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Una Flor Blanca en el Cardal Página 1 UNA FLOR BLANCA EN EL CARDAL Carlos B. Delfante

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Las páginas subsecuentes no tienen por intención querer describir una nueva investigación histórica y patriótica sucedida en la Banda Oriental del siglo XIX, y si, seleccionar y unir fragmentos de una fantasiosa novela que ha estado repleta de intrigas, maquinaciones, amores y contubernios políticos y sociales, ocurridos durante un periodo pos independencia de la República Oriental del Uruguay, donde los intereses personales de muchos de los personajes de la historia Montevideana se mezclaban con los dividendos públicos y gubernativos de esas décadas; y en la cual, muchos de esos mismos actores, intentaban sacar algún provecho al estar bajo la presión e interferencia ejercida por las fuerzas imperiales externas.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 1

UNA FLOR BLANCA

EN EL CARDAL

Carlos B. Delfante

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Si hubiera una nación de dioses,

éstos se gobernarían

democráticamente; pero un

gobierno tan perfecto no es

adecuado para los hombres.

Jean Jacques Rousseau

El político se convierte en

estadista cuando comienza a

pensar en las próximas

generaciones y no en las

próximas elecciones.

Winston Churchill

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ÍNDICE

Preámbulo de una Efeméride 5

1ª Parte – La zaga de los caudillos-gobernadores 10

2ª Parte – Algunas flores nacen a la sombra de… 96

3ª Parte – Un ejército sin oposición… 209

4ª Parte – Finalmente florece el Cardal 260

5ª Parte – Candilejas y Titilaciones de la Unión 320

6ª Parte – Una simiente que hizo florecer el Cardal 369

Bibliografía 469

Biografía 471

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Cuando la lucha entre facciones

es intensa, el político se

interesa, no por todo el pueblo,

sino por el sector a que él

pertenece. Los demás son, a su

juicio, extranjeros, enemigos,

incluso piratas.

Thomas Macaulay

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Una Flor Blanca en el

Cardal

Preámbulo de una efeméride

Las páginas subsecuentes no tienen por intención

querer describir una nueva investigación histórica y

patriótica sucedida en la Banda Oriental del siglo XIX, y si,

seleccionar y unir fragmentos de una fantasiosa novela que

ha estado repleta de intrigas, maquinaciones, amores y

contubernios políticos y sociales, ocurridos durante un

periodo pos independencia de la República Oriental del

Uruguay, donde los intereses personales de muchos de los

personajes de la historia Montevideana se mezclaban con

los dividendos públicos y gubernativos de esas décadas; y

en la cual, muchos de esos mismos actores, intentaban sacar

algún provecho al estar bajo la presión e interferencia

ejercida por las fuerzas imperiales externas.

Se trata más bien, de una modesta recopilación de

datos y referencias históricas, que se inician con el afinco en

el país, a principios de ese siglo y fines del anterior, de los

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laboriosos y aguerridos emigrantes peninsulares europeos,

que sin lugar a dudas, fueron los responsables por las

ulteriores familias que se han ido ramificado notablemente

por los diferentes puntos cardinales de este terruño.

Todavía, pese a los pacientes empeños desplegados,

seguramente faltan al autor otros tantos datos y registros

importantes sobre el tema, pero se cree que por primera vez

se ha logrado ordenar las informaciones disponibles sobre

uno de los principales terrateniente de un determinado

territorio geográfico que dio origen al primer barrio extra

muros de la Ciudadela de la vieja Montevideo; material que

ha dado motivo para rescatar esta edición historiográfica

sobre una familia en particular.

Siendo así, es de creer que este libro interese a los

numerosos descendientes de varias generaciones de aquellos

intrépidos emigrantes europeos que, llegados con sueños de

prosperidad, incursionaron en este país durante una época

de constantes luchas, confusiones, refriegas, embrollos, e

los intricados laberintos de sus intereses particulares; y

quizás, la de alguna otra persona que, al leer las páginas

sobre las prontitudes de diversas personalidades e

idiosincrasias que se envolvieron en la trama, logren

descubrir entre ellas el nombre de tantos hombres y mujeres

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de coraje y progreso que han surgido allí durante esos años

difíciles, al estar ellos vinculados o arrastrados

inconscientemente en las actividades fundamentales que han

dejado su huella en esta Nación; gentes que posteriormente

cedieron, con honorabilidad reconocida, su nombre en

barrios, calles y plazas de la ciudad. Si así ocurrir, el

propósito de esta tarea ciertamente estará cumplido.

De acuerdo con lo antedicho, esta obra busca

desvendar parte de la olvidada historia de don Tomás

Basáñez, segundo hijo de un corajoso vizcaíno que a fines

del siglo XVII dejó su terruño buscando, como tantos otros

de sus compadres, mejores oportunidades de vida en las

lejanas tierras de América, lo que les exigió dejar tras su

partida, la familia, el bienestar y las constantes luchas, entre

ellas, la del Carlismo, un díscolo altercado que tanto daño

ha causado al legendario pueblo euskaro. Tampoco

podemos olvidarnos que quienes vinieron aquí desde

España, equivocados, ansiosos, vacilantes, creyeron tener el

derecho secular de expandir su dominio y poder, pues

buscaban en las Indias, sobre todo libertad y plenitud.

Sin embargo, este importante, subrepticio,

políticamente discreto y casi invisible figurante que

nombramos, supo colaborar y conducirse a la sobra de los

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hechos profesados por los prominentes caudillos de nuestra

Nación y, a la vez, codearse con otros tantos promisores

notables de la política nacional. Haber seguido sus pasos,

nos permite que ahora, un siglo y medio después, nos

sintamos capaces de desvendarle sus conquistas, y nos

permita descubrir que, con tenacidad y faro emprendedor,

finalmente, alejado de aquella parte de la conturbada ciudad

que lo vio nacer, intuir que supo triunfar, y dejar en el suelo

de aquel primer barrio montevideano, una prolífera

descendencia que terminó siendo testigo de su presencia en

el nuevo hogar que adoptó.

En lo que a mí concierne, siempre existieron dudas

sobre el comienzo de la ascendencia de su apellido en el

Uruguay, procedente de éste sagaz descendiente de vizcaíno

que, hasta la presente fecha, tan solamente se había apoyado

en narraciones deshilvanadas y destorcidas de la realidad.

Muchas de esas incertidumbres parecería que ahora

han sido develadas, otras, no en tanto, aun permanecen

ocultas y carecen de registros verídicos que nos permitan

elucidarlas. Pero eso ya será otra historia.

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Mapa de la Banda Oriental y entonces Territorio de las

Misiones Orientales, o “Liga de los Pueblos Libres” en

1800, y parte de los Virreinatos de Perú y del Río de la Plata

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Primera Parte

La Zaga de los Caudillos-

Gobernadores

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La Importancia de los Caudillos

La gramática española es esencialmente rica en

expresiones, términos y vocablos a ser utilizados en, y para

las descripciones de los hechos o sucesos de cualquier

asunto o cuestión. Mismo así, yo no lograría establecer la

correcta imparcialidad para desarrollar los justos cometarios

de aquel periodo de transición que existió durante la

abolición de las divisas partidarias y el momento de la

vigencia integral de la Constitución que había sido

establecida en 1830, como si esa metamorfosis fuese una

fórmula finalmente encontrada para lograr desplazar a los

caudillos del poder político y de la dirección de los asuntos

de Estado, hecho muy notorio durante la llamada Guerra

Grande, y principal periodo histórico que aborda este libro.

