san juan de los reyes
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San Juan de los Reyes
-Texto: Gustavo Adolfo Bécquer (con adaptación y textos adicionales de Francisco
Javier Martín Fernández).
—Fotografías: Francisco Javier Martín Fernández.
—ISBN / DL: obra exenta por imprimirse bajo demanda
-Licencias: los textos de Gustavo Adolfo Bécquer pertenecen al dominio público. El
resto se ofrece bajo licencia Creative Commons 3.o BY/SA/NC (Por atribución, para
compartir igual, y no autorizado para fines comerciales)
Francisco Javier Martín Fernández / Gustavo Adolfo Bécquer
San Juan de los Reyes
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Juan de los Reyes
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Francisco Javier Martín Fernández / Gustavo Adolfo Bécquer
Primer monumento histórico de la piedad de nuestros más esclarecidos Príncipes, y última
y acabada expresión de un hermoso periodo del arte cristiano, el convento de San Juan de
los Reyes, entre los muchos y notables edificios que son el orgullo de la Ciudad Imperial,
no puede menos de ser considerado como uno de los más dignos de fijar la atención del
pensador, del artista y del poeta.
Los años y la devastación al pasar sobre sus muros, le han grabado el sello de ruina y de
grandeza que lo caracteriza; y la yedra que se mece colgada de los parduscos y fuertes
machones de su ábside; los carcomidos y tradicionales hierros que, a manera de festón
arquitectónico, rodean sus robustos pilares; los calados doseletes que arrojan una sombra
misteriosa sobre la frente de sus rotos y mudos heraldos de granito; la majestad y la
esbeltez de la espaciosa y única nave de su iglesia; el hondo silencio de su maravilloso
claustro, en el que los veladores ecos repiten y prolongan el leve rumor de los pasos y de la
voz, medrosa de elevarse en su recinto, han hecho de este santuario de las tradiciones y del
arte, un copioso manantial de recuerdos, de enseñanza y de poesía.
San Juan de los Reyes
El pensador, que ama la soledad porque en su seno, y sentado al pié de los edificios que los
simbolizan, resuelve los problemas históricos más oscuros, ve en él, ora el arco triunfal que
le habla de la victoria conseguida en Toro, donde, como en los antiguos juicios de Dios,
probaron las armas el derecho a suceder en la corona de Castilla; ora la prenda de alianza
entre el cielo y una reina, que ofreció a éste un templo en cambio de un trono, trono bajo
cuya e'gida debiera concluir la espantosa expiación que los crímenes de una edad lejana
trajeron sobre nuestras cabezas, coronando con la toma de Granada ese gigante poema de
ocho siglos llamado la Reconquista; trono que debiera mostrar a la absorta Europa el más
osado genio de su época, y al antiguo, un nuevo mundo arrancado por la fe a las desiertas
llanuras del océano; trono, en fin, sobre cuyas gradas sintió Fernando tomar forma en su
mente a ese colosal pensamiento que prosiguió un fraile oscuro, y acabó un Rey no
comprendido.
Francisco Javíer Martín Fernández / Gustavo Adolfo Bécquer
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I
Francisco Javier Martín Fernández / Gustavo Adolfo Bécquer
El artista, que busca con avidez, para
estudiarlos en sus más imperceptibles
detalles, los asombrosos restos de la ciencia
de nuestros mayores, halla en él uno de los
más acabados edificios que produjo esa
escuela gentil y creadora que formó la ojiva
prolongando el semicírculo; que supo
expresar y adaptarse a los diversos y
enigmáticos símbolos de nuestra religión, y
lanzándose a rienda suelta sobre el ardiente
corcel de la fantasía en el espacio sin límites
de la originalidad, flanqueó las lujosas
arcadas con las desiguales agujas de sus
pilares, rasgó las nubes con los agudos
chapiteles de sus torres. En las renombradas
tribunas de su iglesia, ricas en ondulante
crestería; en los entrepaños de su crucero,
donde las colosales águilas que soportan los
escudos de los reyes parecen descansar en
una gruta de caprichosas estalactitas; en los
franjados cornisamentos de su gran nave,
por los que corren y se enroscan como una
larga serpiente de piedra, los delicados
festones en que se confunden y combinan
las triangulares hojas del trébol con las del
espinoso cardo; en los atrevidos arranques
en sus bóvedas, punto en el que se abren en
nervios los juncos del pilar, semejando al
cruzarse entre si un bosque de palmeras de
granito, puede hacer un profundo estudio de
las gallardas proporciones arquitectónicas de
ese estilo olvidado, de la armoniosa
combinación de sus infinitos detalles.
Y si desea seguir los pasos del arte uno a
uno, para analizar el escondido misterio de
sus rápidas transiciones, de la detenida
observación de este mismo edificio puede
concluir, que la perfección a que ya
alcanzaba al trazarlo, precedía muy de cerca
de su muerte. En efecto, cuando tocó la
ardiente meta a que se propuso llegar, al
lanzarse en el estadio de los siglos, se
exhumó en Italia el gusto romano, y ya
ataviado su esqueleto con las galas
platerescas, ya afectando su primitiva
sencillez, inundó a las otras naciones bajo la
forma del Renacimiento. Nada se respetó:
profanáronse los más caprichosos
pensamientos de nuestra arquitectura propia,
a la que apellidaron bárbara; diéronse a los
templos la matemática regularidad de las
construcciones gentílicias; insultóse el santo
pudor de las esculturas, arrancándoles, para
revelar el desnudo, sus largos y fantásticos
ropajes, y, tal vez para alumbrar su
vergüenza, dejóse por la ancha rotonda
penetrar la luz a torrentes en el interior del
santuario, bañado antes en la tenue y
moribunda claridad que se abría paso a
través de los vidrios de colores del estrecho
ajimez o del calado rosetón.
El poeta, a cuya invocación poderosa, como
el acento de un conjuro mágico, palpitan en
sus olvidadas tumbas el polvo de cien
generaciones; cuya imaginación ardiente
reconstruye sobre un roto sillar un edificio, y
sobre el edificio con sus creencias y sus
costumbres, una edad remota; el poeta, que
ama el silencio para escuchar en él a su
espíritu, que, en voz baja y en un idioma
extraño al resto de los hombres, le cuenta las
historias peregrinas, las consejas
maravillosas de sus padres; que ama la
soledad para poblarla con los hijos de su
mente, y ver cruzar ante sus ojos en una
onda de colores y de luz, los monjes y los
reyes, las damas y los pajes, los heraldos y
los guerreros, puede a su antojo, al recorrer
el interior de esta fábrica, cuyos ámbitos
están llenos de la sombra de los católicos
San Juan de los Reyes
príncipes, dar vida a esa portentosa de valor
y de fe, a la que estos dieron el impulso
marchando a su frente. Y en la tarde, cuando
el crepúsculo envuelve en una azulada
niebla los objetos, que al perder el color y la
forma, se mezclan entre si, confundiendo sus
vagos contornos; cuando el viento, que
combate los muros y recorre las derruidas
alas del claustro, suena, al espirar en los
huesos de sus machones, como un gemido
que se ahoga; cuando solo turban el alto
silencio de las ruinas, el temeroso rumor del
agua de sus fuentes, o el trémulo suspiro de
las hojas de sus árboles, confusa, como el
espíritu de la visión de Job, verá cruzar,
entre los desmoronados sillares del hendido
muro, una sombra blanca y cubierta de un
hábito religioso. Es la marmórea imagen de
un santo de la orden, que, arrancada de su
nicho, permanece aún de pie en el ángulo de
un pilar, entre la losa del sepulcro de un
obispo y el capitel de una columna. Pero
grábese en aquella frente pálida la honda
huella del dolor; enciéndase en aquellos ojos
sin pupilas la llama del genio; préstese a sus
labios la ligera contracción que les imprime
una voluntad de diamante, y se creerá haber
sorprendido en su meditación solitaria, al
profundo político, al eminente general, al
hombre nacido para el poder y el mando, al
célebre Cisneros que, después de abandonar
su tumba, viene aún a la hora del crepúsculo
a recorrer aquellos lugares. Aquellos lugares
a donde más de una vez, bajo la grosera
capucha de un hábito humilde se fundían en
su imaginación de fuego estas ideas
gigantes, que más tarde, al tomar forma, le
pusieron a la cabeza de su siglo. Aquellos
lugares a los que le trajo la brisa, con el
melancólico clamor de las campanas, y los
lejanos ecos del órgano, que rodaban
temblando en los aires al unirse a las graves
notas del salmo religioso, el primer suspiro
de la noche que iba a nacer, el último rumor
del día que acababa de morir.
El convento de San Juan de los Reyes, en
sus distintas cualidades de página histórica,
de edificio monumental y de fuente de la
poesía, goza el triple privilegio de hablar a
la inteligencia que razona, al arte que
estudia, al espíritu que crea.
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Francisco Javier Martín Fernández / Gustavo Adolfo Bécquer
Nota previa: la grande importancia que
tiene en si misma la tradición histórica de
San Juan de los Reyes nos ha movido a
darle más latitud de la que fuera
absolutamente indispensable para elfin que
nos hemos propuesto al publicar esta obra.
Por ella sin embargo podrá comprenderse el
estado a que Castilla llegó mientras ocupó
su trono el ultimo Enrique, y cuan feliz
desenlace para el reino tuvo la batalla de
Toro, que asegurando a la católica Isabel la
corona y abriendo una nueva era de
prosperidad a los castellanos escribió la
primera línea en la más gloriosa página de
nuestros anales.
Cuatro días pasados de la muerte del rey
Don Juan II, levantaíronse los estandartes de
Castilla por su hijo Don Enrique, no sin
haber precedido a esta ceremonia la de la
entrega del reino, celebrada como es de
costumbre en una junta de Grandes, que de
varios puntos de sus estados al rumor de la
muerte del Rey acudieron a Valladolid
donde acaeció. Con este motivo, las
diferencias de los nobles, y los asuntos del
reino, complicados ya a causa de las
revueltas engendradas por las discordias
habidas entre el nuevo príncipe y su difunto
padre, tomaron un distinto sesgo, si al
parecer más venturoso, en realidad de peores
consecuencias.
Las locas prodigalidades, que, al primer
Enrique de esta línea, granjearon el
sobrenombre de “el de las Mercedes”, y
haciendo de cada vez más acrecido, con la
fortuna, el poder y la soberbia de los
grandes, fueron causa de disturbios y
rebeliones sin cuento, tomaron a repetirse,
so color de justa paga a los servicios
prestados y atropellos sufridos en época no
remota por sus instigadores y parciales en la
rebeldía. Don Juan Pacheco, Marqués de
Villena, el cual desempeñó uno de los
principales papeles en los sucesos que
vamos a referir, fue el que, gracias a sus
artes y profundo conocimiento de la índole
del recién coronado Enrique, tomó para sí y
los suyos la mejor presa en aquel festín real
de mercedes, en donde los ambiciosos
magnates dividieron a Castilla.
Así arregladas, temporalmente y conforme
la índole de los sucesos lo exigían, las
dificultades de más bulto, procedió el nuevo
rey a juntar cortes, las que se reunieron en
Cuellar. Los Estados, a una voz y sin
distinción de clases, convinieron en
apercibirse a la conquista de Granada,
empresa con que quiso señalar Don Enrique
los principios de su reinado y que con
ocasión tan oportuna pudo remitir al parecer
de sus súbditos. Al efecto juntóse un
numerosos ejército del que formaban parte
hasta cinco mil jinetes, y dejando en
Valladolid, con amplias facultades para
entender en los asuntos políticos durante su
ausencia, al Arzobispo de Toledo, persona
de mucha consideración por sus influencias
y saber, en compañía del conde de Haro,
partióse el rey con su hueste y entrándose
por tierra de moros, llegó hasta la vega
granadina. Poco después, y alentado con la
impunidad de esta primera tala, derramó sus
gentes por la comarca de Málaga de la que,
habiendo asolado con hierro y fuego cuanto
halló en su camino, tomó sobre Córdoba
donde puso sus reales.
A esta sazón Don Enrique, que dos años
antes de subir al tomo alcanzó una bula del
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San Juan de los Reyes
Pontífice para hacer nulo su matrimonio con
Doña Blanca de Navarra, fundándose en la
esterilidad de ésta, aún cuando las hablas del
pueblo pusiesen en él la culpa, hizo venir a
Castilla a Doña Juana, hermana de D.
Alonso Rey de Portugal, con la que por
procurador se había anteriormente
desposado. El enlace y las nuevas
ceremonias con que éste se ratificó, tuvieron
lugar en Córdoba, en donde como dejamos
dicho se encontraba el Rey aguardando
nueva coyuntura de proseguir la empresa
acometida.
Celebróse este acontecimiento con toda
clase de regocijos, hicie'ronse justas y
torneos entre los nobles, y otras especies de
juegos y espectáculos para la gente menuda,
por lo que renació la esperanza en el ánimo
de los más. No faltó sin embargo quien
augurase de estas bodas, verificadas entre el
bullicio de las armas, y el llanto de una
mujer ofendida, multitud de males así para
el Rey como para los suyos, entre los que no
entrarían por poco los pueblos, cuya
felicidad de la de su señor esta pendiente,
uniéndolos como los une entre sí una cadena
invisible.
Por desgracia, el tiempo, a quien está
encomendado el trazar en su curso la línea
que divide las falsas de las verdaderas
predicciones, vino como suele a confirmar
las tristes y desvanecer la ilusión de las
dichosas.
En tanto duró el reposo del ejército, y
atraídos por la fama de la guerra que contra
moros se hacía, fueron juntándose nuevos
soldados a los pendones de Don Enrique,
hasta llegar a componer por todos catorce
mil jinetes y cincuenta mil infantes, con los
que entró segunda vez por tierras de
Granada, atrevie’ndose a poner fuego en la
misma vega y a vista de los muros de la
ciudad, a los fértiles sembrados de los
enemigos. Maniobra hábil con la
prosecución de la cual esperaba reducirles a
la escasez y la miseria, quebrantando así sus
ánimos y bríos para el trance de la batalla.
En esta ocasión, y so pretexto de ser
desacertada su conducta, en punto al modo
de llevar a cabo la empresa, concertaron
entre sí algunos de los Grandes, entre los
que se distinguia Don Pedro Girón, maestre
de Calatrava, prender al Rey y proseguir de
otra suerte y en términos más del gusto de la
impaciente soldadesca el propósito
comenzado. Don Enrique recibió aviso de lo
que se urdía, en Alcaudete, lugar convenido
por los conjurados para la realización de sus
proyectos, y por persuasiones de Iñigo de
Mendoza, grande amigo suyo y parte
principal en hacerle sabedor de estas tramas,
volvió a Córdoba, despidió el ejército, y en
castigo de su deslealtad, depuso de los
cargos que tenían a los señores más
comprometidos en aquel negocio.
La mina de rebeliones y discordias que más
tarde debiera estallar en el reino, comenzaba
a encenderse, y ésta fue la primera chispa
que, saltando al aire, podía revelarlo a un
hombre más previsor y apercibido que el
Rey.
Todo en adelante pareció conjurar a hacer
más breve el término prefijado por la
Providencia para la realización de estas
desventuras. Por un lado, la inaptitud e
indolencia para las cosas del gobierno,
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Francisco Javier Martín Fernández / Gustavo Adolfo Bécquer
propias del voluble carácter de Don Enrique,
unidas al poco recato y tiento que, más
adelante, puso en los locos amores a que se
entregó, causa de que los nobles y aún los
prelados se dividiesen y tomaran partido, ya
por la Reina, ya por la favorita; por otro, la
soltura y censurables costumbres de la
misma Doña Juana, juntas con el grado de
favor y poder a que, en poco tiempo, había
subido Don Beltrán de la Cueva,
mayordomo de la casa real y gran privado de
los reyes, contribuyeron a dar pábulo a las
envidias y maquinaciones de los Grandes,
razón al escándalo y hablillas del pueblo.
La no esperada sucesión que el trono de
Castilla dio la Reina Doña Juana en la
Princesa del mismo nombre, y los muchos
desafueros que de consuno parecían
encaminarse a disminuir el prestigio y la
dignidad del mal aconsejado Rey, hizo que
al postre, estallase el volcán de ambiciones
que por largo tiempo ardiera comprimido, y
que la soberbia se lanzase a conquistar con
las armas del rebelde lo que le fi1e imposible
conseguir con las artes y la asimilación del
cortesano.
El Arzobispo de Toledo y el Marqués de
Villena, por entender que Don Enrique, a
instigaciones de su rival en la privanza Don
Beltrán, no les miraba con buenos ojos, y
temiendo, o deseando dar a conocer que
temían no se les hiciese alguna fi1erza, desde
Madrid, en donde residía a aquella sazón la
corte, marcharon a refugiarse en Alcalá. Don
Pedro Girón, maestre de Calatrava, que
guardaba oculto su despecho desde que,
como dejamos dicho, salió fallida su primera
intentona; el Almirante de Castilla, con el
linaje y deudos de los Manriques, a los que
después se allegaron los condes de Alba y de
Plasencia, con otros muchos nobles, los unos
ganosos de acrecentar su fortuna merced a
los disturbios; los otros alegres de hallar una
ocasión propicia de satisfacer agravios
personales, reuniéronse a los descontentos, y
entre sí trataron de buscar una razón que
autorizase sus pretensiones. La privanza de
Don Beltrán, su trato íntimo con la Reina, y
el dar por seguro que la princesa Doña Juana
era habida de adulterio con éste, y por lo
tanto imposibilitada de suceder en la corona,
pareció más que suficiente motivo para
tomar las armas, y so pretexto de reformar
las costumbres de los reyes y los asuntos de
Castilla, imponer condiciones al trono.
