudios cuenta menos que el análisis profundo que de ellos deriva y los ejercicios escolares deben considerarse sólo como tales, independientemente de los conocimientos que parecen querer transmitir.

Este razonamiento permite justificar la enseñanza de las lenguas antiguas. Las instrucciones de 1890 son claras: "no se trata de crear latinistas o helenistas profesionales. Simplemente, lo que se pide es que el latín y el griego, por su parte, contribuyan a la formación general del intelecto" (Falcucci, p. 415). Lo que interesa no es saber si los bachilleres son muy buenos en latín, sino si ejercitaron su inteligencia y aprovecharon el manejo de un método. Es indudable que una buena formación de la inteligencia resulta de la práctica de la traducción directa del latín, aún cuando no conduzca a un entendimiento real del mismo; lo que cuenta no es el resultado, es el proceso. De igual manera, no se preguntan si el razonamiento que la traducción del latín puede convertir

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en hábito, es claramente aquel que necesitarán los comerciantes y los industriales; la inteligencia es fundamentalmente una y ciertos ejercicios no tienen rivales. Sea cual fuere el juicio sobre su contenido, las lenguas antiguas se encuentran destinadas a constituir un ejercicio irremplazable.

Esta pedagogía, que era entonces nueva, que definen tanto el método experimental como la explicación de textos, la disertación y la traducción directa, no ha dejado de inspirar a nuestra enseñanza secundaria, y más de un discurso de entrega de premios desarrolla aún hoy sus temas fundamentales. En 1939, C. Falcucci encuentra acentos simpáticos para comentar los señalamientos de 1890; le parecen profundamente justos. En la primera mitad del siglo.se establece un consenso pedagógico que prueba el inmenso éxito de la ocurrencia de Edouard Herriot "la cultura es la que queda cuando se ha olvidado todo". En efecto, por su indiferencia a los contenidos de la enseñanza, este método vacío definía una cultura verdaderamente general.

Además, esta pedagogía explica la evolución de la enseñanza secundaria. En primer lugar, salva a las humanidades clásicas que logran conservar su antigua primacía. Permite una diversificación interna de la enseñanza mediante los contenidos, respetando la unidad fundamental de los métodos. Por último, amplía la empresa de la enseñanza secundaria; la cultura que pretende dispensar es en efecto lo suficientemente general a partir de ahora como para exigírsela a todos los alumnos, incluso a los candidatos a las escuelas especiales. Estas tres consecuencias son claramente visibles en la sucesión de las reformas que modifican la estructura de la enseñanza secundaria, al mismo tiempo que precisan su pedagogía.

La estructura de la enseñanza secundaria (1880-1902).

En 1880, además de la enseñanza especial de la cual hablaremos más adelante, existían de hecho dos enseñanzas secundarias; por una parte, una enseñanza literaria cuya sanción normal era el bachillerato en letras dividido en dos partes a partir de 1874; por otra, las clases "preparatorias" para las grandes escuelas, adonde se entraba después de 3a o 2a y que conducían o no al bachillerato en ciencias, fundado en 1852 por Fortoul. De modo que la bifurcación no había desaparecido y, así como hemos intentado mostrarlo, la cultura general no era más que la cultura especial de los notables.

Con un curioso silencio, los reformadores dejan de lado la enseñanza científica, para tomarla contra las humanidades tradicionales. Se les hacen dos reproches muy diferentes. Por un lado, los partidarios de un humanismo moderno discuten radicalmente su adaptación a las necesidades de la época. ¿Cómo decirse culto e ignorar todo acerca de los progresos recientes de la erudición y de la ciencia? Es preciso recortar los progra-mas y dar lugar a disciplinas modernas. Otras críticas, más moderadas, las formula "un partido joven, ardiente, decidido que demanda que se desechen las antiguas rutinas y que se inauguren resueltamente métodos modernos" (G. Boissier). Son partidarios de las humanidades grecolatinas, pero rechazan la antigua pedagogía. En la disputa de los "antiguos" y los "modernos", ocupan una posición intermedia: son "antiguos", pero reformistas. Denunciados por todo un partido conservador, salvan a las humanidades clásicas porque realizan las reformas necesarias a tiempo.

La reforma de 1880 (disposición del 2 de agosto) es el resultado de un compromiso entre esas dos tendencias desigualmente innovadoras. A los modernos les aporta nuevos programas y horarios. El latín y el griego pierden dos años, comenzando respectivamente en 6a y 4a. El francés, las lenguas vivas, la historia y las ciencias adquieren mayor importancia. De hecho esta victoria de los modernos sigue siendo limitada, las lenguas antiguas aún ocupan la tercera parte del horario de clases propiamente secundarias, por lo cual. Ferry en su discurso para el examen general, puede afirmar con razón que: "las lenguas antiguas conservan aún su antigua primacía. Pero... su estudio se ha podido diferir y concentrar a la vez" (C. Falcucci, p. 347).

A los partidarios de una nueva pedagogía, la reforma les aportaba satisfacciones más sustanciales. En su nota del 12 de agosto, E. Zévort y E. Manuel retomaban las principales ideas de los innovadores y postulaban precisamente su pedagogía. Ferry no se equivocó cuando más tarde declaró que lo esencial en la reforma de 1880 no habían sido los programas sino los métodos.

Sin embargo, los programas eran demasiado pesados. Como signo inequívoco de esa sobrecarga, por primera vez aparecían los cuadros que precisaban exactamente el horario de cada disciplina. Esa aritmética laboriosa no satisfacía a nadie y muy pronto se asumió que debía revisarse el compromiso de 1880. Esto se llevó a cabo por primera vez en 1884 (circular del 13 de septiembre sobre los horarios, plan de estudios del 22 de enero de 1885) y luego en 1890 (disposiciones del 28 de enero sobre los programas y del 12 de junio sobre el empleo del tiempo). En cada ocasión las reducciones tienen que ver con las materias que se habían beneficiado con la reforma de 1880. En 1884, la enseñanza del griego recupera lugar en 5a, las ciencias, las lenguas vivas, la

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historia y el francés pierden 18 horas. En 1890, desaparecen las mismas disciplinas, con excepción del francés. El cuadro siguiente, tomado de la tesis de C. Falcucci (p. 41 I), resume esa relativa restauración de las lenguas antiguas:

Francés......................Latín y griego...........Lenguas vivas...........Historia y geografía..Ciencias....................Dibujo.......................Filosofía....................

total...........................

1880 1885 1890 diferencia 1980/1880

21 17 18 -359 59 59 018 15 10 -8 24 20 171/2 -63/4

28 13 161/2 -111/2

14 14 10 -48 8 63/4 -11/4

172 154 1371/2 -341/2

Nota: Las cifras indicadas resultan de la suma de los horarios semanales en las clases secundarias (3 hrs. en 6° + 3 hrs. en 5o + 3 hrs. en 4o; etcétera = 18).

Aquí se aprecia con claridad que el latín y el griego fueron los principales beneficiarios de las reformas de 1884 y 1890.

No obstante, en 1890 la idea de una cultura general es ya lo suficientemente precisa para intentar un paso hacia la unificación de la enseñanza secundaria. El decreto y la disposición del 8 de agosto modifican el bachillerato. Además de algunas medidas de detalle que denotan la evolución pedagógica, tales como la notación de 0 a 20 y la aparición del libro escolar aún optativo, esta reforma suprime la distinción de los dos bachilleratos, en letras y en ciencias. Ya no hay más que un solo bachillerato en la enseñanza secundaria. La primera parte es común para todos los alumnos, la segunda se divide en dos secciones: la filosófica y la matemática. La bifurcación de las secciones literarias y científicas se traslada al final de la primera parte, imponiendo a estas últimas las humanidades, que con frecuencia se descuidaban, si no se hubieran dejado subsistir paralelamente las clases "preparatorias". M. Berthelot no deja de subrayar este hecho, en los famosos artículos de la Revive des Deux Mondes, donde aboga por la necesidad de una sección científica, sección que en realidad ya existía. En 1890, en los liceos de provincia, I 265 alumnos entran a las clases "preparatorias" de matemáticas elementales, en comparación con I18 que salen de retórica y 189 de filosofía. En Saint Cyr, en clase de preparación se aprecia el mismo fenómeno; 479 alumnos vienen de las clases "preparatorias", 52 de retórica y 207 de filosofía. Y para concluir:"la gran mayoría de los alumnos que quieren concursar para las escuelas de gobierno, hacia el final de sus estudios escapan de los cuadros de la enseñanza clásica" (La Revue des deux Mondes, 15 de marzo de 1891, p. 362).

En 1902 la unidad de la enseñanza secundaria encuentra su forma contemporánea.2 En efecto, ya era obvio que las letras antiguas, en su integridad. no eran compatibles con las exigencias de los exámenes de admisión de los centros universitarios. Se les podía pedir a los candidatos más cultura general, pero no precisamente la cultura general de las secciones literarias. De ahí la idea de una sección latín-ciencias. Para la unidad de la enseñanza secundaria, el sacrificio necesario se le pedía al griego, lo cual era natural dentro de la lógica de una pedagogía indiferente a los contenidos de enseñanza y preocupada ante todo por encontrar ejercicios formales de inteligencia. Al griego tal vez lo habría podido salvar su literatura, pero al latín lo salvó su sintaxis.

A partir de ese momento, se pueden definir las tres grandes secciones de la enseñanza secundaria. Después de un primer ciclo clásico, donde el griego se introduce en forma optativa en 4a y 3a,se distinguen tres secciones en 2a; una sección latín-griego (A), una sección latín-lenguas B) y una sección latín-ciencias (C). Se agrega una cuarta, moderna o lenguas-ciencias (D), que sigue a un primer ciclo sin latín. Sin embargo, la enseñanza secundaria proviene de una larga evolución, la de la enseñanza especial.

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De la enseñanza especial a la enseñanza moderna.La enseñanza especial en 1880.

Las humanidades clásicas no eran muy convenientes para aquellos niños cuyos padres los destinaban a la agricultura, al comercio o a la industria. La observación no era nueva y desde hacía ya mucho tiempo en los colegios y liceos se habían creado cursos especiales para satisfacer a esta clientela particular. V. Duruy había dado un nuevo impulso a ese tipo de enseñanza, fundando lo que se llamó la enseñanza secundaria especial.

Quince años más tarde, la enseñanza especial era un éxito. Se había desarrollado más rápidamente que la enseñanza clásica pasando de 16 882 alumnos a 22 708 de 1865 a 1876, es decir un crecimiento del 35% contra un 23% del número de alumnos en la enseñanza secundaria pública. Además había permanecido fiel a su vocación: como prueba tenemos un informe de Gréard para la Academia de París (1881). Dos terceras partes de los alumnos de origen familiar conocido provenían de los medios agrícola, comercial o industrial; 72% de ellos se dirigían hacia esas ramas de actividad, sólo el II% proseguía sus estudios o ingresaba a escuelas de gobierno. Así, la enseñanza especial efectivamente desembocaba en la vida activa.

