análisis del artículo 133 constitucional
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M D P . M U L A , V H J J U & R E A L D E L A C Ì M & J L
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M A E S T R I A FIN D H R E O I O F U M I C O
UNIVERSIDAD AUTONOMA DE NUEVO LEON FACULTAD DE DERECHO Y CRIMINOLOGIA
DIVISION DE ESTUDIOS DE POSGRADO
T E S I S
ANALISIS DEL ARTÍCULO 133 CONSTITUCIONAL
PONENTE: LIC. MOISES MOLINA RAMOS
A S E S O R MDP. RAUL A. VILLARREAL DE LA GARZA
Como requisito parcial para obtener el Grado da
MAESTRIA EX DERECHO PUBLICO
CD. UNIVERSITARIA FEBRERO, 2003
UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE NUEVO LEÓN FACULTAD DE DERECHO Y CRIMINOLOGÍA
DIVISIÓN DE POSGRADO
TESIS
"ANÁLISIS DEL ARTÍCULO 133 CONSTITUCIONAL"
LIC. MOISÉS MOLINA RAMOS
PONENTE
MDP. RAUL A. VILLARREAL DE LA GARZA
ASESOR
Como requisito para obtener el Grado de MAESTRÍA EN DERECHO PÚBLICO
MONTERREY, N.L. FEBRERO DE 2003
Í N D I C E
INTRODUCCIÓN 1
PRIMERA PARTE. CAPÍTULO PRIMERO.
ALGO SOBRE TEORÍA DE LA CONSTITUCIÓN Y TEORÍA POLÍTICA.
1. GENERALIDADES 5 2. EL DERECHO FUNDAMENTAL COMO ELEMENTO DEL ESTADO ... 8 3. LA FINALIDAD DEL ESTADO 18 4. JUSTIFICACIÓN DEL ESTADO 42 5. LOS FINES Y LA JUSTIFICACIÓN DEL ESTADO MEXICANO 50 6. LEGITIMIDAD CONSTITUCIONAL
A. Exposición del Principio 66 B. La Legitimidad de la Constitución de 1917 73
7. DEONTOLOGÍA CONSTITUCIONAL 80 8. FACTORES REALES DE PODER Y LAS DECISIONES FUNDAMENTALES
A. Factores reales de poder 92 B. Las decisiones fundamentales 100
CAPÍTULO SEGUNDO El ORDEN JURÍDICO Y SU CONSTITUCIÓN.
(BREVE DESCRIPCIÓN DEL PROCESO DE CREACIÓN DEL DERECHO).
1. GENERALIDADES 107 2. EL ORDEN JURÍDICO 108 3. LA CREACIÓN JURÍDICA 110 4. ESTRUCTURA BÁSICA DEL ORDEN JURÍDICO 114 5. LA FUNCIÓN CONSTITUCIONAL 116 6. LAS VARIACIONES JURÍDICAS 118 7. EL CONCEPTO DE CONSTITUCIÓN MATERIAL SEGÚN ROLANDO
TAMAYO Y SALMORÁN 120
CAPÍTULO TERCERO CONCEPTO Y ESPECIES DE CONSTITUCIÓN.
CONCEPTO Y ESPECIES DE CONSTITUCIÓN 123
SEGUNDA PARTE. CAPÍTULO CUARTO.
ANTECEDENTES Y EVOLUCIÓN HISTÓRICA DEL PRINCIPIO DE SUPREMACÍA CONSTITUCIONAL.
1. GENERALIDADES 144 2. EL CASO MARBURY VS. MADISON 147 3. LOS ANTECEDENTES DEL PRINCIPIO DE SUPREMACÍA CONSTITUCIONAL
EN EL DERECHO MEXICANO 173
TERCERA PARTE. CAPÍTULO QUINTO.
LA FUNDAMENTALIDAD Y LA SUPREMACÍA DE LA CONSTITUCIÓN.
LA FUNDAMENTALIDAD Y LA SUPREMACÍA DE LA CONSTITUCIÓN. 177
CAPÍTULO SEXTO LA INTERPRETACIÓN DEL ARTÍCULO 133 CONSTITUCIONAL.
1. LA INTERPRETACIÓN CONSTITUCIONAL 185 2. EL PRINCIPIO DE SUPREMACÍA CONSTITUCIONAL 190
A. La Tesis Kelseniana 192 B. La doctrina francesa 194 C. La doctrina norteamericana 197 D. El pensamiento de los exégetas de la Constitución de 1857 200 E. La doctrina mexicana y la Constitución de Querétaro 206
3. EL ORDEN JERÁRQUICO DE LAS NORMAS Y LOS PROBLEMAS QUE PLANTEA 213
4. IGUALDAD GRAMATICAL DE LOS PRECEPTOS MEXICANO Y NORTEAMERICANO, PERO DIVERSO SENTIDO, SIGNIFICACIÓN E INTERPRETACIÓN 229
5. CONFLICTO ENTRE LEY CONSTITUCIONAL Y TRATADO INTERNACIONAL 234
6. EXAMEN DE LA CONSTITUCIONALIDAD DE LEYES POR JUEZ LOCAL Y POR AUTORIDAD ADMINISTRATIVA 238
CONCLUSIONES 253
BIBLIOGRAFÍA 261
I N T R O D U C C I Ó N
Hoy en día, los estudiosos del Derecho Constitucional habitualmente adoptan el
concepto de Constitución característico del positivismo jurídico moderno, es decir, el
término Constitución es generalmente usado para designar el conjunto de normas
"fundamentales" que identifican o caracterizan cualquier ordenamiento jurídico, a
diferencia del concepto originario de Constitución que se esbozaba a partir de su
contenido político (liberal, iliberal, democrático, autocràtico, etc.).
En este sentido Ignacio Burgoa ha dicho que "si la Constitución es la "ley
fundamental", al mismo tiempo y por modo inescindible es la "ley suprema" del
Estado. Fundamentalidad y Supremacía, por ende, son dos conceptos inseparables
que denotan dos cualidades concurrentes en toda Constitución jurídico-positiva, o
sea, que ésta es suprema por ser fundamental y es fundamental porque es
suprema."
En este contexto, uno de los temas centrales e iniciales en el estudio de esta rama
del Derecho Público es el relativo al análisis del Artículo 133 de la Constitución
Política de los Estados Unidos Mexicanos, cuyo contenido esencial está conformado
por los principios de Supremacía Constitucional y Jerarquía Normativa, los cuales
necesariamente se complementan, a su vez, con el principio de Control de la
Constitucionalidad de leyes y actos, sosteniéndose mutuamente, ya que de nada
serviría que se estableciera que ninguna ley o acto puede violar la Constitución si
ésta no estableciera el medio adecuado para hacer efectivo dicho enunciado.
Así, Jorge Carpizo escribe que estos principios responden a la histórica y constante
lucha del hombre por alcanzar su libertad.
Casi todas las Constituciones escritas contienen el principio de supremacía
constitucional que significa que la Constitución es la ley suprema, es la norma
cúspide de todo el orden jurídico, es la norma y fuente más alta e importante dentro
de nuestro sistema jurídico, al decir de Jorge Carpizo, "es la savia que nutre y vivifica
ei derecho, ia base de todas las instituciones y el ideario de un pueblo" y que no hay
nada ni nadie por encima de la misma, por tanto, una norma contraria a la
Constitución no debe existir dentro de ese orden jurídico y consecuentemente no
debe ser aplicada.
Este principio de supremacía constitucional no es nuevo, existen abundantes
antecedentes históricos, destacando entre los principales, las instituciones de la
antigua Grecia y el caso Marbury vs. Madison en los Estados Unidos de América,
entre otros no menos importantes, por lo que su estudio ayuda a comprender y
explicar nuestro precepto, ya que, aunque los Artículos relativos al principio de
supremacía constitucional en las Constituciones de México y de los Estados Unidos
de América son gramaticalmente similares, poseen alcance, sentido y una
interpretación completamente opuesta.
Por otro lado y siguiendo el orden establecido en el mismo Artículo 133
Constitucional, resulta muy interesante el análisis de la jerarquía normativa
establecida por nuestra Constitución, donde los autores coinciden en la interpretación
de dicho precepto afirmando que aparentemente la primera parte del propio Artículo
otorga el carácter de supremacía no sólo a la Constitución, sino también a las leyes
del Congreso federal que emanen de ella y a los tratados internacionales que celebre
el Presidente de la República con aprobación del Senado, desembocándose una
serie de discusiones respecto a si efectivamente estas tres fuentes tienen tal
carácter; en su caso, cuáles normas que dicte el Congreso General participan de
supremacía; planteamientos relativos a la existencia de supremacía del derecho
federal sobre el local y normatividad aplicable en caso de contradicción entre los
tratados internacionales y el derecho interno, entre otras.
Por último, la parte final del Artículo 133 Constitucional impone la obligación a los
jueces locales de dejar de aplicar la ley de su entidad federativa si consideran que
ésta es anticonstitucional, y al respecto, la Jurisprudencia dictada por nuestro más
alto Tribunal ha definido que esto sólo es competencia de los tribunales federales a
través de la resolución de uno de los medios de control constitucional más
importantes de nuestro sistema legal, el Juicio de Amparo.
En relación a lo anterior, la doctrina jurídica contemporánea, representada, entre
otros, por Riccardo Guastini, (Italia), ha establecido el siguiente postulado: "La
Constitución es fuente del derecho por entender que las normas constitucionales son
idóneas para regular no sólo la organización estatal y las relaciones entre el Estado y
los gobernados sino también las relaciones entre particulares, y son, por tanto,
susceptibles de aplicación jurisdiccional por parte de cualquier juez y no solamente
por parte del juez constitucional (tribunales federales). Donde la estructura de la
norma constitucional es suficientemente completa para poder valer como regla para
casos concretos, debe ser utilizada directamente por todos los sujetos del
ordenamiento jurídico, ya sean, los jueces, la administración pública o incluso los
particulares. La Constitución es en suma fuente directa de posiciones subjetivas para
los sujetos del ordenamiento, en todo tipo de relaciones en que puede entrar... Hoy la
Constitución se dirige también, directamente a las relaciones entre los individuos y a
las relaciones sociales. Por eso las normas constitucionales pueden ser invocadas,
cuando sea posible, como reglas, por ejemplo para las relaciones familiares, en las
relaciones en las empresas, en las asociaciones y así por el estilo"
Parece claro que la interpretación que de tal disposición se ha hecho hasta la fecha
por la doctrina es la correcta, sin embargo, desde mi punto de vista tal entendimiento
está precisamente en contradicción con lo que la propia norma suprema y el principio
contenido en ella preceptúan. Sobre ello, versará esta investigación.
PRIMERA PARTE.
CAPÍTULO PRIMERO.
ALGO SOBRE TEORÍA DE LA CONSTITUCIÓN Y TEORÍA POLÍTICA.
1. GENERALIDADES. Para dar inicio a este trabajo y procurando no perder de vista
ia realidad estatal, es necesario comenzar por tocar algunos tópicos comprendidos
dentro del título de la Teoría de la Constitución, así como de la Teoría Política, entre
otros: El Derecho como finalidad del Estado; Justificación del Estado mexicano;
Derecho Político y Derecho Constitucional; Legitimidad Constitucional; Deontología
Constitucional; Los factores reales de poder y las decisiones fundamentales.
En razón de que, como expresa Burgoa, "La Constitución es, prima facie, el
ordenamiento fundamental y supremo en que se proclaman los fines primordiales del
Estado y se establecen las normas básicas a las que debe ajustarse su poder público
de imperio para realizarlos"1, resulta imperativo en una reflexión seria sobre el tema
recurrir al tratamiento de la finalidad estatal. Así, las Constituciones contemporáneas
han dejado de ser un instrumento de simple estructuración política y prescriben, a
modo de principios teleológicos de diversa y variedad índole, los fines que cada
Estado específico persigue en el ámbito socio-económico, cultural y humano del
pueblo o nación. Por consiguiente, el poder público estatal, traducido dinámicamente
en las funciones legislativas, administrativas y judiciales, tienen como propensión
inherente a su naturaleza la realización de dichos fines, o sea, de los principios
constitucionales que los preconizan, de donde se infiere que la finalidad del Estado
equivale a la teleología de la Constitución, es decir, del derecho fundamental.
1 Derecho Constitucional Mexicano. Ed. Porrúa, 10a ed., México, 1996. p. 281.
En este sentido, todo ordenamiento constitucional tiene, grosso modo, dos objetivos
primordiales: organizar políticamente al Estado mediante el establecimiento de su
forma y de su régimen de gobierno, y señalarle sus metas en los diferentes aspectos
vitales de su elemento humano, que es el pueblo o nación. En el primer caso, la
Constitución es meramente política y en el segundo es social, en cuanto que,
respectivamente, fija las normas y principios básicos de la estructura gubernativa del
Estado y marca los fines diversos de la entidad estatal.
En consecuencia, éstos fines del Estado y el derecho Constitución del mismo se
encuentran estrechamente relacionados, en el sentido de que la Constitución los
proclama como postulados teleológicos que se recogen en sus preceptos, sirviendo
al mismo tiempo como medio normativo para que, por su aplicación, el poder público
estatal los alcance. Por ejemplo, el objetivo más alto perseguido por el Estado que
consiste en obtener el bien público, se plasma en parte por la Constitución mexicana
de 1917 al establecer que todos los seres humanos, sin distinción, tienen derecho de
perseguir su bienestar material y su desarrollo espiritual en condiciones que
comprometen al Estado como sujeto pasivo, a respetar el ejercicio de tales derechos
en un margen de libertad y dignidad, de igualdad de oportunidades, de seguridad
jurídica y económica, protegiéndose por el ordenamiento jurídico supremo, la
realización de la propia personalidad humana.
Puede entonces advertirse fácilmente de estas breves consideraciones que hablar
desde cualquier punto de vista de la Constitución implica comprender, o al menos
referir, la finalidad estatal que se actualiza en múltiples fines específicos que cada
Estado en particular persigue y que se preconizan en su correspondiente
ordenamiento jurídico o derecho fundamental.
Por tanto, como tema propedèutico, a continuación se alude a los tópicos del
Derecho como elemento del Estado y los fines justificación del Estado mexicano.
2. EL DERECHO FUNDAMENTAL COMO ELEMENTO DEL ESTADO.
El Derecho es una parte sustancial del Estado, uno de sus elementos formativos en
cuanto lo crea como suprema institución pública y lo dota de personalidad. Pero al
hablar en este sentido del Derecho, hay que circunscribirlo al primario o fundamental,
es decir, a la Constitución que se establece por el poder constituyente.
Lo anterior descansa en la idea de que sin el derecho fundamental no puede haber
Estado, cuyo ser no pertenece al ámbito ontologico o real, sino al normativo.
Para Carré de Malberg, citado por Ignacio Burgoa,2 en su obra Teoría General del
Estado afirma que el Derecho no es anterior al Estado, sino que éste lo produce,
argumentando lo que a continuación se transcribe: "¿Qué debe pensarse de la teoría
que parte de la idea de que la soberanía constituyente reside en principio en el
pueblo? Para apreciar el valor de esta teoría conviene considerar, ante todo, la
primera Constitución del Estado, aquella en la cual se originó. Acabamos de ver que
existe, respecto de esta Constitución inicial, una doctrina muy extendida que se
esfuerza en descubrirle una base jurídica y que pretende hallar dicha base en las
voluntades individuales de los hombres que componen la nación. Pero esta doctrina
se basa en un error fundamental, que es de idéntica naturaleza al que vicia la teoría
del Contrato Social. El error es, en efecto, creer que sea posible dar una Constitución
2Op. cit.,p. 282.
jurídica a los acontecimientos o a los actos que pudieron determinar la fundación del
Estado y de su primera organización. Para que semejante construcción fuera posible,
sería preciso que el derecho fuese anterior al Estado; y en este caso, el
procedimiento creador de la organización originaria del Estado podría considerarse
como regido por el orden jurídico preexistente a él. Esta creencia en un derecho
anterior al Estado, constituye el fondo mismo de los conceptos emitidos en materia
de organización estatal, desde el siglo XVI al XVIII, por los juristas y los filósofos de
la escuela del derecho natural; inspiró igualmente a los hombres de la Revolución,
pues, como se vio antes, partiendo de la idea de un derecho natural es como
llegaron a formular, en la base de su obra constituyente, esas declaraciones de
derechos que, en su pensamiento, debían a la vez preceder y condicionar el pacto
social y el acto constitucional, al mismo tiempo que servirles a ambos de
fundamento. Pero, si bien no es posible discutir la existencia de preceptos de moral y
de justicia superiores a las leyes positivas, también es cierto que estos preceptos,
por su sola virtud o superioridad -aunque ésta sea trescendente- no podían constituir
reglas de derecho, pues el derecho en el sentido propio de la palabra, no es sino el
conjunto de las reglas impuestas a los hombres en un territorio determinado, por una
autoridad superior, capaz de mandar con potestad efectiva de dominación y de
coacción irresistible. Ahora bien, precisamente esta autoridad dominadora sólo existe
en el Estado; esta potestad positiva de mando y de coacción es propiamente la
potestad estatal. Por lo tanto, se ve que el derecho propiamente dicho sólo puede
concebirse en el Estado una vez formado éste, y por consiguiente, es inútil buscar el
fundamento o la génesis jurídicos del Estado. Por ser la fuente del Derecho a su vez,
el Estado, no puede hallar en el derecho su propia fuente."
Al respecto, argumenta Burgoa que la tesis de Carré de Malberg deriva de una
confusión entre el derecho primario o fundamental que crea al Estado y que se
implanta por el poder constituyente del pueblo o nación, y el derecho secundario u
ordinario que, según se advierte, emana de la función legislativa estatal realizada por
sus órganos constituidos, es decir, previstos en el derecho fundamental o
Constitución y a los cuales ésta les adscribe, para tal efecto, un conjunto de
facultades o atribuciones que se llama competencia. El Estado es un producto
cultural, no una realidad social, como la nación o pueblo. No es un hecho sino una
institución con personalidad moral y todo ente institucional se crea por el orden
jurídico, que es, consecuentemente, su causa eficiente o determinante. En este
orden de ideas explica este autor que Carré de Malberg invierte tal relación de
causalidad y que si se aceptase su opinión, se tendría que concluir que el Estado, al
preexistir al Derecho, no es una institución, sino una unidad real, confundiéndose con
la nación. Es verdad que el Estado, una vez producido crea el derecho, pero este
derecho es el ordinario o secundario y su génesis deriva directamente del poder
público estatal, que es distinto del poder constituyente.3
Esta afirmación se corrobora en el pensamiento de Sieyés, quien al respecto afirma:
"La Constitución comprende a la vez la formación y la organización interiores de los
diferentes poderes públicos, su necesaria correspondencia y su independencia
recíproca. Tal es el verdadero sentido de la palabra Constitución: se refiere al
conjunto y a la separación de los poderes públicos. No es la nación la que se
3 Francisco Porrúa Pérez. Teoría del Estado. -Teoría Política-. Ed. Porrúa, 25a ed., México, 1992. pp.151-166.
constituye, sino su establecimiento público (Estado decimos nosotros). La nación es
el conjunto de los asociados, iguales todos en derecho y libres en sus
comunicaciones y en sus compromisos respectivos. Los gobernantes, por el
contrario, constituyen, en este único aspecto, un cuerpo político de acción social.
Ahora bien, todo cuerpo precisa organizarse, limitarse y, por consiguiente,
constituirse. Así, pues, y repitiéndolo una vez más, la Constitución de un pueblo no
es ni puede ser más que la Constitución de su gobierno y el poder encargado de dar
las leyes lo mismo al pueblo que al gobierno. Los poderes comprendidos en el
establecimiento público quedan todos sometidos a leyes, a reglas, a formas que no
son dueños de variar."4
El poder constituyente incumbe al pueblo o nación como unidad real asentada en un
cierto territorio. Ahora bien, como la comunidad nacional carece de una inteligencia
unitaria, es incapaz, por sí misma, de ejercer ese poder, o sea, de crear el derecho
fundamental o Constitución. Sólo en las antiguas democracias griegas toda la
ciudadanía reunida en asambleas públicas, era susceptible de desempeñar el poder
constituyente, ya que en ellas el número de ciudadanos era reducido y el espacio
territorial no excedía de la extensión geográfica de la polis. Pero a medida que el
asiento físico de las naciones se fue ensanchando y el número de sus componentes
creciendo, su "voluntad general", su soberanía o poder constituyente ya no pudieron
ser ejercidos por ellas mismas. Surgió entonces, como imperativo fáctico, el
fenómeno de la representación política, la cual, en ausencia de todo derecho anterior
o contra un orden normativo preexistente, no es susceptible de reputarse como
4 Ignacio Burgoa. Op. cit., p. 283.
institución jurídica. Estas reflexiones orillan a pensar que las asambleas
constituyentes no han estado integradas, generalmente, por representantes
populares que hubiesen derivado su investidura de sistemas jurídicos
preestablecidos, sino de elecciones o designaciones de hecho lo que puede
corroborarse en la historia política de la humanidad. A lo sumo, tales elecciones o
designaciones pudieron someterse a ciertas reglas fijadas unilateralmente por un
caudillo o un grupo de caudillos que por disímiles y variadas circunstancias fácticas
hayan encabezado los movimientos o revoluciones tendientes a conquistar o
reivindicar el poder autodeterm¡nativo nacional. La mención de los sucesos político-
históricos que en diversos países apoyan estos asertos, entrañaría una larga
enumeración de ejemplos concretos. La observación histórica y la experiencia vital
misma de los pueblos nos sugieren que la formación del derecho fundamental
primario no obedeció a causas jurídicas, sino a motivos de hecho, en los que han
confluido múltiples y diversos factores sociales, culturales, políticos, religiosos o
económicos, sin desdeñar la acción personal de los jefes de los movimientos
emancipadores o revolucionarios de los que han brotado las constituciones.
Dentro de una sucesión causal lógicamente rigurosa, y que además corresponde a la
dinámica histórica, se concluye que la fuente directa del Estado es el derecho
fundamental primario y que éste, a su vez, se produce por la interacción de
fenómenos de hecho registrados en la vida misma de los pueblos y en los que
fermenta y se desarrolla su poder soberano de autodeterminación que culmina en el
ordenamiento constitucional, y cuya expedición proviene de una asamblea de sujetos
que ostentan la representación política, no jurídica, de la nación o de los grupos
nacionales mayoritarios.
Ahora bien, puede suceder que esa representación no sea auténtica, es decir, que la
asamblea constituyente no esté integrada por genuinos representantes populares o,
inclusive, que el derecho primario fundamental no provenga de asamblea alguna sino
de una autócrata, como el monarca absoluto o el "jefe de Estado". Podría decirse que
en estos casos tal derecho, al no emanar del poder soberano del pueblo ni de sus
representantes, es ilegítimo, sin que, por ende, sea la fuente del Estado. Sin
embargo, aunque el multicitado derecho no derive de ese poder, en el terreno
histórico, aunque no en el estrictamente teórico, no puede sostenerse que en su
validez real, en su observancia social, no tenga injerencia alguna la nación. Si ésta
no se ha autodeterminado en un derecho que no proviene de su voluntad general o
mayoritaria, sí se le ha impuesto una forma estatal, legítima a uno y a otra por su
adhesión consciente y positiva, es decir, por una conducta activa que exprese
voluntariamente su acatamiento al orden jurídico-político que para ella ha sido
creado. Esa adhesión se conoce como legitimación en la Teoría Constitucional y
descansa sobre un elemento colectivo de carácter sociológico, pues la conciencia
popular admite que quien o quienes formaron el derecho fundamental primario y la
institución estatal que en éste se creó, son los sujetos en quienes el poder respectivo
reside, es decir, el verdadero "soberano".5 Esta hipótesis se aplica exactamente a los
estados monárquicos absolutos, en relación con los cuales el pensamiento político
proclamó que la soberanía residía en la persona del rey, quien, al constituir
5 Infra Legitimidad Constitucional, p. 63.
jurídicamente a la nación mediante diversos ordenamientos que de su sola voluntad
emanada, creaba al Estado.
El principio de legitimación aparecía en los primeros siglos del medioevo hispánico
durante la época visigótica, pues en el Fuero Juzgo se preconizó que los súbditos
sólo reconocían al rey como verdadero gobernante "si ficiere justicia". Por otra parte,
el recurso de "obedézcase pero no se cumpla" del antiguo derecho español
descansaba en el supuesto de que los mandamientos que se "obedecían", o sea, se
escuchaban con respeto y veneración, eran los que provenían del rey, es decir, del
verdadero soberano investido legítimamente con la facultad de expedirlos, sin que
debieran "obedecerse" los que ordenaba cualquier usurpador del poder." 6
A manera de aclaración respecto de las consideraciones que se acaban de formular,
debe subrayarse que el Estado se crea en el derecho primario fundamental, es decir,
en el derecho originario, cuya producción responde a causas reales que actúan en la
vida histórica de los pueblos o naciones. Estas causas, que a su vez obedecen a
factores de diversa índole, tienen como objetivo común la separación de una
comunidad nacional del seno político-jurídico de un Estado preexistente, o sea, su
sustracción, generalmente en vías de hecho, de un régimen de cuyo elemento
humano forma parte. La llamada "independencia política" de una nación no implica
sino el "querer" de ésta para autodeterminarse, emancipándose de un "status" que
por diferentes motivos le es refractario. Al lograr esa independencia, la nación crea
su derecho fundamental primario u originario, sin que la causación de éste,
6 Ignacio Burgoa. El Juicio de Amparo. Ed. Porrúa, 28a ed., México, 1991. pp. 52 yss.
obviamente, se condicione a ningún orden jurídico anterior. Por ello, se afirma que
ese derecho no se establece por ninguna causa jurídica, sino que responde a
variados elementos metajurídicos concurrentes, como los hechos de diversa índole y
los postulados ideológicos que integran y sustentan, respectivamente, los
movimientos emancipadores de una nación. Como no existe derecho previo que lo
sujete, y en virtud de que la nación por sí misma, es decir, sin representación, no
puede autodeterminarse, el orden jurídico fundamental primario debe ser elaborado
en su nombre por una asamblea constituyente cuyos miembros se nombran,
designan o eligen con vista a circunstancias fácticas que recoge el acto de
nombramiento, elección o designación. Con apoyo en esta consideración, la
representación popular, en el acto de producción de dicho orden jurídico, no es a su
vez jurídica, sino política, o sea, que su confección no está sujeta a reglas de
derecho anteriores, mismas que, por integrar el orden normativo repudiado por la
nación, pueden aplicarse.7
Por otra parte, debe hacerse la observación de que el orden jurídico primario
fundamental puede ser sustituido por la nación en ejercicio del poder soberano
constituyente. En otros términos, dicho orden no liga irremediablemente a la nación,
en el sentido de constreñirla permanentemente a vivir dentro de él. El poder
constituyente tiene la posibilidad de ejercerse en todo tiempo por la nación. De no ser
así, ésta dejaría de ser soberana por enajenación de este atributo a los órganos del
7 Rolando Tamayo y Salmorán. El Constitucionalismo en las Postrimerías del siglo XX. La Constitución Mexicana 70 años después. Tomo VI. Ed. U.N.A.M. México, 1988. pp. 503 y ss.
Estado establecidos en el orden jurídico primario y en el supuesto de que se les
hubiese conferido la potestad de cambiar o sustituir esencialmente ese orden.
Ahora bien, se presenta el problema consistente en determinar si la sustitución del
multicitado orden trae aparejada la extinción del Estado que en él se hubiese creado
y la formación de una nueva entidad estatal en el orden sustituto. La respuesta es
negativa, pues cuando la nación se da otro u otros derechos fundamentales en el
decurso de su vida histórica, el Estado, que se produjo en el derecho fundamental
primario u originario, no desaparece como institución pública suprema, en virtud de
que lo único que se trasmuta es la forma estatal, la forma de gobierno o los fines del
Estado, trasmutación que obedece a posturas ideológicas que vaya imponiendo la
evolución de los pueblos en el ámbito social, político, económico, cultural o religioso.
Sobre este problema, Carré de Malberg, citado por Ignacio Burgoa,8 brinda una
solución análoga: "Y no debe decirse que cualquier cambio de Constitución supone
un nuevo pacto social, es decir, un acto que tuviera por objeto renovar el Estado,
pues, por una parte, la idea de contrato social, que es falsa en lo que se refiere a la
formación de la Constitución inicial del Estado, tampoco podría admitirse con
respecto a sus constituciones posteriores. Por otra parte, el cambio de Constitución,
aunque sea radical e integral, no indica una renovación de la persona jurídica
Estado, ni tampoco una modificación esencial en la colectividad que en el Estado
encuentra su personificación. Mediante el cambio de Constitución no se sustituye un
antiguo Estado por una nueva individualidad estatal. Una nueva Constitución
8 Op. cit., p. 286.
tampoco tiene por efecto engendrar una nueva nación; por lo que concierne a la
nación francesa en particular, resulta superfluo decir que su existencia, como cuerpo
estatal, aparece como un hecho consumado, cuyo origen puede remontarse a una
época más o menos antigua, pero que, en todo caso, ya no depende, desde hace
tiempo, de la voluntad de la autoridad constituyente.
Así pues, el poder constituyente no tiene por qué ejercerse aquí con objeto de fundar
de nuevo la nación y el Estado, sino que simplemente se limita a darle a un Estado,
cuya identidad no se modifica y cuya continuidad tampoco se interrumpió por ello,
una nueva forma o estatutos nuevos."9
9 Op. cit., p. 287.
3. LA FINALIDAD DEL ESTADO.
La finalidad del Estado consiste en los múltiples y variables fines específicos que son
susceptibles de sustantivarse concretamente, pero que se manifiestan en
cualesquiera de las siguientes tendencias generales: el bienestar de la nación, la
solidaridad social, la seguridad pública, la protección de los intereses individuales y
colectivos, la elevación económica, cultural y social de la población y de sus grandes
grupos mayoritarios, las soluciones de los problemas nacionales, la satisfacción de
las necesidades públicas y otras similares. Estas distintas tendencias son, como la
finalidad genérica del Estado que las comprende, de carácter formal, pues su
erección en fines estatales depende de las condiciones históricas, económicas,
políticas o sociales en que hayan nacido o actúen los Estados particulares surgidos
en el decurso vital de la Humanidad.
Debemos subrayar la idea de que el Estado no es un fin en sí mismo, sino un medio
para que, a través de él, se realice esa finalidad genérica en beneficio de la nación,
que siempre debe ser la destinataria de la actividad estatal o poder público. El
Estado surge de la nación o pueblo como institución suprema que se crea en el
derecho fundamental primario, que es la estructura normativa básica en que se
organiza la comunidad nacional. En tal derecho, ésta plasma sus designios o
aspiraciones de muy diversa índole, que se recogen en preceptos jurídicos como
postulados o principios teleológicos, para cuya consecución forma el Estado,
asignándole sus fines específicos que deben realizarse mediante el poder público.
Por ello, la finalidad del Estado no puede ser ajena, y mucho menos contradictoria u
opuesta, a la finalidad de la nación, pudiendo afirmarse que entre una y otra existe
una relación de identidad que comprende también al derecho fundamental o
Constitución. Conforme a esta consideración, los fines específicos de cada Estado
son los mismos fines específicos de cada derecho fundamental, de lo que se
desprende, en sustancia, que el poder público no es sino el medio dinámico para la
actualización permanente de ese derecho.
Al formular estas apreciaciones se ha procurado no invadir ningún terreno ideológico,
es decir, se a tratado de evitar el señalamiento de fines específicos de contenido
sustancial o material al Estado en general, lo que en estricta lógica es imposible, ya
que tales fines siempre están sujetos al tiempo y al espacio y condicionados por una
multitud de circunstancias concretas variables. Tampoco puede, en cuanto al
concepto abstracto de Estado, ponderar su finalidad genérica desde el punto de vista
valorativo axiológico, pues esta actitud intelectiva sólo es posible frente a
determinado fines no formales de cada Estado en especial. Señala Burgoa que la
diversidad de teorías sobre los fines del Estado obedece a una sustitución
epistemológica, consistente en un enfoque equivocado del problema. Al tratar acerca
de la finalidad genérica del Estado en sí, no se puede asignarle ni rechazarle un
substratum determinado, ya que esa finalidad es formal, de contenido variable, como
también son formales sus distintas tendencias que hemos enunciado. Por ende,
imputar al Estado en general, es decir, al Estado a-temporal y a-especial, fines
específicos con un contenido determinado, significa el error de atribuirle un objetivo
teleológico político, social, económico o cultural, que únicamente es referible a los
Estados en particular, o sea, a los Estados históricamente dados o a los tipos ideales
de Estado.10
Si se recorre el pensamiento expuesto por los más distinguidos tratadistas de la
Ciencia Política, se advertirá fácilmente ese error, pues cada uno de ellos adopta
diferente punto de vista en la atribución de fines específicos al Estado, tales como el
económico y utilitario, el eudemonista, el ético, el teológico y el jurídico. Citando las
obras de Derecho Político y Teoría General del Estado de Adolfo Posada y Jorge de
Jellinek, Burgoa expone como ejemplos las ideas políticas siguientes: "Para Adam
Smith el fin del Estado consiste en "defender a la sociedad de todo acto de violencia
o invasión parte de otras sociedades, en proteger a cada individuo en la sociedad
contra la injusticia de cualquier otro y en crear y sostener ciertas obras públicas y
ciertas instituciones que el interés privado no podría establecer jamás, porque sus
rendimientos nunca compensarían el sacrificio exigido a los particulares"; para
Blunschtli, "el fin verdadero y directo del Estado es el desarrollo de las facultades de
la nación, el perfeccionamiento de su vida por una marcha progresiva que no se
ponga en contradicción con los destinos de la humanidad, deber moral y político
sobreentendido"; para Burgess, el fin próximo del Estado es el gobierno y la libertad,
y el fin secundario el perfeccionamiento de la nacionalidad, y el fin último la
perfección de la humanidad, la civilización del mundo y el Estado universal, para
Stahl, la misión del Estado se funda en el servicio de Dios; para Locke, el fin estatal
estriba en la seguridad de la propiedad privada; para Platón, el fin del Estado es la
realización de la justicia, que es la virtud toral; para Aristóteles, dicho fin consiste en
10 Ignacio Burgoa. Derecho Constitucional Mexicano. Ed. Porrúa, 10a ed. México, 1996. p. 288.
la obtención del bien material y moral -eudemonia-; para los pensadores de los siglos
XVIII y XIX, encabezados por Kant, el fin del Estado es la realización del derecho
objetivo; para Laski, el Estado es una organización para "facilitar a la masa de
hombres la realización del bien social en la más amplia escala posible"; según
Jellinek, los fines del Estado implican "actividades exclusivas para la protección de la
comunidad y sus miembros, para la conservación interior de sí mismo y el
mantenimiento de sus modos de obrar, y para la formación y sostenimiento del orden
jurídico, y actividades concurrentes, que nacen del hecho de que, partiendo de la
evolución histórica y de las concepciones dominantes, el Estado está llamado a
mantener una relación con los intereses solidarios humanos, relación condicionada
por su propia naturaleza: para Marx y Lenin, el Estado es un aparato o instrumento
coercitivo, de fuerza, para mantener la explotación de obreros y campesinos por
parte de los capitalistas, o sea, de los detentadores de los medios de producción
económica."11
Tratar de dar un contenido sustantivo a la finalidad genérica de la entidad estatal
como institución abstracta, significa sujetarla a las condiciones variables de tiempo y
espacio, es decir, extraer ai Estado del plano de generalidad en que la teoría debe
estudiarlo para otorgarle una dimensión concreta y concebir su teleología según el
muy particular modo de pensar de cada autor, o sea, para encerrarlo en el
subjetivismo regido siempre por ideologías individuales.
11 Op. cit., pp. 288 y 289.
Enfatizando que el fin del Estado se reduce a un solo objetivo consistente en realizar
el derecho fundamental en todos sus aspectos, se concluye que ese fin está
condicionado a los mismos imperativos de diversa índole que determinan la creación
del propio derecho, pues el poder público, mediante el cual se pretende obtener
positivamente, no puede rebasar el orden jurídico básico que organiza a la entidad
estatal. El Estado no puede perseguir ningún fin que esté en contra, al margen o
sobre el derecho básico o Constitución. Suponer lo contrario entrañaría preterir o
quebrantar el orden jurídico fundamental que estructura al Estado y determina su
teleología. Por tanto, puede afirmarse que entre el fin social del derecho fundamental
y el fin del Estado hay una identidad. Ahora bien, atendiendo a la naturaleza
normativa vinculatoria del derecho, éste debe tomar en cuenta dos elementos que
necesariamente se registran en la realidad social, como son los intereses
individuales y los intereses colectivos que concurren en la nación, para establecer
entre ellos un justo equilibrio y en cuya procuración estriba el fin del Estado.
En efecto, además del individuo, existen en el seno de la convivencia humana
esferas de intereses que se pueden llamar colectivos, es decir, intereses que no se
contraen a una sola persona o a un número limitado de sujetos, sino que afectan a la
sociedad en general o a una cierta mayoría social cuantitativamente indeterminada.
Frente al individuo, pues, se sitúa el grupo social; frente a los derechos de aquél,
existen los derechos sociales. Estas dos realidades, estos dos tipos de intereses
aparentemente opuestos reclaman, por ende, una compatibilización, la cual debe
realizarse por el propio orden jurídico de manera atingente para no incidir en
extremismos peligrosos como los que han registrado en la historia humana
contemporánea diversos regímenes estatales.
A título de reacción contra el sistema absolutista, que consideraba al monarca, como
el depositario omnímodo de la soberanía del Estado, como réplica a la desigualdad
social existente entre los hombres desde un punto de vista estrictamente humano,
los sociólogos y políticos del siglo XVIII en Francia principalmente, tales como
Rousseau, Voltaire, Diderot, etc., observando las iniquidades de la realidad,
elaboraron doctrinas que preconizaban la igualdad humana. Como contestación a la
insignificancia del individuo en un Estado absolutista, surgió la corriente jurídico-
filosófica del jusnaturalismo (aun cuando, en épocas anteriores, desde el mismo
Aristóteles, a través de la filosofía escolástica, y hasta los pensadores del siglo XVIII,
ya se había hablado de un derecho natural), que proclamó la existencia de derechos
congénitos al hombre superiores a la sociedad. Tales derechos deberían ser
respetados por el orden jurídico, y es más, deberían constituir el objeto esencial de
las instituciones sociales. El jusnaturalismo, por ende, exaltó a la persona humana
hasta el grado de reputarla como la entidad suprema de la sociedad, en aras de
cuyos intereses debería sacrificarse todo aquello que implicara una merma o
menoscabo para los mismos. De esta manera, los diversos regímenes jurídicos que
se inspiraron en la famosa Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano
de 1789, eliminaron todo lo que pudiera obstruccionar la seguridad de los derechos
naturales del individuo, forjando una estructura normativa de las relaciones entre
gobernantes y gobernados con un contenido eminentemente individualista y liberal.
Individualista porque consideraron al individuo como la base y fin esencial de la
organización estatal; y liberal, en virtud de que el Estado y sus autoridades deberían
asumir una conducta de abstención en las relaciones sociales, dejando a los sujetos
en posibilidad de desarrollar libremente su actividad, la cual sólo se limitaba por el
poder público cuándo el libre juego de los derechos de cada gobernado originaba
conflictos personales.
El liberal-individualismo, fiel a la idea de no obstaculizar la actuación de cada
miembro de la comunidad, prohibió todo fenómeno de asociación, de coalición de
gobernados para defender sus intereses comunes, pues se decía que entre el
Estado como suprema persona moral y política y el individuo no deberían existir
entidades intermedias. Es más, la tesis individualista pura, en su implicación estricta
o rigurosa, ha tendido a reputar a la sociedad y al Estado como realidades distintas
de las entidades individuales. Por necesidad sociológica y jurídica el individualismo
clásico no se atrevió a proclamarse antisocial o antiestatal, es decir, proscriptor de la
sociedad y del Estado, aunque su natural inclinación lo condujera al anarquismo,
como expresión culminatoria de su postura. Según afirma Solages:... "La sociedad no
se le presenta (al individualismo), sino como una yuxtaposición de individuos, una
suma o un agregado. Nada hay en ella, por consiguiente, que sea fuente de unidad
real.
El liberal-individualismo, como toda postura extremista y radical, incurrió en errores
tan ingentes, que provocaron una reacción ideológica tendiente a concebir la
finalidad del Estado en un sentido claramente opuesto. Los regímenes liberal-
individualistas proclamaron una igualdad teórica o legal del individuo; asentaban que
éste era igual ante la ley, pero dejaron de advertir que la desigualdad real era el
fenómeno inveterado que patentemente se manifestaba dentro del ambiente social.
No todos los hombres estaban colocados en una misma posición de hecho,
habiéndose acentuado el desequilibrio entre las capacidades reales de cada uno
merced a la proclamación de igualdad legal y del abstencionismo estatal. El Estado,
obedeciendo al principio liberal del laissez faire, laissez passer; tout va de lui-meme,
dejaba que los hombres actuaran libremente, teniendo su conducta ninguna o casi
ninguna barrera jurídica; las únicas limitaciones a la potestad libertaría individual eran
de naturaleza eminentemente fáctica. De esta manera, era más libre el sujeto que
gozaba de una posición real privilegiada, y menos libre la persona que no disfrutaba
de condiciones de hecho que le permitieran realizar sus actividades conforme a sus
intenciones y deseos. Al abstenerse el Estado de acudir en auxilio y defensa de los
fácticamente débiles, consolidó la desigualdad social y permitió tácitamente que los
poderosos aniquilaran a los que no estaban en situación de combatirlos en las
diversas relaciones sociales. Tratar igualmente a los desiguales fue el gravísimo
error en que incurrió el liberal-individualismo como sistema radical de estructuración
jurídica y social del Estado.
Las consecuencias de hecho que de tal régimen se derivaron fueron aprovechadas
para la proclamación de ideas colectivistas o totalitarias, al menos en el terreno
económico, manifestándose abiertamente opuestas a las teorías individualistas y
liberales. El individuo según el totalitarismo, no es ni la única ni mucho menos la
suma entidad social. Sobre los intereses del hombre en particular existen intereses
de grupo, que deben prevalecer sobre los primeros. En caso de oposición entre la
esfera individual y el ámbito colectivo, es preciso sacrificar al individuo, que no es
para las ideas totalitarias, sino una parte del todo social cuya actividad debe
realizarse en beneficio de la sociedad. Como ésta persigue fines específicos, los
objetivos individuales deben ser medios para realizarlos, dejando de ser la persona
humana, por tal motivo, un autofin, para convertirse en un mero conducto de
consecución de las finalidades sociales, variables según el tiempo y el espacio y de
hecho impuestos por gobiernos ocasionales. Al individuo, por ende, le está prohibido
desplegar cualquiera actividad que sea no sólo opuesta, sino diferente, de aquella
que se estime en el totalitarismo como idónea para lograr tales fines sociales
específicos.
"Lo que caracteriza la forma sociológica de los regímenes totalitarios, dice Solages,
citado por Ignacio Burgoa,12 es que la colectividad anuncia la pretensión de regir toda
la actividad de los individuos, a la que subordina estrechamente en todos los
dominios. El poder que la misma reivindica no es solamente reglamentario, sino que
quiere dirigir e inspirar hasta la actividad intelectual v moral de los ciudadanos y
obtener por la educación un conformismo general según el tipo determinado de
antemano." "Los individuos -y las diversas sociedades particulares a las que pueden
pertenecer y de cuya trama se compone la sociedad entera- son considerados, en
estos sistemas, como las partes de un todo y este todo es concebido como un
organismo único, en el que las células no gozan de una autonomía verdadera. Estos
diversos elementos le están subordinados. Por consecuencia, las personas son para
12 Op. cit. pp. 291 y 292.
la sociedad como las partes para el todo: están relegadas al rango de medios al
servicio del fin social.
"Para el transpersonalismo (como suele denominarse en la filosofía jurídicopolítica al
totalitarismo estatal o colectivismo social), que se centra axiológicamente en la
colectividad, el individuo aparece como un producto efímero, de escasa o nula
importancia: un sinnúmero de individuos vienen y se van de la colectividad. En ella,
los individuos sólo están para ser soportes y agentes de la vida superior de la
'totalidad', para llevarla, promoverla y elevarla. Desde el punto de vista de los
valores, el individuo no viene en cuestión: es mera materia de formaciones
superiores. Sólo tienen importancia los fines de la colectividad y el proceso de ésta.
El individuo sólo adquiere valor en la medida en que mueve ese proceso y sirve a
esos fines de la 'totalidad'; su relevancia axiológica deriva únicamente del valor que
represente para la colectividad y para el proceso de la historia. Incluso las más
grandes personalidades tienen valor sólo por razón de la 'totalidad' colectiva, Se ha
llegado a decir por la concepción transpersonalista que la colectividad sólo soporta a
los individuos cuya conducta se ajusta totalmente a los fines de ella, debiendo
destruir a los disdentes y a los inservibles."13
Las tesis extremistas que propugnan ideas orientadoras de la finalidad del Estado y
del orden jurídico, como el liberal-individualismo, y el colectivismo (transpersonalismo
o totalitarismo), basadas en una observación parcial de la realidad social,
13 Luis Recaséns Siches. Tratado General de Filosofía del Derecho. Ed. porrua. 9° ed; México, 1986. pp.499 y 500.
necesariamente incuban una ideología sintética a la manera hegeliana que,
admitiendo y rechazando respectivamente los aciertos y errores radicales de la tesis
y de la antítesis, se integra con un contenido selecto que atingentemente explica y
fundamenta la posición de las entidades individual y social como elementos que
deben coexistir y ser respetados por el Derecho. Descartado el liberal-individualismo
clásico como ideología político-jurídica, que erigió al gobernado particular en el
objeto esencial de tutela por parte de las instituciones de derecho y vedaba a la
acción gubernativa toda injerencia en las relaciones sociales que no tuviera como
finalidad evitar pugnas o conflictos entre las actividades libres de los individuos,
desconociendo correlativamente otras esferas reales que no se resumiesen en la
personalidad humana específica; eliminando también el colectivismo que, como tesis
opuesta a la anteriormente mencionada, despojaba al sujeto de sus fundamentales
prerrogativas como ser humano, para convertirlo en un conducto de realización de
los fines sociales o estatales generalmente impuestos por la inclinación política de
gobiernos perecederos, en la actualidad, dentro de los sistemas democráticos, se va
perfilando la doctrina del bien común, que no es sino la adecuada y debida síntesis
entre la postura liberal-individualista y colectivista.
El concepto de bien común no es, sin embargo, de elaboración reciente. Ya
Aristóteles y Santo Tomás de Aquino lo empleaban en sus doctrinas políticas,
estimándolo el doctor angélico como el fin a que debían tender todas las leyes
humanas. No obstante, el bien común se ha revelado como una idea inexplicada en
el pensamiento político de todos los tiempos, dándose por supuesto sin definirse o, al
menos, sin explicarse. Es cierto que el ilustre estagirita consideraba como "bien"
aquello que apetece el hombre; pero esta consideración, más propiamente formulada
en el terreno moral que en el social, no resuelve el problema político que estriba en
fijar el alcance de dicho concepto y de su actualización como finalidad del Estado.
El bien común es, ante todo, un concepto sintético, o sea, implica la aceptación
eidética armoniosa de los aciertos de la tesis y de la antítesis teleológica del Estado.
Por ello, no se fundamenta en el individualismo ni en el colectivismo
excluyentemente; y como fin verdadero de la organización y funcionamiento
estatales, debe atender a las dos esferas reales que necesariamente se registran en
la sociedad; la particular y la colectiva o de grupo. Con vista al carácter sintético del
bien común, tanto como ente de razón como bajo el aspecto ético-político, aquél
necesariamente debe abarcar, en una pretensión de tutela y fomentación, a las
entidades individuales y a las sociales propiamente dichas, implicando una
concordancia entre los desiderata de ambas. Ahora bien, ¿cómo se revela dicha
síntesis? Siendo la libertad un factor consubstancial a la personalidad del hombre, el
orden jurídico debe reconocerla o, al menos, no afectarla esencialmente a través de
sus múltiples derivaciones específicas. Por tanto, para pretender realizar el bien
común, el Derecho debe garantizar una esfera mínima de acción en favor del
gobernado individual. De este modo, el bien común se revela, frente al individuo,
como la permisión que el orden jurídico de un Estado debe establecer en el sentido
de tolerar al gobernado el desempeño de su potestad libertaria a través de variadas
manifestaciones especiales que se consideran como medios indispensables para la
obtención de la felicidad personal: libertad de trabajo, de expresión del pensamiento,
de reunión y asociación, de comercio, etc. De esta suerte, las diferentes facetas de la
libertad individual natural, de simples fenómenos fácticos, se erigen por el derecho
objetivo y en acatamiento de principios éticos derivados de la naturaleza del ente
humano, en derechos públicos subjetivos.
