vintilia horia, crítica literaria
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CRÍTICA LITERARIAVINTILIA HORIA
COLECCION DE ARTÍCULOS PUBLICADOS EN EL ALCAZAR
El nombre de la rosa es politeísmo
No, no es un título estrambótico, sino la conclusión de un largo debate interior. El lector
recordará el comentario que dediqué en estas páginas a la novela de Umberto Eco El
nombre de la rosa, afirmando al final de mi comentario que el secreto del libro estaba
encerrado en la última frase, que rezaba así: “Stat rosa pristina nomine, nomina nuda
tenemus”. Que es, en realidad, todo un programa nominalista. Vamos a ver, en el
artículo de hoy, qué es el nominalismo y qué relación tienen, por un lado, la novela de
Umberto Eco y, por el otro, la frase citada más arriba, con algunas de las tendencias más
ocultas y tenaces de la lucha filosófica e ideológica actuales y con la intención misma
de la novela del autor italiano. De nuestra matizada inquisición dependerá, pues, en la
medida en que lograré llevarla como es debido a cabo, el esclarecimiento de algunas
ideas y de algunos ideales que tanto daño está haciendo al hombre contemporáneo y
sobre todo al hombre cristiano, meta y víctima de estas tendencias. Y me pregunto
ingenuamente: ¿Quién ha puesto de relieve hasta ahora, en el marco de la crítica
católica española, el sentido polémico de El nombre de la rosa? Nadie, et pour cause,
porque dicho silencio tiene una causa, quiero decir la colaboración entre la rosa y la
cosa, por así decirlo, como luego veremos. ¿Es que ya no hay teólogos en Salamanca?
La frase citada por Eco significa en castellano lo siguiente: “Permanece la rosa original
con el nombre, después, sólo tenemos nombres”. Esto quiere decir, en un sentido
nominalista, que la palabra rosa no tendría ningún sentido si las rosas, en cuanto
realidades, dejaran de existir. O sea: ¿Es posible hablar de ideas generales por encima
de las cosas que ellas representan en la tierra, o sólo hay estas cosas visibles y
palpables? ¿Existen, sí, conceptos universales o sólo los objetos que dan cuenta de ellos
(nominales o reales)? Si la rosa en sí desaparece, también desaparece el nombre de la
rosa. La polémica es muy antigua y se encuentra, como casi todos los problemas que
agitan las filosofías, en Platón y Aristóteles, idealista el primero, nominalista o realista
el segundo. Desde el punto de vista científico, esto tiene también su peso y posibilidad
de definición, en el mismo sentido esbozado más arriba, ya que “Nominales sunt
philosophae qui scientias non de rebus universalibus, sed de rerum communibus
vocabulis haberi existimant”. No de rebus o cosas universales, sino de rerum o de cosas
comunes que contradicen tanto lo abstracto como lo general. Los universales, que
apasionan a los platónicos medievales, pasando por San Agustín y Boecio (aunque éste
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trata de reconciliar las dos tendencias y de encontrar una justa síntesis entre sus dos
maestros, Platón y Aristóteles) hasta Abelardo, el cual, en el siglo XII, plantea ya el
tema nominalista, en el nombre de la rosa, quiero decir en contra de los universales.
Impresionismo y expresionismo, figurativo y abstracto, en la pintura contemporánea,
corpuscular y ondulatorio, monoteísmo y politeísmo, siguen planteando ante nuestros
ojos el antiguo y apasionante tema medieval, y digo apasionante porque el polemos que
agitó a los antiguos da cuenta perfectamente de la dualidad interior que nos compone y
define y que ha sido puesta en nosotros desde los comienzos y esclarecida desde el
punto de vista lógico, por Platon y su discípulo, su hermano y enemigo al mismo
tiempo.
Umberto Eco se reconoce como nominalista no sólo en la frase final de su libro, sino
también en las consideraciones que estructuran poco a poco su actitud, desde las
primeras páginas hasta las últimas. Por ejemplo: “La ciencia tiene que hacer con las
proposiciones, y sus términos indican cosas singulares” (ver pág. 210 de la edición
italiana). En base a su experiencia, como sigue afirmando el personaje principal de la
novela, no hay leyes universales, ya que si estas existiesen, implicando “un orden dado
de las cosas”, esto significaría que Dios sería prisionero de ellas, mientras sabemos que
Dios es un ser libre y que si no fuera así, el mundo tendría otro aspecto. Bastaría decir
aquí que Dios es libre hasta el punto de que ha creado Él mismo el orden y sus leyes, y
que hablar de un Dios prisionero de sus propias leyes no tiene sentido. Pero no quiero
entrar aquí en disquisiciones teológicas.
Demos un salto hacia nosotros mismos para entrar directamente en el tema que nos
preocupa e implica. El nominalismo está en los cimientos mismos del materialismo
contemporáneo, cuyo padre directo ha sido David Hume, quien niega al hombre y a su
posibilidad de conocimiento cualquier capacidad o poder metaempírico. ¡Abajo la idea,
viva la impresión! Conocemos sobre bases únicamente psicológicas, ya que tomamos
contacto con la realidad a través de los cinco sentidos. Ni siquiera conceptos como
tiempo y espacio existen de por sí, sino sólo como impresiones que se suceden la una a
la otra, en un caso, y como impresiones que coexisten en el otro. El tiempo y el espacio
no son sino puros nombres, como el de la rosa o como el de Dios. La misma inclinación
religiosa del ser humano no brota desde su técnica racional de enfocar el mundo, y
tampoco desde sus a priori o aposteriori de tipo metafísico, sino, como dice Hume,
“desde las esperanzas y temores que continuamente agitan el alma humana”. El hombre
es, pues, naturalmente politeísta, según esta interpretación nominalista, basada en una
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consideración psicológica que elimina los universales y se basa únicamente sobre lo que
Hume considera entonces como la “naturaleza humana”.
Este inciso filosófico nos obliga a retroceder hasta Francis Bacon y Thomas Hobbes,
fundadores, el primero , del método experimental, de origen aristotélico también, y, el
segundo, de un nominalismo político cuyo monumento espantoso tiene un nombre muy
alejado del de la rosa, pero en estricta conexión con el mismo: Leviathan. Bajo esta
perspectiva, ya que no existe sino lo individual y concreto, separados de cualquier
abstracción y categoría, tenemos forzosamente que tener en cuenta las características y
exigencias de cada individuo en parte, único contenido de lo real. El ser en cuanto
individuo se sale completamente del concepto de bien, por ejemplo, puro invento
metafísico, puro nombre. El hombre concreto no es sino un complejo de necesidades
particulares y positivas, de manera que lo único que interesa, en este sentido
nominalista, resulta ser el placer de dicha concretez, el placer que más tarde
encontraremos en la base del freudismo y de cierto socialismo de los derechos
(humanos, por supuesto) que transforman al hombre en una suerte de animal individual,
concretamente singularizado en un destino sin meta, ya que el placer no puede
constituirse en una finalidad. ¿Cómo existen entonces realidades tan efectivas y tan
ligadas al nombre y a la abstracción como son los Estados? Problema que los
nominalistas no han sabido resolver o, cuando lo han hecho, han desenmascarado su
falta absoluta de realismo, lo que les ha obligado a transformar la sociedad y el Estado
en obligaciones torturadoras, como en toda utopía. La utopía de Hobbes se llama
Leviathan y es el nombre del Estado moderno, en cuyo marco el ciudadano está
obligado a firmar un contrato social y renunciar a sus libertades en nombre de una
libertad general, que es pura abstracción antinominalista y que está en la base de todo
tipo de totalitarismo. Su fuerza es la del derecho, evidentemente, pero de un derecho
que él mismo se otorga, ya que resulta ser, después de la firma, también abstracta y
antinominalista, del contrato social, el único individuo (el Big Brother de Orwell), el
gran individuo cuya voluntad sustituye cualquier ley moral, religiosa, política, social o
jurídica. La paz y la guerra, el bienestar y la miseria de los firmantes están en sus manos
absolutistas. Las tendencias politeístas del hombre psicológico, tal como Hume lo
enfocará a través de su mundo fenoménico (cada esperanza y cada miedo con su dios,
como en las sociedades primitivas) están ya previstas y resueltas dentro de la visión
sensorialista y antiespiritualista de Hobbes, cuya sociedad no puede tener otro aspecto
sino el del horrible Leviatán que es el nombre de una rosa contemporánea (“nomina
nuda tenemus”) encarnada en el Estado soviético o en la sociedad politeísta, separada de
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toda abstracción metafísica o religiosa, y que sería el Estado del futuro, peor todavía, ya
que de la rosa prístina no queda ni siquiera el nombre. Si perecen los hombres,
realidades concretas de los nominalistas, perecen también las sociedades. Si el hombre
no es libertad, sino libertad entregada a Leviathán, será difícil buscar al hombre en la
geografía de esta tierra, en el espacio concreto de Hume. No permanecerá ni siquiera su
nombre. Es gulag, donde ni la realidad concreta, el hombre cuantitativo, ni su nombre,
representan algo, sino un material bruto moldeado en nombre de la utopía. ¿Y por
quién? es la pregunta que yo planteo a Umberto Eco. ¿Quiénes serán los que, en nombre
del futuro Leviathán, acabarán con nosotros? Y, por supuesto, con ellos mismos, ya que,
a pesar del nominalismo, el hombre es una especie, una categoría, una idea, que no
puede ser cortada en dos sin que desaparezca tanto el objeto sometido a esta operación,
como el cuchillo, vuelto inútil después de la misma, que la ha realizado.
Libro terrible el de Umberto Eco, no sólo anticatólico, como yo lo afirmaba aquí, hace
unas semanas, sino decididamente antihumano, como todo politeísmo nominalista y
leviathánico.
Vintila Horia, en El Alcázar, 9 de marzo de 1983
Koestler o el suicidio nominalista
En medio de una interesante y actualísima tertulia, donde se suele hablar de todo, en
torno a una personalidad política española de mucho relieve intelectual, alguien planteó
el otro día el tema del exilio relacionado con el destino de Arthur Koestler. Este exilio
esconde desde el principio en su trayectoria, la idea del suicidio. Solzhenitsin, se dijo,
iba a terminar de la misma manera, ya que nadie puede seguir vibrando en tierra extraña
con la misma intensidad que en la de donde ha sido arrancado. El suicidio de Koestler
sería, pues, una fatalidad relacionada con el exilio.
Yo creo que no es así. En primer lugar, porque no todos los exiliados se suicidan.
Asistiríamos hoy a un increíble autogenocidio, ya que hay millones, muchos millones
de exiliados, salidos de su cauce después de la Segunda Guerra Mundial, o después de
lo que pasó en Palestina, o después de Vietnam, o, ahora mismo, después de Jomeini o
de la ocupación del Afganistán. La gente, incluso, escoge la libertad, es decir, el exilio
voluntario, antes que permanecer en lo que podríamos llamar “la patria del
nominalismo”. O sea, del producto de la utopía. Y estoy convencido de que Koestler,
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que logró desde muy joven separarse de la religión de sus antepasados y preferir el
frágil Capital al sólido Talmud, no se hubiera suicidado, a pesar de todo, si no hubiese
abandonado la base religiosa de su infancia y la de su raza, que vive en el exilio desde
hace milenios y no piensa en suicidarse, justamente porque el fundamento de su
existencia no es nominalista, o concretamente materialista, sino religioso. Tampoco se
va a suicidar Solzhenitsin, a pesar de los rigores a los que está sometido en su exilio, de
la misma manera en que fue sometido a otros durante la estancia en su tierra,
sencillamente porque el autor de El primer círculo es un hombre profundamente
cristiano y de la misma manera en que aborrece el marxismo o el aborto, se niega a
aceptar la táctica destructora del suicidio. Sólo los materialistas son tanáticos.
Koestler pudo haber sido uno de los espíritus más abiertos y constructivos de nuestro
siglo. Del mismo modo en que Pascal, en un momento revelador y crucial de su vida,
escogió la religión y abandonó la ciencia, Koestler abandonó la religión (su religión
marxista) y se convirtió a la ciencia. Sus libros, en este sentido, son tan buenos como
sus novelas y reportajes escritos durante su época marxista y que culminan con su El
cero y el infinito, novela en cuyas páginas asistimos a su cambio interior y a su adhesión
a una posición anticomunista. Esto, sin embargo, no fue suficiente. Su mente preclara
logró empaparse de muchos conocimientos científicos actuales y comprendió el papel
revolucionario que la ciencia interpretó en este umbral de los nuevos tiempos. Pero no
llegó jamás a sacudirse de encima la última partícula de polvo materialista y tampoco el
pesimismo que acompaña al agnóstico. (El que vive dentro del mal y lo practica sufre
mucho más que sus víctimas, afirmaba el poeta Boecio en su De consolatione
philosophiae, afirmando implícitamente que el remordimiento y el dolor acompañan
permanentemente al hombre que triunfa dentro del mal). Olvidar el hecho fundamental
de que, durante muchos años, uno haya sido el cómplice de los campos de
concentración estalinistas y de las torturas anímicas y somáticas del universo leninista,
no es nada fácil. Sólo la oración y la penitencia nos pueden salvar en casos así, como al
piloto que arrojó su bomba sobre Hiroshima. Koestler llegó hasta las cercanías de la
cumbre, pero no descubrió en el vasto horizonte que la ciencia abría ante sus ojos, más
que destrucción y miseria.
De la misma manera en que Koestler acabó suicidándose , en el marco de su visión
parcial del mundo y del hombre, pueden suicidarse pueblos enteros; los que, por
ejemplo, votan en masa a los partidos nominalistas, quiero decir sólo parcialmente
adheridos a la verdad. Cinco rectores representando a cinco universidades españolas han
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firmado una proclamación, o una simple súplica, para darle un nombre administrativo al
asunto, pidiendo permiso al ministro de la Educación para que los universitarios festejen
este año el primer aniversario de la muerte de Marx. ¿Es esto posible? ¿Por qué ha de
festejar la Universidad, la élite de las élites, a un pensador cuya doctrina ha sido desecha
por la ciencia, como por la filosofía, por la evolución misma de las artes como por la de
la sociedad y de la cultura contemporánea en general? Festejar es homenajear. Pero,
¿cuál de las ideas de Marx sirve todavía? ¿Y para qué? ¿Qué es lo que ha quedado en
pie de su doctrina, sino el esqueleto más tremendamente inactual de una sociedad de
esclavos? Por esto decíamos, no sólo los individuos llegan a preferir el suicidio a la
vida, que es apasionada búsqueda, sino también los pueblos.
Juan Dacio (Vintila Horia), en El Alcázar, 9 marzo 1983
En la muerte de Charles Moeller
No es posible hablar de la literatura del siglo XX sin mencionar al gran crítico belga,
recientemente fallecido. Su libro monumental, Literatura del siglo XX y cristianismo
(Ed. Gredos, Madrid), publicado en varios tomos, es un panorama de la mejor prosa y
de la poesía más representativa de nuestro tiempo. Y el hecho de que Moeller haya
tratado de explicar a autores tan opuestos como Gide y Kafka, o Camus y Bernanos, o
Claudel y Sartre, bajo el mismo punto de vista, el de la problemática cristiana, da cuenta
de la magnitud de la obra.
En efecto, resulta hasta paradójico situar a tantos autores, pertenecientes a tendencias
tan dispares, bajo la luz del mismo faro, iluminando no sólo apariencias y matices, sino
la sustancia humana que está detrás de corrientes y escuelas y que nos permite
contemplarlo todo como obra del espíritu y enfocar situaciones y dramas desde el nivel
más alto, que es el del eterno conflicto entre el bien y el mal. Entiendo perfectamente el
punto de vista de Moeller cuando llega a la conclusión de que los enemigos de la fe
plantean a los cristianos problemas que, de otra manera, ellos mismos no hubieran
sabido resolver o siquiera se hubieran percatado de su existencia. El mal provoca al bien
y lo fortalece. Sartre es útil porque plantea problemas existenciales que los cristianos no
hubiesen detectado. Los enemigos de Cristo, en un plano de sabiduría divina, se vuelven
de esta manera sus aliados inconscientes. Sin embargo, no es el mismo el peso de los
escritores cristianos y el de los ateos a lo largo de los combates ideológicos del siglo
XX. No se puede caer en la demagogia sandinista, por ejemplo, a la hora de hablar de la
utilidad de la Iglesia en lo inmediato, lo social, lo político, etcétera. ¿Por qué?
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Sencillamente porque las soluciones brindadas por los unos o por los otros, por los
aliados o por los enemigos, no son las mismas. Prueba de ello es lo que sucede en la
URSS, en Cuba y en otros espacios adversarios. Puede ser interesante para un cristiano
del mundo libre, como lo era Charles Moeller, el experimento soviético, pero sería
aleccionador preguntar sobre el mismo al cristiano y hasta al no cristiano que viven
dentro de aquel experimento.
El autor es muchas veces poco tajante y hasta favorable cuando analiza la obra de los no
creyentes y de los enemigos en cuyas obras “la inquietud espiritual está siempre
presente”. Y creo que se equivoca rotundamente cuando afirma que “La esperanza
humana no está separada, aunque es distinta, de la esperanza cristiana”. Sí que es
separada y distinta, porque la una se refiere al otro mundo y la otra a éste, siendo
dominado éste por quien sabemos, por el Príncipe del que el mismo Cristo nos habló.
No se puede de ninguna manera estar al lado de las tesis de Mauriac, nos damos cuenta
hasta qué punto las opiniones y convicciones de los agnósticos y anticristianos pueden
estar enfermas de maldad y de ignorancia. Escribía Mauriac, relatando una visita de
Malraux (en el tomo III de Moeller): “Entonces me planteaba la misma cuestión que me
plantea esta noche. La Iglesia ha tenido a este pueblo (el español) bajo su férula... ¿Y
qué ha hecho él?” No sabemos si Mauriac había contestado a la pregunta. A lo mejor
no, porque tampoco conocía a los españoles o los conocía tan mal como Malraux. La
respuesta es sencilla: La Iglesia enseñó a los españoles a no tener miedo a la muerte. Es
el logro más extraordinario jamás realizado por una institución divina o humana en la
Tierra. Rilke lo había observado y anotado en sus cartas de Toledo. No sólo
desencadenó el misticismo más sutil, traducido en poesía por san Juan de la Cruz, sino
que cinceló un ser humano desprendido del temor a la muerte. La unión entre la psique
española y la fe dio resultados magníficos bajo todos los aspectos del saber y de la
esperanza. Malraux lo entendió. Me gustaría volver sobre el tema, analizando aquí la
semana próxima el contenido del capítulo sobre Unamuno, en el tomo IV de la obra de
Moeller.
Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar (fecha desconocida)
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De Petrarca a Antonio Prieto
Hay un viejo Secretum escrito por Petrarca en latín, en pleno bullicio humanista, cuando
el fundador del Renacimiento pone las bases de una época y plantea el problema de la
aegritudo o acidia, sentimiento en que confluyen los restos medievales de la fe y los
deseos del humanista de separarse de cualquier reminiscencia religiosa, por lo menos en
la literatura. En un emocionante diálogo con San Agustín, Petrarca describe esta nueva
actitud del poeta que escribe en latín y en italiano, que es casi un sacerdote de la Iglesia
de Roma, que pasa la mayor parte de su juventud en Aviñón, donde se enamora de
Laura, que más tarde tendrá hijos con otras mujeres y que nunca abandonará la Iglesia,
sea porque nunca dejó de creer, sea porque gozaba de muchos beneficios, prebendas y
canonjías. Petrarca nunca dejó de creer, igual que Miguel Ángel más tarde, pero había
evidente ruptura entre el creyente y el pecador, dando lugar a aquella inseguridad y
melancolía, casi románticas, que forman la pesadilla diurna de la aegritudo, novedad
sentimental y literaria, característica de los hombres del Renacimiento. Secretum nos
aparece hoy como un libro casi tan decisivo en el marco de la literatura autobiográfica
como las Confesiones de San Agustín o las de Rousseau, por describir desde dentro un
drama personal que se confunde con el drama de una época.
El libro primero del Secretum de Petrarca se abre con estas preguntas de San Agustín
dirigidas a su discípulo: “¿Qué haces, pobrecillo?, ¿qué sueñas?, ¿qué esperas? ¿Es que
has olvidado todas tus miserias? ¿No recuerdas que eres mortal? A las que Petrarca
contesta: “Bien lo recuerdo: semejante pensamiento nunca me viene al ánimo sin un
escalofrío de espanto”.
Bien, pues la novela de Antonio Prieto que lleva el título del libro de Petrarca
(Secretum, nueva edición, Planeta, Barcelona, 1986; mientras la primera era de 1972,
Magisterio Español, Premio Novelas y Cuentos 1972) no hace sino poner en clave
moderna el temor de Petrarca, el clásico temor a la muerte, pensamiento poco platónico
por cierto y que no rima con la vida del poeta toscano, a pesar de sus frecuentes citas de
Platón. Otra vez aegritudo, confusa discrepancia entre lo que se lee y lo que se vive. La
civilización del Renacimiento, inaugurada por Petrarca, desemboca en un humanismo
tardío, situado en un siglo del futuro en que, según Antonio Prieto, el hombre ha
encontrado la solución, inventando un remedio contra la muerte. Bastó una inyección o
una operación para que todos los mortales de una determinada época, situada ya en el
pasado de la novela, hayan adquirido la inmortalidad, igual que los dioses. Una ley
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especial protege a estos felices inmortales contra todo intento de volver a la mortalidad.
La población de la tierra, sometida a conflictos en el pasado sólo porque se multiplicaba
demasiado, se encuentra protegida por su máximo invento y quien se atreviera a tener
niños, es decir, a amar y a aumentar el número de los seres humanos en una tierra cuyas
posibilidades de sustento son limitadas, tendrá que ser juzgado por un tribunal,
condenado a muerte y quemado en la hoguera. Es como infringir la Constitución, en uno
de sus artículos fundamentales. Sin embargo, nadie quiere morir, de manera que pasarán
siglos, me imagino como lector de este apasionante relato, antes de que un ciudadano
medio loco o simplemente curioso y anticonformista rompa el orden de inmortalidad.
La novela de Antonio Prieto, partiendo de esta tesis, no hace sino contar la historia de
un ser humano que incumple con la ley, se enamora, y su amada tendrá un hijo, en un
espacio y un tiempo que se habían apartado tanto del amor como de la procreación. La
novela utiliza una técnica que permite al autor moverse a varios niveles: aparece el
mismo Petrarca, enamorado de Laura, después del encuentro que tiene lugar en Aviñón,
el 6 de abril de 1327, y que no hará, a lo largo de toda su vida, sino cantar a la mujer
ideal, a la que nunca logrará acercarse; es como un símbolo del amor eterno, lo mejor
que el hombre había inventado para oponer al terror de la muerte; aparece un joven
profesor de literatura que se enamora en una playa de una chica, algo así como una
réplica moderna de Laura; y da la casualidad de que el profesor formará parte del
tribunal llamado a juzgar al tercer personaje, culpable de haber engendrado un hijo y
puesto en peligro el nuevo orden de la eternidad. Hacia el final, los tres personajes
masculinos parecen confundirse en uno solo y el libro se vuelve elogio del amor,
representado por el varón enamorado, que aceptará la muerte con una gran serenidad,
digna, precisamente, de un protagonista o de un héroe representativo de la esencia
perenne. Porque el hombre lo que ha perdido con el invento de la eternidad y con la ley
que la garantiza ha sido lo más suyo y lo más definitorio de la condición humana, en
medio de una utopía convencida de haber descubierto el secreto de la felicidad, mientras
el secretum auténtico reside en el riesgo de vivir, en la brevedad misma de la vida, en lo
que Rilke llama “vivir en lo abierto”.
El libro se divide, además, en dos cadencias distintas: la una es la sentimental, el elogio
del amor, al estilo que Petrarca utiliza en sus Rimas para describir a Laura y la pasión
que le une a ella, de la misma manera casi en que Dante hablaba de Beatriz en su Vita
nuova, y digo casi porque el amor de Petrarca es más carnal y erótico que el de su
predecesor; y asistimos a los encuentros de los dos amantes, el profesor y su ex alumna
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en la playa veraniega, o al amor en el recuerdo de los dos condenados que se han
permitido regresar a la tradición, es decir, a lo que hace del hombre algo semejante a
Dios, a través de su pasión precisamente; mientras la segunda cadencia nos coloca ante
el problema mismo del protagonista y su defensa ante el tribunal; estas páginas son
quizá las mejores de la novela de Antonio Prieto, porque ponen de relieve su talento
épico y su talante intelectual y lo aproxima a sus contemporáneos agobiados por el
mismo temor. Me refiero a Huxley, Zamiatin o bien a George Orwell. Todos temen la
misma amenaza, presentes en todas las latitudes de la lucha que los sistemas llevan
contra el hombre al amparo de los derechos humanos más sofisticados y mejor
traducidos a letra de ley. Lo que desaparece bajo el rodillo de la técnica, de los
tecnócratas, de los financieros, de los partidos sometidos a las esquizofrenias de los
progresistas, es el amor. No hay discurso electoral ni película o libro situado en
condición de best-seller que no abogue hoy en nombre de la misma destrucción. La
liberación no es sino encadenamiento y destrucción. El mismo ecologismo, que tanto
podría hacer en nombre de la defensa de la esencia humana, se ha transformado en
instrumento indirecto de la opresión utopista.
Ante los jueces que lo acusan, el culpable afirma:
“...¿Cree que la ley es contraria al amor, a la comunicación entre los seres?, pregunta un
miembro del tribunal.
--Tal vez sí, contesta el protagonista.
--Dice usted, y es indudable, que ella lo amó, lo ama, y ella sí está dentro de la Ley. ¿No
le parece una contradicción?
--No, porque yo sí estoy fuera de la Ley.
--¿¿Quiere decir que ella amó lo que estaba fuera de la Ley y usted amó lo que estaba en
la Ley?
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--Quiero decir que ambos sentimos la temporalidad, que ambos estuvimos sometidos al
paso del tiempo y vivimos su intensidad, el temor y el gozo de lo que va desapareciendo
y no se repite.”
Y cuando el Sociólogo, miembro del tribunal, expresa su asombro ante el deseo
evidente de los dos amantes de buscar el sufrimiento a través del amor y le pregunta al
acusado: “¿No le parece ilógico?”, éste contesta: “No, señor”.
--“¿No es ilógico buscar el sufrimiento? ¿Acaso no es ilógico y contradictorio insistir en
una actitud que implicaba hacerle daño a lo que supuestamente se ama?
--Pienso que no; pienso que todo lo que tienen algún valor exige sufrimiento.
Respuesta directamente situada en lo que podríamos definir como una actitud cristiana o
tradicional ante la vida. El secreto, entonces, es el tiempo. Seis siglos después de
Petrarca, poeta que abre con sus dudas, vacilaciones, incertidumbres, el ciclo humanista,
que culminará con los temores de Huxley y Orwell, el novelista español se acerca al
centro del problema, igual que otros contemporáneos suyos, y me refiero esta vez al
tema del tiempo tal como lo enfocan, en sus novelas o ensayos, tanto Proust como
Bergson, Max Scheler o Heidegger. Amor y tiempo aparecen de repente como lo más
genuinamente humano, como lo más representativo y lo más frágil, tema de poesía, pero
también de filosofía y de ciencia, el tema humano por antonomasia. Y es posible que,
bajo este aspecto, nadie lo haya sorprendido con tanto afán de plusvalía ontológica
como Antonio Prieto en esta novela que, editada ahora en una colección de más acceso
para el público, espero llegue a conmover más lectores que la primera edición. En un
momento no muy bueno de la prosa española, este libro promete un renacimiento.
Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)
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Claude Simon o el formalismo estructuralista
La Academia de Estocolmo acaba de otorgar el Premio Nobel al representante más
genuino del formalismo estructuralista. Claude Simon es, en efecto, en cuanto novelista
perteneciente a la fórmula del “nouveau roman”, tan abandonada hoy por lectores y
especialistas, uno de los prosistas que mejor han sabido dar cuenta de las intenciones de
su propia corriente. Fue Robbe-Grillet su creador, encontramos en ella a autores como
Nathalie Sarraute, Robert Pinget, Marguerite Duras, pero ninguno ha sabido llevar la
fórmula a su máximo desarrollo como lo ha hecho el autor de El camino de Flandes, La
hierba, El viento, Historia, etcétera. Nunca la literatura había llegado a tal extremo de
sutileza en la forma, de adhesión al lenguaje y de pesado aburrimiento. La desaparición
del héroe, la eliminación de lo épico, la indiferencia, por lo menos aparente, ante los
problemas del tiempo, los aspectos más acuciantes y actuales de la condición humana,
no podían dar mayores resultados. El novelista, pegado a la piel de las cosas, como lo
definió Robbe-Grillet, se dedica, bajo su aspecto de discípulo estructuralista, a insertar
la vida en el gran flujo del lenguaje, algo así como una lava todopoderosa, cubriendo,
arrasando, aniquilando, llevándolo todo a una especie de caos primigenio y, al mismo
tiempo, final. El más legible de todos ellos es, sin duda alguna, Robbe-Grillet, que, a
pesar de haber fundado la escuela, conserva cierta relación con las metas iniciales del
género, establecidas por Cervantes.
He aquí la presentación que el editor hace para El camino de Flandes (me refiero aquí a
la edición de bolsillo, París, 1963), presentación redactada posiblemente por el mismo
autor, o por un consejero literario muy empapado de la verdad estructuralista: “Un tema:
la guerra, la derrota de 1940, el cautiverio. Sin embargo, este tema no vale sino en el
marco de una sensibilidad particular que lo aferra, lo rechaza, lo vuelve a encontrar
entre los meandros de su propia historia. Es este maremágnum de la memoria –todo
vuelve a vivirse, en efecto, en el recuerdo del personaje, durante las pocas horas de una
noche después de la guerra— al que Claude Simon reconstituye con esta novela que
posee la fuerza, el equilibrio, imperioso y secreto, del caos”. Es verdad, una literatura
así tiene el poder del caos, es una introducción al mismo, es el caos formado por el
lenguaje, deslibrado de toda disciplina organizadora. Sin embargo, esta definición es
falsa, porque es el mismo escritor quien organiza su caos, por así decirlo, ya que
ninguna página del “nouveau roman” se sale de la voluntad estructuradora del novelista.
Lo absurdo brota desde las últimas palabras de la presentación reproducida más arriba:
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si de un caos se trata, ¿cómo puede emplearse, para definirlo, el concepto de equilibrio?
Si la presentación es del autor, pero si no lo es, también, la contradicción en los
términos introducida involuntariamente en el asunto, da cuenta de lo incierto, o de lo
nocivo, que esto representa para el hombre actual. Es preciso crear el caos.
Mucho se ha escrito sobre la nueva novela. Ha sido criticada por Pierre de Boisdeffre en
varios de sus ensayos de crítica literaria. La literatura actual se dirigía, desde hacía
decenios ya, hacia su propia destrucción, sin remedio. Y desembocó en Robbe-Grillet y
los suyos porque ahí estaba “El camino de Flandes” de su condena y destino. Pero
nadie, ninguno de los críticos más feroces de la corriente paró mientes en las causas y
razones íntimas de esta escuela literaria que ha dominado la novela europea durante
unos veinte años y que acaba en un Premio Nobel como si este laurel fuese el símbolo
de su propio entierro. Al comentar aquí el estupendo libro de Ibáñez Langlois,
Introducción a la literatura (Ed. Eunsa, Pamplona, 1979) daba cuenta de la manera en
que el crítico chileno atacaba a los representantes del “nouveau roman”. Decía Ibáñez
Langlois: “El método estructuralista, aplicado a secas, sustituye la obra literaria, en un
acto de prestidigitación mental, por un sistema abstracto de categorías formales que se
multiplican hasta el infinito. De allí su jerigonza: narrador heterodiegético, narración in
medias res, campo semántico, isotopía, modelo actancial, etcétera, y qué decir de sus
organigramas, auténticos destripamientos cuasi físico-matemáticos de una obra
literaria.”
Es verdad. La jerigonza estructuralista, aplicada a la crítica o a la misma novela, alejó al
público joven de la literatura y produjo el caos al que se proponía producir. Pero, ¿cómo
brotó el fenómeno y por qué razones? Es lo que me gustaría explicar en pocas palabras,
pero sí insertas en la lógica literaria normal, en lo que podríamos llamar la lógica de la
tradición literaria, amiga del hombre.
Es preciso hablar hoy de intercomunicación y de sincronicidad al referirnos a las
ciencias. Ha desaparecido el aislamiento que caracterizaba las disciplinas separadas y
hasta enemigas entre sí, del siglo XIX. Lo que descubre un físico puede beneficiar al
químico, lo que sucede en las matemáticas repercute espontáneamente en las otras
14
técnicas del conocimiento, hasta en la geografía y en las ciencias históricas. Fue así
como, en el umbral mismo de nuestro siglo, el axiomatismo propuesto, luego impuesto,
por Hilbert en la geometría, influenció la ciencia del lenguaje y sobre su base Saussure
creó el estructuralismo, desarrollado más tarde en Francia por Lévy-Strauss, Roland
Barthes y otros. Axiomatismo quiere decir imposición: el sentido tiene que estar en los
axiomas, en lugar de estar, como antes, en las palabras. Yo parto desde unas
conclusiones, en lugar de partir desde unas premisas, para llegar de estas a aquellas. Es
como una inversión provocada dentro de la tradición de la lógica. Esto es anticientífico
también, porque, si todo está en los axiomas, que no son modificables, no hay progreso
posible, ni descubrimiento permitido. Es un fanatismo aplicado al conocimiento. Y si
colocamos al lenguaje dentro de este fanatismo racionalista, que, con el tiempo, se
volvió formalismo puro, llegamos en seguida a una literatura basada en el dominio
absoluto del lenguaje que hace desaparecer al mismo novelista, por lo menos desde un
punto de vista superficial, porque nada, en el fondo, se realiza fuera de nuestra voluntad,
que es, en este caso, una aceptación. Es como someterse al gulag, otro formalismo
axiomático, vinculado a una ideología irreal, a la que podemos aceptar o no. Si no la
aceptamos corremos el riesgo de ser tildados de fascistas, lo que hoy nos deja sin
cuidado, pero que ayer podía ser una condición para el no vivir, lo contrario de la
convivencia Y habiendo coincidido perfectamente el formalismo estructuralista con el
marxismo, el invivir, o el antivivir, coincide con el respectivo tinglado acumulado bajo
el techo de lo utópico. El estructuralismo es otro aspecto de la utopía racionalista. El
flujo del lenguaje, el poder axiomático del idioma en marcha, creando novelas macizas e
irresistibles como todos los axiomas concentrados en un solo bloque, ha llevado a la
literatura a dos desemboques fatales: el primero ha sido el realismo socialista, algo así
como un formalismo romántico, por llamarlo de algún modo y cuyos frutos han sido tan
artificiales e ilegibles como los de la nueva novela, y esta última, como formalismo
científico, indigesto, serio, formal, incapaz de expresar la realidad porque reducido a un
truco malabarista, tentador por su falsa actualidad, destructor de muchas vocaciones
literarias, como fue el caso de Michel Butor, por ejemplo, el escritor más dotado de la
desdichada corriente.
Me decía Ferdinand Gonseth, en una entrevista memorable reproducida en mi libro
Viaje a los centros de la tierra, crítico feroz del estructuralismo como del axiomatismo:
“Y estas tendencias formalistas acaban por desenmascararse poco a poco, sobre todo en
estos últimos años (la entrevista es de 1969): el estructuralismo es una tendencia
15
formalista; la nueva novela, la nueva crítica, la pedagogía matemática, todo esto es puro
formalismo y nos lleva a una gran confusión.”
Así fue. La gran confusión que hoy reina en la crítica literaria o artística, el desastre
formalista producido en la novela, afortunadamente resuelto por los mismos lectores de
libros que se han apartado del mamotreto, los titubeos de la pedagogía matemática que
no supo producir más que suicidios de profesores y alumnos, constituye el balance del
ciclón, que arrasó a la mayor parte de las mentes occidentales. Hoy el Premio Nobel
viene a colocar al estructuralismo literario en el museo de cera de los monstruos que,
desde sus escaparates, siguen amenazando a la gente, pero sin consecuencias ya, atados,
como los cadáveres, al formalismo último de su condición de cadáver.
Vintila Horia, en El Alcázar (1985
Don Enrique de Villena, entre la magia y la literatura
El autor de El arte cisoria fue uno de los personajes más desgraciados en la
historia de las letras españolas, no sólo por gordo, pequeño y feo, no sólo por perdedor
en casi todo lo que emprendió en su vida de noble y descendiente de los reyes de
Aragón, sino también por dejar detrás de su muerte una biografía sometida a toda clase
de arremetidas. Hay quien lo elogia, como humanista, poeta y prosista, y quien lo acusa
de haber practicado la magia o por haber formado parte de algún que otro grupo de
adoradores de Satanás. Hasta con la Divina Comedia no tuvo suerte, ya que su
traducción, una de las primeras en castellano, es de las últimas como ingenio y
fidelidad. Creo que su peor desgracia ha sido la de pertenecer a una época literaria en
que rivalizan con él Jorge Manrique, el Marqués de Santillana, Juan de Mena, Nebrija,
Fernando de Rojas, entre otros. Fue una época brillante, no sólo en hechos de armas,
sino también en obras literarias y hasta el Libro de buen amor coincide con la vida del
marqués de Villena, que nunca fue marqués y si llegó a ocupar el maestrazgo de
Calatrava fue con tan poca suerte como en todas las empresas que alcanzó tocar con sus
dedos más bien trágicos que mágicos. ¿Fue realmente un mago, un hechicero, o un
brujo aliado del demonio este hombre “...pequeño de cuerpo e grueso, el rostro blanco e
colorado”, como lo describe Fernán Pérez de Guzmán (en Generaciones y semblanzas)
16
y que “comía mucho”; según otros “auctor muy sciente”, casi un Fausto español, pero
que nunca encontró su Goethe para transformarlo en un mito universal?
Yo llegué a él a través de El Greco, puesto que el pintor vivió varios años,
después de 1585, en las casas del marqués de Villena, donde, según Manuel Cossío,
“recibe alquilados unos aposentos” y donde volverá a vivir hacia el final de su vida.
Casas que hoy no existen, que se asomaban al Tajo, ocupaban mucho terreno y tenían
un pequeño aposento llamado “la escalerilla del infierno”, hecho no extraño en un sitio
de propiedad tan mal famada. Creo que es difícil, además, encontrar dos personalidades
tan antagónicas como las del falso marqués y el pintor cretense, sospechoso el primero
de tantos dudosos acercamientos, impecable el pintor y más ortodoxo que un cardenal
de hoy, en su pensamiento como en su comportamiento cotidiano. Durante más de un
año traté de acercarme a don Enrique de Aragón, llamado marqués de Villena, famoso
más por su leyenda que por su actuación. Y casi por casualidad alguien me recomendó
el libro de Antonio Torres-Alcalá (Don Enrique de Villena, un mago al dintel del
Renacimiento, Ediciones José Porrúas, Madrid 1983) que, hasta cierto punto, llega a
desocultar el misterio.
Y digo “hasta cierto punto” porque nadie logrará nunca verter luz definitiva
sobre el caso, ya que las ocupaciones nocturnas del ex maestre de Calatrava
permanecerán siempre en las tinieblas del secreto personal. Si fue un mago y no lo
publicó, es explicable. La Inquisición hubiera provocado un proceso y no sabemos
cómo hubiera terminado y, en segundo lugar, el asunto mismo de la quema de sus libros
(parte de ellos, según parece) sospechosos de brujería y magia negra, deja entrever por
lo menos el interés que el personaje tenía por conocer ciertos temas, mal vistos por la
Iglesia y la mentalidad de la época. Sin embargo, no hubo tal pleito y la mala suerte de
don Enrique no puede achacarse a su biblioteca y tampoco a sus predilecciones
noctámbulas, sino más bien a su personalidad y a sus muchos defectos físicos y
psíquicos. Torres-Alcalá cree que el destino del traductor de la Divina Comedia se debe
más bien al hecho de que “... escribía con la pluma en vez de con la punta de la espada
y, por si eso fuera poco, por lo que escribía”. El autor quiere convencernos de que el
mester de las armas, preferido por los españoles de entonces, impedía el desarrollo de la
literatura y que, además, quien prefería la poesía a las batallas, quien era más bien poeta
que caballero andante, al estilo del siglo XV, mal empalmaba con el ideograma de su
tiempo. Esto es sumamente discutible, creo, en una sociedad, precisamente en la que,
antes y después de don Enrique, el escritor fue e iba a ser un soldado. Como lo hemos
visto en un anterior artículo todos los grandes de las letras españolas pertenecieron a la
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milicia (soldados o monjes) y bastaría citar aquí a los contemporáneos del falso marqués
como a Garcilaso, Cervantes, Lope, Quevedo, Calderón y demás. Nunca hubo
desentendimiento o divorcio entre la literatura y la milicia en España, y sí en los demás
países y sociedades europeos, desde la Edad Media hasta el final del Barroco. De
manera que la tesis sostenida por el autor me parece falsa desde un principio. El
marqués se resistía a batallar no porque no tenía ganas, sino porque era de conformación
física, digamos, pacifista, como hemos visto más arriba. No podía levantar una espada y
tampoco correr a pie o a caballo a través de un campo de batalla, o subirse por una
escalera y enfrentarse con los enemigos desde aquella posición, como lo hizo Garcilaso
o sostenerse de pie en un navío de guerra, como Cervantes en Lepanto. Se dedicó a
escribir, diría, para olvidar la injuria genética de su físico antiguerrero y no de su psique,
que se dedicó a reparar aquella merma a lo largo de toda su vida consciente. Y es
posible encontrar una explicación psiquiátrica a sus inclinaciones ocultistas, partiendo
desde la misma premisa. Es una lastima que Torres-Alcalá no haya ahondado en este
sentido. El personaje se presta a un profundo y quizá esclarecedor psicoanálisis
jungiano, en cuyo marco el inconsciente personal como el colectivo, el sello de su casi
invalidez, creadora de complejos, como su abultado linaje, están en la base de su terrible
incertidumbre. Un Fausto combinado con el marqués de Sade, quizá, y más conocido
por la posteridad a través de su leyenda negra que a través de su visa real.
En cuanto al prejuicio militarista de su tiempo, según Torres-Alcalá, me parece
que no explica nada, o muy poco, ya que muchos caballeros, tanto en el siglo XV como
en otros (bastaría invocar aquí a los trovadores provenzales y catalanes) se dedicaban al
mismo tiempo al mester de las armas como al trato con las musas. Jamás hubo
“preponderancia de las armas”. También su casamiento, impuesto por el rey, pudo ser
motivo de complejo, ya que María de Albornoz, con la que se casa en 1401, es manceba
de Enrique III. Matrimonio infeliz desde todos los puntos de vista, porque, una vez
nombrado maestre de Calatrava, el falso marqués “... tenía que acceder al recurso de
divorcio que ante la Santa Sede había interpuesto su esposa, basándose en razones de
impotencia de este”. Como es de suponer, la vida de este hombre no ha sido un destino
aceptable, sino una sarta de humillaciones. Su literatura hubiera podido reflejarlas,
sublimándolas, hasta el punto en que la tragedia personal se funde con el arte. Pero no
fue así. En lugar de crear una obra maestra, don Enrique se dedicó a practicar el arte de
la magia y a ser lo que entonces se llamaba “un buscante” y hoy un investigador, pero
sin tocar fondo en ninguna de sus predilecciones científicas. ¿Fue también alquimista?
Torres-Alcalá cita un fragmento de la carta de “los veinte sabios cordubeses”, muy
18
admiradores del marqués y aparecida en 1889 en La alquimia en España, de E. Liarco,
donde se afirma, recordando los sabios hechos ocurridos en su presencia y provocados
por don Enrique: “... cuando ante nosotros fezistes descender las palomas que pasauan
por el ayre volando, e las tomauamos a nuestro placer las que queríamos, dexando las
otras por virtud de palabras e fecistes embermejecer el sol, assí como si fuesse
eclipsado, con la piedra heliotropia, e nos contastes cosas por venir, que después
havemos visto, con la piedra chelinotes...” Lo que sitúa al marqués a un nivel de mago
todopoderoso y da cuenta de su retiro, ante los peligros que representaba la magia por
quienes la ejercían, en tiempos dominados por la Inquisición.
También Rades, historiador de las órdenes militares, afirma: “De la Judisiaria y
Necromancia supo tanto que se dicen y leen cosas maravillosas que hacía, con tanta
admiración de las gentes, que juzgaron tener pacto con el demonio. Compuso muchos
libros de estas sciencias, en los cuales, aunque había muchas cosas de grande ingenio y
artificio útiles a la República, había otras de mal ejemplo y sospechosas de que su autor
tenía el dicho pacto”. Juicio ponderado y preciso, me parece, y que explica la tragedia
de aquel hombre. Quien tiene tratos con el demonio no puede ser caballero ni escritor.
Sin embargo, si disponía, igual que la Celestina, de tantas relaciones con las fuerzas del
mal, ¿cómo es posible que no las haya utilizado en su provecho terrenal, ni siquiera para
conseguir una gloria literaria o artística, como el personaje de Thomas Mann en El
doctor Faustus?
Torres-Alcalá simpatiza con su personaje, si no no hubiera escrito el libro o, al
revés, lo hubiera transformado en una sátira sin piedad, pero no acierta, a pesar de la
seriedad del estudio, cuando trata de presentar al marqués como víctima “... de la baja
estima en que estaban las letras en nuestro siglo XV”. La tragedia del marqués es mucho
más compleja y tampoco podemos descalificar de esta manera a un siglo tan rico en
caballería como en poesía.
Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)
19
El comisario Maigret y el marxismo
La editorial italiana Adelphi acaba de publicar una nueva traducción de uno de
los primeros libros de Georges Simenon, La ventana de enfrente (Roma, 1985), donde
el prolijo novelista policiaco francés, inventor del comisario Maigret, hace tantos años
ya, toma posición ante el marxismo. La novela es de los años treinta, cuando la
intelectualidad francesa había tomado posición maciza a favor del estalinismo y cuando
Malraux escribía: “... en caso de estallar una guerra, nuestros pensamientos se dirigirán
hacia Moscú, se dirigirán hacia el ejército rojo”.
Era el tiempo en que Stalin asesinaba a diestro y siniestro, llenaba los campos de
concentración de millones de inocentes, mataba a los poetas, colectivizaba las tierras y
sembraba de cadáveres de campesinos la estepa rusa y cuando, como respuesta a
aquellas barbaries sin nombre, la flor y nata de la intelectualidad francesa, y occidental,
no cesaba en proclamar su amor por la patria del comunismo. André Gide, Bertrand
Russell, Teodoro Dreiser, Barbusse, Romain Rolland, Arthur Koestler, Heinrich Mann,
Aragon... Una auténtica antología de la vergüenza. Es verdad que muchos, al regresar de
la URSS, como el mismo Gide, o Panait Istrati, escribieron al historia de su desengaño,
pero aquellas páginas no lograrán jamás justificar ni hacer perdonar lo que antes habían
escrito. La tragedia más grande y más sangrienta de todos los tiempos del hombre no
encontraba, en la consciencia de aquella gente de la “rive gauche”, más que alabanzas
baratas y elogios de mala muerte. Nunca el intelectual había decaído tanto.
En medio de una atmósfera de religiosa adoración de ”la patria del proletariado”
se levantó entonces la voz de Simenon, al publicar una novela titulada Les gens d´en
face (La gente de enfrente) donde describe las vivencias de un diplomático turco, Adil
Bey, en Batum, ciudad situada en la orilla oriental del mar negro y centro de la
producción petrolífera rusa. Nos encontramos en una atmósfera que recuerda hasta
cierto punto la de las novelas coloniales de Graham Greene. En medio de un país más
bien exótico, la pequeña colonia consular se aburre y trata de pasar el tiempo en amoríos
o borracheras, mientras la gente de enfrente, los rusos aplastados por la revolución,
buscan un pedazo de pan y hacen interminables colas ante las tiendas vacías. Las
mujeres se prostituyen por un poco de café o de carne, con el consentimiento de los
maridos, y éstos se inclinan ante el régimen y aceptan el nuevo yugo, que acaba de
sustituir, con otro nombre, al del zarismo.
20
El drama se desencadena en el momento en que Adil Bey se enamora de una
mujer que vive en la casa de enfrente y que es Sonia, su propia secretaria, la cual hace
todo lo posible para salir del país y buscar en Occidente lo que los rusos no han dejado
de buscar desde 1917 a esta parte: un poco de libertad y de bienestar, cosas prohibidas,
desde hace más de sesenta años, a los ciudadanos de la patria soviética. Pero el intento
de Sonia es descubierto y la joven mujer será condenada a muerte, culpable de traición,
mientras el cónsul turco regresará a su país, preguntándose, al final del libro,”¿cómo
había podido vivir allí sin comprender desde el primer día que cada uno, en aquel país,
vivía encerrado en su propia cárcel?” Batum le aparece de repente como un sitio lleno
de sombras “lentas y resignadas”, moviéndose en un mundo sin sustancia, en el que
cada pregunta desencadena “respuestas de una lógica rigurosa que a nada contestaban”.
Es una novela excelente, muy bien escrita, llena de observaciones valederas
todavía, ya que poco ha cambiado en el espacio soviético desde los años treinta hasta
hoy y, sobre todo, un libro que pone el dedo en la llaga metafísica del sistema. Podemos
considerar a Simenon como uno de los precursores de la novela contemporánea capaz
de habernos revelado el interior anímico y las entrañas físicas del universo comunista.
El vacío y la mentira, el sacrificio inútil de los individuos y la cárcel transformada en
hábitat cotidiano, lo que el novelista francés supo desentrañar en el alma de aquella
geografía maldita, cuyo mérito máximo ha sido el de no haber cambiado, durante tanto
tiempo, permanecer igual a si misma desde 1917 hasta hoy. Tampoco el infierno
cambia.
Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar (fecha desconocida)
Vargas Llosa y la revolución
He leído Historia de Mayta (Ed. Seix Barral, Barcelona, 1984) con cierta
satisfacción política y, a menudo, con poca satisfacción literaria. Tropecé en cada
página con aquel lema que un amigo, literario también, esgrimía hace años en su revista
madrileña: “La revolución en Hispanoamérica es inevitable e imposible.” Profunda
verdad y cada vez más actual y más dolorosa ya que lo inevitable se vuelve cada vez
más imprescindible y lo imposible cada vez más pesado. Países como Argentina, Chile
o Cuba, Nicaragua y El Salvador se han transformado con el tiempo, quiero decir con el
tiempo del enfrentamiento entre las dos máximas potencias, en una especie de Jauja
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igualmente ambicionada por cada una de ellas. Y de esta rivalidad brotan todas las
miserias de aquel mundo situado en el quinto día de la creación. Países ricos, donde
abundan el trigo, el petróleo y el oro, pero también los creadores, los mejores novelistas
del momento y donde unas élites ambiciosas, cultas y preparadas aumentan el caudal de
inteligencia de la humanidad hasta niveles que ningún otro pueblo es hoy capaz de
alcanzar, y donde hasta la raza del consumidor cultural es más amplia y más
comprensiva, más curiosa de saber y conocer que en otros sitios más copetudos, como
diría un argentino, países doblemente bendecidos por Dios, fracasan ante lo político y,
subsidiariamente, ante lo económico. Su crisis, que es actualmente la de todos, alcanza
allí cumbres de misteriosa insoportabilidad.
Aquel caos en permanente proceso de autoaumento parece ya sin solución. Y ni siquiera
Argentina, para no hablar de un pobre Méjico víctima de su propio índice demográfico
y de su falsa revolución, son capaces de dar marcha atrás y recuperar algo del terreno
perdido en los últimos treinta años. Es una pena, una pena universal. Porque la
revolución que tendría que liberar a los oprimidos y dar riqueza a los que ya la tienen
pero no pueden utilizarla en su provecho, no significa sino caída en la trampa soviética,
o sea, más miseria, más humillación, más caos y más incertidumbre. Como en Cuba,
donde el ser humano ha sido transformado en carne de cañón soviética y donde comer
constituye un problema cotidiano, peor quizá que en cualquier otro país del espacio
realista-socialista. Si el capitalismo es explotador, el comunismo es destructor. Si el
primero lo que aniquila es la existencia, el segundo se empeña en acabar con la esencia,
como lo ha hecho ya en Rusia y como lo está haciendo en Polonia y Rumania, países
clave de la Europa Central. Y quien no conoce la tragedia de América, quien no la haya
visto desde dentro, no puede opinar ni tratar de encontrar soluciones, porque siempre
tropezará con un muro de incomprensión y una montaña de ignorancia personal.
Hispanoamérica es hoy tan gravemente sometida a la amenaza corruptora de uno y de
otro, como lo es Europa oriental y central a la amenaza de uno. Ya que el otro, allí por
lo menos, está lejos por su propia voluntad expresada en aquel límite de la vergüenza
humana que ha sido Yalta. Pero es posible que haya pronto, si es que no lo ha habido
todavía, un Yalta americano.
