ama de la muerte karen chance

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Dorina Basarab es una dhampir: medio humana, mediovampira. La mayoría de ellos llevan vidas cortas yviolentas, pero Dory ha conseguido mantenerse cuerdadesatando su rabia sobre demonios y vampiros quemerecen morir.

Tras la desaparición de su tío Drácula, Dory esperarecuperar la paz. Pero recibe dos visitas: una amigaquiere que la ayude a buscar una reliquia mágica fey yel atractivo vampiro Louis-Cesare está como loco porencontrar a su antigua amante, Christine.

Cuando el vampiro al que Christine está ligada, elmismo que está en posesión de la reliquia, aparecemuerto, ambos se dan cuenta de lo que hay en juego:alguien se dedica a matar a los miembros del Senadode los vampiros y quizá ellos sean los siguientes.

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Karen Chance

Ama de la muerteDorina Basarab - 02

ePub r1.0Maki 31.08.14

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Título original: Death’s mistressKaren Chance, 2010Traducción: Isabel Blanco GonzálezDiseño de cubierta: Alonso Esteban yDinamic Duo

Editor digital: MakiFuente/scan: maperusaePub base r1.1

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1

No había ningún símbolo en la iglesiaabandonada, pero alguien había tachadolas dos primeras letras de la palabra«Oremos» escrita encima de las puertasdobles de la entrada y había garabateadoencima «Cacemos». Yo, como católicano lo aprobé, pero como personaacostumbrada a salir en busca de presasme pareció exacto, aunque extraño.

Empujé las pesadas puertas demadera y entré. Había hecho bien alvestirme con ropa de trabajo guay parasalir esa noche. En la iglesia

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transformada en garito nocturno había ungrupo minoritario de góticos y unoscuantos tipos con aspecto de turistas,pero la mayor parte de la gente queabarrotaba el local parecía reciénsacada de la industria del infierno.

Yo encajaba bastante bien en aquelambiente con la camiseta de tirantes deseda azul que acababa de sudar dearriba abajo en los últimos cincominutos y una falda corta negra. El colorde la camiseta pegaba con el de lasmechas que me había hecho en la melenacorta castaña; el de la falda con losojos. Pedí una cerveza en la barra y diuna vuelta en busca de problemas.

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No tardé en encontrarlos. Aunque eldueño era un vampiro, el local más quenada estaba lleno de humanos. Todas lasnoches pasaba por allí un grupo de nomuertos ultramodernos para zamparsetodo lo que podían del bufé, y por lo queparecía el propietario también cenabapronto.

Tenía a una morena en una esquina.Le estaba metiendo la mano por debajode la falda y le hincaba los colmillos enel cuello. Ése era el tipo de conductaque el Senado de los vampiros, elcuerpo rector de los vampiros deNorteamérica, no aprobaba; preferíanbeber sangre más discreta y sutilmente,

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No obstante aquel tipo ya había dejadoclaro que el punto de vista del Senado letraía sin cuidado. Y no solo en ese tema,sino también en muchos otros. Por esoprecisamente estaba yo allí. Pretendíandarle una lección y además querían quefuera memorable.

La mujer estaba de cara a lamultitud. Cuando llegué yo, el vampirose las había ingeniado paradesabrocharle el vestido de arribaabajo. Tampoco es que la chica llevaragran cosa debajo, a menos que unocontara un único pedacito de encajenegro, dentro del cual él tenía metida lamano. El vampiro le hizo algo y ella se

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puso a jadear rápida y sonoramente y amover las caderas de manerainvoluntaria. Uno de los mirones soltóuna carcajada.

Había como una docena, todos ellosvampiros, y al menos unos cuantos deellos eran maestros. Yo había planeadopillar al propietario solo o, en el peorde los casos, con dos o tres más. Noesperaba aquel espectáculo que locomplicaba todo.

Él tiró del vestido por los hombroshasta el suelo y éste se deslizó sobre unapiel ultrasensible en la cual el menormovimiento era una tortura. Ellacomenzó a jadear, a respirar

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sonoramente por la nariz y a temblarcomo si tuviera fiebre. El vampiro no sehabía molestado en nublarle la menteporque cuando la chica no estáaterrorizada la cosa ya no tiene gracia.Y porque además sus chicos teníanganas de juerga.

La habilidad de los vampiros paraproyectar pensamientos es limitada.Debido a mi herencia genética, yo loscapto mejor que la mayoría de la gente.Ella no se atrevía a mirarlos a los ojos,no se atrevía siquiera a levantar lacabeza. Pero sabía a la perfección quéestaban pensando por las imágenes quele enviaban los mirones constantemente

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y a propósito.La estaban bombardeando con

imágenes de su propio cuerpo desde unadocena de perspectivas distintas: sucuerpo sedoso y brillante bajo los focos,los ríos de sudor grabados a lo largo dela piel de gallina, el último pedacito deropa que una mano le arrancaba de entrelas piernas. Las imágenes le llegaban enestéreo junto con cada uno de lossonidos que había emitido su propiagarganta, aumentados, Y las sensacionesde los mirones también eran fáciles deadivinar: excitación, expectación ysobre todo una lujuria creciente por lasangre.

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Esto último en especial era ciertodel monstruo que la estaba dejando seca.Y no obstante ella se retorcía y seapretaba contra él. Nada más comenzarel a recorrer su piel sudorosa con lasmanos, ella se puso a gemir condesesperación. Estaba atrapada en elincesante bucle de sensaciones que seproduce siempre durante el proceso debeber sangre. Es mejor que una drogaporque te recorre las venas, te excita, tepone los pezones tensos y te acelera larespiración, pero te arrebata la vida.

Me figuré que con tantos donantes asu disposición él decidiría no vaciarladel todo. Deshacerse de un cuerpo es un

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engorro, lleva tiempo y además da lugara investigaciones que él, sin duda, teníamotivos para evitar. Sin embargo, debióde gustarle el sabor en concreto de lachica porque al ver que sus piernascedían y caía redonda al suelo la siguió.

Interrumpir a un vampiro cuandoestá bebiendo es una locura porque escuando más vulnerable y más letalresulta. Pero hace siglos que yo no estoyen mi sano juicio. Le pise la muñeca conla punta de la bota y le aparte el brazode la chica,

—Ven a bailar conmigo —le dijecon voz alta y clara mientras él se dabala vuelta gruñendo.

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Probablemente ningún no humano lohabía tratado jamás con tantacaballerosidad, y no obstante lainvitación no le gustó. Y todavía menosle gustó el hecho de que algunos de susvampiros lo vieran. Sin embargo, elasunto también lo intrigó. De pronto meconvertí en un plato más sabroso que lachica que estaba tirada en el suelo,jadeando como si fuera un pez al quehubieran sacado del agua y con elvestido de terciopelo hecho un higo bajoel cuerpo.

—¿Sabes? Me está pareciendo quesí —accedió él, que entonces me lanzóuna cautivadora sonrisa apenas capaz de

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ocultar un fuerte sentimiento de triunfo.Yo hice caso omiso de esa emoción

latente en su gesto y cerré el puño sobresu camisa para no tener que tocarlo. Loarrastré hasta la pista de baile. Él notrató de escabullirse, sino que me siguió.Sus ojos lanzaron un destello deadvertencia: la promesa de un futurodolor.

No se hacía idea.Sonrió y bajó la vista a mis caderas,

que yo comencé a mover al ritmo de lamúsica.

—Parece que estás caliente.Por desgracia yo no podía decir lo

mismo de él. Tenía los ojos fijos sobre

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mis pechos, pero quizá fuera porquequedaban justo en su línea de visión. Yomido un metro cincuenta y siete a lo quehay que sumar los casi ocho centímetrosde tacón de las botas, pero a pesar detodo él no parecía haber captado elelemento crucial del estereotipo de lachica alta, morena y guapa. Daba igual,porque de todos modos él no habíacaptado nada de nada.

Aunque no parecía darse cuenta.—Gracias —contesté yo.Él se echó a reír.—Lo que quería decir es que me ha

parecido que te vendría bien una copa.—Si la tomamos a solas.

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—Eso puede arreglarse —dijo él,alzando una ceja rubia.

Me tomó de la mano y se abriócamino por el suelo pringoso de la pistade baile, dispersando a la multitud quese fue apartando como si fuerancampesinos ante la realeza. La analogíame hizo gracia teniendo en cuenta que élera el hijo bastardo de un cerdogranjero. Aunque tampoco es que yofuera quién para hablar. Yo soy la hijailegítima de una sirvienta y un vampiro.No podía caer más bajo.

Por supuesto los dos habíamosandado mucho camino desde nuestrospoco favorables comienzos. Por aquel

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entonces él se hacía llamar Hugo Vlecky dirigía una discoteca de éxito. Esocuando no vendía droga fey ilegal. Encuanto a mí… Bueno, yo resuelvoproblemas de vampiros y Vleck leestaba causando muchas preocupacionesa mi jefe. Mi trabajo consiste enalegrarle la vida un poco. Y el hecho deque de paso me divierta es solo unincentivo más.

La gente se agolpaba de tal mododelante de la barra que era imposiblellegar, pero a nosotros no nos costó nadaque nos sirvieran. No me sorprendióteniendo en cuenta que mi pareja era eldueño de la discoteca, pero él me lanzó

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una mirada por encima del hombro paracomprobar si yo había quedadodebidamente impresionada. Le sonreí yél colocó la mano justo encima de miculo.

—Cristal para la dama —le dijo aljoven vampiro barman al mismo tiempoque me daba el primer achuchón.

—¿Va usted a tomar algo, señor?Vleck sonrió enseñando los

colmillos.—Más tarde.Los dos intercambiaron una mirada

cómplice. Yo fingí que no tenía ni ideade que la mayoría de los vampirosprefieren tomar el alcohol directamente

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de las venas de sus victimas. Segúndicen, aumenta el subidón de bebersangre y es el único modo de sentircómo se quema el alcohol en elmetabolismo. Era evidente que Vleckestaba calculando cuantas copas teníaque darme para emborracharme. Yopodría haberle dicho que no hay alcoholsuficiente en el mundo, pero ¿para quéecharle a perder la noche?

Al fin y al cabo le quedaba muypoca.

El barman dejó una copa dechampán sobre la barra. Vleck sacudióla cabeza y dijo:

—Me llevo la botella.

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Envuélvemela.—¿Adónde vamos? —pregunté yo.—A mi casa. No está lejos.¡Uau! Debía de estar planeando

hacer verdaderas guarradas. Enrollé unbrazo en su cintura y apoye la barbillasobre su hombro.

—No me apetece esperar. ¿Es queno hay ningún sitio por aquí adondepodamos ir?

—¡Qué va! Mi despacho esdemasiado pequeño. No podrías ni dartela vuelta.

—¿Y qué? Tú eres el jefe. Que tehagan sitio —dije yo con una sonrisaseductora, arrastrándolo lejos de la

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barra.Como ocurre en la mayor parte de

las discotecas guarras, los serviciosestaban al final de un pasillo largo yoscuro. Me lo llevé al de caballeros y lequité la camisa de un tirón.

Él se rió y se soltó de mí por unmomento para sacar a una pareja de tíosdel cubículo de un retrete y echarlos deallí. Uno de ellos llevaba los pantalonesenrollados en las rodillas. Me apoyésobre un lavabo mientras él le ordenabaal vampiro gorila de la puerta queinformara a todo el mundo de que losbaños estaban temporalmente fuera deservicio. Entonces se giró hacia mí y me

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agarró por la cintura.—Vamos a ver qué tienes ahí.—Creí que nunca me lo preguntarías

—contesté yo con una sonrisa, cerrandoal mismo tiempo la puerta de una patada.

Cinco minutos más tarde salí delservicio. Me faltaba el aliento, perodadas las circunstancias no meencontraba mal.

El gorila se fijó en mí. Pareciósorprendido. Quizá porque seguía viva.Pero sonrió.

—¿Te ha gustado?—Cada cachito.

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Fui a pedir mi cheque a la central de losvampiros, más conocida como la oficinade la Costa Este del Senado de losvampiros de Norteamérica. Por logeneral son los vampiros los que seocupan de la escoria como Vleck. Cadamaestro es responsable delcomportamiento de sus siervos. Pero elsistema no es tan perfecto comopretenden hacerles creer a los humanos.

Los vampiros se emancipan delcontrol de sus maestros cuando alcanzancierto nivel de poder que los libera dela obligación de obedecer. Otros

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permanecen bajo el control de maestrosde nivel sénior de otros Senados que nosiempre son tan meticulosos con lasreglas establecidas como lo es elnorteamericano. Y después están losresucitados, en los cuales algo falladurante el proceso de cambio y al finalterminan por no hacer caso a nadie másque a sus propias mentes retorcidas.

Cuando cualquiera de esosespecímenes comienza a dar problemasinterviene el Senado. Por suerte para mí,la guerra actual que tiene lugar en elseno de esta sociedad sobrenatural estáacabando con el personal. Últimamentelas cosas les van tan mal, que incluso

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están dispuestos a contratar comoempleados de la limpieza a losdhampirs: ese odioso cruce entre unvampiro y un humano, Pero siempre meda la sensación de que desinfectan laoficina cada vez que me marcho.

Las puertas del ascensor se abrieronante un escenario de una elegancia dignadel mundo antiguo. Brillantes pilares demadera de cerezo delimitaban una salaen la que las motas de luz de la exquisitalámpara de cristal suspendida del techoincidían sobre una mesa reluciente conflores exóticas. Diversas piezas demármol en cálidos tonos dorados yámbar dibujaban en el suelo un sol de

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largas puntas perfectamente encuadradoen el escenario. La sala habría resultadobonita de no ser por la pintura, de unblanco dañino, de las paredes.

De inmediato un vampiro vino abloquearme el paso. Delgado y deaspecto irascible, llevaba una chaquetaajustada, pantalones cortos de terciopeloazul oscuro hasta la rodilla y taconesdos o tres centímetros más altos que losmíos. Tenía el pelo rubio largo y tiesocomo un palo y lo llevaba recogido a laespalda en una coleta. Y además llevabaun auténtico pañuelo de caballero alcuello, Parecía recién sacado de unapelícula antigua de esas en las que no se

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cortan ni un pelo con el vestuario. Y porsu expresión, parecía que algo le olíamuy mal,

—¿Quién te ha dejado entrar?Siempre era la misma historia, cada

vez que cambiaban al portero de lapuerta. Y cuanto más anciano fuera,peor. Sin duda recordaban los viejostiempos en los que a un dhampir se lomataba nada más verlo. A ser posiblelentamente. Me cabreó su actitud porquellevaba ya más de un mes trabajando allíy además la escena de la discoteca mehabía dejado con ganas de pelearme deverdad. En realidad Vleck no había sidoningún reto para mí.

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Pero maldita sea, le había prometidoa cierta persona que me portaría lomejor que pudiera.

—He venido a ver a Mircea —lecontesté al portero en lugar de perforarel precioso brocado del papel pintadode la pared con su cabeza.

—Lord Mircea.—Lo que sea. Tengo que hacer una

entrega —añadí yo, pasando por delantede él.

Me agarró del brazo con tanta fuerzaque sin duda iba a dejarme un moratón.

—Espera en el callejón junto con elresto de la basura hasta que yo mande abuscarte.

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—Estoy cansada, tengo hambre yllevo una cabeza en esta bolsa —leadvertí—. Así que no me jodas.

Me soltó tal bofetada, que eché lacabeza hacia atrás. Así que yo le clavéla mano a la pared con un cuchillo. Altirar para soltarse el solito se ladesgarró, pero se curó al instante yvolvió a lanzarse sobre mí. Acabótirado en el suelo como un pobrecachorrillo vagabundo.

—¿Y eso es lo mejor que sabesportarte? —preguntó entonces alguien.

Alcé la vista y vi el agradable rostrocon barba de chivo, pelo oscuro yrizado, y ojos marrones y brillantes del

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senador Kit Marlowe. Su amableexpresión no le impidió apretarle elcuello al tipo tirado en el suelo con lasuficiente fuerza como para saltarle losojos de las cuencas. Y eso solo paraayudarlo a ponerse en pie.

Como Marlowe me detestaba soloun poco menos que a la peste bubónica,pongamos por ejemplo, esa sonrisa mepuso nerviosa. Hacía tiempo quesospechaba que era esa precisamente larazón por la cual él sonreía, y sinembargo siempre le surtía efecto. Meencogí de hombros.

—Bueno, no le he clavado elcuchillo en el corazón,

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—Puede que hubiera sido mejor —contestó Marlowe afablemente al tiempoque abría la mano.

El vampiro cayó de pie al suelo, selevantó de un salto y se lanzó de nuevosobre mí a la velocidad del rayo. Asíque finalmente yo lo agarré del cuello ytaladré el precioso brocado del papelpintado con su cabeza,

—¡Tráela aquí, Mikhail! —se oyóque gritaba una voz por la derecha.

Mikhail debía de ser el que tenía lacabeza taladrada en la pared porquenadie se inmutó. Lo solté y sacó lacabeza. Sus ojos pálidos brillabanllenos de odio. Sonreí. Siempre es todo

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mucho más fácil cuando los vampiroscon los que trato me desprecian. Son losque fingen otra cosa los que meconfunden y me ponen enferma. Mikhaily yo nos comprendíamos el uno al otro:él me mataría a la menor oportunidad yyo simplemente me aseguraría de que nolo consiguiera. Fácil.

—Yo la llevaré —dijo Marlowe.Mikhail se quedó mirándolo.—¡Milord, me ha atacado!—Si eres tan tonto como para

lanzarte sobre la hija de lord Mirceaestando él presente en su despacho,entonces te mereces todas las palizasque te lleves —le contestó Marlowe

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escuetamente.Yo alcé una ceja.—¿Estando él presente en su

despacho? —repetí yo.Marlowe volvió a esbozar aquella

inquietante sonrisa suya, solo que conmás ganas.

Atravesamos otro salón y entramosen un despacho con más de lo mismo:molduras talladas a mano, un techo quellegaba hasta el cielo y un mural llenode querubines gordos que bajaban lavista con suficiencia para mirar a losinvitados.

También había una mesa. Era unaenorme pieza maestra antigua de caoba

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con esto tallado aquí y lo otro originalallá, pero a pesar de todo no conseguíallamar la atención tanto como la personaque había sentada detrás. A diferenciade Vleck, el senador Mircea Basarabsabía cómo cubrir su bello, moreno yalto cuerpo de espécimen. Aquellanoche iba vestido todo de blanco y deetiqueta. Resplandecía desde lacoronilla de la bruñida cabeza hasta lapunta de los zapatos impecablementebrillantes.

—Sólo te falta la capa forrada derojo —le dije yo en un tono agrio,dejando caer mi sucio petate de lonaencima de la mesa.

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La bolsa hizo un ruido como dechapoteo. Mircea hizo una mueca.

—Me vale con tu palabra, Dorina —me informó él mientras yo metía la manohasta el fondo del petate para sacar elresto—. No necesito una pruebamaterial a menos que quierainterrogarlo.

—Lo recordaré la próxima vez.Vleck goteaba sobre el bonito suelo

de mármol, así que lo dejé encima de lamesa. Pero tampoco fue buena idea.Rodó y Marlowe tuvo que correr asalvar unos papeles antes de quequedaran arruinados. Yo miré a mialrededor, pero no había ninguna

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papelera a mano. Así que lo clave en elpincho que servía para ir amontonandolos papelitos con las anotaciones diariasde las cosas que había que recordar.Seguía goteando, pero al menos ya noiría a ninguna parte.

Alcé la vista y vi a dos vampirosque me miraban con una expresión pocofeliz.

—Bien —dije yo—, a mí me da lomismo. Sólo quiero mi cheque.

Mircea sacó un talonario de chequesencuadernado en piel y comenzó aescribir. Marlowe se quedó pensativomirando a Vleck y por fin preguntó:

—Siempre me he preguntado cómo

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consigues salir.—¿Qué?—De la discoteca, de la casa o de

donde sea —continuó él, sacudiendo lamano—. En el mismo instante de morirun vampiro maestro sus hijos lo captan.Lo sienten aquí —añadió, tocándose elpecho—. Aunque sean mayores ypoderosos y estén emancipados. Escomo una sacudida. Y sin embargo, túconsigues matar vampiros y escapar dellugar de los hechos con toda latranquilidad del mundo sin que tu cabezaacabe clavada en lo alto de una pica.Así que volveré a preguntártelo: ¿cómoconsigues salir?

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—Andando.—Te estoy hablando en serio. Me

gustaría saberlo —añadió el con el ceñofruncido.

—Sé que te gustaría —contesté yocon sarcasmo.

Mircea arrancó el cheque deltalonario. Marlowe dirigía la agencia deinteligencia del Senado y sin dudahabría preferido mantener asuntos comoel de Vleck en manos de sus propiospelotones de la muerte. Pero en tiemposde guerra no podía permitirse el lujo demandarlos a una misión que no fueraestrictamente esencial.

El conflicto entre el Círculo

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Plateado de los magos de la luz y susenemigos, los magos de la oscuridad,había estallado hacía ya tiempo y solopara complicar un poco más las cosas yconfundir a todo el mundo, los vampiroshabían decidido aliarse con la luz. Sinembargo, eso estaba acabando con sushuestes y por otro lado parecían tenermás problemas para terminar con todoslos Vleck de este mundo de los que teníayo.

Y a mí me venía estupendamente quelas cosas siguieran así. Estaba ganandomás pasta que nunca.

—Todos los vampiros de esadiscoteca captaron el instante justo en el

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que su maestro murió, y sin embargo túdices que saliste de allí andando —repitió Marlowe con resentimiento,resistiéndose a olvidar el tema.

Yo puse cara de inocente, cosa que aél parecía molestarle tanto como a mí sufastidiosa sonrisa.

—Sí, supongo que tengo suerte.—¡Pero es que siempre te sale bien!—Es que tengo mucha, pero que

mucha suerte —insistí yo, alargando lamano para coger el cheque.

Mircea lo retuvo en la mano.—¿Por casualidad no habrás visto

últimamente a Louis-Cesare?—¿Por qué?

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Mircea suspiró.—¿Por qué jamás respondes ni

siquiera a la pregunta más sencilla?—Puede que sea porque tú jamás

haces preguntas sencillas. ¿Y para quépuede necesitarme el favorito delSenado europeo a mí precisamente?

A pesar de pertenecer al mismodesastroso y disfuncional clan familiar,Louis-Cesare y yo no nos habíamosconocido hasta muy recientemente. Noera de extrañar teniendo en cuenta quepertenecíamos a estatus opuestos dentrodel mundo de los vampiros. Yo soy lahija dhampir de una familia patriarcal,la mancha ignorada y casi desconocida

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de una descendencia por lo demásinmaculada. Por razones obvias losvampiros temen y aborrecen al mismotiempo a los dhampirs, y la mayor partede las familias que dan nacimiento auno, entierran su error cuanto antes. Paramí seguía siendo un misterio por quéMircea no lo había hecho. Quizá porquede vez en cuando yo le resultaba útil.

Louis-Cesare, en cambio, pertenecíaa la realeza de los vampiros. Era el hijoúnico del extrañísimo hermano pequeñode Mircea, Radu, y desde su mismonacimiento no había hecho otra cosa quebatir récords. Había pasado a lacategoría de maestro cuando ni siquiera

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llevaba medio siglo muerto, y eso apesar de que muchos vampiros jamásalcanzan ese rango en toda su larga vida.Un siglo después había sido elevado alestatus de primer nivel, quedando portanto en pie de igualdad con loscompetidores más importantes delmundo de los vampiros. Y solo unadécada más tarde se había convertido enel favorito del Senado europeo y eracelebrado por su atractivo, su riqueza ysu habilidad en el duelo, habilidad quelo había sacado de muchas situacionespeliagudas.

Hacía un mes que los caminos delpríncipe y de la paria se habían cruzado

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por el hecho de que ambos teníamosalgo en común: a los dos se nos dababien matar a esas cosas. Y si alguna vezuna de esas cosas merecía de verdadmorir sin duda era Vlad, el hermanoloco con ojos de bicho de Mircea.Nuestra colaboración, no obstante, habíatenido un comienzo difícil: a Louis-Cesare no le gustaba recibir órdenes deuna dhampir, y a mí no me gustaba tenera mi lado a ningún compañero de armas.Y punto. Al final, sin embargo,solucionamos esos problemillas ehicimos el trabajo. Él incluso aprendiómodales antes de acabar con la tarea. Yyo por un momento llegué a pensar que

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era…, digamos agradable tener aalguien que me cubriera las espaldaspara variar.

A veces puedo llegar a ser unacompleta imbécil.

—Radu dijo que entre vosotros doshabía surgido cierta… amistad —mencionó Mircea con mucho tacto.

—Radu se equivoca.—No has contestado a la pregunta

—observó Marlowe—. ¿Has visto o hastenido algún contacto con Louis-Cesaredurante las últimas semanas?

—¿Por qué? ¿Qué ha hecho?—Nada. Aún.—Vale, ¿qué teméis que pueda

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hacer?Marlowe volvió la vista hacia

Mircea y ambos mantuvieron una deesas conversaciones silenciosas que losvampiros sostienen a veces entre ellos yde las que se supone que yo no sé nada,

—Simplemente me gustaría hacerleuna pregunta a propósito de un asuntofamiliar —contestó por fin Mircea trasuna pausa.

—Tal y como tú me dices siempre,yo soy de la familia. Dime de qué setrata y quizá pueda ayudarte. ¿O es queeso de ser de la familia vale solo paracuando me necesitas?

Mircea respiró hondo para

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demostrarme hasta que punto meconsideraba una verdadera lata. Cosaque no habría hecho ninguna falta.

—Es sobre su familia, Dorina, y yono soy quién para contártelo. Y ahoracontesta, ¿lo has visto?

—No se nada de él desde hace unmes —respondí yo con toda lasinceridad del mundo.

De pronto me había cansado deleterno juego. No necesitaba que merecordara una vez más que por lo que serefería al tema de la familia yo siempresería considerada de segunda clase.

—Apreciaría mucho que me locomunicaras si lo vieras —añadió él.

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—Y yo apreciaría que me dieras elcheque. ¿O es que habías pensadosostenerlo en la mano durante toda lanoche?

Mircea elevó una ceja, pero no losoltó.

—Puede que tenga otro encargo parati mañana.

Deslizó una carpeta por encima lamesa con cuidado para no mancharla desangre.

—¿Puede?—Todavía hay que tomar una

decisión, ¿estarás libre?—Veré qué puedo hacer.—Y Dorina, en caso de decidir

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seguir adelante con este asunto, esta vezlo necesitaré vivo.

—¿Te vale si te lo entrego entamaño portátil?

Dependiendo de su nivel de poderun vampiro maestro podía vivir hechopedacitos desde una semana hasta unmes, siempre y cuando no le clavara unaestaca en el corazón. Y evidentementeresulta mucho más fácil sacar ahurtadillas una cabeza en una bolsa queun cuerpo entero. Además ladecapitación tiene algo de especial:hacía que hasta el más inflexible de losvampiros pareciera un bocazas,

—Sí, con eso bastará —contestó

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Mircea, lanzándole una mirada cínica aVleck.

El exvampiro tenía la boca abierta ysacaba la lengua. Pero al menos nobabeaba, pensé yo, aprovechando laoportunidad para arrebatarle el cheque.

¡Dios, cómo me gustaba el dinerofácil!

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2

Durante los últimos días habíamostenido un tiempo gris y esa mañana nofue distinta, sin embargo conseguí llegara casa antes de que comenzara a llover.Aparqué la última mole oxidada que mehabía comprado en el ancho camino quedaba a un lateral de la casa. Se tratabade un Camaro que una vez había sidoazul, pero que en ese momento parecíapintado con motas grises. Estabametiendo la llave en la cerradura de lapuerta justo cuando comenzaron a caerlas primeras gotas.

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El cielo plomizo le confería aladestartalada y vieja casa victoriana unaspecto mucho más ruinoso que decostumbre. La había construido unmarinero, un capitán retirado, allá por ladécada de los ochenta del siglo XIXjusto cuando Platbush comenzaba aconvertirse en la nueva y flamante zonaresidencial de las afueras de Brooklyn.La casa seguía estando en una buenazona con árboles antiguos y crecidos,pero sus días de gloria ya habíanpasado. La pintura se estabadescascarillando, el suelo del porcheestaba combado y a la decorativamoldura de madera le faltaba algún que

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otro pedazo. Y esto último hacia que lacasa pareciera una persona mayor a laque le faltara un diente. Pero era mi casay se alegraba de verme.

Tras un instante, un escalofrío debienvenida me recorrió el brazo y lapuerta se abrió. Salté por encima delagujero que había en el suelo, deje unpar de bolsas sobre la encimera de lacocina y encendí una lámpara pasada demoda especialmente diseñada paracuando hay huracanes. Cuando tiramosde la electricidad a plena potencia loshechizos de protección provocan que laenergía venga y se vaya. Y aunque siguequedando electricidad para las cosas

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importantes, me da vértigo que las lucesno dejen de parpadear.

Saqué una cerveza de la nevera y mequedé de pie junto a la encimera,bebiendo mientras le echaba un vistazoal correo. Alguien había sido tan atentocomo para dejar las cartas encima de lamesa, quizá porque en su mayor parteeran facturas. Claire, que en otrostiempos había sido mi compañera depiso, había heredado la casa de su tío,pero al marcharse para ocuparse deasuntos más felices y trascendentales lahabía dejado a mi cuidado. Y lo ciertoera que necesitaba muchos cuidados.

Lo más importante de todo era un

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tejado nuevo. En el techo de midormitorio había una inquietante manchaque al principio tenía aproximadamenteel tamaño de Rhode Island, pero que enese momento se parecía ya más aCarolina del Norte. Unos cuantos díasmás de lluvia y sería igual que Texas. Ydespués ya no se parecería a ningún sitiomás porque aquellas viejas piedrascomenzarían a caérseme en la cabeza.

Guardé las facturas en su sitiohabitual, la panera, y comencé a sacarlas cosas de la bolsa. Y justo entoncesoí un trueno encima de mi cabeza. Sonóigual que el estallido de una granada ybastó para que toda la casa temblara.

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Me quedé helada y con el corazón en unpuño.

¡Oh!, ¡por favor, por favor!, roguéen silencio mientras escuchaba con lamayor atención.

Durante un largo rato no oí más quelos ruidos producidos por el viento y elretumbar de mi pulso. Pero luegoescuché un llanto trémulo y ligerísimoque se filtraba desde el piso de arriba.Se me heló la sangre.

En cuestión de segundos el lamentose intensificó como si fuera una orquestain crescendo. El vaso sucio que habíaen el fregadero de la cocina comenzó atemblar hasta que se rompió al mismo

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tiempo que lo poco que quedaba íntegrode mis tímpanos. Coloque la cabezasobre la encimera y pensé en laposibilidad de echarme a llorar.

A lo largo de mi longeva vida hepadecido guerras, hambre yenfermedades. Pero soy una mujerjoven. Soy un guerrero, Y no obstantejamás había tenido que enfrentarme anada como esto.

Sentí verdaderos deseos de destruir,pero no tenía a nadie a mano.

No podía hacer más que recoger lospedazos de cristal rotos y tirarlos a labasura. Aquel horrible lamento quetronaba por cada una de las ventanas de

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la casa cesó durante un segundo, quizádos. Yo respiré aliviada pero concautela, y de inmediato comenzó denuevo con renovado vigor. Dejé lacerveza y me dirigí al armario de lasbebidas para servirme un whisky.

Estaba maldiciendo a miscompañeros de piso que se habíandedicado a vaciar el armario en miausencia cuando oí el ligero crujido deuna pisada en el pasillo. Hubiera debidode resultarme imposible oírlo con tantobarullo incluso a pesar de tener un oídotan fino, pero a veces la desesperacióndespierta el instinto. Quizá porque noera un sonido habitual en la vivienda.

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En aquellos momentos convivía conun montón de criaturas que caminabanpesadamente por la casa pisando fuertesobre las viejas tablas de madera acualquier hora del día o de la noche.Pero no había ninguna criatura que dieraun paso y se quedara parada. O al menosninguna a la que yo hubiera invitado aentrar.

Sentí los músculos tensándose bajola piel, listos para estallar en cuanto mepusiera en marcha. Comencé a respiraraceleradamente y una gota de sudor meentró en el ojo. Podía tratarsesimplemente de un ruido del viejoedificio, me repetí con severidad

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mientras echaba mano hacia el cuchillode cortar la carne. No debía de ponermenerviosa.

Entonces volvió a sonar otra vez eseimperceptible ruido procedente de unade las tablas del suelo del pasillo almismo tiempo que otra lastimeraprotesta en un tono de voz agudo. Meanimé. Quizá después de todo siencontrara algo que matar.

Atravesé la cocina hasta la puerta yagarré el pomo de cristal verde, pero nolo gire. Por lo general siempredejábamos la puerta de la cocina abiertaporque los goznes chirriaban cada vezque se abría o cerraba. Sin embargo

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alguien la había cerrado de modo que yono podía pasar sin anunciar mipresencia. Tendría que quedarmeesperando a que el intruso se acercarapor el otro lado.

Podía averiguar muchas cosas de eseintruso sin verlo siquiera. Por ejemplo,su peso por la fuerza de la pisada, sualtura por el suave susurro del aliento yquizá incluso el sexo si es que llevabacolonia. No obstante cuando agudicé lossentidos lo que percibí fue el susto delcontacto de mi cuerpo al rozarse contraotro.

Aparte la mano del pomo, pero seguísintiendo esa sensación de agitación en

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cascada a lo largo de la piel que eracomo una especie de pinchazo eléctrico,No era ni dolorosa ni punzante, y noparecía peligrosa. Más bien era como siunos dedos acuosos me acariciaran consuavidad, derritiéndome al contacto yproduciéndome una sensación detranquilidad y confianza.

Y eso a mí me ponía la carne degallina.

No quería que nadie tratara deinspirarme confianza cuando había unpeligro en mi propia casa. No podíapermitirme el lujo de relajarme y perderla tensión. Aunque sentía como sedesvanecía, como mi corazón latía más

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despacio, mi respiración se calmaba y elsudor que había recorrido mis brazosmomentos antes se enfriaba con el airede la noche.

Más preocupante aún era el hecho deque la casa misma no reaccionara. Porlo general los hechizos de proteccióndisfrutaban haciéndoles perrerías a losintrusos. Pero la cocina estaba a oscurasy en silencio, y lo único que se movíaera la llama del interior del farol.

Su luz fluctuaba sobre la fila decuchillos de cocina de la pared, sobrelas viejas cacerolas de cobre colgadasdel estante de rejilla para los cacharrosy sobre la escoba con su sólido palo de

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madera en un rincón. Cualquiera deaquellos utensilios me habría servidopara defenderme de un amplio abanicode criaturas, pero probablementeninguno me sería útil contra una criaturaque había engañado tan completamente alos hechizos de protección de la casa. Ylo mismo podía decir de todo lo quellevaba encima.

Estaba pensando en la posibilidadde escabullirme fuera y hacer elimpresionante numerito de Spidermanpara subir a mi habitación, donde guardoun alijo de armas mucho más horribles,cuando el chillido de la planta de arribacesó. No disminuyó de volumen: cesó

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por completo en cuestión de un segundocomo si una mano estuvieraestrangulando aquella pequeña garganta.Entonces me olvidé de las sutilezas, delas tácticas y de la estrategia. Abrí lapuerta y entré en el oscuro pasillo con elcuchillo en alto y a punto de soltar ungrito.

Pero acabé machacada contra lapared después de sentir cómo me crujíantodas las costillas.

Rodé por el suelo para ponerme enpie y le arrojé una mesita a mi enemigo,pero primero me tomé un segundo paratratar de adivinar contra quién estabaluchando. No hubo suerte. Por un

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instante vi unos ojos enormes yluminosos con pupilas horizontalescomo las de una cabra, pero entonces mellegó volando una bola de fuego que nosé de dónde salió y que redujo la mesa acenizas, formando sombras onduladasque subieron por la pared. Salté haciadelante buscando un punto vulnerableque atacar y entonces un enorme pie congarras cubierto de brillantes escamas meaplastó con la fuerza de un martillo.

Caí de espaldas al suelo y encaje elcuello entre dos talones curvos de lalongitud de dos dagas. Mi propiocuchillo estaba clavado en el centro deuna de aquellas pezuñas, entre dos

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escamas que se superponían,sujetándome a mí también al tablón delsuelo. Sin embargo dudo que paraaquella enorme criatura supusiera algomás que una espinita clavada en el pie.Retorcí el cuchillo tratando de sacarlo,pero solo conseguí hincárselo más en lagruesa piel.

Entonces alguien soltó unamaldición.

—¡Sácalo ya de una vez!Al oír aquella voz completamente

humana me quedé parada, pero seguíasin ver nada. Entonces una estrecha cintade fuego salió disparada de la oscuridady encendió de golpe toda una fila de

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velas que había en la pared. El truco fueestupendo, pero en aquel momento yo noestaba en situación de admirar nada.Estaba demasiado ocupadacontemplando al enorme dragónapretujado en el estrecho pasillo.

No parecía muy cómodo. Tenía laspequeñas alas negras aplastadas contrael techo, las enormes piernas vueltashacia arriba enrolladas alrededor delcuello, y el hocico alargado lesobresalía de cualquier modo por enmedio. Lo único que parecía capaz demover eran los pies, de los cuales salíaun río de sangre negra.

—¡Duele que es la leche!

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El animal inclinó la enorme cabezaun poco más para examinarse la herida.

Yo me quedé mirándolo.La multitud de escamas de color

plomizo que cubría su cuerpo quedabainterrumpida por una cresta de un tonoamatista brillante que le recorría toda laespalda de arriba abajo. Tenía doscuernos del color del cristal fundido alos lados de un mechón de pelo de unabsurdo color lavanda. Le hacía juegocon el color de la pupila de los ojos,que resultaban de lo más chocantes, peroel iris era del color de los pétalos de lospensamientos.

Una membrana nictitante se deslizó

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por delante de uno de los enormesglobos oculares y después del otromientras el dragón se examinaba el pieherido. Instantes después esa mirada dealienígena se trasladó hacia mí y elanillo de escamas que le cubría lasmejillas adquirió un vago tinte púrpura.

—¡Me has apuñalado!—Tú has entrado en mi casa —

contesté yo despacio, completamenteincrédula.

Había visto un montón de cosasextrañas en Brooklyn, pero jamás a undragón.

—¡Eso no es verdad!El enorme hocico hizo una mueca y

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mostró una enorme cantidad de dientes.Pero la voz era melodiosa y hastahipnótica, y parecía casi como si meinyectara una droga suavemente en lasvenas. Por mucho que yo tratara deimpedirlo me serenaba el pulsoacelerado hasta volver a ajustarlo a unavelocidad normal. Necesitaba toda laenergía de mi ira para luchar, pero derepente mi cuerpo parecía estarpensando en la posibilidad de echarseuna siesta y quedarse más flojo que unfideo.

—No tengo por costumbre discutircon un dragón dispuesto a matarme —dije yo, luchando por reprimir un

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bostezo—, pero sí que es verdad.—¡Es mi casa!Entonces un pliegue de la piel que

hasta entonces había estado doblado yaplastado contra la espalda de lacriatura se abrió. Se extendió de repentehacia arriba como si fuera un abanicotranslúcido que coronara el largohocico.

—¿A qué estás esperando? —preguntó en tono exigente el animal—.¡Sácame eso ya!

Supuse que se refería al cuchillo, asíque volví a tirar de él.

—Me sería de gran ayuda si medejaras levantarme —dije yo un minuto

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después.—¿Vas a arrojarme algo más?—¿Vas a comerme tú?Los ojos de la criatura volvieron a

hacer ese chocante gesto de parpadearde lado en lugar de arriba abajo. Yocomencé a preguntarme si ése era elequivalente del dragón del gesto humanode poner los ojos en blanco.

—¡No seas ridícula, Dory! ¡Sabesperfectamente que soy vegana!

El dragón levantó el pie y yo salí deentre las gigantes uñas de sus dedos. Lastenía negras en el nacimiento y se ibantornando de un gris cada vez más clarohasta terminar en una punta de un tono

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parecido al de los cuernos. Excepto porunas pocas motas de un rojo brillante.Por el parecido sospeché que se tratabade laca de uñas, y entonces decidí dejarde pensar por completo.

Por fin saqué el cuchillo y justo en elinstante en el que aquella gruesa piel sevio libre de él, una fría luz de un colorblanco azulado comenzó a salir porentre sus escamas como si aquel enormecuerpo quisiera dejar de interpretar undesgraciado papel. Y entonces unaexplosión de luz me golpeó igual que sifuera un puñetazo, lanzándome algo másde un metro más atrás. Aterricé de golpesobre el descolorido papel pintado de la

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pared y tiré un espejo. Cayó al suelo yse rompió, y entonces comenzaron denuevo los chillidos del piso de arriba.

—¡Dios!, necesito una copa —dijouna voz con ansiedad.

Justo lo que yo estaba pensando.Me incorporé y me senté mientras

alguien empujaba la puerta de la cocinay se dirigía al armario de los licores.Apoyé las manos y las rodillas en elsuelo y asomé la cabeza por el dintel,pero solo vi a una pelirroja alta,desnuda, de pie delante del farol que yohabía encendido. Rebuscaba por elarmario de los licores vacío.

—¡No me digas que ahora eres

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abstemia!—No —negué yo con prudencia,

observando aquella nueva figura dearriba abajo.

Se parecía a Claire, mi antiguacompañera de piso. El espejismo eraperfecto hasta en los más mínimosdetalles que los hechizos suelen pasarpor alto. El pelo era una bolaenmarañada roja tal y como se le poníasiempre a Claire cuando el tiempoestaba lluvioso; las pecas de la narizformaban un dibujo muy similar y lacriatura cruzaba los brazos sobre elpecho con una postura habitual en ellaque expresaba insatisfacción.

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Pero también había ciertas notasdiscordantes. Esta Claire tenía ojeras deun morado oscuro, no dejaba de dirigirla vista nerviosamente de un lado a otropor la cocina y además mostraba ciertapalidez enfermiza a pesar de las pecas.Tenía los labios blancos y apretadosfuertemente el uno contra el otro yparecía como si no hubiera dormidodurante una buena temporada, como siestuviera de los nervios.

Y lo realmente decisivo era queClaire jamás habría aparecido sola enmedio de la noche, descalza y con esamirada de loca. Cuando yo la conocítenía un trabajo mal pagado en una sala

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mágica de subastas. Necesitaba algomás de dinero, y por eso buscaba unacompañera de piso. Aunque todo eso fueantes de que apareciera un auténticopríncipe fey en una de las subastas, laenamorara locamente y se la llevara aFantasía. Y desde entonces vive allí,supuestamente feliz, comiendo perdicescomo sueña todo el mundo.

—Resultas de lo más seductora —comenté yo. Me preguntaba cómo sedesahucia a un dragón con formamomentáneamente humana de una cocina—. Pero para la próxima vez, te informode que Claire no tiene por costumbreandar por ahí desnuda. Ni siquiera en su

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propia casa.—¡Llevaba ropa! —exclamó la

criatura, que inmediatamente sacó undelantal de un cajón. Era un delantal deesos antiguos que más bien parecen unvestido. Al menos tendría un aspectodecente mientras no se diera la vuelta—.Pero ahora, cada vez que cambio,estallo la ropa. Mi yo dragón ha llegadoa la adolescencia y crece como lamarihuana.

Desvié la vista desde el cajón dondeguardábamos los delantales, que yo nisiquiera sabía que teníamos, hasta lamujer que se encogía de hombrosluciendo uno de ellos.

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—¿Tu yo dragón?Ella se apartó unos cuantos

mechones de pelo lacio de la frente conel dorso de la mano antes de contestar:

—Soy a medias fey de la oscuridad,Dory. Y tú lo sabes.

—Sí, pero…, nunca me dijiste quétipo de fey eras.

—Ni yo misma lo sabía hasta hacepoco. Y además, de todos modos, no esel tipo de asunto del que uno vayahablando por ahí en cualquierconversación.

Por fin encontró una caja deaspirinas en un cajón y se la acercó a losojos para leer la etiqueta haciendo el

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típico gesto de un miope. Aquellospreciosos ojos verdes siempre habíanvisto mal de cerca, y me imagino que elhecho de cubrirse de escamas era unaputada a la hora de llevar gafas.

Me puse de pie lentamente. Lacabeza me daba vueltas.

—¿Eres Claire?—¿Y quién creías que era? —

preguntó ella—. ¿Atila el huno?Claire fijó la vista en el cuchillo de

cortar carne que yo seguía sosteniendoen una mano y del que chorreaba sangrenegra no humana por el suelo debaldosas de la cocina. La sangre dedragón es corrosiva, cosa que

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posiblemente explica por qué la mitaddel filo del cuchillo había desaparecidoy por qué parecía como si un ratónhubiera estado mordisqueando lasbaldosas. Me llevé lo que quedaba delcuchillo al fregadero, lo lavé y volví adejarlo en su sitio.

Eso pareció tranquilizarla porqueentonces ella sacó algo que teníaescondido detrás de las piernas y losentó torpemente en una silla de lacocina. Debía de tenerlo oculto en laespalda cuando estábamos en el pasilloporque yo ni siquiera lo había visto. Meacerqué despacio a la mesa y contempleaquella nueva complicación con suma

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cautela.La pequeña criatura que viajaba

siempre a cuestas parecía humana. Mefiguré que era un niño por la ingeniosatúnica azul que llevaba puesta. Supuseque debía de tener alrededor de un año,pero a pesar de ello me miró con calmay con una especial tranquilidad teniendoen cuenta la escena de la que acababa deser testigo.

—¿Quién es este niño? —pregunteyo, observando cómo babeaba sobre latúnica.

Claire se tragó la aspirina sin agua yluego respondió:

—El heredero del trono de Fantasía.

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—El heredero del trono de Fantasíaacaba de regurgitar.

—Lo hace mucho. Está echando losdientes.

Yo parpadeé.—¿Echando los dientes? ¿Echa los

dientes y regurgita?—¿Por qué lo preguntas? ¿Qué otra

cosa esperabas?Yo sacudí las manos.—¡Eso!—¿Te refieres al ruido?—¡Sí! Me refiero a ese horrible

ruido que está venga dale que te pego.—¿Eso es un bebé?—Sí, un bebé duergar. Bueno, solo

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medio duergar —me corregí yo—. Laotra mitad es brownie, o al menos esome dijeron. Aunque empiezo a pensarque en realidad es banshee, Ya sabes,hijo de una de esas mujeres irlandesascuyo espíritu vaga como un alma en penasegún cuenta la mitología.

—¿Estás hablando de esa cosita querecogiste en la subasta?

Por fin Claire encontró una caja detiritas y se estampó una en el dedo delpie. Y vale, el asunto del delantal podíahaberle salido bien de chiripa, pero nohabía mucha gente que supiera de dóndehabía sacado yo mi nueva afición. Lasubasta mágica había sido por completo

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ilegal y estrictamente confidencial. Noera de extrañar si tenemos en cuenta quevendían híbridos ilegales de criaturassobrenaturales y que algunas de ellaseran bastante peligrosas, Ni siquiera yosabía que esa subasta iba a celebrarsehasta que entramos allí por casualidad.

Por extraño que pareciera, aquellacriatura era Claire.

—Sí —le dije yo.La cabeza me hervía de preguntas.

Hacía más de un mes que no la veía. Ysegún parecía, ella había adquirido unascuantas habilidades durante su ausencia.

—Pero si el bebé ya tenía dientes —objetó Claire, frunciendo el ceño al ver

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la nevera vacía.—Eran los dientes de leche. He

estado encontrándomelos tirados portoda la casa. Ahora le están saliendo losdientes de mayor y… Claire, creo queme estoy volviendo loca.

—No te estás volviendo loca.—¡Acabo de verte transformada en

un dragón!—¡Bueno, no haberme asustado! —

exclamó ella a su vez. Claire abrió lapanera y se quedó mirando el montón depapeles—. ¿Pero es que ya no hay nadieque coma en esta casa?

—Me apaño con la comida rápidapara llevar.

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Los ojos de Claire se fijaronentonces en las enormes bolsas blancasque despedían un aroma a pollo alsésamo, a verduras chow mein y a arrozfrito por toda la cocina.

—Parece que has traído comidasuficiente para tres —comentó ella sinperder la esperanza.

—Sí, pero no sé cuándo podremoscomérnoslo. ¡Con tanto susto!

Claire frunció el ceño y por unmomento me pareció idéntica a su alterego.

—¿Dónde está ese bebé tuyo?Yo sonreí.

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3

Subí las escaleras y Claire me siguiócon su tranquilo y manso fardo pequeño.El nivel de decibelios aumentaba concada escalón que ascendíamos. Yoestaba convencida de que las paredes seresquebrajarían. Abrimos la puerta demi viejo despacho e incluso Claire, quehasta entonces había permanecidoinmutable, hizo una mueca.

Ella entró y de repente los chillidoscesaron bruscamente. De un lecho deedredones colocados debajo de la camaasomó una cabecita peluda que se quedó

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mirándola con unos enormes ojosverdes. La criatura parecía un cruceentre un mono y un hombre diminutopero viejo: tenía los miembros largos ypeludos, el rostro pequeño y aplastado,y el pelo desbaratado como el de losteleñecos.

Las lágrimas que aún no habíaderramado y que vibraban en suspestañas parecían destilar la luz de laluna que se filtraba a través de lascortinas, y por un momento leconfirieron un brillo a sus iris como eldel metal pulido. Parpadeó y laslágrimas resbalaron por sus mejillas, yde nuevo comenzó el estridente sollozo.

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Pero entonces Claire se acercó concalma y lo tomó en brazos.

La criatura abrió la boca para soltarotro chillido, pero la cerró nuevamentedespués de un hipo. Dirigió una miradasuplicante a Claire y se aferró a losvolantes del delantal con su diminutamano de dedos como palitos. Secomportaba como si yo hubiera estadotratándolo a patadas o algo así.

—¿Por qué está debajo de la cama?—exigió saber Claire.

—Le gusta estar ahí —contesté yo ala defensiva—. Los duergar viven bajotierra. Creo que se siente vulnerable siduerme en un espacio abierto. Lo

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coloqué encima de la cama, pero élsiempre se lo lleva todo ahí debajo.

Claire no pareció demasiadoconvencida con la explicación, pero lodejó pasar.

—¿Qué le das para el dolor?—De todo. Pero es como yo: las

medicinas no le funcionan y el whiskysólo lo embota un rato y luego…

—¿Whisky? —repitió Clairehorrorizada—. ¡Dime que no acabas deadmitir que has estado emborrachandoal bebé!

—¡Sólo le he restregado las encíasun poco! —exclamé yo ofendida—. Fueél el que se llevó la botella entera.

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—¡Pero si no es más que un bebé!¡Pobrecito mío!

—Eso ya lo sé, aunque no te creasque el alcohol le hace mucho efecto —dije yo con cierta amargura.

—¡Dory!—¡Sé lo que estás pensando! ¡Esta

historia de la maternidad es unverdadero asco!

El hecho de que en el momento dehacerme cargo de Apestoso ni siquierase me hubiera ocurrido pensar que eraun bebé no arreglaba nada. Habíanestado a punto de matarlo y como yo mehabía opuesto, él automáticamente habíapasado a ser mío.

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En ese momento el asunto no mehabía preocupado en absoluto porque enrealidad yo pensaba en él como en unamascota. Sin embargo, la experiencia mehabía demostrado que sí habíaintervenido una inteligencia inequívoca,por mucho que yo prefiriera no pensarloa causa del terror que me producía.

—Eso no es verdad, y además enrealidad tú no lo piensas —contestóClaire con paciencia—. Le salvaste lavida y le diste un hogar. Solo necesitasun poco de tiempo para acostumbrarte,eso es todo.

—No creo que pueda.Claire sonrió.

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—Todo el mundo piensa lo mismo alprincipio. ¡Los bebés son tan pequeños ytienen esos ojos tan grandes y tanconfiados! Tienen plena confianza enque nosotros lo sabemos todo cuando lamayor parte de las veces no tenemos niidea de nada.

Sí, eso era lo que me preocupaba.Yo más o menos me había criado sola, yahí estaba el resultado. No queríacagarla con él también, aunque el pobretampoco parecía tener ninguna otraalternativa.

Dado que los dhampir solopodíamos ser concebidos en un cortolapso de tiempo después de que un

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hombre iniciara el cambio, apenas habíaninguno. Porque a pesar de lo que laspelículas querían hacer creer al público,los vampiros recién transformados nopensaban en el sexo. Pensaban en lasangre.

Mircea era un tanto distinto porqueera el resultado de una maldición: nohabía sido creado. En su momento,durante una semana, había sido incapazde comprender lo que le había hecho lavieja gitana que había estado pegándolevoces. Hasta que unos cuantos noblestrataron de matarlo y él no murió. Sóloque mientras tanto él había seguido consus costumbres de playboy de siempre, y

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el resultado había sido el robusto yabominable bebé que había nacidonueve meses más tarde.

Yo podía contar con los dedos delas dos manos el número de dhampirsque conocía y que seguían vivos en esemomento. E incluso me habrían sobradodedos. Pero por lo poco que sabía, nohabía absolutamente ningún otro híbridode duergar y de brownie aparte deApestoso. Él solito constituía por símismo un género, y yo por experienciasabía muy bien lo que eso significaba.

Nada bueno.Claire me dio unas palmaditas en el

hombro.

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—¿Tienes niñera por lo menos?Hice un gesto en dirección a una

figurita pequeña acurrucada en unaesquina que trataba de esconderse detrásde una mecedora.

—Vale, Gessa, ya puedes marcharte.Dos diminutos ojos marrones ocultos

tras un montón de rizos castaños medirigieron una mirada miope por unsegundo. Acto seguido Gessa se puso depie de un salto y se escabulló por lapuerta. Apenas medía un metro de alto.Y jamás había que decirle dos veces quepodía marcharse.

—Antes estaba Olga —dije yo,refiriéndome a la competente secretaria

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que tenía desde hacía poco tiempo—,pero está otra vez tratando de sacaradelante su negocio y ya no puedequedarse aquí toda la noche. Y en cuantoa los ocupas que viven abajo, salendisparados en cuanto bajo a ver si…

—¿Qué ocupas?¡Uy!—Eh… bueno, en cuanto se

enteraron de que Olga iba a mudarseaquí, algunos de sus empleadosdecidieron venir también. Y como sonparientes suyos, se sintió incapaz dedecirles que no.

—¿Estás tratando de decirme quetenemos una colonia de troles viviendo

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en el sótano?—Supongo que debería de habértelo

dicho con más diplomacia.—Al menos eso explica el olor.—No, el olor es por Apestoso —

dije yo—. Está convencido de que tieneque hacer honor a su nombre.

—¡Vale, pues ponle otro!—Sí, ya lo intenté. Pero es que no

hay colonias de brownies por aquí cercay aunque encontré a unos duergars queviven en Queens, me dijeron que ése eraun buen nombre para él.

—Pero él es un híbrido —dijoClaire con tristeza, metiendo los dedospor el pelo de la criatura—— Puede que

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por eso a él no le guste.—Me contaron que entre su gente la

costumbre es ganarse el nombre. Hastaentonces funcionan con un simple apodo.

—¿Cómo que ganarse el nombre?—Eso no me lo dijeron, y según

parece son los mayores los que tienenque concederles el nombre a lospequeños. Así que imagínate lasprobabilidades que tenemos en estecaso. He pensado que cuando se hagamayor dejaré que él mismo decida cómoquiere llamarse —dije yo. Levanté laventana y dejé que entrara la brisa de lanoche—. Además cuando te acostumbrasal olor ya no te parece tan mal…

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De pronto me interrumpí. Porsegunda vez aquella noche vi algo queme hizo preguntarme si me había vueltoloca. Quiero decir preguntármelo conmás seriedad de lo que tenía porcostumbre.

Los árboles del jardín son en sumayor parte los originales que había enel terreno, y el ancestro de todos elloscrece justo al pie de esa ventana: setrata de un viejo álamo que no era másque un joven árbol cuando se construyóla casa. El zumbido del viento mecía sushojas en forma de lágrima en dirección ala casa, provocando un caleidoscopio deverdes, plateados y negros, y por un

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momento, con el contraste de la luz y delas sombras, me pareció ver…

—Dory… —dijo Claire, tocándomeel hombro. Yo me sobresalté. Ellafrunció el ceño—. ¿Qué pasa?

—¿Has visto… algo… en el árbol?—pregunté yo, tratando de mantener untono de voz bajo.

Ella miró por la ventana.—¿El qué? ¿Te refieres al nido de la

ardilla?Yo tragué.—Creo que necesito una copa.—Bueno, eso es precisamente lo que

te estaba diciendo —suspiró Claire—.¿Es que no hay alcohol en esta casa?

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—Puede que se me ocurra algo.—Fantástico. Pero sentémonos en el

porche. No me vendría mal un poco deaire fresco.

Claire fue a su antigua habitación abuscar algo de ropa y yo a la cocina apor un par de vasos del escurreplatos.Estaba abriendo la trampilla del pasillodonde guardo las botellas especialescuando ella bajó por las escaleras congran estrépito. Llevaba una camisaverde a juego con los ojos y unos viejosvaqueros, y sobre cada una de lascaderas sostenía a un bebé.

—No sé cuánto tiempo vamos apoder quedarnos en el porche. Parece

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que va a haber tormenta —dijo ella.Entonces captó mi expresión—. ¿Qué?

—¿Has conseguido vestir aApestoso?

La velluda pierna que colgaba de sucadera izquierda llevaba puesto unpantalón corto de deporte azul chillóncomo si tal cosa. La última vez que yohabía conseguido ponerle algo de ropahabía sido prácticamente sentándole aOlga encima.

—Se lo ha puesto él solito.Le dirigí una mirada malévola. Vale,

por fin quedaba claro que él pretendíahacerme quedar mal.

Agarré un par de botellas del

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pequeño escondite, cerré la trampilla yvolví a colocar cuidadosamente encimala alfombra.

—No sabía que tuviéramos unagujero para guardar el contrabando —dijo Claire, que me siguió por el pasillo.

—Hay compartimentos ocultos portoda la casa. Creo que tu tío los usabapara almacenar mercancía.

Pip, el difunto tío de Claire, habíasido contrabandista y el negocio le habíaido muy bien. Al morir el capitán habíacomprado aquella casa y enseguida sehabía dado cuenta de que le habíatocado el premio gordo. Dos caminosprehistóricos se cruzaban exactamente

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bajo sus cimientos: caminos que no eransino los ríos de poder que se generancuando dos mundos colisionan a un nivelmetafísico. El resultado es algo muypoco común, conocido con el nombre deabismo de caminos prehistóricos, y esun lugar que genera un enorme podermágico.

Es como el equivalente de laelectricidad, pero gratis, para la vida dehoy en día. Solo que en lugar deencender lámparas y neveras, Pip habíausado esa energía para poner en marchahechizos de protección y portales, yentre estos últimos un portal de entradaa Fantasía completamente ilegal. Ese

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portal le permitía saltarse toda la amplialegislación del sistema comercial querelaciona ambos mundos y sobre el quepesan fuertes impuestos. Y noprecisamente con un productotradicional cualquiera. Pip había idodirecto al producto más valioso y habíacomenzado a traficar con una sustanciavolátil conocida con el nombre de vinofey.

Las fuerzas policiales de la sociedadmágica jamás lo habían pescado porquenunca utilizaba los portales oficiales. Ylos feys no le habían prestado muchaatención dado que no compraba el vinodirectamente sino solo los ingredientes,

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y casi con toda seguridad en sitiosdistintos. Una vez que lo tuvo todo,montó una destilería en el sótano ycomenzó a hacer magia.

—¿Pero por qué lo usas? —preguntóClaire—. Hay sitio de sobra en losarmarios.

Yo la miré por encima del hombro.—¿Has visto alguna vez beber a un

trol?Ella se echó a reír y de pronto se

pareció a Claire; me refiero a la Clairede verdad, no a la extraña de los labiosapretados.

—¡Por la corte no aparecen mucho!—Bueno, pues si alguna vez

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aparecen, esconde el alcohol.Abrí la puerta de atrás de un golpe

con la cadera y salí fuera, donde reinabael sonido de los grillos y el olor de lalluvia inminente.

Me detuve un momento paraobservar el jardín porque no soypropensa a tener alucinaciones. Pero loúnico que no era normal era el tiempo.En el pedacito de cielo que se veía porencima de los árboles que limitan ellado derecho y posterior del jardín lasnubes colgaban muy bajas yamenazadoras, y parecía como siemanaran brillo desde dentro. Y porencima de la valla del vecino de la

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izquierda, cerca ya del horizonte, unacapa de lluvia gris vacilaba mecida porel viento como una cortina ondulante.

—¿Qué ocurre? —volvió apreguntarme Claire con los ojos fijos enla oscuridad igual que yo.

Rizos pelirrojos azotaban su rostro ycaían sobre los cristales de las gafas queno sé de dónde había sacado.

—Aún sigues necesitando eso apesar de… —dije yo al tiempo quehacía un gesto hacia el pasillo parareferirme al enorme animal.

Ella cambió de postura, delatando suincomodidad.

—Sí. Al menos cuando tengo esta

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forma. Con mi otro… bueno, del otromodo, de hecho, veo mejor de noche.

A mí también me ocurría igual,aunque en ese momento no parecía queme sirviera de mucho. Me incliné sobrela barandilla del porche para alzar lavista hacia las ramas del enorme álamo.Algunas de ellas colgaban sobre elporche, pero lo único que pude verfueron las susurrantes hojas. Meconcentré en la visión periférica, mássensible, y presté especial atención a loscambios de luz o a cualquier cambio deforma. Pero el resultado fue exactamenteel mismo: nada.

—¿Qué estás buscando? —volvió a

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preguntarme Claire con un poco más deinsistencia en esa ocasión.

—Todavía no lo sé.—Si crees que hay algún problema

podemos volver dentro.—Los hechizos de protección

protegen el porche tanto como el interiorde la casa. Dentro estaríamos igual deseguras que aquí.

—No hay ningún sitio más seguroque éste —declaró ella amargamente.

—Cuidado. Empiezas a hablar comoyo.

Hice una pausa para escuchar, peromis oídos también fallaron. Oí cómo elviento rajaba la lona que habíamos

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colocado sobre el agujero del tejado, oíel rechinar de la veleta y el chirriar delas cadenas del balancín del porche.Pero no oí nada más.

Claire se agarró los antebrazos conlas manos.

—A veces me asustas.—Y eso lo dice una mujer que acaba

de tumbarme.—No me refería a que tú me des

miedo, sino a que tengo miedo por ti —explicó ella con impaciencia—. Parececomo si estuvieras planeando hacertecargo de un ejército tú sola.

—¿Esperas que te ataque una tropa?—Aún no —musitó Claire.

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—Bueno, ya es algo.Decidí dejar que los hechizos de

protección hicieran su trabajo paraconcentrarme en arreglar el porche demodo que pudiéramos vivircivilizadamente.

Yo lo había amueblado teniendo encuenta más la comodidad que el estilo.A la izquierda había un viejo balancíncon la pintura blanca descascarillada ylas cadenas oxidadas; a la derecha undiminuto sofá de dos plazas que Clairehabía traído de su viejo apartamento yque se había quedado ahí porque la casano permitía que entrara por la puerta. Yjunto a la puerta, contra la pared

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posterior de la casa, un banco paraponer plantas.

Dejé las botellas y los vasos sobreel banco y entré otra vez a por la comidapara llevar. Al volver me encontré aClaire examinando con el ceño fruncidouna botellita azul y a los niñosinclinados sobre un tablero de ajedrezque habían sacado mis compañeros depiso. Estaban muy contentos, tumbadosboca abajo cerca de las escaleras,observando cómo las diminutas figuritasse comían las unas a las otras.

El tablero era de Olga. A un lado laspiezas eran trols y al otro eran ogros, eiban todos equipados con armas en

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miniaturas: espadas, hachas y unosartefactos que parecían catapultas y queestaban medio escondidas detrás dealgunos árboles. El juego sedesarrollaba en un tablero de lo máselaborado que incluía un bosque, cuevasy cascadas. A mí me parecía que noguardaba absolutamente ningunarelación con el juego del ajedrezhumano, pero Olga sostenía que yo decíaeso porque siempre perdía.

—Si quieres puedo hacer té para lasdos —se ofreció Claire al verme dejarlas bolsas en la mesa improvisada—.He visto que hay té en el armario.

—No me gusta el té.

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—¿Y sin embargo te gusta esto? —preguntó Claire, alzando la anchabotella que contenía el brebaje decontrabando de su tío.

—Me gustan algunos de sus efectos.Le quité la botella de las manos y me

serví una generosa cantidad en el vaso.—Creía que te dedicabas a apartar

este tipo de cosas de las calles —comentó ella en tono de reproche.

Yo sonreí.—Te aseguro que he estado

apartando todo lo que he podido.—Pero no creo que la idea

consistiera en que lo almacenaras parati. Es ilegal porque vuelve loca a la

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gente, Dory.—Pero a los que ya estamos un poco

locos nos vuelve más cuerdos.—¿Cómo? —preguntó Claire,

parpadeando.Alcé el vaso. El contenido cristalino

reflejó las luces del pasillo, lanzó rayospor todo el porche y obligó a Apestoso ataparse los ojos.

—Es el mejor antídoto contra losataques que he encontrado jamás.

Una de las cosas más divertidas demi vida son los frecuentes desmayosproducto de los ataques de ira. Puedendurar desde unos cuantos minutos hastaunos cuantos días, pero el resultado es

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siempre el mismo: sangre, destrucción yun alto coste para mi cuerpo. Se suponeque son normales para la gente como yo:son el resultado del cruce delmetabolismo humano y el instintoasesino del vampiro, y son una de lasrazones principales por las que hay tanpocos individuos de mi especie vivos. Ycomo se trata de un problema genético,no tiene cura.

Aunque tampoco es que nadie lahaya buscado muy a fondo. Al igual quea la mayor parte de las empresasfarmacéuticas humanas, a las familiasmágicas que se especializan en lacuración les gusta sacar un beneficio.

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Pero poco beneficio se puede extraerelaborando un fármaco para ayudarescasamente a un puñado de personas.

Claire abrió inmensamente los ojosy se quedó mirando mi vaso.

—¿En serio te ayuda con losataques?

—Los detiene en seco. Y adiferencia de los medicamentoshumanos, funciona siempre.

Claire tomó la botella y olió concautela el contenido. Hizo una mueca.

—Huele peor de lo que recordaba.—Es bastante fuerte.Era tan fuerte, que a Claire se le

saltaron las lágrimas. De hecho se usaba

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como disolvente para la pintura, razónpor la cual se solía combinar. Pero yono lo tomaba por su sabor.

—En realidad no es vino —me dijoella, dejando la botella en el banco—.Es el producto de la destilación de unadocena de hierbas, bayas y flores, lamayoría de las cuales jamás han sidoprobadas científicamente en ningúnlaboratorio. Y no me gusta la idea deque te conviertas en un conejillo deIndias.

—Se me ocurrió presentarmevoluntaria.

Claire descendía de una de las casasmágicas más antiguas de la tierra: una

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casa especializada en las artescurativas. Había estado trabajando en lasala de subastas únicamente a causa deuna disputa sobre una herencia, debido ala cual había tenido que salir huyendo deun primo avaricioso. Antes de eso sehabía especializado en la investigacióny lo último en lo que había estadoinvestigando eran las plantas fey. Queríaayudarme a superar mis ataques.

—¡Pero eso era distinto! Yo sabíaqué había en todo lo que te recetaba.Eran cosas fiables…

—Pero no me producían ningúnefecto.

Claire frunció el ceño.

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—Ahí puede haber cualquier cosa.No tengo ni idea de qué ingredientesusaba Pip. La receta difiereenormemente de una familia a otra, y ésaes la razón por la que hay tantasvariedades de este tipo de vino. Y Pipjamás dejó ninguna nota por ahí.

—Es una lástima.—No, Dory, no lo comprendes. Las

drogas, y desde luego se puede afirmarque ésta es una de ellas, tienen un efectoacumulativo. Hasta los feys puedenexperimentar algún suave efectocolateral de vez en cuando…

Yo me eché a reír.—Puede que para ellos el efecto sea

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suave. Pero yo no soy fey.—¡Eso es precisamente lo que estoy

tratando de explicarte! Esta sustanciaestá controlada en la tierra porque hacebrotar las habilidades mágicas latentesen los humanos. ¡Pero para luegohacerlos adictos y volverlos locos,claro!

—Pero yo tampoco soy humana.—Lo eres a medias.—Razón por la cual tengo cuidado.Claire entrecerró los ojos: debía de

haber captado algo por mi tono de voz.—¿Qué es lo que has estado

experimentando?—Tal y como tú has dicho, solo

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algunos suaves efectos secundarios.—¿Cuáles, por ejemplo?—Sobre todo que mis recuerdos son

ahora más intensos. Con sensacionesmás definidas, sonido en DolbySurround, todo.

—¿Como alucinaciones?—Como recuerdos más intensos,

Claire. No es para tanto.Pero ella no parecía convencida.—¿Y puedes controlarlos? ¿Puedes

dejar de recordar en el momento quequieras?

—Sí —respondí yo tranquilamente—. Y ahora, ¿vas a comer, o vas aseguir regañándome?

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Por su forma de mirarme estabaclaro que el asunto no había terminado.Pero su estómago rugió, imponiéndosepor un momento a su cabeza. Yo me dejécaer en el sofá y fui pasándole cajitas deostras, platos de papel y palitos decerdo que iba sacando de las bolsas.

—¡Dios, cuánto he echado esto demenos! —exclamó ella minutos despuéscon la boca llena de chow mein.

—¿El qué?—La grasienta comida humana para

llevar.—¿Es que no hay nada parecido en

Fantasía?—No. Ni tampoco tienen televisión,

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ni películas, ni iPods, ni vaqueros —enumeró ella, acariciándose el raídovaquero por encima de la rodilla—.¡Demonios, cuánto he echado de menoslos vaqueros!

Me eché a reír.—Creía que te gustaba que te lo

dieran todo servido.—¿Y que los sirvientes te sigan a

todas partes y vestirte de punta enblanco todos los malditos días y quetodo el mundo ceda ante ti, pero que enrealidad nadie hable contigo? —preguntó Claire mientras ponía los ojosen blanco—. ¡Oh, sí! ¡Es genial!

—Pero Heidar habla contigo, ¿no? Y

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Caedmon, ¿no es así?Heidar era el prometido de Claire,

enorme y rubio. Caedmon era el padrede él, el rey de una de las ramas de losfeys de la luz.

—Sí, pero Heidar está fuera casitodo el tiempo, vigilando la frontera, yCaedmon se esconde en reuniones dealto nivel en las que tiene que decidirDios sabe qué mientras yo estoy dandovueltas por allí, supuestamente haciendopunto o algo así.

—A mí no me gusta hacer punto.—Pues yo he estado tan aburrida,

que incluso he pensado en la posibilidadde aprender.

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—Parece que necesitas unasvacaciones.

Claire masticó los fideos sin decirnada.

Yo me quité las botas y las arrojéjunto a la puerta. Me gustaba sentir elcontacto de las viejas y lisas tablas demadera en las plantas de los pies. A lolargo del día absorbían mucho calor ydurante la noche iban soltándolo a unritmo constante, de modo que latemperatura del suelo contrastabaagradablemente con la de la brisa, másfresca. Unas cuantas polillas se agitabanalrededor del farol de barco que,suspendido sobre nuestras cabezas, se

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balanceaba ligeramente azotado por labrisa.

—¿Vas a contarme qué te pasa? —pregunté yo por fin al ver que Claire sehabía terminado el whisky y seguía sindecir nada.

Claire había estado contemplando lanoche con una mirada absorta, pero enese momento dirigió sus ojos comoesmeraldas hacia mí.

—¿Cómo sabes que me pasa algo?Quizá simplemente haya decididotomarme esas vacaciones de las quehablabas tú.

—¿De repente, a medianoche?—Tú también a veces haces cosas a

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horas extrañas…—¿Sin zapatos, sin equipaje y sin

escolta?Claire frunció el ceño y por fin

cedió.—No quiero involucrarte en esto.

He venido aquí porque no teníaelección. Los portales oficiales estántodos custodiados desde la guerra.

—Los que nosotras conocemos —convine yo.

—Me refiero por el lado fey —puntualizó ella como si fuera evidenteque su gente trataría de impedirlemarcharse.

—Vale, espera. Vuelve atrás. Has

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entrado por el portal que hay en elsótano porque…

—Porque nadie lo conoce. El tío lousaba para introducir mercancía decontrabando, así que lo mantuvo ensecreto.

—¿Y tenías que escaparte de allí ensecreto porque…?

—Ya te lo he dicho, no quieroinvolu…

—Ya estoy involucrada —señalé yo—. Estás aquí. Y es evidente que tienesun problema. Voy a ayudarte te guste ono, así que será mejor que me locuentes.

—¡Yo no quiero tu ayuda!

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—Eso no me importa.Claire se quedó mirándome. Tenía

uno de esos semblantes que solo puedenapreciarse de verdad cuando demuestranpasión. Tez pálida como el marfil, perfilde nariz aguileña humanizada por unaestela de pecas y mandíbula prominente,suficientemente destacada ya cuandoestaba en calma. Pero con aquellos ojoscomo esmeraldas de un color brillante yechando chispas, con aquel gloriosopelo formando una pelambreraalrededor del rostro al azotarlo elviento, estaba espléndida.

Y además era una de las pocaspersonas que conocía con más

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temperamento incluso que yo. Era la marde sencillo conseguir que te dijera laverdad. Bastaba con enfadarla.

—He venido aquí para salvar a mihijo, ¿vale?

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4

Contemplé al niño pequeño. Tenía lastípicas mejillas sonrosadas y las piernasregordetas como todos los bebés, que yosepa. En ese momento le dabagolpecitos a dos figuritas del ajedrez,tratando de conseguir que se enzarzarany se pusieran a pelear.

Los había sacado fuera del tablero ylos había puesto sobre el círculoconstruido con el fondo de mimbre deuna mesa. Los observaba con avidez através de la abertura del cuadriláteroprovisional de combate, esperando que

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se produjera el caos. Pero las figuras nole complacían. Una de ellas se habíaagachado para sacudirse la espada y elotro estaba echando un cigarrillo. Por unmomento los anillos de humo cubrieronsu cabeza antes de que el viento se lollevara.

—Son amigos —le dije yo al niño.Por casualidad había cogido dos

trols en lugar de una figura de cadabando.

El niño alzó la vista hacia mí conuna expresión confusa.

—Son aliados —le explicó Clairecon voz severa.

Una expresión de comprensión cruzó

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su semblante. Luego una mano regordetahurgó por el juego y sacó un ogro consus pequeños colmillos brillantes tras lavisera metálica del casco que le cubríael rostro. El niño lo puso en elcuadrilátero e inmediatamente los dostrols se lanzaron encima. El ogro fruncióel ceño y echó a uno de los trols fuera,con lo cual el combate fue más igualado.

—¿Es que no conoce la palabraamigo? —pregunté yo un tantohorrorizada.

—En Fantasía hay aliados yenemigos —contestó Claire, que se pusoen pie para volver a servirse otra copa—. Los amigos ya son mucho más raros.

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Apestoso se había unido al pequeñopríncipe. Los dos tenían las cabezasjuntas: la una de un rubio dorado y laotra de pelo castaño enredado y controcitos de rollito de huevo. Yo fuiquitándoselos mientras Claire volvía asentarse con lo que parecía un whiskydoble.

—Pues a mí me parece que tiene unaspecto sano —comenté yo—. ¿Qué eslo que le pasa?

—¡Nada! Y así va a seguir.—¿Y por qué no iba a seguir así?—Porque ha tenido la mala suerte de

nacer chico —contestó Claire conamargura.

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—¿Cómo?—Los feys no permiten reinar a las

mujeres. Al menos nuestra rama no lopermite. Así que una chica no habríasupuesto ninguna amenaza.

—¿Amenaza para quién?—¡Piensa un poco! Todo el mundo

en la corte ha tenido cientos y cientos deaños para hacer sus planes, convencidosde que el rey no tendría hijos jamás. Yde pronto, hace un siglo, tuvo a Heidar,aunque eso a nadie le preocupó porqueél no puede heredar el trono.

Yo asentí. La madre de Heidar erahumana y él había heredado de ella suestructura corporal más pesada y su

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sólida musculatura. Y esa misma sangregarantizaba que él jamás ocuparía eltrono. Según la ley el rey tenía que serfey en más de un cincuenta por ciento, yHeidar apenas lo era en un cincuenta porciento.

—Pero entonces llegué yo —continuó Claire después de untonificante trago—. Y yo soy fey en algomás de un cincuenta por ciento. Así quecuando Heidar y yo anunciamos queestaba embarazada, todo el mundo echócálculos y se asustó. Los cortesanos queesperaban que sus hijas pescaran al reyse dieron cuenta de que al tener unheredero a través de su hijo, Caedmon

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ya no necesitaría casarse. Las hijas encuestión, los parientes masculinos queesperaban heredar si él moría sinheredero legítimo, la gente que habíagastado una fortuna haciéndole la pelotaa todos esos parientes… ¡todos estabanfuriosos!

—Pero asesinar…—Los «accidentes» comenzaron

nada más nacer él —dijo Claire con elrostro lívido.

—¿Qué clase de accidentes?—Sólo en el primer mes estuvo a

punto de ahogarse en la bañera, se leecharon encima un montón de perroscazadores y se le derrumbó encima el

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tejado del dormitorio. Y después lascosas fueron de mal en peor.

—¿Y Heidar no hizo nada?—Echó a la niñera, sacrificó a los

animales y apuntaló el techo, pero nadade eso evitó que mi hijo siguierarodeado de un puñado de asesinos.

Por un momento estuve dando sorbosa mi bebida, tratando de pensar en unmodo diplomático de decir lo que queríadecir. Pero no era fácil. La diplomaciaera el punto fuerte de Mircea, no el mío.

—¿Crees posible que al menosalgunos de esos accidentes lo fueranrealmente? —pregunté yo por fin.

—¡No estoy loca ni estoy

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alucinando! —soltó Claire, que sacudióel hombro y puso toda la espalda tensa.

Mi intento de mostrarme diplomáticahabía sido un fracaso.

—Ni yo he dicho nunca que lo estés.Quieres proteger a tu hijo y por logeneral el instinto de una madre jamásfalla. Pero tú has nacido aquí. Heidarnació allí. Si él cree que realmente nohay ningún problema…

—¡Por supuesto que él sabe que hayun jodido problema! ¡Después de lo deesta noche lo sabe ya todo el mundo!

—¿Qué ha pasado esta noche?—Que han vuelto a intentarlo. Y esta

vez casi lo consiguen.

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Yo me erguí en el asiento.—¿Qué ha ocurrido?Claire respiró hondo con la evidente

intención de calmarse.—Yo iba a cenar, pero en el último

momento decidí ir a ver a Aiden. Estabamuy alterado… como está echando losdientes, a veces se pone imposible ysalir a caminar lo calma un poco. Asíque me lo llevé a dar un paseíto corto yal volver… ¡Dios, Dory! ¡Qué desangre! ¡En su habitación!

—¿Sangre de quién?—De Lukka —susurró Claire—. Me

la encontré tirada en el umbral de lapuerta del cuarto del niño. Le habían

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cortado el cuello y el charco… corríapor las baldosas y se metía por todas lasranuras. Estaba casi todo el suelochorreando.

—¿Lukka es su niñera?Claire asintió. Tenía los labios

blancos.—¡Era tan joven! Cuando me la

trajeron por primera vez me dio un pocode reparo, pero fue realmente buena conél. Los feys adoran a los bebés y ella nopodía… —Claire tragó—. ¡Ella loadoraba! —añadió con sencillez—. Y apesar de que el niño ni siquiera estabaallí, la asesinaron.

—¿Quién la mató?

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—¡No lo sé! —exclamó Claire conun gesto de cansancio—. Puede habersido cualquiera. Hay mucha gente quepiensa que los feys estarían mejor siAiden jamás hubiera nacido.

—Pero tiene que ser alguien a quienLukka pudiera identificar porque en casocontrario no habrían necesitadoasesinarla.

—Sí, me di cuenta después. En elmomento de descubrirlo simplemente medi la vuelta y eché a correr. Y no paréhasta llegar al portal del tío…

—Y por eso es por lo que aparecistedescalza.

Al menos uno de los misterios había

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quedado resuelto.Claire asintió.—Está a más de kilómetro y medio

de palacio, en medio de un espesobosque. Perdí los zapatos por el camino.

—¿Pero el palacio no tiene supropio portal?

—Sí, pero en ese momento nopensaba con claridad. Además, de todosmodos, tenía planeado venir aquí ysupongo que era como una idea fija quetenía metida en la cabeza, porque no medi cuenta de lo que estaba haciendohasta no haber recorrido la mitad delcamino.

—¿Pensabas venir aquí?

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—Sí. Lo decidí ayer, cuandodescubrimos lo de la Naudiz —dijoClaire como si yo tuvieranecesariamente que saber a qué serefería.

—No me gusta eso de hacerte milesde preguntas sin parar, pero…

Claire se puso en pie y comenzó arecorrer el porche arriba y abajo.

—Es una runa. Ni siquiera está bientallada; no es más que un pedazo depiedra con unos cuantos arañazosgroseros. Caedmon me la enseñó unavez y me dijo que era parte de unconjunto que hoy en día se ha perdido ensu mayor parte. Parece que nadie sabe

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de dónde procede. Cuando le pregunto ala gente, simplemente me contestan queviene «de los dioses» —explicó Claire,haciendo una mueca—. Pero eso es loque dicen siempre los feys cuando nosaben algo.

—¿Y qué importancia tiene eso?—Porque la han estado usando

para… bueno, más o menos para lo desiempre, que yo sepa: para proteger alheredero del trono. Se supone que elheredero debe recibirla durante unaceremonia que se celebra en su primercumpleaños o en todo caso en elmomento en el que sea capaz de resistirla magia de la piedra. Según la leyenda,

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la persona que la lleve jamás podrá serasesinada.

—¿Y es que ha desaparecido?Claire asintió.—Aiden solo tiene nueve meses,

pero es un bebé muy grande. Así quepedí que adelantaran la ceremonia.Hubo murmuraciones porque mi peticiónno encajaba con el protocolo, pero dadoel número de accidentes conseguí queme hicieran caso. Y entonces, justo a lanoche anterior, descubrimos que lareliquia había desaparecido de la criptafamiliar.

—¿Quién tiene acceso a esa cripta?—La entrada está protegida con un

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conjuro. No puede entrar nadie que nosea un pariente cercano de sangre.

—¿Y cuántos parientes tienenacceso?

—Por lo general solo dos: Caedmony Heidar. Ni siquiera yo podía entrar amenos que fuera con uno de los dos.

—¿Cómo que por lo general?—Me refiero a antes de que llegara

Efridís a la corte —explicó Claire convehemencia—. Es la hermana deCaedmon, pero ya ves… hubiera debidode imaginármelo. ¡Es la madre deǼsubrand!

Traté de reprimir unestremecimiento. Ǽsubrand era el

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príncipe fey con una vena sádica quehabía estado a punto de asesinarme laúltima vez que nos habíamos visto,jugando a lo que él consideraba undivertimento sencillo y sin importancia.Yo me había curado rápidamente; ésaera una de las ventajas de ser como era.Y no obstante todavía tenía la marca deuna mano, una sutil cicatriz, grabadaigual que una quemadura en el estómago.La marca de su mano.

A los feys, por supuesto, lesimportaba un bledo porque para ellosuna vida humana, que era como meconsideraban a sus ojos, apenas teníavalor. Pero sí les importaba y mucho

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que Ǽsubrand hubiera tratado deasesinar a Caedmon. El padre deǼsubrand era el rey de una banda rivalde los feys de la luz y me imagino que suintención era lograr unificar algún díalas dos tierras bajo un solo gobierno. Opuede que Ǽsubrand simplementeestuviera cansado de esperar a que supadre se decidiera a dar el primer pasoy hubiera resuelto conquistar el país porsu cuenta. De un modo u otro, desdeluego a Caedmon no le había hechoninguna gracia.

—Dime que ejecutaron a esamierdecilla.

Claire sacudió la cabeza en una

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negativa.—El Domi, o sea el consejo de los

ancianos quería hacerlo, pero Caedmonvetó la decisión. Fantasía está ahoramismo al borde de la guerra y él teníamiedo de precipitar las cosas y de quese produjera un gran caos al ejecutar alheredero de los svarestris.

—Pero entonces, ¿qué ha sido de él?—Lo metieron en prisión, si es que

te parece que tener unos veintesirvientes a tu disposición y un castillopara ti solo puede llamarse así.

—¿Pero qué diablos…?—De hecho es un pabellón de caza,

pero es igual de grande que un maldito

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castillo.—¿Y por qué no está en una sencilla

celda en cualquier parte? —exigí saberyo.

Preferentemente en una en la quehubiera ratas.

—Porque los feys no tienenprisiones tal y como nosotros lasconocemos. El agresor pasa un pequeñolapso encarcelado, esperando el juicio,y luego es castigado o ejecutado. Enrealidad no saben qué hacer con él.

—¿Y por eso no le hacen nada?¡Trató de matarte!

Ǽsubrand había atacado a Clairecon la intención de eliminar a su rival

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antes incluso de que hubiera nacido. Élhabía fracasado y nosotros habíamosvencido. Así que naturalmente era élquien estaba sentado rodeado de lujosmientras yo trataba de reunir dinero paraarreglar el tejado.

—Lo azotaron en público y me viobligada a presenciarlo como parteofendida. Estuvo mirándome todo eltiempo con esa sonrisita suya —dijoClaire con un estremecimiento.

—Lo azotaron —repetí yo conamargura—. Estoy convencida de quefue un tremendo…

Me interrumpí porque el porchedesapareció en un suspiro. Y con él

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desaparecieron Claire, el jardín y elsuave chirrido del balancín. Por unmomento no hubo nada más que unhirviente vacío negro. Era como el colorde las nubes tormentosas contra el cielonegro. Pero de repente surgió una escenarecortada en fosforescencia, entonalidad y en extraños sonidos y olores,y yo estaba de pie en medio de un campoabierto.

Era un día deslumbrante de pura luzen el que el sol parecía un carbónardiente sobre nuestras cabezas. Antesde que consiguiera siquiera orientarme,unas bruscas manos me empujaron porunos escalones de tosca madera hacia lo

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alto de una plataforma. Acababan determinar de construirla. Lo sé porquetodavía olía a serrín en el aire y se veíanmotas de madera en la hierba seca, másabajo.

Ante mí había tribunas llenas degente sentada bajo toldos relucientes. Elaire permanecía inmóvil y el sol caíacon fuerza, empapándonos de unpegajoso calor. Y sin embargo nadie semovía ni siquiera para abanicarse. Nohabía ni murmullos, ni codazos, ni gentehablando, ni el típico comportamientoestridente que se produce cuando sereúnen personas y que yo siempre hevisto.

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Aunque también es cierto que yojamás había visto a una multitudcompuesta únicamente de feys.

Lo habían dejado con la misma ropacon la que lo habían capturado.Llevaba ya dos semanas sucio yrepugnante, manchado de sangre. Porfin le quitaron la ropa y lo dejarondesnudo ante la multitud. Como a uncriminal común que estuviera a puntode escuchar la sentencia.

Le habían soltado las muñecas dedetrás de la espalda y se las habíansujetado a la parte superior de unareja en forma de equis. Tensaba y

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ondulaba los músculos de los brazos alsacudirse inútilmente contra la reja.Sentía la ira bullir en su interior otravez; una furia que ningún grito habríapodido ahogar por fuerte que chillara.Que fuera él el que estuviera allí, así,mientras esa cosa estaba sentada en latribuna…

Tenía las piernas separadas ysujetas a la parte inferior de la reja. Lamadera era tosca y no estabaperfectamente lisa, asique las astillasse le clavaban en la carne. Losmosquitos no hacían más que zumbaralrededor de su cara y pegársele a lapiel, y él no podía hacer nada por

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matarlos o apartarlos. Y justo delantede la reja, colocado sobre las tablasdel suelo de modo que él pudiera verlobien, yacía el látigo enroscado comouna serpiente de piel, esperando paraazotarlo.

Hizo caso omiso del látigo ycontempló la escena. Entrecerró losojos para evitar que la luz lodeslumbrara y buscó entre la multitud.No fue difícil encontrarla. Sentía comose le quemaba la piel pálida y desnuda,pero al menos él no estaba sudandocomo la mestiza esa en el palco de lafamilia, sentada junto al híbrido de sumarido. El toldo que tenía encima no

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llegaba a cubrirle todo el vestido verdepálido. Se movió incómoda, mirando atodas partes menos a él, retorciendolos dedos en el regazo.

El engendro ese en medio de lacorte era el testimonio del ansiainsaciable de poder del rey supremo:una mancha en la línea genética quesocavaba su poder. Y el resultado eraque un príncipe con sangre fey de laluz al cien por cien estaba a punto deser azotado delante de una criaturaabominable medio humana, medio feyde la oscuridad. Era obsceno.

Los soldados custodiaban laplataforma para evitar cualquier

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posibilidad de huida. Las armaduras desus hombros y brazos, las espadassujetas a los costados, las viseras desus cascos; todo brillaba con laresplandeciente luz del sol. Lospendones y las banderas colgabanflácidas en aquel asfixiante cielo azul ydorado, esperando igual que los demás.

Los tambores comenzaron un lentoy mesurado redoble que resonó como eleco a lo largo y ancho de lossilenciosos prados. Un desfile dehombres surgió desde el otro lado de lacolina que separaba aquel escenariodel castillo. Los nobles de la corte,lores y ladys vestidos con sus mejores

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galas, entraron en escena, caminandoen fila, detrás de una figura alta con elcabello de un rubio plateado sobre elque ostentaba la corona dorada delpoder.

El rey se detuvo delante de lastribunas para hablar a la multitud. Ungesto sin sentido. Todos sabían por quérazón estaban allí. Pero su voz siguiósonando con una monotonía semejanteal ruido que hacían los insectos en losoídos de la audiencia. Él prefirió nohacer caso y mirar los pedazos decarne putrefacta que adornaban lasesquinas de las tribunas: lo único de loque podía alardear aquel tribunal en

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cuanto a su fortaleza y su voluntad deactuar.

Junto con él habían capturado aVítus, pero él no era un príncipe.Ninguna guerra dependía de su destinoni había nadie tampoco que fuera ahablar en su favor. Su familia habíasalido huyendo como las ratas queeran, agachando la cabeza,arrastrándose y suplicándole al rey porsu vida, sus tierras y sus títulos.Habían abandonado a Vítus a merceddel rey.

Él había sido testigo de esagraciosa merced del rey mientras suvida seguía pendiente de un hilo. Lo

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habían obligado a ver cómo el reydesenvainaba una sencilla espada deguerra con una hoja como un espejo depuro reluciente, muy afilada. Un rayode sol había incidido por un segundosobre aquella hoja, que lo habíareflejado sobre sus ojos como unadolorosa y radiante Hecha. Pero él sehabía negado a cerrarlos, se habíanegado a apartar la vista un soloinstan te, temiendo que lo tomaran porun gesto de debilidad.

Así que había visto cómo la espadadescendía y seccionaba el cuello endos: cómo un manantial vibrante depura sangre fey brillaba en medio del

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aire como si se tratara de una fuente derubíes. Por un instante todo habíaquedado realzado con aquel encendidorojo: el tajo en su imaginación, laimagen ardiente en su memoria. Lehabía recordado al brillo de la puestade sol justo antes de desaparecer en elhorizonte. La diferencia entre el día yla noche, entre lo que era y lo quesería.

La multitud había ahogado un gritoante una ejecución que para muchosera la primera. Pero volvieron amantener el orden otra vez alacercarse el rey al cuerpo de Vítus ydetenerse después delante de Ölvir. A

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Ölvir lo habían esposado de rodillasporque las heridas de guerra de ambaspiernas le impedían permanecer de piedurante mucho rato. Tenía las manosatadas por delante con un frío hierronegro enganchado a unas pesadascadenas. El metal le extraía la fuerza ypodía acabar por quemarle la piel si selo dejaban ahí mucho tiempo.

Pero el hierro no iba a estropear supiel.

Ölvir se había erguido al caer lasombra del rey sobre él: primero laespalda, luego el cuello y por fin lamirada orgullosa. El cabello negroenredado le caía por los hombros y se

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le pegaba a las mejillas. Las heridas desu rostro eran feas y solo se le habíancurado a medias. Ya pesar de que notenía más que un ojo lo suficientementeabierto como para verla escena que sedesarrollaba ante él, se había quedadomirando al rey sin parpadear.

Él no había rogado por su vida nihabía pedido compasión.

Ni le habían ofrecido ninguna delas dos cosas.

Por fin el rey supremo terminó subanal discurso y los nobles ocuparonsus puestos en el círculo de asientoscolocados especialmente para ellosdelante de las tribunas. Allí habían

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estado sentados también durante lasejecuciones celebradas conanterioridad; el rey quería ver quevolvían a casa con sus finos ropajesmanchados con la sangre de latraición. El mensaje quedaba claro;como si a alguno de aquellos cobardesle hiciera falta.

El rey se quitó la camisa, la doblócuidadosamente y la dejó sobre laespesa hierba dorada junto a laplataforma. Sobre ella colocó lacorona del gobierno. Se alisó el pelodel cráneo y se hizo una coleta con unrápido y pulcro movimiento paramantenerlo apartado de la cara.

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Finalmente subió las escaleras delaplataforma y se detuvo delante de lareja.

Se inclinó y recogió el látigo por elmango, dejando que se desenvolviera élsolo al estirarse. La piel trenzada sedeslizó sobre la madera con un ruidoseco como de escamas. Se colocó a ladistancia requerida sin decir unapalabra y dio un paso atrás. El látigoresquebrajó el aire y produjo unchasquido. Sería el primero de muchosotros.

La sangre se derramaba por laespalda y las piernas del prisionero yrezumaba de las muñecas fuertemente

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sujetas, formando un dibujo nuevo conlas manchas marrón rojizo del suelo asus pies. El Domi había presionadopara que le aplicaran la pena máxima,o eso al menos había oído decir él:quinientos latigazos, que fácilmentepodían resultar mortales incluso paraun fey. Pero el rey había negociado yhabía conseguido rebajárselos adoscientos: seguía tratando de impediruna guerra.

Era un estúpido. Era evidente paratodo el mundo menos para él. Laguerra ya había comenzado.

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5

Alguien me dio una bofetada. Parpadeéy la brillante y bien iluminada escena serompió en mil pedazos y se desvaneció.Me quedé absorta mirando una telarañadel techo del porche. Yo estabadespatarrada en el sofá y Claire estabade pie delante de mí, agarrándome de lamuñeca. Ella estaba pálida y parecíaasustada. Levantó la otra mano, pero yola detuve a tiempo. Ya me picababastante la mejilla.

—Estoy bien.—¿Bien? —repitió ella con un

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chillido—. ¡Estabas pálida! ¡No podíashablar! ¡Pero si apenas respirabas!¡Durante más de un minuto, Dory!

—He visto…—¡Seguro! ¡Tienes suerte de que no

haya sido lo último que has visto! —exclamó Claire, que alzó la botellita desu tío—. ¿Cuánto has bebido?

—No tanto.Me erguí y me senté. Tenía

demasiado calor y una ligera sensaciónde náusea. Todavía podía oler la sangrecaliente en el aire, oír el inquietantesilencio de la multitud, sentir el agudomordisco de los latigazos que jamás mehabían dado. Pero no fue eso lo que me

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impulsó a ponerme en pie.—¡Siéntate! —ordenó Claire,

tratando de empujarme para atrás—.Voy a traerte agua y vas a bebértelatoda.

—He visto cómo azotaban aǼsubrand —afirmé yo.

Me puse en pie y me acerqué a labarandilla.

—Puede que esa cosa te haga vervisiones si bebes demasiado…

—Tú ibas de verde. Llevabas unvestido verde manzana. Hacía calor yestabas sudando. Daba la impresión deque no querías estar allí.

Claire se quedó mirándome. Su pelo

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de un rojo ardiente brillaba con la luzprocedente del pasillo.

—¿Cómo has…?—Veo recuerdos, Claire.—¡Pero tú no estabas allí! Dory,

¿estás diciéndome que puedes ver losrecuerdos de otras personas? ¿Dices quehas visto mis recuerdos?

—No eran los tuyos los que he visto—le dije yo.

Comencé a buscar por el jardín. Meconcentré en la lluvia distante, en suolor metálico, en su susurro seductor yambiguo. Y justo detrás atisbé supresencia.

Claire frunció el ceño.

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—¿Los de quién, entonces? PorqueAiden no estaba…

—¿Los de Ǽsubrand?El nombre salió de mis labios como

un suspiro, curvándose al final con eltono de una pregunta.

Claire se aferró a mi brazo.—¡Dory! ¡Él está en una prisión de

Fantasía! ¡No está aquí!—No he visto los latigazos desde tu

perspectiva —le contesté yo conaspereza—. Los he visto desde laperspectiva de él. Y eso sólo me ocurrecuando esa persona está cerca.

—¿Cómo de cerca?—Muy cerca.

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Era difícil adivinar qué podía haberahí fuera, en el jardín, en la oscuridad,un poco más atrás. Teníamos la tormentacasi encima y el viento soplaba cada vezmás fuerte. Observé al viento recorrerun circuito en el jardín sobre losárboles, deslizándose por debajo de lashojas verdes para darles la vuelta demodo que los reversos más claroscaptaran la luz de la luna. El vientocomenzó a girar cada vez másllevándose las hojas a lo largo de lavalla hasta que todo el jardín seconvirtió en una enorme banderaplateada desplegada contra el verdeoscuro de las nubes tormentosas.

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Pero si había una personainvolucrada en todo ello, yo no la vi.

Claire sacudió la cabeza.—Nadie vendrá aquí al menos hasta

dentro de un par de días como pronto, telo prometo. Aunque haya logradoescapar de algún modo, es imposibleque haya venido aquí.

—La línea del tiempo fey es tandistinta de la nuestra que no hay modode saber cuánto tiempo ha transcurridoallí desde que tú te marchaste. Puedeque lleven semanas buscándote.

—No, imposible.—¡Claire! ¡Yo te vi hace un mes y ni

siquiera se notaba que estuvieras

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embarazada! ¡Y ahora tienes un niño deun año…!

—Nueve meses.—Lo que sea. El asunto es que…—Que el tiempo aquí ahora mismo

transcurre más deprisa, y eso me daventaja.

Dejé de mirar en dirección al jardíny dirigí la vista hacia ella.

—¿Cómo dices?—Los feys tienen programadas las

variaciones de la línea del tiempo. Esuna de sus grandes ventajas frente anosotros. Siempre saben exactamentedónde y cuándo van a llegar cuandoaparecen en nuestro mundo mientras que

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nosotros en cambio nunca lo sabemos.—¿Cómo demonios se puede

programar algo como el tiempo?Claire le dio un empujoncito a sus

gafas. El viejo gesto de nerviosismo desiempre. O quizá lo hiciera simplementepor el calor. El aire estaba denso acausa de la lluvia, mohoso calientecomo un gran manto. Sofocante. Como eldía en que Ǽsubrand recibió doscientoslatigazos sin aprender nada más que aodiar.

Como si él necesitara esa lección.—Caedmon tiene una sala en el

palacio desde donde lo controla —dijoClaire, que volvió a sentarse—. Hay una

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cosa enorme en la pared. Es como unaespecie de mapa con dos ríos. El uno esnuestra línea del tiempo, el otro la deellos. Y cada uno tiene su cauce,¿comprendes? A veces corren paralelos,pero otras uno de los dos se tuerce yforma un enorme ángulo, y luego lecuesta mucho tiempo volver junto alotro.

—¿Entonces a veces el tiempo corremás deprisa aquí y otras más deprisaallí?

—Sí. Ayer lo comprobé y lescostará bastante seguirme hasta aquí.

—¿Cuánto?—Eso depende del tiempo que

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tarden en darse cuenta de que he podidovenir aquí. La curva actual del río, si esque quieres que la llamemos así, no esmuy grande. Así que todavía les costaráunos pocos días. Con un poco de suerteuna semana.

Giré la vista hacia el jardín conescepticismo.

—¿Entonces por qué tengo lasensación de que nos observan?

—Probablemente porque teobservan —contestó ella agriamente—.Los feys tienen espías por todas partes yno todos ellos son humanos.

—¿Qué quieres decir?—Que utilizan elementos de nuestro

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mundo para espiarnos. Los blarestrisson descendientes de los dioses de lafertilidad, de los Vanir. O al menos esoafirman ellos. Eso les permiteconectarse con plantas, con animales,con ese tipo de cosas.

—¿Y los svarestris?—Son descendientes de otros, de un

grupo rival de dioses: los Esir, quetienen influencia en cosas como el clima—explicó Claire, que entonces arrugó lafrente—. No estoy segura de qué cosaspueden hacer. No era un tema del que sehablara mucho en la corte.

—Comprendo perfectamente porqué.

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Claire sacudió la cabeza.—No es sólo por la ambición de

Ǽsubrand; la cuestión viene de muchomás atrás. Hubo una guerra hace muchotiempo entre dos grupos de dioses. Esirvenció y sus seguidores gobernaronFantasía durante siglos. Pero un día depronto desaparecieron sin previo avisoy sin dar ninguna explicación. Y la gentetuvo que solucionar sus problemas porsu cuenta. Así que claro, hubo otraguerra.

—Y los svarestris perdieron.—No… no exactamente. Aquella

vez en realidad no ganó nadie. Iban tanigualados que fue una verdadera

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masacre. Yo no sé mucho de eso porqueninguno de los ancianos feys que viveallí quiere hablar del asunto. Pero detodos modos después de un tiempo lossvarestris y los blarestris seestablecieron cada uno en el territorioque habían conquistado y desde entoncessiguen odiándose.

—¿Y a pesar de todo Caedmonpermitió que su hermana se casara conuno de ellos?

Claire puso los ojos en blanco.—No con uno cualquiera sino con el

rey. Y no sé si se lo permitió. Efridísestaba decidida a no casarse por debajode su rango y como era princesa, todos

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los pretendientes de la corte estaban pordebajo de su rango. Caedmon se lopermitió porque pensó que esematrimonio mejoraría las relacionesentre las dos partes, fomentaría la buenavoluntad y todas esas cosas.

—Pero no ha sido así.—¡No hay nada que pueda mejorar

las relaciones entre ellos! A lossvarestris sólo les preocupa recuperarel poder. Es como si estuvieranobsesionados. Creo que consintieron enese matrimonio porque pensaron que siCaedmon fallecía sin dejardescendencia, su príncipe reinaría sobretodo el territorio. Solo que ahora ha

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aparecido Aiden.—Y los svarestris se revuelven.—¡Pero no tienen ninguna razón…!

¡Tienen a Efridís!Claire se puso en pie otra vez.

Parecía incapaz de permanecer quieta.Ella siempre había sido la más tranquilade las dos y sin embargo en esemomento su nerviosa energía recorría elporche como un rayo distante.

—No comprendo cómo esa mujerpuede ser la hermana de Caedmon. Esuna condenada svarestri; es tan fríacomo ellos. Y te lo aseguro, Dory, siviene a por mi hijo la mataré con mispropias manos. ¡Te juro que lo haré!

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—¿Por qué crees que ella es…?—¡Porque robó la runa! Quiere que

su malvado hijo herede el trono y paraeso es necesario que Aiden muera. Ésaes la verdadera razón por la que vino ala corte. Le dijo a todo el mundo que erapara visitar a Ǽsubrand, pero era solouna excusa. Quería la Naudiz y sabíaque nadie más que ella podíaconseguirlo.

—¿Cómo consiguió salir de la criptacon la runa? —exigí saber yo—. Si sólodos personas tienen acceso, la cosa notiene mucho misterio.

—¡No tiene absolutamente ningúnmisterio! El guardia de la cripta

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sospechó de ella cuando apareció porallí como por casualidad, sin anunciarseantes y sin escolta, pero no pudo negarlela entrada. Nada más marcharse ellacomprobó que no faltara nada, pero laNaudiz ya había desaparecido.

—¿Entonces todo el mundo sabe quefue ella?

—Sí, pero nadie sabe qué ha hechocon la piedra.

—¿Es que no la cachearon?Claire soltó una risa amarga.—¡Pues claro que la cachearon! ¡Y

ni te imaginas el follón que se montó poreso! Pero Caedmon insistió, solo quenaturalmente no le encontraron nada

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encima. Ni tampoco entre suspertenencias. Así que ella se marchócorriendo toda enfurruñada, diciendoque no pensaba quedarse en un lugar enel que la habían insultado de ese modo.Y a las pocas horas de marcharse,cuando ya estaba en la maldita frontera,descubrieron cómo lo había hecho. Lehabía dado la piedra a un guardia deCaedmon; un traidor que salió huyendo yque probablemente era uno de losbastardos que habían intentado matarlo.Jamás averiguaron quiénes habíanparticipado realmente en el atentado.

—Y ella se encontró después conese traidor que le devolvió la piedra.

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Inteligente.—Exacto —confirmó Claire.Claire se apoyó sobre la barandilla

del porche. El viento le alborotaba losrizos alrededor del rostro. Su cabellopelirrojo brillaba con el reflejo de la luzprocedente de la casa. De pronto,enmarcada contra aquel furioso negroverdoso de las nubes, su aspecto mepareció un poco como de otro mundo.

—Sólo que ese traidor no fue.—¿Cómo?—No se reunió con ella. Ni tampoco

le llevó la piedra a Ǽsubrand, si es queése era el plan. Caedmon cree que lomás posible es que lo fuera. Una

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persona que no puede morir puedeescapar de cualquier parte; incluso de laprisión mejor custodiada.

De repente sentí deseos de invitar aaquel guardia a una cerveza.

—Entonces, ¿adónde fue?—Los guardias del portal más

cercano dicen que tienen registrado supase alrededor de una hora antes de quese descubriera que faltaba la piedra. Notenía autorización para salir, peroconocía a un par de guardias de lafrontera, y de todos modos era uncompañero de trabajo. Así que lodejaron pasar.

—¿Un portal que conducía adónde?

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—¡Aquí! ¡A Nueva York! —seapresuró a revelarme Claire—.Caedmon cree que va a intentar venderla runa con la que le tendió la trampa aEfridís. Vale una fortuna, así quesupongo que simplemente le resultódemasiado tentadora.

—Pues eso ha sido una suerte.No quería ni pensar en la idea de

que Ǽsubrand pudiera hacerseinvencible. Era ya demasiado poderosocomo para estar tranquila.

—¡Sí, pero Aiden sigue sinprotección! La Naudiz está aquí, enalguna parte, y yo tengo que encontrarlaantes que los svarestris. Es el único

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modo de asegurarme de que…Claire se interrumpió porque de

pronto, en cuestión de un instante, latemperatura cayó en picado como sisúbitamente hubiéramos entrado en unanevera. Bajé la vista y vi el dibujo queformaba el hielo en el umbral de lapuerta y sobre los tablones de maderadel suelo. El calor que habían absorbidodurante el día los había mantenidosuaves y cálidos al contacto del pie,pero de pronto estaban duros, fríos yescurridizos a causa del hielo.

Bastó con un vistazo al jardín paraver cómo la nieve se arremolinaba alcaer desde aquel cielo negro. Los copos

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brillaban y reflejaban la luz de la casa.Me puse en pie y bajé los escalonespara extender la palma de la mano ycoger uno de esos copos. Se derritióinmediatamente con el calor de mi mano,quedando reducido a unas cuantas gotasde agua. Las olí, solo para asegurarme.Agua, hielo.

Eran días de verano y de muchocalor en Brooklyn, pero estaba nevando.

Unos cuantos copos aterrizaron enmis labios. Suaves como plumas.Muchos más cayeron en la partedescubierta del porche y sobre el pelo ylas pestañas de Claire, que lanzarondestellos de un dorado brillante.

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—¿Qué ocurre? —preguntó ella,frunciendo el ceño.

—Entra en casa —le dije yo con elcorazón acelerado.

—Pero antes has dicho que eso noimportaba, que los hechizos protegían elporche igual que la casa —protestó ella,que no obstante comenzó a recoger a losniños.

—Los hechizos están hechos paradetener la magia, no el mal tiempo.

Un escalofrío que no tenía nada quever con el frío me invadió de arribaabajo. Como para recalcar precisamentelo que yo había dicho, una piedra degranizo de un tamaño considerable

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golpeó en ese momento el tejadometálico del porche y lo atravesó comosi se tratara de una canasta de béisbol.Fue a parar justo sobre los escalonesque tenía delante, contra los que serompió en mil pedazos que salieronvolando en todas direcciones. Variostrozos más largos que mi dedo seincrustaron en la barandilla del porche,el lateral de la casa y mi pierna.

—¡Dory!Se me clavó en la pierna. Me salía

una astilla del tamaño de una navaja dela rodilla y de la herida manaba sangre.

—¡Vete! —grité yo.No vi si Claire me hizo caso o no

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porque al segundo siguiente una ola deviento helado cruzó el porche. Rompiótodas las ventanas y me obligó a tirarmeal suelo. Aunque eso me dio igual y almenos me sirvió para proporcionarmealgo a lo que sujetarme cuando alinstante siguiente el porche se desdibujóa causa de una repentina ventisca dedeslumbradora nieve blanca en plenoverano.

Durante un minuto no vi nada, peroluego conseguí agarrar algo frío y durocon la mano. Tardé un segundo enidentificarlo porque el hielosolidificado lo había transformado, peroera la cadena del balancín. Tiré de ella

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para llegar hasta el asiento, me di lavuelta y desde allí me dirigí hacia ellugar en el que calculé aproximadamenteque estaba la puerta. Y entonces elviento me lanzó contra ella y me obligóa perforarla.

La puerta se abría hacia fuera y nohacia dentro, pero la fuerza del temporalbastó para hacerme atravesarla y dejarun agujero con la forma de mi siluetaque rompió tanto la madera como elcristal y que permitió la entrada deltemporal dentro. Me di contra la pared ydespués me resbalé sobre un charco denieve y hielo que ocupaba la mitad delpasillo. Evité salir disparada por la

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puerta delantera de la casa otra vezhacia fuera agarrándome a la barandillade las escaleras que daban al segundopiso.

Por un momento el viento helado queentraba por la puerta de atrás logró casisoltarme de la barandilla, pero logrésujetarme y ponerme en pie. Entoncesmiré a mi alrededor buscandodesesperadamente algún rastro de Clairey de los niños. Gritar sus nombres erainútil, pero a pesar de todo lo hice.Debido al ruido que producía el viento ya su forma de hacer crujir toda la casa nisiquiera yo conseguí oír mi voz.

Pero sí oí el golpe ensordecedor que

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se produjo cuando una bola de hieloenorme atravesó el tejado de la casa consus tres pisos para venir a parar a milado y destrozar los últimos escalones yel suelo. Tras la bola comenzó a entrarun voluminoso remolino de nieve quefue bajando los tres pisos yamontonándose en el pasillo formandoun rectángulo que iba creciendo endirección a la puerta trasera.

No sólo se trataba de una tormentapoco natural, sino que aquel fríotampoco tenía nada de normal. El aireolía raro; como si soplara hacia arribadesde lo más hondo de un profundobarranco oscuro y estancado. Sentí el

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aire helarse poco a poco a mi alrededor,vi cómo mi aliento iba transformándoseen niebla cada vez más densa y noté quemis músculos se tensaban y por últimose helaban y aflojaban. Y sólo habíatranscurrido un minuto.

Me escurrí sobre el hielo y acabé enla cocina, que era como una caja azul,fría y vacía, con todas las encimeras yventanas cubiertas de hielo crujiente. Lapuerta que daba al exterior habíaaguantado, pero los paneles de cristal sehabían roto a causa de la presión,cediendo el paso a cuatro serpientes dehielo que habían entrado haciendo eses.

Saqué una linterna de un cajón y

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volví tambaleándome al pasillo parasubir al piso de arriba. Tenía queencontrar a Claire y a los niños yademás necesitaba armas. No podíaluchar contra el tiempo, así quetendríamos que huir. Y no me cabía dudade qué encontraríamos fuera.

Sólo había un grupo, que yo supiera,que pudiera controlar el tiempo de esaforma; que pudiera manejarlo a suvoluntad para utilizarlo como arma.Hubiera debido de figurármelo al veraquel rostro fuera, pero lo cierto es queel rostro no era humano. Ni siquiera eraun rostro de carne y hueso: no era másque una colección de hojas de árbol que,

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al soplar el viento, habían formado unaextraña cara perfectamente reconocible.O más bien, como comprendía yo porfin, a causa de la magia fey.

La linterna no me resultó útil enabsoluto. Apenas se veía nada a travésde la cortina blanca que caía a mialrededor como la lluvia, silbando porel aire con una intención mortal. Pero,por lo poco que podía ver, las escalerasestaban casi intransitables.

Las tuberías, incapaces de resistir elbrusco cambio de temperatura, habíanestallado dentro de las paredes y habíancomenzado a derramar hilillos de aguacomo telarañas por las escaleras. El

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agua se había helado al instante,formando un río de obstáculos mortalesen forma de puntas y abanicos. Mequedé mirándolo incrédula. Era como sien sólo cinco minutos padeciéramos losefectos de una extraña ventisca de cincodías. Yo no tenía ni idea de cómo lucharcontra algo así. Ni siquiera había oídodecir nunca que pudiera ocurrir algosemejante. Pero una cosa sí era segura.

Si no conseguíamos salir de allí,pronto nos congelaríamos.

Logré atravesar el tinglado gracias ala barandilla, que rompió unos cuantospedazos de hielo de los más gordosdelante de mis narices. Me saqué más

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trozos de hielo de las piernas sin dejarde maldecir a la falda, me arrastré porel agujero y entré en lo que parecía uncampo de batalla.

Los tres pisos de la casa se estabanconvirtiendo en uno solo a marchasforzadas, a fuerza de bolazos de granizoque iban agujereando más y más eltejado y los distintos suelos y techos.Giré al llegar al pasillo del segundopiso y fui abriendo las puertas que nohabían salido disparadas al estallar lasbisagras con la fuerza del viento. El airehabía revuelto papeles y ropa, y todaslas lámparas se balanceaban. Con tantorevuelo era difícil estar segura, pero

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creo que Claire no estaba en ninguna delas habitaciones.

No había nadie en el segundo piso,así que me dirigí al tercero. Solo que lasescaleras casi habían desaparecido. Meagarré a un armario que se había caídode lado y me subí encima. Estabaapoyado contra la pared así que trepépor los estantes como si fueran unaescalera. Cada vez me costaba másrespirar, tenía los dedos de los piesentumecidos y los sentía como siestuvieran prisioneros en guantes. Perolo conseguí: me arrastré por un lado dela escalera y llegué al desierto helado.