Ahora bien, tal permisión no debe ser absoluta, va que el Derecho, como
esencialmente normativo, al regular las relaciones sociales, forzosamente limita la
actividad de los sujetos de dicho vínculo. Por ende, para mantener el orden dentro de
la sociedad y evitar que ésta degenere en caos, la norma debe prohibir que la
desenfrenada libertad individual origine conflictos entre los miembros del todo social
y afecte valores o intereses que a éste corresponden. Tal prohibición debe instituirse
por el Derecho atendiendo a diversos factores que verdaderamente y de manera
positiva la justifiquen. En consecuencia, todo régimen jurídico que aspire a realizar el
bien común, al consignar la permisión de un mínimo de actividad individual,
correlativamente tiene que establecer límites o prohibiciones al ejercicio absoluto de
ésta para mantener el orden dentro de la sociedad y preservar los intereses de la
misma o de un grupo social determinado. En este sentido, el bien común se ostenta
como la tendencia esencial del Derecho y de la actividad estatal a restringir el
desempeño ilimitado de la potestad libertaria del sujeto.
Además de las esferas jurídicas individuales existen ámbitos sociales integrados por
los intereses de la colectividad, por lo que el sujeto no es ni debe ser el único y
primordial pupilo del orden jurídico. El individuo debe desempeñar su actividad no
sólo enfocándola hacia el logro de su felicidad personal sino dirigiéndola al
desempeño de funciones sociales. El hombre no debe ser la persona egoísta que
exclusivamente vele por sus propios intereses. Al miembro de la sociedad como tal,
se le impone el deber de actuar en beneficio de la comunidad bajo determinados
aspectos, imposición que no debe rebasar en detrimento del sujeto ese mínimo de
potestad libertaria que sea el factor indispensable para la obtención del bienestar
individual. Es definitivo que el orden jurídico ha salido ya de los estrechos límites que
le demarcaba el sistema liberal-individualista, y ello se revela patentemente en el
concepto y función de la propiedad privada. En efecto, ésta ya no es un derecho
absoluto bajo la idea romana, según la cual el propietario estaba facultado para usar,
disfrutar y abusar de la cosa, sino un elemento que debe emplear el dueño para
desplegar una función social, cuyo no ejercicio o indebido uso origina la intervención
del Estado, traducida en diferentes actos de imposición de modalidades o, inclusive,
en la expropiación.
Por tanto, bajo este tercer aspecto, el orden jurídico que tienda a conseguir el bien
común puede válidamente imponer al gobernado obligaciones que Duguit denomina
individuales públicas, puesto que las contrae el sujeto en favor del Estado o de la
sociedad a que pertenece. Es evidente que la imposición de tales obligaciones debe
tener como límite ético el respeto a la esfera mínima de actividad del gobernado, a
efecto de no imposibilitar a éste para realizar su propia finalidad vital pues si la
tendencia impositiva estatal fuese irrestricta, se despojaría a la persona de la
categoría de ente autoteleológico y se gastarían regímenes autocráticos que
necesariamente generan la desgracia de los pueblos, al hacer incidir a sus
componentes individuales en la infelicidad.
La verdadera igualdad que debe establecer el Derecho se basa en el principio que
enuncia un tratamiento igual para los iguales y desigual para los desiguales. El
fracaso del liberal-individualismo clásico, tal como se concibió en la ideología de la
Revolución francesa, obedeció a la circunstancia de que se pretendió instaurar una
igualdad teórica, desconociendo las desigualdades reales, lo que originó en la
práctica el desequilibrio social y económico, que incrementó a las corrientes
colectivistas. Pues bien, como el establecimiento de una igualdad real es un poco
menos que imposible de lograr, la norma jurídica debe facultar al poder estatal para
intervenir en las relaciones sociales, principalmente en las de orden económico, a fin
de proteger a la parte que esté colocada en una situación de desamparo. Tal
acontece, por ejemplo, en el ámbito obrero-patronal, en el que el Estado tiene
injerencia, a través de variados aspectos, para preservar a la parte débil en la
relación de trabajo, situándola en una posición, de verdadera igualdad real a través
de las denominadas garantías sociales.
El desiderátum consistente en implantar la igualdad real en la sociedad no debe ser
otra cosa que uno de los fines del orden jurídico y del Estado. Por ello, si se pretende
lograr el bien común en un Estado, es menester que tal objetivo se consuma
simultáneamente con los demás que se han apuntado, de lo que se concluye que un
régimen de derecho que merezca ostentar positivamente el calificativo de verdadero
conducto de realización del bien común, no debe fundarse o inspirarse en una sola
tendencia ideológica generalmente parcial, y por ende, errónea, sino tener como
ideario director todos aquellos postulados o principios que se derivan de la
observación exhaustiva de la realidad social y que tienden a preservar y fomentar, en
una adecuada armonía, tanto a las entidades individuales como los intereses y
derechos colectivos.
De lo anterior se infiere que el bien común es una síntesis teleológica del orden
jurídico y del Estado, condensándose en varias posturas éticas en relación con
diferentes realidades sociales. Así, frente al individuo, el bien común se revela como
un reconocimiento o permisión de las prerrogativas esenciales del sujeto,
indispensables para el desenvolvimiento de su personalidad humana, a la par que
como la prohibición o limitación de la actividad individual respecto de actos que
perjudiquen a la sociedad o a otros sujetos de la convivencia humana, imponiendo al
gobernado determinadas obligaciones cuyo cumplimiento redunde en beneficio
social. Por otra parte, frente a los intereses colectivos, el bien común debe autorizar
la intervención del poder público en las relaciones sociales para preservar los
intereses de la comunidad o de los grupos desvalidos, con tendencia a procurar una
igualdad real, al menos en la esfera económica. Es evidente que esta síntesis
teleológica, que no implica sino la necesaria armonía de diferentes y concurrentes
imperativos éticos del orden jurídico estatal y de la misma actividad del Estado, debe
establecer siempre el justo equilibrio entre sus finalidades parciales, de tal manera
que no se menoscabe esencialmente ninguna de las esferas reales cuya
subsistencia y garantía se pretenda. Cuando dicha justa armonía no se logra, el
régimen del Estado degenera en extremismos absurdos e inicuos que dañan y dejan
en la miseria a los pueblos o, al menos, imposibilitan la realización del bien común en
los términos ya anotados. Así, verbigracia, si se desconocen los intereses colectivos,
si se considera, como lo hizo el liberal-individualismo, que el hombre en particular es
el objeto y apoyo de las instituciones sociales, se sientan las bases para la gestación
de una desigualdad asombrosa, a la par que, por el contrario, si se erige a la entidad
social o a la colectividad en el factórum de la teleología jurídica, se consolida la
autocracia más tiránica por virtud de una supuesta y casi siempre fanática
representación del Estado en un solo individuo que recibe distintas denominaciones
(totalitarismo autocràtico).
De todo lo aseverado con antelación, la conclusión que se evidencia estriba en que
el bien común no consiste exclusivamente en la felicidad de los individuos como
miembros de la sociedad, ni sólo en la protección y fomento de los intereses y
derechos del grupo humano, sino en una equilibrada armonía entre los desiderata del
hombre como gobernado y las exigencias sociales y estatales.
La implicación simplista del "bien común" en la equilibrada armonía a que se acaba
de hacer alusión, plantea, sin embargo, la interesante cuanto complicada cuestión
filosofico-sociològica de si el individuo es para la sociedad o si ésta es para aquél.
Atendiendo a que se trata de un problema en cuya solución atingente estriba el
destino político, jurídico y social de la Humanidad, se formula algunas someras
consideraciones sobre el particular.
Así como no es posible concebir al hombre aislado, sin la convivencia entre sus
semejantes, tampoco es dable imaginarse a la sociedad sin hombres. Es más, el
"todo social" es, en esencia, un conjunto de individuos unidos por relaciones de
diferente especie, partícipes de análogas necesidades y aspirantes a los mismos
objetivos generales. De ahí que la sociedad, como "totalidad humana", sea el
summum unitario de los individuos que la componen, en cuya virtud la teleología
social se integra con el cúmulo de fines particulares de todos y de cada uno de sus
miembros. Ahora bien, si la tendencia natural del hombre consiste en obtener su
felicidad, ésta debe constituir evidentemente el objetivo mismo de la sociedad; es
decir, para que una sociedad sea feliz, es menester que sus miembros componentes
lo sean, ya que denotaría una insalvable aberración la circunstancia de que el "todo"
tuviese una teleología no sólo diferente, sino opuesta a la de las partes que lo
forman.
Precisamente por la imposibilidad de que el hombre aislado, sin nexos permanentes
con sus semejantes, realice sus fines vitales, o sea, se desenvuelva como persona a
través de múltiples aspectos, ha surgido la sociedad como expresión de solidaridad y
reciprocidad entre los individuos. De este modo, los llamados "fines sociales" no son
sino la convergencia de los fines particulares de los miembros de la comunidad e
implican, por ende, la propensión hacia el logro del bienestar colectivo, o sea, de
todos y cada uno de los individuos componentes de la sociedad. En otras palabras,
no puede concebirse que la sociedad, como conjunto, persiga fines diversos de los
que importan los objetivos particulares de sus miembros integrantes. Por
consiguiente, al hablarse de "intereses" o "derechos sociales", en esencia se alude a
los intereses y derechos individuales conjuntivos de los miembros de la sociedad. En
estas condiciones, la oposición entre un interés o derecho individual y un interés o
derecho social, en el fondo equivale a la contraposición entre lo singular y lo plural o
entre lo particular y lo general, es decir, entre lo minoritario y lo mayoritario, ya que la
sociedad, como una entidad ficticia, deshumanizada, no es concebible ni tampoco
imaginable con "derechos" o "intereses" ajenos a los que corresponden a todos sus
miembros o a la mayoría de ellos. De lo que se ha expuesto se infiere que la
"equilibrada armonía" a que se hizo mención, en substancia denota la
compatibilización entre los intereses o derechos de los pocos con los intereses o
derechos de los muchos, o sea, entre las singularidades y las pluralidades o entre las
minorías y las mayorías dentro de un conglomerado humano.
Como el bien común se presenta bajo diferentes aspectos concurrentes que denotan
una síntesis de diversas tendencias del orden jurídico y del Estado, se suscita la
cuestión consistente en determinar los límites de operatividad de cada una de
aquéllas. En otros términos, surge el problema de precisar el alcance y contenido de
las distintas exigencias en que se condensa el bien común, con mira a las realidades
sociales a que ya se hizo referencia.
Determinar hasta qué punto debe el orden jurídico limitar la actividad y esfera de los
particulares y hacer prevalecer frente a éstos los intereses y derechos sociales es un
problema muy complejo que no es posible resolver a priori. Sólo es dable afirmar,
como mera orientación para posibles soluciones a tal cuestión, que la demarcación
de las fronteras entre los diferentes objetivos del bien común, cuya realización
produce una sinergia de factores individuales y colectivos, nunca debe rebasar una
órbita mínima de subsistencia y desenvolvimiento atribuida a las realidades individual
y social. Dicho de otra manera, en el afán de proteger auténticos intereses de la
sociedad, bajo el deseo de establecer en el seno de la misma una verdadera
igualdad real mediante un intervencionismo estatal en favor de los grupos desvalidos,
no se debe restringir a tal grado el ámbito de actividad de la persona humana, que
impida a ésta realizar su propia felicidad individual.
Ahora bien, como los intereses sociales, como las exigencias privativas de cada
Estado, como las deficiencias, vicios y errores que se deben corregir en cada
régimen históricamente dado para procurar el bienestar y el progreso de un pueblo,
varían por razones temporales y espaciales, es evidente que no puede aducirse un
contenido universal de bien común a través de cada uno de los aspectos sintéticos
que éste presenta. Por ende, para fijar dicho contenido hay que atender a una
multitud de factores propios de cada nación, tales como la idiosincrasia del pueblo, la
tradición, la raza, la problemática social, económica, cultural, etc., pero siempre
respetando, sin embargo, la órbita mínima de desenvolvimiento libre en favor de las
entidades individuales y colectivas a efecto de no degenerar en extremismos que no
conducen sino a la desgracia o infelicidad individual y social.
El elemento central que debe ser tomado en cuenta por el orden jurídico a propósito
de la organización o estructuración de la entidad denominada "Estado" y de la
normación de las relaciones que dentro de ella se entablan, es nada menos que la
persona humana, el individuo que, en concurso con sus semejantes, forma la
sociedad o los grupos sociales. Es por ello por lo que cuando se tutela jurídicamente
al sujeto particular, en las proporciones anteriormente apuntadas, se preserva por
igual a las entidades sociales, pues éstas no están compuestas sino por personas
individuales, de lo que se deduce que, procurando la felicidad de cada una de las
partes -individuos se pretende obtener el bienestar del todo -sociedad o pueblo-.
Por otra parte, el bien común no es sino la justicia social. Por ende,
comprendiéndose ambas ideas dentro de un solo concepto esencial, la justicia social
no es sino la síntesis deontológica de todo el orden jurídico y de la finalidad del
Estado. Etimológicamente, la expresión "justicia social" denota la "justicia para la
sociedad"; y como ésta se compone de individuos, su alcance se extiende a los
miembros particulares de la comunidad y a la comunidad misma como un todo
humano unitario.
Los derechos e intereses sociales implican, en substancia, los derechos e intereses
de todos y cada uno de los sujetos integrantes de la sociedad, pues suponer que
ésta tenga derechos e intereses personales, es decir, con independencia de sus
miembros individuales componentes, equivaldría a deshumanizarla, o sea, a
considerarla como una mera ficción. No debe olvidarse, además, que antes que el
hombre fuese campesino, obrero, empresario, profesionista, etc., es y sigue siendo
un ser humano, cuya personalidad como tal no se altera por pertenecer a
determinada clase social o económica. De ahí que la justicia social tenga como
principal exigencia la consideración del hombre como persona, con todos los
atributos naturales y esenciales que a esta calidad corresponden. Por consiguiente,
despojar a la persona humana de estos atributos para diluirla dentro del todo social y
convertirla en instrumento servil del gobernante, importaría negar la justicia social, ya
que el más grave atentado que pueda cometerse contra la sociedad sería privaría de
su condición de comunidad de hombres para transformarla en un simple conjunto de
siervos.
Por otra parte, si la justicia social es incompatible con la explotación y degradación
del hombre por el Estado (en puridad conceptual debe decirse "por el gobierno del
Estado"), una de sus más importantes finalidades estriba, además, en eliminar la
explotación del hombre por el hombre dentro de la vida comunitaria. La abolición de
ambos tipos de explotaciones, en cuya consecución radica la esencia teleológica de
la justicia social, se persigue, respectivamente, mediante la institución de "garantías
individuales o del gobernado" y de "garantías sociales", debiéndose ambas
comprender dentro de un ordenamiento jurídico unitario y coordinado y que en
armoniosa síntesis autorice al Estado, por una parte, para intervenir en la vida
socioeconómica del pueblo a efecto de impedir la explotación del hombre por el
hombre y obtener el mejoramiento de las mayorías humanas dentro de la sociedad, y
le prohiba por la otra, convertir a la persona en su instrumento servil.
Las anteriores ideas se corroboran tomando en consideración que el hombre, como
ente social, se encuentra colocado simultáneamente en dos posiciones diversas.
Como miembro de la sociedad y con independencia de la clase social o económica a
que pertenezca, asume el carácter de "gobernado" frente a cualquier autoridad del
Estado. Dentro de esta situación, los órganos estatales realizan frente a él múltiples
actos de autoridad de diferente índole, los cuales, en un régimen de derecho, deben
estar sometidos a normas jurídicas fundamentales que establecen las condiciones
básicas e ineludibles para su validez y eficacia y demarcan su esfera de operatividad.
El conjunto de estas normas jurídicas fundamentales, consignadas en el
ordenamiento constitucional, implica las garantías individuales o del gobernado y de
las que goza todo sujeto moral o físico cuyo ámbito particular sea materia de un acto
de autoridad. Consiguientemente, si uno de los objetivos de la justicia social estriba
en evitar la explotación del hombre por el Estado, o mejor dicho por el gobierno del
Estado, el orden jurídico que en ella se inspire y la política gubernativa que tienda a
realizarla deben prever y observar, respectivamente, las citadas garantías.
Sin perjuicio de su condición de gobernado, la persona humana puede pertenecer a
cualquier clase socioeconómica que no sea la poseedora de los medios de
producción, como sucede principalmente con las clases obrera y campesina que
constituyen la mayoría de la población. Atendiendo a su situación de desamparo, o
sea, tomando en cuenta que el obrero o el campesino por lo general sólo disponen
de su energía laboral como fuente económica de subsistencia, en las relaciones que
entablan con los sujetos que integran la clase social minoritaria de los poseedores de
los medios de producción, representan la parte débil, siempre en riesgo de ser
explotada. Ahora bien, para impedir esta posibilidad de explotación y sancionarla en
los casos en que se actualice, el orden jurídico debe establecer un conjunto de
normas que consignen un régimen de preservación a favor de la clase laborante y,
por ende, de todos y cada uno de sus elementos individuales componentes. Más
aún, ese orden tiene como exigencia deontológica fijar las bases conforme a las
cuales los órganos del Estado puedan realizar una actividad tendiente a elevar el
nivel de vida de los sectores humanos mayoritarios de la población, a efecto de
conseguir una existencia decorosa para sus miembros integrantes en todos sus
aspectos. El conjunto normativo que se estatuya bajo esos objetivos es lo que se
denomina garantías sociales, cuyo establecimiento, protección y ampliación es otra
de las finalidades inherentes a la justicia social, radicando su esencia teleologíca en
las tendencias coordinadas siguientes: a) institución y observancia de las "garantías
del gobernado", y b) consagración, efectividad coactiva y ampliación permanente de
las "garantías sociales". Por ende, ningún orden jurídico ni ningún fin del Estado que
no actualicen armónica y compatiblemente las dos tendencias apuntadas, pueden
entrañar un régimen de justicia social.
4. LA JUSTIFICACIÓN DEL ESTADO.
Esta cuestión se encuentra estrechamente ligada a la que concierne a la finalidad
estatal, la cual, es la misma que la teleología constitucional. En efecto, son los fines
del Estado los que justifican su aparición y existencia en la vida de los pueblos, toda
vez que la entidad estatal surge como medio para realizar determinados objetivos en
su beneficio y éstos se fijan, como principios económicos, políticos, sociales o
culturales, en el derecho fundamental o Constitución. El Estado no tendría razón de
ser sin los fines que su poder de imperio persigue, el cual, debe estar encauzado y
sometido al orden constitucional.
El problema de la justificación del Estado lo ha abordado la doctrina,
consiguientemente, para responder a las siguientes preguntas: ¿Por qué existe y
debe existir el Estado? ¿Cuáles son las causas y razones que necesariamente
legitiman la existencia del Estado? Los problemas que plantean estas
interrogaciones se han estudiado, por diversas teorías desde distintos puntos de
vista, tales como el teológico-religioso, de la posición naturalista o de la fuerza, el
ético y el contractualista.14
a) Las teorías teológico-religiosas afirman que el Estado es de origen divino y que
por este motivo todos los hombres están ineludiblemente obligados a someterse a él,
siendo San Agustín y Santo Tomás de Aquino sus principales exponentes. Para
dichas teorías, la comunidad temporal, o sea, el Estado, debe estar sometida a la
14 Héctor Gonzélez Uribe. Teoría política. Ed. Porrúa, 6a ed., México, 1987, pp. 468 y 469.
comunidad espiritual que es la Iglesia, concepción que sirvió de apoyo doctrinal a la
hegemonía que el Papado ejerció sobre la autoridad de los reyes durante la Edad
Media y que fue la causa de las incesantes luchas que éstos emprendieron para
manumitirse de la potestad papal y reivindicar su poder.
b) Según la teoría de la fuerza, el Estado es un "poder natural" dado en la vida
misma de los pueblos que indispensablemente tienen que ser regidos y sujetados a
él. Para ella, en consecuencia, el Estado es un hecho real resultante de la
diferenciación entre gobernantes y gobernados y su justificación reside en la
naturaleza misma de las sociedades humanas y en su propia existencia histórica,
que revela la presencia, en ellas, de dos grupos: el minoritario que manda y el
mayoritario que obedece. La concepción marxleninista del Estado como instrumento
opresor de las clases sociales desposeídas y como aparato que coactivamente
garantiza en favor de la clase capitalista la detentación de los bienes de producción,
puede incluirse dentro de esta teoría.
c) La teoría ética justifica al Estado basándose en que el bien supremo del hombre, o
sea, la felicidad no puede obtenerse fuera de él, según lo proclamaron Platón y
Aristóteles. Tiene también sus principales expositores en Fichte y Hegel, cuyo
pensamiento lo fundan en una especie de "obligación moral" que tiene todo sujeto
para cooperar con sus semejantes en la solidaridad social y para someterse a los
imperativos que derivan de ésta, la cual se hace efectiva por el Estado.
d) Como su denominación lo indica, la teoría contractualista explica al Estado como
efecto directo de un pacto. Esta teoría se desenvuelve en diferentes tesis que
presentan distintos matices, pero que reconocen un elemento común: el contrato,
concertado bien entre Dios y los hombres o por éstos entre sí. Bajo el primer
aspecto, el Estado resulta de un pacto entre individuos "originariamente soberanos"
para cumplir libremente un mandamiento divino, confiriéndose el poder al príncipe
como representante de Dios en los negocios temporales y con la obligación moral de
gobernar a sus súbditos según su voluntad. Respecto del contrato Ínter homines que
prescinde de todo origen divino, las teorías que lo postulan como fuente del Estado,
entre las que pueden mencionarse las de Hobbes15 y, sobre todo, de Juan Jacobo
Rousseau, parten del supuesto hipotético de un "estado de naturaleza" que mediante
dicho "contrato" se convierte en un "estado civil", al cual los hombres se someten
voluntariamente, creando el poder social que se deposita en la comunidad por
entrega que cada uno de ellos efectúa de su libertad individual el favor de ésta, la
que, a su vez, se la restituye garantizada para ejercitarse dentro de la vida social,16 o
como Kant decía: "El acto por el cual el pueblo se constituye a sí mismo en Estado,
es decir, según la ¡dea del mismo, o sea, la única manera como puede ser pensado
conforme a Derecho, es el contrato originario mediante el cual todos (omnes et
singuli) renuncian en su voluntad en el pueblo para volverla a tornar como miembros
de un ser común, esto es, del pueblo considerado como Estado (universi)."
15 Thomas Hobbes. Leviatán o la materia, forma y poder de una República eclesiástica y civil, trad. Manuel Sánchez Sarto. Ed. Fondo de Cultura Económica. México, 1996, p. 140. 16 Juan Jacobo Rousseau. El Contrato Social o Principios de Derecho Político. Ed. Porrúa. 9a ed. México, 1992, p. 9.
e) Las teorías mencionadas pretenden brindar una explicación del origen del Estado
y de su génesis, pero no responden a las preguntas que atañen a su justificación.
Este último tema debe abordarse para indigar cómo se legítima la existencia del
Estado independientemente de los variados criterios que tratan de explicarla. La
justificación del Estado no entraña un problema de causalidad sino ético-social y de
filosofía política.
Como dijo Aristóteles, el hombre es un zoon politikon,17 esto quiere decir, un ser
esencialmente sociable pues es imposible concebirlo fuera de la convivencia con sus
semejantes. Su naturaleza es eminentemente relacional, ya que, aún en la célula
primaria de la comunidad que es la familia, siempre está por modo permanente
vinculado a otros hombres con los que se encuentra en constante comunicación.
Por naturaleza, la persona tiende a la vida social y a la comunicación. Es así, no sólo
a causa de las necesidades y de las indigencias de la naturaleza humana, por razón
de las cuales cada uno tiene necesidad de los otros para su vida material, intelectual
y moral; sino que es así también por razón de la generosidad radical inscrita en el ser
mismo de la persona; a causa de ese hallarse abierto a las comunicaciones de la
inteligencia y del amor, rasgos propios del espíritu y que le exige entrar en relación
con otras personas. Así pues, la sociedad se forma como algo exigido por la
naturaleza, precisamente por la naturaleza humana, como una obra realizada por un
trabajo de la razón y de la voluntad.
17 Aristóteles. Política. Ed. Porrúa. 17a ed. México, 1998, p. 158.
El hombre siempre se localiza como miembro de un grupo, como parte componente
de una comunidad nacional, como elemento individual de la población de un Estado.
Está ligado a sus semejantes por una multitud de factores en la vinculación de
convivencia y la conducta trascendente de todos ellos es lo que constituye la vida en
común, que es una vida que se manifiesta en una pluralidad de relaciones recíprocas
entre las individualidades y entre éstas y el todo social o los sectores comunitarios o
societarios que integran a una nación.
.Ahora bien, para que la vida en común sea posible y pueda desarrollarse por un
sendero de orden, para evitar el caos en la comunidad, es indispensable que exista
una regulación que encauce y dirija esa vida en común, que norme las relaciones
humanas de carácter social; en una palabra, es menester que exista un Derecho
como conjunto de normas imperativas, bilaterales y coercitivas. No carece de validez
universal el proverbio sociológico que dice: ubi homines, societas; ubi societas, jus,
pues el Derecho es necesario para toda convivencia humana que sin él sería
imposible. El Derecho es el elemento imprescindible de organización de la
comunidad; es la forma dentro de la cual ésta se estructura, y bajo estos aspectos
esenciales tiene como misión hacer posible el desarrollo de la vida comunitaria, ya
que para este propósito, la comunidad tiene que organizarse.
Cuando una comunidad nacional se autoestructura normativamente, o sea, se
organiza mediante el derecho fundamental primario que ella crea a través de su
poder soberano constituyente, se forma el Estado como institución pública suprema,
la cual, aunque nace de ese derecho, tiene como finalidad realizarlo en beneficio de
la nación por el poder público. De esta consideración se advierte que la justificación
del Estado radica puntualmente en su misma finalidad genérica, puesto que una
nación, como mera unidad real sin orden jurídico que la estructura, no puede
desarrollarse, es decir, impulsar su potencialidad natural misma para la obtención de
sus propios objetivos dentro de la comunidad universal. Una nación que no esté
jurídicamente organizada en Estado será, cuando mucho, una comunidad dispersa
en varios territorios, una suma de individuos ligados por los diversos vínculos que la
constituyen, pero de suyo impotentes para convertir a la unidad social que forman en
una verdadera organización política que se caracteriza por la presencia de fines
determinados y de medios para conseguirlos. La nación sin Estado es una realidad
social desorganizada, sin estructura jurídica y, por ello, incapaz de desenvolverse en
el ámbito de la cultura, aunque sea la generatriz de individualidades que la expongan
en sus diferentes manifestaciones. Una nación sin Estado va perdiendo con el tiempo
su cohesión y puede llegar a extinguirse o a desvanecerse en el seno de otra.
"Las acciones humanas, dice Jellinek, sólo pueden ser provechosas bajo el supuesto
de una organización firme, constante entre una variedad de voluntades humanas,
que ampare al individuo y haga posible el trabajo común. Esta organización creada
singularmente por un acto de libre voluntad ha menester de medios de fuerza para
poder existir y satisfacer sus fines. Si al hombre le es imposible por sí mismo
alcanzar sus fines particulares, más difícil le sería a una unidad colectiva de
asociación alcanzar las finalidades de la misma. Los fines sólo puede alcanzarlos
cuando existe un orden jurídico que limite el radio de acción individual y que
encamine la voluntad particular hacia los intereses comunes predeterminados. El
pensamiento de Heller involucro, mutatis mutandis, ideas semejantes al sostener que
el "Estado está justificado en cuanto representa la organización necesaria para
asegurar el derecho en una determinada etapa de su evolución,"18
Francisco Porrúa Pérez, citado por Burgoa,19 afirma: "El apoyo de la justificación del
Estado debe buscarse en su necesidad natural, acorde con las exigencias de la
persona humana que lo forma y que se sirve de él para su perfección; necesita de
sus semejantes para satisfacer sus necesidades individuales, es decir, que en forma
natural le hace falta la vida de relación. Y al existir esa relación de manera necesaria,
como algo derivado de sus calidades intrínsecas de persona humana, esa
convivencia sólo marchará de manera armoniosa si se encuentra regulada por un
orden jurídico que señale los lineamientos de las acciones de los sujetos de esas
relaciones, señalando las esferas precisas de sus derechos y de sus deberes. Este
orden jurídico entraña, como requisito esencial, su imposición imperativa para que
tenga validez como tal, y esa imposición entraña, a su vez, la existencia de un poder
que la efectúe; así aparecen justificados todos los elementos del Estado."
El fin primordial del Estado es la elaboración del derecho y su aplicación en todos los
ámbitos de la vida social mediante la coercitividad, sin la cual no puede hablarse de
orden jurídico. Este es el pensamiento de Iherin, recogido por Burgoa en las
siguientes observaciones:
18 Ignacio Burgoa. Op. cit. p. 302. 19 Op. cit. p. 303.
"La organización del fin del Estado se caracteriza por la vasta aplicación del
derecho." "El derecho, mientras no ha llegado todavía al Estado, no puede cumplir su
misión." "El Estado es la única fuente del derecho, pues las normas que no pueden
ser impuestas por aquél que las estatuye no son principios de derecho." "La coacción
aplicada por el Estado en la ejecución constituye el criterio absoluto del derecho; una
norma jurídica sin coacción jurídica es una contradicción en sí, un fuego que no arde,
una luz que no ilumina."20
En conclusión, la justificación del Estado resulta de un estricto proceso lógico que
recoge las consideraciones que se acaban de formular, pues para realizarse a sí
misma, la nación requiere indispensablemente un orden jurídico que presupone en
esencia una organización, y como en ese orden (el primario fundamental) se crea al
Estado como institución dinámica, el propio Estado es el agente para su realización,
ya que este objetivo implica, su finalidad genérica. No puede existir ninguna
comunidad nacional jurídicamente organizada y asentada en un territorio, sin Estado.
Bajo estas circunstancias, no puede prescindiese del Estado ni del Derecho. La tesis
marxleninista y el anarquismo que los pretenden desterrar son, por tanto,
completamente aberrativos, pues aun dentro de los tipos "ideales" de sociedad
humana que conciben, no es posible eludir ciertas "reglas de convivencia" -derecho
ni de poder- el estatal que las haga observar coactivamente en el caso de que no se
cumplan "voluntariamente."
20 Idem.
5. LOS FINES Y LA JUSTIFICACIÓN DEL ESTADO MEXICANO.
Los fines que cada Estado en particular persigue se determinan por la influencia de
una gama variadísima de factores causales y teleológicos que se dan en la vida y
existencia real del pueblo, nación o sociedad humana que integra el elemento
humano de la entidad estatal. Pero no sólo la facticidad múltiple del ser y modo del
ser de este elemento motiva los fines del Estado, ya que su proclamación y
señalamiento también obedecen a la acción ideológica de diversas corrientes del
pensamiento filosófico, económico, político y social. Dichos fines se postulan
jurídicamente, es decir, en la Constitución, para expresar una o varias ideologías que
a su vez denotan diferentes tendencias que condicionan el ejercicio del poder público
del Estado para mantener situaciones fácticas existentes en el ámbito vital del pueblo
o nación y de sus grupos mayoritarios o minoritarios, o para cambiarlas
generalmente en un sentido transformativo progresista. Fácilmente se comprende
que es el contenido de tales ideologías lo que establece el carácter sustancial de una
Constitución o de un Estado. Por esta razón, se habla de "Estado o Constitución
burgueses, socialistas, capitalistas, liberales, individualistas, colectivistas,
comunistas, etc.", derivando estos calificativos de los fines estatales preconizados en
el derecho fundamental.
A continuación se hace una reseñar de los fines que al Estado mexicano le han
adscrito sus diferentes Constituciones en el decurso de su vida histórica para
destacar cómo en ella se ha registrado la transformación progresiva y positiva,
propósito que a la vez permitirá calificar desde el punto de vista teleológico las
distintas leyes fundamentales que ha tenido nuestro país.
Todos los ordenamientos constitucionales de México se han sustentado sobre el
principio de que el Estado y su gobierno deben estar al servicio del pueblo o de la
nación bajo el designio de procurar su "prosperidad", "felicidad", "grandeza",
"bienestar", etc., mediante leyes "justas y sabias". Estos vocablos se empleaban
frecuentemente en nuestras constituciones del siglo pasado, pensándose
utópicamente que, en la realización de los ideales que significan, estriba el fin
supremo del Estado. Se creyó, igualmente, que la consecución de este fin dependía
directamente de la organización político-jurídica que se diere a la forma de gobierno
y de la forma estatal que nuestro país adoptara. Sin atender a la implicación óntica
del pueblo, es decir, a sus necesidades, problemas, carencias, condiciones
económicas, sociales y culturales de los grandes grupos humanos que lo componen,
se estructuró al Estado mexicano y se le adscribió ese fin genérico, vago e impreciso,
tomando en cuenta más las teorías políticas y filosóficas que caracterizaron las
corrientes ideológicas de los siglos XVIII y XIX, que los hechos o situaciones fácticas
en que se desenvolvía la vida popular misma. Sin embargo, esta tendencia, que se
descubre en nuestros documentos constitucionales anteriores a la Ley Fundamental
de 1917, no es de ninguna manera censurable, pues dada la idealidad que
representó, los postulados en que se tradujo significaban el anhelo de transformar la
realidad conforme a sus prescripciones eidéticas. De no haber sido por esa
tendencia, es decir, de no haberse acogido en el constitucionalismo mexicano los
1 4 8 5 9 5
principios en que se manifestó, esto es, de haberse atendido exclusivamente a la
facticidad mexicana para reflejarla en los ordenamientos fundamentales, se habrían
cerrado las posibilidades de progreso popular en los primordiales aspectos de su
existencia. Una Constitución, en efecto, no debe ser únicamente la exposición
preceptiva de principios ideológicos de diversa índole, pero tampoco lisa y
llanamente una especie de "speculum realitatis", sino la síntesis resultante del
imperativo de acatar dichos principios y de obedecer los requerimientos de la
realidad socioeconómica de un pueblo, para que, mediante la aplicación de aquéllos,
se pueda lograr el mejoramiento de ésta. Esa síntesis es la que diversificadamente
debe ser obtenida por los fines de cada Estado en particular y de su respectiva
Constitución.
El deseo de procurar "la gloria, la prosperidad y el bien de toda la nación" se señala
como meta del Estado y de la Constitución en la Carta gaditana de marzo de 1812,
que debe ser considerada entre las leyes fundamentales de México "no sólo por
haber regido durante el periodo de los movimientos preparatorios de la
emancipación, así haya sido parcial y temporalmente, sino también por la influencia
que ejerció en varios de nuestros instrumentos constitucionales, no menos por la
importancia que se le reconoció en la etapa transitoria que precedió a la organización
constitucional del nuevo Estado".21
Hay que reconocer que dicho ordenamiento establecía, como medio para realizar tal
designio, la obligación de implantar en todos los pueblos de la Monarquía" "escuelas
21 Felipe Tena Ramírez. Leyes Fundamentales de México. Ed. Porrúa. 18a ed. México, 1994, p. 59.
de primeras letras, en las que se enseñará a los niños a leer, escribir y contar, y el
catecismo de la religión católica, que comprenderá también una breve exposición de
las obligaciones civiles" (Art. 366), así como de crear "el número competente de
universidades y de otros establecimientos de instrucción, que se juzguen
convenientes para la enseñanza de todas las ciencias, literatura y bellas artes" (Art.
367). 22
En los documentos que precedieron a la Constitución de Apatzingán, como son "El
Acta Solemne de la Declaración de la Independencia de América Septentrional" y el
"Manifiesto" simultáneo, ambos expedidos el 6 de noviembre de 1813 por el
Congreso de Anáhuac reunido en Chilpancingo, se perfilan como fines de! Estado
mexicano que iría a surgir una vez consumada la emancipación, la protección de la
religión católica y la intolerancia de cualquiera otra, así como el "destierro" de los
abusos "en que han estado sepultados" los pueblos, objetivos éstos que podrían
lograrse mediante "la liberalidad de los principios del Congreso, la integridad de sus
procedimientos y el vehemente deseo por la felicidad de los pueblos.
La Constitución de Apatzingán de 22 de octubre de 1814 ya es más clara en la
determinación del fin del Estado al disponer que "La felicidad del pueblo y de cada
uno de los ciudadanos consiste en el goce de la igualdad, seguridad, propiedad y
libertad", agregando que "La íntegra conservación de estos derechos es el objeto de
la institución de los gobiernos y el único fin de las asociaciones políticas" (Art. 24).
22 Ibidem. p. 102.
Por otra parte, dicho documento trató de no ser clasista al establecer que el gobierno
"no se instituye por honra o interés particular de ninguna familia, de ningún hombre ni
clase de hombres, sino para la protección y seguridad general de todos los
ciudadanos" (Art. 4).La indudable importancia del Decreto de Apatzingán estriba en
que, a pesar de que no tuvo vigencia, recoge el ideario jurídico-político de los jefes
del movimiento insurgente y cuya base de sustentación era el principio de la
soberanía popular, fincado en la tesis rousseauniana de la "voluntad general. Dicho
principio fue el verdadero fundamento de independencia auténtica del pueblo
mexicano, y no de la que se proclamó en el Plan de Iguala y los Tratados de
Córdoba. En éstos, la emancipación fue obra sectaria o clasista de los criollos y
españoles residentes en la Colonia, quienes deseaban la ruptura del vínculo de
dependencia con España pero no la transformación del régimen político y social en
favor del pueblo, el cual, merced a tal ruptura, sólo cambiaría de amos sin reivindicar
su poder de autodeterminación, reivindicación que se contuvo precisamente en una
de las declaraciones dogmáticas primordiales de la Constitución de Apatzingán. Es
muy interesante observar que de este documento arranca la corriente liberal y
republicana, en tanto que los otros dos que se acaban de mencionar significan la raíz
de los movimientos conservadores y monarquistas; y es obvio que de esta
bifurcación surgieron las concepciones teleológicas del Estado mexicano que
definitivamente se creó en la Constitución Federal de 1824. Se duda sobre la
existencia de un proceso ideológico que sustente, La Constitución de Apatzingán,
que supuso radicalmente la marcha del liberalismo mexicano. Pero ello no fue así: es
un documento franco, resultado de una evolución ideológica previa. El decreto de
Apatzingán fue el primer planteamiento radical del liberalismo mexicano; por ello
mismo y por los resultados, el esfuerzo se discontinúa, al menos exterlormente, y
sólo es retomado muchos años después. Por más que la vigencia jurídica del texto
de Apatzingán no existiera, ideológicamente no cabe subestimarlo, pues de algunos
de los temas en este texto abordados, el liberalismo mexicano se ocuparía
ulteriorinente con extraordinaria asiduidad.
Aunque ambas tendencias siempre procuraron la "felicidad del pueblo", su obtención
la hacían derivar de la forma de gobierno y de la forma de Estado a través de los
dilemas "república-monarquía" y "federalismo-centralismo", respectivamente.
Los objetivos de la Constitución Federal de 4 de octubre de 1824, en la que se
instituyó el Estado mexicano se expresaron elocuentemente en el manifiesto que el
Congreso constituyente respectivo lanzó al pueblo. La concepción de los fines del
Estado mexicano, o sea, de las metas que al crearlo se fijaron en el mencionado
Código Fundamental, se tradujo en una pieza literaria preñada de encendido
optimismo, en cuanto que se estimó que para alcanzarlas en beneficio de la nación,
el medio adecuado y hasta infalible era la estructura política y gubernativa
establecida en el orden constitucional.
La felicidad de la nación, la conservación de su unidad, el aseguramiento del orden y
la paz, el bienestar y la seguridad de los ciudadanos, el goce de sus legítimos y
naturales derechos, etc., siempre fueron los nebulosos e imprecisos objetivos de
nuestro constitucionalismo fluctuante entre la forma federal y central del Estado. Se
tenía la idea, muy arraigada en la conciencia política de federalistas y centralistas, de
que tales objetivos sólo podían alcanzarse mediante la implantación de algunas de
dichas formas estatales, el logro de los citados objetivos no solamente se hacía
derivar de la forma de Estado sino también de la forma de gobierno, a tal punto que
se propugnó para ese efecto el establecimiento de un régimen imperial o monárquico
que, a través de su organización jurídico-política, consiguiese la ventura de la nación
mexicana.
Estas reflexiones conducen a la conclusión de que los fines que las Constituciones
del siglo XIX asignaron al Estado mexicano fueron eminentemente políticos y no
sociales. Ello indica que en su realización, mediante cualquiera de las formas
estatales o gubernativas anotadas, no se tomó en consideración la composición,
estructura, implicación y modalidades del mismo pueblo. En otras palabras, dichas
leyes fundamentales no reflejaron la realidad socioeconómica de México ni señalaron
las posibles soluciones a su vasta problemática a manera de fines estatales. Su
elaboración, oscilante entre las aludidas formas, fue producto de las corrientes de
pensamiento que caracterizaron al siglo XIX, que, mutatis mutandis, preconizaron el
liberalismo e individualismo y que, a su vez, hicieron inabordables
constitucionalmente las cuestiones sociales. Los derechos llamados "naturales" del
individuo y su tutela eran los primordiales, por no decir los únicos, fines del Estado,
sin que su libre ejercicio debiera ser limitado por modo alguno. La felicidad de la
nación, se decía, era el resultado de la felicidad de sus componentes individuales y
ésta, a su vez, se cifraba en las diversas manifestaciones de la libertad que el poder
público debería siempre respetar en obsequio al principio liberal "dejad hacer, dejad
pasar" porque todo transcurre natural y espontáneamente. La omisión constitucional
de los grandes problemas sociales y económicos de México y la consiguiente alusión
de su planteamiento y solución, caracterizaron, por ende, a nuestras leyes
fundamentales del siglo XIX, sin que esta caracterización haya sido exclusiva de
ellas, ya que fue el signo del constitucionalismo de la época influenciado
notablemente por el pensamiento jurídico, político y filosófico emanado de los
ideólogos de esa centuria.
El liberalismo, sus fundamentos teóricos y los postulados que preconizó, fueron el
ariete de ingente trascendencia que en la Constitución Federal de 1857 rompió con el
sistema de los privilegios y fueros personales. Esta Ley Fundamental, nutrida
espiritualmente en las ¡deas liberales y jusnaturalistas, no tuvo como objetivo el
mantenimiento de un status clasista y sectario que los anteriores ordenamientos
constitucionales no osaron tocar, sino que, por lo contrario, trató de implantar la
igualdad jurídica entre todos los componentes de la población mexicana, tendencia
que apuntó nuevos fines al Estado en un impulso de superación. Es más, la
Constitución de 57 debió ser la primera Constitución social del mundo, como lo
pretendieron los miembros de la Comisión redactora del proyecto respectivo,
encabezados por don Ponciano Arriaga. El temor de introducir no sólo importantes
modificaciones a la organización política de México, sino radicales reformas a sus
estructuras socioeconómicas, impidió que la Ley Fundamental mencionada se
adelantara en más de medio siglo a la Carta de Querétaro en la evolución del
constitucionalismo mexicano. De no haber operado ese impedimento, los fines del
Estado no hubiesen sido simplemente políticos como reiteración de los que se
prescribieron en los ordenamientos anteriores, sino sociales en beneficio de los
grupos mayoritarios de nuestro pueblo. La Comisión a que se acaba de hacer
referencia, después de declarar que la Constitución Federal de 1824 era la única
legítima, se planteó la cuestión de si se debían practicar a ésta las importantes
reformas de carácter político que imponía la realidad vivida y sufrida por el país, o si
la nación exigía un nuevo ordenamiento.
Las reformas sociales proyectadas aunque no propuestas, que hubieren atribuido a
los fines Estado mexicano una nueva y radical tónica transformativa de las meras
modificaciones a la organización política del país, consistieron en que se abordaran
en la Constitución los vitales problemas socioeconómicos de México, como son los
concernientes a las condiciones de las masas campesinas y obreras y a su
inaplazable mejoramiento. Desafortunadamente, y con el estribillo de "aún no es
tiempo", la mayoría de los diputados integrantes del Congreso constituyente, formada
por los llamados "moderados", se opuso a la implantación de tales reformas, cuya
consagración en el derecho fundamental de México hubiese establecido las
garantías sociales en materia agraria y laboral que instituyó varias décadas después
la Carta de Querétaro.
Desde el punto de vista de la teleología estatal, la Constitución de 1857 fue,
individualista y liberal. Estas características afloran con nitidez del texto y espíritu de
su artículo primero, que dispone: "El pueblo mexicano reconoce que los derechos del
hombre son la base y el objeto de las instituciones sociales. En consecuencia,
declara que todas las leyes y todas las autoridades del país deben respetar y
sostener las garantías que otorga la presente Constitución." Además, fue la corriente
jusn atura lista una de las que inspiró el citado ordenamiento.
En lo que atañe a la postura liberalista, el legislador constituyente de 1856-57 la
acogió abiertamente, ya que el Estado se reputó como un mero vigilante de las
relaciones entre particulares, cuya ingerencia debía surgir cuando el desenfrenado
desarrollo de la libertad individual acarreara disturbios en la convivencia social.
Ahora bien, la sola adopción del liberalismo e individualismo como posturas
teleológicas del Estado asentadas en la tesis jusnaturalista, significó, sin embargo,
un notorio avance jurídico-político en el constitucionalismo mexicano del siglo XIX.
En efecto, la Constitución del 57 suprimió los fueros y privilegios clasistas como el
eclesiástico y el militar, que nuestros ordenamientos constitucionales anteriores
habían conservado, y al preconizar, por ende, la igualdad legal sin distinción sectaria
alguna, estableció una verdadera y trascendental reforma en la estructura de los
fines del Estado y, consiguientemente, de su gobierno. No se contrajo a cambiar o
reiterar formas estatales y gubernativas que alternativamente se habían implantado
en dichos ordenamientos, sino que instituyó un nuevo régimen jurídico-político cuya
sustancia fue dicha igualdad, la cual, aunque teóricamente declarada y sin
correspondencia con la realidad, no había sido adoptada por nuestro
constitucionalismo "federalista", centralista", "republicano" o "monarquista". Con la
Constitución de 57 y su antecedente inmediato y generador, el Plan de Ayutla de
marzo de 1854, se inicia la segunda gran etapa de nuestra historia: la de la Reforma,
cuya causa final, como movimiento ideológico, fue la existencia del "clasismo"
jurídico, político y social con los fueros y privilegios que establecía, y su abolición
dentro del marco constitucional, aunque no del ámbito de la realidad sociopolítica y
económica de México. La Constitución de 57 fue un documento lleno de sustancia
ideológica que provocó el afianzamiento de nuestra nacionalidad, la consolidación
del Estado mexicano y la exaltación de la persona humana, de sus derechos y
libertades frente al poder público; y si no pudo acoplarse a la implicación real del
pueblo, se le consideró siempre como la bandera ideal de sus luchas internas y
externas para lograr la respetabilidad de su soberanía.
