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Un paso Andrea Hernández Mingorance Un paso. Solo hace falta un paso para empezar una nueva vida. A mis doce años ya sabía que no era fácil. En teoría tienes que poner un pie delante del otro y luego vendrá otro paso y otro, pero, en la práctica, todo es mucho más complicado. Cuando la guagua se paró ante mí con un hondo quejido, la angustia empezó a trepar por mis entrañas. Entonces cogí impulso y di el paso para encaramarme a la guagua. El conductor me miró de arriba abajo, como si nunca hubiese visto a un niño solo. Mientras pagaba el viaje le devolví la mirada, desafiante. Sabía que ningún niño se atrevería a iniciar una aventura como la que yo tenía planeada, pero no me consideraba un niño corriente. Yo no encajaba con los demás, mientras ellos jugaban con la game-boy yo me sumergía en las páginas de cualquier libro. Incluso los profesores comentaban mi extraño comportamiento y yo los comprendo, no es normal que en una sociedad en la que se premia a los borricos alguien ose desviarse de la senda marcada. Un día mi tutora se acercó a mí y me preguntó qué hacia, yo emergí del fascinante mundo de Gabriel García Márquez justo cuando Santiago Nasar iba a ser asesinado y le mostré la portada. Ella asintió con la cabeza y sugirió que fuera a jugar con los demás niños. Mi mirada se dirigió hacia el grupo de niños que, con las pupilas dilatadas, contemplaban fijamente las pantallas de sus máquinas sin parar de mover los dedos. Le dije a mi tutora que prefería quedarme leyendo, ella suspiró y se levantó para irse. A mi paso por el pasillo de la guagua, las personas me miraban inquisitivamente durante un momento para luego volver a los suyo. Me senté en un asiento libre justo cuando la guagua empezó a moverse. Contemplé la rambla, los viejos edificios, los árboles recién florecidos, los manidos bancos; y en todos ellos veía mi propia inseguridad. Me había escapado de casa ¿qué sería de mí a partir de ahora? ¿Les importaría a mis padres? Mi madre fue la primera en preguntarme qué quería ser de mayor. Fue una pregunta casual, sin segundas intenciones pero fue la que desencadenó el huracán. La verdad es que nunca lo había pensado. En el colegio siempre nos decían lo importante que era tener una buena carrera, indispensable para tener conseguir un trabajo digno y ganar dinero. Y yo me preguntaba ¿y después? Una vez que tuviera una carrera, un trabajo y dinero 1

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Un pasoAndrea Hernández Mingorance

Un paso. Solo hace falta un paso para empezar una nueva vida. A mis doce años ya sabía que no era fácil. En teoría tienes que poner un pie delante del otro y luego vendrá otro paso y otro, pero, en la práctica, todo es mucho más complicado. Cuando la guagua se paró ante mí con un hondo quejido, la angustia empezó a trepar por mis entrañas. Entonces cogí impulso y di el paso para encaramarme a la guagua. El conductor me miró de arriba abajo, como si nunca hubiese visto a un niño solo. Mientras pagaba el viaje le devolví la mirada, desafiante.

Sabía que ningún niño se atrevería a iniciar una aventura como la que yo tenía planeada, pero no me consideraba un niño corriente. Yo no encajaba con los demás, mientras ellos jugaban con la game-boy yo me sumergía en las páginas de cualquier libro. Incluso los profesores comentaban mi extraño comportamiento y yo los comprendo, no es normal que en una sociedad en la que se premia a los borricos alguien ose desviarse de la senda marcada. Un día mi tutora se acercó a mí y me preguntó qué hacia, yo emergí del fascinante mundo de Gabriel García Márquez justo cuando Santiago Nasar iba a ser asesinado y le mostré la portada. Ella asintió con la cabeza y sugirió que fuera a jugar con los demás niños. Mi mirada se dirigió hacia el grupo de niños que, con las pupilas dilatadas, contemplaban fijamente las pantallas de sus máquinas sin parar de mover los dedos. Le dije a mi tutora que prefería quedarme leyendo, ella suspiró y se levantó para irse.

A mi paso por el pasillo de la guagua, las personas me miraban inquisitivamente durante un momento para luego volver a los suyo. Me senté en un asiento libre justo cuando la guagua empezó a moverse. Contemplé la rambla, los viejos edificios, los árboles recién florecidos, los manidos bancos; y en todos ellos veía mi propia inseguridad. Me había escapado de casa ¿qué sería de mí a partir de ahora? ¿Les importaría a mis padres?

Mi madre fue la primera en preguntarme qué quería ser de mayor. Fue una pregunta casual, sin segundas intenciones pero fue la que desencadenó el huracán. La verdad es que nunca lo había pensado. En el colegio siempre nos decían lo importante que era tener una buena carrera, indispensable para tener conseguir un trabajo digno y ganar dinero. Y yo me preguntaba ¿y después? Una vez que tuviera una carrera, un trabajo y dinero ¿sería feliz? Por eso no me preocupaba en exceso que haría con mi vida. Sin embargo cuando mi madre me lo preguntó supe la respuesta.

— Quiero ser escritor

Mi padre levantó la vista de su plato y dejo una cuchara de potaje a medio camino de su boca. ¿Escritor? Yo asentí con la cabeza, orgulloso de haber encontrado algo que estaba seguro me haría feliz. Pero mis padres no parecían orgullosos. Mi madre se limpió cuidadosamente la boca con la servilleta de tela y me miró seriamente. ”Cariño, todavía eres muy pequeño para decidir eso”. Yo dije que no, quería ser escritor, estaba seguro. Mi padre sonrío y con un tono de fingida dulzura me dijo que ese trabajo no tenía salida profesional, que seguramente acabaría en el paro junto con otros muchos escritores fracasados. Mi madre le apoyó y comentó que mejor era acudir a una universidad y estudiar una buena carrera como medicina o derecho.

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Parecía que la guagua huía de la tarde, pero los últimos rayos de sol se lograban colar por la ventana, alumbrado a los pasajeros. Los contemplé atentamente, parecían sacados de las páginas de mis cuentos. Allí estaba la niña que soñaba con ser princesa pero que se pinchó con la aguja de una rueca, el anciano que vivía en las páginas de un viejo diario, la mujer que se enamoró de un duende invisible e incluso el príncipe que se había convertido en ogro. Por primera vez desde que salí de casa arrastrando la pesada mochila sentí que mi viaje tenía algún sentido. Era obvio que mis padres no me apoyaban para cumplir su sueño y jamás podría aprender a ser un buen escritor en el colegio. Por eso debía marcharme, recorrer mundo, conocer a muchas personas y vivir cientos de experiencias para luego poder plasmarlas en mi cuaderno en forma de relatos.

Me aseguré de haber guardado el cuaderno en la mochila, lo necesitaría en mi viaje. Lo había comprado poco después de decidir marcharse de casa, un cuaderno lustroso con Spiderman encaramado a una tela de araña en la portada. Mucho mejor que mi anterior cuaderno del que había llenado hasta la última página. Esa mañana había vaciado la mochila de todos los libros del colegio y en su lugar había puesto algunas mudas de ropa y sus libros favoritos. Y el cuaderno de Spiderman, por supuesto. Había acudido a la escuela como siempre, pero a la salida en vez de volver a casa me había dirigido a la estación de guaguas.

La noche caía sobre la ciudad y con ella todo se volvía más oscuro en mi mente. No era tarde para rectificar. Podría pedir al conductor que parase, solo tendría que conseguir un teléfono y llamar a mis padres para que me vinieran a buscar. Ya me inventaría alguna excusa. Esta misma noche estaría durmiendo en mi cama y por la mañana todo seguiría igual, como si nada hubiera pasado. Contemplé el ya extraño paisaje y tuve la tentación de levantarme y salir corriendo. Las dudas me inundaban.

En vez de correr, permanecí en mi asiento. Saqué el cuaderno y empecé a escribir:

Queridos papá y mamá:

Siento no haberme despedido….

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ANTONIO ALBA SEMPERE.

SIN TÍTULO.

Pedro va sentado al final del autobús número 7. Esta vez ha conseguido un asiento junto a la ventanilla. La hora punta ha quedado atrás y no tiene que ir de pie cogido a la barra a la vez que sujeta la mochila con la mano que le queda libre. Esta mañana ha cambiado la mochila por una bolsa de deporte de lona azul y gris. La lleva entre sus piernas, apretada de tal forma que las piernas le duelen pero permanecen inmóviles. Contra su pecho aplasta una cazadora estampada con motivos geométricos para ensordecer los latidos de su corazón, una gorra oculta su pelo largo y grasiento ausente de champú esa mañana. Su mirada permanece fija al exterior, si acaso gira la cabeza cuando el autobús se para y necesita observar a los viajeros que suben o bajan. No es su hora habitual pero prefiere estar atento a cualquier rostro conocido. Una furgoneta blanca se para junto al autobús. El conductor estudia un plano y habla por el móvil al mismo tiempo. Está tan concentrado que cuando el semáforo cambia el autobús le regaña con un bocinazo para que avance. Pedro siente pena por el destino incierto de la furgoneta blanca. Necesita llorar pero impide por vergüenza que las lágrimas surquen su cara. Si hubiera cogido las gafas de sol podría desahogarse frente a la chica que lee. Demasiado ridículo para un día nublado que ya empezaba a limpiar las calles. Suspira profundamente y se abraza aún más a su cazadora. Recuerda que lleva un libro en la bolsa pero no puede moverse. El tiempo ha amarilleado un poco las hojas del libro, igual que el color de la lluvia del título. Lo lleva envuelto en el mismo papel de embalaje en el que se lo entregó su abuelo meses atrás. Piensa que color tomará su piel ahora que ya no respira. Antes era una piel curtida por el sol y la sal marina de años de pesca. Con sus manos huesudas le entregó una vez un caballito de mar, debió haberlo conservado pero cuando se es un niño no se valoran los detalles.

Las puertas del autobús se cierran emitiendo un soplido tras una chica demasiado pálida para llevar los labios tan rojos. El cabello negro y el atuendo gris tampoco le favorecen. La mira y se mira a sí mismo. No sabe como se supone debe vestir alguien de 13 años cuando acude a un entierro. A su abuelo nunca le gustaron los colores obscuros. No le gustaba ver a las mujeres enlutadas que tomaban el fresco. Sólo conseguían hacerse pronto más viejas. Pedro pensó que su madre no haría eso jamás. Ni siquiera por su padre, que ahora esperaba en vano la despedida de su hija. No entendía Pedro como la muerte no era justificación suficiente para anestesiar el dolor, al menos por unas horas. Es cierto que él no sabía la causa de la pelea. Por más que preguntara, su madre nunca le daba una respuesta convincente. Él, le correspondía ocultando las visitas prohibidas a su abuelo con las excusas que inventaba en el tren de vuelta.

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Al autobús ya no sube gente. Los pocos que quedan, llevan maletas y algún paraguas. Es extraño ver el autobús tan vacío. La chica que lee ha cerrado el libro y la de los labios rojos rebusca en su cartera con mala cara. Hay otras cuatro personas más que se aferran a su equipaje. Todas intentan traspasar la lluvia para observar la calle. Lo de fuera no se diferencia mucho del interior del autobús. Los pocos transeúntes a penas si se detienen para cruzar la calle. Todos parecen tener un destino claro al que llegar lo antes posible y ni siquiera los coches suponen un obstáculo insalvable. De hecho, los conductores parecen no percibir la conducta desafiante de algunos peatones, simplemente aminoran ,les dejan pasar y continúan su camino. Todos quieren llegar sin perderse ni perder nada por el camino. Pedro tampoco quiere perder el libro dedicado por su abuelo. Ahora que lo ha perdido a él se aferra a un objeto suyo. Es curioso como la historia sobre la desaparición de un pueblo de montaña le gustara a alguien tan acostumbrado a llenarse las uñas de escamas y sangre. Limpiaba el pescado en el patio para evitar el olor en la casa, Pedro le veía mientras olía los geranios esperando saborear el resultado final en un estupendo caldero. Había peces saltando en la cesta, tanto, que salpicaban a Pedro y le hacían reír de forma nerviosa mientras su abuelo sonreía y seguía con lo suyo.

La estación de tren está cerca. Pedro siente de nuevo el calor de la tristeza en su cara pero logra contenerse cerrando los ojos por un momento. Pegados a su equipaje, los pasajeros se preparan junto a la puerta. Él se espera, no tiene prisa. Su tren aún tardará en salir. Quiere sentarse en el andén a leer un rato, quizá lo suficiente para pegarse luego a la ventanilla del vagón a contemplar como la lluvia cae sobre el mar.

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CLASE XXXVII

Estoy viéndome en tu espejo:

César Sención._

Estoy desesperado por llegar a mi destino, y más que yo, el chofer que conduce el bus.Cuando mis padres vengan a darse cuenta de que salí de la casa y sin avisar, ya estaré lo bastante lejos de ellos. Mi poblado es pequeño, sumamente pequeño, tan insignificante que ni siquiera sale en los mapas. Mis padres trabajan a tiempo completo, y el poco tiempo que se las pasan en casa, es para discutir y hablar de negocios, pero conmigo nada. No es excusa para marcharme. No sé que se me metió en la cabeza en ese momento, pero tuve que hacerlo, y a estas horas de la mañana, a penas raya el sol el alba, en pleno verano. No me pregunten como lo hice. Solo sé que tuve que hacerlo a escondidas, mis padres no me habrían permitido escapar. El conductor nos ha avisado de las dos horas que se tarda en llegar a la ciudad, yo escucho con un poquito de miedo e incertidumbre, es la segunda vez que viajo en mi vida, la otra vez, estaba muy pequeño; y lo poco que recuerdo me parece sueño. Hoy no sé lo que me espera ni lo que me tiene reservado el destino. Pero aceptaré todo lo que me de, ¡Si pude aceptar las desavenencias en mi casa, sabré lidiar con las desavenencias de la gran urbe! Aunque estos pensamientos en cada parada me impiden continuar, y pensar en devolverme, pienso que es peor, por eso sigo decidido en continuar mi osada travesía.El trayecto es largo, y un poco tedioso todavía en dentro de los pueblos, en donde se desmontan y suben algunos pasajeros. Al principio el rugir del motor me asustaba, cuando aminoraba su marcha, ya sea en las paradas, los rebases o en los empedrados caminos. Soy de los pasajeros del fondo, y por momento se escucha el motor a lo lejos, eso indica que estamos pasando por mejores caminos, las condiciones aminoran el rugir de los motores, ese urticante ruido se ha quedado atrás, bien lejos, a la intemperie en esos angostos caminos. Desde aquí atrás veo al conductor distraerse con los vehículos en movimientos, el flujo es inmenso, entre ellos, varios vehículos de lujos se van sucediendo, y a nuestra par un viejo Cadillac rojo nos va retando. El conductor reduce la marcha, significa que estamos llegando a nuestro destino, las señales lo indican, el taponamiento es mayor, el Cadillac rojo logra escabullirse entre los demás vehículos, a nuestro lado queda otro bus, con menos gente, pero del mismo tamaño, a través de los cristales puedo divisar, por la cercanía, un niño de mi misma edad, y de menor porte, su mirada huidiza lo delataba, quizás sea nuevo al igual que yo en esta ciudad, lo veo en el asiento trasero solo y pesaroso, y la tristeza en el rostro que refleja es inmensa, no hay dudas de que también le dio por escapar. Me llama a curiosear su dolor, es mucha la casualidad, pero ¿como se hará en esta gran urbe?, tal vez sus padres le pelean sin razón, quizás ni los tenga, o viva con su padrastro como mi amiguito Pedrito, más sin embargo no es lo mismo, por que aunque Pedrito vive con su padrastro este lo quiere como si fuera su verdadero hijo, lo llevo para todas parte con él, incluso yo he tenido la suerte de visitar el acuario con ellos, su madre es enfermera y su padrastro profesor, ambos son bondadosos. Recuerdo que allá tan emocionados jugábamos. Nos dispersamos por toda la zona, justo en aquellas dos ocasiones se nos acercaron dos bellas señoras, una más coqueta que la otra a preguntarnos si éramos mellizos, inmediatamente la madre de Pedrito les decía que no. ¿Qué más quisiera yo? Pero se asombraban de la respuesta, ¿en serio, no son

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mellizos?¿ni siquiera hermanos, les contestaba el padrastro de mi amiguito, solo son vecinitos.Nuestro bus se detiene por rato, mientras el otro bus acelera y pierdo de vista al niño con él, ¡ay si alguien pudiera ayudarle en esta ciudad! Pero ¿que estoy pensando? Si yo soy quien necesito igual o más ayuda que él.Mirando bien de cerca al chofer del bus, tiene un cierto parecido con mi padre, un poquito más pequeño, pero a quien verdaderamente se parece es al padrastro de Pedrito, que también llegó a ser conductor de bus, nos contaba día a día, todas sus experiencias, la pesada niñez que padeció, y siempre que se refería a ella me miraba con sorna. Yo me sentía aludido, aunque admito que sus relatos me deleitaban, y a partir de entonces, empecé a verme en su espejo, el último relato hace dos días, nos contaba de aquella vez en que teniendo un poco más de mi edad, tuvo que partir de su casa, partir y sin saber a donde, la vida le había golpeado muy duro, igual que a mí, a diferencia, que antes de llegar a esta ciudad, una señora mayor se montó en su mismo bus, y por ser viuda y no tener hijos se interesó en él, lo adoptó y a partir de ese momento la vida empezó a devolverle lo que de su niñez le había robado.A mí, aunque no me ha tocado la misma suerte, no pierdo la esperanza de que un día llegue. La providencia de Dios es muy grande, por eso estoy atento a cada señora viuda o no, que se monte al bus, alguna puede que se apiade, me prodigarme sus saludos, y una que otra mirada lastimera, es poco lo me llega aquí al final del bus.Se detiene definitivamente el bus, esta vez si llegamos a la última parada, a través de los cristales diviso lo inmenso de las edificaciones en esta gran urbe. Mi ánimo cambia, mi mente se transforma, se me sube un fuerte rubor por las venas, me estoy quedando totalmente solo en el bus, mi incertidumbre se hace mayor, grita el alta voz su ultima parada, y se me enfría el alma, cabizbajo camino y observo la profundidad de mis pasos, los que me van llevando a un hondo abismo, bajo el ultimo peldaño y me detengo anonadado en el pavimento, sin norte ni sur. ¿Estas perdido? Irrumpe una voz suave. Es una mujer muy hermosa, del porte de la madre de mi amigo Pedrito, y lo mismo de bondadosa, se detiene a mis espaldas. ¿Esperas a alguien niño bello? Continua. ¿Esperas a tus padres, verdad? En lo que respondo. No tengo padres. Entonces ¿A dónde te diriges…es peligrosa la ciudad para un niño de tu edad? Y yo le contesto enfáticamente, no tengo a donde ir, mi casa es la calle. Vente conmigo, me dijo ella inmediatamente, te invito a mi casa, y con alegría excepcional continua, que de ahora en adelante, será también tuya.

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Eduardo Izaguirre Godoy

REINO ANIMAL—Niño, tu pasaje.Quico tenía la cara y las manos pegadas a la ventana de la

combi. La voz del hombre, una corneta potente, le sacudió del letargo producido tras ver pasar el mundo al vuelo. Sin permitirle un respiro para reaccionar, el cobrador volvió a reclamar el pasaje, esta vez con leves empellones. Quico entonces metió las manos en los bolsillos y escarbó. Al mismo tiempo que descubría que ya no tenía monedas, palpó lo que parecía ser un fragmento de algo más, poroso y que se hacía polvo con facilidad. Era un pedazo de galleta, parte de la comida de Lucho, de la tarde en que no lo pudo sujetar. Su padre le tenía advertido, que era un animal muy grande, que él era todavía un niño demasiado chico y que no podría controlarlo, así estuviese con correa. Lucho se había pasado la tarde entera reclamando atención, ladrando de tanto en tanto, mordisqueándole el jean a Quico y las mangas largas de su chompa. Tenía que salir a hacer sus cosas. Cuando vio al niño coger la correa, el perro le dedicó una serie de saltos espectaculares. Parecía tener una sonrisa en el largo hocico de ovejero australiano que heredó, cruzado con un chusco de origen indefinido. Había cumplido un año nada más, y parecía que iba a seguir creciendo. Si hubiese acatado sus impulsos, Quico lo habría convertido en su pony particular. Y aquella incipiente noche, quizás le habría metido un par de espuelazos para que se aquietara y no partiera la carrera hasta la anciana.

El cobrador volvió a gritar. Lucía muy amargo, fuera de sí, dispuesto a lanzar al niño al pavimento sin detenerse. De inmediato, a Quico se le congestionaron los ojos, además de enrojecer sus mejillas. Al ver esto, algunos pasajeros iniciaron una defensa cerrada del pequeño, tildaron al hombre de abusivo, de que se comportaba así porque seguro de pequeño le pegaban, y que era obvio que no tenía hijos, semejante manganzón. Sin embargo, ya desde antes de las recriminaciones, el cobrador estaba arrepentido de lo hecho. Vio al niño: lloroso, su ropa mugrienta, la mochilita bien atenazada entre sus piernas. Dejó las cosas ahí y, refunfuñando, se decidió a no molestarlo más. Quico se enjugó el par de lágrimas que brotaron y recordó los gritos de su padre la noche del ataque. Había tenido que ir a la casa de la anciana, tratar de convencerla de que no pusiera una denuncia, pagarle todas las atenciones médicas que había requerido y que fueran necesarias de aquí en adelante. Tenía la corbata desanudada y las mangas largas dobladas hacia afuera, el cabello perfectamente peinado. Quico permanecía sentado en una de las sillas de la sala. Sus piernas no alcanzaban el piso, pero les faltaba poco. Lucho ladraba encerrado en la cocina. Su padre gritaba que le había advertido cientos de veces que ese perro no podía salir a la calle sólo con él, que era demasiado grande ya, demasiado, que no sabía por qué mierda no se había desecho del animal todavía. Percibía su propio terror en la boca del estómago.

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En su garganta se iba cerrando el nudo mientras que la vista se le distorsionaba con lentitud bajo un lente acuoso y turbio. Se estaba preparando un llanto de proporciones, que su padre notó. Éste, con el rostro ilegible, reconstruido con facciones de otro ser, descargó violentamente su mano dura y gruesa en la cara del niño y le hizo caer de la silla. Su mamá salió corriendo de algún lugar y trató de contener a su esposo, quien alcanzó a acercarse al niño caído, lo suficiente como para salpicarle saliva cuando le dijo que estaba prohibido llorar en esa casa, ¿está claro?... Quico empezó a mirar de vez en cuando al cobrador, estudiarlo, vigilarlo.

La combi parecía estar llegando a su paradero final. Quico vio desaparecer paulatinamente parques frondosos y calles con veredas enteras, para dejar paso a caminos de tierra y casas con el ladrillo expuesto, a medio hacer. El único pasajero era él. Cuando por fin se detuvo el carro, el cobrador se le acercó. Tenía esta vez un rostro sereno, imperturbable, cubierto de sudor. Le preguntó si tenía hambre, porque les tocaba almorzar y la señora del kiosco cocinaba siempre. Quico se aferró a su mochila, pero el vacío en el estómago, la saliva bullendo, le hacían imposible continuar sintiendo miedo. Alcánzanos cuando quieras, le dijo el hombre retirándose, y lo dejó solo. Pudo verlo camino a una casucha, rodeada de carros como el que ocupaba, y escuchó risas, motores encendidos, música. Por un rato, se dedicó a mirar el piso, la tierra que lo dominaba todo. Era una tierra diferente a la del enorme jardín de su casa, al que se dirigió la mañana siguiente del pleito con su papá. No lo habían despertado los ladridos de Lucho, una costumbre que se había vuelto tan desesperante para todos a esa hora. Bajó hasta la cocina chasqueando los dedos, silbando intermitentemente, llamando al perro por su nombre para evitar más problemas, para intentar educarlo de una vez. Sólo encontró su plato, con restos muy frescos de leche, pan remojado, quizás algo más. Caminó entonces hacia el jardín, al otro lado de la casa, separado del comedor por una mampara de vidrio y su cortina. Mientras avanzaba, notó la puerta corrida, la tela batiéndose con el viento que se filtraba, y una figura humana en movimiento. Se asomó. Permaneció allí quizás un par de segundos. Su padre no lo sintió porque cavaba concentrado, silencioso, dominado por el ritmo que había impuesto al ida y vuelta de la pala. Con sigilo, temblando en completo estado de shock, subió a su cuarto, cogió la mochila del colegio, se cambió el pijama y atravesó nuevamente la casa para alcanzar la salida. Y ahora, caminaba hacia la casucha, muerto de hambre, buscando al cobrador quien, al verlo a lo lejos, le hizo señas y le apartó una silla. El hombre seguía serio, aunque con el rostro seco, limpio. En la mesa habían tres personas más, colegas que vestían todos el mismo azul en la camisa. Comían a grandes bocados. Cuando una mujer se acercó y le puso el plato humeante enfrente, su estómago bramó y no le importó que sólo su cabeza alcanzara el borde del tablero. Empezó a comer igual que el resto.

