v mÉxico, revista moderna

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V MÉXICO, 2 a QUINCENA DE AGOSTO DE 1902 NÚM. 16 REVISTA MODERNA ARTE Y CIENCIA. DIRECTOR: JESUS E. VALEN ZUELA. JEFE DE REDACCION: JESUS UHUETA. Tip. de Dublán. EL RAPTO DE POLISSENA.-P. FEDI.

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A~o V MÉXICO, 2a QUINCENA DE AGOSTO DE 1902 NÚM. 16

REVISTA MODERNA ARTE Y CIENCIA.

DIRECTOR: JESUS E. VALEN ZUELA. JEFE DE REDACCION: JESUS UHUETA. Tip. de Dublán.

EL RAPTO DE POLISSENA.-P. FEDI.

EL EXODO y LAS FLORES DEL CAMINO.

XXII

BULLIER.

Vamos caminito de Bullier, caminito de Bullier vamos, sube que sube el Bou.llYlich, el bohemio y jacarandoso Boul Mich. Una luna jibosa y grasienta gesticula en un cielo lleno de cúmulus, bañando en medias tintas al Luxemburgo, á esa hora quieto y perezoso.

Haced que Pierrot pasée, filosofando por una avenida, que Colombina le espíe celosa, y tendréis al· go como un <lffiche de Leandre.

Vamos caminito de Bullier. Adriana, Alicia, Mimí, Mignon, Ninon y Ninette, unas con calzones de ciclistas, uff! (las que no tienen faldas de refacción y han acabado con las que tenian); otras con toilettes más ó menos capciosas, invaden la acera.

Se llega á un pórtico abracadabrante, en cuyo dintel un gl'an relieve á colores muestra las contorsio­nes funambulescas de un cancán bailado por grisetas y estudiantes, y se desarma uno de paraguas, bas­tones y abrigos en el vestiaire.

Luego, provisto del correspondiente cartoncito rojo (un franco sábado y domingo; dos fraDcos el Jueves, día de gala), desciéndese por una escalera desde cuyos peldaños se domina el enorme espectá­culo. Una marejada de luz y de perfumes, una balumba de risas os invade, deslumbra, sofoca y ensor­dece. Y veis luego un inmenso hemiciclo limitado por una plataforma sobre la cual, en dos alas que irra­dian de la tribuna donde toca la música, hay pequeños palcos y mesas de café.

A la derecha de este salón de baile se abre el jardín de estio, con algunas avenidas sombreadas por castaños, algunas grutas y algunos huecos propicios al beso y al cuchicheo.

Eso es todo .. . . todo lo demás, son ellas, las grisetas, las herederas más ó menos apócrifas de made­moiseJle Pinson (u.ne blonde que l'on connait . .. .), las obreritas de á cuatro francos el dia, que trabajan durante el idem y suelen amar durante la noche; y una que otra ó unas que otras de esas que según la expresiva expresión parisiense, font les cafés.

Naturalmente algunas yankees, escandinavas é inglesas, contemplan á guisa de turistas el baile. No hay que confundirlas, señores estudiantes: aquella güera pecosa, de lentes azules, es de Boston

y está escribiendo una novela parisíense; esta ultra-rubia, de capota de afitrakán, es discipula de Kro­potkine, piensa demasiado en el orden social, para bailar; la dama que muestra sonriendo sus dien­tes orificados, en el palco inmediato, se llama Miss Thomson; llegó antier de Londres y es doctora es sciences.

La orquesta-oh! una orquesta muy convencional, donde hay más cobre que cuerda,-rompe con una polka endiablada. Y mil estudiantes, artistas, poetas, filósofos .. . . ó lo que sea, con otras tantas damas, damiselas ó lo que á ustedes les acomode más, rompen á bailar ó hacen rueda en rededor de dos ó cuatro cancanistas (más ingenuas eso si que las del Moulin Rouge) .

El jardín, en los entreactos musicales, lleno de diálogos y de chocar de copas, se vacía para henchir-se de nuevo, terminada la pieza.

Bailad si gustáis. Si gustáis, mirad desde una loge á los que bailan. Si gustáis, quedáos en el jardín charlando con esa buena muchacha que por ahora se contenta con

un bock y un poquillo de esprit . . .. . O bien, golpead el pecho acojinado de ese negro de bronce que cuenta con aparato visible los kilo' grámetros de fuerza que habéis desarrollado con el puño (Dix centimes s' il vous plaitl)

-Yeso es todo?

REVISTA ' MODER~A . 24

-Bso es todo. Pu es qu é, aguardabais otra cosa? Mil buenas gentes que StI divierten de la manera más inocente del mundo, que danzan hasta reven­

tar, que gritan hasta cl e~gaiiita rse, que beben refrescos, que se codean, se cortejan, se enamoran, que gustan de quodlihets amables y que, oidlo, compatriotas mios, no r i¡i.en jamás.

Nunca vi e ll Bulli e r un g"tludarme. Transladad e l espectáculo á México y contad si os place las cu­chilladas.

Si. eso es todo Y sin embal'go, se resp~ ra ab! un há lito tal de frescura, de ingenuidad, de júbilo sen­cillo, que aun á los que sollamos ir para confinarnos en un palco, frente á una granadina (no de Granada de España, sino de jarabe de granada), vagando con la mirada por el gárrulo panorama, nos acontecía estar contentos.

No siempre, sin embargo, y la prueba de ello es que en cierta ocasión en que Rubén Darlo y yo bos-tezábamos, él me dijo:

-Por qué no podemos ya estar alegres como esos? y yo le respondi: - Porque vinimos á Paris un poco tarde. A París debe venirse cuando se tiene veinte años.

XXIII

A UN ARTISTA.

Cuando el lis taumaturgo de tu mano, al monstruo melodioso y taciturno que se llama piano, arranca el soberano y doliente embeleso de un nocturno, mi alma quisiE'ra, de lo humano franca y envuelta en esa vez que nada alegra, morir en una tecla: la mas blanca; yacer por siempre en otra: la más negra . . . .

XXIV

A OTRO ARTISTA.