El ámbito teleológico del Estado mexicano se ensancha considerablemente con la
Constitución Federal de 1917 que actualmente rige. A los fines previstos por la ley
Fundamental de 1857, que primordialmente giraban en torno a la preservación de la
persona humana y sus derechos naturales y que, en consecuencia, podían estimarse
como impedimentos para que la actividad estatal se ingiriese en la esfera del
individuo donde debía operar una casi irrestricta libertad, se agregan los que inciden
en el terreno vital socio-económico del pueblo. El señalamiento de estos fines
sociales por la Carta de Querétaro trajo aparejadas necesariamente diversas
limitaciones a la conducta e intereses particulares en aras de los intereses colectivos
o generales de los grupos mayoritarios del pueblo mexicano. De esta suerte, la
Constitución de 17 estableció las garantías sociales en materia laboral sin
menoscabo de las garantías del gobernado, conjugando a ambos tipos
armónicamente.23 La protección de la persona humana como gobernada y su tutela
como sujeto perteneciente a la clase trabajadora no sólo no son antagónicas ni se
excluyen, sino por lo contrario perfectamente compatibles y congruentes, y como
23 Ignacio Burgoa. Las Garantías Individuales. Ed. Porrúa, 21a ed., México, 1988. pp. 687 y ss.
entrañan sendos objetivos constitucionales del Estado, la realización simultánea de
los mismos no puede jamás considerarse interferente. En efecto, como gobernado, la
persona humana goza de derechos públicos subjetivo previstos en la Constitución.
Estos derechos se oponen y ejercen frente a los órganos estatales que son los
centros de imputación de las obligaciones correlativas. En cambio, la persona
humana, en su carácter de miembro componente de la clase trabajadora, tiene
derechos subjetivos de índole social frente a los sujetos que pertenecen a los grupos
detentadores de los medios de producción o "capitalistas", quienes, por tanto, tienen
a su cargo las obligaciones correspectivas a tales derechos. De estas ideas se infiere
lógicamente que un individuo puede ser al mismo tiempo titular de los dos tipos de
derechos subjetivos por estar colocado simultáneamente en la situación de
gobernado y en la de trabajador.
La Constitución de 17 no sustituyó ni eliminó el fin que perseguía la Constitución de
57 en lo que a la protección de la persona humana como gobernado concierne, sino
que lo reiteró con los matices necesarios que se derivan del abandono de la teoría
individualista, jusnaturalista y liberal y de la institución de las garantías sociales.
Por otra parte, la teleología del Estado mexicano en la ley Fundamental vigente está
formada con fines distintos de los que se acaban de enunciar, aunque de ninguna
manera incongruentes con ellos, sino, por lo contrario, perfectamente compatibles
dentro de la tendencia socioeconómica de la Constitución de Querétaro. Así, el
ordenamiento constitucional actual es la culminación de la Revolución sociopolítica
mexicana que estalló en 1910, en cuanto que erigió en instituciones jurídicas básicas
los postulados que fueron bandera de dicho movimiento y estableció los instrumentos
normativos para lograr su realización. Con la Constitución de 17 concluyó la etapa
cruenta de la Revolución, pero no la Revolución misma como conjunto de fines que
el Estado mexicano persigue permanente e ininterrumpidamente a través de su
constante actividad. Nuestra Ley Fundamental vigente es el instrumento jurídico
dinámico para la consecución de la reforma social que preconiza la Revolución pues
desde que se expidió y a través de las modificaciones que en el decurso del tiempo
se le han introducido, ha respondido generalmente a las transformaciones sociales,
económicas y culturales que ha operado la evolución misma del pueblo mexicano. El
mérito de la Constitución de 17 no consiste en su aspecto puramente político, que no
es sino la refrendación de las formas estatal y gubernativa, con algunas variantes,
que implantó la Constitución de 1857. Tampoco radica en la normación de las
relaciones entre gobernantes o detentadores del poder público y gobernados o
destinatarios del mismo poder, ya que en esta materia siguió casi fielmente la
estructura jurídica establecida por la Ley Suprema anterior. El mérito de la
Constitución de Querétaro estriba en haber sido la primera Constitución sociojurídica
del siglo XX "o del mundo". Este calificativo no sólo se justifica por haber instituido,
con la categoría de su propia naturaleza normativa, las garantías sociales en materia
laboral, sino porque fue y es el espejo de la problemática socioeconómica de México
y el documento jurídico fundamental que brinda las bases para el tratamiento y
solución de las primordiales cuestiones que la forman.
Para corroborar estas aserciones basta enunciar algunas de tales bases sobre las
que se asientan los fines del Estado mexicano contemporáneo. Así, la Constitución
de 17 enfoca la reforma agraria hacia la consecución de los siguientes objetivos: a)
fraccionamiento de latifundios para el desarrollo de la pequeña propiedad agrícola en
explotación, para la creación de nuevos centros de población agrícola y para el
fomento de la agricultura; b) dotación de tierras y aguas en favor de los núcleos de
población que carezcan de ellas o no las tengan en cantidad suficiente para
satisfacer sus necesidades; c) restitución de tierras y aguas en beneficio de los
pueblos que hubiesen sido privados de ellas; d) declaración de nulidad de pleno
derecho de todos los actos jurídicos, judiciales o administrativos que hubiesen tenido
como consecuencia dicha privación; e) nulificación de divisiones o repartos viciados
o ¡legítimos de tierras entre vecinos de algún núcleo de población, y f)
establecimiento de autoridades y órganos consultivos encargados de intervenir en la
realización de las citadas finalidades, teniendo como autoridad suprema al
Presidente de la República.
Por otra parte, uno de los primordiales aspectos socioeconómicos de nuestra actual
Constitución estriba, en la reivindicación, para la nación, de diferentes recursos
naturales, entre ellos el petróleo, que bajo la Ley Fundamental de 1857 eran
susceptibles de ser explotados por sujetos físicos o morales particulares nacionales y
extranjeros, según aconteció en la realidad. Además, la Constitución de 17 considera
a la propiedad privada como función social en cuanto que autoriza al Estado, por
conducto de sus órganos competentes, para evitar que los derechos que de ella se
derivan, como el utendi, el fruendi y el de disposición, se ejerciten abusivamente por
su titular en detrimento del interés público, social o general. Así, la nación o sea el
Estado mexicano "tendrá en todo tiempo el derecho de imponer a la propiedad
privada las modalidades que dicte el interés público, así como el de regular el
aprovechamiento de los elementos naturales susceptibles de apropiación, con objeto
de hacer una distribución equitativa de la riqueza pública, en beneficio social, cuidar
de su conservación, lograr el desarrollo equilibrado del país y el mejoramiento de las
condiciones de vida de la población rural y urbana".24
No está en nuestro ánimo hacer puntual referencia a cada una de las prescripciones
de la Constitución mexicana vigente, en las que se determinan los fines sociales y
económicos del Estado en beneficio de su elemento humano y de los grupos
mayoritarios que lo componen. Se reitera la ¡dea de la Constitución de 17, como
jurídico-política y jurídico-social, conjuga armoniosamente los diversos objetivos que
integran la teleología exhaustiva del Estado, la cual debe fincarse en la protección y
respeto simultáneo de la persona, de los grupos mayoritarios de la sociedad y de la
nación o pueblo.
En resumen, el constitucionalismo mexicano comprende tres etapas sucesivas, en
las que se observa, la ampliación y superación de los fines estatales. En 1824 surge
el Estado mexicano mediante la organización jurídico-política del pueblo en la
Constitución Federal del propio año, previa declaración de su independencia y
asunción de su soberanía. En 1857 se rompen los sistemas clasistas que otorgaban
al clero y a la casta militar fueros y privilegios contrarios a la igualdad preconizada
por el liberalismo e individualismo y por su supuesto ideológico: el jusnaturalismo.
Ese mismo año significa en nuestra historia la iniciación de una lucha, interna
24 Artículo 27, Párrafo III. Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos.
primero y contra factores externos después, que se desarrolla durante más de dos
lustros y que culminó con el afianzamiento de la independencia y soberanía del
pueblo mexicano y con la reforma a las estructuras sectarias que nuestro país había
mantenido desde que era colonia española. Por último, en 1917 comienza lo que
suele llamarse la "institucionalización" de la Revolución sociopolítica de 1910
mediante la renovación permanente que auspicia e impone la Constitución de
Querétaro. De esta manera, la teleología del Estado mexicano ha experimentado una
ampliación progresiva, pues comienza en la defensa de la independencia y
soberanía nacionales, continúa con la reforma supresora de las estructuras clasistas
y sectarias y culmina en la actualidad en la tendencia a lograr objetivos de beneficio
colectivo en la vida socioeconómica y cultural del pueblo.
6. LEGITIMIDAD CONSTITUCIONAL
A, EXPOSICIÓN DEL PRINCIPIO.
La legitimidad de una Constitución deriva de la genuinidad del órgano que la crea,
toda vez que el efecto participa de la naturaleza de causa. Por consiguiente, para
determinar si una Constitución es legítima, hay que establecer si su autor también lo
fue; y como la producción constitucional reconoce diversas fuentes según el régimen
jurídico-político de que se trate, la metodología para solucionar dicha cuestión debe
ser de carácter histórico. La legitimidad se contrae a las constituciones "jurídico-
positivas", pues las llamadas "reales", "teleológicas" o "sociales" conforme al
pensamiento de Burdeau son inevitablemente genuinas o auténticas, ya que implican
la esencia misma de la unidad popular o nacional, y en atención a que sería absurdo
que el ser, modo de ser y el querer ser de un pueblo o nación fueran "ilegítimos".
Así, verbigracia, no pudo plantearse ningún problema de legitimidad de la
"Constitución" griega o romana, puesto que no se traducía en un ordenamiento
escrito, sino en conjunto de "leyes naturales" provenientes del orden mismo de las
sociedades humanas y que debían regir sobre las leyes codificadas. En toda la teoría
política griega, la politeia fue la Constitución en sentido material. Aun los más agudos
juristas de la época posterior a la República romana, sobre todo Cicerón y los
estoicos, no exigieron que las normas fundamentales de la comunidad fuesen
escritas en leyes materiales, o simplemente codificadas. Ellos tenían conciencia de
un derecho superior que, conforme a la Naturaleza, predominaba sobre todas las
legislaciones humanas. La concreción de normas estatales fundamentales hubiese
sido contraria al ser y a la esencia del orden superior, rebajándolo a nivel de las
efímeras leyes estatales.
La legitimidad en sentido amplio denota una cualidad contraria a lo falso y aplicada
esta idea a la Constitución, resulta que ésta es "legítima" cuando no proviene del
usurpador del poder constituyente, y que puede ser un autócrata o un cuerpo
oligárquico. Fácilmente se advierte que la legitimidad de la Constitución y de su
creador dependen, a su vez, de que éste sea reconocido por la conciencia colectiva
de los gobernados como ente en que se deposite la potestad constituyente, en forma
genuina. Esta "genuinidad" obedece, por su parte, a concepciones de carácter
filosófico-político, y teleológica, que han tendido a justificar ese depósito. En el
pueblo hebreo y en los pueblos islámicos la organización jurídico-política era
teocrática y, por ende, el gobierno estaba encomendado a intérpretes y ejecutores de
la voluntad divina, o sea, a los profetas y sacerdotes que lo desempeñaban por sí
mismos o que aconsejaban y dirigían a los reyes. Consiguientemente, sólo las leyes
que unos u otros expidieran bajo la inspiración de Jehová o de Alá, podían
considerarse legítimas. Análogo principio legitimó en los reinos europeos durante la
Edad Media y hasta antes de la proclamación de las teorías de la soberanía popular,
la creación de leyes, fueros y "constituciones" por parte de los monarcas o
"soberanos" que recibían de Dios su poder de gobierno -omnis potestas a Deo sin
estar a su vez ligados a las normas jurídicas que expedían -legibus solutusLa
legitimidad de la Constitución cambió esencialmente de enfoque, en el pensamiento
jurídico, político y filosófico que preconiza la radicación popular de la soberanía,
sobre todo en la teoría rousseauniana de la "voluntad general", en cuanto que sólo
puede reputarse legítimo el ordenamiento constitucional que emane directamente del
pueblo o indirectamente de él a través de una asamblea, llamada constituyente,
compuesta por sus genuinos representantes.
Esta exigencia, en la realidad política, es muy difícil de satisfacer, en los Estados
modernos no puede ejercerse la democracia directa como se practicó en las antiguas
polis griegas. Además, la asamblea constituyente no puede tener la representación
total, unánime o de todos y cada uno de los individuos o grupos que integran el
cuerpo político de una nación. A mayor abundamiento, cualquier Constitución
jurídico-positiva nunca carece de adversarios críticos y hasta violentos que la
impugnan y atacan de diversos modos y para quienes no tiene validez ni legitimidad.
La historia nos suministra ejemplos abundantes de casos específicos que
elocuentemente confirman estas apreciaciones, sin excluir, claro está, a México,
cuyas Constituciones de 1857 y de 1917 fueron duramente controvertidas, según
veremos.
Ante la casi inalcanzable legitimidad constitucional dentro de los regímenes
democráticos asentados sobre la idea de que la soberanía radica en el pueblo, la
doctrina ha proclamado el principio de legitimación de la ley Fundamental. Este
principio no requiere que la Constitución jurídico-positiva deba ser necesariamente la
manifestación genuina y auténtica de la voluntad soberana ni que se haya expedido
por un cuerpo constituyente en el que verdaderamente hubiese estado representada
la mayoría por no decir la totalidad, del pueblo, sino que se funda en la aceptación
consciente, voluntaria y espontánea, tácita o expresa, de esa mayoría respecto del
orden jurídico, político y social por ella establecido.
Para Luis Recaséns Siches, la legitimación surge de la circunstancia de que el orden
constitucional implantado "cuente con un apoyo sociológico en la conciencia de los
obligados; por lo menos que estos se conformen con él, sin oponerse de un modo
activo, pues no todo aquello que cae bajo el concepto formal de lo jurídico es
Derecho vigente; sólo cabe considerarlo tal en cuanto cuenta con la posibilidad
efectiva de su realización normal, esto es, con la adhesión o por lo menos con la
aceptación o conformidad de la voluntad social predominante.25
La adhesión, aceptación o conformidad de que habla Recaséns Siches, y en cuyos
elementos radica la legitimación constitucional, excluyen, como requisito para
considerar legítima a una Constitución, que ésta se haya elaborado según las
prescripciones de alguna anterior, lo que, por otra parte, sería francamente
aberrativo, toda vez que el nuevo orden jurídico, político, social y económico entraña
la ruptura o sustitución del antiguo.
Para Schmitt, citado por Ignacio Burgoa, legitimidad de una Constitución, no significa
que haya sido tramitada según leyes constitucionales antes vigentes. Tal ¡dea sería
especialmente absurda. Una Constitución no se pone en vigor según reglas
superiores a ella. Además, es inconcebible que una Constitución nueva, es decir, una
25 Recaséns Siches. Op. cit. pp. 449 y 500.
nueva decisión política fundamental, se subordine a una Constitución anterior y se
haga dependiente de ella. Allí donde se va hacia una nueva Constitución por
abolición de la anterior, no es 'ilegítima' la nueva porque la vieja haya sido abolida.
Entonces, la vieja Constitución abolida seguiría en vigor. Así, pues, nada tiene que
ver la cuestión de la coincidencia de la Constitución nueva y la vieja, con la cuestión
de la legitimidad. La voluntad constituyente del pueblo no está vinculada a ningún
determinado procedimiento.26
Desde el punto de vista sociológico, la legitimidad no es simplemente un elemento
formal, como la validez de que habla Kelsen, sino que en cierto modo se revela en la
adecuación entre la Constitución jurídico-positiva y la constitución real y teleológica.
Sin tal adecuación aquélla no sería auténtica, genuina o legítima ni materialmente
vigente, aun fuese formalmente válida como una mera "hoja de papel". Ahora bien,
dicha adecuación puede no existir en el momento de expedirse la Constitución
jurídico-positiva pero es susceptible de registrarse durante el decurso del tiempo, sea
mediante las transformaciones evolutivas del pueblo que lo conviertan en agente y
paciente positivo de los principios constitucionalmente proclamados, o a través de las
enmiendas normativas que la experiencia vaya imponiendo, hasta lograr el verdadero
equilibrio entre la facticidad y la normatividad como síntesis a que debe aspirar el
constitucionalismo en cualquier país.
Estas ideas revelan que existen dos tipos de legitimidad constitucional formal y la
substancial. La primera está ligada estrechamente a la representatividad auténtica de
26 Ignacio Burgoa. Derecho Constitucional Mexicano. Ed. Porrúa. 10a ed., México, 1996. p. 330.
los grupos mayoritarlos de la sociedad por delegados diputados que formen la
asamblea constituyente en un momento histórico determinado. La segunda, en
cambio, es más profunda, pues, significa la adecuación de la Constitución escrita o
jurídica, a la Constitución real, ontològica, teleológico y dentológica del pueblo que
reside primordialmente en la cultura que comprende ideologías, tradiciones y
sistemas de valores que se registran en la comunidad humana.
Para Duverger, citado por Ignacio Burgoa,27 "la legitimidad es en sí misma una
creencia finalmente que depende estrechamente de las ideologías y los mitos
extendidos en la sociedad", agregando que "cada ideología trata de definir la imagen
de un gobierno ideal" y por extensión añade Burgoa, una "Constitución ideal". Para
Duverger "La legitimidad no se define abstractamente, con referencia a un tipo de
gobierno que posee un valor absoluto, sino de manera concreta, en relación con
cada una de las concepciones históricas del tipo ideal de gobierno, es decir, con
cada una de las ideologías políticas. En este sentido, se llamará legítimo, en un
momento dado y en un país determinado, al gobierno que corresponde a la idea que
la masa de los ciudadanos de este país se hace del gobierno legítimo, esto es, al
gobierno de acuerdo con las creencias que poseen sobre la legitimidad. De este
modo, la monarquía era legítima en la Francia del siglo XVII, la democracia es
legítima en la Francia actual, un gobierno liberal es legítimo en los Estados Unidos,
un sistema socialista, era legítimo en la extinta U.R.S.S."
27 Op. cit., p. 331
"Estas teorías del gobierno legítimo reflejan más o menos las estructura sociales y
principalmente las situaciones de clase, por lo que tienden a justificar un tipo de
gobierno, en relación con las preferencias de aquellos que las elaboran. Transfiguran
una situación social relativa y provisional, al conferirle un carácter absoluto y eterno.
La creencia en la legitimidad -de un gobierno tiende a incluir éste en la categoría de lo
sagrado. Si los gobernados creen que sus gobernantes son legítimos, se inclinan a
obedecerlos por un movimiento natural, reconociendo así que la obediencia es
obligada. El gobierno legítimo es precisamente aquél al que se cree se debe
obedecer, no ocurriendo así en los gobiernos que se juzgan ilegítimos."28
Afirma Burgoa que el pensamiento de Duverger acerca del "gobierno legítimo" se
puede hacer extensivo a la "legitimidad constitucional substancial", pues ese
gobierno no podría ser "legítimo" sin el Derecho, es decir, sin una estructura jurídica
normativa en que se funde y dentro de la que actúe. Desde el punto de vista formal
un gobierno es legítimo si surge de la Constitución, aunque puede ser ¡legítimo
desde el punto de vista substancial si no presenta las características que señala
dicho tratadista. Si por su substancialidad un orden constitucional es ¡legítimo, el
gobierno emanado de él puede ser legitimado con medidas normativas,
administrativas y políticas que logren implantar tales características.
28 Idem.
B. LA LEGITIMIDAD DE LA CONSTITUCIÓN DE 1917
Es bien conocido el momento histórico en que se gestó nuestra actual Ley
Fundamental. Aunque la lucha homicida entre las diversas facciones revolucionarias
había cesado con el triunfo del grupo constitucionalista acaudillado por Carranza, las
pasiones enconadas y encontradas no se habían calmado. El Congreso de
Querétaro, acto pre-culminatorio de la obra revolucionaria de don Venustiano,
lógicamente estuvo integrado por diputados que le eran adictos, que simpatizaban
con él, o cuando menos, que no eran sus adversarios declarados. Era fácilmente
previsible, en consecuencia, que la Constitución de 1917 hubiese sido vista con
lamentable indiferencia por los jefes revolucionarios no carrancistas, entre ellos
Francisco Villa y Emiliano Zapata. Sin embargo, los ataques a nuestro ordenamiento
vigente no provinieron de los enemigos del carrancismo, sino de los antiguos
porfiristas, fenómeno, por lo demás, explicable y natural, pues ninguna Constitución
del mundo deja de tener sus opositores cruentos o incruentos y mucho menos
cuando corona toda una etapa revolucionaria como nuestra Ley Fundamental de
1917.
Burgoa29 cita a Jorge Vera Estañol, quien dice fue uno de los que más apasionada
hostilidad mostró contra la Constitución de Querétaro.
La crítica principal que Vera Estañol dirige contra la legitimidad de la Constitución de
1917, consiste en que ésta fue producto de una asamblea que no estuvo facultada,
29 Op. cit., p. 338.
de acuerdo con la Constitución de 57, para reformar o revisar este Código Político,
atribución que correspondía al Congreso Federal y a las Legislaturas de los Estados,
según el artículo 127.
En efecto, dice Vera Estañol que "el Congreso Federal, Integrado por sus dos
Cámaras y las Legislaturas de los Estados era, en los términos de la Constitución de
57, el único poder legítimo, ortodoxo y genuino, capacitado para revisar y reformar
dicho Código", y que "después de dos años largos de preconstitucionalismo,
Carranza convocó, no obstante, a una asamblea especial, que se reunió en
Querétaro y cuya única misión fue aprobar el Código Fundamental que hoy rige a
México", agregando "por tanto, desde el triple aspecto jurídico, político y
revolucionario, la Asamblea de Querétaro fue bastardo brote de un golpe de Estado,
y su obra, la Constitución de 1917, ilegítima también, está irremisiblemente
condenada a desaparecer cuando el pueblo recobre su libertad, como ordena el
artículo 128 de la Carta de 1857.
La refutación a las opiniones de Vera Estañol se hace desde dos puntos de vista:
histórico y juridico-constitucional.
En el Plan de Guadalupe, bajo la bandera del constitucionalismo, don Venustiano
Carranza propugnó el restablecimiento del orden constitucional. Evidentemente se
refería al instituido por la Constitución de 1857, conculcado por los sucesos de
febrero de 1913, que exaltaron a Victoriano Huerta, espuriamente, a la jefatura del
Estado mexicano. Ahora bien, el jefe del movimiento constitucionalista, al lanzar su
proclama al pueblo mexicano, ofreció, como lo hizo, reimplantar el orden
constitucional alterado, reimplantación que se llevó a cabo por medio de la
promulgación de la Constitución de 1917, con las consiguientes reformas e
innovaciones, cuyo establecimiento aconsejaron el progreso social y la realidad
mexicana. No es que Carranza quisiera restituir intactamente la Constitución de 57,
pues de haberlo hecho así, hubiera resultado nugatoria e inútil la Revolución de
1910; lo que pretendió y logró fue que se revisara y reformara la Ley Fundamental de
1857, incorporando a su texto disposiciones que consagraban reformas e
innovaciones. El mismo, al presentar el proyecto de la Constitución de 17, se refería
constantemente a la revisión y reforma de la Constitución de 57, lo cual indicaba
claramente su deseo de restablecer el orden constitucional, no sin alteraciones
normativas, evidentemente. Carranza consideraba implícitamente a la Constitución
vigente como una prolongación del Código Fundamental de 1857, y que en síntesis
se presenta como un todo reformativo de éste y no como su abrogación.
Pues bien, para que se discutieran y aprobaran las reformas, adiciones,
innovaciones, etc., de la Constitución de 57, Venustiano Carranza convocó a un
Congreso Constituyente. Bien es verdad que el artículo 127 de la Constitución de 57
establecía que era al Congreso de la Unión a quien competía acordar las reformas y
adiciones y que éstas fuesen aprobadas por la mayoría de la legislaturas locales,
más cabe preguntarse: ¿Existía el Congreso Federal en una época histórica en que
los movimientos revolucionarios armados y el desorden predominaban? ¿Acaso
podía hablarse de legítimas legislaturas de los Estados, cuando el país era un caos?
Había, pues, notoria y manifiesta imposibilidad de hecho para aplicar el artículo 127
de la Constitución de 57. Por ende, desde el punto de vista de la realidad mexicana
que imperaba en la época en que se hizo cargo del gobierno don Venustiano
Carranza, se justifica plenamente la formación del Congreso Constituyente reunido
en Querétaro y, consiguientemente, su misión legislativa. 30
Aplicando que el concepto de legitimidad al caso de la Constitución de 1917, resulta
que este ordenamiento constitucional sí es legítimo, ya que se ha aplicado desde su
promulgación y se sigue aplicando ininterrumpidamente para regir la vida de la
nación, teniendo, además, una realización normal, no sólo por la circunstancia antes
mencionada, sino también por la expresa adhesión que hacia él asumen los
gobernados en sus constantes invocaciones contra los abusos y arbitrariedades del
poder público. La Constitución de 17 ha sido sancionada tanto por gobernantes como
por gobernados, lo que le da validez jurídica plena.
Por otra parte, la autoridad legislativa del Congreso Constituyente de Querétaro fue y
es plenamente reconocida, lo cual se manifiesta principalmente en la adhesión a su
obra.
La doctrina constitucional mexicana abunda en las mismas ideas. Así, el jurista
Serafín Ortiz Ramírez sostiene que la actual Constitución, nacida al calor de aquellas
circunstancias, tuvo desde el punto de vista legal varios vicios. Pero ellos han sido
purgados por el correr de los tiempos y sobre todo por la aceptación que le ha dado
30 Véase Djed Bórquez. Crónica del Constituyente de 16-17 y Diario de los Debates del Congreso de Querétaro.
el pueblo mexicano. El tiempo y la soberanía del pueblo le han dado fuerza y vigor y
además, la historia ha sancionado también este Código. Pues la historia nos enseña
que no sólo en México, sino en todas partes del mundo (salvo algunas excepciones)
una Constitución nace en forma violenta, ilegítima y que se hace Ley Suprema
precisamente por el respaldo de las fuerzas triunfantes que le dieron vida. Todas las
Constituciones han provenido de revoluciones, de golpes de Estado, o como
resultado de guerras extranjeras; ninguna ha surgido en un periodo de paz.
Confirmando estas ideas, Carré de Malberg dice que en principio, parece que debe
declararse ilegítimo todo gobierno que se establece y se apodera del Poder contra el
Derecho Público que está en vigor al verificarse ese hecho. Pero como el primer
cuidado de todos los gobiernos llegados al Poder, en tales condiciones, es crear
precisamente un Estatuto nuevo, que consagre su autoridad, ésta, después de sus
comienzos contrarios a derecho, acabará por adquirir un carácter de legitimidad
jurídica con tal que el nuevo Estatuto al cual se sujete sea públicamente reconocido y
aceptado como estable y regular. Y eso es precisamente lo que ha sucedido entre
nosotros, que el pueblo, el único soberano, ha reconocido y ha aceptado el nuevo
Código Político de 1917 desde sus comienzos, dándole su aprobación para que lo
rija en sus destinos.
"Abundando en estas ideas, Lanz Duret en su Derecho Constitucional Mexicano,
citado por Burgoa,31 dice que: si la revolución constitucionalista de 1913, al triunfar
por medio de las armas en 1914, se transformó en gobierno revolucionario, consideró
que era menester convocar a un Congreso Constituyente, para organizar de nuevo al
31 op. cit., p. 341.
país social y políticamente, y no apeló a los procedimientos constitucionales
previstos en la Carta de 57 para su reforma, porque tal medida era indispensable
después de una conmoción tan grande y de consecuencias tan vastas como la que
acababa de sacudir y transformar al país. Por lo tanto, era necesario realizar la
reforma más que por medios legales, por procedimientos revolucionarios, para hacer
viables las aspiraciones y las tendencias de los grupos rebeldes, creando un nuevo
orden jurídico, cristalizado, por decirlo así, dentro de una nueva Constitución, que
sancionara las reformas económicas y sociales que eran indispensables para la
prosperidad del pueblo mexicano."
La Suprema Corte de justicia de la Nación, en una ejecutoria de 25 de agosto de
1917, sentó una tesis contraria a la ¡legitimidad de la Constitución vigente,
demostrando que la Constitución de 57 dejó de observarse a partir del golpe de
Estado de febrero de 1913, y que, por ende, mal podría haber normado el proceder
del jefe del Ejército Constitucíonaiista por lo que concierne a las reformas, adiciones
y modificaciones constitucionales. Dice así la parte conducente de los considerandos
de la mencionada ejecutoria: "Se dejó de observar la Constitución de 57, porque para
que ésta se hubiere puesto nuevamente en observancia, debían haberse llenado dos
requisitos esenciales: en primer lugar, haber aniquilado la usurpación, y en segundo
lugar, haberse electo un gobierno popularmente en la forma que lo prevenía esa
Carta Federal, cuyo requisito ya no volvió a llenarse, y es lógico que una
Constitución, sin los poderes nacidos conforme a sus disposiciones para la debida
sanción y aplicación de sus preceptos, no puede jamás decirse que esté en
observancia, porque nadie resulta encargado constitucionalmente de cumplirla y
hacer que se cumpla. El gobierno constitucionalista que lleva en su programa el lema
de "Constitución y Reforma", únicamente expresaba al pueblo su noble anhelo de
restablecer el imperio de la Constitución y las nuevas reformas que reclamaba la
revolución social." Luchó (el gobierno de Carranza), en primer término, por derrocar
la usurpación, y después, en su patriótico esfuerzo para que en lo futuro México
tuviera una Constitución más apropiada, e interpretando las aspiraciones nacionales,
por medio de varios decretos, reformó esta Constitución. Admitir que la Constitución
de 57 estuvo en observancia durante el periodo de la guerra civil, llamado
preconstitucional, hasta que se puso en vigor la Constitución de 17, sería sostener el
absurdo de negar al pueblo su soberanía, puesto que en ninguno de los preceptos de
la Constitución que se acaba de nombrar está autorizado el que se convoque y
funcione un Congreso Constituyente, y por lo tanto, según el artículo 127, sólo podía
ser adicionada y reformada esa Constitución en los términos que expresaba tal
artículo o, lo que es lo mismo, equivaldría a afirmar que la Constitución de 17 tiene
origen anticonstitucional, lo que no tan sólo será antipatriótico, sino subversivo y
torpe, porque un pueblo tiene el indiscutible derecho, fundado en soberanía, no sólo
de adicionar y reformar una Constitución, sino de abandonarla y darse una nueva,
como lo hizo en 1857, abandonando las leyes constitucionales anteriores y como lo
hizo en 1917, dándose en nueva Constitución, exactamente con el mismo derecho
que se dio la de 57.32
32 Semanario Judicial de la Federación. Quinta época. Tomo I, pp. 72 a 96.
7. DEONTOLOGÍA CONSTITUCIONAL.
Entre el orden constitucional y el modo de ser y querer ser de un pueblo, tiene que
existir una adecuación, sin la que inevitablemente la Constitución dejaría de tener
vigencia real y efectiva, aunque conserve su vigor jurídico-formal.
Las aspiraciones de los pueblos generalmente se traducen en una tendencia a
implantar la igualdad social bajo múltiples y variados aspectos. La mayoría de los
acontecimientos históricos que se han realizado en el decurso de los tiempos han
perseguido como finalidad el establecimiento de un régimen o sistema de justicia
social, fincada sobre la base de una ansiada igualdad humana, cuya consecución,
desde diversos puntos de vista, ha sido el móvil invariable de las principales
conmociones humanas, desde el revolucionarismo ideológico de Confucio, Lao-Tse,
Buda, etc., hasta los distintos movimientos innovadores contemporáneos, incluyendo
la más trascendental revolución que haya experimentado el género humano: el
Cristianismo, que propende bajo los aspectos religioso, jurídico-social y político, a
través de su excelso ideario, colocar al hombre en un plano igualitario con sus
semejantes.
Detrás de las más profundas transformaciones sociales, económicas y políticas que
se han operado en la Historia, se descubre, el anhelo persistente e insatisfecho de la
Humanidad, consistente en lograr un verdadero ambiente de igualdad, como
supuesto imprescindible de la justicia.
Los movimientos auténticamente revolucionarios se han incubado en medios
históricos en que la igualdad humana se desconocía o se le negaba, en que la
iniquidad se había naturalizado de tal manera, que cristalizó en estructuras jurídicas
que, a pesar de que hubieran integrado ciertos derechos positivos, participaban de la
injusticia y contrariaban la naturaleza espiritual del hombre. Ahora bien, siendo la
vida social tan compleja, ha sucedido que la desigualdad como forma negativa de los
pueblos se ha manifestado en los diversos sectores que constituyen la existencia
polifacética de las sociedades humanas, por lo que los impulsos colectivos para
extirparla han asumido perfiles teleológicos en consonancia con las determinadas
desigualdades específicas de contenido que se han pretendido eliminar. En otras
palabras, cuando la desigualdad genérica formal se ha significado en desigualdades
específicas materiales imperantes en diversos ambientes vitales de los pueblos, las
conmociones sociales que aquéllas han desencadenado se han reputado como
revoluciones económicas, políticas o religiosas, según hayan sido los móviles
especiales que las hubieren impulsado.
Desde este punto de vista, la vida de la humanidad anota en su historia múltiples
revoluciones que teleológicamente han sido calificadas con diversidad, tomando en
cuenta el tipo de desigualdad específica material a cuya supresión o atemperamiento
han tendido. Así, verbigracia, el Cristianismo, la Revolución francesa y la Revolución
rusa de 1917, para no aludir sino a los más significativos movimientos
transformativos de la estructura de las sociedades humanas con alcance universal,
inclusive, han sido verdaderas revoluciones convergentes, como toda convulsión
social que pretenda ostentar dicha denominación, hacia un fin común: el logro de la
igualdad entre los hombres, aun cuando específicamente cada una de ellas haya
perseguido diferentes tipos de igualdad humana establecidos en razón de la distinta
motivación sociológica que la hubiere determinado, a saber: religiosa, política y
económica, respectivamente, sin dejar de reconocer la necesaria repercusión que
tales ingentes fenómenos revolucionarios han tenido en órdenes sobre los que dicha
motivación no se haya localizado precisamente.
Pues bien, los postulados e ideas integrantes de toda ideología auténticamente
revolucionaría, o sea, del ideario de todo impulso social que persiga, en su afán
evolutivo y de progreso, el establecimiento de la igualdad humana, el equilibrio
armónico entre los componentes del todo social y las fuerzas vivas de un pueblo, han
cristalizado en los derechos positivos fundamentales de los países en que las
revoluciones se hubieren registrado, es decir, en sus constituciones, que participando
de lo jurídico sólo en cuanto conjuntos normativos sistemáticos, implican la seguridad
y permanencia, como principios ordenadores, de las aspiraciones populares. Por
tanto, al convertirse la ideología presupuestal de toda revolución, cualquiera que sea
la finalidad específica pretendida por ésta, en normas jurídicas fundamentales, tanto
en lo político-orgánico, como en lo socioeconómico y religioso, el ideario que orienta
tal movimiento deja de ser una mera aspiración para devenir en la pauta directriz de
los destinos del pueblo con la eficacia que le confieren, como materia o contenido de
normación constitucional, los atributos esenciales de lo jurídico: la imperatividad y la
coercitividad.
Si pues, desde un ángulo deontológico, la Constitución es la estructuración jurídica
de toda ideología auténticamente revolucionaria y teniendo cualquier revolución una
finalidad igualitaria, traducida ésta en diversas igualdades específicas (religiosas,
políticas o económicas), es evidente que la Ley Fundamental de un país para no
incidir en el anatema del "injustum jus" de los romanos, debe instituir
normativamente, mediante una adecuada regulación, los principios sustentadores de
dicha finalidad.
Hasta ahora se ha referido constantemente a la ¡dea de igualdad como común
aspiración de las revoluciones y como causa motivadora de elaboración
constitucional. Podríasenos atribuir el error de haber incurrido en una "petición de
principios" si no explicásemos lo que, a nuestro entender y para la comprensión de
las consideraciones que hemos formulado y que vamos a exponer posteriormente,
debe estimarse como "igualdad". Esta, como entidad psicofísica, no es posible que
exista, ya que en el mismo acto de creación divina y por designios inescrutables e
insondables de Dios, se consigna con evidencia una marcada e indiscutible
desigualdad entre los seres humanos. La igualdad a que se ha hecho referencia es
una igualdad de tipo sociológico, pudiéramos decir, traducida únicamente en la mera
posibilidad de que los hombres, independientemente de atributos personales de
diversa índole, realicen sus objetivos vitales en los múltiples ámbitos de la vida social
sin impedimentos heterónomos, o sea, sin que su actividad-conducto para la
obtención de tales fines sea obstaculizada por los demás con apoyo en normas
jurídicas. En otros términos, la igualdad, tal como debe entenderse en derecho,
equivale a una situación en que todos los hombres estén colocados, para el solo
efecto de que puedan desenvolver su personalidad en distintos aspectos,
satisfaciendo o no determinadas exigencias constatadas en razón del objetivo
especial perseguido y que a nadie es dable eludir. De ello se infiere que, aun siendo
unitario el concepto de igualdad, desde un punto de vista positivo existen diversas
situaciones igualitarias abstractas, dentro de las que la igualdad se traduce en la
misma posibilidad formal que tienen los distintos individuos que se encuentren en
dicha situación, para que, cumpliendo las condiciones establecidas en ésta, logren
sus personales objetivos. No otro sentido tiene la máxima aristotélica que expresa
que la igualdad consiste en "tratar igualmente a los iguales y desigualmente a los
desiguales", puesto que los "¡guales" serían precisamente todos los sujetos que se
hallaren variablemente, en una misma situación abstracta, y los "desiguales" los que
estuvieron colocados en dos o más situaciones abstractas diferentes.
En este sentido, la igualdad, es el supuesto indispensable del Derecho, cuya ¡dea
romana ya lo establecía al afirmar que éste es "el arte de lo bueno y de lo equitativo"
("igualitario"). Por ende, el tratamiento desigual de los iguales implica una actitud
injusta, con independencia del modo o manera como ésta se asuma (legislativa,
ejecutiva o jurisdiccionalmente).
Si se acepta, en consecuencia, que la igualdad es una conditio sine qua non del
Derecho ideal y de la justicia, y si se toma en cuenta que el objetivo deontológico de
la norma constitucional es el establecimiento de sistemas igualitarios abstractos de
variado contenido material (religiosos, políticos, económicos o sociales propiamente
dichos), resulta que la Constitución desde un punto de vista teleológico general,
tiende a procurar la justicia, sin que, en la hipótesis de que tal finalidad no se logre (lo
que ha sucedido frecuentemente), el mencionado ordenamiento deje de ser
positivamente jurídico, porque lo jurídico no es sino una modalidad de normación con
ciertas y definidas notas esenciales (bilateralidad, imperatividad, heteronomía y
coercitividad) y cuya materia (actos, hechos, personas, relaciones, situaciones, etc.)
es susceptible de ser, a su vez, regulada por ordenaciones de diferente tipo
(religiosas, morales, económicas, políticas, etc.).
La Constitución y las disposiciones legales secundarias que no se le opongan son,
pues, conductos normativos de realización del desiderátum valorativo del Estado o
pueblo, consistente en implantar la igualdad entre los hombres, y en hacer posible,
mediante dicha implantación, el logro de la justicia. Por tanto, toda Constitución
vigente tiene a su favor la presunción de ser un ordenamiento igualitario y justo,
mientras la realidad en que impere no autorice a suponer lo contrario, en cuyo caso
se justifica su reforma o adición o, inclusive, su abolición mediante el
quebrantamiento o subversión del orden por ella instituido, lo que no es otra cosa
que el llamado "derecho a la revolución", que sólo será tal cuando su finalidad
estribe, con vista a disímiles factores reales de motivación (económicos, políticos,
religiosos o sociales) en la procuración de una igualdad y una justicia verdaderas.
En otras palabras, resultando la Constitución de un proceso social tendiente a
adaptar el ser al deber ser, a transformar una realidad inigualitaria e injusta en una
realidad igualitaria y justa, es obvio que los factores que determinan dicha adaptación
o transformación son no sólo la causa eficiente de la formación constitucional, sino la
base de sustentación y el elemento justificativo de la vigencia o subsistencia de las
normas constitucionales, de tal suerte que si éstas ya no únicamente no encuentran
respaldo en las circunstancias que otrora hubieren implicado su motivación real,
positiva y verdadera, sino que signifiquen serios obstáculos para la obtención de la
justicia e igualdad, deben necesariamente mortificarse. Estas consideraciones
autorizan a reafirmar lo que siempre se ha aseverado y corroborado por la teoría
constitucional y la filosofía jurídica: la Constitución no debe ser un "tabú"; no es un
ordenamiento inmodificable, pese a su supremacía; como producto jurídico excelso
de la vida evolutiva de los pueblos, debe siempre estar en consonancia con las
diversas etapas de la transformación social en su sentido genérico. Pero la
necesidad, latente o actualizada, de la reforma a la Constitución, tiene, a su vez, una
importante y significativa limitación, sin la cual toda alteración que dicho
ordenamiento experimentare sería indebida, si no es que absurda y atentatoria: la de
que la motivación de la enmienda constitucional esté radicada en auténticos factores
reales que reclamen su institución y regulación jurídicas y auspiciada por designios
de verdadera igualdad y justicia en cualquier ámbito de que se trate (económico,
religioso, político, cultural y social, etc.) y no basada en conveniencias ilegítimas de
hombres o grupos que ocasional y transitoriamente detenten el poder.
Pese al deber-ser teleológico de toda Constitución, que cristaliza en normas jurídicas
la voluntad de los pueblos orientada hacia la consecución de la igualdad y la justicia
como valores omnipresentes en toda transformación social progresiva, la historia
humana nos suministra casos en que, o por falta de una conciencia popular
inquebrantable o por opresiones tiránicas de los que en un momento dado gocen de
los privilegios del poder público, las normas constitucionales se crean, reforman o
suprimen al capricho de grupos mezquinamente interesados o bajo los tortuosos
designios de hombres ambiciosos. En estas condiciones, el proceso de creación
constitucional ha culminado en la formación de ordenamientos jurídicos formales,
cuyo contenido pugna con los verdaderos elementos reales que debieran implicar su
motivación es ajeno e indiferente a ellos (Constitución en sentido positivo o jurídico-
positivo, según Schmitt y Kelsen, respectivamente), sin desembocar en la
elaboración de una genuina Constitución, que como Ley Fundamental del Estado
esté respaldada y apoyada por factores sociales de muy diversa índole que revelen
el ser y el modo de ser del pueblo o nación que organiza o encauza, los cuales,
puede decirse, equivalen a la "norma fundamental hipotética no positiva" de que nos
habla el fundador de la Escuela Vienesa (Constitución en sentido lógico-jurídico,
según este mismo, o Constitución en sentido absoluto, conforme a las ideas de Cari
Schmitt o Constitución real según Fernando Lasalle).
Si muchas constituciones positivas históricamente dadas no han respondido al ideal
de Constitución tal como lo hemos esbozado, a mayor abundamiento las reformas y
adiciones a las mismas no han tenido, en múltiples casos, una verdadera
fundamentación social en sentido genérico, puesto que, la alteración normativa
constitucional ha reconocido como móvil primordial las conveniencias políticas (bajo
la acepción desfigurada o degenerada del concepto clásico de "lo político"), religiosas
o económicas de ciertos grupos o sectores prepotentes de la sociedad o las
ambiciones desmedidas de poder de los llamados "jefes de Estado".
Sin embargo, a título de autodefensa frente a la alterabilidad fácil, sencilla y, por
ende, peligrosa de sus disposiciones, varias constituciones han establecido un
sistema especial conforme al cual deben introducirse, reformas o adiciones a sus
preceptos. Desgraciadamente, ese sistema, que en la teoría jurídico-constitucional
ha sugerido el principio de "rigidez constitucional" ha sido por lo general muy poco
eficaz en la práctica, no implicando sino un mero conjunto de formalismos que fácil y
hasta vergonzosamente se satisfacen por la inconsciencia cívica, la falta de
patriotismo y la indignidad de los organismos y autoridades a los que
constitucionalmente incumbe la modificación preceptiva de la Ley Fundamental. De
ello resulta que, pese a dicho principio de rigidez, la Constitución se reforma o
adiciona, incluso, lo que es peor, se transforma, con la misma facilidad, celeridad y
falta de ponderación con que se crean y modifican las leyes secundarias y sin que la
alteración constitucional obedezca a una verdadera motivación real orientada hacia
los ideales de igualdad y justicia.
Esta triste situación, desafortunadamente, se ha dado con frecuencia en México.
Puede afirmarse que entre todas las constituciones o leyes constitucionales que han
imperado en nuestro país, sólo tres pueden resistir airosas un análisis serio de
justificación sociológico-valorativa, a saber- los ordenamientos fundamentales de
1824, de 1857 y el vigente de 1917, todos ellos de carácter federal. Los demás,
desde el punto de vista de la teoría constitucional sólo han sido constituciones en
sentido positivo, impuestas por conveniencias políticas, religiosas o económicas
particulares de grupos privilegiados y, por tanto, conservadores, sin haber estado
orientadas hacia la realización de verdaderos valores de igualdad y justicia, de lo que
es prueba irrefutable su efímera duración. Estas consideraciones no suponen, desde
luego, la idea absoluta y radical de que los ordenamientos constitucionales distintos
de los tres señalados, no hayan marcado cierto mejoramiento técnico en
determinadas instituciones en ellos implantadas y reguladas; verbigracia, la
Constitución de 1836, llamada "Las Siete Leyes Constitucionales", es superior a la
Constitución Federal de 1824, en lo que atañe a la consagración de un catálogo más
o menos completo de garantías individuales y a la creación de un medio de control
constitucional, ya que el segundo de los ordenamientos mencionados incurrió en
sendas omisiones acerca de dichas dos importantísimas cuestiones, ni autorizan a
estimar a las Constituciones de 1824, 1857 y 1917 como documentos jurídico-
políticos perfectos y en todo superiores a los demás; sino que únicamente tratan de
poner de relieve la circunstancia de que, desde el punto de vista de la evolución
progresiva del pueblo mexicano, dichas tres leyes fundamentales han establecido
bases de superación social en materia religiosa, política y económica, alimentadas
por un espíritu igualitario y justiciero, auténticamente revolucionario. Estas
apreciaciones pueden corroborarse mediante un estudio comparativo de las
diferentes constituciones que han regido en México desde un punto de vista
socioaxiológico.
Por otra parte, la fuente deontológica de formación constitucional, que estriba en la
voluntad o desiderátum popular, puede decirse que rara vez se ha registrado en
países históricamente dados. Generalmente, en efecto, las constituciones se han
elaborado por grupos de juristas, de técnicos en Derecho, surgidos de los
movimientos revolucionarios o de francos "golpes de Estado", habiendo actuado, en
unos y otros casos respectivamente, bajo el ideario de los directores de la revolución
u obsequiando servilmente los espurios deseos del usurpador. Sólo en países como
Inglaterra puede hablarse de una Constitución directamente gestada en la vida
popular, formada gradual y paulatinamente a través de la costumbre, en cuyo caso
se habla de "Constitución espontánea", tal como ha sido conceptuada la inglesa por
Emilio Rabasa. Y es que, dada la índole de una Constitución escrita, de suyo dotada
de tecnicismos y fórmulas jurídicas cuyo sentido y alcance va fijando la
jurisprudencia, no es susceptible suponer que su creación, como documento
preceptivo, sea obra directa del pueblo. Lo que a éste incumbe respecto de las
constituciones democráticas es inspirarla y sancionarla, o sea, crear el ambiente
social propicio para su formación, del cual los autores de los ordenamientos
constitucionales extraen los postulados directores que traducen en normas de
derecho; y emitir su aquiescencia acerca del documento elaborado, bien de manera
directa (referendum, plebiscito, convención, etc.), o bien a través de un cuerpo
colegiado, integrado por representantes populares, que se conoce con el nombre de
"Congreso Constituyente" y que no siempre es auténtico, por desgracia.
