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Alexis Cordero C. ACEPTARNOS ES CREER EN EL AMOR QUE DIOS NOS TIENE LA HISTORIA DE LÍA

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LA HISTORIA DE LÍA Alexis Cordero C. PURÍSMO CORAZÓN DE MARÍA 2008 2 © Alexis Cordero C. 2227226 - 098528879 Cualquier divulgación de la obra, con el permiso correspondiente de su autor. 4 1 2 3 1. La hermana mayor: Por Gen 31,1 sabemos que Labán, el padre de Lía, 4 5 6 7 8 2. La que no podía ser ella: Si bien el hecho de haber nacido mujer ya la ponía 9 10 11 12 13 de aquello que nosotros dañamos. 14 15 16

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Alexis Cordero C.

ACEPTARNOSESCREER EN EL

AMOR QUE

DIOS NOS TIENE

LA HISTORIA DE LÍA

PURÍSMO CORAZÓN DE MARÍA

2008

2

Alexis Cordero C.2227226 - 098528879Cualquier divulgación de la obra, con el per-miso correspondiente de su autor.

De ordinario, la vida nos enseña que te-nemos que aceptar que no todo se da con-forme a nuestros gustos y deseos. Cuando somos jóvenes creemos que las cosas tie-nen que suceder tal y como nosotros que-remos y eso, normalmente, quiere decir de acuerdo a nuestros anhelos y capri-chos. Solo poco a poco y a medida que crecemos, entendemos que no siempre sucede así y que, a veces, incluso nos to-ca aceptar lo que no nos agrada y luchar por hacer llevaderas tales situaciones. Eso es, precisamente, lo que nos permite madurar.Hay caminos, repito, que tenemos que re-correr y que no son, de ordinario, los que hubiéramos deseado. Parece que irreme-diablemente tenemos que caminarlos por-que, a modo de una imposición, cuya ra-zón desconocemos, simplemente apare-

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cen ahí, frente a nosotros, sin que tenga-mos una mínima opción ante ellos. Y, en-tonces, tratamos de justificar el sinsabor que la determinación de emprenderlos provoca en nuestras vidas, aceptándolos como una carga inevitable de la que nos hacemos responsables, sin terminar de asumirla nunca, y deseando a toda costa llegue el momento de poder deshacernos de ella.Humanamente hablando, hay situaciones que jamás terminamos de aceptar sea porque nunca nos sentimos merecedores de ellas (¿Por qué a mí?), sea porque consideramos que la existencia es ya de por sí injusta y se recarga con todo su pe-so sobre los más inocentes (¿Qué vamos a hacer? La vida es así). En cualquiera de los casos, muchos vivimos sin refle-xionar, ni de lejos, que el sobrepeso de la vida tiene que ver muchísimo con nuestra propia actitud ante ella. No necesitamos inventar nada ni culpar a nadie para en-

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tender que, muchas veces, nuestra vida es una muerte, un castigo, porque nosotros mismos la convertimos en eso.

La Palabra de Dios nos presenta en el li-bro del Génesis (29,15 - 30,24) la historia de una mujer cuya vida aparece como un lamento poco deseable para quienes en este tiempo vivimos en la ansiosa y ham-brienta búsqueda de felicidad y paz, la desaforada y angustiosa búsqueda de cualquier felicidad y cualquier paz.

Es la historia de una mujer cuya vida se transforma en un espejo frente al cual he-mos de considerar nuestra propia condi-ción frente a la vida y frente al Dios amo-roso que se nos revela en Jesús de un mo-do personal... Vamos a caminar junto a Lía, la hija de Labán, la hermana de Ra-quel, la primera esposa de Jacob.

De hecho, no se habla mucho de esta mu-jer y las veces que aparece lo hará un tan-to oscurecida por la figura de su hermana.

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Con todo, el breve espacio dedicado en la Biblia a hablarnos de Lía, nos deja una valiosa enseñanza de la que se puede aprender mucho.

Lía es como un sendero por el que se avanza entre fracasos y rechazos. Su vida no es nada ajena a la que nos toca vivir a las mujeres y los hombres de hoy y, por eso mismo, Dios la pone ahí para que, desde su silenciosa presencia, desde su perfil casi anónimo, nos hable y nos en-señe.

Nos remitimos al pasaje señalado para re-correrlo paso a paso, como ascendiendo escalones, e introducirnos en esa Lía de la que, con la suave guía del Espíritu, pretendemos aprender.

