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ANTOLOGÍA DE CUENTOS 2º ESO
DEPARTAMENTO DE LENGUA CASTELLANA Y LITERATURA
IES CARLOS BOUSOÑO
ANTOLOGÍA DE CUENTOS 2º DE ESO. Departamento de Lengua castellana y Literatura. IES Carlos Bousoño. 1
La verdad sobre el caso del señor Valdemar Edgar Allan Poe
De ninguna manera me parece sorprendente que el extraordinario caso del señor
Valdemar haya provocado tantas discusiones. Hubiera sido un milagro que ocurriera lo
contrario, especialmente en tales circunstancias. Aunque todos los participantes deseábamos
mantener el asunto alejado del público -al menos por el momento, o hasta que se nos
ofrecieran nuevas oportunidades de investigación-, a pesar de nuestros esfuerzos no tardó en
difundirse una versión tan espuria como exagerada que se convirtió en fuente de muchas
desagradables tergiversaciones y, como es natural, de profunda incredulidad.
El momento ha llegado de que yo dé a conocer los hechos -en la medida en que me es
posible comprenderlos-. Helos aquí sucintamente:
Durante los últimos años el estudio del hipnotismo había atraído repetidamente mi
atención. Hace unos nueve meses, se me ocurrió súbitamente que en la serie de
experimentos efectuados hasta ahora existía una omisión tan curiosa como inexplicable:
jamás se había hipnotizado a nadie in articulo mortis. Quedaba por verse si, en primer lugar,
un paciente en esas condiciones sería susceptible de influencia magnética; segundo, en caso
de que lo fuera, si su estado aumentaría o disminuiría dicha susceptibilidad, y tercero, hasta
qué punto, o por cuánto tiempo, el proceso hipnótico sería capaz de detener la intrusión de
la muerte. Quedaban por aclarar otros puntos, pero éstos eran los que más excitaban mi
curiosidad, sobre todo el último, dada la inmensa importancia que podían tener sus
consecuencias.
Pensando si entre mis relaciones habría algún sujeto que me permitiera verificar esos
puntos, me acordé de mi amigo Ernest Valdemar, renombrado compilador de la Bibliotheca
Forensica y autor (bajo el nom de plume de Issachar Marx) de las versiones polacas de
Wallenstein y Gargantúa. El señor Valdemar, residente desde 1839 en Harlem, Nueva York,
es (o era) especialmente notable por su extraordinaria delgadez, tanto que sus extremidades
inferiores se parecían mucho a las de John Randolph, y también por la blancura de sus
patillas, en violento contraste con sus cabellos negros, lo cual llevaba a suponer con
frecuencia que usaba peluca. Tenía un temperamento muy nervioso, que le convertía en
buen sujeto para experiencias hipnóticas. Dos o tres veces le había adormecido sin gran
trabajo, pero me decepcionó no alcanzar otros resultados que su especial constitución me
había hecho prever. Su voluntad no quedaba nunca bajo mi entero dominio, y, por lo que
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respecta a la clarividencia, no se podía confiar en nada de lo que había conseguido con él.
Atribuía yo aquellos fracasos al mal estado de salud de mi amigo. Unos meses antes de trabar
relación con él, los médicos le habían declarado tuberculoso. El señor Valdemar
acostumbraba referirse con toda calma a su próximo fin, como algo que no cabe ni evitar ni
lamentar.
Cuando las ideas a que he aludido se me ocurrieron por primera vez, lo más natural fue
que acudiese a Valdemar. Demasiado bien conocía la serena filosofía de mi amigo para temer
algún escrúpulo de su parte; por lo demás, no tenía parientes en América que pudieran
intervenir para oponerse. Le hablé francamente del asunto y, para mi sorpresa, noté que se
interesaba vivamente. Digo para mi sorpresa, pues si bien hasta entonces se había prestado
libremente a mis experimentos, jamás demostró el menor interés por lo que yo hacía. Su
enfermedad era de las que permiten un cálculo preciso sobre el momento en que
sobrevendrá la muerte. Convinimos, pues, en que me mandaría llamar veinticuatro horas
antes del momento fijado por sus médicos para su fallecimiento.
Hace más de siete meses que recibí la siguiente nota, de puño y letra de Valdemar:
Estimado P...:
Ya puede usted venir. D... y F... coinciden en que no pasaré de mañana a medianoche, y me
parece que han calculado el tiempo con mucha exactitud.
Valdemar
Recibí el billete media hora después de escrito, y quince minutos más tarde estaba en el
dormitorio del moribundo. No le había visto en los últimos diez días y me aterró la espantosa
alteración que se había producido en tan breve intervalo. Su rostro tenía un color plomizo, no
había el menor brillo en los ojos y, tan terrible era su delgadez, que la piel se había abierto en
los pómulos. Expectoraba continuamente y el pulso era casi imperceptible. Conservaba no
obstante una notable claridad mental, y cierta fuerza. Me habló con toda claridad, tomó
algunos calmantes sin ayuda ajena y, en el momento de entrar en su habitación, le encontré
escribiendo unas notas en una libreta. Se mantenía sentado en el lecho con ayuda de varias
almohadas, y estaban a su lado los doctores D... y E..
Luego de estrechar la mano de Valdemar, llevé aparte a los médicos y les pedí que me
explicaran detalladamente el estado del enfermo. Desde hacía dieciocho meses, el pulmón
izquierdo se hallaba en un estado semióseo o cartilaginoso, y, como es natural, no funcionaba
en absoluto. En su porción superior el pulmón derecho aparecía parcialmente osificado,
mientras la inferior era tan sólo una masa de tubérculos purulentos que se confundían unos
con otros. Existían varias dilatadas perforaciones y en un punto se había producido una
adherencia permanente a las costillas. Todos estos fenómenos del lóbulo derecho eran de
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fecha reciente; la osificación se había operado con insólita rapidez, ya que un mes antes no
existían señales de la misma y la adherencia sólo había sido comprobable en los últimos tres
días. Aparte de la tuberculosis los médicos sospechaban un aneurisma de la aorta, pero los
síntomas de osificación volvían sumamente difícil un diagnóstico. Ambos facultativos
opinaban que Valdemar moriría hacia la medianoche del día siguiente (un domingo). Eran
ahora las siete de la tarde del sábado.
Al abandonar la cabecera del moribundo para conversar conmigo, los doctores D... y F... se
habían despedido definitivamente de él. No era su intención volver a verle, pero, a mi pedido,
convinieron en examinar al paciente a las diez de la noche del día siguiente.
Una vez que se fueron, hablé francamente con Valdemar sobre su próximo fin, y me referí
en detalle al experimento que le había propuesto. Nuevamente se mostró dispuesto, e
incluso ansioso por llevarlo a cabo, y me pidió que comenzara de inmediato. Dos enfermeros,
un hombre y una mujer, atendían al paciente, pero no me sentí autorizado a llevar a cabo una
intervención de tal naturaleza frente a testigos de tan poca responsabilidad en caso de algún
accidente repentino. Aplacé, por tanto, el experimento hasta las ocho de la noche del día
siguiente, cuando la llegada de un estudiante de medicina de mi conocimiento (el señor
Theodore L...l) me libró de toda preocupación. Mi intención inicial había sido la de esperar a
los médicos, pero me vi obligado a proceder, primeramente por los urgentes pedidos de
Valdemar y luego por mi propia convicción de que no había un minuto que perder, ya que
con toda evidencia el fin se acercaba rápidamente.
El señor L...l tuvo la amabilidad de acceder a mi pedido, así como de tomar nota de todo lo
que ocurriera. Lo que voy a relatar ahora procede de sus apuntes, ya sea en forma
condensada o verbatim.
Faltaban cinco minutos para las ocho cuando, después de tomar la mano de Valdemar, le
pedí que manifestara con toda la claridad posible, en presencia de L...l, que estaba dispuesto
a que yo le hipnotizara en el estado en que se encontraba.
Débil, pero distintamente, el enfermo respondió: «Sí, quiero ser hipnotizado», agregando
de inmediato: «Me temo que sea demasiado tarde.»
Mientras así decía, empecé a efectuar los pases que en las ocasiones anteriores habían
sido más efectivos con él. Sentía indudablemente la influencia del primer movimiento lateral
de mi mano por su frente, pero, aunque empleé todos mis poderes, me fue imposible lograr
otros efectos hasta algunos minutos después de las diez, cuando llegaron los doctores D... y
F..., tal como lo habían prometido. En pocas palabras les expliqué cuál era mi intención, y,
como no opusieron inconveniente, considerando que el enfermo se hallaba ya en agonía,
continué sin vacilar, cambiando, sin embargo, los pases laterales por otros verticales y
concentrando mi mirada en el ojo derecho del sujeto.
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A esta altura su pulso era imperceptible y respiraba entre estertores, a intervalos de
medio minuto.
Esta situación se mantuvo sin variantes durante un cuarto de hora. Al expirar este
período, sin embargo, un suspiro perfectamente natural, aunque muy profundo, escapó del
pecho del moribundo, mientras cesaba la respiración estertorosa o, mejor dicho, dejaban de
percibirse los estertores; en cuanto a los intervalos de la respiración, siguieron siendo los
mismos. Las extremidades del paciente estaban heladas.
A las once menos cinco, advertí inequívocas señales de influencia hipnótica. La vidriosa
mirada de los ojos fue reemplazada por esa expresión de intranquilo examen interior que
jamás se ve sino en casos de hipnotismo, y sobre la cual no cabe engañarse. Mediante unos
rápidos pases laterales hice palpitar los párpados, como al acercarse el sueño, y con unos
pocos más los cerré por completo. No bastaba esto para satisfacerme, sin embargo, sino que
continué vigorosamente mis manipulaciones, poniendo en ellas toda mi voluntad, hasta que
hube logrado la completa rigidez de los miembros del durmiente, a quien previamente había
colocado en la posición que me pareció más cómoda. Las piernas estaban completamente
estiradas; los brazos reposaban en el lecho, a corta distancia de los flancos. La cabeza había
sido ligeramente levantada.
Al dar esto por terminado era ya medianoche y pedí a los presentes que examinaran el
estado de Valdemar. Luego de unas pocas verificaciones, admitieron que se encontraba en un
estado insólitamente perfecto de trance hipnótico. La curiosidad de ambos médicos se había
despertado en sumo grado. El doctor D... decidió pasar toda la noche a la cabecera del
paciente, mientras el doctor F... se marchaba, con promesa de volver por la mañana
temprano. L...l y los enfermeros se quedaron.