Es dentro de este debate donde es preciso colocar el drama de Mayta, el revolucionario
maricón de Mario Vargas Llosa. Y es que resulta imposible llevar una vida correcta,
tener una conciencia, prestigiar uno su propia honra, sin plantearse, en Lima o en
cualquier otra capital de aquel mundo acelerado por la Historia hacia su propio desastre,
22
el problema de la revolución. Puesto que sólo de esta manera la salvación aparece como
posible. Si los gobiernos se suceden el uno al otro y nada cambia, entonces,
lógicamente, hay que hacer la revolución con todos los riesgos. De la misma manera,
supongo, se plantearán el mismo problema los polacos, los rumanos y hasta los rusos,
ya que, para ellos también, desde el noveno círculo del infierno en que están viviendo,
la única posibilidad de cambio, con todo el peligro evidente que esto supone, sería la
revolución. Los polacos lo hacen dentro del espacio gótico, o católico, dinámico y
fáustico dentro del que han desarrollado su historia; los rumanos, sofiánicos y
ortodoxos, dentro de la resistencia pasiva y del sabotaje colectivo que está acabando con
su economía y con las últimas energías de aquel pueblo, situado al margen ya de toda
esperanza. ¿Qué esperanza pueden tener, en efecto, los seres como Mayta, en Perú, o los
feligreses del padre Popielusko, en Polonia, o del padre Calciu en Rumania? Ninguna.
(Me refiero, claro está, a las esperanzas relacionadas con el mundo terrenal, ya que las
otras abundan en un sitio como en el otro.)
Mayta cae, pues, en la tentación revolucionaria. Es un anarquista, movido por las
mejores intenciones, y organizará una revolución, junto con un subteniente del ejército y
con un grupo de colegiales de Jauja, ya que Jauja existe en el Perú y fue capital de dicha
república, antes de que fuese trasladada a Lima. Pero el intento será un fracaso total.
Habrá algún muerto, arrestos, desengaños y el tiempo que pasa por encima su esponja
asquerosa y sin fallos. El personaje que mueve la acción del libro es el escritor mismo,
empujado por el deseo de reconstruir la vida de Mayta, a través de testimonios
recogidos en los lugares mismos donde se había producido aquel hecho y entre las
personas que habían conocido al protagonista. Sin embargo, Vargas Llosa, que maneja
lo épico con tanta maestría y que ha escrito La guerra del fin del mundo, una de las
novelas quizá más grandes de estos últimos años, no logra poner el dedo en la llaga. La
inversión sexual de Mayta deshumaniza el asunto, transforma la minúscula gesta,
parecida hasta cierto punto a la epopeya de la novela citada más arriba, desjustifica, por
así decirlo, su actuación y la proyecta hasta horizontes más bien de libertinaje que de
libertad. Es como pretender hacer la revolución para que todo el mundo tenga derecho a
drogarse. Hay dentro de nosotros ciertos bajofondos de pureza con los que la revolución
no tienen ningún contacto, y ya lo sabemos por qué. Todo ha sido corrompido, de un
lado y de otro de la rebeldía, y no queda más que el arranque primario, o el afán de
martirio en el nombre del cristianismo, como en Polonia, como situaciones límite donde
lo revolucionario ha dejado de coincidir con la revolución, en el sentido clásico y
pervertido de la palabra. Lo de Nicaragua me parece como la última prueba de la
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humillación, antes de que el sexto continente barra a todas las ideologías, a todos los
partidos políticos y realice su salvación en un futuro de limpieza ejemplar para todos los
pueblos. Es posible que el último espacio capaz de hacer esto sea precisamente
Hispanoamérica, fuera de toda tradición revolucionaria. Pero, ¿quién se atreve a ello?
Mayta no, de cualquier manera. Su esencia vital está carcomida, tanto como su
inteligencia oscurecida por los libros de mala muerte que se ha tragado. No se puede ser
revolucionario con Marx y Engels en la cabeza y con lo contra naturam en la trastienda
del subconsciente.
Es así como Mayta no convence en un momento en que los lectores de Vargas Llosa
esperaban una continuación de La guerra del fin del mundo en clave quizá más
metafísica todavía. El autor, sin embargo, ha vuelto al naturalismo americano de los
años veinte y treinta, depurándolo un poco, revivificándolo con su talento sin par, pero
no del todo. El libro no alcanza nunca el interés apasionado que yo tuve al leer la
historia brasileña de la novela precedente y que asumía de repente un valor universal.
No, es una historia peruana, interesante y valedera desde el punto de vista de una
especie de literatura social sin trascendencia, pero inválida desde el punto de vista de la
gran literatura al que Vargas Llosa nos había acostumbrado. Todavía se mueven dentro
del escritor algunos prejuicios y malas costumbres locales que apagan el fuego de su
inspiración y nos devuelven a sus comienzos, ya sobrepasados por los años y por
nuestra espera. Y pienso en la mejor novela antirrevolucionaria hispanoamericana que
es El siglo de las luces, de Alejo Carpentier, cumbre de la más honda y más actual y
permanente rebeldía ante el espectro goyesco de la represión presentada a los hombres
bajo aspectos libertadores. Nada ha cambiado en el mundo desde el 2 al 3 de mayo, pero
Carpentier se ha atrevido a decirlo. Y Vargas Llosa ha buscado quizás el mismo camino,
sin dar con él, o sólo con una trocha, un sendero que no lleva a ningún sitio, ein
Holzweg, como dijo una vez en un título inolvidable el maestro de Friburgo.
Y hay otro tema, como subsidiario, en Historia de Mayta: la imposibilidad de dar con la
verdad cuando se procede desde el exterior del ser. El novelista que va buscando
testimonios y testigos con el fin de reconstituir la aventura del revolucionario Mayta, al
encontrarle, en carne y huesos, al final de la novela, se da cuenta de que, a lo mejor,
todo el material que él había acumulado no respondía a la verdad. Mayta era otra
persona. Tema tampoco muy novedoso y que no añade nada al libro, sino una duda más
acerca de la necesidad existencial de esta creación, brillante accidente en la carrera de
24
su autor.
Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)
Aniversarios vanguardistas
De octubre de 1924 es el primer Manifiesto del Surrealismo; y el 2 de
diciembre de 1944 es cuando fallece en Milán, entre los estertores de la última
guera, el fundador del futurismo italiano, Felipe Tommaso Marinetti. Los dos
movimientos llenaron de sus ruidos la primera mitad de este siglo y todavía el
arte y la literatura, por lo menos, viven de aquellos debates, como de todas las
nuevas ideas aportadas a principios de nuestra centuria por los representantes de
cubistas, dadaístas, expresionistas y de los dos mocvimientos citados más arriba.
Entre aciertos y errores, todos los ismos vanguardistas tienen una enorme
importancia en el marco de la evolución del espíritu, en el sentido de que apartan
al hombre de los prejuicios materialistas y posotivistas del siglo pasado. En este
sentido, el gran precursor fue Marinetti. Nacido en Alejandría de Egipto, en
1879, de padres italianos, realiza sus estudios en un colegio religioso de París y
es en francés como redactará sus primeros versos y también el primer manifiesto
futurista, aparecido en las páginas del Figaro en 1909, año en que publicará en
Milán la llamada “novela antiafricana” titulada “Mafarka el futurista”, libro de
escándalo que le llevará ante el tribunal, pidiendo el fiscal dos meses de cárcel
para su autor, que logra la absolución debido a una hábil y estrafalaria defensa.
Publicó “La batalla de Trípoli”, en 1912, y “Zan-tumb-tumb”, en 1914; “El
aeroplano del Papa”, en 1922, y “Un vientre de mujer”, en 1930. La producción
25
política de Marinetti se centra en otros manifiestos, como “Democracia
futurista”, “Más allá del comunismo” o “Fascismo y futurismo” marcados todos
ellos por un nacionalismo situado muy cerca del fascismo, por un
anticomunismo del mismo estilo y por un anticatolicismo que, más tarde, logró
apartarlo de su amigo Mussolini. Participó en todas las guerras italianas del siglo
XX, desde la de Trípoli, pasando por la Primera Guerra Mundial, la de Etiopía y
hasta la segunda mundial. Fiel a su fórmula, “la guerra es la única higiene del
mundo”, y a su actitud viril, pegada a la técnica y, sobre todo, a la técnica de la
guerra, Marinetti murió sin haber traicionado nunca sus ideas e ideales.
Inserto, pues, en la vida activa de su tiempo, su doctrina concentrada en
sus manifiestos (hubo manifiestos futuristas de la pintura, de la arquitectura, de
la música y hasta de la gastronomía) es todo lo que queda de él, mientras sus
novelas y poemas se nos antojan amanerados, profundamente estropeados por
una fidelidad al pie de la letra a unos cánones literarios más bien exhibicionistas
que estéticos. Fue sin duda la pintura futurista la que dejó obras fundadoras en el
marco del arte europeo y nombres como los de Balla, Boccioni, Severini, Soffici
y otros dan cuenta de la seriedad de un intento destinado a romper los moldes
naturalistas, a introducir en el arte pictórico la velocidad y la tercera dimensión,
propósitos difíciles de alcanzar en un lienzo bidimensional, pero que constituyen
el complejo anímico y las inquietudes de unos artistas preocupados por el
dinamismo del arte y que desembocará más tarde en lo abstracto, que no es poco
decir.
Muy importante en la historia del futurismo es su coincidencia
vanguardista con el fascismo. Se puede decir cualquier disparate hoy con
referencia al oscurantismo mussoliniano, pero una cosa es cierta: donde este
movimiento de vanguardia, uno de los primeros en Europa, fue aceptado y hasta
llevado a la Real Academia, fue en Italia, habiendo sido el periodista Mussolini
amigo y admirador de Marinetti desde la publicación del primer manifiesto en
1909. Nunca se apartó el régimen de aquel conato de colaboración y nunca fue
perseguido Marinetti o los suyos durante la era fascista. En cambio, al
encontrarse Marinetti en Rusia, antes de 1914, gozó allí del apoyo de
Mayakovski, el cual lanzó en aquella época un manifiesto de los futuristas rusos.
Una vez estallada la revolución, en 1917, Mayakovski y los futuristas soviéticos,
como Klebnikov y demás, trataron de hacer coincidir las metas del partido
revolucionario en el poder con las de la vanguardia que ellos representaban.
26
Después de una aceptación, por parte de Lenin, de los principios del futurismo,
adorador de la técnica, como el comunismo, el conflicto estalló en seguida y fue
prohibida cualquier manifestación futurista en la URSS. En 1929, desengañado
por la revolución y sus rumbos reaccionarios, los campos de concentración, la
muerte de los poetas, la miseria de los campesinos y de los obreros, Mayakovski
se suicidó en un hotel, víctima de una opresión que continúa todavía, tantos años
después. El comunismo no pudo colaborar con la novedad. Mientras el fascismo
hizo suyos muchos de los ideales futuristas y colaboró en la renovación de las
ideas del siglo, mucho más que el marxismo en el poder. Es un ejemplo muy
ilustrativo y que pone de relieve la brillantez intelectual del fascismo, su
existencia, como cauce de novedades favorables al ser humano y al artista,
mientras el comunismo, al rechazar un ismo mucho más progresista que su
doctrina heredada de los materialismos del siglo pasado, se transformó con el
tiempo, ya bajo Lenin, en un gulag generalizado.
Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar (fecha desconocida)
El destino de D. H. Lawrence
Un crítico norteamericano afirmaba hace unos años que: “Los grandes autores del siglo
XX están considerados como reaccionarios desde el punto de vista político, y hay que
reconocer que es así”. Muchos de ellos, continúa, se autoconsideran como fascistas o,
por lo menos, como simpatizantes de las ideas conservadoras. Y cita a: Pound, Eliot,
Yeats, Faulkner, Evelyn Waugh, Heidegger, Gottfried Benn, Thomas Mann, Céline,
Giraudoux, Claudel, St. John Perse, Borges, Gombrowicz, alargando la lista con
nombres de escritores que se habían pasado, de una posición más o menos izquierdista
manifestada claramente en las obras y actuaciones de su juventud, a una posición muy
reaccionaria en la segunda fase de su vida: John dos Passos, Eugenio Ionesco, Esenin,
Mayakovsky, Samuel Beckett, Malraux, Camus y muchísimos más. ¿Y qué decir
entonces del anticomunismo y antifreudismo expresado tantas veces por Kafka? Pero, si
la derecha es todo esto, de la izquierda literaria no queda casi nada en pie. Se trata, sin
embargo, de seleccionar al los auténticos escritores representando una derecha
espiritualista, más cercana al cristianismo que a los caprichos personales de una actitud
o de otra. ¿Hasta qué punto es de derechas Aldous Huxley? Lo es, sin duda alguna,
Eliot. ¿Y quién ha sido más auténticamente de derechas en el marco de las letras
hispánicas: Unamuno u Ortega? El militarismo de los dos los haría pertenecer al mismo
grupo de ideas, pero creo que cada uno de ellos representa con brillo y genialidad a una
27
derecha cristiana y a una derecha laica, respectivamente, que sólo se dan la mano en
épocas de crisis y de miedo colectivo y se separan después. Con el mismo metro
podríamos medir el derechismo o el reaccionarismo de Berdiaev y el de Keyserling.
¿Dónde situar exactamente a Lawrence? Su vida fue un continuo vagabundeo a través
de los cinco continentes. Nació en 1885, en Inglaterra, donde, desde el pasado 11 de
septiembre, su Eastwood natal no cesa de festejar el acontecimiento, y falleció en
Vence, cerca de Niza, en 1930, agotado por una enfermedad que había contraído muy
joven. Había sido la lectura de Schopenhauer y de Nietzsche un auténtico baño de
pesimismo y de aprendizaje de lo heroico, que lo acercó más tarde tanto a ciertas
posiciones no muy lejanas del nazismo, pero lo que caracteriza a Lawrence es más bien,
por encima de lo político, un odio permanente que sabe dedicar con talento y
perseverancia a la técnica, a la civilización industrial y a la pérdida por parte del hombre
de ciertos valores tradicionales que garantizaban su libertad y su felicidad. Es así como
Lady Chaterley se enamora de su guardabosques y traiciona a su marido, porque
pretende renunciar a una vida falsa, al falso matrimonio, con el fin de rehacer la imagen
del matrimonio natural, por así decirlo, en el marco de un amor que no es sólo sexo. El
papel del sexo es sumamente importante en Lawrence, pero no hay que confundirlo con
la pornografía gratuita de los mediocres de hoy, el sexo es amor, hace posible la
recuperación de una antigua dignidad en el conocimiento, es una técnica de
acercamiento a lo metafísico. La competición económica, de la que la civilización
industrial ha hecho un fin en sí mismo, representa una limitación del ser, un
alejamiento, pues, de lo que somos en realidad. Lo que domina a nuestra época son los
falsos sentimientos en el marco de un sentimentalismo vinculado a los espectáculos, al
cine, a la radio, más tarde a la televisión. Los seres humanos practican un
sentimentalismo transferido, imitado, inauténtico, se vuelven cada vez más ajenos al
sentimiento. Amar realmente, a través del sexo, o empezando por él, nos vuelve a
insertar en lo global, nos separa de las parcialidades de la sociedad industrial. Toda la
vida de Lawrence se ha desarrollado alrededor de esta búsqueda, que fue una lucha,
llevada a cabo, de una manera o de otra, por todos los reaccionarios del siglo,
verdaderos libertadores del ser humano, opuestos el esclavismo, de un matiz o de otro,
de los mal llamados revolucionarios, adheridos a la falsa revolución, destructora de
libertades y de autenticidades.
Creo que una posibilidad correcta de enfocar la doctrina de Lawrence es la de estudiarlo
bajo la luz del expresionismo alemán. Fue, en efecto, aquel movimiento, que surge
hacia el año 1906, en Munich y en Dresde, quien dio al arista y al escritor la consciencia
28
del peligro relacionado con la ciudad, la industria, la separación entre el hombre y la
naturaleza. Resulta fácil encontrar posiciones muy parecidas, si comparamos a
Lawrence con los cánones expresionistas. Tanto Rilke como Kafka y Thomas Mann
cruzan el expresionismo y se dejan influenciar por sus apetitos y sus fobias. Pero es esta
tendencia y esta búsqueda de lo auténtico lo que más los aproxima. También la lectura
de Freud influyó en Lawrence hasta tal punto que fue definido y enfocado a través de
ella. Hasta en Joyce y en Thomas Mann encontramos huellas freudianas, pero resulta
hoy evidente que el amor, tal como Lawrence lo concibe, es algo más que libido
sensualista,. El amor como fundamento y como técnica de conocimiento nos sugiere
más bien dependencias surrealistas y, a través de ellas, volvemos a Dante y a la Edad
Media, más bien que a Freud. Fue Lawrence un escritor demasiado inteligente y
complejo como para encasillarlo dentro de los lugares comunes de nuestro siglo. Su
mismo espíritu reaccionario lo libera de cualquier inferioridad izquierdizante.
Juan Dacio (Vintila Horia), en El Alcázar, 1985
Los profetas del Renacimiento
El nombre de Eduardo Schuré resulta conocido a los que hayan leído su libro
más famoso, titulado Los grandes iniciados, en el que presentaba bajo una luz unitaria a
los fundadores de las religiones, libro que ha tenido y sigue teniendo su éxito, más o
menos limitado, en un mundo donde lo religioso se vuelve cada vez más apremiante y
más actual. Pero como todo resulta confuso y todo se presta a una penosa mezcolanza,
más peligrosa a menudo que el ateísmo puro, hay que ir con pies de plomo y saber
distinguir entre ocultismo y esoterismo, entre religión y moral, entre orientalismo
auténtico y orientalismo de feria, entre sutiles investigadores del alma y brutales
torturadores del cuerpo. Hubo siempre, desde que nuestra religión aparece en la tierra,
intentos de destruirla desde dentro, y gran parte de las herejías aparecen como puras
técnicas de desestabilización cristiana. Pues hoy sucede lo mismo y, entre tanto budismo
y tanto tantrismo y brujería y satanismo, uno no sabe ya qué camino elegir, puesto que,
muy a menudo, se nos va el santo al cielo, enojado y aburrido por tanta pasión
seudorreligiosa. Lo mejor, ahora como siempre, es estar de acuerdo con lo religioso y
saber acogerse a la ortodoxia, bajo la protección de los evangelios. Por este motivo,
cualquier interpretación que no esté estrictamente de acuerdo con la Iglesia me parece
sospechosa. Me refiero, claro está, a la Iglesia de los textos sagrados, que nunca falla y
que ha podido conservar su esencia intacta, a pesar de los abusos humanos, demasiado
29
humanos, de sus a veces indignos servidores. Y se me ensombrece la memoria
recordando las trágicas aventuras de los enamorados de la pureza religiosa y de los
cultores de un cristianismo digno de sus orígenes –Dante y los suyos, ante la
descomposición inmunda que conoció la Iglesia hasta en la Edad Media y que culminó
con el exilio a Aviñón y, más tarde, con la muerte de Savonarola al que hoy, por cierto,
piensan llevar a los altares-, aventuras no desprovistas de una enorme y aleccionadora
actualidad.
Escribo obsesionado por lo que sucede alrededor nuestro. Acontecimientos terribles nos
obligan a contemplar la otra cara de la moneda, a insertar lo que ocurre para la alegría
cotidiana de los medios de comunicación, en otra perspectiva, inactual diría, pegada a
otra realidad. El mismo terrorismo, físico y psíquico, que domina casi todo lo que está
ocurriendo, la injusticia transformada en medida exclusiva de lo justo, en el marco de
una ya clásica inversión de los valores, no es más que un instrumento metafísico, algo
tan tremendamente aleccionador y simbólico como el rostro cansado de Fraga o el
permanente desvarío intelectual de Alfonso Guerra. Esta cara visible de la realidad
implica su propia contradicción, su adhesión a una caída, que puede ser el fin, parcial o
definitivo, de un tiempo mucho más amplio que el nuestro. Nuestro tiempo, de este
modo, resulta ser un eón, una vasta aglomeración de tiempos menores corriendo hacia la
suerte mayor de su propio cumplimiento o de su muerte. Esto lo intuyen claramente los
que saben de historia de las religiones y de esoterismo. Lo político se vuelve historia y
es metafísica pura, en el marco de un destino al que cumplen, en su más mínimos
detalles, los políticos, los verdugos y los grandes torturadores más o menos ocultos de la
humanidad.
Y todo tiempo fue así. Ya que todo tiempo no es sino un fragmento, siempre igual a sí
mismo, a pesar de lo que digan los historiadores. Pienso en la época enfocada por
Schuré en su libro Los profetas del Renacimiento (Ed. Laterza, Bari, cuarta edición,
1983), al que acabo de encontrar en una librería de Turín y al que leí con bastante prisa,
deseoso de llegar al final, algo frustrado y desengañado, desde las primeras páginas.
Porque el autor nos promete mucho y cumple poco. Sus “profetas” son un poeta y
cuatro pintores: Dante, Leonardo, Rafael, Miguel Ángel y Correggio. Todos ellos, pero
sobre todo Dante y Leonardo, descubren “las fuerzas nefastas” que dominan su mundo,
el fragmento de tiempo que les toca vivir. Leonardo se da cuenta de que la razón y la
ciencia no son capaces de sorprender el misterio y dar cuenta de él, y pasa al arte con el
fin de profundizar el enigma. Todo se vuelve símbolo, como en “La última cena”, de
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Milán, donde sabe retratar el misterio profundo de la religión cristiana. Judas es el mal,
o su modesto representante, y está allí desde el principio, como una prueba de que en los
mismos momentos fundadores de una religión revelada es preciso que aparezca el
personaje, fundador también, pero del revés de la medalla. Representante del mal dentro
del cristianismo, padre de todos los que han deformado el mensaje o han tratado de
deformarlo, traicionándole en su esencia desde entonces hasta hoy. Herejías, reformas,
separaciones, quisquillosismos diabólicos, alianzas con el mal, abusos e impurezas,
contradicciones abominables, la historia misma de la Iglesia de Cristo empieza su
itinerario en el momento de la Cena, cuando Dios está presente y cuando, con la
simbolización ritual del pan y del vino, misterio estremecedor entre todos los misterios,
el Mal clava en el cuerpo místico del edificio su primera flecha envenenada. Desde
entonces hasta hoy la historia del cristianismo no ha hecho sino repetir aquella básica
tragedia, esclarecedora de la tragedia humana.
Cuando el otro día el presidente del Consejo, hablando de la ejecución del poeta negro,
decía, con su habitual sentido de la irrealidad, que aquello “está en contra de la
historia”, tenía que haber dicho lo contrario: aquello estaba dentro de la historia. Nadie,
en lo horroroso, se mueve contra la historia, ni siquiera los socialismos en el poder.
Contra la historia se habría levantado algún que otro poeta o santo, pero tengo la
impresión de que don Felipe no sabe mucho de esto. Nunca lo sabe un político, que es,
forzosamente, autor de historia. Buena o mala, esa es harina de otro costal.
Pensemos en Dante y en el viaje iniciático que realiza en el mundo del más allá, viaje
profético, auténtico “método del conocimiento”, como bien lo define Schuré, porque
concluye una época y abre otra, y porque sintetiza la sabiduría secreta de los últimos
siglos medievales. Obra tan compleja y tan completa como el lenguaje plástico de una
catedral gótica. Pensemos también en la lucha que Dante llevó a cabo con el fin de
purificar las costumbres eclesiales de su tiempo y en el sueño que soñó en relación con
el Imperio universal, destinado a liberar a todos los hombres de la tierra, en el marco de
una religión vuelta a su pureza inicial. La vida de Dante es quizá la más representativa
en el marco de la cultura occidental, porque representa conscientemente una actitud
contra la Historia, un intento de corrección, al que nadie logró llevar a cabo, porque
todos los rebeldes (Savonarola, como decía antes, o San Francisco de Asís) fueron
condenados y ejecutados o, con más suerte algunos, fueron aceptados como tales
reformadores y rápidamente eliminados como doctrina, considerados como peligrosos
destructores de un orden bien sentado en su propia malignidad. Es la historia misma del
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franciscanismo, que todavía no ha terminado, desvirtuada durante los últimos decenios
por los propios franciscanos, de la misma manera en que los templarios, los jesuitas o
los dominicos de su primera fase no se parecen a los de la última. Se plegaron todos al
tiempo histórico y traicionaron su mensaje fundador. Recuerden las dificultades que
tuvieron que pasar Fray Luis de León o San Juan de la Cruz, dentro de la misma
desgracia.
¿Hasta qué punto Julio II fue un gran pontífice, y hasta dónde lo siguió Miguel Ángel en
su búsqueda artística? ¿Era deber de la Iglesia dejarse arrastrar por los caminos de la
Historia o, más bien, levantarse contra ella con el fin de alejarse de la política y dejar al
ser humano libre para que cumpliese su destino como ente espiritual y no como mero
monigote físico? En el fondo, el Renacimiento, según Schuré, no es sino una
metamorfosis de la antigüedad, un cambio de imagen, seguido por la presencia de lo
eterno femenino (que es más bien medieval) y por la revelación jerárquica de “los tres
mundos”, divino, humano e infernal, tal como aparece en La Divina Comedia. Es aquí,
precisamente, donde el pensamiento de Schuré aparece como algo inseguro, deseoso de
descubrir leyes detrás de los acontecimientos artísticos de la época y dejarlo todo bien
claro y arregladito. Creo que Burkhardt fue más explícito y más profundo. El
Renacimiento no es sólo lo que Schuré observa en él y hoy, años después de la primera
publicación del libro, sabemos más y con más criterio de separación y síntesis. Sin
embargo, el autor acierta cuando piensa que, por encima de las destrucciones y
mediocrizaciones de la democracia actual, el ser humano ha vuelto a descubrir el
camino que une la religión a la ciencia, clave quizá del mundo de mañana, clave no muy
nueva ya que la misma Edad Media, y en gran parte el Renacimiento también, han
utilizado para despejar los derroteros políticos de la Historia. Derroteros inferiorizantes,
como nos podemos dar cuenta comentando las frases cabalísticas de los políticos, pero
formando parte de la eterna tragedia del hombre.
Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)
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Gloria y miserias del Naturalismo
Se están cumpliendo los ciento treinta y cinco años del nacimiento de Guy de
Maupassant, (octubre de 1850, en Tourville-sur-Arques, no lejos de París) uno de los
representantes más famosos de la escuela literaria llamada naturalismo, cuyo padre
literario había sido Gustavo Flaubert. Maupassant escribió seis novelas y más de
doscientos cuentos y fue el autor francés más admirado y más leído de la segunda mitad
del XIX. En pleno éxito enfermó gravemente, dio señales de locura y acabó por cortarse
el cuello, el 6 de julio de 1893, en Auteuil, cerca de París también. A los cuarenta y tres
años había conocido todos los éxitos y todos los dolores. Había dedicado parte de su
tiempo a la investigación de los fenómenos parapsicológicos, lo que había aumentado su
tensión interior y su caída en la locura. En uno de sus cuentos titulado Le Horla,
describe uno de aquellos fenómenos y es como una premonición, algo así como un ser
monstruoso e irreal que aparece en la vida del protagonista y lo destruye. Era la época
del espiritismo, de las clases del doctor Charcot, en la Salpetrière, a las que asistió Freud
y el retorno al magnetismo natural de Mesmer, un fin de siglo lleno de acontecimientos
y de cambios de todo tipo.
Bel Ami fue la novela más leída de Maupassant, pero también Más fuerte que la muerte
o los cuentos de Boile de suif o de Una vida, libros que ilustran perfectamente la escasa
filosofía del naturalismo: son los actos mismos de la vida y su incesante correr lo que
constituye la existencia, sin problemas trascendentales, épica pura, destinada a dar
cuenta de la sencillez de la existencia o del destino humano. Una imitación de algo, tan
simple como el origen imitado. Sin embargo, el talento de Maupassant hace olvidar a
veces lo reducido que es su esquema. Sabe construir una vida paralela, transformarse en
espejo de la realidad, según los cánones de la corriente a la que representa y otorga a sus
personajes las mismas dimensiones que estos aparentan dentro de las dimensiones de lo
que es lo real. Un amor, dentro de dicho marco, no es más que la historia de una pasión
que encuentra en lo carnal su solución y su meta. El dinero, la ambición, la política, el
alcohol, lo sensual constituyen los aspectos humanos, los motores de una sociedad
burguesa que vive, alrededor de la derrota de 1871, sus años más bajos y más
ambiciosos. Por este motivo Maupassant fue llamado “el pintor de la sociedad de su
tiempo”. Dentro de la misma técnica lo fueron los pintores realistas y hasta
impresionistas de la época. El pintor, como el escritor, lo que tiene que hacer es
33
observar y describir “la piel de las cosas”, ya que, después de esta capa de lo visible, no
hay nada. Lo mismo pensaban los físicos...
Fue la doctrina de Freud la que, según su discípulo Binswanger, reflejó con cierta
exactitud esta superficialidad materialista. El psicoanálisis freudiano es, en el fondo, un
naturalismo y su ineficacia está en relación directa con su limitación. Para Freud el alma
no existe. Sólo existe la psique, emanación de lo somático, que nada tiene que ver con el
alma de las religiones, invento de los sacerdotes del mundo antiguo. Pero aquel cúmulo
de prejuicios explosionó alrededor de 1900 y de sus ruinas nacieron los nuevos físicos,
la nueva filosofía, la psicología de Jung, la pintura abstracta, las vanguardias
antimaterialistas de principios de siglo, el acercamiento entre la ciencia y la religión, un
mundo que nada tenía que ver con “la piel de las cosas” sino más bien con su meollo.
Fue así como Maupassant cayó en el olvido, injustamente, porque, por encima de sus
defectos técnicos, el escritor poseía el don de la escritura, sabía dar vida a una acción y
construir el relato de un personaje. Una literatura de las apariencias, esto sí, pero bien
vestidas, a la moda de su tiempo que tuvo el sentido de la elegancia y de la buena
educación.
Por este motivo Maupassant sigue viviendo e interesando a muchos lectores. De manera
más sincera y auténtica que otros, supo escoger, no sólo reflejar indistintamente la
totalidad de la vida, lo que hubiera sido una monstruosidad. Este saber elegir constituye
el leit-motiv estético de su arte, que lo coloca por encima de las exigencias mediocres
del naturalismo. Doctrina muerta, a pesar de todo, sobreviviente sólo a través de pocos
elegidos, más fuertes que la muerte, como hubiera dicho Maupassant mismo.
Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar (fecha desconocida)
¿Es posible una historia y una ciencia de la Literatura universal?
De los veinticinco tomos formando parte de la Literatura Universal dirigida por Klaus
von See, sólo han salido dos hasta la fecha, en traducción española, si los dos tomos que
yo poseo son los primeros y los últimos publicados (Editorial Gredos, Madrid, tomo 9-
10 dedicado al “Renacimiento y Barroco”, bajo la dirección de August Buck y tomo 13
dedicado a la “Ilustración europea”, dirigido por Jürgen V. Stackaelberg, ambos de
1892). Obra más que respetable, auténtica enciclopedia del saber literario realmente
universal, ya que abarca las literaturas del mundo entero y no sólo la occidental, lo que
acerca la historiografía literaria a la historia y a la filosofía de la historia universal, en
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un período en que el alma de los pueblos, como acción y como letras, se nos presenta en
el marco de su magnitud ecuménica. Difícilmente pudieron Alfonso X, Bossuet o Vico
filosofar en torno a la historia universal, en un momento en que el universo era el
Mediterráneo y, más tarde, parte de las Américas y un Oriente más bien exótico que
real, mientras el esfuerzo de Spengler o el de Toynbee, como el admirable libro de
historia literaria dirigido por Klaus von See, responden a un interés y a unas
posibilidades apoyados en un conocimiento por primera vez universal. Fueron los
cubistas quienes se plantearon el problema de una psique unificada y cuando Paul
Morand, en el marco de dicha vanguardia, contemplaba bajo esta perspectiva su Nada
más que la tierra (Rien que la terre), trataba de dar cuenta de un espacio anímico tan
unitario y tan reducido a sus proporciones humanas, por primera vez aprensibles debido
a los medios de transporte que aminoraban el mismo concepto de universal y reducían
los hombres a lo humano, con todos los riesgos que esta operación incluye.
¿Es esta obra demasiado o demasiado poco? Resulta difícil y hasta arriesgado juzgar el
conjunto a través de sólo dos tomos y me hubiera gustado, evidentemente, haber podido
empezar la lectura de esta magna obra con los volúmenes dedicados a la Literatura
Actual y a la Metodología de la ciencia literaria. Con el primero porque tengo más
probabilidades de medir el arte y la sabiduría de los autores a través de algo que es mi
contemporáneo y ver hasta qué punto los críticos e historiadores literarios del siglo XX
hayan sabido permanecer dentro del marco de una elemental objetividad; el segundo
porque, al formular en un título un concepto tan grave como el de “ciencia literaria”,
implica una intencionalidad. La literatura sería tan capaz de aprehender su propia
realidad , como la física es capaz de enfrentarse con el objeto de su investigación. La
literatura, según los colaboradores que aquel último tomo tenga, sería tan investigable,
tan dispuesta a revelar sus leyes, como una estrella para un astrofísico o una molécula
para un especialista en física cuántica. ¿Podría ser el estructuralismo la clave mayor
para tal desocultamiento? Me imagino que no, y si me imagino que sí, peor para el libro
y su método. ¿Es posible, pues, hablar hoy de una “ciencia literaria”, y en nombre de
qué?
Durante los años 20, un catedrático de la Facultad de Filosofía y Letras de la
Universidad de Bucarest, Miguel Dragomirescu, enseñaba a sus alumnos las leyes de la
“ciencia literaria” y publicó en París, en aquella época, un libro dedicado al tema. Se
trataba de una teoría relacionada con el éxito de las ciencias exactas, pero sigo creyendo
que la literatura, como el arte, o como el ser humano considerado como sujeto y no
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como objeto, se resisten a encajar en fórmulas y leyes exactas y que se dejan dominar
más bien por lo que los físicos mismos llaman “principio de indeterminación” o “de
incertidumbre”, lo que abre puertas mucho más interesantes y valederas hacia un
conocimiento del arte. Es la intuición lo que determina (y pido perdón por emplear aquí
esta palabra) tanto la esencia y la actuación del genio, como el entendimiento del lector.
Nadie podrá nunca explicarme de manera coherente cómo ha sido creado el Quijote y
tampoco podremos obligar a nadie a interpretar y amar El entierro del señor de Orgaz
según un principio u otro, según un solo criterio quiero decir. Cada genio es un mundo
indeterminable y tan indescifrable desde una clave determinista como lo es su obra para
quien la lee o la contempla. De manera que la pregunta sigue en pie: ¿De qué ciencia
literaria se trata? Quiero decir: ¿De qué método para considerar lo literario como
objeto? Me lo pregunto con cierta inquietud.
Podría destacar, dentro del conjunto de artículos o capítulos de los dos tomos
aparecidos: “Doctrinas literarias del Renacimiento y el Barroco”, por August Buck, o el
largo y excelente capítulo dedicado por Leo Pollmann a la “Épica renacentista”, en el
que coloca en un mismo nivel de calidad Los Lusíadas, de Camoens y La Araucana, de
Ercilla, obras maestras de la épica renacentista, junto con las de Tasso y Ariosto, al lado
del fracaso de la Francíada, de Ronsard, uno de los mayores poetas líricos franceses del
XVI, pero mal relacionado con la musa homérica. Me parece de mucho interés volver a
hablar hoy de Ercilla, porque su epopeya araucana pone de relieve la libertad de la que
gozaban los españoles en un siglo considerado como un auge espiritual y político de
España y, también, como un trozo de humanidad, según la leyenda negra, oprimido por
la Inquisición. Lo que hace Ercilla es elogiar a un indio pagano y salvaje, pero heroico,
defensor de su pueblo ante las embestidas de la conquista. Goza de más aprecio
Caupolicán que el capitán general de Chile, don García Hurtado de Mendoza, diferencia
de trato que se resolvió más tarde a desfavor del poeta, pero interviniendo en la intriga
no lo religioso o lo nacional sino la envidia y el rencor de un noble más poderoso que el
poeta ante la corte de entonces. Esto no impidió a Ercilla publicar, una tras otra, las tres
partes de su epopeya, con igual éxito, sin que a nadie se le ocurriera condenarlo por su
admiración dedicada a los indios. Tales elogios de un pueblo enemigo no encontramos a
menudo en la historia de la literatura europea. Habría que volver a los Persas, de
Esquilo para medir correctamente los sentimientos de Ercilla, lo que no deja de
sorprender a quien no conozca desde dentro los sentimientos que movían a los grandes
españoles de entonces, empujados en su deseo de conquista más bien por el afán
religioso y soteriológico que por el material. Un indio pagano podía ser un héroe, igual
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que un español, de la misma manera en que un indio bautizado podía formar parte de la
misma Ciudad de Dios, sólo en el marco de la conquista española. Amplios y
respetables son los capítulos consagrados al Siglo de Oro español por Horst Baader y
Eberhard Müller-Bochat, como también el capítulo sobre “Gracián y la moralística
española”, por Gerhart Schröder, insistiendo este último sobre la relación entre El
criticón y el manierismo. En efecto, el mérito más esclarecedor de Gracián, y, sobre
todo en las páginas de su obra maestra, es el de haber sabido transformar al escritor en
un “descifrador”, lo que representa una diferencia de enfoque comparando el Barroco y
el Renacimiento. “Si el descubrimiento de las leyes de la perspectiva espacial significa,
en el Renacimiento, la objetivación de las cosas percibidas, en el siglo XVI el sujeto
perceptor salta al primer plano y se convierte él mismo en tema central, en el juego con
el engaño o ilusión perspectivista del proceso de percepción”. Observación muy sutil
que da cuenta del cambio que se produce en la obra del El Greco y continúa en
Valázquez, mientras en la literatura encontramos la sustitución del mundo objetivo por
el subjetivo en Cervantes, en el mismo Gracián, pero también en Quevedo y Calderón.
Es la manera característica en que va a proceder el expresionismo y, también, el nuevo
conceptualismo de la novela del siglo XX, manierista hasta el punto en que Musil nos
aparece como procedente de Calderón. Fueron los físicos los que, durante nuestro
tiempo, nos enseñaron a separarnos de lo objetivo, simple falsa ilusión, ya que el mundo
objetivo, como ellos mismos lo afirman, no existe. Sí existe para el realismo socialista,
pero es caricatura política pura, máscara de una máscara. Creo que Gracián está
destinado a nuevas y fructíferas investigaciones, cada vez más descifradoras, empleando
aquí su lenguaje, de nuevos horizontes literarios.
El tomo dedicado al tema de la “Ilustración europea” contiene también páginas de
análisis llevado a cabo con la seriedad que los alemanes saben infundir a todos sus
quehaceres. Salta a al vista la simpatía con que tratan los temas españoles, sobre todo en
un siglo de enfrentamientos ideológicos y filosóficos, políticos al fin y al cabo,
terminados con la invasión de España por las tropas francesas, a la que Roland Mortier
llamó “la tragedia de la Ilustración española”. Y fue realmente una tragedia, ya que
muchos españoles se habían convertido a las ideas de la Ilustración, Cadalso,
Jovellanos, Moratín y demás, convencidos de la necesidad de una modernización, pero
la irónica manera en que Montesquieu se ocupó de España en el capítulo LXXVIII de
sus Cartas persas hirió profundamente a los españoles. Una carta de Bernardo de Iriarte
a Voltaire protestando y quejándose contra Montesquieu, quedó sin respuesta. “Es
posible, escribe Wilfried Floeck, en el capítulo sobre “La literatura de la Ilustración
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española”, que tales escritos apenas despertaran en España simpatía por los ilustrados
franceses. Pero estuvieron especialmente afectados los ilustrados españoles, que se
veían confusos entre el orgullo nacional herido y las ideas de la Ilustración francesa.” El
romanticismo, poco tiempo después, resolvió el problema de modo más tajante y justo.
Sin embargo, espíritus retrasados o nostálgicos no acaban de salir de la Ilustración.
Pero el problema de una literatura universal queda en el aire. Esperemos una respuesta
satisfactoria en los últimos tomos de la obra. Me pregunto quién va a tener el valor de
demostrar algo difícilmente demostrable en el horizonte científico actual: quiero decir,
si es posible hablar, hoy precisamente, de una ciencia de la literatura.
Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)
El noble, el soldado y el monje
Si nos acercamos a la historia literaria de España nos encontramos de repente ante una
realidad característica: los escritores más grandes del Siglo de Oro fueron soldados o
monjes. La Iglesia y el Ejército hicieron posible el imperio ecuménico. Y gran parte de
unos y otros pertenecieron a la nobleza. En un libro publicado recientemente en Italia, Il
soldato gentiluomo –Autoritratto d´una societá guerriera: la Spagna del Cinquecento,
Bolonia 1984, el profesor Rafaelle Puddu vuelve sobre el tema, en páginas de una gran
sutileza crítica y de una gran actualidad. En un momento en que se nos quiere convertir
a una sociedad de masas, cada vez más fantasmal y despegada de la realidad, este libro
demuestra claramente que el hombre español lo que ambicionó a lo largo de sus mejores
siglos fue convertirse en noble. Mientras en Francia todo fluye hacia la sociedad
burguesa y el ejército mismo de la revolución iba a ser un ejército pequeño-burgués,
empapado de ideales revolucionarios, destructores de cualquier libertad en Francia
como en Europa, el ejército español se convirtió en una milicia de la pequeña nobleza,
ambiente ideal para la creación de una nueva aristocracia y que llevará el peso de las
grandes batallas tanto ante Granada, como en Pavía y Mühlberg. Las mejores tropas de
Carlos I fueron las españolas, vencedoras en todos los frentes. Si pensamos en Sancho
Panza, como ejemplo, nos damos cuenta de que, al final de la primera parte del Quijote,
el plebeyo campesino se había transformado poco a poco, en contacto con los ideales
aristocráticos de un amo, en un pequeño caballero, tal como aparecerá a lo largo de toda
la segunda parte de la novela cervantina.
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Mientras Francia y otros países europeos, dirigidos por el espíritu maquiavélico
condensado en El príncipe, van hacia una masificación del espíritu militar, en España,
escribe Puddu, “la máxima aspiración de los populares no era la de derribar a la
jerarquía del linaje, del poder o de la riqueza, sino de conquistar un status lo más
posible aristocrático sirviendo al soberano, único patrono digno de un gentilhombre. El
espíritu público castellano estaba caracterizado por el respeto de la tradición, de la
ortodoxia y de la autoridad. “ La diferencia social entre unos ejércitos, educados en un
espíritu cada vez más burgués, como sucedió no sólo en Francia, sino también en la
Inglaterra de Cromwell, y el ejército español ceñido a la idea de élite, fue grande a lo
largo de muchos siglos. En su libro El hidalgo y el honor, Alfonso García Valdecasas
demostró lo mismo, poniendo de relieve la misma ambición que aguijoneaba a las clases
bajas, en los siglos XVI y XVII en España y las empujaba a través del sentimiento de la
honra, hacia ideales aristocráticos. El teatro de Lope de Vega supo ilustrar esta pugna.
Es así como España, sobre todo a través de Castilla, se vuelve una nación militar con
ideales propios y transforma a los españoles en hidalgos, ante una sociedad europea
cada vez más apegada a ideales materialistas y comerciales. Por este motivo, quizá los
españoles no simpatizaron con Erasmo de Rótterdam, famoso por su antimilitarismo,
entre otras cosas, y tampoco con un Maquiavelo cínico y ateo, cuya manera de enfocar
el Estado no coincidía con la de los españoles. Durante dos siglos, los ideales españoles
se imponen a los demás, justamente porque los ideales aristocráticos que empapaban la
mentalidad de los tercios fueron capaces de crear un tipo humano de una valentía sin
par, movido por ideas y convicciones evidentemente superiores a las de las demás
naciones. También la disciplina de los tercios hundía sus raíces en la misma realidad.
El monje es complementario de este espíritu. Su actuación se integra también en una
milicia, que se volverá “compañía” con Ignacio de Loyola, pero dominicos,
franciscanos o jerónimos forman parte de la misma mentalidad que procede de las
órdenes caballerescas de la Edad Media y que encuentran en España y sobre todo en
Castilla un terreno muy propicio para el cultivo de sus principios. Se puede ser monje
perteneciente a una orden humilde, basada en la plegaria y la limosna, pero el “esprit de
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corps” es el mismo. Y el escritor pertenecerá a la misma idea de servir con sus escritos
en el marco de la misma sumisión, en el sentido medieval de la palabra. Por este
motivo, la historia de España en general, como la de la literatura española en especial,
son tan genuinas y originales. Cualquier actuación implicaba aquí una actitud
caballeresca que se traducía en batallas y milicias en nombre de algo que era, unificados
los ideales en un solo fin: Realeza, Estado, Letras, Religión se volvían una sola fe. Por
este motivo, resulta imposible separar la Iglesia de lo que fue España, sobre todo en sus
momentos de mejor entrega a sí misma.
Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar (fecha desconocida)
El retorno a Tolkien
Creo que Rafael Sánchez Ferlosio, al buscar tanto, se ha equivocado de camino. Porque
El testimonio de Yarfoz (Alianza Editorial, Madrid 1986), si parece a veces una
continuación de Alfanhuí, libro estupendo y prometedor, nada tiene que ver con El
Jarama, libro sumamente interesante desde un punto de vista profético, ya que hacía
actuar en sus páginas con sus modales y, sobre todo, con su lenguaje, a la actual clase
dirigente española. Era como una triste pero acertada premonición. Futuros diputados,
senadores y hasta ministros estaban allí, bajo un sol de verano casi aplastador, tejiendo
con sus anónimas andanzas y con sus nimiedades conversatorias un futuro que hoy está
en la gloria cotidiana de la historia de España. Los escritores tienen a menudo esta
posibilidad adivinatoria y, de este modo, podríamos decir incluso que el socialismo es
un estructuralismo, siguiendo el estilo y el contenido lingüístico de El Jarama. No sólo
la música puede ser profética, como lo demostró Albert Roustit en su estudio La
profecía musical, con prefacio de Olivier Messiaen (1970), sino también la literatura, en
un sentido puramente estructural e idiomático, sin que el autor tenga que arriesgarse en
el terreno de la profecía propiamente dicha. Aquella clase habladurienta, cuyo sueño de
un día de verano dirige el río Jarama hacia su propia estabilización en el poder, encontró
en el magnetófono memorial de un escritor su mejor crónica y su más temible presagio
meteorológico-político. El estilo, solía decirse, es el hombre.
Sin embargo, esta crónica de unos países y de unos sitios que no existen, esta utopía y
ucronía a la vez, contadas por Yarfoz, “oscuro hidráulico” de la ciudad de Escescésina,
no me sugiere nada. Trato en balde de buscar sentidos ocultos, rasgos de premonición,
algún que otro indicio de que el autor haya querido comunicarnos un mensaje secreto.
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Algunos hechos seudohistóricos, algunos pasajes rurales y urbanos, largas descripciones
de costumbres inexistentes porque los Grágidos no existen ni existieron jamás, o de un
fenómeno natural tan original como el tajo de Meseged o la necrópolis de Gromba
Feceria, descrita a lo largo de tantas paginas que la lectura se vuelve pesadumbre, no
logran nunca hacer creíble el relato.
Se trata del príncipe Nébride, constructor de puentes e hidráulico famoso en su tiempo y
su espacio inventados, que abandona un día su ciudad natal porque enojado por la
acción criminal de sus parientes, los reyes gemelos que, sin aviso previo, matan, en el
puente que separa a los dos pueblos vecinos, al rey Éspel. La crónica reza así: “Los
príncipes Caserres y Obnelobio, tu tío y tu padre, Nébride, atacaron ayer, desde Irisesia,
con mil quinientos hombres, a los atánidas.” En medio del puente que unía a los dos
pueblos se encontraba Espel, al que se le ocurre espantar los caballos de Caserres y de
Obnelobio, estos “embrazan las azagayas, galopan hacia Espel, y lo atraviesan por el
pecho dejándolo muerto a la mitad del puente.” Este hecho criminal, pero que no está
justificado en la novela, ya que no entendemos bien por qué los dos atacaban a sus
pacíficos vecinos, está en la base, digamos que de la acción del libro. Nébride abandona
su país y, con ello, sus derechos a la herencia del trono y se dirige con todos los suyos
hacia otros territorios, encontrando cobijo en Gromba Feceria, donde cambia de nombre
y se dedica a quehaceres administrativos. Sin embargo, su hijo Sorfos, después de haber
tenido un idilio amoroso con Ione, y un hijo de ella, es encontrado por los enviados de
los Grágidos, que se lo llevan a casa y lo proclaman rey, una vez desaparecidos los
parientes asesinos. De este modo la paz y la justicia, después de años de trastornos, más
bien morales que políticos, volverán a reinar en la orilla del río Barcial.
Claro que la historia de los Hobbits y del Señor de los anillos, por Tolkien, con los
mapas de aquella región inventada, se me presenta automáticamente ante la memoria. El
testimonio de Yarfoz es como la réplica a la obra del gran escritor surafricano, pero
desprovista del interés que conduce nuestros pasos a lo largo de aquella fantástica
utopía, sueño, mito, leyenda, invento surrealista o manierista o lo que sea, pero libro
maravilloso y encantador que hace surgir ante nosotros un mundo capaz de sustituir al
grisor del nuestro. Es lo que pudo ser, lo que será, lo que nunca podrá ser o lo que cada
uno de nosotros podría llegar a ser dentro de su propia imaginación, espoleada por el
talento de Tolkien. En cambio, la crónica del supuesto Yarfoz no inventa ni sustituye
nada. Le falta acción, imaginación y poder de creación. Es como una fábula de La
Fontaine en la que faltaran los animales y cuya moraleja no significara nada porque está
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como desprovista de bases creíbles. Se le podría aplicar al autor esta frase de su propio
libro, que no cito íntegramente porque ocupa más de media página: “Era Irra tan gran
hablador que para sacar a colación cualquier especie no esperaba a que la hiciesen
indicada los hechos del momento, sino que le bastaba con la oportunidad de que le
viniese del libre y espontáneo entrelazamiento del hablar, de manera que su
conversación marchaba a menudo tan totalmente separada de lo que nos traíamos entre
manos, por aquellas populosas calles.. que, con todo esto, yo habría jurado que ya
estaba totalmente distraído, olvidado y desviado de la ruta que llevábamos.”
Frases largas, párrafos interminables, páginas compactas sin otro descanso para el lector
que la separación entre los capítulos, y un epos sin aliciente, dentro de cuyo desarrollo
he buscado en vano la clave justificadora. Una crónica apócrifa, como tantas de las que
se han escrito y han tenido éxito durante los últimos decenios y que ponen en evidencia
el apetito surrealista, por llamarlo de alguna forma, del hombre sometido al impacto
baboso del materialismo dominante. También en la Inglaterra o la Francia del XVIII,
cuando se estaba formando el iluminismo y se estaba preparando la Revolución muchos
escritores han intentado evadirse de aquella mediocre realidad y se han dedicado a
escribir utopías, algunas nefastas, las que preparaban el espíritu revolucionario, otras
prerrománticas, como Pablo y Virginia, que exacerbaban la pasión amorosa al inventar
paisajes exóticos, con el fin de salvar el concepto y la práctica del amor, amenazados
por el racionalismo sensualista de una época destructora de sentimientos, cuyo
exponente quizá más ilustre ha sido el marqués de Sade. El sadismo como consecuencia
del racionalismo podría ser toda una conclusión.
Pero, ¿dónde y cómo situar y comprender El testimonio de Yarfoz? Si tiene una
trascendencia dentro de su propio manierismo, no he logrado dar con ella. Y si no la
hay, ¿qué es lo que ha pensado de su propia obra el mismo autor al redactarla?
¿Rivalizar con El señor de los anillos? ¿O quizá volver a Alfanhuí por encima de aquel
río seco y profético, irrepetible por supuesto, que fue El Jarama?
Alguna que otra vez, sumergido en el maremágnum de una lectura que parece no tener
fin, el lector se pregunta por las intenciones morales del autor. Nébride es un hombre
puro, un antimaquiavélico. Basta un crimen sin fundamento para que su vida coja un
sentido contrario a su derrotero de príncipe. Se autoexilia y desaparece en un país
extranjero. Su pureza hubiera sido ejemplar, si no chocara con la nimiedad de la causa.
Además, hubiera sido mejor para todos si un príncipe así hubiera reaccionado
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positivamente, interviniendo en la política, marginando o eliminando a los reyes malos,
con el fin de que la política pudiese seguir su curso ético normal, acostumbrado en
aquellos pueblos. Su renuncia y su huida –es así como lo entendemos— provocará el
desarrollo de una época mala, regida por los mismos criminales que, de este modo,
permanecerán en el poder, mientras Nébride escogerá un exilio cómodo, lejano,
olvidadizo e inútil. La autoeliminación del héroe destroza, desde un principio, cualquier
restauración del bien y cualquier posibilidad épica para el autor.