La tercera planta de la casa estaba

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hecha pedazos. Al menos no tendría quepreocuparme más por el tejado, pensécon cierto cansancio mientrascontemplaba los agujeros del tamaño deun coche por los que se veía el cielonegro y los remolinos de nieve. Todoera hielo: desde el suelo hasta lo quequedaba del techo y las paredes. Habíaestalactitas heladas colgando de todoslos viejos accesorios que aún quedabansujetos a las paredes y al techo: erancomo cristales, como barbas quecolgaran de la barandilla de la escalera,y todo estaba profundamente congelado.Todo el tercer piso era una extensiónblanca sin interrupción que reflejaba la

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luz de la linterna.La tormenta cesó durante el tiempo

que estuve allí. Cesó con tal brusquedadque me dejó los oídos silbando. Unaúltima ráfaga de viento desgarró la casacon un suspiro repentino. Luego nada.No más piedras de hielo, no máscacharros rotos ni vasos temblando, nomás viento. Todo se quedó en uncompleto silencio.

Pero por alguna razón eso no mehizo sentirme mejor.

—¿Claire?Mi voz apenas resultó audible y

tampoco hubo respuesta.El frágil hielo crujió bajo mis pies

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mientras yo seguía ahí paralizada. Noquería moverme hasta no estarconvencida de que era seguro. Me dirigíal baño porque era lo que estaba máscerca. La bañera estaba repleta; eracomo si alguien la hubiera preparadopara darse un baño. Había un avión dejuguete medio atrapado en un témpanode hielo, flotando en la superficie. Entréen mi habitación pero estabaexactamente igual: la cama y el armariocongelados y medio enterrados bajo unmontón de nieve que llegaba a la alturade la rodilla.

Me di un golpe y alcé la vista. Vi mialiento en el aire y el cielo oscuro.

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Había un enorme agujero en el techo queocupaba quizá una cuarta parte de lahabitación. Eso explicaba la enormemasa blanca. Pero no era nieve lo queme caía por la nuca.

La extraña tormenta había cesado,pero lo peor iba a ser la lluvia porquecontinuaba después del vendaval comosi nada hubiera ocurrido. El mantoblanco que cubría mi habitacióncomenzaba ya a convertirse en uncharco. Gotas de agua golpeaban yderretían las montañas de nieve yrepiqueteaban contra mi pelo helado ytirante. Me abrí paso hasta el armario.

La puerta había impedido que

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entrara dentro la nieve. Me puse un parde botas y saqué todas las armas quepude. El problema era que la mayorparte de ellas estaban diseñadas paraluchar contra los habitantes de estemundo en sus variadas formas y ademásseguíamos sin saber exactamente cuántoseran los feys. Sin embargo yo sólodisponía de lo que tenía.

Bajar las escaleras fue mucho másfácil que subirlas. Había muchosagujeros entre los que elegir. Me dejécaer por uno de ellos hasta el segundopiso. Fue estupendo golpear aquellassuperficies resbaladizas con una suelaadherente para variar. Apenas me había

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puesto en pie cuando capté unmovimiento a un lado; fue como unbreve y pálido parpadeo. Me giré yapunté con la pistola. Era Gessa.

Ella se llevó un dedo a los labios yme hizo señas. Yo me acerqué a su ladolo más silenciosamente que pude. Gessaestaba de pie en una amplia zona a laque le faltaba el suelo. Miraba paraabajo. Estábamos a la altura de la mitaddel pasillo de la planta baja, de cara a lapuerta principal de la casa. El vestíbuloprincipal apenas se usaba jamás: lapuerta estaba atrancada y la casaalmacenaba un montón de muebles enesa pieza simplemente porque le

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gustaba. Hacía mucho tiempo que todosnos habíamos dado por vencidos y obien entrábamos por la puerta de lacocina o bien por la de atrás.

Pero alguien se dirigía a la puertaprincipal.

O digamos más bien algo.

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6

Las enormes ventanas de la fachada dela casa permitían ver el jardín soloborrosamente y con las rayas quetrazaban las gotas de agua al caer. Peroyo me había equivocado al creer que erauna lluvia natural. Observé con unsobresalto que me dejó paralizada cómolas gotas que colgaban del saliente deltejado comenzaban a doblarse, acoagularse y a sobresalir hasta formar laimagen de la cabeza de un hombre.

El perfil era nítido y se dibujaba conprecisión contra la calle oscura. Todo

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era de un claro cristalino excepto elagua que se filtraba del tejado, queestaba sucia por el alquitrán. Dibujabael semblante de un fantasma y leconfería la apariencia de una estatuaantigua y vieja. Y el hecho de queestuviera hecho de gotas no contribuía aevitar la fuerte impresión.

Ni hacía que resultara menosaterrador.

Por el rostro y cuello comenzó acaer agua con más abundancia,espesándose hasta formar lentamentedos poderosos hombros, dos musculososbrazos y un fuerte torso. La figura en símisma parecía hecha de mercurio a la

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luz de la luna, pero todavía podía verseel jardín más allá: la pálida silueta delcamino, las pinceladas oscuras de losárboles, el brillo de la lluvia cayendo.Detrás de ella los cumulonimbos ibancreciendo en altura y oscuridad, y su luzinterior les proporcionaba una bellezaaterradora.

Maldije en voz baja. Detestaba lamagia que no conocía. La que conozcoya es bastante mala: hay magos que sepasan el tiempo inventándose formasnuevas de matarme. Pero al menoscuento con una oportunidad mediodecente de contraatacarles utilizando mipropio catálogo de trucos. Los que no he

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visto nunca, en cambio, me producendolor de cabeza.

—¿Qué diablos es eso? —susurréyo.

—Manlíkan —contestó Gessa,apretando con ambas manos un hacha deguerra tan pequeña que parecía dejuguete—. Magia fey de la luz.

—Sí, pero ¿qué es?Gessa arrugó todo el diminuto

semblante al tratar de buscar laspalabras para definirlo. Era una reciénllegada relativamente hablando y estabaaprendiendo inglés. Pero como mivocabulario trol seguía reducidoaproximadamente a unas doce palabras y

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la mitad de ellas eran tacos, tendríamosque conformamos.

— L o s svarestris controlan loselementos. Usan ese poder paraconstruir guerreros —explicó Gessa,que se metió el mango del hacha debajodel brazo para hacer un gesto extrañocon las manos.

—¿Construir guerreros con qué?—Con el poder. Los elementos.Gessa volvió a hacer el mismo tipo

de movimiento con las manos como deenvolver. Yo tragué. Esperaba haberlamalinterpretado, pero estaba casiconvencida de que no.

La cascada había comenzado a

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gotear más abajo, solidificándose hastaformar una espalda firme, unas piernasmusculosas y unos pies que dejaron unahuella acuosa en el suelo del pasillo alentrar. La figura se había saltado loshechizos de protección como si noexistieran; era evidente que la leíancomo si fuera agua y que por tanto laconsideraban inofensiva.

—¿Envuelven su poder alrededor deun elemento y forman una sombra odoble con él? —pregunté yo con unsusurro.

Gessa simplemente me miró.—¿Un doble? ¿Crean un doble?Ella asintió y afirmó:

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—Crean un guerrero.Maravilloso.Por la calzada trepó la luz halógena

blanca y fría de los faros de un coche.Un vecino que llegaba más tarde de lohabitual. El dibujo del cristalemplomado de la puerta principal sedeformó y estiró hasta englobar a lacriatura entera, realzando todo aquelcuerpo casi transparente. Era increíblehasta qué punto el agua resaltaba todoslos detalles de aquella cosa: losmúsculos del pecho, la arruga del codo,la zona hundida alrededor del ombligo yel rostro pálido, por completo helado yaterradoramente silencioso, mirando a

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su alrededor.La luz del suelo se fue estrechando

hasta convertirse en una rendija y sedeslizó por la pared según el cochepasaba por la calle. Finalmente elpasillo quedó de nuevo en sombras. Yotenía un problema. Jamás había vistonada ni remotamente parecido. Y lo queera aún peor: no sabía cómo matarlo.

Decidí que lo que tenía que hacerera experimentar. Saqué un arma y ledisparé media docena de balas a aquellacosa. El sonido resultó ensordecedor enmedio del silencio de la casa. Losdisparos dejaron un olor acre. Pero erael único modo de disparar que yo

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conocía. Las balas atravesaron aquelcuerpo insustancial igual que las piedrasatraviesan un estanque: salieron por elotro lado para quedar incrustadas en lapared del vestíbulo. La criatura alzó lavista. Aquellos ojos inquietantes y sincolor siguieron el curso del techo hastatoparse con los míos.

Buena idea.—¿Cómo lo matamos? —le pregunté

a Gessa en un susurro sin dejar de miraraquella nada que sin embargo me mirabafijamente a mí con un brillo de hielosalvaje.

—No vivo —contestó Gessa,encogiéndose de hombros.

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Eso ya me lo había figurado. No olíani como una persona ni como un animal;más bien olía como una piedra mojada,ligeramente orgánica y con la acidez delas hojas cargadas de humedad. Pero lamano que había girado el pomo sí quetenía que estar viva.

—Entonces, ¿cómo lo detenemos?—Hierro frío —dijo Gessa, que alzó

su diminuta arma.Bien, Dory: ya podía ir soltándolo,

me dije a mí misma con severidad.Hubiera debido figurármelo. Los feystienen una fuerte aversión al hierro entodas sus formas. Pero por desgraciamis cuchillos eran de acero ennegrecido

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y mis balas eran de plomo y plata. Y yahabía visto de qué servían con esa cosa.

Giré la vista a mi alrededor en buscade inspiración. Por la rendija de lapuerta vi el borde de la cornisa de lachimenea de la habitación de Claire. Ysin duda allí tenía que haber un atizadorde hierro fundido medio enterrado bajola nieve derritiéndose. Fui por él y volvíjusto a tiempo de ver cómo las cosasiban de mal en peor.

Claire había salido por la puerta quedaba al cuarto de estar. Había perdidolas gafas en alguna parte y con la escasaluz no veía a la figura transparente delmanlíkan, de pie junto a la pared. Las

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borrosas rayas del envejecido papelpintado solo se distorsionabanligeramente detrás del cuerpo de agua,que alzó muy despacio una mano.

Entonces Gessa se lanzó por elagujero del suelo, chillando y con ladiminuta hacha levantada. Golpeó a lacriatura en la coronilla y la partió en dosde arriba abajo, desintegrando el«cuerpo» y provocando una ola. Clairese giró y alargó una enorme pezuña que,por suerte, no rebanó más que el airepor encima de la cabeza de Gessa.

Yo salté tras ella y fui a caer junto aClaire. Poco faltó para que no merebanara a mí también.

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—¡Claire! ¡Soy yo!Claire me agarró con la mano aún

cubierta de escamas como si se tratarade la armadura para la batalla. Sentí quepodía romperme los huesos con un levemovimiento de muñeca, así que mequedé muy quieta. Hasta que esas garrasme apretaron el brazo y comenzaron azarandearme.

—¡Dime que están contigo!—¿Quiénes? —pregunté yo,

sintiendo que se me caía el estómago alos pies.

—¡Los niños! —gritó ella condesesperación—. Los he perdido con latormenta, y no están ni en el cuarto de

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estar, ni en la biblioteca, ni en elsótano…

Claire se interrumpió y se quedómirando algo por la ventana. Un solovistazo me bastó para comprender quese trataba de lo que yo esperaba: unadocena o más de feys, de pie en el jardíndelantero como manchas pálidas contrala noche.

Me había imaginado que debían deestar cerca para poder poner en marchaun hechizo como ése, pero no esperabaque estuvieran allí mismo y aldescubierto. Y eso no era nada bueno.Porque significaba que tenían plenaconfianza en su propio poder y eso a mí

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no me gustaba nada.Claire echó a andar en esa dirección

con el rostro lívido, pero yo la detuve.—¡Ellos no los tienen, Claire! ¡Si

los tuvieran ahora no estaríanatacándonos!

—¡No pueden atacarnos! —soltóClaire a su vez—. La tormenta no halogrado derribar los hechizos deprotección y no pueden entrar. Y nisiquiera todos ellos juntos tienen tantopoder como para montar el mismo trucodos veces seguidas. Pero los niños sehan asustado con la tormenta y handebido de salir corriendo de casa y…

Claire retrocedió y vio el charco de

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agua del suelo que había dejado elmanlíkan tras desaparecer. De la lluviasurgió una mano de cristal que la agarrópor el tobillo.

—¿Qué es eso? —chilló Claire altiempo que sacudía el pie.

Atravesé la muñeca de cristal con elatizador del fuego y la mano sedesmoronó. Por un momento.

—Gessa lo llama manlíkan. Yo nosé qué…

El charco se levantó de pronto; enesa ocasión comenzó a manar haciaarriba exactamente al contrario que unacascada. Aquella cosa se formó solo amedias, pero alzó una de sus poderosas

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piernas y me dio una patada tal que melanzó volando contra lo que quedaba delas escaleras. Me clavé un trozo de labarandilla rota en el muslo, pero lo peorde todo fue tener que tirar parasacármela.

La herida era fea y tenía quevendármela, pero no había tiempo. Otrasdos cosas más entraron juntas por lapuerta y una de ellas vino directamentehacia mí. Traté de rajarla con elatizador, pero lo esquivó y no conseguímás que arrancarle un brazo. Y cuandose arregló ella sola lo que le creció enel lugar del miembro perdido fue unpedazo de hielo largo y afilado como

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una lanza que usó para intentarclavármelo.

Lo esquivé mientras Gessa lecortaba las piernas a la otra criatura queinvariablemente volvía a formarmiembros nuevos cada vez. Claire dioun portazo, cerró con llave la puertaprincipal y se marchó a la cocina.Segundos después volvió con una sarténen una mano y una tapa grande de unaolla en la otra. Le lanzó esta última amodo de platillo volador a otra criaturaque no había hecho más que entrar por larendija inferior de la puerta. Seresquebrajó limpiamente en dos por lamitad; se desintegró y provocó una ola

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que se estrelló contra la pared.La lanza de hielo que me perseguía

golpeó la pared del cuarto de estar y laatravesó de arriba abajo para luego caersobre el escalón en el que yo habíaestado de pie segundos antes. Volvió aformarse casi al instante, aprovechandola nieve amontonada alrededor que leproveía de un material nuevo yrápidamente moldeable. Yo eludí variasdocenas de golpes, pero aquella armareluciente y salvaje me conducía poco apoco hacia arriba, hacia el callejón sinsalida de las escaleras. Se me da bienluchar con un arma de hoja afilada o conuna reproducción de una calidad

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razonable, pero apenas podía ver elatizador que tenía en la mano.

Y la tenue o nula luz tampocoayudaba mucho. No me bastaba con eldébil reflejo de la luna que entraba porel tejado destrozado, el pálido brillo dela farola de la calle principal y el rayodorado de una lámpara que alguien sehabía dejado encendida en el cuarto deestar. La transparencia de aquel ser aexcepción del brazo congelado sumadoa la escasa luz hacía que fuera imposibleseguirle la pista en movimiento. Yraramente se quedaba quieto.

Lo golpeé y lo partí, evité estocadasde mercurio y conseguí darle aquí y allá,

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pero más por suerte que por otra cosa.Porque cada vez que uno de mis golpesle arrancaba un trozo, inmediatamente lecrecía otro. Y enseguida comprendí queentrar en contacto directo con él no erauna buena idea.

Planté un pie sobre su extraño pechopara empujarlo y tirarlo por lasescaleras, pero mi pie siguió resbalandodentro de él. Atravesé su interior dehielo hasta meter la rodilla. Unascuantas gotas se derramaron por suespalda. Y entonces el cuerpo sesolidificó a mi alrededor, me atrapó yme lanzó contra la pared.

Me di tal porrazo que estuve a punto

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de soltar el atizador. No sé cómoconseguí sujetarlo y rajar a la criaturacon la improvisada arma, y me figuroque tuve la suerte de darle esa vez en lacabeza porque cuando por fin pudeenfocar la vista, no quedaba nada másque una cascada de agua bajando por lasescaleras y bifurcándose en riachuelospara evitar los charcos de agua sucia.Gessa, sin embargo, no tuvo tanta suerte.

Estaba justo debajo de mí, luchandocontra una criatura que era tres vecesmás grande que ella y que se le lanzabaencima con los puños por delante. Fluíapor encima y alrededor de ella como unsudario de agua, envolviendo su

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diminuto cuerpo por entero. Cubrió surostro en cuestión de segundos y depronto solo pude verla a través de lasbandas ondulantes de agua.

Gessa cayó de rodillas. Era evidenteque no podía respirar. El hachasobresalía de toda aquella masa acuosa,pero solo el mango de madera tocaba ala criatura. Yo eché a correr por lasescaleras, pero entonces el charco quetenía delante empezó a coagularse y lasgotas se apresuraron a juntarse como silas uniera el magnetismo. Antes de quepudiera parpadear la criatura se habíaformado a medias, así que le arrojé elatizador a la cosa que tenía atrapada a

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Gessa.Vi cómo el atizador golpeaba el

hielo y vi a la criatura caer desplomadaa los pies de Gessa, que abrió la bocadesesperadamente para respirar. Yentonces eché a correr escaleras arribagritando. Mi criatura de hielo me pisabalos talones.

Fui a poner el pie en un escalón alborde de un agujero. Hasta ese momentohabía estado cubierto por una fina capade hielo que yo rompí con mi propiopeso. Metí sin querer el pie en elagujero y sentí que todo mi cuerpo eraarrastrado hacia abajo. Y gracias a ladestrucción que había provocado la

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tormenta seguí cayendo y cayendo.Me estrellé contra lo poco que

quedaba de suelo debajo de lasescaleras y llegué al sótano. Aterricésobre uno de los apestosos montones dealfombras que mis compañeros de pisousaban a modo de cama. Di un traspié yme pegué contra la pared justo a tiempode ver bajar un río de agua por lamohosa pintura verde para volver aformar enseguida un brazo que meagarró por el cuello con fuerza.

Traté de agarrarlo con ambas manospara evitar que me partiera el cuello,pero la sustancia que intentaba asir noera carnosa. Cuanto más me acercaba

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más escurridiza me parecía y máscargada de energía estática la notaba alcontacto: como la superficie de unhechizo. Y es que eso era precisamente,comprendí mientras la mano meapretaba como una soga.

Los feys utilizaban su poder paraconstruir un hechizo alrededor de unelemento, en este caso el agua. Eso lesotorgaba el cuerpo que necesitaban paraatacar y les garantizaba que su poderestaba bien oculto, de modo quenuestros hechizos de protección nopudieran interpretarlo correctamente.Por lo general un hechizo siempre espeligroso, pero particularmente si es fey

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porque son muy difíciles de romper. Amenos, por supuesto, que haya por allíun neutralizador por proyección porpura casualidad.

El trabajo de Claire en la casa desubastas consistía en calmar a los amenudo temperamentales objetos a laventa para asegurarse de que noestallaran llevándose por delante a lamitad de la clientela. Para ella la tareaera fácil porque era una brujaneutralizadora: una persona con lahabilidad innata de absorber la energíamágica de su alrededor para dispersarlasin provocar daños. Claire podía echarabajo cualquier conjuro creado sin

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demasiado esfuerzo.Siempre y cuando lo viera, claro.De pronto me asaltó un terrible

mareo y la habitación empezó a darvueltas a mi alrededor con fuerza. Teníaque escapar de aquella situación, subirlas escaleras y hablarle a Claire delhechizo. Pero comenzaba a verlo todonegro y golpear aquel brazo de cristal noservía absolutamente de nada.

Solté una mano para buscar a tientaspor el cinturón. Un atisbo de pánico meembargó al sentir que me apretaba lagarganta más y más. Disponía de lasarmas suficientes como para matar a unpelotón, pero no tenía absolutamente

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nada que pudiera siquiera herir en lomás mínimo a un manlíkan; cosa que,por otro lado, tampoco era de extrañarya que yo jamás había oído hablar desemejantes cosas hasta esa noche.

Pero se me acababa el tiempo. Antela completa oscuridad de mi visióncomenzaron a surgir puntos de todos loscolores, pero ninguno de mis esfuerzossirvió para apartar aquella mano ni unmilímetro. O me hacía con algo dehierro, o pronto estaría muerta.Cualquier cosa me serviría. Entonces viun mango recubierto de tela quesobresalía por debajo del montón dealfombras apiladas una encima de otra.

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No pude ver qué objeto era, perotiré de él con el pie. Se trataba de unamaza enorme de aspecto medievalcubierta de pinchos y con algunoscalcetines sucios enganchados yatravesados. La saqué de debajo de lasalfombras y deslicé el dedo gordo delpie por el estrecho hueco entre el mangoy la pesada bola de hierro. La sacudíbruscamente y la agarré con la manoantes de que convirtiera mi cara en unahamburguesa.

Había perdido casi toda la fuerza,mi ángulo de disparo era pésimo y teníatantas posibilidades de golpearme a mímisma como a la mano de hielo. Pero no

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me importaba. No podía pensar en otracosa más que en respirar, en inhalar aireaunque solo fuera una vez más. Golpeéla mano que me asfixiaba con la porrauna y otra vez y sentí una aguda espinade dolor al ver el golpe de reojo. Perodespués oí el crujir del hielo. De prontome vi libre y me desplomé de rodillasen el suelo.

Jadeaba y estaba mareada. Traté deponerme en pie, pero tenía las piernastan flojas e inútiles que estuve a puntode abrirme la cabeza contra la esquinade un baúl. Así que decidí que lo mejorera reptar y apartarme de la pared y delcharco de agua que había al lado cuanto

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antes. El suelo de cemento estabacubierto por una capa de hielo pulido.Había recorrido la mitad de lasescaleras cuando sentí que algo meagarraba.

Mi cuerpo cayó hacia abajo con talviolencia, que ni siquiera rocé ningúnescalón. Salí disparada de vuelta contrala misma pared de antes y aunqueaquella cosa me arrastró hasta ponermeen pie, me golpeé la espalda contra losladrillos con tanta fuerza que me quedéaturdida. Y de nuevo otra vez comenzó aapretarme, pero en esa ocasiónconcentró la presión sobre mi muñecaderecha. Sentí un dolor agudo y oí cómo

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el hueso se me rompía. Y entonces lamaza salió rodando por el suelo conestrépito.

Tenía las dos manos de aquellacriatura clavadas en la cabeza. Seacercaba poco a poco a mí con unmovimiento continuo y serpenteante queningún ser de carne y hueso habríapodido imitar. Sus ojos pálidos, sincolor, me miraban fijamente. Reflejabanla escasa luz que entraba por lasestrechas ventanas del sótano y por unmomento emitieron un brillo plateado.Pero no fue eso lo que me puso la carnede gallina.

Hasta ese momento el rostro había

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sido bastante amorfo: no tenía más quedos vagas hendiduras en lugar de ojos,un bulto por nariz y un tajo a modo deboca. Sin embargo los rasgos quecomenzaban muy despacio a formarseante mí eran perfectamente nítidos. Losreconocía.

—Se supone que estás en prisión —dije yo mientras observaba un rostro deuna belleza helada que había esperadono tener que volver a ver.

—Y se supone que tú estás muerta—contestó la «boca» de la sombra deǼsubrand sin moverse siquiera. Suspalabras, no obstante, vibraron en elaire a mi alrededor. Eran una

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proyección de su poder exactamenteigual que su cuerpo—. Según parece, aninguno de los dos se nos da bien seguirlos planes que los demás han trazadopara nosotros.

—¿Cómo has conseguido salir?No hubo respuesta. En lugar de

contestar me agarró ambas manos conuna de las suyas y me molió los huesosde las muñecas. Tuve que morderme loslabios para evitar gritar. En cambio a él,el esfuerzo no pareció rebajarle enabsoluto la fuerza. Luché, pero dudo queél se enterara siquiera; de pronto teníalos brazos insensibles como palos, comosi fueran los de un maniquí.

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Una mano translúcida y brillantecomo el agua me levantó la camiseta detirantes. Desnudó mi torso y descubrióla estrecha cordillera de sensible pielque va de la costilla que hay debajo delpecho hasta el ombligo. Quería ver sumarca, que jamás había desaparecidodel todo.

Recorrió con un solo dedo el trazadodejando un rastro de agua congelada a supaso. Eso resaltó la diferencia entre eltono ligeramente más rojizo de piel de laquemadura y el resto.

—¿Sabes qué es esto, dhampir?¿Alguna de tus amigas feys de laoscuridad se ha atrevido a explicártelo?

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—Es una cicatriz —solté yo medioescupiendo.

Recordaba con claridad el doloratroz que me había causado. Creí queiba a morir, que toda mi carne iba aquemarse hasta los mismos huesos. Peroél necesitaba sonsacarme ciertainformación así que dejarme morirhabría sido contraproducente.

De modo que se había conformadocon hacerme desearlo.

—Es algo más que eso. Cuando unanimal nos proporciona una cazaespecialmente placentera lo marcamos ylo soltamos para volver a cazarlo otravez. Esto es una señal para que los de

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mi especie sepan que tú eres mi presa.—¡Qué honor! —exclamé yo, que

me negué a ceder al pánico que meagarrotaba la espalda.

—Sí que deberías sentirte honrada—confirmó él. El dedo atravesó mipecho hasta rodear el pezón. Su puntacongelada como el hielo acarició la pielcálida—. Dame lo que quiero y quizávuelva a cazarte algún otro día.

—¡Vete al infierno!Él sonrió y me agarró el pecho con

unos dedos que estaban tan fríos, que mequemaron.

—Tú primero.Inclinó la cabeza los últimos

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centímetros que nos separaban y yo mequedé paralizada al sentir el primercontacto de su boca, fría y mojada. Unalengua resbaladiza recorriódeliberadamente mi labio inferior antesde empujar para penetrar mi boca. Yoestaba demasiado atónita como parapensar siquiera en negarme. Algo gruesoy helado atravesó mis labios.

Era increíblemente largo y estaba tanfrío que no era humano. Me helaba lalengua al enroscarse alrededor en unaparodia de pasión. Torcí la cabeza ysentí que se me revolvían las tripas delasco, pero él desvió la mano que teníasobre mi pecho hacia la mandíbula y me

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giró la cara para que volviera a mirarlo.Por un momento aquel terrible rostrodejó de besarme, se quedó mirándome aescasos milímetros y hundió los dedosen mi carne.

—Última oportunidad.Me quedé mirando aquellos extraños

ojos inhumanos y supe que no estabafanfarroneando. Ǽsubrand jamás habíasentido más que desprecio por loshumanos. Al igual que por casi todos losfeys. Tampoco había bromeado al hacerese comentario acerca de que yo era supresa. Yo no era más que eso para él, ysin duda me habría matado igual que aun ciervo, sintiendo exactamente la

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misma culpabilidad.De repente me alegré profundamente

de no saber dónde estaba Aiden.—¿No tienes nada que decir? —se

burló él.—Que espero que Caedmon te mate

lentamente.Él se echó a reír.—¿Sabes?, casi me da pena tener

que acabar con tu vida.Le daba pena, pero no tanta como

para no matarme. La presión sobreambos lados de mi mandíbula seincrementó hasta obligarme a abrir laboca. E inmediatamente aquellaasquerosa protuberancia volvió a

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penetrarme.Era babosa, fría y esponjosa y no se

parecía en nada a la carne humana. Ytodo lo que tocaba lo congelaba. Teníauna parte del pecho duro y frío como unamontaña de hielo allí donde él habíaposado la mano; sentía los labiosentumecidos y la lengua pastosa dentrode la boca, demasiado pesada comopara hablar o gritar.

Me retorcí, pero él se apretó contramí y aplastó sus caderas contra las míasmientras la serpiente helada de su lenguase enrollaba alrededor de la mía. Almismo tiempo iba engrosándose dentrode mí; él se vaciaba en mí, descendía

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por mi garganta amenazando conasfixiarme. Vi detrás de los ojos unaestrella con los rayos de un violetasanguinolento al tiempo que la ira ibatomando posesión de mí, impulsándomea moverme, a actuar, a atacar.

Pero era incapaz de moverme conaquella masa helada descendiendo comoun palo de hielo en dirección a micorazón. Aunque el objetivo no era elcorazón, comprendí entonces vagamentecuando de pronto se licuó. Una humedadde granito me llenó la boca y la nariz, yme salió a borbotones por los pulmoneshasta que no pude ni ver ni oír nadaexcepto los latidos frenéticos de mi

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corazón.De repente lo sentí estallar a mi

alrededor; me soltó y el resto de susilueta me empapó de agua helada. Sentíque me derrumbaba, sentí mi cuerpomedio congelado golpear el suelo decemento y caer sobre el charco heladode su sombra. Y luego nada más queoscuridad.

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7

Recuperé la conciencia cuando alguiencomenzó a golpearme con fuerza laespalda para que expulsara el agua delos pulmones. O lo que tenía dentro. Medespegué del hielo sobre el que estabatumbada boca abajo y rodé hastaponerme de lado. Tosí y vomité unlíquido teñido de rosa.

Durante un rato seguí tratando derespirar entre arcada y arcada, pero sololo conseguí la mitad de las veces.Entonces mi estómago decidióintervenir. Una mano me sujetó el pelo

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para apartármelo de la cara mientrasvomitaba, me atragantaba y tosía.

Por fin alcé la vista y vi a Claire enmedio del haz de luz que se derramabapor las escaleras que subían a la plantade arriba. Su pelo rojizo, rizado yrevuelto, lo invadía todo y se le pegabaa la nuca y a la piel. Aún tenía la mano yel brazo derechos armados con lasescamas iridiscentes como si se lehubiera olvidado cambiarse de ropa. Meapretaba la mano con tanta fuerza comopara romperme los huesos.

Moví los labios, pero por unmomento no salió ningún sonido de miboca. Sentí como si tuviera una goma en

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la garganta que me apretara. O unamano.

—¡Dory! —exclamó Claire. Seinclinó sobre mí y sus rizos cayeronsobre mi rostro—. ¡Dory, di algo!

Me aclaré la garganta.—No me des una bofetada.Eso fue lo que dije. Me preocupaba

la garra de su enorme pata. Y entoncesvomité otro poco más.

Claire me atrajo hacia sí y me apretócon tanta fuerza que casi no podíarespirar. Y comenzó a sollozar y amurmurar cosas que yo no comprendídel todo. Gessa estaba allí. Tenía uncorte en la frente del que le chorreaba

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una sangre negra hasta los ojos, perosonreía. Me dibujó una línea en la carauntándome con esa sangre y despuéssubió escaleras arriba.

—Entonces, ¿hemos ganado? —pregunté yo con la voz cascada.

—Se han ido —afirmó Claire en untono de triunfo, enjugándose los ojos conuna mano—. Creo que formar latormenta les supuso un enorme gasto deenergía y al no poder entrar…

Claire me estrechó con fuerza.—Por favor, no me estrujes —dije

yo con torpeza.Ella me soltó y yo me dejé caer por

un momento en el suelo. Quería saber si

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mi estómago tenía planeada unarepetición de la jugada. Lo tenía helado,pero lo sentía sólido; como unasuperficie dura posada sobre la espalda.Y más valía que siguiera así. Habíadejado de dar esas horribles vueltas yvueltas para transformarse en algo porcompleto…

—Supongo que hay una razón paraque no estemos todas muertas, ¿no? —pregunté yo, interrumpiendo mis propiospensamientos.

—Los manlíkans no son más quehechizos revestidos de un elemento —contestó Claire distraída—. En Fantasíalos usan para jugar a la guerra, como

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dobles y… —Claire movió las manoscon desesperanza—. ¿Pero por quédemonios estoy siquiera hablando deesto? ¡Les he desbaratado todo elconjuro!

Puse los ojos en blanco y la miré.—No pretendo mostrarme

desagradecida, pero ¿no podías haberlohecho antes?

—Pensé que si los atacaba sedesbaratarían también los hechizos de lacasa. Y entonces en cuestión de minutosse volvería a iniciar todo el ciclo y lossvarestris volverían a entrar y…

—Ya estaban dentro —afirmé yo.Pero inmediatamente deseé no haberlo

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dicho porque ella rompió a sollozar—.No importa. Todos estamos bien,¿verdad?

—¡No encuentro a los niños! —contestó ella con voz temblorosa—. ¡Hemirado por todas partes! ¡Han debido dellevárselos…!

—No lo creo.Me incorporé hasta reclinarme,

apoyándome en la muñeca que mequedaba sana. Gessa bajó trotando lasescaleras. Llevaba una manta y unabotella de agua, y yo acepté ambas y ledi las gracias. Me enjuagué la boca yescupí en el suelo porque, la verdad, nopodía estar más sucio. Después me

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enrollé la manta y traté de sentarme.Mi estómago seguía más o menos

donde se suponía que debía estar, peroalgo crujía debajo de mi culo. Metí lamano en el bolsillo del pantalón ypesqué los restos de una galleta de lasuerte. Leí el diminuto pedacito de papelque había dentro: «Han mandado a tuángel de la guarda a freír espárragos».

¿En serio?, me pregunté. Einmediatamente me eché a reír a pesardel daño que me hacía.

Alcé la vista y vi a Clairemirándome boquiabierta y horrorizada,abriendo inmensamente los ojos. Mecalmé, me limpié los labios y me puse

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en pie. La habitación comenzó a darvueltas a mi alrededor de un modoalarmante, pero Claire me sujetó por lacintura.

—Arriba —le dije yo.Me agarré a la barandilla de la

escalera.—¡Arriba no están! ¡He mirado por

todas partes! He venido al sótano enúltimo lugar porque ya había estadoaquí. Por eso es por lo que he estado apunto de no llegar a tiempo deencontrarte…

—Pero me has encontrado —lerecordé yo. Por fin el sótano dejó de dartantas vueltas—. Y además creo que sé

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dónde pueden estar.Claire me arrastró escaleras arriba

fingiendo que era yo la que hacía elesfuerzo. A mí no me hacía ninguna faltarevalidar mi ego, pero el brazo paraapoyarme fue un bonito gesto. Me ardíala garganta, me temblaban las piernas yestaba calada hasta los huesos. No senos había ocurrido nada mejor, pero almenos teníamos una idea.

El aspecto del cuarto de estarresultaba extraño de puro normal. Quizáporque todavía conservaba el techo. Eramás de lo que podía decirse del pasillo,donde había agujeros en el viejo papelpintado, una pequeña cascada en donde

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antes estaban las escaleras y tres pisosde completa destrucción. Todavía seguíalloviendo. Un ligero calabobos sefiltraba dentro y nos mojaba el pelo ysalpicaba las tablas del sueloempapado. Un pedazo de nieve medioderretida cayó de pronto siguiendo elmismo camino. Fue a parar a mis pies.

Me arrodillé y tanteé la madera conlos dedos hasta dar con la ranura de latrampilla. Estaba cubierta por una finacapa de hielo exactamente igual queotras muchas hendiduras del suelo endonde se habían formado charcos. Lorompí con la mano y la pieza de maderase soltó con un fuerte chasquido.

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Al levantar la trampilla formé unainundación en miniatura que se deslizóhacia la pared. Miré dentro. Y enseguidatuve que apartarme en cuanto asomó unadiminuta y peluda cabeza. Unos enormesojos grises parpadearon somnolientos,mirándome, y por último el rostroesbozó una sonrisa a medias.

—¡El agujero de contrabando! —exclamó Claire, que se arrodilló y sacóa Aiden de las profundidades delpequeño hueco para abrazarlobestialmente.

El niño seguía aferrado a la pieza deajedrez, que entonces cayó al suelo ysalió corriendo por el pasillo lo más

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rápidamente que le permitieron susdiminutas piernas.

—Me pareció que era una buenaidea. Acababan de verlo.

Claire no hizo caso de las protestasde su hijo por lo fuerte que lo estrujaba.Al parecer conseguir que lo soltarapodía costarle una amputación.

—¡No puedo creer que hayáis estadoahí metidos durante todo este tiempo!

—Yo no me preocuparía por susrecuerdos —comenté yo con cinismomientras observaba cómo Apestosotrataba de salir del agujero escalando.

Por lo general Apestoso tenía porcostumbre ir saltando por encima de los

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muebles y por toda la casa como unacróbata en miniatura, pero ese día no.Estiró un pie de larguísimos dedos hastael borde del hueco y ahí lo dejó. Sequedó mirándolo como si lesorprendiera, como si no estuvieraseguro de qué podía ser esa cosa nueva.Luego movió los dedos del pie y estallóa reírse a carcajadas; primerosofocadamente y sin poder evitarlo hastael punto de que se cayó de espaldascontra las filas de botellas que todavíano había vaciado.

—Me parece que no se han hechodaño —le dije a Claire.

Claire echó un vistazo al desastre en

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el que se había convertido la casa antesde girar los ojos hacia mí y puntualizar:

—Por ahora.—Nos conformamos con por ahora.Se quedó mirándome un momento y

después asintió. Seguía estrujando a suhijo, que luchaba por soltarse y quearrugó la cara en medio de susesfuerzos. Por un momento me recordóvagamente a Apestoso, pero no porquetuviera cara de miedo. Buscaba el modode escapar, pero no comprendía a quévenía tanto jaleo.

Dejé a los niños con Claire y medirigí a echar un vistazo a toda la casapara valorar la situación.

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Tal y como sospechaba, la casa erainhabitable, pero los hechizos se habíanmantenido en pie, incluyendo el conjurodel glamour que ocultaba su destrozoante cualquier peatón que casualmentepasara por allí. Vista desde la calle lacasa conservaba un aspectoperfectamente normal o, al menos, noparecía más destartalada que decostumbre. A excepción del jardíndelantero, que a esas alturas se estabaconvirtiendo ya en un pantano debido almetro veinte de nieve que la casa estabaexpulsando fuera.

Observé cómo el agua ibaderramándose sobre la calle

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previamente mojada para ir a parar auna alcantarilla en la que de momento nocabía ni una gota. Sopesé lasalternativas. En realidad no habíaninguna. Los feys no parecían haberquedado muy impresionados por loshechizos humanos, y sospechaba que laúnica razón por la que al final no habíanpodido entrar eran las recientes mejorasque había hecho Olga.

La casa disfrutaba de unacombinación de conjuros de protecciónfey y humanos que habría sido difícil deigualar en cualquier otra parte. Puedeque no fuera más que un montón deescombros, pero era un maldito montón

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de escombros muy bien protegido. Ytendríamos que sacarle el mejor partido,nos gustara o no.

Volví a entrar. El cuarto de estar y lacocina eran las únicas habitaciones de laplanta baja que podían considerarsehabitables. Claire estaba en el cuarto deestar, pero no acostando a los niños tal ycomo yo suponía.

Debía de haber subido arriba porquese había cambiado de ropa. Se habíapuesto unos vaqueros y una camisetanegra seca. A su lado tenía una maleta.Cuando entré estaba intentando ponerlea Aiden un poncho para la lluvia. Peroel niño no lo quería y luchaba con sus

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dedos gorditos mientras ella empujabapara abajo para metérselo por la cabeza.

—¿Qué estás haciendo?Claire alzó la vista. Su rostro

expresaba culpabilidad y decisión apartes iguales.

—Salir de aquí antes de que tematen.

—¿Y conseguir que te maten a ti? —pregunté yo, agarrando la maleta.

Claire me la quitó.—¡A mí es difícil matarme!—¡Y a mí también!Ella sacudió la cabeza.—No te has visto ahí abajo. No

podías… ¡No pienso ser responsable de

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eso!—Ya soy mayorcita, Claire. Soy

responsable de mí misma.No creo que Claire me oyera

siquiera. Continuó hablando:—Todo esto… No debería de haber

sucedido nada de esto. Lo tenía todoplaneado. Contaba al menos con un parde días antes de que todo se fuera a lamierda. Pero entonces Lukka murió y…

—La vida no suele obedecernuestros planes —le dije yo concinismo.

De hecho la vida siempre parecíadisfrutar cuando echaba por tierra losplanes que hacía yo.

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—¡Pues a la vida que le den!Claire echó a caminar hacia la

puerta. Arrastraba a Aiden tras de sí,que seguía luchando contra la prenda deplástico de la que se sentía prisionero.

Apoyé la espalda contra la puerta,cosa que era una estupidez. Claire podíaapartarme de allí cuando quisiera. A míy a lo que quedaba de pared si se leantojaba. Pero parecía que la idea deque yo muriera le molestaba, así queaproveché la oportunidad pensando enque no iba a aplastarme como a unbicho.

—Vale, entonces ¿cuál es el plan?¿Salir corriendo en plena noche a buscar

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a los enemigos de siempre?Claire me dirigió una mirada

desesperada y llena de frustración y seapartó el abundante pelo rojizo de lacara. Con tanta humedad en el aire se lehabía puesto como una enorme bolarevuelta.

—No soy tonta, Dory. Han gastadomucha energía con esa tormenta ytodavía más creando esas malditascosas. Están agotados. Por eso es por loque tengo que irme ahora.

Claire trató de pasar por delante demí, pero yo no cedí.

—Pues hasta hace unos minutosparece que todo les había salido bien. Y

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si vuelven a formar esas cosas y tú noestás nos dejarás a todos sin defensa.

Claire me lanzó una significativamirada. Sabía de sobra qué pretendíayo, pero no estaba dispuesta a ceder.

—No pueden volver a formar esascosas. Por lo menos ahora mismo. Elhierro solo interrumpe la escena. Leslleva tiempo volver a construirla. Y nofui yo quien hizo todo eso. Yo solo lesquité el poder que necesitaban paracrear a esas criaturas.

—Entonces una vez que se han ido,¿ya está?

Ella asintió.—Por lo menos hasta después de

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que descansen. Y teniendo en cuenta lacantidad de energía que han tenido queusar para crear esa tormenta, meimagino que les llevará tiempo.

—Eso suponiendo que Ǽsubrandhaya utilizado a todo el mundo para elataque, cosa que no sabemos —puntualicé yo—. Puede que se reservaraalgunos de sus hombres con la esperanzade que te entrara el pánico

—¡Yo no voy a dejarme vencer porel pánico!

—… y salieras huyendo, cosa queles facilitaría mucho el trabajo.

—Pero para eso habría sidonecesario que Ǽsubrand pensara en la

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posibilidad de que su ataque inicialfallara, y él es demasiado arrogantecomo para eso.

Eso era cierto y sobre ese punto nocabía discusión, así que cambié detáctica.

—Así que huyes. Bien. Y luego,¿qué?

—Tengo muchos contactos en la salade subastas —dijo Claire con ciertorubor—. Si la runa sale a la venta, anteso después alguien se enterará. Tengo queaveriguar quién la tiene antes de queacabe en la colección privada de alguieny desaparezca.

—Muy bien. Pero eso no puedes

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hacerlo con el heredero del trono deFantasía encaramado a la cadera.

—Los feys no conocen este mundo…—¡Pero mucha otra gente sí! Y no

hay nada más fácil que contratar a unpuñado de mercenarios.

Yo precisamente debería saberlo;era uno de ellos.

Claire parpadeó como si jamás se lehubiera ocurrido la idea.

—No creo… no creo que hagan eso.Los feys se ocupan siempre de susproblemas.

Sin embargo no parecía estar segura.Y yo me aproveché de su duda.—Vale, dejando eso a un lado,

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¿sabes cuánto pueden pedirte de rescatepor Aiden?

—Mañana, en cuanto abran lastiendas, lo vestiré de niño humano.Nadie tiene por qué enterarse de que…

La interrumpí poniendo una manosobre su brazo y dije:

—Mira.Aiden se había quitado el poncho y

se había hecho un ovillo sobre laalfombra. Apestoso apoyaba la cabezasobre el culo del príncipe y miraba a suamigo con ojos líquidos que reflejabanun suave brillo dorado. La luz sederramaba sobre los colores desvaídosde la vieja alfombra persa y resaltaba

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los tablones del suelo como si se tratarade una lámpara. Pero no era unalámpara.

—Los niños humanos no derramanluz sobre las alfombras —dije yo en vozbaja.

Observé la expresión del rostro deClaire y vi cómo se derrumbaba.

Se llevó una mano temblorosa a lafrente. Por primera vez probablementeen muchos meses demostraba la tensiónconstante a la que había estadosometida.

Casi parecía demacrada.—¿Qué voy a hacer? ¡Van a matarlo,

Dory! ¡Van a matar a mi pequeño, y yo

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no puedo impedirlo!—No, no van a matarlo —negué yo.

Puse un brazo a su alrededor, pero mesentí extraña porque yo no soy pegajosa.Sin embargo ella parecíaverdaderamente necesitada de un abrazo—. Los hechizos de la casa siguenfuncionando a pesar de todo. Y ésta hasido una buena prueba. Yo hablaré conOlga mañana, a ver qué más se puedehacer. Lo cuidaremos, Claire. Y estará asalvo hasta que encontremos esa runatuya entre las dos.

—¿Entre las dos?—Bueno, es un tema que ahora me

interesa.

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Claire se quedó mirándome por unmomento, pero enseguida rompió a reírde una forma histérica.

—¡Estás loca! —exclamó al fin,enjugándose las lágrimas de los ojos.

Yo le guiñé un ojo.—¿Y ahora te das cuenta?No creo que lograra convencerla,

pero lo cierto es que parecía a punto dedesplomarse. Buscamos por la casa yfinalmente encontramos unas sábanasque milagrosamente seguían secas en elarmario del pasillo, así que las usamospara acostar a los niños en el sofá.Apestoso se puso a roncar casiinmediatamente y Aiden ni siquiera

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llegó a poner un pie en el suelo duranteel traslado. Luego fuimos a comprobarel estado en el que se encontraba lahabitación de Claire.

Estaba más o menos como la mía,solo que los agujeros del tejado noestaban justo encima de la cama, y elsomier y el colchón se habían mantenidobastante secos. La ayudé a bajar elcolchón a la planta baja, cosa que enrealidad consistió en tirarlo por elenorme agujero del techo. Se mojó unpoco cuando cayó sobre el río de nievederretida que recorría el pasillo, perono creo que a Claire le importaramucho.

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Lo arrastramos entre las dos hasta elcuarto de estar, le colocamos unassábanas y Claire se tiró encima.

—Hay sitio de sobra para las dos —musitó ella.

Yo apagué la lámpara que alguien sehabía dejado encendida y contesté:

—Gracias. Enseguida vuelvo.Al salir cerré la puerta.Volví a mi habitación a rescatar el

alijo de armas. Estaba de pie delante delarmario, preguntándome si debía decoger las espadas o si era mejordejarlas en sus vainas, cuando comencéa sentir que las piernas me fallaban. Mesenté un momento en el colchón

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empapado y de pronto ahogué un grito.Al principio pensé simplemente que

me salía sangre. La herida del muslo mehabía sangrado con profusión y me habíamanchado toda de un color rojo quecomenzaba a ponerse oscuro. Fui albaño a por el botiquín de primerosauxilios y me miré al espejo. A primeravista tenía la piel tan pálida como lacera, los ojos y los labios oscuros comosi los tuviera magullados y la pielalrededor de la boca cubierta con unacapa de algo extraño, blanco yescamoso.

Me lavé y me senté al borde de labañera para vendarme la pierna. El

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muslo había dejado de sangrar aunque larodilla todavía goteaba un poco cuandola movía. Y como la herida estaba enuna articulación dolía a rabiar. Pero lashabía tenido peores y además, con mimetabolismo, probablemente al díasiguiente estuviera curada. Y sinembargo, por alguna razón, metemblaban las manos mientras mevendaba la rodilla y mis pulmonesinhalaban más oxígeno del quenecesitaba.

Lo mismo me había ocurrido al bajarlas escaleras. Era como si mis pulmonescreyeran que iba a producirse otra vezesa escasez de aire y quisieran

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almacenarlo. Pero en ese instante erapeor aún, porque llegaba hasta el puntode marearme. Tardé un momento endarme cuenta de que estabahiperventilando. Me quedé ahí sentada,tratando de calmarme y preguntándomequé diablos me estaba ocurriendo.

Muchas otras veces, incluso más delas que podía contar, había estado tancerca de la muerte o más cerca aún queesa noche. Y la mayor parte de esasveces esos momentos habían sido muchomás dolorosos y confusos. Me habíadespertado después de un ataquecubierta de sangre, sangre mía y deotros, con huesos rotos que todavía no

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habían terminado de fusionarse o concarne quemada que aún se estabamudando. Y después estaba elmemorable incidente aquel cuandorecuperé la conciencia justo a tiempo deinterrumpir el banquete de los buitres,que me habían confundido con uncadáver.

Todavía a veces recordaba algunosdetalles: las plumas acariciando micuerpo, las uñas hurgando en mi carne,los picos desgarrando. Y sin embargo yosolita me los había quitado a todos deencima. Y después había recuperado lasarmas y le había robado el caballo a unode los hombres que había tratado de

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sacarme las tripas para salir corriendo aocuparme de mi siguiente encargo.Estaba acostumbrada a enfrentarme a losterribles sobresaltos que se produceninevitablemente durante una pelea: alsabor de la sangre, a la fragancia de lamuerte en el aire y a la quietud que lesigue siempre.

Pero quizá no estuviera tanacostumbrada al desastre mismo comome creía. La mayor parte de las veces yoestaba fuera de mí misma cuando seproducía el caos: un hecho que siemprehabía lamentado. Nunca antes me habíadado cuenta de hasta qué punto dependíade ello.

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Saber que para mí la muertesignificaría simplemente que algún díano despertaría de una de mis peleasresultaba aterrador a la vez queextrañamente reconfortante. Porque eracomo saber, cada vez que oía aquellapalpitación en mis oídos, que quizá esavez fuera la última. Pero tambiénsignificaba que yo no vería acercarse elfinal. Y sin embargo, esa noche habíaestado a punto de verlo.

¿Era así como me enfrentaría a él?,me pregunté, molesta conmigo misma.¿Quinientos años y eso era todo lo quehabía aprendido a hacer? ¿Asustarmeporque me habían fallado las armas,

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porque por fin había encontrado a unadversario al que no sabía cómo matar?

Me puse en pie, furiosa con micuerpo a causa de su debilidad yconmigo misma por no haber adivinadocon anticipación lo que iba a ocurrir;por no haberme dado cuenta, después deque un fey me diera una patada en elculo por primera vez, de que podíavolver a ocurrir. Yo no conocía sumagia, no comprendía sus armas. Paramí un arma era un peso reconfortante enla mano: una espada, una maza, unapistola. ¿Cómo diablos podía lucharcontra una gente que tenía a la mismatierra y al cielo de su lado?

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No lo sabía, pero sí sabía una cosa.Si Ǽsubrand estaba vivo, entonces esque podía morir. Y yo estaba deseandoque muriera.

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8

Me desperté con el olor del café reciénhecho y del beicon frito, cosa que mepareció imposible. Pero como de todosmodos tenía que levantarme, salírodando de la cama. Me caí al suelo, unmetro más abajo. Me di un golpe que nime quitó la tortícolis, ni le hizo ningúnbien a los nudos de mi espalda, productodel agarrotamiento.

Me puse bizca y entonces vi un parde enormes calcetines malolientes.Olían tan mal que habrían servido comosales de baño. Me senté ya

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completamente consciente y entonces megolpeé la cabeza contra la parte inferiorde la mesa.

Ante mí se extendía una ruina queidentifique vagamente como el cuarto deestar. Había sábanas y edredones viejostirados por todas partes, ropa y bolsasde objetos personales apilados en unmontón junto a la puerta del sótano, y elrastro de huellas de unos pies grandes yllenos de barro que llevaban desde allíal pasillo. Habían arrasado la alfombra,pero habían respetado el colchónempapado.

Cada una de las huellas tenía tresdedos, cosa que era normal entre los

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trols, así que me relajé. Supuse que lashabían dejado los enormes bultosacurrucados en la pareja de sillonesorejeros frente a la chimenea, queroncaban a pleno pulmón y con tantafuerza como para tirar lo que quedabadel techo. Me olvidé de ellos por un ratoy me puse en pie. La espalda me crujiócomo si fueran los nudillos de la manode un viejo.

El borde del edredón llegaba hastala superficie de la mesa, y eso me hizorecordar qué había estado haciendo yoahí encima. La noche anterior, al volvera la planta baja, Claire estabadespatarrada en medio del colchón y me

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había dado pena moverla. No habíaencontrado ningún trozo de suelo seco,así que me había preparado la camasobre la superficie de fieltro de la mesaque usábamos para jugar al póker. Notenía más que un metro veinte dediámetro, lo cual explicaba los nudosque se me habían formado en la espalda,y además tenía un reborde de unos cincocentímetros que era el causante de mitortícolis.

Después de estirarme, cosa que mehacía mucha falta, revisé el estado de micuerpo. Las heridas del muslo y larodilla se habían puesto de colorpúrpura y verde con los bordes

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amarillos. Además tenía la rodillahinchada y sensible al tacto, y se infló alquitarme la venda igual que la masa delpan al meterla en el horno. No obstantelas dos heridas estaban ya cerradas, ypor otro lado no sentía como si algo measfixiara desde dentro de la garganta. Lamuñeca me seguía doliendo la muycerda, pero vistas las cosas con calmaotras veces me había levantado enpeores condiciones.

Di una vuelta por el cuarto de estar yeché un rápido vistazo a ver quién era elbulto debajo de la primera sábana. Unpequeño ojo verde se abrió y me mirómolesto.

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—Perdona, Sven.Sven gruñó y siguió durmiendo. No

miré debajo del otro bulto, pero supuseque probablemente se trataría de Ysmi,su hermano gemelo. Eran un par dechicos que había traído Olga, sus primossegundos o algo así, y su papel en elnegocio era el de fortachones. Segúnparecía se había corrido la voz de quequizá nos hiciera falta algo deprotección.

Salí bostezando al pasillo. Lasescaleras se habían convertido enastillas y faltaban más escalones de losque de hecho había; el papel pintado,víctima de la humedad que por fin había

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disminuido, no era sino colgajosdescoloridos; en cambio, el techo teníamejor aspecto de lo que recordaba.

Todavía era posible ver el caminode subida al último piso, pero adivinarel agujero por el que habíamos tirado elcolchón el día anterior fue más difícil.

Ninguno parecía lo suficientementegrande como para que cupiera uncolchón doble, y menos aún el colchónde reina de Claire. Pero lo mejor detodo era que parecía que ya ni siquieraentraba la lluvia.

Encontré a Claire en la cocina,peleándose con los viejos fogones.Tenía el pelo flácido pero revuelto

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alrededor del rostro ruborizado y lasgafas se le escurrían por la narizsudorosa. La casa tenía aireacondicionado, pero con los hechizos apleno rendimiento no funcionaba muchomejor que las bombillas. Debía de haberunos treinta y dos grados centígrados.

Los niños estaban sentados a lamesa. Aiden había extendido el juego deajedrez en su lado y parecía como siestuviera intentando secarlo. Les habíaquitado las armaduras a los soldados ylos había colocado en fila sobre unpapel de cocina, y en ese momentoluchaba por quitarle la ropa mojada a unogro. El ogro no parecía muy feliz, pero

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como no tenía armas no podía hacer másque dar puñetazos al aire con sus puñosdiminutos.

Apestoso estaba enfrente,durmiendo. O al menos eso me parecióhasta que oí el lamento que salió delvelludo bulto que formaba sobre la silla.Me acerqué para examinarlo, pero élmantuvo los ojos cerrados.

—Ha vomitado dos veces desde quese ha levantado —me dijo Claire conuna expresión de preocupación—. Y noquiere comer nada. Le he dado unaaspirina, pero no parece que le estéhaciendo mucho efecto. Estaba a puntode despertarte para preguntarte si

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quieres que llame a un curandero.Tiré de la cabeza de Apestoso hacia

arriba y se la despegué del mantel detela. Se le quedó el dibujo de loscuadritos marcado en la mejilla, pero apesar de eso eran evidentes su palidez ysus ojeras. Lo observé por un momento yenseguida fui a por un trapo de cocinaque llené de hielo.

—Siéntate —le dije a Apestoso.Pero él sólo abrió un ojo hasta

formar una ranura en medio delenmarañado bulto de pelo. No hizoningún movimiento para alzar la cabeza.

—¿Qué estás haciendo? —preguntóClaire.

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—No está enfermo.Tiré de él y le coloqué el trapo con

hielo sobre la frente. Apestoso protestóhasta que el frío comenzó a hacerleefecto. Entonces gimió de placer yvolvió a bajar la cabeza.

—¿Es resaca? —preguntó Claire untanto horrorizada.

—Teniendo en cuenta que anocheacabó con la mayor parte de las botellasdel brebaje de tu tío sí, yo apuesto a quelo más seguro es que sea resaca —contesté yo. Me puse en cuclillas junto ala silla de Apestoso—. ¿Duele, eh? —pregunté. Él gimió y asintió—.¿Prometes que te vas a mantener

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apartado de mi alijo de ahora enadelante?

Apestoso asintió con más energía. Yacto seguido gimió con más fuerza.Entonces yo decidí que ya lo habíacastigado bastante.

—¿Has visto mi móvil? —lepregunté a Claire sin dejar de mirar elcargador con la somnolencia decostumbre a esas horas de la mañana.

Siempre he envidiado a la gente queen cuestión de segundos se levanta de lacama con los ojos bien abiertos y lamente lúcida. A mí me lleva una buenahora, y eso con la ayuda de unaimportante dosis de cafeína.

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—No. ¿Por qué?—Se me ha ocurrido que, ya que aún

van a tardar varios días en mandarnosrefuerzos desde Fantasía, podía llamar aMircea para pedirle protección.

Claire apartó la vista de los fuegos yme miró frunciendo ligeramente el ceñocon una expresión interrogativa.

—¿A qué tipo de protección terefieres?

—El Senado anda corto de genteúltimamente, pero seguro que no lesimporta mandarnos a unos pocosmaestros…

—Quieres decir vampiros —afirmóClaire lisa y llanamente.

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—Es el Senado. ¿Qué otra cosa ibana mandarnos?

Entonces Claire frunció el ceño demal humor.

—He estado pensando en lo quedijiste anoche, en cuánto podríanpedirme de rescate por Aiden. Y creoque cuanta menos gente sepa que él estáaquí, mejor.

—A mí me preocupa más la genteque de hecho ya sabe que él está aquí —objeté yo con sarcasmo—. Los conjurosde la casa deberían de bastar paradetener a toda esa gentuza.

—Nada de eso haría falta si nadiesupiera que él está aquí.

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—Le diré a Mircea que sea discreto.—Yo preferiría que los feys se

encargaran de los asuntos de los feys.—Los chicos de Olga son capaces

de resistir todo tipo de magia, incluidala magia fey —añadí yo mientrasregistraba la panera—. Y Dios sabe queson fuertes. Pero solo son dos, y no sepuede decir que sean grandes cerebros.Y Ǽsubrand puede ser muchas cosas,pero no es tonto.

—Ni yo. ¡Pero te aseguro que no voya confiar en un vampiro!

No podía culparla por serprecavida. La última vez que se habíadesmandado, Vlad la había secuestrado.

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Claire tenía una buena razón paradesconfiar de esas criaturas.

—No todos son iguales —alegué yoincómoda.

Louis-Cesare, por ejemplo, parecíadecidido a volverme loca.Constantemente ponía en duda misprejuicios acerca de qué era cómo secomportaba por lo general un vampiro.Era solo una de sus muchas formas decomplicarme la vida.

—¿Y dices eso a pesar de que tutrabajo consiste en matarlos? —exigiósaber Claire.

—Mi trabajo es cazar a losresucitados… —dije yo. Al ver su

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expresión de confusión, expliqué—: Sonlos vampiros a los que algo les ha idomal durante el cambio.

—¿Y entonces no deberían de…quedarse muertos simplemente? —siguió preguntando Claire, haciendo ungesto con la espátula.

—La mayor parte se mueren. Perode vez en cuando alguno sobrevive en elplano físico, porque en el planomental… Digamos simplemente que noestán ahí. Los resucitados atacan acualquier ser que se interponga en sucamino, ya sea humano o vampiro. Ycomo están locos, no se puede razonarcon ellos. Hay que derribarlos.

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—¿Y tú jamás has matado a ningúnvampiro normal que no fuera uno deesos resucitados? —preguntó Claire conescepticismo.

—A veces cobro comisiones porcazar a vampiros que de un modo u otrohan violado una ley del Senado, pero novoy por ahí matando vampiros sin ton nison. No estaría aquí de haberlo hecho, yda igual quién sea tu papá.

—No me parece que haya una grandiferencia —comentó Claire con el ceñofruncido.

Pensé en la expresión que esbozaríaMircea si supiera que acababan demeterlo en el mismo saco que a Vleck y

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al puñado de bestias babeantes conapenas más cerebro que un animal.

—Será mejor que no expreses esaopinión delante de un vampiro —lecontesté yo secamente.

—No tengo intención de conocer aninguno.

La negativa había sonado rotunda.—Deberías reconsiderarlo —insistí

yo seriamente—. Es fácil desconfiar deuna cosa que te ve como su comida, peroahora mismo…

—No quiero que esas cosas seacerquen a mi hijo, ¿de acuerdo? ¡Estoycansada de los guardias en los que nopuedo confiar!

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—Te estoy hablando de vampiroscon nivel de maestro que mandaríadirectamente el Senado. No van acomerse a nadie de aperitivo.

—¡Ya sé que no van a comerse anadie sencillamente porque no van avenir! —afirmó Claire, que al ver miexpresión suspiró—. Piénsalo, Dory.¿Qué podrían haber hecho anoche,aparte de dejarse trinchar a cachitos?

—Puede que te sorprendierasaberlo.

—Muy bien, pues no pienso dejarmesorprender. Ya he visto de qué es capazun guerrero fey.

—Y yo he visto a un vampiro

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maestro en acción.Claire me lanzó una mirada de

desesperación.—Si Ǽsubrand pudiera atravesar

los hechizos de protección, habríaentrado aquí en persona mucho antes derecurrir a crear esas cosas.

—Cosa que sí puede volver a hacer.—Pero él ahora sabe que yo puedo

derrotarlo. Sería una pérdida de tiempo.—Sí, pero ¿qué se le ocurrirá la

próxima vez?—Hoy no va a venir con ningún

invento nuevo —afirmó Claire.Eso era lo que ella esperaba, pensé

yo. Pero no lo dije en voz alta. Habría

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sido una pérdida de tiempo. Claire eraexcesivamente cabezota cuando estabaconvencida de que tenía razón, lo cual leocurría con frecuencia. Y el hecho deque a menudo la tuviera no contribuíaprecisamente a que se mostrara másflexible. Pero esperaba que esa vez nofuera una excepción y que tuviera razón.

Dejé de buscar el teléfono y busquéen su lugar una taza. No había ninguna enlos lugares habituales: dispersas porencima de la mesa, amontonadas sobrela encimera, molestando por cualquierparte o en el lavaplatos, que alguienhabía instalado allí por la época en laque los electrodomésticos de color

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verde oliva eran el último grito. Dehecho no funcionaba, pero de todosmodos la gente a veces metía cacharrosallí. Sin embargo estaba vacío.

—¿Qué estás haciendo? —preguntóClaire, observándome.

—Estoy tratando de encontrar lastazas. Han desaparecido.

Claire puso los ojos en blanco yabrió un armario. Y ahí estaban: variasfilas de tazas blancas brillantes, todasperfectamente alineadas. Claire inclusoles había quitado las manchas. Debía detratarse de magia fey, me dije mientrasme servía mi brebaje de la mañana.

Cogí mi café y me lo llevé escaleras

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arriba a mi habitación. Lo encontrésospechosamente limpio: no había nihielo, ni nieve, ni tan siquiera agua.Golpeé con el talón una de las viejastablas de madera del suelo y me parecióque seguía sólida y bien pegada. Teníaalgunas manchas, pero estaba seca.

Mmmm…Por supuesto la luz no funcionaba,

pero los agujeros del techo permitían laentrada de luz natural además de dejarpasar a un par de pájaros que andabanpor allí, husmeando las nuevasposibilidades de construir un nido. Yono les hice caso y me fui a buscar elcepillo de dientes. Lo encontré antes de

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acordarme de que las tuberías habíanestallado. De todos modos y por siacaso abrí el grifo. Un chorro de aguasucia y llena de óxido comenzó a caer aborbotones en el lavabo. Me quedéperpleja mirándolo un rato. Y luego meencogí de hombros y me lave losdientes.

La ducha también parecía funcionar,así que aproveché la oportunidad y melavé la sangre y el sudor de aquellamañana. Hacía calor en casa y, gracias ala lluvia que nos cayó, todo estaba llenode barro. Estaba terminando de secarmecon la toalla cuando un pequeñocuadrito azul de cerámica me llamó la

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atención.En algún momento durante el jaleo

de la noche anterior debía de habersaltado de la pared de baldosines para ira aterrizar en el extremo opuesto de laencimera en la que estaba instalado ellavabo. En ese instante se movía. Loobservé deslizarse por el linóleo ysaltar de nuevo a su posición exacta ypegarse a la argamasa amarillenta.

Salí con cautela de la ducha sinquitarle la vista de encima y entoncesalgo tropezó con mi pie. Retiré el pie ybajé la vista. Un montón más debaldosines que habían saltado sinpermiso maniobraban tratando de volver

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a su lugar. Se deslizaban por el suelo.Uno de ellos lo estaba pasando malporque se había enredado con laalfombra de pelo de la ducha.Finalmente logró surcarla y librarse deella, se apresuró por el suelo y subiópor la pared como atraído por una fuerzamagnética.

Entonces comencé a prestar másatención y noté muchos otros detallesque delataban cambios: manchas en elsuelo que iban reduciéndose muy poco apoco; una raja en el papel pintado que secerraba ella solita como si fuera unaherida que se curara; un par de grietasen el espejo del baño que volvieron a

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fundirse para dejar la superficie como elhielo dentro del agua. Me apresuré aponerme unos vaqueros y una camisetade tirantes, me cepillé el pelo y recogíuna chaqueta para ocultar el arsenal dearmas no del todo legal. Luego bajé lasescaleras sin hacer ruido.

—Está ocurriendo algo muy extraño—le susurré a Claire.

Ella alzó la vista y puso los ojos enblanco.

—¿Cómo se ha delatado?—Te lo digo en serio. Creo que la

casa se está arreglando sola.—Ya lo sé —dijo ella, que

enseguida señaló la puerta de la nevera

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con la espátula, donde unas cuantasabolladuras se enderezaban una a una,produciendo un ruidito metálico.

—Pero ¿cómo?—¿Es que no sabes que la casa

nunca nos deja mover ni tirar nada?Yo asentí. Habíamos perdido mucho

tiempo nada más mudarme yo allí,tratando en vano de acomodar la casa anuestro estilo de vida. Porque cada vezque tirábamos algo, al día siguientevolvíamos a encontrárnoslo en su lugar.La casa podía llegar a mostrarse muyvengativa con esa extraña especie deconciencia mágica que adquirían losobjetos para ella con el transcurso del

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tiempo. La última vez que Claire habíatratado de renovar la casa se habíaencontrado la mitad de su ropa tirada enel jardín delantero.

—Creo que Pip hizo un conjuro paraque la casa se mantuviera siempre tal ycomo estaba. Así no tenía quemolestarse en reparar nada —explicóClaire—. Lo que pasa es que el abismode caminos prehistóricos tiene tantopoder que tiende a magnificar loshechizos, de modo que…

—¿Quieres decir que se muestrademasiado entusiasta en su tarea?

—Más o menos, sí.Desvié la vista hacia el agujero del

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suelo junto al umbral de la puerta quehabía estado ahí desde poco después demudarme yo a la casa y puntualicé:

—Pero no todo se arregla paravolver a ponerse como estaba.

—Es un hechizo de ama de casa —dijo Claire—. No creo que mi tío lodiseñara para reconocer la sangre dedemonio. Supongo que sólo arregla losestropicios más normales.

—Y entonces, ¿por qué no lo ponetodo mejor?

Yo seguía viendo la misma raya depolvo a lo largo de la parte superior dela puerta de la nevera, los mismosarmarios retorcidos encima del horno y

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los mismos rayones en el viejo ypolvoriento entarimado del suelo.

—Porque está diseñado paramantenerlo todo exactamente tal y comoestaba cuando Pip hizo el hechizo. Y nocreo que a él le preocupara mucho ladecoración.

—Así que esa mancha del techo demi habitación…

—Seguirá ya para siempre allí, sí.Eso suponiendo que el resto del tejadose repare solo —contestó Claire, quealzó la vista—. Yo tengo esperanzas,pero el destrozo de anoche fue enorme.

Alcé la vista y pensé en todas lasarmas que podría comprar de no tener

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que pagar un tejado nuevo. Por supuestoel hechizo también significaba que jamáspodría librarme de los muebleshorribles, del espantoso papel pintado nide los adornos pasados de moda. Peroel mundo no era perfecto.

—Supongo que pronto loaveriguaremos —dije yo, que actoseguido asomé la cabeza por encima desu hombro para ver qué era lo que olíatan bien. Parpadeé incrédula—. ¡Eso escarne!

Claire me lanzó una miradamalévola.

—Ya lo sé. No empieces.—¿Es que vas a comer carne?

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Eché un vistazo furtivo a ver quéhabía en la fila de platos cubiertos conuna servilleta de papel junto a los fuegosy descubrí un montón de beicon, huevosy tostadas. Teniendo en cuenta que porlo general ella desayunaba copos detrigo integral y leche de almendras,aquello fue un susto. Un buen susto.Mangué una loncha de beicon y retiré lamano antes de que pudiera darme untortazo.

Claire frunció el ceño.—¡No!—Esto tiene algo que ver con las

escamas, ¿verdad?—¡Tiene que ver con mi otra mitad,

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que me está volviendo loca! —exclamóClaire mientras pinchaba el resto delbeicon—. No hace más que tratar deinfluir en mí.

Después de algunos de loscomentarios que había hecho la nocheanterior, a mí me parecía que ya habíainfluido en ella. Pero no para mal. Sihabía una situación en la vida en la queverdaderamente hacía falta un poco másde crueldad, no cabía duda de que era lasuya, con un puñado de asesinos feyspersiguiendo a su hijo.

—He tratado de llegar a uncompromiso —continuó ella,quejándose—. He intentado comer

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pescado y huevos.—¿Y te ha servido de algo?Claire hizo una mueca.—No. No quiere pescado. No le

gustan los huevos.Quiere montones de carne y cuanto

más cruda y más grasienta, mejor. Élpreferiría seres vivos y atemorizados alos que pudiera matar primero, perosabe que más le vale no pedirlos. Poreso me tortura soñando con filetes,salchichas y costillas tostándose alfuego.

Yo sonreí.—Entonces, ¿para qué cocinas todo

esto?, ¿para torturarlo tú a él?

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—Los niños tienen que comer. Yquería que hubiera comida suficientepara los gemelos y para que todoscomierais algo luego. No sé cuántotiempo tardaré.

—¿Tardarás en qué?—En hacer averiguaciones sobre la

Naudiz. No es un tema sobre el quepueda hablar por teléfono. Tengo que iren persona.

—No —negué yo, robando otraloncha de beicon. Era de las buenas:gorda, picante y con ese brillo como demiel—. Tú te quedas aquí con Aiden. Iréyo.

—Tú no tienes mis contactos —

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protestó Claire.—Tengo a Olga.Claire me lanzó una mirada

escéptica.—¿Tu secretaria?—Su difunto marido era muy

conocido en el mercado de las armassobrenaturales. Y además Benny no eramuy puntilloso acerca de dónde salía lamercancía.

—¿Y eso es una ventaja?—Lo es si lo que estás buscando es

una runa fey de guerra recién robada. Nocreo que ese guardia vaya a dirigirse alos canales legales. Es más probableque la gente de Olga sepa algo.

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—¡Pero yo no puedo quedarme aquísin hacer nada! ¡Me paso la vida así!

—No es cierto que no hagas nada.Eres la guardiana de tu hijo. Ysinceramente, das mucho más miedo queyo.

Claire me dirigió una miradairritada.

—¡Vaya, gracias!—Ya sabes a que me refiero. Yo no

puedo hacer lo que haces tu, Claire. Asíque déjame hacer lo que sé hacer, ¿vale?

—Eres una buena amiga, Dory.Claire me había dicho esas palabras

de corazón al tiempo que me daba unpringoso abrazo zalamero. Yo la abracé

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a mi vez con torpeza y con las manosllenas de salada y de grasienta bondad.No pude recordar la última vez que mehabían abrazado tantas veces ni contanta fuerza en solo veinticuatro horas.

Ella se echó atrás parpadeando y yofingí que no me daba cuenta.

—¿Quieres algo antes de marcharte?—preguntó Claire, señalando hacia losfuegos—. Hay comida de sobra.

—Creía que en la nevera sólo habíacerveza y mayonesa. Y yo no me fiaríade la mayonesa. Hace unos días pillé aun trol con la cabeza metida en el tarro,comiéndosela como si fuera caramelo.

—Olga ha mandado comida como

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para un regimiento junto con losgemelos.

Claire sacó un tarro de la nevera ylo miró frunciendo el ceño.

—Todavía no los has visto comer.Eso era probablemente solo para eldesayuno.

—¿Y cuánto más crees que tengoque cocinar? —preguntó Claire,mirando los platos sobre la encimerajunto a la cocina.

—¡Y yo qué sé! En realidad yojamás he visto que se quedaran llenos.Tengo que irme antes de que se movilicetoda la gente que conozco.

Me terminé el café y me marché sin

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darme tiempo a preguntarme por qué eltarro de mayonesa tenía marcas delengüetazos.

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9

Encontré el petate en el coche con elmóvil dentro, así que todo parecía irbien. El Camaro tenía algunasabolladuras nuevas bastante importantesy olía un poco a moho, pero pudearrancar, así que lo consideré unavictoria. Diez minutos más tarde loaparqué junto a un diminuto mercado deBrooklyn que por fuera parecía idénticoa cualquier otro.

Y también lo parecía por dentro, almenos por la parte frontal. Los clientespodían merodear entre tenderete y

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tenderete, todos ellos desiertos, paracomprar un perrito caliente de plástico,conseguir tarjetas que rascar a ver sihabían tenido suerte o adquirir objetosde perfumería a precios desorbitados. Ytodo ello mientras los empleados no leshacían ni el menor caso. Al final la gentedel barrio se había cansado deldesastroso servicio y se había ido acomprar a otra parte, que eraprecisamente el objetivo. Corría elrumor de que el mercadillo era latapadera de la mafia, que se dedicaba altráfico de droga y/o al juego.

Pero la verdad era algo mucho másextraña que eso.

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Para acceder a la sala de atrás habíaque entrar por un corto pasaje y llamar auna puerta. Me incliné y golpeé la puertacon los nudillos porque la mirillaquedaba más o menos a la altura de miombligo. Un diminuto ojo verde seasomó y me miró con suspicacia.

—¿Qué?—Abre. Soy yo, Dory.—¿Y cómo puedo estar seguro de

que eres Dory?—¿Porque me estás viendo?—Enciende la luz.Yo suspiré.—Está encendida.Había media docena de bombillas en

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la lámpara que tenía encima; sumaríanen total unos ciento cincuenta vatios.Suficiente para sentir cómo me freíanlentamente el cerebro. Pero eso dabaigual. La vista de los trols es en generalterrible, y no he oído hablar de ningúnhechizo capaz de mejorarla.

Oí una conversación en voz baja alotro lado de la puerta.

—No hace falta que susurres. Nohablo trol —dije yo.

—Pues deberías aprender —dijouna voz que conocía desde el otro ladode la puerta, que inmediatamente seabrió.

Yo seguí agachada, cosa que me

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proporcionaba una buena vista delbrillante cuero negro en el que estabanembutidos dos espléndidos muslos. Unleve movimiento del ojo hacia abajo memostró dos sandalias de tacón que leañadían otros siete centímetros y medioa una altura ya importante. Por la puntadel pie sobresalían tres dedosretorcidos, el número habitual en unbergtrol o trol de las montañas. Aunquela mayor parte de ellos no llevan lasuñas pintadas de rojo superbrillante.

O eso había pensado yo siempre.Continuando el trayecto hacia arriba

vi un pecho natural y bien entalladodentro de un chaleco de un rojo vivo que

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en su mayor parte quedaba oculto trasuna barba castaña desbordante. Delmismo color era el pelo que enmarcabaun rostro ancho. Lo llevaba cardado,corto y con reflejos de color platino. Memiró inquisitivamente.

—¿Por qué te agachas así? —exigiósaber Olga.

Como estaba sorprendida, no lecontesté: «Por nada en particular».

Me erguí y ella se echó atrás paracederme el paso. El diminuto trol de lamontaña que había contestado en primerlugar volvió a su taburete, lo empujó aun lado y trepó para subirse encima yfumarse un cigarrillo tranquilamente.

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Había sido también el portero delestablecimiento con los anteriorespropietarios, cuando era un antro dejuego y siempre estaba abarrotado.Supongo que al final se llenaba tanto,que lo habían sustituido por un salón debelleza.

—¿Nuevo look? —pregunté yo,tomando asiento en una banqueta vacía.

Olga se dejó caer en una silla frenteal puesto de la manicura. La silla crujió,pero se mantuvo en pie y la especialistaen manicura reanudó su trabajo conaquellas uñas gordas y curvas.

—Deberías probarlo tú también —dijo Olga, echando un vistazo desdeñoso

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a mis uñas cortas y a mi pelo al natural—. Pareces un chico.

Yo alcé una ceja.—Pues a los chicos no se lo parece.—No veo tú casada.—Antes se congelará el infierno —

afirmé yo, que estaba de acuerdo en esocon ella.

Olga soltó un bufido.—¿Qué ha sido de ese vampiro?—¿Cuál de ellos? Últimamente he

visto a más de los que hubiera querido.Aunque, por supuesto, como

preferiría no ver nunca a ninguno, esotampoco era difícil.

Olga estiró sus enormes manos, las

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giró hacia arriba y movió los dedos. Yosonreí pensando en la cara que pondríaLouis-Cesare si alguna vez descubríaque su nombre sonaba exactamente igualque la palabra en lenguaje trol con laque ellos decían «culo apretado».Aunque tampoco es que eso le pegara.En muchos sentidos.

—Hace tiempo que no lo veo.—Lo verías más si… —Olga se

interrumpió, alzó la vista y preguntó—:¿Cuál la palabra?

—¿Si fuera más coqueta? —sugirióla chica de la manicura, mirándome yhaciéndome un gesto de aprecio—.Estarías estupenda con reflejos.

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—Con reflejos parezco una mofeta.Era la maldición de las morenas.—A ti lo que te pasa es que no te las

han hecho bien —continuó la chica—.Yo soy un lince con los colores. Encuanto termine aquí podemos…

—Puede que otro día.Acababa de ponerme mechas azules.Le expuse el problema de la piedra a

Olga mientras terminaban de hacerle lasuñas.

—No estamos seguros de si havenido aquí para venderla, pero meparece lo más lógico.

La guerra que estaba teniendo lugaren el mundo sobrenatural había elevado

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los precios de los hechizos deprotección. Y se suponía que esa piedraera la mejor protección de todas.

Olga asintió y después se quedósimplemente ahí sentada. A diferenciade los humanos, a los trols no lesmolestan los silencios. Y no son grandescharlatanes. Y como yo también hemamado eso, lo encuentro relajante.

Le eché un vistazo a unas cuantasrevistas, salí a la acera de enfrente a porun refresco, volví a entrar y examiné elnuevo arsenal de armas de la sala deatrás. En aquella estantería había armasde fuego suficientes como para volartodo Brooklyn, aparte de los frascos de

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agua oxigenada y las bolsas deextensiones de pelo. Olga necesitaba unlugar barato donde comenzar de nuevoel negocio y el propietario del localnecesitaba una tapadera y ciertaseguridad, así que ambos habían llegadoa un trato. Por eso se podía entrar acomprar un champú y salir con elequivalente mágico de un bazuka.

De la mayor parte de esas armas yoya contaba con un par, pero había unabonita selección a la que yo antes jamásme había molestado en echarle unvistazo. Eran armas pesadas quecarecían de la gracia y de la flexibilidaddel acero. No había nada de elegante en

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ellas: ni hojas ceremoniales brillantescomo un espejo, ni empuñaduras conincrustaciones, ni preciosas vainashechas a medida. Eran armas brutalespor su misma fealdad, hechas paraguerras feas y brutales.

Levanté una espada corta que eramás bien como una porra y tanteé supeso con la mano. Estaba bienequilibrada aunque tenía una superficiedeslustrada y ligeramente picada. Nadiela vería venir en una noche oscura. Elegítambién un par de cuchillos y un mazoque debía de pesar algo más de veintekilos y me lo llevé todo al salón debelleza.

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Olga me observó al entrar.—¿Qué haces tú?—Necesito armas.—Tienes ya.—Sí, pero no funcionan muy bien

con los feys. Y puede que hayas oídoque anoche tuvimos una visita. Apropósito, gracias por los gemelos.

Olga inclinó la cabeza.—¿Qué tú hacer con esas armas?Me pareció una pregunta extraña.—¿Lo que suelo hacer con ellas?—No vas por Ǽsubrand.Había sido una afirmación más que

una pregunta, pero de todos modoscontesté:

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—Esta vez yo no fui tras él, sino alrevés. Y además, ¿cómo sabes que haestado aquí?

—La gente habla.—¿Y qué más dicen?Olga se encogió de hombros antes de

contestar:—Él venir aquí para causar

problemas. No sé qué problemas. Tú note acerques.

—Ya te lo he dicho, él vino a pormí.

Olga entrecerró los ojos sin dejar demirarme.

—¿Y tú no ir de caza?—¿Qué estás tratando de decirme,

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Olga? ¿Que no me vendes las armas sison para ir a por Ǽsubrand? —preguntéyo. Olga siguió mirándome sin decirnada—. ¿Por qué?

—Tú buena luchadora. Para serpequeña mujer. Pero ser poquita cosapara él. Te va a matar.

Olga lo había dicho en un tono devoz tan serio y con tanta convicción, queno pude evitar sentir un escalofrío.

—Bueno, pues alégrate. Porque noestoy planeando ir a buscarlo. Pero sivuelve otra vez, me gustaría tener algoun poco más mortífero que unos reflejosen el pelo.

Por fin llegamos a un acuerdo. Le

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dejé la maza al portero y lo arreglé conél para que me la llevara a casa. Noestaba dispuesta a cargar con elladurante todo el día. El resto de lasarmas me las guardé en el petate. Pesabamucho más de lo normal, pero erainevitable. No volverían a pillarme enbolas.

Me giré y vi que Olga se ponía enpie.

—Ven.Olga me llevó por una puerta trasera

hasta un pequeño aparcamiento dondetenía una furgoneta muy especial. Sesentó en el asiento del copiloto. El ejeque sujetaba el asiento crujió. Ciento

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ochenta kilos de trol son muchos kilosde trol. Por mucho que ella se encuentreguapa y menudita para su especie.

La sociedad sobrenatural de NuevaYork está dividida en razas que secorresponden más o menos con lassecciones de la ciudad: los vampirosprefieren Manhattan; los magos tienen subase de la Costa Este en Queens y loslobos viven en su mayor parte en lasáreas rurales del norte del estado.Brooklyn, por otro lado, es territoriofey. Para ser más exactos es la fortalezade los feys de la oscuridad: por allípululan y tratan de sobrevivir lascriaturas que pueblan las pesadillas de

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los habitantes de la tierra.Una considerable minoría de esos

habitantes son los trols, que es lapalabra que usan los humanos paradesignar a una amplia variedad de feysde la oscuridad que tienen unas cuantassimilitudes evidentes entre sí. Enrealidad los «trols» surgieron dedocenas de especies distintas, muchasde las cuales eran enemigas en Fantasía.Pero una vez dentro del extraño paisajedel mundo humano se unieron yformaron una sociedad de lazosestrechos. El difunto marido de Olga nisiquiera le llegaba a la cintura.

La lluvia provocaba que todo fuera

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más lento. Nos quedamos atascados enel puente de Brooklyn, en medio deltráfico.

—Detesto Manhattan —dije yocuando en realidad estaba deseandollegar allí.

Olga asintió con un gesto simpático.—En Fantasía pensamos que la

Tierra es la dimensión infernal.—Eso no lo sabía.—Sí —confirmó Olga, que captó mi

expresión—. El infierno de aquí arriba—añadió, tratando de rebajar la ofensa.

—Quizá.El tráfico comenzó a avanzar otra

vez. Entramos en la ciudad en caravana.

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No había ningún aparcamiento cerca denuestro destino, así que Olga se bajó yyo me fui a buscar un sitio donde dejarel coche. Al volver me la encontré en unrestaurante escasamente iluminado ydecorado con botellas de vino envueltasen rafia e imágenes de Italia queparecían pintadas siguiendo una serie deinstrucciones numeradas.

El restaurante lo dirigían los feys, locual significaba que Olga podía dejar suhechizo de glamour en la puerta comoquien se quita un abrigo; el camuflajedel restaurante garantizaba a todos losclientes un aspecto más o menoshumano. Y en su mayor parte casi todos

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lo eran, pero vi las siluetas borrosas deal menos tres de los otros en el bar yhabía otra pareja más comiendoespaguetis a la boloñesa en una mesa deuna esquina.

—Lucas —llamó Olga al camarero,que llevaba un glamour a juego con ladecoración del local: pelo negro, undiminuto bigote perfecto, una ligerísimapanza y los comienzos de una calvicie.

Nadie sabía cuál era su verdaderoaspecto o qué era en realidad. Yo eracapaz de captar un glamour a menos quefuera muy, muy caro. Pero no podía vera su través y adivinar el verdaderoaspecto.

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Después de todo se tratabaprecisamente de eso.

El hombrecito nos llevó hasta unamesa en la que un distinguido caballerode pelo cano y de unos setenta añosdisfrutaba de un plato de pollo a lacacciatore. En la cara tenía unas arrugastan imperceptibles como las discretasrayas de su traje de cuatro mil dólares yde sus brillantes mocasines de Prada. Ami juicio su aspecto era humano, pero noparpadeó ni siquiera una vez durantetodo el tiempo en que Olga tardó enexplicarle lo que queríamos.

—Compruébalo —terminó porpedirle Olga al caballero mientras

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llamaba al camarero con un gesto regio.—Mi querida dama, no me hace falta

comprobar nada —le contestó élmientras se limpiaba una mancha desalsa de la barbilla—. Puedo asegurarteque en Nueva York ahora mismo no haynada así a la venta.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?—le pregunté yo mientras Olga pedía lacarta.

—Porque mi trabajo consiste ensaberlo.

—¿Y cuál es tu trabajo?—Buscar objetos poco comunes

para los compradores entendidos, poneren contacto a los vendedores de esas

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exquisiteces con los compradores quesaben apreciarlas. Conozco losinventarios de todas las casas desubastas importantes e incluso de buenaparte de las pequeñas.

—Pero no de todas. Quiero decirque solo en este país debe de habercientos de…

—Mi querida y jovencísima dama—me interrumpió el caballero conseriedad—, ninguna casa de subastas sinimportancia podría manejar un objetocomo ése. La Naudiz es uno de laspocas runas que, según se dice, talló elmismo Odín. Su valor sería… Bueno, enrealidad no tiene precio. Si saliera a la

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venta, provocaría un terremoto en elmundo. Sería como si saliera a subastael diamante Hope en el mundo de lajoyería.

Yo le di un mordisco a un palito depan y pensé en ello.

—No, sería como si robaran eldiamante Hope y luego alguien tratara deencontrar el modo de venderlo. Venderuna joya pequeña no tiene dificultad;puede hacerse en cualquier sitio. ¿Perovender el mismísimo diamante Hope?

—Bueno, pero un diamante siemprepuede volver a cortarse —dijo él, quecomenzó a comerse un enorme helado—.Aunque en el caso de una piedra

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preciosa tan famosa, no creo que fueranecesario. Lo más probable es que seorganizara una venta discreta a uncoleccionista privado siempre y cuandoel ladrón no fuera un perfecto novato.Pero es una pobre analogía, porque losobjetos mágicos no pueden dividirse nipartirse.

—Entonces, ¿cómo lo haría? Merefiero a si alguien quisiera dividir unobjeto como ése.

El caballero alzó una ceja de unmodo extraño.

—Nadie dividiría un objeto de esacalidad.

—Pero entonces, hipotéticamente

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hablando, ¿qué es lo que hace uno conun objeto como ése?

El caballero se encogió de hombrosantes de contestar:

—Organizar una venta privada, tal ycomo te he dicho, o una pequeña subastasolo para unos cuantos invitadosseleccionados. La subasta es un pocomás arriesgada, pero probablemente losbeneficios finales también serían muchomás cuantiosos.

Acepté una copa del vino que lehabía pedido Olga al camarero ycomencé a dar sorbos mientrasreflexionaba sobre el asunto.

—Digamos que el ladrón es un

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principiante. Es la primera vez que roba.Quiere el máximo de beneficio, así queprefiere organizar una pequeña subastaprivada entre invitados elegidos. ¿Quiénpodría ocuparse de algo así porencargo?

—Muchas personas. Me temo que ennuestro negocio hay mucha gente sinescrúpulos. Y muchos otros se dejaríanpersuadir equivocadamente a hacerlomovidos por la importancia de lacomisión.

—¿Y cómo podría yo ir descartandocandidatos hasta dar con él?

—¿Sabes si alguna vez eseindividuo ha tenido tratos con casas de

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subastas, y en ese caso con cuáles?—No, no ha tenido tratos con

ninguna, que yo sepa.—¿Tiene algún contacto en ese

mundo, conoce a alguien que hayapodido sugerirle alguna idea?

—No lo sé.Los blarestris, el grupo de los feys

de la luz del que formaba parte Claire,no se aventuraban a entrar en nuestromundo muy a menudo, pero tampocotenían leyes que lo prohibieran. Elguardia podía haber entrado todas lasveces que hubiera querido ya fueraoficial o extraoficialmente, y no habíaningún modo de saber a quién había

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visto.—Mmm…El caballero se puso a reflexionar

sobre el asunto mientras Olga metía lamano en una fuente de aperitivos queempujó hacia mí. ¿Qué diablos?, me dijeyo para mis adentros. Me habíaterminado otra copa de vino y habíacomido prosciutto en cantidad suficientecomo para matar a una persona normalcuando por fin el caballero hizo un gestode asentimiento.

—Si tú no puedes ir descartandocandidatos por ese lado hasta dar con él,lo único que puedes hacer es descartarcandidatos por mi lado hasta dar con él.

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—¿Y eso qué significa?—Significa que en los tratos que se

hacen con casas de subastas sinescrúpulos se producen numerososfraudes, y por lo general el compradortoma precauciones. Nadie intentaríasiquiera vender algo así sinproporcionar una prueba irrefutable desu legitimidad. Y una prueba tal requierede medios para convencer al posiblecomprador de que el objeto esverdaderamente lo que la casa desubastas dice que es.

—¿Y quién hace ese tipo devaloraciones?

—Tiene que estar siempre a cargo

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de una autoridad incuestionable, en estecaso probablemente un fey dado que elobjeto lo es; alguien de probadadiscreción y de una reputaciónintachable.

—¿Conoces tú a alguien así?—Por supuesto —afirmó el

caballero, que golpeó la cuchara contrala copa se reclinó sobre el respaldo dela silla con un suspiro—. Esosuponiendo que reconozcas la señal.

El pesado y viejo bloque de madera ymetal, reliquia de la era de laprohibición de los años veinte, crujió al

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abrirlo.—¡Cierra la puerta! —gritó el típico

coro con su saludo de siempre.Entré y la cerré de un empujón.Al otro lado quedó la luz del día, así

que tuve que bajar las escalerasescasamente iluminadas con muchocuidado. El gorila, un enorme trol deagua situado al pie de las escaleras, alzóuna mano sudorosa a modo de saludo alverme entrar en el enorme sótano. Allídentro resultaba mucho más fácil ver, yno sólo debido a los faroles distribuidospor el local.

A lo largo de las paredes habíapintadas: líneas doradas que se

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ondulaban al tropezar con los huecosentre ladrillo y ladrillo. Las que estabansituadas cerca del techo estabandibujadas en negro y permanecíaninamovibles y tan estáticas como siestuvieran pintadas con pintura en lugarde con magia. El resto, sin embargo,flotaba por las paredes y por el suelo decemento, curvándose y rescribiéndoseconstantemente conforme cambiaban lasapuestas.

Allí se apostaba por todo: desdecarreras de perros y jai alai hasta pingpong y golf. Y no porque a los feys leshiciera falta ningún deporte paraapostar. Había un par de enanos en el

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bar apostando a ver cuál de las gotas dela condensación de sus jarras caíaprimero sobre la barra. El barman, queademás era el propietario del local, losmiró de mal humor. Prefería que lasapuestas se hicieran contra él que entreclientes. Aunque al menos el ganadorinvitaría a otra ronda.

Una de las pocas característicasesenciales de los feys es su pasión porlos juegos de azar. Abrían salas deapuestas antes que tiendas deultramarinos y eran capaces de apostarpor cualquier cosa. Y a pesar de supésimo gusto para la decoración, Pin’sera uno de los mejores sitios de

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Brooklyn donde hacer una apuesta.—¿Qué quieres decir con eso de que

no lo sabes? —le pregunté yo a Pin—.¡Pero si tú conoces a todo el mundo!

—Conozco a todo el mundo enBrooklyn —me corrigió él mientrassaltaba del cajón de leche paraprepararme una copa.

Fin era un skogstrol, que en noruegoquiere decir un trol del bosque aunque,que yo sepa, él no ha salido en toda suvida de Brooklyn. Sin embargo tenía lanariz de un skogstrol, aunque solomidiera unos treinta centímetros porquetodavía era joven, y tenía que subirse auna caja para poder ver por encima de

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la barra del bar.Volvió a trepar al cajón y deslizó

otra botella de cerveza de cuello largopor encima de la barra del bar hacia mí.

—El tipo al que quieres ver trabajaen Chinatown. En Manhattan, elterritorio de los vampiros. Pero eso yalo sabes.

—Y entonces, ¿qué hace un fey allí?Fin se encogió de hombros antes de

contestar con otra pregunta:—¿Es chino?—Es fey —insistí yo, haciendo una

pausa para vaciar la mitad de la botella.Fuera hacía un calor infernal y yo

llevaba todo el día de un lado para otro

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cargando con una tonelada de hierro. Ylo único que había sacado en limpio eraun palpitante dolor de cabeza y un parde ampollas. ¡Qué buena idea ponermeese día la chaqueta de cuero!, pensémientras la observaba con resentimiento.

—Sí, pero los luduans abandonaronFantasía hace mucho tiempo y la mayorparte de ellos se instalaron en China.Los emperadores chinos los usaban ensus interrogatorios.

—Eso lo sé —contesté yo con ciertairritación.

En el mundo humano se usaba eltriopentatio de sodio y los detectores dementiras; en el sobrenatural a los

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luduans, si es que uno conseguíaencontrarlos. Pero al luduan al que yoandaba buscando lo habían despedido,no estaba en su apartamento y hacía dosdías que nadie lo veía por los sitios quesolía frecuentar.

Un trío de trols que iban pisandofuerte y montando una gran algarabíasurgió del punto central frente a unenorme espejo de pared. De hecho elespejo reflejaba las pruebasclasificatorias del alocado deporte delos magos de las carreras de loscaminos prehistóricos. Muy pronto secelebraría en Nueva York elcampeonato mundial, y la gente no

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pensaba en otra cosa. Incluyendo a Fin,que estaba ganando todas las apuestas.

Esperé mientras él le sacaba eldinero a una merrow, que por supuestohabía apostado por un conductorirlandés. La merrow agarró la pinta decerveza con la mano palmeada extendidasobre la jarra y se alejó de la barra. Yome incliné hacia delante.

—Estoy desesperada, Fin. No tengotiempo; no puedo esperar ni semanas, nitan siquiera un día a que aparezca esetipo. Lo he buscado por todas partes, yes como si hubiera desaparecido de lafaz de la tierra.

Fin se encogió de hombros antes de

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contestar:—Yo lo único que sé es que hizo un

par de apuestas conmigo hace unasemana y aún no ha venido a pagarme.Así que mandé a los chicos a buscarlo.

Los «chicos» eran un par de trols delas cavernas bajitos y rechonchos comoel resto de su especie, pero con losbrazos largos y las manos grandes comopalas, ideales para cavar en las grandesextensiones de tierra. Esas mismasmanos eran perfectas también paraabofetear a los apostantes que nopagaban sus deudas; tanto, que Finapenas tenía ningún problema.

—¿Y lo encontraron? —le pregunté

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yo.Él hizo un gesto de mal humor antes

de contestar:—Aún no. Fueron a su trabajo, pero

no estaba allí.—Ni volverá. El jefe lo despidió en

cuanto se enteró de lo de sus deudas.Creo que tenía miedo de quedesapareciera con parte de lamercancía.

Fin dejó de hablar conmigo por unmomento para servir a otro cliente eltipo de cerveza de melaza que les gustaa los trols. Yo reprimí una mueca deasco. Esa cosa se puede comer concuchara.

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—Tú te refieres a la casa desubastas en la que solía trabajar —medijo Fin concluyendo—. La semanapasada consiguió otro trabajo en ungarito de juego que está en la parte deatrás de la farmacia que hay por allí.

Yo saqué un bloc de notas.—¿Qué farmacia?Fin sacudió la cabeza.—No te molestes. ¿No te he dicho

que mandé a los chicos?—No pretendo faltarle al respeto a

tus chicos, pero dímelo de todos modos.Un rayo de luz interrumpió la

algarabía montada alrededor de laenorme pantalla de televisión instalada

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en una mugrienta pared; entorpeció lavisión de la carrera de caballos queestaban retransmitiendo.

—¡Cierra la puerta! —gritamostodos.

La puerta se cerró de golpe alinstante.

—El propietario tuvo algunosproblemas hace unos meses con unosmagos que entraron y se lo llevaron todoutilizando un conjuro para engañar —medijo Fin.

—Hay hechizos contra ese tipo decosas.

—Sí, pero son caros y hay querenovarlos con regularidad, y él no

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estaba precisamente haciendo el agosto.Así que decidió colocar a un luduanpermanentemente para que cuandollegara alguien haciéndole un pedidoimportante, el luduan lo interrogara.Quería que se asegurara de querealmente era un golpe de suerte.

—Suena razonable.—Sí, y funcionó bien. Hasta que esa

maldita cosa dejó de ir. El propietariodice que anoche no fue a trabajar, ni lanoche anterior tampoco. Y tampocoapareció en todo el día.

—Genial.O bien se había largado, en cuyo

caso seguirle la pista podía costar

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semanas, o bien uno de sus corredoresde apuestas había decidido que semerecía una lección un poco máspermanente. De un modo u otro estabajodido.

—Tengo que hablar con ese tipo. Sies que sigue vivo. Y tengo que hablarcon él hoy.

La única respuesta que obtuve fueuna sonrisa amable, nada más. Y eso noresultaba nada prometedor. Todo elmundo acudía al local de Fin y élsiempre mantenía las orejas bienabiertas. Él era siempre mi primeraparada en la mayoría de los encargos enlos que estaban implicados los feys,

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aunque ese día había sido el últimoporque primero había tenido que ir aManhattan y, de paso, había empezado labúsqueda por allí. Si Pin no sabía nada,entonces nadie sabía nada. Excepto unapersona.

Llamé por teléfono a Mircea decamino a casa.

—Necesito que me hagas un favor.—¡Qué coincidencia!Tardé un segundo en comprender.—Quieres que te haga esa recogida.—Sí.Miré a mi alrededor y por fin

encontré la carpeta que sobresalía pordebajo del asiento, medio oculta bajo un

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par de bolsas arrugadas de comida parallevar y las zapatillas de tenis. Así queera ahí donde me las había dejado. Lasarrojé al asiento de atrás y revisé elexpediente.

Se trataba de otro sórdidopropietario de discoteca que tenía porcostumbre hacer contrabando, solo queéste prefería las armas a las drogas. Másde lo mismo.

—Muy bien —le dije a Mircea—.Yo necesito encontrar a un luduan. No séel nombre, según parece los luduans nousan nombres, pero se supone que es elúnico que ronda por Manhattan.

Le di todos los detalles que sabía.

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—Muy bien. Haré averiguaciones.—Lo necesito para mañana como

muy tarde, Mircea.—Y yo necesito a ese vampiro vivo.—Sí, ese detalle ya lo dejaste

bastante claro. Te llamaré cuando lotenga.

Colgué. El trabajito no me llevaríademasiado tiempo.

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Todo iba bien hasta el momento en quele corté la cabeza.

Ese tipo de hechos suele provocarun sobresalto tal que la gente se quedamuda, pero en esa ocasión no fue así. Elvampiro siguió agitando los brazosinútilmente, sus mocasines de piel decocodrilo dejaron rayas en el suelo delbaño y su cabeza separada del cuerpogritó «salvaje asesina». Genial.

Le metí un montón de toallitas depapel en la boca y me apresuré a salirpor la puerta. Por suerte parece que el

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ritmo del pinchadiscos sonaba tan fuerteque ensordecía incluso los oídos de losvampiros, porque ninguno de los gorilasvestidos de negro corrió a auxiliar a sujefe. En el corto pasillo que conducía albaño solo había una parejamontándoselo y un tipo esperando paraentrar.

—Éste es sólo para los empleados—le dije yo—. Hay otro para losclientes a la entrada.

—Sí, pero hay cola. ¿Es que nopodéis iros a una habitación o algo así?

—Lo siento.El tipo trató de asomar la cabeza por

la rendija de la puerta.

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—Me ha parecido oír un grito.—Es que me estoy portando mal con

él.Entonces se fijó en mis pantalones

de cuero negro, mi corpiño y michaqueta corta escogida especialmentepara tener soltura durante las limpiezas,y esbozó lentamente una sonrisa.

—No me importaría que te portarasmal conmigo también.

—¿Sabes? Estoy convencida de ello.Volví dentro y vi que el cuerpo

estaba tanteando el suelo con las manos,tratando de localizar la pieza que lefaltaba. Pero yo no podía permitírseloporque las partes recién cortadas de un

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vampiro a menudo pueden volver aunirse. Recogí la cabeza agarrándolopor los pelos negros de punta y la arrojéal lavabo.

Durante el forcejeo se me habíacaído el cuchillo al suelo, un bowie deveinticinco centímetros de largo. Lolimpié tranquilamente, concediéndoletiempo al vampiro para que fuerahaciéndose a la idea de la nuevasituación. Había terminado cuando élconsiguió por fin escupir el montón detoallitas de papel.

—¡Me has cortado la cabeza!En sus ojos azules había sorpresa e

ira a partes iguales.

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Los dos contemplamos sus restos,que aún se retorcían. Por supuesto que alcuerpo le faltaba la cabeza, pero eraextraño porque también carecía desangre y vísceras. Los corazones de losvampiros no laten a menos que esténtratando de parecer humanos, así quepor suerte no les sale nada a borbotones.Yo tenía unas cuantas gotas de sangre enla chaqueta pero no se notaban mucho alser de piel. Casi todo el resto de lasangre formaba un charco bajo elcuerpo, con lo cual la escena tenía unaspecto extrañamente prístino.

Eché otro vistazo al lavabo y me dicuenta de que la cabeza me miraba de

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mal humor. Según parecía el sentimientode ira había vencido.

—¡Eres una hija de puta y estásloca! ¡No puedes entrar en mi discotecaasí, sin más, y…!

—Me llamo Dory.—¡… y cortarme la cabeza! ¿Tienes

idea de quién soy?—Por supuesto.—Porque cuando te… —continuó el

vampiro, que entonces parpadeó confuso—. ¿Qué?

Saqué el expediente de mi petate.—Siempre me alucina que todo el

mundo piense que mato por placer.—¿Y no es por eso?

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—Bueno, no es solo por placer.Doblé la portada del expediente

para enseñarle la foto que había sujetacon un clip a los papeles que habíadentro.

El vampiro tuvo que forzar ladirección de la vista para enfocar laimagen de su propio rostro enjuto, de suenorme nariz y de su expresión hosca.

—¿Te han pagado para que memates?

—Si fuera así ahora estarías muerto.—Y entonces, ¿cómo cojones llamas

a esto?—Un inconveniente temporal. Un

maestro de quinto nivel puede

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sobrevivir una semana sin cabeza.—¿Y cómo sabes que yo soy

maestro de quinto nivel? —siguiópreguntando el vampiro con arrogancia.

Probablemente había estadocontándole a la gente que era de tercernivel o algo así. Hay algunos casos enlos que los vampiros pueden ocultar suverdadero nivel y fingir ser más fuerteso más débiles de lo que son. Pero no erael caso de aquel gracioso.

—Porque está en el expediente —lecontesté yo con paciencia—. Eso por nomencionar que un maestro sénior noestaría mirándome de mal humormientras se desangraba. Estaría…

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Súbitamente el cuerpo sin cabezadobló la pierna izquierda formando unauve, me tiró al suelo y me agarró por elcuello con una mano. Yo le clavé uncuchillo en el pecho por debajo de lascostillas y lo dejé sujeto al suelo delinóleo. En lugar de tirar del arma einternar clavármela a mí, las manoscayeron al suelo, a los lados, como sifuera un pez al que hubieran sacado delagua.

Sin duda era de quinto nivel.Abrí el expediente.—Raymond Lu. Nacido en l622,

fruto de un revolcón en la playa entre unmarinero holandés cachondo y la

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indonesia más tonta del pueblo.—¡Fue una unión por amor!—Claro —confirmé yo, mientras

daba un paso atrás para evitar que se memancharan las botas de sangre—. Aduras penas te ganaste la vida a partir deentonces formando parte de la banda depiratas más inepta que ha surcado jamáslos mares, y te transformaste en vampiroporque se te ocurrió robarle al tipo queno debías.

La cabeza dijo algo, pero resultóindescifrable porque se había escurridopor el lavabo y había acabado con lanariz contra el desagüe. La saqué y lacoloqué junto al grifo. Su forma de

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darme las gracias consistió en tratar dedarme un mordisco en el pulgar.

—Hoy en día te haces pasar por unrespetable hombre de negocios chino apesar de que ni eres respetable ni ereschino, y tu negocio consiste en hacerlelos recados a la versión no muerta de lamafia de Hong Kong.

—Es mi forma de ganarme la vida.—No por mucho tiempo. Has sido

un chico muy malo, Raymond. El Senadoquiere tener una charla contigo.

—¡Espera! ¿Trabajas para elSenado?

La cabeza esbozó una expresión caside alivio. Era extraño, porque por lo

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general el Senado solía hacer temblar atodos los vampiros.

—Trabajo como free lance —leinformé yo.

—¡Pero tú eres una dhampir!—Tal y como tú has dicho, es mi

forma de ganarme la vida.—¡Bien! Creía que… No importa.Abrí la cremallera del

compartimento principal de mi bolsa.—Vamos a ir a ver al senador que

está a cargo de los asuntos relacionadoscon los feys. Tiene que hacerte unaspreguntas sobre ese portal ilegal aFantasía que has estado dirigiendo.

—No sé de qué estás hablando.

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—Seguro que no. La gente entra ysale sin parar y algunos de ellos semarchan con armas feys muy feas. Túnos cuentas dónde está ese portal,nosotros lo volamos y todos felices.

—¡Pero yo seguiré sin cabeza!—Hay personas que pueden arreglar

eso… suponiendo que tengas todas laspartes necesarias. Yo voy a dejar elcuerpo aquí. Estoy segura de que tuschicos cuidarán bien de él. Y mientras túsobrevivas, tú y tu cuerpo podréisreuniros felizmente dentro de un parde…

De pronto un joven y guapo chicoasiático entró por la puerta, a la que le

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dio tal golpe que le reventó el pestillo.Vestía unos vaqueros negros, botas y lacamisa de gorila, pero esta última lallevaba suelta por detrás para ocultar unarma a la espalda. Abrió la boca paradecir algo, pero al final se quedócallado y boquiabierto. Sus ojos sedesviaron del cuerpo que estaba en elsuelo a la cabeza colocada sobre ellavabo y por último, de nuevo, alcuerpo.

—¡No te quedes ahí! —farfullóRaymond—. ¡Mátala!

El vampiro se sobresaltó al oír unavoz procedente de la morbosa cabeza.Sus ojos volvieron a hacer toda la

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ronda, buscando el objetivo al que teníaque atacar. Pero pasaron por encima demí sin hacer siquiera una pausa. Me vio,pero supuso que yo era humana, lo cualme colocaba en la misma categoría queel portarrollos del papel higiénico.

Le hice un gesto con la mano.—Soy dhampir —añadí

amablemente.Él parpadeó y finalmente se fijó en

mi rostro. Captó la delicadeza de losrasgos heredados de mi madre humana,los hoyuelos de origen incierto dentro demi acervo genético y mi altura, que no esnada del otro mundo.

—¡Imposible! —gritó él, casi

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ofendido.—No, en serio.—¡Pero no pareces una dhampir!—¿Has conocido a alguna?—No, pero… una dhampir tendría

que ser más alta. Y deberías tener cola.Por un segundo sus ojos se

desviaron hacia abajo y pareció casidesilusionado al ver el aspecto humanode mi culo.

—Eso es un mito —le dije yoamablemente.

Él seguía demostrando escepticismo,así que le enseñé por un instante miscolmillos. En mi especie son solo unvestigio porque nosotros no bebemos

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sangre, pero logró hacerle llegar elmensaje. Abrió los ojos inmensamente,dio un paso atrás y por fin comprendió.

—¡Eres una dhampir!—Por curiosidad, ¿quién creías que

había decapitado a tu jefe? —preguntéyo mientras él echaba la mano haciaatrás para sacar el arma.

Yo había estado esperando esegesto, así que saqué la mía antes que él.Lo de los reflejos no es un mito, porquesi no a estas alturas yo ya estaría muerta.

Él se quedó mirando mi Glock. Esuna 45. Él sacó una diminuta 22.

—El tamaño sí importa —observéyo.

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Él hizo un gesto de mal humor.—¡Oh, por…! ¡Ve a buscar ayuda!

—ordenó Raymond.El vampiro dirigió la vista de nuevo

hacia su maestro, y una vez másapareció en su rostro parte del miedoque había mostrado al principio.

—¡Pero, señor, lord Cheung estáaquí!

—¿Cómo? —preguntó Raymond,que súbitamente parecía mucho másasustado que en el momento en que yo lohabía decapitado—. ¡Pero si no teníaque llegar hasta mañana a media noche!

—Creo que su avión se haadelantado —contestó el vampiro, cuyos

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ojos seguían desviándose de una a otraparte de su jefe como si no estuvieramuy seguro de a cuál de ellas dirigirse.Por fin decidió hablarle a la cabeza—.Ha ordenado que te presentes ante élinmediatamente.

—¡Oh, mierda, mierda! —exclamóRaymond, y entonces fue él quien sepuso a mirar de un lado para otrodesesperadamente.

—¿Qué está haciendo tu maestroaquí? —exigí saber yo.

Pero Ray no me escuchaba.—Si ha venido antes de lo esperado

eso significa que… ¡Oh, mierda!Su cuerpo dio un repentino tirón y se

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levantó del suelo, pero solo consiguiópegarse contra el lavabo, escurrirse conla sangre derramada y volver a caerse.

—¿Significa qué?—¡Que has llegado tarde! ¡Que él va

a matarme antes que el Senado!—¿Y por eso estabas aquí

escondido en el baño?Por una vez no había tenido que

andar dando vueltas para perpetuar elcrimen. El vampiro ya estaba en el bañoen el momento de llegar yo. Me habíaparecido una circunstancia de lo másoportuna, y sin embargo me habíaextrañado. Porque no se puede decir quelos vampiros utilicen el baño muy a

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menudo.Él me lanzó una mirada llena de

odio.—¡No me estaba escondiendo!

Sencillamente necesitaba un lugartranquilo para poder reflexionar. Parapensar de qué modo…

Sus labios quedaron sellados depronto y sus ojos de color pálido sefijaron en mí.

Yo suspiré. ¿Por qué tenía lasensación de que aquel estupendo ysencillo encargo acabaría siendo unverdadero churro?

—¿Y tu maestro quiere matarteporque…?

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—Porque puede que haya habido unpequeño… malentendido… a propósitode cierta mercancía.

—¿Le has robado a la mafia de losvampiros? —insistí yo en preguntar.

—Cierta mercancía fue colocadaerróneamente, ¡y no fue culpa mía!

—¡Por supuesto que no!—Escucha, tú lo único que necesitas

saber es que… —comenzó a decir elvampiro, que entonces se interrumpió ymiró más allá de mí, hacia el gorila—.¿Qué estás haciendo?

El gorila dirigió la vista hacia elarma con la cual me apuntabadirectamente a la cabeza.

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—¿Matarla? —preguntó el gorila.Raymond puso los ojos en blanco.—¡Oh, por el amor de…! ¿Podrías

al menos intentar enterarte de algoalguna vez?

El vampiro bajó el arma y se quedóahí de pie con una expresión incómoda.

—¿Qué es lo que quieres contarme?—solté yo.

—Que no hay un solo portal —seapresuró a decir Ray—. Hay toda unared, y yo sé dónde están. Bueno, lamayor parte de ellos. Más de los que túencontrarías si te pusieras a buscar, esosin duda. Tú me sacas de ésta y yohablo. Pero si me dejas morir aquí, no

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creo que encuentres a nadie dispuesto acantar.

Genial. Debería de habermeimaginado que Mircea no me daría dostrabajitos fáciles seguidos. El que teníaentre manos iba a ser un verdaderoinfierno. Para empezar no podía dejar elcuerpo allí tirado tal y como teníaplaneado. Y Ray ya estaba decapitado,así que a su maestro le bastaba conclavarle una estaca en el corazón paralibrarse de él. Pero ocultar un pesadocuerpo me resultaría mucho más difícilque ocultar una simple cabeza, a la quesiempre podía meter en el petate.

Y en segundo lugar estaba Cheung.

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El trabajito consistía en secuestrar a unvampiro de quinto nivel que la habíacagado, no en enfrentarse a un maestrode primer nivel y quién sabía cuántossubordinados más. Lo más inteligenteera desearle suerte a Ray y salir de allía toda leche.

Y eso exactamente habría hecho, deno haber estado convencida de que aMircea no iba a gustarle nada que mepresentara con las manos vacías. Yonecesitaba los trabajos que él me ofrecíay necesitaba su ayuda. Así que tenía quebuscar una solución.

El cuerpo del vampiro seguía con micuchillo clavado en el pecho. Lo saqué y

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miré al gorila.—Si me ocupo de distraerlos, ¿crees

que podrías sacar el cuerpo de tu jefe ahurtadillas de los hombres de Cheung?

El vampiro no respondió, peroRaymond frunció el ceño.

—¿Qué quieres decir con eso de micuerpo? ¿Por qué no puedes llevartetodo mi…?

—Porque no confío en ti. Te sacaréde aquí, pero el trato es el mismo queantes. Tu familia se lleva tu cuerpo y yome hago cargo de la cabeza. Si no metomas el pelo, las dos partes podránvolver a unirse. En caso contrario…

—¡Está bien! ¡Está bien! —exclamó

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Raymond, que miró al gorila que seguíaahí de pie, parado. Suspiró y chasqueólos dedos de la mano del cuerpo—.¡Vamos, respóndele!

—Sir, lord Cheung me ha ordenadopersonalmente que te lleve ante él.

—¡Pues dale largas!—Sir, no puedo. Ordenó que te

lleváramos ante él de inmediato.Era evidente que lo decía en sentido

literal. De pura tensión le sobresalíanlos tendones a los lados del cuello comosi se tratara de cuerdas, tenía la caratoda colorada y sudaba pequeñas gotasde sangre. Las órdenes contradictoriashacían estragos entre los vampiros

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jóvenes, y aquel pobre debía de llevarmuerto un par de décadas como mucho.