Dejamos a Valdemar en completa tranquilidad hasta las tres de la madrugada, hora en
que me acerqué y vi que seguía en el mismo estado que al marcharse el doctor F...; vale
decir, yacía en la misma posición y su pulso era imperceptible. Respiraba sin esfuerzo, aunque
casi no se advertía su aliento, salvo que se aplicara un espejo a los labios. Los ojos estaban
cerrados con naturalidad y las piernas tan rígidas y frías como si fueran de mármol. No
obstante ello, la apariencia general distaba mucho de la de la muerte.
Al acercarme intenté un ligero esfuerzo para influir sobre el brazo derecho, a fin de que
siguiera los movimientos del mío, que movía suavemente sobre su cuerpo. En esta clase de
experimento jamás había logrado buen resultado con Valdemar, pero ahora, para mi
estupefacción, vi que su brazo, débil pero seguro, seguía todas las direcciones que le
señalaba el mío. Me decidí entonces a intentar un breve diálogo.
-Valdemar..., ¿duerme usted? -pregunté.
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No me contestó, pero noté que le temblaban los labios, por lo cual repetí varias veces la
pregunta. A la tercera vez, todo su cuerpo se agitó con un ligero temblor; los párpados se
levantaron lo bastante para mostrar una línea del blanco del ojo; moviéronse lentamente los
labios, mientras en un susurro apenas audible brotaban de ellos estas palabras:
-Sí... ahora duermo. ¡No me despierte! ¡Déjeme morir así!
Palpé los miembros, encontrándolos tan rígidos como antes. Volví a interrogar al
hipnotizado:
-¿Sigue sintiendo dolor en el pecho, Valdemar?
La respuesta tardó un momento y fue aún menos audible que la anterior:
-No sufro... Me estoy muriendo.
No me pareció aconsejable molestarle más por el momento, y no volví a hablarle hasta la
llegada del doctor F..., que arribó poco antes de la salida del sol y se quedó absolutamente
estupefacto al encontrar que el paciente se hallaba todavía vivo. Luego de tomarle el pulso y
acercar un espejo a sus labios, me pidió que le hablara otra vez, a lo cual accedí.
-Valdemar -dije-. ¿Sigue usted durmiendo?
Como la primera vez, pasaron unos minutos antes de lograr respuesta, y durante el
intervalo el moribundo dio la impresión de estar juntando fuerzas para hablar. A la cuarta
repetición de la pregunta, y con voz que la debilidad volvía casi inaudible, murmuró:
-Sí... Dormido... Muriéndome.
La opinión o, mejor, el deseo de los médicos era que no se arrancase a Valdemar de su
actual estado de aparente tranquilidad hasta que la muerte sobreviniera, cosa que, según
consenso general, sólo podía tardar algunos minutos. Decidí, sin embargo, hablarle una vez
más, limitándome a repetir mi pregunta anterior.
Mientras lo hacía, un notable cambio se produjo en las facciones del hipnotizado. Los ojos
se abrieron lentamente, aunque las pupilas habían girado hacia arriba; la piel adquirió una
tonalidad cadavérica, más semejante al papel blanco que al pergamino, y los círculos
hécticos, que hasta ese momento se destacaban fuertemente en el centro de cada mejilla, se
apagaron bruscamente. Empleo estas palabras porque lo instantáneo de su desaparición
trajo a mi memoria la imagen de una bujía que se apaga de un soplo. Al mismo tiempo el
labio superior se replegó, dejando al descubierto los dientes que antes cubría
completamente, mientras la mandíbula inferior caía con un sacudimiento que todos oímos,
dejando la boca abierta de par en par y revelando una lengua hinchada y ennegrecida.
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Supongo que todos los presentes estaban acostumbrados a los horrores de un lecho de
muerte, pero la apariencia de Valdemar era tan espantosa en aquel instante, que se produjo
un movimiento general de retroceso.
Comprendo que he llegado ahora a un punto de mi relato en el que el lector se sentirá
movido a una absoluta incredulidad. Me veo, sin embargo, obligado a continuarlo.
El más imperceptible signo de vitalidad había cesado en Valdemar; seguros de que estaba
muerto lo confiábamos ya a los enfermeros, cuando nos fue dado observar un fuerte
movimiento vibratorio de la lengua. La vibración se mantuvo aproximadamente durante un
minuto. Al cesar, de aquellas abiertas e inmóviles mandíbulas brotó una voz que sería
insensato pretender describir. Es verdad que existen dos o tres epítetos que cabría aplicarle
parcialmente: puedo decir, por ejemplo, que su sonido era áspero y quebrado, así como
hueco. Pero el todo es indescriptible, por la sencilla razón de que jamás un oído humano ha
percibido resonancias semejantes. Dos características, sin embargo -según lo pensé en el
momento y lo sigo pensando-, pueden ser señaladas como propias de aquel sonido y dar
alguna idea de su calidad extraterrena. En primer término, la voz parecía llegar a nuestros
oídos (por lo menos a los míos) desde larga distancia, o desde una caverna en la profundidad
de la tierra. Segundo, me produjo la misma sensación (temo que me resultará imposible
hacerme entender) que las materias gelatinosas y viscosas producen en el sentido del tacto.
He hablado al mismo tiempo de «sonido» y de «voz». Quiero decir que el sonido consistía
en un silabeo clarísimo, de una claridad incluso asombrosa y aterradora. El señor Valdemar
hablaba, y era evidente que estaba contestando a la interrogación formulada por mí unos
minutos antes. Como se recordará, le había preguntado si seguía durmiendo. Y ahora
escuché:
-Sí... No... Estuve durmiendo... y ahora... ahora... estoy muerto.
Ninguno de los presentes pretendió siquiera negar ni reprimir el inexpresable,
estremecedor espanto que aquellas pocas palabras, así pronunciadas, tenían que producir.
L...l, el estudiante, cayó desvanecido. Los enfermeros escaparon del aposento y fue imposible
convencerlos de que volvieran. Por mi parte, no trataré de comunicar mis propias
impresiones al lector. Durante una hora, silenciosos, sin pronunciar una palabra, nos
esforzamos por reanimar a L...l. Cuando volvió en sí, pudimos dedicarnos a examinar el
estado de Valdemar.
Seguía, en todo sentido, como lo he descrito antes, salvo que el espejo no proporcionaba
ya pruebas de su respiración. Fue inútil que tratáramos de sangrarlo en el brazo. Debo
agregar que éste no obedecía ya a mi voluntad. En vano me esforcé por hacerle seguir la
dirección de mi mano. La única señal de la influencia hipnótica la constituía ahora el
movimiento vibratorio de la lengua cada vez que volvía a hacer una pregunta a Valdemar. Se
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diría que trataba de contestar, pero que carecía ya de voluntad suficiente. Permanecía
insensible a toda pregunta que le formulara cualquiera que no fuese yo, aunque me esforcé
por poner a cada uno de los presentes en relación hipnótica con el paciente. Creo que con
esto he señalado todo lo necesario para que se comprenda cuál era la condición del
hipnotizado en ese momento. Se llamó a nuevos enfermeros, y a las diez de la mañana
abandoné la morada en compañía de ambos médicos y de L...l.
Volvimos por la tarde a ver al paciente. Su estado seguía siendo el mismo. Discutimos un
rato sobre la conveniencia y posibilidad de despertarlo, pero poco nos costó llegar a la
conclusión de que nada bueno se conseguiría con eso. Resultaba evidente que hasta ahora, la
muerte (o eso que de costumbre se denomina muerte) había sido detenida por el proceso
hipnótico. Parecía claro que, si despertábamos a Valdemar, lo único que lograríamos seria su
inmediato o, por lo menos, su rápido fallecimiento.
Desde este momento hasta fines de la semana pasada -vale decir, casi siete meses-
continuamos acudiendo diariamente a casa de Valdemar, acompañados una y otra vez por
médicos y otros amigos. Durante todo este tiempo el hipnotizado se mantuvo exactamente
como lo he descrito. Los enfermeros le atendían continuamente.
Por fin, el viernes pasado resolvimos hacer el experimento de despertarlo, o tratar de
despertarlo: probablemente el lamentable resultado del mismo es el que ha dado lugar a
tanta discusión en los círculos privados y a una opinión pública que no puedo dejar de
considerar como injustificada.
A efectos de librar del trance hipnótico al paciente, acudí a los pases habituales. De
entrada resultaron infructuosos. La primera indicación de un retorno a la vida lo proporcionó
el descenso parcial del iris. Como detalle notable se observó que este descenso de la pupila
iba acompañado de un abundante flujo de icor amarillento, procedente de debajo de los
párpados, que despedía un olor penetrante y fétido. Alguien me sugirió que tratara de influir
sobre el brazo del paciente, como al comienzo. Lo intenté, sin resultado. Entonces el doctor
F... expresó su deseo de que interrogara al paciente. Así lo hice, con las siguientes palabras:
-Señor Valdemar... ¿puede explicarnos lo que siente y lo que desea?
Instantáneamente reaparecieron los círculos hécticos en las mejillas; la lengua tembló, o,
mejor dicho, rodó violentamente en la boca (aunque las mandíbulas y los labios siguieron
rígidos como antes), y entonces resonó aquella horrenda voz que he tratado ya de describir:
-¡Por amor de Dios... pronto... pronto... hágame dormir... o despiérteme... pronto...
despiérteme! ¡Le digo que estoy muerto!
Perdí por completo la serenidad y, durante un momento, me quedé sin saber qué hacer.
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Por fin, intenté calmar otra vez al paciente, pero al fracasar, debido a la total suspensión de la
voluntad, cambié el procedimiento y luché con todas mis fuerzas para despertarlo. Pronto me
di cuenta de que lo lograría, o, por lo menos, así me lo imaginé; y estoy seguro de que todos
los asistentes se hallaban preparados para ver despertar al paciente.
Pero lo que realmente ocurrió fue algo para lo cual ningún ser humano podía estar
preparado.
Mientras ejecutaba rápidamente los pases hipnóticos, entre los clamores de: «¡Muerto!
¡Muerto!», que literalmente explotaban desde la lengua y no desde los labios del sufriente,
bruscamente todo su cuerpo, en el espacio de un minuto, o aún menos, se encogió, se
deshizo... se pudrió entre mis manos. Sobre el lecho, ante todos los presentes, no quedó más
que una masa casi líquida de repugnante, de abominable putrefacción.
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Mala suerte Anton Chejov
Ilia Sergeich Peplov y su mujer, Cleopatra Petrovna, escuchaban junto a la puerta con gran
ansiedad. Al otro lado, en la pequeña sala, se desarrollaba, al parecer, una escena de
declaración amorosa. Su hija Nataschenka se prometía en aquel momento con el profesor de
la Escuela Provincial, Schupkin.
-Parece que pica -murmuraba Peplov, temblando de impaciencia y frotándose las manos-.
