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Una situación Una situación comprometida comprometida Gail Whitiker 11º Serie Multiautor Escándalos de sociedad Una situación comprometida (07.11.2007) Título Original: The guardian's dilemma (2007) Serie Multiautor: 11º Escándalos de Sociedad Editorial: Harlequín Ibérica Sello / Colección: Escándalos de sociedad Nº 32 Género: Histórico Protagonistas: Oliver Brandon y Helen de Coverdale Argumento: En un intento por salvar a su hermanastra de las garras de un cazadotes, Oliver Brandon la internó en una distinguida escuela para señoritas; pero

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Una situaciónUna situación comprometidacomprometida

Gail Whitiker11º Serie Multiautor Escándalos

de sociedad

Una situación comprometida (07.11.2007)Título Original: The guardian's dilemma (2007)Serie Multiautor: 11º Escándalos de SociedadEditorial: Harlequín IbéricaSello / Colección: Escándalos de sociedad Nº 32Género: HistóricoProtagonistas: Oliver Brandon y Helen de Coverdale

Argumento:

En un intento por salvar a su hermanastra de las garras de un cazadotes, Oliver Brandon la internó en una distinguida escuela para señoritas; pero su sorpresa fue mayúscula al ver que una de las respetables profesoras era la misma mujer que había visto en una fiesta… en una situación bastante comprometida.

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A Helen de Coverdale no le extrañaba que Oliver Brandon tuviera serias dudas para dejar su hermana a su cargo. Pero ¿se prestaría Oliver a escuchar su versión de la historia?

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Capítulo UnoAgosto, 1812

—¡Fugarse! —exclamó Oliver Brandon, girándose para mirar a la mujer que estaba de pie junto a la ventana—. ¿De qué estás hablando, Sophie? Gillian nunca haría algo así.

—¿Seguro? —preguntó la señora Sophie Llewellyn, mirando a su hermano con indulgencia—. Ya sabes lo testaruda que puede ser nuestra hermanastra. Y cómo se rebela cuando la presionan… ¿Te acuerdas de aquel incidente hace años?

Oliver soltó un resoplido.

—Gillian sólo tenía diez años cuando se marchó a Dover con su poni. A sus diecisiete años, esperaba que demostrase un poco más de sentido común.

—Así debería ser, querido, pero no se puede decir que lo tenga. A pesar de su aspecto, Gillian es muy joven. La han mimado y protegido en exceso y no es ni la mitad de madura de lo que tú y yo éramos a su edad.

Oliver alzó sus oscuras cejas en un gesto de sorpresa.

—¿Estás diciendo que la he mimado demasiado?

—No, pero no se puede negar que ha estado muy consentida. No sólo por ti, no me mires así —se apresuró a añadir con una sonrisa—. Yo también soy culpable de haber cedido a sus caprichos. Gillian es una chica tan dulce y encantadora que no se le puede negar nada. Pero también es cierto que le gusta hacer las cosas a su manera, Oliver, y cuando no se sale con la suya puede ser muy…

—¿Molesta?

—Iba a decir «difícil» —dijo Sophie con una sonrisa irónica—. «Molesta» tiene una connotación bastante desagradable, ¿no te parece?

—Mmm —murmuró Oliver. Juntó las manos a la espalda y se acercó a su hermana. Era fácil apreciar el parecido entre los dos. Ambos tenían el pelo negro y ondulado y los rasgos finamente esculpidos de la familia Brandon. También compartían la misma altura y los genes físicos de su difunta madre. Pero ahí se acababan las similitudes. En personalidad y carácter eran tan distintos como la noche y el día. Oliver sólo era cuatro años mayor que su hermana, pero su aspecto serio y reservado lo hacía parecer mucho más maduro.

A sus treinta y cinco años tenía la condición física de un hombre diez años más joven, pero no era ningún petimetre como la mayoría de sus coetáneos. No llevaba el pelo corto al estilo de los dandis ni rellenos en las pantorrillas para mostrar unas piernas bien contorneadas. No tenía ninguna necesidad, ya que practicaba asiduamente el boxeo y la esgrima. Pero no era tan risueño como su hermana, ni tan confiado con los demás.

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Por el contrario, su hermanastra, Gillian Gresham, se parecía tanto a ellos como una rosa a un cardo. Era una joven rubia y de ojos azules, con el rostro redondo y la vibrante personalidad de su difunta madre, y con su metro y medio de estatura apenas le llegaba a Oliver por el hombro. Su carácter era afable y jovial, y sabía cómo engatusar a la gente para conseguir sus propósitos. No sólo eso, sino que lo hacía de tal modo que nadie podía resentirse por ello. Y siempre se estaba enamorando y desenamorando. Durante los dos últimos años Oliver había tenido más de un enfrentamiento con ella por sus desvaríos emocionales.

Gillian había ido a vivir a Shefferton Hall nueve años antes, cuando su madre, Catherine, se casó con el padre de Oliver. Catherine murió de neumonía a los dos años y el padre de Oliver se convirtió en el tutor de Gillian. Oliver lamentó mucho la muerte de su madrastra. Más aún, quizá, que la muerte de su propia madre. Entre ellos había habido un afecto muy fuerte, y Oliver sabía que el sentimiento de respeto y admiración había sido mutuo. Era la razón por la que Catherine había dejado a Gillian a su cuidado, y gracias a ello pudo morir tranquila.

La tutela de Gillian no había empezado mal. Gillian era una chica muy divertida, y durante los primeros años no había dado muchos problemas. Pero en los últimos cuatro años se había convertido en una joven resuelta y decidida. Tanto, que cuando creía estar en posesión de la razón nada podía convencerla de lo contrario. A veces, incluso Sophie había perdido la paciencia con ella.

En aquel momento, Gillian estaba en el jardín, llenando una gran cesta de rosas. El hecho de que fuera un apuesto oficial el que sujetara la cesta, aparentemente satisfecho por desempeñar una tarea tan nimia, aumentaba el deleite de Gillian… y la insatisfacción de Oliver.

—Sigo pensando que «molesta» es una palabra más apropiada para ella, Sophie —murmuró—. Cuando tenía diez años no necesitaba preocuparme por la persona con quien fuera a fugarse a Dover —frunció el ceño mientras observaba la inquietante escena del jardín—. No me gusta Sidney Charles Wymington. No cuestiono su ingenio y elegancia, pero sus modales me irritan en exceso. Siempre está dando su opinión sobre asuntos que no le conciernen, y siempre tiene una respuesta para todo. Personalmente, desconfío de un hombre que nunca se queda sin palabras.

Un brillo apareció en los ojos verdes de Sophie.

—A ti nunca te faltan las palabras, Oliver. Y nunca te lo he criticado.

—Gracias, querida, pero a diferencia del señor Wymington yo no empleo mi elocuencia para ganarme el favor de nadie —su boca se torció en una triste sonrisa—. Ni lo hago la mitad de bien que él. Parece vivir muy bien para ser un oficial de bajo rango, ¿no crees?

Sophie se encogió de hombros.

—Eso he oído, aunque no me he parado a pensar en las razones. Pero si te hace sentir mejor, Gillian me dijo que tiene esperanzas de que lo asciendan en un futuro próximo.

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—¿En serio? —preguntó él, entornando los ojos mientras volvía a mirar por la ventana—. Si es así, espero que sea cuanto antes.

No era la primera vez que Oliver se mostraba en contra de un pretendiente de Gillian. Ni la primera vez que se quejaba porque Gillian escogiera al caballero más romántico de toda Inglaterra. Oliver nunca había sido un romántico. Tanto él como Sophie habían sido educados en un hogar sin amor ni afecto. Sus padres se habían soportado el uno al otro, pero nada más. Tal vez por ello su padre no lamentó la muerte de su primera esposa, cuatro años después de que Sophie naciera. Su segundo matrimonio, con Catherine Gresham, había empezado mejor que el primero, pero tampoco acabó bien. Catherine había muerto inesperadamente por las complicaciones derivadas de una enfermedad, y el padre de Oliver se había encerrado tanto en sí mismo que cuando murió ahogado muchas personas se preguntaron si no habría sido un suicidio.

Gracias a Dios el matrimonio de su hermana había ido todo lo bien que se podía esperar. Rhys Llewellyn se había enamorado de Sophie a primera vista, sin dejarse intimidar por su imponente estatura. Al contrario, había declarado que estaba encantado de conocer a una dama que pudiera mirarlo sin riesgo a lastimarse el cuello. Aún más importante, había alabado la hermosura de Sophie cuando ésta no estaba dispuesta a creerlo. Finalmente, la insistencia de Rhys le había hecho ganarse su corazón y su mano.

Oliver nunca había sentido esa clase de amor supremo ni había experimentado esa pasión desaforada que hacía tambalearse los cimientos de la razón. Sabía lo que era el deseo físico, pero había saciado todas sus necesidades con Nicolette, una hermosa bailarina que se convirtió en su amante cuando Oliver cumplió veinticuatro años. Aún seguía visitando su lecho cuando sentía la necesidad de perderse en los brazos de una mujer, pero aparte de ella apenas había habido intrusión femenina en su vida. Quizá por eso su visión del matrimonio estaba un poco adulterada. Oliver no creía que la gente se casara únicamente por amor. Sabía que las mujeres buscaban la seguridad y una buena posición social, mientras que los hombres… sobre todo aquéllos con dificultades económicas, esperaban conseguir una buena dote que les permitiera vivir holgadamente.

Sidney Charles Wymington era uno de esos hombres. Oliver estaba seguro de ello. Por eso no le había gustado nada que Gillian empezara a halagarlo desmedidamente. ¿Por qué tenía que alegrarse de que su hermanastra frecuentara la compañía de un tipo que no tenía más que ofrecer que su aspecto y encanto personal?

Al fin y al cabo, Gillian era una heredera. Su madre le había dejado una herencia de veinticinco mil libras, con la condición de que el dinero le fuera entregado el día que cumpliera los veintiún años… o el día que se casara. La segunda condición se había impuesto para impedir que Oliver tuviera que emplear sus propios fondos como dote. Catherine había estado convencida de que Oliver haría lo que fuera como tutor de Gillian y que nunca permitiría un matrimonio inaceptable. Por tanto, no había

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puesto más que esas restricciones a la herencia. Y en ello radicaba el problema. Oliver no sabía si Gillian le había hablado al señor Wymington de las condiciones, pero sí sabía que no se había molestado en ocultar sus sentimientos hacia él… y que Wymington no dudaría en aprovecharse de esos sentimientos.

—¿Qué sugieres que haga, Sophie? —preguntó finalmente con una voz cargada de frustración—. Gillian es muy testaruda, pero no creo que se deshonrara conscientemente a sí misma… ni a nosotros, cometiendo alguna imprudencia.

—Tú eres su tutor legal, Oliver. Podrías prohibirle que viera a ese chico.

—¿Qué? ¿Y arriesgarme a que se aleje aún más? —sacudió enérgicamente la cabeza—. Prefiero que sea el señor Wymington y no yo quien haga de villano. Por desgracia, he comprobado su historial militar y no he encontrado nada para condenarlo, aparte de una cierta debilidad por el juego.

—Una cierta debilidad que le hace perder grandes cantidades de dinero en una sola noche. Dudo que sea suficiente para cambiar la opinión de Gillian. Sobre todo si cree estar enamorada de él…

—¡Enamorada!

—No puedes ignorar esa posibilidad, querido —dijo Sophie, dulcificando su expresión—. Ya ves cómo se comporta cuando está con él. La mayoría de las jóvenes damas tendrían el sentido común de ocultar su afecto, pero Gillian parece querer que todo el mundo sepa lo que ella siente por ese hombre. Por eso creo que sería buena idea si los separaras por un tiempo.

—¿Y cómo sugieres que lo haga? Aunque le dijera a Wymington que se mantenga alejado de Gillian, no creo que me escuchara.

Sophie suspiró, mostrándose de acuerdo.

—Sí, yo también lo dudo. Y si el señor Wymington sabe que Gillian es una heredera y sus intenciones son las que has previsto, estará más que dispuesto a esperar su momento. No le quedará otro remedio, si tú no apruebas el casamiento.

—A menos que decida fugarse para casarse con ella en secreto, tal y como tú misma insinuaste antes. Dadas las condiciones de Catherine, cualquier hombre estaría tentado de hacerlo.

Sophie tuvo el detalle de parecer avergonzada.

—Bueno, quizá estuviera siendo un poco melodramática al sugerir esa posibilidad. Gillie puede ser muy testaruda, pero no creo que hiciera algo tan vergonzoso para su familia. A pesar de todo, opino que sería prudente mandarla fuera una temporada. Con un poco de suerte, su ausencia hará que el señor Wymington se busque a una novia rica en otra parte y Gillian tenga tiempo para entrar en razón.

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—Eso está muy bien, querida, pero ¿adonde sugieres que la envíe? No tiene ningún familiar que la recibiera con los brazos abiertos. Al menos, a nadie que no quisiera aprovecharse de su fortuna.

—Podrías enviarla a la escuela —dijo Sophie—. ¿Recuerdas que te hablé de la Escuela Guarding para chicas?

—No, ¿debería acordarme?

—Supongo que no. Una amiga mía, lady Brookwell, me habló de esa escuela hace algunas semanas. Me dijo que su hija mayor, Elizabeth, estudió allí y que estaba muy satisfecha con sus progresos. La directora se llama Eleanor Guarding, y por lo que me contó lady Brookwell es una mujer extraordinaria. No es el tipo de persona que normalmente se encuentra al frente de una institución como ésta.

—¿Y dónde está esa escuela Guarding para niñas?

—En una aldea de Northamptonshire llamada… Steep Abbot, creo.

—¿Steep Abbot? —Oliver frunció el ceño—. ¿Por qué me resulta familiar ese nombre?

—Posiblemente porque fue allí donde asesinaron al marqués de Sywell hace tres meses.

—¡Santo Dios! ¿Y quieres enviar a Gillian a ese lugar?

Sophie se echó a reír y corrió las cortinas de la ventana.

—No creo que Gillian vaya a correr la misma suerte. Por lo que he oído, Sywell se merecía con creces acabar de esa manera. Pero la principal razón para mandar allí a Gillian es que las profesoras tienen una mentalidad muy abierta y se esfuerzan por conseguir que las chicas piensen por sí mismas.

Oliver la miró con dureza.

—Gillian ya piensa bastante por sí misma, Sophie. Ése es precisamente uno de los problemas.

—No me has entendido —dijo Sophie, sentándose en el sofá de terciopelo verde—. El personal de la escuela procura ampliar el horizonte intelectual de sus alumnas impartiéndoles unas materias que normalmente no se enseñan a las jóvenes damas. ¿Cuántas escuelas conoces donde las niñas reciban clases de matemáticas, arqueología, latín, griego y filosofía? Y tengo entendido que la señora Guarding es una historiadora que lucha por los derechos de la mujer.

—¿Una reivindicativa? —preguntó Oliver con desconfianza—. Lo último que necesito es que alguien le llene a Gillian la cabeza de tonterías. Sospecho que el señor Wymington ya se está encargando de eso.

—De acuerdo. ¿Y qué dirías si te dijera que las profesoras de la escuela Guarding podrían enseñarle a Gillian la importancia de saber lo que puede ganar y perder al casarse con un hombre que no es de su misma condición social ni económica? Ninguna profesora de Londres podría enseñarle algo así.

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Oliver lo pensó por un momento. Sophie era una mujer muy inteligente y él respetaba su opinión, pero enviar a Gillian a una escuela de chicas no iba a ser tan fácil. Su pupila ya había acabado el colegio hacía mucho tiempo.

—¿Cómo podría convencerla?

—Me temo que eso tendrás que averiguarlo por ti mismo, Oliver. Yo sólo estoy planteando una posible solución al problema —Sophie le sonrió y se levantó para besarlo en la mejilla—. Un año en un internado podría ser tiempo suficiente para que vea a su pretendiente desde otra perspectiva. Y si el señor Wymington es el tipo de aventurero que tú crees, puede ser la solución ideal.

Oliver estuvo pensando en las palabras de su hermana durante los próximos días, y cuantas más vueltas le daba, más mérito tenía que concederle. Gillian siempre se había lamentado de que las mujeres no pudieran recibir la misma educación que los hombres. Un año en la escuela de la señora Guarding le brindaría la oportunidad que demandaba.

La decisión final, sin embargo, no fue si mandarla o no a la escuela, sino lo rápido que pudiera hacerlo. Gillian no hacía más que nombrar a su pretendiente, para exasperación de Oliver. Todos sus comentarios empezaban por «el señor Wymington dice que…», o «el señor Wymington piensa que…». Al final de la semana, Oliver estaba harto de oírlo nombrar. Pero cualquier opinión negativa que se le ocurriera emitir sobre Wymington provocaba que Gillian se cerrara en banda. Era una batalla perdida.

Fue aquella obcecación lo que lo convenció de que Sophie tenía razón. Gillian era muy impulsiva y estaba acostumbrada a salirse con la suya. También estaba en una edad en la que, como casi todas las jóvenes, sus pensamientos se enfocaban principalmente hacia el matrimonio. Oliver no podía estar seguro de que Gillian no intentara fugarse si la presionaba demasiado.

Por esa razón, poco más de una semana después de aquella conversación, se puso en contacto con la directora de la Escuela Guarding para chicas, en Steep Abbot. Unos días más tarde, le habló a Gillian de sus planes.

Como era de esperar, no se mostró muy complacida.

—¿Tienes intención de mandarme… adonde? —preguntó con horror e incredulidad.

—Se llama Escuela Guarding para chicas —repitió Oliver tranquilamente—. Pensé que como no tuviste ocasión de terminar tus lecciones con monsieur Deauvall y la señorita Berkmore, tal vez agradecieras tener ahora la oportunidad.

—¡Pero no tengo el menor deseo de ir al colegio! —gritó Gillian, indignada—. ¡Tengo casi dieciocho años, Oliver! Tengo cosas mucho más importantes en la cabeza que unas estúpidas lecciones. El señor Wymington dice…

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—Me importa un… —empezó Oliver, pero se contuvo a tiempo—. No creo que la opinión del señor Wymington sobre este asunto sea importante, Gillian. Yo soy tu tutor legal y seré el que decida cómo y dónde tienes que acabar tu educación. He decidido que la Escuela Guarding es el lugar más apropiado para ello.

Gillian dio un fuerte pisotón y sacudió la cabeza, agitando su rubia cabellera.

—¡Pero yo no quiero a ninguna anticuada escuela para chicas!

—Por lo que he oído, la escuela no tiene nada de anticuada. La directora es una luchadora por la igualdad de la mujer, y las profesoras comparten un radicalismo semejante en su modo de pensar. Una joven con tu inteligencia y personalidad debería de adaptarse a las mil maravillas en un sitio así.

—Pero yo no quiero…

—Gillian, la discusión ha terminado. Salimos para Steep Abbot dentro de una semana. Le envié una carta a la señora Guarding solicitando tu ingreso, y ya he recibido la respuesta. Te aconsejo que hagas los preparativos necesarios y me digas cuándo estás lista para partir.

El rostro de Gillian se ensombreció.

—¿Y el señor Wymington?

—¿Qué pasa con él?

—Oh, ¿cómo puedes ser tan cruel, Oliver? Seguro que sabes lo que siento por él. Y no se te puede haber pasado por alto que me tiene en muy alta consideración.

—No, no se me ha pasado por alto, como tampoco que sólo tienes diecisiete años.

—Cumpliré dieciocho en enero, pero ¿qué tiene eso que ver? Jane Twickingham se comprometió con lord Hough con sólo dieciséis años, y tú mismo me dijiste que era una cría. ¿Qué importa mi edad para que el señor Wymington me corteje?

La expresión de Oliver se tornó fría y severa.

—¿Desde cuándo las visitas del señor Wymington son para cortejarte? No me ha pedido permiso para dirigirse a ti.

Las mejillas de Gillian se cubrieron de rubor al percatarse de que había hablado más de la cuenta.

—No, bueno… claro que no. Sólo somos conocidos. Pero es evidente que… yo… que él…

—Gillian, ¿qué sabes realmente del señor Wymington? —preguntó Oliver, probando un enfoque distinto—. Que es encantador, de eso no hay duda. Que sabe cómo agradar a una jovencita, eso lo he visto con mis propios ojos. Pero ¿qué sabes de su vida? ¿Te ha hablado de su familia? ¿Sabes de dónde viene?

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—Pues claro —respondió Gillian con actitud desafiante—. Hemos hablado de todas esas cosas. El señor Wymington no tiene nada que ocultarme.

—¿Y qué te ha contado de sí mismo?

—Que sus padres murieron y que tiene una hermana viviendo en Cornwall con la que no guarda mucha relación. También me ha contado que aspira a un ascenso en el ejército.

—Entiendo. ¿Y qué es ahora? ¿Teniente?

—Sí.

—¿Tiene el dinero necesario para su ascenso?

—Creo que no —admitió ella a regañadientes—. Pero me dijo que iba a conseguir una considerable fortuna.

Oliver se puso inmediatamente en guardia.

—¿Te dijo cómo?

—No, no exactamente.

—¿Te dijo cuándo esperaba conseguirla?

Gillian volvió a sonrojarse.

—No, ni yo se lo pregunté. ¿Por qué debería hacerlo, si algún día tendré dinero suficiente para los dos?

Aquélla era la respuesta que más temía Oliver.

—¿Y le dijiste eso mismo a él?

—Sí —respondió ella con el ceño fruncido—. ¿Por qué no debería hacerlo?

Oliver reprimió un suspiro. No tenía sentido responder a la pregunta. Su joven pupila no se daba cuenta de lo tentadora que podía ser la zanahoria que suspendía frente a la nariz del señor Wymington.

—Lo siento, Gillian, pero mi decisión está tomada. Nos vamos a Steep Abbot dentro de una semana. Despídete de las amistades que quieras y empieza a hacer tu equipaje.

—Pero…

—Y no vas a volver a ver al señor Wymington.

—¡Pero esto no es justo, Oliver! ¿Por qué no puedo despedirme de él? Es un amigo, y me has dicho que puedo despedirme de los amigos que quiera.

—Sabes muy bien que no me refería a los hombres. Puedes escribirle una nota de despedida al señor Wymington, pero nada más. Y quiero leerla antes de que se la mandes.

Podía ver claramente el enojo de Gillian en el brillo desafiante de sus ojos azules y en el orgulloso gesto de su mentón.

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—Te estás comportando como un tirano, Oliver —le espetó—. Me envías a un colegio espantoso sólo porque no te gusta el señor Wymington y porque no quieres que lo vea.

—Te envió a Steep Abbot para que puedas acabar tu educación —replicó él—. No comparto la opinión generalizada de que una joven dama sólo necesita aprender a arreglar flores y mantener una conversación cortés. Eres demasiado brillante para eso, como tú misma me has dicho en más de una ocasión.

—¡No tengo por qué escucharte!

—Oh, claro que sí. Al menos hasta que cumplas veintiún años. Le prometí a tu madre que cuidaría de ti hasta entonces, y voy a mantener mi palabra cueste lo que cueste. Y ahora te pido que respetes mis deseos y acates mis órdenes. Nos vamos dentro de seis días.

—¡Seis días! —exclamó Gillian, abriendo los ojos como platos—. ¡Dijiste una semana!

—Cierto, pero tu actitud rebelde me ha convencido para adelantarlo un día.

—Pero no puedes…

—Y por cada objeción que hagas, lo adelantaremos un día más. Tú eliges, Gillian.

Se dio la vuelta y se digirió hacia la puerta. Sentía la mirada de su pupila en su espalda, pero no cedió lo más mínimo. Había aprendido que la única manera de tratar a Gillian era mantenerse firme, a pesar de lo que pensara Sophie o cualquier otra persona. Estaba haciendo lo mejor para la chica, y con un poco de suerte Gillian acabaría por darse cuenta.

Mientras tanto, agradecía que las miradas no pudieran matar.

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Capítulo DosSeptiembre, 1812

Helen de Coverdale se sentó en el pequeño jardín tras el edificio principal de la escuela y exhaló un suspiro de placer.

Hacía una mañana espléndida, cálida y soleada, y costaba creer que el mes de septiembre hubiera llegado. Si cerraba los ojos y se concentraba, casi podía convencerse de que era la fragancia de las flores primaverales la que perfumaba el aire en vez del fuerte olor otoñal.

Qué rápido pasaba el tiempo, pensó melancólicamente mientras contemplaba los jardines. Cada año los días parecían sucederse a una velocidad cada vez mayor. Cuando era niña los veranos se alargaban interminablemente. Recordaba las tardes doradas en la campiña italiana, pintando paisajes de flores y olivos. Recordaba cómo se sentaba con su abuela en la pequeña casa de piedra y ella le contaba los mismos cuentos que le había contado a la madre de Helen. Qué días tan felices habían sido… antes de que los largos años de guerra empezaran a cambiarlo todo.

Gracias a Dios los recuerdos del pasado no cambiaban. Siempre estarían con ella, recordándole un tiempo en el que su futuro se prometía radiante y lleno de esperanza. Antes de que los desengaños amorosos y la cruda realidad de la vida hiciera añicos sus sueños.

Helen agarró la carta que había dejado a su lado y sonrió mientras le leía una vez más. Era de su querida amiga Desirée Nash. Desirée vivía en Londres, pero también ella había sido profesora en la Escuela Guarding. Había impartido clases de latín, griego y filosofía durante más de seis años, hasta que un desafortunado incidente la obligó a marcharse.

La sonrisa desapareció de sus labios al recordarlo. En la primavera del año pasado, Desirée había sido sorprendida en una situación muy comprometedora con el padre de una de sus alumnas, y de nada había servido que fuera completamente inocente. La escena había sido presenciada por la señora Guarding y dos niñas, y acabó con el futuro de Desirée en la escuela. Para Helen habían sido unos momentos muy difíciles. Desirée y ella se habían hecho muy amigas en el poco tiempo que habían pasado juntas, y Helen había derramado muchas lágrimas por la cruel injusticia que sufrió Desirée. Pero sabía que ni ella ni nadie podían hacer nada. Las mujeres solteras tenían que soportar el abuso de la sociedad.

Pero fue Desirée la última en reírse. Se había marchado a Londres y se convirtió en la dama de compañía de una aristócrata. Se enamoró de su joven y apuesto sobrino y ahora estaban comprometidos. En la carta informaba a Helen de la fecha de la boda y le manifestaba su deseo de verla en la ceremonia.

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Helen suspiró y dobló cuidadosamente la carta. Sería maravilloso ir a Londres y asistir a la boda de su amiga. Ver cómo ocupaba su lugar en la sociedad como lady Buckworth… Después de todo lo que había tenido que soportar, Desirée tenía finalmente lo que merecía.

Por desgracia, no podía ir a Londres. La escuela andaba escasa de personal y no paraban de llegar nuevas alumnas. La señora Guarding había informado de que tres nuevas chicas llegarían al final de aquella semana.

No había tiempo para acudir a la boda de Desirée. Y no podía arriesgarse a perder su empleo. El trabajo de profesora no era muy envidiado, pero era todo lo que tenía. Y estaba contenta con ello. Valoraba la compañía y la amistad de las otras profesoras; unas mujeres que, al igual que ella, se habían visto obligadas a valerse por sí mismas en el mundo. Además, siempre sería mejor trabajar como profesora en una escuela rural que ser institutriz en una opulenta mansión donde viviría con el miedo constante a que el amo la sorprendiera a solas.

—¡Helen! Helen, ven enseguida. La señora Guarding te está buscando.

Helen levantó la mirada y vio a Jane Emerson corriendo por la hierba hacia ella. Jane era una preciosa mujer de grandes ojos marrones y pelo oscuro. Daba clases de danza y decoro en la escuela, y era muy querida por el personal y el alumnado.

—¿Por qué querrá verme? —preguntó Helen, metiéndose rápidamente la carta en el bolsillo—. No tengo clase hasta esta tarde.

—Sí, pero la señorita Gresham y su padre están aquí.

Helen parpadeó un par de veces.

—¿La señorita Gresham?

—Una de las nuevas alumnas —respondió Jane, deteniéndose un momento para recuperar el aliento—. La señora Guarding está reuniendo a todo el mundo en el vestíbulo para presentarlos.

—Pero yo creía que las chicas nuevas no llegaría hasta el fin de semana.

—Eso fue lo que nos dijo la señora Guarding, pero la señorita Gresham está aquí y debemos ocupar nuestros puestos. Vamos, Helen, será mejor que nos demos prisa. ¡Ya sabes cuánto odia la señora Guarding que la hagan esperar!

—Le pido disculpas por llegar antes de lo previsto, señora Guarding —le dijo Oliver a la directora en la sala de estar—. Pero pensé que lo mejor para Gillian sería comenzar sus estudios lo antes posible.

La señora Guarding inclinó la cabeza.

—No es necesario que pida disculpas, señor Brandon. Le he pedido a todo mi personal que se reúna abajo. Mientras tanto, ¿hay algo que quiera decirme sobre su pupila?

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Oliver miró sorprendido a la directora.

—¿Por qué lo pregunta?

—Porque la edad de Gillian me induce a pensar que podría haber alguna otra razón para traerla aquí con tanta prisa.

—No estoy seguro de entenderla.

La directora lo miró igual que a una alumna lerda.

—Señor Brandon, me siento muy orgullosa de la reputación que he conseguido para mi escuela, pero soy muy consciente de que la educación no es la única razón por la que los padres traen a sus hijas. Especialmente a una escuela como ésta.

—¿Como ésta?

—Una escuela donde él principal objetivo no es preparar a las jóvenes para el matrimonio.

Oliver era un hombre acostumbrado a hablar claro y apreció la franqueza de la directora. También se alegró de haber dejado a Gillian en el pasillo.

—Tiene razón, señora Guarding. Tenía otro motivo para traer aquí a mi hermanastra, y, dadas las circunstancias, creo que debería usted saberlo —hizo una pausa, respiró hondo y entrelazó las manos a la espalda—. Gillian le ha tomado afecto a un caballero que no cuenta con mi aprobación. Tenía la esperanza de que si los separaba una temporada acabaran por olvidarse.

Un brillo de comprensión destelló en los ojos de la directora.

—¿Y la herencia de su pupila tiene algo que ver con el interés de ese caballero?

—Eso creo. La fortuna de Gillian la convertirá en el blanco de muchos caballeros. Algunos la querrán por lo que es, pero otros intentarán cortejarla por lo que tiene. Mi deseo es que cuando llegue el momento para tomar una decisión, Gillian tenga la madurez y el sentido común necesarios para reconocer las diferencias. Ahora mismo no los tiene. Se ha dejado agasajar por el supuesto romanticismo de un apuesto oficial y cree estar enamorada de él. Por eso la he traído aquí.

—Entiendo.

—Y por eso mismo debo pedirle algo.

—¿De qué se trata?

—El caballero se llama Sidney Charles Wymington. Es un joven gallardo y elegante, pero quiero dejar muy claro que Gillian no puede tener el menor contacto con él.

La señora Guarding alzó las cejas.

—¿Tiene alguna razón para creer que intentará ponerse en contacto con ella?

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—Por desgracia, no tengo ninguna razón para no creerlo —replicó Oliver sin dudarlo—. El señor Wymington se ha vuelto muy persistente. Gillian no puede tener contacto con él ni con ningún otro caballero. Tampoco podrá recibir correspondencia, salvo la de su familia y amigas.

La señora Guarding asintió.

—Me aseguraré de que mi personal cumpla sus instrucciones, señor Brandon.

Oliver vaciló. Le pareció detectar una nota de censura en la voz de la mujer, aunque no sabía por qué debería molestarlo.

—No es mi intención parecer un padre autoritario, señora Guarding. Gillian es una chica muy afable, pero a veces puede ser un poco… impulsiva —esbozó una triste sonrisa—. Ha hecho lo que ha querido con su familia, y lamento decir que está acostumbrada a salirse con la suya. Lo único que quiero es impedir que cometa un terrible error.

Su explicación arrancó una sonrisa a la señora Guarding.

—Comprendo su dilema, señor Brandon. Es desgraciadamente cierto que a menudo las jóvenes se dejan llevar por sus emociones más que por su sentido común, y no me gustaría ver sufrir a su pupila. Sin embargo, debo recordarle que la señorita Gresham no será una prisionera en esta escuela. No puedo restringir todos sus movimientos ni obligarla a permanecer recluida en el edificio. Si no quiere que abandone la escuela ni que vaya sola a la aldea, debe ser usted quien se lo prohíba. En ese caso haré lo posible porque sus órdenes se cumplan.

—Es justo —concedió Oliver—. Gillian sabe lo que pienso del señor Wymington, pero, como ya he dicho, es una chica muy testaruda que está acostumbrada a salirse con la suya. Espero que usted y su personal puedan pulir algunos aspectos de su carácter. Me han asegurado que en esta escuela se incide en el desarrollo moral e intelectual. Quiero que Gillian comprenda que una joven dama en posesión de una fortuna no puede dejarse guiar siempre por el corazón, pues los caballeros que la cortejan rara vez lo hacen.

Helen acompañó a Jane al comedor y les sonrió a las otras profesoras que se habían congregado allí. Formaban un grupo tranquilo y discreto, como resultado de su educación y estilo de vida. Todas habían tenido que buscar trabajo, al no tener el dinero necesario para procurarse un marido ni la posición social para no necesitar uno.

Helen había llegado a la Escuela Guarding con una ligera ventaja sobre las otras, ya que previamente había estudiado allí. Incluso ahora, a comienzos de su tercer año académico, seguía disfrutando de la oportunidad de trabajar con las jóvenes damas a su cargo. Eso no quería decir que a todas las alumnas les gustara aprender cómo aplicar los colores en una acuarela o a conjugar verbos en italiano. Los viajes al continente estaban tan restringidos que muchas de ellas no veían ninguna necesidad en aprender otra lengua que el francés, y algunas ni siquiera ésa.

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Pero a pesar de todos los problemas, Helen no era desgraciada. La sensación de pertenencia a una comunidad era muy importante para ella, después de haber pasado sola tantos años.

El ruido de unas pisadas hizo que los murmullos cesaran, y todo el mundo miró expectante hacia la puerta. Tres personas acababan de entrar. La señora Guarding, seguida por una preciosa joven de unos dieciséis años y por un caballero que parecía estar al final de la treintena.

La muchacha iba vestida a la última moda, desde el sombrero de paja hasta las puntas de sus botas marrones. Llevaba una capa corta de color lila con ribetes blancos, y su melena rubia colgaba en rizos sueltos alrededor del rostro. Tenía los pómulos marcados y redondeados, una nariz chata y unos labios suaves y rosados. Pero por su expresión de disgusto era evidente que no estaba muy satisfecha de ingresar en la escuela Guarding.

El caballero que la acompañaba iba igualmente bien vestido, con una chaqueta azul oscuro, pantalones beige y botas Hessians. La ropa a media realzaba la poderosa musculatura de sus hombros y piernas, pero no se percibía el menor atisbo de vanidad. Su chaleco era elegantemente discreto, y el nudo de su corbata blanca no era nada sofisticado.

Pero no fue su atuendo lo que provocó la alarma de Helen. Cuando levantó la mirada hacia su rostro, sintió que una garra de hielo le atenazaba el corazón, y por un momento no pudo respirar.

¡No! No podía ser él. No después de todo ese tiempo. Era imposible…

—Señoritas, gracias por haber venido tan rápidamente —empezó la señora Guarding con su enérgica actitud de siempre—. Me complace presentaros a nuestra nueva estudiante, la señorita Gillian Gresham. La señorita Gresham viene de Hertfordshire y se quedará con nosotras hasta la primavera. Sé que todas la haréis sentirse como en casa en nuestra escuela.

La joven miró brevemente al grupo de mujeres, pero no sonrió ni respondió al comentario en voz baja que le hizo el caballero. Mantuvo la mirada fija en la puerta.

Helen se mordió el labio. Deseó con todas sus fuerzas ser capaz de sonreír, pero se le habían congelado todos los músculos de la cara. Cielo Santo, ¿aquel caballero era el padre de la joven? Nunca hubiera pensado que era tan mayor…

—También me gustaría presentaros al señor Oliver Brandon, el tutor de la señorita Gresham —siguió la señora Guarding—. El señor Brandon nos ha donado una excelente colección de libros de su biblioteca particular, por lo que le estamos muy agradecidas. Y ahora, señorita Gresham, si es tan amable de seguirme, le presentaré a mi personal. Helen juntó nerviosamente las manos mientras los tres empezaban con las presentaciones. Mantuvo la mirada baja, deseando huir de allí. Pero sabía que la señora Guarding jamás le perdonaría una insolencia semejante. Peor aún, sólo conseguiría atraer la atención de todos los presentes, y eso era lo último que deseaba. Tendría que permanecer allí hasta el final.

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Quizá él no la reconociera, pensó con un brote de esperanza. Después de todo, habían pasado casi doce años desde que la viera por última vez, y el aspecto de Helen había cambiado mucho desde que era una joven de diecinueve años. Además, cabía la posibilidad de que no la recordara, ya que la habitación donde se produjo su primer encuentro estaba muy oscura. Y sólo la había visto durante un momento fugaz…

—Y ésta es la señorita Helen de Coverdale —oyó que decía la señora Guarding—. La señorita de Coverdale lleva dos años con nosotras, e imparte clases de acuarela e italiano.

Helen fue consciente de que la señorita Gresham y su tutor se detenían delante de ella, y supo que no le quedaba más remedio que responder a la presentación. Levantó lentamente la cabeza y le sonrió tentativamente a la joven.

—Buenos días, señorita Gresham.

—Buenos días —respondió ella secamente.

Helen se atrevió entonces a girar la cabeza y mirar a Oliver Brandon, intentando sofocar los nervios que se arremolinaban en su estómago.

Él también había cambiado en los últimos doce años. Su rostro, una mezcla singular de líneas y ángulos, ya no era el de un joven sino de un hombre maduro y curtido por las experiencias de la vida. Tenía una nariz fina sobre un mentón recio, una boca hermosamente esculpida y unos brillantes ojos de color miel. Su pelo era oscuro, casi negro, igual que sus cejas y pestañas. Y era alto. Tanto, que Helen tuvo que echar la cabeza hacia atrás para mirarlo a la cara. Por desgracia, al hacerlo vio el cambio en su expresión y sintió cómo se le formaba un doloroso nudo en la garganta. Le pareció ver un destello de sorpresa en sus ojos, seguido por una expresión de confusión e incredulidad, mientras los recuerdos dormidos volvían a la vida como las cenizas de un fuego extinguido.

El corazón le dio un vuelco. Las esperanzas de pasar desapercibida se habían desvanecido. El hombre que tenía enfrente sabía perfectamente quién era ella. Y a juzgar por su expresión no parecía que su opinión sobre ella hubiera mejorado mucho.

Oliver miró a la joven que tenía delante y sintió como si retrocediera en el tiempo.

Santo Dios… ¿Era realmente ella? Después de todos esos años, ¿podía estar frente a la misma mujer?

Parpadeó con fuerza, preguntándose si su memoria le estaría jugando una mala pasada. Habían pasado muchos años desde la última vez que la vio, y lo que había visto entonces tampoco había sido mucho. Pero si no era la misma mujer, podría haber sido perfectamente su hermana gemela. El parecido era extraordinario, con el mismo pelo negro y la misma belleza exótica. Y si era la misma, ¿qué estaba haciendo allí?

¿Cómo era posible que la fulana de un noble se hubiera convertido en profesora de una escuela para niñas?

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—Señora Guarding, ¿podría hablar con usted en privado? —preguntó finalmente.

La directora miró a la señorita de Coverdale y asintió.

—Por supuesto, señor Brandon. Señorita Emerson, ¿sería tan amable de enseñarle a la señorita Gresham su habitación?

—Sí, señora Guarding.

—Gracias, señoritas. Pueden volver a sus clases.

Las profesoras se marcharon como un grupo de silenciosas ratitas. Oliver captó algunas miradas subrepticias, pero ninguna se atrevía a mirarlo a los ojos. Y Helen de Coverdale ni siquiera lo miraba de reojo. Se había dado la vuelta y se alejaba lenta y vaporosamente, como si flotara sobre el suelo. Al llegar a la puerta, se detuvo.

Oliver contuvo la respiración. ¿Se volvería para mirarlo? Si lo hacía, estaría insinuando que le resultaba familiar. Esperó unos segundos que le parecieron horas.

Finalmente, Helen de Coverdale salió del comedor sin volverse y cerró la puerta tras ella. No lo había mirado ni una sola vez.

Expulsó lentamente el aire que había estado reteniendo. Tenía que ser ella… Había visto el brillo revelador en sus ojos. Sabía quién era él, igual que él sabía quién era ella. Sus sospechas no eran infundadas.

Helen de Coverdale era la joven a la que se había encontrado en una biblioteca a oscuras, abrazada al lord casado que la había contratado.

Helen se sentó en el banco de piedra del jardín y pensó en la única vez que había visto a Oliver Brandon. Parecía haber transcurrido una eternidad, y en muchos aspectos así era. En aquel tiempo trabajaba como institutriz en casa de lord y lady Talbot. Era un empleo horrible que habría abandonado si hubiese podido, pero desafortunadamente necesitaba el trabajo para salir adelante después de la muerte de su padre. Al ver los ojos de lord Talbot por primera vez supo lo que pretendía en el fondo. Los hombres la miraban de aquel modo desde que tenía trece años, devorándola con miradas de lujuria y lascivia.