Ten el santo valor de tu tristeza, pues que Dios te hizo triste, y no demandes al ajenjo opalino un repique locuaz en tu cabeza, donde hay penas más nobles y más grandes que el júbilo bellaco de tu vino.

Ten el santo valor de tu tristeza y sé triste hasta el fin del viaje breve, como la madre naturaleza, cuando las tardes, cuando el otoño, cuando la nieve .· . .

AMADO NERVO.

CO:BA.E,:DE.

LAS cinco de la madrugada se despertó Felipe en su lecho de soltero con una lasitud antigua en él, pero cada día más acentuada y depri­midora. Su primer movimiento fué echar la cabeza á un lado y bus­car á la luz tenue del alba que penekaba por los intersticios de la ven­tana de su alcoba, el tazón de porcelana nítida y lechosa donde ver tía diariamente las amarguras que henchían su pobre organismo gas­tado y perturbado no ya á intervalos, como hacia apenas breves año!', sino crónicamente, con persistencia de tl'abajo minado l' de hi ­menópteros que al fin viene á derrumbar un edificio en apariencia jo­ven. Con un gesto de honor depositó el tri buto diario de su acre bo­ca envenenada, intoxicada por los tósigos que en forma de excitantes, de mentidos rebabilitadores fugaces, df'jaban caer su espíritu cada vez más bajo, en tanto que iban acreciéndose las dosis y los jugos de

la vida degeneraban en el laboratorio combustionador de su organismo. El acíbar de la relajación orgánica, el acíbar de la relajación moral, habían emponzoñado su alma

y su cuerpo! A medida que los días y los años volaban, habianse llevado los cabellos y las ilu~iones de Felipe, así como sus sentimientos generosos y sus brlos vivaces; cansado, enfermo de voluntad y de im­pulsión, desencantado y deprimido por los excesos cuotidianos, esperezóse con gesto de fastidio, pasóse los dedos por los párpados hinchados, los dedos culoteados cual si fuesen pipas malolientes á tabaco, y después dejó caer los brazos en cruz, fatigado de habedos levantado.

Quien hubiera contemplado á Felipe, desaliñado y sin el atildamiento del vestuario que hacia de él uno de los jóvenes más distinguidos y elegantes del flaneo diario por los bares, ~abria visto la realidad destructora de una juventud malograda, la intimidad vergonzante de aquel rostro ajado y marchito, cu­bierto de de una palidez malaria, los ojos enrojecidos por la fatiga de un sueño pesado y torpe, poblado de aterradoras visiones de pesadilla; el cuerpo desgonzado y dolol'Ído cual si en vez del descanso hubie­ra terminado un trabajo abrumador. El agotamiento de sus espaldas y la atonía de su cerebro hueco, necesitaban el latigazo de la ducha para reaccionar; pero entre tanto se decidía á acometer la acción he­roica de recibir la impresión deleitosamente espasmódica de las mil flechas heladas que se embotan en la epidermis, saturándola de frescura azuzadora del galopar de la sangre en las artel'Ías, dominado por la postración consuntiva de su juventud agostada, echó se á soñar, como á menudo le acaecia, en la edad plenaria de su adolescencia indolente, confiada en su fuerza latente á semejanza de la soñolencia del pu­ma, tardia en resolver el problema enojoso de la vida, puesto que tenia ante ella la panorámica esplen­dorosidad del sol en orto.

Pues que su pasividad de vegetativo soñador se condensaba en las sobl'esalientes de contemplación é irresolución, había buscado siempre del rio de la vida, tumultuoso é incontenible, los recodos umhro­::;os en los que podia flotar sin ser arrollado, las márgenes besadas por el oleaje moribundo y murmu­rante, en las que destacaba su inmovilidad insólita como las zancudas arbóreas que sueñan en los riba­zos, hundido el retráctil cuello lJrico en el plumón del buche. Un amor, breve y lejano ensueño, habia perfumado la fragancia de su adolescencia venturosa como una ráfaga lejana, precursora del alisio que debia aventarlo bien distante de sus praderas nativas; y á partir de su éxodo de lucha, no recordaba que algún otro amor hubíese abierto su fata morgana de oasís en su soledad peregrinante. La lucha, siempre la lucha, árida, ruin, de perros hambrientos á quienes la esperanza arroja un hueso que roer, ha­bia henchido c@n su entusiasmo irrisorio el vacio de su vida, de lo que constituye la verdadera vida: amar, ser amado!-pues fuera de eso no existe la vida!-y aturdido en la orgía de placeres vulgares, no vió que los años volaban, lentamente, en vuelo insensible, pero que no debian tornar.

Los pl'Ímeros tiempos de su arribo al estadio de ambición retadora, fueron de ardorosa fiebre de gloria. La embriaguez de triunfar absorbió sus facultades convergiéndolas á. un fin; desdeñó el amor, la

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única fuerza de cohesión que blinda y templa una vida en lucha, y sintió de veras la plenitud de su ilu­soria fuerza, porque tenia entonces cuatro lustros. Desdeñó el fin de la vida con el aturdimiento de los seres fracasados á quienes les falta campo de acción, que se sueñan personajes de una tragedia eskilina y no son sino débiles marionetas en los dedos ágiles de los más fuertes.

El hombre crece, florece, fructifica y muere. Felipe habia crecido y florecido, mas habíase quedado suspenso á la mitad de la ruta: era, pues, un incompleto, un sér errado en su misión. En la edad en que el hombre despliega su poderío conquistador; en la edad en que caen uno á uno los pétalos de la brillan­te garzonia para dejar asomar el fruto cuajado y nutrido, el joven veía marchitarse su lozania florecien­te, caer una á una las mejores galas de su juventud, sin que la única primavera de su vida hubiera lo­grado un solo fruto.

y los cultivadores del campo de la vida, los hijos leales de la madre tierra que habían acariciado una esperanza en aquel sér apto, facultado para amar, luchar, fructificar y devolver á la vida el divino dón que de ella había redbido, se alejaban-él lo veia bien-de su parasitaria pasividad de seta, de su inutilidad infecunda, que en avidez des.mfrenada de placeres no habia hecho sino usurpar el puesto á la buena simient6, absorber los jugos de la savia nutddora que á él lo habia colmado de bienes, á ex­pensas de quién sabe cuántos desposeídos!