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SANTANA, 50 KILOMETROSErnesto Groppo

Martín subió rápidamente al autobús, procurando confundirse entre las personas mayores que, altas e importantes, no se tomaban la molestia de mirar hacia abajo. Trató de mimetizarse con una señora que viajaba con dos pequeños de la mano, contrabandeándose ante los ojos del chofer como un hijo más. Mientras veía el trasero floreado del vestido de la mujer comenzó a ver la tela con la que su tía Tere cosía aquella falda que se pondría en el matrimonio de la Rufa. Él, Martincito, la miraba absorto tomando su té con leche, de rodillas sobre la silla y los codos soportando su cabezota. La tía Tere no se llevaba bien con la Rufa, peleaban todo el día, pero Tere no faltaría a la ceremonia, será una golfa pero la familia es la familia, y se reía con esa profunda carcajada que lo curaba a Martín de todas sus penas. Ahora mirar el trasero de esa señora le hacía mucho bien. Se sorprendió al no verlo más. La mujer se había sentado con sus hijos varios asientos atrás.

Martín escogió un lugar en la última fila, junto a la ventana. Al niño, esas ventanas de los autobuses siempre le habían parecido televisores, sólo que ellas eran las que escogían la programación. Una vez había visto a dos señores peleando a puñetazos en un semáforo, junto a dos coches abollados. Pero no siempre había tanta suerte. Cuando iba a la granja, allá en Santana, donde la tía Tere pasaba algunas temporadas, siempre tomaban el autobús. Tere le cedía la ventana y juntos se ponían a mirar a través de ella, inventando historias a todo lo que veían. Martín siempre trataba de impresionar a su tía con algún cuento loco relacionado a algo o alguien allá afuera, pero siempre terminaba siendo Tere la que terminaba embelesando al pequeño con historias complejísimas en las que se entremezclaban las personas, los animales, casas, paisajes y que se desarrollaban conforme avanzaba el viaje, incorporando nuevos elementos según estos iban apareciendo por el camino. Dos bocinazos y un motor rugiente sacaron a Martín de sus recuerdos: el autobús comenzó a andar.

El niño se puso a mirar con insistencia todo aquello que aparecía por su ventana, tratando de no hacer caso al miedo que empezaba a invadirlo y de no acobardarse ante su propia osadía. Vio a una señora abrazando a un pequeño que se parecía mucho a él mismo. Una mujer unos diez años menor la miraba muy seria, justo como la Rufa. Ella siempre se quedaba mirando muy seria a la tía Tere, porque la odiaba. Y ese señor de bigotes que cruza ahora la calle se parece al esposo de la Rufa, nunca más supo de él. Siempre le regalaba un chocolate y siempre llegaba a la casa a hablar con la tía Tere cuando ellos estaban jugando en la cocina. El juego terminaba y lo mandaban a hacer las compras. No olvides tu chocolate y te puedes quedar con el vuelto. Santana, 50 kilómetros, leyó en el letrero.

Ahora estaba en el campo, sólo montañas, vacas y chanchos. La señora del vestido floreado estaba ahora furiosa con uno de su hijos. Gritaba como la Rufa. Porque en esa última pelea, la Rufa aprovechó para decirle a Tere un montón de cosas feas, a gritos, sin importarle el haberla hecho llorar y de haber hecho llorar a Martín también. Al contrario, sus lágrimas la habían envalentonado aún más, la habían hecho gritar más fuerte. Eran palabras que

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él no entendía, encamao, infeliz, cuernos, soy cornuda, me han desgraciao me han desgraciao, repetía. Una cachetada a Martincito por reírse al escuchar a la Rufa decirse cornuda. Martín salió corriendo de la casa. Siguió escuchando los gritos desde el jardín, hasta que en un momento ya no oyó nada. Cuando por fin cobró coraje para regresar, ya no encontró a la tía. Se fue al diablo, le dijo la Rufa. Martín sabía que se había ido a Santana, a la granja. La violencia de la pelea le dio la seguridad de que Tere no volvería. Y una vida sin su sonrisa, sin sus mimos ni sus canciones era demasiado para él.

Estación de Santana. Martín bajó del autobús. Si mal no recordaba, ahora debía internarse por el campo en camión. Miró a ambos lados ¿dónde encontraría un camión? Se sentó en el suelo a esperar. A las diez de la noche, todavía estaba allí.

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Mejor no. Graciela Astesano.

Mientras miraba por la ventanilla del autobús, deseaba con todas sus fuerzas que esto no estuviera sucediendo, veía las casas, los árboles pasar rápidamente unos detrás de otros, como en una peli y de reojo el brazo de la anciana que estaba a su lado, la miró dos o tres veces, veía una cara larga y flaca con mucha piel, como si ésta le sobrara, y los cabellos blancos iguales a la espuma del mar. Ella, cada tanto le sonreía y en un momento le preguntó: ¿no eres muy pequeña para viajar sola? Es que me está esperando una tía, tengo una autorización de mis padres… y, cuando el autobús se detuvo en un pueblo alcanzó a divisar una mata de geranios rojos, tan rojos como la sangre y sin saber porqué pensó en su verdadera madre, allá en la China, no recordaba su cara, lo que si sabía era que la necesitaba, tenía ganas de llorar, estaba asustada y el camino era cada vez más corto, todo se iba rápido, las casas, las tristes gasolineras, los restaurantes con camiones, las montañas silenciosas y, no quería llegar porque nadie la esperaba… ninguna tía.

Embutida en el asiento y con las manos entre las rodillas, pensaba, aunque esté sola, esto será mejor… Pobre Mao-Li; después que ella murió, fue entonces cuando empezó este juego infame, y yo ya no soportaba más el cuerpo asqueroso de mi padre adoptivo, por eso lo maté, y su buena mujer que se muera también, porque ella sabía lo que él… lo escuchaba y le parecía normal la muy guarra y cuando me veía callada insistía en que eso era porque me quería mucho diciendo: pero María no puedes despreciar el amor de papá…yo soy Xiao Li, y quiero volver al orfanato, allí nadie me hacía estas cosas, no quiero regalos, quiero volver ¿no hay nadie que me salve…?

Al otro lado del pasillo, en el asiento contiguo viajaban dos chicas, vestían jeans, hablaban y entre carcajadas una le guiñó un ojo, y a Xiao Li le recordaron a su maestra, tan guapa con su camisa verde y los cabellos rubios y largos, tan bonita, guapísima, yo la quería; cuando se lo conté, a ella no le pareció mal y dijo tu papá es un señor muy bondadoso y un gran benefactor, cómo dices esas cosas, es que te quiere mucho, y más ahora, que tu hermanita ha muerto, lo que pasa es que tú eres china y como sois de otra cultura … tu padre es extraordinario, ha ido a buscarte tan lejos que es normal que te dé cariño. Seño no sé… es que no sé si es cariño ¿cómo se llama eso? Unos besos… me da vergüenza le dije….María los besos son cariño. Pero es que…

Y escuché que otra maestra le preguntaba: ¿qué le pasa? Nada, que su papá es muy cariñoso, ¡anda con lo bueno que está…! la china es conflictiva. Y yo que la quería…

Entonces llamé por teléfono a un número que escuché en la tele, para que me salvaran, todo me salía mal, y no pude hablar él me vio y me dijo soy yo quien manda aquí, eres mi hija, y me quitó el móvil…pensar que cuando los vi me parecían tan buenos, ese día el cielo estaba pesado y con nubes como ovejas, hacía mucho frío, mucho, y yo no entendía lo que hablaban, pero, cuando me acerqué a él, no me gustó su olor, y veía como acariciaba a mi hermana, ella no se daba cuenta…o sí, ella nunca hablaba… todo es tan distinto aquí, quiero volver o morirme. Cuando llegue a Madrid no sé que voy a hacer, iré a la casa de China a que me ayuden o preguntaré dónde vive el presidente y que me devuelvan a mi orfanato, no quiero estar aquí…que se mueran todos y yo también ¿dónde estará mi hermanita…?

« Lorena o Mao-Li no va a volver dijo “los muertos no vuelven” pero ahora estamos juntos mi amor…» asqueroso ojala te mueras; pero si ya lo maté, le di fuerte en

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la cabeza con esa escultura que tanto quería… la estoy viendo a ella al volver del gimnasio…

El chofer del autobús parece muy bueno, por qué no será ese mi padre; pero si no es chino… pobre lo engañé, pero la firma es de verdad, el pase lo hice yo…la policía me estará buscando, mami te quiero ¿dónde estás?

— ¿Cuántos años tienes? –le preguntó su compañera de asiento– .—Ocho. — ¿Quieres un caramelo?— ¿A qué saben?—A chocolate. Coge uno, ¡venga! ¿Cuál es tu nombre?—Xiao- Li.— ¡Qué bonito! ¿Qué significa?—María –le dijo.Y, mientras desenvolvía el caramelo pensaba: total ella no lo sabe pero

quiere decir la pequeña Li; tengo miedo estamos llegando. Tiene cara de hada buena, le pediré ayuda, o a las chicas, mejor no, aunque todos parecen muy buenos…mejor no.

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SANGUINA.Por José Aguilar

Cuando pasaba por Calamocha, el traqueteo del autobús había conseguido adormilar a la mitad del escaso pasaje: un matrimonio mayor en el que él hace muy mala cara, quizá van en busca de un médico de Zaragoza; un joven de piel reseca y precozmente arrugada, asolada por el trabajo del campo, bien vestido, quizá una novia o un asunto familiar; algunos ancianos solitarios sujetando grandes fardos que no sueltan en todo el camino y tres chavales con la cara llena de granos, vestidos de uniforme —ninguno de la talla adecuada a sus cuerpos desgarbados—, camino al cuartel, tal vez de permiso o a punto de terminar ya el servicio militar. Andrés mira por la ventanilla el perfil exacto de los horizontes cambiantes dibujado con el pulso preciso del sol de otoño, los campos trabajados hasta donde se pierde el azul de su mirada, distintos y sin embargo idénticos a los del pueblo que ha abandonado esta misma mañana. Su mano izquierda busca en la cartera y abraza los lápices y sostiene en ellos el deseo de trazar esas líneas, atrapar sus relieves, los caminos, el cimbrearse de las choperas. “De ninguna manera”, había dicho Padre, “Andresico tiene que hacerse cargo de las tierras de Don Julián, del molino de batán, cuidar de la huerta, de los animales…”. Recordó la mirada de Madre cuando él buscó en ella una cierta complicidad, una absolución que no llegaría. Padre sabía lo que había que hacer. Las dos hermanas pequeñas, Segunda y Dolores, no se iban a hacer cargo de la masada, del pequeño rebaño de ovejas, la siembra, la siega, el trato con la avaricia de los comerciantes, con la terquedad de las mulas. Como mucho ayudarían a tejer las alpargatas de esparto, o en la matanza, y diariamente a tener las comidas preparadas. “Buscar un buen hombre que las case, eso es todo lo que tienen que hacer”. Eso excluía hacerse cargo de las tierras, eso era para Andrés.

La ventanilla del autobús temblaba con el rumor del motor y los baches de las curvas entra Báguena y Daroca, como temblaba su mano cuando esa madrugada abría el cerrojo del portón de la cuadra para escaparse. Había salido de la casa con la escarcha, bastante antes que el sol. El autobús que venía de Valencia paraba en la estación sólo unos minutos, hacia las nueve de la mañana. No habría otra oportunidad en todo el día. A buen paso había hecho un par de horas de camino desde la masada. Ahora estaba lejos. Su padre ya lo echaría en falta. O pensaría que se habría ido a cumplir su último encargo, en el abrevadero, limpiando la broza que se obstinaba en crecer cada pocos meses, impidiendo el acceso del ganado. Quizá hasta el mediodía no se diera cuenta, cuando no llegara a comer, cuando Madre preguntara por él, o Segunda, o quizá Dolores, más pequeña pero más lista, dijeran que faltaba la ropa o que lo habían visto liando el hato, anoche. Que cuando preguntaron, Andresico les dijo que se iba a Sarrión, donde Fidel, que Padre le había encargado ir por un marrano que había comprado, otro semental, que el Miguelo ya no pasaba de este invierno y ya llevaba mucha carrera a cuestas, animalico.

“Cuántas mentiras —piensa ahora —, que hasta yo me las acabaré creyendo”. Y abre y mira de nuevo el estuche con los tres lápices de diferente dureza, la sanguina y el difumino que le regaló Doña Juana cuando Padre le sacó de la escuela. “Tienes buena mano” le decía siempre su maestra y le dejaba copiar de unas láminas de un libro de arte, mientras los demás chicos se peleaban con las cuentas o la caligrafía sabiendo que, cuando salieran, esa misma tarde, sus padres los harían cargar los sacos de grano en las caballerías o apilar el heno junto a las vacas. Y para eso no hacía falta buena letra, ni dividir por dos cifras y, mucho menos, saber dibujar. Andrés, mientras encajaba en la cuartilla el torso de aquella figura de un hombre musculoso y serio, envuelto, más que vestido, con una especie de sábana arrugada —el Moisés de Miguel Angel, le dijo Doña Juana— miraba los callos que ya adornaban sus manos de mozo de doce años, las pequeñas heridas en cada pliegue que le dolían cada vez que intentaba mejorar la sombra de las tablas donde Dios había escrito a Moisés sus mandamientos: el cuarto, honrarás… “De ninguna manera”, había dicho Padre.

Por Paniza y Cariñena, el campo cambia: las colinas suaves del cereal y el forraje se convierten en viñedos que salpican uniformemente la tierra roja hasta mucho más allá de donde alcanza la vista. Andrés aún es demasiado joven y aunque Padre le ha dado a probar, aún no le gusta el vino, ese vino áspero y oscuro como los hombres de esas tierras. Entre las cepas, los

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terrones gruesos le recordaron la nuca de su padre, surcada por regueros hechos de años de sol y de mirar hacia abajo, siempre abajo, golpeando la tierra, a veces con la saña de un asesino, cuando se congelaba en invierno, a veces con la delicadeza de las manos de un médico, cuando sacaba las patatas sin que ninguna saliera ni siquiera rozada por el azadón. Muchas vides aún tenían la uva roja y caliente asomando entre las hojas, esperando a los hombres y las mujeres que venían de lejos para la vendimia, los pobres de los pobres. Los había visto alguna vez en la estación de tren, cuando bajaba con su padre y con la mula a por madera al aserradero. “Cuánta miseria”, decía Padre. “Nosotros aún nos arreglamos cuidándole la masada a Don Julián. Tenemos techo y nunca nos faltó comida. No mientras yo tenga estas manos para trabajar. De ninguna manera”, y le enseñaba sus manos hechas de certezas y arcilla y las uñas de lascas de pizarra, unas manos que cuando le acariciaba la cabeza rozaban como lijas contra su pelo de niño.

Los quintos, sentados en la última fila del autobús, habían empezado a cantar rimas obscenas que provocaron que Andrés se sonrojara y que delatara su inocencia, aunque hizo como que no oía, concentrado en acabar de esbozar en un cuaderno el perfil de Daroca, el pueblo donde habían parado hacía una hora para que bajara el matrimonio con el hombre enfermo: el anciano apenas había podido bajar los escalones del autobús abrazado a la espalda de su mujer, una mujer bajita, vestida de negro y gris y cubierta por una pañoleta negra, como la que siempre llevaba Madre cuando salía de casa, hacia el lavadero o las eras. Porque para Misa ya se ponía la buena, la que le dejó en herencia su madre, de paño de Barcelona, mira que suave, podría pasar casi por satén, por seda si no te fijas, decía. Supuso que los abuelos volverían de un médico de Valencia, que no había nada que hacer por aquel hombrecillo: en pocos meses, otra viuda pobre como la tía Cándida, fregando casas con setenta años para poder comer. “Tu madre no, ella no tendrá que verse así. Dios no lo quiera. De ninguna manera”, decía Padre cuando hablaban de ella. En su dibujo, Daroca parecía un pueblo más rico, con todas esas iglesias y las casas de color ocre, camufladas en el perfil de las colinas suaves, salpicadas de sabinas y enebros. La sanguina de Doña Juana se deslizaba a los golpes de los azarosos tirones del motor y los baches del camino, pero los saltos le ayudaban de alguna manera a darle la forma adecuada a las sombras de las rocas sueltas y al desmonte que flanqueaba el pueblo.

A Andrés le gustaba pensar qué hubiera sido su vida si todos esos recuerdos, si ese viaje en autobús hubiera sucedido. Si hubiera tenido la voluntad necesaria, el arrojo de hacer por él, de no pensar en nadie más. ¿Y si no hubiera sido todo mentira? ¿Y si aquel año —si 1950— hubiera sido diferente? Otra vida. No hubiera sido la vida áspera que ahora se encierra en el tractor donde Andrés se mece al ritmo que la tierra, desde siempre, impone. “De ninguna manera”. Si no hubiera sido por las lágrimas de Dolores cuando lo encontró metiendo la chaqueta de los domingos en el hato. Sin Dolores, sin esas lágrimas, sin esa incipiente delgadez que creyó adivinar en los brazos de Padre cuando se asomó a la habitación para guardar una última mirada, no, de ninguna manera se iba a acordar ahora, cada día, de un viaje que nunca había ocurrido. A veces cambiaba los personajes: retiraba del autobús, un autobús verde oscuro, con el techo repleto de maletas, a los chicos haciendo el servicio militar o lo llenaba de vendimiadores o —este era su favorito— añadía a un profesor de la Universidad de Zaragoza, que se sentaba a su lado y le pedía permiso para mirar y halagarle con el dibujo de Daroca o, en otras ocasiones, era la iglesia de Muel, junto a la enorme pared rocosa. Pero, por algún motivo, en su falso recuerdo siempre aparecía el matrimonio con el hombre enjuto y débil, incurable, descendiendo a veces en un pueblo, a veces al final del camino, en lugares que él nunca visitó entonces, que sólo ahora conoce, cuando va a visitar a su hijo Miguel Angel.

En ocasiones, la fantasía le permite verse en la Facultad de Bellas Artes, muy cerca de donde él ahora estudia arquitectura —no le importa demasiado que su hijo le haya dicho que en Zaragoza no se estudia Bellas Artes, que es en Teruel—. Se imagina copiando un bodegón o una modelo desnuda, del natural, una modelo que no se parece nada a su mujer, con los lápices que siguen en el estuche y que le acompañan arrumbados en un hueco del tractor, dibuja junto a una profesora siempre atenta a la evolución del encaje, del boceto, los detalles del acabado. Una profesora que le dice “Tienes buena mano, Andrés” sin darse cuenta de que sus manos son toscas como sarmientos, como las de su padre.

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EL FUGITIVO-José Avila Forero-

Con la noche tatuada en la piel inicia un melancólico viaje. Lleva como equipaje un lastre de sobresaltos y un cuerpo desgarbado tiritando de frio. Ha escogido la última silla pegada a la ventanilla, como si tratara de esconderse. Sus pies a duras penas alcanzan a rozar el piso del autobús y piensa que eso de andar como peligroso fugitivo, a las carreras, con el miedo en la cara y los ojos chiquiticos de tanto mirar para atrás y el rugido del motor que resopla como carromato viejo y las cabezas de los dormitados pasajeros de boca abierta que se mecen y se estrellan con la silla de adelante. Después de sortear con éxito infinidad de obstáculos, paradas y semáforos en rojo, por fin el autobús se aleja de la ciudad y parece seguir una ruta cierta y rememoró Juanito la escena de hace algunas horas. Un conejo correteado por cincuenta perros a punto de cortarle las orejas. Y entonces pensó que unos hombres capaces de perseguir a tiros a un niño tienen que ser unos tipos muy malos. Y se lo ha preguntado tantas veces que ya ni se acuerda ¿De qué color tienen pintada la cara los padres? ¿De verde? Y estando en eso a Juanito le da la lloradera y de tanto llorar el alma se le arruga y la vida se le pone de cuadritos y el bus que brinca de forma altanera al pasar un resalto y los pasajeros despertados con angustia: ¡Suave, suave! Chofer troglodita que no lleva un viaje de burros. El vehículo a toda velocidad como alma que lleva el diablo y dale con el frena y acelera. Acelera y frena y el niño con ojos de espanto, mira a su costado las dos relucientes manillas metálicas que aprisionan la muñeca de un hombre uniformado y la de un extraño sujeto vestido con camisa de marca y zapatos italianos. Y piensa que los presidiarios son tipos malos, cara cortada y mirada fea como ese tal Alcapone que alguna vez vio en una revista y el autobús dale que frena y acelera e inicia un tortuoso tramo por terreno destapado. Una pequeña curva y el tráfico aún más pesado, luego aparece un letrero: “Una sola vía Conduzca con precaución”. Pero un tipo con pinta de marica, areticos en las orejas pelo largo, solo puede ser un mafioso, dueño de hoteles y mujeres con cintura de avispa y se pregunta de nuevo ¿Cómo será la cara de los padres? Sin embargo, Juanito recapacita y concluye que: El tipo sentado en la silla de al lado, cara de mujer y que en estos momentos destapa una botella de agua, aparenta ser buena gente y las cabezas de los pasajeros empiezan a saltar al recibir el brusco masaje que sacude sus cuerpos y de nuevo a transitar por pista pavimentada.El sujeto que se rasca la cabeza y ahí va pegada la mano del uniformado. Se escucha una risita burlona y el sujeto que mira a Juanito con ojos eléctricos, el fogonazo lo recibe el chico en plena cara y se deja llevar por la nostalgia y trata de soñar despierto. Piensa en su casa. Una antigua construcción de gruesas paredes y largos corredores. Un jardín sin plantas ni flores y de nuevo piensa: ¿Para qué carajos un jardín sin flores? Lo mejor son los amplios ventanales, el sujeto que se agacha para recoger no se qué cosa y el uniformado que se ve obligado a doblar el espinazo, entonces, mira de reojo a Juanito que muy asustado se le han quitado las ganas de reír. Hace frío en el bus y allí suena como rechinando el llanto de un niño, maltratando los oídos y los pasajeros que se impacientan: Callen a ese niño. ¿Y los dormitorios? Mejor usar camarotes dobles, uno encima de otro, como