—¿Quiénes?—La familia. Nos ordenó que

fuéramos a buscarte en cuanto entró y…—Y como maestro de tu maestro, él

puede darte órdenes —dije yo,terminando la frase por él.

Vaya mierda, pensé, utilizando lapalabra favorita de Ray.

—¡Lucha contra esa orden! —leordenó Raymond.

Como si el pobre chico no estuvieraintentándolo. El gorila asintió, pero almismo tiempo se detuvo, recogió elcuerpo de su jefe y se lo cargó al

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hombro.Una sangre espesa y fangosa se

derramó por las baldosas del suelo.—¿Qué estás haciendo? —le exigió

saber Raymond en un tonoensordecedor.

—Lo siento, señor.El vampiro tenía un aspecto

lamentable y le temblaba la voz, pero apesar de todo echó a caminar endirección a la puerta.

—Él ni siquiera es maestro —señaléyo—. ¡No puede luchar contra unaorden, Ray!

—¡Mierda!La palabra no sirvió absolutamente

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de nada, así que yo agarré al vampiropequeño del cinturón. No obstante élconsiguió abrir la puerta, de modo queyo lo adelanté para cerrarla de golpe yme di la vuelta para apoyarme contraella. Al mismo tiempo el cuerpo de Rayalargó un pie y se agarró a la rodilla delgorila. El tipo se escurrió con la sangrey ambos cayeron juntos al suelo.

Nada más aterrizar, Ray comenzó agolpear al vampiro en la nuca, le pegóun rodillazo en la ingle y luego le soltó.Después corrió al cubículo del retrete yechó el pestillo. ¿Por qué? No lo sé. Loslaterales eran del típico metal verde feocon pintadas hechas a toda prisa, pero

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igualmente podían haber sido de papelde arroz a juzgar por lo poco queresistieron. El gorila se puso en pie ehizo un agujero en la puerta con el puño.

Yo me acerqué a ayudar, pero notuve oportunidad. Durante un minuto seprodujo un violento y sonoro forcejeo ypor último se oyó un ruido como derasgar. Por fin la puerta se abrió yapareció el cuerpo de Ray sin camisa,que inmediatamente comenzó a soltargolpazos a todo lo que tenía a sualcance.

Su objetivo estaba lejos.Evidentemente le resultaba difícil lucharcon los ojos en el extremo contrario del

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baño, pero compensaba la dificultad consu empeño. El dispensador de condonessalió volando por los aires, uno de losurinarios recibió tal golpe que se separóde la cañería, la cual comenzó a lanzaragua por todo el baño. Con un golpe desuerte Ray lanzó al joven vampiro haciamí, y yo aproveché la oportunidad paraagarrarlo del cuello.

Tratar de ahogar a un vampiro nosirve realmente de mucho porque ellosno necesitan respirar. Pero él era tanjoven que me agarró los brazosinstintivamente, intentando en vano deque lo soltara. No le dio resultado, locual pareció sorprenderlo.

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—¿Hay alguien que no haya oído laorden de Cheung? —exigí saber yomientras él luchaba y tosía, pero no medecía nada.

Por fin cayó en la cuenta y me dio uncodazo en las tripas. Y yo perdí lapaciencia. Lo empujé y volví a sacar elcuchillo bowie de la bolsa. De nuevo élse lanzó sobre mí y entonces yo lo clavéa la pared.

Él bajó la vista y se quedó mirandoel mango de hueso del cuchillo,abriendo los ojos enormemente lleno deincredulidad.

—No es de madera. Sobrevivirás —le dije yo, tensa.

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Era más de lo que podía decirse deRay y de mí como no nos marcháramosde allí inmediatamente. Cogí la cabezadel lavabo, la envolví en unas toallasque llevaba y la guardé en el petate.

—¿Qué demonios estás haciendo?—exigió saber Ray indignado.

—¿Cómo creías que pensaba sacartede aquí? —le pregunté yo a mi vezmientras me quitaba la chaqueta.

Le eché la chaqueta por encima altorso y di un paso atrás para ver elefecto resultante. El aspecto era el de uncuerpo sin cabeza con una chaqueta porencima. Hice una bola con una toalla yse la metí por debajo, tratando de

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aparentar más o menos una cabeza.Seguía pareciendo una víctima a la quequería ocultar más que un borrachotambaleante, pero tendría que servir.Agarré el petate, coloqué un brazoalrededor de la cintura del cuerpo y abríla puerta de una patada.

Aparte del baño, en donde había unaluz fluorescente, en el resto de ladiscoteca reinaba una penumbra azulcomo la que se instala en los serviciospúblicos para evitar que los yonquis seencuentren la vena. Esa luz le daba untono plateado a los grafitis de lasparedes de ladrillo y le confería un tonocadavérico a mi blanca piel. Pero nos

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ayudó a mezclamos con el mar decuerpos que giraban como una masavibrante sobre el suelo del viejoalmacén.

Comprobé con un rápido vistazo portoda la sala que había sombras flotandopor las paredes, bloqueando las puertaslaterales y cruzando la sala por enmedio de la multitud como tiburones. Lametáfora era de lo más apropiadaporque el olor de la sangre los atraeríahacia nosotros en cuestión de segundos apesar de la mezcla de perfume, alcohol ysudor humano que reinaba en elambiente. Según parecía Cheung habíadecidido ponérnoslo difícil.

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Me dirigí a la salida más cercana tandeprisa como nos lo permitieron lospies de Ray, que no hacían sinotropezar. Pero enseguida tuve que parar.De pie junto a la puerta había dos largassombras. La primera de ellas tenía elbulto de un arma bajo el elegante abrigonegro; de la otra se diría que llevar unarma habría sido un insulto a la granmole de su masculinidad. Sin embargoprobablemente era más rápido de lo queaparentaba. No todos los gigantes sontorpes; al menos no cuando son tambiénvampiros maestros.

Mi instinto me urgía a atacar, pero locierto es que mi instinto siempre me

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urge a atacar. Y en ese preciso momentono habría sido inteligente. Yo solahabría podido con dos de ellos inclusoaunque fueran maestros. Pero no estabasola. Y la pelea no habría servido sinopara que toda la familia se presentaseallí al instante.

Oí algún taco que otro entonado conuna voz amortiguada procedente del labolsa. Le di un puñetazo.

—¡Cállate!—¡Déjame salir! ¡Aquí dentro me

estoy ahogando!—Imposible; no tienes pulmones.—¡Voy a vomitar!—Tampoco tienes estómago —le

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dije.Conduje al cuerpo hacia la pared.

Abrí la cremallera del petate. La enormenariz asomó fuera.

—¡Buaj! ¿Qué demonios llevas aquídentro?

—Es mi bolsa de gimnasia.—¡Huele como si llevaras a un

muerto!—Es que algo va a acabar muerto

como no consigamos salir de aquí —lecontesté yo seria—. Las salidasprincipales están custodiadas. Dime quetienes una salida secreta.

—¿Tienes idea de cuánto costaríaeso?

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Por supuesto. Tenía que secuestrarprecisamente al único vampiro tanestúpido como para escatimar con lascosas más necesarias.

—¡Pues una puerta trasera, entonces!—Detrás del bar hay un patio, pero

no es más que un pequeño hueco entrevarios edificios. No hay salida.

—Está a punto de haberla.Retrocedimos y volvimos a cruzar

toda la sala, penetramos lamultitudinaria muralla de gente que seagolpaba delante de la barra y abrí unapuerta. El almacén resultó ser unclaustrofóbico rectángulo con paredesde ladrillo llenas de estanterías y sin

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ninguna ventana. Por el estrecho pasilloentre estante y estante se colaba unasuave brisa procedente de la puertatrasera entornada.

La abrí y me encontré en un estrechopatio en el que había palés rotos, bolsasde basura y un par de gatos que memiraron por un instante con ojosbrillantes antes de salir corriendo por laescalera de incendios. Los edificios sealzaban altos y negros por los cuatrocostados. Estábamos atrapados, tal ycomo Ray había dicho. El más bajito detodos tenía tres pisos. Yo podíaescalarlo sola pero no remolcando a unvampiro medio muerto.

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Según parecía la única salida era laque habían tomado los gatos.

Tiré de la escalera. Me preguntabacómo conseguiría que el mullidito culode Ray subiera por aquellos cuatrotramos de escalera. Y después, al oírcómo la escalera chirriaba y se negaba abajar, me pregunté si en realidadlograría subirlo. Décadas de óxidoquedaron pegadas a mis manos al tiempoque una nube de hojarasca roja salíaflotando por el aire. Probablementenadie había tocado aquella escaleradesde el momento en que se erigió eledificio, quizá un siglo antes.

Finalmente la escalera bajó, pero no

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era lo suficientemente ancha como paraque yo subiera tirando de nadie a milado y de todos modos resultaba dudosoque fuera a soportar el peso de dosadultos. Así que mandé al cuerpo pordelante. Su coordinación era más omenos la que se podría esperar dealguien a quien le falta la cabeza, y elhecho de que la escalera vibrara concada escalón que él subía no suponíaprecisamente una ayuda. Pero porsorprendente que pueda parecer, me diola impresión de que tanto la escaleracomo el cuerpo se sostendrían.

Por supuesto, el universo no tardó encastigarme por ese nanosegundo de

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optimismo. A medio camino hacia elsegundo descansillo se oyó el chirridodel metal en tensión, que resonó comoun eco por todo el patio, y acto seguidoun montón de viejos pernos comenzarona caer a toda velocidad como si fuerangranizo. Un trozo de la escalera deincendios se separó de la pared deledificio y se quedó colgando en el aire.

El cuerpo se detuvo, temblando demiedo. Un simple vistazo al rostro deRaymond me bastó para comprender porqué. Era evidente que ambas partesmantenían cierta comunicación, porquede otro modo el cuerpo no habríapodido moverse. Pero en ese instante lo

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único que se transmitía la una a la otraera terror.

Así que le di una bofetada en lacara.

Unos furiosos ojos azules se giraronhacia mí.

—¿Es que no te basta con habermedecapitado?

—¡Muévete! O te quedarás sincabeza para siempre —le dije con untono de voz malévolo, siseando.

Ray giró los ojos hacia su otra parte,que colgaba medio inerte como elcuerpo que era. De ahí que se leestuviera cayendo mi chaqueta. Meadelanté para cogerla, y gracias a eso

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evité por muy poco quedar ensartada enun tubo metálico que cayó en esemomento del edificio. En lugar depincharme a mí se llevó el toldo de lapuerta trasera y rompió los pesadosbrazos de aluminio como si fueran depapel antes de caer al suelo conestrépito.

Ray gritó del susto, pero elsobresalto volvió a poner en marcha sucuerpo. Y esa vez no se hizo ningún líocon las escaleras. La libertad nosesperaba unos cuantos escalones másarriba y él corría hacia ella y subía conansiedad los últimos tramos de laescalera de incendios, que se iba

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derrumbando a su paso. Con la últimavibración saltó en el aire y se agarró alborde del tejado vecino; se quedó ahí,colgando precariamente.

Yo no esperé a ver si lo conseguía.De los viejos ladrillos se desprendíanconstantemente trozos de metal oxidadoque iban a estrellarse contra las piedrasdel suelo como si fueran metralla. Caíanen todas direcciones, y producían unaatronadora cacofonía que habría bastadopara despertar a los muertos. Incluso alos muertos que andaban buscándonos.

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11

Cogí la bolsa y atravesé el patio a lacarrera, salté por encima de los hierroscaídos y traté de evitar los que seguíanlloviéndome encima. Recibí un golpe enel hombro derecho que fue como unmartillazo, pero no me detuve aexaminar la gravedad de la lesiónporque no tenía tiempo. Volví sobre mispasos por el almacén y abrí bruscamentela puerta de la discoteca justo en elmomento en el que media docena devampiros se agolpaban ante ella.

Volví a meterme dentro y cerré de un

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portazo. Era una robusta puerta de robleviejo, probablemente una reliquia decuando la discoteca era una fábrica; esonos concedería unos cuantos segundos.Quizá los vampiros no nos hubieranvisto, me dije con cierta histeria,dejando que un débil rayo de esperanzame embargara por un segundo mientrasechaba el cerrojo.

—¿Has visto eso? —preguntóRaymond, cuya voz sonó vagamentemaravillada—. ¿Has visto lo que hehecho?

—¿Qué hay al otro lado de estapared? —le pregunté yo, apenas sinaliento.

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—He estado igual… igual queSuperman o algo así. He volado casi…

Ray se interrumpió cuando la puertavibró al recibir un fuerte golpe. Adiós ami esperanza de que no nos hubieranvisto.

—¡Ray! ¡Necesito saber…!—Mi despacho. Eso es lo que hay al

otro lado de esta pared. ¿Por qué?—Porque vas a tener que volver a

decorarlo.Saqué una bola de masilla explosiva

de uno de los compartimentos lateralesde mi petate y traté de desenvolverla.

—¿Qué es eso?—Una cosa que pensaba utilizar en

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el portal.Era lo último, diseñado

específicamente para utilizar la energíadel abismo contra sí mismo. Pero sinduda el resultado sería óptimo en esapared también.

Separé un trozo pequeño y lo pegué.Ray se quedó mirándolo con sus

ojos diminutos enormemente abiertos.—¿Me estás tomando el pelo? Éste

es un edificio antiguo. ¡Vas a derribarloy se nos va a caer encima! —exclamóRay. Luego hizo una pausa—. ¡Y es loúnico que me queda!

—No he puesto tanta cantidad.Tiré de la chaqueta y volví a

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ponérmela para resguardarme un poco.Me retiré a la pared contraria, alcé unbrazo para taparme la cara y saqué laGlock. Pero al instante sentí que alguienme aplastaba la pierna y me tiraba elarma al abrir la mitad inferior de lapuerta.

Así que saqué la Smith & Wessonque llevaba siempre de repuesto y vaciéel cargador sobre el vampiro, peroaparte de hacerle jirones el pantalón noconseguí ningún otro efecto. Su cuerpoabsorbió las balas como si estuvierahecho de agua y acto seguido las expulsóotra vez. Las heridas se cerraron casi almismo tiempo que se las hice.

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Evidentemente era un maestro, y loúnico que conseguí fue cabrearlo.

Me lo demostró al instante al hacerun agujero del tamaño de una pelota debaloncesto en la parte alta de la puerta.Por primera vez no sentí deseos dequejarme por mi baja estatura. De habersido unos cuantos centímetros más alta,Raymond no habría sido el único quehabría perdido la cabeza.

Entonces comenzó a entrar unacascada de balas de una ametralladorapor el agujero de la parte superior de lapuerta como si el arma se negara aaceptar que el ser alto no fuera unaventaja. Raymond se puso a gritar a

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pesar de que yo me había tirado al suelopara evitar que nos dieran. No conseguídetener el río de balas pero sí llegarhasta la puerta, agarrar a nuestroatacante de la pierna y tirar de él.

El vampiro cayó al suelo y yo tiré deél a través del hueco inferior. Saqué unaestaca de mi chaqueta, pero no me hizofalta utilizarla; una de las astillas que sehabían desgarrado de la puerta hizo eltrabajo por mí. Un segundo vampiro dioun fuerte tirón del primero paraapartarlo, utilizó su cuerpo paraterminar de romper los trozos de maderaque quedaban y se coló por el agujerorecién hecho a toda velocidad como si

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acabara de engrasarlo.Yo me puse en pie de un salto pero

él me hizo caer de nuevo al suelo con unmovimiento como de barrido con laescopeta. Trató de sentarse sobre micabeza pero yo me eché a un lado, puseun pie sobre su esternón y lo empujé. Élse tambaleó hasta llegar a la pared delotro extremo y entonces yo aprovechépara lanzarme a por mi Glock. La cogíjusto en el instante en el que oía elinconfundible ruido del percutor. Alcéla vista y vi que el vampiro me apuntabaa mí y que sonreía.

—Es mía —le dijo el vampiro a losotros, que maniobraban buscando una

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buena posición ante la nueva troneraabierta en la puerta. El vampiro vio mipequeña arma y sonrió. Extendió losbrazos y añadió—: Adelante. Apunta lomejor que puedas y dispara.

Y eso hice.Un segundo más tarde el almacén

estaba atestado de humo, yo tenía lachaqueta embadurnada de pedacitos devampiro y había una fisura de unosnoventa centímetros en la pared deladrillo. La bala había atravesado elcentro del pecho del vampiro y habíaido a dar justo sobre la masilla; elresultado había sido el equivalente amedio cartucho de dinamita. Observé al

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resto de vampiros, que miraban mi armacon la boca abierta.

—Vale. El tamaño no siempreimporta.

No contestaron nada y tampoconinguno intentó abrir la puerta. Recogí elpetate y me colé por el agujero sin hacercaso de los bordes puntiagudos que mecortaron. Solo después capté losbaldosines blancos, los cubículoscerrados de los retretes y a una mujerque tenía los labios con el perfil malpintado y que se había hecho una rayanegra que le llegaba hasta la oreja.

—¡Uuups! —exclamó Raymond.La mujer dejó de mirar el agujero y

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desvió la vista hacia mi petate.—Se te sale algo… algo de la bolsa.Bajé la vista y vi la nariz de Ray, ya

muy familiar para mí, asomando haciafuera. ¡Maldita sea! Me había hecho unagujero en la bolsa a base de mordiscos.

—Yo no veo nada.—¡Está ahí!—Con uno ya basta, ¿eh? —pregunté

yo amablemente, poniéndome de suparte.

Empujé a Raymond dentro.—Yo no bebo —aseguró la mujer.—¡Pues ya va siendo hora de que

empieces! —gritó Raymond mientras yosalía disparada hacia la discoteca—.

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¡Tengo que ganarme la vida!Fuera había más humo, pero era del

de mentira; de ese que se usa enHalloween y que sale de las calaverasde plástico y de los faroles con rostrohumano. El humo permitía crear unescenario espectral de luz azul con rayosláser en medio de la oscuridad. Y meimpedía ver algo. Pero el sentido queme dice cuándo tengo cerca a unvampiro no necesita de la visión. Escomo si notara el tirón de la marea en lasangre; es enérgico y elemental. Y enaquel momento me hacía vibrar con másviolencia que el mismo pulso.

En la discoteca había más vampiros

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todavía que antes. Parecía que Cheunghabía llamado a más refuerzos. ¿Y noera eso justo lo que me hacía falta?

De pronto las puertas principales seabrieron de par en par y entraron otradocena de vampiros. No creo que lamayor parte de los clientes habituales sediera cuenta, excepto aquéllos quetuvieron que echarse a un lado paradejar pasar a los recién llegados. Sinembargo el poder que emanaba de ellosme hizo casi desmayarme.

Eran todos maestros. De tercernivel, me imaginé; de los que fácilmentetenían una corte cada uno. Y por esoresultaba un tanto ridículo que todos

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ellos persiguieran a un único dhampirsolitario. Quiero decir que yo soy buena,pero tampoco es para tanto. Fueronentrando en la discoteca y yo no lo dudéni un instante. Me di la vuelta y eché acorrer.

El ritmo de la música latía a lamisma velocidad que el pulso de micorazón: rápido y con desesperación.Corrí por el suelo pegajoso hasta lacabina elevada del pinchadiscos y trepéhasta aquella estructura vibrante demetal. La pésima visibilidad no era unproblema para los vampiros, pero paramí ya era otra historia. Yo necesitabauna posición estratégica.

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El pinchadiscos era otro tipoasiático joven con un mechón de pelolargo y de un rubio decolorado. Yademás era humano a juzgar por lamancha oscura que le recorría lacamiseta de tirantes en vertical.

—He perdido a mi cita —le grité.Él asintió al ritmo de la

ensordecedora música.—¿Cómo te llamas?Fingí que no lo oía y aproveché para

examinar la discoteca. Era evidente asimple vista que la planta al nivel de lacalle no me serviría. El almacén era delos horribles viejos tiempos en los que anadie le importaba cosas tales como la

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luz natural o la ventilación cuando sereúnen las masas. No tenía ni una solaventana a la vista que no hubiera sidotapiada hacía mucho tiempo. Sinembargo sí había una pasarela colganteen la que estaba el antiguo despacho deldirector.

Y yo estaba dispuesta a apostar aque él sí tenía luz natural.

Comencé a bajarme de la cabina y elpinchadiscos me agarró de la chaquetapor detrás.

—¡Eh, eh, eh! —exclamó por elmicrófono—. Si alguien ha perdido a sudama, está aquí haciéndome compañía.Pero no vengáis corriendo a reclamarla,

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¿vale?Giró un foco para iluminarme y la

mitad de la gente que había en ladiscoteca además de todos los vampirosdirigieron la vista hacia mí. Yo encendílas luces estroboscópicas, golpeé alpinchadiscos en la cabeza con el petatey salté el metro ochenta hasta el suelo.Aterricé de mala manera y casi me torcíun tobillo, y además derribé a un tipoque llevaba una bandeja llena dechupitos de gelatina con alcohol. Al caersobre toda aquella masa de gente lo vitodo negro, luego todo blanco y porúltimo de todos los colores, pero mepuse en pie y me dirigí a la pasarela.

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No lo conseguí.Alguien se precipitó hacia mí desde

un lateral, me rompió la correa de la quecolgaba el petate y salió volando. Yocambié de dirección para seguirlo y videsaparecer el petate por el pasillojunto a la barra. Cuando llegué allíestaba vacío, pero vi que la puerta quehabía al lado de la del servicio de lasdamas se cerraba. La abrí de una pataday eché un rápido vistazo a mi alrededor:una mesa, una silla, un ventilador quecolgaba del techo con manchas degoteras… De pronto un violentovampiro me agarró de las muñecas y meclavó en la mesa con su cuerpo.

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Traté de liberarme, pero no conseguínada. Incrédula, lo intenté por segundavez porque soy más fuerte que unvampiro excepto si es un maestro sénior.En esa ocasión él me soltó, pero solopara volver a agarrarme de las caderas.Me balanceé hacia arriba y él volvió aclavarme contra la mesa después depasar un brazo por encima paradespejarla. Papeles, un portátil, unasgafas y algo de metal; todo salióvolando y la mitad de las cosas sehicieron añicos contra la pared.

Conseguí sacarme un cuchillo de labota, pero él me lo quitó antes de quepudiera clavárselo. Lo lanzó volando y

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fue a incrustarse en el panel de maderafalso que cubría la pared. Le metí uncodo en un lugar sensible, pero él meclavó la muñeca a la mesa. Apretó loslabios con fuerza contra los míos y juróen susurros con un tono de voz perverso:

—¡Si salimos vivos de esta voy amatarte!

Por un momento me quedé atónita ydejé de luchar. Hice una pausa y lo miré.No había mucha luz en aquellahabitación pero sí entraban unos cuantospálidos rayos azules desde la discoteca.Producían reflejos en su abundantecabello castaño que, como siempre,llevaba recogido en la nuca con un

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pasador dorado, y le conferían a surostro un aspecto escultórico de eleganteperfil, sedosa piel y sombras. Le hacíanparecer más peligroso de lo que yorecordaba, que ya era bastante.

Pero al menos ya sabía por qué nopodía moverme. Un metro ochenta y doscentímetros de músculos que no lehacían falta y que apenas lograbanocultar los vaqueros negros ajustados yel suéter de cachemira a juego. Louis-Cesare era maestro de primer nivel ypodría haberme mantenido clavada a lamesa con la fuerza de un solo dedomeñique; fuerza que él ni siquiera habríaechado en falta.

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—Hace cuatro siglos que no estásvivo —señalé yo mientras él mearrancaba la chaqueta. Las armas quellevaba ocultas cayeron al suelo,seguidas de cerca por la camiseta detirantes y el sujetador, por ese orden—.¡Eh!

—Ya han visto lo que llevas.—¡Y pronto verán que no llevo

nada!—Exacto.Tiró de mi cinturón, rasgó las

trabillas y saltó los botones del vaquero,todo con un solo movimiento. Lo agarrédel brazo.

—No va a funcionar. ¡Nos van a

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oler!—No, no nos olerán.—¡Tengo una cabeza sanguinolenta

en la bolsa!—Y yo tengo talentos ocultos.Y otros no tan ocultos, pensé

mientras él se bajaba los vaqueros. Perono lo dije. Fue lo único que se molestóen quitarse justo antes de empujarme conla espalda contra la mesa, que estabafría al contacto de la piel desnuda. Igualde fría que el acero del cuchillo queutilizó para romperme el tanga.

Iba a preguntarle si los vampiroshabían visto también de qué colorllevaba las bragas, pero él se tragó mis

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palabras cuando comenzó a besarme ymetió los dedos brusca y expertamentepor entre mis muslos. Después de unmomento dejó de besarme, supongo quepara darme tiempo a respirar. Pero loque yo necesitaba no era aire. Yo sabíaque él estaba tratando de engañar a loschicos de Cheung y de hacerles creerque teníamos una cita secreta, pero hacíaun largo y ardiente mes que no lo veía y,¡maldita sea!, lo había echado de menos.Me aferré a su suéter con ambas manospara tirar de él y devolverle el beso conbrutalidad.

Su sabor era dulce, teñido con elleve toque amargo del alcohol, y su olor

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era todavía mejor. Y no llevaba nadadebajo de los vaqueros. Deslicé lasmanos hacia abajo por aquella espaldamarcadamente musculosa hasta lostensos montículos donde terminaba, enlos que hundí profundamente las uñas.

Sin lugar a dudas Olga tenía toda larazón, me dije vagamente mientrasnotaba que un estremecimiento lorecorría de arriba abajo. Él alzó lacabeza para mirarme.

—Eso era completamenteinnecesario.

—¡Ah, sí que era necesario! —dijeyo, deseando haber podido hacerlo conlos dientes. Pero no habría podido llegar

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tan lejos. Entonces él hizo algo con losdedos que me cortó la respiración, y yosolo puede ordenarle a gritos—: ¡Más,más, hijo de puta…!

Él me complació a pesar de que lamesa no estaba realmente construidapara esa actividad, y yo dejé caer lacabeza y los hombros. No es que mequejara. Ni siquiera cuando hundió loscolmillos, ¡maldito sea!, en la tiernacarne que sus dedos habían estadoatormentado. Arqueé la espalda con unamezcla de dolor y placer tan intensa, queni siquiera me di cuenta cuando alguienabrió la puerta de golpe.

Hasta que él se giró, gruñendo.

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—Lo siento —dijo una voz grave.La puerta volvió a cerrarse otra vez.Él inhaló un aire que no necesitaba.

Tenía los labios brillantes y ligeramentehinchados. Yo me pregunté cómo habíanllegado a ese estado y lo miré a los ojos.

—Si paras ahora yo te mataré a ti —le dije alto y claro.

La amenaza no tuvo aparentementeningún efecto, pero un estremecimientolo recorrió por entero cuando de prontoyo lo agarré y tuve en mis manos laevidencia de que él tampoco habíaestado fingiendo por completo.

—¡Dorina…! —dijo él en un tonoamenazador.

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Pero a mí me daba absolutamenteigual.

Empujé un poco de modo que todosu enorme cuerpo sintiera un leveescalofrío.

—Louis-Cesare. Me alegro detenerte por fin en mis manos.

Él hizo una mueca, no sé si por eljuego de palabras o por la sensación, yme apretó el muslo con la mano derecha.Tenía ocupada la izquierda con elpetate, que sacó de debajo de la mesa encuanto se cerró la puerta. Yo encontré elgesto muy revelador teniendo en cuentaque ni siquiera se había molestado ensubirse primero los pantalones.

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—No me tienes.—Más o menos —dije yo. Era un

chico grande. Todo él era grande—.Aunque no acabo de comprender porqué me has robado el petate.

—Era el modo más fácil de apartartede la pista sin pelear.

Me quedé mirándolo incrédula.Louis-Cesare era campeón de duelo delSenado europeo. Jamás abandonaba unapelea; disfrutaba con ellas. Supongo quees cierto eso que dicen de que uno soloes capaz de pensar con una cabeza a lavez.

—Entonces, ¿por qué sigues con lamano en la bolsa? —pregunté yo con

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dulzura.—No soy yo el único que muestra un

carácter posesivo —contestó él, quebajó la vista hacia mi mano con sus ojosazules brillantes—. ¿Tienes pensadohacer algo con eso?

—Lo estoy pensando. ¿Vas adecirme tú qué estás haciendo aquí?

—Eso no es asunto tuyo.Me quedé mirándolo medio

maravillada, medio histérica. Louis-Cesare era el hijo de un rey desde sumisma cuna y ninguno de los siglostranscurridos desde entonces habíaconseguido acabar con un ápice de suarrogancia. Yo tenía su picha en la mano

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pero él seguía actuando como si lotuviera todo bajo control.

—Muy bien.Le hice una caricia experimental. Se

trataba de una técnica de interrogacióncompletamente novedosa, pero creo quecon muchas posibilidades.

—¿Qué te parece un intercambio?Devuélveme mi propiedad y yo tedevuelvo la tuya… en perfectofuncionamiento.

Él no pareció demasiadoimpresionado. Así que cambié detécnica. Como recompensa obtuve unmeneo de caderas y una fuerte presiónsobre la palma de mi mano. Él cerró los

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ojos con fuerza por un momento. Cuandovolvió a abrirlos, estaban más oscuros.Pero seguía sin estar dispuesto a admitirque estaba en mis manos.

Vampiro cabezota. La evidenciaera… excepcional… a mi favor. Retoméel ritmo y me pregunté si debía dehacerlo suavemente para prolongarlo oera mejor hacerlo con fuerza para verhasta qué punto podía volverlo loco.Sentí la reacción ondular todo su cuerpoy oí un siseo entre los dientesfuertemente apretados.

Ahí tenía mi respuesta.Sin embargo un segundo más tarde

sentí que me apretaba la muñeca con una

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mano de acero.—El vampiro no te pertenece.Yo me encogí de hombros.—Entonces devuélveme la

propiedad del Senado. Y ya queestamos, dime por qué de repente estátodo el mundo tan interesado por unperdedor como Ray.

—¡Eh!El grito de protesta había salido del

petate.Pero la única respuesta que obtuve

de Louis-Cesare fue la caricia de layema de su dedo, que trazó la silueta deun bulto de mi mejilla. Era una heridasin importancia que me había hecho

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quién sabía dónde. Su caricia me resultóinesperadamente delicada; algo en ellame hizo temblar. De pronto sentí comosi mi piel estuviera excesivamentesensible. Tanto, que ni siquiera sabía siaquel leve contacto me hacía daño o megustaba. Pero sí sabía que sentía.

No hacía mucho había creído queeso era algo que había olvidado cómohacer. Sin embargo últimamente la genteno hacía más que recordármelo, y Louis-Cesare era el primero de la lista. Soloque yo seguía sin saber si eso era buenoo malo.

Él bajó la vista hacia mis pezones,que se habían puesto como piedras con

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el aire frío. Cogió uno de mis pechosfirmemente y sin vacilar, como si tuvieraalgún tipo de derecho sobre él. Lellenaba la mano como si yo no fuerapequeña. Él pareció disfrutarlo a juzgarpor su forma de apretarlo. Y Dios sabeque me hizo sentir… algo increíble.

Bajó la cabeza y su pelo sedoso mehizo cosquillas en la piel mientraspasaba la lengua húmeda y áspera por latensa punta. Aquel leve contacto meresultó increíblemente excitante. Todomi cuerpo comenzó a sudar. Envolví laspiernas alrededor de sus muslos y loapreté contra mí cuando comenzó laexcitante y húmeda succión. Sentía

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deseos de cerrar los ojos, quería dejarde perder el tiempo con preguntas,quería…

—Lo necesito, Dorina —murmuró élcontra mi piel.

Vale, ya estaba segura.Moví el dedo pulgar unos

centímetros; lo justo para acariciar susensible punta, y dije en un tonotranquilo:

—No intentes ese juego conmigo.Al instante me encontré otra vez de

espaldas contra la mesa, en esa ocasióntumbada a lo largo, de modo que él teníaespacio suficiente para ir trepando pocoa poco por mi cuerpo.

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Me sujetó las manos por encima dela cabeza y con ojos ardientes preguntó:

—¿A qué juego te refieres? ¿Al tipode juego que te manda tu padre aprovocar?

—¿De qué estás hablando?Una larga risa como un resoplido

salió de él, aunque más exactamente fuecomo si inhalara aire porque el gesto noparecía contener el menor sentido delhumor.

—¿Es que crees que soy estúpido?Despotricas contra él, lo amenazas,juras que lo odias, pero cuando élchasquea los dedos, acudes a la llamadacorriendo.

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—¡Chorradas! Mircea ya tienesuficientes tipos que le dicen a todo quesí; ése es en parte su problema. Pero yono soy uno de ellos, y tú lo sabes muybien.

Sus ojos de color zafiro examinaronmi rostro. Con la luz adecuada podíanparecer desde azul cobalto hasta azulaguamarina; sin embargo su expresiónsiempre era vigilante. Solía olvidarmede ese detalle en mis fantasías.

—No puedo creer ni una palabra delo que dices —me dijo bruscamente,aunque más bien parecía que estuvierahablando consigo mismo.

—¿Y desde cuándo no puedes creer

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una sola palabra de lo que digo? —exigísaber yo, dolida.

La última vez que lo había visto, losdos estábamos sucios, cubiertos desangre y medio muertos. Y habríamosacabado muertos del todo de no haberaprendido a confiar el uno en el otro.

—Desde que te he visto aquí estanoche… —contestó él, agarrándome deambos brazos. Su cuerpo irradiaba uncúmulo tal de emociones, que yo mesentía incapaz de desentrañarlas—.Debería haberme imaginado que él teenviaría aquí.

—¿Y por qué diablos no iba aenviarme? —pregunté yo, confusa y

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enfadada—. Soy…—Así podrás decirle que nada va a

distraerme de mi tarea; que no importaqué tentaciones se interpongan en micamino.

—¡Díselo tú! —exclamé yo,nuevamente dolida. Y pensar que habíaechado de menos a semejante bastardo—. ¡Y a mí no me hables de tu tarea!Desapareces un mes y de repente tepresentas para…

Mi mente comenzó a tropezar y atartamudear al sentir todo su cuerpodeslizarse arriba y abajoplacenteramente a lo largo del mío. Erauna caricia sensual maravillosa con un

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deliberado propósito de distracción. Yfuncionó, ¡maldita sea! Mi corazóncomenzó a latir más deprisa, mirespiración se aceleró y surgió el deseo.Inaplazable.

Un estremecimiento lo recorrió a élpor entero. Comenzó a besarmeapasionada y vorazmente. Me gustó quesu lengua entrara en mi boca, me gustósentir el calor que irradiaba de su ropa eincluso el contacto de sus vaqueroscontra mis piernas desnudas. Pero elmaldito suéter era ya demasiado. Erafino, suave y sedoso, y contrastabaperfectamente con el duro cuerpo quetapaba.

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Louis-Cesare envuelto en cachemiracontaba con una ventaja completamenteinjusta. Tiré del suéter y se lo saqué porla cabeza, pero el embriagador contactode piel contra piel fue todavía peor.Sobre todo cuando él tirórepentinamente de mí con un suavemovimiento y me sentó a horcajadas ensu regazo.

Él estiró las piernas al tiempo queseparaba las mías. Enterró una largamano en mi culo y después la subióhacia arriba para presionar mi hombrocontra aquel calor y aquel duro músculo.La otra la deslizó por entre mis piernaspara comenzar a mover el dedo pulgar

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adelante y atrás. Lo movió a propósitomuy despacio, como si se tratara delbalanceo de la cola de un gato.

Me las arreglé para reprimir ungemido de placer, pero no hubo modo deevitar que mi cuerpo se sacudiera y seme pusiera la carne de gallina. Y sinembargo él solo me acariciaba.

—Deja de calentarme —le dijesiseando—. ¿O es que no lo encuentras?

Su lengua recorrió mi nuca hasta laoreja; sentí su aliento cálido sobre mipiel, sus dientes mordisqueando ellóbulo de mi oreja. Me mordió depronto, justo en el instante en el que meembestía con el nudillo profundamente y

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alcanzaba el punto culminante con laprimera maldita intentona. Mi cuerpo searqueó hacia él, se apretódesesperadamente, y hundí los dientesen su hombro para reprimir un gemido.

—Creo que puedo encontrarlo —dijo él en un tono divertido.

—¿Pero vas a saber qué hacer conél? —pregunté yo, jadeando, después deun rato.

Sí sabía.En cuestión de minutos yo estaba

temblando; mis músculos se estremecíany vibraban, planeando sobre el frágilfilo… hasta que un movimiento más fuesuficiente para proporcionarme ese

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pequeño toque final y todo estalló en unallamarada de oro. Apreté las tensasmanos contra sus hombros sudorosos yme mordí los labios para tragarme elgrito que luchaba por salir a borbotonesde mi garganta.

Él se aferró a mis caderas y mesujetó con fuerza mientras las brillantesolas de conmoción se sucedían unas aotras, irradiando hacia fuera de mi pielcomo si mi cuerpo fuera un cable vivoque no dejara de vibrar de placer. Dejécaer las manos por un momento; mesentía demasiado débil como parasujetarme. Él me posó de nuevo sobre lamesa, me besó la nuca sudorosa bajo el

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pelo. Cerré los ojos de pura satisfaccióny suspiré.

—Si eso era una bienvenida, vas atener que marcharte más a menudo —ledije yo con voz temblorosa.

No hubo respuesta. Después de unmomento me erguí y me senté; quería vercómo me miraban aquellos ojos siemprecambiantes. Pero en lugar de ello vicómo se cerraba la puerta.

Tardé un desorientador segundo encomprender que estaba despatarradasobre una mesa, desnuda y sola. Louis-Cesare se había marchado y un brevevistazo al suelo bastó para comprobarque se había llevado mi petate. ¡Hijo de

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puta!Me dejé caer al suelo de golpe, me

tambaleé porque tenía las piernas flojasy abrí la puerta de un tirón. El pasilloestaba vacío a excepción de un tipo queestaba echando un cigarrillo aescondidas. Por alguna razón me resultóextrañamente familiar. Él me vio y casise tragó el cigarrillo.

Miré para abajo y entonces me dicuenta de que me había olvidado de unpequeño detalle. Volví dentro y cerré lapuerta de un portazo, pero un rápidovistazo a mi alrededor me demostró quelo que me temía era cierto. Me habíadejado las armas, pero ese taimado,

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triple hijo de rata bastarda se habíallevado mi ropa. Toda.

Me miré en el espejo que había enuna pared y comprobé que tenía loslabios hinchados, el pelo pegado a lasmejillas sudorosas y varios mordiscosenrojecidos en los pechos. Poca cosaera capaz de avergonzarme, pero hastayo prefería no salir con ese aspecto.

Abrí la puerta otra vez. El tipo no sehabía movido. Le eché un vistazo porencima y de pronto caí en la cuenta.

—¿Sigues queriendo que sea malacontigo?

El tipo abrió los ojos inmensamente.—¡Sí!

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—Bueno, pues entonces ven.Un minuto más tarde yo tenía una

camiseta varias tallas más grande queme servía de vestido, un cinturón en elque guardar las armas y una chaqueta depiel excesivamente larga para echármelapor encima y taparlo todo. Salí alpasillo dejando al tipo atado a la sillaen ropa interior. A juzgar por suexpresión, acababa de aprender unalección muy valiosa acerca del hecho defastidiar a una mujer desconocida.

Era una lección que yo teníaintención de enseñarle también a ciertovampiro maestro en cuanto pudieraagarrarlo por su precioso culo de

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ladrón.

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La sala principal de la discoteca seguíarepleta, pero no vi a Louis-Cesare entrela gente que bailaba. Yo no habíatardado más que unos minutos en salirde la parte de atrás, pero a una personacapaz de moverse tan rápido como elviento le basta con eso. Ademásprobablemente tenía una ruta de escapepreviamente preparada.

La sorpresa fue que los hombres deCheung parecían haberse ido también,probablemente para iniciar unapersecución inútil. Los pocos vampiros

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que quedaban arremolinados alrededorde los chicos de Raymond parecíanconfusos y perdidos, y ninguno de ellostrató siquiera de impedirme que memarchara. No parecían ni saber que éseera su deber.

Supongo que todavía no habíancomprobado el estado del baño.

Fuera, la lluvia que había estadocayendo durante toda una semana habíaconvertido la calle en un brillanteespejo negro que reflejaba las manchasrojas de los faroles instalados al bordedel tejado del edificio de la discoteca,la señal electrónica verde de la tiendade al lado y el Buda amarillo

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intermitente de la acera de enfrente.Pero yo no era una completa

estúpida, así que había marcado aLouis-Cesare cuando estábamos en ladiscoteca. Según mi encantamiento élestaba a tres calles de allí y se movía atoda prisa. Pero yo me moví más deprisay alcancé el encantamiento en unaesquina… atado al collar de un perritoperdido.

—¡Muy gracioso, listillo! —musitéyo, volviendo sobre mis pasos.

Los olores me resultaron tan pocoútiles como la vista o la magia. Habíademasiados aromas compitiendo losunos con los otros: los del jengibre y el

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ajo de un tipo que vendía alitas de pollo,el olor del incienso que salía de unatienda flotando por el aire, el de unmotor caliente y el de la basura. Y paraempeorar un poco más las cosas seguíalloviznando pero solo por algunos sitios,de manera que algunos trozos delpaisaje estaban brumosos como sialguien hubiera estado utilizando unagoma de borrar.

Después de quince minutos tuve queadmitir mi derrota. La mayor parte delos dhampirs tienen los sentidos muyfinos, y desde luego mi sentido delolfato es considerablemente más agudoque el de los humanos. Pero no podía

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seguir a Louis-Cesare a través de lamezcla de olores de Chinatown. Él sehabía marchado sin dejar rastro, y laculpa era mía. Lo había dejado salir poraquella maldita puerta sin tratar dedetenerlo siquiera.

Me incliné sobre una puertaondulada y esperé a que el ritmo de micorazón se hiciera más lento. Pero nopareció dispuesto a hacerme caso.¡Maldita sea! Yo jamás me había coladopor un tipo, ni siquiera recordaba laúltima vez que había sido tan estúpida.

No, o sí. Claro que me acordaba dela última vez que me las había visto conel jodido Louis-Cesare.

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Fruncí el ceño de mal humor. Louis-Cesare podía ser un príncipe en Europa,pero aquél era mi territorio, losalrededores de mi casa. Y no tendríamás remedio que aprender por las malasque no podía llegar aquí y follarconmigo sin atenerse a lasconsecuencias. Raymond encomparación tendría buen aspectocuando terminara con él.

Aunque por otro lado quizá no.Porque el pobre Ray tenía un aspecto untanto desagradable cuando por fin logrélocalizar su cuerpo, acurrucado enposición fetal y encaramado todavíasobre el tejado del edificio junto a la

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discoteca. Había perdido la camisa y unzapato, y tenía los pantalones sucios ymanchados de sangre. Y por un segundocasi olvidé que también había perdido lacabeza.

No me oyó llegar, cosa que no erade extrañar teniendo en cuenta que aesas alturas sus oídos debían de estar yaprobablemente en la otra punta de laciudad. En cuanto le puse una manoencima dio un brinco y comenzó abalancearse violentamente. Yo agaché lacabeza, pero por supuesto él no me vio ysimplemente siguió. Y eso fue unproblema porque estaba a un paso decaerse del edificio de tres pisos.

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Coloqué una mano en su cinturilla ytiré de él para apartarlo del precipicioantes de descubrir hasta dónde llegabala resistencia del cuerpo de un vampiro.Cayó de golpe sobre mí y yo volví aempujarlo al otro lado del tejado.Entonces él captó algo.

—¡Basta ya! A menos que quierasperder unas cuantas partes más de tucuerpo —le dije yo.

Pero inmediatamente me acordé deque no podía oírme.

Él sacudió las manos como si sehubiera quemado y después se quedócompletamente quieto.

Yo también me quedé quieta. Se me

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acababa de ocurrir una ideacompletamente nueva.

—Siéntate —le dije a Raymond.El cuerpo me obedeció

amablemente. Dobló las rodillas yaparcó el trasero al borde del tejado.Las piernas le colgaban al vuelo sobreel patio igual que si fuera un niñopequeño. Un niño pequeño sin muchacabeza y bañado en sangre y vísceras,pero un niño.

Aunque había otras explicaciones,me dije a mí misma en silencio. Puedeque él hubiera dejado de manosearme aldarse cuenta de quién era; puede que sehubiera sentado simplemente porque se

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sentía débil después de perder tantasangre. Quizá yo estuvieramalinterpretando por completo lasituación.

—Levanta el brazo derecho si meoyes —dije yo.

El brazo se alzó amablemente enrespuesta.

O quizá no.Le di unos golpecitos a mi chaqueta

prestada, pero solo encontré algo dedinero suelto, unas cerillas y mediopaquete de cigarrillos. Sin embargo Rayllevaba un móvil en el bolsillo, aunqueno parecía muy dispuesto a prestármelo.

—¿Por qué? —le pregunté,

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pegándole en las manos—. No es que túvayas a usarlo.

Él me sacó el dedo corazón,levantándolo hacia arriba.

Yo no le hice caso y marqué unnúmero que no venía en su agenda.Tardé un minuto en conseguir hablarporque al otro lado estaban celebrandoalgún tipo de fiesta. Y porque losempleados me odian.

—Con el senador Mircea Basarab—repetí por cuarta vez varios minutosmás tarde.

—Lord Mircea no desea sermolestado —me informó otra arrogantey desdeñosa voz—. ¿Quieres dejar un

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mensaje?—Sí. Dile que su hija está al

teléfono. Y que si no atiende a millamada, voy a tirar el cuerpo que élquiere al río.

Oí murmullos de fondo, pero nohubo respuesta. Sin embargo el vampironúmero cuatro todavía no había colgado.Más ruidos de fiesta: música, risas y elrepicar amortiguado del cristal fino. Ydespués una voz que resultó más bellaque las otras cuatro.

—Dorina, ¿estás bien?Era de lo más injusto lo que los

vampiros podían hacer con laentonación de la voz. Sobre todo este

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vampiro en concreto. Lo expresabatodo: cariño, preocupación, amor. Todoen una sencilla frase que no era más queuna mentira. Estaba contento porquepensaba que yo tenía a Ray. Pero cuandose enterara de que la parte de Ray queyo tenía no hablaba, entonces cambiaríade humor.

—¿Y por qué no iba a estarlo? —pregunté yo.

Mi propia voz me sonó estridente encomparación.

—Llamas con un teléfono cuyonúmero no consta en nuestros archivoscomo tuyo.

—Sí, bueno, ha habido una pega.

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—¿Necesitas ayuda?—Lo que necesito son respuestas.

Según parece hay unas cuantas cosas queni siquiera yo sé acerca de losvampiros.

—¿Como por ejemplo?—Digamos, por ejemplo, que hay un

maestro de quinto nivel que ha perdidola cabeza…

—Supongo que lo dices literalmentehablando —~me interrumpió él con unavoz seca.

—… y digamos que dicho apéndiceya no está por esta zona…

—¿Se ha perdido?—Estaré encantada de hacerte un

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informe más tarde. Ahora necesito saberpor qué un cuerpo sin cabeza sigueoyendo y obedeciendo órdenes.

—No debería.Los ruidos de fiesta cesaron, así que

me figuré que él se había marchado aotro sitio más íntimo para hablar. Bien.Puede que incluso estuviera dispuesto adesembuchar un par de cosas o tres paravariar.

—Bueno, puede ser, pero laevidencia empírica sugiere lo contrario.

Por un momento guardó silenciomientras reflexionaba. Dudo que sintieraninguna vergüenza por haber engendradoa un monstruo que iba matando a los de

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su especie, pero solo porque esesentimiento en particular no formabaparte de su repertorio. Y sin embargoevitaba contarme cualquier circunstanciaque pudiera facilitarme el trabajo.Probablemente tenía miedo de que algúndía yo utilizara esos conocimientoscontra él.

Era un hombre inteligente.—El cuerpo de un vampiro está

conectado a un nivel físico igual que elhumano —me dijo él por fin—. Perotambién tenemos una conexiónmetafísica con nuestra forma corporalque no es tan fácil de cortar.

—Así que, metafísicamente

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hablando, ¿todavía tiene cabeza?—Sí. Por supuesto su percepción

sensorial habrá disminuido mucho ycuanto más tiempo pase, peor. Sinembargo es posible mover los brazos ylas piernas y obedecer órdenes duranteun tiempo a pesar de estar separadode…

—Eso ya lo sé —lo interrumpí yo.Tenía que saberlo. A lo largo de losaños me habían atacado bastantescuerpos sin cabeza—. Lo que necesitosaber es si el cerebro puede enviarle alcuerpo algo que no sea simplementeunas cuantas señales a un grupo demúsculos. ¿Puede transmitirle

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información, como por ejemplo dóndeestá?

—Eso es lo que estoy tratando dedecirte —dijo Mircea, cuya voz sonóligeramente molesta. Ningún vampiro seatrevía a interrumpirlo como yo. Yo eraun verdadero tormento para él—. Ellazo metafísico se tensa en exceso sifalta el lazo físico. Y antes o despuésacaba por desvanecerse por completo,por lo general en torno a una semanadespués con ese nivel de poder…

—¡Eso también lo sé! ¡Lo que yoquiero saber es si puede dibujarme unjodido mapa!

—… y lo primero que deja de

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funcionar son las funciones cerebralessuperiores.

¡Mierda!—Así que nada de mapas.—Estando como está me sorprende

que pueda moverse. Sin embargo puedeque todavía nos sea de alguna utilidad.La conexión será tanto más fuerte cuantomás cerca estén las dos partesseccionadas. El cuerpo funciona comouna especie de contador Geiger; sufuerza y coordinación te informa acercade la proximidad de tu objetivo.

—¿Entonces cuanto más cerca, másenergía tendrá el cuerpo y cuanto máslejos, más aletargado?

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—Básicamente. ¿Cómo está deanimado?

Bajé la vista hacia Ray, que mehabía confiscado los cigarrillos. Se lashabía arreglado para encender uno sinhacer una barbacoa consigo mismo y enese momento se lo estaba fumando através del agujero del cuello.Comprendo que a veces uno siente lanecesidad de un relajante nervioso,pero…

—Está bastante animado.—Entonces la parte que le falta

sigue estando en Manhattan. Dame tudirección. Te mandaré a un equipo derastreo.

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No respondí porque en ese momentotres vampiros entraron en el patio ycomenzaron a mirar a su alrededor. Noeran gente de Ray; pude sentirlo por laenergía que desprendían incluso a ladistancia a la que estaba, lo cualsignificaba que eran maestros. Peor aún:al menos dos de ellos eran sabuesos.

Los dos que estaban situados defrente comenzaron a olisquear el airecon la boca abierta de un modo casicómico, ganándose el mote por unmomento. Pero el asunto en realidad notenía ninguna gracia. Los sabuesos, esosvampiros con un sentido del olfato tanextraordinario, eran de las pocas

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criaturas que tenían alguna posibilidadde seguirle la pista a Louis-Cesare através del paisaje de olores de laciudad.

O de descubrir el rastro de la otramitad de Ray.

Casi como si me hubiera oído, elvampiro jefe alzó la cabeza y olióprofundamente el aire. Un segundo mástarde unos brillantes ojos negros memiraban directamente a las pupilas.

—¿Dorina? —me llamó Mircea.Su voz fue como un cosquilleo

estático en mi oído.—No hay tiempo.—¿Qué ocurre?

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—Sabuesos.Cerré el teléfono de sopetón y

remolqué a Ray por todo el tejado. Elotro lado del edificio daba a la calle,que en ese momento estaba vacía. Noseguiría así mucho tiempo. Aunque porotro lado, para cuando consiguiera bajarel tambaleante cuerpo los tres tramos deescaleras, los tendríamos a todosencima.

Según parecía al final sí que íbamosa tener que comprobar hasta qué puntollegaba la resistencia del cuerpo de unvampiro.

Esperé a verlos salir al patio por lapuerta de la discoteca y desaparecer

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dentro del edificio sobre el queestábamos nosotros. Debian de haberdejado a alguien en la calle, quizá aunos cuantos. Pero eran solo tres y aesas alturas tenían que saber quién erayo.

De vez en cuando las leyendas sonútiles.

—¡Eh!, Ray, el próximo paso va aser un gran paso —le pronostiqué yo.

Acto seguido lo tiré del tejado.Aterrizó sobre el techo de un antiguo

Impala de color tostado aparcado en lacurva. Rompió la ventanilla y le hizo unagujero al techo con una pierna. Fue unasuerte, porque yo no tenía tiempo para

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forzar la cerradura. Yo aterricé con unfuerte golpe en la acera a su lado,reprimí un gemido al sentir que metorcía el tobillo, tropecé con el coche yayudé a Ray a sacar la pierna de allí deun tirón.

Alcé la vista y vi tres rostrosfuriosos, mirándonos desde el tejado. Sepreparaban para saltar mientras Rayrodaba por el techo del coche eintentaba desesperadamente abrir lapuerta de su lado. Yo metí un brazo porel agujero del techo y abrí la cerradurade mi puerta. Estaba a punto de abrir lade él, cuando Ray rompió su ventanilla yentró a través del bosque de cristales

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rotos.Cada cual a su modo.No es que a mí me faltara destreza

en el delicado arte de robar coches. Nisiquiera bajo la tensión del estrés.Siempre y cuando tuviera lasherramientas apropiadas, claro. Habíacargado con ellas solo por si acaso,pero las llevaba en el petate junto con elresto de las cosas. Mientras meesforzaba como una loca por arrancar elcoche, le añadí otra marca mentalmenteal nombre de Louis-Cesare en lacolumna de las deudas pendientes.

Una bala taladró el asiento junto ami oído izquierdo. Saqué la Glock, le

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coloqué un cargador nuevo y la puse enlas temblorosas manos de Ray.

—Trata de no dispararme a mí o alcoche —le dije mientras agachaba lacabeza por debajo del salpicadero.

Los vampiros debieron de aterrizardirectamente en formación alrededor delcoche, formando una uve, porquecomenzaron a llegarnos balas desde tresdirecciones distintas al mismo tiempo.Ray les devolvía el fuego conbrutalidad, pero a tenor de cómo ibansaliendo las cosas, debía de estaracertando en varias bolsas de basura, enel parabrisas del coche de la acera deenfrente y en la farola. Dudo que eso

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hiriera en lo más mínimo a losvampiros, pero no obstante se echaronatrás, esperando a que se acabaran lasmuniciones. Puede que las balas nomaten a los vampiros, pero a nadie legusta que le disparen. Y supongo quepensaban que tampoco íbamos a ningunaparte.

En realidad ése era un punto de vistaque yo comenzaba a compartir con ellos.Manipulaba cables sin las herramientasapropiadas y trataba de noelectrocutarme. Entonces Ray comenzó adarme manotazos. Alcé la vista y vicómo me decía por señas que necesitabaotro cargador. Sacudí la cabeza.

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—¡Están en la maldita bolsa!Él volvió a darme un manotazo de

pura rabia y luego empezó a tirar cosaspor el agujero del techo. El coche debíade servir de almacén y puerta trasera deuna de esas infames tiendas deChinatown, porque en el asiento de atráshabía varios estuches con copias deDVD, bolsos falsos de Gucci y unaenorme caja con pipas de agua decristal. Ray lo lanzó todo por el agujeroy arrojó también un buen trozo delmismo asiento, pero no bastó. Uno delos vampiros atravesó el parabrisas conel puño y agarró a Ray.

El vampiro trató de sacar a Ray a

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través de la ventanilla rota, pero yo losujeté por la cinturilla y tiré de él ensentido contrario. Entre los dosestirarnos los pantalones caqui dediseño de Ray, que finalmente sedesgarraron de arriba abajo justo por elcentro como si fueran los pantalones deun estriper profesional; nos quedamoscada uno con una mitad mientras Raymostraba su bóxer de satén rojo en cuyaentrepierna ponía «¿Es hoy tu día desuerte?».

—Pues realmente no —dije yo.Le di un puñetazo al vampiro en la

cara.Se tambaleó hacia atrás, pero los

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otros dos ya se habían dado cuenta deque nos habíamos quedado sinmuniciones. Me refiero a municiones detodo tipo. Así que se lanzaron sobrenosotros. Uno de ellos se introdujo porel agujero del techo y agarró a Ray, peroesa vez por los brazos. Y yo tuve queluchar por desbloquear el eje de ladirección del coche con una sola mano ycon un simple cuchillo, nada menos,mientras con la otra retenía a Rayagarrándolo del vello de una pierna.

Todo habría sido más fácil si él nose hubiera revuelto como un loco,temiendo acabar exactamente igual quesus pantalones. Yo recibía patadas

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constantemente en la cabeza, lo cualtampoco contribuía a mi concentración.Y para colmo las cosas empeoraron otropoco más al abrirse de golpe las puertasde la discoteca y comenzar a salirvampiros a borbotones.

Sólo que en lugar de atacarnos anosotros se lanzaron sobre los hombresde Cheung. Según parecía, el gran jefehabía olvidado ordenarles a los chicosde Ray que no lo ayudaran, y una de lasprioridades fundamentales de todovampiro es proteger a su maestro. No esque fueran contrincantes comparablescon aquellos vampiros sénior, pero sí selas apañaron para superar a uno de ellos

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simplemente por la fuerza del número.Solo que por desgracia no fue al quetiraba de Ray.

Por fin conseguí desbloquear ladirección, pero no podía arrancar elmaldito motor del coche y seguirsujetando a Ray al mismo tiempo.Entonces alguien le empotró el gato enla cabeza al dichoso vampiro, quecomenzó a tambalearse hacia atrás.Arranqué el coche y cuando el maestrovolvió a lanzarse sobre el parabrisaspor segunda vez, lo atropellé.

Pero por supuesto eso solo sirviópara cabrearlo. Vi a otro de losvampiros correr hacia un Mercedes cupé

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azul oscuro aparcado al final de la calle.Los chicos de Ray no conseguiríanretenerlo durante mucho tiempo sinquedar hechos picadillo.

—Abróchate el cinturón —le dije aRay al tiempo que aceleraba a fondo.

Me concentré en alejarnos lo másposible de la discoteca. Ray hurgaba porla guantera. Arrojó una linterna por laventana y luego hizo lo mismo con unindicador de la presión de las ruedas.Sin embargo se quedó con un bolígrafo.Patiné en una esquina al llegar a la calleCanal y entonces él comenzó apincharme con el bolígrafo en la pierna.Con fuerza.

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—¡Deja ya eso! —exclamé yo.Traté de quitárselo, pero él echó la

mano hacia atrás y comenzó a moverla ya dar vueltas con ella. Tardé un segundoen darme cuenta de que hacía losmovimientos que se hacen al escribir.

Se me ocurrió esa extraña idea ycomencé a buscar un papel, pero nohabía ninguno a mano. Sin embargoencontré un mapa antiguo de NuevaYork en el bolsillo trasero del asiento.Se lo di para que se pusiera a hacergarabatos mientras trataba de borrarnuestro rastro y alejamos lo másposible. Me aferré a la vana esperanzade que él rodearía con un círculo el

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lugar en el que estaba la parte que lefaltaba.

Ray apuñaló el mapa con toda lacoordinación que se puede esperar de unniño de dos años. Y por fin me ofreciósu obra maestra cuando nos detuvimosante un semáforo en rojo. Las líneasserpenteaban y se inclinaban como si lashubiera dibujado un diestro al que lehubieran obligado a escribir con lamano izquierda. Pero sin duda se tratabade palabras.

Le quité el mapa de las manos y loalcé delante del parabrisas. «Te odio».

—¿Puedes escribir?Me quedé mirándolo incrédula. Ya

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podía estar esperando a que Mircea merevelara secretos comerciales.

—¿Y entonces por qué no me dicesdónde estás?

Ray cogió el reverso del mapa ylaboriosa y artísticamente escribió otrafrase en el margen: «¡No lo sé!».

—¿Qué quieres decir con eso de queno lo sabes? ¡Tendrás que ver algo! ¡Uncartel de una calle, un nombre de unatienda, algo!

«Está oscuro».—¿Qué narices quieres decir con

que está oscuro? ¡Eres un vampiro!¡Puedes ver de noche!

«¡No dentro de una bolsa de lona!».

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—Una bolsa con un agujero —lerecordé yo con impaciencia—. ¡Mira atu alrededor!

«¿Para ver qué? ¡Estoy en unmaletero!».

Pruncí el ceño.—¿Un maletero de un coche? ¿Te

estás moviendo?«NO».—Entonces dime qué oyes. Qué

hueles. ¡Algo!«No hay ruidos. ¡Y lo único que

huelo son tus calcetines sucios!».Genial. No había muchos lugares

que estuvieran en un silencio total parael fino sentido del oído de un vampiro,

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ni siquiera para un vampiro mutilado.Así que estaba en un garaje cerrado yprobablemente bajo tierra. Lástima queen Manhattan solo hubiera alrededor demil garajes de ésos.

—¡Inténtalo otra vez! —insistí yo—.Disponemos de una semana, ¿teacuerdas? Luego tú y yo estaremos…

El coche que teníamos detrás tocó labocina y Raymond y yo respondimossimultáneamente sacándole el dedocorazón levantado hacia arriba. Unsegundo más tarde el interior del Impalase iluminaba con una llamativa luzestroboscópica. Miré por el retrovisor yconfirmé que sí, acababa de hacerle un

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gesto insultante con el dedo a un policía.Al menos llevábamos los cinturones deseguridad, pensé mientras pisaba afondo el acelerador.

El poli salió del coche antes de queyo despegara, lo cual me concedió unossegundos mientras él volvía a suvehículo. Invertí ese tiempo en llamarpor teléfono.

—¿Te acuerdas de esa ayuda que meofreciste? Pues ahora sería un buenmomento —dije yo cuando, milagro deentre los milagros, Mircea contestópersonalmente al teléfono.

—¿Dónde estás?—Me dirijo al sur por Mott. Con un

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poli pegado a los talones.—¿Un policía humano?—¡Sí!—¿Y eso constituye una

emergencia?—Lo es si atrae la atención sobre

nosotros —siseé yo.Un Mercedes cupé oscuro dio una

vuelta de ciento ochenta grados paracambiar de sentido bruscamente y seguiral poli.

Detestaba tener siempre la razón,pensé mientras aceleraba a fondo.

—Ya me inventaré algo —dijoMircea con una voz que comenzaba acrisparse—. No pierdas la

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comunicación.El poli encendió la sirena al entrar

yo a toda velocidad en Hester. Éltambién tomó la curva muy cerrada, sinduda porque estaba llamando por radiopara pedir refuerzos. Y por si me cabíaalguna duda de quiénes iban en el cupé,el coche no se despegó del trasero delpoli. Por fin Mircea volvió a llamar porteléfono y me dio una serie dedirecciones tan complicadas que logródesorientarme en menos de cincominutos. Mis perseguidores, en cambio,no se perdieron.

—Ahora oigo varias sirenas —señalé yo.

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—No por mucho tiempo.Apenas había terminado Mircea de

decirlo cuando se oyó el rugido de unaenorme furgoneta que salía de unaavenida. Yo conseguí patinar sobre laacera aunque sacrifiqué el parabrisasfrontal al golpear una boca de incendios.El poli no tuvo tanta suerte. A juzgar porel ruido que hizo debió de pisar el freno,pero a pesar de todo chocó directamentecontra un lado de la furgoneta. El cupélo golpeó por detrás y las fuerzas unidasde ambos empujaron la furgoneta contrala acera y se llevaron por delante unatienda de caramelos.

—De haber sabido que eras tan

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eficiente te habría pedido ayuda antes —le dije yo a Mircea.

—Tú no sueles necesitarla —dijo élen un tono de voz suave, que no obstantesonó a reproche.

—¡Ni tampoco suele atacarme lafamilia!

—¿Quién te ha atacado? —preguntóMircea bruscamente.

—El chico de ojos brillantes deRadu. Podías haberme dicho queLouisCesare estaba implicado en esteasunto.

—No estaba informado.La voz de Mircea parecía sugerir

que alguien iba a pagar caro ese

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pequeño lapsus.—Aquí están pasando muchas cosas

—añadí yo tensa.—¿A qué te refieres en concreto?—No creo que sea una coincidencia

que tres maestros de primer nivel de tresSenados diferentes estén de repenteprofundamente interesados en hablarcon…

—¡Dorina!—… cierta persona precisamente la

misma noche. Aquí ocurre algo que tú nohas querido molestarte en contarme.

Aunque tampoco es que eso fueraninguna novedad.

—Se suponía que era un trabajo

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fácil. No hacía falta que te enteraras denada.

—¡Ah, no! ¡No, no, no! ¡No es asícomo trabajo yo! Si voy a cortarle lacabeza a un friki, quiero saber por qué.Si quieres obediencia ciega, manda auno de tus chicos.

De pronto se me ocurriópreguntarme por qué no había mandadoa uno de sus chicos en lugar de a mí.

—Tú haces trabajos como freelance para mucha gente —dijo Mirceaantes de que yo pudiera formular lapregunta—. Por eso no podíanrelacionarte conmigo tan fácilmentecomo a cualquiera de mi establo.

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—Detesto que hagas eso —dije yo.—¿Hacer qué?—Contestar a mis preguntas antes de

que te las haga. Hace que parezca comosi nuestras conversaciones estuvieranplaneadas de antemano y tú estuvierassimplemente esperando a que yo mepusiera al día.

—Si fuera así, no acabaríamosdiscutiendo la mayor parte de las veces.

—Pero la mayor parte de las vecesdiscutimos por este tipo de cosas.Empieza a confiar en mí y a decirme laverdad, o llama a otra persona.

—Te explicaré la situación después,si quieres —contestó Mircea.

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Traducción: es tan fea y complicada,que no quiero hablar de ella por teléfono—. ¿Mencionó Louis-Cesare qué interéstenía él en este asunto?

—No estaba muy charlatán. Peroprobablemente el mismo interés que tú.Sea cual sea.

Mircea se quedó en silencio por unmomento y finalmente dijo en voz baja:

—Espero sinceramente que no.Era realmente alucinante lo que

podían hacer con las voces, pensé yomientras sentía cómo se apoderaba demí un escalofrío. No era capaz detraducir aquel tono de voz en particularporque no lo había oído antes jamás.

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Pero sonaba bastante a algo así como:«detesto tener que matar a alguien de lafamilia».

—¿Cómo?—Aparca el coche. Mis hombres te

localizarán y te ayudarán en labúsqueda.

Traducción: tengo lacayos leales quese harán cargo del asunto y encontrarána Louis-Cesare, porque puede que a tino te guste lo que tengo pensado hacercon él.

Me quedé mirando el aparatotelefónico un momento. Le debía unareprimencla a Louis-Cesare y tenía todala intención de echársela. Pero una cosa

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era eso y otra muy distinta echarlo a losleones. Aquel asunto era personal ymientras nadie se molestara en darmeuna razón en contra, el asunto seguiríasiendo personal.

—Lo siento, pero no te he entendido—dije yo.

—¡Dorina! Aparca el coche a unlado y espera a que…

—Volveré a llamarte —le dije yo.Tiré el móvil por la ventana para

que no pudiera utilizarlo paralocalizarme.

Según parecía estábamos solos.

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13

Un rápido vistazo por el retrovisor medemostró que el cupé volvía a la cargacon el parabrisas delantero abollado,pero aparentemente sin ningún otrodaño. Y además se había echado uncolega, un sedán negro. Pasó por delantedel accidente a una buena velocidad,luego por delante del cupé y por fin seacercó a nosotros deprisa.

Ray meneó una manodesesperadamente y me enseñó el mapa.«Está en el club. He reconocido laalfombra».

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—¿En el night’s club? ¿Y por quéiba a volver a…?

El sedán chocó con nosotros pordetrás. El golpe fue bestial. Salimosdisparados dando vueltas hacia laintersección y no le dimos a un motoristapor poco. Pero sí le dimos a una farola.Por suerte el Impala era de la era en laque todavía se construían los cochescomo si fueran tanques. Y más suerteaún fue que la farola fuera a caer encimadel sedán al tratar de seguirnos por lacalle Leonard; el parabrisas se le llenóde grietas blancas. Las cosascomenzaron a irnos mejor. Hasta elmomento en el que el cupé derrapó por

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detrás de nosotros y nuestra ruedadelantera izquierda comenzó adesinflarse.

Yo no sabía si es que habíamospisado un cristal o si la rueda habíaestado hecha polvo desde el principio,pero de un modo u otro estábamosjodidos. Entonces una bala pasózumbando por el aire como si se tratarade un signo de exclamación que quisieraresaltar mi pensamiento. Se llevó pordelante el espejo retrovisor delconductor. Ray volvió a ponerme elmapa delante de la cara.

El mapa se agitaba con la brisa ytampoco había demasiada luz. Pero a

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pesar de todo conseguí ver el círculoque había dibujado alrededor de unacalle cinco o seis manzanas másadelante.

—Mira el mapa —le dije conimpaciencia—. Ésa es una calle sinsalida.

Ray volvió a quitarme el mapa yescribió la palabra «portal». Reescribióvarias veces cada letra.

—¡Eso no nos sirve para nada! ¡Siparo nos matarán antes de que lleguemosa cualquier sitio!

Por no mencionar que los portalesme producían escalofríos, y eso cuandosabía adónde conducían.

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Ray sacó un puño y aporreó el lugardel mapa repetidamente. De habertenido cabeza sin duda estaría gritando.

—¡Ya lo pillo! —grité yo,apuñalándolo también con el dedo—.¡Pero no puedo parar y los coches nopueden atravesar los portales!

Volvieron a golpearnos por detrásantes de que él pudiera responder yademás perdió el bolígrafo, que salióvolando. Aunque en realidad Ray ya nolo necesitaba. Yo no sabía cuántasposibilidades teníamos de sobrevivircon el portal, pero seguro que más quequedándonos allí.

—Más vale que tengas razón —le

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dije yo.De inmediato viré con brusquedad a

la izquierda.No hay muchas calles sin una

verdadera salida en Manhattan, peroésta no la tenía. A cada lado se alzabanedificios altos y las aceras eranestrechas, y de frente más de lo mismo.Había un callejón lateral con una acerasolo para los peatones que atajaba hastala calle paralela, pero no era losuficientemente ancho como para quecupiera un coche. Aunque tampocoimportó porque Ray arrancó los panelesde contrachapado que recubrían lafachada del restaurante de la esquina

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con la rueda.Seguimos adelante a unos sesenta y

cinco kilómetros por hora, que no esmucho excepto si vas arañando unapared de madera. Y según parecía elcontrachapado dela fachada era demadera de verdad, porque se hizoastillas y salió volando en todasdirecciones. Igual que el cristal, elladrillo y el yeso que salió de la sólidapared del lado contrario. Y debía dehaber también un portal enfuncionamiento en alguna parte por allí,porque yo sentí las típicas náuseas alalcanzarlo.

Jamás había oído decir que estuviera

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permitido pasar con un vehículo por unportal, y en ese momento comprendí porqué. De pronto la carretera dejó deexistir, no había ningún camino ni arribani abajo, no había nada más que unamancha de color y un estruendo deruido; un instante fuera de control. Nosvimos arrojados por aquel largoesófago, retorcidos violentamente y porfin lanzados a una tranquila calle a lasombra de los árboles. Pero boca abajo.

Caímos de golpe contra el suelo.Terminamos de destrozar lo quequedaba del techo del coche y rompimoslas ventanillas que todavía estabanenteras. Dimos dos vueltas de campana.

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Entonces chocamos contra algo quehabía en la carretera y que nos hizoecharnos a un lado, hacia la curva yhacia un árbol enorme que había másallá. No pude hacer nada: el motor sehabía parado y, de todos modos,tampoco tuve tiempo. Así que mepreparé para el impacto.

Pero no se produjo ningún impacto.En lugar del golpe, el coche siguiórodando con una ola de chispas hacia ellateral de la carretera mientras unmontón de trocitos de metal ibanhaciendo agujeros en la calzada. Enparte fueron aminorando nuestravelocidad, pero a pesar de todo

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llegamos a la curva con la suficientefuerza como para salirnos de lacarretera. Y así seguimos rayando todala cuneta hasta que por fin paramos alfilo del arcén. Allí se quedó el coche,balanceándose durante un largo ratocomo si estuviera decidiendo si entregaro no su alma al diablo. Entonces soltóuna especie de aullido metálico ylentamente volvió a posarse sobre lascuatro ruedas.

Me aferré al volante con manosfirmes, preguntándome por qué no estabahecha mil pedazos cuando el cochehabía botado y rebotado arriba y abajocomo una barca en un mar tempestuoso.

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Finalmente tragué y desvié la vista a unlado. Ray se agarraba al asiento. Seaferraba al respaldo, rodeándolo conuna pierna y temblando desde el troncodescabezado hasta la punta del pie.

—Te dije que te abrocharas elcinturón —le dije con voz temblorosa.

Ray me habría sacado obscenamenteel dedo corazón levantado hacia arribasi eso no le hubiera exigido moverse,pero el asiento y él parecían haberseconvertido en un solo ente. Y eso era unproblema, porque todavía seguíamosmetidos en un berenjenal. Si nosotroshabíamos podido usar el portal,entonces los vampiros también podían

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usarlo. Solo tenían que averiguar dóndeestaba. Y no tardarían en descubrirloporque no hay tantas formas dedesaparecer.

—Vamos, Ray —le dije, tirándolede la manga.

Pero él no estaba dispuesto aescuchar. Se aferraba al asiento como sifuera un salvavidas; enterrabaprofundamente los dedos en la mullidapiel.

—¡Tú sabes que no podemosquedarnos aquí!

Nada.Traté de arrancarle los dedos de allí

manualmente, pero en cuanto lograba

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soltar uno, ¡zas!, volvía a clavarlo alasiento.

—Es como una montaña rusa, Ray.Si no sales, te dan la vuelta otra vez.

Eso funcionó. Salió trepando de losrestos del coche. Pero entonces el portalse activó otra vez y yo tuve quearrastrarlo dentro de nuevo. El coche noiba a volver a arrancar o si lo hacía,desde luego no andaría. Pero yo detodos modos lo arranqué porque eratodavía más improbable que dejáramosatrás a un grupo de vampiros maestros apie.

Por increíble que parezca, el motorarrancó. Solté un grito de incredulidad y

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pisé el acelerador. Por un segundo noocurrió nada. Entonces las ruedas másdesinfladas aplastaron el asfalto con unruido como de aleteo, y lentamentesalimos rodando hacia delante.Habíamos recorrido más o menos mediamanzana cuando el cupé surgió desde lanada por la carretera por detrás denosotros.

Aterrizó en un extremo de la callecon un golpe tan fuerte, que dio un saltomortal en el aire antes de caer aplastadode nuevo casi encima de nosotros. Dehaber sido humanos los ocupanteshabrían muerto, pero para los vampirosel accidente no supuso ningún

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inconveniente de importancia.Comenzaron a salir del coche y uno deellos nos vio. Tres siluetas negrasborrosas echaron a correr entonces porla carretera hacia nosotros. Perosúbitamente desaparecieron.

Tardé un segundo en caer en lacuenta de que los había alcanzado elsedán, que debía de haber surgidolanzado por el portal a más de ochentakilómetros por hora para caer justoencima de ellos. Después chocó contraun árbol y estalló en llamas. Yo mequedé ahí sentada un segundo. Me ardíanlas mejillas, observaba cómo volabanlos trozos del coche por el aire y trataba

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de comprender cómo es que habíamostenido tanta suerte.

Y entonces comencé a ver lucesreflejadas en la piedra caliza y roja delos edificios a lo largo de toda la calle,que no parecía tener un tráfico intenso ymucho menos de nuestra sospechosavariedad. Probablemente en esemomento había ciudadanospreocupados, llamando a la poli yofreciéndome otra razón más para huir.Pisé el acelerador y despegamos, perosolo conseguimos alcanzar unos treintakilómetros por hora.

Me mordí el dedo pulgarpreguntándome de cuánto tiempo

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dispondríamos. Me figuré que no seríamucho. Quizá los vampiros implicadosen el accidente múltiple hubieranquedado fuera de servicio, pero eso noimportaba porque habían tenido tiempode sobra para llamar y pedir refuerzosdurante la persecución. Y con dosruedas pinchadas, un motor que aullabay algo que parecía como si se hicieramigas peligrosamente bajo elsalpicadero, de ninguna manerapodríamos dejarlos atrás. Teníamos quevolver a la tierra, solo que en cuanto lohiciéramos los sabuesos nosencontrarían.

Por esa razón detestaba las afueras,

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pensé mientras contemplaba las piedrasde arenisca rojiza tan bien colocaditasde las casas de los ricos. Guardaban suscoches en lujosos garajes con aireacondicionado. Eso por no mencionarque probablemente eran todos últimosmodelos a los que yo no habría podidohacer un puente aunque hubiera tenidolas herramientas de las que ni siquieradisponía. Yo era una chica preparadapara sobrevivir en el centro de laciudad, y aquél era un territorio extraño.

Apreté los dientes para reprimir loque sospechaba que habría sido unacadena de obscenidades que habríadurado una hora entera. Porque no

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disponía de una hora. Tenía que pensar,me dije. ¡Vamos! Yo había vivido allídurante años. Tenía que haber alguien aquien…

Vi de refilón el cartel de la callesiguiente y pisé el freno a fondo. Saquéla cabeza para estar segura. Dejé elImpala en el centro de la carretera,arrojé la chaqueta sobre el muñón deRay y lo arrastré conmigo. Pensándolobien, sí conocía a una especie de tipoque vivía en las afueras.

Sólo esperaba que estuviera en casa.

«Casa» para un maestro sénior que tiene

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por costumbre viajar fuera de suterritorio puede significar muchas cosas.Para los que trabajan para el Senado porlo general significa cualquiera de lasmuchas propiedades del Senado a lolargo y ancho de este mundo. Pero siviajan por placer o si sus intenciones noson buenas y no quieren que suscompañeros del Senado se enteren,entonces suelen alojarse en casa de unsubordinado. Pero ¿y si no tienen ningúnesclavo en la zona? Entonces se dirigenal equivalente para un vampiro de unhotel: van al club.

El club es una propiedad de losvampiros que cuenta con la aprobación

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del Senado y que tiene sucursales en lamayor parte de las ciudades importantes.Proporciona una estancia con todo tipode lujos a los maestros que están devisita y lo más importante de todo: lesofrece seguridad. Pero si alguien nofigura en la lista oficial, no entra. Y porsupuesto yo no estaba en esa lista.

Por suerte sí estaba en la lista dealguien que figuraba en la lista oficial.

—Raymond Lu quiere ver alpríncipe Radu Basarab —le dije aldiminuto calvo pintarrajeado que hacíade empleado tras el mostrador.

No me respondió. Estaba demasiadoocupado quedándose con la boca abierta

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ante el cuello vacío y sanguinolento deRay. Durante la loca carrera para llegarhasta allí se le había escurrido lachaqueta y hasta yo tenía que admitir quesu aspecto resultaba asqueroso. Sinembargo había dejado por fin de sangrary eso ya era algo.

—Eh… es que…—Radu Basarab —repetí yo muy

despacio—. Está aquí, ¿verdad?El vampiro tragó. Su mano había

desaparecido por debajo del mostradory no dejaba de mover el hombrorepetidamente para apretar el botón deemergencia. Miré por encima delhombro y deseé que el encargado de

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seguridad llegara cagando leches. Peroentonces fue ya demasiado tarde.

Se oyó el rugido de un camiónacercándose por la calle. Iba cargado dehombres. Iban todos sentados en la partede atrás en dos bancos, el uno frente alotro, igual que un puñado de soldadosque se dirigieran al frente, lo cualresultaba un tanto fuera de lugar enaquella zona. Y sin embargo ladescripción era bastante exacta, segúnpude comprobar un segundo más tarde,al incidir la luz de una farola sobre unrostro conocido.

Era el rostro de uno de los chicos deCheung: el tipo con el que me había

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peleado en el almacén. Debía de ser unmaestro de nivel sénior porque de otromodo el disparo lo habría matado. Peroen lugar de estar muerto solo estabalívido y tenía un par de cicatrices enforma de cruz que le fruncían elsemblante para desaparecer por debajodel cuello de la camisa limpia y reciénpuesta. Probablemente se la habíaquitado a un subordinado porque leestaba demasiado pequeña y tenía unadepresión enorme a la altura dondedebía de haber estado el estómago. Securaría con el tiempo, por supuesto,pero mientras tanto su aspecto era untanto malhumorado.

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Caramarcada me espió con la bocaabierta por el cristal emplomado de lapuerta principal. Pero sólo durante unadécima de segundo, mientras meapuntaba con su escopeta. Yo me eché aun lado. El cartucho hizo un agujero enla puerta y entró en el vestíbulo. Sehabría llevado la cabeza de Ray si lahubiera tenido, pero en vez de esodestrozó el caro panel de madera dedetrás del mostrador.

—No importa. Yo misma loencontraré —le dije al recepcionista.

Arrastré a Ray.Corrimos por el vestíbulo y fuimos a

encontrarnos directamente con el grupo

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de seguridad, que iba bien armado.—¡Oh, Dios mío, mirad lo que han

hecho! —grité yo señalando a Ray que,para complacerme, se dejó caer contrala pared.

El guardia de seguridad se asustó yse echó atrás. Después se puso serio, yél y el resto del equipo pasaroncorriendo por delante de nosotros endirección al vestíbulo.

Ray y yo seguimos adelante por elpasillo. Escuchamos el eco de losdisparos, de los cristales rotos y de losjuramentos. Un camarero que salía enese momento de la cocina con unabandeja llena de vasos vio a Ray y lo

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dejó caer todo al suelo.—¿Has visto al príncipe Basarab?

—le pregunté yo.El camarero se quedó ahí parado, se

llevó la bandeja al pecho y la apretó confuerza sin decir nada. Así que lo empujécon un dedo. Dio un salto del susto y sequedó mirándome.

—¡Radu! —repetí yo.Señaló las escaleras, y Ray y yo las

subimos de dos en dos. Por todas laspuertas de ese piso asomaron cabezas devampiros, pero como ninguna era la deDu, seguí adelante. Sin embargo alterminar de subir el siguiente tramo deescaleras vi a un hombre joven y guapo

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vestido con un pijama azul claro que enese momento salía de una habitación ycerraba la puerta. Creí reconocerlo, ydesde luego él me reconoció a míporque sonrió.

—Dorina, ¿verdad?—Sí, esa soy yo.El chico era uno de los humanos de

Radu, y le servía de aperitivo entre otrascosas. Yo no me acordaba de su nombre,pero eso no importó. Dudo mucho queninguno de los vampiros se acordara desu nombre tampoco.

El chico se retiró el pelo rubiosudoroso de la nuca y añadió:

—Eso me ha parecido. Siempre

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resulta todo mucho más… divertido…cuando tú estás cerca —afirmó, mirandoentonces por encima de mi hombro—.Radu se estaba preguntando qué era todoese ruido, pero supongo que ahora queestás aquí, tú se lo contarás, ¿no?

—Puedes apostar a que sí.Miró a Ray e hizo una insignificante

mueca de asco.—¡Vaya con el fin de semana

tranquilo! —exclamó, lanzando unsuspiro para recalcar sus palabras.

Entré en la habitación de la que élacababa de salir, cerré la puerta y mevolví. Allí estaba el progenitor deLouis-Cesare, sentado en la cama. Radu

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Basarab era moreno y tan atractivocomo su hermano, cosa que en esemomento resultaba notoria porque segúnparecía no llevaba nada encima más quela sábana. Tiró de ella para taparsehasta el pecho como si fuera una mujerrecatada y se quedó mirándome con susojos azul turquesa y una expresiónmolesta.

—Dory, tú no puedes estar aquí. Ylo sabes. En serio que no puedes.

—¿Por qué no? Éste es un club paravampiros —dije yo. Acto seguido le diun codazo a Ray y añadí—: Y él es unvampiro.

—No tiene cabeza.

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—Bueno, es un vampiro casi entero.Y tú dijiste que cuando vinieras a laciudad, estaríamos juntos.

—Dije que iría a verte —mecorrigió él con enfado—. ¡Que es unacosa muy distinta! Además, ¿qué estáshaciendo?

Había dejado a Ray sentado en unsillón orejero de color beis. Alcé lavista y contesté:

—¿Y qué se supone que tengo quehacer con él?, ¿ponerlo contra la pared?

Radu alzó ambas manos al aire, peroal final dejó de quejarse. Se enrolló lasábana alrededor del torso y se dirigiódescalzo al baño. Salió un momento

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después vestido con una gruesa bataacolchada naranja y me arrojó unatoalla.

—Toma, para que se la ponga en elcuello. No tienes ni idea de lo que tecobran aquí por este tipo de incidentes.Es un escándalo.

—Y entonces, ¿por qué no te hasquedado con Mircea?

Radu hizo una mueca.—Por culpa de esas malditas

carreras…—¿Carreras?—¡El campeonato mundial, Dory!—¿El campeonato mundial de qué?

—seguí preguntando yo mientras

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extendía la toalla por el respaldo delsillón de Ray.

La toalla no le hacía ninguna falta,pero discutir con Radu no tenía sentido.Su estilo de argumentación desafiabacualquier lógica excepto la suya propia.Y de todos modos en cuestión desegundos nos interrumpirían.

—Carreras de caminosprehistóricos. Ya sabes, el deportefavorito de los magos.

—No las sigo de cerca —dije yo.Seguía escuchando los golpes,

roturas y gritos procedentes de másabajo.

—¡Bueno, yo tampoco! ¡Ése es el

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problema! Hace semanas que planeéeste viaje y por supuesto di por sentadoque me quedaría con Mircea. Solo queal final me dijo que ya tenía muchoshuéspedes y que estaba al completo.

—¿Y la central de los vampiros?—Si te refieres al cuartel general de

la Costa Este del Senado, allí también lohe intentado. Pero me han contado lamisma historia. Les dije que nonecesitaba mucho espacio. Aunqueteniendo en cuenta todo lo que hago porellos, creo que deberían habermebuscado un lugar adecuado. Incluso lesdije que estaba dispuesto a quedarme enuna habitación individual…

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—¡Qué horror!Deambulé por la habitación hasta un

chifonier de palo de rosa que podríahaberse convertido en algo interesante.

—… pero insistieron en que notenían nada disponible. ¡Reducirme aesto! ¡A mí, con todas las cosas que hehecho por la familia…!

—¿La familia?La puerta se abrió de golpe. Tres

oficiales de seguridad entraronapresuradamente. Pero Radu no les hizocaso. Se quedó mirando mi mano con elceño fruncido. Yo sostenía una botellapolvorienta.

—Dime que eso no es el Louis XIII.

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Bajé la vista hacia la etiqueta delexquisito coñac que acababa deservirme.

—Eh…—¿Tienes idea de lo que van a

cobrarme por eso?—Deberías decirles que te invitaran.

Y también a la estancia. Si yo fuera elmalo, a estas alturas ya estarías hechopedacitos.

Radu dirigió la vista hacia elguardia que estaba al mando, que estabaatónito observando a Ray y no se diocuenta. Ray se había puesto otra vez afumar. Supongo que era lo justo porqueal fin y al cabo no podía tomarse una

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copa. Sin embargo no por eso su aspectoresultaba menos horrendo.

—¿Es necesario que haga eso? —exigió saber Radu. Como era de esperar,Ray le sacó el dedo corazón levantadoobscenamente hacia arriba. Radu dirigióla vista hacia mí—. ¡Dorina!

—¿Qué quieres que haga yo?, ¿ledoy una zurra?

—Ésa es una idea excelente —declaró Radu. El guardia y yo lomiramos sin comprender—. Creo quevoy a tener que hablar con el director.

El guardia esbozó una expresión dedesagrado. Había cometido el error detratar de seguir el proceso lógico mental

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de Radu.—¿Está usted bien, señor?—¡Por supuesto que estoy bien,

aunque no gracias a ti! —le contestóRadu con severidad.

—Habríamos subido antes a suhabitación pero es que ha habido unincidente en el…

—¡Pero es que aquí, con estosprecios, no debería de producirseningún incidente! Me aseguraron queéste era un lugar tranquilo. Sí, aquí lotengo —dijo Radu, que cogió una hojade propaganda de la mesilla—. «Un marde paz y tranquilidad en el corazón deuna de las ciudades más cosmopolitas

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del mundo». ¡Cosmopolita! —exclamóRadu—. ¡Vaya, supongo que en eso síque han dado en el clavo! ¡El caviar esamericano, el vodka es británico y metemo que las cañerías son rusas!

—Pero si a ti no te hacen ningunafalta las cañerías —le recordé yo.

—¡Yo me baño, Dory! —soltó Radu—. Y además está Gunther.

—Y Gunther es tu…—Mi guardaespaldas.—¿Es así como se les llama hoy en

día?—Hoy en día, desde la guerra, todo

el mundo tiene que llevarlos. Me refieroa los sénior, claro.

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—¿Para hacer de la necesidadvirtud?

—¿Virtud? —repitió Radu mientrasexaminaba el bordado de su puño—.Bueno, eso sería una novedad.

El guardia había estado mirándonosalternativamente al uno y al otromientras hablábamos, pero por finpareció decidir que ya tenía suficiente.

—Señor, he…—¡Y por lo que estoy pagando,

deberían haberme asignado un guardiapermanente solo para vigilar mihabitación! —exclamó Radu,volviéndose contra él. Luego hizo unelegante gesto con la mano, señalando

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las cortinas drapeadas en color cremaazul hielo, la alfombra Aubusson a juegola enorme zona dedicada a salón con suchimenea de mármol antigua, y añadió—: Aunque no se puede decir que aquíhaya mucho sitio.

Casi todos los guardias de seguridadcomenzaron a mirar al guardia al mandocon cierta aprensión. No creo quemuchos de ellos se presentaranvoluntarios para sustituirlo.

—Señor, informaré al director desus… eh… quejas —dijo el guardia queestaba al mando, retirándose lentamentemarcha atrás hacia la puerta.

—¡No olvides hacerlo!

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Naturalmente, yo comprendo que cuandosale uno de casa siempre se presentanciertos inconvenientes, ¡pero aquíparece que es que creen que todosvivimos como salvajes!

La puerta se cerró nada más terminarde pronunciar Radu la última palabra.Entonces él se dejó caer de nuevo sobrelas almohadas y se abanicó con la hojade propaganda. Yo incliné la botellahacia él, que asintió agradecido.

—Más te vale que esto funcione,Dory, o la próxima vez puede que tengaque quedarme en tu casa —dijo élmientras yo le tendía la copa.

—Por eso no te preocupes, Du. Tú

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eres un Basarab. Probablemente lepondrán tu nombre a esta habitación.

—No, si sigo haciendo visitas comoésta. ¿Has provocado muchos daños?

—Yo no he provocado ninguno.Pero los chicos que me seguían, sinembargo…

—Sí, bueno. Esperemos que lesechen la culpa a ellos. Aunque sería másfácil si tú no estuvieras aquí cuandoviniera a verme el director.

—¿Estás tratando de librarte de mí,Du? —le pregunté yo, pensativa.

—¡Sí! ¡Pues claro que sí! No esnada personal, Dory, pero es que tucondición de…

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—Soy una dhampir. No escontagioso.

—Pero difícilmente va a contribuir ala buena reputación del club, ¿no crees?La mayor parte de los huéspedes que hayaquí vienen a sitios como ésteprecisamente para evitar cosas como tú.

—No pueden verme con la puertacerrada —señalé yo mientras hacía girarel líquido ámbar alrededor de la copa.

—Verte no. Pero olerte…—Huelo como una humana.Me bebí la copa de un trago, más

deprisa de lo que un licor de semejantecalidad merecía. Pero habría sido unavergüenza despreciar aquel coñac.

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—Quizá —dijo él enfadado—. Peroya ves cómo están las cosas.

—Sí, empiezo a comprenderlo.Dejé la delicada copa de cristal con

mucho cuidado sobre la mesa y salí dela habitación antes de que Radu pudieradetenerme.

Había sólo tres habitaciones más enesa planta, así que tenía bastantesprobabilidades. La de la derecha delpasillo, frente a la de Radu, estaba vacíay evidentemente sin alquilar. Una finacapa de polvo cubría las antigüedades.La que estaba a continuación de la deRadu estaba ocupada por el humanorubio, que en ese momento yacía sobre

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la cama, hojeando una revista.—Me has decepcionado —me dijo

—. La última vez que viniste avisitarnos fue todo mucho más teatral.

—Aún no he terminado.Me dirigí a la última puerta, que se

abrió antes de que yo pudiera poner lamano sobre el picaporte.

—¡Merde!—Sospechaba que la familia habría

alquilado la planta entera —le dije aLouis-Cesare.

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—¿Cómo me has encontrado? —exigiósaber él.

En sus iris, de un azul cristalino, sereflejaba la ira. Sus ojos hacían juegocon el azul de la camisa limpia que sehabía puesto con un pantalón grismarengo impecablemente planchado. Eltejido de la camisa formaba finas rayascon los distintos tonos satinados del azulque no reflejaban la luz por igual, delmismo modo que su perfecto y brillantecabello. Mi pelo, en cambio, estabarevuelto, y llevaba una camiseta

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prestada empapada en sudor que olía acigarrillos y a cerveza. Y ni siquierahabía sido yo quien se había bebido esacerveza.

Hice un gesto de mal humor.—Te refieres a después de que me

dejaras desnuda e indefensa en…—Tú jamás estás indefensa, y te

dejé tus armas.—… una discoteca llena de

vampiros…—Monté un buen escándalo antes de

irme. ¡Fue a mí a quien siguieron loshombres de lord Cheung!

—¡Ah, vale! Entonces no hay ningúnproblema.

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Él frunció el ceño.—¿Cómo me has encontrado? —

repitió.—Porque soy así de buena —mentí

yo—. Y ahora deja que diga esto por lasbuenas. ¡Devuélveme la jodida cabeza!

—¡Ahora no podemos dedicarnos ahacer esto! —exclamó él, que trató deempujarme y de pasar por delante de mí.

Como si eso fuera a resultarle fácil.Lo agarré de un brazo, lo hice girar y

lo golpeé con fuerza contra la pared.Una cascada de fotografías enmarcadas,espejos pequeños y un florero que habíasobre la mesa del pasillo cayeron alsuelo.

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—¡Pues claro que podemos!Él hizo un gesto de mal humor y se

apartó de la pared.—Vete a casa, Dory.—¡Dame lo que quiero y me iré!Entonces apareció Radu en el dintel

de la puerta de su habitación.—Sé que la pregunta es estúpida

incluso antes de hacerla, pero ¿nopodríamos discutir esto como personascivilizadas?

Louis-Cesare lo miró por encima delhombro y luego dirigió la vista hacia mícon el ceño fruncido.

Dio un paso atrás y estiró un largodedo del que colgaba mi petate,

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balanceándose.—Ven a por él.Me quedé mirándolo y dije:—¡Ah, no!, no lo has traído aquí.—Ah, sí, me ha traído aquí. ¿Vas a

cogerlo o no? —preguntó Raymonddesde las profundidades de mi petate.

—¿De verdad quieres hacer esto? —exigí saber yo—. Porque yo no piensojugar limpio. Tú lo sabes, ¿verdad?

La respuesta de Louis-Cesareconsistió en agarrarme por sorpresa deambas rodillas y lanzarme a esquiarsobre la espalda por el suelo de maderadel pasillo. Después de aterrizar degolpe primero, claro.

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Sonreí. Vale, muy bien, entonces.—Eso me figuraba —suspiró Radu.Yo había acabado al borde de las

escaleras, con las rodillas levantadas ycon Louis-Cesare encima. Así que porsupuesto lo empujé. Salió volando porencima de mi cabeza, pero no cayó muylejos, porque los de seguridad estabande vuelta otra vez. Aterrizó sobre un parde guardias que por un segundo losujetaron y lo retuvieron, hasta que sedieron cuenta de que era uno de loshuéspedes. Eso me concedió unosinstantes para ponerme en pie de unbrinco y derribar un reloj de péndulo depared.

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Cayó por las escaleras repicandohasta que Louis-Cesare le dio tal golpepara apartarlo a un lado, que quedóconvertido en un montón de rítmicasastillas. Y lo mismo le ocurrió a unaescultura de mármol, a un cuadro con unpesado marco dorado y a una enormeplanta en una maceta. Los trastos que sefueron amontonando de ese modo en laescalera provocaron los traspiés y lascaídas de unos cuantos vampiros, asíque yo aproveché para sacar de mi bolsala esfera desorientadora, con lo cualtodos se quedaron parados, mirándolallenos de perplejidad.

A excepción de Louis-Cesare, que

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con un solo movimiento fluido einhumano llegó a lo alto de las escalerasy volvió a cogerme de ambas rodillas ya lanzarme de vuelta a patinar en sentidocontrario por el pasillo, solo que esavez sobre la larga alfombra. Estabaclavada al suelo, así que no se movió.Fui yo la que acabó con toda la espaldaquemada.

—¡Aaauuuujjjj! —grité.—Todo esto no habría sido

necesario si tú hubieras… —comenzó adecir Louis-Cesare. Entonces olió lasangre, me dio la vuelta y me levantó lacamiseta—. Dieu! ¡Nunca sé qué hacercontigo!

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—¿Por qué no pruebas a decirme laverdad?

—¿Y cómo ibas a saber tú si teestoy diciendo la verdad o no? —preguntó él con la severidad y la durezade un cuchillo, capaz de cortar el acero.

—Inténtalo.Pero en lugar de ello él me pasó la

mano suavemente por la espalda,tratando de aliviarme, calmarme ycurarme.

—La verdad es que tu padre ya notiene vela en este entierro —dijo él.Sentía su aliento en el oído porque élestaba inclinado sobre mí, escudándomede las miradas de los guardias—. Él ha

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perdido. Puede que no estéacostumbrado, pero de todos modoses…

—¡Por última vez, no sé de qué meestás hablando! —exclamé yo,desesperándome.

—Y entonces, ¿qué haces aquí?Sentí deseos de hacerle exactamente

la misma pregunta yo a él y de decirle,por ejemplo, que este asunto no eraproblema suyo. Pero si quería que él mediera respuestas, probablemente yotambién tendría que soltar prenda. Y porotro lado tampoco es que se tratara deun tremendo secreto.

—Trabajo como free lance para la

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Agrupación de Fuerzas contra elContrabando. Ya sabes, esa a la que sesuponía que tú debías de ayudar. Y noporque Mircea haya chasqueado losdedos. Da la casualidad de que me gustala idea de que la guerra se acabe cuantoantes y de que los fabricantes de armasse mueran sin un duro.

—¿Y eso es todo?—¡Sí! ¡Eso es todo!Louis-Cesare frunció el ceño y dejó

las manos quietas sobre mi culo.—¿Y por eso es por lo que quieres

al vampiro? ¿Porque sospechas que sededica al contrabando?

—¡Pues por el placer de su

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compañía no es, desde luego!—¡Lo mismo te digo! —se oyó

desde el saco, que había ido a aterrizarjunto a la pared.

—¿Por qué?, ¿tú para qué loquieres? —pregunté yo entonces,profundamente confusa en ese momento.

—¡Para intercambiarlo porChristine!

Parpadeé. Vale, jamás se me habríaocurrido esa posibilidad en primerlugar. Christine era la antigua amante deLouis-Cesare, a quien habíansecuestrado para hacerle chantaje. Unvampiro acostumbrado a salirse siemprecon la suya le había pedido a Louis-

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Cesare que se batiera en un duelo por él.Uno de sus subordinados lo habíadesafiado, y si perdía el duelo no soloperdería su posición, sino también suvida.

Ese tipo de sustituciones eranhabituales y estaban admitidas dentro delas leyes de los vampiros, y Louis-Cesare había luchado en sustitución deotras personas muchas veces. Pero enesa ocasión el vampiro en cuestión eraAlejandro, el director del Senadolatinoamericano: un sádico reconocidocomo tal y que a menudo hacía cosasque hacían palidecer incluso a losmismos vampiros. En general en ese

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momento en concreto todos los vampirosestuvieron de acuerdo en que nadie loecharía de menos si le ocurría algo, y yosupongo que Louis-Cesare debió depensar lo mismo porque le contestó quese enfrentara él solito a sus propiasbatallas. Y eso era lo que había hechoAlejandro: había secuestrado a Christiney había jurado devolverla solo cuandosu enemigo estuviera muerto.

A diferencia del resto de losvampiros, Louis-Cesare parecía tenerescrúpulos a la hora de asesinarfríamente a alguien. Había derrotado aTomas, el subordinado que habíadesafiado a su maestro, pero se había

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negado a matarlo porque decía que elúnico crimen que había cometido eraintentar librar al mundo de un monstruo.Así que Alejandro se había negado asoltar a Christine. Era el típico caso decostumbres vampíricas brutales de lascuales los juzgados estaban llenos y enlas cuales las vidas que se arruinabaneran consideradas como insignificantessiempre y cuando se alcanzara elobjetivo deseado. Yo misma habíaapoyado con ímpetu tales costumbres yen general me habría mostradocompasiva con la víctima.

De no haber sido porque todo estohabía ocurrido hacía ya un siglo.

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—¿Y eso es lo que has estadohaciendo? —exigí saber yo,abochornada.

Louis-Cesare me permitió darme lavuelta, pero no me dejó ponerme en pie.Cosa que habría estado bien si nohubiéramos tenido una audiencia deguardias mirándonos y si yo no hubieraestado lívida.

—¡Estamos librando una guerra y tútodavía estás con…! ¡Dios! ¡Pero silleva secuestrada un siglo! ¿Qué puedeimportar un par de años más…?

—Ella no dispone de un par de añosmás.

El jefe de los guardias parecía

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haberse recobrado porque puso unamano sobre mi brazo.

—Señor, ¿quiere usted que me…?Louis-Cesare le apartó la mano de

mi brazo. Yo aproveché el instante dedistracción para colocar una rodilla ensu punto sensible y cuando él retrocedió,salí rodando de debajo de él. Cogí misaco, me puse en pie y salí corriendopor el pasillo en dirección contraria alas escaleras. Estábamos en un primerpiso, así que podía saltar con bastantefacilidad.

Louis-Cesare agarró la cinta delsaco y tiró, pero yo esperaba que hicieraese movimiento. Tenía ya un cuchillo en

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la, mano y corté la cinta de nylon. Él dioun paso atrás y yo saqué un pie por laventana. Casi conseguí que saltara porlos aires.

—¡Malditos sean!—¿Y ahora qué? —exigió saber

Louis-Cesare.—Los hombres de Cheung. Creí que

se habrían marchado.Él miró discretamente por la ventana

y se ganó una segunda salva de disparospor parte de los vampiros acampados enla acera de abajo. Entró dentro y sevolvió contra los guardias de seguridad.

—¿Por qué no los habéis echado deaquí?

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—¡Señor! —comenzó a decir elguardia que estaba al mando, quecomenzaba ya a dar muestras de tensión—. El director pensó que era mucho máspreocupante que hubiera una dhampiraquí dentro que…

—¿Que un grupo de mercenarios enla calle, disparando por las ventanas?

—Con el debido respeto, señor,ellos disparan hacia la ventana porquela han visto —contestó el jefe,lanzándome una mirada despectiva.

Yo le enseñé los colmillos.Louis-Cesare no parecía tampoco

muy feliz. Miró el reloj.—Radu, te ofrezco mis disculpas.

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Pero tengo que…—Sí, sí, tranquilo, aquí estaremos

bien. Vete —le dijo Radu, haciéndole ungesto con la mano en señal de que semarchara.

—¿Huir otra vez? —pregunté yo.—No tengo elección.—Explícamelo —dije yo, dando un

paso atrás.Dejé el saco en el suelo, entre la

pared y yo. Ray sacaba la nariz justo porencima de mi culo, pero de ningunaforma estaba dispuesta a que Louis-Cesare volviera a quitármelo de lasmanos.

—Dorina…

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—Es mucho más fácil y rápido sitratas de convencerme que si te peleasconmigo.

Él dijo algo en francés en un tonodemasiado coloquial como para que yolo tradujera, pero de todos modossupongo que daba igual. Porque él solitopareció llegar a la misma conclusión.

—Alejandro juró que Christineseguiría viva mientras Tomas nosupusiera una amenaza para él —soltóLouis-Cesare bruscamente—. Duranteun siglo me vi forzado a mantenerlo bajomi yugo, o bien conmigo en persona o entodo caso virtualmente prisionero en mispropiedades. Pero hace un mes él

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consiguió escapar y por mucho que lo hebuscado, no logro encontrarlo.

—Mircea dice que se esconde enFantasía —repicó Radu desde el umbralde la puerta.

Al instante Radu entró en suhabitación y cerró la puerta para evitarotra descarga de disparos, queterminaron por llevarse los últimosretratos que quedaban en la pared.

—Lo cual significa que está fuera demi alcance —añadió Louis-Cesare conla mandíbula tensa—. Y para empeorartodavía más las cosas, Alejandro seenteró de que Tomas se ha escapado yme ha informado de que tengo treinta

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días para volver a garantizarle que estáa salvo.

—Por eso te marchaste tanbruscamente el mes pasado —dije yo.

Había estado preguntándome larazón. Nuestra relación no había duradomucho, pero sí había sido… intensa. Yno habría estado mal que nosdespidiéramos.

—Sabía que si no encontraba aTomas cuanto antes, la vida de Christineestaría en peligro.

—¿Y es que Ray sabe dónde estáTomas? —pregunté yo, confusa.

No terminaba de comprender dóndeencajaba exactamente el propietario de

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una sórdida discoteca en todo aquelasunto.

—No. Pero puedo intercambiarlopor ella.

—¿Cómo?Alguien decidió lanzarnos en ese

momento una granada. Louis-Cesare lacogió al vuelo y volvió a lanzarla, peroestalló a medio camino y rompió lo quequedaba del cristal de la ventana. Y porel ruido que hizo, creo que rompió otrasventanas que había cerca. Los guardiasque estaban con nosotros decidieron quedespués de todo quizá yo no fuera laamenaza más importante. Salieroncorriendo escaleras abajo. Momentos

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después el ruido de la lucha en la calleaumentó y enseguida se unió el de lassirenas distantes.

—Alejandro sabía que yo tendría agente observando cada uno de susmovimientos —continuó explicándomeLouis-Cesare a toda prisa—. Y teníamiedo de que comprara la lealtad de supropia corte. Así que envió a Christinecon Elyas, que es del Senado europeo.Alejandro tiene tratos con él.

—¿Y no pudiste encontrarla antes deque comenzara todo esto? Tú eres sumaestro.

—Ahora ya no. Alejandro rompió milazo con ella y estableció el suyo.

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Por supuesto, debería habérmeloimaginado. De vez en cuando losvampiros maestros comerciaban con sussiervos. O los perdían en los duelos ylos recuperaban cuando esos maestrosmorían. Y una de las primeras cosas quehacían con cualquier nueva adquisiciónera establecer su control sobre el siervo,reemplazando la sangre del vampiromaestro con la suya.

—¿Y cómo descubriste tú que latenía él?

—No lo descubrí. Él se puso encontacto conmigo anoche y me ofrecióun trato.

Tardé un minuto en comprenderlo

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porque el asunto era realmente absurdo.—¿Elyas quiere cambiarte a

Christine por Raymond?—En cierto sentido. Lo que él quiere

es uno de los objetos que Raymond hapasado de contrabando recientementedesde Fantasía. Elyas estaba implicadoen una riña por la puja por ese objeto, yperdió.

—Ya, deja que adivine. No llevabien eso de perder.

—Bueno, en ese sentido me recuerdamucho a tu padre.

—¿Mircea también está implicadoen la subasta? —pregunté yo con el ceñofruncido.

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—Sí, pero él no podía presentarsepersonalmente y dar la cara. Habríaresultado muy raro que el director de lanueva agrupación de fuerzas sebeneficiara públicamente delcontrabando. Así que mandó a unrepresentante.

Louis-Cesare dirigió la vistaentonces más allá de mí, hacia su padre,que de nuevo se asomaba por la rendijade la puerta de su dormitorio.

Los ojos azul turquesa de Raduexpresaban preocupación. Habíadeshecho la mayor parte de las borlas deseda de la bata.

—Bueno, yo no lo sabía —dijo

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Radu, enfadado—. Él simplementequería que yo pujara por él.

—¿Y eso no te pareció raro? —leexigí saber yo.

—¿Por qué iba a parecérmelo? Lohe hecho antes miles de veces. Siempresuben los precios cuando descubren queun senador está interesado en un objeto.

—Vale, así que fuiste enrepresentación de Mircea a la subasta,pero no conseguiste el objeto.

—¡No fue culpa mía! Yo seguípujando y pujando, pero el precio nohacia más que subir y subir. ¡Erasencillamente ridículo!

—Así que Mircea también perdió —

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dije yo, volviendo la vista hacia Louis-Cesare—. Y entonces tú te figuraste queme había mandado a mí… ¿para qué?,¿para robar lo que no había podidocomprar?

—Es imposible robar algo a menosque sepas dónde está. Y Raymond esquien dirigía la subasta.

—¡Hijo de puta!Odiaba que jugaran conmigo, y

sobre todo que lo hiciera mi propiopadre. Quizá porque había ocurrido yademasiadas veces.

—Mircea me mandó a buscar a Ray,pero no me contó qué era lo que teníaque preguntarle. Me figuré que era por

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ese anillo de portales que hemos estadobuscando.

—Y no me cabe duda de que al finalel tema habría surgido, pero solodespués de que lord Mircea hubieraconseguido su objetivo principal.

—Le dije que era mejor que lodejara —intervino Radu—. Mircea medijo que no reparara en gastos, ¡peroestábamos hablando del coste de unpequeño estado! Y no era más que unaruna vieja. ¡Tiene una perra con ella!

Sentí una especie de grito en micerebro.

—¿Una runa vieja?—Sí, una cosita pequeña y fea.

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—¿Tenía nombre? —seguípreguntando yo, a propósito.

Louis-Cesare entrecerró los ojos.—Has dicho que querías al vampiro

por el contrabando —dijo Louis-Cesare.—No, ésa es la razón que me dio a

mí Mircea. Yo acepté el trabajo porClaire.

—¿Tu amiga fey?—Claire está buscando una cosa

pequeña que han robado recientementede la casa real de los blarestris.

Nadie había acusado jamás a Louis-Cesare de ser lento a la hora de captarlas cosas. Sus ojos azules se cerraronformando dos ranuras de duro

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lapislázuli.—¡No!—¡Sí! ¡Es de su propiedad!—¡Es la vida de Christine!Louis-Cesare me robó la bolsa con

un solo movimiento tan rápido, que hastayo tuve problemas para seguirlo. Latenía yo, pero al instante siguiente estabaen sus manos.

Conseguí agarrar la bolsa, pero él nola soltó.

—¡La vida de Aiden está en peligrosi no recupero esa maldita cosa!

—¿Aiden? ¿Quién es…?—¡El hijo de Claire! La mitad de los

feys quieren matarlo y la otra mitad no

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está muy segura de que no sea una buenaidea. ¡La runa es su única protección!

—¡Él tiene un ejército paraprotegerlo! ¡Christine no tiene a nadie!

Lo miré a los ojos y tiré de la bolsacon tanta fuerza, que la lona comenzó arajarse.

—Si tanto quieres a Christine, luchacon Elyas por ella.

—El Senado ha prohibido los duelosentre maestros mientras haya guerra.

—Entonces cómprala.—¿Crees que no lo he intentado? —

preguntó Louis-Cesare soltando la bolsatan bruscamente, que me di con laespalda contra la pared—. ¡Le he

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ofrecido dinero, mi voto en todos losasuntos del Senado y hasta mi espadapara batirme en todos sus duelos! ¡Perosolo está dispuesto a cambiarla por laruna!

—Podríamos intentar involucrar alSenado…

—El Senado no intervendrá en unasunto particular entre dos senadores.

—A tu cónsul, entonces.Quizá lográramos persuadir al

vampiro sénior al mando del Senadopara que ayudara a uno de sus miembrosmás valiosos, y sin duda la habilidad deLouis-Cesare con la espada constituíauna gran ventaja.

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—¡Dorina! ¿De verdad crees que nohe pensado en todas las opciones? Medijeron confidencialmente que como seme ocurriera mostrarme tanirresponsable como para hacer de estoun problema político, ellos alargaríanlas deliberaciones hasta después de lamuerte de Christine. ¡Christine les daigual! ¡Lo único que les importa es supreciosa alianza!

Bien, vale, eso también lo veía yo.Los Senados habían unido sus fuerzasrecientemente para luchar contra unenemigo mayor, y después de siglos dedesavenencias y desconfianza mutua esaalianza no era precisamente la más

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sólida. De ningún modo estabandispuestos a ponerla en peligro por unsolo vampiro. Pero eso no alteraba ni lomás mínimo mi posición.

—Pero a mí sí me preocupa un niñopequeño que merece la oportunidad decrecer.

Louis-Cesare se quedó mirándomepor un momento. Después se apartó ysoltó un grito de frustración y angustia.

—¿Qué quieres que haga yo? —mepreguntó en tono exigente, girándosepara mirarme a la cara otra vez—. ¡Soyresponsable de la mujer cuya vidaarruiné! ¡Tengo que arreglar lo que hice!

—Tú no le arruinaste la vida. Tú la

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salvaste.Louis-Cesare había convertido a

Christine en una vampira para salvarlela vida. Y por lo que yo había oídodecir, ella se había mostrado muy pocoagradecida.

Vi cómo le latía el pulsoperceptiblemente en una vena del cuello.

—No se puede salvar a una personaque no quiere que la salven. Ella creeque está condenada por mi culpa. Yo nopuedo cambiar el pasado, pero sí puedointentar evitar que pague el precio deotro de mis errores.

—No si eso implica…Me interrumpí y dejé de hablar.

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Radu estaba en el pasillo, sacudiendonerviosamente las manos.

—¡Acaban de llamar de recepción!¡Lord Cheung se marcha!

Me lamí los labios. Louis-Cesaresería castigado si infringía laprohibición del Senado. Yprobablemente con severidad. Pero élprefería infringirla antes que ceder. Eramás cabezota que nadie y tenía orgullopara dar y tomar.

—Lo compartiremos —le ofrecí yo.—¿Y cómo vamos a compartirlo?—¿Cuándo tienes que encontrarte

con Elyas?—Ahora. Iba a marcharme cuando

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has llegado tú.—Entonces iremos juntos. Tú le has

prometido la información, así que se ladarás. Pero yo estaré allí para oírla almismo tiempo que él.

—Pero a ti eso no te garantiza nada.—Ésta es mi ciudad, estoy en mi

terreno. Tengo contactos que él no puedesiquiera imaginar, y no tengo intenciónde jugar limpio. Llegaré antes que él.

Por la cara que puso Louis-Cesarehabría jurado que quería decir algo más,pero entonces oímos ruidos de botassubiendo por las escaleras. No habíatiempo.

—De acuerdo.

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Gunther apareció en el dintel de lapuerta de su habitación con una Luger enla mano y un cartucho en la cintura. Suaspecto era un tanto incongruentevestido con la bata de satén azul.

—Vale, lo retiro —me dijo,dirigiéndose hacia las escaleras—. Sísabes cómo montar un buen escándalo.

—¿De verdad eres guardaespaldas?—Me gusta la variedad.Miré su arma y añadí:—¡Pero si van a hacerte trizas!—No voy a luchar con ellos. Voy a

preguntarles qué quieren y así vosotrosconseguiréis unos minutos más. Tesugiero que los aproveches.