La inteligencia, la audacia, la perseverancia, la firmeza, el predominio por su percepción rápida de los hombres, todas esas cualidades habianle sido donadas con largueza, y él, desdeñoso, habiase acosta­do á soñar sobre los céspedes floridos de su adolescencia, habia buscado siempre del rio de la vida los recodos penumbrosos para flotar sin ser arrollado! El amor habíale gritado-ama! El trabajo habíale gritado-trabaja! El dolor habíale gritado-duélete de las misedas humanas! Pero ~ l no habia atendido sino á la bestia insaciable que azuzaba sus instintos, al hermoso animal carnicero ávido de placeres, de nariz movible, glotonamente olfateadora, y gaITas y dientes de acero, de espina dorsal electrizada por el goce, de pupila dilatada pOI' el espasmo, de sed de sangre caliente succida por el placer!

Mentira los anhelos nobles! los falsos altruismos! las pasquinadas de pundonor y generosidad! En el fondo no alentaban sino el macho cabrío saturado de lascivia, el tigre envenenado de odio, el cerdo aho­gado de fango!

Había elegido de las armas que le bdndara galantemente su fortuna de escogido, el puñal y el ve­neno, el hatchis de la palabra para corromper almas y la hoja damasquina de la perfidia para herir de muerte en la sombra! Con el zumo venenosamente precioso de su frase, habia infundido en espíritus me­nos fnertes que el suyo los afectos que le convenia explotar en bastarda hipocresía: el amor, la amistad, la compasión, la simpatla, según que fuese á herir la sensibilidad en las fibras vibrátiles á su fementida seducción.

Con la daga pérfida de su sugestión demoniaca había herido los orgullos para lanzarlos unos con­tra otros como perros rabiosos, habia herido los corazones con súbitos saetazos de rencor, de duda, de desencanto, había clavado en el alma como el colmillo de una vibora, el cáncer corrosivo de los celos!

Pero de todas aquellas pasiones sublevatias por é1, puestas en lu.:ha por su perversidad idiosincrási­ca, habían salido ilesos ó habían sido fulminados en la catástrofe los seres que lo rodeaban. La lucha, la acción prepotente y arrolladora, había al'l'ebatado p,n sacudida formidable de marejada aquellos or­ganismos pensantes que habian dado el 'espectáculo soberbio de la pelea .. .. mientras él, Felipe Jua­rranz, el exquisito, el pulcro, el impecable, permanecía impasible, helado, indiferente, sin sentir el divi­no dolor de los vencido!', ni el flameante ardor de los vencedores!

A medida que los años volaban, Felipe fué descendiendo los peldaños de la degrada.ción moral in­terna, más tenebrosa que la degradación ostensible, como es más lamentable la miseria oculta que la mi­seria haraposa al sol. El arbusto florido de su juventud fué despoblándose de flores. Huyeron los anhe­los ardientes de gloria, los impulsos generosos de lid caballeresca, la satisfacción alta del espiritu indo­mable, cual parvada de paseres gárrulos, y dieron paso á la plaga de mOHcas negras que bordonean en el ramaje triste de los árboles infecundos. Y las orgias nocturnas, los placeres plebeyos, las conquistas fáciles, las camaraderías vulgares de taberna, estancaron la corriente del agua alegre y murmuradora, y las lamas del hábito innoble tendieron su red eclipsadora del cielo reflejado en el haz de linfas muer. taSi y así la esbeltez petrónica de Felipe Juarranz transformó se en pasajAra rubicundez gambrinesca, y sus labios, y sus ojos, y sus cabellos, y su tez, marchitáronse tras la efimera eclosión sanguinea de sa­lud espoleada en la diaria y devoradora combustión caquéxica del alcohol, y á la degeneración orgáni­ca de los tejidos, siguió con sus terribles prodromos precursores la degeneración intelectual.

Su memoria fué debilitándose, apagándose, sufriendo interrupciones momentáneas que exacerbaban la acritud ictérica de Felipe; los hechos sobresalientes de su vida, fijos antes con fulgencia luminosa en su cerebro, aparecían ahora brumosos é imp¡'ecisos, indiferentes á su estoicismo de dipsómano. La con­cepción de sus ideas era tardia, incompleta, vacilante y brumosa. Su lengua trabajosa y torpe, tal''tamu­deaba á veces frases inconexas, esbozaba pensamientos obscuros, deteniase súbitamente paralizada en su acción y proseguia con una fatiga exasperante' en trastrabilleo lastimoso. Al pretender fijar con la pluma sus elucubraciones antes fosfóricas, eclosivas, !impidas. escapábansele en huída burlesca, desva­necianse cual un rayo de sol de una cámara que se cierra, y el eclipse antes raro, era hoy frecuente, persistente, y la voluntad vencida secundaba con su molicie la perturbación destructora, y Felipe Jua­nanz abandonaba el trabajo antes fácil, y huía á buscar en el alcohol el olvido de su derrota, á ahogar

24ti REVISTA MODERNA,

la vergüenza de su degeneración en la charla amena y fácil de la tabema, en la versatilidad epigramá_ tica poco á poco también caida en palique plebeyo y vulgar mordacidad.

La antigua alegria dionisiaca pronto alzó el vuelo de la mesita de mármol del bar en que Felipe y sus amigos bien pudieron haber bebido en el carquesio homédda! A las orgias juvenilmente epicúreas de antaño, sucedieron las embriagueces torvas, el desenfrenado frenesí d·, ahogar en alcohol los males orgánicos y las depresiones del espidtu sacudido noche á noche pOI' la fululÍnea liebre. Y de la sabatina perpetua en que ·el cabrío y las brujas y el gato negro eran substituidos simbólicamente por lascivias, vi­siones tenebrosas y cóleras satánicas, Felipe tornaba á su estancia solitaria dando traspiés, poseído de pánicos horrendos, perseguido por la jauría aullante de sus visiones demoniacas, hasta que el coma caía en lava aplastante sobre el desgraciado, que al amanecer despertábase jad(!ante, sacudiendo sus pe­sadíllas opresoras, desligándose las víboras constdctoras que le mordian en el corazón con ponzoñosos dientes inyectándole los venenos del pavor, del desencanto, del hastio, del mieio cerval á la muerte que estrujaba con sus garras heladas las entrañas del fulminado neurasténico!