No siempre había tenido que preocuparse por su aspecto. Antes de que su padre muriera, su vida había sido muy distinta. Robert de Coverdale había sido abogado y había albergado grandes esperanzas de conseguir un buen marido para su única hija. Tal vez un caballero con título y fortuna…

Lo que no había esperado era que su única hija se enamorara de un pobre clérigo que había llegado a la aldea un verano, teniendo ella diecisiete años.

Helen se estremeció al recordarlo. Su padre se había negado a aprobar una unión entre su hija y Thomas Grant, el joven párroco que decía amarla. Le había parecido una idea ridícula y le había prohibido a Helen que lo viera. Siendo una hija responsable y obediente, Helen le obedeció sin rechistar. Pero le costó años recuperarse de aquella pérdida.

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Thomas había sido su primer amor verdadero, y perderlo casi la había destruido.

Durante los dos años siguientes, la vida de Helen había sido azotada por la desgracia. Su madre había muerto al caerse de un caballo, y su padre, devastado por la pérdida de la mujer a la que había amado más que a sí mismo, había caído en una sucesión de desastres personales y económicos. Incapaz de controlar una vida arruinada, había acabado por suicidarse. Helen descubrió entonces lo que significaba ser dependiente de otros. No tenía parientes en Inglaterra. La familia de su madre vivía en Italia, y el único hermano de su padre había muerto en América. No tenía nadie a quien acudir y no se le ofrecía ninguna salida respetable. Fue entonces cuando empezó a ocultar su belleza natural. No quería parecerles atractiva a los hombres con los que se cruzaba en la calle, ni que los maridos de otras mujeres la encontraran deseable.

Por desgracia, ni la ropa sencilla ni el severo peinado habían podido disimular su hermosura. Sus ojos verdes, sus largas pestañas y sus labios carnosos seguían siendo igual de tentadores. Tampoco había podido ocultar que no era tan esbelta y delicada como la mayoría de las damas inglesas. Había heredado la lozanía de su madre, y aquellos rasgos exóticos resultaban muy atractivos para los hombres, lord Talbot incluido.

Aquel fatídico fin de semana lord Talbot había celebrado una partida de caza en su finca de Somerset. La inmensa mansión estaba atestada de invitados, muchos de los cuales habían llegado desde Escocia para tomar parte en la cacería o para disfrutar de los entretenimientos que lady Talbot había preparado para las veladas.

Siendo una modesta institutriz, Helen no había sido invitada a participar en la diversión. Su única función en Grovesend Hall era cuidar de las niñas, de modo que después de acostarlas, había bajado a la cocina a por un vaso de leche caliente y se había dirigido a la biblioteca. Lady Talbot había descubierto la pasión de Helen por la lectura y le había asegurado que, mientras el amo no se enterara, podría disponer de los libros a su antojo.

Helen se preguntaba a menudo si lady Talbot tenía conocimiento de las infidelidades de su marido o si simplemente miraba hacia otra parte. Fuera como fuera, Helen había cometido un terrible error aquella noche. Convencida de que lord Talbot estaba con sus invitados, había entrado en la biblioteca… bastante apartada del jolgorio, y había empezado a buscar algo para leer.

Fue allí donde la encontró lord Talbot.

Volvió a estremecerse por el recuerdo. Se había dado la vuelta al oír cómo se abría la puerta y se había encontrado con su mirada… Una mirada que la hizo olvidarse inmediatamente de los libros. Como la mayor parte de los caballeros, lord Talbot había estado bebiendo desde el mediodía. Helen se arrebujó en su chal, recogió rápidamente la vela y el vaso de leche e intentó pasar junto a él.

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Para estar bebido, lord Talbot se movió con sorprendente rapidez. La leche y la vela se le soltaron de las manos cuando él tiró de ella para estrecharla entre sus brazos y empezó a besarla.

Asqueada, Helen se debatió frenéticamente contra los besos húmedos y babosos que Talbot le presionaba en el cuello y la boca. Pero la lucha sólo sirvió para avivar la excitación de su agresor, quien la empujó hacia el sofá mientras con la boca sofocaba su grito de pánico y con la mano le asía dolorosamente el pecho.

En aquel momento, la puerta se abrió y Oliver Brandon entró en la biblioteca. Helen no sabía quién era. Un invitado más entre tantos otros. Pero durante los largos y agónicos segundos en los que permaneció inmóvil en la puerta, Helen pudo ver cómo su expresión de espanto dejaba paso a una mueca de asco al sacar sus propias conclusiones sobre la escena. Murmuró una disculpa y se retiró bruscamente, sin molestarse siquiera en averiguar lo que estaba pasando.

Helen cerró los ojos para intentar protegerse del humillante recuerdo. Lo único positivo que tuvo la inesperada llegada del señor Brandon fue que le brindó la oportunidad de escapar. Distraído por la intrusión, lord Talbot había levantado momentáneamente la mirada y había aflojado su agarre. Helen aprovechó entonces para soltarse y correr hacia la puerta. Se abalanzó hacia las escaleras, llorando de furia y humillación. Una vez en su habitación, cerró con llave y atrancó la puerta con un pequeño escritorio y la cama. Aquella noche no logró pegar ojo.

A la mañana siguiente, abandonó Grovesend Hall para siempre. Regresó a Londres y tuvo que ingeniárselas para salir adelante hasta que logró encontrar un trabajo en el sur de Inglaterra. Nunca volvió a ver a lord ni lady Talbot. Ni tampoco a Oliver Brandon… Hasta aquella mañana en que había llevado a su pupila de dieciséis años a la escuela de la señora Guarding.

Pero por la expresión de su rostro era evidente que él tampoco la había olvidado. Y sin duda se estaría preguntando ahora cómo y por qué una mujer de tan pobre moral había acabado como profesora en una escuela para chicas. La misma escuela donde él tenía intención de internar a su hermanastra.

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Capítulo TresOliver guardó silencio mientras acompañaba a la directora a su

despacho. La cabeza le daba vueltas al recordar con detalle aquella noche aciaga.

Nunca había olvidado lo que vio en la biblioteca de Grovesend Hall. La mano de lord Talbot aferrando el pecho de la joven, la expresión de lujuria en su rostro cuando se volvió y vio a Oliver en la puerta… Incluso ahora, después de tantos años, la imagen lo seguía asqueando.

El problema era que, en aquel tiempo, Oliver no conocía bien a William Talbot. Habían frecuentado los mismos clubes y habían hablado de vez en cuando, pero la diferencia de edad había impedido que se forjara una amistad íntima. Sin embargo, por alguna razón, Talbot le había tomado cariño y Oliver se había sentido halagado por su respeto. De modo que cuando el acaudalado lord lo invitó a su casa de campo para una partida de caza, Oliver aceptó encantado.

Sacudió la cabeza, como tantas veces hacía al recordar su ingenuidad. No había visto que Talbot era un hombre despreciable. Pero aunque lo hubiera sabido, jamás se habría esperado que exhibiera a su amante en una velada abarrotada de invitados. ¿Qué habría dicho su mujer si hubiera sido ella quien los descubriese en la biblioteca?

Por suerte o por desgracia, no fue lady Talbot quien se encontró con la lamentable escena. Oliver había entrado en la biblioteca buscando refugio del bullicio que reinaba en la casa y se había topado con su anfitrión y la joven unidos en un abrazo pasional. Obviamente el ruido de su llegada había llamado la atención de la joven, quien levantó la mirada y lo miró aterrada.

Por unos segundos, Oliver se había quedado perplejo ante la imagen de uno de los rostros más hermosos que había visto en su vida. Una cascada de pelo negro y espeso caía hasta la cintura, enmarcando un rostro de tan arrebatadora belleza que era como estar contemplando a un ángel. Los ojos de la mujer habían traspasado su alma, y el recuerdo de su mirada lo había acompañado durante todos esos años.

Entonces se había dado cuenta de que estaba interrumpiendo los juegos amorosos de la pareja y se había apresurado a retirarse. Cerró la puerta y volvió al salón de baile, intentando perderse entre la multitud de juerguistas. Pero el recuerdo de aquellos ojos seguía acosándolo allá donde fuera.

A la mañana siguiente había abandonado Grovesend Hall y había regresado a Londres. No le había contado a nadie ni una palabra de lo que había visto. Ni siquiera a lord Talbot, quien había bebido demasiado como para recordar nada, y que se había quedado muy sorprendido y decepcionado por la precipitada marcha de su joven invitado. Tampoco había vuelto a saber nada de aquella hermosa mujer de pelo negro.

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Hasta aquella mañana en la que había llegado a la escuela Guarding para chicas. Su nombre era Helen de Coverdale. Y a menos que hiciera algo al respecto, estaba a punto de convertirse en una de las mujeres que ejercerían una influencia directa en su impresionable pupila.

—¿Quería hablar conmigo, señor Brandon?

—¿Mmm? —murmuró distraídamente Oliver. Miró a la directora y se dio cuenta de que lo estaba esperando—. Oh, sí. Quería hablarle de… de una de sus profesoras.

—La señorita de Coverdale.

No era una pregunta, sino una afirmación. Oliver frunció el ceño.

—¿Cómo lo sabe?

—Porque ella fue la única que provocó una reacción en usted. Disculpe por ser tan directa, señor Brandon, pero ¿la señorita de Coverdale y usted se conocen?

—No. Al menos no formalmente —se apresuró a corregir—. Ni siquiera sabía su nombre hasta hoy. Pero recuerdo haberla visto… hace muchos años y en unas circunstancias muy distintas. Me preguntaba cómo llegó a estar a su servicio.

La señora Guarding se sentó tras un elegante escritorio negro.

—¿Le sorprendería saber que la señorita de Coverdale fue alumna de esta escuela?

—Sí —admitió él. Agarró un bonito jarrón de porcelana de la mesa y lo giró en sus manos—. ¿Procede de una familia noble?

—No, pero sí de una familia distinguida. Su padre era abogado. Su madre, creo, era extranjera. Helen estudió aquí unos años y demostró sus aptitudes para el dibujo. Y naturalmente hablaba italiano con fluidez. Después de su marcha no volví a saber nada de ella, hasta hace tres años, cuando recibí una carta suya preguntándome si podría contratarla como profesora.

—Y usted lo hizo.

—Sin dudarlo. Estaba encantada de tener a una profesora como ella.

Oliver asintió y pensó cómo formular la pregunta siguiente.

—¿Tiene… amigos? Hombres, me refiero.

—No que yo sepa. La señorita de Coverdale rara vez abandona la escuela.

—¿Ni siquiera para visitar a su familia?

—No tiene familia en Inglaterra. Sus padres murieron, y nunca le he oído mencionar a ningún otro pariente.

—Entiendo —murmuró Oliver, cruzándose de brazos—. Dígame, señora Guarding, ¿la señorita de Coverdale trajo referencias cuando vino a solicitar el puesto?

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La pregunta provocó un destello de irritación en los ojos de la directora.

—Pues claro. ¿Tiene alguna razón para pensar lo contrario?

Oliver se encogió de hombros.

—Únicamente siento curiosidad por los anteriores trabajos de la señorita de Coverdale.

La señora Guarding se levantó bruscamente y se acercó a la campanilla.

—La señorita de Coverdale trabajó como institutriz para los hijos de lord y lady Peregrine. Fue la misma lady Peregrine quien le escribió una carta con unas referencias impecables.

Oliver esbozó una ligera sonrisa. La directora se había puesto a la defensiva y su mensaje estaba bastante claro. No toleraba preguntas impertinentes sobre su personal ni se sentía obligada a responderlas.

—No le robaré más tiempo, señora Guarding. Pero sí me gustaría pedirle que me mantuviera informado de la evolución de Gillian. Tengo buenas razones para creer que le será difícil adaptarse a la escuela, pero estoy seguro de que todo irá bien una vez que conozca a las otras chicas.

—Estoy convencida de que encajará muy bien, señor Brandon. Pero lo mantendré informado de sus progresos si así lo desea.

La puerta se abrió y entró una doncella vestida negro.

—Molly lo acompañará a la salida.

—Gracias —respondió Oliver con una reverencia.

Mientras seguía a la doncella por el pasillo, tuvo que admitir que se sentía frustrado. La conversación con la señora Guarding no le había servido para despejar sus dudas. La directora tenía muy buena opinión de la señorita de Coverdale, cuyo pasado no le había impedido convertirse en profesora.

Pero ¿cómo era posible que una mujer que había trabajado en una casa donde tal vez hubiera sido la amante del señor recibiera unas referencias impecables de la esposa? ¿Tan buena era ocultando sus relaciones secretas? ¿O simplemente había tenido la suerte de acabar en una casa donde la esposa conociera las aventuras de su marido y hubiese optado por ignorarlas?

Helen colocó el caballete a la sombra del tilo y se aseguró de que no cojeara.

—Y ahora, chicas —dijo, sonriéndoles a las ocho jóvenes que se habían agrupado en torno a ella—, vamos a empezar a trabajar en un nuevo paisaje. Señorita Tillendon, ¿no dijo que sería un interesante reto pintar las distintas tonalidades azules del cielo?

—Sí, señorita de Coverdale.

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—Entonces será eso lo que hagamos. Para empezar, debemos pasar un rato observando el cielo. Levantar la mirada y ver cómo cambian los colores. Fijaos en el azul más claro de allí, y cómo las nubes lo oscurecen al pasar por…

—Señorita de Coverdale, ¿quién es ese caballero? —preguntó Rebecca Walters de repente.

Helen se giró bruscamente y vio a Oliver Brandon caminando a grandes zancadas hacia ellas y con el rostro muy serio. Cubrió rápidamente la distancia entre la escuela y el pasto, pero entonces pareció dudar y se detuvo junto a la valla.

Helen sintió cómo se le subía el color a las mejillas. ¿Qué estaba haciendo allí Oliver Brandon? No pretendería hablar con ella en medio de una lección, ¿verdad? Pero ¿qué otra razón podía tener para ir a ver a un grupo de niñas aprendiendo a pintar? —Es el señor Brandon —dijo, pues no veía ninguna razón para no revelar su nombre—. Es el tutor de una de las nuevas estudiantes, la señorita Gresham.

—Pero, ¿por qué la está observando? —inquirió Lydia McPherson.

—No me está observando a mí, señorita McPherson. Está mirando cómo intentamos pintar el cielo.

—Creo que la está mirando a usted, señorita —insistió la pequeña Eliza Howard—. Es muy mayor para interesarte por las demás o por nuestras pinturas.

Las niñas se echaron a reír y Helen sintió cómo el rubor se extendía por todo su rostro.

—Si me está mirando, es porque quiere ver cómo imparto mis clases, nada más. Su pupila va a estudiar aquí. Es lógico que quiera ver la clase de profesora que soy.

—A mí no me importaría que me mirara… —comentó Rebecca Walters con un suspiro—. Es guapísimo…

Elizabeth Brookwell soltó un bufido de exasperación.

—A ti todos los hombres te parecen guapos.

—¡No es verdad!

—¡Sí lo es!

—¡Señoritas, por favor! —intervino Helen con firmeza—. El señor Brandon tiene todo el derecho a observarnos desde la valla, y estoy segura de que lo hace únicamente por curiosidad. Y ahora devolved la atención al cielo. Estaba comentando las distintas tonalidades de azul. ¿Alguna sabría decirme cuántas tonalidades se ven?

La pregunta sirvió para desviar la atención de las niñas, aunque Helen no pudo ignorar tan fácilmente la presencia de Oliver Brandon a diez metros de distancia. Una cosa era decir que estaba allí sólo para observar la lección, pero otra muy distinta era creérselo.

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Apostado junto a la cerca, Oliver contemplaba cómo Helen de Coverdale impartía la clase de arte al pequeño grupo de niñas. Todas habían llevado caballetes, pinturas y hojas, e intentaban plasmar los cambiantes colores del cielo de la tarde. Incluso desde lejos Oliver podía ver que ninguna demostraba un talento especial para la pintura. Pero, ¿qué le había pasado a la mujer que se erguía en mitad del círculo para dar un cambio tan radical a su vida? Helen de Coverdale estaba perdiendo el tiempo. Con sus labios carnosos y su voluptuosa figura, podría haber sido una de las cortesanas más solicitadas de Londres. Los ricos caballeros de la aristocracia se habrían peleado entre ellos por ofrecerle su protección, y los jóvenes apuestos y gallardos habrían hecho fila en su puerta.

¿Y quién podría culparlos? Oliver nunca había visto una combinación semejante de inocencia y sensualidad en ninguna otra mujer. Su piel era como la paleta de un pintor, pero a diferencia de un lienzo, invitaba a deslizar los dedos sobre ella. Oliver se sintió invadido por un deseo abrumador de deslizar los dedos por su rostro y comprobar si su piel era tan cálida y suave como parecía.

Sus movimientos también lo fascinaban. Helen de Coverdale caminaba entre las niñas con la misma elegancia que había demostrado en el comedor; sus caderas se balanceaban de un modo inconscientemente sensual. Su atuendo, un vestido sencillo de muselina, no estaba diseñado para realzar su figura, pero las curvas de sus caderas y pechos destacaban tentadoramente a través del tejido. Además, a diferencia de lo que sería de esperar en una mujer de su posición social, ella no ocultaba el pelo bajo una cofia ni con un peinado severo. Sus trenzas caían libremente por la espalda, llegando casi a la cintura en relucientes riachuelos de aguas oscuras.

Oliver tenía que admitir que era una mujer deseable. Y por lo que había visto en la biblioteca de Grovesend Hall, podía deducir que no era una novata en las artes amatorias. Pero entonces, ¿qué estaba haciendo allí? Sophie le había asegurado que las profesoras de la Escuela Guarding tenían todas una moral intachable. Pero la conducta que él había presenciado en Helen de Coverdale sólo podía definirse como escandalosa e impropia. ¿Cómo podía una mujer así darles clases de moralidad a las niñas?

De repente se puso derecho. Helen de Coverdale se había separado del grupo de alumnas y caminaba directamente hacia él.

Sin pensar, se apartó de la valla y se quitó el sombrero. Helen de Coverdale podía ser una mujer de escasa moral, pero era una mujer al fin y al cabo, y los buenos modales estaban demasiado arraigados en él. Además, no podía ser grosero delante del grupo de niñas que lo miraban furtivamente.

Aun así, intentó mantener un tono frío y cortés mientras ejecutaba una breve reverencia.

—Buenas tardes, señorita de Coverdale. Espero no haberla molestado.

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—No me ha molestado, señor Brandon, pero me temo que está distrayendo a mis alumnas —repuso ella—. Se distraen con mucha facilidad por la presencia de desconocidos, sobre todo de aquéllos que se muestran tan curiosos.

Oliver había esperado que su voz fuera tan seductora como el resto de ella, pero le sorprendió descubrir que sus ojos no eran tan marrones como le habían parecido en un principio, sino de un extraño color verde oscuro con destellos ambarinos y dorados.

—Le pido disculpas por las molestias que pueda estar causando, señorita de Coverdale, pero me preguntaba si es usted tan buena pintora como me hizo creer la señora Guarding.

Los ojos verdes lo miraron con recelo.

—¿Ha hablado de mí con la señora Guarding?

—Por supuesto. Y de todas las profesoras a las que he conocido esta mañana. Pensé que sería conveniente hacerlo, ya que voy a dejar aquí a mi pupila.

Oliver sabía que no le debía ninguna explicación, pero tampoco quería hacerle creer que tenía un interés especial en ella. Aunque ¿por qué le preocupaba lo que pensara de él? No tenía ni idea.

—¿Le gusta pintar a su pupila? —le preguntó ella, sorprendiéndolo.

—¿Pintar? Sí, supongo que sí. Gillian tiene muchas habilidades, incluidas algunas artísticas y creativas.

—Estupendo. Estoy impaciente por trabajar con ella.

—De eso me gustaría hablarle, señorita de Coverdale —dijo Oliver, muy serio—. Creo que convendría aclarar algunas cosas…

De repente se oyó un fuerte ruido tras ellos, seguido por unos gritos ahogados y una explosión de risas.

—¡Señorita de Coverdale, venga rápido!—gritó una de las niñas—. El caballete de Rebecca se ha caído y se ha puesto perdida de pintura.

Helen abrió los ojos como platos al ver el desastre.

—¡Cielos! Señorita Walters, ¿no le dije que se asegurara de fijar su caballete? —se dio la vuelta y Oliver se sorprendió al ver la expresión de regocijo que brillaba en sus hermosos ojos—. Discúlpeme, señor Brandon, me temo que debo volver a mi clase.

—Pero es muy importante que hablemos…

—Estoy segura de que lo que tenga que decirme puede esperar.

Con la conversación zanjada, se dio la vuelta y regresó corriendo junto a las niñas. Todas intentaban limpiar con sus pañuelos las manchas azules y amarillas del blusón de Rebecca. Oliver escuchó con atención cómo Helen dejaba a una de las alumnas mayores al cargo y vio cómo acompañaba a Rebecca a la escuela. Una vez más, Helen se alejaba sin volver a mirarlo.

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Reprimió un suspiro de irritación. No estaba acostumbrado a que lo ignorasen de esa manera, y mucho menos una mujer como Helen de Coverdale. Pero ella había dejado muy clara su postura. Si Oliver quería hablar en privado con ella, tendría que ser antes o después de sus clases.

A Helen le sorprendió no volver a ver a Oliver aquel día, pero no le sorprendió lo más mínimo que la señora Guarding la llamase a su despacho aquella misma tarde.

—Espero que no te importe que te haya hecho venir, Helen —empezó la señora Guarding—, pero creo que ya sabes el motivo.

Helen suspiró. Eleanor Guarding no sólo era una mujer inteligente, sino también muy intuitiva. Obviamente había viso la expresión de Oliver Brandon aquella mañana, al igual que la suya, y la había llamado para llegar hasta el fondo del asunto… Por el bien de la escuela, naturalmente.

—Por supuesto —respondió Helen, sentándose frente al escritorio de la directora—. Sé que no se le pasó por alto mi reacción al ver al señor Brandon.

La directora sonrió.

—Estoy acostumbrada a ver cómo las jóvenes se sonrojan delante de un apuesto caballero, pero me pareció que tu reacción insinuaba algo más que una simple timidez.

Consternada, Helen sintió cómo le ardían las mejillas.

—No es lo que usted cree.

—¿Oh? ¿Y qué es lo que yo creo, según tú?

—No conozco al señor Brandon —dijo Helen, poniendo mucho cuidado en sus palabras—. Lo vi una vez en casa de mis amos, hace muchos años.

—Entonces ¿por qué pareció que te incomodaba tanto verlo si no tenías nada que ver con él?

—Porque lo vi mientras estaba… —se calló un momento, intentando reunir el valor para decirlo—. Mientras estaba siendo acosada por el hombre que me había contratado para cuidar de sus hijas.

—Entiendo —repuso la directora. Hubo un momento de silencio, interrumpido tan sólo por el tictac del reloj de la repisa. Finalmente, la señora Guarding asintió—. Sería muy ingenua si pretendiera ignorar lo que pasa en el mundo, Helen. No eres la primera mujer que sufre el abuso de los hombres, y me compadezco de ti por lo que has tenido que soportar. ¿El señor Brandon no supo lo que estaba sucediendo?

—No. Supongo que creyó presenciar un encuentro pasional entre dos amantes. No dijo nada, pero salió de la habitación muy rápido.

—¿Y desde entonces no lo habías vuelto a ver?

—No. Al día siguiente dejé mi empleo en casa de lord Talbot.

La señora Guarding entrelazó los dedos sobre el escritorio.

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—Bueno, creo que no hay nada más que hablar sobre el asunto. Te pido disculpas si mis preguntas te han parecido impertinentes, pero tenía que asegurarme por el bien de la escuela.

—Lo entiendo.

—La otra razón por la que te he hecho venir es para informarte de las inquietudes del señor Brandon respecto a su pupila.

Helen frunció el ceño.

—¿Inquietudes?

—Parece ser que la señorita Gresham ha estado viéndose con un caballero llamado Sidney Wymington. El señor Brandon no aprueba esa compañía y ha traído a su pupila aquí para alejarla del señor Wymington.

Helen miró confundida a la directora.

—Pero si la ha traído aquí, ¿por qué sigue preocupado?

—Porque teme que el señor Wymington intente ponerse en contacto con la señorita Gresham. Me ha pedido que avise a mi personal para que la señorita Gresham no reciba cartas suyas ni lo reciba mientras esté aquí. Tampoco puede salir sola de la escuela.

Helen sintió una mezcla de enojo y resentimiento al oír las palabras de la directora. ¿Por qué los hombres siempre creían tener el derecho de interferir en las vidas ajenas? Especialmente en las vidas de sus esposas e hijas. Oliver Brandon se estaba entrometiendo en la vida de su pupila del mismo modo que el padre de Helen se había metido en la suya… prohibiéndole ver al hombre con quien deseaba casarse. ¿Por qué había que aceptar una actitud tan arrogante y despótica?

—¿Y usted está de acuerdo con lo que le pide? —le preguntó rígidamente a la directora.

La señora Guarding asió su taza de té y se la llevó a los labios.

—No se trata de que esté o no de acuerdo, Helen. La pupila del señor Guarding se encuentra ahora bajo mi responsabilidad, y por tanto no tengo más remedio que acatar las instrucciones de su tutor. Tengo que hacer lo posible para impedir que la señorita Gresham y el señor Wymington lleguen a encontrarse.

—Pero ¿qué problema hay con ese caballero? —se sintió obligada a preguntar Helen—. ¿Y si el señor Wymington es un hombre bueno y sincero que ama a la señorita Gresham con la mejor de las intenciones?

—Es una posibilidad, pero no nos corresponde ni a ti ni a mí convencer al señor Brandon. Ha pagado por adelantado y además ha hecho una generosa donación de libros. No puedo enfrentarme a él por lo que considere más conveniente para su pupila.

—¡Pero está entrometiéndose en la vida de una joven!

—Una joven que legalmente está bajo su responsabilidad —le recordó la directora—. Y que, por tanto, debe respetar sus decisiones. Espero contar con tu colaboración en esto, Helen. No puedo permitir que ningún

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miembro de mi personal actúe por su propia voluntad en asuntos como éste.

Helen se tragó las palabras que deseaba soltar. Sólo había una repuesta que pudiera dar. Fueran cuales fueran sus sentimientos al respecto, tendría que acatar los deseos de la señora Guarding. Pero su conciencia se rebelaba contra las órdenes impuestas.

—Sí, señora Guarding. Por supuesto que colaboraré.

La directora pareció aliviarse bastante.

—Gracias. Sé que tienes una opinión muy distinta, querida, pero no tenemos elección. Si no hacemos lo que el señor Brandon nos pide, se llevará a su pupila y exigirá que le devolvamos el dinero.

—Sí, lo sé —murmuró Helen a regañadientes—. Pero no me ayuda nada saberlo.

—Debemos hacerlo lo mejor que podamos —insistió la señora Guarding con una sonrisa—. Te agradezco que me hayas contado la verdad sobre tu primer encuentro con el señor Brandon.

—¿Por qué no iba a hacerlo?

—Porque no siempre es fácil contar las cosas que nos humillaron en el pasado. Y hace falta aún más valor para contármelas a mí.

Helen esbozó una tímida sonrisa.

—No sabía lo que podría haberle contado el señor Brandon, pero por si acaso le hubiera dicho lo que él recordaba haber visto, pensé que lo mejor sería contarle lo que realmente ocurrió.

—Y por eso no hay nada más que decir —concluyó la señora Guarding, volviendo a llevarse la taza a los labios—. Por lo que a mí respecta, el asunto está zanjado.

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Capítulo CuatroTal vez por lo que la señora Guarding le había contado de Gillian

Gresham, Helen se sorprendió a sí misma interesándose por la chica más de lo habitual.

Era evidente que a la señorita Gresham no le hacía ninguna gracia haber ingresado a la fuerza en la escuela Guarding. Asistía a todas las clases, pero no hacía el menor esfuerzo por comunicarse con nadie y se mantenía callada y reservada. Cuando tenía que responder a una pregunta, lo hacía a regañadientes y con las mínimas palabras posibles. La mayoría de las profesoras no tardaron en manifestar su frustración por su incapacidad para tratar con la joven, y al final de la primera semana de Gillian en la escuela, Helen empezó a creer que Oliver Brandon le había hecho un flaco servicio a su hermanastra al llevarla allí.

Pero Helen sabía mejor que nadie cómo era soportar las decisiones que otros tomaban por una misma. Sabía lo dolorosa que era la prohibición de acercarse al hombre amado, sin importar si fuera el hombre adecuado o no. Y también sabía que el resentimiento que sentía Gillian hacia su hermanastro se extendería a todo el mundo. Por aquella única razón, tenía que intentar acercarse a ella. No era culpa de Gillian estar allí. Como casi todas las mujeres, apenas tenía control sobre su propia vida.

—Señorita Gresham, veo que tiene un don natural para la pintura —la halagó una tarde—. Su uso de verdes para captar las tonalidades del follaje es muy inteligente.

Gillian se encogió de hombros.

—Me gusta pintar. Y pinto lo que veo.

—Igual que las otras chicas, pero ellas no tienen un ojo tan bueno como el suyo para los colores.

Gillian levantó la mirada hacia ella, y por un momento su rostro se iluminó con una sonrisa. Fue un gesto fugaz, apenas perceptible, pero bastó para que Helen se maravillara del cambio en el aspecto de la chica. Era como ver salir el sol después de la tormenta. Aquel pequeño resquicio fortaleció la decisión de Helen para traspasar las barreras de la chica y llegar al fondo de su silencio. Afortunadamente, la oportunidad le llegó días más tarde. Helen se había llevado un libro a una zona apartada del jardín. Era uno de sus lugares favoritos a los que con frecuencia se retiraba para leer o escribir cartas. Fue allí donde Gillian la encontró.

—Buenas tardes, señorita de Coverdale —la saludó cortésmente la chica.

—Buenas tardes, señorita Gresham.

—Espero no molestarla, pero la señora Guarding me dijo que debía salir a tomar el aire —se sentó en el banco junto a ella—. Me ha dicho que parezco muy pachucha. ¿Lo cree usted también?

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Helen fingió examinar el rostro de la chica.

—Estás un poco pálida, pero nada más.

—Eso pensaba yo. Nadie me había llamado nunca pachucha —suspiró y miró el libro que Helen estaba leyendo—. ¿Seguro que no la molesto?

—En absoluto. Estaba a punto de hacer una pausa —cerró el libro y lo apartó—. Otelo es una historia muy interesante, pero no me gusta tanto como otras obras de Shakespeare.

Los ojos de Gillian se abrieron como platos.

—¡Oh! ¿Cómo puede no gustarle? Es muy romántica. El señor Wymington siempre la está citando.

La mención del famoso señor Wymington no se le pasó por alto a Helen, pero optó por ignorarla. No era conveniente mostrar mucho interés todavía.

—Bueno, señorita Gresham. Ya llevas aquí una semana. ¿Qué te parece la escuela?

Gillian se encogió de hombros y sus ojos perdieron algo de brillo.

—No es tan horrible como pensaba. Las profesoras son muy amables, y también las chicas, aunque algunas son muy inteligentes. Annabelle James es muy brillante en matemáticas, y Mary Putford sabe hablar francés, italiano y griego.

Helen arqueó una ceja, sorprendida.

—¿La señorita Putford sabe hablar griego? Vaya, quizá debería preguntarle si estaría dispuesta a dar clases una vez a la semana.

Gillian volvió a encogerse de hombros.

—Supongo que sí. Me ha confesado que le encantaría ser profesora algún día.

Helen volvió a sorprenderse. Mary Putford era una chica muy agradable y una estudiante aplicada, pero rara vez se mezclaba con las otras jóvenes. Era interesante descubrir que, en el poco tiempo que Gillian llevaba en la escuela, había conseguido intimar lo suficiente con Mary para saber que hablaba griego y que le gustaría ser profesora.

Gillian Gresham era mucho más de lo que mostraba a simple vista.

—¿Quieres decir que no lamentas tanto estar aquí con nosotras en vez de estar en Hertfordshire? —le preguntó Helen con una sonrisa.

—No del todo, aunque nunca se lo diría a Oliver —respondió Gillian, viendo cómo una oruga se arrastraba por la hierba a sus pies—. Quiero que sufra remordimientos de conciencia por haberme dejado aquí, y que si me encuentra enferma y consumida crea que ha sido por su culpa.

Helen tuvo que reprimir una sonrisa.

—Dudo mucho que se lo crea, señorita Gresham.

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—Y yo, pero me complace pensar que sí. En cualquier caso, no voy a decirle que no echo terriblemente de menos Shefferton Hall —suspiró otra vez—. El problema es que echo de menos a mi querido señor Wymington.

—¿Y quién es el señor Wymington? —se atrevió a preguntarle Helen, pues podría parecer extraño no hacer ningún comentario sobre un caballero que había sido nombrado dos veces en la conversación.

Una vez más, el cambio en la expresión de Gillian fue extraordinario. Juntó las manos y esbozó una sonrisa radiante.

—Es el caballero más atento y considerado que he conocido. Es teniente del ejército, ¡y el hombre más apuesto de todo el regimiento!

—¿En serio? ¿Y hay algún compromiso entre vosotros?

El entusiasmo de la chica se extinguió como la llama de una vela.

—Ojalá lo hubiera. A Oliver no le gusta el señor Wymington. Por eso me envió aquí. No quiere que vuelva a verlo.

Helen tuvo que prestar mucho cuidado a sus palabras. No podía animar a Gillian a rebelarse contra tu tutor, pero quería oír su versión de la historia. Al fin y al cabo, era muy posible que las razones de Oliver Brandon para separar a los jóvenes enamorados fueran totalmente infundadas.

—¿Por qué a tu tutor no le gusta el señor Wymington?

—Porque piensa que sólo va detrás de mi dinero. Soy heredera, señorita de Coverdale. Cuando cumpla veintiún años, heredaré una fortuna.

—¿Y el señor Wymington también es dueño de una fortuna?

—No. Al menos, a mí no me ha dicho nada.

Lo cual significaba seguramente que no tenía dinero, pensó Helen en silencio. Los oficiales de bajo rango no ganaban mucho. Y los oficiales de media paga aún menos.

—Es posible que tu tutor tenga razón —observó, deseando por un momento concederle al señor Brandon el beneficio de la duda—. No es raro que los jóvenes con… digamos, dificultades económicas se sientan atraídos por chicas acaudaladas. Sobre todo si son tan bonitas como tú.

El rostro de la joven volvió a iluminarse.

—¿De verdad cree que soy bonita?

—Pues claro, pero estoy segura de que el señor Wymington también te lo ha dicho.

Gillian se ruborizó.

—¿Puedo hacerle una pregunta, señorita de Coverdale?

—Adelante.

—Es muy personal.

—Si es demasiado personal no la responderé.

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—Bueno, me preguntaba cómo… ¿Por qué una mujer tan guapa como usted no se ha casado?

Helen parpadeó en desconcierto.

—¿Por qué lo preguntas?

—Porque usted no es como las otras profesoras de la escuela. Todas son muy simpáticas, pero ninguna es tan guapa como usted, ni mucho menos. Y sé que a los caballeros les gustan las damas hermosas. Por eso me preguntaba por qué no está casada.

—Tal vez porque nadie me lo ha pedido —respondió Helen en el tono más despreocupado que pudo.

—Pero habrá estado enamorada alguna vez, ¿verdad?

«Oh, sí, desde luego que lo he estado», pensó Helen tristemente. «Pero, al igual que tu tutor, mi padre no aceptaba al hombre al que yo amaba y también me prohibió verlo».

—Creo que sería mejor hablar de tus planes para el futuro, señorita Gresham, en vez de estar aquí sentadas discutiendo algo que no tiene la menor importancia.

—Pero el amor es importante —replicó Gillian a la desesperada—. ¡Es lo más importante del mundo!

—Sí, lo es —admitió Helen—, pero hay otras cosas prioritarias. Como el valor de una buena educación, por ejemplo, que es por lo que estás aquí.

Gillian soltó un resoplido.

—Estoy aquí porque Oliver no quiere que vea al señor Wymington y porque no podía enviarme a ninguna otra parte.

A Helen se le encogió el corazón al detectar el tono de melancolía en su voz.

—Estoy segura de que tu tutor sólo quiere lo mejor para ti, señorita Gresham. Es mayor que tú, y sabe lo que más te conviene.

—Pero ¿cómo puede saber lo que es mejor para mí si nunca ha estado enamorado? —exclamó Gillian, llena de frustración—. ¿Cómo puede saber lo bonito que es estar cerca del ser amado si él nunca ha sentido amor?

Helen se quedó perpleja. ¿Cómo era posible que un caballero tan apuesto como Oliver Brandon nunca se hubiera enamorado?

—¿Estás segura de que nunca ha experimentado esos sentimientos?

—Oh, sí. He pasado casi toda mi vida en casa de Oliver y lo conozco mejor que nadie. Salvo quizá su hermana, pero incluso Sophie sabe lo que es estar enamorada.

—¿Es una mujer casada?

—Sí, y muy feliz. Me gusta mucho y tenemos unas charlas muy interesantes, aunque es muy sensata.

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Helen intentó no sonreír con los conceptos que tenía Gillian de «interesante» y «sensato». Parecía que para ella eran términos opuestos.

—¿Qué opina ella del señor Wymington?

—No dice gran cosa —respondió Gillian—. Pero es normal, siendo la hermana de Oliver. Jamás se le ocurriría expresar una opinión contraria a la suya.

—¿Conoció al señor Wymington? —preguntó Helen.

—Una vez. Los presenté en un concierto.

—¿Y le gustó?

Gillian frunció el ceño.

—No lo sé. No recuerdo que dijera mucho sobre él.

—Pero ¿no pasó el tiempo suficiente en su compañía para formarse una opinión?

—Oh, sí. Sophie es muy buena analizando a las personas. Y casi nunca se equivoca.

—Entonces, si es tan buena analizando a la gente y rara vez se equivoca, ¿por qué no le dijo al señor Brandon que se había equivocado con el señor Wymington?

Era una jugada hábilmente formulada para conseguir que Gillian admitiera que la mujer a la que consideraba especialmente sensata había tomado su propia decisión respecto al señor Wymington y que no era una decisión favorable. Por desgracia, la joven no estaba dispuesta a reconocerlo tan fácilmente.

—Sophie puede sacar sus propias conclusiones, aunque no siempre las comparte. Pero no creo que me dijera que el señor Wymington le gusta sabiendo que su hermano se opone.

Helen no hizo ningún comentario esa vez. Sospechaba que la hermana de Oliver tampoco aprobaba al señor Wymington y que Gillian era muy consciente de ello. Pero su renuencia a admitirlo impulsaba a indagar en el motivo.

¿Por qué Oliver y su hermana felizmente casada se oponían a que la señorita Gillian viera al joven y apuesto caballero?

Oliver leyó la carta de Gillian, la tercera desde que la había dejado en la escuela, y frunció el ceño con preocupación.

La señorita de Coverdale tiene una opinión muy moderna sobre todo, Oliver. Me siento como si hablara con alguien más cercano a mi edad, en vez de más cercano a la tuya…

Oliver suspiró. Su hermanastra pensaba que era un viejo decrépito.

La señorita de Coverdale… Helen, como me gusta referirme a ella, me ha hablado de los escándalo que tuvieron lugar en Steep Abbot. Parece que el marqués fue asesinado aquí mismo, en la abadía, y que hay muchas opiniones diferentes sobre la autoría del crimen.

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Muchos creen que fue su esposa, mientras que otros piensan que lo hizo su fiel mayordomo. De verdad, Oliver, es fascinante. Las chicas no paran de hablar de ello…

Oliver tiró la carta y empezó a andar de un sitio para otro. Genial. Su pupila no sólo trababa amistad con una mujer de dudosa moralidad, sino que participaba de los chismes y habladurías que circulaban por la aldea. ¿Dónde estaba esa moral de la que había hablado Sophie para referirse a las profesoras de la ilustre escuela Guarding?

Aunque los cotilleos sobre un asesinato deberían ser la menor de sus preocupaciones. Mucho más inquietante era que Gillian y la señorita de Coverdale pasaran tanto tiempo juntas, y que Helen tuviera una opinión «moderna» sobre todo. ¿Cómo debía tomarse aquello? ¿Estaría llenándole de pájaros su ingenua cabecita?

Hizo sonar la campanilla para llamar a su criado. No le gustaban nada las noticias que estaba recibiendo. No había enviado a Gillian a la Escuela Guarding para que la corrompieran y transformaran en una mujer como Helen de Coverdale. Sabía que tendría que haber sido muy claro con la directora el primer día. Debería haber expresado sus inquietudes sobre el pasado de la señorita de Coverdale y haberse asegurado de que Gillian no estaría expuesta a su influencia. De hecho, debería haberse quedado y haber hablado con la joven profesora él mismo, en vez de permitir que la señora Guarding lo tranquilizara.

Y eso era lo que iba a hacer ahora. La única manera de averiguar lo que estaba pasando en Steep Abbot era volver allí y ver con sus propios ojos el efecto que Helen de Coverdale estaba ejerciendo en su pupila, ¡antes de que hubiera más daños!

Helen no sabía se sentirse halagada o desconcertada por la carta que acababa de recibir. Era de Oliver Brandon, y solicitaba el placer de su compañía para dar un paseo con él aquella misma tarde.

Helen se golpeó pensativamente el pergamino contra el labio inferior. Aquel día tenía la tarde libre, pero no había pensado pasarla con el señor Brandon. Había esperado que él le pidiera una cita para hablar del incidente acaecido doce años atrás, pero Gillian llevaba ya casi dos semanas y media en la escuela. ¿Por qué se molestaba en reclamar su presencia después de tanto tiempo?