Mira, Petrovna... Tan pronto como empiecen a hablar de sentimientos, descuelgas la imagen
de la pared y entramos a bendecirlos... Quedarán cogidos. La bendición con la imagen es
sagrada e irrevocable... Ni aunque acuda al juzgado podrá ya volverse atrás.
Al otro lado de la puerta estaba entablado el siguiente diálogo:
-¡Nada de su carácter!... -decía Schupkin, frotando una cerilla en sus pantalones a cuadros
para encenderla-. Le aseguro que yo no fui quien escribió las cartas.
-¡Vamos, no diga!... ¡Como si no conociera yo su letra! -reía la damisela lanzando grititos
amanerados y mirándose al espejo a cada momento-. La reconocí en seguida. ¡Y qué cosa tan
rara!... ¡Usted, profesor de caligrafía y haciendo esos garabatos!... ¿Cómo va usted a enseñar
a escribir a otros si escribe usted tan mal?...
-¡Jum!... Eso no significa nada, señorita. En el estudio de la caligrafía lo principal no es la
clase de letra..., lo principal es mantener sujetos a los alumnos. A uno se le pega con la regla
en la cabeza..., a otro se le pone de rodillas... ¡Pero la escritura! ¡Pchs!... ¡Eso es lo de
menos!... Nekrasov era un escritor y daba vergüenza ver cómo escribía. En sus obras
completas viene una muestra, ¡qué muestra!, de su caligrafía.
-Sí..., pero aquel era Nekrasov, y usted es usted... -un suspiro-. ¡A mí me hubiera
encantado casarme con un escritor! ¡Se hubiera pasado el tiempo haciéndome versos!
-También yo puedo hacerle versos si lo desea.
-¿Y sobre qué sabe usted escribir?
-Sobre el amor..., sobre los sentimientos.... ¡Sobre sus ojos!... Cuando los lea usted se
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quedará asombrada. ¡Le harán verter lágrimas! Dígame: ¿si yo le escribiera unos versos llenos
de poesía me daría a besar su manecita?
-¡Vaya una tontería!... ¡Ahora mismo si quiere! Bésela.
Schupkin se levantó de un brinco y con ojos que parecían prontos a saltársele apretó sus
labios sobre la mano gordezuela que olía a jabón de huevo.
-¡Descuelga la imagen! -dijo apresuradamente Peplov, dando un codazo a su mujer,
palideciendo de emoción y abrochándose los botones de la chaqueta-. ¡Anda, vamos! -y sin
perder un segundo abrió la puerta de par en par-. ¡Hijos! -balbució, alzando las manos y con
lágrimas en los ojos-. ¡Que el Señor los bendiga! ¡Hijos míos!... ¡Vivan! ¡Sean fructíferos y
multiplíquense!...
-¡Yo!... ¡También yo los bendigo! -dijo la madre, llorando de felicidad-. ¡Sean dichosos,
queridos míos! ¡Oh!... -prosiguió, dirigiéndose a Schupkin-. ¡Me arrebata usted mi único
tesoro!... ¡Quiera a mi hija! ¡Mímela!...
La boca de Schupkin se abrió de asombro y de susto. El asalto de los padres había sido tan
inesperado y tan atrevido que no podía pronunciar una sola palabra.
«Me han cogido... Me han cogido... -pensó, preso de espanto-. Te ha llegado el fin,
hermano... Ya no te escaparás...» Y sumisamente presentó su cabeza, como diciendo:
«¡Tómenla..., estoy vencido!»
-¡Los... ben.., bendigo... -prosiguió el padre; y empezó a llorar también-. ¡Natascheñka!...
¡Hija mía!... ¡Ponte a su lado!... ¡Petrovna, trae la imagen!
Pero en aquel momento el llanto del padre cesó y su rostro se alteró con furia.
-¡Zoquete!... ¡Cabeza huera! -dijo, dirigiéndose con enfado a su mujer-. ¿Es ésta acaso la
imagen?...
-¡Ay, Dios mío!... ¡Virgen Santísima!...
¿Qué había ocurrido?... El profesor de caligrafía levantó temerosamente los ojos y se vio
salvado. En su precipitación, la madre había descolgado equivocadamente de la pared el
retrato del literato Lajechnikov. El viejo Peplov y su esposa Cleopatra, con él entre las manos,
no sabían en su azoramiento qué hacer ni qué decir. El profesor de caligrafía aprovechó el
momento de confusión y huyó.
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Una mesa es una mesa
Peter Bichsel
Quiero contar algo de un anciano, de un hombre que ya no dice ni palabra, que tiene una
cara cansada, demasiado cansada para sonreír y demasiado cansada para enfadarse: vive en
una pequeña ciudad, al final de la calle o cerca del cruce: Casi no merece la pena describirlo,
apenas lo distingue algo de los demás. Lleva un sombrero gris, pantalones grises, una
chaqueta gris y en invierno el largo gabán gris y tiene un cuello delgado, cuya piel está seca y
arrugada. Los cuellos blancos de las camisas le están demasiado anchos.
En el último piso de la casa tiene su habitación, quizás estuvo casado y tuvo hijos, quizás
vivía antes en otra ciudad. Seguro que una vez fue un niño, pero esto fue en la época en que
los niños vestían como las personas mayores. Así se les ve en el álbum de la abuela. En su
habitación hay dos sillas, una mesa, una alfombra, una cama y un armario. Sobre una mesa
pequeña hay un despertador, al lado hay periódicos viejos y el álbum de fotos; de la pared
cuelgan un espejo y un cuadro.
El anciano solía dar un paseo por las mañanas y otro por las tardes, hablaba unas palabras
con su vecino, y por las noches se sentaba a su mesa.
Esto no cambiaba nunca, hasta en domingo era así. Y sentado a su mesa, el anciano oía el
tic-tac del despertador, siempre el tic-tac del despertador.
Hubo una vez un día especial, un día de sol, no demasiado caluroso, no demasiado frío,
con trinos de pájaros, con gente amable, con niños que jugaban-y lo especial era que de
repente al hombre todo aquello le hizo gracia.
“Ahora todo iba a cambiar”, pensó. Abrió el botón más alto de al camisa, cogió el
sombrero en la mano, acelero el paso, hasta que se columpio con las rodillas al andar y
estaba contento. Vino a su calle, saludaba a los niños, llego a casa, subió las escaleras, cogió
las llaves del bolsillo y abrió su habitación.
Pero en su aviación todo había permanecido igual; una mesa, dos sillas, una cama. Y
sentándose volvió a oír el tic-tac. Y toda su alegría había desaparecido, puesto que nada
había cambiado.
Y al hombre le sobrevino una gran cólera.
Vio como , ante el espejo, enrojecía, vio como se estrechaban los ojos; luego se volvieron
sus manos puños, os levanto y pegó con ellos sobre el tablero de la mesa, primeramente sólo
un golpe, luego otro, y luego empezó a tamborear sobre la mesa, gritando continuamente:
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-¡Esto debe cambiar!!Esto debe cambiar!
Y ya no oía el despertador. Luego empezaron a dolerle las manos, le falto la voz, y volvió a
oír el desatador y nada cambiaba.
-¡Siempre la misma mesa!-dijo el hombre-¡las mismas sillas!, la cama, el cuadro.
Y a la mesa le digo mesa, al cuadro le digo cuadro, la cama se llama cama, y la silla se lama
silla. ¿Por que mirándolo bien? Los franceses dicen a la cama “li”, a la mesa “Tabl”, llaman al
cuadro “tabló” y a la silla “Shees”, y ellos se entienden. Y los chinos se entienden también.
¿Por qué no se le llama la cama cuadro?, pensó el hombre y sonrió, luego se echo a reír
hasta que los vecinos golpearon en la pared y llamaron “silencio”.
-Ahora habrá un cambio-grito- y desde aquel momento empezó a decirle a la cama
“cuadro”.
Estoy cansado, quiero ir al cuadro-dijo- y por las mañanas se quedo a menudo largo rato
en el cuadro y meditaba como iba a llamar a la silla y amo a la silla “despertador”. Se levanto
pues, se vistió, se sentó en el despertador y apoyo los brazos en la mesa. Pero la mesa ya no
se llamaba ahora mesa, se llamaba ahora alfombra. Por la mañana abandonaba pues el
hombre el cuadro, se vestía, se sentaba a la alfombra, en el despertador y meditaba a que
cosa le llamaría como.
A la cama le dijo cuadro
A la mesa le dijo alfombra.
A la silla le dijo despertador.
Al periódico le dijo cama.
Al espejo le dijo silla.
Al despertador le dijo álbum.
Al armario le dijo periódico.
A la alfombra le dijo armario.
Al cuadro le dijo mesa.
Y al álbum le dijo espejo.
Por consiguiente:
Por la mañana se quedaba el anciano largo rato acostado en el cuadro, a las nueve sonaba
el álbum, el hombre se levantaba y se colocaba sobre el armario para no helarse los pies,
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luego sacaba sus trajes del periódico, se vistió, miro la silla en la pared, se sentó luego sobre
el despertador, ala alfombra y hojeaba el espejo, hasta dar con la mesa de su madre.
Al hombre le hizo gracia todo aquello, entrenándose durante todo el día y aprendiéndose
las nuevas palabras de memoria. A todo le fue dado otro nombre. El ya no era ahora un
hombre, sino un pie, y el pie era una mañana y la mañana un hombre.
Ahora vosotros mismos podéis seguir escribiendo el cuento. Y luego podéis, así como lo
hizo el hombre, intercambiar las demás palabras:
Sonar se llama colocar,
Helarse se llama mira,
Acostarse se llama sonar,
Estar de pie se llama helarse,
Colocar se llama mojar.
De tal modo que luego dice:
Al hombre le sonó el pie viejo largo tiempo en el cuadro, a las nueve coloco el álbum, el
pie se helo y se hojeo sobre el armario, para que no viera en las mañanas.
El anciano compro cuadernos azule y los llenó con nuevas palabras, y tenía mucho que
hacer, y ya no se le veía casi nunca en la calle.
Luego aprendió para todas las cosas los nuevos significados y olvidaba cada vez más los
verdaderos. El tenía ahora un idioma nuevo que le pertenecía a él solo.
De cuando en cuando soñaba ya en el idioma nuevo, traduciendo luego las canciones de
los años escolares a su idioma, y las cantaba en voz baja.
Pero pronto también el traducir le costó mucho, había olvidado casi su antiguo idioma,
teniendo que buscar las verdaderas palabras en su cuaderno azul. Y tuvo miedo de hablar con
la gente. Tenía que pensar largo rato cómo la gente le dice las cosas.
A su cuadro le dice la gente cama
A su alfombra le dice la gente mesa.
A su despertador le dice la gente silla.
A su cama le dice la gente espejo
A su álbum le dice la gente despertador.