Ciertamente, si me utilizase solamente de algunos de

ellos para así destacar a los principales copartícipes de tan

noble epopeya ocurrida en ésta República durante gran parte

del siglo XIX, probablemente cometería grave un error al

dejarme llevar por inclinaciones particulares que siempre se

ven arrastradas por la emoción. No en tanto, la licenciada

Ana Ribeiro escribe en el preámbulo de su libro “Historias

sin importancia”, que: “La Historia siempre es una

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 12

representación del pasado, que tiene con éste tantos puntos

de contacto y similitud como los que un mapa puede tener

con la realidad. Los mapas y la Historia orientan, pero no

dan cuenta de todo el paisaje; representan una unidad y sus

vías de ordenamiento y circulación, pero no dejan de ser

abstracciones que el hombre realiza para interligar el todo

caótico de la experiencia vital o histórica. Tanto el mapa

como cualquier Historia, en tanto son un todo, son modelos

que reflejan su finalidad por medio de la forma”.

No obstante, entiendo que, para encontrar una correcta

ubicación en el ambiente reinante durante tan conturbadas

legislaturas y los comportamientos personales de algunos

personajes, el correcto proseguimiento de la obra nos exige,

primeramente, introducirnos en un breve repase de las

biografías cronológicas e historiográficas de aquellos que

fueron los responsable por cuñar, algunas veces con risas y

fiestas, pero en la mayor parte del tiempo, con sangre, sudor

y lágrimas, todos sus afanes institucionalistas de libertad y

progreso.

Tal condición, será la que nos permitirá respetar de

cada uno de ellos, sus propios puntos de vista, y sus

determinaciones emocionales o no.

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Del mismo modo, se hace necesario resaltar que, al

gravitar otros tantos personajes notorios alrededor de las

sombras de estos caudillos, es compresible que tampoco me

sería posible nombrarlos a todos, ya que, con diferentes

grados de fecundidad y entusiasmo, todos los que

participaron en las frentes de batalla, en algún sórdido

rancho, o hasta en la oscuridad de algún salón o antecámara,

tienen el mismo grado de valoración, intrepidez y

responsabilidad, en los resultados que solidificaron la

Historia de la República Oriental del Uruguay.

De cualquier manera, las visiones perpendiculares de

cada uno de los personajes, serán presentadas sobre ópticas

de puntos de vista diferentes entre sí, haciendo que parte de

los relatos sean episodios observados en una escala menor

por donde pasaron los grandes protagonistas que han

dejando su vestigio de bizarría, permitiendo que a la zaga de

ellos surgiese la presencia de otros seres anónimos o de

aquellos que se encontraban ubicados en una segunda fila

por detrás de las frentes de batalla.

No olvidemos que el relato literario libera la lógica

retórica de quien lo escribe, pero este debe atenerse siempre

dentro de un cierto desarrollo cronológico primario, a donde

se van introduciendo explicaciones, influencias y pareceres

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sobre los rasgos de los actores sociales indicativos y de cada

uno de los individuos.

Al buscar elaborar esta obra sobre la óptica de tales

características, los grandes nombres o hechos de aquel

periodo belicoso, están presentes en lo macro de la obra,

buscando orientar al lector como lo hace un mapa, pero sin

necesidad de violentarlo con la narración.

Juan Antonio Lavalleja

Al nominar este personaje, entendemos que su

carismática personalidad, corresponde a la de un exacerbado

y corajoso militar, juntamente con la de un destacado

político uruguayo que nació en el poblado de Santa Lucía,

Departamento de Minas, en el año de 1784, y que ya

entrando en su apogeo, viene a fallecer en la ciudad de

Montevideo, en 1853.

Los registros nos cuentan que era hijo de un

acomodado estanciero llamado Manuel Pérez de La Valleja,

un emigrado ciudadano español, de Huesca, que se había

casado con Ramona Justina de la Torre, también española.

Retomando su historia militar, ya al final de sus

tiempos de ejercicio soldadesco, antes de encerrar su carrera

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militar, actuó junto al General Manuel Oribe, después de

haber tenido una destacada e importantísima actuación en

las primeras luchas por la independencia de Uruguay.

No obstante, respetando la cronología de los hechos,

en su juventud, Juan Antonio fue uno de los principales

lugartenientes de nuestro mayor prócer: José Gervasio

Artigas; y con él, se destacó por su palmaria acción en la

batalla de Las Piedras. Posteriormente, bajo sus órdenes,

también luchó en la guerra contra los portugueses, cuya

victoria en aquel entonces, implicó la anexión de la Banda

Oriental a Brasil.

Apenas iniciada la Revolución Oriental de 1811 que

fue acaudillada por Artigas, Juan Antonio Lavalleja se

incorporó a la causa y tomó parte en las principales acciones

militares desplegadas hasta 1818. Ese mismo año, durante la

guerra con Brasil, fue hecho prisionero y enviado a la Isla

de las Cobras, en Río de Janeiro, donde se vio obligado a

permanecer hasta fines del año 1821.

Empero, en 1823, determinado y sediento de acción

por las ínfulas libertadoras, volvió a su Patria y terminó por

unirse al movimiento revolucionario iniciado por la logia

masónica “Caballeros Orientales” y el propio Cabildo de

Montevideo, donde entonces se ambicionaba obtener la

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 16

independencia de Brasil. Pero, fracasado ese intento, tuvo

que partir al exilio, dirigiéndose a Buenos Aires.

Fue allí en tierras vecinas que, en 1825, preparó,

emprendió y dirigió con gran denuedo, a un puñado de

aguerridos compañeros, lo que a la postre fue denominado

como: “Cruzada Libertadora de los Treinta y Tres

Orientales”, gesta que buscaba nuevamente liberar a

Uruguay de la dominación brasileña.

Fue entonces que, contando con su firme liderazgo, se

dio inicio al proceso de independencia de la Banda Oriental,

y consecuentemente, la pronta incorporación de estas, a las

Provincias Unidas del Río de la Plata.

Sin embargo, tres años más tarde, se vio obligado a

intervenir en la guerra del Imperio de Brasil con las

Provincias Unidas, a cuya finalización, se reconoció la total

emancipación uruguaya en la Convención Preliminar de

Paz, firmada en 1828.

Apenas iniciada esta nueva etapa por la lucha por la

liberación nacional, Lavalleja exhibió un severo afán

institucionalista, llevándolo a promover la creación de un

órgano legislativo que fuese capaz de decidir el destino del

país, a través de una fecunda y prolífera elaboración y

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dictámenes de normas sobre los temas prioritarios para la

época.

Por ese tiempo, fue nombrado Gobernador y Capitán

General de la Provincia Oriental del Uruguay, puesto que

ocupó en dos ocasiones (1825 y 1830); y también fue

asignado como Jefe del Ejército de Operaciones de las

Provincias Unidas (Argentina), zona que estaba en guerra

con Brasil, por la independencia de Uruguay.

Su enorme fervor a la causa, fue lo que posibilitó que

Juan Antonio fuese el principal baluarte a contribuir para la

posterior creación del Partido Blanco, o Nacional.

En los años siguientes, percibiéndose descontento con

el rumbo político que tomaba la nueva Nación, protagonizó

varios levantamientos insurrectos contra el gobierno del

General Fructuoso Rivera, motivo éste que lo obligó una

vez más, a extraditarse. Al exilarse nuevamente en

Argentina, luego se vinculó a las huestes federales y tomó

parte en las guerras civiles de aquel país. En conclusión,

durante el periodo de la llamada Guerra Grande, ya siendo

sexagenario, retornó al país y acompañó a Manuel Oribe en

el sitio a Montevideo.

Reproduciendo aquí las palabras de Antonio F. Díaz

sobre aquel momento, apuntamos que: “El largo período de

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la Guerra Grande transcurrió oscuramente para él, siendo

apenas un residente más desde 1845 en el campo del

Cerrito, lugar donde Oribe tenía asentado su gobierno, y allí

pasó casi desapercibido y sufrió verdaderas privaciones

materiales”.

Terminado el sitio a Montevideo, después de la paz

del 8 de octubre de 1851, el General Lavalleja terminó

siendo dado de baja en el Ejército, y congraciado con el

puesto de Brigadier General. Poco después, el entonces

Presidente Joaquín Suarez, le confió la Comandancia

Militar de los departamentos de Cerro Largo, Minas y

Maldonado.