Frunció el ceño mientras dejaba la carta sobre su mesa. ¿Sería posible que la visita tuviera algo que ver con Gillian? ¿Estaría Oliver preocupado por ella? Helen sabía que Gillian le escribía con frecuencia a su tutor. ¿Podría estar confesándole lo desgraciada o insatisfecha que se sentía en la escuela y por eso Oliver había ido a comprobarlo por él mismo?

No, imposible. Si el señor Brandon quisiera saber cómo progresaba su pupila, le habría escrito directamente a la señora Guarding. La directora llevaba al día los progresos de todas las estudiantes, por si acaso surgían las dudas en algún padre o tutor.

Pero entonces, ¿qué otra razón podía haber?

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¿Sería posible que Gillian la despreciara y le hubiera escrito a su hermanastro para contárselo? No, no podía ser. De hecho, estaba muy complacida con la amistad que había surgido entre ellas, la cual estaba segura que había contribuido a que Gillian se adaptara a su nuevo ambiente. Incluso las otras profesoras comentaban la repentina disposición de Gillian a participar en las clases y a ayudar a las chicas más jóvenes con sus problemas.

Entonces, si no quería interrogarla sobre su pasado y no venía a atender una queja de Gillian, ¿por qué quería verla?

A las tres y veintisiete minutos, Helen cerró la puerta de su habitación y caminó rápidamente hacia las escaleras. Las suelas de sus botas de piel emitían suaves chasquidos en el suelo de madera, pero los frenéticos latidos de su corazón ahogaban cualquier otro sonido. Había intentado convencerse de que no tenía nada de qué preocuparse, pero tras pensarlo mucho había llegado a la conclusión de que el señor Brandon quería verla para hablar de su pasado. Era la única explicación lógica.

Pero si así fuera, Oliver Brandon también tenía derecho a saber lo que había pasado. Y Helen sabía que si le contaba la verdad, por embarazosa que fuera, todo iría bien a partir de entonces. Después de todo, era un caballero y podría entenderlo.

El la estaba esperando en el vestíbulo cuando Helen bajó las escaleras. Tenía un aspecto magnífico, con un gabán, chaqueta oscura y pantalones claros. Parecía más alto que nunca, y su pelo ligeramente alborotado por el viento le confería un aura de picardía que a Helen le resultó tremendamente atractiva.

Se puso los guantes e intentó disimular los nervios que le provocaba su presencia.

—Buenas tardes, Brandon. Espero no haberle hecho esperar.

Oliver se dio la vuelta al oírla y la saludó con una reverencia.

—Al contrario, señorita de Coverdale. Es usted escrupulosamente puntual.

Su tono formal le dio un breve respiro, pero se obligó a sí misma a ignorarlo. Era lógico que su discurso fuera breve y conciso. La impresión que tenía de ella lo obligaba a mostrarse frío y distante.

En el patio los esperaba un coche tirado por dos caballos negros.

—Oh, qué caballos tan espléndidos —comentó ella—. ¿Son tan buenos como parecen?

—Lo son. ¿Sabe llevar las riendas, señorita de Coverdale?

—Sabía hacerlo —admitió ella mientras se acomodaba en el asiento—. Pero de eso hace mucho tiempo.

—Es algo que nunca se olvida —observó él, sentándose junto a ella.

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—No, pero tampoco es una habilidad que se mejore con la falta de práctica. De todas formas, en un día como éste me contento con sentarme y disfrutar con las habilidades de otro.

Hacía un día magnífico de mediados de septiembre. La brisa animaba a llevar guantes y un abrigo ligero, pero no era tan fría como para resultar incómoda. Helen se lamentó por no tener un vestido más bonito, pero una mujer de su posición social no podía permitirse muchos caprichos en su vestuario. La chaqueta corta verde oscuro le sentaba bien sobre el sencillo vestido de batista, así como el sombrero atado con una cinta a juego. Lo más nuevo y exquisito eran sus guantes, un regalo de Navidad de su amiga Desirée.

El señor Brandon agarró las riendas y los caballos se pusieron en marcha al trote. Sus manos eran firmes, pero no severas, y Helen disfrutó viendo cómo empleaba sus habilidades en guiar a los caballos.

También le gustó que apenas usara el látigo. Había visto a demasiados jóvenes intentando presumir con el látigo, sólo para que los caballos sufrieran por culpa de su ineptitud. Pero cuando el señor Brandon empleaba el látigo, lo hacía con tanta ligereza que era el restallido más que el roce lo que hacía responder a los caballos. Además, con un par de buenos animales como aquéllos el látigo apenas era necesario.

Recorrieron unas cuantas millas en silencio, deleitándose con el delicioso día otoñal. A Helen le hubiera gustado disfrutar también de la compañía de Oliver, pero a medida que pasaban los minutos iba creciendo su aprensión. La certeza de que iba a tener que hablar de aquel incidente que tanto dolor y humillación le había causado no la ayudaba precisamente a calmarse.

Finalmente, cuando ya no pudo seguir soportando el silencio, se volvió hacia él con la pregunta en sus labios. Para su sorpresa, Oliver se le adelantó con la suya.

—¿Dónde aprendió a hablar italiano, señorita de Coverdale?

—¿Cómo… cómo dice? —balbuceó ella, ligeramente aturdida.

—El italiano —repitió él con una penetrante mirada—. No es una lengua muy común para que la enseñe una mujer inglesa, ¿no le parece?

—Bueno, mi… mi madre era italiana —consiguió decir.

—Pero su padre no.

—No. Era inglés. Mi madre lo conoció mientras estaba visitando a unos amigos en Canterbury. Se casaron poco después.

—¿Regresaron a Italia?

Helen negó con la cabeza,

—Mi padre ya estaba instalado en Inglaterra, de modo que la opción de vivir en el extranjero quedó descartada.

—¿Y a su madre la alegró abandonar Italia?

La expresión de Helen se suavizó.

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—Creo que nunca fue realmente feliz en Inglaterra. Odiaba el tiempo y los cielos grises. Y sé que echaba terriblemente de menos a su familia. Eran ocho hermanos.

—Santo Dios… ¿Ocho?

Helen sonrió. —Los italianos son famosos por tener familias muy numerosas. Por desgracia, mi padre nunca tuvo el menor deseo de visitar Italia, de modo que mi madre decidió pasar los veranos allí. Y me llevó con ella.

—¿Y a su padre no le importó?

Helen se encogió de hombros.

—Era un matrimonio bastante insólito. Mi padre estaba locamente enamorado de mi madre y no podía negarle nada. Le permitía que se fuera a Italia, siempre que la separación no durase más de un mes.

—¿Y a usted le gustaba Italia, señorita de Coverdale?

—Me encantaba —respondió ella abiertamente—. Los días cálidos y soleados suponían un cambio muy agradable después de los tristes inviernos ingleses, y la gente era muy alegre y natural.

—Y fue allí donde aprendió el idioma —dijo él, afirmándolo más que preguntándolo.

—Sí. Toda mi familia hablaba en italiano, así que tuve que esforzarme por aprenderlo. Y de vuelta en Inglaterra mi madre siguió hablándome en su lengua materna. No lo hacía cuando mi padre estaba cerca, naturalmente, pero él estaba fuera casi todo el tiempo.

—¿Su padre se oponía a que usted y su madre hablaran en italiano?

—Mi padre pensaba que era de mala educación hablar en una lengua que sólo entendieran dos de las tres personas que había presentes —dijo Helen—. Pero mi madre opinaba que se debe usar una lengua para mantenerla viva.

—Igual que se debe conducir un coche de vez en cuando para mantener vivas las habilidades —comentó él.

—Así es —admitió ella, mirándolo divertida.

Siguieron en silencio. Se cruzaron con algunos coches, pero el camino estaba prácticamente desierto. Helen no se molestó en ocultar su satisfacción por pasear en un día tan bonito. Incluso se permitió hacer algunos comentarios sobre los lugares por los que pasaban. Pero todos sus intentos por iniciar una conversación se encontraban con una muralla de silencio, de modo que pronto desistió en el esfuerzo.

Al cabo de un rato, cuando el silencio volvió a hacerse insoportable, respiró hondo y se volvió para encararlo.

—Señor Brandon, debo confesarle que me sorprendió recibir su carta. No es muy habitual que una profesora salga a pasear con el padre de una alumna.

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—No me importa si es habitual o no, señorita de Coverdale —respondió él secamente—. Quería hablar con usted a solas, y se me ocurrió que ésta era la mejor forma de hacerlo.

—Pero… ¿de qué quiere hablar conmigo?

Oliver le echó una mirada burlona.

—¿De verdad necesita preguntarlo, sabiendo cómo fue nuestro primer encuentro?

Helen apartó rápidamente la mirada. Sus sospechas se confirmaban.

—Entiendo. Quiere preguntarme por… por lo que vio en la biblioteca aquella noche.

—Sí, pero sólo en lo que pueda afectar a su relación con mi pupila.

—¿Cómo dice?

—Le voy a ser muy sincero, señorita de Coverdale. Esta entrevista no habría sido necesario si las cartas de Gillian no hubieran estado llenas de alabanzas hacia usted.

Helen lo miró con ojos muy abiertos.

—¿Le ha escrito para hablarle de mí?

—Bastantes veces. Y de la forma más halagadora posible.

Ella no respondió y los labios de Oliver se curvaron en una sonrisa sardónica.

—Parece sorprendida, señorita de Coverdale. ¿No se esperaba que Gillian hablara bien de usted?

—No me imaginaba que hablara de mí. Pensaba que teníamos una amistad, pero…

—¿Sí?

Helen se mordió el labio y volvió a desviar la mirada.

—Si su pupila piensa bien de mí y le ha escrito para decírselo, ¿por qué se ve usted en la necesidad de hablar conmigo sobre… sobre algo de lo que ella no sabe nada?

—Porque lo que en el fondo me preocupa no es la ignorancia de Gillian —dijo él—. Me ha contado que tiene usted una opinión muy «moderna» sobre ciertos temas. Siento curiosidad por saber cuáles son esos temas.

Helen frunció el ceño y sacudió la cabeza.

—No sabría decírselo, señor. Hemos hablado de tantas cosas que me resultaría imposible recordar todas y cada una de nuestras conversaciones.

—Entonces vamos a ver si puedo ayudarla a recordar. ¿La señora Guarding la informó de una situación referida al señor Sidney Wymington?

—Sí —respondió Helen con cautela.

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—¿Y mi pupila le ha hablado de ese caballero?

Helen inclinó la cabeza. No tenía sentido negarlo.

—Sí, lo ha hecho.

—En ese caso, seguro que podrá entender por qué quiero hablar con usted en privado de ese asunto.

Helen arrugó la frente.

—No, señor, no lo entiendo. A menos que tenga alguna razón para creer que no quiera plegarme a sus deseos.

—Señorita de Coverdale, vamos a hablar claro. La vi en la biblioteca con lord Talbot. Sé que no estaba allí para hablar de literatura, y es lógico que me sorprendiera al encontrarla aquí, interpretando el papel de profesora.

Un destello de ira encendió el rostro de Helen.

—Yo no interpreto ningún papel, señor. Soy profesora y me enorgullezco de serlo. ¿Acaso tiene algún motivo para dudar de mis aptitudes docentes?

—Ninguna. La señora Guarding me habló muy bien de usted.

—Entonces no entiendo qué…

—El asunto que quiero tratar con usted, señorita de Coverdale, tiene que ver con la moralidad, no con su capacidad docente.

—¡Moralidad!

—Sí. Como ya sabe cuál es mi opinión sobre el señor Wymington, entenderá por qué me preocupa la… influencia que pueda tener usted sobre Gillian en todo este asunto.

—No entiendo sus preocupaciones —replicó Helen con voz cortante—. Si no quiere que su pupila tenga relación con ese hombre, ¿qué le hace pensar que yo sí quiero?

—Porque si tenemos en cuenta el comportamiento que ha demostrado en el pasado, no estoy muy seguro de que su moralidad sea tan elevada como a mí me gustaría.

Sus palabras la golpearon como una bofetada en el rostro. Helen tragó saliva e intentó mantener la compostura.

—Señor Brandon, entiendo que se haya formado una opinión desfavorable sobre mí. Pero mantenerla obcecadamente después de doce años sólo demuestra que se tiene, a mi parecer, una mente estrecha y cerrada.

—¿Una mente estrecha?

—En efecto, señor. Se ha formado una impresión sobre mí basándose en lo que creyó ver…

—Basándome en lo que vi.

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—No, señor. Basándose en lo que creyó ver. Y ha mantenido esa opinión hasta hoy, sin darme siquiera la oportunidad para explicarme.

—Entonces explíquese ahora —la retó Oliver—. En ningún momento ha intentado negar que fue usted la mujer a la que vi en brazos de lord Talbot.

—No, porque habría sido una ingenua si lo hubiese intentado —le espetó ella—. Los dos sabemos que yo era aquella mujer, pero lo que no parece entender es que yo no estaba allí por mi propia voluntad.

—¿Era criada en la casa?

—Era la institutriz.

—¿Y lord Talbot le pidió que fuera a la biblioteca?

—Claro que no, pero…

—Entonces, ¿por qué una sirvienta estaba en la biblioteca con su amo, con el pelo despeinado y a esa hora de la noche, si no tenía permiso para estar allí?

A Helen le ardieron las mejillas.

—Había ido en busca de un libro. Y con frecuencia llevo el pelo suelto.

La expresión de Oliver no le resultó nada alentadora.

—Señorita de Coverdale, no encuentro nada en lo que me ha dicho que justifique su conducta ni me haga cambiar de opinión. Si no tiene el menor pudor para comportarse de esa manera, ¿cómo sé que no animará a hacer lo mismo a una joven impresionable?

Oliver no había alzado la voz, pero sus palabras traspasaron a Helen como un cuchillo de hielo. No sólo la estaba acusando de ser una libertina disoluta y desvergonzada, sino que la creía capaz de corromper a Gillian. Insinuaba que su carácter no había mejorado mucho en doce años, y que estaba en su derecho a creer que la opinión que tenía sobre ella seguía siendo la correcta.

Y Helen se sentía muy ofendida. Ofendida por la insinuación de que no fuera una buena compañía para su pupila. Ofendida por la obcecación de Oliver en creerse lo que creía haber visto, sin molestarse en averiguar la verdad. Y, sobre todo, ofendida por haber removido el recuerdo y hacerle revivir la vergüenza y humillación de aquella horrible noche.

—Señor Brandon, no creo que haya más que decir —dijo, girándose finalmente para mirarlo—. Es obvio que los testimonios de esas personas que me conocen mucho mejor que usted, y que estarían dispuestas a responder de mi respetabilidad, no significan nada para usted. Si es tan amable, me gustaría volver a la escuela.

Oliver aferró las riendas, pero no hizo girar a los caballos.

—No entiendo por qué se sorprende tanto, señorita de Coverdale. Yo sólo fui un testigo de lo ocurrido en la biblioteca de Grovesend Hall, no la causa.

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—Ni yo tampoco, señor Brandon, pero como no parece dispuesto a creerlo, no veo por qué tenemos que seguir discutiendo sobre el tema.

—Señorita de Coverdale…

—Por última vez, señor, le pido que me lleve a casa —dijo ella rígidamente—. No he hecho nada para merecer un trato semejante, y a menos que quiera pedirme disculpas, no deseo escuchar nada más.

Oliver no tenía intención de pedirle disculpas. Maldijo en voz baja e hizo girar el coche. Sacudió las riendas y obligó a los caballos a marchar al trote.

Ninguno de los dos volvió a abrir la boca en el camino de regreso.

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Capítulo CincoHelen decidió no contarle nada a Gillian del paseo que había dado con

su tutor. ¿De qué serviría? Gillian querría conocer los detalles de su conversación, y Helen no tenía ninguna intención de contárselos. Había una posibilidad de que la joven se enterara por otras vías y luego acusara a Helen de habérselo ocultado, pero era una posibilidad muy remota. Gillian no lo descubriría por su hermanastro, quien se cuidaría mucho de no exponerse a un aluvión de preguntas indeseadas.

Afortunadamente, el tema no volvió a salir, y cuando Helen se enteró por Gillian de que Oliver había vuelto a Londres por negocios, no pudo lamentarlo lo más mínimo. Aquel hombre la había insultado de todos los modos posibles. Sólo le había faltado llamarla ramera, e incluso la había acusado de corromper a las niñas inocentes a su cargo.

No era extraño que se sintiera feliz por evitar su compañía.

Los domingos por la mañana se reservaban para los oficios religiosos en Abbot Quincey, y a las nueve en punto Helen y Gillian salieron para la iglesia. Iban acompañadas por tres profesoras: Jane Emerson, Ghislaine de Champlain y Henriette Masón, y también por unas cuantas alumnas. El señor y la señora Guarding llevaban a las más pequeñas en su coche, pero a las mayores y a las profesoras les gustaba caminar. El paseo les ofrecía la oportunidad de disfrutar del paisaje y de escapar, aunque sólo fuera por unas horas, de la agobiante atmósfera de la escuela.

Abbot Quincey era la mayor de las cuatro aldeas que rodeaban la abadía, y en ella se encontraba la iglesia, un bonito y viejo edificio que ocupaba el reverendo William Perceval con su mujer y sus cuatro hijas. A Helen siempre le habían gustado los sermones del reverendo. En la quietud de la iglesia, en compañía de sus amigas, experimentaba una sensación de paz y plenitud mientras las palabras de perdón flotaban a su alrededor. Por desgracia, aquella mañana en particular no encontró ningún consuelo en la iglesia. El recuerdo de Oliver Brandon y de las cosas que le había dicho la acosaba sin descanso, invadiendo dolorosamente la serenidad de sus pensamientos.

Por suerte, no todo el mundo estaba tan desconsolado como ella. Jane Emerson estaba sentada a su lado en el banco de madera, y Gillian al otro lado, con las manos recatadamente unidas en su regazo mientras escuchaba el sermón. Era una lección particularmente conmovedora sobre el valor de la paciencia y la importancia del perdón en la vida cotidiana. Helen estaba segura de que Oliver Brandon nunca había oído aquel sermón.

Se sorprendió sintiendo envidia al contemplar el plácido reposo de Gillian. Qué afortunada era al tener sólo diecisiete años y vivir en la ingenuidad e inocencia, sin fantasmas en su pasado, sin recuerdos acosándola a la menor provocación… Nadie podía humillarla como Oliver Brandon la había humillado a ella.

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Suspiró mientras pasaba un dedo enguantado por el lomo del libro de oraciones. No podía culpar exclusivamente a Oliver por lo que había pasado entre ellos. Ella debería haberle contado lo que ocurrió exactamente en la biblioteca con lord Talbot. Tendría que haberlo obligado a escuchar y hacerle entender que no había sido obra suya. Pero la verdad era que la crueldad de su acusación la había conmocionado tanto que se había quedado sin palabras.

¿Cómo se atrevía a insinuar que era una mujer corrupta e inmoral? Él, que nada sabía sobre ella ni sus circunstancias y cuya cerrazón mental le impedía comprender nada. Después de todo, era ella la que había estado dispuesta a conciliarse. Incluso había estado dispuesta a arriesgarse a recibir una merecida reprimenda. Pero no estaba dispuesta de ninguna manera a que la etiquetara como una fulana. Si aquélla era la opinión que tenía de ella, lo mejor sería no tener nada que ver con él. Y Gillian también estaba mejor lejos de aquel fanático intolerante y despótico.

Los oficios llegaron a su fin y los feligreses empezaron a abandonar la iglesia. Helen se levantó con las demás y parpadeó un poco al recibir la luz del sol. No había clases los domingos por la tarde, pero las niñas debían volver a la escuela para comer. Después podían retirarse a sus habitaciones, o al área común para hacer bordados o leer las Escrituras. Por la noche, la señora Guarding solía leer algunos salmos o planteaba una discusión sobre el sermón del reverendo Perceval.

Helen se detuvo un momento para intercambiar algunas palabras con el reverendo y su esposa, mientras Gillian se ponía a hablar con una joven de la aldea. Tan enfrascada estaba en la conversación que Helen tuvo que llamarle la atención cuando llegó el momento de marcharse.

De camino a Steep Abbot descubrió la razón de su entusiasmo.

—Señorita de Coverdale, ¿quién cree usted que mató al marqués de Sywell?

Helen ahogó una exclamación de horror.

—Por Dios, señorita Gresham, no tengo la menor idea. Y no creo que sea un tema para hablar un domingo por la mañana después de la iglesia.

—¡Pero todo el mundo habla de ello!—protestó Gillian—. Imagínese siendo asesinada en su propia habitación. Parece que el arma del crimen fue su navaja de afeitar, y había charcos de sangre por todas partes… Tuvo que ser un susto espantoso para quien descubriera el cuerpo, ¿no cree?

—Sí, realmente espantoso —concedió Helen.

—Frances Templeton cree que lo asesinó una de las doncellas —dijo Gillian—. Dijo que Sywell le parecía un tipo miserable, igual que al resto de criados. En mi opinión, creo que lo hizo su mujer. Al fin y al cabo, lo heredaría todo tras su muerte, ¿no? O al menos eso creía ella —ni siquiera se molestó en esperar la respuesta de Helen y siguió hablando—. Louise no debía de saber que la abadía no pertenecía realmente a su marido

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cuando lo mató. Pero si estaba convencida de que podía recibir una herencia, tendría un buen motivo para hacerlo, ¿no cree?

—No conozco los detalles de la historia, señorita Gresham —dijo Helen, esperando que Dios la perdonara por mentir. Era imposible vivir cerca de la abadía y no enterarse de los rumores y especulaciones sobre su último ocupante. Pero no era razón para animar a una joven como Gillian a que participara de esos cotilleos.

—Oh, lástima —dijo Gillian, claramente decepcionada—. A mí me resulta una historia fascinante. Si se piensa en ello, hay muchas personas que podrían haberlo asesinado, ¡y por un sinfín de motivos!

—Por eso mismo es absurdo hablar de ello —observó Helen con voz firme—. No podemos abordar el tema con un mínimo de inteligencia, y no quiero decir que ese crimen tenga algo que ver con la inteligencia. Pero me parece que en un día tan bonito como hoy deberíamos buscar otro tema más agradable.

—Oh, muy bien —aceptó Gillian, y guardó silencio por un momento—. ¿Qué piensa de mi tutor?

Helen se quedó perpleja.

—¿Cómo dices?

—Le he preguntado qué piensa de Oliver.

—Ya sé lo que me has preguntado, señorita Gresham. Simplemente estoy preguntando por qué me lo has preguntado.

—Bueno, es muy guapo, ¿no le parece?

El brusco cambio de tema le resultó a Helen más inquietante que el crimen de la abadía Steepwood.

—No lo había pensado. La única vez que lo vi fue el día de tu llegada —dijo, rezando otra vez por el perdón divino.

—Y cuando vino para llevarla a pasear. Helen se detuvo en seco.

—¿Cómo lo sabes?

—Elizabeth Brookwell los vio salir juntos en coche. Oh, no se preocupe. No voy a reprenderla —le aseguró Gillian—. Confieso que me disgusté un poco porque no me lo contara, pero entonces pensé que seguramente estaba esperando el momento adecuado para sacar el tema. De lo contrario, podría pensar que intentaba ocultar algo.

Maldición, pensó Helen. Tendría que haberse dado cuenta de que alguien podría verlos salir.

—Te puedo asegurar que no tengo nada que ocultar. El paseo no se debió a ninguna muestra de afecto personal por parte de tu hermanastro.

—Entonces ¿por qué salió a pasear con él?

Helen reanudó la marcha.

—Quería hablar conmigo de algo.

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—¿De mí?

—En parte.

—¿Y de qué más?

—De unos asuntos que no te conciernen.

—¿Y a usted sí?

—Gillian, no es propio de una señorita hacer tantas preguntas.

—Lo sé, pero si no las hago no obtendré respuestas. Oliver es muy simpático, ¿sabe?—dijo Gillian, en absoluto cohibida por el reproche de Helen—. Oh, ya sé que a veces puede ponerse terriblemente serio, pero no es así todo el tiempo. Lo he oído reírse muchas veces con Sophie…

—No me interesa con quién se ría el señor Brandon…

—También conduce muy bien, ¿no cree? No conozco a otro caballero que lleve mejor las riendas que Oliver. Y es un cazador excelente.

—Señorita Gresham, ¿por qué me estás contando todo esto?

—Porque creo que los dos harían una buena pareja.

Helen sintió cómo le Saqueaban las rodillas. ¿Ella y Oliver Brandon? Ni siquiera se atrevía a pensarlo.

—Te agradecería que no dijeras tonterías, señorita Gresham. No estoy buscando marido…

—Pero si lo estuviera buscando…

—Si así fuera, no se me ocurriría pensar en el señor Brandon. No tenemos nada en común.

—Él cree que es usted muy hermosa.

Helen abrió la boca para responder, pero volvió a cerrarla. No, no iba a responder a un comentario como ése. Oliver Brandon ya le había dejado muy claro lo que pensaba de ella. Si realmente pensaba que era hermosa, era un cumplido muy superficial.

Por desgracia, las preguntas y revelaciones de Gillian sobre su tutor no fueron las únicas sorpresas que Helen recibió aquella tarde. Justo antes de llegar a las puertas de la escuela, oyeron cómo se acercaba un carruaje tras ellas. Curiosa como siempre, Gillian se volvió para echar un vistazo, pero Helen, suponiendo que eran los Guarding que volvían a casa, se limitó a apartarse del camino.

No podría haber estado más equivocada. Justo cuando el carruaje se detuvo junto a ellas, el grito de Gillian hizo que Helen se diera la vuelta enseguida.

—¡Oh, señorita de Coverdale! —le susurró Gillian—. ¡Los ángeles han oído mis plegarias! ¡Mire! ¡El señor Wymington ha venido a verme!

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Capítulo SeisHelen miró horrorizada al caballero que detenía el coche junto a ellas.

¿El señor Wymington? Dios Santo… ¿qué podía hacer ella? ¡El único hombre de quien tenía que mantener separada a Gillian las había encontrado! ¿Qué diría el señor Brandon si se enterara?

—¡Señorita Gresham, tenemos que seguir! —la apremió en voz baja—. ¡Ya sabes que no puedes ver a este caballero!

Por desgracia, para Gillian no existía nadie más que su amado Wymington. Lo miró como si estuviera soñando, con los labios entreabiertos y los ojos brillando de felicidad mientras él bajaba de un salto y se dirigía hacia ellas. Por mucho que quisiera, Helen no podía culpar a Gillian. El joven que se aproximaba era la personificación del héroe romántico. Alto y rubio, con unos ojos tan azules como el cielo de verano y vestido con su uniforme militar, era uno de los hombres más atractivos que Helen había visto.

—¡Señor Wymington! —exclamó Gillian con todo su corazón.

El caballero pareció igualmente entusiasmado al encontrarse con el objeto de su afecto y aceleró el paso, haciendo que un mechón rubio y ondulado le cayera sobre la frente. Su sonrisa, al principio indecisa, se ensanchó en una expresión tan radiante y arrebatadora que Helen supo que no podría hacer nada por impedir el encuentro inminente. Sin embargo, sabiendo que tenía hacer lo que estuviera en su mano, se interpuso entre los dos enamorados y se dirigió al caballero con voz firme y clara.

—Buenas tardes, señor Wymington. Mi nombre es Helen de Coverdale y soy profesora de la Escuela Guarding.

El señor Wymington miró a Helen y le ofreció la misma sonrisa que le había dedicado a Gillian.

—Señorita de Coverdale, es para mí un placer conocerla. Es una coincidencia asombrosa. Sabía que la señorita Gresham estaba en una escuela cerca de Steep Abbot, pero nunca imaginé que tendría la suerte de encontrarla.

—¡Es increíble que me hayas encontrado! —gritó Gillian, llena de alborozo.

A Helen no le parecía tan increíble.

—Es toda una coincidencia, sí, pero ¿qué le ha hecho venir desde Hertfordshire un domingo, señor?

—No tema. Mis motivos están sobradamente justificados. He venido a visitar a mi tío, que está enfermo.

—¿Tu tío? —preguntó Gillian, alzando sus delicadas cejas en un gesto de sorpresa—. No me dijiste que tuvieras un tío viviendo en la región.

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—Es posible que se me olvidara mencionártelo —admitió el señor Wymington, un poco avergonzado—. Pero así es. Vive a las afueras de Abbot Quincey.

—Pero acabamos de estar en Abbot Quincey —dijo Gillian con el rostro radiante de alegría—. ¿No le parece una coincidencia asombrosa, señorita de Coverdale?

—Asombrosa, desde luego —murmuró Helen. Demasiado asombrosa, de hecho—. Pero me temo que no podemos demorarnos, señor Wymington. Nos esperan en la escuela. Si nos disculpa…

—Oh, ¿por qué tenemos que volver tan pronto? —protestó Gillian—. El señor Wymington ha venido hasta aquí para verm…

—Para ver a su tío —le recordó Helen.

—Oh, bueno… Sea cual sea el motivo, ahora está aquí. Mejor aún… ha tenido la oportunidad de conocerla.

El caballero hizo una reverencia.

—Me considero muy afortunado por haberme encontrado con dos damas tan hermosas —miró a Helen sin disimular su interés—. ¿Qué asignaturas imparte, señorita de Coverdale?

—Italiano y acuarela —se adelantó Gillian—. Y es muy buena dando clases.

Helen se ruborizó intensamente.

—A la señorita Gresham le gusta exagerar, señor.

—En algunas cosas quizá, pero no creo que exagere en esto. De lo contrario no la habrían contratado en una escuela de tan afamada reputación.

Helen lo miró sorprendida.

—¿Conoce la escuela de la señora Guarding, señor Wymington?

Si había esperado pillarlo desprevenido, sus respuestas no tardaron en decepcionarla. Aquel hombre no era ningún estúpido. Le dijo cuándo se había fundado la escuela y quién era la directora, y la sorprendió aún más al conocer algunas publicaciones de la señora Guarding, así como los preceptos que sustentaban la escuela.

Por un momento, Helen pudo entender la fascinación de Gillian por él. Pero no pudo librarse de la sospecha de que aquel encuentro estaba muy lejos de ser fortuito.

—¿Cuánto tiempo piensa quedarse en Abbot Quincey, señor Wymington?

—Eso depende de mi tío. Su estado de salud es muy delicado, y por eso he venido a verlo. Pero no sé cuánto tiempo deseará él que me quede —su expresión se tornó encantadoramente humilde—. Es un caballero muy independiente, y no me extrañaría que intentara mandarme de

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vuelta a Londres en cuanto pueda, asegurándome que es capaz de cuidarse por sí solo.

—Si yo estuviera enferma, me encantaría tenerte a ti para cuidarme —dijo Gillian impulsivamente.

Helen consiguió a duras penas ahogar una exclamación. —Lo siento, señor Wymington, pero tenemos que irnos.

—Por supuesto. Qué desconsiderado he sido al retenerlas… aunque ha sido un placer encontrarlas —les sonrió e hizo otra reverencia—. A su servicio, señorita de Coverdale. Señorita Gresham. Espero tener el honor de volver a verlas muy pronto.

Gillian asintió con vehemencia.

—Oh, sí, tenemos que…

—Buenas tardes, señor Wymington —se despidió Helen, antes de que Gillian pudiera cometer mas indiscreciones.

El señor Wymington se tocó el ala del sombrero, volvió a su coche y regresó por la dirección que había llegado. Gillian observó cómo el carruaje se perdía de vista y exhaló un profundo suspiro.

—Oh, señorita de Coverdale, ¿verdad que es el más apuesto de los caballeros? Me parece incluso más guapo que la última vez que lo vi. ¿Cree que alguien puede ganar atractivo en sólo tres semanas?

—Lo dudo —murmuró Helen, mucho menos complacida que Gillian.

—Pero estará de acuerdo en que es muy atractivo. ¡Y encantador! ¿No le parece?

—Sus modales son exquisitos, sí.

—Entonces ¿por qué ha sido tan brusca con él?

Helen se volvió y echó a andar rápidamente hacia la escuela.

—Yo no he sido brusca.

—Sí, sí lo ha sido. La conozco, señorita de Coverdale, y sé cuándo está siendo brusca.

—Si he sido un poco seca con el señor Wymington, es porque no me ha gustado nada encontrarlo aquí. Y a tu tutor tampoco le hará ninguna gracia cuando se entere.

Gillian se puso pálida.

—¡Pero no puede enterarse! ¡No debe decírselo! Si Oliver se entera de que el señor Wymington ha estado aquí, no me atrevo a pensar lo que podría hacer.

—No puedo ocultarle nada a tu tutor, señorita Gresham. Y mucho menos algo como esto.

—Pero ya ha oído al señor Wymington. Ha venido a visitar a su tío. No se le puede criticar por hacer algo tan noble.

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—No lo critico. Únicamente sospecho del momento. ¿No te parece sospechoso que el señor Wymington haya decidido de repente visitar a un tío enfermo que, casualmente, vive en Abbot Quincey y del que nunca antes te había hablado?

—Lo que me parece sospechoso es que empieza usted a hablar como Oliver. ¿Por qué todo el mundo sospecha del señor Wymington? ¿Por qué nadie puede aceptar que se siente atraído por mí y no por mi dinero?

«Oh, Gillian, cuánto tienes que aprender todavía», pensó Helen tristemente. «Sólo intentamos impedir que lo aprendas de la forma más dolorosa posible».

—Señorita Gresham, sean cuales sean sus sentimientos hacia el señor Wymington, no puede desoír las órdenes de su tutor. Y éstas son que no tenga el menor trato con el caballero.

—Pero él no tiene derecho a…

—Tiene todo el derecho del mundo. El señor Brandon ha dejado muy claro que no puede ver al señor Wymington ni mantener correspondencia con él.

—¡Pero eso no es justo! El señor Wymington no ha hecho nada malo. A Oliver no le gusta porque me lee a Shakespeare y me dice que soy bonita. ¿Qué hay de malo en eso? ¿No es la manera que tienen dos personas que se quieren para expresar sus sentimientos?

Helen se detuvo bruscamente.

—Señorita Gresham…

—Oh, llámeme Gillian. Al menos cuando estemos a solas.

—Muy bien, Gillian. Tienes que entender que el señor Brandon…

—Oliver.

—Que Oliver está muy preocupado por ti. Muchas jóvenes se dejan engatusar por los halagos de un caballero y se casan en contra de la voluntad de sus padres… sólo para acabar arrepintiéndose más tarde.

—Pero ¿por qué Oliver está tan convencido de que el señor Wymington es una mala persona? —preguntó Gillian. Su rostro reflejaba su confusión interior—. Usted lo ha visto por sí misma. ¿Qué tiene de malo el señor Wymington?

¿Qué tenía de malo?, se preguntó Helen aquella noche, en la intimidad de su dormitorio. El señor Wymington había resultado ser todo lo que Gillian había dicho de él; un caballero galante y encantador, cuyo aspecto y educación no podían ser menos que admiradas. Helen no lo conocía bien, pero a primera vista no había nada que le desagradara. Por desgracia, Oliver Brandon había sido rotundamente claro. No podía haber el menor contacto entre Gillian y el señor Wymington. Le había pedido a la señora Guarding que transmitiera sus órdenes a todo el personal, y Helen no podía ignorarlas.

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Pero ¿y si el desprecio de Oliver hacia el señor Wymington no obedecía a ninguna razón personal? ¿Y si aquella animosidad se debiera a algo completamente distinto? No era extraño que los padres o hermanos fueran poseídos por los celos cuando sus hijas o hermanas depositaban su afecto en otra persona. ¿Podría ser que Oliver se negara a perder el cariño de su hermanastra? Porque si así era, estaría cometiendo una tremenda injusticia con Gillian.

«Igual que hizo tu padre contigo».

Helen cerró los ojos e intentó sofocar el doloroso recuerdo. No era el momento de indagar en ello. Su situación no podía compararse a la de Gillian. Su padre no había querido que se casara con un hombre inferior a ella, mientras que el señor Brandon no quería que Gillian se casara con un cazadotes. Las razones que esgrimían eran completamente distintas.

Pero Helen sabía que el resultado sería el mismo. Gillian no podría seguir su corazón y casarse con el hombre al que amaba, como tampoco había podido hacerlo ella. La única diferencia era que Gillian no aceptaría su destino tan dócilmente. ¡Ni Oliver podría salir ileso!

Oliver apuró el resto de su coñac y miró abatido a su alrededor. No debería haber ido allí esa noche. El club estaba tristemente vacío. Normalmente se encontraba con uno o dos amigos, pero aquella noche todos parecían tener cosas mejores que hacer. Y Oliver no estaba de humor para estar solo.

Frunció el ceño mientras se servía otra copa y cruzó los tobillos. Llevaba de un humor de perros desde que regresara de Northamptonshire, y todo por culpa del encuentro con la señorita Helen de Coverdale. ¿Qué podía pensar de la joven que había vuelto a irrumpir en su vida para atormentarlo con su belleza, como si fuera una melodía encantada sonando insistentemente en su cerebro?

¿Por qué tenía que remorderle la conciencia por lo que le había dicho? Tan sólo le había expresado la verdad; los dos lo sabían. Y si había sacado el tema había sido por el bien de Gillian. Entonces, ¿por qué Helen lo había mirado como si fuese ella la parte herida?

—Brandon… ¡Vaya! ¿Dónde demonios has estado? —preguntó una voz tras él—. Pensé que quizá te hubieras ido a las Américas.

La voz ronca y familiar, a pesar del tiempo que había pasado sin oírla, hizo que Oliver frunciera los labios en una mueca de desagrado. Rápidamente levantó la copa para ocultar su gesto.

—Ya ves que no —dijo, levantando la mirada mientras el hombre se dirigía pesadamente hacia la silla vacía frente a él—. Pareces un poco alterado esta noche, lord Talbot.

—Y con razón… —gruñó el voluminoso caballero, dejándose caer en la silla—. ¡Acabo de perder una fortuna jugando con Clapham! El condenado me juró que no sabía distinguir una carta de otra.

El comentario sirvió para animar un poco a Oliver.

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—Me sorprende que picaras el anzuelo. Todo el mundo sabe que Clapham es un maestro en las cartas.

—Sí, bueno, pero no me volverá a pasar. Le he dicho que se mantenga alejado de mi vista —levantó la mano para avisar a un camarero—. ¿Qué te trae a Londres? ¿Negocios o placer?

Oliver dejó el vaso en su rodilla y clavó la mirada en el rostro de Talbot.

—Un poco de ambas cosas.

—¡Ja! Apuesto a que más placer que negocios —dijo Talbot, y de repente esbozó una sonrisa ladina—. ¿Sabías que Carter intentó quitarte a tu Nicolette?

—¿En serio? —preguntó él, intentando disimular su disgusto. No le importaba perder a Nicolette, pues hacía bastante tiempo que no pasaba una noche con ella. Pero no le gustaba descubrir que un hombre al que había tenido por amigo hubiera intentado actuar a sus espaldas—. No, no lo sabía.

—Imaginaba que no sabrías nada. En cualquier caso, no tiene importancia, porque Nicolette lo mandó a paseo —tomó el vaso que le tendía el camarero y lo vació de un solo trago—. Debes de tenerla muy contenta para que rechace a un personaje como Carter.

—Nos entendemos bien —fue todo lo que dijo Oliver.

—Entonces eres un hombre con suerte. Casi todas las mujeres se entregarían gustosas a cambio de una o dos fruslerías.

—¿Esa es tu experiencia con las mujeres? —preguntó Oliver amablemente. —Casi toda. Pero siempre se puede conseguir más, así que no me preocupo demasiado.

—No, seguro que no —aseveró Oliver, moviendo los dedos delante de la cara—. Hablando de suerte, creo recordar a una amante a la que sin duda lamentarías perder.

Talbot lo miró sorprendido.

—¿Te refieres a una amante mía?

—Sí. ¿Recuerdas la noche que os sorprendí a ti y a una joven en la biblioteca de Grovesend Hall?

El rostro de lord Talbot permaneció inexpresivo.

—¿Grovesend Hall?

—Sí. Hace casi doce años.

—Por Dios… Apenas recuerdo lo que estaba haciendo hace doce horas.

Oliver sonrió ligeramente.

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—Seguro que te acuerdas de aquella noche en particular. Entré en la biblioteca y te encontré abrazado a una joven. Se llamaba Helen de Coverdale.

—Helen de… ¿qué?

—Coverdale. Creo que era tu institutriz en aquel tiempo.

—Una institutriz —repitió Talbot, al tiempo que se ensombrecía su expresión—.

Hemos tenido un sinfín de institutrices. ¿Por qué iba a acordarme de ésta en especial?

—Porque esta joven era excepcional —dijo Oliver tranquilamente—. Tenía el pelo largo y negro, y era extraordinariamente hermosa.

—¿En serio? —preguntó Talbot, y guardó silencio por un momento—. ¿Dices que tenía el pelo largo y negro?

—Sí.

—¿Y que era hermosa?

Oliver volvió a llenarse el vaso.

—Extraordinariamente hermosa.

Por la expresión de Talbot, era evidente que le fallaba la memoria. Pero entonces, muy lentamente, empezó a sonreír.

—Espera un momento… Sí, ahora que lo pienso, recuerdo a una institutriz así. No habría sabido decirte el nombre, pero sí recuerdo el pelo largo y negro. Le llegaba hasta la cintura. Y tenía los ojos más seductores que había visto en mi vida —su sonrisa se ensanchó, pero en una mueca tan lasciva que le provocó escalofríos a Oliver—. Sí, era preciosa… pero no era mi amante.