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gallinas en un gallinero. La comida en ollas grandes y fogón con harta leña para que se cocine rápido la carne dura y los fríjoles con piedras, el frio se ha intensificado en el interior del autobús y continúan los lloriqueos del niño. El vehículo se desliza veloz por la amplia autopista siguiendo una línea interminable de nunca acabar. El chico continúa pensando que el sujeto con una condena de varios años por delante, tal vez nació en un barrio bajo con drogas y ratas conviviendo con la gente, empezó a robar cosas, quizás hasta matar, y vaya uno a saber qué cosas más. Desde la ventanilla observa cómo pasan a gran velocidad los postes de la luz que parecen destartalados espantapájaros implorando al cielo y aquel puente a lo lejos que en menos de lo que canta un gallo cubre el techo del bus. El autobús aplaza por un momento la prisa y se detiene en un pueblo polvoriento a recoger pasajeros, si bien Juanito fue abandonado por sus padres a la tierna edad de un año, a fuerza de trompicones se graduó de niño-adulto al cuidado del bienestar familiar. Unos padres adoptivos que nunca llegaron. Y las pandillas, los robos y directo sin pasaje de regreso al reclusorio de menores, Aquel siquiatra de los ojos verdes y profundos, más loco que una cabra y sus pastillas de colores que transportan a la luna e invitan a fumar maracachafa o aspirar polvillo blanco. Todo a los diez años, los vendedores que se abalanzan contra el bus y las botellas de gaseosas que se te meten por las narices y el montón de chucherías que ofrecen.En la puerta del autobús aparecen dos figuras verdes con manchas amarillas y un vozarrón lanzado por todo el centro del pasillo maltratando la paz reinante de los viajeros: Ejército nacional. Hombres abajo. Mujeres y niños se quedan arriba y no le gusta a Juanito la forma en que el de camuflado lo mira. Al principio, ¿Tal vez una coincidencia? como aquella noche, y empieza a verse escondido entre los matorrales, el frío y una voz que grita: ¡niño, niño! y Mierda, nos pillaron y la estampida, a correr con los zapatos en la mano y la anciana que tira la ropa ajada y desteñida que quería regalar y los dos soldados apostados con las patas abiertas en el pasillo del bus: Mujeres y niños se quedan. Y Juanito estira los brazos de contento.El soldado vestido de tigre y gorra al estilo no me joda que lo mira y lanza una recta que rechina por todo el bus como una pedrada: ¡hola Juanito! y Juanito estático, helado sin saber qué responder. Yo…no soy. No…conoce. No. esa no… Mejor recordar el día en que se presento mi padre. Y yo… ¿que cual padre? Si yo no tengo padre. Y él que sí y yo otra vez que no. Hasta que me convenció. Y la volada del reformatorio y el padre postizo que nunca he tenido. Y sus fechorías y andanzas y yo acompañándolo camuflando armas, pasando drogas. Y la captura de mí supuesto padre por los federales y no han dejado aun subir los pasajeros, el soldado saca un radio-transmisor y la voz suena como dentro de un tarro de galletas.R-15 ¿Me copia? ¿Me copia? ¿Diga? ¿Diga? Y el sonido metálico de los tiros y los heridos en el banco y yo que me escapo y los seguí, los seguí hasta aquí para embarcarme en éste puto y cochino bus, siguiendo a mi padre detenido. Si. Si. Lo copio, lo copio. Adelante, adelante. Mi Mayor para informarle que tenemos a Juanito. Tenemos a Juanito. ¿Está seguro? Afirma-afirma, el mismo de la foto camisa blanca rayas negras. Ok. OK. Que lo retengan. Que lo retengan. ¡Ojo! Incomunicado. Incomunicado. OK. Ok. Cambio y fuera. El vehículo repleto de pasajeros continúa su vertiginosa marcha. Las caras de satisfacción de los soldados abrazando cariñosamente a Juanito. ¿De qué

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color tendrán pintada la cara los padres? ¿De verde? Y Juanito con la noche tatuada en la piel cargando como equipaje un lastre…

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LAS DAMAS PRIMEROJose Hoyuelos

«Que no se siente nadie, que no se siente nadie a mi lado». Cuando el autobús arranca, Sergio afloja la tensión de los músculos de su mano y deja de apretar la piedra. La que le regaló el abuelo, la que siempre le acompaña en el fondo del bolsillo del pantalón. Si el abuelo dijo que era energética, pues lo será. Sergio no entendió muy bien a qué se refería el viejo con aquello de energética, pero desde entonces cree firmemente en sus poderes y encima le ha sacado de más de un apuro. Las cosas del abuelo, la única persona en la que confiar, que le ha ayudado a subir al autobús.

—Buenos días, Blas. Llévame al muchacho a la capital.

—¿Y dónde va este lebrel?

—A que le miren las muelas. Ya sabes… Ahora…, lo de la higiene.

Apenas empieza a romper el día. El muchacho lo está descubriendo. Lo del amanecer, que él se imaginaba igual que cuando anochecía, pero al revés, claro. Y ni parecido. Es otro cielo, es como otro mundo. Sigue pensando en que si no llega a ser por el abuelo ni le dejan subir al autobús. Dicen en el pueblo que anda un poco majareta, por el alzheimer, que es algo que se te mete dentro y te va borrando los recuerdos, o lo que es lo mismo, te va robando el pasado y así, sin pasado, se vuelve uno otra vez como un niño y le puedes confiar todos tus secretos, que seguro que te los va a guardar. Pero no es contagioso. Quién pudiera agarrarse un poco de ese alzheimer y no haber empezado aún la vida. Y volver al principio. Quién sabe si así… Le late rápido el corazón al niño. Se imagina que, en ese momento, en la casa ya se van levantando. Y su madre ha chillado cuando ha visto que la cama está vacía y Marcelo ha llegado corriendo hasta la habitación y seguro que ha dicho «¿Pero dónde hostias…?». Y el abuelo se habrá hecho el loco, ya una vez más qué importa, y saldrá a su jardín y quitará las flores secas como hace siempre. O subirá al colmenar. Y si le preguntan dirá que no sabe nada. Seguro.

Los demás viajeros duermen. Él, en cambio, no puede. No se atreve ni a cerrar los ojos, por si al abrirlos resulta que es un sueño. Lo peor de todo, si quitamos esa sensación que tiene en el estómago, como que se lo apretasen para adentro, lo que más preocupado le tiene es que no sabe con quién jugará ahora a las damas el abuelo. Como todas las tardes. Y cuando mamá me llamase para merendar decirle que espere, que primero, las damas. Una broma que comparte con el abuelo, lo de las damas primero, una broma que a Marcelo no le gusta nada porque se piensa que nos estamos riendo de él. Y la verdad es que, un poco, así era, por aquella manía de decir lo de las damas primero, cuando dejaba pasar antes, al entrar por una puerta o cada vez que podía, que decía la frasecita. Con Marcelo fue cuando le llegó esa extraña sensación, desconocida hasta entonces. Lo del estómago. Llegaron también las salidas a cenar, los tres. Y a mamá se la veía contenta pero él… Él se sentía invisible y deseaba serlo del todo, ya que para lo único que le hablaban era para regañarlo. Porque cogía mal los cubiertos o por cualquier otra cosa sin importancia. Llegó esa sensación con Marcelo. Y con Marcelo llegaron también los ramos de rosas a diario y aquellos trajes que usaba, de rayón decía, sin una

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arruga. Tan diferentes a los de papá, que no brillaban pero parecían más suaves. La chaqueta de ante desgastada por los puños. Sus camisas de algodón, con el bolsillo siempre dado de sí, de llevarlo con un montón de lápices y el tabaco y el mechero y vete a saber qué cosas más. Con papá nunca salían a cenar, que ya se encargaba él de cocinar algo. Y se vestía el mismo blusón con el que pintaba sus cuadros, moteado con un millón de colores. Y ponía un poco de música. Y abría una botella de vino oscuro y le servía una copa a mamá. Y le cantaba aquello de “I want you, I want you, I want you”. Y al niño le dejaba ayudar. Mi pinche, le decía. Y Sergio batía los huevos pero nunca lo suficiente, siempre se les puede batir más, según le habían contado que decía la abuela, la mujer del abuelo, a la que sólo conocía de fotos porque se había muerto hace mucho, antes de nacer él. Y dicen que desde entonces el abuelo empezó a comportarse como un niño.

Mira una vez más al suelo para comprobar que sigue allí la mochila. Todo su mundo. A partir de ahora. Según se va alejando. Lleva su vida entera metida allí dentro. Hace, de memoria, el recuento de su contenido. Unas galletas por si no aguanta más el hambre. Y no se olvidó de Frito, el peluche que le pusieron al lado nada más nacer, cuando papá y mamá, según le dijeron, no podían parar de llorar, de la alegría. Y también había metido todos sus ahorros, que por cierto no eran muchos. Pero no pasaba nada porque además llevaba el bote con pinturas de madera que le regaló papá, por lo bien que dibujaba y que nunca debía dejar de hacerlo, si eso le hacía feliz. Fue la última vez que habló con él, aquella, y nunca le había visto tan triste. No, tan triste no. Tan serio. Porque triste no estaba. Y eso que ya le costaba mucho respirar, y no paraba de toser y tenía la piel como de cera amarillenta y que se transparentaba un poco. Luego se lo llevaron al hospital, a papá, y aunque él insistía, nunca le dejaron ir a verle, y del hospital, pues papá no volvió.

—Pero niñito, ¿dónde vas tú solo?—. Una señora que hasta hace poco dormía en el asiento de atrás le pasa la mano por el pelo. El chico, sobresaltado, apenas atina a balbucear:

—Al médico… Es que me duele aquí— y se señala la boca del estómago. ¿Cómo iba a decirle a la señora que se había fugado de casa, qué no pensaba volver?, ¿cómo contarle que iba a dedicarse a pintar, para ganar dinero pero sobre todo porque eso es lo que le había dicho su padre que hiciese? Y ahora, en casa ya no estaba papá sino Marcelo. Que no dejaba de reñirle por cualquier cosa. Que no paraba de repetirle que si no sabía hacer más que andar pintando monigotes. Y de llamarle flojo y de mirarle con esos ojos tan duros, cuando mamá no estaba delante. Como diciéndole no sabes cuánto te odio. Y no poder, no atreverse a decirle que él también le odiaba, con todas sus fuerzas. Le odiaba cuando se ponía tan estirado con sus trajes brillantes y con aquello de «las damas, primero, las damas, primero». Le odiaba por no saber beber como papá, que nunca se puso agresivo. Le odiaba por querer ocupar un hueco que nunca podría tapar. Le odiaba porque papá ya no estaba, y lo que es peor, ya nunca iba a estar. Le odiaba y le odiaba y le odiaba…

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Sirena salada

Por José Luis Rodríguez-Núñez

¿Cómo puede ir tan lento? No sabía que un autobús fuera tan despacio, ni que hiciera tantas paradas, ni que subiera y bajara tanta gente. Es tan aburrido. Miro por la ventanilla y veo todo el rato el mismo paisaje, llano y marrón, y a veces creo que estamos parados. Una ventanilla como aquella por la que te vi por primera vez, en aquel coche negro y enorme de tu padre, que paró en medio de la plaza donde estaba jugando con el Nasio y el Pacho a la pelota. Me quedé pasmado, mirándote con los ojos muy abiertos, y tú bajaste sin ni siquiera verme, tan elegante y diferente, y pasaste a mi lado, y yo creí oler el aroma de mil flores. Entonces vino Nasio y me dio una colleja y me dijo que si era bobo o qué, que dejara en paz a los veraneantes, que eran gente muy importante y que nosotros solo éramos unos mocosos del pueblo.

—A ver, rapaz, ¿dónde está tu billete?El revisor me ha dado un susto de muerte cuando me ha atravesado con sus ojos

minúsculos detrás de esas gafotas de culo de vaso. Le he enseñado el papel medio arrugado y después me ha preguntado agriamente que adónde iba.

—A la capital, a casa de mi tía —le he respondido serio, pero creo que me ha temblado la voz.

Cuando ha seguido insistiendo sobre por qué viajaba sólo, me he encogido de hombros y he dejado de mirarle, para que me dejara en paz de una vez. Que me dejaran en paz, eso les decía a los de la pandilla, que no me apetecía jugar con ellos a las canicas o al churro va, y que raro estás, Jaime, se mofaban ellos. Entonces yo me escapaba hacia el río, me escondía detrás de las matas del ribazo y podía por fin espiar cómo te bañabas en el agua helada, con tus hermanos y tus primas, pero a mí me parecía que solo estabas tú: una sirena. Yo nunca he visto una sirena, pero decían que eran hermosas y que cantaban como ángeles y nadaban como peces. Ahí me quedaba horas, hasta que atardecía y los colores de los juncos indicaban a todos que era hora de regresar, y yo me sumergía en esas mismas pozas donde acababa de admirarte.

Las risotadas del chofer me han despertado, debo de haberme quedado dormido sin darme cuenta. El conductor no para de reírse, no entiendo bien de qué, con esa señora más joven de la primera fila. Unas risas cristalinas que no me gustaron nada cuando te pregunté si querías ser mi novia y te burlaste, diciéndome que yo era un niño y que tú ya tenías trece años. Yo protesté y te dije que tenía doce años y tres cuartos y que para otoño cumpliría también trece y que me gustabas mucho, que eras tan guapa. Y no sé qué más te dije, se ve que te gustó, porque a la postre me miraste muy seria y, antes de salir corriendo, me diste un beso en la mejilla y yo ya solo pude quedarme muy quieto, como un pajarillo, y verte huir alegremente hacia el caserón de la plaza, donde te esperé, a partir de ese día, cada tarde después de la siesta, para irnos a pasear juntos, y solos, por el bosque de robles, y tú me contabas cosas de la ciudad, cosas que yo apenas podía creer.

—Que si quieres una, niño.La vecina de asiento me ofrece una rosquilleta con manos secas y arrugadas, que

me recuerdan a las de mi abuela Cándida. Yo la tomo y pego un mordisquito, pues con los nervios se me ha encogido el estómago y no tengo casi hambre. Sabe salada, como las lágrimas que me inundaron la cara el día que me dijiste que el verano se había acabado, que tenías que volver a la capital, que empezaba el colegio y tu padre tenía que volver a trabajar, y yo salí huyendo, mudo de dolor, y no pude sino refugiarme en casa, pues mis ojos se desbordaban sin remedio y sabían que no volverían a verte. Padre se

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enfadó mucho conmigo y dijo que este zagal lo que necesita es hacerse un hombre y desde mañana me lo llevo al campo, a que se entere de lo que vale un peine, mientras madre callaba por el miedo que le tiene y la única que me abrazaba y me decía ya, ya, Jaime, tranquilo, pasará, era mi abuela, que olía como siempre a lumbre y a corral. Por eso creo que no se chivó cuando vio que ayer cogía las perras que guarda padre bajo el colchón. Solo me dijo que tuviera cuidado, que por ahí fuera hay muchos peligros, y cuando le pregunté si ella conocía la ciudad, me contestó que tranquilo, que el que busca acaba encontrando y que preguntando se llega a Roma. Así que me compré el billete y sé que pronto volveré a estar contigo. Lo juro, por muy grande que sea la capital y aunque no sepa muy bien dónde vives.

El autobús se ha parado de nuevo, pero ahora todos me miran y debe ser porque dos guardias civiles se han subido y se dirigen directamente hacia mi fila de asientos. Uno de ellos me mira mal, mientras el otro me pregunta como si fuera el maestro:

—Vamos a ver, caballerete, ¿cómo te llamas?—Jaime Jiménez Vilches, señor —me sale de corrido, pese a que creo que he

perdido el aliento.—Muy bien, chaval. Pues creo que tendrás que acompañarnos. Tus padres han

denunciado tu desaparición y están preocupadísimos, los pobres.Y me cogen con firmeza del brazo y me llevan por el pasillo del trasto viejo éste

que ha sido incapaz de llevarme contigo, mientras todos murmuran a mi paso, y una señora muy fea se santigua y suelta no se qué de cómo está la juventud y dónde vamos a llegar, Dios mío. Yo quiero resistirme, sirena, pero no puedo, me llevan en volandas fuera del autobús, mientras siento otra vez el sabor salado rodando por mi cara.

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Lilian Godínez, clase XXXVII, El RaconttoLOS AÑOS FELICES

¿Porqué te fuiste?, éramos tan felices, tan felices. Mientras piensa los suspiros se le escapan. Las personas lo observan, pero Héctor serio y rabioso ni se entera. Con la ventana lo suficientemente abierta para fastidiar a cualquiera, ignora cuánto puede las solicitudes de cerrarla; el aire le despeina hasta las pestañas. El bus viaja bastante rápido, automóviles, buses, camiones, arboledas, poblados, todo aparece y desaparece en segundos y cada uno trae recuerdos de aquellos felices días con sus padres cuando viajaban cualquier fin de semana de paseo; su padre estacionaba el carro y preguntaba, ─¿quieren algo de tomar? Con toda la paciencia se bajaba del auto y regresaba con las manos llenas de golosinas, bolsitas, galguerías y latas de gaseosas. El destino era casi siempre un lugar frío, favoritos de su madre, habitaciones soñadas, con chimenea, cargadas de gran energía romántica. Ambos solían acomodarse en la terraza tomados de la mano bebiendo un buen trago, disfrutando de las estampas singulares, de aquellos paisajes donde la montaña se une al cielo juntando los típicos tapetes verdes cubiertos con el algodonado lienzo blanco. Afinando la guitarra, el hermano mayor tarareaba las canciones, repertorio seleccionado por su madre, y entonces todos juntos cantaban −los jóvenes sin ningún pesar− las baladas de esa época, esa que decían adolecía de fuerza y ritmo, pero que de repente y sin darse cuenta hicieron suya.─Hey vos, que cerrés la ventana te digo. Con singular cortesía el ayudante no le quitó la mirada de encima. Se encontró Héctor de pronto enfrentando al mundo, cerró su ventana, no tuvo de otra y continuó observando el camino que se le presentaba como fugaces fotografías y en su mente recuerdos y lamentos, todo revuelto.Un año fue suficiente para que pasara su luto, su duelo y luego osó llevar a ese hombre a la casa, a nuestro hogar. Ese duelo es eterno, nosotros éramos uno, todos, los cuatro éramos uno, no había cabida para nadie más. Humillante era para Héctor el comportamiento de su madre, muros y enseres impregnados de sentimientos, salpimentados de momentos, bañados de ilusiones y de cada poro la felicidad brotando y ahora cada uno sangrando… y qué de su esfuerzo, su trabajo, “lo que a nuestro alcance sea posible”, solía el padre decir, y se esmeraba en su familia; el mini gym de la mamá, el salón de juegos, mesa de futío y de ping pong, dos guitarras, batería, teclado, tablero para encestar y espacio para una chamusquita de futbol. Los amigos se la pasaban bien allá, llegaban del colegio, y en un santiamén un alboroto de diversión, las carcajadas, los pelotazos, la banda de rock desafinada, y los loros gritando y los perros ladrando y la casa entera brincando. Cuando por fin se hacía insoportable, la madre interrumpía la algazara y los amigos sudorosos y agitados tomaban sus mochilas; el tronido de las palmas el golpetazo de los puños, luego la algarabía, los empujones, las carcajadas, y Héctor en la puerta, acompañándolos con la mirada, con las risas y los gritos hasta que los veía cruzar la esquina.─Los de santa claraEl bus se detuvo en el comercial, era de las últimas paradas. Desde la ventana Héctor ve a la gente corriendo tras las cajas amarillas con ruedas, no le encuentra sentido a esa confusión citadina; el friito de la capital lo estremece, sus poros desfilan, casi tiene que sacudirse mientras toma aire y fuerzas para entrarle a su nueva vida. Apenas tiene trece y ya viene fugado de su casa y de su vida, los años felices han pasado, fueron cortos. Sabe que deberá crear nuevos, nuevos años felices, también sabe que aquellos ya no volverán y entonces del estómago le sube la rabia y su cara roja y su mano empuñada y el porqué sin respuestas, desquiciándole la existencia.

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Max Chirinos

La lección

Cada acelerada representa un esfuerzo extremo, el “tronnnn, tronnnn, taca-taca-taca, troooonnnn” se impone a todo ruido, ya sea dentro o fuera del obsoleto armatoste. Es como cuando papá grita, me paralizo, el mundo exterior deja de existir y su vozarrón retumba dentro de mí, golpeando todo lo que encuentra a su paso. En ese momento yo sólo ruego que mamá ande cerca, ella es la única que puede evitar que esa todopoderosa mano absuelva mis pecados, mis travesuras, a mamá es incapaz de tocarla.

Las tuercas del tembloroso autobús parecen a punto de salirse. Todos saltamos en cada bache y nos agitamos como si dependiésemos de un titiritero. Unas gotas de aceite a las bisagras de la estridente puerta de salida y un poco de costura a los despellejados asientos tampoco vendrían mal. Qué diferencia con el sólido y reluciente Dodge de papá. Es amplio y cómodo, la semana pasada entramos diez niños. Era mi cumpleaños y papá nos llevó al campo. En el camino gritábamos a los conductores señalando hacia su neumático trasero: “señor, la llanta, la llanta…” Creo que a papá no le hizo mucha gracia pero igual nos ignoró. Ese día quise invitar a todo el salón menos a Marcos, la persona más malagradecida que he conocido en mi corta vida, pero mamá no me permitió. En realidad fue la autoritaria mano de papá la que no me dejó, pues de seguro que de amenazar seriamente a mamá, ella hubiera desistido de interferir en el único día del año en que los demás se percataban de que yo era más importante que ellos.

La señora sentada frente a mí podría ser pariente de Marcos, tiene la misma mirada de inocente pero bien puede estar escondiendo el puñal. A ese tipo de personas no se les puede dar la espalda, es más, ni siquiera debiera extendérseles la mano. Yo, al solitario de Marcos lo defendí de los abusivos del último año, recibí los golpes en su lugar, lo invité a mi casa para que conozca a mis amigos del barrio, compartí mi merienda el día que no trajo la suya, en fin, qué no hice en beneficio de ese egoísta.

Qué alivio que esa odiosa señora ya se baje… Consulto mi reloj de Meteoro, ha pasado más de una hora desde que salí de casa. Mamá debe estar desesperada, creyó que no hablaba en serio, pero ya se lo había advertido. Debe estar arrepintiéndose en el alma. A ella no le interesó la nueva perrada que Marcos me hizo. Que sólo le quedaba uno, pero a mí qué diablos me importaba, para qué les había invitado a los demás del salón. Si su papá le había traído chocolatitos de Miami, debió haber guardado aunque sea uno para su protector, para quien le había extendido la mano cuando lo necesitó.

Qué bien me vendría un chocolatito en estos momentos, no sólo apaciguaría mi hambre sino también el frío que empiezo a sentir. Las caras del bus se han ensombrecido, no me di cuenta en qué momento se ensuciaron sus ropas, incluso sus uñas, lo mismo ha pasado con las calles. Ya no se ven esas casas con jardines en la entrada, han desaparecido los árboles de las veredas.

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Ahora sólo hay tierra, paredes descascarándose, cables enmarañados entre poste y poste, letreros de neón y gente descalza. Ya entiendo de dónde salió este enlatado rodante, él pertenece a este mundo paralelo. Abro mi mochila, todos esos ojos se fijan en mi, sí, ya sé, yo no encajo aquí, ya déjenme en paz. Antes de extraer la manzana que guardé, palpo la pistolita de balines que me regaló mi madrina por navidad, mi inseparable muñeco de la suerte, mi suave piyamas, mi cepillo de dientes y mis canicas. Me percato que olvidé mi casaca, la pasta de dientes, el chanchito con mis ahorros y muchas otras cosas más. Reconozco que en la interminable y extraña calle no duraría ni una noche, no tengo a dónde ir. Ya no me siento iracundo, se me ha enfriado la sangre. Estoy muy lejos de casa, mamá ya debe haber aprendido la lección.

Ahora tengo dudas, no sé dónde me encuentro, junto con la rabia he perdido la seguridad en mí mismo. Te extraño, mamita. Espero que haya un bus de regreso y correré a abrazarte, te perdono, acabaré con tu calvario tan pronto pueda. Esa puñalada la hubiera esperado de alguien como Marcos, como la señora que se bajó del autobús hace rato, pero de ti, que darías tu vida por la mía sin pestañear, jamás. Debes comprender que verte invitarle ese helado después de las prácticas de esgrima me cayó como un baldazo de agua fría, un golpe mortal, touché, una traición de mi propia sangre. No te dirigí la palabra en todo el camino de vuelta, en casa preparé mi ligero equipaje en un santiamén, me aseguré que escucharas el portazo que di al escapar a la ofuscada calle. Noté tu rostro asomándose desde la ventana de la terraza, al llegar a la esquina corrí sin parar, el pánico se apoderó de ti cuando me perdiste de vista. Te conozco. Soy lo más importante en tu vida, lo sé. No tuve alternativa y desaparecí en el primer autobús que encontré, empezó tu verdadera lección.