1. La hermana mayor: Por Gen 31,1 sa-bemos que Labán, el padre de Lía, tenía varios hijos; entre ellos había dos muje-res.

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En 29,16 se nos dice que Lía era la ma-yor y Raquel la pequeña. No se nos dice que Lía era la primogénita y, dado el con-texto de la narración, parecería que no lo fue. Sin embargo, aunque tal información no tiene nada de especial, el hecho de ser la mayor de las dos, le confería –ayer igual que hoy– ciertos derechos cuyo cumplimiento debía ser resguardado, más que nadie, por el padre; es decir, había derechos que la mayoría de edad otorga-ba, dentro y fuera de la familia, y a Lía le correspondían. Ahora bien, solo por manejar una suposi-ción, consideremos que Lía era la primo-génita. Ubicados en el contexto del pue-blo hebreo de aquel entonces, la primoge-nitura era un don esperado por los padres, que debía darse de modo privilegiado en un varón. La esperanza de que el primer hijo sea varón era saludada como una bendición del cielo cuando así sucedía, y era motivo de fiesta porque no se trataba

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meramente de un acontecimiento fami-liar, sino que era celebración de la comu-nidad. Normalmente no se esperaba que una niña usurpara el lugar de un primogé-nito.Si esto sucedió con Lía, obviamente, su llegada no fue algo que llenó de alborozo la casa de Labán, ni fue motivo para que se alegraran con él sus familiares, amigos y vecinos. La llegada de Lía no podía sig-nificar otra cosa que pesar disimulado, dolor, desengaño, castigo; algo que solo el tiempo podía ayudar a asumirlo, dige-rirlo, aceptarlo con la resignación y el sentimiento de fracaso y de culpa que tal hecho podía traer; algo que, en el mejor de los casos, solo la madre y las otras mujeres podían entender.Las primogénitas sufrían desde un princi-pio el rechazo –aunque la palabra suene demasiado dura– por ser mujeres: el re-chazo del padre, el rechazo de quienes es-

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peraban un varón; pero más allá de eso sufrían también el rechazo de saber que no eran queridas, que eran el lado de la moneda que no esperaban; sentían el re-chazo de los demás, pero sobre todo sen-tían, y de un modo más doloroso, su pro-pio rechazo.Lía, como otra de las tantas primogénitas, vivía como si su vida no debiera haber si-do; no solo era una mujer, sino que por serlo, de alguna manera, su vida era ya un mal que tenía que ser aceptado, soportado y sobrellevado. Lía vivía su existencia como un minus que quería entender, pero cuyo entendimiento tampoco valía la pe-na. Un minus que, visto en sí mismo, no tenía más que una respuesta de cara a Dios: Si nació mujer y, por serlo, su sta-tus estaba ya delimitado; si ese hecho la colocaba en una condición de inferiori-dad con la que ninguna mujer podía estar satisfecha en su interior; si esa situación le mantenía en un estado de lucha que,

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aparentemente, nunca iba a terminar de aceptar, ¿cómo Dios iba a aceptarla? Si el Altísimo había dispuesto su voluntad so-bre ella de tal forma que debía ser mujer, y ella no terminaba de conformarse con su realidad, entonces, simplemente, su corazón no estaba con Dios y, por tanto, Él no la quería. De alguna manera, en el corazón dolido de muchas mujeres, debía navegar el pensamiento agitado de que Dios no las quería al haberlas hecho na-cer mujer. Si Lía pensaba así, la lógica parece sim-ple y aceptable, pero la carga psicológica del hecho se hacía inaguantable. El caso de la primogénita era radical, pero lo era también el de cualquier mujer. No era ne-cesario nacer primogénita para saber y sentir que ser mujer ya bastaba para no merecer una vida de derechos. No nacer varón ponía a las mujeres en un sitial de desigualdad radical, como hemos dicho. La vida de la mujer no tenía mayor signi-

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ficado ni importancia en un contexto co-mo aquel –¿significa algo en ciertos con-textos actuales?– y, por eso, el padre bus-caba a toda costa dejar asegurada, de la mejor manera posible, la vida de las hi-jas. El derecho más importante, pues, del que era merecedora Lía, y cualquier otra mujer de ese tiempo y lugar, era el de en-contrar alguien del agrado del padre que quiera desposarlas.

