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Asegurándonos la vida Alexis

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El Dios de amor quiere darnos su amor para siempre Alexis Cordero C. Dt 32,10-11 Dt 33,26-27 Is 43,1-5 Is 46,3-4 Is 49,15-16 Is 54,10 Ef 3,14-19 Jer 31,3

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Asegurándonosla vida

El Dios de amor quiere darnossu amor para siempre

Alexis Cordero C.

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Vivimos una época que bien pudiéramos llamar «tiempo de la seguridad»: es tanta la inseguri-dad que existe a nuestro alrededor que ahora hay un seguro para todo: casas edificios, autos, todo tipo de transporte está asegurado; la vida, las piernas, los ojos, las nalgas, están asegura-das; hay seguros contra incendio, contra robo, contra catástrofes … Estamos tan asegurados que es un tanto difícil pensar que haya alguien que no posea algún tipo de seguro, sea privado o público; todos los que podemos estamos ase-gurados.Pero el problema no es estar asegurados; el pro-blema es que no hemos desarrollado una cultu-ra de seguridad que, dicho en otras palabras, significa que no somos proactivos –para usar terminología de punta–, sino reactivos; es de-cir, solo comenzamos a preocuparnos cuando nos pasa algo.¿Quién tiene en la casa, por ejemplo, un extin-tor de incendios? ¿O un botiquín de primeros auxilios actualizado, o sea, con medicinas no caducadas? Cuando antes se tenía que revisar el vehículo en la Policía, ¿quién no tuvo que espe-rar que alguien desocupara el extintor y los

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triángulos para pedirle “un ratito” hasta pasar la revisión? Si, en el peor de los casos, tuvimos que comprar uno, lo más probable es que ha-yamos comprado el más barato…Realmente no tenemos una educación para la prevención de los peligros y a eso se debe que las aseguradoras puedan pintarnos toda una ga-ma de posibles amenazas para vendernos sus respectivos seguros.Una de las primeras cosas que nos hacen ver son las razones de por qué necesitamos asegu-rarnos, y en un segundo momento, todos los be-neficios de los que nos haremos poseedores una vez que adquiramos su seguro.Claro que los beneficios, dicen ellos, serán tan-to mayores cuanto más altos sean los costos que estemos dispuestos a invertir, incluso si tene-mos enfermedades preexistentes.Lo mismo sucede para los bienes materiales. Supongamos un caso. Aseguramos nuestro au-to: cada mes tenemos que pagar una buena cantidad; se acaba el año y no hemos tenido ningún siniestro. Cuando nos toca renovar el contrato lo pensamos dos veces y nos decimos que para qué vamos a regalar el dinero. Y pen-

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samos: Si este año me ha ido bien, el otro me irá igual o mejor, y abandonamos el seguro. ¡Así pensamos! ¡Parece que estuviéramos espe-rando que nos suceda algo para ver si en verdad el seguro funciona o no y para ver si nos decidi-mos a continuar con él o no!Cuando de seguros de vida se trata nunca falta quien piensa que el mayor beneficio de un se-guro de vida solo viene con la muerte, y no para el que paga, sino para los deudos. ¡Así pensa-mos! Es parte de nuestra mentalidad.Profundicemos un poco más: Todos sabemos lo que es un peligro (situación en la que aumenta la posibilidad real de un daño). Cuando hay pe-ligro, lo evitamos; no nos gusta el peligro. No es lo mismo que un riesgo (estar expuesto a un posible daño); riesgo siempre hay aunque nunca suceda el daño y, a veces, hay que tomar ries-gos.Pero entre el peligro como tal y el riesgo, este se vuelve más comprometedor porque es sus-ceptible de un manejo subjetivo: Todos sabe-mos de la necesidad de ponernos el cinturón de seguridad y no hay problema si salimos de viaje fuera de la ciudad: simplemente nos lo pone-