Al efecto determináronse a marchar sobre
Maqueda, con idea de apoderarse de los
infantes Don Alonso y Doña Isabel, que en
aquel punto residían con su madre. No les
salió el propósito conforme a su deseo y el
marqués de Villena, con rehenes que le
dieron para su seguridad, marchó a la corte
en donde cierto día penetró armado y
rodeado de los suyos en el Alcázar, con
intenciones de prender al Rey y a sus
hermanos, proyecto que también salió
fallido.
Don Enrique, a quien ni las amonestaciones
de algunos vasallos leales, ni la gravedad de
los sucesos eran parte a despertar del
afrentoso sueño en que yacía, antes que
acudir con la fuerza a la extinción de los
rebeldes, y con su acertada e intachable
conducta a la de los escándalos, elevó,
mediante una bula del Papa, a la alta
dignidad del Maestre de Santiago a Don
Beltrán su favorito, y desoyendo el
saludable consejo de guerra, se avino a
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San Juan de los Reyes
vergonzosos tratos de paz con los
descontentos, que en una atrevida e
irrespetuosa carta, fecha en Burgos, le
hicieron presente cuanto pretendían.
Con este fin la majestad del Rey de Castilla,
trasladándose al lugar convenido por los
mediadores en el negocio para el teatro de
los conciertos y en una llanura comprendida
entre Cabezón y Cigales, habló por espacio
de más de dos horas, a campo raso y
descubierto con Don Juan de Pacheco, jefe
de los rebeldes. Este ya de vuelta con los
suyos desempeñó en aquella frase de
avenencia el papel de un soberano, únicas
personas a quienes los reyes dan habla en
forma semejante.
De esta entrevista resultó que se concertaron
e hiciesen unas capitulaciones.
El Infante Don Alonso debería ser
reconocido y jurado heredero y sucesor
natural a la corona de Castilla, a condición
de casarse con la Princesa Doña Juana.
Don Beltrán renunciaría al maestrazgo de
Santiago, como habido en menoscabo de la
persona y derechos del primer y legítimo
posesor, el ya citado infante Don Alonso.
Por último, y para arreglar toda clase de
diferencias, deberían nombrarse cuatro
jueces, dos por cada una de las partes, los
que teniendo por quinto a Fray Alonso de de
Oropesa determinarían entre si, ejecutándose
aquello que los más sintieran y acordaran.
Concluidos estos tratos, hízose traer a los
reales de Don Enrique al infante Don
Alonso, cuya edad a once años escasamente
llegaría, y después de jurarle con las
acostumbradas ceremonias. Príncipe y
heredero del reino, fue entregado a los
grandes que lo conservaron en su poder
como prenda de seguridad para que se
cumpliesen las acordadas capitulaciones.
Estos conciertos, como todos los que con el
mismo fin se celebraron más adelante,
fueron enteramente inútiles para restablecer
la paz deseada. La ambición y la mala fe que
los dictaron es una semilla que más tarde o
más temprano da su fruto. No tardó este
mucho tiempo en aparecer. Los
descontentos, en cuyo poder, y como en
garantía de la palabra real se encontraba el
infante, tomaron a juntarse entre sí, y
después de nuevos disturbios y protestas, en
Avila, punto en donde se les unió el
Arzobispo de Toledo, y al que habían
conducido a don Alonso, levantaron a éste
por Rey de Castilla.
El acto tuvo lugar fuera de los muros de la
ciudad rebelde. Levantóse allí un cadalso de
madera, en el que se colocó, ceñida la sien
con la corona y prendida de los hombros la
púrpura real, la estatua de Don Enrique.
Tomaron asiento alrededor de ella los
principales jefes de la conjuración, a los que
acompañaba una asombrosa muchedumbre
de pueblo, atraída por la novedad de la
ceremonia. Cuando todos callaron, leyese en
alta voz y la sentencia que contra su Rey
mandaban pronunciar los grandes. En esta
sentencia después de relatar exageradamente
sus faltas y errores, le condenaba a ser
destituido del trono y públicamente
degradado en efigie por la mano del
verdugo. Concluida que file la lectura de
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Francisco Javier Martín Fernández / Gustavo Adolfo Bécquer
este documento, ejecutóse al pie de la letra
cuanto en él estaba incluido. Desnudóse a la
estatua de sus vestiduras e insignias del
mando. Arrancósele la corona de la frente y
arrojósela al suelo desde lo más alto del
cadalso, en que como dejamos dicho estaba
colocada.
El pueblo al verla caer, prorrumpió en un
grito mitad de aplauso mitad de asombro, y
los señores presentes a la ejecución,
tremolando al aire los pendones reales,
prestaron su juramento al infante, mientras
los heraldos levantaban la voz diciendo por
tres veces “Castilla, Castilla, Castilla por D.
Alonso”.
La fama de este atentado corrió velozmente
de boca en boca. A su rumor alteróse el
reino, dividiéndose en dos grandes partidos.
El uno, aprobando lo ejecutado en Avila,
hizo causa común con los rebeldes. El otro,
ardiendo en ira por ver atropellada de una
manera tan escandalosa la autoridad real,
corrió a reunirse a las filas del escarnecido
Rey D. Enrique, en una junta celebrada entre
los pocos nobles fieles aún a su trono, hizo
un llamamiento al honor y la lealtad de los
castellanos. Los castellanos respondieron a
su voz aprestándose a las armas.
En este estado de cosas, volviéronse a
entablar, aunque sin resultado alguno,
conciertos por ambas partes. En estos
conciertos el Rey perdía el prestigio, y sus
enemigos ganaban espacio para juntar
gentes y allegar dineros con que atender a
las necesidades de la guerra, que de cada vez
parecía para próxima a estallar.
En efecto sucedió así: Don Enrique, perdida
la esperanza de reducir a los amotinados,
merced a razonables y amistosas
proposiciones, juntó sus gentes, compró con
grandes ofertas nobles que las capitanearan,
y emprendió el camino de Medina, en donde
tenía proyecto de asentar sus reales. Llegado
que hubo a Olmedo, los rebeldes que en
aquella villa se encontraban, decidiéronse a
aceptar el combate. Apercibiéronse para él,
ordenaron sus filas y salieron en son de
guerra a la llanura con intención de estorbar
el paso, o acometer y desbaratar si necesario
fuere, a las haces enemigas. Ya a punto de
venir a las manos, el Rey manifestó a los
suyos deseos de excusar la batalla. No le fue
posible el realizarlo, parte por la poca
autoridad que aun entre sus gentes tenía,
parte por el ardor de éstas que a la vista de
los contrarios lanzáronse en su busca sin
esperar la voz de acometida de sus jefes.
Trabóse la pelea, al sentir de los
historiadores, una de las más memorables de
aquellos tiempos. Después de combatir con
una furia y valor increíbles gran parte del
día, la oscuridad de la noche los forzó a
separarse. Los dos bandos se atribuyeron
vanamente la victoria después de la lucha,
aunque en realidad ninguno obtuvo ventaja
conocida.
Alentados no obstante los amotinadores con
la impunidad en que se dejó su osadía,
prosiguieron levantando por D. Alonso
todos los lugares en que pudieron tener
alguna influencia. Sería muy aventurado y
difícil señalar el término a que los
disturbios, que de cada vez se hacían de más
consideración, hubieran traído al casi ya
desesperado Don Enrique si la repentina
muerte de su hermano, no hubiera venido a
San Juan de los Reyes
cambiar
sucesos.
completamente la faz de los
Tuvo lugar este acontecimiento el 5 de julio
de 1468 en Cerdeñosa, lugar de pequeña
importancia, situado en el camino de Avila,
como a unas dos horas de la ciudad.
Acerca de la causa y particularidades de su
temprana muerte, pues solo tenía quince
años cuando ésta le sobrevino, corren
distintas versiones. Atribuyéronla, unos a la
peste que entonces andaba por aquellos
lugares, otros al veneno, y no faltó quien
dijese que fue un castigo de Dios.
Fundábanse los últimos en las palabras de
Paulo II, pronunciadas en el acto de
reprender en consistorio a los embajadores
de los rebeldes, que para tratar de los
asuntos de Castilla, marcharon a Roma antes
del fallecimiento del infante. Este príncipe,
dijo el Pontífice, morirá mozo pagando así
con su vida culpas ajenas.
La verdad del caso permanece aún oculta
bajo el velo con que los siglos cubren las
misteriosas soluciones de los más
complicados problemas de la historia.
Toledo, Burgos y algunas otras ciudades que
se tenían por los conjurados, con más dos o
tres de las principales cabezas de éstos, entre
los que se contaban el Arzobispo de Sevilla
y el Conde Benavente, volvieron a la
obediencia de D. Enrique. El resto de los
parciales de D. Alonso, que aún persistían
en los intentos de arrancar a su actual
poseedor la corona, se resolvieron a tomar
una nueva determinación. Deseaban poner
en lo posible remedio a la falta del
malogrado infante, que, hasta aquel punto
sirviera de escudo y pretexto a sus
ambiciones. Con este fin trajeron a la infanta
doña Isabel, hermana del rey y del difunto
D. Alonso, desde Arévalo, en donde residía,
a la ciudad de Avila. En este punto los
revoltosos habían concentrado sus fuerzas y
reunido sus jefes. Allí el Arzobispo de
Toledo, en nombre de los suyos y después
de relatarle extensamente la afrenta de la
casa real y los males del reino, ocasionados
en su mayor parte por la ineptitud de D.
Enrique y la liviandad de doña Juana, le
ofreció la corona de Castilla. Prometióle
además ayuda para hacer valer por medio de
las armas su incontestable derecho a esta
alta dignidad.
Para Isabel que, a pesar de sus cortos años,
reunía ya a la experiencia adquirida en la
desgracia, esa elevación de pensamiento que
más adelante la distinguió en el trono, y que
la caracteriza en la historia, respondió a las
magníficas y deslumbrantes ofertas del
Arzobispado, rehusando sus proposiciones.
Mas esto lo hizo con palabras tan llenas de
dignidad y sabiduría, que maravillados los
presentes al caso, así de su modestia y falta
de ambición, como de su inteligencia y tacto
en los asuntos políticos, se decidieron a
poner por obra lo que la infanta les
aconsejase. Esta, con sus razones, inclinó los
ánimos a la paz e indújolos a que tomaran a
la obediencia de. Rey, respetando sus
derechos cuanto le durase la vida. También
les dio palabra de que en caso de este faltar,
por llamarle Dios a su seno, acometería,
fiada de las buenas voluntades que le habían
demostrado en aquella ocasión, el tomar el
nombre de reina.
Francisco Javier Martín Fernández / Gustavo Adolfo Bécquer
Hicieron eco estas razones en la mayoría de
los rebeldes; y sea por convicción, sea por
ver que el abandonarlos la Infanta les faltaba
la única sombra de derecho a que pudieran
refugiarse, comenzaron entre sí a a concertar
tratos de avenencia. Por este tiempo, el
Arzobispo de Sevilla, autorizado por el Rey,
y con gran satisfacción de los Grandes, pasó
a Avila. Allí, con la ayuda de algunas
personas influyentes y autorizadas, asentó en
esta forma las capitulaciones de paz.
La infanta Doña Isabel sería declarada y
jurada princesa heredera del reino. ¡Se le
entregarían las ciudades de Avila y Ubeda,
con las villas de Medina del Campo,
Olmedo y Escalona, a condición todo esto
de que juraría y cumpliría su juramento de
no casarse, sin dar parte de ello al Rey y
alcanzar su venia.
Con la Reina doña Juana, mediante una bula
del Pontífice expedida al efecto, se
celebraría un acto de divorcio. Después, ésta
y su hija, ya sin derecho alguno a la corona,
pasarían al reino de Portugal, donde la
guardarían sus deudos y hermanos.
A los rebeldes sería dado un perdón general,
restituyéndoles los bienes, cargos, oficios y
dignidades que les quitaron al dar principio
los disturbios.
Admitidas estas proposiciones por ambas
partes, se señaló el monasterio de Guisando,
como el punto más a propósito para la
entrevista de D. Enrique con los nobles. En
efecto, después de reunidos en Guisando el
nuncio de Su Santidad, absolvió a los
Grandes del juramento hecho a doña Juana y
a D. Alonso, con lo que unos y otros
pudieron prestar sus homenajes a D.
Enrique, declarando a doña Isabel, según
estaba convenido, princesa heredera del
tono.
Asentadas las cosas en la forma que dejamos
dicho, el Rey partió para las Andalucías,
marchando la Infanta a Ocaña.
Varias y ventajosas fueron las proposiciones
de casamiento que distintos príncipes
presentaron entonces a doña Isabel por
medio de sus embajadores y amigos. El
príncipe D. Fernando, con la ayuda y
diligencia del Rey de Aragón, su padre y los
presentes y promesas que hizo a cuantos la
rodeaban, fue el que mejor supo alcanzar sus
fines, granjeándose la voluntad, así de la
infanta como de sus consejeros. Enrique, a
oídas de cual llegó la nueva de estas
pretensiones, mostró así en particular como
en público, el desagrado que le causaban.
Esto no fue, sin embargo, parte a detener al
Arzobispo de Toledo, en sus negociaciones
con el de Aragón.
Convenidos pues entre ambos el casamiento
de la infanta, condujeron a ésta desde
Madrigal, en donde se refugió con su madre,
a Dueñas, lugar designado por los que
entendían en este asunto para reunión de los
prometidos esposos. Con esta medida quedó
burlada la vigilancia del Marqúes de
Villena, que acompañado de un buen
número de jinetes se puso en camino, con
intento sin duda de apoderarse de doña
Isabel. A este magnate como igualmente a
otros nobles, que de la parte del Rey se
encontraban, parecíales este matrimonio
contrario a sus miras y valimiento, por lo
San Juan de los Reyes
que en gran manera procuraban estorbarle.
D. Fernando, avisado de los suyos, pasó a
Castilla encubierto con un disfraz y en
compañía sólo de cuatro personas. Con estas
corrió a reunirse en Osma con el Conde de
Treviño, uno de sus parciales.
Desde aquí, escoltado por el mismo conde y
doscientas lanzas, pasó a Dueñas, lugar en el
que, como queda referido, le esperaba doña
Isabel. Viéronse, concertáronse, y
prevenidas las cosas más necesarias, se
efectuó la boda en Valladolid y en la casa de
Juan de Rivero, el miércoles 18 de octubre
de 1469.
El Arzobispo de Toledo, presente al acto,
aseguró tener del Papa Paulo II una dispensa
del parentesco que a estos Príncipes unía.
Créese, sin embargo, que fue invención
propia, a juzgar por la bula que más tarde y
a propósito de esta misma dispensa expidió
el Pontífice Sixto IV.
Ocupábase el Rey en arreglar los disturbios
que tenían agitada a la ciudad de Sevilla,
cuando le llegó la nueva de este enlace.
Recibió de ello mucho enojo, por lo que a
las cartas que le dirigieron D. Fernando y
doña Isabel, leído que las hubo en una junta
de nobles, solo respondió, que más tarde
vería lo que en este asunto determinaba.
Llegado que fue el rey a Segovia, para
donde inmediatamente se partió, volvieron a
llegarle embajadores de parte de su
hermana. El resultado de esta misión no fue
más satisfactorio que el de la primera. Por
este tiempo, el Cardenal Albigense que en
compañía de algunos magnates de su nación
vino a Castilla, pidió a la princesa doña
Juana para esposa del Duque de Berri,
hermano del Rey de Francia. Avínose a ello
D. Enrique, hízose venir de Portugal a la
princesa y a su madre. Señalóse un punto
para la celebración de los desposorios. Fue
este el monasterio de cartujos llamado del
Paular que se halla aún en el valle de
Lozoya. Cuando todo estuvo dispuesto,
acudieron allí el Rey, la Reina y su hija con
un lucido cortejo de Grandes y Prelados.
Tornóse a revocar el homenaje hecho a doña
Isabel. Juró el Rey, al par que su esposa, ser
doña Juana hija legítima de entrambos.
Desposóse esta última por procurador con el
Duque de Berri y los magnates le prestaron
pleito homenaje siendo nuevamente jurada
princesa heredera y sucesora en el trono a D.
Enrique.
La muerte del Duque de Berri, que acaeció
andado algún tiempo, desbarató la tempestad
que por esta parte se preparaba contra
Castilla.
Los parciales de doña Isabel no se
desanimaron por este acontecimiento. Antes
bien, valiéndose de la preponderancia que
algunos de sus amigos gozaban aun en la
corte, comenzaron a inducir a D. Enrique a
que la recibiese en su presencia. El Maestre
ponía de su parte cuanto le era posible para
estorbarlo; pero más sagaz o más dichoso
que él, Andrés de Cabrera, con sus razones y
argumentos, persuadió al Rey a su voluntad
en tales términos, que le hizo consentir en la
entrevista.
Aún cuando las promesas y resoluciones de
D. Enrique tenían de todo menos seguras,
arrestóse la princesa Isabel a tentar el vado,
y el día 28 de septiembre de 1474 entró en el
23
Francisco Javier Martín Fernández / Gustavo Adolfo Bécquer
alcázar de Segovia en compañía de doña
Beatriz de Bobadicha, mujer de Andrés de
Cabrera, alcaide de la fortaleza.
Cuando el Marqués de Villena supo su
llegada, escapó en un caballo y a toda prisa,
para refugiare en Aillón, pueblo no distante
de Segovia en el que tenía algunos deudos y
amigos.