ANTOLOGÍA DE CUENTOS 2º DE ESO. Departamento de Lengua castellana y Literatura. IES Carlos Bousoño. 14
A su periódico le dice la gente armario.
A su armario le dice la gente alfombra.
A su mesa le dice la gente cuadro.
A su espejo le dice la gente álbum.
Y llegó a tal punto que el hombre se echaba a reír oyendo hablar a la gente.
El se echaba a reír oyendo como alguien decía” ¿Ud. También va mañana al partido de
futbol?” O si alguien decía: “Ahora ya llueve desde hace dos meses”. O si alguien decía:
“tengo un tío en América”. El se echaba a reír, porque no entendía todo aquello.
Pero este no es un cuento alegre. Ha empezado triste y termina triste.
El anciano del gabán gris ya no entendía a la gente; esto no era lo malo.
Lo peor era que ellos ya no le entendían
Y por eso ya no dijo nada.
Se calló.
Hablaba consigo mismo.
Ya ni saludaba.
ANTOLOGÍA DE CUENTOS 2º DE ESO. Departamento de Lengua castellana y Literatura. IES Carlos Bousoño. 15
LA GUERRA DE LOS YACARÉS Horacio Quiroga
En un río muy grande, en un país desierto donde nunca había estado el hombre, vivían
muchos yacarés. Eran más de cien o más de mil. Comían pescados, bichos que iban a tomar
agua al río, pero sobre todo pescados. Dormían la siesta en la arena de la orilla, y a veces
jugaban sobre el agua cuando había noches de luna.
Todos vivían muy tranquilos y contentos. Pero una tarde, mientras dormían la siesta, un
yacaré se despertó de golpe y levantó la cabeza porque creía haber sentido ruido. Prestó
oídos y lejos, muy lejos, oyó efectivamente un ruido sordo y profundo. Entonces llamó al
yacaré que dormía a su lado.
-¡Despiértate!-le dijo-. Hay peligro.
-¿Qué cosa?-respondió el otro, alarmado.
-No sé-contestó el yacaré que se había despertado primero-. Siento un ruido desconocido.
El segundo yacaré oyó el ruido a su vez, y en un momento despertaron a los otros. Todos
se asustaron y corrían de un lado para otro con la cola levantada.
Y no era para menos su inquietud, porque el ruido crecía, crecía. Pronto vieron como una
nubecita de humo a lo lejos, y oyeron un ruido de chas-chas en el río como si golpearan el
agua muy lejos.
Los yacarés se miraban unos a otros: ¿qué podía ser aquello?
Pero un yacaré viejo y sabio, el más sabio y viejo de todos, un viejo yacaré a quien no
quedaban sino dos dientes sanos en los costados de la boca, y que había hecho una vez un
viaje hasta el mar, dijo de repente:
-¡Yo sé lo que es! ¡Es una ballena! ¡Son grandes y echan agua blanca por la nariz! El agua
cae para atrás.
Al oír esto, los yacarés chiquitos comenzaron a gritar como locos de miedo, zambullendo
la cabeza. Y gritaban:
-¡Es una ballena! ¡Ahí viene la ballena!
Pero el viejo yacaré sacudió de la cola al yacarecito que tenía más cerca.
ANTOLOGÍA DE CUENTOS 2º DE ESO. Departamento de Lengua castellana y Literatura. IES Carlos Bousoño. 16
-¡No tengan miedo!-les gritó-. ¡Yo sé lo que es la ballena! ¡Ella tiene miedo de nosotros!
¡Siempre tiene miedo!
Con lo cual los yacarés chicos se tranquilizaron. Pero en seguida volvieron a asustarse,
porque el humo gris se cambió de repente en humo negro, y todos sintieron bien fuerte
ahora el chas-chas-chas en el agua. Los yacarés, espantados, se hundieron en el río, dejando
solamente fuera los ojos y la punta de la nariz. Y así vieron pasar delante de ellos aquella cosa
inmensa, llena de humo y golpeando el agua, que era un vapor de ruedas que navegaba por
primera vez por aquel río.
El vapor pasó, se alejó y desapareció. Los yacarés entonces fueron saliendo del agua, muy
enojados con el viejo yacaré, porque los había engañado, diciéndoles que eso era una
ballena.
-¡Eso no es una ballena!-le gritaron en las orejas, porque era un poco sordo-. ¿Qué es eso
que pasó?
El viejo yacaré les explicó entonces que era un vapor, lleno de fuego, y que los yacarés se
iban a morir todos si el buque seguía pasando.
Pero los yacarés se echaron a reír, porque creyeron que el viejo se había vuelto loco. ¿Por
qué se iban a morir ellos si el vapor seguia pasando? Estaba bien loco, el pobre yacaré viejo!
Y como tenían hambre se pusieron a buscar pescados.
Pero no había ni un pescado. No encontraron un solo pescado. Todos se habían ido,
asustados por el ruido del vapor. No había más pescados.
-¿No les decía yo?-dijo entonces el viejo yacaré-. Ya no tenemos nada que comer. Todos
los pescados se ha ido. Esperemos hasta mañana. Puede ser que el vapor no vuelva más, y los
pescados volverán cuando no tengan más miedo.
Pero al día siguiente sintieron de nuevo el ruido en el agua, y vieron pasar de nuevo al
vapor, haciendo mucho ruido y largando tanto humo que oscurecía el cielo.
-Bueno-dijeron entonces los yacarés-; el buque pasó ayer, pasó hoy, y pasará mañana. Ya
no habrá más pescados ni bichos que vengan a tomar agua, y nos moriremos de hambre.
Hagamos entonces un dique.
-Sí, un dique! Un dique!-gritaron todos, nadando a toda fuerza hacia la orilla-. Hagamos un
dique!
En seguida se pusieron a hacer el dique. Fueron todos al bosque y echaron abajo más de
diez mil árboles, sobre todo lapachos y quebrachos, porque tienen la madera muy dura... Los
ANTOLOGÍA DE CUENTOS 2º DE ESO. Departamento de Lengua castellana y Literatura. IES Carlos Bousoño. 17
cortaron con la especie de serrucho que los yacarés tienen encima de la cola; los empujaron
hasta el agua, y los clavaron a todo lo ancho del río, a un metro uno del otro. Ningún buque
podía pasar por allí, ni grande ni chico. Estaban seguros de que nadie vendría a espantar los
pescados. Y como estaban muy cansados, se acostaron a dormir en la playa.
Al otro día dormían todavía cuando oyeron el chas-chas-chas del vapor. Todos oyeron,
pero ninguno se levantó ni abrió los ojos siquiera. ¿Qué les importaba el buque? Podía hacer
todo el ruido que quisiera, por allí no iba a pasar.
En efecto: el vapor estaba muy lejos todavía cuando se detuvo. Los hombres que iban
adentro miraron con anteojos aquella cosa atravesada en el río y mandaron un bote a ver
qué era aquello que les impedía pasar. Entonces los yacarés se levantaron y fueron al dique, y
miraron por entre los palos, riéndose del chasco que se había llevado el vapor.
El bote se acercó, vio el formidable dique que habían levantado los yacarés y se volvió al
vapor. Pero después volvió otra vez al dique, y los hombres del bote gritaron:
-¡Eh, yacarés!
-¡Qué hay!-respondieron los yacarés, sacando la cabeza por entre los troncos del dique.
-¡Nos está estorbando eso!-continuaron los hombres.
-¡Ya lo sabemos!
-¡No podemos pasar!
-¡Es lo que queremos!
-¡Saquen el dique!
-¡No lo sacamos!
Los hombres del bote hablaron un rato en voz baja entre ellos y gritaron después:
-¡Yacarés!
-¿Qué hay?-contestaron ellos.
-¿No lo sacan?
-¡No!
-¡Hasta mañana, entonces!
ANTOLOGÍA DE CUENTOS 2º DE ESO. Departamento de Lengua castellana y Literatura. IES Carlos Bousoño. 18
-¡Hasta cuando quieran!
Y el bote volvió al vapor, mientras los yacarés, locos de contentos, daban tremendos
colazos en el agua. Ningún vapor iba a pasar por allí y siempre, siempre, habría pescados.
Pero al día siguiente volvió el vapor, y cuando los yacarés miraron el buque, quedaron
mudos de asombro: ya no era el mismo buque. Era otro, un buque de color ratón, mucho más
grande que el otro. ¿Qué nuevo vapor era ése? ¿Ese también quería pasar? No iba a pasar,
no. ¡Ni ése, ni otro, ni ningún otro!
-¡No, no va a pasar!-gritaron los yacarés, lanzándose al dique, cada cual a su puesto entre
los troncos.
El nuevo buque, como el otro, se detuvo lejos, y también como el otro bajó un bote que se
acercó al dique.
Dentro venían un oficial y ocho marineros. El oficial gritó:
-¡Eh, yacarés!
-¡Qué hay! -respondieron éstos.
-¿No sacan el dique?
-No.
-¿No?
-¡No!
-Está bien-dijo el oficial-. Entonces lo vamos a echar a pique a cañonazos.
-¡Echen!-contestaron los yacarés.
Y el bote regresó al buque.
Ahora bien, ese buque de color ratón era un buque de guerra, un acorazado, con terribles
cañones. El viejo yacaré sabio, que había ido una vez hasta el mar, se acordó de repente y
apenas tuvo tiempo de gritar a los otros yacarés:
-¡Escóndanse bajo el agua! ¡Ligero! ¡Es un buque de guerra! ¡Cuidado! ¡Escóndanse!
ANTOLOGÍA DE CUENTOS 2º DE ESO. Departamento de Lengua castellana y Literatura. IES Carlos Bousoño. 19
Los yacarés desaparecieron en un instante bajo el agua y nadaron hacia la orilla, donde
quedaron hundidos, con la nariz y los ojos únicamente fuera del agua. En ese mismo
momento, del buque salió una gran nube blanca de humo, sonó un terrible estampido, y una
enorme bala de cañón cayó en pleno dique, justo en el medio. Dos o tres troncos volaron
hechos pedazos, y en seguida cayó otra bala, y otra y otra más, y cada una hacía saltar por el
aire en astillas un pedazo de dique, hasta que no quedó nada del dique. Ni un tronco, ni una
astilla, ni una cáscara. Todo había sido deshecho a cañonazos por el acorazado. Y los yacarés,
hundidos en el agua, con los ojos y la nariz solamente afuera, vieron pasar el buque de
guerra, silbando a toda fuerza.
Entonces los yacarés salieron del agua y dijeron:
-Hagamos otro dique mucho más grande que el otro.
Y en esa misma tarde y esa noche misma hicieron otro dique, con troncos inmensos.
Después se acostaron a dormir, cansadísimos, y estaban durmiendo todavía al día siguiente
cuando el buque de guerra llegó otra vez, y el bote se acercó al dique.