2 La reforma de 1902 es el resultado de las conclusiones de la Comisión Ribot. Una carta del ministro G. Leygues a Ribot fija los principios de la reforma en enero. En febrero interviene un voto en la Cámara. El texto decisivo es la disposición del 31 de mayo (plan de estudios, horarios y examen de bachillerato).

Sin embargo, este cuadro optimista comportaba algunas sombras. La organización de los estudios no parecía muy buena. V. Duruy la había concebido en forma concéntrica, los cuatro años de escolaridad retomaban el mismo programa profundizándolo. El sistema favorecía la deserción, sólo el 54% de los alumnos seguía los cursos por más de dos años y una cuarta parte, toda la escolaridad. De manera que se podía pensar en reforzar esos estudios sin cambiar su orientación, y se encargó a una comisión la preparación de una reforma. Como testigo de la continuidad de la empresa se le confió la presidencia a Víctor Duruy (1881). Veinte años más tarde, la enseñanza especial había desaparecido para dejar su lugar a la sección moderna de la enseñanza secundaria.Las etapas de la evolución.

Cuatro fechas marcan la integración progresiva de la enseñanza especial a la enseñanza secundaria: 1881, 1886, 1891 y 1902.

En apariencia, la primera reforma (decretos del 4 de agosto de 1881 y del 28 de julio de 1882) no modifica la orientación práctica de la enseñanza especial. Los estudios duran cinco años, es decir uno más que en el pasado; pero se distingue un ciclo medio de tres años y uno superior de dos; así los alumnos más ansiosos por entrar a la vida activa pueden dejar la enseñanza especial al terminar el ciclo medio, con un certificado de estudios.

De hecho, las modificaciones son más importantes. En primer lugar, los programas se vuelven progresivos, un año ya no puede aislarse del ciclo del que forma parte, con lo cual se espera evitar la deserción durante la escolaridad. De repente, la pedagogía cambia, hay más tiempo, se vislumbra una formación del entendimiento por sí misma. Dos signos dan prueba de ello: el abandono de los ejercicios prácticos, que tenían un lugar importante en el sistema de V. Duruy; y la creación de un título de bachiller de la enseñanza secundaria especial, sanción normal de los estudios, que permite el acceso a las facultades de ciencias y de medicina; se percibe la atracción del modelo clásico.

En 1886, se da un paso más en esta dirección (disposición del 10 de agosto). Los estudios se alargan un año más y desaparece la distinción de los dos ciclos; como su modelo clásico, la enseñanza especial se vuelve continua y progresiva. Por lo demás, numerosas administraciones reconocen en el bachillerato de la enseñanza especial los mismos derechos que en el de la enseñanza clásica.

En 1891, comienza una nueva etapa (decreto del 4 de junio, disposición del 25 de junio). Las clases de la enseñanza especial reciben denominaciones tradicionales: 6a, 5a, 4a, etcétera. El bachillerato deja de llamarse "especial" para tomar el título de "moderno", porque el consejo superior se negó obstinadamente a llamarlo "clásico francés". No obstante conserva su inferioridad jurídica en relación con el bachillerato de la enseñanza clásica. Sin embargo, la distinción de dos clases de Ia, una literaria (6 horas de filosofía) y otra científica, acentúa el parecido de esta clase terminal con las de la enseñanza clásica.

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La reforma de 1902 acaba la evolución; la enseñanza especial desaparece como tal, ya no hay más que un sección moderna de la enseñanza secundaria. Aún no lleva esta etiqueta; en la organización en ciclos sucesivos que entonces prevalece, la sección B del primer ciclo, sin latín y la sección D del segundo (lenguas-ciencias) recogen la herencia de la enseñanza moderna. Este bachillerato ya no se distingue de los otros bachilleratos de la enseñanza secundaria y pierde la inferioridad jurídica que todavía lo caracterizaba en 1891. A la enseñanza especial la sucedía una enseñanza clásica sin latín.

En consecuencia, estamos en presencia de una evolución muy rápida, que lo hubiera sido aún más sin la oposición que los partidarios de lo clásico establecieron para acabar con ella: la igualdad de sanciones. ¿Cómo explicar semejante mutación?

Las razones de la evolución.

La transformación de la enseñanza especial en enseñanza moderna no obedece a una lógica interna. Es preciso buscar las razones del advenimiento de lo moderno sobre todo en su relación con la enseñanza clásica, en el seno de un solo y mismo sistema educativo, más que en la propia enseñanza especial. En primer lugar, porque los defensores de las humanidades clásicas favorecieron esta transformación. Efectivamente, la creación de una secundaria moderna era la única salida a las contradicciones dentro de las cuales se debatía la enseñanza clásica. Cierto es que, si hubiese sido perfectamente lógica, debería haber rechazado de manera categórica la constitución de humanidades modernas. Toda su ideología se basa en la afirmación de la unicidad de la cultura: ya que hay un hombre eterno y los antiguos lo expresaron de manera ejemplar, cualquier for-mación humanista pasa por las humanidades grecolatinas. La propia idea de una pluralidad de culturas es para ella escandalosa, ya que pone directamente en duda la afirmación central del humanismo tradicional. Hablar de humanidades modernas no es completar las humanidades clásicas sino negarlas.

Sin embargo, los defensores de las humanidades tradicionales fomentan la fundación de una enseñanza moderna, porque ahí ven el medio de escapar de la revisión desgarradora que querrían imponerles los modernos. Éstos sostienen que el humanismo grecolatino ya no responde a las necesidades del momento. Si bien la enseñanza clásica sigue siendo fiel a su pretensión de ser la única enseñanza de cultura, no puede eludir la intimidación. Tiene que revisar sus programas, ampliar sus horizontes, y no solamente amputar el horario de las lenguas antiguas, sino también cambiar de perspectivas. La reforma de 1880 se internaba en esta senda; a los alumnos se les impuso una sobrecarga, en tanto que las lenguas antiguas fueron reducidas a su mínima expresión, con el pesar de sus defensores. Por el contrario, admitir que no son necesarias para todos y que algunos alumnos pueden recibir una cultura verdadera mediante otra enseñanza, permitía mantener una fuerte sección grecolatina reservada para los mejores. Así el asunto se ve desplazado, las humanidades tradicionales siguen siendo la forma superior de la cultura, pero de hecho no tienen a los alumnos que merecen. En 1887 el ministro E. Spuler elaborará explícitamente el siguiente razonamiento: hay que desarrollar la enseñanza moderna para los alumnos rezagados en clásica. El proceso de los alumnos sustituye al de las humanidades. Así, el fortalecimiento del latín y del griego en la sección clásica camina a la par de la transformación de la enseñanza especial en moderna.

La posición de los defensores de lo clásico es contradictoria. Sostienen que las humanidades tradicionales son las únicas válidas o, por el contrario, admiten que constituyen otro tipo más de humanidades. De hecho la contradicción sólo es aparente y se resuelve en la afirmación de una superioridad. Los defensores de las humanidades clásicas expresamente quieren que otras sean posibles, con tal de que no sean ¡guales a ellas. Por lo tanto, estimulan la transformación de la enseñanza especial en enseñanza moderna, al tiempo que se esfuerzan por mantenerla en un rango inferior. Así en 1886, mientras la reforma de 1884 acaba de reforzar el latín y el griego en las secciones clásicas, el consejo superior constituye la enseñanza especial en enseñanza continua de seis años pero se niega a llamarla "clásica francesa".

Su Comisión rechaza formalmente la idea de una asimilación de la enseñanza en cuestión con la enseñanza clásica. Para ella sólo hay una enseñanza clásica, la enseñanza cuya base es el estudio de las lenguas antiguas.Cualquier otra enseñanza que tuviera el mismo objetivo a través de otros medios, en su opinión no puede ser más que un simulacro de enseñanza clásica no necesaria (Revue internationale de l'enseignement, 1886, II, p. 353).En 1890 encontramos la misma actitud que une tres series de medidas: el fortalecimiento de las lenguas antiguas en la sección clásica; la acentuación del carácter clásico moderno de la enseñanza especial que pierde este nombre; y el mantenimiento de un status de segunda categoría de esa enseñanza moderna, cuyo título de bachillerato sigue siendo jurídicamente inferior al de la enseñanza clásica.

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La reforma de 1902 parece poner término a esta desigualdad. La enseñanza moderna desaparece como tal para dar lugar a secciones sin latín de una sola enseñanza secundaria, a la vez clásica y moderna en todas sus secciones. Pero el hecho no concuerda con la teoría; las secciones sin latín siguen siendo inferiores. En primer lugar, debido al reclutamiento; los mejores alumnos son orientados de manera sistemática hacia las secciones clásicas, práctica inevitable puesto que el desarrollo de la enseñanza moderna se había fomentado precisamente para permitir que las secciones más nobles se aligeraran y no tuvieran que recibir a los alumnos menos dotados. Pero además, por su organización pedagógica, la enseñanza moderna reconocía implícitamente la superioridad de las humanidades tradicionales; había fracasado al querer crear un humanismo en verdad moderno y ese fracaso estaba inscrito en las propias causas de su evolución.

En efecto, para conservar una originalidad pedagógica, la nueva enseñanza debió haberse defendido de la atracción que ejercía la enseñanza clásica. Tanto era el prestigio de esta última que el asunto habría sido difícil aun cuando las escuelas modernas hubiesen sido distintas de las clásicas, como lo deseaba Bréal, casi sólo inspirándose en la distinción de las reaischulen y los gymnasium de Alemania. En la estructura francesa tener varias secciones en una misma escuela, con seguridad era imposible. Los profesores se sentían menospreciados; en los patios de recreo los alumnos se hacían tratar de "francés" o de "no latino" por sus camaradas de las secciones clásicas. ¿Cómo la enseñanza especial no iba a desear obtener reconocimiento y consideración imitando a su prestigiado superior?

Por lo demás, ¿acaso se le ofrecía otra vía que no fuera esa imitación para volverse una enseñanza de cultura general? Aquí nos topamos con una dificultad mayor del pensamiento pedagógico, que aún no se ha resuelto. V Duruy había intuido la posibilidad de una enseñanza práctica y cultural al mismo tiempo. Aquel hijo de un obrero de los Gobelinos3 sentía, aunque de manera algo confusa, que de una enseñanza práctica e incluso de los tra-bajos del taller podía resultar una formación general del entendimiento. De ahí su insistencia por igual para ambos calificativos de la nueva enseñanza, "secundaria" y "especial".