D. Enrique, que cuando se lo noticiaron se
encontraba en Valsaín, ocupado en la caza,
una de sus diversiones favoritas, corrió en
busca de su hermana. Recibióla con tan
grande muestra de cordialidad, que D.
Fernando movido por las cartas de su mujer,
vino a reunirse con ella al alcázar desde
Turuégano, en donde se quedó esperando el
fin de aquella arriesgada tentativa de
reconciliación.
Cuando llegó esta nueva a D. Enrique se
encontraba en Valsaín, desde donde se
volvió al instante a Segovia, abandonando el
ejercicio de la caza en el que se entretenía en
aquel lugar. Llegado que hubo al palacio,
fue a visitar a su hermana con la que tuvo
una larga conferencia. De esta resultó el
quedar perfectamente avenidos en materia
de pretensiones y reconciliación. Grandes
fueron por una y otra parte las muestras de
respeto y gozo que se dieron los hermanos
en los días que siguieron a esta entrevista.
En uno de ellos salió la infanta por las calles
de Segovia mostrando un magnífico
palafrén, que don Enrique condujo de las
riendas para hacerla más honra.
D. Fernando, que permanecía en Turuégano
aguardando las resultas de aquella
arriesgada tentativa, se decidió por fin,
movido por las cartas de su mujer y las
favorables noticias que le llegaban, a
reunirse con ella en Segovia. Lo hizo de este
modo, y su cuñado le recibió de buen talante
y de una manera satisfactoria para los suyos.
El pueblo comenzó a concebir esperanzas
de que terminarían ya de una vez las
discordias que tan de antiguo venían
debilitando la fuerza moral del trono y los
recursos del reino. Todo parecía aunarse
para confirmar esta esperanza, cuando un
suceso casual tal vez, encendió de nuevo las
pasiones de unas y otras parcialidades.
El día de los Reyes, la infanta doña Isabel,
revestida de sus mejores galas, y seguida de
D. Enrique y su esposo D. Fernando, a
quienes precedía un lucido acompañamiento
de nobles, salieron a pasear por las calles de
la ciudad entre las aclamaciones de júbilo de
la muchedumbre. Concluido que fue el
paseo, comieron reunidos y a una mesa en
las casas obispales, en la que Andrés de
Cabrera, uno de los mediadores en esta
reconciliación, les había preparado un
suntuoso banquete. En mitad de la comida,
el Rey se sintió acometido repentinamente
de un agudo dolor en el costado, por lo que
desbaratándose la fiesta se tomó ocasión
entre el vulgo y los señores descontentos,
para atribuir aquella indisposición a un
veneno o yerbas que decían haber
suministrado al Rey los que deseaban
sucederle. Con este motivo, la calumnia,
pues por tal la tienen los historiadores más
respetables, corrió aunque sorda de unos en
otros, siendo parte a despertar nuevas
sospechas y rencores en el débil ánimo de D.
Enrique.
Hiciéronse por la vida del Rey muchas
24
San Juan de los Reyes
procesiones y rogativas, con las cuales y la
ciencia de sus médicos logró aliviarse algún
tanto. No obstante su mejoría, D. Enrique no
volvió a recobrar completamente la salud
después del suceso que dejamos referido, de
modo que agravándose sus dolencias, un año
después y cuando cumplía los cuarenta y
cinco de su edad, murió en Madrid el
domingo ll de diciembre de 1474.
No dejó hecho testamento, y según Mariana,
a las interrogaciones que sobre materia de
sucesión le hizo en el último trance fray
Pedro de Mazuelos, prior de San Jerónimo
de Madrid, respondió que era su voluntad el
que la princesa doña Juana le sucediese en el
trono.
La verdad que en esta última declaración
pudo haber se ignora, pues por una y otra
parte se puso tanto empeño en desfigurar los
sucesos relativos a este punto, que hoy el
historiador irresoluto ante las pruebas que de
ambos derechos se ofrecen, solo se limita a
apuntar los hechos y las opiniones a que
estos han dado lugar.
Con la muerte del rey de Castilla, tomaron a
dividirse abiertamente los nobles. La mayor
parte se unió a doña Isabel, la que se
proclamó reina en Segovia. El Cardenal de
España, el Conde de Benavente, el
Arzobispo de Toledo, el Marqués de
Santillana, el Duque de Alba, el de
Alburquerque, el Almirante y el
Condestable, vinieron en busca de la nueva
soberana para rendirles sus homenajes y
ofrecerles su juramento de fidelidad. Las
ciudades enviaron sus procuradores para el
mismo efecto. D. Fernando, que a la sazón
se hallaba en Zaragoza, partió
inmediatamente para Castilla, y entrando en
Segovia un día después del año nuevo de
1475, fue reconocido rey de Castilla al par
que su esposa doña Isabel, haciéndole los
Estados sus homenajes y juramentos,
después de recibir el suyo sobre los
Evangelios como su costumbre.
Sobre los derechos y preeminencias de los
esposos, hubo grande cuestión entre
castellanos y aragoneses. Estos pretendían
que, por no haber dejado D. Enrique varón
alguno que le sucediera, la corona pasaba a
la descendencia de D. Juan de Aragón, como
mayor del linaje. Los castellanos se
escudaban en que su historia ofrecía
numerosos ejemplos de haber heredado el
trono las hembras, entre las que citaban a
Odisinda, Ormesinda, doña Sancha, doña
Urraca y doña Berenguela. Hicieron los
letrados estudios sobre el caso, alegase y
dijose de una y otra parte, hasta que por
último, después de tantos pareceres y
arreglos desistieron ambos reinos de sus
pretensiones concertándose entre los esposos
las capitulaciones siguientes:
En los privilegios, escrituras, leyes y
monedas, se pondría el nombre de D.
Fernando el primero, y después el de doña
Isabel; al contrario en el escudo y en las
armas, pues las de Castilla deberían
colocarse a mano derecha y en más principal
lugar que las de Aragón. En esto último se
tenía consideración a la preeminencia del
reino, y en lo primero a la del marido.
Los castillos se tendrían a nombre de doña
Isabel, y los contadores y tesoreros harían al
mismo nombre juramento de administrar
bien las rentas reales.
Francisco Javier Martín Fernández / Gustavo Adolfo Bécquer
Las provisiones de los obispados y
beneficios se entenderían a nombre de
ambos; pero se darían a voluntad de la
Reina, proveyéndose siempre en personas de
aventaj adas cualidades y doctrina.
Cuando se hallasen juntos, administrarían
justicia de común acuerdo; cuando en
diversas partes, cada cual lo haría en su
nombre y en el lugar en que se encontrase,
siendo tan irrevocable el fallo como si por
los dos estuviera expedido.
Los pleitos de las demás ciudades y
provincias, determinaría en ellos el que
tuviese más cerca de su persona, los oidores
del consejo; orden que asimismo se
guardaría en la elección de los corregidores.
Acordadas en esta forma las disidencias
habidas entre castellanos y aragoneses,
comenzó D. Fernando a ocuparse de los
asuntos del reino, que andaba alterado a
causa de los muchos parciales que aún tenía
en él la Beltraneja. Estos comenzaron a
moverse y concentrarse animados con la
ayuda que les prometió el rey de Portugal,
tío de doña Juana, y al que por ser ya esta
viuda del Duque de Berri, pensaban darla
por esposa sus parciales.
En efecto el de Portugal, deslumbrado por
las ofertas que le hicieron, y contando con
los muchos partidarios de doña Juana que le
ofrecían su coadyuvación en la empresa,
reunió un lucido ejército, con el que dio
principio a las hostilidades entrando en
Castilla por las Extremaduras.
D. Fernando y doña Isabel, apenas tuvieron
noticia de esta provocación, apercibiéronse a
la guerra, y ayudados de los tesoros reales
que a este fin les entregó Andrés de Cabrera,
después de acuñar gran cantidad de monedas
de oro y plata con que atender a los gastos
imprescindibles, partiéronse para Medina
del Campo. El Duque de Alba les hizo
entrega de la fortaleza de esta villa, la que
ocuparon y fortalecieron, pasando después a
Valladolid donde se reunía a la sazón su
hueste. En esta ciudad se dividieron los
esposos, repartiéndose entre si el cuidado de
la guerra. D. Fernando permaneció en
Castilla la Vieja, cuya gente le era más
aficionada, y doña Isabel marchó a Toledo
de donde hizo salir al Conde de Cifuentes y
a Juan de Rivera, parientes y parciales del
Arzobispo de aquella Iglesia Primada. Este
prelado, siguiendo su irregular conducta,
aconsejado de su soberbia y creyendo que
los nuevos reyes no habían premiado sus
servicios con la esplendidez que debían, se
separó de la corte y entró en concierto con
los parciales de doña Juana. El marqués de
Villena, digno hijo del Maestre, Marqués del
mismo título, que durante el reinado de don
Enrique a fines del cual murió, tanto se
había distinguido por sus continuas
maquinaciones, también se hallaba de
acuerdo con los portugueses. No por esto
dejaba, siguiendo la costumbre de estos
conspiradores de oficio, de entretener
relaciones con D. Fernando, con el que
estipulaba como una mercancía el precio de
su fidelidad.
Este príncipe, al mismo tiempo que su
esposa ganaba las voluntades de sus vasallos
y aparejaba las cosas necesarias para la
lucha, aseguró la ciudad de Salamanca y
ocupó a Zamora, punto importante cuya
San Juan de los Reyes
entrada le franqueó Francisco de Valdés.
Hechas estas cosas, volvieron a reunirse en
Valladolid, desde donde redujeron a su
servicio la ciudad de Alcaraz y algunas otras
villas y lugares que aun no se habían
declarado por ellos abiertamente.
El Rey de Portugal entretanto, rompiendo la
frontera de Badajoz con su hueste, entró por
tierras de Alburquerque en la Extremadura,
y enderezando su camino hacia Plasencia,
puso en esta ciudad sus reales. Aquí
persuadido por los partidarios de doña
Juana, celebró esponsales con ésta. No se
pudo efectuar el matrimonio, en razón a que
se esperaban del Pontífice bulas que los
dispensasen del estrecho parentesco que les
unía. Después de desposados, alzáronse por
Reyes de Castillas y tremolaron los
estandartes reales a su nombre, ceremonia
que aunque en apariencia dio color de
justicia a su causa y no fue poca parte a
aumentar los bríos y la confianza de sus
partidarios y ejército.
Dada la señal por uno y otro bando, la
guerra se hizo común a todo el reino.
Villena, con los lugares que le estaban
sujetos, pasó, por persuasiones del Conde de
Paredes, y a condición de ser incorporada a
la corona, al servicio de D. Fernando. Este,
que apenas juntaba quinientos caballos al
dar principio a las hostilidades, merced a los
inteligentes esfuerzos de doña Isabel y a su
actividad, marchaba ya en compañía de una
hueste numerosa compuesta de diez mil
jinetes y treinta mil infantes. Con este
ejército corrió a socorrer el castillo de Toro,
que aún se tenía en su nombre después que
Juan de Ulloa entregó la ciudad a los
portugueses. No obstante su diligencia, le
fue imposible conseguir su objeto. El
Castillo de Toro, como asimismo la ciudad
de Zamora, cayeron en poder del de
Portugal, que acampó sus gentes a las
inmediaciones de estos puntos. En esta
ocasión, el aragonés, envió al campo
contrario por medio de su rey de armas un
cartel de desafío, rotando a los portugueses a
ponerlo todo en el trance de una batalla. Su
antagonista, conociendo cuan imprudente
sería este paso de su parte, excusó la pelea y
para que no se creyese que la rehúsa era
efecto de cobardía, se ofreció a hacer campo
de persona a persona con el Rey. Esto no
pasó de palabras, visto lo cual por don
Fernando y conociendo que de entretener
sus gentes en aquel lugar no sacaba
provecho y sí grandes perjuicios por la falta
de dinero que le aquejaba, tomó la vuelta de
Medina del Campo. En esta villa juntó
Cortes, en la que después de haber expuesto
la necesidad de socorros en que las
circunstancias especiales de la guerra le
ponían, consiguió que los tres brazos del
reino le concediesen prestada y en calidad
de pronta y completa devolución la mitad
del oro y la plata de las iglesias. Reforzado
con esta ayuda partió nuevamente a poner
con sus armas cerco sobre el castillo de
Burgos, fortaleza importante que se tenía
por sus enemigos. Sabida esta determinación
por el de Portugal marchó en persona a
socorrer a los suyos, mas después de haber
ocupado el castillo de Baltanas y preso al
Conde de Benavente, pareciéndole que no
podía presentar la batalla a D. Fernando,
excusó su encuentro abandonando la idea de
dar socorro al castillo de Burgos. Más
adelante esta fortaleza cayó en manos del de
Aragón, rindiéndose a nombre de la reina
doña Isabel, que a este efecto acudió desde
27
Francisco Javier Martín Fernández / Gustavo Adolfo Bécquer
Valladolid donde se encontraba. Mientras su
esposo, que había sido llamado secretamente
por Francisco de Valdés alcaide de las torres
de Zamora, ocupó la ciudad y la redujo
nuevamente a su obediencia.
Ocupada ya la ciudad de Zamora, puso D.
Fernando estrecho cerco a su castillo, que
aun se tenía por los portugueses. En este
punto, el príncipe D. Juan que estaba al
frente del gobierno de Portugal en ausencia
del Rey su padre, avisado de lo que en
Castilla pasaba y conociendo que los suyos,
faltos del socorro prometido por los
Grandes, venían de cada vez a peor, hizo
nuevas levas y juntas de gentes allegando al
mismo tiempo recursos para ponerlos en pié
de guerra. Reunió pues hasta dos mil
caballos y ocho mil peones, con los cuales
pasó el puente de Ledesma y vino por sus
jornadas a Toro. En este lugar encontró a su
padre con tres a cuatro mil jinetes y veinte
mil infantes, los que tenía repartidos por los
pueblos comarcanos, ocupando las
posiciones mas ventajosas y conformes con
los planes que para esta guerra había
concebido. Animados con este refuerzo los
portugueses, decidiéronse a venir en ayuda
del castillo de Zamora, al que de día en día
le era más imposible defenderse. El de
Aragón, sin cejar en su propósito de allanar
la fortaleza que tenía cercada, redobló sus
esfuerzos para conseguirlo e hizo
llamamiento de los suyos, por si su contrario
le ponía en el trance de aceptar una batalla.
No fiae inútil su diligencia, pues el de
Portugal ordenó su hueste y vino a situarse
con ánimos sin duda de dar auxilio al
castillo, al pie de los muros de la ciudad en
que tenía su asiento y reales D. Fernando.
Este excusó la pelea y se mantuvo detrás de
sus baluartes esperando la ocasión propicia
de acometer al enemigo. No tardó en
presentarse la coyuntura que esperaba, pues
su rival, creyendo de malas consecuencias
para sus gentes la inacción en que se
hallaban y con el objeto de enderezar por
otro punto sus excursiones, un día, antes de
amanecer, recogió sus bagajes, levantó sus
tiendas y cortando el puente que daba paso
desde la ciudad a su campo, comenzó a
retirarse con el mayor orden hacia Toro,
lugar fuerte y de toda su confianza.
El de Aragón, visto el movimiento de la
hueste enemiga mandó componer a fuerza
de brazos el puente destruido, y saliendo con
los suyos de la ciudad emprendió la marcha
en su seguimiento. Alvaro de Mendoza, con
trescientos jinetes a la ligera, se adelantó
entonces a todo correr hasta picarles la
retaguardia. Su plan era molestarlos y
entretenerlos de este modo hasta que el
grueso de las gentes de Castilla pudiesen
darles alcance. Merced a esta oportuna
maniobra y a la lentitud con que por ir en
litera marchaba el de Portugal tuvo espacio
D. Fernando de ponérsele a tiro de ballesta
como a la distancia de legua y media de
Toro y a tiempo en que se veían forzados a
descomponerse para entrar por una puente
estrecha que en aquel sitio divide el camino.
El día estaba para concluir y el sol
comenzaba a ocultarse tras las colinas
cercanas, cuando los dos ejércitos
detuvieron su marcha y siguiendo las
órdenes de sus capitanes se aprestaron a la
lucha. Los jinetes de Alvaro de Mendoza,
fueron los primeros que dada la señal de
acometida cerraron con el enemigo. El
príncipe de Portugal, D. Juan, que se había
colocado en la vanguardia con ochocientos
28
San Juan de los Reyes
jinetes y algunos arcabuceros, recibió la
carga de Mendoza a pie firme,
desbaratándole sus gentes y poniéndolas en
huida. Entonces se hizo general la pelea. La
noche comenzaba a cerrar de cada vez más
oscura y la vocería de uno y otro bando se
acrecentaba al par que la furia del combate.
Los dos reyes marchaban cada cual en el
centro de sus filas. Hacia este punto se
encamizó más la refriega. La noche entró;
las sombras se tendieron sobre la llanura y
todavía la batalla se mantenía en peso sin
acabarse de decidir por los unos o por los
otros. Ya no se combatía, dicen los
historiadores, como en batalla y siguiendo
las órdenes de los jefes, no; los gritos de los
combatientes, el choque de sus armas y el
agudo clamor de las trompetas ahogaban las
voces de mando de los capitanes, y hombre
a hombre, cuerpo a cuerpo, cada uno
peleaba entre las sombras y la confusión,
con el que encontraba a su alcance o le
oponía resistencia.