Un sudor fdo, copioso, viscoso, inundaba el pecho esquelé tico del pobre visionario; los mechones de sus cabellos lacios adheridos á sus sienes pobladas de un rumor sordo, dábanle una apariencia de aho­gado, aquella madrugada en que Felipe despertóse en su lecho de soltero. Con terror indecible noto que, al pretender esperezarse, sus piernas insensibles obedecian trabajosamente, pl'esas de un hormigueo epi­dérmico que se exacerbaba al tender los músculos; agudos pinchazos le taladraban las rótulas de súbi­to, ó ardores urentes radiaban de un punto de su piel, cllal si le desprendiesen vejigatorios, ó sentía sen­sacionesdolorosas comparables á descargas el éctricas que le rompiesen la piel en violenta desga­rradura.

Felipe Juarranz, atónito, presa de un pavor creciente, echó una ojeada al pál'am9 de su vida y por primera vez vió hasta el fondo de su soledad parasitaria y nub:ó su cabeza el vértigo al asomarse al an­tro de su porvenir horrendo!

Vióse enfermo, abandonado, achacoso, alcoholizado, reumático, en el vestíbulo de la pal'aplegia por la intoxicación del absintio y sin fuerzas para defenderse porque era un vencido de la vida, carne de placer y de vicio! Y con la cobardía de los impotentes. y con el azoramiento de los mandrias que han caído de mu, alto porque no tuvieron alas para cernerse sobre todos los abigmos, buscó la única solu­ción al problema de su vida relajada, desquiciada y maldita.

Ana María era una criatura humilde. abnegada, resignada á la mediocridad perpetua de su DI'fan­dad; dotada de una fiebilidad suave y dulce, de una estructura ósea de pájaro, de una delicadeza sensi­tiva, de una timidez genuina, habia sidOi destinada para el sacrit.icio, para la servidumbre de inconscien­te esclavitud de las mujeres débiles. Cierta vez Felipe intervino al acaso para que á la viuda y á la hija les fuera dado trabajo constante por un año en el vestuario del ejército, y la señora con su finura nati­va le abrió su casa, y desde entonces Juarranz fué el dominador en aquel hogar del que alejó á todos los aspiren tes al amor de la bella Ana María, jóvenes humildes que se vieron eclipsados por el elegante fianeador de los bares, aunque se consideraran más dignos que él porque conocían sus orgías sempi­ternas.

Ana Maria era, pues, la única solución del problema de su vida. Las desamparadas esperaban sólo una palabra del salvador para rendirse á su voluntad. El las había ocultado cuidadosamente su~ hábi­tos viciosos, sus miserias morales y orgánicas, su degeneración lamentable. Deslumbradas por la pul­critud de Felipe en su exterior, ignorantes de la vida, creian en la alianza providencial con aquel joven en quien veían un brillante porvenir: él estaba convicto de ello! Podría dominar á su amplio aldedrío, con tiranía de oriental en su hogar, donde se veria mimado, complacido, servido al pensamiento; y po­dría engañar á los demás, ya que no podia engañarse á sí mismo, sosteniendo la mentira irrisoria de su superioridad histriónica! Y Felipe Juarranz, esperezándose al fin á sus anchas, en un olvido momentá­neo de los males que lo rondaban como hienas carniceras de carne putrefacta, dijo en un bostezo vo­luptuoso:

• -Está resuelto: hoy pido á Ana Maria!

RUBÉN M. CAMPOS.

1902.

I

Qué miras? miro el trágico Océano, el eterno voraz; un grito humano que parece salir de sus entrañas ro.upe el silencio de la inmensa noche con inflexiones de dolor, extrañas, en que tiembla la ira de un reproche.

II

Es la terrible lucha de las olas, son las blasfemias del Titán, que á solas, en su rabia, recuerda aquellos días en que solo, era dueño del planeta, mas la tierra mató sus alegrías surgiendo con sus músculos de atleta.

III

Yo lo miro iracundo; como dientes su~ espumas que llegan impotentes á morder el candil, deshechas ruedan y el mar, el impotente, tiembla y ruge y en- su impotencia dolorosa aún quedan en su odio gritos y en su ola empuje!

IV N o miras nada más? veo las rocas que contestan del mar las iras locas con su impasible y provocante reto y en su ronco redoble de martillos nunca enroscar podrán al parapeto );¡.s plas, COJIlO sierpes, sus ¡loillos.

248 REVISTA MODERNA.

v

y al prolongar las rocas sus pedazos hacia el azul, · seméjanse á los brazos de hombres formidables, que hacia el cielo los alzaran, y en hondos sufrimientos suplicaran el logro de su anhelo faltos de luz y de ideal sedientos.

VI

- y aIla á lo lejos?-Sobre brusca cumbre miro un penacho de purpúrea lumbre cual árbol espinoso ensangrentado en infinitas y hórridas tristezas, cuyas negras espinas, coronado hubieran de los Cristos las cabezas.

VII

- y arriba? mira arriba! -Su creciente ha trazado la luna tristemente como nave de plata que en la calma bogara por el negro mar del cielo; así boga en lo negro de mi alma la nave luminosa de un anhelo.

ANGEL ZÁRRAGA.

Julio, 1902.

"VIAJE AL PAIS DE LA DECADENCIA." POR SANTIAGO ARGÜELLO H.

(CONTINÚA).

CAPÍTULO VI.

CREPUSCULO VESPERTINO.

Yo, entrando en la última parte de la ciudad.

ERO si esto es desconsolador . . . . Si se fué la grandeza ¿qué le resta?

EL EFElBO.