No obstante, sus sucesores no llegan a entender esa intuición, que V. Duruy jamás desarrolló suficientemente. Más aún, denuncian una contradicción en ella. Por ejemplo, para León Bourgeois, lo práctico y utilitario se opone a lo cultural y desinteresado. A falta de una pedagogía que buscara deliberadamente cultivar el espíritu en la ejecución de ejercicios prácticos y útiles, la enseñanza especial sólo podía realizar su ambición cultural agregando a sus ejercicios prácticos otros ejercicios reconocidos como culturales, es decir copiados de la enseñanza clásica: disertaciones, explicaciones de textos, traducciones directas. Como en los hechos no pudo superar la oposición entre lo cultural y lo práctico, abandonó lo que había sido su razón de ser. Al no poder ser secundaria por ser especial, se volvió secundaria aunque especial y pronto, simplemente secundaria.

La imposibilidad de concebir ejercicios de cultura diferentes a los de la educación literaria tradicional fue fatal para la enseñanza especial. En primer lugar, dado que cualquier horario es limitado, inevitablemente los ejercicios culturales eliminan a los ejercicios prácticos. La enseñanza especial pudo convertirse en el núcleo de una enseñanza técnica larga -lo que en el fondo defendía Bréal al querer separarla, pero se volvió una enseñanza clásica de segunda categoría. El fracaso es grave, tanto para la formación profesional que tiene medio siglo de retraso, como para el humanismo moderno que ya sólo se define como un reflejo del humanismo clásico. Bréal lo señala con severidad en 1898: "se la ha convertido (a la enseñanza moderna) en un doble de la enseñanza clásica, al poner alemán donde la otra ponía latín, o inglés donde la otra decía griego". Esa misma imitación era la confesión inapelable de una inferioridad congénita.

3 Célebre manufactura de tapices francesa fundada en París por Luis XIV en 1667, a sugerencia de su ministro Colbert. (N.de la trad.)

La enseñanza femenina de la autonomía a la unidad.

Por mucho tiempo el Estado no había sentido la necesidad de organizar una enseñanza femenina. Efectivamente, la enseñanza secundaria del siglo XIX no aspiraba a dispensar una cultura general sino a preparar para las funciones públicas o para las escuelas especiales. Éstas no estaban hechas para las mujeres, cuya "vocación" estaba en el hogar; el poder público no tenía por qué ocuparse de un asunto eminentemente privado.

Sin embargo, a la mujer no se le privaba de educación. Algunas pensiones, principalmente de religiosas, pero también instituciones laicas de la primera mitad del siglo, acogían a jovencitas a partir de los 8 años. Por lo general, permanecían ahí unos cinco o seis años, la mayoría de la veces como internas. Lo primero que hacían era desarrollar su devoción y su piedad, pero también trataban de convertirlas en buenas amas de casa. Les

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enseñaban a recibir, a mantener una conversación, a redactar cartas correctamente, a llevar las cuentas, lo que suponía bastante buena ortografía y cálculo, así como gramática y francés. Para ello tenían la necesidad de llamar a docentes externos, incluso hombres; a finales del Segundo Imperio las instituciones religiosas contaban con 614 profesores. Finalmente, las artes decorativas ocupaban un lugar importante en esta pedagogía.

Esta educación se basaba en una concepción de la especificidad femenina propia de las clases dirigentes. La prueba está en que no se les ocurrió en absoluto inspirarse en ella cuando se trató de fundar la instrucción primaria de las niñas del pueblo, que se desarrolló más tarde que la de los niños, pero siguiendo las mismas normas pedagógicas. La campesina está sometida a su marido y casi no tiene tiempo de pensar a en su "femineidad". En la unidad familiar de producción, el aporte de su rueca. de su oficio como tejedora, su trabajo en el jardín y el corral sobre los que reina, no es despreciable; con frecuencia ella es la que lleva al hogar el dinero líquido del mercado vecino.

La burguesa, por el contrario, no se ocupa de su casa, la dirige; el personal doméstico -al menos una empleada muy eficiente- hace el trabajo. Así ella puede dedicarse a las obras de caridad y a la vida mundana, recibir en su salón el día correspondiente, hacer visitas el resto de las tardes. Hay pocos intercambios con los hombres, en la tarde ellos trabajan; en la noche, una vez terminada la cena, platican entre ellos fumando y se con-sideraría "femenino" interrumpir esta costumbre.

El drama es que esta separación de sexos perturba enormemente sus relaciones. La galantería puede divertir un tiempo; es preciso que pase la juventud. Pero el matrimonio es un final, un "entierro". ¿Cómo se relacionan seres tan diferentes? En su gran discurso dé la Sala Moliere (1870), J. Ferry desarrolla ampliamente este tema: la unión de las almas es imposible, y se sabe que la señora de Ferry fue un ser excepcional. Joseph Caillaux. en sus memorias, expone sin rodeos que no quiso romper una relación halagüeña para casarse con una "pequeña oca blanca" que lo habría llevado a misa. Por un lado las cosas serias, los negocios, la política, la sociedad moderna, y la incredulidad; por otro, la devoción y la frivolidad.

Del mismo modo se planteaba el problema de la enseñanza secundaria de las jóvenes, aunque de manera ambigua. Por una parte, se quería para ellas una enseñanza diferente a la de los jóvenes, ya que se intenta respetar su "femineidad". Pero por otra, se pretendía llenar el hueco que separaba intelectualmente a ambos sexos. En consecuencia, se concebía una enseñanza abiertamente cultural -en el sentido desinteresado- ya que no se trataba en absoluto de preparar a las jóvenes para ejercer una profesión; pero al mismo tiempo se quería desarrollar el hábito de razonar de manera positiva, para que hombres y mujeres hablaran un lenguaje común. Así, la enseñanza femenina aparece como un medio para luchar contra la superstición, el misticismo y la influencia clerical. "Es preciso escoger, ciudadanos, concluía J. Ferry: es preciso que la mujer pertenezca a la ciencia o que pertenezca a la Iglesia."

No nos debe sorprender que el primer intento por fundar una enseñanza secundaria para señoritas lo realizara un libre pensador como V. Duruy, y que suscitara la oposición salvaje de la Iglesia católica. La iniciativa, sin embargo, era modesta; V. Duruy no deseaba en absoluto crear escuelas especiales para los cuales no habría créditos. Solamente pedía a las municipalidades instituir en locales dependientes de ellas cursos públicos pagados, donde las madres podrían conducir a sus hijas y donde los profesores de los liceos de hombres dictarían conferencias más que propiamente lecciones. La respuesta fue entusiasta. Monseñor Dupanloup opuso el sexo de los profesores al de los alumnos, y el carácter público de los cursos a la vocación privada de las mujeres. Su reacción fue tan torpe que, según una obra reciente, el fogoso obispo denunció la cultura insuficiente de las mujeres. Era obvio que la hostilidad del episcopado, sostenido por monseñor Dupanloup se explicaba por el temor a una competencia que podría amenazar el monopolio de las instituciones religiosas.

Por lo demás, la empresa de V. Duruy sólo tuvo un éxito limitado. Se abrieron unos cuarenta cursos públicos; en 1881 se cuentan 101 con 4 206 alumnos. Además fue imposible organizar un ciclo regular de estudios, en tres o cuatro años, como lo había pensado V Duruy. El curso público tenía más de asociación cultural que de enseñanza regular.

No obstante, la enseñanza secundaria femenina progresaba. En los cursos privados, prósperos, el nivel de estudios se elevaba. A falta de un diploma particular que sancionara estos estudios, el certificado superior era muy solicitado por las jóvenes que no se destinaban en absoluto a las funciones de institutriz. En la Academia de París, 356 candidatas obtuvieron ese certificado en 1855,570 en 1865, I 356 en 1875 y 3 164 en 1881. Con respecto a estas últimas cifras, Gréard piensa que al menos I 900 no responden a ningún deseo utilitario. Al mismo tiempo, en toda Francia, 6000 jóvenes eran recibidos en ambos bachilleratos. Bajo el casi monopolio de

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los cursos privados, la enseñanza femenina alcanzaba así un desarrollo comparable con la de los jóvenes. Por lo demás, algunas jóvenes ya empezaban a solicitar el bachillerato: de 1866 a 1881,49 terminaron en letras y 39 en ciencias. Incluso 20 señoritas ya habían obtenido la licenciatura en medicina. De Duruy a Ferry, la situación había cambiado singularmente; se sentía con claridad la necesidad de organizar y estructurar la enseñanza femenina y, sobre todo, de no dejarla por completo en manos de la iniciativa privada, puesto que ahora respondía a una necesidad social.Así pues, los republicanos en el poder retomaron la idea de una enseñanza secundaria pública para las señoritas. Camille Sée proponía fundar internados, Jules Ferry y Paul Bert pensaban que las escuelas externas eran menos onerosas y más fáciles de crear. Sin duda también conscientes de las resistencias que la iniciativa suscitaría: el temor de que se les arrebataran sus hijas, casi no se preocupaban por reforzarlos. La ley del 21 de diciembre de 1880 instituyó escuelas para señoritas, dejando a las municipalidades la posibilidad de anexarles internados. Rápidamente se organizaron liceos y colegios de señoritas; en 1883 contaban con 23 establecimientos, 71 en 1901 y 138 en 1913.

La enseñanza femenina se parecía mucho a la enseñanza especial. El decreto del 14 de enero de 1882 que organiza sus estudios, les da una estructura idéntica: dos ciclos sucesivos, uno de tres años, que terminaba con un certificado de estudios, otro de dos, sancionado por un diploma de estudios secundarios. Los programas, que define una disposición del mismo día, dejan de lado el latín y el griego, y se basan en el francés, las ciencias, una lengua viva y un poco de historia y geografía. En pocas palabras, era una enseñanza secundaria moderna.

Para esa nueva enseñanza se requerían profesores. Con el fin de reclutarlos y formar los se creó en primer lugar la Escuela Normal Superior de Sévres (26 de julio de 1819) y dos plazas femeninas, una para letras y otra para ciencias (decreto del 5 de enero de 1884). Desde 1894 (disposición del 31 de julio), las profesoras empiezan a especializarse; entonces existían cuatro cátedras: letras, historia, matemáticas, ciencias físicas y naturales. Por lo demás, la situación de esas profesoras es delicada; son muchachas que llegan a las ciudades de la provincia donde nadie las recibe pero todo el mundo las vigila, emancipadas por su cultura, pero encerradas por esa misma cultura en una soledad sin remedio. Esta situación merecería un estudio profundo.

Pedagógicamente, la nueva enseñanza se va constituyendo poco a poco en una tradición. La Escuela Normal de Sévres es su laboratorio. La enseñanza del francés, en particular, bajo la influencia de profesores como F. Brunot, G. Kanson o P. Desjardin encuentra ahí, sin el latín, un equilibrio cuyos buenos resultados destaca C. Falcucci.

La enseñanza libre domina rápidamente. A principios del siglo XIX. se percata de que su clientela tiene ciertas reservas sobre su fuerza. El éxito de los liceos conlleva una evolución de la opinión sobre la instrucción de las jóvenes. A partir de ese momento se piden estudios sólidos. Y, con la competencia en juego, toda la enseñanza femenina se eleva en forma veloz.