En el año 1853, el General aparece nuevamente en la

escena política por postrera vez, ya con el fin de apaciguar

los fogosos ánimos políticos surgidos momentos después de

la salida del Presidente Juan Francisco Giró. En este último

acto, el General Lavalleja fue designado miembro del

efímero Triunvirato que gobernaría la República, y del cual

participarían los Generales: Fructuoso Rivera y Venancio

Flores; pero antes de cumplir un mes en sus nuevas

funciones, falleció repentinamente mientras despachaba en

el fuerte del Gobierno.

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Al dar inicio a su carrera militar, Juan Antonio

Lavalleja había alcanzado el puesto de Capitán en el ejército

del General Artigas, nombrado Jefe de los Treinta y Tres

Orientales, y General de Sarandí. Seguramente, este

caudillo ha cincelado su nombre en la Lista de los Grandes

del Uruguay, donde una suma de hechos no menores, lo ha

consagrado como uno de los principales próceres

nacionales.

Posteriormente, en reconocimiento de su gesta, Minas,

la ciudad de su cuna, le erigió en la plaza principal, el 12 de

octubre de 1902, la primera estatua ecuestre levantada en la

República Oriental; y por ley del 26 de diciembre de 1927,

el Departamento de Minas tomó la denominación de

Lavalleja.

Mismo siendo éste un sucinto relato de los avatares

del General, aun nos queda por destacar que el día 3 de

setiembre de 1791, corresponde a la fecha en que nació Ana

Monterroso, una destacada figura de las luchas de la

independencia. Era hermana del sacerdote José Benito

Monterroso (secretario de Artigas), y que posteriormente se

convertiría en la esposa de Juan Antonio Lavalleja.

Un hecho inédito cabe matizar con relación al

matrimonio de estos. El enlace con su marido, se realizó por

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poderes (Lavalleja fue representado por Rivera), el 21 de

octubre de 1817, y ella recién pudo reencontrarse con su

esposo cuando éste aun era prisionero de los portugueses,

acompañándolo en su cautiverio y subsiguientemente, en

todas las empresas que el General abordó.

Ella falleció el 30 de marzo de 1858 en la ciudad de

Buenos Aires.

Como caso curioso, agregamos que la historia nos

cuenta que el 15 de setiembre de 1832, la policía de

Montevideo, por orden del General Rivera, trata de detener

a la señora Ana Monterroso, digna esposa del General

contendiente suyo.

En aquel entonces, esta recibió en su casa al piquete

que iba a detenerla, y rodeada de sus hijos (la mayor tenía

apenas 12 años), corajosamente les anunció que se haría

matar antes de permitir que la separaran de ellos. El oficial

que se encontraba a cargo del procedimiento, no se atrevió a

verificar si la amenaza perpetrada por ella era real, y se

marchó.

Hecho a seguir, el Gobierno se sintió obligado a

cambiar la pena por reclusión en el hogar. Ese mismo día

fueron arrestados más de veinte ciudadanos que acusados de

conspiración, fueron llevados a bordo de un pontón.

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José Fructuoso Rivera

Al mencionar este protagonista, encontramos una

persona de controvertida figura. Al igual que su

correligionario, él también era hijo de un poderoso

terrateniente de la zona de San José de Mayo, dueño de un

saladero; de modo que éste también perteneció el grupo de

los estancieros opuestos al monopolio de los comerciantes

peninsulares. Igualmente, destacamos que fue un brioso

militar y un no menos discutido político.

Nacido en Durazno en el año 1786, y fallecido en el

pueblo de Melo a su retorno al Uruguay en 1854, fue el

Primer Presidente constitucional del país, luego de haber

atesorado diversas participaciones en las luchas

independentistas. También fue unos de los fundadores de la

divisa colorada, o Partido Colorado.

Aun joven, se unió a la Revolución Oriental en el

interior de la Banda Oriental, en la zona de Minas, y

prontamente se destacó como pequeño caudillo en el centro

de la provincia. Acto seguido, se incorporó a las fuerzas del

General José Gervasio Artigas, y a sus órdenes, participó

también en la Batalla de Las Piedras (1811).

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Cuando Artigas y la división enviada en su ayuda

desde Buenos Aires, inició el primer sitio a la ciudadela de

Montevideo, Rivera fue destinado a intentar detener la

invasión portuguesa. Cuando ésta se hizo incontenible y el

gobierno porteño pactó con el Virrey Elío, Rivera se unió al

grupo de habitantes que participó del Éxodo Oriental,

siguiendo a Artigas para el Ayuí.

En entretiempo posterior, participó de una expedición

a las Misiones Orientales bajo las órdenes de Eusebio

Valdenegro y Fernando Otorgués, y luego se incorporó al

segundo sitio de Montevideo, a órdenes del Coronel Manuel

Pagola. Posteriormente, se retiró con Artigas cuando éste

enfrentó al General José Rondeau, hombre que seguía la

política del Directorio, o la de someter a las provincias a un

gobierno nombrado y dirigido desde Buenos Aires. Nacía

en ese momento el federalismo en el Río de la Plata.

Después de la toma de Montevideo por Carlos María

de Alvear, Rivera fue el Jefe de las tropas orientales en la

Batalla de Guayabos, donde derrotó a las tropas de Manuel

Dorrego. En sus filas, figuraban grupos de indígenas

charrúas y guaraníes. Las tropas de Dorrego huyeron en

desbandada, y poco después, el Director Alvear entregaría

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 23

el control de la Banda Oriental al General Artigas y sus

partidarios.

Mientras las fuerzas de Otorgués provocaban

desmanes contra los ciudadanos de la capital, Rivera

comenzó a ser percibido por un grupo de comerciantes y

“doctores”, que luego serían los aliados de los portugueses y

antes lo habían sido de los realistas, como si su figura fuese

la garantía de orden entre los caudillos de la zona rural.

Subsiguientemente, cuando se produjo la Invasión

Luso-Brasileña, a partir de 1816, Rivera secundó

inicialmente a Artigas, destacándose como uno de los jefes

que lograron algunas victorias menores. No obstante, fue

derrotado en la Batalla de India Muerta, en noviembre de

ese año, lo que permitió a los portugueses ocupar

Montevideo.

Históricamente, su actuación pública ha sido fruto de

mucha polémica. Algunos historiadores e investigadores

como Eduardo Picerno, señalan que:

“…ya desde el año 1816, cuando comienza la

invasión Luso-Brasileña, Rivera comienza a

desobedecer las órdenes de Artigas y a

manifestar su adhesión a la causa portuguesa

de un modo muy distinto a como lo hacía el

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 24

general Belgrano, que proponía el 9 de julio

del año 1816, a la Reina Carlota de Portugal,

como Reina de las Provincias Unidas del

Sudamérica…”

En efecto, mientras Manuel Belgrano buscaba

legitimar ante las potencias de ese momento, la total

independencia rioplatense ante la Santa Alianza y con lo

que tal alianza exigía, gobiernos monárquicos a pocos

meses de establecida la “Santa Alianza” y el

restauracionismo monárquico absolutista entre las potencias

del mundo (era el único modo que parecía viable en el año

1816), él buscaba como solución de compromiso, un país

rioplatense totalmente independiente.

Los registros cuentan que tras su viaje a Europa,

Belgrano notó que las potencias sólo aceptaban países

gobernados monárquicamente, entonces, la solución inicial

fue que la regenta Carlota asumiera como Reina de las

Provincias Unidas del Río de la Plata, siendo tales

provincias totalmente independientes de todo poder

extranjero y teniendo una monarquía constitucional.

Luego Belgrano se dio cuenta de lo infundado de su

optimismo en cuanto a una regenta que también ostentaba el

gobierno brasileño, y optó por una solución más audaz:

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 25

“que un inca –un descendiente de Tupac Amaru II,

probablemente Juan Bautista Condorcanqui Tupac Amaru,

último descendiente reconocido de Túpac Amaru II–, fuera

el “rey” nominal, limitado por una Constitución

democrática del nuevo extensísimo país constituido por los

estados rioplatenses”.