Además, aun cuando una Constitución verdaderamente sirva de norma fundamental
reguladora de la vida de un pueblo hacia la consecución de la igualdad y la justicia, a
pesar de que un ordenamiento constitucional refleje los designios de superación de
una sociedad, nunca faltan hombres o grupos humanos que estén en desacuerdo
con sus principios, puesto que éstos, como productos culturales, nunca pueden tener
una observancia o aplicación "nomine discrepante". En atención a esta circunstancia,
la filosofía jurídica, presionada por la tendencia a legitimar los ordenamientos
constitucionales frente a sus opositores, ha considerado que una Constitución es
legítima no sólo porque sea producto de una auténtica voluntad popular expresada
directa o representativamente, sino también con vista al hecho de que los
gobernados, y especialmente los inconformes con ella, no únicamente asuman una
actitud de sumisión pasiva a sus mandatos, sino que invoquen éstos con
espontaneidad para defender sus derechos o intereses, fenómenos que en la teoría
constitucional configuran el concepto de legitimación del que se ha tratado
8. FACTORES REALES DE PODER Y LAS DECISIONES FUNDAMENTALES.
A. LOS FACTORES REALES DE PODER.
Atendiendo a la etimología de la palabra "factor", el concepto respectivo significa "el
que hace alguna cosa". La idea de "real" denota lo objetivo, lo trascendente, lo
"fenoménico" según la terminología kantiana, es decir, "lo que está en la cosa o
pertenece a ella". Por ende, los factores reales de poder son los elementos diversos
y variables que se dan en la dinámica social de las comunidades humanas y que
determinan la creación constitucional en un cierto momento histórico y condicionan la
actuación de los titulares de los órganos del Estado en lo que respecta a las
decisiones que éstos toman en el ejercicio de las funciones públicas que tienen
encomendadas.
Los mencionados factores forman parte inescindible o inseparable de la Constitución
real y teleológica del pueblo, puesto que, se dan en ella como elementos del ser,
modo del ser y querer ser populares. En efecto, esta Constitución, no es de ninguna
manera estática, inmóvil ni inmutable. Por lo contrario, el pueblo, como unidad óntica
o trascendente, prescindiendo de la forma político-jurídica en que esté organizado,
siempre tiene una existencia dinámica, es decir, actúa normalmente en prosecución
de multitud de fines de diferente índole que inciden en los distintos ámbitos de su
vida colectiva. La misma idea la expresa el maestro Andrés Serra Rojas al afirmar:
"La sociedad es constructiva, actuante, de acción permanente que elabora sus
propias creaciones, relaciones o procesos. En el seno de toda sociedad se
manifiestan estímulos o impulsos que conducen a una acción social. Una fuerza
social representa la identidad de pareceres de un número importante de los
miembros de una sociedad para aceptar a expresar una opinión, parecer o
consentimiento que los lleve a una acción social coordinada o individualizada. En
sociología se denominan fuerzas sociales los impulsos básicos típicos o motivos que
conducen a los tipos fundamentales de asociación y de grupo. En todo grupo social
se manifiestan numerosas fuerzas sociales, como las económicas, las políticas, las
judiciales, etc."
Un pueblo sin movimiento es un pueblo muerto, inerte, pues su presencia vital se
revela en un permanente impulso de superación, de transformación y de cambio,
bien para perfeccionar ios logros que en determinada etapa de su vida histórica haya
alcanzado, o bien para corregir sus defectos, colmar sus necesidades y resolver sus
problemas. Con toda razón ha dicho Lasalle, citado por Burgoa,33 que "Los factores
reales de poder que rigen en el seno de cada sociedad son una fuerza activa y eficaz
que informa todas las leyes e instituciones jurídicas de la sociedad en cuestión,
haciendo que no puedan ser, en sustancia, más que tal como son.
Ahora bien, es evidente que, a pesar de que el pueblo sea una unidad real, no está
compuesto por una colectividad monolítica. Por lo contrario, dentro de esa unidad
existen y actúan clases, entidades y grupos sociales, económicos, culturales,
religiosos y políticos diferentes que desarrollan, dentro de la dinámica total del
33 op. cit., p. 349.
pueblo, una actividad tendiente a conservar, defender o mejorar su posición dentro
de la sociedad como un todo colectivo. En otras palabras, tales clases, entidades o
grupos, individualizadamente considerados, tienen intereses propios que pueden ser,
y frecuentemente son, diferentes y hasta opuestos o antagónicos entre sí. El juego
interdependiente y recíproco de esos intereses es lo que produce la dinámica social,
la cual, a su vez, se manifiesta en los factores reales de poder. Dicho de otra
manera, estos factores no son sino las conductas distintas, divergentes o
convergentes, de las diferentes clases, entidades o grupos que existen y actúan
dentro de la sociedad de que forman parte, para conservar, defender o mejorar las
infraestructuras variadas en las que viven y se mueven. Tales tendencias actuantes,
que traducen un conjunto de objetivos y medios para realizarlos, presionan
políticamente para reflejarse en el ordenamiento jurídico fundamental del Estado, que
es la Constitución, es decir, para normativizarse como contenido dogmático e
ideológico de ésta.
De las breves consideraciones que anteceden se deduce que los factores reales de
poder, como fuerzas "activas y eficaces", condicionantes o, al menos, presionantes
de la creación y de las reformas constitucionales sustanciales, no pueden
desarrollarse y ni siquiera concebirse sin los grupos, clases o entidades
socioeconómicas que los desplieguen. Dicho en otros términos, los aludidos factores,
como elementos dinámicos, también están integrados por su mencionado soporte
humano, el cual puede tener o no una forma jurídica o estar o no organizado. Por
consiguiente, en la dilatada esfera de las posibilidades, los llamados "grupos de
presión", los partidos políticos, las agrupaciones de diferente índole y finalidad y sus
"uniones" o "alianzas", los sectores obrero, campesino, industrial, burgués,
profesional, estudiantil, universitario, etc., pueden implicar el soporte humano de los
factores reales de poder no sólo como elementos condicionantes o presionantes de
la producción constitucional y jurídica en general, sino también de la actuación
política y administrativa de los órganos del Estado.
La historia de la Humanidad otorga varios ejemplos para corroborar la veracidad de
las anteriores aseveraciones. Así, verbigracia, las luchas que registran los pueblos
de la antigüedad clásica grecorromana entre patricios y plebeyos, hombres libres y
esclavos o ricos y pobres, se explican por el designio de estas clases
socioeconómicas y políticas para subsistir y mejorar sus condiciones de vida dentro
de la polifacética existencia comunitaria. Los pueblos medievales tampoco estuvieron
exentos de luchas similares entre los distintos grupos sociales y económicos que los
componían. La experiencia histórica nos revela el hecho ineluctable de factores
dados en la Constitución real y teleológica de las sociedades humanas como
elementos condicionantes del derecho, en la inteligencia de que el predominio de
una clase social y económica determinada, en un momento cierto de la vida de un
país, es causa primordial de la tónica ideológica que presente la Constitución
jurídico-positiva de un Estado específico. Efectivamente, en el proceso de creación
constitucional que se inicia con la integración e instalación de la asamblea
constituyente y concluye con la expedición de la Constitución, suelen operar los
diversos factores reales de poder a través, primero, de la elección de los diputados
respectivos, y después mediante la influencia que sobre éstos ejercen. Esta
operatividad tiene como objetivo que en la Ley Fundamental se proclamen los
principios y se inserten las normas jurídicas que aseguren y fomenten los intereses
de cada uno de dichos factores. Si la Constitución fuese simplemente un documento
confeccionado en la soledad apacible de un gabinete y por sapientes jurisconsultos y
filósofos alejados de la realidad e indiferentes a su contextura misma, no dejaría de
ser, una mera "hoja de papel" que no podría aplicarse normalmente ni, por ende,
tener vigencia efectiva. Y es que los factores reales de poder, además de entrañar
los elementos condicionantes del contenido diverso de una Constitución, son al
mismo tiempo sus sostenedores en el mundo de la facticidad. Cuando un orden
constitucional no se apoye ni respalde en dichos factores o éstos no lo sustenten, su
quebrantamiento y desaparición son necesariamente fatales.
No es posible, por otra parte, formular a priori y con validez universal y absoluta un
cuadro en que se puedan clasificar, y ni siquiera enumerar, los factores reales de
poder. La naturaleza de éstos, los grupos humanos de que proceden, los fines a que
propenden, los medios que utilizan para conseguirlos, los intereses que los integran,
en una palabra, su variadísima consistencia ontològica, deontológica y teleologica,
son muy cambiantes de un país a otro y, dentro del mismo, en diferentes épocas de
su vida.
Dichos factores sólo son ponderables en función de un momento histórico
determinado y en relación con un cierto pueblo o Estado, siendo susceptibles de
cambiar con el tiempo e incluso de desaparecer y de ser reemplazados por otros en
la evolución transformativa gradual y súbita de las sociedades humanas. Para
corroborar estas ¡deas puede invocarse el pensamiento del doctor Pablo González
Casanova, quien, refiriéndose a nuestro país, expresa. "Los verdaderos factores del
poder en México -como en muchos países hispanoamericanos- han sido y en
ocasiones siguen siendo: a) los caudillos y caciques regionales y locales; b) el
ejército; c) el clero; d) los latifundistas y los empresarios nacionales y extranjeros",
añadiendo más adelante: "Contemplando en una perspectiva general la evolución de
los factores reales de poder y la estructura del gobierno mexicano se advierte cómo
han perdido fuerza e importancia los caciques y el ejército desapareciendo
prácticamente aquellos y convirtiéndose éste en instrumento de un Estado moderno;
se advierte igualmente cómo el poder que ha recuperado la Iglesia en lo político
opera en un nuevo contexto y siendo un factor importante, para nada hace prever el
que vuelva a jugar un papel similar al del pasado. Se perfila, en fin, un poder
relativamente nuevo en la historia de México, que es el de los financieros y
empresarios nativos, los cuales constituyen, al lado de las grandes empresas
extranjeras y de la gran potencia que las ampara, los factores reales de poder con
que debe contar el Estado mexicano en sus grandes decisiones.34
Sin embargo, grosso modo, los factores reales de poder que han influido e influyen
no sólo en la creación de la Constitución, sino también en sus reformas sociales y en
la actividad de los órganos del Estado, inciden y se registran en los ámbitos
económico, cultural, religioso y político, pudiendo actuar combinadamente en todos
ellos. En el campo económico, tales factores están representados por los banqueros,
industriales, obreros, campesinos, propietarios urbanos y rurales, comerciantes y
34 La democracia en México. Ed. Serie Popular Era. 17a ed., México, 1986. pp. 46 y 85.
demás grupos vinculados a la producción, comercio, consumo y servicios de distinta
índole; en la esfera cultural, operan con ese carácter los intelectuales, profesionistas
y técnicos de diversas especialidades, así como los estudiantes y universitarios en
general; en el ámbito religioso, evidentemente el clero, las diferentes organizaciones
eclesiásticas y las agrupaciones conexas pueden asumir la expresada naturaleza; y
en el terreno político, como es lógico, los partidos y el ejército.
El estudio de los factores reales de poder corresponde principalmente a la
Sociología, que por éste y otros muchos motivos guarda estrecha relación con el
Derecho Constitucional, pues esta rama de la ciencia jurídica tiene
indispensablemente que valerse de ciencias sociales para explicar el contenido de
las instituciones establecidas y reguladas por una determinada Ley Fundamental
vigente o que haya estado en vigor en un cierto país. La sociología y las disciplinas
conexas proporcionan la metodología para estudiar los fenómenos que en la
dinámica de las colectividades humanas reflejan la presencia y acción de los factores
reales de poder que hayan condicionado el orden constitucional desde el punto de
vista de su contenido sustancial. Es el desentrañamiento de la influencia que en la
producción de la Constitución y de sus reformas esenciales lo que sirve de criterio
básico para calificarla, es decir, para establecer cuáles son las decisiones políticas,
económicas y sociales fundamentales que se hayan recogido en ella como principios
ideológicos sobre los que descansa la estructura jurídica de un Estado. Los citados
factores, en su proyección constitucional, demuestran la perfecta simbiosis o sinergia
que existe entre la sociología, la economía y demás ciencias sociales, por una parte,
y el Derecho, por la otra. Las normas jurídicas, como formas coercitivas e
imperativas que estructuran al Estado y regulan todas las actividades individuales y
colectivas que dentro de él se despliegan, son susceptibles de llenarse con múltiples
contenidos que se localizan en la Constitución real y teleológica del pueblo. Ahora
bien, el análisis de estos contenidos, como esferas tácticas y objetivas en que se
mueve la vida comunitaria, proporcionan principios y crea sistemas
socioeconómicos-políticos, religiosos o culturales, los cuales, sin su normativización
jurídica, no podrían aplicarse ni funcionar en la realidad. A la inversa, las normas de
derecho, sin ningún substratum que responda a esas esferas, serían simples "hojas
de papel". De ahí que el dualismo "normatividad jurídica-realidad social, económica,
política, cultural y religiosa", respectivamente, como forma y materia según la
concepción aristotélica, denote la síntesis sobre la que debe calificarse la
organización fundamental del Estado expresada en la Constitución, que no debe ser
un cuerpo preceptivo descarnado, frío y sin alma, sino el ordenamiento por el que
transcurra espontáneamente la vida del pueblo hacia la consecución de sus fines.
B. LAS DECISIONES FUNDAMENTALES.
Las decisiones fundamentales que sustentan y caracterizan a un orden constitucional
determinado están en íntima relación con los factores reales de poder. Tales
decisiones son los principios básicos declarados o proclamados en la Constitución,
expresando los postulados ideológico-normativos que denotan condensadamente los
objetivos mismos de los mencionados factores. Así, cuando en la historia de un país
y en un cierto momento de su vida predomina en la asamblea constituyente la
influencia de alguno o algunos de los propios factores, el ordenamiento constitucional
recoge los principios económicos, sociales, políticos o religiosos que preconizan.
Este acto implica la juridización de los citados principios, o sea, su erección en el
contenido de las declaraciones normativas básicas y supremas del Estado,
declaraciones que no son sino las decisiones fundamentales proclamadas en la
Constitución. Estas decisiones pueden ser políticas, económicas, sociales o
religiosas, adoptadas aislada o combinadamente, que es lo que sucede con más
frecuencia, teniendo como atributo relevante su variabilidad en el tiempo y en el
espacio, ya que su contenido sustancial depende de la facticidad diversa y de las
distintas corrientes de pensamiento que en un momento histórico dado actúen en un
determinado país. En otras palabras, y como dice Jorge Carpizo, "Las decisiones
fundamentales no son universales están determinadas por la historia y la realidad
sociopolítica de cada comunidad", considerándose como "principios que se han
logrado a través de luchas" y como "parte de la historia del hombre y de su anhelo de
libertad". 35
Ahora bien, el señalamiento de las decisiones fundamentales en cada Constitución
conduce a la fijación de sus normas básicas y de las que no tienen este carácter. Las
primeras son precisamente las que involucran tales decisiones, declarando ios
principios fundamentales de índole política, económica, social o religiosa que
expresan. Las segundas, en cambio, son disposiciones del ordenamiento
constitucional que desarrollan dichos principios, estableciendo sus contornos
preceptivos generales.
Las decisiones fundamentales son las valoraciones normativizadas, o sea,
convertidas en normas jurídicas, equivale a lo que se denomina llanamente "la
Constitución real dinámica" de un pueblo. Al insinuar que existe normalidad "positiva"
y normalidad "negativa", Séller citado por Burgoa, sostiene que sólo la primera es
digna de normativizarse, es decir, de expresarse en principios axiológicos que, al
acogerse en la "Constitución normada", esto es, para nosotros, en la Constitución
jurídico-positiva, se traducen en las decisiones fundamentales. "La Constitución
normada, escribe, consiste en una normalidad de la conducta normada jurídicamente
o extrajurídicamente por la costumbre, la moral, la religión, la urbanidad, la moda,
etc. Pero las normas constitucionales, tanto jurídicas como extrajurídicas, son, a la
vez que reglas empíricas de previsión, criterios positivos de valoración del obrar.
35 Estudios Constitucionales. Ed. Porrúa. 7a ed., México, 1999. p. 298.
Porque también se roba y se asesina con regularidad estadísticamente previsible sin
que, en ese caso, la normalidad se convierta en normatividad. Sólo se valora
positivamente y, por consiguiente, se convierte en normatividad, aquella normalidad
respecto de la cual se cree que es una regla empírica de la existencia real, una
condición de existencia ya de la Humanidad en general, ya de un grupo humano." 36
Las decisiones fundamentales, en cuanto a su contenido ideológico y a las materias
sobre las que son susceptibles de formularse, están sujetas al tiempo y al espacio.
Varían no sólo entre uno y otro Estado, sino en el devenir histórico de un mismo
pueblo o nación. Además, la inclusión de ciertas declaraciones constitucionales
dentro del cuadro de las citadas decisiones, o su exclusión de éste, son tópicos que
se prestan frecuentemente a la estimación subjetiva de quien los pondera. En otras
palabras, no todos los autores o pensadores, respecto de una determinada
Constitución, pueden coincidir en las decisiones fundamentales que comprende su
totalidad normativa.
Así, con respecto a México, Luis F. Canudas Oreza citado por Burgoa,37 considera
con ese carácter a las declaraciones dogmáticas siguientes: radicación popular de la
soberanía; dimanación del pueblo de todo poder público; modificabilidad o
alterabilidad, por el pueblo, de la forma de gobierno; adopción de la forma
republicana de gobierno y del federalismo como forma de Estado; democracia
36 Ignacio Burgoa. Op. cit. p. 354. 37 Ibídem. p. 555.
representativa; institución de los derechos públicos individuales y sociales; división o
separación de poderes; y libertad y autonomía del municipio.
Por su parte, Jorge Carpizo38 divide las decisiones fundamentales en materiales y
formales. Las materiales, afirma, "son las sustancias del orden jurídico", o sea, "una
serie de derechos primarios que la Constitución consigna y las formales son esa
misma substancia, sólo que en movimientos: son los principios que mantienen la
vigencia y el cumplimiento de las decisiones materiales", reputando con esta índole
en México a "la soberanía, derechos humanos, sistema representativo y supremacía
del poder civil sobre la Iglesia y como formales la división de poderes, federalismo y
el juicio de amparo".
Las decisiones fundamentales, pueden ser políticas, sociales, económicas, culturales
y religiosas desde el punto de vista de su contenido, mismo que atribuye una cierta
tónica ideológica a un cierto orden constitucional y marca los fines del Estado y los
medios para realizarlos.
Con referencia a la Constitución mexicana de 1917, dichas decisiones, son las
siguientes: a) políticas, que comprenden las declaraciones respecto de: 1. soberanía
popular; 2. forma federal de Estado, y 3. forma de gobierno republicana y
democrática; b) jurídicas que consisten en: 1. limitación del poder público en favor de
los gobernados por medio de las garantías constitucionales respectivas; 2. institución
38 Idem.
del juicio de amparo como medio adjetivo para preservar la Constitución contra actos
de autoridad que la violen en detrimento de los gobernados, y 3 en general, sumisión
de la actividad toda de los órganos del Estado a la Constitución y a la ley, situación
que involucra los principios de constitucionalidad y legalidad; c) sociales, que
estriban en la consagración de derechos públicos subjetivos de carácter
socioeconómico, asistencial y cultural en favor de las clases obrera y campesina y de
sus miembros individuales componentes, es decir, establecimiento de garantías
sociales de diverso contenido; d) económicas, que se traducen en: 1. atribución al
Estado o a la nación del dominio o propiedad de recursos naturales específicos; 2.
gestión estatal en ciertas actividades de interés público, y 3. intervencionismo de
Estado en las actividades económicas que realizan los particulares y en aras de
dicho interés; e) culturales, es decir, las que se refieren a los fines de la enseñanza y
de la educación que imparte el Estado y a la obligación a cargo de este, consistente
en realizar la importante función social respectiva en todos los grados y niveles de la
ciencia y de la tecnología, con base en determinados principios y persiguiendo
ciertas tendencias; f) religiosas, que conciernen a la libertad de creencias y cultos,
separación de la Iglesia y del Estado y desconocimiento de la personalidad jurídica
de las iglesias independientemente del credo que profesen.
La evolución constitucional de un país, es decir, su renovación y revitalización
jurídica, dependen directamente de las transformaciones que su Constitución real y
teleológica experimente en los diversos ámbitos de su implicación o consistencia.
Estos fenómenos, esencialmente dinámicos, culminan en la formulación de las
decisiones fundamentales que, a su vez, están sujetas al revisionismo de los factores
reales de poder que actúen en un momento o en una época histórica determinados.
Por ello, el progreso de una nación se advierte en la índole de los principios que
traducen las mencionadas decisiones, las cuales, por su parte, entrañan el contenido
de las normas y declaraciones jurídicas básicas de una Constitución. Aplicando este
criterio al constitucionalismo mexicano se puede observar su ¡negable evolución en la
historia jurídico-política de nuestro país pero esta evolución, no se ha traducido en
cambios repentinos y súbitos de las estructuras socioeconómicas del Estado que
generalmente pueden obedecer a afanes inconsultos de imitación extra lógica y, por
ende, perjudiciales, sino que, por lo contrario, ha respondido a la problemática del
pueblo y a la tendencia consiguiente para resolver las múltiples y variadas cuestiones
que la integran en una proyección de progreso en beneficio de los grupos
mayoritarios de la sociedad mexicana. Estas ideas se corroboran por la simple
exploración histórica acerca de nuestro constitucionalismo. Desde que México es un
Estado independiente, las decisiones fundamentales consistentes en la radicación
popular de la soberanía y en la forma gubernativa democrática y, republicana, se
adoptaron, con variantes no esenciales, desde la Constitución de 1824 hasta la Ley
Suprema que actualmente nos rige, por los distintos ordenamientos constitucionales
que registra nuestra historia, en la que los: ensayos juríd ico-políticos de carácter
monárquico no tuvieron trascendencia. Por lo que atañe a la limitación del poder
público en favor de los gobernados, las instituciones de derecho constitucionales
propendentes a esta finalidad siempre se establecieron, destacándose, además, la
tendencia de asegurarlas adjetivamente por diferentes medios que a la postre
culminaron con la implantación de nuestro juicio de amparo.
En cuanto a la forma de Estado, la decisión fundamental correspondiente osciló,
hasta antes de la Constitución de 1857, entre el federalismo y el centralismo,
habiéndose adoptado definitivamente el primer sistema. Progreso indiscutible, en
relación con los ordenamientos constitucionales anteriores se patentiza en la
Constitución de 1917 por lo que concierne a la importante y trascendental decisión
fundamental consistente en la institución de garantías sociales que el
constitucionalismo mundial no habla establecido con anterioridad. En la historia de la
Humanidad, México fue el primer país que institucionalizó, con rango constitucional,
las indicadas garantías, circunstancia que ha sido exaltada por Alberto Trueba
Urbina, citado por Burgoa,39 como en seguida se reproducen: "Así como la
Constitución norteamericana de 1776 (sic), los Bill of Rights y la Declaración francesa
de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, inician la etapa de las
Constituciones políticas y consiguientemente el reconocimiento de los derechos
individuales, la Constitución mexicana de 1917 marca indeleblemente la era de las
Constituciones político-sociales, iluminando el Universo con sus textos rutilantes de
contenido social; en ella no sólo se formulan principios políticos, sino también normas
sociales en materia de educación, economía, trabajo, etc., es decir, reglas para la
solución de problemas humano-sociales. Este es el origen del constitucionalismo
político-social en nuestro país y en el extranjero. La prioridad de la Constitución
mexicana de 1917 en el establecimiento sistemático de derechos fundamentales de
integración económica y social es reconocida por ilustres tratadistas extranjeros,
americanos y europeos."
39 Op. cit., p. 357.
CAPÍTULO SEGUNDO.
EL ORDEN JURÍDICO Y SU CONSTITUCIÓN.
(BREVE DESCRIPCIÓN DEL PROCESO DE CREACIÓN DEL DERECHO).
1. GENERALIDADES
Los juristas dedicados al estudio del Derecho Constitucional habitualmente
comienzan su explicación con la búsqueda de una definición persuasiva o de un
concepto ad hoc de "Constitución" o de "Derecho Constitucional". Una vez
"satisfecho" con mayor o menor éxito este cometido, consideran que han dado
cuenta, aunque sea en parte, de tales fenómenos. Esto, a mi juicio, es un error. Una
correcta explicación de la Constitución de un orden jurídico presupone un claro
entendimiento de los conceptos jurídicos de los cuales el concepto de Constitución
es dependiente.
El concepto de Constitución, contrariamente a lo que podría suponerse, no es un
concepto jurídico primario. Tres son, inter alia, los conceptos que necesariamente
presupone: los conceptos de norma, de facultad y de orden jurídico. Cualquier intento
por penetrar la "naturaleza" de la Constitución de un orden jurídico sin un adecuado
conocimiento de estos conceptos no puede ser fructífero. Aún más, considero que
una noción correcta de Constitución (y, consecuentemente, de Derecho
Constitucional) depende de una teoría apropiada del orden jurídico, así como de una
apropiada explicación de sus componentes (las normas jurídicas).
2. EL ORDEN JURÍDICO.
Los órdenes jurídicos deben ser considerados como intrincadas urdimbres de actos y
"materiales" jurídicos interrelacionados que realizan diversas funciones. Una de las
funciones relevantes es, precisamente, la función constitucional. ¿Cuáles son las
funciones de las que se ocupa una teoría del orden jurídico? ¿En cuáles es relevante
el concepto de Constitución?
Una teoría del orden jurídico se compone de las explicaciones a los siguientes
problemas: existencia, identidad, estructura y contenido del orden jurídico. Los
juristas distinguen entre órdenes jurídicos existentes y aquellos que han dejado de
existir, e.g. el derecho visigodo. Los juristas dicen, por ejemplo, que el orden jurídico
francés existe en Francia, no en Dinamarca; que el orden jurídico alemán de
nuestros días es diferente del que existió en Alemania durante el Tercer Reich. Uno
de los objetos de una teoría del orden jurídico es, precisamente, proporcionar un
criterio que permita verificar o refutar tales enunciados. A estos se suman otros
problemas. ¿Qué normas forman un mismo orden jurídico? ¿A qué orden jurídico
pertenece una norma? ¿Hay una estructura común a todos los sistemas jurídicos?
¿Hay algún elemento que, de una u otra manera, ocurra en todos los órdenes
jurídicos o en ciertos tipos de órdenes jurídicos?, etcétera.
Toda teoría del orden jurídico debe proporcionar necesariamente una respuesta
apropiada a los problemas de existencia e identidad del orden jurídico. Los criterios
de existencia e identidad son parte necesaria de cualquier definición apropiada de
orden jurídico. El concepto de Constitución es relevante para la formulación de tales
criterios.
Para penetrar la "naturaleza" del derecho, el cual sólo se da en forma de órdenes
jurídicos históricos, es necesario considerar las relaciones que sus componentes
guardan entre sí. Un claro entendimiento del concepto de orden jurídico es condición
de una correcta explicación de cualquiera de sus componentes. La explicación del
orden jurídico consiste esencialmente en el esclarecimiento de las funciones y de las
relaciones que realizan las "unidades" que lo componen. Una de estas funciones es
la función constitucional.
3. LA CREACIÓN JURÍDICA.
Si se observa con atención el orden jurídico, uno se percata que, contrariamente a lo
que habitualmente se cree, los diferentes elementos que forman un orden jurídico,
los "materiales" jurídicos (leyes, testamentos, tratados, constituciones, sentencias,
etcétera), así como los actos que crean y aplican, no son independientes los unos de
los otros. Los "materiales" jurídicos se encuentran de tal forma relacionados que para
que el orden jurídico opere es necesario que los actos que los crean se produzcan o
efectúen en un cierto orden que va de los actos jurídicos condicionantes (e.g. actos
legislativos) a los actos jurídicos condicionados (sentencias, resoluciones
administrativas), conexión sin la cual no es posible la "creación escalonada del
derecho". 40
Todos los actos jurídicos se encuentran condicionados por los actos jurídicos que les
preceden, entonces éstos pueden representarse como un condicionamiento sucesivo
de actos jurídicos:
a 1 — a 2 — a 3 — a 4 — a 5
Donde los actos jurídicos a1 condicionan los actos a2, éstos, a su vez, los actos a3,
etcétera. Es fácil percatarse de que el último elemento de la sucesión condicional de
actos jurídicos, a5, no condiciona a ninguno otro; de ahí que sea considerado como
las consecuencias de esta sucesión. Por su parte, a4 será la condición inmediata de
las consecuencias, mientras que a1 será la condición más mediata de las
40 En gran medida estas explicaciones son una reformulación de la tesis kelseniana elaboradas por Rolando Tamayo y Salmorán. El Constitucionalismo en las Postrimerías del Siglo XX. La Constitución Mexicana 70 años después. Tomo VI. Ed. U.N.A.M., México, 1988. pp. 503-516.
consecuencias, condición que tiene la particularidad de no estar condicionada por
ninguna otra.
Con la expresión "Rechtsornung" (ordre juridique, legal system) los juristas
indistintamente se refieren a un conjunto de "materiales" jurídicos (leyes, contratos,
sentencias) o a un compuesto de actos jurídicos (actos legislativos, reglamentarios,
judiciales) los cuales producen y aplican tales "materiales". En virtud de que la
función esencial de estos "materiales" es guiar el comportamiento humano, de
manera más bien dogmática, voy a llamarlos "normas jurídicas" (i.e. instrucciones,
reglas o directivos que definen y prescriben un curso de acción).
Haciendo abstracción de los actos, la dogmática jurídica normalmente considera al
orden jurídico como un conjunto de normas dadas, produciendo una imagen estática
del orden jurídico (imagen estática que, en gran medida, es resultado de la fijación
legislativa). Sin embargo, es necesario insistir, el orden jurídico se forma de ambos
componentes: el fáctico (los actos de creación y aplicación del derecho) el normativo
(las normas jurídicas que son creadas y aplicadas por tales actos). Ambos
componentes (normas y actos) se encuentran estrechamente relacionados. Lo
anteriormente expuesto da motivo a introducir nuevos elementos en el diagrama:
a 1 n1 a2 n2 a3 n3 a4 n4
Cada línea representa una norma que faculta o autoriza el acto que crea la norma
que le sucede. De esta manera tenemos que la norma n1 faculta o autoriza el acto
a2 cuya realización crea la norma n2. Los círculos siguen representando los actos
creadores (y aplicadores) de normas jurídicas, (Se ha eliminado del diagrama el
último acto de ejecución las -consecuencia-, en virtud de que no es indispensable en
la explicación que sigue). En lo sucesivo, se va a llamar a este diagrama cadena
normativa. En el diagrama claramente se observa que los actos jurídicos que
componen una cadena normativa, tienen que satisfacer las condiciones impuestas
por los actos jurídicos que les preceden.
Teniendo en cuenta lo anterior se va a introducir un concepto de validez que ayudará
a describir el funcionamiento de las cadenas normativas. "Validez" en el sentido de
"validez sistemática": x es n, si, y sólo si, x E N, donde N es una cadena normativa de
un orden jurídico (positivo) determinado. De esta forma, los componentes de una
cadena normativa valen (i.e. son parte de dicha cadena normativa, valen como leyes,
sentencias, constituciones) si satisfacen las reglas de formación del conjunto,
impuestas sucesivamente por los actos jurídicos que les preceden. Estas reglas de
formación no son otras sino aquellas que se introducen por la norma que faculta la
realización de ciertos actos. La relación de cada una de las etapas de creación
jurídica adquiere así el carácter de relación genética, en la cual se determinan las
condiciones bajo las cuales y los individuos por los cuales se crean las normas
subsecuentes. Resulta claro que el concepto básico de esta relación lo constituye el
concepto de facultad, concepto que explica la habilitación de un poder o capacidad
específicamente jurídica.
Volviendo al diagrama se tiene que para que n2 sea una norma válida es necesario
que n1 faculte a alguien a crear n2 y que a2 se conforme a las condiciones de
ejercicio impuestas por n1. La ausencia de cualquiera de estas condiciones hace que
la pretendida norma n2 sea nula o que a2 no tenga los efectos jurídicos que
pretendía tener). Dicho en otros términos: tales actos o "materiales" no son actos o
normas que pertenezcan a la cadena normativa que comienza con a1. Como puede
observarse, las normas (i.e. n1) no derivan de otras. El proceso de creación
normativa no opera por inferencia.
Si para que los actos de alguien valgan como actos creadores de normas es
necesario que exista la norma que faculte y que el ejercicio de tales facultades se
conforme a las condiciones establecidas por la norma que faculta, entonces el
enunciado que describe una creación (o modificación) jurídica es verdadero si, y sólo
si, existe una norma n que faculte a un individuo x a crear (modificar o derogar)
normas y x lo hace de conformidad con n.
4. ESTRUCTURA BÁSICA DEL ORDEN JURÍDICO.
Una cadena normativa es el conjunto de todas aquellas normas (n¡) tales que: cada
una autoriza la creación de otra norma del conjunto, excepto una (las consecuencias)
que no autoriza la creación de ninguna otra, y la creación de cada una de ellas es
autorizada por otra norma del conjunto, a excepción de una (n1) cuya creación no es
autorizada por ninguna norma de esta cadena de validez.
Ciertamente, el condicionamiento sucesivo de una cadena normativa no se limita al
hecho de que ciertas normas precedan a otras. Las normas que preceden a otras
señalan siempre las características que han de acompañar a los actos que las
aplican para que estos últimos puedan crear normas jurídicas válidas. Las normas (y
los actos jurídicos) adquieren su sentido jurídico específico (dentro de un orden
jurídico determinado) mientras determinen los actos que las aplican y se conforman a
las normas que las condicionan.
En el diagrama anterior se ha representado a una sola cadena normativa
considerada en forma aislada. Sin embargo, las cadenas pueden compartir varias
normas (o actos). El carácter común de ciertas normas (en el sentido de ser
compartidas por varias cadenas normativas) permite la "construcción" de órdenes
jurídicos. Formarán un mismo orden jurídico (parcial) aquellas normas que posean, al
menos, un acto jurídico creador común. De acuerdo con esto, el criterio de identidad
de un orden jurídico podría formularse de la manera siguiente: (1 ) hay por lo menos
un acto (de creación normativa) que es común a cualquier cadena normativa que
pertenezca al mismo orden jurídico y (2) hay al menos un acto jurídico que es parte
de todas las cadenas normativas de un orden jurídico. A partir de aquí se pueden
obtener los conceptos de acto constituyente y de Constitución: para todo orden
jurídico el acto jurídico común a todas las cadenas normativas de un orden jurídico
(histórico) es el acto originario, el acto fundante del sistema, o si se prefiere: el acto
constituyente del orden jurídico. La Constitución no es sino la(s) norma(s)
establecida(s) por dicho acto.
Las normas de cualquier cadena normativa se encuentran inmediatamente
precedidas por los actos jurídicos que las crean. Estos actos son actos de creación
de normas jurídicas en tanto se conforman con las normas que les preceden, las
cuales determinan las características que éstos deben tener para ser considerados
actos válidos. Una norma autoriza la creación de otra norma confiriendo facultades a
ciertas instancias, las cuales, haciendo uso de estas facultades, producen normas
jurídicas válidas. La última norma de una cadena normativa, una sentencia, por
ejemplo, es una norma válida del conjunto en la medida en que ha sido creada por
un acto jurídico que ha satisfecho las reglas de formación del conjunto (reglas de
formación que fueron introducidas, en primera instancia, por el acto constituyente y,
subsecuentemente, por los actos que progresivamente lo aplican). De esto se sigue
que toda norma de una cadena normativa encuentra su fuente o su origen o, si se
prefiere, su fundamento de validez, en el acto que la crea.
5. LA FUNCIÓN CONSTITUCIONAL.
De lo anteriormente expuesto se sigue que todos los actos jurídicos realizan una
función constitutiva o constituyente con respecto al "material" jurídico que les sucede.
En todas las etapas del proceso escalonado de creación jurídica se presenta la
misma relación condicional de determinación entre el acto jurídico constituyente y el
material jurídico constituido.
De lo anterior expresado se puede concluir que la Constitución (de un orden jurídico
positivo) no es una cosa, sino una función. Ahora bien, con el fin de evitar (eliminar)
los elementos emocionales que la dogmática constitucional incorpora al problema de
la creación (o aplicación) del derecho cuando se trata del primer acto de creación del
orden jurídico (más allá del cual no es posible jurídicamente remontar), debe
subrayarse que la relación que existe entre a1 y los actos que aplica(n) la(s) normas
que establece es exactamente igual a la que ocurre en cualquier momento de la
creación escalonada del derecho.
La función constituyente (o constitucional) es más o menos relativa; pertenece a
cualquier acto jurídico que funciona como la fuente de normas jurídicas válidas.
Empero, se puede reservar este término para designar la función que realiza el
primer acto creador del sistema. De la misma manera, se denominará "Constitución"
al conjunto de normas que son establecidas por el primer acto creador del sistema,
normas que determinan las formas y los procedimientos de creación del orden
jurídico.
Si la Constitución es el conjunto de normas establecidas por el acto constituyente del
orden jurídico, entonces la Constitución, al señalar las características que deben
tener los actos que (regularmente) la aplican contienen las primeras prescripciones
de la creación progresiva o escalonada del orden jurídico (las primeras reglas de
formación del sistema). Consecuentemente, cabe caracterizar a la Constitución como
el conjunto de reglas que establecen los primeros procedimientos de creación del
orden jurídico (siempre que el orden jurídico que propone exista efectivamente).
Es fácil percatarse de que el acto creador del sistema es una instancia de un poder
de creación jurídica. Claramente podemos observar que la arborescencia descansa
en un poder (legislativo) fundamental. Este poder (legislativo) fundamental es el
poder que crea la Constitución. Ahora bien, con la ayuda de los conceptos de poder
(legislativo) fundamental, i.e. acto originario, constituyente, y de Constitución,
podemos reformular el criterio de identidad de un orden jurídico de la siguiente
manera: un orden jurídico total (nacional) consiste en el acto constituyente y en todas
las normas creadas, directa o indirectamente, mediante el ejercicio de las facultades
conferidas por la Constitución.
6. LAS VARIACIONES JURÍDICAS.
La creación jurídica no se produce de una vez y para siempre ni a intermitencias
regulares. Por el contrario, la creación (o innovación) jurídica se produce de forma
constante. Este carácter constante de la creación jurídica conduce a considerar la
experiencia jurídica como una variación jurídica continua. El orden jurídico no es sino
el cuadro de las transformaciones jurídicas unitariamente consideradas.
Los órdenes jurídicos no se encuentran ni acabados ni en reposo; están en proceso
continuo. Es importante tener presente que las facultades conferidas por una norma
jurídica para crear normas subsecuentes pueden ser ejercidas repetidas veces. La
autoridad (individuo o grupo) investido con facultades de este tipo puede hacer uso
de ellas todas las veces que así lo decida. De esta forma, la autoridad referida podrá
crear varias normas en diferentes momentos. Esta circunstancia no puede apreciarse
en los diagramas anteriores, toda vez que ellos representan a un orden jurídico en
uno solo de sus momentos y no en su continuo devenir. Supongamos que la norma
n1 confiere a una determinada autoridad la facultad de crear normas jurídicas cada
vez que realice una instancia del acto a2. La autoridad referida puede crear tantas
normas como tantas veces haga uso de sus facultades (tantas veces como realice
a2):
De esto se sigue que es pues necesario introducir una distinción entre orden jurídico
"momentáneo" y "orden jurídico" propiamente dicho. A este último se llamará,
arbitrariamente, "sistema jurídico". El orden jurídico momentáneo es un subsistema
del sistema jurídico. Para cada orden jurídico momentáneo existe un sistema jurídico
que contiene todas las disposiciones jurídicas del orden jurídico momentáneo. Es
lógicamente imposible para un sistema jurídico contener un orden jurídico
momentáneo vacío. No existe un sistema jurídico que no contenga al menos un
orden jurídico momentáneo.
Resolver el problema de la continuidad de un orden jurídico (i.e. de un sistema
jurídico) consiste en explicar el paso de un orden jurídico momentáneo a otro dentro
de un mismo sistema jurídico.
7. EL CONCEPTO DE CONSTITUCIÓN MATERIAL,
SEGÚN ROLANDO TAMAYO Y SALMORÁN.
Teniendo en cuenta todo lo anteriormente dicho, podemos formular un concepto de
Constitución que sin ser contraintuitivo y sin contradecir los usos del lenguaje,
describe la Constitución de un orden jurídico histórico. La Constitución de un orden
jurídico es el conjunto de normas que confieren facultades, establecidas por el primer
acto constituyente del orden jurídico. Esta definición cubre todos los tipos de
constituciones que existen, y que es posible que existan.
De la anterior definición se sigue lógicamente que todo orden jurídico tiene
necesariamente una Constitución. Si un orden jurídico existe, posee, por fuerza, un
conjunto de normas establecidas por el primer, acto creador del orden jurídico,
normas que determinan las formas y procedimientos de la creación sucesiva del
derecho. Todo orden jurídico, del tipo que sea, con el régimen político que sustente,
la ideología que defienda, tendrá siempre una Constitución. Las normas que la
componen pueden constar por escrito, surgir por prácticas sociales o ser una
combinación de estos procedimientos.
Como se ha señalado con anterioridad, detrás de este concepto de Constitución
(Constitución de un orden jurídico positivo) se encuentra la noción de facultad, noción
sin la cual (conjuntamente con la de orden jurídico) el concepto de Constitución sería
poco explicativo si no es que incomprensible. Las normas que integran la
Constitución de un orden jurídico son normas que confieren facultades, es decir son
normas cuya función prescriptiva consiste en otorgar poderes, habilitar a ciertos
individuos para que realicen actos jurídicos válidos, (e.g. crear normas jurídicas
válidas). Ciertamente estas facultades son normalmente acompañadas con los
requerimientos que deben de satisfacer los actos que las aplican, así como de la
determinación de las características y ámbitos que habrán de tener las normas que
surjan del ejercicio de estas facultades. Como quiera que sea, el rasgo definitorio de
estas normas es el de conferir facultades. Esta idea podría ser reformulada de la
siguiente manera: no existe una norma constitucional (material) que no sea una
norma que confiera facultades (o que no sea parte de las condiciones de este
facultamiento). ¿Existe acaso, otra forma de establecer competencias?
La Constitución de un orden jurídico es el conjunto de normas que confieren
facultades establecidas por el acto constituyente del orden jurídico. Aquello que
exceda esta, caracterización, esto es, aquello que no sean normas que establezcan
los primeros procedimientos de creación, (sus límites y condiciones) de un orden
jurídico histórico, son palabras de un texto, prédicas sociales, idearios políticos,
serán cualquier cosa; pero no una Constitución de un orden jurídico positivo.
Rolando Tamayo y Salmorán concluye su exposición diciendo que: "Estos
argumentos serán fuertemente resistidos por aquellos que conciben a la Constitución
como una substancia, como una cosa ontológicamente Constitución, siempre
Constitución, o que no han podido diferenciar entre la Constitución de un orden
jurídico del documento llamado "Constitución"."41
41 Op. cit., p. 516. (Ver nota p. 106).
CAPÍTULO TERCERO.
CONCEPTO Y ESPECIES DE CONSTITUCIÓN.
La palabra Constitución proviene de los vocablos latinos Constitutio -Onis- y éstos a
su vez del griego Constipatio -Onis- que significa "Acción y efecto de constituir, crear
o erigir", "-Algo-".
En este sentido Aristóteles dió el nombre de Constitución a las normas jurídicas
relativas al ser del Estado.
El concepto de "Constitución" presenta diversas acepciones que han sido señaladas
por la doctrina. Esta diversidad obedece a diferentes puntos de vista desde los
cuales se ha tratado de definirlo. Se habla, en efecto, de "Constitución social" y de
"Constitución política", como lo hacen Hauriou y Trueba Urbina, así como de
Constitución en sentido "absoluto", "relativo", "positivo" e "ideal" según Cari Schmitt,
para no citar a otros tratadistas que, como Héller y Friedrich, aducen otros tipos de
"Constitución".
La mayoría de los tratadistas de Derecho Constitucional, en lugar de ofrecer un
concepto único de Constitución, suelen adjetivarla para referirse a una pluralidad de
acepciones. Así, Biscaretti distingue los siguientes tipos de Constitución: institucional,
substancial, formal, instrumental, histórico y material. Palmerini habla, además, del
concepto dinámico. La distinción de Hauriou entre Constitución social y Constitución
política es ya clásica, así como los cuatro tipos descritos por Schmitt: absoluto,
relativo, positivo e ideal. Heller distingue cinco conceptos de Constitución: dos
sociológicos, dos jurídicos y uno formal. Friedrich enumera, como más importantes,
seis conceptos de Constitución: Filosófico o totalitario (todo el estado de cosas de
una ciudad), estructural (organización real del gobierno), jurídico (normas jurídicas
generales que reflejan una concepción general de la vida), documental (Constitución
escrita), de procedimiento (que supone un procedimiento democrático de reforma) y
funcional (proceso mediante el cual se limita efectivamente la acción gubernamental).
Entre nuestros autores, Sánchez Agesta, después de separar los conceptos formal y
material de Constitución, incluye en este último tres tipos distintos: la Constitución
como norma, como decisión y como orden concreto; y García Pelayo, apoyándose
en las corrientes sociales del siglo XIX, describe tres conceptos de Constitución: el
racional-normativo, el histórico-tradicional y el sociológico.
Para Jellinek, la Constitución abarca los principios jurídicos que designan a los
órganos supremos del Estado, los modos de su creación, sus relaciones mutuas,
fijan el círculo de su acción, y, por último, la situación de cada uno de ellos respecto
del poder del Estado", idea que, más que expresar un tipo de Constitución, describe
el contenido político de la misma, procediendo de igual manera el tratadista
mexicano Felipe Tena Ramírez. 42
Según Mario de la Cueva, "La Constitución vivida o creada es la fuente formal del
derecho, y en verdad la única que posee el carácter de fuente primaria colocada por
42 Felipe Tena Ramírez. Derecho Constitucional Mexicano. Ed. Porrúa. 23a ed. México, 1989. pp. 20 a 24.
encima del Estado, porque contiene la esencia del orden político y jurídico, por lo
tanto, la fuente de la que van a emanar todas las normas de la conducta de los
hombres y las que determinan la estructura y actividad del Estado.
Las numerosas ideas que se han expuesto sobre el concepto Constitución, pueden
resumirse en dos tipos genéricos, que son: la Constitución real, ontològica, social y
deontológica, por una parte, y la jurídico positiva, por la otra.
El primer tipo se implica en el ser y modo de ser de un pueblo, en su existencia social
dentro del devenir histórico, la cual, a su vez, presenta diversos aspectos reales,
tales como el económico, el político y el cultural primordialmente (elemento
ontològico); así como en el desiderátum o tendencia para mantener, mejorar o
cambiar dichos aspectos (elemento deontológico o "querer ser"). Este tipo de
Constitución se da en la vida misma de un pueblo como condición sine qua non de
su identidad (Constitución real), así como en su propia finalidad (Constitución
teleologica), con abstracción de toda estructura jurídica.
El término y el concepto de Constitución real fueron empleados por Fernando Lasalle
para designar a la estructura ontològica misma de un pueblo, es decir, su ser y su
modo de ser. "Una Constitución real y efectiva la tienen y la han tenido siempre todos
los países, Del mismo modo y por la misma ley de necesidad que todo cuerpo tiene
una Constitución, su propia Constitución, buena o mala, estructurado de un modo o
de otro, todo país tiene, necesariamente, una Constitución real y efectiva, pues no se
concibe país alguno en que no imperen determinados factores reales de poder,
cualesquiera que ellos sean. La presencia necesaria, esencial, innegable, de la
Constitución real de un pueblo, que expresa la "quididad" misma de éste, no puede
inadvertirse; y tan es así que la doctrina, con diferentes denominaciones, se ha
referido a ella.
Schmitt, verbigracia, le da el nombre de "Constitución en sentido absoluto",
aseverando que a todo Estado corresponde: unidad política y ordenación social,
unos ciertos principios de la unidad y ordenación; alguna instancia decisoria
competente en el caso crítico de conflictos de intereses o de poderes. Esta situación
de conjunto de la unidad política y la ordenación social se puede llamar Constitución.
Entonces la palabra, no designa un sistema o una serie de preceptos jurídicos y
normas con arreglo a los cuales se rija la formación de la voluntad estatal y el
ejercicio de la actividad del Estado, y a consecuencia de los cuales se establezca la
ordenación, sino más bien el Estado particular y concreto -Alemania, Francia,
Inglaterra- en su concreta existencia política. El Estado no tiene una Constitución
'según la que' se forma y funciona la voluntad estatal, sino que el Estado es
Constitución, es decir, una situación presente del ser, un status de unidad y
ordenación. El Estado cesaría de existir cesara esta Constitución, es decir, esta
unidad y ordenación.