La mano de Oliver se detuvo a medio camino de sus labios.

—¿Ah, no? —Maldita perra frígida —espetó Talbot—. Llevaba intentando acostarme con ella desde el día que entró en la casa, pero no había nada que hacer. Me dijo que… bueno, no importa lo que me dijera.

Un aluvión de emociones se desató en el interior de Oliver.

—Pero tú estabas con ella esa noche. Cuando entré en la biblioteca, la estabas abrazando y…

—Pues claro que la estaba abrazando —afirmó Talbot—. Y habría hecho mucho más si no hubieras aparecido tú.

—Entonces… ¿no era tu amante?

Talbot negó con la cabeza.

—Ni siquiera conseguí besarla. Se fue a la mañana siguiente y no volví a verla. Pero te aseguro que si la viera no me importaría retomar el asunto donde lo dejamos —se levantó tambaleándose de la silla—. Tenía un… ¡Oh! ¡Maldita mesa del demonio! —gritó, dándole un puntapié a la

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mesa. Se frotó el muslo dolorido y se alejó, sin darse cuenta de que había dejado la frase sin terminar.

Oliver se quedó más aliviado de lo que quería admitir. Qué idiota había sido… No era extraño que la señorita de Coverdale se hubiera enfadado tanto con él. Después de todo, no le había mentido en nada. Talbot la había sorprendido en la biblioteca y se había aprovechado de la situación. Y Helen, siendo mucho más menuda y vulnerable, no había podido defenderse por sí sola.

De camino a casa Oliver estuvo pensando en las cosas que le había dicho… y arrepintiéndose por todas ellas. Al menos, estaba seguro de algo. En cuanto acabara los asuntos pendientes en la ciudad, volvería a Steep Abbot. Cuanto antes arreglara las cosas con Helen, mejor.

La única duda era ¿estaría ella dispuesta a escucharlo?

En un tramo del pasillo, Helen alternaba la mirada entre la carta que tenía en las manos y el rostro exultante de Gillian. Ni siquiera intentó ocultar su inquietud.

—¿Cómo te ha dado esto el señor Wymington?

—¿Importa tanto? —preguntó Gillian con una amplia sonrisa.

—Sí, Gillian, claro que importa. Si estás valiéndote de alguna de las otras chicas para pasar notas en secreto, tiene que acabarse inmediatamente.

—Pero la carta no contiene nada que se pueda censurar —dijo Gillian con un brillo de felicidad en los ojos—. El señor Wymington me ha escrito únicamente para decirme que su tío está mejorando y que pronto volverá a Hertfordshire.

—Y que desea verte antes de marcharse.

—Bueno, sí… pero estoy segura de que sólo quiere despedirse.

Helen dobló la carta y se la devolvió a Gillian.

—Sabes que no puedo consentir esto.

La expresión de Gillian decayó al instante.

—Pero ¿por qué no? ¿Qué le importa a usted si lo veo?

—A mí no me importa nada, pero sí a la señora Guarding. Y al futuro de esta escuela. ¿Qué crees que diría el señor Brandon si se enterara de que os habéis estado viendo y carteando y que yo estaba al corriente de todo?

Gillian tuvo el detalle de parecer avergonzada.

—Supongo que se enfadaría un poco, pero…

—Se enfadaría mucho. Tanto que podría poner en peligro el futuro de esta escuela.

—¡Oliver jamás haría algo así!

—¿Estás segura?

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Por una vez, Gillian no supo qué responder. Se limitó a cruzarse de brazos y empezó a caminar por el pasillo, presa de la agitación.

—¿Entonces no me permitirá ver al señor Wymington?

—Creo que lo mejor para todos será que no.

Gillian se dio la vuelta y siguió andando de un lado para otro. De repente se detuvo bruscamente.

—¡Espere! Se me ha ocurrido una idea genial. ¿Y si me acompañara usted a ver al señor Wymington?

—¿Yo? —exclamó Helen con voz ahogada.

—Sí. Así estaría segura de que no ocurre nada impropio. El señor Wymington no podría decir nada que preocupara a Oliver si usted está presente. Y ya que ha sugerido que nos encontremos en casa de su tío, habrá también otra carabina.

—No es una cuestión de carabinas…

—Oh, por favor, señorita de Coverdale. Ya sé que no está de acuerdo, pero el señor Wymington me gusta mucho. En realidad… lo amo —dijo Gillian con una nota de desesperación—. Y estoy segura de que él también me ama.

—¿Te lo ha dicho alguna vez?

—No con esas palabras, pero lo sé por el modo en que se comporta cuando estamos juntos. Oh, por favor, ¿no nos puede conceder esta única oportunidad para estar juntos? Significaría tanto para mí… Y no tiene que preocuparse porque la señora Guarding lo descubra. El señor Wymington dijo que su tío vive a las afueras de Abbot Quincey, de modo que nadie nos verá. No tengo el menor deseo de poner en riesgo la reputación de esa señora ni de la escuela.

—Lo entiendo, Gillian, pero no es tan simple…

—Si me permite que lo vea por esta sola vez, le prometo que no volveré a ponerme en contacto con él —le suplicó Gillian—. Obedeceré a Oliver y me dedicaré exclusivamente a mis estudios. Pero, por favor, señorita de Coverdale, diga que me permitirá verlo. Oliver no dejó que me despidiera de él cuando nos fuimos de Hertfordshire, y me gustaría mucho hacerlo ahora, en persona. ¿De verdad es algo tan grave?

Helen exhaló un hondo suspiro. La situación se complicaba por momentos. Nada bueno podía esperarse de un encuentro entre Gillian y el señor Wymington. Y si el asunto llegaba a oídos del señor Brandon, se pondría loco de furia y le exigiría a la señora Guarding que castigara severamente la negligencia de su personal. Tenía que estar loca para considerar siquiera tal posibilidad…

El problema era que, desafiando toda lógica, una parte muy profunda de Helen quería que Gillian viera al joven una vez más. Sabía lo que era estar separada del ser amado. Su padre le había prohibido ver a Thomas en cuanto descubrió lo que ella sentía por él. Desde aquel trágico episodio, Helen había estado muy cerca de odiar a su padre por haberle

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roto el corazón. ¿De verdad quería ser la causa de que Gillian le guardara un profundo resentimiento a su hermanastro?

Volvió a respirar hondo y rezó para no acabar arrepintiéndose de lo que estaba a punto de hacer.

—Muy bien, Gillian. Te acompañaré a ver al señor Wymington. Pero me quedaré con vosotros durante toda la visita, esté o no presente su tío. Y lo hago a condición de que no vuelvas a ponerte en contacto con él, ¿está claro?

—Por supuesto, señorita de Coverdale. ¡Muchas gracias! Sabía que lo entendería.

Helen no estaba segura de entenderlo, pero había otro aliciente que no le había confesado a Gillian. Ni siquiera se atrevía a admitirlo ella misma.

La venganza. Quería castigar a Oliver Brandon por lo que le había dicho. Quería hacerle tanto daño como él le había hecho a ella, y la única manera de conseguirlo era a través de Gillian.

Sabía que era un comportamiento cruel y deleznable, pero no podía evitarlo. Oliver no le había pedido una explicación de lo ocurrido con lord Talbot. Simplemente había supuesto lo peor, creyendo que ella había participado gustosa en la seducción.

Y aquella suposición era lo que más la enfurecía. No era la primera vez que la juzgaban por su aspecto, pero eso no le daba el derecho a nadie para tomarse libertades con ella. Nunca había animado a nadie a hacerlo. Desafortunadamente, algunos caballeros parecían creer que una institutriz estaba dispuesta a todo.

Pero no era así. Ni siquiera tras la muerte de su padre, cuando las cosas se pusieron difíciles, Helen tuvo el menor deseo de convertirse en la amante de nadie. Sabía que la atención de un caballero le habría ofrecido un estilo de vida mucho más envidiable del que llevaba, pero su orgullo y sentido del honor eran mucho más importantes que la ropa elegante o las joyas caras.

Sí, dejaría que Gillian viera por última vez a su amado. La chica se lo merecía. Y si el señor Wymington resultaba ser el honorable caballero que parecía, tal vez Helen animara a Gillian a mantener la esperanza con vistas a una posible unión. No intentaría socavar la autoridad de Oliver, pero le recordaría a Gillian que, llegado el momento, podría ser capaz de tomar sus propias decisiones.

Sí, decidió con una convicción cada vez mayor. Eso haría… siempre que el señor Wymington fuera la clase de hombre que Gillian pensaba.

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Capítulo SieteHelen no informó a la señora Guarding de su visita a Abbot Quincey

por dos razones. La primera, porque no quería mentirle a la buena señora. La segunda, porque no sentía que estuviera haciendo nada malo. Gillian no era una chica estúpida. Sólo era una joven cegada por sus sentimientos. Pero Helen no estaba cegada. Si el señor Wymington no era el encantador caballero que fingía ser y sólo iba detrás de Gillian por su dinero, Helen sabía que descubriría su disfraz.

Pero, para hacerlo, tenía que pasar tiempo con él y ver cómo se comportaba con Gillian. Si podía descubrir algún defecto grave en su personalidad, estaría en una buena posición para prevenir a Gillian. Merecía la pena correr el riesgo.

La visita empezó bastante bien. El señor Wymington las recibió en la puerta de la casita de campo y se esforzó por crear un ambiente cálido y distendido interpretando el papel del perfecto anfitrión. Gillian, habiendo sido prevenida por Helen, se mostró más reservada de lo habitual. Le devolvió el saludo con el correspondiente decoro y le dedicó una sonrisa que hasta una duquesa viuda habría aprobado.

Lo único preocupante era que no había ni rastro del tío del señor Wymington.

—Por desgracia, sufrió una recaída esta misma tarde —explicó el señor Wymington mientras las conducía al pequeño salón—. Ha tenido que acostarse de muy mala gana, pero me pidió que les transmitiera sus más sinceras disculpas por no poder recibirlas.

—Oh, pobre… —se lamentó Gillian, claramente decepcionada—. Estaba deseando conocerlo.

—Y él a ti, mi querida señorita Gresham, pero le dije que su salud era lo primero. Y confío en que tengáis más oportunidades para conoceros.

—Quizá debería avisar al doctor Pettifer —sugirió Helen, intentando que la conversación no fuera demasiado personal—. Una recaída puede ser muy peligrosa en un hombre de avanzada edad.

—Yo también lo sugerí, señorita de Coverdale. Pero me dijo que si el Señor quería llevárselo consigo, ningún mortal podría hacer nada por impedirlo.

—¿Y no podríamos hacerle una breve visita? —insistió Gillian—. ¿No crees que se sentiría mejor si lo saludaran dos rostros risueños?

El señor Wymington se echó a reír.

—Estoy seguro de que lo animaría bastante, pero dudo que fuera bueno para su salud. La imagen de dos mujeres tan hermosas junto a su cama podría causarle estragos. Yo lo pasaría muy mal, desde luego.

Gillian esbozó una sonrisa encantadora, complacida por el halago. Pero a Helen no le hizo tanta gracia. No quería pensar que el señor

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Wymington estuviera mintiendo, pero no podía evitarlo. Por mucho que quisiera creer que la casa pertenecía a su tío, y que el pobre caballero estaba durmiendo en otra habitación, le resultaba difícil aceptarlo. ¿Podría ser un ardid del señor Wymington para hacerles creer que su tío era el dueño de la casa y que él tenía un buen motivo para estar en la región?

También se preguntó si el señor Wymington estaba tan complacido de verla como aparentaba estarlo.

Al final, sin embargo, tuvo que reconocer que estaba desconfiando sin motivo. El señor Wymington se comportó como un caballero durante toda la visita. Las entretuvo con divertidas anécdotas del ejército y les sirvió té con pastas, deshaciéndose en disculpas por la pobre colación y por su ineptitud para agasajarlas como merecían. Gillian, como era natural, no vio ninguno de sus defectos. Sólo podía ver a un apuesto caballero que le sonreía con afecto y cuya expresión se suavizaba cada vez que sus ojos se encontraban. Escuchaba con atención cada palabra suya y se reía por el más simple de sus comentarios, sin darse cuenta de que le estaba mostrando claramente sus sentimientos. Tal vez por ello Helen pudo entender mejor las inquietudes de Oliver Brandon sobre su pupila. No había duda de que Gillian estaba enamorada del señor Wymington y que por tanto era incapaz de ver sus defectos. Y ésa era una situación muy delicada para cualquier joven heredera.

—Bueno, creo que ya va siendo hora de marcharnos, señor Wymington —dijo Helen de repente. Dejó su taza y platillo en la mesita y se levantó—. Le agradezco mucho la hospitalidad que nos ha dispensado.

—Sí, has sido muy amable al invitarnos —aseveró Gillian, levantándose con mucha más renuencia que Helen—. Es una lástima que el tiempo pase tan deprisa.

—Una verdadera lástima, señorita Gresham —afirmó el señor Wymington en tono cálido y afectuoso, acariciándola con la mirada—. Pero espero que el tiempo que falta para su vuelta a casa pase igual de rápido.

—No será lo bastante rápido para mí —dijo Gillian, olvidándose por un momento de las advertencias de Helen.

—Vamos, señorita Gresham —se apresuró a intervenir Helen—. No podemos abusar de su hospitalidad.

—Es un honor contar con su presencia, señorita de Coverdale —le aseguró galantemente el señor Wymington—. Mi puerta siempre estará abierta para usted, igual que para la señorita Gresham.

La mirada que acompañó a sus palabras fue casi tan cálida como la que le había dedicado a Gillian y, por alguna razón desconocida, inquietó a Helen.

Sabía que sus palabras no tenían nada que pudiera objetar, pero aun así no estaba tranquila.

—Gracias, señor Wymington. Pero ahora tenemos que irnos.

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Se volvió y condujo a Gillian a la puerta. De repente estaba desesperada por volver a la escuela.

No debería haber hecho esa visita. Ahora lo sabía con certeza. Había cometido un error al permitir que Gillian viera a ese hombre. Por desgracia, sólo el tiempo diría lo realmente grave que era ese error… y cuáles serían sus consecuencias.

Después de una prolongada despedida en la puerta, Gillian permitió que el señor Wymington la ayudara a subir al coche. Helen observó cómo le sostenía la mano, frunciendo el ceño al notar cómo le presionaba ligeramente los dedos, y se mordió el labio al oír cómo Gillian aseguraba fervientemente que estaría contando los días que faltaban para su regreso a Hertfordshire. Finalmente, el señor Wymington se volvió para sonreírle.

—Estoy encantado de que haya venido, señorita de Coverdale. Ha sido muy amable al concertar esta cita. Sé muy bien lo que opina el señor Brandon sobre la relación existente entre la señorita Gresham y yo.

—Será la única vez, señor Wymington —le dijo ella tranquilamente—. El señor Brandon dejó muy clara su postura al respecto, y aunque admito que tenía mis razones para permitir que la señorita Gresham lo viera hoy, no volverá a pasar. Confío en que no intente ponerse en contacto con ella en el futuro.

El señor Wymington inclinó ligeramente la cabeza.

—Tal vez pueda comunicarme directamente con usted, señorita de Coverdale. De ese modo podrá transmitirle mis sentimientos a la señorita Gresham sin que nadie más lo sepa. Supongo que usted no tendrá ningún problema para recibir cartas de caballeros…

Helen lo miró severamente.

—Puedo recibir la correspondencia que desee, señor Wymington, pero debe saber que estoy tan condicionada como la señorita Gresham a los deseos del señor Brandon. Y no voy a traicionar su confianza.

—Pero eso es precisamente lo que ha hecho, señorita Coverdale —repuso el señor Wymington en un suave susurro—. Al traer a la señorita Gresham esta tarde, ha incumplido su palabra,

—Señorita de Coverdale, señor Wymington, ¿qué hacen cuchicheando? —los llamó Gillian desde el coche.

Helen le sonrió con preocupación. No le gustaba el matiz que estaba cobrando la conversación, pero no podía continuar allí de pie, con Gillian escuchando cada palabra que decían.

—Señor Wymington, le ruego que no siga con esto —le pidió en voz baja y apremiante—. Esta relación no puede tener futuro. El señor Brandon no lo permitiría.

Por un momento le pareció ver un destello de malicia en los brillantes ojos azules del señor Wymington.

—Lamento profundamente que tome partido por el señor Brandon, señorita de Coverdale —le dijo suavemente—. Pensaba que al traer a

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Gillian aquí esta tarde estaba solidarizándose con nuestra situación. Pero ahora veo que no es así. Sin embargo, no soy un hombre que se rinda fácilmente —le tomó la mano y se la llevó a los labios—. Quizá pudiéramos vernos… sólo usted y yo, para discutir el asunto. A lo mejor podría convencerla de que no soy la clase de persona que cree el señor Brandon —le depositó un beso en la mano al tiempo que la miraba a los ojos… y Helen sintió un escalofrío.

La estaba mirando de la misma manera que tantos otros hombres la habían mirado en su vida.

—Señorita de Coverdale, ¿viene o no? —la llamó Gillian impacientemente.

Helen reprimió un estremecimiento y retiró la mano.

—No hay ninguna necesidad de que volvamos a vernos, señor Wymington. Le deseo un buen día —se dispuso a subir al coche, pero se detuvo para añadir algo—: Espero que su tío se recupere pronto.

Si Helen había esperado que se delatara, iba a llevarse una decepción.

—Les transmitiré los buenos deseos de dos damas tan hermosas —dijo él con mucho aplomo—. Gracias, señorita de Coverdale. Arri vederci ad un altro giorno.

Helen estuvo a punto de dar un traspié. La expresión, formulada en un italiano impecable, no significaba un adiós definitivo. Era simplemente una despedida hasta otro día.

Gillian apenas esperó medio minuto antes de comenzar el interrogatorio.

—¿Qué piensa ahora del señor Wymington? —le preguntó, claramente satisfecha consigo misma y con la visita—. ¿Verdad que es un perfecto caballero? ¿No le parece tan maravilloso como le había dicho?

—Es un caballero muy apuesto con unos modales exquisitos —se obligó Helen a responder—. Pero aparte de eso, no creo estar en posición para emitir una opinión sobre él. Apenas lo conozco.

—¿Cómo puede decir eso? ¿No ha visto lo preocupado que estaba por su tío? ¿No le han parecido divertidas sus historias? ¿No cree que es un hombre digno de admiración?

Helen se giró para ocultar un suspiro. Era muy doloroso escuchar las alabanzas de Gillian hacia el señor Wymington. La excitación y el optimismo que transmitía su voz evidenciaban su profundo enamoramiento, y era obvio que quería compartir su entusiasmo con Helen.

Era lógico. Si Helen hubiera tenido la edad de Gillian, probablemente habría sentido lo mismo. Pero a sus treinta y un años tenía más experiencia de la que Gillian jamás tendría. Sabía lo que motivaba a los hombres como Sidney Wymington, y estaba muy preocupada por la visita de aquella tarde. Algunos aspectos de su personalidad la inquietaban

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bastante, así como el modo en que se habían separado. Si sus sospechas eran ciertas, Gillian estaba condenada al sufrimiento más amargo cuando descubriera la verdad sobre él.

Pero la duda más escalofriante era si lo descubriría antes de que fuera demasiado tarde…

Helen estaba ordenando su aula después de la última clase del día cuando oyó unos golpes en la puerta. Se dio la vuelta y ahogó un gemido.

—¡Señor Brandon!

—Buenas tardes, señorita de Coverdale. Espero no haber llegado en mal momento —dijo él en tono vacilante.

Helen lo miró sorprendida. Su voz carecía de la dureza de la última vez, e incluso se advertía una nota de disculpa.

—¿Mal momento para qué? —preguntó, apoyándose en el borde de la mesa.

—¿Para hablar con usted, tal vez?

—Creía que ya nos lo habíamos dicho todo.

Oliver dio dos pasos en el interior del aula.

—Al contrario. Hay muchas cosas que debo decirle… si me concede la oportunidad.

El primer impulso de Helen fue negarse. Después de todo, ¿qué más podía decirle? ¿Qué otros insultos tenía preparados para ella? Pero entonces lo miró a los ojos y vio algo que la hizo recapacitar.

—¿De qué se trata, señor Brandon?

—De algo que es muy importante para ambos. Pero sobre todo para usted.

¿Algo importante para ella? Helen dejó escapar un suspiro.

—Muy bien. Tengo unos minutos antes del té. ¿Qué es eso tan importante que tiene que decirme?

—Me preguntaba si… —Oliver recorrió el aula con la mirada—. ¿No podríamos ir a otro lugar más adecuado para hablar?

Por primera vez, Helen se permitió sonreír. —Mi aula siempre me ha parecido un lugar adecuado para hablar, señor Brandon. Para eso sirve precisamente.

Oliver la sorprendió al devolverle la sonrisa.

—Sí, desde luego. Pero creo que sería más agradable hablar fuera. ¿Le apetece dar un paseo por los jardines?

Helen decidió que un poco de aire fresco no le vendría mal y se puso el chal sobre los hombros. Bajaron las escaleras y salieron al sol de la tarde para caminar por el camino de grava. Los árboles los ocultaban a la vista del camino y de la escuela, y con un poco de suerte, impedirían que

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a la mañana siguiente Helen se viera acosada por un aluvión de preguntas sobre el caballero con el que había sido vista paseando aquella tarde.

—Muy bien, señor Brandon, ya estamos en un lugar más apropiado para una conversación adulta —dijo ella, intentando no abusar del sarcasmo—. ¿Qué quería decirme?

—Para serle sincero, señorita de Coverdale, le diré que no sé por dónde empezar —admitió Oliver lentamente—. Me temo que mis errores han sido muy graves, y creo que debería comenzar por pedirle mis más humildes disculpas por la equivocación cometida hace años y por las embarazosas consecuencias que tuvo para usted.

¿Una disculpa? ¿De Oliver Brandon? No era en absoluto lo que Helen esperaba oír.

Demasiado aturdida para responder, Helen esperó a que continuara.

—Hace unos días me encontré con un viejo conocido en Londres —siguió él—. Alguien a quien ambos conocemos, pero a quien ninguno de los dos veía desde hacía mucho tiempo.

Helen frunció el ceño.

—No me imagino quién puede ser, señor. Conozco a muy pocas personas de Londres.

—A este caballero sí lo conocía… por desgracia, me temo —dijo Oliver, pero Helen siguió mirándolo sin comprender—. Lord Talbot.

El nombre hizo que Helen se tambaleara y estuviera a punto de caer al suelo, de no ser porque Oliver la agarró rápidamente del brazo.

—¿Se encuentra bien?

—Sí… estoy bien. He tropezado, nada más —fingió concentrarse en la tierra que pisaba, pero sólo podía ver el rostro de lord Talbot. La escalofriante imagen se cernía sobre ella, como un temible espectro que volvía para despertar los recuerdos del pasado. También era consciente de la mano de Oliver en su brazo y del reconfortante calor que ofrecía—. Por favor… continúe.

—Como decía, me encontré de casualidad con Talbot en mi club —dijo Oliver, retirando la mano mientras reanudaban la marcha—. Había bebido bastante, después de perder una fortuna a las cartas con un hombre al que todos los jugadores intentan evitar.

—Señor Brandon, no tengo interés en conocer los vicios de lord Talbot —lo interrumpió ella—. De hecho, no quiero saber nada de él.

—¿Ni siquiera la confesión que me hizo estando bebido?

—No, porque no puedo imaginarme qué clase de confesión podría hacerle que fuera de algún interés para mí.

—¿Qué me dice de aquella fatídica noche en la biblioteca?

Helen lo miró con ojos muy abiertos. Pasados unos segundos de desconcierto, asintió.

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—Siga.

—Lord Talbot me confesó que aquella noche la había forzado. Me dijo que su intención había sido seducirla desde que entró usted a trabajar en su casa. También me contó que usted se había negado a concederle cualquier tipo de favor.

Helen escuchó sus palabras, demasiado aturdida para hacer ningún comentario. Sabía que debería alegrarse de que Oliver Brandon, la única persona que había presenciado su humillación, la eximiera de la culpa por lo ocurrido y que al fin se hubiera hecho justicia.

Sin embargo, no se sentía especialmente contenta ni aliviada. Era como si estuviera oyendo hablar de otra persona, de una mujer a la que ella ya no conocía. Lo único que podía sentir era un extraño entumecimiento alrededor del corazón. Porque, en el fondo, ¿qué había ganado con la confesión de lord Talbot?

Sí, ahora Oliver Brandon sabía que ella era inocente. Pero para llegar a esa conclusión había tenido que escuchar a lord Talbot. En ningún momento se había preocupado por preguntárselo a ella. Y cuando ella había intentado explicárselo, él había antepuesto sus propias interpretaciones, haciéndola sentirse culpable otra vez.

Además, Helen sabía que la única razón por la que lord Talbot lo había confesado había sido la bebida. Si hubiera estado sobrio, jamás se habría rebajado a admitir que una pobre institutriz había rechazado sus intentos.

—Gracias por contármelo, señor Brandon. Es… es bueno saber que sus temores hayan desaparecido. Espero que ya no se preocupe por el tiempo que Gillian y yo pasemos juntas ni por los temas que discutamos. Y ahora creo que debería regresar.

—Pero… ¿eso es todo lo que tiene que decirme? —protestó él. La agarró del brazo y la hizo girarse—. Después del modo tan despreciable en que la he tratado, ¿no va a lanzarme ningún merecido reproche? Creía que la alegraría saberlo.

Helen suspiró.

—No veo por qué debería alegrarme oír algo que ya sabía, señor. Fue usted quien se apresuró a sacar conclusiones equivocadas cuando me encontró en la biblioteca con lord Talbot, y ni siquiera se molestó en escucharme cuando traté de explicárselo. ¿Por qué debería complacerme que haya averiguado la verdad por otra persona?

Oliver pareció desconcertado por su respuesta.

—Simplemente pensé que quizá le gustase tener la oportunidad de decirme que estaba equivocado.

Helen intentó sonreír, sin éxito.

—No me importa lo que usted piense de mí, señor Brandon. He hecho lo posible por olvidarme del pasado y seguir con mi vida. Su recordatorio me obliga a dar un paso atrás, pero eso es todo. Fui una estúpida al

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permitir que su opinión pesara tanto sobre mi conciencia, pero sería más estúpida aún si buscara consuelo en su cambio de opinión. Un gran hombre dijo una vez que la verdad es siempre el argumento más sólido. Siempre lo he creído. A veces, es sólo cuestión de tiempo hasta que los demás lo reconocen. Eso es todo, señor Brandon. Buenas tardes y… adiós.

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Capítulo OchoHelen estaba convencida de que su conversación con Oliver Brandon

sería la última que tuviera con él. Le había ofrecido una explicación y sus disculpas, de modo que el asunto quedaba zanjado. No había ninguna razón por la que sus caminos tuvieran que volver a cruzarse, salvo, quizá, las concernientes a Gillian.

Pero, sorprendentemente, Oliver no parecía dispuesto a olvidarse del asunto. Era como si se sintiera obligado a enmendar el error cometido doce años atrás. De modo que cuando Gillian le dijo que su hermanastro estaba planeando una excursión al castillo Ashby y que ella estaba invitada, Helen tuvo que declinar el ofrecimiento.

—El señor Brandon y yo no tenemos una relación personal que permita invitarme a una excursión familiar de ese tipo.

—Pero ¿acaso no dijo que le encantaría visitar el castillo si tuviera la oportunidad? —le recordó Gillian.

—Naturalmente, pero eso no significa que pensara ir contigo y el señor Brandon —respondió Helen, frunciendo el ceño mientras sorteaba los pupitres vacíos del aula—. Espero que no le sugirieras a tu tutor que me invitase.

—Bueno, quizá haya mencionado su pasión por el Renacimiento un par de veces —admitió la chica—. Y tengo entendido que el castillo Ashby tiene una magnífica colección de cuadros y tapices.

—Aun así, no es razón suficiente para pedirle al señor que me incluya en la visita. Si ha planeado esta excursión, es porque desea pasar tiempo contigo y nada más.

—Pero me dijo que podía llevar a quien yo quisiera. Y cuando pensé en todo lo que el castillo Ashby tiene para ofrecer en una visita educativa, se me ocurrió que usted sería la acompañante ideal.

Helen apretó los labios con fuerza. Empezaba a entender por qué el señor Brandon consideraba oportuno prevenir a la gente contra su pupila. Gillian sabía cómo salirse con la suya, y lo hacía de tal manera que nadie podía sentirse manipulado. En aquel caso concreto, una excursión familiar se había convertido de repente en una visita educativa.

—Oh, por favor, señorita de Coverdale, diga que vendrá con nosotros —le suplicó Gillian—. Sería más divertido para mí. Y estoy segura de que Oliver estaría agradecido de contar con su compañía.

—¿Agradecido?

—Sí. Siempre se está quejando de que hablo sin parar sobre temas aburridísimos.

A Helen le resultó muy difícil aceptar la idea de que el señor Brandon estuviera agradecido por nada que tuviera que ver con ella. ¿Por qué iba a estarlo, cuando era poco más que una desconocida para él?

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—Además, también le he pedido a Elizabeth Brookwell que nos acompañe —dijo Gillian—. Su madre es muy amiga de la madre de Sophie, así que Oliver no tiene nada de qué preocuparse.

—Sí, pero ¿no le importará que vaya otra persona? Querrá pasar tiempo contigo, no con media escuela.

—No le importará —le aseguró Gillian con una sonrisa—. Sabe adaptarse a las circunstancias cuando le conviene.

—Me sorprende que hables tan bien de él —comentó Helen—. Creía que seguías enfadada con él por haberte enviado aquí.

—Oh, siempre me estoy enfadando con Oliver, pero se me pasa enseguida. No me gusta que me haya apartado del señor Wymington, claro que no, pero prometí que no volvería a mencionar el tema y no lo haré. Pero le aseguro que Oliver estará encantado de que las haya invitado a usted y a Elizabeth. Además, cuatro es un número mejor que tres para una excursión, ¿no le parece?

Helen no supo qué responder. Ni siquiera estaba segura de que su respuesta pudiera suponer alguna diferencia. Gillian había tomado una decisión y nada podría hacerle cambiar de idea.

Pero ¿y Oliver Brandon? ¿Cómo se tomaría su compañía, cuando tan sólo unos días antes ella le había dejado muy claro lo que pensaba de él y de sus disculpas?

El día de la excursión, Oliver llegó a la Escuela Guarding a las doce y media, y, como Gillian había predicho, no pareció en absoluto molesto por la perspectiva de escoltar a tres damas al castillo Ashby. Al contrario, parecía bastante complacido por la inesperada compañía. Acomodó a las dos entusiastas chicas en el coche y luego se volvió para ofrecerle la mano a Helen.

—Me complace que haya decidido unirse a nosotros, señorita de Coverdale. Gillian me dijo que la había invitado, pero no estaba seguro de que viniera.

Las mejillas de Helen se cubrieron de rubor.

—Su pupila puede ser muy persuasiva, señor Brandon. Me dijo que, siendo una visita educativa, echaría en falta la compañía de su profesora. Por desgracia, también apeló a mi pasión por el arte, algo a lo que no me puedo negar.

Los ojos de Oliver destellaron de regocijo.

—Pues doy gracias por la persuasión de Gillian… Esa habilidad suya me ha sacado de quicio muchas veces, pero no la condenaré si ha conseguido convencerla para que se una a nosotros, no la condenaré por ello. Y ahora, vámonos. Nos espera un día precioso.

El castillo Ashby era una residencia isabelina situada a seis millas al este de Northampton.

Construida a finales del siglo dieciséis, albergaba una vasta colección de pinturas italianas del Renacimiento y de la escuela holandesa del siglo

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diecisiete. Los marqueses de Northampton no se encontraban en casa, por lo que Oliver le pidió al ama de llaves que les enseñara la mansión.

Las chicas no disimularon su asombro ante el elegante mobiliario y los valiosísimos tapices que colgaban en todas las habitaciones. Al principio se sintieron sobrecogidas por el esplendor que las rodeaba, pero pronto estuvieron de acuerdo en que a ambas les gustaría ser las dueñas de la majestuosa mansión. Helen habría preferido tenerlas cerca, pero ellas se adelantaron, hablando en susurros, y la dejaron a solas con el señor Brandon.

Helen sintió su mirada fija en ella cuando se detuvieron en el comedor para admirar la exquisita porcelana. Se sentía muy simple y vulgar al estar rodeada de tanta opulencia, y de repente deseó lucir algo más elegante que su sencillo vestido de muselina bajo un manto de sarga. Pero habría sido una insensatez gastarse sus ahorros en extravagancias innecesarias. Una capa como las que llevaban Gillian y Elizabeth le habría costado más de lo que podía permitirse con su salario. Por suerte, al señor Brandon no parecía disgustarle su aspecto. En realidad, a Helen le pareció ver un destello de admiración en sus ojos, y se consoló con la certeza de que no se avergonzaba de ella. Aunque no se permitió pensar por qué tenía que importarle lo que pensara Oliver Brandon de ella.

—¿Había estado alguna vez en el castillo Ashby, señorita de Coverdale? —le preguntó Oliver, mientras recorrían lentamente una galería.

Helen negó con la cabeza.

—Nunca había tenido el placer, señor. Muchas veces pensé que sería una visita interesante, pero es raro encontrar un coche hasta aquí, y no me atrevía a hacer el viaje yo sola.

—Entonces espero que se lleve una grata impresión que pueda recordar para siempre.

Helen se arriesgó a echarle una mirada fugaz cuando él se detuvo a admirar un retrato del padre del marqués. Deseaba poder relajarse en su compañía, pero había algo en él que la hacía sentirse torpe y cohibida. Algo absurdo, ya que él se había esforzado por tranquilizarla desde que salieron de la escuela.

—Ha sido muy amable al permitir que viniera, señor Brandon —dijo ella, pensando que era lo mínimo que podía hacer—. Pero no puedo evitar sentirme como si estuviera entrometiéndome en una excursión familiar.

—Todo lo contrario. Gracias a usted me he librado de tener que aguantar la interminable cháchara de dos jóvenes impresionables —dijo él con un brillo de indulgencia en los ojos—. Nunca había oído comentarios tan interesantes sobre los cuadros y sus autores. Y confieso estar impresionado por sus conocimientos.

Su candida respuesta hizo sonreír a Helen.

—Qué clase de profesora sería si no supiera más que mis alumnas. Pero reconozco que es un placer hablarle de arte a alguien que está

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realmente interesado en el tema, en vez de a un grupo de niñas que sólo lo estudian por obligación.

—La entiendo. Cuando estaba en el colegio, había muchas asignaturas que las estudiaba únicamente porque tenía que hacerlo, no porque quisiera aprenderlas. Supongo que así es la educación —dudó un momento y carraspeó—. También me complace que haya venido porque no creía que quisiera volver a verme después de nuestra última conversación.

Helen fijó la mirada en el cuadro que tenía frente a ella. De modo que él también había tenido dudas por su último encuentro… Se sintió un poco más aliviada. Tal vez Oliver Brandon no era tan obtuso como había creído.

—No recuerdo que se dijera nada para hacerle pensar algo así —replicó—. Sólo fue un malentendido. No nos despedimos de mala manera.

—No, pero sé que la ofendí, de lo cual me arrepiento —dijo él tranquilamente—. Es natural que mi comportamiento la decepcionara, pues a mí mismo me ha decepcionado.

Helen levantó la mirada hacia él y se estremeció al ver su expresión.

—Agradezco sus palabras, señor, pero… como ya le dije, el pasado está superado y olvidado. Y será mejor para ambos que lo siga estando.

Él paseó la mirada por su rostro, deteniéndose un momento en su boca y buscando luego sus ojos.

—Es usted una mujer admirable, señorita de Coverdale. Me equivoqué al pensar otra cosa.

Sin saber qué responderle, Helen se limitó a inclinar la cabeza y los dos siguieron caminando en silencio.

—Gillian parece haberse adaptado muy bien a su nuevo entorno —comentó él al cabo de un rato.

Helen sonrió con alivio porque la conversación hubiera adquirido un matiz más inofensivo.

—Sí, creo que ha superado su resistencia inicial. Las profesoras están encantadas con sus progresos y ella es muy popular entre las demás alumnas, especialmente entre las más jóvenes.

—Me alegra saberlo —dijo él, juntando las manos a la espalda y acercándose al siguiente cuadro—. Sinceramente, no creía que lo más adecuado para ella fuera mandarla a la escuela de la señora Guarding. Fue mi hermana Sophie quien lo sugirió. Me habló tan bien de la reputación de la escuela y de la señora Guarding que acabó por convencerme para internarla.

—¿Para completar su educación? —preguntó Helen sin poder evitarlo.

Oliver la miró tristemente de soslayo.

—Eso, y para apartarla del señor Wymington.

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Helen se mordió el labio y apartó la mirada. Sus remordimientos crecían a cada día, pero aún no estaba convencida de que las razones de Oliver Brandon para separar a los jóvenes estuvieran plenamente justificadas.

—Gillian cree que está siendo muy injusto por no permitirle que vea al señor Wymington —dijo, decidiendo que era un buen momento para descubrir la verdad—. ¿De verdad es un pretendiente tan poco apropiado para ella?

—Si lo viera, no le daría esa impresión —dijo Oliver, inclinándose para observar un detalle del cuadro—. Por fuera parece un caballero encantador.

—Entonces, ¿por qué se opone a su relación?

—Porque no confío en él ni en sus intenciones con mi pupila.

—¿No cree que esté enamorado de ella?

Oliver se volvió hacia ella y le clavó la mirada de sus ojos llameantes.

—Creo que lo único que le interesa es su fortuna, señorita de Coverdale, y que disimula su verdadera intención con un falso interés personal.

—Es una acusación muy grave si no se tienen pruebas.

Oliver se encogió de hombros.

—Tal vez, pero ¿cómo podría conseguir una prueba? Dudo mucho que él me confesara lo que pretende conseguir realmente.

—¿No cree que sería capaz de distinguir entre un interés fingido y un verdadero afecto? Si las intenciones del señor Wymington hacia Gillian no fueran honestas, habría algo en su voz o en sus modales que lo delatarían.

Oliver suspiró.

—Aunque así fuera, ¿de qué serviría? Es Gillian la que tiene que convencerse, no yo.

—Señor Brandon, ¿ha pensado en la posibilidad de que no haya nada que encontrar?

—¿Cómo dice?

Helen sabía que se estaba entrometiendo en asuntos que no le concernían, pero, teniendo en cuenta lo que estaba en juego, sentía que tenía el derecho a indagar. Ya había empezado a sospechar que Oliver no se equivocaba respecto al señor Wymington, pero tenía que saber si sus escrúpulos obedecían a una desconfianza fundamentada o si era algo más personal.

—Tal vez no pueda encontrar nada que objetar en los modales del señor Wymington porque, simplemente, no haya nada que objetar.

Oliver la miró en silencio unos momentos.

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—Las mujeres confían mucho en su intuición, ¿no es así, señorita de Coverdale?

—Sí, supongo que sí.

—Bueno, pues tal vez la sorprenda oírla, pero yo también confío en la intuición. El señor Wymington no ha hecho absolutamente nada por lo que pueda criticarlo. Su hoja de servicio es impecable y nadie puede hablar mal de él. Sin embargo —se golpeó el pecho, justo debajo del corazón—, algo me dice que no se puede confiar en él. Si le permitiera a Gillian casarse con él, me temo que estaría cometiendo un grave error —su boca se curvó en una triste sonrisa—. No vivimos en un mundo perfecto, señorita de Coverdale. Los dos sabemos que casi nadie se casa por amor, pero albergo la esperanza de que Gillian encuentre a un hombre que la quiera de verdad.

Helen sonrió a pesar de sí misma.

—Su confesión está a salvo conmigo, señor Brandon, pero espero que no se equivoque con el señor Wymington. A veces los peores errores los cometen aquéllos con la mejor de las intenciones.

Él le sostuvo la mirada un momento.

—Parece hablar por propia experiencia. ¿Le ha ocurrido algo similar en su vida?

—¿Oliver? —lo llamó repentinamente Gillian al pie de la escalera—. ¿Cuándo pensáis bajar tú y la señorita de Coverdale? Elizabeth y yo estamos impacientes por ver los jardines.

—Ya vamos —respondió él con calma—. Id vosotras y nos veremos allí.

—Muy bien. ¡Pero no tardéis! Hay mucho que ver y no queremos que os quedéis atrás.

Helen reprimió una sonrisa. Era difícil saber quién había llevado a quién a aquella excursión. Pero la interrupción de Gillian no podría haber sido más oportuna. La pregunta de Oliver la había pillado desprevenida y no había sabido qué responder. No se imaginaba contándole su propia y desdichada historia, ni tampoco que a él le interesara oírla. Y sin embargo, por un instante, la expresión de sus ojos casi la había animado a confesarle los secretos que encerraba su corazón.

Una vez en el exterior, Helen se detuvo para admirar el bonito paisaje que se extendía ante ella.

—Todo esto es precioso —susurró—. No creo que me cansara jamás de contemplar tanta belleza.

—La vista es magnífica —corroboró Oliver—, aunque yo soy el más afortunado. Desde donde estoy puedo admirar dos vistas igualmente bonitas.

Helen no tenía edad para fingir que no sabía lo que le estaba diciendo, pero la suavidad aterciopelada de su voz la hizo ruborizarse como una colegiala. —Es usted muy amable, señor Brandon.

