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LA TORMENTA O EL
ULTIMÁTUM DE LA
NATURALEZA
Víctor Charneco Sáez, escritor y periodista, autor de “Devuélveme
a las once menos cuarto” (Ediciones Carena, 2012).
www.victorcharneco.com
La tormenta o el ultimátum de la naturaleza
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“Estamos hechos de la misma materia que los sueños”. La tempestad. William Shakespeare
Cuando terminó, el mundo parecía nuevo, apenas sacado de un celofán, reluciente en todos
sus componentes, como si los árboles, las calles y los animales acabarán de ser estrenados;
tal que si un artesano meticuloso hubiera empleado horas en pintar al óleo cada matiz de
las frutas suspendidas de las ramas. Entonces fue el momento de sonreír, la respiración
aliviada, rítmica, y los músculos, al fin, sin la crispación de ferralla de las horas previas; el
pulso sereno en las venas de quienes, posicionados entre la angustia y el respeto, habían
presenciado el espectáculo fabuloso de su furia desatada.
Avisó de su llegada a lo largo del día; eran tiempos propicios para su existencia y nadie se lo
tomó demasiado en serio: sería pasajera, benévola, apenas una bocanada de refresco en la
ígnea secuencia de los días. Como otras veces, se dijeron todos, les retendría unos minutos
bajo las techumbres, resguardados, más que otra cosa, por la incomodidad de ver
arruinados sus atuendos de trabajo, cuidadosos sólo por la presencia siempre enigmática de
sus resplandores. Pero esta vez no fue así, y nadie estaba preparado para ello.
La tarde ardiente de agosto se cerró súbitamente, una torrentera de nubes cada vez más
oscuras se fue amontonando sobre sus cabezas, apelmazándose hasta parecer un conjunto
sólido, lleno de ramificaciones orgánicas, con la estética apocalíptica de los tumores. El día
simuló desvanecerse, la luz densa como en los eclipses, ocre, llena de esquinas umbrías y
desabridas. Para entonces los más veteranos ya proclamaban que se echaba encima; debían
cobijarse porque no tardaría en dar comienzo. Había llegado la tormenta.
El primer trueno quebró el silencio con una resonancia de desastre natural, a algunos les
pasó inadvertido el fulgor de luz previo, pero nadie se quedó indiferente cuando el
estruendo partió en dos sus vidas ordinarias. En la casa, las mujeres rezongaron plegarias,
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cerrando los postigos y ordenando a unos y otros que se retiraran de las ventanas; el vidrio,
decían, podía ejercer como un llamador de los rayos, atraer el fuego y la muerte. El niño
buscó con rapidez las piernas del abuelo, trabándose en ellas, pretendiendo el resguardo de
sus pantalones, como si en la franela desgastada de su material se pudieran encontrar los
privilegios de una empalizada; él tardó un instante en percatarse de su llegada, la mirada
perdida lejos, en la inmensidad del campo, intentando leer las razones de esa ira repentina.
Luego le echó la mano sobre el hombro, dejándole sobre la piel frágil la impresión de unos
dedos gruesos, poderosos, curtidos en los rigores del trabajo y capaces de defenderle.
En unos minutos llovía con violencia, cascadas de agua parecían precipitarse sobre los
techos de las viviendas, que emitían gemidos de súplica ante la exigencia de la prueba,
acobardados como si sus superficies fueran atacadas por montañas. La luz se ahollinó,
saturando de rincones oscuros los espacios abiertos, sumiendo en la ceguera los cerrados,
aprisionando las almas de las personas, ateridas por la arremetida del temporal. Sólo un
instante después, las calles comenzaron a recoger ríos de barro, ramas secas, tiestos
arrancados al adorno de varias de las casas de la vereda; algún balde vacío, trajinado por su
fuerza como si se tratara de un trapo viejo puesto a orear en una mañana de huracán.
A estas alturas, el crujido de los truenos amenaza con trepanarles los tímpanos, rompen tan
cerca que pueden sentir su aliento funesto una décima después del estallido; quien estuvo
en una guerra se siente de vuelta a ella; para los nacidos en tiempo de paz, se diría que el
apocalipsis se les ha venido encima sin margen para preparar cuerpos ni conciencias. Los
animales domésticos se han refugiado debajo de las camas, lejos de quicios y claraboyas;
aúllan como si tuvieran la presciencia de que el desastre es inevitable. Las viejas empezaron
ya con los rezos, sentadas en sillas bajas de mimbre manejan el rosario rústico de los
campesinos y dirigen la oración del resto de mujeres, recias y determinadas en la plegaria,
sintiendo la responsabilidad de mostrar ante el resto la firmeza de lo confiable. Algunos
hombres melifluos se les unen en los avemarías, otros pasean inquietos cerca de las puertas
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o los patios; sólo los más valientes, como el abuelo, permanecen firmes tras el cristal, sin
miedo ni reservas, ofreciéndole el rostro a esa encastada eventualidad.