Por su parte, Karl Loeweinstein, al considerar que el telos de toda Constitución es la
creación de instituciones para limitar y controlar el poder político, hace referencia a la
Constitución real u ontològica. Al respecto afirma que cada sociedad estatal,
cualquiera que sea su estructura social, posee ciertas convicciones comúnmente
compartidas y ciertas formas de conducta reconocidas que constituyen en el sentido
aristotélico de politeia su Constitución. Consciente o inconscientemente, estas
convicciones y formas de conducta representan los principios sobre los que se basa
la relación entre los detentadores y los destinatarios del poder, concluyendo que la
totalidad de estos principios y normas fundamentales constituye la Constitución
ontológica de la sociedad estatal, que podrá estar o bien enraizada en las
convicciones del pueblo, sin formalización expresa -Constitución en sentido
espiritual, material- o bien podrá estar contenida en un documento escrito-
Constitución en sentido formal-.
Burdeau, a su vez, proporciona un concepto muy claro y exhaustivo de "Constitución
real" que él denomina "Constitución social", distinguiéndola de la 'Constitución
política", que es la jurídico-positiva: Independientemente de los usos o de las reglas
que presiden la disposición y el ejercicio de la autoridad, toda sociedad humana tiene
una Constitución económica y social. El fenómeno constitucional aparece, pues,
como extremadamente general, puesto que se exterioriza en las normas que rigen a
una colectividad desde que se establece su estructura por la búsqueda de cierto
objetivo. Hay, en consecuencia, una Constitución de la familia, de empresa, de la
ciudad, de la Iglesia, etc... En un grado más amplio todavía, el grupo nacional,
observado desde el punto de vista físico, étnico, económico y aun sociológico, tiene
también una Constitución que traduce la manera como, en él, funcionan sus diversas
manifestaciones. Esto es así porque la existencia la autonomía de una comunidad
están subordinadas a la vez a la cohesión de sus elementos naturales y a la
conciencia que sus miembros tienen acerca de originalidad del grupo que forman.
Esta originalidad o, por mejor decir, esta diferencia resulta tanto de los caracteres
permanentes de la sociedad considerada como de los accidentes debidos al
encadenamiento de fenómenos históricos. Es, pues, verdad decir que toda sociedad
"tiene su genio propio, su modo de actividad, su ingeniosidad, sus aptitudes, su
energía nativa o su pereza congènita, sus ambiciones de ideal o sus apetitos de
gozo, sus disposiciones comunitarias, su espíritu de equipo o su individualismo
marcado. De la combinación de estos diversos factores, de la preponderancia o de la
impotencia de algunos ellos resulta la manera de ser de la sociedad que la distingue
de las otras y cuyos rasgos son suficientemente durables y actuantes para que se
pueda deducir de ellos un esquema teórico. Este esquema es la Constitución social.
Esta Constitución social preexiste a la Constitución política y, eventualmente, le
sobrevive. Ofrece, por lo demás, un carácter de espontaneidad que no presenta en el
mismo grado la Constitución política, siempre artificial y voluntaria por algunas
facetas. De estos rasgos se ha pretendido obtener el argumento en favor de la
superioridad de la Constitución social de un país sobre su Constitución política y es
tradicional, principalmente entre los anglosajones, afirmar que esta última no tiene
sentido sino en la medida en que garantice y sancione las maneras de ser de la vida
social a la cual éstas están acostumbradas.
Por lo que concierne a lo que se ha llamado Constitución teleologica, ésta no tiene
una dimensión óntica como ser y modo de ser de un pueblo, sino que denota el
conjunto de aspiraciones o fines que a éste se adscriben en sus diferentes aspectos
vitales, implicando su querer ser. Desde este punto de vista, la Constitución
teleologica responde a lo que el pueblo "quiere" y "debe" ser o a lo que se "quiere"
que el pueblo sea o "deba" ser. Este "querer" y "deber" ser no entrañan meras
construcciones especulativas o concepciones ideológicas, sino tendencias que
desarrollan los factores reales de poder, De ello se concluye que la "Constitución
teleologica" no consiste sino en los objetivos de la Constitución real, demarcados,
sustantivados y condicionados por dichos factores.
En la Constitución real, se encuentra la vasta problemática de un pueblo como
resultante de una múltiple gama de circunstancias y elementos que también,
obviamente, se localizan en ella. Por su parte, en la Constitución teleologica se
comprenden las soluciones que a dicha problemática pretenden dar los factores
reales de poder desde distintos puntos de vista, tales como el político, el cultural y el
socioeconómico principalmente. Ambas especies de "Constitución" son prejurídicas y
metajurídicas en su existencia primera, o sea, existen en la dimensión ontològica y
teleologica del pueblo mismo como unidad real independientemente de su
organización jurídica o incluso sin esta organización. En otras palabras, dichas
constituciones no son jurídicas, aunque sean o deban ser el contenido de las
jurídicas.
La, Constitución jurídico-positiva se traduce en un conjunto de normas de derecho
básicas y supremas cuyo contenido puede o no reflejar la Constitución real o la
teleologica. Es dicha Constitución, en su primariedad histórica, la que da origen al
Estado. En la primera hipótesis que se acaba de señalar, la vinculación entre la
Constitución real y teleologica, por un lado, y la Constitución jurídico-positiva, por el
otro, es indudable, en cuanto que ésta no es la forma normativa de la materia
normada, que es aquélla. En la segunda hipótesis no hay adecuación entre ambas,
en el sentido de que la Constitución real y teleológica no se convierte en el
substratum de la Constitución jurídico-positiva, o sea, que una y otra se oponen o
difieren, circunstancia que históricamente ha provocado la ruptura del orden social,
político y económico establecido normativamente. De esto se infiere que la
vinculación de que hemos hablado entraña la legitimidad o autenticidad de una
Constitución jurídico-positiva y la inadecuación que también se menciona, su
ilegitimidad o su carácter obsoleto, ya que o se impone a la Constitución real o no
responde a la Constitución teleológica de un pueblo.
Lasalle, citado por Burgoa,43 se preguntaba en qué casos una Constitución escrita -o
jurídico-positiva- es buena y duradera, y responde que "cuando esa Constitución
escrita corresponde a la Constitución real, a la que tiene sus raíces en los factores de
poder que rigen en el país, añadiendo que allí donde la Constitución escrita no
corresponde a la real, estalla inevitablemente un conflicto que no hay manera de
eludir y en el que a la larga, tarde o temprano, la Constitución escrita, la hoja de
papel, tiene necesariamente que sucumbir ante el empuje de la Constitución real, de
las verdaderas fuerzas vigentes en el país.
Es evidente que el estudio de estos dos últimos tipos de Constitución corresponde a
diversas disciplinas culturales, tales como la filosofía, la política la economía, la
sociología, la historia, etc., distintas, aunque no apartadas de investigación jurídica.
43 Ignacio Burgoa. Op. cit. p. 323.
Conforme a la lógica jurídica, toda Constitución positiva debe ser el elemento
normativo en que trascienden las potestades de autodeterminación y autolimitación
de la soberanía popular, mismas que traducen el poder constituyente. En efecto, la
autodeterminación del pueblo se manifiesta en la existencia de un orden jurídico, que
por sí solo excluye la idea de arbitrariedad. El Derecho, pues, en relación con el
concepto de poder soberano, se ostenta como medio de realización normativa de la
capacidad autodeterm¡nativa.
Ahora bien, la autodeterminación, lo mismo que la autolimitación, pueden operar por
el derecho positivo en forma directa o indirecta o, mejor dicho, originaria o derivada.
En efecto, el orden jurídico de un Estado que implica uno de los elementos de su
sustantividad, comprende todo un régimen normativo que suele clasificarse en dos
grandes grupos o categorías de disposiciones de derecho, las constitucionales, que
forman un todo preceptivo llamado Constitución en sentido jurídico-positivo y las
secundarias, emanadas de él que a su vez se subdividen en varios cuerpos legales
de diversa índole, a saber: sustantivas, orgánicas, adjetivas, federales, locales, etc.
Pues bien, es la Constitución la que directa y primordialmente objetiva y actualiza las
facultades de autodeterminación y autolimitación de la soberanía popular, por lo que
reciben también el nombre de Ley Fundamental, en vista de que finca las bases de
calificación, organización y funcionamiento del gobierno del Estado o del pueblo,
(autodeterminación) y establece las normas que encauzan el poder soberano,
(autolimitación), consignando, en primer término, derechos públicos subjetivos que el
gobernado puede oponer al poder público estatal, y en segundo lugar competencias
expresas y determinadas, como condición sine qua non de actuación de los órganos
de gobierno.
En efecto, refiriéndonos a nuestra Constitución, ésta, en su artículo 124, establece el
principio de facultades expresas o limitadas para las autoridades federales y, no
obstante que dispone que las facultades o atribuciones que no se encuentren dadas
expresamente a la Federación se entienden reservadas a los Estados, también para
la actuación pública de éstos consignan un principio de delimitación de competencias
para sus órganos correspondientes en el artículo 43, cuya parte conducente dice: "El
pueblo ejerce su soberanía por medio de los Poderes de la Unión, en los casos de la
competencia de éstos, y por los de los Estados, en lo que toca a sus regímenes
interiores, en los términos respectivamente establecidos por la presente Constitución
Federal y las particulares de los Estados...", mandamiento que encierra un evidente
principio de régimen de legalidad por lo que toca a las competencias federal y local.
El orden constitucional, es decir, aquel que se establece por las normas
fundamentales del Estado, puede manifestarse, desde el punto de vista formal, en
dos tipos de constituciones: las escritas y las consuetudinarias, cuyos caracteres no
se presentan con absoluta independencia y aislamiento en los regímenes en los
cuales respectivamente existen, pues en éstos suelen combinarse las notas
características de ambos sistemas constitucionales, siendo la preeminencia de unas
u otras lo que engendra la calificación constitucional del un determinado régimen de
derecho.
Las constituciones escritas, generalmente adoptadas según los modelos americano y
principalmente francés, son aquellas cuyas disposiciones se encuentran plasmadas
en un texto normativo más o menos unitario, en forma de articulado, en el cual las
materias que componen la regulación constitucional están normadas con cierta
precisión. El carácter escrito de una Constitución es una garantía para la soberanía
popular y para la actuación jurídica de los órganos y autoridades estatales, quienes
de esa manera encuentran bien delimitados sus deberes, obligaciones y facultades,
siendo, por ende, fácil de advertir cuando surja una extralimitación o transgresión en
su actividad pública.
Karl Loewnstein, citado por Burgoa44, ha llamado "universalismo de la Constitución
escrita" a la expansión de este tipo formal de Constitución jurídico-positiva que tiene
su origen en Norteamérica y en la Revolución francesa. Desde Europa, la
Constitución escrita condujo su carro triunfal por todo el mundo. Durante el último
siglo y medio se ha convertido en el símbolo de la conciencia nacional y estatal, de la
autodeterminación y de la independencia. Ninguna de las naciones que -en las
sucesivas olas de nacionalismo que han inundado el mundo desde la Revolución
francesa, se han ido liberando de una dominación extranjera- ha dejado,
frecuentemente bajo graves dificultades, de darse una Constitución escrita, fijando
así en un acto libre de creación los fundamentos para su existencia futura. La
soberanía popular y la Constitución escrita se han convertido práctica e
ideológicamente en conceptos sinónimos.
La Constitución de tipo consuetudinario implica un conjunto de normas basadas en
prácticas jurídicas y sociales de constante realización, cuyo escenario y protagonista
es el pueblo o la comunidad misma. La Constitución consuetudinaria, a diferencia de
44 Op. cit. p. 324.
la escrita, no se plasma en un todo normativo, sino que la regulación que establece
radica en la conciencia popular formada a través de la costumbre y en el espíritu de
los jueces. Sin embargo, en los países en los que se haya adoptado o, mejor dicho,
en los que exista un orden constitucional consuetudinario, no se excluye totalmente
la existencia de leyes o normas escritas, que componen una mínima parte del orden
jurídico estatal respectivo. Así, verbigracia, en Inglaterra, donde hay una Constitución
consuetudinaria, coexisten con ésta varios cuerpos legales que, en unión del comon
law o derecho común inglés, forman el status jurídico que se caracteriza por su
hibridismo.
Son patentes las ventajas que presenta la Constitución escrita sobre la del tipo
consuetudinario, principalmente por lo que se refiere a la violabilidad de sus normas
o disposiciones. En efecto, a diferencia de las constituciones escritas, en las
consuetudinarias es más difícil establecer la competencia de los órganos del Estado
y saber con certeza cuándo surge una contravención al régimen constitucional, dado
que no están integradas por textos precisos, dificultad que se agrava cuando los
pueblos en los que existen no tienen cultura o espíritu jurídico.
Emilio Rabasa elabora una división de las constituciones, en consideración al medio
o manera de establecer su vigencia en un Estado determinado. Alude a diversos
regímenes jurídicos históricamente dados, afirmando que la Constitución
espontánea, o sea, aquella que emana naturalmente del pueblo por medio de
prácticas sociales reiteradas y continuas, y que es de índole consuetudinaria, es la
que tiene Inglaterra; que por lo que concierne a los Estados Unidos, hay una
Constitución ratificada, es decir, sometida a convenciones locales en cada entidad
federativa de dicho país; y por lo que atañe a México, y en general, a las naciones
latinoamericanas, existen y han existido constituciones impuestas, esto es, cuerpos
normativos elaborados en un gabinete, por así decirlo, cuya observancia se impone
al pueblo, prescindiendo de que respondan o no a su idiosincrasia, o sea, a su
Constitución real y teleológica.
Desde el punto de vista de su reformabilidad, las constituciones jurídicopositivas de
carácter formal escrito pueden ser rígidas o flexibles.
Un criterio muy importante para clasificar las constituciones se funda en el contenido
ideológico de las mismas, la Constitución teleológica como conjunto de objetivos que
persiguen los factores reales de poder, proclaman diferentes principios que tienden a
convertirse en declaraciones fundamentales de la Constitución jurídico-positiva.
Ahora bien, según tales principios y las declaraciones que los expresan, las
constituciones de este último tipo suelen clasificarse como "burguesas", "socialistas1.,
"individualistas"., "colectivistas" y en otras varias subespecies, cuya índole ideológica
deriva de las tendencias de los factores reales del poder que en el acto constituyente
o de producción constitucional hayan tenido hegemonía.
Las mencionadas especies de Constitución pueden englobarse dentro del tipo que
Cari Schmitt, citado por Burgoa45 llama Constitución ideal con frecuencia, se designa
como verdadera o auténtica Constitución, por razones políticas, la que responde a un
45 Op. cit. p. 325
cierto ideal de Constitución, apoyando esta consideración en las siguientes
apreciaciones: La terminología de la lucha política comporta el que cada partido en la
lucha reconozca una verdadera Constitución sólo aquella que se corresponda con
sus postulados políticos. Cuando los contrastes de principios políticos y sociales son
muy fuertes, puede llegarse con facilidades a que un partido niegue el nombre de
Constitución a toda Constitución que no satisfaga sus aspiraciones. En particular, la
burguesía liberal, en su lucha contra la Monarquía absoluta, puso en pie un cierto
concepto ideal de Constitución y lo llegó a identificar con el concepto de Constitución.
Se hablaba, pues, de 'Constitución' sólo cuando se cumplían las exigencias de
libertad burguesa y estaba asegurado un adecuado influjo a la burguesía.
Cuando adquieren influjo político partidos con opiniones y convicciones
contradictorias, se manifiesta su fuerza política en que prestan a los conceptos -
imprecisos por necesidad de la vida del Estado, tales como Libertad, Derecho, Orden
público y seguridad, su contenido concreto. Es explicable que "libertad", en el sentido
de una ordenación social burguesa apoyada en la propiedad privada, signifique cosa
distinta que en el sentido de un Estado regido por un proletariado socialista; que el
mismo hecho calificado en una Monarquía como atentado a la tranquilidad, seguridad
y orden público sea juzgado de otro modo en una República democrática, etc. Para
el lenguaje del liberalismo burgués, sólo hay una Constitución cuando están
garantizadas la propiedad privada y la libertad personal; cualquier otra cosa no es
'Constitución', sino despotismo, dictadura, tiranía, esclavitud o como se quiera llamar.
Por el contrario, para una consideración marxista consecuente, una Constitución que
reconozca los principios del Estado burgués de Derecho, sobre todo la propiedad
privada, es o bien la Constitución de un Estado técnica o económicamente retrasado,
o si no una seudo-Constitución-reaccionaria, una facha de jurídica, desprovista de
sentido, de la dictadura de los capitalistas. Otro ejemplo: para la concepción de un
Estado laico, esto es, rigurosamente separado de la Iglesia, un Estado que no
practique esa separación no es un Estado libre; al contrario, para una cierta especie
de convicción confesional y religiosa, un Estado sólo tiene verdadera Constitución
cuando considera la situación de hecho, social y económica, de la Iglesia, le
garantiza una libre actividad pública y autodeterminación, protege sus instituciones
como parte del orden público, etc., sólo entonces se concederá por parte de la Iglesia
que pueda hablarse de "libertad". Por eso son posibles tantos conceptos de Libertad
y Constitución como principios y convicciones políticos.
Prescindiendo de su contenido ideológico, la Constitución jurídico-positiva ha tenido
en el desarrollo del constitucionalismo diversa extensión normativa. Con esto quiere
decirse que las materias suprema y fundamentalmente normadas por la Constitución
han variado en el decurso de la historia. Primeramente se pensó que la Constitución
jurídico-positiva debía ser exclusivamente política, en el sentido de que sólo debía
ocuparse de la organización del Estado, o sea, de establecer sus órganos primarios,
de demarcar su respectiva competencia, de señalar los lineamientos básicos de su
funcionamiento y de proclamar la forma estatal y la forma gubernativa. Además,
merced a la influencia del individualismo y liberalismo surgió la tendencia de
consignar en el texto constitucional los llamados "derechos del hombre"., "derechos
fundamentales de la persona humana" o las "garantías individuales o del gobernado".
Con el reconocimiento o la institución de estos elementos, la Constitución jurídico-
positiva dejó de ser únicamente política, es decir, que a la mera estructuración del
Estado y su gobierno se agregó un conjunto de disposiciones jurídicas cuya finalidad
estribó en limitar en beneficio de los gobernados el poder público estatal y los actos
de autoridad en que éste se manifiesta regulando así las relaciones de supra a
subordinación, o sea, las de gobierno propiamente dichas o relaciones entre
detentadores y destinatarios del mencionado poder. En otras palabras, a través de
este aspecto normativo, la Constitución jurídico-positiva se convirtió en instrumento
de control del poder público del Estado. Este sistema sustantivo de garantía o de
seguridad jurídica en favor de los gobernados tuvo que complementarse con un
régimen de protección adjetivo, generalmente de carácter jurisdiccional, como entre
nosotros el juicio de amparo, con la finalidad de mantener en beneficio de aquellos el
orden constitucional.
Cuando la corriente liberal-individualista dejó de ser la ideología predominantemente
influyente en la estructuración sustancial de las constituciones jurídico-positivas
contemporáneas, el contenido normativo de éstas se enriqueció por la incorporación,
en su texto, de lo que se llama "derechos públicos subjetivos de carácter social" o
"garantías sociales" en favor de la clase trabajadora en general y de sus miembros
componentes en lo particular. Esta incorporación, resultante de los principios
socioeconómicos derivados de la natural evolución de los pueblos enfocada hacia la
superación de las condiciones vitales de sus grupos mayoritarios, ha transformado la
Constitución jurídica meramente política en Constitución jurídico-social. Merced a
este fenómeno, el orden constitucional ya no sólo descansa en lo que
tradicionalmente se conoce como "decisiones políticas fundamentales", que se
refieren por lo general a la forma de Estado y forma de gobierno, sino que se apoya
en "principios socioeconómicos básicos", cuya extensión e implicación están sujetas
a circunstancias de tiempo y lugar y a las condiciones específicas de cada Estado en
concreto. La objetivación de esos principios, o sea, su aplicación en la realidad social
y económica, entraña uno de los fines primordiales del Estado, cuyo instrumento
jurídico es la Constitución misma que los preconiza.
De todo lo anterior se advierte, que el constitucionalismo ha evolucionado con la
tendencia de ensanchar el ámbito normativo de la Constitución jurídico-positiva. Si
ésta fue primeramente una Constitución política, en la actualidad ha asumido una
tónica social, como acontece con la Constitución mexicana de 1917. Esa evolución
impide elaborar un concepto unitario y unívoco de "Constitución", ya que,
independientemente de la dimensión de dicho ámbito, "cualquier" Constitución, en
cualesquiera de las etapas evolutivas que se han señalado, no deja de tener
naturaleza de tal. Sin embargo, Burgoa expresa que tomando como punto de
referencia la Ley suprema vigente de nuestro país podemos aventurar una idea de
Constitución jurídico-positiva de índole político-social, mediante la conjunción de las
materias que forman su esfera de normatividad. Así, es dable afirmar que dicha
Constitución es el ordenamiento fundamental y supremo del Estado que: a) establece
su forma y la de su gobierno; b) crea y estructura sus órganos primarios; c) proclama
principios políticos y socioeconómicos sobre los que se basan la organización y
teleología estatales, y d) regula sustantivamente y controla adjetivamente el poder
público del Estado en beneficio de los gobernados.
Como vimos existe gran diversidad de conceptos de Constitución, sin embargo, para
efectos de esta investigación, sólo se utilizarán los siguientes:
CONSTITUCIÓN EN SENTIDO POLÍTICO.- Bajo esta acepción una Constitución es
el conjunto de normas jurídicas relativas a la estructura política de un Estado, es
decir, las normas jurídicas referentes a sus elementos constitutivos, a saber,
Población, Territorio y Gobierno, incluyendo desde luego, las decisiones políticas
fundamentales como la forma de Estado y de gobierno adoptada por la organización
jurídico-política denominada Estado.
En el caso de la Constitución vigente en un país, su denominación es congruente con
si contenido, ya que en ella se estipulan tales disposiciones. En sentido estricto
correponderían a este concepto los Artículos 30 hasta 38, (relativos a la Población);
39 hasta 41, (relativos a los conceptos fundamentales tales como soberanía, forma
de Estado y forma de gobierno); 42 hasta 48, (relativos al Territorio); y 49 hasta 107,
(relativos a la organización, estructura y funcionamiento del Poder).
En este sentido para Aristóteles la Constitución Política " es la organización, el orden
establecido entre los habitantes de la Ciudad, es la organización regular de todas las
magistraturas, es el gobierno"46
46 Aristóteles. La Política. Libro III. Cap. I y IV. Ed. Porrúa. 17a ed., México, 1998. pp. 197-200, 203 y 204.
EN SENTIDO JURÍDICO la palabra Constitución se identifica con el carácter de Ley
Fundamental, es decir, la Ley Suprema o la Ley de la cual deriva todo el sistema de
normas de un Estado, o sea, los procesos de creación de dichas normas y las
autoridades competentes para su elaboración.
Hoy en día, los estudiosos del Derecho Constitucional habitualmente adoptan el
concepto de Constitución característico del positivismo jurídico moderno, es decir, el
término Constitución es generalmente usado para designar el conjunto de normas
"fundamentales" que identifican o caracterizan cualquier ordenamiento jurídico, a
diferencia del concepto originario de Constitución que se esbozaba a partir de su
contenido político (liberal, iliberal, democrático, autocrático, etc.), de donde deriva el
Principio de Supremacía Constitucional, es decir, Constitución en sentido jurídico.
CONSTITUCIÓN EN SENTIDO FORMAL.- Ahora bien, es por todos conocido que la
palabra Constitución en sentido formal se aplica al documento solemne que contiene
las normas relativas a la estructura fundamental del Estado. Desde punto de vista
sólo los países que poseen una Constitución escrita y que solemnemente así se
denomine, la poseen desde el punto de vista formal.
Aquí resulta muy interesante la tesis de Kelsen donde afirma que "Constitución en
sentido formal, es el documento solemne que lleva ese nombre, y que a menudo
encierra también otras normas que no forman parte de una Constitución en sentido
material". 47
Tena Ramírez denomina a estos preceptos "Agregados Constitucionales", en la
siguiente manera: "Tales preceptos, que por su propia índole deberían estar en las
leyes ordinarias, se inscriben en la Constitución para darles un rango superior al de
las leyes comunes y excluirlos en lo posible de la opinión mudable del Parlamento,
dificultando su reforma mediante el procedimiento escrito que suele acompañar a las
enmiendas constitucionales. La presencia en la Constitución de estos agregados
constitucionales obedece al interés de un Partido en colocar sus conquistas dentro
de la ley superior, o bien responde a la importancia nacional de determinadas
prescripciones."48
De todo lo anterior, se deriva la interrogante acerca de entonces cuáles disposiciones
constitucionales lo son en su sentido más estricto.
CONSTITUCIÓN EN SENTIDO MATERIAL.- Esto se responde con el concepto de
Constitución en sentido material. "La Constitución en sentido material, dice Kelsen,
está constituida por los preceptos que regulan la creación de normas jurídicas
generales y, especialmente, la creación de leyes. Este concepto de Constitución en
sentido material es el que corresponde al que se entiende en la Teoría del Derecho,
47 Hans Kelsen. Teoría General del Derecho y del Estado. Trad. Eduardo García Máynez. Ed. U.N.A.M., México, 1995. pp. 146yss.
48 Op. cit, pp. 24 y 25
es decir, el que abarca las normas que regulan el proceso de la legislación y la
competencia de los órganos ejecutivos y judiciales supremos."49
Este último concepto es el que ha prevalecido en el campo del Derecho
Constitucional, expresado del siguiente modo por Jellinek, citado por Tena Ramírez,
50: "La Constitución abarca los principios jurídicos que designan a los órganos
supremos del Estado, los modos de su creación, su relaciones mutuas, fijan el círculo
de su acción, y, por último, la situación de cada uno de ellos respecto del poder del
Estado."
Desde este punto de vista material las disposiciones de nuestra Constitución que
corresponden a este concepto serían del Artículo 49 al 107, estrictamente. De lo
anterior no puede dejarse de hacer notar que las Constituciones contemporáneas
occidentales, como han sido inspiradas por la norteamericana y las francesas y los
acontecimientos políticos que les dieron lugar,51 tienen la tendencia de regular la
intervención del Estado en toda clase de derechos individuales, recibiendo la parte
de la Constitución que trata sobre esos derechos fundamentales del hombre, la
denominación de parte dogmática, sin embargo, creo que este Artículo no
corresponde al concepto material de Constitución, basta recordar lo que fue la Carta
Magna de Inglaterra (año de 1215), para deslindar que obedece más bien a razones
de carácter histórico, su inclusión en las Constituciones modernas.
49 Op. cit., pp. 146 y ss.
50 Op. cit., p. 22
51 Revolución inglesa de finales del siglo XVII, Revolución francesa que estalló en 1789 y Guerra de Independencia de Estados Unidos de América.
SEGUNDA PARTE.
CAPÍTULO CUARTO.
ANTECEDENTES Y EVOLUCIÓN HISTÓRICA DEL
PRINCIPIO DE SUPREMACÍA CONSTITUCIONAL.
1. GENERALIDADES. Los antecedentes históricos del principio de supremacía
constitucional son abundantes, aquí sólo se enunciarán los de más relieve.
Podemos encontrar antecedentes a la idea de supremacía constitucional en varias
instituciones de la antigua Grecia, como en la graphé paranomón que fue la
acusación criminal que se dirigía contra los ciudadanos que hubiesen diligenciado la
aprobación de una ley que se considera contraria a la normas constitucionales.
Además, los atenienses distinguieron entre nomos (leyes constitucionales que se
modificaban mediante procedimiento especial) y se pséfisma (decreto y leyes
secundarias), y los jueces no estaban obligados a resolver según los psefísmata si
eran contrarios a los nomoi.
Otros antecedentes del principio que se examina, se encuentran en la concepción de
la Edad Media que ya la antigüedad había conocido: la existencia del derecho natural
como orden superior al derecho positivo y este segundo ordenamiento no podía por
ningún motivo contrariar el contenido del primero.
El 3 de octubre de 1283, los hidalgos aragoneses impusieron al rey el Prívilegium
generale aragonum. Este fuero fue la ley suprema y si el rey realizaba un acto que
fuera contrario al fuero, carecía de valor. Todos los actos de las autoridades
aragonesas para ser válidos tenían que respetar la letra y el espíritu del fuero.
Los juristas de la escuela del derecho natural de los siglos XVII y XVIII distinguieron
entre leyes fundamentales y leyes ordinarias. Consideraron a las primeras como el
acto principal y el más importante de la soberanía nacional y que todos los demás
actos derivados de la soberanía eran sólo la consecuencia de ese acto primero y por
tanto las leyes fundamentales eran anteriores y superiores a las leyes ordinarias.
En el Instrument of Government inglés de 1653 se percibe el principio de que en todo
gobierno debe existir algo fundamental que es la Constitución.
En el siglo XVIII en Francia, nació la doctrina denominada heureuse impuissance o
sea, la feliz impotencia que el rey tenía de violar las leyes constitucionales del reino,
y en caso de que se atreviera a realizar un acto contra esas leyes, éste era nulo.
En las colonias norteamericanas existieron cartas que reconocían la supremacía de
la ley inglesa. La colonia podía expedir leyes que eran válidas siempre y cuando su
contenido no pugnara contra la ley superior, o sea, la inglesa. Un magnífico ejemplo
de esta estructura constitucional de las colonias norteamericanas se encuentra en el
caso Winthrop Lechmere de 1727.
Al independizarse las colonias norteamericanas, cada una consideró a su
Constitución como la ley fundamental del Estado, y los actos contrarios a ese código
supremo eran nulos. En este sentido se resolvieron varios casos: en 1780, la
Suprema Corte de New Jersey conoció la controversia Holmes-Walton. La
Constitución de ese Estado establecía que el jurado judicial debería de estar
integrado por doce personas. Sin embargo, una ley adoptada en 1778 dispuso la
confiscación de la propiedad del enemigo, decisión que tomaba un jurado integrado
sólo por seis personas. La Corte declaró nula la ley y la legislatura la cambió,
estableciendo el jurado de doce personas.
La Constitución norteamericana asentó en el párrafo segundo del artículo sexto el
principio de la supremacía constitucional. La primera vez que la Corte Suprema de
ese país examinó tan importante cuestión fue en el caso Cooper Telfair, pero en
1803, Marshall en su célebre ejecutoria sobre el caso Marbury-Madison definió y
circunscribió los alcances del principio en examen. De dicha ejecutoria se desprende
la idea de que la Constitución es la ley superior del orden jurídico, que todo acto
legislativo contrario a la carta magna es inexistente, que los tribunales deben
negarse a aplicar la ley que pugne contra la norma fundamental y que si el tribunal
aplica una norma contraria a la Constitución se quiebra el fundamento de las
constituciones escrita.
2. EL CASO MARBURY VS. MADISON
Por la importancia que reviste el análisis de este caso para la comprensión
exhaustiva tanto del Poder de la Suprema Corte, como del control de la
constitucionalidad de las leyes, a continuación me permito abrir un paréntesis para
entrar a su estudio.
El objetivo de este apartado lo constituye el demostrar que el control de la
constitucionalidad de las leyes tiene en uno de sus antecedentes más significativos,
el judicial review de los Estados Unidos, profundas raíces y motivaciones políticas
que hacen de la pureza jurídica de las decisiones de la Suprema Corte de ese país,
una afirmación engañosa y sin ningún sostén histórico. Evidentemente, el artículo se
tendrá que reducir al análisis de un único caso, no solo por los limites de extensión,
sino porque este análisis es suficiente con el estudio del caso Marbury vs. Madison -
Cranch 137, indiscutiblemente la decisión más conocida del control de la
constitucionalidad de las leyes.
Las raíces y motivaciones políticas de la decisión aquí analizadas no son
exclusivamente las que se refieren a la naturaleza de un poder político, como el
Judicial, sino incluso a las de las luchas partidistas en la gestión de los partidos
políticos de los Estados Unidos, por lo que la decisión Marbury vs. Madison, además
de marcar un inicio para el judicial review, es importante para comprender el
surgimiento del Poder Judicial como poder político, así como para explicar el
nacimiento de los dos partidos tradicionales del escenario político estadounidense.
No resulta extraño que en los Estados Unidos se haya resuelto el caso Marbury en
un entorno totalmente político. La propia historia constitucional de Inglaterra que, a
su vez, sirve de fundamento para el judicial review, respalda la relación política con la
administración de justicia. Con el ministro Edward Coke, paradigma del
constitucionalismo, se caracteriza la unión de la justicia con la realidad política.
William Blackstone considera a Coke como un hombre de su tiempo, por lo que en
los albores de la gloriosa revolución inglesa, el ministro no pudo escapar de tener
controversias con las autoridades eclesiásticas primero con el arzobispo Bancroft y
después con el obispo Neile, así como con la propia autoridad real. Por tratar de
anular la tesis de la subordinación del juez y al rey y de la administración de justicia
por delegación real, Coke enfrentó cinco veces al rey desde 1605 hasta 1616, con lo
cual se granjeó su enemistad y, en el último año, propició que fuera removido como
ministro presidente después de haber ocupado tan sólo tres años ese alto cargo.52
Sin embargo, el mito de la inocuidad política del Poder Judicial se debe a la obra de
Locke, Montesquieu y a El Federalista, en cuyo número 78 que determina que, en
virtud de que el Judicial no cuenta con poder sobre la espada ni sobre la bolsa, por lo
que más que fuerza o voluntad únicamente tiene juicio, se constituye en la rama de
gobierno menos peligrosa. La peligrosidad de la Suprema Corte de ese país sería
52 Maitlan, F. w., The Constitucional History of England, Cambridge University Press, Reimpresión 1931, pp.
267 a 271.
puesta a prueba con John Marshall, el heredero intelectual y político de Coke en los
Estados Unidos. 53
A mediados del siglo XVIII, John Marshall nace en el condado de Westmoreland,
Virginia, el 24 de septiembre de 1755. En esa misma circunscripción había nacido
George Washington y en ella cursó le primeros estudios junto con James Monroe.
Desde los 18 años comenzó a estudiar los Comentarios de William Blackstone, en la
primera edición americana de la obra publicada en Filadelfia en 1771 y 1772. Cursó
estudios universitarios en la colonial Universidad de William and Mary en su Estado
natal y, a partir de 1780, fue autorizado a practicar el Derecho.
La carrera profesional de Marshall fue combinada con actividades políticas desde el
inicio. El primer litigio de importancia en el que participó fue en el caso Hite vs. Faifax
(1786), en donde se controvirtieron los inmensos intereses patrimoniales de lord
Faifax en los Estados Unidos, para quien su propio padre había trabajado, así como
el mismo Washington.
Desde 1792, su amigo Alexander Hamilton lo promueve para ocupar el cargo de
representante ante el Congreso federal y, en una carta del 29 de junio de ese año, su
enemigo Thomas Jefferson le escribe a James Madison en el sentido de que seria un
error promoverlo para ese cargo por lo que sería mejor ver a Marshall como juez.
53 La Política en la Justicia, publicada en Estudios en Homenaje al Dr. Héctor Fix Zamudio, Tomo I. Ed. U.N.A.M., México, 1988, pp. 315 yss.
Jefferson lo profetizó pero se equivocó, pues proponía que Marshall fuera juez ya
que, según se analizará posteriormente, dicho cargo caía más bien en el
menosprecio y se creía que la judicatura no tenía ninguna relevancia política. Era
entonces un mal deseo por parte de Jefferson que se cumplió, pero Marshall se
encargó de transformarlo.
Marshall rechaza en 1795 las propuestas para ocupar los cargos de procurador
general y de embajador en Francia. Al año siguiente participa como litigante en el
importante caso Ware vs. Hylton (3 Dallas 199), el cual sirve de precedente para
determinar la importancia de los tratados internacionales respecto de la legislación
interna de los Estados Unidos
En dicho caso se determinó por la Suprema Corte que los tratados internacionales
tienen la misma categoría que las leyes federales, pero que las leyes locales deben
plegarse a lo pactado en los convenios internacionales. Este último significado fue
posteriormente desarrollado hasta 1936 en el caso United States vs. Curtiss-Wright
Export Co., por lo que el caso Ware de 1796 resulta pionero en la determinación de
la jerarquía de las leyes.
Ante la muerte del prestigiado diputado constituyente James Wilson, quedó vacante
el puesto de ministro de la Suprema Corte que ocupaba, por lo que el presidente
John Adams le ofrece en 1798, por primera vez, a John Marshall, en su calidad de
distinguido miembro del foro y del partido federalista, el cargo de ministro. Marshall
prefiere consolidar su carrera política iniciada en la legislatura de Virginia y prefiere
optar por el cargo de representante o diputado federal ante el Congreso, el cual se
convierte en líder de la Cámara.
Con dicho carácter Marshall pronuncia un brillante discurso el 4 de marzo de 1800
con relación a un asunto de extradición cuya decisión fue altamente criticada a John
Adams. En 1799, el británico Thomas Nash fue detenido en Charleston, Carolina del
Sur, por la acusación del gobierno británico ante el de los Estados Unidos, debido a
actos de piratería y homicidio en un barco de guerra inglés cometidos por el acusado
en 1791. El presidente Adams había aceptado entregar a Nahs, a quien le esperaba
la pena de muerte y la degradación de ser colgado en cadenas. Lo anterior causó
gran conmoción y fue utilizado por los enemigos de Adams para criticarlo por el
abuso de su parte de facultades en las relaciones internacionales, exigiendo que
fuera el Poder judicial quien decidiera las extradiciones. Marshall apoyó en el
Congreso la tesis que le correspondía al Ejecutivo la total conducción de las
relaciones exteriores, por lo que la decisión de los tribunales en esta materia no era
definitiva. Si se escuchara actualmente la opinión de Marshall, posiblemente Estados
Unidos tendría mejores relaciones con México.
Quizá por este crucial apoyo a Adams, Marshall fue invitado por el presidente a
ocupar la Secretaría de Estado, precisamente la encargada de las relaciones
exteriores, en mayo de 1800. En este cargo duró algunos meses, hasta que, por
ciertas azarosas coyunturas, fue invitado a ser el cuarto presidente de la Suprema
Corte de Justicia en su país, el 31 de enero de 1801, a sus cuarenta y cinco años de
edad.
En esos años, la Suprema Corte de Justicia de los Estados Unidos distaba mucho de
ser lo que actualmente es. Para empezar, hasta el 20 de enero de 1801 se tomaron
las primeras providencias para albergar a la Corte, y se decidió establecerla en un
cuarto del palacio legislativo conocido como Capitolio.
Con el menosprecio de la teoría política y la carencia de recursos para hacer de la
Suprema Corte el órgano máximo del Poder Judicial, el puesto de presidente de la
Suprema Corte no representaba un cargo apetecible políticamente en los albores de
la historia constitucional de los Estados Unidos. El primero en ser designado, el
coautor de El Federalista, John Jay, tomó posesión en 1790 y entre ¡das y venidas de
Filadelfia y Nueva York, asientos temporales de los poderes federales, así como por
cumplir comisiones diplomáticas en Inglaterra (1794), prefirió renunciar al cargo en
1795 para presentarse en las elecciones de gobernador del Estado de Nueva York y
resultar electo en dos períodos. Después sucedieron John Rutledge y Oliver
Ellsworth como presidente de la Corte, en cuyo cargo duraron un corto período. El
propio Ellsworth estando en Francia cumpliendo igualmente una comisión
diplomática y víctima de enfermedades envió por correo su renuncia al cargo.
Ante la ausencia del presidente de la Corte en 1800, Adams enfrentó dificultades
para designar al sucesor con aprobación del Senado. John Adams volvío a pensar en
Jay par ocupar el cargo, pero el gobernador de Nueva York declinó el ofrecimiento
argumentando, entre otras razones, la consistente en su oposición a la ley de
organización judicial vigente desde 1789 (Judiciary Act), que organizaba a todo el
Poder Judicial y mediante la cual obligaba a los ministros de la Corte el recorrer los
circuitos judiciales ejerciendo sus funciones en forma itinerante. Jay consideraba muy
inconveniente esta disposición e incluso contraria a la Constitución.
Ante el rechazo de Jay, Adams propuso inmediatamente a su Secretario de Estado,
John Marshall. Los senadores hubieran querido que en su lugar se propusiera al juez
Paterson y trataron de posponer la ratificación del funcionario una semana, hasta
que, finalmente y debido a la insistencia del presidente Adams, fue ratificado el 27 de
enero de 1801. En el Senado, el senador por Nueva Jersey, Jonathan Dayton,
protestó por la desacertada designación de funcionarios que, incluyendo a Marshall,
Adams había realizado durante su gestión y concluía que no era posible aceptar la
reelección del presidente.
Finalmente, John Marshall tomaría protesta como presidente de la Suprema Corte el
4 de febrero de 1801. El deseo de Jefferson se había cumplido. La concepción del
propio Marshall sobre su trabajo judicial era modesta. En algunas declaraciones
privadas, el ministro Marshall había confesado que en parte había aceptado el cargo
porque así contaría con el tiempo suficiente para realizar su anhelo intelectual más
preciado: escribir una biografía, lo más completa posible, de George Washington. Así
lo hizo y de 1802 a 1804 salieron publicados los cinco volúmenes de su monumental
obra biográfica sobre Washington. Sin embargo, no es como biógrafo que ha
trascendido, sino precisamente por haber transformado aquel puesto despreciado de
presidente de la Suprema Corte en uno de los cargos de mayor influencia en los
Estados Unidos y así crear lo que se ha denominado la tradición judicial americana.
De hecho, Marshall no se equivocaba en cuanto al tiempo disponible, ya que de 1790
a 1801 la Corte sólo había decidido cincuenta y cinco casos. Si así hubiera seguido y
si Marshall tan sólo se hubiera ocupado pasivamente de resolver casos y de
encontrar mecánicamente el derecho aplicable a cada uno de ellos, en poco hubiera
cambiado la condición del Poder judicial en ese país.
Sin embargo, la motivación que tuvo Marshall para decidir en el sentido que lo hizo y
que tendía a investir de dignidad y poder a la rama judicial de gobierno, así como de
fortalecer en general a los poderes federales frente a los potentes y celosos
gobiernos de los Estados, estaba enmarcada en objetivos partidistas bien definidos.
Pero, además, para valorar la actuación de Marshall durante ios primeros años de su
larga carrera al frente de la Suprema Corte (1801-1835), debe hacerse una
consideración acerca de su relación interpersonal con Jefferson. Marshall había
apoyado al nefasto Aaron Burr (que México sólo lo recuerda por su malogrado
intento de conquista) desde 1798, creando con ello una enemistad con Jefferson que
llegó a su punto más grave, con el rompimiento total de ambos personajes en 1807.
A pesar de la antipatía personal, Marshall era un miembro distinguido del partido
federalista cuya cabeza había sido Alexander Hamilton, principal enemigo político de
Jefferson, quien a su vez era el dirigente de otro partido, denominado republicano.
Hamilton y Jefferson, los más distinguidos secretarios de Washington, el primero en
la Secretaría del Tesoro y el segundo en la de Estado, originaron la creación de las
facciones políticas a las cuales temía tanto el presidente Washington. Las causas
para la división en partidos políticos fueron múltiples y se gestaron durante los dos
periodos presidenciales de Washington. El partido de Hamilton, en el cual estaba
John Adams, el sucesor de Washington en la presidencia, tendía al fortalecimiento
de un gobierno nacional y veía con simpatía las medidas económicas unitarias como
la creación de un banco nacional. Por su parte, el partido de Jefferson abogaba por
una supremacía del Poder Legislativo, la adopción de un catálogo de derechos
humanos y respeto a las autonomías de las entidades federativas, a lo cual se
denominó los "derechos de los estados".
Durante la administración presidencial de Adams se dio la paradoja de que el
Presidente perteneciera a un partido, el federalista, mientras que el vicepresidente,
que lo era Jefferson, fuera de otro partido contrario. Los choques que hubo dentro del
propio Poder Ejecutivo debilitaron tanto a la presidencia, que a través de la enmienda
XII de 1804 se eliminó la posibilidad de esa competencia haciendo de las
candidaturas a la presidencia y la vicepresidencia una sola.
Este enfrentamiento entre Adams y Jefferson se particularizó con las críticas
crecientes y constantes de los miembros del partido republicano y de ciudadanos
franceses que dentro y fuera de los Estados Unidos se empeñaron en efectuar contra
el Presidente. Adams contraatacó, mediante la expedición de una ley, contra la
sedición en 1798, que fue profusamente aplicada por los jueces federales para
reprimir a los antifederalistas. Jefferson protestó en ese mismo año contra la ley ante
la legislatura de Kentucky y promovió los primeros intentos secesionistas. Sin
embargo, correspondió incluso a los propios ministros de la Suprema Corte, en virtud
de la controvertida obligación de recorrer los circuitos judiciales, distribuidos a lo
largo del territorio, pedir personalmente los litigios allí planteados, el aplicar esta ley
para condenar inflexiblemente a los partidarios de Jefferson. Uno de los ministros
que más se distinguió por aplicar esta ley contra la "sedición" fue Samuel Chase.
La obligación de los ministros de recorrer los circuitos judiciales fue duramente
opuesta por el propio Washington y Jay; pero había sido implantada por la Ley
Judicial de 1789. Adams y Hamilton aprovecharon este descontento y el primero
inició un proyecto de ley creando los tribunales de circuito. Esta ley, aprobada el 13
de febrero de 1801, eximió a los ministros de la Suprema Corte de ejercer y viajar a
los circuitos y, en cambio, creó dieciséis tribunales federales en sus respectivos
circuitos. Esta ley permitió que tanto la presidencia de la Suprema Corte como los
tribunales de circuito estuvieran dominados por los partidarios federalistas de Adams.
Además, el número de ministros había sido igualmente modificado, ya que de los
seis originales se redujo a cinco. Esta medida no se entiende sí no es en virtud del
éxito de Jefferson en las elecciones presidenciales y de la mala salud del ministro
William Cushing, por lo que se temía que, al retirarse de la Suprema Corte, Jefferson
podría influir para designar a una persona afín a sus tendencias.
No obstante, el 17 de febrero de 1801 el Congreso declaraba como nuevo presidente
a Thomas Jefferson y tanto el Ejecutivo como el Legislativo pasaron a las manos del
partido republicano o antifederalista. De esta manera, en el mismo año en que
Marshall y Jefferson tomaron cargo de sus altos puestos, los partidos políticos
estaban bien delineados y pertrechados;- el republicano mayoritario en los dos
poderes políticos por antonomasia y el federalista guardando el Judicial como su
reducto, el más débil de los poderes tendría así que transformarse en un poder
político digno para librar una batalla con los demás.
Una semana antes de que Jefferson tomara posesión, la Ley Orgánica del Distrito de
Columbia había sido aprobada, conteniendo la facultad del presidente para designar
a los jueces de paz de los condados de las ciudades de Washington y Alexandria. El
2 de marzo de 1801 el todavía presidente Adams procedió a designar veintitrés
jueces de paz para Washington y diecinueve para Alexandria. El Senado confirmó a
los cuarenta y dos jueces al día siguiente.
En estas designaciones tuvo que ver inicialmente el propio Marshall desde su cargo
de Secretario de Estado. Debido a la premura observada en la designación y
aprobación de estos jueces, cuatro de ellos no recibieron su nombramiento
(commission) que ya había sido debidamente firmado por el presidente e impuesto el
sello oficial por parte del Secretario de Estado; pero, como precisamente el periodo
presidencial de Adams finalizaba a medianoche del 3 de marzo de 1801, el nuevo
presidente Jefferson ordenó que se detuviera la entrega a dichos nombramientos.
Jefferson tomó como una afrenta personal la designación de estos jueces que fueron
denominados "de media noche", por la festinación y la intención con que fueron
realizados. Jefferson escribía posteriormente, el 13 de junio de 1804, que ningún
acto de John Adams le había causado mayor agravio personal y político que la
designación de estos jueces, ya que es de justicia el dejar al sucesor en libertad para
actuar con los instrumentos de su elección.
Sin embargo, el nuevo presidente decidió observar prudencia y confirmó a los jueces
que habían recibido su nombramiento; pero los cuatro jueces cuyos nombramientos
se habían quedado en algún lugar de la Secretaría de Estado no fueron ratificados
por el Presidente, por lo que decidieron reclamar ante los tribunales el
reconocimiento de su cargo.