-Bien dices. Aquí ya no campean sublimidades de estilo, ni per­fección de tipos, ni altas figul'aciones ideológicas. Estamos en el Si­glo XVIII, en el final de la ciudad triple, en la tercer cabeza de la Hécate clásica.

Yo.

-Pero esas viviendas que ostentan sus bajas estaturas, correctas, uniformes, vulgares ....

EL EFEBO.

·-Aquí gobierna la Cordura. Ser moderado en la expresión de la idea es el gran éxito. Siempre la equidad clásica, siempre la simetrla, siempre la prudencia discreta.

Y, sobre todo eso, pasa, con aires de mandarina, la Mediocridad reclinada sobre las tensas alas de una oca.

Yo.

-Se dice que los hombres de esta tierra están acortando la vida de su patria .. . .

EL E~'EBO.

-Narla más cierto.

Yo.

-¿Valiéndose para ello? ...

EL EFl!lBO.

~Sie~pre de la regla.

250 REVISTA MODERNA.

Yo.

-Pero los precedentes también tienen ....

EL EFEBO.

-Si, ta:nbién tienen reglas, y poseen altares en que el Cánon aspira las grises ondas que emergen de la argéntea naveta del turibulo; mas ... .

Un famoso principe del tiempo viejo era tan dado á caza de animales vivos, que se pasaba las hOI'as muertas en arreglo de trampas, redes y señuelos.

Cierta tarde, como escalara la falda de un monte empinadísimo, impulsado por su obsesión zoológi­ca, acertó á topar con el portal blasonado de sus Altezas Serenísimas las Aguilas Andinas. A la en­trada, un palio de umbreñas telas rústicas, dosel de hojas y flores, con el esmalte vívido de un baño de sol. Y era como una criba silvestre en donde se cernía la lumbre en oro pulverizado.

El Príncipe era altivo y dado á empresas Retoño de cepa heroica, nieto de Ossian, el pujante gue­rrero de las nieblas, amaba las fazañas y era el peligro su mejor incentivo. Entró. Pasó bajo la fronda; y, al pasar, la filtrada luz regó le el rostro; y pareció que acribillaba al príncipe un enjambre de avispas crisálidas.

Al salir, el astro pupilar del Príncipe estaba en el zenit. Júbilo de explorador que descubre ó de guenero que conquista. Llevaba, envuelta en su sedoso manto principesco, un aguilucho-príncipe tam­bién-arrebatarlo de su cuna real, privado para siempre de su inmenso palacio y de su fluida colgadura azul.

Y qué riqulsima la jaula que al misero aguilucho dieron en la morada del Príncipe! Enrejado de columnas corintias cruzadas por los mil brazos de una yedra de oro; piloncito de pórfido, colmado de agua para las horas de bochorno; para el sueño, tibio colchón fabricado con vellones de marta y con plumas de pecho de paloma.

Todos los días, al salir la aurora de su baño de nácar con los cabellos rubios, húmedos de rocío, el Príncipe dejaba su lecho é iba á dar los buenos dlas á su adorado aguilucho.

-Muy buenos dlas, joven amigo ... . Eh!. .. . arriba, el perezoso!. .. . El ave abria el ojo nostálgico y se quedaba viendo al carcelero. De pronto .... rrsshhh .... el baño de perfumes!. . .. Un vaporizador cernía sobre el ala, torpe de

sueño, una flébil brisa de ámbar real. -Vamos, sacuda esa pereza! Alegre ese ojillo legañoso, seor memo. Y á seguida el Príncipe dábale una albada con su flauta dulcísima. Y calan ahora en el ala, torpe de

sueño, sobre lo fino de las perlas de aroma, la dulzura de las perlas del ritmo. Luego bajaban muchos pajaritos de la montaña. - Vamos á ver al prisionero! Y se posaban en las rejas de la jaula; y las leves patítas rojas arrollaban anillos de coral en el de­

do de oro de las columnas corintias. -Míralo, hermana, arrullaba una torcaz, coqueteando en su móvil tl'aje pardo, cuánto va el'eciendo!

Un poquito más, y ya no alcanza! -Oh! .... qué ojo luminoso! Su reflejo hiere la vista, como un espejo al sol!-pensaba un colibd,

nervioso, nervioso, como un par de alas en una gota de hidrargil'ia. Cada día llegaron nuevos pájaros á admirar aquellas alas presas, cada vez más pujantes, y aquel pi­

co fortísimo, hecho para barrenar pedernales. Era sin duda un dios cautivo. Llegaron bulbules, canarios y zenzolltles. El ibis dejó los altares del Egipto, ti-ajo el airón su sober­

bio penacho militar, y la andolina llegó envuelta en una racha de viento veraniego. Hasta la cigarra, abanicándose; hasta la adela, microscópica, cuyas alas son dos pétalos íntimos, los pétalos que tocan el seno de una rosa en botón.

El aguilucho encarcelado tenia conmovido á todo el reino volador. El Principe, halagado por el éxito, renovó su viaje á la montaña, y trajo otro aguilucho entre los

pliegues de su sedoso manto principesco. -¡Otro igual! .... Aquello era un portento. Cada pájaro sonaba su himno lírico; y eran tantos los buches y eran tales

I.)s impetus, que el trino de la admiración iba semejando el eco de la tempestad. -Cómo crecen! .... ¡Cómo crecen! .... Y, en efecto, crecían; y las plumas parecian vigorosas piezas de armadura. -Sin duda es por la jaula! Esas bellas columnas en que brillan diamantes triturados vigorizan el

cuerpo y avivan la luz de la pupila! .. . . -¡Es la jaula! Sin duda, es por la jaula! Dléronse á cavila¡·. E instalados en perpetuo consejo sobre la ancha copa de un álamo, vinieron en

acuerdo unánime. Los presos de las jaulas de oro habíanse trocado-¿quién era el mezquino para neo garlo?- en genios del mundo errático; y todo-¿quién seria el necio que lo pusiera en duda?-á causa de aquellas viviendas deslumbradoras, talladas por manos de celestes obreros; á causa de los baños d~ ¡uoma; á causa de la divina f1a)lta JIlatinal.