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Gunther desapareció por lasescaleras y Radu salió volando de suhabitación y corrió por el pasillo,arrastrando a Ray del brazo con él. Meempujó a mí para que entrara en lahabitación de Louis-Cesare y al mismotiempo me puso algo en la mano confuerza.

—Es nuevo. En parte he venido a laciudad a por él. Por favor, por favor,¡Dios, por favor, no lo rayes!

—¿Y tú?—Ahora, con la tregua, lord Cheung

no se atreverá a hacerme daño, y detodos modos si vosotros dos os vais, notendrá ninguna razón para atacarme.

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Radu abrió la pesada y antiguapuerta del armario, apartó la ropa y meempujó a mí dentro. Yo estaba a puntode preguntarle qué era lo que creía queestaba haciendo cuando él volvió aempujarme y comencé a caer.

Me deslicé de espaldas con lacabeza por delante por una especie detubo de lavandería, pero caí sobre unsuelo de cemento con un fuerte golpe. Yun segundo más tarde llegó Ray, que mesacó todo el aire de los pulmones alcaer con sus rodillas encima de mí. Mehabría gustado quedarme allí tumbada unratito, tratando de recuperar larespiración, pero entonces llegó Louis-

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Cesare. Aterrizó de pie, el muybastardo, y me ayudó a incorporarme.Pero solo para quitarme las llaves.

Estábamos en un garaje situado en laplanta del sótano, repleto de vehículosfabulosos. No cabía duda de cuál era elde Du. Teníamos prisa, pero a pesar detodo me tomé un par de segundos paraadmirarlo. El Lamborghini Murciélagodescapotable se los merecía. Malditasea, me dije mientras notaba cómo ibasurgiendo una inevitable sonrisa en mirostro. Y luego eché a correr haciaaquella nueva y cotizada aventura.

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Llegábamos tarde aunque no teníamosque ir muy lejos. Me quedé mirando eledificio de piedra caliza tan conocidopara mí con su arquitectura deprincipios de siglo y sus vistas sobreCentral Park.

—Debes de estar tomándome elpelo.

—Elyas acaba de comprar el ático—me informó Louis-Cesare, torciendolos labios.

—¿Se ha vuelto loco? De todos lossitios en los que podríais haberos

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encontrado, ¿se le ocurre citarte aquí?—Le gusta correr riesgos.Y también le gustaba ser un imbécil.

No se le había ocurrido otra cosa másque comprar el ático situado dos pisospor encima del apartamento que habíaadquirido recientemente Mircea. Yosospechaba que había elegidoprecisamente ese piso con el únicopropósito de fastidiarle. Era el tipo decomportamiento engreído y estúpido alque solían dedicarse con regularidad lascriaturas más poderosas de este mundo,que jamás hacían nada útil.

El encargado se acercó a pasorápido y Louis-Cesare salió del coche.

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Era él quien había conducido porque nohabíamos tenido tiempo de pelearnospor las llaves. Yo hice el gesto deseguirlo, pero al ver que él daba lavuelta al coche me detuve.

Entonces él me abrió la puerta.Me quedé mirándolo con los ojos

como platos al ver que me ofrecía lamano. Era un gesto de lo más extraño,pero tras unos instantes me agarré a él.Me ayudó a salir y después se giró haciael encargado, que se había echado atrásal ver a Ray. Louis-Cesare le tiró lasllaves y le dijo:

—No lo dejes conducir.—Muy gracioso —le dije yo. Abrí

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la puerta de atrás y saqué a Ray—. Nopodemos dejarlo aquí.

—¿Piensas llevar a un vampiro sincabeza a una reunión social?

—No, pero cabe una posibilidadremota de que los hombres de Cheungnos hayan seguido, y no quiero que noslo roben mientras nosotros estamosdentro.

Louis-Cesare esbozó una expresiónpenosa. Ray estaba aún más sucio queyo. Se le había hecho una raja en loscalzoncillos rojo chillón que leatravesaba el culo y permitía ver unvelludo carrillo cada vez que se movía.No se podía decir que fuera un bonito

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trofeo.Entramos resueltamente bajo la

marquesina con Ray, pasamos pordelante del horrorizado portero y nosdirigimos hacia el ascensor recubiertode paneles de madera de cerezo. Apoyéa Ray sobre la pared, saqué el móvil delsaco y llamé al teléfono fijo delapartamento de Mircea. Contestó el quehabía sido el tutor de Mircea y quedesde hacía ya años era su mayordomo.

—¿Cómo? —preguntó con vozquejumbrosa.

Horatiu nunca había aprendido acontestar al teléfono correctamente apesar de haberlo intentado. A Mircea le

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importaba un pito porque la mayor partede la gente que lo llamaba por esa líneapública lo hacía para arrastrarse ante él,y él era el único que tenía algún controlsobre el viejo vampiro. Aunque yo nocreo que tuviera mucho control.

—Soy Dorina —grité yo porque élnunca oía nada.

—¿Quién?—¡Dorina!—¡Bueno!, no hace falta que grites.—¿Está Mircea?—No, no. Todo el mundo se ha ido

—dijo él con impaciencia—. Esmedianoche, ¿no?

—¿Volverá pronto?

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—No creo que vuelva hasta dentrode unas cuantas horas. ¿Por qué?

—No importa. Voy para allá.Louis-Cesare alzó una ceja

extrañado mientras yo colgaba.—Necesito darme un baño —dije yo

antes de que él pudiera preguntar. Él sequedó mirándome—. ¿Qué?

—Eres una dhampir. Vas a una fiestade vampiros. ¿Y te preocupas por tuaspecto?

—No —negué yo a la defensiva almismo tiempo que él comenzaba aesbozar una sonrisa—. Eras tú el quequería aparcar a Ray en alguna parte.

—Muy cierto.

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La sonrisa entonces fue abierta yauténtica; curvó sus labios por completoy le iluminó los ojos. Yo parpadeé alverla. No era un gesto muy habitual en ély resultaba ridículamente atractivo.

—No acabo de comprender por quéElyas te ha implicado en todo esto —comenté yo mientras se abrían laspuertas del ascensor—. Si lo que queríaera hablar con Ray, podía haber ido élmismo a verlo o podía haber mandado aalguno de sus hombres. No se puededecir que Ray sea un tipo muy difícil deencontrar.

—Lord Cheung es famoso por sugran competencia como duelista. Elyas,

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en cambio, no. La tregua duraráúnicamente lo que dure la guerra y unavez que se rompa, lord Cheung estará ensu derecho de exigir una satisfacción porsu pérdida y por la indignidadperpetrada contra su siervo. Y Elyasprefiere que sea yo quien se enfrente aese problema cuando llegue el momento.

—¿Pero por qué no ha comprado laruna sin más? —seguí preguntando yo,confusa—. Cheung es un hombre denegocios. Si Elyas le ofreciera una sumalo suficientemente…

—Fue Ming-de quien salió ganadorade la subasta —contestó Louis-Cesarecon sencillez.

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No hizo falta que me explicara nadam á s . Ming-de era la poderosaemperatriz china, la versión china de uncónsul. Sería raro que un vampiroquisiera arriesgarse a romper supromesa de lealtad hacia ella, y desdeluego jamás lo haría ninguno que vivieraen su territorio. Ella podía aplastarlocomo si se tratara de un mosquito. Yprobablemente lo haría si el vampiro ledaba motivos de enfado.

—Así que la venta está hecha y nohay vuelta atrás.

—La subasta fue ayer. Elyas se hapasado las últimas veinticuatro horasbombardeando a lord Cheung con

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ofertas, ruegos y amenazas. Pero ha sidoinútil.

Salimos del ascensor en la plantadel apartamento de Mircea y yo llamé ala puerta.

—Si la subasta fue anoche, ¿por quéElyas no hacía más que molestar aCheung? —pregunté yo—. ¿No tenía yala runa Ming-de?

—El fey propietario de la runa senegó a traerla aquí hasta que la venta noestuviera acordada. Tenía que llegaranoche después de la subasta, y entoncesse llevaría a cabo la valoración. Si laruna era auténtica, se haría la entrega yel pago. Yo sospecho que ésa es la

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razón por la que lord Cheung está aquí.No me cabe duda de que su intención eraentregarle la runa ala emperatrizpersonalmente.

—Sólo que ahora no puede —comprendí yo—. Evidentemente no sabedónde la ha puesto Ray porque en casocontrario no estaría persiguiéndonos portodo Nueva York.

Louis-Cesare asintió.—La subasta tuvo lugar aquí porque

la mayor parte de los que participabanen ella habían venido ya antes para lascarreras. Sin embargo lord Cheung tuvoque quedarse en Hong Kong hasta hoypor negocios. No estaba aquí cuando el

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fey atravesó el portal y por lo tanto nosabe dónde se guardó la runa. Y quenosotros sepamos, solo hay una personaque disponga de esa información.

Claro, entonces no era de extrañarque Ray fuera un chico tan popular.

Por fin un diminuto vampiro con unanariz que podía rivalizar con la de Ray yun mechón de pelo de un blancoplateado abrió la puerta. A diferenciadel resto de los vampiros del planeta,Horatiu no me odiaba. Quizá porque notenía del todo claro lo que soy. Sus ojosde un azul acuoso no terminaban de verbien y hacía siglos que ni siquieradistinguía su propia mano cuando se la

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ponía delante de las narices. Lo cualpuede que explique por qué ni siquieraretrocedió un paso al abrir la puerta yencontrarse con una dhampir manchadade sangre de arriba abajo y a un tipo sincabeza.

—Pero entonces, ¿quiénes son losque vienen contigo? —exigió saberHoratiu.

—Éste es Raymond —dije yo altiempo que lo empujaba dentro.

Horatiu entrecerró los ojos a pesarde llevar gafas.

—Sí que tienes un aspecto raro, sí.Ray le sacó el dedo corazón hacia

arriba pero por supuesto Horatiu no lo

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vio, así que no pasó nada.—Y este es Louis-Cesare —añadí

yo.—¡Ah, sí! ¡El Murmurador!—Me niego a gritar cada palabra

que pronuncio —explicó Louis-Cesarecon ironía.

—¡Ya está otra vez! —exclamóHoratiu, olfateando el aire. Volvió aolfatear y en esa ocasión hizo una mueca—. Jovencita, necesitas un baño.

—Lo sé. Y Ray también.—Utilizad el dormitorio del amo —

ordenó Horatiu—. Las habitaciones delos invitados están todas ocupadas. Yome llevaré a esta… persona… a mi

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habitación.Horatiu se llevó el cuerpo de Ray y

Louis-Cesare y yo recorrimos laresidencia discretamente opulenta.

Mircea acababa de adquirir el pisopara no tener que hacer algo tan vulgarcomo ir a un hotel cuando estaba aNueva York. La compra era tan recienteque el apartamento todavía seguía tal ycomo lo había comprado, decorado ensuaves tonos de beis y arena con apenasunos toques personales sobre el insulsofondo. Las únicas excepciones eran unospocos cuadros postmodernistas bastantellamativos sobre las paredes. Erannuevos y le conferían a la residencia la

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energía que tanto se echaba de menos laúltima vez que yo había estado allí.

Louis-Cesare se detuvo en el salónpara hacer una llamada telefónica y yodi un rodeo por la cocina. La nocheanterior me había saltado la cena y miestómago estaba protestando, y deninguna manera estaba dispuesta acomer nada dos pisos más arriba. En lasfiestas de los vampiros los aperitivos sesirven a sí mismos.

La cocina resultó ser una estanciabrillante y funcional, toda de madera decolor miel con mármol veteado a juego ytan nueva, que parecía como si nadie lahubiera usado nunca. Lo cual, teniendo

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en cuenta quién vivía allí, puede quemuy bien fuera el caso. Abrí la nevera y,tal y como sospechaba, la oferta era muylimitada. Sin embargo una de laspersonas que vivía allí me quería,porque había cerveza. Saqué una, mebebí la mitad y luego me quedé ahí unminuto, dejándome bañar por el aire fríoque salía del electrodoméstico.

Me dolía la cabeza. Y pensándolobien también me dolía el cuello, elhombro izquierdo, la parte izquierda dela caja torácica, el tobillo y la manoderecha. En cambio el culo lo teníaperfectamente, quitando el levehormigueo producido por las manos que

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alguien me había puesto justo encima.Entonces esas mismas manos

comenzaron a deslizarse por debajo dela camiseta para acariciar mi piel, ytodo mi cuerpo comenzó a sentir esemismo hormigueo.

—Creía que teníamos prisa —dijeyo, agarrando el tirador de la nevera confuerza.

La mezcla de calor por detrás y defrío por delante me produjo un ligerovértigo.

—Elyas no nos espera hasta dentrode una hora.

—Una hora, ¿eh?Yo podía hacer muchas cosas en una

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hora.Y según parecía Louis-Cesare

también, aunque no era eso exactamentelo que yo había esperado. Me apartó dela nevera, me tumbó sobre la encimerade mármol y enterró los dedos sobre lostensos músculos de mi espalda. Yogemí.

Comenzó por la base de la espinadorsal, soltando los nudos de mi espaldacon la misma habilidad que habíademostrado ya una docena de vecesantes. Mi cuerpo reconoció la asperezade sus conocidas manos callosas. Unlento y pesado calor comenzó aextenderse por mi espalda. Él hizo una

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pausa para quitarme la camiseta por lacabeza y yo no me resistí.

Al llegar a los hombros que yo teníatensos desde hacía muchas horas élapoyó más parte del peso de su cuerpo,extendió las palmas de las manos e hizolentos círculos a lo largo de loscontornos de los músculos. Cuando porfin quedaron más o menos de laconsistencia de la gelatina pasó alcuello. Me dejé llevar involuntariamentepor cada caricia y mi cabeza rodóconforme él se llevaba la tensiónacumulada sobre la base del cráneo.

Cuando terminó ya no me dolía nadaaunque era posible que me hubiera

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enamorado loca e irreversiblemente delas manos de Louis-Cesare. Puede quedijera algo al respecto porque él soltóuna carcajada y rozó mi nuca con suslabios abrasadoramente cálidos.

—Vístete.—Estoy pensando en ello.No estaba del todo segura de que

pudiera moverme.Con unos dedos suaves como plumas

peinó las puntas de mi pelo corto.—Vístete antes de que llame a Elyas

y le diga que mejor nos vemos mañana.Ése sí que me pareció un buen plan.—Y antes de que me tome esa pose

tuya como una invitación.

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Giré la cabeza y me lo encontré allímismo, con el aliento sobre mi rostro ylas pestañas rozándome las mejillas. Nohubo ninguna decisión consciente. Puseuna mano en su nuca, tiré de él hacia míy mis labios encontraron los de él sinproblema alguno, de forma natural,como si eso lo hiciéramos todos losdías. Su sabor era sugerente, como dealmizcle, e increíblemente dulce comolos caramelos de mantequilla y azúcarjusto antes de que se derritan en tu boca.

Un estremecimiento profundo losacudió por entero, hasta los huesos.Louis-Cesare me agarró por la nuca yme devolvió el beso profunda y

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vorazmente. Su piel ardía al contacto; suboca quemaba todavía más, húmeda y depronto teñida con cierto sabor a sangre.La ternura había desaparecido, pero yono la eché de menos. Aquello era mejor,era perfecto; una sensación que ibacreciendo en espiral hasta quedar fuerade control para convertirse en descaradodeseo.

Alargué las manos para enredarlasen la espesa mata de su pelo, enrollé lapierna a su alrededor. Él se aferró a miculo con una mano y me apretó contra sí.Su cuerpo estaba ya duro bajo la finatela de los pantalones. Uno de los dosgimió, no estoy segura de quién.

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Entonces él acercó los labios a mi oreja.—Por favor, vístete —dijo él con

voz ronca.Tardé un segundo en comprender,

pero cuando por fin lo capté me aparté yrecogí la camiseta de mal humor.

—¡Decídete de una jodida vez! —legrité mientras me la ponía—. Primerome desnudas y luego me dices que mevista. Me metes la lengua hasta lagarganta y al instante siguiente mesueltas un grito. ¿Sabes siquiera qué eslo que quieres?

—Por un lado están las cosas quequeremos y por otro las que podemostener —contestó él tenso—. Y la

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cordura reside en conocer la diferencia.—Vale, ¿te importa traducírmelo?Esperé, pero él no dijo ni una sola

palabra más y su postura resultaba tanpoco reveladora y tan poco atractivacomo la de una estatua.

O como la de un tipo que acaba deacordarse de que su amante estáesperándolo dos pisos más arriba.

Hay que joderse, me dije conamargura. Era exactamente igual que lavez anterior, solo que entonces yo no mehabía echado atrás. Había dejado que éltomara mi rostro entre sus manos y mehabía dejado llevar por sus cariciashasta caer, caer y seguir cayendo. Y

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todo para que al final me abandonara sindecir una palabra para ir en busca de suamante.

La misma mujer a la que iba a salvaresa noche. Una vez que la salvara todoterminaría. Él se marcharía y yo nopodría esperar. Enganché la botella queme había dejado a medias y el sacoabandonado en el suelo y me dirigí aldormitorio sin pronunciar una palabramás, con un amargo sabor a frustraciónen la boca.

Era la cerveza, me dije firmemente amí misma.

El dormitorio de Mircea seguíasiendo la aburrida extensión gris que yo

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recordaba. Igual que el resto delapartamento era de estilo ultramoderno,lustroso y minimalista; como una piezatrasplantada de una de esas torres deacero y cristal. No acababa de encajarcon el vampiro encantador de otromundo, pero tampoco encajaba elcegador baño blanco.

Sencillamente había cosas que noestaban hechas para estar la una al ladode la otra, me dije cruelmente mientrasentraba en la ducha. Abrí el grifo a topey me negué a pensar en nada que nofuera el infatigable caer del agua y laenvolvente corriente. Pero no funcionó.Aunque por otra parte no hubiera debido

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de sorprenderme. La táctica llevaba unmes sin funcionar.

Él era un vampiro. Yo era unadhampir: había nacido para detectar almonstruo dentro de su bonito envoltorio.Y hasta ese momento tenía el récord:apenas me había equivocado. Pero en sucaso todo me fallaba: el instinto, elentrenamiento y la experiencia. Cuandomiraba a Louis-Cesare no veía a ningúnmonstruo.

Parte del problema residía en sutalento único para aparentar que erahumano. Yo jamás había conocido aningún vampiro que reuniera en sí tantospequeños detalles sin hacer esfuerzo

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alguno: que respirara como si de verdadnecesitara respirar; cuyo corazón seacelerara nada más verme entrar en lahabitación; que se ruborizara de pasión.De no haber sido por el escalofrío queme recorría la espina dorsal cada vezque nos encontrábamos, Louis-Cesarepodría haberme engañado incluso a mí.

Pero no era su apariencia lo que metenía tan confusa. Muchos vampirosparecían enteramente humanos y sinembargo no se comportaban en absolutocomo tales. Desde los bebés reciéntransformados hasta los cónsules deedad, cada uno de aquellos malditosseres ponía de relieve el mismo

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interesado egocentrismo, el mismo fríosentido práctico y la misma inexorablecrueldad.

Todos excepto el jodido Louis-Cesare.

Él no vivía según el código de losvampiros; tenía el suyo propio. Eraclasista, le daba mucha importancia alprecepto «nobleza obliga» y a menudome producía fuertes deseos de darle unpuñetazo, pero a pesar de todo seguía uncódigo de conducta moral. No actuabasiempre según su propio beneficio, y ellío en el que se había metido conAlejandro era un claro ejemplo de ello.

Cualquier otro vampiro de los que

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conocía, de haber considerado a Tomasuna verdadera amenaza, o bien habríasacrificado a Christine o bien habríamatado a Tomas y habría recuperado ala chica. Unos cuantos le habrían hechopagar después a Alejandro por elinsulto, pero ninguno se habríamolestado en considerar ninguna otraopción. Probablemente ni siquierahabrían visto que pudiera existir ningunaotra opción.

Los vampiros se emancipan cuandoalcanzan el nivel de su maestro y aveces antes, porque cuanto máspoderosos son más difíciles resultan decontrolar. Llega un momento en el que

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mantenerlos como siervos acaba portraer más problemas que beneficios. Meimagino la cara que pondría Mircea sialguien le sugiriera que cediera buenaparte de su poder personal durante másde un siglo solo para retener bajo suyugo a un vampiro que, por otra parte,no le fuera en absoluto de ningunautilidad. Y sin embargo eso eraexactamente lo que estaba haciendoLouis-Cesare.

Los vampiros de primer nivel no sontodos iguales, sino que difieren según supoder, y era evidente que Louis-Cesareera más fuerte que Tomas. Pero a pesarde todo, el coste debía de haber sido

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enorme y constante; debía de habersupuesto un esfuerzo al que no eraposible verle un fin. ¿Y para qué? ¿Porel beneficio de tener a un siervo al queni siquiera conocía? Era el tipo decomportamiento que me producía dolorde cabeza porque contradecía todo loque yo había aprendido siempre sobre elinstinto egoísta e interesado de losvampiros.

Aunque daba igual. Fuera cual fuerasu aspecto y se comportara como secomportara, Louis-Cesare era unvampiro. Y eso no debía olvidarlo.

Además tenía que buscar quédiablos ponerme. Mi intención no era

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tratar de competir: las fiestas de losvampiros no son más que una ocasiónpara eclipsar a los rivales, desarmarlosy dejarlos boquiabiertos, y mi armariojamás habría estado a la altura aunque lohubiera tenido a mano. Sin embargo,tampoco quería llevar una camisetavieja y apestosa que ni siquiera era mía.

Por suerte, Mircea mide poco másde un metro ochenta y dos y yo un metrocincuenta y siete, así que sus camisas mesirven de vestido y me llegan fácilmentea la mitad del muslo o más abajo. Y sinduda él puede permitirse el lujo deprestarme una. Mircea tiene el armariomás grande que yo haya visto jamás: si a

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lo largo de los años no ha tenido unacolección inagotable de amantes,entonces no lo entiendo.

Me había decidido ya por unacamisa enorme y quizá hasta un fajín amodo de cinturón cuando vi una cosa deseda negra colgada de una percha detrásde la puerta al salir de la ducha. Era unvestido o algo así. Por arriba apenastenía nada más que tirantes: el diseñoestaba hecho de tal modo que enseñabamás de lo que tapaba, y sin embargoconseguía que la persona que lo llevarano pareciera una puta. La falda eratodavía más problemática: era larga ynegra y tenía una raja tan grande, que el

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hecho de que no llevara nada debajo ibaa resultar un problema.

—Hay bragas y cosas encima de lacómoda —dijo Ray desde dentro delpetate.

Lo había dejado aparcado en elsuelo junto a la puerta. Lo recogí y mirépor el agujero.

—¿Me estás espiando?—¡Joder, sí! Sácame de aquí.—¿Por qué? ¿Para que puedas

verme mejor?—Para que podamos hablar mientras

te vistes.—No voy a vestirme —le dije

mientras me enrollaba una toalla

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alrededor y salía del baño.El dormitorio estaba oscuro y vacío

a excepción de la luz que salía del baño,así que me dirigí al salón. Louis-Cesareestaba en un sofá con las lucesapagadas, contemplando las vistas sobreCentral Park.

Alcé el vestido y pregunté:—¿Qué es esto?Él levantó la vista. Sus ojos estaban

oscuros a la escasa luz de la estancia.—He mandado que te lo suban.—¡Es la una de la madrugada!—El conserje —respondió él con

sencillez como si hubiera descolgado elteléfono para pedir una simple pizza.

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—Y también hay unos zapatos —añadí yo, que me había tropezado con unpar de zapatos de satén negros de tacónal salir del baño.

—Querías vestirte para la ocasión—Dije que quería darme un baño.—… y se me ocurrió complacerte. Y

complacerme a mí también. No te hevisto nunca con un vestido.

Me crucé de brazos y me quedémirándolo.

—¿Cómo sabías mi talla?Él sencillamente se me quedó

mirando. Bueno, sí, vale, yo tambiénpodía adivinar la suya con bastanteexactitud. Eso no era difícil. Y tampoco

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es que importara.—No voy a ponerme esto.Él no apartó la vista de mí, en

silencio durante un rato.—¿Quieres pelearte conmigo,

Dorina?—¡Sí!En ese momento eso era

precisamente lo que deseaba.—Si eso te complace —dijo él,

parpadeando.Lo había dicho con el típico tono de

voz carente de interés que utilizan todoslos vampiros jóvenes que aún no hanaprendido a manipular con sutileza lascuerdas vocales. Sólo que Louis-Cesare

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jamás cometía semejantes deslices.Los faros de un coche que pasaba

iluminaron su cara por un instante. Suexpresión tensa y vacía me produjo undesagradable sobresalto. Por primeravez me pareció un vampiro: el bellorostro, pálido y frío, como si estuvieraesculpido en mármol; el pecho inmóvil,carente de respiración; los ojos fijos queno parpadeaban. Sentí un escalofríorecorrer toda mi espalda.

El hombre al que yo conocía eraarrogante, impaciente, exigente,apasionado. No una sombra vacía. Noaquella cosa.

—¿Qué demonios te ocurre? —exigí

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saber yo.—Nada —respondió él con el

mismo tono indiferente, inexpresivo,muerto.

Sí, eso resultaba convincente.

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Me acerqué arrastrando el vestido por elsuelo. Me senté al borde de la mesitaque había delante del sofá porque seguíachorreando.

—Prueba otra vez —le dije.Él no dijo nada.—Pensé que estarías contento —

señalé yo—. Vas a recuperar aChristine.

—Lo que estoy es aliviado —dijo éldespués de un momento—. Elyas es unsádico, se deleita observando cómosufren los demás. No me gusta pensar

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que está con él.—¿Crees que le ha hecho daño?—No. Me ha asegurado que no le ha

hecho daño.—¿Y tú le crees?—Sí. Disfruta más del miedo que

provoca en sus víctimas que de susufrimiento, y Christine… Como me dijoella una vez, una vez que una persona haperdido el alma, ¿qué más puede temer?

—Ella no ha perdido el alma —dijeyo con impaciencia—. ¡Demonios!,hasta Mircea es más religioso que yo.

A mí no me hacía mucha gracia ir amisa, pero la confesión me resultabacondenadamente molesta. Incluso los

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confesores sobrenaturales que elVaticano tenía siempre a mano se poníanun poco… nerviosos… cuando aparecíayo. Y, la verdad, jamás había avemaríasbastantes en el mundo para mí.

—Pero ella cree que sí —contestóLouis-Cesare con sencillez—. Sufamilia era muy devota. Durante untiempo incluso creyeron que ella iba ahacerse religieuse.

Yo alcé las cejas.—¿Y cómo una persona se

transforma de futura monja en vampiro yamante?

—Christine es uno de esos extrañosindividuos que nacen con habilidades

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mágicas a pesar de no proceder de unafamilia mágica. Jamás se habíaentrenado y por lo tanto no sabía nadaacerca de su don hasta que comenzó amanifestarse al llegar a cierta edad.

—Debió de llevarse un buen susto.—Lo malinterpretó. Creyó que se

trataba de un milagro. Por aquelentonces era novicia y la gente acudía entropel al convento para ver cómo hacíalevitar la hostia o cómo encendía lasvelas con un simple toque. Ella se creíadepositaria de la gracia de Dios porqueno encontraba ninguna otra razón paraexplicar el hecho de que pudiera hacertodas esas cosas. Pero el poder mágico

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es como todo lo demás en este mundo:requiere de cierto entrenamiento parafuncionar con una relativa seguridad, yella carecía por completo de eseentrenamiento.

—Me está dando la sensación deque esta historia no va a llegar a ningúnfinal feliz.

—No. Una noche se llevó un sustotremendo al ir a encender las velas quehabía delante del altar. El hechizo semalogró. En cuestión de minutos lacapilla ardió en llamas, los travesañosdel techo se derrumbaron y muchas delas monjas murieron. La madresuperiora sobrevivió, pero sufrió

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quemaduras graves y se convenció deque habían acogido a un demonio en lacongregación. Mandó azotar a Christine,que se vio obligada a huir sólo con lopuesto para salvar la vida. Unos cuantosdías después mis vampiros laencontraron medio muerta a causa de ladeshidratación y de las quemaduras aúnsin curar, tambaleándose por lacarretera que hay cerca de mipropiedad.

—Y se dieron cuenta de lo que eraen realidad.

No debió de ser tan difícil. Unvampiro de cualquier edad puede verincluso a ciegas las diferencias entre un

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humano, un lobo, un mago y un fey sólopor el olor.

—Sí. La trajeron ante mí y yo lacuidé hasta que se curó. Durante surecuperación ella y yo… llegamos aestar muy unidos. Pero yo no era unmago. No podía ofrecerle elentrenamiento que ella necesitaba. Seme ocurrió ayudarla poniéndola encontacto con otros de su especie encuanto estuviera bien. Contacté con unmago solo por ella; un hombre al queconocía desde hacía años y del quesabía que me podía fiar.

La mano con la que Louis-Cesaresostenía la copa de pronto se puso tensa;

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era el primer síntoma de emoción queveía en él durante esa charla.

—Adivino que no lo era tanto —sugerí yo, incitándolo a seguir hablandoal ver que se quedaba callado.

—Yo había mantenido tratos con éldurante mucho tiempo, pero por aquelentonces él había amasado una grancantidad de deudas. Estaba desesperadopor encontrar el modo de deshacerse deellas, y yo se lo proporcione. Llevé aChristine ante él en mi propio carruaje.

—Y él la vendió —afirmé yo.Esa parte de la historia al menos sí

la conocía. Radu me había contadocómo Christine había llegado a

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convertirse en el objetivo de losmiembros más infectos de la sociedadsobrenatural. Los magos de la oscuridadardían en deseos de aumentar su poder.¿Una bruja sin una familia mágica que laprotegiera? El plan no podía ser mejor.

—Para cuando me di cuenta de mierror era ya demasiado tarde. Laencontré, pero estaba al borde de lamuerte y ningún médico podía salvarla.

—Así que la hiciste dar el salto.Me sorprendía que hubiera

resultado. A menudo no funciona cuandoel sujeto está al borde de la muerte. Perolo cierto es que Horatiu estaba en ellecho de muerte cuando Mircea lo

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convirtió.Por supuesto, el verdadero éxito de

la transformación es algo discutible.—Mi intención era otra vez la de

ayudarla. Pero solo conseguí empeorarlas cosas una vez más.

—¡Le salvaste la vida! —señalé yo.—Sí, pero a Christine la vida ya no

le importaba nada. Lo único que lepreocupaba era su alma. Algo que ahoracree que está total e irreversiblementeperdido para siempre.

—Pues no comprendo por qué. Ellaera una bruja desde antes. ¿Por qué iba aestar menos maldita como bruja quecomo vampiro?

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Louis-Cesare torció los labios.—Para ella la magia era

simplemente algo que hacía, algo querequería de un esfuerzo consciente porsu parte y que por lo tanto podía dejarde hacer en el momento que quisiera. Nose consideraba una maga.

—Pero eso es una estupidez. No eslo mismo un humano mágico que un…

—Pero ella no lo ve así. Sus padres,sus hermanos; todos eran humanos. Porsupuesto que tiene que haber sangre demago en su herencia genética, claro,pero según parece no se habíamanifestado en ningún otro miembro másde la familia. Por eso ella creía que sus

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nuevas habilidades eran el medio queutilizaba el demonio para tentarla y quepodía superarlo a fuerza de rezar y dehacer buenas obras. ¿Pero elvampirismo? —continuó Louis-Cesarecon una sonrisa irónica—. Eso no eraalgo que ella pudiera hacer o deshacer;es algo que se es y que no se puededeshacer una vez que la transformaciónes completa.

El razonamiento tenía cierto sentidosi uno conservaba la mentalidad definales de la Edad Media.

—¿Y sin embargo decidió seguirsiendo la amante del hombre que lacondenó?

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Louis-Cesare dirigió la vista haciala ventana, aunque tampoco es quehubiera mucho que ver. A aquellas horasde la noche además no había muchotráfico, y sin los faros de los coches alpasar yo no podía verla expresión de surostro. Eso suponiendo que su rostroexpresara algo.

—El lazo entre un vampiro reciéntransformado y su maestro es muy fuerte—dijo él al fin.

—¡Pero muchos de ellos no sonamantes!

—Ella hubiera preferido que no lofuéramos. Pero mi comportamiento laprivó del amor de su familia, del solaz

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de su religión y de la comodidad devivir en un mundo que comprendía. Yodestrocé su vida. Y era responsabilidadmía proporcionarle una vida nueva.

—¿Y ahora?Él no dijo nada, cosa que sirvió

igualmente como respuesta.—¿Cuántos años tiene ahora? —

exigí saber yo—. ¿Unos cuantos cientos?Creo que ya es hora de que su vida searesponsabilidad suya.

—Tú sabes que no funciona así.—Yo lo que sé es que los vampiros

se emancipan.—Cuando alcanzan cierto nivel de

poder, sí. Pero Christine jamás ha

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avanzado más allá de lo que era el díaen que despertó como vampiro porprimera vez. No sé qué podría haberllegado a ser, pero su aversión pornuestra especie le ha impedido madurar.Ha permanecido como una niña desdeentonces.

—Los niños crecen.Louis-Cesare cerró los ojos.—Los niños humanos crecen. Pero a

veces los de nuestra especie…simplemente permanecen igual.

—¡Entonces quizá necesite unempujoncito un poco más fuerte! Losvampiros no son humanos, pero síforman parte del mundo natural. Y el

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mundo natural prospera con el cambio.—Pero precisamente en eso es en lo

que nosotros somos distintos, ¿no es así?—preguntó Louis-Cesare, abriendomucho los ojos. Brillaba en ellos unaemoción que yo no pude identificar enabsoluto, pero que contrastabafuertemente con la expresión mortecinade su rostro—. Los vampiros noenvejecemos. No morimos. Somos taninmutables como las montañas.

—Las montañas también cambian,Louis-Cesare —contesté yo conseveridad, poniéndome en pie—.Simplemente tardan más. Y losvampiros mueren constantemente. Te lo

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digo yo, créeme.Volví al baño.Ray había sacado la larga nariz por

fuera del petate para poder quedarsemirándome. Le arrojé una toalla ycomencé a secarme el pelo.

—¡Quítame esto de encima! —sequejó él.

—¡No creo que te ahogues por unatoalla! —solté yo.

—No, pero tenemos que hablar.No le hice caso. Preferí acariciar

con los dedos la suave tela del vestido.Lo había arrugado al llevarlo de un ladopara otro, así que lo extendí sobre lamesa con cuidado de que no hubiera

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ninguna gota de agua. La seda era tandelicada y pesaba tan poco, que estabadispuesta a apostar a que al ponérmelame sentiría como si no llevara nada. ¿Ypor qué diablos no iba a permitirme ellujo de descubrirlo?, me preguntéenfadada. Ese bastardo me debía unvestido.

—¿Me estás escuchando? —preguntó Ray en tono exigente.

—¿Hablar de qué?—De Elyas.—Hablarás con él dentro de un

minuto —le dije yo mientras examinabaun par de medias de las que llegan hastalos muslos y que terminaban con un

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encaje negro como el ébano.Había también unas bragas a juego,

pero no había sujetador porque no sehabía inventado ninguno que encajarabien con ese vestido.

—Ése es el problema, que no voy ahablar con él —susurró Ray con los ojosfijos en la puerta cerrada del baño—. Encuanto me dejéis allí me matará.

—¿Y por qué iba a hacer una cosaasí? Te necesita para saber dónde estála runa.

—Él ya sabe dónde está. La robódespués de matar a Jókell.

—¿A quién?—¡Al fey!

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—¿Qué fey?—El fey que me trajo la runa. ¡Y

ahora no me vengas con que qué runa,por favor!

Fui yo entonces quien se quedómirando la puerta. Estaba cerrada y yohabía cerrado de golpe la del salón alvolver de allí, pero dos puertas y laanchura de una suite grande no sonmucho para el fino oído de un vampiro.Ray abrió la boca para decir algo más,pero yo lo hice callar, me enrollé unatoalla para taparme y lo arrastré fuera dela ventana.

La barroca escalera de incendios dehierro forjado daba a un callejón

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pequeño situado entre dos edificios.Soplaba el viento suficiente como parasacudir las copas de los árbolesornamentales que había plantados másabajo, y todavía quedaba algo de tráficopor la Quinta Avenida. Lo bastantecomo para disimular una conversaciónmantenida en voz baja.

O eso esperaba.Salí, cerré la ventana y abrí la

cremallera del petate. Unos ansiososojos azules se giraron hacia mí.

—¿Quieres explicarme de qué estáshablando, Ray?

—Muy fácil. Jókell era blarestri.Los blarestris son una de las tres casas

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principales de los feys de la luz.—Sé quiénes son.—Sí, bueno, pero no todo el mundo

lo sabe. El caso es que él estaba en loque supongo que —se podría llamar elejército de los blarestris, y le tocabahacer un turno de guardia regularmenteen uno de los portales principales quedan paso a nuestro mundo.

—Deja que adivine. A vecespermitía que pasaran algunas cosas.

—Muchas cosas. Teníamos un buentrato. Él buscaba a gente en su mundoque tuviera cosas por las que prefería nopagar arancel, y yo me encargaba devenderlas a este lado. Bueno, el caso es

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que hace una semana me llamó y me dijoque tenía una cosa muy especial. Medijo que organizara una subasta enprivado e incluso me dijo con quiéntenía que ponerme en contacto. ¡Y vayalista de contactos! Me puse nerviosoporque yo normalmente no manejonegocios tan importantes, y se trataba degente con la que yo no quería quedarmal. Pero el jefe me dijo que adelante.

—Pero algo salió mal.—¡Todo salió mal! Para empezar, el

fey no quería darme la runa hasta que nohubiéramos hecho la venta. Le dije queyo no trabajaba así, pero él me dijo queo lo hacíamos así, o no había trato. No

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me gusta vender una cosa que no tengoen la mano, pero el jefe me dijo que lohiciera. Y hasta ahí la cosa fue bien. Mijefe consiguió su adelanto y otro pocomás, y después de la subasta le mandéun mensaje y él me dijo que llegaría enun par de horas.

—¿Y no apareció?—Sí, llegó por el portal tal y como

estaba previsto, pero eso fue lo últimoque salió bien.

—Y ese portal, ¿dónde está?—En la discoteca. Arriba, en la

antigua oficina del director…—¿En la…? ¿Pero tú estás loco?

¡Distribuyes desde allí! ¡Lo sabe todo el

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mundo!—Y por eso precisamente es

perfecto —dijo la cabeza pirada de Ray,sonriéndome—. Sois tan idiotas queestuvisteis buscando por todas partes,hasta por mi apartamento… Sí, claroque me enteré… Buscasteis por elalmacén y por la tienda de té de mipropiedad, pero a nadie se le ocurrióbuscar en el lugar más evidente.

—¡Porque es un sitio de lo másestúpido!

—Tan estúpido como un zorro —afirmó Ray, que entonces frunció el ceño—. No, espera…

—¿Qué ocurrió?

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—¡Ah, sí! Bueno, yo había llamadoa un luduan para que diera testimonio dela autenticidad de la pieza antes de quese realizara el pago, pero el luduan llegótarde. Y esas cosas a mi me ponennervioso.

—¿Los luduans?—Los feys —me corrigió él,

haciendo una mueca—. O no se mueven,o se mueven de un modo muy extraño; nolo sé. Pero el caso es que a mí me danrepelús. Así que le dije a Jókell que sepusiera cómodo y bajé a preparar unosrefrescos. Y no volvía subir corriendo,¿me comprendes? Me puse a charlar conalgunos de los chicos del bar y le

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recordé a Ken, el pinchadiscos, que aalgunos de nosotros nos gusta oír otramúsica que no sea tecno de vez encuando.

—¡Ray!—Sí, ya. Así que un cuarto de hora

más tarde volví a subir con una bandeja.Abrí la puerta. El fey no estaba, pero nome entró el pánico porque me dije queincluso un fey tiene que ir al baño de vezen cuando, ¿no? Entonces sentí que algome agarraba del tobillo, miré para abajoy era esa mano sanguinolenta. Y fuecuando lo encontré, aplastado entre lapared y la mesa. Es decir, lo quequedaba de él.

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—¿Y Elyas no estaba?—No, pero pude olerlo, así que me

figuré que debía de haberse marchadoinstantes antes.

—¿Y cómo sabías cómo hueleElyas?

—Puede que porque había estado enla discoteca esa misma tarde —respondió Ray con sarcasmo—. Tratóde sobornarme para que le diera la runaantes de la subasta y llegó a ponerserealmente pesado. Al final le dije que yono la tenía y que la entrega no se haríahasta después de la subasta, así que sepodía largar con la música a otra parte.

—¿Le dijiste eso?

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—Bueno, no esperaba que viniera amatar al tipo, ¿comprendes? —contestóRay enfurruñado—. Y además se suponeque los feys son difíciles de matar. Y mefiguro que si utilizan la magia, debe deser cierto. Solo que a este lodestriparon. Debió de tardar en morirapenas un par de minutos después deeso.

—Y la runa había desaparecido —afirmé yo sin molestarme en entonar lafrase como si se tratara de una pregunta.

—Eso lo primero. Al llegar llevabauna cosa de oro colgando del cuello. Erade primera calidad y tenía un dibujo deuna estrella con puntas. Era demasiado

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llamativo, y tenía pinta de caro. Aunqueél dijo que no valía nada, que no eramás que un estuche para llevar la runa.Me lo enseñó y la runa encajabaperfectamente en el hueco que habíadentro. Pero cuando volví a subir no lollevaba.

—¿El qué, la gargantilla o la runa?—Ninguna de las dos cosas.—Entonces, esa mercancía que me

dijiste en el baño que habías colocadoerróneamente…

—Sí, era la runa. Llamé a Elyas encuanto me calmé y le dije que odevolvía esa maldita cosa, o loidentificaría como el asesino del fey. Y

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ya sabes cómo son los feys con eso de lavenganza.

Se lo tomaban de una formapersonal.

—¿Y se negó a devolvértela?—No. Bueno, quiero decir que se

puso bastante desagradable, pero al finalaccedió. Solo que para entonces era yacasi de día, y yo no quería que vinieracuando todos mis chicos estabandurmiendo. Así que le dije que me lamandara hoy por la noche. Pero noapareció y no conseguí que mecontestara al teléfono, ¡y mi jefe iba allegar en cuestión de horas! Comenzabaa asustarme, ¿comprendes? El jefe iba a

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venir en un avión especial solo pararecoger la runa y llevársela a Ming-deesta misma noche, ¡y yo ni siquiera latenía!

¡Sabía que me mataría!—Sí, supongo que efectivamente te

mataría —convine yo.Así era como funcionaba la

jerarquía de los vampiros, incluso en lasfamilias más legales. Si tu maestroquedaba mal por tu culpa, lo másprobable es que tú también salierasperdiendo. Solo que tú perdías muchomás que él.

—Elyas jamás tuvo intención depresentarse —confesó Ray, que volvió a

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ponerse nervioso—. Lo único quequiere es verme muerto y ha engañado aese tipo francés para que le haga eltrabajo sucio.

—¿A Louis-Cesare? ¡Podías haberlodicho antes! —señalé yo.

—¡Sí, no sé cómo no se me ocurriófiarme de la friki que me ha cortado lacabeza!

—Bueno y entonces ahora, ¿por quéconfías en mí? ¿Qué es lo que hacambiado?

—Lo que ha cambiado es que tú lehas dicho a Louis-Cesare que quieres laruna. Bien, pues a Elyas no vas aconseguir sacársela. Él no va a ceder, y

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si es cierto que la runa funciona y que lehace invencible, entonces tampocopuedes matarlo. Tu única oportunidad eshacerle chantaje. Yo puedo contarle atodo el mundo lo que he visto si él no lasuelta.

—Pero para eso tú tienes que estarvivo —concluí yo, viendo adóndequería llegar a parar.

—Sólo que en cuanto él me pongalas manos encima, yo ya no seguiré vivo.

Me quedé mirando los árboles sincomprender. Las hojas se movían, lascopas se mecían al son del refrescanteviento. El cielo que se alzaba sobrenosotros era gris y turbio, lleno de nubes

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negras que presagiaban otra tormenta.Perfectamente a tono con mi estado deánimo.

Por un lado, si Ray me estabadiciendo la verdad y Elyas había matadoal fey, eso abría ciertas posibilidadesinteresantes. Puede que Elyas fuerainvencible, pero su familia y suspropiedades no lo eran. El asesinato delfey podía arruinarlo si el chantaje ibamás allá de una mera amenaza. Con unpoco de suerte, quizá pudiéramosconseguir la runa y recuperar aChristine.

Pero por otro lado yo tenía queconvencer a Louis-Cesare de que no

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aceptara la oferta de Elyas, y eso no ibaa resultarme nada fácil. Louis-Cesareestaba a punto de conseguir a Christine;no tenía más que entregar a Ray y ya erasuya. Con todas las garantías. Elchantaje, por otra parte, implicabaciertos riesgos: Ray podía estarmintiendo y Elyas podía negarsetestarudamente a ceder, confiando enque la palabra de un miembro delSenado valía más que la del propietariode una discoteca.

No. Louis-Cesare no se arriesgaría.No cuando podía terminar por fin contodo el asunto en un momento,simplemente subiendo una escalera.

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Tenía que huir y mantener a Rayvivo y dispuesto a hablar. Ése era elplan. Bajé la vista hacia el destartaladocallejón. Podía salir del edificio por laescalera de incendios con la mayorfacilidad. Excepto por un pequeñoproblema. El resto de Ray estaba enalguna de las habitaciones de invitados yyo no sabía ni siquiera en cuál.

—Si me estás mintiendo para salvarla vida, lo descubriré —le dije a Raymientras volvía a entrar por la ventana,arrastrándolo a él—. Y yo seré diezveces peor contigo que Elyas.

—¡Sí! ¡Como si yo hubiera podidoinventarme toda esta historia…!

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Ray se interrumpió a mitad de lafrase porque alguien había llamado a lapuerta del baño.

—Dorina, ha pasado ya media hora—dijo Louis-Cesare—. ¿Estás lista?

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17

Ray y yo nos miramos el uno al otro.—Casi —me apresuré yo a contestar

—. Espera a que… eh…Terminé de trepar al interior del

baño, dejé el saco encima de la mesa ycomencé a hurgar dentro. Llevaba cosascon las que podía matar a una personade quince maneras diferentes, pero encuanto a alternativas menos letalesandaba ya mucho más escasa. Habíaentrado en una discoteca de vampiros yno todas esas armas me habían dado elresultado esperado.

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Y eso era especialmente cierto enrelación a los maestros de primer nivel.Me negaba a usar las esposas mágicas:Louis-Cesare se las quitaría en cuestiónde cinco segundos. El espray de defensapersonal probablemente ni siquiera lonotara. Y en cuanto a la esferadesorientadora, yo sabía de antemanoque era un desperdicio de recursos. Laverdad es que tenía que admitir que nocontaba con nada con lo que pudieraengañar a Louis-Cesare para mantenerloprisionero durante un tiempo razonable.

—¿Dorina?—¡Voy!Comencé a ponerme el vestido, o al

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menos a intentarlo. Pero la parte dearriba escapaba al entendimiento de unmaestro en puzles.

—¿Dónde estás? —le pregunté aRay moviendo solo los labios.

Ray me observaba con ansiedad.—¿Te refieres a mi cuerpo? —

preguntó él a su vez del mismo modo.—¡Pues claro! ¿Dónde está?—En la bañera.—¿Qué?—Ese viejo me ha metido en la

bañera y no ha vuelto.Típico. Horatiu probablemente se

había olvidado de que lo había dejadoallí.

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—Sal por la puerta principal, porfavor.

Los diminutos ojos de Ray echaronchispas.

—¿Yo solo?—¡Sí! Ve al coche.—¿Qué?—¡Que vayas al coche! Yo me

ocuparé de darle largas.Me pasé un peine por el pelo

todavía mojado y traté de solucionar lode los tirantes, pero fue inútil. Estabanretorcidos y revueltos de tal modo queno había forma de colocarlos con ciertalógica.

—Dorina, ¿ocurre algo?

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Abrí la puerta.—No consigo colocarme los tirantes

—dije yo.Louis-Cesare se quedó ahí de pie,

con la mano alzada, a punto de golpearde nuevo la puerta. Su rostro tenía esaexpresión que tienen siempre loshombres cuando una mujer tarda tresveces más en vestirse de lo que habíaprometido. Pero tampoco le costó muchocambiarla. Vale, pensé yo mientrasobservaba cómo se dilataban las pupilasnegras de sus ojos azules. Quizá elvestido tuviera mejor aspecto de lo queyo me creía.

—¿Me ayudas? —pregunté yo.

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Él vaciló por un momento, pero porfin dio un paso y se situó detrás de mí.Hizo unos pocos ajustes y sus dedoscallosos rozaron levemente la suaveseda. Milagrosamente el vestido cayó ensu sitio, y cada uno de los brillantestirantes quedó perfectamente pegado ami piel.

Me giré frente al espejo. Decidí queno estaba tan mal. Era un vestido simplepero bien diseñado en el que la claveestaba en el corte y no en los adornos. Ysentaba a la perfección, excepto porqueera quizá unos pocos centímetrosdemasiado largo. Sin embargo lossencillos zapatos de tacón solucionarían

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ese problema.Una mano acarició mi costado. La

caricia era completamente innecesaria.La mano permaneció ahí, en el lugar enel que acababa la cintura y comenzaba lacadera, quemándome la piel a través dela fina seda, produciéndome unestremecimiento en la boca delestómago.

—Elyas nos está esperando —dijoél con voz ronca.

—Deja que espere.Me senté en el banco que había a los

pies de la cama y saqué una de lasmedias. Era de un tejido delicado y tanvaporoso como las telarañas. Nada

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práctico, y probablemente en cuestión deunos minutos se les habrían hechocarreras. Pero eran como un sueño.

Estiré las puntas de los dedos y mepuse una. Me sentí completamentedecadente al saborear aquella sedosa ysensual caricia hasta la cinta de encajedel muslo. Me puse la otra media yluego aparté la falda para admirar mispreciosas medias nuevas.

En aquellos días resultaba raroencontrar medias de seda pura, perodesde luego aquéllas lo parecían. Eranligeras como una pluma y tenían elacabado de una perla sobre el que sereflejaba la luz. Atraía sutilmente la

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atención sobre los puntos que debía,haciendo que mis piernas parecieranincreíblemente largas y mejor torneadasde lo que estaban. Doblé una pierna ydisfruté al sentir cómo la seda sedeslizaba sobre mi piel.

Alcé la vista y vi que Louis-Cesareme observaba. No podía quejarme deque su rostro permaneciera inexpresivoen ese momento. Parecía un hombremuerto de hambre ante un banquete delque no podía disfrutar. Una vez más laidea me puso furiosa.

Él apartó la vista.—Ese vestido te sienta bien.—Tú tienes buen gusto —contesté

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yo severa y directamente.Para algunas cosas.Recogí las delicadas cosas negras

llenas de tirantes de satén quepretendían hacerse pasar por zapatos.Como para confiar en un hombre, medije con pesimismo. Los tacones debíande medir quince centímetros y eran tanfinos, que sin duda se romperían alejercer sobre ellos la más leve presión.Me los puse y me quedé mirándolos.Fuera quien fuera quien los hubieradiseñado, tenía que tratarse de unsádico. Porque sin duda me rompería untobillo a la menor oportunidad.

—Esto lo has hecho a propósito —le

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acusé yo.—Puedo ordenar que te traigan otra

cosa si lo prefieres —dijo Louis-Cesare.

Sus ojos azules brillabanprovocativos.

Yo fruncí el ceño.—No, estos están bien.Me puse de pie lentamente. Me

sentía como si llevara zancos. Hacíaaños… décadas en realidad que no meponía tacones, y de pronto recordé porqué. Mi tobillo izquierdo cedió, peroenseguida corregí el movimientomientras miraba para abajo. Si podíacorrer a lo largo del borde de un tejado

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sin tropezar ni una sola vez, entoncespodía andar con aquellos malditoszapatos.

Y lo hice. Durante alrededor de unpar de pasos. Entonces comencé atambalearme, tropecé y acabé con elculo encima de la cama.

Uno de los zapatos salió volando.Louis-Cesare lo recuperó y se arrodillódelante de mí. Sus ojos expresabancierta comicidad.

—Esto requiere de cierto arte.—¿Y tú cómo vas a saberlo?—Yo solía llevarlos.—¿Cómo dices?—En la corte de Francia. Estuvieron

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de moda… para los dos sexos… duranteun tiempo.

Traté de imaginarme a Louis-Cesarecon su metro ochenta y dos centímetrosde altura de puro músculo calzado conzapatos de tacón. Y a pesar de todo, meeché a reír.

—¿Te importaría enseñarme cómose hace?

—No creo que esos zapatos sean demi talla —dijo él mientras me cogía dela pantorrilla con una larga mano.

Sentí que se me quedaba la boca unpoco seca.

Por un momento sus dedos meparecieron cálidos sobre el arco de la

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pierna, mientras él deslizaba el zapatode nuevo en su sitio. Louis-Cesare alzóla vista.

Sus ojos de pronto estaban serios.—Supongo que es inútil que te pida

que te quedes aquí mientras yo meencargo de esto.

Por toda respuesta yo simplementeme quedé mirándolo.

—Me va a resultar difícil protegertesin romper la tregua.

En momentos como ése era cuandoyo me preguntaba si él comprendíarealmente qué era una dhampir.

—Yo no necesito protección.—¿No necesitas protección frente a

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algunos de los vampiros que va a haberallí esta noche? —preguntó él con lamandíbula tensa—. Sí, sí la necesitas.

—Me portaré lo mejor que pueda —prometí yo con el semblante serio.

Él sonrió ligeramente.—¿Por qué eso no me hace sentir

más seguro?Louis-Cesare tiró de mí hasta

ponerme en pie y enlazó mi mano a subrazo con un solo movimiento fluido ynatural, sin vacilar ni un segundo. Yo noconocía a ningún otro vampiro soltero,incluyendo a los de la familia, que no sepusiera ligeramente tenso cuando yoestaba así de cerca. Y sin embargo a

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Louis-Cesare jamás le había importadoestar tan cerca, y así me lo habíademostrado desde el primer día en quenos conocimos. Al contrario: se habíaaprovechado de todas las excusasposibles para aproximarse a mí.

Era un comportamiento extraño paraun vampiro que supuestamentelanguidecía lejos de su amante.

Aunque puede que quizá yosimplemente estuviera disponible; puedeque yo no fuera más que una conquistafácil, una criatura a la que importaba unbledo si ofendía o no porque nuestrarelación natural de todos modos erahostil. En realidad yo no sabía qué

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sentía él, si es que sentía algo. Sólosabía qué sentía yo.

—Entonces quizá debamos hacernosprimero un seguro —dije yo, dejándomecaer de rodillas.

Él pareció confuso hasta el momentoen el que mis dedos se dirigieron albotón de sus pantalones. Noté el instanteen el que él captaba el movimiento, sentícómo se quedaba por completo inmóvil,sin respirar siquiera. Y entonces mecogió de las manos.

—¿Qué estás haciendo?—¿Tú qué crees?—¿Por qué?Lo preguntó en un tono de voz bajo,

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con urgencia; yo jamás lo había oídohablar así.

—Porque me ayuda a relajar unpoco la tensión —dije yo. Él pareció nocomprender mi respuesta—. Soy unadhampir —le recordé—. Nos danrabietas, ¿no te acuerdas? Desmayosinducidos por la ira después de acabarcon todo lo que se nos pone por delante.

—¿Y sólo con esto te basta paracontrolar las rabietas? —preguntó élincrédulo.

—Yo no he dicho que las controleasí. Solo he dicho que me calma, más omenos igual que un buen porro. Perotodavía puedo saltar si alguien me

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provoca. Aunque no tan fácilmente. Yahora tranquilízate. ¿O es que solo túpuedes tocar?

Eso parecía, porque él tiró de mípara ponerme en pie y siguióagarrándome las dos manos. Las de éleran fuertes, cálidas y estaban llenas decallos, pero yo las conocía bien. Sentícómo se me aceleraba la respiración alrecordar lo que esas manos podíanhacer.

Algo de lo que estaba pensandodebió reflejarse en mi rostro porque élse sonrojó.

—Me habían dicho que habíasencontrado una cura.

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—Es genético. No tiene cura.—Lord Mircea dijo que…—¿Le has preguntado por mí?—Él lo mencionó de pasada.Fruncí el ceño, pero al final dejé

pasar el comentario.—He encontrado algo que reduce el

número de los ataques, disminuye lafrecuencia con la que me dan y controlaalgunos de los síntomas. Pero tieneproblemas.

—¿Qué tipo de problemas?Suspiré. Para ser francés, Louis-

Cesare era el hombre más difícil deseducir que había visto jamás.

—Despierta las habilidades mágicas

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latentes en los humanos.Fue entonces Louis-Cesare quien

frunció el ceño.—¿Estás hablando del vino fey? No

me digas que aún sigues tomando esemejunje.

—Vale, pues no te lo digo.—¡Es peligroso!—¡Y yo también soy peligrosa si no

lo tomo!—¿Y crees que por eso merece la

pena arriesgar tu vida? Es que no sabesque…

—Hace semanas que no tengo unataque en toda regla. Y la última vez queme dio estuve consciente —dije yo. Por

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su expresión resultó evidente que nocomprendía—. ¡Estuve consciente,Louis-Cesare! —repetí, luchando porencontrar las palabras que pudieranhacerle comprender lo que esosignificaba.

Pero no había tales palabras. Éljamás había tenido que preocuparse porel hecho de poder desmayarse ypermanecer inconsciente durante días,para despertar después en un lugarcompletamente desconocido, cubierto desangre y rodeado de cadáveres. Él jamáscomprendería el inquietante y constantemiedo de que la próxima vez yo pudieramatar a alguien que no fuera un enemigo.

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A que la próxima vez me despertara conlas manos en la garganta de un amigo.

Algo debió de reflejarse en mirostro, porque por fin su dura mirada seablandó.

—Creía que tu amiga estababuscándote una cura.

—Sí, la estaba buscando. La estábuscando. Pero de momento no hahabido suerte.

—Hay otros médicos. ¿Has ido a vera otros médicos?

—No los necesito. Tengo algo queme funciona.

—De momento. Pero no tienes niidea de cuáles pueden ser los efectos

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secundarios a la larga.—¡Sean los que sean, te aseguro que

merece la pena!Louis-Cesare puso tensa la

mandíbula y esbozó de nuevo aquellaexpresión cabezota tan típica suya.

—Tiene que haber alguna otraalternativa.

—La hay —dije yo, deslizandodeliberadamente las manos por supecho.

—Dorina…—No. No digas nada.No quería seguir hablando. No

quería pensar. Quería volverlo tan lococomo me tenía él a mí, quería verlo

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perder el control, verlo sentir algo en elmomento en el que yo me marchara.

Tomé su rostro entre las manos y lobesé. Su cuerpo era como una tensapared de músculos, tan inflexible comouna roca. Pero sus labios estabancálidos y suaves al contacto con losmíos. Ni pedían ni prohibían nada; serendían a mi deseo como yo sabía en lomás profundo de mí misma que loharían.

Sabía a whisky ahumado y a Louis-Cesare: un sabor dulce y esquivo que mehabía perseguido durante semanas en losmomentos más extraños. Lo atraje máscerca de mí y enrollé la pierna

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alrededor de él. Sentía cómo crecía eldeseo al profundizar en el beso. Sentíuna oleada de pura satisfacción cuandoél me rodeó con los brazos. Colocó unamano sobre mi nuca y la otra sobre mibarbilla y me acarició con el dedo conuna increíble suavidad.

Me resultaba muy fácil perderme amí misma así, en las penetrantes cariciasde su lengua, en la sedosa presión de suslabios. Recorrí con las manos las anchasplanicies de su espalda, acariciésuavemente con las puntas de los dedosla dureza de los huesos de su espalda,sentí la suave presión y la flexión de susfuertes músculos bajo la fina tela de la

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camisa. Era tan cálido…Y tan peligroso… Una dhampir tan

cerca, dentro de su línea de defensa,agarrada a su cuello, lo suficientementecerca como para besarlo o para matarlo.Él tenía que notarlo. Yo lo notaba:sentía esa sensación de hormigueo quesiento siempre ante la presencia de unvampiro, una sensación que me ponetodos los nervios en estado de alerta.

Y sin embargo, su único movimientofue para atraerme más hacia sí, paradeslizar las manos por mis costados ycogerme de las caderas. Sentí que losdos estábamos cerca, muy cerca. Máscerca de lo que yo lo había estado jamás

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de nadie, más cerca de lo que podríallegar a estar nunca de nadie porqueestar así de cerca significaba siempreviolencia, miedo; implicaba la muertepara uno de los dos. Siempre habíasignificado violencia y muerte, ysiempre sería así, y jamás podría ser deninguna otra maldita manera. Y noobstante él seguía a mi lado, duro yexcitado, y tan cerca…

La fragancia de ella tan cerca,salvaje y reconfortante al mismo tiempo,envolviéndolo por entero a él. Tenía quedetener esto, tenía que abandonar. Si sesumergía en esa fragancia, si comenzabaa depender de ella, a necesitarla, lo

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mataría de deseo cuando elladesapareciera.

Demasiada voracidad de esafragancia sentía ya.

Cállate, pensé yo con brutalidad. Noquería que uno de los muchos recuerdosde Louis-Cesare nos interrumpiera, ymenos aún si se trataba del recuerdo deotra mujer. No allí, no en ese momento.Aquel instante era mío.

Me dejé caer deliberadamente haciaatrás, sobre la cama, arrastrándolo a élencima de mí.

—Dorina…—Te cuesta respirar.—Los vampiros no respiramos.

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Me apreté contra él y él contuvo larespiración.

—Supongo que tienes razón —dijeyo mientras lo hacía rodar.

La larga raja de la falda mefacilitaba sentarme a horcajadas encimade él. Y eso hice. Después pasé lasmanos por encima de su torso hastallegar otra vez a la cinturilla de suspantalones. Le saqué la camisa. Megustaba la forma en que me cogía de losbrazos con las manos mientras yo ledesabrochaba el cinturón; la deliciosaforma en que me apretaba mientras yometía los dedos por dentro de suspantalones.

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Él no hizo nada por ayudarme.Abrazó mi cintura y acarició consuavidad mi piel a través de la suaveseda. Aunque tampoco me detuvo.Recorrí sus caderas, mis dedos buscaronlos hoyuelos en la base de su espalda.

Eran un detalle frívolo en semejantecuerpo, igual que el abundantísimocabello que a él le costaba tantomantener en orden o que las pestañasincreíblemente largas en un rostro derasgos angulosos; era como si su cuerposupiera que aquel hombre iba a ser uncúmulo de contradicciones, y cada unode esos detalles se hubiera entretejidoen él, piel, huesos y carne. Acaricié las

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pequeñas curvaturas con suavidad,sintiendo cómo se tensaban los músculosque iba tocando ante mi amorosaexploración antes de continuar.

Una caricia de pecaminosos y ricoslatigazos sobre la piel de pálida luna.Una mirada tímida, un destello dedientes blancos al ritmo al que ella ibabajando por el cuerpo de él. Él tenía queterminar con esto. Pero ella lo estabatocando y él se sentía increíblementebien. Sólo con esto. Incluso con esto.Sólo una pizca más lo mataría, pero éllo deseaba. Vorazmente.

Louis-Cesare me miraba como siestuviera hipnotizado mientras yo me

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inclinaba lentamente sobre él hasta estartan cerca, que él podía sentir mi cálidoaliento. Y sin embargo él no se movió,no trató de detenerme. Decidí que esoequivalía a una invitación; que noobtendría de él otra invitación. Lospantalones oscuros y sueltos secalentaron con mis labios al inclinarme,al besar la suave tela y sentir la durezaque había justo debajo.

Él no llevaba nada debajo de lospantalones. La lana era tan fina queparecía seda y la sentí más como unainvitación que como una barrera. Tracéel perfil de su cuerpo con la lengua yobservé con una especie de fascinación

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cómo los pantalones se tensaron de unaforma impresionante. Aquello era unaespecie de poder adictivo: sabía lo quele estaba haciendo, estaba moldeando sucuerpo tal y como yo quería. Le di unlevísimo mordisco y él emitió un agudoy sobresaltado gemido al tiempo quedaba un salto hacia mí.

—Dorina —me llamó con voz untanto estrangulada.

—No me metas prisa —le advertí—.Tú has tenido tu turno.

Él respiró profundamente.—¡Sólo trataba de relajarte!—¡Ah!, ¿era eso lo que pretendías?

—pregunté yo un tanto divertida.

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—¡Sí!—Bien —contesté, dejando que

mintiera y que se saliera con la suya—.Pues ahora cállate y déjame que tedevuelva el favor.

Quería atormentarlo un poco más,pero él estaba tan terriblemente cerca…Mi boca ardía en deseos de él; milengua ansiaba la intimidad de su carne.Tiré lentamente de la cremallera yaparté la lisa tela hasta liberarlo. Elsonido que él emitió al sentir el azotedel aire frío fue casi insoportablementesensual. Pero no tanto como verlo, anchoy largo, recto y perfecto.

Él estaba lo suficientemente cerca de

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mí como para que su fragancia llenaramis sentidos; una fragancia profunda yrica a musgo que me hizo tumbarmesobre él, vorazmente hambrienta depronto. Deslicé la mejilla contra aquellaseda pura. Suspiré tumbada sobre él,observándolo enderezarse sin poderevitarlo.

Los segundos caían como gotas demiel. Ella se inclinaba cada vez máscerca, con los dedos sobre los huesos demis caderas. Él tenía todo el tiempo delmundo para apartarse. Pero no lo hizo.Estaba demasiado ocupado observandolos soñadores ojos de ella, mediocerrados, observando cómo iba

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desapareciendo su habitual expresiónburlona para convertirse en algo mássuave, en algo esbozado solo para él.

Me lamí los labios con la lengua y élinmediatamente pasó de estar tenso aestar rígido. Alcé la vista y vi sus ojoscambiar a un color plata pulido cuandoyo ni siquiera lo había tocado. Decidíque había llegado el momento derectificar ese desliz. Acariciélentamente con una mano su caderamientras arrastraba la otra por toda supiel hasta envolverlo por entero.

Un débil rubor oscureció susmejillas, su respiración se paralizó y sele aceleró el pulso, que pasó de rápido a

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frenético. Lo sentí en la mano: un rápidogolpe de staccato, que parecía seguir ellento deslizamiento de mis dedos. Igualque el rubor de su piel, rosa y dorada,que se encendía y bajaba a mi antojo.

Yo sabía qué quería, qué anhelabasu cuerpo, pero deliberadamente se lonegaba. Prefería jugar con él, ofrecerleleves toques de mariposa muy suaves,muy lentos, hasta que sus muslos sehicieron de granito y cerró los puños alos costados. Estaba bello así. Elguerrero más grande del Senado,impotente en mis manos.

A esas alturas Ray estaría ya asalvo, pero eso me daba igual. Quería

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ver cómo Louis-Cesare perdía el controlaunque solo fuera una vez; queríaobservar cómo se vaciaba la tensión deaquellos rasgos orgullosos; queríarecordar el momento. Era un juegopeligroso, murmuró una voz inconexa enel fondo de mi mente a la que yoinmediatamente arrinconé. Él volvió asaltar y esa vez yo lo tomé en mi boca.

Un largo y estremecedor alientopasó por mis labios. Él echó la cabezahacia atrás.

Curvé una de mis manos alrededorde su tenso trasero, rodeé con la otra elcálido satén mientras el sólido y lisocuerpo de él se deslizaba contra mi

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lengua. Él se mostraba firme yligeramente resistente, cálido y un tantosalado y con sabor a Louis-Cesare.Delicioso.

Hice lentos círculos con la lenguaalrededor de su punta, acariciándolosuavemente, dejando que se retorciera.Lamí el dulce punto con la lengua unavez, dos, y luego recorrí el lateral.Retrocedí con la mano hacia abajo, tracéun sendero de plumas hasta los globosde terciopelo presos contra su cuerpo.Lo toqué y atormenté, lo acaricié yamasé mientras mi lengua girabalánguidamente a su alrededor.

Ráfagas de intensa sensación se

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extendían por su espalda y se enrollabanen su vientre, primero regulares como eltictac del reloj y despuésdeliberadamente arrítmicas porque ellahabía decidido acariciarlo y torturarlode otro modo. Él se estremeció conaquel débil rastrillar a propósito de losdientes; el peligro agudizaba el deseo.Dieu!, un hombre podía morir de esto,morir sin importarle…

Los pensamientos de él ibanescapando por retazos, pero a mí ya nome preocupaba el hecho de que fueranrecuerdos. No, ya no. Estabandemasiado en sintonía con los gestosque revoloteaban por aquel rostro de

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expresión cambiante. Los dos habíamoscompartido antes algo parecido a esto;una conexión emocional que yo nocomprendía, que era casi como laconversación mental que mantienen losvampiros. Sólo que yo jamás había sidocapaz de hacerlo con nadie más.

En cualquier otro momento mehabría intrigado, pero en ese instante nome preocupó.

Tragué y lo tomé por entero,profundamente dentro de mi, y cerré loslabios con fuerza a su alrededor. Suscaderas se alzaron de un modo reflejo,tratando de no embestir, tratando demantener el control cuando claramente

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ya no estaba en su poder. Gemídeliberadamente, ansiosa por ver hastaqué punto podía volverlo loco, y él merecompensó con otro gemido que meaceleró el pulso.

Me eché hacia atrás y lo fui soltandocon una lentitud exasperante, dejandoque él sintiera la caricia de mi lengua alo largo de todo su cuerpo. Hice unalarga pausa sosteniendo solo la puntaentre los labios, disfrutando al sentircómo se estremecía en mis manos. Dejéque imaginara lo que iba a ocurrirmientras lo acariciaba suavemente solocon la punta de la lengua.

—¡Dorina, por favor…!

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Es extraño, pero sonó a súplica.Dejé que siguiera retorciéndose otro

poco más durante unos segundos.Adoraba oírle suplicar en susurros ygemir cuando era yo la que conseguía loque quería. Y entonces, sin previo aviso,súbitamente volví a deslizarlo todoentero dentro de mí.

El sonido que emitió en ese instantefue realmente muy satisfactorio.

Incliné la cabeza unas cuantas veceshasta que por fin encontré una especiede apacible ritmo y comencé a bebermelos suaves gemidos que emitía él. Todoparecía afectarlo: el suave roce de mipelo contra el muslo le producía

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escalofríos; el tacto de mis dientes,arañándolo muy suavemente a lo largo,lo hacía gemir; ver cómo me lo comíapor entero le ponía los ojosenfebrecidos.

Pero de pronto mi deseo comenzó acrecer en espiral y a envolverme hastahacerme incapaz de pensar. Oí elmomento en el que él finalmente cedió,cuando gritó mi nombre, cuando seagarró a la cama con tanta fuerza quecreí que la rompería. Pero lo oí de unmodo distante.

Alcé la vista. Él tenía los ojoscerrados, la cabeza echada hacia atrás yla expresión más vulnerable en el rostro

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que yo hubiera visto jamás en él. Mequedé mirándolo durante un largo rato,ansiosa por memorizar ese semblante.Por una vez no se trataba de una imagensacada del conjunto de sus recuerdos, deun momento fugaz de placer robado aotra persona. Se trataba de algo quehabíamos hecho juntos, de algo nuevo yúnicamente mío.

Minutos más tarde estaba al pie dela escalera de incendios con Ray, apunto de echar a correr en busca delcoche y con el corazón retumbándome enlos oídos.

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18

No pretendía acabar borracha en unsórdido antro. Al fin y al cabo es lareacción típica, pero hay momentos enlos que lo único que se puede hacer antelas pequeñas ironías de la vida esemborracharse. Y si aquella no era laironía más grande de la mía, entonces yono sabía qué era.

Hay un bar en el centro de NuevaYork tan conocido por sus parroquianos,que no necesita ni de cartel. Mejor,porque se llama como su dueño y jamáscabrían tantas sílabas en ningún letrero.

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Dejé el cuerpo de Ray en el asiento deatrás del coche porque si Cheung loencontraba en el bar, adiós Ray. Elgaraje lo custodiaban un par de diablosa los que les gustaban, y mucho, losladrones, a ser posible con un chupito detequila.

Me llevé el petate conmigo. Despuésde todo lo que había pasado por suculpa no estaba dispuesta a perderlo devista. Nunca más.

Me senté en mi banco de siempre, alfondo, debajo de la televisión que habíasuspendida de la pared y que reflejabauna luz azul sobre la mesa. Estabanponiendo una de las telenovelas que

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tanto le gustaban al barman. Se acercólentamente después de un minuto y dejósobre la mesa mi cerveza de siempre.

—Bonito vestido.—Saca la reserva, Leo —le dije de

mal humor.No había nada en el menú habitual

que pudiera hacerme arder el estómagocomo yo necesitaba que me ardiera.

El barman alzó sus peludas cejasenmarañadas, pero no dijo nada.Simplemente recogió la botella y semarchó arrastrando los pies.

Claire iba a preocuparse. Hacía yadieciséis horas que me había marchadode casa, así que tenía que llamarla.

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También tenía que dar el primer pasocon Elyas.

Iniciar el tanteo. O al menosintentarlo. Pero no quería hacer ningunade las dos cosas. No quería pensar enabsoluto. Solo quería beber y beberhasta que me tambaleara de tal modoque no pudiera ni recordar lo estúpidaque había sido.

Pero no estaba muy segura de queLeo tuviera tanto alcohol en el almacén.

El barman volvió y dejó unabotellita azul sobre la mesa delante demí. Bebí directamente de la botella, almismo ritmo que un tío de la barra sechutaba tres cigarrillos uno detrás de

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otro en cadena, hasta que comencé asentir cierto ardor.

Entonces fui más despacio y mequedé mirando la televisión sin vernada.

Era por la novedad, me dije a mimisma. Para mí, un vampiro que no secomportaba como si yo fuera a tirarme asu cuello en cualquier momento era todauna experiencia nueva. Y mucho más sise dirigía a mí de persona a persona, sime sujetaba como si yo fuera frágil yademás me compraba ropa suave yridícula como si estuviera interesado ensaber cómo le sentaba esa seda a micuerpo y a mi piel…

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Decidí que después de todo, el plande no pensar en absoluto había sido elmejor.

Un par o tres de centímetros más dealcohol y dejé el vaso de cristal degolpe sobre la mesa. Se cayó y rodóhasta el borde. Leo se sentó frente a mí.

—¿Quieres hablar?—No. Quiero echarme a perder.Traté de recoger el vaso errante,

pero solo conseguí golpearme la frentecontra la rígida mesa.

—Creo que ya estás echada a perder—me dijo él, apartándome el pelo delos ojos. Tenía los rasgos angulosos y lacara llena de cicatrices, pero sus labios

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eran suaves y sus ojos evaluaban miestado sin juzgarme—. De haber sidocualquier otra persona, yo diría que setrata de un problema con un hombre.

—Él no es un hombre.Ya no lo era.Leo alzó aquellas cejas de oruga

suyas.—Algunos lobos pueden ser

realmente majos.—No es un lobo tampoco.Bebí directamente de la botella y me

pregunté por qué no me había marchadoa casa a emborracharme. ¡Ah, sí! Noquería ir conduciendo hasta tan lejos.

—¿Estás saliendo con un demonio?

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—preguntó Leo, inclinándose haciadelante—. ¿De qué tipo? ¡Y no me digasque es un maldito íncubo de ésos! ¡Sellevan a todas las chicas guapas!

Leo no era más que la primera sílabade un nombre que se tardaba en decirmedia hora, pero le pegaba. Era undemonio con rasgos vagamente leoninosy siempre llevaba el pelo rubio rojizolargo. Y como cualquier otro barman,podía llegar a ser excesivamentecharlatán aunque por lo general solíatener más tacto del que estabademostrando esa noche.

—Déjalo ya, Leo.—Lo sabía. Es un íncubo. ¡Esas

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malditas cosas inútiles…!Dejé la botella de golpe.—No es un maldito demonio, ¿vale?

¿Me dejas, por favor, que meemborrache en paz?

—No es un… ¡Ah, no! —negó él,que parecía sobresaltado—. No puedesestar saliendo con un fey. No se puedeconfiar en esos bastardos, Dory.Pregúntaselo a cualquiera.

—Sólo porque te cobran de más portu suministro de…

—¡Me cobran un ojo de la cara! —me interrumpió él, hablando conresentimiento—. Ellos saben que esamierda no puede hacerla nadie más que

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ellos, así que le ponen el precio que lesda la gana y nosotros nos tenemos queaguantar ¡Ni se te ocurra hacer tratoscon ellos!

—Es gracioso… ellos dicen lomismo de los demonios. Además, no esfey.

Leo arrugó su enorme frente.—¿No es humano, no es lobo, no es

demonio, ni es fey? ¿Pues qué queda?—Eh, una vez que te haces vampiro,

ya no hay vuelta atrás —comentó Raydesde las profundidades de mi petate.

Leo dio un salto.—¿Qué demonios…?Algo vibró contra mi cadera. Era el

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móvil que llevaba dentro del petate,pero estaba apretujado justo contra mí.Estuve a punto de no contestar pero eraMircea, y pensé que antes o después ibaa tener que hablar con él. Y teniendo encuenta lo mal que me iba cuando estabasobria, decidí que por una vez podíaprobar a hablar con él estando borracha.

—¿Estás saliendo con un vampiro?—preguntó Leo con una expresión desorpresa.

—No, solo botando un poco —dijoRay.

—Yo no estoy…, ¿qué es eso deestar botando? —dije yo, einmediatamente apreté el botón de

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«hablar» del teléfono.—¿Dorina?Esa vez Mircea no hacía grandes

esfuerzos para que su voz sonara dulce,me percaté yo de inmediato.

—¿Sí?—¿Dónde estás?—En el centro. En Leolintricallus…

no sé qué. La palabra sigue.—Por cada siglo que vivimos nos

añadimos otra sílaba al nombre —explicó Leo, frunciendo el ceño—.Aunque jamás pensé que viviría paraver algo como esto. ¿En qué cielosestabas pensando para enrollarte con unvampiro?

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—No estaba pensando.—Eso está claro.Guay. Sólo había una cosa peor que

enamorarse de un vampiro, y era queLeo le contara a todo el mundo que yome había enamorado de un vampiro.

—Escucha, Leo, no es lo que tú…—¡Dorina! —gritó la voz de Mircea.—Pareces cabreado.—¡Y no será porque no tenga

motivos! —exclamó Mircea.—¿Y ahora qué pasa? —pregunté yo

con cautela.—Punto número uno —contestó él

serio.—Espera. ¿Cuántos puntos hay en

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total?—¡No me digas que te persiguen los

sabuesos y que después volverás allamarme si luego no vas a llamarme!¡Llevas casi toda la noche sin responderal teléfono!

—Pero es que llevo casi toda lanoche sin…

—Punto número dos: tienes libreacceso a mis propiedades, ¡pero teagradecería que en el futuro mi camaquedara fuera de tus límites!

—¡Uau! ¿Has estado botando en lacama de tu papá? —preguntó Leo,levemente impresionado.

—¡Deja ya de escuchar las

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conversaciones ajenas! —exclamé yo.—¿Me tomas el pelo? Por lo que

cuentas, tu vida últimamente es bastantemás interesante que las telenovelas —sedefendió Leo.

—¡Dorina…!La voz de Mircea sonó como si

estuviera apretando los dientes.—¿Es que hay un punto número tres?

—pregunté yo—. Porque estásinterfiriendo aquí con mis copas.

—Sí. Si no te supone un graveinconveniente, me gustaría hablar conLouis-Cesare.

—Lo siento. Se te ha escapado.—Pero Horatiu dice que se marchó

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detrás de ti, siguiéndote.—¿Siguiéndome? —repetí yo con un

repentino mal presentimiento.Abrí el saco y ahí estaba, vibrando

muy levemente. Me quedé mirándoloincrédula por un momento. Louis-Cesareme había puesto un rastreador. El hijode puta me había tratado con el mismomaldito encanto con el que lo habíatratado yo.

—Voy a tener que llamarte luego —le dije yo seria a Mircea.

Al instante cerré el teléfono y melevanté de un salto.

Pero me topé de lleno con un par deojos azules airados.

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—¡Oh-oh! —musitó Ray.Louis-Cesare no dijo nada, a menos

que uno contara la respiración pesadacomo una forma de expresión.

—Escucha, no es lo que tú piensas—me apresuré a decir yo mientrasagarraba el saco con fuerza—. Queríallevarme a Ray para que pudiéramoshablar…

—No hay nada de qué hablar. Vas adevolverme al vampiro. Ahora.

Se podía decir que me hablabaexactamente como un rey habla a susiervo. Eso me puso furiosa.

—Yo no soy una de tus siervas —solté yo—. No puedes darme órdenes. Y

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si me escucharas un momento, sabríaspor qué tú no quieres en realidad llevara Ray ante Elyas.

—Sé exactamente lo que quierohacer.

—Vale, pues entonces, mientrasestás ahí de pie, puedes preguntarle quéestaba haciendo Elyas en la discotecajusto antes de que encontraran muerto alfey —dije yo con sarcasmo—. Y porqué piensa Ray que es él quien tiene laruna y que su intención es quedárselaademás de quedarse con Christine. Y yade paso pregúntale también por quéElyas te está tomando el pelo.

Por un momento se hizo el silencio.

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—Una idea excelente —dijo Louis-Cesare al fin en voz baja.

Acto seguido desapareció.Me quedé ahí de pie un segundo,

mirando boquiabierta el espaciorepentinamente vacío. Yo había visto alos vampiros moverse rápidamente, peroaquello era ya sencillamente ridículo.Entonces cogí el saco y me dirigí a lapuerta.

—¿Qué estás haciendo? —exigiósaber Ray al verme atravesar corriendoel garaje, aporreando sin parar lasllaves en el llavero con el dedo pulgar.

—Volver.—¿Te has vuelto loca?

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—Ahora mismo no.Subí al asiento del conductor, arrojé

a Ray sobre el asiento de al lado yarranqué, todo con un solo movimientofluido. Louis-Cesare iba a pie; con unpoco de suerte si no había muchotráfico, quizá tuviera una oportunidad.

—¡Genial! ¡Casi me lo trago! —exclamó Ray mientras salíamos delgaraje, quemando la goma de losneumáticos—. Cuando dos maestros deprimer nivel están decididos a hacersepedazos el uno al otro, lo mejor esapartarse de en medio.

En términos generales yo habríaestado de acuerdo con él. Pero Louis-

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Cesare no podía ganar ese combate deninguna de las maneras: si Elyas tenía laruna Louis-Cesare estaba perdido; y sino la tenía y Louis-Cesare lo mataba,entonces habría violado la prohibiciónestablecida por el Senado. Y loscastigos del Senado en ese caso erandraconianos incluso cuando no habíaguerra.

Cinco minutos más tarde frené tan degolpe delante del edificio, que la partede atrás del coche se zarandeó de lado alado. Salté del coche, agarré el saco endonde llevaba casi todas mis armas y medirigí a la puerta principal.

—¿Y el resto de mi cuerpo? —

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chilló Ray.—¡Quédate en el coche!—¿Y si aparece el maestro?Le arrojé las llaves y grité:—¡Huye y déjalo atrás!Lo último que vi antes de girar en el

primer recodo de las escaleras fue suvelludo culo al inclinarse para buscarlas llaves por el suelo.

Subí las escaleras de tres en tres conla esperanza de llegar a tiempo. Pero nofue así. Apenas había alcanzado elvestíbulo cuando capté la ola de poderque irradiaba del apartamento y queatravesaba a cada uno de los vampirosque había allí y que habían probado

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alguna vez la sangre de Elyas.Marlowe tenía razón: la muerte de

un vampiro supone un duro golpe parasus hijos, y jamás es tan cierto comocuando quien muere es un maestro deprimer nivel. Los vampiros sacudían lacabeza, la confusión y el miedoatenazaba a los más jóvenes, y uno deellos incluso gritó y se desmayó delimpacto. Pero en el apartamento habíamaestros suficientes como parareagruparse, y con rapidez.

Por todas partes se cerraron puertasy ventanas, incluyendo las que ibanquedando detrás de mí. Yo apenas me dicuenta. Pasé por encima del portero que

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se había desmayado y corrí por lasescaleras en dirección a la ráfaga depoder.

Al llegar a lo alto de la escalinata ellargo pasillo se dividía en dos. Al finalde uno de los extremos había una puertaabierta. Seguí en esa dirección. La saladel fondo resultó ser una enormebiblioteca con una chimenea, un par desillones de piel de color granate, unamesa de madera de cerezo y un hombremuerto.

Tenía la cabeza inclinada sobre losbrazos casi como si estuvieradurmiendo. Los rizos rubios le caíansobre la chaqueta de terciopelo verde, a

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juego con las cortinas y loscomplementos de mármol del escritorio.De no ser por el cuchillo que lesobresalía de la espalda y por elempalagoso olor a sangre, quizá yo nohubiera caído en qué era lo que nocuadraba.

Aunque también es cierto que elvampiro que estaba de pie a su lado,aferrado a otro cuchillo con una hojalustrosamente roja de sangre, podíahaberme dado una pista.

Por un momento me quedé ahí,mirando. Teniendo en cuenta que a losvampiros maestros no se les da bienobedecer órdenes, yo esperaba

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encontrarme con una pelea o quizá conun duelo. No se me había ocurrido queme encontraría con un asesinato a sangrefría.

Salí de mi estado de perplejidad ycerré la puerta.

—¿Lo has matado?—Non.Louis-Cesare alzó la vista hacia mí.

Tenía los ojos negros a causa de laconmoción.

—Entonces, ¿qué demonios…?—Vine aquí a exigirle que me

devolviera a Christine. Y me lo encontréasí.

—¿Estaba ya así cuando yo llegué?

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¿Ésa es tu coartada? —soltó Ray desdedentro del petate.

—¡Yo no necesito ninguna coartada!—le gritó Louis-Cesare tenso—. ¡No hehecho nada!

—¿Pero sostienes un cuchillo en lamano porque…? —seguí preguntandoyo.

—El cuchillo estaba en el suelo y lasangre que le caía encima procedente dela herida lo estaba cubriendo. Lo recogípara quitarlo de en medio, y justocuando yo me agachaba él murió.

Me quedé mirándolo incrédula. Siésa era su historia, la había cagado.Entonces oí pisadas que se acercaban

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corriendo por el pasillo y me di cuentade que en realidad daba igual. Louis-Cesare podía tener la mejor coartada detoda la historia de las coartadas; ningúnvampiro se molestaría en escucharla alver a su maestro recién asesinado.

Teníamos que salir de allí. Ya nosocuparíamos después de lasconsecuencias. No había más que unaventana en la biblioteca. Mejor dicho,no quedaba ninguna. La energía liberadaal morir Elyas la había volado por losaires. La brisa entraba en la biblioteca yrevolvía las cortinas. Retiré los cristalesque quedaban con el codo y miré paraabajo. La caída era de cinco pisos sobre

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un suelo de cemento; para mí el salto eraimposible. Pero Louis-Cesare sí podíahacerlo.

—Puedes darme un… —comencé yoa decir, girándome hacia él.

Justo a tiempo de verlo desaparecerpor la puerta de la izquierda.

—¿Adónde demonios va? —preguntó Ray.

Yo simplemente sacudí la cabeza ycorrí tras él. La puerta daba a unaespecie de salón con una enormeventana y un montón de sillones deaspecto cómodo.

No había nadie, pero frente a lapuerta de la biblioteca había otra puerta

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más que estaba abierta. La atravesétambién y encontré a Louis-Cesare, queestaba a punto de abrir una tercerapuerta cerrada.

—¿Qué estás haciendo? —lepregunté con un tono exigente.

Se oían los golpes de alguien quellamaba a la puerta de la biblioteca.

—Buscar a Christine.Louis-Cesare le dio una patada a la

puerta y desapareció.—¿Ahora? ¡Cómo te encuentren aquí

te van a matar!—¡Pero si no me la llevo de aquí la

matarán a ella en tres días!—¡Pero si ni siquiera sabes si está

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aquí! ¡Elyas podría tenerla en cualquierparte!

Louis-Cesare ni siquiera dejó decorrer. Desapareció en una habitaciónque me pareció un baño mientras yomiraba a un lado y a otro entre esaestancia y el despacho. ¡Maldita sea! Medi la vuelta y seguí corriendo.

La puerta de la biblioteca temblabacon los golpes que recibía desde fuera,pero debía de tener un hechizo deprotección porque de momento aún no sehabía derrumbado. Yo no sabía cuántotiempo más iba a aguantar, pero teníaque echarle otro vistazo al cuerpo. SóloDios sabía en qué condiciones estaría

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cuando se presentara la gente delSenado allí, y siempre era mejor tener auna testigo dhampir que no tener ningúntestigo en absoluto.

El enorme sillón de piel teníaruedas, así que no me resultó difícilretirarlo un par de centímetros de lamesa para echarle un vistazo al cuerpopor debajo. Las únicas luces de labiblioteca eran la escasa claridad queentraba por la rendija de la puerta,procedente de los apliques del pasilloque llevaban horas ardiendo, y el reflejogris de la ciudad que entraba por laventana. Al principio no vi nada exceptola forma poco natural en que se ladeaba

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la cabeza y la raja de sangre coagulada yhúmeda del cuello cortado. Peroentonces saqué un lápiz y le retiré elcuello de la camisa. Y ahí estaba: unbrillo de oro.

—No lo pillo —dijo Ray—. Tienela runa, eso lo sé. Pero entonces, ¿cómoes que está muerto?

Tiré de la cadena y deduje por elpeso que Ray tenía razón antes inclusode mirar en el interior del colgante. Nome pareció tan llamativo como habíadicho Ray, aunque lo del tamaño sí eracierto. Era grande, puede que midieraunos diez centímetros de diámetro yestaba bellamente elaborado. La estrella

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de oro y sus puntas captaban la luz de talmodo que reflejaban un arco iris en elsuelo.

—¿Por Jókell? —sugerí yo, alzandoel colgante.

—Sí, eso es —confirmó Ray.Se oyó un fuerte crujido. Alcé la

vista hacia la puerta y comprendí quealguien había tratado de abrirla de unapatada. No lo había conseguido, pero lamadera comenzaba a inclinarse por laparte del centro y a astillarse. Sólo elhechizo evitaba que cediera porcompleto, pero hasta el mismo hechizocomenzaba a fallar. Se nos acababa eltiempo.

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Le saqué el colgante por la cabeza ylo metí en el petate. Perdí un segundocomprobando la forma en que le salía elcuchillo por la espalda, tratando deasegurarme de que comprendía lo quehabía ocurrido. Y luego salí corriendojusto en el mismo momento en que oíacómo estallaba la puerta en mil pedazos.

Mientras tanto un par de vampiroshabían sido lo suficientementeinteligentes como para tratar de llegar ala biblioteca por el camino más largo.Supongo que el salón o sala de esperatambién debía de tener un hechizo deprotección, porque me encontré conellos en el baño. Uno de ellos era

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maestro de grado medio, quizá de unnivel cinco. Intentó darme un puñetazoen la cabeza. Me aparté a un lado y ledio a un espejo. Los cristales rotossalieron disparados por todas partes, locual me dio una oportunidad parahincarle profundamente un palo ardiendoen los pantalones.

Los rasgó y produjo una llamarada yun silbido, y él cayó dentro de la bañerachillando y buscando a tientas el lavabo.El bebé vampiro que estaba con él sequedó ahí de pie por un segundo ydespués levantó las manos. Yo puse losojos en blanco y lo empujé paraapartarlo de mi camino y salir

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corriendo.El baño daba al pasillo, donde a

esas alturas ya se agolpaba una multitudde gente apelotonada junto a la puertarecién derribada. Y por supuesto una deesas personas me vio. Se produjo uno deesos momentos de perplejidad en losque todo el mundo se queda paradomirando a los demás, pero acontinuación vino el estallido colectivo,por supuesto en mi dirección. Sinembargo Louis-Cesare asomó la cabezapor la puerta de un dormitorio pequeño,tiró de mí y volvió a cerrar.

Sí, como si eso fuera a servir dealgo.

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Un segundo más tarde alguienatravesó esa puerta con el pie y justodespués de retirarlo yo arrojé una esferapor el agujero. Estaba diseñada parahacerles olvidar a los vampiros la razónpor la cual estaban luchando. Pero obien mi bola era defectuosa o bienaquellos vampiros estabanespecialmente motivados, porquealguien metió la mano por el agujero, meagarró del brazo y me golpeó la cabezacontra la puerta.

Retorcí aquella muñeca hasta que mesoltó y me giré hacia la habitaciónaunque aún seguía viendo las estrellas.Y entonces vi a Louis-Cesare, que

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tomaba a una mujer en brazos.—Tenemos que sacarte de aquí —le

decía él en voz baja.No había luz en el dormitorio, pero

la luz de la luna que se derramaba poruna ventana abierta destacaba suspómulos, sus sensuales labios y unbrillante pelo negro recogido en unmoño. Parecía una modelo, si es que enel siglo diecinueve existían ya lasmodelos, porque el camisón de cuelloalto de lino blanco tenía todo el aspectode haber sido confeccionado en esesiglo. Y la chica olía a manzanas: frescay suculenta.

¡Oh, sí! Sí que había estado

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sufriendo, pensé yo malévolamente.Pero entonces el brazo volvió a

agarrarme.Metí el cuchillo por el agujero justo

cuando la mujer alzaba el rostro haciaél. Ella sonrió.

—¡Louis-Cesare!La ventana daba a un balconcillo. Él

la llevó hasta allí y miró para abajo.—Es una caída importante —le dijo

en francés—. Aterriza de pie, enposición fetal.

Ella sacudió la cabeza y se aferró alcuello de él.

—Es demasiado alto para mí.—No es demasiado alto —me

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contradijo él con paciencia—. Tienesque intentarlo.

Ella sacudió la cabeza con másviolencia y comenzó a dar muestras depánico al mirar para abajo.

—¡No! No, no puedo. ¡Por favor, nome obligues a…!

—¡Oh, por el amor de Dios! —exclamó Ray—. ¿Qué te pasa? ¿Tienesmiedo de que se lastime?

Louis-Cesare me miró.—En eso estoy de acuerdo con Ray

—dije yo mientras alguien rompía lapuerta a patadas.

La puerta cayó sobre una de lascolumnas del dosel de la cama, que la

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bloqueó en parte, pero de todos modosvarios vampiros entraron por lasrendijas abiertas a los lados. Louis-Cesare dejó a Christine en el suelo paraenfrentarse a ellos, y ella saliócorriendo hacia una estancia contigua.Yo la seguí y me la encontré pegada a lapared del fondo de un diminuto vestidor.

—¡Por favor, por favor, no permitasque me obligue a hacerlo! —me rogó.

Mi primer pensamiento fue queLouis-Cesare tenía razón: su halo depoder era tan débil, que podía decirseque era una recién nacida. De no haberestado atenta, quizá incluso hubierapodido confundirla con una humana. Mi

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segundo pensamiento fue que paratratarse de una persona que no le teníamiedo a nada, a mi juicio parecíacondenadamente tímida.

Y mi tercera idea fue que su cabezaquedaría encantadora en lo alto de unapica. Sin embargo traté de olvidar esoúltimo y la agarré de la muñeca.

—Vale —le prometí—. No pasanada. Louis-Cesare no te obligará ahacer nada que no quieras hacer.

—¿Me lo prometes?Estaba realmente despampanante con

aquellas trémulas lágrimas vibrando ensus ojos negros y las mejillasruborizadas.

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—Te lo prometo —le dije al tiempoque tiraba de ella hacia la puerta.

La chica me siguió mansamente.Retrocedió cuando vio que Louis-Cesare rompía un poste del dosel de lacama de un golpe. Lo metió a presióncontra la puerta, que de algún modohabía conseguido colocar de nuevo en susitio.

—¡Tenemos que irnos!—¡No podría estar más de acuerdo!

—contesté yo al mismo tiempo queempujaba a Christine por el balcón.

Louis-Cesare corrió a la barandillapara mirar para abajo.

—¿Qué has hecho? —me preguntó

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incrédulo.—Era necesario.Saqué un arma y la vacié contra el

enjambre de vampiros que nos seguían.Y de pronto él me rodeó con el brazopor la cintura y estábamos cayendo.

Aterrizamos sobre algo duro aunqueno tanto como el cemento, y enseguidasalimos corriendo hacia Central Parkcon un fuerte chirrido de neumáticos.Íbamos en el Lamborghini. Christine ibadelante, aferrada al asiento. Rayconducía.

—¡Tú no puedes conducir! —gritéyo al mismo tiempo que trataba de meterlas piernas dentro del coche.

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El vehículo atravesó la calle endiagonal a toda velocidad, directo haciala curva.

—¡Y una mierda!Saltamos por encima de la curva y el

traqueteo estuvo a punto de arrojarmefuera del coche. Me agarré al asiento dedelante, donde iba sentada Christine,justo al caer sobre un sendero delparque en dirección a una fuente. Yentonces alguien comenzó a dispararnos.

Lo único bueno de todo el asunto fueque a medianoche incluso los másnoctámbulos se habían ido a dormir lamona. Fue una suerte para ellos porqueRay era el peor conductor que yo había

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visto nunca. Y eso fue después de que yosacara su cabeza del saco y la dejaraencima del salpicadero.

—¡Buah! ¡Así es todavía peor! —dijo Ray.

Y eso que yo trataba de que sus ojosmiraran hacia delante.

—¿Cómo va a ser peor?—¡Porque ahora tengo doble visión!

¡Quítala! ¡Quítala de ahí!Ray le dio un golpe a su propia

cabeza y la lanzó tambaleándose sobreel regazo de Christine. Ella se pusoinmediatamente histérica y la lanzólejos. La cabeza cayó fuera del coche.Ray frenó de golpe y el coche chirrió.

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—¿Qué estás haciendo? —le gritéyo. Él salió fuera de un salto—. ¡Nosestán disparando!

¡Pong!, sonó por debajo del coche.Louis-Cesare había sacado un arma

del saco y les estaba devolviendo losdisparos, y o bien era un buen tirador obien tenía suerte porque la ruedadelantera izquierda del coche que nosperseguía de pronto estalló. Laexplosión del neumático provocó que elcoche comenzara a dar violentosbandazos y que terminara chocandocontra un árbol y desapareciendo en elagua junto a un embarcadero.

Aproveché el respiro para tratar de

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meter la cabeza por debajo del coche yayudar a Ray a buscar la pieza que lefaltaba, pero el chasis quedaba tanpegado al suelo que apenas cabía.Estaba tanteando el hueco con el brazocuando sentí que una ráfaga de disparosbombardeaba mi puerta. Me golpeé lacabeza contra el suelo. Un simplevistazo bastó para comprobar que losvampiros se asomaban por elembarcadero. El reflejo de la luz de unafarola sobre los cargadores de sus armasdemostraba que apuntaban hacianosotros.

Y entonces el coche despegó,llevándome a mí medio colgada.

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Por suerte Ray había decididomoverlo solo unos pocos metros. Segúnparecía tenía el mismo problema que yopara sacar la pieza que le faltaba dedebajo. Frenó de golpe, pero arañó todauna pared de roca a lo largo y bloqueótodo intento de Christine por escaparfuera del coche. Entonces ella se giróhacia el otro lado y trepó al asiento deatrás justo en el momento en el que yovolvía a deslizarme dentro del coche,tras la protección del parachoques.

Louis-Cesare la sujetó con una manomientras con la otra les devolvía losdisparos a los vampiros, pero a juzgarpor el número de balas que acribillaban

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el suelo a mi alrededor, la cosa no leestaba saliendo demasiado bien. Porquela mitad de esas balas eran de él.

—¿Quieres parar de una vez? —lesolté yo de mal humor—. Si me van adisparar, preferiría que fueran losmalos.

Él me miró por encima de la cabezade Christine, que seguía histérica y quese aferraba a su cuello sin parar dellorar.

—¡Y si tú te dieras prisa podríamossalir de aquí antes de que terminen dearreglamos el coche!

—¡Vaya! ¿Cómo no se me habráocurrido antes?

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Las balas no cesaron de acribillar laparte posterior del deportivo de Radumientras yo asomaba la cabeza pordebajo. Pero al final pude ver el blancode dos ojitos que me miraban de malhumor desde muy cerca de la ruedatrasera derecha. Barri el espacio conuna pierna y la golpeé por un lado. Lacabeza salió rodando de debajo delcoche en el instante justo en el quepasaba una bala, que la taladró por lafrente.

—¿Qué…? ¿Qué ha sido eso? —exigió saber Ray con los ojos bizcos.

Yo pillé la cabeza por las puntas delos pelos para mantenerla bajo control.

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—Nada —le dije, lanzando lacabeza al asiento de atrás.

Arrancamos al instante.Los vampiros dejaron el coche

abandonado en el agua y nos siguieron apie, lo cual fue una estrategia inteligenteteniendo en cuenta la cantidad deobstáculos que nos encontramos por elcamino. Nos iban alcanzando y Ray nohacía más que maldecir. Mientras tantoChristine gemía:

—¡Por favor, por favor, dejadmesalir!

—¡Si te dejo salir te dispararán! —le dijo Louis-Cesare en francés.

—¡No me dispararán! —exclamó

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ella sacudiendo con fuerza la cabeza.Una cascada de pelo negro como elébano flotó sobre sus hombros—. Losconozco, ¡puedo hablar con ellos!

—No creo que ahora tengan ganasde hablar —dije yo.

Louis-Cesare la empujó hacia mí yyo se la devolví de otro empujón.

—Tú no puedes manejar la palancade cambios —me recordó él.

—Ni tampoco puedo disparar ysujetar a tu amiga al mismo tiempo —dije yo bruscamente, trepando porencima del asiento.

—Tranquilos, enseguida losperderemos de vista —dijo Ray. Yo

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traté de manejar el volante—. Tengo unportal ahí delante, aquí mismo.

—¡No podemos atravesar otroportal! —exclamé yo.

Íbamos rebotando por encima decolinas de hierba, y según parecía nonos saltábamos ni una sola piedra nibache.

—Yo tampoco estoy ansioso poratravesarlo, pero ¿se te ocurre algomejor?

—¡Cualquier otra sugerencia esmejor! —contesté yo. Dejé caer la parteque le faltaba sobre su regazo y traté desentarme detrás de él—. Si atravesamosun portal estallaremos.

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—La última vez no estallamos.—¡La última vez yo no llevaba

encima el saco!—¿Y qué pasa con eso? —preguntó

Ray con la mejilla aplastada contra elvolante.

—Que llevo masilla.—¿Qué masilla?—La masilla que iba a usar para

volar el portal de tu despacho —dije yo,jadeando hasta que por fin me di cuentade que él llevaba puesto el cinturón deseguridad.

Una bala me cortó el pelo mientrastrataba de quitárselo.

—Pues no la actives y así no esta…

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—¡No hace falta activarla! —gritéyo. Por fin conseguí soltar el cinturón deseguridad—. Detonaría automáticamenteen cuanto entrara en contacto con laenergía del portal. Y no solo nos mataríaa nosotros, sino que volaría una manzanaentera de edificios.

Ray se puso pálido.—Entonces puede que prefieras

girar aquí —dijo Ray justo en el instanteen el que una grieta de luz que yoconocía bien se abría ante nosotros.

Torcí el volante con fuerza a laderecha. El velludo culo de Ray saliódisparado hacia el asiento del copiloto.Arañamos toda la madera de un banco y

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entramos derrapando por una calle, peroconseguimos volver de nuevo al asfaltoaunque no hubiéramos resuelto todosnuestros problemas.

Me incliné sobre el asiento de atrásy grité:

—¿Adónde?Louis-Cesare me lanzó una mirada

lastimera y contestó:—¡Exijo la audiencia de los

vampiros!—¡Viva la adrenalina humana! —

grité yo a mi vez con la misma fuerza—.¿Adónde?

Louis-Cesare tragó y miró de frentehacia lo inevitable.

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—Tenemos que informar de esto.Yo asentí y cambié de marcha. Por

primera vez en mi vida me sentíaverdaderamente aliviada por dirigirme ala central de los vampiros.

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19

Había transcurrido una hora y Elyasseguía todavía muerto. Estábamos devuelta en el mismo edificio y las cosascomenzaban a ponerse un tantoespeluznantes. Aunque no por el cuerpomuerto sino por los que seguían vivos.Por decirlo de algún modo.

La prueba número uno estaba en elpasillo justo ante la puerta del despacho.El vampiro debía de ser muy joven ytener muy poco poder por sí solo,porque sin la ayuda de su maestroapenas era más que un autómata.

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Llevaba una escoba en una mano y unrecogedor en la otra y se había pasadobarriendo el mismo trozo de sueloperfectamente limpio y brillante almenos diez minutos.

Yo tuve una extraña visión de él ahíde pie, barriendo una y otra vez elmismo pedazo de suelo hasta quedarseseco y comenzar a desmoronarse. Hastaconvertirse él mismo en polvo. Si losbrazos eran lo último que se convertíaen polvo, entonces podría inclusobarrerse a sí mismo.

—¿Cuánto tiempo se tarda enencontrar una bala perdida? —preguntóuna voz malhumorada, sacándome de la

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neblina del agotamiento.Ray fue la prueba número dos de lo

tenebroso que era ese apartamento de nomuertos. Él, Christine y yo estábamos enel salón que había junto a la biblioteca,esperando a que los peces gordosdecidieran cuándo nos necesitaban. Yotrataba de aprovechar la oportunidadpara sacarle la bala del cráneo a Rayantes de que se le cerrara la herida. Perohasta ese momento no había tenidodemasiada suerte.

—Estoy intentándolo —le dije.Lo tenía maliciosamente arrinconado

sobre mi regazo, encima de una toalla.Pero si él se esforzaba podía alzar la

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vista para mirarme. Y había estadoesforzándose mucho.

—Vale, pues date prisa. Empiezo atener migraña.

—No es culpa mía. La hoja delcuchillo no es lo suficientemente larga.No consigo llegar hasta el fondo.

—¡Pues utiliza otra cosa!—¡No tengo ninguna otra cosa! —

contesté yo, sacándole la bala delcráneo justo en ese momento. De prontoChristine saltó y se marchó del salón—.¿Qué le pasa a esta ahora?

Ray puso los ojos en blanco.—¿Y a quién le importa? Lo mío sí

que es una emergencia. Como no

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encuentres esa maldita cosa voy a tenerque ir a ver a un bokor. Y odio a esoshechiceros.

Se refería al tipo legal delnigromante. Trabajaban para losvampiros: les curaban el cuerpo delmismo modo que un panadero amasa lamasa del pan.

—¿Y qué tienen de malo los bokors?—No son más que haraganes. Y no

te creas nada de lo que te cuentan en losanuncios.

—¿Qué anuncios?—Pues ésos que salen en la parte de

atrás de todos los periódicos.—No he leído nunca ninguno.

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—Sí, los que te prometen que te vana poner las cosas más grandes.

—¿Qué cosas?—Pues ya sabes, las cosas. El que

fui yo a ver quiso cobrarme una fortunay no hizo más que dejármelo lleno debultos.

—¡Ah!Ya había visto a su Señor Bulto. Ray

debería de haberlo demandado.Christine volvió un minuto más tardecon una cesta de lana del brazo,ofreciéndonos unas agujas de hacerpunto.

—Puede que te ayude.—Mal no me va a hacer.

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Nuestros dedos se rozaron alpasarme las agujas y ella apartó la manocomo si se hubiera quemado.

—No voy a morderte —le dije yocon impaciencia.

—Lo siento.Christine parpadeó varias veces y se

llevó la mano al pelo con nerviosismo.Pareció horrorizada al notar que lollevaba despeinado y a toda prisa volvióa recogérselo en un moño. El peinado ledespejaba la cara y no le sentaba mal.

—Es que… nunca antes habíaconocido a una dhampir.

—¡Qué suerte! —musitó Ray.—¿Y cómo sabes que lo soy? —

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exigí saber yo.—Me lo ha dicho Louis-Cesare.—¿En serio? ¿Y qué más cosas te ha

dicho?—¡Ay! ¡Cuidado! —se quejó Ray.Bajé la vista y comprobé que le

había metido una aguja en un ojo.—No me ha dicho nada más —dijo

Christine, volviendo a sentarse.Nada más volver se había quitado el

camisón manchado de sangre,demostrando unos escrúpulos queresultaban extraños en un vampiro. Eltraje que llevaba en ese momento era deun color rosa fuerte con mucho encajehecho a mano alrededor del cuello. Le

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sentaba bien a su pelo negro y brillante,a sus finos rasgos y a sus enormes ojosmarrones.

Volví a las agujas pero sentíaquellos ojos fijos sobre mí como ungran peso.

Suspiré. Sabía que esto iba aocurrir. Probablemente ella captaba lafragancia de Louis-Cesare en mí de lamisma manera que yo captaba esa mismafragancia en ella. Y aunque es cierto queun siervo no debe criticar a su maestroni aunque sea el favorito, era lo justo.

Alcé la vista esperando elcomentario, pero ella no dijo nada. Sequedó simplemente sentada, con los ojos

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fijos sobre los míos y sin vacilar. Y lomás extraño de todo era que suexpresión no parecía desafiante. Siacaso encerraba cierta admiracióninfantil.

—Haz una foto; siempre dura más —le aconsejó Ray.

Ella parpadeó.—Lo siento —volvió a disculparse

conmigo—. No pretendía quedarmemirando. Pero es que tengo que admitirque te encuentro fascinante.

Yo lo que encontraba fascinante eraque la aguja no dejara de avanzar. Lamitad había desaparecido ya en elinterior del cráneo de Ray, pero de

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momento no se había topado con nada.Es decir, con nada duro. Traté de girarlapero entonces los ojos de Ray dejaronde bizquear.

—¿Por alguna razón en particular?—le pregunté a Christine.

—Matas vampiros.—Sólo a los malos —puntualicé yo,

tratando de evitar que volviera aasustarse.

—Todos son malos.De no haber sido por la seriedad de

su bello rostro, habría creído que meestaba tomando el pelo.

—Tú eres un vampiro.—Sí.

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—¿Entonces eres mala?—Sí.—Bueno, esa sí que es una novedad

—dije yo. Ella ladeó la cabeza hacia unlado, adoptando una expresióninterrogativa—. La mayor parte de losvampiros que yo conozco son como elresto del mundo —expliqué yo—.Buscan el modo de justificar lo quehacen para ser los héroes de su propiahistoria.

Por un momento aquellosencantadores ojos me miraronextrañados, frunciendo el ceño.

—Pero eso es inútil. Negar lo queuno es no cambia en nada las cosas. El

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mal es el mal, y da igual la aparienciaexterna.

La conversación comenzaba aadquirir un tono ligeramente surrealista.Y eso que yo estaba acostumbrada amantener conversaciones con Radu.

—Entonces, ¿te proclamas a timisma como un vampiro malo? —pregunté yo. Ella asintió—. Yo matovampiros —añadí yo. Otro asentimiento—. ¿Así que debo matarte?

—Sí, pero todavía no —me contestóella seria—. Todavía tengo queredimirme a mí misma.

—El ascensor no sube hasta arribadel todo, ¿verdad? —musitó Ray. Bajó

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la vista a media asta y comenzó aesbozar una perezosa sonrisa—. ¡Oh, sí,nena! Justo ahí. Ése es el punto. Dale unpoco…

Empujé precipitadamente la agujaotro poco más y Ray se calló.

—Creía que pensabas que losvampiros habían perdido el alma —lerecordé a Christine—. ¿Cómo vas aredimirte si no tienes alma?

—No es fácil —me contestó ellamuy seriamente—. Durante años nopodía comprender cómo Dios habíapermitido que me ocurriera esto a mí.Me sentía traicionada, perdida, no sabíaqué camino seguir. Odiaba a mi maestro

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por haberme hecho así, por darme estosdeseos tan terribles…

—Pero eso ya lo has superado —afirmé yo sin molestarme en ocultar elsarcasmo.

Christine, sin embargo, no pareciócaptarlo.

—Sí. Él no pretendía hacerme unmal, sólo convertirme en lo mismo queera él. Porque él no se ve a sí mismocomo un monstruo, ¿lo sabías? —preguntó, aparentemente sorprendida.

Yo me quedé mirándola.—¡Pero de no haber sido por ese

supuesto monstruo, tú estarías muertahace muchos años!

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Ella se irguió hacia delante y asintiócon firmeza.

—Sí, sí, precisamente. De eso esdelo que me di cuenta al final. Louis-Cesare estaba haciendo el trabajo deDios aunque él no se diera cuenta. Yotenía que vivir esta vida, tenía que teneresta oportunidad. Me comprendes,¿verdad?

—Bueno, me alegro de que hayassuperado toda esa asquerosa culpa —ledije yo.

De pronto la punta de la aguja saliópor la parte de atrás de la cabeza de Raycon una gota de sangre.

Christine y yo nos quedamos

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mirándola un momento.—¿Es para…? ¿Para qué se supone

que es? —preguntó ella.—¿Para qué es qué? —preguntó

Ray, mirándome y poniendo los ojos enblanco—. ¿Me has sacado ya la bala?

—Mmmm.—¡Dorina!La voz menos agradable de Mircea

interrumpió mi dilema. Había estado deun humor de perros desde que noshabíamos presentado en su casa con untipo desnudo y sin cabeza, una rehénaterrada y un montón de vampirospersiguiéndonos y gritando que Louis-Cesare era un asesino.

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Imagínate.Cogí la cabeza de Ray, me la metí

debajo del brazo y me dirigí lentamentehacia la puerta, donde Mircea, Marlowey otro vampiro viejo que yo no conocíatrataban de sujetar al hombre muerto.Louis-Cesare estaba sentado a un ladode un sofá con la cabeza entre lasmanos. Por su aspecto se diría quesentía lo mismo que yo. Dudo que setratara de una pose anticuada de buenaeducación con la cual pretendíademostrar meramente fatiga; más biencreo que por fin veía de frente laprofundidad de la mierda en la queestaba metido.

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Guay, pensé yo funestamente.Mircea ese día tenía un aspecto

campechano. Llevaba un traje azul clarocon el toque gris perla de la corbata. Sehabía quitado la chaqueta y se habíaremangado las mangas de la camisa.Había examinado al hombre muerto,pero no había querido arruinarse elArmani, supuse yo.

—Estamos preparados para conocertu prueba —me dijo Mircea.

—No tenemos tiempo para esto —dijo Marlowe, pasándose una mano porla masa de rizos ya de por sí enredados.

Marlowe iba vestido con su colorfavorito, el granate oscuro, aunque

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llevaba el traje tan arrugado que tuveque preguntarme si se había vestido atoda prisa.

—Tenemos que tomarnos nuestrotiempo —dijo Mircea con severidad—.Necesito algo, Kit. No puedopresentarme delante del Senado ydefenderlo satisfactoriamente solo conlo que tenemos.

Marlowe sacudió la cabeza con talviolencia, que los rizos se menearon ybailaron.

—La única prueba que ella puedeproporcionamos no hará sino estropearmás el caso; no va a ayudarnos. Ella sellevó lo único que él tenía para

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intercambiar por Christine. Y la actualprohibición de los duelos implica queno hay ningún otro medio para salvarlela vida a un siervo que no sea matar alhombre que le mantiene cautivo.