Esta evolución la transforma. Poco antes de la guerra de 1914, se introducen clandestinamente algunos cursos optativos de latín y más tarde. de griego. El diploma terminal jamás se había apreciado; en lugar del certificado superior, la gente empieza a pensar en el título de bachiller. La guerra de 1914, por la mutación de la condición femenina que provoca, acelera la transformación de la enseñanza de este tipo. De 1922 a 1924, en seis liceos de la región parisina, 583 alumnas obtienen la primera parte del bachillerato y 232 sólo el diploma. Una vez más, la legislación acompaña a las costumbres; León Bérard asimila la enseñanza femenina a la enseñanza masculina (decreto del 25 de marzo de 1924). Las clases toman las mismas denominaciones; los programas y los horarios se vuelven idénticos (disposición del 10 de julio de 1925); la sección de preparación para el diploma constituye una vía marginal; incluso pronto se ajusta con las otras, y la escolaridad se extiende a siete años (decreto del 15 de marzo de 1928). En 1927 se reforman las plazas para profesoras, así aparecen las de filosofía y ciencias naturales, cuyos concursos son comunes para profesores de ambos sexos. Por último, en 1930 se abre el concurso general para las alumnas de los liceos de señoritas. A partir de ese momento, nada, excepto algunas horas de costura, distingue ya la enseñanza femenina de la enseñanza masculina.Esta asimilación estaba inscrita en las costumbres. La sociedad ya no se consideraba amenazada por la igualdad de sexos. Durante la guerra, las mujeres había asumido responsabilidades que hasta ese momento se consideraban típicamente masculinas; varias ejercían profesiones nobles -liberales- sin que su hogar se viera arruinado por ello. Sobre todo, la inflación desvalorizaba dotes y rentas: si no se casaban, más valía poder ejercer un oficio. La identidad de las enseñanzas masculina y femenina expresa esa nueva situación, y habría sido en vano pretender oponerse para defender las humanidades modernas que habían elaborado los liceos de señoritas. Sin embargo, abandonar una pedagogía original y que sin duda equivalía ampliamente a la de las secciones modernas masculinas fue un último acto de sumisión femenina.

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IX. LA ENSEÑANZA SECUNDARIA Y SUPERIOR*

I. INSTITUCIONES DE LA EDAD MODERNA.

LA EDAD Media legó al Renacimiento y a la Edad Moderna una serie de instituciones probadas, lentamente modificadas al paso de los siglos. No pocos términos para designarla duran aún, hasta el punto de que E. Durkheim, al comienzo de nuestro siglo, puede escribir que la vida escolar "continúa corriendo el lecho que la Edad Media le había excavado".1 Pero, si aún hablamos de universidad, de bachillerato, de doctorado, son otras tantas realidades que se han transformado. El río se ha dividido en corrientes, unas de las cuales se han secado mientras que otras han ocupado bruscamente un lugar esencial. Así puede decirse de la enseñanza superior a partir del siglo XVII en la Europa occidental y central. Las universidades pierden poco a poco su prestigio y su clientela; por lo contrario, "las instituciones de investigación paralelas se multiplican en todos los dominios, salvo la teología, a través de toda la Europa que sigue siendo católica".2

"La enseñanza, correspondiente a nuestra enseñanza secundaria y superior, se daba, en un principio, en los colegios de las universidades".3 Pero, como lo observa Roland Mousnier, aunque los futuros políticos y administradores frecuentan los colegios universitarios o, antes bien, los colegios de jesuítas, fundados en el siglo XVI y prósperos hasta la expulsión de la Compañía (en 1762, en Francia), los colegios de los oratorianos o los de los doctrinarios, la estructura de la enseñanza es casi la misma. El alumno, de la sexta a la tercera, sigue las clases de gramática, hace sus "humanidades" en segunda. Entra después en "retórica" (primera) ; las dos últimas clases son las de filosofía: lógica, moral, después física y metafísica, después de las cuales se adquiere la maestría en artes. Tal es la "manera parisiense" en la que aún se inspiran los establecimientos secundarios del siglo XIX francés.

Cualquiera que sea la institución a la que es confiado el niño, depende directa o indirectamente de la Iglesia. Los estudios de filosofía conducen a la teología: "La religión católica, apostólica y romana constituye un fondo común que da las vistas de conjunto necesarias sobre el universo, el destino del hombre, su conducta en este mundo."4 El papel de la religión no es menor en los países protestantes. El monopolio de la enseñanza detentado por la Iglesia oficial, en Inglaterra, condena a disidentes y a católicos a la clandestinidad o al exilio hasta fines del siglo XVIII. Sin embargo, los protestantes no tienen el equivalente de la red de los colegios jesuítas que cubre toda la Europa católica, salvo en Würtemberg y en Sajonia. En cambio, la adaptación de las universidades al mundo que las rodeaba se ha logrado mejor en los países de fe protestante y mercantiles, como Inglaterra y las Provincias Unidas que en las comarcas católicas. Las necesidades del viaje, del comercio, los menesteres de la clientela burguesa, fundadora de escuelas, cambian, si no las estructuras, al menos la naturaleza de la estructura de una parte de la enseñanza, con la introducción de la cartografía, de la geografía, de las lenguas vivas. Pero las facultades de teología apenas cambian: siguen siendo guardianas de la ortodoxia, en Alemania y en Suecia como en Francia. Su energía se agota en luchas y controversias. Por más que las Meditaciones metafísicas de Descartes fuesen dedicadas al decano y a los doctores de la Sorbona, ésta polemiza contra los cartesianas, ataca a los jansenistas y sólo vence al quietismo para entrar en una lucha por lo demás incierta, en el siglo XVIII, contra los phüosophcs. No existe, en las instituciones universitarias y escolares legadas por el siglo XVI, con qué formar los ingenieros, los oficiales de los ejércitos de sabios, los dirigentes de la economía. Las universidades se contentan con dispensar diplomas a "estudiantes" que a menudo no siguen ningún curso. Ante tales lagunas se desarrollan iniciativas e instituciones. En Inglaterra, donde dormitan Oxford y Cambridge, aparecen las Jnns of Court en que se aprenden el derecho, las lenguas y las bellas artes, academias de tipos diversos que se convierten en verdaderos focos de la vida intelectual a partir del siglo XVIT. El viaje es, a menudo, una necesidad para el estudiante. Así, jóvenes nobles acuden a instituciones privadas que tuvieron una gran reputación, sobre todo en el siglo XVN en Francia: las academias. Inicialmente escuelas de esgrima y de equitación donde se acudía a aprender lo que no enseñaba el colegio, las academias inician en las artes mundanas, como las del barrio de Saint-Germain: "príncipes de las casas más ilustres de Alemania, condes y barones extranjeros (hubo más de 300 en un solo invierno) o simples gentiles hombres acuden allí para completar su formación".8 O bien, los estudiantes van a seguir cursos privados que suplementan la notoria insuficiencia de la enseñanza universitaria: así ocurre a los futuros médicos que, en vísperas de la Revolución, abandonan la escuela de medicina para seguir los cursos de tal cirujano campesino o los cursos de anatomía del Jardín du Roi.

Nacidas en fechas y por razones diversas, las universidades francesas forman sin embargo al término del Antiguo Régimen un conjunto bastante equilibrado. Les queda, en efecto, una finalidad precisa: llenar los cargos reales y las togas es la gran función de las facultades de derecho. Su existencia coincide en sus

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linchamientos principales con la de un Parlamento: también se encuentran, naturalmente y a través de una tradición de independencia, ya olvidada, bajo la sujeción de la autoridad civil. La intervención ulterior del Estado en ese dominio tiene, pues, raíces antigua. Si la enseñanza universitaria no tiene la imagen de una institución verdaderamente en armonía con la sociedad en que se desarrolla y las necesidades que aquí se dejan sentir, la enseñanza secundaria está en apariencia bien organizada y no sufre de una desafección de su clientela. Sin embargo, un fenómeno nuevo se manifiesta poco después de 1760. Coincide con la expulsión de los jesuítas que han dado precisamente a los colegios su forma, su régimen y su contenido de estudio. El debate sobre la educación se vuelve entonces general. Es cuestión política. En efecto, cada quien desarrolla críticas y proposiciones para estructuras nuevas, para la reforma de las lagunas que se han sentido. Lo que caracteriza los planes entonces elaborados es su ambición de "uniformidad". Ya ha surgido la idea de Condorcet: "Hacer de una constelación de individuos una comunidad nacional." La tutela de la Iglesia no se pone en duda: tanto así parece en el orden de las cosas; en cambio, sí se cuestiona la manera en que se ejerce. En Francia el debate principal opone, a menudo con pasión, la enseñanza de los jesuítas a la de los oratorianos.6 En la Europa central, la congregación que mejor se enfrenta a la de los jesuítas es la de los piaristas, sin llegar, sin embargo, a poner en peligro el aplastante predominio de los colegios jesuítas. La enseñanza de los oratorianos habría sido más conforme al espíritu "moderno" que la de los jesuítas y habría estado menos exclusivamente consagrada a las lenguas antiguas y a la retórica. Pero la importancia de las transformaciones posibles fue reducida por la debilidad del reclutamiento entre los oratorianos, agravada por una demanda creciente de parte de los padres y de las autoridades locales. Prueba de ello es que la expulsión de los jesuitas y su reemplazo por otras congregaciones o por curas seculares no entrañan un trastorno sensible en las estructuras educativas.

No es un movimiento de la opinión, sino una necesidad técnica la que se encuentra en el origen de una institución que ha ocupado en Francia un lugar preponderante: las grandes escuelas. Desde el siglo XVII, ciertos colegios dan cursos de hidrografía. Colbert provoca la creación de cátedras de hidrografía que confía a jesuitas y que se encuentran en el origen de la Academia Real de Marina (1752). Una serie de medidas hace surgir la jerarquía de los "diseñadores" de puentes y calzadas desde el comienzo del siglo XVIII. La escuela de Puentes y calzadas se inaugura en 1747. Bajo el reinado de Luis XV, se inauguran escuelas militares especiales para el cuerpo de ingenieros y la artillería. Como en la Escuela Real Militar (1751), la enseñanza es ante todo práctica, dirigida a la aplicación, aunque de alto nivel. En 1778, se crea la Escuela de Minas; la administración tiene el deseo de disponer de funcionarios y oficiales "uniformes" (F. Aries) : se trata, pues, del espíritu del tiempo.