REVISTA MODERNA . 251

-Pues, al palacio del Pdncipe. -Aquí nos tenéis, Señor! Aprisionadnos! Ansiamos el honor de ser vuestros. Os adormeceremos con

la infinita variedad de nuestras modulaciones, y ale.graremos vuestros ojos con la no menos infinita de nuestros plumajes. Pero dadnos en cambio una jaula, igual en todo, á la dorada jaula de las águilas!

Calló el orador. Y el pueblo alado, en ansioso silencio, esperó la respuesta. -Bien, dijo el Príncipe, mañana estaréis instalados en vuestros camarines. Y, alegres, salieron cantando bulbules y zenzontlesj y el canario abrió en el aire su abanico flor de

azufre; y el ibis sacro, y el airón con su penacho de luto, y la andolina errabunda, dié ronse á volar con ­tentos en pos de una fúgida libélula color de esperanza

Y, al amanecer, en sendos camarines, tras la soñada reja hecha de columnas corintias en donde se enlazan los mil lazos de una enredadera de oro.

Corrió el tiempo. Las águilas sucumbieron, quizás de melancolía. Algunos fieles amigos de los zenzontles, bulbules y canarios venian cotidianamente á visitarlos - Veamos si hoy han crecido algo-pensaban. Pero sus cabecitas se movlan desalentadas, porque los prisioneros eran ya muy viejos-varios ha­

bían muerto en el colchón mullido, cada uno soñando con los cíclopes, en la actitud de un príncipe he­redero,- y sus cuerpos, siempre mezquinos, ni mund>tban de forma, ni echaban plumas consistentes co­mo piezas de armadura. Entonces, todo era sueño? . . . Bien hicieron ellas, las desconfiadas, en quedarse en sus copas, por más que, de raquíticas, estuvieron casi á flor de tierra, pues que siquiera tenían la amada libertad . . - _

-Vamos, que no es la jaula . _ . . ¿Quién, pues, las hará potentes? ¿Qué celeste vena dará esas viri­les transfusiones? ¿Quién hará cruzar por la pupila esos relámpagos? ¿Quién pondrá en los picos fuerza de ariete?

UNA V\.J Z.

-Yo! De súbito, un árbol entreabrió su corteza, y apareció un gigante con ojos de erupción, barba mosai­

ca y despeinada cabeliera de incendio. Seguíale un hombre, un individuo tle la raza humana, proporcio­nado, conecto, distinguido como un duque y perfumado con violetas rosas. Llevaba un traje negro de el'ectos pliegues, con señorío de hombl-e á la moda, y sabía decir las frases cultas, las pretensiones pu­dibundas, la noble prosopopeya que se gasta en un salón del gran mundo.

Era el gigante quien habla dicho: Yo!

TODAS LAS AVJ!lS, en COro.

-¿Y tú quién eres? . ...

EL GIGANTE.

-Soy el Genio. Yo soplo sobre la cabeza de las águilas, y las águilas crecen.

LAS A VJ!lS, asombradas.

-De modo que la jaula .. ..

EL GIGANTE.

-Por ella no pudieron constelarse sus pupilas con las pupilas siderales del infinito azul. Fueron grandes, y no lograron gozar de su gt'andeza, sino con el pensamiento. A no haber sido la jaula .. ..

LAS AVES.

-Pero, si vos ¡oh Gran Señor! os dignasteis de poner vuestro aliento en la cabeza aquilina, ¿quién hizo pasar el suyo sobre nosotras las débiles? .. .

EL GlGANTE .

-Este caballero, vuestro progenitor.

LAS A VES, pálidas.

-¿Quién es él? . ..

. . . '

252 REVISTA MODERNA.

EL GIGANT1!l.

-El Sentido común. Dijo Y los dos aparecidos volvieron á sepultal'se en la médula del árbol. Y los pájaros se dispersa­

ron; y, como ya supieron que el padre del águila es el Genio y que es el de ellas el Sentido Común, no volvieron á pensar en aquella reja de oro donde brillan las ricas chispas de una trituración de dia­mantes.

* * * Yo.

- Vamos, que ya os comprendo .. . . Pero . ... ¿el reino clásico tiene en verdad águilas? .. .

EL EFEBO.

, Caudales. Los Moliere, los Racine, los Corneille, los Pascal. . .. Muchas, muchísimas águilas, águi­las cautivas, que, si crecieron por águilas, no surcaron todos los abismos por cautivas.

YO.

-¿ Y todos los demás? ...

EL EFEBO.

-Pajarillos, que vieron en las jaulas origen de corpulencias; pobres aves endebles, que hicieron el sacrificio de su libertad para que las rejas de sus holgadas cárceles les dieran sueños de águilas!

Aquí, en el Siglo XVIII, la vasta prole del Sentido Común se multiplica al prodigio. El soplo del genio casi no se pel'cibe, y la regl&. adquiere cartujas serenidades. Ya ni siquiera se piensa. Los libros no son fuentes de emoción, si que maestros de donde sólo tómanse preceptos que se elevan á dogmas. Y, como no se piensa ni se siente, se retoriza. Los ricos almacenes del Siglo XVII son aquí miserables bu­honerias donde las perlas livianas tienen la oquedad de lo falso. No besando sus frentes el nimbo de Isaías, los roetas recitan las frases de la inspiración, declaman los afectos, y, en los nobles tablados, ellos son pobres histriones de la Lira.

Aquí no hay un Pascal, ni un Corneille, ni un Bossuet. En vez de esos, los Pavillon, los Saint-Aulai­re, los Fontenelle . .. . Allá piensan: aqui ríen y niegan y escarnecen; allá la frase va henchida de idea: aquí va henchida de bombones de menta; allá la siembra y el abono; aqui la poda y el sublimado corro­sivo.

Aqui el arte duerme-asi un mendigo que recogiel'an helándose en la nieve de las playas--al calor de la estufa de un salón humanitario. El alma de la señora marquesa de Rambouillet tl'ausmigl'a en la du­quesa de Maine. Y hoy su poder es absoluto: no hay pluma que no busque la caricia de su sombra. La­mothe, Tl'ublet, Marivau, Chanlieux!. .. . Pajarillos domesticados, que no saben de los fuertes perfumes agrestes, de la savia que transpiran los robles y á cuyo mezquino halago basta apenas el suave olor de lilas que viene del escote de la culta marquesa de Lambert; del pañuelo, bordado mitológicamente, de mdame de Duffand; ó del ágil abanico, malo como una ala satánica, de mademoiselle de Lespinasse.