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mos, pero si vamos a la tienda de la esquina “nos decimos” que no hay peligro y no nos lo ponemos. Piensen en muchos ejemplos de esta naturaleza… Muere mucho más gente, por ejemplo, con la corriente de 110 V que con la de 220 V ¿Por qué? Frente a ciertos peligros hay un determinado grado de confianza, llame-mos ingenua, que no nos permite ser plenamen-te objetivos y nos puede acarrear desventuras. Ustedes lo saben…Los accidentes que, dentro de determinadas cir-cunstancias y en situación laboral ocurren entre el lugar de trabajo y la casa, son cubiertos por la empresa en que trabajamos y/o por la oficina de riesgos laborales. Dependiendo de la situación, una y/u otra pagarán todos los gastos si se com-prueba que no ha habido desviaciones en la ru-ta, si no, no.La cuestión aquí es que, si nos desviamos, per-demos. Podemos perder, por ejemplo, los dedos de la mano o la mano misma. Por eso es que se suele decir que nuestra seguridad está en nues-tras manos, o lo que es lo mismo, que nuestra seguridad está en nuestras decisiones. Cuando entendemos esto, podemos evitarnos tantos mo-

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mentos desagradables y la autocompasión en nuestra vida; podemos dejar de culpar a la mala suerte y de lamentarnos con lastimeros “¿Por qué a mí?”Por eso es que en toda empresa que tiene más de diez empleados, por ley, se pide que se creen condiciones de seguridad por un lado, y que se realicen actos de seguridad por otro. La em-presa crea condiciones de seguridad y los traba-jadores se comprometen a realizar actos de se-guridad. Condiciones y actos de seguridad: Por ejemplo, no puedo quitar (acto) una plancha de protección (condición) de una máquina de cor-tar papel porque el riesgo de tener un accidente se acrecienta. Las condiciones de seguridad, por tanto, no son para fastidiarme la vida, sino para protegerla; mis acciones seguras son para dis-minuir riesgos de accidentes en mi vida no para crearlos.Ahora bien, arriba dijimos que la ley obliga a toda empresa a cumplir con ciertas normas de seguridad, pero también a los trabajadores. La ley es una ayuda para la vida, no un impedi-mento y la ley protege a quien la cumple.

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Pero, normalmente, en quienes somos reactivos por naturaleza, primero deben venir los males para luego tomar las debidas precauciones. Si así nos comportamos con nuestra vida temporal, ¿qué podemos esperar de nuestra vida espiri-tual?¿Quiénes de nosotros nos levantamos pensando en nuestra seguridad espiritual? ¿Quiénes de nosotros, desde que nos levantamos, pensamos en nuestra salvación? ¿Quiénes de nosotros, desde la mañana, tomamos las debidas precau-ciones que nos ayudarán a vivir en la plena con-fianza de que no hay peligro capaz de separar-nos de nuestra salvación?¿Quién tiene cerca algo así como un extintor es-piritual que nos ayude en los momentos en que nuestra vida esté en peligro de ser devorada por el fuego?Al hablar de la seguridad temporal dijimos que muchas veces nos contentamos con comprar un extintor barato –que a largo plazo no nos va a servir–. Ahora, cuando se trata de nuestra segu-ridad eterna, ¿con qué tipo de extintor nos con-tentamos aunque sepamos que a largo plazo no nos va a servir?

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¿Hasta qué punto es importante nuestra vida es-piritual en una época en que los valores espiri-tuales están venidos a menos?Lo que a nivel de aseguradoras llaman «peli-gro», dentro de la vida cristiana, lo llamamos pecado. La cuestión es que hoy ya nadie cree en los pecados. Asimismo, lo que ellos llaman «riesgo» nosotros llamamos tentación y hoy es casi una virtud caer en tentación.Por eso el cristianismo no es atractivo aunque muchos estén empeñados en presentar un cris-tianismo light o quieran reducirlo a costumbres y tradiciones que no comprometen la vida. El pecado es el pecado y sigue siendo la mayor amenaza para nuestra vida temporal y eterna. Y Dios sabe eso. Lo sabe porque fuimos hechos para adorarle, amarle y servirle, y vivir de esa manera, con la conciencia de querer hacerlo, nos expone a peligros permanentes y a riesgos constantes, de los que es probable salir con al-gunas heridasPero hay riesgos que hay que afrontar porque el Señor nunca nos dijo que pidiéramos no tener tentación, sino «no caer en la tentación» (Mt 6,13).