Primogénita o no, Lía había nacido mar-cada como mujer y eso implicaba recha-zo: el de los demás, el que sentía por sí misma y el que creía que Dios sentía tam-bién.

2. La que no podía ser ella: Si bien el hecho de haber nacido mujer ya la ponía en una situación de desventaja, a eso se añadía la repercusión social del hecho. La mujer no tenía derechos y su condición era de lo peor si no tenía un hombre que

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le reconociera y, de alguna manera, le diera significado a su vida. Socialmente, la mujer servía para dar a luz, para dar hi-jos a la comunidad, para desempeñar a cabalidad las faenas del hogar y para par-ticipar de una buena parte en la crianza y educación de los hijos. Fuera de esto, ser mujer no era nada bueno y era, más bien, motivo de queja y frustración. Por eso, a la mujer, para ser aceptada en el conjunto social, no le quedaba otro camino que el de desaparecer a ella misma para ser lo que los demás exigían que fuese.

Para cuando se cuenta la historia de Lía, no hay grandes relatos que hablen de mu-jeres ejemplares. Hay tan solo la transmi-sión oral acerca del papel de Eva en la caída, lo de Babel y el diluvio, lo de So-doma y Gomorra, sobre la mujer de Lot y la historia de Sara. En verdad, no hay mucho que aprender de las primeras mu-jeres de la Biblia.

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Mientras en los demás había una sonrisa que disimulaba la decepción y pasaba a ser la muestra de una aceptación fingida y resignada –que no era más que un re-proche silencioso sobre lo que pudo ha-ber sido y no fue–, en el corazón de las mujeres, y de Lía en este caso, empeza-ban a levantarse ideas sobre cómo poder agradar a los otros ya que no podía hacer-lo por el hecho de ser mujer. La necesi-dad de construir una imagen que sea de la entera satisfacción de los demás pasaría a ser una necesidad de sobrevivencia. Lía no es más que una imagen, en el do-ble sentido de la palabra: Se ha preocupa-do, por un lado, de hacer de su vida algo que los demás querían que fuese; se ha olvidado de vivir su propia existencia pa-ra pensar, actuar y vivir conforme a las exigencias de los otros, y, por otro, ha pa-sado a ser un modelo de todos quienes vi-vimos según las expectativas de lo que dicen los demás para poder responder a

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ellas. Lía es el espejo de aquellos que pa-san la mitad de su vida levantando una imagen de sí mismos y la otra mitad se la pasan cuidándola.El gran mal de una vida llevada de esa forma es que se pretende adornarla con una capa de virtud. Y no es que no haya virtud en ella, sino que –desde los planos más inconscientes– más importa que la vida parezca una entrega a los demás, que lo que en realidad es: una sonrisa fingida que brota de los corazones quebrantados por su necesidad de amor.Es claro, como puede entenderse, que al-guien con un problema de autoacepta-ción, unido al interés permanente por complacer a los demás, jamás estará sa-tisfecho con la propia vida. Dicho en otras palabras, siempre habrá un rechazo continuo hacia todo lo que sale de sí mis-mo y se convertirá fácilmente en una pre-sa o en un objeto manipulable, suscepti-ble de ser utilizado por los demás.

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En el caso de Lía, el problema se ve re-flejado en la disposición que hace su pa-dre de ella con respecto a casarla con Ja-cob. Jacob se había enamorado de Ra-quel, pero la preocupación del padre era hacer que su hija mayor encontrara pron-to marido. Lía se transforma en la panta-lla de los intereses del padre y con ella juega para dar cumplimiento a sus planes; en ese juego arrastra a Jacob y a Raquel. Por supuesto, humanamente hablando, tal decisión no favorecerá a nadie y Lía será la víctima de todo el juego… Solo Dios puede hacer un bien supremo de aquello que nosotros dañamos.

