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---------------- Cunqueiro -------------------- VIAJE POR LOS MONTES Y CHIMENEAS DE CUNQUEIRO Eduardo Méndez Riestra M ucha e mi impresión al contemplar a Alvaro dormido, dentro de aquel in- quietante sudario a la moda, asoman- do no más que su rostro redondeado y bonancible como una madre abadesa de las de antes, las manos supeuestas sobre el vientre y entre ambas un crucifijo como sujeto. Acaso al alegre mindoñés le pluguiera su pos- trera imagen de este mundo, mas no a mí (¡Al- vo, Alvaro!), ¿por qué nos has abandonado?, te preguntaría con la misma voz, cálida y tierna, del llamado hombre-elefante). A ti, el gozoso epicú- reo, que decías que «la tristeza es un lo que sólo se pueden permitir los jóvenes, los mozos», no quise nunca imaginarte -y menos vert de esta guisa; siempre tuve la sensación de que ibas a ser eterno, intemporal -como fuera del tiempo está tu obra toda y hasta la más breve de tus palabras- en ese tiempo-notiempo que vive tan sólo dentro de las voluntades más iluminadas. Campesina gallega trincándose un orujo. 20 Y hoy aquí estamos tú y yo con toda esta otra gente que pulula por tu casa y por todo Mondo- ñedo en esta fecha y no sé si te sienten ni cómo ni quiénes son ni si los conocías, contigo comulga- ban, gozaban o sólo se han subido al carro de la ceremonia porque te has convertido en este día en materia -¡ materia tú!- oficial (¿oficial tú? ¡ qué duro se me hace!) y había que estar por la Galle- guidad y la Cultura. En éstas estaba cuando di en pensar -con la manida imagen del que memora o reflexiona ante el catalco- lo muy deudor que era yo para con- tigo; en las muchas horas que solaz iste para mí y lo sigues siendo, cabecero, con tu mágica prosa y envidiada, con tus múltiples historias -inventa- das o no, ¡a mí qué más me da!- de incomparable poder para alejarnos tantas veces de la carroña y la mediocridad ambientes. Pienso en que tú iste mi inductor al arte no de comer o de cocina sino a ése otro, algo distinto, de hablar o de escribir sobre condumios que es en realidad la gastronomía. Y es que no parece caber duda de que la gastronomía en España fuiste tú, y algunos pocos más, por más que nadie lograra hasta ti magnificar con tamaño donaire y galanura ese mundo de las carnes y demás cueos en co- chura que no pocas gentes tenían y aún mantienen por reino pecaminoso de la gula y otras bajas pasiones. Sin duda, más que nuestros clásicos, nuestros escasos clásicos de la gastronografía, en vosotros habrá influido no poco la deliciosa Historia de la gastronomía, de Harry Schraemli, que Destino editara en el 52, como influido habrá todo ese rico acervo que de la de Larousse y otras manos her- manas os llegaban a los más avisados del vecino ps de Jean-Anthelme. ¡Qué noble carburante para tu imaginación irrepetible! Qué memorables años en los que, pioneros, sentásteis -tú, Luján, Perucho y pocos más- las ilustradas bases euro- peizadas pa que coetáneos y generaciones veni- deras comprendieran por fin que comer es acto tan noble como amar, que la cocina es cultura que anula las onteras y que a veces en un plato puede haber no menos arte que en un óleo, una sonata o un soneto. Con este espíritu nació esa golosina que es tu Cocina cristiana de Occidente, hoy ya pieza bi- bliográfica a la que creo a punto de reedición, por suerte y por desgracia. Y el mismo cosmopoli- tismo ilustrado demostraste cuando, reduciendo ámbitos, miraste a tu tierra de nación y escribiste en 1958 tu Teatro venatorio y coquinario gallego (reeditado en Madrid con otro título igualmente hermoso) al alimón con ese tu amigo del alma que es el Cazador de Tirán, José María Castroviejo. Y también esa Cociña galega que está pidiendo a gritos versión castellana, donde mejor demuestras tu amor y tu interés por esa coquinaria casera que es la gloria de la Galiza tuya, tu inclinación sin ambages por la cocina del terruño, que no ha de

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�---------------- Cunqueiro --------------------VIAJE POR LOS MONTES Y CHIMENEAS DE CUNQUEIRO

Eduardo Méndez Riestra

Mucha fue mi impresión al contemplar a Alvaro dormido, dentro de aquel in­quietante sudario a la moda, asoman­do no más que su rostro redondeado y

bonancible como una madre abadesa de las de antes, las manos superpuestas sobre el vientre y entre ambas un crucifijo como sujeto.