* Por Francoise Mayeur, profesora de la Universidad de Lilie III. 1 L'évolution pédagogique en France, PUF, Paris, 1969, p. 189.2 R. Mandrou, "L'enseignernent en Europe aux XVII* et XVIIIe siécles, perspectives genérales", en Roczniki Humanistyczne, t. XXV 2, 1977, p. 10.3 R. Mousnier, Les institutions de la France sous la Monarchie absolví, PUF, Paris, t. I, 1974, p. 552.* Ibid.5 R. Chartier, M. M. Compére, D. Julia, L'iducation en France du XVI' au XVIII' sxicle, SEDES, 1976, p. 181.8 Con motivo de la creación de un colegio, las autoridades municipales sopesan a veces, largamente, la elección del orden al cual confiar la dirección.

Paralelamente se instaura el sistema de concurso, ajeno por completo a las antiguas universidades e inaugurado por la institución del Concurso general a comienzos del siglo XVIII. Se paliaba así la ineficacia de los exámenes y la desigualdad de las otras formas de selección. "Era una verdadera enseñanza superior que se edificaba así. . . y que presenta la particularidad de ser la única en Europa que recurriera al concurso del ingreso y de egreso."7 Asimismo, con la creación de la agregación en 1766, se escoge el procedimiento del concurso para reclutar a los profesores de colegio.

Las instituciones tradicionales, aun las dotadas de vida y de prestigio, se encuentran pues en competencia con creaciones nacidas al azar de las necesidades, pero cada vez más inspiradas por un espíritu común de uniformidad y de adaptación a las nuevas necesidades de las ciencias y de las técnicas. Desde el siglo xvn, las universidades han dejado de ser el foco principal de la vida científica. Sus verdaderos rivales son sociedades informales del tipo de los Lincei. En París, en Londres, en Berlín, se constituyen Academias. El siglo XIII presencia el nacimiento de varias de ellas en la provincia francesa, en la Europa mediterránea como en los pequeños Estados alemanes.En vísperas de las reformas o evoluciones que aparecerán en este dominio en el siglo XIX, los sistemas educativos europeos aparecen pues, a menudo, víctimas de una crisis, debida al peso de una larga herencia: crisis de las estructuras envejecidas o demasiado rígidas, crisis de los contenidos y de las finalidades, impotencia de renovarse. Un malestar no menos profundo plantea la cuestión de las autoridades que hasta entonces tuvieron la posibilidad de organizar y de dispensar la enseñanza.

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II. TRASTORNOS Y AJUSTES DEL SIGLO XIX.

1. Destino de la enseñanza secundaria.

Según los países, la enseñanza secundaria ha sufrido —tanto como en Francia— mutaciones brutales a comienzos del siglo, ligadas a la vez al esfuerzo de renovación anterior a la Revolución y a la Revolución misma, o reformas seguidas de retrocesos parciales, por razones políticas, como en Alemania. Se ha podido asistir a una lenta transformación de instituciones venerables y ya anquilosadas: tal es el caso de las public schools en Inglaterra. En ninguna parte la enseñanza secundaria surge verdaderamente del cuadro que había sido suyo en el siglo XVIII. Sigue destinada a las élites. Pero se ve obligada a adoptarse y modificarse en el curso del siglo. Al mismo tiempo, su clientela se ensancha y se modifica un poco, en parcial armonía con la evolución social.

El siglo XVIII francés había sentido la necesidad de una enseñanza "moderna", en oposición a la enseñanza de las humanidades y del discurso corno las que se prodigaba en los colegios de jesuítas. Los colegios mismos se habían abierto a nuevas disciplinas. La escolaridad comprendía cada vez más la práctica del internado. A este respecto, la única institución de enseñanza secundaria puesta en pie en el año III, por la Revolución, las Escuelas centrales, constituye una clara retirada. Son externados puros. La noción de clase desaparece para dejar lugar a cursos autónomos y facultativos, para cada uno de los cuales el alumno toma una inscripción diferente según su nivel. Sobre todo, no son ya las humanidades las que constituyen la base de la formación, sino las ciencias matemáticas y físicas, y también las ciencias morales. Por ese cambio de las disciplinas de la enseñanza, por la mayor flexibilidad de la escolaridad, las Escuelas centrales aparecen como la realización de los sueños pedagógicos del siglo. Su estructura uniforme, aunque descentralizada en extremo, su carácter "laico" en principio en los cuadros, en la enseñanza y en quienes la dispensan, hacen un elemento de la educación "nacional" dada por tantos reformadores ilustrados. Pero es difícil improvisar un nuevo cuerpo docente: muchos profesores de las Escuelas centrales eran ex profesores de colegios, sacerdotes o laicos, que retomaban sus funciones en otra estructura, pero con una disposición de espíritu que no necesariamente ponía en duda su práctica anterior. Por lo demás, la institución no vivió más de seis años. Pereció, víctima menos de sus lagunas o insuficiencias que de la voluntad superior, que se había dejado ganar por otras ideas.

Del Consulado y del Imperio, la universidad ha recibido una constitución lo bastante sólida para cruzar el siglo sin ser verdaderamente alterada en sus rasgos principales. "Tres características definen la organización de la enseñanza secundaria: la coexistencia de la enseñanza privada y de una enseñanza pú-blica; la constitución de la enseñanza pública en una corporación laica, la universidad; la sujeción bajo formas variables, más o menos rigurosas, de la enseñanza privada en la universidad."8 La primera característica ha subsistido hasta nuestros días. Bajo la Convención, fue breve la tentación de suprimir la libertad de enseñanza. De hecho, y por razones tanto prácticas corno teóricas, la enseñanza privada nunca ha dejado de existir, tanto así respondía a una necesidad. Pero las congregaciones que habían desempeñado un papel esencial antes de 1789, dispersas y diezmadas, carentes de recursos, no bastaban a su tarea. El Estado se mostraba, además, celoso de sus prerrogativas. La ley de Floreal año x (Fourcroy) reemplaza las escuelas centrales por un nuevo tipo de establecimiento: los liceos. Provistos de internados, son de paga, pero reciben una importante proporción de becarios. Están dotados de una administración uniforme, y el número de sus principales funcionarios —provisor, censor, profesores— ha llegado hasta nosotros. La creación de tres inspectores generales indica el afán de controlar y coordinar sobre todo el territorio la actividad de los nuevos establecimientos.

El sector privado que subsiste está constituido por las escuelas secundarias comunales o particulares. No se pueden inaugurar sin autorización y están bajo el control de los prefectos, ya no es la libertad del periodo precedente. Hacia ellas va la preferencia de la familia, a juzgar por la dificultad de crear los liceos y llenarlos. La necesidad en que se encontraba el régimen de formar en un molde común a los futuros administradores y oficiales, el deseo de provocar la unidad de los espíritus, de arrojar sobre el suelo blando del individualismo nacido de la Revolución algunas "masas de granito" condujeron a la fundación de la Universidad Imperial (ley del 10 de mayo de 1806). Dos años después, un decreto organiza al "cuerpo exclusivamente encargado de la enseñanza y de la educación pública en todo el Imperio". En la nueva institución pueden reconocerse no pocos rasgos del pasado. Para empezar, el hecho de que constituye una corporación, renovando así las costumbres del Antiguo Régimen. Los miembros de la Universidad como monjes sin voto, se ven obligados a llevar vida común. Deben permanecer célibes; en cierta medida, el cuerpo se administra a sí mismo, mediante una serie de consejos que comparten los poderes con el rector en cada academia, con el Gran Maestro, nombrado por el emperador,

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en la cúspide de la pirámide. Forman parte de la Universidad los profesores de los liceos, pero también los de los colegios comunales, establecimientos abiertos a la iniciativa de las municipalidades pero cuyos profesores y director son nombrados y pagados por el Estado.

La Universidad gozaba del "monopolio", el del cotejo de los grados y de la enseñanza, si bien es cierto que todo establecimiento, así fuese privado, estaba incorporado a la Universidad. La verdad del monopolio son sobre todo las vejaciones fiscales: la enseñanza privada debe pagar directamente a la Universidad una cantidad por cada alumno y no puede retener a sus alumnos durante los dos años que preceden al bachillerato. La competencia no es menos fastidiosa por la Universidad. La existencia de pequeños seminarios constituye, por cierto, una brecha permanente en el "monopolio", sin embargo reforzado en 1811. Es característica, que después será constante, del sistema educativo francés, de comportar dos sistemas paralelos que no colaboran y no llegan a aniquilarse uno al otro.

7 Ph. Aries, Problemes de l'éducation, en La France et les Frailáis, La Pléiade, 1972, p. 933.8 A. Prost, L'ensrignement en France, 1800-1967, Colin, Col. u. París, 1968, p. 24.

La Universidad estuvo a punto de perecer en la primera Restauración. Fue privada de su Gran Maestro, antes de restablecerla y de constituir poco después un Ministerio de Asuntos Eclesiásticos y de la Instrucción Pública (1825). El cuerpo parece aparato útil para supervisar el conjunto de la educación y dirigir los espíritus. Así se afirmaba, con una intención muy distinta de la de Napoleón, la tutela del Estado sobre la educación. Se cerraron los ojos ante la apertura de colegios jesuítas y, hasta 1828, ante la proliferación de pequeños seminarios, frecuentados por los niños que no eran confiados a los liceos, ahora llamados colegios reales. Pero se mantuvo el principio del monopolio.

Éste se desplomó bajo la Monarquía de Julio, al mismo tiempo que la Universidad, aunque vivamente atacada por los católicos que reclamaban su libertad, se consolidaba. El rey y la burguesía envían a sus hijos al colegio real. Se abandona el impuesto universitario y el certificado de estudios en un establecimiento público antes del bachillerato (1849). Los miembros de la Universidad, hasta entonces obligados al celibato, se casan, vacilan menos en mantener doctrinas que no cuenten con la aprobación de la Iglesia. El ejemplo viene de arriba, de los cursos de Michelet o de Quinet en el Colegio de Francia. Por ello, el mundo católico se encarniza contra la Universidad. Su profunda desconfianza se expresa en la ley Falloux (15 de marzo de 1850). El éxito de la campaña de denigración, condiciones económicas rápidamente desfavorables a la enseñanza por los laicos, sea pública o privada, una serie de disposiciones favorables a las congregaciones, explican el crecimiento de la enseñanza congregacionista a partir de la ley Falloux. Hasta el nombre de Universidad desapareció del texto legislativo. El nombre, más no lo que recubre: las academias departamentales imaginadas para reducirla durante solamente cuatro años. Bajo el Imperio, la administración universitaria se refuerza, con ministros de primer orden, Fortoul, Rouland, Duruy, que permanecen largo tiempo en su lugar beneficiándose de la autonomía negada a los propios universitarios.

La ley Falloux había previsto un Consejo Superior de Instrucción Pública dominada por los notables y dotado por una verdadera autoridad. Esto pasa a los administradores. La Universidad ve surgir el desquite con Víctor Duruy, uno de los suyos que llega a ministro en 1863 por seis años. Pero la Universidad aún tiene poca parte en su propio gobierno: es Jules Ferry quien se la da constituyendo un nuevo Consejo Superior, elegido por los interesados (1880).