3. La de los ojos tiernos: Este detalle de Gen 29,17 no sería digno de atención si no estuviera junto a aquel otro que dice que Raquel era de bella presencia y de buen ver; otras traducciones hablan de que Raquel era guapa y de lindo sem-blante. De Lía podría decirse lo que

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usualmente se dice de muchas mujeres cuando no se les encuentra ningún atribu-to físico especial: «pero es una bella per-sona», y nosotros sabemos que si solo eso bastara, los cirujanos plásticos no tendrían todo el trabajo que tienen. En otras palabras, Lía no era linda, aunque tenía cierta gracia en los ojos (hay quie-nes dicen que ni en los ojos porque la pa-labra usada en el hebreo da a entender que adolecía de cierta bizquera).Lía no era bonita y, en cambio, su herma-na lo era y parece que bastante. La gente se fijaba en Raquel y no en Lía; las mira-das de los hombres se dejaban llevar por el rostro, el cuerpo y la gracia de Raquel cuando pasaba y no cuando lo hacía Lía. Lía no llamaba la atención; era «desabri-da», tal como se dice de algunas mujeres en nuestro medio.Lía sabía y sentía en su propia carne que nunca llamaría la atención como su her-mana y que, posiblemente, nadie se fija-

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ría en ella porque, aparte de sus tiernos ojos, se sentía fea. Ahí también se entien-de la preocupación del padre por encon-trarle marido y se entiende la trampa co-metida con Jacob (v. 25).Lía no era bonita, pero lo más grave era que ella no se sentía bonita. (Cuántas ci-rugías plásticas se evitarían si las mujeres y los hombres de hoy nos sintiéramos a gusto con nosotros mismos y también con nuestro físico). Había un motivo más para no aceptarse. No se sentía culpable de tener la figura que tenía porque, a fin de cuentas, eso no era algo que ella hu-biera elegido, pero tenía todos los senti-mientos que nacen cuando a uno le car-gan las cosas que no le gustan. Lía estaba en pelea con todos en su interior: con Dios, con sus padres, con quienes le ha-cían sentir no favorecida, con su herma-na, con quienes no la miraban…El complejo de fea no es sino un síntoma más de otro aún mayor y más peligroso:

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el de inferioridad, y bien sabemos que muchas de estas patologías –cada vez más evidentes en estos tiempos– se deben ya no solo a lo que posiblemente fue una niñez de abuso y maltrato, sino a la au-sencia de esa mínima ternura que, en do-sis variadas, necesitamos todas las perso-nas mientras estamos creciendo y aún después. Es la ausencia de las palabras cariñosas, de las manos tiernas, de la compañía cálida, del gesto oportuno que nos reconforta y nos brinda la seguridad que necesitamos y que nos permite desa-rrollarnos con una carga afectiva lo sufi-cientemente adecuada para sobrellevar las dificultades que vienen en la vida, y que se hacen difíciles de enfrentar cuando viven en nosotros a modo de carencias.Lo que Lía podía sentir respecto de su “fealdad” no era otra cosa que su propia creación o, más bien, el fruto de un traba-jo que había sido elaborado como un pro-ceso llevado en contra de sí misma, y que

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se expresaba en forma de autocompasión y deseos de llamar la atención a cualquier precio y de cualquier manera.

4. La no amada: En Gen 29, 18 se dice que Jacob estaba enamorado de Raquel y que después de pedirla a Labán como es-posa tuvo que esperar siete años “que se le antojaron como unos cuantos días, de tanto que la amaba” (v. 20). Pero Labán hizo trampa y engañó a Jacob dándole por mujer no aquella que él le había pedi-do sino a Lía que era la no deseada.Podemos ver en este hecho dos circuns-tancias que pueden marcar la vida de una persona, sobre todo, de una mujer. Antes, en nuestra sociedad –y aún ahora en otras– la mujer no tenía opción a la hora de escoger su esposo. Los matrimo-nios eran arreglados por los padres (en-tiéndase, por los varones) y tanto él como ella tenían, en el peor de los casos, que aceptarse mutuamente como una obliga-

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ción frente a la cual no había más alterna-tiva que la de aguantarse sin amor. En cualquier caso, las alternativas favorecían a los hombres. Muchas parejas permane-cían juntas porque –se decía– “el amor viene con el tiempo”, pero otras tantas permanecían juntas porque la mujer no tenía otra opción: había una dote de por medio y, luego, venían los hijos y ella, que normalmente no desempeñaba nin-gún oficio fuera de los obligatorios del hogar y que no le reportaban ningún tipo de remuneración económica –como suce-de hasta ahora en muchísimos casos–, no tenía más sustento que aquel que le brin-daba su marido. Tenía que vivir a expen-sas de su marido “hasta que la muerte los separara” o hasta que él decidiera repu-diarla.Lía fue dada en matrimonio a Jacob bajo engaño porque, como era la costumbre del tiempo, la mujer tenía que ir velada al tálamo nupcial y el varón no podía verla