Acaso al alegre mindoñés le pluguiera su pos­trera imagen de este mundo, mas no a mí (¡Al­varo, Alvaro!), ¿por qué nos has abandonado?, te preguntaría con la misma voz, cálida y tierna, del llamado hombre-elefante). A ti, el gozoso epicú­reo, que decías que «la tristeza es un lujo que sólo se pueden permitir los jóvenes, los mozos», no quise nunca imaginarte -y menos verte- de esta guisa; siempre tuve la sensación de que ibas a ser eterno, intemporal -como fuera del tiempo está tu obra toda y hasta la más breve de tus palabras- en ese tiempo-notiempo que vive tan sólo dentro de las voluntades más iluminadas.

Campesina gallega trincándose un orujo.

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Y hoy aquí estamos tú y yo con toda esta otra gente que pulula por tu casa y por todo Mondo­ñedo en esta fecha y no sé si te sienten ni cómo ni quiénes son ni si los conocías, contigo comulga­ban, gozaban o sólo se han subido al carro de la ceremonia porque te has convertido en este día en materia -¡ materia tú!- oficial (¿oficial tú? ¡ qué duro se me hace!) y había que estar por la Galle­guidad y la Cultura.

En éstas estaba cuando di en pensar -con la manida imagen del que memora o reflexiona ante el catafalco- lo muy deudor que era yo para con­tigo; en las muchas horas que solaz fuiste para mí y lo sigues siendo, cabecero, con tu mágica prosa y envidiada, con tus múltiples historias -inventa­das o no, ¡a mí qué más me da!- de incomparable poder para alejarnos tantas veces de la carroña y la mediocridad ambientes.

Pienso en que tú fuiste mi inductor al arte no de comer o de cocina sino a ése otro, algo distinto, de hablar o de escribir sobre condumios que es en realidad la gastronomía. Y es que no parece caber duda de que la gastronomía en España fuiste tú, y algunos pocos más, por más que nadie lograra hasta ti magnificar con tamaño donaire y galanura ese mundo de las carnes y demás cuerpos en co­chura que no pocas gentes tenían y aún mantienen por reino pecaminoso de la gula y otras bajas pasiones.

Sin duda, más que nuestros clásicos, nuestros escasos clásicos de la gastronografía, en vosotros habrá influido no poco la deliciosa Historia de la gastronomía, de Harry Schraemli, que Destino editara en el 52, como influido habrá todo ese rico acervo que de la de Larousse y otras manos her­manas os llegaban a los más avisados del vecino país de Jean-Anthelme. ¡Qué noble carburante para tu imaginación irrepetible! Qué memorables años en los que, pioneros, sentásteis -tú, Luján, Perucho y pocos más- las ilustradas bases euro­peizadas para que coetáneos y generaciones veni­deras comprendieran por fin que comer es acto tan noble como amar, que la cocina es cultura que anula las fronteras y que a veces en un plato puede haber no menos arte que en un óleo, una sonata o un soneto.

Con este espíritu nació esa golosina que es tu Cocina cristiana de Occidente, hoy ya pieza bi­bliográfica a la que creo a punto de reedición, por suerte y por desgracia. Y el mismo cosmopoli­tismo ilustrado demostraste cuando, reduciendo ámbitos, miraste a tu tierra de nación y escribiste en 1958 tu Teatro venatorio y coquinario gallego (reeditado en Madrid con otro título igualmente hermoso) al alimón con ese tu amigo del alma que es el Cazador de Tirán, José María Castroviejo. Y también esa Cociña galega que está pidiendo a gritos versión castellana, donde mejor demuestras tu amor y tu interés por esa coquinaria casera que es la gloria de la Galiza tuya, tu inclinación sin ambages por la cocina del terruño, que no ha de

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estar reñida con tu mayor respeto por los grandes logros de los fogones de la historia universal.

Tal nos lo demostraste a tus discípulos -porque maestro eras- con tu página gastronómica de la revistaJano, que los más insaciables esperábamos a cada número como la famosa agua de mayo.

Nunca podré olvidar aquél que fuera el más fantástico viaje de mi vida. La calor era discreta en la suave alborada de agosto cuando, madruga­dor, bajaba a toda prisa las escaleras, dispuesto a emprender ruta hacia tierra de meigas y menciñei­ros. Néstor y Tin acababan de hacer sonar el timbre de casa y aguardaban en su coche con el ánima aún más gozosa que yo mismo.