—Louis-Cesare no tiene porcostumbre apuñalar a la gente por laespalda —señalé yo.

—Razón por la cual habría sido unmodo muy inteligente de matarlo —soltóMarlowe.

Su tono de voz indicaba que élclaramente habría preferido poderecharme a mí la culpa del asesinato, asíque, ¿cómo me había atrevido yo a estarcon otras personas en el escenario y en

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el momento del crimen?—Yo tenía una cita… —comenzó a

decir Louis-Cesare.—Una cita para entregarle lo que te

había pedido como precio por Christine,precio que tú ya no podías pagar —dijoMarlowe.

—¡Llamé a la puerta principal y meabrió uno de sus sirvientes! ¡Y aunquehubiera perdido todo el sentido delhonor y hubiera decidido asesinar altipo a sangre fría, difícilmente habríaelegido esas circunstancias parahacerlo!

—Puede que no, si hubieras sidocapaz de pensar con claridad. Pero tú

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mismo has admitido que estabasalterado —contraatacó Marlowe.

Era bueno haciendo el papel delabogado del diablo, pero incluso yo medaba cuenta de que no sería él el únicoen hacer ese tipo de comentarios. Lascosas se estaban poniendo feas.

—Cuéntame otra vez qué ocurrió —dijo Mircea.

Entre los gritos, las acusaciones y elapuntarse los unos a los otros con unarma, en la central de los vampiros nohabíamos tenido tiempo de hablar condetalle acerca de los acontecimientosocurridos esa noche.

—Después de hablar con Dorina

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volví para enfrentarme cara a cara conElyas y desenmascarar su mentira —dijoLouis-Cesare tenso—. Me hicieronpasar a la sala de espera —añadió,asintiendo en dirección a la pequeñaestancia llena de cómodos sillones—.Estuve esperando. Pero después de unrato me puse nervioso y…

—¿Cuánto rato?—Un minuto, quizá dos. No estaba

de humor para soportar lasdemostraciones de poder de Elyas. Alfinal entré sin que nadie me acompañaray me lo encontré tal y como lo habéisvisto.

—¡Entonces explícame cómo es que

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murió justo en el momento en el que túestabas de pie, sujetando el cuchillo quehabías utilizado para cortarle las venas!—exigió saber Marlowe.

—No puedo explicarlo. Olí lasangre en cuanto abrí la puerta, pero nosabía que era la suya. No descubrí loque había pasado hasta que no meincliné sobre su cuerpo. El cuchilloestaba en el suelo. Lo recogí paraapartarlo de la mancha de sangre. Yentonces, al ponerme de pie, él murió.Lo sentí al producirse la oleada por todala casa, y un segundo después su familiaestaba aquí junto con la mitad o más desus invitados.

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—¡Exacto! ¡Docenas de testigos yuna historia que no creería ni un niño!—exclamó Marlowe, alzando ambasmanos—. Si vas a mentirle al Senado, almenos cuéntales una historia plausible.

—No estoy mintiendo.De nuevo Louis-Cesare hablaba

como el rey dirigiéndose a sus siervos.Y no parecía que a Marlowe le gustarael tono mucho más que a mí.

—Tenía el cuchillo de madera en elcorazón, Louis-Cesare —dijo Marlowe,señalando una cosa llena de sangre yvísceras que en ese momento estabasobre la mesa.

No era la típica estaca vulgar, sino

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un cuchillo tallado a mano con una hojalarga y fina y un dibujo nítido. Inclusome pareció captar un brillo metal en lapunta, puede que de acero o de plata.

Elyas había sido apuñalado con unaestaca de lujo.

Siempre lo mejor para un senador.—Murió nada más penetrar la

madera en el músculo —continuóMarlowe—. La reacción no esretardada. ¡Tú lo sabes!

—Hay dos formas de entrar en eldespacho, como tú mismo puedes ver —dijo Louis-Cesare con un tono de vozhelado—. Alguien debió de entrar por elpasillo, matarlo y marcharse mientras yo

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estaba esperando. El despacho estáinsonorizado. De otro modo yo habríaoído algo.

—¿Y dices que ese misteriosoasesino hizo todo eso en cuánto tiempo?—exigió saber Marlowe, incrédulo—.¿En los treinta y dos segundos que tuvode oportunidad?

—Es posible —comentó Mircea—.Elyas estuvo haciendo el papel deanfitrión durante la mayor parte de lanoche. Sin duda se retiró a su despachopara ver a Louis-Cesare minutos antesde que lo asesinaran. Es perfectamenteposible que fuera la primeraoportunidad que tenía el asesino para

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quedarse a solas con él.—Pero también era la primera

oportunidad para Louis-Cesare.—El maestro no se retiró al

despacho ni diez minutos antes de serasesinado —intervino entonces el viejovampiro a pesar de que nadie le habíapreguntado nada.

Iba vestido de mayordomo y ademástenía vagamente aspecto de serlo. Teníaun abundante pelo moreno y canoso,llevaba unas patillas exageradamentelargas, pobladas y abultadas al estiloantiguo y un mostacho con el que parecíaquerer compensar alguna otra carencia.Probablemente era el vampiro sénior de

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la casa de Elyas.Di la vuelta a la mesa mientras

Marlowe y Louis-Cesare se miraban conhostilidad el uno al otro.

—¿Qué pasa? —me preguntó Mirceaal verme inclinarme sobre el cuerpo.

—¡No lo toques! —ordenó Marlowenada más ver lo que yo estaba haciendo.

—No pensaba tocarlo.Nadie había tocado el cuchillo de

madera que le había penetrado elcorazón, de modo que la parte másancha de la hoja que no había tocadosiquiera la carne seguía siendo unaprueba muy reveladora: sobre esa partehabía un diminuto anillo de un color

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pálido y casi translúcido.—¿Dorina? —preguntó Mircea,

mirando alternativamente la empuñaduradel cuchillo y después a mí con ojospenetrantes.

Él sabía que yo estaba a punto deenseñarle algo. Y maldita sea, así era.

Me puse en pie y di un paso atrás.—Elyas pudo haber sido asesinado

en cualquier momento durante esos diezminutos —afirmé yo.

—¡Imposible! —soltó Marlowe—.Nosotros sabemos cuándo murió. Lareacción la sintió todo el mundo en elapartamento… hasta tú.

Yo suspiré. Revelar aquel detalle

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iba a costarme una fortuna.—Hay un modo de retardar la

muerte.Los ojos de Marlowe se

entrecerraron de inmediato sinabandonar mi rostro ni un segundo.

—¿Cómo?—Ayer me hiciste una pregunta. Me

preguntaste cómo consigo salir de lasdiscotecas y de las casas después dematar al maestro sin que sus siervos seme echen encima de inmediato.

—¿Y?Los ojos de Marlowe se habían

puesto de un negro lustroso, brillante.—Primero le corto la cabeza,

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porque… bueno, a mí no me importaquiénes sean, siempre es un shock parael sistema.

—Jodidamente cierto —comentóRay.

Marlowe ni siquiera desvió la vistahacia él.

—¿Y luego?Era como un condenado perro con su

maldito hueso, pensé yo conresentimiento.

—Luego les ato las manos a laespalda y les clavo la estaca en elcorazón. Pero les clavo una estacaespecial que he preparado previamente,untándola con una fina capa de cera.

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Marlowe abrió los ojosinmensamente.

—No veo qué diferencia puedesuponer eso en cuanto al momento de lamuerte —dijo Mostacho.

—El calor del cuerpo derrite la cera—dije yo, deletreando cada palabra enespecial para él—. Pero no deinmediato. Cuento con entre treintasegundos y un par de minutos para salirdel lugar de los hechos antes de que lamadera de la estaca toque de hecho elcorazón.

—Y puedes controlar la cantidad detiempo de la que dispones por elespesor de la capa de cera —añadió

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Marlowe, parpadeando—. Esendiabladamente sencillo. ¿Cómo no seme había ocurrido a mí?

—Quizá porque tú no matas a tantosvampiros como yo —dije yo en un tonoagrio—. El hecho es que cualquierapodría haber terminado con Elyas;cualquiera puede preparar el cuchillo taly como lo he descrito yo. Despuéssaldría corriendo al pasillo y o bien semarcharía del apartamento o…

—O se uniría al resto de losinvitados como si no hubiera ocurridonada.

—E incluso podría quedarse paraver cómo alguien encontraba el cuerpo y

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así cerciorarse de que todo salía bien —añadió Mircea, que desvió la vista haciaMostacho—. Apreciaría mucho que medieras una lista de todos los invitadosque ha habido aquí esta noche. Invitadoso no invitados.

El vampiro se sintió ofendido en sudignidad:

—¡No puedes creer que ninguno deellos sea responsable del crimen! Te loaseguro, todos los que estaban invitadosaquí eran vampiros de la más alta…

—Por supuesto —murmuró Mirceaen tono tranquilizador—. No esperaríaotra cosa de una casa tan ilustre. Sinembargo se trata de un protocolo

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habitual, y antes o después se te exigiráesa lista.

El vampiro asintió tenso, pero nohizo el menor amago por marcharse. Seconcentró por un momento,probablemente pensando en llamar a unsiervo fiel, pero todos parecían haberdesaparecido. Esbozó una mueca dedesagrado al tiempo que emitía unsonido igualmente expresivo y se dirigióa la puerta para comenzar a soltarleórdenes al primer sirviente humano queencontró.

Mircea le dio las gracias y se volvióhacia el cuerpo con una expresión seriaaún.

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—Fue así como lo hicieron —le dijeyo—. Te lo aseguro.

—No dudo de tu palabra, Dorina —dijo él con énfasis.

—¿Es que no crees que el Senadovaya a creerme?

—Yo no te creo —declaróMostacho—. Es absurdo. Jamás habíaoído decir una cosa así. Un maestro deprimer nivel sencillamente rompería lacuerda y se sacaría la estaca.

—No si acaban de cortarle la cabezay de atravesarle el corazón con esaestaca —contesté yo con sequedad.

Él me miró con una expresión deodio y dijo:

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—Yo puedo hacerlo. Y soy desegundo nivel.

—¿Quieres probar?—¡Dorina! —exclamó Mircea,

lanzándome una mirada que venía adecir algo así como: «Así no nosayudas».

—Créeme, lo sé porque lo he hechomuchas veces —insistí yo—. Funciona.Quizá, si el vampiro en cuestión tienemás tiempo, puede que se invente unmodo de apañárselas. Pero sólo cuentacon unos segundos. Puede luchar unpoco, por supuesto, pero en general sequedan paralizados y la mayor parte deellos ni siquiera se dan cuenta del

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peligro que corren. Creen que he erradocon la estaca, que no les he atravesadoel corazón, que me he marchadodándolos por muertos y que uno de sussiervos los encontrará enseguida. Ymueren antes de darse cuenta de suerror.

Mostacho se giró hacia Mircea.—¡Pero incluso en el caso de que

creas en el testimonio de esta criatura,de todos modos nadie tenía ningunarazón para matar al maestro!

—¡Y una mierda! —exclamó Ray.Yo le di un porrazo con fuerza, y

Ray se calló. Pero Mircea me lanzó unamiradita.

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—Puedes señalarle al Senado queLouis-Cesare tenía el resto de la semanaentera de plazo —le dije yo—. Siplaneaba matar a Elyas, lo mejor era quelo hiciera más tarde, después de agotarlas otras alternativas. No tenía ningunarazón para hacerlo esta noche, y menosde una manera tan pública.

—Eso es lo único que vamos aconseguir —dijo Marlowe mirando aMircea—. ¿Crees que bastará?

Mircea cerró los ojos. No parecíaoptimista.

—El Senado va a reunirse dentro deuna hora en una sesión de emergencia.Pronto lo sabremos.

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Un par de vampiros enormes seacercaron con una camilla, peroMarlowe los despidió con un gesto de lamano.

—Puede que el Senado quiera ver elcuerpo in situ.

—¡Pero pronto amanecerá! —exclamó Mostacho algo escandalizado.

Estaba exagerando porque era solola una de la madrugada. Pero lo ciertoera que Mostacho estaba molesto porqueno sabía durante cuánto tiempo pensabael Senado tener a su maestro ahí,expuesto.

Aquel tipo de cosas constituían ungran tabú en el mundo de los vampiros.

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La protección contra el sol desaparecíaen el mismo momento en el que unvampiro perdía su poder. Y cualquierrayo perdido podía freír el cuerpo hastadejarlo crujiente en cuestión desegundos. El último servicio que unvampiro le ofrecía a su maestro eraproporcionarle a su cuerpo un lugar abuen recaudo, de modo que el sol no lotocara jamás.

La expresión de Marlowe estabaclara: el asunto no podía importarlemenos. Mircea, en cambio, trabajabacon argumentos razonables ytranquilizadores, y su voz tenía talcadencia que resultaba evidente que

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estaba ejecutando su poder, aunque muysutilmente. Mostacho dejó de fruncir elceño y en cuestión de minutos comenzó aasentir como si dejar ahí el cuerposanguinolento de su maestro, tiradoencima de la mesa, fuera la mejor ideaque hubiera oído en mucho tiempo.

Marlowe me miró a los ojos y yosupe que él estaba pensandoexactamente lo mismo que yo: lástimaque ese tipo de cosas no funcionaran conel Senado.

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20

Mostacho se marchó instantes despuéspara ir a buscar cortinas especiales queamortiguaran la luz. Nada más cerrarsela puerta, yo me puse en pie y dejé elcolgante sobre la mesa. De ningunamanera iban a permitir que una dhampirse dirigiera al Senado, que ni siquierame reconocía oficialmente como a unapersona. Pero Mircea estaría allí, y élnecesitaba algo más que una mancha decera.

—Mucha otra gente tenía razonespara matar a Elyas —dije yo

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sencillamente.Mircea encendió la lámpara y se

inclinó sobre la mesa para examinar elcolgante. Después sus ojos penetrantes yoscuros se giraron bruscamente haciamí.

—¿De dónde has sacado esto?—Del cuello de Elyas.Marlowe abrió la boca para chillar

algo, pero Mircea alzó una mano y lohizo callar.

—Cuéntamelo todo —me dijo contranquilidad.

Louis-Cesare se acercó a la puertapara comprobar que disponíamos deunos momentos de relativa intimidad.

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—Elyas trató de comprar la runaantes de la subasta, pero le dijeron quetenía que pujar por ella como todo elmundo. Al ver que era Ming-de la que sela llevaba, se puso furioso…

—Mucha gente se puso furiosa —intervino Marlowe con resentimiento—.Es evidente que la subasta estabaamañada.

—Sí, sólo que Elyas no estabadispuesto a conformarse sin protestar.Se presentó en la discoteca, mató al feyy la robó…

—¿Y eso lo vio Raymond? —preguntó bruscamente Marlowe.

—No, lo olió. Puedes preguntarle

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por los detalles si quieres, pero tampocohay tantos. En resumidas cuentas el feyapareció, Ray lo dejó solo unos minutosy al volver estaba muerto. El aire en eldespacho olía a Elyas, y el colgantehabía desaparecido.

—¡Qué encantador! —exclamóChristine, suspirando con el rostroiluminado.

Había entrado en el despacho contanto sigilo, que ni siquiera los vampirosla habían oído. Vi cómo Marloweincluso se sobresaltaba.

Ella no se dio cuenta; estabademasiado ocupada contemplando elcolgante con admiración. La fría luz

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eléctrica incidía sobre la pieza dejoyería y hacía de su complejasuperficie tallada una fuente de prismasque, a su vez, bañó el rostro de Christinecon un arco iris al inclinarse sobre él,aparentemente hipnotizada. Y antes deque nadie pudiera detenerla, ellarecogió el colgante de la mesa.

—¡Suéltalo! —gritó Marlowe.Ella alzó la vista, perpleja y con los

ojos como platos. Entonces se le cayó elcolgante de las manos, que fue a caersobre la mesa y siguió rodando hasta elborde, lanzando destellos sobre elhombre muerto. Ella se quedómirándolo.

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—Je le regrette! No pretendía…—¡Eres una chica estúpida! —

continuó Marlowe, que parecía ansiosopor zarandearla.

Christine entonces lo miró a él.Parecía en parte humillada y en parteconfusa.

—No pasa nada —la tranquilizóMircea.

Mircea recogió el pesado disco conun pañuelo.

—¿Que no pasa nada? —repitióMarlowe de mal humor—. ¡Ahora ya esimposible sacar nada en claro de él!

La sociedad sobrenatural no tienepor costumbre tomar huellas porque hay

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muchas cosas que no dejan ningunahuella en absoluto. Pero un buenclarividente sí que podía averiguarmuchas cosas si el objeto en cuestiónhabía permanecido relativamente intactodesde el momento del crimen. Ésa era larazón por la cual yo había puesto tantocuidado para no tocarlo.

—Eso ya lo veremos —dijo Mirceacon tranquilidad.

Christine se echó atrás y se quedópegada a la pared, aparentementeansiosa por desaparecer. De nuevoparecía a punto de llorar. Louis-Cesarese acercó a ella y la llevó a un sillón.

—Ça ne fait rien.

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Marlowe pareció molesto.—¡Oh, claro que no! ¡No tiene

ninguna importancia! ¡No es más que unaprueba que podría haberte salvado lavida!

—¿Aquí dentro estaba la Naudiz? —me preguntó Mircea, envolviendo lajoya con cuidado en el pedazo cuadradode lino—. ¿Estás segura?

—En origen estaba ahí. Ray la vionada más llegar el fey. Pero cuando yole quité el colgante del cuello a Elyas,estaba vacío. Hay un hueco por detrásdonde debería estar la runa, pero noestá.

Mircea frunció el ceño.

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—Pero… ¿Elyas robó el colgantevacío, o robó la runa y por eso es por loque lo han matado esta noche?

—Si hubiera tenido la runa, entoncesahora no estaría muerto —señalé yo.

—No necesariamente. He visto otrasrunas del mismo ajuar. Si funciona igual,hay que hacer el hechizo primero paraque surta efecto. Puede que no bastesolo con llevarla puesta, y menos si nisiquiera toca la piel.

—¡Pero si estaba luchando por suvida, lo lógico es que hubiera hecho elhechizo!

—Sí, pero ¿luchó de hecho por suvida? —preguntó Mircea, haciendo un

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gesto con la cabeza en dirección alcuerpo—. No ha muerto en una posiciónde lucha ni tiene ninguna otra heridaaparte de las que lo mataron. Parece quelo pillaron desprevenido.

Marlowe asintió y dijo:—Si conocía a su asesino o si no

esperaba que lo atacaran cuando estabarodeado de toda su familia…

—Algo que jamás antes le habíaocurrido —musité yo.

—… entonces, puede que en esecaso prefiriera no activar la piedra. Esun talismán que dispone de una cantidadlimitada de poder. Gastarlo inútilmentesería una tontería —terminó Marlowe.

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—¡Sí, no como llevarla encima justocuando alguien te asesina! —exclamé yocon sarcasmo.

Louis-Cesare había dicho que aElyas le gustaba correr riesgos. Segúnparecía esa noche se había arriesgadodemasiado.

—Bien, ya robaran la runa ayer porla noche o esta misma noche, el hecho esque tenemos algo que ofrecerle alSenado —dijo Mircea—. Cualquiera delos que acudieron a la subasta essospechoso…

—Y al menos hay uno que no lo es—añadí yo de mala gana.

No sabía cómo demonios iba a

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contarles lo de Ǽsubrand sin terminarmetiendo a Claire en medio de todoaquel asunto. Pero tenían que saberlo. Elpríncipe del hielo de los feys eraprobablemente el principal sospechoso.

Mircea se estaba guardando elcolgante en el bolsillo de la chaqueta,pero al oír mi tono de voz preguntó:

—¿Dorina?Fui indultada porque Mostacho

eligió ese preciso momento para volvercon la lista de los invitados a la fiesta ytodo el mundo se apiñó alrededor de lamesa.

—¿Alguien de los de esta listaestaba en la subasta? —le pregunté yo a

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Ray.—No hace falta que fuera alguien

que estuviera invitado —señalóMarlowe.

Mostacho sacudió la cabeza.—Al contrario. Teníamos un portero

en la puerta. No se le permitió el paso anadie que no estuviera en esta lista. Aexcepción de Louis-Cesare, porsupuesto, pero a él se le esperaba.

—¿Qué nivel? —preguntó Marlowe.—¿Cómo? —preguntó Mostacho.—¿Qué nivel de maestro tenía el

vampiro que estaba de portero?—Por lo general no utilizamos a un

maestro para esas menudencias —le

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contestó.—¿Menudencias? ¿Así es como

consideráis vuestra primera línea dedefensa?

El trocito de mejilla que permitíaver el enorme mostacho se pusocolorado.

—¡Esto es una casa, no unafortaleza!

Marlowe desvió la vistasignificativamente hacia el hombremuerto y comentó:

—Eso está claro.—Así que podría haber sido

cualquiera de los de la subasta —concluyó Mircea con calma—. Ninguno

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de ellos habría tenido la menordificultad en enturbiar la mente de unmaestro de menor nivel que el suyo.

—Pero es válido también para unmontón de gente —señalé yo.

Mircea sacudió la cabeza y añadió:—No creo que ninguno de los

participantes estuviera ansioso porhablar de la subasta. Sin duda lasfamilias de algunos de ellos sabían queiba a celebrarse, pero estaban bajo elcontrol del maestro que se presentaba apujar. Y habría sido una tonteríacontárselo a nadie más y aumentar deese modo el número de participantes yde pujas.

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Y de paso incrementar además lasposibilidades de que el fey se enterara yviniera después a cortarte la cabeza,añadí yo para mis adentros.

—Cualquiera de ellos podría haberdecidido hacer lo que hizo Elyas —musitó Mircea—. Cualquiera podríahaberse presentado en la discoteca parair a buscar al fey, tanto para hacer untrato como para matarlo.

—Sólo que cuando llegaron,descubrieron que alguien se les habíaadelantado —afirmé yo—. Y o bienolieron a Elyas en el aire, o bien lovieron marcharse. Pero entonces, ¿porqué no atacarlo ayer por la noche? ¿Por

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qué esperar a hoy?—Quizá porque la idea de matar a

un miembro del Senado lo intimidabamás que la de acabar con un guardia fey—sugirió Louis-Cesare.

Marlowe le lanzó una mirada cínicay añadió:

—O quizá porque había sidoinvitado aquí esta noche y pensó que lafiesta sería una buena tapadera. Si elculpable está en la lista de invitados, nisiquiera tenía que enturbiar la mente denadie para entrar.

Ray seguía sin decir nada, así que ledi un puñetazo y le pregunté:

—¿Quién estaba en la subasta?

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Se lamió los labios y miróalternativamente a Mircea y a Marlowe.

—Yo no… no tendré que testificar,¿verdad?

—Sí —afirmó Mircea, alzando lalista para que él lo viera.

—Pero… pero… ¿delante delSenado? —siguió preguntando Ray, cuyavoz se había convertido en un merosusurro.

Parecía aterrado.—Yo sólo puedo contarles rumores.

Tú estabas allí —señaló Mircea.—Sí, pero…—Testificar puede ayudarte en tu

caso.

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—¿Mi caso?—El caso de contrabando contra ti.Ray parecía haber olvidado casi por

completo ese pequeño detalle.—También tiene problemas con su

maestro —señalé yo.Mircea torció los labios.—Veremos qué se puede hacer.

Suponiendo que recuperes la memoria.—Ming-de, Elyas, Radu, Geminus y

Peter Lutkin —se apresuró a citar Ray.—Un grupo cosmopolita —comenté

yo—. Ming-de de la corte de china,Elyas del Senado europeo, Radupujando por Mircea y Geminus…

—También del Senado

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norteamericano —dijo Mircea algoserio.

—Ah, sí. Ese imbécil.Era uno de los senadores más viejos.

Rivalizaba con el cónsul en edad perono en poder ni en ninguna otra cosaexcepto en el ego. Se creía un regalo deDios para las mujeres y no sabía aceptarun no por respuesta. Me había agarradodel culo a los treinta segundos deconocerme, y no se había tomado nadabien que de resultas yo le hubiera rajadola muñeca.

—No conozco a ningún vampirollamado Lutkin —dijo Marlowe,pensativo.

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—Es un mago —dijo Ray. Todo elmundo lo miró—. Su dinero tambiénvale —añadió a la defensiva.

—Lutkin estaba aquí anoche —señaló Louis-Cesare, dando golpecitossobre su nombre, vi su nombre escritocasi al final de la lista—. Y Geminus.Pero los otros no.

El rostro de Marlowe se iluminó.—Podemos echarle la culpa al

mago. De todos modos los otros sondemasiado importantes; son intocables.

—¿Y si no fue él? —preguntó Louis-Cesare.

Marlowe lo miró como si nocomprendiera la pregunta.

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—¿No hubo nadie que pujara ensecreto? —le pregunté yo a Ray—.¿Nadie pujó por teléfono?

—No. El vendedor insistió en hacerun hechizo sin falta. Y ningún hechizofunciona a menos que la gente estéfísicamente presente.

—¿Le preocupaba un posiblefraude? —seguí preguntando yo,incrédula—. ¿Con ese grupo depersonas?

—No estaba preocupado por unposible fraude, simplemente estabapreocupado, y punto. El tipo estabaparanoico —explicó Ray.

—Porque sabía quién lo perseguía.

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No quería arriesgarse a que nadieutilizara el glamour para hacerse pasarpor uno de los que pujaba —concluí yo.

—Eso es lo que yo me figuré —confirmó Ray.

Fruncí el ceño y añadí:—Así que él sabía que lo

perseguían, sabía que corría un seriopeligro, y sin embargo bajó la guardiaen un momento dado y…

De pronto se hizo un repentinosilencio alrededor de la mesa. Alcé lavista y vi que todos me miraban a mí: uncírculo de ojos entrecerrados ybrillantes.

—¿Sabía que lo perseguía quién? —

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preguntó Mircea con calma.No tenía sentido seguir

posponiéndolo.—Ǽsubrand.Louis-Cesare ladeó la cabeza como

si se hubiera quedado atónito.—Comment?—¿Y eso cómo lo sabes? —

preguntó Marlowe con una expresiónenigmática.

—Se dejó caer por casa anoche.—¿Se dejó caer? —preguntó

entonces Mircea con brusquedad.—Por decirlo de algún modo.Marlowe se quedó mirándome de

mal humor.

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—Nuestros espías no nos haninformado de que se haya escapado.

—Entonces vais a tener quecontratar a otros nuevos —alegué yo.

—No necesito espías nuevos. Esevidente que has visto a otro fey y lo hastomado por él —afirmó Marlowe.

—Lo dudo —contesté yo secamente.—¿Estás segura? —insistió Mircea

—. ¿Lo viste claramente?—Tenía su cara a unos dos

centímetros y medio de la mía en elmomento en el que intentaba matarme —expliqué yo con sarcasmo—. Así que sí,estoy bastante segura.

—Trató de… —comenzó a decir

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Mircea muy tenso, e inmediatamente seinterrumpió.

—¿Por qué no habías dicho nada deeso?

Esa pregunta la había hecho Louis-Cesare.

Yo me encogí de hombros.—No surgió la oportunidad.—¿No surgió la oportunidad? —

repitió Louis-Cesare.—¿Qué ocurrió? —siguió

preguntando Mircea en tono exigente.—Ya te lo he dicho. Trató de

matarme, pero falló. El asunto es queestá aquí y que tiene un interés muyconcreto en la runa. Fue su madre la que

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la robó la primera vez…—¿Robársela a quién?Ése había sido Marlowe, y de no

haber estado yo tan cansada, le habríarestregado la pregunta por las narices.El tipo se creía siempre que lo sabíatodo.

—La robó de la casa real de losblarestris.

—¿De dónde? —volvió a preguntarMarlowe.

Era el único tipo que conocía capazde gritar con un tono de voz grave. Lomiré con poca paciencia.

—Bueno, ¿de dónde diablos tecreías que la habían sacado, Marlowe?

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¿O es que papá y tú ni siquiera os habéismolestado en preguntar?

Marlowe se sonrojó y preguntó:—¿Me estás diciendo que la runa

que se sacó a subasta es una verdaderareliquia fey?

—Sí. Y quieren que la devolváis.—¿Y eso tú cómo lo sabes? —

siguió preguntando Marlowe.—Represento a la familia.—Otro hecho que has olvidado

mencionar hasta este mismo momento —señaló Mircea.

Yo sonreí.—¿Igual que tú olvidaste mencionar

para qué querías realmente a Ray?

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—No es lo mismo ni mucho menos—se defendió Mircea.

—¡Es exactamente lo mismo! Memandaste a buscarlo con una excusa.

—No era una excusa.—Me hiciste creer que era un

contrabandista.—Y lo es.—Pero eso no tiene nada que ver

con la razón por la cual tú andabasbuscándolo. Si vamos a seguirtrabajando juntos, tienes que…

—Tú no trabajas con lord Mircea —me informó entonces Marlowe,interrumpiéndome—. Tú trabajas paraél. No tienes derecho a poner en duda

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sus órdenes. No es asunto tuyo.—¿Y tú piensas lo mismo? —le

pregunté yo a Mircea.La puerta se abrió justo antes de que

él pudiera responder. Varios vampirosentraron como si fueran los dueños de lacasa. Y uno de ellos de hecho lo era,comprendí yo al ver cómo Mostachoinclinaba la cabeza ante él.

—¡Maestro! —exclamó el viejomayordomo.

—Anthony —lo saludó Mircea, quesimplemente se irguió. Mostacho estuvoa punto de caerse al apresurarse a dar lavuelta a la mesa—. Creía que no nosveríamos hasta dentro de una hora.

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—Sí, he recibido tu mensaje —contestó con descuido el vampiro decabello oscuro.

No era alto, debía de medir un metrosetenta y cuatro y sus facciones eranbonitas, pero no alucinantes. Parecíacomo si le hubieran roto la nariz y teníala piel avejentada. Eso significaba queno ejercía su poder para alterar suapariencia, y eso era extraño teniendo encuenta el enorme caudal de energía de laque disponía. Sentí como si ese poderme chamuscara la piel a pesar de ladistancia.

—¿Anthony? —le pregunté yo aLouis-Cesare, que de pronto parecía

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como si se sintiera mal.—Es mi cónsul.¡Ah! Ese Anthony.Los vampiros rodearon la mesa y se

tomaron su tiempo para examinar elcuerpo.

—Por mí no os preocupéis —dijo elcónsul, alzando la vista y sonriendo—.Continuad con lo que estabais haciendo.

—Nosotros ya hemos examinado elcuerpo —le dijo Mircea—. Pero porsupuesto no tenemos inconveniente enque tú también lo examines.

—¡Qué amable! —murmuróAnthony.

—Informaremos de nuestras

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averiguaciones en breve.—¿En serio? ¿A quién?—Al Senado.—¿Y a qué Senado piensas

informar, Mircea? —preguntó Anthonyalzando unos ojos brillantes a causa delwhisky y deteniendo por un momento suexamen del cuello sanguinolento.

Sentí cómo Marlowe, que estaba depie a mi lado, se ponía tenso. Mircea encambio no mostró ninguna alteración enapariencia.

—Los hechos han tenido lugar enterritorio norteamericano —alegóMircea.

—Pero Elyas pertenecía al Senado

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europeo —sonrió Anthony—. Lo mismoque Louis-Cesare.

—Ese punto aún está por discutir —objetó Mircea ásperamente, cosa que noera ninguna novedad para mí.

—Sí. Pero tú todavía no me lo hasrobado —objetó Anthony sin dejar desonreír. La tensión en el despachoescaló cien puntos de repente—. Por lotanto será juzgado por sus pares, no porsu familia.

—¿Y quién lo defenderá? —exigiósaber Mircea.

—La persona que él quiera —dijoAnthony, que entonces hizo un gesto conla mano hacia su compañero, un vampiro

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joven de melena larga y negra que lecaía suelta sobre el traje gris—. Comomaestro de Elyas, Jérôme naturalmenteserá el fiscal.

Entonces no era tan joven comoaparentaba, pensé yo mientras mequedaba mirándolo. Jamás lo habríaimaginado. Tenía unos ojos grandes casiexactamente del mismo color que eltraje, rasgos casi femeninos, unasdelicadas manos blancas y un aura depoder muy semejante a la del vampiro alque había clavado a la pared del bañoen la discoteca de Ray. Apenas sedistinguía junto al ardiente e infernalhalo de Anthony; no era más que una

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velita junto a una buena hoguera.Pero si él iba a hacer el papel de

fiscal, entonces tenía que ser miembrodel Senado. Así que ese halo de poderera una farsa. Debía de ser uno de esosescasos vampiros capaces de ocultar suverdadera fuerza. De no haber sabidonada acerca del tema lo habríaconfundido con un recién nacido, algoque podría haberme matado muydeprisa… si es que tenía suerte.

—¿Y tú? —exigió saber Mircea.—Ah, ¿es que no te lo he dicho? —

preguntó Anthony, cuya sonrisa seamplió ligeramente, mostrando en partelos colmillos—. Yo seré el juez.

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Nadie se movió: nadie parpadeósiquiera. Pero yo sentí que el aire sehelaba en mis pulmones. De pronto sentíun verdadero deseo de estar encualquier otra parte.

Por suerte Anthony estuvo deacuerdo en eso último.

—Y ahora, si no os importa, nosgustaría disponer de las mismas ventajascon el cuerpo de las que habéisdisfrutado vosotros.

Nadie tuvo nada que alegar a eso,así que nos retiramos a la sala contigua.En realidad yo solo lo intenté, porque unvampiro de mal humor me salió al pasoy me sacó al pasillo. Christine nos

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siguió y abrió la boca para decir algo,pero al ver la cara de cabreo de Louis-Cesare se asustó.

—Creí que… que podía ir convosotros dos —se apresuró ella a deciren francés.

Louis-Cesare la miró y su expresiónse suavizó al instante.

—Sí, sí, por favor.Lo dijo con bastante dulzura, pero a

pesar de todo, ella salió corriendo porel pasillo. Lástima que yo no pudieralargarme con ella, pero Louis-Cesare metenía atrapada entre la pared y su propiocuerpo.

—¿Qué bicho te ha picado ahora en

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el culo? —le pregunté yo en tonoexigente.

—¿Quieres decir que por qué estoyenfadado? ¡Me parece evidente!

Tardé un segundo en captarlo, peroal final lo comprendí.

—¡Venga, vamos! ¿No estarásenfadado por…? ¡Tú me hicisteexactamente lo mismo a mí!

Louis-Cesare tuvo los huevos demostrarse ofendido.

—Yo no te he hecho nada pareci…Me quedé mirándolo.—¿Entonces cómo llamas tú a eso?

Me pegaste el timo encima de la mesa,me dejaste con el culo al aire y me

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robaste el petate. ¡Y la ropa!Alguien hizo como que tosía. Alcé la

vista y vi que la puerta del despachoestaba abierta y que el viejo vampiro semostraba escandalizado.

—¿Pegarte el timo? —repitióAnthony, aparentemente encantado.

Mircea cerró los ojos.Louis-Cesare dijo algo confuso en

francés y me arrastró un poco más allápor el pasillo. Había un dormitoriovacío así que me empujó dentro, lo cualfue un esfuerzo completamente inútil.Porque a no ser que estuvieracompletamente insonorizado, los demáspodían oírnos. Y dudo que Elyas se

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hubiera molestado en gastar un hechizotan costoso en una habitación deinvitados.

Pero a Louis-Cesare no parecíaimportarle.

—Me refería a Ǽsubrand. Tú sabíasque estabas en peligro y sin embargo nome dijiste nada.

—¿Y por qué iba a decírtelo? Noera asunto tuyo.

—Si alguien trata de matarte, desdeluego que es asunto mío.

—¿Por qué?Él no dijo nada, cosa que me cabreó.

Estaba cansada y hambrienta y debía dehaberme golpeado la muñeca herida en

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alguna parte, porque el pulso metemblaba cada vez que me latía elcorazón. No estaba de humor parajuegos.

—¿Por qué es asunto tuyo, Louis-Cesare?

—¡Tú sabes muy bien porqué!—No, no lo sé. Yo no sé ni una

maldita cosa. Puede que por una vez noestuviera mal que me lo deletrearas.

—Y tampoco estaría mal quevosotros dos aprendierais algo dediscreción —dijo Marlowe mediosiseando, que en ese momento entró enel dormitorio y cerró la puerta de golpe.

No contribuía mucho a crear más

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intimidad. Creo que sencillamenteMarlowe estaba cabreado.

—Nos gustaría estar a solas —soltóLouis-Cesare.

—Me parece que vosotros dos yahabéis estado mucho a solas —contestóMarlowe, que nos miró alternativamenteal uno y al otro—. No sé qué estáocurriendo aquí, aunque realmentetampoco quiero saberlo. Pero éste no esmomento para darle a Anthony másmuniciones con las que disparar.

Louis-Cesare ni siquiera lo miró,pero sí preguntó:

—¿Qué te hizo?—Quizá sea mejor que me lo ponga

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en una camiseta —dije yo, cruzándomede brazos—. No es asunto tu…

—Has estado haciéndolo todo con lamano izquierda durante toda la noche,¿es por eso?

Un espadachín siempre se da cuentade esas cosas.

Al ver que yo no decía nada, Louis-Cesare me atrajo hacia sí y comenzó atocarme con las dos manos. Como si nolo hubiera hecho ya bastantes veces esanoche.

Yo estaba a punto de apartarle lamano cuando Marlowe se me adelantó.Los ojos de Louis-Cesare, por logeneral de un azul brillante, se tornaron

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de un tono gris como el acero: fríos,inexpresivos y peligrosos.

—Cuidado, Kit.—No soy yo quien tiene que tener

cuidado. ¿Te has vuelto loco? ¡Ella esuna dhampir! —exclamó Marloweexactamente con el mismo tono con elque en la época medieval se hablaba delos leprosos en Europa.

Y la comparación era justa, ya queera eso precisamente lo que Marlowequería expresar.

No sé qué podría haber ocurridodespués, porque ambos hombresrebosaban de una energía vibrante yninguno era de los que se echan atrás.

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Pero entonces Mircea entró en eldormitorio.

—Tu cónsul quiere hablar contigo—le dijo en voz baja a Louis-Cesare.

Louis-Cesare maldijo entre dientes yabrió la boca para decir algo, peroMircea alzó una mano.

—Creo que de momento ya tenemosbastante. Provocar a un hombre sinmotivo alguno sería una tontería, ¿nopiensas tú lo mismo?

Aparentemente Louis-Cesare sírazonaba en ese momento y pensabaexactamente lo mismo, porque semarchó después de lanzarme unamiradita que venía a decir que no había

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terminado conmigo. Apenas había salidodel dormitorio cuando Marlowe dio lavuelta alrededor mío.

—¿A qué demonios de juegoestás…?

—Kit. Creo que esta noche ya lehemos proporcionado divertimentosuficiente a Anthony, ¿no te parece? —lo interrumpió Mircea.

—¡Más de lo que hubiera querido!¿Sabes que esto va a…?

—Sí. Lo hablaremos dentro de unmomento.

Marlowe me lanzó una últimamirada airada y se marchó. Yo habríasalido del dormitorio inmediatamente

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después de él pero Mircea me bloqueóel paso. Y no dio muestra alguna dequerer quitarse de en medio.

—¿No crees que es hora de quehablemos? —me preguntó con unasonrisa.

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21

—¿De qué? —le pregunté yocautamente.

Mircea se inclinó sobre la puerta deun modo natural y elegante, tal y comollevaba comportándose toda la noche.Por suerte yo sabía que era meraapariencia. Solo que por desgraciatirarse de cabeza por la ventana no erauna alternativa dada la altura. Quizá eltejado…

—No quiero empezar a hacer juegosde palabras contigo, Dorina. Cuéntamelo que ocurrió la noche pasada.

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—Ya te he dicho…—No me has dicho nada. No has

mencionado más que el hecho de queuna criatura muy peligrosa trató dematarte por segunda vez. Lo que no mehas dicho es porqué.

—Trató de matarme antes…—Porque te interpusiste en su

camino. ¿Es por eso otra vez?Jamás nadie había ganado una

discusión verbal con Mircea poniéndosea la defensiva, así que me olvidé de supregunta.

—¿Vas a contarme tú por qué ansiastanto esa runa que prácticamente haspuesto la vida de Louis-Cesare en

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peligro?—Yo no he puesto su vida en

peligro en absoluto. Y no has contestadoa mi pregunta.

—Quizá no con muchas palabras.Pero mi intención era hacérteloentender. Y tú tampoco has contestado ala mía.

—Cuando tú empieces a ser sinceraconmigo, entonces quizá.

Me quedé simplemente mirándolo.Por un momento me sentí demasiadoatónita como para responder. Porque detodas las personas que podíanreprocharme mi falta de sinceridad oconfianza, el nombre de Mircea sin duda

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alguna habría sido el último de la lista.De hecho ni siquiera habría figuradojamás en esa lista.

Su hermano Vlad había matado amucha gente en su corto reinado deterror. Casualmente una de esaspersonas había sido mi madre. Mirceahabía borrado ese detalle de mi cabecitade adolescente, temeroso de que yopersiguiera al loco de mi tío paramatarlo. O eso me había dicho él. Yo notenía ninguna forma fiable eindependiente de verificarlo, ya que losrecuerdos borrados, borrados estabanpara siempre. Y para bien.

—No creo que tú seas el más

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indicado para hablar, ¿no te parece? —dije yo al fin en voz baja.

—Jamás te he ocultado nada quefuera necesario que tú supieras.

—¡En tu opinión! ¿Se te ha ocurridopensar alguna vez que puede que yo noestuviera de acuerdo, que puede que yoquisiera guardar esos recuerdos pordeprimentes que fueran?

Mircea vaciló; se tomó un segundopara acomodarse al nuevo rumbo quetomaba la conversación. No es que fueraun gran rumbo. La historia de nuestromutuo engaño había comenzado casi almismo tiempo que nuestra relación.

—De poco te habrían servido si te

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hubieran llevado a la muerte.—¡Esa decisión era mía!—Eras demasiado joven para tomar

esa decisión. Mi obligación era tomarlapor ti.

—Una obligación que has seguidomanteniendo desde entonces.

Me restregué los ojos. De prontoestaba cansada absolutamente de todo.Estaba hastiada de los constantes juegosy de las luchas verbales, de quererconfiar en él y no saber si podía hacerloo hasta qué punto. Me había pasado añosintentando evitar mantener una relacióncon él precisamente por todas esasrazones. Tendría que haberme dado

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cuenta de que nunca nada iba a cambiar.Había contado todo lo que sabía

acerca del ataque de Ǽsubrand. Nopodía añadir nada más.

—Esto es una pérdida de tiempo —dije yo.

Acto seguido me dirigí hacia lapuerta.

Mircea no se movió, pero puso losdedos sobre mis brazos.

—¿Otra vez vas a escapar, Dorina?Alcé la vista hacia él, furiosa,

cansada y dolida.—¡Yo no huyo de mis problemas!—A menos que se relacionen

conmigo. En ese caso no haces otra cosa

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que huir.—¿Y qué otra cosa puedo hacer? —

pregunté en tono exigente y airado—.Nunca cambia nada, Mircea. Estamossiempre jugando a este mismo juego unay otra vez hasta que me mareo. Memanipulas, me mientes…

—Jamás te he mentido.—Sólo retuerces las cosas para que

parezcan lo que tú quieres que parezcanen lugar de la verdad.

Mircea tensó la mandíbula.—A veces la verdad puede ser

peligrosa. Si te hubiera permitidoguardar tus recuerdos sobre Vlad ahoraestarías muerta. No habrías sido más

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que otra de sus víctimas.—¿Y ahora cuál es la excusa?

Porque estoy segura de que tienes una, ytambién estoy segura de que sonaráperfectamente plausible. ¡Y de que seráuna pura basura!

—¿Y no haces tú lo mismoconmigo? —me preguntó él. Una chispade ámbar iluminó el marrón oscuro desus ojos. Ésa no era buena señal, peroyo estaba demasiado cabreada comopara que me importara—. Anocheestuviste a punto de morir prácticamentedelante de mis narices, ¿y tú no medijiste nada?

—Hay circunstancias atenuantes.

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—Por lo que parece, siempre las hayentre tú y yo.

Estuve a punto de responder, perome callé. De pronto él pareció cansado,deslucido y vacío en cierto sentido queyo conocía demasiado bien. Podíatratarse de otro juego; probablemente noera más que otro juego. Pero de todosmodos cedí.

—Si no empiezas a confiar en mí,esto jamás va a funcionar —le dijesimplemente.

—¿Y qué es esto? —preguntó él conprudencia.

—Lo que sea que estemos haciendotú y yo aquí. Querías que trabajara

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contigo, o al menos eso me dijiste. Peroahora Marlowe dice que en realidad yosolo trabajo para ti. Y creo que puedeque él tenga razón, porque lo único quehago es siempre la misma tarea sinimportancia, y para eso podrías mandara cualquiera de tus chicos. ¡Jamás mecuentas nada de ninguno de esos asuntos!¡Hace ya un mes, y tú y yo todavía nohemos trabajado juntos ni una sola vez!

Esperaba que me saliera con otraexcusa, que me soltara un discurso y mediera calabazas con elegancia. Mirceaera un maestro en esas prácticas y lohacía con tal finura, que la mayor partede las veces la gente a la que le daba la

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patada ni siquiera se daba cuenta. Conlos vampiros lo más inteligente essiempre prestar atención a lo que hacenen lugar de a lo que dicen. Sobre todocon éste.

Pero me sorprendió. Se giró sindecir una palabra, abrió la puerta y mehizo un gesto para que fuera yo delante.Salí y él me guió de vuelta a la sala deespera insonorizada, en donde Marlowecaminaba nerviosamente de un lado paraotro. Al ver que se abría la puertaMarlowe alzó la cabeza, pero alcomprobar que era yo, su expresión seoscureció.

—Es una pésima idea —dijo en voz

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baja pero con ardor.—Y no decírselo sería aún peor —

contestó Mircea, que se acercó a lasaltas ventanas y echó las cortinas que lascubrían de suelo a techo.

Por si acaso alguien había escaladopor un lateral del edificio con laintención de leernos los labios, mefiguré yo.

—No comprendo en qué sentido.—Tú no tienes una hija, Kit.—Yo no… —Marlowe se

interrumpió. De pronto su rostro esbozóuna expresión de incredulidad—. ¿Ésaes tu razón? ¿Vas a arriesgar…?

—No voy a arriesgar nada. Creo que

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Dorina ha demostrado que sabemantener un secreto.

Mircea sacó una de las sillas quehabía junto a una mesita redonda y sequedó ahí de pie, esperando a que yo mesentara.

Yo me acerqué con cautela,preguntándome si aquello era algún tipode prueba. Hasta hacía muy poco tiempoMircea y yo habíamos hablado quizá unavez por década, pero esasconversaciones terminaban siempreigual: yo gritaba cada vez más y más y élse mostraba cada vez más y más fríohasta que yo salía pitando furiosa deallí. Así era como funcionaba el mundo:

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era el orden natural de las cosas. Peroesto… esto no lo era. Y eso mepreocupaba.

Mi vacilación pareció molestarlo.—¡Quiero hablar contigo, Dorina!

Por favor, deja de mirarme como sisospecharas que he planeado unaemboscada.

Una emboscada podía ser algo fácilde superar, pensé yo mientras tomabaasiento sobre la suave piel de la silla.Sabía manejarme con las emboscadas.Pero con lo que estaba ocurriendo ya noestaba tan segura.

—¿Hablar de qué? —pregunté yocon prudencia.

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Tenía un montón de preguntas, perosabía de sobra que no iba a obtenerninguna respuesta. Mircea jamás sesinceraba por completo con nadie.Todos los vampiros son reservados,dados a los secretos, precavidos. Peroen su caso se trataba de algo más queuna simple preferencia personal; setrataba de su profesión.

Era el jefe de la diplomacia delSenado, lo cual significaba mucho másque únicamente presionar a las partespara llegar a un acuerdo. Por supuesto élhacía su trabajo en ese tema perotambién era responsabilidad suya buscarel punto débil de la gente, averiguar qué

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podía motivarlos, saber dónde presionarpara lograr el resultado deseado. Y poreso Marlowe y él habían sidoprácticamente como gemelos siamesesdesde la guerra. Marlowe recopilaba lainformación; Mircea la explotaba. Y losdos eran muy buenos en lo que hacían.

Pero en el caso de Mircea el trabajohabía tenido un efecto colateral. Llevabatanto tiempo haciéndolo, viviendo conmentiras, medias verdades y objetivosocultos, que todo eso se había diluidocon el resto de su vida. Yo misma aveces no sabía si él comprendía ladiferencia entre la verdad y la mentira.

—¿Qué es lo que querías? —

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preguntó él a su vez.Mircea se sentó frente a mí y cruzó

las piernas con elegancia, como si él yyo nos sentáramos y habláramos cara acara a diario; una conversación naturalentre padre e hija. ¡Por supuesto!

—Te escucho.—Esto no puede salir de esta

habitación —me dijo—. Ni una solapalabra, a nadie, en ninguna parte, pormuy seguro que te parezca el lugar en elque estás.

Yo habría hecho un comentarioacerca de lo exagerado que se estabaponiendo, pero un solo vistazo a surostro bastó para que me callara. Estaba

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serio.—Vale.—Me figuro que conoces el

campeonato mundial.Yo asentí.—El Senado patrocina al equipo

este año. En parte para reforzar nuestranueva alianza con los magos, pero sobretodo como tapadera.

—¿Tapadera de qué?—De una reunión de delegados de

muchos Senados para hablar sobre laguerra. Si nuestros enemigos supieranque se trata de una estrategia, harían deella su blanco. Pero todo el mundo va alas carreras, que a su vez suscitan una

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interminable lista de fiestas y bailes, ypor lo tanto numerosas oportunidades deconvocar encuentros que no lo parecen.

—Hasta ahí te sigo.—No se trata solo de discutir sobre

la guerra. Como sin duda tú ya sabes,nuestro Senado ha perdidorecientemente a cuatro miembros y elquinto ha quedado previsiblementeincapacitado para el futuro. Incluso entiempos de paz eso sería intolerable, yaque supone una pesada carga de trabajoextra para los senadores que quedamos.Pero si lo añadimos a la carga queimplica además la guerra… resultaimposible de soportar.

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—Eso lo veo.Los miembros del Senado tenían

cada cual su cartera ministerial igualque los miembros de un gabinetepresidencial. Pero después de haberperdido a tantos compañeros, suponíauna enorme responsabilidad para losque quedaban.

—El Senado quiere utilizar latapadera de las carreras parapromocionar reuniones con los maestrosde alto rango que todavía no tienen unasilla en el Senado pero sí la suficientefuerza como para luchar por ella. Seránpuestos a prueba y se seleccionará a losnuevos senadores entre aquéllos que la

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superen.—No comprendo qué tiene que ver

eso con la runa.—¿No lo comprendes? La prueba

será un combate, como es tradicional.Una bombilla se encendió en mi

cabeza.—Así que quien tenga la runa estará

automáticamente entre los ganadores —deduje yo.

—Exacto.—Bueno, esa explicación es

demasiado simplista —dijo Marlowe,levantándose de la silla. Según parecía,al final había decidido intervenir en laconversación. Supongo que ya que

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Mircea estaba cantando, él no teníaninguna razón para permanecer callado—. De poco serviría esa runa en labatalla, que es para lo que fue diseñada,si su energía se agotara tan fácilmente.

—Crees que podría volver a usarseotra vez —sugerí yo, que ya veía adóndequería ir a parar.

—¡Una y otra vez! —exclamóMarlowe, desplomándose sobre la sillacon una expresión severa.

—Podría proporcionarle a aquél quela tuviera la posibilidad de controlarademás el resultado final de toda laselección de candidatos —añadióMircea con más calma.

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—Pero Ming-de ya es la cabezarectora de otro Senado —dije yo, que depronto tuve un mal presentimiento—.Ella no tiene ninguna razón para quererunirse al vuestro.

—¡No quiere unirse al nuestro! —exclamó Marlowe con furia—. ¡Quierecontrolarlo!

—Eso quizá sea presuponerdemasiado —dijo Mircea con calma.

Sin embargo su voz no pareció surtirefecto tampoco en Marlowe.

—¡Y una mierda! —exclamóMarlowe, que se levantó y colocó lasmanos en esa posición tan pocobritánica y tan propia de él—. Como

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mucho queda vacante quizá una sillasenatorial cada cien años entre todos losSenados de todo el mundo —me explicóa mí—. Cada vez que queda unavacante, los Senados compiten paraintentar colocar a uno de los suyos enella; me refiero a un miembro leal aellos, es decir, alguien que lesproporcione ojos y oídos para enterarsede qué están haciendo los Senadosrivales.

Yo asentí. En realidad jamás se mehabía ocurrido pensar en ello; la políticade altos vuelos quedaba fuera de micompetencia. Pero la cosa tenía sentido.Los vampiros habían inventado la

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paranoia: por supuesto que queríanvigilar a la competencia.

—¡Y ahora de pronto hay cincovacantes! ¡Cinco sillas vacías de golpeen el mismo Senado! ¡Es unaoportunidad única para reformar nuestroSenado de arriba abajo, minando nuestrasoberanía y convirtiendo a nuestrocónsul en una marioneta!

—Así que Ming-de quiere la runapara estar segura de que sus candidatossalían ganadores, y condicionar de esemodo vuestra selección de nuevossenadores para que salga gente leal aella —deduje yo.

—Sí.

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—Pero aunque ella consiguieraocupar esos cinco asientos, a pesar detodo no tendría la mayoría —puntualizóMarlowe.

—No, pero sí contaría con unafacción poderosa —me dijo Mirceaantes de que Marlowe pudiera volver aponerse a despotricar—. Y con unaimportante capacidad para influir sobreel voto de otros, y por tanto parallevarnos a nosotros constantemente a unpunto muerto en el caso de queignoráramos sus peticiones.

—¿Y los otros nombres quemencionó Ray? ¿Pretenden ellos hacerlo mismo?

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—En cuanto al mago, no sé quépretende. Geminus pertenece a nuestroSenado, pero es de una facción rival a lamía. Si consiguiera colocar a suscandidatos en esas sillas, me llevaríauna gran ventaja —dijo Mircea.

—Por eso es por lo que mepreguntaste si había visto a Louis-Cesare —dije yo, que de pronto encajevarias piezas del puzle—. Quieres queél ocupe una de esas sillas.

—Digamos más bien que quería —puntualizó Marlowe con aspereza—.Louis-Cesare prometió cambiarse deSenado hace un mes, pero de repentesalió corriendo detrás de Christine y

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desapareció. Se acercaba el momento yno sabíamos nada de él: ni una palabra.Y entonces, cuando por fin aparece,resulta que está implicado en esteasunto.

—¿Crees que eso lo descalifica parael puesto?

—¿El qué? ¿Matar a otro senador?¡Oh, no! —contestó Marlowe con ungesto despectivo de la mano—. Le daránuna maldita medalla, ¿verdad?

—No fue él, Marlowe —aseguróMircea.

—Eso poco importa teniendo encuenta que en esta ocasión el juezencargado del caso es el mismo cónsul

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al que tiene pensado abandonar —argumentó Marlowe.

—¿Y eso lo sabe Anthony? —pregunté yo.

Mircea suspiró antes de contestar:—Louis-Cesare insistió en

decírselo. En su opinión, era unacuestión de honor y no podía quedarsecallado.

—No consigo sacar nada en clarocon ese hombre —dijo Marlowe condisgusto—. En serio, no puedo.

—Louis-Cesare será declaradoinocente —me dijo Mircea—. Anthonyutilizará este asunto para obligarlo apermanecer en el Senado europeo. No

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quieren perder a su campeón.—¡Lo cual no ayuda en absoluto a

Mircea! —exclamó Marlowe.Por mucho que detestara tener que

admitirlo, en cierto sentido comprendíael punto de vista de Marlowe. El mundode los vampiros funcionaba porque teníauna jerarquía muy definida: todos sabíancuál era su puesto y jamás loabandonaban. No tenían elección porquesiempre había alguien superior en rangoy en poder que se encargaba degarantizar que el de más abajo ocuparasu lugar. Excepto los cónsules, quevenían a ser como la misma ley. Losúnicos que los controlaban, si es que

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podía hablarse así, eran los otroscónsules.

Por supuesto, eso convertía al restode los cónsules en los únicos yverdaderos rivales. La cosa se estabaponiendo realmente espeluznante. Amarchas forzadas. Pero al menos yocomenzaba a explicarme por qué todo elmundo se había vuelto tan loco por lamaldita runa.

—Así que por eso estabas tanenfadado con Louis-Cesare antes, estamisma noche. Creías que te habíaabandonado para… ¿para qué? ¿Parajugar su propio juego? —pregunté yo.

Mircea se encogió de hombros.

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—Me parecía poco probable. Él nohabía sido invitado a la subasta, así queno alcanzaba a comprender cómo sehabía enterado de la existencia de laruna. Y además algo así habría sidoabsolutamente impropio de él. Pero locierto es que…

—Que ese tipo de poder corrompemuy fácilmente —dijo Marlowe,terminando la frase por él.

—Verdaderamente.—Y por eso le pediste a Radu que

pujara por la Naudiz; queríais constituirun Senado a vuestro gusto.

—No solo a nuestro gusto —dijoMircea—. Sino conforme a nuestras

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necesidades. No podemos permitirnosesa constante lucha por el poder y esasdiscusiones interminables durante laguerra. Tenemos que estar unidos, y esono será posible si los candidatos queocupan las sillas de nuestro Senadotienen obligaciones en otra parte.

—Pero tú no sabías nada de la runahasta hace unos pocos días. ¿Qué era loque tenías planeado hacer antes? —pregunté yo.

—Kit y yo hemos estado trabajandopara conseguir un resultado favorable enla selección de candidatos. Hemoselegido a personas que no solo tienenideas políticas parecidas, sino que

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además no tienen lazos externos ycuentan con el suficiente poder comopara ser buenos competidores. Ha sidouna búsqueda difícil, pero creo quehemos encontrado a nuestros campeones.

—¡Y sin embargo ninguno de ellospodrá mantenerse en pie si hay uncandidato invencible! —le recordóMarlowe—. No importa lo buenos quesean; si alguno de los que acudió a lasubasta tiene la runa, lo echará todo aperder.

Ming-de no es la única que puedejugar con el poder.

—Si encontramos la runaencontraremos al asesino —comprendí

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yo—. Y eso le dará a Louis-Cesarelibertad para ocupar uno de tus asientosvacíos.

—Eso sería estupendo si lascarreras no comenzaran mañana por lanoche —señaló Marlowe.

—Pero la lista de sospechosostambién es corta —puntualicé yo—.Creo que podemos eliminar a Ming-de.Ella ganó la subasta. No tendría ningúnsentido que ella misma robara algo queya es de su propiedad.

—A menos que conociera de dóndeprocede la runa —argumentó Marlowe—. Puede que dude de su capacidadpara conservarla en el caso de que el fey

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se la reclamara, por mucho que lepagara. Pero si supuestamente se la hanrobado antes incluso de que llegara asus manos… —terminó, encogiéndosede hombros.

—Eres una víbora y un hijo de puta—le dije yo a Marlowe.

—Gracias —sonrió él.—Ming-de tampoco puede decirse

que sea una ingenua —comentó Mirceacon sarcasmo—. De momento, segúnparece, no podemos descartar a nadie.Excepto a Radu, que acudió a la subastapor nuestra parte.

—Pero tenemos que volver a añadira Cheung —dije yo—. Él no acudió a la

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subasta, pero pudo haber matado aElyas. Estuvo persiguiéndonos a Louis-Cesare y a mí la mitad de la noche paratratar de recuperar a Ray. Pudo volver ala discoteca nada más perdernos parainterrogar a alguno de los siervos deRay. Y cualquiera de ellos podríahaberle mencionado a Elyas. Le habríadado tiempo de sobra para venir aquí.

—Entonces son cinco lossospechosos —dijo Mircea—. Ming-de,Geminus, Lord Cheung, el mago Lutkin yǼsubrand.

—Yo necesito unas seis horas paradormir; luego empezaré con la lista —ledije a Mircea.

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—No —negó Mircea con sencillez—. Te he contado todo esto para que note impliques más en el asunto, no parapedirte ayuda. Tenías que saber cómoestán las apuestas; ahora que lo sabes,tienes que comprender que…

—¡Lo único que yo comprendo esque necesitas toda la ayuda que te puedaprestar!

—¡Tú tienes tus talentos y son útiles,pero ninguno de ellos funcionaría conninguno de la lista! —exclamó Mircea,enfadándose de pronto. O quizáestuviera enfadado desde el principiopero no lo hubiera demostrado hastaentonces. Yo jamás había sido capaz de

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interpretar con precisión lossentimientos de Mircea—. Noconseguirías ni siquiera verlos, y si porcasualidad lo consiguieras, ninguno tediría nada.

—Tal vez sea cierto para losvampiros. Pero puedo hablar con elmago… —sugerí yo.

—El mago no me preocupa. Siquiere la piedra para su protecciónpersonal, pues muy bien. Porque en esecaso no interfiere con el resultado de laselección. Pero te mantendrás alejadadel resto y del príncipe fey en particular—me ordenó Mircea.

—¿Por qué todo el mundo piensa

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que persigo a Ǽsubrand? ¡No estoy locani soy una estúpida! —exclamé yo.

—Jamás he pensado que seasninguna de las dos cosas. Pero quieresayudar a tu amiga —objetó Mircea.

—No recuerdo haber mencionado aninguna amiga.

Y si Louis-Cesare la habíamencionado, tendría que arrancarle lapiel a tiras.

Dos ojos negros me miraron defrente.

—Yo tampoco soy estúpido, Dorina.Cuando recuperemos la piedra, si es quela recuperamos, se la devolveremos asus legítimos propietarios. No tengo

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intención de hacerme enemigos entre losfeys. Pero, mientras tanto, tú te quedas almargen de este asunto. Ǽsubrand notendrá ninguna razón para causarteproblemas en el momento en el quedejes de luchar por la runa.

No había ninguna respuestaprudente, así que no dije nada.

—Pondré a la gente a trabajar —dijo entonces Marlowe—. Aunque conese grupo de sospechosos no va a serfácil. Puede que lo mejor sea esperar aver qué candidatos van saliendovencedores de las pruebas. Aunque nosé qué se supone que vamos a hacerentonces. Porque a excepción del mago,

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que tiene otros intereses, no creo queninguno renuncie a su asiento.

Era curioso, pero eso eraexactamente lo que había estadopensando yo a propósito de Marlowe.

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22

Momentos después Anthony hizo suespectacular salida rodeado de su cortede siervos que no paraban de hacergenuflexiones.

—¿No vienes? —le preguntó aMircea, asomando la cabeza por lapuerta.

—Voy dentro de un momento.—Ah, bien. Detestaríamos tener que

empezar sin ti.Anthony se marchó a grandes pasos

charlando animadamente con Jérôme, yde pronto yo me di cuenta de que

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llevaba puesta una toga. Su personalidadresultaba tan exuberante, que habíaeclipsado todo lo demás. Sencillamenteno me había dado cuenta.

No obstante tampoco caí en queLouis-Cesare no había venido a hablarconmigo otra vez. Pasó por delanteacompañando al cortejo de Anthony.Según parecía, después del todo loscomentarios de Marlowe habían surtidoefecto. Pasar un rato en los bajos fondoscon una dhampir estaba bien siempre ycuando nadie te viera, pero aquél era unmomento delicado en el que había quecontrolar los posibles perjuicios.

No sé por qué eso me sorprendió.

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Ningún vampiro tenía una amantedhampir. A lo largo de los años algunoshabían tratado de seducirme sólo parafanfarronear o por la emoción quesupone vivir al borde del peligro. ¿Peropasar más de una noche seguida con unadhampir? Nunca.

Y eso no iba a cambiar. En el mejorde los casos sería un suicidio social ypolítico. En el peor, alguien coninfluencia podía empezar a preguntarsepor la salud mental de un vampiro quetuviera semejante amante. Y sólo habíauna solución para los vampiros conproblemas de salud mental. Yo lo sabíamejor que nadie: era a mí a quien

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llamaban para quitarlos de en medio.Y sin embargo me sorprendió. Y

también me dolió, lo cual para mí erainaceptable. Estaba cansada,completamente borracha y un tantosensiblera. Así que había llegado lahora de marcharme.

Iba a ponerme en pie cuando unamano helada se posó sobre mi muñecasana.

—¿Podrías dejarnos un minuto, Kit?—preguntó Mircea.

Marlowe ni siquiera se molestó enprotestar. Tuve la sensación de que noestaba precisamente ansioso porenfrentarse al Senado. Salió por la

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puerta y entonces entró Christine.Arrastraba dos enormes maletas yllevaba una tercera bolsa debajo delbrazo.

—Christine, Dorina y yo queremosmantener una corta charla. ¿Teimportaría esperar en el despacho? —lepreguntó Mircea educadamente.

Christine alzó la vista, lo miró yparpadeó confusa. Entonces esbozó esasonrisa que las mujeres lucen siemprepara Mircea.

—Por supuesto.—¿No hemos terminado? —pregunté

yo, cauta.Habíamos hablado más de lo que…

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bueno, más que nunca. Al menos de unasola sentada.

Mircea eligió un cigarrillo pequeñode una pitillera. Turco, a juzgar por elolor, y luego me ofreció.

—No, aún no.—Es una mala costumbre —dije yo,

declinando el ofrecimiento.Yo sólo fumo marihuana.—Las hay peores.—¿A qué te refieres?Mircea dejó la pitillera y volvió a

sentarse en la silla al tiempo queencendía el cigarrillo con unmovimiento natural y sin prisas.

Durante un rato no dijo nada, lo cual

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no era bueno. Mircea jamás necesitabareflexionar para ordenar suspensamientos. Siempre tenía demasiadospensamientos y todos perfectamenteelaborados y ordenados. Ése es suproblema.

Bueno, uno de ellos.—Nunca he hablado mucho contigo

sobre tu madre, ¿verdad? —preguntó élfinalmente.

Por un minuto me quedé ahí sentada,helada. De todas las cosas que yoesperaba que él sacara a relucir, ésa erasin duda la última. Hacía años que mehabía dado por vencida y había dejadode preguntarle por ella porque el

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resultado era siempre el mismo: él mecontaba escuetamente y con una fríaindiferencia unos cuantos hechospasados de los que yo no sacaba nada enclaro que no supiera ya antes. Ella habíasido una campesina; habían tenido unbreve romance; él la había abandonadoal descubrir que había pasado a formarparte de ese segmento de la poblacióncuya vida es infinitamente másestimulante, cosa que, casualmente,había ocurrido más o menos en el mismomomento en que ella había descubiertoque estaba embarazada. Y punto.

Después, hacía ya un mes, Mirceame había soltado la bomba de que mi

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madre no había muerto por culpa de unaplaga tal y como yo siempre habíacreído. Vlad, el hermano loco deMircea, la había asesinado torturándolalentamente. Y después Mircea habíaconvertido a Vlad en vampiro parapoder torturarlo a él a su vez… durantequinientos años.

No se podía decir que la familia nosupiera cómo superar el rencor.

No había sido una conversaciónagradable y yo no estaba ansiosa porrepetir la experiencia. Pero sabíajodidamente poco de mi madre gracias aél y a su borrado de memoria. Tampocoes que yo hubiera podido recordar gran

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cosa de esos tiempos; era demasiadopequeña cuando me separaron de mimadre. Pero sí había podido ir uniendoretazos de recuerdos aquí y allá con lopoco que me habían contado los que síse acordaban de ella. Sin embargo casininguna de esas personas vivía ya.

Si había alguien que conocía elpunto débil de cada persona, ese eraMircea. Podía señalarlo con laprecisión de un cirujano. Él sabía quéfrase me retendría allí, sabía qué teníaque decir para que yo no diera un saltode la silla y me marchara, fuera lo quefuera lo que hubiera que discutir. Porqueyo no me marcharía si había alguna

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posibilidad de saber algo más de ella.—¿Qué pasa con ella? —pregunté

yo con severidad.—Era una mujer muy bella —me

dijo él con calma—. Tú te parecesmucho a ella.

—¿Haces esperar al Senado sólopara decirme eso?

—Ella vino para quedarse connosotros cuando tenía diecisiete años —continuó él sin hacerme caso. Mirceairía al grano cuando le diera la real gana—. Su padre tallaba la madera peromurió pronto, y su madre lo pasó muymal después. Al final encontró trabajocomo cocinera con nosotros y cuando

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Helena alcanzó una edad apropiada,comenzó a trabajar en nuestra casatambién.

—Y tú la viste y te la quedaste.No era difícil de imaginar. Por aquel

entonces las sirvientas eran presasfáciles y más si no tenían un parientemasculino que las defendiera. Y lamayoría de ellas se habrían consideradoafortunadas de poder atraer la atencióndel hijo mayor de la familia, que ademásera guapo.

—No fue tan simple como eso.Cuando la vi por primera vez, admitoque traté de robarle un beso.

—¿Y?

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Mircea soltó un río de humo largo ydelgado que fue levantándose lentamentehacia el techo.

—Y ella me dio una bofetada.Fuerte.

Yo parpadeé.—Podrías haberla hecho azotar por

eso. O algo peor.Las mujeres de Rumanía en aquella

época tenían muy pocos derechoscomparados con los que tenían loshombres. Una mujer no podía sentarse ala mesa con su marido; tenía quequedarse de pie detrás de él, esperandopara servirlo. Comía lo que sobraba,que en las casas de los campesinos no

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era mucho, cuando él había terminado.Si salían a la calle juntos ella caminabadetrás de él, y si ella salía sola y secruzaba con un hombre por la calle teníaque pararse y esperar a que él pasara.Incluso aunque ella fuera rica y él fuerapobre.

La libertad de las mujeres en laantigua Rumanía era escasa.

Mircea echó la ceniza en un cenicerode cristal, pero al oír mi comentario seolvidó del cigarrillo y alzó la vistahacia mí con una expresión inescrutableen el rostro, como si no comprendiera.

—A veces, Dorina, me pregunto quépiensas de mí.

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No contesté a esa pregunta porque lamitad de las veces ni yo misma lo sabía.

Y la respuesta que habría podidodarle la otra mitad no nos habría llevadomás que a discutir.

Tras unos momentos, él continuó:—Ella me dijo que no estaba allí

para ser el juguete de ningún caballero,sino que su intención era ahorrar paracasarse con un hombre respetable. Y queno estaba dispuesta a perder su preciadavirginidad conmigo.

Yo casi me había olvidado de lavieja costumbre de recompensar a lasvírgenes por su castidad al lunessiguiente después del matrimonio. Ese

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día recibían joyas, ropa y a veces hastadinero que se les permitía conservarincluso aunque el matrimonio acabara endivorcio. La costumbre había resultadomucho más efectiva para asegurar laabstinencia que los modernos pactos devirginidad.

Bueno, eso y el miedo a los padresrumanos.

—¿Y qué le dijiste tú?Mircea se encogió de hombros antes

de contestar:—Yo era joven y estúpido, y todavía

no me había dado cuenta de que mi tancacareado éxito con las mujeres sedebía tanto a mi nombre y a mi posición

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como a mi persona. Le dije que congusto la recompensaría por cualquierpérdida que pudiera sufrir.

—Y supongo que ella aceptó.Él arqueó una ceja muy

expresivamente.—No. Volvió a darme otra bofetada.—¿Y eso te pareció atractivo?—Es extraño, pero sí. La mayor

parte de las mujeres que conocía erandóciles hasta el aburrimiento. Sóloconseguir que me miraran a la caramientras hablábamos me resultaba yatedioso. He mantenido relacionesíntimas con mujeres que no creo quehubieran podido describir con detalle mi

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rostro ni aunque su vida hubieradependido de ello. Y eso eraespecialmente cierto de las mujeres dela nobleza, a las que se les habíaenseñado desde la infancia que la buenaeducación consistía en mantener unapasividad completa.

—Así que ella era un reto para ti.—Ella estaba viva, Dorina, en un

sentido en el que ninguna otra mujer eincluso pocos hombres de los queconocía en aquella época lo estaban. Mefascinaba. Me ponía furioso… Y al finalme embrujó.

—Así que me figuro que al final ellasuperó la etapa de las bofetadas.

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—No del todo —dijo él, sonriendootra vez.

Se trataba de una sonrisa leve, de ungesto extraño en un rostro que apenasexpresaba nunca nada.

Me quedé mirándolo. Jamás se mehabía ocurrido imaginar que él hubierapodido sentir algo por ella; me habíafigurado que mi madre era solo una másde la larga lista de conquistas que élhabía hecho y olvidado con la mismafacilidad. Aunque quizá sí hubiera sidosolo una más. Puede que fuera yo la quequería creer que la expresión de Mirceasignificaba algo. Puede que fuera yo laque quería creer que al menos uno de los

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suyos era capaz de sentir verdaderoafecto.

¡Dios!, debía de estar más borrachade lo que creía.

—Cuando finalmente iniciamos unarelación —continuó él—, le compré unacasa en su pueblo e iba allí a visitarla enlugar de mantenerla a ella en el castillo.

—Porque te avergonzabas de tener auna sirvienta por amante.

—¡No, Dorina! —exclamó Mircea,mirándome a través de una nube dehumo con impaciencia—. Yo jamás meavergoncé de tu madre. Tenía miedo porella. Y al final mis temores se vieronconfirmados.

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—Tú no podías saber que Vlad iba ahacer lo que hizo.

Yo le echaba la culpa a Mircea demuchas cosas, pero no de ésa.

—No. Pero sabía que al enterarse delo importante que era ella para mí, podíaconvertirse en un blanco. Unos podíanquerer utilizarla para intentar influir enmí; otros podían querer hacerle dañopara hacérmelo a mí. Era una épocadespiadada y ningún miembro de lafamilia estaba a salvo. Yo no estabadispuesto a permitir que lascircunstancias me dictaran cómo teníaque vivir hasta el punto de que eligierana mi amante por mí, pero sí tenía

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cuidado. Tenía cuidado y era discreto.—Ah, llega el amanecer, ya

comprendo.—Louis-Cesare tiene que ocupar una

de esas sillas vacantes del Senado —dijo Mircea, dejando a un lado laanalogía—. Necesito tener a alguien enquien pueda confiar y necesito su votopara ayudarme a persuadir a otrosdurante la guerra. No estoy dispuesto atolerar que nada me lo impida.

—Creía que ya estabas decidido adesechar ese plan.

—El incidente con Elyas ha sidodesafortunado, pero unos cuantosmiembros del Senado europeo me deben

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favores, y el cónsul me debe muchosmás.

—¿Crees que podrás convencerlospara que lo dejen competir?

—Es posible. El hecho de que él nohaya querido nunca unirse a ningunafacción y de que prefiera actuar siempresegún su propia conciencia en cadaasunto nos beneficia. A lo largo de losaños eso ha hecho de él un peligrosocabo suelto según los cánones y hadejado a muchas personas poderosas desu Senado tirándose continuamente delos pelos. Creo que muchos de ellospreferirían verlo lejos. Aunque, pordesgracia, esas mismas personas

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también preferirían verlo muerto. Lomalo es que si no es para el Senadoeuropeo, Anthony sin duda hará todo loque esté en su mano para evitar que seapara nosotros. No consentirá que llegueel día en el que Louis-Cesare use todasu capacidad en su contra.

—¿Y en qué sentido se relaciona esoconmigo? —pregunté yo, convencida deconocer la respuesta.

—Una alianza con una dhampirdestruiría la credibilidad de Louis-Cesare en un momento tan delicadocomo éste —me explicó Mircea confranqueza.

—Por si no te habías dado cuenta,

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Louis-Cesare tiene una amante —lerecordé yo.

—Sí, me he dado cuenta. Perotambién me he dado cuenta de cómo temira, y he oído el escándalo.

—¿Y has caído en la cuenta de quese ha marchado sin decirme nada?

—¡Como si hubiera podido, despuésdel jaleo! Esto puede arruinarlo, Dorina.De hecho nos ha perjudicado en el casocontra él considerablemente.

—Pero Anthony no ha oído tantocomo para…

—Ha oído lo suficiente como paraque yo ahora no pueda presentar laspruebas que tú me has proporcionado

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sobre la forma en que ha muerto Elyas.Yo fruncí el ceño.—¡Pero Louis-Cesare jamás lo

habría asesinado así! Él no habríapodido aunque hubiera querido. Nohabría sabido cómo hacerlo hasta queyo…

Me interrumpí. De pronto me sentíun poco mareada.

—Exacto —dijo Mircea serio—. Sipresento nuestra prueba principal parala defensa, Anthony alegará que Louis-Cesare fue instruido sobre la forma máscreativa de asesinar a un vampiro por suamante dhampir. Los oponentes políticosde Louis-Cesare aprovecharán la

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oportunidad para manchar la reputaciónde una persona que, hasta el momento,tiene un historial intachable. Y hasta susamigos del Senado comenzarán a dudar.Porque si es capaz de algo así, pensaránalgunos, entonces es capaz de cualquiercosa.

—Como por ejemplo asesinar a uncompañero senador.

—Exactamente —confirmó Mircea,que se reclinó sobre el respaldo de lasilla mientras el humo de la colilla de sucigarro hacía dibujos en el aire a sualrededor—. Louis-Cesare es poderosoy eso hace de él una buena arma, perotambién es un peligroso enemigo. Él y

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Elyas han mantenido una larga historiade enemistad que se prolonga en eltiempo algo más de un siglo atrás. Peroél jamás había hecho ningún movimientoen su contra. Ahora por fin lo ha hecho,pensarán algunos, y aquéllos quetambién mantengan disputas con élcomenzarán a preguntarse si no serán lossiguientes.

—Pero sin duda ha habido muchossenadores que han muerto antes —protesté yo.

—En los golpes de estado, sí. En lasrevoluciones sangrientas, cuidadosa ypolíticamente planeadas y cuyosobjetivos son comprensibles. Pero no

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por razones personales cuando uno estáen su casa. Eso es algo que se veraramente y que le permite a Anthonydescribir a Louis-Cesare como unvampiro peligroso, que se sale delcanon y que está fuera de control. Y si elSenado vota contra Louis-Cesare,Anthony como juez puede imponerle lasentencia que él desee.

—Pero tú has dicho que no lomataría.

—Y no lo hará, siempre y cuandoLouis-Cesare esté dispuesto adoblegarse y a atarse a él a perpetuidad.

—Y así consigue un poderosomaestro de primer nivel siempre a su

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disposición sin tener que ceder ningúnpoder por su parte —terminé yo la frasepor él.

La situación en la que se habíaencontrado con Tomas se perpetuaríapara siempre, con la diferencia de que amí me era imposible concebir queLouis-Cesare accediera a semejanteesclavitud. Pero si no lo hacía…

—¡Detesto la política! —exclamécon fervor.

—En este preciso momento yotampoco la adoro —dijo Mircea concinismo—. Pero la situación es la quees, y tenemos que enfrentarnos a ella.

—¿Cómo?

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Desde mi punto de vista, Anthonyera el dueño y señor de la situación.

—Aún puedo sacar a colación laruna y mostrarle al Senado el colgantevacío. Al menos todo el mundocomprenderá que es un buen móvil paraasesinar a Elyas. Louis-Cesare puedeser poco astuto en cuanto a política serefiere, pero no necesita la runa parabatirse en duelo.

—¿Y si Anthony me menciona a mí?Mircea me miró seriamente.—Diré que Louis-Cesare te engañó.

Que quería atrapar a Raymond pero noluchar contra un miembro de la familia,y que por tanto te hizo creer que te

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quería para arrebatártelo.—Eso justificará el escándalo que

he montado yo —convine. Y puede queincluso fuera la verdad—. Pero ¿y suforma de actuar?

—¡Por eso es por lo que tienes quemantenerte alejada de él! Ante todoLouis-Cesare es un guerrero. Y como tales franco, directo y poco dado alcompromiso. Ha llegado a tomartecariño; eso está claro. Hasta dónde llegaese cariño, no lo sé. Pero no conseguiráocultarlo en público. ¡Y desde luego nocomprenderá las razones por las quedebe hacerlo!

No, yo tampoco creía que él fuera a

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comprenderlas. Podía imaginármelo depie frente al Senado, diciéndoles conarrogancia de que su vida privada no eraasunto suyo. Y el Senado interpretaríaque tenía una tórrida aventura con unacriatura a la que muchos de ellos veíancasi como a Satán. No lo beneficiaría ennada.

—Comienzas a comprender —murmuró Mircea.

—Quizá. Pero ¿y Anthony y Jérôme?Ellos ya han oído su… indiscreción.

—Por suerte son precisamente laspersonas que más razones tienen parainterpretar cualquier cosa de la peormanera posible. Yo pondré de relieve

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que durante el mes pasado Louis-Cesarey tú habéis estado luchando juntos contraǼsubrand y que él estaba preocupadopor el hecho de que esa criatura pudieravolver a aparecer entre nosotros otravez. Él quería que tú le informaras alrespecto, nada más.

—¿Sabes?, a veces me das un pocode miedo —le dije yo con franqueza—.Porque yo estaba presente, y sinembargo tu historia me suenaextrañamente verosímil.

—Esperemos que el Senado pienselo mismo. Pero aunque tú te creas quetengo una gran capacidad para lapersuasión, tienes que comprender que

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yo no puedo estar continuamenteinventándome excusas plausibles paraeste tipo de incidentes. Esto tiene que…

Alguien llamó a la puerta. Unsegundo después Marlowe asomó lacabeza de pelo rizado. Lo inoportunodel momento me hizo entrecerrar losojos con suspicacia, pero la expresiónde su rostro no delataba que hubieraestado escuchando furtivamente; alcontrario, parecía muy furioso yfrustrado.

—¡Tenemos que marcharnos,Mircea, a menos que quieras que Louis-Cesare se defienda solo!

—Desde luego que no —dijo

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Mircea, poniéndose en pie—. Dorina…Yo me puse en pie también.—Fue un asunto de negocios —le

dije—. Él me robó; yo le devolví elfavor. Eso fue todo.

Mircea no pareció tan complacidopor mi respuesta como a mí me habríagustado.

—Esto no es… —comenzó él adecir.

Se interrumpió, y una vez máspareció tratar de ordenar suspensamientos.

Yo no comprendí por qué semolestaba; yo ya había accedido a loque él quería. No es que fuera mucho.

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Louis-Cesare había recuperado aChristine; tampoco era tan probable quefuera a verlo mucho más.

—Quiero que seas feliz, Dorina —dijo él de pronto… con un tono de vozextraño.

Escruté su rostro, preguntándome aqué nuevo juego estábamos jugando, quédiablos quería de mí. Como siempre, surostro era perfecto: una bella máscaraque no me decía nada.

Él alzó una mano vacilante hacia micara, y yo retrocedí inconscientemente.Mircea jamás me había hecho daño,pero toda una vida luchando contra losde su especie me había proporcionado

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ciertos instintos. Una emoción cruzó susojos, veloz como el rayo. Perodesapareció antes de que yo pudieradarle un nombre, y él dejó caer la mano.

Y algo me atravesó entonces a mí,breve y afilado como la punta de unaaguja.

La luz del sol entraba a raudales por ladiminuta ven tana sin cristales ydibujaba una acuarela de colores sobrela mesa de madera. Había una mujer depie junto a esa mesa, haciendomovimientos circulares con los brazospara amasar un montón de mezcla a unritmo incansable. A cada rato alzaba la

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vista hacia la ventana y contemplabalas encrespadas almenas del horizontemontañoso de rostros blancos por lanieve que el sol iluminaba por laespalda.

Era el sol que salía, deduje yo alverlo hincharse, brillante y rojo, en elmomento en que se liberaba del paisajepara viajar a la deriva por un cielo deun azul acuoso. La cabaña estaba alfinal del pueblo, cerca ya del caminoque penetraba entre los árboles. Peroen el sendero no había nadie y tampocohabía polvo excepto por el poco quelevantaba el viento.

El aire que venía de las montañas

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era fresco, le volaba el pelo mientrasella estiraba la masa hasta formar uncordón que luego transformaba en unahogaza. La dejó a un lado y comenzóotra vez todo el proceso. El viento separó y la harina quedó suspendida enla habitación como la niebla. Seposaba sobre sus pestañas negras y suscejas, sobre el ligero vello de susbrazos, y en volvía sus manos comopolvo de oro.

Dos brazos la rodearon por detrásy la arrastraron contra un cuerpocálido que ella reconoció.

—¡Para! —lo regañó ella con unavoz apenas audible, sin parar de reír—.

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Si no cuezo el pan, no tendrás pan paradesayunar.

—Pero es que yo tengo hambreahora —dijo él, sonriendo y alzando lamano de ella hasta sus labios paratrazar con la lengua las durezas de lapiel producidas por el trabajo.

Ella levantó la mano hasta lamejilla de él, embadurnada de harina,arenosa y cálida de tanto moverla.

—Marido —respiró ella contra sunuca—. Mi Mircea.

Y el amor y el sentimiento depérdida que brotaban dentro de él eratan dulce y tan doloroso, queliteralmente se tambaleaba.

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—¡Mircea! —gritó Marlowe, cuyavoz comenzaba a sonar un tanto aterrada—. ¡Están empezando ya!

El recuerdo se rompió en milpedazos y quebró la voz de Mircea. Yome derrumbé en la silla. Me inclinéhacia abajo con las manos en lasrodillas y tragué aire. Me escocían losojos a causa de las lágrimas. La soledady un frío y vasto eco se abrían a mialrededor, pero era la resignación la quecavó un hoyo en mí, lo que me vació. Yni siquiera estaba segura de si esossentimientos eran suyos o míos.

¡Oh, Mircea!, pensé. ¡Oh, Dios mío!Sentí una mano sobre mi hombro,

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pálida y fría. Alcé la vista hacia él,incrédula y con la mente en blanco. Nosé qué expresaba mi rostro, pero élfrunció el ceño y se agachó junto a misilla.

—Dorina, ¿qué…?—¿Te casaste con ella?Se interrumpió, su rostro delató el

profundo shock. No dijo nada, perotampoco lo negó. Y eso fue…

—Tengo que marcharme —le dije,saltando de la silla y tropezándome contodo.

De algún modo logré encontrar elpicaporte de la puerta. Lo abrí y meescurrí fuera. Me apoyé contra la puerta

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cerrada. Por suerte él no trató deseguirme.

Me quedé ahí de pie, mirando elespacio vacío sin ver nada. Nada másque el rostro de una mujer a la que yojamás había visto, una mujer campesinasin familia, sin dinero, sin nada…excepto un príncipe por marido.

Sentí como si la sala se tambaleara.No era tanto un movimiento físico realcomo un devaneo de mi mente quetrataba de asir una idea imposible. Yosiempre había dado por sentado que éljamás hablaría de ella sino conindiferencia. Él era el primogénito, elheredero indiscutible del trono. Era la

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última persona de la tierra que podíapermitirse el lujo de correr un riesgo enla elección de esposa. Y sin embargo sehabía casado con una chica que no podíaayudarlo en el plano político, que nopodía sellar ningún trato, que no podíaofrecerle ejércitos, que no podría llegara ser nunca nada más que unaresponsabilidad.

Porque la amaba.

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23

—¿Podemos salir ya de aquí? —preguntó alguien en tono enfadado.

Alcé la vista medio mareada y vi elsaco encima de la mesa del despacho.No quedaba ningún pedazo de vampiromuerto por ninguna parte, así que más deun sirviente debía de haber estadotrabajando. Excepto el pedazo junto alpetate, claro.

Ray seguía encima de la mesa amodo de grotesco pisapapeles. Por unmomento no le hice ni caso. El pasadotiraba de mí y un millón de preguntas

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revoloteaban de pronto por mi inquietamente.

Podía tratarse de una farsa, de uncuento inventado con un propósitoconcreto. Mircea era perfectamentecapaz de manipular mentalmente a laspersonas y yo lo sabía mejor que nadie.Había utilizado esa técnica conmigoantes e incluso él mismo lo habíaadmitido delante mí. ¿Por qué iba acreer que esta vez era diferente?

Pero lo que yo había visto eranrecuerdos borrosos, no una implantaciónartificial de recuerdos. Y aunque escierto que algunos vampiros puedencrear ilusiones y engañar a la mente para

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que llegue a creer todo tipo de cosas concasi tanta verosimilitud como un mago,yo jamás había oído decir que Mirceatuviera esa capacidad. Aunque tampocoes que los vampiros tuvieran porcostumbre revelar todos sus secretos.Probablemente Mircea tenía un montónde habilidades de las que yo no sabíanada. Pero si él podía hacer algo así,¿por qué no lo había hecho hacía años?¿Por qué dejar todos esos espacios enblanco en mi memoria sobre los que élsabía que yo sentiría curiosidad cuandopodía haber esparcido unos cuantosrecuerdos falsos al azar?

Yo ya había sido víctima de ese tipo

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de ilusiones en una ocasión o dos, y aveces podían parecer terriblementereales. Pero lo que había visto ese díano era real, sencillamente era perfectohasta en el más mínimo detalle: el olorde la levadura, el zumbido de losinsectos fuera de la ventana, la asperezade la harina contra la piedra. Si era unailusión, era la ilusión mejor inventadaque yo hubiera visto nunca.

De pronto ya nada tenía sentido. SiMircea me estaba engañando, aunque nocomprendía cómo, el asunto erapeligroso. Y si no…

Pero tenía que ser un engaño. Lagente no cambiaba. No tanto. Ni tan

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deprisa. Y eso era sobre todo cierto delos vampiros. Eran lo que eran, ypermitirme a mí misma el lujo de creerlo contrario solo porque ansiaba de todocorazón creerlo era un completo error.

Me había pasado toda una vidapeleándome con los vampiros; losconocía, los comprendía tan bien comopodía comprenderlos cualquiera que nofuera uno de ellos. Eran egoístas,egocéntricos, estaban obsesionados conel poder, eran hipócritas. Estabandispuestos a decir o hacer cualquiercosa con tal de conseguir lo que querían,y Mircea no era ninguna excepción. Entodo caso él personificaba al vampiro

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ideal: era la cabeza fría y calculadoraque gobernaba una casa importante y quehabía destruido a sus enemigos, querecompensaba a sus aliados y que jamáspermitía que algo tan inútil como unsentimiento se interpusiera en su camino.

Aunque por supuesto en aquelentonces él no era un vampiro. Laescena había tenido lugar a plena luz deldía, con la luz del sol filtrándose por laventana como una niebla. Para unvampiro recién nacido eso habría sidocomo quedarse bajo una lluvia de fuego.Habría estallado en llamas deinmediato, y sin embargo en el recuerdoni siquiera había retrocedido un paso.

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Así que entonces era humano. Se tratabadel Mircea que yo no había conocido;del hombre que él había sido antes deque la maldición surtiera efecto,deformándolo y cambiándolo porcompleto.

Pero aquellos sentimientos nopodían formar parte del recuerdo;imposible.

Se trataba de un momento defelicidad, de una mañana robada a ladura responsabilidad. No había ningunarazón para el dolor, para el sentimientode pérdida. No cabía nada de esocuando él no tenía ningún modo de saberlo que le deparaba el futuro. Y cuando

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por fin el futuro se presentó, él era ya unvampiro. Y no obstante los vampiros nosentían, no podían sentir ese tipo de…

—¿Hola? ¿Hay alguien en casa?La estridente voz de Ray interrumpió

el bucle interminable de devaneos de micabeza. Por una vez casi me sentíagradecida.

—Creía que ibas a ser testigo —ledije yo mientras abría la puerta—. ¿Porqué sigues aquí?

—Me han dicho que al final no mevan a necesitar. No sé qué han dichoacerca de que tienen un montón depruebas más de las que hablar.

—Apuesto a que sí.

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—Vale, entonces, ¿nos vamos? Estesitio me está dando escalofríos.

—Es inquietante —afirmó alguiendesde la puerta que daba al pasillo.

Asomé la cabeza y vi a Christinesentada sobre una montaña de equipaje.Había estado tan callada que ni siquierahabía notado su presencia.

—Te han dejado aquí, ¿eh? —lepregunté yo mientras metía a Ray dentrodel petate.

¡Qué demonios! Ray no ocupabatanto espacio.

—Dicen que mi testimonio no seríade gran ayuda —dijo Christine—. No vinada y estoy relacionada con Louis-

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Cesare. Creo que piensan que mentiríapor él.

—Así que tanta maleta al final paranada —dije yo.

—¡Ah, no! ¡Para nada no! —negóella mientras yo rebuscaba por el sacoalrededor de la cabeza sanguinolenta deRay. Como siempre, las llaves se habíanescondido en el último rincón—. Me haninformado de que la familia no mequiere aquí. Me han… ¿cuál es eltérmino? Eliminado.

—Te han dado la patada —lacorregí yo—. Entonces, ¿adónde vamosahora?

—No lo sé. ¿Adónde vas tú?

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Yo no había encontrado las llavespero al oír la pregunta alcé la vista.

—¿Cómo dices? —Louis-Cesare hadicho que debería quedarme contigo.

—¡Oh, Dios! —musitó Ray.—¿Ha dicho eso? —pregunté yo,

prestando mucha atención.—Estoy segura de que él volverá a

por mí cuando termine el juicio. ¿Vivesmuy lejos?

—No puedes venir conmigo —leexpliqué yo.

Por fin encontré las llaves en elfondo del petate.

Ella frunció el ceño ligeramente y sele formó un pequeño hoyuelo entre los

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dos preciosos ojos.—Pero tengo que ir contigo. Louis-

Cesare…—No me importa qué haya dicho

Louis-Cesare. Y a ti tampoco deberíaimportarte. ¡Tienes trescientos años, porel amor de Dios! Adelante, vive un pocopor tu cuenta.

Cogí el saco y me dirigí a la puerta,pero de inmediato sentí que una delicadamano me agarraba de la muñeca tras unmovimiento tan rápido que ni siquierahabía podido verlo. Hasta ese momentoera el primer vestigio que veía de lo queera ella realmente. Bueno, eso y lafuerza con la que me agarró.

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Sin embargo la expresión de surostro era de estar perdida, aterrada einocentemente angustiada.

—Pero… ¡Pero yo no puedofallarle! No en esta primera orden y…¡No puedo!

—Probablemente has interpretadomal sus palabras —dije yo, tratando demantener la paciencia.

—¡No, no! ¡Sé muy bien qué me hadicho! ¡Y pronto amanecerá, no tengoadónde ir, me echarán a la calle!

¡Dios!, ya estaba llorando otra vez.—Louis-Cesare probablemente

quería que te dejara en su casa.Aunque el muy bastardo no se había

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molestado ni en pedírmelo. Ni tansiquiera en mencionarlo.

—¿Su… su casa?—Él ahora está en el club. Vamos, te

llevo.—¡Oh, gracias!Christine parecía tan aliviada, que

de pronto me sentí un tanto culpable.¿Qué se sentiría viviendo durante todoun siglo a las órdenes de alguien hastaen el más mínimo detalle? Tras undeterminado lapso de tiempo tenía queborrar por completo la confianza de unapersona en sí misma. Y no era culpa deChristine que su maestro fuera uncompleto…

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—¿Qué estás haciendo? —lepregunté en tono exigente. De un saltoChristine se había puesto a recoger lamontaña de equipaje. Me miró con unaexpresión vacía—. Todo eso no cabe enel coche.

Ella se quedó mirando el montón demaletas que no hacían juego entre sí.

—Pero… ¿qué puedo hacer?—Elige lo que necesites para hoy y

la gente de Elyas te enviará el resto.—No, ellos no me lo enviarán. ¡Se

han portado fatal conmigo! ¿Y si lo tirantodo? ¿Y si nunca más…?

Su labio inferior comenzó a temblar.—¡Ay, mierda! —exclamó Ray—.

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Mételo todo como sea. ¡Como sea!Nos metimos todos a lo bruto.

Después de tres viajes, un montón detacos y ninguna ayuda por parte de lafamilia, por fin conseguimos meter aRay, el cuerpo de Ray, Christine y susposesiones mundanas y yo dentro delcoche. Por suerte el club no estaba lejosy tenían porteros.

O más bien digamos que los habíantenido.

Un cuarto de hora más tarde estabasentada contemplando la mole quemadade lo que una vez había sido un granhotel de lujo, preguntándome por qué eluniverso entero me odiaba. No se veía

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gran cosa porque aún quedabanvehículos de emergencia aquí y allá,aunque parecía que la mayor parte deellos se habían marchado. Pero el oloracre y húmedo del aire bastaba.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntóRay.

—Ha sido una maldición —musitéyo—. Es la única explicación.

—No, lo ha quemado el maestro, ¿note parece? —preguntó él—. A él leencanta quemar cosas.

Era él quien lo decía.—Voy a tener que llevarte a un hotel

—le dije a Christine.Ella abrió los ojos como platos.

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—¿A un hotel de humanos? —preguntó como si le hubiera sugeridoque se arrojara a un pozo lleno devíboras.

—Hay unos cuantos muy bonitosen…

—¡No! —susurró horrorizada.—Muchos vampiros se quedan en

hoteles humanos —dije yo.Era cierto, pero solo cuando no

podían pagarse las elevadas tarifas delclub.

—¡El sol… no puedo… me moriría!¡Me moriría!

Me agarró del hombro con tal fuerza,que creí que me rompería un hueso. Le

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abrí uno a uno los dedos pero ella sequedó ahí sentada, acurrucada en elasiento de atrás, horrorizada. Y yocomencé a pensar si al fin y al cabo erauna buena idea.

Los vampiros utilizaban los hoteleshumanos solo cuando no tenían másremedio. Era peligroso. Las cortinasraramente estaban diseñadas parabloquear por completo los peligrososrayos del sol durante el día. E inclusodormir en el baño, por incómodo quefuera, podía ser insuficiente. Bastabacon que una sirvienta descuidada nohiciera caso del cartel en el que ponía«no molestar», y Christine se tostaría.

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Podía llevarla a la central de losvampiros y arrojarla fuera del coche enplena curva. Técnicamente hablando,eso era exactamente lo que yo debíahacer. Pero Louis-Cesare se enfrentabaa un juicio por asesinato y era el peormomento para darle otro quebradero decabeza. Y Radu había dicho que noquedaba ninguna habitación libre encasa de ningún vampiro amigo en todoNueva York por culpa de las malditascarreras.

—Estaré muy calladita —susurróella como si de alguna manera supieraque yo me estaba ablandando—. Nisiquiera notarás mi presencia.

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—No es por mí por quien tendrásque preocuparte —contesté yo,acordándome de cierta media mujermedio dragón que sufría de una seriafobia a los vampiros.

Esperaba que no tuviera muchahambre.

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24

Cuarenta y cinco minutos más tardellegaba a mi calle. Había viajadoapretujada entre maletas y estabaagotada, y encima una bolsa o algo sehabía movido al detenerme bruscamenteante un semáforo, y desde entonces nohabía hecho más que golpearme en laespalda. Quería tomarme una copa odos… o tres y necesitaba una cama. Y lanecesitaba ya.

Sólo que la cosa no parecía muyprobable.

—¡Maldita sea! —exclamé yo con

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un mal presentimiento, casi poniéndomede pie encima del freno.

—¿Qué? ¿Y ahora qué pasa? —preguntó Ray en tono exigente.

Ray llevaba el cuerpo aplastadoentre media docena de maletas, dosbolsas con prendas de vestir, un baúl ycinco sombrereros, y encima del regazola bolsa.

—Tenemos un comité de bienvenida.Nos faltaba más o menos un tercio

de la manzana para llegar a casa, así queyo no podía verlo demasiado bien. Peroallí había alguien, de eso no cabía duda.Se trataba de unas cuantas personas,pensé al ver cómo varias sombras salían

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de la casa a la calle, tratando deadivinar quiénes éramos nosotros.

El cuerpo de Ray alzó la cabezapara poder ver y casi se le saltan losdiminutos ojos.

—¡Mierda! ¡Es el maestro!—¿Cheung?Casi me había olvidado de él.

Lástima que, según parecía, él no sehubiera olvidado de nosotros.

—¿A qué estás esperando? —preguntó Ray, cuya voz comenzó a sonarun tanto desesperada—. ¡Venga, vamos,vamos!

—¡No puedo marcharme! —solté yo—. Tu maestro tiene a una docena de

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tipos esparcidos por la calle.—No me refería a que entraras —

dijo Ray, como si yo fuera lenta encomprender—. Me refería a que nossaques de aquí.

—Tampoco puedo hacer eso.—¿Por qué diablos no?—De momento los hechizos han

funcionado, pero al menos faltan un parde horas para el amanecer.

—Razón por la cual lo mejor es noquedarse ahí atrapado.

—Pero ya hay gente ahí atrapada. YCheung lo sabe. Sus sabuesos puedenolerlos desde fuera.

—La vida apesta —afirmó Ray con

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indiferencia.—Más te va a apestar si se hace con

rehenes.—¿Es que ibas a entregarme a

cambio?—En un nanosegundo —dije yo,

cambiando de marcha.—¡Creía que tú y yo éramos amigos!No me molesté en responder a eso.—Prepárate para correr —le dije.Justo en ese momento uno de los

hombres de Cheung se acercó losuficiente a nosotros como parareconocerme. El momento de tomar unadecisión ya había pasado.

Una docena de sombras negras como

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rayos se precipitaron sobre nosotros. Yome lancé con el coche por la carretera ycontra los vampiros esparcidos por ella.No es que pensara realmente que iba apoder cruzar; no es una buena idea jugara ser el pirata aventurero frente a unpelotón de maestros. Pero tampoco teníaque atravesar su línea. Sólo necesitabaacercarme a la casa lo suficiente comopara entrar dentro de la protección desus hechizos antes de que me pillaran.

El par de vampiros que estaban máscerca cogieron la puerta del copiloto yla arrancaron a medias de las bisagras.Christine gritó, cosa que no ayudómucho, y el pesado baúl cayó encima de

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ellos, lo cual si nos benefició. Sinembargo el resto de los chicos deCheung cayeron entonces en la cuenta deadónde íbamos, y se dirigieron todos entropel hacia el camino de entrada a lacasa para servir de refuerzo a suscompañeros. Así que en el últimominuto yo me desvié y atajé por elcésped. A mi paso dejé una estela dehierba y polvo hasta que me detuvedando múltiples bandazos justo dentrode los hechizos de protección.

Los dos vampiros que se habíanagarrado a la puerta del copiloto setoparon de cabeza con el escudoinvisible que rodeaba la casa mientras

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nosotros lo atravesábamos limpiamente.Chorrearon barro ante la barrera comojugosos insectos que hubieran chocadocontra un parabrisas. Otros pocosvampiros más corrieron a agarrarse alparachoques trasero del coche por laparte izquierda, que había quedado justofuera de los hechizos de protección demodo que les proporcionaba un punto alque asirse para tirar de nosotros haciafuera.

Apreté el acelerador, pero despuésde tantos días de lluvia e inesperadaventisca el césped delantero de la casase había convertido en un barrizal. Notenía tracción. Tuve la satisfacción de

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ver a los hombres de Cheungcompletamente cubiertos de barro, perosi conseguían arrastrarnos fuera seríanellos los últimos que reirían.

Christine luchaba por soltarse elcinturón de seguridad. Yo arrojé el sacoa los escalones de la entrada y me pusea ayudarla sin dejar de pisar a fondo elpedal del acelerador. Esperaba que elcoche excavara un hoyo profundoporque eso nos concedería unossegundos más. Pero de eso nada. Losvampiros consiguieron sacar toda laparte posterior del coche fuera de loshechizos de protección justo cuando yopor fin soltaba el cinturón de seguridad.

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No había tiempo para salidasairosas. Agarré a Christine con unamano y a Ray con la otra y los arrastréfuera del coche por encima del capó.Conseguimos liberarnos justo en elmomento en el que nos arrebataban elcoche, y por supuesto aterrizamos debruces sobre un mar de barro. Pero erael mar de barro que quedaba dentro delos hechizos de protección, y eso era loúnico que importaba.

Me puse en pie chorreando fango.Me había arruinado el precioso vestidoy ni siquiera había tenido unaoportunidad de ponérmelo para ir aninguna parte. Y en algún momento

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durante la persecución había perdido unzapato.

Estaba verdaderamente cabreada, yeso fue antes de que viera a un tipoacercarse para venir a hablar conmigojusto cuando yo llevaba mi mejorvestido hecho una porquería. Él llevabaun traje que hasta Mircea habríaenvidiado. La fina lana negra le sentabacomo un sueño y la corbata de sedanaranja oscuro le añadía el toque justode color. Y además le pegaba con eltatuaje del tigre negro y naranja quesaltaba desde su nuca a la mejillaizquierda.

Aunque también hacía juego con la

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desastrosa figura en bata que llevabaagarrada del brazo.

—¡Radu! —exclamé yo,parpadeando por la sorpresa—. ¿Quédiablos…?

—¡Sí, sí, gracias! Eso mismo piensoyo —contestó él, lívido.

—Dijiste que no te pasaría nada.—¡Y no me habría pasado nada si no

llega a ser por este loco! —exclamóRadu, que no dejaba de lucharinútilmente contra quien lo llevabasecuestrado del brazo.

No hubo presentaciones, pero locierto era que no hacían falta. Radu, apesar de las apariencias, era un maestro

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de segundo nivel. Y no era buena ideacabrearlo a menos que uno fuera maestrode primer nivel.

—Mircea te matará por esto —dijeyo como quien no quiere la cosa.

Cheung siguió sacándole brillo a lapunta de su zapato justo al borde de labarrera de protección.

—Si él no se hubiera metido en misnegocios yo no habría tenido necesidadde molestar a su hermano.

Hablaba en voz baja, en un tonoagradable y sin ningún acento, cosa queno casaba con su aspecto, que era decualquier cosa menos de un tipo blando:piel del color del bronce, pómulos altos,

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moreno, ojos almendrados y una narizaguileña con la punta orgullosamentelevantada.

—¿Molestar? ¿Es así como llamanal secuestro hoy en día?

—Tú secuestraste primero a misiervo —señaló él—. Devuélveme mipropiedad y yo te devuelvo la tuya.

—Eso me suena —dije yo,examinando el aspecto de Du de arribaabajo.

La bata rajada por una de lascosturas; el pelo, que por lo general élllevaba lustrosamente peinado ybrillante, estaba todo enredado, y no sécómo había conseguido mancharse la

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nariz de barro. Tenía un aspecto patéticoy miserable. Le sonreí con compasión.Él me devolvió la sonrisa.

—Ahora Ray es propiedad delSenado —le dije a Cheung—. Si quieresque te lo devuelvan, tendrás quehacerles la petición a ellos.

—¿Qué? —preguntó Radu, cuyasonrisa se desvaneció.

La frente de Cheung se arrugóligeramente.

—Puede que no me hayascomprendido.

—Te comprendo perfectamente.Una gota de barro resbaló por mi

sien. Me tomé un segundo para

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limpiarme.—Entonces suelta a mi siervo.—¿O qué? —pregunté yo en tono

exigente—. Yo juego limpio. Ray juegalimpio. Pero tú no puedes hacerle dañoa Du, y tú lo sabes. Sería violar latregua, y aunque no lo fuera, Mircea temataría. Muy despacio.

—¿De qué estás hablando? —preguntó entonces Radu en tonoexigente. Sus zapatillas de saténbordadas se iban hundiendo lentamenteen la hierba—. ¡Llevamos aquí casimedia noche! ¡Dale a este hombre lo quete pide, Dory!

—No puedo —dije yo mientras iba

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pasando las llaves una a una dentro delanillo del llavero, buscando la de lapuerta principal que jamás usaba—.Pero no te preocupes, Du. Informaré aMircea de esto la próxima vez que lovea.

—La próxima vez…Radu se interrumpió y se quedó

mirando algo por encima de mi hombro.Yo me giré y vi a Christine,debatiéndose en medio del barro. Susdelicadas zapatillas no parecían capacesde ejercer una gran tracción, y cada vezque se levantaba volvía a caerse.

—¿Ésa es… Christine? —preguntóRadu, horrorizado.

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Ella se puso en pie lentamente,ayudándose con las manos como si fueraun niño que estuviera aprendiendo aandar.

—Lord Radu —lo saludó Christinecon timidez justo antes de que se leescurriera el pie y se cayera de espaldasen el charco.

Nos salpicó barro tanto a Raducomo a mí.

—Bueno, eso lo explica todo —musitó Radu.

—Crees que estoy fanfarroneando—dijo finalmente Cheung.

Yo suspiré.—O estás fanfarroneando o eres un

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idiota, y no tienes reputación de serlo —dije yo, que al fin había localizado lallave de la casa—. Hazle daño a Du y lopagarás con tu vida. Suéltalo y quizáMircea te deje libre después dehumillarte, no lo sé.

—Veo que voy a tener quedemostrarte que soy sincero —dijoCheung, que no se movió.

Dos de sus hombres, sin embargo, seacercaron con sendos mazos ycomenzaron a destrozar el Lamborghini.

Radu se quedó ahí de pie, aterrado ymudo, observando cómo aquel preciosopedazo de la ingeniería italiana erareducido en un momento a basura. No

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tardaron mucho. Yo abrí la puertaprincipal de la casa, arrastré el cuerpocubierto de barro de Ray dentro y volvía por Christine y el petate.

—¿Esto no te conmueve? —preguntóCheung.

Uno de sus hombres lanzó volandouna de las ruedas en medio de la noche.

Radu soltó un pequeño lloriqueo.—Es el coche de Du —le dije yo

justo antes de cerrarle la puerta en lasnarices.

Puede que la casa estuviera reparándosesola, pero no lo hacía muy deprisa. Aún

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quedaban agujeros en el suelo, en lasparedes y en el techo, y el pasilloprincipal parecía un atrio de tresplantas. La luz de la luna entraba encascada a través del enorme huecoabierto de tres pisos y bañaba los viejosrevestimientos con una luminiscenciapálida que parecía extrañamente de otromundo.

Eso me proporcionó claridadsuficiente para atravesar el vestíbulorepleto de muebles carcomidos por losgusanos. No derribé ni una sola pieza, yeso a pesar de que arrastraba a Ray. Fueuna suerte porque había otra cosa en elpasillo, también de otro mundo,

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encajada en el extremo opuesto, junto ala puerta trasera. Me detuve en seco.

Todo lo demás parecía normal. Lacasa estaba a oscuras, silenciosa ytranquila. Pero eso no era de extrañar.Claire debía de haberse cansado deesperarme hacía mucho tiempo, así quese habría ido a la cama. Y aunque miscompañeros de piso tenían porcostumbre volverse muy activos denoche, tampoco eran muy caseros. Noera tan raro volver a casa y encontrarlaen el más absoluto silencio.

Pero sí lo era encontrarme con eseolor profundo a cueva, con esa humedady ese frío helado, con esa mandíbula

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inferior curiosamente afilada que micerebro había catalogado bajo lacategoría de «¡Oh, no!».

Supe que eran svarestris aunque nopude verlos. No es que eso significarauna mierda. De pronto me pregunté siquedaba alguien vivo en casa al queCheung pudiera atacar.

—Eh, ¿podemos…?Tapé la enorme boca de Ray con una

mano y saqué mi espada de hierro nuevade su funda. Me gustó sentirla en lamano: era sólida, fría, tenía el peso justoy costaba levantarla. Sólo esperaba queal fey no se le hubiera ocurrido otraforma más de luchar sin estar presente.

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Porque si le había hecho daño a Claire ya los niños, yo quería derramar susangre.

Christine me agarró del brazo. Nodijo nada, pero la expresión de su rostroera ya bastante significativa.

—Quédate aquí —le dije en vozbaja.

En circunstancias normales contarcon un vampiro de trescientos añoshabría sido una ventaja en un caso comoéste, pero no creo que ella asustara alfey con sus llantos.

Ya tenía arruinado el vestido, asíque entretejí el cuchillo por la seda dela espalda y me até otro trozo de tela a

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una de las medias. Dejé el saco debajode una mesa en el vestíbulo y coloqué elresto de Ray de guardia, custodiándolo.Y entonces me dirigí cautelosamentehacia el pasillo, pegada a las paredeshechas jirones.

El papel pintado no debía de ser unaprioridad para la casa, porque habíatrozos rasgados revoloteando por todaslas paredes que me rozaron las mejillasal pasar. Era como estar en un bosque enel que las ramas se movieran lentamente,cubiertas de pesado musgo. La cola secadel reverso era como los dedosescamosos al contacto con la piel y sumovimiento constante atraía demasiado

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mi atención.No es que se movieran furiosamente.

La luz caía en cascada por los tres pisosa través del tejado destrozado. Pero eraescasa y como de plata antigua: unacombinación de la luz de la luna y delvago resplandor de la calle. Habíaninstalado farolas nuevas de bajoconsumo en el barrio residencial queahorraban dinero y no iluminaban dehecho nada.

Y la fina y fría lluvia que comenzó acaer no contribuyó a mejorar las cosas.

Producía extrañas sombrasondulantes sobre las ventanas y sobrelos reflejos rectangulares de luz gris que

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se dibujaban en el suelo justo debajo.Noté cómo se me aceleraba el corazón ycómo se me erizaba el vello. Losma l d i t o s svarestris me estabanempezando a hacer detestar el tiempo.

El reverso blanco del papel pintadobrillaba a la luz de la luna y sebalanceaba ante mi vista como una largacabellera blanca. Mirara donde mirara,por un segundo creía que era un fey.Constantemente. Pero no veía a ninguno.Porque cuando por fin atisbé a uno fueinconfundible. Algo negro se retorció enmi interior al verlo, de la cabeza a lospies, más frío que el aire nocturno alfondo de un profundo barranco.

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No duró más que un breve parpadeoen mi visión periférica; una visión vagay poco nítida. Mi sombra se deslizócomo una fantasma pegada a mis talonesal ritmo al que yo me movía haciadelante muy lentamente, pero el fey noarrojaba sombra alguna. Alrededor de élno había más que un vacío vibrante,como una especie de espacio negativo.

Debía de ser algún tipo decamuflaje, me imaginé yo, y funcionababastante bien. Yo no parecía capaz deverlo en absoluto ni siquiera aunque lomirara de frente. Él solo se me mostrópor el rabillo del ojo entre un vistazo yotro, serpenteando entre las sombras de

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la lluvia y el suave aleteo de los jironesde papel pintado.

Pero a ese fey se unió otro y luegootro. El aire alrededor de ellosprácticamente soltaba chispas con la luzfantasmal que envolvía sus cuerpos.Hasta que comenzó a parpadear y por finse apagó, reduciéndose paulatinamentehasta quedar en la nada del principio.No sé si se trataba de un hechizo o delpaso amortiguado que todos ellos sabíandar, pero yo no volví a oír nada. Ni unapisada, ni un solo respiro: nada. Elsilencio inundó la vieja casa como sifuera agua helada; un silencio que solorompían las gotas de lluvia al caer.

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Un cuarto intruso se unió a lacreciente multitud. Y a menos que losfeys fueran tan fantasmales comoparecían y pudieran atravesar lasparedes, adiviné enseguida por dóndehabía entrado. Se había colado por ladespensa, por la puerta que daba alpasillo. Habían entrado todos por elportal.