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sino una vez que se había consumado la relación. Por un lado, Lía quería a Jacob, pero debe haber sentido con dolor el he-cho de ser usada por su padre para ser en-tregada no solo en matrimonio sino bajo engaño, aunque ella en el fondo lo con-sintiera, y por otro, el de sentir el rechazo de Jacob al ser descubierta como la mujer que él no esperaba y a la que jamás ama-ría. Sin embargo, Jacob decidió retenerla junto a sí a cambio de tener también a Raquel, que era su preferida.El dolor de no ser la preferida y la necesi-dad constante de amor por las carencias vividas desde el inicio de su vida, que ja-más pudo resolver o que jamás se detuvo a resolver, iban a convertirse en su vía dolorosa. El sentimiento de rechazo y no aceptación sería algo que iría dando for-ma a su existencia.Es esta ansiedad la que lleva a tomar de-cisiones y a aceptar proposiciones que

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nunca terminan haciendo bien porque el corazón se halla en estado de turbación y la extrema preocupación por atender las propias necesidades no le permiten ser objetivo y, peor aún, sabio.

5. La secundona: Jacob, repito, aceptó quedarse con Lía, pero también con Ra-quel. Lía iba, de ahora en adelante, a competir con su hermana para ganarse las preferencias de su marido e iba a recurrir para eso a lo que ella consideraba serían los medios más adecuados para atraer su atención.De entrada, Lía sabía que no era la prefe-rida de Jacob pero, posiblemente, pensa-ba –como aún hoy se piensa– que una vez que lo tuviera a su lado podría conquistar su amor. Al mejor estilo utilizado por el mundo, ignoraba que el amor es una de-cisión que hay que tomarla cada día. Aunque sabía que Jacob había preferido desde un inicio a Raquel, creía que ese

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amor podía alterarse si recurría a medios que pudiesen llegar a los sentimientos y emociones de su esposo.

La manipulación y el autoengaño son parte de la condición desesperada de quien busca conseguir a toda costa lo que no se puede conseguir en buena lid o des-de la espontaneidad del corazón. Por eso, Lía recurre al chantaje para que, sea co-mo sea, aunque sin amor, su hombre se quede de alguna manera junto a ella.Aunque oficialmente era la primera mu-jer de Jacob, porque Labán, para justifi-car su acción, le había dicho a él que «no se usa en nuestro lugar dar la menor an-tes que la mayor» (v. 26), Raquel pasó, luego de las fiestas nupciales (v. 27), a ser también la segunda mujer de Jacob en la entrega, pero la primera en las prefe-rencias del esposo (v. 30).Lía vino a ser de hecho la secundona y sin ventaja en el amor. Las hermanas ha-

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bían pasado a ser rivales y cada una tenía que hacer su parte para gozar de la com-pañía del marido.Las escenas de celos, peleas y resenti-mientos tenían que ser frecuentes en los hogares de Jacob. Es probable que Ra-quel, con el derecho que también le asis-tía, haya reaccionado con las agresivida-des que casos como este suponen, pero es Lía la que tiene el corazón dolido porque siente que no solo su hermana le ha qui-tado algo, sino que todo el mundo lo ha hecho. Ser la primera porque se dieron ciertas circunstancias y no serlo en la práctica cotidiana, hace que el sentimien-to de fracaso y la frustración sean aún mayores.Creer que uno merece un lugar y no te-nerlo; salir tras la conquista del amor sin conseguirlo; querer brillar y ver que otros se llevan el premio son razones para vivir una intensa pelea interior en la que la ira termina expresándose de muchas mane-

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ras, contra uno mismo sobre todo, y tam-bién contra todos los demás.6. La mujer fecunda: La Palabra dice que «Yahvé vio que Lía no era amada (lit. “aborrecida”) y la hizo fecunda». El vientre fértil de Lía se convierte en su ar-ma de ataque contra Raquel, que «era es-téril» (v. 31). Tener hijos era la dicha de cualquier mujer hebrea; era una señal de elección. Lía podía sentirse realizada por esta condición y así sucedió. Sin embar-go, va a descubrir que tampoco sus em-barazos le darán lo que ella ansiaba. En su apasionamiento y en su ansiedad de amor, Lía cargará sobre los hijos que vendrán las frustraciones de su condición de mujer no amada. La rivalidad de Lía hacia su hermana va a servir para explicar los nombres de cada uno de los hijos que vendrán. Ellos car-garán, sin merecerlo, el dolor nacido del despecho que vive la madre en cada uno