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En nuestra vida de relación con Dios puede ha-ber accidentes de trabajo, pero a diferencia de la seguridad que hay en el mundo, que no nos cubre cuando hay desvíos, el Señor ha dejado aquí su Iglesia (como una oficina de riegos la-borales) para que, sobre todo cuando nos des-viamos y tenemos percances, podamos acudir a ella que es el lugar donde Él soluciona todos los problemas.Pero aquí también, cuentan nuestras decisiones. Nada podrá hacer el Señor si nosotros no lo queremos. El pone todos los medios (condicio-nes) para que podamos salvarnos –porque Él quiere que todos nos salvemos (1Tim 2,4)–, pe-ro si nuestros actos desdeñan esos medios, nada podrá hacer el Señor aun cuando jamás deje de llamarnos y decirnos que nos quiere tener a su lado para siempre. Se nos hace difícil aceptar que, a pesar de nuestros desdenes, Dios quiera seguir dándonos la oportunidad de «asegurar» nuestra vida.«¿Cuál es la razón?», preguntamos, y Él nos responde: «Te amo». La pregunta que nace de nuestro corazón hu-mano es: «¿Cómo es posible todo esto?» Y pen-

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samos en que los beneficios de los seguros «te-rrenales» son mayores cuanto mayor es el pago que hacemos por ellos. «¿Cuánto debemos pagar, entonces, por este se-guro celestial?», preguntamos nuevamente. Y la respuesta es: «Yo no quiero que me pagues al-go. Quiero más bien darte todo.» La respuesta es absolutamente diferente: no nos pide, nos da; no quiere dinero, nos entrega la vida; no nos despoja de un capital, nos regala vida abundan-te (Jn 10,10); no nos premia solo para esta vida, nos otorga vida eterna; no nos pide renovar el contrato cada año, nos confirma en su alianza eterna (Mc 10,28-30).Nuestra incredulidad es poderosa y otra vez preguntamos, por si acaso: «Algo debe haber a cambio, algo debe costar, algo tendremos que hacer.» Pero ¿qué podremos dar a cambio de ese amor que se ofrece eternamente?… Nos re-sulta tremendamente abrumador pensar que al-go así nos venga gratuitamente cuando nosotros estamos acostumbrados a cobrar intereses hasta a nuestra madre. Nos resulta tan enormemente difícil concebir que alguien esté dispuesto a ha-cer por mí lo que ni yo mismo estoy dispuesto a

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hacer por mí.E intentamos justificar nuestras creencias con racionalizaciones: «Nada es gratis en esta vi-da», nos decimos, porque así vivimos y no ad-mitimos la posibilidad de un amor que se dona gratuitamente, de un amor que tiene la profun-didad del mysterium. Pero no es que no haya costado. Nuestra vida ha sido asegurada con un precio muy alto: «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su único Hijo para que todo el que crea en Él no se pierda sino tenga la vida eterna» (Jn 3,16). Y el Hijo de Dios se hizo hombre y, siendo ino-cente, se entregó por cada uno de nosotros (Ef 5,2) y derramó su sangre para con ella asegurar-nos la vida de una vez y para siempre. Hemos sido comprados con sangre (1Cor 7,23; 1Pe 1,18-19) y todas nuestras deudas han sido can-celadas definitivamente en la cruz. San Pablo dice que si confesamos con la boca y creemos con el corazón que ese Jesús que clavaron en la cruz es el mismo que Dios resucitó de entre los muertos, entonces seremos salvos (Rm 10,9). Dios envió a su Hijo no tanto para mostrarnos con su muerte cuánto nos amaba, sino para