¡Último paradero!, gritó el chofer, mientras el bus se detuvo por completo. La recua desciende por la escalinata. Ahí está ella, parada junto al inmaculado Dodge de papá, esperándome con los ojos empapados y los brazos abiertos. Apuro el paso para refugiarme en su regazo, antes que la aleccionadora mano de papá logre alcanzarme primero.

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CLASE XXXVIICon mi mamá

Por Mónica Balladore

Gabriel siempre lo había sospechado, pero ahora, al adquirir la certeza, tomó la decisión de fugarse. En cuanto se aseguró de que sus papás dormían, se vistió para iniciar la búsqueda. Cargó algunas galletitas, un poco de ropa y las monedas que poseía en la mochila de la escuela. Aunque era noche cerrada todavía, saltó por la ventana y se dirigió a tomar el 93. Tenía por costumbre leer los letreros de los colectivos y sabía que el 93 amarillo llegaba hasta la terminal de micros de larga distancia. —Uno hasta la terminal de Retiro—le pide con naturalidad al chofer y coloca sus monedas en la máquina. Elige el asiento que está sobre la rueda, le gusta porque no le quedan las piernas suspendidas en el aire y se siente grande. Enseguida mira por la ventanilla. Todavía está tan oscuro como su enmarañada cabeza por dentro y por fuera. En el jardín de infantes sus compañeritos le decían que él no se parecía a sus papás. Tenían razón, él era tan morocho y ellos, tan blanquitos. Se había quedado mirando la cara de su madre cuando le leía, parecía incluso mucho más pálida a la luz del velador. Luego miró sus propias manos, canelitas, había dicho la abuela que eran como las del abuelo. Pero Gabriel no lo había conocido. El chofer aminora la velocidad para que suba un policía. Se saludan con la sencillez confiada que les otorga compartir diariamente ese trayecto. La primera vuelta del chofer coincide con el término de su guardia nocturna. Intercambian miradas sobre el niño que viaja solo. ¿Podría terminar en la cárcel? Gabriel se da cuenta de que ellos lo observan y baja la vista. Intenta escuchar lo que dicen pero el ruido del motor no se lo permite entonces se sienta, aunque aterrado, más adelante. Comprueba que hablan de él y se le anuda la garganta, pero se hace el distraído como lo había hecho el día anterior en su casa. Fue cuando escuchó, sin que lo advirtieran, que ellos no eran sus verdaderos padres. Le dolió tanto enterarse que no habló. El policía desciende y Gabriel siente un alivio profundo. El colectivo continúa tranquilo rompiendo el silencio de la noche, su traqueteo ruidoso de motor diesel acompaña los planes y los sentimientos del niño. Había escuchado que su madre biológica era de Corrientes, así que planeaba sacar un pasaje hacia la capital correntina donde iniciaría la búsqueda.

El colectivo va recogiendo gente que viaja a sus empleos. Una mujer gorda se ubica al lado de Gabriel, entonces se hace el dormido. Eso mismo hizo en su casa la noche anterior, cuando su madre -ahora sabía que no era tal- al terminar la lectura del cuento le dio un beso y, antes de apagar la luz, le dijo que lo veía triste y pensativo. Gabriel no confió en ella su deseo de viajar a Corrientes, ella era buena pero había sido mentirosa.

El colectivo se detiene por centésima vez ante otro semáforo, el niño no sabía que tardaría tanto para llegar a la terminal. Continúa con los ojos cerrados aún, conciente de que la mujer gorda sigue allí, espía como puede y logra saber que va clareando. Siente ganas de comer, piensa que su madre se estará levantando para prepararle el desayuno.

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¿Sería ya la hora de la escuela? Iba a extrañar a esa mujer. También a quien dijo ser su papá, los quería aunque le hubieran mentido.

El colectivo se detiene, baja la gorda, Gabriel se anima a abrir los ojos y observa que ya es completamente de día. Se pregunta si hizo bien en fugarse. Siente ganas de llorar, vuelve a comerse las lágrimas para no despertar sospechas. ¿Cómo saber en qué parada bajar? ¿Cómo preguntar por su madre correntina? ¿Cuál sería su nombre? Todo el interrogatorio podría hacérselo a esa mujer pálida a quién llamó mamá durante toda su vida. Adivinaba que le respondería con paciencia, como siempre. A esta hora se habría despertado y estaría buscándolo alarmada.

El chofer anuncia ¡Retiro! Gabriel mira hacia todas partes, montones de autos y varias estaciones de tren. ¿Cuál elegir para ir a Corrientes? ¿O los micros? Es entonces que se acobarda, se arrepiente de lo hecho e intenta esconderse en el fondo, detrás del último asiento.

El colectivo se detiene al finalizar el recorrido, todos los pasajeros descienden, el chofer echa una última mirada por el espejo y ve la cara asustada del niño que espía con malogrado disimulo desde atrás del último respaldo.

—Quiero ir con mi mamá— dice sobrecogido desde su escondite soltando un llanto punzante y agudo que desgarra el corazón del chofer.

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TOCANDO EL CIELO

RAFAEL BORRÁS

No la soporto, papá, de ninguna manera. Quizá si estuvieras sentado como yo mirando este bosque a mi izquierda con el lago lleno de patos, las colinas iluminadas del fondo (primeras elevaciones de la Meseta Central, lección doce del libro de Geografía, papá, un ocho y medio en los finales) y el verde tan verdoso del campo mojado, te darías cuenta de una vez de lo encoñado que estás: por nada. Comparada con este paisaje tu amada Encarna es eso, nada, una carrocería hueca ¿No lo ves? ¿Tan ciego estás? ¿Tanta emoción te provoca esa tía? Papá, con doce años ya me entero de muchas más cosas de las que tú supones. Por ejemplo, de lo de tus pastillas azules; por ejemplo, que esta pareja mayor que tengo delante van de clandestinos (demasiadas cucamonas), y, por ejemplo, que desde que te conoció a esa pelandusca no le interesa más que la pesca en tu cuenta corriente. A mí nunca me engañó.

Y estoy seguro de que a mamá tampoco la hubiera engañado.

La señora del asiento de la derecha tiene mala cara. Poco color, muchas ojeras. Desde que salimos de Valencia no para de estudiarme con ojos muy tristes. No, no debe estar bien. Mamá tampoco se sentía bien y el bulto resultó no ser un simple quiste de grasa. Ella se lo temía desde el principio, pero tú no le diste importancia. Y, después de la segunda visita al hospital, que podía estar tranquila porque el análisis lo decía claro: un quiste sebáceo, y que se le notaba más al estar tan flaca. Y a mí también me lo camuflaste; pero te conozco la voz y dudé de tus palabras, aunque tampoco esperaba que fuera todo tan rápido y que íbamos a quedarnos sin ella en medio año. Y mamá, ¿tú piensas que te creyó? ¿La hacías tan tonta como para que se lo tragara? Le aconsejaste que comiera más y mejor. Y punto. ¿Por qué, papá, por qué las personas mayores acostumbráis a mentir tanto? ¿Era mejor que mamá no supiera toda la verdad? Y, dime, si a Encarna le saliera un bulto raro, ¿se lo ocultarías?

No lo creo: me pita que ella miente mucho mejor que tú.

Acaba de venir un revisor y casi me confundo y le muestro el billete de avión. Te confieso que el fin de semana saqué por Internet los pasajes y la reserva del hotel y los pagué con tu tarjeta. Miro y remiro las cartulinas llenas de signos y casi no me creo que esté en camino. A mediodía me espera Madrid y por la tarde volaré hacia los Estados Unidos. Anoche deseé darte muchos abrazos pero, como ocurre cada fin de semana, estabas encerrado a cal y canto en tu dormitorio con Encarna. Y esta mañana partiste hacia Milán antes de que me despertara. El mes pasado lo consulté con mi amiga Victoria (de asuntos de duelo apenas entiendo, pero Victoria sí, que ya se le han muerto sus cuatro abuelos), y me dijo que podrías haberte esperado por lo menos un par de años. Victoria está muy enfadada: que no conoces la vergüenza, que mamá no se hubiera echado un novio a los ocho meses de haber muerto tú (y eso que, según ella, no le hubieran faltado pretendientes, porque mamá era muchísimo más guapa y elegante que Encarna) y que no volverá a subir en nuestro coche contigo. Y, la verdad, yo no sé qué pensar de lo que opina Victoria, ¿lo dirá porque las mujeres siempre se defienden unas a otras? Pero no, porque Victoria apoya a mamá pero odia a Encarna, aunque solamente la haya visto un par de veces. Que tiene cara de vieja, y que encima la tiene porque “es” vieja. Menopáusica. Y que mamá no lo era. Y me explicó lo que significa eso.

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Sabes que te quiero mucho, papá, y me gusta pensar que si mamá estuviera viva quizá os animaríais a fabricarme un hermano. Pero ahora prefiero quedarme sin hermano a que me lo fabriques sin mamá. La sola idea de que Encarna pueda tener hijos contigo me desvela por las noches.

Hace un momento el autobús ha pasado cerca de un instituto del que salían muchos niños con mochilas. Llevo en la mía libros de clase y durante el viaje podré estudiar. Cuatro días, papá, no serán más que cuatro días, y no voy a perder el tiempo; nueve horas de vuelo de ida y otras tantas de vuelta, y ocho de autobús. De mis amigos solamente están al loro Victoria, Elena y Tomás: me tomarán los deberes y en el colegio harán correr la voz de que estoy acatarrado. El viernes pasado falsificamos un justificante para el tutor, y yo tu firma. Sé que tú me perdonarás, pero Encarna, en cambio, ni me perdonaría ni, menos, me entendería. Jamás me podrá entender una señora que se pone taconazos hasta para tomar el sol en bañador, que me aconseja que me porte bien para que me traigan muchos juguetes los Reyes Magos y que me seca los mocos con un pañuelo sucio de papel como si fuera un bebé y después se lo guarda entre las tetas. Es tonta del culo, por mucho que hable inglés, sepa cocinar torrijas e intente comprarme con algún billete suelto y sobándome las mejillas. Sus besos me provocan arcadas. No quiero dinero suyo, no lo necesito; Victoria y los demás han roto las huchas y me han ayudado, así que te devolveré cada euro de lo que pagué con tu Visa. He leído en Internet que en esta época en Nueva York no hace frío. Menos mal, porque no llevo más que un jersey y un pantalón, y no me llega para comprarme ropa. El hotel queda cerca de donde quiero ir y tus amigos siempre afirman que parezco mucho más mayor de la edad que tengo. Nadie se fijará en mí.

Créeme, papá, estoy convencido de que no podría soportar estar lejos de mamá en el primer aniversario de su muerte. Y mucho menos pasármelo junto a Encarna.

Miro por la ventanilla y se está nublando. Ahí enfrente los cultivos de cereales de la meseta castellana (también esto me lo aprendí, acuérdate: un nueve en Ciencias de la Tierra) y ya falta poco para Madrid. Cuando hace dos años vinimos los tres para visitar a los abuelos mamá no imaginaba que yo volvería tan pronto. Y sólo. Y que ella ya no viviría. ¿Recuerdas que la abuela me regaló por mi cumpleaños un libro con los edificios más altos del mundo? Sin proponérselo ha sido la causante de este viaje. Una noche mamá me contó antes de dormirme el cuento de un niño que subió en un ascensor de cristal por la pared de un rascacielos y que, tras arrancar desde el vestíbulo, cerró los ojos, y arriba y arriba sin parar hasta llegar tan alto que, al abrirlos, se encontró contemplando el cielo a través de los cristales, como yo ahora las nubes desde el autobús. Le pregunté que dónde estaba ese ascensor, y ella abrió el libro de la abuela y me mostró las Torres Gemelas de Nueva York. Estos edificios tienen muchos ascensores, me explicó, en nuestro viaje de novios papá y yo volamos a esa ciudad y subimos en uno hasta la azotea, y una vez allí alargamos nuestras dos manos entrelazadas y tocamos el cielo.

Me parece que estoy viendo su sonrisa cuando se me acercó para darme el beso de las buenas noches.

Papá, mañana, once de septiembre de 2001, voy a subir en ascensor a la azotea de una de esas Torres Gemelas; lo haré por la mañana, a la misma hora en que mamá murió el año pasado. Quiero estirar mi brazo y que ella me coja la mano desde el cielo, porque sé que está allí. Te llamaré después. Prometo estar el jueves en casa y

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darte esta libreta en la que escribo, porque deseo que entiendas mi aventura. Por nosotros dos. Y por mamá.

Y hazme un gran favor: prométeme que todo quedará entre tú y yo. Ni una palabra a Encarna. Que no se entere. No la soporto.

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Lupas de agua. Rasta, Clase XXXVII

Me gusta que llueva y que la ventanilla se llene de gotas porque así parece que están todas las lágrimas fuera. Una señora grande con el pelo de color morado como las señoras grandes de mi pueblo se ha sentado en el asiento de delante y ahora me mira de lado. Me mira raro. Lleva pendientes de perlas, como la señora Juana, la señora Matilde, la señora Basi… como todas las señoras grandes de mi pueblo, que todas llevan perlas y el pelo rosa y yo siempre pienso que sería bonito que se lo pintaran cada una de un color y quedaría mucho mejor… en verde, azul, naranja… aunque yo creo que se lo pintan de lila porque como todos los paisajes de aquí son verdes así se las ve más. Pero si quieren que se las vea más ¿por qué van todas igual? La señora grande me acaba de preguntar que dónde voy tan solo, y yo le he dicho la verdad pero sólo más o menos, porque mi abuelo siempre me dice que hay que decir la verdad… pero no entera. Así que sólo le he dicho un trocito, que voy a ver a mi mamá a Madrid. Yo siempre le hago caso a mi abuelo.

El autobús ya sube el puerto de montaña y está lloviendo mucho y yo no sé si el señor Emilio me habrá hecho caso y habrá metido las vacas en la cuadra. Creo que no le gustó mucho que le pidiera que las ordeñara mientras yo estoy fuera porque me dijo que “bastante tengo yo con las mías” y eso no sé bien si es un sí o un no. Le dije que sólo son cuatro vacas más y que si no las ordeña nadie les van a doler las ubres y creo que lo único que le gustó es que le dije que vendiera él la leche y le comprara unos pendientes de perlas a su mujer con ese dinero. Me dijo que para comprar unas perlas hay que vender mucha leche, ¿y yo que sé?, yo no ordeñaría mis vacas durante un año sólo para cambiarlo por esas dos bolitas brillantes ¿eh? Qué tonto es don Emilio. Él dice que yo soy el tonto porque no voy a la escuela y con ocho años no sé leer bien, pero la escuela del pueblo está cerrada porque se fueron todos los niños a la ciudad menos yo.

Aprieto el dedo de señalar encima de una gota que parece una lupa pequeña. Hay muchas así en mi ventanilla. Si enfoco la vista para ver bien mi dedo sobre la gota todo lo de atrás se ve borroso, en gris oscuro y verdes, y eso que son las nueve de la mañana. Las gotitas vecinas van agrandando la mía, hasta que pesa tanto que sale disparada hacia abajo y hacia atrás. ¿En Madrid lloverá? Don Rafael, el cura, me dijo un día que en Madrid los niños piensan que una vaca tiene forma de botella de leche, y yo casi me muero de risa ¡con la de escuelas que tendrá Madrid y los niños y nunca han visto una vaca! Yo ahora las ordeño, desde hace un mes. Antes lo hacía el abuelo y yo mientras me subía a una banqueta y hacía la comida, y es que no llego al fogón todavía, pero ya llegaré. Cuando sea grande haré la comida más deprisa y podré ordeñar y cuidar la huerta yo solo, mientras el abuelo lee o duerme, que está muy cansado.

Si miro a través de una gota quieta en el cristal veo lo de fuera como inflado. Se ha sentado a mi lado un señor con boina negra que se parece un poco al abuelo, con toda la cara llena de rayas como cuando a veces no llueve durante muchos días y se seca el barro… pues igual ¿Qué estará haciendo el abuelo? Bueno, estará en la cama

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como siempre en los últimos días, desde que se cayó al suelo. Que digo yo que caerse al suelo tampoco es para tanto… yo me caigo todos los días unas cuantas veces y no por eso me quedo en la cama y no duermo, ni hablo, ni nada de nada. Pero bueno, ya me dijo el señor Ignacio, que es el médico que viene al pueblo a curarnos y a veces a jugar a dominó con el abuelo, que iba a tener que estar en la cama muchos días. También me preguntó ayer si tenía algún tío o tía, o algún pariente lejano que pudiera venir a atendernos… yo le dije que mamá estaba en Madrid pero que no sabía dónde y que no tenía a nadie más, y entonces el señor Ignacio se sintió muy mal, se puso pálido y le di un vaso de agua y lo abaniqué con el calendario del año pasado, donde el abuelo hace las cuentas.

El señor de la boina me mira y me sonríe y yo pienso que no se parece tanto al abuelo, y también pienso que no sé cómo voy a encontrar a mamá. Don Rafael me dijo una vez que Madrid es muy grande (como mil veces el pueblo o más, me dijo) y yo no sé dónde vive ella y la foto que me dio el abuelo es de hace mucho, de cuando yo tenía seis meses y ella se tuvo que ir. Que a veces pienso que igual se enfadó conmigo y por eso se fue, pero como yo era tan pequeño intento acordarme pero no puedo. Si ya me dice siempre el abuelo que tengo mala memoria. Y creo que se enfadó porque la verdad de la verdad es que nunca nos llamó por teléfono ni nos llegó ninguna carta. Pero bueno, yo voy a buscarla porque ella seguro que no sabe que el abuelo tiene que estar en la cama y que yo no puedo cuidarle solo y ordeñar a las vacas, cuidar de la huerta, vender la leche, hacer el pan… Y cuando lo sepa va a venir conmigo, seguro, Esta mañana he entrado al cuarto del abuelo a decirle que me iba a buscarla y que no iba a volver hasta que la encontrara y se ha emocionado un poco. Yo creo que estaba contento, porque aunque desde que se cayó no se levanta de la cama, ni se mueve, ni puede hablar, he visto cómo se le caía una lágrima de alegría.

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XXXVII

Fernando Arranz

Marcos, logró subir al autobús plateado, que se encontraba parado en la estación. El chofer, estaba moviéndose de un lado al otro para estirar las piernas, por lo que le fue fácil introducirse en el. Pese a sus once años el chico viaja solo. En silencio, tomó asiento en el fondo del autocar. Su rostro refleja el cansancio y el miedo que tiene. A estas horas deben estar buscándole.Llegada la hora, el autobús se pone en marcha para cubrir su ruta. El desconoce cual es el destino del mismo. En un primer momento, se acurruca y esconde su rostro para llorar. Luego desde el asiento, mira a través de las ventanillas el movimiento de las gentes por las calles.Durante su trayecto, el autobús se va deteniendo en las diferentes paradas del camino y el vehículo se va llenando de pasajeros. Una mujer se acerca a sentarse a su lado. La pasajera se pregunta ¿Qúe hace este crío sólo en un autobús? Sin embargo, lo deja tranquilo.Apoyado en su asiento nota el dolor agudo bajo la camisa. Esto le lleva, a la escena vivída momentos antes de aventurarse en su escapada. Un cinturón rasgando el aire y cayendo sobre su endeble espalda. Sus ojos se vuelven a llenar de lágrimas, al recordar los momentos vivídos.Se fija en la pasajera que se ha sentado a su lado. Le recuerda a su madre. Cuando el autobús llegue al final del trayecto, no sabe que hará. Aquí se encuentra a salvo. Pero le llena el temor a que lo descubran y le devuelvan a casa. Marcos vuelve a mirar a la mujer. No, no es su madre. Sin embargo, la mirada tierna que le ha dirigido cuando se ha sentado a su lado, dice de ella, que lo habría protegido de su padrastro.El autobús, continúa su viaje y el chico sus pensamientos. Ahora le asalta el temor de lo que habrá hecho el compañero de su madre, al saber que ésta lo ha dejado escapar. Pero Marcos sabe que no podía quedarse y si lo hacía, cualquier día lo habría matado. Le engañó, cuando en los primeros tiempos de la relación con su madre, apareció en casa y le regaló aquel walkman. Después, comenzaron las broncas por cualquier cosa. Más tarde las borracheras y el cinturón. El autobús paró nuevamente y la mujer que iba a su lado se levantó y bajó. La siguió con la mirada, mientras ella desde el exterior, fijó sus ojos en él. Era una expresión de compasión. Debía haber comprendido su dolor, pero no podía hacer nada.Cada vez que el vehículo paraba o frenaba por motivos de la circulación, su espalda enganchada a la camisa le hacía ver las estrellas. Los pasajeros atentos a sus cosas, no se percataron de él. El dolor intenso y el cansancio acumulado hicieron mella en el chico y este cayó al suelo.Cada vez faltaban menos paradas para acabar el recorrido, cuando el autobús fue obligado a parar por un control de la policia. Un agente subió y fue recorriendo todos los asientos hasta llegar al final. Allí tumbado entre los asientos de las dos plazas de atrás, se encontró a Marcos con la camisa empapada de sangre.Lo bajó del autobús y en el coche de policia se desplazó hasta el hospital más cercano. La aventura había acabado. Los médicos dictaminaron que las señales que tenía en su cuerpo correspondían a “malos tratos continuados” y

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sus padres fueron arrestados. Él ingresó en un centro de protección de menores y desde aquel día recordaría aquel autobús plateado. En el había iniciado el recorrido hacia otro universo. El de la libertad.

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CLASE XXXVII.- Loli Pérez.- Ya te vi, caperucito.-

Ahí está el autobús, se me asemeja una ballena, que me va a tragar, y me llevará en su vientre viajando a través del mar de asfalto, a tu lado. Te acuerdas, me llamabas caperucito rojo.

Debo pasar inadvertido, con mi capa invisible, como Harry Potter, espero detrás del muro, y cuando una mujer que podría ser mi madre sube, yo detrás, me siento al lado de la ventanilla.Me pongo los cascos, la música a todo volumen, no quiero escuchar lo que me dice mi mente, ni la vieja que se ha sentado a mi lado, cierro los ojos, me hago el dormido. -¿Vas solo hijito?- No mi madre viene atrás- miento-, procuro que no note que me tiembla la voz, las rodillas, casi me hago pis.Mi abuelo, debo ver a mi abuelo. El me lo dirá. Lo calculé todo muy bien. No me echaran de menos hasta la hora de la cena, le dije a mama, que hoy comía en casa de Carlitos, haríamos los deberes y después echaríamos una partida de dofus, y luego jugaríamos a fútbol, siempre nos anochece. Un día vino a buscarme mama, muy preocupada. Cuando llegue la hora de cenar, llamará a casa de Carlitos. - No te preocupes mama, se cuidarme bien-.

El sol me calienta la cabeza, debí ponerme al otro lado. Mi madre llorará, y mi padre dirá tacos, gritara como siempre. Abuelo, espera a que llegue, me tienes que contar lo que pasó.Anoche soñé contigo, me hablabas con un nudo en la garganta, no te pude entender, pero supe que necesitabas verme. Hay un rebaño de ovejas, dispersas por el prado, inmóviles, como alfileres clavados en un cojín, pastando confiadas. No está el lobo feroz. Se comen las amapolas, y las campanillas, y la carrihuela. Pero no les gustan los jaramagos. No las cuento que me duermo, adiós ovejas.