Si sus adversarios no han podido destruir la Universidad, sí han obtenido para la enseñanza secundaria privada la libertad completa, lo que no acalla la rivalidad con los liceos. En la enseñanza privada, cada vez más confesional, sobre todo después de 1830, se instaura una atmósfera de lucha entre las "dos Franelas" que cada cual forma sobre pupitres separados. Sin embargo, no hay dos enseñanzas secundarias. En ambos casos, mismos objetivos y mismos programas, fundados esencialmente sobre las humanidades, y ordenados por la misma preparación al bachillerato y a los concursos del Estado. En ambas enseñanzas, los alumnos salen de la burguesía, pues una y otra son costosas y largas, y el número de becarios es escaso. La rivalidad es, por tanto, enteramente ideológica. No por ello deja de parecer una amenaza para la enseñanza de los liceos que ve reducirse ligeramente su clientela al fin del siglo.

Sin duda esta supremacía del debate de ideas tiene cierta responsabilidad en el fracaso de lo que había podido ser una de las vías de evolución de la enseñanza secundaria, hacia resultados más prácticos. Recuperada de la enseñanza primaria superior de Guizot, afirmada- por Duruy como resueltamente secundaria, la enseñanza "especial", desprovista de humanidades, en general, quedaba destinada de manera expresa a los jóvenes que

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no debían entrar en las carreras liberales sino que serían industriales, comerciantes o agricultores. Respondía indiscutiblemente a una necesidad de las clases medias y activas que a menudo miraron con malos ojos al liceo en el siglo xx, como no adaptado a sus fines. Su éxito fue patente desde el segundo Imperio; sus efectivos simularon imitar los de la enseñanza clásica. No duró más de 30 años. La generación de los reformadores de 1880, imbuida de las virtudes de la enseñanza propiamente secundaria, temió ver que el recién llegado apartaba de los estudios de largo alcance a una pane de los alumnos, ya enconadamente disputada a la enseñanza religiosa, y degradarse en enseñanza profesional. Se le alargó, se le modificó, de tal manera que fue asimilada en 1902, con un bachillerato igual en dignidad, pero sin latín, de la enseñanza clásica.

También fue la reforma de 1902 la que aportó una solución a la cuestión de los concursos para las grandes escuelas científicas. Hasta el segundo Imperio, los alumnos debían, en principio, seguir todos los cursos de las humanidades antes de entrar en las clases de preparación de carácter científico organizadas en los liceos y en los grandes colegios privados. En cuestión de hechos, la evasión había ocurrido antes del bachillerato, útil solamente para las carreras jurídicas, médicas o aun el profesorado. Los futuros ingenieros podían prescindir de ellos y a veces evitaban el liceo por entregarse a la "industria de los preparadores" privados en las grandes escuelas. O bien, a menudo bajo la presión de la familia y por recomendación de la Facultad de Ciencias, seguían los cursos de clases especiales paralelos a la enseñanza clásica. Fortoul creyó encontrar la solución en una situación que suprimía las altas clases en los liceos, instituyendo la "bifurcación" ya proyectada en 1847. Después de dos años de estudios comunes, los alumnos podían escoger entre una sección científica y una sección literaria, pero con un fondo de estudios comunes de carácter literario.

La bifurcación inmediatamente fue impopular, por razones políticas —era obra del ministro autoritario de un régimen autoritario— y pedagógicas. Se la abandonó no sin volver a la deserción de los futuros científicos al fin de la escolaridad.

A partir de 1902, los alumnos prosiguieron sus estudios clásicos o modernos hasta el bachillerato de su elección, antes de entrar en una preparación especializada. La preeminencia de las humanidades clásicas cede un poco el paso a un sistema que reconoce el papel verdaderamente "secundario" de los estudios de base científica: tardía e imperfecta consecuencia del prodigioso auge de las ciencias en Francia desde el principio del siglo XIX. £1 espíritu de asimilación triunfó de nuevo, pero mucho más tarde, para la enseñanza secundaria de las muchachas, creada inicialmente en 1880 distinta de la enseñanza masculina en general, desprovista del latín y sin acceso al bachillerato. En 1924, una serie de factores, esencialmente la concurrencia de enseñanza privada que preparaba a las muchachas al bachillerato, condujeron a una asimilación de hecho.

La enseñanza secundaria francesa ha atravesado, pues, el siglo XIX, sin verdadera revolución. Las instituciones que la rigen, una vez fijas, cambian apenas. Sea cual fuere la agudeza del conflicto con la enseñanza privada, ésta se modela, en lo esencial, por las estructuras de la enseñanza de Estado, subordinadas ellas mismas al examen, ese bachillerato que es a la vez el desemboque y la vía de acceso a la universidad. Es su presencia que impone su ritmo y su carácter al estudio en las clases superiores de los liceos. Es ella la que hace en gran parte difícil e ilusorio el cambio. El bachillerato y el monopolio en beneficio del Estado del cotejo de los grados sirven para garantizar cierta unidad de formación de las ¿lites en el plano nacional. Mas si la substancia de la enseñanza es forzosamente la misma, el espíritu puede ser distinto, y el último cuarto del siglo verá surgir una situación que puede volverse peligrosa, a la postre, para la paz civil.

2. De las facultades a las universidades.

De la vieja enseñanza superior tal como había existido en el Antiguo Régimen, subsistía en apariencia muy poco después de la crisis revolucionaría. De hecho, la revolución que ha cerrado las antiguas universidades se coloca en la lógica del periodo que lo ha precedido creando, para responder a las necesidades más evidentes, escuelas de medicina y sobre todo una escuela que estaba destinada a servir, en su origen, de antesala a las grandes escuelas de aplicación heredadas del periodo de las Luces. Nació así la Escuela Politécnica. Allí, como en las otras grandes escuelas y en la Escuela Central, éste es un establecimiento privado que ¿e funda bajo la Restauración, donde hay que ver al verdadero foco de la enseñanza superior. El movimiento no se interrumpe: en 1848, la República, con Hyppolyte Carnet, trata de realizar todo lo que proyectaba la Monarquía de Julio, una Escuela de Administración, que sería para la administración del Estado lo que el Politécnico representa para los ingenieros. La escuela sólo vivió algunos meses, pero en 1871, persuadido como tantos otros de las causas morales de la derrota, un joven profesor, E. Boutmy, fundaba la Escuela Libre de Ciencias Políticas destinada a "organizar en Francia la instrucción liberal superior".

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El Consulado y el Imperio no se preocupan por las "escuelas especiales" pronto rebautizadas como facultades, más que desde el punto de vista de los exámenes. En medicina, en derecho, en farmacia, los grados se abren a las profesiones. Por tanto, están severamente reglamentados. Las facultades de letras y de ciencias, creadas en 1808, al mismo tiempo que la Universidad, sirven casi únicamente para enviar examinadores a los bachilleratos. Así, la enseñanza superior y la enseñanza secundaria se confunden fácilmente en la primera mitad del siglo XIX; a menudo, las imparten las mismas personas. Los profesores, sin estudiantes, dispensan los grados y el resto del tiempo se dedican a dar conferencias ante un público muy diverso, cuando no prefieren la inacción. La enseñanza superior francesa ofrece, pues, el espectáculo de un "largo estancamiento".9 Sin embargo, existen zonas de mayor brillo: el Colegio de Francia, institución cuyos cursos reúnen una multitud cuando el profesor se apellida Michelet o Renán, la Sorbona, ilustrada por Guizot, Cousin o Villemain. Por último, la Escuela Normal, instituida para formar a los profesores de los liceos, con una enseñanza propia confiada a universitarios prestigiosos, representa un verdadero foco intelectual. Pero, con ayuda de las vicisitudes políticas, las cátedras de la Sorbona, del Colegio o de la Escuela Normal se transforman frecuentemente en tribuna. La ciencia no parece una esfera intangible: los estudios de filosofía y de historia lo resienten en los periodos de reacción autoritaria. La enseñanza superior sufre, pues, dos males: un compromiso en los conflictos del siglo que casi no sale de algunos círculos, sobre todo parisienses, y una somnolencia que obstaculiza los progresos de la investigación científica.

Es el segundo Imperio el que toma conciencia de esta última carencia. Se denuncia la miseria o la inexistencia de los laboratorios, la ausencia de créditos para la ciencia, que es más escandalosa aún debido al entusiasmo que ésta encuentra en el espíritu público. Sadowa aparece como la sanción de la impericia francesa: "la que ha vencido en Sadowa, escribe Renán en 1867, es la ciencia germánica". Y este despertar es anterior a 1870. Víctor Duruy trata de encontrar soluciones que no sean incompatibles con la ausencia de los medios puestos a su disposición y la resistencia al cambio de facultades. No puede crear las cátedras que habría que multiplicar para asegurar una enseñanza a la vez especializada y de nivel superior; sugiere apelar a profesores libres, y buscar estudiantes reales: esos profesores —repetidores y profesores de colegio que se inscriben a tiempo para los exámenes y que, por un empleo del tiempo apropiado pudieran asistir a los cursos, justificando así una organización progresiva. Pero, desconfiando un poco de la capacidad de los profesores de facultades para consagrarse a la investigación, por estar acostumbrados a su rutina, crea la Escuela Práctica de Altos Estudios, en 1868. No es necesario haber subido todos los escalones de la carrera universitaria para enseñar allí: "para formar parte, basta tener un nombre en la ciencia" (L. Liard). Desprovista de locales propios, la escuela está destinada a fecundar las otras instituciones de enseñanza superior. Los laboratorios que le son asignados se benefician de un financiamiento propio. Así, a más de tres siglos de distancia, Víctor Duruy, a ejemplo de Francisco I con el Colegio de Francia, concibe la renovación de las instituciones por una creación exterior a éstas.

Paralelamente, se desarrolla la campaña de los católicos por la libertad de la enseñanza superior, que desemboca en la aprobación de la ley de 1875. Habrá en adelante facultades católicas y, durante un año, el Estado se encuentra desposeído del monopolio de cotejar los grados. Esta nueva situación de competencia invita de manera imperiosa a la reforma de las instituciones de Estado. Como Sadowa, e! desastre de 1870 suele interpretarse como resultado de las insuficiencias del sistema educativo francés. La victoria de los republicanos inaugura la época de las grandes reformas.