Absolutamente contrariado con la idea de Belgrano,

Rivera se sometió directamente a Portugal y luego al

Imperio del Brasil, convirtiéndose en uno de los oficiales de

Portugal y de Brasil en el territorio actualmente uruguayo.

A mediados de 1818, varios jefes artiguistas

comenzaron a cuestionar la estrategia defensiva de su Jefe.

El único oficial notable que no se pronunció en contra del

caudillo, fue Rivera, por lo que Artigas le entregó el mando

de las divisiones más poderosas. Esto causó la defección de

muchos de sus subordinados, entre ellos Rufino Bauzá y

Manuel Oribe, que pasaron a Buenos Aires. Por su parte, el

Director Supremo, Pueyrredón, desde Buenos Aires, le

ofreció el mando de las tropas orientales, desplazando a

Artigas. Pero Rivera no lo aceptó.

A continuación de su irreverencia contra el gobierno

de Puiyrredon, Rivera obtuvo algunas victorias menores en

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los combates de Chapicuy y Queguay Chico, pero fue

finalmente derrotado en la Batalla de Arroyo Grande.

Cuando ocurrió la derrota de las tropas orientales en la

Batalla de Tacuarembó el día 22 de enero de 1820, Rivera

se encontraba acampando en el arroyo de Tres Árboles. Fue

entonces que desde Mataojo (actual departamento de Salto),

Artigas le ordenó que se incorporara a su ejército. La orden

llegó tarde, porque a esa hora, Rivera ya había celebrado un

armisticio con el jefe portugués Bentos Manuel Ribeiro, y

esa circunstancia, lo llevó a desobedecer la orden dada por

el caudillo.

Rivera, en una carta fechada 13 de junio de 1820

enviada al gobernador Francisco Ramírez, posteriormente

descubierta por el investigador Eduardo Picerno, en sus

líneas se habría ofrecido para “ultimar” a Artigas, a quien

consideraba un “monstruo, déspota, anarquista y tirano”.

No en tanto, hay quienes, como Manuel Flores Silva,

que sostienen que esta carta, publicada originalmente por

Hernán F. Gómez en su clásico “Corrientes y la República

Entrerriana” (1929, Corrientes), se “justifica” en función de

todo el contexto, e insinúa que las dotes de Rivera como

“hombre político”, es lo que le permite permanentemente

adaptarse a las circunstancias del momento; pues tras la

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 27

batalla de Tacuarembó, Artigas se encontraba derrotado y

sin apoyo de Ramírez. A su vez, Ramírez había creado la

República de Entre Ríos, que incluía a los territorios de

Corrientes y Misiones, y mantenía estrechas relaciones con

Buenos Aires.

Meses después de Rivera firmar un armisticio con el

gobernador de la Provincia Cisplatina –dependiente del

Reino Unido de Portugal, Brasil y Algarve–, Carlos

Federico Lecor, se incorporó al ejército de Portugal, y junto

con sus soldados, vencida ya toda posible resistencia, lo

siguieron. En julio de 1821, formó parte del Congreso

Cisplatino que convalidó la anexión de la Provincia

Cisplatina a Portugal. A seguir, Rivera formó parte del Club

del Barón, germen del Partido Colorado.

Cuando el Imperio del Brasil anunció su

independencia de Portugal, Rivera secundó a Lecor, que

siguió al Emperador Pedro I en su intención de expulsar a

los portugueses de Montevideo. Bajo sus órdenes,

ingresaron algunos de los oficiales artiguistas que habían

sido liberados, como José Antonio Berdún y Juan Antonio

Lavalleja, pero en éstos, era más claro que, con su adhesión,

buscaban la independencia de la Banda Oriental.

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El cabildo de Montevideo invitó a Rivera a unirse a

ellos en la continuidad de la dominación portuguesa, con

la esperanza de que cuando finalmente los europeos se

retiraran, concedieran la independencia a Montevideo y su

jurisdicción. A la invocación del cabildo al patriotismo de

Rivera, éste les respondió que el patriotismo, es la

búsqueda de la felicidad de la patria, que eso era lo que él

entendía como sinónimo de paz. Según sus propias

palabras:

-“la Banda Oriental nunca fue menos feliz en

la época de su desgraciada independencia…”

En noviembre de 1823, las tropas portuguesas

entregaron Montevideo al General Lecor, que ingresó en la

ciudad y proclamó anexada la Cisplatina al Imperio del

Brasil. Una de las primeras incumbencias de Lecor, fue

otorgar a Rivera el título de Barón de Tacuarembó, y lo

nombró comandante de campaña.

Por su parte, en ese momento Lavalleja y otros

oficiales, ya habían partido hacia Buenos Aires. Desde allí,

lo invitaron a unirse a quienes buscaban la independencia de

la Banda Oriental, pero Rivera, en su arrobo, entregó esas

cartas a Lecor.

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Durante la invasión portuguesa y en los años que le

siguieron, las fuerzas brasileñas saquearon el ganado

oriental e instalaron saladeros con mano de obra esclava. En

consecuencia, la población pecuaria, principal riqueza de la

región, se redujo drásticamente.

Entre idas y venidas, en 1825 se produjo la ya

nombrada gesta de los Treinta y Tres Orientales bajo el

mando de Juan Antonio Lavalleja quienes, en lo que se

conoce como la Cruzada Libertadora, desembarcaron en la

playa de la Agraciada el 19 de abril de ese año.

Algunos documentos indican que el día 28 de mayo,

Lavalleja y Rivera se habrían encontrado en un rancho en

las cercanías del arroyo Monzón, ubicado en el actual

departamento de Flores. Allí se habría producido un abrazo

entre ambos caudillos, para sellar su unión en la lucha

independentista contra las fuerzas brasileñas.

No en tanto, existe controversia sobre la veracidad del

abrazo entre Lavalleja y Rivera. En aquel día, Rivera, al

servicio de Brasil y al mando de setenta hombres, habría ido

a enfrentar a Lavalleja en las inmediaciones del arroyo

Monzón. Pero éste habría sido capturado por los patriotas al

mando de Lavalleja, quien le habría ofrecido sumarse a los

revolucionarios bajo amenaza de ser fusilado.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 30

El general José Brito del Pino en su “Diario de la

Guerra del Brasil”, escrito durante esa campaña, expresó:

“…se pudo ir Rivera al galope, y cuando llegó, recién se

apercibió de su engaño y de que se hallaba prisionero de los

mismos que iba a combatir. Como al verlo, todos

desnudaron sus espadas, creyó que iba a ser muerto y lleno

de terror le dijo a Lavalleja: -Compadre, no deje usted que

me asesinen…”.

Otros registros que aparecen en la “Agenda Blanca”,

apuntan que el día 29 de abril de 1825, a las 11 de la

mañana, Lavalleja captura a Rivera, seis oficiales y más de

cincuenta soldados. Días después, en carta a su esposa Ana,

Lavalleja le relataría: “No te puedo pintar cual fue la

situación de aquel hombre cuando se vio entre mis manos,

me suplicó le librara la vida, a estas expresiones me

incomodé y le hice ver que no era tan ingrato como él...”.

Fuese lo que fuese lo ocurrido, lo que si sobreviene es

que entonces las fuerzas acaudilladas por Rivera se

incorporaron a las fuerzas patriotas comandadas por

General Lavalleja y por el después General Julián Laguna.

La incorporación de Rivera constituyó un hecho

fundamental para el éxito de la campaña, pues debido a su

enorme prestigio, fue lo que determinó que el alzamiento

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 31

contra la dominación brasileña se generalizara en todo el

territorio de la Banda Oriental. En pocos días, la expedición

ya contaba con varios miles de partidarios. El Congreso de

La Florida declaró el día 25 de agosto, la independencia de

la Banda Oriental y su unión con las demás Provincias

Argentinas a que siempre perteneció.