Otra parada, en este pueblo pequeño, con el viejo castillo de piedras, el cementerio encima de un cerro, veo sus tumbas, me intimidan. Abuelo, espera que ya voy.Se me cierran los ojos, no quiero dormir . No pasaré por la plaza del pueblo, donde tú jugabas al dómino bajo un árbol con tus amigos, viejos arrugados sujetándose con el bastón entre las piernas, jugando a atrapar moscas con sus escupitajos verdes.No abuelo, no te vayas, aguarda que ya llego.Por el ojo de la ballena aparece la montaña gris, pelada, igual que la cabeza de un indio, que se durmió y quedó petrificado. Por favor, por favor que no me duerma yo.Me suenan las tripas, y tengo sed, pero agarré provisiones, galletas, un paquete de caramelos, una tableta de chocolate, me olvidé el agua, me muero de sed. Mamá siempre que iba de excursión , metía la botella de agua en la mochila, - por si te da sed- Mamá no quiero que llores, pero no podía hacerlo de otra forma, yo lo arreglaré todo, hablaré con el abuelo, podremos volver a estar juntos otra vez.

Miro a lo lejos a través del ojo de la ballena el horizonte me trae el recuerdo tu voz contenida: -Es mejor así, no insistas cariñito.- me decías cuando te preguntaba por qué no íbamos a ver al abuelo. Quiero abrazarlo, que me pinche con su barba de tres días, que me eche un pulso con sus manos sarmentosas y fuertes. Que me cuente lo que pasó.

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-Son cosas de mayores, hijo.- me dijo papá y no quiso hablar más del tema. Y yo sé que son cosas de tontos, de tontos muy grandes y muy viejos, que no saben perdonar, que no les importa que yo lo eche tanto de menos.Nubarrones oscuros llenan el cielo, me da miedo la tormenta, los relámpagos, los rayos, la lluvia. -Mocoso miedica-, eso me decían en el colegio, cuando me tapaba los oídos para no escuchar los truenos, para no escuchar los insultos del “Rata”, el matón de la clase. Hoy voy dentro de una ballena, oculto en mi capa invisible, no tengo miedo, me siento mayor.Pero tú lo sabes abuelo, y me lo tienes que decir. Yo soy sangre tuya abuelo, te pondrás contento cuando llegue, igual que Güepeto cuando volvió Pinocho.Ya estoy cerca, cientos de olivos alineados, verdes, frondosos, sin hierva entre las hileras, como a ti te gustaba abuelo, sin malas hiervas. ¿acaso yo soy una? ¿Y por eso no quieres verme? ¿ o fue por algo que te dijo mamá?

No puede ser, tú me llevabas siempre de tu mano, a buscar nidos y cuando te cansabas nos sentábamos sobre una piedra, y comíamos caramelos, abuelo, tú dejaste el tabaco por los caramelos, porque querías ver como me hacía grande. No abuelo, no puedes negarte a verme y dejarme con la duda. Tienes que seguir contándome historias, de cuando eras joven, y estuviste en el frente, y te hicieron el tatuaje en el brazo, por si te mataban. Y cómo conseguiste enamorar a la abuela, con las cartas tan bonitas que le escribías y lo triste que quedaste cuando murió y volviste a escribirle.

Mamá dice que arrancaste el cable del teléfono, y lo llevaste enrollado en el aparato a Telefónica, y les dijiste que no querías saber nada de nadie, que no lo quisieron coger y tú lo dejaste allí. Estabas enfadado con todos, con el mundo ¿qué te pasó? . Pero conmigo no, abuelo, yo te quiero más que nadie, cuando llegue nos iremos a cazar con “linda” tu perra, y yo recogeré las perdices que mates, y nos las comeremos y seremos felices. Volveremos al río a coger cangrejos, ya no me dan miedo sus pinzas, recuerda me enseñaste a agarrarlos para que no me pellizcasen. ¿qué pasó abuelo?¿Ya no soy tu nieto? ¿ya no me quieres? Lloro sin querer, no quiero que nadie me vea así.La ballena nada lenta, acelera, siento el ruido del motor en mis tripas. Ya casi llega.Salgo del vientre de la ballena. Corro hacia tu casa, que parece de chocolate blanco. Toco el timbre, pego con los puños cerrados y grito: -Abuelo, abuelo, ábreme la puerta, que soy yo-. Me abre una señora vestida de blanco. Con guantes de látex, cara de lobo feroz y cuerpo de guarda jurado. Entro corriendo a tu cuarto. Estás en la cama, con la mirada perdida por la ventana y la boca abierta, babeando. No sé si me ves, no sabes mi nombre, ni qué hago aquí. Pero te abrazo y lloro sobre tu pecho. Y pienso que tú me reconoces, lloras también. Aunque no recuerdes mi nombre. Y no puedas hablarme. Acaricias mi cabeza y sólo me dices: -ya te vi, caperucito.-

El lobo feroz, me pide el teléfono de casa, llama a mamá. La imagino con los puños cerrados, clavándose las uñas en las palmas. Como siempre que oye hablar de ti, abuelo.-Sí, dígame--Soy la cuidadora de su suegro, su hijo está aquí.--Que no se marche, mi marido irá a buscarlo, ¡ah! Y muchas gracias por avisar.-

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Y la madre cierra los ojos, y no puede llorar, al recordar, -maldito, maldito,maldito cabrón.-Evoca aquella mañana que entre sueños, sintió las caricias de manos expertas, recorriendo con lentitud todos los rincones de su cuerpo desnudo, medio dormido, le pareció extraño que su marido demorara tanto, en el duermevela recordó que había ido a pescar, ¿ya volvió? se giró y dio un salto, al encontrar la misma cara, pero con treinta años más, allí, con la lengua fuera, el miembro en la otra mano, jadeando como un perro. El lloró, imploró perdón, le confesó que no sabía lo que le había pasado, que se le fue la chaveta. Desde el día que vio por la rendija de la puerta como su hijo la gozaba, deseó intensamente estar entre aquellas sábanas, tener veinte años menos. Algo se reavivó en su interior, y esa mañana, la encontró tan sola y dormida.... Ahora después del infarto cerebral, sumido en la soledad, había desistido de vivir, de hablar. Las primeras palabras que ha pronunciado en meses, son las que le dijo a su nieto: Ya te vi, caperucito.

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Ana HerreraClase XXXVIIFantasía – (cuento)

Carlos se sentía seguro a pesar de viajar solo en el autocar. Esta vez, sabía que su escapada la había preparado bien. Llevaba la tarjeta de visita que su amigo Juanma le había entregado para su tío, teniente del Ejército en Murcia. Juanma guardaría el secreto de su fuga y nadie podría encontrarlo. Llevaba cómics para entretenerse durante el viaje, chuches y su inseparable flauta que pensaba vender, para comprar una trompeta que era instrumento necesario para ser turuta. Con ella podría tocar fajina, retreta o lo que le pidieran. En mi familia son todos unos ignorantes. Nunca han comprendido que yo quiero ser militar. En Nochebuena, pedí una trompeta para ir aprendiendo los toques militares y me trajeron una flauta dulce. Sin embargo a mi hermanita le dan todo lo que pide. Hasta mi madre compró una medalla de plata para su chico, porque iba a ser su cumple. Al fin y al cabo cuando yo rompí el cerdito, era mi dinero, mis ahorros de mucho tiempo. Pues castigo por romperlo. Y volvieron a castigarme por vender los soldaditos de cartón con sus carros de combate, estaban impecables, por eso me los compraron todos en el rastro. El vendedor me pidió que hiciera muchos más. Eran perfectos porque yo hacía novillos para verlos al natural en el Ministerio del Ejercito cuando relevaban la guardia. También aprendí la música de las trompetas, estaba en mi cabeza pero no tenía el instrumento. Pues fue buena la que se armó cuando me fugué y me encontraron en una pensión de la calle de la Madera. Yo allí dije que era huérfano para que los militares hospedados me llevaran al cuartel como turuta. Ibamos a salir al día siguiente cuando se presentó la payasa de mi hermana, de la mano de mi madre. Solo hacía ocho días que me había escapado de casa y lloraban las dos como si estuvieran en mi entierro. Todavía me duele el culo de los azotes que me dio mi abuelo, cuando hice un agujero en la manta de su yegua, imitando un capote militar como salen en las películas. Esa noche me castigaron sin cenar y sin mear, a la cama. Es que son todos unos ignorantes. Durante la cena el otro día se guasearon de mí, porque dije que quería ser marino. MI padre casi se ahoga

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de la risa. – ¿ Tú, marino ? Si no te acercas al agua cuando vamos al campo mientras que tus hermanos no salen del río en toda la jornada. – Carlos se puso muy serio al recordar las numerosas otitis que había tenido cuando era más pequeño y que tal vez el agua sería un peligro. Pero el tío de su amigo Juanma lo arreglaría todo para pertenecer al Ejército del Aire. Incluso me enseñará a tirarme en paracaídas. Pensando en los paracaidistas, dirigió la vista al cielo y se vio entre ellos. La gente en tierra le aplaudía con fuerza, mientras bajaba oyó muchas voces y le extrañó, después se oían saludos chasquidos de besos, risas alegres, sintió que una mano se ponía en su hombro y abrió los ojos. El autocar estaba parado, había llegado a su destino. La mano que tenía en su hombro era de una mujer con uniforme, pero no era uniforme militar.

- ¿ Te llamas Carlos, verdad ?- Tus padres te están buscando, han seguido al autocar en su coche, con ellos hay un chico que se llama Juanma, debe de ser tu hermano.

Carlos cogió su precario equipaje, pensando que su amigo no era un traidor y que tendrían que haberle torturado, para confesar que conocía su fuga, incluso que era culpable por haberle dado la tarjeta para su tío. El chico se dirigió a la señorita que le llevaba de la mano y le dijo muy serio:

- Los padres adivinan siempre todo, tendré que empezar de nuevo, pero no pisaré jamás el colegio.

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LEJOS

Álvaro Arrivillaga

Cuando Samuel Rivas se detuvo en la esquina, para hacerle el alto al bus que se aproximaba, jamás reparó si este iba a Villa Nueva o a San Cristóbal, lo único que deseaba en ese momento era huir lejos de ahí.

Pagó con el solitario billete que tenía dentro del pantalón desteñido, y ni siquiera se detuvo a contar el vuelto, que en monedas, le devolvió el conductor. Las colocó en la misma bolsa del pantalón, de donde había extraído el billete, y pasó de largo hasta sentarse casi al final del bus, allí la intensidad de la luz era mínima y se acomodó; lo hizo de la misma manera de siempre, que aprendió cuando viajaba al lado de su mamá. Solía colocar su mano derecha por debajo de su muslo derecho, y lo mismo hacía con la izquierda, como quedando inmóvil ante cualquier movimiento. Desde muy pequeño vio como un anciano se acurrucaba así para dormir durante el viaje y sin pensarlo adoptó esa costumbre. Los viajes con su madre eran largos y tediosos, sobre todo cuando visitaban a la abuela en las afueras de la capital, y a pesar de tener que pasar horas en la misma posición no cambiaba y hacia todo el recorrido atado de sus manos por sus piernas, como si se tratase de un castigo o una penitencia. Así me gusta mamá, repetía ante las constantes advertencias que recibía de ella. No estoy incómodo, no, no es peligroso, no, no se me duerme ninguna parte del cuerpo, sí, seguro tú también puedes si lo intentas, y yo le cuento a la abuela lo que hiciste. La abuela. Seguro ella sabría entenderlo en este momento.

Mientras viaja a ninguna parte, mira por la ventana del bus, como contando los árboles en las banquetas y siente que cada uno representa las señales de los kilómetros que lo alejan de su casa, y eso le alivia tanto. Sus manos, aún por debajo de sus piernas intentan hacer la señal de “clavito”, la de la buena suerte, la que tanto necesita para que no se den cuenta de su ausencia, sino hasta el amanecer, cuando ya este lejos. Esa señal nunca le falló. La hizo cuando Ismael intentó alcanzarle la primera vez, y no llegó a darle con la silla. Lo mejor fue que se cayó y la borrachera impidió que se levantara. También le funcionó cuando botó la maceta de un golazo que tiró, y la vecina de al lado le ayudó a limpiar antes que el mismísimo Ismael llegara y lo reventara por eso. Acabó echándole la culpa al gato del piso de arriba. Que alivio. Ni un rastro, ni un poco de tierra que lo involucrara.

Al llegar al Boulevard Liberación, un grupo de muchachos subió al bus. Desarreglados y capaces de asustar con sus malas intenciones a quien estuviera cerca, se sentaron detrás de Samuel. Siete contó con sus dedos por debajo de sus piernas, que aún presionaban sus manos contra el asiento. Pero qué más miedo podría sentir Samuel del vivido en los dos últimos años. No hay de que preocuparse mamá, oía decir a Amanda cuando le contaba a la abuela, él es de confianza, yo estaré siempre cerca y pendiente, nada puede pasar. Esas eran las frases que escuchó en los primeros meses cuando Ismael se mudo al mismo cuarto. Pero al poco tiempo la misma Amanda también fue callada de la misma forma que Samuel. Aunque todo pareció ir de maravilla ante los demás. La abuela contenta. Los vecinos convencidos. La escuela sin sospechas. Los moretes maquillados, los golpes encubiertos con ropa apropiada.

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Paseos, visitas al zoológico, comidas fuera. Una familia. Risas, sí risas como los de los muchachos que molestaban a un pobre viejo que recién subía al bus. Le habían quitado su gorra y la pasaban de un lado a otro. El viejo, iba y venia con lentitud hacia ellos y en un intento de tirarla por la ventana, la gorra fue a parar a los pies de Samuel. Uno de ellos, el más grande, llegó hasta el asiento de Samuel, y se la pidió. Podría matarlos a todos pensó. Pero permaneció en silencio y con sus manos aun por debajo de sus piernas. El jefe del grupo, o al menos eso parecía, quiso molestar a Samuel, pero los otros lo animaron a seguir con el juego del viejo y se retiró. Cobardes. Como el mismo Ismael, pensó Samuel. No es correcto dejarse que otro abusé de nosotros le repetía la abuela. Nunca dejes que nadie lo haga. El que lo haga es un cobarde. Esas palabras se habían quedado grabadas en Samuel.

En la estación de la Municipalidad, muchos bajaron, entre ellos el anciano sin gorra, y el grupo de muchachos revoltosos y el bus quedó en silencio. Eso le gustó a Samuel. Gozaba del silencio. Nada de gritos, quejas o patanerías. A Amanda también le gustaba estar en silencio con él. Quizás leyendo un buen libro, o simplemente dibujando. Pasaban las horas y ella le contaba historias, y el intentaba dibujarlas y colorearlas, para luego pegarlas en la cabecera de la cama. Luego el le leía a ella, aunque eso no le gustaba tanto era el trato y ambos lo respetaban. Hasta que Ismael aparecía y empezaba la bulla, la música con alto volumen y las exigencias. No te dejes, le repetía la abuela. Toma esta bolsa. Guárdala debajo de tu cama, sin que nadie la vea. Quizás un día puedas necesitarla. Ya eres un hombre, no importa tus once años, tienes fuerza y mi carácter. Eso basta. A quien no le bastó fue a Ismael aquella noche. No le fue suficiente el cuerpo de Amanda para tallarlo en golpes, y fue tras Samuel. El mismo Samuel que viaja con las manos debajo de sus piernas, sus manos aún llenas de sangre.

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Clase XXXVII El racconto Lilia Armesto

La apuesta

El niño se esconde bajo una gorra y una bufanda, desde la ventanilla del colectivo de larga distancia ve a su primo alejarse, y como va levantando la tierra bajo las botas enlodadas.En la escuela insisten en que debemos llevar los zapatos bien lustrados, y eso no es posible. El tonto de mi primo no se cansa de provocarme, va con Marilita, ese cretino siempre me causa problemas, si decido volver la voy a convencer para que sea mi novia, no se como.Cuando ella se entere que desaparecí, capaz que sufre un poco.Que linda abuelita con ese pañuelo floreado en la cabeza, lleva un termo con agua caliente porque va tomando mate y me mira… quizás porque le sonrío o le recuerdo a su nieto.No entiendo a mi mamá, me acusa de ser malcriado por mi abuela, porque ella compraba golosinas, juguetes y me abrazaba y besaba aunque no fuese mi cumpleaños. Extraño a la abuela, mamá no me besa, dice que no soy mujercita para tantos “arrumacos”…pero soy un hijo y quiero darle un beso porque se me da la gana.A veces pienso que no me quiere, todo lo que hago le molesta, y a mi me molesta que me trate como a un zoquete por eso vagabundeo.Tengo hambre, cuando baje del colectivo compraré un alfajor y una coca-cola. Ese señor gordo que acaba de subir viene hacia éste asiento, lo va a ocupar todo. ¡Es lo que digo! Me aplasta contra la ventanilla, lo voy a empujar.Voy a resistir. Al lado de la viejita se sienta un señor grande, un poco viejo, menos viejo que ella… creo. Lo convida con un mate, no escucho con claridad lo que dicen, me parece que hablan de mí porque me miran. Yo debería estar preocupado (posiblemente con miedo, como dice Jorge) por ésta circunstancia.¿Por qué me miran? El tonto de mi primo seguro que me deschavó, le gané la apuesta y tendrá que pagar. No tengo miedo ni ganas de llorar, por suerte el señor gordo que me aplasta está por bajar.Que linda chica acaba de subir, el que la acompaña debe ser el novio. Marilita es más hermosa.Se abrazan. ¿¡Qué hacen!? se besan, ¡que asco! Cuando los vea el chofer los hará bajar de una patada.El niño da vuelta la cabeza hacia la ventanilla como un muñeco desarticulado, sus ojos miran como si no estuvieran.Al llegar a ese punto el narrador nota “que las musas se han alejado de él, que andarán de vacaciones.” El niño está en el colectivo, muy entretenido. El bruto aprieta la boca contra la de ella, lapobre no puede pedir auxilio y todos se hacen los distraídos. Lo agarraría a las piñas si no fuese más grande que yo. Seguro que ella con la respiración entrecortada me daría las gracias por haberla salvado.-¡La gran siete!-…grita el señor grande y sacude a la pareja. Me convida con una galleta y un mate. -¡Métale nomás!- me dice, no acostumbro a tomar se lo acepto por no despreciar, llevo la bombilla a mi boca y chupo…¡La gran siete!...me quemé la lengua. El señor grande se ríe y me dice: –Cantá Gardelito…cantá-

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¿Quién es Gardelito? pregunto. –Decime que hacés aquí pibe- No estoy haciendo nada. -Soy policía, decime tu nombre o te llevo a la comisaría-Estaría bueno que mis viejos me buscaran en la comisaría.Cuando el policía me apunte con la pistola, para que deje de decir mentiras, todos se van a enterar que la abuela está en un geriátrico, y que yo me escapé para visitarla, y que le gané la apuesta a mi primo. Me jugó diez pesos a que no me animaba. Esto no lo voy a contar porque son capaces de quitarme el dinero y se lo quiero dar a la abuela.Estoy seguro que me va a comprar el robot que me vuelve loco.

Lilia Armesto

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El autobús de la vida.Javier Ariza.

El autobús de la línea 13 es de la marca Mercedes, como todos los autobuses de línea de la ciudad. De color verde, como lo son todos los autobuses de línea de la ciudad. El conductor es joven pero experimentado como lo son casi todos los conductores de los autobuses de línea de la ciudad. No hay en principio nada que diferencie este autobús de cualquier otro autobús de línea que circule por nuestra ciudad. ¿Pero estamos seguros de eso? Vamos a fijarnos bien. Echemos un vistazo a las personas que lo están utilizando en este momento. Lo sé. La señora mayor que está sentada en la banqueta inmediatamente posterior a la puerta de salida no tiene, aparentemente, nada de especial. Ni tampoco aquél hombre joven, posiblemente un oficinista que va de camino al trabajo. Ni aquellos dos adolescentes sentados justo al final. La cabeza de ella sobre el hombro de él. Como dos enamorados cualesquiera. No, no tienen nada de especial. Supuestamente no hay nadie más en el autobús, salvo el joven pero experimentado conductor. Pero hagamos un esfuerzo. No nos rindamos tan rápidamente. Sigamos buscando…Eso es. En la cuarta bancada si empezamos a contar desde el final. En el lado derecho. El niño. Tendrá como unos trece años. Hay que fijarse bien para darse cuenta de que está ahí. Como si se esforzara por pasar desapercibido. Como si quisiera ser invisible. Está casi hecho un ovillo, con las piernas recogidas sobre el asiento, rodeadas por sus brazos. La vista perdida en el exterior, en el paisaje. Fíjate en sus ojos. Brillantes. Enrojecidos. Ese niño ha llorado. O se esfuerza por no llorar. Y mira el moratón que tiene en el pómulo. A su lado una mochila. Cargada con un poco de ropa, un bocadillo, una lata de Pepsi y algo de dinero. Pero sobre todo está cargada de un inmenso pesar. Ven, acerquémonos más. Me preguntó hacia dónde irá ese niño. Me pregunto qué le habrá pasado. Me pregunto -¿tú no?-, cuál será su pesar.

Las fachadas de los edificios pasan, como los árboles, farolas y demás elementos del mobiliario urbano, sin pena ni gloria ante sus ojos. Mario mira sin ver. Mirada perdida. Ausente. De todos modos se conoce de memoria lo que está cruzando ante él. Es el mismo camino que recorre a pie todas las mañanas para ir al colegio. El camino que hoy debería haber recorrido. El autobús se detiene. Semáforo en rojo. Vaya casualidad. Presta atención. Fue precisamente ahí, bajo la marquesina de la pajarería, donde Mario conoció a Lucía. En realidad él sí que la conocía. Sería más correcto decir que fue Lucía la que lo conoció a él en ese lugar. Mario por entonces ya andaba enamorado de ella. Para ella él aún no existía. Pero ese día, hace ya siglos de eso, la tormenta traicionera que les pilló desprevenidos camino del colegio, los obligó a guarecerse juntos frente al escaparate. Por primera vez ella le dirigió la palabra. A él le costó mucho entender lo que le decía. Sólo podía prestar atención a cómo lo decía. A el olor de su dulce aliento. A el color de sus ojos de miel.

Agárrate fuerte, que el autobús va a efectuar una parada. El barrio del niño ya quedó atrás. Entramos en territorio desconocido. Mira como Mario se relaja. Ya no tiene miedo a ser descubierto. Las caras de los nuevos viajeros, a los que ya se atreve a dirigir la mirada, le son desconocidas. Unos suben, otros bajan. El señor mayor del bastón que acaba de sellar su bono-bús se dirige directamente hacia Mario. Mira que quedan muchos asientos vacíos, el autobús no está lleno ni a la mitad, pero el viejo se encamina inexorablemente hacia el lugar en el que Mario se está reacomodando. El anciano dirige una mirada hacia la mochila del niño, que está ocupando una banca, y luego lentamente, hacia el niño dueño del macuto. Mario capta inmediatamente el mensaje implícito de la mirada, recoge su mochila y se la coloca sobre las piernas. El viejo se sienta a su lado. Le mira y sonríe, pero Mario no lo ve, porque evita su mirada. Le desconciertan las miradas de los ancianos, que te atraviesan los ojos y se

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introducen en tu cerebro. Buscan y rebuscan y cuando terminan de mirarte saben de ti cosas que ni siquiera tú mismo conoces. Como el abuelo de Lucía. Porque Lucía vive con sus abuelos. Sus padres están muertos. Mario aún recuerda el primer día que estuvo en su casa, con la excusa de que tenían que hacer juntos un trabajo para clase. Joaquín –que así se llamaba el abuelo de la niña-, sólo le hizo una pregunta antes de dejarle franco el paso hacia la habitación de Lucía. “¿Qué clase de trabajo?” Que el problema no fue en sí la pregunta, ojo. Sino el tono en que pronunció las cuatro palabritas. Y sobre todo cómo lo miraba mientras él trataba de explicar, balbuceando, algo incoherente sobre un ficticio trabajo de ciencias. Su mirada decía… “no te esfuerces, chaval, que no me creo nada”. Pero al final lo dejó subir, coloradote y sudoroso. No es de extrañar que luego, ya puestos en faena, el verdadero trabajo se lo diera al pobre Mario ese intrincado y complejo mecanismo que es el de apertura y cierre del sujetador femenino. Que si no llega a ser por la ayuda de una comprensiva Lucía, se habría quedado sin el premio de tocarle, con torpeza y timidez dicho sea de paso y por primera vez en su vida, esos dos bellos promontorios de carne suave y tersa a la vez. Que el pobre Mario acariciaba, con más ímpetu que acierto, pero su mente le traía al vuelo, como si fuera una mosca cojonera, el recuerdo de los ojos escrutadores del abuelo mientras le repetía una y otra vez la dichosa pregunta: “¿Qué tipo de trabajo?”.