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de los partos. En ese contexto social es la madre la que pone los nombres y los que pone Lía a sus primeros hijos llevan la amargura y la negatividad de su corazón. Nace el primogénito y le llama Rubén porque se decía «Yahvé ha reparado en mi cuita» o, dicho de otra manera: «Yah-vé se ha fijado en mi aflicción». Para Lía, Rubén pasa a ser el consuelo dado por Dios a sus lamentos y la razón que, según ella, atraerá el amor de Jacob: «ahora sí que me querrá mi marido» (v. 32)… Pronto va a descubrir que no es lo que ella piensa.El segundo hijo, Simeón, es recibido sin la esperanza de ganarse el cariño de su esposo y tan solo viene como el regalo de Dios que cubrirá el sentimiento de sentir-se aborrecida (v. 33). Pero Lía no desistía en su lamento. El tercer hijo, Leví, es so-lo un cebo que le hace pensar que Jacob se aficionará de ella por haberle dado tres hijos (v. 34). Sin embargo, nada consi-

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guió Lía con estos tres partos ni con sus quejas ni sus lamentos. Nada en su vida había cambiado a no ser su corazón que crecía en amargura. Han pasado muchos años y es aquí, en-tonces, cuando Lía, probablemente, se da cuenta de que el estilo de su vida y su modo de encararla no están en la direc-ción correcta. Tal vez se da cuenta de que todo se ha complicado y ha empeorado y que todo el sufrimiento vivido no ha ser-vido para ganarse ni el favor de Dios, menos de los hombres. Probablemente, Lía se da cuenta de que no ha puesto la suficiente atención en aquello que debía ser un motivo de acción de gracias y que se perdió al detenerse a ver más sus oscu-ridades que las luces que brillaban sobre ella. Probablemente, Lía empieza un re-corrido hacia su interior y descubre que el fondo de su corazón es un terreno seco del que, desde hace mucho, no ha brotado el agua del reconocimiento y, por eso,

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desde ese despertar cae en la cuenta de que las cosas ordinariamente no son co-mo uno las quisiera, y que intentar forzar la realidad pretendiendo que funcione se-gún nuestros deseos, anhelos y aspiracio-nes es solo una manera más de enemistar-se con la vida y con quienes se la com-parte.Probablemente, Lía cae en la cuenta de que Dios ha pasado rezagado en su cora-zón y de que es hora de volver a Él; ve que es el momento de rendirle el culto que se merece después de tantos años de desconsuelo en el que, sin saberlo, ella misma se había convertido en el objeto alrededor del cual giraba todo. Y, enton-ces, cuando nace su cuarto hijo, no hace sino expresar esa novedad que ha signifi-cado redescubrir un nuevo horizonte para su existencia y una nueva manera de per-cibir las cosas, de percibirse a sí misma y de relacionarse con los demás: «Esta vez alabo a Yahvé» (v. 35) es el significado

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del nombre del hijo de cuyo tronco sal-drá, precisamente, Aquel que será cono-cido como el «León de la tribu de Judá».Sin embargo, Lía seguirá siendo Lía. Mu-chas heridas habrán tardado algún tiempo en cicatrizar y otras habrán quedado aún abiertas. El resentimiento y la amargura habrán dejado sus huellas y se le habrá hecho muy difícil perdonar tantas cosas que nublaron su vida: habrán quedado marcadas en frases dolidas, hirientes, despectivas hacia los otros… Lía es una mujer del Antiguo Testamen-to, y lo importante de su ejemplo es que, aunque siempre seguirá buscando el amor –incluso tan solo bajo la forma del apre-cio (30,20)–, iba a aprender que Dios rea-lizaría sus planes con ella o sin ella y que era mejor unirse a Él que alejarse.Los hijos que vendrán más tarde tendrán nombres en los cuales el gozo y la espe-ranza serán notorios: ¡Enhorabuena!