El 4 de septiembre, Rivera fue derrotado por Bentos

Manuel Ribeiro, el jefe de la caballería “gaucha” de Río

Grande del Sur, y futuro jefe de la revolución antiimperial

de los Farrapos; pero el 14 de septiembre logró el desquite

en la Batalla del Rincón, en que derrotó al coronel Menna

Barreto, quien resultó muerto.

Llegado el 20 de octubre, unidas las fuerzas de

Lavalleja y Rivera, el contingente logró la decisiva victoria

en la Batalla de Sarandí sobre el coronel Ribeiro. De este

modo se cerró el sitio sobre Montevideo.

Las victorias de Lavalleja y Rivera entusiasmaron a la

opinión pública de Buenos Aires y de las provincias del

interior, de modo que en diciembre, el Congreso de las

Provincias Unidas proclamó la reincorporación de la

Provincia Oriental. Este acto causó la declaración de guerra

de parte del Emperador Don Pedro, dándose comienzo a la

Guerra del Brasil. El Congreso respondió con otra

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 32

declaración de guerra y reunificó al país, eligiendo como

primer presidente del mismo, a Bernardino Rivadavia; éste

se dedicó a organizar un ejército capaz de enfrentar al

brasileño.

A principios de 1826, por orden del comandante

militar nombrado por Rivadavia (el General Martín

Rodríguez), Rivera atacó por segunda vez a Ribeiro. Pero

esta vez se negó a capturar a los fugitivos, y cuando

Rodríguez le ordenó perseguirlo hasta el río Cuareim,

tampoco obedeció la orden, e incluso, dio aviso al jefe

enemigo.

El 17 de junio, por exigencia de Lavalleja, Rodríguez

arrestó a Rivera y lo envió a Buenos Aires, informando de

lo sucedido. El Presidente ordenó arrestar a Rivera, pero en

el mes de septiembre, éste escapó hacia Santa Fe, donde se

puso bajo la protección del gobernador Estanislao López.

Durante el período más álgido de la Guerra del Brasil,

Rivera permaneció inactivo en Santa Fe. Mientras la guerra

terrestre era ampliamente favorable a las Provincias Unidas

(época donde sancionaron una Constitución que cambiaba

su nombre oficial por el de República Argentina), la guerra

naval, pese a las victorias del comandante argentino

Guillermo Brown, causaba graves daños a la economía de

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 33

Buenos Aires, por el estricto bloqueo naval a que era

sometido el Río de la Plata.

Ante tal problemática, el presidente Rivadavia decidió

ceder a las presiones de Gran Bretaña, para que se declarara

la independencia del territorio en disputa. Para ello envió a

Manuel José García a Río de Janeiro, donde éste excedió

sus instrucciones y firmó una Convención Preliminar de

Paz, por la que la Argentina renunciaba a la soberanía sobre

la Banda Oriental.

El tratado, aunque fue rechazado, causó la caída de

Rivadavia. En su lugar, el nuevo gobernador de Buenos

Aires, Manuel Dorrego, no asumió únicamente este título, al

que adosó el de Encargado de las Relaciones Exteriores de

la República Argentina. En tal carácter decidió continuar la

guerra.

Pero como la situación económica de la provincia de

Buenos Aires era crítica, y las demás provincias estaban

muy resentidas con los sucesivos y malogrados gobiernos

porteños, estos no le prestaron ayuda alguna. De modo que

Dorrego buscó alguna medida extraordinaria que le

permitiera volver a tomar la iniciativa.

Como alternativa, surgió un tratado firmado entre

Dorrego y Estanislao López, donde se anunciaba un acuerdo

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 34

para llevar adelante un plan ideado, al parecer, por López, y

luego Rivera habría hecho suyo e informado del mismo al

gobernador porteño:

“…levantar una fuerza militar que ocupe los

pueblos de las Misiones Orientales, que existen

en poder del tirano del Brasil.”

El General Lavalleja, Jefe del Ejército Republicano,

rechazó por completo estos planes, especialmente por la

participación de Rivera en los mismos. Sin lugar a dudas, se

ahondaba aun más la enemistad que había desde hace

tiempo entre los dos caudillos.

Rivera fue enviado como fuerza avanzada a la

provincia de Entre Ríos, pero fracasó en reunir voluntarios

en ese territorio, por lo que en febrero de 1828 se trasladó a

la Provincia Oriental. Lavalleja ordenó a su segundo, el

General Manuel Oribe, a perseguir a Rivera, pero éste tuvo

tiempo de reunir unos 400 hombres, con los cuales se

marchó rápidamente hacia el norte. El 20 de abril,

esquivando a Oribe, Rivera cruzó el río Ibicuy y comenzó la

invasión de las Misiones Orientales.

Tras una serie de combates menores, finalmente

Rivera logró conquistar las Misiones Orientales; donde

Estanislao López quiso ponerse al mando de la campaña,

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 35

pero, rechazado por Rivera, terminó por regresar a Santa Fe.

Dejó a órdenes de Rivera las tropas correntinas del

comandante López Chico, con lo que el jefe Oriental logró

reunir alrededor de 1.000 hombres. A fines de mayo, ya

ocupaba todo el antiguo territorio de las Misiones

Orientales.

Rivera asumió el mando político, pero apenas pudo

hacer algo más que proclamar la autonomía de su provincia.

Los brasileños, temiendo un ataque a Porto Alegre, se

mantuvieron a la defensiva.

Mientras tanto, presionado por el bloqueo marítimo y

su propia precaria situación económica, Dorrego accedió

finalmente a firmar la paz con el Brasil, con la condición de

que la Banda Oriental fuera un estado independiente. El

Emperador terminó por acceder a las mismas condiciones

para la paz, pero exigió a cambio la retirada de Rivera y el

reconocimiento de su soberanía sobre las Misiones

Orientales. El asunto de las Misiones ni siquiera fue

considerado en la Convención Preliminar de Paz firmada el

27 de agosto.

En vista de las circunstancias, Rivera inició la marcha

hacia el sur en el mes de noviembre, arreando todo el

ganado disponible, y llevando consigo a toda la población

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 36

indígena y todos los bienes que pudieron transportar.

Condujo a la población de las Misiones hasta la margen sur

del río Cuareim. Por un acuerdo con el mariscal Barreto,

encargado de custodiar su retirada, Rivera logró ser

autorizado a establecerse sobre ese río, en lo que resultó el

antecedente para la futura fijación en el mismo, del límite

norte de la República Oriental del Uruguay.

Rivera estableció a los exiliados en una villa que

llamó Santa Rosa del Cuareim, pero que desde entonces, fue

conocida como Bella Unión. El territorio al norte del

Cuareim fue incorporado a la Provincia de Rio Grande de

São Pedro.

Después de su regreso a la Banda Oriental, Rivera fue

nombrado Comandante de Campaña. Contaba a su favor

con el prestigio ganado en la breve campaña, mientras

Lavalleja cargaba con el desgaste de su larga gobernación y

su comandancia del ejército, además del desprestigio

causado por el golpe de estado de fines de 1827, por el que

había eliminado la influencia del partido del caído

Presidente Rivadavia.

En ese instante, Rivera también se aseguró la lealtad

de los jefes de los departamentos del interior del país, y la

alianza de todos los dirigentes de Montevideo que habían

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 37

sido partidarios de Lecor. Acto seguido, en las elecciones de

octubre de 1830, Rivera triunfó sobre la candidatura de

Lavalleja, asumiendo como Presidente del Estado Oriental

del Uruguay el 6 de noviembre de ese año.