Por último portugueses
poniéndose fuga. Las
tinieblas se opusieron a que los castellanos
los siguieran y desbarataran más por
completo. En orden sólo se retiraron los que
seguían al príncipe D. Juan. Este, pasado el
primer encuentro de la batalla, se había
mantenido a la mira del suceso en una altura
próxima al teatro del combate.
cej aron los
en desalentada
Conocido el éxito de su tentativa, D.
Fernando se volvió a Zamora, no
pareciéndole prudente seguir al enemigo que
se refugió en Toro.
Doña Isabel recibió la fausta noticia de la
victoria en Tordesillas, punto al que se había
trasladado para dar más pronta ayuda a su
esposo, si por acaso la suerte de las armas
les hubiese sido adversa. En la misma hora
en que llegó el mensajero, dicen las
crónicas, descalza y seguida de su
servidumbre se dirigió al convento de San
Pablo a dar gracias a Dios por la importante
victoria que le había concedido,
ratificeíndose en la promesa de erigir un
suntuoso templo en memoria de tan señalado
favor.
Efectivamente el éxito de esta jornada
sobrepujó a las esperanzas que acerca de sus
resultados se habían concebido. El
desaliento se apoderó tanto de las gentes del
de Portugal como de los parciales y adictos a
la Beltraneja. El castillo de Zamora se rindió
a los vencedores. Atienza y otros puntos
importantes ocupados por los portugueses se
recobraron del mismo modo y finalmente,
llenos de confusión y vergüenza los
pretensos Reyes de Castilla, desamparados
de sus gentes y de aquellos que les habían
prometido su ayuda, tomaron a Portugal
perdida toda clase de esperanzas.
Esta última determinación de Alfonso V fue
la señal de su completa ruina. Los castillos y
lugares que aún estaban a su nombre,
comenzaron a rendirse unos tras otros y la
ciudad de Toro, último baluarte de los
suyos, fue tomada por sorpresa bajo la
conducta de doña Isabel que con este fin
vino a Segovia, a donde para sosegar a sus
habitantes se había trasladado.
Ya posesionada de esta postrer fortaleza de
su enemigo, la Reina marchó a Valladolid
con intentos de juntarse a su esposo. Las
29
Francisco Javier Martín Fernández / Gustavo Adolfo Bécquer
circunstancias lo dispusieron de otra
conformidad y en Ocaña fue donde
reuniéndose al rey don Fernando,
emprendieron juntos el camino de Toledo.
Llegados que fueron los Reyes a esta
Imperial Ciudad dieron orden y traza para
que se edificase, en cumplimiento del voto
de doña Isabel, un suntuoso convento de
franciscos, que bajo la advocación de S.
Juan de los Reyes, fuese eterno padrón de su
gratitud y piedad.
Para este fin compráronse y se mandaron
derribar en el terreno que hoy ocupa el
convento unas casas pertenecientes a Alonso
Alvarez de Toledo, contador mayor que fue
del rey D. Enrique IV.
Asegúrase por algunos que los Reyes
Católicos habían destinado desde luego este
edificio a colegiata. Así lo expresa D.
Francisco de Pisa en su descripción de la
Imperial Ciudad con las palabras siguientes:
"Su designio era que fuese iglesia colegial
donde hubiese canónigos y sepultarse allí; y
por haberlo resistido la iglesia catedral de
Toledo mudaron de parecer”~
Nosotros nos inclinamos a creer que desde
un principio se pensó en edificar un
convento de la orden de franciscanos. En
apoyo de la opinión del ya citado Pisa sólo
quedan sus palabras y algunas desacordes
noticias que tradicionalmente hemos oído
repetir en el mismo Toledo. Un plano, que
auú se conserva de este templo, en el que se
ve ya dibujado el escudo de la orden, y este
mismo emblema repetido en la entreojiva
que da paso al claustro desde el crucero de
la iglesia, corroboran nuestra creencia de
una manera más fundada.
Ignórase a quién es debida la traza y
dirección de este magnífico templo, como
asimismo el año en que, dándose por
concluido, comenzó a ser habitado por los
frailes de la orden a que se destinaba. En
cuanto a lo primero, atribúyese
unánimemente el plano del edificio a Maese
Rodrigo y Pedro Gumiel, porque en aquella
sazón se hallaban en Toledo dirigiendo
algunas obras notables de la catedral.
(En la actualidad se sabe que es obra de Juan
Guas. De hecho, el texto originalmente
publicado sobre San Juan de los Reyes
recibió un apéndice posterior en este
sentido, apéndice que se ofrece al final del
libro).
De lo segundo sólo resulta de algunos
pasajes de las crónicas de la Ciudad
Imperial, que por los años de 1476 al 1577,
los frailes franciscanos habitaban ya el
convento. De aquí se colige que en esta
fecha estaría a punto de rematarse, si no
estaba perfectamente acabado.
Terminada que fue la obra de este suntuoso
edificio, recuerdo de su victoria, los Reyes
Católicos lo dotaron de una biblioteca
formada por escogidos volúmenes. Entre
éstos, se dice, había códices y manuscritos
de un inestimable valor, así por su
antigüedad y riqueza como por los curiosos
datos históricos y científicos que hoy
ofrecerían al estudio de nuestros literatos y
arqueólogos. Más adelante, cuando
terminadas las discordias interiores del reino
estos mismos príncipes volvieron sus
infatigables armas contra el último resto de
30
San Juan de los Reyes
los dominadores árabes, y Ronda, Málaga y
Granada en fin vieron ondear sobre sus
muros la enseña de la cruz, añadieron a ésta
su fundación una nueva joya histórica. Los
grillos y cadenas que en un gran número se
habían quitado a los cristianos cautivos en
las mazmorras de las ciudades conquistadas,
fueron mandados suspender por los piadosos
príncipes en la parte exterior de sus muros.
La belleza del estilo arquitectónico de su
iglesia y claustro principal y la tradición
histórica de su fundación habían ya hecho
célebre el convento de que nos ocupamos,
cuando le cupo una nueva gloria. El célebre
cuanto digno de su fama Fr. Francisco
Jiménez de Cisneros tomó el hábito en él, y
andado algún tiempo, cuando perseguido por
la rigidez de sus doctrinas y costumbres
buscó en la soledad un refugio contra las
injusticias de los hombres, halló en este
mismo claustro un
inexpugnable.
asilo de paz
Hasta esta época todo fue parte a aumentar
la importancia y el renombre de San Juan de
los Reyes. Los hombres y los sucesos parece
contribuían unidos a esta obra de exaltación.
Los mismos sucesos y los mismos hombres
a partir de este punto, volvieron contra él las
destructoras armas de la ignorancia y la
barbarie.
En el siglo XVI después de quedar
perfectamente terminados su claustro
principal y su iglesia, añadiéronle un
segundo patio al edificio. Patio dañoso a la
armónica regularidad del convento y de un
estilo muy diferente al de la totalidad de la
obra (este claustro,: apodado “romano”, era
de estilo típicamente renacentista, situado en
el lugar donde hoy se alza la Escuela de
Artes y Oficios).
En el s. XVIII al lado del Evangelio y junto
al arco que sirve hoy de ingreso a la iglesia,
se levantó arrimada a la parte exterior del
muro, la capilla de la venerable Orden
Tercera. La portada, de gusto churriguero,
de esta capilla, contrasta malísimamente con
los calados antepechos y las ligeras aristas
del exterior de la gran nave a que la han
adherido (El interior de la capilla, dedicada a
la Beata Mariana, era de estilo rococó).
En el año de 1808 las tropas francesas
ocuparon a San Juan de los Reyes,
utilizándole para cuartel y depósito de
prisioneros, y cuando le fire preciso
abandonarle por efecto de sus operaciones,
lo saquearon e incendiaron a la par que
algunos otros edificios notables de Toledo.
En este desastre fue devorado por las llamas
todo el patio últimamente construido, y un
ala del claustro principal. En la parte
superior de ésta se hallaba la biblioteca o
archivo de que dejamos hecha mención, el
cual pereció por completo, desapareciendo
con él los preciosos códices de los Reyes
Católicos y cuantos detalles y noticias
pudieran conservarse acerca de la fundación,
traza y anales del tal renombrado templo.
Pasados algunos años y cuando los frailes de
la orden volvieron a ocuparle, reedificase
una parte de él y se pensó en levantar de
nuevo, con los restos que aún quedan de
ella, el ala del claustro principal destruida
por las llamas. No se llevó a cabo esta
medida por haberse nuevamente extinguido
la comunidad religiosa que la concibió.
31
Francisco Javier Martín Fernández / Gustavo Adolfo Bécquer
(Afortunadamente, con posterioridad se
produjo la perfecta reedificación que nos
permite, hoy día, disfrutar de la totalidad
del bellísimo claustro gotico).
Los preciosos fragmentos de esa obra
maravillosa del arte que aún hoy son la
admiración del inteligente que los contempla
quedaron confundidos entre los escombros y
las abandonadas ruinas.
La guerra civil estalló entonces y
nuevamente este venerable edificio sirvió
para custodiar ora víveres y pertrechos
militares, ora reclutas y prisiones.
El deterioro que sufrió en esta época solo
puede compararse al que le ocasionaron
algún tiempo después destinándole, aunque
temporalmente, a establecimiento
correccional.
Pero la profanación no había llegado aún a
su colmo, aun le quedaba que sufrir un
nuevo insulto de la ignorancia. Los grillos y
cadenas que los Católicos Reyes
suspendieron con mano victoriosa a sus
muros fueron últimamente arrancados en su
mayor parte para forjar con ellos inútiles
barreras para un paseo de la ciudad (más
tarde, las cadenas supervivientes fueron
devueltas a su emplazamiento original en los
muros exteriores, perdiéndose para siempre
las que ya habían sido convertidas en rejas,
parte de las cuales, por cierto, se conservan
aún en la actualidad).
Posteriormente se ha reconocido por todos el
error de las medidas anteriores. Se ha
destinado la iglesia de San Juan de los Reyes
a parroquia. La comisión de monumentos
artísticos, con el celo que la distingue, ha
dispuesto la creación de un museo provincial
en el resto del edificio y ya que por falta de
recursos no se ha levantado el ala destruida,
ha puesto al abrigo de la intemperie y las
aguas pluviales sus preciosos restos.
(Posteriormente, fue demolida la capilla de
la Beata Mariana y desapareció también la
antigua portería de San Juan de los Reyes,
siendo emplazada su bella portada en su
lugar actual, que no es otro que la puerta
abierta en un muro de la antigua sacristia,
que también llegó a utilizarse como
refectorio, convirtiéndose así en la entrada
principal al edificio conventual y que hoy se
halla reservada el acceso del turismo al
claustro y a la iglesia, ya que los monjes
franciscanos cuentan con otra puerta, al lado
de la anterior, que lleva directamente a la
zona conventual. En el siglo XX fueron
reconstruidas, de forma sencilla y discreta,
las dependencias conventuales necesarias
para permitir el regreso de los franciscanos
al edificio. Algunos retablos fueron traídos
de otros emplazamientos y, para sustituir a
la sillería del coro, quemada por los
franceses, se trajo la de San Marcos).
32
San Juan de los Reyes
Trazado ya el cuadro histórico de los
acontecimientos que fueron causa del voto
de la católica Isabel, al cumplimiento del
cual debe su fundación el convento de San
Juan de los Reyes, tócanos ahora hacer su
descripción artística, empresa que aunque
superior a nuestras fuerzas y casi imposible
de encerrar dentro del círculo estrecho de la
palabra, trataremos de llevar a cabo con la
exactitud y sencillez posible. Con este fin y
siguiendo el ejemplo del artista, que antes de
revestir el edificio con los numerosos y
complicados detalles que lo engalanan,
dibuja su planta y eleva sobre ella con
descamadas líneas el esqueleto, nosotros
vamos a levantar primeramente, desnuda de
sus arcos ornamentales y sus homacinas de
sus balaustradas y sus comisamentos, los
muros de la fábrica que intentamos dar a
conocer y que más tarde y parte por parte
comenzaremos a revestir de sus adornos.
La índole especial de la caprichosa
arquitectura a que pertenece este templo,
hace no sólo útil sino necesaria esta
subdivisión en la parte descriptiva. Siendo
así que cada uno de los detalles de su
conjunto es otro conjunto que al aislarlo de
la masa general, revela al análisis inteligente
nuevos y propios detalles que a su vez se
siguen reproduciendo en sí mismo bajo
formas diversas hasta un punto increíble,
nada nos parece mas sencillo que admirar el
efecto del todo, para descomponerle luego y
estudiar una por una las partes que lo
componen.
Apuntadas estas ligeras observaciones,
entraremos de lleno en el asunto que nos
ocupa.
El convento de San Juan de los Reyes está
situado hacia la parte más occidental de
Toledo, próximo a la puerta del Cambrón y
sobre una pequeña altura desde la que se
domina el río, la puerta de San Martín y el
puente del mismo nombre. Su iglesia consta
de una sola y espaciosa nave que atravesada
en la parte superior por el crucero, presenta
en su planta la forma de una cruz latina. El
ábside o cabecera de esta cruz es polígono y
está cubierto por una bóveda que dividen en
cascos los nervios que la cruzan. Estos
nervios, que se unen en su recaída,
descansan sobre cuatro esbeltos pilares, y el
espacio que cierran los lienzos o entrepaños
que flanquean estos pilares, constituye la
capilla mayor. Inmediata a esta se halla la
intersección de la cruz o punto en que la
nave del crucero atraviesa a la principal.
Aquí y sobre los cuatro ángulos que forman
las líneas que dibujan las naves al
encontrarse, se levanta una torre octógona
cuyos ocho muros, que están perforados
para dar paso a la luz, sostienen una bóveda
nerviosa y descansan sobre cuatro arcos
torales e igual número de pechinas.
(Por algún motivo que no conozco, los
ventanales del cimborrio fueron
posteriormente cegados en su mayor parte.
Durante la última restauración se planteó la
posibilidad de reabrirlos, para devolver al
crucero su luminosidad original, pero al
final no se realizó dicha intervención).
Las alas del crucero que se prolongan a
derecha e izquierda de la capilla mayor o
ábside y forman los brazos de cruz latina,
están cubiertas cada cual por una bóveda.
Los arranques de esta bóveda descansan, dos
33
Francisco Javier Martín Fernández / Gustavo Adolfo Bécquer
sobre los pilares del arco toral que sirve de
ingreso al ala, y los otros dos sobre los que
flanquean la extremidad de la misma.
La gran nave, que constituye el cuerpo de la
iglesia, está dividida por haces de columnas
agrupadas en cuatro compartimentos de
iguales dimensiones. De los capiteles de
estos haces se elevan los arranques de la
bóveda que la cubre y que está compartida
del mismo modo. Los lienzos de muros,
comprendidos entre los pilares, están
perforados en la parte inferior por arcos que
sirven de ingreso a las alas de las capillas
paralelas a la nave, y en la superior por
ventanas ajimezas. Bajo el último
compartimento de la bóveda se encuentra el
coro sostenido por un arco rebajado, que a la
altura del ápice o extremidad superior de los
peaños, se lanza del uno al otro muro lateral
en los que estriba. Tanto ala nave, como ala
cabecera de esta, y a las alas del crucero, las
divide en dos zonas una cornisa que corre
por toda la fábrica a la altura del coro. La
arquitectura general del templo pertenece al
estilo ojival terciario, esto es, a una de las
últimas épocas del gusto llamado gótico; su
ornamentación, por lo tanto, es rica en
variados y prolijos detalles, que dada ya la
idea de la planta y esqueleto del edificio
pasaremos a describir.
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San Juan de los Reyes
Antigua Sacristía
(Acceso turístico)
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Francisco Javier Martín Fernández / Gustavo Adolfo Bécquer
Silenciosas ruinas de un prodigio de arte, restos
imponentes de una generación olvidada, sombríos
muros del santuario del Señor, heme aquí entre
vosotros. Salud compañeros de la meditación y la
melancolía, salud. Yo soy el poeta. El poeta, que
no trae ni los pergaminos del historiador, ni el
compás del arquitecto; que ignora aún el
tecnicismo del uno, y apenas si, merced a las
tradiciones que guarda en sus cantares, puede
seguir al otro por entre las enmarañadas sendas de
su abrumadora sabiduría. El poeta, que no viene a
reducir vuestra majestad a líneas ni vuestros
recuerdos a números, sino a pediros un rayo de
inspiración y un instante de calma. Bañad mi
frente en vuestra sombra apacible, prestadme una
rama de vuestros sauces para colgar mi laúd,
haced que la melancolía que sueña en vuestro
seno me envuelva entre sus alas transparentes,
que yo al partir os pagaré esta hospitalidad con
una lágrima y un canto.
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San Juan de los Reyes
Interior de la iglesia
Francisco Javier Martín Fernández / Gustavo Adolfo Bécquer
Ábside:
Cómo dejamos dicho, forman el ábside
cinco lienzos de muro, en cuyos ángulos hay
cuatro pilares empotrados que al par que los
torales, correspondientes a la intersección de
la cruz, sustentan la bóveda que lo cubre.