-¡Eh, yacarés!-gritó el oficial.
-¡Qué hay!-respondieron los yacarés.
-¡Saquen ese otro dique!
-¡No lo sacamos!
-¡Lo vamos a deshacer a cañonazos como al otro!
-¡Deshagan... si pueden!
-¡Y hablaban así con orgullo porque estaban seguros de que su nuevo dique no podría ser
deshecho ni por todos los cañones del mundo.
Pero un rato después el buque volvió a llenarse de humo, y con un horrible estampido la
bala reventó en el medio del dique, porque esta vez habían tirado con granada. La granada
reventó contra los troncos, hizo saltar, despedazó, redujo a astillas las enormes vigas. La
segunda reventó al lado de la primera y otro pedazo de dique voló por el aire. Y así fueron
deshaciendo el dique. Y no quedó nada del dique; nada, nada. El buque de guerra pasó
entonces delante de los yacarés, y los hombres les hacían burlas tapándose la boca.
-Bueno-dijeron entonces los yacarés, saliendo del agua-. Vamos a morir todos, porque el
buque va a pasar siempre y los pescados no volverán.
ANTOLOGÍA DE CUENTOS 2º DE ESO. Departamento de Lengua castellana y Literatura. IES Carlos Bousoño. 20
Y estaban tristes, porque los yacarés chiquitos se quejaban de hambre.
El viejo yacaré dijo entonces:
-Todavía tenemos una esperanza de salvarnos. Vamos a ver al Surubí. Yo hice el viaje con
él cuando fui hasta el mar, y tiene un torpedo. El vio un combate entre dos buques de guerra,
y trajo hasta aquí un torpedo que no reventó. Vamos a pedírselo, y aunque está muy enojado
con nosotros los yacarés, tiene buen corazón y no querrá que muramos todos.
El hecho es que antes, muchos años antes, los yacarés se habían comido a un sobrinito del
Surubí, y éste no había querido tener más relaciones con los yacarés. Pero a pesar de todo
fueron corriendo a ver al Surubí, que vivía en una gruta grandísima en la orilla del río Paraná,
y que dormía siempre al lado de su torpedo. Hay surubíes que tienen hasta dos metros de
largo y el dueño del torpedo era uno de éstos.
-¡Eh, Surubí!-gritaron todos los yacarés desde la entrada de la gruta, sin atreverse a entrar
por aquel asunto del sobrinito.
-¿Quién me llama?-contestó el Surubí.
-¡Somos nosotros, los yacarés!
-¡No tengo ni quiero tener relación con ustedes -respondió el Surubí, de mal humor.
Entonces el viejo yacaré se adelantó un poco en la gruta y dijo:
-¡Soy yo, Surubí! ¡Soy tu amigo el yacaré que hizo contigo el viaje hasta el mar!
Al oír esa voz conocida, el Surubí salió de la gruta.
-¡Ah, no te había conocido!-le dijo cariñosamente a su viejo amigo-. ¿Qué quieres?
-Venimos a pedirte el torpedo. Hay un buque de guerra que pasa por nuestro río y
espanta a los pescados. Es un buque de guerra, un acorazado. Hicimos un dique, y lo echó a
pique. Hicimos otro y lo echó también a pique. Los pescados se han ido, y nos moriremos de
hambre. Danos el torpedo, y lo echaremos a pique a él.
El Surubí, al oír esto, pensó un largo rato, y después dijo:
-Está bien; les prestaré el torpedo, aunque me acuerdo siempre de lo que hicieron con el
hijo de mi hermano. ¿Quién sabe hacer reventar el torpedo?
Ninguno sabía, y todos callaron.
ANTOLOGÍA DE CUENTOS 2º DE ESO. Departamento de Lengua castellana y Literatura. IES Carlos Bousoño. 21
-Está bien-dijo el Surubí, con orgullo-, yo lo haré reventar. Yo sé hacer eso.
Organizaron entonces el viaje. Los yacarés se ataron todos unos con otros; de la cola de
uno al cuello del otro; de la cola de éste al cuello de aquél, formando así una larga cadena de
yacarés que tenía más de una cuadra. El inmenso Surubí empujó al torpedo hacia la corriente
y se colocó bajo él, sosteniéndolo sobre el lomo para que flotara. Y como las lianas con que
estaban atados los yacarés uno detrás de otro se habían concluido, el Surubí se prendió con
los dientes de la cola del último yacaré, y así emprendieron la marcha. El Surubí sostenía el
torpedo, y los yacarés tiraban corriendo por la costa. Subían, bajaban, saltaban por sobre las
piedras, corriendo siempre y arrastrando al torpedo, que levantaba olas como un buque por
la velocidad de la corrida. Pero a la mañana siguiente, bien temprano, llegaban al lugar donde
habían construido su último dique, y comenzaron en seguida otro, pero mucho más fuerte
que los anteriores, porque por consejo del Surubí colocaron los troncos bien juntos, uno al
lado del otro. Era un dique realmente formidable.
Hacía apenas una hora que acababan de colocar el último tronco del dique, cuando el
buque de guerra apareció otra vez, y el bote con el oficial y ocho marineros se acercó de
nuevo al dique. Los yacarés se treparon entonces por los troncos y asomaron la cabeza del
otro lado.
-¡Eh, yacarés!-gritó el oficial.
-¡Qué hay!-respondieron los yacarés.
-¿Otra vez el dique?
-¡Sí, otra vez!
-¡Saquen ese dique!
-¡Nunca!
-¿No lo sacan?
-¡No!
-¡Bueno; entonces, oigan-dijo el oficial-: Vamos a deshacer este dique, y para que no quieran
hacer otro los vamos a deshacer después a ustedes, a cañonazos. No va a quedar ni uno solo
vivo-ni grandes, ni chicos, ni gordos, ni flacos ni jóvenes, ni viejos, como ese viejísimo yacaré
que veo allí, y que no tiene sino dos dientes en los costados de la boca.
El viejo y sabio yacaré, al ver que el oficial hablaba de él y se burlaba, le dijo:
ANTOLOGÍA DE CUENTOS 2º DE ESO. Departamento de Lengua castellana y Literatura. IES Carlos Bousoño. 22
-Es cierto que no me quedan sino pocos dientes, y algunos rotos. ¿Pero usted sabe qué
van a comer mañana estos dientes?-añadió, abriendo su inmensa boca.
-¿Qué van a comer, a ver?-respondieron los marineros.
-A ese oficialito-dijo el yacaré y se bajó rápidamente de su tronco.
Entretanto, el Surubí había colocado su torpedo bien en medio del dique, ordenando a
cuatro yacarés que lo agarraran con cuidado y lo hundieran en el agua hasta que él les
avisara. Así lo hicieron. En seguida, los demás yacarés se hundieron a su vez cerca de la orilla,
dejando únicamente la nariz y los ojos fuera del agua. El Surubí se hundió al lado de su
torpedo.
De repente el buque de guerra se llenó de humo y lanzó el primer cañonazo contra el
dique. La granada reventó justo en el centro del dique, e hizo volar en mil pedazos diez o
doce troncos.
Pero el Surubí estaba alerta y apenas quedó abierto el agujero en el dique, gritó a los
yacarés que estaban bajo el agua sujetando el torpedo:
-Suelten el torpedo, ligero, suelten!
Los yacarés soltaron, y el torpedo vino a flor de agua.
En menos del tiempo que se necesita para contarlo, el Surubí colocó el torpedo bien en el
centro del boquete abierto, apuntando con un solo ojo, y poniendo en movimiento el
mecanismo del torpedo, lo lanzó contra el buque.
¡Ya era tiempo! En ese instante el acorazado lanzaba su segundo cañonazo y la granada
iba a reventar entre los palos, haciendo saltar en astillas otro pedazo del dique.
Pero el torpedo llegaba ya al buque, y los hombre que estaban en él lo vieron: es decir,
vieron el remolino que hace en el agua un torpedo. Dieron todos un gran grito de miedo y
quisieron mover el acorazado para que el torpedo no lo tocara.
Pero era tarde; el torpedo llegó, chocó con el inmenso buque bien en el centro, y reventó.
No es posible darse cuenta del terrible ruido con que reventó el torpedo. Reventó, y
partió el buque en quince mil pedazos; lanzó por el aire, a cuadras y cuadras de distancia,
chimeneas, máquinas, cañones, lanchas, todo.
ANTOLOGÍA DE CUENTOS 2º DE ESO. Departamento de Lengua castellana y Literatura. IES Carlos Bousoño. 23
Los yacarés dieron un grito de triunfo y corrieron como locos al dique. Desde allí vieron
pasar por el agujero abierto por la granada a los hombres muertos, heridos y algunos vivos
que la corriente del río arrastraba.
Se treparon amontonados en los dos troncos que quedaban a ambos lados del boquete y
cuando los hombres pasaban por allí, se burlaban tapándose la boca con las patas.
No quisieron comer a ningún hombre, aunque bien lo merecían. Sólo cuando pasó uno
que tenía galones de oro en el traje y que estaba vivo, el viejo yacaré se lanzó de un salto al
agua, y ¡tac! en dos golpes de boca se lo comió.
-¿Quién es ése?-preguntó un yacarecito ignorante.
-Es el oficial-le respondió el Surubí-. Mi viejo amigo le había prometido que lo iba a comer,
y se lo ha comido.
Los yacarés sacaron el resto del dique, que para nada servía ya, puesto que ningún buque
volvería a pasar por allí. El Surubí, que se había enamorado del cinturón y los cordones del
oficial, pidió que se los regalaran, y tuvo que sacárselos de entre los dientes al viejo yacaré,
pues habían quedado enredados allí. El Surubí se puso el cinturón, abrochándolo por bajo las
aletas, y del extremo de sus grandes bigotes prendió los cordones de la espada. Como la piel
del Surubí es muy bonita, y las manchas oscuras que tiene se parecen a las de una víbora, el
Surubí nado una hora pasando y repasando ante los yacarés, que lo admiraban con la boca
abierta.
Los yacarés lo acompañaron luego hasta su gruta, y le dieron las gracias infinidad de
veces. Volvieron después a su paraje. Los pescados volvieron también, los yacarés vivieron y
viven todavía muy felices, porque se han acostumbrado al fin a ver pasar vapores y buques
que llevan naranjas.
Pero no quieren saber nada de buques de guerra.