Durante éste primer período de gobierno, enfrentó los

graves problemas de un Estado naciente que contaba con los

instrumentos inadecuados para resolverlos. El primer

problema al que debió enfrentarse es que, el Estado, carecía

de eficacia a nivel de la Administración Pública, y aun

había organismos por crear, funciones por atribuir,

responsabilidades por delegar; todo eso sumado a la falta de

personas capacitadas para desarrollar tareas de gobierno. En

segundo lugar, el nuevo Estado debía prestar atención

preferentemente a sus relaciones internacionales. Era

necesario perfeccionar la independencia con un tratado que

reemplazara la llamada Convención Preliminar de Paz, y era

primordial la fijación con precisión de los peligrosamente

indefinidos límites con Brasil. En tercer lugar, como era de

imaginarse, el Estado ya nacía con deudas.

Luego quedo evidenciado que el caudillo no era

hombre de Estado, ni entendía de problemas de

administración. Su fuerza radicaba en la vinculación

personal con la gente de campo, por lo que gobernó el

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 38

interior recorriéndolo una y otra vez, abandonando el poder

formal del Estado en manos del grupo que sería conocido

como “los doctores”, dirigido por Lucas Obes, al que

también pertenecían Nicolás Herrera, Julián Álvarez, Juan

Andrés Gelly, Santiago Vázquez, José Ellauri, entre otros

más.

Éstos intentaron establecer una organización estatal

por medio de recursos formales (leyes y decretos), pero el

país real, escapaba a su voluntad porque carecía de fuerza

política para imponerla. Como resultado, surgió el desorden

y la lentitud en la organización administrativa del naciente

Estado.

La política que fue llevada adelante por los ministros

de Rivera, fue oligárquica, librecambista y orientada a

favorecer los intereses del puerto. Su gobierno reconstruyó

el puerto de Montevideo, emitió la primera moneda del país,

vendió tierras fiscales en gran cantidad, fundó la Escuela

Normal de Montevideo, pero sólo tuvo tres escuelas

primarias funcionando, todas ellas en el perímetro del

Montevideo viejo.

Su primer gobierno fue, en términos generales, muy

mal administrador, y viciado de corrupción. Sus ministros y

amigos no demoraron en apoderarse de los bienes públicos.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 39

El propio Presidente derrochó los fondos públicos para

formar una abundante clientela electoral. Como

complemento, también autorizó la entrada de esclavos

negros, actividad prohibida por la Constitución, pero

alterándola bajo el eufemismo de “colonos sometidos a

patronato”.

Rivera siempre entendió que la verdadera madre

patria del Uruguay, era Portugal, que gobernó por más de

cien años el territorio desde la fundación en 1680 de la

ciudad de Colonia del Sacramento.

En contra partida, el ex gobernador Lavalleja,

desplazado después de las elecciones, aprovechó algunos

disturbios en el interior que habían sido ocasionados por la

indefinición en los títulos rurales, para intentar varias

revoluciones. En junio de 1832, atacó Durazno. Poco

después, el coronel Eugenio Garzón fracasó con un intento

de golpe de estado, y ambos tuvieron que huir. En febrero

de 1833 entró por Cerro Largo el argentino Manuel

Olazábal, pero al carecer de apoyo interno, debió retirarse.

En marzo de 1834, fue la vez de Lavalleja desembarcar

cerca de Colonia y cruzar el país reuniendo gente; pero

terminó siendo expulsado por el otro extremo del país, en

Cuareim.

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Rivera, que como ya fue dicho, permanecía la mayor

parte del tiempo en el interior, se encargó personalmente de

reprimir cada una de estas revueltas, para las que contó con

la cooperación del Brasil.

También tuvo una participación destacada, aunque

principalmente a través de su sobrino Bernabé Rivera, en el

exterminio de la población charrúa y guaraní. El episodio

más destacado tuvo lugar en la llamada “Matanza de

Salsipuedes”, donde, ante los reiterados ataques a estancias

de parte de indígenas charrúas, a los que se unieron grupos

guaraníes que habían huido de Bella Unión debido a las

malas condiciones de vida imperante, Rivera invitó a varios

caciques a un parlamento. Se trataba de una trampa, en que

fueron masacrados centenares de indígenas.

De esa matanza, escaparon muy pocos individuos y se

los tuvo por exterminados a partir del envío a París, a

efectos de ser “estudiados” y ser exhibidos como parte de

un show circense, conocido como los últimos charrúas de la

Banda Oriental, al pequeño grupo formado por una mujer y

tres hombres.

Bernabé Rivera siguió persiguiendo a otros grupos

indígenas, aplastando otras sublevaciones en Bella Unión.

En una de ellas fue emboscado y muerto por los indígenas.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 41

La población de Bella Unión terminó por ser diseminada en

distintos puntos del interior uruguayo, salvo algunos grupos

de guaraníes que pasaron a la Argentina.

En 1835, el desprestigio del gobierno de Rivera había

llegado a un punto tal, que se temía que las próximas

elecciones fueran ganadas por Lavalleja. Sin embargo,

Rivera, que había intentado evitar alzamientos lavallejistas

nombrando a Manuel Oribe su Ministro de Guerra, decidió

dar un paso más en esa dirección, y nombró candidato a

presidente al propio Oribe, con lo cual dividió a los

partidarios de Lavalleja.

Antes de asumir el mando el general Oribe, Rivera se

asignó a sí mismo el cargo de Comandante General de

Campaña; en el interior, este cargo estaba prácticamente

fuera de la autoridad del presidente.

Finalmente, Rivera dejó el gobierno el 24 de octubre

de 1834.

Al sucederlo, Oribe se encontró con un tesoro

nacional exhausto, un notable desorden administrativo, y el

interior del país en manos de su oponente. De modo que el

presidente inició investigaciones por las irregularidades

cometidas por la administración anterior, en las que se

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vieron envueltos los más destacados ciudadanos partidarios

de Rivera.

Para empeorar las cosas, en esa época se inició la

revolución de los Farrapos en el sur del Brasil, con el

resultado de que los derrotados de ambos bandos, huían

prontamente hacia el Uruguay. Rivera, en la campaña,

prestaba apoyo al general Bentos Manuel Ribeiro, su

antiguo compañero en la Cisplatina, de modo que Oribe se

vio obligado a quitarle su poder militar, para no atraerse

represalias de parte del Imperio.

Prontamente Oribe suprimió la comandancia de

campaña. Pero falto de tacto, indultó a los partidarios de

Lavalleja a los que Rivera había castigado, y después de

algún tiempo, repuso la comandancia de campaña, pero

nombrando para el cargo a su hermano Ignacio Oribe.

Interpretando todos estos hechos como si fuesen

ataques en su contra, en julio de 1836, Rivera inició una

revolución contra el presidente Oribe. Apenas un mes más

tarde, las fuerzas de Oribe, con él a la cabeza, lo derrotaron

en la Batalla de Carpintería, obligándolo a huir hacia Porto

Alegre.

Fue en esa batalla que se utilizaron por primera vez

las divisas blancas para Oribe, y rojas para Rivera, dando

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lugar a la fundación del Partido Blanco (renombrado como

Partido Nacional en 1872) y el Partido Colorado, de los

cuales estos dos personajes son considerados fundadores.

Estos son llamados de Partidos Tradicionales en Uruguay, y

siguen existiendo hasta la fecha.

Desde Porto Alegre, Rivera regresó con gran apoyo

brasileño, y llevando como oficiales a muchos militares

argentinos pertenecientes al Partido Unitario, entre ellos, el

General Juan Lavalle. Durante varios meses la guerra

continuó indecisa, pero a mediados de 1838, Rivera

abandonó a los Farrapos para aliarse al Emperador Don

Pedro. Por su parte, Oribe negó el permiso a la escuadra

francesa durante el conflicto entre ese país y el gobernador

porteño Juan Manuel de Rosas. De todos modos, la flota

francesa bloqueó el Río de la Plata, incluyendo al puerto de

Montevideo.