El libro está escrito, en sus fragmentos logrados, como es el idilio de Sorofs e Ione, a
nivel de obra maestra. Un idioma purísimo, tan rico y sugestivo como el de Alfanhuí, un
estilo de inmensas posibilidades, una magnífica plaza de toros en la que el autor se
mueve a sus anchas, pero donde faltan los toros, quiero decir la lidia. Pocas veces en mi
larga vida de lector apasionado me he encontrado con un libro así, tan bello y tan
incoherente en su afán de belleza que sólo en contadas ocasiones encuentra cauces para
correr y orillas para embestir.
Una aventura singular, sin duda alguna, pero sólo porque la firma Rafael Sánchez
Ferlosio. Es posible que el fallido experimento sirva para algo, en este nuevo comienzo
literario de un escritor que, sentado en este zócalo pesado, nos está preparando la
sorpresa que todos esperamos de él y, de modo paralelo, de la novelística española
actual.
Vintila Horia, en El Alcázar, 8 de enero de 1986.
La picaresca en italiano
El crítico Carlo Bo acaba de publicar una edición antológica de la literatura
picaresca y de presentarla al público italiano en un volumen en que encontramos a
Rinconete y Cortadillo, al Lazarillo de Tormes y a Guzmán de Alfarache (Ed. Rizzoli,
Milán 1986). Los comentarios que la aparición de dicho libro ha desencadenado en la
península han sido varios, no exentos de admiración y a menudo de disparatadas
ingenuidades. El origen y la proliferación del pícaro en la España de los Siglos de Oro
siguen siendo un misterio. No conocemos con exactitud ni siquiera la patria semántica
de su nombre. Siguiendo la teoría de Américo Castro, el pícaro no fue sino un hebreo
perseguido que se ocultaba bajo una condición social de humildad y recelo, cuyo
desemboque no pudo ser más que una literatura cuyo humorismo no hacía sino afilar
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con astucia el arma social de una venganza y de un anticonformismo que iban desde lo
anticatólico hasta lo antimonárquico. Todos los valores importantes de la sociedad
española de la época más brillante de su historia han sido triturados y escarnecidos por
los autores de la literatura picaresca. Según Marañón, en su introducción al Lazarillo,
esta literatura ha sido una desgracia para España, en cuanto productora de
malentendidos y burlas que, más tarde, encontraremos en las mismas bases de la
leyenda negra.
Se trató, según el punto de vista de algunos críticos, de una literatura de oposición,
escrita por unos marginados sociales, de origen moro o judío. El mismo Mateo Alemán,
autor de Guzmán de Alfarache, fue un cristiano nuevo perseguido por la impureza de su
sangre y obligado a huir a Méjico. La misma decadencia de España, según estos
críticos, se debió en aquella época a la persecución de moros y judíos, cuyo alejamiento
o cuya falsa conversión explicarían la caída de la sociedad española del siglo XVI,
como del XVII, en un impotente pesimismo, del que nunca logró levantarse. El ingenio
judío y la operosidad mora destemplaron, con su exilio o su marginación, el arranque
vital de los españoles.
Sin embargo, tengo la impresión de que las cosas se presentan bajo una luz de
objetividad contraria a estas explicaciones más o menos subjetivas. Aquella sociedad
española, privada de elementos étnicos y religiosos ajenos a su esencia, o bien
convertidos a ella, fue la única en Europa capaz de descubrir mundos nuevos, de
conquistarlos, de integrarlos a la civilización y a la religión cristianas y, también, de
crear una cultura que, durante dos siglos, dominó Europa y dejó una magnífica herencia
de obras maestras, todavía valederas. Ni los moros ni los judíos emigrados llegaron a
crear una cultura mayor en los territorios donde se instalaron. En cambio los conversos
contribuyeron, como Santa Teresa o Fernando de Rojas y el mismo Alemán, a la
expansión y desarrollo de la cultura española peninsular. La mezcla con los españoles
“cristianos viejos” fue benéfica para todos. El aislamiento en el espacio religioso y
étnico respectivos, consecuencia de su alejamiento o expulsión, no dio frutos. Fue la
matriz ibérica, cristianizada y latinizada, la que produjo el fenómeno de la expansión y
del imperio, como el de las obras maestras. La picaresca no fue más que el polo
equilibrador de la honra, el elemento complementario de Cervantes, Lope, Calderón,
Quevedo, San Juan de la Cruz, etcétera. Lo uno complementa y explica lo otro. No lo
contradice, como afirma un crítico italiano. La misma presencia en Cervantes
(Rinconete y Cortadillo), en Quevedo (El Buscón) o en Lope (el gracioso) de personajes
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picarescos es, desde este punto de vista, representativa. El pícaro está en todas partes,
hasta en la literatura de los que cultivan la honra y los valores positivos del imperio. La
picaresca no es la literatura de los marginados, moros y judíos rechazados por la
sociedad de los cristianos viejos, sino la expresión de una crítica social necesaria y
constructiva, dando cuenta de la libertad de expresión que reinaba en la época. No es la
expresión de un minus sino la de un plus.
Resulta muy difícil, cada vez más, comprender a España, sobre todo en un tiempo
empeñado en destruirla, bajo todos los aspectos. Y no me parece justo contemplarla, en
su momento más alto, bajo perspectivas difamantes o parciales. En definitiva, ¿qué es lo
que permanece en vida, pensando en la Europa de entonces, contemporánea de
Cervantes y del Lazarillo, si eliminamos a España, o si la reducimos a un concepto
inquisitorial y picaresco? Poca cosa. Europa existe y se justifica a sí misma sólo en
relación permanente con su complementariedad española. Rebajarla o malcomprenderla
es menospreciar y menguar a Europa.
Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar (8 de enero de 1986)
Rossellini y el drama de la libertad
Uno se encuentra de pronto ante la imagen de su propio destino, al que había pensado
abandonar detrás del último libro. Y es posible que el novelista se dedique a escribir
historias implicando en ellas la parte más sombría de su vida, con el fin de verse
liberado de aquel peso y de poder respirar al aire de un futuro menos expuesto a la
barbarie de los recuerdos y del dolor, un futuro desvinculado de la presión dominante
del acontecimiento que había provocado la separación, o, como decía Rilke, despedida.
Pero, de manera más dramática que los demás, aquella avanzadilla que es la de los seres
humanos obligados por las circunstancias históricas a despedirse de lo suyo, de su
patria, de su familia, de sus bienes, de sus amigos, de sus paisajes, de su idioma, de los
libros de su infancia... Es el drama del exiliado, al que Dante supo encerrar en un libro
de viaje, llenarlo de sus amores y de sus odios y tirar por la borda del espíritu lo que
desde su pasado amenazaba su libertad. La Divina Comedia no es más que un tratado de
teología escrito a lo largo de un viaje en el más allá, con el fin de que el poeta pudiera
librarse del peso demasiado visible y molesto de su despedida de Florencia. Hay una
frontera terrible entre el Dante florentino y el Dante exiliado. Para soportar el destierro,
o sea, la separación o el alejamiento, el poeta carga a sus espaldas personajes del
pasado, amigos y enemigos íntimamente relacionados con la tierra perdida y los
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descarga luego en un libro. De este modo, se imagina poder seguir más tranquilo por el
camino hacia el futuro.
Utilizando la misma táctica, Ovidio llena de recuerdos y de lamentaciones sus Tristes y
Pónticas, y Chateaubriand sus Memorias de ultratumba con el fin, quizá, de gozar de
una eternidad liberada de lo terrenal. Cualquier autor de memorias lo que hace es imitar
a estos famosos y cumplir con la tarea que Husserl recomienda a los fenomenólogos:
colocar entre paréntesis al mundo objetivo, realizar lo que él llama una epoché, y
evacuar de este modo el continente de la conciencia con el fin de poder dar el salto
fenomenológico hacia el verdadero conocimiento. Todo resultaría ser, bajo este aspecto,
puro acto separatístico y los místicos sabían perfectamente en qué consistía la vía
purgativa que los llevaba a la unitiva. Sagrado o profano, el acto en sí implica una
separación o una despedida, cuyo fin es siempre un olvido y una entrada libertadora en
el terreno de una nueva sabiduría.
Al ver el otro día por televisión la película Stromboli de Rossellini, director de cine que
me gusta poco, porque no me ha convencido nunca el neorrealismo y tampoco Ana
Magnani, me he dado cuenta de que, en el fondo, mi propia literatura, de la que nunca
hablo, o muy poco, no es sino la historia de unos personajes en eterna despedida,
símbolos de todos nosotros, pero sobre todo del personaje clave del siglo XX, con más
razón después de Yalta, que es el exiliado voluntario o involuntario, el condenado
obligado a abandonar su patria porque así se lo impone la ley o porque, colocado entre
la muerte y el destierro, escoge a este último, como es humano hacerlo. Y digo esto
porque Karin, interpretada por Ingrid Bergman en la película de Rossellini, representa
perfectamente el papel del ser humano obligado a huir, a despedirse (ella es lituana) y a
transplantarse a una isla volcánica del Mediterráneo, símbolo también del peligro en que
todos los seres humanos vivimos desde siempre. Exilio es el nombre de nuestra
existencia, en el sentido más platónico de la palabra, ya que el alma se ve obligada en
un determinado momento a abandonar el mundo de las ideas y a exiliarse en un cuerpo
perecedor e ignorante, sometido a las equivocaciones, al seudoconocimiento y a la
muerte. Karin había huido de Lituania para no caer en manos de los rusos, se encuentra
en un campo de concentración en Italia, al final de la guerra, y escoge el matrimonio
con un italiano pobre con el único fin de poderse salvar ante la posibilidad de ser
entregada a los rusos, como pasó en miles de casos similares, como consecuencia del
crimen colectivo cometido en Yalta por los tres malos actores de la más grande tragedia
de todos los tiempos. Sin embargo, la elección de Karin no es acertada. No logra
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integrarse en el mundo de Stromboli. Es la miseria, la incomprensión, la estrechez
material y espiritual. Cuando el volcán se sale de madre y su lave invade el pequeño
pueblo donde viven Karin y su marido, se produce la separación entre los dos y ella
huye, o trata de huir, cruzando la montaña cerca del cráter, y no lo logra. Ante la
parquedad de sus recursos y las fuerzas que se unen para destruirla, descubre su
inmensa soledad e implora el último socorro posible, levanta su mirada hacia el cielo
cubierto de estrellas y se dirige a Dios. Es así como encuentra la paz y comprende.
Volverá al pueblo y al marido, puesto que eran su única posibilidad de anclarse en el
destierro, la única patria que tenía. En el fondo, nada podía sustituir lo perdido, sólo
quizá el nuevo entendimiento que había conseguido después del contacto con la fuente
de todo saber y consuelo. El final de la película es un final místico, profundo y
genialmente humano. Hemos perdido algo para conseguir otra cosa, posiblemente
mucho mejor, aunque situada en un plano distinto, que es el de la otra dimensión, la del
alma, y cuando nos hacemos cargo de ello los demás problemas, relacionados con la
pérdida y la despedida, se vuelven de repente inocuos y como empequeñecidos.
Creo que una de las escenas más desgarradoras del cine de la postguerra es la del grito
de la mujer consciente de su soledad y de su separación, de la inutilidad de cualquier
actuación, ya que nada tenía el poder de reintegrarla a lo que había perdido, su Lituania
natal, su mundo destrozado y borrado del mapa. Nadie supo nunca representar mejor
esta desesperación anímica y orgánica a la vez y que ningún otro dolor puede igualar. El
momento en que uno cobra conciencia de lo que ha perdido, en una situación tan clara y
reveladora como la que vive Karin encima del volcán y ante la imposibilidad de seguir
adelante y salvarse –pero salvarse, ¿hacia dónde y con qué fin?— es uno de los
momentos cumbre del arte de Rossellini. Aquella escena es desgarradora y, sin querer,
durante días, traté de esconderla detrás de mi conciencia. Sólo esta noche, ante la
máquina de escribir, en un momento casi de revelación, tengo el valor de confiar a mis
lectores el secreto de mis libros, que ellos mismos habrán descubierto a lo largo de sus
lecturas, más fuertes que yo bajo este aspecto, ya que situados ante un drama ajeno y
más libres para apreciar, entender y seguir adelante.
Me hubiera gustado relacionar la película de Rossellini con otros libros y durante unos
momentos concentré mi memoria con el fin de poder citar novelas de contenido afín, y
no lo logré. Fue cuando me decidí a autocitarme. ¿Cómo es posible que nadie, o muy
pocos escritores hayan intentado describir este drama explicativo del mal que aqueja
nuestro tiempo? ¿Es posible que Thomas Mann, que ha vivido bastantes años en el
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exilio, haya escrito Doctor Faustus única y exclusivamente para acusar a los suyos, o
sea, a los alemanes, de los desmanes de la Segunda Guerra, cuando todos hemos sido
culpables de ella? Joyce se autositúa en el exilio con el fin de poder escribir el Ulises y
Musil abandona Viena para ver desde lejos los defectos de Cacania, que es la
humanidad, y el protagonista de La hora veinticinco es también el símbolo del exiliado
perenne, pero tampoco es una patria la que él pierde, porque son los demás quienes lo
exilian en sus propias manías y no los suyos. El drama es el de Dante y el de Karin, la
lituana de Rossellini. Son las mismas patrias, caídas en manos de los negros, en tiempos
del florentino y de los rojos en tiempos de Karin, quienes nos sitúan fuera del paraíso en
que cada uno nace y que, al perderse, todo se pierde, menos el honor, como decía
Francisco I después de Pavía para consolarse de alguna manera. Pues sí, menos el
honor, todo lo hemos perdido, dentro de una conciencia de lo irrecuperable que nos
acerca al conocimiento como cualquier situación límite, pero nos aleja de lo que nos
hubiera gustado continuar en el tiempo y en el espacio, de acuerdo con los ríos, los
montes, las ciudades, los padres y los amigos. Y vivimos en la ilusión de haberlos
recuperado, ya que hemos salvado la libertad y el honor, pero un día nos encontramos
como Karin, encima del volcán de la conciencia y lanzamos hacia el cielo nocturno el
grito suplicando ayuda. Y el cielo se apiada de nosotros y nos devuelve la paz, mientras
el paisaje del exilio se vuelve paraíso recuperado. Ya que, en este nivel divino o
simplemente metafísico, todo es patria cuando sabemos colocarnos en el territorio del
alma.
Sí, yo mismo he vivido la noche de Karin y no sólo una vez durante las muchas noches
de mi pasado, pero, ¿constituyen realmente respuesta y confirmación los destinos de los
personajes de Dios ha nacido en el exilio, El caballero de la resignación, Los
imposibles, La séptima carta, Una mujer para el Apocalipsis, Viaje a San Marcos,
Marta o la segunda guerra y, sobre todo, el Tomás Singurán de Perseguid a Boecio en
su doble y trágico aspecto contemporáneo e histórico? Es una pregunta. Es posible que
sólo pagando un precio, muy alto en casos como estos, uno alcance la vía unitiva,
después de haber recorrido las leguas de la vía iluminativa y los dolores de la purgativa.
Entonces lo místico se vuelve Via Crucis y, una vez inserto en el destino de todos los
destinos, nos volvemos historia sagrada, puesto que todos somos una Imitatio Christi en
miniatura, imagen en bronce, y a lo sumo en plata, del oro fundacional o crístico. Pero
¡qué metales más pesados, Dios mío!
Sin embargo, la pregunta queda en el aire: ¿por qué tan pocos novelistas
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contemporáneos del Via Crucis más largo y más poblado de la historia del hombre, que
es la segunda mitad del siglo XX, han tenido la osadía de acercarse a un tema tan
actual? Quizá porque el tema sea demasiado escabroso y hasta repulsivo. Es como
acusar a todo el mundo de lo que sucedió y sigue sucediendo sin que nadie quiera
enterarse y, menos todavía, tratar de resolver el problema. Con un tema así no es posible
alcanzar la gloria del best-seller. Lo que explicaría los pocos lectores que tengo, es
verdad que en muchos países, lo que no deja de ser un consuelo y una esperanza.
Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)
Sobre Atlántida y el tema de los orígenes
Todo parece tener un sentido, hasta lo más vulgar y sensacionalista, en este tiempo
conclusivo y esclarecedor. He comparado a veces las épocas de decadencia con el otoño
revelador de la esencia del bosque. La caída de las hojas pone de relieve, de repente, el
contenido de una vasta entidad vegetal, oculta detrás de su propio continente. Es así
como la literatura del siglo XX es capaz de constituirse en síntesis y de resolver
problemas y contrastes que no eran sino complementariedades, como el cíclico batallar,
a través de los siglos de Occidente, de las etapas clásico-románticas a las que, hasta
ahora, sólo Dante y Goethe han sabido concentrar en un solo ser cultural o, mejor dicho,
espiritual. Pero he aquí cómo, bajo esta luz clarividente, lo más basto y corriente puede
aparecernos como indicio de algo situado por encima de su propia intencionalidad.
Quiero referirme a los libros dedicados a esclarecer aspectos tan apasionantes de la vida
y de la historia, de la psique como de la astronomía, en una especie de alarde
epistemológico que aparece como el resultado del consumismo cultural al que estamos
sometidos (astrología, parapsicología, ovnismo, profetismo, conocimiento espectacular
del pasado más remoto, etcétera), y que no es sino un vuelo esencial hecho de saltitos
existenciales. Esto, en una sola palabra, podría llamarse simbolismo.
Tengo varios libros sobre la mesa y me gustaría hablar de todos ellos a la vez, en un
arranque (yo tampoco me puedo sustraer a esta globalidad anagógica) típico de lo que
hemos llegado a ser: víctimas de nuestra propia superficialidad, en el sentido de que
cualquier malintencionado seudocientífico logra apasionarnos por temas de
trascendencia reducida al nivel más bajo o televisivo de las cosas. Libros que,
aparentemente, no dicen nada y que, en el fondo, y bajo la perspectiva abierta más
arriba, podrían insertarse en otro tipo de esfuerzo. De esta manera, el presente enlaza
con el futuro.
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En primer lugar, dos libros que tratan de la Atlántida: La pirámide sumergida en el
triángulo de las Bermudas, por Marcus Silverman, y En busca de la historia perdida,
por Juan G. Atienza (ambos editados por Martínez Roca, Barcelona, el primero en 1984,
el segundo en 1983), para enfocar, en segundo lugar, los horizontes abiertos por Las
pautas proféticas, por Alan Vaughan (Ed. Martínez Roca, 1983), y corregidas, por así
decirlo, por C.-G. Jung, desde el punto de vista de la psico y parapsicología, en su libro
Un mito moderno y por la revista Metapolítica (Roma, 1983, en su número de
diciembre), desde un punto de vista cristiano, y que, hasta cierto punto, coincide con el
del psicólogo suizo y difiere esencialmente del de los tres autores citados.
Nos encontramos con dos problemas que apasionan al público de hoy, y que son la
historia y la caída de Atlántida, y la realidad, interior o exterior, de los platillos volantes.
Basado en textos antiguos y observaciones contemporáneas, el austríaco Jürgen Spanuth
había afirmado, en un libro publicado en Tubinga, en 1976, que el continente sumergido
había formado parte de las aguas del océano Atlántico, pero no de su zona canaria, sino
de los mares del norte, situándolo cerca de las costas alemanas y danesas, en la
inmediata vecindad de la isla de Heligoland. Spanuth hace coincidir aquel desastre con
la aparición del cometa Halley en el año 1226 antes de Cristo, corroborada la fecha a
través de muchos acontecimientos contemporáneos, como la destrucción de la
civilización cretense y con el cambio de clima y paisaje que se produjo en la Grecia de
entonces, aunque con efectos menos terribles. La segunda aparición del cometa
coincidiría con el nacimiento del Señor, y la tercera, con la batalla de los campos
Cataláunicos, cuando fueron vencidos los hunos. No hay duda alguna: Atlántida existió,
y la historia y la geografía de la misma, expuesta por Platón en Critias, tienen el aspecto
más riguroso posible, desde un punto de vista que hoy llamaríamos científico, aunque
no hubiese sido esta la intención del fundador de la academia.
Según las averiguaciones de Marcus Silverman, una pirámide descubierta recientemente
cerca de Bimini, en el mismo triángulo de las Bermudas, pirámide parecida a las de
Egipto y Méjico, no permitiría ya ninguna clase de dudas. Atlántida erigía sus
archipiélagos circunferenciales, tal como Platón los había descrito, en aquella zona.
Cargada de energía y de información, dicha pirámide sería la causa del hundimiento de
tantos barcos dentro del triángulo fatal, y la catástrofe se habría producido en el
momento en que una de las tantas lunas que daban vueltas a la tierra había abandonado
su órbita satelitaria, hubiera chocado con nuestro hábitat espacial y habría provocado
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terremotos e inundaciones a escala planetaria, consecuencias de los cuales cambios de
clima radicales hubieran desencadenado desastres de toda clase, el fin de muchas
especies animales y vegetales y la entrada de la Tierra en una nueva era. Monumentos
de piedra fueron construidos desde entonces con el fin de indicar con asombrosa
exactitud la distancia que les separaba de la hundida Atlántida, como, por ejemplo, el de
Stonehenge, que, según cálculos realizados por Alex Stone, citado por Silverman,
cálculos realizados sobre la base del número tres (y los trilitos de Stonehenge), darían la
cifra de 6.300, que son los kilómetros separando el monumento del centro mismo del
triángulo de las Bermudas. Debajo de aquellas aguas, según nuestro autor, se
encontraría una inmensa ciudad, hecha de templos, pirámides y otros edificios,
santuarios de la sabiduría de los atlantas, y que, una vez descubierta e investigada,
permitiría a la humanidad un avance espectacular hacia el progreso y la paz, de la
misma manera, supongo, en que la investigación que realizaron los templarios en los
subterráneos del templo de Salomón permitió a los europeos la construcción de las
catedrales y el inicio de una época de prosperidad espiritual y material.
No tengo anda contra estas teorías, simples hipótesis, en el fondo, montadas en un
núcleo casi invisible de verdad controlada. Desde una perspectiva profana o científica,
en al sentido que hoy damos a este concepto, es posible que Atlántida haya existido, en
un sitio o en otro, y que las entrañas de sus monumentos estén pletóricas de datos
sumamente interesantes y útiles para nosotros. El problema que, lógicamente, surge en
la mente de una persona apasionada no tanto por la ciencia en sí, sino por lo que más
bien podríamos llamar la “metaciencia”, lo que tendría que interesarnos, es: ¿por qué se
hundió Atlántida? O, mejor dicho, situando el tema en el marco espiritualista, tan
frecuentado por estos autores: ¿quién hizo hundir aquel continente?, puesto que, tanto
según Platón como según otros investigadores actuales, el elemento fundamental del
desastre no hay que buscarlo en las entrañas de la Tierra o en los cometas impersonales
venidos de muy lejos y, por casualidad, enfrentados con la Tierra, sino en la maldad
evolucionista de los atlantas, que pasan de una época de fidelidad a sus dioses o a su
dios único, el fundador, Poseidón, a una fase de soberbia y de conquistas materiales. El
fin de las civilizaciones, como la egipcia, por ejemplo, no está en la fuerza de una
embestida exterior (los romanos para los egipcios, los bárbaros para los romanos), sino
en una caída interior. También los templarios, como lo escribía aquí hace unos meses,
conocieron una fase ascensiva y buena y se hundieron, como Atlántida, abatidos desde
su interior orgullo y riqueza, cuando el bien inicial se volvió mal conclusivo y
exterminador. Existe, pues, una posible interpretación, quizá la única correcta, del fin de
51
las civilizaciones, basada en las posibilidades de exégesis total que nos brinda la
metapolítica, en un caso; la metaciencia, en el otro. Pienso que todo en la historia de la
Tierra tiende hacia un fin preciso y concreto: la revelación cristiana, y que todo lo que
ha sucedido con anterioridad a ella no ha sido sino una preparación metafísica, desde el
hundimiento de la Atlántida hasta el más remoto mañana. La Historia misma no es sino
revelación paulatina, epifanía sin fin, pero con clave única. Por este motivo estoy
convencido de que sólo el cristianismo puede dar pie a interpretaciones esotéricas
conclusivas y realistas, dando a esta palabra su sentido religioso más exacto. El
oscurecimiento de estos conoceres se ha producido, a lo largo de los siglos, tanto debido
a cataclismos (venidos siempre desde una causa interior), como a actuaciones
equivocadas, como las de tantos Papas del Renacimiento, embaucados por el
humanismo, alejándose cada vez más del único conocimiento que los cristianos
llamamos la verdad. La evolución misma de las ciencias actuales tiende a corregir la
trayectoria equivocada, en una especie de arranque de feed-back que hoy tiene su
justificación más fecunda y renovadora. Libros, pues, como el de Silverman, pueden ser
interesantes, una vez colocados en su sitio. Dicha verdad se sirve hasta de tales
pequeños pasos de danza para alcanzar su fin último.
Juan G. Atienza ha escrito mucho sobre tantas cosas. Su información es a veces exacta y
científica, otras veces basada en hipótesis imposibles de averiguar. O en inexactitudes,
como cuando, en la página 68 de su libro En busca de la historia perdida, donde hace
derivar la palabra muérdago (muga sería el nombre celta de la planta) del francés
muguet, cuando esto significa “lirio de los valles”, mientras muérdago, en francés, se
llama gui. O cuando, al tratar de explicar las pinturas y bajorrelieves obscenos en
algunas iglesias románicas, relaciona aquello con el tantra. Hubiera sido más sencillo
recordar la lección moral del Libro de buen amor, del Arcipreste de Hita, o la intención,
moralizadora también, de La Celestina, obras escritas en épocas de inmoralidad o de
vagas intentonas erotizantes (el amor loco) amenazando la sociedad española dedicada a
la reconquista. O cuando sugiere que kábala podría relacionarse con caballo, cuando en
hebreo significa tradición (gabbalah). Lo apasionante en este libro lo constituye la
intención de situar a España en un auténtico espacio esotérico y hasta ocultista (Noé en
Noya, por ejemplo, o “Las sorpresas de la vieja Asturias”). Lo que, a menudo, puede
confundir al lector es la actitud digamos religiosa de Juan G. Atienza. ¿Se trata de un
homo religiosus dispuesto a investigar bajo la nueva luz a la que aludíamos antes, o de
un ocultista esotérico, tan de moda hoy, aceptando cualquier tipo de introducción a la
fenomenología religiosa, menos la cristiana? En este caso su obra tiende de por sí a una
52
autodestrucción casi masoquista, y que resulta interesante en cuanto tal, fenómeno
característico de los tiempos (tempora pessima sunt).
España, como toda tierra, europea o no, ha sido y es tierra sagrada, en el sentido de que
ha servido para representar parte del gran espectáculo (el gran teatro del mundo) en
cuyo marco terrenal iba a producirse el Nacimiento del Niño Divino anunciado por
Virgilio, y donde, al final de los tiempos, se va a producir la segunda venida. En este
sentido todos los esfuerzos esclarecedores, incluido el de Juan G. Atienza, constituyen
actos de acercamiento, forman parte de una metahistoria que, poco a poco,
empezaremos a comprender.
Vintila Horia, en El Alcázar, febrero 1984
De Guy a Gay o el centenario de muchas cosas
Exactamente hace un siglo lo que reinaba en la Francia de la segunda República era el
realismo, conocido en esta fase de su existencia como naturalismo. Era la época de
Emilio Zola, los hermanos Goncourt, Alfonso Daudet, continuadores de la investigación
fenoménica de Flaubert. Entre dos prolongadas caídas de párpados (cito a Emilio
García-Merás), el locutor nacional llamó Gay de Mompasán a la estrella de aquel
movimiento literario que imponía en la novela francesa y europea la ideología
dominante de la época, o sea, el materialismo. Corta fase de entusiasmo, dentro del
optimismo característico de estos arranques sin fundamento que hacen creer durante un
rato a los hombres que la vida es lo que se ve y, siendo eso bastante reducido,
lograremos conocerlo, explorarlo, mejorarlo, etcétera; fue el sueño de los humanistas
renacentistas y de los ilustrados del XVIII y todos ellos acabaron en pesadilla
revolucionaria. Sin embargo, Guy de Maupassant tuvo más talento que los demás y en
sus libros más famosos, como Una vida (1883), Bel Ami (1885) y sus cuentos, llevó
hasta sus últimos extremos los secretos de una corriente literaria bastante exenta de
arcanos, pues de poder adquisitivo en el orden cognoscitivo como en el artístico.
Gustavo Lanson, en su Historia de la literatura francesa, lo define con mucha claridad
de la siguiente manera: “En todo esto, nada de filosofía profunda: fue en el aire
ambiental donde Maupassant ha tomado la doctrina del correr incesante de los
fenómenos; lo que dispensa a uno de filosofar, y de allí no se ha movido.”
Enfocar la vida desde el mirador poco alto de los fenómenos visibles, investigarla
53
científicamente, como lo pretendió Zola, llevó siempre a los escritores a cultivar
esperanzas situadas la misma altura. Máximo Gorki, agitándose en la misma estela,
confundió la vida con las reacciones primitivas de los vagabundos rusos y el misterio de
la noche con la noche en los asilos, simpleza que le llevó hacia el consuelo comunista y
a la formulación política de una nueva estética, muy vieja en realidad, que fue la del
llamado “realismo socialista” que, como sabemos, no logró nunca autodefinirse, en el
sentido de que nadie se ha enterado hasta la fecha por qué el socialismo tenía que ser
realista o el realismo socialista. Las novelas y el teatro creados bajo dicho
encantamiento no dieron cuenta jamás del drama ruso, mucho más interior y oculto,
lejos de las miradas bastas del naturalismo materialista, drama que no fue nunca, y
tampoco lo es hoy, realista o socialista. Es humano. Pero para alcanzar este nivel es
preciso apartarse de los telescopios políticos con los que escritores y secretarios de
partido siguen enfocando desde muy cerca la vida del alma. Que no es una galaxia.
A pesar de las críticas que hoy podemos formular a la literatura naturalista en general, y
a la de Maupssant en particular, los cuentos y las novelas de este escritor muerto joven
(el mismo año que Zola, en 1893, hace exactamente noventa años) tienen el encanto
especial de la gran sinceridad ante la vida que tuvo el autor de Bel Ami y que no
tuvieron ninguno de sus secuaces soviéticos. No abordó sus temas, simples, sí, pero
auténticos, desde la perspectiva política. La vida no es eso, pero parte de ella sí. No
logramos entender nada, pero por lo menos apiadarnos de algo, con el mismo valeroso
heroísmo que empujaba a Maupassant hacia sus pequeños protagonistas, pobres mujeres
de la clase media o alta, prostitutas, enamoradas, decepcionadas, y que lograban
conmover a un público muy numeroso y a llevar a los europeos –ya que el fenómeno
naturalista fue europeo- hacia lo que en la política de entonces fue llamado la Real
politik de Bismark y que llego a asustar a los expresionistas de principios de siglo.
Aquel falso realismo, del que nacerá tanto la revolución comunista como la Primera
Guerra Mundial, era como una trampa. Muchas cosas se cocieron entonces, hace un
siglo exactamente, dentro de la psique occidental. Y la cocción resultó más bien
ponzoñosa. Por encima, claro está, de la voluntad y de las intenciones de Guy de
Maupassant, que de gay nunca tuvo nada. La belle époque fue engendrada en la misma
década y cubrió con su falsa alegría, que no llegó a engañar a Rilke ni a Rodin, a sus
contemporáneos y que sacó de la garganta de los expresionistas los chillidos más
esperpénticos y proféticos a la vez.
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Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar (fecha desconocida
Luces sobre la Edad Media
Estamos de vuelta de muchas cosas, pero todo gira alrededor de lo esencial, que es la fe
y el cristianismo. Si vuelve el latín, pues volverá la Edad Media, lo que obligará a
muchos no sólo a corregir lo que mal pensaban de la época más gloriosa del
cristianismo y de su enseñanza aplicada al libro cotidiano de las horas, sino también a
modificar la opinión en que tenían a España como baluarte de una Iglesia que brilló con
sus mejores luces dentro del tiempo de la Edad Media, en el que España se quedó sola,
una vez abandonada por la Iglesia su relación con lo gótico. Va a ser muy curioso, en
cuanto futurible, un hecho que ya estamos presintiendo: el momento en que alguien se
va a atrever a llamar “edad oscura” al Renacimiento y al humanismo, alguien dotado de
bastante clarividencia y de bastante valor personal como para explicarnos cómo y por
qué la separación realizada entre la iglesia y el espíritu de la edad Media, ya desde el
siglo XV, coincidió con la decadencia de tantas cosas, en el marco mismo de la Roca de
Pedro, como también dentro de la mentalidad occidental.
Vuelvo a afirmar, para mejor esclarecer lo que acabo de decir, que la tesis humanista, y
antiespañola, según la cual el descubrimiento de las Américas ha sido posible desde una
perspectiva humanista y renacentista es falsa: al contrario, el descubrimiento por parte
de Cristóbal Colón, apoyado por los Reyes Católicos, ha sido posible dentro del marco
de una mentalidad medieval, quiero decir, ecuménica, o sea, universal. Ninguna corte
humanista europea ha ayudado o alentado a Colón, mientras este encontraba el apoyo
material y moral necesarios allí donde no se habían apoderado de las almas ni la
aegritudo petrarquista, ni el concepto limitado del estado nacional maquiavélico, ni el
de política amoral, ni el de cúpula clásica sustituyendo la aguja gótica o cristiana.
Porque, realmente, el cambio arquitectónico que se produce en Europa, menos en
España hasta muy entrado el siglo XVI, debe de convencernos de que el retorno a lo
clásico ha sido también un retorno, si no total, por lo menos parcial, pero de mucho peso
intelectual, a lo pagano. España resistió la embestida humanista hasta muy entrado el
XVII y dejó de ser medieval, o sea, gótica y ecuménica, sólo después de la muerte de
Calderón y el reino de los dos últimos Austrias. Carlos II fue un personaje gótico, qué
duda cabe, pero minimizado ya por su hechizo y por su mismo aspecto de gárgola
caricaturesca, como desprendida del tejado de una catedral. Pero el esfuerzo había sido
55
hecho ya y los Siglos de Oro tienen en la historia su aspecto característico, mientras el
murmullo de batalla que se levanta por encima de ellos da cuenta todavía, como un eco
lejano y auténtico, de lo que estaba en juego, quiero decir en el trágico juego histórico
en el que España dejó su peso específico, como rastro imperecedero en todo el mundo,
en la literatura como en el arte, en la política como en el derecho y la filosofía. Es inútil
rechazar lo mejor. Siempre volverá a la superficie y, además, sin el apoyo interesado de
nadie.
Tengo delante de mí varios libros sobre la Edad Media. Una segunda edición de 1983,
por ejemplo, de San Bernardo y el arte cisterciense (Ed. Taurus, Madrid), subtitulado,
no sé por qué, “El nacimiento del gótico”, ya que pocas noticias nos da el autor, George
Duby, sobre dicho nacimiento. Libro muy bien hecho y correctamente pensado sobre el
esfuerzo interior del Cister, sobre la personalidad deslumbrante de Bernardo de
Claraval, sobre el misterio mismo de la construcción cisterciense, sobre la separación
entre caballeros y siervos dentro de la organización misma de la orden y sobre la
decadencia de esta en el momento en que los abusos y la riqueza se apodera de la obra
de San Bernardo. ¿No sucederá lo mismo con los franciscanos, los templarios, los
dominicos, hoy mismo con los jesuitas? La cosas de la tierra, aunque inspiradas por las
mejores intenciones, llevan dentro una especie de destino genético y otorgan a
instituciones, fundaciones, órdenes de todo tipo, una semblanza casi orgánica: nacen, se
desarrollan, alcanzan un auge bien visible en el tiempo y empiezan a decaer, agonizan y
mueren, a veces después de siglos de resistencia contra la muerte. Son como las
civilizaciones descritas por Spengler, que se parecen a los árboles y a los seres
humanos, desde su primer brote hasta su caída.
Me hubiera interesado más, sin embargo, una explicación del nacimiento del estilo
gótico, no muy bien enfocado y menos bien desarrollado en este ensayo quizá
demasiado técnico y erudito, y que se deja escapar lo fundamental. ¿De dónde proviene
el estilo de las catedrales? ¿Del románico, como una culminación y florecimiento del
mismo, o entra por la puerta oriental de Europa, desde las lejanías de Armenia?
¿Podemos, sí o no, establecer una relación entre San Bernardo y los templarios, entre la
presencia de estos en Jerusalén y su retorno a España, pocos años después de realizar
sus investigaciones en los sótanos del templo de Salomón, como sostienen los
entendidos en esta clase de misterios? ¿Es “gótico” nada más y nada menos que “art
got” o sea “argot” o arte secreto? Y si esto no es más que pura fantasía, a menudo
interesada en deformar el mensaje y el origen, ¿dónde está el “nacimiento del gótico”,
56
como se pregunta Georges Duby, pero sin contestar a su propia pregunta? Porque las
invenciones, suposiciones y falsas argumentaciones en relación con el misterioso origen
del arte más cristiano de todos los tiempos son ya legión. Estilo bárbaro, pues, ya que
vinculado necesariamente con las invasiones germánicas y que desembocan, una vez
convertidas y civilizadas, en las maravillas, tan sutiles, fervorosas y constantes en su
secretum, de la catedral, a la que el joven Goethe creía alemana de origen y que, en el
fondo, fue obra de San Bernardo. Pero, ¿cómo? Ya que el santo francés no era
arquitecto. La inspiración pudo venir desde otro nivel, pero los especialistas no estarían
de acuerdo con una tesis así. Lo malo es que tampoco ellos tienen una clave
satisfactoria.
Tengo también ante los ojos algunos libros de Régine Pernoud, , la gran especialista
francesa, autora de una historia de Abelardo y Heloísa (editada hace algunos años por
Espasa-Calpe en la colección Austral), y de un ensayo más reciente sobre Las luces de
la Edad Media, título muy logrado, ya que opone la auténtica luz de una cultura
religiosa, creadora de todas nuestras modernidades, a aquel falso “siglo de las luces”
que acabó con casi todas las libertades de expresión, en el sentido auténtico de las cosas,
quiero decir cristiano, y supo sustituir la evolución por la revolución, cosa mala de por
sí, y la Bastilla por la guillotina y más tarde por el gulag y sus mortíferos derivados.
Sabemos hoy hasta qué punto fue falsa la denominación de oscurantismo que los
discípulos del payaso más elocuente de la literatura de todos los tiempos que fue el
señor Voltaire, dieron a la Edad Media. Dice Régine Pernoud (en una entrevista que
otorga a Isabella Rauti, publicada por Il Secolo, de Roma, el pasado 19 de diciembre:
“El concepto de oscurantismo me parece perfectamente ridículo cuando se suele aplicar
a la Edad Media exclusivamente, y luego generalizado a toda la época. Me parece, al
contrario, perfecto cuando se aplica a la época de Galileo (1564-1642). Todos dicen,
hablando de Galileo y de aquel período, que se trata de la Edad Media, cuando, en
realidad, nos encontramos en pleno siglo XVII. Y es éste, precisamente, el
oscurantismo.”
Y si, por encima, la Edad Media no está en medio de nada, ya que duró más de mi años
y que, como dice Régine Pernoud, dio lugar al desarrollo de una verdadera revolución
industrial, es preciso invertir los términos y hablar de una edad oscura europea
relacionada directamente con los pocos siglos del Renacimiento, cuyos monumentos
arquitectónicos aparecen hoy cada vez más como enormes tumbas imitando el estilo de
otra época, y definir a la mal llamada Edad Media como el milenio de las luces. Sobre
57
todo para un cristiano sería normal proceder a una operación así, puesto que el milenio
medieval fue la época del mejor desenvolvimiento y progreso de una civilización de los
santos, dentro de la cual todos los valores cristianos se esforzaron en moldear al ser
humano según el modelo divino que estaba en su base. La espléndida imagen creada por
San Agustín, la de “Ciudad de Dios”, es lo que mejor define el esfuerzo de la Edad
Media, edad perfecta situada, sí, entre dos épocas que serían las fronteras de la larga
intervención de dios en los asuntos de la Tierra, su Resurrección contemplada como
despedida y su futuro retorno considerado como final del humanismo.
Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)
Los feos despojos del estructuralismo
Fue el estructuralismo uno de los inventos más feos del último determinismo
decimonónico. El que haya aparecido después de la Segunda Guerra Mundial no le quita
la desastrosa actualidad, pero lo coloca en su sitio de subversiva eternidad histórica,
entre los vampiros materialistas que han sobrevivido, si es que un vampiro puede ser un
auténtico superviviente, a la catástrofe de los ismos pasados de rosca y de moda.
Vivimos, pues, de vampirismos, sombras vivas y muertas al mismo tiempo, de los
errores del siglo pasado, y el materialismo dialéctico es una de ellas. Y era imposible
que el comunismo, después de haber fracasado en sus bodas con el freudismo, con el
existencialismo agnóstico, con el formalismo, etcétera, en su intento desesperado de
aferrarse a algo en su agonía, no intentara casarse con el estructuralismo también, de la
misma manera que hoy, viudo otra vez, intenta seducir al ecologismo. El fin del idilio es
previsible.
Pero, ¿qué relación hay, en el fondo, entre marxismo y estructuralismo, por encima de
nombres propios, adhesiones superficiales y destrozos pedagógicos? Si pensamos
correctamente las cosas, llegamos invariablemente a la conclusión de que el mismo
Estado socialista-leninista es estructuralista, de la misma manera en que lo es la técnica
58
crítica utilizada para interpretar un texto literario o un esquema antropológico aplicado
por Levi-Strauss a una sociedad primitiva. Se trata de un mismo axiomatismo, capaz de
poner de relieve la estructura interior de algo y, al mismo tiempo y debido al rigor
mismo de la operación, destrozarlo o vampirizarlo en el acto, con fines casi siempre
políticos. Podríamos decir que el famoso Centre Pompidou, de París, es una obra
arquitectónica estructuralista, cuyas fachadas revelan la estructura interior de un
edificio, lo interior en el exterior, y esterilizan el concepto mismo de arquitectura. Es lo
que molesta sobremanera a quien contempla aquellas vísceras de tubos, cables y
alcantarillado colocadas en la piel del edificio. Una monstruosidad. Cualquier Estado
socialista constituye la misma modélica técnica estructuralista que transforma las
vergüenzas interiores del gulag en aspecto exterior, expuestas impúdicamente en plena
luz del día, indiferente como repugnancia sólo a los enceguecidos por la luz marxista. A
Sartre, por ejemplo, como a los estructuralistas de los años setenta, no les molestaron ni
las tripas gulaguistas de la URSS ni, más tarde, las del maoísmo.
Fue el matemático suizo Ferdinand Gonseth (v. mi Viaje a los centros de la tierra)
quien me reveló esta coincidencia y, al mismo tiempo, me contó la historia del
estructuralismo, en las dos conversaciones que tuve con él, en 1969, en el pueblo de
Horw, cerca de Lucerna, y en Lausana. Gonseth fue una de las mentes más claras y
profundas de nuestro siglo y doy gracias a Dios por haberme brindado la posibilidad de
encontrarle, pocos años antes de morir. Me decía Gonseth que el origen del
estructuralismo, tal como lo formula De Saussure, se encuentra en el libro de Hilbert,
Los fundamentos de la geometría, que se publica en 1905 y que está en la base del
axiomatismo estructuralista a través de la reelaboración lingüística de De Saussure. En
el siguiente sentido: hasta Hilbert, me dijo Gonserth, los axiomas eran formas
discursivas informadas. Para Hilbert, “lo que digo debe ser una verdadera definición. Es
decir, no utilizaré los conceptos sino a partir de unas expresiones que me parezcan
vinculadas por unos axiomas”. En otras palabras, si las nociones que antes utilizábamos
estaban insertas en un sentido anterior, cuya forma o sintaxis ya había sido elaborada,
las nociones después de Hilbert se llenan de sentido a medida que las empleamos,
“según lo dictan los axiomas”. El elemento que introduce el axiomatismo hilbertiano es
un elemento formalista, el formalismo lo invade todo. Todo se vuelve formalismo,
después de Hilbert-Saussure: la nueva novela, la nueva crítica, la pedagogía matemática,
“todo esto es puro formalismo y nos lleva a una gran confusión”. El peligro que esto
supone era el siguiente para Gonseth: tanto el estructuralismo cultural como el
matemático lo que hacen es eliminar al sujeto vivo, capaz no sólo de formular un juicio,
59
sino de crear e inventar. El formalismo estructuralista está sustituyendo al individuo por
reglas a las que hay que obedecer con cierto rigor. Es como una expulsión de lo
humano, en cuanto que se trata de reducirlo todo al ejercicio de una formalización. Si
todo está prefijado de modo axiomático, predeterminado, ¿para qué sirven las nuevas
informaciones o el afán de creación o descubrimiento? El estructuralismo, igual que el
Estado formalista soviético, lo que hacen es eliminar al individuo y, con él, cualquier
tendencia de modificar la estructura axiomática del marxismo como fundamento del
Estado. Es terrorífico.
Que haya habido intelectuales, hasta universitarios, capaces de dejarse caer dulcemente
en la trampa estructuralista, me parece abominable. Hay gente que dirige sus pasos
según la última revista, el último congreso, la última tertulia, el último libro leído, sin
pensar nunca por su cuenta, deseosa, en el fondo, de eliminar de su vida y de su carrera
cualquier complicación personalista. Si todos van en este sentido, ¿por qué no yo
también? La enseñanza ha sido destrozada últimamente en Europa, en los Estados
Unidos y, por supuesto, en la URSS también y todos juntos lo vamos a pagar caro, por
estas mayorías comodonas que escogen siempre lo que piensan los demás y se
desvinculan de lo personal, en un afán estructuralista que está en la base de todo
movimiento decadente, de toda sociedad que desaprende a pensar, por un lado, y se
separa del pasado o de la historia, por el otro. Como los personajes de la llamada “nueva
novela”, víctimas del estructuralismo formalista. Es posible que haya sido el
estructuralismo la fase más peligrosa, más letal y más manifiestamente nociva en el
proceso de la descomposición del hombre tal como lo han intuido Nietzsche y
Dostoievski y lo han ilustrado más tarde en sus novelas Jünger, Huxley y Orwell. Creo
que todos los grandes novelistas de nuestro siglo han formulado, de una manera o de
otra, el miedo ante la destrucción formalista.
Sin embargo, por ser quien era, o sea, un fantasma del siglo pasado, igual que el
marxismo, el vampiro estructuralista se ha desmoronado durante una fase de
recuperación humana que ha sido típica de los últimos años, y sobre todo dentro de la
conciencia de los jóvenes. Al rechazar el marxismo, la juventud occidental como la
soviética, rechazó también el estructuralismo, que ya no está de moda. Encuentro en un
libro, el que recomiendo a mis lectores, amantes de la literatura, unas definiciones y
unas críticas del estructuralismo, que me parecen de sumo interés. Se trata de una
Introducción a la literatura (Ediciones Eunsa, Pamplona, 1979) que tuve la oportunidad
de leer estos días, con cierto retraso, pero es este el destino, en general, de los buenos
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libros: llegan tarde, pero en el momento más oportuno. Su autor es el crítico literario del
prestigioso cotidiano chileno El Mercurio, J. M. Ibáñez Langlois. Escribe: “El método
estructuralista... sustituye la obra literaria, en un acto de prestidigitación mental, por un
sistema abstracto de categorías formales que se multiplican hasta el infinito... El
estructuralismo, como eliminación del buen gusto... puede pervertir la enseñanza
literaria.” ¿Por qué? Pues, sencillamente, porque “el dudoso fundamento filosófico del
estructuralismo en sus diversas formas es la aniquilación del yo”. Magnífica definición,
en perfecta concordancia con las afirmaciones de Gonseth.
Podríamos ir más lejos y afirmar que el estructuralismo es, en el fondo, la destrucción
del lenguaje. Y es lo que se ha llegado a realizar en el marco de la literatura soviética. El
formalismo estructuralista del sistema ha eliminado, excluyendo a los individuos como
afirmaciones de la libertad, al lenguaje mismo, es decir, al lenguaje literario como
posibilidad de innovación. El realismo socialista representa, en el fondo, un
axiomatismo literario y define la literatura rusa al nivel, muy bajo por cierto, de Gorki,
realista del siglo pasado, que es el modo de definir al realismo socialista. Con todos los
riesgos que esto supuso, tanto Pasternak como Solzhenitsin, y antes Zamiatin, tuvieron
que evadirse del gulag estructuralista para poder decir algo y situarse al nivel de los
escritores occidentales que, libres de estructuralismo, habían evolucionado mientras
tanto en direcciones opuestas al realismo.
Desgraciadamente el daño ha sido hecho y el impacto ha sido espectacular en la nueva
novela como en la nueva crítica, contradicciones en los términos, ya que no han
aportado ninguna novedad, al contrario, han hecho imposible la expresión de la novedad
al utilizar la mordaza estructuralista. Hay años estériles en la literatura occidental
producidos por este impacto, del que se han salvado algunos escritores
hispanoamericanos y pocos europeos. Lo que podemos esperar es una nueva toma de
conciencia, por encima de los feos despojos estructuralistas que todavía infectan el aire,
capaz de volver a otorgar al escritor el contacto perdido, con el pasado y con el futuro.
Lo que el estructuralismo impedía hasta ahora, fiel a su axiomatismo destructor del uno
como del otro.
No es posible una ciencia literaria, como lo afirmaba aquí, hace dos semanas. El
estructuralismo quiso elaborar una, pero no lo logró, ya que destruyó su propia
posibilidad de existir al aniquilar a la misma posibilidad creadora. Sin embargo, una
relación entre ciencia y literatura es necesaria, ya que son, las dos, técnicas del
61
conocimiento y pueden inspirarse recíprocamente ideas , teorías, argumentos y
perspectivas en esta lucha permanente por la libertad que sólo tiene sentido fuera de
cualquier formalismo.
Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)
Los poetas y la guerra civil española
En un artículo titulado "Spender y la guerra de España" (en Razón Española,
enero-febrero 1985), el profesor Esteban Pujals presenta el drama del poeta inglés
Stephen Spender, parecido al de Orwell, una vez tomado contacto con la realidad
española, en 1936. Entre los países occidentales "... Inglaterra se distinguió de un modo
extraordinario, y al considerar la guerra de España como una lucha entre la democracia
y el fascismo, la opinión de sus escritores se inclinó de un modo abrumador en favor de
la España republicana". Fue el caso de Hemingway, hasta cierto punto, pero también de
G. Bernard Shaw, Aldous Huxley, Arthur Koestler, Rosamond Lehman y muchísimos
más, mientras que los que militaron a través de sus escritos a favor del otro bando
fueron pocos y menos conocidos, dominando a todos, sin embargo, Ezra Pound, cuyo
peso específico, en este sentido, me parece decisivo en relación con cualquier actitud
que la crítica literaria futura pueda tomar con respecto a este tema. En el libro de
Bernard Crick George Orwell, una vida (Ed. Secker and Warburg, Londres, 1980)
aparece, a través del autor de 1984, el conflicto anímico en toda su magnitud, ya que
resultaba difícil haberse pronunciado a favor de la libertad y la democracia y
encontrarse, una vez conocida la situación en el frente español, con una realidad tan
contradictoria. Es en el frente, en efecto, donde se produce en Orwell el cambio
fundamental, el cual iba a provocar el proceso creador de sus únicas obras maestras, La
granja de los animales (Animal Farm, traducido al español bajo el título de Rebelión en
la granja) y la novela que dominó el horizonte literario del pasado año, y quizá la
tragedia psicosomática que acabará con su vida años más tarde.
En Stephen Spender el conflicto interior es menos fuerte, pero no menos difícil la
transición que, más tarde, se traducirá por una separación y una toma de posición
netamente anticomunista. “La idiosincrasia apacible de Spender acusó la herida de la
rudeza con que se tenían que implantar unos ideales que teóricamente parecían puros, y
el lado cristiano de su naturaleza reaccionó contra la guerra con un sentimiento
intensamente humanitario.” El problema es: ¿cómo pudo un intelectual de la talla de
Spender caer en la trampa y defender, a veces con su propia vida, una posición tan
62
evidentemente antihumana? ¿No resultaba fácil darse cuenta de la realidad antes de
pisar el suelo español de la guerra? Muchos vinieron aquí y se volvieron a su país
cambiados y arrepentidos, pero muchos otros siguieron en su absurda creencia de que el
bando estalinista representaba la democracia, error garrafal que costará a la humanidad
la entrega de medio continente a los sabuesos marxistas leninistas. Escribe Orwell,
tratando de explicar el asunto, el más trágico de nuestro tiempo y quizá de todos los
tiempos, y que deja caer una luz siniestra sobre acontecimientos, ideologías y personas:
“Los intelectuales son más totalitarios en apariencia que la gente común.” Se oponían a
Hitler, pero “... para aceptar a Stalin”.