Pero no nos durmamos, que la vida no espera. Que mientras nosotros nos quedamos detenidos en un recuerdo, el autobús continua pertinaz su recorrido. Ya estamos en las afueras de la ciudad, y ahora veo a Mario inquieto. Y eso que el viejo hace ya rato que se bajó del autobús, dejándole al niño como único recuerdo un ligero pero molesto olor a orín. Puñetera próstata… ¡Atento! Que Mario se pone de pie y se cuelga la mochila a la espalda, parece dispuesto a bajarse en la próxima parada. Ya está suficientemente lejos de casa. Porque todo sucedió allí, en su propia casa. Lucía y él ya llevaban mucho tiempo siendo inseparables. Más amigos que novios, por imperativo de ella, que si por él fuera ya se habrían prometido hacía tiempo en matrimonio el amor eterno. Pero de momento a Mario le era suficiente con eso. Más aún cuando con cierta frecuencia le dedicaban a los trabajos de ciencias los más de los ratos que pasaban a solas. Y precisamente en eso iba pensando él ayer, camino de su casa. Había quedado con Lucía un poco más tarde. El tiempo justo de ducharse y preparar en su cuarto el “atrezzo” que le diera cobertura a la infalible excusa del interminable trabajo. Le sorprendió que al llegar a casa, su madre le dijera que Lucía había llegado hacía ya rato. “¿Dónde está?”. “Con tu hermano Juanma, en su cuarto”. ¡Su hermano Juanma! Menudo elemento. El ligón. El guaperas. El insensible. El que siempre que tiene la oportunidad le hace la vida imposible. Tres años mayor que él de edad. Menos dos de mentalidad. Más diez de brutalidad. A Mario el corazón le va dando brincos como loco por su pecho, mientras se dirige escalera arriba –pies para qué os quiero- hacia el cuarto de su hermano. Ahí está. La puerta está cerrada. Se detiene ante ella. ¿Duda si llamar o no? No, la decisión ya está tomada. Agarra con fuerza el pomo. Abre la puerta…

La puerta se cierra. El autobús reemprende la marcha. Y nosotros aquí, como dos pasmarotes. Mario se ha bajado. Míralo quieto junto a la parada. Parece indeciso. No sabe hacia dónde dirigirse. Cómo me gustaría prestarle mi ayuda. Como me gustaría poder decirle unas palabras de ánimo. Cómo me gustaría aconsejarle. Pero el autobús se aleja ya. La imagen de Mario se pierde tras aquella curva. Mira que te lo dije antes. Que la vida no espera. Anda, sentémonos de nuevo. Ya nada podemos hacer por Mario. En el autobús sólo quedamos nosotros y el joven pero experimentado conductor. Fíjate en sus ojos. ¿Esa mirada es de concentración o esconde dentro una pena? Me pregunto hacia dónde se dirigirá luego el conductor. Me pregunto qué le pasará luego. Me pregunto -¿tú no?- si realmente esa mirada esconde dentro una pena.

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El desierto de asfalto. Javier Jiménez (Ximens). Clase XXXVII

Cuando las puertas del autobús se cerraron expulsando un resoplido de aire y el ruido del motor aumentó, Alhaji Kamara se permitió la primera expiración profunda, soltó el aire de sus pulmones y parte de la tensión. Inspiró por sus anchos orificios nasales y el olor a aceites, gasolina y monóxido llenó su alma de esperanza. Las primeras maniobras, un poco bruscas, le recordaron los brincos y saltos del todoterreno en el que cuatro años antes había sido introducido, con la cabeza tapada por un saco de aspillera y su cuerpo pisoteado por botas de cuero. Había ido a pasar unos días con sus tíos a una aldea cercana a Kenema, en Sierra Leona. Tener diez años le había salvado la vida. Sus primos…

A medida que el autobús salía de la cuidad la oscuridad se adueñaba del mundo y un aire gélido penetraba en su cuerpo. Alhaji debía concentrar su mente en el control de su cuerpo, como durante las noches en las montañas de su tierra, con lluvias torrenciales, vientos bajando de los montes y el oído despierto para prevenir las emboscadas.

Su mano presionaba una rugosa pieza metálica, asidero del que no deberá soltarse si quiere llegar a Barcelona, su paraíso. Toma, Alhaji, es tu vida, le dijo su comandante, si la pierdes te mato y si no la usas te matan. Al principio tenía reparos en tocarla pero el suave tacto del gatillo y ver derrumbarse ante él hombres, animales y vida, le infundió poder y seguridad. No, Alhaji, le había dicho Nuria, no eras tú, te habían emborrachado, te daban drogas, no, no eras tú, y llora todo lo que quieras. Aún conservaba su pañuelo blanco bordado con una «N».

Debo concentrarme en el cuerpo, no debo perderme en recuerdos, el viaje es largo, reflexionaba mientras veía pasar asfalto y las rayas blancas de la autopista lo iluminaban como estrellas fugaces. Escaparse del Centro de Acogida de Algeciras había sido muy fácil. Las medidas de seguridad eran mínimas. Toma, no te echarán en falta hasta el recuento nocturno, le había dicho la joven doctora. Ahora me estarán buscando, pensaba, como entonces. Con los machetes iban perforando toda la maleza, los disparos aleatorios a todas las plantas y todo mi cuerpo cubierto por aquel estiércol salvador.

El autobús aminora la marcha, el viento deja de ser huracanado y los frenos emiten soplidos. Finalmente se para. Las piernas de los pasajeros empiezan a aparecer haciendo estiramientos. Tienes que permanecer como una roca, se dice Alhaji, eres una piedra, eres una pieza más de la naturaleza, los soldados no te encontrarán, no se dispara a las piedras, eres roca, no respires, no te muevas, te va la vida en ello.

Han transcurrido varios minutos, las zapatillas, zapatos y piernas se han subido al autocar, solo en ese momento, y uno detrás de otro, los cuatro dedos de su mano sueltan la pieza de hierro a la que se agarran. Como entonces, cuando los soldados se habían ido, primero mueve la cabeza, luego una pierna, la otra, se gira un poco, mira hacia fuera, nadie, hace lentísimos movimientos, se frota las piernas y calla.

El autobús arranca de nuevo, la noche perdura, el frío le vuelve a arropar, pero sabe que aguantará, como aguantó en la selva, dos días en aquella zahúrda, sin comer ni beber. Si lo hizo con once años lo hará ahora que es un hombre de catorce. Aquellas personas eran buenas, como la doctora Nuria lo es. Se hicieron cargo de él y otros compañeros. Le llevaron a su aldea, sus padres y hermanos se alegraron y él con ellos, pero a los pocos días se dio cuenta de que ya no eran su familia. Solo su madre, con sus silencios, le hablaba. Para la comunidad era un asesino, un soldado que había matado, descuartizado, quemado.

Está amaneciendo y el mundo despierta y se pinta. Alhaji empieza a vislumbrar tonos grises, tubos como los rifles AK-47, tan largos como él era de alto. El abismo oscuro de la noche se transforma en una manta. El negro empieza a ser color. Rayas blancas empiezan a pasar veloces, como ráfagas de disparos con sus mensajes de

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muerte. Hijo, debes partir, aquí no hay sitio para ti, le dijo su padre una mañana, junto al pozo de agua. Alhaji regresó a la chabola, miró a su madre y comprendió.

Aguanta, ya se ven rayos de sol, lo peor ha pasado, ahora empezará a subir la temperatura, iba pensado cuando notó otra desaceleración. Una vez parado soy roca, soy piedra, no te muevas, no respires. Las piernas en zapatillas empiezan a verse alrededor, ahora son muchas. ¿Será Barcelona? No, recuerda que son veinte horas. Una trampilla suena a sus pies. Roca, soy roca. Un fuerte olor a gasoil inunda el ambiente, las bombonas son vaciadas sobre la chozas de paja, los disparos no cesan, el saqueo es generalizado, los machetes seccionan brazos como ramas, los niños lloran. Ya no lloran. Ahora gritan las madres. Ya no gritan. Ya no quedan balas, ahora es la hora de las hogueras. Las latas casi vacías se tiran al interior, la antorcha sobre la paja, el humo, la llama, las llamas, los gritos, los machetes, el alcohol, las risas, las niñas apartadas, el comandante, ¡Vámonos! El silencio.

Lentamente extiende el brazo izquierdo y alcanza sin tocar el tubo de escape. El calor pasa por su muñón al brazo. Soy planta, se dice, y siente cómo la savia calentita empieza a circular por todo su cuerpo. Se despertó en la Misión. Una hermana le curaba el brazo. Su cuerpo estaba atado a la cama. ¿Y mi mano?, preguntó. Aquella mujer le miró a los ojos y le dijo: Alégrate de que no te haya comido entero esta guerra. Y con la cabeza le señaló alrededor, donde una docena de niños deambulaban sin piernas, brazos, ni ojos.

En la tercera parada que realizó el autobús, Alhaji estaba cristalizándose. Aquellos cristales de roca lo eran todo, por ellos se mataba. Sentía sed, mucha sed, sus gruesos y carnosos labios estaban secos en medio de aquel sol devastador de un desierto inmenso, al final del cual había agua, mucha agua, que había que beber para llegar a Europa. Se bebió su orina, cruzó el desierto de arena y de agua, y cruzará el de asfalto.

Cuando el autocar paró en la Estación Nord de Barcelona, Alhaji era roca.«¿Central? Varón, raza negra, unos catorce años, sin identificación. Brazo

amputado a la altura de la muñeca, cicatriz cruzando la cara de oreja a oreja… Bueno ─dijo el policía─, realmente le falta una oreja. Los médicos dicen que es hipotermia. Se le llevan al hospital. Corto.»

En la ambulancia, el médico encuentra en la ropa interior un pañuelo blanco bordado con una «N», envolviendo una nota escrita: «Doctor Josep Vilamajor, Carrer dels Almogàvers, 12, Barcelona. Teléfono: 987654321. Papá, se llama Alhaji, ayúdale. Te quiero, Nuria». Pasa la nota escrita a su ayudante.

─ ¡Manuel! ─grita la enfermera al conductor─. ¡Apaga esa sirena! Todo controlado. No vamos al hospital, vamos a casa del doctor.

Manuel comprende. Apaga la sirena, disminuye la velocidad, saca un CD de Ska-P y suena la música:

Fui a nacer donde no hay nada / tras esa línea que separa el bien del mal Mi tierra se llama miseria / y no conozco la palabra libertad…

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Puto el que lo lea. Computencio Barrera. Clase XXXVII. Racontto.

Puto el que lo lea. Mira el asiento de enfrente y no logra comprender la totalidad de la frase. Cualquiera que lo leyera, sería puto entonces: maricón, prosti, joto, putis, marica, mariposa, mariposón. ¿Y si lo lee una señora? ¿O una niña? Ve que las vidrieras están también rayadas y el traqueteo del autobús le enferma hasta la nausea. Nunca se había sentido así, entre intrigado y asustado. Aunque para intrigas y sustos basta lo de esta mañana. ¿Que quería que hiciera? Se escucha el sonido de una cumbia, resguardo inmortal de los beneméritos microbuseros del Distrito Federal, y se alcanza a ver en la parte de arriba, la imagen de una Virgen de Guadalupe, acompañada por un logotipo de las Chivas Rayadas del Guadalajara y visto desde lejos, del lado derecho, hay un dibujo de un monito socarrón, que orina mientras ve a los pasajeros. La gente sube y baja, mientras él se pregunta, asustado y con la cabeza llena de recuerdos, la razón por la cual su madre hizo lo que hizo. Las cosas se salieron de control y el antebrazo aún le duele. Es el pasajero más joven. A nadie le importa. México (¿lindo y querido?) es como un monstro gigantesco con colmillos en forma de navajas. En el espejo se alcanza a leer un letrero que dice: Bajar por atrás. Nunca se había subido a algún autobús solo. Siempre con su madre. Siempre de la mano de ella o de su abuelita o su tía. Siempre atento a las palabras de ella. Así como esta mañana, en la que su madre enloqueció y perdió los estribos por completo. Supo que estaba alcoholizada cuando se agachó y le dijo que él, mocosito cabrón, no iba a venir a robarle el lugar a su papá, que si se creía tan listo, que se largará y los dejará en paz. Tiene ocho años y es un niño (¿lindo y querido?) inocente dentro de lo que cabe. El microbusero prende un cigarro que lleva pegado junto a la ventanilla, pese al letrero desolador de prohibido fumar. Voltea a ver la ventana de su derecha, hay una figura de un pene sin glande dibujada en el cristal. Ha dejado de temblar desde hace varios minutos. No habla. Hay cosas que nos dejan mudos y nos ponen el mute en la boca. La verdad es que pensó que se su vida se iba a terminar en ese mismo momento. Mentira. No pudo pensar nada en ese momento, solamente en la sensación abrazadora de un color carmín infinito que se extendía hacía un lugar parecido al sol. Baila, baila ese cumbia, nadie, se quede sentado. El background de la música y el golpeteo del asiento lo llevan nuevamente a pensar que tiene miedo. Ramón y Josefina. Love 4 ever. Dice la etiqueta por encima del espejo retrovisor del chofer. Los pasajeros gritan suben suben suben o bajan bajan bajan todo a según claro. Todo tiene que subir y bajar tarde o temprano. Quizá también sea el caso del alcohol o de lo que sea que se haya tomado su mamita. Al rato se le va a pasar. Nunca la había visto así. Sabe que se pone agresiva, intolerante, gritona, pero nunca a tal grado. Estaba como poseída por un demonio (¿lindo y querido?) parecido al ruido de la estática de la televisión. Enojada, ajena el mundo. Pinchi pendejo güey, fíjate por donde metes el hocico valedor, chale con estos putos. Escucha que el chofer le va gritando a otro vehículo. Lo alcanza y penetra el aroma al cigarro. Un aroma alabastrado y picudo que le remueve la lata frágil que se le ha vuelto el corazón. Esta asustado nuevamente. Esta en shock. No quiere recordar nada, no quiere no quiere no quiere. No y no. La mano de su madre levantándose. Y el descubriendo un filo mojado en la sandalia que traía. El sabor seco en la garganta y la sensación de que la garganta se le cerraba, como si una planta carnívora le comiera la tráquea a mordiscones. Llegan a una parada concurrida y el bus se llena casi por completo. Silencio. Ruido. Alguien le dice que se quite para poder sentarse en el asiento de la ventana, la del

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miembro dibujado. Ve nuevamente la máxima que se lee en respaldo del asiento: Puto el que lo lea. Se da cuenta entonces que es imposible leerlo sin no ser puto. Luego todos los que leen, son putos: maricones, jotos, prostis, putis, maricas, mariposas, mariposones. Hay cosas que nos cambian en cuanto las vemos y es imposible dar marcha atrás. Como esta mañana. Descubrió un intersticio de humedad en las sandalias de su madre. Algo pegajoso y oscuro pintaba el final de su vestido. Se dio cuenta entonces que los huaraches de su madre, estaban pintados con sangre. Se sube un merolico y vender crema milagrosa azteca, que cura como cincuenta y tres males con una sola aplicación. Por solo treinta pesitos. Envidia de los laboratorios Schering Plough, S.A. De C.V. Hay mucho ruido en todos lados y parece como si todos lo miraran. Como si un sonido metafísico se le subiera por las tripas hasta reventarlo. Entonces tiene miedo. Tuvo miedo, cuando vio, la hendidura abierta de la puerta de su patio y vio el piso con sangre. Su madre, atrapándole la mirada en al aire, se dio cuenta que el sabía. Miró a su perro de toda la infancia, en la tranquilidad diáfana del rigor mortis. Entonces tuvo más miedo. Se imagino el cuchillo reflejante (¿lindo y querido?) cortándole la carne a Sobrino, su perro, su caballo, su corcel y supo que tenía que echar a correr. Ahora se encuentra ahí, en el asiento de un autobús, perdido en la criatura tóxica que es el Distrito Federal, ahuyentado por la imagen de una loca alcohólica (¿linda y querida, su mamita linda?) persiguiéndolo por toda la casa con un cuchillo. Y fue la sangre de su perro Sobrino lo que la hizo resbalar y le permitió a él escapar completo. Fue Sobrino quien lo salvo. Desde su entraña terrena. Desde su mirada lúcida. Mira por última vez la ventana y todo se le hace mixtura en la cabeza. Comienza a llorar. Por fin.

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¿Quién puede matar a un niño?, por Mae

El autobús atravesó un paso a nivel sin barreras. El traqueteo de las ruedas sobre los raíles despertó a Mario de su sueño. Las calles seguían anegadas de barro. Lo cual significaba que aún no había salido del sur. La pobreza, la desesperanza y la incuria jugaban todas las tardes con Mario a construir sueños de barro.

Aquella tarde cambió todo. Estaba resuelto a hacer algo para escapar de la miseria de sus padres. Mario se crió en la ley de la calle. Las reglas de una ciudad repleta de inmigrantes en ese mediados de siglo XX y que todavía estaba muy lejos de lo que sería poco tiempo después. Un lugar donde se podía matar por un cigarrillo.

Había comenzado a llover. Las gotas golpeaban con furia los desgastados cristales de la tartana, como queriendo delatar la presencia de Mario. A su lado, una puta vieja cargada de Gonorrea pintaba sus labios de un rojo insultante que luchaba por no perderse entre las arrugas que surcaban su boca. A su derecha un yonki se inyectaba su dosis sin ningún pudor. Al verse observado se volvió hacia él y le escupió en la cara.

─¿Qué miras? Maldito mocoso. ¿Quieres que te de una paliza? ─balbuceó amenazando con el puño cerrado. Mario limpió la flema que quedó colgando de su ceja con la manga de su camisa mientras pensaba:”tranquilo, todo a su tiempo”

Matar a su padre no había sido tan difícil. Incluso lo llegó a considerar divertido. Un golpe certero en la base del cráneo, mientras orinaba en la calle, fue suficiente para dejarlo fuera de combate. Lo más complicado fue arrastrarlo hasta el interior de la casa. Para un niño de trece años, mal alimentado y enfermizo, cargar con un cuerpo de casi cien kilos era una proeza. Cada empujón que daba para meterlo en casa era una liberación, un golpe menos que recibiría de su padre. Lo ató con la misma cuerda que utilizaba para zurrarle cada vez que la vida se lo ponía complicado, cosa que solía ocurrir casi a diario. Lo dejó allí, inconsciente, sangrando. “Hoy no será mi sangre la que sacie el hambre del suelo de esta sucia choza”, pensó.

Se dirigió a la cocina y se aferró a uno de los cuchillos que su madre usaba para degollar algún pollo en noche buena y encaminó sus pasos a los dormitorios. Ella no debía tener una muerte lenta. No, ella no. Sus grandes ojos azules eran los únicos que le hablaban en silencio cuando sólo era silencio lo que quedaba tras el dolor de las palizas. Estaba sentada de espaldas a la puerta. Mario se acercó y besó su cabeza. El olor a madre le llegó y casi le hizo retroceder.

─ Hola hijo, ¿sabes si ha llegado tu padre ya? ─ Sí mamá. Está casi dormido. Mario descansó su mano izquierda sobre el hombro de su madre. Ella inclinó la cabeza hacia atrás buscando, quizá, un beso, una caricia. El cuchillo rebanó su cuello. Fue un corte rápido, limpio. Unas breves convulsiones y todo acabó.

No le apetecía seguir pensando en eso. El vaivén del viejo autobús le parecía unos brazos que acunaban su dolorido cuerpo. Sólo quería pensar en abandonarse al sueño. Dormir y soñar era lo más parecido a la felicidad que había conocido. Pero aquel drogadicto se empeñó en no dejarlo tranquilo. Lo insultaba, se burlaba de su aspecto frágil .Se acercaba a su asiento y le golpeaba en la cabeza. Podía oler su aliento podrido que escapaba de entre

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sus escasos dientes como pus que se desliza viscosa para librarse de su prisión.

Su hermana Rocío era pura, como un margarita pequeña, blanca y alegre. Matar a Rocío le produjo un placer que no conoció antes. Tumbada en la cama, dormida junto a una mugrienta muñeca parecía que ya estaba muerta, sólo tenía que darle el golpe de gracia. Hundió el cuchillo en su vientre. Apenas un leve quejido salió de los labios de Rocío, y una sensación de felicidad macabra se apoderó de él. La tierna carne de la niña le invitaba a volver a enterrar una y otra vez el arma en ella. Le gustaba ver la facilidad con la que penetraba: despacio, rompiendo y arrancando la vida en borbotones rojos.

Volvió a la habitación en la que estaba su padre. Aún estaba inconsciente. Se sentó frente a él y esperó. En unos minutos ya estaba en sí. Era casi divertido ver a un hombretón como él temblar. Como temblaba Mario, cada vez que lo veía llegar a casa desde la ventana. Acercó una lata de gasolina que guardó tras una silla y roció a su padre con ella sin hacer caso de sus gritos y sus movimientos desesperados por soltarse.

─ ¡No me mires! ─dijo. Se acercó y abrió uno de sus ojos con una mano mientras que con la otra introdujo la punta del cuchillo en el iris. Lentamente lo atravesó de lado a lado. Una sustancia viscosa acompañada de sangre saltó sobre su cara. Los gritos del padre se semejaron a aullidos de lobo herido al acercar la cerilla. Verlo arder le produjo una sensación que nunca antes había experimentado: Tranquilidad.

Ahora estaba en un autobús. El mismo que le llevaría a una nueva vida. El conductor hizo una parada para estirar las piernas. Mario salió del vehículo tras el yonki. Lo seguía de cerca. Se metió en los lavabos del área de servicio y Mario, en un empujón, lo hizo caer al suelo. Estaba lo suficientemente drogado como para reaccionar con rapidez. Saltó sobre él a horcajadas y sacó el cuchillo del interior de su camisa. Con ambas manos lo elevó perpendicular a su corazón al mismo tiempo que sentía algo frío y cortante sobre su cuello. Ese maldito drogadicto también tenía un arma. Mario comenzó a llorar asustado, la palabra “mamá” salió de sus labios. El hombre que estaba atrapado bajo sus piernas dudó y esa duda fue su último error. El primero: escupir a Mario. En un movimiento ágil clavó el cuchillo en su pecho. Pudo ver como los ojos de su víctima se volvían más vidriosos, si cabe. Mario sonrió. Ya no le molestaba su aliento. Ese hombre que yacía muerto ante su mirada pudo haberlo matado. Pero, ¿Quién puede matar a un niño?

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Tierra de nadienGeyser López

Marquito decidió ir a la luna. La noche anterior, servido de un silencio y disimulo absoluto, llenó su loncherita de aquello que consideró importante y a la primera luz del alba huyó de su hogar. Para llegar sin problemas al terminal se valió del suelo del campo que, marcado por las pisadas de los gallos, los cerdos, y el arrastre de las culebras albinas, fungió de guía en todo el camino. Al llegar, presenció cómo el trote matutino de las vacas sobre la carretera y el movimiento culotar siniestro de las mulas, marcaban la apertura de aquel terminal maldito.

El autobús llegó como cuando aparece un hombre raquítico y cubierto de hojalata. El niño lo observó, esperó que se detuviese, se limpió los ojos polvorientos y esperó ser el último en entrar. Apenas subió, el conductor lo miró con una mezcla de espanto y escorbuto.

─ ¡Y uste, mhijo, qué hace acá!Marquito extendió el brazo y mostró una tongana de monedas de bronce oxidado que

apretaba con su puñito. ─No pregunte na─ y se las entregó al impresionado harapiento─, y lléveme pa la luna,

que es donde está maita.