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—Esto no tiene nada que ver con la amabilidad, señorita de Coverdale —dijo él, señalando un banco donde podían sentarse—. Es usted una mujer muy hermosa, y estoy seguro de que no soy el primero en decírselo. Pero ya está bien de cumplidos. Ha dicho que le ocurrió algo similar. ¿No le apetecería hablar de ello?

Una vez más, el deseo aparentemente sincero de Oliver por saber más sobre su pasado puso a Helen en un dilema. ¿Qué conseguiría revelándole detalles íntimos de su vida? No existía ningún interés romántico entre ellos. Él no necesitaba averiguar cosas sobre ella para decidir si sería una buena esposa.

Mientras reflexionaba sobre ello, empezó a preguntarse si quizá la confesión de su pasado podría ayudar a Gillian. Tal vez si le contaba a Oliver los detalles de su amor frustrado pudiera hacerle entender lo que intentaba decir. Sería una confesión muy embarazosa, pero merecería la pena.

—Parece que no fue hace mucho tiempo —empezó con cierta reticencia—. Y la verdad es que ocurrió hace muchos años, aunque lo sigo recordando como si fuera ayer —respiró hondo y lo miró a los ojos—. Cuando tenía poco más que la edad de Gillian, mi padre me prohibió casarme con el hombre al que amaba.

La mirada de Oliver permaneció fija en su rostro.

—Supongo que tendría una buena razón para hacerlo.

—El creía que la tenía. Me dijo que el caballero era inferior a mí en todos los aspectos y que yo era una ingenua por sentir algo por él. También me dijo que, como hija suya, podía encontrar algo mejor que un pobre clérigo.

—Entiendo —murmuró él con expresión inescrutable—. ¿Estaba realmente enamorada de aquel clérigo, señorita de Coverdale?

Su voz estaba desprovista de toda burla o reproche, no así de una nota de inquietud y comprensión. Aun así, Helen se dio la vuelta, incómoda por hablarle a Oliver de sus sentimientos hacia otro hombre.

—Sí, lo amaba de verdad —admitió—. Thomas era muy bueno y delicado, y tenía grandes proyectos para la parroquia —sonrió con nostalgia—. Creo que la pasión que demostraba en su trabajo era una de las razones por las que tanto lo amaba.

—¿Aún lo ama?

Helen lo miró, sobresaltada. —Fue hace mucho tiempo.

—Puede ser, pero he oído que el primer amor suele ser el más difícil de olvidar.

«He oído». Gillian tenía razón. Oliver Brandon no se había enamorado nunca. De lo contrario, recordaría el placer y sufrimiento de su primer romance.

—Supongo, pero el tiempo cambia las cosas —se puso en pie, repentinamente inquieta—. En los años que siguieron, mi vida

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experimentó muchos cambios… ninguno de los cuales fue especialmente favorable. Mi madre murió, y tras su muerte mi padre perdió todo interés por la vida. Dejó de trabajar y empezó a beber. Supongo que lo hizo para olvidarse del dolor, pero nos hizo la vida muy difícil a quienes lo rodeábamos. Murió al cabo de un año. Por aquel entonces habíamos acumulado tantas deudas que tuvimos que vender la casa.

—¿Fue entonces cuando se vio obligada a buscar trabajo?

Helen asintió, sin mirarlo.

—No me quedó más remedio. No tenía parientes en Inglaterra con los que pudiera quedarme, y había perdido el contacto con la familia de mi madre en Italia. Lo único que podía hacer era buscarme un empleo.

—¿Y qué fue de su clérigo? ¿Qué hizo cuando se enteró de su situación?

Helen perdió la vista en el horizonte.

—Nunca se enteró. Thomas se casó seis meses después de separarnos y se trasladó a una iglesia de Derbyshire.

—Debió de ser una gran decepción para usted.

—Los jóvenes clérigos son ambiciosos, señor Brandon. Thomas sabía que el deán quería que tomase una esposa, y como no iba a ser yo… se buscó a otra.

—Es una lástima que no esperase un poco más —comentó Oliver—. Si lo hubiera hecho, habría conseguido a la mujer a la que amaba y la vida que había elegido para sí mismo.

Helen no dijo nada. No tenía sentido admitir que ella también se había hecho esa pregunta con frecuencia.

—A veces es mejor no saber lo que nos espera. Si lo supiéramos, nos pasaríamos toda la vida esperando que ocurriera.

Oliver la observó con atención y alargó una mano para acariciarle suavemente la mejilla.

—A veces merece la pena esperar el mañana, señorita de Coverdale. Sólo hay que darse cuenta… El roce de su mano y la suavidad de su voz estuvieron a punto de acabar con Helen. No podía arriesgarse a mostrar más debilidades. Era demasiado fácil perderse en la ternura de su voz y extraer un significado ficticio de sus palabras.

—¡Oliver, señorita de Coverdale! ¡Venid enseguida! —los llamó Gillian—. Hemos encontrado un cenador precioso escondido entre los árboles. ¡Venid a verlo!

La intromisión de aquella voz aguda hizo añicos la intimidad que empezaba a nacer entre ellos y devolvió a Helen bruscamente al presente.

—Será mejor que vayamos con las chicas, señor Brandon. Se estarán preguntando por qué nos quedamos rezagados.

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—Yo no me preocuparía por eso —dijo Oliver, levantándose—. Achacarán el motivo a nuestra edad, como siempre hacen los jóvenes.

Helen sonrió. Se disponía a echar a andar cuando sintió la presión de su mano en el brazo.

—Gracias por contarme su historia, señorita de Coverdale. Sé que no ha sido fácil. Pero, dada la situación existente entre Gillian y el señor Wymington, comprendo que haya estimado oportuno que yo lo supiera.

Helen bajó la mirada a su mano, consciente del calor que emanaba de sus dedos, y le ofreció una sonrisa arrepentida.

—No se lo he contado sólo por los sentimientos de Gillian hacia el señor Wymington, señor Brandon, sino por lo que siente por usted.

—No sé si la entiendo…

Helen respiró hondo.

—Después de que mi padre me prohibiera ver a Thomas, mis sentimientos hacia él empezaron a cambiar. No podía entender por qué no me permitía ver al hombre al que amaba ni consentir una relación en la que ni mi madre ni yo veíamos nada malo. Pero mi padre se mantuvo inflexible, y mi rencor hacia él fue tan grande que nunca he logrado perdonarlo del todo.

—¿Y eso es lo que está sucediendo entre Gillian y yo, según usted?

—No puedo hablar por su pupila, señor, pero las circunstancias son muy similares. Gillian no comprende por qué no quiere usted que vea al señor Wymington, igual que yo tampoco comprendía a mi padre por prohibirme ver a Thomas. Si se muestra tan autoritario con ella, acabará por merecerse el mismo rencor que yo sentí hacia mi padre. No me gustaría que eso pasara. Sé cuánto lo quiere y respeta Gillian, pero a veces los jóvenes se dejan llevar por los ideales y las fantasías románticas y no son capaces de actuar con racionalidad.

Oliver guardó silencio unos minutos, hasta que finalmente asintió.

—Su compasión dice mucho de usted, señorita de Coverdale, así como su lealtad hacia mi pupila. Pero me temo que es un riesgo que tendré que asumir. Gillian es sólo mi hermanastra, pero la quiero como si fuera mi hermana carnal, y su carácter impulsivo hace que me preocupe el doble por ella. No me gustaría verla cometiendo un error y arrepintiéndose cuando sea demasiado tarde. Nunca me lo perdonaría. No importa que se sea o no inocente; una vez cometidas, las equivocaciones nos acompañan durante largo tiempo. ¿No es así, señorita de Coverdale?

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Capítulo NueveDespués de volver a la escuela, Helen estuvo pensando un largo rato

en lo que Oliver le había dicho: «No importa que se sea o no inocente; una vez cometidas, las equivocaciones nos acompañan durante largo tiempo.».

¿Se había estado refiriendo al error que cometió él doce años antes? Era muy probable, teniendo en cuenta el tono de arrepentimiento que había detectado en su voz. También recordaba lo que había dicho del señor Wymington y, cuanto más lo pensaba, más se convencía de que Oliver tenía razón. El señor Wymington no era tan inofensivo como parecía; una conclusión que quedó corroborada unos días más tarde, cuando llegó un pequeño paquete suyo. Estaba dirigido a Helen, pero dentro había un sobre sellado para Gillian. Lo acompañaba una nota para Helen, tan amable como inocua, en la que el señor Wymington volvía a expresar su agrado por haberla conocido. Pero a las formalidades seguía una petición para que Helen le hiciera entrega de la carta a la señorita Gresham. Helen no lo hizo, naturalmente, ni tenía intención de hacerlo. Pero cuando a los pocos días llegó una segunda carta, acompañada de una nota en la que le pedía en términos más categóricos que se la entregara a Gillian, Helen supo que tenía que hacer algo. No había malinterpretado la mirada del señor Wymington. Estaba tan decidido como Gillian a conseguir lo que quería… y a quien quería era a Gillian.

Pensó en los comentarios que le había hecho antes de que Gillian y ella se despidieran de él, y en particular la aguda observación sobre el riesgo que corría Helen al haber permitido que los dos jóvenes se vieran. ¿Había sido una amenaza? Helen no había pensado mucho en ello, pero ahora se daba cuenta de que muy probablemente lo fuera. ¿La estaría amenazando el señor Wymington con decirle a Oliver lo que había hecho si ella no le permitía ver a Gillian o no le entregaba su correspondencia?

No podía estar segura, pero tenía que descubrirlo cuanto antes. Se había colocado sin saberlo en una situación muy delicada, y el único modo de encontrar una salida era siendo escrupulosamente sincera. Ya habría tiempo para preocuparse por las consecuencias.

Se sentó en su mesa y le escribió al señor Wymington, pidiéndole que se encontrara con ella para discutir un asunto urgente. Sugirió que el encuentro fuera en Abbot Giles, la aldea más alejada de la escuela. Dirigió la carta a la casa de su tío en Abbot Quincey, y se la entregó a uno de los ayudantes de cocina para que la llevara.

En realidad no importaba si alguien la veía, pensó mientras se ponía el chal y salía de la escuela. Nadie aparte de Gillian y ella sabía cómo era el señor Wymington, por lo que si alguien los veía juntos ella podría decir que se había tropezado con un viejo amigo. Lo que no podía hacer era esperar más tiempo. Tenía que hablar con el señor Wymington y averiguar cuáles eran sus intenciones hacia Gillian. Cuanto antes lo supiera, antes

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podría decirle a Oliver Brandon que sus sospechas estaban equivocadas… o no.

Al pensar en Oliver Brandon sintió una extraño sensación revoloteando en la boca del estómago. Era sorprendente lo mucho que había cambiado su opinión sobre él. Ya no le guardaba rencor alguno por lo que había creído que ocurrió con lord Talbot. En realidad, las disculpas de Oliver la habían conmovido profundamente, y durante su visita al castillo Ashby había visto otra faceta suya, al experimentar de primera mano la preocupación que mostraba por su pupila.

En un nivel más personal, Helen se había sorprendido a sí misma abriéndose a él y revelándole detalles de su vida y de sus sentimientos por Thomas. Y Oliver la había escuchado con mucha atención, sin dar la menor muestra de aburrimiento ni de que la escuchara por obligación. El interés que demostraba por su pasado había sido sincero, al igual que la expresión de preocupación en sus ojos cuando ella le reveló el rencor que sentía hacia su padre.

Algo había ocurrido entre ambos en el castillo Ashby. Por desgracia, Helen sospechaba que no era nada bueno. Al menos, no para ella. Había empezado a albergar sentimientos por un hombre que nunca había estado enamorado. Le había entregado su corazón a alguien que no sólo no lo quería, sino que no sabría que hacer con él una vez que descubriera estar en posesión del mismo.

Oliver pasó los días siguientes a la excursión al castillo en un estado taciturno y melancólico. No era el castillo ni su pupila lo que ocupaban sus pensamientos, sino Helen de Coverdale. No podía negar que su opinión sobre ella había cambiado en las últimas semanas. En los últimos once años la había visto como a una mujer hermosa y sensual que no tenía el menor escrúpulo en usar su imagen y sus tretas femeninas para abrirse camino. Pero ahora podía ver lo equivocado que había estado. Helen no era más que una víctima de las circunstancias; una mujer prisionera de su propia belleza en una situación que escapaba por completo a su control. Lo que había visto aquella noche en la biblioteca no había sido a una peligrosa seductora intentando conseguir joyas o dinero de su amante, sino a una joven inocente debatiéndose por proteger su honor.

¿Por qué demonios no había sido capaz de verlo?, se preguntó a sí mismo. ¿Tan cegado había estado a la verdad que no había visto la expresión de lujuria en el rostro de Talbot y el pánico en los ojos de Helen? Recordándolo ahora, no podía ver otra cosa… Por desgracia, había sido necesaria una confesión de lord Talbot para que Oliver volviera la vista atrás y viera más allá de su propia ignorancia.

¡Era increíble que Helen le siguiera hablando!

Aunque quizá fuera lo mejor que hubiera hecho falta una sacudida tan brusca para hacerle ver la verdad. Porque la elegancia con que Helen había aceptado sus disculpas era otro ejemplo de la mujer que realmente era. Oliver había visto la paciencia que demostraba con sus alumnas y la ternura con que les hablaba a las niñas pequeñas. Y en más de una ocasión había presenciado su buen humor. ¿Podría olvidar alguna vez la

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expresión de sus ojos cuando vio a una de sus alumnas manchada de pintura? En su rostro no se advertía el menor atisbo de enojo. Al contrario, había tenido que morderse el labio para no echarse a reír. Era una mujer buena y cariñosa, que daba más de lo que pedía para sí misma. Y al hacerlo se ganaba el afecto de las niñas, el respeto de sus semejantes y la inquebrantable lealtad de su directora.

En cuanto al descubrimiento de que hubiese estado enamorada de otro hombre, Oliver no quería admitir sus sentimientos al respecto. No tenía razón para sentir nada, ni había tenido el coraje de decirle a Helen que él habría hecho lo mismo que su padre si hubiera estado en su lugar. Conocía mejor que nadie las consecuencias de un matrimonio semejante. Pero cuando la vida de Helen sufrió un drástico vuelco tras la muerte de su padre y ella se vio forzada a trabajar para vivir, había seguido adelante con todo el valor y dignidad posibles. No, como Oliver había creído en un principio, valiéndose de artimañas y tentaciones.

Sí, Helen de Coverdale era una mujer admirable en todos los aspectos, y Oliver se maldijo a sí mismo por las ridículas posibilidades que había contemplado, creyendo que sería una mala influencia para su pupila. De hecho, Gillian haría bien en seguir el ejemplo de Helen. Y había otro detalle por el que Oliver podía estar complacido: Gillian había mejorado considerablemente su actitud desde que ingresara en la escuela. Parecía haber encontrado su lugar, y Oliver estaba encantado con la amistad que mantenía con Elizabeth Brookwell, una joven muy agradable y educada que procedía de buena familia.

Y lo aliviaba aún más que Gillian no hubiera mencionado ni una sola vez al señor Wymington. No había interpretado el papel de amante abandonada ni se había revolcado en la amargura y desesperación. En vez de eso se reía y comportaba como una joven sin preocupaciones en el mundo.

Sí, Sophie había acertado con la sugerencia de mandarla a Steep Abbot. Oliver estaba convencido de que cuando regresara a Hertfordshire a final de año habría superado por completo su encaprichamiento con el señor Wymington y estaría ansiosa por viajar a Londres para la temporada. Con un poco de suerte, encontraría a un caballero más digno de su posición social con el que podría casarse e instalarse, dejando así a Oliver libre para continuar con su propia vida.

De repente lo asaltó una duda inquietante. ¿Qué quería hacer él con el resto de su vida? ¿Qué iba a hacer cuando Gillian se casara y se marchara de su lado? ¿Cómo ocuparía su tiempo en los salones vacíos de Shefferton Hall?

¿Y por qué la imagen de Helen de Coverdale seguía rondándole la cabeza?

Abbot Giles se encontraba al oeste de la Escuela Guarding. Era una aldea pequeña con una iglesia y una parroquia a la que se podía llegar paseando por los jardines de la abadía, la que hasta unos meses antes había sido residencia del mezquino marqués de Sywell.

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Helen suspiró al pensar en la historia del crimen y en la fascinación que parecía ejercer sobre Gillian. Se había negado a hablar con ella del asunto, no porque careciera de información sobre el tema, sino porque había demasiado que contar. Y después de las sobrecogedoras revelaciones de la semana pasada… que le había contado Jane Emerson, quien a su vez se las había oído a Aggie Binns, la lavandera de Steep Ride, parecía que los rumores no acabarían nunca.

El conde de Yardley les había revelado finalmente a los investigadores la naturaleza de sus negocios con el marqués de Sywell. Al parecer, el conde había visitado al marqués para discutir la compra de la abadía, y supuestamente habían acordado un precio de doscientas mil libras. Helen había ahogado un gemido al oír la escandalosa suma, al igual que casi todos los aldeanos. ¿Cómo era posible que el conde estuviera dispuesto a pagar una cantidad semejante por algo que ya le pertenecía? Pero aún más desconcertante fue la disposición del conde para pagar la misma cantidad a la viuda de Sywell. Al fin y al cabo, según declaró el conde, ella no había tenido nada que ver con el deleznable comportamiento del marqués ni con el modo tan indigno en que había conseguido la abadía. Así pues, ¿por qué no podía beneficiarse de lo que legítimamente le correspondía?

Las noticias habían desatado un torrente de especulaciones en las aldeas. ¿Por qué el conde estaba dispuesto a pagar tanto dinero por la abadía? ¿Era sólo una astucia para sacar a la viuda de Sywell de su escondrijo? Muchos así lo creían. Era una opinión muy compartida, incluida Gillian, que Louise se ocultaba porque fue ella la que cometió el asesinato.

Otros creían que el conde había hecho una oferta muy generosa y que Louise sería una estúpida si no la aceptara. Si realmente era inocente del crimen, ¿por qué no se dejaba ver para aceptar el dinero?

Helen sacudió la cabeza, sin saber qué pensar. Hacía años que un escándalo de tales proporciones no azotaba la región. Las alumnas de la escuela recibían reprimendas continuamente por cuchichear sobre el tema. Pero ni siquiera Helen podía abstraerse de los rumores, y habría seguido divagando si no hubiera levantado la mirada y hubiese visto al señor Wymington de pie en el camino. Al ver la apuesta figura del caballero que amenazaba el futuro de Gillian y el de ella, se olvidó al instante del marqués y de todo lo relacionado con su muerte. Respiró hondo, irguió los hombros y caminó hacia él con todo el aplomo que pudo.

—Señor Wymington, gracias por haber accedido a verme.

—Tendría que ser muy estúpido para no ver a una dama tan hermosa —dijo él con una reverencia—. La ausencia de la señorita Gresham me hace pensar que no sabe nada de esta cita, ¿me equivoco?

—No. Pensé que sería mejor hablar con usted en privado.

—Por supuesto —dijo él, y asintió hacia el coche que tenía detrás—. ¿Le gustaría dar un paseo mientras hablamos o prefiere caminar?

Helen miró el carruaje y negó con la cabeza. No le gustaba la idea de estar en un coche cerrado con él.

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—Gracias, pero hace muy buen día y creo que será más agradable caminar un poco.

—Como desee, señorita de Coverdale.

—Por cierto, ¿cómo está su tío? —preguntó Helen mientras echaba a andar junto a él—. Espero que se encuentre mejor.

—Está casi recuperado del todo, gracias. Pero se sigue lamentando por haber perdido la oportunidad de conocerlas a usted y a la señorita Gresham.

Helen esbozó una pequeña sonrisa.

—Me alegra saber que se está recuperando.

—Es todo un detalle que se preocupe por su salud, considerando que ni siquiera está segura de su existencia. Oh, vamos, señorita de Coverdale, no se ofenda —se apresuró a decir cuando vio la expresión sorprendida de Helen—. Cuando le dije que estaba enfermo, usted no se creyó que hubiera un tío mío en la casa. Al igual que el señor Brandon, sospecha de cuáles son mis intenciones con la señorita Gresham.

—Veo que le gusta hablar claro, señor Wymington.

—Lo hago cuando me encuentro con gente que piensa igual que yo.

Helen frunció el ceño.

—¿Por qué cree que pienso igual que usted?

—Porque usted y yo no nacimos con tanta suerte como algunos, señorita de Coverdale. Tuvimos que luchar duro para ganarnos la vida, al no tener a nadie que nos la sirviera en bandeja de plata. Usted eligió ser profesora, y yo… elegí otros medios.

Un escalofrío recorrió la columna de Helen.

—¿A qué otros medios se refiere, señor?

—Mi querida señorita de Coverdale, no puedo creer que sea tan ingenua. Sabe muy bien que hay muchas maneras para que la gente como usted y yo se gane la vida sin tener que trabajar duro.

—Quizá debería explicarse mejor, señor Wymington. Tengo entendido que es oficial del ejército. ¿No está satisfecho con su vida?

Él soltó una brusca carcajada.

—¿Por qué habría de estarlo? La vida de un oficial no es digna de envidia. Mis gastos siempre exceden a mis ganancias. No voy a disculparme por desear una vida mejor.

—Si es la gloria y el ascenso lo que anhela, ¿por qué no busca una promoción?

—Por qué no puedo comprarla —admitió el señor Wymington con una sonrisa infantil—. Pero si me casara con una mujer rica, tendría la solución a todos mis problemas.

—¿Y la señorita Gresham es esa mujer?

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—¿Usted qué cree?

—Empiezo a creer que no es usted mejor de lo que sospechaba el señor Brandon.

Para ser un hombre con mala reputación, Wymington tenía una sonrisa angelical.

—Puede que no sea mejor, pero tampoco peor. Le tengo mucho cariño a Gillian. Es una chica encantadora y además tiene el dinero suficiente para que ambos vivamos cómodamente. Y lo que es más importante, me quiere tanto que hará cualquier cosa que le pida.

—¿Eso incluye rebelarse contra su tutor?

—Si es necesario, sí. Una mujer siempre tiene que elegir al hombre al que ama por encima del padre que la haya criado. Así funciona el mundo.

—Parece muy seguro de sí mismo, señor Wymington —dijo ella fríamente—. Lo cual no deja de sorprenderme, dadas las circunstancias. Sin duda sabrá que no voy a permitirle que se aproveche de Gillian de esa manera.

—¿Y qué vas a hacer, mi hermosa Helen? ¿Decirle que me has visto en privado y que has descubierto que soy el hombre taimado y sin escrúpulos que cree su tutor?

—Mi nombre es señorita de Coverdale —le recordó ella—. ¿Y por qué no habría de decírselo?

—Porque no te creerá. Sí, ya sé que te tiene en un pedestal, pero no aceptará tu palabra sobre la mía. Ni tampoco le gustará enterarse de esta cita secreta. Al señor Brandon no le gustaría enterarse, desde luego.

A Helen no la impresionó el comentario.

—¿Está amenazándome con decírselo?

—Lo haré si tengo que hacerlo. No soy estúpido, Helen. Un hombre tiene que emplear cualquier medio que esté a su alcance para conseguir su objetivo y asegurar su futuro. No me gustaría informar al señor Brandon o la señorita Gresham de que nos hemos reunido en secreto, pero no dudaré en hacerlo si lo considero necesario para proteger mis intereses.

—¿Y si le digo que tengo intención de contárselo yo misma al señor Brandon?

—Puedes contarle lo que quiera. Pero te sugiero que tengas presente una cosa: el señor Brandon no se enfadará tanto por esta cita como por el encuentro secreto que organizaste para Gillian y para mí en una casa desierta.

Era una verdad innegable, y Helen no supo qué responder. Todas sus sospechas sobre Sidney Wymington habían demostrado ser ciertas. No dudaría en usar el chantaje para conseguir su fin, ni en retorcer la verdad cuanto fuese necesario. Tanto él como Helen parecerían igualmente culpables, pero la diferencia estribaba en que Wymington podría convencer a Gillian. Tal y como él había dicho, Gillian respetaba y

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admiraba a Helen, pero si tuviera que tomar partido por alguien, no dudaría en hacerlo por el señor Wymington. Peor aún, si Wymington lo veía necesario podría volver a Gillian en contra de todos ellos.

—La señorita Gresham no cumplirá los veintiuno hasta dentro de cuatro años —dijo Helen tranquilamente—. Mientras no cuente con la aprobación del señor Brandon para casarse, ¿cree realmente que lo esperará a usted?

—Esperará mientras yo lo desee —fue la engreída respuesta de Wymington—. Cuando haya vuelto a Hertfordshire, será muy fácil para mí seguir viéndola. Y mientras esté aquí, sólo tengo que demostrarle mi absoluta devoción con los mensajes apropiados.

Helen estuvo a punto de perder el control.

—¡No podrá comunicarse con ella!

—¿Y cómo piensas impedirlo, Helen? Es muy fácil hacerle llegar mis cartas. Puede que tú no quieras ayudarme, pero hay muchas jóvenes en la escuela que estarían dispuestas.

Helen se detuvo bruscamente en mitad del camino. Ahora sabía que había sido una estupidez pensar que podría convencer a aquel hombre para que desistiera en su empeño. Al hacerlo, no sólo había puesto en peligro el futuro de Gillian, sino también el suyo.

—Creo que ya nos hemos dicho todo lo que había que decir, señor Wymington —dijo categóricamente, con los ojos ardiéndole de furia y rencor—. Puede amenazarme cuanto quiera, pero no le servirá de nada. Voy a hablarle de su conducta al señor Brandon. Le escribiré hoy mismo y le contaré lo que está usted tramando. También le haré saber a Gillian la clase de hombre que es, y haré todo lo que esté en mi mano para cambiar la opinión que nene esa joven inocente de usted.

El señor Wymington exhaló un suspiro de resignación.

—Haz lo que quieras, mi querida Helen. Tú también tienes derecho a opinar, desde luego. Pero ya veremos quién sale vencedor. Te has equivocado al amenazarme, querida, porque estoy en una posición mucho mejor que tú. Unas pocas palabras al oído de Gillian bastarán para robarle tu afecto… y una nota a la señora Guarding para dejarte sin empleo. No creo que tengas dificultad para encontrar otro trabajo.

El señor Wymington se acercó y le agarró la barbilla con las manos, echándole la cabeza hacia atrás para obligarla a mirarlo a los ojos.

—Eres una mujer extraordinariamente hermosa, y cualquier hombre estaría encantado de alojarte. Yo mismo estaría dispuesto a convertirte en mi amante, pero dudo que pudieras satisfacerme en la cama sabiendo lo que sientes por mí ahora.

—¡Es usted un hombre despreciable! —espetó ella, apartando la cabeza—. ¿Cómo se atreve a hablarme de esa manera?

—Sólo estoy diciendo la verdad, querida. Puede que te lo pases muy bien enseñándoles a tus alumnas cómo hablar la lengua del amor, pero los

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dos sabemos que no es ahí donde reside tu verdadero talento. Tu belleza hechizaría a cualquiera, y harías bien en aprovecharte antes de que sea demasiado tarde.

—¡No pienso seguir escuchándolo!

Wymington fingió ofenderse.

—Me gustaría que me llamaras Sidney, ya que vamos a seguir viéndonos durante una temporada.

—No volveré a verlo nunca más —declaró ella, luchando contra el pánico que le revolvía el estómago—. Y no voy a permitir que arruine la vida de esa joven.

Wymington se echó a reír con una risa astuta e inquietantemente sensual.

—La ruina no siempre es tan grave como parece, Helen. Gillian puede ser muy joven, pero ansia vivir una aventura romántica y yo puedo dársela. Vamos, sé sincera conmigo. ¿Nunca has deseado tener una aventura en tu vida? ¿Habrías rechazado una oportunidad como ésta si te hubieras encontrado en una situación similar a tu edad?

Sus palabras traspasaron el corazón de Helen, y por un momento fue incapaz de hablar. Ella había estado en una situación similar, desesperadamente enamorada de un hombre al que no podía tener. Tan desesperada, que cuando Thomas le sugirió que se fugaran juntos, Helen ni siquiera se había detenido a pensar en las consecuencias. Había accedido al plan, sabiendo que podrían casarse en cuanto cruzaran la frontera escocesa. Naturalmente, la fuga nunca tuvo lugar. Su padre se enteró de sus planes y, de no ser por las suplicas de Helen, le habría hablado al deán del vergonzoso comportamiento de Thomas. Helen le prometió a su padre que si permitía a Thomas quedarse en la iglesia, ella nunca volvería a verlo. Y eso fue lo que ocurrió.

Pero en los meses siguientes Helen aprendió lo difícil que era la tarea que se había impuesto. Vivir en la misma aldea que el hombre al que amaba y al que sabía que no podía hablar ni saludar había sido la peor de las torturas posibles. Pero en ningún momento flaqueó. Se mantuvo firme e hizo todo lo que su padre le había pedido… aunque no podía negar que había estado dispuesta a dejarlo todo por Thomas.

Respiró hondo y se apartó unos pasos de él.

—No tengo nada más que decirle, señor Wymington, aparte de advertirle que hoy se ha ganado una enemiga.

—Lamento oír eso, Helen, pero no intentaré que cambies de opinión. Me limitaré a decirte adiós hasta que nos volvamos a encontrar —dijo al tiempo que hacía una reverencia. Cuando se enderezó, Helen vio que sus ojos brillaban de maldad—. Y ten por seguro que nos volveremos a encontrar.

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Capítulo DiezHelen sólo podía pensar en una cosa mientras corría de vuelta a la

escuela. Tenía que hablar con Gillian y convencerla de que el señor Wymington era un mentiroso al que no debía ver nunca más. Pero ¿cómo iba a conseguirlo? No sabía ni cómo empezar la conversación.

«De la única manera que puedes empezarla», se dijo a sí misma. «Contándole toda la verdad de lo sucedido… incluyendo la cita de hoy».

Se mordió pensativamente el labio mientras pasaba junto a la abadía Steepwood. Sí, tenía que contarle lo que el señor Wymington le había dicho, pero la pregunta era ¿la creería Gillian? Ya sospechaba que estaba del lado de Oliver. Desde la visita al castillo Ashby, Gillian había comentado varias veces lo atento que se había mostrado Oliver con ella y lo mucho que parecía haber disfrutado de su compañía.

Helen se había apresurado a negarlo, naturalmente. Le había asegurado a Gillian que el señor Brandon sólo se había comportado como un anfitrión atento y educado, y cuando la chica le recordó el tiempo que habían pasado a solas, Helen respondió que ni ella ni el señor Brandon habían querido interrumpir la diversión de las dos jóvenes.

Gillian no se había creído ni una palabra. Y a juzgar por su sonrisa de complacencia, era evidente que se había formado su propia impresión sobre lo que estaba ocurriendo entre su tutor y su profesora. Por tanto, era muy improbable que creyera a Helen.

La situación distaba mucho de ser favorable, y cuando Helen se levantó a la mañana siguiente no estaba más cerca de resolver el problema de lo que había estado al irse a la cama. Siguió pensando en ello durante todo el día, pero el domingo por la mañana, cuando se disponía a ir a la iglesia, aún no había tomado una decisión. Por desgracia, los asuntos se precipitaron entonces tan rápidamente que Helen ni siquiera pudo anticiparse.

Todo empezó cuando Oliver apareció inesperadamente después de que salieran de la iglesia e invitó a Gillian y a Helen a dar un paseo en coche.

—Oh, Oliver, qué buena idea —exclamó Gillian—. Me encantaría dar un paseo, y seguro que a la señorita de Coverdale también —le echó una mirada de complicidad a su profesora—. Los dos parecíais llevaros muy bien en el castillo Ashby.

Helen sintió que se ponía colorada.

—Gracias, señorita Gresham, pero no creo que sea apropiado que os acompañe hoy.

—Desde luego que sí —replicó Gillian—. Será más divertido que volver a la escuela. ¿Nos invitarás a tomar algo, Oliver?

—Podría ser.

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—En ese caso, no os acompaño —se apresuró a decir Helen.

—¿No come usted, señorita de Coverdale? —le preguntó Oliver con un brillo en los ojos.

—Claro que sí, señor, pero no a costa de alguien.

—Disculpe, señorita de Coverdale. Helen se giró y se encontró con Sally Jenkins.

—¿Sí, señorita Jenkins? ¿Qué ocurre?

—Lamento interrumpirla, señorita, pero me han entregado esto para usted.

Helen bajó la mirada al paquete que Sally le tendía y frunció el ceño.

—¿Qué es esto?

—No lo sé, señorita. El caballero me dijo que se lo entregara en cuanto saliera de la iglesia.

—¿Qué caballero?

—El señor Wymington, señorita.

Helen oyó el grito ahogado de Gillian, pero era la reacción de Oliver la que más temía. Lo miró y vio cómo la sonrisa se esfumaba de su rostro, reemplazada por una expresión de absoluto desconcierto.

—¿Wymington está aquí?

—No… no lo sé. Señorita Jenkins, ¿el caballero dijo que su nombre era Wymington?

—Sí, señorita. Me hizo repetirlo dos veces para que no lo olvidara.

—Pero… ¿dónde lo has visto?

—Entre los feligreses. Me dijo que le diera esto, porque se lo había dejado en su coche.

—¿En su coche? —repitió Gillian, con una expresión que reflejaba su horror y angustia—. Pero… ¿cuándo ha estado usted en el coche del señor Wymington?

—No he estado —respondió Helen con el corazón desbocado—. No tengo ni idea de qué significa todo esto.

—¿Pero ha visto al señor Wymington?—preguntó Oliver con un tono de voz que no dejaba lugar a dudas.

Helen alzó la vista y se estremeció al ver su mirada de hielo.

—Señor Brandon, creo que sería mejor que hablásemos de esto en privado…

—Le he hecho una pregunta, señorita de Coverdale. ¿Ha visto al señor Wymington en Steep Abbot o en los alrededores?

Helen suspiró con dolor y resignación. Lo único que podía decirle era la verdad.

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—Sí. Concerté una cita con él el viernes por la tarde en Abbot Giles.

—¿Concertó una cita con él? —volvió a repetir Gillian—. No lo entiendo. ¿Por qué quería hacer algo así?

—Antes de responder, creo que debería abrir el paquete y ver lo que el señor Wymington le ha devuelto —sugirió Oliver con voz fría y reprobatoria. Helen se arriesgó a mirar a Gillian, vio la duda y el desconcierto en sus ojos y volvió a mirar el paquete. Retiró el envoltorio con dedos ligeramente temblorosos y, para su asombro, se encontró con uno de sus guantes nuevos.

—Ése es su guante, señorita de Coverdale —exclamó Gillian—. Se lo he visto en varias ocasiones.

Helen miró la prenda sin salir de su asombro. Se parecía a su guante, en efecto. Pero, ¿cómo había llegado a poder del señor Wymington? No se lo había dejado en la casa de su supuesto tío la tarde en que ella y Gillian fueron a visitarlo, ni se lo había quitado cuando se encontró con él en Abbot Giles.

—Se parece mucho, sí, pero no… no puede ser el mismo.

Oliver lo agarró y lo examinó atentamente.

—¿De dónde sacó estos guantes, señorita de Coverdale?

—Me los envió una buena amiga mía.

—¿De Londres?

—Sí.

Oliver asintió.

—Conozco la tienda donde los fabrican. Son de una calidad exquisita y no son nada baratos. Unos guantes como éstos no se suelen ver por aquí, por lo que sólo me queda suponer que son suyos.

—Pero es imposible que el señor Wymington estuviera en posesión de este guante.

—¿Por qué? ¿No los llevaba puestos cuando lo vio en Abbot Giles?

—Sí, pero no me los quité. Y es imposible que se quedara en el coche del señor Wymington, porque nunca he estado en su coche…

—¿Y por qué tendría que decir lo contrario? —preguntó Gillian.

Helen buscó alguna explicación plausible, pero sólo pudo sacudir la cabeza. Algo le decía que Wymington había planeado todo aquello. Había querido humillarla delante de Gillian y hacerla parecer embustera, y lo estaba consiguiendo.

—Gillian, vuelve a la escuela con la señorita Brookwell y espérame allí —ordenó Oliver de repente.

—Pero, Oliver…

—Haz lo que te digo. Quiero hablar con la señorita de Coverdale a solas.

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Compungida y un poco confusa, Gillian se dio la vuelta y se alejó lentamente. Miró por encima del hombro unas cuantas veces, con una expresión que reflejaba su profundo abatimiento.

Oliver esperó hasta que se perdió de vista y se volvió hacia Helen.

—Y ahora, señorita de Coverdale, ¿le importaría explicarme qué significa todo esto?

Helen se aclaró la garganta.

—Sinceramente, señor, no tengo ni idea…

—Por favor, no me tome por idiota —le advirtió él con expresión severa—. Lo que importa no es que sea su guante o no, sino que ha visto a Sidney Wymington y que no me lo ha dicho.

—Pero tengo una buena explicación…

—Si hay una explicación, dudo que sea buena —espetó Oliver—. Si concertó una cita con el señor Wymington, he de suponer que sabía qué aspecto tenía. Y eso significa que lo vio antes del viernes por la tarde en Abbot Giles, ¿no es así?

Helen asintió de mala gana.

—Sí, pero…

—¿Y estaba Gillian con usted?

Helen no se atrevía a decirle que había llevado a Gillian a ver al señor Wymington a Abbot Quincey. No sin explicar por qué lo había hecho. Pero sí podía contarle los detalles del primer y fortuito encuentro que habían tenido en el camino. Oliver no la culparía por eso.

—Sí, lo estaba. El señor Wymington apareció de repente mientras volvíamos a la escuela después de salir de la iglesia.

Las chispas brotaron en los ojos de Oliver.

—¿No le pareció un poco extraño, considerando que el señor Wymington reside en Hertfordshire?

Helen empezó a perder la calma.

—Pues claro que me pareció extraño.

—¿Y a pesar de ello concertó una cita con él en Abbot Giles?

—No exactamente…

—¿No exactamente?

Helen cerró los ojos. Parecía que con cada palabra se estaba hundiendo más en un hoyo.

—Concerté una cita con él… después de haberlo visto en casa de su tío en Abbot Quincey.

Por un momento el silencio se cernió sobre ambos. Entonces, como un volcán, la furia de Oliver entró en erupción.

—¿Lo vio en casa de un familiar?

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—Señor Brandon, le aseguro que…

—No quiero que me asegure nada, señorita de Coverdale. Dígame tan sólo que Gillian no la acompañó a esa visita.

—Si me permite hablar…

—¡Maldita sea, mujer, responda a mi pregunta! ¿Fue Gillian con usted a ver al señor Wymington?

Helen se estremeció por la ira que brotaba de sus palabras.

—Sí, pero si me permite explicárselo…

—¡No! ¡No quiero oír nada más! Dejé muy claro que Gillian no podía tener ningún tipo de contacto con el señor Wymington, y aun así me entero hoy de que no sólo lo ha visto usted, sino que también ha expuesto a Gillian. No puedo decir que esté contento, señorita de Coverdale. ¡De ninguna manera!

Al poco rato, Oliver detenía los caballos delante de la escuela.

—¿Ha vuelto la señora Guarding de la iglesia? —le preguntó al joven mozo que acudió corriendo a sujetar los caballos.

—Sí, señor. Hace unos minutos.

—Bien —le tendió las riendas al chico y le ordenó que cuidara de los caballos hasta que él regresara. Subió los escalones de piedra de dos en dos, abrió la puerta principal con más violencia de la necesaria y subió al despacho de la directora. Llamó a la puerta y entró sin apenas esperar respuesta—. Señora Guarding. He venido a expresarle mi más profunda decepción con usted y con un miembro de su personal.

La sonrisa de bienvenida que se había formado en el rostro de la directora se esfumó al instante.

—Señor Brandon… ¿qué ha ocurrido?

—Ha ocurrido lo que intenté impedir que ocurriera al prevenirla.

—¿Quiere tomar asiento?

—Estoy demasiado alterado para sentarme —dijo él, andando de un lado a otro del despacho—. Me acabo de enterar de que mi pupila ha visto a Sidney Wymington y que la señorita de Coverdale lo hizo posible.

—¿La señorita de Coverdale? —preguntó la directora sin disimular su escepticismo—. Estoy segura de que ha habido algún error. No puedo creer que Helen hiciera algo así.

—Lamento tener que informarla de que así ha sido. Lo he descubierto hace escasos minutos. Había pensado llevar a Gillian y a la señorita de Coverdale de paseo, pero mientras hablaba con ellas una de las estudiantes le entregó un paquete a la señorita de Coverdale. Parece que se dejó uno de sus guantes en el coche del señor Wymington.

La señora Guarding ahogó un débil gemido y se apoyó contra la esquina del escritorio.

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—¿Está seguro de que era su guante?

—Me importa un bledo que lo fuera o no —espetó Oliver—. Lo que importa es que ha visto al señor Wymington en tres ocasiones, la más reciente en un encuentro que concertó ella misma en una aldea cercana. Pero lo que más me preocupa es que le permitiera a Gillian tener contacto con él.

El rostro de la señora Guarding se había puesto pálido.

—Señor Brandon… no sé qué decir…

—No hay nada que decir, señora Guarding —la interrumpió él—. Confié en usted para mantener a Gillian a salvo de ese hombre, pero veo que estaba equivocado… especialmente respecto a la señorita de Coverdale. Empiezo a preguntarme si todo lo que me contó fueron invenciones suyas.

—Señor Brandon, comprendo que esté enfadado. Y aunque no tengo ni idea de lo que está pasando, tengo intención de averiguarlo. Pero usted no tiene ningún motivo para poner en duda la palabra de la señorita de Coverdale.