Bajo esas circunstancias, Rivera obtuvo el triunfo en

la Batalla de Palmar sobre Ignacio Oribe, gracias a la

conducción en combate de Lavalle. Las fuerzas de Rivera

luego controlaron todo el interior del país y sitiaron

Montevideo. Con la capital sitiada y el puerto bloqueado, e

incluso bajo la amenaza francesa de bombardear la ciudad,

Oribe presentó la renuncia a la presidencia, aunque se

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reservó el derecho de reclamar contra la imposición violenta

de la misma. A continuación se retiró a Buenos Aires,

donde el gobernador Rosas lo recibió como Presidente

Constitucional del Uruguay. En esa época, Rosas le colocó

el mote de “pardejón”, que no era un gesto racista, sino que

se refería a un tipo de mulo salvaje y difícil de amansar.

Por su parte, Rivera se encargó de reunir a la

Asamblea Nacional y se hizo elegir nuevamente presidente.

Su gobierno volvió a las características del primero: dejó el

poder a sus amigos y recorrió el interior del país.

Los federales argentinos, que ya en la época de las

revoluciones de Lavalleja habían prestado ayuda a éste, se

negaron a reconocer el gobierno de Rivera. En un primer

momento, no intentaron atacarlo, pero el gobernador

correntino Genaro Berón de Astrada firmó una alianza con

Rivera, aunque éste no le envió ayuda alguna. Poco

después, el gobernador entrerriano Pascual Echagüe derrotó

a Berón de Astrada con ayuda de emigrados “blancos”

uruguayos, y a continuación invadió el Uruguay.

En un primer momento, Rivera no le salió al

encuentro, sino que se hizo perseguir, arrastrando a sus

enemigos cada vez más lejos de sus bases de operaciones y

más cerca de Montevideo. Por ello, a pesar de su

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 45

inferioridad numérica, derrotó a Echagüe en la Batalla de

Cagancha, del 29 de diciembre de 1839.

Durante todo el periodo de su segundo gobierno,

Rivera se vio implicado en la guerra civil argentina, cuyo

correlato fue la llamada Guerra Grande en el Uruguay. Tras

su alianza con Berón de Astrada, apoyó la rebelión contra

Rosas, organizada por el sucesor de éste, Pedro Ferré, y a

los sucesivos comandantes de los ejércitos correntinos,

Lavalle y José María Paz.

Sin recibir demasiada participación de Rivera, y

faltándole también el apoyo francés, Lavalle llevó la guerra

al norte argentino y fue derrotado por Oribe, puesto por

Rosas al mando del ejército federal argentino. Por su parte,

Paz derrotó a Echagüe e invadió Entre Ríos, pero debió

retirarse hacia el este, buscando la protección de Rivera.

Éste firmó con Paz y con Ferré un tratado de alianza y unió

los ejércitos argentinos que eran contrarios a Rosas, y el

ejército colorado uruguayo.

El general Oribe marchó hacia el este, alcanzando al

ejército al mando de Rivera en Arroyo Grande, en Entre

Ríos. El 6 de diciembre de 1842, en la que hasta entonces

fue la batalla más importante por el número de combatientes

–y también por el número de muertos, que incluyeron las

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represalias que siguieron a la batalla–, de la historia de

América del Sur, Rivera fue derrotado completamente.

Debe destacarse que, pese a que ambos bandos eran

por lo general muy sangrientos con los derrotados, Rivera, a

diferencia de Oribe, no permitía represalias masivas sobre

los prisioneros.

En ese momento, Rivera huyó hacia Montevideo,

perseguido de lejos por Oribe; momento definitivo en que la

Guerra Grande se trasladó al Uruguay.

Oribe inició el Sitio de Montevideo el 16 de febrero

de 1843. Mientras el General Paz organizaba las tropas

sitiadas, con las que impidió a largo plazo que la ciudad

cayera en poder de los blancos y federales, Rivera se dirigió

con algunas fuerzas al interior del país, intentando disminuir

las fuerzas sitiadoras, aunque sin posibilidades reales de

enfrentar a los jefes federales que recorrían el país. Entre

éstos se destacó Justo José de Urquiza, gobernador de Entre

Ríos.

El 1 de marzo de 1843, el Congreso declaró terminado

el período de gobierno de Rivera, reemplazándolo por

Joaquín Suárez al frente del llamado “Gobierno de la

Defensa”. Por su parte, el propio Oribe organizó el

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“Gobierno del Cerrito” estableciéndolo en las afueras de la

capital.

Rivera siguió comandando un ejército en el interior,

esquivando a Urquiza y retirándose al Brasil cada vez que

necesitó sortear a su enemigo. En la ciudad de Montevideo,

la defensa quedó principalmente a cargo de la Legión

Francesa (Jean C. Thiebaut), la Legión Italiana (Garibaldi),

la Legión Vascuence, la Legión Argentina unitaria, y tres

batallones de negros o morenos y pardos libertos.

Finalmente, el 27 de marzo de 1845, Urquiza alcanzó

y derrotó por completo a Rivera en la Batalla de India

Muerta, obligándolo a exiliarse en el Brasil. Fue arrestado y

enviado preso a Río de Janeiro, donde recuperó la libertad

meses después. En ese momento, el Gobierno de la Defensa

lo nombró embajador en Paraguay, y antes de su embarcó

hacia allí, llegó a Montevideo para recoger sus credenciales

el 18 de marzo de 1847. En los días siguientes, varios

batallones comenzaron a conspirar para llevar a Rivera

nuevamente al gobierno, de modo que el Presidente en

ejercicio le ofreció un cargo diplomático en Europa, que fue

orgullosamente rechazado por Rivera. En respuesta, fue

arrestado, y una comisión presidida por don Santiago

Vázquez, terminó por decretar su destierro.

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El 1 de abril se sublevaron el batallón de vascos, los

negros libertos que formaban parte de la infantería y otras

fuerzas comandadas por César Díaz y Venancio Flores, los

cuales pedían la inmediata liberación de Rivera. Como

consecuencia, Melchor Pacheco y Obes se dimitió de su

cargo de Comandante General de Armas, y se embarcó

hacia Europa.

Rivera descendió del barco siendo aclamado por la

multitud y fue nombrado General en Jefe de Ejército de

Operaciones. La Asamblea de Notables fue reorganizada,

incorporándose en ella a varios personajes leales a Rivera;

en ese entonces, Gabriel Antonio Pereira ocupó el

Ministerio de Gobierno y Hacienda y Miguel Barreiro, el de

Relaciones Exteriores.

Durante su breve período de preeminencia, Rivera

envió una expedición a saquear Paysandú y Mercedes.

Simultáneamente, intentó llegar a un acuerdo pacífico con

Oribe, pero el Presidente Suárez lo desautorizó. Como

resultado, dimitieron Barreiro y Pereira, y Venancio Flores

se marchó hacia el Brasil.

Insistente, Rivera logró iniciar una campaña por el

interior del país, pero sus fuerzas fueron destruidas en enero

de 1847 en la Batalla del Cerro de las Ánimas, en

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Tacuarembó, comandada por Ignacio Oribe y Servando

Gómez.

Cuando Rivera intentó llegar a un nuevo acuerdo con

ocho condiciones a pactar (fin de la guerra, devolución de

propiedades confiscadas, elecciones, etc.), cansado de sus

artimañas, el titular del gobierno decretó finalmente su

destierro de la República: “Por todo el tiempo que dure la

presente guerra”. El 4 de diciembre de 1847 fue arrestado

por los coroneles Lorenzo Batlle y Francisco Tajes en

Maldonado, y deportado a Brasil en un buque francés.

Permaneció en Río de Janeiro con prohibición

absoluta de abandonar la ciudad, tiempo que se extendió

hasta la entrada de Urquiza al Uruguay en 1851, cuando en

definitiva se levantó el sitio de Montevideo por un acuerdo

realizado con Oribe, que en ese momento se retiró de la

política.

Con intenciones de volver, el presidente Juan

Francisco Giró le prohibió el regreso, pero el 25 de

septiembre de 1853 éste fue derrocado por un golpe militar

dirigido por Venancio Flores, que nombró un Triunvirato de

Gobierno, formado por él mismo, y los generales Lavalleja

y Rivera, ambos exiliados.