Existiría, pues, un punto de encuentro entre la literatura y la política capaz de ejercer,
según Orwell, una permanente y fuerte presión sobre los intelectuales. Y es el momento
en que el intelectual se rebela en contra de la falsificación de un texto científico, pero no
tiene nada que decir ante la falsificación de un texto histórico. Es lo que hoy sucede en
España, donde espíritus científicos falsifican el pasado de su propio pueblo. Es verdad
que, últimamente, los intelectuales auténticos y los nombres más eminentes de la
cultura, en toda Europa, han abandonado el Partido Comunista porque se han dado
cuenta de que era vergonzoso pertenecer a un grupo de subversión de lo humano y de
destrucción de la cultura, pero el problema no ha sido aún resuelto. Si no pertenecen al
partido son, por lo menos, sus aliados, y siguen confundiendo, por pura pasión
totalitaria, como decía Orwell, marxismo y libertad.
Han pasado decenios desde que Orwell y Spender dejaban en España sus ilusiones
políticas, pero la amenaza sigue de pie en todas partes; por un motivo o por otro, el
intelectual no duda, si alguien le obliga a elegir, a pronunciarse a favor de Stalin y en
contra de su contemporáneo Franco, por ejemplo. Cuando la historia misma, y los libros
que de ella dan cuenta, han colocado a la URSS en el sitio que le corresponde, dentro de
la pesadilla totalitaria más avanzada y más torturadora, y a España también, cada una en
su última justicia.
Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar (1985)
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Nuevo libro sobre san Francisco
Muchos han escrito hasta ahora sobre San Francisco de Asís. Creo que la última vida
del Poverello haya sido el Hermano Francisco (1983) del novelista francés Julien
Green. Hablando de la actualidad del santo, Green escribía: “Difícilmente podremos
hacernos una idea del entusiasmo que Francisco desencadenó en un país espiritualmente
debilitado, como era la Italia de aquellos años (finales del siglo XII, n.n.) ... Una piedad
formalista y ostentadora podía engañar al observador. Había también, y es allí donde
encontramos un punto de semejanza con nuestra época, un vacío al que los placeres no
lograban llenar, un hambre de otra cosa, una inquietud del corazón. La Iglesia no sabía
ya hablar al alma porque ella misma se dejaba hundir en el mundo material.” Pero
bastaría citar aquí los libros clásicos de Sebatier y Joergensen, o el ensayo de
Chesterton, basados todos ellos en la primera biografía del santo de Asís escrita por
Tomás de Celano, para constatar hasta qué punto Francisco logró penetrar en las almas,
no sólo en las de sus contemporáneos, sino, por encima de las épocas, en la conciencia
de todos los seres humanos deseosos de purificación, sobre todo en tiempos de escasez
espiritual.
Recientemente apareció en Florencia un Cantico di frate Sole (Ed. Nardini, 1984)
escrito por Adolfo Oxilia y dedicado a interpretar al fraile fundador a través de su obra
poética, situándolo, claro está, en la vida de su tiempo y en medio de la problemática del
siglo XII y del XIII. Francisco, como es sabido, fallece en 1226, a la edad de cuarenta y
cuatro años. En el fondo, ¿qué es lo que pretendía el pequeño fraile de Asís? Reformar
la sociedad a través de una reforma de la Iglesia, en un tiempo tambaleante, inseguro,
contaminado por las herejías y la crisis interior. Los santos aparecen siempre en
momentos así. Si no aparecen, por un motivo o por el otro, la sociedad se hunde para
siempre, como pasó en Bizancio, o en la historia última de los mayas. Fue una honda
crisis religiosa la que acabó con las dos. Y también Rusia, la llamada “santa Rusia”, se
hundió en el infierno comunista porque carecía de santos, esto me parece hoy más que
evidente. No bastó Dostoievski para salvarla, una crítica y una toma de conciencia. Lo
que hizo San Francisco fue sacudir a los príncipes de la Iglesia, demasiado pegados a
los placeres y al lujo y, por el otro lado, dar ejemplo de cómo tenía que ser un cristiano
digno de este nombre. Francisco y los suyos lo que descubren es la belleza de ser pobre,
en medio de un mundo cristiano, o seudocristiano, dominado, desde arriba, por la
riqueza material. Por este motivo, creo, los santos son más poderosos y su acción más
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cargada de consecuencias que la de los teólogos. Cada uno con su tarea, es verdad, pero
en tiempos de amenaza fundamental, como es el nuestro o como lo fue el de Francisco y
de Clara, el ejemplo es más importante que el libro y hasta que el Concilio.
Fue, evidentemente, el mérito de Inocencio III el de haber comprendido y autorizado el
movimiento nacido en Asís, tanto más que su actitud personal ante el fondo del
problema, el cristianismo como religio y no como poder terrenal, era más bien política.
Sin embargo, la descomposición era elocuente y la necesidad de una renovación
clamaba al cielo. Sin esta clarividencia papal es posible que el cristianismo se hubiera
quedado sin los franciscanos, sin la basílica, sin las pinturas fabulosas en ella
acumuladas, sin la resonancia que el franciscanismo ha tenido y sigue teniendo en el
mundo occidental, réplica permanente y ejemplo vivo de lo que es el cristiano por
encima de los accidentes de la historia.
El Cántico del hermano Sol es el primer monumento escrito del idioma italiano y ha
sido traducido al español por Federico Muelas, hace unos años, en una versión moderna
de gran belleza. “Laudato sí, mi Signore, per sora nostra morte corporale”, reza uno de
los versos más famosos de aquel himno de gracias que el Poverello eleva al Señor,
versos únicos, quizá, en la lírica de todos los tiempos, porque empapados de la
genialidad simple y directa del santo, que sabe alcanzar la poesía, como San Juan de la
Cruz, sin pasar por ninguna tentación estética. El contacto con la belleza y con la verdad
se realiza en el acto.
Juan Dacio (Vintila Horia), en El Alcázar (fecha desconocida
La muerte de un novelista
Hace poco falleció en una clínica, a la edad de noventa y cuatro años, el autor de El
molino del Po, Ricardo Bacchelli. Había nacido en Bolonia, en 1891 y había colaborado
en las revistas de principios de siglo, las que tanto habían contribuido en el cambio
literario y social de la Italia de entonces. Tradujo al italiano las novelas y los cuentos de
Voltaire, colaboró mucho en las emisoras de radio de su época, escribió libros de mucha
fama, como La mirada de Jesús, Hoy, mañana, jamás, El hijo de Stalin, El demonio en
Pontelungo, pero fue El molino del Po su novela que más se editó en Italia en los
últimos tiempos. El libro apareció por primera vez en 1936 y conoció desde entonces un
sinfín de reediciones, fue llevada al cine y traducida a varios idiomas. El crítico
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Francisco Flora la considera en su Historia de la literatura italiana (primera edición
Milán de 1940) como "el fruto más sólido de la narrativa italiana del siglo XX".
Es la historia de unos molineros, a través de varias generaciones, en su molino situado a
la orilla del gran río que atraviesa el norte de la península, dando pie al autor para
contar, a través de unas aventuras individuales, el destino mismo de Italia, toda una
historia. Por este motivo el libro de Bacchelli fue comparado a veces con la clásica
novela de Manzoni, Los novios, cuyas alturas espirituales no alcanza nunca, pero que
fue también una novela histórica, un intento de desentrañar lo general a través de lo
individual. Es aquella parte del Po donde sucede la acción de la novela uno de los
paisajes más característicos de Europa, marismas enormes, inundaciones, vegetación
casi tropical, nieblas septentrionales, misterioso enlace geográfico entre lo visible y lo
invisible, entre la historia y el mito. A medida que el río se acerca al mar, separando
Venecia de Rávena, el sitio se vuelve cada vez más misterioso y maligno y fue allí,
precisamente, durante el otoño de 1321, donde Dante cogió las fiebres que le llevaron
poco después a la muerte. Bacchelli supo escoger para su novela un ambiente empapado
de magia, donde, también, el elemento histórico (las invasiones, las guerras intestinas,
los bandidos, las pestilencias) viene a añadir su matiz dramático al drama individual de
los personajes.
Ricardo Baccheli murió "en la indigencia", como lo relata la prensa italiana. ¿Es esto
posible? ¿Por qué sucedió? ¿Cómo se explica este descuido? Nuestra rápida conclusión
nos lleva a lo siguiente: Bacchelli no tuvo carnet de ningún partido. Su gloria
sobrevivirá a la de Pasolini y de Moravia, pero estos escritores, junto con otros de la
misma categoría ética, han conseguido todos los premios y todos los beneficios, no por
su talento, casi nulo, pura demagogia literaria, sino por tomar parte, apoyándolos, en los
delitos del siglo. Aliados del mal, han alabado siempre a los tiranos estalinistas (todos lo
son, en el fondo), han cerrado los ojos ante las invasiones, las opresiones, la injusticia,
las hecatombes y han sido, por ello, opíparamente recompensados. ¿Qué escritor con
premios ha levantado su voz para protestar contra la invasión del Tíbet, todavía
ocupado, por las tropas del hermano Mao? ¿Qué novelista y qué poeta de izquierdas ha
enviado telegramas al Kremlin para protestar contra la invasión de Afganistán? Sólo
protestan contra el gobierno de Suráfrica, cuyos súbditos negros viven mejor que los
ciudadanos soviéticos o rumanos, pero contra la muerte cotidiana en Etiopía no dicen ni
pío, nunca lo han dicho y nunca lo dirán desde los sillones académicos, desde las
pensiones, los subsidios y las recompensas de esclavos de oro que forman el paisaje
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casero de sus existencias mal llamadas literarias. Ricardo Bacchelli no perteneció a
ningún partido, trabajó en silencio, escribió una sola obra maestra, El molino del Po, y
murió en la indigencia, la material, mientras sus contemporáneos con bozal rojo,
pobrecitos, viven en la indigencia del espíritu, enemigos de los hombres y, por
consiguiente, de sí mismos. Era hora de decirlo.
Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar (fecha desconocida)
Cultura por encima de los partidos
Ninguno de los partidos del llamado “cambio” ha sido capaz hasta ahora de crear
cultura. Se han publicado libros, programas, hubo intentos de revistas, fracasos a la
derecha como a la izquierda. Y los mismos libros no han hecho sino volver sobre ideas
anticuadas, demostrando el hecho de que dentro de un partido no es posible hacer
futuro, no sólo desde el punto de vista político, que hubiera sido lo más inmediatamente
deseable, sino tampoco desde el punto de vista cultural. La novedad y el progreso están
en otro sitio, cada vez más alejado de la perspectiva parcial y avejentada de las grandes
y pequeñas agrupaciones políticas de corte más o menos democrático. En un libro de
Stan M. Popescu (Autopsia de la democracia, Editorial Euthymia,, Buenos Aires, 1984)
aparecen muy claras las causas de esta arritmia democrática; y utilizo aquí el concepto
de democracia en el sentido más amplio posible, ya que hasta los estalinistas se
autoproclaman como fieles adeptos de la democracia. Los partidos, o sea, tal y como el
mismo concepto lo expresa, son partes de la realidad política y social, simples
parcialidades incapaces de expresar sino unos fragmentos disfrazados de totalidad.
¿Cómo gobernar eficazmente a un conjunto social, tan grande y tan complejo como es
España, con criterios de partido, una totalidad con la ayuda de una parcialidad,
utilizándose, además, para colmo de la inadecuación, la igualdad como criterio mayor
de dicha interpretación? La igualdad, en este sentido, implica una posibilidad de
aplicación general al que el mismo concepto de partido, o de parcialidad, rechaza y
anula. ¿Y a qué tipo de libertad nos podemos esperar por parte de los demócratas
gorbachovistas o jaruselskianos, incapaces de otorgar la más mínima libertad a los
desgraciados ciudadanos caídos en sus demócratas manos? Las contradicciones son
tales, en el marco de la democracia actual, y sobre todo en Europa, como para poner
ellas mismas de relieve la distancia que separa sus doctrinas, y sus prácticas, de la
realidad contemporánea. Por este motivo ni en Francia ni aquí, o en Italia y Portugal, o
en los países hispanoamericanos, la democracia es capaz de producir cultura.
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Por este motivo también la revista más viva y más constructiva, la más atenta a la
novedad filosófica, científica y literaria sea Punto y Coma (número 2, director Juan
Isidro Palacios, Madrid, diciembre de 1985), poco atenta a las nimiedades políticas del
actual momento español y europeo y muy dada a comentar hechos, acontecimientos y
autores profundamente insertos en la mente del hombre que algo tiene que ver con el
futuro. Recorramos un poco el sumario.
Este año ha fallecido uno de los representantes más interesantes de la ciencia política,
del que se ha hablado poco aquí. Me refiero a Carl Schmitt. Guillaume Faye alude a él
en un artículo titulado “Redimir lo político”, en un sentido no muy alejado de lo que
decíamos antes. Si lo político no se redime, perecerá, tarde o temprano, sin dejar huellas
de nostalgia en las almas. También este año se cumple el primer centenario de Ezra
Pound. Tres autores le dedican en la revista ensayos de desigual pero entrañable valor.
Sin embargo, el tema central de Punto y Coma es el Héroe, enfocado a través del
símbolo y del mito en el marco cultural y religioso de lo tradicional. ¿Por qué vamos a
ver Rambo? ¿Por qué nos repelen los falsos héroes políticos y por qué fracasan las
manifestaciones públicas a favor de un líder político o de otro? ¿Por qué los presuntos
electores no van a votar y el porcentaje de la abstención es cada vez más grande y más
inquietante para los demócratas, cada vez más solos encima de una mayoría silenciosa,
por el momento, que los rechaza no como personas sino como representantes de algo
poco representativo? ¿Por qué ha tenido tanto éxito Tolkien y sigue teniéndolo? La
literatura fantástica, como el cine del mismo color, sustituyen en la consciencia y en el
subconsciente del hombre de hoy a todos los héroes fracasados de las varias
democracias que gobiernan el mundo. Lo heroico se une a lo religioso (los dos valores
despreciados y exiliados por las democracias) con el fin de tratar de edificar una
realidad paralela, fantástica sólo en sus aspectos exteriores. Si el racionalismo
humanista ha creado utopías, a menudo destructoras del ser humano, como del Ser,
alcanzando niveles de genocidio tan evidentes como las situaciones creadas por el
humanismo comunista en los países del Este, entonces algo dentro de nosotros tiene el
derecho de rechazar esta tremenda y letal filosofía, para reemplazarla por otra. De
manera intuitiva la psique ha seguido los caminos más hondos del inconsciente
colectivo y ha aterrizado en aquel rincón del pasado donde ha podido encontrar
situaciones y héroes completamente diferentes de los dirigentes de la sociedad
democrática. Esta literatura es antagónica con respecto de la otra, siendo esta otra la
putrefacción de lo literario, como representante de la putrefacción de lo político en el
marco del realismo socialista, o bien como literatura representativa de la decadencia de
68
Occidente, en escritores como Faulkner, por ejemplo, o Joyce. La literatura fantástica
(¿y no es Ernesto Jünger un escritor “fantástico” en su novela En los acantilados de
mármol o en Heliópolis?) no hace sino dar cuerpo al sueño contemporáneo y a los
ideales que este sueño pergeña. En este sentido Tolkien afirma en una carta, hablando
de El señor de los anillos, que este libro “... es sin duda una obra religiosa y católica”.
Afirmación inesperada, pero tremendamente realista, puesto que pone de relieve aquella
relación que el hombre nuevo, o fantástico, establece entre mito y religión, entre lo
religioso y su perspectiva de futuro, basada, como decía antes, en un fragmento del
pasado lo más opuesto posible a la tristeza actual. “Los autores de esta literatura, escribe
Juan Isidro Palacios, nos conducen a situar de nuevo, en el centro de nuestra mente, el
Monasterio, el Castillo y el Bosque, con todos sus pobladores...” Y no podía ser de otro
modo, porque estos tres conceptos forman lo que Jung llamaba unos “mandalas”, o sea,
unos símbolos del centro en cuanto totalidad psíquica. Punto y Coma tendrá que dedicar
uno de sus temas centrales a Carlos Gustavo Jung, revelador de estas realidades
fantásticas, tan perfectamente fundamentadas en sus libros en el marco de una
Psicología que desplazó a la de Freud y supo adherirse a la misma contemporaneidad de
la que forman parte Tolkien, Lovecraft y otros escritores, como también tantos
científicos y pensadores pertenecientes a nuestra época, en la que está naciendo un ser
nuevo y se está muriendo el mal modelo inventado por los humanistas, roto en dos por
Descartes y asesinado por los racionalistas revolucionarios.
También el rock es presentado en la revista como un arma del Señor Oscuro, tan en
consonancia con la antirreligiosidad y sobre todo el anticristianismo cultivados por el
libertinaje democrático. Es tanto, en este momento, el daño que los sistemas políticos
edificados sobre los prejuicios del siglo pasado hacen al ser humano que casi no me
atrevía, desde el fondo que alcanzamos, esperar la aparición de una revista como Punto
y Coma y me alegro en el alma que el contenido de este número 2 no tenga nada que ver
con la política, en el sentido pedestre de la palabra, y tampoco con la polémica barata.
También se publica una entrevista con Fernando Sánchez Dragó, bastante sorprendente
e inesperada, pero, por este mismo motivo, rica en enseñanzas y pensamientos. Pero no
siempre, desafortunadamente. Creo que este escritor tan inteligente y de tan vasta
cultura, no ha encontrado todavía su norte. Está como buscando dónde posar sus alas
cansadas de tanto desengaño, y yo lo comprendo perfectamente. Forma parte del
cansancio general de los intelectuales más auténticos. Afirma, por ejemplo, que la
Universidad, en tiempos de Franco, “... era mejor que la actual, sobre todo porque había
69
menos gente, lo que quizá sea malo para el pueblo, pero bueno para el alumno que se
sienta en el aula. Era una Universidad donde todavía había Maestros...” Lo que es
terriblemente verdadero. Pero se equivoca, quizá por desconocimiento si no por algo
más grave, cuando afirma, hablando de Pound: “Igual que la Divina Comedia es una
obra hoy desprovista del contexto en que se escribió, la obra de Pound es pura poesía
sin significaciones políticas.” Esto equivale a situarse lejos de Dante y lejos de Pound.
Tanto la vida como la obra del poeta florentino se desarrollaron siguiendo hondos
cauces políticos, metapolíticos a menudo, pero el drama de aquel hombre, exiliado y
muerto lejos de su patria, consiste precisamente en una estricta correlación entre su ser y
el contexto en que vivió, entre el yo y su circunstancia. Nunca hubo un drama tan
aleccionador en este sentido y es despreciar, o ignorar lo más característico en Dante
tratando de desprenderlo de la vertiente trágica de su existencia y de su literatura, que
fue lo político. El que Dante haya sido un vencido y que ninguno de sus esfuerzos,
guerreros, doctrinarios y poéticos hayan tenido éxito, no le otorgan sino más tragedia a
su vida y a su obra. Del mismo modo, afirmar que “... el motivo por el que Ezra Pound
se unió al fascismo fue un motivo estético...” no hace sino alejar a Pound de su drama
tan aleccionador y tan actual como el de Dante. Ezra Pound fue un hombre que intuyó
perfectamente las causas del mal en nuestro tiempo, y estas no eran sólo estéticas.
Consideró a la usura como el mal mayor y se adhirió al fascismo porque vio en él un
movimiento más que político, capaz de acabar con la usura y con otros vampiros, por
supuesto. Quien es tan anticapitalista como lo fue Pound, es también anticomunista, y
no sólo un anárquico, como cree Sánchez Dragó. Marinetti y su Futurismo rimó también
con el fascismo y no sólo desde el punto de vista estético. Creo que el asunto es mucho
más grave y se merece más comentarios que este pequeño esbozo mío.
Una verdadera lástima: que Punto y coma sea sólo una revista bimestral.
Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)
"Missa Hispanica"
La semana pasada tuvo lugar en Madrid el estreno en España de una espléndida obra
compuesta quizá en 1786 por Michael Haydn, hermano del gran José, precursor de la
gran música austríaca, quiero decir de Mozart y de Beethoven. Missa Hispanica porque
encargada a Michael por unos aristócratas españoles en tiempos de Carlos III. La
historia sería más o menos la siguiente, utilizando aquí los datos que esgrime en el
70
Programa, en una nota muy documentada y bien escrita, Andrés Ruiz Tarazona. En
efecto, sabemos cómo José Haydn mantenía una correspondencia con María Josefa
Alonso Pimentel, condesa-duquesa de Benavente-Osuna, porque pretendía adquirir los
manuscritos de la obra del compositor vienés. A través de Boccherini, que entonces
residía en Madrid, y del embajador de España en Viena, la correspondencia sigue su
curso y es posible que, al tener José demasiados encargos, dirigiese hacia su hermano
aquellos pedidos, como es también posible que dicha Missa Hispanica haya sido pedida
a Michael desde Madrid con el fin de conmemorar la paz de Basilea que ponía fin a la
guerra con Francia, en 1795. En este caso, la obra sería más bien de 1796. Se trata, en
cualquier manera, de una obra espléndida, llena de luminosidad y armonía, anticipando
todo el movimiento musical que vendrá después. No hay que olvidar el hecho de que
Michael fuera amigo de Mozart y le sucediera en el órgano de la catedral de Salzburgo
cuando, en 1781, el ex niño prodigio saliera para Viena.
Lo que me incitó a dedicar un comentario a dicha Missa, tan desconocida entre nosotros
y de nombre tan bonito y evocador, fue el hecho de que, durante el concierto, el ritmo
mismo de la música me obligó a pensar en la época en que fue compuesta. ¿Cómo pudo
escribirse una obra tan perfecta y tan religiosa en una época tan dedicada a despotricar
de Dios? Fue un tiempo frívolo y despreciable, poblado por falsos curas y por falsos
filósofos, que llevaron juntos al pueblo francés a la guillotina. Pero tanto los Haydn
como Mozart componen durante aquel periodo gran parte de sus obras maestras
inspiradas en sentimientos religiosos. ¿Era inauténtico el sentimiento religioso situado
en la base de dichas obras? ¿No sucedía lo mismo en Venecia desde hacía más de un
siglo? ¿No vivía la misma élite española, pintada por Goya, un sentimiento parecido,
quiero decir una religiosidad profundamente dañada por las sombras del siglo de las
luces? ¿No son más bien Casanova, Cagliostro, el marqués de Sade, Robespierre y los
locos que gobernaron a Francia después de 1789, el mismo Rousseau, los representantes
auténticos de la mentalidad de su tiempo?
Realmente los grandes del siglo XVIII nada tienen que ver con la religión o, si lo
tienen, es en cuanto acérrimos enemigos de la misma. Sin embargo, para mejor
comprender la Missa Hispanica y otras cosas parecidas de la misma época, es preciso
contemplarla bajo varias perspectivas s la vez. Por debajo del racionalismo que lleva a
todo el mundo, por lo menos aparentemente, hacia la revolución y la destrucción de los
valores tradicionales, corre otro río, menos visible, pero que, con Chateaubriand en el
exilio, con el mismo Goya, con la futura y próxima resurrección del catolicismo una vez
71
acabada la tiranía napoleónica, el río romántico, que dará su nombre a la primera parte
del siglo XIX. Lo religioso interpreta en la corriente romántica un papel de primer
orden. Y es mérito quizá de Viena y de los Habsburgo, el haber sabido guerrear contra
la revolución desde las mismas trincheras de lo católico, lo que explica muchos
acontecimientos europeos y, también, la posibilidad de creación que, desde Viena,
permitía a los compositores situarse por encima de la Ilustración.
En el vestíbulo del Teatro Real, una mano sacrílega ha colocado un obelisco enorme y
feo, blanco como de azúcar pastelero y que domina el espacio, tan pulcro y cuidado de
aquella entrada en el templo de la música. ¿Por qué un obelisco? ¿Y por qué tanto mal
gusto? Quizá el concepto de revolución logre, aquí también, explicarnos el atentado.
Juan Dacio (Vintila Horia), en El Alcázar (fecha desconocida)
Proceso a una generación perdida
Todas las generaciones se pierden, con armas y bagajes, en el zumbido y el trompeteo
de las generaciones que las siguen, las continúan y las contradicen. Hay una guerra
generacional, qué duda cabe. Y me pregunto, una vez terminada la lectura del libro de
Jean Cocteau (La difficulté d´être. La dificultad de ser, Editions du Rocher, Mónaco,
1983), si lo que constituye la chatarra de una generación no es, en el fondo, lo que la
salva del olvido y la protege de la ingratitud. Porque, resulta hoy más que evidente, los
valores de la llamada generación perdida norteamericana, con Faulkner, Dos Passos,
Pound, Eliot, Hemingway, a la cabeza, representan lo que está salvando a los Estados
Unidos, una vez rechazado el mensaje de podredumbre y decadencia de la generación
que vino después, la de los Kennedy, de los Carter y de los Kissinger. Lo religioso y lo
patriótico, el mordaz acento grave del anticapitalismo y del antimarxismo, la
resurrección de las idiosincrasias del cow-boy, de la misma manera en que el gaucho
argentino animaba a Güiraldes, en la misma época, vienen a limpiar la cara de un país
ensuciado por decenios de marcusismo rooseveltiano y de falso universitarismo
pragmatista. Algo ha sucedido en los Estados Unidos durante los últimos cuatro años,
algo que ha otorgado el poder a Reagan y ha permitido la resurrección de unas
profundidades cubiertas por residuos ideológicos excremenciales. La lucha entre una
generación perdida cada vez más solicitada y más reivindicada por los jóvenes de hoy, y
una generación degenerada, por así decirlo, constituye hoy una razón de ser épica en la
historia visible e invisible de los Estados Unidos. No sabemos quién vencerá, pero
72
resulta fácil predecir el futuro del país en un sentido o en otro. Se trata, en el fondo, de
una apuesta a favor de la supervivencia o de la derrota y muerte de unos valores que
forman, desde dentro, la estructura de un pueblo.
Si lo pensamos correctamente, todas las vanguardias, contemporáneas de la generación
perdida norteamericana, se han sublevado contra el mundo materialista de finales del
siglo pasado. Nietzsche, Dostoievski y Rimbaud fueron los primeros abanderados de la
rebelión. Siguieron los futuristas italianos, los cubistas franceses, los expresionistas
alemanes, más tarde los surrealistas. La diferencia entre el pasado decadentista, el del
materialismo histórico, en definitiva, y de sus prolongaciones en el naturalismo,
freudismo, impresionismo y hasta en su última y peor consecuencia, que fue la
revolución de 1917, y el presente renovador fue tajante hasta cierto punto. Nadie tuvo el
valor de cumplir los mensajes de los tres grandes citados más arriba. El surrealismo se
hundió en la contradicción y la ambigüedad, y trató, en vano, de combinar, en una
pócima inaguantable, materialismo y fantasía, ateísmo y religión; mientras el
expresionismo alemán, puro y abstractizante en sus comienzos, se empantanó en el
teatro de miserable feria política de Bertoldt Brecht y de su manierismo antiburgués,
hoy inaguantable, porque fue erigido sobre una mentira. Pero de aquel esfuerzo quedan
vivas algunas obras y algunos nombres y, también, el eco de un combate que resultó, a
la postre, fructífero, contradictorio y, en la pintura y en las artes plásticas en general, tan
revolucionario como el principio de incertidumbre, la Psicología analítica y el despertar
de la energía atómica.
Jean Cocteau perteneció a aquel empuje vital, como lo hubiera llamado su
contemporáneo Bergson. Fue cubista y surrealista a la vez; escribió para el teatro,
compuso novelas y poemas famosos en su tiempo, realizó para el cine, en la última fase
de su vida, La bella y la bestia, y para los escenarios El águila de dos cabezas. Pintó
con cierto desenfado alguna capilla, tratando de trasladar al fresco de las paredes
sagradas su falta interior de religiosidad y sus profanadores desaciertos sentimentales.
Hay algo como ambiguo e inseguro, decadente y cursi en la obra de este hombre,
considerado durante más de medio siglo como el representante más genuino del genio
francés. Basta leer este libro, casi una autobiografía espiritual, esta Dificultad de ser,
que da cuenta, desde el título mismo, de la incertidumbre vital del escritor, para
comprender su drama. ¿Quiénes han sido Satie, Diaghilev, Radiguet, Auric, nombres
famosos de los años veinte, músicos, pintores, poetas, pianistas, caídos todos ellos en el
olvido como en un saco roto? De la misma obra de Cocteau, personaje dominador, rey
73
sin corona de aquellos años más o menos locos, ¿qué es lo que permanece vivo en la
memoria de los vivos?
Y, sin embargo, ¡cuánto talento y cuántas verdades en este libro sabroso, casi un
testamento, escrito lejos del mundanal ruido, durante una convalecencia, a finales de
1946, y aparecida en la primera edición en 1947! “El arte, escribe, existe en el momento
en que el artista se aparta de la naturaleza.” Definición cubista y surrealista a la vez. Ya
que el hombre es algo ante y no de la naturaleza, como lo definió Heidegger. Pero, ¿es
cierto y hasta qué punto el que “el arte de escribir se encuentra vinculado a varias
obligaciones: intrigar, expresar, embrujar”? Es esto realmente el arte de escribir? ¿Es
esta la imagen que nos transmiten los poetas y novelistas de nuestro tiempo, algunos de
ellos contemporáneos de Cocteau? ¿Hasta qué punto Thomas Mann o T. S. Eliot, Jünger
o Musil escribieron bajo estas preocupaciones? ¿No es más bien conocer lo que ellos se
propusieron? Si es verdad que intrigar y embrujar fueron los ideales de los
vanguardistas, “épater le bourgeois”, asombrar al hombre de la calle, y que los amigos
de Cocteau lo consiguieron, y que grandes pintores como Dalí, por ejemplo, cayeron en
esa trampa, no es menos verdad que otros, durante el mismo período de tiempo, dieron
al arte de escribir, como al arte en general, otro rumbo, y le confiaron otra misión. ¿Por
qué resulta casi imposible volver a ver, sin sonreír y aburriéndonos, El águila de dos
cabezas? Todo es trampa, ilusión pasajera y engaño, todo hasta la misma obra de arte, si
el artista no se dedica a desvelar, si puede hacerlo, lo que está oculto, y este desvelar
nada tiene que ver con intrigar y tampoco con embrujar, y menos todavía con “épater le
bourgeois”. Si el teatro o la novela no son técnicas del conocimiento, al igual que la
física o la biología, la filosofía o la psicología, no sirven, no nos ayudan a comprender,
no nos permiten avanzar por el duro y a menudo triste camino del destino humano. Si
los artistas no nos acompañan en esta aventura, “¿para qué poetas en tiempos de
desastre?”
Gestos anticonformistas, bigotes dalinianos, deformaciones expresionistas, colores
violentos representando dudosos y femeninos estados de ánimo, una generación
dedicada a contradecir, a derribar, a creer, única y exclusivamente, en el futuro, tratando
de hundir al pasado en una especie de cloaca máxima del desprecio, llegó a llenar de
fulgores más o menos mundanos los oídos del siglo. Todavía vivimos bajo aquella
obsesión necesitaria, como la definiría un epistemólogo. París fue el centro de aquella
mundanidad, porque es la capital donde hasta los comunistas se vuelven fantoches de
salón. Sin embargo, como bien dice Cocteau en su libro de memorias intelectuales:
74
“Nada de todo lo que se ha hecho puede ser destruido. Ni siquiera si lo quemamos, y si
sólo se quedan las cenizas”. Pensamiento profundo porque basado en la experiencia. Ni
lo vanguardistas han logrado destruir el pasado, al que aborrecían, ni nosotros
lograremos jamás destruir la obra de los vanguardistas. Es el inconsciente colectivo
donde van a depositarse, como en una viviente mazmorra eterna, los experimentos y las
vivencias de las generaciones. Es lo que hace de nosotros una especie romántica, la
única.
Son preciosos, a pesar de todo, los capítulos que Cocteau dedica a la amistad, a la
muerte, a la risa, a Guillermo Apollinaire, al dolor, al sueño, a la frivolidad. “Igual que
el corazón y el sexo, la risa procede por erección.” La imagen que tiene de la vida y de
la Naturaleza es trágica. No hay piedad en ningún sitio. Un jardín es, para él, un
infierno. “El infierno de Dante. Cada árbol, cada arbusto se convulsiona en las torturas
en el sitio que le ha sido asignado. Las flores que hace brotar se parecen a aquellos
fuegos que encendemos para pedir socorro. Un jardín es fecundado sin cesar,
pervertido, herido por unos monstruos considerables llevando coraza, alas y garras...
Sus espinas dan cuenta de sus miedos, y nos aparecen más bien como una carne de
gallina que como un arsenal.” Mientras su propio país, Francia, sería para el escritor la
patria del “anarquismo moderado”, buena definición, pero que no tiene en cuenta la
esencia, sino lo revolucionario, el capricho intelectual, el espíritu de la vanguardia que
no ha destruido nada y nada ha puesto en el lugar de la falsa destrucción. El anarquismo
es la forma degenerada del nihilismo nietzscheano, su aspecto de salón y de ópera
cómica.
Faltan, en cambio, en este libro, triste y divertido a la vez, capítulos sobre el amor y
sobre la religión, o sobre Dios. ¿Qué es vivir, fuera de estos dos conceptos
fundamentales? Una inquietud permanente atraviesa el libro y constituye su embrujo.
En este sentido, el escritor cumple con su promesa y realiza la misión de su arte de
escribir. Igual que las Venecias de Paul Morand, el lado social y mundano del libro, su
preocupación permanente por la brillantez y la paradoja, defraudan al lector de hoy,
llevado por otros poetas hacia otros miradores. El inmenso esfuerzo de aquella
generación, realmente perdida, se me antoja hoy como una inmensa pregunta que, desde
aquel sitio, nunca pudo aspirar a encontrar una respuesta.
Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida
75
Sobre la actualidad del decisionismo
Carl Schmitt vuelve a la actualidad. El gran pensador alemán está entrando en sus
noventa y siete años de vida; conoció tiempos de exilio intelectual en su propia patria,
después de la Segunda Guerra Mundial, pero ahora, en plena descomposición
democrática, su pensamiento vuelve a la superficie, y libros como El romanticismo
político (1919), Teología política (1922) y La doctrina de la Constitución (1928), entre
otros, vuelven a ser de una tremenda y reveladora actualidad.
Situado su pensamiento bajo el influjo de Donoso Cortés, como bajo el de los llamados
reaccionarios franceses, Bonald y De Maistre, podemos colocar su filosofía política en
dos posiciones clave: una actitud de enfrentamiento ante el romanticismo, al que
considera incapaz de tomar una decisión (de ahí su decisionismo entendido como forma
política opuesta al hamletismo romántico) y, como consecuencia directa de esta primera
actitud crítica, una inclinación evidente hacia aquellas posibilidades de decisión que
pueden ser las soluciones fuertes o las dictaduras, fórmulas políticas necesarias en
momentos en que el "poder constituyente" se ve obligado, en nombre de la realidad y de
la ensoñación romántica, a tomar una decisión salvadora. ¿Cómo ha evolucionado el
poder constituyente en cuanto sujeto? En la tradición política medieval ha sido Dios,
luego sustituido por el pueblo desde 1789, el rey después de la Restauración; algunas
minorías cualificadas en el marco de la revolución comunista como del fascismo.
Vivimos tiempos de "asamblearismo", como dice Schmitt, de ineficacia política, y es
preciso sustituir la debilidad por el poder, con el fin de que la sociedad occidental y
especialmente la europea vuelvan a encontrarse a sí mismas. Schmitt estudió durante
años la democracia considerada entonces como ejemplar y que fue la república de
Weimar, caracterizada, durante casi quince años, por su incapacidad de decisión. Fue
ante los errores sustanciales de Weimar como Schmitt forjó su pensamiento político y
trató de imponer a la imposibilidad de decisión de la democracia por antonomasia, la
solución fuerte. No es la Constitución quien crea normas para la decisión política, sino
ésta para aquélla. Hay fuerzas aliadas de una política eficaz, a las que Schmitt llama
amigas, del latín amicus, y fuerzas hostiles, del latín hostis. Las fuerzas amigas se
autocrean desde las entrañas mismas de una sociedad, como, por ejemplo, el caudillaje,
como lo llama Sánchez Albornoz, en España, o el tradicionalismo gauchesco en
Argentina, representado por Facundo Quiroga y por el general Rosas, y hay muchas
76
fuerzas hostiles o externas, acudidas desde fuera, impuestas por factores enemigos y que
crean sociedades débiles, como la de Weimar o, supongamos, la sociedad política
portuguesa actual.
El Estado, para Carl Schmitt, no es una fábrica, sino una fuente de decisiones, producto
de la acción política. Pensamiento digno de ser propuesto a los jóvenes de hoy, como
una especie de alternativa universitaria a la incultura política de nuestros días, basada en
un desconocimiento total de las fuentes amigas, en España, como en todos los países
europeos, cuyas constituciones son consecuencia de una falta de poder decisorio
original. Además, ¿cómo dejar de relacionar el intelectualismo endeble de los
socialismos, como de los centrismos liberales que reinan hoy en la agostada Europa
posbélica, con el humanitarismo romántico del que se queja Schmitt en su famoso libro?
Vivimos en una Europa postromántica exenta de poder decisionista, presa de unos
imperialismos exteriores, o enemigos, que han logrado transformar a las naciones del
Viejo Continente en objeto de sus decisiones, perdiendo nuestro mundo la calidad de
sujeto político. Es preciso tomar la decisión de formar un "poder constituyente" del que
carecemos, lo que explicaría la debilidad de unas constituciones-objeto que paralizan el
arranque decisorio de los pueblos europeos. Por este motivo, Europa aparece hoy al
observador objetivo como un mundo despolitizado, incapaz de tomar decisiones por su
propia cuenta y de discernir claramente entre amigo y enemigo, entre amicus y hostis.
Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar (fecha desconocida)
La moral y la razón. Sobre una aporía racionalista
Dentro de cuatro años festejaremos, en Europa y alrededores, los dos siglos de
edad de la Revolución Francesa. Buen período de tiempo para poder sacar conclusiones
y corregir trayectorias. A dónde nos ha llevado el racionalismo, podría ser un primer
punto de vista, una primera posibilidad crítica destinada a esclarecer el acontecimiento y
sus consecuencias. Todos los que están dentro del asunto (partidos políticos
postrevolucionarios, casi todos ellos en la actualidad, filosofía universitaria, masonería,
cierto tipo de literatura, cierta psicología, etcétera) tendrán que intervenir en el debate
con el fin de dilucidar el tema básico de los tiempos modernos y contemporáneos: ¿Fue
favorable al desarrollo del ser humano la revolución de 1789, representó realmente un
progreso, o constituyó el primer paso hacia la autodestrucción? y si consideramos la
razón como el motor número uno del cambio, entonces el proceso (con final favorable o
no para ella) podrá aparece desde ya como el proceso más sensacional de todos los
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tiempos, algo que dejan entrever tanto Dostoievski en sus Endemoniados, como Kafka
en su prosa en general. Creo que el regreso a Santo Tomás y el estudio de la obra de
Jung, por un lado, como el análisis objetivo, dentro de lo que cabe, de la evolución de
los Estados procedentes de la revolución, los Estados montados en el concepto
racionalista de la revolución como son los estados comunistas y socialistas actuales,
podrán constituir una introducción valedera tanto para la buena marcha del proceso al
que antes aludía, como a lo que llamaba el feed back o la corrección de la trayectoria.
Parto desde dos premisas, en mi crónica de hoy, capaces, creo, de plantear, de la manera
más correcta posible, el problema que nos preocupa: la primera nos la revela el
economista Friedrich A. Hayek, Premio Nobel 1974, la segunda la encuentro en un
texto de Husserl, La crisis de la humanidad europea y la filosofía (1977), donde
descubrí hace años lo que entonces me gustaba llamar "una aporía husserliana", como
luego veremos.
El texto de Hayek, fundamental para cualquier tipo de situación política actual, acaba de
aparecer en un libro titulado Libertad, justicia y persona, cuya edición ha sido cuidada
por Sergio Ricossa y Enrico de Robilant (Ed. A. Giuffré, Milán, 1985) y que recoge las
conferencias más destacadas de un congreso organizado por CIDAS (Centro Italiano de
Documentación, Acción y Estudios, de Turín). Escribe Hayek: "Nada expresa mejor las
necesarias limitaciones del la razón que el hecho de que, durante los últimos dos siglos,
durante los cuales la razón ha sido enfocada en su máxima consideración, el programa
político preferido sobre todo por los intelectuales demuestra haber sido la más tonta
amenaza de destrucción de nuestra civilización". El proceso, como vemos, empieza mal
para los amantes de la razón. Siguiendo este camino llegaremos pronto a lo que
podríamos llamar "una crítica de la razón impura". ¿Por qué? Sencillamente, como
sigue comentándolo Hayek, porque "...nuestra razón no es suficiente para informarnos
acerca de nuestra posición más apropiada dentro de un orden complejo de interacción
humana..." El texto del profesor Hayek se titula "Las reglas de la moral no son las
conclusiones de nuestra razón", título de por sí elocuente, ya que demuestra de
antemano la tesis del autor: las reglas éticas que rigen cualquier tipo de sociedad, desde
la más primitiva hasta la más evolucionada, no han sido creadas y tampoco impuestas
por la razón sino por la moral, en el marco de la tradición. A lo largo de varios milenios,
eliminando lo que no convenía, , experimentando con lo contingente y con lo
trascendente, el hombre ha acumulado una serie de reglas y de imposiciones de tipo
ético capaz de garantizar la evolución favorable de una polis, hasta el siglo XVIII
78
cuando la revolución, basada en el racionalismo de moda entonces, ha decidido crear
una sociedad basada en la improvisación, porque es esta, desgraciadamente, la realidad:
un grupo de filósofos llegan a conclusiones contrarias a las de la tradición, destrozan el
orden montado encima de la moral tradicional y elaboran un proyecto de sociedad, obra
de la razón, o, mejor dicho, de las razones individuales de los que escribieron la
Enciclopedia y luego organizaron a Francia según sus propios pensamientos. Dios
mismo, y por decreto, fue sustituido por la diosa Razón, con el fin evidente de crear los
fundamentos mismos de una nueva tradición, opuesta a la antigua. En este marco,
escribe Hayek: "El socialismo se ha desarrollado como un movimiento dirigido contra
la moral que ha creado a la civilización occidental". La crítica de Hayek, en el marco de
su investigación, se dirige precisamente contra el socialismo, considerado como una
doctrina brotada desde la aporía racionalista revolucionaria.
Podrían ser el igualitarismo y los ataques contra la propiedad individual los males más
nocivos del socialismo considerado como el fruto político más virulento del
racionalismo revolucionario. "Ninguna sociedad igualitaria ha alcanzado jamás una
civilización progresista o un elevado nivel de bienestar". En cuanto a la propiedad,
Hayek escribe: "Los filósofos escoceses (David Hume entre ellos, n. n.) del siglo XVIII
consideraban como signo distintivo del salvaje su incapacidad para reconocer la
propiedad; hasta que la seudo-ciencia socialista pretendió saber más y ahora nos
amenaza con hacernos retornar a la barbarie". El concepto mismo de revolución nos
aparece otra vez como fiel a su significado, o sea, retorno a una situación anterior, por
encima de los progresos realizados lenta y seguramente en el marco de la moral
tradicional. Bastaría comparar la esfera muy limitada a la que se reduce la razón
individual, con la vastedad experimental, en el sentido aristotélico de la palabra,
representada por la tradición, que incluye miles o millones de experiencias individuales,
para comprender lo que Hayek quiere decirnos. Se trata, como afirma el autor, de una
Fatal Presunción. Lo hecho opuesto a lo derecho, la utopía a la realidad. La sociedad
inventada, como es la soviética, basada en lo amoral, porque lo moral representa a la
tradición. El infinito dolor del homo sovieticus, que no encuentra siquiera alimentos
para sobrevivir, en el marco de un desastre casi universal basado en la
homogeneización, basada a su vez en la igualdad y en la propiedad colectiva, formas
primitivas de existir a las que la evolución normal de las sociedades han rechazado
siempre y que "los salvajes y los socialistas", como dice Hayek, han encarnado genuina
o intelectualmente.
79
Para Edmundo Husserl, en el ensayo citado más arriba, las naciones europeas estarían
enfermas y de lo que padecen sería una enfermedad del espíritu, ya que nunca podremos
hablar de unan "zoología de los pueblos", lo que sin embargo están haciendo las
sociedades socialistas, embriagadas por un conocimiento limitado y material,
cuantitativo, del hombre. El defecto más grande del científico moderno sería, según el
fundador de la fenomenología, el de no poder creer en la posibilidad de una ciencia
"rigurosamente general del espíritu". ¿Cómo podríamos llegar a ello? Pues
desarrollando "una comunidad de filósofos", capaz de enfrentarse con los conservadores
satisfechos con los resultados de la tradición. Dice Husserl: hay dos actitudes posibles
dando cuenta del comportamiento de la filosofía ante las tradiciones: o rechazamos
todos los valores tradicionales (lo que Hayek llamaría la moral de los pueblos) o
aceptamos su contenido, pero elevado a un nivel filosófico.
Nos encontramos aquí con una aporía, porque, ¿cómo vamos a situar algo que no tiene
un contenido racional, como es la moral, en el orden tradicional de las cosas, y poco
individualista también? Difícilmente llegaríamos a racionalizar la tradición. La
dificultad me parece insoluble. Además, formando círculos de filósofos capaces de
estudiar en conjunto la filosofía y luego transmitirla al pueblo, ideal preconizado por
Husserl en el marco de sus soluciones salvadoras para Europa, no constituye sino un
retorno a los clubs iluministas del siglo XVIII que han desembocado en aquella
falsificación de la realidad, que ha sido la revolución, con su conclusión lógica: la época
del Terror, por un lado, y la revolución soviética por el otro. El racionalismo no ha
tenido, hasta la fecha, otras salidas. No se trataría, piensa Husserl presintiendo la
réplica, sino de "un fracaso aparente del racionalismo", porque, "si una cultura racional
no se ha podido cumplir, la razón de ello no está en el racionalismo, sino en su
alienación, en el hecho de que se haya empantanado en el naturalismo y el objetivismo".
De manera que, o bien Europa se aparta de su ser que es racional y se hunde en la
barbarie, o bien Europa renace en el espíritu de la filosofía dedicándose a practicar "el
heroísmo de la razón", que implica un sobrepasar permanente del naturalismo. Pero,
podríamos preguntárnoslo hoy: ¿Es que no ha sido el comunismo, según Lenin, un
racionalismo heroico? La revolución misma y, sobre todo, la soviética, por su oposición
a la moral tradicional, ha implicado desde sus comienzos un heroísmo racionalista,
separador de la realidad. Prueba de ello el desastre utópico, típicamente racionalista, al
que ha sido obligado el hombre sometido al experimento socialista. El desemboque
naturalista es inevitable dentro de cualquier esquema racionalista, implicando el
heroísmo racional al que alude Husserl y del que no logra desprenderse en su afán
80
futurológico ni siquiera Toffler en su deseo de otorgar felicidad al hombre del futuro,
pensando su destino como una filosofía de grupo capaz de inventar soluciones felices en
el marco de la filosofia. Volvemos, pues, como afirmaba Hayek, a la misma barbarie.
Es posible que el conservadurismo tradicionalista sea menos heroico que el
racionalismo revolucionario, pero la aventura de éste, dentro de un socialismo en el
fondo profundamente antihumano, tendría que hacer meditar a los racionalistas, de
signo husserliano o revolucionario o lo que sea. Estamos demasiado doloridos,
sangrando racionalismo por todos los costados y sobre todo en el espacio fatal de la
revolución, para perder el tiempo con disquisiciones de este tipo y con esperanzas
destinadas a desembocar en el gulag enciclopedista de los héroes de la razón.
Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)
Recuerdo de Andrés Bosch y de otras genialidades
Acaba de fallecer en Barcelona uno de los prosistas más profundamente actuales de las
letras españolas, y uno de los mejores traductores (del inglés, sobre todo) de los últimos
decenios. Ha sido, durante algún tiempo, uno de mis mejores y entrañables amigos,
porque coincidimos en el afán de cambiar algo en el marco medio podrido de la novela
española de finales de los años sesenta, dominada entonces por los falsos caballeros de
la falsa triste figura del realismo social, directamente inspirado por el falso realismo del
realismo seudo socialista. Aquello empezaba a dar cuenta a los lectores menos
prevenidos y menos iniciados en el misterio alegórico de las letras de que resultaba
difícil, si no imposible, hacer buena literatura con malos futuribles, apareciendo como
irreal el proyecto de aquellos escritores de describir el alma a través de una fábrica de
cemento y un sentimiento a través de una ideología. Aquel corto período se vino abajo
porque todo era inauténtico e inspirado desde fuera (partido viene de parte y aquello fue
más fragmentario que una uña de caballo cojo), pero también porque intervino en el
proceso de demolición un pequeño grupo de escritores realmente decididos a sustituir la
sombra en el lodo por el sol esclarecedor desde arriba. La parcialidad se volvió
completez, no sólo a través de unas críticas directas del falso fenómeno, sino a través de
libros, cuyo papel liquidador y fundacional fue en aquel momento decisivo. Algunos
críticos literarios, medio asustados y medio conscientes, dieron cuenta de aquel corto
arranque vital que abrió puertas y cerró ventanillas.
La campaña se desarrolló principalmente entre 1966 y 1960, más o menos, período que
81
coincidió con la fundación de la colección universitaria de libros de bolsillo "Punto
Omega" (Ediciones Guadarrama, capitaneadas entonces por la clarividencia y el buen
gusto de Manuel Sanmiguel) que yo pude dirigir en paz durante tres años, revelando al
público español libros fundamentales como los de Jean Charon, Stéphane Lupasco,
Pascual Jordán, Weizsäcker, Jacques Rueff, Jules Monnerot, Pierre de Boisdeffre y
muchísimos más que hicieron de aquella colección y en poco tiempo la más prestigiosa
representación de la reforma espiritual, en sentido contrarrevolucionario, que se estaba
produciendo en el mundo bajo el impacto, por un lado, de la nueva ciencia, y, por el
otro, de una literatura, una filosofía y una crítica literaria que nada tenían que ver con
los decadentes mausoleos leninistas del realismo seudo socialista.
Fue como una campaña dura y de espectacular impacto que concluyó, para mí, en las
páginas de Una mujer para el Apocalipsis y del Viaje a los centros de la tierra.
Alrededor de aquel esfuerzo editorial se concentraron en pocos meses unos cuantos
escritores como M. García Viñó, Carlos Rojas, Andrés Bosch y, con menos espíritu de
grupo, Alfonso Albalá, el free lancer de aquel combate, el católico ferviente de la
embestida, amigo de todos nosotros, pero no implicado directamente en nuestra
campaña, cuyos títulos fueron los siguientes: Auto de fe, de Carlos Rojas, la mejor
novela del escritor catalán, dedicado durante los últimos años a tareas menos ilustrativas
desde el punto de vista que estoy contemplando (Premio Nacional de Literatura 1968
por aquella obra realmente maestra); El secuestro, de Alfonso Albalá, libro al que
comparé en el prefacio que escribí más tarde para El fuego (Novelas y Cuentos, Madrid,
1979), con lo mejor de Bernanos; la reedición de La revuelta, de Andrés Bosch, sólo
comparable con lo más hondo y característico de la novela hispanoamericana; mi novela
citada más arriba; El escorpión, de M. García Viñó, el crítico del pequeño grupo, cuyo
ensayo Novela española actual (editada también por "Punto Omega") daba cuenta
bastante claramente de las intenciones que nos empujaban hacia la reforma que nos
habíamos propuesto realizar y que discutíamos a lo largo de los inolvidables encuentros
que realizábamos entonces en Madrid o El Escorial. Era nuestra intención, incluso,
lanzar un manifiesto con el fin de hacer público de la manera más explícita lo que
pensábamos sobre la novela en especial y sobre la literatura y el alma contemporánea en
general, pero aquel esfuerzo, como todo intento humano, se vino abajo por, diría, exceso
de personalidad creadora. Éramos demasiado insertos cada uno por su cuenta en su afán
personal de ser, como para caber durante mucho tiempo en la misma vaina. Y fue mejor
así, porque logramos conservar cada uno acerca del otro el recuerdo imborrable del acto
puro como creación vital y literaria al mismo tiempo. Éramos escritores auténticos,
82
como quien dice, no afiliados ni siquiera a una tendencia, y menos todavía a un partido
destructor de posibilidades creadoras y falsificador de perspectivas, hacedor de
entuertos y almojarifazgos. El historiador literario objetivo, si es que lo hay, podrá
conocer, desde el horizonte del futuro, lo que fue aquello dedicando al asunto un
mínimo de esfuerzo consistiendo en leerse con cuidado una decena escasa de libros que
marcan, sin embargo, el momento de una vuelta esencial en las letras españolas. Fue
entonces cuando se produjo la salida del laberinto aniquilador de almas y plumas, tal
como lo había concebido el realismo social, y la entrada en una época que ya empezaba
a deslumbrar las mentes occidentales a través del boom hispanoamericano, tan afín a
nuestros propósitos, pero situado quizá en un nivel menos sutil y menos alto.