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(Gad), ¡Feliz de mí! pues me felicitarán las demás (Aser), Dios me ha dado mi re-compensa (Isacar), Me ha hecho Dios un buen regalo (Zabulón). Todos estos hijos serán los herederos de la promesa y los padres de las tribus de Israel. La fecundi-dad de Lía es haber descubierto que Dios está con ella y haber aprendido a rendirle culto desde su corazón. Sin saberlo, se convertía en la mujer que ayudó a Dios a parir un pueblo. Pero para ello fue nece-sario dar el primer paso: alabar a Dios desde el interior aunque la realidad exte-rior no haya cambiado significativamen-te. Mejor dicho: bastó el reconocimiento interior para que la realidad exterior ad-quiriera otro status aunque nada haya su-cedido de la noche a la mañana.

Conclusión: Llegar a conocerse es un don del cielo y, si de recurrir a la expe-riencia se trata, una gran mayoría de quienes caminamos sobre esta tierra po-

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dremos decir que el cumplir muchos años no es garantía de ese conocimiento. La experiencia es gran maestra, pero no lo es como la instrucción de Dios. Cumplir muchos años puede ser, al contrario, si-nónimo de testarudez, de dureza de cora-zón, de alejamiento de Dios.La historia de Lía no se desarrolla en al-gunos días ni en pocos años. Es un largo camino que nos dice que el Dios de las misericordias nos sale al encuentro para consolarnos cuando abrimos el corazón una vez que todas las respuestas que he-mos intentado dar para resolver nuestros problemas han fallado.Lía nos dice lo reacio que se vuelve el corazón cuando ha vivido de heridas, re-cuerdos, frustraciones, lamentos; nos dice lo difícil que se le hace confiar, lo duro que se le hace comprender la necesidad de cambiar, lo arduo que se le hace em-pezar de nuevo… Porque, con los años, el corazón fabrica una coraza muy dura

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de romper, que le sirve de seguridad y defensa, pero también de aislamiento y soledad.De Lía aprendemos que los corazones desconfiados viven empecinados en que-rer darse permanentemente una respuesta aunque la vida les haya enseñado lo poco fructíferas que han sido todas las anterio-res. Por eso, de ella solo sabemos, sin que se diga nada de una manera clara y sufi-cientemente ilustrativa, que llega a ser madre de muchos hijos y que solo con el pasar del tiempo es como, aparentemente, llega a entender cuál es el sentido hacia el que debía orientar su vida,.Y es que el conocimiento de uno mismo es obra de la Sabiduría y esta siempre va acompañada del santo temor de Dios; es decir, de la firme convicción de que Dios es Dios y de que Él nos conoce como so-mos y sabrá orientar nuestra vida de una manera, a lo mejor, incomprensible y di-ferente a la que nos imaginamos, pero

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que, en cualquier caso, siempre será la mejor. El problema de cómo llevar nues-tra vida de un modo santo y agradable es el problema de aceptar que el Señor nos ama como somos y que es la fuerza de su amor la que nos motiva libremente a ha-cer los cambios que necesitamos para vi-vir una vida plena y de su agrado.

Nuestra infelicidad, como la de Lía, nace del hecho de no aceptarnos porque nos vemos llenos de tantas fealdades y som-bras que llegamos a suponer que si noso-tros mismos no nos aceptamos nadie más lo hará y menos aún Dios: ¿Cómo puede Dios aceptarme así como soy? Por eso, la fe, como lo dice un autor, no es más que el coraje de aceptar la aceptación; o sea, el coraje de vivir sabiendo que Dios me acepta como soy.

La historia de Lía nos deja una enseñanza espiritual maravillosa. No importa cuán larga haya sido la vida de sufrimiento y

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de pesar. No importa si fueron otros o fuimos nosotros mismos quienes hicimos de nuestras vidas un lamento. No importa los caminos que anduvimos ni los medios que usamos buscando dar consuelo y sa-tisfacción a nuestros corazones atribula-dos. Lo que importa es descubrir que Dios está allí siempre esperando a que le entreguemos nuestra carga.

Vengan a mí los que están cansados y agobiados y yo los aliviaré, dice el Señor. Si descubrimos algo de Lía en nuestros corazones, no tardemos en acudir a Él. Pero si no encontramos algo de Lía, es por demás seguro que sí encontraremos mucho de nosotros mismos… No tarde-mos en acudir a Él

Solo es libre aquel a quien el Hijo libe-ra… El que tenga oídos para oír que oiga.

Ad Maiorem Dei Gloriam

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