De esta manera, en diciembre de 1801, los presuntos jueces de paz William Marbury
de Washington, Dennis Ramsay, Robert R. Hooe y William Harper de Alexandria, con
fundamento en el artículo 13 de la Ley Judicial de 1789 interpusieron recurso o wrít
de mandamus directamente ante la Suprema Corte de Justicia en contra del nuevo
Secretario de Estado y futuro presidente, James Madison.
El writ of mandamus es un recurso de antigua ascendencia cuyos orígenes están en
Inglaterra. Blackstone se refiere al recurso en los siguientes términos: Es en general,
una orden que se da en nombre del rey por parte de un tribunal del reino y que se
dirige a cualquier persona, corporación o tribunal inferior dentro de la jurisdicción
real, requiriéndoles el hacer alguna cosa en particular que corresponda a su oficina y
atribuciones y que el tribunal del reino haya determinado previamente, o al menos
suponga, de ser conforme a la justicia y al Derecho.
Blackstone enumeraba que precisamente uno de los supuestos de procedencia del
recurso era para pedir la admisión o restitución de un empleo. Sin embargo, la
prensa, a partir de 1802, ubicó la interposición del mandamus como una maniobra
del partido federalista en contra del nuevo presidente republicano. Por su parte, el
partido antifederalista en el poder introdujo reformas para hacer de la judicatura un
cargo con duración indefinida sólo mientras observara buena conducta, a diferencia
de la inamovílidad original. Además, John Brechendrige, que fuera partidario de los
intentos secesionistas de 1798 auspiciados por Jefferson, pronunció un discurso en
el cual consideró que el único intérprete de la constitucionalidad de las leyes era el
Congreso y no el Poder Judicial, basado en que la Constitución no refiere ningún
texto expreso que autorice a los tribunales federales el revisar judicialmente la
constitucionalidad de las leyes.
Inmediatamente la respuesta federalista surgió y fue abrumadora. Calificó de
despótica la tendencia de erigir al Congreso en el único juez para calificar la
extensión de sus propias facultades.
Aunque la ofensiva republicana no prosperó en este último aspecto, la eliminación de
la inamovílidad judicial y su consecuente introducción de la posibilidad de remover a
los jueces federales, cuando no observen "buena conducta" y sean declarados
responsables de alguna falta grave por el Congreso (impeachment), fue una medida
aceptada por completo y, de hecho, ha pasado a constituir el único supuesto de
responsabilidad política que ha operado en los Estados Unidos.
Después de la decisión de Marbury vs. Madison (1803), Jefferson y sus seguidores
iniciaron en actitud amenazante acusaciones contra jueces del partido federalista. El
primero de ellos, al cual le corresponde el dudoso honor de haber iniciado en su país
la responsabilidad política, fue el juez John Pickering en 1804. El caso fue fácil, pues
Pickering era un hombre de dudosas costumbres y ebrio consuetudinario, por lo que
las acusaciones prosperaron y fue removido. Con este éxito, los republicanos
intentaron remover al ministro Samuel Chase, uno de los miembros de la Suprema
Corte más estricto en la aplicación de la Ley de Sedición y a la vez ardiente
federalista. El cargo en su contra se basó en los conceptos vertidos contra el
gobierno republicano de Jefferson en un discurso pronunciado por Chase en
Baltimore hacia mayo de 1803. El acusador fue el exconstituyente Edmund
Randolph, quien calificó al discurso como una arenga intemperada e inflamatorio.
Todos los integrantes del partido federalista, con Marshall a la cabeza, apoyaron a
Chase y la acusación no prosperó. Otro rumbo hubiera tomado la situación política si
Chase hubiera sido removido, ya que con dos precedentes exitosos de remoción, el
siguiente en haber sido acusado hubiera sido, sin dudarlo, el propio John Marshall.
A pesar de que la atención de Jefferson y del partido republicano estaban puestas en
las relaciones con la Suprema Corte, el desarrollo del caso Marbury ys. Madison fue
un tanto desatendido pues en el interior, las relaciones con Francia y España y una
propuesta del senador James Ross de Pensylvania tendente a invadir Nueva
Orleans, concentró la atención de funcionarios y público, dejando a Charles Lee,
abogado de los recurrentes y antiguo procurador general, en la administración de
Adams, con cierta libertad para demostrar que los nombramientos de sus clientes
hablan sido debidamente extendidos y que, en consecuencia, tenían derecho de
tomar posesión de sus cargos, La situación de Lee era peculiar, pues tenía que
demostrar algo que Marshall sabía de sobra, puesto que él mismo habla sido el
Secretario de Estado que había fijado el sello correspondiente a los nombramientos
de los recurrentes.
Sin embargo, Lee había logrado el testimonio de Madison, así como de Levi Lincoln,
este último procurador general, sobre el nombramiento de los cuatro jueces de paz.
Sus respuestas fueron en el sentido de no haber constancia de que los
nombramientos hubiesen sido expedidos, pues en los últimos doce meses no se
había llevado control.
Finalmente, Marshall pronunció el fallo el 24 de febrero de 1803, una verdadera pieza
maestra de política y derecho. Las decisiones de la Corte a partir de Marshall en
1801 eran unánimes y sus proyectos de sentencia eran aprobados por los demás
ministros, por lo que las decisiones eran percuriam, o sea una opinión de la Corte en
pleno. Este método de decisiones judiciales había sido utilizado sin éxito por Lord
Mansfield en Inglaterra y no fue sino Marshall quien lo hizo posible en Estados
Unidos.
Antes de liberar la "opinión de la Corte", la decisión hace un recuento de los
siguientes argumentos y consideraciones vertidas por Charles Lee:
a) El nombramiento de los recurrentes había sido extendido por el Presidente y
ratificado por el Senado.
b) Los recurrentes habían insistido previamente en solicitar tanto a la Secretaría del
Senado como al Secretario de Estado sus correspondientes nombramientos.
c) Como representantes de la Secretaría de Estado, comparecieron Jacob Wagnery
Daniel Brent, quienes no desahogaron las preguntas que se les formularon, en virtud
de que consideraban que, como funcionarios de la Secretaría de Estado, no podían
hacer pública información que concierne al funcionamiento interno de la Secretaría.
Este argumento es precursor del concepto de "privilegio del Ejecutivo" que consiste
precisamente en mantener en confidencialidad aspectos de las decisiones del
presidente respecto de algunas materias.
Este mismo concepto fue últimamente argumentado por Richard Nixon en los
procedimientos en su contra a raíz del escándalo de Watergate. Por su parte,
Charles Lee contraargumentó brillantemente y diferenció dos investiduras en los
funcionarios públicos: una de ser colaborador subordinado al presidente en cuyo
carácter la confidencialidad es Justificable y, su segunda investidura, la de ser
funcionario de los Estados Unidos, con obligaciones y atributos propios otorgados
por ley, cuya actuación puede estar bajo el escrutinio del Poder Judicial. En el caso
de Marbury, el Secretario de Estado es un funcionario de los Estados Unidos, ya que
en virtud de la ley del 15 de septiembre de 1789 denominada "para el resguardo de
archivos y del sello de los Estados Unidos", dicho funcionario tiene la obligación de
fijar el sello cuando un acto es oficial y ha sido debidamente sancionado.
d) La Suprema Corte puede emitir una orden de mandamus a cualquier tribunal
inferior así como a los funcionarios de las Secretarías, incluyendo a los propios
titulares de las mismas, ya que, aunque sean altos funcionarios, éstos no pueden
estar por encima de la ley.
e) El recurso de mandamos tiene su fundamento en él principio de que a toda
violación de un derecho debe corresponder un remedio legal, por lo que la Ley
judicial de 1798 establece en su artículo 13 lo siguiente:
La Suprema Corte debe tener jurisdicción en segunda instancia con relación a los
tribunales de circuito y los de los distintos Estados en los casos especialmente
previstos en esta ley, y debe tener el poder de ordenar sea el wrít oíprohibitions a los
juzgados de distrito, cuando funcionen en su carácter de tribunales marítimos, o sea
el wrít of mandamus en los casos contemplados por los principios y usos del
Derecho, hacia cualquier tribunal o persona que ocupe un cargo bajo la autoridad de
los Estados Unidos.
f) Los jueces de paz duran cinco años en sus funciones. Su nombramiento no
depende del arbitrio del presidente, sino que también requiere del consentimiento del
Senado, por lo que una vez realizados ambos, el nombramiento es definitivo y no
depende de la discreción del Secretario de Estado el extenderle su nombramiento
aprobado, ya que esta función es únicamente operativa.
Una vez expuestos los antecedentes, la opinión de la Corte es rendida.
La hipótesis que tendría que desarrollar Marshall en este caso parecer que cualquier
modo llevaría a un callejón sin salida. Si decidía en los términos que Marbury y los
demás recurrentes solicitaban, como era sin duda su propia convicción, la decisión lo
llevaría a un enfrentamiento cabal con Jefferson, el cual tendría consecuencias muy
graves, para él y la Suprema Corte. Sin embargo, por otro lado, si la decisión negaba
llanamente la petición del mandamus, la propia Corte estaría eludiendo sus propias
obligaciones y debilitaría a la institución aún más. De cualquier manera, el caso
presagiaba desastre.
Para decidir, Marshall se planteó tres preguntas:
a) ¿Tiene Marbury derecho a su nombramiento?
b) ¿La ley le confiere algún remedio adecuado a su derecho violado?
c) ¿Puede la Suprema Corte otorgar dicho remedio legal?
A la sencillez de las preguntas siguió también la claridad silogística de su
argumentación.
a) La primer pregunta ocupa la mayor parte de su argumentación en la decisión.
Marshall repasa los momentos lógicos en que sucede un nombramiento del juez de
paz y distingue tres etapas: la primera es la nominación que corresponde
exclusivamente al presidente; la segunda es el nombramiento en sí mismo, que es
un acto complejo del presidente y del Senado y, finalmente, la tercera es la comisión
o entrega del documento con el sello oficial en el que consta la realización de las dos
etapas anteriores. Las dos primeras etapas son discrecionales y ninguna autoridad
puede obligar ni al presidente ni al Senado el aprobar el nombramiento, no obstante,
por lo que respecta a la tercera, no se trata de una facultad del Secretario de Estado,
sino de una obligación legal, que está fuera del alcance de la voluntad del propio
presidente y que, en consecuencia, cuando un particular es afectado en sus
intereses, el Poder Judicial puede ordenar a este alto funcionario la entrega de la
comisión en cumplimiento de la ley.
En una carta escrita en 1823, Jefferson discreparía de esta segmentación del
proceso de nombramiento por parte del Ejecutivo, ya que la comisión es indisoluble
al acto de nombrar y su entrega es la corroboración del nombramiento. La sola
nominación y nombramiento no es un legado que obligue a la entrega de la comisión,
mencionaba Jefferson. En el fondo, el presidente Jefferson defendía el total control
del presidente sobre su facultad de nombramiento.
Marshall concluye efusivamente que Marbury sí tenía derecho a la comisión y a su
empleo, por lo que tanto el presidente como el secretario de Estado Madison, habían
violado la ley de septiembre de 1789 que encarga a este último el resguardo del sello
oficial y le encomienda su imposición a los nombramientos debidamente realizados.
b) La segunda pregunta es un agregado de la primera. En virtud de que Marbury
tiene un derecho protegido y que ha sido violado, es un principio de derecho,
explicado en Blackstone y aceptado indiscutiblemente, que debe haber un remedio.
"En vano sería declarar derechos y en vano obligar a su observancia, si no hubiera
método para recuperar y confirmar derechos, cuando fueren indebidamente retenidos
o inválidos."
Hasta aquí, nuevamente todo parece indicar que la conclusión sería favorable a
Marbury. Si tiene derecho a su comisión, reconocida ampliamente en la decisión, en
la decisión, si ese derecho ha sido retenido por las autoridades indebidamente y si
existe el writ of mandamus como remedio legal y con principio del common law en
consecuencia, las pretensiones de Marbury son válidas.
c) Con la respuesta a esta pregunta se decide el caso. Es en esta cuestión donde se
encuentra la solución política de la encrucijada planteada por Marbury y por la cual
Edward Corwin caracterizaría a la decisión como buena en el aspecto jurídico, pero
excelente en el plano político.
La competencia de la Suprema Corte está determinada constitucionalmente en el
Artículo III. Sin embargo, la Constitución es omisa respecto de la facultad para
declarar nulas y sin efecto las leyes que contravengan la Constitución; es decir, la
célebre judicial review no está contemplada constitucionalmente. Antes de 1800
nadie ponía en duda esta facultad del Poder judicial, y, paradójicamente, eran los
mismos antifederalistas quienes defendían vehementemente esta facultad judicial por
razones partidistas. Sin embargo, con el giro que el Poder Judicial tuvo a partir de
1801 bajo el dominio del partido federalista, los republicanos ensayaron a través de
Breckendrige, el cuestionamiento del judicial review.
Marshall quizo aprovechar el caso para dejar sentada claramente esta facultad
judicial. Paro ello, con la candorosidad de sus argumentos manifestó que los
tribunales, para poder decidir los asuntos sometidos a su consideración, debían
interpretar la ley. Su segunda premisa fue que como la Constitución es una ley, la ley
suprema, debería aceptarse como conclusión que los tribunales federales deben ser
los intérpretes de la Constitución y la Suprema Corte debe ser el máximo intérprete.
Este era el argumento más defendible de todos, pues implicaba apelar al socorrido
principio de la supremacía de la Constitución, pero, ¿ cómo ligar este principio al
caso concreto?
Marshall tuvo la respuesta en el concepto de la competencia de la propia Corte. Al
argumentar sobre ella, nadie podía reprocharle nada, al fin se trataba de su propia
competencia y no afectaba ningún interés del Presidente ni del Congreso. El mismo
Artículo III constitucional determinaba dos tipos de competencias para la Suprema
Corte: competencia, o jurisdicción en los términos de la Constitución, originaria, que
es aquella cuya única instancia es la Corte y que procede cuando haya litigios que
afecten a embajadores, ministros y cónsules así como cuando una entidad federativa
sea parte en un proceso; el segundo tipo de competencia sería el que afecte a los
demás casos y que se llamaría competencia o jurisdicción en apelación, ya que por
principio presentaría una segunda instancia de los asuntos controvertidos, por lo que
necesariamente tendrían que ser planteados inicialmente ante tribunales de inferior
jerarquía o primera instancia.
Pero esta distribución competencial que deriva de la Constitución no es,
aparentemente, la que interpretó Marbury del Artículo 13 de la Ley Judicial de 1789 y
por medio de la cual otorgó a la Suprema Corte una competencia originaria para
conocer directamente sobre el writ of mandamus. Como Marbury y los demás
recurrentes eran presuntos jueces de paz y no embajadores, ni ministros, ni
cónsules, no satisfacían el requisito constitucional para promover en jurisdicción
originaria ante la Suprema Corte, Es decir, Marbury tenía derecho a su
nombramiento, tenía un remedio legal; pero la Suprema Corte no era el tribunal
competente para otorgárselo, sino un tribunal federal de inferior categoría.
En consecuencia, el legislador de 1789 había extendido, indebidamente la
competencia o jurisdicción originaria de la Suprema Corte, violando el Artículo III
constitucional. Por ello, de acuerdo al Artículo VI de la Constitución que prevé la
supremacía de la Constitución y con los mismos razonamientos vertidos en El
Federalista, número 78, la Constitución debe prevalecer sobre el Artículo 13 de la
Ley judicial.
No queda más, pues, que la Suprema Corte, que está obligada por el mismo Artículo
III constitucional a resolver todo caso o controversia que surja de la aplicación de las
leyes federales y de la Constitución, decida y declare nula y sin vigencia la
disposición contenida en el Artículo 13 de la ley mencionada; Marshall es explícito:
sólo el Poder Judicial Federal, sólo la Suprema Corte, puede hacerlo. La
grandilocuencia con que lo anuncia representa una lección para Jefferson: después
de demostrarle que ha violado la ley en detrimento de los derechos investidos en
unos jueces de paz, no llega a asestarle el golpe político de una orden de
mandamus, sino que Marshall retrocede y con toda humildad reconoce no tener
competencia; pero, al hacerlo, afirma en beneficio de las instituciones judiciales que
sólo a los tribunales federales, y a la Suprema Corte en definitiva, les corresponde el
ejercicio del control de la constitucionalidad de las leyes, el judicial review.
Marbury y sus colegas pierden, y lo aceptan en un gesto de disciplina partidista, del
partido que estuvo detrás de la trama, de los federalistas, y aunque Jefferson y
Madison ganan a la postre, con la misma inteligencia de Marshall, interpretan la
decisión como un golpe político, tan sutil que no puede reaccionar como lo hubieran
hecho con el mandamus. Estos efectos sólo pueden darse cuando hay una obra
maestra como lo es la decisión Marbury vs. Madison.
La doctrina constitucional de los Estados Unidos ha ubicado este caso en sus reales
dimensiones y lo ha caracterizado como un ejemplo digno de la unión entre política y
justicia constitucional. La sentencia, una vez pronunciada, fue ampliamente divulgada
en la prensa, en el New York Evening Post se dio a conocer con el título;
"Constitución violada por el presidente". Incluso, la prensa de filiación republicana no
se atrevió a atacar los argumentos contundentes de la opinión de Marshall y sólo
pudo efectuar observaciones a la forma en que la sentencia había sido pronunciada.
Unas seis cartas escritas por "Littleton" y publicadas en el periódico Virginia Argus
comentaron entre abril y mayo de 1803 el hecho que Marshall había dedicado la
mayor parte de la decisión a demostrar los derechos de Marbury y que, al final en
una breve porción de la misma, se había declarado incompetente para conocer del
asunto. El crítico demostraba la intención política de Marshall y le reclamaba por que
había demostrado tanto apoyo a los jueces de paz, si a la larga iba a decidir su
incapacidad para ayudarlos.
El presidente Jefferson al año siguiente, en 1804, tuvo oportunidad de designar un
ministro en la Suprema Corte que pudiera balancear el poder federalista que
dominaba al alto tribunal. El designado fue William Johnson, su presencia obligó en
ocasiones a que las decisiones de la Corte fueran tomadas individualmente, seriatim,
y no per curiam, según la práctica introducida por Marshall. No obstante, en varias
oportunidades Johnson siguió la opinión de Marshall en contra de las ¡deas de su
amigo Jefferson.
Por último, cabe mencionar la reacción que hubo tardíamente en el Tribunal Superior
de Justicia de Pennsylvania. El presidente del Tribunal, John Gibson, fue un
simpático personaje: amante de las literaturas francesas e italiana, excelente
violinista e ingenioso diseñador, ya que se dice que diseñó su propia dentadura
postiza.
En una extensa decisión fallada el 16 de abril de 1825, Eakin vs. Raub 12 Sergeant E
Rawle 330 a 381, Gibson cuestiona la facultad del poder judicial para revisar la
constitucionalidad de las leyes. Siempre teniendo presente a Marshall en la decisión
Marbury vs. Madison, Gibson enfatiza a la ausencia de una disposición expresa en la
Constitución de los Estados Unidos que le otorgue al Poder Judicial esta facultad. El
judicial review haría del Poder Judicial un poder muy especial.
Gibson no está de acuerdo con uno de los argumentos más circunstanciales dado
por Marshall. En la sentencia de Marbury, Marshall asevera que los ministros de la
Suprema Corte al rendir protesta de cumplir y hacer cumplir la Constitución se
obligan a aplicarla, a pesar de la legislación en su contra, ya que su juramento los
obliga a actuar así. Este argumento que es verdaderamente tangencial, resulta un
blanco de críticas para Gibson quien menciona que las protestas de hacer guardar la
Constitución es un requisito de cualquier funcionario público y no por ello a todos
corresponde la revisión de la constitucionalidad de las leyes.
A pesar de estas reacciones, la tesis planteada en la decisión de Marshall en el caso
Marbury vs. Madison ha permanecido como una institución jurídica de fundamental
importancia. No es posible entender el constitucionalisimo moderno sin el judicial
review. Lo que en 1803 fue una decisión de coyuntura para salvar una serie de
problemas políticos, se ha transformado en un principio, para el bien del equilibrio de
poderes y del Poder Judicial. A pesar del tiempo transcurrido, debe reconocerse la
genialidad de Marshall, descendiente de un carpintero inglés que libró una batalla
intelectual y política con otro gran personaje, su propio primo, Thomas Jefferson.
En los Estados Unidos de Norteamérica se asentó este principio por la circunstancia
histórica de que los estados integrantes de la federación habían vivido libres y era
necesario lograr la unión y la unidad indispensable en un orden jurídico.
Ahora bien, ¿Es esencial que este principio se encuentre consignado en la
Constitución o aunque no estuviera escrito de todos modos existiría? Es un principio
que existe aunque una Constitución escrita no lo establezca, pues se encuentra en el
orden de las cosas, en la naturaleza misma de una carta magna, pues ella es la
unidad de todo el sistema y si no fuera así, se viviría la anarquía jurídica, pero si una
ley o acto contrario a ella pudiera existir, se tendrá que concluir que existen dos
órdenes jurídicos sobre ese territorio o que esa norma no es la fundamental de ese
Estado. De que una Constitución es la ley suprema deriva necesariamente el
principio de supremacía constitucional, y desde luego que no es necesario consignar
este principio en la ley suprema escrita, pero sí es conveniente que se haga en favor
de la precisión de la norma de normas.
3. LOS ANTECEDENTES DEL PRINCIPIO DE SUPREMACÍA CONSTITUCIONAL
EN EL DERECHO MEXICANO
En las diversas Constituciones o leyes supremas que han regido la vida de México,
encontramos consignado el principio que nos ocupa. En algunos casos no se
estableció en forma muy clara, pero en fin, son nuestros antecedentes de la idea de
que la Constitución es la ley fundamental. Así este principio se consignó en el
Artículo 237 del Decreto Constitucional de Apatzingán:54 "Capítulo XXI. De la
observancia de este decreto. Art. 237. Entretanto que la Representación nacional, de
que trata el capítulo antecedente, no fuere convocada, y siéndolo, no dictare y
sancionare la Constitución permanente de la Nación, se observará inviolablemente el
tenor de este decreto, y no podrá proponerse alteración, adición ni supresión de
ninguno de los artículos en que consiste esencialmente la forma de gobierno que
prescribe. Cualquier ciudadano tendrá derecho para reclamar las infracciones que
notare."; en el Artículo 24 del Acta Constitutiva de la Federación Mexicana:
"Prevenciones Genereles. 24. Las Constituciones de los Estados no podrán
oponerse a esta acta ni a lo que establece la Constitución general: por tanto, no
podrán sancionarse hasta la publicación de esta última."; en el Artículo 161-111 de la
Constitución de 1824: "Sección segunda. De las obligaciones de los Estados. 161.
Cada uno de los Estados tiene obligación: . . . -III. De guardar y hacer guardar la
constitución y leyes generales de la Unión, y los tratados hechos o que en adelante
se hicieren por la autoridad suprema de la federación con alguna potencia
extranjera."; en el Artículo 30 del Acta de Reformas de 1847: "Art. 30.-Publicada esta
54 Oficialmente llevó el título de "Decreto Constitucional para la Libertad de la América Mexicana."
acta de reforma, todos los Poderes Públicos se arreglarán a ella. El Legislativo
general continuará depositado en el actual Congreso hasta la reunión de las
Cámaras. Los Estados continuarán observando sus Constituciones particulares, y
conforme a ellas renovarán sus poderes; en el Artículo 126 de la Constitución de
1857: "Art. 126. Esta Constitución, las leyes del Congreso de la Unión que emanen
de ella y todos los tratados hechos o que se hicieren por el Presidente de la
república, con aprobación del Congreso, serán la ley suprema de toda la Unión. Los
jueces de cada Estado se arreglarán a dicha Constitución, leyes y tratados, a pesar
de las disposiciones en contrario que pueda haber en las constituciones o leyes de
los Estados; y en Artículo 133 de 1917: " Art. 133. Esta Constitución, las leyes del
Congreso de la Unión que emanen de ella, y todos los tratados hechos y que se
hicieren por el Presidente de la República, con aprobación del Congreso, serán la ley
suprema de toda la Unión. Los jueces de cada Estado se arreglarán a dicha
Constitución, leyes y tratados, a pesar de las disposiciones en contrario que pueda
haber en las constituciones o leyes de los estados.", reformado en 1934:55 Esta
Constitución, las leyes del Congreso de la unión que emanen de ella y todos los
tratados que estén de cuerdo con la misma, celebrados y que se celebren por el
Presidente de la República, con aprobación del Senado, serán la ley Suprema de
toda la Unión. Los jueces de cada Estado se arreglarán a dicha Constitución, leyes y
tratados, a pesar de las disposiciones en contrario que pueda haber en las
constituciones o leyes de los Estados." El Artículo 126 de la Constitución de 1857 fue
tomado literalmente de la Constitución norteamericana. El proyecto que Carranza
55 Felipe Tena Ramírez. Leyes Fundamentales de México 1808-1994. Ed. Porrúa, 18a ed., México, 1994. pp. 57,158, 476, 627, 877 y 932.
envió al Constituyente de Querétaro omitió este precepto, pero la segunda comisión
de Constitución lo sometió a la aprobación de la Asamblea, que sin discusión lo
sancionó.
El Artículo reformado también precisó que la competencia para la aprobación de los
tratados corresponde al Senado y no al Congreso de la Unión. La redacción original
del Artículo fue tomada de la Constitución de 1857 donde existió el sistema
unicameral hasta 1874. Sin embargo, antes de la reforma no existía problema -como
no lo hubo en el código supremo de mediados del siglo pasado- porque entre las
facultades exclusivas del Senado se encontraba y se encuentra la aprobación de los
tratados celebrados por el presidente de la República.
El 21 de diciembre de 1944, el ejecutivo federal envió al congreso una iniciativa de
reformas de varios Artículos entre los que se encontraba el 133 al que se le suprimía
su segundo párrafo, pero se le agregaba uno de singular importancia, a saber: Los
tribunales federales se ajustarán siempre a dicha Constitución y los de las entidades
federativas observarán también esta regla y se sujetarán además, a las leyes
federales y tratados a pesar de las disposiciones en contrario que puede haber en las
constituciones o leyes locales. Los tribunales se abstendrán de aplicar las leyes que
conforme a la jurisprudencia de la Suprema Corte de Justicia resulten
inconstitucionales. Dicha iniciativa no prosperó.
En esa iniciativa se encuentran dos ideas nuevas: a) que los tribunales federales
tienen que sujetarse a la Constitución. Esta declaración resulta superflua porque se
encuentra en la esencia misma del principio que analizaremos, y b) la obligación para
toda clase de tribunales de abstenerse de aplicar las leyes que la Suprema Corte de
Justicia declara inconstitucionales a través de la jurisprudencia.
Este fallido intento de reforma hubiera significado que las ley declarada
inconstitucional por el máximo tribunal, y que constituyera jurisprudencia, no se
podría volver a aplicar en nuestro territorio. Y con esto se hubiera dado un paso
adelante muy importante en la búsqueda constante por alcanzar una mayor justicia.
TERCERA PARTE.
CAPÍTULO QUINTO.
LA FUNDAMENTALIDAD Y LA SUPREMACÍA DE LA CONSTITUCIÓN.
La fundamentalidad denota una cualidad de la Constitución jurídico-positiva que,
lógicamente, hace que ésta se califique como "Ley Fundamental del Estado". Según
Cari Schmitt, citado por Burgoa,56 "ley fundamental" puede equivaler a una "norma
absolutamente inviolable que no puede ser reformada ni quebrantada" o a una norma
relativamente invulnerable que sólo puede ser reformada o quebrantada bajo
supuestos dificultados -principio de rigidez-. También puede significar, afirma, "el
último principio unitario de la unidad política y de la ordenación de conjunto, así como
la norma última para un sistema de imputaciones normativas".
Entraña, por ende, que dicha Constitución sea el ordenamiento básico de toda la
estructura jurídica estatal, es decir, el cimiento sobre el que se asienta el sistema
normativo de derecho en su integridad. Consiguientemente, el concepto de
fundamentalidad equivale al de primariedad, o sea, que si la Constitución es la "Ley
Fundamental", al mismo tiempo es la "Ley primaria". Este atributo, además, implica
que el ordenamiento constitucional expresa las decisiones fundamentales de que se
habló con antelación, siendo al mismo tiempo la fuente creativa de los órganos
primarios del Estado, la demarcación de su competencia y la normación básica de su
integración humana. La fundamentalidad de la Constitución significa también que
56 Op. cit., p. 357.
ésta es la fuente de validez formal, de todas las normas secundarias que componen
el derecho positivo, así como la "superlegalidad" de sus disposiciones preceptivas.
Conforme al pensamiento de Kelsen, la Constitución jurídico-positiva o "material"
como también la llama, tiene la "función esencial" consistente en "regular los órganos
y el procedimiento de la producción jurídica general, es decir, de la legislación,
regulación que deriva del carácter de "ley fundamental" que tiene, o sea, de
ordenamiento fundatorio de todas las normas secundarias.57 Jorge Xifra Heras,
citado por Burgoa,58 refiriéndose a la fundamentalidad constitucional, asegura que
"Este carácter fundamental que concede a la Constitución la nota de ley suprema del
Estado, supone que todo el ordenamiento jurídico se encuentra condicionado por las
normas constitucionales, y que ninguna autoridad estatal tiene más poderes que los
que le reconoce la Constitución, pues de ella depende la legitimidad de todo el
sistema de normas e instituciones que componen aquel ordenamiento."
Fácilmente se advierte que la doctrina, expresada en las anteriores opiniones, alude
a la fundamentalidad formal de la Constitución jurídico-positiva considerándola como
la norma fundatoria de toda la estructura del derecho positivo del Estado, sin la cual
ésta no sólo carecería de validez, sino que desaparecería. La índole formal de dicha
cualidad estriba en que, independientemente de que el contenido de las
disposiciones constitucionales esté o no justificado, es decir, prescindiendo de que
se adecúen o no a lo que, con Lasalle, se ha denominado "Constitución real", el
ordenamiento que las comprende es el apoyo, la fuente y el pilar sobre los que se
57 Hans Kelsen. Teoría General del Derecho y del Estado. Trad. Eduardo García Máynez. Ed. U.N.A.M. México, 1995. pp. 146 y 147. 58 Op. cit., p. 358.
levanta y conserva todo el edificio jurídico del Estado, o sea, conforme a la
concepción kelseniana, la base de la pirámide normativa. Como es bien sabido, esta
pirámide se integra con las normas primarias o fundamentales, las normas
secundarías o derivadas de carácter general y abstracto (leyes) y las normas
establecidas para un caso concreto y particular (decisiones administrativas y
sentencias judiciales).59 Debe observarse que la mera fundamentalidad formal de la
Constitución jurídico-positiva no explica la justificación de ésta, es decir, la
fundamentación material que debe tener, la cual ya no es de carácter jurídico. A esta
fundamentación se refiere veladamente Kelsen al aludir a la "norma fundamental
hipotética" y que, al concepto de Constitución real y teleológico de que se ha
hablado.
Ahora bien, si la Constitución es la "ley fundamental" en los términos antes
expresados, al mismo tiempo y por modo inescindible es la "ley suprema" del Estado.
Fundamentalidad y supremacía, por ende, son dos conceptos inseparables que
denotan dos cualidades concurrentes en toda Constitución jurídico-positiva, o sea,
que ésta es suprema por ser fundamental y es fundamental porque es suprema. En
efecto, si la Constitución no estuviese investida de supremacía, dejaría de ser el
fundamento de la estructura jurídica del Estado ante la posibilidad de que las normas
secundarias pudiesen contrariaría sin carácter de validez formal. A la inversa, el
principio de supremacía constitucional se explica lógicamente por el carácter de "ley
fundamental" que ostenta la Constitución, ya que sin él no habría razón para que
fuese suprema. Por ello, en la pirámide kelseniana la Constitución es a la vez la base
89 Kelsen, op. cit., pp. 146 y 147.
y la cumbre, lo fundatorio y lo insuperable, dentro de cuyos extremos se mueve toda
la estructura vital del Estado, circunstancia que inspiró a don José Ma. Iglesias el
proloquio que dice: "Super constitutionem, nihil; sub constitutione, omnia".60
El principio de supremacía constitucional descansa en sólidas consideraciones
lógico-jurídicas. En efecto, atendiendo a que la Constitución es la expresión
normativa de las decisiones fundamentales de carácter político, social, económico,
cultural y religioso, así como la base misma de la estructura jurídica del Estado que
sobre éstas se organiza, debe autopreservarse frente a la actuación toda de los
órganos estatales que ella misma crea -órganos primarios- o de los órganos
derivados. Dicha autopreservación reside primordialmente en el mencionado
principio, según el cual se adjetiva el ordenamiento constitucional como "ley
suprema" o "/ex legum", es decir, "ley de leyes". Obviamente, la supremacía de la
Constitución implica que ésta sea el ordenamiento "cúspide" de todo el derecho
positivo del Estado, situación que la convierte en el índice de validez formal de todas
las leyes secundarias u ordinarias que forman el sistema jurídico estatal, en cuanto
que ninguna de ellas debe oponerse, violar o simplemente apartarse de las
disposiciones constitucionales. Por ende, si esta oposición, violación o dicho
apartamiento se registran, la ley que provoque estos fenómenos carece de "validez
formal", siendo susceptible de declararse "nula", "inválida", "inoperante" o "ineficaz"
por la vía jurisdiccional o política que cada orden constitucional concreto y específico
establezca. 61
60 "Sobre la Constitución nada, bajo la Constitución, todo". 61 Cfr. Ignacio Burgoa. El Juicio de Amparo. Capítulos IV y V. Ed. Porrúa. 28a ed. México, 1991.
Del principio de supremacía de la Constitución y de su aplicación en la dinámica
jurídica se derivan varias consecuencias, que algunas de ellas son el fundamento de
diversas instituciones constitucionales que en distintos regímenes jurídicos se han
estructurado diferentemente, tales como:
a) El control de la constitucionalidad de las leyes que se impone a raíz de la
necesidad de que la Constitución debe condicionar el ordenamiento jurídico en
general.
b) La imposibilidad jurídica de que los órganos deleguen el ejercicio de las
competencias que les ha atribuido la Constitución, pues, los diversos poderes
constituidos existen en virtud de la Constitución, en la medida y bajo las condiciones
con que los ha fijado: su titular no lo es de su disposición, sino sólo de su ejercicio.
Por la misma razón que la Constitución ha establecido poderes diversos distintos y
repartidos los atributos de la soberanía entre diversas autoridades, prohibe implícita
y necesariamente que uno de los poderes pueda descargar sobre otro su cometido y
su función: de la misma manera que un poder no puede usurpar lo propio de otro,
tampoco debe delegar lo suyo a uno distinto.
La doctrina ha coincidido en la sustancia conceptual del principio y ha sido el
constitucionalismo norteamericano, desde sus albores, el que lo ha definido con más
precisión.
En efecto, Hamilton, citado por Burgoa,62 decía que: "No hay proposición más
evidentemente verdadera como la que todo acto de una autoridad delegada contrario
a los términos de la comisión, en virtud de la cual lo ejerce, es nulo. Por lo tanto,
ningún acto legislativo contrario a la Constitución puede ser válido. Negarlo
equivaldría a afirmar que el delegado es superior a su comitente, que el servidor está
por encima de su amo, que los representantes del pueblo son superiores al pueblo
mismo, que las personas que obran en virtud de poderes pueden hacer no solamente
lo que esos poderes no los autorizan a hacer, sino aun lo que ellos les prohiben.
Además en el célebre fallo del caso "Marbury vs. Madison", Marshall vierte conceptos
contundentes y definitivos sobre el principio de supremacía constitucional.63
El principio de supremacía constitucional, por otra parte, ha asumido algunas
variantes en el régimen jurídico de la Francia contemporánea que le han restado su
rigidez original y quizá su respetabilidad en aras de las exigencias legislativas que
impone la siempre cambiante realidad sociopolítica y económica. Estas variantes o
temperamentos, se registraron en la Constitución de la postguerra expedida en
octubre de 1946 y se reiteraron en la de 1958, que fue adoptada en el referendum de
28 de septiembre de este último año. En la primera se establece un sistema muy
curioso de control o preservación constitucional. Si una ley votada por la Asamblea
Nacional puede considerarse contraria a la Constitución, y si a juicio del Comité
Constitucional, compuesto por el Presidente de la República, el presidente de la
62 Ignacio Burgoa. Derecho Constitucional Mexicano. Ed. Porrúa, 10a ed., México, 1996. p. 360. 63Supra El Caso Marbury vs. Madison, p. 141.
Asamblea Nacional, el presidente del Consejo de la República y por siete miembros
de dicha asamblea, aquélla amerita la revisión del pacto fundamental, tal ley
secundaria no entra en vigor hasta en tanto no se hubiere reformado la Constitución
en el precepto o preceptos contravenidos, si el caso lo requiere. Como se ve, la
Constitución aludida de Francia hace nugatorio el principio de supremacía, al admitir
la posibilidad de que se ajuste una disposición de índole constitucional a una ley
secundaria mediante la reforma de la primera. Dentro de un sistema parecido, la
actual Constitución de la República francesa que se adoptó en septiembre de 1958,
encomienda su preservación a un organismo creado por ella, denominado Consejo
Constitucional. Sus facultades consisten en velar por la "regularidad" de las
elecciones del Presidente de la República, de los diputados y senadores (función
política), así como en mantener la supremacía de la Ley Fundamental frente a
ordenamientos secundarios que la pudieren contravenir (función jurídica). Estos son
susceptibles de examinarse por dicho Consejo antes de su promulgación, con el
objeto de determinar si se oponen o no a la Constitución. En el supuesto afirmativo,
ninguna ley ordinaria puede entrar en vigor. Como se ve, el sistema de control
constitucional imperante en Francia es de índole jurídico-política, no jurisdiccional
como nuestro amparo, pues aparte de que la tutela de la Constitución no se confía a
los tribunales, sino al mencionado Consejo, la actividad de éste, en el desempeño de
sus funciones protectoras, se excita por otros órganos estatales, sea, por el
Presidente de la República, el Primer Ministro o por los presidentes de la Asamblea
Nacional (que corresponde a nuestra Cámara de Diputados) o del Senado (Arts. 61 y
62). Además, el "precontrol" constitucional que ejerce dicho Consejo no se despliega
en interés de los ciudadanos, sino en el de los poderes públicos "para mantener
entre ellos la separación de funciones establecidas por la Constitución", el
mencionado órgano interviene antes de que las leyes ordinarias entren en vigor para
suspender su aplicación hasta que se constate su constitucionalidad. Si el consejo,
declara el texto (de la ley) inconstitucional, no puede ser aplicado ni promulgado, sino
después de la revisión de la Constitución, facultad que corresponde al Senado y a la
Asamblea Nacional conjuntamente.
CAPÍTULO SEXTO
LA INTERPRETACIÓN DEL ARTÍCULO 133 CONSTITUCIONAL.
1. LA INTERPRETACIÓN CONSTITUCIONAL.
La inclusión de este tema de la Teoría de la Constitución en este apartado obedece a
la importancia que reviste la fijación del sentido normativo de las disposiciones
jurídicas básicas del Estado.
En el terreno del Derecho, bien se sabe que "interpretar"' denota una operación
intelectual consistente en determinar el alcance, la extensión, el sentido o el
significado de cualquier norma jurídica, bien sea ésta general, abstracta e
impersonal, o particular, concreta e individualizada. En el primer caso se trata de la
interpretación de las leyes en su amplia o lata acepción, independientemente de su
rango formal, o sea, de las normas constitucionales, de las legales ordinarias o
secundarias y de las reglamentarias. En el segundo, la interpretación puede versar
sobre los contratos, los convenios, los testamentos, las sentencias judiciales, las
resoluciones administrativas y, en general, sobre decisiones unilaterales o bilaterales
de carácter público, social o privado e incluso sobre actos de índole jurisdiccional.
Desde el punto de vista de su consistencia esencial, la interpretación implica una
acción unilateral del intelecto humano que tiene como finalidad sustancial, propia e
inherente establecer o declarar el sentido, alcance, extensión o significado de
cualquier norma jurídica, con prescindencia de la fuente en que esta se contenga. En
semejantes términos se expresa el maestro De la Cueva, citado por Burgoa,64 al
afirmar que "la interpretación jurídica debe proponerse desentrañar el contenido de
cada norma, esto es determinar en qué consiste el mandamiento, cuál es el deber
que impone, su alcance o extensión y sus limitaciones, y cuál es la medida de la
sanción que debe imponerse al contraventor; esas determinaciones son la que
constituye el sentido o la significación de la norma.
Por consiguiente, es la naturaleza de la norma lo que determina las diferentes
especies de interpretaciones, sin que esta variedad altere la esencia de la labor
interpretativa.
Fácilmente se advierte que la interpretación es una condictio sine qua non es la vida
misma del Derecho. Sin ella la dinámica jurídica sería imposible, pues para invocar y
aplicar cualquier norma hay que precisar o, al menos, indicar su sentido, alcance,
comprensión o significado. Es más, el principio de juridicidad sería inoperante sin la
interpretación de las disposiciones de derecho que subordinan los diferentes actos
del poder público del Estado. La interpretación es, por tanto, la operación
imprescindiblemente previa de la aplicación de la norma jurídica a los casos
concretos que la realidad social plantea constantemente.
Sería absurdo que, sin establecer o declarar el sentido regulador de la norma de
derecho, ésta pudiese proyectarse al mundo de la casuística para determinar, en él,
64 Op. cit., p. 393.
la solución que dicha norma brinde para la variadísima gama de la problemática
social. A nadie puede escapar la importancia ingente que tiene la interpretación
jurídica para la vida y operatividad del Derecho en sus múltiples y distintas
manifestaciones, pudiendo afirmarse que sin ella éste carecería de objeto pragmático
principalmente.
La trascendencia de la interpretación jurídica se acrecienta cuando se trata de su
máxima especie, o sea, la interpretación constitucional. Esta, como su adjetivo le
indica, consiste en la fijación, declaración o determinación del sentido, alcance,
extensión o significado de las disposiciones que integran el ordenamiento supremo
del país, la Constitución. Puede aseverarse que el principio de supremacía con que
está revestida se hace extensivo a la interpretación de sus mandamientos, en cuanto
que ésta prevalece sobre la interpretación de cualesquiera disposiciones
pertenecientes a normas jurídicas ordinarias o secundarias, en el supuesto de que
exista contrariedad, divergencia o contradicción entre una y otra. Esa prevalencia se
finca en la circunstancia de que la interpretación constitucional queda reservada, en
último grado, a los tribunales máximos del Estado, cuya jurisprudencia, en que tal
interpretación se sustente, sea obligatoria para todas las autoridades estatales, pues
es evidente que sin esta obligatoriedad se provocaría la anarquía aplicativa del
Derecho.
Para lograr los objetivos anteriores se debe utilizar los métodos gramatical o literal,
lógica o conceptual, sistemático y causal-teleológico.
En lo que respecta a la interpretación jurisdiccional de la Constitución, las
conclusiones que mediante ella se establezcan o declaren, son las únicas
prevalentes y conforme a ellas debe entenderse y aplicarse el precepto constitucional
interpretado, a pesar del criterio opuesto o distinto que se sustente en cualquier "ley
interpretativa" que hubiese emitido el mencionado Congreso Federal. Estas
aseveraciones tienen su justificación en la esencia misma del régimen democrático a
través del más importante principio que lo caracteriza, cual es el de juridicidad. En
efecto, según este principio, todos los actos del poder público, independientemente
de su índole intrínseca y de su aspecto formal, deben subordinarse al Derecho,
primordialmente al que se expresa en la Constitución como Ley Suprema y
Fundamental del país. Por consiguiente, si son los órganos jurisdiccionales federales
los encargados de velar por la observancia de dicho principio, invalidando los actos
de autoridad que lo quebranten, esa trascendental misión no la podrían cumplir sin
interpretar los preceptos constitucionales que tales actos hayan violado. En esta
virtud, y sin mengua del consabido principio, no puede sostenerse, para dejar
intocado un acto de autoridad, que éste no infringe la Constitución, porque este
ordenamiento haya sido interpretado por el Congreso de la Unión en la ley respetiva,
con criterio opuesto al sustentado por la Corte.
Análogo pensamiento exponen Jorge Carpizo y Héctor Fix Zamudio, al sostener que
la interpretación legislativa "no puede estimarse definitiva en cuanto puede ser
apreciada a través de la impugnación de la constitucionalidad de las propias leyes
por parte de los órganos del poder judicial federal, generalmente por medio del juicio
de amparo, con la excepción de aquellas disposiciones que impliquen cuestiones
políticas que, según se ha visto, no pueden ser objeto de examen por los propios
tribunales de la federación", agregando que "si corresponde a los órganos judiciales
ordinarios o especializados la interpretación final de las disposiciones fundamentales
cuando son aplicadas por otros organismos del poder (legislativos o administrativos),
el criterio judicial se impone definitivamente y debe ser aceptado por las autoridades
y los gobernados como el sentido final de la ley suprema, con exclusión de aquellos
sectores que se han calificado como cuestiones políticas, pero cuyo campo se
reduce paulatinamente conforme se va limitando el criterio discrecional de los
órganos del poder y se aumenta el de impugnación judicial de las cuestiones
políticas según lo hemos señalado con anterioridad, llegándose inclusive a hablar de
un gobierno de los jueces o gobierno judicial".
Como corolario de las consideraciones que anteceden debemos concluir que la
interpretación constitucional en último grado y en instancia definitiva corresponde a la
Suprema Corte dentro del sistema implantado por nuestra Ley Fundamental.
2. EL PRINCIPIO DE SUPREMACÍA CONSTITUCIONAL.
El Artículo 133 del código supremo mexicano de 1917 establece:
"Esta Constitución, las leyes del Congreso de la Unión que emanen de ella y todos
los tratados que estén de acuerdo con la misma, celebrados y que se celebren por el
Presidente de la República, con aprobación del Senado, serán la Ley Suprema de
toda la Unión. Los jueces de cada Estado se arreglarán a dicha Constitución, leyes y
tratados, a pesar de las disposiciones en contrario que pueda haber en las
Constituciones o leyes de los Estados."
Este precepto enuncia el principio de supremacía constitucional por medio del cual
dispone que la Constitución es la ley suprema, es la cúspide de todo el ordenamiento
jurídico, es el alma y la savia que nutre y vivifica el derecho, es la base de todas las
instituciones y el ideario de un pueblo.65
Supremacía constitucional significa que una norma contraria -ya sea material o
formalmente- a esa norma superior no tiene posibilidad de existencia dentro de ese
orden jurídico.
La supremacía constitucional representa la unidad de un sistema normativo, y
apuntala para los hombres un cierto margen de seguridad porque éstos saben que
65 Jorge Carpizo. Estudios Constitucionales. Ed. Porrúa, 7a ed., México,1999. p. 1.
ninguna ley o acto debe restringir la serie de derechos que la Constitución les otorga
y que si tal cosa acontece existe un medio reparador de la arbitrariedad.
El principio de supremacía constitucional y el del control de la constitucionalidad de
leyes y actos son complementarios. Uno se sostiene en el otro. Como tanto se ha
dicho, de muy poco serviría que se estableciera que ninguna ley o acto puede violar
la norma suprema si ésta no estableciera el medio adecuado para hacer efectivo
dicho enunciado.
Así, estos dos principios responden a la histórica y presente lucha del hombre por
alcanzar su libertad.
El principio mexicano de supremacía constitucional está conformado por la historia
de la nación, por nuestras tesis doctrínales y jurisprudenciales, se alimenta de toda
una tradición jurídica y posee el espíritu de todo nuestro orden jurídico, de las raíces
de nuestro derecho que se asegure la libertad del hombre.
Apuntaré enseguida algunas tesis extranjeras que ayudan a explicar y comprender el
Principio de Supremacía Constitucional, su sentido y alcance e interpretación en la
Constitución Mexicana.