Esta se halla cruzada en diferentes
direcciones por nervios que la comparten en
seis cascos principales y de los que cada uno
contienen tres secundarios y aquellos se
componen de ocho columnillas agrupadas
por entre medio de las cuales corren
verticalmente franjas de hojas de cardo,
revueltas y picadas con el movimiento y la
delicadez que caracterizan a todos los
detalles de este suntuoso edificio. En el
entrepaño del testero, las franjas de la
cornisa que se extienden por toda la iglesia y
la dividen en dos zonas, formando lámbeles
sobrepuesto el uno al otro, y de los cuales el
superior sirve de apoyo al arco ornamental
que dibuja en la entreojiva una franja
contenida entre filetes. A derecha e
izquierda de este arco y paralelas a los lados
verticales del lambel sobrepuesto, se
extiende hasta tocar los pilares flanqueantes
una serie de arquitos florenzados que
completan la ornamentación del testero. Los
dos paños que se unen a éste por sus
extremidades, se adornan en la zona superior
con un ajimez ornamental. Los otros dos que
forman los frentes de la cabecera y se
apoyan con uno de sus extremos en los
pilares torales, están perforados por ventanas
ajimeces de un solo parteluz. La archivolta
del arco ojival de estas ventanas, es una
franja incluida entre filetes y las jambas
numerosos grupos de aristas o columnillas
de bases y capiteles corridos, entre las que
se revuelven delicados atauriques. De la
misma forma es el parteluz que recibe las
recaídas de los arcos cobijados, los que se
enriquecen con exquisitas labores de
crestería ondeante y cairelada que voltean
caprichosamente en su tímpano y entre
ojivas.
Debajo de cada uno de estos ajimeces que
hemos descrito, y en la zona inferior el
muro, hay una homacina de arco carpanel, el
cual recae sobre columnillas empotradas.
Cobija a este arco un conopio florenzado,
compuesto de franjas y molduras con una
serie de pomas y frondas desenvueltas, de
entre las que se levanta en el ápice un tope
rematado en rumo. La homacina, que
contiene una imagen de bulto redondo,
tallada y estofada con bastante inteligencia,
forma al rehundirse tres caras interiores
sobre las que estriba una bovedilla que
comparten sus nervios en igual número de
cascos. El muro o cara interior del testero
está dividido en su mitad por una moldura
que corre horizontalmente y sobre la que se
ven tres arquitos ornamentales cobijados por
un conopio. Tanto éste como los arquitos
que en él se incluyen, están adornados de
caprichosa travería, la que también
enriquece el entrearco de las caras laterales.
Completan la ornamentación de este nicho
dos agujas flanqueantes y divididas en dos
zonas. La primera se compone de un haz de
columnillas agrupadas, a las que coronan
gabletes sobrepuestos, y la segunda de dos
arquitos incluidos uno en otro y rematados
por gablete con frondas y grumo. Las bases
de las columnillas de estas agujas, que son
sueltas y forman un acodillado, descansan
sobre dos repisas que constan de molduras y
florones de hojas picadas.
60
San Juan de los Reyes
La homacina está sobre una ancha franja
horizontal que forma un cuadrado con las
líneas verticales de los pilares divisorios,
incluidos en este cuadro hay dos arcos
gemelos ornamentales, con adornos de
tracerías y paneles, los que tocan con su
ápice a la parte inferior de la franja
antedicha. En el tímpano de estos arcos dos
ángeles de alto relieve y vestidos de largas
túnicas, tienen en sus manos los yugos y
flechas, distintito de los Reyes Católicos.
Con estos hacen juego otros dos que
sosteniendo los mismos emblemas, existen
en las enjutas o ángulos que trazan en el
muro los arcos al incluirse entre los pilares y
la franja.
Pilares y arcos torales:
Los cuatro arcos torales, que sostienen la
torre colocada sobre la intersección del
crucero y sirven de ingreso al ábside, a las
alas y a la nave principal, voltean sobre
otros tantos pilares que de ellos toman el
nombre. Estos pilares, formados de
columnillas agrupadas por entre las que
corren en línea vertical molduras y franjas,
concluyen en un gran capitel principal,
llamado así por ser el que todo lo corona y
bajo el que se cobijan los capiteles sueltos
de cada una de las columnas que al reunirse
forman un solo fuste. Como al tercio de su
altura divide y abraza a los dos de estos
pilares más próximos a la capilla mayor la
cornisa que rodea el templo y se compone de
una inscripción entre dos franjas. Esta
cornisa, que como dejamos dicho comparte
el pilar en dos zonas, lo divide asimismo en
dos series de columnillas, una superior y
otra inferior. La superior arranca de la gran
base del pilar y sube a sostener sobre sus
capiteles la primera franja que lo atraviesa, y
la superior que apoya sus pequeñas bases en
la segunda, soporta sobre sus remates el
capitel general o corona y complemento del
todo.
El capitel general tiene en su unión con el
fuste dos series de bovedillas apiñadas sobre
las que corren dos molduras, porretada la
una y con tiras de florones la otra. Sobre
estas molduras hay una hilera de cabeza de
tamaño poco mayor que natural. Estas
cabezas, que corresponden a individuos de
ambos sexos y están interpoladas con
follajes o frondas desenvueltas, son dignas
de estudio, mas que por su mérito que es
bastante poco, por lo bien que caracterizan
sus tocados, sus cabelleras y hasta sus
facciones el siglo a que pertenecen. Sobre el
espacio en que se hayan incluidas las
cabezas termina el capitel con una ancha
franja entre dos molduras, a la que adorna
una delicada crestería cimera cuyas puntas
acaban en florones. El todo de este remate
que sigue las mismas ondulaciones del pilar,
parece una gigantesca corona de piedra de la
que las franjas son el aro y la crestería los
picos.
De estos capiteles se levantan los arranques
de los arcos torales, por cuyas archivoltas y
caras interiores voltean con él entre filetes y
molduras, tiras de florones y franjas
correspondientes a las que adornan los
pilares. En los ángulos que forman los
tímpanos de estos arcos hay cuatro pechinas
en forma de conchas, los que por su cara
interior están llenas de complicada y
elegante tracería con limbos cairelados.
Cobijan estas conchas unas columnas o
61
Francisco Javier Martín Fernández / Gustavo Adolfo Bécquer
pilaritos sostenidos por repisas y rematando
en cabezas de ángeles alados. Por cima de
las pechinas y del ápice de los arcos corre
una imposta franjada sobre la que se eleva la
torre.
Torre y bóveda de la intersección del
crucero:
Los muros de esta torre que es octógona,
descansan sobre la imposta de que acabamos
de hacer mención y están perforados por
ajimeces de un parteluz, en cuya entreojiva
la crestería entreverada que la llena dibuja
un rosetón. Las jambas de estos ajimeces
son grupos de columnillas con capiteles
corridos y la cara cóncava o intradós de la
ojiva franjas y molduras. En los ocho
ángulos que forman al unirse los lienzos de
la torre hay otras tantas ménsulas, debajo de
cada una de las cuales se ve una figura
sentada. Estas me’nsulas reciben en su
recaída los nervios que cruzan en todos los
sentidos por la bóveda de la torre,
compartiéndola en ocho cascos principales y
un sin número de secundarios que
combinándose entre si trazan una estrella.
Tribunas de los ilares torales:
Estas tribunas cuya magnificencia ha
llegado a hacerse proverbial entre los
inteligentes y admiradores de la arquitectura,
están colocadas como a la mitad de la altura
de los pilares que sostienen el arco toral de
la nave mayor y se dividen en tres zonas. La
primera de compone del antepecho y
molduras que lo rodean; la segunda de las
mánsulas que la sostienen; y la última de
una prolongación de la mónsula o repisa
aguda con que se apunta por la parte
inferior. La baranda o antepecho de ambas
tribunas consta de cinco lados, los que se
adornan con crestería entreverada ondeante,
sobre la que corre una franja de palmas
trenzadas incluida en filetes, y protegida por
molduras. Otras dos franjas, separadas por
un caveto, de tiras de cuadrifolios la una y
de hojas de cardo la otra, corren horizontales
por debajo de la tracería del pretil. Este se
haya sostenido por los ménsulas cada una de
tres caras. La mitad superior de las me’nsulas
la compone un picoteado entre filetes y una
magnífica franja de setas entre molduras. La
inferior tiene en cada uno de sus frentes un
recuadro formado por tracería, en el que
debajo de un medio punto y de una corona
se ven ya la Y o la F, iniciales de los
nombres de los Reyes Católicos. Las
me’nsulas o repisas se prolongan haciéndose
de cada vez más agudas, y siempre
formando tres caras. A cada una de éstas, las
enriquecen tres arquitos de diferentes
formas, adornados con tracería e incluidos
unos en otros, que se apoyan en tres agujas
flanqueantes, compuestas de pilarcitos
polígonos con gabletes y chapiteles de
frondas. Entre estas agujas, sostenidas por
repisas y cobijadas por umbelas hay tres
estatuas. El cuerpecito con que remata y se
completa la me'nsula de la tribuna, se apunta
por su parte inferior con tracería flagelar o
en forma de abanico, la que dibuja dos arcos
ornamentales florenzados dentro de una
moldura con un contario.
Alas del crucero:
Los brazos de la cruz que forma la planta de
la iglesia, a los que se da el nombre de alas
del crucero, guardan entre si la misma
armonía que todas las partes de este
62
San Juan de los Reyes
magnífico edificio. Las componen tres
lienzos de muro, de los que dos forman los
frentes y el restante la extremidad. Estos
lienzos están compartidos en dos zonas por
la gran cornisa de que dejamos hecha
mención, y tienen en los ángulos que trazan
al unirse, dos pilares que con los torales
correspondientes a su ingreso, sostienen la
bóveda que cobija el ala y reciben en sus
capiteles los nervios que la dividen en
cascos. Estos pilares que hacen juego con
los torales, rematan también con bovedillas
apiñadas, cabezas interpoladas entre follaje,
franjas y crestería cimera semejante a una
corona.
Anchas fajas de molduras que bajan
verticales hasta el pavimento desde la gran
cornisa que corre por el muro, dividen la
zona inferior de la extremidad del ala en
cinco compartimentos iguales. Estos
compartimentos a su vez están cortados en
dos partes por una franja incluida entre
molduras que los atraviesa en línea
horizontal. Al llegar al punto en que se
cruzan las fajas verticales con las franjas es
de advertir que las molduras en que esta se
incluye, pasa una por encima con ella,
mientras la otra se esconde para volver a
aparecer en el espacio intermediante. Debajo
de esta franja hay arquitos ornamentales,
enriquecidos con crestería cairelada que
contienen en sus tímpanos ángeles de bajo
relieve desnudos y en posturas caprichosas.
En la parte superior de las dos en que se
divide la zona que describimos y colocados
en el centro de los entrepaños, hay escudos
con las armas de Castilla y Aragón, contra
acuarteladas con las de Aragón y Sicilia.
Cada uno de estos escudos tiene encima una
gran corona de exquisita labor, y está
soportado por un águila colosal que le sirve
de tenante. Las labores de las coronas son a
cual más delicadas y originales. En sus aros
se ven franjas de hojas revueltas, tiras de
floroncillos y cuadrifolias, lacerías y
contarios. Los florones de las puntas son ya
de hojas de rosas frondas desenvueltas o
manojos de azucenas en los que el cincel del
artífice ha llevado la prolijidad y el gusto
hasta un extremo que apenas se puede
concebir y que es imposible expresar con
palabras. A los lados de este escudo hay un
yugo y un haz de flechas, y a los pies dos
leones humillados. Cobija todo esto un arco
florenzado que se halla sobre el águila, se
adorna con un pometado y frondas
desenvueltas, termina en tope y grumo y se
apoya en dos agujas que flanquean el
espacio que ocupa el blasón.
Estas agujas divididas en tres cuerpos y que
se engalanan con serie de arquitos
ornamentales enriquecidos de tracería,
pometados, crestería cimera, agujas
secundarias con chapiteles y grumos,
follajes y estatuitas por corona, sirven de
marquesina o doselete e igual número de
estatuas de bulto redondo, que descansan
sobre elegantes repisas adheridas a las fajas
de molduras que comparten el muro en
dirección vertical. En las estatuas, que son
de tamaño natural y representan ángeles
cubiertos de largas túnicas, santos y reyes,
es de notar el adelanto hecho por la
estatuaria en el siglo a que pertenecen. Sin
haber perdido nada de la tranquila severidad
de las figuras primitivas de su estilo, en las
de San Juan de los Reyes no se ven esas
fisonomías toscas y hasta grotescas, esos
paños plegados con amaneramiento y hasta
con pesadez que las caracterizan, por el
63
Francisco Javier Martín Fernández / Gustavo Adolfo Bécquer
contrario, su dibujo es valiente y el pliegue
de sus ropajes delicado y airoso.
En los entrepaños comprendidos entre las
agujas y por cima del conopio florenzado
que cobija el blasón, hay cuatro arquitos
ornamentales adornados con tracería y
paneles, sobre los que corre una gran
moldura con tiras de florones que completa
la ornamentación de la zona inferior de la
extremidad del ala. En el centro de la
superior se abre una ventana ajimez de un
solo parteluz, con un rosetón de crestería en
la entreojiva. Su archivolta se enriquece con
tiras de cuadrifolios y franjas, y sus jambas,
que constan de igual ornamentación, tienen
una imagen sobre repisa cubierta pro un
doselete. A los lados de este ajimez hay un
grupo de tres estatuitas cobijadas por una
marquesina principal y dos laterales de
menor tamaño. Sostienen a estas figuras tres
repisas corridas, cuyo conjunto y el de los
doseletes, forman una sola homacina o
nicho caprichoso. Los frentes del ala
contienen arcos ornamentales gemelos,
cuajados de lujosa tracería que corresponde
a la riqueza de ornamentación y detalles de
la extremidad.
Puerta de la extremidad meridional del
crucero:
Esta puerta, colocada en la extremidad del
ala del lado de la epístola y que hoy da paso
al claustro principal contiguo a la iglesia,
habiendo servido antes de ingreso a la
sacristía, está formada por un arco carpanel
muy rebajado o chato. Su archivolta es una
franja de hojas revueltas entre molduras, que
se incluye en un recuadro. Este que también
se compone de molduras, solo deja ver dos
de sus extremos, los cuales aparecen por
detrás de la curva de la parte superior del
arco con la que forman dos pequeñas
enjutas. Sobre este arco se levanta otro,
ojival formado por líneas rectas y porciones
de círculo, las cuales forman ángulos al
encontrarse y dibujan una ojiva ornamental
caprichosa, embellecida por dos anchas
franjas entre filetes y molduras. De estas
franjas, la interior se eleva con el arco desde
el arranque hasta el ápice y la exterior baja
desde este punto por las jambas hasta el
pavimento. Sobre la moldura que contiene a
esta última corre un frondario de hojas
desenvueltas y trepantes sobre las que se
recuestan dos niños de bajo relieve
desnudos. En el tímpano o espacio que
media entre el arco rebajado y el ojival
sobrepuesto, se ve el emblema o distintivo
de la religión de frailes franciscanos. Este es
un escudo con las cinco llagas de su
fundador el Seráfico Padre S. Francisco de
Asís, rodeado pro su cordón con nudos, y al
que sirven de tenantes dos ángeles mancebos
esculpidos en bajo relieve y arrodillados y
cubiertos con una larga túnica de pliegues
flotantes y airosos.
Cuero de la ilesia:
Como expresamos más arriba la bóveda que
cubre la nave o cuerpo de la iglesia es
nerviosa y está dividida en cinco
compartimentos. Los nervios que cruzan a
éstos, subdividiéndolos, en cuatro cascos
principales y una multitud de secundarios, se
apoyan en su recaída en pilares que a su vez
comparten los muros laterales en espacios
equivalentes a los de la bóveda. Estos
espacios o lienzos de muro, están divididos
en dos zonas por una gran cornisa coronada
64
San Juan de los Reyes
de crestería cimera, y en la que entre dos
franjas se lee la siguiente inscripción
castellana que corre por toda la nave
principal:
"Este monasterio e iglesia mandaron hazer
los muy esclarecidos príncipes e señores
don Hernando y doña Isabel, rey y reina de
Castilla e León, de Aragón, de Cecilia; los
cuales señores por su bienaventarado
matrimonio juntaron los dichos reinos,‘ el
dicho señor, rey y señor natural de los
reinos de Aragón y Cecilia, y seyendo la
dicha señora, reina y señora natural de los
reinos de Castilla y León,‘ el cualfundaron a
gloria de Nuestro Señor y de la
bienaventuraa’a madre suya Nuestra Señora
la Virgen Maria, y por especial devoción
que tuvieron
En la zona inferior de los lienzos de muro
están los arcos peaños que sirven de ingreso
a las capillas. Estos son ojivales, se adornan
con franjas de exquisita y variada labor al
par de las que corren paralelas anchas
molduras y filetes, y recaen sobre hacecitos
de columnillas con basas y capiteles sueltos.
En la zona superior se abre una ventana
ajimez de un solo parteluz en cuya
entreojiva, la crestería ondeante y cairelada
que la adorna dibuja un rosetón calado. Los
pilares que sostienen la bóveda y comparten
los muros, están compuestos de columnas
agrupadas cuyos capitales se reúnen bajo
otro general que los cobija, y cuyas basas
cuadriláteras forman un acodillado y cargan
sobre otra basa grande y redonda que les
sirve de sostén. Como a la mitad de la
elevación de estos pilares, dos de las
columnillas que lo componen saliendo del
caveto o moldura cóncava por donde suben,
se doblegan y reúnen en forma de ojiva con
tope, sobre el cual descansa una repisa.
Estas repisas embellecidas con molduras y
un florón de hojas picadas que las contiene,
sustentan imágenes de santos de bulto
redondo y casi de tamaño natural. Cobijan a
estas estatuas marquesinas cuajadas de
lujosa tracería, arquitos ornamentales, agujas
cuadriláteras coronadas por gabletes y
chapiteles, frondarios, grumos, molduras y
franjas de exquisita labor.