Éstas han afectado todos los capítulos a la vez: estudiantes, cuerpo docente, instalación, régimen jurídico de la institución, inspirado él mismo por cierta filosofía de la "ciencia". Desde 1877, se crean las becas de licencia que pronto seguirán a las becas de agregación. Los cursos tradicionales sobreviven bajo el nombre de cursos públicos, mientras que el verdadero trabajo de formación de los estudiantes se hace en el seno de grupos restringidos, las conferencias, para las cuales pronto se crean puestos de "maestros de conferencias", antepasados de nuestros modernos ayudantes, al tiempo que aparecen los jefes de trabajos en las facultades de ciencias. Partiendo de cero, el efectivo de los estudiantes de letras y de ciencias se eleva en algunos años; son más de 6000 en cada una de esas disciplinas en 1914, pero el número de estudiantes de derecho y de medicina es casi doble y triple. Los profesores, más numerosos, reciben salarios más elevados. A los retóricos capaces de seducir a un auditorio profano suceden hombres de ciencia, especialistas. Asimismo, los exámenes, «¿empezando por la licencia, se diversifican cada vez más. En adelante, hay varias licencias literarias como hay varias licencias en ciencias. Esta búsqueda de especialización se inscribe en los edificios: en París, donde se reconstruye la Sorbona, en las grandes ciudades de provincia donde las municipalidades rivalizan con el Estado en la construcción de "palacios universitarios". Las diversas disciplinas tienen allí sus sectores, casi diríase sus institutos separados.

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Al gigantismo parisiense se oponía la atonía de la provincia. Era común comparar a Francia con Alemania, donde las universidades eran otros tantos focos de intelectuales diseminados por el país. Por razones de eficacia y porque "la" ciencia era considerada como una en su multiplicidad, los reformadores como E. Lavisse o L. Liard estimaban que Francia debía dotarse de "universidades" en número pequeño, pero agrupando cada una todas las facultades. Éstas recibieron desde 1885 la personalidad civil. A cierta independencia administrativa iba ligada la preocupación por una coordinación, asegurada por el consejo general de facultades. Esta organización preparatoria a la constitución de las universidades no desembocó, sin embargo, en lo que habían soñado Liard y sus amigos. Sin duda, las universidades fueron creadas en 1896, pero no eran sino el cambio de nombre de los "cuerpos de facultades", tal como existían anteriormente. Las 15 universidades, una por academia, eran demasiado numerosas y a menudo demasiado incompletas para convertirse en los centros de estudio "a la alemana" que se habían proyectado. A menudo se contentaron con proyectar, asegurando sobre todo la preparación para las licencias y los discursos de reclutamiento para el profesorado de la enseñanza secundaria. Sin embargo, tenían estudiantes. Se reforzó el régimen de estudios. La institución, a instancias de Lavisse, del diploma de estudios superiores, primer trabajo de investigación que los estudiantes redactaban después de la licencia, quitó su carácter demasiado escolar a los estudios superiores literarios. Por fin existían en París los recursos que faltaban en provincia: los normalistas seguirían en adelante los cursos de la gran universidad de París; las instituciones paralelas a ésta las completaban en lugar de hacerles sombra, mientras que las facultades católicas experimentaban un desarrollo moderado. Es notable que no haya durado nada que se asemejara a una universidad privada y laica en el espíritu de la Universidad Libre de Bruselas. La inauguración de los nuevos edificios de la Sorbona, con el cambio de siglo, parece marcar el triunfo de la Universidad y, con ella, del Estado.

III. UN SISTEMA EN CRISIS.

El ritmo del cambio, hasta el decenio de 1950, sigue siendo moderado. La primera mitad del siglo se caracteriza por una extensión de la enseñanza secundaria que trata de volverse más democrática. Las universidades tratan de asumir más que en el pasado sus funciones de investigación y ven triplicares (de cerca de 30000 a 100000) el número de sus estudiantes. Pero pasados los primeros años después de la Liberación, el ritmo a menudo se embala, con la llegada de pictóricas clases de edad: es la "explosión escolar", acrecentada por un desarrollo cada vez mayor de la demanda de educación. Se hace entonces el esfuerzo hacia una democratización de la escuela por la instauración al menos en principio de la Escuela única, luego, por la creación de una escuela media destinada a recibir en condiciones democráticas el conjunto de la población escolar al salir de la escuela primaria. La escolaridad se prolonga. Pero la noción misma de enseñanza secundaria, reservada a una élite, se encuentra en peligro. Por último, más allá de la obligación escolar, la marea llega a las universidades. Helas aquí hundidas en una crisis profunda, de causas múltiples, que entraña en 1968 una restructuración. Del sexto grado a las universidades se plantea una serie de preguntas sin respuestas. Más allá de todos los intentos de reformar la enseñanza secundaria aparece, contra el optimismo de periodos precedentes, la impotencia de la institución escolar para transformar la sociedad, como tanto se había esperado.

1. La enseñanza secundaria en busca de unidad.

La guerra de 1914 fue, en materia de educación, la oportunidad para una toma de conciencia de carácter antidemocrático de las barreras que hasta allí protegían la enseñanza secundaria. No era ilógico ver coexistir dos escuelas, una para el pueblo, organizada por la enseñanza primaria que, al terminar la enseñanza elemental desembocaría en la enseñanza primaria superior y hasta una enseñanza "superior". La escuelas de Saint-Cloud y de Fontenay; la otra para los hijos de las clases prósperas, escolarizados desde su tierna edad en las clases preparatorias de los liceos y ¿seguros de un casi monopolio de acceso a las universidades? El paso de un sistema de enseñanza al otro era sumamente difícil, después de haber sido imposible. ¿No se corría el riesgo de formar una división tan grave como la que separaba a la Francia clerical de la Francia laica? Tal fue el tema desarrollado frecuentemente por un grupo de universitarios combatientes persuadidos, desde antes de que terminase la guerra, de la necesidad de una reforma. Los Compañeros de la Universidad nueva rápidamente hicieron popular el tema de la Escuela única. Asociaciones de profesores, sindicatos o grupos corporativos, bastante recién llegados al debate escolar, formaciones políticas que se apoderan del tema, no sin someterle a interpretaciones diversas. Unos veían en la Escuela única, con los Compañeros, la fusión de las clases preparatorias y de la escuela primaria, lo que aseguraría a todos los jóvenes franceses una formación inicial común. Los otros, en el clan de los laicos extremistas como en el de los clericales, simulaban confundir la Escuela única con el monopolio de la enseñanza en beneficio del Estado. En un clima de prevenciones recíprocas y de resistencia de los

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medios docentes en cuestión, que tenían una pérdida de identidad a la vez de sus estructuras y sus métodos, hubo que aguardar casi 20 años para llegar a la realización de la Escuela única. Su principio fue adquirido bajo Jean Zay en 1937 con un retoque de las estructuras de la enseñanza en "primer grado" y "segundo grado". En adelante, la enseñanza secundaria no era ya un "orden", ajeno al orden vecino y, en suma, competidor de la primaria, sino un simple grado.

Sin embargo, los diversos elementos del sistema de enseñanza se volvían complementarios y necesarios los unos a los otros. Una estructura horizontal reemplazaba a la vertical constituida hasta entonces. Administradores y ministros pensaban haber dado así un gran paso por el camino de la democratización.

Al mismo tiempo, un movimiento profundo, cuyo comienzo ocurrió durante los veintes, aunque a veces quedara oculto por los azares de la coyuntura demográfica, llevaba un número cada vez mayor de adultos hacia la enseñanza secundaria. Las razones son múltiples: afán de ascenso social de la pequeña burguesía, y después deseo de dar más oportunidades a los hijos en una sociedad minada por la crisis y el desempleo, y aumento de la población femenina. El crecimiento de la enseñanza secundaria es, por tanto, regular, sin interrupciones hasta el decenio de 1950. Pero el cambio cuantitativo, sin obligar aún a una gran política de construcciones escolares, invita a interrogarse sobre su calidad. Los 500000 alumnos de 1945 no representan aún más que una décima parte de la población de los establecimientos de enseñanza primaria. Son demasiados para que no estalle la contradicción entre la tradición de una formación en humanidades clásicas y el carácter cada vez más heteróclito de la clientela y de su destino. Tanto más necesario es tomar en cuenta que el "segundo grado" supuestamente comprende no sólo la enseñanza secundaria tradicional, sino también la enseñanza primaria superior. Las resistencias y los lastres son tales que la mayor parte de las reformas terminan en medidas a medias. Todos conocen la suerte que había estado reservada a la enseñanza específica. La enseñanza moderna comporta aún gran parte de estudios literarios, a semejanza de la enseñanza clásica. La reforma de la enseñanza secundaria de 1902 prevé dos ciclos y toda una gama de secciones en que el latín sigue preponderando. Todas desembocan en el bachillerato, puerta de la enseñanza superior. Así, no tarda en plantearse la cuestión de un examen que presenta una utilidad sobre todo para quienes desean proseguir sus estudios. ¿Se la debe imponer a todo el mundo, y en esta forma? La imposibilidad de una supresión en beneficio de un simple certificado de estudios se revela en el hecho de que la cuestión aún no se ha resuelto. La existencia de un sector privado y el apego a un diploma de carácter nacional tienen mucho que ver sin duda en la supervivencia del bachillerato.

Para acercarse a la Escuela única, Jean Zay, a falta de la reforma general que él proyectaba, ha procedido a armonizar los programas de enseñanza primaria superior con los del primer ciclo en los liceos y colegios. El ministerio de Carcopino, bajo el régimen de Vichy, da otro paso más, procediendo a la fusión de los EPS con los colegios. Conserva igualmente este embrión de "tronco común" de la enseñanza del segundo grado que había concebido Jean Zay con la creación de las clases de orientación al nivel de sexto año. Pero mucho después de la segunda Guerra Mundial, las diferencias, pese a las reformas de estructura, siguen intactas. Cada orden, difunta en principio, en realidad se aferra a sus posiciones. Y es que hubiera sido necesario improvisar para la aplicación de las reformas, un personal nuevo reclutado según un nuevo sis-tema, para promover nuevos métodos, abolir las prevenciones alimentadas de un bastión contra otro desde hacía muchas generaciones. Otros tantos elementos que no pueden reunirse y que obstaculizan una modificación en profundidad. Los lastres eran tales que se necesitaba un trastorno político para "barajar" un tiempo los naipes y permitir una nueva partida que deseaban tantos buenos espíritus. La Liberación, en Francia, pareció ese momento favorable. Un comité constituido por el gobierno de Argelia había elaborado el plan de una reforma en conjunto. En 1945, el trabajo de preparar ésta fue encargado a una comisión presidida por Paul Langevin, y después por Henry Wallon. La coyuntura era extraordinaria, y casi unánime el deseo de una transformación democrática de la enseñanza. Pero la comisión Langevin-Wallon se aferraba más al pasado de lo que se hubiese creído al principio. Animada por ideas verdaderamente progresistas, no por ello dejó de seguir el procedimiento habitual en las condiciones precedentes. Las audiciones de personalidades, de expertos, de diversos grupos y categorías interesadas se sucedieron largo tiempo, tanto así que la comisión sólo entregó su informe en junio de 1947. Era entonces demasiado tarde para una acción global, por razones menos materiales que políticas, y porque se habían retomado los hábitos.