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Cocinero del s. XIX, como Cunqueiro se hubiera querido.

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El recuerdo de este viaje perdura en mí como nebulosa de la que resaltan retazos inconexos pero bien reveladores: fue mi bautismo de fuego en ese mágico cosmos de la basca de Destino­Táber que yo me tenía tan conocido por los pape­les. Desde aquel día empecé a vivirlo realmente

(¿qué querrá decir esta extraña palabra?), por más que nunca llegue a saber bien si la proximidad haya servido para deteriorarlo o para mejorarlo; siempre albergaré la convicción de que nada puede superar a la imaginación y al distancia­miento, que la realidad es más prosaica e imita al arte. No importa, fueron unos días felices e imbo­rrables.

Había neblina en las mariñas y ya el palique entre los tres pasaba a su plena forma. «Sat­chmo», con su cascada voz y su trompeta crista­lina, nos sirvió de fondo durante largo trecho, mientras la bruma costera entre Canero y Barcia, luego de gran viraje, era barrunto de la que baña la Terrachá las más de veces por los pagos de Villalba, donde son los capones culigordos. Luján, con su decir henchido de nasalización, llevaba todo el trayecto a vueltas con la coquinaria gala y los Médoc y los Sauternes, que él tiene por los más excelentes de los vinos queridos. Era un buen introito a las jornadas que nos esperaban, sin lugar a dudas. Su esposa, Tin Cabau -hija del sin par Ramón Cabau, gloria de la restauración de Cata­luña- seguía tan absorta como yo aquella conver­sación casi a una sola voz, mas con esa elegancia y distinción que tiene la burguesía en su país y de las que uno, por supuesto, carecía. Fue por aque­llas tierras del Occidente astur en donde vi surgir, fugaz y horripilante, de una floresta poblada de abedul el fantasma a la jineta de don Anselmo de

Langosta de «Burela».

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Villabrille, que fue hidalgo y carlista en los anti­guos tiempos y conoció a la Huestia, a la Santa Compaña que le llevó a la muerte y desde aquel aciago día no abandona la montura la su fantasma. Sobrado es aclarar que el seny de mis dos amigos me dejó muy solitario en la visión.

No tardamos en llegar a Lorenzana, donde era la mañana clara y donde nos tomamos, por ver de entonarnos con la siguiente e inmediata parada y fonda, una copichuela de anís de guindas en la que nos dejaron caer algunas de estas frutas. Pronto estuvimos en nuestro punto de destino: allá en el valle aparecionos Mondoñedo, la episcopal, con sus brillantes tejados pizarrinos; y allí donde es la puente sobre el río lento descubrimos a nuestra espera la amable y rechoncha silueta de Cun­queiro, que charlaba con un señor canónigo de la catedral y contemplaba a lo lejos las calandrias de agosto reposando sobre los varales del lúpulo. El abrazo de Alvaro fue para mí como un alucinó­geno; era tal el hechizo que surgía de su poética habladura, de aquellas manos gordezuelas mo­viéndose en el aire y de aquellos sus pies -tan crecidos al menos como los de doña Emilia Pardo Bazán- posándose por las rúas enlosadas, que yo caí en una como contemplación durante las dos jornadas mindoñesas y sólo retengo imágenes y palabras y olores y sabores sin orden ni concierto.

Contra las píldoras vitamínicas con las que nos amenazan.

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pero con el inconfundible aroma de esas cosas gustosas que nos marcan con huella indeleble.

Ebrio de sensaciones -y, por qué no decirlo, ebrio amén del dorado albariño en las más de las horas- recuerdo ahora de aquel caos de figuras la torre catedralícea de la Paula, que la había esca­lado nuestro «Aguila de Oviedo», y a pocos me­tros una mesa que nos esperaba ya dispuesta, reparadora contra viajes, excitante y sensual como odalisca de la Mil y una noches. Recuerdo una langosta de Burela, que, a decir de nuestro anfitrión, es el Gran Cardenal de las langostas. Los ojos de Néstor desorbitados y los hoyuelos de las manos de Alvariño cada vez más acusados y la luz penetrando tamizada por la cristalera de la galería. También los otros albariños más secretos, que llama Cunqueiro «finos príncipes, casi una serenata italiana en el silencio de Cambados» y que son pura uva al paladar. Recuerdo los mem­brillos por las estanterías, mezclados con los li­bros, y las manzana'S reposando, separadas, por la

La cocina del Imperio.