Sobre la segunda capilla del lado de la
epístola y descansando su pretil sobre la
cornisa con inscripción que rodea el templo
hay una tribuna cuyo antepecho es de
crestería ondeante encerrada entre franjas y
molduras. Según nos informaron, aquella
tribuna contuvo un magnífico órgano tallado
y dorado que pereció en el incendio ocurrido
en esta iglesia.
Coro:
Según dejamos expresado al trazar la planta
de la Iglesia, el coro se encuentra bajo el
último de los cuatro compartimentos en que
se divide la bóveda que cubre la nave
mayor. Lo sostiene un arco y bóveda
rebajados, cuyos arranques se apoyan en los
muros laterales. La primitiva balaustrada, o
pretil de este coro ha desaparecido
completamente. Sustitúyela en la actualidad
una baranda de madera pintada. Consérvase,
sin embargo, en esta parte del coro algunos
restos de su lujo ornamental por los que
puede inducirse cual sería su riqueza y
hermosura antes de ser destruido. En el
centro del pretil y sostenida por una elegante
repisa colocada sobre la extremidad superior
del arco rebajado, hay una estatua
65
Francisco Javier Martín Fernández / Gustavo Adolfo Bécquer
arrodillada de tamaño poco menos que
natural. Esta estatua representa un heraldo
vestido de su armadura. La repisa que lo
sustenta consta de dos partes que se
enriquecen con molduras y franjas
caprichosa y delicadamente entalladas, en
las que se enroscan entre filetes hojas de
cardo. En los extremos del pretil o ángulos
formados por el coro, al unirse a las paredes
laterales de la iglesia, se observan dos
repisas que sirvieron sin duda de sostén a
dos tribunillas, cuyos antepechos han
desaparecido con el antepecho general del
que formarían las extremidades o tal vez no
serían más que una prolongación. Estas
repisas están compartidas en siete zonas. La
primera de la parte superior es un liso entre
dos filetes que contiene algunas palabras de
una inscripción en letras góticas. La segunda
una franja de hojas. La tercera dos series de
bovedillas apiñadas. En la primera de ellas,
las cuatro bovedillas de que consta son
conopiales, y en sus arcos se incluyen otros
florenzados. Las de la serie inferior son
lancetales, y adornadas por una moldura
sencilla que voltea con sus arcos.
El uso en el estilo ojival de las bovedillas
apiñadas, uno de los adornos característicos
del arte mahometano, sólo puede estudiarse
en Toledo, y muy particularmente en San
Juan de los Reyes. Este templo, merced a su
profusa ornamentación, ofrece muestra de
todas las particularidades que distinguen el
gusto a que pertenece su arquitectura. La
cuarta zona es una ancha y lujosa franja de
hojas sobrepuestas.
La quinta contiene en una el yugo, y en otra
el haz de flechas. Este distintivo que
también se repite como lo demuestran
nuestras anteriores descripciones en varios
puntos del templo, se encuentran en este
enlazados con hojas de trébol y flores de
anchos pétalos, entre los que corre una cinta.
Esta zona se ensancha por su parte superior,
en la que se distinguen los adornos
expresados. La inferior que consta de dos
caras y forma un ángulo saliente, está
completamente lisa.
La sexta zona tiene primero una moldura
lisa y redonda, luego una franja entre filetes,
después un ligero angrelado, y por último un
liso.
La séptima o remate de la repisa, se
compone de molduras que acaban
apuntándose al ángulo del muro.
En el coro hay una sillería de madera
pintada, y un pequeño órgano, ambas cosas
humildes hasta el extremo, y desprovistas de
toda clase de mérito, que pudiera hacer
necesario el describirlas. Nos han asegurado
que en otra época contuvo una sillería
perteneciente al arte ojival, tallada en alerce,
la que fue destruida por la misma causa y al
mismo tiempo que el órgano de que
hablamos al diseñar la nave.
Caillas y altares:
Siete son las capillas que corren paralelas a
la gran nave del templo, y cuyos arcos
peaños compuestos de franjas y haces de
columnillas, hemos descrito anteriormente.
La primera del lado del Evangelio,
comenzando a contarlas desde el crucero,
está la dedicada a la Virgen de la Cabeza. El
altar de esta señora está colocado en la
homacina de un sepulcro, y en el lugar que
66
San Juan de los Reyes
antes ocuparía la urna. Este sepulcro
perteneció a D. Pedro de Ayala, Obispo de
Canarias y Deán de la Iglesia de Toledo,
cuya estatua yacente de tamaño natural y
perfectamente esculpida en mármol se ve
aún entre los escombros y fragmentos del
claustro de que más adelante nos pasaremos
a ocupar. El arco sepulcral que forma la
hornacina al rehundirse en el muro, consta
de un cuerpo de arquitectura del
renacimiento de gusto plateresco y se adorna
con cuatro pilastras vaciadas llenas de bajos
relieves y ornatos pertenecientes a este
estilo.
En el lienzo oriental de esta capilla, puede
observarse una pequeña puerta arqueada que
perforando todo el espesor del muro y por
detrás del pilar toral, correspondiente a este
ángulo, comunica con una de las alas del
crucero. El altar, los santos y las pinturas de
esta capilla no ofrecen al estudio nada de
particular ni digno de mencionarse.
En el segundo lienzo de los varios en que
está compartido este mismo lado de los
muros laterales de la nave, se haya la puerta
principal que sirve de ingreso al templo.
Esta por su parte interior no presenta nada
notable o necesario de ser descrito.
En el testero de la segunda capilla se ve un
retablo moderno con una Concepción sin
importancia alguna considerada bajo el
punto de vista artístico. Hay también
algunos cuadros comprendidos en el mismo
caso que los de la capilla anterior.
La tercera y última capilla de esta ala, se
encuentra en el último compartimento del
cuerpo de la iglesia. Se ingresa en ella por
debajo del arco rebajado que en este lugar
sustenta el coro, punto en que se halla su
arco peaño o de entrada. En los cascos en
que se subdivide su bóveda, se observan aún
algunas pinturas al fresco bastante
maltratadas y de escaso valor. El altar que
contiene carece completamente de gusto y
mérito. Por los muros corre la siguiente
inscripción:
“Esta capilla es de Francisco Ruíz Urban
de la Barba, familiar del Santo Oficio y
Jurado de Tolero, natural de la villa de
Lumbreras, alcalde de los hijos-dalgo del
Real Valle de Mena, año de 1639, y de doña
Isabel de Villaroel, su muger, de sus
herederos. 1650”.
La primera del ala de capillas del lado de la
Epístola se conoce bajo la advocación de
San Antonio y contiene un sencillo retablo
moderno y algunos cuadros menos que
regulares.
En la segunda, dedicada a San José, hay otro
arco sepulcral de estilo ojival, perteneciente
a la última época y de bastante ligereza y
gusto, aunque sencillo. Ignoramos a quien
pertenecería este sepulcro cubierto hoy por
un retablo corintio, al que adornan columnas
istriadas y pinturas que ocupan los espacios
de su intercolumnio y zócalo.
En el altar de la tercera se nota un Cristo de
menos que mediana escultura llamado “de la
Fe”, del que la capilla toma su nombre.
La cuarta y última de este lado contiene dos
retablos y algunas imágenes traídas allí de
otras iglesias y que carecen de mérito que
las haga acreedoras de especial mención.
Francisco Javier Martín Fernández / Gustavo Adolfo Bécquer
El altar mayor de la iglesia de San Juan de
los Reyes, como los de sus capillas, no
ofrece campo alguno a la observación y al
estudio en su parte arquitectónica.
Compónese de un tabernáculo de estilo del
Renacimiento, que forma una cúpula
sostenida por columnas y colocada sobre
una gradería. A los lados de esta, dos
ángeles de tamaño casi natural sostienen dos
lámparas. En el centro de la cabecera del
templo o paño principal del ábside se ve un
lienzo de gran tamaño que representa a San
Martín en el acto en que deteniendo su
caballo a la vista de un mendigo, divide con
él la capa que le cubre. Al lado de la
epístola, arrimado a una de las ochavas
laterales del ábside y debajo de un dosel de
terciopelo, hay un crucifijo de marfil de
bastante mérito. Este que tendrá
próximamente tres palmos de altura, nos
dijeron fue traído de Roma por el Cardenal
Lorenzana. Ignoramos hasta qué punto sea
cierta esta noticia.
En la mesa del altar y colocada sobre una
peana, se admira también una buena imagen
de San Francisco, copia exacta y notable de
la que se guarda en la sacristía mayor de la
Iglesia Catedral.
En los frentes de las alas del crucero
inmediatos al ábside se encuentran dos
pequeños retablos de madera dorados en
cuyo centro y entrepaños hay algunas
figuras de medio relieve.
Púlitos y otras articularidades de la
ilesia:
Los púlpitos de San Juan de los Reyes son
dos: Uno de ellos moderno y de una
estructura pesada y formado de jaspes de
color oscuro, está arrimado al pilar toral del
lado del Evangelio, sobre el cual vuela la
magnífica tribuna que hemos descrito, con la
que hace una malísima armonía (este púlpito
no se encuentra en la iglesia en la
actualidad). El otro se halla colocado en el
pilar que divide la primera de la segunda
capilla del lado de la epístola. Su forma es
octógona, y lo sostiene una columna árabe.
Sus ochavas o caras exteriores se adornan
con tracerías, nichos y arcos ornamentales
pertenecientes al gusto transitivo. Llámase
así al estilo que sirvió de punto de
intersección entre el ojival que se
adulteraba, y el renacido que comenzaba a
formarse y a invadirlo todo. En el centro de
las ochavas se ven también santos de la
orden de San Francisco hechos en relieve.
Los que sustentaban las repisitas colocadas
en los ángulos, han desaparecido tal vez al
mismo tiempo en que fueron maltratados
gran parte de los adornos que enriquecen
este púlpito, al que también le falta la
escalera.
La inscripción que corre por entre las franjas
de la gran cornisa que rodea el ábside y las
alas del crucero, correspondiendo a la de la
nave mayor es latina, está borrada en
algunos puntos, y comienza así:
“Christianissimi prinipes atque praeclame
celsitudinis Ferdinandus et Elisabeth
inmortales mem0rie Hispaniarum et tutae
illique Cecílie et CJerusalem construxerunt,
etc., etc
Por último, las dimensiones de la iglesia son
ciento noventa y cinco pies de longitud por
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San Juan de los Reyes
cuarenta y tres de latitud, suponiendo que se
excluyen las capillas. Estas tienen en cada
lado quince pies de extensión. La longitud
del crucero es de sesenta y nueve, y el ancho
de todo el cuerpo incluyendo las alas setenta
y tres.
Exterior del temlo:
Descrita ya la ornamentación interior de la
iglesia de San Juan de los Reyes, con la
exactitud y prolijidad que nos ha sido
posible dentro del círculo que de antemano
nos habíamos trazado, pasaremos a dar a
conocer a nuestros lectores la del exterior.
Presenta este una forma cuadrilátera al Norte
de la cual está la portada principal, al
Oriente el ábside o cabecera de la iglesia, al
Mediodía el claustro y al Occidente la
imafronte o fachada e los pies de la nave.
La parte exterior del ábside está dividida en
dos zonas, y compartida en entrepaños
correspondientes a los del interior.
Flanquean a estos entrepaños seis pilares o
estribos compuestos de haces de columnas
agrupadas con bases y capiteles sueltos en la
zona baja. Como a la mitad de la altura de
estos pilares, y descansando sobre una
moldura volada bajo la que se reúnen los
capiteles de la primera serie recolumnillas,
hay en cada una tres estatuas de piedra.
Estas estatuas de tamaño natural que
representan heraldos con sus mazas al
hombro, tienen esculpidas en el pecho y en
la parte anterior de la sobreveste, las armas
de Castilla, León, Aragón y Sicilia, blasón
de los Reyes Católicos, y están cobijadas por
una marquesina con frondarios y grumo.
Sobre esta marquesina se levantan otras
series de columnitas con gabletes
sobrepuestos y coronados de frondas
subientes hasta rematar en un airoso
pináculo asimismo enriquecido de hojas
agrupadas y terminado por un tope con
grumo. Los lienzos de muro comprendidos
entre los estribos, se adornan en la zona baja
con una serie de arcos ornamentales que
engalana una ligera tracería, y en la alta con
otra serie de arcos, ornamentales también, de
los cuales cada uno cobija a otros dos de
menores dimensiones o ventanas ajimeces
con elegante tracería en la entreojiva, franjas
con filetes en la archivolta y columnillas en
las jambas. El todo está coronado por un
antepecho de tracería perforada, contenida
entre molduras, la cual da una ligereza
grande al edificio.
El exterior de las alas del crucero, también
está dividido en dos zonas. La inferior
ostenta una serie de arcos ornamentales
sostenidos en esbeltas pilastritas que
descansan en una moldura lisa por debajo de
la cual salen como soportándola un número
de canecillos igual al de las basas
cuadriláteras de las pilastras. Esta moldura
cuyo último filete resalta ligeramente sobre
la superficie del muro, se va rehundiendo en
él hasta formar un hueco en cada uno de los
entrearcos o espacios intermediantes.
La zona superior tiene en su centro una
ventana ajimez cuya ornamentación consta
de una ancha franja de hojas revueltas,
incluida entre molduras que le sirve de
archivolta; otra que corre por el intradós o
cara interior del arco, conteniendo al llegar a
las jambas del ajimez dos estatuas sostenidas
sobre delicadas repisitas y cubiertas de
doseletes; dos haces de columnitas que
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Francisco Javier Martín Fernández / Gustavo Adolfo Bécquer
sostienen las recaídas de dos arquitos
angrelados, y por último, crestería
entreverada que en la entreojiva dibuja un
rosetón calado, en cuyas perforaciones
existen aún algunos restos de los vidrios de
colores que en algún tiempo deberían cubrir
el vano de la ventana. A los lados de éstas,
una rica moldura traza en el muro dos
recuadros, en cada uno de los cuales se
incluyen dos arcos ornamentales, en los que
a su vez se incluyen igual número de
arquitos más pequeños. Unos y otros se
adornan por su parte inferior con resaltos de
ligera tracería. Corona esta parte del templo
una cornisa atalusada sin franjas ni filetes,
sobre la que se eleva un antepecho
perforado. Este que es en todo semejante al
que remata el ábside, se apoya con sus
extremos en dos pináculos flanqueantes
enriquecidos con haces de columnillas,
gabletes sobrepuestos y grumos por
conclusión.
La torre de la intersección del crucero, se la
ve levantarse sobre el ábside. Flanquean sus
ocho lienzos, cuatro de los cuales están
perforados por otras tantas ventanas que dan
luz al interior de la iglesia, ocho estribos
divididos en zonas profusamente adornadas
con series de arquitos que rematan en
gabletes coronados de hojas trepantes y
pináculos con cuatro listones de frondas que
suben por su ángulos hasta terminar en un
tope con grumo. El delicadísimo antepecho
con que concluye esta torre, a través de
cuyos calados pasa la luz, termina con
gallardos adornos de crestería cimera,
asimismo tan prolijamente labrados, que
parece imposible puedan resistir a las
injurias de las estaciones, y a la mano
dest1uctora de los siglos.
Partiendo desde el arranque de la torre se
prolongan los muros de la nave compartidos
por estribos correspondientes a los pilares
del interior del templo. En el espacio
intermedio de estos estribos, se ven las
ventanas ajimeces de un solo parteluz que
iluminan la iglesia. El muro correspondiente
al respaldo de las alas de capillas, sale a
formar una sola superficie con el de las alas
del crucero, a cuyo nivel se haya, y se
corona con una cornisa de molduras y
crestería cimera.
Por el lado del Evangelio, está unida al
exterior de la nave desde la imafronte hasta
la segunda capilla, la de la venerable Orden
Tercera, cuya portada, perteneciente al gusto
churrigueresco, contrasta de una manera
chocante con la gentileza y armónica
disposición de la fábrica a que con tan poco
acierto como gusto la han adherido. La
planta de esta capilla es cuadrada, y ni en su
interior ni en su portada ofrece cosa alguna
que la haga digna de mencionarse (En la
época en la que se escribió este texto aún
predominaba la visión del barroco propia del
neoclasicismo, por la cual el barroco y sus
derivados eran considerados poco menos
que una aberración estética carente de
gusto). En el compartimento inmediato a la
capilla de la Orden Tercera se encuentra la
portada que da ingreso al edificio. Esta
consta de un arco semicircular compuesto de
molduras. Sobre la superior suben frondas
desenvueltas que se reúnen a los extremos
de un conopio colocado sobre el ápice de la
archivolta. Entre las que corren por el
intradós o cara interior del arco, hay varias
tiras de floroncillos dentro de una hilera de
casetones de forma cuadrangular. En las
San Juan de los Reyes
jambas, sustentadas por repisas y cubiertas
de doseletes, hay dos imágenes. Flanquean a
esta puerta cuatro pilares en forma de
columnas sueltas, cuyos fustes están
divididos por una ancha abrazadera franjada
y labrados por estrías verticales. Las bases
de estas columnas son cuadradas, y los
capiteles polígonos con tambor estriado y
ábaco de molduras. Sobre estos capiteles
hay plantadas igual número de agujitas,
cuyas bases tienen la misma forma y lados
que el ábaco que las sustenta, y por cuyos
ángulos suben frondas que se reúnen y
rematan en un grumo. En los espacios que
quedan entre columna y columna, se ven una
sobre otra, dos estatuas de bulto redondo. El
doselete que cubre a la inferior se prolonga,
y ensanchándose de una manera caprichosa,
sirve de repisa a la superior. Esta última está
cobijada por una lujosa marquesina,
compuesta de arquitos ornamentales,
agujitas y paneles que terminan con frondas
ligeramente desenvueltas. Sobre el ápice del
arco semicircular de la puerta,
escondiéndose por detrás del conopio con
que ésta se adorna, y a la altura de los
capiteles flanqueantes corre un cornisamento
de arquitrabe y cornisa formados por
molduras y friso prolijamente labrado. En
las enjutas que dibuja la archivolta de la
puerta al incluirse entre éste y los pilares, se
ven esculpidos en bajo relieve, el yugo y
flechas. Sobre la parte alta del cornisamento
se elevan dos conopios florenzados
incluidos el uno en el otro, y enriquecidos
con adornos que recuerdan las tracerías y
frondas con que estos suelen engalanarse,
pero cuyas formas han perdido ya parte de
su gracia y pureza. En el centro del conopio
incluido, hay un nicho que contiene una
imagen del Salvador, y sobre su ápice un
tope en el cual descansa un águila
soportando un escudo con las armas de
Castilla, León, Aragón y Sicilia. El remate
del conopio incluyente, se compone de una
cruz que aparece por detrás de la cabeza del
águila y completa la ornamentación de esta
portada, a cuyos lados se levantan dos de los
estribos que comparten los muros. Estos
estribos cuya última zona está cuajada de
adornos, haces de columnillas, glabetes y
frondarios, sostienen sobre unas ménsulas y
como a la mitad de su altura, dos reyes de
armas de tamaño poco mayor que natural.