A. LA TESIS KELSENIANA.
Kelsen declara que el derecho regula su propia creación. O sea que una norma
pauta la creación de otra y la relación que existe entre la norma creadora y la creada
no es de coordinación sino de supra y subordinación. Así, la norma creadora es
superior a la creada. La unidad del orden jurídico se manifiesta precisamente en que
la validez de una norma se encuentra en que fue creada de acuerdo con el proceso
determinado en otra norma de escaño superior y ésta a su vez fue creada por otra de
jerarquía más alta hasta llegar a la norma básica, la norma que es el soporte y razón
última de validez de todo ese sistema jurídico.66
Basado en la anterior explicación, Kelsen afirma que decir que una ley
anticonstitucional es nula es un absurdo porque si esa norma es contraria a la
Constitución ella es inexistente, pues no puede tener validez, ya que una norma
únicamente tiene eficacia cuando ha sido creada según el procedimiento indicado en
la norma superior y que no contraría el contenido de esa norma de más alta
jerarquía. 67
Así, el autor de la teoría pura del derecho constituye su pirámide jurídica en la cual la
norma inferior deriva su validez de la superior. En esta teoría se encuentra una
magnífica exposición del principio de supremacía constitucional, ya que la norma que
66 Haris Kelsen. Teoría General del Derecho y del Estado. Trad. Eduardo García Máynez. Ed. U.N.A.M., 2a. ed., México, 1995. p. 146 67 Idem.
no esté de acuerdo con la Constitución es inexistente. En esta forma se preserva la
unidad de todo el orden jurídico representado por la Constitución.
Ahora bien, la anterior concepción kelseniana también se desprende con claridad de
su teoría de qué es un estado federal.
Afirma que en un estado federal hay que distinguir tres elementos: a) la Constitución,
que es válida en todo el territorio y en virtud de la cual se establece la unidad de todo
el orden jurídico; es decir, el estado federal, se personifica en la Constitución, b) el
orden jurídico federal, y e) el orden jurídico local.
La Constitución divide la competencia entre la federación y las entidades federativas
y estos dos círculos son órdenes parciales delegados. La Constitución es el todo
jurídico, es la norma fundamental, la ley cimera, la que señala las atribuciones y los
límites a la federación y a los estados.
Así, la federación y las entidades federativas están coordinadas y no existe entre
ellas ningún vínculo de subordinación, y tanto la una como las otras deben su
existencia, su ser, a la norma que las origina y que las sustenta: la Constitución.
B. LA DOCTRINA FRANCESA.
Ésmein, citado por Jorge Carpizo,68 afirma que el principio de supremacía
constitucional es la mejor seguridad de que los derechos individuales serán
respetados por los gobernantes, pues las leyes fundamentales no sólo obligan al
legislador a respetarlas sino que le prohiben legislar sobre determinadas materias;
en otras ocasiones le indican con toda precisión hasta donde puede llegar su acción.
Burdeau, citado por Jorge Carpizo,69 estima que el principio de supremacía de la
Constitución estriba en que los órganos gubernativos sólo pueden actuar dentro del
ámbito que la Constitución les señala. Todo el orden jurídico está condicionado por la
Constitución que es su corazón y su sistema nervioso, la parte medular del régimen
que vivificó a todas las demás normas y les da su validez y les otorga la razón misma
de su existencia.
La supremacía constitucional puede ser material y formal. Supremacía material
porque la Constitución es el estatuto primordial, es el que determina toda la actividad
jurídica, es el conjunto de normas según las cuales se van a crear y según las cuales
van a vivir todas las demás normas. El contenido de la supremacía constitucional se
puede contemplar desde un doble punto de vista a) el Código Supremo, sin suprimir
las concepciones rivales, establece jurídicamente una idea de derecho, la dominante
en esa colectividad. O sea, la idea se vuelve norma, se crea, se marca, se señala y
68 op. c¡t., p. 7. 69 Idem.
se determina la existencia dentro de una concepción precisa de derecho, y b)
organiza la competencia de los gobiernos y de los órganos y les otorga atribuciones
precisas que por ningún motivo deben traspasar.
De este concepto de supremacía material se derivan dos consecuencias muy
importantes: 1. el principio de legalidad; todo acto contra la Constitución carece de
valor jurídico, y 2. cada órgano tiene su competencia que no se puede delegar salvo
los casos expresamente señalados en la misma Constitución. La supremacía formal
deriva de la idea de constituciones escritas y rígidas. Es decir, del hecho de que para
modificar una norma constitucional se necesita la intervención de un órgano especial;
se crea un orden jerárquico de las normas del sistema jurídico donde la Constitución
se encuentra en el lugar más alto. El principio de supremacía formal no es diferente
al material, sino que el primero viene a reforzar y a sancionar al segundo. Pero desde
luego que lo primordial es el concepto de supremacía material que necesariamente
existe en todo orden jurídico, no así la supremacía formal que sólo se halla en las
Constituciones escritas y rígidas.
Duverger sólo fija su atención en el aspecto formal de la supremacía constitucional,
al afirmar que este principio se basa en la idea de que la Constitución escrita sólo
puede ser reformada por un procedimiento especial y no por el que son reformadas
las normas de la legislación ordinaria. Ahora bien, las constituciones escritas que
contienen la idea de supremacía constitucional limitan a los gobernantes mediante
dos principios, éstos tienen que adecuar sus actos a la Constitución, pero si la violan
existe un órgano y un procedimiento que puede declarar la inexistencia jurídica de
ese acto. Esta regla obedece al concepto de control de la constitucionalidad de leyes
y actos.70
Barthélemy y Duez, citados por Jorge Carpizo,71 bellamente declaran que la idea de
la supremacía de la Constitución corresponde a la noción de democracia organizada
y entienden por este último concepto aquella organización política donde se gobierna
para el pueblo, pero donde el pensamiento no es una palabra vana, sino algo
objetivo, donde los hombres impulsan derecho y lo convierten en realidad. Afirman
que los gobernantes sólo tienen competencia para actuar en cuanto sirvan al interés
general, pero que la participación efectiva del pueblo únicamente es posible cuando
la democracia ha sido y es instruida y políticamente educada. En esta forma la ley
fundamental es elemento educativo que vivifica la democracia.
El principio de supremacía constitucional encierra dos nociones: la idea de legalidad
y la de estabilidad. La legalidad entendida a la manera Kelseniana, que ningún acto
es válido si no halla apoyo y sostén en el código supremo y la estabilidad jurídica
estriba en que la norma de normas es la unidad del orden y absolutamente ningún
acto puede ir contra ella, a menos que el pueblo decida cambiar el orden que
caduca, la idea vieja de derecho según expresión de Burdeau- por una nueva idea
del mismo que satisfaga mejor sus aspiraciones y sus necesidades.72
70 Maurice Duverger. Instituciones Políticas y Derecho Constitucional. Trad. Elíseo Aja et al, Ed. Ariel, 6a ed., Barcelona, España, 1992. pp. 173 y ss. 71 Op. cit., p. 9. 72 Jorge Carpizo. Op, cit., p. 9.
C. LA DOCTRINA NORTEAMERICANA.
La tesis de "El Federalista". Madison escribió que sin el principio de supremacía
constitucional, el código supremo hubiera resultado defectuoso y el sistema de
gobierno se hubiera visto trastocado, hubiera sido algo parecido a un monstruo
donde los miembros dictan órdenes a la cabeza. Hamilton afirmó que sería superior
el amo al siervo si no se llega al principio de que si una autoridad delegada procedía
fuera del mandato ese acto era nulo. Así, si el legislador actuaba contra la
Constitución ese acto no tenía ninguna validez.73
Story, citado por Jorge Carpizo,74 declaró que un principio tan importante como el de
la supremacía constitucional no es fácil deducirlo por interpretación, y por tanto fue
un acierto que se asentara en forma expresa. Habló de gobierno nacional
identificando este término con federal y manifestó que no había razón para crear un
gobierno federal si éste no era supremo. O sea, que la legislación federal priva sobre
la local.
Weaver, citado por Jorge Carpizo,75 piensa que este principio fue establecido para
asegurar la unión y la armonía entre los estados que integraron Norteamérica. La
Constitución no puede ser abolida por una ley del Congreso y las leyes y tratados
que emanan de la Constitución son superiores a las constituciones y leyes locales.
73 Idem. 74 Op. cit., p. 10. 75 Idem.
\sienta que los estados deben coexistir con el gobierno federal y que ninguno puede
destruir al otro, sino que cada uno dentro de sus atribuciones y limitaciones debe
ayudar a vivificar la Constitución.
La supremacía de las leyes de los Estados Unidos -laws of the United States- se
extiende tanto a las actividades del gobierno federal como a las de los gobiernos
locales.
En el pensamiento de Weaver no se encuentra la idea de Story de que el gobierno
federal sea superior a los locales, sino que ellos deben coexistir, o sea que los dos
gobiernos tienen la misma jerarquía, siendo la Constitución la única que posee en
estatuto superior dentro del orden jurídico.
Schwartz, citado por Jorge Carpizo,76 cree que en un sistema como el
norteamericano donde coexisten tanto el gobierno federal como los gobiernos
locales, es necesario establecer el medio para resolver los conflictos -casi
inevitables- que surgen entre ellos. Hay casos en que la acción de uno puede tocar la
competencia del otro.
La Constitución norteamericana establece que un conflicto de la naturaleza apuntada
se resuelve por el principio de la supremacía del gobierno federal, siempre y cuando
esté dentro de la esfera competencial que la máxima carta suprema le ha asignado, y
76 Op. cit., p. 10.
afirma que el principio anterior es el que ha asegurado la efectividad del sistema
federal y ha evitado la subordinación del gobierno federal al local en el sentido que
aconteció con la confederación. Así las leyes federales prevalecen en todo caso, a
menos que sean anticonstitucionales.
La doctrina -casi en forma unánime, Weaver es una excepción- y la jurisprudencia
norteamericana concuerdan en que en su sistema prevalece la legislación federal
sobre la local.
D. EL PENSAMIENTO DE LOS EXÉGETAS DE LA CONSTITUCIÓN DE 1857.
Aquí se analizará cuál fue la interpretación que los mexicanos le dieron a este
principio en el código de mediados de siglo pasado.
Castillo Velasco, citado por Jorge Carpizo,77 no examinó el Artículo que consagraba
la supremacía constitucional, sino únicamente lo glosó. De esta manera las
conclusiones a las que llegó son las que se desprenden de la lectura de la
interpretación literal del texto: las leyes federales son superiores a las constituciones
y leyes locales, los jueces de los estados no deben aplicar una ley local contraria al
código supremo, y los tratados son también la ley suprema de la Nación, siempre y
cuando se realicen con la forma y con los requisitos establecidos en la carta magna.
Y asienta que los tratados son ley fundamental porque la federación los efectúa con
la autoridad de todas las entidades federativas y otorgando la fe de éstas.
Para Coronado, citado por Jorge Carpizo,78 la Constitución es la ley fundamental
porque el pueblo en ejercicio de su soberanía así lo ha ordenado y apuntó que las
leyes que emanan de la Constitución, y que son ley suprema, son las reglamentarias,
las que extienden la vida de la Constitución, las que desarrollan un precepto
contenido en la norma de normas. Para él, un juez local puede dejar de aplicar una
ley local por considerarla anticonstitucional. Lo más interesante de su argumentación
es que sostiene que la Constitución debe ser acatada por "todo linaje de autoridades,
"Op.cit . , p. 11. 78 Idem.
cuando la contradicción entre las disposiciones secundarias y el Código fundamental
es clara y palpable", y en estos casos la autoridad no debe aplicar la ley que
notoriamente viola la Constitución. Otro aspecto importante en las ideas de Coronado
es que los tratados para ser tales no pueden contrariar las garantías individuales,
pues en ese caso no forman parte del orden jurídico y, claro está, no pueden ser
norma suprema del país.
Ramón Rodríguez, citado por Jorge Carpizo,79 afirmó que únicamente la Constitución
es norma suprema por que si los tratados y las leyes que emanan de ella vulneran
los derechos humanos o restringen la soberanía de los estados, esos tratados y esas
leyes no se deben cumplir. Consideró que el segundo párrafo del Artículo se debió
haber omitido por ser inexacto, pues si la Constitución es la norma fundamental no
sólo los jueces de los estados deben sujetarse a ella, sino absolutamente todas las
autoridades, tanto las federales como las municipales. Y es también innecesario ese
párrafo del Artículo porque en los casos de cumplimiento y aplicación de leyes
federales y en los juicios que se deriven de los tratados, la jurisdicción competente
es la federal, además el párrafo es inútil porque los jueces locales no pueden ser
castigados por aplicar una ley local anticonstitucional, pues las autoridades que los
juzguen no los pueden condenar por haber aplicado una ley válida en ese estado.
Así, esa falta a pesar de la disposición constitucional quedaría incólume.
79 Op. cit., p. 12.
Eduardo Ruiz, citado por Jorge Carpizo,80 aceptó la supremacía de la legislación
federal sobre la local. Y respecto al problema de si los jueces locales deben o no
aplicar su ley local aunque la crean anticonstitucional, declaró que la Suprema Corte
de Justicia de la Nación es la única facultada para ser la intérprete, de la
Constitución, pero como todo ciudadano que comparece a juicio, tiene el derecho, en
primer término, de que se le juzgue por la ley fundamental, cuando existe un conflicto
de leyes debe aplicarse la norma de mayor jerarquía. Si el juez se equivoca quien
resuelve es el Tribunal Superior del Estado, sin que la Suprema Corte intervenga, a
menos que se viole una garantía constitucional. Afirmó que el Artículo en estudio no
faculta a los jueces a juzgar la constitucionalidad de las leyes, sino sólo a decidir
entre dos textos contradictorios cuál aplicar, y, desde luego, deben aplicar el que
esté acorde con la ley suprema.
Este pensamiento parece confuso y contradictorio porque cómo va el juez a aplicar la
norma acorde con la Constitución, sin realizar una valoración, sin juzgar las dos
normas y ver cuál de ellas es anticonstitucional. Un juez sólo podrá aplicar -
planteado un problema de anticonstitucionalidad- una ley entre dos en conflictos,
juzgándolas, tratando de encuadrarlas dentro de la Constitución y viendo que una de
ellas es contraria al código supremo.
Vallarta, citado por Jorge Carpizo,81 se planteó el problema de si el juez local comete
delito por no aplicar la ley local si la considera anticonstitucional y contestó que el
80 Idem. 81 Op. cit. p. 13.
juez no comete delito sino que cumple con la obligación que le impone la
Constitución en el Artículo que plasma la supremacía constitucional. El juez debe
valorar la ley secundaria y si en este juicio resulta que ésta es anticonstitucional no la
debe aplicar; la única ley que el juez no debe valorar es la Constitución, ésta sólo la
debe obedecer y cumplir. Manifestó que existen múltiples casos en que los jueces
resuelven asuntos constitucionales sin que pueda intervenir la Suprema Corte por no
existir recurso alguno que lo permita. Los asuntos constitucionales que conocieran
los tribunales locales únicamente llegarían al poder judicial federal en los casos en
que el amparo fuera procedente, porque en otra forma sería imposible. Por esto
propuso que se creara algo parecido al writ of error norteamericano, con el que la
Corte Suprema pronunciaría la última palabra en las disputas constitucionales. Y
afirmó que este recurso cabía dentro de la Constitución, en su Artículo 97, primera
fracción.
Rabasa, citado por Jorge Crapizo,82 afirmó que, aunque según el Artículo 126 de
1857, los jueces comunes deben aplicar las leyes contrarias a la Constitución, en
general no examinan la constitucionalidad de éstas, pues "el sistema los aleja de esa
inclinación que sería muy dañosa". Por medio del amparo el poder judicial federal
conoce los conflictos constitucionales y este hecho sugiere a los jueces locales que
no son ellos los destinados a examinar estos problemas. Por ello los jueces locales
sólo deben rechazar las leyes locales en oposición evidente con la norma suprema, y
cuya aplicación los puede hacer incurrir en responsabilidad. Y esta situación no
82 Idem.
perjudica en nada a los interesados, ya que pueden interponer amparo si el juez
aplica una norma anticonstitucional.
Ahora bien, debe realizarse un balance de las posturas y aportaciones de la doctrina
derivada de la Constitución de 1857 a los problemas de interpretación emanados del
principio de supremacía constitucional.
Castillo Velasco y Ruiz, sostuvieron que existía supremacía de la legislación federal
sobre la local.
Rodríguez afirmó que únicamente la Constitución es suprema. O sea, en la doctrina
del siglo pasado se asentaron las dos grandes soluciones a este problema: a) existe
supremacía federal, y b) únicamente la Constitución tiene un rango superior dentro
del orden jurídico.
Coronado y Rodríguez pensaron que toda clase de autoridad podía dejar de cumplir
una ley por considerarla anticonstitucional. Coronado especificó que para la anterior
autorización era necesario que la contradicción fuera clara y posible.
Castillo Velasco, Coronado y Vallarta declararon que los jueces locales sí podían
examinar la constitucionalidad de las leyes, o sea que podían dejar de aplicar una ley
por considerarla anticonstitucional. Rabasa también siguió esta ¡dea sólo que con
una restricción: que los jueces locales sólo podían realizar tal examen si las leyes
locales se encontraban en oposición evidente con la Constitución. En cambio, Ruiz
afirmó que únicamente la Suprema Corte puede resolver el problema de
constitucional idad.
Castillo Velasco y Coronado asentaron que los tratados son ley suprema siempre y
cuando no vayan contra la ley fundamental.
Coronado pensó que las leyes que emanan de la Constitución y que son ley cúspide
son las reglamentarias y con esto planteó uno de los grandes problemas en la
cuestión de la jerarquía de las normas; es decir, esbozó el problema de la existencia
de un nuevo escaño en la ordenación de las normas de nuestro orden jurídico.
La doctrina mexicana derivada de nuestra anterior Constitución expuso la mayoría de
los problemas interpretativos del principio de supremacía constitucional, le dio
soluciones diversas y éstas han inspirado la doctrina y jurisprudencia proveniente de
la Constitución vigente, pues esos problemas y esas ideas regresan
intermitentemente al pensamiento de los tratadistas y juristas de hoy.
E. LA DOCTRINA MEXICANA Y LA CONSTITUCIÓN DE QUERÉTARO.
En este apartado se examinarán las ideas generales de dos distinguidos exégetas de
la Constitución de 1917 para después ver cada uno de los problemas concretos que
plantea el Artículo en cuestión.
Lanz Duret, citado por Jorge Carpizo,83 piensa que la única suprema es la
Constitución, pues los órganos que desempeñan funciones gubernativas ya sean del
poder federal o de los poderes locales están limitados por la carta magna. El pueblo
se autolimitó al darse una Constitución que debe respetar y obedecer.
El pueblo en un gobierno representativo como el nuestro no posee directamente la
facultad de poder constituyente.
Jorge Carpizo señala que no está de acuerdo con la tesis señalada porque
despersonaliza el concepto de poder constituyente que únicamente pertenece al
pueblo y en su pensamiento se palpa la idea de que el pueblo después de darse su
Constitución ya no tiene nada qué hacer.84
Tena Ramírez cree que el principio de supremacía constitucional no es necesario
enunciarlo en el Código Supremo, pues emana lógicamente de la idea de soberanía
rígida de la Constitución. La Constitución señala la competencia del orden federal y
83 Op. cit. p. 15 84 Idem.
del orden local y ningún funcionario debe realizar ningún acto fuera de su ámbito
competencias porque atenta contra la carta magna.85
En este pensamiento de Tena se encuentra la idea de que la soberanía radica en la
Constitución. Esta interpretación destruye el verdadero significado del concepto
soberanía. Al hablar de supremacía constitucional no se le debe confundir con
soberanía, pues mientras soberanía es la facultad del pueblo de construir su orden
jurídico, supremacía constitucional es uno de los varios conceptos que el pueblo
asienta en la realización de su derecho. O sea que la soberanía es el origen de la
supremacía constitucional, es decir, uno es un concepto creador, el primero y
principal de cualquier ordenación jurídica y el otro aunque sea deducción lógica es
concepto creado.
Ahora bien, en la Constitución mexicana de 1917 el principio de supremacía
constitucional no se encuentra únicamente en el Artículo 133, sino en varios otros.
Al tener en cuenta el pensamiento de Burdeau de que existe la supremacía material
y la supremacía formal, se puede afirmar que en nuestra Constitución se enuncia el
principio de supremacía material en los Artículos 40, 41, 128 y 133 y el principio de
supremacía formal en el 135,136 y en el Artículo 73, fracción III.
85 Felipe Tena Ramírez. Derecho Constitucional Mexicano. Ed. Porrúa. 34a ed., México, 2001, pp. 16, 543 y ss.
Así, el Artículo 40 constitucional señala que la forma de Estado y la forma de
gobierno deberán estar a los principios de la ley fundamental.
El Artículo 41 encierra la idea de que es la Constitución federal la que distribuye las
competencias, es la que delimita a los gobiernos federales y locales por ser superior
a ellos, por ser la voluntad expresa del pueblo, porque la Constitución es la fuerza del
derecho, y el alma de todo el orden jurídico.
El Artículo 128 dice. "Todo funcionario público, sin excepción alguna, antes de tomar
posesión de su encargo, prestará la protesta de guardar la Constitución y las leyes
que de ella emanen." Este principio es para defender la Constitución y al mismo
tiempo reafirma su supremacía.
Schmitt, citado por Jorge Carpizo,86 interpreta este juramento de cumplir la
Constitución, no como un juramento de cada una de las normas del código supremo
sino como un reconocimiento de las decisiones fundamentales del orden jurídico.
Mario de la Cueva, citado por Jorge carpizo,87 en su cátedra expone que este
juramento tiene dos dimensiones: a) compromiso de no tocar las decisiones
fundamentales, esos principios que son la base y columna de todo el estado y de
todo el derecho, y b) la obligación de seguir todos los procedimientos tal como los
establece la Constitución en la realización de sus actos.
86 Op. cit., p. 16. 87 Idem.
El Artículo 135 expresa: La presente Constitución puede ser adicionada o reformada.
Para que las adiciones o reformas lleguen a ser parte de la misma, se requiere que el
Congreso de la Unión por el voto de las dos terceras partes de los individuos
presentes, acuerde las reformas o adiciones y que éstas sean aprobadas por la
mayoría de las Legislaturas de los Estados. El Congreso de la Unión o la Comisión
Permanente en su caso, harán el cómputo de los votos de las Legislaturas y la
declaración de haber sido aprobadas las adiciones o reformas.
Es decir, que las normas que se encuentran en la Constitución tienen para su
creación y modificación un procedimiento más complicado que el de la legislación
ordinaria. Esto es para darles mayor estabilidad que la que poseen las normas
secundarias.
Por su parte, el principio de inviolabilidad de la Constitución, íntimamente ligado al de
Supremacía Constitucional, descansa en los conceptos de poder constituyente y de
legitimidad, en virtud de que toda ley fundamental para expedirle válidamente
requiere provenir de la voluntad popular para ser legítima y para sustituirla se
requiere utilizar la misma vía.
Se afirma que la Constitución es inviolable porque puede ser quebrantada,
desconocida o reemplazada por otra mediante el ejercicio del poder constituyente
cuyo titular es el pueblo, toda vez que no es sino el aspecto teleológico de su
soberanía. Inviolabilidad, por ende, significa la imposibilidad jurídica de que la
Constitución sea desconocida, cambiada o sustituida por fuerzas que no emanen del
poder constituyente o por grupos o personas que no expresen la voluntad mayoritaria
del pueblo.88
Este principio se ha recogido en el Artículo 136 constitucional, mismo que puede
dividirse en tres partes: a) una declaración de principios, en la cual se subraya que
"Esta Constitución no perderá su fuerza y su vigor aun cuando por alguna rebelión se
interrumpa su observancia". Ciertamente dicha declaración "que parece a primera
vista absurda, no lo es, ya que hace referencia a la fuerza que representa la
Constitución como base de orden jurídico y político y cuyo contenido no puede ser
sustituido por arbitrariedad del caos, y frente a la interrupción de su vigencia,
conserva el valor jurídico de sus contenidos que habrán de ser restaurados por su
propio valor"; b) la segunda prevención prescribe que cuando "por cualquier trastorno
público se establezca un gobierno contrario a los principios que ella misma sanciona,
tan luego como el pueblo recobre su libertad, se restablecerá su observancia". La
hipótesis que prevé la norma constitucional en este punto es muy amplia, los
trastornos públicos pueden ser muy diversos, golpe de Estado, quebrantamiento,
ruptura de la Constitución, o cualquier disturbio interno, que de no gozar del apoyo
popular es lógico que una vez sofocado, tenga que restaurarse el Estado de derecho
porque si así no fuera, sería sustituida por otro orden constitucional; c) la tercera
parte, meramente sancionadora, señala que se juzgarán conforme a la Constitución y
las leyes a los que hubieren figurado en el orden de la rebelión así como los que
68 Ignacio Burgoa. Op. cit., pp. 386 y ss.
hubiesen cooperado en ella.89 A este respecto, es bien sabido que el Código Penal
Federal y los códigos penales locales establecen una serie de delitos contra el
Estado, como son, entre otros, la asonada, el motín, la sedición, y la rebelión.
Un problema que subyace en el Artículo 136 es el tema del derecho a la revolución,
incluso hay que poner en relación a este precepto con el Artículo 39 constitucional, el
cual indica que "el pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o
modificar su forma de gobierno" ¿Significa ello que la Constitución autoriza el
derecho a la revolución? En manera alguna, en virtud de que el derecho no puede
autorizar su propia destrucción, ambos preceptos deben interpretarse de manera
sistemática en el sentido de que el pueblo sí puede alterar o modificar la forma de
gobierno pero siguiendo las vías que el derecho establece, primordialmente la
establecida para el poder revisor de la Constitución en el Artículo 135.
El principio de supremacía, por tanto, descansa en la idea de que por representar la
Constitución la unidad del sistema normativo y estar situada en el punto más elevado
de éste, contiene las normas primarias que deben regir para todos dentro de un país,
sean gobernantes o gobernados; dichas normas primarias constituyen al propio
tiempo la fuente de validez de todas las demás normas que por eso se han llamado
secundarias y que componen el derecho positivo en general. En pocas palabras, el
principio de supremacía se recoge en la conocida expresión de José María Iglesias,
89 Héctor Fix Zamudio y Salvador Valencia Carmona. Derecho Constitucional Mexicano y Comparado. Ed. Porrúa. México, 1999. pp. 69 y 70.
presidente de la Corte en el siglo pasado, "sobre la Constitución, nada; bajo la
Constitución, todo".
El principio de supremacía se proyecta también al orden local, las entidades
federativas están obligadas a organizarse de conformidad a lo dispuesto por el
Artículo 116 constitucional. Lo expuesto servirá para comprender el desarrollo y la
solución a los problemas concretos que se originan en el seno del Artículo 133
constitucional.
3. EL ORDEN JERÁRQUICO DE LAS NORMAS Y LOS PROBLEMAS QUE
PLANTEA.
Según se ha expuesto, en el Artículo 133 está contemplado el principio de
supremacía; sin embargo, su contenido es mucho más complejo porque en él está
establecido, en principio, el orden jerárquico que las normas tienen en el Estado
mexicano, aunque ciertamente hay que vincular el precepto indicado con otros
Artículos constitucionales, particularmente, 70, 72, 103, y 124. Según Héctor Fix
Zamudio, el orden jerárquico de las normas en su parte principal se compone de los
siguientes niveles: a) normas constitucionales; b) leyes del Congreso del la Unión
que emanan de la Constitución y tratados internacionales; c) leyes federales y leyes
locales. Dentro del orden jurídico mexicano, por supuesto, existen muchas normas
jurídicas aparte de las señaladas, como los reglamentos que expide el Ejecutivo, los
ordenamientos municipales en los estados y una multitud enorme de normas
jurídicas individualizadas.90
Gabino Fraga clasifica las normas del Artículo 133 desde el punto de vista de su
formación y modificación en: leyes constitucionales y en leyes ordinarias, comunes o
secundarias. Explica que las primeras emanan del Poder Legislativo Constituyente,
siguiendo éste el cauce marcado en el Artículo 135 constitucional. En cambio, las
leyes ordinarias emanan del poder legislativo ordinario que sigue el procedimiento
más sencillo señalado en el Artículo 72. Fraga escribe que además de las dos
categorías de normas que ha explicado, algunos tratadistas pretenden crear otra
90 Héctor Fix Zamudio y otro. Op. cit., pp. 70 y 71.
categoría: la de leyes orgánicas o reglamentarias y la de leyes que emanan de la
Constitución. Fraga critica esta nueva categoría porque desde el punto de vista
formal son normas idénticas a las otras, todas ellas son creadas por el mismo órgano
y a través del mismo procedimiento.91
García Máynez realizó una clasificación de las normas del orden jurídico mexicano
en la que colocó en la cúspide del triángulo a la Constitución federal y a las leyes
federales y los tratados internacionales. Después clasificó las normas restantes -las
locales- según su ámbito espacial de vigencia: a) las que se aplican en el Distrito
Federal e islas dependientes de la Federación y b) las que se aplican en las
entidades federativas. Estados dos ramas de normas tienen la misma jerarquía y no
pueden entrar en conflicto por tener distinto ámbito territorial de validez. A su vez, las
primeras normas -las que se aplican en el Distrito Federal, etcétera- se subdivíden
en: 1. leyes ordinarias, 2. leyes reglamentarias y 3. normas individualizadas. El
segundo grupo de normas se subdivide en: 1. constituciones locales, 2. leyes
ordinarias, 3. leyes reglamentarias, 4. leyes municipales y 5. normas
individualizadas.92
Tal y como expone García Máynez su clasificación, hay que concluir que para él, las
leyes federales son de mayor jerarquía que las locales. O sea, el pensamiento de
este autor puede colocarse junto con la doctrina norteamericana, pero con la
91 Gablno Fraga. Derecho Administrativo. Ed. Porrúa. 28a ed. México, 1989. pp. 39-41. 92 Eduardo García Máynez. Introducción al Estudio del Derecho. Ed. Porrúa. 38a ed. México, 1986. pp. 88 y ss.
circunstancia que la teoría anglosajona -en su territorio- es válida, pero en México
resulta completamente falsa.
Dice Burgoa que parece ser que la primera parte del propio Artículo otorga el
carácter de supremacía no sólo a la Constitución, sino también a las leyes dadas por
el Congreso federal que emanen de ella y a los tratados internacionales que celebra
el Presidente de la República con aprobación del Senado. No obstante, a pesar de
esta declaración, la supremacía se reserva al ordenamiento constitucional, pues
tanto dichas leyes como los mencionados tratados, en cuanto a su carácter supremo,
están sujetos a la condición de que no sean contrarios a la Constitución, condición
que omitió el Artículo 126 del Código Fundamental de 1857.
La hegemonía de la Constitución, es decir, del derecho fundamental interno de
México, sobre los convenios y tratados en que se manifiesta el Derecho Internacional
Público, se corrobora por lo que establece el Artículo 15 de nuestra Ley Suprema, en
el sentido de que no son autorizables, o sea, concertables, tales convenios o tratados
si en éstos se alteran las garantías y los derechos establecidos constitucionalmente
para el hombre y el ciudadano. La mencionada hegemonía confirma, pues, el
proverbio iglesista que proclama que "sobre la Constitución nada ni nadie". En
conclusión, reservándose el principio de supremacía a la Constitución Federal, frente
al régimen que instituye no tiene validez formal ni aplicabilidad las convenciones
internacionales que la contravengan.93
93 Ignacio Burgoa. Derecho Constitucional Mexicano. Ed. Porrúa, 10a ed. México, 1996. pp. 362 y ss.
Por su parte, el constitucionalista mexicano Felipe Tena Ramírez participa de ese
punto de vista al afirmar que: "Aunque la expresión literal del texto autoriza a pensar
a primera vista que no es sólo la Constitución la ley suprema, sino también las leyes
del Congreso de la Unión y los tratados, despréndase sin embargo del propio texto
que la Constitución es superior a las leyes federales, porque éstas, para formar parte
de la ley suprema, deben emanar de aquélla, esto es, deben tener su fuente en la
Constitución; lo mismo en cuanto a los tratados, que necesitan estar de acuerdo con
la Constitución. Se alude así al principio de subordinación (característico del sistema
norteamericano) de los actos legislativos respecto a la norma fundamental.
Esta misma tesis la sostuvo el licenciado don Ramón Rodríguez al comentar el
Artículo 126 de la Constitución de 1857, afirmando al efecto que "Si las leyes que
emanan de la Constitución o los tratados internacionales contravienen a los
preceptos de la misma Constitución violando las garantías individuales, vulnerando o
restringiendo la soberanía de los Estados o alterando los derechos del hombre y del
ciudadano, tales leyes y tratados no se ejecutan, no se cumplen, porque la justicia
federal puede y debe impedirlo conforme a los Artículos 101 y 102, con el
fundamento sólido y legal de que contravienen a los preceptos constitucionales;
luego, la única ley que en rigor legal, ideológico y gramatical puede llamarse
suprema es la Constitución. No es cierto, por lo mismo, que las leyes que de ella
emanen y los tratados internacionales sean leyes supremas de la República."
Se ha aseverado anteriormente que, siendo la Constitución la Ley Fundamental, no
puede estar supeditada a otra y, en caso de que se la repute como la prolongación
de un régimen jurídico constitucional anterior, no por esta circunstancia debe ser
sometida a los imperativos de éste. El supuesto contrario haría nugatorio el principio
de supremacía, ya que la Constitución posterior estaría, siempre ligada, en una
relación de subordinación inadmisible, a la Constitución anterior. Dicho principio, en
consecuencia, contribuye a fundar lógica y jurídicamente la legitimidad constitucional
de que ya se trató, y proyectada esta idea a la Constitución de 1917, jamás puede
sostenerse con validez que es espuria, porque su elaboración y expedición no se
ajustaron a las normas del la Constitución de 1857, toda vez que, si bien es verdad
que reformó a ésta siguiendo sus lineamientos generales en lo que a algunas
decisiones fundamentales se refiere, surgió con absoluta independencia, sin la cual
no hubiese sido la expresión del poder constituyente del pueblo mexicano ejercido
por el Congreso de Querétaro. La doctrina proclama, según se ha expuesto, que este
poder constituyente no debe estar restringido por normas anteriores o, como dice
Recaséns Siches,94 "el poder constituyente no puede hallarse sometido a ningún
precepto positivo, porque es superior y previo a toda norma establecida; por eso el
poder constituyente, cuando surge in actu, no reconoce colaboraciones ni tutelas
extrañas, ni está ligado por ninguna traba; la voluntad constituyente es una voluntad
inmediata, previa y superior a todo procedimiento estatuido; como no procede de
ninguna ley positiva, no puede ser regulado en sus trámites por normas jurídicas
anteriores".
Pues bien, en la Constitución se crean órganos (o poderes) encargados del ejercicio
del poder público del Estado. Estos órganos o "poderes" son, por consiguiente,
94 Luis Recaséns Siches. Filosofía del Derecho. Ed. Porrúa. 9a ed. México, 1986. pp. 304 y ss.
engendrados por la Ley Fundamental, a la cual deben su existencia y cuya
actuación, por tal motivo, debe estar subordinada a los mandatos constitucionales.
Es por esto por lo que los órganos estatales de creación y vida derivadas de la
Constitución, nunca deben, jurídicamente hablando, violar o contravenir sus
disposiciones, pues sería un tremendo absurdo que a una autoridad constituida por
un ordenamiento le fuera dable infringirlo.
Refiriéndose a las diferencias esenciales entre el poder constituyente y los "poderes
constituidos", Recaséns Siches, argumenta indirectamente en favor de la legitimidad
de la Constitución de 17, al asegurar que "el Poder Constituyente es por esencia
unitario e indivisible. No es un poder coordinado a otros poderes divididos
(legislativo, ejecutivo y judicial); antes bien, es el fundamento omnicomprensivo de
todos los demás poderes y de sus delimitaciones; permanece firme la tesis emitida
por Sieyes: la elaboración de una Constitución primera supone ante todo un poder
constituyente; y así, del concepto mismo de Constitución se deduce la diferencia
entre el Poder Constituyente y los Poderes Constituidos; éstos derivan su título de
unidad del poder soberano; todas las competencias, facultades y poderes
constituidos se fundan en la Constitución fundamental o primera y como ésta obra
del poder constituyente, derivan por ende de él; pero cuando no hay Constitución,
entonces no existe ningún poder constituido con título jurídico-positivo; el único poder
legítimo es el constituyente".95
95 Idem.
De acuerdo con estas ¡deas, la actividad del legislador ordinario, originado por y en la
Constitución, debe estar sometida a los imperativos de ella y los fundamentales o
efectos objetivos de dicha actividad, o sea las leyes, tienen, consiguientemente, que
supeditárseles también y, en caso de contradicción, debe optarse por la aplicación de
la Ley Fundamental, lo cual no es otra cosa que la expresión del principio de la
supremacía constitucional.
La Suprema Corte de Justicia de la Nación, en múltiples ejecutorias ha sentado
jurisprudencia en el sentido de proclamar en forma abierta y clara la supremacía
constitucional, estatuida en nuestra Ley Fundamental. Así, en la ejecutoria "Valdés
Juan", se asienta la tesis de que "las autoridades del país están obligadas a aplicar
ante todas y sobre todas las disposiciones que se dieren, los preceptos de la
Constitución federal", y en la que lleva el nombre de "Faller Félix", de 25 de marzo de
1918, se establece que "La adopción de la forma de gobierno republicana,
representativa y popular es una obligación que la Constitución Federal impone a
todos los Estados (Art. 115), y ninguno de ellos puede eludir esta obligación sin
infringir la Constitución; la división del poder público en tres departamentos,
Ejecutivo, Legislativo y Judicial, tal como se establece en el Artículo 49
constitucional, es obligatoria para los Estados, tanto porque es uno de los requisitos
fundamentales de existencia de todo gobierno representativo, popular, cuanto porque
el expresado Artículo 115 supone tal división, y porque no puede existir realmente en
los Estados poder ninguno contrario a la Constitución Federal, ya que las
constituciones locales no deben contravenir a la Federal Artículo 41 ).96
Además de las tesis anteriormente mencionadas la Suprema Corte tiene establecida
jurisprudencia en el sentido de que las constituciones particulares y las leyes de los
Estados no podrán nunca contravenir las prescripciones de la Constitución Federal;
ésta es, por consecuencia, la que debe determinar el límite de acción de los poderes
federales, como en efecto lo determina, y las facultades expresamente reservadas a
ellos no pueden ser mermadas o desconocidas por las que pretenden arrogarse los
Estados.
Como puede verse este orden jerárquico de las normas del Artículo 133,
aparentemente tan sencillo y pacífico, ha suscitado diversos problemas que han
levantado polémica en nuestra doctrina constitucional.
El primer problema que plantea el Artículo 133 radica en la expresión "leyes del
Congreso de la Unión que emanen de ella".
Recordemos que Mariano Coronado -como se ha expuesto-97 señaló que las leyes
reglamentarias son aquellas que extienden la vida de la Constitución.
96 Semanario Judicial de la Federación. Tomos II y XV, pp. 672 y 1101. 97Supra El Pensamiento de los Exegetas de la Constitución de 1857. p. 192.
Pues bien, Mario de la Cueva tomando esa idea de Coronado, piensa que el orden
jurídico mexicano se clasifica así: I) Constitución federal; II) leyes constitucionales y
tratados y III) el derecho federal ordinario y el derecho local, y este último dividido
según la ordenación de García Máynez.
Para el maestro Mario de la Cueva existen dos tipos de leyes que emanan del
Congreso de la Unión, las materiales y las formales: "Algunas de las leyes que emite
el poder legislativo constituyen el desarrollo de los preceptos constitucionales, esto
es, son el cuerpo y el alma de la Constitución que se expanden, determinando,
precisando y diciendo con la mayor claridad y en todos sus detalles, lo que son y lo
que significan el cuerpo y el alma de la ley fundamental, o lo que es igual son normas
que hacen explícito el sentido pleno de los textos constitucionales; son, por decirlo
así, la Constitución misma, fuerza viva que se desarrolla siguiendo sus leyes internas
para explicar a los hombres todo lo que es, pero sin salirse nunca ni de su cuerpo ni
de su alma, sin transformarse en lo que no es." Al referirse al segundo de dichos
tipos, afirma De la Cueva que el grupo respectivo "está formado por las normas que
dicta el congreso para regular los diversos aspectos de la vida social, como dice
Villoro, sobre materia distinta de la Constitución, son las normas secundarias
simpliciter que integran las distintas ramas del derecho positivo: el administrativo, el
penal, el civil, el mercantil, etcétera. De estas normas debe decirse que emanan de la
Constitución, pero en un sentido meramente formal."
Mario de la Cueva distingue entre leyes constitucionales y derecho federal ordinario.
Para él las primeras son las que materialmente y formalmente emanan de la
Constitución en cambio las segundas sólo emanan formalmente de ella.
0 sea, las leyes constitucionales son parte de la Constitución, son la Constitución
misma que se amplía, que se ramifica, que crece.
El derecho federal es el que deriva de la Constitución pero sin ser parte de ella,
podría ser competencia local si así lo hubiera juzgado conveniente el Constituyente.
Las leyes constitucionales son de tres grados: leyes orgánicas, que son aquellas que
señalan la actuación y facultades de un órgano federal; leyes reglamentarias, que
son las que precisan cómo deben aplicarse los principios de la Constitución y leyes
sociales que son aquellas que desarrollan las bases de los derechos sociales
garantizados en la Constitución, es decir, son leyes que explican los principios de los
Artículos 27 y 123 constitucionales que especifican la legislación agraria y laboral.
Mario de la Cueva interpreta el Artículo 133 en forma muy distinta a la expuesta por
los juristas citados. De la cueva niega que la legislación federal sea superior a la
legislación local, sino que el Artículo 133 se refiere como ley suprema precisamente
a las constitucionales o sea, a las orgánicas, reglamentarias y sociales.
Villoro Toranzo, citado por Jorge Carpizo,98 Inspirado en ideas de Alfonso Monroy
Preciado según él mismo afirma- asienta que no hay supremacía del derecho federal
sobre el local, ya que los dos están subordinados a la Constitución federal. "Se trata
de dos esferas de validez, independientes la una de la otra, cuyas facultades limita
expresamente la Constitución en el Artículo 124."
Villoro realiza una clasificación de las normas donde coloca en primer lugar a la
Constitución, luego habla de leyes secundarias que son las aprobadas por el
Congreso de la Unión y dentro de ellas se pueden distinguir los grupos siguientes: a)
las simples que son las que el congreso federal expide con base en alguna de las
facultades que el Código Supremo le otorga, pero su contenido es sobre materia
distinta de la Constitución y b) las secundum quid que pueden ser: orgánicas,
reglamentarias y complementarias. Para Villoro, las dos primeras clases de normas
secundum quid "desarrollan" la Constitución, en cambio las complementarias la
adicionan. Después define cada una de las normas enunciadas y proporciona
ejemplos.99
Lo importante en la concepción de Villoro es que contempla la existencia de normas
orgánicas, reglamentarias y complementarias, pero no llega la profundidad de
pensamiento de Mario de la Cueva, pues para él las normas simpiiciter y las
secundum quid se encuentran en la misma jerarquía normativa.
98 Op. c¡t.,p. 18. 99 Ibídem. pp. 18 y 19.
Aunque el pensamiento de Villoro tiene aciertos, en el fondo se contradice por lo
siguiente: afirma que la legislación federal no prevalece sobre la local pero al darle la
misma jerarquía a las normas simpliciter y a las secundum quid ¿Entonces cuáles
son las leyes federales que junto con los tratados son la ley suprema? Villoro al igual
que otros tratadistas, contestaría que lo que acontece es que el primer párrafo del
Artículo 133 constitucional está redactado en forma inexacta e inadmisible.
Sin embargo, creo que la redacción de este primer párrafo del Artículo en cuestión es
correcto y fundamentó esta afirmación en lo siguiente: como se ha dicho este Artículo
corresponde al sexto, fracción segunda de la norma norteamericana. Y ningún
tratadista de ese país ha pensado que está mal redactado. Es más, en esa nación el
Artículo funciona perfectamente.
Por su parte, Fix Zamudio no considera acertada la tesis de Mario de la Cueva
porque argumenta que, la doctrina de las llamadas "leyes constitucionales" en
nuestra carta fundamental vigente, se debe a que la supremacía de la Constitución
Federal no se apoya en el carácter material de sus normas, ya que muchas de ellas
carecen de este carácter, lo que les otorga su preeminencia es el procedimiento de
su creación y reforma, ya por medio de un Congreso Constituyente, como ocurrió con
el de Querétaro de 1916-1917, o bien por conducto del procedimiento del Artículo
135 constitucional.
Pienso que las ideas de Mario de la Cueva son acertadas, pues si bien todas las
leyes emanadas del congreso federal son formalmente idénticas, materialmente no lo
son, pues algunas de ellas son la Constitución que se desarrolla, que se extiende y
que se vivifica. Y estas "leyes constitucionales", (denominadas así sólo para efectos
de interpretación del contenido del Artículo de mérito), son a las que se refiere el
Artículo 133 como supremas.
Ahora bien, se ha defendido la tesis de que existe una especie de leyes que emanan
del Congreso de la Unión que tienen carácter de normas supremas, esto es, las
"leyes constitucionales", pero específicamente cuáles serían este tipo de leyes y qué
lugar ocupan en la pirámide de jerarquía normativa.
Los autores que se han tratado han expuesto sus teorías coincidiendo en que el
carácter de norma suprema que la Constitución atribuye también a las leyes del
Congreso de la Unión y a los Tratados Internacionales es sólo aparente ya que la
supremacía se reserva sólo al ordenamiento constitucional, pues tanto dichas leyes
como lo mencionados tratados, en cuanto a su carácter supremo, están sujetos a la
condición de que no sean contrarios a la Constitución, corroborado lo anterior por lo
establecido por el Artículo 15 Constitucional, en el sentido de que los tratados no son
autorizables si en éstos se alteran las Garantías Individuales, advierto que, siendo
correcto desde el punto de vista de la lógica y de una genérica interpretación de
nuestra Constitución lo anterior, no es aceptable, por respeto al propio principio de
supremacía constitucional que defendemos, teóricamente atentar contra lo
establecido por el más alto ordenamiento de nuestro Estado, generando, por lo tanto,
la necesidad de interpretar correctamente el Artículo 133 Constitucional en una teoría
resultante que armonice los argumentos antes expuestos y el dictado constitucional.
La solución que propongo es que puede esquematizarse la jerarquía normativa del
sistema mexicano establecida en el Artículo 133 Constitucional respetando el propio
texto de la Constitución, aplicando las figuras jurídicas relativas al establecimiento de
Orden de Graduación y Prelación, recordemos que se entiende por grado, la
clasificación general en sentido decreciente, en la que el primer grado es prioritario
sobre el segundo y así sucesivamente. La prelación es una subclasificación de
prioridad que se hace a cada grado; por ejemplo en el primer grado, puede haber
varias prelaciones. La primera prelación es prioritaria a las demás y así
sucesivamente.
Así diversos elementos de un todo se pueden ordenar bajo grados. Pero qué sucede
si varios de estos objetos quedan dentro del mismo orden de graduación, aplicamos
ahora orden de prelación para realizar una subclasificación o reagrupación, sin
quitarles el carácter que por la ordenación por grado, hubieren adquirido.
De este modo podemos clasificar los diversos elementos que se desprenden del
Artículo 133 Constitucional sin afectar o atacar en una interpretación privada, el
contenido de nuestra Ley Suprema.
Esto quedaría de la siguiente manera:
I Grado:
1er. Orden de Prelación: Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos
2o Orden de Prelación: Leyes Constitucionales* y Tratados Internacionales.
II Grado:
Normas del Derecho Federal y Derecho Local.**
III Grado:
Normas reglamentarias heteroaplicativas y otras fuentes similares.
* Entendiendo por leyes constitucionales las que emanen del Congreso de la Unión y
que versen exclusivamente sobre el desarrollo de algún Artículo Constitucional,
desde el punto de vista de lo que se entiende por una Constitución en sentido
estrictamente material y jurídico, es decir, serie de Artículos comprendidos desde el
49 hasta el 107 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. Por
ejemplo las Leyes Orgánicas Federales: Ley Orgánica del Congreso General de los
Estados Unidos Mexicanos, Ley Orgánica del Poder Judicial Federal, Ley Orgánica
de la Administración Pública Federal, Ley Orgánica de la Procuraduría General de la
República y la Ley de Amparo, reglamentaria de los Artículos 103 y 107
Constitucionales.