En el restallar del enésimo cañonazo, el niño se sujeta con más fuerza al cuerpo del
anciano, los nudillos emblanquecidos por el rigor con el que se ciñe a él, persiguiendo la
tranquilidad de su latido sereno. Él, sin embargo, no se inmuta esta vez, las mandíbulas
apretadas en un gesto de tensión mientras las pupilas, enloquecidas, parecen querer
desentrañar los mecanismos escondidos más allá de las nubes. Es consciente de la
presencia del nieto y le sigue ofreciendo su consuelo físico, silente, pero le gustaría conocer
primero el alcance real de lo que sucede, si es tan sólo un aviso por la soberbia absurda de
los humanos, o si, tal vez, la paciencia de la naturaleza se colmó ante la secuencia
interminable de sus agresiones. Masculla algo entre dientes, no es un rezo y tampoco una
maldición, si pudiera leerse el rítmico fluir de sus labios, se entendería el flujo de su
pensamiento, la reflexión que le alienta esta tarde de fenómenos desbocados.
Sabe que se han excedido en el cultivo y la contaminación, extenuando la tierra y asfixiando
sus procesos de regeneración, llevándola hasta los límites de su capacidad productiva y no
permitiéndole recuperarse antes de afrontar un nuevo ciclo alimenticio, como si sus
recursos fueran infalibles e inagotables. Han abusado de su generosa entrega, sintiéndose
merecedores de todo y no guardando el respeto a la fuente de vida, bordeando los límites
de las tradiciones para encontrar procedimientos a su antojo, irresponsables, egoístas,
rebosantes de un peligroso desprecio por el planeta y sus habitantes. Él mismo se dejó
llevar en algunos ratos por esas nuevas costumbres, acelerando las cosechas y dejando sin
resuello los manantiales, alterando con despreocupación los tiempos de la siembra para
llenarse un poco más los bolsillos y tocar sus sueños. Como si todo valiera. Y no todo vale.
Ahora, en la tarde ennegrecida del verano, recupera la consciencia del poder de la
naturaleza; ante la amenaza de un enemigo feroz y de fuerza descomunal, siente de nuevo
su pequeñez, la ínfima talla de su estatura frente a la de los fenómenos que ni puede
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entender en su totalidad, ni conseguiría dominar jamás. Y teme. No tanto por su vida ya
exigua, confiada a unos retazos que se han de consumir con voracidad, como por la de su
familia, las mujeres, los hijos, ese nieto temeroso que pareciera estar conectado con lo
telúrico e intuir la cercanía de un abismo insospechado. Entorna los ojos y asiente,
comprendiendo la profunda lección que está recibiendo, recitando en su interior la disculpa
que todos los campesinos habrían de entonar ante el altar vacante de la Tierra. Con las
neuronas hendiendo el espacio, quiere encontrar los ojos de la naturaleza y mirarse en ellos,
permitirles ahondar en los suyos, descubrir que es consciente del ultimátum recibido.
Inquieto, crispa el ceño cuando el derrumbamiento de un nuevo trueno parece a punto a
escombrar el techo de la casa, provocando gritos entre las hembras, intensificando el
apretón del chiquillo. “Rubrico mi parte del acuerdo -musita-. Es tu turno ahora”.
Unos instantes más tarde, la intensidad de fuego de la tormenta comienza a remitir; en
apenas unos minutos, el cielo se abre, dejando escapar los primeros rayos de sol; como ya
se dijo, no sólo salvando el mundo, sino dándole apariencia de recién inaugurado. El crío,
entonces, se libera del soporte del abuelo e intenta regresar al juego; la manaza del hombre,
sin embargo, le retiene con firmeza, obligándole a girarse, encarándole a su barba grisácea.
- Nicolás, ¿has entendido lo que acaba de suceder? La Tierra nos ha llamado la
atención, está cansada de cómo la tratamos, de que siempre queramos obtener el
máximo de ella sin ofrecerle nada a cambio, ni siquiera el respeto que su
generosidad merece. Y nos ha enseñado que podría terminar con nosotros en un
segundo, el látigo de sus fuerzas nos cimbrea a su antojo. Yo soy viejo y ya duraré
poco, pero tú has de recordar este día para siempre, temiendo a la naturaleza que
tanto te cuida y ofreciéndole con devoción lo mejor de ti: el trabajo, la honestidad y
el respeto. Sólo si tú consagras una parte de tu existencia a defenderla con todas tus
fuerzas, ella seguirá sintiéndose en la obligación de protegerte a ti.