Pip había situado el portal principalen el sótano, pero había esparcido unoscuantos portales más por el resto de lacasa por motivos de seguridad yconveniencia. No llevaban a ningúnlugar exótico. El de la despensasimplemente daba al jardín de atrás de

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la propia casa, junto al viejo montón decompost que acumulaba siempre Claire.Más que nada habíamos estado usándolopara tirar la basura.

Pero según parecía el fey habíadescubierto que tenía otra utilidadmucho mejor.

No había hechizos de proteccióncustodiándolo porque sencillamente noexistía cuando no lo abríamos parausarlo. Al menos en teoría. De algúnmodo los feys habían descubierto queestaba ahí y habían estado enredandocon el hechizo hasta conseguir abrirlopor el otro extremo, accediendo de esemodo con toda libertad al corazón de la

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casa.Lo que yo no comprendía era por

qué los malditos hechizos internos de lacasa no estaban funcionando. Pip no sehabía conformado solamente con loshechizos exteriores. Había añadidotambién un puñado de desagradableshechizos internos a los cuales yo mismahabía visto en acción en una ocasión.Olga y yo recientemente habíamostapado con otra capa más ese hechizo encuestión.

Con cuatro feys en el pasillo y Diossabía cuántos más entrando, en esemomento hubiera debido de estardesatándose una lucha infernal. Y no

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obstante los hechizos ni siquiera sehabían inmutado. ¡Malditas cosas!,pensé yo malévolamente. Gastar tantodinero y tanto tiempo, ¿para qué?Cuando aparecían los malos ni tansiquiera sonaba una sirena. Si vivía losuficiente iba a decirle a Olgaexactamente lo que pensaba de…

Alguien me agarró por detrás y tiróde mí hacia la cocina. No habíamosdejado de movernos cuando yo le clavéel codo en las tripas y le hinqué el tacónen el pie. Tuve que reprimirme para nojurar. Había olvidado que estabadescalza, y eso hacía daño.

Pero él lo dejó pasar. Yo me giré y

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alcé la corta espada en alto en posiciónde ataque… para golpear al papelpintado. Fuera quien fuera se habíamovido a la velocidad del mercurio,haciendo un quiebro para evitar la hojade la espada y volver a lanzarse sobremí. Me agarró y me empujó contra lanevera. Me clavó allí con el esbelto ycálido peso de su cuerpo, sujetándomelas manos y haciéndome su prisionera.

Así que alcé una rodilla con fuerza yoí un segundo gruñido justo en elmomento en el que reconocía unafragancia que conocía bien. Los feys noolían a whisky de caramelo ymantequilla. Al menos ningún fey que yo

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hubiera conocido. Alcé la vista y vi unpar de ojos azules furiosos. Louis-Cesare.

—¿Cómo demonios has entrado túaquí? —susurré yo.

—Por la puerta —dijo él en vozbaja aunque un tanto tensa.

Retiré la rodilla.—Lo siento.Y entonces oí realmente lo que él

había dicho.—¿A qué te refieres con eso de por

la puerta? Los hechizos están hechospara excluir a todo el mundo excepto ala familia.

—Yo soy de la familia, Dorina.

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Eh… sí.No le pregunté qué hacía allí en

lugar de estar donde se suponía quedebía estar porque en ese momento meimportaba un bledo.

—Han venido a por Aiden —le dijeyo—. Tenemos que atraparlos antes deque suban las escaleras.

No me preguntó qué quería decir.Supongo que ya le había echado unvistazo al pasillo o que quizá esa agudanariz suya había olido algo.

—Yo he contado ocho. Pero puedeque haya más —me dijo él serio.

—¿Ocho? —repetí yo.Guay. Aunque en realidad daba

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igual.—Da igual cuántos haya. Tenemos

que detenerlos.Eché a caminar de nuevo hacia el

pasillo. O lo intenté, porque meagarraba con tal firmeza que no pudemoverme.

—No vamos a detener a ochoguerreros feys sólo con la fuerza bruta—me dijo él con severidad—. Ladiferencia entre el éxito y el fracasoestriba en tener un plan.

—¡Pero eso nos va a retrasar!Me solté, pero él se colocó delante

de la puerta que daba al pasillo parabloquearme el paso. Tratar de moverlo

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habría sido como atravesar una pared.De hecho habría sido más difícil aún: yohabía atravesado una pared, pero jamáshabía conseguido arrastrar a Louis-Cesare cuando se empeñaba en nomoverse. Así que me giré y abrí lapuerta de la cocina. Daría la vuelta pordetrás de la casa y con un poco de suertepillaría al fey por sorpresa.

Pero me quedé ahí de pie, mirando.Había estado oyendo ruidos extraños

procedentes del jardín, pero no habíatenido tiempo de prestarle demasiadaatención. Sonaba como si alguienestuviera tirándose por un trampolín, locual era extraño a las tres de la

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madrugada. Sin embargo missuposiciones no estaban lejos de laverdad.

—¿Qué ocurre? —me preguntóLouis-Cesare, que se acercó a mí.

Me pareció que la escena seexplicaba por sí sola. Louis-Cesarellegó justo a tiempo de ver cómo otrogrupo de los chicos de Cheung searrojaba contra la barrera de loshechizos. Algunos de ellos debían detener bastante poder porque de hecholograron abollar la superficie unoscuantos centímetros. Las caras se lesretorcían horriblemente al apretarsecontra la barrera invisible.

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Pero al instante los hechizos secorregían solos; acumulaban más poderen los puntos de contacto y los vampirossalían tambaleándose hacia atrás. Osalían disparados, dependiendo de lolejos que hubieran llegado. La reacciónparecía estar en proporción directa a laamenaza.

Podría haberles dicho que estabanperdiendo el tiempo. Los hechizos de lacasa no eran como un talismán cuyafuerza se iba perdiendo a medida que sele aplicaba otra energía en contra.Sacaban su fuerza del abismo decaminos prehistóricos, cuya energía esilimitada. Los chicos de Cheung podían

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darse de cabezazos contra la barrerahasta hacerse sangre: jamás lograríanpasar.

—¡Idiotas! —dije yo, sintiéndolo decorazón—. Les estaría bien empleadoque pudieran entrar. Me encantaría vercómo se las apañan con…

Me interrumpí y me quedécontemplando todo ese poder queestaban malgastando inútilmente contrala barrera de los hechizos, cuando enrealidad podían colaborar con nosotros.

Me quedé observando por unmomento a nuestros contrincantescubiertos de barro y me pregunté siestaba volviéndome loca. Louis-Cesare

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y yo no habríamos podido de ningúnmodo con aquellas dos docenas demaestros de nivel sénior. Pero tampocodos docenas de vampiros habríanservido de nada contra Ǽsubrand y susmatones de no haberse tratado demaestros. Y era muy posible que alverlos entrar al asalto, los feys sefiguraran que venían en nuestra ayuda, yviceversa. Si arremetían los unos contralos otros yo tendría tiempo para buscar aClaire y a los niños.

Aunque por supuesto, si no selanzaban los unos contra los otros, lahabía cagado. Pero dada la situación, detodos modos la había cagado, y puestos

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a elegir entre lo malo y lo peor, lo maloempezaba a presentar cierto atractivo.Al menos era una oportunidad. De otromodo no había ninguna.

De pronto sentí que una mano meagarraba con fuerza del biceps. Alcé lavista y vi la misma idea dibujada en losojos de Louis-Cesare.

—¿Puedes hacerlo? —me susurró él.—Sí. Pero Cheung saldrá corriendo

en cuanto vea a los feys.Si es que le quedaba algo de sentido

común.—No saldrá corriendo —negó

Louis-Cesare con una leve sonrisa.Seguí la dirección de su vista hasta

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el jardín y allí vi alzarse la cabeza deCheung. Miraba hacia la casa con ungesto de mal humor.

—¿Qué le has dicho? —le preguntéyo a Louis-Cesare en tono exigente.

—Le sugerí que podía recuperar a susiervo si no se comportaba como uncobarde y entraba en la casa a buscarlo.

—¿Has llamado cobarde a unmaestro de primer nivel?

—Entre otras cosas.—Y luego dicen que yo estoy loca.Busqué mentalmente la brillante

telaraña de poder que flotaba alrededorde la casa. Tenía que haber una telarañaparalela por el interior, pero su ausencia

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era más que notable. Alguien habíaechado abajo los hechizos internos yhabía cortado el lazo que los unía con lafuente de poder, el abismo de loscaminos prehistóricos. Sin embargohabía dejado los externos intactos, bienporque quería engañarme para quecreyera que todo iba bien, bien porquesencillamente ni siquiera se habíamolestado en tocarlos, lo cual era másprobable.

Tardé un segundo en enrollarmentalmente los filamentos de loshechizos externos alrededor de mi manoimaginaria y darles un tirón. En cuestiónde segundos las largas madejas de

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energía se desenmarañaron ydesaparecieron, y la casa se quedódesnuda e indefensa.

—Espero que funcione —dije con unmal presentimiento—. Porque si no,todo va a ir de mal en…

No tuve oportunidad de terminar lafrase porque de repente me vi lanzadapor encima de un hombro, arrastradahasta la despensa y empujada de cabezapor el portal. Todo ocurrió tan deprisa,que por un segundo no comprendí lo queestaba pasando. Hasta que fui escupidapor el otro lado.

Justo a los pies de Ǽsubrand.—… en peor —terminé yo, sin

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comprender.

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Creo que Ǽsubrand se sorprendió alverme casi tanto como yo, pero a él se lepasó deprisa. Enseguida metió la bota enmedio del compost y de las hojasmojadas justo donde había estado tiradayo. Pero yo ya me había apartado de allíy me había lanzado por el portal que enese momento funcionaba en los dossentidos.

Me golpeé contra el duro suelo de ladespensa y rodé hasta las piernas deLouis-Cesare. Y entonces el lunático merecogió e intentó volver a mandarme

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como un paquete de vuelta.—¿Qué diablos estás haciendo?—Trato de ponerte a salvo.—¡Pues es un extraño modo de

hacerlo! —jadeé yo.Apoyé los brazos y los pies sobre

los estantes a los lados de las fauceshuecas del portal como un gato queintentara evitar que le den un baño.

—Te aseguro que voy a sacar alresto. Tienes mi palabra —dijo élmientras trataba de hacer palanca paravolver a tirarme.

Pero cada vez que él me soltaba unmiembro, yo curvaba los otros por lossoportes de metal de los estantes para

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aferrarme a mi preciosa vida.Trataba de recuperar el aliento para

explicarme cuando él me dio la vueltaboca abajo y desgarró toda unaestantería de la pared. La estantería sesoltó, llevándose los clavos y parte delhormigón, pero yo me sujeté como situviera los dedos soldados al metal. Éljuró desesperado.

—¿Por qué no te sueltas?—¡Porque Ǽsubrand está justo ahí

fuera, so lunático!De pronto dejó de ser cierto porque

súbitamente entró en la casa y se chocóconmigo.

No creo que esperara encontrarse a

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nadie bloqueándole físicamente laentrada por el portal, porque entró sinningún arma. Pero eso fue lo únicobueno. El portal lo trajo hasta mí, yo mesolté de las estanterías y los dos caímosal suelo. Y de pronto él desapareció.Tardé un momento en comprender queLouis-Cesare lo había recogido y lohabía lanzado otra vez de vuelta.

—¡No puedo creer que hayas hechoeso! —dije medio aterrada, medioimpresionada mientras él se giraba haciala puerta. Aparté la estantería de encimade mí y lo agarré del brazo—. Quédateaquí. Mantén lejos a Ǽsubrand.

—¿Adónde vas tú?

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—A por mi bolsa.—¿Ahora?—¡Sí, ahora! ¡Ray está dentro! Si

Cheung se hace con él antes quenosotros no tendrá ninguna razón paraquedarse aquí.

—Iré yo —dijo Louis-Cesare.Se oyó ruido de espadas y de

disparos en el pasillo.Louis-Cesare se marchó antes de que

yo tuviera tiempo de decirle que enrealidad prefería enfrentarme a loshombres de Cheung que al príncipe feyfrío como el hielo. Entonces el portalvolvió a activarse otra vez. Me entró unpoco de pánico al pensar en volver a

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luchar contra Ǽsubrand sin nada másque una corta espada como arma. Asíque comencé a arrojar todo lo que pudepor el ancho gaznate del portal.

El agujero se tragó las pesadasbolsas de judías y de arroz que Olgacompraba siempre de tamaño familiar,junto con los tarritos de condimentos,las latas grandes de sopa y de verduras,y una televisión rota que alguien habíadejado abandonada en un estante.Esperaba que bastara con eso y quenadie pudiera cruzar por el portal si esque de hecho estaba abierto y activo poruno de los extremos. El razonamiento mepareció lógico y sensato, pero me

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olvidaba de que la magia raramenteobedece a la lógica. Tal y como medemostró el hecho de que de inmediatoasomara una pierna sanguinolenta por elhueco casi encima de mi cara.

No, la pierna no estabasanguinolenta, comprendí. Era kéchup.Le di un tajo con la espada. Bien, eso yasi que era sangre. Entonces apareció eldueño de la pierna, un fey, que meagarró por el cuello.

No era Ǽsubrand pero de todosmodos era muy fuerte. Le corté la manocon la espada y él se echó atrás mientrasdecía algo en su lengua que sonóbastante obsceno. Aproveché esos

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escasos segundos para arrojar el estantepor la boca del portal.

No fue tan útil como a mí me habríagustado. No era más que un estante demetal vulgar abierto por la parte trasera,así que el fey aprovechó ese hueco paraluchar conmigo con su espada, quetampoco era más larga que la mía.Brillaba ligeramente, lo cual le permitíaasesinar a diestro y siniestro. Sólo queyo no iba a ponérselo fácil.

Yo también aproveché que laestantería no tenía tapa trasera parameter la mopa y empujar al fey de vueltapor las fauces del portal. ¿Desde cuándoteníamos mopa? El truco funcionó más o

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menos: de cintura para abajo el feydesapareció en el torbellino de color dela pared, pero se agarró al estante conuna mano y evitó que el agujero se lotragara entero. Con la otra mano intentópegarme una estocada, y de pronto me visin nada más que la cabeza de la mopa.

Me eché atrás para ponerme fuera desu alcance justo en el momento en el queme asestaba un segundo golpe, esta vezen el pecho. Eso le permitió derribartodo el estante y quitárselo de encima.Pero entonces apareció Louis-Cesarecon el petate. Mantuvo al fey a distanciacon una espada que debía de haberseencontrado en alguna parte y que

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brillaba ligeramente, así que me figuréque se la había quitado a uno de nuestrosenemigos. Mientras tanto yo rebusquépor el petate.

—¡Eh, que ése es mi ojo! —se quejóRay.

Por fin di con la masilla explosiva.La cogí y arranqué un trozo

considerable.—¡Apártate! —le grité a Louis-

Cesare.Él se giró hacia el pasillo y yo

arrojé el pedazo por encima de mihombro como si fuera una pelota debéisbol. Acto seguido me tiré de cabezaen dirección a la cocina. El explosivo

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estalló y reventó el portal con el feytodavía a medio camino.

Era el tipo de imagen que resultabapreferible evitar, y lo mejor de todo fueque no lo vi. Al destruir el portal ladespensa explotó y provocó unagranizada de pedazos de estanterías ylatas voladoras, pero conseguí metermedebajo de la vieja y pesada mesa de lacocina antes de que me cayera nadaencima. La volqué, saqué las armas dela bolsa y las cargué con los últimoscargadores hechos en casa que mequedaban. Y justo entonces dos feysentraron corriendo desde el pasillo.

Los recibí con un despliegue de

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balas de las dos armas. El primero deellos tenía una especie de escudo quelevantó justo a tiempo, pero el segundono llevaba nada y se tambaleó haciaatrás, contra la pared, para caer despuésal suelo sobre una mancha de sangre. Deresultas que al final los feys sí podíansangrar, pensé yo. El primero saltósobre mí.

Me había quedado sin balas y elarma del fey era más larga que la mía,pero poco importó porque de pronto unaespada reluciente le desgarró las tripas.Alcé la vista esperando ver a Louis-Cesare, pero en su lugar a quien vi fue aun vampiro al que apodaban

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Caramarcada.El apodo resultaba menos apropiado

en casa que en el club, donde su rostrome había recordado al de Frankenstein.Las cicatrices fruncidas y lívidasresultaban menos visibles en la cocina;solo eran un poco más oscuras que elresto de la piel. Sin embargo sus ojosnegros no tenían una expresión menossalvaje.

Supongo que había recogió laespada de un fey caído, porque se quedócontemplándola con admiración.

—Atraviesa los escudos como sifueran de mantequilla —dijo él,mirándome a los ojos—. Vamos a ver

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qué puede hacer contigo.—Mejor no —dije yo instantes antes

de que mi cuchillo le rebanara el cuello.El corte habría bastado para

descorazonar a un vampiro joven, peroCaramarcada simplemente se sacó elcuchillo sin hacer caso del río de sangreque nos duchó a los dos.

—Ésa ha sido una mala idea —gruñó él—. Pensaba hacerlo deprisa.

El vampiro sacó la espada de lastripas del fey. Yo me eché atrás, hacia elsoporte de los cuchillos de la pared. Elacero inoxidable no tenía efecto sobreun fey, pero sí funcionaba con losvampiros. Cogí el hacha con una mano y

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el cuchillo de sierra del pan con la otra,y entonces me di cuenta de queCaramarcada ya no me perseguía.

Contemplaba al fey caído.—¿Pero qué le pasa? —preguntó él

en tono exigente.Yo no contesté porque no lo sabía.

Por lo general los feys se curaban tandeprisa como los vampiros, pero aquélse debatía en el suelo como un pez alque hubieran sacado del agua. Y noparecía que estuviera curándose.Trataba de ponerse en pie, peroenseguida volvía a dejar caer unarodilla. Hasta que finalmente cayó debruces al suelo.

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Caramarcada le dio una patada y yocontuve el aliento. A esas alturashubiera debido de quedarle una pequeñaherida o quizá ya nada en absoluto. Peroen lugar de ello tenía medio pechocarcomido. Por debajo del pecho estabarojo y lívido, y le asomaban los bordesblancos de las costillas. Sin embargo losbordes de la herida se extendíanrápidamente como si se tratara de papelardiendo: primero la carne se le poníadorada, luego marrón y por último seconvertía en cenizas y desaparecía.

Caramarcada alzó la espada en alto.La hoja desnuda brillaba a la escasa luzcomo el engañoso fuego, blanco con los

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bordes de un azul pálido luminiscente.—Deben de haberlas hechizado.Había que fastidiarse, pensé yo sin

comprender. El fey comenzó a gritar yarañar las tablas de madera del suelocon las uñas con tanta fuerza, que dejóseñales. Me puse en pie lentamente sinapartar la vista de la espada quesostenía Caramarcada en la mano. Peroél no la alzó. Parecía tan hipnotizadocomo yo con lo que le estabaocurriendo.

En cuestión de segundos el extrañofuego le había quemado todas lascostillas hasta llegar a la columnavertebral. De pronto dejó de moverse;

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se quedó inmóvil en el sitio igual que elbebé vampiro al que yo había clavadoen la discoteca. Pero a diferencia delbebé vampiro, no creo que el fey fuera arecuperarse.

Sus ojos estaban fijos sobre losmíos. La expresión de odio fuedesapareciendo de ellos, reemplazadapor una especie de súplica desesperada.Pero yo no podía hacer nada. Exceptoobservar cómo el fuego iba invadiendosu pecho hacia arriba, en dirección alagitado corazón.

Yo jamás había visto ningún armaque pudiera hacer algo así; que pudierasobrepasar las defensas del cuerpo y su

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capacidad natural para la curación tandeprisa y de una forma tan devastadora.El fey no había tenido absolutamenteninguna posibilidad. Su corazón ardió enllamas un segundo después: unallamarada brillante repentina, y todohabía terminado. El cuerpo se habíaconsumido en menos de un minuto. Y loúnico que quedaba de él era una formanegra y carbonizada en el suelo, como elrecorte de la escena de un crimen.

—¿Qué diablos de trampa nos haspreparado? —le preguntó Caramarcadade mala manera, mirando a los restosabrasados y luego a mí.

Su tono de voz era tan beligerante

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como siempre, pero además parecíaasustado. La espada colgaba flácida a sucostado; casi parecía como si tuvieramiedo de tocarla.

Yo misma lo hubiera tenido de habersido él: los vampiros ardían por menosde nada.

—Yo no he preparado ningunatrampa —dije yo con la boca seca—. ¿Oes que todavía no te has dado cuenta deque él trataba de matarme?

—¿Por qué? ¿Es que también le hasrobado algo a él?

—Yo no le he robado nada a nadie.Trabajo para la familia propietaria de laruna. Quieren que se la devuelvan.

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—Será de quien la encuentre.—Sí, solo que vosotros todavía no

la habéis encontrado.—Dame un minuto —gruñó él, que

entonces levantó la cabeza.Y saltó, pero no sobre mí. Tardé un

segundo en darme cuenta de que habíasalido corriendo al pasillo, pero no creoque fuera por miedo a mis cuchillitos.

Solté el cuchillo del pan, que detodas formas había sido una malaelección, y recogí mi versión auténticade hierro del suelo, donde la habíaarrojado Caramarcada. La espada estabasanguinolenta, pero me la guardé en elcinturón por la espalda. Luego recogí el

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petate y me lo metí debajo del brazo.Así tenía libre una mano para la espaday la otra para el hacha. Era lo mejor quepodía hacer.

Llovía con más fuerza en esemomento. Las gotas de aguatamborileaban sobre las ventanas ysobre el techo. Pero no hacían tantoruido como para ahogar el sonido delchoque de espada contra espada. Corríala puerta del pasillo y entonces vi doscosas: por un lado, Cheung yCaramarcada subían las escalerasespalda contra espalda luchando contratres feys, y estaban ya a medio camino;por el otro, Louis-Cesare se peleaba con

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Ǽsubrand en medio del vestíbulo.Alrededor de todos ellos no había

más que extrañas manchas negras: sobrelas tablas de madera del suelo, sobre lasescaleras e incluso una con formahumana en la pared. Sospeché que setrataba de los restos de los hombres deCheung. Alcé la vista hacia el techomedio derruido y vislumbré otrasbatallas que tenían lugar más arriba,pero parecía que había más feys quevampiros.

Y después dejé completamente depensar porque mis ojos captaron elbrillo de la espada de Ǽsubrand. Micorazón dio un vuelco de miedo y se me

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hizo un nudo como un puño helado en elestómago. Comencé a arrojar todo loque pude pillar del petate a cualquiercosa que viera moverse, pero más quenada a él.

Tenía una pequeña fortuna en armastanto legales como ilegales y las gastétodas. El par de esferas desorientadorasno sirvieron de nada; no volvería acomprar esas malditas cosas inútiles.Sin embargo, con el alterador tuve mássuerte. Contenía en sí el poder de mediadocena de granadas humanas y ajusté eltiempo perfectamente: golpeó el suelo alos pies de Ǽsubrand y estalló casi almismo tiempo. Demasiado rápido

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incluso para los reflejos de un fey, quefue incapaz de reaccionar a tiempo yapartarla de sí.

Cuando por fin se despejó el polvodespués de la explosión, vi que se habíaabierto un abismo donde antes estaba elsuelo, que había agujeros nuevos en eltejado y que la mitad de la escalera sehabía esfumado. Cheung y Caramarcadatenían un contrincante menos, que sehabía transformado en una mancha en lapared de detrás de las escaleras. PeroǼsubrand seguía vivo.

No había logrado traspasar susdefensas.

—¡Vaya con los escupitajos y

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gruñidos de la criaturita! —exclamó élen tono burlón—. Vamos, dhampir. ¿Eseso lo mejor que sabes hacer?

—¡Atrás! —le grité a Louis-Cesare,que en un momento de locura estuvo apunto de saltar el abismo.

Louis-Cesare comprendió lo quetenía en mente y abrió los ojos comoplatos justo antes de cambiar dedirección y decidir saltar mejor hacia lapuerta del salón. Caramarcada juró,agarró a Cheung por la cintura y se lanzócon él hacia el segundo piso. Y entoncesyo arrojé el arma más cochina que tenía.

No vi cómo el dislocador golpeabael objetivo porque salté hacia atrás,

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hacia la cocina, en el mismo momento enel que mi mano lo soltó. Tampoco lo oíporque ese tipo de cosas no estallan enun sentido convencional. Pero sí sentípasar la onda de corriente mortal. Meagazapé detrás de la pesada mesa de lacocina y me acurruqué encima de labolsa mirando al vacío.

—¿Qué mierda ha sido eso? —preguntó Ray en susurros debajo de mí.

¡Dios, Ray!—Dime que estabas detrás de algo

—le dije yo, dándome cuenta conretraso de que no lo había comprobado.

—¡Joder, sí, estaba detrás de algo!—susurró él cabreado mientras las

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vibraciones iban reduciéndose.Respiré aliviada. Los dislocadores

producen exactamente lo que su nombreindica: dislocan miembros. Y de nada leserviría a Ray que volviéramos a unirsus dos partes si las piezas andabanrevueltas por ahí.

Después de un minuto rodeé lamancha negra del suelo, cuyos bordesaún chisporroteaban, y salísigilosamente de la cocina. Todo estabaen silencio, en paz. Saqué la cabeza porla puerta y miré con precaución a mialrededor. No vi nada.

Eso me desilusionó. Esperaba ver unbrazo colgando de la pared o quizá un

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torso donde solía estar la barandilla delas escaleras. Mientras fuera el torso deǼsubrand, no me habría importado.Pero no había nada.

Debía de haberle dado tiempo asalir por la puerta de atrás, penséfuriosa. No debí de vacilar esperando aque saliera Cheung. Aunque por muchoque el tipo no me cayera bien, dislocarlela mitad de los miembros era un exceso.No obstante lo único que habíaconseguido era que ese completobastardo estuviera ya a media manzanade…

Alguien me cogió por detrás.—¡Deja ya de hacer eso! —grité

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mientras daba un salto hacia atrás ytropezaba contra un duro pecho—. ¡Vasa darme un susto de muerte!

Entonces Louis-Cesare salió delcuarto de estar por la puerta que habíafrente a mí.

—Sería una forma novedosa demorir —me dijo Ǽsubrand mientras merompía la muñeca como quien no quierela cosa.

La espada que yo llevaba en la manocayó al suelo con gran estruendo.

Contuve el aliento y luché por nogritar mientras mi cerebro farfullaba enlo más recóndito de sus profundidadesque aquello era imposible, que no había

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defensa posible contra un dislocador,que por eso esas malditas cosas eranilegales y te condenaban a cadenaperpetua solo por tenencia ilícita. Yosiempre había estado dispuesta a correrel riesgo de ir a prisión basándome en elrazonamiento lógico de que siempre esmejor toda una vida encerrada queninguna vida en absoluto. El dislocadorera mi último recurso cuando todo lodemás fallaba.

Así que estábamos jodidos, pero quebien jodidos, me informó mi cerebroamablemente. Porque no tenía nadapeor. Ni siquiera sabía que existieranada peor.

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—¡Suéltala! —ordenó Louis-Cesare.Ǽsubrand soltó una carcajada. Sentí

cómo vibraba al apretarme fuertementecontra sí.

—¿O si no? —preguntó en un tonoque demostraba que le resultabadivertido.

Bajé la vista hacia la delgada manoque me sujetaba con la mayor facilidad.Sólo utilizaba una. Con la otra aúnsostenía la maldita espada. Observé elpálido brillo de los bordes y mepregunté si sería capaz de hacer tantodaño.

El fey no parecía haber disfrutadomucho, recordé.

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—Te mataré —le dijo Louis-Cesarecon sencillez.

Ǽsubrand suspiró.—Traspasar los hechizos de

protección ha sido un desafíointelectual, pero ahora que ya está hechoempiezo a aburrirme —contestóǼsubrand, que alzó la mano para volvera colocarla alrededor de mi cuello,manchada de barro y de la sangre deotra persona—. Dame lo que quiero omorirás aquí mismo —añadió concalma.

—Sabía que eras un sinvergüenza —le contestó Louis-Cesare—, pero lo queno sabía es que fueras además un

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cobarde.A diferencia de Cheung, Ǽsubrand

no le hizo ni caso. En lugar de ello meapretó con más fuerza. Louis-Cesarehizo un pequeño movimiento y él siguióapretando hasta impedirme el paso delaire por completo. Pero enseguida paró.

Yo no hacía más que pensar en lasalternativas posibles, pero el verdaderoescollo era el tiempo. Oía como el relojde la cocina marcaba los minutos tanlentamente, que estaba convencida deque le pasaba algo. ¿Cuántos minutosfaltaban para que los hechizos deprotección volvieran a ponerse enfuncionamiento? ¿Dos, tres?

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Porque el problema era que no creíaque a mí me quedaran tantos.

Pero entonces Ǽsubrand se volvióbruscamente y me tiró contra la paredsin dejar de dar estocadas al aire con laespada a nuestra espalda. Hubieradebido de cortarle la cabeza a quienfuera que le hubiera atacado, pero eltipo en cuestión, que acababa declavarle en la sien mi zapato de tacónperdido, no tenía ninguna. Así que alcéen posición de ataque el cuchillo quellevaba guardado a la espalda.

Ǽsubrand se giró en el últimosegundo; de otro modo lo habríaapuñalado. Tal y como ocurrieron las

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cosas, el frío hierro solo le hizo unsurco sanguinolento que le atravesó elpecho. Según parecía sus escudos dedefensa lo protegían de todo excepto deuna cosa, pensé yo. Dos feys se dejaroncaer desde arriba hasta el suelo.

Aterrizaron casi encima de Louis-Cesare. Otros cuantos más fueronsaliendo poco a poco de entre los restosde la despensa. Trataban de sobrepasara Louis-Cesare en número, peroCaramarcada soltó un grito desde arribay se lanzó como una bomba sobre elloscon una espada en cada mano y unasonrisa en los labios. Yo no vi nada másporque me dediqué a evitar por todos

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los medios recibir el mismo tratamientoque había recibido el fey en la cocina.

No fue fácil. Ǽsubrand no vaciló niante la sangre que le corría por la sien niante el profundo corte del torso.Tampoco empezó a luchar másdespacio; incluso parecía moverse másdeprisa en persona de lo que lo habíahecho su doble, la imagen borrosa deplata ante el oscuro pasillo.

Yo me había tirado al suelo nadamás ver que fallaba al intentar darle enel corazón. Había recogido la espadacaída y había rodado a un lado. Pero nohabía tenido tiempo de ponerme otra vezen pie cuando él ya estaba de nuevo

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lanzando estocadas con tal fuerza, queclavó la espada al suelo. La sacó y unsegundo después de nuevo comenzaba abatir el aire una y otra y otra vezmientras yo seguía rodando hasta elvestíbulo, dando quiebros bruscos paraevitar la hoja de su espada y escapandoapenas de ella. No pude alzar la míamás que una vez.

Como resultado mi espada se partióen dos, cosa que me iba a ocurrir a mítambién de un momento a otro. Sinembargo, entonces Ǽsubrand setambaleó y juró. Era el primer síntomade dolor que veía en él. Por supuesto eracomprensible teniendo en cuenta que

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llevaba una cabeza de vampiro pegadaal tobillo como si él fuera el hueso de untoro rabioso.

El resto de Ray seguía en elvestíbulo oculto detrás de unos mueblesque comenzó a lanzamos. Una mesita desalón le dio a Ǽsubrand en el pecho;una lámpara en el hombro, y entonces lacabeza de Ray salió despedida hasta elpasillo con un ruido acuoso. A partir deentonces su cuerpo se puso como loco ycomenzó a lanzarle todo lo queencontraban sus manos. Y ya ni siquierase molestó en apuntar.

O quizá sí, solo que no veía tan biencomo antes; no lo sé. Pero en resumen y

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por orden nos arrojó una silla demadera, un jarrón, la otra mesita desalón a juego y un enorme espejo que aduras penas tuve tiempo de evitar.Ǽsubrand se había estado dirigiendohacia mí, pero tuvo que echarse atráspara evitar el espejo, y eso me concedióun segundo para asestarle el golpe. Sólonecesitaba ese segundo.

Lo embestí: alcé la espada rota queseguía teniendo en la mano y apunté altorso. Yo jamás fallo desde tan cerca amenos que esté usando la manoizquierda y lleve un vestido largo que searrastre. Me pisé el bajo con el pie y caíde bruces contra la pared. Por eso yo

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siempre llevaba vaqueros, pensé furiosamientras me daba la vuelta e hincaba laespada a ciegas en la carne cálida yblanda que enseguida cedió.

No tuve tiempo de ver exactamentedónde le había dado porque un segundomás tarde él me lanzaba a más de cincometros en dirección al vestíbulo.Choqué contra Ray y ambos caímos alsuelo en medio de un lío de miembrosretorcidos. Otra vez me puse en pie deun salto con la espada en la mano yentonces descubrí que la batalla habíaterminado.

De pronto los únicos feys quequedaban en el pasillo eran cuatro

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cuerpos abandonados y despatarradossobre las tablas de madera llenas debarro. Corrí hacia el que estaba máscerca, me tropecé otra vez con elvestido, juré y seguí tambaleándomehasta llegar a él.

Giré el cuerpo flácido y empapadoen sangre. El rostro era irreconocible,pero no tenía heridas en el pecho: ni laprofunda raja dentada, ni la más mínimamarca.

Con el siguiente ocurrió lo mismo. Ycon el otro y el otro. Me puse en pie y diuna patada a la pared. Estaba tan furiosaque apenas podía ni ver. Lo había tenidoen mis manos. ¡Maldito sea, lo había

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tenido en mis manos!Y lo había perdido.

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La falda del vestido estaba mediorasgada y colgando, de modo que a cadapaso que daba corría el peligro detropezarme con ella. Terminé de rasgarlo que faltaba y arrojé el pedazo de telasobrante al suelo. Jamás volvería allevar otra maldita falda mientrasestuviera viva. Aunque probablementeno sería mucho después de haber dejadoescapar la oportunidad de librarme deuna vez por todas de ese increíblebastardo…

Alguien silbó. Alcé la vista y de

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pronto me di cuenta de que teníaaudiencia.

Un pasillo lleno de vampiros.El que había silbado era

Caramarcada, que se apoyaba sobre labarandilla de la escalera y sonreía endirección a mí. Balanceaba una cabezasujetándola por los pelos, pero no era lade Ray. Los largos rizos rubio platinoestaban manchados de vísceras y desangre, y del cuello mismo colgabanvenas y ligamentos que no habían sidoseccionados limpiamente con unaespada. Tardé un segundo en darmecuenta de que le habían arrancadoliteralmente la cabeza de los hombros a

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un fey.Bien, me dije con malicia. Le

devolví la sonrisa.Él le dio unos cuantos golpecitos a

la cabeza.—Pienso colgarme esto del cinturón

en la próxima convocatoria.Yo no estaba segura de si me

hablaba a mí o a su jefe. Cheung estabade pie en medio del pasillo justo debajode la barandilla. Se había quitado lachaqueta y llevaba la elegante corbatanaranja torcida, pero por lo demás suaspecto seguía siendo el mismo de antes.Excepto por el arma que llevaba en unamano y la espada que sujetaba con la

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otra. Y excepto por su expresión, queencajaba más con las armas que con elArmani.

Conté las cabezas y me di cuenta deque nos sobrepasaban en número y concreces. En resumidas cuentas, segúnparecía habían sobrevivido ocho de susvampiros. A excepción de Caramarcada,todos estaban apretujados en el pasillorespaldando a su jefe. Y a diferencia desu compañero, ninguno de ellos sonreía.

Para empeorar un poco más lascosas, debía de haber pasado ya la horade que los hechizos de protecciónvolvieran a ponerse en marcha, si es quela casa tenía pensado ponerlos otra vez

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en funcionamiento. Los feys debían dehaber trastocado todo el sistema paraque no pudieran activarse durante lalucha. La estrategia era buena, pero paranosotros solo podía significar una cosa.

Si Cheung decidía atacar, estábamosperdidos.

Cheung me miró y Louis-Cesare dioun paso y se interpuso entre los dos.

Entonces Cheung desvió la vistahacia él con impaciencia y con unaexpresión en el rostro más salvaje y másdura que nunca.

—Esta noche he perdido a sietehombres —dijo con brusquedad—. Creoque ya basta.

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Louis-Cesare asintió también conbrusquedad, pero no soltó la espada.Cheung emitió un sonido desagradable yle tendió sus armas a sus chicos. Semetió una mano en el bolsillo, cosa quepuso nervioso a Louis-Cesare, pero nosacó más que un pañuelo para limpiarsela sangre de la mejilla. De haber sidosangre humana él mismo la habríaabsorbido, pero la sangre de fey nosupone ningún alimento para unvampiro. Y por lo que yo había oídodecir, tenía un sabor asqueroso.

—Yo no tengo la runa —le dije yo,aprovechando la oportunidad.

—Sé que no la tienes —contestó él

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con mucha calma, dadas lascircunstancias—. He visto tu caracuando te estaba atacando el fey. Dehaber tenido la piedra, la habrías usado.O si no sabías cómo usarla, se la habríasdado.

Louis-Cesare frunció el ceño ypreguntó:

—¿Estás acusando a Dorina decobardía?

—No. Yo habría hecho lo mismo. Lapiedra es valiosa, pero yo no moriríapor ella. ¡Así que quiero unaexplicación de por qué mis hombres hanmuerto por nada!

Louis-Cesare y yo nos miramos. Yo

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no veía razón alguna para corregir eljuicio de Cheung acerca de los motivosdel fey para invadir mi casa. Y ademásestaba segura de que encontrar laNaudiz figuraba sin duda en la lista deesos motivos.

Sólo que no era el principal.—Jókell, que es el fey con el que tú

te pusiste en contacto, le robó la piedraa los svarestris —le dije yo.

El gesto de mal humor de Cheung seacentuó y el tatuaje del tigre parecióalzar los ojos verde esmeralda.

—¡Él me aseguró que era unaherencia familiar!

—La próxima vez pregunta de qué

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familia. La runa pertenece a la casa realde los blarestris. Los svarestris se larobaron con su ayuda y luego él losengañó.

El rostro de Cheung perdió en parteel color.

—¿Me estás diciendo que hay doscasas reales feys implicadas en esteasunto?

—Y al menos tres Senados. Ahoramismo esa runa es el objeto más famosoy peligroso de todo Nueva York, soloque nadie sabe dónde está. Y nopodemos preguntárselo a Jókell porqueestá muerto.

—Sí. Encontramos su cuerpo, pero

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no la runa. Se la habían quitado.—Fue Elyas, del Senado europeo —

le informó Louis-Cesare.—¡Elyas! —repitió Cheung, cuya

mano seguía aferrada al pañuelo—. ¡Éseme las va a pagar por las bajas que meha causado esta noche!

—Eso es dudoso —aseguró Louis-Cesare.

Cheung se encolerizó.—¿Crees que ese peso ligero puede

compararse conmigo? Lo habríadesafiado hace años si supiera que élpersonalmente iba a encargarse de librarsus propias batallas.

—Lo que creo es que no puedes

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vengarte de un cadáver.Cheung pareció confuso.—Está muerto —añadí yo sin dar

más rodeos—. Lo han matado esta nochey se han llevado la piedra. Y no, nosabemos quién ha sido.

—Pero tú eres uno de lossospechosos —añadió a su vez Louis-Cesare, amablemente.

Cheung se le quedó mirando por unmomento.

—¿Cómo dices?—Creo que ya no —objeté yo

entonces—. Él estaba aquí esperándomemientras Elyas era asesinado. Y lomismo sus hombres.

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—Ésa no es ninguna coartada —argumentó Louis-Cesare—. Pudohabernos seguido hasta la casa de Elyas,asesinarlo y llegar aquí a tiempo deimpedirte entrar.

—Si hubiera sabido que Elyas teníala piedra. Pero no lo sabía. Ni siquieraestaba en Nueva York cuando Jókell fueasesinado —dije yo.

—Puede que sí o puede que no. Solotenemos su palabra de que llegó a NuevaYork cuando él dice que llegó. Perosupongamos que dice la verdad. A pesarde todo podía haberse imaginado queera Elyas quien había robado la piedra.Elyas había estado llamándolo por

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teléfono durante todo el día; él mismome lo dijo antes de morir. No es difícildeducir que Cheung puede ser elresponsable de la desaparición de laruna.

El rostro de Cheung se iba poniendocada vez más colorado conforme oíahablar a Louis-Cesare.

—¿Me estás acusando?—Tenías un excelente motivo —dijo

Louis-Cesare con toda la calma delmundo, como si ellos no nos superaranen número de ocho a uno—.Probablemente más motivos queninguno. Los otros que pujaronsimplemente estaban interesados por la

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piedra. Tú la necesitabas para evitar laira de tu señora.

—Pero ha estado aquí toda la noche—insistí yo—. Desde poco después deque escapáramos de él en el club.

—¿Y eso cómo lo sabes? Un hombreen su situación sería capaz de decircualquier cosa —dijo Louis-Cesare,haciendo un aspaviento con la mano, porsuerte con la que no sujetaba la espada—. Es evidente que está desesperado.

—No parece desesperado.Más bien parecía confuso y

cabreado.—Por supuesto que está

desesperado. ¡Se enfrenta a una

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ejecución!—¿Ejecución? —repitió Cheung

bruscamente, mirándonosalternativamente a Louis-Cesare y a mí.

—Violar la tregua del Senado secastiga con la pena de muerte. Yasesinar a un senador, si no es en unduelo, también se castiga con la muerte.Elyas fue sacrificado como un animal —le informó Louis-Cesare.

Cheung perdió al instante el pococolor que le quedaba en las mejillas.

—Pero él estaba aquí —insistí yo—.Tiene testigos.

—¿Te refieres a sus hombres? —soltó de mal humor Louis-Cesare—.

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Ellos dirían lo que él les pidiera.—No. Uno de los nuestros.

Secuestró a Radu para averiguar quiénera yo y conseguir hablar conmigo. Estápor ahí, en alguna parte…

—¿Has secuestrado a mi padre? —preguntó Louis-Cesare en tono exigente,dando una vuelta alrededor de Cheung,que debía de sentirse ya acosado.

—No le hemos hecho daño.—¡Eso no tiene la menor

importancia! ¡Solo el secuestro es ya unacto de violencia y una violaciónevidente de la tregua!

—¡Ella ha secuestrado a mi siervo!—exclamó Cheung, señalándome a mí.

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—Ella no es un vampiro. La treguano le afecta.

—¡La envió un vampiro!—La envió el Senado, que sin duda

recibirá una queja formal de lord Raduen breve —continuó Louis-Cesare,mirándome a mí significativamente.

—Sí, es cierto —confirmé yo,esperando poder enterarme de adóndequería llegar a parar—. Aunque puedeque haya mencionado que tú estabasaquí cuando llamé para decirles que yatenía a Raymond.

—Tienen hombres que vienen decamino —añadió Louis-Cesare conmucha seguridad—. ¿Es que no lo

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percibes?Ésa me pareció una estrategia

arriesgada, pero pareció funcionar.Cheung comenzó a ponerse nervioso.Por supuesto, el hecho de que se alterarano era necesariamente bueno paranosotros: podía decidir matar a lostestigos y echarle la culpa a los feys.

—No mencioné el secuestro —meapresuré yo a añadir—. Pensé que cabíala posibilidad de que Radu quisieraolvidarse del asunto.

—¿Y por qué iba Radu a olvidarsedel asunto? —preguntó Louis-Cesare entono exigente—. Como mínimo puedeexigir el castigo oficial en estos casos.

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Yo no sabía cuál era el castigooficial del Senado para el secuestro,pero a juzgar por la expresión del rostrode Cheung no debía de ser nada bueno.

—Bueno, técnicamente hablando nole ha hecho ningún daño —señalé yo—.Y ellos están del mismo lado quenosotros en esta guerra.

Cheung se agarró a esa idea.—Sí, somos aliados —le recordó a

Louis-Cesare.—¡Pues tienes una extraña forma de

demostrarlo!—Ha sido un… un malentendido.

Me han robado. Yo sólo le pedí a lordRadu que me acompañara hasta aquí

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para recuperar mi propiedad.—¿Es eso lo que piensas decir ante

el Senado?Cada vez que Louis-Cesare

mencionaba al Senado, Cheung seechaba atrás imperceptiblemente.

—No hay ninguna razón para queellos se enteren de esto.

—Puede que Radu piense de otraforma. No me gusta hablar mal de mipadre, pero a veces tiende a mostrarseun tanto… vengativo.

—Tú podrías hablar con él —señalóCheung.

—¿Y por qué iba a hacerlo?—¡Hemos peleado por ti!

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—Sin saberlo —dijo Louis-Cesare.—Pero el resultado es el mismo. Sin

nosotros, no habríais podido ganar labatalla. Y por tanto la deuda es la mismaque si lo hubiéramos hecho paraayudarte. Tu familia tiene reputación desaber hacer honor a sus deudas.

—Igual que la tuya.Cheung frunció el ceño y preguntó:—¿Qué más quieres?—Protección para esta casa durante

los próximos días hasta que yo puedahacer los arreglos pertinentes.

Abrí la boca para decir algo, perome interrumpí. Había cosas peores quecabrear a Claire por el hecho de que un

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montón de vampiros se encargara de laseguridad. Eso suponiendo que primeropudiera averiguar dónde estaba.

—De acuerdo. Pero esimprescindible que a los blarestris lesquede claro que yo no sabía nada de surelación con la piedra en el momento dearreglar la subasta.

—Vale, pero nos quedamos con Ray—dije yo, aprovechando para negociar—. Pero prometo devolvértelo.

Cheung puso los ojos en blancoantes de contestar:

—Ray ya no me interesa para nada.¡Ojalá no hubiera oído hablar nunca deél ni de esa maldita piedra! —exclamó,

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dirigiendo la vista entonces hacia Louis-Cesare—. ¿Hacemos el trato?

Louis-Cesare asintió.—Haré lo que pueda con lord Radu.

Pero quizá sea mejor que no estéis aquícuando tengamos esa conversación.Vuestra presencia podría… irritarlomás.

Cheung no llegó hasta el punto dedarle las gracias, pero sí asintió. Lequitó la funda de la espada a un feycaído y se la tendió a un siervo, que laguardó con mucho cuidado. Después él yla mitad de sus chicos salieronsigilosamente por la puerta de atrás.

El resto de los hombres de Cheung

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se quedaron, aunque parecíanincómodos.

—¿No tendrías por casualidad… té?—me preguntó uno de ellos instantesdespués.

—Ah, sí, creo que sí —dije yo.Claire me había dicho que había visto téen alguna parte—. Pero no estoy muysegura de cómo se hace.

—Si me enseñas dónde está lacocina, ya me las apaño yo.

—Es por ahí —le dije, señalándolela puerta—. Lo que queda de la cocina.

Él asintió y todos se fueron detrás deél. Excepto Caramarcada, que siguióobservándonos desde la escalera.

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Yo dejé escapar un suspiro; nisiquiera sabía que hubiera estadoconteniendo el aliento. Y me apoyésobre la pared de puro agotamiento.¡Dios! Todo podía haber salido…bueno, mucho peor.

Louis-Cesare me miró y sonrió.—Lord Cheung es un hombre de

honor.Lord Cheung estaba metido en un

pozo de mierda y sencillamente queríasalir. Pero no lo dije. Porque tampocohabría sido muy divertido cabrear aCaramarcada precisamente cuando yoestaba a punto de derrumbarme de unmomento a otro.

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Y cuando todavía tenía queenfrentarme a un verdadero lío. Medespegué de la pared.

—¿Dónde están tus amigos? —mepreguntó Louis-Cesare como si hubieraestado leyéndome la mente.

—No lo sé.Miré hacia donde hubieran debido

de estar las escaleras. Todavía colgabande la pared unos cuantos peldaños aquíy allá, y los últimos escalones seguíanen pie. Pero no me habrían servido degran cosa incluso aunque no hubieratenido una mano fuera de servicio.

—Puede que arriba.—Iré a ver.

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Louis-Cesare se agarró al bordecortante del suelo que sobresalía porencima de nuestras cabezas y trepó.Caramarcada entrecerró los ojos deforma que no eran más que dos ranuras yse quedó esperando de brazos cruzadoshasta que Louis-Cesare se puso en pie.Entonces ambos se miraron con unaactitud combativa. Yo contuve elaliento. Quizá al final sí surgieranproblemas.

Entonces Caramarcada sonrió.—Nunca antes había tenido

oportunidad de verte luchar —comentóCaramarcada, apretando los labios—.No lo haces mal.

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Yo no sabía de qué estaba hablando;había estado tan ocupada tratando desalvar la vida, que no había tenidotiempo de fijarme en la técnica de luchade los demás. Louis-Cesare también sequedó perplejo. No sé si por el hecho deoír un halago o porque le sorprendíaquién lo hacía. Pero asintió brevemente.

Caramarcada comenzó a darsepalmaditas a sí mismo, pero se enganchócon su trofeo. Así que lo ató por lospelos a lo que quedaba de la barandillapara rebuscar algo por los bolsillos. Yono tenía ni idea de qué estaba haciendo ya juzgar por la cara que ponía Louis-Cesare, él tampoco.

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Por fin Caramarcada encontró unapluma e instantes después arrancó untrozo del papel pintado que colgaba dela pared. Se lo tendió a Louis-Cesarecon una expresión extraña en el rostro,medio esperanzada, medio violenta.

—Toma, por si no te veo durante eldesafío.

¡Oh, Dios mío!, pensé yo sinterminar de comprender.

Louis-Cesare me lanzó una miradaacalorada y yo me mordí el labio, peroal final escribió su nombre. Dudo queresultara muy legible dada la naturalezadel papel, pero Caramarcada parecióquedar satisfecho. Dobló el papel

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cuidadosamente y se lo guardó en elbolsillo de atrás.

—¿Vas a competir? —pregunté yo aCaramarcada, que volvió a desatar sutrofeo.

—Exacto, voy a competir. Estásviendo a un futuro senador.

Y lo más aterrador de todo era queél no era el candidato más extraño queyo hubiera visto.

Caramarcada se quedó mirando lacabeza del fey y me preguntó:

—¿No conocerías tú por casualidada nadie que pudiera reducirme esto paraesta noche, verdad?

—Creo que eso lleva tiempo.

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Primero hay que sacarle la calavera ydespués hervirlo… —me interrumpíporque Louis-Cesare me miraba muydivertido.

—¡Maldita sea! —exclamóCaramarcada, ladeando la cabeza—.Aunque bueno, puedo llevarlo así.¿Crees que intimidará a mi contrincante?

—A mí desde luego me asusta —ledije con sinceridad.

Ésa pareció ser la respuestacorrecta. Caramarcada se echó a reír, lepegó un tortazo amistoso a Louis-Cesareen el hombro y dio un salto mortal desdeel balcón. El horripilante trofeo sebalanceó contra su pierna. Yo esperé a

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que él pasara en dirección a la puertaprincipal y después fui a por el mío.

Ray había acabado apretujado en unrincón junto a la puerta de atrás. Lahuella de bota llena de barro le cruzabala cara y se le había roto uno de loscolmillos. Pero aparte de eso parecíaestar bien.

—¿Ahora ya sí somos amigos? —preguntó Ray en tono exigente.

—Empezamos a serlo.Me guardé la cabeza debajo del

brazo y fui a la caza del resto. Estabatratando de sacar el cuerpo de entre unmontón de muebles rotos cuando volvióLouis-Cesare.

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—No están arriba —me dijo—. Porel aspecto de las habitaciones parececomo si los hubieran despertado derepente, pero no hay nadie aparte denosotros.

Solté el aire contenido con unsuspiro de alivio. Había un enormeagujero en el suelo, otro en la pareddonde antes estaba la despensa y porúltimo las escaleras habíandesaparecido. Era imposible que nadiehubiera seguido durmiendo arriba. Dehaber encontrado Louis-Cesare aalguien, seguro que las noticias nohabrían sido buenas.

—Además, no siento su presencia —

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añadió él, aguzando el oído.Me concentré yo también en ese

momento, pero tampoco pude sentirla.No se oían pisadas amortiguadas,latidos acelerados del corazón nirespiraciones asustadas. Solo la viejanevera soltando cubitos de hielo, el levesonido del té en suspensión y el gotearde la lluvia.

—Puede que hayan vuelto a Fantasía—dijo Louis-Cesare.

—Quizá.Pero no me parecía probable. Claire

se había mostrado categórica acerca delhecho de volver allí sin la piedra, y detodas formas no habría conseguido más

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que volver a meterse en el mismo lío delque pretendía escapar.

Aunque por supuesto, si tenía queelegir entre Ǽsubrand y un palaciorepleto de asesinos, yo sabía muy biencuál sería su elección.

Seguramente había otra explicación,sólo que a mí en ese momento no se meocurría. Después de la descarga deadrenalina a la que había estadosometida y del lento desvanecimiento dela tensión de todo mi cuerpo me sentíaun poco mareada, y además el hecho deno haber comido nada en algo así comocatorce horas me estaba produciendotembleques. Y encima Ray se había

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enganchado con algo y yo no podíasacarlo solo con una mano…

Louis-Cesare sacó a Ray y lo pusoen pie, pero al hacerlo me dioaccidentalmente un golpe en la muñecaherida. Inspiré aire con fuerza y apretélos dientes.

—¿Qué pasa?—La muñeca.—No me has contado qué te pasaba

—dijo él, tomando mi muñeca yenvolviéndola con su larga mano.

—Ǽsubrand —dije yosencillamente—. Anoche también me larompió.

Louis-Cesare hizo una pausa, pero

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no dijo nada.Sin embargo al cabo de un rato

comencé a sentir calor por los tejidosheridos; un calor que envolvió mishuesos como una telaraña de energíaque, colaborara o no con el proceso decuración, al menos me hacía sentirmejor. Aún podía notar el pulso en laherida con cada latido del corazón, peroera ya algo distante, tolerable. Todovolvería a unirse en unos pocos minutos,pero de momento me conformaba coneso.

—Gracias.Él no contestó, sólo me atrajo hacia

sí. Puso una mano sobre mi pelo. Yo oía

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los latidos de su corazón; lo tenía justodebajo del oído. El sonido me resultóextrañamente tranquilizador. Perotodavía era más extraño el hecho de queél siguiera de una sola pieza. No sabíacómo lo había conseguido, pero meaferraba a esa idea.

Tenía cientos de cosas que hacer enese preciso instante, pero por unmomento me quedé ahí de pie. Mepalpitaba la muñeca, sentía las piernasflojas como la gelatina y notaba quecomenzaba a formárseme un fuerte dolorde cabeza detrás del ojo derecho. Sinembargo él estaba cálido, olíamaravillosamente bien y su camisa era

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suave. Sentí cómo todo mi cuerpo serelajaba.

Él no dijo nada, pero me apretó conlos brazos con fuerza. Y a pesar de misestrictas órdenes en contra, yo cerré losojos. De repente solo queríaacurrucarme y…

—¡Vaya, qué cómodo! —dijo Ray,que todavía seguía debajo de mi brazo.

Louis-Cesare se echó atrás con unsuspiro justo en el momento en el que lapuerta se abría de golpe y Christineentraba dando trompicones. Llevaba elvestido rosa generosamente manchadode barro y el valioso encaje no era sinoun enredo sucio. Arrastraba un par de

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maletas cubiertas de barro y musitabaalgo apenas sin aliento. No parecióvernos siquiera. Dejó caer las maletasjunto al cuerpo, se giró y volvió a salir.

Louis-Cesare la miró sincomprender.

—¿Qué está haciendo Christineaquí?

—Dice que tú le dijiste que vinieraconmigo.

—Dice… —repitió Louis-Cesare,cuya mandíbula se puso tensa—. Metemo que me ha malinterpretado.

—Si no has venido por ella, ¿porqué has venido?

—¡Por Ǽsubrand! —dijo él como si

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de alguna manera hubiera debido de serevidente.

—¿Cómo sabías que iba aatacarnos?

—Os atacó anoche y no consiguió suobjetivo. ¿Por qué no iba a volver?

—¿Te has escapado de tu propiojuicio por asesinato solo por si acaso élvolvía? —pregunté yo, incrédula.

Él frunció el ceño. Según parecía,esa no era la respuesta que él esperaba.

—Pues parece que ha sido unasuerte que viniera.

—¡Se suponía que ahora mismotenías que estar ante el Senado! ¿Quéhas pensado decirles?

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—Nada. Da igual. Diga lo que diga,la sentencia ya está decidida.

—Mircea no piensa lo mismo.—Mircea no conoce a Anthony tan

bien como yo.—¿Qué quieres decir? —pregunté

yo en tono exigente. Alguien comenzó allamar al timbre insistentemente. Y yocomencé a desesperarme—. ¿Y ahoraqué?

—Probablemente serán los hombresdel Senado.

—No hablas en serio.—Yo no bromeo acerca de eso.

Supongo que por eso Ǽsubrand se hamarchado tan precipitadamente. Sus

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espías han debido de advertirle de quellegaban refuerzos.

Louis-Cesare echó a andar hacia lapuerta, pero yo lo cogí de la camisa.

—¿Los has llamado tú? —preguntéyo, esperando que se me pasara cuantoantes la repentina sensación de que seme caía el alma a los pies.

—No.—Entonces, ¿cómo es que están

aquí?—Para llevarme detenido, me

imagino.

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27

Louis-Cesare se marchó. Yo me quedéatónita por un segundo y después loseguí por el vestíbulo destrozado. Fuerase había levantado viento. Las cortinasde encaje se mecían y el agua de lalluvia entraba por la ventana. Ademáshabía un montón de luces. Entraban deforma intermitente, coloreando elvestíbulo de azul y rojo como si fuerauna discoteca y formando un rectánguloque se movía por las paredes y quehacía saltar de un lado para otro lassombras de los muebles.

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Teníamos visita, pero no era elSenado. Al menos de momento.

Detrás de las huellas de losneumáticos en el barro, de los trozos decoche y de la media tonelada de trajesde alta costura esparcidos por lo quequedaba del césped como si fueranbasura, vi a media docena de vecinos enpijama en fila en la calle. Contemplabanel desastre y el destrozo de la casa conesa especie de ojo entusiasta yhorrorizado con el que la gente suelequedarse mirando los accidentes detráfico. Junto a la acera opuesta acababade aparcar el tercer coche de policía.

Hubiera debido de imaginármelo.

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Los hechizos de protección se habíanvenido abajo y con ellos el pretendidoaspecto glamoroso. Además de quemedia docena de vampiros destrozandoun Lamborghini tampoco eraexactamente un espectáculo silencioso.Probablemente habíamos despertado ala mitad del vecindario.

—¡Christine! —la llamó Louis-Cesare con urgencia.

Ella estaba chapoteando por ahí,metida en el barro hasta el tobillo,tratando de rescatar el resto de suguardarropa. Pero al oír la voz de sumaestro alzó la vista.

—Haz una pequeña maleta, si no te

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importa. Nos vamos.Se quedó mirándolo confusa, con los

brazos llenos de vestidos de alta costurachorreando barro.

—Pero… pero mi ropa…—Te compraré ropa nueva. Vite, s’il

te plaît.Christine apretó los labios y por un

momento pensé que Louis-Cesare teníauna rebelión entre manos. La noche sedesvanecía, y con ella el buen humor deChristine. Pero después de un momentoella arrojó toda la ropa al suelo y pasócorriendo por delante de nosotros sindejar de musitar.

Louis-Cesare echó a caminar al otro

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lado de la calle, donde Radu hablabacon una pareja de policías. Pero yo loagarré de la camisa y tiré de él haciaatrás. No parecía que nos quedaramucho tiempo y quería que él me dieraunas cuantas respuestas.

—¿Qué es lo que has querido deciracerca de Anthony?

Él me lanzó una mirada de fastidioque yo tuve que tragarme en dos vistazosconsecutivos. Las luces de la policíalanzaban destellos intermitentes sobre surostro y sobre la fachada de la casadestrozada. Pero él no se movió.

—¿Qué sabes del Senado europeo?—No mucho, ¿por qué?

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—Porque para comprender aAnthony tienes que comprender cómofunciona ese Senado.

—Explícamelo.—No hay tiempo para entrar en

detalles…—¡Pues Cuéntame lo más

importante! ¡Pero dímelo!—A diferencia de otros cónsules

que trabajan con sus senadores, Anthonygobierna el suyo —dijoapresuradamente Louis-Cesare—. Puedehacerlo porque los senadores saben queno perderán sus sillas mientras accedana sus deseos. Cualquier nuevo aspirantea sus posiciones es automáticamente

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remitido a mí.Yo me quedé mirándolo, convencida

de que lo había oído mal.—¿Me estás diciendo que tú te

enfrentas a todos los desafíos?—Sí.—Pero cada vez que subes al

cuadrilátero puedes perder. ¡No importalo bueno que seas! ¡Basta un desliz paraque…!

—Sí, pero entonces Anthony sebuscará otro campeón para sustituirme—convino Louis-Cesare—. Eso todavíano ha ocurrido y mi reputación ha idocreciendo hasta el punto de que hay muypoca gente dispuesta a intentarlo.

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—Como Cheung.—Sí. Se rumorea que es bueno…

muy bueno. Pero eligió no desafiarmeaunque podría haber defendidofácilmente a Elyas e incluso a otros treso cuatro más del Senado. Pero él sabíaque no se enfrentaría a ellos; eligió noenfrentarse a mí.

—Pero… ¿por qué aceptar eseriesgo en nombre de Anthony? Esevidente que ese tipo no te termina degustar porque de otro modo no estaríasintentando marcharte.

—Tú no sabes cómo era el Senadocuando…

Louis-Cesare se interrumpió y se

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quedó mirando la acera de enfrente.Radu parecía tener problemas con

uno de los policías. El tipo debía detener sangre de mago por alguna parte. Oeso, o era excepcionalmente cabezota.De un modo u otro, parecía que no secreía una sola palabra de lo que lecontaba Radu.

El resto de los policías asentían devez en cuando, sobre todo en losmomentos en que Radu levantaba la vozy usaba un tono estridente. Pero él no.Tenía la mano encima del arma, sacudíala cabeza y se echaba hacia atrás, haciael coche de policía. Parecía como si deun momento a otro estuviera dispuesto

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a…Por fin salió corriendo, pero Du fue

detrás de él. En circunstancias normalesno habría habido pega alguna, pero lalluvia, el barro y las zapatillas de saténno combinan bien. Du salió disparado enuna dirección y sus zapatillas en otra, ypor último su rostro aterrizó sobre elasfalto. De golpe.

—No lo pienses siquiera —le dije aLouis-Cesare.

Él suspiró y se apartó el pelomojado de los ojos. No le quedaba nadadel gel que usaba normalmente paramantenerlo en su sitio, y se ledesparramaba por la cara con desaliño.

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—Cuando me uní al Senado europeoera un caos constante —continuó él—.Las numerosas facciones y las continuasluchas internas casi habían terminadocon su capacidad para hacer cualquiercosa, y como consecuencia reinaba eldesorden en sus tierras y la rebeliónentre sus subordinados. Algunos de lossenadores más ancianos eran tambiénlos más intransigentes y los más difícilesde destituir de sus puestos. Y juntostenían un poder tan formidable quesuponían una amenaza para la autoridadde Anthony.

—Pero entonces te encontró a ti.—Y junto conmigo descubrió el

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modo de salir del atolladero. Desafió alos senadores más ancianos uno por unoy fue reemplazándolos por otraspersonas más dispuestas a trabajar deacuerdo con sus planes. Durante untiempo la estrategia dio lugar a unSenado más unido, más fuerte y a ungobierno mejor.

—¿Y ahora?—Ahora Anthony lleva demasiado

tiempo ostentando demasiado poder. Seha acostumbrado a que el Senado accedaa cualquiera de sus estrategias políticas.Incluyendo las más cortas de vista eincluso las más perjudiciales para elpropio Senado.

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—En otras palabras: se haconvertido en un tirano.

—Digamos que algunas de susdecisiones habían comenzado apreocuparme —dijo Louis-Cesaresecamente—. Y luego vine aquí hacedos meses para ayudar a vuestra cónsulen un duelo y me encontré con un Senadomuy distinto. Los senadores eranruidosos e ingobernables y la cónsultenía que adularlos, engatusarlos yamenazarlos para obtener de ellos loque quería. Cundían las facciones, todoel mundo se ofendía con facilidad yalgunas medidas llevaban décadasatascadas, esperando un nuevo debate

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que probablemente jamás se produciríay del que tampoco podría sacarse nadaen limpio. Era un caos.

—¿Y eso te hizo volver areplantearte la conclusión a la quehabías llegado?

—No. Me hizo darme cuenta de… loestéril que había llegado a ser nuestroSenado. Ya no hay debate, no haydiscusión, no hace falta llegar a ningúncompromiso. Los senadores solonecesitan saber qué quiere hacerAnthony. Y luego te conocí y…

Un grito llamó la atención de Louis-Cesare. Según parecía la caída habíainterrumpido la concentración de Radu,

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y con ella el control mental que ejercíasobre los policías. Tres de ellosechaban un vistazo por los alrededoresde la casa igual que sonámbulos quecaminaran por un lugar desconocido.

Pero otro par había conseguidoliberarse ya de su estado. Uno de ésosagarraba a Du del brazo mientras sucolega iba a por una radio CB.

—¿Y? —pregunté yo.—Y cuando llegó la hora de volver,

descubrí que no tenía ningunas ganas demarcharme.

Las gotas de lluvia resbalaban porsu rostro y se le quedaban en las puntasde las pestañas. Tenía la camisa más

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que empapada y el pelo pegado a lacabeza. Por primera vez me di cuenta deque su nariz era un poco grande y de quetenía un montón de pecas por encima delos pómulos tan pálidas, que por logeneral no se le notaban. Pero no habíaastucia en sus ojos azules; soloesperanza, incertidumbre y quizá unapizca de miedo.

Alzó las manos para tomar mi rostroy me retiró el flequillo empapado de losojos.

—Dorina, hay algo que…Se oyó otro grito. Radu se había

liberado del policía que lo sujetaba y sehabía lanzado sobre el que tenía la

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radio, que a su vez había sacado el armay lo apuntaba a él. Así que por supuestoDu le quitó el arma y lo golpeó con laculata en la cabeza. Pero solo consiguióque otro poli semilúcido le hicierafrente. Se escondió detrás de la puertaabierta del coche de policía en medio deun revoloteo de seda naranja. Louis-Cesare suspiró.

—Espera —le dije yo, sujetándoloal ver que quería marcharse—. Todavíano me has dicho por qué crees que nopuedes vencer a Anthony.

Él me miró con calma.—Porque a menos que esté

equivocado, fue él quien mató a Elyas.

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La noticia me sorprendió tanto quele solté la camisa y él salió corriendo arescatar a Radu. Yo eché a correr tras élpero enseguida me di cuenta de que ibaen bragas, llevaba las medias colgandoy por arriba solo tenía un montón detirantes. Y medio vecindario me estabamirando.

Entonces una ambulancia se detuvocon un fuerte chirrido de frenos y un parde enfermeros salieron de un salto y seacercaron por el camino hasta la puertade la casa.

—Nos han informado de que hahabido un accidente de tráfico —me dijouno de ellos—. ¿Ha habido algún…?

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—¡Joder! —exclamó el otro, que sequedó mirándome.

O, para ser más exactos, miraba a lacabeza que llevaba debajo del brazo.

Yo decidí que los vecinos no iban amorderme así que salí corriendo detrásde Louis-Cesare.

—Anthony no estaba en la subasta—le recordé mientras él apartaba a unode los policías de Du.

—No, pero es posible que la muertede Elyas no tuviera nada que ver con laruna.

—Y eso, ¿cómo lo sabes?—Si Anthony me pierde, perderá su

dominio sobre el Senado. Habrá al

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menos cinco senadores a los quedesafiarán para arrebatarles sus puestoscasi de inmediato. Durante cientos deaños Anthony ha podido promocionar alos candidatos que quería sinpreocuparse por su habilidad personalpara la lucha, porque sabía que ellosjamás tendrían que defenderse.

—Y ahora tiene un Senado lleno degente que no puede defender sus puestos.

Él asintió y añadió:—Esos cinco serían vencidos por

otros a los que sin duda les importaríamucho menos la buena voluntad deAnthony. Y posiblemente luego habríamás.

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—Habláis de una de esas cosas deHalloween, ¿verdad? —preguntó uno delos enfermeros.

Me habían seguido desde la casa yuno de ellos en ese momento le dabagolpecitos a tientas a Ray en la mejillacon el dedo.

Ray abrió los ojos.—Dame otra vez y te corto el dedo

de un mordisco —lo amenazó Ray conmalicia.

El tipo se echó atrás y gritó.Suspiré. Yo no podía controlar las

mentes. A1 menos al nivel que hacíafalta dadas las circunstancias. Pero allíhabía que poner orden.

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—Pero ¿por qué matar a Elyas? —seguí preguntando yo—. ¡Jamás podríaseguir formando parte de su Senado si lomataba!

—Elyas era uno de esos cinco.—¿Quieres decir que entonces mejor

perder a uno que de todos modos habríaresultado vencido en un desafío queperder a su campeón?

Louis-Cesare asintió.Desde el estricto punto de vista de

las pérdidas y las ganancias, elrazonamiento tenía sentido. Si Louis-Cesare era declarado culpable deasesinato, Anthony podía hacer de él suesclavo y no volver a preocuparse jamás

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por la posibilidad de que pudieradesertar. Pero si simplemente lo dejabamarchar, Elyas de todos modos estaríamuerto en cuanto fuera desafiado.

—¿Pero por qué Elyas?Yo seguía empeñada en que el

asunto estuviera relacionado con la runa.Porque la tarea de encontrarla se mehabía puesto excesivamente cuestaarriba.

El número de sospechosos delapartamento era limitado, pero por ladiscoteca podía haber pasadocualquiera. Eso por no mencionar que siLouis-Cesare tenía razón, entonces lahabía cagado. ¿Cómo podía alguien

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ganar un caso ante un tribunal cuandoera el juez quien le había tendido latrampa?

—Anthony necesitaba a una personacon la que yo estuviera enfrentado, ysabía que él tenía a Christine. Ningúnsenador habría accedido a hacerlesemejante favor a un cónsul ajeno sinavisar primero al suyo. Una cosa asípuede provocar fácilmente la divisióndentro del propio Senado.

Uno de los enfermeros trataba dehacer una llamada. Metí la mano por ellateral de la furgoneta, arranqué de untirón el cordón del CB y se lo tendí.

—Vale, pero ¿por qué esta noche?

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—Porque probablemente Anthonytenía espías en casa de Elyas que leinformaron de que esperaban mi visita.

—Pero tú llegaste tarde. Si Anthonylo arregló todo justo para la hora en quese suponía que ibas a llegar, entoncesElyas hubiera debido de estar muertoantes de que tú llegaras.

—Sí, pero pudo esperar escondidoen alguna parte y ponerse en marchanada más verme llegar.

Yo fruncí el ceño.—Pero has dicho que estuviste en la

sala de espera solo un par de minutoscomo mucho.

—Alrededor de un par de minutos,

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sí.—¿Así que en menos de dos minutos

Anthony mató a Elyas, te tendió latrampa y todavía le sobró tiempo pararobar una runa que ni siquiera sabía queexistía?

Louis-Cesare me lanzó una miradade frustración.

—¿Por qué discutes sobre este temacon tanta vehemencia?

—¡Porque sería un desastre si fueraverdad! ¿Por qué estás tú tan empeñadoen mantenerlo?

—Porque lo olí nada más entrar enel despacho.

—¿Oliste a Anthony?

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—Sí. Vagamente, solo un leverastro. Pero probablemente se fue por laventana. Estaba abierta. El olor no podíadurar mucho.

—¿Por qué no lo dijiste antes?—¡No tengo pruebas, Dorina! Y ni tu

padre ni Kit pueden hacer nada contra uncónsul. No quiero que se hagan unenemigo inútilmente solo por mi culpa.

—Pero… si no se puede demostrar,¿cómo vas a…?

—Yo no he dicho que no se puedademostrar, solo que ellos no puedendemostrarlo. Cabe la posibilidad deque…

Louis-Cesare alzó la cabeza.

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—¿Ahora qué?—Los hombres del Senado. ¿Dónde

está Christine?—En casa, supongo.Louis-Cesare se lamió los labios.—Dorina, me sería mucho más fácil

esquivarlos si ella no viniera conmigo.Sé que es mucho pedir…

—Puede quedarse aquí —dije yo sindejar de preguntarme si me había vueltoloca—. Se lo explicaré a Claire.Suponiendo que la encuentre. Pero esono…

—Prométeme que la cuidarás, queno la dejarás sola. Queda solo una horao así hasta el amanecer, y luego ella

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dormirá todo el día. Le buscaré un sitioseguro para mañana por la noche.

—¿Por qué necesita…?—Prométemelo.—Sí, bien. Pero todavía no me has

dicho lo que piensas hacer con…Parpadeé y me di cuenta de que le

estaba hablando al aire. Louis-Cesare sehabía marchado.

Dos largas furgonetas negraschirriaron al llegar a la esquina ycomenzaron a patinar hasta parar en lacurva. Ni siquiera habían dejado demoverse cuando unos veinte guardiassalieron en tropel. Los observé con unaextraña especie de distanciamiento. La

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noche había alcanzado ese punto en elque ya es muy difícil que las cosasvayan a peor.

Una cabeza llena de rizos a la que yoconocía bien asomó por la ventanadelantera de la furgoneta que ibadelante.

Vale. Sí, podían ir peor.—Es por culpa de esa mujer —me

informó Du—. Ha vuelto hace menos deun día, y mira cómo estamos. Paramañana ya estaremos muertos.

—Tú ya estás muerto —le contestéyo.

—No hace falta que seas tangraciosa, Dory —soltó él.

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Mientras tanto Marlowe se detuvomuy serio frente a mí.

—¡Lo sabía! —dijo Marlowe de malhumor.

—¿Sabías qué? —pregunté yo cauta.—Sabía que estarías implicada en

esto. ¿Dónde está?—¿Ahora mismo? —seguí

preguntando yo, encogiéndome dehombros.

—Señor, ¿podemos…? —comenzó adecir uno de los vampiros, queinmediatamente cerró la boca.

Las luces giraban y pintaban el pelode Marlowe de color, y hacían brillarsus ojos marrones entrecerrados como

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dos rendijas.—Lo estás ocultando.Sacudí la mano con la que no

sujetaba a Ray.—Sí, claro. Porque éste es el lugar

al que uno viene cuando quiere pasarinadvertido.

—¿Niegas que haya estado aquí?—Puedes olerlo. Sabes muy bien

que ha estado aquí.—¡Sí, en lugar de presentarse ante

un tribunal para salvar la vida!—Creo que él piensa que el juicio

no va a llevarlo a ninguna parte.—¿Y venir aquí sí?—Si encuentra al asesino…

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—Louis-Cesare será declaradofugitivo de la justicia y el Senado tendráque dictar una sentencia en su contra enveinticuatro horas —me dijo Marlowecon severidad—. Huir es como admitirla culpa. Si quieres ayudarlo, dimedónde está.

—Él es un maestro de primer nivel.Estará donde diablos quiera estar.

Marlowe alzó la vista hacia elenorme guardia que asomaba la cabezapor encima de él.

—Registra la casa.Entonces me miró como si estuviera

esperando mi reacción. Pero yo mequedé mirándolo a él. Por una vez no

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había grandes secretos ocultos en lacasa. Los que tenía se los había arrojadotodos al fey.

—Te destruirá por esto, aunque solosea por venganza —dijo Radu entredientes.

Marlowe se dio por vencido y semarchó apresuradamente en dirección ala casa.

Yo me encogí de hombros, eché acaminar tras él y añadí:

—Demasiado tarde.

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28

Marlowe me observó con suspicacia alentrar por la puerta principal, pero a míno me interesaba ni lo más mínimomirarlo de arriba abajo. Me figuré quequería colocar micrófonos ocultos en lacasa que yo quitaría en cuanto él semarchara. Yo solo quería ponerme ropaseca.

Me dirigí a las escaleras y entoncesrecordé que ya no había. Así que medesvié hacia el cuarto de estar en buscade una sábana. Encontré una que no olíademasiado a trol. Me la enrollé como si

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se tratara de un sarong y volví al pasillo.Y me detuve en seco.

Me fijé en algo diminuto que semovía junto a la puerta. Me incliné ycomprobé que se trataba de un solitarioguerrero de unos cinco centímetros dealto. Era una de las piezas del ajedrezde Olga.

El detalle en sí mismo eraperfectamente natural en la casa: laspiezas se dispersaban por cualquierparte. Pero no solían llevar antorchasencendidas ni ondearlas de un lado paraotro con vehemencia. Y una vez quehubo captado mi atención, aquelladiminuta cosa echó a correr y atravesó

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un bosque de ropa.Finalmente se detuvo en lo alto de

las escaleras que bajaban al sótano.Alzó la vista hacia mí. La minúsculavisera de su casco brilló y reflejó la luzde la antorcha. Al ver que yo mequedaba donde estaba, la figurita volvióa sacudir la mano con impaciencia y aseñalar hacia la negrura del sótano.

Me quedé ahí un minuto,balanceándome suavemente sobre lospies y preguntándome hasta qué puntotenía que estar paranoica una personapara llegar a creer que los juguetes laperseguían. Pero al final me encogí dehombros y le seguí el juego. Recogí la

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cosita y la bajé por las escaleras.Al llegar abajo vi que otro diminuto

guerrero estaba haciendo algo extrañojunto al enorme y oxidado alambique dePip. En el sótano no había luz y laantorcha de juguete arrojaba sombrasondulantes sobre las paredes que sololograban confundirme más. Pero cuandome acerqué más me resultó evidente queestaba empujando palitos y trocitos demusgo, formando una especie de dibujocon ellos.

El primer guerrero comenzóentonces a darme golpecitos con laespada en la mano, así que lo dejé entierra firme. Cruzó por encima del

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dibujo hecho en el suelo con losdesconchones y acercó la punta de laantorcha al pie de la pila de palitos quetenía más cerca. El fuego se extendiópor el pavimento de cemento, formandopor un momento letras de bordesirregulares. Finalmente el combustiblese agotó después de iluminar la palabra«Abierto».

Me quedé mirándolos. Despuéspermanecí con la vista perdida y lamente fija en la ondulante huella quehabían conseguido dejar en mis retinas.El mensaje estaba bastante claro: lohabían dejado delante de la pared dondese manifestaba el conducto que había

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creado Pip hacia Fantasía. Pero siClaire estaba al otro lado, ella mismapodía abrirlo. Y si no estaba allí…

Porque Ǽsubrand jamás habríadejado un mensaje así. Había estadodemasiado poco tiempo en el sótanocomo para preparar semejante artimaña,y además estaba demasiado ocupadotratando de matarme. O al menos esoesperaba yo con verdadero ardor.

Alargué la mano sin dejar depreguntarme si estaba a punto decometer un terrible error, y apreté elpequeño talismán que cargaba deenergía el enlace entre el abismo de loscaminos prehistóricos y el portal. Di un

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salto atrás, pero no fui losuficientemente rápida. Por la paredapareció un torbellino de luz y de colorque inundó el sótano oscuro y feo conuna iluminación dorada y densa. Y algogrande entró tambaleándose procedentede la nada, que me dio un manotazo queme tiró al suelo.

Me golpeé el cráneo con tal fuerzacontra el cemento, que vi las estrellas.Pero era difícil concentrarse en ellascuando sentía cómo me aplastaban hastaarrebatarme la vida. Aquel enorme pesose movió un poco, y entonces puderespirar a pesar de seguir aplastada.

Sólo que eso fue peor.

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Tenía espacio en los pulmones parainflarlos, pero los tenía encogidos demiedo dentro del pecho. En una ocasiónme había quedado enterrada bajo unmontón de cuerpos en descomposición,de carne gelatinosa y miembrosgangrenados, pero el hedor que soltabanno era tan pestilente como ése. Sentíarcadas, pero no tenía nada en elestómago que vomitar. Suerte que no mehabía comido ese sándwich, pensémientras oía que alguien comenzaba adar palmadas sobre carne de trol.

—¡Apártate de ella! ¡Muévete,Ysmi! Dorina, ¿estás bien?

No contesté. No estaba segura de

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que pudiera hablar y, de todas formas,tenía miedo de abrir la boca y dejar queme entrara otro poco más de ese hedor.Pero alcé la vista.

Una uña gorda, resquebrajada yamarilla me miraba a la cara. Iba pegadaa un pie lleno de callos y verrugas y auna piel más dura que una roca, y todoello en conjunto formaba parte de algúntipo de hongo de un verde amarillentomuy sucio. Mi último pensamientoconsciente fue que, después de todo,tener el pie de un trol encima de la caraera lo peor que me había pasado en todoel día.

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Me desperté no sé cuánto rato despuésen mi propia cama. La lluvia azotaba laventana. Había una nota sobre la puerta.Eché un vistazo y comprendí quealguien, probablemente Claire, me habíapuesto una camiseta y me había vendadola muñeca. Pero a juzgar por la roñageneral, no se había parado a darme unbaño.

Me preparé uno con muchas pompasde jabón; un lujo poco frecuente para mí.Me metí en la bañera con la nota de lapuerta. Tenía dos páginas. Claire habíasido incapaz de resumirlo todo en unasola o de esperar hasta el momento devernos. Tenía que recuperar el tiempo

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perdido.

¿Quién es ese tipo, Marlowe?Es un gilipollas. Échalo. Comovuelva, lo amenazaré consentarle encima a Ysmi.

Sonreí. Me hacía realmente faltadormir pero ¡maldita sea…! Lamentabade verdad habérmelo perdido.

¿Cómo es que «vampiros no»acaba convirtiéndose en unacasa abarrotada de vampiros?Tienes unos amigos muy raros.Esa Christine me asusta. Métela

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en el armario grande de lahabitación de invitados de laplanta baja, que no tieneventana, ¿vale?

Sin duda Christine apreciaría que lepusieran la cama en un armario. Por otrolado las únicas habitaciones quequedaban sin vistas eran la despensa,que ya no existía, y parte del sótano, queestaba lleno de trols. Bien mirado, creoque se llevaba la mejor parte.

¿Por qué hay dos cabezasrodando por toda la casa? Losgatos han tratado de comerse

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una de ellas. Se lo he impedidolo mejor que he podido.

Me pregunté qué quería decir coneso de «lo mejor que he podido». Perodecidí que prefería no saberlo.

El tipo sin cabeza está en elarmario de las escobas delpasillo, con la cabeza que creoque es la suya. Lavé el cuerpoen el jardín de atrás; estaballeno de porquería. La cabezasuelta muchos tacos. Pero notantos como los que soltó Raducuando descubrió que no

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incluiste un coche nuevo en eltrato con ese tipo, Cheung. Dijoque lo llamaras.

Ups. Sabía que olvidaba algo. Toménota mentalmente de evitar a Radu en unfuturo inmediato. Quizá también en unfuturo lejano. Me pregunté si habríaalgún modo de reclamarle a Mircea unLamborghini a cuenta y a mis expensas.Probablemente no.

Para tu información, Olga ha creadoun nuevo portal. Bueno, no es nuevo.Es el viejo con un destino nuevo. Ahoratiene dos colores: el verde va a

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Fantasía, el azul al salón de belleza.Pero lo ha abierto hoy mismo y notenemos modo de volver a menos que seabra por este extremo. Lo siento. Lapróxima vez enviaremos a alguien máspequeño por delante.

Llama a la puerta de mi habitacióncuando te levantes.

La última frase me dio mala espina,pero no iba a evitar también a Claire.Salí chapoteando del baño e hicerecuento de mi colección de heridas.Después de todo no había añadido tantascomo esperaba. Me puse una camiseta yun par de suaves pantalones de chándal

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grises y me dirigí a la habitación deClaire mientras me secaba el pelo conuna mano.

No podía haber estado durmiendomucho tiempo porque fuera todavía erade noche. Claire estaba despierta. O almenos salía luz por la rendija de lapuerta. Llamé y ella abrió. Llevaba ellargo pelo pelirrojo enrollado en rulosde tela. Según parecía no había perdidoel tiempo en el salón de belleza.

—No sabíamos que estabas en casa;de haberlo sabido te habríamosesperado —dijo Claire muy seria antesde que yo pudiera decir nada—. Pero esque cuando oímos el caos de los

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hechizos de protección…—¿Quieres decir que de verdad

sirvieron para algo? Ya empezaba adudar.

—Durante alrededor de un minuto.¡Hasta que esos malditos svarestris losdesactivaron!

Claire se echó a un lado y yo entré.Había trasladado una cama igual a lasuya a la habitación, y Aiden y Apestosoestaban tumbados encima como dosbultos gordos sin parar de roncar. O almenos Apestoso no paraba de roncar,despatarrado en la cabecera de la camaigual que un marinero borracho con laspiernas en jarras. Aiden estaba

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acurrucado a un lado como un querubín.Era de los que se chupaban en pulgar,noté yo contenta. Apestoso jamás lohabía hecho. No le interesaba nada queno pudiera comerse.

— Lo s svarestris han tenido quemanipular las protecciones desde dentro—dije yo, sentándome en la cama deClaire. Se las podía tratar de derribardesde fuera, pero solo se podían anularteniendo acceso a la fuente de poderdesde dentro—. ¿Cómo consiguieronrevertir la entrada de los portales?

Claire se sentó en la silla deltocador, levantó los pies, los apoyósobre el edredón y continuó con lo que

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estaba haciendo, que era pintarse lasuñas.

—He estado pensando en ello. Porlo general usan a los manlíkans paraexplorar por las tierras de los feys de laoscuridad y como muñecos de pruebasen los campos de prácticas. Pero nosuelen usarlos como guerreros. No creoque Ǽsubrand los mandara para lucharcontra nosotras, sino para que buscaranel modo de entrar en la casa. Debería dehaber estado más atenta a ver qué hacíanlos otros que andaban por ahí mientrasunos pocos nos entretenían.

—¿Y no habría sido más sencilloque ellos mismos anularan las

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protecciones?Claire sacudió la cabeza.—Las protecciones no tienen en

cuenta a los manlíkans. Para ellas, nisiquiera existen. Pero un portal esdistinto; es otro tipo de magia. Y no sécómo, pero los svarestris sabían quehabía uno en la despensa…

—Lo vio Ǽsubrand la última vezque estuvo aquí —dije yo, que meacordé de cómo Louis-Cesare y yohabíamos escapado de él utilizando eseportal.

—Sí, eso también había estadopreguntándomelo: no son tan fáciles dedetectar a menos que estés justo delante

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de uno. De todas formas lograronrevertir el sentido, sólo que paraentonces estaban agotados por latormenta y la lucha contra nosotras…

—Así que esperaron hasta estanoche para entrar, mientras estábamosdurmiendo —terminé yo la frase porella.

El razonamiento era lógico.—Sí. Atacar a mujeres y niños

cuando están durmiendo en la cama, ¡aeso es a lo que Ǽsubrand llama honor!

Yo personalmente pensé queǼsubrand llamaba a eso inteligencia. Amí no me gustaban sus tácticas, perodesde un punto de vista estrictamente

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militar la estrategia era perfecta. Y si nose hubiera presentado Cheung, le habríadado un buen resultado.

Lo dije en voz alta y Claire fruncióel ceño muy enfadada.

—¡Caedmon debió de matarlocuando tuvo oportunidad!

Yo parpadeé. Era exactamente loque yo había pensado, pero me resultabadesconcertante oírselo decir a ella. Lamujer a la que yo conocía habíaplantado caléndulas en el jardín paraevitar que los bichos se comieran lasplantas porque no le gustaba tener queaplastarlos. Se había pasado una semanaentera sin hablarme después de verme

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golpear a una rata hasta matarla con elpalo de una escoba. Era de las quecomían tofu, detestaba las pieles deanimales y estaba a favor de la ideapacifista de llevar zapatos de plástico.Pero según parecía las cosas estabancambiando.

Claire se ruborizó, pero no bajó lavista.

—Es cierto. ¡Es así!—Yo no tengo nada que alegar. Lo

que no comprendo es por qué Ǽsubrandesperó tanto tiempo para atacar. Habríatenido muchas más oportunidades devencer de haber atacado mucho antes,antes de que yo llegara con refuerzos…

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por decirlo de algún modo.Claire alzó la vista de los dedos de

los pies. Se estaba colocando unalgodón entre los dos últimos.

—Sí, y hablando de esosrefuerzos…

—Ya sé que no querías vampiros encasa —dije yo, tratando de ordenar misargumentos a favor.

—No, si la idea empieza a gustarme—me dijo, sorprendiéndome—. Meparece que no estamos en posición derechazar ninguna ayuda. Es solo que noestoy muy segura de esos vampiros enconcreto. Ese tipo, Cheung, estuvo horasapostado en el exterior de la casa,

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esperando a que tú llegaras. Y no teníabuena pinta. Traté de llamarte mediadocena de veces para advertirte…

—Apenas he tenido el móvilconmigo durante toda la noche.

Claire alzó una ceja, pero no mehizo preguntas.

—Supuse que lo sabías y que poreso precisamente no volvías. Te dejé unmensaje y nos fuimos a la cama encuanto resultó evidente que era incapazde atravesar la barrera de protección.¿Y ahora, de repente, confías en él ypermites que se encargue de nuestraseguridad?

—Yo no confío en él —le dije,

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estirándome encima de la cama—.Confío en el sistema. Es bastante durocon los maestros que se pasan de laraya. Y Cheung dio su palabra.

—¿Y eso cuenta?—Si te la da a ti o a mí, no. Pero se

la ha dado a un miembro del Senado, yeso ya es muy distinto.

—¿Quieres decir que si no hacehonor a su palabra se enfrentará a algunaclase de castigo?

—A bastante más que eso. Antes deque existieran los Senados había unaguerra casi constante entre las distintascasas de los vampiros; las alianzas secambiaban continuamente, se

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apuñalaban los unos a los otros por laespalda y se traicionaban. Piensa en laItalia de la Edad Media, con cadapequeña ciudad estado apropiándoseambiciosamente de los territorios de losvecinos, intentando expandir sus tierrasa sus expensas. Era un derramamiento desangre completo que diezmaba a todaslas casas. Pero una vez que seorganizaron los Senados seestablecieron leyes muy duras apropósito para que ni siquiera el botínmás rico mereciera la pena pagar elprecio.

—¿Entonces podemos fiarnos de queCheung nos ayudará?

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—Sí, durante los próximos días.Hasta que llegue Heidar —dije yo. Meerguí en la cama y me senté mientrassoltaba un largo bostezo que dividió mirostro en dos. O me iba ala cama, o medormiría allí mismo. Pero primero teníaque hacer una cosa—. Y hablando deayuda, ¿todavía quieres hacer algo paraayudar a la investigación?

El rostro de Claire se iluminó.—Sí, aunque tengo que decirte que

las cosas por aquí no han estado tanaburridas como yo esperaba.

—No, somos una panda muydivertida.

Claire soltó un bufido antes de

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preguntar:—¿Qué quieres?—Necesito que me hagas una receta.

Lluvia. Comenzó de camino, pero élagachó la cabeza y siguió adelante.Los cascos del caballo removían elbarro. La lluvia le había obligado a irmás despacio; no le quedaría muchotiempo hasta la mañana. Hasta quellegaran otros para quedarse mirandoy hacerse preguntas, para lamentarse einterrogar y borrar las pocas pruebasque pudieran quedar.

El jinete desmontó. El ruido de lasespuelas era el único sonido artificial

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en la callada noche. La luna estabaalta, medio llena y rebosante de unaluz acuosa. Transformaba todo eluniverso en platas brillantes y negros.A la izquierda una antigua arboleda demanzanos recortaba el oscuro cielocon tracerías de ramas más oscurastodavía. Los manzanos estabandesnudos; la temporada habíaterminado y el viento frío tiraba laspocas hojas que quedaban o las pegabaa la corteza. Las que ya habían caídocrujían bajo sus pies, muertas comotodo lo demás en aquel lugar.

Ató el caballo a uno de los árboles,al resguardo de cualquier peligro, y

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siguió adelante. Le preocupaba laproximidad del amanecer pero eraimposible moverse más deprisa. Seríairreverente, como echarse a reírdelante de una tumba.

A la derecha estaba la capilla,todavía parcialmente protegida por untejado de pizarra. Se detuvo ante lapuerta o más bien ante el lugar en elque hubiera debido de estar la puerta.Había ardido hasta las mismasbisagras. Desenterró las piezas demetal con el pie de entre las hojas y lascenizas empapadas sobre la piedrafría. Tampoco quedaba nada deltejado, que era de madera igual que el

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altar. Pero si estaba el crucifijo, encierto sentido. La plata había idogoteando por las paredes, pintando lasantiguas piedras con un barniz debelleza.

Entró por el oscuro pasaje. En unaocasión había estado radiantementeiluminado con candelabros que en esemomento, con su débil brillo en mediode la oscuridad reinante, no eran sinomeros indicios del pasado que solodespertaban a la realidad cada vez quelos rayos de la linterna incidían sobreellos. Encontró al primero de ellos allí,acurrucado y con una formairreconocible en aquella oscuridad.

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Se arrodilló junto a él. Una tenueluz se filtraba a través de la estrechaventana y junto con ella un soplo deaire frío y el amortiguado sonido de lalluvia. El cuerpo estaba carbonizado,irreconocible. Pero la cruz que llevabaal cuello había quedado atrapadadebajo y solo estaba negruzca. Erapequeña y sencilla, y estaba hecha conun metal más sólido que el oro. Así queentonces no era el que buscaba.

El pasaje terminaba en lo que debíade haber sido el refectorio. Como notenía tejado la niebla lo cubría todo,pero a pesar de ello pudo reconocer lasformas rectangulares de las largas

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mesas donde se servían las frugalescomidas. Allí también había cuerpos.Pero el que buscaba no estaba entreellos.

A lo largo de otro oscuro pasillo ytras pasar otras salas encontró por finla pequeña estancia llamadaMisericordia. Era allí donde seimpartían los castigos a aquellos quehabían violado la estricta regla. Peroningún castigo concebido por elhombre habría podido hacer eso.

El cuerpo estaba extendido en elsuelo. Los ojos muertos miraban altecho. A diferencia de los otros, no sehabía quemado. No había señales en

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absoluto de carbonización en laestancia, e incluso el techo habíaaguantado. Quizá por eso estuviera tanbien conservado: la lluvia no lo habíatocado, el viento no lo había azotado.

Pero de nada había servido. Elrostro estaba irreconocible, seco ymarchito; los ojos blancos; el pelo unavez castaño, quebradizo y sin color; laboca abierta en un grito mudo. Lamano medio cerrada, como si sehubiera aferrado a algo.

Tiró suavemente de los huesos queapenas sostenían juntos la piel. Eldelicado movimiento provocó elreacomodo del cuerpo con un susurro

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seco; la muñeca rota se soltó ydesgarró la quebradiza piel del brazo.El sonido pareció repetirse como uneco en su mente, y el frío de muerte lopenetró.

Tiró con más fuerza; obligó a lamano a soltar su secreto. Y de prontoestaba simplemente agazapado tras elrefugio de una pared quemada con lapalma de la mano abierta y una cruz debrillante de oro macizo entre los dedos.Dibujó la forma de las piedraspreciosas sin tallar que decoraban lapieza, relucientes y calientes por elcontacto de su mano, y sintió cómo latensión salía de su vientre para

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enroscársele alrededor de la espalda.Escuchó la sangre cantar en sus oídos,sintió el dolor apuñalarlo como unmillón de hojas afiladas y la amargurade la culpa volver a posarse en sulugar bajo las costillas, donde lallevaba siempre.

Donde la llevaría ahora y siempre.

Rodé por la cama hasta ponermeboca arriba, di una patada a las sábanasy emití un gruñido de pura rabia. Lassábanas viejas estaban húmedas y se mequedaban pegadas. Hacía calor en micuarto y el ambiente era incómodamentebochornoso. Me quité la camiseta, me

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puse una limpia y abrí la ventana.Esperaba un poco de brisa fresca,

pero terminé empapándome la cara conuna ráfaga de lluvia. Por supuesto mecolgué del marco de todos modos, sinimportarme si me mojaba o no. Mientraspudiera refrescarme…

La tormenta me hizo volar el pelohúmedo y me abanicó las acaloradasmejillas. Fue maravilloso. Oí a alguientocar la escala musical con uninstrumento de viento cuyas notasdébiles y distantes cabalgaron con labrisa. Incliné la cabeza contra la pulidamadera del marco de la ventana yobservé cómo la luz lamía el cielo.

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Durante nuestro último trabajo enequipo un accidente mágico había tenidocomo consecuencia que yo compartieralos recuerdos de Louis-Cesare. Todosellos. Y como él tenía casi cuatrocientosaños, era mucha la información quehabía que asimilar. Al principio lamayor parte de ella no era más que unaneblina; toda una vida de impresionesque se habían derramado sobre micerebro de una sola vez. Era demasiado:demasiado deprisa, demasiadoabrumador para cualquiera. Pero desdeentonces yo no hacía más que tenerflashbacks de su vida pasada.

De no haber sido por el vino, puede

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que al final se hubieran asentado enalguna parte junto con el resto de mismonstruos para salir a acechar solo a misubconsciente. Pero dadas lascircunstancias, yo veía casi cada nocheun desfile de imágenes. Algunas estabanfragmentadas y no tenían sentido, perootras eran tan reales como si yo mismalas hubiera vivido. Y ésta era de esasúltimas.

Todavía podía oler el hedor acre delfuego, notar en la lengua el sabor comode papel, sentir el fuerte estallido dedolor como si hubiera sido mío. Él nocreía… algo… no esperaba… ¡Joder!Se me estaba escapando.

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Un repiqueteo de lluvia me golpeó lapierna que tenía colgando, pero mequedé ahí sentada un buen rato.Contemplaba el jardín de atrás aoscuras. Saboreaba la amargura, la frutadestinada a pudrirse, las esperanzasperdidas y los sueños arruinados.Aunque no sabía qué significaba nada deeso. Era como ver una película sin saberel final. O el comienzo. O quiénes eranlos personajes principales.

A sabiendas de que probablementenunca lo descubriría.

«Sé lo que quiero», había dicho él.Y evidentemente quería a Christine.Porque a pesar de sus principios yo no

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podía concebir ninguna razón por la quetuviera que quedarse con ella si noquería hacerlo. Si no había decididohacerlo. Cierto, había jodido unascuantas cosas, pero también las habíapasado canutas para volver aencontrarla e incluso se había dejadoconsumir por completo a manos de losmismos magos que retenían a Christine acambio de su libertad. Él no le debíanada de nada.

Así que la quería. Y tenía razón.Porque a pesar de lo que decían loscuentos, el amor, el enamoramiento o loque diablos fuera que había entrenosotros no salía victorioso siempre por

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encima de todo. No cuando dos personasprocedían de mundos tan distintos comolos nuestros. Y menos cuando estábamosgenéticamente diseñados para matarnosel uno al otro.

Desde el principio había sido unamala idea. Y menos mal que al menosuno de los dos se había dado cuentaantes de que las cosas llegaran todavíamás lejos. Fin del juego, fin del cuento,se acabó. Excepto por los malditosrecuerdos que no me dejaban en paz.

Llovía cada vez más y yo estaba casiempapada. Por no hablar del suelo, lamesilla de noche y mi bolsa de trucossucios. Tiré del petate que guardaba

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debajo de la cama, lo saqué todo y lodejé en fila sobre la cómoda para que sesecara. Eran cosas caras y salían de mipresupuesto.

La segunda camiseta mojada fue a lacesta de la ropa sucia. Me puse otra yme dejé caer sobre la cama caliente yarrugada. Me aferré viciosamente a laalmohada buscando algo fresco. Al díasiguiente tenía un trabajo que hacer; notenía tiempo para eso. Me concentré enel ruido intermitente de la lluvia y meesforcé por volver a dormir.

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29

Nueve horas más tarde seguía teniendocalor. Y con menos de seis horas desueño en el cuerpo me había convertidoen un bicho más raro todavía de lonormal. Por supuesto las circunstanciasno colaboraban tampoco.

Una ráfaga de viento estuvo a puntode tirarme al suelo y el pitido de unabocina me estalló en los oídos aquemarropa. Me giré y vi mi propioreflejo mirándome en un brillanteguardabarros cromado. Me sorprendióteniendo en cuenta que el guardabarros

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se levantaba a casi un metro ochenta ytres centímetros del suelo.

Yo estaba junto a un polvorientocamión blanco de la basura que sebalanceaba en el aire adelante y atrásmuy despacio como un barco en unamarejada. El iracundo conductor seasomó por la ventana para mirarme demal humor y me gritó:

—¡Apártate de la carretera!—No estoy en la carretera —señalé

yo—. La carretera está por ahí.A unos tres y pico metros por

encima de nosotros se extendía una filade coches que viajaban alegrementehaciendo caso omiso de la ley de la

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gravedad. Sus sombras se ondulabansobre el paisaje, bloqueándome la vistadel sol de forma intermitente yhaciéndome pasar del sol a la sombra acada instante. Me costaba acostumbrarlos ojos al cambio constante de luz, peroa pesar de todo estaba claro que elgracioso conducía muy por debajo de lapista de tráfico.

Se lo indiqué, pero a pesar detomarme la molestia sólo conseguí quevolviera a pegarme otro bocinazo.

Así que por supuesto le enseñé eldedo corazón apuntando hacia arriba.

Él me contestó con un taco, echómarcha atrás y luego pasó rozando por

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delante de mí, lo cual me obligó aagazaparme. Se desvió para evitar a otrovehículo, giró a un lado y a otro paraencajarse entre un par de autobuses ydesapareció en el deslumbrante brillodel sol de agosto. El estruendo queprovocó hizo vibrar hasta la tierra.

¡Gilipollas!No tuve tiempo ni de recuperar el

aliento cuando el aire a mi alrededorcomenzó a fusionarse y a reconcentrarse;parecía contraerse como una estrella enel último minuto del proceso de colapso.Salté a un lado al sentir el chisporroteode una luz blanca y caliente sobre losojos. Un ruido ensordecedor irrumpió en

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el aire. Otro vehículo saltaba a laexistencia con un estallido de chispasque formaban la silueta de un coche.

Un niño iba con la cara pegada a laventanilla del asiento de atrás. Me mirósombríamente por un instante y despuésme sacó la lengua. Su padre pisó elacelerador, dio nueva vida al motor ycambió de marcha, y el coche se alzódesde el suelo como el pájaro que enrealidad no era.

Comprendía el principio: siempreera más fácil hechizar un objeto inerteque algo cuyo campo de energíacambiaba constantemente como elcuerpo de un humano. Ésa era la razón

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por la que los hechizos de levitaciónrequerían invariablemente de algún tipode plataforma. En los malos tiempos delpasado se usaban escobas porquesiempre estaban a mano y nadie alzabauna ceja inquisitiva cuando la veía en unrincón. El equivalente moderno era elcoche, que indudablemente era muchomás cómodo para el trasero.

Pero verlo en la realidad todavía meproducía dolor de cabeza.

Los tronadores crujidos de losrecién llegados sacudían el aire en todoslos sentidos del espacio, mezclando elrugido de los motores, el repiqueteo dela música de la radio y un montón de

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risas inducidas por el alcohol. Observéla distancia de aire que me separaba demi destino, la mansión situada en lasiguiente colina en la que un magoestaba a punto de conceder unaentrevista, al otro lado de la alocadaextensión de coches.

¡Ya la tenemos!Había supuesto que llegar hasta

Lutkin no sería fácil. En ese momentoera el campeón del mundo y por tanto elcentro de todas las atenciones. Pero mehabía figurado que el principalproblema sería atravesar losmecanismos de seguridad, no llegarhasta el tipo en cuestión.

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Entre la mansión y yo se interponíaalgo más que un atasco de tráfico aéreo.Habían elevado los coches paraapartarlos del mar de puestosambulantes blancos y deslumbrantes quese desparramaban por la colina. Lospuestos estaban todos apretujados yentre ellos había gente dedicada a lareventa de entradas, gente vendiendocomida grasienta y más gente, toneladasde gente deambulando. Atestaban hastael último centímetro de espacio librecomprando recuerdos, haciendo colapara comprar regalos o apostando.Jamás llegaría a tiempo.

—¿Quieres que te lleve? —gritó

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alguien.Alcé la vista y vi un descapotable

azul cielo planeando a un metro ochentapor encima de mí.

Un simple vistazo al coche me bastópara decidir que, después de todo,caminar no estaba tan mal.

—Gracias, pero solo voy a esa casa.La rubia que me había invitado se

alzó con muy poca precaución porencima del asiento del copiloto parasonreírme.

—¡Es demasiado peligroso! —exclamó, haciendo un gesto con su largocuello y arrojando un amplio arco decerveza al aire—. La mitad de la gente

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que anda por aquí ni siquiera deberíaconducir.

Lo dijo sin ninguna ironía a pesardel hecho de que la capota de tela negrade su coche no hacía más que levantarsey bajarse como si fuera un extrañopájaro dispuesto a levantar el vuelo. Elconductor, un joven rubio tirando apelirrojo, tiró de una palanca parafijarla atrás, pero en lugar de eso pusoen marcha el limpiaparabrisas.

—Se me dan bien las situacionespeligrosas —le aseguré yo.

Ella sacudió la cabeza un tantoachispada.

—Te van a atropellar —insistió,

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abriendo la puerta y casi cayéndosefuera del coche. El cinturón deseguridad la retuvo. Eso pareció dejarlaperpleja—. ¿Todavía se dice que te vana atropellar aunque te den un golpe en lacabeza?

—Preferiría no tener quedescubrirlo —dije yo.

Me aparté para no seguir justodebajo de su coche. Es cierto que lamagia es mágica, pero mi cerebro seguíapasándolo mal a la hora de aceptar queesas enormes moles de metal pudierancolgar de esa forma del aire. Seguíaesperando que una de ellas me cayera enla cabeza y me aplastara igual que el

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dedo pulgar aplasta a un mosquito.—Pues entonces súbete aquí —dijo

la chica, que se volvió hacia sucompañero—. Ronnie, baja.

Ronnie examinó nerviosamente laspalancas y por fin tiró de una que hizoque el coche saliera disparado casiotros dos metros hacia arriba.

—¡No, no, abajo! —gritó ella.Estaban a un pelo de chocar contra

la carrera oficial de coches con susnúmeros pintados en los laterales.

Muerto de miedo, Ronnie viróviolentamente a la derecha. Se desvió dela carrera, pero se tragó un VolkswagenEscarabajo que se había quedado

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atascado en medio del aire. Tenía elcapó levantado y el culo del dueñosobresalía por un lado del motor con laspiernas colgando. O al menos colgabanhasta que el golpe provocó que elEscarabajo saliera rodando en unadirección y el propietario en otra. Trasunas cuantas vueltas finalmente elpropietario comenzó a descender decabeza hacia el suelo, pero la carrera lopilló en medio del aire para gransatisfacción del público.

Por su parte el hombre rescatado noparecía tan encantado. Le oí gritarmientras el rubio del descapotablevolvía a bajar lentamente a mi nivel.

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—¡Oh-oh! —exclamó la rubia.El conductor del coche de carreras

que había realizado la hazaña comenzó asacudir la cabeza y a señalar en nuestradirección.

Ronnie me miró y gritó:—¡Bueno!, ¿vas a subir de una vez o

no?Yo había rechazado la oferta

pensando en la base sobre la que seasentaba la carretera: en este caso elaire. Pero el tráfico comenzaba aacumularse alrededor del accidente, deforma que cada vez había más y másgente conduciendo por fuera de loscarriles de tráfico de seguridad. Y

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comenzaba a dudar que la mayor partede ellos supieran conducir incluso entierra.

Me agarré a un lateral del coche,esperé a que la parte más alta volviera adescender y subí al asiento de atrás.Ronnie pisó a fondo el acelerador antesincluso de que me hubiera sentado; mevi proyectada hacia los brazos de untipo con el pelo de un rubio sucio,vestido con una camiseta azul detirantes.

—¡Hola! —sonrió él.Traté de apartarme de sus brazos sin

clavarle el codo en ningún puntosensible.

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—Toni y Dave —me dijo la rubia,inclinándose por encima del asiento dedelante.

Supuse que Toni era la joven morenaque me estaba echando mal de ojo. Meaparté de su novio y ella me recompensócon una Bud chorreante de la nevera quellevaba a los pies. Por el suelotraqueteaban tantas latas vacías quecomprendí al instante por qué Ronniesufría de falta de coordinación.

Pero como yo no tenía que conducir,bebí. El aire ardía repleto de gases decombustible y pesaba debido a lahumedad, y yo sentía que necesitabarespirar a través de una toalla. Diez

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minutos bajo el resplandeciente sol mehabían dejado la camiseta sudada ydesagradablemente pegada a la espada.Ojalá me hubiera puesto pantalonescortos y sandalias en lugar de vaquerosy botas.

—Yo soy Lilly —añadió la rubiapara terminar las presentaciones—. Esel diminutivo de Lilith, pero nadie mellama así.

Yo asentí. Jamás había visto a nadieque tuviera menos pinta de llamarseLilith. Llevaba un top ajustado ypantalones cortos, los dos blancos, yencima una blusa a cuadros blanca yrosa. Tenía unos rizos rubios muy bien

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definidos; es decir, los que no se lehabían escapado y pegado a la nuca o alrostro sudoroso, y los llevaba en doscoletas a los lados con gomas de HelloKitty que hacían juego con el brillo delabios y con el color de uñas PeptoBismol. Si la verdadera Lilith seguíaexistiendo en alguna dimensión, sin dudaestaría planeando la venganza.

—Dory —dije yo, saludándola conla mano vacía con la que antes habíasostenido la cerveza.

La había perdido un segundodespués de que un par de chicosmontados en monopatines Boogiepasaran volando como si tuvieran

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motores atados a la espalda. Se habíandedicado a girar por encima y alrededorde nosotros para hacer la figura de unocho. Uno de ellos me había quitado lacerveza y luego habían salido todosdisparados, lanzando hurras como locos.

—¡Vale, ya está bien! —gritó larubia—. Esos bastardos ya me tienenharta. ¡A por ellos!

Me pareció poco probable que lospilláramos porque los chicos parecíantener bastante más control de susdiminutos soportes que Ronnie de sucochazo. Pero de todos modosobedecimos la orden. Dimos mediavuelta por entre el pendenciero tráfico y

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aceleramos para dirigirnos directamentehacia un enorme roble. Los chicosdescendían en picado hacia él mientrasse reían del Escarabajo clavadojustamente sobre la cima.

El conductor de una grúa también sehabía parado al lado del accidente eintentaba enganchar un cable terminadoen gancho al parachoques trasero delEscarabajo. Nosotros pasamos pordelante precisamente en el momento másinoportuno, porque el tipo enganchó elcable a nuestro coche.

—¡Oh, Dios! —gritó Lilly al ver queel cable nos lanzaba a dar vueltasalrededor del árbol, arrastrando de paso

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a la grúa con nosotros.—¡Frena! —grité yo.Nuestro coche fue arrojado por el

aire como una bola, con la grúa al otroextremo del cable haciendo decontrapeso.

Era el tipo de situación que habríadesconcertado hasta al conductor másexperto, cosa que Ronnie no era. Secagó de miedo y comenzó a agarrarse atodas partes. En rápida sucesión, abrióel maletero, consiguió cerrarlo y puso laradio. Eso sí, no hizo absolutamentenada para impedir que fuéramos a parardirectamente al centro de los carriles detráfico.

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Por la radio comenzó a sonar unadulce música de reggae. Trepé porencima de Toni para intentar soltar lacapota, pero estaba enganchada al marcometálico de la parte superior deldeportivo y como toda la tela estabaarrugada, yo ni siquiera pude verlo. Yde todas formas llegó un momento en elque ya no importó, porque el tipo de lagrúa pisó el freno y nosotroscomenzamos a girar a su alrededor enuna órbita frenética. El marco superiorse desgarró con un chirrido metálicoagonizante y salió volando, y nosotrosseguimos dando vueltas en el sentidocontrario.

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—Don’t worry —cantócadenciosamente la radio mientrasnosotros nos dirigíamos directos a lacarrera oficial de coches esta vez—. Behappy.

Sin embargo Ronnie no parecía muycontento, a pesar de que consiguióagacharse justo a tiempo al pasar a todavelocidad con un chirrido estridente.Luego volvió a sacar la cabezainmediatamente. Parecía cabreado. Y lomismo el tipo de la grúa, que venía ennuestra dirección siguiendo el rastro delos restos voladores del descapotable.Por fin Ronnie consiguió encontrar elfreno y entonces nos pusimos a girar

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como una peonza. Dimos muchas vueltasporque no había nada que nos frenara.Por último pisó el acelerador y salimosdel bucle.

Seguimos la pista de nuestra propiaestela de gases del tubo de escape y noscolamos entre nuestros perseguidores.El humo acre nos hacía a todos toser yllorar. El tipo de la grúa tenía laventanilla bajada, así queprobablemente tenía… los mismosproblemas que nosotros y no nos viocambiar de rumbo. O puede que susreflejos no fueran tan buenos. Porquesiguió adelante y nos perdió de vista.Sin embargo los coches de la carrera sí

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giraron y continuaron persiguiéndonos.Lilly observó la grúa e

inmediatamente abandonó la actitudtemerosa para mostrar indignación.

—¡Eh, ese tipo se ha llevado micapota!

—Ya no —dijo Toni.Los restos se habían soltado del

cable y siguieron volando como unenorme murciélago hasta aterrizar sobreel parabrisas de uno de los coches decarreras.

El conductor, cegado, pisó el freno yel coche que iba detrás chocó contra sumaletero y se quedó como un acordeón.El que iba a continuación terminó de

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hacer papilla al segundo. Mientras tantoel gancho suelto de la grúa había caídosobre un puesto ambulante. El golperasgó la lona y soltó su anclaje al suelo,y la gente que andaba por allí tuvo quetragarse la cerveza al sol. No parecióque eso les gustara mucho, porque sepusieron a perseguir la lona como unenjambre de abejas a través de lamultitud hasta que alcanzaron el cable.Seis o siete tipos grandes lo agarraron ycomenzaron a tirar de la grúa haciatierra.

—¡Uau! —exclamó Toni.Los tres que íbamos en el asiento de

atrás nos inclinamos por encima del

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maletero para verlo.—¡La he jodido pero bien! —se

quejó Ronnie, que observaba lacarnicería por el retrovisor.

—¿Habéis visto dónde ha aterrizadola capota? —preguntó Lilly, que nodejaba de examinar cada centímetro detierra.

Mientras tanto y para terminar dearreglar la situación, el acordeón de lostres coches unidos llegó flotando porencima hasta los carriles del tráfico,llevándose tras de sí los restos delprecioso accesorio de nuestrodescapotable, que no dejaban derevolotear arriba y abajo como si fueran

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alas.—Apuesto veinte pavos por los

borrachos de ahí abajo —dijo Dave.Muchos otros se unieron a la guerra

de tirar del cable. Pero entonces el tipode la grúa pisó el acelerador y saliódisparado, llevándose con él de paseo alos forzudos más cabezotas.