ANTOLOGÍA DE CUENTOS 2º DE ESO. Departamento de Lengua castellana y Literatura. IES Carlos Bousoño. 24
El banquete de sapos Dorothy Parker Aquel fue un año de locos, un año en que las cosas que debían haber ocurrido a su debido
tiempo, salieron de cualquier manera. Fue un año en que la nieve cayó copiosa y duradera en
pleno abril, y los periódicos sensacionalistas publicaron fotos de chicas vestidas con
pantalones cortos tomando baños de sol en Central Park en pleno enero. Fue un año en que,
pese a la gran prosperidad reinante en la nación más rica, no podías andar cinco manzanas
sin que los mendigos te pidieran limosna; en que no era infrecuente ver mujeres llamativas,
de paso vacilante, vestidas con trajes caros, exhibirse en lugares públicos; en que los
mostradores de las farmacias rebosaban de pastillas para tranquilizarte y de pastillas para
animarte. Fue un año en que muchas esposas, colocadas en los altares, apenas unos
centímetros por debajo de los santos, árbitros de la etiqueta, veneradas anfitrionas,
arquitectas de menús memorables, de golpe y porrazo, preparaban la bolsa de viaje y el
joyero y huían a México en compañía de jóvenes ambiguos dedicados al arte; en que los
maridos que habían regresado a casa todas las noches no sólo a la misma hora, sino en el
mismo minuto de la misma hora, regresaban a casa una noche más, decían unas cuantas
palabras y luego salían por la puerta que no volverían a cruzar jamás.
Si Guy Allen hubiese dejado a su mujer en otra época, ella habría conseguido mantener el
perdurable interés de sus amistades. Pero en aquel año de locura fueron tantos los pecios
matrimoniales varados en la playa de Norman’s Woe, que las amigas ya estaban demasiado
familiarizadas con las historias de naufragios. Al principio acudieron a su lado y, duchas en
esas lides, hicieron lo posible por curarle la herida. Chasqueaban la lengua en señal de pena y
sacudían la cabeza para manifestar su asombro; diagnosticaban que el de Guy Allen era un
caso de demencia; hacían virulentas generalizaciones sobre los hombres, considerados como
tribu; le aseguraban a Maida Allen que ninguna mujer habría sido capaz de hacer más por un
hombre ni haber significado más; le estrechaban la mano y le prometían: «Volverá. ¡Ya verás
cómo vuelve!»
Pero el tiempo siguió su curso, como la señora Allen, a quien nunca nadie había visto
antes aferrarse así a un tema: repetía una y otra vez la historia del agravio que le habían
causado, y ella, claro, pobrecita, una santa inocente. Las amigas ya no tenían fuerzas para
intercalar en su letanía arrullos de condolencia, debilitadas de tanto escuchar su historia, la
suya, y otras como la suya; la cruel verdad es que las sagas de las mujeres abandonadas
adolecen de una lamentable falta de variedad. Y así, llegó un día en que, tras depositar con
violencia la taza de té en la mesa, una de estas damas se puso en pie de un salto y gritó:
—¡Por el amor del cielo, Maida, habla de otra cosa!
La señora Allen no volvió a ver a esa dama. También comenzó a ver cada vez menos a sus
otras amigas, aunque eso fue cosa de las amigas, no de ella. No se enorgullecían de
ANTOLOGÍA DE CUENTOS 2º DE ESO. Departamento de Lengua castellana y Literatura. IES Carlos Bousoño. 25
semejante abandono; las inquietaba la idea acechante de que la más despiadada de las
pelmas pudiera seguir realmente angustiada.
Trataron —cada una de ellas una sola vez—, de invitarla a pequeñas cenas agradables,
para que se distrajera. La señora Allen acudía llevando consigo su obsesión, y la colocaba, por
así decirlo, en medio del mantel, cual macabro centro de mesa. Las amigas aportaron varios
huéspedes masculinos, ninguno de ellos conocido de la señora Allen. De buen humor por
encontrarse ante una mujer nueva y atractiva, realizaban pequeñas incursiones amorosas.
Ella respondía haciéndolos partícipes de su tragedia y, mientras daban cuenta de la ensalada
y esperaban la mousse de moca, les recitaba su lista de talentos comprobados como esposa,
compañera y amante, y les hacía notar, con una cínica carcajada, para qué le habían servido.
Cuando los huéspedes se marchaban, la anfitriona aceptaba abatida el ultimátum de su
marido en relación con quién no debían volver a invitar jamás.
No obstante, siguieron invitándola a sus cócteles multitudinarios, obligación social por
excelencia para beber como esponjas, pensando que la señora Allen, con su voz suave, sería
incapaz de hacerse oír en medio del gran bullicio que impera en estas fiestas y, de ese modo,
acallados sus problemas, tal vez, por un momento, quedaran olvidados. Cuando la señora
Allen llegaba, se acercaba en línea recta a aquellas amistades que la habían conocido con su
marido, y les preguntaba si habían visto a Guy. Si le contestaban que sí, les preguntaba cómo
estaba. Si le contestaban: «Pues... estupendamente», les ofrecía una sonrisa indulgente y se
alejaba. Sus amigas la dejaron por imposible.
A la señora Allen le sentó mal ese comportamiento. Las tachó a todas de criaturas que
sólo funcionaban cuando las cosas venían bien dadas y dio gracias por haberlas
desenmascarado a tiempo; a tiempo de qué, nunca lo dijo. Pero no había nadie que se lo
preguntara, porque hablaba consigo misma. Había adoptado esta costumbre mientras se
paseaba hasta bien entrada la noche por los cuartos silenciosos de su apartamento, y pronto
la llevó consigo a la calle, a su paseo diario. Fue un año en que muchos transitaban las aceras
murmurando soliloquios y, a menos que hablaran en voz alta o hicieran gestos, los demás
peatones no se volvían a mirarlos.
Pasó un mes, luego dos, luego casi cuatro, y ella seguía sin tener noticias directas de Guy
Allen. Uno o dos días después de que él se marchara, la había telefoneado al apartamento y,
tras interesarse por la salud de la criada que atendió la llamada (siempre fue el ideal de los
sirvientes), le había pedido que le enviasen la correspondencia a su club, donde iba a
alojarse. Más tarde, ese mismo día, Guy Allen mandó al mozo del club a que recogiera su
ropa, la metiera en una maleta y se la llevara. Estos incidentes ocurrieron en ausencia de la
señora Allen; a ella no la mencionó en ningún momento, ni a la criada ni por medio del mozo,
y por eso se llevó un disgusto. De todos modos, se dijo, como mínimo sabía dónde estaba su
marido. No se le ocurrió ir más allá y pensar que como máximo sabía dónde estaba su
marido.
El primer día de cada mes, recibía un cheque por la misma cantidad de siempre, para sus
gastos y los de la casa. El alquiler debía de llegarle directamente al propietario del edificio de
apartamentos, porque a ella nunca se lo reclamaron. Los cheques no los mandaba Guy Allen;
venían con una nota adjunta de su banquero, un distinguido caballero de cabello cano, cuyas
ANTOLOGÍA DE CUENTOS 2º DE ESO. Departamento de Lengua castellana y Literatura. IES Carlos Bousoño. 26
comunicaciones daban la sensación de estar escritas con pluma. Aparte de los cheques, nada
indicaba que Guy y Maida Allen fueran marido y mujer.
A la señora Allen, el presente se le volvió intolerable, y veía el futuro sólo como su
espantosa prolongación. Se refugió en el pasado. No se dejó guiar por la memoria; fue ella
quien la condujo y puso rumbo hacia los recónditos y soleados caminos de su matrimonio.
Once años de matrimonio, años de felicidad, de felicidad perfecta. Claro que a veces Guy
había tenido los pequeños malos humores típicos de los hombres, pero ella siempre había
conseguido que se le pasaran con una sonrisa, y esos episodios sin importancia sólo servían
para unirlos más dulcemente; las peleas entre enamorados preparan el camino hacia el
lecho. En abril, lágrimas mil derramó la señora Allen por los tiempos pasados; y nadie se le
acercó nunca para explicarle que, si había tenido once años de felicidad perfecta, era el único
ser humano al que le había ocurrido algo semejante.
Sin embargo, la memoria es una compañera muda. El silencio golpeaba atronador en los
oídos de la señora Allen. Ella quería escuchar voces tiernas, especialmente la suya. Quería
encontrar comprensión, esa cosa que tantos se pasan la vida buscando, con lo fácil que tiene
que ser encontrarla, porque ¿qué es sino alabanzas y compasión mutuas? Sus amigas la
habían defraudado, por eso debía buscarse otras. Resulta sorprendentemente difícil reunir
un nuevo círculo. A la señora Allen le costó tiempo y esfuerzo localizar a las señoras cuyo
trato había frecuentado en otros tiempos, y que durante años había conseguido no recordar
siquiera, y localizar a las agradables compañeras de viaje que había conocido a bordo de
barcos y aviones. No obstante, obtuvo algunas respuestas, seguidas de sesiones íntimas en su
apartamento, por las tardes.
Fueron poco satisfactorias. Las señoras no le ofrecieron comprensión sino
recomendaciones. Le decían que se animara, que recobrara la compostura, que estuviera
alerta; una de ellas llegó incluso a darle una palmada en el hombro. Las sesiones llegaron a
adquirir gran parte del carácter que tienen las disputas de vestuario en el descanso de un
partido de fútbol, y cuando al final, la instaron a que mandara a Guy Allen al infierno, la
señora Allen las suspendió.
Pese a todo, algo bueno sacó de ellas, porque por intermedio de una de sus ignorantes
consejeras la señora Allen conoció a la doctora Langham.
Aunque la doctora Marjorie Langham se ganaba la vida trabajando, no había perdido ni
una pizca de su femineidad, sin duda, porque nunca había tenido que pisar los pasillos
manchados de sangre de la facultad de medicina ni quemarse las bonitas pestañas
estudiando para conseguir el doctorado. De un solo salto, lleno de gracia, había caído sobre
los delgados pies convertida en curandera de mentes atribuladas. Aquel fue un año en que
los divanes de tales curanderos no llegaban a enfriarse entre paciente y paciente. La doctora
Langham gozaba de un éxito tremendo.
Tenía infinidad de anécdotas sobre sus pacientes. Y una manera muy suya de contarlas
que hacía que las historias clínicas no sólo fueran para morirse de risa, sino que te daban a ti,
su interlocutor, la estupenda sensación de que, después de todo, no estabas tan chiflado. En
su faceta más profunda, era una mujer que lo comprendía todo al vuelo y demostraba una
ANTOLOGÍA DE CUENTOS 2º DE ESO. Departamento de Lengua castellana y Literatura. IES Carlos Bousoño. 27
firme simpatía por las desgracias de las representantes sensibles de su sexo. Estaba hecha
para la señora Allen.
En su primera visita a la doctora Langham, la señora Allen no fue directamente al diván. En
la consulta llena de chintz y alegría, ella y la doctora se sentaron frente a frente, de mujer a
mujer; de esa manera, a la señora Allen le resultó más fácil desahogarse a gusto. Durante el
relato del indignante comportamiento de Guy Allen, la doctora asintió repetidas veces;
cuando se enteró, a petición suya, de la edad de Guy Allen, esbozó una sonrisita divertida.