Trazó el plano de esta portada Alfonso de
Covarrubias, célebre arquitecto, a cuyo
cargo estuvo encomendada una gran parte
del Alcázar de Toledo, mas no habiéndose
puesto mano al a obra de ella hasta el año de
1610, cuando ya había fallecido el autor,
créese que el diseño debió sufrir grandes
modificaciones. En efecto, nótase en el
conjunto de esta parte del edificio, una
extraña mezcla del estilo ojival y de algunos
bien caracterizados rasgos del renacido que
empezaba a sucederle. Los casetones del
intradós o cara interior del arco de la puerta,
las columnas pareadas que lo flanquean, las
cuales después de quitarles las agujas que
sobre sus capiteles se han plantado, parecen
pertenecer al gusto plateresco, las mismas
estatuas que bajo los doseletes sostienen las
repisas de los intercolumnios, son objetos
dignos de estudio para el que desee seguir
una a una la obra de transformación que en
esta época sufrió la arquitectura española.
La imafronte o fachada de los pies de la
iglesia guarda el mismo orden de
ornamentación que la parte exterior de las
alas del crucero. Como ellas consta de series
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Francisco Javier Martín Fernández / Gustavo Adolfo Bécquer
de arcos ornamentales y de una ventana
ajimez de un solo parteluz con archivolta
franjada y crestería ondeante que dibuja un
rosetón en el entrearco.
(Cabe destacar en este punto que,
originalmente, estaba prevista una puerta a
los pies del templo, en vez de a un lado,
pues el acceso actual se sirve de un espacio
concebido para capilla. El acceso a los pies
del templo, de cuya ojiva aún quedan leves
vestigios en la fachada, permitía acceder a la
iglesia desde sus pies, en la zona del
sotocoro, la más oscura del templo. Al
avanzar hacia el interior de la iglesia, se
pasaba a la nave, donde las coloridas
vidrieras originales ofrecían una mayor
luminosidad. Si se seguía avanzando, se
alcanzaba el crucero, donde los ventanales
del cimborrio iluminaban aún más la
estancia, simbolizando la mayor cercanía al
Sagrario, donde se encuentra el Cuerpo y la
Sangre de Cristo. Desgraciadamente, el
establecimiento de la puerta lateral, el
tapiado parcial de los ventanales del
cimborrio y la pérdida de la mayor parte de
las vidrieras no permiten disfrutar de este
“camino hacia la luz”).
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o.
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San Juan de los Reyes
Al fin mi planta huella vuestro misterioso
recinto, la imaginación vaga absorta de
una en otra maravilla, y no pudiendo
abarcar cuantas hieren mis ojos, se ofusca,
se anonada y rinde un tributo de estupor a
tanta grandeza. Al personificar la
sensación que me causáis, me parece ver
en vosotros un monje cuya capucha
derribada a la espalda deja contemplar sus
sienes ceñidas con el casco de un guerrero,
mientras que por debajo de su hábito
religioso se descubre la brillante malla que
le defiende y el acicate de oro que hace
volar el bridón en la pelea. De tal modo se
hayan reunidas aún en los menores detalles
que os embellecen la idea mística y
caballeresca, tan completamente se ha
fundido en un solo pensamiento, marcial y
santo a la vez, el espíritu religioso y
conquistador de vuestros fundadores.
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'l'n‘:,H,o
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San Juan de los Reyes
Si; vosotros debéis tener un origen noble. Entre el tumulto de una pelea terrible, cuando el
sol que se esconde lanza sus últimos rayos sobre la nube de polvo que se levanta de la
llanura, abrillantando con chispas de roja luz las espadas y los cascos, que llamean en su
seno como los relámpagos de una tempestad; cuando el choque de las armas y el bufido de
los corceles se confunden con la ronca vocería de las haces y el lamento de los moribundos,
en ese instante solemne en que las sobras bajan a grandes pasos de las montañas para
envolver os valles en sus oscuros pliegues, y el éxito de la lucha vacila aún debiendo
decidir de la victoria un esfuerzo último y desesperado, en ese instante debisteis nacer
vosotros, hijos de la fe de un guerrero o de la oración de una santa.
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Francisco Javier Martín Fernández / Gustavo Adolfo Bécquer
¿Pero qué imaginación concibió vuestra majestuosa mole, y levantándola sobre tan
robustos cimientos escribió en sus sillares la epopeya de su siglo?. Se ignora. Mas yo te veo
ardiente enamorado del arte; te veo a la luz de la triste lámpara, compañera de tus Vigilias,
trazar sobre el pergamino una y otra figura geométrica. En vano para realizar lo que
concibe tu mente, acudes a las reglas de los maestros; en vano, porque la inspiración no ha
extendido aun sus alas sobre tu cabeza; opr eso apartando lejos de ti el compás y la
escuadra, te arrojas sobre tu lecho, presa de la desesperación y el insomnio...
San Juan de los Reyes
...El vendaval silba al estrellarse contra
las agujas de los campanarios, y
estremece los vidrios de tu ventana; la
lluvia cae en turbiones y Toledo
duerme. Tú no, un mar de lava arde en
tu fantasía y entre las hirvientes crestas
de sus olas se agitan y confunden las
partes del todo que buscas. Tú las
sigues con la mirada inquieta, las ves
unirse, deshacerse, tomarse a
encontrar y desencajarse de nuevo,
formando cien y cien combinaciones
de cada vez más extravagantes y locas,
hasta que al fin prorrumpes en un
grito, un grito de alegría sin nombre, el
grito de ¡tierra! de Colón...
Francisco Javier Martín Fernández / Gustavo Adolfo Bécquer
...Otra vez la lámpara está encendida, encorvado sobre la mesa, tu mano dibuja con seguridad
un edificio: es San Juan de los Reyes que el genio acaba de sacar de la nada...
...En tanto la luz chisporrotea; la lluvia cae en turbiones, el vendaval que silba en los
campanarios azota los vidrios de tu ventana y Toledo duerme.
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Francisco Javier Martín Fernández / Gustavo Adolfo Bécquer
San Juan de los Reyes
Francisco Javier Martín Fernández / Gustavo Adolfo Bécquer
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30 RELIGIOSOS ERANCISCANOS
I_Í DEL CONVENTO SEMINARIO DE CONSUEGRA}TOLEDOI
, MARTIRES DE LA FE CRISTIANA EN EL ANO 1936
I'Ï~ ANTONIO RODRIGO ANTON E. SATURNINO DEL RIO ROJO
F.FEDERICO HERRERA BERMEJO E. PEDRO LUMBRERAS GARCIA
E. DRENCIO MONTERO NOVILLO E.SANTIAGO MATE CALZADA
E. ANDRÉS MAJADAS MALAGA IF. RAMON TEJADO LIBRADO
F». VICENTE MAJADAS MÁLAGA IZ. MARCELINO OVEJERO GOMEZ
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P. VICTOR CHUMILLAS FER—DEZ P. BENIGNO PRIETO DEL POZO
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P. SANTIAGO BIEZMA MORALEDA ' P. JULIAN NAVIO COLADO ¡I
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(P. EMILIO RUBIO CANTADOR R CECILIO ALOCEN AGUADO
L IZ DEMETRIO BIEZMA MORALEDA E. GREGORIO AYUSO ORETE
En JOSE DE VEGA PEDRAZA Ñ R.GABRIEL GARCIA GARCIA
F. ANASTASIO GONZALEZ RODRGZ FI‘. JOSE AVILA MERINO __
E FELIX MAROTO MORENO E.ALFONSO SANCHEZ HERDEZ ‘
F: JOSÉ ALVAREZ RODRIGUEZ
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San Juan de los Reyes
Claustro:
Descrita ya con la exactitud que nos ha sido
posible la iglesia del convento de San Juan
de los Reyes y examinados uno por uno los
ornatos que avaloran esta fábrica, una de las
más completas y peregrinas que en su
género existen, re'stanos dar una idea de su
claustro.
Este se haya situado contiguo a la iglesia; su
planta es cuadrada y rodea un patio de la
misma figura, cuyo diámetro es de setenta y
cinco pies. Constaba de veinte y cuatro
bóvedas, cuyos arranques sostenían cuarenta
y ocho pilares, pero de las cuatro alas de que
se compone solo se conservan en buen
estado las de Oriente, Norte y Occidente,
hallándose casi destruida por completo la del
Mediodía. Ve’nse aún sin embargo en ésta
restos de los pilares y ajimeces con que se
adornaba. Cada una de las alas consta de una
bóveda nerviosa cuyos arranques descansan
sobre pilares esbeltísimos. De estos pilares,
unos están empotrados en los muros que
dibujan el perímetro del claustro y los que le
corresponden enfrente y cierran la luna
forman machones con los estribos a que
están unidos por su parte posterior. En los
espacios intermediantes de estos machones
hay cinco grandes ventanas ajimeces de un
solo parteluz que inundan de claridad las
alas, por los muros de las cuales y a la altura
de los arranques de las bóvedas corre una
ancha cornisa.
Trazada la planta y disposición del claustro,
pasaremos a dar a conocer detenidamente
los prolijos y maravillosos detalles que lo
embellecen. La regularidad que guardan
entre si todas las partes de que se forma,
facilita hasta cierto punto su descripción,
pues dada a conocer la ornamentación de
uno de sus pilares o ajimeces, ésta se hace
extensiva a todos los demás de su clase.
Bóvedas:
Como anteriormente queda expresado, cubre
a cada una de las alas una bóveda que
dividen en cinco compartimentos cuadrados
los nervios que la cruzan. Estos nervios, que
son bastante gruesos y se componen de dos
series de molduras lisas y redondas,
arrancan de los capiteles de los pilares y
subdividen cada uno de los compartimentos
por donde corren en direcciones
encontradas, en nueve cascos, dibujando en
su centro un recuadro en forma de rombo.
Pilares:
Estos son casi completamente iguales entre
si. Pueden dividirse en dos zonas, una baja
que comprende la base hasta el punto en que
vuela la repisa, y otra alta en que se incluye
esta hasta tocar el capitel general o punto de
donde arrancan los nervios. La zona inferior
del pilar presenta tres caras, cuyos ornatos se
corresponden con la mayor exactitud; tres
molduras redondas y lisas que corren por sus
ángulos en línea vertical, dibujan en la parte
alta un arco ornamental del valor de medio
círculo dentro del cual una delicada tracería
caireada y sobrepuesta, traza dos arquitos
angrelados incluidos el uno en el otro.
Como a las dos terceras partes de la altura
de cada uno de estos lados, se enriquece el
espacio liso interrnediante entre las
molduras mencionadas con un ajimez
también ornamental lleno de prolijos y
Francisco Javier Martín Fernández / Gustavo Adolfo Bécquer
delicadísimos adornos del género a que
pertenece. Este ajimez consta de un arco
conopial con frondas desenvueltas que
termina en una macota de hojas ligerísimas
relevadas con mucha valentía y dispuestas
en fonna de triángulo, de dos arquitos
gemelos cobijados por el conopio y crestería
ondeante que en su entreojiva forma un
rosetón con varias perforaciones. Las
recaídas de estos arquitos se apoyan, dos en
el capitel de un parteluz o columnita aislada,
y las otras dos, reunidas con las del conopio
incluyente, en varios capiteles sueltos
compuestos de molduras, los cuales coronan
unas columnitas agrupadas. Estas
columnitas bajan en línea vertical hasta
encontrar la base redonda y general del pilar,
la cual sustenta sus pequeñas bases
cuadriláteras. En este punto dos anchas
molduras e igual número de filetes sueltos
cortan en dirección horizontal la parte
interior de las entrejambas del ajimez, y
rehundie’ndose progresivamente forman con
el parteluz, por detrás del cual se esconden,
recuadros escalonados.
Corónase el todo de este pedestal con una
comisita volada compuesta de una ancha
franja de grandes hojas picadas incluida
entre dos lujosas molduras y crestería cimera
perforada formando picos. Saliendo del
interior de esta corona de crestería aparece
un cuerpo liso que también consta de tres
caras y tiene la figura de un talus, el cual
sostiene una especie de pretil adornado por
molduras y grupos de setas u hojas
redondas, con el que termina la zona baja
del pilar cuyo total tiene alguna semejanza
con un candelabro. La zona superior se
compone en primer lugar de una de
columnas agrupadas a las que corona un
capitel corrido y ondulante adornado de
hojas revueltas que cubren su cubo.
Adherida como al a mitad del fuste de estas
columnas, cuyos remates inferiores se
ocultan detrás del pedestal anteriormente
descrito, vuela una elegante repisa cuya
mitad superior la forma un tablero polígono
que descansa sobre cogollos de hojas
dispuestos en la misma figura que e'l,
mientras la inferior, cuya forma es esférica y
está asimismo enriquecida con follaje
relevados, se apunta por abajo al pilar con
un remate de molduras.
Sobre la repisa que acabamos de mencionar
descansa una figura de piedra de bulto
redondo. Cubre a esta figura un doselete
umbela, flanqueado por cuatro agujitas
cuadriláteras, con gabletes erizados de
frondas y rematando en grumo, que se
engalana con tres arcos florenzados cuyas
recaídas se unen al remate inferior de las
agujas, se divide en dos zonas con igual
número de series de arquitos ornamentales
con tiras de pometados y se corona por
último con un lujoso remate de crestería
cimera perforada. Este doselete, que
completa la ornamentación del pilar, está
adherido a la parte superior del fuste de las
columnas agrupadas, los capiteles reunidos
de las cuales aparecen por cima de su
diadema de crestería.
En los cuatro ángulos que trazan las alas de
ventanas ajimeces, los machones o pilares
son más gruesos y tienen cada uno dos
figuras más con sus correspondientes
umbelas y repisas. De estas, las primeras son
enteramente iguales a las ya descritas, y las
segundas son cuadriláteras y se adornan con
una franja entre molduras redondas y follaje
113
San Juan de los Reyes
revuelto, apuntándose al muro con un
remate de molduras.
Ventanas a'imeces:
Ocupan el espacio que media entre los
machones que rodean la luna del claustro
grandes ventanas ajimeces que dan luz a su
interior al mismo tiempo que prestan
ligereza y elegancia al todo de la fábrica.
Estas ventanas constan en primer término de
una grande ojiva cuyo vano es casi de la
misma anchura que el lienzo en que está
abierta. Una ancha franja de hojas picadas y
revueltas con el mayor gusto y gallardía
corre por su archivolta, en tanto que otra de
las mismas dimensiones y cualidades voltea
por el intradós del arco, que contribuyen a
embellecer con los caprichosos enlaces de
sus tallos y sus frutos. Cobijados por la 0jiva
principal o incluyente y trazados por una tira
de cuadrifolios, se ven en su centro dos
arquitos angrelados que se engalan con
tracería sobrepuesta y cuyas recaídas unidas
sostiene un parteluz. Este es cuadrado y se
adorna con cuatro tiras de cuadrifolios e
igual número de columnillas sueltas, las
cuales colocadas en sus ángulos sostienen
sobre sus pequeños capiteles el capitel
franjado y general del parteluz. Las recaídas
separadas de estos arquitos, como asimismo
las de la ojiva cobijante, se apoyan sobre
haces de columnillas agrupadas que
empotrándose en los machones adheridos a
la parte posterior de los pilares, forman las
jambas del ajimez. La entreojiva de este se
halla completamente cuajada de caprichosos
dibujos trazados por tiras de cuadrifolios y
crestería entreverada ondeante por entre
cuyas perforaciones penetra la luz.
Portadas:
Tres dignas de llamar la atención pueden
observarse en este claustro. La primera
colocada en el último entrepaño del ala del
Occidente, corresponde en un todo a la de la
extremidad del crucero de la iglesia, con la
que comunica y que ya conocen nuestros
lectores. En su entreojiva se ve el busto de la
verónica de medio relieve sosteniendo entre
sus manos el sagrado lienzo con el rostro de
nuestro señor Jesucristo. La segunda, abierta
en el espacio del muro mas inmediato a este
último y ya en el ala del Norte, está formada
por dos arcos incluidos el uno en el otro, los
cuales se dibujan en el muro por medio de
franjas cuyas recaídas sostienen haces de
columnillas agrupadas. En el entrearco de
esta hay también de relieve un crucifijo con
la Virgen y San Juan a sus pies. La tercera,
que daba paso al claustro moderno, también
se adorna con franjas y grupos de
columnillas.