Uno de esos fortachones obligados ahacer autoestop por el aire aterrizósobre la lona de otra tienda, quenaturalmente derribó, mientras otros doseran arrastrados entre la multitud paradibujar su autógrafo. El hecho provocóunas cuantas peleas porque la genteperdió su puesto en la cola, pero yo no

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conseguí ver cómo acababa la cosaporque Ronnie hizo un ejercicio devalor y nos sacó de allí. Momentosdespués nos unimos a una cola devehículos que iban pisando huevos hacialas casetas de venta de entradas que sealzaban por encima del portón doble deentrada a la casa.

La mansión era despampanante:brillaba a pleno sol sobre lo alto de lacolina como una tarta de bodas demármol. A pesar de estar situada en laparte norte del estado de Nueva Yorkparecía sacada directamente de la Romaantigua, con sus columnas, sus pórticos ysu enorme terraza. La mayor parte de la

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gente estaba reunida al aire libre enmedio del lujo, bebiendo en altos vasoscongelados como si tuvieran algunaposibilidad de deshidratarse ycontemplando el caos desde arriba.

Me pregunté qué pensaría la cónsulacerca del desastre en que habíanconvertido los magos su céspedperfectamente recortado. Aquél era soloel tercer día de un acontecimiento queiba a durar toda la semana. Pero losterrenos estaban ya cubiertos dedesperdicios y estropeados con lashuellas cruzadas de los neumáticos delos coches que habían tenido el sentidocomún de permanecer donde Dios, o al

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menos la industria del automóvil,pretendía desde el principio queestuvieran.

Me figuré que los maltratadoscoches pertenecían a los vendedoresambulantes, porque los coches de losmiles de aficionados a las carreras erandirigidos a un lado, donde se producíala explosión de color que los hacíaflotar como nubes gigantes de formasextrañas por encima del paisaje. Ibanorganizándolos por pisos como en elaparcamiento de un garaje pero singaraje, y los más altos llegaban a pocomás de nueve metros. Sólo que no habíaescaleras.

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La moraleja más evidente era que siuno no conseguía apañárselas bien conel hechizo de levitación más básico, lomejor era no ir. Era lo típico desiempre: los magos actuaban como sicontrolaran por completo el mundosobrenatural y el resto de nosotrossimplemente viviéramos en él. Peroteniendo en cuenta quién patrocinaba eseaño el evento, la cosa se estabaponiendo un tanto difícil.

Nos dirigieron hacia la cola queestaba más cerca, alineada alrededor deun estanque ornamental. Entre losrosales y asomando al lado de la fuentediseñada a imitación de Bernini había

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botellas de cerveza, latas de refrescos ybolsas vacías de aperitivos. Cerca habíaun enorme conjunto de gradasavejentadas por el tiempo colocadas decara a la casa. Estaban llenas de genteque observaba en estado de trance elenorme espacio vacío sobre la calzadacircular que llevaba a la mansión.

Cada pocos minutos una cola denaves variadas, en su mayor partecoches pero también extrañas motos,aviones e incluso barcos, salíanlevitando del enjambre hacia la zonaacordonada junto a la casa. Se alineabana la altura de la terraza y se quedabanahí un momento para dejarse bañar por

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el frenesí que reinaba en el lugar.Algunos de los conductores saludaban eincluso se ponían de pie para incitartodavía más a las masas de aficionadosya de por sí excitadas. Cuando lahisteria de gritos, ondear de banderas ypancartas llegaba al punto culmen, lacónsul se levantaba de su silla en mediode la terraza y dejaba caer un pedazo deseda. Un segundo más tarde estallaba unensordecedor crujido y toda la fila devehículos desaparecía.

Era el momento que se les concedíaa las hordas para dejar sus puestos,descansar las cuerdas vocales e ir acomprar más cerveza. Y luego el

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proceso volvía a comenzar. Yo loencontré monótono, pero nadie parecíaestar de acuerdo conmigo. El hecho seproducía solo una vez al año y todo elmundo sobrenatural se volvía loco.Estábamos en guerra, pero a nadie leimportaba durante esa extravagantesemana.

—Así estarás mañana —me dijoDave con la vista fija en el espejo deltamaño de una piscina que flotaba porencima de la casa.

Ronnie se giró para ver cómocambiaba el espejo.

—No es probable.Había estado reflejando la imagen

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de los cielos azules, los campos verdesy las gradas avejentadas repletas deaficionados saludando. Pero luego seonduló y cambió a una escena de llamassaltarinas de color púrpura. Junto a esafiera montaña de fuego serpenteaban losmismos corredores que acababan desaludar y desaparecer: surgían y salíande la escena como imposibles hormigasdiminutas alrededor de la hoguera delinfierno.

—¡Oh, venga, no me digas que havuelto a decepcionarte! —se quejóDave.

—¡Es el campeonato! —contestóRonnie con los labios apretados.

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—¡Pero si tú eres el mejor! —exclamó Lilly indignada.

—No cuando hay diez millones dedólares en juego —le dijo Ronnie, cuyosojos reflejaban, sin embargo, que sesentía herido.

Lilly me pasó otra cerveza de lanevera que tenía a los pies.

—El padre de Ronnie es LucasPennington —afirmó con orgullo, comosi yo tuviera que conocerlo.

Puede que tuviera que conocerlo,pero la locura anual del campeonatomundial jamás había significado grancosa para mí. Era un asunto de magos yyo no tenía mucho trato con ellos, aparte

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de hacerles algún que otro encarguitoocasional cuando algún trabajador magoestaba en apuros. En general los magostenían tendencia a mostrarse bastanteextraños, igual que sus deportesfavoritos.

En el mundo sobrenatural no existíala Asociación Nacional de Carreras deAutomóviles de Serie o Nascar. Nitampoco el fútbol o el tenis. En lugar deeso tenían la locura conocida como lacarrera de los caminos prehistóricos.

Hacía mucho tiempo que a los magosse les había ocurrido que, con la debidaprotección, podían surfear a lo largo deesos caminos, conduciendo su propia

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energía para llegar de un punto a otro. Ycomo los caminos prehistóricos unen elmundo entretejiéndolo por fuera delespacio real, eso significaba que podíanatravesar grandes distancias en muypoco tiempo. Suponiendo que unolograra salir vivo, claro está.

Todos los años era la mismahistoria. De los doscientos o másparticipantes capacitados para competiren el campeonato mundial, solo unveinte por ciento más o menos laterminaba. De ese ochenta por cientoque se quedaba atrás, la mayoría volvíacojeando otra vez a la línea de salidacontando un complicado cuento acerca

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de cómo la naturaleza, su vehículo o losdioses habían conspirado en su contra.Pero los caminos se cobraban cada añosu buen cinco o diez por ciento.

Al día siguiente todos los periódicossacaban un editorial sobre el asunto paradenunciar en voz alta la barbarie quesignificaba la carrera. Algunosfuncionarios del gobierno incluso poníancara de disgusto. Pero nunca cambiabanada. Formaba parte de la carrera.

Supongo que yo no puse una cara losuficientemente neutral, porque Ronniese sonrojó.

—La carrera es mucho más queconducir, ¿sabes? —me dijo a mí.

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—Pues no, la verdad es que no lo sé.—¿No sigues las carreras? —me

preguntó Lilly atónita e inclusoligeramente asustada, como si yoacabara de admitir que comía serpientesvivas.

—Pues no, lo siento.Por fin nos llegó el turno ante la

caseta flotante de venta de entradas, endonde la gente pagaba sumasexorbitadas por entradas para tres días.

—Tú no deberías tener que compraruna entrada —le dijo la rubia a Ronniemuy indignada, de camino alaparcamiento flotante—. ¡Deberías estaren los boxes!

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—¡Detesto estar en los boxes! —admitió Ronnie. Entonces me miró a mí—. La última vez llevaba nuestrabandera, me distraje y la bajédemasiado pronto.

—No me parece tan terrible.—¡Pero papá se marchó sin la rueda

de atrás!—Bueno, tampoco es que fuera a

necesitarla.—¡Ah, claro que la necesitó! —dijo

Ronnie con amargura—. La carrera sedesarrolla más que nada sobre loscaminos, pero no todos se cruzan,¿sabes? A veces hay que viajar unkilómetro o dos para llegar de uno a

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otro…—¡Ay! —exclamé yo,

compadeciéndome.Él asintió con desánimo.—¡Pero no era para eso para lo que

tú estabas entrenado! —insistió Lillycon inquebrantable lealtad.

—¿Y para qué te habías entrenado?—pregunté yo.

Porque desde luego no era paraconducir.

—Soy hechicero.Lilly asintió con entusiasmo y

afirmó:—¡Es el mejor!—No estoy muy segura de saber qué

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es eso exactamente —dije yo.Cuatro pares de ojos incrédulos se

giraron hacia mí.—¡Es cierto que no sigues las

carreras! —exclamó Lilly como si no lohubiera creído la primera vez.

—¿Qué es lo que sabes de lascarreras? —me preguntó entoncesRonnie con curiosidad.

Parecía fascinado. Igual que uncientífico que se enfrentara a unaespecie nueva y extraña: la de «Meimporta un bledo», de la familia de los«A tomar por culo las carreras».

Yo me encogí de hombros antes decontestar:

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—Bueno, sé que primero hay que sermago, luego hay que pagar una cuota quete cagas, y además hay que estar loco.

De hecho estar loco no entrabadentro de los requisitos imprescindibles,pero era muy conveniente. Porque nadieen su sano juicio se apuntaríavoluntariamente para participar en unatrampa mortal.

Lilly me miró frunciendo el ceño ybueno, la verdad es que yo no habíatenido mucho tacto. Pero Ronniesimplemente sonrió.

—¿Estás completamente segura deque no sigues las carreras?

—Creo que una vez vi parte de una

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carrera en un bar —admití yo.—En un equipo por lo general hay

cuatro personas —me explicó Ronnie—.El conductor, que dirige a todo elequipo; el navegante, que le ayuda abuscar la ruta mejor; el maestroprotector, que protege al equipo de…ejem… de cualquier cosa de la que hayaque protegerlos…

—Se refiere a la competición —dijoToni con cierta pereza.

—… Para conseguir que superentodos los obstáculos —dijo Ronnie,terminando la frase.

Entonces se quedó callado,mirándome expectante, y yo mordí el

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anzuelo.—¿Qué obstáculos?—No hay ninguna senda trazada, así

que el único modo de asegurarse de quetodo el mundo da la vuelta a la Tierra esobligarlos a hacer paradas a lo largo delcamino —me explicó.

—Con obstáculos en cada parada —supuse yo.

Él asintió con entusiasmo.Evidentemente las carreras eran supasión. Su delgado rostro se iluminabaal hablar de ellas, y sus ojos azul clarobrillaban.

—Puede ser cualquier cosa. Nuncase sabe, porque todos los años cambia.

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Barreras físicas, barreras mágicas eincluso laberintos…

—Aparte de la propia competición—dijo Toni con una voz cantarina untanto cascada.

—Sí, los participantes siempreandan a la caza de los grandescorredores —confirmó Lilly—. Y nohay ningún control fuera de las paradas,porque como no hay ruta, los coches sonlibres de ir por donde quieran. Loshechiceros tienen que contrarrestar losataques de los otros equipos y conseguirque el suyo supere los obstáculos. ¡Es latarea más importante de toda la carrera!

—Suena divertido —mentí yo.

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Observé por el rabillo del ojo laaglomeración de coches por delante denosotros.

La mayor parte de los vehículos seapiñaban alrededor de una grancongestión de tráfico aéreo a la esperade que uno de los hostigados guardiasdel aparcamiento les indicara dóndeaparcar. Pensé que llegaría antesandando.

—Puedes dejarme aquí —le dije aRonnie—. Puedo…

No terminé la frase porque derepente él aceleró. El coche saliódisparado fuera de la cola condesenvoltura o más bien con temerario

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desenfreno; todo depende de si Ronniepretendía realmente o no colarse por elestrecho espacio entre dos filas decoches ya aparcados. El movimiento melanzó hacia atrás y hacia Toni.

—No hay prisa —dije yo, perdiendotoda esperanza de llegar de una solapieza.

—¡Me vas a decir que no! —soltóLilly, que luego añadió, mientrasseñalaba con la lata de cerveza—:¡Todavía nos siguen!

Giré el cuello y vi a nuestro viejoamigo el conductor del coche decarreras. Salía de la caseta de venta deentradas y nos seguía a toda velocidad

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con el cabreado propietario delEscarabajo al que había rescatadosentado en el asiento del copiloto.

—¡No ha sido culpa mía! —insistióRonnie, que iba dejando que el cochedescendiera peligrosamente.

Volví la vista al frente y vi queRonnie también miraba para atrás, endirección al coche que nos perseguía.Pero la tribuna repleta de gente seextendía ante nosotros.

—¡Las tribunas! —grité yo,señalándolas.

—¿Qué?—¡Las tribunas! —repetí al tiempo

que le giraba la cabeza con ambas

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manos.Ronnie se quedó helado, parado,

observando nuestra perdición.—¡Oh, por el…! —exclamó Lilly.Lilly se subió por encima de Ronnie

y pisó a fondo el freno. Paró al llegar ala parte trasera de las tribunas pero sequedó tan cerca, que yo podríasimplemente haber sacado la mano paratocar la madera vieja. Por suerte losvarios miles de personas allí reunidasbajo un sol de justicia miraban en ladirección contraria, excepto un niñopelirrojo que se asomaba por entre loslistones.

Tenía una sonrisa manchada de

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azúcar de algodón rosa y se aferraba asu golosina con su diminuto puño. Perose la embadurnó toda en el pelo a Lilly,que se puso a chillar y se olvidó delcoche. Entonces el vehículo comenzó aflotar arriba y abajo por encima delpúblico como una pelota de acero.Aparentemente eso estaba prohibido,porque casi de forma inmediata un magode uniforme y con aspecto enfadadosalió de un lateral para dirigirse hacianosotros.

—¡Maldita sea! —exclamó Toni unpoco nerviosa.

A mí personalmente el asunto no meinquietó lo más mínimo. Y aunque

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comprendía la razón por la cual laspatrullas no iban en vehículos tanvoluminosos como un coche cuandotenían que andar de un lado para otropor encima de las cabezas de losasistentes, la elección que habían hechoen sustitución del coche me parecía muydesafortunada.

—¿No podrían haberos puesto unamoto por lo menos? —le pregunté yo almago montado en un patinete eléctricoSegway.

Él esbozó un gesto de mal humor y ledirigió la palabra a Ronnie.

—Está prohibido levitar por encimade la tribuna.

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Ronnie no le respondió. Estabademasiado ocupado observando al dúoiracundo del coche de carreras. Sehabían detenido detrás de la tribuna yambos asomaban la cabeza por dondesobresalían los banderines paragritarnos obscenidades.

—Vas a tener que quitar tu vehículode aquí —insistió el policía, que en esaocasión se dirigió a Lilly.

Pero el esfuerzo volvió a ser envano.

—¡Mi pelo! —gritó ella, roja de ira—. ¡He pagado una fortuna por estecolor! ¡Arreste a ese niño!

El mago no contestó porque entonces

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llegó volando una lluvia de cristalesverdes junto con una botella de cervezaque estalló contra el lateral de nuestrocoche.

—¿Qué diablos…?El policía contratado únicamente

para las carreras miró a su alrededor.Trataba de adivinar de dónde procedíatoda aquella basura. La gente de lastribunas que estaba por debajo denosotros gritaba furiosa.

Dudo que la mayor parte de loscristales dieran en el blanco, porque unchico había aparcado su monopatínBoogie por el lado del que procedíanlas botellas y nos protegía además del

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sol. Flotaba por encima de la multitud yhabía desviado la mayor parte de lalluvia verde hacia las tribunas. Pero esono pareció importarle a nadie de los queestaban allí sentados. Nosotrosestábamos a unos tres metros y mediopor encima de las tribunas, así que losespectadores no podían alcanzarnos.Pero eso no significaba que no pudieranlanzarnos un hechizo. Y me figuro queeso fue lo que nos golpeó y casi nos hizovolcar.

—¡Bueno, ya está bien! —exclamóel poli, que descendió para ir a llamar laatención al juerguista de más abajo.

Justo entonces yo cogí al vuelo otra

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botella que venía directa hacia mí.Se la arrojé de vuelta a quien me la

había tirado: un tipo joven que estaba depie en lo alto de las tribunas. Él y sugrupo de amigos estaban hablando conel conductor del Escarabajo, que seguíaseñalando en nuestra dirección ygritando. Pero de pronto todos ellos sequedaron inmóviles y boquiabiertos,mirando algo que había detrás de mí.

Me giré y comprendí que la multitudobservaba el enorme espejo. Aparte delas escenas de la carrera, el espejoreflejaba también entrevistas aconductores famosos, a patrocinadoresde coches y anuncios. Solo que costaba

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imaginar qué pretendía vender aquellaimagen en particular.

Pero una cosa era segura: el hombreque estaba sentado en el enorme sillónno iba a conceder ya ninguna entrevistamás.

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El hombre estaba sentado frente a lacámara en un enorme sillón orejero conlas piernas cruzadas y ligeramenteinclinado hacia un lado. Sobre uncenicero junto a su codo ardía uncigarrillo, cosa que resultaba extrañaporque el tipo parecía llevar muerto almenos un siglo. Tenía la piel oscura ymarchita como el cuero viejo, el pelocompletamente blanco y los labiosarrugados hacia arriba y apergaminadosa mucha distancia de la dentadura, demodo que su sonrisa era espantosa.

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—Y ahora unas palabras del variasveces campeón del mundo, ¡PeterLutkin! —anunció a borbotones elpresentador, que parecía que no se habíaenterado de nada.

Lilly gritó.No fue la única. Momentos después

el caos cuidadosamente controlado dejóde estar controlado. Algunas personas sequedaron sentadas, conmocionadas,contemplando la horrorosa imagen delhombre muerto. Pero muchas otras sepusieron en pie para exigir unaexplicación, llamar a los niños o reunirsus pertenencias. No quedó ni rastro delalegre y estridente ambiente de un

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segundo antes.Y eso fue particularmente cierto

después de que dos corredores atónitoschocaran cerca ya de la línea de meta.Al coche de uno de ellos debía de irsaliéndosele la gasolina o el aceite oalgún otro líquido inflamable, porqueinmediatamente una tienda de lona quehabía cerca ardió en llamas. Por si aalguien se le había olvidado queestábamos en guerra, la columna dehumo negro que subió hasta el cielo lesirvió de recordatorio. La multitud ya depor sí asustada echó a correr.

Yo salté fuera del coche haciendocaso omiso de la voz realzada

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mágicamente que nos instaba a mantenerla calma y permanecer en nuestrosasientos. E igual que yo, el resto de lagente. El chico del monopatín Boogiedetuvo mi caída en medio del aire y elinstante del aterrizaje se postergó alcomenzar a deslizarme con él hacia laparte más baja de las gradas. Ya estabafelicitándome a mí misma por haberencontrado una manera tan rápida desalir de allí cuando una corriente de airefrío volcó la tabla y me dejó boca abajosobre la carretera. Tenía los dedospringosos y no pude evitar soltar elmonopatín más o menos al mismotiempo que un camión pasaba volando

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justo por debajo. Caí sobre elcargamento y usé el camión comoplataforma para lanzarme sobre elparachoques de un coche de policía quese dirigía hacia la mansión a toda prisacon la sirena encendida. Viajé con ellos,que no dejaban de mirarme con los ojosatónitos, directa hasta la terraza de lacasa.

Por supuesto no llegué mucho máslejos. A diferencia de Elyas, la cónsulno estaba dispuesta a correr riesgos consu primera línea de defensa. El guardiaque me capturó al vuelo era al menosmaestro de segundo nivel, y sospechocon fundamento que su compañero era

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de primer nivel. Mi viaje habíaterminado.

Hasta que la providencia en formade humanidad aterrada acudió en miayuda. De repente los carísimos cochesde carreras no eran los únicos queinvadían las pistas; al ver que no podíansalir todos al mismo tiempo por lapuerta principal, la gente comenzó acoger atajos. Media docena de cochessurcaron el cielo sobre nuestras cabezas.Giraban justamente alrededor de la casapara dirigirse hacia la carretera y haciael camino prehistórico que laatravesaba.

Uno de esos coches pasó tan cerca

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de la mansión, que desgarró un carteloxidado con el nombre de «El Camino»del enlucido de la villa. Provocó unanube de partículas en el aire y dejó aldescubierto los ladrillos. El vampiroque me sujetaba juró. Yo casi podía oírsus pensamientos. Si bastaba una solapasada por encima para provocar esedaño, ¿qué pasaría si se producía unchoque frontal? Sobre todo si alguno delos coches en cuestión llevaba lleno eltanque de gasolina.

De pronto yo perdí todo interés. Porlo que él sabía, yo no era más que unahumana asustada. Me empujó endirección a un joven sirviente que se

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resguardaba a la sombra del pórticoromano y que asomaba la cabeza con sujuego de esposas mágicas, y luego él ysu compañero despegaron hacia losarietes voladores.

El vampiro sirviente tenía unamelena castaña que le llegaba a loshombros, ojos azul claro y labios de unrosa pálido que no terminaban de ocultarlos brillantes colmillos. Y si asomabanera sin duda porque tenía hambre.Teniendo en cuenta su nivel, hubieradebido de estar a salvo en algunahabitación, soñando con muñecassonrosadas. Sin embargo tenía que estarmanos a la obra en las carreras, lo cual

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dado su nivel de poder suponía un fuertedesgaste de recursos.

Estaba claro que se consideraba conderecho a tomarse un aperitivo. Mesonrió amablemente y me tendió lamano.

—Tranquila, esto no te va a doler.Yo le devolví la sonrisa.—De hecho estoy convencida de que

sí.Instantes después los brazos del

atónito vampiro estaban cuidadosamenteesposados alrededor de una de lascolumnas romanas y yo entraba por lapuerta principal. Tal y como esperaba,no había hechizos de protección; con

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tanta gente entrando y saliendo conmotivo de las carreras, habría sidoimposible mantenerlos activos. Pero eraextraño que la cónsul, que era conocidapor su prudencia, estuviera dispuesta arenunciar a un mecanismo de proteccióntan básico…

Lo sentí de repente: fue como si medieran un puñetazo en el estómago y melanzaran contra la pared. No se tratabani de un hechizo ni de un arma, sino deuna inmensa sensación de presencia. Yohabía vivido rodeada de vampiros todami vida, pero nunca de cientos de ellosjuntos, jamás de tanta cantidad demaestros de nivel sénior, y menos

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todavía bajo el mismo techo. Aquellasensación de estar en presencia de tantosvampiros casi me vuela la cabeza.

Por supuesto que ella no necesitabaningún hechizo de protección, pensémientras me aferraba a la pared paramantener el equilibrio. ¿Quién diablospodía atreverse a entrar en un lugar así?Sólo yo lo había hecho, y de ningunajodida manera iba a meter el rabo entrelas piernas y salir corriendo solo porculpa de una sensación, por muyincómoda que fuera.

Pero si no iba a huir, entonces teníaque moverme. A esas alturas el bebévampiro tenía que haber llamado ya para

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pedir ayuda, y yo estaba de pie en mediodel maldito vestíbulo. Un sirviente comoHoratiu ya me habría visto, y mucho másel tipo de guardias delos que sin dudadispondría la cónsul. Y por allí no habíaningún Mircea para decirles a todos quea esa dhampir no había ni que tocarla.

Sólo respirar ya me costaba; dehecho pensar en ir a cualquier parte mesonaba absurdo. El aire me resultabadenso y pesado dentro de los pulmones;era como si de repente tuviera un par deatmósferas más de lo normal quepresionaran todo mi peso hacia abajo.Respiraba trabajosamente y sentía comosi los pies me pesaran al menos una

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tonelada cada uno. Incluso estar de pieera toda una lucha.

Tenía que conseguir llegar alsiguiente salón, me dije concabezonería. No había más que unoscuantos metros, eso era todo. Entoncespodría plantar la cara sobre el preciososuelo de mármol.

No sé cómo conseguí llegar; norecuerdo en absoluto que me moviera.Pero de pronto estaba tambaleándome enlo que parecía una armería, con grandesventanales cubiertos con largas cortinasdrapeadas a lo largo de una de lasparedes y una enorme vitrina de cristal alo largo de otra. Y definitivamente lo de

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plantar cara quedaba descartado.Un par de sirvientes estaban

sentados a una mesa, sacándole brillo aunos cuantos utensilios. Si era parautilizarlos en el desafío de esa noche,quedaba claro que allí nadie estababromeando. Entre las armas no habíaninguna espada para hacer prácticas. Yoprefería que nadie probara ninguno deesos utensilios conmigo, así que salí deallí tambaleándome con mucho sigilo ysin detenerme.

Salí por la puerta situada frente a laque había entrado, pero no tenía ni ideade adónde demonios llegaría. En laimagen proyectada en el espejo del

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hombre muerto no había demasiadaspistas acerca de dónde podía estar esesalón dentro de una mansión que teníalas proporciones de un campo de fútbol.Lo único que recordaba de la imagen erael borde de una chimenea y un trozo dealfombra que podían estar en cualquierparte.

No obstante la media docena deescurridizos sirvientes con los que metropecé en el estrecho pasillo se dirigíanhacia el ala izquierda de la casa. Noparecían asustados, pero es que un buensirviente jamás lo parece; sin embargotampoco perdían ni un segundo. Ni yo,que seguí el repiqueteo de sus tacones

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hasta un enorme salón situado al finaldel corredor.

Aquella sala era una sinfonía deamarillos: desde las cortinas de seda yla tapicería de brocado, hasta el tonoapagado de la piel del hombre muerto.Bingo. Entré con sigilo. La docena degente allí presente apenas me miró uninstante. Pero una cabeza de pelo rizadosí se giró hacia mí con brusquedad.

—¿Cómo demonios has entrado túaquí? —me preguntó Marlowe en tonoexigente.

Su aspecto era el de un vampiroangustiado que hubiera permanecidodespierto durante todo un día y toda una

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noche. Seguía llevando el mismo trajede la noche anterior, que ya entoncesestaba arrugado y que en ese momentocomenzaba a dar hasta vergüenza.

—Por la puerta principal.Por una vez mi intención no fue

contestar con ligereza; sencillamente notenía energías para explicarme.

Pero Marlowe, por supuesto, esbozóun gesto de mal humor.

—Mircea va a tener que comenzar aponer en práctica sus propios consejos ya ejercitar un poco la discreción.¡Traerte aquí no ha sido nada inteligentepor su parte!

—¿Qué le ha pasado a Lutkin? —

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pregunté yo, que olvidé repentinamentemencionar que no había sido Mirceaquien me había dejado entrar.

—¿A ti qué te parece?Marlowe hizo un gesto hacia los

sirvientes que me bloqueaban el pasopara que se echaran a un lado.Probablemente esperaba alguna sabrosapista como la de la última vez, solo queyo no estaba nada receptiva. Y ya queiban a sacarme de allí a patadas encuanto él se diera cuenta, ni siquiera memolesté en examinar el cadáver.

Desde luego había visto muertes másrepugnantes. No había ni una gota desangre que contrastara delicadamente

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con la decoración en amarillo brillante.De hecho el cuerpo estaba en los huesos;no solo le habían succionado la sangre,sino además cualquier otro fluido. Hastalos ojos estaban secos, recostados sobrelos pómulos y apenas sostenidos en sulugar por los párpados apergaminados.

Era extraño, pero me seguíapareciendo como si me estuvieramirando. Busqué inmediatamente elobjeto al que hubiera podido quedarsemirando y encontré las heridasproducidas por los dedos que lo habíanagarrado del cuello.

¡Mierda!—Ningún fey ha podido hacer esto,

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por muy poderoso que sea —dijoMarlowe mientras yo me inclinaba paraexaminar esas heridas de cerca.

Y maldito fuera, pero tenía razón.Aquéllas eran las delatadoras señales deun vampiro que le había sacado lasangre y al que no le importaba si ledejaba marcas o no.

—Parece que es obra de unresucitado —dije yo.

Los resucitados jamás se saciaban ya veces se dejaban llevar por la pasión.Pero ¿para qué tomarse la molestia deentrar en la mansión cuando disponía deun océano de presas justo ahí fuera?

—Ninguno de esos animales

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estúpidos habría podido atravesar jamásni la barrera de los guardias, ni losescudos de los hombres —contestóMarlowe, que pareció hacerse eco demis pensamientos.

—Bueno, pero al menos con estoLouis-Cesare queda fuera de sospecha—señalé yo.

—¿Y cómo es que llegas a esaconclusión?

Yo fruncí el ceño.—Tú mismo lo has dicho: no ha

podido ser ningún resucitado. Así que esevidente que a Lutkin lo mataron por laruna. Él debió de asesinar a Elyas conesa misma intención, y ahora le han

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devuelto el favor.Marlowe siguió frunciendo el ceño.—Pero si tenía la runa, ¿por qué no

la utilizó? Era un mago poderoso de unafamilia de renombre. Y a diferencia deElyas, no podemos creer que no supieracómo usarla.

—Quizá no tuviera oportunidad —sugerí yo, observándolo despacio—.Míralo.

Las manos de Lutkin parecían másbien garras, los protuberantes huesos ylos ligamentos sobresalían de la pielconsumida. Pero eso no afectaba a suposición. Una mano colgaba por un ladodel sillón con un vaso de vino

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apretujado todavía entre los dedos sinvida. La otra se doblabainofensivamente sobre el regazo. Y loque resultaba todavía más revelador eraque seguía teniendo los pies cruzados ala altura de los tobillos; no había tenidotiempo siquiera de ponerse en pie.

—Eso no ayuda en nuestro caso —afirmó Marlowe irritado—. La únicacriatura que podría haber consumido aalguien así de deprisa es un maestro deprimer nivel o quizá uno de segundonivel muy fuerte. Como Louis-Cesare.

—¡Y como la mitad de la gente queestá en esta casa ahora mismo! Vuestraenergía unida casi me tira nada más

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atravesar la puerta. ¿Están alojados aquítodos los aspirantes?

—Una tercera parte más o menos. Elresto están repartidos por losalrededores de Nueva York.

—¿Pero la mayor parte de ellos, sino todos, están aquí, no es eso?

Era una buena apuesta teniendo encuenta que fuera era pleno día. Unmaestro de primer nivel podíasoportarlo con facilidad, pero la pérdidade poder era inmensa. Y nadie seexpondría a una pérdida así justo antesde enfrentarse a un combate. Y menoscuando lo que estaba en juego era tanimportante.

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Marlowe se quedó mirando elcadáver con frustración y de muy malhumor.

—¡Claro que están aquí, pero tienenun motivo! Y ni estaban en la subasta nitenían modo de saber que el mago podíaser importante.

—¿Quién más ha podido entraraquí?

Marlowe emitió un gruñido dedisgusto.

—¿Te refieres aparte de Lutkin y dela docena de magos que insistieron enconceder sus entrevistas en la terrazabajo el ardiente sol? Entonces soloquedan los aspirantes y sus sirvientes,

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pero todos ellos están en la lista deinvitados. Y la prensa y su personal deapoyo, que sin duda se lanzarán sobrenosotros como los buitres que son…

—¿Y Geminus y Ming-de? —lointerrumpí yo. Porque supuestamenteninguna de las personas que habíamencionado conocían tampoco laexistencia de la runa—. Cualquiera delos dos podría haber hecho esto sinsudar una sola gota.

—Geminus tiene un apartamento enNueva York y Ming-de se ha traído a lamitad de su corte. No podíamosacomodarlos a todos, así que decidióalquilar una casa para las carreras.

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—Cualquiera de los dos podríahaberse colado aquí —señalé yo—.Seguramente Geminus conoce esta casacomo la palma de su mano, y Ming-de eslo suficientemente fuerte como paranublar la mente incluso de un maestro deprimer nivel.

—Igual que Louis-Cesare.—¿Y para qué iba Louis-Cesare a

matar a Lutkin? ¡Y una mierda! ¡Él notenía ningún motivo, Marlowe!

—Sí, ese argumento le será muy útila Mircea. Lutkin estaba en la subasta.No estaba en la fiesta de Elyas. Peroahora está muerto. O bien él mató aElyas para conseguir la runa y ahora lo

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han matado a él por el mismo motivo, obien alguien creyó que la tenía y lo hamatado en vano. De un modo u otro,Louis-Cesare es inocente.

—A mí me parece lógico.—¿En serio? —preguntó Marlowe

con aspereza—. Pues a ver qué teparece esto otro. Louis-Cesare mata aElyas por Christine. Lo pillan con lasmanos en la masa, así que teme por suvida. Entra en un estado de pánico yhuye en lugar de presentarse ante eltribunal, y por último asesina a un chivoexpiatorio que pueda apoyar su defensa.

—¡Eso es ridículo! Ha huido, ¿creesque se le ocurriría venir precisamente

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aquí? Si quería ver muerto a este tipo,¿por qué no lo mató en su propia casa?

—Lutkin es un mago poderoso yrico. Sin duda su casa está plagada dehechizos de protección que Louis-Cesare desconoce por completo. Sinembargo sí conoce la casa de la cónsul,y puede eludir fácilmente losmecanismos de seguridad.

—¿Sin ser visto? —pregunté yo entono exigente—. ¿Ni al salir, ni alentrar?

Marlowe alzó una ceja.—Parece que no conoces a Louis-

Cesare tan bien como yo creía.No tuve tiempo de preguntarle qué

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quería decir con exactitud porque unabandada de periodistas eligióprecisamente ese instante para entrar porsorpresa en el salón. Una tonelada deellos había estado rondando por el lugarpara cubrir el evento de las carreras, ysegún parecía todos sin excepciónpretendían entrar en el limitado espaciode aquel salón. Yo comprendí la razónun segundo después, cuando el portavozoficial de la cónsul entró también conaspecto de sentirse muy violento.

Y al ver el cadáver se sintió todavíamás violento. El elegante MirceaBasarab se detuvo en medio del salónsin inmutarse ante los clics de las

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cámaras, los flashes o la horda deexpectantes periodistas. Y dijo unapalabra malsonante.

—Lord Mircea, ¿qué puede decirnosdel inusual estado del cuerpo?

—¿Hay alguna razón para que lasmedidas de seguridad pertinentes noestuvieran funcionando como debían demodo que hubieran podido prevenireste…?

—¿Cómo cree usted que afectaráesto a las actuales relaciones del Senadoy el Círculo?

—¿Puede hacer algún comentarioacerca de los rumores que circulansobre usted y la nueva…?

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—¡Despejen la sala! —gritó Mircea.Una docena de vampiros se

desvivieron por obedecer al instante. Yome sorprendí un poco. Los periodistasvampiros publicarían lo que la cónsulles dijera que tenían que publicar, perolos magos no tenían semejanterestricción. Y por eso Mircea solíaandarse con más cuidado con ellos.Aunque también es cierto que darle ungiro positivo a aquel asunto podíaquedar fuera del alcance incluso de sucapacidad.

—¡Esto es intolerable! —exclamóMircea, mirando el cuerpo como si fueraculpa suya que estuviera muerto—. No

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hay manera de disimular una cosa así.Elyas por lo menos era de los nuestros,pero ahora ya está el Círculoexigiéndonos una explicación por lamuerte de Lutkin. Acaban de informarmede que han mandado una delegación…—Mircea se interrumpió al verme—.¿Qué estás haciendo tú aquí?

—¿No la has traído tú? —preguntóMarlowe, poniéndose colorado.

—¡Yo ni siquiera sabía queestuviera aquí!

Marlowe se giró hacia mí.—Me has dicho…—Que he entrado por la puerta

principal, lo cual es cierto.

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—¿Que has entrado… cómo?—Andando.Marlowe se puso colorado y bueno,

quizá esa última salida no hubiera sidotan inteligente. Yo comencé aexplicarme y entonces Mircea meinterrumpió.

—Me prometiste que te apartaríasde todo esto, Dorina.

De hecho yo no recordaba haberleprometido nada semejante, pero no mepareció el momento más apropiado paraobligarlo a rectificar.

—Has dicho que a ti no te importabasi Lutkin tenía o no la runa, pero aClaire sí le importa. Quiere la runa a

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toda costa. Vine aquí con la esperanzade hacerle a Lutkin unas cuantaspreguntas, y me lo encontré así.

—¡Tú no te lo has encontrado así, enmedio de esta fortaleza de vampiros!¡Tú ni siquiera puedes estar aquí! —exclamó Mircea—. ¿Es que nocomprendes…?

—Yo lo que comprendo es que lalista se va reduciendo. Lutkin estámuerto y Ǽsubrand no ha podidomatarlo. No así. Y Cheung también estálimpio, al menos en el caso de la muertede Elyas. Anoche estaba en mi casa…

—Junto con muchos otros. ¿Por quéno me dijiste que alojabas nada menos

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que a la realeza? —preguntó Mircea.—¿Se me pasó?A Mircea la broma no pareció

hacerle ninguna gracia. Un segundodespués sentí que dos largas sombras seme aproximaban por la espalda.

—¿Me estás echando?—Me prometiste permanecer

alejada de esto —afirmó Mircea muyserio al mismo tiempo que alguien mecogía del brazo—. Y eso es lo que vas ahacer.

—¡Puedo ayudarte, Mircea!—¡Sí que puedes! —gritó colérico

Mircea—. ¡Puedes ayudarme…!Súbitamente Mircea se interrumpió.

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Los rostros de los dos vampirosperdieron al instante el color. Fue casicómico porque ocurrió muy deprisa.Pero de repente algo que no me resultóen absoluto cómico me hundió a mítambién.

Yo jamás había comprendido laanalogía acerca de «la tonelada deladrillos» que se te caía encima, pero enese momento la comprendí. Porque esofue exactamente lo que sentí: como si unenorme peso acabara de aplastarme yme hundiera. Ni siquiera intenté seguirde pie; caí de rodillas, rogando para notener que apoyar la cara en el suelo.

Pero lo peor de todo no fue la

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presión.—Bonito monstruito. Me había

olvidado de ella, Mircea —comentó unavoz femenina.

Al mismo tiempo que sonabanaquellas palabras, cientos de voces sedeslizaron entre mis pensamientos parareptar como bichos por los oscurosrincones de mi mente. Podía sentirlos,notaba cómo se retorcían dentro de micráneo.

Arañas, serpientes; se trataba deanimales pequeños y tenebrosos,fisgoneando por cada diminuto y oscuroespacio de mi interior. De no haberestado ya de rodillas, eso me habría

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fulminado.—Ya se marchaba —dijo Mircea

tenso.—No, deja que se quede —contestó

la cónsul, inclinándose hacia mí—. Detodos modos parece que conoce todosnuestros secretos.

—Ella no sabe nada que no sepa elmás insignificante de nuestros siervos.

Una lustrosa cabellera morena sedeslizó sobre un hombro desnudo y yosentí unos cuantos rizos colgar junto alsudor de mi rostro. Hasta que unadelgada mano de bronce los apartósuavemente de mí. Su piel era como depapel, como escamas delicadamente

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ásperas. Casi podía sentir cómo se meiba poniendo la carne de gallina en todala cara al tratar de apartarme de aquelcontacto inhumano.

—Ella no es un siervo, Mircea —contestó mientras alzaba mi barbilla conun solo dedo, de modo que tuve quemirar aquel rostro de bronce bello y fríoal mismo tiempo—. Y sin embargopuede sernos útil.

Me quedé mirando aquellos ojosnegros perfilados con kohl y sentí cómola tensión salía de mi estómago paraagarrotarse alrededor de mi espinadorsal. Sentí el sabor de la sangre en laboca y oí cómo cantaba en mis oídos

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mientras mi sentido de dhampir llegabaa cotas jamás alcanzadas antes. Misentido me estaba gritando; no se tratabade una simple advertencia. En esaocasión era el canto de una sirena, uncanto de pura necesidad impresionantepor su misma simplicidad. Por un breveinstante no tuve otro deseo, otropropósito ni otra razón de existir queclavar los dientes en aquel delgadocuello.

Y eso no tenía ningún sentido. Yosólo había visto a la cónsul una vezantes, y no había tenido esa reacción. Nisiquiera me había acercado a ella. Nosabía por qué, pero la cónsul estaba

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tratando de estimularme para que tuvierauno de mis ataques. Y desde luegoestaba haciendo un buen trabajo. Teníatantas ganas de matarla, que inclusopodía saborear ese deseo.

Ella se echó a reír y su risa sonócomo si unas garras escarbaran uncristal.

—Sí, creo que lo hará muy bien.—¿Hacer qué? —preguntó Mircea.El adorable rostro de la cónsul se

giró hacia él.—Ayudarnos a localizar a nuestro

problemático francés, por supuesto.

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31

La presión me liberó de un modo tanbrusco, que me derrumbé. Pero nadamás caer al suelo eché a rodar, metí unamano en el bolsillo de la chaqueta parasacar una estaca y puse los pies en elsuelo para… Pero entonces alguien mecogió por la cintura y me aplastó contrasu cuerpo inflexible.

Yo no sabía de quién eran los brazosque me sujetaban. Ni me importaba.Sólo quería matarla como no habíadeseado jamás matar a nadie en toda mivida. Quería sentir cómo aquella suave

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carne se desgarraba bajo mis manos,quería saborear su sangre, quería…

—¡Dorina! ¡No…!—¡Silencio!Mircea guardó silencio, pero me

apretó con más fuerza por la cintura.Pude sentir su poder, su efecto calmante,tranquilizante, pero él no podíaalcanzarme, su energía no era suficiente;no bastaba contra la marea roja que meposeía. Mi fuerza de dhampir que surgíasolo durante los ataques estabadespertando. Y con toda esa fuerzaunida en una sola embestida rápida ybrutal yo podía hacerme con ella. ¡Yopodía hacerme con ella!

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Nada más hacerlo moriría. La ideapenetró entre los ecos retorcidos paradirigirse directamente al centro de mimente. No sé si fue idea mía o deMircea, pero de todos modos era cierto.Ella me mataría, y si no lo hacía ella loharían los guardias. Los sentía rondandoa mi alrededor. Diez, doce; no sabíacuántos eran exactamente, pero había desobra. Más que de sobra.

Sin embargo, me costaba trabajo queeso me importara.

—Estoy aquí.Las provocadoras palabras

pronunciadas en voz baja y susurrante seabrieron camino por mi cerebro: lo

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rasgaron, lo invadieron como hormigasardientes, como metralla. Cerré un ojocon fuerza y me tapé un oído con unamano, pero no sirvió de nada: laspalabras estaban dentro de mi cabeza.

—Es más fuerte de lo que esperaba.O quizá es que tú la estás ayudando,Mircea.

—No, mi señora.—Entonces suéltala. Veamos cuánto

control tiene en realidad —dijo ella.Mircea no soltó los brazos—. ¿Medesafías en esto?

—Lamentándolo mucho, señora.De pronto las serpientes volvieron,

pero esa vez se trajeron amigos. Sentí

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como si un mar de arañas diminutasinvadiera mi cuerpo. Noté cómo loabarrotaban todo bajo mi piel, dentro demi cabeza; sentí cómo cada movimientode sus patas delgadas como un cabellodesplazaba mi carne. Aquellas erosionesinfinitesimales se multiplicaron porvarios miles, por millones, hasta que mipiel se desgarró y abrió, y mi carne sesoltó de los huesos.

Alguien me apretó el hombro y lasarañas se apresuraron a salir de eselugar de contacto para trepar por lasranuras hechas en mi carne yescabullirse por mi piel. Consideré laposibilidad de gritar, pero mis pulmones

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rebosaban de bichos también. Los teníatan inundados como el resto del cuerpo,e inhalar aire sólo habría servido pararajarme en dos como una fruta podrida.Así que las arañas siguieron trepando yno grité.

—¡Basta!Esa única palabra penetró la neblina

negra de mi visión. No sé cómo acabéen el suelo, tratando de recuperar elaliento. La cónsul volvió a reír, pero esavez el sonido no resonó. Fuesimplemente una risa. Igual que laalfombra sobre la que se me caía lababa era simplemente una alfombra.

Arañé a duras penas un soplo de

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aire, tosí y lo expulsé, y ni siquieraintenté ponerme en pie. Sencillamenteme quedé ahí, parpadeando para soltarlas lágrimas. Tenía que sudar, me dije amí misma con firmeza mientras micorazón latía al ritmo de un staccatodentro de mi pecho.

Alguien se arrodilló frente a mí.—¿Estás bien?Emití un débil sonido.

Supuestamente tenía que ser una risa,pero hasta yo tuve que admitir que sonómás bien a un lamento. Patético, dijo unaparte de mi mente.

Le dije a esa parte de mi mente quese fuera a tomar por culo.

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—Ésta es la razón por la que nuncaserás cónsul, Mircea —le dijo la cónsula Mircea mientras él me ayudaba alevantarme—. Por muy fuerte quellegues a ser, jamás conseguirás serimplacable.

—Puedo ser implacable, señora.—Pero no con todo el mundo.El salón dio unas cuantas vueltas a

mi alrededor. Sentí mi piel sudorosa yfría. Pero los brazos de Mircea erancálidos y su presencia a mi lado meserenaba.

—No. No con todo el mundo.—A diferencia de Anthony —

continuó ella con un tono de voz ya más

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formal—. Hay que encontrar a Louis-Cesare. En cuanto Anthony comprendaque lo ha perdido, sabrá que ha perdidotambién nuestro caso.

—Lo encontraremos.—¿A tiempo? Tenemos que

presentarlo esta noche después de losdesafíos.

—Hacemos lo que podemos. Túconoces las dificultades.

—Y también la solución. Él hademostrado interés por ella. Acudió ensu ayuda anoche.

—Fue a recoger a su amante…—No me tomes por tonta, Mircea —

dijo la cónsul, cuya voz quebró el aire

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como un látigo—. No me importa quétipo de perversiones se conceda Louis-Cesare, sólo que luche para mí cuandotenga que hacerlo. Nosotros no loencontramos, así que por lo tanto es él elque tendrá que venir a nosotros. Simantiene un lazo con esta criatura, sudolor lo traerá aquí más rápido quecualquier cebo con el que intentemosatraerlo.

—No mantienen ningún lazo. Asíque esa táctica no te servirá de nada yserá una pérdida de recursos —dijoMircea. Hablaba con calma, pero meapretaba el brazo con la suficientefuerza como para hacerme daño—.

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Acuérdate de Tomas.No hubo respuesta a ese comentario,

pero el salón de pronto se quedónotablemente más frío.

Conseguí fijar la vista sobre lacónsul, que estaba de pie a un metroescaso de mí. Había muchos asientos asu alrededor, pero probablemente temíaaplastar a sus pequeñas mascotas. Yohabía observado cómo se retorcía elenjambre de diminutas serpientes quellevaba colgando a su alrededor desdela nuca hasta los pies como si fuera unvestido; era una masa brillante enconstante movimiento. La primera vezque vi el truco me pareció de lo más

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guay.Pero en ese momento no pensé lo

mismo.—El bolsillo de arriba —jadeé yo

un tanto desesperada.En serio: no quería de ninguna forma

volver a sentir esas cosas serpenteandopor dentro de mí. Pensé que si volvía aocurrirme una vez más me volvería locapara siempre.

Tres pares de ojos se fijaron en mí,pero fue la mano de Mircea la que sedeslizó dentro del bolsillo de michaqueta. Sus ojos oscuros resbalaronrápidamente por la escueta carta que mehabía dado Claire. La expresión de su

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rostro no cambió, pero su cuerpo, con elque todavía me sujetaba, se relajó untanto.

—Me temo que vamos a tener queencontrar otro método, señora —dijoMircea, tendiéndole la carta.

Marlowe se la quitó.—¿Qué es?—Una carta de la princesa real de

l o s blarestris nombrando a Dorina suenviada para todos los asuntosrelacionados con la piedra. Cualquieracto cometido contra su representanteserá considerado un atentado contra supropia persona.

La expresión de la cónsul no varió,

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pero sus serpientes se retorcieron másdeprisa.

—¡Encuéntralo! —gritó la cónsul,que acto seguido salió a grandes pasosdel salón.

No utilizó la puerta. Según parecía,la chimenea también era una ilusiónporque la atravesó. Yo comenzaba apreguntarme si algo de aquella casa delos horrores era real.

A excepción del cadáver.—¿A qué ha venido eso? —exigió

saber Mircea nada más marcharse ella.—La cónsul comienza a mostrarse…

preocupada… por el hecho de que elproblema de Louis-Cesare puede

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salpicarla a ella —explicó Marlowe contacto.

—Explícate.—De perder a Louis-Cesare y

llevárselo Anthony, sería una derrotapara ella en su propio terreno y delantede sus colegas. Una pérdida semejantepodría dañar el prestigio que tanta faltale hace para liderar la guerra. Aunque sigana… —Marlowe respiró hondo unaire que no necesitaba—. Ella sabe quenecesitamos ser fuertes dada lacoyuntura, pero teme que algunos denosotros podamos serlo en exceso.

Mircea había estado limpiándome lacara con un pañuelo, pero al oír el

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comentario alzó la vista y preguntó:—¿Sospecha de mi lealtad?—La ambición ha cegado a hombres

mejores.—Y a hombres más estúpidos. No

tengo intención de desafiar su autoridad.—Quizá ahora no. Pero con la Pitia

bajo tu control…—Ella está bajo el control del

Senado —argumentó Mircea, queentonces hizo una pausa—. Más omenos.

—Está bajo tu control, Mircea —insistió Marlowe—. Su lealtad es paracontigo. Ella recela de la cónsul…

—¡Y con razón! Ese truco con

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Tomas no estuvo bien planeado. Yo selo advertí en su momento.

—¡Le sugeriste que lo utilizara!—Que lo utilizara; no que abusara

de él, Kit. ¡Jamás le sugerí que llegara aesos extremos con él! Y eso la salpicó aella como habría adivinado cualquieraque conociera el carácter de Cassie.

—Pero nosotros no conocíamos sucarácter. Tú sí. Y ya entonces erasbastante fuerte. Y ahora, con la pitiabajo tu control además de la lealtad deLouis-Cesare a través de su lazo conDorina…

—¿Y cómo ha descubierto ella eso?¿Qué le has contado, Kit?

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—Sólo lo que me ha preguntado. Yase lo había oído decir a Anthony. Él estáconvencido que es la mejor broma queha oído en todo el siglo.

—¡Tú no eres Anthony! ¡Podíashaberlo negado!

—¿Quieres decir que podría haberfaltado a mi deber para salvar a esta…?

—¡Cuidado!—Mircea, ¿qué diablos te pasa?

Estoy empezando a pensar que esamaldita geis te reblandeció el cerebro.

—O me lo esclareció.Yo me quedé tumbada sin moverme,

satisfecha de poder dejarles creer queestaba desmayada. Lo cual tampoco

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estaba tan lejos de la verdad. Entre elambiente opresivo de la casa en generaly la extraña idea de pasatiempo de lacónsul, me encontraba un tantopachucha. Cada vez que abría los ojosveía que el salón seguía dando vueltascomo si fuera una bailarina ejecutandola danza del vientre, así que mejor nointentarlo.

No entendía toda la conversación,pero sí la idea fundamental. Mircea seestaba haciendo tan poderoso que lacónsul comenzaba a sospechar de él. Ydada la forma que tenía ella desolucionar los problemas, no creo queeso resultara muy saludable para él.

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Ni Mircea tampoco, según parecía.—¿De verdad cree que yo haría un

movimiento en contra suya?—Se pregunta si alguien con tanto

poder como tú se conformará conservirla durante el resto de su vida —dijo Marlowe.

—Me conformo con vivir, Kit.Aunque quizá eso sea algo que tú hayasolvidado hacer.

—Lo que dices no tiene ningunalógica —contestó Marlowe, cuya vozsonó confusa y resentida—. ¿Te dascuenta?

—Entonces dile a tu señora losiguiente. Dile que el ansia de poder

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destruyó a mi familia una vez; que noquiero ver cómo se repite la historia.Dile que la serviré con lealtad hasta elmomento en el que ella haga un solomovimiento en contra de los queconsidero los míos.

—¿Quieres que le de un ultimátum ala cónsul?

—No. Sólo que le pidas que mehaga una concesión. Para un viejo amigoy aliado de confianza.

—Los hay que la sirven sinsemejantes concesiones.

—Sí. Siempre es fácil encontraraduladores. Y también es fácil perderlosen cuanto otro poderoso les promete

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algo mejor. ¿Cuántas ofertas herechazado para permanecer a su lado?—preguntó Mircea, enfadado de pronto—. ¿Por qué tiene que ocurrir esto? ¿Porqué ahora?

—Por Anthony —admitió Marlowe—. Al menos en parte. Desde que llegóha estado susurrándole cosas al oído,advirtiéndole de que Louis-Cesaresuponía demasiado poder personal parati.

—¡Pero ella tiene que darse cuentade por qué razón se lo dice!

—Por supuesto, pero las palabras deAnthony refuerzan sus propiassospechas. Esto ha sido solo una…

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prueba.—Completamente innecesaria.—¿Lo crees? —preguntó Marlowe

con una expresión seria en los ojosnegros—. Has elegido a la familia porencima de las necesidades del Senado.Por encima de ella.

—De todos modos la táctica no lehabría servido de nada, como creo haberdejado claro.

—Y encima además ahora otromiembro de tu familia se ha convertidoen un sinvergüenza. Hay querecuperarlo, Mircea. Ella no puedepermitir semejante desafío a suautoridad.

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—¡Yo no tengo a ese hombreescondido en el armario, Kit! ¡No sémás de su paradero de lo que sabes tú!

—¿Y si lo supieras?Mircea lo miró a los ojos con calma.—Una vez, hace mucho tiempo,

abandoné a un miembro de mi familia.Juro que jamás volveré a repetir eseerror.

—¡Entonces confío en que estéspreparado para afrontar lasconsecuencias! —soltó Marlowe, quesalió del salón hecho una furia.

Los periodistas intentaronapretujarse para entrar por la puertarecién abierta, pero un golpe de poder

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los abofeteó en la cara. Oí a alguiengritar.

—Casi se puede verla mano de lacónsul metida en el culo de Marlowe —dije yo, parpadeando y abriendo losojos.

El salón seguía tambaleándose unpoco por las esquinas, pero muchomenos que hacía un minuto. Decidí queestaba bastante bien y me senté.

—Puede que lo parezca —dijoMircea, que se levantó y atravesó elsalón hasta un pequeño bar de un rincón—. En realidad es más bien que los dospiensan de un modo muy parecido.Siempre ha sido así.

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—Sabes que ahora mismo ha ido ainformar a la cónsul.

—Dudo que sea necesario —dijoMircea con ironía—. En esta casa haymuy pocas habitaciones, si es que hayalguna, que se puedan considerarverdaderamente privadas.

Supuse que eso era una advertencia,aunque de todos modos yo no teníaningún secreto oscuro y profundo querevelar. Pero aunque lo tuviera, sin dudano hablaría de ello allí.

—Sin embargo, tiene razón.Arriesgarte por mí no ha sido muyinteligente.

Mircea sirvió dos copas. Esperaba

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sinceramente que se tratara de whisky.—Cuando uno sirve a una señora

como ella, de vez en cuando es útilhacer una demostración de fuerza —dijoMircea, tendiéndome una de ellas—. Deotro modo ella podría olvidar cuáles desus siervos son cortesanos útiles ycuáles son sólo un cero a la izquierda.

—Pues te has arriesgado mucho solopara recordárselo.

Mircea se sentó a mi lado en el sofá.Estaba justo enfrente del sillón con eltipo muerto; casi parecía como si lostres estuviéramos tomándonos la copajuntos tranquilamente. El tercer invitadodesde luego estaba muy tranquilo.

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—No suelo hacerlo encircunstancias normales —dijo él—.Pero ella no debería esperar que yoentregara a un miembro de alto rango dela familia por un crimen que no hacometido.

—A mí me parece que eso esexactamente lo que esperaba.

—Está asustada. Y cuando alguientiene tanto poder como ella, su miedopuede ser muy peligroso. Por eso es porlo que quiero que te apartes de esto,Dorina. Hay criaturas involucradas eneste asunto de las que no puedoprotegerte.

Me mordí la lengua para no soltarle

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la respuesta refleja de que yo nonecesitaba protección. En general eracierto. Pero también era cierto que nohabía demasiadas criaturas sobre latierra capaces de enfrentarse a la cónsulcuando ella estaba de mal humor. Y desalir vivas, por supuesto.

Lo cual me hizo preguntarme por quéMircea lo había hecho.

Estuve a punto de preguntar, peroalgo me detuvo. Probablemente lomismo que me impedía preguntarle porla visión que había tenido, por la madreque yo no recordaba. Quería saber y nosabía nada. Pero mientras no sacara eltema a colación, mientras no lo

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mencionara, ese breve atisbo de ellapermanecería como algo real y vívidoen mi memoria, y eso era algo que yojamás antes había tenido. En cambio silo pillaba contándome una mentira, sidescubría que no era más que otratrampa para conseguir que yo hiciera loque él quería, entonces lo perdería todo.La perdería a ella.

De igual modo si trataba deprofundizar en aquella nueva actitud quemostraba Mircea hacia mí, podíadescubrir que no era sino otra máscaramás de sus viejos esquemas. ¿Se debía;su repentina preocupación a que Louis-Cesare había demostrado interés por

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mí? ¿Se trataba meramente de lo queMarlowe había dicho, de una forma deentablar un lazo más estrecho con unaliado poderoso? Pero si era así, a mijuicio Mircea hubiera debido de alentarnuestra relación en lugar de advertirmeque me apartara de él. A menos que élpensara que sería eso lo que pensaríayo, en cuyo caso…

¡Maldita sea! Me di cuenta de quequería que fuera real, que todo fuerareal: que él la hubiera amado, que él sepreocupara por mí. Y tenía un miedoatroz a que no lo fuera. Era más fácil nopreguntar, dejar que la ilusión seprolongara un poco más aunque eso

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significara no preguntar y no averiguarnada más.

¡Dios!, a veces podía ser realmentecobarde.

—¿Crees que la cónsul te tienemiedo? —inquirí en lugar de lo quequería preguntar.

—Quizá, en parte. Se trata de unequilibrio que todo soberano debeaprender a mantener; cuanto máspoderoso sea el cortesano que la sirva,más útil pero también más peligroso.Nadie puede sostener su autoridadconfiando únicamente en hombres queresponden a todo que sí, pero si terodeas de muchos cortesanos muy

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poderosos y ambiciosos…—Y algún día uno de ellos la

sustituirá.Era extraño, pero a mí jamás se me

había ocurrido pensar en el poder quetenía Mircea. Todos los senadores meparecían grandes dioses: todos vivían enalgún lugar en lo alto de las nubes ytomaban las decisiones para nosotros,los mortales. Y comparados concualquier vampiro de la calle, eso es loque eran. Pero de hecho los senadoreseran muy diferentes entre sí tanto por supoder personal como por las alianzas alas que su casa podía acudir en caso deemergencia.

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Y a Mircea siempre se le había dadobien establecer alianzas.

—Ése no seré yo —afirmó él conrotundidad—. De vez en cuando ellatambién necesita oírlo.

—¿Y la otra parte?—La situación actual nos tiene a

todos al límite. No recuerdo ningunaotra época en la que hubiera tantas cosascambiando al mismo tiempo. Casi contoda seguridad, la corte de Anthony estáa punto de enfrentarse a numerososdesafíos; la de Alejandro se viene abajodespués de años de mal gobierno ynegligencia; y nuestro propio Senado,devastado por la guerra, está a punto de

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reconstruirse.—Puede reconstruirse para mejor.Yo desde luego veía posible una

gran mejora.—Quizá. Pero una cosa es segura:

será diferente. Las lealtades se pondrána prueba. Las antiguas alianzas de hacesiglos tendrán que empezar a ganarsenuevos miembros si es que pretendensobrevivir. Y el cambio no es algo quenuestra gente afronte con ecuanimidad.

—De ahí el miedo.—Sí.Alguien llamó a la puerta. Un

sirviente asomó discretamente la cabeza.—El Círculo está aquí —dijo

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Mircea, poniéndose en pie. Me miró y laexpresión de su rostro se hizocompletamente inescrutable—. Queríamandarte esto hoy —añadió, sacándosealgo de la chaqueta—. No puedodevolverte tus recuerdos, Dorina. Perosí puedo darte los míos.

No comprendí aquella frase crípticay no tuve tiempo de preguntarle quéquería darme porque la gente delCírculo entró como una avalancha en elsalón y rodeó a Mircea.

De pronto me vi en el pasillo. Losvoraces periodistas me habían agarradodel codo y me habían sacado de la sala.Según parecía el Círculo se había traído

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sus propios reporteros además de un parde tipos vestidos con traje y médicos,aunque estos últimos llegaban un pocotarde.

Bajé la vista hacia el pequeño libroque Mircea había puesto en mi mano. Lacubierta de piel parecía nueva, pero elinterior no lo estaba. Tenía unas cuantasdocenas de hojas de papel gordo ybueno que con los años se habían puestode un color dorado. Me quedémirándolas sin comprender durante unosinstantes.

Había dibujos por ambas caras.Algunos eran simplemente bocetoshechos con precipitación aunque con

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mano firme y tinta oscura; rápidos trazosque ponían de relieve rasgos delicados.Otros eran dibujos completos enminiatura sobre papel avejentado ymanchado por el tiempo pero con loscolores todavía tan vibrantes como el delas piedras preciosas que se habíanmolido para hacer los pigmentos. Y entodos ellos el motivo era el mismo: unajoven mujer de cabello moreno.

Al principio pensé que esasimágenes eran de mí, pero yo jamáshabía llevado esos vestidos ni jamáshabía posado para esos bocetos. Yentonces encontré un dibujo de elladelante de una ventana con las mangas

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remangadas y los brazos cubiertos deharina, y mi mente retrocedió. Rocé conlos dedos la superficie del viejo papel ytracé la silueta de tinta con incredulidad.Aquéllos no eran unos pocos dibujoshechos apresuradamente y reunidos enunas cuantas horas para servir comoprueba en apoyo de algún malévoloplan. Hacerlos todos debía de haberlecostado meses, años…

De pronto ya no supe qué pensar.Era todo como una neblina brillante ydifuminada, como tratar de ver algocuando lo tenía justo delante de los ojos.Entonces volví a mirar a Mircea yconseguí enfocarlo todo otra vez.

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Me miraba en silencio por encimade las cabezas de los magos que searremolinaban a su alrededor. Su deberen ese instante era esbozar una máscarade preocupación en su exquisito rostropara aplacar los ánimos del Círculo.Pero en su semblante no había ningunaexpresión; sus ojos oscuros no delatabanemoción alguna.

Quizá él tampoco supiera cómohacer esto, pensé sin comprender.

Entonces llegó una legión de magosmalhumorados y en pie de guerra que meempujó por el pasillo.

El pelotón de hombres vestidos conabrigo de cuero echó un vistazo a Lutkin

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y comenzó a manosear y a jugar con lasarmas. Lanzaban miradas suspicaces entodas direcciones como si esperaran queles saltara encima cualquier cosa de lapared. Mircea se lo iba a pasar engrande tratando de mantener la pazademás de inventarse algo para defendera Louis-Cesare.

Las reglas del mundo de losvampiros no son tan arbitrarias como lagente piensa. Los maestros tienen en susmanos un poder que puede suponer lavida o la muerte para su propia familia,pero si fallan con cualquier otro tienenque pagarlo con un infierno. Y para bieno para mal, Louis-Cesare estaba unido a

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la poderosa, disfuncional y odiosamentevengativa línea de los Basarab.

Ni siquiera Anthony podía dar laorden de que fuera hecho esclavo oajusticiado si cabía una duda razonableacerca de su culpabilidad; Mircea seencargaría de ello. Pero su elocuenciano llegaría más allá. Necesitaba algo enlo que apoyarse y mi tarea consistía enproporcionárselo le gustara o no. Sóloque yo no estaba segura de cómo.

Guardé cuidadosamente el librito ytraté de esquivar posibles nuevasvisitas. Nadie sonreía y todo el mundoparecía pensar que yo estorbaba. Yoestaba tratando de averiguar cuál sería

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el camino más corto hasta la puertaprincipal cuando Marlowe se acercó amí con sigilo y puso un papel en mimano.

—No me obligues a lamentar esto —me susurró, medio siseando.

Bajé la vista. En el papel había dosdirecciones garabateadas con letrasmayúsculas. Una de ellas estaba cerca yparecía el número de una casa, la otraera una dirección de Manhattan. Nohabía nombres, aunque en realidadtampoco me hacían falta.

—Debes de estar quedándoteconmigo.

—El talón de Aquiles de Mircea es

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su familia —me dijo Marlowe en vozbaja—. Hay que encontrar a Louis-Cesare esta noche ya sea con una pruebade su inocencia o sin ella, porque deotro modo me temo que tu padre estaráarriesgando su posición para salvarlo. Yla cónsul no va a respaldarlo,¿comprendes?

—Lo que yo comprendo es que túquieres que arrastre a Louis-Cesarehasta aquí para hacer con él unacarnicería. Pero él no va a aceptar eltrato de Anthony, Marlowe.

—¡Eso ya lo sé! Pero mientras estéaquí podemos ir dando largas hasta queencontremos algo que pueda demostrar

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su inocencia. El juicio puedeprolongarse durante días. Sin embargo,si sigue sin presentarse, lo declararánfuera de la ley y lo sentenciarán amuerte. Esta noche.

—¿Y por qué confías en mí para esteasunto?

—Yo estoy obligado a seguir ciertaspautas al menos en lo que concierne alas personas de ese nivel. Tú no. Yahora mismo no hay tiempo parasutilezas. Por algún lado hay que salir.Ya.

No podía arriesgarme a decir nadaen el territorio de la cónsul, así que nodije nada. Salí por la puerta y me puse

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en marcha.

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32

Salí al calor del camino que llevaba a lapuerta principal de la casa y al mar deplásticos blancos de las tiendasambulantes. Deseé haberme compradoun par de gafas de sol, pero no habíatenido tanta suerte. Así que le compréunas a un vendedor que se alegró dehacer negocio después de que todos susclientes hubieran salido huyendo.

O al menos lo intentaran. Todavíaquedaba un buen atasco de coches quetrataban de salir de las inmediacionesllenando el aire y las carreteras

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secundarias. Decidí dejar el Camarodonde estaba y dirigirme a pie a miprimer destino.

A mi lado y resguardadoscuidadosamente del brillante sol veníandos vampiros de aspecto poco feliz. Mefiguré que los enviaba Marlowe porqueen ningún momento intentaron atacarme,pero tampoco estaba segura. No sepresentaron a sí mismos ni se dignaronpercatarse de mi presencia. Pero cadavez que yo daba un paso, ellos meseguían.

Tres kilómetros y alrededor de unatonelada de sudor más tarde me encontrécontemplando una laberíntica mansión

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que rivalizaba con la de la cónsul entamaño aunque no en elegancia. Peroclaro, era de alquiler. Mostré la nota deClaire ante la puerta y me dejaronesperando media hora en el enormevestíbulo revestido de paneles demadera.

Por supuesto, no había aireacondicionado. Yo estaba convencidade que la casa tenía que estar bienequipada, pero los vampiros no lonecesitan. Sólo lo encienden en generalcuando tienen a humanos a su alrededora los que quieren impresionar, perosegún parecía yo no pertenecía a esacategoría.

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Por fin me hicieron pasar a un cuartode estar. O al menos eso me figuré yoque había sido antes de transformarlocompletamente, llenándolo de seda rojay de braseros. Los braseros estabanencendidos y hacía más calor que en elinfierno, pero no fue ésa la razón por laque me tambaleé y casi me caí. El poderque irradiaba de la sala fue como unpuñetazo en el estómago. Sentí algoparecido a lo que había experimentadoal entrar en la casa de la cónsul, sóloque la mayor parte de ese poderprocedía de una diminuta mujer sentadaen un trono feo y enorme.

Cuando yo nací la altura media de

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los hombres era de un metro sesenta ycuatro, así que para esa época y siendochica a mí se me consideraba bastantealta. Luego los tiempos habíancambiado, las dietas habían mejorado yyo había acabado comprando la tallapequeña de las tiendas. Pero un solovistazo a Ming-de me bastó para decidirdejar de quejarme durante una buenatemporada. De haber tenido ella que ir acomprar al centro comercial del barrio,habría tenido que entrar en las tiendasde niñas.

Aunque no parecía que ella tuvieraese problema. Sus quimonos de sedaamarillos de un tono brillante apenas

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dejaban tres escasos centímetros sinbordar con una espléndida variedad defantásticas fieras. Llevaba un tocado enla cabeza con perlas del tamaño decerezas y un montón de borlas doradasque reflejaban la luz cada vez que semovían. Y sus piececitos de unos ochocentímetros de largo iban revestidos conunos zapatos tan repletos de bordados,que ni siquiera se veía la tela.

Tenía los diminutos e inútiles piescolocados tiernamente en alto sobre unreposapiés bien almohadillado, y a cadalado había arrodillado un centinela. Porqué, no lo sé. No es que fuera anecesitarlos.

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Finalmente conseguí levantarme delsuelo y me tambaleé hasta el pie de lasescaleras que llevaban al estrado dondeestaba colocado el monstruoso trono.Estaba plagado de bestias míticasdoradas que no dejaban de serpentear. Opuede que fueran de oro sólido,¡demonios, no lo sé! Pero no parecía queMing-de anduviera escasa de dinero.Tras el estrado había un par de pantallasaltas decoradas de una manera muysimilar de modo que toda la sala era unaexplosión de oro.

Me quedé ahí de pie con mi camisetasudada y cierta sensación de desentonaren aquel lugar.

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Pero entonces ella alargó hacia míuna diminuta cabeza en lo alto de unpalo y yo me alegré. La mía era másgrande.

La diminuta cabeza reducida era ladel que había sido el intérprete de Ming-de durante unos cuantos cientos deaños, porque desde luego ella no iba arebajarse a aprender una lengua bárbara.Según los rumores Ming-de se la habíacortado al capitán de un navío ingléshacía mucho tiempo, aunque después dereducirla y de la expresión que se lehabía quedado era difícil saberlo conprecisión. Estaba polvorienta.

—Por favor, dile a su serena alteza

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que vengo en representación de unaprincesa de los feys —le informé yo a lacabeza, satisfecha de haber encontradoel modo de comunicarme con ella.

—Ella lo sabe —me dijo la cabezaen tono de queja. Era más o menos deltamaño de una manzana silvestre, ysegún parecía su personalidad encajabaa la perfección dentro de ella—. Hastraído una nota, ¿no es así?

—Dile que he venido a preguntarpor un objeto perdido propiedad de losfeys.

—Eso también lo sabe. Me ha dichoque te informe de que ella lo compró debuena voluntad y en la creencia de que

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pertenecía al fey que se lo vendió. Se lodevolvería a la princesa, pero jamásllegó a estar en su poder, así que denada sirve discutir. Que tengas un buendía.

—Por favor, dile a su serena altezaque la princesa aprecia su cooperación.Ella intenta evitar por todos los mediosun posible encuentro desagradablecuando su familia llegue mañana. Derecuperar la piedra antes de entonces,todo el asunto quedaría olvidado. Encaso contrario…

—¿En caso contrario qué?—El asunto dejará de estar en sus

manos. Su familia se hará cargo de la

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búsqueda de la piedra. Y puede queellos se pregunten cómo una persona tanastuta como la emperatriz ha podidodejarse embaucar en semejante fraude.Puede que se pregunten también por quétodavía tiene que tomar represaliascontra ciertas personas por suduplicidad.

—Ella no pagó nada por la piedra—dijo Malhumorado con el ceñofruncido—. Desapareció antes de serautentificada y la transferencia defondos jamás llegó a realizarse. Ella noperdió nada.

—Perdió un valioso objeto que teníatodo el derecho a considerar como suyo.

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Perdió su imagen frente al resto de losque pujaban, que en su mayoría sabenque la piedra ha desaparecido. Ytambién perdió la ventaja que le habríaproporcionado en el desafío de estanoche.

—¿Estás acusando a la emperatrizde engaño? —preguntó aquella diminutacosa con expresión de ira.

Había un par de cosas que aquellacabecita todavía no le había comunicadoa la emperatriz, cuyo bello rostro seguíatan sereno como siempre. No obstantesus uñas no paraban de hacer clac, clac,clac sobre los brazos del trono. Yocomenzaba a pensar que quizá la palabra

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«intérprete» no fuera la más exacta.—Sólo estoy señalando lo que

puede que piensen los feys —dije yo,observando a la cabeza con suspicacia—. Todo quedará olvidado si la piedraes devuelta antes del desafío de estanoche.

—¿Y ahora de qué la acusas? ¿Derobar algo de su propiedad?

—No es de su propiedad; espropiedad de los feys. Y tu señora essabia. Puede que lo haya descubierto yque se haya dado cuenta de que el únicomodo de retener la piedra es…

No conseguí terminar la frase, perosí descubrí para qué servían los dos

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centinelas. Segundos más tarde mi culoaterrizaba en el suelo ante el elegantecamino circular que llevaba a la puertaprincipal. Frick y Frack me esperabanjusto fuera del portón de entrada,incómodamente acurrucados bajo lasombra de un pequeño arce. Ya no semolestaban en ocultarse, supongo queporque sabían que yo los había visto.Echaron un vistazo a mi desaliñadoaspecto y sonrieron.

Les devolví la sonrisa y alcé la vistahacia el deslumbrante sol.

—Será mejor que nos pongamos enmarcha. Nos queda una caminata decinco kilómetros hasta el coche.

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Un chico joven y guapo, de cabellorubio y sedoso y grandes ojos azules,que además tenía pulso, me abrió laspuertas dobles del dúplex de tres pisosde Manhattan. Yo no esperaba a unalegión de guardias; aquélla era unaresidencia privada, no la central de losvampiros, pero el portero humano fueuna novedad.

—Llegas tarde —me reprochó enbuen tono, haciéndose a un lado.

Como yo no me había molestado enavisar de mi visita, lo encontré un tantoextraño.

—Lo siento.

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Me cedió el paso, pero no a missombras. Así que los dejé en elvestíbulo, figurándome que Geminus noquerría hablar delante de los hombres deMarlowe. Los últimos rayos del solponiente entraban a raudales por losaltos ventanales que recorrían elvestíbulo de suelo a techo.

En contraste, la nueva oficina delSenado en Nueva York resultaba pobre.Un candelabro de cristal brillabacolgado del techo a más de seis metrosde altura e iluminaba una inmensaescalera de peldaños de mármol deCarrara con su barandilla de hierroforjado. Hacia la izquierda el

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espléndido suelo de mármol daba a unsalón de baile de dos alturas que pudeatisbar tras pasar por delante de ungrupo de puertas.

—El salón principal —me dijo elportero, que me indicó la sala de bailecon un movimiento de la mano.

Atravesé el pasillo a la espera decaer en una emboscada, pero no metendieron ninguna. La sala era extensa ytenía grandes ventanales con magníficasvistas sobre el ocaso en Nueva York. Ladecoración me recordó mucho a la de lacentral de los vampiros: toda en maderaantigua, molduras de bordes dorados y,en este caso, un esquema de color en

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blanco, negro y oro. Era el tipo de salónque requería un gran maestro, congrandes y pesados marcos en cadapared. Y sin embargo, a pesar de haberespacio de sobra no había ni un solocuadro.

Pero lo cierto era que había unarazón.

De pie junto a la chimenea había unvampiro cuyo pelo de color castañorojizo brillaba con la luz. No alzó lavista al acercarnos; centraba su atenciónen una joven mujer que se retorcía decara a la pared. Ella lucía un vestidolargo y rojo que le caía hasta los taconesaltos, pero no llevaba nada debajo y su

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piel desnuda resplandecía con la tenueluz.

El pelo le caía por la espalda aexcepción de unos cuantos mechonesque se le pegaban a las mejillas debidoal sudor. Caía en cascada y le llegabacasi hasta la cintura, pero entonces elvampiro se lo retiró suavemente a unlado. Flotó por sus hombros como unaavalancha de seda rojiza y dejó aldescubierto un lazo de color escarlataatado a la nuca. El lazo iba enhebrado alo largo de ocho diminutas presillasdoradas y brillantes que sobresalían deun corsé tremendamente ajustado a laespalda.

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El vampiro se quedó de pie anteella, jugando con las presillas. Recorriócon los dedos cada uno de aquellosdiminutos ganchos arriba y abajo paraasegurarse de que estaban bienapretados a la piel, para ajustarlos otropoco más, más de lo normal, yarrancarle un gemido de los labios. Élestaba de espaldas a mí, así que yo nopodía verlo bien; sólo veía sus rizos deun castaño rojizo haciéndole cosquillasen la nuca y la espalda de un esmoquin.Se había quitado la chaqueta y la habíadejado bien doblada sobre una silla quehabía cerca, de modo que iba con lacamisa perfectamente blanca y los

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pantalones negros impecables.Al principio pensé que lo había

pillado en medio de la cena. Losvampiros pueden alimentarse sólo con elcontacto, extrayendo moléculas desangre a través de la piel o incluso porel aire en el caso de un maestro. Ydesde luego a juzgar por su reacción,aquella mujer estaba sirviendo dealimento. Se aferraba a la pared y jadeóal comenzar él lentamente a sacar lacinta de las presillas.

La llevaba atada tan fuerte, que seescurría hacia fuera con la mayorfacilidad y tenía la piel ya tan sensible,que cada pequeño tirón la hacía temblar.

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Él trazó con un dedo la línea de sumédula espinal. Ella respiró hondo y seestremeció sin querer. No sé si deplacer o de dolor, porque él habíadejado de tratarla con suavidad. Cadavez que la tocaba le hacía un moratón,pero él dejaba que la sangre seacumulara bajo la piel y no se molestabaen absorberla en absoluto.

Y entonces ocurrió algo quetransformó por completo mi creencia deque lo sabía casi todo acerca de losvampiros. Aquel montón de pequeñoscardenales de la espalda de prontocomenzaron a cambiar, a fusionarse, aunirse formando dibujos. Donde antes

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solo había fealdad, un defecto en mediode tanta belleza, surgió una cresta demontañas con almenas.

Él pasó la mano una segunda vez ylos cardenales que quedaban seconvirtieron en un complicado dibujo decelosía con ramas retorcidas en marróny negro que enmarcaban las montañas. Yyo por fin adiviné qué estaba haciendo:pretendía curar algunos de esoscardenales en unos pocos días, otros enuna semana y otros en dos, de modo queal final adquirieran el matiz de color queél quería.

Aquello le daba un sentidocompletamente nuevo a la expresión

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«color vivo».—Bonito —comenté yo.El efecto final era

sorprendentemente atractivo si no sehacía el menor caso a la forma en queestaba hecho. Y si en realidad eso noimportaba, una vez pasada la euforia dela voracidad por la sangre, la mujer sinduda iba a sufrir dolores tremendos.

—Sí, es un objeto bonito —convinoél.

Un vistazo a mi alrededor me bastópara comprobar que ella no era la única«obra de arte» de la sala. Había máslienzos luchando débilmente sobre lasparedes; cuerpos desnudos, extendidos

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por toda la sala y expuestos contra elladrillo. Muchos de ellos estabanesposados con grilletes paramantenerlos en pie, pero la mayoríacolgaban flácidos de sus cadenas,desmayados a causa de la pérdida desangre. Me figuré que eso sería lo peorque podía pasarles. La muerteprovocaría que la sangre fluyera hacialas extremidades y por lo tantoarruinaría la obra del artista.

Casi todas eran mujeres jóvenes.Ésa era la razón por la que me habíaresultado tan fácil entrar.

El maestro dibujó una serie de líneaslívidas en cascada por aquella pálida

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nalga que prolongó hasta un muslo,formando un desenfrenado dibujoabstracto que imitaba el de laspinceladas. Estaba firmando su obra.

—Geminus —lo llamé yo mientrasobservaba cómo grababa aquellas líneasen la piel de la mujer.

—A tu servicio.Por fin él alzó la vista. A pesar de

todo el tiempo transcurrido, a mí mecausó verdadera impresión volver acomprobar lo bello que podía ser unmonstruo.

Éste en concreto tenía los ojos decolor avellana, los rizos alborotados decolor castaño y el rostro de un querubín,

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que se iluminó al reconocerme. Depronto sentí que los pies se me escurríanpor el suelo encerado y que mis brazosse alzaban hasta clavar las manos a lapared.

Geminus tiró de mi chaqueta, la dejócaer al suelo y pasó una mano por todami espalda hasta el culo. Antes de quepudiera darme cuenta de qué estabaocurriendo, él me había desabrochadolos vaqueros como si tal cosa y me loshabía bajado por debajo de las caderas.Luché, pero dudo que él se diera cuentasiquiera y yo desde luego no conseguínada.

No es algo que suela ocurrirme con

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frecuencia. Tengo más fuerza de lonormal y cuento con una resistencianatural a los poderes de los vampiros.Pero lo cierto es que la mayoría de losvampiros con los que trato no tienen dosmil años.

Me agarró una nalga y recorriócuidadosamente con un solo dedo la pieljusto por debajo de la línea del tanga.

—Me preguntaba si es cierto lo quedicen de los dhampir.

Apretó con la suficiente fuerza comopara dejarme una marca. No me hacíafalta ver para saber qué estaba pasando:yo no me curo tan deprisa como unvampiro, pero tampoco soy tan lenta.

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—Interesante —dijo él. Me rodeócon rostro pensativo—. No puedoutilizar vampiros para mi trabajo —añadió en dirección a mí—. Se curandemasiado deprisa. Incluso los nuevos.No hay tiempo para exhibir la pieza,siempre se borra antes por completo; escomo si jamás la hubieran tenido.

—¡Qué lástima!—Lo es, realmente. Son capaces de

soportar mucho más daño que unhumano.

—Parece que has estado trabajandobastante —dije yo.

Miré a la mujer de rojo. Se habíadesmayado casi al final del trabajo y

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colgaba flácida de sus invisiblesesposas. Un fino hilo de baba le caía delos labios. Su pecho apenas se alzaba ydesinflaba, y su piel estaba mortalmenteblanca, a excepción del coloridohematoma. Ése lo llevaría encimadurante bastante tiempo.

—En cambio los humanos sonlienzos maravillosos —afirmó él—.Aunque tienen sus limitaciones. Apartede necesitar ciertos cuidados, se curantan despacio que mis creaciones resultandemasiado estáticas. Igual podría estarpintando en la pared.

—¿Y por qué no lo haces? Bueno,claro, no sangran.

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—Pero tú me ofreces ciertasposibilidades que me intrigan mucho. Tecuras deprisa, pero no tan deprisa. Yaveo el paisaje. Cambiaría igual que lasestaciones durante el transcurso de unasola noche, paso a paso, según te vayascurando. Puede que pinte la piezacentral durante la fiesta, ya veremos —dijo él. Miró a su alrededor, hacia lagente que comenzaba a amontonarse,gente que iba de un entretenimiento aotro en grupos de dos o de tres—. Igualque ésta otra.

—Lástima que yo tenga una cita estanoche.

Él tiró de mi camiseta y me la sacó

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por la cabeza.—Vamos a ver si podemos anular

esa cita —me dijo amablemente.—¿No temes las represalias?Me miró inocentemente y comenzó a

desabrocharme el sujetador.—Has venido aquí sin invitación y

completamente armada. Y eres unadhampir.

—He venido a hablar —dije yo conbrusquedad.

—Pero yo no tenía medio de saberlo—contestó él. Me arrancó la pieza dealgodón y la tiró a un lado de cualquiermodo. Aterrizó en el suelo junto con lacamiseta, y allí se quedaron las dos

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hechas un higo, como si yo no fuera anecesitarlas ya más—. Y no me haquedado más remedio que defenderme,claro.

—Te lo estoy advirtiendo. Suéltame,Geminus.

En lugar de soltarme de pronto él seapretó contra mí. Sentí una fuente decalor a lo largo de toda la espalda. Sinprevio aviso me agarró los pechos. Lohizo con firmeza pero sin brusquedad,tratando de humillarme más que decausarme dolor. Su postura era dedominación: apretaba su bajo vientrevestido contra mi culo desnudo,deslizaba lentamente las manos por mi

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cuerpo inmóvil, me rozaba los pezonespara endurecerlos. Pretendía decirmesin palabras que podía hacer conmigo loque quisiera, que yo no era rival para él:que no era más que otro lienzo quemoldearía a su antojo.

Apoyó la barbilla sobre mi hombrosin dejar de acariciar perezosamente mipecho.

—Tienes una boca muy grande parael poco poder del que dispones.

—Pues tú tienes mucho valorteniendo en cuenta que estás atacando ala representante oficial de una princesafey.

No me tembló la voz, pero sí

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comenzaba a sentirme realmente molestaen buena parte porque sus hombres meobservaban. Se habían arremolinado alos lados, evidentemente para disfrutarde la nueva diversión que se le habíaocurrido al jefe. Sus pensamientosresbalaban por mi piel como manos, ysólo el eco de lo que ya planeaban hacerconmigo me avergonzaba. Hasta esemomento había estado demasiadoenfadada como para tener miedo, peroalgunas de esas imágenes me acelerabanel corazón de tal modo dentro del pecho,que me dolía.

—Yo no conozco a ninguna princesa—dijo Geminus muy divertido—. Pero

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la próxima vez que venga a Nueva York,dile que se pase por aquí.

La multitud pareció encontrar labroma muy graciosa. Yo no estaba tandivertida. Creía tener pocasposibilidades con Ming-de. Era tanpoderosa que hasta los feys se lopensarían dos veces antes de desafiarla,sobre todo teniendo en cuenta que notenían pruebas de que hubiera hecho otracosa más que pujar. Pero con Geminustenía más esperanzas.

Él era un senador, no un cónsul, ypor lo tanto contaba con muchos menospoderes a los que atraer personalmentepara sí. Y era poco probable que su

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propio Senado lo protegiera si, jugandocon el fuego del poder, cometía undesliz y el asunto se le iba de las manos.Creía que tenía al menos unaoportunidad decente de que él sintieramiedo ante la idea de que un fey lopillara con la runa.

Sólo que la idea no parecíaasustarlo.

—Puede que no la conozcas, pero sísabes algo de cierta pieza de joyería desu propiedad —dije yo—. Tú estabas enla subasta…

Una mano invisible me agarró depronto del cuello, restringiendo el pasode aire. No me apretó como para

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ahogarme; se trataba solo de unaadvertencia.

Yo no tenía planeado mencionar a laNaudiz. Ni siquiera había pensadohablar de los feys. Y menos delante dela audiencia. Pero tampoco iba aquedarme ahí, esperando a que mesacaran la sangre… o lo que tuvieraplaneado hacerme. Mejor dejarlo a élexplicarse: que dijera él mismo quépodían querer los feys de él.

Tras una pausa la presión cesó untanto.

—¿Qué princesa has dicho?—Lee la nota. Bolsillo izquierdo de

la chaqueta.

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La recogió del suelo y buscó por elbolsillo. Se tomó el tiempo suficientecomo para leer la nota dos o tres veces.Finalmente se apartó. En ese precisomomento el poder que me sujetaba sequebró tan bruscamente, que caí derodillas.

—¿Y qué quiere esta princesa demí?

—Hacerte un favor.Yo me había dado la vuelta y estaba

de espaldas a la pared antes incluso desubirme los vaqueros.

—Me gusta que las mujeres guapasme hagan favores —me dijo éltranquilamente—. Ven.

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No me molesté en ponerme la ropainterior. Me metí la camiseta por lacabeza de cualquier modo, recogí lachaqueta y lo seguí por una puerta delextremo contrario del salón. Seguimosandando por un corredor. Aprovechéesos instantes para recuperar el aliento yrecordarme a mí misma que no teníapermiso para matarlo. Todavía.

Finalmente nos detuvimos en undespacho. O al menos supongo que ésaera su función. Estaba tan lleno dearmas, que resultaba difícil de saber conprecisión. Aparté un escudo antiguo deuna silla y me senté. Geminus se sentódetrás de la mesa.

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—¿Qué es lo que va a hacer esaprincesa por mí?

—Se llama Claire y es mediohumana —le dije escuetamente—. Ellacreció aquí y sólo muy recientemente hareclamado como suya la herencia queadquirió al acceder a casarse con unpríncipe blarestri. En realidad jamás hallegado a acostumbrarse a la forma enque los feys hacen ciertas cosas. Porejemplo es pacifista y vegetariana:detesta la violencia innecesaria.

—Me dejas fascinado.—Y con razón. Cualquier otra

simplemente te habría mandado a sufamilia para que te castigaran.

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—No recuerdo haber enfadado aningún fey. A ninguno de la casa real, almenos.

—No les hace mucha gracia que lesroben.

—Entonces soy afortunado porqueyo no he robado nada.

—Te vieron en la discoteca justodespués de que el fey muriera y lapiedra desapareciera.

Era mentira, pero me pareció que elintento merecía la pena. Sin embargo élno mordió el anzuelo.

—¿En serio?—Y desde luego eres lo bastante

fuerte como para matar a un fey

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guerrero.—Me halagas.Alcé la vista hacia la espada de

madera colocada sobre la chimenea. Eravieja y se habría desmoronado de no serpor el hilo de bramante sucio que laataba. Estaba cuidadosamente guardadaen una urna de cristal. Dos mil añosantes Geminus había comenzado sucarrera como gladiador; en aquellaépoca ésa era una de las escasas formasde alcanzar la fama y la fortuna para unchico joven y pobre. Se rumoreaba quepor entonces no tenía miedo a pesar dela profecía de una pitonisa según la cualél moriría en la arena. Pero no había

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sido así. En vez de eso habíaconquistado esa espada y su libertad trasderrotar a numerosos contrincantes.

Y según parecía desde entonces nohabía hecho otra cosa.

—No lo creas —dije yo lisa yllanamente.

Él se echó a reír.—Lo bastante fuerte, pero no lo

bastante estúpido. Ninguna reliquiamerece ese tipo de problemas.

—¿Ni siquiera si te proporcionapoder sobre el Senado?

—Pero yo no quiero controlar elSenado —me contestó él tranquilamente—. Déjalos que discutan y se peguen,

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que hagan planes y urdan tramas todo loque quieran. A mí me interesan otrosasuntos.

—¿Y esperas que mi jefa se creaque lo que ocurrió en la subasta te daigual? ¡Vamos, Geminus! ¡Ése no es tuestilo!

—Por supuesto que no me dio igual.—Y entonces, ¿qué hiciste?Él suspiró y se echó atrás contra la

pared para poner un pie sobre la mesa.—Al ver que Cheung hacía trampa

en la subasta me sentí… ofendido. Eraevidente que no tenía intención de darlela piedra a nadie más que a Ming-de. Nome gusta que me tomen el pelo, así que

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mandé a mis siervos a hacer unascuantas averiguaciones. Descubrieroncon quién suelen tratar los vendedorespara autentificar los objetos. Y porsuerte para mí, el muy bastardo estabahasta el cuello de deudas.

—Te refieres al luduan.—Sí. Le ofrecí un trato. Yo le

pagaba las deudas si él cambiaba lapiedra por una falsificación en elmomento de examinarla.

—¿Y cuando lo descubrieran y lesiguieran la pista?

—Ése era problema suyo. Élsiempre podía negarlo. Nadie teníaningún modo de saber en qué momento

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exacto había desaparecido la piedraauténtica.

—Pero entonces, ¿por qué fuiste a ladiscoteca de Ray, si ya tenías un plan?

En esa ocasión Geminus respondiósin inmutarse un ápice.

—Quería asegurarme de que elluduan no me engañaba. La piedra valíaconsiderablemente más de lo que yo leestaba pagando por sus deudas. Noconfiaba en él.

—¿Qué ocurrió?—Mis hombres y yo rodeamos el

edificio y el luduan entró. Se suponíaque él tenía que salir y darme la runa,pero jamás apareció. Por fin mandé a

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uno de mis chicos para comprobar quépasaba, y descubrió que el luduan habíadesaparecido y que Raymond no hacíamás que gritar algo de un fey muerto.Decidí que era el mejor momento paradesaparecer.

—¿Me estás diciendo que un luduanmató a un guerrero fey?

—Los dos eran feys, y puede que elguardia no lo estuviera esperando.

—Si yo hubiera sido él y tuviera enmi poder algo que mereciera el rescatede un rey, sí habría estado esperándolo.

—Sí, y sin embargo alguien logrómatarlo —afirmó Geminus. En eso teníarazón—. Yo no sé si el luduan mató al

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guardia. No sé si tiene la runa. Solo séque no lo sé. Díselo a tu señora.

—Lo haré. Y puede incluso que tecrea; Claire es de las que confían entodo el mundo —dije yo, poniéndome enpie y metiendo mi tarjeta de visitadebajo de un taco de papel que teníasobre la mesa—. Pero por desgracia sufamilia no es así, y llegará mañana. Yconociendo a Caedmon, puede quedecida recuperar la runa del modo másrápido y eficaz posible.

—¿Y cuál es ese modo?Yo me encogí de hombros antes de

contestar:—Atacando a todos los que

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estuvieron en la subasta y esperando aver cuál de ellos no se muere.

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33

Cinco minutos más tarde estaba depatitas en la calle frente al edificio deGeminus. No en sentido literal en esaocasión; él no me había echado, perotampoco había admitido absolutamentenada. Faltaban solo unas cuantas horaspara el juicio, y no me quedaba ni unasola idea.

Dos sombras silenciosas sedespegaron de los ladrillos y mesiguieron calle abajo. No dijeronabsolutamente nada; ni siquiera mepreguntaron qué había ocurrido. Por

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supuesto, por mi forma de soltar tacosdebían de haber adivinado que no mehabía ido del todo bien.

Me apoyé contra un edificio unascuantas manzanas más lejos y encendí unporro arrugado que me encontré en elbolsillo de la chaqueta. Inhalé hondo yretuve el humo por un segundo antes desoltarlo. Las drogas no me hacen muchoefecto debido a mi metabolismoacelerado, pero mejor eso que nada. Yaquélla era una marihuana excelente.

Después de unos instantes me pegóel subidón. Sentí que se me despegabanlos huesos unos de otros y que, comoconsecuencia, se me relajaban los

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tendones del cuello, de los hombros, delas muñecas y de las manos. Era comoflotar sobre la marea. La tensióndesapareció desde la espalda hasta losdedos y me sentí relajada, si no másfeliz.

Aunque no era precisamente calmalo que necesitaba sentir. La escena conGeminus me había alterado, pero notanto por la razón que él pretendía. Noera la primera vez que me agredían; síera, sin embargo, la segunda de las dosúnicas veces en mi vida que deseabaque me diera un ataque de dhampir y nolo conseguía.

La otra había sido justamente el día

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anterior, al atacarme Ǽsubrand.Tendría que haber roto el control

que Geminus mantenía sobre mí. Aunquesolo fuera por un momento, al menospara recuperar las armas. Y cuandoapuñalé a Ǽsubrand debí darle en unórgano vital. Pero en vez de eso enambas ocasiones había quedado comouna imbécil. Y comenzaba a sospecharcuál era la razón.

El vino fey me había parecido unregalo de los dioses, pero no es oro todolo que reluce. Todo lo que provenía deFantasía me había parecido siempremejor, más bonito, más excitante de loque luego era en realidad. Brillaba

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como el oro, pero si arañabas lasuperficie lo que aparecía debajo eramucho más oscuro. Así que tenía quetomar una decisión: seguir tomando elvino y apechugar con unos recuerdosque no me gustaban y con una pérdidasustancial de mi poder, o dejar detomarlo y padecer ataques asesinos.

Maravilloso.El reloj que seguía su curso regular

dentro de mi cerebro tampoco contribuíamucho a mejorar mi estado de ánimo.Geminus tenía mi número, pero noparecía tener ganas de usarlo. O bienrealmente no tenía la piedra, o bien eralo suficientemente estúpido como para

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creer que podía vencer a un fey. Así queno quedaba nadie de la lista que noestuviera o bien muerto, o bien con lascuentas bien ajustaditas. Al menos en loque a mí me concernía. Puede queCaedmon tuviera más suerte, pero él noestaba en Nueva York. Y para cuandollegara Louis-Cesare ya estaríasentenciado y posiblemente ejecutado.

Marlowe tenía razón: por algún ladohabía que salir. Y había que salir ya.

Llamé a un taxi. Había una personaque no estaba en la lista y que podíasaber algo. Ya había disfrutado de miración diaria de vampiro viejo y chuloen busca de pelea, dispuesto a contarme

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una mierda. Pero siempre era mejorhablar con Anthony que no intentarlo.

Aunque tampoco es que fuera muchomejor.

Un taxi amarillo se detuvo frente amí y el dúo silencioso se subió. Yo iba ahacer lo mismo cuando sonó mi teléfono.

—¿Sí?—¿Quién diablos te ha enseñado a

contestar al teléfono? —preguntó unavoz alegre.

No estaba segura de haberlareconocido; hacía mal tiempo y la señalse perdía.

—¿Fin?—El mismo que viste y calza.

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¿Sigues interesada en ese inútil?—Sí, ¿por qué?—Porque acaba de aparecer por su

apartamento. Mis chicos estánesperándolo abajo. Si quieres hablarcon él antes de que lo despedacen, ahorasería el momento.

—Ahora es un buen momento —afirmé yo con ardor—. Gracias, Fin.

—¿Adónde? —preguntó el taxista.—Chinatown.

Un cuerpo cayó al suelo a mis pies conla suficiente violencia como paralanzarme un chorro de sangre a la cara.

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Me la limpié y alcé la vista. Detestabaque me ocurriera eso.

—Tu muerte será todavía peor comono abandones mis dominios —tronó unavoz desde la tercera planta del edificiode pisos de alquiler—. Soy siervo delFuego Sagrado, soy el que empuña lallama de Arnor…

—¿Entonces debo llamarte Gandalf?—pregunté yo.

Metí la punta de la bota en una rajade la pared. Por un momento se hizo unsilencio completo, a excepción del ruidoque hacía yo al escarbar con la bota ydesgajar un trozo de ladrillo en buscadel premio. Justo en el momento en el

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que se soltaba la sujeción, puse unamano en el oxidado peldaño inferior dela escalera de incendios. Me bastó conun meneo y un empujón para llegar alprimer descansillo de la escalera, dondeun gato con aspecto fiero me maulló yluego saltó al siguiente descansillo.

Hubiera preferido usar la puerta,pero estábamos tratando de cubrir todaslas salidas. Los chicos de Fin estaban enel portal, y Frick y Frack vigilaban loslaterales. Aquélla era la única salidaque quedaba, y yo no estaba dispuesta adejarle usarla.

—¡Vaya tonterías! —exclamó la vozdesde el tercer piso al tiempo que se

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asomaban un par de ojos dorados por laventana—. Eres una de esas frikisdhampir. ¿Por qué lees a Tolkien?

Me encogí de hombros y luegoesquivé la maceta de geranios que mearrojó.

—Después de quinientos años,acaba por darte tiempo a leerlo casitodo. Además, tiene una increíblehabilidad para inventarse mundosfantásticos.

—¿Tienes quinientos años? —preguntó la cabeza, asomando un cuernocurvo—. ¡Imposible!

—Sí.Seguí al gato escaleras arriba. Salté

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el hueco de dos escalones juntos quefaltaban y subí al segundo piso. Se meiban quedando las escamas del metaloxidado en las palmas de las manos.

—Bueno, pues no parece que tengasmás de cuatrocientos —me dijo en elpreciso momento en el que una lámparade cerámica estallaba contra labarandilla de la escalera justo a mi lado.

Uno de los pedazos rotos debió degolpear al gato, porque comenzó amaullar muy alterado. De pronto miobjetivo asomó la cabeza entera por laventana a pesar del peligro.

—¡Oh, no! ¡Mini!—¿Mini? —repetí yo.

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La rechoncha criatura trepó hasta elpoyete de la ventana y alargó una patitacon un gesto suplicante.

—¡Ven con papá! —canturreó lacabecita.

Pero el gato no estaba de humor.Nos maulló a los dos y trató deescabullirse corriendo por entre mispiernas. Sólo que yo lo cogí y lo levantécon cuidado de mantener lejos de míaquellas uñas.

—¿Tienes un gato? —le preguntéalzando una ceja.

Aquella bola de pelo que tenía enlas manos no dejaba de maullar y sisear.

—¿Y por qué no iba a tenerlo?

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El rostro de aquella criatura no erarealmente muy expresivo, pero por sutono de voz se notaba que estaba a ladefensiva.

—Porque tú eres un perro.—¡Soy un luduan! —dijo la cosa

muy enfurruñada.Yo lo miré de arriba abajo. Puesto

de pie sobre sus patas con calcetinesdebía de medir quizá unos noventacentímetros de alto. Eso de haber tenidopies, cosa que no tenía, y de haber sidodiseñado para andar sobre dos piernas,que tampoco era el caso. Su cuerpo,cubierto de un pelo marrón dorado, separecía al de un perro, a excepción de la

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enorme cabeza con forma de león y de lamelena rizada castaña. Y para complicarun poco más las cosas, tenía un cuernoal estilo de un unicornio justo en elcentro de la frente.

—Un luduan de aspecto perruno —me corregí yo.

—¡Dame a mi gato! —me exigió lacosa.

—¿O si no qué? ¿Vas a pegarmecomo un balrog?

La cosa entrecerró los ojos doradosantes de contestar:

—He citado a Tolkien porque éldice las cosas mejor que yo. Perotodavía puedo abrir una lata de mierda y

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lanzártela.—Tienes razón —le dije yo—. Él

habla mejor.La criatura utilizó el cuerno para

enganchar la radio por el asa, listo paralanzármela. Yo dejé colgando al gatitofuera de la barandilla de la escalera.

—Inténtalo.Él arrugó toda la cara.—¡Oh, vamos! No hagas eso. ¡Vas a

asustarla!—Puede que se nos ocurra alguna

solución —ofrecí yo.Él suspiró resignado.—No tengo dinero, ¿vale? Así que

ya puedes decirle al que sea de los

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tiburones para el que trabajas que estáperdiendo el tiempo.

—No vengo a por dinero.—¡Pues no te vas a llevar tampoco

ni una tajada de mi carne!—No he venido a darte un mordisco.La enorme cabeza se ladeó.—Entonces, ¿a qué has venido?Volví a dejar a la gata en la ventana.

No parecía que me tuviera muchomiedo. Quizá porque el «cuerpo» quehabía caído abajo se había desvanecidocomo la ilusión que era.

—Sólo quiero hablar contigo.—¿De qué?—De lo que pasó anoche en la

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discoteca de Ray.Aquellos enormes ojos parpadearon

sin dejar de mirarme.—¿Cómo dices?—Ya me has oído.—No, no te he oído. Es el tipo de

conversación que puede dejarmeclavado al suelo por el cuerno —contestó el luduan, dándose golpecitoscariñosos en el cuerno—. Se supone queeste cuerno es un afrodisíaco, ¿sabes?Aunque no es que últimamente me hayaprocurado mucho placer. ¿Tienes ideade las pocas damas luduans que existenhoy en día?

—Pues no.

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—Ni yo —negó él amargamente—.Sólo sé que por aquí no hay ninguna.

—Es un asco. Y ahora, ¿vas aayudarme o no?

—¡No!—¡Eh, gatito, gatito!—¡Basta ya!—Escucha: puedes hablar conmigo o

con los chicos de Fin. Están esperándoteabajo. Pero yo soy mucho más simpática—le dije. Él me lanzó una mirada mortal—. Vale, eso es mentira. Pero puedoayudarte a salir.

—¿Cómo?—Dime lo que sabes y te saco del

lío con Fin.

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Yo no podía permitirme pagarle lasdeudas, pero no creía que Mircea mepusiera muchas pegas por un pequeñodesembolso en su cuenta corriente si esoayudaba a Louis-Cesare.

Él me miró durante un buen rato consus ojos dorados más brillantes que lasfarolas de la calle.

—Toca mi cuerno —me dijo al fin.Entonces fui yo la que se mostró

cauta.—¿Eres un pervertido?—No, pero hagamos como que sí —

dijo él, olfateando el aire—. No eres mitipo.

Tenía que darle las gracias a Dios

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por esas pequeñas clemencias.—Si me envenenas no podré

ayudarte con Fin —señalé yo.Él bostezó y enseñó una boca llena

de dientes afilados como agujas. Hacíanjuego con las garras de las patas.

—Tranquila. Solo estaba fardando.Aunque no es que no me sepa unoscuantos trucos, ¿eh?

—Como el de la llama de…—Cállate.Decidí que no tenía tiempo para

andarme con suspicacias. Subí aldescansillo de la escalera de la terceraplanta y toqué el cuerno. Y en cuanto midedo rozó la punta, él me la clavó.

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—¡Auj!—¡No seas niña! —exclamó él

mientras su cuerno, aparentementeporoso, absorbía mi sangre.

Él puso los ojos en blanco y sequedó ahí sentado, murmurando yponiendo caras raras. Yo lo dejé en pazun minuto y le di un achuchón a la gata.La malcriada gata maulló y él abrió losojos.

—Eres toda una tía, ¿lo sabías?—Ya te he dicho que más vale que

no seas un pervertido.—¡No es eso!—Pues casi me engañas.—Como si fuera difícil —se rió él

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—. Y ya puedes soltar a Mini. Sé que novas a tirarla.

—¿Quieres apostar?Él suspiró.—Señorita… ¿o puedo llamarte

Dorina?—¡No!—Vale, Dorina, te lo voy a explicar.

Soy un luduan. Al saborear tu sangre séqué tipo de persona eres: si me estásmintiendo, bla, bla, bla —dijo, haciendoun gesto con la pata—. Ya sabes cómofunciona esto, de otro modo no estaríasaquí. Así que no me hagas perder más eltiempo.

Yo suspiré y saqué el arma.

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—Tienes razón. Soy incapaz dematar a una criatura simplemente pordiversión. Por otro lado tú…

—¡Eh! —exclamó él, entrecerrandolos ojos—. No hace falta ponerseagresivos. ¿Te he dicho yo que noíbamos a hacer el trato?

—¿Entonces a qué ha venido todoeso de la sangre?

—Es para dejar las cosas claras.Ahorra tiempo. De otro modo la genteintenta mentirme y eso me produceverdaderos dolores de cabeza —dijo elluduan, tocándose la frente junto alcuerno—. Justo aquí.

—Entonces, ¿hacemos un trato?

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—No lo sé. ¿Qué es lo que quieressaber exactamente?

—Bueno, para empezar podríasdecirme quién mató a Jókell.

La criatura echó las orejas atrás,abrió los ojos inmensamente y despuésempezó a hacerme señasdesesperadamente con la pata.

—¡Entra aquí!Podía ser una trampa, pero no lo

creía. Él parecía estar realmenteasustado. Antes de que pudiera dar unpaso me enganchó por la chaqueta con elcuerno y me arrastró dentro.Inmediatamente cerró la ventana. Meencontré en un estrecho pasillo en el que

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olía a moho, a pis y a condimentos.No tuve tiempo de observar a mi

alrededor porque me arrastró alapartamento antes de que mis ojos seajustaran al cambio de luz y cerró lapuerta.

—¿Está muerto? ¿Estás segura?¿Qué ocurrió?

El luduan movía la cola adelante yatrás con mucho nerviosismo y caminabade un lado para otro por el apartamento.Parecía aterrado.

—Sí, sí, estoy segura. Alguien lesacó las tripas —dije yo.

Busqué a mi alrededor una silla,pero no había ninguna.

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—¡Pero él tenía la protección! —exclamó la cosita verdaderamenteangustiada.

—¿Te refieres a la Naudiz?—¡Sí, esa cosa! —volvió a

exclamar, arrugando toda la cara paraesbozar lo que yo supuse que era ungesto de mal humor—. ¡Ojalá no hubieraoído hablar jamás de ella!

—Todo el mundo dice lo mismo.Pero entonces, ¿qué pasó?

Él suspiró y se sentó sobre las patasde atrás, pero según parecía a su juiciola cabeza le quedaba aún demasiadobaja con relación a mí.

—Siéntate, ¿quieres?

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—¿Dónde?Era evidente que el apartamento

estaba pensado para seres no humanos.La escasa luz de las farolas que entrabaformando un ángulo por las rendijas delas persianas dibujaba rayas sobre unnido de mantas colocadas en el suelo,una cuerda de cuero sin curtir que servíade hueso para afilar los dientes con unextremo mordisqueado y un par deplatos. Supuse que los platos eran parael gato, porque también había montonesde envoltorios de comida basura por losrincones.

—Las sillas están allí —dijo él,captando el lenguaje de mi cuerpo—.

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Las tengo para mis clientes bípedos.Usó el cuerno para señalarme una

pila de sillas plegables amontonadas enla zona del comedor, y yo fui a por una.Por fin nuestros ojos estuvieron a unnivel más similar.

—Cuéntame.—Fue la peor noche de mi vida:

estaba convencido de que me moriría.—¿Estabas allí? ¿Estabas en el

despacho cuando lo atacaron?—Sí. Llevaba allí como un minuto.

Llegué tarde porque tuve que esperar aque se marchara el vampiro propietariode la discoteca. Se suponía que iban aentretenerlo para que saliera de la

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oficina, pero no hizo falta. Se marchópor su cuenta y yo entré. Y unossegundos más tarde llegó el matón.

—Tú trabajabas para Geminus. —Yo no quería hacerlo, pero necesitaba eldinero. Estaba en deuda con él; unadeuda de aúpa. Y los chicos de Fin ibana descuartizarme; me habrían matado.

—¿En deuda? ¿Por qué?El luduan parpadeó varias veces sin

dejar de mirarme.—Estás de broma, ¿verdad?

Geminus es el propietario de la mitad delos garitos de pelea ilegales de por aquí.Peleas entre un fey y un humano, entre unfey y un fey, entre un humano y un

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humano; cualquier cosa. En serio: todovale mientras la gente pague por verlo.O apueste.

Me quedé mirándolo. Algunas piezasdel rompecabezas iban encajando en sulugar. Aparte de las drogas y de lasarmas, otra de las cosas que seimportaban ilegalmente de Fantasía eranlas peleas sin cuadrilátero. Era irónico,porque era precisamente de esas peleasde lo que huían los feys de la oscuridadcuando escapaban de Fantasía y de susoponentes, los feys de la luz, y llegabana Nueva York en busca de una vidamejor. Algunos feys de la luz lostrataban como a animales, pero al llegar

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aquí se encontraban con que no tenían nicontactos, ni elección.

Las autoridades impedían las peleassiempre que se topaban con una, perotampoco era para ellos una prioridad.No era un asunto importante y menos enplena guerra, y al fin y al cabo eso era loúnico que le importaba a la gente. Opuede que hubiera otra razón.

—¿Me estás diciendo que unsenador está implicado en elcontrabando de las peleas?

—¿Implicado? ¡Él es el que lodirige todo! Lleva haciendo contrabandomás tiempo que nadie. Comenzótrayendo a gente para las peleas que

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había ya montadas aquí, y luego seseparó y se montó su propio tinglado.Ahora mismo está metido en un poco detodo.

Me quedé ahí, sentada. Me estabaponiendo cada vez más furiosa. No erade extrañar que estuviera costándonostanto trabajo acabar con loscontrabandistas. Geminus debía deandar soplándoles a los suyos cada unode nuestros movimientos. Y mientrastanto nosotros íbamos quitándole de enmedio a sus competidores como Vleck oRay. Así que él se llevaba cada vez unaporción más grande de la tarta.

Debía de ser verdad que no le

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interesaba la política.—¿Para qué quería él la runa?—No me dio detalles, pero supongo

que la runa le permitía controlar laspeleas. Si le daba la piedra al luchadorque quería que ganara, podía saber elresultado con antelación. Y así sellevaría más tajada de la que se lleva ya.Mi deuda no era nada comparada coneso.

—Así que accediste al cambio.—Me pareció sencillo: un pequeño

truco de manos que no hacía daño anadie. Jókell se llevaría su dinero y yome libraría de todas las deudas quetengo con todo el mundo y me quitaría

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de encima a Geminus. No esperaba quenos atacaran.

—¿Qué ocurrió?—Yo apenas acababa de llegar.

Jókell había sacado la runa del colgantey estaba a punto de tendérmela cuandode pronto la puerta se abrió de golpe yalguien me lanzó volando por eldespacho.

—¿Quién te atacó?—No lo sé. No lo vi.—¿Qué quieres decir? ¿Cómo que

no lo viste? ¡Tú estabas allí!—Justo allí. Y casi inconsciente. Me

di un golpe contra la pared y no me abríla cabeza de milagro. Oí que peleaban

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detrás de mí, me di cuenta de que algoestaba saliendo mal y comprendí quetenía que largarme. Pero sólo había unaventana y estaba tapiada, y esos dos seestaban peleando en medio deldespacho. Imposible llegar hasta lapuerta.

—¿Qué hiciste?El luduan encogió sus lustrosos

hombros perrunos o lo que fuera.—Lo único que podía hacer.

Traspasar el portal de Fantasía. Peroallí el tiempo ahora va más despacio,así que por eso he tardado tanto envolver. Yo había dicho que era como siel luduan hubiera desaparecido de la faz

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de la tierra. Solo que no sabía que fueraverdad en sentido literal.

—¿No viste nada?—Volví la vista justo al atravesar el

portal para ver si alguien me seguía. Yvi a alguien con una capa oscura. Perono le vi la cara.

—Pues dime lo que viste. ¿Eragordo o delgado? ¿Alto o bajo? ¿Visteel color del pelo?

—Vi la espalda de la capa, y vi quellevaba la capucha puesta; no sabríadecirte más. Además a mí todosvosotros me parecéis altos.

Él musitó algo que sonó a «planetade mutantes».

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—Olores, entonces. ¿Cómo olía? Osonidos. ¿Dijo algo?

Llegados a ese punto, yo meconformaba ya con cualquierinformación que pudiera darme.

—Yo no tengo esos sentidos tandesarrollados como vosotros, y en esadiscoteca hay demasiados olores ydemasiado ruido. Además, me pareceque no dijo nada.

Me quedé mirándolo con frustración.Tenía un testigo que no se habíamolestado en mirar… ni en ninguna otracosa. Perfecto.

—Tú sabías que yo era una dhampirantes incluso de que abriera la boca —

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le recordé yo—. Debiste de notar algo.—Sé distinguir las especies incluso

aunque disfracen su aspecto conglamour. Es la verdad —dijo meneandouna pata.

—Entonces, ¿qué era?Él abrió la boca para decir algo,

pero enseguida se interrumpió y fruncióel ceño.

—¿Sabes? Es extraño.—¿El qué?—No había pensado en ello. Pero

ahora que lo dices, yo juraría que erahumano.

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34

La conversación con el luduan no mehabía ayudado todo lo que yo esperabaporque el único humano involucrado enel asunto estaba muerto. Pero losvampiros tienen siervos humanos eincluso los magos los tienen de vez encuando. Y el luduan me habíaproporcionado una diminuta pepita deoro.

Antes de llegar al portal ya tenía elteléfono en la mano.

—Geminus —dije.—El maestro…

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—Va a lamentarlo mucho si noatiende a esta llamada. Puedo hablar conél o con Marlowe acerca delcontrabando de peleas que dirige. Éldecide.

En menos de un minuto Geminus sepuso al teléfono, lo cual era ya bastantesignificativo. El procedimiento estándaren estos casos consiste en dejar a lagente como yo esperando, aunque claro,él probablemente temía que luego yohiciera lo mismo. Una llamada alSenado y Geminus sería un chico de lomás infeliz.