—¡Pero claro! Lo que imaginaba —dijo—. ¡Vaya, vaya con la crisis de los cuarenta y
tantos! ¡Edad difícil y peligrosa! Eso es todo lo que le pasa... está pasando por el cambio.
La señora Allen se dio unos golpecitos en las sienes con los puños por ser tan tonta y no
haberlo pensado antes. Se había hartado de llorar y gemir porque se le había olvidado por
completo que también los hombres vienen al mundo llevando a cuestas la deuda del pecado
original; a Guy Allen, como a cualquier hijo de vecino, le había llegado la hora de pagarla; ahí
estaba el quid de la cuestión. (En los últimos dos casos de matrimonios rotos de los que la
señora Allen se había enterado ese año, uno de los maridos salientes tenía veintinueve y el
otro, sesenta y dos, pero no le vinieron a la memoria.) La explicación de la doctora tranquilizó
de tal modo a la señora Allen que se levantó y fue a tumbarse en el diván.
—Así me gusta... relájese —le sugirió la doctora Langham—. ¡Ah, esas pobres mujeres,
esas pobres idiotas! Se destrozan el corazón, se flagelan con sus porqués, porqués, porqués,
se dejan la piel para encontrar un motivo estrambótico que justifique el hecho de que sus
maridos las dejen plantadas, cuando no se trata más que de un caso tradicional y pasajero de
nervios exacerbados y un cambio rutinario de metabolismo.
La doctora le prestó a la señora Allen algunos libros para que se los llevara a casa y los
leyera antes de la siguiente visita; algunas de las autoras, le dijo, eran muy amigas suyas,
mujeres reconocidas como autoridades en la materia. Los libros parecían salidos de la misma
pluma y estaban escritos en un estilo fluido, coloquial, asequible para el lector profano. Se
notaba cierta uniformidad en sus contenidos; todos exponían una colección de casos de
hombres casados que, en un arranque de enfurecida rebelión contra la madurez, habían
abandonado el lecho conyugal y el techo familiar. Las rebeliones, como tales, resultaban
conmovedoras. Masas de hombres con ojos desorbitados iban por la vida sin rumbo ni
objetivo, sus noches eran frías y amargas, sus hogares, una fuente de enfermiza añoranza.
Uno tras otro, los revolucionarios volvían con la cabeza gacha, las manos suplicantes, volvían
al lado de sus sabias y amables esposas.
Aquellas obras impresionaron a la señora Allen. Encontró más de un pasaje que, de haber
sido suyos los libros, habría subrayado profusamente.
Tuvo la sensación de que tenía todo el derecho del mundo a incluirse entre las esposas
que esperaban en casa, tan amables, tan sabias. Podía decir, sin falsa modestia, que muchos
le habían dicho que era demasiado amable para su propio bien, y que era capaz de reconocer
un acto de verdadera sabiduría. En los primeros y aciagos días de su sufrimiento, se había
jurado que no daría un solo paso para acercarse a Guy Allen. ¡Que se le pudriera la mano
derecha y se le separara del brazo, si la utilizaba para marcar su número de teléfono! Nadie
habría sido capaz de contar los kilómetros que había recorrido por las alfombras de su casa,
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pugnando por mantener el juramento. Y lo mantuvo, pero la vista de su mano derecha
intacta, de su piel fresca y clara, no le servía de consuelo, sencillamente le recordaba el uso al
cual podía haberla destinado. Y acto seguido, pensando siempre con renovado dolor en otra
mano posada sobre otro disco, se recordaba que Guy Allen jamás la había llamado.
La doctora Langham le puso muy buena nota por mantenerse alejada del teléfono, y restó
importancia a su pena ante el silencio de Guy Allen.
—Por supuesto que no la ha llamado —le dijo—. Tal como yo esperaba, claro... es el mejor
indicio que tenemos de que él también sufre lo suyo. Teme hablar con usted. Está
avergonzado de sí mismo. Sabe lo que le ha hecho; no sabe por qué, como nosotras, pero
sabe que lo que hizo es terrible. Piensa mucho en usted. Lo demuestra el hecho de que no se
atreva a llamarla.
Uno de los grandes factores que contribuía al éxito de la doctora Langham era su habilidad
para conseguir que a quienes estaban a punto de ahogarse, una pajita mojada les pareciera
un tronco sólido.
La cura de Maida Allen no se produjo de un día para el otro. Tuvieron que pasar varias
semanas antes de que se sintiera entera. Según ella, todo el mérito era de su doctora. Por el
mero hecho de haber arrojado la fría luz de la ciencia sobre el motivo del aparente abandono
de Guy Allen, la doctora Langham había conseguido devolverle la ecuanimidad. Ya no era la
criatura desolada y solitaria, rechazada como una flor marchita, un guante raído, una liga
dada de sí. Era una mujer valiente y humana que, con la paciencia que era la joya de su
corona, esperaba que su pobre hombre confundido superase su pequeña indisposición y
volviese a su lado, para que ella le alegrara la convalescencia contribuyendo así a su pronta
recuperación. Día tras día, en el diván de la doctora Langham, mientras hablaba y escuchaba,
iba recuperando fuerzas. Dormía de un tirón, toda la noche, y cuando salía a la calle con la
espalda recta, el rostro tranquilo y lleno de vida, entre toda la gente de hombros cargados y
bocas amargas que poblaba las aceras, parecía la visitante llegada de un planeta mejor.
Y ocurrió el milagro. Su marido la llamó por teléfono. Le pidió si esa noche podía pasar por
el apartamento a recoger una maleta que le hacía falta. Ella le sugirió que se quedara a cenar.
Él le dijo que le sería imposible porque debía cenar temprano con un cliente, pero que
pasaría a eso de las nueve. En caso de que no estuviera en casa, que por favor le dejara la
maleta a Jessie, la criada. Ella le dijo que era la primera noche, en no se sabía cuánto tiempo,
que no salía. Estupendo, dijo él, entonces la vería más tarde; y colgó.
La señora Allen llegó temprano a la cita con su doctora. Le dio la noticia a la doctora
Langham con una especie de gorjeo alegre. La doctora asintió, y su sonrisa divertida se fue
haciendo más grande hasta dejar al descubierto casi todos los dientes excepcionalmente
bonitos.
—Pues ahí tiene usted —le comentó—. Ha dado señales de vida. ¿Y quién le dijo que iba a
ser así? Ahora escúcheme bien. Es importante, tal vez la parte más importante de todo su
tratamiento. Esta noche no vaya usted a perder la cabeza. Recuerde que este hombre ha
hecho sufrir lo indecible a una de las criaturas más sensibles que he conocido en mi vida. No
se ponga blanda con él. No se muestre entusiasta, como si le estuviera haciendo un favor al
volver a su lado. No sea demasiado indulgente con él.
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—¡Nooo, qué vaaa! —exclamó la señora Allen—. ¡Guy Allen va a tragar sapos!
—Así me gusta —dijo la doctora Langham—. No le haga escenas, ya sabe; pero tampoco le
dé a entender que todo está perdonado. Muéstrese dulce y fría. Ni por un momento deje que
adivine que lo ha echado de menos. Simplemente deje que se dé cuenta de lo que se ha
estado perdiendo. Y por el amor de Dios, ni se le ocurra pedirle que se quede a pasar toda la
noche.
—Ni por todo el oro del mundo —dijo la señora Allen—. Si eso es lo que quiere, tendrá
que pedírmelo. ¡Sí! ¡Y de rodillas!
El apartamento estaba precioso; la señora Allen se ocupó de que así fuera y de que ella no
le fuera a la zaga. Al volver a casa, después de haber estado en la consulta de la doctora,
compró montones de flores y las dispuso con exquisito gusto —siempre se le habían dado
bien los arreglos florales— por toda la sala.
Él llamó al timbre a las nueve y tres minutos. La señora Allen le había dado la noche libre a
la criada. Ella misma se encargó de abrir la puerta.
—¡Hola! —lo saludó.
—¿Qué tal? ¿Cómo estás?
—Pues, perfectamente —dijo ella—. Pasa. Creo que ya conoces el camino, ¿no?
La siguió hasta la sala. Tenía el sombrero en la mano y llevaba el abrigo doblado sobre el
brazo.
—Cuántas flores —dijo él—. Qué bonitas.
—Sí, ¿no son preciosas? Todo el mundo es muy amable conmigo. Dame tus cosas, que te
las guardo.
—Dispongo apenas de un momento —dijo él—. He quedado con alguien en el club.
—Vaya, qué lástima.
Siguió una pausa. Y él dijo:
—Tienes buen aspecto, Maida.
—Ay, no sé por qué —dijo ella—. Estoy que no me tengo en pie. Últimamente no paro ni
de día ni de noche.
—Te sienta bien.
—¿No has notado nada nuevo en la sala? —le preguntó ella.
—Pues... no sé... ya me he fijado en las flores. ¿Hay algo más?
—Las cortinas, las cortinas —contestó ella—. Son nuevas, de la semana pasada.
—Ah, sí. Son bonitas. De color rojo pálido.
—Rosa —dijo ella—. La sala está bonita con estas cortinas, ¿no te parece?
—Sí, estupenda.
—¿Qué tal tu habitación en el club? —le preguntó.
—Está bien. Tengo todo lo que quiero.
—¿Todo, todo? —preguntó ella.
—Sí, claro.
—¿Qué tal la comida? —quiso saber ella.
—Ahora bastante buena. Mucho mejor que antes. Han puesto un nuevo chef.
—¡Qué divertido! ¿O sea que te gusta? Vivir en el club, digo.
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—Sí, claro —contestó él—. Estoy muy cómodo.
—¿Por qué no te sientas y me cuentas qué es lo que no te gustaba de aquí? ¿La comida?
¿El espejo que usabas para afeitarte? ¿Qué?
—Vaya, todo estaba bien —respondió él—. Verás, Maida, tengo que irme corriendo.
¿Tienes por aquí mi maleta?
—Está en el dormitorio, en tu armario, donde siempre ha estado —dijo ella—. Siéntate...
ya te la traigo yo.
—No, no te molestes, ya voy yo.
Se fue para el dormitorio. La señora Allen empezó a ir tras él, pero entonces se acordó de
la doctora Langham y se quedó donde estaba. Sin duda, a la doctora le parecería algo
indulgente de su parte el que entrara con él en el dormitorio cuando no hacía ni dos minutos
que había vuelto.
Él regresó con la maleta.
—Seguro que puedes sentarte y tomar una copa, anda —insistió ella.
—Ojalá pudiera, pero tengo que irme, de veras.