—Por Dios, señora Guarding, ¿de verdad se espera que me lo crea? —Oliver soltó una carcajada seca y amarga—. Esa mujer ha actuado a mis espaldas y ha hecho exactamente lo que pedí que no hiciera. Sabía lo que pensaba yo del señor Wymington, y aun así permitió que este abominable encuentro tuviera lugar. Es inaceptable. Le exijo que tome medidas de inmediato.

La señora Guarding asintió con expresión preocupada.

—Sí, naturalmente. Hablaré con ella en cuanto regrese.

—Espero que haga algo más que hablar con ella, señora Guarding. Quiero que despida a la señorita de Coverdale. Si no lo hace, me aseguraré de que ninguna alumna de noble familia vuelva a poner un pie en esta escuela —se giró sobre sus talones y se dirigió hacia la puerta—. Mis negocios me obligan a marcharme mañana por la mañana, pero me quedaré en Angel a pasar la noche. Puede enviarme un mensaje allí con su decisión.

Helen no volvió a ver a Oliver aquella tarde. Sabía que había hablado con la señora Guarding y había supuesto que hablaría también con Gillian, pero aparte de eso no tenía ni idea de lo que estaba planeando. Se sentó en el borde de su cama y volvió a leer la carta que la había estado esperando al volver de la iglesia.

Querida Helen

Espero que la señorita Gresham y el señor Brandon se quedaran impresionados por la devolución de tu guante desaparecido. Un gesto muy simple, pero muy efectivo. No eres rival para mí, querida. Harías bien en recordarlo.

SCW

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Aquello era a lo que se había referido el señor Wymington cuando le dijo que haría lo que fuera necesario para conseguir su objetivo. Todo había sido una artimaña para desprestigiarla delante de Gillian. Obviamente, había convencido a una de las alumnas… Dios sabía con qué clase de argucias, para que sacara el guante de su habitación y se lo llevara. Y no había podido elegir mejor momento para devolvérselo. Sabía que Gillian y ella estarían juntas después de salir de la iglesia, por lo que la entrega del guante haría pensar a Gillian que se habían visto. La presencia de Oliver para contemplar su humillación había sido un aliciente inesperado.

Helen intentó ignorar el dolor que le traspasaba el pecho mientras pensaba en Oliver y en su reacción. ¿Podría olvidar algún día la mirada que le había lanzado cuando le oyó mencionar el nombre del señor Wymington? ¿Podría borrar alguna vez el recuerdo de su expresión decepcionada y furiosa? Mucho se temía que no. Hasta ese momento no se había dado cuenta de lo mucho que significaba la opinión que tuviera Oliver de ella. Se había quedado muy complacida cuando lograron resolver sus diferencias, y había disfrutado más de lo que quería admitir del tiempo que había pasado con él en el castillo Ashby.

Pero todo eso ya no importaba. Había cometido una terrible equivocación que le había hecho perder no sólo el respeto de Oliver, sino también su propia credibilidad. Oliver debía de estar cuestionándose todo lo que ella le había contado. Incluso podría volver a sospechar que había sido ella la que provocó a lord Talbot, a pesar de lo que éste hubiera confesado en su estado de embriaguez.

¿Y la señora Guarding? ¿Qué haría si la directora la echaba de la escuela? Arrugó el rostro en una mueca. Había infringido las reglas, desoyendo las órdenes y actuando por su cuenta y riesgo. A la directora no le quedaría otra alternativa que despedirla.

Oyó unos golpes vacilantes en la puerta y se quedó helada.

—¿Sí?

—¿Señorita de Coverdale?

Helen ahogó una exclamación y abrió rápidamente la puerta.

—Gillian, ¿qué haces aquí?

—Tenía que verla —respondió la chica, entrando en la habitación y dejándose caer en la cama—. Oliver está muy furioso.

—Sí, lo suponía. ¿Ha sido muy duro contigo?

A Gillian le temblaba el labio inferior.

—No me ha dicho nada. Creo que no podía encontrar las palabras. Pero tengo miedo de que vaya a sacarme de aquí.

El tono lastimero de la joven casi le rompió el corazón a Helen.

—Oh, Gillian. Lo siento mucho…

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—¿Por qué tuvo que decirle que yo había visto al señor Wymington? Nunca lo hubiera descubierto si usted lo hubiese mantenido en secreto.

—No podía mentirle, Gillian. Ya estuvo bastante mal que hiciéramos algo a escondidas. Ocultarlo con mentiras habría sido aún peor. Además, ya sabía que había visto al señor Wymington.

—Pero ¿por qué fue a Abbot Giles a ver al señor Wymington?

Helen se esperaba aquella pregunta, pero aun así no era fácil responder.

—Porque estaba… preocupada por algo que me dijo cuando salíamos de casa de su tío.

—¿Por qué? ¿Qué le dijo?

Helen deseó que hubiera algún modo de suavizar el golpe que Gillian estaba a punto de recibir, pero sabía que era inevitable.

—Gillian, el señor Wymington no ha sido del todo sincero contigo en lo que se refiere a sus sentimientos.

Gillian se quedó muy rígida.

—¿Qué quiere decir?

—Quiero decir que tu tutor tenía razón. El señor Wymington me confesó que la verdadera razón por la que te cortejaba era porque quería conseguir una novia rica.

—¡No!

—Ojalá no fuera así…

—¡No! ¡No es verdad! —gritó Gillian, levantándose con los ojos ardiéndole de ira—. Me lo está diciendo para que yo piense que no me quiere. ¡Pero él me quiere! ¡Me lo dijo él mismo!

—El señor Wymington te dijo todo lo que creyó necesario para convencerte, Gillian. ¿Es que no lo ves? —la agarró por los hombros y la sacudió suavemente—. No es un hombre rico, pero sabe que podría serlo si se casara contigo.

—¡Pero el dinero es mío!

—Sí, pero cuando una mujer contrae matrimonio todo lo que posee pasa a ser propiedad de su marido. No podrías decidir cómo gastar tu dinero ni en qué.

De repente, Gillian se sacudió con violencia para quitarse sus manos de encima.

—Le gusta, ¿verdad?

Helen se puso pálida.

—¿Cómo dices?

—Le gusta el señor Wymington —repitió la joven, enardecida—. Por eso fue a verlo.

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Helen se estremeció al recibir la acusación.

—Pues claro que no. ¡Qué tontería!

Pero Gillian sacudió la cabeza y retrocedió hacia la puerta.

—No, no es una tontería. Él me previno contra esto. Me dijo que usted haría cosas terribles para ponerme en su contra, porque está celosa y quiere quedarse con él. Pero yo no lo creí —miró a Helen con expresión atormentada—. No quise creerlo.

—Gillian, ¿qué quieres decir con qué te había prevenido contra mí? ¿Has tenido contacto con él?

—No es asunto suyo —exclamó Gillian.

—Sí, Gillian, lo es. ¿Has recibido alguna carta suya?

—Muy bien… ¡Sí, la he recibido! —declaró la joven en tono desafiante—. Y quiero que me devuelva las otras que le dio para mí. ¡No tiene derecho a quedárselas! ¡Son mías!

Aturdida, Helen se echó hacia atrás. ¿Cómo era posible que hubiesen llegado a esa situación?

—Gillian, escúchame. El señor Wymington no podía escribirte, y no debió intentar hacerlo a través de mí. El señor Brandon prohibió expresamente que hubiera el menor contacto entre vosotros.

—No creo que fuera ése el caso —replicó Gillian—. A usted le gusta el señor Wymington y no soportaba que me escribiera a mí.

—¡Eso es absurdo!

—No, no lo es. ¡El señor Wymington es un hombre maravilloso! Cualquier mujer estaría orgullosa de tenerlo a su lado. Y usted no es más que una vieja solterona incapaz de encontrar un hombre —le espetó, fuera de sí—. Por eso intentó arrebatarme el mío.

Helen gimió de dolor por la cruel acusación.

—Yo jamás haría algo así…

—Sí que lo haría. ¡Espero que la señora Guarding la despida y la eché de aquí lo antes posible! —bramó Gillian mientras abría la puerta—. ¡Porque yo no quiero volver a verla!

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Capítulo OnceLa señora Guarding envió a alguien a buscarla treinta minutos

después. Helen fue al despacho de la directora con el corazón en un puño. Su mundo se desmoronaba y no había nada que pudiera hacer para impedirlo. Primero había sido Oliver, luego Gillian, y ahora estaba a punto de recibir el castigo de la señora Guarding. ¿Acabaría alguna vez aquel fatídico día?

—Así que tomaste parte en el encuentro entre Gillian y el señor Wymington —le dijo la señora Guarding cuando Helen terminó de contarle los hechos.

—Lo único que hice fue permitir que se vieran —dijo Helen con un profundo suspiro—. Tenía que saber si el señor Wymington era tan malvado como creía el señor Brandon. Se me ocurrió que si observaba sus modales y escuchaba su conversación con la señorita Gresham, tal vez descubriera algo que confirmara las sospechas del señor Brandon.

—Y lo descubriste.

—Sí.

—Y por eso fuiste a verlo otra vez a Abbot Giles.

—Sé que piensa que no quería creer al señor Brandon por culpa de mi pasado, señora Guarding, pero tenía que averiguar la verdad por mí misma. Pensé que si podía demostrarle a Gillian la hipocresía del señor Wymington, ella podría entonces creer en la palabra de su tutor.

—Y sin embargo, a pesar de lo que pudiste averiguar sobre el señor Wymington, Gillian sigue enamorada de él.

Helen asintió a pesar de sí misma.

—Sí, así es.

La señora Guarding se levantó y empezó a caminar lentamente por el despacho.

—Dices que Gillian y el señor Wymington han estado escribiéndose.

—Supongo que algunas de las chicas han estado ayudándolos a pasarse mensajes. El señor Wymington no dudaría en sobornarlas con golosinas o baratijas, y, al fin al cabo, ninguna tendría razón para pensar que estaban haciendo nada malo. Únicamente el personal docente tenía constancia de la prohibición. Las chicas pensarían que era todo muy romántico, algo así como Romeo y Julieta.

—Mmm… y mira adonde los llevó su amor —murmuró la señora Guarding—. Estamos metidas en un buen lío, querida. El señor Brandon ha amenazado el futuro de la escuela si no te despido, aunque tus razones para hacer lo que hiciste, no así el modo de hacerlo, son dignas de elogio. Sobre todo al descubrir las verdaderas intenciones del señor Wymington.

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Por desgracia, una vez más me veo obligada a elegir entre lo que considero justo y lo mejor para la escuela.

Helen cerró los ojos.

—Lo siento mucho, señora Guarding. Nunca imaginé que llegaríamos a esta situación. No era mi intención crearle tantos problemas.

—Lo sé, querida, pero desafortunadamente no bastará con lamentarlo para solucionar el problema —la señora Guarding volvió a suspirar—. Vuelve a tu habitación, Helen. Lo consultaré con la almohada y os comunicaré mi decisión a ti y al señor Brandon por la mañana.

—¿El señor Brandon ha vuelto a Hertfordshire?

—No. Se hospeda en Angel, pero me ha pedido que le comunique mi decisión antes de marcharse mañana por la mañana. ¿Te he dicho que también tiene intención de sacar a Gillian de la escuela?

—¡No! —exclamó Helen con un grito ahogado.

—Creo que su idea es casarla lo antes posible.

Helen sintió que sus ánimos decaían aún más.

—Gillian no lo soportará. Me extraña que no me lo haya dicho.

—Seguro que no lo sabe. El señor Brandon no querrá preocuparla antes de llegar a casa, para evitar que pueda hacer alguna estupidez.

Era lógico, pensó Helen tristemente. Oliver no confiaba en Gillian, y no había modo de predecir lo que podría hacer la chica en su estado actual.

—Por cierto, será mejor que no veas a Gillian hasta que haya tomado mi decisión —le aconsejó la señora Guarding—. Sin duda se estará sintiendo muy mal por todo lo que ha pasado.

Helen recordó las cáusticas palabras de la joven y asintió con pesar.

—Sí, seguro que en estos momentos estará sufriendo horriblemente.

Helen volvió a su habitación y reflexionó largamente sobre la situación en la que se encontraba. Cuanto más pensaba sobre ello, más se daba cuenta de que no sólo estaba en juego su futuro, sino también el de Gillian. Había que proteger a la joven de los hombres sin escrúpulos como Sidney Wymington, pero ¿cómo? Helen conocía bien a Wymington y sabía que haría lo que estuviera en su mano para continuar cortejándola en secreto.

Pero ¿la decisión de Oliver de mandarla de vuelta a casa y buscarle un matrimonio de conveniencia sería la respuesta adecuada? No había duda de que buscaría a un hombre respetable. Un pretendiente de avanzada edad, tal vez, alguien digno de confianza y que pudiera sosegar los ánimos de Gillian. Pero Gillian se encontraba en un estado emocional muy alterado. ¿Cómo reaccionaría cuando su hermanastro le buscara un marido y la obligara a casarse por la fuerza? «¿Cómo puede saber lo que es mejor para mí si nunca ha estado enamorado?», se había quejado

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Gillian. «¿Cómo puede saber lo bonito que es estar cerca del ser amado si él nunca ha sentido amor?».

No necesitaba buscar la respuesta. La intervención de Oliver supondría el final de su relación con su pupila. Si Gillian no podía elegir al hombre con quien pasaría el resto de su vida, optaría por no volver a ver a Oliver.

Oliver estaba sentado en su habitación, acompañando sus reflexiones con una botella de Burdeos, cuando oyó unas pisadas acercándose por el pasillo.

—¿Señor Brandon? —lo llamó el posadero al otro lado de la puerta.

Oliver no se molestó en levantarse.

—¿Qué ocurre? —espetó con voz áspera.

—Perdóneme, señor, pero abajo hay una joven dama que quiere hablar con usted.

Oliver frunció el ceño. ¿Una joven dama? ¿A esa hora de la noche? No era la clase de mujer a la que quisiera ver.

—Dile que me he acostado —respondió.

—Me ha dicho que le diga que viene de la escuela, señor.

¿De la escuela? Cielo Santo… ¿Gillian había ido a verlo?

Se levantó de un salto y se puso la chaqueta.

—Posadero, ¿tiene algún salón decente en la planta baja?

—Sí, señor.

—Bien. Acomode a la dama y dígale que bajaré enseguida.

Mientras se preparaba para bajar, Oliver se preguntó qué motivo tendría Gillian para ir a verlo a esas horas. ¿Querría disculparse por su conducta? Aquella tarde no había parecido dispuesta a hacerlo, pero había tenido unas cuantas horas para pensarlo. Tal vez había reconocido sus errores y estaba impaciente por enmendarlos.

Pero no era su díscola pupila quien lo aguardaba en el salón. La joven se retiró la capucha de la capa y Oliver se encontró con la imagen que tantas noches lo había tenido en vela.

—¡Señorita de Coverdale!

—Le ruego que me disculpe por venir a estas horas, señor Brandon, pero es de vital importancia que hable con usted cuanto antes.

—¿No la preocupa su reputación?

—Apenas me queda reputación por la que preocuparme —respondió Helen—. Pero por lo que tengo que decir merece la pena correr el riesgo.

A Oliver le costó un momento recomponerse. ¿Por qué la imagen de aquella mujer le provocaba estragos en su interior?

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—Creía que era Gillian quien quería verme —dijo con voz ronca—. Si lo hubiera sabido, me habría negado a recibirla.

Helen se sonrojó por la dureza del comentario.

—Lo sé. Por eso no le di mi nombre al posadero. Pero tenía que venir, señor Brandon. Tengo que hablar con usted sobre el futuro de Gillian.

La expresión de Oliver se ensombreció.

—Creo que debería preocuparse más por su propio futuro, señorita de Coverdale. Supongo que la señora Guarding la habrá informado de mi ultimátum.

—Lo hizo, y me ocuparé de ello en su debido momento. Pero ahora me preocupa mucho más el futuro de Gillian —dio un paso dudoso hacia delante—. Señor Brandon, ¿tiene intención de llevarse a Gillian de vuelta a Hertfordshire y buscarle un matrimonio concertado?

—Lo que haga con mi pupila no es asunto suyo, señorita de Coverdale.

—Oh, claro que lo es, señor Brandon. Está a punto de cometer un error fatal. Gillian cree en el amor por encima de todo. Para ella no hay nada más importante en el mundo.

—Por desgracia, tanto usted como yo hemos visto lo que ocurre cuando Gillian deposita toda su confianza en el amor —repuso Oliver—. Me parece que es normal que no quiera dejarla decidir por sí misma —se dio la vuelta y caminó hacia la ventana. ¿Por qué tenía que ser tan condenadamente difícil? ¿Por qué no podía enfadarse con ella y nada más?—. ¿Por qué permitió que Gillian viera al señor Wymington, contraviniendo mis órdenes? —le preguntó suavemente—. Usted sabía mejor que nadie lo que pensaba yo de ese hombre.

—Sí, pero tenía que comprobar por mí misma qué clase de persona era el señor Wymington.

—¿Y por qué tuvo que cuestionar mi opinión al respecto?

—Porque no podía estar segura de que sus razones para despreciarlo estuvieran justificadas. Oliver se giró para encararla con expresión ceñuda.

—¿Me toma por un ser insensible, señorita de Coverdale, o sólo por un tonto de remate?

Helen volvió a sonrojarse, pero hizo un valiente esfuerzo por mantenerse firme.

—Creo que, como hermanastro y tutor de Gillian, está celoso de que le entregue su afecto a otro hombre. Escuchando a Gillian hablar del señor Wymington, se podría pensar que es un dechado de virtudes.

Oliver soltó una brusca carcajada.

—He conocido a muchos hombres, señorita de Coverdale, y aún tengo que encontrarme con un dechado de virtudes. Sea como sea, no espero que Gillian demuestre tener mucho sentido común. Es joven e ingenua, y

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ha estado muy mimada y consentida. Pero espero que las personas que están a mi servicio y aquéllas en las que deposito mi confianza acaten mi voluntad, y usted no lo ha hecho. Por muy justificadas que considere sus acciones, no cambia el hecho de que me ha desobedecido deliberadamente —se volvió otra vez hacia la ventana y bajó la voz—. Confiaba en usted, señorita de Coverdale. Creí que sería una buena influencia para Gillian. Ella la respetaba, y también yo cuando empecé a conocerla mejor. Me torturaba la equivocación que cometí hace años, al creer que era algo que no era. Pero lo que he descubierto hoy demuestra que no es digna de mi confianza ni respeto.

Helen parpadeó con fuerza para reprimir las lágrimas.

—Señor Brandon, sé que no hay nada que pueda decir para excusar mi comportamiento, pero no he venido aquí para eso. He venido para hablar con usted de Gillian —dio un paso más cerca—. ¿Su intención es buscarle un marido a Gillian sin su consentimiento?

Oliver guardó silencio unos segundos, con la mirada perdida en la calle desierta a sus pies. ¿De verdad se preocupaba tan poco por su reputación que ni siquiera se molestaba en pedirle disculpas?

—Sí, así es —respondió con una voz desprovista de toda emoción—. Está claro que Gillian quiere casarse, de modo que cuanto antes le busque un marido, mejor será para todos.

—Ella nunca se lo perdonará —dijo Helen con mucha calma—. Gillian necesita estar enamorada del hombre con quien vaya a casarse. Se ahogará en una relación sin amor.

—Estamos de acuerdo en que la gente se casa por otros muchos motivos que nada tienen que ver con el amor, señorita de Coverdale —replicó él en el mismo tono inexpresivo—. Gillian necesita orientación en su vida. Le hace falta la mano firme de un marido que le diga lo que puede y lo que no puede hacer. Y como no confío en ella para encontrar al hombre adecuado, tendré que buscarlo yo.

Un silencio sepulcral siguió a sus palabras, tan sólo roto por el débil crepitar de las velas.

—Señor Brandon, le dijo a la señora Guarding que quería mi dimisión. Si acepto abandonar la escuela, ¿permitirá que Gillian se quede?

Oliver suspiró y se volvió lentamente para mirarla. Era una mujer extraordinariamente hermosa. A la débil luz de las velas, su belleza adquiría un aspecto casi etéreo. Contempló en silencio su delicado rostro ovalado y el pelo largo y oscuro que le caía en ondas relucientes sobre los hombros. Detuvo la mirada en la tentadora curva de su boca, en la exótica sensualidad de sus labios carnosos. Y supo que, si hubiera sido posible, habría hecho cualquier cosa por borrar aquella expresión de miedo e inseguridad de sus ojos.

Pero no podía. No podía echarse atrás. Su decisión era irrevocable, y después de aquella noche no volvería a ver a Helen.

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—No veo de qué serviría dejar a Gillian en la escuela —dijo con firmeza, intentando disimular sus remordimientos—. Al señor Wymington no le ha resultado difícil verla y escribirle durante los dos últimos meses. ¿Qué le hace pensar que cesaría en su intento sólo porque usted ya no estuviera?

Tenía razón, desde luego. Hasta que Gillian no decidiera por sí misma que no quería ver al señor Wymington, nadie podría detenerla. Tristemente, Helen se dio cuenta de que no había nada más que pudiera hacer.

—Señor Brandon, lamento profundamente la decepción que le he causado. Gillian me importa, y no soportaría ver cómo se arroja a los brazos de un hombre como Wymington. Pero me temo que al esforzarme por ayudar sólo he conseguido agravar la situación. Lo siento mucho. No era mi intención complicar más las cosas.

Oliver la miró a través de la habitación y se sintió invadido por un inexplicable deseo de abrazarla. Sabía que todo lo había hecho con la mejor intención posible, pero algo lo seguía reteniendo. La certeza de que Helen lo había traicionado no le permitía avanzar hacia ella. Podía aceptar que su intención hubiera sido ayudar a su pupila, pero no que lo hubiese engañado.

—¿Qué piensa hacer ahora, señorita de Coverdale? —le preguntó.

Helen le ofreció una media sonrisa.

—La señora Guarding me ha dicho que me comunicará su decisión por la mañana. Entonces decidiré lo que hago. Por ahora, no quiero robarle más tiempo —se echó la capucha sobre la cabeza y se dirigió hacia la puerta—. Gracias por escucharme, señor Brandon.

—¿Quiere que la acompañe a la escuela?—le preguntó Oliver, dando inconscientemente un paso hacia ella.

Helen negó rápidamente con la cabeza, pero con un brillo sospechoso en los ojos.

—Gracias, pero conozco bien el camino. Buenas noches, señor Brandon.

Cuando la puerta se cerró tras ella, Oliver cerró los ojos y soltó una prolongada exhalación.

—Buenas noches, mi querida Helen —murmuró—. Y… adiós.

Mucho antes de que el sol se elevara sobre el horizonte, Helen sabía lo que tenía que hacer. Había permanecido despierta casi toda la noche, dando vueltas en la cama mientras rememoraba con todo detalle los dolorosos sucesos de la última semana. Y después de ponderar todas las opciones, se decantó por la única que podía resolver la situación.

Se sentó en su escritorio y escribió dos cartas, sin pararse a considerar sus sentimientos mientras la pluma volaba sobre la hoja. Sabía que estaba haciendo lo correcto, porque no se trataba de ella. Lo estaba haciendo por la gente que quería.

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La primera carta era para la señora Guarding. En ella le agradecía a la directora que hubiera sido su fiel aliada y la oportunidad que le había dado para dar clases en la escuela. Continuaba diciéndole que, dado lo que había en juego, sentía que lo mejor era presentar su dimisión y marcharse de la escuela lo antes posible. De aquel modo, las exigencias del señor Brandon se verían cumplidas y el futuro de la escuela no correría peligro. Tal vez incluso reconsiderarse su postura y permitiera que Gillian permaneciera en la escuela.

La segunda carta era para Oliver, y su redacción le resultó mucho más difícil que la primera. Sus sentimientos se habían intensificado en las últimas semanas, hasta el punto de que se había enamorado desesperadamente de él. Era una tontería, sí, pero hacía tiempo que había dejado de buscarle la lógica al amor.

Por desgracia, también sabía que lo que sentía por él no podía tener la menor relación con lo que tenía que decirle. Porque aquella carta también la escribía por el bien de todos.

Selló las dos cartas y bajó rápidamente a la cocina. Le dio la carta para Oliver a uno de los mozos para que la llevara a la posada, y deslizó la otra bajo la puerta del despacho de la señora Guarding.

Entonces regresó a su habitación y empezó a hacer los preparativos para el día que tenía por delante.

Una vez tuvo que aprender a renunciar al amor de un hombre y seguir adelante. Seguro que podría conseguirlo de nuevo.

Oliver recibió la carta cuando se disponía a marcharse. La leyó lentamente, y las arrugas fueron apareciendo en su frente a medida que iba asimilando su contenido.

Querido señor Brandon,

Supongo que no le sorprenderá que le haya presentado mi dimisión a la señora Guarding. Debería haber acatado sus órdenes sin cuestionarlas, y lamento que mis buenas intenciones hayan causado tantos problemas.

Sin embargo, puedo asegurarle que sus sospechas con respecto al señor Wymington son ciertas. El caballero me confesó que el interés por su pupila era puramente económico y que está convencido del poder que ejerce sobre ella; un poder que no dudará en usar. Por ello estoy de acuerdo con usted en que lo mejor será llevarse a la señorita Gresham a Hertfordshire lo antes posible. Pero le aconsejo que no baje la guardia en ningún momento, pues estoy convencida de que Wymington no renunciará tan fácilmente a su presa.

Sólo le pido una cosa, señor Brandon. Que reconsidere su decisión de obligar a Gillian a casarse por la fuerza. Sería desastroso, tanto para ella como para la relación entre ustedes dos. Gillian cree que el amor es lo más importante del mundo, y por tanto tiene una visión idealista y romántica del matrimonio. Le sugiero que, si tiene que casarse, sea con el hombre que ella elija. Se olvidará del señor Wymington si el caballero que ocupe su lugar consigue ganarse su afecto sincero y no es un hombre por

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el que no sienta nada. Una vez más le pido disculpas por todo el mal causado.

Sinceramente, Helen de Coverdale

Oliver suspiró. De modo que había dimitido… Bien. Aquello era lo que quería, ¿no? Al fin y al cabo, si se permitiera que las profesoras y los sirvientes tomaran cartas en todo, sería la anarquía total. Había que ejercer un cierto control sobre ellos.

Pero entonces, ¿por qué se sentía tan miserable por todo aquel asunto?

Arrojó la carta a la cama y caminó lentamente por la habitación. ¿Qué haría Helen ahora? ¿Volvería al servicio? Seguramente. Pero esa vez no contaría con una carta de recomendación que le facilitara el camino. La señora Guarding no podría escribirle ninguna, teniendo en cuenta las circunstancias de su marcha.

Lo cual significaba que Helen tendría que solicitar un empleo inferior, quizá como doncella o la dama de compañía de una señora. Dudaba que volviera a trabajar como institutriz. Una mujer tan hermosa nunca podría estar a salvo en casa de ningún hombre.

Era muy extraño, pero no le gustaba pensar en Helen trabajando como institutriz, teniendo que defender su honor contra hombres como lord Talbot o Sidney Wymington. ¿Por qué le importaba lo que otros hombres le hicieran? Ella no significaba nada para él.

¿Por qué la idea de que otro hombre le hiciera el amor lo acuciaba a salir corriendo y hacer lo que estuviera en su mano para impedirlo?

La señora Guarding aceptó a regañadientes la dimisión de Helen.

—¿Qué harás ahora, Helen? —le preguntó mientras doblaba lentamente la carta.

Helen intentó adoptar una expresión valerosa.

—No estoy segura. Quizá solicite trabajo en una agencia doméstica, puede que como dama de compañía.

—¿No has pensado en volver a ser institutriz?

—No si puedo hacer cualquier otra cosa.

La señora Guarding asintió.

—Te entiendo, después de todo lo que ha pasado. Lamento mucho perderte, Helen. Helen asintió rígidamente.

—Yo también lamento tener que marcharme.

—Te escribiré una carta de recomendación, naturalmente. Con un poco de suerte te facilitará las cosas.

Helen la miró sorprendida.

—¿Haría eso por mí? Pero… no lo entiendo. No pudo escribirle una carta a Desirée.

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—No, porque su situación no era la misma que la tuya. En el caso de Desirée había testigos que presenciaron el incidente con lord Perry. En tu caso, las evidencias son meramente circunstanciales, y no te has visto envuelta en ningún acto vergonzoso. No veo la necesidad de castigarte por intentar ayudar a la señorita Gresham, aunque fuera de un modo equivocado.

Helen tragó saliva con dificultad, esperando que la directora no viera lo cerca que estaba de echarse a llorar.

—Es usted muy amable, señora Guarding. No esperaba un gesto como el suyo, después de todo lo que he hecho.

—Me duele verte marchar en estas condiciones —admitió la directora—. Tampoco estoy de acuerdo con la decisión del señor Brandon de llevarse a Gillian a Hertfordshire, y menos después de que hayas sacrificado tu trabajo.

Helen sonrió débilmente.

—Gracias, pero mi marcha no tiene nada que ver con su decisión. El señor Brandon habría hecho lo mismo, me quedara o no. Su plan es concertar un matrimonio para Gillian. Y me temo que eso será la gota que colme el vaso.

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Capítulo DoceOctubre, 1812

En el salón de Shefferton Hall, Sophie miraba a su hermano con expresión preocupada.

—¿Estás seguro de que no se puede hacer otra cosa, Oliver? Me parece una medida bastante drástica.

—Puede que sea drástica, pero me temo que no hay elección —dijo él. Estaba de espaldas a ella, mirando por la ventana a la oscuridad exterior—. Quiero que le encuentres un marido a Gillian para Navidad.

—Apenas hay tiempo.

—No hace falta mucho tiempo. Seguro que conoces a algún caballero adecuado que esté buscando esposa.

—Sí, bueno, pero no creo que sea del gusto de Gillian.

—Me da igual que le guste o no —declaró Oliver con severidad—. No se puede confiar en su buen juicio para elegir marido, así que tendremos que hacerlo nosotros. Y no pienso tolerar intromisiones de nadie.

—Si te refieres a la señorita de Coverdale, creo que estás siendo demasiado duro, Oliver —observó Sophie—. Me parece que esa mujer sólo intentaba ayudar.

Oliver tensó los rasgos de la cara.

—No quiero hablar de la señorita de Coverdale, Sophie. Mis instrucciones fueron muy claras, y confiaba en que se me obedeciera.

—Sí, pero gracias a su desobediencia la señorita de Coverdale te ha demostrado cuáles son las verdaderas intenciones del señor Wymington. Tú mismo dijiste que necesitabas pruebas.

—Es posible, pero no servirá para que Gillian cambie de opinión. Sigue convencida de que el señor Wymington es un… dechado —pronunció la palabra como la si la escupiera con repugnancia—. Por eso la quiero aquí, en Shefferton, donde pueda vigilarla de cerca. Al menos hasta que esté casada. Por la expresión de Sophie quedó claro que distaba mucho de estar satisfecha, pero se limitó a encogerse elegantemente de hombros, como si presintiera que sería imposible hacer cambiar de opinión a su hermano.

—Muy bien, si eso es lo que quieres, veré lo que puedo encontrar —dijo, y se quedó unos momentos pensativa—. Está el joven Nigel Riddleston…

Oliver se dio la vuelta.

—¿El hijo del barón?

—Sí. Es un joven muy agradable. Quizá no tan apuesto como el señor Wymington, pero sí muy atractivo. Y si la intuición no me engaña, ha

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estado mirando a Gillian con buenos ojos desde el concierto de lady Tingley el verano pasado.

Oliver asintió lentamente. Conocía al muchacho. Era un buen chico, ingenioso y responsable. Y su familia tenía dinero y propiedades. Sí, podría ser el pretendiente adecuado, pensó Oliver con alivio. Con un poco de suerte, Gillian llegaría a amarlo. A Oliver no le hacía gracia comprometer a su hermanastra en un matrimonio sin amor, pero estaba decidido a protegerla de Sidney Wymington.

—Gracias, Sophie. Si pudieras hablar con el señor Riddleston y ver si tiene algún interés, yo empezaré a preparar a Gillian.

Sophie lo miró con expresión inquieta.

—No le gustará nada, Oliver. Lo sabes, ¿verdad?

Oliver suspiró.

—Lo sé, mi querida hermana. Y también sé que no estás de acuerdo con mi decisión. Pero estoy convencido de que cuanto antes casemos a Gillian con un hombre de confianza, menos probabilidades habrá de que sea infeliz.

Helen estaba vaciando el pequeño armario en su aula cuando Gillian apareció en la puerta. Tenía una carta en mano y su rostro estaba mortalmente pálido.

—Señorita Coverdale… ¿es cierto? ¿Oliver piensa casarme con un hombre al que ni siquiera conozco?

Helen suspiró mientras se ponía en pie lentamente. Era la primera vez que Gillian le hablaba desde el domingo fatídico. Obviamente, la inquietud por los planes de su tutor era motivo más que suficiente para hacerle olvidar su enfado.

—Me temo que así es, Gillian. Se disgustó mucho por lo que ocurrió con el señor Wymington, y está impaciente por verte felizmente casada.

—Pero ¿cómo puede decir eso? ¡Mi felicidad no le preocupa en absoluto! —exclamó, agitando la carta en el aire—. Sólo quiere librarse de mí.

—Eso sí que no puedo creerlo. Y tú tampoco lo creerías si hubieras visto lo desgraciado que parecía sentirse la última vez que hable con él.

Gillian se desplomó en una silla. Su rostro era la viva imagen de la desolación.

—Oh, todo es tan horrible… Primero Oliver me dice que tengo que volver a Hertfordshire, y ahora me entero de que voy a casarme en Navidad. Y por encima de todo la culpa me corroe por haberla acusado de intentar arrebatarme al señor Wymington. ¿Qué habrá pensado de mí?

—Gillian, no es necesario que…

—Sí es necesario —la cortó ella—. ¿Cómo he podido acusarla, a mi mejor amiga, de un comportamiento semejante? Usted, que no ha hecho más que tratarme con bondad y cariño desde que llegué. Me avergüenzo

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de mí misma por haber pensado algo así —se levantó y se arrojó en brazos de Helen—. ¿Podrá perdonarme, señorita de Coverdale?

Invadida por un inmenso alivio, Helen soltó una temblorosa carcajada.

—Por supuesto que te perdono, mi querida niña. Fue un día muy intenso para todos nosotros, y creo que exageramos un poco con nuestras reacciones. Pero ahora tenemos que pensar en tu futuro y en lo que vas a hacer.

—No quiero volver a Hertfordshire, señorita de Coverdale. No quiero casarme con un desconocido. Prefiero quedarme aquí con usted.

Helen decidió no decirle por el momento que no iba a permanecer en la escuela. Se limitó a sonreír y a apartarle el pelo de la cara.

—Bueno, no estoy segura, querida, pero quizá si le prometes a tu tutor que no volverás a ver al señor Wymington…

—¿Cómo? Pero…

—Gillian, escúchame. Es la única manera de que tu tutor te permita quedarte. Tienes que entenderlo, porque de lo contrario no te quedará más remedio que volver a Hertfordshire y hacer lo que él te pida.

Contuvo la respiración mientras Gillian se daba la vuelta lentamente. Era imposible saber lo que estaba pensando.

—No creo que encuentre nunca a alguien tan maravilloso como el señor Wymington.

—Lo sé. Pero nunca lo sabrás a menos que lo intentes. Tal vez encuentres a alguien mejor.

Gillian sonrió, pero no fue una sonrisa sincera. La chica asintió a medias y salió de la habitación.

La conversación dejó a Helen con una fuerte sensación de angustia. No podía creer que Gillian fuera a cometer alguna imprudencia cuando ella se fuera, pero algo en su expresión la inquietaba bastante.

—Oh, Oliver, espero que estés haciendo lo correcto —susurró—. Y espero que saques a Gillian de aquí antes de que haga algo que todo tengamos que lamentar.

Oliver decidió que la Escuela Guarding no sería su primera parada al volver a Northamptonshire. En vez de eso se dirigió a Abbot Quincey y a la casa que supuestamente pertenecía al tío del señor Wymington, suponiendo que lo encontraría allí. Wymington no había vuelto a Hertfordshire ni se había dejado ver en Londres, lo que significaba que seguramente seguía en la región, esperando una oportunidad para ver a Gillian.

Bueno, pues no conseguiría salirse con la suya, decidió Oliver. Le diría a Wymington que si no se mantenía alejado de Gillian, tendría que sufrir las consecuencias. Hacía mucho tiempo que alguien tendría que haberlo puesto en su sitio.

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Después iría a la escuela y le diría a la señora Guarding que había reconsiderado su decisión con respecto a Helen.

Se había debatido encarnizadamente con su conciencia y había llegado a la conclusión de que no serviría de nada despedir a Gillian. No había cambiado de opinión respecto a sacar a Gillian de la escuela. Y puesto que el señor Riddleston parecía encantado con la perspectiva de cortejar a Gillian, no había ninguna razón para la venganza. Ya era bastante malo que la vida de Gillian fuera a sufrir un drástico vuelco, sin tener que hacerle lo mismo a Helen. Oliver no quería provocarle más sufrimiento innecesario.

Por desgracia, cuando llegó a Abbot Quincey y localizó la casa que estaba buscando, se la encontró cerrada a cal y canto y aparentemente deshabitada. —¿Está buscando al viejo que vivía ahí o al joven? —le preguntó una voz desde la calle.

Oliver se volvió y vio a una mujer de mediana edad junto a la verja. Iba sencillamente vestida y llevaba a un bebé en brazos, apoyado en una de sus anchas caderas. Una niña de unos cuatro años se aferraba a su falda, y un niño de pelo rubio jugaba en la tierra detrás de ella.

—Al joven —respondió Oliver—. Tenía entendido que estaba aquí, visitando a su tío.

—No sé nada de eso, señor —dijo la mujer—. Gorse Cottage lleva más de seis meses vacía. El viejo murió a principios de año. El dueño lo encontró cuando vino a cobrar el alquiler. Nadie lo echó de menos, naturalmente. Decían que tenía familia en Londres o en alguna otra parte, pero nadie vino nunca a visitarlo.

Oliver frunció el ceño.

—¿Y qué me dice del joven? ¿Cuándo lo vio por última vez?

—Hace una semana, creo… Calla, Jane, enseguida estoy contigo —la mujer suspiró y se aupó al bebé en la cadera—. Un joven muy apuesto. Lo vi llegar con dos chicas de la aldea, todos riendo y haciendo tonterías.

La furia brotó en el pecho de Oliver, pero se contuvo para no mostrarla.

—Le agradezco su ayuda, señora —se acercó a ella y sacó un soberano del bolsillo—. Tenga y cómprese algo para usted y su familia.

La mujer miró perpleja la moneda de oro.

—¿Un soberano? —susurró—. ¿Cómo puede darle tanto a una desconocida?

Oliver sonrió.

—Lo que me ha contado vale eso y más.

—Pues ojalá hubiera podido decirle más —se lamentó la mujer en tono jocoso. Le guiñó un ojo y se guardó la moneda en el bolsillo—. Muchas gracias, señor. Que tenga un buen día.

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Oliver se llevó la mano al sombrero y vio cómo se alejaba. Entonces se giró y miró la casa vacía. Había descubierto otra de las mentiras de Wymington. ¿Cuántas más quedarían por salir a la luz? Tal vez hubiera sido la casa de su tío, pero Wymington no había ido allí a visitarlo. Estaba usando la casa para sus propios planes… entre los cuales se incluía tener un nidito de amor en el que confiaba seducir a Gillian.

Un brillo peligroso se encendió en los ojos de Oliver. Encontraría a Sidney Wymington. Y cuando lo hiciera, le daría su justo merecido. La única pregunta era ¿dónde demonios estaba Wymington?

—Non credo di aver avuto il piacere —recitó Helen mientras escribía las palabras en la pizarra—. Lo que significa «no creo haber tenido el placer». Ahora bien, si conocéis a la persona que os están presentando, tenéis que decir…

—Credo che ci conosciamo —dijo Oliver desde la puerta.

Las niñas empezaron a soltar risitas tontas y Helen sintió cómo le ardían las mejillas.

—¡Señor Brandon!

—Señorita de Coverdale. Disculpe que interrumpa su clase.

Helen se dispuso a bajar la pizarra, con tan mala fortuna que se le cayó al suelo.

—No pasa nada —dijo. Se agachó para recogerla y se pisó el bajo del vestido—. Estábamos.. acabando por hoy —se dirigió a las niñas con una sonrisa—. Gracias, señoritas. A dotnani.

Las chicas respondieron a coro y salieron del aula después de recoger sus libros. Oliver esperó hasta que dejaron de oírse sus pisadas antes de entrar en la habitación.

—Así que ha decidido marcharse de la escuela.

Helen inclinó la cabeza.

—La señora Guarding me ha pedido que me quede hasta Navidad, ya que estamos faltos de personal. De lo contrario ya me habría marchado —evitó su mirada, deseando que no fuera tan difícil mirarlo—. ¿Ha venido para… llevarse a Gillian a casa?

—Sí. Lo habría hecho antes, pero pensé en hacerle una visita al señor Wymington. Fui a la casa donde supuestamente vivía su tío.

—¿Supuestamente?

—Una mujer que pasaba por allí me dijo que el hombre que habitaba en la casa murió hace seis meses.