Hemos tenido todos nosotros la suerte de encontrar en seguida la comprensión
espontánea e inmediata de dos críticos inteligentes, bases imprescindibles para una
posible investigación futura: Emilio del Río, en su libro Novela intelectual, título que no
refleja del todo nuestro afán, pero que introduce al lector en el tema que nos apasionaba
con igual ahínco (Editorial Prensa Española, Madrid, 1971), y el ya citado Novela
española actual, investigación que situaba el grupo en una corriente mayor donde
aparecían nombres como los de Miguel Delibes, Carmen Laforet, Castillo Puche, Rafael
Sánchez Ferlosio, Álvaro Cunqueiro, el Don Juan de Torrente Ballester, Antonio Prieto,
Manuel San Martín, Jesús Fernández Santos y Ana maría Matute, contemporáneos
nuestros y no sólo en un sentido temporal.
Yo diría que lo más representativo de Andrés Bosch, al lado de títulos de la misma
calidad, puede concentrarse en dos libros, la novela La revuelta y los cuentos
magistrales de Ritos profanos (Editorial Dima, Barcelona, 1967). Todo es metafísico
(no intelectual) en Andrés Bosch, desde su primera novela, La noche (Premio Planeta
1959), desde el drama del boxeador que busca en el combate el encuentro consigo
mismo, como bien lo pone de manifiesto Emilio del Río en el libro ya citado aquí, hasta
La estafa, por ejemplo, y sus últimos libros, pasando por La revuelta, una de las mejores
novelas de tema hispanoamericano, quiero decir de tema metafísico también y de lucha
en pro de la identidad de la persona, que lleva a los personajes (el indio huevón, la bella
mestiza Altagracia, el coronel político Homero José) hacia el cumplimiento en la muerte
de sus terribles afanes humanos, que son los de cada uno de nosotros, como suele
suceder dentro de la relación uomo qualunque-obra maestra. Afán que ilustrará Carlos
Rojas también en su única novela de tema hispanoamericano, hoy injustamente
olvidada, titulada Las llaves del infierno (Barcelona, 1963) más cercana al mejor
83
Graham Greene que a las infidelidades de la llamada entonces nueva novela, que no
dejó de tentar a Rojas con sus vanos devaneos y de la que supo desprenderse con tanta
habilidad y maestría en Auto de fe, novela más que actual en el marco de las tristes
circunstancias que hoy atraviesa España. También García Viñó, en La granja del
solitario (Barcelona, 1969), supo acercarse a las mismas altitudes que, repito, no son
intelectuales, sino metafísicas o conceptuales, vinculando otra vez la novela, después de
Unamuno, a los condicionamientos tan ilustrativos y fundamentales del teatro de
Calderón.
Resulta, pues, evidente, lo que pensábamos realizar entonces. En el fondo, reinsertar la
novela española en su propia tradición y en el gran juego metafísico o conceptual de la
novela occidental que, desde principios de siglo, trataba desesperadamente de
desvincular su técnica del conocimiento de las rastreras intentonas del último
seudorrealismo y de sus estertores realistas socialistas, retrocedentes y aniquiladores
desde el punto de vista de cualquier epistemología liberadora y tradicional a la vez.
Andrés Bosch formó parte de esa liberación y su obra dará para siempre testimonio de
lo que intentamos hacer en aquellos últimos años de los sesenta, cuando tantas cosas
aparecían en el mundo y se extinguían en España. Aquello fue como un celemín
prometeico y muchas actualidades nos siguen debiendo la vida.
Vintila Horia, en El Alcázar, febrero de 1984
La política y los novelistas
Buscando estos días entre libros, carpetas y viejas revistas me encontré con un tomito
olvidado, colocado allí, dentro del caos ordenado de mi despacho, con el fin de leerlo
pronto y dar cuenta de él a mis lectores. Y pasaron, desde aquella buena intención,
muchos años: Pero nada sucede porque sí en la vida de un escritor. Las cartas que
desaparecen, o los libros y los recortes, vuelven a aparecer en el momento oportuno,
cuando realmente el tiempo de su revelación puede ser considerado como más eficaz y
revelador. El libro en cuestión es Politics and the novel (Fawcet Publications,
Greenwich, Conn., 1967). Es una edición de bolsillo de un libro editado por primera vez
en 1957, también en los Estados Unidos, y cuyo autor es Irving Howe, nombre
desconocido para mí, un catedrático quizá, dotado de una gran inteligencia crítica y de
un sorprendente sentido de la realidad literaria. Su ensayo trata de poner de relieve
aquel tipo de novela al que Stendhal llamaba "un pistoletazo en medio de un concierto"
y que es, precisamente, la novela política. La última novela de Ángel Palomino es un
84
ejemplo de ello. Los autores estudiados por Howe son: Stendhal, Dostoievski, Conrad,
Turgueniev, James, Hawthorne, Malraux, Silone, Koestler y Orwell. El primer impulso
crítico del lector es dividir este material en dos períodos: autores del siglo XIX y
novelistas del XX, con la consiguiente limitación ideológica: los novelistas políticos, en
el sentido actual de la palabra, han aparecido después de dos infaustos acontecimientos
históricos: la primera y la segunda revolución. Coincide, pues, su característica con los
tiempos post-revolucionarios.
Resulta evidente que Stendhal fue víctima de un tiempo así, en el sentido de que su
adhesión al primer bonapartismo hizo de él un mártir propiciatorio y que tuvo que
bregar y medrar mucho para conseguir un pobre puesto de cónsul en aquella Italia a la
que el autor de El rojo y el negro llamó su verdadera patria, milanés por añadidura
como dejó escrito en la piedra de su tumba. Sin embargo, hay una literatura política
prerrevolucionaria, la de Voltaire, siendo Cándido un cuento más bien político que
filosófico, pero aquel tipo de novela (como también La nueva Heloísa, de Rousseau)
criticaban el presente entregado al infame (Iglesia y Monarquía) con el fin de poner de
relieve un futuro color de rosa, quiero decir redimido por la revolución. El horizonte
futurible era optimista. Mientras que en Dostoievski como en Koestler y Orwell (pero,
¿por qué no citar también a Zamiatin, a Huxley, a Hesse y a Jünger?) el porvenir post-
revolucionario tiene colores de catástrofe y de Apocalipsis.
Tiene razón Irving Howe cuando afirma que 1984 le parece un libro más terrible que El
Proceso, de Kafka, porque éste fue fruto de la imaginación, mientras que en la novela
de Orwell late "la vida de su tiempo". Lo terrible y esperado había sucedido ya, la
última terribilidad de los hombres, la de 1917, y ninguna esperanza era posible. Con la
muerte de Winston Smith y el triunfo del Gran Hermano bigotudo y omnipresente el ser
humano había dejado de existir. Y esto, siguiendo la premonición de Dostoievski, había
sido obra de la revolución, la que el más sutil de todos los rusos había definido con tanta
exactitud en Los posesos. Las consideraciones de Malraux y de Silone, su pesimismo
optimista, íntimamente vinculado a sus creencias izquierdistas, nos aparecen hoy como
pueriles y engañadoras, y fue precisa la reconversión de los dos y sus consideraciones
antirrevolucionarias de la segunda fase de su vida para que el lector memorión olvide o
por lo menos perdone aquellas tristes elucubraciones; que fueron también las de
Koestler, transbordado quizá por un sólido conocimiento de la ciencia actual de una
orilla a otra , del marxismo de su juventud al antimarxismo desengañado y como tristón
y arrepentido de sus años de senectud. No creo que algún arrepentido de este tipo haya
perdonado jamás aquella parte de su vida que supuso la creencia en lo increíble. Escribe
85
Irving Howe: "En 1984 Orwell trata de presentar aquel tipo de sociedad en que la
individualidad se ha vuelto obsoleta y la personalidad un crimen". Es verdad. Pero,
¿cómo fue posible la juventud socialista de un profeta tan seguro de sí mismo antes de
tomar contacto con la realidad durante la guerra civil española? ¿Y cómo pudo Malraux
creer en el comunismo asistiendo a su desarrollo en China y otros sitios? Se dejaron
seguramente engañar, como algunos jesuitas contemporáneos, por la confusión que
pudieron hacer en un momento de oscuridad del alma entre la miseria material y la
espiritual, mucho más grave esta que aquella. De cualquier manera, el tema de la novela
política no ha sido aún agotado.
Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar, febrero de 1984
Thomas Mann y Nietzsche
No me parece disparatado afirmar que fue Alemania el país donde se forjó la imagen
cultural de los últimos dos siglos, a través del romanticismo en el XIX y de toda la
literatura, la filosofía y la música que de aquella corriente ha brotado; a través de la
ciencia en el XX, con todas las consecuencias que sabemos, ya que ahora mismo las
estamos viviendo. Errores universales y aciertos de la misma envergadura han hecho de
Alemania un centro de la tierra. Entre Goethe, Hölderlin, Novalis, Hegel,
Schopenhauer, Beethoven, Wagner y Nietzsche, por un lado, y el cambio al que obligó a
la humanidad la nueva física, podemos afirmar que el bien y el mal que nos rodean y
nos moldean, en el cuerpo y en el alma, han sido obra del genio alemán. Hasta Marx y
Freud han escrito en el idioma de Goethe y deben a sus raíces culturales casi todo lo que
han realizado para el ser humano, dentro y fuera de Alemania. Bastaría, por ejemplo,
recordar la existencia de algunas pequeñas ciudades alemanas del siglo pasado, donde la
filosofía y la poesía otorgan un sentido nuevo a la aventura humana, o a un diminuto
centro universitario como Gotinga y la cantidad de genios innovadores que han vivido
allí en los años veinte y treinta de nuestro siglo (físicos, matemáticos, biólogos, etcétera)
para comprender hasta qué punto descendemos de unas cuantas personalidades que, en
la soledad y a menudo en el anonimato, como Nietzsche, han influido en el desarrollo
de todas las disciplinas y han obligado a las élites de todos los continentes a modificar
sustancialmente su modus vivendi intelectual. Y más tarde, ya durante nuestra propia
contemporaneidad, nombres como los de Rilke, Thomas Mann, Martin Heidegger, Ernst
Jünger, Robert Musil, Franz Kafka, Hermann Broch o Hermann Hesse han continuado
la tradición y siguen representando un papel de primer orden en el marco de la
transformación que supone este final de algo, como lo hemos visto aquí en nuestra
86
crónica de la semana pasada.
Es posible afirmar hoy que uno de los escritores que más han contribuido a la
aceleración de nuestra andadura ha sido Federico Nietzsche, a pesar del mal antecedente
en que lo han colocado los inefables monigotes de papel que han tratado, una vez
terminada la Segunda Guerra Mundial, de identificarlo con los horrores nazis,
incitándonos a pensar que el superhombre hitleriano no era sino una fiel imitación del
de Nietzsche, lo que es, no diría una calumnia porque no merece la pena insistir en la
comparación, sino una ignorancia, un deseo pigmeico de encontrar responsables en
conciencias ajenas o de reducirlo todo a la enanidad de uno mismo por pura falta de
comprensión, por odio y por afán de destrucción. Nietzsche fue, como lo define Thomas
Mann en un ensayo (en el libro Schopenhauer, Nietzsche, Freud, editado por Plaza y
Janés, Barcelona 1986, en la excelente traducción de Andrés Sánchez Pascual) “un
resumen de todo lo europeo”. Es, pues, desconocer, menospreciar u odiar a Europa el
tratar de hacernos confundir a Nietzsche con simples sueños políticos. Era de esperar
que las mismas personas que se empeñaron después de 1945 en responsabilizar al autor
del Zaratustra de los campos de concentración responsabilizaran a Marx del gulag
soviético. El acercamiento hubiera sido, hasta cierto punto, más lógico y explicable,
pero aquellos intelectualillos criados en la sombra de Sartre y de otros engendros
seudofilosóficos de la misma calaña, no se dedicaron nunca a ser fieles a la verdad y
jamás brillaron por su apego a la lógica. La afirmación de Thomas Mann me parece
justiciera, después de tantos decenios. Heidegger y Jünger fueron también acusados de
las mismas ingentes responsabilidades, en el marco de la misma mistificación. Y yo
también fui acusado por la misma jauría antihumana, en 1960, de haber tirado judíos a
los hornos crematorios alemanes, mientras afortunadamente, estaba pasando mis
trabajos y mis días en un campo de concentración nazi, en calidad de prisionero. Cosas
de la Historia...
Pero volvamos a la interpretación, deslumbrante de inteligencia y comprensión, que
Thomas Mann dedica al solitario de Sils Maria, al solitario de todos los sitios, ya que la
vida de Nietzsche, una vez separado de la Universidad de Basilea, fue un itinerario a
través de la soledad, tanto en las montañas suizas donde pasó sus veraneos, como en
Venecia, Niza o Turín, donde escribió la mayor parte de una obra a la que [sic] nadie
leía y nadie quería editar. Sabemos, según los mismos diarios de Thomas Mann, que su
novela más importante, El doctor Faustus, es una especie de biografía de Nietzsche. La
misma escena en que el protagonista de la novela, el músico Adrian Leverskühn, es
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llevado por alguien a un burdel, en lugar de a un restaurante, y donde habrá de contraer
una terrible enfermedad, que acabará con él de un modo tan trágico y penoso, está
inspirada en la biografía del filósofo. Se trata, por supuesto, de una biografía espiritual,
hasta cierto punto fiel a la vida de Nietzsche, pero lo que Thomas Mann se propone al
escribir su libro al final casi de su vida, es identificar el destino del pensador con el de
Alemania y de Europa. Y este destino brota desde una enfermedad. Escribe Mann: “Se
ha dicho a menudo y yo quiero repetirlo: la enfermedad es algo meramente formal, y lo
que aquí importa es aquello con lo que la enfermedad se asocia, aquello con que la
enfermedad se llena de contenido. Lo que importa es quién está enfermo: si el estúpido
que no sobrepasa el nivel medio y en el cual la enfermedad carece ciertamente de todo
aspecto cultural o espiritual, o un Nietzsche, un Dostoievski. Lo patológico-médico es
una cara de la verdad, es su cara naturalista, por así decirlo.”
La enfermedad, por consiguiente, puede tirarnos a la basura, hacer de nosotros algo peor
de lo que éramos antes de contraerla, o, al contrario, elevarnos a enormes alturas, que
fue el caso de Nietzsche y de muchos escritores de su tiempo. La tuberculosis en el siglo
XIX, en Chopin y los poetas, constituyó una auténtica escalera hacia niveles muy
elevados de conciencia. Sin embargo, la pregunta que me parece legítimo plantear ante
esta interpretación de la enfermedad, de la que Thomas Mann trata también en La
montaña mágica, como en Muerte en Venecia, sería la siguiente: ¿De qué enfermedad
ha padecido aquella Europa a la que el novelista enfoca según la perspectiva que antes
hemos visto? Si Nietzsche fue anticristiano hasta puntos insoportables de subjetivismo
enfermizo, entonces podríamos quizá, y por encima de la interpretación de Thomas
Mann, deducir que nuestro continente se pone enfermo y cae luego en sus peores
abismos interiores y hasta exteriores (me refiero a su itinerario político desde que se
autosituó en la estela agnóstica) en el momento en que abandona el cristianismo. Desde
el siglo XVIII quizá. El drama es tan atroz, tan cerca de nosotros todavía, que ni
siquiera Thomas Mann lo ha enfocado correctamente.
Nietzsche firmaba “el Crucificado” sus cartas del período de su locura, cuando
contactaba con el inconsciente personal y colectivo (todo inconsciente colectivo es
religioso, pensaba Jung), se identificaba, pues, con Cristo en su momento de peor
sufrimiento, cuando la enfermedad había logrado elevarlo a una cumbre, superior a la
que había alcanzado en sus momentos de lucidez lógica. ¿No tiene esto un significado
envolvente? Quiero decir aplicable a Occidente, un significado que los alemanes han
vivido en su propia carne espiritual, por así decir, y han sabido expresar a través de los
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nombres trágicos que citaba yo al principio de las notas de hoy. La enfermedad de
Europa es la que define Nietzsche en esta frase inolvidable para sus lectores, e
imperdonable: “La única inmortal mancha deshonrosa de la humanidad” es como el
autor de Más allá del bien y del mal define al cristianismo. ¿Cómo tomar en serio a
Nietzsche en sus demás afirmaciones? Tiene razón Thomas Mann cuando compara a
Nietzsche con Oscar Wilde, convencidos los dos de que es la belleza, y la manera de
filosofar sobre ella que es la estética, lo que nos da la clave del todo. Pero la belleza es
sólo apariencia (Wilde decía: “El verdadero misterio del mundo es lo visible, no lo
invisible” y el Dionisio de Nietzsche lo pensaba de la misma manera, igual que el
escritor Aschenbach en Muerte en Venecia), lo que, evidentemente, nos lleva a otra
contemporaneidad: el impresionismo. Pero también a la clasificación, tan acertada, a la
que llega Kierkegaard cuando sitúa lo estético en lo más elemental en la escala del
conocimiento: estético, ético y religioso, este último como máxima posibilidad de
acercamiento a la verdad. ¿No es aleccionador? Bajo este aspecto Nietzsche se nos
aparece como un polo opuesto a Dostoievski. Es verdad que admiró al Crucificado, pero
sólo por su muerte en la cruz, símbolo del más terrible espíritu de sacrificio heroico,
pero nada más, nunca consideró a Jesucristo como al Hijo de Dios y jamás aceptó la
idea de la Resurrección, sin la cual el cristianismo no tiene sentido. Estaba, pues,
profundamente influenciado por los prejuicios de su fin de siglo, uno de los peores en la
historia de la humanidad, los decenios del triunfo del naturalismo y del determinismo
más chabacano y contraproducente para la especie humana, padres de las dos Guerras
Mundiales y de la Revolución de 1917. En este sentido, incluso comparado con Wilde,
Nietzsche no se salva. Anuncia, sí, desastres y podemos considerarle como un profeta,
pero ¿cuál es la solución que nos ofrece? La vida, para él, era “atrocidad” y
“explotación”, algo profundamente malvado, al estilo en que ciertos gnósticos la
enfocaron también, actitud típica de “tempora pessima”, pero desprovista de cualquier
posibilidad salvífica. Me encantan las críticas que Nietzsche dirige al socialismo, a la
democracia como forma de vida social decadente, a ciertos prejuicios de su tiempo, pero
esto no me basta. “Venenoso odiador de la vida superior”, supo definir al socialismo,
pero, ¿cómo olvidar su crítica histérica y completamente aberrante del cristianismo? Un
destino hamletiano fue el suyo, y es así como Thomas Mann define al Nietzsche eterno,
por llamarlo de una forma histórica y literaria el mismo tiempo. Penduló incierto entre
odios y amores, admiró a Wagner, para dedicarle luego el panfleto más odioso e injusto,
declarándose admirador de la música francesa y de la ópera Carmen, de Bizet, a la que
prefería a Tannhäuser y a la Tetralogía. Las mujeres se apartaron de él, con su instinto
de selección que casi siempre acierta, como le pasó con Lou Salomé y, me imagino, con
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otras de las que no tenemos noticia.
Sin embargo, el espíritu alemán contrapuso a aquel nihilismo exacerbado, antisocrático
y anticristiano, postromántico pero también influido por las peores escorias del final del
siglo, una técnica universal que continuaba la música de Wagner, soteriológica en sus
intenciones más ocultas. Me refiero a la ciencia, a la que Nietzsche odiaba también,
quizá con razón esta vez porque no era más que una complicada degeneración, en los
tiempos en que él escribía sus libros. Alemania se reinserta en lo actual y contribuye en
[sic] la formación del nuevo espíritu occidental, con sus grandes científicos y sus
inigualables escritores y pensadores, a los que, a lo mejor, Nietzsche hubiera rechazado
también en cuanto seguidores de aquella “religión para esclavos” que su mente no había
podido comprender.
Vintila Horia, en El Alcázar, 1 de mayo de 1986
Un viaje al cabo de la noche
En el pasado mes de julio se han cumplido veinticinco años desde que abandonaron este
mundo Ernest Hemingway y Luis Fernando [sic] Céline, un americano satisfecho, el
primero, cargado de premios, de aventuras amorosas, de éxitos en cadena, pero
desengañado por el ritmo descendente de la vida y el deterioro corporal, lo que le
empuja al suicidio; un francés del mundo subterráneo y de los barrios bajos, de la mugre
parisina que había desesperado a Rilke, de los desengaños políticos vinculados a la
historia de Francia y a la de Europa, el segundo, mártir y víctima, como todos los
grandes de todos los tiempos. Ninguno de los dos formó jamás parte de mi lista de
autores preferidos, aunque algunos cuentos de Hemingway y El viejo y el mar, como
también el Viaje al cabo de la noche de Céline me han brindado momentos de
meditación literaria y de satisfacción ante el arte de escribir de unos novelistas dotados
de manera evidente de aquel don divino que consiste en poder recoger entre las cosas de
la vida, entre los objetos humanos perdidos y dentro de la miseria misma de la
existencia terrenal, seres y momentos privilegiados por la desesperación y la derrota.
Creo que la condición misma de norteamericano, situada un poco fuera de lo común y
obsesionada, hasta en los escritores, por ciertas determinantes políticas, muy limitativas
por cierto, alejaba a Hemingway de la verdad íntima y general, como en Islas en el
golfo, libro desgarrador que roza la obra maestra y que cae al final en los abusos y
mediocridades de la posguerra. La nobleza de la guerra desaparece, inesperadamente, y
los alemanes a los que extermina el pintor protagonista no son seres humanos, sino
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fieras a las que es preciso eliminar como sea. Después de páginas enteras a las que
considero como las mejores de Hemingway, el final del libro es desesperante, prueba de
que el autor no supo escoger lo más alto, en momentos en que su vida iba
desangrándose, cuando todo debería de aparecernos bajo una luz de serena objetividad,
de perdón cristiano y de solidaridad. En cambio, la condición de francés defraudado por
la ideología del Estado revolucionario, continuando las tradiciones del 89 e incapaz de
haberse constituido en país auténticamente libre, en el sentido ético-religioso de la
palabra, el único valedero, transforma a Céline en uno de los personajes más tristes del
siglo, sólo comparable, hasta cierto punto, con el Quevedo del desengaño, de la burla,
del lenguaje cáustico, de la sátira más despiadada. Los dos forman parte de una filosofía
del desamor, ante Dios y los hombres, porque sin Dios no hay hombres, y el
agnosticismo ha carcomido por dentro tanto al uno como al otro. Su tragedia consiste en
no haber sabido encontrar el secreto, a pesar del genio o, por lo menos, del inmenso
talento que lo ha distanciado a menudo de los sartrianos enemigos de la verdad, que
pulularon en un tiempo aplastados bajo el peso de la mentira, de las traiciones y de la
demagogia política como literaria.
Un viaje al cabo de la noche ha sido la vida de Céline. Médico de los pobres, en un
barrio de París, escritor de mucho éxito en 1932, cuando el editor Denoël le publica el
Voyage au bout de la nuit, que no logra conseguir el Goncourt (otorgado a Los lobos,
una novela de Guy Mazeline, sin pena ni gloria), Céline viaja luego a la URSS, de
donde regresa desilusionado para siempre, aunque nunca había hecho del comunismo un
ideal, pero el shock fue tremendo para él, como para muchos de sus contemporáneos.
Tampoco fue partidario fervoroso del mariscal Pétain y de los alemanes que ocuparon
Francia durante la guerra, sin embargo fue condenado por un tribunal de París, tuvo que
refugiarse en Dinamarca, donde fue cruelmente perseguido por el Gobierno y obligado a
vivir miserablemente (los derechos humanos, ¿verdad?), hasta que pudo regresar a
París, donde pasó los últimos años de su vida en una casa de mala muerte, en un barrio
pobre, vuelto a ejercer su mester de juventud, el de médico de los pobres, lo que muy a
menudo significaba curar sin cobrar y donde fueron a visitarle amigos y enemigos, con
el fin de dedicarle tomos enteros, ensayos de interpretación de una obra inquietante y
sorprendente, o para mejor insultarlo y denigrarlo. Algo parecido le había sucedido a
Ezra Pound, culpable de haberse enemistado con los dueños de la tierra. Los libros que
publicó después de 1945 son: Norte, De un castillo a otro y Rigodon, autobiografías
más o menos noveladas, diálogos y monólogos sobre su vida de perseguido y sobre la
vida en general a la que no trató nunca sino desde el punto de vista de un desprecio sin
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fin. Afirmaba, además, que “Europa se había acabado en Stalingrado”, pensamiento
temerario que significaba, por un lado, cierta fe y confianza en los ejércitos allí
derrotados y que, al igual que los teutónicos, habían marcado por su hundimiento el
final de una esperanza civilizadora y, por el otro, el convencimiento de que, una vez
enterrado allí un viejo sueño occidental, Europa y Occidente iban a ser presa fácil de los
asiáticos. Su pesimismo brotaba, pues, de un antiguo pesimismo vital, parecido al de los
poetas malditos franceses y de los “clochards” parisinos, como de un desengaño
reciente, político, por llamarlo de alguna manera y que, una vez terminada la ilusión,
dejaba en libertad la desesperación, con todas las consecuencias literarias que esto
suponía. Sostenía, además, que “la sangre blanca no resiste al mestizaje” y que, por
consiguiente, ante la fuerza de la sangre negra y amarilla, el hombre blanco iba
extinguiéndose poco a poco. Motivo más para insultar a los suyos, inconscientes
instrumentos de un mestizaje aniquilador. Es como la política europea, bajo todos sus
aspectos, sospechosos, alucinantes e inferiorizantes de la postguerra, que unían sus
renuncias con el fin de hacer de Céline, cada día más, el enemigo de sí mismo y del
resto. Una existencia de tremenda amargura, que refleja en los libros del autor el destino
quizá más trágico de nuestro tiempo.
Es curioso cómo Céline encontró admiradores en todas partes, desde Trotsky y Aragon,
hasta Bernanos y Drieu La Rochelle. Los izquierdistas lo admiraban porque atacaba la
sociedad capitalista, pero lo consideraban, como lo hizo el pobre Gorki, como preparado
para adherirse al fascismo. No faltó nunca el tonto de turno para comentar en Céline lo
que al escritor nunca le interesó, o sea, un título político, pero es ésta una de las
explicaciones más bajas y más esclarecedoras quizá de la obra y de la vida de este
dantesco viaje al cabo de la noche. En efecto, en un París dominado por lo que Rilke
había llamado “Madame la Mort” en sus Cuadernos de Malte Laurids Brigge, es donde
hay que buscar la raíz de Céline. Antes citaba al “clochard”, con cuya filosofía Céline
tiene mucho que ver, porque es el hombre que renuncia a la vida normal y la repudia
viviéndola desde la periferia, desde la marginación voluntaria. El “clochard” es un
anacoreta laico, se dedica a la bebida para morir más deprisa, de la misma manera en
que los jóvenes de hoy se drogan o se dedican al rock con el mismo fin. Es un rechazo.
Y es, creo, el problema que acucia al mundo occidental y, a través de él y de su actual
universalización, al ser humano en general: París es, en el fondo, el epicentro de esta
huida hacia delante, porque tanto la sociedad capitalista o democrática como la
comunista brotó [sic] desde sus entrañas. París es culpable de casi todo lo que hoy
sucede en el mundo, porque fue allí, antes y después de la revolución, donde se formó el
92
malstroem o la vorágine del desequilibrio anímico occidental. Nietzsche amaba aquel
París y su civilización porque intuía en su presencia el centro del nihilismo y odiaba en
Wagner, no en balde y no sólo por envidia, el antípoda de aquel desequilibrio, el afán de
reconstruir a través de unos valores caballerescos y cristianos el centro perdido. Pero
París fue más fuerte que Wagner. Y hay que leer Rayuela, de Cortázar, y ciertas páginas
dedicadas a la revolución de 1789 por Alejo Carpentier en El siglo de las luces, bajo
esta perspectiva de viaje al cabo de la noche, para comprender lo que, en el fondo, ha
significado París, en el marco de un proceso de descomposición universal: un
quebrantamiento de algo que fracasa en el siglo XVIII y que se nos presenta como un
intento de salvación durante la Edad Media, con Juana de Arco, los templarios, los
grandes santos franceses y con la desesperada aparición anunciadora de Lisieux,
Lourdes y Ars. Fue allí donde el peligro para el ser humano ha sido más virulento,
donde aparecen los signos contrarios con más claridad e intencionalidad. Con la Iglesia
y una Monarquía íntimamente ligada a la fe, Francia constituye un acto de permanente
manifestación en lo sagrado, hasta que la filosofía acaba con ella, hundiendo en un
mismo acto y una misma renegación tanto al Estado tradicional como a la Iglesia
cristiana. El hombre que nace de aquella destrucción, como Claudel lo demuestra en su
trilogía antirrevolucionaria de los Coufontaine, es un desesperado, un desequilibrado, un
forjador de nihilismo, y es en la poesía de Baudelaire, el más grande de los poetas
franceses de todos los tiempos, el cristiano trágico, el poeta maldito, donde encontramos
la semilla del futuro Céline, y también en Verlaine y en Rimbaud. Francia no es lo que
parece ser, un país razonable, calculador y sereno, porque esconde, bajo su brillante y
tentadora superficie, un drama fundamental: el intento revolucionario de aniquilar al ser
humano en cuanto hijo de Dios. La Revolución Francesa, que nace en París y conoce
allí sus desmanes más graves (véase, repito, a Claudel en la trilogía dramática citada
más arriba), ha constituido el intento más visible y más peligroso de borrar en nosotros
la herencia espiritual y el camino de la salvación, que fundamentan un equilibrio
anímico sine qua non. El hombre francés, una vez cortadas sus raíces esenciales, tapado
su camino, abierto antaño por Juana de Arco, se ha vuelto usurero, o aliado de la usura,
en el sentido que Pound otorga a la palabra, con toda la gravedad que ello supone; se ha
adherido al materialismo más frágil, aparentemente más sólido, pero es una ilusión a la
que desenmascara Céline en todos sus libros, tratados polémicos destinados a poner de
relieve el mal, pero sometidos a la embestida de una borrasca desalentadora que sopla
desde el mismo lugar donde el mal había nacido. París se muerde la cola en el Viaje al
cabo de la noche como en Rigodon. O como el mismo final parisino del autor. Sería
tema de un ensayo más amplio esta coincidencia entre Céline y los malditos, o las luces
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de una ciudad, provenientes de las luces de un siglo, que fueron, en realidad, sombras
infernales destinadas a borrar una magna huella en el alma de los herederos de la santa
con el sable en la mano, muerta en la hoguera, símbolo de un sacrificio en el que todos
hemos participado y caído. Céline, sin todo ello, no tiene sentido.
Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)
Los bandoleros como antirrevolucionarios
La historia de Italia posee un especial encanto, ya que concentra, como una síntesis,
gran parte de la historia de Europa. Todos los pueblos del continente han pretendido
conquistarla y hasta los árabes han estado en Sicilia y en el sur. ¿Y quién no conoce este
permanente vaivén de invasiones y barbaridades que sirvieron quizá para algo en el
marco de civilización de los incultos y de la barbarización y resurgimiento de los
decadentes? Lo que menos conocemos es la historia de la resistencia ante los impactos
de tantas razas y renovaciones. Por ejemplo: sabemos que Garibaldi, en nombre de la
unidad peninsular, ha conquistado Italia de cabo a rabo, en nombre de una idea
revolucionaria liberal. Pero no sabemos nada, o sabemos poco, acerca de la resistencia
que encontró, sobre todo en el sur, desde Nápoles para abajo. Aquella gente sencilla que
salía al encuentro de las tropas piamontesas y de los carbonari, lo que pretendía
defender no era sólo su casa o su familia, sino también a su rey y a su religión. No sólo
fueron perseguidos y ejecutados, a mediados del siglo pasado, los bandoleros o
brigantes, de los que hablan las crónicas de la conquista, sino y sobre todo millares de
patriotas que utilizaron, según la táctica de siempre, la guerrilla y los golpes de sorpresa,
que hicieron famosos en sus respectivas regiones a aquellos caballeros de la
resignación, hoy relegados al limbo del exilio histórico. Nadie habla de sus hazañas que
nada tuvieron que ver con el Código Penal y más bien con un código caballeresco y
medieval, digno de ser conocido y respetado.
Del mismo modo, la invasión napoleónica en Italia, de la que habló con tanta sabiduría
literaria Carlos Pujol en su novela La sombra del tiempo (Ed. Planeta, Barcelona 1981),
encuentra cada vez más plumas polémicas y se erige en contra de aquella falsa
liberación, defendiendo a los que se le opusieron, los mal llamados “briganti” de la
época. Los fuera de la ley lo que infringían era la ley impuesta por el invasor.
Acaba de publicarse un librito titulado Mateo Manodoro, general de brigantes (Ed.
Solfanelli, Chieti 1986), exaltando la vida de un caudillo local, utilizando argumentos
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contrarios a la historiografía liberal de la época. La revolución francesa es hoy exaltada
sólo por estos historiadores, partidarios de la misma, o por los materialistas dialécticos,
para los cuales cualquier revolución es buena, hasta la más opresora, con tal de abrir el
gran camino para la penetración del marxismo. A medida que nos estamos acercando a
la fecha del segundo centenario (1789) surgen en todas partes defensores de la tradición
y enemigos de la revolución. Bajo este signo, Mateo Manodoro luchó en contra de los
jacobinos invasores de la península, tanto en 1799 como en 1806. Su resistencia ante los
franceses y sus lacayos duró años seguidos y sólo en 1812 pudo ser capturado y
ejecutado. Según la izquierda actual fue un bandolero, enemigo de la ley. Según
Bernardino Giardetti, autor del libro, Manodoro fue un adversario de la revolución y un
defensor de la monarquía borbónica, la de Nápoles, y de la religión amenazada por los
jacobinos, cuyos desmanes en Roma, en este sentido, aparecen muy bien descritos por
Carlos Pujol en la novela mencionada más arriba.
El problema es arduo: ¿Fueron, en efecto, los borbones y la Iglesia la causa del
bandolerismo en el “mezzogiorno” italiano, o hay que buscarla en otro sitio? Fue, en
efecto, la monarquía, asociada a la religión católica y a la alta burguesía, la que empezó
a otorgar libertades a la gente en la Europa del siglo XVIII y del XIX. La Revolución
interrumpió el proceso, pero tanto en Viena como en Berlín, en Nápoles como en
Florencia, las invasiones napoleónicas interrumpieron el proceso evolutivo y
provocaron auténticas catástrofes desde el punto de vista social. De la misma manera en
que los revolucionarios rusos impidieron las reformas en Rusia, celosos del zar y de sus
cambios, únicamente deseosos de permitir su propia revolución, cuyos resultados
saltaron a la vista de todos después de 1917, del mismo modo en que, después de 1789,
los pueblos europeos fueron realmente obstaculizados en su desarrollo por los afanes
violentos y totalitarios de la Revolución. Todo esto volverá, bajo una nueva luz, con
ocasión del bicentenario, al que esperamos esperanzados.
Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar (fecha desconocida)
Lo policiaco como género mayor
Desde que los grandes escritores se han metido en el género policíaco, este tipo de
novela se ha vuelto grave, capaz incluso de presentar al criminal como a un agresor de
la verdad y al detective como a un defensor de la misma. No se trata de ataques a la
sociedad, a su orden administrativo y legal, sino de embates mucho más hondos,
alcanzando las profundidades más características de la vida. Pienso sobre todo en
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Graham Greene y Ernst Jünger, pero también en García Márquez y Vargas Llosa, cuya
última novela, Quién mató a Palomino Molero (Ed. Seix-Barral, Barcelona, 1986), me
parece digna de esta nueva categoría literaria. De la misma manera en que Franz Werfel,
Hermann Hesse, Aldous Huxley o George Orwell han sabido otorgar títulos de nobleza
a la novela utópica o de anticipación, varios novelistas de nuestro siglo se han acercado
al misterio policíaco y han desentrañado en él, por encima de las banalidades de Conan
Doyle o Agatha Christie, una veta que bordea no sólo el mundo subconsciente, sino
también las alturas de lo metafísico y de lo ético. Y, del mismo modo, la novela
histórica más consuetudinaria, la ilustrada por Alejandro Dumas, por ejemplo, y hasta
por Pérez Galdós, se ha encaminado por otros senderos con Marguerite Yourcenar,
Robert Graves, Thornton Wilder o Mújica Laínez. Todo es cuestión de nivel
investigador y de deontología literaria, porque el ser humano, desde el más bajo hasta el
más complejo, vive de profundidades, queriéndolo o no, sabiéndolo o ignorándolo. El
crimen más escabroso y brutal da cuenta, para quien sabe leerlo en su sintonía, de lo que
realmente somos y de ello nadie logra percatarse mejor, ni siquiera el psicólogo y
menos todavía el sociólogo, que el novelista, dentro del enfoque utilizado en nuestras
notas críticas, desde hace ya varios años.
Existen, sin embargo, matices diferenciales a lo largo del género. Un encuentro
peligroso, de Ernst Jünger, no se parece en nada a Quién mató a Palomino Molero.
Cada uno de estos autores vive su literatura dentro de su propia tradición, la de la novela
de formación en el escritor alemán, fiel a Goethe y a todo un derrotero que alcanza
cumbres de maestría en Hermann Hesse, mientras el peruviano habita un espacio
cultural muy diferente, dentro del cual los precedentes literarios son tan determinantes
como el paisaje y el drama humano, digamos primitivo, que lo envuelve. La descripción
vagamente naturalista que realiza Vargas Llosa en su novela, cuando se trata de
presentarnos el medio ambiente en que se produce el crimen, la ciudad de Talara o el
pueblecito de Amotape, el interior del chiringuito donde consume sus tres comidas
diarias el teniente Silva, el lenguaje mismo de los diálogos o del pensamiento
monologante del guardia civil Lituma, representan una humanidad que nada tiene que
ver con el París de Jünger. Ni siquiera el motivo del crimen es el mismo y tampoco los
razonamientos de los que devanan el hilo silogístico de la investigación. Es difícil decir
cuál de los dos espacios humanos es más decadente, si el lujo material e intelectual de
aquel París “fin de siècle”, casi proustiano, en que se desarrolla el drama formativo del
joven diplomático alemán Gerhard, o la descomposición casi natural en que flotan,
como hojas de noviembre, las almas culpables o inocentes de sus personajes. ¿Quién
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mató realmente al “avionero” Palomino? ¿El coronel, el teniente celoso, los peces
gordos o la posibilidad de matar insita en una sociedad descompuesta antes de haber
madurado? La civilización sumamente desarrollada, llena de miles matices éticos, lleva
dentro de sí el germen de miles de posibilidades, en el bien como en el mal. El abanico
es elegante y monstruoso, tan infinito como las sutilezas de su decadencia. La
civilización incipiente no ofrece sino pocas posibilidades, para el amor como para el
delito. Todo se desarrolla dentro de un cauce prístino, singular, cuya podredumbre sigue
más bien el ritmo de la naturaleza que el del hombre, de un hombre exento de detalles y
de sutilezas, sometido a deseos primitivos y directos, el hambre, la hembra, el dinero, el
trago. Gerhard participa en la investigación del crimen en París, bajo la guía de un
policía sumamente desarrollado psicológicamente, y es así como se forma y se moldea,
mientras el cabo Lituma, que participa con asombro en la investigación del teniente
Silva, va a formarse para otros fines, desprovistos de finura. Sin embargo, las dos
sociedades, la avanzada y la primitiva, están destinadas al mismo fin, pertenecen al
mismo ciclo y se dirigen hacia el mismo desenlace. Un patriarca medio loco, medio
salvador, se encuentra hoy en todas partes y participa de manera dictatorial en el
proceso de descomposición. Puede llamarse Stalin o democracia, pero su presencia da
cuenta de la misma angustia, dentro de la miseria material, o moral, que todo lo
envuelve sin posibilidad de salvación. Hay como una culpa que acompaña la acción de
los protagonistas de las dos novelas, puntos extremos de la sociedad occidental, a la que
todas las sociedades pertenecen. Occidente no ha hecho sino universalizar el
sentimiento del fin. Por este motivo, lo policíaco o detectivesco cobra de repente un
sentido cultural apocalíptico en este tipo de novela al que me estoy refiriendo, por
encima del sitio donde se desarrolle su acción y por encima del nivel cultural de los
personajes.
De cualquier manera, ahondar en esta perspectiva moral, cargada de insinuaciones y de
extremismos existenciales, me resulta muy sugestivo y creo que la novela
contemporánea en general se presta a este tipo de investigación, cargado de cósmicos
soponcios, en un momento, sobre todo, en que los patriarcas, en su otoño universal, se
nos están echando encima, acarreando furores bíblicos.
Evidentemente, los estilos son diferentes, hasta opuestos. La novela de Jünger es preciso
leerla con un lápiz en la mano, para poder subrayar y luego volver a leer y meditar
fragmentos dignos de la pluma de un filósofo. La acción, a menudo, desaparece, en
cuanto a interés épico, bajo el alud sapiencial. En cambio, a Vargas llosa, sobre todo en
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esta obra, se le lee con el alma en la boca, pendiente la lectura de lo que va a suceder,
menos de cómo va a desarrollarse el ovillo de la trama. Es verdad que la inteligencia y
la habilidad de los dos investigadores, el francés y el peruano, domina la acción, pero
sus modales son distintos. El teniente Silva vive, al mismo tiempo, un drama amoroso
tan tosco y tan primordial como todo lo que le rodea, su amada es una posadera, esposa
de un pescador y va descalza, es gorda y apetitosa como una gallina en pepitoria, sin
embargo sabe perfectamente, desde la pureza de sus convicciones éticas, deshacer la
pasión de su pretendiente. Es más lista que el hambre. Me doy cuenta de que no he
anotado nada a lo largo de la lectura de este libro, entretenido en bloque, como un
mazazo sensorial. Uno de los mejores de Vargas Llosa, exento de las pretensiones y
refinamientos políticos de Historia de Mayta. No he encontrado en ningún sitio frases
dignas de ser subrayadas y meditadas. Pero el efecto es certero y fuerte. La impresión de
que resulta inútil comportarse rectamente, y descubrir a los culpables puede ser
contraproducente para un teniente de la Guardia Civil, flota sobre el libro. Los peces
gordos y los patriarcas en su otoño de opulencia mafiosa dominan el paisaje humano y
es inútil seguir siendo humano porque a éstos no les gusta, les molesta profundamente
en su carrera hacia la deshumanización, sin darse cuenta de que no sirven sino como
instrumentos para la aceleración de la historia, cuyas primeras y últimas víctimas, en el
final esperado, van a ser ellos y no nosotros, mientras los “pobres de espíritu”, los
investigadores policiales, los que actúan en contra del mal, se llevarán las palmas,
mañana o pasado, abiertos de manera natural hacia el bien y la verdad, condición del
funcionamiento universal.
En cambio, si abrimos a Jünger, nos encontramos a cada página con pensamientos como
éstos:
“Si las obras de arte tuvieran vida, los artistas serían dioses.”
“Era difícil catalogar su cara. Poseía una de esas fisonomías que desde la invención del
ferrocarril se hacen cada vez más frecuentes; llevan la huella de muchas razas y resultan
anónimas.”
“El oro y las piedras preciosas incitan al robo... No todo el mundo podía lucir piedras
impunemente. En la Edad Media había unas disposiciones taxativas. En aquella época,
tampoco todo el mundo podía llevar espada ni construir una torre en su casa.”
98
“En teoría, todo buen plan tiene éxito. Por eso debería quedar en el plano teórico. En la
práctica, interviene la estúpida casualidad. Si la gente supiera que en realidad esa
casualidad representa una ley, no estarían abarrotadas las cárceles.”
“Hay que hacer concesiones a la anarquía; si fuéramos a castigarlo todo, bloquearíamos
las válvulas de seguridad.”
No hay palabrotas ni obscenidades, pornografía o violencia de lenguaje. Todo transcurre
bajo una luz de perfección que es la del orden reinante en la sociedad donde ocurren los
hechos y el crimen. Todo es noble, por lo menos por fuera. En Vargas Llosa, a veces de
manera abusiva, lo malhablado se vuelve estilo, sirve para colocar a los personajes en su
línea cotidiana, es como una invasión semiótica que deteriora la obra, pero que forma
parte de su destino. ¿Cómo van a hablar sino así Lituma o Adriana, la posadera? Sería
falsificarlos. La situación límite en que desarrollan su tymos, o plan vital, produce este
tipo de lenguaje, y éste, a su vez, determina a la sociedad. Es un círculo vicioso en el
que tiene cabida el crimen, como la hermosura moral de Adriana o la sutileza y el buen
comportamiento social del teniente Silva. Cabida tiene el crimen en la otra sociedad
también, en la del lenguaje sutil y cincelado, de la novela de Jünger. Lo exterior es
distinto, la forma es otra y, aparentemente, se trata de seres situados en las antípodas. En
el fondo (y en ello tenían razón los cubistas), la esencia es la misma, la condición
humana produce un París sofisticado, transformador de la juventud de Gerhard, pero
Talara brinda a Lituma una lección igual desde el punto de vista de la formación. La
posibilidad del crimen, o del mal, como la del bien representado por Adriana y Silva, es
la misma, porque está esencialmente arraigada en nosotros, por encima de las latitudes
geográficas o morales. Creo, sin embargo, que algo se ha posado en el alma de Vargas
Llosa y le impide salirse de su primer cauce. Lo había hecho en La guerra del fin del
mundo, su obra maestra, pero luego regresó tranquilamente a su espejo primordial. Con
todas las satisfacciones y los riesgos que esto supone.
Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)
El secreto de Shakespeare
A lo largo de la década de los años 50, el crítico francés Paul Arnold trató de demostrar
que toda la obra de Shakespeare giraba alrededor de ciertos secretos de tipo ocultista o
esotérico y, en un libro titulado El esoterismo de Shakespeare (París, 1955), ilustraba su
tesis al desocultarnos los misterios no sólo de La tempestad, sino también de Otelo y de
99
Hamlet. Más tarde, en 1977, el mismo autor, insistiendo en el tema, publicó otro
ensayo, Clave para Shakespeare (1977), analizando otras obras del dramaturgo inglés o
volviendo sobre las ya explicadas. El éxito de aquellas interpretaciones no sobrepasó el
de cierta elite relacionada con problemas de este tipo y la gente siguió admirando al
autor de El mercader de Venecia por sus puras dotes dramáticas.
El tema, sin embargo, ha vuelto a apasionar a los intérpretes del pensamiento
shakespeariano hasta el punto de que el profesor Martín Lings, de la Universidad de El
Cairo, se decidiera a publicar un estudio titulado El secreto de Shakespeare (Ed. Atanor,
Roma, 1986), afirmando que la obra del gran inglés está pletórica de símbolos
iniciáticos y que personajes como Hamlet o el rey Lear algo tienen que ver con el
misterio de la santificación, que ellos bajan al infierno (de la vida cotidiana más tensa y
dolorosa) con el solo fin de redimirse y conocer, siguiendo, en este sentido, el derrotero
de Dante.
También el estudioso italiano Rocco Montano acaba de publicar un libro titulado El
concepto de tragedia en Shakespeare (Chicago, 1986), en el que afirma que, al ser el
poeta un católico perseguido por los anglicanos, su obra reflejaría las persecuciones y
sufrimientos de los suyos bajo el reino de Isabel, en la época de El Greco y de Felipe
II. Vinculado al pensamiento de Petrarca y de Erasmo, el actor y autor dramático
representó de manera oculta el doloroso itinerario en el tiempo de sus correligionarios y
contemporáneos. Fragmentos enteros de sus dramas no hacen sino poner en clave teatral
ideas católicas y partes de una doctrina sometida a una verdadera persecución por parte
de la reina y de su gobierno, cuyos desmanes iban a acentuarse decenios más tarde en
tiempos de Cromwell. Shakespeare sería, según estas últimas interpretaciones, un
esotérico cristiano que, por temor a las represalias, escondía su mensaje detrás de la
actuación de sus personajes.
Hay que tener en cuenta, cada vez que se vuelva sobre este apasionante asunto, que el
siglo XVI ha sido uno de los más dados a este tipo de mentalidad, ocultista según
algunos, esotérica según otros. Místicos neoplatónicos, como el maestro Eckart,
Ruysbroek, Tauler de Estrasburgo y poco después Paracelso y Cornelio Agrippa
formaban parte de las preocupaciones, lecturas y comentarios de la época, cuyo fin era
el de esclarecer el destino del alma y la salvación espiritual. Tres años después de la
representación de La tempestad, los rosacruces revelan al mundo su doctrina (en 1614
precisamente) y logran impresionar hasta tal punto a sus contemporáneos que
personajes como Descartes y más tarde Spinoza y Leibniz tratan de contactarlos. Hoy
100
sabemos que aquello fue un intento protestante de atacar a la Iglesia ya que, en el siglo
XVIII, la masonería puede ser considerada como una continuación del rosacrucismo,
siguiendo casi los mismos caminos. Quiero decir que las preocupaciones de
Shakespeare, hasta en su defensa de lo católico, con todos los riesgos que esto suponía,
eran de todos y que, de un modo católico o protestante, los rituales secretos, los
símbolos, lo esotérico y lo ocultista eran tan de moda como hoy el deporte o la
parapsicología.
Se ha comentado mucho y hasta la saciedad la tesis acerca de la identidad de
Shakespeare, pero esto no tiene nada que ver con la persona que ha escrito su obra.
Shakespeare puede ser el personaje enterrado en la iglesia de Stratford u otro, sin
embargo, el autor de la obra que lleva su nombre vivió intensamente los
acontecimientos de su tiempo y se dedicó sobre todo a defender ciertos valores que la
iglesia cismática de Londres trataba de hundir. Es éste el secreto, quizá.
Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar (fecha desconocida)
El cauce teológico y la huella heroica
Los libros extraordinarios han llegado últimamente a mi torre serrana, como para
completar este horizonte situado entre la torre con cigüeñas de mi pueblo y la silueta
gris de El Escorial. Dos libros que, de manera casi milagrosa, se completan el uno al
otro: El Libro de la Pasión (Editorial Universitaria, Santiago de Chile, 1986), del
chileno José Miguel Ibáñez Langlois, y un Libro de cetrería (Traité de la chasse au
faucon, Editions de l´Herne, París, 1986), por Jean Parvulesco. Textos realmente
estremecedores por el mensaje que llevan como pegado a cada sílaba y al ritmo interior
de su posibilidad de expresión. Poca gente entiende lo que está sucediendo y tienen que
ser los poetas, hoy como siempre, los reveladores de lo actual. Por esto hubo siempre,
como en el poema de Hölderlin, “poetas para tiempos de desastre”.
Empecemos por el chileno, que es, además, crítico literario de El Mercurio de Santiago,
autor de varios tomos de poesía y de una Introducción a la Literatura de la que di cuenta
alguna vez en esta crónica. Su Libro de la Pasión es una versificación muy personal de
los Evangelios, es lo que Papini llamó “la historia de Cristo”, pero puesta en lenguaje
contemporáneo y poético a la vez, es una de las interpretaciones más ricas en contenido
que jamás he leído. Y es una lástima que la producción literaria de un país tan
interesante desde el punto de vista literario como es Chile no está presente en los
escaparates de España porque, y sobre todo en este caso, aquello resulta a menudo
101
revelador. Pocas veces en mi vida he leído una poesía tan convencedora, tan
profundamente cristiana como este largo poema de Ibáñez Langlois que, a veces, resulta
incluso conmocionante por la fuerza con que sabe acercarse al tema mayor de nuestra
cultura y de nuestra civilización, que es el nacimiento, la presencia entre los hombres, la
actuación y la muerte y resurrección de Nuestro Señor. Hubo momentos, a lo largo de la
lectura, en que tuve que hacer esfuerzos sobre mí mismo para volver a encontrarme,
para separarme del embrujo encantador de este libro que sabe contar nuestra historia
más íntima y más trágica, más allá de cuyo conocimiento no existimos ni tenemos
alguna probabilidad de conocernos alguna vez. El lenguaje es sencillo, casi periodístico,
lleno de alusiones a nuestro tiempo y a su lenguaje, pero resulta tan poderoso y tan
reconstructor de las bases mismas de nuestro ser que uno se encuentra como inmerso en
el misterio que constituye la vida y la muerte de Cristo.
No sé qué fragmentos citar para que el lector de mi pálida interpretación tenga una idea
remota de lo que es esta permanente intervención de lo divino en lo humano y de lo
pasado en el presente: qué es la formación de la luna/ qué/ sino el efecto luminoso de la
agonía del huerto/ los húmedos olivos crecían llorando hacia la divina sangre/ qué es
el episodio de Adán y Eva/ sino la Pasión misma en su negativo/qué es/ qué es el origen
del lenguaje humano y la invención del fuego/ sino el primer ensayo general del INRI
sobre la tierra/ y ese fragor lejano que se llama historia de la humanidad/ qué es pues/
sino el último suspiro de la boca del crucificado muerto/ o acaso el primer suspiro que
resucitó/ qué es la tercera guerra mundial sino/ Jesús que está en agonía hasta el fin
del mundo/ todos los días son viernes santos todas las noches también/ que diga alguna
noche que no es el crucificado...