—¿Qué quieres? —me soltó en eloído sin darme tiempo siquiera a decirle

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hola.—Ya te lo he dicho.—¡Yo no la tengo!—¡Lástima! No cabe duda de que

hasta ahora has conseguido ocultar tushuellas muy bien, pero eso es porquenadie se ha molestado en observarte decerca. Lo malo es que ahora eso va acambiar, no creo que sea difícilencontrar pruebas de tus operaciones decontrabando. Y eso sin tener en cuentaque probablemente los feys…

—¿Dónde estás? —me interrumpióél bruscamente.

—En Chinatown. ¿Por qué?—Quédate ahí y no te apartes del

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teléfono.—Si me estás dando largas…—No es eso. En serio que no tengo

la piedra. Pero puede que sepa quién latiene.

—¿Quién?—Eso no tienes porqué saberlo. Iré

a por ella y me reuniré contigo. —Laconexión se cortó.

Alcé la vista. Frick y Frack memiraban.

—Ése era el senador Geminus —dijo Frick.

—¡Entonces sí que hablas!—¿Le estás haciendo chantaje?Aparté el teléfono antes de decir:

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—Hemos llegado a un acuerdomutuamente ventajoso.

—¿Y el contrabando?Según parecía alguien había estado

escuchando. No era de extrañar; ésa eraprobablemente la razón por la queMarlowe los había enviado.

—Si él se aviene al trato yo tendréque guardar silencio con respecto a esetema. Aunque, por supuesto, lo quehagáis vosotros no es de miincumbencia.

Frick y Frack sonrieron.

Media hora más tarde estaba buscando

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otro diminuto bollito de cerdo a labarbacoa por la escueta y barata bandejade bambú y observando la escena que sedesarrollaba delante del escaparate delrestaurante. Chinatown siempre me haresultado interesante, pero aquella nocheestaba especial. Ante mi desfilaba un ríode brillante lapislázuli con todas susescalas de color; un río que giraba y seretorcía en el tradicional baile deldragón con la larga espalda serpenteantecasi negra salpicada con las manchas decolor de las luces de neón de losalrededores.

El improvisado desfile había pasadoya dos veces por allí. Una multitud de

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gente seguía a los bailarines como sifuera la marea y bloqueaba la puerta deentrada del restaurante. El propietariono hacía más que quejarse desde supuesto detrás de la caja, pero lascamareras y los clientes disfrutaban desu butaca en primera fila. El festival dela Luna de agosto era un acontecimientoimportante, y todo el mundo estaba debuen humor.

Todos menos yo. Geminus no mehabía llamado y su teléfono me mandabadirectamente al buzón de voz. Me bebíla cerveza a ver si conseguía calmar losansiosos latidos del corazón y observéel espectáculo como todo el mundo.

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Los palitos de cerdo traqueteabandentro del cuenco de bambú. Añadí otrotrozo de pan rancio a la torre que habíamontado encima de la mesa. Elcamarero me miró abriendoenormemente los ojos. Era evidente quese preguntaba dónde metía yo todo eso;

—Es mi metabolismo —le expliqué.Estaba pensando si pedir más

bollitos o el surtido mongol a labarbacoa cuando sentí una carga deenergía estática erizarme el pelo de lanuca. Giré la cabeza y vi a un vampirobajando por la calle y parpadeando porun momento ante la brillante fila deculos de pato del escaparate. Se paró en

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la esquina. Las sombras se alargaban yse acortaban a su alrededor segúnincidieran sobre él las lucesintermitentes de neón que tenía encima.

No era Geminus. Vi un rostroagradable de rasgos bastante normalesbajo una franja de cabello oscuro. Notenía absolutamente nada deextraordinario, excepto la sensación depoder que irradiaba de él como si setratara de un pequeño sol. Observécómo su figura se iluminaba y sedesvanecía, se iluminaba y sedesvanecía, hasta que pareció como sifuera su rostro mismo el que fluía enlugar de la luz.

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No había muchos vampiros con unaura de poder tan fuerte, y la mayorparte de ellos estaban en ese momentoen el desafío. El tráfico se detuvo y élcruzó la calle. Y yo entrecerré los ojos.

A pesar de los estereotipos haymuchos chinos altos. Y también los hayque rellenan muy bien los vaqueros,cada uno a su manera. Pero hay pocos decualquier raza o condición que semuevan entre la multitud con la graciade un bailarín en una pista de baile.Conocía esa forma de moverse.

Y conocía ese inconfundible culo.Me tragué lo que quedaba de la

Kirin, le di un billete de cincuenta al

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camarero y salí a toda mecha a labrillante y colorida noche.

El vampiro iba ya casi una manzanapor delante de mí. Se movía conagilidad entre la masa de gente delbarrio con sus bolsas de la compra y losturistas con sus cámaras de fotos. Alllegar al atasco formado alrededor deldragón conseguí acercarme a él losuficiente como para ser capaz deolerlo. La distancia era la correcta.Inhalé una vez, pero solo capté el oloracre de la pólvora de los petardosprohibidos que tiraban los adolescentes.Entonces el viento cambió y comenzó asoplar en mi dirección. Me eché atrás

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rápidamente.Pero alguien me agarró del brazo.Me giré, tiré a mi agresor contra el

escaparate negro de una tienda cerrada yle puse un cuchillo en la garganta.

—Tttu cambio.—Lo siento —musité nada más

reconocer los asustados ojos negros delcamarero del restaurante.

Me puso unos billetes en la mano ysalió corriendo.

La distracción había sido breve,pero cuando se trata de perseguir aalguien que corre como el viento bastacon eso. Corrí por la calle hasta uncallejón y me encontré con lo que

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esperaba. La luna llena colgaba gorda ynaranja del cielo, brillante como unalámpara entre las rendijas de losedificios. Iluminaba bloques de cuatro ycinco pisos, cubos de basura y unriachuelo de agua que bajaba por elcentro mismo del callejón. Pero nadamás.

¡Maldita sea!De todos modos seguí adelante.

Paraba cada pocos pasos para oler elaire. No había conseguido captar suolor, pero tampoco me importaba.Aquella fragancia en particular estababien grabada en mi mente. No obstantelo único que pude oler fue a meada de

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perro, a gasolina y a basura. Esta últimatenía un fuerte pestazo a pescadopodrido. Probablemente porque al finaldel callejón había un mercado depescado, y sus luces eléctricaspenetraban la oscuridad como un faro.

El vampiro se había marchado enesa dirección. Finalmente lo capté en elaire. No era más que un sutil hilo defragancia mezclado con el olor de loslimpiadores que usaban los propietariosde los puestos, el cloro del agua y elolor de la vida marina recién pescada.Sin embargo no lo veía por ningunaparte.

Pero sí vi otra silueta.

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Di un paso atrás para escondermeentre las sombras. Una figura alta concapa y capucha bajaba por el callejón.En Nueva York, en pleno agosto, nohace falta llevar abrigo a menos que unoquiera ocultar algo. En mi caso ese algoson las armas. Pero no creo que fueraésa la razón de llevar capa.

Por debajo de la capa, el asfalto ibailuminándose con una débil luz blanca alpaso del encapuchado. La siluetatambién irradiaba un fino halo de luz;era como si la fibra de la capa no fueralo suficientemente gruesa como paraevitar que la luz se esparciera.Probablemente no se notara en la calle,

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en medio de la claridad y del color,pero en la oscuridad del callejón lafigura brillaba.

Frick y Frack se pegaron a mí, cadauno a un lado, como si fueran miscolumnas de apoyo.

—Es un fey —dijo uno de ellos.No necesitaba que me lo dijera.Un poco más adelante apareció por

fin la figura oscura bajo la luz de unafarola. Desapareció de la vista al giraren una esquina. El vampiro surgió de lanoche y siguió caminando, y el fey losiguió como un fantasma. Con nosotros ala cola se trataba ya de un desfile.Habría resultado divertido de no ser

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porque yo estaba convencida de que senos unirían muchos más.

—¿Podéis distraerlo? —le preguntéa Frick.

—No tenemos órdenes de ocuparnosde ningún fey.

—No te pido que te ocupes de él,sólo que lo distraigas. Asegúrate de quepierde a su objetivo —dije yo. No semolestaron en contestarme y tampoco semovieron—. ¿Cuáles son exactamentevuestras órdenes?

—Ayudarte y protegerte.—¡Dios!, Marlowe debe de estar

desesperado —dije yo. Frickpermaneció impasible, pero Frack curvó

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ligeramente los labios. Lo vi—.Escuchad, no tengo tiempo paraexplicaciones. Pero si hay un fey,probablemente habrá más… puede quemuchos más. Y a ellos no les molestaráni lo más mínimo ocuparse de nosotros.

Frick siguió en silencio, pero Frackse inquietó ligeramente y por fin dijo:

—Si la pillan siguiéndolos notendremos más remedio que defenderla.Y si hay más no tendremos muchasposibilidades de salir airosos.

Frick siguió sin responder, perodespués de una pausa suspiró. Unsegundo después se internaban en lanoche detrás del fey. Les concedí una

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pequeña ventaja y después los seguí.Lejos ya de las mareantes luces del

mercado apenas podía distinguirse nadaen medio del enredo de las siluetasapresuradas y los extraños ángulos enque se convirtió la calle. La capa no erasino un tenue brillo y las profundas yasfixiantes sombras de ambas aceras setragaban su escaso resplandor. Elvampiro era sólo una textura diferentede la misma noche.

No vi con exactitud lo que ocurrió.Al principio la capa iba alcanzando alvampiro, pero al segundo siguientesimplemente desapareció. Puede quehubiera torcido por otro callejón o que

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hubiera cruzado a la otra acera, pero nome lo pareció. Visto desde donde yoestaba, pareció simplemente como sidesapareciera.

Los chicos de Marlowe eran buenos.Me pregunté qué estarían planeandohacerle. Y decidí que me daba igual.

Llegué al cruce de una calle llena degente justo a tiempo de ver al vampiroentrar en un garito oriental de sopa defideos en una esquina. Lo seguí. Entrelos camareros que gritaban los pedidosen dirección a la cocina, la gente de pieante el mostrador haciendo cola parapedir y las pequeñas mesas abarrotadas,estaba todo repleto. Pero un rápido

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vistazo me bastó para comprobar queninguno de mis dos objetivos estaba allí.

Crucé la puerta batiente en direccióna la cocina. Esperaba que me llamaranla atención, pero solo me gané unamirada indiferente por parte de losempleados, que sudaban a marestratando de preparar todos los pedidos.Salí por la puerta de atrás, abierta sinduda con el objeto de ventilar la cocina.

La pared exterior estaba pintada congrafitis. La salida daba a un pequeñohueco en el que había una mesa depiedra, un montón de colillas en el sueloy una pila de bolsas de basura. Unandrajoso toldo se mecía al son de la

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escasa brisa. Sobre la mesa las moscashusmeaban los restos de una cena.

Estaba oscuro. En silencio. Yparecía de lo más aburrido.

Volví la vista hacia la cocina, endonde los empleados seguíanapresurándose de un lado para otro sinhacerme el menor caso. Parecíancómodos con el hecho de que losclientes rondaran por aquel espacioprivado. Me dio la sensación de que porallí pasaba mucha gente. La cuestiónera: ¿adónde iban?

Me detuve junto a la mesa. A pesarde que la escena resultaba de lo másnormal había algo que no encajaba.

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Tardé un minuto en darme cuenta de quese trataba de la basura.

Las moscas se estaban comiendo lacena, pero no hacían el menor caso delgeneroso regalo de bolsas de basura quetenían delante. Me acerqué al montón yretorcí la nariz. No por lo que olí, sinopor lo que no olí.

Esperaba la peste penetrante de lacerveza amarga, la acidez de lasverduras podridas, el hedor de la carneputrefacta. Esperaba que olieran mal.Pero no olían mal. En realidad no olíana nada y no me extrañó porque la verdadera que no estaban allí.

No es buena idea dejar algo que uno

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teme perder en medio de un hechizoopaco. Volví a la cocina, donde seapilaba una montaña de bolsas de basurade verdad en un rincón. Por fin detrás dela tercera bolsa encontré un contenedorvacío de aluminio de tamaño industrial.Dentro no había más que un tubo largode cartón que saqué y me llevé alhechizo de fuera.

Como periscopio provisional no eranada del otro mundo, pero me permitióasomarme sin arriesgar la cabeza. Eltubo no ardió ni se partió en dosinmediatamente, lo cual también fue unaventaja. Por supuesto eso no significabaque no hubiera trampas explosivas; sólo

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que si las había, estaban colocadas másabajo.

A través del tubo vi un tramo deescalones que daban a una cancela deseguridad. Por la rejilla ornamental dela cancela salía una luz que dibujabasombras con forma de arabescos negrossobre las escaleras. También arrojaba lasombra de una silueta pegada a la paredcon un objeto que tenía todo el aspectode ser un rifle sujeto a la altura delcodo. No pude captar el olor con lasuficiente claridad como para averiguarquién era, pero no por culpa del hechizo.El olor dulce y acre de una marihuana dela mejor calidad subía por las escaleras

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e inundaba mis vías respiratorias conexclusión de cualquier otro aroma.

El hecho de que tuviera un rifle nosignificaba que no fuera un vampiro,pero la marihuana sí. Las drogas notienen efecto sobre los vampiros porquecarecen de metabolismo; son algo quepor lo tanto no les interesa. Tienen otrosvicios para compensarlo.

Me erguí, me guardé el tubo pordentro de la chaqueta y salté a través delhechizo. Cualquier ligera duda que mehubiera quedado con respecto al tipo deportero con el que iba a enfrentarmedesapareció al ver que no se producíaninguna respuesta inmediata ante el

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pitido que emitió el hechizo nada másatravesarlo. La sombra de la bota detacón del portero incidió por fin sobre elcemento cuando yo ya había bajado todala escalera y había metido la mano porla rendija de arabescos para agarrarlode la camisa. Le golpeé la cabeza a todaprisa contra la cancela de dos hojasfirmemente cerrada y él se derrumbó.Llevaba las llaves en el bolsillo.

Sencillo.Lo que no fue tan sencillo fue

soportar la reverberación de lasparedes. Sonaba como a tambores ocomo a latidos rápidos de muchoscorazones. No pude descifrar qué era,

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pero me alteraba la presión sanguínea.Entré y salté por encima del porteroinerte. Me tomé un segundo paraesposarlo a la cancela con las esposasque él tan precavidamente llevaba en elbolsillo de atrás.

Entonces vi que se me habíanpegado un par de puntos rojos a losvaqueros. Me despegué uno con el dedo.Dijo «Cuarenta y dos». Me despeguéunos cuantos más. Llevaban númerosescritos. Procedían de una caja en la quehabía muchos puntos rojos, bastantesnaranjas y un par de círculos amarillosbrillantes. Todos tenían númerosescritos encima excepto los amarillos.

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Cogí uno de cada, me apoderé de lalinterna del portero y seguí andando porel pasillo. Se inclinaba hacia abajo conuna fuerte pendiente; no tanta como la delas escaleras, pero casi. El sonido eracada vez más atronador a medida quebajaba porque se producía un extrañoeco en aquel lugar cerrado. Y sinembargo me sonaba de algo, había oídoantes ese ruido, solo que no conseguíalocalizarlo.

Hasta que de pronto no necesitédarle más vueltas.

Al final del pasillo se abrió de golpeuna puerta y un tipo salió, evidentementeen estado ebrio. Al mismo tiempo una

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ola de luz, ruido y olores penetraron enel pasillo. Sujeté la puerta antes de quese cerrara y vi que me hallaba en laparte trasera de una sala grande conasientos corridos al estilo de gradasrepletos de gente. No podía ver grancosa porque un par de tipos enormes mebloqueaban la visión.

Los dos vampiros me miraron. Unotenía pinta de aburrido; el otrosimplemente de malévolo. El aburridodijo algo, pero no comprendí qué. Tengoun oído excelente, pero el nivel acústicodel local era increíble. El jolgorio quese desarrollaba a sus espaldas habíaalcanzado su culmen y la multitud

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charlaba y daba golpes en el suelo conlos pies.

Ése era el extraño sonido que habíaoído: el golpear rítmico y colectivo decientos de pies sobre el suelo sucio.Aquel lugar parecía un sótano: uno deesos locales de los que hay miles en losviejos edificios de Chinatown. Esossótanos, junto con los túneles que losconectan, los utilizaban en su día lasmafias chinas como ruta de escape ensus constantes rencillas. En la actualidadse han convertido en su mayoría encentros comerciales y en almacenes paraguardar las falsificaciones de Gucci decontrabando.

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Pero éste tenía otra función.A lo largo de una mugrienta pared

había un grafiti dorado, pero adiferencia del que había en el local deFin no avanzaba. En su lugar una seriede contornos abstractos enmarcaban unalista de nombres con números en lacolumna de al lado. Eran apuestas,comprendí.

El vigilante aburrido señaló el puntoamarillo pegado a mi ropa y ladeó undedo a la izquierda. Yo no sabía quésignificaba el gesto, pero seguí suindicación. Al menos podía pasar.

Rodeé a la multitud sin alejarme dela pared en busca de la figura a la que

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había estado persiguiendo por la calle.No fue fácil, porque yo estaba al fondo ymi cabeza quedaba a la altura de loshombros de muchos de los clientes. Peroaquí y allá capté lo que me pareció unaversión en vivo y en directo de losenormes pechos de Olga.

Un enorme ogro con un taparrabosde piel pinchaba con una lanza a un trolvestido con la misma escasaindumentaria. El trol tenía una porra,pero no la usaba. La tenía tirada en elsuelo; la pesada madera era un pobresustituto de sus propias manos, que erancomo piedras.

Parecía como si el trol quisiera

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cascarle la cabeza al ogro como si setratara de una nuez. La idea no hacíamuy feliz al ogro, que no dejaba depinchar al trol con la lanza en losdiminutos ojos. Pero teniendo en cuentalo inútiles que son los ojos de los trols,la estrategia me pareció poco eficaz. Yademás tenía el contraproducente efectode cabrear al trol.

Por suerte para el ogro, que debía deser la mitad de grande que el trol, lasmontañas de carne de trol no se muevencon demasiada rapidez. No hacía másque mantener las enormes manos alzadashasta que una de ellas cayó al suelo conun tremendo golpe. Según parecía

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comenzaba ya a sentirse frustrado, perotambién el ogro empezaba a hartarse.Aquello no duraría mucho más.

Vi una especie de asientosconstruidos con cajas por encima denuestras cabezas. Formaban unaplataforma pegada a la pared. Parecíacomo si la hubieran construido paratapar la entrada de otro túnel por el queatisbé un montón de desvencijadospeldaños de madera que se perdían en laoscuridad.

Me dirigí allí. Esperaba que lasescaleras me proporcionaran un puntode vista ventajoso desde el queexaminar toda la sala. Al pie de las

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escaleras había un vampiro que vigilabael paso, bloqueado con una cuerda. Alver que llevaba la etiqueta amarillapegada a la camiseta me dejó entrar.Había subido la mitad del tramo deescaleras, que vibraban suavemente conel entusiasta repiqueteo de la multitud,cuando de pronto se sacudieronviolentamente.

Un hombre salió tambaleándose dela oscuridad en lo alto de las escaleras.Por la pechera de su camisa blanca sederramaba una cascada de sangre rojabrillante. Apenas conté con unossegundos para reconocer a Geminus; vercomo se balanceaba sobre el descansillo

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superior de las escaleras, la heridaabierta en el cuello, el cuchillo clavadoen la espalda y la expresión deincredulidad en su rostro. Después cayóal suelo en medio de sus dos agresores,sangrando y manchando la arena.

Según parecía, al final, aquellaantigua profecía era cierta.

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35

Por un momento pude ver cómo elcálido brillo del poder de Geminus sedisolvía y dispersaba a través de su pieligual que la luz del sol se disipa a travésde un paño. Todo se tornó blanco ydorado; toda la sala se bañó de un fuegorojizo e intermitente. Fue extrañamentebello, pero a diferencia del resto de lospresentes yo no perdí el tiempo y no mequedé a verlo. Había visto morir ademasiados vampiros y sabía quéocurriría después.

Los jóvenes no resultan tan

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llamativos en el momento de la muerteporque tienen poco poder que expandir.Pero Geminus tenía dos mil años deenergía acumulada, y esa energía teníaque ir a alguna parte. Y a diferencia deElyas, sus maestros no estaban allí paraabsorberla.

Alcancé el descansillo superior delas escaleras justo en el momento en elque se producía un repentino y fuerteresplandor ya casi a mi espalda. Volvíla vista atrás para ver serpentear loscálidos hilos blancos alrededor delcuerpo tendido en el suelo. Después seprodujo el relámpago… y por unmomento Geminus se convirtió en una

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antorcha humana de una brillantezimposible. Aceleré al sentir que algoenorme azotaba todo el lugar: unaenergía invisible que hacía temblar elaire y que provocaba una lluvia depolvo procedente de las vigas. Despuésel mundo desapareció con el estruendode un trueno.

Yo iba por la mitad de un pasilloque descendía, pero la reacción fue losuficientemente violenta como paralanzarme media docena de metros másallá. Aterricé de lado y rodé, me apartédel resplandor y me tapé los ojos conlas manos. No sé si al liberar Geminussu poder las escaleras se vinieron abajo

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o si a la gente le entró pánico y trató desalir por la puerta principal, pero a mínadie me siguió por las profundidadesdel túnel excepto el polvo ondulante ymuchos gritos.

Por un segundo permanecí en elsuelo respirando pesadamente, cubiertade polvo y llena de heridas. Hasta queparte del techo se derrumbó y tuve quesalir corriendo a cuatro patas paraalejarme de la lluvia de cascotes. Sentícomo si una docena de puños mecayeran encima y vi cómo se abríanrápidamente las rajas del techo.

Había un túnel lateral más adelanteasí que me lancé hacia allí, temerosa de

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convertirme en una residente permanentede los bajos fondos de Chinatown. Peroal final no se produjo la esperadadestrucción completa. Aquellos túnelesllevaban en pie desde el siglodiecinueve; supongo que habíanaguantado cosas peores.

De todos modos me aferré a lapared. Oía mi propia respiracióntrabajosa en los oídos. No me gustan lossitios oscuros. De verdad: no me gustanlos lugares cerrados, oscuros y bajotierra. Y el hecho de que acabara deproducirse un asesinato allí mismo nocontribuía a calmar mi fobia.

Saqué la linterna del bolsillo de la

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chaqueta. Tengo bastante buena vista ypor lo general no la necesito, pero lahabía cogido por si acaso. Aquellaherramienta de acero servía tambiéncomo porra y me resultó reconfortantesentir su solidez en la mano alencenderla.

Al principio lo único que vi fue elladrillo deshecho, la suciedad, el polvoy una piedra cubierta de telarañas a unlado. Pero luego el rayo de luz alumbróuna mancha oscura en el suelo. Sangre.Fresca.

Me agaché, escuché atentamente y oíuna débil voz que juraba desde algúnlugar al fondo de aquel laberinto. Podía

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ser cualquier cosa o cualquier persona.Yo sabía que mucha gente usaba esostúneles, pero sin duda los asesinos noquerrían llamar la atención yprocurarían no hacer ruido. Además nohabía ninguna pista en absoluto en ladirección contraria y tampoco tenía niidea de cómo era aquel laberinto. Asíque seguí la pista de la sangre.

No fue difícil. Además de la manchade sangre había una ancha franja desuelo malamente fregado cerca de lapared con marcas a su alrededor. Noparecían marcas de zapatos o de botas,sino más bien el rastro que deja algo alarrastrarlo por la mugre. Algo o alguien

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que podía haber luchado, porquetambién había señales con aspecto dehuellas de dedos.

Y después había más sangre.Probablemente habría podido seguir elrastro sin la linterna porque el olor erafuerte. Demasiado fuerte para un rastrotan débil.

Me arrodillé y tomé una muestra dela porquería centenaria del suelo con undedo. Me lo acerqué a la nariz. Y loaparté corriendo al sentir una cargaeléctrica recorrerme toda la espinadorsal. Sangre de vampiro. De unvampiro viejo, a juzgar por la sensación.Era una sangre densa y oscura, más

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negra que roja y con una textura extraña,casi como de terciopelo. Muy viejo,pensé alzando la vista.

La idea me hizo vacilar. No metengo por una persona particularmentecobarde y, por una vez, llevaba unmontón de armas y no sentía el menorreparo en utilizarlas. Pero en sudesesperación por curarse un maestroherido podía succionarme toda la sangreantes incluso de que a mí me dieratiempo siquiera a verlo. Y en ese casode nada me serviría ningún arma.

Aunque por otro lado él tenía quesaber que yo andaba por allí: estaba tancerca que sin duda él podía oler mi

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aliento y oír los latidos de mi corazón.Y todavía no se había alimentado.Seguía maldiciendo cada vez más. Perono en inglés. Escuché, fruncí el ceño, diun paso adelante y adiviné qué lenguaestaba corrompiendo más o menos en elmismo instante en el que giraba en unaesquina y lo veía.

Estaba tirado en el asqueroso suelo,reptando apoyándose sobre los codos,arrastrando las piernas por la mugre. Latúnica, una vez blanca, estaba empapadaen sangre que aún no había tenidotiempo de secarse. Había ido limpiandocon ella la capa gris de mugre que sehabía ido acumulando por las paredes

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igual que la espuma se acumula en elmar. El resultado era impactante: eracomo una especie de bollo de polvo alque yo me quedé mirando por unsegundo, paralizada del susto.

—¿Anthony?El estimado cónsul del poderoso

Senado europeo alzó la vista por encimadel hombro sucio. Y una expresión deprofundo alivio relajó sus rasgos antestensos y casi aterrados.

—¡Oh, gracias a los dioses!Parpadeé. No era ésa la recepción

que solían otorgarme los vampiros ymucho menos los maestros. Me acerquéy él me cogió de la mano. Balbuceaba

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antes incluso de que yo hubiera podidopronunciar una palabra.

—Tenemos que salir de aquí.¡Tenemos que salir de aquí ahoramismo!

—Tranquilo —le dije. Traté desoltarme porque me agarraba con talfuerza, que estaba a punto de rompermelos huesos de la mano—. El techo sesostiene.

No creo que estemos en peligrode…

—¡Ah, claro que estamos en peligro,sí señor! —exclamó él, soltando casiuna risita tonta que me hizo sospecharque lo decía con un doble sentido.

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Los cónsules jamás se ríen de esaforma. Yo creía que ni siquiera sabíancómo reírse.

—¿Peligro de qué? —le preguntécauta—. Geminus está muerto.

—¡Geminus! —silbó él el nombreentre dientes—. Ojalá pudiera matarlopor haberme metido en esto.

—¿Es que no has sido tú quien lo hamatado?

No había mucha gente que pudieravencer a un maestro de primer nivel enla arena de combate, pero yo estabadelante de una de esas personas. Segúnparecía, después de todo, Louis-Cesaretenía razón.

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Sin embargo Anthony me lanzó unamirada irritada y exclamó:

—¡No seas ridícula!—Entonces, ¿quién ha sido?Sus ojos se lanzaron como flechas a

un lado y a otro. Vi el blanco alrededorde sus pupilas. No sé si el gesto sedebía al nerviosismo o a la forma en quesu piel parecía haberse desprendido untanto de los huesos. El viejo Anthony notenía muy buen aspecto.

—Ha sido esa cosa —susurró él.—¿Qué cosa? —le pregunté yo

mientras él luchaba por ponerse en pie.No lo consiguió.—¡Esa horrible cosa! Está por ahí, y

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nos va a pillar a nosotros también. ¡Oh,sí, porque no creo que te desperdicie a titampoco! —añadió, señalándome con undedo—. Tú eres medio vampiro, ¿no?

Yo no tenía ni idea de qué diablosestaba hablando o si todavía seguíacuerdo; parecía haberse vuelto un pocoloco. Pero en ese momento mepreocupaba menos cualquier posiblemonstruo mítico que la razón por la queél no podía ponerse en pie. Hace faltamucha fuerza para derribar a un maestrovampiro, y Anthony estaba gravementeherido.

—¿Qué te ha pasado? —le pregunté.Tiré de los pliegues de la túnica que

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todavía tenía medio enrollada alrededordel cuerpo. E inhalé profundamente.

Ya sabía de dónde procedía lasangre, pensé con cierta sensación demareo. Anthony no tenía clavada unaestaca. Ni siquiera una docena. Teníatodo el cuerpo acribillado con ellascomo un puercoespín humano. Despuésde observar la sangre y las vísceras mefijé. No parecían estacas normales. Eranmás bien trozos de madera arrancadosde alguna tabla. Pero habían servidopara su fin. Algunas le habíanatravesado todo el cuerpo y le llegabana la parte trasera de la toga.

Y una de ellas le atravesaba

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directamente el corazón.—¿Por qué no te has sacado esto?

—le pregunté con desagrado y con ciertasensación de malestar.

—¡No las toques! —me gritó confiereza—. ¡Bastante me ha costadometérmelas!

Tardé un segundo, pero por fin captélo que quería decir. O eso creí.

—¿Te has apuñalado a ti mismo?—No tenía elección. La estaca que

me atraviesa el corazón está untada concera. Tenía que vaciarme de sangre paraque me bajara la temperatura del cuerpo.De otro modo ya se habría derretido.

—Y como el cuerpo de un vampiro

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no sangra mucho por una sola herida,por eso…

—¡Tuve que seguir apuñalándome!De no haber tenido cerca unos viejoscajones de madera, ahora mismo estaríamuerto.

—Tratas de ganar tiempo para quese te cure el cuello —dije yo,impresionada muy a mi pesar.

Yo había matado a muchosvampiros, pero a ninguno de ellos se lehabía ocurrido jamás nada semejante.Por supuesto la mayoría se quedabanparalizados con la estaca clavada en elcorazón. Me pregunté cuánto poder teníaque tener Anthony para ser capaz de

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moverse a pesar de las estacas y de lainmensa pérdida de sangre.

Y luego me pregunté qué habríaocurrido de haber actuado Anthony deotro modo. Geminus casi había tiradoabajo el techo. Anthony era al menos tanviejo como él y bastante más poderoso.

—Tenemos que salir de aquí —dijeyo, tratando de ponerlo en pie.

—¡Vaya! ¿Cómo no se me habíaocurrido a mí antes? —comentó él concierto malévolo sarcasmo.

Dadas las circunstancias decidídejarlo pasar y concentrarme en buscarun sitio por el que agarrarlo. No lequedaba mucho hueco libre en el cuerpo,

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así que al final lo rodeé por la cinturacon un brazo. Lo puse en pie de un tirónsobre las temblorosas piernas. Habríaestado bien poder apoyarlo contra lapared, pero eso le habría producido másdaño. Y no parecía que él pudierasoportar mucho más.

—¿Conoces estos túneles? —lepregunté.

Necesitaba saber cuál era la salidamás cercana.

—¿Tú no?—¿Por qué iba a preguntártelo si los

conociera? —contesté yo. No queríagritarle, pero pesaba una tonelada y élapenas cargaba con nada de su propio

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peso—. Nunca había estado aquí.—Pero tú vives aquí. ¿Es que no vas

nunca de exploración?—¿Bajo tierra? No.—Bajo tierra es donde ocurren las

cosas divertidas.—Bajo tierra es donde viven los

monstruos.Anthony soltó una carcajada

sorprendentemente estridente quereverberó por las paredes. Y luego seagarró a ellas musitando otra frase soezen latín. Mis conocimientos de latín noson muy extensos, pero creo que dijoalgo acerca de la abuela de alguien y deun burro con una sola pata.

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—¿Te encuentras bien? —lepregunté.

Me sentí un tanto estúpida incluso enel momento en que le hacía la pregunta.Porque era evidente que no. Pero susalud no parecía ser una prioridad en sumente.

—¡Ha vuelto! —siseó, mirando a sualrededor muerto de miedo.

—¿Qué es lo que ha vuelto?—¡Esa cosa! ¡Dioses! ¡Creí que se

había ido!Me quedé mirándolo. Me preguntaba

cómo iba a sacar de aquel laberintosubterráneo a un cónsul gravementeherido cuando estaba claro que el tipo

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se había vuelto medio loco.Y entonces yo también lo oí: el eco

lejano de un suspiro.—¡Anthoniiiiiii…!—¡No me digas que no lo has oído!

—me dijo Anthony, mirándome con ojosde loco.

—He oído algo.Hice una pausa para tratar de oír

algo más aparte de los aceleradoslatidos de mi corazón dentro delpecho… El nerviosismo de Anthony eracontagioso. Pero el sonido no volvió arepetirse.

—¿Dónde está? ¿De dónde procede?—me preguntó él en tono exigente.

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—No lo sé.—¡Oh, dioses!Los maestros vampiros detestan que

nadie les vea perder la sangre fría, yademás se supone que los cónsules estánmuy por encima de semejantes asuntoshumanos. Pero evidentemente Anthonyestaba aterrado. Decidí que no queríasaber qué podía asustar a un tipo quepodía apuñalarse a sí mismo dosdocenas de veces sin vacilar.

—Vamos.Lo arrastré por el túnel más

rápidamente de lo que sus pies estabandispuestos a andar. Él no dejaba detambalearse de un lado para otro y

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estuvo a punto de empujarme de cabezacontra la pared en más de una ocasión.Finalmente lo levanté y me lo cargué alhombro. Al fin y al cabo la mayoría delas estacas le habían traspasado ya todoel torso y le habían llegado a la espaldadespués de haberse arrastrado por elsuelo.

Llegamos al túnel principal unospocos minutos más tarde: Anthonycolgado de mi hombro como unborracho y yo sudando. Apoyé la manoen la pared por un momento y traté derecuperar el aliento. Cuando la aparté,vi que había dejado una silueta de sudor.Me quedé mirando la huella con

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resentimiento, respirandotrabajosamente y preguntándome por quénunca me tocaban los sinvergüenzasflacos. Y entonces oí ese sonido otravez. Y a menos que me equivocara,estaba más cerca que antes.

Sin embargo seguía sin poderdescifrar la dirección de la queprocedía. Había demasiados túneleslaterales y demasiados ecos. Inclusonuestras propias voces sonaban de unaforma extraña, como si vinieran demuchos sitios al mismo tiempo.

—¡Vamos, vamos!, ¿a qué estásesperando? —me preguntó Anthony entono exigente y con mucha ansiedad.

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Estaba decidiendo si dejar el culode aquel gilipollas allí o no, pero eso nose lo dije.

—¡Hay que moverse! —añadióAnthony, dándome golpecitos con eldedo.

Me aparté de la pared y volví acargármelo al hombro.

—Lo haré si me dices qué estabashaciendo aquí.

—Geminus me llamó por teléfonomuerto de miedo, despotricando acercade un fey, de no sé qué venganza y Zeussabe de qué más. Resulta que alguien leestaba haciendo chantaje por culpa deesa maldita runa y a él se le había

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metido en la cabeza que la tenía yo. Meamenazó con ir al Senado a menos quese la diera.

—¿Y se la diste?—¿Cómo iba a darle una cosa que

no tengo? —dijo Anthony irritado.—Entonces, ¿por qué creía él que la

tenías?—¿Quién sabe? Ya sabes cómo son

los gladiadores. En cuanto se les meteuna cosa en la mollera…

—Claro, no son como los senadores—dije yo, haciendo una parada—. Aesos sólo se les va un poco la lengua.

Anthony esperó medio minuto a versi yo decía algo más y por fin se

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desmoronó.—¿Serías capaz de dejarme aquí

tirado? ¿Dejarías tirado a un hombreherido?

—Tú no eres un hombre y te aseguroque no tardaría ni un latido.

Entonces él me dio una claseacelerada para aumentar mi vocabulariode tacos en latín antiguo. Yo me quedéahí escuchando.

—¡De acuerdo, muy bien! —exclamó Anthony resentido—. Ayer porla noche Geminus me vio entrar en eldespacho de Elyas momentos antes deque él muriera.

—Así que Louis-Cesare tenía razón.

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Tú lo mataste.—Puede que yo no sea perfecto,

pero soy leal con aquéllos que lo sonconmigo. Y Elyas era una vieja alianza.¡Yo no entré ahí para matar a esehombre!

—¿Y para qué entraste?—Fui a por Christine. Louis-Cesare

llevaba un siglo buscándola; tiene unaextraña obsesión con esa mujer. Penséque si conseguía tenerla bajo mi controllo atraería también a él. Fui a hacer untrato con Elyas. Estaba dispuesto aprotegerlo de cualquier venganza deAlejandro si él me daba a la chica.

—Pero no conseguiste a la chica —

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dije yo.Por fin eché a caminar medio

tambaleándome en dirección a la arenadonde había caído Geminus. Soloesperaba que las escaleras siguieran enpie.

—¡No, gracias a los dioses!—¿Qué ocurrió?—Cuando llegué a la casa para ver a

Elyas me dijeron que estaba en sudespacho. Fui allí y llamé a la puerta,pero no respondió. Entré y me loencontré atado como un ganso deNavidad.

—¿Y por qué no hiciste algo?Podías haberlo salvado…

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—¡No podía hacer nada! Ya he vistoel truco una o dos veces y me basta conun simple vistazo. La cera estabablanda. De haberme puesto a revolver lahoja no habría conseguido más queacelerar la muerte.

—Pues haberlo curado.Él emitió un gemido de

desesperación.—Puede que tú sepas hacer esas

cosas, pero yo no estoy tan bien dotado.Y aunque lo hubiera estado, dudo quehubiera podido ayudarlo. Ya le viste lagarganta: no tenía una raja, tenía elcuello seccionado en dos. Le quedabanunos segundos para morir; era

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inevitable.—¿Y eso fue lo que hiciste? ¿Nada?—Lo interrogué para tratar de

averiguar quién había sido, pero estabagrogui. No conseguí sacarle nada consentido, y estaba a punto de arrancarleuna segunda palabra cuando llegó Louis-Cesare.

—El despacho estaba insonorizado—señalé yo—. No pudiste oírlo llegar.

—El encantamiento no funcionacuando la puerta no está cerrada, y parami sorpresa resulta que no me habíamolestado más que en entornarla.

Traté de recordar y me pareció queme decía la verdad. Al menos de

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momento. La puerta del despacho estabaentreabierta cuando yo llegué; recuerdoque salía luz del despacho hacia elpasillo. Por eso es por lo supe adóndedirigirme.

—Oí que el sirviente lo precedíapor el pasillo —continuó Anthony—.Y… se me presentó la oportunidad ellasolita.

—Dejaste allí a Elyas a sabiendasde que moriría y que le echarían la culpaa Louis-Cesare.

—Y a sabiendas también de que yolo salvaría. Louis-Cesare jamás estuvoen un verdadero peligro: solo su orgullolo estuvo. Pero su orgullo bien podía

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soportar una mancha o dos, digo yo.Anthony suspiró tristemente y

continuó:—El plan era demasiado perfecto.

Debería de haberme dado cuenta: lasMoiras jamás han estado de mi parte.

Me detuve porque habíamos llegadoa la puerta que daba a la arena, o almenos yo supuse que debía de estar alotro lado. Una montaña de cascotes,ladrillos y rocas nos bloqueaban elpaso. Puede que solo esa zona sehubiera derrumbado por ser un puntomás débil o puede que todo el sótano sehubiera desplomado. Solo había unmodo de averiguarlo.

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Juré entre dientes y enfoqué con lalinterna hacia el techo irregular; esdecir, hacia lo poco que se podía ver deél a través de la nube de polvosuspendida en el aire. Veía por quélugar habían cedido los viejos ladrillos,dejando caer una tonelada de tierra yuna cascada de raíces largas y blancas.A la escasa y oscilante luz casi parecíandedos dispuestos a agarrarme, dedosque se extendieran…

Sí, bien. Ya era suficiente. Llevabaallí abajo demasiado tiempo,escuchando a Anthony despotricar.Tenía que salir de allí y sacarlo a él deinmediato, aunque lo que veía no

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resultaba nada prometedor. El únicomodo de atravesar el montón decascotes caídos, si es que había alguno,era subiéndome encima.

De pronto tuve una visión de mímisma penetrando por el hueco bocaarriba, bailando y meneándome con lasrocas a unos centímetros de la narizjusto cuando estaba a punto deproducirse otro derrumbamiento…

¿He dicho ya que de verdad, en serioque detesto los sitios pequeños yoscuros?

Pero en este caso no había otraalternativa. Me guardé la linterna en elcinturón para tener las dos manos libres.

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—Voy a ir a echar un vistazo —ledije a Anthony—. Quédate aquí.

—¿O si no? —preguntó él conironía.

—Vuelvo volando —le prometí.No sé a quién pretendía reconfortar:

si a él o a mí misma. A juzgar por laexpresión de Anthony, creo que él sí loadivinó, pero no me dijo nada. Comencéa escalar.

Resultó tan divertido como yoesperaba. Todo estaba completamentenegro a excepción del rayo de luzsaltarín de la linterna, que jamás parecíaenfocar donde yo lo necesitaba. Ycuando por fin lo hacía en realidad no

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iluminaba más que la nube de polvo quese me pegaba a la garganta, lo cual nome ayudaba en absoluto ni a ver ni arespirar. Calculé mal una distancia y medi con la cabeza en el destartaladotecho, y después metí el pie por unagujero en la tierra que cedió y provocóuna miniavalancha.

En el último segundo encontré apoyoen un trozo de pared de ladrillo que sehabía caído entero y de una sola pieza.Me sujeté y me protegí la caratapándome con la chaqueta para tratar deno respirar los kilos de polvo queflotaban a mi alrededor. Finalmente todose quedó quieto, alcé la vista y parpadeé

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para quitarme la suciedad y el polvo delos ojos.

Prácticamente estaba enterrada; solomi cabeza sobresalía de aquel agujero.Tosí, me armé de valor y traté de salirde allí, pero solo conseguí remover máslos escombros. Por desgracia la mayoríade ellos volvieron a caerme encima. Merevolví tratando de salir y creí ver unagujero más arriba, por encima de mí.Pero, de pronto, una cascada de piedrasme hizo resbalarme y caer de brucespara abajo, y luego un montón de rocas,raíces y afilados ladrillos meaporrearon por todas partes.

Caí a los pies de Anthony. El aire

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había vuelto a llenarse de polvo igualque si hubiera neblina y yo jadeaba ytosía.

—¿Y ahora qué? —preguntó élexigente.

No parecía que la paciencia fuera lamejor cualidad del cónsul.

Le hice un gesto de mal humor con lacara arañada y sucia.

—Ahora vamos a tener queencontrar otra…

—¡No! —gritó él, de nuevo aterrado—. No hay tiempo. Tenemos que salirde aquí.

—No llevo ninguna grúa en elbolsillo —solté yo de mal humor.

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Me puse en pie y traté en vano desacudirme el polvo de la ropa, peroentre mi sudor y su sangre la suciedad seme había pegado de tal modo, queformaba un bonito pastel. Sólo conseguíextender más la porquería. Decidí quequizá eso podía esperar y alcé la vistahacia Anthony, que se había quedadomirándome.

Él no iba a rogar; no estaba a puntode suplicarme nada. Pero su rostro lohacía por él. La fría luz de la linternaalumbró unos rasgos apagados y una tezsin color. Alrededor de sus muchasheridas tenía círculos oscuros ybrillantes como bocas voraces que le

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teñían la ropa y la piel. Sin embargo noparecía que le siguiera saliendo sangre.Me figuré que no le quedaba mucha más.

Se le acababa el tiempo.Observé la negrura del túnel a

nuestra espalda, pero no vi nada. Micerebro no obstante me proporcionó unaimagen de esa oscuridad, de esosdesconocidos túneles queprobablemente se abrían a más cavernasy más túneles… a vueltas e infinitasvueltas más para penetrar todavía másprofundamente en la silenciosaoscuridad. Antes o después yo acabaríapor encontrar la salida, de eso no mecabía duda. Pero no arrastrando a

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Anthony, y no estaba muy segura de quéme iba a encontrar cuando volviera abuscarlo.

—Lo intentaré otra vez —dijereacia.

Él asintió ligeramente aliviado. Pusouna mano en mi espalda y me empujó, yyo trepé por la resbaladiza pendienteuna vez más.

No sé si el corrimiento anteriorhabía terminado de derribar la mayorparte de los cascotes sueltos o si es queyo comenzaba a hacerme con lasituación, pero en esa ocasión llegué ala cima con escasa dificultad y puse unamano en el techo para no golpearme la

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cabeza. Me metí en un hueco entre eltecho y la pared y lancé un pálido rayode luz sobre el pequeño espacio quehabía podido atisbar momentos antes.

Sin duda era un agujero. Pero nopude ver nada al otro lado. No sé siporque la luz de la linterna no llegabatan lejos o porque no había nada quever. Podía deslizarme hasta allí yencontrarme con que solo había otrapared de suciedad y roca. O puede quese me viniera encima otra avalancha.

Me dolían los dedos de agarrar lalinterna con tanta fuerza y de todosmodos tampoco iba a servirme de granayuda. Me la guardé en el cinturón y

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comencé a reptar antes de cambiar deopinión. El agujero sobre la cima de lamontaña de cascotes eraclaustrofóbicamente pequeño y el aireresultaba casi irrespirable. Y cuantomás avanzaba yo más pequeño se hacía,hasta el punto de que me rozaba loscodos por los dos lados e iba raspandola pared con la barbilla.

Resultaba casi impensable arrastrara Anthony por allí incluso aunquehubiera una abertura al otro lado. Lomás inteligente era dar la vuelta, buscarotra salida lo más rápidamente posible yenviarle ayuda. Él era más duro que unapiedra, tal y como ya había demostrado;

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quizá aguantara una hora más o dos…De repente saqué la cabeza por un

hueco abierto en el que el aire estabarepleto de polvo. Me resultó taninesperado que me pilló por sorpresa yno fui capaz de parar con la suficienterapidez. Caí por otra pendiente decabeza en la oscuridad.

Me quedé allí un momento,aplastada sobre un montón de durosescombros que había al fondo, tratandode respirar. Al principio me costóporque me había quedado sin aliento.Apenas había podido inhalar algo deaire al ver a alguien de pie, justo en lasombra de una puerta.

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Aquella figura estaba cortada porbandas diagonales de luz rojiza queprocedían de algún lugar por detrás deél. Creí reconocer vagamente que setrataba del marco del grafiti; su luz sefiltraba a través de la neblina de polvo.No podía distinguir mucho ni siquieracon esa luz: el aire estaba enrarecido.Pero una monstruosa sombra se extendíaen el suelo a su lado.

Observé, apenas sin aliento ysintiéndome momentáneamenteimpotente mientras trataba de ponermeen pie. Entonces me enganché el pieizquierdo con algo y antes de quepudiera comprender con qué, la silueta

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indescriptible se echó hacia delante.Levantó la mano llevándose consigo elnegro apéndice del suelo, ondulante,gigante y aterrador.

Venía a por mí.

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Sentí tanto pánico que inmediatamentesacudí el pie con fuerza para liberarmede la gruesa y vieja raíz en la que mehabía enganchado. Procuré no hacercaso del dolor del tobillo y meincorporé con el arma en la mano. Sóloconseguí que algo me agarrara confuerza de la muñeca.

La retorcí, pero no logré soltarme,así que hice la segunda cosa que mejorse me daba: arrojar a mi agresor contrala pared. Se estrelló con un fuerte golpeque provocó que nos cayeran encima

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más polvo y más cascotes a los dos,pero siguió sin soltarme. No sé cómo medio la vuelta en sus brazos y me agarróde ambas muñecas. Así que yo le piseambos pies tratando de hacer palancapara…

—¡Por favor!, no me des un golpepor debajo de la cintura —se oyó quedecía la voz de un hombre converdadero pesar—. Todavía estoytratando de recuperarme de la últimavez.

—¿Qué estás haciendo tú aquí? —pregunté yo, relajándome por fin en losbrazos de Louis-Cesare.

—He estado siguiendo a Anthony.

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Quería saber qué era tan importantecomo para perderse el desafío del siglo.¿Por qué estás tú aquí?

—Te he seguido a ti —contesté yo.Retorcí las muñecas otra vez parasoltarme y él me dejó ir un tanto reacio,creo yo. O quizá es que me gustapensarlo—. Todo el mundo te estábuscando. A la cónsul casi le da unarabieta, Marlowe se está tirando de lospelos y Mircea…

—Lo sé. Lo he llamado hace unahora para informarle de que asistiré aljuicio. En ningún momento fue miintención no presentarme, pero tenía queseguir libre para recabar pruebas, si es

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que queda alguna.—Creo que de eso ya se encarga

Marlowe.—Sí, pero hay sitios a los que ni

siquiera él puede llegar.—¿Como por ejemplo?—Las habitaciones privadas de

Anthony. Quería registrarlas para ver siencontraba la piedra…

—¿Has estado registrando mishabitaciones? —preguntó una voz débily airada desde el otro lado de losescombros.

Louis-Cesare alzó bruscamente lacabeza.

—¿Qué ha sido eso?

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—Anthony —dije yo amargamente—. Me lo encontré hace un rato.

—Te lo encontraste… —Louis-Cesare me miró incrédulo—. ¡Podíahaberte sacado toda la sangre! ¡Si él esel asesino…!

—No creo que lo sea —dije yo.Quería preguntarle cómo se las habíaapañado para registrar las habitacionesde Anthony cuando ni el mismoMarlowe podía hacerlo. Pero decidídejarlo para más adelante—.¿Encontraste algo?

—No —reconoció él con frustración—. ¡Pero de todos modos es peligroso!

—Ahora mismo no —contesté yo

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secamente.—¡Ha matado a Geminus!—Él dice que no.—He visto el cuerpo, Dorina. Hay

muy pocos contrincantes que puedanhacerle eso a un luchador del calibre deGeminus.

Era exactamente lo mismo que habíapensado yo, pero a pesar de todo notenía sentido.

—A él también lo atacaron.—Fue Geminus quien lo atacó; sin

duda tratando de defenderse.—Yo pensé lo mismo, pero sus

heridas no eran las de una persona quese defiende. Anthony dice que algo mató

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a Geminus y luego lo atacó a él.—¿Algo? —repitió Louis-Cesare en

un tono de voz sumamente significativo.—Eso es lo que dice, pero no

termina de encajar con…El grito que rasgó la quietud reinante

nos sobresaltó a los dos; nos puso tensosy ambos dimos un paso atrás. Pero elruido no procedía de nuestro lado de lamontaña de cascotes.

—¡Anthony! —gritó Louis-Cesare altiempo que se lanzaba a escalar por lapendiente.

No hubo respuesta, pero de prontoun extraño olor invadió el aire; unaespecie de olor dulce al borde de la

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putrefacción, fuerte y penetrante. Yo lohabía olido antes en alguna parte, perono lograba recordar dónde. Y tenía algode repugnante, algo que estabaprofundamente mal.

Atravesar el diminuto túnel sobre lacima de la pendiente a toda velocidadfue todavía más difícil. Conseguíhacerlo, pero dejándome la piel deambos codos y dándome varioscabezazos contra el techo. Supongo quefue por eso por lo que me quedémirando la escena del otro lado un rato.Por un momento creí haberme dado ungolpe demasiado fuerte en la cabeza.

Anthony estaba apoyado en la pared

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con la vista alzada y una expresión deverdadero terror. Le habían sacadomedia docena de estacas del pecho.Yacían esparcidas por el suelo,señalando con sus sanguinolentas puntashacia la criatura de tiernas manos rojasque se inclinaba sobre el torso deAnthony.

Aquellos dedos diminutos ydelicados se deslizaron por laresbaladiza sangre para palpar losbordes de las heridas mortales casicomo si estuvieran jugando.

Pero esas manos eran más fuertes delo que parecía. Una de ellas de repentegiró el rostro de Anthony con el dorso y

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sus uñas pintadas comenzaron adesgarrar la mejilla y a golpear lacabeza a un lado y al otro paraaplastarle la cara contra la tosca pared.Él trató de alzar la cabeza y movió lamandíbula ausente. Un río de sangrerecorrió su mejilla e inmediatamentecomenzó a curarse.

Eso pareció enfurecer a sutorturadora, que entonces soltó otro deesos gritos sobrenaturales. De nuevocomenzó a rebanarlo con las uñas y leabrió el pecho.

Pero aunque Anthony se estremecíade dolor, apretó los dientes y reprimióun grito. Así que aquellas uñas siguieron

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escarbando y perforando sin piedad parallegar más hondo, hasta que Anthony seretorció impotente de dolor y echó lacabeza atrás de golpe contra los durosladrillos.

—¡Carroña podrida! ¿Cuántas vecesvoy a tener que matarte?

—Unas cuantas más, parece —dijoAnthony con una mueca.

Y entonces Anthony tuvo que apretarlos dientes para soportar aquellas uñascomo cuchillos que fuerondesgarrándolo hacia abajo conpenetrantes y fuertes tirones.

Esto último me sacó de laconmoción. Un segundo después me

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deslicé pendiente abajo por la masa decascotes. Anthony alzaba unos ojos depesadilla y gruñía. Yo estaba tensa,tenía el arma en una mano y la pesadalinterna en la otra. Pero, justo entonces,los labios fijos en un rictus esbozaronuna sonrisa y el brillo de odio de losojos se derritió y desapareció como sijamás hubieran expresado semejantesentimiento. De no haber sido por lasangre del vestido azul claro, el aspectode aquella mujer me habría parecidoabsolutamente normal.

—¿Christine?—Hola, Dory.Su voz sonaba serena e incluso

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agradable. De no haber estadoobservando la escena jamás habríacreído que sus dedos pegajosos desangre habían trazado esos surcos en elpecho de Anthony.

Yo había acabado precariamente depie sobre un montón de ladrillos caídos,así que di un paso a un lado con muchaprecaución. Ella no reaccionó de ningúnmodo.

—Eh… ¿Qué estás haciendo? —lepregunté con la misma calma de la quehacía alarde ella.

—¿A ti qué te parece? —preguntóAnthony con voz ronca.

Me pareció que lo más inteligente

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era que Anthony dejara de llamarle laatención. Nada más volverla vista haciaél, los ojos de Christine se llenaban deodio y se reconcentraban tanto, que yopodía sentir cómo pulsaba esa emoción.Entonces ella agarró con fuerza la estacaclavada al corazón y se la sacó antes deque yo pudiera detenerla.

Anthony reprimió un grito. Christinese inclinó sobre él con la sanguinolentaestaca en la mano. La alzó y la examinócon una expresión de confusión en elrostro.

—¿Por qué no se ha muerto? —mepreguntó a mí.

Yo estaba haciéndome la misma

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pregunta. Hasta que vi el cuello deAnthony. Sólo tenía una línea irregular yfruncida donde antes, hasta hacía solo unmomento, había un corte abierto. Sehabía curado, comprendí incrédula. Elmuy testarudo hijo de puta se habíacurado de una herida mortal en el cuelloy con una estaca clavada en el corazón.Jamás lo habría creído de no haberlovisto con mis propios ojos.

Era un truco impresionante, pero nocreí que Anthony dispusiera de muchosmás. La expresión de resignación de surostro era bastante clara. Anthony sehabía dado por vencido: estabaconvencido de que ése era su final. Y yo

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no tenía ni idea de por qué.Hubiera debido de partir a Christine

en dos como si se tratara de una ramita;sacarle la sangre, defenderse de milmodos distintos de una persona queapenas tenía más poder que un humano.Pero ni siquiera lo intentaba. Y eso nopodía ser bueno.

—La madera lo ha atravesado —sequejó Christine antes de que yo pudierallegar a alguna conclusión. Me tendió laestaca—. No lo entiendo. La última vezfuncionó.

—¿La última vez?—Con Elyas —dijo ella en tono

impaciente.

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Me acerqué para coger la estaca. Acada paso que daba iba soltando polvo.Trataba de respirar lentamente y demantener la calma. No comprendía loque estaba pasando y eso era malo. Peroel brillo inconfundible de locura de losojos de Christine era peor. Si su cabezano regia, entonces cualquier desliz podíasuponer un grave problema para mí.

Y matar a Anthony.Cogí la estaca y la examiné. Me

agaché junto a Christine y su presa. Giréla estaca en las manos.

—A mí me parece que a esta estacano le pasa nada malo —dije yo—.¿Utilizaste una del mismo tipo con

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Elyas?—Sí —dijo ella con ansiedad—. Se

las mandé hacer a un orfebre de Zurichsiguiendo una serie de característicasespecíficas. Es de madera de manzano,pero le dije que incrustara una puntapequeña de plata, ¿lo ves? —meexplicó, señalando la punta afiladacomo una cuchilla con la uña pintada.Habría resultado bonita de no habertenido un trozo de Anthony pinchado—.Así se clava con más facilidad.

—Apuesto a que así es más fácil queno la desvíe ninguna costilla —dije yo.

Era evidente que ella esperaba quele dijera algo. Ella asintió y añadió:

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—Desde luego no es tan afiladacomo un cuchillo, pero corta.

—Yo probé una vez con una dehierro —dije yo—. Hace mucho de eso,pero descubrí que…

Me interrumpí al recibir una patadaen la pantorrilla derecha. Bajé la vista yvi que Anthony me agarraba. Bien.

—Eh… bueno. Entonces, ¿por quémataste a Elyas?

Christine alzó sus adorables ojos dela estaca y me miró.

—Lo siento. ¿Querías matarlo tú? —me preguntó amablemente.

—No especialmente, no.—No me extraña. No era un gran

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reto.—No como Geminus, ¿no?—No, desde luego. Él podría haber

resultado interesante, pero no se loesperaba, ¿comprendes? Nunca se loesperan.

No, nunca se lo esperaban. Yo mehabía puesto de pie y estaba frente aella, observando cómo le goteaba lasangre de Anthony de las manos, y sinembargo todavía me costaba creer quefuera una asesina. El olor habíadesaparecido y su aspecto era el mismode siempre: dulce, inocente y tan bello,que todo el mundo giraba siempre lacabeza para mirarla.

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Pero entonces volvió a clavarle laestaca a Anthony en el pecho y la ideame resultó más fácil de creer.

En esa ocasión Anthony gritó. Emitióun ruido patético parecido a un maullidoque me incitó a coger a Christine de lamuñeca sin pensármelo dos veces. Ella,en cambio, se quedó ahí agachada,mirándome con una expresióninquisitiva.

—Eh… No puedes matarlo —dijecon una voz débil tras unos instantes devacilación.

Ella ladeó la cabeza con curiosidad.—¿Por qué?Mi mente se puso en marcha: trataba

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de buscar una razón, cualquier razón quepudiera salvar a Anthony. El asunto eracomplicado porque ni siquiera sabía porqué Christine deseaba tanto verlomuerto. Pero entonces una voz dijo concalma detrás de mí:

—Porque la energía que se liberaríaal morir Anthony derribaría el techo.Moriríamos todos.

Christine frunció el ceño y soltó laestaca. Se puso lentamente en pie y sealisó la falda arrugada con las manossanguinolentas.

—¡Louis-Cesare!—Christine.Los miré a los dos. Louis-Cesare

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parecía sentirse vagamente enfermo.Observaba la escena con una terribletristeza. Pero no estaba atónito.

No parecía sorprendido.—¿Qué demonios pasa? —pregunté

yo en tono firme y exigente.Me puse en pie. Él me miró y vaciló.

Pero luego tensó la espalda y contestó:—Convertí a Christine tal y como te

conté. Le habían arrebatado la mayorparte de la magia y casi la vida. Estabaal borde dela muerte. Tanto, que dehecho no sabía si el proceso tendríaéxito —explicó Louis-Cesare, que sehumedeció los labios y continuó—: Aldespertar de inmediato fue evidente

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que… que algo había salido mal. Ellaestaba lúcida. Me conocía, peroestaba… perturbada.

—Perturbada en el sentido de…—Era violenta. Estaba alterada. La

eché a dormir. Esperaba que se tratarasolo del trauma por lo ocurrido. Pero ala noche siguiente, cuando volví a verla,se había marchado. La seguí hasta elconvento en el que había sido novicia,donde la habían dado de latigazos. Meencontré con que había ardido hasta loscimientos y que la madre superiora…

De pronto recordé la visión deledificio carbonizado, de las montañasde cenizas y de los cuerpos secos,

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delicados y frágiles como elexoesqueleto de un insecto.

—¿Christine?Louis-Cesare asintió y tragó.—A otras les había sacado la

sangre. Seguí a Christine a lo largo dekilómetros y kilómetros, y finalmente mela encontré con un grupo de peregrinos.O… lo que quedaba de ellos.

—¡Oh, dioses!Ése había sido Anthony. No sé si

gritaba de dolor o porque estaballegando a la misma conclusión que yo.

—Desde entonces no ha vuelto ahacer nada igual —se apresuró a añadirLouis-Cesare nada más ver el horror

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reflejado en mis ojos—. Yo la vigilabay era fácil mantenerla controlada. Supoder es mínimo: no supone un peligromás que para los humanos, y no le estápermitido…

—¿Mínimo? —repitió Anthony,tosiendo con una tos húmeda y áspera—.Es una maldita maestra de primer nivel.¡Debería de haberme dado cuenta!

Christine le metió el delicadozapatito de piel modelo patentado en elpecho como si nada. Oí cómo se lerompían las costillas. Anthony juró.

—Tú no quieres matarlo, Christine.¿Te acuerdas? —le dijo Louis-Cesarebruscamente.

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—¡Ah, ah, sí! Lo siento.Ella sacó mansamente el pie y

Anthony se retorció en el suelo.Yo me quedé ahí, mareada.—Es una resucitada —dije medio

paralizada.Louis-Cesare no lo confirmó, pero

tampoco lo negó. Simplemente se quedómirándome con el rostro inexpresivo ypálido de un hombre que estuviera apunto de enfrentarse a la horca.

O con el rostro de un hombre quefuera el padre de un monstruo.

No ocurría a menudo, pero de vez encuando, si un joven maestro le dabasangre demasiadas veces muy seguidas a

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una misma persona, le transmitía el virusmetafísico que constituía la esencia delvampirismo. Sólo que como esasdonaciones no tenían la intención detransformar a esa persona, la sangre quecompartía el maestro con el hijo nosiempre era la suya, y por lo tanto no seestablecía ese lazo de poder entre losdos.

También se creaban resucitadoscuando algo salía mal durante el procesode cambio; o bien por culpa de un errorpor parte del maestro, o bien por unproblema con el sujeto al que habíaelegido, generalmente la edad o unaenfermedad. Si el sujeto era débil, el

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lazo entre los dos también lo sería yjamás le proporcionaría al maestro elcontrol que necesitaba para guiar eldesarrollo del nuevo vampiro.

De una forma o de otra, losresucitados recién nacidos constituíansiempre un problema desde el principio.Anhelaban el fuerte lazo con su maestroy el poder que les habría proporcionadode haberlo establecido. Se volvían locosy voraces sin él, atacaban todo lo que seles ponía por delante y buscabanciegamente algo que jamás lograríanhallar.

De vez en cuando alguno de ellossobrevivía unos pocos meses; puede que

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incluso un año si permanecía en un lugaraislado como una cadena montañosa conmultitud de escondites. Pero yo jamáshabía oído hablar de ninguno quehubiera sobrevivido más. Y menos aúnhabía oído decir que alguno hubieraalcanzado una edad suficiente como paraaumentar su poder. Jamás se me habíaocurrido pensar, ni a mí ni a nadie queyo conociera, que un resucitado pudieraaumentar su poder.

Supongo que todo el mundo daba porsentado que como eran unos inútilesmentales, también tenían que ser unosinútiles físicamente hablando. Y engeneral era cierto. La idea arquetípica

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de la leyenda del vampiro pálido,jorobado, al que se le caía la baba, conlos colmillos demasiado grandes comopara cerrar la boca y una desmesuradavoracidad por la sangre, posiblementeprovenía de las visiones casuales de losresucitados.

Pero ¿y si una de ellos lograbasobrevivir gracias a su poderosoprotector, un protector tan angustiadopor la culpa que ni siquiera se sentíacapaz de obedecer la ley y destruirla?¿Y si la resucitada sí ejercía sushabilidades hasta el punto de que, con ladebida supervisión, parecía solo unaexcéntrica en lugar de una verdadera

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loca? ¿Y si aquella pesadilla seprolongaba durante otros trescientosaños?

¿Qué era capaz de hacer unaresucitada maestra de primer nivel,aparte de camuflar sus habilidadesincluso ante su propio protector que,después de todo, llevaba ya un siglo sinverla?

Desvié la vista hacia Anthony. Creoque sabía qué era capaz de hacer.

—Ella no es… Ella no tiene por quéser un peligro —dijo Louis-Cesare condesesperación—. Puede ser…

—¡Es una jodida resucitada! —soltóAnthony—. Es peligrosa para todo el

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mundo. ¡Tú lo sabes! ¿Por qué diablosno dejaste que la mataran cuando te distecuenta?

—¿Cómo iba a hacerlo? ¡La hematado ya dos veces! La primera cuandose la ofrecí al bastardo del mago, yluego cuando la convertí en vampiro.¿Cuántas veces tengo que matar a estapobre mujer? ¿Cuánto daño tengo quehacerle?

A mí no me parecía que ésa fuera lacuestión. La cuestión más bien era: ¿quémás era capaz de hacer él? Igual que losniños humanos, los bebés vampirostienden a copiar los atributos de lospadres. Tanto es así que las líneas

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sucesorias a menudo llegan a serconocidas por determinado rasgo.Mircea, por ejemplo, es especialmentebueno en el arte de curar tanto a losdemás como a sí mismo. Louis-Cesarehabía heredado ese don de su padreRadu, pero al hacerse maestro eran susdotes y sus intereses en particular losque pasarían a sus hijos.

Y como todo el mundo sabía, su granhabilidad era el combate.

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Observé cómo las palmas de las manosy luego los brazos de Christine ibanponiéndose colorados. No creo que legustara que habláramos de ella como sino estuviera presente. Y tampoco creoque le gustara recibir órdenes. Nodejaba de mirar a Anthony, y en surostro comenzaba a dibujarse otra vezesa expresión de voracidad.

Anthony no se dio cuenta. Habíadejado caer la cabeza sobre el pechoacribillado. No sé si lo hacía de unmodo deliberado para ocultar el hecho

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de que el cuello se le había curado osimplemente porque estaba demasiadocansado como para sujetar la cabeza.Pero a juzgar por la forma en que su pielcomenzaba a encogerse y a pegárseleotra vez al hueso, yo votaba por lasegunda.

Anthony tenía que salir de allí yreunirse con su familia, y tenía quehacerlo ya. Pero de ningún modo podíahacerlo solo. Miré a Louis-Cesare paraver si él se había dado cuenta, y me loencontré mirándome fijamente.

¿Dorina?Estuve a punto de saltar del susto al

oír el suave eco de esa palabra en mi

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cerebro.¿Qué?, pensé yo instintivamente. De

inmediato sentí un arrebato de profundoalivio al comprender que la voz que mehabía llamado no era mía. Aunque enrealidad no me sentía aliviada. Estabaaterrada. ¿Desde cuándo has sido capazde…?

¿Puedes hacerlo?, me preguntó él ensilencio, interrumpiendo el ritmo de mispensamientos.

¿Que si puedo hacer qué?No voy a dejarte aquí con ella,

respondió Louis-Cesare, que entoncesmiró significativamente hacia Anthony.

¡Me dejaste con ella anoche!

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Era casi la hora del amanecer yentonces yo creía que no tenía máspoder que un niño. Tú no puedessujetarla.

No, pensé amargamente. No creíaque pudiera sujetarla. Durante todo eldía mi culo había pasado de mano enmano y de vampiro en vampiro, ydespués de ver a Christine en acción conAnthony, dudaba que la escena fuera aser muy distinta. Pero tampoco podíaarrastrar un peso casi muerto por lapendiente, cruzar el hueco repleto deraíces y subirlo por el largo túnel. Yluego nublar la mente de la gente quehubiera al otro lado una vez que lo

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hubiera conseguido.Lo pensé en dirección a él con tanta

fuerza como pude, y vi que Louis-Cesarehacía una mueca. Probablemente habíaaplicado la energía de un grito, pero yono llevaba siglos de entrenamiento comoél. Las únicas veces que habíamosestablecido algún tipo de contactomental yo había estado demasiadoocupada como para prestar atención.

También en ese momento estaba muypreocupada, pero había asuntosprioritarios. Como por ejemplo quésería lo primero que me mataría siAnthony por fin fallecía: si moriría porla tormenta de energía que se liberaría o

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por el aplastamiento al caérseme eltúnel encima. La elección no era nadaagradable.

Si Anthony muere yo también estoymuerta. Y si se queda aquí morirá.¡Sácalo ya!, le dije con el pensamiento.

Si ella te hace daño…No me lo hará. Soy su compi

asesina de vampiros, ¿no te acuerdas?Tú date prisa.

Louis-Cesare me envió de vuelta untumulto de emociones que me hizo abrirlos ojos como platos. No sé silo hizointencionadamente o no. Por fin añadió:No te mueras.

Sí; bueno, ése era el plan.

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—¡Christine! —la llamé yo. Mi vozla sobresaltó un poco—. Estás acabandocon Anthony. Y si él muere, nosotrostambién moriremos, ¿te acuerdas?

Christine se quedó mirándome conojos brillantes durante un largo rato. Yluego asintió muy despacio.

—Todavía no puedo morir —confesó ella—. No he terminado.

Era increíble cómo tres sencillaspalabras podían ponerme la carne degallina de arriba abajo.

—¿No has terminado?—Me has preguntado por qué maté a

Elyas. Fue por eso —dijo escueta yoscuramente.

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—¿Porque era un vampiromalévolo?

—Bueno, sí, por eso también —convino ella. Se apartó un mechón decabello de la cara. El dorso de la manorozó la mejilla y dejó una mancha rojaque parecía colorete mal aplicado—.Pero por esa razón podría haberlomatado en cualquier otro momento.

—Entonces, ¿por qué ahora? ¿Paraevitar al verdugo de Alejandro?

Yo sabía que esa no era la respuestacorrecta antes incluso de que ellacontestara. Daba igual a quién mandaraAlejandro; quien quiera que fuese,habría despertado muy bruscamente.

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—No, fue por la runa.—La runa.—Sí. Yo sabía que la tenía Elyas —

continuó ella, frunciendo el ceño—. Opensé que la tenía. Cuando maté al feyyo no sabía nada del colgante,¿comprendes? Le registré los bolsillos,pero no se me ocurrió mirar dentro delcolgante. Y luego noté que Elyas estabacerca y tuve que huir. No pude seguirbuscando. No podía permitir que él meviera. No quería que me descubriera.Era demasiado pronto. Pero después lovi salir con el colgante en la mano y medi cuenta de mi error.

—¿Y cómo sabías tú nada de la

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existencia de la runa? Tú no estabas enla subasta.

Yo quería saber, pero además queríamantener la atención de Christine fija enmí. Louis-Cesare había dado la vuelta yse había colocado detrás de ellamientras nosotras hablábamos.

—Elyas no hablaba de otra cosa.Estaba todo el día colgado del teléfonohablando con lord Cheung. Hizo de todomenos suplicarle. Tenía miedo de nopoder conservar su silla en el Senadouna vez que Louis-Cesare abandonara elSenado europeo y dejara de apoyarlo.

—Así que por eso cogiste elcolgante cuando estábamos en el

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despacho.Ella asintió y continuó:—Cuando maté a Elyas lo registré.

Me acordé de no tocar directamente loscuchillos en el momento de asesinarlo,pero pensé que no quedaría ningunahuella en el colgante porque estaba todotallado. No me acordé de los videntes.

—¿Y cómo aprendiste a matarvampiros así? No es que sea unconocimiento muy común.

—Tuve que aprender muchosmétodos nuevos de caza —explicó ellacon cierta frustración—. Louis-Cesareestaba siempre tremendamente atento yalerta; me era casi imposible hacer nada

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cuando estuve con él. Y con Alejandrono me fue mucho mejor. Me vigilabaconstantemente, temeroso de que pudieraescapar. Pero cuando me fui con Elyastodo me resultó mucho más fácil. Jamássabía dónde estaba.

Ni él ni nadie, pensé yo seria.—¿Por qué esperaste hasta la fiesta

para matar a Elyas? —seguí yopreguntándole—. Podías haberlo matadoen cualquier momento.

—Porque antes de la fiesta en casasolo estaba la familia —dijo ella conmucha lógica—. Necesitaba que hubieraotros sospechosos; de otro modo todo elmundo me habría mirado a mí.

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—Así que esperaste a que elapartamento estuviera lleno de gentepara pillar a Elyas a solas.

—Sí. No pretendía que le echaran laculpa a Louis-Cesare. Yo sabía que esanoche tenía una cita con él; oí que Elyasse lo decía al portero. Pero la cita eramucho antes de mi plan. Esperé paramatarlo hasta mucho después de que mimaestro se hubiera marchado.

—Sólo que Louis-Cesare se retrasó—dije yo. Ella asintió—. ¿Y por eso espor lo que mataste a Lutkin? ¿Para quedejaran de sospechar de Louis-Cesare?

—No, ese mago estaba en la fiestade Elyas. Los vi hablando juntos. Puede

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que eso no significara nada; a Elyas legustaban las carreras y además Lutkinera un campeón. Pero pensé que cabía laposibilidad de que un mago poderosocomo él le hubiera robado la piedra aElyas.

Tuve un último pensamiento para elpobre Lutkin, que había muerto soloporque a Christine se le había ocurridoque cabía una posibilidad de que tuvierala piedra. Probablemente ni siquiera lahabía visto nunca.

—Pero a Lutkin lo mataron a la luzdel día.

—Llevo dos siglos de trotamundos ala luz del día.

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Eso de «trotamundos a la luz deldía» era una expresión antigua que seutilizaba para cualquier maestro queestuviera por encima del tercer nivel,porque eran los únicos que podíansoportar la luz directa del sol durante untiempo indefinido. Según parecíaAnthony sabía muy bien de qué hablaba.

—¿Cómo entraste? Las medidas deseguridad en casa de la cónsul sonbastante estrictas.

—Me dejaron pasar. El nombre deLouis-Cesare figuraba en la lista deinvitados, y yo soy su sierva —contestóChristine, encogiéndose de hombros.

—Así que sólo quedaba Geminus.

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—Sí. Yo estaba segura de que éltenía la piedra. Estaba en la discotecaesa noche. Lo vi al marcharme, pero enese momento no se me ocurrió pensar enél. Y además Geminus estaba en lafiesta. Pero al final resultó que éltampoco la tenía.

—Por eso con él utilizaste elcuchillo recubierto de cera.

Había estado dándole vueltas alasunto. Había maneras mucho máseficaces de matar a la gente.

—Quería registrarlo antes de quemuriera y de que se produjera lareacción. Pero entonces llegó Anthony,así que por supuesto tuve que matarlo a

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él también. Con Anthony mi intención noera usar la hoja recubierta de cera, perofue la primera que cogí.

Tomé nota mentalmente. Tenía quedecirle a Anthony que quizá las Moirasno lo detestaran tanto como él creía.

—Lo mataste porque él podíadelatarte.

—Sí. Lo até, lo apuñalé y memarché, pero al ver que no se producíael segundo derrumbamiento supe quealgo había salido mal.

—Inteligente.—Puedo ser inteligente —confirmó

ella. Christine miró detrás de sí, hacia lapendiente de cascotes por donde se

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habían marchado Anthony y Louis-Cesare—. Sé que ahora ellos dos se hanido. Pero no me importa. Anthony tieneque salir de aquí. Puede que con él hayacometido un error, y eso no puedopermitírmelo. Esta noche no.

—¿Qué tiene de especial estanoche?

—¿Pero es que todavía no te hasdado cuenta? Por eso es por lo que nome importa si se van o se quedan. Voy amatarlos esta noche. Esta noche voy amatarlos a todos.

—¿Matar a quién? —pregunté yomuy despacio.

Christine no respondió. Había

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bajado la vista al reloj y había abiertolos ojos inmensamente.

—¡No sabía que fuera tan tarde!Tengo que irme.

Christine se giró y echó a caminarpor el túnel en dirección contraria a lapendiente. Yo la cogí del brazo. Noconseguí siquiera aminorar su ritmo;más bien fue ella la que me arrastró a míde paseo.

—¡Espera! Todavía no me has dichopara qué querías la runa. Porque no creoque tú necesites protección.

—¡Ah!, claro que la necesito. Poreso he venido aquí esta noche. Era miúltima oportunidad de… —Su voz se

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desvaneció, pero al poco rato volvió asonar con más fuerza, más resuelta—.Aunque también puede que sea la formade Dios de decirme que ya basta. Puedeque quiera decirme que una vez que hayaterminado con todo esto, por fin ya mehabré redimido.

—¿Una vez que termines con todoesto?

—He rezado durante tanto tiempopara que se produjera un milagro… peronada. Durante años pensé que Dios mehabía abandonado, que estabamanchada. ¡Sucia! —afirmó, mirándoselas ropas manchadas de sangre yretorciendo la nariz con desagrado—.

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Pero luego Él te mandó a ti a mi lado ytodo quedó claro.

—¿Todo quedó claro? —seguí yorepitiendo en tono de pregunta, jadeandoen mi esfuerzo por mantener su paso.

—También ha sido la tarea de tuvida: eliminar esta mancha de lahumanidad. ¡Pero hay tan pocos comotú! Demasiados pocos dhampirs ydemasiados como ellos. Y sereproducen a su antojo; constantementehacen más y más. Necesitas ayuda.

—¿Y tú vas a ayudarme?—Voy a hacer algo más que eso.

Después de esta noche el mundo de losvampiros será un caos: las familias se

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alimentarán unas de otras como hacíanantiguamente, maestro contra maestro,línea sucesoria contra línea sucesoria.Se destruirán a sí mismos y los quequeden serán aniquilados en la guerra. Ytú podrás sentarte a observarlo todo.Solo desearía poder estar contigo.

—¿Y por qué no ibas tú a quedarte averlo conmigo?

Christine me lanzó una miradaconfusa.

—¡Porque yo estaré muerta! La runaera mi última oportunidad de sobrevivira lo que todavía queda por delante. Perocomienzo a comprender que quizá yo noestaba destinada a sobrevivir a algo así.

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En cuanto el trabajo esté hecho, podrédespojarme de esta horrible piel, deestos deseos infundados…

—Si me cuentas algo más de lo queplaneas hacer quizá yo pueda ayudarte.

Las líneas de ladrillos colocadas enel siglo diecinueve dieron paso alhormigón moderno.

—Ya me has ayudado bastante. Mediste la clave.

Christine agachó la cabeza paraentrar por un túnel lateral y yo meencogí para seguirla.

—Creo que yo me acordaría dehaber hecho una cosa así.

—Durante mucho tiempo yo no

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alcanzaba a comprender por qué Dioshabía permitido que me ocurriera unacosa así; por qué me había elegidoprecisamente a mí para cumplir estedestino —me explicó Christine—. Peroa lo largo de los años todo se fueaclarando poco a poco: tenía queconvertirme en uno de ellos para poderdestruirlos. Porque sólo una persona quelos conociera íntimamente podíaconcebir el modo de acabar con ellos.

—Así que llevas planeando estomucho tiempo.

—Más o menos —convino ella—.Pero me faltaba el elemento clave.Matar a uno o dos vampiros aquí y allá

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no significa nada. Es mejor matarmaestros, porque entonces se debilitatoda la línea familiar. Y matar senadoreses realmente fructífero, porque mina laestructura política y social e inicia unproceso que lleva a la anarquía. Pero nobasta con un senador o dos. Porque lossustituyen, y ya está. Para destruirverdaderamente su sociedad esnecesario encontrar el modo de matar amuchos grandes líderes juntos, de unasola vez, y preferiblemente quepertenezcan a varios Senados distintos.Sólo que la empresa me parecíadesesperada. ¿En qué momento sereúnen todos?

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—Durante un desafío —contesté yoa la pregunta.

Comenzaba a sentir frío.—Comprendí de inmediato que el

desafío constituía mi mejor oportunidad,pero no sabía cómo sacarle partido.Debería de haberme dado cuenta de queDios jamás me habría permitido llegartan lejos si no pensaba proporcionarmeluego los medios que iba a necesitar.

—¿Entonces Dios te proporcionó laruna?

—¡No, Dory! —rió Christine—. Tetrajo a ti. La tarea me parecía imposible,pero tú me enseñaste el camino.

A lo lejos, la oscuridad reinante se

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fracturaba en mil pedazos al filtrarse unadocena de débiles rayos de luz por elfondo del túnel. Resultó que era la bocade una alcantarilla a la que se accedíapor una escalera. Cogí a Christine de lamanga con ambas manos para retenerla.

—¿Y cómo es que yo hice esoexactamente?

Ella ladeó la cabeza.—¿Pero es que no lo comprendes?

De no haber pasado por el parqueaquella noche jamás se me habríaocurrido utilizar el portal.

—¿Qué portal?—El que está cerca del cuartel

general del Senado de la Costa Este. Yo

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había estado pensando en el modo deponer una bomba en el desafío, perosabía de antemano que era imposible.Los hechizos de protección la habríandetectado de inmediato y la habríandetonado en un campo de fuerza. Ytodos mis esfuerzos habrían sidoinútiles.

—Pero entonces me conociste a mí—dije yo con ganas de vomitar.

—Tú me hiciste comprender que nohacía falta poner la bomba en el cuartelgeneral. En realidad ya había una allí:una con la forma de portal.

Christine se metió la mano en unbolsillo de la falda y sacó una bola gris

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pequeña. Reconocí los restos de mimasilla explosiva.

—Por eso insististe en venirconmigo a casa —dije yo en un tonoaburrido—. Querías robármela delpetate.

—Lo siento —se disculpó ella conaparente sinceridad—. Te la habríapedido, pero pensé que no me confiaríasuna cosa así. Después de todo yo soy unvampiro.

—Pero podías habérmela robado encasa de Elyas —continué yo, buscandodesesperadamente el modo de retenerla.Jamás lograría alcanzarla en plena calle.Además el cuartel general estaba

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demasiado cerca: para cuando yohubiera hecho la llamada telefónica, ellaya estaría allí—. Te quedaste sola conel petate en el despacho mientras yohablaba con Mircea.

—No, estaba Raymond. Él mehabría visto. Sin embargo en tu casa, conla confusión después de que atacaran losfeys, fue muy fácil.

Sí, muy fácil. Igual de fácil quedirigirse al cuartel general de la CostaEste. Christine no era una sucia dhampirni una criminal a la que estuvieranbuscando. Probablemente ni siquieranadie le pondría ninguna objeción paraentrar. Y un montón de explosivo como

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ése, colocado en un portal grande yactivo…

Ella tenía razón: era inteligente.Una cascada de imágenes pasó por

delante de mis ojos, solo que en esaocasión eran todas mías. Radu con suridícula bata; mi madre, vista a través delos ojos de Mircea en una escenainundada de un amor que yo jamás habíacreído que existiera; Louis-Cesare conla cabeza echada hacia atrás en elmomento de la pasión, aferrándose a misbrazos con dedos firmes como si noquisiera dejarme marchar jamás.

Y Christine iba a destruirlo todo.Sólo quedaba una solución, aunque

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eso significara defraudar a Louis-Cesare. No tenía otra alternativa. Si ladejaba marchar todo habría terminado.

Saqué el arma de mi chaqueta.Christine ni siquiera se dio cuenta.Estaba en mitad del tramo de lasescaleras, tendiendo la mano hacia laboca de la alcantarilla, contenta yconfiada con su nuevo propósito reciéndescubierto. Y con la masilla explosivaen la mano derecha.

Ni siquiera traté de disimular. ¿Paraqué? Si la explosión no me mataba, loharía la energía que se liberaría al morirChristine. O si no el túnel sederrumbaría y me aplastaría. Lo mirara

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como lo mirara, yo no iba a salir viva deallí. Pero al menos podía hacer algo.Por una vez no me hacía falta ser másfuerte, más rápida o tener mejores armaspara competir. Sólo tenía que apretar elgatillo.

Y eso hice.

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Epílogo

—Te dije que era malvada —dijoalguien nada más verme parpadear eintentar abrir los ojos.

Estaba en mi dormitorio. Sobre lacama incidía una estela de luz del solponiente que teñía de amarillo lassábanas viejas. A mi vera había unvampiro sentado que también ibavestido de amarillo. Yo sabía quién eraantes de que mis ojos pudieran enfocarsu rostro. Ni siquiera en el mundo de losvampiros había mucha gente que creyeraque el satén del color de los narcisos

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resultara apropiado para vestir de día.Radu cruzó las piernas y pasó la

página de la revista que estaba leyendo:«Coches y conductores». Un temaarriesgado en el mismo momento en elque yo comprobaba mi estado de salud.Las partes de mi cuerpo que sobresalíande la descolorida camiseta azul parecíanfuncionar bien, aunque la mayoríadebían de estar decidiéndose entre losesquemas de colores morados o azulesoscuros. No obstante otras veces habíaestado peor, y ciertamente me habíaencontrado en situaciones infames. Yfrancamente, estaba agradecida de poderal menos sentir algo.

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Aunque no comprendiera cómo eraposible.

Me coloqué otra almohada debajode la cabeza, me incorporé y me senté.

—Quizá tú puedas aclararme unacosa que me he preguntado siempre —dije yo, enfocando aquellos famososojos azul turquesa que enseguida sefijaron en los míos.

—¿Sí?—¿Por qué te empeñas en vestirte

como el friki de D’Artagnan cuando túnaciste doscientos años antes que él?

Radu frunció el ceño.—La ropa formal de mi época eran

las batas, Dory.

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—¿Y?—Esas horribles, largas, tórridas y

asfixiantes batas son buenas en invierno,por supuesto, y el resto del tiempo…

—Los vampiros no sudan.—No, es cierto, pero los pantalones

hasta las rodillas resultan mucho másfavorecedores. Así puedes verme laspiernas.

—¿Quieres que la gente te vea laspiernas?

—¡Tengo unas piernas muy bonitas!Los dos nos callamos un momento

para admirar sus piernas.—¿Has venido a sacarme la pasta

del coche? —pregunté yo, cambiando de

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tema—. Porque yo no tengo trescientosmil dólares.

Du echó un vistazo a los mueblesviejos y al edredón usado.

—¡Jamás me lo habría imaginado!—Ni creo probable que los tenga en

un futuro próximo tampoco.Du frunció el ceño.—¡No he venido por el coche, Dory!

Además, lo compré por Gunther. Yo noconduzco.

—¿Gunther?, ¿tu guardaespaldas?—Es un buen guardaespaldas.Yo lo miré con severidad.—Du, te estás enamorando de un

humano, ¿verdad? Ya sabes que eso es

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una horterada.—¡Desde luego que no me estoy

enamorando! —negó él, sacudiendo unamanga—. Además, ya le he compradootro.

Yo sonreí.—¡Para ya!—Si no has venido por el coche, ¿a

qué has venido? —pregunté yo concuriosidad.

Sin duda Radu era lo suficientementefuerte como para soportar la luz del sol,pero eso no significaba que le resultaracómodo.

Él me sirvió un vaso de agua de labotella que había sobre la mesilla y

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volvió a sentarse con aire de disgusto.—¡Ah, no lo sabes, claro! Quizá

porque se me ocurrió que a lo mejorquerías saber cómo iba el juicio.

Me erguí un poco más.—¿Todavía no ha terminado?—¡Pues claro que todavía no ha

terminado! Elyas sigue muerto, ¿no?—Que yo sepa. ¿Qué ocurrió?—Louis-Cesare fue absuelto por la

muerte de esa criatura llorica —dijo él.Yo sentí que mi espalda se relajabasuavemente sobre la almohada—. Perolo condenaron por ocultar a unaresucitada a sabiendas y ponernos atodos en grave peligro.

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Volví a echarme hacia atrás, tensa.—¿Cómo?—Bueno, ¿y qué esperabas? Casi

hace una carnicería con Anthony.—¿Cuál es la sentencia? —pregunté

con el alma en los pies.—A muerte.—¿A muerte?—Pero como Christine estaba bajo

la tutela de Elyas cuando cometió loscrímenes, y por lo tanto supuestamentebajo su supervisión, Mircea ha estadoargumentando con gran éxito paraconseguir que le transfieran la pena a él.

—¿A Elyas?—Mmm… hmm.

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—Pero Elyas está muerto.—Sí, muy oportuno él.—Así que… ¿van a soltar a Louis-

Cesare sin más?Una medida así no me parecía

propia del Senado.—No del todo. Al fin y al cabo él

fue su creador y falló a la hora desolucionar el problema. Ha tenido suertede que no lo trataran peor.

—¡Radu! ¿Qué le han hecho?—Expulsarlo del Senado… a los

dos. Y a él le han prohibido ocupar unpuesto oficial durante al menos un siglo—me explicó Radu, que apartó laspiernas del trozo donde daba el sol y las

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volvió a cruzar—. Por supuesto no esmás que una solemne tontería. Pero erala única solución de compromiso a laque consiguieron llegar para solucionarel problema de cuál de los dos Senadosse quedaría con él. Ninguno estabadispuesto a ceder, y no podemospermitirnos el lujo de mantener otroconflicto más aparte de los que hay ya…

—¿Entonces Louis-Cesare tendráque volver a luchar con la espada?

—Por decirlo de alguna manera. Ami entender, yo creo que debería deestar contento. Ahora mismo el Senadova a ser un infierno hasta que se decidaquiénes van a ocupar las sillas.

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—¿Entonces los desafíos hanseguido adelante sin ninguna pega?

—De momento. Aunque porsupuesto la prueba de esta noche ha sidosolo el primer combate y nadie esperabarealmente que se presentara ningúnproblema.

—Y supongo que los candidatos de Ming-de estarán barriendo con losprimeros puestos, ¿no?

—No. De hecho han tenido unaactuación muy pobre. Los únicoscandidatos de la delegación china quehan pasado a la final son Zheng-ze y lordCheung, pero estamos solo en losprimeros días.

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—¿Zheng-ze?—Sí, aunque por muy poco. ¡Y lo

creas o no, luchó durante toda la nochecon una cabeza colgada del cinturón!

Así que después de todoCaramarcada iba directo hacia su silladel Senado. Yo sonreí.

—Lo creo.Alguien llamó a la puerta. Instantes

después una cabecita peluda se asomó yunos ojos grises grandes me miraron ensilencio. A continuación Apestoso sesubió a la cama trepando por elcabecero y se sentó a mi lado. Llevabaalgo mojado que goteaba, y antes de quepudiera detenerlo me lo estampó en la

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frente.—Gracias —le dije al sentir el agua

helada goteándome por el cuello.—Lo siento —se disculpó Claire,

que entró seguidamente en la habitacióncon Aiden sobre una cadera—. Apestosoinsistió. Creo que está convencido deque es una especie de medicina mágicaque lo cura todo.

Aquel día Claire llevaba el peloespecialmente voluminoso. Supongo quese había puesto rulos. Detrás de ellaentró una persona rubia. Yo le pasédisimuladamente el chorreante regalo aRadu, que lo dejó sobre la mesilla.

—Creo que me estoy curando muy

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bien sin él, aunque no comprendo cómo.—Yo sí —dijo el hombre rubio que

había entrado detrás de Claire. Llevabauna silla en cada mano. Las dejó en elsuelo para darme un beso—. Hola,Dory.

—¡Caedmon! ¿Cuándo has llegado?—Anoche, en cuanto nuestras

corrientes del tiempo coincidieron launa con la otra —dijo el rey fey.

—Heidar también está aquí —medijo Claire—. Ha venido con cincuentaguardias. No te puedes imaginar lalocura de casa que hay abajo.

—Podría ser peor. Heidar queríatraerse a todo el ejército —comentó

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Caedmon secamente.—No nos habría venido mal —dije

yo—. ¿Cómo diablos consiguió escaparǼsubrand? Claire me dijo que eraimposible.

—El truco fue inteligente —admitióCaedmon—. Mi hermana me escribiórogándome que la dejara ver a su hijo.Cometí un error tonto, según se ha vistodespués. Tengo que admitirlo.

—¿Por qué un error tonto?—Efridís es muy hábil con el

glamour. Tanto, que es capaz de engañarincluso a nuestra gente. Fue a visitar aǼsubrand, estuvieron un rato hablando yluego ella se marchó. Al menos eso es lo

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que dicen mis guardias que pasó.—¿Quieres decir que ella se quedó

en lugar de él? —pregunté yo. Él asintió—. Pero ¿cómo? Si sabías queǼsubrand tenía la misma capacidad queella para…

—Al contrario. A él siempre se leha dado mal el glamour. En eso separece a su padre. Pero mi hermanallevaba un velo al llegar, así que al salirapenas le notaron la rudeza de losrasgos. Y debido al rango de mihermana, los guardias tampoco loexaminaron muy de cerca. Y además,por otro lado, el aspecto del prisioneroera perfecto.

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—¿Así que tienes a tu hermana enprisión?

—De momento, sí. Recuperó suforma en cuanto su hijo estuvo lejos y asalvo. Sin embargo, la situación esinsostenible. No puedo retenerindefinidamente a la princesa svarestri,y ella lo sabe.

—¿Entonces ella está hospedada debalde, jugando a las cartas o lo que sea,mientras ese hijo de puta sigue tratandode matar a Aiden?

—Por lo que me ha contado Claire,Ǽsubrand no pretendía matar a Aiden enninguno de esos ataques. De hecho nisiquiera lo buscó. En ambas ocasiones

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fue directamente a por ti. Incluso lasegunda vez esperó a que tú llegaras acasa para atacar.

—Porque quería que yo le dijeradónde estaba Aiden.

—¿Eso te lo dijo él?Traté de recordar. No me resultaba

nada fácil. Tenía la mente borrosa y lalengua como el papel de lija. Me bebíparte del vaso de agua que me habíaservido Radu.

—No con muchas palabras, no. Peroera la idea.

—¿Y no te parece significativo queen ningún momento centrara su atenciónen Claire? Ella suponía una doble

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amenaza para él. Primero porque suhabilidad para anular hechizos lepermitía destruir el encantamiento que élhabía creado, y segundo porque suherencia fey de la oscuridad hacía deella un contrincante formidable, sobretodo a la hora de defender a su hijo.

—Puede que pensara que ella jamásle diría dónde estaba su hijo, y quecreyera que yo sería un objetivo másfácil.

—Quizá, pero ya había luchadoantes contigo y no había logradovencerte. Yo en su lugar me habríacentrado primero en matar a Claire,luego a ti y por último habría buscado al

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niño tranquilamente.Claire lo miró horrorizada y

preguntó:—¿Tú harías eso?—Sólo estoy hablando de cuál sería

el procedimiento militar más correcto—contestó él con paciencia—. YǼsubrand fue entrenado exactamenteigual que yo para optar por la alternativamás lógica en la elección de losobjetivos. No obstante su decisión nofue lógica… si es que su objetivo eraAiden.

—¿Es que no crees que lossvarestris quieran matarlo? —preguntéyo.

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—¡Ah, por supuesto que sí! Pero nocreo que les corra tanta prisa. Pasarándécadas e incluso siglos antes de queAiden tenga el suficiente poder comopara suponer una amenaza para ellos.

—Ya han tratado de matarlo antes—dijo Claire en un tono enfadado.

—Sí, pero como colofón, digámosloasí, después de intentar asesinarme a mí.Él se convirtió en una prioridad en elmomento en el que creyeron que yoestaba muerto. Entonces fue el únicoobstáculo que se interponía entreǼsubrand y el trono. Pero mientras yoviva, él está a salvo.

—¿Entonces crees que el ataque al

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castillo no tenía nada que ver conǼsubrand? —preguntó Claire conescepticismo.

—Sí y no. No creo que él ordenaraese ataque, pero el principalconspirador en ese asunto fue el padrede Ölvir, uno de los traidores al que mevi obligado a ejecutar después delreciente intento de golpe de Estado. Supadre se suicidó antes de quepudiéramos ponerle las manos encima,pero dejó una carta. Decía que como yole había privado de su hijo, él iba aprivarme a mí de mi nieto.

Claire se estremeció.—De todos modos Ǽsubrand ha

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estado muy ocupado buscando laNaudiz. Habría podido ganar muchascausas para sí con semejantecomandante invencible en el bolsillo,además de ser un poderoso símbolo. Esapiedra solo puede llevarla el herederodel trono —añadió Caedmon.

—Pero acabas de decir que venía apor mí —señalé yo.

—Sí.Tardé un segundo, pero por fin caí.—¡Yo no la tengo, Caedmon!—Ya no —convino él.Caedmon alzó la mano con la piedra

toscamente cortada, de un blanco sucio,del tamaño de un dedo pulgar. Tenía

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unas rayas talladas por un lado que eranun glifo. Me abalancé sobre ella.

—¿De dónde la has sacado?—La encontró el vampiro.—¿Louis-Cesare?—Sí. Ése cuyo ridículo nombre se

escribe con guión.—La encontró debajo de tu cuerpo

cuando te sacó del derrumbamiento —explicó Radu, que le lanzó a Caedmonuna mirada muy poco amistosa.

—¿Y qué hacía allí? —pregunté yo,incómoda.

Caedmon se encogió de hombros ycontestó:

—Se te soltó de la piel después de

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expandir su energía para desviar laexplosión.

—¿De mi piel?— L a Naudiz está hecha para

llevarla encima durante la batalla.Cuando se invoca su hechizo, la piedrase derrite en la piel y es imposiblequitársela.

—¿Igual que un tatuaje?—No. Los tatuajes mágicos de los

magos son visibles en el cuerpo. Una delas ventajas de la Naudiz es que esinvisible. Por eso el enemigo nuncapuede estar seguro de cuando sucontrincante está o no protegido, y sabeque cualquier ataque a esa persona es

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muy arriesgado.—Por eso todo el mundo la quería

para el desafío —intervino Radu—. Esposible detectar casi cualquier hechizomágico, pero la Naudiz está diseñadapara que nadie la detecte.

Me quedé mirando aquella diminutacosa en la palma de la mano y sentí quela cabeza me daba vueltas.

—¿La tenía yo? ¿Todo el tiemporecorriendo Nueva York de un lado paraotro, volviéndome loca buscándola, yresulta que la llevaba pegada a la piel?

—Por suerte. De no haber sido así,ahora sin duda estarías muerta —contestó Caedmon.

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—Sí, pero… ¿cómo se me pegó?—Tenemos una teoría acerca de eso

—dijo entonces una voz que me sonó.Tardé un segundo en reconocer al

tipo que estaba de pie en el umbral de lapuerta porque, por una vez, todas suspartes estaban donde tenían que estar.

—¡Ray! Así que han vuelto areconstruirte, ¿eh?

—Estoy como nuevo —contestó él,que se acercó a la cama y se inclinópara enseñarme la cicatriz—. Inclusomejor —añadió en voz baja—. ElSenado tiene buenos bokors en sunómina. Nada más terminar con el cuelloles pedí que me echaran un vistazo a…

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otras partes.—¿Así que ya no eres el Señor

Bulto?—¡Qué va! ¡Ahora soy todo un

semental, muñeca!—Te tomo la palabra —le dije yo.Ray se hizo a un lado y se apartó del

sol. Yo miré a Caedmon.—¿Cómo es que al final acabé yo

con la Naudiz? Yo no estaba en lasubasta y jamás conocí a Jókell.

—Pero yo sí —dijo Ray.—¿Y qué tiene eso que ver?Ray se apoyó en la pared y se puso

cómodo antes de explicar:—Creemos que debió de ocurrir

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algo así: Jókell estaba en mi despacho,esperando a que el luduan autentificarala piedra para marcharse con la pasta.Se abrió la puerta, pero no sintió ningúnpeligro. No era más que una humana quebuscaba a alguien.

—Porque el aura de poder deChristine era engañosa —lo interrumpíyo—. Era una de esas escasas vampiroscapaces de ocultar su verdadero poder.

—Exacto. Así que él siguiótranquilo. Ningún humano podía suponerun problema para él. De modo que ellalo pilló por sorpresa y lo destripó.

—Eso no es mera especulación —afirmé yo—. Ayer hablé con el luduan y

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eso es exactamente lo que ocurrió.—Sí, nosotros también hemos

hablado con él esta mañana. Nos hadicho que Jókell tenía la runa en la manoy que estaba a punto de dársela para quela autentificara cuando aparecióChristine.

—Sí, a mí me dijo lo mismo —asentí yo.

—Vale, así que ahí estaba Christine,que debía de haber oído hablar a Elyasde la runa. Ella sabía que él iba apresentarse en cualquier momento a porla piedra, así que no tenía muchotiempo. Registró a Jókell y le dio lavuelta a los bolsillos, pero no la

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encontró. Y entonces sintió que Elyas seacercaba y tuvo que marcharse para nodelatarse tan pronto.

—Hasta ahí te sigo.—Elyas entró en el despacho. Vio a

Jókell tirado, medio muerto y con elcolgante que había visto en la subasta alcuello. Cogió el colgante creyendo quela piedra estaba dentro y se marchóantes de que nadie lo viera. Y dejó aJókell con la runa en la mano —explicóRay.

—Pero si en ese momento él tenía lapiedra, ¿por qué no invocó el hechizo?—pregunté yo—. Él tenía que sabercómo funcionaba la runa para poder

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venderla. De otro modo no habríapodido darle esa información alcomprador.

—Es que sí la invocó.—Entonces, ¿por qué está muerto?—Porque cometió un error. Una vez

pronunciado el encantamiento, la Naudiztarda unos segundos en activarse. Élestaba medio inconsciente debido a lapérdida de sangre y al dolor. Cuando yovolví al despacho, él no pensaba másque en llamarme la atención para que loayudara.

Yo comenzaba a comprender.—Y te agarró del tobillo —dije yo,

que entonces recordé que él mismo me

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lo había contado.En aquel momento el detalle no me

había parecido importante.—Con la mano en la que tenía la

Naudiz —confirmó Ray—. Me transfirióla piedra y un segundo después murió.

—Pero eso no explica cómo llegóhasta mí.

— L a Naudiz está diseñada paramantener la vida —intervino entoncesCaedmon—. No puede funcionaradecuadamente en una criatura que,según su propia definición de lostérminos, ya está muerta. La piedra leproporcionó a Ray cierta energíaadicional mientras buscaba otro cuerpo

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vivo con el que seguir funcionando, perono podía hacer nada más por él.

—Los bokors dijeron que ésa es larazón por la que superé tan bien todo eldesmembramiento —añadió Ray—.Según ellos, debería haber muerto.

Pensándolo bien, Ray me habíaparecido notablemente… resistente.

—¿Pero por qué transferírmela amí?

—Por ninguna razón en especial:simplemente porque fuiste el primercuerpo vivo con el que Raymond tuvo unlargo contacto —explicó Caedmon.

—¡Sí, me pusiste las manos encimapero bien! —comentó Ray con una risita

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maliciosa—. Y en determinadomomento…, ¡zas!, se transfirió.Probablemente durante la locura de lapersecución. Quiero decir que… bueno,¿quién iba a darse cuenta, no?

—Sí, pero me he hecho muchasheridas desde entonces —protesté yo—.¡Ǽsubrand me rompió la muñeca!

— L a Naudiz no es un escudo,Dorina —dijo Caedmon—. No teprotege de todas las heridas. Sólo tegarantiza que esas heridas no seanmortales.

Asentí y pregunté otra cosa, pero enmedio de la frase tuve que bostezar.

—Está cansada —dijo Claire,

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poniéndose en pie—. Deberíamosdejarla descansar.

—Estoy bien —protesté yo.Claire me lanzó una mirada severa.—Los curanderos han dicho que

necesitas mucho descanso.Probablemente tendrás que descansardurante toda la semana que viene. Laruna te habrá mantenido viva, pero tehas llevado una buena paliza.

—No ha podido ser tan terrible.Tenía…

—¡Louis-Cesare tuvo que sacarte delos escombros!

De pronto me alegré de noacordarme de nada.

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—Vale, pero una cosa más —dije yomientras todo el mundo se ponía en pie—. ¿Cómo sabía Ǽsubrand que yo teníala runa? Ni siquiera lo sabía yo.

—La explicación más sencilla esque él siguiera al fey a la discoteca yviera a Christine salir del despacho —dijo Caedmon—. Por la descripción delluduan debía de llevar mucha ropaencima, y según tengo entendido separece un poco a ti.

No se me había ocurrido pensarlo,pero vistas desde lejos es posible queChristine y yo nos pareciéramos: pelooscuro, ojos oscuros, piel pálida y lamisma estatura más o menos. Ella tenía

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el pelo más largo pero siempre lollevaba recogido. Y el luduan habíadicho que llevaba capucha. Me parecióverosímil. Aunque también pococonvincente.

—Debe de haber miles de personasen Nueva York que se parezcan a mí —señalé yo.

—Sí, pero no hay miles de personasque puedan luchar contra un fey y salirvivas. Ǽsubrand vio que una mujermenudita de cabello oscuro y sin ningúnhalo de poder destacable salía deldespacho poco antes de que encontraranmuerto a Jókell. Él no conoce a muchoshumanos, así que sin duda pensó

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inmediatamente en ti. Sus espías habíanestado vigilando esta casa y sabían queClaire estaba aquí. La conclusión lógicaera que ella te había pedido que fueras arecuperar la piedra, y que eso era lo quehabías ido a hacer tú allí.

—¡Hijo de puta!—Mi gente me ha dicho que ha

vuelto a Fantasía. Sin duda al enterarsede que nosotros estamos aquí hacomprendido que de momento haperdido la batalla —dijo Caedmon, queme miró muy serio—. Pero deberías detener cuidado, Dory. Ǽsubrand no es eltipo de persona que se olvide de unaderrota, y tú lo has vencido ya dos veces

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delante de sus hombres. Creo que esprobable que vuelvas a verlo.

Me acordé del fey que había estadosiguiendo a Louis-Cesare. ¿EsperabaǼsubrand que él lo condujera hasta mí?Decidí que les debía una copa a loschicos de Marlowe.

Claire se inclinó sobre la cama parallevarse a Apestoso.

—Ponte buena pronto —me dijo—.Quiero ir a ver unas cuantas películas,comer comida basura humana, ir decompras…

—Entonces, ¿no te marchas?Ella sacudió la cabeza y dijo:—Ya sé que por mi modo de hablar

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no lo parece, pero hay cosas que adorode Fantasía. Sólo que también soy mediohumana. Y me parece que he estadolejos mucho tiempo.

—Entonces puede que vengas devisita más a menudo.

—Puede —dijo ella con una sonrisa.Radu fue el último en marcharse. Se

sentó junto a mi cama con una cara muyseria.

—Louis-Cesare está abajo. Haestado aquí desde que te trajo.

—¿Y por qué no ha subido?—Cree que tú no quieres verlo. Le

he dicho que eso es ridículo, pero yasabes como es.

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—Sí, ya me voy dando cuenta.—¿Quieres que le diga que suba?—Sí.Tenía que hacerle unas cuantas

preguntas.Radu asintió, pero no se marchó.—¿Sabes? Aunque no hubiera sido

una malévola mutante, esa mujersiempre fue mala para él. No es que yome entrometiera en sus asuntos, claro.

—Por supuesto que no.—Pero no era buena. Él necesita a

una chica buena y sensata. Tú eressensata, Dory.

—Yo estoy loca, Du.—Bueno, no siempre. Y cuando no

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lo estás, eres una chica adorable… a tuextraña manera, claro.

—¡Vaya, gracias!Radu me dio unos golpecitos en el

brazo.—De nada.Nada más marcharse Radu cerré los

ojos durante lo que me pareció uninstante, pero cuando volví a abrirlosestaba todo oscuro otra vez. La luz de laluna entraba por la ventana y llegabahasta mi cama. Dibujaba el rostro deLouis-Cesare con un suave trazo deplata.

—Supongo que Claire tenía razón —murmuré yo—. Debo de estar cansada.

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—Y con razón —dijo él en voz baja.—No hace falta que te quedes.Él apartó un mechón sudoroso de

pelo de mis ojos.—Ya te he dejado dos veces, y en

ambas ocasiones casi te matan.—Entonces quizá sea mejor que no

vuelvas a dejarme.Sus dedos, suaves y ligeros como

una pluma, rozaron mi rostro.—No voy a ninguna parte. Pero

tienes que dormir.—Mm… hmm. Pero no vas a

largarte así de fácil.No tenía ganas de levantarme, así

que lo agarré de su bonita camisa azul y

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tiré de él para que se tumbara a mi lado.Su pecho era una buena almohada, pensémientras cerraba los ojos sin querer,muerta de sueño.

Me esforcé por abrirlos porquehabía un par de cosas que quería saber.Decidí empezar primero por la gorda:

—¿Es cierto que Christine era tuamante?

—Durante un breve período detiempo, sí, antes de la transformación.Pero después… aunque yo me hubierasentido inclinado a continuar la relación,ella detestaba a los vampiros. Jamás sehabría mezclado con ninguno denosotros.

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—Entonces, ¿por qué le decías a lagente que era tu amante?

—Ella requería una vigilanciaconstante y no era una tarea que pudieraencargarle a nadie. De haberseescapado, las muertes que hubieraprovocado habrían recaído sobre mí.Tenía que mantenerla a mi lado en todomomento, y necesitaba una razónverosímil para hacerlo.

—¿De modo que dejaste que todo elmundo pensara que sufrías cuando ellano estaba a tu lado?

—En resumen, sí. Pero cuando aAlejandro se le ocurrió que secuestrar ami adorada amante sería el modo

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perfecto de obligarme a batirme conTomas, entonces me salió el tiro por laculata.

—Por eso estabas tan desesperadopor recuperarla. Sabías lo peligrosa quepodía ser.

—No sabía hasta qué punto podíaser peligrosa —dijo él secamente—.Ella ocultaba muy bien sus habilidades.Me preocupaba más la posibilidad deque ella misma se delatara. Christinesolía estar muy lúcida la mayor parte deltiempo, pero a veces…

—Sí, ya lo vi.Tardaría en olvidar la imagen de

Christine jugando con el pecho

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acribillado de Anthony. Parecía tan…feliz.

—Sin embargo en la corte deAlejandro la excentricidad está a laorden del día, así que nadie notó nada.Alejandro la mantenía bien encerradaporque sabía que yo buscaría el modode recuperarla.

—Pero Elyas no era tan cuidadoso.—No. Alejandro mandó trasladar a

Christine allí en cuanto descubrió queTomas había desaparecido. Temía queyo tomara medidas desesperadas ante suamenaza de matarla. Elyas accedió atenerla en su casa, pero según parece laúnica medida de seguridad que tomó

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consistió en decirle al portero que no ladejara salir. Le pareció una mujer tímiday sin ningún poder; no creyó quemereciera la pena preocuparse por ella,no reconoció el peligro.

—Y por eso a ella le resultó tanfácil matar. Todo el mundo pensabaexactamente lo mismo.

—Por suerte, parece que llegó a laconclusión de que matando vampiros deuno en uno no iba a acabar con toda laraza tal y como se proponía. Sólo quegracias a eso se delató y la ejecutaronantes de que llegara a poner en marchasu gran plan. Al menos Marlowe notiene noticias de más muertes

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misteriosas ni aquí, ni en casa de Elyas.No sabemos qué ha podido ocurrir en lacorte de Alejandro, pero me figuro quelo mismo.

—No, creo que ella estabaesperando el gran momento.

—Eso parece.Rodé en la cama para verle la cara.—Vale, ya basta de preguntas

fáciles. ¿Qué estabas haciendo en micabeza?

—La comunicación mental es partede tu herencia de tu mitad vampiro. Meimagino que el vino que has estadobebiendo ha permitido que esa habilidadse manifieste.

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El vino fey: una maldición y unabendición al mismo tiempo, pensé.Entrecerré los ojos.

—Pero ¿cómo lo sabías? Yo no heestado comunicándome mentalmente nicontigo, ni con nadie.

Él apartó la vista y se lamió loslabios con la lengua.

—Puede que tuviera unas cuantaspistas cuando capté ciertos…pensamientos.

—¿Pensamientos?—Sentimientos, más bien.—¿Sentimientos buenos?Él volvió los ojos hacia mí y sus

labios dibujaron una leve sonrisa.

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—Muy buenos.Teniendo en cuenta las cosas que

había estado captando yo de él, decidídejar el tema. De momento.

—Vale, pero ¿por qué me contastetoda esa milonga acerca de Christine yde ti? Me hiciste creer que ibais avolver a empezar juntos otra vez.

—¿Y qué otra cosa podía hacer? Tehas pasado la vida matando resucitados.¿Cómo iba a decirte que yo protegía auno de ellos?

—¿Tenías miedo de que la matara?—Sí, de eso también. Pero luego

además estaba tu reacción. Yo sabía quea ti te sorprendería, que te desagradaría,

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que te horrorizaría… todo lo que vi entu rostro cuando estábamos en el túnel.No quería que pensaras mal de mí ysabía que…

—¿Sabías qué?—¡Sabía que tú y yo no teníamos

ninguna oportunidad!Su rostro tenía una expresión seria,

apasionada. Me daban ganas de darle unpuñetazo.

—¿Por qué? ¿Sólo porque Marlowelo desaprueba y al Senado no le va agustar? Para mí, personalmente, eso esuna especie de aliciente más.

Él me miró incrédulo.—Te he robado. Te he mentido

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acerca de Christine. Te he dejado conesa loca…

—Dos veces.—¡Tienes todo el derecho a no

querer volver a verme nunca más!—Sí. Pero también me has ayudado

a luchar contra un montón de feys locos,has huido de tu propio juicio porasesinato porque creías que yo estaba enpeligro y podía necesitar ayuda y, segúnhe oído, me has sacado de debajo de losescombros.

Bostecé, y cuando volví a levantar lavista, Louis-Cesare tenía esa mismaexpresión que yo había visto ya una vezen él y que era una mezcla de esperanza,

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incertidumbre y miedo.—¿Qué estás diciendo? —preguntó

él con precaución.—Digo… —comencé yo.Inmediatamente hice una pausa. ¿Qué

estaba diciendo? ¿Estaba de hechopensando en ese asunto? ¿En serioestaba pensándolo? Porque después detoda una vida de locura, una cosa asítenía que tener un precio. Los dhampirsno mantienen relaciones… al menos no alargo plazo. Y desde luego no concriaturas a las que se supone que tienenque cazar. No sabía qué diablos estabahaciendo, y probablemente todoacabaría en un desastre. Todo el mundo

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lo sabía: los finales felices no existen, ylos príncipes no acaban formando unafamilia con un paria.

Pero según parece yo ahoratambién soy un paria, se coló por mimente.

—¡Basta! —dije yo, reclinándomeencima de él.

Sus brazos me sujetaban con fuerza,pero sus manos eran delicadas. Podíaoír sus latidos en mi oído, que sonabande lo más natural y me resultabantranquilizadores.

—¿Qué estás diciendo? ¿Quieresdecir que no puedo corromperte? —preguntó él.

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Rozó sus labios contra los míos conel más ligero de los contactos: su alientocontra mi piel.

—Pretendo darte todas lasoportunidades para que lo intentes.

Sonreí y volví a dormir. Bien. Sí queiba a funcionar.

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KAREN CHANCE nació en Orlando,Florida y ha vivido en Francia, GranBretaña, Hong Kongy Nueva Orleans,donde ha ejercido la enseñanza comoprofesora de historia. Actualmente viveen DeLand, Florida.

Hasta que un buen día se planteó

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dedicarse a la novela romántica y deaventuras hasta que consiguió quepublicaran la primera entrega de unaserie paranormal en donde sumergió alos lectores en un fascinante mundolleno de vampiros.

Con sus libros ha conquistado a loslectores de habla inglesa permaneciendodurante muchas semanas en las lista delos libros más vendidos en el New YorkTimes y el USA Today.