La comisión Langevin-Wallon no por ello dejó de desempeñar un papel profetice. Jamás aplicado, su plan

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quedó, bajo toda la IV República y una parte de la V, como punto de referencia obligatorio. Las organizaciones de izquierda se sentían obligadas a referirse a él. A este respecto, el plan tal vez contribuyó a esterilizar la reflexión en el dominio educativo. Por otra parte, concebido por universitarios dotados de una gran visión, no preveía las condiciones exactas y los detalles de aplicación, de donde tal vez brotaron conflictos o dificultades de aplicación. Sin embargo, sigue siendo la expresión más clara de las ideas en boga durante la Liberación, sobre la democratización de la educación, ideal hacia el cual las reformas efectivas parecían encaminarse, sin llegar a ellas jamás. Por último, aun si la expresión de sistema educativo, empleada en un sistema riguroso, es posterior, el plan manifiesta que no podría tratarse, para una reforma, de limitarse a un simple cantón de la educación. En adelante —¿no era ya la ambición de Jean Zay?— se impone una visión de conjunto y cada vez más intensa, en la medida en que la intención se fija en lo periescolar y lo posescolar, hacia las actividades que no afectan directamente la instrucción.Los partidarios de la Escuela única habían puesto gran fe en el papel de la escuela para reducir las desigualdades. Así, habían creído llegar bastante fácilmente a una enseñanza secundaria democrática, mediante la instalación de un tronco de estudios comunes a partir del ingreso en sexto año. Instruidas por la experiencia, las generaciones más cercanas a nosotros prefieren hablar de democratización del sistema y son más sensibles a lo que, en el medio sociocultural, impide en las desventajas acumuladas en el curso de los primeros años, que una enseñanza de tipo secundario sea en verdad accesible a todos, y no sólo a una fracción indefinidamente extensible o reductible de "alumnos meritorios". En estas condiciones, es obvio que la enseñanza secundaria abierta a todos no puede ser la misma que la de las generaciones precedentes. 2. Hacia la escuela media.

A medida que nos acercamos a nuestros días, la enseñanza secundaria va apareciendo bajo otra luz. Sigue siendo la clave del sistema educativo, mas por otras razones. En adelante su misión ya no es formar una élite, sino el conjunto de la nación: al menos tal es la ambición que ostenta la reforma de 1975, llamada reforma Haby, cuya aplicación comenzó con el ingreso de sexto año en 1977.

El primer elemento de una enseñanza común fue, tanto en los planos como en la realidad de las reformas, la puesta en vigor de un "tronco común" de estudios a partir de sexto, cualquiera que fuese el tipo de establecimiento de segundo grado. El plan Langevin-Wallon preveía un tronco común de cuatro años: se reconoce aquí lo que había sido solamente esbozado por Jean Zay. Al término de este tronco común ocurre la orientación hacia los diferentes tipos de formación, estudios largos o preparación profesional. Las diferencias sólo afectan la duración de ese ciclo común y su extensión efectiva, tomando en cuenta las dificultades prácticas del encuadre. Así, a través de muchos fracasos, puesto que la IV República no pudo imponer ningún proyecto de reforma de la enseñanza, pasa a ocupar su lugar, al menos de manera im-perfecta, esta escuela media que todos los países desarrollados se han dado desde el fin de la segunda Guerra Mundial.

La reforma Berthoin (1959) y la reforma Fouchet (1963) que ponen en su lugar, respectivamente, los CEG, colegios de enseñanza general (antiguos cursos complementarios de la escuela elemental) y los CES, colegios de enseñanza secundaria destinados a reemplazar el primer ciclo de la enseñanza secundaria de los liceos, de sexto a tercero, pueden ser consideradas como etapas hacia la escuela media. Su carácter incompleto les ha valido acusaciones de timidez, casi de hipocresía, pues no lograban hacer una mezcla de la población escolar que desembocara en una escuela verdaderamente común. Lo magro de los resultados obtenidos era, sin embargo, previsible, dados los obstáculos. Las reformas se realizaron, en realidad, en una coyuntura de "explosión escolar" (Roger Cros) debida, a la vez, al aumento de la masa escolarizable que resultaba del aumento de la natalidad a partir de la guerra (800 000 niños por año, en lugar de escasos 500000), alargamiento de la escuela obligatoria, así como la prolongación de la demanda de una escolaridad larga, en la prolongación de una tendencia ya observada antes.

Se necesitaban a la vez locales, medios y maestros. Los primeros fueron lentos de construir al principio, no por efecto de alguna particular escasez presupuestaria, sino, sobre todo, porque las exigencias superaban la capacidad de los constructores en el momento. Hubo que recurrir a todos los locales disponibles, a clases prefabricadas. A finales de los sesentas se instaló por fin el ritmo de un "CES por día", obtenido gracias a un esfuerzo de racionalización y al empleo de técnicas de prefabricación. Pero la cuestión fundamental era la del encuadre. El personal llamado a enseñar en el primer ciclo era diverso: aparte de los profesores certificados y agregados que no podían bastar, hubo que reclutar apresuradamente maestros auxiliares, licenciados en el mejor de los casos. Los institutores de primaria que habían enseñado en las EPS o los

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cursos complementarios constituyeron el cuerpo docente de los CEG. No tardaron en brotar conflictos entre las diversas categorías que estimaban tener vocación para enseñar el primer ciclo. De hecho, la identidad de la enseñanza secundaria estaba en juego: los antiguos profesores del liceo querían salvaguardar una enseñanza "de calidad", mientras que los institutores elogiaban los métodos de su pedagogía para una escuela media. La creación de cuerpos de PEGC no resolvió la cuestión. A falta de un medio único de reclutamiento, perduraba la pluralidad de las categorías de profesores y de sus opiniones sobre los métodos convenientes.

3. Una crisis universitaria indefinidamente prolongada.

A falta de una voluntad en definitiva política, las universidades, desde su creación, siguen siendo yuxtaposiciones de facultades fieles a la no-injerencia en los asuntos de la vecina, y a la autonomía concebida en un cuadro estrechamente corporativo. Semejante situación no era favorable a la expansión como se la podía observar en los Estados Unidos. Después de la guerra, las facultades de ciencias desarrollan sus relaciones con el CNRS (Centro Nacional de la Investigación Científica) creado en 1938. Las facultades de derecho se anexan las ciencias económicas, mientras que las facultades de letras tímida-mente al principio, reciben a las ciencias humanas. Son universitarios los que hacen campaña con la Asociación por el Desarrollo de la Investigación Científica, al borde de los coloquios sostenidos en Caen y en Grenoble, para una renovación en profundidad. El segundo coloquio de Caen (1966) propone, ante P. Mendés-France y V. Giscard d'Estaing, la creación de universidades experimentales, autónomas, competitivas, desprovistas del enclaustramiento tradicional en las facultades, para permitir un libre reagrupamiento de las disciplinas. Recomienda, para el establecimiento de la enseñanza superior y de investigación, una categoría de establecimiento público tal que les asegure flexibilidad de funcionamiento.

Nada de todo ello se aplicó. Sin embargo, se crearon los IUT (Institutos Universitarios de Tecnología) en 1966, destinados a dar una formación breve (dos años) en ciencias aplicadas. Para descongestionar la enorme Universidad de París, se abrieron las facultades de ciencias de Orsay y de letras de Nan-terre. Fue allí donde ocurrió la explosión que debía destruir todo el edificio. Sin duda, los acontecimientos de 1968 desbordan largamente el cuadro de las universidades, y también el cuadro nacional: Berkeley precedió a Nanterre. Pero el malestar que se iba incubando en la enseñanza superior francesa proviene también de lo inadecuado de esto a los servicios que de ella podía esperar una sociedad en pleno desarrollo económico y sedienta de democratización.

Sin olvidar el crecimiento ahora muy rápido de los efectivos. El total de los estudiantes de la universidad, cerca de 50 000 en 1920, casi alcanza los 140 000 en 1950. Pasa de 211 000 en 1960 a 440000 en 1967. Supera los 850000 en 1978.

Así pues, las universidades han podido responder a una demanda masiva, sobre todo fuerte en el primer ciclo. La licencia (tercer año) y la maestría (cuarto año) de letras y de ciencias van precedidas, en efecto, por un ciclo cada vez más precisamente organizado. Desde el año de propedéutica (1948) hasta los dos años del DUES o DUEL (1966), reemplazados hoy por los DEUG. Los estudios de derecho y de ciencias económicas son igualmente reorganizados, como los estudios de medicina con la creación de los CHU. Como regla general, los estudios prevén un mejor encuadre, con sesiones de trabajo prácticos que exigen la asiduidad y hasta la instauración del control continuo.La ley Edgar Faure (12 de noviembre de 1968), obra de circunstancia, aprobada en la secuela de una crisis aguda, se encuentra en el principio de toda clase de reformas parciales y ajustes. Se funda sobre los tres principios de autonomía de las universidades, de pluridisciplinariedad y de participación. En virtud de esta última, el gobierno de las universidades se compromete con la polisinodia, falseada, por lo demás, por el ausentismo o la politización de ciertas partes contratantes. Las universidades son dotadas, por fin, por presidentes elegidos, tal como lo deseaba el segundo coloquio de Caen. Esto tiene más poderes e iniciativas de los que tuvieron los decanos. Sin embargo, su posición es frágil y los conflictos estallan entre ellos y su mayoría o una fracción de ésta hacen aparecer en las decisiones la función que pueden desem-peñar los rectores, hasta entonces apartados. Por lo demás, la autonomía, a la vez administrativa, financiera y pedagógica, queda limitada por el peso de los gastos irreductibles, por la necesidad de entregar diplomas nacionales. Las otras instituciones de enseñanza superior, el CNRS, no están sometidos a la ley de orientación; perdura así esta separación entre las universidades y las grandes escuelas, específica de Francia.La ley no ha logrado definir la categoría de los maestros, cuyo número alcanza 40 000. El centro de gravedad, al menos en la cuestión numérica, no está ya en la categoría de los profesores, sino en la de

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asistentes y maestros asistentes. Pronto se plantea la cuestión de las carreras que habría que diversificar. El desarrollo de la tesis de tercer ciclo y la modificación de los procedimientos de reclutamiento no la resuelve totalmente. Mucho más temible es el problema del acceso a una verdadera autonomía que permitiría una integración de las actividades de formación permanente, hasta aquí "enquistadas" en el cuerpo universitario, una mejor articulación de las universidades con la investigación científica y el sector de las grandes escuelas. Por último, salvo en medicina y en institutos de universidad como el Instituto de Estudios Políticos, el acceso indiferenciado de los estudiantes encuentra su solución única en la selección por el fracaso. Las transformaciones sufridas por la enseñanza secundaria en estos últimos años debieran encontrar, por lo demás, un eco de la enseñanza superior dentro de pocos años.

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