—¡Seis meses! —exclamó Helen—. Pero entonces… el señor Wymington tenía intención de…

—Sí, creo que los dos sabemos cuáles eran las intenciones del señor Wymington —la interrumpió él—. Tenía una llave, por lo que seguramente fuera la casa de su tío, pero no vino para hacerle ninguna visita.

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—Señor Brandon, no sé qué decir…

—No hay nada que decir, salvo reconocer que los dos acertamos en nuestras suposiciones. Por eso creo que lo mejor será llevarme a Gillian a Hertfordshire lo antes posible. Me temo que tanto Wymington como Gillian harán lo posible por volver a verse —respiró hondo—, y que Gillian haría cualquier estupidez que Wymington le pidiera.

Helen se puso pálida.

—¿Cree que podrían fugarse?

—No descarto esa posibilidad. Mi opinión sobre Wymington no ha hecho más que empeorar en estas últimas semanas. Ese hombre no tiene un solo hueso decente en su cuerpo, y le agradezco a usted que haya confirmado mis sospechas.

—¿Por eso ha venido a verme? —preguntó ella.

—Para eso, y para decirle que voy a hablar con la señora Guarding para que la readmita en la escuela.

Helen lo miró con perplejidad.

—¿Qué?

—No hay ninguna razón para que abandone la escuela, señorita de Coverdale —dijo él en un tono cálido y amable—. Cuando hablé con la señora Guarding estaba muy… furioso y decepcionado por lo que consideraba una traición suya. Pero ahora puedo ver que no fue ninguna traición. Usted estaba haciendo lo que creía mejor para Gillian, nada más. ¿Y cómo podría criticarla después de lo que me contó de su propio pasado? Por eso quiero hablar con la señora Guarding y asegurarle que me quedaré muy complacido si usted conserva su empleo —sus labios se curvaron en una pequeña sonrisa—. Espero que no piense muy mal de mí por todo lo que ha pasado.

—No… no podría pensar mal de usted, señor Brandon —balbuceó ella, dolorosamente consciente de la verdad de sus palabras—. Sólo estoy sorprendida por este cambio tan brusco. ¿Va a ver a Gillian ahora?

—Antes quiero hablar con la directora. Luego iré a ver a Gillian. Bueno, señorita de Coverdale… supongo que esto es una despedida.

Helen inclinó la cabeza e hizo una reverencia en silencio. No confiaba en su voz para hablar. Había mucho que quería decirle, pero ninguna palabra le parecía apropiada.

Oliver respondió con otra reverencia, también en silencio, y salió del aula. Helen se sentó lentamente en su escritorio. Pensó en toda lo que Oliver le había dicho, incluyendo las palabras de perdón, y cerró tristemente los ojos. ¿Qué podía hacer? El hombre al que amaba se marchaba de su vida. Sin que ella pudiera hacer nada por detenerlo.

Tal y como era de esperar, la señora Guarding se llevó un gran alivio al enterarse de que Oliver ya no exigía el despido de la señorita de Coverdale. Escuchó con satisfacción las explicaciones de Oliver, así como su confianza en que todos pudieran olvidar el desagradable incidente.

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Por su parte, le expresó su pesar por la decisión de llevarse a Gillian, pero no intentó hacerle cambiar de opinión. Se limitó a agradecerle su indulgencia al permitir que Helen se quedara y envió a una de las chicas a buscar a Gillian.

—Anoche se retiró a su habitación con una migraña —le explicó a Oliver—. Y creo que esta mañana se ha quedado en la cama.

Oliver asintió.

—Sin duda como respuesta a mi decisión de llevármela a casa.

Por desgracia, no tardaron en enterarse de que Gillian no estaba en su habitación.

—Tal vez se sentía mejor y decidió bajar, señor Brandon —sugirió la directora—. Creo que tenía una clase con la señorita de Coverdale. Le enviaré una nota pidiéndole que envíe a Gillian aquí.

—No es necesario —dijo él—. Iré a buscarla yo mismo.

Pero Gillian no estaba en el aula, y Helen tampoco la había visto esa mañana. Oliver empezó a sentir las primeras señales de alarma.

—Creo que deberíamos empezar a buscarla por todo el edificio —dijo—. Y también por los jardines y…

—Disculpen, señorita de Coverdale, señor Brandon.

Oliver se volvió y vio a Elizabeth Brookwell en la puerta. Llevaba algo en la mano, y por su expresión se podía ver que no estaba muy contenta.

—¿Qué ocurre, señorita Brookwell? —preguntó Helen rápidamente.

—Tengo una carta para el señor Brandon —dijo la chica con voz débil—. Gillian me pidió que… se la entregara cuando llegase.

—¿Cuándo has visto a Gillian por última vez? —preguntó Helen mientras Oliver tomaba la carta.

—Esta mañana, señorita. Muy temprano. Estaba vestida para salir, no me dijo adonde iba cuando se lo pregunté. Me dio esta carta y me dijo que no se la diera hasta esta noche —el labio inferior le temblaba—. Pero pensé que sería mejor no esperar tanto.

—Gracias, señorita Brookwell. Puedes irte.

La chica se marchó en silencio y Oliver empezó a leer en voz alta.

Querido Oliver:

Siento decepcionarte, pero me he ido con el señor Wymington. Sé que nunca lo aceptarás, pero yo lo quiero, y no podía soportar la idea de casarme por la fuerza con otro hombre al que ni siquiera conozco. Por favor, no te preocupes por mi. El señor Wymington me quiere y me ha prometido que cuidará de mí. Dice que ésta es la única manera que tenemos para estar juntos. Te volveré a escribir cuando seamos marido y mujer.

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—«Con mucho cariño, Gillian» —las últimas palabras las pronunció en un susurro casi inaudible.

Helen sintió como si el aula estuviera dando vueltas en torno a ella.

—¡Santo Dios! ¡Tenemos que detenerlos!

—Desde luego que sí, pero ¿cuánta ventaja nos llevarán?

Por suerte, una rápida visita a las cuadras les dio las respuestas que necesitaban. Uno de los mozos había visto un carruaje cerrado tirado por un solo caballo deteniéndose en la puerta trasera de la escuela a las cinco de la mañana. Minutos más tarde, una joven vestida con una capa de viaje y portando una pequeña maleta salía de la escuela y subía al coche junto al caballero.

Por lo visto, el señor Wymington había convencido a Gillian para que se fugara con él.

Helen empezó a temblar.

—Se dirigirán a Escocia.

Oliver asintió.

—Sin duda. Y por eso debo ponerme en marcha sin perder más tiempo. Wymington sólo tiene un caballo, pero su coche es ligero y además nos llevan una considerable ventaja.

—Pobre niña… —susurró Helen—. No sabe lo que está haciendo.

—Claro que no lo sabe. Para ella no es más que una emocionante aventura. Espero que pueda alcanzarlos antes de que sea demasiado tarde.

—Déjeme ir con usted, señor Brandon —exclamó Helen de repente—. No puedo serle de ayuda, pero me siento en parte responsable por lo ocurrido.

—No es culpa suya, señorita de Coverdale, pero agradeceré contar con su compañía. ¡Tenemos que encontrarlos!

Helen no dijo nada mientras corría hacia el coche de Oliver. Lo único qué podía hacer era rezar para que no fuese demasiado tarde.

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Capítulo TreceTirado por un par de espléndidos caballos negros, el coche de Oliver

recorría a toda velocidad el polvoriento camino hacia el norte. Asumiendo que Wymington se dirigiría hacia Gretna, habían tomado una ruta idéntica y confiaban en ganarle terreno al contar con dos caballos. Pero Wymington contaba con la ventaja del tiempo, y en una carrera como aquélla cada segundo era crucial.

Helen apenas dijo nada en la frenética persecución. Estaba sumida en sus propios pensamientos y se sentía incapaz de ofrecer conversación. Oliver también estaba muy callado, con la atención fija en los caballos y en el camino. —No pueden estar muy lejos —dijo, escudriñando el horizonte—. Gracias a Dios salieron esta mañana. Si hubieran salido anoche, ya sería demasiado tarde para salvarla.

Helen sabía muy bien a lo que se refería Oliver. Si Gillian se hubiera visto obligada a pasar una noche con Wymington en una posada, su reputación habría quedado irremediablemente destrozada, sin más esperanza que la de un matrimonio.

Pasaron por unas cuantas aldeas en dirección hacia la frontera. Oliver se detuvo en una posta para preguntar si alguien había visto pasar una calesa con una joven dama y un caballero. El posadero respondió afirmativamente. Una pareja que se ajustaba a la descripción de Oliver se había detenido allí un poco antes, pero habían reanudado el viaje casi de inmediato. Y no, no habían entrado para comer ni nada más. Oliver le dio las gracias por la información y obligó a los caballos a ir más aprisa.

Finalmente, unas horas más tarde, Helen ahogó un grito al ver un pequeño coche tirado por un solo caballo.

—¡Mire, señor Brandon! ¡Allí!

—Sí, los veo —respondió Oliver, e hizo restallar el látigo con renovado vigor—. Parece que nos vamos a ahorrar muchos disgustos. Dígame, señorita de Coverdale, ¿será capaz de llevar las riendas si las circunstancias lo obligan?

Helen lo miró sorprendida.

—Sí, seguro que podría hacerlo.

—Bien. Había una posada de aspecto decente en la última aldea por la que pasamos. Llévese a Gillian y espéreme allí mientras yo trato con el señor Wymington.

—Por supuesto.

—Y ahora agárrese. Voy a intentar adelantarlos.

Era una acción muy arriesgada. El camino se estrechaba considerablemente en aquel tramo. Helen ahogó un gemido cuando Oliver cubrió la distancia y con una temeraria maniobra de adelantamiento se colocó junto al coche de Wymington. El brusco movimiento los hizo

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tambalearse peligrosamente, pero se olvidó de sus nervios cuando vio el pálido rostro de Gillian.

—¡Deténgase, señor! —gritó Oliver—. ¡No podrán llegar más lejos!

Wymington se giró para mirarlos con una horrible expresión afeando sus atractivas facciones. Por un momento Helen se preguntó si ignoraría la orden y seguiría su camino, pero debió de ver algo en la expresión de Oliver que lo convenció de la futilidad de la huida, porque tiró de las riendas para detener de mala gana al sobreexcitado alazán.

Oliver se apeó de un saltó y fue directamente hacia Gillian, sin prestarle atención a Wymington.

—¿Estás bien? —le preguntó mientras ella salía temblorosamente del coche y lo miraba con ojos abiertos como platos.

—Pues claro, pero… ¿qué estás haciendo tú aquí?

—He venido para llevarte a casa. No pensarás que iba a consentir esta locura, ¿verdad?

—¡Pero yo lo quiero! —gritó ella desesperadamente.

—Ya está bien, Gillian —atajó Oliver—. Ve con la señorita de Coverdale. Ella se ocupará de ti.

—¿Por qué? ¿Qué vas a hacer?

—Voy a intercambiar unas palabras con el señor Wymington.

Gillian le agarró impulsivamente el brazo.

—Él no me obligó a venir, Oliver. Por favor, créeme. ¡Estoy aquí por mi propia voluntad!

—Sí, sin duda después de que él te convenciera de lo maravillosa que sería vuestra vida juntos —dijo Oliver. Miró a Helen y vio que sus ojos ardían de furia—. Llévela a la posada y espéreme allí.

Helen asintió y se movió hacia Gillian.

—Vamos, querida. Tenemos que irnos.

—¡Oliver, por favor, no le hagas daño!—gritó Gillian.

—¡Haz lo que te digo, Gillian!

Sollozando, la chica se llevó una mano a la boca y corrió hacia el coche de Oliver.

—Sáqueme de aquí —le gritó a Helen sollozando.

Helen reprimió un suspiro mientras se sentaba junto a ella y agarró las riendas. Era obvio que Gillian no tenía el menor deseo de quedarse y escuchar lo que Oliver tuviera que decirle a su amado señor Wymington.

Gillian no abrió la boca en todo el camino de vuelta a la posada Rose and Crown, y Helen optó por no presionarla. En las últimas doce horas habían pasado muchas cosas y la joven aún tenía que asimilarlas. Un rato antes estaba camino de Escocia para casarse con el hombre al que amaba. Ahora se dirigía a una posada con su profesora, después de haber

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dejado a su apuesto caballero en medio del camino con su enfurecido futuro. Demasiados acontecimientos en tan poco tiempo.

Pero a Helen no le molestaba el silencio, pues le permitía concentrarse en los caballos. Eran unos animales obedientes, pero muy fogosos y le exigían toda su atención. Helen no quería que pisaran un bache y que los caballos o ellas resultaran heridos.

Por suerte, no tardó mucho tiempo en hacerse con el control de las riendas y relajarse un poco. Pero no logró relajar su mente, abrumada por todo lo sucedido. ¿Qué haría Oliver ahora? ¿Qué le estaría diciendo al pobre señor Wymington? Era absurdo sentir compasión por un hombre tan despreciable, pero a Helen no le gustaría estar en su lugar. La ira de Oliver causaba pavor, y aunque los duelos eran ya muy escasos en Inglaterra, aquél era un asunto de honor. Sabiendo la clase de hombre que era Oliver, Helen estaba segura de que pediría justicia.

En la posada, Helen pidió un salón privado donde pudieran descansar un poco y luego ordenó una comida ligera para Gillian. La pobre chica no había comido nada, ya que el señor Wymington estaba impaciente por alcanzar su destino. Helen no se sentía capaz de comer y no pidió nada para ella misma. Se sentó junto a Gillian e intentó romper su silencio.

—¿Realmente pensaste en lo que estabas haciendo? —le preguntó amablemente—. Tu hermano estaba muerto de miedo.

Las lágrimas afluyeron a los ojos de Gillian.

—Sidney me dijo que me quería y que… quería casarse conmigo —miró a Helen y la boca empezó a temblarle—. Incluso me enseñó el anillo que había comprado.

Se echó a llorar y Helen la abrazó. Pobre chica… Qué duro debía de resultarle todo. A Helen le recordaba el dolor que ella misma había sufrido en los días que siguieran a la separación de Thomas. Le había parecido que nunca podría dejar de llorar.

—Sé que esto te parece el fin del mundo, Gillian —le susurró con la boca pegada a su pelo—, pero te aseguro que es lo mejor. El señor Wymington es guapo y encantador, pero no es un hombre decente. Sé que te cuesta aceptarlo, pero es la verdad, querida. Se habría aprovechado de ti.

—Me… me dijo que usted intentaría ponerme en su contra —balbuceó Gillian—. Me dijo que intentaría hacerme pensar mal de él.

—Sí, porque el señor Wymington es un hombre muy listo —dijo Helen, apartándole el pelo de la frente—. Los hombres como él saben cómo impresionar a las jóvenes. Sabía cómo hacerte creer todo lo que te dijera.

Gillian se sorbió las lágrimas.

—Odio a Oliver por hacerme esto. ¡Lo odio!

—No, pequeña —la tranquilizó Helen, abrazándola con más fuerza—. No debes decir esas cosas, porque sé que no las dices en serio. Oliver hizo lo que tenía que hacer porque te quiere. Estaba muy preocupado por ti.

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—Pero no tenía de qué preocuparse. Íbamos a casarnos —el rostro de Gillian volvió a arrugarse por los sollozos—. Me compró un anillo…

Helen sabía que nada de lo que dijera podría aliviar el dolor, así que la dejó llorar. El tiempo se ocuparía de sanar las heridas, pero de momento no se podía hacer nada. A Gillian le quedaba aún mucho sufrimiento antes de aceptar la realidad, y durante un tiempo sería muy difícil para todos.

Ojalá Oliver fuera lo bastante paciente y comprensivo.

Oliver llegó a la posada al poco rato. Helen lo recibió en la puerta del pequeño salón y no tuvo que preguntar para saber que había sido una entrevista muy difícil. Una sombra oscurecía su expresión y apretaba fuertemente los labios. Pero no dijo ni una palabra sobre el señor Wymington, sino que preguntó cómo estaban Gillian y Helen.

—Estoy bien, señor. Y Gillian se ha quedado dormida, gracias a Dios —respondió Helen mientras cerraba la puerta—. No paró de llorar desde que llegamos a la posada.

—Gracias por traerla aquí, señorita de Coverdale, y por cuidar de ella.

—No tiene que darme las gracias, señor Brandon. Lo habría hecho aunque usted no me lo pidiera. Pero… ¿dónde está el señor Wymington?

—De camino a Londres —dijo él con expresión adusta—. No volveremos a verlo.

—¿Lo amenazó? —preguntó Helen con los ojos muy abiertos.

—Le di a elegir entre un duelo con pistolas al amanecer, o escribirle una carta a Gillian en la que le confesara sus verdaderas intenciones —sacó una carta del bolsillo—. Naturalmente, eligió la segunda opción. Le dije que había tomado la decisión correcta, ya que al menos ha podido escapar con vida.

Helen miró la carta, pero no pidió que le dejara leerla.

—¿Qué va a hacer ahora?

—Emplear el dinero que le di para comprar su ascenso.

—¿Le ha dado dinero?

—Quería asegurarme de que tuviera bastante para seguir adelante, pero le he advertido que si vuelve a intentar ponerse en contacto con Gillian, lo mataré.

Helen se estremeció. No tenía la menor duda de que Oliver lo decía en serio. El señor Wymington había cometido el error de jugar con un ser muy querido para Oliver Brandon, y si valoraba en algo su vida no volvería a cometerlo.

Al cabo de una hora salieron para Steep Abbot. Gillian iba muy callada. Tenía los ojos rojos e hinchados, después de haber leído la carta de Wymington. Había apretado patéticamente la hoja contra el pecho y daba pena ver su expresión de dolor y confusión. La confesión de Wymington había sido una terrible decepción.

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Ya había oscurecido cuando llegaron a la escuela. Helen se llevó a Gillian a su dormitorio y pasó unos minutos con ella antes de volver a bajar. Entonces ella y Oliver fueron a ver a la señora Guarding.

La directora los recibió muy alterada.

—Helen, señor Brandon… Me siento muy aliviada por su regreso —los miró a ambos con una expresión de profunda aprensión—. ¿Ha ido todo bien?

—Perfectamente —le aseguró Oliver—. Pudimos alcanzar a Gillian y al señor Wymington a tiempo y evitar que se casaran… o algo peor.

—Gracias a Dios —dijo la señora Guarding—. ¿Dónde está el señor Wymington?

—No volverá a darnos problemas —respondió Oliver tranquilamente—. Ahora mismo va de camino a Londres para asegurarse un ascenso en el ejército.

—¿Y Gillian? ¿Cómo está la pobre?

Oliver suspiró.

—Muy decepcionada y con el corazón roto. El señor Wymington le escribió una carta en la que confesaba sus verdaderas intenciones, y Gillian se quedó destrozada al leerla. Todo este tiempo había estado convencida de que estábamos conspirando contra el señor Wymington para hacerle parecer un farsante. Fue un golpe muy duro descubrir que le habíamos dicho la verdad.

—Pobre chica —se lamentó la señora Guarding con el rostro encogido por la compasión—. Debe de estar sintiéndose terriblemente confusa y traicionada, pero es joven y el tiempo sanará sus heridas por completo.

—Sí, pero sigo creyendo que lo mejor es llevármela a Hertfordshire —dijo Oliver—. Me sentiré más tranquilo si está conmigo en las próximas semanas. Sé que ahora no quiere verme, pero quiero que sepa que me preocupo por ella.

La señora Guarding suspiró.

—Sí, es muy importante que lo sepa, señor Brandon. Bueno, haré que bajen su equipaje. ¿Cuándo desea marcharse?

—Lo antes posible. Con un poco de suerte se dormirá en el coche.

Helen escuchó toda la conversación en silencio, negándose a ahondar en su significado.

Si lo hacía, estaría tan destrozada como Gillian. Oliver se llevaba a su pupila a Hertfordshire… lo que significaba que no tendría ninguna razón para volver a Steep Abbot. Nunca más.

Los días de Helen pronto volvieron a su rutina de siempre. Era el mismo ritmo que seguía desde mucho antes de que Oliver entrase en su vida y en su corazón. Todas las chicas habían lamentado que Gillian se marchara, como era natural, pero Helen sabía que no tardarían en superar la pérdida. Así funcionaba el mundo.

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Sin embargo, no podía fingir que todo marchaba bien en su mundo particular. Se sentía como si tuviera el corazón partido en dos y un enorme vacío llenara su vida… Un vacío donde tendría que haber florecido el amor.

La señora Guarding le ofreció todo su apoyo. Le dio tiempo libre y Helen lo aceptó gustosa. Le resultaba cada vez más difícil concentrarse en sus clases. No podía reunir el mismo entusiasmo con el que siempre había impartido las lecciones, así que aprovechó el tiempo libre para pasear por los bosques que rodeaban Steep Abbot, disfrutando de la brisa de otoño y la tranquilidad que se respiraba entre los árboles. De alguna manera, conseguía encontrar algo de consuelo en la naturaleza.

Un bonito día a finales de octubre, llegó al estanque donde Desirée había tenido su primer encuentro con lord Buckworth. Nunca se había aventurado tan lejos en el bosque, y por un momento permaneció inmóvil, admirando en silencio la belleza del entorno. No era extraño que Desirée hubiera ido a aquel sitio tan a menudo. Una deliciosa sensación de paz y sosiego impregnaba el lugar, como si los problemas del mundo exterior no tuvieran cabida en aquel umbrío rincón del bosque.

Se sentó en la orilla herbosa del estanque y empezó a arrojar piedras al agua, viendo cómo las ondas se extendían lentamente por la superficie. Y mientras lo hacía intentó no pensar en Oliver. Intentó no recordar su voz, ni en la agitación que le provocaba cada vez que le dirigía la palabra.

Nunca la había llamado por su nombre, y sin embargo Helen sabía lo dulce que sonaría en sus labios. Ella susurraba con frecuencia el suyo, deleitándose con su sonido y preguntándose si él sonreiría al oírselo pronunciar. Siempre había sido el señor Brandon para ella, y ella la señorita de Coverdale para él. Era un acaudalado caballero, acostumbrado a codearse con la aristocracia, que nunca pensaría en casarse con una simple maestra de escuela.

Suspiró al ver cómo una hoja se desprendía de una rama y se posaba suavemente en la reluciente superficie del estanque. Sí, Oliver estaba muy relacionado con la nobleza. Gillian le había contado que la tía de Oliver era la vizcondesa Endersley, una imponente dama que vivía con su marido en una magnífica mansión en Kent. Por lo visto, lady Endersley visitaba a su familia al menos seis veces al año, y todo el mundo sabía que Oliver era su favorito. Últimamente le había presentado varias jóvenes casaderas, pero Oliver las había rechazado a todas.

Los labios de Helen se curvaron en una triste sonrisa. Podía imaginarse lo que diría lady Endersley si Oliver manifestara su interés en una maestra rural. Nunca podría perdonarle a su sobrino una unión semejante. Sería impensable que Oliver se casara con una mujer inferior a él.

Pero todo eso no significaba nada en el esquema global de las cosas, ya que Oliver no había manifestado el menor interés en ella. Había sido encantador, e incluso la había halagado en alguna ocasión, pero no había nada en su actitud que demostrara un sentimiento más profundo. Ella había disfrutado del breve tiempo que habían pasado juntos, pero él no le

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había hecho creer en ningún momento que hubiera algo entre ellos. No era más que la profesora de su pupila. Él era el tutor de su alumna. Nada más.

No fue hasta mediados de noviembre cuando Helen volvió a tener noticias de Gillian. La carta llegó con el correo del mediodía, y cuando Helen la leyó aquella noche después de las clases, en la intimidad de su dormitorio, los ojos se le abrieron como platos en una mezcla de fascinación y perplejidad.

Mi querida señorita de Coverdale,

Sé que esto la sorprenderá, pero tenía que contárselo. ¡Estoy enamorada de un joven maravilloso y vamos a casarnos! Sí, ya sé que es increíble, pero sucedió tan deprisa que ni yo misma acabo de creérmelo. La fiesta de compromiso se celebrará el día diecinueve, y me gustaría que usted asistiera. Oliver ya le ha pedido permiso a la señora Guarding y enviará un coche para traerla a Shefferton Hall el próximo miércoles, donde se quedará con nosotros hasta el sábado.

Espero que acepte la invitación. La echo mucho de menos y estoy deseando volver a verla. ¡Tengo muchas cosas que contarle! Y también Oliver está impaciente por verla.

Su querida amiga,

Gillian Gresham

Helen dejó caer la carta en su regazo y miró hacia la pared. ¿Gillian estaba enamorada? ¿Cómo era posible que hubiera sucedido tan rápido? La chica apenas llevaba un mes en Hertfordshire. ¿Sería aquél el matrimonio concertado del que hablaba Oliver?

Agarró la carta y volvió a leerla:

Oliver ya le ha pedido permiso a la señora Guarding y enviará un coche para traerla a Shefferton Hall el próximo miércoles, donde se quedará con nosotros hasta el sábado.

Por Dios… Oliver no dejaba nada al azar. Había conseguido el permiso de la señora Guarding antes de que Helen recibiera la invitación, e incluso iba a enviar un coche a buscarla. «Y también Oliver está impaciente por verla».

Helen decidió no buscarle un significado más profundo a esas palabras que resonaban en su mente. Deseaba de corazón que fuera un sentimiento verdadero, pero sabía que no podía permitirse ninguna fantasía. Gillian era la que deseaba su presencia en su baile de compromiso, por lo que era natural que hubiera convencido a Oliver para invitarla. Y, aliviado porque el señor Wymington ya no fuera el depositario de su afecto, Oliver estaría dispuesto a hacer lo que fuera para contentar a Gillian. Incluso permitir que su querida señorita de Coverdale estuviera presente en la celebración.

Aun así, se sentía halagada por la invitación de Gillian y porque Oliver no hubiera puesto serios reparos. Si los Brandon no tenían ningún

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problema en que una maestra de escuela se mezclara con la alta sociedad, ella tampoco lo tendría.

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Capítulo CatorceNoviembre, 1812

Shefferton Hall era una mansión antigua y señorial, construida antes del reinado de Elizabeth y que no había desmejorado lo más mínimo con el implacable paso de los años. Se levantaba majestuosamente contra el paisaje de las colinas y los extensos prados bordeados por setos y por algún que otro muro de piedra. El camino de grava era largo y estaba flanqueado por altos árboles, cuyas frondosas ramas se unían para formar un toldo natural. Atravesaba un bosquecillo y luego se curvaba hacia la mansión. Al ver por primera vez el imponente edificio, Helen no pudo evitar un gemido de asombro. Había esperado encontrarse con una casa bonita y elegante, pero no con algo tan grandioso.

Un repentino movimiento desvió la atención de Helen de la impresionante entrada principal. Gillian estaba en el escalón superior, dando saltitos y agitando las manos. Helen sonrió y devolvió el saludo, intentando no mostrar la excitación que empezaba a dominarla.

Le costaba creerse que estuviera allí, en Hertfordshire, invitada a quedarse en aquella imponente mansión por la familia de una de sus alumnas. Y aún le costaba más creerse que de un momento a otro estaría de nuevo frente a Oliver.

¿Cómo se sentiría al verlo?, se preguntó mientras el coche se detenía finalmente y un criado bajaba las escaleras para recibirla. ¿Qué le diría y cómo respondería él? Y más importante aún… ¿cómo iba a ocultar lo que sentía por él en los días que iban a pasar juntos?

—¡Señorita de Coverdale! —exclamó Gillian, corriendo hacia ella—. ¡Cuánto me alegro de volver a verla! Estoy muy contenta de que haya venido.

—Y yo de que me hayas invitado —dijo Helen, abrazando efusivamente a la chica—. Aunque confieso que me sorprendieron mucho tus noticias.

—Sí, lo imaginaba —dijo Gillian, riéndose como si todo fuera una divertida broma—. Oliver dijo que se quedaría estupefacta. Pero hablaremos de eso más tarde. Ahora tiene que conocer a Sophie —entrelazó su brazo con el de Helen y la hizo entrar en la casa—. Se lo he contado todo de usted y está deseando conocerla.

Los nervios por conocer a la hermanastra de Gillian se desvanecieron a los pocos segundos de que las presentaran. La señora Sophie Llewellyn era tan encantadora como Gillian le había hecho creer. Alta y esbelta, poseía una belleza arrebatadora y la sonrisa más cálida y elegante que Helen había visto en su vida. Se sintió muy a gusto en presencia de aquella mujer de ojos verdes en los que parecía brillar un destello permanente.

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—Me alegra mucho que haya venido, señorita de Coverdale —dijo Sophie cuando todas estuvieron cómodamente sentadas en el bonito salón—. Hemos oído hablar mucho de usted desde que Gillian volvió de Steep Abbot. Y todo han sido buenas palabras.

Helen sintió cómo se ponía colorada. No le gustaba ser el centro de atención. —No me imagino lo que le habrá contado la señorita Gresham para hacerme digna de tantos halagos, señora Llewellyn, pero puedo decirle que estoy encantada de haberla tenido como alumna. Tiene un don para la acuarela, y demostró ser muy competente con el italiano. Es para mí un honor que me haya invitado a celebrar una ocasión tan especial para ella.

—Buenas tardes, señorita de Coverdale.

La voz que reverberó suavemente en sus oídos hizo que Helen diera un brinco en la silla y que el corazón le diera un vuelco. Oliver… Helen se volvió lentamente y lo vio de pie en la puerta, con sus oscuros cabellos alborotados por el viento y las mejillas rojas por el frío, como si volviera de montar a caballo. A Helen le pareció aún más atractivo que en su último encuentro.

—Está sonriendo… —observó él mientras entraba en el salón—. ¿Ha sido por algo que he dicho?

—Discúlpeme, señor Brandon. Mi sonrisa no tiene nada que ver con usted ni con lo que ha dicho —se apresuró a decir Helen—. Estaba pensando en algo que me dijo Gillian hace unas semanas —se aclaró la garganta y deseó que el pulso se le calmara para que pudiera desaparecer el temblor jadeante de su voz—. Le agradezco las molestias que se ha tomado por mí, al hablar con la señora Guarding y mandarme un coche.

Oliver inclinó la cabeza.

—No fue ninguna molestia. La señora Guarding me informó de que no había podido ir a Londres para la boda de su mejor amiga, de modo que se mostró muy complacida de poder ofrecerle esta pequeña compensación. Y aunque los esponsales de Gillian no podrán rivalizar con la pompa y fausto de una boda en la ciudad, creo que nos defenderemos bastante bien.

—Oliver, estás siendo muy modesto —dijo Gillian—. Teniendo en cuenta todos los preparativos que habéis hecho Sophie y tú, mis esponsales serán lo más elegante que se vea en Hertfordshire este año, y mi boda rivalizará con cualquiera que tenga lugar en Londres. Vendrá a la boda, ¿verdad, señorita de Coverdale? —le preguntó, volviéndose impulsivamente hacia ella—. No me imagino casándome sin usted allí. Quizá le gustaría ser…

—Antes de que empieces a hacer planes para la señorita de Coverdale —interrumpió Sophie—, creo que debería enseñarle su habitación. Estoy segura de que le gustaría descansar un poco antes de cenar. El viaje es agotador, ¿verdad, señorita de Coverdale?

—Lo es, señora Llewellyn —corroboró He-len con una sonrisa de gratitud—. Gracias.

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—Oh, muy bien —aceptó Gillian a regañadientes—. Pero seguiremos hablando de esto durante la cena. Y luego tiene que contarme lo que está pasando en la escuela, y cuántas chicas me echan de menos y preguntan por mí.

—Pequeña picara —la reprendió Oliver con afecto—. No creo que ninguna de ellas haya malgastado un pensamiento en ti desde que te fuiste.

—¡Oliver!

—No le hagas caso, Gillian —dijo Sophie mientras se levantaba—. Ya sabes cuánto le gusta tomarte el pelo. Estoy segura de que todas las chicas de la escuela están impacientes por saber de ti y de tus planes de boda.

—Lo están, señora Llewellyn —afirmó Helen, deseando tranquilizar a Gillian—. De hecho, te traigo varias cartas de algunas de ellas.

El rostro de Gillian se iluminó de inmediato.

—¿En serio? ¿De verdad se han tomado la molestia de escribirme?

—Pues claro. Las bajaré a la cena. A menos que no sea el momento apropiado… —miró insegura a su anfitriona.

—Nada de eso, señorita de Coverdale. Casi todos nuestros invitados llegarán mañana, así que podremos tener una cena tranquila e informal esta noche. Eso nos dará la oportunidad de conocernos mejor.

Helen asintió, agradecida por librarse de los rigores de una cena formal.

—No hay mucho que saber, señora Llewellyn. Mi vida ha sido muy tranquila comparada con la mayoría.

—Bueno, estoy segura de que encontraremos algo de qué hablar.

—Y no nos faltará la conversación teniendo a Gillian —añadió Oliver—. Aunque no podamos responder por el tema.

—¡Oh, eso no es justo, Oliver! —protestó Gillian—. Tú mismo me dijiste que soy una buena conversadora y que siempre encuentro temas mucho más interesantes que la gente de mi edad.

—Vamos, señorita de Coverdale —susurró Sophie—. La llevaré a su habitación —hizo levantarse a Helen mientras Oliver y Gillian seguían lanzándose pullas—. Cuando estos dos empiezan a discutir, no hay modo de saber cuándo acabarán.

La habitación que Helen ocuparía durante su estancia era tan bonita como podría esperarse. Amplia y luminosa, con ventanas orientadas hacia el sudoeste y empapelado amarillo limón en las paredes. La colcha y las cortinas eran de un tono amarillo ligeramente más oscuro, igual que las almohadas y los cojines.

—¡Oh, es preciosa! —exclamó Helen nada más entrar.

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—Sí, es muy bonita —corroboró Sophie—. Era la habitación de Catherine… la madre de Gillian —añadió al ver la expresión confundida de Helen—. Se trasladó aquí después de que mi padre muriera. A Catherine le encantaba el amarillo. Decía que le recordaba a los narcisos y los rayos de sol, y le gustaba rodearse de ese color —miró a su alrededor y sonrió con nostalgia—. Si alguna vez hubo una mujer radiante, ésa fue Catherine Gresham.

Helen asintió y se acercó a la cama de columnas. La habitación era exageradamente espaciosa y soleada, y contribuía a levantar el ánimo. Por desgracia, una de las criadas había desecho su equipaje y había esparcido sus escasas pertenencias sobre la cama. El contraste entre sus prendas oscuras y apagadas y el deslumbrante entorno no podía ser más llamativo.

—Bueno, la dejaré para que descanse, señorita de Coverdale —dijo Sophie, quien no parecía haberse dado cuenta de nada—. Si necesita algo, sólo tiene que llamar a Trudy con la campanilla. Es una joven muy servicial y se asegurará de que no le falte de nada.

—Gracias, señora Llewellyn. Estaré muy bien aquí.

—Bien —Sophie sonrió, pero enseguida pareció dudar—. Por cierto, me temo que quizá no haya tenido tiempo para buscar un vestido nuevo para el baile de Gillian. Es normal, ya que apenas tuvo tiempo de prepararse para el viaje. Pero no tiene que preocuparse por nada —se acercó hacia el gran armario del rincón y abrió las puertas—. Quizá encuentre aquí algo de su agrado.

Helen ahogó un gemido de asombro al ver la impresionante colección de vestidos. Vestidos de noche de seda y satén, vestidos de paseo, trajes de montar, junto a una exuberancia de sombreros, botas, guantes y chales. Todo lo que una dama podía necesitar.

—¡Cielos! ¿A quién pertenecía toda esta ropa?

—La mayor parte a Catherine —respondió Sophie—. Adoraba la ropa. Se pasaba horas hojeando La Belle Assemblee o Ackermann's. Y no vestía nada que no fuera a la última moda —sacó un precioso vestido de seda color melocotón—. Como puede ver, el modelo es un poco anticuado, pero el tejido es excelente —miró a Helen de reojo—. ¿Sabe coser, señorita de Coverdale?

Helen asintió, evaluando el grado de dificultad que implicaba modificar una prenda como aquélla.

—Estupendo. Entonces creo se podría aprovechar este vestido… o cualquiera de los otros. Catherine no tenía su misma talla —le echó una mirada de disculpa a Helen mientras dejaba el vestido sobre la cama—. Le ofrecería uno de los míos, pero me temo que necesitaría mucho más trabajo que éste.

Helen reprimió una sonrisa. El largo de los vestidos de la señora Llewellyn no supondría ningún problema, pero el ancho del corpiño, o la falta del mismo, era otra cuestión.

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—Es usted demasiado amable, señora Llewellyn. Se lo agradezco mucho. Estoy segura de que podré encontrar algo apropiado en el guardarropa y arreglarlo a tiempo para el baile de mañana.

—Y para la cena de esta noche, si lo desea —volvió a levantar el vestido de seda—. Este color resulta muy favorecedor con su pelo oscuro, y no creo que hagan falta más de un par de horas para arreglarlo.

Helen se mordió el labio. Deseaba aprovecharse de la oferta tan generosa, pero no estaba segura.

—¿No le importará a Gillian que lleve la ropa de su madre? —preguntó—. Puede verlo como una especie de… intromisión en la memoria de Catherine.

—Gillian estará encantada de verla con su ropa —le aseguró Sophie—. Muchas veces se ha lamentado de que nadie pueda lucir estos vestidos tan bonitos. Y estoy convencida de que también le gustará a Oliver.

Helen se giró rápidamente para ocultar su rubor.

—No veo por qué, señora Llewellyn. El señor Brandon ha sido muy amable conmigo en las pocas ocasiones que hemos estado juntos, pero apenas nos conocemos.

—Puede ser, pero mi hermano la ha mentado varias veces, y no es propio de Oliver hablar de damas a las que apenas conoce.

—Bueno, estoy segura de que lo ha hecho sólo por la amistad existente entre Gillian y yo —replicó Helen. Sonrió y se apresuró a cambiar de tema—. Espero que no le importe si se lo pregunto, pero… ¿cómo se llama el caballero con el que Gillian va a comprometerse?

—Santo Dios… ¿Gillian no se lo dijo en su carta?

—No. Sólo me dijo que todo había pasado muy rápido y que aún no podía creérselo.

—Sí, bueno, creo que a todos nos pilló desprevenidos —admitió Sophie con una risita—. Aunque no fue una sorpresa desagradable, ya que Oliver me había pedido que lo preparara todo. El caballero se llama Nigel Riddleston. Es el hijo mayor de sir John y lady Riddleston, de Kestwick Park, en Wiltshire. Mi marido, a quien conocerá esta noche en la cena, conoce bien a la familia y fue él quien preparó el primer encuentro en Londres, el año pasado. Por desgracia, Gillian no mostró el menor interés en él, y poco después conoció al señor Wymington. En esta última ocasión, sin embargo, todo ha sido muy diferente —sonrió y se volvió para salir del dormitorio—. Se podría decir que ha sido amor a segunda vista.

Helen se pasó un buen rato pensando si debía lucir o no el elegante vestido de seda. A pesar de la seguridad de la señora Llewellyn, no podía evitar sentir que se estaba entrometiendo en un aspecto demasiado familiar; no tenía derecho a ponerse los vestidos de Catherine Gresham, y mucho menos a transformarlos.

Pero después de pensarlo mucho, decidió que sus preocupaciones eran absurdas. No quería avergonzar a Gillian delante de sus familiares y

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amigos, y eso era precisamente lo que haría si apareciera con uno de sus horrorosos vestidos de la escuela. No sería tan grave si usara uno o dos de los vestidos colgados en el armario.

Finalmente se alegró de haberse decidido por el vestido de color melocotón, porque la cena no fue todo lo informal ni íntima que se esperaba. La inesperada llegada de los vizcondes de Endersley y de sus dos hijos… uno recién casado y el otro acompañado por su esposa embarazada, escoltados por su ejército particular de criados y doncellas dio al traste con los planes y puso la casa patas arriba. Por suerte, la siempre eficiente Sophie no tardó en tener la caótica situación bajo control. Se ocupó personalmente de que los recién llegados fueran acomodados en sus habitaciones y le dio instrucciones al mayordomo para que preparase el comedor principal. Por último, fue a las cocinas para informar a la señora White de los invitados de última hora y le pidió disculpas por el trabajo extra que le supondría.

Helen se sintió aliviada y al mismo tiempo contrariada por la llegada de invitados. Aliviada porque así no sería el único centro de atención durante la cena, pero disgustada porque sabía que no sería apropiado asistir. Podía ser una invitada al baile de Gillian, pero dudaba que al vizconde y su esposa les gustara compartir la cena y la conversación con una maestra rural de Steep Abbot. Por tanto, le envió una nota a la señora Llewellyn diciéndole que no bajaría a cenar y que se llevaría una bandeja a su habitación.

Por desgracia, poco después de haber enviado a Trudy con el mensaje, su presencia fue reclamada en el salón. Y para su gran sorpresa no era la señora Llewellyn quien la esperaba allí, sino Oliver.

—Oh… señor Brandon.

Él se volvió al oír su exclamación y le dedicó una sonrisa vacilante.

—¿No esperaba encontrarme aquí, señorita de Coverdale?

—La verdad es que no, señor —respondió ella, sintiendo cómo se sonrojaba—. Le pedí a Trudy que le transmitiera mis excusas a la señora Llewellyn.

—Y lo hizo. Pero como yo estaba con mi hermana en el momento de recibir el mensaje, me ofrecí para hablar con usted, ya que ambos estábamos de acuerdo en la respuesta.

Helen se mordió el labio.

—No esperaba una respuesta.

—¿Ni siquiera para decirle que nos complacería contar con su presencia esta noche?

Era una sugerencia muy generosa, pero no lo que Helen esperaba oír.