Don Irlando Jaramillo que tenía fama de conductor precipitado hizo un gesto con la cabeza, le recibió la tonga y lo hizo sentar en cualquier lugar. El niño, al paso, encontró al vulgo analfabeto examinándolo mientras se abría puesto en el estrecho pasillo. El pueblo lo miraba como presenciando el paso enclenque de un becerro. El niño bajó el rostro; tomó asiento.

Aquel viaje lleno de gallinas batiéndose entre jaulas, de soles colándose entre vidrios empañados, de aires salinos invadiendo la buseta, y de chanchos tirados en el piso, duraría por lo menos tres horas. El niño, quieto, con el rostro incrustado en las afueras sumó la vista al paso lento de las aldeas cenicientas. De pronto encontró sobre una esquina, la inigualable tienda de Don Miguel, lugar donde compraba sus deliciosos caramelos de fresa y sintió un enorme fruncimiento del corazón. Quiso bajarse, pero se contuvo. Esparcidos como papelillos, vio también, a sus amiguitos jugando metras. Cuando el bus dejaba el norte de la inmensa esquina del pueblo, por último, presenció, y casi reteniendo el llanto, la inalcanzable e inútil presencia tétrica de su padre abatido contra la acera. Posiblemente lo habría estado buscando por todos lados, y al no encontrarlo buscó auxilio en el suelo, quedando, aquello, como la obra cumbre del cansancio y la desesperación.

Al paso del ruinoso camello mecánico no se escuchaba otra cosa que la eufonía del monte, junto a los bostezos de los campesinos. Sobre las rodillas, el niño reposaba su única carpa de exilio: Una lonchera, una revistica y una piedra lechosa que había recibido de su difunta madre. Apretó esta última y besándola, empezó a susurrarle un secreto como si la diáfana y enrarecida roca tuviese ojos, y oídos, y fragancia materna: Ay maita cuando uste se fue pa la luna─ decía con los labios pegados a la roca─ se olvidó de llevarme; Paito me da palo, mucho palo; Paito me asuta cuando viene en la madrugaita hueliendo como el tío Leonida; Paito no me quiere, maita; Yo quiero que uste nomás me cuide, nadien más maita, nadien más; Allá en la lunita vamos a estar más mejor que aquí abajito; Aquí tengo al llanerito conmigo, y su piedrita─ y la besó─ para que me avisen cuándo bajarme.

Cuando el sol estaba en lo más alto del cielo, el periplo se detuvo con un estruendoso cacareo de gallinas. El autobús se vació poco a poco y todos, al bajarse, dirigieron la mirada hacia Marquito. El niño, por intuición, entrevió la cercanía de la luna y prosiguió a bajarse pero cuando avanzó hasta la puerta, Don Irlando Jaramillo lo detuvo por el brazo.

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─Y uste porqué carajo viene hasta acá. Dígame la velda. Marquito, con su genio de párvulo rebelde abrió los ojos, apretó la boquita y de un tirón

se quitó las manos de encima.─Ya le dije, pue. Voy pa la luna a buscar a maita.

El viejo soltó un quejido. Se acomodó de lado el sombrero de paja y se bajó del autobús demandando que el joven aguardara unos segundos; buscaría, dijo, una persona que de seguro conocía. Marquito tomó asiento en el primer puesto y esperó los minutos que fueron necesarios para que el conductor llegase con un hombre de aspecto plúmbeo y mordaz. El extraño tipo, enseguida, subió al autobús. Al encontrar a Marquito, allí, sentado y abrazando su loncherita de Los Picapiedras, la revistica del llanero más solitario que nunca, y la piedrita perfumada, entendió que no se trataba del niño que esperaba aquel día. Marquito tampoco lo reconoció. El hombre se inclinó unos centímetros, abrió una sonrisa de pastor de iglesia, y buscó la mirada jugosa del niño. Enredando sus dedos entre los finos castaños del infante, buscó palabras precisas para familiarizarlo.

─¿Vienes de Barrancabermeja, verdad?El niño asentó. El hombre, continúo.─Mañana sale un cohete hacia la luna, no te preocupes─ y le acarició el rostro─ iremos

contigo.

Marquito, lleno de exacerbado gozo, empuñó duramente su piedrita. El hombre sacó un caramelo de fresa y se lo entregó. Antes de bajarse se detuvo ante el conductor, extrajo del bolsillo cinco billetes y se los entregó. El viejo los tomó con prisa, como queriendo olvidarse del acto, se los introdujo en el pantalón y los despachó inmediatamente. El horizonte dejaba entrever en su lejanía cómo el lobo tomado de la mano de su ovejita, desaparecía con el inclemente vapor que bañaba aquella aldea fenecida. El conductor regresó al autobús y condujo rápidamente de vuelta al pueblo. Al rato, preso de asco, arrancó los billetes del pantalón y los tiró por la ventana. Al momento en que el deicida quiso dar marcha atrás y recuperar al niño, figuró, ya roto en llanto, que se encontraba demasiado lejos de aquella tierra.

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Natalie Gamero

Naturaleza Madre

Iba corriendo solo por la carretera, uniformado de miedo, cuando un buen hombre se detuvo, ofreció llevarlo en su camión y ¡venga pa’rriba, muchacho! Gabo tuvo la suerte de encontrar, pronto, quien lo alejara del internado. La noche le había servido de cómplice y logró huir sin despertar a nadie, pero aún podían alcanzarlo. El hombre le preguntó si estaba en peligro, pero el muchacho dijo poco, que por favor lo llevara hasta donde pudiese y que no se preocupara. Cuando sintió que el vehículo finalmente se alejaba de aquel lugar, Gabo soltó sobre el asiento el cuaderno que traía abierto en alguna página, se giró hacia la ventana y, cual cachorro, apoyó el mentón casi lampiño sobre sus brazos mientras la brisa, hedionda a monte fresco, secaba la sal que le chorreaba la cara. Camino abajo por la montaña, lloraba en silencio todo aquel indeseado equipaje: lecciones para matar, golpes para ser machos, amenazas para cumplir y callar, juramentos para servir a la revolución y la diaria y punzante consigna: Patria… o Muerte.

El señor ofreció llevarlo hasta su casa pero, no, allí no podría regresar. Era mejor que lo dejara en cualquier otro sitio. Papá no entendería nada, me enviaría derechito de regreso a la escuela militar, «pa’ que se te quite la mariquera y dejes de estar pintando dibujitos, carajo.» Es que no entiende nada. Para él, ser “machito” es tener la cabeza rapada, saber manejar una pistola y menospreciar a las mujeres. No sé cómo mi mamá lo soporta. La pobre, siempre termina peleando con él por defenderme, por tratar de explicarle que simplemente soy artista y no marico. Pero, ¿qué va a saber ese hombre de arte?

Al ver al muchacho tan pensativo, el señor dio un poco de volumen al radio y, ¡ahhh…!, se colaba entre las ondas arenosas la voz de Alfredo Sadel y su Desesperanza. Lo mismo que escucha mi mamá, pensó Gabo, ésa sí tiene gusto. Sólo faltaba que papá estuviera de viaje para pasar los días tranquilos, escuchando buena música, la de los abuelos, y los fines de semana ir juntos al museo de arte a ver las obras de los grandes maestros. El día que me compró mi primer bloc y carboncillo la retraté perfecta, acostada en la hamaca del patio. Recuerdo como un suave rayo de luz, colado entre las matas, le descubría el rostro… el carboncillo casi se me acaba tratando de calcar la sabiduría guardada en esos ojos tan negros, tan redondos, tan profundos.

El señor continuaba manejando, haciéndole coro a Sadel mientras, de curva en curva, le echaba un ojo al cuaderno sin que el muchacho se diera cuenta.Pero papá, siempre con sus ganas de convertirme en soldadito, dio y dio hasta que, al fin, logró su sueño y me mandó a esta pesadilla. Sí, fue el día que me puse el zarcillo, cuando entró a mi cuarto y me encontró sentado en el piso, dibujando y manchado de negro hasta la

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nariz. Tan pronto vio el metal brillar en mi oreja, le entró un ataque de histeria y explotó: «Yo no voy a dejar que tu mamá te siga alcahueteando, carajito. Hoy mismo te me cortas ese pelo, te quitas el zarcillo y te preparas porque te vas para el liceo militar. ¡Se acabó la mariquera en esta casa, Gabriel!» Mamá lloró y pataleó, pero no sirvió de nada. Ya era hora de que su hijo se convirtiera en hombrecito y se fuera a servirle al Comandante, en lugar de andar perdiendo el tiempo en cosas de mujeres.

La ciudad los recibía aún llena de luces, la gente madrugaba para ir a trabajar y los niños, pegaditos a sus madres, esperaban el autobús escolar en las puertas de los edificios.

—Bueno, hijo, ya estamos llegando. Te dejaré en la plaza.—Sí, allí está bien, señor. Gracias.

Al llegar, el señor detuvo el camión, se giró y le pasó la mano por la cabeza mirándolo a los ojos. Gabo, con una sonrisa triste, le dio las gracias nuevamente y abrió la puerta. Antes de que se bajara, el señor lo llamó y le dijo:

—Hijo, no olvides tu cuaderno. Nunca olvides tu cuaderno.El muchacho deambuló un par de días por la ciudad hasta que

no pudo más y fue a refugiarse a casa de sus abuelos. Ellos entenderían. Del internado, no habían tardado en reportar su desaparición. Finalmente, la madre, al enterarse de que su hijo estaba vivo, abrió tras un gran suspiro sus negros y profundos ojos… y se hizo cargo.

Madre la tierra que siembra ensus hijos el futuro del hombre.

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“EL INFANTE”Maricruz De Anda Álvarez. Clase XXXVII

En un autobús de tantos, una pequeña silueta de niño, llamaba la curiosidad de los pasajeros que habían abordado esa primera corrida matutina. Se preguntaban por qué permanecía inmóvil y angustiado. Por qué subiendo casi sin aliento, pagó apresuradamente su pasaje, aún cuando parecía desear bajarse y seguir huyendo. Más se mantuvo quieto… observando temeroso a los 3 pasajeros más inmediatos, mientras bajaba de su espalda una pequeña mochila que aferraba desconfiado, encaminado sus pasos hacia el interior del autobús, sentándose a unos cuantos asientos detrás del conductor.El pequeño solitario seguía absorto. En realidad, ¡estaba aterrado! Había huído de “su casa”, si es que “a eso” podía llamársele casa. Había tomado dinero que no era suyo, y sin embargo le pertenecía, recuperado un documento suyo, más lo acusarían de robo, había nacido libre, mas escapaba como esclavo. Su corazón, palpitaba más fuerte que las campanadas del reloj que a lo lejos, repiqueteaban una a una dando las 6 de la mañana. Se sentó junto a la ventana, intentando recobrar el aliento, sin atreverse a voltear hacia la parte de atrás, donde otra silueta - el cuarto pasajero- parecía una siniestra sombra cobijada en la penumbra. El autobús se puso en marcha. Mirando hacia a fuera, el niño observaba un cielo gris, agolpándose sobre la ciudad aún dormida, y las primeras luces del alba saludando a un aire fresco y matinal, que se cuela entre cada rendija. Sintió un frío, que no era frío… sino miedo. Suspiró, e intentó distraerse observando la quietud de las calles vacías, y la ausencia de almas deambulando con trajes humanos. Veía las hileras de ficus, delineando ambas aceras, extendiendo sus frondosas ramas, que curiosas, se mecían sobre el asfalto, intentando observar hacia abajo, hasta el más mínimo detalle. El pequeño sabía, que hacía una hora, ese mismo cielo gris, había observado a un pequeño ser, que parecía haber salida de la nada, corriendo sobre sus calles solitarias, únicas testigos de un alma que corría, jadeaba, tropezaba desesperaba y volvía a levantarse para volver a correr y jadear intentando llegar a tiempo al cruce del autobús. Esa alma era la suya.Había sido una larga carrera, sin mirar atrás, pues no muy lejos de ahí, se vislumbraba, una gran carpa de Circo, de colores vivos y brillantes con grandes espectaculares sobresaliendo, como un gran monstruo acechando entre los árboles y tejados, conformando un extraño paisaje asimétrico que no encuadraba en el entorno, pero sí en la mente de todos los niños del pueblo, que anhelaban llegar y visitar ¡El Circo! Todos, menos uno: “El Infante”.Así le llamaban burlonamente, todos aquéllos, quienes compartían ese espacio, “esa casa ambulante” de caravanas nocturnas, de mil horas de ensayos, de acrobacias interminables, sonrisas falsas y animales exhaustos, maltratados y mal alimentados. ¡Cómo olvidar esos rostros crueles, obligándole a vestir un ridículo traje de Rey, para después obligarlo a vivir como animal, esclavo, mendigo y bufón, sin paga ni buen alimento! Las noches eran largas, con hedores de excremento y aire viciado, en la pequeña celda que compartía con su único amigo: un viejo elefante. El autobús se detiene de pronto, bajo la señal inconfundible de una luz roja que impide momentáneamente su paso. “! El Infante” se sobresalta!, preguntándose si su fuga, no es más que un sueño. ¡Más no es sueño! ¡Es demasiado real! Observa a la dama que sentada frente a él, se da los últimos retoques intentando atisbar al primer rayo de sol que saluda desde lo alto, para tapar con maestría y maquillaje el rastro imparable de los años. -“¡Si supiera que aún sin él se ve hermosa!”- piensa “El Infante”. La dulzura de esos ojos almendrados, que alcanza a atisbar, a través del reflejo de un espejo, que ella sostiene frente a sí, lo ha llevado a evocar la mirada de infinita dulzura de su madre. -“¿Dónde estás ahora mamá?”- su alma se lamentaba.

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El autobús reinicia su marcha, y ha empezado a clarear. Los puestos de periódico venden como pan caliente las noticias del día. La gente barre su acera, y se saluda entre sí. ¡Qué grato el ver gente tan amable! Al interior del autobús, a su derecha, observa a un señor humilde, que se quita… observa… y pone constantemente su sombrero de paja. Este se esfuerza por no dejar caer un costal de legumbres, que ha venido cargando desde una ranchería cercana. Sueña tal vez el venderlas todas a buen precio, para llevar comida a su jacal, sueña con una vida mejor, con un vestido nuevo para “su vieja”, y un sombrero tipo vaquero y por que no, después uno de lana. A tono con sus pensamientos, se percata de que el chofer escucha música campirana, con olor a verdes pastos y suaves amaneceres, que saben a tortillas de comal y chiles asándose para salsa de molcajete.-”Mmmm...….las tortillas de mi madre”- se saborea el pequeño. Recordó aquél gran fogón que olía más que a leña y ceniza quemada, a comida amorosa recién horneada. ¡Cuántos años perdidos de su infancia! El autobús hace otra parada, forzando a dejar los recuerdos. Observa al chofer, un hombre maduro y amable. Aprecia como se deleita con la música que escucha, mientras tararea las canciones. Cuánto anhela volver a sentir ese deleite al hacer algo…esa capacidad de gozar y SENTIR, otra cosa que no sea TEMOR! Vuelve a suspirar… En eso, los movimientos de un hombre captan su atención. Va sentado justo detrás del chofer. Es “un catrín”, -como el llama a los que usan traje- que se arregla la corbata y se alisa el peinado, tal vez preguntándose si la goma tan tiesa para el pelo, podrá impedir que sus temores salgan a flote, y no le traicione el nervio que ahora manifiesta al mirar constantemente sus zapatos, que pule y frota contra la bastilla de su pantalón, intentando sacar el brillo que le falta a su personalidad. ¿Ya ha visto a tres pasajeros….y el cuarto? “! El Infante” no se atreve a mirarlo! Se sume lo más que puede en el asiento. ¡No quiere regresar al circo, a los golpes, a las burlas! Esa angustia lo conecta con la misma angustia que siente al entrar a limpiar el camerino de “Don Meloso”, dueño del Circo, que goza con darle latigazos mientras el brinca de un lado a otro intentando esquivar los dolorosos azotes. Recordó como esa última noche, regresó al camerino de “Don Meloso”, que es tan meloso como el veneno del hipócrita, tan meloso como algo pegajoso que se te adhiere y te quita el aliento. Ahí, en el camerino había observado que “Don Meloso”, tenía una pequeña cajita de madera, protegida con un buen candado. En el guardaba “los billetes grandes”, fruto de la ganancia del Circo…y de los abusos a otros como él. “Don Meloso” dormía abrazado a esa cajita de madera, a la cual llamaba “su Dulcinea”, más esa noche, “El Infante” no temía, sabía que no lo escucharía entrar, debido a la gran cantidad de licor que había ingerido. En ese instante, ocurrió algo inesperado: Con un fuerte ronquido “Don Meloso” lanzó la cajita al suelo, y como éste había cerrado mal el candado, todo el dinero se esparció por el suelo, incluyendo !su acta de nacimiento! ¡No lo pensó más! ¡Había estado esperando una de estas borracheras! Tomó suficiente dinero, equivalente a los tantos años, de arduo trabajo sin paga! Después tomó el acta, ubicó su verdadera identidad, y volvió a cerrar la cajita con el resto de dinero dentro, y cerrando cuidadosamente el candado, puso la cajita de nuevo en sus brazos. ¡El no despertaría hasta bien entrada la mañana… lo cual le daría más horas de ventaja para escapar! Corrió hacia su celda, tomó su mochila siempre lista para escapar, y se despidió del más amable de sus compañeros: su fiel elefante. Lo abrazó y lloró sintiéndose muy mal de no poderle llevar con el…pero, sabía de antemano, que un elefante en un autobús, “no sería bien visto”. Salió corriendo de ahí…subiría al primer autobús, pero no en la terminal, sino más delante, donde nadie lo reconociera. Corrió… y mientras corría, reflexionaba en que no recordaba como había llegado al Circo…solo sabía por rumores en el circo, que siendo un infante, “Don Meloso” con engaños a su madre lo robó, ofreciéndole estudios, mas solo se lo llevó para explotarlo. ¡Ahora corría por su libertad, pero tenía miedo! ¡Nunca había trabajado en otro lado, y no sabía si lo aceptarían….con su

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condición física: Por eso le decían “El Infante”, porque…. ¡nunca crecería! Había nacido con acondroplasia, un trastorno genético del sistema óseo que es evidente desde el momento del nacimiento. El no entendía mucho de esto, solo sabía que le gritaban “¡MUÉVETE ASQUEROSO ENANO”! “! ENGENDRO DEL DEMONIO!”¡Inesperadamente, un fuerte grito en el autobús, lo trae de golpe a la realidad! Es el chofer anunciando y gritando a voz en cuello: “! Pasajeros llegamos a la terminal… última paradaaaa!” “El Infante” suelta el aire contenido, siente alivio y relaja los músculos al comprobar que el grito no es de “Don Meloso”, sino del chofer, avisando el final del recorrido. ¡A una cuadra, la terminal de autobuses foráneos, lo llevará de regreso a casa! En los alrededores, hay mucho movimiento, gente que trasborda, gente que camina y vendedores ambulantes.Cae en la cuenta de que estaba tan absorto, que no supo donde bajó “El Catrín”, quizá aún relamiéndose su pelo engomado, o el señor de las verduras, que presume se bajó cuadras atrás en el mercado, y “Doña Maquillajes”, que tal vez feliz, se fue a ver a algún enamorado. El hubiera querido agradecerle la dulzura de sus ojos… Algo en su interior se sentía feliz de haberse escapado, de dejar atrás el sentirse “medio vivo, estando medio muerto” ¡Estaba decidido!“El Infante”, desaparecería en ese autobús. ¡De ahí bajaría con orgullo Rodrigo, de ahora 11 años y aspecto de 6! El autobús de detuvo. Al fin, había llegado a su destino. Estaba por bajar, cuando escuchó unos pasos presurosos tras de él. ¡Intentó correr, pero los pasos se aceleraron! ¡Sintió dos manos que le sujetaban por la espalda y casi le impedían respirar... se quedo helado!! ¡Su alma gritaba que esto no podía terminar así! ¡Lucho con todas sus fuerzas intentando liberarse! Entonces escuchó una dulce voz diciéndole: -“¡Hijo! ¡Hijo, soy yo, tu madre!-¡Han sido años de buscarte y al fin te encontré! ¡En el Circo me impidieron entrar! Ya entrada la noche regrese con la policía, encontrando a “Don Meloso” muerto, de una congestión alcohólica. ¡Me sentí desesperada, porque solo el podía decirme qué había pasado contigo! ¡Nadie sabía nada! ¡Lloré mucho! Al subir al autobús en la terminal, me tapé con mi gabán y me quedé dormida…no supe a qué hora subiste tú! Desperté cuando el chofer gritó “! La parada!”, y entonces… ¡Mi alma y mis ojos te vieron!”¡Rodrigo se abrazó a la eternidad de su madre! A su pequeña y dulce figura, tan pequeña como la de él!-“! Hijo mío, eres mi más grande tesoro, nunca olvides que eres grande aún cuando te sientas pequeño!” – -“¡Señor conductor, muchas gracias!” – coincidentemente expresan al unísono! El conductor del autobús, sonríe emocionado, mientras observa a las dos diminutas siluetas, que abrazadas fuertemente, ríen bajando ágilmente los escalones del autobús.! El cielo gris, se ha desvanecido…. ahora es radiante, tan radiante como sus rostros!Rodrigo está en paz. Nunca más se considerará un engendro, o un ser amorfo. Ahora se valora y sabe que es un chico como cualquier otro, un SER HUMANO, como Tú, como Yo, luchando por su derecho a ser tratado con amor, respeto y dignidad. ¡Luchando por su derecho a LA LIBERTAD!

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Clase XXXVII. El racconto

Nora Avalle

Lo que me hace falta

Allá va el Eugenio con sus cabras ¡Qué se joda! Seguro se le va a escapar la negrita.

Retobada la negrita, como yo, que dije basta y listo y cuando vayan a buscarme para los

mandados se encontraran con nada, que lo único que les dejo es el perro, porque el

chofer me lo dijo bien clarito, sin animales, que bastantes animales cargo todos los días.

Lo dice por nosotros, los de Iruya, lo sé bien. El cree que porque soy chico no lo

entiendo, pero me hago el sonso para que ni se acuerde de mi cara , porque seguro

mañana le van a preguntar si no subió el Nico, y mejor que no se acuerde, que para eso

me calcé una gorra con orejeras, para que no me delaten mis orejas, que así me han

quedado de tantos tirones- Para que aprendas so burro- y como soy el más chico todos

se abusan, mi hermano, mi tío y mi abuelo, que si estuviesen mis padres otro sería el

cantar.

Ellos tomaron este mismo colectivo y miraron este mismo camino que se alarga como

una cinta que nunca termina y bajaron en una gran ciudad para juntar plata y

comprarnos lo que nos hace falta. Y yo me puse a pensar que si mi abuelo no hubiese

vendido los dos cabritos, que eran míos, porque yo los cuidé desde que salieron de la

panza; si mi hermano me devolviera la pelota de trapo que me escondió para que no me

la pase callejeando; si no me mandasen todas las noches a tironear de mi tío para que

vuelva a casa y deje de chuparse en los boliches, yo sería feliz y lo único que me haría

falta sería que ellos vuelvan. Quiero sentir el olor del pan caliente en el horno de barro y

a papá silbándole a la manada para guardarlas en el corral, si no nos falta nada, eso les

quiero decir cuando los encuentre.

Nora Avalle

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Sisinio Hernán Aguilar Clase XXXVII. El racontto

Émerson y el autobús

El carro arrancó levantando una polvareda. Subí junto a los otros chicos de mi edad y no pagué pasaje. El chofer pensó seguro que era hijo de alguna de las mujeres que acababa de subir con sus bultos. Pero luego empezó a observarme por el espejo retrovisor. Estaba cómodamente sentado detrás del chofer y hacía lo mismo: le veía en el retrovisor de rato en rato sus lentes oscuros de sol y sus dientes blancos de conejo, enormes, que resaltaban.