** En el mismo plano o nivel por la Forma de Estado Federal que adopta nuestro
país, resolviéndose el problema respectivo de acuerdo a la definición de competencia
a que el asunto en cada caso corresponda.100
De este modo se recoge la teoría de que las leyes que emanen del Congreso de la
Unión y los tratados internacionales están subordinados a la Constitución, pero al
mismo tiempo se respeta absolutamente el postulado Constitucional, respecto a
reconocer carácter de normas supremas a los tres elementos por la misma
enunciados, todo esto bajo un esquema de conceptos aceptados jurídicamente, esto
es, la ordenación por Graduación y Prelación.
100Supra La Doctrina Mexicana y la Constitución de Querétaro. p. 200.
4. IGUALDAD GRAMATICAL DE LOS PRECEPTOS MEXICANO Y
NORTEAMERICANO, PERO DIVERSO SENTIDO, SIGNIFICACIÓN
E INTERPRETACIÓN.
En México no existe supremacía del derecho federal sobre el local, pero en
Norteamérica el derecho federal sí priva sobre el local.
El origen de la diferencia de la interpretación, se halla primordialmente en dos ideas.
La primera de ellas se encuentra en nuestro Artículo 124 que señala que las
facultades no concedidas expresamente a las autoridades federales por la
Constitución se entiende reservadas a los Estados. Este Artículo marca la
competencia del gobierno federal -que es delegada- y la de los gobiernos locales, en
forma sumamente clara y precisa.
En los Estados Unidos de Norteamérica aconteció lo siguiente: los Artículos de la
confederación determinaron que cada estado retenía su soberanía, libertad e
independencia y que cada facultad que no estuviera expresamente concedida a la
confederación se reserva a los Estados o a la gente.
La enmienda décima a la Constitución norteamericana admitió el precepto anterior de
la confederación pero omitió la palabra expresamente, y esta omisión fue valorada
como que The National Government might exercise incidental powers in addition to
those expressiy granted. Pero además si conectamos esta teoría con el pensamiento
de las facultades implícitas nos encontramos que en norteamérica el gobierno federal
ha desarrollado facultades que no le están otorgadas.
En cambio, en México, en el Constituyente de 1856-1857 se aceptó en el precepto la
palabra expresamente con la que claramente se indicó que no se quería que en
Anáhuac se desarrollara el mismo proceso constitucional que en Norteamérica.
La otra idea es la teoría de las facultades concurrentes. Se entiende que son
aquellas que no están exclusivamente atribuidas a la federación, ni prohibidas a los
Estados y cuando aquélla no actúa, los Estados pueden realizarlas, pero cuando la
federación actúa deroga la legislación local. El argumento que justifica las facultades
concurrentes consiste en erguir que las entidades federativas no pueden estar
esperando a que la federación intervenga para satisfacer sus necesidades.
Para Tena Ramírez en México, las facultades concurrentes no se han desarrollado
por la debilidad de las entidades federativas.101
Mario de la Cueva, citado por Jorge Carpizo,102 afirma que en México no existen las
facultades concurrentes y basa su afirmación en los siguientes Artículos
constitucionales: 16, 40, 41 y 103.
101 Op. cit, pp, 115-119. 102 Op. cit., p. 20.
Por medio del Artículo 16 los particulares tienen el derecho de conocer qué
autoridades pueden regir nuestro comportamiento y que autoridades sólo pueden
ser las que están autorizadas por la Constitución para tal efecto.
El Artículo 40 indica que la acción de las autoridades de las entidades federativas
está limitada a su régimen interior y no pueden actuar en la esfera nacional.
El Artículo 41 faculta a las autoridades de los estados miembros, según su
Constitución, a realizar determinados actos y los no consignados en esos códigos,
son asuntos de los cuales las autoridades locales no pueden ocuparse.
V el Artículo 103 señala la procedencia del juicio de Amparo cuando la autoridad
local o la federal actúa en exceso de su competencia.
Al no existir en nuestro orden jurídico las facultades concurrentes, nunca el derecho
federal quiebra al local, cosa que sí acontece en los Estados Unidos donde sí existe
esta clase de facultades.
Ahora bien, interpretando el Artículo anglosajón a través de la enmienda décima y de
las facultades concurrentes es certero afirmar que en el vecino país del norte hay
supremacía del derecho federal sobre el local.
Pero en México, donde no existe facultades concurrentes y sí tenemos un Artículo
124, que contiene la palabra expresamente, es imposible que haya supremacía del
derecho federal sobre el local.
Mientras en el Artículo norteamericano el problema es de supremacía de la
legislación federal, sobre el local, en México el problema de este Artículo es de
competencia. Así, dos textos gramaticalmente iguales, tienen y deben ser
interpretados en sentido opuesto.
Demostrado el pensamiento anterior, afirmamos que en México, hay supremacía de
la Constitución que se encuentra en el primer grado o en el grado más alto de la
pirámide jurídica. En el segundo grado se encuentran las leyes constitucionales -en
la acepción que ha quedado establecida103 y los tratados. Y en un tercer grado
coexisten: el derecho federal y el local, que a su vez se pueden subdividir conforme a
las ideas de García Máynez.104
En esta forma se soluciona el problema de la jerarquía de las normas en el orden
jurídico mexicano, pero debemos aclarar otro problema: ¿Cuando hay contradicción
entre un tratado y una ley constitucional, cuál prevalece?
Si existe alguna aparente contradicción entre una forma federal y una local, tenemos
que ver cuál autoridad es la competente en esa materia. Es decir, no se plantea
103 Supra El Orden Jerárquico de las Normas y los Problemas que plantea, pp. 212 y 217. 104 Supra El Orden Jerárquico de las Normas y los Problemas que plantea, p. 205.
c o n t r a d i c c i ó n entre una norma federal y una local sino que es un problema de
competencia. Y tanto la legislación federal como la local están subordinadas a las
leyes constitucionales y a los tratados y sobre todas ellas resplandece la norma que
da unidad al sistema: la Constitución.
5. CONFLICTO ENTRE LEY CONSTITUCIONAL Y TRATADO INTERNACIONAL.
Planteado el problema de la jerarquía de las normas en el apartado anterior no
puede existir conflicto entre los tratados y las leyes federales ordinarias, ya que los
tratados son superiores a éstas y si existe contradicción entre estas dos clases de
normas hay que aplicar los tratados por ser de jerarquía superior a la legislación
federal ordinaria.
El problema se presenta cuando hay contradicción entre una ley constitucional y un
tratado por ser de la misma jerarquía.
Primeramente, veamos algunas opiniones doctrinales.
Camargo, citado por Jorge Carpizo,105 dice que el Artículo 133 fija la jerarquía de los
tratados en igual condición a la de la Constitución y a las leyes federales y que la
tesis de la primacía de la ley fundamental sobre los tratados posee interés
únicamente en el ámbito interno, o sea que se trata de una cuestión de derecho
constitucional y no de derecho internacional y que dado el caso de un tratado
anticonstitucional, efectuado por los órganos internos competentes se crea un
problema sólo dentro del orden jurídico nacional, y por tanto ese tratado se tiene que
cumplir en el orden externo.
105 Op. cit., p. 22.
El tratado tanto desde el punto de vista del orden interno como del externo está
sujeto a diversos tipos de control jurídico, y en el orden interno a través del juicio de
amparo se sortea esta cuestión.
César Sepúlveda, afirma que una norma posterior deroga el tratado a que se refiere
por que se supone que el legislativo conocía ese tratado y tiene la intención de
anularlo; en esto casos la responsabilidad internacional recae sobre el ejecutivo.106
Ahora bien, un tratado posterior deroga la ley anterior que lo contradiga, pero no se
trata de una auténtica abrogación pues sólo sucede en los casos de aplicación
concreta y en ese momento se prefiere el precepto del tratado al precepto interno.
Otra afirmación de Sepúlveda estriba en que un tratado firmado en contravención a
la Constitución de un país, no es válido según el propio derecho internacional.107
Seara Vázquez, citado por Jorge Carpizo,108 afirma que cuando los tratados no se
pueden aplicar en el orden interno por ser contrarios a la Constitución, esta situación
es irrelevante para el derecho internacional, y el Estado es responsable por la no
aplicación de esa obligación internacional. Dice que los conflictos entre ley interna y
tratado pueden surgir ya sea por el contenido del tratado o por el proceso de
conclusión de éste.
106 Derecho Internacional Público. Ed. Porrúa. 15a ed., México, 1988. pp. 75-79. 107 Idem. 108 Op. cit., p. 23.
En los conflictos de contenido hay que examinar sí la Constitución de ese Estado
reputa a los tratados corno incorporados al orden interno, y en esta forma el trato que
se les da es el de una norma de derecho interno y se le aplican las mismas reglas
generales que a los conflictos de leyes que surgen en el orden interno, como el
principio de que la ley posterior deroga a la anterior y que la ley particular deroga a la
general.
Seara señala que en aquellas leyes fundamentales que proclaman la supremacía del
derecho internacional sobre todo el orden jurídico interno no existe el más mínimo
problema.
Respecto al conflicto por motivo del procedimiento, Seara señala que tratados
concertados fuera de los cauces que la norma suprema establece, no son aplicables
en el orden interno, pero que desde el punto de vista del derecho internacional sí son
válidos, ya que cualquier país podría eximirse de sus obligaciones internacionales
con sólo declarar anticonstitucional un tratado y a mayor abundamiento, un Estado
tendría que analizar si el tratado que celebra con otro Estado está de acuerdo con la
Constitución de ese país, con lo que se estaría examinando e interpretando una
Constitución ajena y con esto se intervendría en la vida interna de otro Estado.
Jorge Carpizo expone que un tratado anticonstitucional no se puede aplicar en el
orden interno, ya que la Constitución es la suprema y los tratados se encuentran en
escaño inferior y además porque podría ser una puerta abierta a la autoridad para
toda clase de violaciones, así en un tratado se podrían vulnerar los derechos del
hombre. Como la desaplicación del tratado trae consecuencias y trastornos al país o
países con los que se celebró, un país al celebrar un tratado debe examinar que no
exista para ellos traba en el derecho constitucional del otro, y esto respondería a la
idea de que cuando uno contrata necesita conocer la situación jurídica de la otra
parte. Así X no da dinero para constituir una hipoteca en ía propiedad de Z si antes
no se cerciora de si ese bien se encuentra con anterioridad gravado, y no por eso X
se inmiscuye en la vida de Z. Siempre que celebramos un acto jurídico nos interesa
saber la condición y situación de la otra parte y lo mismo pasa en el problema de los
tratados; si X país conoce que desde el punto de vista constitucional de A país, ese
tratado está viciado no debe celebrarlo, y no por esto se entromete en la vida de A,
sino defiende su derecho de seguridad y tranquilidad y al mismo tiempo respeta la
voluntad de un pueblo ajeno al no celebrar ningún acto que evidentemente está
contra su voluntad expresa en la Constitución.
Un tratado anticonstitucional no se puede aplicar en el orden interno. Desde el punto
de vista externo tampoco lo debe aplicar el Estado aunque caiga en responsabilidad
y lo que debe hacer en estos casos es denunciarlo o por algún otro método jurídico
acabar con el monstruo que no tiene base constitucional para poder subsistir.
6. EXAMEN DE LA CONSTITUCIONAUDAD DE LEYES POR JUEZ LOCAL Y POR
AUTORIDAD ADMINISTRATIVA.
Al lado del tema de la jerarquía normativa, el Artículo 133 Constitucional presenta un
segundo tópico a analizar, el relativo a la obligación de los jueces locales de
examinar la constitucionalidad.
Al ser la Constitución la máxima ley que rige la vida nacional, permite que exista
permanentemente el orden jurídico en la forma que se contempla en la misma, así
como en los diversos ordenamientos jurídicos que emanan del Pacto federal, siendo
importante destacar que para la plena vigencia del Estado de Derecho, existen
órganos con competencia y facultades para aplicar y decidir el derecho en los casos
concretos en que se actualice la hipótesis normativa.
La Constitución debe garantizar la libertad, la definición de los límites al poder, la
organización del Estado para conocer los marcos de actuación de los agentes del
poder y, en fin, que todo esto y más se asegure jurisdiccionalmente. Este es el papel
que se asigna a los poderes judiciales en tanto son la garantías misma de la
constitucionalidad.
Nuestro texto supremo eligió el camino de la Constitución como norma, y por ello la
cláusula de la supremacía federal contenida en el Artículo 133, que contiene además
la función excelsa que tienen los jueces de cada Estado que deben arreglarse a tal
supremacía federal. Si bien existe la preocupación de que el conocido párrafo
pudiera dislocar el sistema, en tanto los jueces locales examinaran la
constitucionalidad de las leyes, lo evidente es que la Suprema Corte de Justicia ha
reiterado en su Jurisprudencia que las declaraciones de inconstitucionalidad
únicamente corresponden a los órganos del Poder Judicial de la Federación, a través
del Juicio de Amparo.
Ahora toca analizar si los jueces locales pueden dejar de aplicar una ley de su
entidad federativa por considerarla anticonstitucional. De la segunda parte del
Artículo 133 se infiere que sí, pero como la jurisprudencia de la Suprema Corte
declara que la constitucionalidad de una ley sólo puede examinaría el poder judicial
federal a través del juicio de amparo, surge el problema de cuál es la correcta
interpretación a esta cuestión.
Martínez Báez, citado por Jorge Carpizo,109 cree que la esencia de la actividad,
jurisdiccional estriba en la función definidora del derecho aplicable al caso concreto,
luego todo juez y en todo proceso aplicará la norma que juzgue adecuada y en el
lance de que ese precepto resulte anticonstitucional no lo debe cumplir, pues debe
dar preferencia, primacía y prioridad a la ley fundamental. Para que los jueces
locales no pudieran examinar la constitucionalidad de una ley, necesario sería texto
expreso al respecto, pero no sólo no existe, sino que encontramos disposición que
obliga al juez local a respetar la Constitución y a no aplicar leyes que la contraríen o
que se le opongan.
109 Op. cit., p. 25.
Si se negara al juez local la facultad para realizar dicha valoración, se le estaría
negando algo que se encuentra implícito en la función misma de juzgar, se
desvirturía la labor de quienes forman parte de la voz viva del derecho.
Y la unidad de la interpretación constitucional no se afecta, porque la exposición del
juez local es susceptible de reclamarse ante la justicia federal, mediante el juicio de
amparo.
Giuliani Fonrouge, citado por Jorge Carpizo,110 opina que si los jueces locales no
pueden examinar la constitucionalidad de la ley que van a aplicar, es imposible que
cumplan con lo ordenado en el Artículo 133 que es muy claro. Por tanto, no se puede
negar a los jueces locales que valoren la norma para conocer si es constitucional o
no.
Gaxiola, citado por Jorge Carpizo,111 escribe que el Artículo 133 es copia del
precepto norteamericano pero que no hemos podido aplicarlo por carecer este
Artículo de reglamentación. Lo interpreta en el sentido de que los jueces locales sí
pueden examinar la constitucionalidad de la ley que van a emplear, y que el
verdadero sentido de este Artículo se ha visto desvirtuado por la defectuosa
aplicación del Artículo 14, por medio del cual la Suprema Corte juzga la legalidad de
los actos de las autoridades locales. Además, el Artículo 133 no se interpreta
correctamente por el apetito que la Suprema Corte ha tenido en ensanchar su poder.
110
111 Op. cit, p. 25 Idem.
Opinión parecida sustenta Salceda cuando dice que: "la Corte ha establecido
jurisprudencia en el sentido de que sólo, el Poder Judicial de la Federación puede
dejar de aplicar una ley que estime inconstitucional. Es tan celosa defensora de la
Constitución que les prohibe a las demás autoridades que cumplan con ella. Tienen
que violarla ellas primero, para que luego venga la Suprema Corte a desfacer el
entuerto." ¿Qué está demostrando todo esto? "Que el llamado control de la legalidad,
este desarrollo canceroso del juicio de amparo, está matando el auténtico juicio
constitucional".
Tena Ramírez afirma que cuando un juez va a aplicar una ley local y cree que es
inconstitucional, para no tomarla en cuenta, tendría que apreciar la constitucionalidad
de un acto ajeno cuestión que sólo incumbe al poder judicial federal, por tanto el juez
local debe aplicar la ley sin juzgar su constitucionalidad. Además -dice este
tratadista- el juez debe preferir la ley de su jurisdicción, la que ha sido hecha por la
legislatura de su estado, porque las autoridades y poderes de ese estado "fueron
creados para realizar el orden constitucional y legal del Estado". En esta forma el
juez local siempre preferirá la norma de su Estado, mientras el poder judicial federal
define cuál de los dos preceptos es el constitucional." Pero como el propio Tena se
percató de que su interpretación es contraria a la que se desprende del Artículo 133,
declaró que el mencionado Artículo es obscuro, incongruente y dislocador de todo el
orden jurídico, que en la práctica no tiene ninguna utilidad, pero si proporciona
material copioso para discusiones teóricas.112
112 Op. cit., pp. 544 y ss.
Fix-Zamudio es partidario de que los jueces locales examinen la constitucionalidad
de las leyes y con gran claridad expone el mecanismo del recurso de
inconstitucionalidad en el que la contraparte del quejoso es el juez común que según
el afectado aplicó un precepto anticonstitucional. No se enjuicia al poder legislativo
por su labor, sino que se analiza la resolución del juez quien, a pesar de lo ordenado
en el segundo párrafo del Artículo 133, aplicó una norma anticonstitucional. Se trata
de un control de la constitucionalidad de las leyes por vía de excepción.
Fix-Zamudio cita una serie de ejecutorias de la Suprema Corte que siguen en el
criterio señalado y otras cuestiones relacionadas con tan interesante recurso.
Respecto al examen de la constitucionalidad de leyes por autoridad administrativa,
Fraga, en 1942, siendo ministro de la Suprema Corte de Justicia, presentó
interesante proyecto en el que luchó para que se cambiara la jurisprudencia de la
sala administrativa -que la constitucionalidad de una ley sólo puede examinarla la
Suprema Corte y mediante el juicio de amparo- en el sentido de que el ejecutivo
puede dejar de aplicar una ley por considerarla anticonstitucional.
La tesis anterior dio origen a una controversia jurídica de gran importancia en el
derecho constitucional mexicano.
Fraga afirmó que si bien el ejecutivo está obligado a ejecutar las leyes que expida el
Congreso, no es posible que esta obligación se refiera a leyes anticonstitucionales
por dos motivos: primero, porque sería absurdo pensar que la propia Constitución
obliga a ejecutar leyes que la contradigan y, segundo, porque para poder
desobedecer la Constitución por una ley secundaria opuesta a ella sería necesario
texto expreso en la norma fundamental que lo permitiera. Y esto sería tanto como
afirmar que ese orden jurídico no existe y que el único poder que está obligado a
respetar la Constitución es el legislativo, en tal forma que si éste no cumple, los otros
poderes se encuentran exonerados de dicha obligación.
También afirmó que el ejecutivo no es un agente mecánico, un instrumento ciego de
la voluntad del legislativo, sino que tiene discernimiento y voluntad para hacer que el
acto de ejecución sea un acto propio; y en la medida que sea necesario para el
ejercicio de la facultad de ejecución, el ejecutivo debe decidir asuntos de
constitucionalidad.
Ahora bien, el ejecutivo no valora con el objeto de anular la ley inconstitucional y
cuando lo realiza aún no existe controversia constitucional, o sea, cuando todavía no
se ha pedido amparo y como el criterio del ejecutivo lo puede revisar el poder judicial
federal, no se puede afirmar que el ejecutivo no posea competencia para el problema
planteado y estos mismos argumentos se pueden hacer valer en el sentido que esta
actitud del ejecutivo no implica ni desequilibrio entre los poderes, ni invasiones de
competencia respecto a los otros poderes.
Fraga aclaró que sólo las autoridades administrativas que posean facultades de
decisión pueden decidir las cuestiones constitucionales; es decir, únicamente el
presidente de la república y un pequeño número de autoridades.
Para Fraga las autoridades administrativas pueden valorar una ley desde el punto de
vista constitucional, pero con varios requisitos: a) que no exista controversia
constitucional o sea que no se haya iniciado juicio de amparo, b) que no se pretenda
reglar los actos de los otros poderes, c) que esa interpretación tenga la posibilidad
legal de ser revisada por el poder judicial federal, y d) que tengan facultades de
decisión.
Martínez Báez, citado por Jorge Carpizo,113 declaró que el poder ejecutivo no puede
realizar el examen de constitucionalidad de las leyes, pues el titular de ese poder es
sólo un magistrado que si realizara esa calificación entraría en conflicto con el poder
legislativo sin que existiera un àrbitro que pudiera encontrar solución jurídica al
problema, por tanto la decisión sería política. Así, si se permitiera al ejecutivo no
aplicar una ley por considerarla anticonstitucional se rompería el equilibrio entre los
dos poderes. Además se crearía una defensa constitucional con efectos erga omnes,
lo cual es ilógico pues ni las resoluciones del poder judicial poseen el mencionado
efecto. Los tribunales administrativos respecto a este problema deben actuar como
los tribunales judiciales pero con un requisito: que exista una instancia judicial ante la
que pueda someterse la interpretación constitucional. Como la administración no
posee ese remedio en las resoluciones del Tribunal Fiscal mexicano, éste no debe
examinar los asuntos que ahí surjan sobre la inconstitucionalidad de las leyes.
113 Op. cit., p. 28.
Carrillo Flores, citado por Jorge Carpizo,114 pensó que el ejecutivo no puede dejar de
aplicar una ley por considerarla anticonstitucional, ya que el presidente tiene un
momento para opinar sobre la constitucionalidad de una ley: durante los días que
puede interponer el veto. Se podría objetar que si veta la ley pero el Congreso con la
mayoría necesaria la confirma, el ejecutivo no pudo parar esa ley inconstitucional y
por tanto no está obligado a cumplirla. Esta interpretación es incorrecta pues el
ejecutivo a pesar de considerar la ley anticonstitucional tiene que promulgarla y qué
objeto tendría que la promulgara si no la va a cumplir. Carrillo Flores a continuación
afirmó que la regla anterior no es absoluta y que el presidente de la república, así
como cualquier autoridad no están obligados a ejecutar una ley que juzguen
inconstitucional si se dan los siguientes requisitos: a) que se trate de un precepto
constitucional de contenido concreto y, b) que su ejecución e interpretación esté
encomendada al poder ejecutivo. Por ejemplo el Artículo octavo constitucional
expresa que "a toda petición deberá recaer un acuerdo escrito de la autoridad quien
se haya dirigido" y una ley que ordenara no contestar las peticiones puede y debe ser
desobedecida por el poder ejecutivo. Este autor asentó que la gran mayoría de los
casos en que una ley se reputa anticonstitucional no deriva del texto, sino de la
finalidad de que sobre la interpretación del legislador prevalezca la del que va a
aplicarla.
La opinión de la Secretaría de Hacienda, consistió en un estudio basado en la
doctrina norteamericana y sostuvo que se debe negar a las autoridades
114 Ibídem. p. 29.
administrativas la facultad de dejar de aplicar las leyes por considerarlas
anticonstitucionales, y reiteró el argumento de Carrillo Flores de que únicamente
mediante el veto el poder ejecutivo puede parar una ley que considere
inconstitucional.
Giuliani Fonrouge, citado por Jorge Carpizo,115 opinó que el poder ejecutivo no puede
examinar la constitucionalidad de las leyes, pero se alejó de él, pues afirmó que el
Tribunal Fiscal de la Federación sí tiene esta facultad, pues es independiente de
cualquier autoridad administrativa aunque actúe en representación del presidente de
la república; y además respecto a la pretendida desigualdad procesal entre las
partes, sólo existe al iniciarse el proceso en favor del Estado "por la presunción de
validez de los actos y resoluciones de la administración".
Salceda, citado por Jorge Carpizo,116 sostuvo que todo aquel que va a cumplir
normas tiene que seleccionar, así también las autoridades administrativas y los
jueces locales pueden y deben realizar un análisis sobre la constitucionalidad del
precepto que van a aplicar. Salceda otorgó cinco regias que -afirmó- están basadas
en la razón para que se resuelva este problema. Las importantes son tres: 1. la
norma inferior tiene presunción de validez y para ser desobedecida es necesario que
no haya ninguna duda de que es un precepto irregular, una norma contraria a la
Constitución; 2. si ese caso puede absolverse sin suscitar conflicto de leyes, así se
deberá hacer; 3. si ese conflicto ha sido resuelto en otra ocasión por el poder judicial
115 Idem. 116 Op. cit.,p. 29.
federal en definitiva, sólo se podrá apartar de esa interpretación cuando: 4. la materia
sea de excepcional gravedad, y 5. la interpretación evidentemente sea errónea. La
interpretación la realiza el ejecutor siempre a su riesgo y sí ésta no es confirmada por
quien tiene que hacerla, el ejecutor queda expuesto a soportar la pena por su
desobediencia, aunque si obró conforme a una ley superior puede ser excusado en
ciertos casos. Salceda concedió a toda autoridad administrativa la facultad de
examinar la constitucionalidad de la ley o del acto, sin realizar la restricción de Fraga
de sólo otorgársele a las autoridades con facultades de decisión.
Tena Ramírez declaró que si se permitiera al ejecutivo dejar de aplicar una ley o una
sentencia por considerarlas anticonstitucionales se rompería el equilibrio entre los
poderes y se destruiría la Constitución. Sí admitimos que las autoridades;
administrativas pueden apreciar la constitucionalidad de las leyes, debemos analizar
la situación en que las colocaría frente al Poder Judicial que no puede actuar de
oficio, mientras el ejecutivo sí lo haría. Así, la no aplicación de la ley por el ejecutivo
implicaría realmente su abrogación, mientras la resolución judicial es sólo respecto al
caso particular. Tena negó también a los tribunales administrativos la facultad de
examinar la constitucionalidad de las leyes.117
Burgoa, citado por Jorge Carpizo118 pensó que si desde el punto teórico
constitucional hay que declarar que toda autoridad tiene la obligación de respetar la
Constitución independientemente de cualquier ley en contrario, desde el punto de
117 Op. cit., pp. 543-550. 1,8 Op. cit., p. 30.
vista real y práctico, la aplicación del principio traería la subversión de todo el orden
jurídico, se rompería con el principio de autoridad, principalmente en el campo de la
administración, pudiendo darse el caso de que actos del presidente o de altos
funcionarios no fueran acatados o cumplidos por autoridades inferiores bajo el
pretexto de que son anticonstitucionales.
Jorge Carpizo opina que la tesis de Fraga tiene un gran fondo de verdad pero que a
pesar de todas las restricciones puede resultar peligrosa, pero tampoco está de
acuerdo con la tesis jurisprudencial de la Suprema Corte de Justicia de la Nación,
pues en los casos en que una ley es notoriamente anticonstitucional la autoridad
administrativa no la debe ejecutar, o sea, que la tesis de Carrillo Flores es el
pensamiento que en su opinión se acerca más a la verdad.
Así, los preceptos de la Constitución que tienen un contenido concreto, aquellos que
son claros, que no admiten más que una interpretación, y que son muy pocos, deben
ser respetados a pesar de que una ley secundaria los vulnere o adultere. Es decir, en
estos casos y sólo en ellos, las autoridades administrativas deben de examinar la
constitucionalidad de la ley y si no la pueden encuadrar dentro de la Constitución no
la deben aplicar.
Ahora bien, ¿Aún en estos casos de preceptos de contenido concreto, toda clase de
autoridad administrativa puede realizar el análisis de constitucionalidad? Jorge
Carpizo dice que no y que únicamente lo deben realizar las autoridades con
facultades de decisión.
Los tribunales administrativos sí pueden examinar la constitucionalidad de las leyes
porque estos tribunales materialmente realizan función jurisdiccional, son también la
voz del derecho. Si no admitimos que la autoridad administrativa puede examinar la
constitucionalidad de las leyes, desde el punto de vista teórico se vulneraría la
Constitución y desde el punto de vista práctico después vendría el Poder Judicial
Federal a llenar y a reparar el entuerto. Dice, es preferible que no se cometa entuerto
que haya que arreglar.
Ahora bien, con mayor razón, Jorge Carpizo piensa que. los jueces locales deben
examinar la constitucionalidad de las leyes, pues ellos son -según la acertada
expresión de Martínez Báez- parte de la voz viva del derecho y porque si no, se
ordena al juez que realice el desaguisado para que después el Poder Judicial de la
Federación lo repare, lo que resulta absurdo y encierra un contrasentido.
Por último, se ha visto que la parte final del Artículo 133 Constitucional impone la
obligación a los jueces locales de dejar de aplicar la ley de su entidad federativa si
consideran que ésta es anticonstitucional, y al respecto, la Jurisprudencia dictada por
nuestro más alto Tribunal ha definido que esto sólo es competencia de los tribunales
federales a través de la resolución de uno de los medios de control constitucional
más importantes de nuestro sistema legal, el Juicio de Amparo.
En relación con esto:
• ¿Puede el contenido de una Jurisprudencia contradecir el texto constitucional
y eximir del cumplimiento de una obligación a los jueces locales?
• ¿Las normas jurídicas creadas mediante la Jurisprudencia carecen de validez
por contravenir a la norma constituyente?
• ¿Las demás autoridades distintas a los jueces locales están exentas de acatar
preferentemente la Constitución sobre disposiciones secundarias que la
contraríen?
De igual forma al lado de este problema, nos encontramos frente a diversas
disyuntivas tales como:
• La situación de indefensión de los gobernados que no disponen de suficientes
recursos económicos para entablar juicios ante los tribunales federales;
• La exención de una obligación impuesta por la propia Constitución a los
jueces locales por una Jurisprudencia, trasladando la función jurisdiccional
controladora de la constitucionalidad hasta las instancias federales puede
degenerar en cierta irresponsabilidad de parte de los jueces locales al realizar
sus funciones confiando en que sólo los tribunales federales son competentes
para examinar la constitucionalidad de leyes y actos y los que deben poner
atención en respetar celosamente la norma Constitucional.
• Finalmente en este problema podemos apreciar que lo que dicta el más alto
Tribunal es lo que obedecemos, y aparentemente está por encima de la
Constitución o inclusive en contradicción con la misma, ¿Es esto posible en un
sistema de derecho escrito como el nuestro?
La doctrina jurídica contemporánea, representada, entre otros, por Riccardo Guastini,
(Italia), ha establecido el siguiente postulado: "La Constitución es fuente del derecho
por entender que las normas constitucionales son idóneas para regular no sólo la
organización estatal y las relaciones entre el Estado y los gobernados sino también
las relaciones entre particulares, y son, por tanto, susceptibles de aplicación
jurisdiccional por parte de cualquier juez y no solamente por parte del juez
constitucional (tribunales federales). Donde la estructura de la norma constitucional
es suficientemente completa para poder valer como regla para casos concretos,
debe ser utilizada directamente por todos los sujetos del ordenamiento jurídico, ya
sean, los jueces, la administración pública o incluso los particulares. La Constitución
es en suma fuente directa de posiciones subjetivas para los sujetos del
ordenamiento, en todo tipo de relaciones en que puede entrar... Hoy la Constitución
se dirige también, directamente a las relaciones entre los individuos y a las
relaciones sociales. Por eso las normas constitucionales pueden ser invocadas,
cuando sea posible, como reglas, por ejemplo para las relaciones familiares, en las
relaciones en las empresas, en las asociaciones y así por el estilo"
Por otro lado, no puede cuestionarse la validez de una Jurisprudencia que contenga
proposiciones contrarias al texto Constitucional, ya que la Supremacía de la
Constitución es un postulado relativo frente a la decisión de una Corte suprema, ya
que entra en crisis cuando el órgano judicial federal, operador de la Constitución, no
se decide a cumplirla, y por tener sus resoluciones carácter irrecurrible, formalmente
son siempre constitucionales, aunque materialmente vayan contra la Constitución,
configurando por tanto, una norma de habilitación. (Tesis ke!seniana).m Sin
embargo, en aras de un sano desarrollo del Estado de Derecho en nuestro país, y
con apoyo en lo que establece el Artículo 128 Constitucional correlacionado con el
133, cualquier autoridad puede y debe si es necesario, examinar la constitucionalidad
de actos y leyes a fin de cumplir con los postulados de la misma, así como realizar su
elemento teleológico.
Además la misma Constitución recoge estas ideas al establecer en el octavo párrafo
del Artículo 94 que:
"Artículo 94.-. . .
La Ley fijará los términos en que sea obligatoria la Jurisprudencia del Poder
Judicial de la Federación sobre interpretación de la Constitución, leyes y ios
reglamentos federales y locales y tratados internacionales celebrados por el
Estado Mexicano, así como los requisitos para su interrupción y modificación."
119 Citado por Néstor Pedro Sagüés. Elementos de Derecho Constitucional. Tomo I. Ed. Astrea. 2a ed., Buenos Aires, Argentina, 1997. p. 31.
C O N C L U S I O N E S
Las Constituciones contemporáneas han dejado de ser un instrumento de simple
estructuración política y prescriben, a modo de principios teleológicos de diversa y
variada índole, los fines que cada Estado especifico persigue en el ámbito socio-
económico, cultural y humano del pueblo o nación. La fuente directa del Estado es el
derecho fundamental primario y que éste, a su vez, se produce por la interacción de
fenómenos de hecho registrados en la vida misma de los pueblos y en los que fermenta
y se desarrolla su poder soberano de autodeterminación que culmina en el
ordenamiento constitucional, y cuya expedición proviene de una asamblea de sujetos
que ostentan la representación política, no jurídica, de la nación o de los grupos
nacionales mayoritarios. La finalidad del Estado consiste en los múltiples y variables
fines específicos que son susceptibles de sustantivarse concretamente, pero que se
manifiestan en cualesquiera de las siguientes tendencias generales: el bienestar de la
nación, la solidaridad social, la seguridad pública, la protección de los intereses
individuales y colectivos, la elevación económica, cultural y social de la población y de
sus grandes grupos mayoritarios, las soluciones de los problemas nacionales, la
satisfacción de las necesidades públicas y otras similares. Estas distintas tendencias
son, como la finalidad genérica del Estado que las comprende, de carácter formal, pues
su erección en fines estatales depende de las condiciones históricas, económicas,
políticas o sociales en que hayan nacido o actúen los Estados particulares surgidos en
el decurso vital de la Humanidad y son los fines del Estado los que justifican su
aparición y existencia en la vida de los pueblos, toda vez que la entidad estatal surge
como medio para realizar determinados objetivos en su beneficio y éstos se fijan, como
principios económicos, políticos, sociales o culturales, en el derecho fundamental o
Constitución. El Estado no tendría razón de ser sin los fines que su poder de imperio
persigue, el cual, debe estar encauzado y sometido al orden constitucional. En
resumen, el constitucionalismo mexicano comprende tres etapas sucesivas, en las que
se observa, la ampliación y superación de los fines estatales. En 1824 surge el Estado
mexicano mediante la organización jurídíco-política del pueblo en la Constitución
Federal del propio año, previa declaración de su independencia y asunción de su
soberanía. En 1857 se rompen los sistemas clasistas que otorgaban al clero y a la casta
militar fueros y privilegios contrarios a la igualdad preconizada por el liberalismo e
individualismo y por su supuesto ideológico: el jusnaturalismo. Ese mismo año significa
en nuestra historia la iniciación de una lucha, interna primero y contra factores externos
después, que se desarrolla durante más de dos lustros y que culminó con el
afianzamiento de la independencia y soberanía del pueblo mexicano y con la reforma a
las estructuras sectarias que nuestro país había mantenido desde que era colonia
española. Por último, en 1917 comienza lo que suele llamarse la "institucionalización"
de la Revolución sociopolítica de 1910 mediante la renovación permanente que auspicia
e impone la Constitución de Querétaro. De esta manera, la teleología del Estado
mexicano ha experimentado una ampliación progresiva, pues comienza en la defensa
de la independencia y soberanía nacionales, continúa con la reforma supresora de las
estructuras clasistas y sectarias y culmina en la actualidad en la tendencia a lograr
objetivos de beneficio colectivo en la vida socioeconómica y cultural del pueblo.
La legitimidad de una Constitución deriva de la genuinidad del órgano que la crea, toda
vez que el efecto participa de la naturaleza de causa. La legitimidad de la Constitución y
de su creador dependen, a su vez, de que éste sea reconocido por la conciencia
colectiva de los gobernados como ente en que se deposite la potestad constituyente, en
forma genuina. Esta "genuinidad" obedece, por su parte, a concepciones de carácter
filosófico-político, y teleológica, que han tendido a justificar ese depósito. Aplicando que
el concepto de legitimidad al caso de la Constitución de 1917, resulta que este
ordenamiento constitucional sí es legítimo, ya que se ha aplicado desde su
promulgación y se sigue aplicando ininterrumpidamente para regir la vida de la nación,
teniendo, además, una realización normal, no sólo por la circunstancia antes
mencionada, sino también por la expresa adhesión que hacia él asumen los
gobernados en sus constantes invocaciones contra los abusos y arbitrariedades del
poder público. La Constitución de 17 ha sido sancionada tanto por gobernantes como
por gobernados, lo que le da validez jurídica plena. Entre el orden constitucional y el
modo de ser y querer ser de un pueblo, tiene que existir una adecuación, sin la que
inevitablemente la Constitución dejaría de tener vigencia real y efectiva, aunque
conserve su vigor jurídico-formal. Los factores reales de poder son los elementos
diversos y variables que se dan en la dinámica social de las comunidades humanas y
que determinan la creación constitucional en un cierto momento histórico y condicionan
la actuación de los titulares de los órganos del Estado en lo que respecta a las
decisiones que éstos toman en el ejercicio de las funciones públicas que tienen
encomendadas. Las decisiones fundamentales que sustentan y caracterizan a un orden
constitucional determinado, son los principios básicos declarados o proclamados en la
Constitución, expresando los postulados ideológico-normativos que denotan
condensadamente los objetivos mismos de los mencionados factores. Con referencia a
la Constitución mexicana de 1917, dichas decisiones, son las siguientes: a) políticas,
que comprenden las declaraciones respecto de: 1. soberanía popular; 2. forma federal
de Estado, y 3. forma de gobierno republicana y democrática; b) jurídicas que consisten
en: 1. limitación del poder público en favor de los gobernados por medio de las
garantías constitucionales respectivas; 2. institución del juicio de amparo como medio
adjetivo para preservar la Constitución contra actos de autoridad que la violen en
detrimento de los gobernados, y 3 en general, sumisión de la actividad toda de los
órganos del Estado a la Constitución y a la ley, situación que involucra los principios de
constitucionalidad y legalidad; c) sociales, que estriban en la consagración de derechos
públicos subjetivos de carácter socioeconómico, asistencial y cultural en favor de las
clases obrera y campesina y de sus miembros individuales componentes, es decir,
establecimiento de garantías sociales de diverso contenido; d) económicas, que se
traducen en: 1. atribución al Estado o a la nación del dominio o propiedad de recursos
naturales específicos; 2. gestión estatal en ciertas actividades de interés público, y 3.
intervencionismo de Estado en las actividades económicas que realizan los particulares
y en aras de dicho interés; e) culturales, es decir, las que se refieren a los fines de la
enseñanza y de la educación que imparte el Estado y a la obligación a cargo de este,
consistente en realizar la importante función social respectiva en todos los grados y
niveles de la ciencia y de la tecnología, con base en determinados principios y
persiguiendo ciertas tendencias; f) religiosas, que conciernen a la libertad de creencias
y cultos, separación de la Iglesia y del Estado y desconocimiento de la personalidad
jurídica de las iglesias independientemente del credo que profesen.
La dogmática jurídica normalmente considera al orden jurídico como un conjunto de
normas dadas, sin embargo, el orden jurídico se forma de dos componentes: el fáctico
(los actos de creación y aplicación del derecho) el normativo (las normas jurídicas que
son creadas y aplicadas por tales actos). Ambos componentes (normas y actos) se
encuentran estrechamente relacionados.
Existe gran diversidad de conceptos de Constitución, sin embargo, para efectos de esta
investigación, sólo se utilizaron los siguientes: CONSTITUCIÓN EN SENTIDO
POLÍTICO.- Bajo esta acepción una Constitución es el conjunto de normas jurídicas
relativas a la estructura política de un Estado, es decir, las normas jurídicas referentes a
sus elementos constitutivos, a saber, Población, Territorio y Gobierno, incluyendo desde
luego, las decisiones políticas fundamentales como la forma de Estado y de gobierno
adoptada por la organización jurídico-política denominada Estado. En el caso de la
Constitución vigente en un país, su denominación es congruente con si contenido, ya
que en ella se estipulan tales disposiciones. En sentido estricto correponderían a este
concepto los Artículos 30 hasta 38, (relativos a la Población); 39 hasta 41, (relativos a
los conceptos fundamentales tales como soberanía, forma de Estado y forma de
gobierno); 42 hasta 48, (relativos al Territorio); y 49 hasta 107, (relativos a la
organización, estructura y funcionamiento del Poder). EN SENTIDO JURÍDICO la
palabra Constitución se identifica con el carácter de Ley Fundamental, es decir, la Ley
Suprema o la Ley de la cual deriva todo el sistema de normas de un Estado, o sea, los
procesos de creación de dichas normas y las autoridades competentes para su
elaboración. Hoy en día, los estudiosos del Derecho Constitucional habitualmente
adoptan el concepto de Constitución característico del positivismo jurídico moderno, es
decir, el término Constitución es generalmente usado para designar el conjunto de
normas "fundamentales" que identifican o caracterizan cualquier ordenamiento jurídico.
CONSTITUCIÓN EN SENTIDO FORMAL.- Ahora bien, es por todos conocido que la
palabra Constitución en sentido formal se aplica al documento solemne que contiene las
normas relativas a la estructura fundamental del Estado, Desde punto de vista sólo los
países que poseen una Constitución escrita y que solemnemente así se denomine, la
poseen desde el punto de vista formal. Aquí resulta muy interesante la tesis de Kelsen
donde afirma que "Constitución en sentido formal, es el documento solemne que lleva
ese nombre, y que a menudo encierra también otras normas que no forman parte de
una Constitución en sentido material", a las que Tena Ramírez denomina "Agregados
Constitucionales". De lo anterior, se deriva la interrogante acerca de entonces cuáles
disposiciones constitucionales lo son en su sentido más estricto. Esto se responde con
el concepto de Constitución en sentido material. "La Constitución en sentido material,
dice Kelsen, está constituida por los preceptos que regulan la creación de normas
jurídicas generales y, especialmente, la creación de leyes. Desde este punto de vista
material las disposiciones de nuestra Constitución que corresponden a este concepto
serían del Artículo 49 al 107, estrictamente. De lo anterior no puede dejarse de hacer
notar que las Constituciones contemporáneas occidentales, como han sido inspiradas
por la norteamericana y las francesas y los acontecimientos políticos que les dieron
lugar, tienen la tendencia de regular la intervención del Estado en toda clase de
derechos individuales, recibiendo la parte de la Constitución que trata sobre esos
derechos fundamentales del hombre, la denominación de parte dogmática, sin
embargo, creo que este apartado no corresponde al concepto material de Constitución,
basta recordar lo que fue la Carta Magna de Inglaterra (año de 1215), para deslindar
que obedece más bien a razones de carácter histórico, su inclusión en las
Constituciones modernas.
El principio de supremacía constitucional tiene como antecedentes históricos, las
instituciones de la antigua Grecia y el caso Marbury ys. Madison en los Estados Unidos
de América, entre otros no menos importantes, por lo que su estudio ayudó a
comprender y explicar el precepto constitucional mexicano que recoge este principio.
La fundamentalidad denota una cualidad de la Constitución jurídico-positiva que,
lógicamente, hace que ésta se califique como "Ley Fundamental del Estado". Ahora
bien, si la Constitución es la "ley fundamental", al mismo tiempo y por modo inescindible
es la "ley suprema" del Estado. Fundamentalidad y supremacía, por ende, son dos
conceptos inseparables que denotan dos cualidades concurrentes en toda Constitución
jurídico-positiva, o sea, que ésta es suprema por ser fundamental y es fundamental
porque es suprema.
El Artículo 133 del código supremo mexicano de 1917 establece: "Esta Constitución, las
leyes del Congreso de la Unión que emanen de ella y todos los tratados que estén de
acuerdo con la misma, celebrados y que se celebren por el Presidente de la República,
con aprobación del Senado, serán la Ley Suprema de toda la Unión. Los jueces de
cada Estado se arreglarán a dicha Constitución, leyes y tratados, a pesar de las
disposiciones en contrario que pueda haber en las Constituciones o leyes de los
Estados." Este precepto enuncia el principio de supremacía constitucional por medio del
cual dispone que la Constitución es la ley suprema, es la cúspide de todo el
ordenamiento jurídico.
Ahora bien, se ha defendido la tesis de que existe una especie de leyes que emanan
del Congreso de la Unión que tienen carácter de normas supremas, esto es, las "leyes
constitucionales", pero específicamente cuáles serían este tipo de leyes y qué lugar
ocupan en la pirámide de jerarquía normativa. Los juristas han expuesto sus teorías
coincidiendo en que el carácter de norma suprema que la Constitución atribuye también
a las leyes del Congreso de la Unión y a los Tratados Internacionales es sólo aparente
ya que la supremacía se reserva sólo al ordenamiento constitucional, pues tanto dichas
leyes como lo mencionados tratados, en cuanto a su carácter supremo, están sujetos a
la condición de que no sean contrarios a la Constitución, sin embargo, siendo correcto
desde el punto de vista de la lógica y de una genérica interpretación de nuestra
Constitución lo anterior, no es aceptable, por respeto al propio principio de supremacía
constitucional que defendemos, generando, por lo tanto, la necesidad de interpretar
correctamente el Artículo 133 Constitucional en una teoría resultante que armonice los
argumentos antes expuestos y el dictado constitucional. La solución que propongo es
que puede esquematizarse la jerarquía normativa del sistema mexicano establecida en
el Artículo 133 Constitucional respetando el propio texto de la Constitución, aplicando
las figuras jurídicas relativas al establecimiento de Orden de Graduación y Prelación.
Esto quedaría de la siguiente manera:
I Grado:
1er. Orden de Prelación: Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos
20 Orden de Prelación: Leyes Constitucionales y Tratados Internacionales.
II Grado:
Normas del Derecho Federal y Derecho Local.
III Grado:
Normas reglamentarias heteroaplicativas y otras fuentes similares.
De este modo se recoge la teoría de que las leyes que emanen del Congreso de la
Unión y los tratados internacionales están subordinados a la Constitución, pero al
mismo tiempo se respeta absolutamente el postulado Constitucional, respecto a
reconocer carácter de normas supremas a los tres elementos por la misma enunciados.
Por último, la parte final del Artículo 133 Constitucional impone la obligación a los
jueces locales de dejar de aplicar la ley de su entidad federativa si consideran que ésta
es anticonstitucional, para lo cual es necesario que procedan previamente a su examen,
y al respecto, la Jurisprudencia dictada por nuestro más alto Tribunal ha definido que
esto sólo es competencia de los tribunales federales a través de la resolución de uno de
los medios de control constitucional más importantes de nuestro sistema legal, el Juicio
de Amparo. No puede cuestionarse la validez de una Jurisprudencia que contenga
proposiciones contrarias al texto Constitucional, ya que la Supremacía de la
Constitución es un postulado relativo frente a la decisión de una Corte suprema, ya que
entra en crisis cuando el órgano judicial federal, operador de la Constitución, no se
decide a cumplirla, y por tener sus resoluciones carácter irrecurrible, formalmente son
siempre constitucionales, aunque materialmente vayan contra la Constitución,
configurando por tanto, una norma de habilitación. (Tesis kelseniana). Sin embargo,
en aras de un sano desarrollo del Estado de Derecho en nuestro país, y con apoyo en
lo que establece el Artículo 128 Constitucional correlacionado con el 133, cualquier
autoridad puede y debe si es necesario, examinar la constitucionalidad de actos y leyes
a fin de cumplir con los postulados de la misma, así como realizar su elemento
teleológico.Además la misma Constitución recoge estas ideas al establecer en el octavo
párrafo del Artículo 94 que: "... La Ley fijará los términos en que sea obligatoria la
Jurisprudencia del Poder Judicial de la Federación sobre interpretación de la
Constitución, leyes y los reglamentos federales y locales y tratados internacionales
celebrados por el Estado Mexicano, así como los requisitos para su interrupción y
modificación."
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