Yo.

-Estamos, pues, en la parte más desconsoladora de la ciudad clásica .. ..

EL EFEBO.

-Si, estamos 0n el miembro yerto, donde la sangre tiene livideces de estanque, donde riega sus hie­los la parálisis para que apaguen corazón y cerebro.

El Siglo XVI empieza. Nada es suyo; pero tiene el ardol' de los comienzos, el entusiasmo de las ini­ciaciones, el jovial deslumbramiento de lo inaudito.

El Siglo XVII se hace grande, porque sobre la grandeza antigua hace gl'abar su sello heráldico. Si no siente, piensa y descubre. Dejó dormir sus nervios, y puso de vigia á su intelecto. DespreciÓ, los sen­tidos, apartó el goce, y sólo quiso volar por aires racionales, llevando en la mano el signo de la interro­gación. Tuvo potencias sansonianas, y, Dálila de si mismo, se cargó de cadenas y se acostó en las bal­dosas de su cárcei, como un gran emperador caido.

Pero el Siglo XVIII! . ... Lo mismo que su hermano, menos la grandeza. El hombre es más pequeño, en tanto que crecen las cadenas. En vez de Sansón, Don Juan Cull.lquiera; en lUgar de un emperador

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purpurado, un esclavo envilecido. Donde estaba Santa Helena, se ha elevado una ergástula. En ese siglo intelectual todo se ha empequeñecido, menos los grilletes.

Lebrun tiembla de horror por haberse atrevido á trasladar la escena de su María Estuardo de una sala á otra de Fotheringay. ¿Qué seria entonces de la unidad de lugar? . " Oh los Raynouard! Oh los Bl"ifaut!. . .. Hombres benditos, cuánto gozasteis afilando epigramas y alcorzando madrigales! Qué bien fabricasteis vuestros teatrillos de cartónl Cómo bailaban vuestras marionetas, para delicia de adorables bebés! ....

Y, para mayor desolación, nace en el pecho de ese siglo decrépito el gusano que roe sin descanso, el gusano de la destrucción, eternamente famélico: el No. Voltaire habia venido, Mesias del credo de la Nada, corrosivo de la fe, soplo desolador. Pasó su aliento letal sobre los campos clásicos, y, en vez del árbol de la fruta, nació la ponzoña del aniquilamiento. Sobre el parrado vivió la filoxera.

Y el Siglo XVIII siguió de hinojos frente á su tl"imurti antipoética: el Esprit, la Razón y la Duda. La palabra sacramental del templo fué Nihil; el breviario fué La Enciclopedia; sus clérigos, Diderot y D'Alambert; Voltaire, el Papa. Murieron los legendarios cuentos medioevales; la voz de Descartes piér­dese en los rincones lóbregos del templo,pájaro extraviado que se acurruca á la sombra; la Fe, sobre las baldosas, exangüe, violetas los bordes de su herida frontal; y la Fantasia, la loca golondl"ina, buscan· do en otros cielos las cal'Ícias del sol y las poéticas tardes de verano ... .

Nihil, dice el Pontlfice! Y nihil es la palabra que se oye en todas las bocas, que se adivina en todas las miradas, que se pre­

siente en el rezongo de aquel mar irritado cuyas olas avanzan y cuya espuma ya babea las derruidas graderías del trono.

Ya esa Roma en decadencia oye á lo lejos el choque de las lanzas de los devastad eres; ve en el confin horizontal, como rizos lejanos de un mar crespo, la oleada de los bárbaros-centauros regenera­dores, arterias de sangre nueva que vienen con el hierro de sus hierros á sanar las clorosis de la dege­neración.-Ya se escucha el murmullo metálico de la invasión, vibrante como la hoja de acero en el escu· do;y se percibe el relincho de los briosos palaf¡'enes que derraman espuma, blanca en el belfo, y roja en el hijar sangrado por la espuela: roja en el hijar, como eglantina de algún rosal de sangre.

Y aquellos pobres clásicos, hombres sin músculos, sangre blanca, pajarillos piando de pavor entre el oro de sus jaulas, se quedan con las alas temblorosas, transidos por el hielo del pánico. Helos ahi en es· pera de la muerte; de la muerte, que se acerca rápida, arrolladora, espantable, en las hachas monstruo­sas, en las viriles picas sajonas, en la brutal maza teutónica, en la pica celtihera, en la encinal muscula­tura de los hombres nuevos, en el bravo relincho de los corceles románticos!

(Continuará).

NUPCIAL.

Nuestro Jefe de Redacción, el Lic. Don Jesús Urueta, glorioso orador, contm­

jo matrimonio el jueves 31 del presente con la distinguida Señorita Tarsila Sierra, sobrina del Sr_ Subsecretario de Instrucción Pública non Justo Sierra, é hija del

Sr_ Don Santiago Sierra , arrancado en flor, hace algunos años, al progreso de la

ciencia y del arte mexicanos_ Reciba la joven pareja nuestros más hondos votos por toda la feli cidad que

merece.

PALEMON EL ESTILITA.

Enfuriado el Maligno Spíritu de la devota e ~ancta vida que el di· cho ermitanno fa(' ía; entrúle fuer· temiente deseo dc facerlo caer en g rande e carboniento pecado Ca estos e non otros son sus pensa· mientos e obras.

APELES~MEsT.RF.s.-Garín .

Palemón el Estilita, sucesor del viejo Antonio, que burló con tanto ingenio las astucias del demonio, antiquísima columna de granito se ha buscado en el desierto por mansión, y en un pie sobre la stela ha pasado muchos días inspirando á sus oyentes el horror á los judíos y el horror á las judías que endiosaron ¡Dios del Cielo! que endiosaron una hermosa de la vida borrascosa que llamaban Herodías.