Era la primera vez que iba en autobús a visitar a mi abuela. Siempre me habían llevado mis padres a caballo cuando todavía no había esta carretera. Me sentía por eso, un poco extraño allí sentado junto a las mujeres que iban con sus hijos y llevaban consigo animales y enormes bultos envueltos en paños de colores.

–Me marea este movimiento veloz de los árboles, de las paredes blancas de las casas que pasan como en una película.

El autobús da media vuelta en una curva y sube. Los tejados se ven ahora rojos desde aquí arriba. Al frente, en la quebrada, se ven los cañaverales, los carrizos, el río, las chacras con alfalfa y vacas. El autobús va lleno de pasajeros por la cuesta, se para un instante, baja un pasajero frente a una casa. Estoy cómodo aquí; se puede ver todo mejor que desde un caballo.

Estoy yendo a la casa de mi abuelita. No me dice nada el chofer, me mira nomás. Pero si me dice algo yo le diré –estoy yendo a la casa de mi abuelita, ella le va a pagar. Ella tiene vacas lecheras, mantequilla, quesos y muchos animales. Su finca se llama la Fronda. Si me pregunta le digo que me bajo en la Fronda. Ya sé ir ahora en autobús, es más fácil que ir a caballo. Los caballos siempre están ocupados. Mis papás salen muy temprano a caballo y vuelven muy tarde, casi nunca los veo. Cuando los veo casi siempre están durmiendo. Ya no me llevan a visitar a mi abuelita como antes.

Es tarde y tengo hambre. Mi abuelita María es muy buena y tiene de todo: Pan recien horneado, queso fresco y muchas cosas ricas. En su casa puedo jugar con otros chicos, puedo ir a pescar al río, subir a cojer guayabas y lúcumas. Por eso me gusta ir a la casa de ella, y me gusta también ir a ver a las mujeres que ordeñan las vacas. Ellas se ríen cuando me ven. A veces me dan leche rica y caliente directamente de las vacas. Lo único que no me gusta son las culebras.

En el autobús algunos duermen, suena el rugido del motor, parece como si renegara el motor. Hace mucho calor, el sol quema, se ve pasar a un hombre con sus instrumentos de labranza y arrea un burro. Se para un instante el autobús; el chofer habla con el hombre. Parece asustado el hombre, habla de las culebras, el chofer se ríe.

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–Creo haber visto la punta del rabo de una culebrita de colores en el autobús, pero mejor no digo nada, ha sido quizás un tejido de lana de colores.

Muchos ya se bajan del autobús, ya casi nadie queda. El último pasajero también se baja y quedo solito. El chofer me mira. Parece decir: –La facha que trae éste.

–Tú no pareces vivir por aquí. Dime una cosa: ¿Adónde vas, ah? –A casa de mi abuelita –le contesto.–A casa de tu abuelita ¿No? ¿Y dónde vive ella?–Vive en la Fronda, –Y ¿dónde está eso?–Por aquí cerca, nomás. –Es la primera vez que vas en carro ¿No es cierto? –me pregunta el

chofer. –Sí, siempre he ido a caballo. Ahora no encuentro la entrada.–¡Ah! la carretera la borró –dice como burlándose.

El chofer frena frente a una casa y pregunta por la Fronda. Le contestan diciendo que eso queda más abajo.

–¡Abajo! Ya nos pasamos entonces. Oye chico, tú me debes, ¿Ah? Ya te traje hasta aquí. Ahora, vete a pie. Yo no tengo mucho tiempo. –Sí, pero yo creo que en su carro hay una culebra –le advierto.–¿Qué cosa dices? ¿Una culebra? Mira, eso me lo tienes que aclarar. ¿Por qué dices que hay una...¿Cómo es la culebra?–Negra, amarilla y roja: un coralillo –le contesté.–¡Un coralillo en mi carro! ¡Estás soñando! ¿Sabes lo que estás

diciendo? –Sí, pero es chiquita, nomás, no es grande. –le aclaré.–Y cómo sabes que está en mi carro –dijo él.–Estaba debajo de un asiento hace una rato. Las conozco, ahora han aparecido en las chacras y beben la leche de las vacas, de la gente también –añadí. –Tú me estás tomando el pelo. Yo quiero que inmediatamente me saques esa culebra si es que hay una aquí ¿Ok? Después veo si te puedo llevar incluso a la casa de tu abuela.–Ya, pero necesito un pedazo de caucho y candela –le contesté.–¿Para qué? –Para hacerla salir, pues. Se ha escondido debajo de un asiento.-¿Cuándo la has visto? ¿Cuándo subieron esas mujeres con bultos? –preguntó él.–Sí, y con sus lecheras. Seguro que las atrajo la leche –traté de

explicarle.–¡Cha’ su ma, carajo! Y ahora quieres un pedazo de caucho y con fuego. ¿Quieres incendiarme el bus? ¡Tengo llantas, pero no me voy a poner a cortarlas por las puras alverjas!–Llévame a la casa de mi abuelita. Ella tiene lo que necesito para sacarla de tu carro –insistí.

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–¡Ay, carajo! qué jodido eres tú. Bueno, ya está, vamos. La mala hora en que vine por estos parajes lleno de víboras. Vamos rápido, antes de que nos pique esa víbora que se ha metido aquí. Y como que me mientas, carajo. Yo le hago pagar caro a tu abuela por haberte subido sin boleto a mi carro. –Seguía maldiciendo él.

El autobús dio la vuelta después de varias maniobras y partió de bajada hacia la quebrada donde crecen la caña y los carrizos. Allí donde se encuentra la Fronda, la finca de mi abuela.El sol estaba por ocultarse entre los cerros. Reconocí algunas casas y árboles al borde de la quebrada. Escuché el ladrido de los perros. Me alegré.Pronto llegaré antes de que oscurezca. Llegaré, llegaré. ¡Ya estoy llegando! Gracias a esa víbora que viaja a lo mejor dentro del autobús.

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Clase XXXVII El racontto.TRAS EL CRISTAL.Victor hugo pacheco nava.Pegado a la ventanilla no se trasluce aquello ocurrido en años anteriores, o en el vientre materno, el autobús no detecta siquiera el escurridizo sudorcillo de las manos ni de la frente; si acaso el operador remira al instante por el espejo retrovisor a la señora con sombrerito de bisutería incrustada porque cuando aquel niño subió por los escalones de la unidad con su sombra desdibujada y sin la compañía de mama como cualquier otro entonces aquel joven que escucha música ayudado por sus audífonos intuyó algo no muy bueno pero lo deja pasar, muy parecido pues a los actos cotidianos que acontecen en la calle, ora en la parada de las rutas urbanas ora detrás de los frios cristales del bus, pero ya pronto seran las 8 de la mañana y se hace tarde para llegar a la universidad y el mismo que conduce desvia la atención sucedánea sobre la muchacha con gafas obscuras y de bubis semidescubiertas por la blusa ajustada, se evidencia el estado inconsciente en que se encuentra, en pleno periodo de sueño; casi en el cabeceo con el bolso a la deriva sobre sus piernas. Sin embargo solo deseo salir de casa y no regresar nunca, los golpes del señor que me pega y no es mi papa ¡ Maldito seas! Pero ya vendría la complaciente cara de mama Franka, solo observa mis lagrimas para decir ¡Anda estúpido que bien te lo buscas!. y ahorrate lloriqueos, mañana acudiremos a la boda de la tia Evangelina.Esa noche me pregunté por que moriría el abuelo Evaristo, si acaso mama no se acuerda de el. ¿Cuántos pasajeros eran cuando aborde? Uno, dos, por tres además, ya no recuerdo como resolver una multiplicación, y la profesora mira por arriba de mi cabeza y solo imagino que chistea en sus adentros al saber que nunca pongo suficiente atención en clases.Solo creo en el parecido físico de la señorita de gafas obscuras a una de las alumnas de grado superior, oye cabron no te gustan las niñas y cuento con fortuna al ver a Iñaki convulsionándose en el centro del patio de la escuela con otro de sus ataques epilépticos. Es que me da mucha pena el pobrecito.¿Qué es un proxeneta? El afán de ver el escote.Anda no digas nada y Patxi sube la falda a esa señora desconocida y rie, tantas veces que los jadeos quedan tras la puerta y ya no me pegues en la cara Patxi.Porque siempre le pega a las mujeres, pera esta ocasión lo pille tan borracho que sin querer le he dado en los bajos y después en la cabeza con la misma botella vacia de cerveza junto al televisor encendido donde el equipo rojo ganaba 2-1, todo un bruto decía mi abuelo – Mira hijo, hay cosas que es mejor no saber y seria mejor estuviese tu padre Que en paz descanse. Vaya con la loca de tu madre- ( creí escuchar entre farfullos). El estrepito del tren urbano después del siga por el cual paró en seco, el rostro frio, pegado al reflejo. Corri cuando cayó el tercer gol coincidiendo con la abundancia de sangre mientras reia y me dice eufórico asi como el domingo anterior ¡Viste, estos son los partidos de fut que deberían repetir en la tele! Y maldice y todas las bocas de vasos se abren y son unas putas, en ellas dice que esta Franka. Te haré un hombre.Disfrutamos en un momento único,

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pletórico; el gol de botepronto, la furia de los hinchas asomando sus ojos ligeramente perdidos por las alambradas.-El pasaje ya subió amigo- un anciano solo consigue atisbar al extraño que baja en esos momentos blasfemando improperios al conductor e insulta al que va escuchando música pero no logra despertar a la mujer dormida. Avanza tan rápido.Es bonito darse cuenta que la calle permanece vacia, en la escuela decían en la importancia de estar a solas pero mi mama Franka de seguro me espera con la prometida rebanada de pastel, la taza de chocolate calientito para estar frente a la T.V. juntos viendo el programa de trenecitos, no se percata que me gusta la vecina, con su cabellera rubia, silueta de coca cola cual si hablaran los vagos de la esquina tocándose el pito con su mano ¡ Dios que de esto no se ve todos los días! Mientras veía que la llevaban a rastras por el lado oculto del callejón. A mama no pienso decírle ahora que recibo el plato entre mis manos, que nos casaremos algún dia, diez años son nada y lo se desde que dejó tocar su pierna descubierta para ser parte de su lista de novios, por supuesto, porque no consigo dormir ahora. -Oye hijo, hasta aquí llegamos, te quedaste dormido.-Atino a creer que Patxi me ha seguido y esta del otro lado del cristal, ahí para desquitarse tal cual los perros con rabia ladrando posesos entre las azoteas, muerden afanosamente, con deseo de llaga abierta sin ningún vecino cerca para pedir ayuda, mascullan cristales finamente rotos al lado del terreno baldio en pos de cobrarse el botellazo propinado hace media hora.

Victor hugo pacheco nava.

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El mismo tipo de miedo

Juan Carlos Esquivel Soto

Por fin me voy a sentar. Llevaba horas camine y camine, hasta que de plano no me pude aguantar más y me puse a pedir aventón a las ruteras. Casi todos los choferes me mandaron a la goma cuando les hacía la parada y se daban cuenta de que no traía dinero, hasta que me encontré con uno que se portó suave y me dio chance de subir.

Espero llegar pronto a la Central Camionera y ahí subirme a uno de los camiones foráneos, pues pienso ir a la playa. No sé nadar, pero no le hace. A lo mejor hasta aprendo mejor yo solo que con los gritos y golpes de Armando. Siempre me trata mal, como aquella vez en que me dijo chingadera y media por no aprender a flotar en la alberca del DIF, delante de todos. Y lo peor es que mi jefa ni le decía nada, es más, hasta me echaba la culpa dizque porque soy yo quien nomás está esperando el momento oportuno para molestar, que porque no lo acepto, que debería ser más agradecido, que debo aprender de mi hermanito Julio que ya hasta juega con él...

El camión hace una parada y de pronto siento que la sangre me sube muy rápido por el tronco y los brazos, pues acaba de subir Armando. Entonces me hago el tonto volteando hacia la ventanilla. Lo veo de reojo que camina buscando asiento, y siento cuando pasa junto al mío. No quiero mirarlo, pues se me figura que si no me ha visto y de repente lo volteo a ver, va a sentir la mirada y acabará por encontrarme. Pero avanza hacia donde estoy. Aprieto los ojos esperando que me agarre del brazo y me levante de un tirón, regañandome otra vez delante de la gente por haberme ido... entonces se sienta atrás de mí, y aunque ahora siento que la sangre me corre normal otra vez, no dejo de sentirme un poco nervioso. Entonces giro la cabeza muy disimuladamente para alcanzar a ver a quien se sentó atrás. No es Armando. Es un pasajero más, aunque se le parece mucho. Cuando nota que lo veo, hasta me sonríe.

Vuelvo la vista hacia la ventanilla y veo la gente en la calle: los estudiantes de secundaria con sus uniformes, los empleados que van apurados de un lado a otro, los vendedores ambulantes, la gente esperando en otras paradas de camión y los puestos de comida. En uno así trabajaba mi papá. Vendía tortas de colita de pavo, de jamón con queso, de queso de puerco, de milanesa y bistec. Las hacía muy sabrosas, por eso siempre tenía clientes. A veces no se la acaba con tanta gente, y entonces me mandaba llamar para ayudarle. Siempre me pagaba, tanto con dinero como con una torta de lo que yo quisiera, pero solo una, para no afectar el negocio, decía él.

En cambio Armando me trata muy diferente. El siempre se la pasa ninguneandome, haciéndome creer que no valgo nada, que soy nada. No sé por qué. Lo curioso es que con mi hermano de cuatro años se porta de otro modo. Porque es cierto lo que dice mi mamá: hasta juega con él. Será porque está chiquito todavía, o no sé. El caso es que parece que mientras más grande sea uno, más mal lo trata. Lo digo porque una vez que mi mamá y yo estábamos jugando Monopolio hasta noche, nomás oímos los pasos de Armando en la calle y guardamos todo rápido y apagamos la luz para que creyera que ya nos habíamos dormido. Cuando entró, a pesar de la luz apagada, y del silencio que guardábamos, se acercó a mi mamá y la despertó diciéndole que “tengo ganas de ahorcarte”.

Por eso el miedo es algo que yo sé identificar muy bien. De hecho, creo que hasta lo divido en tipos y categorias. Y el miedo que sentí aquella noche, es igual al que sentí hace apenas un ratito, cuando creí que Armando se había subido al camión.

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EL PERMISOSonia María Pérez

No le fue tan difícil, como creía Susana tomar el transporte público. En los autobuses no les importa si eres niño, o pensaba ella que ya contaba con la edad permitida. Por momentos sintió que era el centro de atención de todos, una niña sola, de su cuenta, en una parada de buses, eso no era normal, por lo menos a ella le parecía que no lo era. Nunca había usado ese medio de transporte. Tenia entendido que era muy malo, en realidad no se parece a los carros de su casa, ni a aquella Van enorme de su tío Teo, donde todos cabían en un solo viaje para ir de paseo.

- Aun no deben haber notado nada, pensaran que entré al colegio como de costumbre, tengo toda la mañana para llegar. No pueden tratarme así. Merezco por lo menos que me escuchen y en todo caso que me den razones más lógicas. No tiene nada de malo querer ir con mis amigos un fin de semana a la playa.

Se fue relajando, lo de que era el centro del mundo, eran ideas de ella, si se fijaba bien no era así, sino todo lo contrario, era normal estar en la parada esperando el autobús, cuando subió ya tenia el dinero exacto, tomó la previsión de tomar el sencillo, había escuchado a su compañera de escuela, Yubiri, cuanto le costaba el pasaje, solo lo confirmo con la señora que tenía enfrente en la fila, esta sugirió que tuviera menudo, pues los chóferes son muy antipáticos cuando les dan un billete. Así que embarco sin inconveniente, busco los asientos delanteros. por si tenia que preguntarle algo al conductor. Igual le pareció que las personas que estaban al fondo no eran muy agradables, todo eso en una sola mirada. Podía estar equivocada, así como su percepción de ser el centro del universo.

- Que yo sea la mayor, y además mujer, porque eso es lo que soy, no una mujer adulta, pero 14 años no es una niña que no pueda ir a un paseo y tomar cuenta de mis actos. No entendí cuando mi papa dijo, las niñas no van a esos lugares. La casa de playa de los padres de Jesús, ¿es un lugar prohibido? Pero claro que se lo dije, y se puso como un energúmeno, pero a ver, tenia que preguntarle. No me dio respuesta cierta, solo dijo muy alterado – No vas Susana, así que no insistas, ¿que se habrá creído? Que estamos en la época de las cavernas, mínimo me tiene que decir porque no le parece que es un lugar adecuado. No se atreve a decirme lo que realmente piensa, no es la primera vez que me prohíbe algo, pero ya esta bueno.

Estaba pendiente del camino, afortunadamente se conocía bien su ciudad, hace ya algún tiempo había tenido que prestar atención a las direcciones, antes sus padres la llevaban sin preguntarle, pero desde que tenias reuniones de trabajos del colegio, esos que son en equipos, prestaba atención por donde se llegaba, seleccionaban las casas de los compañeros en donde se podía estar mas a gusto, donde los padres no eran tan fastidiosos. Y si demás había una empleada que los atendiera mejor. Las casas preferidas para reunirse eran las de Carolina y Diego. Los padres trabajaban los dos, así que no estaban

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echándoles un ojo, para saber si avanzaban en la tarea, solo estaba la Carmenza en casa de Carolina y María en la de Diego, las dos mujeres de servicio, muy atentas, aunque las tortas de Carmenza son lo máximo.Susana, varias veces había visto pasar el autobús, de modo que tenia la certeza que estaba en la unidad correcta.

- Como se le ocurre a mi mama no apoyarme, ella que se la pasa contando como fue su juventud de animada, aun tiene amigas del colegio con las que sale a tomar café, vino, van al cine, al teatro, se reúne con ellas. Como es posible que coincidiera con el ultimátum de mi papa, alegando que no había seguridad en ese paseo. Nos va a lleva y nos trae el chofer de Alicia, eso fue lo que ella dijo. Pero aun no les había preguntado a sus padres. Ya tenemos planeado lo que vamos a llevar para comer, cada quien le pedirá a su mama, o a la empleada que preparare algo, por supuesto a Carolina le toca una de las tortas de Carmenza, y a Julio el pasticho de su Nona. El aporte de cada quien es para comprar las chucherías y refrescos. Por ahí asomo Jesús que en la casa de la playa hay ron, pero eso no hay que contarlo. Además no bebo licor.En un grupo de 15 jóvenes, bien que nos podemos cuidar unos a los otros. No somos niños.

Definitivamente la ruta era mas complicada en autobús, daba muchas vueltas, pero siempre se percato que estaba por las zonas cercanas.La ruta del autobús es por la avenida de mas transito, no era el camino que tomaban sus padres. También la demora era que se detenían no solo en los lugares indicados de las paradas, sino en cuanto lugar estuviese un peatón sacando la mano, el conductor paraba con la excusa del tráfico.

- Que difícil es conversar con los padres, pero es necesario que consiga ese permiso. Estoy segura que Luis me dirá algo, desde hace días me mira diferente, esta siempre cerca, me habla con mas frecuencia, antes era muy penoso, la veía pero no se le acercaba a conversar. Gracias al trabajo de ciencias sociales en casa de Diego, se animo a conversarle, al principio solo de la clase, ahora hablaban de todo. La llamaba por el celular, le escribe msm, y en las mañanas desayunan juntos. Hoy me debe extrañar, pero entenderá que tenía que faltar.

Salto del autobús en la parada, eufórica, camino una cuadra y media, abrió la reja de la casa, siempre estaba abierta, toco el timbre, sabia que a estas horas siempre estaba, sus salidas eran por la tarde a casa de la vecina para tejer, en estos días el cubrecama de la nieta que se casaba.Ya los ojos se le estaban inundando por el sentimiento de incomprensión.Se abrió la puerta y le brinco en los brazos.

- Abuelaaaaaa….. Ayúdame!!!!!

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Un día, Mateo

Como un día cualquiera, aunque no exactamente, Mateo mira por la ventana del autobús. Todas las mañanas, el mismo recorrido. Hoy también. La diferencia: el interior de su mochila. Ni cuadernos, ni libros, ni lápices. El pantalón gastado que lo acompaña desde que tiene esta estatura, hace medio año cuando cumplió sus quince, una camisa a cuadros y un par de medias de lana, por las dudas. Odia tener los pies fríos. En los viajes anteriores, sus ojos se concentraban en las lecciones del día. Hoy mira por la ventana. Los entrecejos fruncidos, los gritos livianos de algunos niños, los peinados despreocupados de jóvenes estudiantes. Hay otras gentes en la ciudad.

Imaginó tantas veces este día. Saludó a su madre con un beso, que tengas un buen día Mateo y se fue. Hijo del medio de una familia normal. Bueno, así la llama su padre. Mateo sonríe y cumple. Buen hijo, buen alumno, buen hermano. No acostumbra a hablar. Partes de su cuerpo se le escapan de control y sufre una serie de enfermedades indefinidas. Cómo explicar los ruidos de sus entrañas a una madre que espera de él los ademanes correctos. Cómo mostrarle su incomodidad a un padre que permanece tranquilo frente a su silencio. Mateo no trae problemas. No como Camilo, el hermano mayor que se rebela frente a los pedidos de sus padres. Y mucho menos como el gurrumín que divierte a tíos y parientes lejanos con sus virtudes artísticas. Mateo calla y se dedica a agradar a quien esté cerca. Teme quedarse solo y para siempre. Desde muy pequeño quiso estudiar baile clásico. Pensó que podía ser como ese bailarín, protagonista de una película que vio una de esas tardes con sus primas. Imaginaba saltar por los aires, tener la fuerza suficiente para sujetar a una mujer y girar con ella. “No fantasees, Mateo”- era la respuesta de su padre. Una tarde, escuchó a la madre hablar en voz baja con su abuela: “me parece que Mateo es demasiado sensible”. A partir de allí, esa frase funcionó como una sentencia. Cuida cada gesto para no demostrar su sensibilidad. A la par que se agrava el tono de su voz, guarda para sí todo resto de dulzura. “Ya es un hombre”- dice frecuentemente su padre orgulloso.

El autobús está casi vacío. Sólo una banda de cinco chicos de no más de doce años hablan a la vez. Parecen no escucharse entre ellos. Mateo siente una opresión en el pecho. ¡El boleto! Mateo se sobresalta. Un hombre vestido de uniforme, con unos grandes bigotes le pide su boleto. Mateo teme que se dé cuenta. Que sus ojos delaten ese miedo mezclado con la fuerza de su deseo. Huir. Empezar una nueva vida. No era la primera vez que lo intentaba. Una mañana de invierno, hace dos años, Mateo había tomado la decisión de irse de su casa. Ya no podía soportar esa excesiva aprobación de sus padres. Casi indiferencia. Cada tanto, Mateo se esforzaba por mostrarles que no era perfecto, una nota no tan buena en la escuela, una pelea con algún amigo. Pero rápidamente unas palabras cubrían de nada cada situación: “No imagines lo que no hay, Mateo. Está todo bien.” Era una mañana de invierno. Mateo puso las medias de lana en su mochila y un sueter. Llevó su libro preferido, para no sentirse tan solo, y como todas las mañanas, saludó a su madre y se marchó. Estaba cerrando la puerta de su casa, cuando escuchó su nombre: “Mateooo” Era su madre que con un simple gesto le arrojaba un beso. No pudo escaparse. Volvió después de la escuela con la ilusión de otros gestos. Pero su madre, tomó la forma del padre y empezó a enorgullecerse de la presencia del incipiente hombre.

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El recorrido del autobús llega a su fin. Mateo sigue sentado en el mismo asiento que cuando inició el viaje. Mira por la ventana. Las gentes parecen haber terminado sus días. Las calles solitarias se oscurecen cada segundo un poco más. Fin del trayecto, grita el conductor. Mateo separa su rostro del vidrio, ya frío del atardecer. Baja con su mochila al hombro. Ni alegre, ni triste. Como solían decirles sus padres: nada. Y comienza a caminar sin rumbo esperando que brote por fin algo desde su interior.

Laura Duschatzky

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