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mostrarnos con su resurrección cuánto nos ama y quiere seguir amándonos.Dios manifestó su amor por nosotros en que siendo aún pecadores, entregó a su Hijo para que muriera en nuestro lugar (Rm 5,8); estába-mos condenados a la muerte por nuestros peca-dos y Jesús murió para rescatarnos, darnos la vida y resucitarnos con Él (Ef 2,5-6). En Jesús, Dios nos entregó un Seguro de Vida eterno y gratuito.Puede surgir una duda: ¿Cómo sabemos que to-do eso es cierto? Estamos aquí, recibiendo día tras día la invitación a aceptar este regalo… La Palabra dice que la paga del pecado es la muer-te (Rm 6,23) y si seguimos aquí, a sabiendas de nuestros pecados, entonces quiere decir que Dios nos está brindando la oportunidad de vivir por Él y para Él.Nuevamente: Se trata de decisiones. Hay quie-nes se niegan a creer que esto pueda ser verdad porque se niegan a creer que haya un Dios que nos ama tal como somos y que ha hecho todo lo divinamente posible para que vengamos a Él y que seguirá haciendo todo porque quiere que estemos eternamente con Él, desde esta misma

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tierra.¿Eso significa que ya no habrá problemas? No, pero significa que nada sobre esta tierra será tan grande como para separarnos de su amor (Rm 8,28-39). El problema, sin embargo, sigue siendo ese amor. Vivimos en medio de tanta indolencia, despreocupación, desconfianza, inseguridad, que el amor parece privilegio de soñadores, de jóvenes, de ilusos, de mujeres; parece que es cuestión de canciones y novelas y que, dado el caso de que uno lo “experimente”, siempre, de una u otra manera, está relacionado con el sexo.¿Cómo creer en el amor cuando los ejemplos que nos rodean están tan alejados de él? Pero podríamos hacernos otras preguntas: ¿Quién puede creer más en la bondad de la gen-te? ¿Uno que ha recibido una ayuda de $5 o uno que ha recibido una ayuda de $ 20 000 desinte-resadamente?¿Quién sabe más del amor? ¿Alguien que fue abandonado por sus padres o alguien que reci-bió todo el amor de unos padres que lo adopta-ron y le ayudaron a curar sus heridas y a reali-zarse como persona?

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¿Quién sabe más del amor? ¿La mujer pecadora que se lanzó a los pies de Jesús para lavarle agradecida por su perdón o el publicano que criticó a Jesús por dejarse tocar de la mujer?¿Quién sabe más del amor? ¿Zaqueo, que no es-peraba que Jesús se fijara en él y que cuando lo recibió en su casa decidió cambiar su vida y compartir con la gente, o aquellos que lo acusa-ron tanto a Jesús como a Zaqueo de pecadores?¿Quién sabe más del amor? ¿El que dice que nunca ha hecho nada malo y que no necesita de curas ni de iglesia ni de rezos o el que revisa su vida, se da cuenta de quién es y se acerca al Se-ñor con lágrimas sabiendo que es recibido con un abrazo?El amor no es algo que se sabe con la cabeza, sino con el corazón; no se sabe con la pedante-ría, sino con la humildad; no es algo que lo ex-perimenten los buenitos y sabihondos, sino aquellos a quienes les hace falta y sienten su au-sencia en la vida. El amor lo viven quienes se sienten amados.Por eso, el amor nos rescata de los desvíos y nos permite dolernos de ellos y pedir perdón; el amor nos devuelve siempre a casa.