—Pensé que podríamos intercambiar unas cuantas palabras de cortesía —dijo ella—. La
última vez que oí tu voz, lo que me dijiste no fue muy agradable.
—Lo lamento.
—Estabas justo ahí, al lado de la puerta... muy guapo, por cierto —dijo ella—. En la vida te
había visto tan incómodo. Si alguna vez ibas a estarlo, aquél fue el momento más oportuno.
Cuando me dijiste lo que me dijiste. ¿Te acuerdas?
—¿Y tú? —preguntó él a su vez.
—Vaya si me acuerdo. "Ya no quiero seguir así, Maida. Se acabó." ¿De veras te parece
bonito decirme algo así? A mí me pareció bastante repentino, después de once años.
—No. No fue repentino —dijo él—. Me pasé seis de esos once años diciéndotelo.
—Pues no me enteré.
—Claro que te enteraste, querida. Lo interpretaste como una falsa alarma, pero vaya si te
enteraste.
—¿Cómo es posible que te hayas pasado seis años planificando esta salida tan drástica?
—Planificando, no —aclaró él—. Pensando, nada más. No tenía planes. Ni siquiera cuando
te dije esas palabras de despedida, indudablemente poco acertadas.
—¿Y ahora los tienes? —preguntó ella.
—Por la mañana me marcho a San Francisco —respondió él.
—Qué amable eres al confiar en mí. ¿Cuánto tiempo estarás fuera?
—La verdad es que no lo sé. Hemos abierto allí una sucursal, ¿sabes? Las cosas se han
complicado un poco y tengo que ir a poner orden. No sé decirte cuánto tiempo llevará.
—Te gusta San Francisco, ¿no?
—Sí —dijo él—. Como ciudad no está mal.
—Claro y encima está bien lejos —dijo ella—. No podías irte más lejos y seguir estando en
América, la hermosa, ¿no?
—En eso tienes razón —admitió él—. Oye, que me marcho ya, tengo mucha prisa. Llego
tarde.
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—¿Es que no me puedes contar así por encima lo que has estado haciendo?
—He estado trabajando todo el día y gran parte de las noches —contestó él.
—¿Y te interesa?
—Sí, me gusta, la verdad.
—Me alegro por ti —dijo ella—. No es que quiera hacerte llegar tarde a tu cita. Pero me
gustaría tener aunque sea una leve idea de por qué hiciste lo que hiciste. ¿Tan infeliz eras?
—En realidad sí, muy infeliz. No había necesidad de que me obligaras a decirlo. Lo sabías.
—¿Por qué eras infeliz? —insistió ella.
—Porque dos personas no pueden pasarse la vida haciendo las mismas cosas año tras año,
cuando sólo a una de las dos le gusta hacerlas y, pese a eso, seguir siendo feliz —contestó él.
—¿Y tú te crees que yo puedo ser feliz así como estoy?
—Pues sí —respondió él—. Creo que lo conseguirás. Ojalá hubiera una manera más
agradable de hacerlo, pero creo que después de un tiempo, no muy largo, por cierto, estarás
mejor que nunca.
—¿Conque eso es lo que crees? Ah, ya sé lo que pasa, te cuesta creer que soy una persona
sensible.
—No será porque no me lo hayas dicho... once años te pasaste diciéndomelo. Oye, esto
no tiene sentido. Adiós, Maida. Cuídate.
—Lo haré. Te lo prometo.
Él cruzó la puerta, fue pasillo abajo y llamó el ascensor. Ella se quedó mirándolo desde el
umbral, con la puerta abierta.
—¿Sabes qué, querido mío? —le dijo—. ¿Sabes qué es lo que a ti te pasa? Has llegado a la
edad madura. Por eso tienes estas ideas.
El ascensor se detuvo en la planta y el ascensorista abrió la puerta.
Guy Allen se dio media vuelta antes de entrar en la cabina.
—Hace seis años todavía no había llegado a la edad madura —le dijo—. Y entonces ya las
tenía. Adiós, Maida. Buena suerte.
—Buen viaje —le deseó ella—. Mándame una postal del Presidio.
La señora Allen cerró la puerta y regresó a la sala. Se quedó muy quieta en el centro de la
habitación. No se sentía como había imaginado.
En fin. Se había comportado con perfecta frialdad y dulzura. Debía de ser que Guy todavía
no estaba del todo recuperado de su leve dolencia. Pero se recuperaría; vaya si lo haría. Vaya
si lo haría. Cuando estuviera allá lejos, dando tumbos por las colinas de San Francisco,
recobraría el buen juicio. Intentó fantasear un rato; él volvería a su lado, el cabello se le
pondría gris de la noche a la mañana —la noche en que se diera cuenta del tormento de su
locura— y el cabello gris no le favorecería nada. Se forjó una breve imagen de él, canoso,
harapiento, en las últimas, mordisqueando unas ancas de sapo frías, que ella vio sin
despellejar, verdes, viscosas, repugnantes.
No. Las fantasías no servían de nada.
Fue al teléfono y llamó a la doctora Langham.
ANTOLOGÍA DE CUENTOS 2º DE ESO. Departamento de Lengua castellana y Literatura. IES Carlos Bousoño. 32
La mano Ramón Gómez de la Serna
El doctor Alejo murió asesinado. Indudablemente murió estrangulado.
Nadie había entrado en la casa, indudablemente nadie, y aunque el doctor dormía con el
balcón abierto, por higiene, era tan alto su piso que no era de suponer que por allí hubiese
entrado el asesino.
La policía no encontraba la pista de aquel crimen, y ya iba a abandonar el asunto, cuando
la esposa y la criada del muerto acudieron despavoridas a la Jefatura. Saltando de lo alto de
un armario había caído sobre la mesa, las había mirado, las había visto, y después había
huido por la habitación, una mano solitaria y viva como una araña. Allí la habían dejado
encerrada con llave en el cuarto.
Llena de terror, acudió la policía y el juez. Era su deber. Trabajo les costó cazar la mano,
pero la cazaron y todos le agarraron un dedo, porque era vigorosa corno si en ella radicase
junta toda la fuerza de un hombre fuerte.
¿Qué hacer con ella? ¿Qué luz iba a arrojar sobre el suceso? ¿Cómo sentenciarla? ¿De
quién era aquella mano?
Después de una larga pausa, al juez se le ocurrió darle la pluma para que declarase por
escrito. La mano entonces escribió: «Soy la mano de Ramiro Ruiz, asesinado vilmente por el
doctor en el hospital y destrozado con ensañamiento en la sala de disección. He hecho
justicia».
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PROBLEMAS
Juan José Millás
Cuando aquella chica abandonó el vagón del metro, vi caer algo del interior del
libro que llevaba en la mano. Al principio me pareció un señalador, pero al agacharme vi que
se trataba de un personaje que guardé en el bolsillo con un poco de vergüenza, la verdad,
pues los viajeros me miraban con gesto de censura, o con expresión de asco, como si hubiera
cogido una cucaracha del suelo. Me bajé en la siguiente estación, aunque no era la mía, e
hice el resto del camino andando. Ya en la oficina, coloqué al personaje sobre la mesa y vi
que era un individuo verdoso, con un traje raído y una corbata cuyo nudo parecía fosilizado,
como si llevara años quitándosela y poniéndosela sin deshacerlo. No había forma, en fin, de
adivinar a simple vista de qué novela se había caído, y yo no había visto el título, pues la chica
llevaba el libro forrado.
Al día siguiente guardé al personaje en el bolsillo con la confianza de encontrar a la chica y
devolvérselo. Pero no apareció. Durante una semana ensayé a coger el metro un poco antes
o un poco después sin ningún resultado. Finalmente, pregunté al personaje de qué clase de
novela había salido y me confesó que no pertenecía a una novela, sino a un libro de gestión
empresarial editado por una congregación religiosa. "Y no quiero regresar de ningún modo a
ese libro", añadió. No se había caído, pues, sino que se había arrojado de cabeza huyendo de
los números o quizá de la teología. Me pidió que lo abandonara dentro de una novela
cualquiera con tal de que no fuera de terror, pues ese género lo conocía suficientemente a
través de la contabilidad.
Ese día, a la hora de comer, me acerqué a una librería y hojeé las novedades. Como se
trataba de un personaje joven, me pareció que estaría bien abandonarlo dentro de una
novela larga, con mucho argumento y un final feliz. Así lo hice, comprobando en sucesivas
visitas que se había integrado en la historia perfectamente. Ayer volví a tropezar con la chica
en el metro. Llevaba otro libro, también forrado, del que en un descuido se arrojaron al suelo
cuatro personajes espantados. Pero esta vez hice como que no los veía. Bastantes problemas
de colocación tiene uno consigo mismo.
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Cuentos de Eduardo Galeano
El mundo
Un hombre del pueblo de Neguá, en la costa de Colombia, pudo subir al alto cielo.
A la vuelta, contó. Dijo que había contemplado, desde allá arriba, la vida humana. Y dijo
que somos un mar de fueguitos.
—El mundo es eso —reveló—. Un montón de gente, un mar de fueguitos.
Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás.
No hay dos fuegos iguales. Hay fuegos grandes y fuegos chicos y fuegos de todos los
colores. Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento, y gente de fuego loco, que
llena el aire de chispas. Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman; pero otros
arden la vida con tantas ganas que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca, se
enciende.
Celebración de la amistad. En los suburbios de La Habana, llaman al amigo mi tierra o mi sangre.
En Caracas, el amigo es mi pana o mi llave: pana, por panadería, la fuente del buen pan
para las hambres del alma; y llave por...
-Llave, por llave -me dice Mario Benedetti.
Y me cuenta que cuando vivía en Buenos Aires, en los tiempos del terror, él llevaba cinco
llaves ajenas en su llavero: cinco llaves, de cinco casas, de cinco amigos: las llaves que lo
salvaron.
El carpintero Orlando Goicoechea reconoce las maderas por el olor, de qué árboles vienen, qué edad
tienen, y oliéndolas sabe si fueron cortadas a tiempo o a destiempo y les adivina los posibles
contratiempos.
El es carpintero desde que hacía sus propios juguetes en la azotea de su casa del barrio de
Cayo Hueso. Nunca tuvo máquinas ni ayudantes. A mano hace todo lo que hace, y de su
mano nacen los mejores muebles de La Habana: mesas para comer celebrando, camas y sillas
que te da pena levantarte, armarios donde a la ropa le gusta quedarse.
Orlando trabaja desde el amanecer. Y cuando el sol se va de la azotea, se encierra y
enciende el video. Al cabo de tantos años de trabajo, Orlando se ha dado el lujo de
comprarse un video, y ve una película tras otra.
No sabía que eras loco por el cine le dice un vecino.
Y Orlando le explica que no, que a él el cine ni le va ni le viene, pero gracias al video puede
detener las películas para estudiar los muebles.