Y cada fragmento de la historia de Cristo, desde el Nacimiento hasta la Resurrección,
pasando por el fragmento tan impresionante de la Verónica, no hacen sino reconstituir,
desde la profundidad, el derrotero de la humanidad desde que, como decía Pasternak,
empezó a ser Historia, ya que todo lo que precede a Jesús no fue más que prehistoria.
Desde entonces, todos los momentos de la humanidad están llenos de Cristo, como si,
de repente, una vez consumado el drama de la Crucifixión y el milagro de la
Resurrección, cada una de nuestras fibras se quedara como empapada por los momentos
mayores de la vida y muerte de Cristo. El poema dedicado a la comparación, magna por
cierto, entre Sócrates y Buda por un lado y Cristo por el otro, es una de las mejores
interpretaciones teológicas y filosóficas de la diferencia. Por encima de filosofías y
revelaciones, el cristianismo resulta ser lo que realmente fue: una religión traída aquí
abajo por el Hijo mismo de Dios. De este modo, cualquier momento de su historia es
102
ejemplar y simbólico hasta tal punto que cada uno de nosotros, desde entonces hasta el
fin de los tiempos, esté vinculado estrechamente al desarrollo de aquel drama cósmico.
Desde los tiempos en que leía los poemas de Claudel, algunos de los versos de
Unamuno, algún que otro drama en verso de Eliot, no me había acercado a una poesía
tan conmovedora y tan fielmente sometida a la Verdad. Ibáñez Langlois nos levanta de
repente y de un modo muy auténtico y veraz hacia lo que somos. El dolor del hombre
contemporáneo es el producto de una ignorancia, de una separación que lo aleja cada
vez más de su entraña esencial existencial que es la Pasión. Yo diría que el mérito
mayor de este poema fabulosamente sincero y eficaz reside en el hecho de que logre
colocarnos en el centro vital de nuestra razón de ser.
El Tratado de cetrería de Jean Parvulesco, título simbólico también porque la táctica de
la caza, en este caso, tiene como objeto las almas, lo que Dios caza entre los hombres, lo
que la Gracia escoge para situar en una posición de sufrimiento, de herida y
entendimiento. Las alusiones a Fátima, a Ezra Pound, a los mártires y caballeros
medievales, firman una atmósfera que deja en libertad el vuelo visible del águila y la
existencia del elegido. La caza tiene aquí un sentido divino y el caballero medieval es el
personaje, apenas aludido pero presente, de un conjunto de poemas que trata de una
cetrería, pero fuera del bosque o de la animalidad, directamente relacionada al vínculo
esencial, el que une dramáticamente el hombre a su Dios. El lenguaje aquí es mucho
más prolijo y sofisticado. Parvulesco maneja un idioma esotérico, aludiendo, a menudo
citando, textos en latín, o a Lucia, la niña de Fátima cuyo nombre significa luz,
instrumento que hizo posible su paso hacia nosotros: en el otro mundo, tengo innúmeros
apoyos; mientras que aquí,/ en este no tengo más que a ti, oh adornante Lucia, paloma
reclusa/ en el Carmel de Coimbra...
O estos versos sacados de uno de los poemas más bellos del libro que, hasta cierto
punto, continúa la historia de Ibáñez Langlois, sin la cual ésta no hubiera sido posible:
en las colinas abruptas, estos manzanos salvajes y/ estos viñedos, guarida de una
pasión insatisfecha por donde/ corre la sangre/ de los muertos y de los vivos camino de
la muerte/ es allí donde abandoné el sendero...
¿Cómo entender y justificar a Ezra Pound sin el calvario de la pineda de Pisa? ¿Cómo
comprender lo mejor de Eliot sin los sacrificios multitudinarios de la Segunda Guerra?
¿O a Gottfried Benn? Y he citado a los poetas quizá más representativos de estos
tiempos de desastre. Parvulesco no hubiera escrito poemas, o de otro modo, sin las
mazmorras, los castigos, el hambre, las experiencias que tuvo que vivir en el cuerpo
103
mismo de su alma, durante los años que nos separan de la paz que no acabó con ninguna
guerra, sino que la volvió permanente. Creo que sólo pocos escritores, pero los mejores,
hayan tenido el valor de acercarse a las causas y a los reales efectos de aquel
acontecimiento en el que estamos todavía metidos y de cuyas consecuencias anímicas
muchos no se dan cuenta. Heinrich Böll por supuesto que no, y tampoco los tocados
por la muerte ideológica, pero sí algunos elegidos que han sabido otorgar a este tiempo
los matices de un Libro de la Pasión. Nos encontramos sometidos a una prueba mayor,
como en un proceso de iniciación, de la que sólo muy pocos saldremos beneficiados, en
el sentido del conocimiento, y de la que la mayoría se considerará como participante
beneficiosa y consumidora, pero de cuyos resultados nunca se enterará. El drama ha
sido y es candente, crucificial diría, inventando una palabra que da cuenta y que empuja
a algunos a considerar a este tiempo como a un tiempo último, apocalíptico.
Hubo otro tiempo, según la enseñanza de Parvulesco en esta versificación de nuestro
calvario, en el que el hombre, representado por unas elites, estuvo a punto de conseguir
el reino de Cristo en la tierra o, por lo menos, un acercamiento a la promesa. Pero
aquello no fue posible por motivos que expusimos a veces en estas crónicas semanales.
La Edad Media fue la época en que muchos corazones en tierras a las que Parvulesco
llama “las Austrias”, en un sentido simbólico lleno de contenido esotérico y hasta de un
sentido político muy sutil, muy relacionado con el bajofondo sattwico de Pound,
alcanzaron un umbral. Con mucha dificultad y sacrificio, aquello llegó a llamarse
imperio y Dante, los templarios y Enrique VII de Luxemburgo, igual que Federico II
de Hohenstauffen un poco antes, pero no duró mucho. La promesa, tan difícilmente
formulada y esclarecida, no pudo cumplirse. España fue quizás el último peldaño y el
más alto en el marco de aquella subida. Y tanto Cervantes aquí, como Shakespeare del
otro lado, fueron los últimos mensajeros del secreto imperial, mientras Quevedo
cantaba, en versos y en prosa, lo que no pudo ser. Considero los poemas de Parvulesco,
hombre situado en la sombra de “las Austrias”, como trozos sangrientos e iluminativos
de aquel lejano acontecimiento que no deja, sin embargo, de insuflar vida a poetas de
nuestro siglo, y me refiero sobre todo a Rilke y a Ezra Pound, quizá los mayores
embajadores de una vieja tierra aparentemente perdida, en la que está cazando ahora un
arquero real venido desde las tierras hiperbóreas del Sagitario. Su Tratado de Cetrería
no sería, bajo este signo, sino un Libro de Horas vivido y contado bajo el encanto
permanente de los Cantos Pisanos, formando una especie de terceto mágico para mover
por el mundo de la guerra sin fin a los caballeros de la resignación. Su libertad es
inclinarse ante el poder eterno.
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Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)
El Griego
Es El Greco uno de los personajes más complicados, más difíciles de entender, más
lleno de trampas vitales y artísticas de la historia de la pintura, porque lleva en sí una
carga de complejos a la que los críticos están desocultando a lo largo y a lo ancho de su
pintura, quedando la otra, los complejos vitales, al alcance de pocos, ya que escasos
testimonios nos han quedado de su existencia terrenal. Hay que suplir lo desconocido
con la imaginación, situándose uno al nivel desde el que el artista contempló un mundo
que fue su mundo. Es este el primer gran secreto de la vida y de la obra de Doménico
Theotocopulis. El segundo, al lado del misterio del yo, es el de la circunstancia, del
entorno vital en que se desarrolla el derrotero de un bizantino venido de Creta, estudioso
en Venecia de la pintura de su tiempo, tratando de buscar fortuna en Roma y anclando
su barca en el puerto de Toledo. Tercer misterio de este hombre que fue, en el fondo, un
exiliado, parecido a los que hoy abandonan el Este para volver a encontrar o para
conseguir su libertad en los puertos occidentales, todavía libres. El Greco no habló
nunca el castellano sin un deje traicionador de sus orígenes. Cuarto secreto: el amor por
Jerónima de las Cuevas. Habría que buscar otros, sin duda alguna, pero esto nos llevaría
quién sabe dónde y nos alejaría del objeto de esta investigación, que es la novela de
Jesús Fernández Santos (El griego, Ed. Planeta, Barcelona 1985), uno de los mejores
libros del autor, a menudo apasionante, escrito en un idioma rico, suculento,
representativo de los personajes que maneja con verdadera maestría, pero sin lograr
acercarse mucho al misterioso y secreto protagonista. Una gran novela, un verdadero
contacto entre el autor y su vasta progenie. Sin embargo, el genio tutelar, el héroe
titular, creo que se le ha escapado por entre los dedos. Fernández Santos ha realizado
una obra existencial, pero lo esencial del personaje sigue, sin tocar, en su sitio de antes.
Ningún novelista hasta la fecha ha logrado descifrar el misterio El Greco. Podemos
decir que la obra de Fernández Santos nos acerca al mismo, nos lo pone en plena luz,
nos lo esconde a veces, como en un juego de claroscuros, casi invitándonos a seguir
buscando. Diré más: ni siquiera los críticos especialistas han logrado analizarlo en su
integridad, lo han hecho pedazos, han descrito perfectamente estos fragmentos, pero no
he leído hasta ahora ninguna monografía esclarecedora en su conjunto. Y esto porque el
personaje sobrepasa quizá la posibilidad de acercamiento global de un crítico. Fue el
105
poeta Rilke el único capaz, en unas cartas escritas desde Toledo, de enfocar a la ciudad
y al pintor bajo una perspectiva reveladora, pero sólo fueron intuiciones, gritos de
alegría, en el marco de un proceso espiritual que estaba transformando la vida del poeta.
Entiende de repente lo que es España a través de Toledo, igual que El Greco hacía más
de tres siglos. Es lo único que he encontrado. Sí, ahí están los estudios de Cossío, de
Marañón, de Camón Aznar, pero la obra de un genio sobrepasa los peldaños científicos
del saber: estos no alcanzan a aquella. Este tipo de investigación es como un trabajo
preparatorio, el cual, a su vez, servirá un día de material bruto para que algún artista, un
escultor, un poeta o un novelista, y quizá un músico también, saquen su provecho
definitivo del montón de zócalos introductivos.
Del amor de Doménico por Jerónima no conocemos, por ejemplo, más que el fruto:
Jorge Manuel, y el retrato de la mujer, en “La dama del armiño” y en otros cuadros.
Según los historiadores, falleció poco tiempo después de dar a luz, porque desaparece
del mapa de Toledo y del de su marido. ¿Se habían casado? ¿Sólo habían convivido
algún tiempo en la calle de los Azacanes, cerca de la Puerta Nueva? ¿Acabó en un
convento? Sin embargo, Fernández Santos la hace vivir durante mucho tiempo, la hace
incluso sobrevivir al artista. Inventa un idilio entre Jerónima y Francisco Preboste, el
ayudante del Greco, un idilio frustrado sin duda, pero el escritor nos deja entender con
claridad que ella aceptaba la corte del discípulo italiano. Asistimos, incluso, a un
ostentoso juego de manos en el jardín, revelando cierta astucia por parte de la “Dama
del armiño” y cierto impudor. No me la imaginaba así, tengo que reconocerlo. Es lo
único que encuentra el autor para elaborar en su novela una indispensable (¿?) intriga
amorosa. ¿Qué necesidad tenía de ello? Me lo pregunto tímidamente.
El Greco es una figura histórica, digna, pues, de un retrato, y el novelista hace todo lo
posible por alejarse de su modelo. Lo coloca entre sus contemporáneos, lo que, hasta
cierto punto, contribuye a la formación del entorno orteguiano, pero rehuye el yo. Y
este entorno lo forman Jerónima (hablando todos en primera persona), Preboste, la
sirvienta María, Jorge Manuel, el mismo El Greco, un "cigarral", el nuevo discípulo
Tristán, etcétera, pero la época es mucho más que esto: Felipe II, Santa Teresa y San
Juan de la Cruz, Lope, Góngora, Cervantes, Juanelo, el Concilio de Trento y sus
consecuencias, la Invencible, el "Entierro del Conde de Orgaz" y toda la obra, la
inmensa obra del pintor que trata de condensar en ella lo más importante de la historia
que España desarrollaba ante sus miradas. Un nuevo Bizancio se estaba forjando aquí,
el proyecto culminó con Lepanto, prosperó, se vio fortificado por la conquista de
106
Portugal y hubiera cambiado la faz del mundo si España hubiese añadido a sus
territorios a Inglaterra y a su imperio en agraz. Pero el fracaso de la Invencible
distorsionó, o volvió a normalizar, el plan vital español. De Cervantes a Quevedo y a
Gracián no habrá más que llantos alrededor del magno desengaño. Es evidente que la
elite de entonces percibió las consecuencias de todo aquello, de Lepanto como del
hundimiento de las carabelas en el mar del Norte. La obra que el griego pintaba en
Toledo, una vez echado del Escorial, no es sino el testimonio de aquel esfuerzo
sobrehumano. Una epopeya que encontró a su Camoens en un pintor, pero de un modo
más sutil, más oculto, menos alcanzable para el publico cotidiano. "El entierro..." es la
culminación de un sueño que se frustra en la tierra para cumplirse en el cielo.
Creo que la novela de Fernández Santos es demasiado esquemática, desde este punto de
vista,. Hubiera tenido que dedicarle el doble de páginas, para poder aprehender en ella
el misterio de su protagonista, que plantea, además, desde el punto de vista de la
técnica, otro problema: nada mejor para un novelista que la primera persona, porque
crea de esta manera una comunicación fenomenológica, da cuenta, directa e
íntimamente, de lo que sucede en primer lugar dentro del personaje y sólo después fuera
de él. Lo real se configura alrededor nuestro a través de nuestra subjetividad. El resto es
literatura, o conocimiento marginal. El mundo objetivo es un mundo subjetivo. Y, en
este sentido, el Greco existe en primera persona en la novela de Fernández Santos. Pero
este yo genial viene como sumergido por la invasión permanente de otros mundos
subjetivos que añaden su propia historia a la del protagonista. Es como una enciclopedia
de sujetos que pretenden tratar, todos ellos, del mismo tema, el del griego: y sin
embargo no lo logra porque el drama de cada yo en parte oscurece al principal. Es así
como el idilio Jerónima-Preboste resulta apasionado y apasionante, merced al talento
del narrador, pero no añade nada al tema, añade incluso una duda, ya que resulta
inverosímil, inventado ad hoc para que el lector quede satisfecho. Pero, ¿qué clase de
lector? Es una pregunta. El asunto se fragmenta. El Greco no puede ser una obra, sino
sólo un ser mortal.
Desde dentro no nos aparece nunca, ni siquiera cuando el autor lo enfoca como un yo
más. Es, pues, a pesar de todo, una crónica exterior, muy bien llevada a cabo, porque el
libro se lee de un tirón y tiene páginas realmente logradas, y no podía ser de otra forma,
porque Jesús Fernández Santos es un escritor auténtico, pero el genio resulta como
aniquilado por el hombre de a pie, si es que lo hubo en este caso.
107
Decía en el primero de los artículos de la presente trilogía, que cada religión ha creado
su cultura y me refería sobre todo a los tres matices del cristianismo. España, la del
tiempo del Greco, hubiera podido rehacer la unidad perdida, incluyendo en su área
imperial a un Bizancio reconquistado (hazaña posible después de Lepanto) y a una
Inglaterra, bastión de la Reforma y del puritanismo más tarde. Europa hubiera podido
estar unida si España cumple con todas las promesas. El imperio romano cristianizado
fue el núcleo de aquel sueño, luego Bizancio, luego el imperio alemán de la Edad
Media. Pero intervino la separación entre Roma y Bizancio, luego la caída inevitable de
éste y, más tarde, la ruptura luterana. Roma, Rusia, los anglosajones otorgan matices
distintos a un fondo común al que tratamos desesperadamente de reconstituir hoy, a
través de instituciones laicas que no vienen al cuento. Por este motivo, el Greco es tan
grande. Su propio mundo interior, su cultura, su formación, su inconsciente colectivo
forman una personalidad que procede de muy lejos. Es el fondo helénico del pintor, al
que se sobrepone su catolicismo cretense, luego su presencia en Venecia y en Roma, y,
por fin, en Toledo, en un momento crucial de la historia europea, cuando España da al
mundo reyes, guerreros, descubridores, místicos, dramaturgos, novelistas, juristas,
técnicos, médicos, marinos que constituyen de por sí un imperio cultural, una
civilización, la primera de tipo realmente universal. El pintor asiste al desarrollo del
tymos castellano, del plan vital como decía Platón, su compatriota, y pinta por encima
de la imaginación del rey que forja el imperio pero quizá no lo comprende más que
como un amasijo territorial. Todo es tragedia en la vida del griego y nada se cumple, ni
el amor ni la ecumene. Sólo en "El entierro..." se realiza plenamente, tiene la certeza de
haber pintado una obra maestra, más grande que la Capilla Sixtina. Su fracaso, que rima
con el fracaso del tymos castellano, es grandioso, pero, de la misma manera en que
España crea un siglo de oro, que es toda una época de plenitud dentro de la cultura
occidental y, hasta en el fracaso, sigue engendrando genios, El Greco da con su siglo de
oro en la simbología, tan compleja y tan extraordinaria, de su "Entierro del señor de
Orgaz". Hay un paralelismo estremecedor, una correspondencia viviente entre un
conjunto nacional, en tensión universal, y el yo de un artista que, al coincidir con la
visión española del mundo, se vuelve pintor genial. Yo lo veo así. Fernández Santos lo
vio de otra manera y escribió un libro excelente, que va a encantar a muchos lectores,
por encima de mis disquisiciones de crítico quisquilloso e inmodesto.
Postdata: En la página 176 escribe el novelista: "no entiende que para mí, como para los
florentinos, la pintura es sobre todo color antes que dibujo..." Es un error fácilmente
108
corregible en futuras ediciones: el color es de los venecianos, Ticiano, Tintoretto,
Veronese, mientras el dibujo, las aristas separadoras, son de los florentinos.
Vintila Horia, en El Alcázar, 1985
Tiempos y estilos
He tenido, desde que ha empezado el mes de junio, un sinfín de revelaciones y
de grandes satisfacciones artísticas. La alegría veraniega empezó con los cuadros de
Molina Sánchez, llenos de ángeles, ilustrando el itinerario de un pintor que parece
destinado a traducir en líneas y colores la pasión de Rilke por los mensajeros celestiales.
De repente, Molina Sánchez me aparece como uno de los más grandes pintores
españoles contemporáneos, reflejando, al mismo tiempo, una profundidad anímica y una
técnica dignas de todo lo que ha hecho hasta ahora y anunciadora quizá de futuros
milagros pictóricos. Pero también he podido admirar en una galería de nombre abulense,
en Galileo, 7, la exposición de Elena Ghiu y sus tapices tan llenos de luz y de
sugerencias que parecen como importados de otros mundos, mensajeros de algo que
trasciende la materia y los temas. Un auténtico gozo espiritual.
Pero fue el otro día, en la Iglesia de la Encarnación, donde he podido pensar en paz en la
armonía perfecta que los artistas establecen entre su tiempo y las formas que lo
representan. El conjunto musical Albicastro Ensemble ejecutaba obras del siglo XVI
(Landi, Monteverdi, Melij y Marini), luego del período siguiente (Bach y Haendel), con
ocasión de la edición de un disco (por la casa Ethnos) dedicado a los Lieder Espirituales
de Bach y algo se producía poco a poco dentro de la Iglesia. El Barroco cantaba ( a
través de la maravillosa voz de Rosa María Melister), sonaba y coincidía con el sentido
arquitectónico y místico del edificio. Me pasé dos horas escuchando, mirando y
meditando. Los compositores eran italianos y alemanes, el arquitecto y los pintores
habían sido españoles, pero habían vivido al unísono del tiempo, insertos en la misma
filosofía vital y en el mismo deseo de hacer arte sometiéndose al mismo estilo. Que es la
forma de un tiempo. Me hubiera gustado asistir, acto seguido, a la representación de un
Auto sacramental de Calderón, en el mismo sitio, bajo la misma luz. O que alguien me
leyera fragmentos del Criticón.
Mi imaginación vagaba debajo de la cúpula, se dejaba impresionar por los santos
109
barrocos, gigantescos en sus nichos medio protegidos por la sombra, trataba de dar un
sentido a las líneas y a los colores, mientras la música de Monteverdi,
extraordinariamente paralela, trágica y elocuente a la vez, o la de Landi, me permitía
otorgar al siglo XVII dimensiones de completez. Lo que veía y oía en aquel momento
convergía en un conocimiento global que era el de la época. Aquel tiempo tuvo un estilo
y la belleza del momento consistía para mí en descifrar las intenciones de los creadores
en el espacio y de los creadores en el tiempo, arquitectos y pintores, por un lado;
músicos, por el otro. Podía hasta imaginar los trajes de la gente, en un momento
parecido, situado tres siglos antes, gente de la Corte, contemporáneos de Felipe IV y de
Calderón, por ejemplo, contemplando las mismas pinturas y escuchando la misma
música, viviendo las mismas sensaciones que el público de mi tiempo. En apariencia los
problemas que cada uno llevaba dentro eran otros, pero, en el fondo, la obsesión de la
muerte, el miedo a la enfermedad, los intereses creados, la protesta de algunos ante los
abusos de los grandes, el conformismo de los cortesanos, el amor y los celos, todo este
conjunto de esencias eternas no había cambiado para nada. Éramos los mismos. Sólo
que los reyes y los grandes llevaban otros nombres y los trajes otro corte.
José L. González tocaba su clavidordio en un solo de Haendel (“Suite en re menor para
clave”) y mi mente mudaba de ropa a los espectadores, nos encontrábamos cinco o seis
decenios más tarde y, sin embargo, nada había cambiado. Algo en los trajes. Pero los
problemas seguían iguales a sí mismos desde los comienzos del hombre y del arte. Y yo
seguía encontrándome a gusto en aquel ambiente tan perfectamente descrito por el
pianista, con la ayuda de Haendel, claro está, y que dibujaba en el aire del oído las
mismas formas y las mismas tonalidades. La humanidad estaba saliendo del Barroco
para dirigirse hacia la locura del iluminismo y de la revolución. Pero nadie se daba
cuenta de nada, ni en la melodía ni en la pintura o la arquitectura. ¿O es que lo trágico
del Barroco no es sino la premonición de Voltaire y de la guillotina, del asesinato de los
reyes y de las carnicerías napoleónicas? ¿No está Goya en las mismas preguntas de
Calderón? Habría que esperar a Mozart y, sobre todo, a su Réquiem, para que lo trágico
esencial volviese a la superficie, anunciando, desde cerca, la magnitud del drama, al que
Beethoven otorgará acentos goyescos. Yo no quería pensar en aquello. En la tarde casi
veraniega, en la Encarnación milagrosa, donde cuaja todos los años, después de
licuefacerse, la sangre de San Pantaleón, menos en los años anunciadores de tragedias
nacionales, la belleza del estilo daba alas a mi placer de vivir.
110
Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar (fecha desconocida)
Historia de una literatura trágica
Hay dos literaturas trágicas en el mundo, las últimas quizá: la soviética y la
hispanoamericana, dando cuenta de la historia actual de sus respectivos pueblos.
Mientras el bienestar, el conformismo, la transformación del escritor occidental en
cliente de lujo de la sociedad satisfecha, impide una relación auténtica entre la literatura
y el hombre y comercializa o endemoniza al esclavo de la usura, allí donde el ser
humano está encadenado, oprimido, internado en el gulag soviético o bien obligado a
asistir impotente a la difusión de la plaga bíblica de la subversión económica, el escritor
ha sustituido al héroe político y cuenta la tragedia cotidiana de los suyos Es la voz de
una miseria jamás alcanzada hasta ahora por el hombre, ni siquiera en sus peores
tiempos históricos. El exilio o el gulag, por un lado, la contemplación desde una falsa
libertad cívica, por el otro, otorgan a los escritores soviéticos y a los hispanoamericanos
unas posibilidades de desvelar la estatua de la verdad en tonos de tragedia, en una
especie de tiempo privilegiado, parecido hasta cierto punto a la época en que los griegos
sacaban los mismos matices de los terrores humanos ante lo desconocido y ante la
inclemencia del destino. Podríamos decir, pues, que pocos novelistas de la segunda
mitad del siglo XX hayan sabido bajar a las profundidades de este infierno como lo han
hecho Pasternak, Bulgakov y Solzhenitsin (sin hablar de los exiliados, que forman otro
frente, paralelo, de esta lucha en el nombre de la salvación de la esencia), y, desde la
otra perspectiva, los grandes hispanoamericanos que se sitúan en algo así como un Big
Bang de su propia literatura desde el mismo momento en que empiezan a separarse de la
simple protesta política y a expresar lo humano concentrado en el drama representativo
y simbólico de sus colectividades.
Ningún historiador literario se ha atrevido hasta la fecha a presentar las dos literaturas a
las que aludo más arriba bajo este aspecto, que es el auténtico, puesto que son
historiadores occidentales, engarzados en el conformismo, pero lo curioso es que ni
siquiera dentro del espacio hispanoamericano, donde el novelista se atreve a hablar y a
revelar, los especialistas han sido capaces de interpretarlos al debido nivel existencial.
Casi todos ellos provienen del espacio crítico de las universidades norteamericanas,
donde la novela del Sur es interpretada al simple nivel de la protesta social, del realismo
mágico y, en líneas generales, de interesadas, subjetivas e inauténticas posiciones
111
marxistas o estructuralistas, falsificadoras de la realidad literaria. Sin embargo, libros
como Pedro Páramo, El siglo de las luces, La guerra del fin del mundo e Historia de
Mayta y también Tres tristes tigres pueden ser contemplados hoy en su luz verdadera,
por encima de partidismos, caprichos críticos y prudencias universitarias. En el marco
defraudante de la interpretación, el libro del profesor italiano Giuseppe Bellini, Historia
de la literatura hispanoamericana (editorial Castalia, Madrid 1985), aparece como un
primer esbozo, desde Europa, destinado a situar lo hispanoamericano en su justo nivel
de vida. No es que se trate de una historia tan atrevida y real como yo la planteo en esta
crónica, pero sí de un intento, por lo menos, destinado a acabar con mucha falsa leyenda
y con algunos falsos mitos. Es evidente que una literatura tan vasta no puede caber en
menos de setecientas páginas y que, lógicamente, ninguno de los autores tratados por
Bellini llega a tener en el libro un retrato exhaustivo, pero esta sería tarea de los
exegetas monográficos o de los historiadores nacionales. Resulta difícil hablar de
Carpentier de Vargas Llosa en cuatro páginas y de Cortázar en tres, pero es este el rigor
limitativo al que se somete el historiador de tan magna empresa. Se trata de enfocar más
de veinte literaturas a lo largo de más de cuatro siglos y el esfuerzo puede resultar
agotador por demasiado sintético. Y es lo que le sucede a Bellini a pesar de sus buenas
intenciones. Sin embargo, merecía la pena saltar por encima de los prejuicios y escribir
una historia así. Libro, pues, más que meritorio, quizás único en su objetividad, a
menudo entusiasmante desde el punto de vista del observador sine ira et studio.
En la misma Introducción encontramos estas frases reveladoras. “No me cansaré de
repetir que la verdadera función misionera de España, descontada la inevitable tragedia
de la conquista, con sus dolorosas consecuencias, y la frecuente incomprensión ante lo
diferente, fue la conservación esencial y la valoración de un inmenso patrimonio
cultural indígena, mérito extraordinario de las órdenes religiosas a cuya obra inteligente
debemos todos nuestros conocimientos del mundo precolombino.” Y más adelante: “Lo
que importa, habida cuenta de los datos con que contamos, es poner de relieve que gran
parte de la esencia cultural del mundo aborigen se ha salvado y acabó confluyendo
como componente decisivo en la espiritualidad hispanoamericana, no en discordia, sino
en productiva síntesis, manifestándose legítimamente en una lengua sin lugar a dudas
importada, pero que sirvió para unificar la expresión del continente y, sobre todo, para
insertar su presencia cultural en un concierto mucho más amplio.” Pensamientos que
contradicen a los indigenistas politizados, cuyas conclusiones demenciales encontramos
en el Canto General de Neruda y en la pintura, cada vez más afeada por el paso
implacable del tiempo, de Diego Rivera y Siqueiros. Bellini logra definir de esta manera
112
el descubrimiento, que fue una inmensa acción destinada a insertar un continente
separado en el área cultural de Europa y, por ende, de la humanidad. Y fue la España
religiosa la que preservó los monumentos culturales incaicos o aztecas y mayas y que
fundó universidades desde mediados del siglo XVI. La magnitud en lo bello y lo
universal de la literatura hispanoamericana actual no es sino la continuación de aquel
acto fundacional, mientras la decadencia política no es más que una separación del
mismo.
El primer capítulo de la Historia de Bellini es dedicado a la literatura precolombina, la
náhuatl y la maya, en la zona azteca de la conquista, y la de los incas en el hemisferio
austral. Poesía religiosa y metafísica, sobre todo cantando la sumisión del hombre a los
dioses, pero también la angustia kierkegaardiana ante la dureza inexplicable de
Quetzalcoatl o hasta de la diosa madre y ante la presencia eterna de la muerte. Escribe
Bellini: “El mundo náhuatl y el mesoamericano están dominados por la presencia de la
muerte, y no es extraño que esta domine, junto con la influencia hispánica, y sobre todo
Quevedo en el ámbito literario, incluso la poesía contemporánea de estas regiones,
especialmente la mexicana.” Hay quien cree en una vida más allá de la muerte,
destinada a la felicidad (“Dicen que en buen lugar, dentro del cielo/ hay vida general,
hay alegría”), pero hay quien piensa que el más allá no es sino la nada. Es la duda
precristiana, presente en casi todas las religiones llamadas paganas, cuyos fieles han
vivido en todas las latitudes esta incertidumbre de la que han sido liberados por el
mensaje del Nuevo Testamento. Y hay una poesía heroica en la que el poeta canta a los
príncipes de antaño y lamenta la decadencia de los héroes actuales y su afeminamiento y
su decadentismo, lo que explicaría, por lo menos en parte, la derrota espectacular ante la
embestida de la nueva civilización española.
Estas antiguas resonancias brotan, por encima de los siglos, en la literatura
hispanoamericana actual y encontramos su filosofía en Miguel Ángel Asturias, alejo
Carpentier, García Márquez o Juan Rulfo, entre otros. Sí, está presente en ellos, como
bien lo observa Bellini, el influjo de Valle-Inclán, de Quevedo y del surrealismo, pero
hay como una vuelta al mundo mágico precolombino en poetas y novelistas y que se
combina felizmente con lo español y lo europeo. Sería este todo un tema para futuras
reflexiones. ¿Hasta qué punto el retorno –como el retorno humanista en Italia por
encima de la Edad Media cristiana- ha sido libertador? O, en otras palabras: ¿Cuál
puede ser el destino de los trescientos millones de hispanohablantes una vez liberados
del catolicismo y de lo español y entregados a la libertad mágica de sus comienzos? ¿No
113
es más bien incaico o azteca el presidente de El otoño del patriarca? ¿No era mejor el
Paraguay de los jesuitas que el de los demócratas seudoeuropeos? ¿Cuál ha sido el
factor o los factores que han determinado un cambio profundo, y no para bien, de los
pueblos hispanoamericanos durante el siglo XIX? ¿Tiene razón Sarmiento en su
Facundo, criticando la herencia española, o José Hernández en Martín Fierro,
alabándola? ¿Y cuál, por fin, han sido los frutos de las llamadas revoluciones, como la
mejicana, hundiendo a todo un pueblo en la miseria y las tinieblas precolombinas? La
falta general de una elite política, ante la presencia de una elite intelectual de primera
magnitud, capaz de enderezar el destino de los argentinos, por ejemplo, puede achacarse
al Renacimiento humanista, para no llamarlo de otra manera, que ha desencializado la
psique de todos los pueblos hispanoamericanos y, de manera espectacular, a los
argentinos. El colonialismo no ha sido aún desterrado y es posible afirmar, a través de
los acontecimientos actuales, que, en realidad, ha empezado a comienzos del siglo XIX,
en el mismo momento de la independencia. La literatura hispanoamericana, bajo sus
aspectos más grandiosos y a través de sus novelas más desgarradoras y auténticas, no
serían sino el espejo de esta tragedia.
Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)
Contra toda esperanza
El poeta Osip Mandelstam nació en 1891 y desapareció en 1938, año en que,
desde el gulag donde lo habían enviado los comisarios de Stalin, dejaron de llegar
noticias suyas a la mujer que lo esperaba en Moscú. Desapareció como tantos otros,
poetas o no, en la noche del materialismo dialéctico, llevando consigo poemas,
desengaños y esperanzas. La revolución rusa, montada en premisas intelectuales,
embrujó a escritores y artistas a principios de este siglo, a Boris Pasternak entre miles, o
al filósofo Nicolás Berdiaev, al novelista Zamiatin o al futurista Mayakovski y a los
representantes de la escuela poética campesina, como Esenin, y al mismo Máximo
Gorki. Todos ellos, sin excepción alguna, perecieron en los campos de concentración o
se suicidaron, algunos lograron exiliarse, otros prolongaron su agonía hasta después de
la muerte de Stalin cuando, al primer gesto de rebeldía, como Pasternak con su Doctor
Zhivago, fueron sometidos a los ataques más inmundos y degradantes por los meninos
del régimen, y perecieron abatidos por su propia desesperación. Este período de la
historia humana, que empieza en 1917 y no tiene ganas de abandonar el escenario, es el
más triste de todos los tiempos, porque ningún otro régimen, ni el de la dominación
tártara en Rusia, logró humillar al ser humano hasta tales extremos ni asesinar en su
114
alma cualquier brote de esperanza. Cuando alguien preguntó a Verlaine si creía en la
existencia del demonio y, si era así, cómo se lo imaginaba, dijo: “Es un cuarentón
apuesto y elegante que habla italiano con acento ruso”. Lo que era, en el fondo, toda una
profecía.
En su libro conmovedor, lleno de testimonios de primera mano, Nadejda Mandelstam,
la viuda del poeta desaparecido hace tanto tiempo, trató de contar los acontecimientos
que preceden al arresto de su esposo, y todo lo que ella emprendió para tratar de
salvarlo, después de su marcha hacia Siberia. El libro fue publicado por primera vez en
inglés, en 1970, fue traducido al francés por las ediciones Gallimard, en 1972, y aparece
ahora, vestido de castellano, en Alianza Editorial (Madrid, 1984). Los acontecimientos
hablan de por sí. El 13 de mayo de 1934 es arrestado por primera vez el poeta; el 17 de
agosto de 1934, unos meses después, tiene lugar en Moscú el primer congreso de los
escritores soviéticos, acompañado por los bombos y platillos del régimen, dispuesto a
demostrar la adhesión de los escritores de todo el mundo a la nueva versión de la
tartaridad ruso-soviética. La historia de esta adhesión es la de una traición. Todos sabían
lo que estaba sucediendo en la URSS, los campos de exterminio, el suicidio de los
poetas, el hambre del pueblo, el tiro en la nuca, el imperialismo más desenfrenado, la
edificación de un Estado totalitario basado en la mentira y el espionaje, el crimen y la
angustia. Decenas de escritores fueron a visitar el paraíso de sus esperanzas y volvieron
hechos polvo por la desilusión: Panait Istrati, André Gide, Knut Hamsun, Henry
Béraud, Stephen Spender, Arthur Koestler, Ignacio Silone, entre otros. Pero esto no
impidió a Luis Aragón transformarse en miembro del comité central del partido
comunista francés, ni a Bertold Brecht seguir en su prosopopeya marxista, ni a Pablo
Neruda o a Rafael Alberti tener una conciencia sin remordimientos. Tan panchos, los
escritores occidentales aceptaban premios Lenin o Stalin, visitaban aquello como si se
tratase de las Bermudas, regresaban a sus países y seguían en sus temibles treces. A
ellos dedica Nadejda Mandelstam, al final de su autobiografía, este párrafo desgarrador:
“Cuando veo los libros de los Aragon de toda clase, que pretenden dar una lección a su
propio país enseñándole a vivir según nuestro ejemplo, pienso que estoy en la
obligación de dar a conocer mi propia experiencia, yo también. ¿Con qué fin había que
enviar convoyes interminables de condenados al Extremo Oriente y, con ellos, al
hombre que yo amaba? Mandelstam solía decir que “ellos” sabían perfectamente lo que
hacían: no sólo destruían al hombre, sino también al pensamiento.”
Palabras sin posibilidad de réplica y que ponen de relieve dos consecuencias tan
115
irreparables como aquellas muertes. En primer lugar, al entrecomillar la palabra “ellos”,
la viuda del poeta da nombre a la distancia que separa, hoy todavía, después de tantos
decenios, al gobierno del pueblo. “Ellos” son, en la URSS, como en cualquier otro país
socialista, el partido, el comité central, los que se han separado de la colectividad, los
que la oprimen y la agostan. Nunca, en la historia, nos encontramos con un hecho
parecido. Es una minoría invasora, extraña completamente, situada fuera del alma
colectiva, que está ahí como por milagro, como una pesadilla, y que un día desaparecerá
del mismo modo en que ha aparecido. La llamada “nomenklatura” es el meollo de esta
extranjeridad, confundiéndose el “ellos” tanto con esta clase reducida, como con el
partido en general. En segundo lugar, se trató y se trata todavía de la destrucción del
pensamiento. El homo sovieticus es capaz de cualquier cosa menos de pensar. Tal es así
que los únicos intérpretes valederos del maremagnum ideológico marxista son algunos
pobres filósofos occidentales, que ya no saben qué hacer con aquella masa de
deducciones inútiles, fuera de juego y de actualidad, podridos hasta en sus intenciones
proféticas, pero pensamientos al fin y al cabo. En la URSS no hay quien interprete hoy
la doctrina del “maestro”, porque el pensamiento ha sido erradicado, ya desde los años
treinta, cuando el congreso de los escritores y la desaparición de Mandelstam. De aquí
también la imposibilidad soviética de inventar, de crear, de descubrir, de pintar y de
escribir y la necesidad cada vez más apremiante de confundir la Academia de las
Ciencias de Moscú con un despacho de la KGB. Bien provisto de dinero y espías, el
régimen de “ellos” roba en el extranjero lo que el cerebro soviético es incapaz de
imaginar. Y cuando uno piensa que es éste el camino de todos los países que empiezan
por ser socialistas en broma, y luego se vuelven socialistas en serio, como Cuba, o como
Chile con Allende, el párrafo de Nadejda se vuelve más correctamente profético que
todo el Capital y el Manifiesto Comunista juntos.
Pero el libro es interesante no sólo porque pone el dedo en la llaga comunista y hace
brotar sangre de la realidad, tal como Nadejda la ha vivido alrededor del drama de su
marido y de sus inútiles esfuerzos para salvarlo del campo, sino también como
documento de historia literaria, ya que encontramos en sus páginas retratos muy
logrados de Mayakovski, de Gorki, de Acmátova, de Merejkovski y de tantos otros que
forman la primera fase de la literatura soviética, escritores nacidos antes de la
revolución, embrujados por ella y tratando, durante los años veinte y treinta, de
sobrevivir al desastre o de morir fuera del mismo. Hay una escena de Gorki que pone de
relieve el carácter algo primitivo del novelista, que morirá asesinado por Stalin, después
de sus años de exilio y de resistencia en Alemania e Italia. (En un capítulo de mi libro
116
Literatura y disidencia, Madrid, 1980, cuento la historia del cambio dentro de la
conciencia de Gorki y de su trágica muerte.) Eran los primeros años después de la
revolución y Gorki ejercía de presidente de la Unión de los Escritores. Mandelstam
había regresado a Moscú de un viaje a Georgia y Crimea, había sido arrestado y
liberado dos veces y ya no tenía con qué vestirse. Y no se podían comprar vestidos sino
consiguiendo un ticket oficial, ya que todo estaba racionado. Y era Gorki quien firmaba
los tickets para los vestidos destinados a los escritores. Cuando alguien se le presentó
para pedir un ticket para Mandelstam, para un pantalón y un jersey de lana, tachó la
palabra pantalón y dijo: “Ya se arreglará sin ello...” Nadejda cree saber que este gesto,
tan poco amistoso, se debió al hecho de que el naturalista Gorki, bastante simplista en
su ser como en su literatura, no comprendía la sutil poesía de Mandelstam, poeta
simbolista difícil de leer para quien no tenía la preparación y la sensibilidad necesarias.
Es posible. También Kazantzakis en su libro de recuerdos relata una visita que hizo a
Gorki, acompañado por Panait Istrati, mal recibidos por el presidente de la Unión de
Escritores Soviéticos, considerados los dos como dos vagabundos peligrosos para el
régimen y la ideología. Istrati fue un anarco, como lo hubiera definido Jünger (y no un
anarquista, que es distinto, ya que el ismo implica una adhesión a un cuerpo organizado)
y el recibimiento del autor del Asilo de noche constituyó uno de los mayores
desengaños de su vida.
Una trágica historia, como lo es siempre la de la muerte de un poeta. Con la
desaparición de Mandelstam y los inútiles esfuerzos de su mujer para salvarlo, concluye
la época de la última libertad para lo escritores y artistas en la URSS. Simbolistas,
futuristas, acmeístas, poetas campesinos, novelistas neorrománticos y futurólogos, ven
cortada su posibilidad de crear y la literatura se hunde en el caos color de rosa del
realismo socialista. La época de Stalin representó el apogeo de aquella sumisión
desesperante y anuladora. Después de la muerte del demonio innominato, como llamaba
Manzoni al malo de sus Novios, a pesar de los nuevos tipos de censura instaurados por
Kruschev y sus sucesores, la literatura empezó a resistir, contra toda esperanza oficial.
Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)
Víctor Hugo y la revolución libertadora (y II)
La posición de Víctor Hugo en Francia ante el romanticismo y ante Baudelaire, bien
puede ser comparada con la de Carducci, en su contemporaneidad y su oposición a
117
Manzoni. Hasta cierto punto, claro está, porque cada una de las literaturas europeas, en
el XIX, igual que en otros siglos, corre cada una por sus rieles característicos. Sin
embargo, el influjo del autor de la Leyenda de los siglos ha sido grande sobre el cantor
del enemigo más feroz del católico Manzoni, en varias manifestaciones pero sobre todo
en su Himno a Satanás (1863), poema que transforma a Carducci en un poeta “pagano y
cívico”, dos conceptos que resumen perfectamente las dos fuentes de su inspiración e
itinerario, el paganismo por un lado y su adhesión al fenómeno revolucionario, por el
otro. Fue uno de los patriotas del siglo pasado, fundador de una Italia que se quiso a sí
misma liberada de todos los prejuicios del pasado e inserta en la aventura embriagadora
del progreso, cuyo símbolo iba a ser tanto en Italia como en la Francia de Víctor Hugo,
el Prometeo cristiano, por así decirlo, continuador de la revolución de 1789 y de la de
1848: Satán, que es, para Hugo sobre todo, el ser desgraciado e infeliz cargando en sus
espaldas el destino del hombre, héroe del progreso y del eterno exilio. Es verdad, en este
sentido, que el exiliado de Guernesey, en su máximo poema, citado más arriba y, sobre
todo, en El fin de Satanás, confundirá conscientemente su propio exilio con el de todos
los seres humanos y con su síntesis eterna, es decir, con Lucifer.
Es dentro de esta visión del romanticismo donde nos resulta explicable el hecho de
poder definir a Víctor Hugo como a un poeta de una incertidumbre, opuesta a la
certidumbre de Dante, por ejemplo, poeta medieval y católico, en un tiempo lleno de
santos y poetas, como diría Papini, mientras el siglo XII sería el escenario de una batalla
entre los santos, por su cuenta, y los poetas, por la suya. Algo nuevo tendrá que ocurrir,
a principios del XX, para que la antigua alianza volviese a ser posible.
Lo que sorprende al lector objetivo de los libros de aquella época, que casi coincide con
la biografía del vate francés, es la actualidad permanente, la impresionante
contemporaneidad de Los Novios, de Manzoni, al que Carducci trata de destruir en su
furia progresista y atea, en contraste con la pobre retórica, casi ilegible, profundamente
separada de cualquier actualidad, representada por la poesía y la prosa del autor del
Himno a Satanás. Mientras a Manzoni se le sigue leyendo con pasión, generación tras
generación, y sus personajes son tan populares en Italia como los del Quijote aquí, los
versos de Carducci pertenecen a un museo de la literatura cada vez más alejado de
nosotros y hasta del interés de los italianos más ilustrados. Es un mito casi, pero con
prótesis. Tan inaguantable, tan superficial y tan vacío y retórico como el poeta Víctor
Hugo, y pido perdón por mi atrevimiento: es que acabo de salir del mar de los sargazos,
que es La leyenda de los siglos y El fin de Satanás, más bien seco que mojado. Aquello
no hay quien lo aguante. Y es preciso decirlo en este momento de revisión en la cumbre
118
que nos brinda este primer centenario de la muerte del poeta, fallecido en olor de
santidad progresista, pero vuelto a enterrar por sus mismos lectores, iluminados por la
perspectiva y la evolución del gusto estético que nos regaló el siglo que nos separa de
aquella fecha. Hay como un segundo entierro, tanto en Francia como en el resto del
mundo y, sin lugar a dudas, de su nueva sepultura nunca volverá a molestarnos el genio
de Hugo, porque nada queda de los monumentos, todos ellos lúgubres en su falso
optimismo, que edificó a lo largo de un siglo amante de los sepulcros. Y si planteamos
el problema desde el punto de vista de una literatura comparada, siempre salvadora, nos
encontramos con “Baudelaire le trop chrétien”, como lo llamó un crítico, cuya poesía y
cuya prosa resisten la gran prueba de la lectura con tanta eficacia como Los Novios,
obras realmente representativas de lo que nunca muere, de aquella veta de la
certidumbre en que tantos poetas han sabido colocarse por puro ingenio intuitivo, que es
la forma del genio de situarse en el centro de la vida. Y ya que hemos mencionado aquí
la palabra genio, bastaría leer las páginas que Víctor Hugo dedica a los genios y a su
imposible definición dentro de sus pobres limitaciones y su total imposibilidad de
comprensión filosófica, para darnos cuenta de lo justificado que resulta todo lo que
hemos dicho más arriba. Cervantes, por ejemplo, en uno de los capítulos del William
Shakespeare, es un “genio bufón”, imitador y continuador de Rabelais y artista del
Renacimiento. Y lo que dice del “gran arte” de los genios, en el mismo segundo
capítulo de su penoso ensayo, puede ser erigido como monumento a la mediocridad
universal puesta en circulación por un romanticismo que no tuvo, por lo menos en
Francia, la misma suerte y el mismo desarrollo que ha conocido en Alemania.
¿De dónde procede esta fulminante mediocridad? En un estudio dedicado a Víctor
Hugo, poeta de Satanás, (París, 1946, reimpresión en Ginebra 1973), Paul Zumthor
define la obra de Hugo como “una poesía de la cantidad” y esclarece de la siguiente
manera su definición, algo sorprendente para un crítico de hoy: “es en una
comunicación dionisíaca con la masa como Hugo busca la liberación”. Mal asunto,
evidentemente, y sobre todo desde las perspectivas que la ciencia como la filosofía y la
literatura de nuestro tiempo han propuesto a todas las técnicas del conocimiento,
incluida la poesía. Estamos sobrepasando los límites fatales de lo que Guénon llamaba
“el reino de la cantidad”. No es posible enfocar al ser humano y a su tragedia desde el
punto de vista de la cantidad y Víctor Hugo, como fiel representante de la filosofía de su
tiempo (mal digerida además), no pudo ser otra cosa. Ni Baudelaire ni Rimbaud cayeron
en la trampa, y tampoco Verlaine ni aquel raro representante del romanticismo, quizá el
único auténtico en Francia, que fue Gérard de Nerval, a pesar de sus dificultades vitales
119
y poéticas. En segundo lugar, pero dentro del mismo falso enfoque, Víctor Hugo está
convencido de que la Revolución Francesa había sido el primer intento libertador de los
seres humanos, cuyo símbolo supremo había sido la Bastilla y cuyo héroe secreto era
Satanás, el genio exiliado, el amigo de los hombres, el ilustrador cuya estatua se puede
contemplar todavía en el Retiro madrileño, como ejemplo victor-hugoliano de una de
las épocas más decadentes de la historia de España. Pero amigo de los hombres es el
poeta también, considerado por Hugo como un profeta, creador y defensor de religiones
y cuya imagen moderna era el autor de Los miserables en persona.
Solo, sin hallar la salida y sin ver la claridad,
Palpo en la noche este muro, la eternidad.
“Durante estos instantes, escribe Zumthor, Hugo se siente, literalmente, maldito en su
genio, exiliado de toda obra humana; vive el infierno en toda su riqueza interior. El velo
de los símbolos se deshace, toda fabulación épica es en aquel momento interrumpida:
Satanás es Hugo en persona.”
Satán significa en hebreo “enemigo”, y demonio en griego, “el calumniador”. Las
palabras hablan de por sí. Es posible que este sea el ser más desgraciado del universo,
como lo considera Papini en su obra Il Diavolo (Florencia, 1953) y siendo así, desde el
punto de vista del cristiano, tendríamos que amar al Adversario. Además, Dios, en su
misericordia, acabará un día por perdonarle, ya que es lógico y justo perdonar y amar a
nuestros enemigos. Pero, ¿es esto correcto desde el punto de vista teológico? Sabemos
las dificultades que ha tenido Papini al publicar su libro. En una nota que escribí al final
de su famoso ensayo, decía yo entonces: “Príncipe de la tierra (refiriéndome al
demonio), pero no de otros planetas. El diablo será vencido o convertido en el momento
de la llegada de los extraterrestres.” Bradbury habla en uno de sus relatos, en El hombre
ilustrado, de la presencia de Cristo en un planeta lejano ocupado por los hombres, pero
nunca del Enemigo, lo que comprobaría mi intuición. Papini fue, sin duda alguna, un
conocedor de la obra de Víctor Hugo, como de la de Carducci o de los dibujos y versos
de William Blake, como del Paraíso perdido, de Milton, primera exaltación moderna
del Calumniador. Hay un tono neorromántico en la obra ensayística como literaria del
florentino, que se refleja en todas las páginas del Juicio Universal y que constituye el
matiz más deteriorante en su herencia. Algo de Víctor Hugo y de Carducci, podríamos
decir, dentro de un gigantismo muy toscano y muy romántico a la vez. Pero mientras
Papini no acepta ninguno de los mitos revolucionarios y resucita en Italia el catolicismo
120
dinámico y revivificante de Manzoni, apartándose esencialmente de todo falso
progresismo, resulta difícil encontrar en Víctor Hugo un punto de apoyo regenerador.
Además, sabemos, a través del ensayo de Zumthor como de otros, que la Revolución
fanatizaba y fascinaba a su mayor cantor (véanse las páginas de Los miserables)
precisamente por haber sido francesa. Hasta ese punto llegaba el humanitarismo del
poeta, puro chauvinismo deletéreo, cada vez más contraproducente a lo largo de los
decenios. Confundir la rebelión de Lucifer contra Dios con la rebelión de los burgueses
contra Luis XVI y afirmar que Alejandro Magno y Luis XIV hubieran sido otra cosa si
no se hubieran dejado conducir por dos “imbéciles”, por Aristóteles y Bossuet,
respectivamente, constituye una buena prueba de la manera en que Víctor Hugo lograba
entender la Historia y eliminar de ella de un plumazo, a los que no coincidían con su
imagen de la política como revolución y de la teología como sociología. Pues ahí está la
actualidad de nuestro vate, que logra fundamentar una posición, la de los teólogos de la
liberación, de las sectas sometidas al encanto del Calumniador, de todo el mal que
siembra confusión, odio e incomprensión en las últimas provincias del desierto de los
tártaros.
Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)
El secreto del Escorial
No me va a resultar fácil desvelar aquí el secreto del Escorial. Por el otro lado, nada
menos complicado que esta tarea, porque el mismo constructor del monasterio-palacio,
Juan de Herrera, lo ha explicado en su libro Discurso de la figura cúbica, en cuyas
121
páginas el arquitecto santanderino nos revela la idea encerrada en los fundamentos de su
obra maestra. Sin embargo, ni este texto es de amena lectura, debido a las correlaciones
filosóficas, matemáticas y teológicas que implica, ni se le ha ocurrido a nadie colocar
aquel monumento en la base de una de las vanguardias europeas de principios de siglo,
el cubismo, a pesar del visible parentesco que podemos en seguida establecer entre el
uno y el otro. Vayamos, pues, por partes.