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Por eso, los niños que tienen a sus padres a su lado no preguntan sobre el amor; lo viven. Es de ese amor que viven que pueden responder con amor. No preguntan si a cambio del amor de sus padres ellos van a tener que hacer obliga-damente actos de amor. Los actos de amor salen espontáneamente.Y la vida cristiana es eso: actos de amor que son una respuesta al Dios que nos ama siempre primero.Así como hay un Reglamento de Seguridad vi-gente que obliga a las empresas a cumplir con los requisitos de seguridad para resguardar la integridad de los empleados, así también tene-mos un Reglamento eterno que Dios lo hizo pa-ra cuidarnos porque nos ama. Su Ley nos la dio porque nos ama.El sentido común nos impide creer que pueda haber empleados que se opongan a este derecho de estar protegidos y de reclamar el derecho a la seguridad en caso de no haberla. Así también, el sentido común se resiste a creer que pueda haber alguien que habiendo experimentado el amor de Dios en su vida no decida vivir su vida en actos de amor. Solo tenemos que entender

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esto para empezar a vivirlo. El que se sabe ama-do cumple la Ley no porque «tiene que», sino porque esa es la manera de agradecer el amor.Cuando se trata de «tener que» cumplir los mandamientos no sirve de nada. Eso es no tener la «cultura de seguridad» de la que hablábamos más arriba y que tanta falta nos hace. Se trata de intentar sumergirnos en el corazón amoroso de Dios para que vivir sus mandamientos se vuelva parte necesaria de nuestra vida y entendamos que esa es la vida normal que Dios quiere de nosotros.¿Qué vida es esa? Amor, gozo, paz, paciencia, comprensión de los demás, bondad y fidelidad, humildad y dominio de sí (Gal 5,22). Cumplir una ley por que es costumbre, tradi-ción, es como tener un extintor caduco a la hora de la prueba; hacer que nuestros hijos reciban la Comunión y los demás sacramentos sin que no-sotros podamos ayudarles a sentir lo que es vi-vir en el amor de Dios es peor: es como estar frente a un incendio con un vaso de agua.En el Antiguo Testamento se decía que el amor es tan fuerte como la muerte (Ct 8,6). Jesús nos enseñó con su vida que el amor es más

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fuerte que la muerte, y la gran misericordia de Dios quiere rescatarnos del poder de la muerte para que gocemos de su amor para siempre. En el mundo no hay poder mayor que la muerte, pero Cristo la venció para regalarnos la vida. Y tenerla o no es cuestión de decisiones. Creer es-to es la fe.Dicho de otra manera, la fe no es solo creer que Dios nos ama –porque esto sucede aunque no lo creamos– sino caminar agarrados de su mano. Este saber que Dios nos ama así es el que nos hace capaces de avanzar sin tener que preocu-parnos de ser maravillosos ni perfectos; solo nos hace preocupados de amar.Un niño camina con la mayor de las segurida-des porque sabe que sus padres le aman y le cuidan.La fe, por tanto, no es cuestión de voluntarismo ni de hacer cosas extraordinarias, no es cuestión de sacar puntos ni de hacer méritos ni de rezar novenas ni de prender velas; es solo un estar pendientes de Él, es comprender que se trata de un regalo suyo que madura cuando hacemos oración.La fe es el don del amor que Dios nos tiene en

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su Hijo y es la respuesta que el Hijo da a su Pa-dre en nosotros. Primero es la fe y todo lo de-más adquiere sentido en ella.La Eucaristía, los sacramentos, nuestros actos de devoción, la educación religiosa que damos a nuestros hijos…, todo tiene sentido cuando sabemos en nuestro corazón que primero somos amados por Dios y que nuestros actos de amor solo son un intento de responder agradecidos a ese amor. Dios no nos ama por nuestros actos de amor, pero nuestros actos de amor mejoran nuestra calidad de vida como personas, como hijos de Dios y como hermanos entre nosotros, y eso es lo que Dios quiere de nosotros en este mundo.

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