—Me temo que no sería muy apropiado, señor Brandon. Tiene invitados a los que atender.

—¿Acaso no es usted una invitada?

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—Bueno… sí, pero no creo que sus otros invitados apreciaran la presencia de una maestra de escuela en su mesa.

Oliver arqueó una ceja en un gesto de sorpresa.

—¿Se olvida de que ésta es mi casa, señorita de Coverdale? ¿Y que soy el que decide quién se sienta en mi mesa?

—Claro que no lo he olvidado, pero creo que la posición social de sus tíos…

—Mi tío es un tipo muy alegre y jovial —la interrumpió él suavemente—. Bebe un poco más de lo que debería, pero jamás le ha dicho una mala palabra a nadie, sea cual sea su posición social.

Helen se movió lentamente hacia la chimenea.

—Parece un caballero muy afable.

—Lo es. Y también sus dos hijos —le aseguró Oliver, acariciando un jarrón de porcelana—. El señor Richard Endersley, el mayor, lleva dos años casado. Su mujer es hija del difunto sir Geoffrey Netherby de Portsmouth, por lo que mi tía no pudo estar más complacida. El señor Peter Endersley, el hijo mejor, acaba de casarse y espera su primer hijo para la primavera. Su mujer es la hija menor de un clérigo.

Helen parpadeó con asombro.

—¿Un clérigo?

—Eso es. Un clérigo de North Country.

—Vaya… —murmuró Helen, esbozando una ligera sonrisa—. ¿Y su tía quedó tan complacida con la elección de su hijo menor como con la boda del mayor?

—Al principio no, pero acabó queriendo a Sarah como si fuera una duquesa —sonrió ampliamente—. Así que ya ve, señorita de Coverdale, no tiene ninguna razón para avergonzarse. ¿No me dijo que su padre era abogado?

—Sí, pero…

—Entonces no hay nada más que decir. Salvo que me llevaré una gran decepción si no veo su precioso rostro honrando mi mesa esta noche.

El inesperado cumplido dejó a Helen sin palabras.

—Pero quizá no sólo haya sido la temprana llegada de mis tíos lo que la ha preocupado —continuó Oliver con voz grave—. Puede que sólo lo esté tomando como excusa para no ver a nadie esta noche.

Helen respiró hondo. ¿Oliver pensaba que no quería verlo por lo que había ocurrido con Gillian?

—No sé lo que quiere decir, señor Brandon. No tengo ninguna razón para evitar la compañía de… nadie esta noche.

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—Me alegra oírlo. Porque no me gustaría pensar que la he ofendido —dio un paso hacia ella y posó la mano en su brazo—. Eso me molestaría mucho más que no contar con su presencia en la cena.

Su cercanía le estaba causando estragos a Helen, quien rezó por no dar muestras de su nerviosismo. —No se preocupe, señor, pues no me ha ofendido en lo más mínimo. Al contrario, ha sido demasiado galante conmigo. Y ahora, si me disculpa, creo que debería… volver a mi habitación.

—¿Entonces me… nos acompañará esta noche en la cena?

Helen cerró los ojos. ¿Cómo podía negarse?

—Sí, por supuesto —susurró.

No se le ocurría nada más que decir, de modo que agachó la cabeza y se escurrió por la puerta.

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Capítulo QuinceGeorgiana, vizcondesa de Endersley, era una mujer imponente, tanto

en tamaño como en aspecto físico. Tenía el pelo más rojo que Helen había visto en su vida, una piel clarísima que casi parecía blanca en comparación y unos ojos verdes que acechaban todo lo que se movía a su alrededor como la imperturbable mirada de un halcón. Su vestido de satén granate había sido diseñado por una de las modistas más famosas de Londres, y lo lucía con la naturalidad propia de una mujer acostumbrada a tener el control… de ella misma y de todos cuantos la rodeaban.

—Bueno, Gillian, así que vas a casarte por fin —comentó la señora cuando todos estuvieron reunidos en el salón, antes de la cena—. Me alegro mucho por ti. Y con el joven Riddleston, nada menos… Excelente. Has elegido muy bien, querida.

—Gracias, tía Georgiana —respondió Gillian obedientemente.

—¿Cuántos años tienes, niña?

—Diecisiete, tía.

Lady Endersley asintió.

—Una buena edad para que una chica se case. Yo también me casé con diecisiete años. No es bueno que una joven permanezca soltera mucho tiempo. ¿No estás de acuerdo, señora Llewellyn?

Sophie, de pie junto a su marido, Rhys, asintió.

—Completamente de acuerdo, tía Georgiana.

—Ahí lo tienes, Gillian. Tu hermanastra está felizmente casada, y seguro que tú también lo estarás. Nigel Riddleston es un buen hombre. Algún día heredará las propiedades de su familia y tú serás la dueña de Kestwick Park. Bueno, ¿para cuándo está prevista la boda?

—Dentro de quince días —respondió Gillian—. Después iremos a Escocia unas semanas y luego pasaremos la Navidad en Wiltshire. Creo que estaremos en Londres en marzo.

—Magnífico. Tienes que ir a verme cuando estés en la ciudad. Sin duda querrás amueblar la casa, y yo puedo ayudarte a ahorrar tiempo y dinero recomendándote a los mejores comerciantes.

—Gracias, tía Georgiana.

Satisfecha, lady Endersley desvió la atención hacia Helen, que esperaba en silencio junto a Gillian.

—Me parece que no me han presentado a esta dama, Gillian.

—No, tía. Permíteme que te presente a mi buena amiga, la señorita Helen de Coverdale.

Señorita de Coverdale, le presento a mi tía, lady Endersley.

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Helen hizo una reverencia cortés.

—Lady Endersley.

—¿Señorita… de Coverdale? —repitió la vizcondesa sin disimular su asombro—. ¿No está casada? Pero… tiene edad para estarlo.

—Sí, señora, supongo que la tengo.

—Qué extraordinario —dijo lady Endersley, mirando a Oliver—. ¿Qué les pasa a los jóvenes de hoy, Oliver, que dejan a una hermosa joven como ésta en su cascarón? Oliver se volvió hacia Helen y le dedicó una sonrisa arrebatadora.

—No lo sé, tía. Quizá la señorita de Coverdale no quiera casarse.

—Tonterías, todas las jóvenes quieren casarse. Tiene un apellido poco corriente, señorita de Coverdale —comentó la vizcondesa—. ¿Su familia reside en Hertfordshire?

—No, señora. Mis padres murieron y yo vivo en… una pequeña aldea de Northamptonshire.

—Entiendo. ¿Y tiene familia allí?

—No. Vivo sola. Es… —se dispuso a explicarlo cuando la expresión ceñuda de Gillian la hizo detenerse. ¿Acaso temía lo que dijera su tía cuando descubriera la verdad?

—La señorita de Coverdale es una acuarelista excepcional, tía Georgiana —dijo Oliver—. También habla italiano perfectamente, e imparte esas dos asignaturas en una escuela privada para chicas en Northamptonshire.

—¡Una escuela para chicas!

—Sí. Una escuela con una reputación excelente. La directora es una afamada historiadora, poeta y novelista.

—Dios mío… —los ojos de lady Endersley se abrieron como platos—. ¿Esta joven es una maestra de escuela?

—Sí. Y también es amiga de Gillian —dijo Oliver en tono firme y desafiante—. A Sophie y a mí nos complació que aceptara la invitación para venir.

Hubo un largo y tenso silencio. Lady Endersley miró a Sophie, luego a Helen y finalmente a Oliver, que parecía muy tranquilo y relajado.

—Bueno, supongo que no me corresponde a mí decidir a quién invitas a tu casa, Oliver. Pero en mis tiempos no invitábamos a mercaderes o profesores a nuestras fiestas familiares —miró con desprecio a Helen antes de volverse otra vez hacia Oliver—. Por cierto, la semana pasada vi en la ciudad a lady Merriot y a su hija. Constance se ha convertido en una joven damita muy elegante y refinada. Y siempre ha sido muy guapa. Creo recordar que dijiste que era la joven más hermosa que habías visto nunca. ¿Me equivoco?

Oliver esbozó una media sonrisa.

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—No, no te equivocas.

—Lo sabía. Le dije que me pasaría a visitarla cualquier día de estos. También le dije que seguramente tú harías lo mismo la próxima vez que fueras a Londres.

El último comentario estuvo acompañado por una mirada a Helen que no dejaba lugar a dudas. Lady Endersley estaba dejándole claro a todo el mundo que, si bien Oliver podía pensar lo que quisiera para invitarla a los esponsales de su pupila, ella no se dejaría engañar por una mujer que quizá tuviera otras intenciones con su sobrino.

Y Helen sabía que nada de lo que Oliver o cualquier otro dijera iba a hacerla cambiar de opinión.

El resto de la velada no fue mucho mejor. Aunque la comida y los vinos fueron excelentes y la conversación giró en torno al banquete de boda y planes domésticos, el ambiente seguía cargado de tensión. La señora Llewellyn había dispuesto a los invitados de modo que Helen estuviera lo más lejos posible de la vizcondesa, pero eso no alivió su inquietud. Cada vez que Helen alzaba la vista se encontraba a alguien mirándola, con expresiones que oscilaban entre una ligera compasión y la condena más descarada. Finalmente no pudo aguantar más y alegó un dolor de cabeza para poder retirarse.

Gillian, que había intentado valientemente aliviar la tensión, la alcanzó al pie de las escaleras y le pidió que no hiciera caso de los comentarios de la vizcondesa, recordándole, al igual que Oliver, que uno de los hijos de lady Endersley se había casado con la hija de un clérigo. Pero Helen se limitó a sonreír y a asegurarle a Gillian que no se sentía ofendida en absoluto y que sólo le dolía la cabeza. No tenía sentido decir otra cosa.

Lady Endersley era la tía de Oliver; un miembro de la aristocracia y una mujer con gran influencia y poder en la sociedad. ¿Cómo podía culparla Helen por pensar mal de ella, una pobre maestra de escuela? Era obvio que la vizcondesa la había visto como a una mujer soltera que deseaba mejorar su vida y que veía a Oliver como la única forma de conseguirlo. Tal vez había creído que la única razón por la que Helen estaba allí era que Oliver pudiera verla con la excusa de ser una invitada a los esponsales de Gillian. El hecho de que Oliver hubiera salido en su defensa sólo servía para corroborar las sospechas de su tía. Al fin y al cabo, ¿qué razón tenía su sobrino, un hombre que podría tener a cualquier mujer, para defender la reputación de una humilde maestra… a menos que ella significara algo más para él?

Lo mejor sería tener el menor contacto posible con lady Endersley. No quería que volvieran a humillarla delante de Oliver o de la señora Llewellyn, y para evitarlo tendría que permanecer en su habitación.

En cuanto al baile del día siguiente, intentaría no llamar la atención y se alejaría todo lo que pudiera de la vizcondesa y de su familia. Y el sábado por la mañana se subiría al coche y se marcharía a casa, donde su relación con Oliver Brandon no sería más que un recuerdo agridulce.

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Helen encontró el vestido que pensaba vestir para el baile al fondo del armario, envuelto en fino papel de seda. La curiosidad le hizo sacarlo, pero en cuanto retiró el envoltorio y sostuvo el vestido a la luz, supo que era perfecto.

La tela de color marfil era exquisita, y estaba revestida de una red plateada que relucía al sol de la mañana. Cientos de pequeños abalorios habían sido bordados en el corpiño y descendían por la parte frontal en un sencillo diseño que no supondría la menor complicación en el arreglo. No había más que fruncir un poco la tela alrededor del busto, coser un poco de encaje en las mangas y el cuello y acortar el bajo para hacerlo parecer au courant.

La señora Llewellyn había decidido no presionarla para que bajara y le llevó personalmente algo de comer. Al ver lo que estaba haciendo le envió amablemente un par de guantes largos de color marfil. Gillian también fue a verla para llevarle un precioso abanico pintado a mano que combinaría magníficamente con el vestido.

—Y enviaré a Marie para que la ayude esta noche —dijo la chica mientras se tendía en la cama—. Me muero por ver lo que hará con su espléndida melena.

Helen sonrió, pero la expresión de sus ojos seguía siendo triste.

—Hace años que nadie me arregla el pelo. Desde que tenía tu edad.

—¿En serio? —preguntó Gillian con los ojos muy abiertos—. ¿Quiere decir que no siempre ha sido profesora?

Helen dejó el abanico en la mesilla y negó con la cabeza.

—Hubo un tiempo en que mi vida no se diferenciaba mucho de la tuya. Asistía a fiestas y conciertos. Incluso cantaba y tocaba el piano.

—¡Nunca me lo había dicho!

—No tenía motivos para hacerlo. Mi vida ya no es lo que una vez fue.

—Pero es obvio que una vez disfrutó de este estilo de vida, así que no hay razón para sentirse incómoda esta noche. Quiero que se lo pase muy bien, señorita de Coverdale, a pesar de la presencia de mi tía.

—Me lo pasaré muy bien, esté tu tía o no —declaró Helen con todo el valor que pudo—. Porque, más que nada, estoy deseando verte bailar con ese joven con el que, según me cuenta la señora Llewellyn, estás deseando casarte.

Gillian suspiró.

—Sí, soy muy afortunada. El señor Riddleston es muy guapo y me trata muy bien. ¿Le ha contado Sophie que nos conocimos en Londres el año pasado?

—Sí. Y también me ha contado que al principio no te interesó lo más mínimo.

Gillian echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.

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—Es curioso, ¿verdad? Ni siquiera recuerdo cómo era la primera vez que lo vi. Pero cuando lo volví a ver el mes pasado, fue como si… como si nunca lo hubiera visto antes. Parecía una persona completamente distinta.

Helen pensaba que seguramente era Gillian la que había cambiado por completo, pero se abstuvo de decirlo.

—¿Lo quieres?

—Sí —respondió la chica con una ligera sonrisa—. Tal vez no de la misma manera que quería al señor Wymington, pero nunca se lo diré a Oliver. Ha sido muy bueno conmigo desde que volvimos, señorita de Coverdale. Me ha sacado a pasear casi a diario y me ha mimado más que nunca. Casi lamento tener que marcharme de aquí —admitió, riendo—. En cuanto al señor Wymington… Bueno, ahora sé que sólo le interesaba mi fortuna, pero una persona nunca puede olvidar su primer amor, ¿verdad?

La imagen del rostro de Thomas se encendió en la mente de Helen, pero por primera vez en su vida, se dio cuenta de que ya no podía verlo con claridad. Sus rasgos empezaban a borrarse, así como el recuerdo de su voz. Otra imagen había ocupado su lugar. El rostro de Oliver. Podía verlo tan nítidamente como si lo tuviera delante de ella.

—Podemos si nos permitimos hacerlo —dijo suavemente—. Con el tiempo, tus recuerdos del señor Wymington se desvanecerán y dejarán paso a los recuerdos de tu nueva vida con tu marido y tus hijos. Es imposible saber cuándo sucederá, pero acabará sucediendo. De momento, tenemos que dejar el pasado atrás y mirar hacia el futuro. Estoy aquí para celebrar tu compromiso con el señor Riddleston. Así que, antes de que vayas a vestirte y te conviertas en la dama más popular de la casa, ¡insisto en que me cuentes todo lo que puedas de él!

A las ocho menos veinte, Helen cerró la puerta de su habitación y bajó las escaleras de puntillas. No quería estar arriba cuando los invitados empezaran a llegar. Era mejor ocultarse en algún rincón apartado de la planta baja, donde nadie pudiera verla y desde donde podría mezclarse discretamente con la multitud.

¿Cómo se sentiría aquella noche?, se preguntó mientras avanzaba hacia el salón desierto. Muy incómoda, probablemente. Habían pasado muchos años desde que se codeara con la alta sociedad, y aunque le habían enseñado a comportarse en público, se preguntaba si se acordaría de cómo usar sus habilidades sociales.

Gracias a Dios, no tendría que preocuparse por su aspecto. El vestido había quedado mejor de lo que esperaba. La reluciente seda caía suavemente sobre sus generosos pechos, se ceñía en los costados y descendía formando elegantes pliegues hasta el suelo.

Los bonitos guantes que la señora Llewellyn le había prestado eran perfectos, y el precioso abanico pintado a mano colgaba de una cinta a la cintura.

Fiel a su palabra, Gillian había enviado a su doncella personal para que la peinara, y la chica francesa había hecho maravillas con su pelo.

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Tras examinar su larga y suave melena, había decidido peinarla al estilo clásico romano, recogiéndole las trenzas detrás de la cabeza y entrelazándolas con una cinta de tela de color marfil tachonada de abalorios.

Helen apenas podía creerse que fuera la misma mujer que había salido de Steep Abbot el día anterior. Con el bonito vestido y el sofisticado peinado, parecía pertenecer a aquella casa y a aquella gente.

Y aunque sólo fuera por esa noche, Helen quería creer que pertenecía a ellos y que Oliver la viera como algo más que una simple maestra de escuela. Por esa noche quería que la viera como a la joven sofisticada y refinada que había sido una vez.

—Nadie de la Escuela Guarding podría reconocerla, señorita de Coverdale —dijo Oliver desde la puerta—. Incluso a mí me ha resultado difícil.

Aquella voz, suave y aterciopelada como una caricia, hizo que Helen ahogara un pequeño gemido y se diera la vuelta. No lo había oído entrar en el salón, pero ahora que lo tenía frente a ella sólo podía dar las gracias al destino por aquella última oportunidad de compartir un rato con el hombre que tan importante había llegado a ser en su vida.

Iba perfectamente vestido para la ocasión, y Helen sabía que sería el hombre más atractivo del baile. La levita negra cruzada, confeccionada sin duda por Weston o Meyer, se ajustaba a la perfección a sus anchos hombros, y unos pantalones claros de cachemira con medias de fina seda definían sus fuertes piernas. Una corbata blanca con un sofisticado nudo y alfiler de zafiro se asomaba pulcramente entre las solapas de la chaqueta.

Su aspecto era impecable, pero su elegancia no era la propia de un dandi, sino que parecía desenvolverse con una sencillez exquisitamente natural. No era extraño que lady Endersley albergara tantas esperanzas para emparejarlo.

—Me ha asustado, señor Brandon —dijo Helen, odiando el tono jadeante de su voz.

Oliver hizo una reverencia.

—Discúlpeme, señorita de Coverdale. No era mi intención asustarla. Debería haberme dado cuenta de que estaba sumida en sus pensamientos —sonrió y se acercó a ella—. Pero me sorprende haberla encontrado aquí. Pensé que la vería bajar por las escaleras. Habría creado conmoción entre los invitados, tan hermosa como está usted esta noche.

A Helen le ardió tanto la piel que tuvo que abanicarse rápidamente.

—Buscaba algún lugar para ocultarme. Soy muy consciente de que mi presencia no es tan apreciada como la de los otros invitados.

—Al contrario, señorita de Coverdale —dijo él sin perder la sonrisa—. Su presencia es más apreciada que la mayoría, porque a usted se la ha invitado por puro afecto.

Los labios de Helen se curvaron en una sonrisa cortés.

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—En ese caso me considero afortunada, señor Brandon, porque prefiero ser motivo de afecto a serlo de obligación.

Oliver se echó a reír, y Helen se alivió al descubrir que aún podía conversar con el coqueteo propio de los jóvenes.

El único problema era que no quería flirtear con Oliver. Sus sentimientos eran demasiado profundos para un simple intercambio de palabras. Al moverse por el salón, sintió cómo la presencia de Oliver parecía llenar toda la estancia, y sin embargo no era una sensación sofocante ni abrumadora.

¿Cómo podía agobiarla su presencia? Era el hombre del que estaba enamorada. El hombre al que habría elegido para pasar el resto de su vida. Si podía estar en su compañía, no habría otro lugar en el mundo donde quisiera estar.

—Tiene que estar muy… complacido porque Gillian haya aceptado tan rápidamente al señor Riddleston —dijo, con la esperanza de iniciar una conversación inofensiva.

—Complacido y aliviado —recalcó Oliver—. Estoy encantado de que Gillian vaya a casarse con un hombre digno de admiración y confianza. Pero al mismo tiempo estoy aliviado porque acepte casarse por su propio bien.

—¿Porque acepte casarse? —repitió rielen—. Lo dice como si fuera a hacer algo que preferiría no hacer.

Oliver suspiró.

—Vamos, señorita de Coverdale, los dos sabemos muy bien cuál es la situación. Gillian está bastante satisfecha por la perspectiva de casarse con Riddleston, y sé que le tiene un gran afecto. Pero no creo que sienta por él la misma pasión que sentía por Sidney Wymington. Wymington era la clase de hombre cuyo aspecto y personalidad podían causar estragos en una mujer. Ni siquiera usted puede negar que es un joven muy atractivo.

—No, no puedo negarlo —admitió ella con una sonrisa—. Pero los defectos que descubrí en él no tardaron en tapar todas sus virtudes. La desafortunada conversación que mantuve con él en Abbot Giles y sus intentos por desacreditarme ante usted y la señorita Gresham me hicieron ver la clase de hombre que era realmente.

—Mentiría si dijera que no me alegro de oír eso —repuso Oliver tranquilamente—. Por suerte, Nigel Riddleston no se parece en nada a Wymington. Puede ser igual de encantador, pero es mil veces más sincero. Algún día heredará una gran fortuna, y sé que la manejará con inteligencia y sensatez. No la malgastará en el juego ni en tonterías.

—¿Y está tan enamorado de Gillian como ella de él? —preguntó Helen con cuidado.

—El pobre está loco por ella. En realidad, lo ha estado desde que la vio por primera vez en Londres. Sí, estoy muy satisfecho por cómo se

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están desarrollando los acontecimientos, sobre todo cuando pienso lo cerca que he estado de perderla. Pero, ¿qué me dice de usted, señorita de Coverdale? ¿Todo ha salido como esperaba?

Helen respiró hondamente. La pregunta exigía una respuesta muy cuidadosa, puesto que, si bien no quería mentirle, tampoco quería admitir sus verdaderos sentimientos.

—Tengo la suerte de contar con un trabajo y un hogar en la Escuela Guarding —respondió lentamente—. Y me he ganado el respeto y el afecto de algunas buenas amigas. ¿Qué más podría pedir una mujer en mi lugar?

—Lo mismo que cualquier otra mujer —replicó Oliver—. Un hogar. Unos hijos a los que cuidar. Un marido al que amar…

—Oliver, ¿eres tú? —preguntó la señora Llewellyn, segundos antes de entrar en el salón—. Los invitados están llegando, y Gillian quiere que ocupes tu lugar. Deberías… pero, señorita de Coverdale, ¿qué está haciendo aquí? —los ojos de Sophie se abrieron como platos al ver el espléndido vestido—. Cielos… ha hecho un trabajo extraordinario, querida. ¿Verdad que está preciosa, Oliver?

—Desde luego que sí —corroboró Oliver, acariciando el rostro de Helen con la mirada—. Eso mismo le decía hace un momento.

—Pero ¿por qué no está en el salón de baile, donde los caballeros puedan verla?

Helen sintió que el rubor volvía a cubrir sus mejillas.

—No quería aparecer demasiado pronto entre sus invitados, señora Llewellyn. Lady Endersley…

—Oh, maldita lady Endersley —la interrumpió Sophie—. Esta noche la mantendré todo lo lejos de usted que pueda, querida. Pero habrá muchos otros que estén impacientes por conocerla. Y cuanto antes ocupe su lugar entre ellos, antes empezará a divertirse. Vamos, Oliver, será mejor que te pongas en movimiento. Yo acompañaré a la señorita de Coverdale —se acercó y entrelazó su brazo con el de Helen—. Tenemos que presentar a esta encantadora joven a los invitados. Y naturalmente al señor Riddleston.

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Capítulo DieciséisNigel Riddleston era todo lo que Helen había esperado. Guapo,

galante y tan enamorado de Gillian que casi se le llenaron los ojos de lágrimas al verlo.

Sí, sería un marido maravilloso. Su carácter sincero y honesto resultaba encantador y, a medida que transcurría la velada, Helen comprendía mejor por qué Oliver se había quedado tan impresionado con él. Mientras Gillian revoloteaba por el atestado salón como una bonita mariposa, el señor Riddleston se detenía a hablar con los invitados, siempre con una palabra amable y una franca sonrisa. Y cuando otros caballeros sacaban a Gillian a bailar, él se quedaba al margen, vigilándola de cerca pero sin agobiarla, con una expresión de orgullo más que de posesión.

—¿Verdad que es un hombre encantador, señorita de Coverdale? —le preguntó Gillian cuando las dos tuvieron una oportunidad para estar solas—. Confieso que no esperaba que me gustase tanto, pero cuanto más lo conozco más lo admiro.

—Es un joven muy agradable —dijo Helen, complacida por el tono de satisfacción que se detectaba en la voz de Gillian—. Estoy muy contenta por ti. Y vas a casarse dentro de quince días… Tienes que estar muy nerviosa.

—Sí. Al principio había pensado que sería mejor celebrar la boda en primavera, pero Nigel prefiere casarse en Navidad y así instalarnos en Londres a principios de año. Sus padres tienen una casa en la ciudad y nos la han ofrecido como regalo de bodas. ¿No le parece muy generoso por su parte?

—Mucho.

—Espero que venga a visitarnos a menudo. ¿Vendrá, señorita de Coverdale? —le preguntó Gillian con expresión suplicante—. Me gustaría mucho.

—Haré lo que pueda —le prometió He- len—. Pero tienes que recordar que para una profesora no siempre es fácil abandonar sus clases.

—¡Entonces haré todo lo posible para que no tenga que seguir siendo profesora! Cuando venga a Londres le presentaré a todos los caballeros guapos y solteros que conozca.

Helen se echó a reír, divertida por el ingenuo interés de la chica.

—Oh, Gillian, eres muy amable, pero dudo que ningún caballero guapo y soltero que conozcas tuviera el menor interés en una maestra rural de treinta y un años.

Gillian la miró horrorizada.

—¿Cómo puede decir eso? Sólo tiene que fijarse en las miradas que le echan los caballeros esta noche. ¿No ha notado cómo la siguen con la

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mirada a todas partes? Algunos jóvenes me han preguntado por usted, y sir Peter Rollings quiere que se lo presente. Me ha dicho que es usted la mujer más hermosa que ha visto nunca.

—Gillian, ¿qué haces? —las interrumpió Oliver—. ¿Estás intentando engatusar a la señorita de Coverdale? La señora Guarding no estará nada contenta si la privas de otra profesora.

Gillian puso los ojos en blanco.

—En serio, Oliver. Preferiría ver a la señorita de Coverdale casada con un hombre al que ame que encerrada de por vida en una escuela para chicas donde tenga que enseñar acuarela e italiano a un puñado de señoritas mimadas. Es demasiado guapa para eso, ¿no te parece?

Helen se puso tan roja como un tomate.

—Estoy segura de que al señor Brandon no le interesa opinar al respecto, señorita Gresham. Pero mira, creo que el señor Pviddleston intenta llamar tu atención.

Gillian se volvió y saludó con la mano al joven, que le estaba sonriendo y haciendo señas.

—Sí, quiere que hable con su hermana, la joven que está a su derecha. Amanda es un poco sosa, pero es muy amable y la quiero mucho. No olvide lo que le he dicho, señorita de Coverdale —siguiendo un impulso, besó a Helen en la mejilla—. Haré lo que esté en mi mano para que usted también se case muy pronto. Y gracias por ser tan buena amiga. Me alegro mucho de que esté hoy aquí.

Se marchó rápidamente haciendo crujir la falda de seda, y dejó a Helen sonrojada y avergonzada en compañía de Oliver Brandon.

—Tiene que perdonar a Gillian por hablar más de la cuenta —le dijo Oliver, rompiendo el incómodo silencio—. Siempre está diciendo lo que piensa, sea o no el momento apropiado.

—Sí, supongo que podemos achacarlo a los… nervios de esta noche —dijo Helen, desesperada por quitarle importancia al asunto—. Apenas se da cuenta de lo que dice.

—Pero en una cosa sí tiene razón. Es usted demasiado hermosa para seguir siendo profesora el resto de su vida.

A Helen le dio un vuelco el corazón. Desplegó el abanico y lo agitó frenéticamente para enfriarse las mejillas.

—Es usted muy amable, señor.

—Le dije una vez que la amabilidad no tiene nada que ver con lo que le digo, señorita de Coverdale —juntó las manos a la espalda en un gesto que Helen conocía muy bien—. Simplemente estoy diciendo la verdad. Es usted una mujer muy hermosa, y no hay ningún hombre en esta sala que no se haya fijado.

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Helen tragó saliva. Sabía que debería hacer algún comentario ingenioso, pero no se le ocurría nada. Parecía que sus habilidades sociales ya la habían abandonado.

—Gillian me ha dicho que el señor Riddleston quiere casarse antes de Navidad —fue lo único que se le ocurrió.

—Sí, está muy impaciente por casarse. Pero, como ya le he dicho, lleva mucho tiempo enamorado de ella. Creo que fue un caso de amor a primera vista.

Helen observó a la joven pareja y se le escapó un suspiro involuntario.

—Espero que dure, por el bien de ambos.

—Oh, durará. Ha pasado muchas veces en nuestra familia.

—Sí. Recuerdo que me dijo que su hermana y su marido se enamoraron de la misma manera.

—Sí, y yo también.

Ni siquiera un rayo cayendo a su lado podría haberla asustado más. Las palabras de Oliver, pronunciadas en un tono tranquilo y despreocupado, le aceleraron el pulso y le entrecortaron la respiración.

—¿Cómo… cómo dice?

—Parece sorprendida, señorita de Coverdale. ¿No me creía capaz de enamorarme a primera vista?

—No lo sé, señor Brandon… —murmuró. ¿Oliver estaba enamorado? Cielos, ¿cómo podía ser cierto? ¿Por qué Gillian no se lo había dicho? La joven tenía que saber que su hermanastro sentía algo especial por alguien. ¿Por qué le había hecho creer que no había nadie en su vida?

—Confieso que me… sorprende, señor Brandon —balbuceó, intentando mantener la voz serena—. Gillian no me dijo nada.

—No se lo dijo porque no lo sabía —respondió Oliver con una sonrisa—. Nadie lo sabe. Ocurrió hace mucho tiempo.

—Entiendo. ¿Y qué hay de la… joven dama? —se obligó Helen a preguntar—. ¿Cómo se siente por el largo silencio?

—No tengo ni idea. Porque ella tampoco sabe lo que siento.

Helen apenas podía oírlo, Debido al extraño zumbido que reverberara en su cabeza.

—¿Cómo es posible, señor? Si se enamoró de esa mujer, ¿no debería ella haberlo intuido?

—No, porque no me conocía ni sabía nada de mí.

El zumbido dejó paso a un bramido sordo.

—Seguro que hubo alguna insinuación en su modo de hablarle…

—No le dije ni una palabra —admitió Oliver—. No habría sido… apropiado en su momento. Ni tampoco tuve la oportunidad de hacerlo.

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Pero el recuerdo de su rostro y las circunstancias de nuestro primer encuentro me han acompañado desde aquel día.

Helen deseó tener algo que decir, pero su mente se había quedado en blanco. ¿Qué podía decir cuando el hombre al que amaba estaba enamorado de otra mujer?

—Ya sé que suena extraño, señorita de Coverdale, pero tiene que entender que era mejor guardarme mis sentimientos —continuó Oliver—. Ni siquiera yo mismo quería reconocerlos. Pasaron tantos años antes de que volviera a verla que no sabía ni que aún existían. Pero entonces volví a encontrármela, en las circunstancias más inesperadas, y me dio cuenta de que nada había cambiado. Sentía lo mismo por ella que cuando la vi por primera vez —sacudió la cabeza, maravillado—. Fue bastante… perturbador, por decirlo así.

Desde luego, corroboró Helen en silencio. Cualquier satisfacción que pudiera haberle reportado la velada se había esfumado. Lo único que sentía eran náuseas, dolor y un desesperado deseo de huir antes de que pudiera hacer el ridículo. Se había permitido creer como una estúpida que Oliver sentía algo por ella.

—Señor Brandon, ¿me… disculpa, por favor? De repente me siento agobiada en este salón.

—Por supuesto, señorita de Coverdale. ¿Se encuentra bien? Se ha puesto pálida. Quizá le sentaría bien tomar el aire.

—Sí. Buena idea —dijo Helen, aferrándose a cualquier medio de huida.

—En ese caso, permítame acompañarla al exterior.

—¡No! Es… muy amable, señor Brandon, pero no es necesario. Puedo arreglármelas bien yo sola.

—No lo creo —replicó él—. Su rostro ha adquirido el color de su vestido, y corre el riesgo de desmayarse si sigue respirando así. Vamos, la acompañaré a la terraza. Un cambio de ambiente y un poco de aire fresco la ayudarán a recuperarse.

Helen quería decirle que haría falta mucho más que un cambio de ambiente y un poco de aire fresco para recuperarse, pero ¿de qué serviría? Nada iba a cambiar el hecho de que Oliver estuviera enamorado de otra mujer.

Al menos la brisa nocturna la ayudó a recuperar el equilibrio, aunque no mejoró para nada sus ánimos. Cerró los ojos y se llenó los pulmones de aire fresco. El mareo empezó a remitir, pero la desesperación había arraigado en su corazón y se hacía más fuerte cada vez que miraba el amado rostro de Oliver y pensaba que lo había perdido para siempre.

Se aferró al barandal de piedra en un intentó por disimular el temblor de las manos.

—¿Se siente un poco mejor? —le preguntó Oliver en voz baja y llena de preocupación.

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Helen agachó la cabeza para ocultar la expresión de sus ojos. Ni siquiera tenía el coraje de mirarlo.

—Gracias, señor Brandon. Sí, me siento… un poco mejor. Discúlpeme. No estoy acostumbrada a las multitudes, y hacía mucho tiempo que no asistía a una celebración como ésta. Creo que me he visto abrumada por los nervios y la emoción.

—Naturalmente. Su reacción es muy normal. ¿No tiene frío? La brisa es fresca esta noche.

—Gracias, estoy bien. Pero sería mejor que usted volviera con sus invitados, señor Brandon. Deben de estar preguntándose dónde se ha metido.

—Que se lo pregunten. Es la fiesta de Gillian, no la mía —le recordó él—. Y en estos momentos no quiero estar con nadie más, señorita de Coverdale —le puso las manos en los hombros y la hizo girarse suavemente hacia él—. Sólo quiero estar con usted.

Helen ahogó un jadeo, horrorizada al sentir el temblor de las lágrimas en sus pestañas.

—Pero usted… usted está enamorado de otra persona. ¡Acaba de decírmelo!

Oliver vio la ardiente mirada de sus penetrantes ojos.

—¿Eso la inquieta?

—Sí. ¡No! Quiero decir… Claro que no me inquieta —se pasó la mano por los ojos para apartar la traicionera humedad—. ¿Por qué debería?

—Porque, mi querida señorita de Coverdale, espero que yo no le sea tan indiferente como ha intentado hacerme creer —le apretó con fuerza los brazos—. Por favor, dime que no lo eres… amore.

Aturdida, Helen levantó la mirada hacia su rostro.

—¿Cómo dice?

La mirada de Oliver le recorrió el rostro lenta y seductoramente, deteniéndose unos momentos en sus ojos antes de bajar hacia los labios.

—¿No conoces esa palabra?

—Pues claro que la conozco. Pero… ¿por qué me la dice a mí cuando acaba de decirme que está… que está…?

—¿Enamorado de otra mujer? ¿Por qué lo hago? Quizá porque ha llegado el momento de que esa mujer lo sepa.

Helen se preguntó si se había quedado dormida y lo estaba soñando todo.

—Señor Brandon, le ruego que no se burle de mí. En mi estado actual no puedo descifrar las sutilezas de sus frases. Por favor, dígame lo que quiere decir…

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—Quiero decir, mi dulce Helen, que tú eres la mujer de la que estoy enamorado. La misma mujer de la que he estado enamorado tantos años vacíos. ¿Tan difícil te resulta creerlo?

En aquel momento, Helen agradeció que la estuviera sujetando. De lo contrario se habría desplomado. ¿Oliver estaba enamorado de ella? ¿De ella?

—Pero… usted… usted pensaba que yo era una mujer indecente —susurró mientras las lágrimas empezaban a resbalar por sus mejillas—. Me acusó de ejercer una mala influencia en Gillian…

—Sí, porque me había convencido a mí mismo de ello. Pero en el fondo de mi corazón sabía que no era así —metió la mano en el bolsillo y sacó su pañuelo—. Nunca olvidaré la primera vez que te vi, Helen. Aquella noche en la biblioteca, cuando me miraste, supe que algo me había ocurrido. Que el recuerdo de tu rostro me acompañaría para siempre. Pero no imaginé que me había enamorado de ti.

Helen se sorbió las lágrimas.

—¿No?

—Claro que no. Pensé que me había quedado hechizado por un par de ojos bonitos —sonrió mientras le secaba delicadamente el rastro de las lágrimas—. Me convencí de que no podías ser la clase de mujer con la que quería casarme, ya que había demasiadas diferencias que nos separaban. Y sin embargo, cuando te volví a ver en la Escuela Guarding, supe que había estado engañándome todo el tiempo.

—Pero cuando me habló en el coche —insistió Helen—, cuando vino a llevarme de paseo, me dijo que… que…

—Ya sé lo que dije —la cortó Oliver—. Y ojalá pudiera tragarme esas palabras. No quería hacerte daño, mi amor. Creo que, de alguna manera, estaba luchando contra lo que sentía por ti. No podía negar que el destino había vuelto a unirnos, pero prefería creer que era una broma cruel y no lo mejor que me podía haber pasado —la tomó de la mano—. Dime que no estoy albergando falsas esperanzas… Dime que sientes algo por mí, por poco que sea. Porque si es así, tendré una razón para seguir luchando por tu amor.

—Oh, Oliver, no tienes que albergar esperanzas —le dijo ella con un hilo de voz temblorosa—. Te quiero más de lo que imaginas. Más de lo que pueda expresarte con palabras. Pero nunca imaginé que tú sintieras lo mismo. Nunca pensé que…

No pudo seguir hablando, porque Oliver la acalló con un beso tan apasionado que la dejó sin aliento y temblando de emoción. Todo lo que la rodeaba se desvaneció al contacto de sus labios. Oliver la estrechó con fuerza entre sus brazos, y el íntimo contacto de sus cuerpos despertó unas sensaciones insospechadas en Helen.

—No quiero que volvamos a hablar de eso —dijo Oliver cuando finalmente separó la cabeza—. No quiero oírte hablar de lord Talbot ni de

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tu pobre clérigo ni de ningún otro hombre que te haya faltado al respeto, a menos que quieras que los busque uno por uno para retarlos en duelo.

—Cielos, ¿retarlos… a todos? —preguntó Helen, riendo—. Estarías tan ocupado que apenas te quedaría tiempo para mí.

—Ah, mi querida Helen, si me aceptas pasaré el resto de mi vida tan cerca de ti como estoy ahora. Y te aseguro que habrá ocasiones en las que te canses de mí, tan devotas van a ser mis atenciones.

—¡Jamás! Nunca me cansaré de ti. Si pudiera elegir un deseo, sería que nunca te alejaras más de diez pasos de mi lado. Te quiero, Oliver. Cualquier separación, por breve que fuera, sería el peor castigo posible.

—Entonces… ¿te casarás conmigo, Helen? —le preguntó él en un susurro, mientras le acariciaba tiernamente la mejilla—. ¿Serás mi esposa?

Helen cerró los ojos y se abandonó a sus caricias.

—Me casaría contigo ahora mismo, amor mío, pero… tengo que preguntarte si lo has pensado bien.

—¿Qué hay que pensar, aparte de lo que sentimos el uno por el otro?

Helen suspiró.

—Hay mucho que pensar, teniendo en cuenta nuestras diferencias sociales. Hay otros a los que no les gustará tu decisión tanto como a mí.

—¿Otros? —repitió él con el ceño fruncido—. ¿Qué otros?

—Lady Endersley, por ejemplo.

—¡Que se vaya al infierno lady Endersley!

—No, no debes decir eso, Oliver —lo reprendió ella, poniéndole un dedo en los labios—. Hace bien en preocuparse por ti y desear que encuentres una buena esposa. Es tu tía y te quiere. Pero si te casas conmigo te arriesgas a perder su afecto, y no me gustaría ser la causa de un cisma familiar.

Oliver la miró en silencio un largo rato. Tanto, que Helen empezó a preguntarse si se estaba arrepintiendo de su petición. Pero cuando volvió a hablar le demostró que nada había cambiado.

—Mi querida Helen. Con lo que has dicho has conseguido que te quiera todavía más. Tienes razón al desear que mire más allá de mis sentimientos. Y tienes razón al decir que mi decisión no complacerá a todos. Pero es mi decisión, y es nuestra felicidad lo que está en juego. He encontrado a la mujer con la que deseo casarme. Es una mujer que da clases de acuarela e italiano en una escuela de Steep Abbot. Y si mi tía o cualquier otro miembro de mi familia no la aceptan, tampoco yo los aceptaré —volvió a abrazarla y tomó su delicada barbilla entre los dedos—. Quiero demasiado a esta mujer. Y si ella me acepta, me pasaré el resto de mi vida demostrándole cuánto la amo. Dadas las circunstancias, ¿crees que seré lo bastante convincente?

Los ojos de Helen brillaron de felicidad.

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—Oh, sí, mi amado Oliver. Creo que, dadas las circunstancias, serás todo lo convincente que una mujer pueda desear.

Fin.

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