La cornisa que corre alrededor del claustro
contiene una inscripción en letras góticas
destruida en varios puntos y contenida entre
dos lujosas franjas que dice así:
“Esta claustra alta y baja, iglesia y todo
este monasterio fue edificado por mandado
de los católicos y muy excelentes reyes D.
Fernando y Doña Isabel, Reyes de Castilla,
Aragón y Jerusalén, desde los primeros
fundamentos, a honra y gloria del rey del
cielo, y de su gloriosa madre y de los
bienaventurados San Juan Evangelista y del
Sacratísimo San Francisco sus devotos
intercesores; y dentro de la edificación de
esta casa, ganaron el reino de Granada y
Francisco Javier Martín Fernández / Gustavo Adolfo Bécquer
destruyeron la herejía y lanzaron todos los
infieles, ganaron todos los reinos de... y de
Indias, y reformaron las iglesias y las
religiones defrailes y monjas que en todo su
reino tenía necesidad de reformacio’n,‘ y
después de tan grandes y excelentes obras,
el rey de los reyes Jesucristo llamó del
naufragio de esta peregrinación a la dicha
señora Reina, para darle galardón y premio
de tan esclarecidos servicios como viviendo
en esta vida le hizo, yfalleció en Medina del
Campo vestida del hábito de San Francisco
a )0(V de Noviembre de MDIVaños”.
Así en las figuras adheridas a los pilares las
que representan santos, reyes, ángeles,
vírgenes o guerreros, como en las franjas
que voltean con las ojivas, es digno del
estudio de los inteligentes la manera franca
y desembarazada con que se han ejecutado,
el rico tesoro de imaginación y de gusto
invertido por sus autores para variar hasta el
infinito, ya la clase de hojas y frutos con los
fantásticos caprichos que las terminan, ya la
expresión y carácter de las imágenes con los
prolijos y lujosos doseletes que las
resguardan. El resto del edificio o parte
destinado en otra época a habitación de los
frailes y hoy a museo provincial no ofrece
nada digno de llamar la atención si se
exceptúan la escalera que da paso al claustro
superior, trazada por Alfonso Covarrubias y
perteneciente al gusto del Renacimiento; el
lugar que ocupó la celda del célebre
cardenal Cisneros, notable por la tradición
histórica que a el se hay unida, y una cruz
adornada con follajes, colocada en una
hornacina socavada en el muro sobre el vano
de la puerta del convento, a cuyos pies se
ven dos buenas estatuas casi de tamaño
natural, de las que una representa a la
Virgen María y la otra al apóstol San Juan,
el discípulo predilecto del Salvador.
Del claustro moderno, contiguo al de que
nos acabamos de ocupar, solo quedan
algunas ruinas por las que se puede colegir
pertenecía al gusto del renacimiento, el más
en boga en la época a que se debe su
ejecución.
San Juan de los Reyes
Me parece que miro materializarse la idea viéndoos comentar a crecer y levantaros.
Si; ya oigo las alegres cantigas de los trabajadores, y el sonoro golpear del martillo sobre el cincel; a
mis oídos llegan las voces de los sobrestantes, el crujir de las maderas, el áspero chirrido de lso
tomos y la animada confusión de la muchedumbre que se afana en la erección del nuevo monasterio.
De todos los puntos de la Península son llamados los maestros de obras más famosos, los
aparejadores más inteligentes y los tallistas más hábiles. Ya los contemplo rivalizar en prontitud y
ciencia, agotando a porfía sus fecundas imaginaciones. Aquí el granito toma las formas de un encaje
tan leve como el del rostrillo de una dama, allí el de un corcel fantástico, cuya idea inspiró tal vez
uno de los nocturnos cuentos del hogar. Angeles, reyes, vírgenes, águilas, escudos, guirnaldas de
hojas, grupos de flores son ya las toscas piedras que anima con solo tocarlas el genio.
Mas en mi imaginación los años se condensan, y pasando como una ráfaga de humo, con un nuevo
día veo al fin aparecer el edificio, doradas sus agujas por la luz que centellea en sus vidrios de
colores, arrullado por la melancólica música del Tajo que corre a sus plantas, envuelto en la ligera
bruma de la aurora y en las olas de perfumes y armonías de la naturaleza, que se estremece de júbilo
al recibir el primer beso del sol.
Francisco Javier Martín Fernández / Gustavo Adolfo Bécquer
El cielo bendice el reinado que se
inaugura con esta ofrenda de piedad, y
Boabdil al tornar sus ojos hacia el que
fue el último baluarte de su trono, ve
enclavada sobre la torre bermeja la cruz
de Mendoza, en tanto que vosotros llenos
de orgullo, os engalanáis con festones de
hierro, despojos de aquel triunfo, quizá
por vuestra mediación concedido a la
primera Isabel de Castilla. Los años y la
barbarie de los hombres han borrado de
vuestra faz hasta los vestigios que
hablaban de esos días de pompa y de
júbilo. Sólo un poder existe capaz de
devolveros por un instante vuestro
perdido esplendor y hermosura; el poder
de la exaltada mente del poeta...
San Juan de los Reyes
...Sí; yo puedo reanimaros, yo veo cubrirse
los rotos ajimeces de vidrios de colores, los
entrearcos de tapices, las aras de imágenes;
de lámparas de oro las bóvedas, de trofeos
de guerra las capillas y de tisú, pendones y
escudos las tribunas. Yo siento vibrar el aire
con las aclamaciones de la muchedumbre, el
canto de los religiosos y el clamor de las
trompas; yo miro descender de sus nichos
como para celebrar otra vez su triunfo esa
muda generación de reyes, obispos,
guerreros, pajes y heraldos, cuyas sordas y
huecas pisadas parece que retumban en mi
oídos, cuyos rostros inmóviles veo animarse
con el rayo de luz y de vida que les presta
mi imaginación.
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San Juan de los Reyes
Francisco Javier Martín Fernández / Gustavo Adolfo Bécquer
San Juan de los Reyes
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San Juan de los Reyes
Pasan esos días de júbilo que
saludaron vuestra infancia, esos
días de exaltación para el pueblo
castellano a quien los Reyes
Católicos dieron cien victorias y
Colón un mundo; la religión
busca en vuestro seno un asilo de
paz a donde las pasiones y el
tumulto de la vida vienen a morir
con un suspiro como la ola en
una playa desierta. Al fulgor de la
naciente luna y sentado al pié de
los sauces de vuestro claustro
silencioso, me parece aun divisar
a Cisneros. En la estación en que
las amarillentas hojas de los
árboles se desprenden unas tras
otras, al frío soplo de la brisa de
la noche que gime entre sus ya
casi desnudas ramas. El breviario
está abierto sobre las rodillas del
joven novicio, su mirada se halla
fija en el libro Santo, pero no lee.
Las sombras le sorprendieron
abismado en un éxtasis profundo,
su espíritu libre de los lazos
terrenales, vaga por ese mundo
invisible que a su antojo crea y
transforma la fantasía. ¿Qué
pensamientos hervirán en su
mente?...
Francisco Javier Martín Fernández / Gustavo Adolfo Bécquer
...Tal vez resuenan en su oído los últimos
rumores del mundo que acaba de
abandonar, acaso ocupa su alma el recuerdo
de una mujer querida. Las hojas secas
arremolinadas a sus pies, crujen al soplo
helado del viento como cruje la falda de
seda de una hermosa. Un estremecimiento
nervioso saca de su éxtasis al solitario
soñador, que revuelve en torno suyo la
pupila, quizás buscando la sombra fugaz
que ha creído ver deslizarse ante sus ojos;
pero en aquel instante un canto triste y
solemne llega a su oído, y ve cruzar entre
las penumbras de los pilares, silenciosos y
como una procesión de fantasmas, dos
hileras de monjes cuyas frentes esconde la
capucha, y en cuyas manos las hachas
encendidas despiden una lúgubre claridad.
Son los religiosos que conducen a su postrer
morada a uno de sus hermanos. La sombría
idea de la muerte, ahuyenta el último
desvarío de su irresoluta voluntad, su
postrer recuerdo se desvanece con la
lágrima que rueda por su mejilla, y la voz de
la religión triunfa al fin en su alma.
San Juan de los Reyes
Envueltos en el olvido y la oscuridad pasáis luego a través de una y otra generación hasta
que las legiones extranjeras profanan vuestros umbrales. Bajo las santificadas bóvedas, que
sólo habían recibido la nube del incienso o las preces de los religiosos, retumban el sonoro
golpear del ferrado casco de los corceles, el ronco son de los atambores y el metálico
choque de las armas. Temblando los ecos, repiten los libres cantares de los campamentos y
el nocturno grito de alarma de los vigias. Aquí; al pie de tu altar, arde una hoguera
alimentada con los tallados fragmentos de tus aras y tu coro rotos en mil astillas; allí
apoyándose en sus lanzas y mal envueltos en sus capotes de guerra, duermen los unos, en
tanto que más allá los otros forman un circulo en que con ojos chispeantes de avaricia
siguen al oro, que rueda sujeto a los caprichos de la fortuna, mientras las espumosas copas
pasan de mano en mano entre las carcajadas, los juramentos y las blasfemias.
¡Mudas estatuas que me rodeáis!, ¡Guerreros que dormis inmóviles en vuestros nichos de
piedra, vosotros debisteis templar de indignación aquel día, y llevar vuestras heladas manos
a las espadas de granito que penden aún de vuestros cinturones!.
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San Juan de los Reyes
Pero aún no se ha consumado la obra de exterminio; todavía al abandonaros, para facilitar su fuga y
disipar las sombras, se sirven del fúnebre resplandor de una gigante fogata encendida, con lo que de
vosotros resta. La tea que arrojan en tu seno prende al fin, el vendaval azota la paciente llama, y el
incendio con sus mil lenguas de fuego se levanta agitando su cabellera de chispas sobre el fondo
oscuro de la noche. Un mar de lava y humo corre por las extensas galerías, y sus hirvientes olas
vienen a estrellarse rugiendo contra los macizos pilares que se estremecen a su empuje. Vez las
llamaradas azules y amarillas enroscarse silbando a lo largo de las columnas, como una serpiente que
las estrecha entre sus abrasadores anillos. Oíd el gemído ahogado del maderamen que se enciende,
cruj e y salta, y el sordo y prolongado trueno de los muros que se calcinan, se agrietan y derrumban,
unirse al tumultuoso clamoreo de los que inútilmente se afanan en detener los progresos de la
destrucción. Un claustro ha perecido, y el fuego abre una brecha a través del cual asalta el otro. Ved
las prolongadas sombras de los santos y de los machones proyectarse sobre los lienzos de las alas,
temblar, crecer y desvanecerse para aparecer de nuevo. Mirad esas filas de imágenes cuyos pies
lamen las lenguas de la llama, permanecer impasíbles como los precitos que contempló el Dante en
su visión, inmóviles en la ribera del mar candente. Pero... ¡atrás! ¡atrás! La gran bóveda que cubre el
ala del Mediodía vacila; exhala un ¡ay! Terrible y cae al suelo arrastrando con ella el cuerpo que
sostiene. Mil y mil volúmenes ruedan entre las llamas y los humeantes escombros; códices preciados,
antiguos pergaminos, tesoros de la ciencia, la historia y las artes, que la sabiduría reunió con
diligencia exquisita, todo parece, todo se consume. ¡Atrás! ¡atrás! Los ojos se ciegan, una nube de
cenizas calientes y de espeso humo cubre como un velo funeral este cuadro espantoso. Dejad que en
su seno la obra de la destrucción se corone.
Francisco Javíer Martín Fernández / Gustavo Adolfo Bécquer
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Francisco Javier Martín Fernández / Gustavo Adolfo Bécquer
San Juan de los Reyes
San Juan de los Reyes
Francisco Javier Martín Fernández / Gustavo Adolfo Bécquer
El alto silencio del abandono vive ahora en vuestros muros, entre cuyos sillares crece la
yedra que da sombra al nido de la golondrina, hecho de leves plumas sobre el dose] de las
estatuas. La brisa del crepúsculo murmura un cantar misterioso en las frondas de vuestros
sauces, y una tinta azulada y melancólica baña en tenue vaguedad el interior de vuestro
templo. El poeta os ama, porque vosotros habéis sufrido, y en su alma vibra siempre una
cuerda simpática al dolor; os admira, porque sois nobles y en su laúd hay siempre un cantar
que contesta al eco de la gloria; os venera, porque sois santos y su rodilla y su frente están
siempre prontas a doblarse en el umbral del cielo.
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Mas la noche baja, las aves nocturnas comienzan a revolotear en torno a los agudos
chapiteles de vuestras agujas y las azules campanillas que se enredan por entre los rotos
machones de vuestro claustro, cierran sus húmedos cálices. Quedad con Dios, muros
sombríos que me disteis hospitalidad; yo os abandono, y acaso para siempre; pero vuestra
imagen vivirá eterna en mi memoria. No temáis que yo la profane, confundiendo vuestra
impresión con las impuras y vanas impresiones de la tierra, no; yo os guardará en mi alma y
en un lugar escondido y misterioso, en donde oculto como un tesoro los recuerdos santos de
mi vida.
San Juan de los Reyes
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Francisco Javier Martín Fernández / Gustavo Adolfo Bécquer
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San Juan de los Reyes
Francisco Javier Martín Fernández / Gustavo Adolfo Bécquer
APENDICE A LA HISTORIA DE SAN
JUAN DE LOS REYES
Al terminar esta reseña histórica de los
Templos de Toledo, debemos rectificar una
equivocación en que incurrimos, no en el
texto de la obra, sino en una de las láminas
que lo ilustran.
La admiración y entusiasmo que
constantemente ha excitado la obra
arquitectónica del convento de San Juan de
los Reyes, produjeron en todas las personas
amantes de las bellas artes, el natural deseo
de saber el nombre del artista a quien se
debiera ese inmortal monumento. Unos lo
atribuían a Maese Rodrigo, célebre
arquitecto de aquellos tiempos, y otros a
Pedro Gumiel; pero nadie encontraba datos
positivos para fundar su aserto, y no es
extraño, porque ninguno había dado con la
verdad. Recientemente el laboriosísimo e
inteligente rebuscador de antigüedades de
Toledo, Sr. D. Sixto Ramón Parro, en un
rincón, si así puede decirse, de la parroquia
de San Justo y Pastor, encontró una
inscripción gótica, en que se consigna que
“el honrado Juan Guas, maestro mayor de
la Santa Iglesia de Toledo, e Maestro minor
de las obras del Rey D. Fernando e de la
Reyna Doña Isabel fizo a Sant Juan de los
Reyes”. Este importante descubrimiento
desvaneció completamente toda duda, y
puso en claro de una manera auténtica, cual
era el verdadero autor de aquel monumento.
De hoy mas, el nombre de Juan Guas correrá
unido con el de San Juan de los Reyes, y su
memoria será imperecedera, como la fama
de la obra inmortal que con tanta
inteligencia y buen gusto supo dirigir.
Por esto nosotros, ganosos de dar a conocer
a aquel hombre célebre, nos apresuramos a
dar su retrato, que nuestros artistas y
literatos habían creído encontrar en uno de
los tableros del altar de dicha parroquia de
San Justo y Pastor, que es donde se halló la
inscripción que antes nos hemos referido. En
efecto, se ve allí un caballero arrodillado
ante una imagen de la Virgen, en actitud
humilde y como haciéndola alguna oferta; y
como la inscripción es la dedicatoria de
aquella Capilla, presumióse que aquella
figura, que evidentemente es un retrato,
representaba al de nuestro célebre arquitecto
de San Juan de los Reyes. Tal es el origen
del retrato que, como de Juan Guas,
publicamos primeramente.
Este error en que incurrieron
simultáneamente las muchas personas
entendidas, que excitadas por el ruido que
metió nuestra publicación en los círculos
artísticos y literarios de Madrid acudieron
presurosos a Toledo a cerciorarse del
descubrimiento, este error, repetimos, habría
subsistido por largo tiempo, si una feliz
casualidad no hubiese venido muy
oportunamente a destruirlo. Una devota
cofradía quiso colocar en la capilla donde se
encuentra la inscripción de que hemos
hablado, un San Antonio que es su patrón; y
como la estatua del Santo era mayor que la
homacina existente en el altar, hubo
necesidad de derribarla. Y al realizar esta
obra, que era sobrepuesta, se encontraron
unas pinturas muy antiguas, que el sacristán
de la iglesia tuvo la inspiración de querer
examinar, para lo cual las hizo limpiar con
cuidado. Entonces fue cuando se vio en
aquel cuadro descollar la notable figura de
nuestro arquitecto. El Sr. Parro, los
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representantes de la Comisión de
Monumentos artísticos de Madrid, los
artistas y literatos de nuestra empresa y
muchos otros que fueron a Toledo a
examinar aquel cuadro, todos se
convencieron de que era el verdadero retrato
de Juan Guas el que allí había.
Compre’ndese fácilmente el afán con que lo
hicimos copiar, con el doble objeto de
enmendar la equivocación
involuntariamente cometida, y de dar a
conocer, según nuestro primitivo propósito,
al nunca bastantemente ponderado
arquitecto que dirigió la maravillosa obra de
San Juan de los Reyes.
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