Es imposible, en primer lugar, enfocar, estudiar y tratar de comprender cualquier obra
arquitectónica del pasado –un templo griego, una pirámide egipcia o maya, una catedral
gótica, un palacio del siglo XVII- sin haber aprehendido antes el sentido de lo sagrado
que los envuelve, los justifica y hasta los explica desde el punto de vista del mester
arquitectónico. El hombre vivía en la tierra, pero con la mirada fija en el cielo, tratando
de imitar a los dioses y a sus moradas, o a Cristo más tarde. La naturaleza estaba
empapada de lo sagrado, cuya presencia está viva en todas las manifestaciones del
hombre, desde la más remota existencia prehistórica hasta el siglo XVIII, cuando esta
huella se pierde junto con la fe. El materialismo separa al hombre de lo sobrenatural, la
casa, el ayuntamiento, el palacio se vuelven profanos, y hasta los templos son erigidos,
y las iglesias protestantes son prueba de ello, sin ninguna relación con la tradición y, por
ende, con lo sagrado. El templo es una sala donde se reúnen los fieles para escuchar los
comentarios del pastor y cantar juntos, en una comunión anímica donde la presencia de
Dios, como sucede en el misterio católico de la misa, no es requerida y tampoco
imprescindible. Pero, por encima de todo, el templo protestante no se construye
teniéndose en cuenta la relación que el arquitecto de la catedral de Toledo, de Chartres o
de Santa Sofía establecía entre Dios y el lugar construido por el hombre donde su
presencia podía mejor manifestarse, y donde ciertas reglas muy antiguas hacían del
templo el hábitat mismo de la divinidad, su sitio preferido. Esta preferencia tenía un
ritual, el de los gestos y palabras del sacerdote, dentro de una construcción establecida y
edificada según los principios de una ciencia tradicional concentrada en lo sagrado.
El Escorial, terminado en 13 de septiembre de 1584, hace exactamente cuatro siglos, fue
pensado por Felipe II y por su arquitecto como un centro sagrado, una iglesia en medio
de un convento, y como un centro político, el de un imperio cristiano, cuya sola
superioridad reconocida era Dios. Lo uno se imbricaba en lo otro. Esto planteó desde un
principio unos problemas de ardua solución, y fueron resueltos, en permanente
colaboración entre el soberano y el artista, durante los veintiún años que duró la
construcción, tiempo récord para la época. El conjunto señala tres direcciones, ya que,
122
en primer término, indica hacia el pasado, puesto que la parte inferior es una cripta y da
cuenta del contacto permanente entre el rey y lo que Jung llamaba “el alma de los
muertos”, el inconsciente colectivo y la presencia real, el espíritu de los antepasados
colaborando con el soberano presente; el palacio miraba hacia la administración,
enfocada y anhelada como perfecta de las cosas presentes, de la tarea política y
administrativa, del inmenso imperio, primer experimento moderno de un Estado
universal, con todos los problemas que esto planteó al rey y a sus secretarios; mientras
el templo y el convento elevaban hacia arriba sus torres y sus plegarias, como pidiendo
para un futuro mejor, de los cuerpos y de las almas, tanto del rey, de los monjes y de la
corte como de todos los súbditos.
Para que esta triple tarea fuese posible, Juan de Herrera escogió la forma del cubo,
considerado como perfecto, inspirado en la doctrina expuesta por Raimundo Lulio en
el Ars Magna, basado a su vez, en las antiguas doctrinas de los matemáticos y filósofos
antiguos, como Pitágoras y Platón, cuya geometría tenía que inspirar a los hombres el
sentido de la integración de las formas en un conjunto armónico llamado cosmos, lo
contrario del caos. El arte de vivir consistía, pues, en saber integrarse dentro de un
orden (cosmos significa orden), siendo el sentimiento de la plenitud el resultado de
dicha integración. Es precisamente la idea que domina tanto el proyecto del Escorial
como el escrito de su constructor. Y es, en efecto, un sentimiento de plenitud el que
embarga al espectador del edificio, y, más todavía, al turista curioso que penetra dentro
de aquel orden, cuyas coordenadas geométricas están formadas, como escribe Juan de
Herrera, por las dimensiones mismas del cuerpo cúbico, “longitudinal, latitudinal y
profunditudinal”. De esta conjunción en el cubo de las tres dimensiones citadas mana el
“infinito y misterioso reposo”, o requie característica de un palacio donde el rey tenía
que poner a su espíritu en relación con el cosmos, con el fin de mejor gobernar a los
suyos. Lo político se insertaba, de este modo, en una operación “perfecta y plenitudinal”
que no tiene, como escribe Herrera, “ni falta ni sobra”.
Pero hay más. Si el cubo era la forma perfecta, desde el punto de vista geométrico, para
los precristianos, se vuelve símbolo del misterio fundamental del cristianismo: las tres
dimensiones de esta forma sin fallos corresponden a las tres entidades de la Santísima
Trinidad. Sólo el cubo contiene las tres dimensiones; de ahí la forma del edificio que
proyecta sobre la sierra de Guadarrama la silueta de un cubo. Sin embargo, contemplado
desde arriba, a vista de pájaro, resulta fácil reconocer en el trazado interior de los patios
la parrilla en que fue martirizado San Lorenzo, y es otro de los símbolos del edificio,
123
puesto que la batalla de San Quintín (1557) fue conseguida el día del santo mártir, y la
construcción se hizo como recordatorio y agradecimiento. Pero contemplado desde
cualquier ángulo y perspectiva horizontal, el Escorial aparece como un cubo,
concentrando en su ser de piedra símbolos religiosos, guerreros, místicos, geométricos y
morales, a los que hay, forzosamente, que añadir, desde el punto de vista psicológico, el
sentimiento de plenitud, cargado, en este caso, de significados políticos evidentes. Lo
curioso, lo que, al mismo tiempo, comprueba la intención de Herrera y del rey, es que,
una vez entrado dentro de aquel misterio de granito, cualquier persona experimenta una
metanoia, una transformación a veces sobrecogedora. Lo exterior incide en lo interior,
el edificio, como en las catedrales góticas o como en el palacio y el parque de Versalles,
repercute en el alma del transeúnte. El hombre, rodeado por formas empapadas de
intenciones, se aparta de su desorden, y, sin darse cuenta, se deja participar [sic] en un
microcosmos, imagen y síntesis del equilibrio macrocósmico. Las pirámides, también
tridimensionales, ejercen, según los especialistas, la misma influencia benéfica sobre los
que se colocan dentro de sus coordenadas de armonía. El buen gobierno era, en aquellos
tiempos de concordancia tierra-cielo, un arte y una técnica de las que el gobernante
normal, quiero decir, sano de mente, tenía clara conciencia. El emperador, como el Papa
y como todos los príncipes de la cristiandad, formaba parte de una societas que se
movía aquí abajo, pero cuyas responsabilidades venían de arriba. Lo sagrado dominaba
lo profano, y gobernar no era sino imitar, guiar al pueblo de Dios hacia sus demoras
[sic] eternas del modo más justo posible. Por este motivo, los moldes en que se movían
las sociedades tradicionales encajaban perfectamente en lo sagrado.
Curiosamente, el rey Felipe falleció en su monasterio el día 13 de septiembre (fecha de
la terminación del Escorial) del año 1598.
Quien, como yo, estudia la literatura del siglo XX y se apasiona por sus autores y
corrientes, no podrá sino encontrar una inesperada, pero lógica, conjunctio entre el cubo
de Juan de Herrera y las formas cúbicas de Braque. El cubismo, dentro de la horma
espiritual de Occidente, nace en El Escorial, echando poderosas raíces, como lo hemos
visto antes, en Raimundo Lulio y Pitágoras. La intención del pintor, que empieza su
carrera cubista pintando, en 1908, “Les maisons à l´Estaque”, no era, como dijo Matisse
contemplando el cuadro, la de forjar “caprichos cúbicos”, sino la de crear un marco
plenitudinal para sus líneas y colores. A lo largo de los secretos caminos del
inconsciente colectivo, los cánones de Herrera desembocan en el siglo XX bajo el
mismo amparo geométrico. Sólo que esta vez lo sagrado se esfuma en el desorden
124
profano del siglo, donde ni los artistas ni los gobernantes tienen idea alguna acerca de
sus obligaciones cósmicas. La política, como el arte, da cuenta de lo que un crítico
llamó “la pérdida del centro”. Los derechos sustituyen a las obligaciones, el centro es
cada uno, momento privilegiado del Bios universal, la anarquía, que es falta de orden,
individualismo destructor, porque, desprendido de cualquier centro y deber, reemplaza
la plenitud. Nadie es [sic] contento ni satisfecho, porque el individualismo es centrífugo,
y, por consiguiente, desordenado y antiarmónico. Nada se puede edificar encima del
desorden, que impide la realización de la plenitud, ausente tanto en el alma de los
gobernantes como de los gobernados. El contacto entre el cielo y la tierra ha sido roto, y
el mal obra en plena luz del día, mientras el bien, a la deriva, no tiene ni defensores ni
terrenos anímicos propicios donde sentarse y dar la batalla. La solución cubista es, en
este sentido, muy elocuente desde el punto de vista que aquí nos interesa: mientras
resuelve problemas estéticos, es incapaz de situar al artista, como tampoco al que
contempla su obra, en una posición de plenitud activa. El cubismo coincide con muchos
esfuerzos típicos del siglo XX, con la investigación cuántica, por ejemplo, como lo ha
demostrado Jean Cassou, pero las técnicas del conocimiento no logran centripetarse,
porque no tienen lo que El Escorial manifiesta desde sus mismas intenciones: ser el
marco más adecuado para el buen gobierno; dar forma visible a lo sagrado, constituir un
centro, ser un monasterio y un palacio donde lo de arriba venía a coincidir con lo de
abajo, la política con el cosmos. Entre Juan de Herrera y Georges Braque o Picasso, el
tiempo ha corroído los vínculos esenciales, hasta tal punto que el acto de homificarse,
como decía Herrera, tiende a atomizar al hombre, en lugar de sintetizarlo. Lo profano,
aparentemente por lo menos, ha vencido a lo sagrado. Para mal de todos.
Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)
Elogio de la locura como incertidumbre
Petrarca escribió casi toda su obra en latín y pensó siempre que, debido a ello, iba a
enfrentar con éxito la batalla con la eternidad. Y, sin embargo –con excepción quizá del
Secretum-, lo único que la haya sobrevivido hayan sido sus versos en italiano, el famoso
Canzoniere del que disfrutaron los enamorados y se alimentaron los poetas desde el
siglo XIV hasta hoy. El primer humanista se había equivocado de latitud crítica y había
apostado por un caballo que acabó perdiendo. Lo mismo le sucedió a Erasmo, de cuya
inmensa obra, toda ella en latín, que dominó dos siglos de pensamiento teológico
125
europeo y desencadenó el erasmismo en España, sólo sobrevive su Elogio de la locura,
obra escrita por divertimento, como él mismo lo confiesa. La idea del libro brota en su
imaginación durante un viaje por Italia, en 1515, cuando escribe: “... para no malgastar
todo el tiempo que había de pasar a caballo, en charla intrascendente y vulgar, preferí
algunas veces reflexionar conmigo mismo... y, como la ocasión no parecía adecuada
para un ensayo serio, me pareció que podía hacer para divertirme el elogio de la locura.”
Estas líneas aparecen en la introducción al libro y están dirigidas a Tomás Moro, su
amigo inglés con el que iba a volver a encontrarse poco después. Esta obra, como bien
dice José Luis Vidal en el excelente estudio introductivo [sic] que le acompaña, no fue
escrita por Erasmo “... con el propósito de dar lo mejor o lo más sustancial de su
pensamiento”. ¿No le había ocurrido lo mismo a Petrarca? Y, hasta cierto punto, a
Montaigne, quien, decenios más tarde, de viaje hacia Loreto, compone a caballo un
libro menos serio que sus Ensayos pero todavía de una enorme actualidad y de un
interés que, si no sobrepasa el nivel de su obra ensayística, la iguala en la maestría con
que el autor maneja los colores de la actualidad más plástica y cotidiana.
El problema que uno se plantea desde las primeras páginas de la Laus stultitiae es de
matiz cervantino. ¿Y cómo evitarlo? En otras palabras: ¿hasta qué punto son El
licenciado Vidriera y el mismo Quijote consecuencias de una atenta lectura y de un
profundo entendimiento del divertimiento erasmiano? Bataillon había afirmado
rotundamente: “Si España no hubiera pasado por el erasmismo, no nos hubiera dado el
Quijote.” Si Cervantes había o no leído el Elogio es tema secundario para nosotros. Es
más probable que lo haya conocido, de alguna que otra manera, durante su estancia en
Italia, dentro de una situación necesitaria que todavía implicaba el conocimiento si no la
lectura de un autor tan famoso en la Europa de entonces, desesperadamente entregada a
una lucha típicamente petrarquista, la de saberse uno cristiano o pagano, en el marco de
una polémica que ningún escritor serio de la época logró resolver a favor del uno o del
otro de los dos conceptos que desgarraron las entrañas de Petrarca y de todo el
Renacimiento, hasta el mismo Miguel Ángel. La aegritudo del Secretum se había vuelto
stultitia. Y si Cervantes había o no conocido a Erasmo es como afirmar que Flaubert
procede en línea recta, o subversiva, del Mundo como voluntad y representación de
Schopenhauer. La cuestión, para una correcta y poco erudita perspectiva literaria,
relacionada con poiesis, me parece exenta de importancia.
126
Queda por esclarecer –e ignoro si algún crítico universitario lo ha esclarecido hasta la
fecha- el tema de “la locura de la cruz”, que Erasmo añade a los demás temas
demostrativos de la presencia de la locura en todas las actividades humanas. José Luis
Vidal escribe (en la edición del texto traducido por Antonio Espina y que también
merece elogios, editado por Planeta, Barcelona, 1987): “... la Locura (aquí, no obstante,
más que en ningún otro sitio, Erasmo parece descuidar la ficción por él dispuesta y es su
voz misma la que creemos oír) da un paso más y apela a su presencia misma en la
Escritura.” El texto, muy polémico por cierto, reza así: “Cristo mismo, para socorrer la
locura de los hombres, siendo como era la sabiduría del Padre, se hizo necio también él,
en cierto modo, cuando, al tomar la naturaleza humana, tomó la figura de hombre; igual
que se hizo pecado para redimirnos del pecado. Y no quiso redimirnos de otro modo que
por la locura de la cruz, por medio de apóstoles obtusos y vulgares, a los que a propósito
recomendó la necedad.” Es lo que fue llamado en su época, por los partidarios de
Erasmo, “la locura salvífica”. Es cuestión de semántica. El latín se presta a muchas
interpretaciones. Imbecillitas no es lo que pensamos en román paladino, sino debilidad
y, también, cobardía. Stultitia puede ser necedad, estupidez, irreflexión, locura e
imprudencia. La stultitia crucis no coincide, evidentemente, con ninguno de los matices
citados antes. Cristo no se dejó crucificar por estupidez y tampoco por irreflexión o
imprudencia. Menos todavía por locura. Enviado por el Padre al exilio de la carne, se
dejó voluntariamente insertar en el fatum de los hombres y sólo se hizo condenar y
matar para que se cumpliera su destino ejemplar, ya que, sin crucifixión, no hay
resurrección, y sin esta tampoco hay cristianismo. El silogismo crístico es perfecto.
Ninguna de las fases de su derrotero excluye o contradice a la otra. Todo forma parte de
una lógica divina tan completa que no excluye ni lo racional ni lo irracional, pero
elimina la exclusividad erasmiana de este último. Preferir a los incultos, a los niños y a
los simples de espíritu no implica simpatizar con los stultissimi, sino rechazar las
filosofías de los sofistas y hasta de los estoicos, ya que no nos ayudan a conquistar la
verdad. Todo el sistema de la filosofía y de la teología erigido por los sabios a lo largo
de dos milenios vale poco, según Heidegger, comparado con lo que él llama “la
teología de Cristo en la Cruz”. Que tampoco es stultitia, sino cristianismo indefinible
desde los conceptos de los filósofos y hasta de muchos teólogos.
Me pregunto, por consiguiente, ¿hasta qué punto es Erasmo cristiano? Hasta el punto,
quizás, en que lo eran los hombres de su tiempo, rotos por dentro, como Petrarca,
colocados por el humanismo en un lecho de Procusto que desgarraba su cuerpo con los
artificios e instrumentos del alma, o a esta con los de aquella. Es impresionante en el
127
texto de Erasmo la riqueza de los argumentos. Parece una ideología. Trata de encontrar
forzosamente argumentos para demostrar su tesis: la locura, único poder que hace
posible la vida, tesis que Erasmo defiende en un momento, precisamente, en que, ante la
división producida por la Reforma, tendrá que tomar partido, a favor, sin embargo, de
una Iglesia con la que no simpatizaba. Sí, pero fue la fórmula que, en el fondo, amargó
su vida, sobre todo hacia el final, cuando su amigo Tomás Moro es condenado a muerte
y ejecutado según la voluntad de Enrique VIII. Fue uno de los intelectuales (no sé
cómo mejor llamarlo) más agudos de todos los tiempos, torturado por la aegritudo
petrarquiana, deseoso de impartir serenidad y paz interior a sus desgarrados
contemporáneos, pero sin lograrlo ni siquiera para sí mismo. Y no tuvo la suerte de
Petrarca, porque las poesías que escribió no están a la altura de su divertimiento, única
supervivencia de una obra que conmovió a los hombres de su tiempo, pero que, para
nosotros, sólo vive en este Elogio de algo que nos define hasta cierto punto, pero nos
apasiona con reparos. Creo que Cervantes y El Greco resolvieron el problema con
mayor sabiduría cristiana, lo que vuelve a situarnos dentro de una cordura cada vez más
alejada de Erasmo.
Vintila Horia, en El Alcázar, 12 de marzo de 1987
La realidad de la disidencia
El periódico romano Il Secolo d´Italia publicó hace poco una interesantísima entrevista
con el disidente soviético Iuri Malchev, autor de un libro titulado La otra literatura,
editado en Milán en 1976. Esta entrevista, hecha a una de las personalidades más
prominentes del exilio soviético, actualmente profesor de literatura rusa de la
Universidad de Milán, es de una desgarradora tristeza. En primer lugar, porque pone de
relieve la situación de proletarios a la que han sido reducidos en la URSS los escritores
que no forman parte del partido y que tienen la osadía de manifestarse en contra del
mismo y, en segundo lugar, porque da cuenta de la situación del disidente exiliado en
Occidente donde pocos intelectuales se atreven a tomar actitud [sic] contra el
comunismo por miedo de verse tachados de reaccionarios. En realidad, como declara
Malchev, la mayor parte de los escritores de categoría, como Solzhenitsin o Zinoviev,
viven desde [hace] años en el llamado mundo libre. De los poetas o novelistas fieles al
régimen, como es el caso de Evtuchenko, pocos o ninguno pueden ser comparados con
los demás. Nadie los lee y sus libros se amontonan en las librerías y en las editoriales
del Estado y acaban en la hoguera como material inútil y embarazoso. Evtuchenko no es
"sino un cadáver viviente", al que nadie lee ya porque la gente ha sido desengañada por
128
el poeta, en un principio considerado como disidente y luego convertido por la buena
vida y los viajes al exterior en un instrumento del partido. Lo mismo ha sucedido en
Rumania, por ejemplo, con Miguel Beniuc, poeta de mucho talento hasta el momento
en que doblegó a su musa y la convirtió a la fea hada mala del comunismo.
En cuanto a la situación de los disidentes soviéticos en la Europa occidental o en las
Américas, la opinión de Malchev es de las más desgarradoras. "No es un misterio para
nadie que la cultura italiana está todavía dominada por la filosofía marxista. Todos
temen ser considerados como anticomunistas y, de esta manera, perder el título de
demócratas." La situación, bajo este aspecto, es desesperada, porque esta triste estupidez
se ha transformado en una costumbre, bajo cuyas banderas se está marchitando Europa.
En cuanto a Sakharov, Malchev declara lo siguiente: "Es una auténtica angustia. Es una
trágica historia, hecha más trágica aún por el silencio de la opinión pública mundial.
Tratemos de imaginar si esto hubiese ocurrido en Chile o en África del Sur: hubiéramos
tenido manifestaciones, protestas. Para Sakharov, en cambio, el silencio absoluto". La
cobardía de Occidente es realmente impresionante. Por este motivo y por los expuestos
más arriba, el desengaño de los emigrados es indescriptible. Afirma Malchev: "Esta
migración hacia occidente ha sido para muchos de nosotros una gran desilusión: la
mayor parte de los exiliados viven en un estado de desesperación y de desconfianza.
Pensábamos encontrar aquí un ambiente capaz de acogernos y que habría podido
comprender nuestros problemas y ayudarnos en nuestra lucha. En cambio, ha sucedido
exactamente lo contrario." Es esta quizá una de las vergüenzas más inocultables de
nuestra época. Gente decidida a defender la libertad, bien supremo de los seres
humanos, es hoy casi tan maltratada en Occidente como en el gulag del que han huido
despavoridos.
Es el caso de Alejandro [sic] Solzhenitsin. Después de los primeros éxitos, debidos a su
talento y al Premio Nobel (¿cómo se atrevieron a dárselo los académicos suecos que
acaban de premiar al vate de Nelson Mandela?), el autor de El primer círculo ha sido
abandonado al olvido, considerado como un elemento indeseado dentro de esta
politiquería occidental decidida a vender a la URSS no sólo mercancía sino también
libertades. "Su posición (la de Solzhenitsin), declara Malchev, no sólo no es extremista
y alocada, como se dedican a describirla sus poco honestos adversarios, sino que refleja
el alma más auténtica del pueblo ruso. Si hoy hiciéramos venir a un ruso a Occidente y
lo hiciéramos hablar de sí mismo, de sus propias esperanzas, nos hablaría como lo hace
Solzhenitsin. A los occidentales esto podrá aparecer como extremista, pero es la [?] de
129
un ruso, uno de los 250 millones de rusos". Lo que significa que, a pesar de las mentiras
difundidas por los medios de comunicación, sometidos a lo que Malchev llama "la
filosofía marxista", la inmensa mayoría de los rusos, como de los pueblos satélites, está
en contra del régimen. Por este motivo no hay elecciones políticas en la URSS y por
este motivo, también, los intelectuales de Occidente, amantes de la libertad, están en
contra de los pueblos y al lado de los peores tiranos.
Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar, 30 de octubre de 1986
Aproximación a Europa a través de Robert Musil
Escribe el autor de El hombre sin atributos: “Somos la primera época en la historia
incapaz de amar a sus poetas”. En cuanto a la relación de esta época con la filosofía,
dice: “Un pensamiento que pretende ser profundo, atrevido, original, pero que, hasta el
momento, se limita exclusivamente al terreno racional y científico”. Creo haber
encontrado en los ensayos que Musil publicó a lo largo de varios años, sobre todo
después de la Primera Guerra Mundial, una de las claves más atrevidas y valederas de
nuestro siglo. El libro se titula Sobre la estupidez y otros escritos (Arnoldo Mondadori
Editore, Milán, 1986) y contiene, entre otros, tres o cuatro trabajos que llaman
poderosamente la atención del lector de hoy, acostumbrado a asistir al espectáculo de la
estupidez contemporánea, concentrada sobre todo en la invalidez y la corruptibilidad del
intelectualismo marxista. Sólo si tuviéramos un día el valor de volver sobre la opinión
que Kafka, Rilke, Musil, Thomas Mann, Unamuno y Ortega tuvieron acerca del
materialismo dialéctico, podríamos tomar la medida del mal que esta falsa filosofía ha
provocado en el hombre, a pesar de las advertencias que ellos han formulado en libros,
conferencias o artículos. Lo mismo ha sucedido con el freudismo. Me di cuenta de ello
antes de leer los ensayos de Musil, mientras terminaba con otra lectura, la de una
biografía dedicada, hace años ya, a uno de los personajes femeninos más apasionantes
de la segunda mitad del XIX y de la primera del XX, Lou Andreas Salomé (Mi
hermana, mi esposa, por H. F. Peters, Plaza y Janés editores, Colección El Arca de
Papel, Barcelona, 1980), a la que amaron Nietzsche, Rilke y todos los que se le
acercaron, persona inteligente, atractiva, muy culta, síntesis quizá de la feminidad
contemporánea, escritora, “madre, hermana y amante”, que ha sido capaz de hacer
evolucionar a Rilke hacia la esencia de sí mismo. Interesante el hecho de que, al
pretender Rilke hacerse psicoanalizar por Freud, a pesar de considerarle como
“antipático y hasta repelente”, Lou Salomé, que se encontraba entonces en Viena
estudiando el psicoanálisis y cautivando a Freud, se opuso a ello. Escribe Peters: “Se
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dice que, más tarde, Lou comentó que se había opuesto con todas sus fuerzas al
psicoanálisis porque, según su opinión, la semilla de lo que después se conocería como
las Elegías de Duino, de cuya existencia ella estaba segura, hubiera sido arrancada con
el resto.” El papel destructivo del psicoanálisis aparece claramente en esta oposición por
parte de una de las discípulas más fervientes del maestro vienés. De la misma manera
podemos encontrar oposiciones encarnizadas al marxismo en los textos más hondos y
más representativos de los genios del siglo. Una antología de los mismos resultaría muy
aleccionadora y hasta sorprendente. Marxismo y psicoanálisis han sido, quizá, las
causas profundas del mal que todavía padecemos, el uno en Occidente, el otro en el
universo del gulag.
Europa padece de los dos males a la vez, territorio intermedio, situado en la encrucijada
de los males. En uno de los ensayos más actuales de su libro, citado más arriba, titulado
“Europa, abandonada a sí misma”, Musil analiza la situación de nuestro continente,
quizá demasiado en función de su situación personal de austríaco desengañado por la
derrota de 1918 y por la descomposición del imperio habsbúrgico, pero ya sabemos
hasta qué punto aquel sistema político, tan tradicional y antiguo, era representativo de
toda una situación continental. Hay varias conclusiones a las que llega Musil y que me
gustaría poner de relieve aquí y comentar fugazmente. En primer lugar, la sensación del
escritor de que “después de 1914 el hombre ha demostrado ser, sorprendiendo a todo el
mundo, una masa más maleable de lo que se hubiera podido creer. ¿Por qué? Pues
sencillamente porque “la naturaleza del hombre es capaz tanto de canibalismo como de
la crítica de la razón pura”. Dentro de este espantoso abanico de posibilidades, el
hombre europeo ha tenido un momento la posibilidad de corregir su trayectoria y ha
sido al final del XVIII cuando creyó que “... dentro de nosotros existiera una fuerza y
que bastaba con liberarla para que ella se expandiese con asombrosa facilidad”. La
llamaban “razón” y colocaban sus esperanzas en una “religión natural”, en una “moral
natural” y hasta en una “economía natural”. Ellos despreciaban la tradición y se creían
capaces de reconstruir el mundo basándose en el espíritu. La tentativa, basada en
supuestos teóricos demasiado frágiles, falló, dejando detrás un montón de ruinas.
En segundo lugar, por consiguiente, la Revolución francesa, seguida por la rusa, como
causa de la masificación. Esta paulatina revelación de lo revolucionario como nefasta
sustitución de lo tradicional, en el marco de una esperanza traducida a conceptos letales
y caóticos y a hechos criminales universalizados, constituye uno de los hechos más
importantes en la historia de la redención política del hombre, por llamar de alguna
131
manera a lo que está sucediendo en el umbral mismo de 1989, fecha que va a servir,
dentro de poco, a los ángeles caídos para ensalzar de nuevo su rebelión y su catástrofe, y
para los demás, para desenmascarar el fraude.
En tercer lugar, una conclusión que envuelve lo político en general, como actuación y
como filosofía de la vida en sociedad: el pragmatismo antiidealista, que fue fruto de la
Revolución y del liberalismo, ha hecho coincidir en una sola casta, o clase dirigente, al
político y al comerciante, conceptos afines “a pesar de todo lo que los separa”, afirma
Musil. He aquí sus importantes consideraciones: “Las bases espirituales del capitalismo
son las mismas: sólo se tienen en cuenta los hechos; sólo se confía en sí mismo; sólo se
aferran los apoyos sólidos y se trabaja en serio; el hombre, el hombre tal como se
presenta, es plenamente autónomo; y en el llamado tiempo libre será un desierto, el
desierto del alma. La política, tal como la entendemos hoy, es la más clara antítesis del
idealismo, para no decir su perversión. El hombre que especula con las rebajas de los
hombres, que se llama “político realista”, considera como “reales” sólo las bajezas del
hombre, porque cree que sólo en ellas puede confiar plenamente. No cuenta nunca con
la convicción, sino siempre, y sólo, con la cerción [¿] y la astucia.” De este modo se ha
podido alcanzar lo que Musil llama más adelante “el desprecio luciferino por la
impotencia del idealismo. Un desprecio que no es sólo típico de los corrompidos, sino a
menudo también de los hombres fuertes de nuestro tiempo”.
Si aplicamos esto a la vida política de los últimos decenios, en Europa, y también en
España, podemos enfocarlo todo bajo una temible luz, reveladora de tantas desgracias.
Lo pragmático nos ha sumido en una mentalidad de masa, incapaz de reaccionar
tomísticamente y de quitarse de encima a los tiranos (políticos o comerciantes), creando
al mismo tiempo un prototipo político de la más baja categoría, el hombre inculto que
controla el poder desde la caverna de las urnas, pero goza del poder con la satisfacción
mediocre del comerciante enriquecido y no con la consciencia del poder puro que hacía
vibrar a los políticos de antaño, quiero decir de antes de la época de las revoluciones,
cuando la masa era comunidad y cuando el pueblo apoyaba al caudillo, quiero decir al
monarca, en su busca permanente de aventura que ensanchaba los límites no sólo de lo
nacional, sino de lo humano. Hoy el político-comerciante lo que ensancha es su poder y
su haber, y lo que esto hace menguar es el ideal, la felicidad y la novedad creadora de
las comunidades, incapaces de salirse de lo económico.
Y, por fin, una curiosa y original, inesperada y cruel constatación sobre la corriente
132
dominante en los tiempos en que Musil escribía sus obras maestras, me refiero al
Hombre sin atributos y a Las cavilaciones del alumno Törless. . Al expresionismo llama
“una payasada”. Esto ninguno de sus contemporáneos lo había afirmado, por lo menos
con tanto desprecio. Es quizá una manera de poder explicarnos un hecho visible y poco
comentado por la crítica oficial o universitaria: los genios de la época –me refiero a
Kafka, Thomas Mann, Rilke, Hesse, el mismo Musil y otros- no se han acercado
demasiado a la corriente dominante en la Alemania de entonces. Han aceptado algunas
de sus ideas y revisiones, pero no se han dejado arrastrar ni por las polémicas ni por los
entusiasmos. Había empezado entonces la descomposición política de las vanguardias,
que iba a culminar con el surrealismo, descomposición en la que interpretó un papel
preponderante Bertold Brecht con su inaceptable conversión a un comunismo deletéreo
y fatal, del que sólo supo desprenderse demasiado tarde, durante la rebeldía obrera en el
Berlín invadido ya por los soviéticos, primera rebelión seria contra el fantasma marxista
y contra el ismo degradante más letal en la historia de Europa.
Volvemos con estas consideraciones sobre algo que hemos tocado varias veces en estas
crónicas: el racionalismo nos separó de lo subjetivo y de lo personal y nos hundió en la
objetividad. Escribe Musil: “La objetividad, por ello, es incapaz de constituir un orden
humano, sino sólo un orden de las cosas.” Si el pensamiento no es capaz de insertarnos
en el sentimiento, en un orden religioso y hasta místico, entonces no sirve más que para
separarnos del hombre. Y es lo que ha sucedido. Basados en la esperanza de un
“hombre nuevo”, desde 1789 hasta hoy, los europeos han envejecido, en el centro
mismo de una separación fundamental. La esperanza iluminista se ha vuelto
desesperación y desengaño y ha procreado en todos los continentes, pero sobre todo en
los espacios del hombre blanco, protagonista de la nueva civilización y de los conceptos
“revolucionarios”, un sinfín de reacciones, a menudo alocadas, universitarias, juveniles
y menos juveniles, musicales y literarias, desde Rimbaud hasta Ezra Pound, pasando por
las vanguardias, que no pueden dejar de impresionar al historiador del siglo XX como al
del XIX, siglo de la posrevolución. El mismo concepto de decadencia es inconcebible e
incomprensible si lo separamos de la historia de la revolución liberal, más tarde
marxista. “Histórico –escribe Musil- es lo que nosotros mismos no haríamos.” Un
“nosotros mismos” evidentemente tarado por los males antitradicionales de los tiempos
contemporáneos. Ni Santa Teresa ni San Juan de la Cruz, y tampoco El Greco o
Quevedo, a pesar de todo, hubieran dado de lo histórico una definición tan acobardada.
Vintila Horia, en El Alcázar, 30 de octubre de 1986
133
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El perfume o la vida
Uno se pregunta, al final del libro de Patrick Süskind El perfume (Ed. Seix Barral,
Barcelona, 1985), si el protagonista de esta novela no es sino una encarnación del
demonio, o del político. Del político revolucionario, quiero decir. O quizá de los dos, en
una de las síntesis más sobrecogedoras y apasionantes de la novelística actual. Sólo se
me ocurre comparar El perfume, desde esta perspectiva, con El siglo de las luces, de
Alejo Carpentier, y El tambor de hojalata, de Günter Grass, libros tan simbólicos, tan
conceptistas y, por ende, tan antirrealistas como la mejor literatura de nuestro siglo. Si,
por el contrario, la novela de Süskind no es más que un puro juego literario, una
fantasía inspirada en ciertos juegos del lúdico y trágico siglo XVIII, anunciador de
dramas revolucionarios aún sin concluir, entonces su creación y su éxito me parecen de
una futilidad sin remedio. Pero estoy convencido de que un escritor, hijo de un gran
pintor, testigo, como Grass y Carpentier, de los inmensos derrames cerebrales de
nuestro tiempo, provocados por los excesos utópico-psiquiátricos del XVIII, no pudo
permanecer indiferente a lo esencial. La novela de nuestro tiempo ha dado pruebas de su
participación en la tareas de liberación del hombre, en la que toman parte las ciencias y
la filosofía. Es así como, una vez aclarado el asunto de la participación de Süskind en la
cruzada de las élites creadoras, destinada a acabar con las imposturas y a esclarecer el
horizonte para que el tercer milenio realice una verdadera separación con respecto a su
pasado próximo, es así como me atrevo a penetrar en la explicación y el análisis de El
perfume.
El mismo nombre del protagonista es aleccionador. Se llama Jean-Baptiste Grenouille, o
sea, Juan Bautista Rana, y podría aparecernos como un Juan Bautista al revés,
bautizando no a un posible salvador, sino a una rana, a un ser de sangre fría, a una
encarnación temporal del demonio, en un siglo mal llamado de las luces, ya que fue más
bien un anticipo de las tinieblas que se nos echaron encima en el XIX, cuando tomó
cuerpo, a través de la ciencia y la filosofía, el materialismo determinista proclamado
como Biblia sine qua non del hombre enciclopedista o postcartesiano. Desde el primer
párrafo, el autor nos sitúa dentro de la realidad de su héroe. “Se llamaba Jean-Baptiste
Grenouille, y si su nombre, a diferencia del de otros monstruos geniales, como De Sade,
Saint-Just, Fouché, Napoleón, etc., ha caído en el olvido, no se debe, en modo alguno, a
que Grenouille fuera a la zaga de estos hombres célebres y tenebrosos en altanería,
134
desprecio por sus semejantes, inmoralidad, en una palabra, impiedad, sino a que su
genio y su única ambición se limitaban a un terreno que no dejó huellas en la historia: el
efímero mundo de los olores.”
Juan Bautista tenía un olfato tan agudo y tan penetrante como la voz del enano chillón
de Günter Grass, algo por encima de lo normal, un don destructor, que lo llevará a
cometer crímenes abominables con el solo fin de conseguir un perfume capaz de
otorgarle la posibilidad de hacerse amar por los demás, y, de este modo, dominarles. Fin
de por sí satánico, que el autor explica así: “Sabía que era capaz de mejorar este aroma.
Crearía uno que no sólo fuera humano, sino sobrehumano, un aroma de ángel, tan
indescriptiblemente bueno y pletórico de vigor que quien lo oliera quedaría hechizado y
no tendría más remedio que amar a la persona que lo llevara, o sea, amarle a él,
Grenouille, con todo su corazón.” Y más adelante, embriagado por la idea de su
perfume: “No estaba loco. Su estado de ánimo era tan claro y alegre que se preguntó por
qué lo quería. Y se dijo que lo quería porque era absolutamente malvado.”
Se trata, en pocas palabras, de un personaje enfermizo, feo, huérfano abandonado,
criado en un orfanato de París y que se da cuenta, con el tiempo, de que posee el don del
olfato hasta tal punto que, al husmear un día un olor embriagador en una calle de París,
se deja llevar por su atractivo, descubre su fuente en una joven y la mata para saborear
el perfume de su cuerpo, para poseerla con el olfato. En cambio, el cuerpo de Juan
Bautista no despide ningún olor, igual que el de una rana o el del diablo. Es un ser de
sangre fría que nunca amará a nadie y nadie lo amará, pero que, para conseguir la
felicidad, se dedicará a crear en Grasse, en el sur de Francia, un perfume especial,
asesinando a veinticuatro bellas vírgenes, con el fin de dar una base a su creación,
recogiendo el olor de sus cuerpos, al que añadirá, como virtud olfatoria final, el olor de
la vigesimoquinta joven, la más bella de todas, a la que asesinará utilizando la misma
táctica. Pero, una vez conseguido el perfume más atractivo del mundo, será descubierto,
reconocido como asesino, juzgado y condenado a una muerte infamante en la plaza
pública. Y es cuando se produce el milagro. Grenouille perfumará su cuerpo antes de
salir para el cadalso, de manera que la multitud que había acudido para asistir a su
castigo y muerte, embriagada por el olor del asesino, acabará adorándole, se dedicará a
una orgía animálica en las calles de Grasse, el mismo tribunal que le había condenado lo
absolverá, y el padre mismo de la víctima le pedirá aceptase [sic] ser su hijo adoptivo.
La transformación de los seres que lo odiaban en esclavos inocentes, dedicados a amar
al asesino de las veinticinco jóvenes en flor, es casi hipnótica, monstruosa, obra del
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perfume sacado de los cuerpos de las víctimas. Grenouille abandonará la ciudad
encantada y regresará a París, donde, en medio de un cementerio y de un grupo de
maleantes que lo miran con ojos enemistosos [sic], utiliza otra vez el truco del perfume,
y el efecto es tan inmediato, concentrado el efecto en unos cuantos seres humanos, que
estos llevan su adoración hasta el punto de querer poseer el cuerpo de su nuevo dios, al
que adoran destrozándole, cayendo sobre él “como hienas” y devorándolo, acto seguido,
del tal suerte que, “media hora más tarde, hasta la última fibra de Jean-Baptiste
Grenouille había desaparecido de la faz de la tierra”.
A lo largo de todos los tiempos el político malo ha sido identificado con el demonio o
con un aliado del mismo. El dirigente mefistofélico es carismático, utiliza la palabra
(como en Mario el brujo, de Thomas Mann), para transformar la falta de voluntad de
su pueblo en una sola voluntad sometida a sus deseos. También Hermann Broch en
Der Versucher (El tentador), había tratado de explicar el embrujo del político moderno
y la facilidad con que logra apoderarse de las conciencias más sutiles. Stalin y Hitler
representarán para siempre modelos de “tentadores”, característicos de un linaje que
empieza, quizá, con Pericles, pasa a través de muchos avatares, para tomar formas de
modernidad con Cromwell y luego con los engendros más peligrosos fabricados por la
especie humana bajo nombres que Süskind deja de citar pero que no han sido menos
atroces que Saint-Just, Mirabeau y Robespierre. Sin embargo, creo que la novela más
completa y sugestiva, la que se atreve a analizar las entrañas mismas del fenómeno, ha
sido El siglo de las luces, en cuyas páginas el mago se vuelve clase usurpadora en el
poder. El usurpador es uno de los nombres del enemigo. La masa mayoritaria sucumbe
ante el embrujo y las tentaciones de una minoría capaz de utilizar la palabra como
instrumento de la tentación y de asesinar a los auténticos conocedores del logos, los
poetas. Tanto con la revolución francesa, como con la rusa, los poetas han sido las
víctimas preferidas de los falsos poetas en el poder. Escribe Carpentier: “La revolución
había forjado hombres sublimes, ciertamente, pero había dado alas, también, a una
multitud de fracasados y de resentidos, explotadores del terror que, para dar muestra de
alto civismo, hacían encuadernar textos de la Constitución en piel humana.” Y más
adelante: “En más de un comité se había escuchado el bárbaro grito de: “Desconfiad de
quien haya escrito un libro”... Y hasta había llegado el ignaro de Henriot a pedir que la
Biblioteca Nacional fuese incendiada, mientras el Comité de Salud Pública despachaba
cirujanos ilustres, químicos eminentes, eruditos, poetas, astrónomos, al patíbulo...” El
perfume que envolvió a la revolución (a las dos, la de 1789 y la de 1917) apesta todavía
en los aires del tiempo, y había sido fabricado con los mismos métodos que utiliza
136
Grenouille para destilar los suyos. El resultado es idéntico, sólo que la segunda
revolución no ha sido aún devorada por sus adoradores. O sí. Pero, al ser
contemporáneos de la atrocidad, no nos damos cuenta de ello...
Sin embargo, creo que hay más en la novela, tan lograda y tan llena de alegorías, de
Patrick Süskind. Por encima del símbolo político que encierra, el lector atento
olfateará el matiz metafísico de la tragedia, que es la del mismo demonio. Éste no tiene
olor. No tiene, pues, una existencia terrenal auténtica. No posee una identidad
característica y, por ello, es rechazado siempre, no sólo por feo, sino también por falto
de presencia real, de humanidad. No es amado y no puede amar. ¿Hay algo más terrible
que esto? La corta trayectoria de Jean-Baptiste en la vida terrenal es, en el fondo, una
tragedia, que el mismo protagonista no comprende, sino que sólo intuye y hace todo lo
posible para paliarla o anudarla inventándose un perfume humano que, al final, acaba
con él.
Hay algo revelador en la novela de Süskind, un profundo soplo metafísico que dio vida
a las letras alemanas desde el siglo XVIII hasta hoy. Pienso en el derrotero literario de
Alemania desde Las afinidades electivas, de Goethe, hasta El perfume, un soplo que
parece acudir desde el equilibrio interior que caracteriza la cultura alemana y que
permite interpretar lo que Novalis llamaba la noche y Hölderlin “pan y vino”, día y
noche, completez humana, consciencia y subconsciente, clásico y romántico. Mientras
la novela francesa se ha desarrollado casi siempre a un nivel moral, razonado y
razonable, y la rusa se ha desarrollado en una permanente tormenta aislada en su propio
infierno, en el mundo de abajo del alma rusa, la alemana ha asumido todos los poderes
del espíritu a la vez, como en este modelo de novela actual que es la historia de un
perfumista en busca de su propio perfume, y al que sólo encontrará más allá de la vida,
como recompensa o como castigo.
Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)
Quién y cómo fue el rey de El Escorial
Una de las biografías más apasionantes que haya leído últimamente es el Felipe II, de
Geoffrey Parker (Alianza Editorial, Madrid 1984), no sólo por el quién sino sobre todo
por el cómo. Porque hay muchos libros dedicados al rey prudente, desde las maldades
de Brantome, las mentiras de Orange o las insulsas consideraciones de Antonio Pérez,
fuentes de la leyenda negra, hasta la historia anecdótica de Van der Hammen o la
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espléndida narración de Luis Cabrera de Córdova. La mayor parte de los libros sobre
España en general y sobre Felipe II, en particular, se publicaban en el extranjero y eran
el espejo clarísimo de los sentimientos inspirados por España y su rey a holandeses,
ingleses, franceses o italianos, cuyos territorios habían sido ocupados o directamente
amenazados por el poderío español. “Mientras penetraba con mayor profundidad el
poder español en Europa, se extendía con él la leyenda negra.”
Pero la razón principal y la primera fuente de la leyenda negra ha sido de origen
religioso. “La persecución del protestantismo por los Habsburgo no hizo más que
intensificar la campaña contra España.” Si consideramos objetivamente hechos como la
ocupación de gran parte de Italia, el frecuente conflicto con la Santa Sede y con
Venecia, el fomentar una guerra civil en Francia, subvencionada desde Madrid y que
duró casi un siglo; las victorias de Carlos I y de su hijo sobre los protestantes, la
anexión de Portugal y de su imperio colonial, el susto, aún presente en el inconsciente
colectivo inglés, producido por la expedición de la Invencible, el conflicto con Holanda,
mantenido por los ingleses al rojo vivo, la rectitud de una conducta política inspirada
siempre en la ortodoxia religiosa, que no conoció nunca desvíos ni titubeos, resulta
explicable la doble antipatía a la que aludíamos antes. El teatro, la novela, la poesía, las
universidades, las cortes europeas, los maniobreros políticos, los mismos banqueros
amenazados por las quiebras españolas debidas a la universalidad de sus guerras
emprendidas todas ellas en nombre del cristianismo, todo el mundo se levantó contra
España –y a menudo desde dentro- con el fin de detener el ímpetu de la “furia spagnola”
como la llamaban los italianos. Y no me parece justo enfocar la Historia de España del
siglo XVI bajo otro punto de vista. De ahí el aspecto de grandeza única que tiene la
aventura española en Europa, en África y en las Américas, su tono entre místico,
medieval y universal, militar y religioso al mismo tiempo, y el apasionamiento de sus
enemigos, que fueron siempre rivales heridos en su orgullo.
¿Cómo fue el rey que dominó aquella aventura durante más de medio siglo? Creo que
no hay respuesta valedera a dicha pregunta. ¿Cómo fue realmente Cervantes?, sería una
manera correcta de contestarla. Porque a ninguna de ella[s] podemos encontrar
suficientes argumentos para reconstituir un personaje modélico, capaz de reproducir
delante de nosotros la figura física y espiritual de los dos genios que llevaron el nombre
de España más allá de sus propios ocasos. Por este motivo, y considerando la distancia
que nos separa de ellos en el tiempo, creo que sólo un novelista genial lograría
recomponer la época, el lugar y sobre todo el Madrid y El Escorial de entonces, la
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religiosidad fundamental del personaje, su tragedia innata, o su inclinación hacia la
tragedia, que es la del teatro español del XVI, y la presencia paralela de Santa Teresa de
Jesús y de San Juan de la Cruz, el Quijote como conclusión de todo aquello y Las
Lusíadas como introducción, y, al recomponer este complicado juego de paisajes y
personas lograría dar vida a un Felipe II auténtico, al que los historiadores no son
capaces de hacer revivir. Y esto es lógico, por el otro lado, porque un personaje como el
hijo de Carlos I y de la gran señora que fue Isabel de Portugal, no es sólo producto de
unos documentos, como lo piensa Geoffrey Parker, al final de su bellísimo libro; y
tampoco puede el retrato de un pintor dar cuenta de la complejidad interior de alguien
que manejaba papeles, hasta cuatrocientos al día, y, al mismo tiempo, cazaba, admiraba
el paisaje igual que un romántico, pensaba en amoríos e intrigas, se preocupaba por sus
jardines, palacios, tierras, bibliotecas y colecciones, y tenía que conducir guerras en el
Mediterráneo y en Flandes, en Alemania, en Francia y en Italia, amén de las dificultades
con las que tenía que enfrentarse en las Alpujarras o en Aragón. “Todo esto sobrepasa la
posibilidad de imaginación limitada a la ciencia de los archivos a la que [sic] un
historiador casi nunca puede sobrevolar con plenitud.
Es evidente que la herencia de Juana la Loca, por un lado, y la de los Habsburgo por el
otro –piensen por ejemplo en la larga y complicada historia de Rodolfo II de Austria
(véanse el Carlos de Europa, de Wyndham Lewis, y el Rodolfo II de Habsburgo de
Philippe Erlanger, ambos en la Colección Austral, de Espasa Calpe)- formaron la base
caracterial de Felipe y que la magnitud de su obra, la inmensidad de su tarea, a la que no
siempre supo corresponder de manera total y eficaz, dieron al personaje un matiz
difícilmente encajable en los moldes de las corrientes históricas y menos todavía en el
molde cuantitativo de Pierre Chaunu. Es la cualidad, por encima de todo, lo que mueve
al rey, como al hombre Felipe II y lo perfecciona o lo arruina en casi todas sus
empresas. Es, a la vez, hijo y padre de su época. Pudo haber tenido muchos defectos,
como todos los seres humanos, pero creo que el defecto mayor que se le imputa, la
burocratización de su imperio y el estilo de su misma administración, fueron más bien
admirables que imperfectos, ya que por primera vez en la historia algo tan descomunal
como un imperio donde nunca se levantaba y nunca se ponía el sol planteaba, desde sus
mismos principios, problemas que no tenían solución. Rusia posee hoy el territorio más
grande del mundo y, a pesar de una técnica incomparablemente más desarrollada que la
de que disponía Felipe II, no logra dominarlo, se desmaya anualmente ante la
improductividad agrícola de su política y se cae de cansancio ante sus Flandes
meridionales que son el Afganistán del presente y los claros afganistanes del futuro. Al
139
contrario, Felipe II, tal como dirige desde El escorial en el verano y desde Madrid en el
invierno, su imperio sin fin, me aparece hoy como el administrador más hábil y
organizado que la humanidad haya jamás conocido, ya que improvisaba como mejor
podía, en medio de unas sorpresas que surgían diariamente ante él y sus consejos y
juntas, y a las que solucionaba con escritos destinados a ser leídos meses y años después
de que los hechos se hubiesen producido. Su política puede ser considerada como la
primera política, o administración, capaz de corresponder a las exigencias de los
tiempos modernos y a las de unos espacios, modernos también, en cuanto
planteamientos infinitos.
Además, temas y situaciones como la muerte de Escobedo, en la que tuvo un papel
evidente, relacionado con las locuras políticas de su hermanastro en Flandes, por un
lado, y el arresto y luego la muerte de don Carlos, por el otro, habrán interpretado su
papel en una vida aferrada rigurosamente a la religión.
Lo que hubiera podido ser un Escorial gótico me sugiere de repente otra perspectiva.
Podemos considerar, pues, el año 1561, cuando la capital se traslada de Toledo a
Madrid, y una vez terminado al real monasterio, a El Escorial veraniego, como un año
límite en la historia de España, como la fecha en que empieza a resquebrajarse desde
dentro la magna aventura española. Y, sin embargo, no pudo ser de otra manera. En
Carlos I no hay rasgos humanistas, quiero decir renacentistas, ni en el carácter ni en la
cultura, ni en su actitud cotidiana ante la vida y la política. Su centro es Toledo, lo
contrario de todo lo demás en la Europa de entonces. Mientras Felipe se aparta de
Toledo, inaugura en Madrid una ciudad más bien barroca y en el Escorial un epicentro
político situado bajo una cúpula renacentista pensada por fray Juan Bautista de Toledo,
alumno de Miguel Ángel y terminada por Juan de Herrera, arquitecto, humanista y
mago. ¿Hasta qué punto interviene la magia en la vida del soberano y de su arquitecto?
La magia, claro está, como característica renacentista. Sabemos que leía a Marsilio
Ficino, Pico de la Mirándola y que poseía, según Parker, “por lo menos doscientos
libros de magia –herméticos, astrológicos y cabalísticos...”
Evidentemente, no fue Felipe II el primer humanista español y tampoco se le puede
reprochar de alguna manera su inclinación que no era sino un modo involuntario de
insertarse en su tiempo. Sin embargo, el drama evolucionó visiblemente entre 1561 y
1616 y produce, en sus conclusiones y postrimerías, victorias militares, derrotas, obras
maestras, tragedias de todo tipo, ensanches en lo ecuménico y pérdidas esenciales. Entre
140
el abandono de Toledo y la muerte de Cervantes, en pleno auge creador, España juega
su último acto, si es que podemos fijar unas fechas para el desarrollo de una tragedia tan
inmensa, tan plenitudinaria [sic] desde el punto de vista humano, y tan compleja. Pero
este mismo balanceo entre lo medieval, que fue el meollo de todos los éxitos españoles,
políticos, militares y culturales, y el humanismo europeo, italiano sobre todo, entre
Dante y Maquiavelo podríamos decir para simplificar el asunto, acabó con la victoria
del segundo y con la derrota lenta, terrible, de una Numancia nacional a la que el
renacentismo había sitiado desde fuera y desde dentro con la ayuda de todo lo que no
era España en el mundo de entonces y que, como lo pone de relieve Geoffrey Parker en
su libro, era mucho.
Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)
Comentario muy personal a la "Declaración de Venecia"
Creo que uno de los textos más importantes y más cargados de consecuencias redactado
y lanzado al mundo durante estos últimos tiempos es la aparentemente modesta
“Declaración de Venecia”, fechada el 7 de marzo de 1986 y llegada hace poco a mi
puerto serrano. Y me parece satisfactorio, desde un punto de vista personal, el que
miembros de la UNESCO y de la Fundación Cini, veneciana también, reunidos en la
ciudad de Tiziano y de los dogos, hayan llegado en 1986 a las conclusiones a las que el
autor de estas líneas llegó, año tras año y libro tras libro, desde 1969 a esta parte. No
voy a pecar por modestia ni por su contrario, pecados intelectuales en sus insoportables
excesos, afirmando que no tuve día ni noche de descanso, durante casi dos decenios, al
constatar el desnivel existente entre los avances de la ciencia, y especialmente de la
física, y el empeño de la política, como de la ciencia política, en seguir aplicando a la
humanidad fórmulas y tácticas pertenecientes al siglo pasado. Lo he afirmado en libros,
artículos, clases y conferencias: el mundo va mal porque lo dirigen ideologías y
políticos cuyos contenidos y cuyas mentes, respectivamente, siguen arrastrando
prejuicios del pasado. Hasta las guerras y las revoluciones de nuestro siglo no son sino
consecuencias directas de dicho desnivel. Por un lado, el principio de indeterminación o
el de complementariedad, con sus inmediatas consecuencias renovadoras, y, por el otro,
el materialismo dialéctico, el gulag, la lucha de clases, los abusos del capitalismo, el
consumismo más descarado e inconsciente. Me parecía más que evidente, una vez
digerido dentro de mi mente el diálogo con Heisenberg, o con Toynbee y Gonseth, con
McLuhan o con Bernard Lovell (reproducidos en mi libro Viaje a los centros de la
141
tierra, editado en tres idiomas hasta la fecha), que el progreso, por un lado, y el eterno
regreso por el otro, hayan [sic] producido el descalabro y la angustia en que vivimos
desde 1914 y 1917. No somos capaces, desde hace tanto tiempo, de crear un sistema
sociopolítico destinado a regir hombres y bienes, siguiendo la enseñanza, tan completa y
tan humana a la vez, que la física ha regalado al mundo, poniendo fin, ya en 1900, a las
superficialidades del materialismo determinista. Y fue sobre las bases de la nueva física
como se llegó a la desintegración del átomo, a la conquista del espacio exterior y a la
esperada reconciliación entre ciencia y religión, uno de los fenómenos más cargados de
futuribles de la época en que vivimos. Pues todo esto aparece en la “Declaración de
Venecia” y me parece del mejor augurio.
Reza así el punto 1 de dicha Declaración: “Somos testigos de una importante
revolución, engendrada por la ciencia fundamental (en particular modo por la física y la
biología), por el impacto que produce en la lógica, la epistemología y también en la vida
de todos los días a través de las aplicaciones tecnológicas. Sin embargo, constatamos al
mismo tiempo la existencia de un importante desnivel entre la nueva visión del mundo
que sube desde el estudio de los sistemas naturales y los valores que predominan
todavía en la filosofía, en las ciencias del hombre y en la vida de la sociedad moderna.
Porque estos valores están basados, en una gran medida, en el determinismo
mecanicista, el positivismo y el nihilismo. Nosotros entendemos este desnivel como
algo fuertemente letal y portador de pesadas amenazas de destrucción para nuestra
especie.”
¡Menos mal, dios mío, menos mal! Era tiempo de que alguien, desde una cátedra
universal como es la fundación Cini, y desde una tribuna, algo quebrantada en su
prestigio, como es la UNESCO, pero insustituible, dijera estas cosas en un momento,
precisamente, en que, a pesar de todo, la revolución es aún contemplada como una
revolución [sic ¿por evolución?], cuando no es sino un retorno, el mito del eterno
retorno hecho política y opresión. Sin embargo, no entiendo por qué la Declaración
veneciana llama nihilismo lo que lleva el nombre de comunismo, o de materialismo
dialéctico, desde hace más de un siglo. Las responsabilidades del nihilismo, que
encontraron en Nietzsche y Dostoievski a sus mejores críticos, son menores comparadas
con su alma mater marxista. Hay que tener el valor de llamar [a] las cosas por su
nombre, esclarecer y poner en evidencia los conceptos [antes] de empezar a buscar
soluciones.
142
El punto 2 me resulta más importante todavía, ya que plantea el problema fundamental:
“... sin dejar de reconocer las diferencias fundamentales entre la ciencia y la tradición,
constatamos no su oposición, sino su complementariedad. El inesperado y enriquecedor
encuentro entre la ciencia y las varias tradiciones del mundo permite pensar en la
aparición de una nueva visión de la humanidad...” Pensamiento sumamente actual y
tonificante, ante las tomas de posición de la trasnochada “teología de la liberación”, que
pretende arrastrarnos otra vez hacia las cuevas del materialismo y de la falsa revolución.
No entiendo, tampoco, por qué siempre se utiliza sólo el concepto de tradición y no el
de religión, lo que resultaría también complementario. Pero lo más difícil es, sin duda
alguna, empezar, y en Venecia se acaba de empezar algo decisivo para los seres
humanos.
El punto 3 pone de relieve la necesidad de una investigación realmente
“transdisciplinaria”, lo que no entienden ni los materialistas marxistas ni los
consumistas. Lo transdisciplinario puede llevarnos, en la política, a la metapolítica, otro
concepto profundamente relacionado con mi técnica del conocimiento, tal como la voy
desarrollando desde la aparición de mi Viaje a los centros...
E punto 4 es capital: se proclama la obligación urgente de la búsqueda de “nuevos
métodos de educación” capaces de sustituir a los antiguos, tratando de sintonizar con las
grandes tradiciones culturales. Una educación sacando [sic] sus nuevas savias de las
tradiciones culturales, de la tradición en general, añadiría yo, y de los avances
indeterministas rimando [sic] con dichas tradiciones. Creen saber los de la Fundación
Cini que “la organización apropiada para promover tales ideas” sería la UNESCO. Una
UNESCO, me parece, necesariamente modificada ella misma en su ideología e
intenciones. El capítulo de la educación como motor del cambio, proclamado en el
punto 1 y en el 3, se me antoja como uno de los más aptos para poner en marcha la
revolución enfocada en Venecia. La distancia entre la pobre, avejentada y monstruosa
LODE española y la “Declaración de Venecia” aparece como trágica y cómica a la vez,
trágica para todos los niños y estudiantes españoles, cómica porque desfasada y fuera de
tiempo y de lugar.
Informar a la opinión pública acerca de los cambios producidos durante el siglo,
cambios referentes a la revolución cuántica y sus consecuencias, forma la materia del
punto 5. Hasta la fecha, los medios de información han escamoteado todo lo que han
podido los desafíos (como los llama la Declaración) de la ciencia contemporánea,
143
sencillamente porque, al ser dichos medios los portadores de los mensajes materialistas,
sólo han presentado y divulgado las consecuencias filosóficas, técnicas, científicas y
políticas de los mismos. ¿Cómo y quién iba a hablar por televisión del principio de
indeterminación, cuando éste aniquila cualquier pensamiento o doctrina relacionados
con lo que la Declaración llama positivismo y nihilismo y que abarca un sinfín de
territorios nublados por la antigua filosofía en el poder? Ningún partido es capaz hoy de
fomentar un cambio tan radical, porque todos ellos, son excepción, se nutren del pan
amargo y seco, amasado por los ismos vinculados con el siglo XIX.
Es curioso cómo los reunidos en Venecia no hayan [sic] pensado en una imagen
pictórica de la situación a la que se atreven, casi heroicamente, a acometer, y que da
cuenta de la auténtica tragedia en la que seguimos debatiéndonos desde hace decenios.
En una conferencia que dicté, en el mes de abril, en el Paraninfo de la Universidad de
Alcalá de Henares, decía yo, después de analizar la raíz de los mismos males que, casi
en la misma fecha, ponían de relieve los sabios reunidos en Venecia:
“He pensado mucho, contemplando esta deplorable situación sin remedio, en el cuadro
de El Greco, “El martirio de San Mauricio”, donde un oficial romano, junto con todos
sus camaradas, acepta el sacrificio último en nombre de una idea nueva, rechazando una
posibilidad de vivir que les obligaba a seguir matando en nombre de los antiguos dioses.
San Mauricio y los suyos son la humanidad actual, en su representación más adelantada,
las elites científicas, la intelectualidad fiel al origen mismo de la palabra, los que están
dentro del intelligere, mientras los demás, los que no han entendido aún, pero que
controlan el poder, las elites políticas, envían al sacrificio a las primeras. Están enviando
al sacrificio a pueblos enteros y están dispuestos a desencadenar un conflicto universal y
último, por supuesto, en el nombre de sus antiguos dioses. Un entendimiento
antideterminista y cuántico del mundo evitaría, claro está, el gesto letal de los
deterministas.” (Este fragmento forma parte de la conferencia citada más arriba que,
bajo el título de “Europa fin de siglo”, aparecerá en un próximo número de Razón
Española.)
Pero los lectores de mis estudios y ensayos (siento mucho citar títulos míos, pero no hay
más remedio ante el reto de la Fundación Cini,) saben muy bien que esta problemática
forma parte no sólo de mis preocupaciones ensayísticas, sino novelísticas también, ya
que aparecen tanto en mi Introducción a la literatura del siglo XX, de [sic]
Consideraciones sobre un mundo peor o en Los derechos humanos y la novela del siglo
144
XX, como en Perseguid a Boecio. Preguntaría, pues, al final de estas constataciones:
¿cómo es posible que sólo hoy, más de ochenta años desde que Planck haya formulado
las bases de la nueva física, inaugurando una nueva era científica y técnica, y casi
setenta desde que el determinismo tomara forma en el Estado soviético, con las
consecuencias que sabemos, nadie [sic ¿por alguien?] se haya atrevido a esbozar los
principios de una posible y lógica salvación? Libros audaces, como los de Lupasco,
Basarab Nicolescu, Michel Random, Jean Charon o Solange de Mailly Nesle,
analizados todos ellos en estas páginas, han preparado quizás el terreno para que la
“Declaración de Venecia” sea posible, mejor tarde que nunca. Lo que me da valor y
optimismo para seguir trabajando en el mismo sentido que empecé a trazar para mí en
1969; y es que esta minoría de la que formo parte, una minoría que en un principio era
yo solo, pretendiendo [sic] modificar las fuentes, las intenciones y el programa de los
políticos sobre la base de la nueva ciencia, pasó hasta hoy casi inadvertida. Supongo que
la plataforma veneciana le servirá para lanzarse a la conquista del mundo, para bien de
los infelices mortales sometidos s la dictadura del determinismo.
Vintila Horia, en El Alcázar, 5 de junio de 1986
Mircea Eliade
Un día, en París, hace veinte años, le dije a Eliade: “Creo que eres uno de los más
grandes filósofos de las religiones de nuestro tiempo.” Me contestó, desde su modestia,
tan característica de los que tienen conciencia de lo que realmente son: “No soy más que
un historiador de las religiones.” Fue las dos cosas a la vez, y serán los decenios futuros
quienes demostrarán al gran público el acierto filosófico, la información, la honestidad
intelectual, la profundidad de todos sus puntos de vista, la perenne actualidad de este
escritor, que fue, además, un novelista de primera magnitud.
Yo tenía quince años cuando, de retorno a la India, Eliade había empezado a publicar
sus primeras obras literarias, la novela Maytrei entre ellas, y, más tarde, Señorita
Cristina y otras, que aportaban ideas, estilos, problemáticas nuevas en el marco de la
literatura de entonces. La India, con sus profetas y sus costumbres, sus paisajes y sus
religiones, penetraba como un vendaval en los espíritus de los adolescentes que
entonces éramos. En seguida ingresó Eliade en la Universidad, como ayudante de Nae
Ionescu, uno de los catedráticos más famosos de la época, y se dio a conocer a través,
también, de sus estudios relacionados con la historia de las religiones y del periodismo,
ya que colaboró asiduamente en los cotidianos y semanarios de la época, marcados por
145
un tradicionalismo que formaba parte de las tendencias más apasionadas de la juventud
del mundo intelectual. Lindando con Rusia, Rumania no había tenido simpatías ni por
los gobiernos zaristas, ni se adhería a la ideología y menos todavía a la práctica política
del régimen comunista. El partido comunista no tenía mil miembros en 1944, cuando las
tropas soviéticas invadieron y ocuparon el territorio rumano, anexionando, incluso,
parte de sus provincias orientales, lo mismo que habían hecho con Polonia,
Checoslovaquia y los países bálticos. Eliade, como todos los intelectuales rumanos de la
época, algunos de ellos exiliados famosos, militaba en contra del marxismo, desde el
fondo de sus convicciones políticas como desde el de sus convicciones religiosas.
Antes de estallar la guerra, Mircea Eliade fue nombrado agregado de cultura de la
Embajada de Rumania en Londres; luego fue trasladado a Lisboa, estrenó en 1940 su
única obra teatral, Antígona, en el teatro nacional de Bucarest; luego la catástrofe de la
postguerra se nos echó encima a todos, y, al salir yo, en 1945, del campo de
concentración de María Pfarr, en Austria, traté en seguida de contactar con los que,
como yo, se habían decidido a no regresar al país ocupado y deformado por un régimen
que nada tenía que ver con las raíces más antiguas ni con las más modernas libertades
del país. Con Eliade, desde Italia, y más tarde desde la Argentina, me escribí con
regularidad. Me envió un día el manuscrito de su novela El bosque prohibido, para
preguntarme cuál era mi opinión y si valía la pena publicarla, y le contesté,
entusiasmado por la lectura de aquel libro, que no tuvo mucha suerte entonces, sólo de
crítica, según recuerdo, ya que no rimaba, en el París de los años cincuenta, con las
pálidas elucubraciones literarias de un ambiente dominado por la mala literatura de
Sartre. Un historiador de las religiones difícilmente podía adherirse a aquella
profanación, de la que el espíritu francés tardó bastante en recuperarse.
Un año después recibí otra carta sorprendente del amigo Eliade, que pedía mi consejo
sobre si era oportuno abandonar París y aceptar un interesante ofrecimiento que le
acababa de hacer la Universidad de Chicago. No sé hasta qué punto mi consejo le valió
para algo. El hecho es que mi amigo escogió América, donde hizo una carrera
fulminante. Publicó libro tras libro, estudió religiones con criterio de pensador y
creyente, tuvo mucho éxito, ya en París, con El mito del eterno retorno, uno de sus
ensayos más profundamente marcado por su espiritualismo rumano; editó a lo largo de
los años el famoso también Tratado de historia de las religiones, De Zamolxis a
Gengis-Khan, Imágenes y símbolos, Mefistófeles y el andrógino, seguidas por más de
una veintena de ensayos, estudios, novelas y cuentos, traducidos hoy a todos los idiomas
146
cultos.
Difícilmente podríamos encontrar una figura tan compleja, rica y universal. No sólo
porque haya cultivado tantos géneros a la vez, sino porque ha sabido situarse, en cada
uno de ellos, en su onda más actual y más convincente. La importancia de las religiones
en la historia de las civilizaciones había sido puesta de relieve por Vico, ya a principios
del XVIII, y Spengler, como Toynbee más tarde, otorgaron a lo religioso un peso
específico de grandes consecuencias, hasta el punto de que el auge de una cultura
apareció como coincidiendo con la cumbre de su propia religión, pero fue Mircea Eliade
quien analizó con pasión de erudito la característica de las grandes religiones y el enlace
mítico y cultural que cada una de ellas tuvo con el drama del hombre. La cultura
occidental pierde con su muerte a una de sus personalidades más conocidas y más
fundamentalmente relacionadas con su tiempo y con sus más auténticas tradiciones.
Vintila Horia, en El Alcázar, 1 de mayo de 1986
Moeller y Unamuno
Creo que el análisis que hace Charles Moeller en su cuarto tomo (Literatura del siglo
XX y cristianismo, Ed. Gredos, tercera edición, 1964) del derrotero espiritual de
Unamuno es uno de los mejores y de los más completos. El teólogo y el crítico literario
aúnan sus esfuerzos en un cuadro realmente hermoso y completo. No diría lo mismo del
análisis literario de la obra unamuniana, que pasa por encima de una de las novelas más
brillantes de la literatura española de nuestro tiempo y uno de los dramas más
representativos del cristiano, del cura que pierde la fe y no lo confiesa nunca para no
quitar a sus feligreses la mayor de las esperanzas. Me refiero a San Manuel Bueno,
mártir, libro al que considero como algo tan grande y tan fundamental para España
como La vida es sueño. No sólo porque las dos obras se parecen en su técnica y otorgan
al conceptismo, a la tragedia interior, un papel dominante que caracteriza lo mejor del
alma española de siempre, sino, también, porque logra conmover al lector hasta los
cimientos de su sensibilidad y conciencia.
Es a través de una novela, San Manuel Bueno, mártir, como Unamuno aparece en su
esplendor de novelista católico, superior al de La farisea de Mauriac, sólo comparable
quizá, como intensidad dramática, al Moira de Julien Green o a algunos momentos
privilegiados que consigue Bernanos. Algo hay, en la tragedia de don Manuel Bueno,
de la autobiografía del autor y, sobre todo, de su juventud atea, de aquel período de su
147
vida cuando abandona el cristianismo al perder la fe y que habrá constituido la época
más triste de su existencia de hombre necesitado de religión. Creo que Unamuno fue
uno de los hombres más religiosos de España y quizá de la Europa de su tiempo. Un
héroe moderno en un sentido nada laico, un intelectual preocupado por su preparación
universitaria, su literatura personal, su felicidad matrimonial, sus lecturas filosóficas,
pero profundamente inserto en lo que Moeller llama “la esperanza desesperada” y que
no corresponde del todo a la vivencia unamuniana. Sí, entiendo la alusión
existencialista, me doy cuenta de que la lectura de Kierkegaard fue muy importante
para el filósofo Unamuno, como también la de algunos textos protestantes, pero no
lograremos nunca dar con la clave, hablando de aquel espíritu que fue carne viva
durante toda su vida, sin aproximarlo a sus auténticos maestros y a su auténtica
peregrinación a través de escollos autobiográficos e históricos contemporáneos. El
vasco Unamuno se había convertido no sólo a Castilla, y fue, como sabemos, uno de
los pintores más apasionados del paisaje castellano, sino a la manera castellana de
entender lo religioso. No fue sólo un católico libresco, víctima de sus lecturas de todo
tipo; fue, sobre todo, un atormentado, no diría a la altura de algún que otro santo, pero sí
a la de los sufrimientos que implica el acercarse castellanamente a Cristo y a tratar de
comprender [sic]. Entiendo perfectamente sus dudas ante la existencia del infierno, ya
que, como él decía, ¿qué tiene que ver lo infinito, relacionado con el castigo infernal,
con la finitud del destino humano? ¿Cómo aceptar la idea de Dios, el Dios bueno de los
cristianos, el que se ha hecho hombre para estar más cerca de nuestras dudas y
padecimientos, el Dios del perdón, con la nocturnidad del castigo sin fin?
Se me ocurre comparar a dos escritores que, si no se conocieron personalmente,
intercambiaron cartas y colaboraciones: Unamuno y Papini. Devoradores de libros,
conocedores de Kierkegaard en un momento en que pocos europeos pensaban en el
fundador del existencialismo, universitario por vocación y destino, el español,
autodidacta el italiano, atormentados los dos por el sentimiento trágico y cristiano de la
vida, víctimas a menudo de lo que Unamuno llamaba “la inquisición atea”. Ateos ellos
mismos en su juventud, volvieron la cara hacia la Verdad en momentos más o menos
parecidos, o por lo menos paralelos, y forman, cada uno en su cultura, un dúo espiritual
que ha dejado huellas profundas en el corazón de Europa.
Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar, 29 mayo 1986
Forma y sentido de Osvaldo Spengler
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(En el cincuenta aniversario de su muerte)
El autor de El crepúsculo de Occidente, de Años decisivos y de otros estudios dedicados
a la interpretación de la Historia universal, nació en 1880 en Blankenburg am Harz, y
falleció el 8 de mayo de 1936, en Munich. Podemos considerarlo como una de las
personalidades más representativas de nuestro tiempo por haber sabido clasificar los
grandes períodos de la Historia, por haber podido encontrar un sentido y una
explicación al correr aparentemente absurdo de los milenios y por haber creado un
método de investigación en el que, volens nolens, están hoy todos los especialistas en la
materia. Puede haberse equivocado en muchas afirmaciones, puede haber pecado por
exageración sistemática y puede haber confundido erróneamente el crecimiento del
hombre en el marco de las culturas con el crecimiento de las plantas y de otros
organismos vinculados a la naturaleza, sin embargo resulta imposible hablar de una
posible filosofía de la Historia sin mencionar a Spengler. Me pregunto a menudo,
leyendo las críticas que hombres ilustres le han dedicado desde 1920 a esta parte, cómo
ha resistido su libro a tantos ataques, la mayor parte de ellos justificados y objetivos; y
me doy cuenta de que el mérito del pensador alemán, autor de lo que él mismo llamaba
“una filosofía alemana”, ha sido el de poner las bases de una epistemología de los
acontecimientos, de haber edificado un pasado humano total, una vez investigadas no
sólo todas las culturas y civilizaciones, sino sobre todo el conjunto de todos los saberes.
Es preciso considerar al hombre como un todo y disponer de una visión holística en el
marco de cualquier disciplina. Yo mismo he dedicado muchos años de mi vida a enfocar
la literatura desde todos los puntos de vista posibles y he tratado de explicar a los
grandes autores de mi siglo en el mismo marco en que la ciencia, la psicología, el arte o
la religión desarrollaban banderas contemporáneas. Y es así como los novelistas
realmente humanos del siglo XX han intentado reflejar al hombre de su tiempo, o de
otros tiempos, teniendo en cuenta su imagen entera. Estamos lejos del homo
oeconomicus, o del animal político, o del homo ludens, o de los tratados de sutil
psicología en que se habían transformado, con Proust, las novelas de los años veinte.
Estamos lejos de la clave cretinizante del realismo socialista, desde que Spengler nos
enseñó al hombre ocupando el centro de todas las cosas. El hombre como creador de
cultura y de civilización.
Otro progreso spengleriano ha sido marcado por la actitud del filósofo ante la cultura
occidental. Mientras Bossuet y Vico, considerados como los primeros pensadores de la
Historia, lo enfocaron todo según una perspectiva europea y situaron a Europa en el
centro de la Historia universal, Spengler da prioridad a veces a otros ciclos culturales y
149
deshace el mito de la centralidad de nuestro continente. Al antiguo esquema dentro del
cual “...las altas culturas describen sus órbitas en torno a nosotros como inevitable
centro de todo el acontecer universal...” Spengler lo llama “sistema ptolemaico de la
historia”, mientras considera como una revolución copernicana “dentro del ámbito
histórico” el nuevo sistema según el cual Occidente, desde Grecia hasta hoy, no ocupa
un puesto preferente ante las demás civilizaciones.
Sin embargo, creo que la importancia de Spengler es preciso buscarla en otra parte, o,
mejor dicho, en aquella parte de su pensamiento en que su propia filosofía coincide con
el pensamiento, la ciencia y el arte de su tiempo. Decía antes que el mérito de Spengler
había sido el de enfocar holísticamente al acontecer histórico y de haber creado un
método por primera vez valedero dentro de la historiografía, en el sentido de que no
sólo los reyes, las batallas y los tratados internacionales forman materia para la Historia,
sino el conjunto de las creaciones de todo tipo. Lo que le hace pensar que los templos
como el teatro griegos coinciden perfectamente con la matemática euclidea, mientras la
política y el arte de la época de Luis XV coinciden con la filosofía de Descartes y las
matemáticas del siglo XVIII. Del mismo modo podemos afirmar que las mismas teorías
de Spengler y el antideterminismo de su sistema pertenecen al antideterminismo
cuántico. Al comentar la obra de Spengler, Joseph Vogt, en su libro El concepto de la
Historia, de Ranke a Toynbee (Colección Punto Omega, Ed. Guadarrama, Madrid 1971)
escribe: “Su pensamiento histórico no se dirige al conocimiento inductivo de los
fenómenos ni a la determinación de la causalidad, sino a la aprehensión intuitiva del
destino y a la interpretación artística de las estructuras ocultas... aquí no se trata de leyes
de causalidad, sino de forma y destino.” Definición acertada que coloca a Spengler en
medio de la filosofía de su época y por encima, evidentemente, del materialismo
dialéctico, cuyo determinismo resulta hoy casi cómico. Cuando Luis Suárez, en su libro
Grandes interpretaciones de la Historia (Ed. Eunsa, Pamplona, cuarta edición 1981)
cree que “La decadencia de Occidente... fue el ensayo más importante, desde San
Agustín, para dar a la Historia una interpretación completa...”, tiene razón en el sentido
esbozado más arriba. La intuición, la poesía como otra técnica de acercamiento al
cosmos, el alma de las civilizaciones, el espíritu como dominante, son también
características de las nuevas formas occidentales de aprehender lo real. Nos hemos
salido del racionalismo decimoctavo y hemos enfocado el mundo según técnicas
especiales, mucho más completas, dentro de las cuales el subjetivismo puesto de relieve
por Heisenberg y por los teólogos se aparta de los esquemas simplistas del pasado
cartesiano. La decadencia de Occidente, bajo este aspecto, está mucho más cerca del
150
Ulises de Joyce que de la metodología de Taine, Ranke o los materialistas. Hay un
indeterminismo histórico que sitúa a lo individual por encima de los grandes números,
al genio por encima de la humanidad, sencillamente porque, como cree saber Spengler,
la humanidad no existe.
También es novedosa en Spengler la separación que realiza entre cultura y civilización.
En el ciclo occidental, por ejemplo, en una primera fase, Grecia es la cultura, con el
predominio de lo religioso y lo artístico, mientras Roma sería la civilización, con la
ciencia, la técnica, el pragmatismo filosófico, etcétera. La Edad Media, en una segunda
fase, y el Renacimiento, hasta una época muy tardía, formarían la fase cultural de
Europa, mientras todo lo que sigue, basado en el desarrollo de las técnicas, formaría lo
que llamamos precisamente civilización occidental. Todos estos grandes ciclos viven y
mueren en la soledad, cada uno tiene su forma y destino, igual que las plantas. En el
segundo tomo de su libro, Spengler trata de establecer un paralelismo más o menos
logrado entre plantas y animales, entre la falta de libertad de los primeros y la libertad
de las libélulas, o de las águilas. Hoy sabemos, apoyándonos tanto en Konrad Lorenz
como en nuestra propia experiencia, hasta qué punto los animales no son libres. Se
mueven, sí, pero el instinto les encadena a una forma de no evolución más que evidente.
Las cigüeñas no perfeccionan sus admirables nidos, los construyen de la misma manera,
siguiendo la misma técnica desde los comienzos de la especie. No son más libres que las
plantas, a pesar de las apariencias. Las culturas y las civilizaciones, en cambio,
comunican entre sí, no viven y mueren en la soledad. ¿Qué sería Grecia sin Egipto? ¿Y
este sin Babilonia? ¿Qué sería la civilización arábiga, como la llama el pensador
alemán, sin Aristóteles? ¿Y el siglo XVIII francés sin el arte y el pensamiento de los
griegos y de los romanos? Hay un naturalismo spengleriano que invalida a veces su
teoría entera.
También sus profecías se han equivocado a menudo, fiel en este sentido a su
indeterminismo. Cuando piensa, por ejemplo, que Alemania se estaba acercando a un
régimen monárquico restaurado, destinado (en 1922, cuando escribe su ensayo sobre
socialismo y prusianismo) a sustituir la democracia decadente, heredera “de la anarquía
francesa y de la piratería inglesa”. No sucedió así y Spengler tuvo la suerte de fallecer
antes de 1945, cuando su sueño se quemó junto con el Berlín de su juventud. Hablando,
en cambio, de Rusia, pensaba que el comunismo era una forma tan falaz y perecedera,
tan superficialmente adherida a la esencia rusa como el intento de occidentalización de
Pedro el Grande. Rusia era un país de campesinos, profundamente moldeados por el
cristianismo y su futuro iba a coger el rumbo indicado por las profundidades, tal como
151
Dostoievski lo había profetizado también. Es posible, en este caso, que Spengler no se
haya equivocado, porque antes del fin de este siglo es probable que la esencia pueda con
la existencia, como suele suceder. Entonces se cumpliría la profecía spengleriana según
la cual esta nueva forma rusa de ser podría volverse lo que él llamaba “un tercer
cristianismo”. Y Fátima no está lejos de esa posibilidad.
Pero con esto nos salimos de la Historia como ciencia y volvemos a otra perspectiva
spengleriana: a la naturaleza hay que acometerla con las armas de la ciencia, pero “la
Historia debe ser objeto de la poesía”. En este caso, si nos referimos al futuro de Rusia
según la intuición de Spengler, siendo la intuición un método paralelo al de la
deducción y del experimento, nos encontramos fuera de cualquier análisis científico
contemporáneo. El futuro de Rusia aparece más claro bajo la revelación hecha en
Fátima en 1917 (año de la Revolución de octubre, no hay que olvidarlo, pero lo que la
Virgen anunció a los niños portugueses tiene lugar unos meses antes), como también
bajo la intuición del filósofo de la Historia. Es imprevisible todo lo que enfocamos bajo
el dictamen de la materia, objeto de la ciencia y siendo el ser humano una partícula, un
microcosmos y, por ende, algo sometido a la ley de la incertidumbre o indeterminación,
es también improfetizable; pero todo se vuelve previsible en el marco de la intuición y
de la profecía (religiosa). Sea en un terreno dominado por la psicología (inconsciente
personal y colectivo), sea en el de lo religioso (los profetas del Antiguo Testamento) o
de la poesía como técnica de un conocimiento antideterminista también, el futuro
aparece como una posibilidad de “profecía al revés”, poco científica por supuesto, pero
¿qué es hoy la ciencia comparada con lo que fue ayer? Spengler, una vez situado dentro
de las novedades del siglo, puede aparecernos como un destructor de prejuicios
materialistas y como un innovador, a pesar de los residuos científicos que enturbian a
menudo su sistema, pero provoca más tarde la réplica genial de Arnold Toynbee, en el
marco del desarrollo “metafísico” de todas las demás disciplinas.
Vintila Horia, en El Alcázar, 29 mayo 1986
Con Kazantzaki, a Toledo
Buscando un libro en mi biblioteca, me encontré un tomo de Nikos Kazantzaki, el autor
de Cristo otra vez crucificado, un libro de artículos y de notas de viaje titulado Del
monte Sinaí a la isla de Venus, publicado en París hace bastantes años (1958) y donde
152
figura un capítulo dedicado a Toledo. Como esta ciudad es en este momento la pasión
del autor de estas líneas, me precipité sobre él y lo devoré en pocos minutos. La garra
del escritor está presente en cada palabra, en cada imagen. Pinceladas cortas y audaces,
colores vivos, mediterráneos, claroscuros barrocos, exactamente como en la novela
citada más arriba o como en Zorba el griego. El mismo comienzo es dramático y
sugestivo. El escritor conserva en la memoria el recuerdo de un Toledo imaginado a lo
largo de los años, inspirado en los libros, los cuadros y las fotografías. Lo que dominaba
los recuerdos era el mismo cuadro del Greco, con aquel relámpago azul que corta el
mundo en dos. Cuando Kazantzaki llega a Toledo es de primavera [sic], el aire dulce y
pacífico envuelve la ciudad en un manto de paz. No hay drama. “España es el invento
de algunos poetas y pintores y de algunos turistas apasionados.” La realidad es otra. El
demonio que el escritor lleva a su izquierda, encima del hombro, le susurra palabras en
el oído, palabras poco agradables para la ciudad imperial. ¡Qué aburrimiento! Pero el
ángel, desde el otro hombro dice: “¿Y si fuéramos a ver a El Greco?” El demonio sabía
perfectamente por qué se aburría y por qué Toledo no le gustaba. Pero el ángel también
sabía la razón de lo contrario. Toledo es una ciudad dominada por un ángel, habitada
por lo sagrado, ilustrada por uno de los pintores religiosos más grandes de todos los
tiempos.
Y se van a visitar la casa de El Greco, el cretense, envueltos en una atmósfera que,
según Kazantzaki, evoca y recuerda Creta. La misma luz, las mismas mujeres, los
mismos olores. Los árabes como parte del telón de fondo. Los seres que animan los
cuadros de El Greco parecen como consumidos por el fuego: “Todos los apóstoles
arden”, afirma contemplando a San Bartolomé y a San Andrés. La luz es un fuego y no
viene del sol sino desde una luna trágica. Y este ardor aumenta con la edad. El Greco se
vuelve cada vez más apasionado y esencial. Un miedo metafísico domina los últimos
cuadros. “Uno no deja de pensar en las fuerzas oscuras. La alquimia, la magia, la
brujería, el exorcismo.” Sus personajes se parecen a unos muertos que acaban de
recobrar la vida, conservando sin embargo algo, un dejo de los colores del más allá.
Preciosa manera de definir la extraña luz que domina los cuadros del toledano. Ahí está,
creo, la llave del enigma. No hay nada de magia o de alquimia en la obra del pintor.
Para comprenderlo no es preciso, como hace Kazantzaki, retrotraerlo a Creta, porque es
el espíritu de Castilla, el significado mismo de Toledo en aquel fin de siglo, lo que
empapa de luz nueva la pintura del cretense castellanizado, del griego católico que
encuentra en la colina, a la que Rilke llama “el monte de la revelación”, los últimos
secretos de su arte poético. Nada de Oriente palestinense, como pensaba Marañón, ni de
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magia árabe, ni de recuerdos cretenses. El Greco conserva de su educación y formación
originarias sólo un recuerdo imperecedor [sic], el de Platón y de su concepción del
mundo. Todo el resto se lo concede Toledo, como centro de un imperio ecuménico, un
experimento inaudito e inédito, inscrito en los rostros del “Entierro del señor de Orgaz”.
El alma que habita sus cuadros es la que vive en aquellos rostros y da vida a aquellos
cuerpos inmortales. ¿Por qué no habla Kazantzaki del “Entierro...”? Difícil contestarlo.
Ni siquiera lo cita, y es la obra maestra de su cretense. Nos habla, pues, de todo menos
de lo fundamental. Hubiera sido interesante escuchar su opinión ante el cuadro por
antonomasia. Pero lo elude y no sabemos por qué. Si no lo ha visto, esto me resulta
imperdonable. Si lo ha visto y le ha inspirado menos pensamientos y admiración que los
demás cuadros del pintor, me resulta incomprensible. El capítulo sobre Toledo se ha
quedado como inválido y no podrá nunca sanarlo, ya que ha salido, hace tiempo ya,
hacia la parte superior, como hubieran dicho El Greco y Platón juntos.
Juan Dacio (Vintila Horia), en El Alcázar, septiembre 1984
REPRODUCCIÓN PUBLICADA EN EL BLOG DEDICADO A VINTILIA HORIA DE JESÚS SANZ RIOJA
La sombra del mal en Ernst Jünger y Miguel Delibes
por Vintila HORIA1
De dónde viene esto, cómo ha ocurrido, hasta dónde puede extenderse su hechizo. Todos lo vemos o lo intuimos de alguna manera, pero no basta leer libros o asistir a películas -que lo ponen en evidencia. Habría que actuar, intervenir, pasar de la constatación a la resistencia. Y ni siquiera esto bastaría en el momento amenazador en que nos encontramos. Habría que reconocer y definir abiertamente el mal y acabar con él. Al mismo tiempo, cada uno de nosotros, y de un modo más o menos comprometido, está implicado en el mal, gozando de sus favores, para vivir y hacer vivir. Aun cuando lo reconocemos y estamos de acuerdo con los escritores que lo delatan, algo nos impide protestar, nuestro mismo beneficio cotidiano, nuestra relación con su magnificencia. «La cuestión es saber si la libertad es aún posible —escribe Jünger—, aunque fuese en un dominio restringido. No es, desde luego, la neutralidad la que la puede conseguir, y menos todavía esta horrorosa ilusión de seguridad que nos permite dictar desde las gradas el comportamiento de los luchadores en el circo.»
O sea se trata de intervenir, de arriesgarlo todo con el fin de que todo sea salvado.
Lo que nos amenaza es la técnica y lo que ella implica en los campos de la moral, la política, la estética, la convivencia, la filosofía. Y la rebeldía que hoy sacude los fundamentos de nuestro mundo tiene que ver con este mal, al que llamo el mayor porque no conozco otro mejor situado para sobrepasarlo en cuanto eficacia. Ya no nos interesa de dónde proviene y cuáles son sus raíces. Estamos muy asustados con sus efectos, y buscar sus causas nos parece un menester de lujo, digno de la paz sin fallos de
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otros tiempos. Sin embargo hay un momento clave, un episodio que marca el fin de una época dominada por lo natural —tradiciones, espiritualidad, relaciones amistosas con la naturaleza, dignidad de comportamiento humano, moral de caballeros, decencia, en contra de los instintos—, episodio desde el cual se produce el salto en el mal. Este momento es, según Ernst Jünger, la Primera Guerra Mundial, cuando el material, obra de la técnica, desplazó al hombre y se impuso como factor decisivo en los campos de batalla de Europa, luego del mundo, luego en todos los campos de la vida. Fue así como el hombre occidental universaliza su civilización a través de la técnica, lo que es una victoria y una derrota a la vez.
Este proceso, definido desde un punto de vista moral, ha sido proclamado como una «caída de los valores», o desvalorización de los valores supremos, entre los cuales, por supuesto, los cristianos. Nietzsche fue su primer observador y logró realizar en su propia vida y en su obra lo que Husserl llamaba una reducción o epoché. En el sentido de que, al proclamarse en un primer tiempo «el nihilista integral de Europa», logró poner entre paréntesis el nihilismo, lo dejó atrás como él mismo solía decirlo, y pasó a otra actitud o a otro estadio, superior, y que es algo opuesto, precisamente, al nihilismo. Desde el punto de vista de la psicología profunda, esta evolución podría llamarse un proceso de individuación. Pero tal proceso, o tal reducción eidética, no se realizó hasta ahora más que en el espíritu de algunas mentes privilegiadas, despertadas por los gritos de Nietzsche. Las masas viven en este momento, en pleno, la tragedia del nihilismo anunciada por el autor de La voluntad del poder. Aun los que, como los jóvenes, se rebelan contra la técnica caen en la descomposición del nihilismo, ya que lo que piden y anhelan no representa sino una etapa más avanzada aún en el camino del nihilismo o de la desvalorización de los valores supremos. Esta exacerbación de un proceso de por sí aniquilador constituye el drama más atroz de una generación anhelando una libertad vacía, introducción a la falta absoluta de libertad.
Todo esto ha sido intuido y descrito por algunos novelistas anunciadores, como lo fueron Kafka, Hermann Broch en sus Sonámbulos o en sus ensayos, Roberto Musil en su Hombre sin atributos, Rilke en su poesía o Thomas Mann. Pero fue Jünger quien lo ha plasmado de una manera completa, en cuanto pensador, en su ensayo El obrero, publicado en 1931, y en el ciclo Sobre el hombre y el tiempo, o bien en sus novelas.
En opinión de Jünger, escritor que representa, mejor que otros, el afán de hacer ver y comprender lo que sucede en el mundo y su porqué, y también de indicar un camino de redención, hay unos poderes que acentúan la obra del nihilismo, desvalorizándolo todo con el fin de poder reinar sobre una sociedad de individuos que han dejado de ser personas, como decía Maritain, y estos poderes son hoy lo político, bajo todos los matices, y la técnica. Y hay, por el otro lado, una serie de principios resistenciales, que Jünger expone en su pequeño Tratado del rebelde y también en Por encima de la línea, que indican la manera más eficaz de conservar la libertad en medio de unos tiempos revueltos, como diría Toynbee, ni primeros ni últimos en la historia de la humanidad. Tanatos y Eros son los elementos que nos ayudan en contra de las tiranías de la técnica o de lo político. «Hoy, igual que en todos los tiempos, los que no temen a la muerte son infinitamente superiores a los más grandes de los poderes temporales.» De aquí la necesidad, para estos poderes, de destruir las religiones, de infundir el miedo inmediato. Si el hombre se cura del terror, el régimen está perdido. Y hay regiones en la tierra, escribe Jünger, en las que «la palabra metafísica es perseguida como una herejía». Quien posee una metafísica, opuesta al positivismo, al llamado realismo de los poderes
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constituidos, quien logra no temer a la muerte, basado en una metafísica, no teme al régimen, es un enemigo invencible, sean estos poderes de tipo político o económico, partidos o sinarquías.
El segundo poder salvador es Eros, ya que igual que en 1984, el amor crea un territorio anímico sobre el cual Leviatán no tiene potestad alguna. De ahí el odio y el afán destructor de la policía, en la obra de Orwell, en contra de los dos enamorados, los últimos de la tierra. Lo mismo sucede en Nosotros, de Zamiatín. Al contrario, según Jünger, el sexo, enemigo del amor, es un aliado eficaz del titanismo contemporáneo, o sea, del amor supremo y resulta tan útil a éste como los derramamientos de sangre. Por el simple motivo de que los instintos no constituyen oposición al mal, sino en cuanto nos llevan a un más allá, en este caso el del amor, única vía hacia la libertad.
El drama queda explícito en la novela Las abejas de cristal. En este libro aparecen los principios expuestos por Jünger en El obrero, comentados por Heidegger, en Sobre la cuestión del Ser. El personaje principal de Jünger es un antiguo oficial de caballería, Ricardo, humillado por la caída de los valores, es decir, por el tránsito registrado por la Historia, desde los tiempos del caballo a los del tanque, desde la guerra aceptable o humana a la guerra de materiales, la guerra técnica, fase última y violenta del mundo oprimido por el mal supremo. El capitán Ricardo evoca los tiempos en que los seres humanos vivían aun los tiempos caballerescos que habían precedido a la técnica y habla de ellos como de algo definitivamente perdido. Es un hombre que ha tenido que seguir, dolorosamente, conscientemente incluso, el itinerario de la caída. Se ha pasado a los tanques no por pasión, sino por necesidad, y ha traicionado unos principios, y seguirá traicionándolos hasta el fin. Porque no tiene fuerzas para rebelarse. Su mujer lo espera en casa y todo el libro se desarrolla en tomo a un encuentro entre el ex capitán sin trabajo y el magnate Zapparoni, amo de una inmensa industria moderna, creadora de sueños y de juguetes capaces de hundir más y más al hombre en el reino de Leviatán. Símbolo perfecto de lo que sucede alrededor nuestro. Zapparoni encargara a Ricardo una sección de sus industrias, y este aceptará, después de una larga discusión, verdadera guerra fría entre el representante de los tiempos humanos y el de la nueva era, la del amo absoluto y de los esclavos deshumanizados. Zapparoni sabía lo que se traía entre manos. «Quería contar con hombres-vapor, de la misma manera en que había contado con caballos-vapor. Quería unidades iguales entre sí, a las que poder subdividir. Para llegar a ello había que suprimir al hombre, como antes el caballo había sido suprimido». Las mismas abejas de cristal, juguetes perfectos que Zapparoni había ideado y construido y que vuelan en el jardín donde se desarrolla la conversación central de la novela, son más eficaces que las naturales. Logran recoger cien veces más miel que las demás, pero dejan las flores sin vida, las destruyen para siempre, imágenes de un mundo técnico, asesino de la naturaleza y, por ende, del ser humano.
Hay, sí, un tono optimista al final del libro. La mujer de Ricardo se llama Teresa, símbolo ella también, como todo en la literatura de Jünger, de algo que trasciende este drama, de algo metafísico y poderoso en sí, capaz de enfrentarse con Zapparoni. Teresa representa el amor, aquella zona sobre la que los poderes temporales no tienen posibilidad de alcance. Es allí donde, probablemente, Ricardo y lo que él representa encontrará cobijo y salvación. Porque, como decía Hólderlin en un poema escrito a principios del siglo pasado, “Allí donde está el peligro, está también la salvación”.
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En cambio, no veo luz de esperanza en Parábola del náufrago, de Miguel Delibes, novela de tema inédito en la obra del escritor castellano, una de las más significativas de la novelística española actual. El mal lo ha copado todo y su albedrío es sin límites. Lo humano puede regresar a lo animal, sea bajo el influjo moral de la técnica y de sus amos, sea con la ayuda de los métodos creados a propósito para realizar el regreso. Quien da señales de vida humana, o sea, de personalidad, quien quiere saber el fin o el destino de la empresa —símbolo ésta de la mentalidad técnica que está envolviendo el mundo— esta condenado al aislamiento y esto quiere decir reintegración en el orden natural o antinatural. Uno de los empleados de don Abdón, el amo supremo de la ciudad —una ciudad castellana que tiene aquí valor de alegoría universal—, ha sido condenado a vivir desnudo, atado delante de una casita de perro y, en poco tiempo, ha regresado a la zoología. Incluso acaba como un perro, matado por un hortelano que le dispara un tiro, cuando el ex empleado de don Abdón persigue a una perra y están escañando el sembrado. Y cuando Jacinto San José trata de averiguar lo que pasa en la institución en que trabaja y donde suma cantidades infinitas de números y no sabe lo que representan, el encargado principal le dice: «Ustedes no suman dólares, ni francos suizos, ni kilovatios-hora, ni negros, ni señoritas en camisón (trata de blancas), sino SUMANDOS. Creo que la cosa está clara.» Y, como esto de saber lo que están sumando sería una ofensa para el amo, el encargado «... le amenaza con el puño y brama como un energúmeno: «¿Pretende usted insinuar, Jacinto San José, que don Abdón no es el padre más madre de todos los padres?» Y, puesto que Jacinto se marea al sumar SUMANDOS, lo llevan a un sitio solitario, en la sierra, para descansar y recuperarse. Le enseñan, incluso, a sembrar y cultivar una planta y lo dejan solo entre peñascales en medio del aire puro.
Sólo con el tiempo, cuando las plantas por él sembradas alrededor de la cabaña, crecen de manera insólita y se transforman en una valla infranqueable, Jacinto se da cuenta de que aquello había sido una trampa. Igual que las abejas de cristal de Jünger, un fragmento de la naturaleza, un trozo sano y útil, ha sido desviado por el mal supremo y encauzado hacia la muerte. Las abejas artificiales sacaban mucha miel, pero mataban a las plantas, la planta de Delibes, instrumento de muerte imaginado por don Abdón, es una guillotina o una silla eléctrica, algo que mata a los empleados demasiado curiosos e independientes. Cuando se da cuenta de que el seto ha crecido y lo ha cercado como una muralla china, ya no hay nada que hacer. Jacinto se empeña en encontrar una salida, emplea el fuego, la violencia, su inteligencia de ser humano razonador e inventivo, su lucha toma el aspecto de una desesperada epopeya, es como un naufrago encerrado en el fondo de un buque destrozado y hundido, que pasa sus últimas horas luchando inútilmente, para salvarse y volver a la superficie. Pero no hay salvación. Más que una. La permitida por don Abdón. El híbrido americano lo ha invadido todo, ha penetrado en la cabaña, sus ramas han atado a Jacinto y le impiden moverse, como si fuesen unos tentáculos que siguen creciendo e invadiendo el mundo. El prisionero empieza a comer los tallos, tiernos de la trepadora. No se mueve, pero ha dejado de sufrir. Come y duerme. Ya no se llama Jacinto, sino jacinto, con minúscula, y cuando aparecen los empleados de don Abdón y lo sacan de entre las ramas, lo liberan, lo pinchan para despertarlo, «jacintosanjosé» es un carnero de simiente.
"Los doctores le abren las piernas ahora y le tocan en sus partes, pero Jacinto no siente el menor pudor, se deja hacer y el doctor de más edad se vuelve hacia Darío Esteban, con una mueca admirativa y le dice:
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-¡Caramba! Es un espléndido semental para ovejas de vientre -dice. Luego propina a Jacinto una palmada amistosa en el trasero y añade-: ¡Listo! »
Así termina la aventura del náufrago, o la parábola, como la titula Delibes. Fábula de clara moraleja, integrada en la misma línea pesimista de la literatura de Jünger y de otros escritores utópicos de nuestro siglo. En el fondo Parábola del náufrago es una utopía, igual que Las abejas de cristal, o La rebelión en la granja, de Orwell; Un mundo feliz o 1984. Encontramos la utopía entre los mayores éxitos literarios de nuestro siglo, porque nunca hemos tenido, como hoy, la necesidad de reconocer nuestra situación en un mito universal de fácil entendimiento. La utopía es una síntesis contada para niños mayores y asustados por sus propias obras, aprendices de brujo que no saben parar el proceso de la descomposición, pero quieren comprenderlo hasta en sus últimos detalles filosóficos. Con temor y con placer, aterrorizados y autoaplacándose, los hombres del siglo XX viven como jacinto, aplastados, atados a sus obras que les invaden y sujetan, los devuelven a la zoología, pero ellos saben encontrar en ello un extraño placer. El mal supremo es como el híbrido americano de Delibes, que invade la tierra, la occidentaliza y la universaliza en el mal. Quien quiere saber el porqué de la decadencia y no se limita a sumar SUMANDOS arriesga su vida, de una manera o de otra, está condenado a la animalidad del campo de concentración, a la locura contraida entre los locos de un manicomio, donde se le recluye con el fin de que la condenación tenga algo de sutileza psicológica, pero el fin es el mismo Campo o manicomio, el condenado acabará convirtiéndose en lo que le rodea, a sumergirse en el ambiente, como Jacinto. Y de esta suerte quedará eliminado. O bien no logrará encontrar trabajo y se morirá al margen de la sociedad. O bien como el capitán Ricardo, aceptará un empleo poco caballeresco y perfeccionará su rebeldía en secreto, al amparo de un gran amor anticonformista, sobre el cual podrá levantarse el mundo de mañana, conservado puro por encima del mal. El rebelde, que lleva consigo la llave de este futuro de libertad, es el que se ha curado del miedo a la muerte y encuentra en «Teresa» la posibilidad metafísica de amar, o sea, de situarse por encima de los instintos zoológicos de la masa, que son el miedo a la muerte y la confusión aniquiladora entre amor y sexo. Es así como el hombre del porvenir vuelve a las raíces de su origen metafísico.
«Desde que unas porciones de nosotros mismos como la voz o el aspecto físico pueden entrar en unos aparatos y salirse de ellos, nosotros gozamos de algunas de las ventajas de la esclavitud antigua, sin los inconvenientes de aquella», escribe Jünger en Las abejas de cristal. Todo el problema del mal supremo está encerrado en estas palabras. Somos, cada vez más, esclavos felices, desprovistos de libertad, pero cubiertos de comodidades. Basta mover los labios y los tiernos tallos de la trepadora están al alcance de nuestro hambre. Sin embargo, al final de este festín está el espectro de la oveja o del perro de Delibes. La técnica y sus amos tienden a metamorfosearnos en vidas sencillas, no individualizadas, con el fin de mejor manejarnos y de hacernos consumir en cantidades cada vez más enormes los productos de sus máquinas. Creo que nadie ha escrito hasta ahora la novela de la publicidad, pero espero que alguien lo haga un día, basado en el peligro que la misma representa para el género humano, y utilizando la nueva técnica del lenguaje revelador de todos los misterios y de las fuerzas que una palabra representa. Una novela semiológica y epistemológica a la vez, capaz de revelar la otra cara del mal supremo: la conversión del ser humano a la instrumentalidad del consumo, su naufragio y esclavitud por las palabras.
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Sería, creo, esclarecedor desde muchos puntos de vista establecer lazos de comparación entre Parábola del náufrago y Rayuela, de Julio Cortázar, en la que el hombre se hunde en la nada por no haber sabido transformar su amor en algo metafísico o por haberlo hecho demasiado tarde y haber aceptado, en un París y luego en un Buenos Aires enfocados como máquinas quemadoras de desperdicios humanos, una línea de vida y convivencia instintual, doblegada por las leyes diría publicitarias de un existencialismo mal entendido, laicizado o sartrianizado, que todo lo lleva hacia la muerte. La tragedia de la vida de hoy, situada entre el deseo de rebelarse y la comodidad de dejarse caer en las trampas de don Abdón y de Zapparoni, trampas técnicas, confortables, o bien literarias, políticas y filosóficas, inconfortables pero multicolores y tentadoras, es una tragedia sin solución y la humanidad la vivirá hasta el fondo, hasta alcanzar la orilla de la destrucción definitiva, donde la espera quizá algún mito engendrador de salvaciones.
1 Vintila Horia, nacido en Rumanía, diplomático en Roma y Viena, estuvo prisionero en los campos de concentración nazis de Krummhübel y Maria Pfarr hasta su liberación en 1944. Ganó en premio Goncourt en 1960 por su obra Dios ha nacido en el exilio. Novelista y ensayista, fue profesor de la Facultad de Ciencias de la Información de la UCM hasta su incorporación como Catedrático a la Universidad de Alcalá de Henares.