Palemón el Estilita .era un santo.» Su retiro circuían mercadantes de Lycoples y de Tiro; judaizantes de apartadas sinagogas que anhelaban de sus labios escuchar la palabra de consuelo, la palabra de verdad que nos salve del castigo y de par en par el Cielo 110S entregue; sólo abrigo contra el pérfido enemigo que nos busca sin cesar y nos tienta con el fuego de unos ojos que destellan bajo el lino de una toca, con la púrpura de frescos labios rojos y los pálidos marfiles de una boca.

Alredor de la columna que habitaba el Estilita, como un mal' efervescente, muchedumbre ingente agita los turbantes. los bastones y los brazos, y demanda su sermón al solitario cuya hueca voz de enfermo fuerzas cobra ante la mies que el Sefior~ha deparado á su hoz;'y cruza el yermo que turbaron otros tiempos los timbalos de Ramsés.

y les habla de las obras de piedad y sacrificio, de las rudas tentaciones del Apóstol y del vicio que llevamos en nosotros; del ayuno yel cilicio,

REVISTA MODERNA.

de vivir año tras año COll las fieras bajo rotos quitasoles de palmeras; y les cuenta lo que es sed y lo que es hambre, lo que son !as noches cálidas de Libia, cuando bulle de planetas un enjambre y susurra en los palmares la aura tibia, que provocan en el ánimo cansado de una vida muerta y loca los recuerdos tormentosos que en los (Has pesarosos, que en los díafl soñolientos de tristezas y de calma nos golpean en el alma con sus mágicos acentos cual la espuma débil toca la cabeza dura y fria de la roca.

De la turba que le oía una linda pecadora destacósej parecía la primera luz del día y en lo negro de sus ojos la mirada tentadora era un áspid: amplia túnica de grana dibujaba las esferas de su seno; nunca vieran los jardines de Ecbatana otro talle mas airoso, blanco y lleno; bajo el arco victorioso de las cejas era un triunfo la pupila quieta y brava y, cual conchas sonrosadas, las orejas se escondían bajo un pelo que temblaba como oro derretido, de sus manos blancas, frescas, el purísimo diseño semejaba loto vivo de alabastro, irradiaba toda ella como un astro: era un sueño que vagaba con la turba adormecida y cruzaba la sandalia al pie c~ñida, cual la muda sombra errante de una sílfide, de una silfide seguida por su amante.

y el buen monje la miraba, la miraba, la miraba,

y, queriendo hablar, no hablaba y sentía su alma esclava de la bella pecadora de mirada tentadora, y un ardor nunca sentido sus arterias encendia y un 'temblor desconocido su figura larga y fiaca y amarilla

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sacudfa: era amor! el monje adusto en esa hora sintió el gusto de los seres y la vida; su guarida de repente abandonaron pensamientos tenebrosos que en la mente se asilaron del proscripto que, dejando su columna de granito, y en coloquio con la bell a cortesana se marchó por el desierto, despacito . ... á la vista de la muda, á la vista de la absorta caravana! ....

GUILLERMO VALENCIA. Bogotá.

NOTAS BIBLIOGRi\FICAS. Manuel Ugarte.-Crónicas del Bulevar.

Prólogo de Ruben Darío.--París. Garnier Hermanos editores.

1 excelente amigo Manuel Ugarte acaba de publicar un nuevo libro con el titulo que precede á estas lineas, prologado por Rubén Darío.

Ya conoela algo y aun algos del sabroso contenido por tratarse de crónicas que en la época de la Exposición. especialmente, enviaba el joven lite¡'ato argen­tino á un importante diario de su tierra y qUfl solia leerme originales ó impresas.

Harto estimamos en México á Ugarte que no ha muchos años nos hizo una visita, siendo muy bien recibido y agasajado por nuestros ch·culos literarios ju·

veniles, y por tanto su libro tiene que semos muy simpático . No es empero esta sola razón que pudiera lIama¡' afectiva la que hará que Crónicas del Bulevar sea

leido aqui COIl agrado. Hay otra de más valer y peso y es que ,ellibro está bien escrito. Es una labor de periodista, como di­

ce Rubén Darlo en su donoso y nutrido prólogo; pero no es extraño encontrar en el corresponsal al filó­sofo y en el repórter al poeta.

Desfilan en esas páginas serias, noble y discretamente escritas, ora los personajes de actualidad re­ch-nte (ya que aquéllas datan de unos dos nños) que han dado tono á la política y al arte parisienses, ora paisajes y sitios que fueron alma y sonrisa de esa divina ciudad eflmera que enmarcó el inolvidable cua­dro de la Exposición de 1900; ora teorías y polémicas literarias ó sociales que ocuparon y ocupan aun á los espiritus cultos de la Madre latina; ora reflexiones y filosofías de propia cosecha, bien pergeñadas y escritas con mesur·a y buena fe.

Creo con Darlo que no es el ligero y agradable titulo de Crónicas del Bulevar el que más conviene acaso á un libro asaz pensado y sentido en la tranquilidad de la casa, en amable compaña con la serena lectura y con la noble especulación, y en el cual se halla con gusto al pensador codeándose frecuente­mente con el literato y el periodista; pero no seré yo quien discuta brevetes cuando el vino es bueno y de cepa hidalga.

Es Ugarte un trabajador incamable, semejante á aquellos de antaño que como lema ostentaban nulla die sine linea. En él, la hacienda que hace fácil y llevadera la vida, jamás ha sido cebo para la holgan­za, antes bien elemento y estimulo para la labor. Su criterio se me antoja lino de los criterios más sanos, y si muchas veces hemos disentido en ideas-sobre todo en asunto de Socialismo, en el que ando un si es no es desencantado-nunca he dejado de reconocer la sinceridad y nobleza de I&s suyas.

Crónicas del Bulevar continúa á otro libro de merecimiento: Paisajes Parisienses, del cual me he ocu­pado ya y ·acaso lo mejora, sobre todo en substancia. Yo deseo que á su vez este tomo sea prólogo de uno nuevo más consistente aún, más compacto y más duradero todavi~.

A.N.