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madera del suelo. La suculenta empanada de lam­prea de Caldas de Reyes, de la que dimos en uh decir amén muy buena cuenta y a Cunqueiro di� ciendo que, al comerla, nos estábamos comiendo también la idea platónica de la empanada por ha­blar de ella al tiempo. «Alvaro, ¿y si todo esto no fuera más que un sueño del magín?», le pregunté mientras hablábamos de aquel delicioso estúpido que fue Samuel Pepys en la Inglaterra del siglo XVIII. «No te preocupes, que lo que se mejora enla imaginación se mejora en la realidad», me tran­quilizó sin mediar duda el buen gallego.

Néstor y yo disentimos de él cuando aseguró que en coquinaria no cabían los liberales, que no era posible el diálogo en estas competencias y había que atenerse a la letra, a la santidad y vera­cidad de las recetas probadas. Largo dialogamos al respecto y casi disentimos; mas pronto nos ol­vidamos cuando nos sorprendió con suculento ca­pón que, aunque no estaba en sazón, tanto nos halagaba el paladar. ¿ Y aquellas dos botellas de Clos-Vougeot que lo regaron? «En un par de bote­llas de Clos-V ougeot cabe una tormenta», senten­ció Cunqueiro, que tiene por primeros a los caldos borgoñones por fidelidad al Sacro Romano Impe­rio. ¡Y qué razón tenía! A más de uno, cuando el rojo caldo le habitó, tornole la cara colorada. Y yo pensando en el gran amigo Luis Bada, que tanto habría gustado de aquellas jornadas de no ser por­que tuviera que cocinar para más de un ciento por tales fechas. Y Cunqueiro diciendo de un histórico Rollín que vivió y bebió en Baune y pasaba por ser el mayor barril de la Borgoña; de él se asegu­raba que sudaba vino y que si exprimía la lengua con los dientes le caían por las comisuras de los labios dos hilos de caldo de Santenay. Recuerdo unos cafés de antología como lo querían los vene­cianos: «dulce como al amor, puro como un ángel, negro como el demonio y caliente como el in­fierno», consejo que yo seguí por no desairar al anfitrión, aunque ahí guste muy poco del azúcar. Y unas palabras que nos dijo en latín, no muy bien entendidas: «lmpedit atque facit somnos, capitis­que doloris. Tollere coffoeum movit, stomachique vapores», máxima de la Escuela de Salerno refe­rida a esta infusión. Rememoro el aguardiente de catoira y el de Portomarín a la luz del hogar y a Cunqueiro diciendo que un fracaso coquinario equivalía a un fallo en el meollo mismo de la civilización cristiana occidental y a nosotros ase­gurando rotundos que no era el caso en su casa y a él «no sé, no sé si os iréis satisfechos», Alvaro inolvidable. Trabajando lo dejamos al partir en un libro de memorias que quería titular algún día «La ceniza en la manga» o algo así. «Como a uno lo tienen por imaginativo, se creen que lo inventa todo. ¡Lástima que así no fuese!» Y Tin quiere llevarse a Barcelona unas tartas de Mondoñedo. La madre de «O Rei das Tartas», la reina madre, nos deja caer: «Eu teño un fillo nas Francias que chama fumista os que son un pouco como Alva­riño», pero le hacemos oídos sordos, como no

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podíamos por menos. Y en la plaza Mayor, donde fue decapitado ha muchos años el mariscal Pardo de Cela y tiene sede la botica familiar de los Cun­queiro, Alvaro despidiéndonos con su mano gor­dezuela y amiga y bondadosa. Y todo dando vuel­tas como en un tiovivo.

Un sacristán me zarandea por el hombro en el banco de la catedral y no acabo de reaccionar hasta que me doy cuenta de que me he quedado casi solo en el interior del templo. Ya no está Alvaro ni está ninguno de los muchos que vinieron a despedirle. Miro al salir por vez postrera la casa de sus tías, las señoras de Moirón, en la plaza de España donde estuviera la capilla ardiente. Y en la plaza da Fonte Vella, que ahora se llama de Al�­varo Cunqueiro, bebo en su honor el agua fresca y reparadora, imaginando que fuera caldo de Riba­davia.

Me tranquilizo a mí mismo convenciéndome de que sin duda ahora verá Cunqueiro cumplida su ilusión mayor: «Lo que a mí me gustaría de ver­dad sería acabar siendo un buen cocinero de una casa burguesa de aquéllas en las que se podían hacer recetas empleando tres docenas de huevos para cuatro personas». Desde eahora habré de empezar a buscarle por el siglo pasado.

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Fraile bebedor.