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Pero antes de Rivera llegar a destino, el 23 de octubre

falleció el general Lavalleja, y a su vez, al llegar a Melo, en

el rancho de su amigo Bartolo Silva, el 13 de enero de 1854

fallecía el General Rivera.

Aunque la Guerra Grande terminó en 1851, el legado

de enfrentamiento militar entre Oribe y Rivera, perduraría

en Uruguay hasta los primeros años del siglo XX,

precisamente 1904, año en que ocurrió la Gran Revolución,

último gran enfrentamiento armado entre blancos y

colorados.

Mapa del territorio de la República Oriental del Uruguay

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Venancio Flores

De acuerdo con lo transcrito de los apuntes de Ramiro

Tourreilles en “Ecos Regionales”, el 18 de mayo de 1808,

en la casa de “mediagua” que Felipe Flores había edificado

a cien varas de la Capilla de la Santísima Trinidad (actual

esquina de las calles Alfredo J. Puig y Santísima Trinidad,

en la ciudad de Trinidad, Departamento de Flores), su

esposa, Cecilia Barrios, dio a luz el segundo vástago del

matrimonio, un varón al que llamaron de Venancio.

Don Felipe Flores era un hacendado en la zona del

Arroyo Grande, mientras que Cecilia Barrios pertenecía a

una familia oriunda de Víboras, al norte del actual

departamento de Colonia. Por otra parte, el propio Felipe

Flores estuvo vinculado a Artigas y especialmente a Rivera,

y con ellos concurrió al éxodo de 1811, y entre los

integrantes de “la redota”, figura con su esposa, sus dos

hijos varones (Manuel y Venancio), una hija, trece esclavos

y dos esclavas, y cinco carretas que transportaban sus

pertenencias.

Al inicio, la familia Flores pensó en destinar al

adolescente Venancio al servicio de la Iglesia, como manera

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de protegerlo de los acontecimientos de la época; pero en

1825, ya con 17 años, éste muchacho fue uno de los

primeros a incorporarse a las entonces reducidas huestes de

los recién desembarcados “Treinta y Tres Orientales”,

sirviendo al poco tiempo a las órdenes de Rivera, por quien

despertó y siempre tuvo para con él, una adhesión

incondicional.

El joven Venancio luego prestó su concurso en las

jornadas de Rincón y Sarandí, y en 1827 participó en la

batalla de Ituzaingó, donde fue ascendido al puesto de

Capitán; también concurrió con el General Rivera a la

conquista de las Misiones, y con él peleó en el Palmar y en

Cagancha. De la misma forma, durante esta etapa de su

vida, en distintos períodos alternó el servicio militar activo,

con la labor en su estancia de Arroyo Grande.

Cuando se produjo la batalla de Arroyo Grande contra

las fuerzas rosistas durante la Guerra Grande, Flores era

comandante militar en San José y, al servicio de la causa de

“la Defensa”, prontamente intervino en diversos encuentros

con el enemigo.

En 1853 (después de la Paz del 8 de octubre de 1851,

que puso fin a la “Guerra Grande” e inició la política de

fusión), fue Ministro de Guerra y Marina del Presidente

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Giró. En ese mismo año, a raíz de la renuncia de Giró, en

consecuencia del motín del 18 de julio de 1853, integró el

gobierno provisional del Triunvirato, junto con Lavalleja y

Rivera, (el que no pudo concretarse por la muerte de dichos

caudillos), quedando al frente del mismo, solo el entonces

Coronel Venancio Flores, hasta marzo de 1854, cuando fue

electo para completar el período de gobierno de Giró,

confiriéndosele el grado de Brigadier General (el más alto

en la época). Tampoco podemos olvidarnos que, en apoyo

de Flores, en aquel momento ingresaron al país tropas

brasileñas, (el llamado “Ejército Auxiliar”).

La tormentosa vida política que le tocó vivir por esos

años, permitió que, en la Villa de la Unión, tuviera un

coloquial acercamiento con el sexagenario General Manuel

Oribe, quien recién había retornado de Europa.

Acosado por las maquinaciones políticas de la ápoca,

Flores renunció a la Presidencia del país, el día 10 de

setiembre de 1855 y, el 11 de noviembre del mismo año,

Manuel Oribe y Venancio Flores firman el famoso “Pacto

de la Unión” o “pacto de los generales”, por el cual: “ante la

llegada de las próximas elecciones presidenciales y

deseosos de evitar nuevos disturbios, ambos afirmaban

renunciar solemnemente a la candidatura de la misma, e

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invitaban a todos los orientales a unirse en el supremo

interés de la patria”. También proclamaban el olvido del

pasado y el acatamiento al Gobierno que eligiera la Nación.

Realizadas nuevas elecciones, el 1º de marzo de 1856,

Gabriel Antonio Pereira asumió la Presidencia de la

República, quien fuera candidato de Flores y Oribe. A

seguir, el 1º de agosto de 1856, el Brig. Gral. Venancio

Flores emigró a Entre Ríos, aunque al año siguiente tuvo

que volver a Montevideo, para asistir a los funerales del

General Manuel Oribe.

En julio de 1859, Flores finalmente se incorpora al

Ejército de Bartolomé Mitre en la “Guerra contra la

Confederación Argentina”, participando en las batallas de

Cepeda (1859) y Pavón (1861), pero el 3 de marzo de 1863,

Flores pide la baja del ejército argentino.

Culminando los preparativos que varios emigrados

colorados realizaron en Argentina, el 19 de abril de 1863, el

General Flores invade al Uruguay, desembarcando en el

Rincón de Haedo, e iniciándose así la llamada “Cruzada

Libertadora” (o sea, la revolución contra el gobierno

constitucional de Bernardo P. Berro, electo en 1860).

Los principales acontecimientos de este ciclo fueron:

batallas de Coquimbo en 1863, donde ocurrió el episodio de

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 55

Los Tres Valientes, “Las Cañas”, “Las Piedras”, primer

sitio de Paysandú (1864), toma de la Florida y fusilamiento

de jefes defensores (en el combate falleció el hijo

homónimo de Venancio Flores), toma de Durazno y de

Porongos (4 de agosto de 1864); invasión de fuerzas

brasileñas en apoyo de Flores, por agua y tierra; segundo

sitio de Paysandú; toma de la ciudad y fusilamiento de

Leandro Gómez y otros jefes (2 de enero de 1865)

Paralelamente a estos acontecimientos, en 1864, al

finalizar el mandato constitucional de Bernardo P. Berro y

al ser imposible realizar elecciones debido al caos de la

situación, asumió la presidencia Atanasio C. Aguirre, cuyo

mandato duraba un año, y a su vez, fue sustituido en 1865

por Tomás Villalba, quien solo gobernó cinco días, ya que a

diferencia de sus antecesores, era partidario de un arreglo

pacífico con los caudillos revolucionarios.

Apenas asumió, Tomás Villalba, comisionó al Dr.

Manuel Herrera y Obes para negociar la paz con el General

Flores, reunión que se celebró en la Villa de la Unión, el 20

de febrero de 1865, con la mediación del representante

brasileño José M. da Silva Paranhos, estipulándose la

inmediata entrega del poder al jefe vencedor. En

consecuencia, Villalba entregó el mando al General

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 56

Francisco Caraballo, jefe de vanguardia del ejército

revolucionario.

Al día siguiente, Flores hacía su entrada a

Montevideo, asumiendo el título de “Gobernador

Provisorio” y, para perpetuar el recuerdo de la paz que

había sido firmada años antes en la Unión, ordenó que se

levantara la estatua de la plaza Cagancha, la que debería ser

fundida: “con los mismos cañones que tronaron en nuestras

guerras, para que ella esté formada con el tributo de armas

de cada partido”. Desde 1889, la figura femenina de la

estatua, en lugar de una espada, tiene una cadena trozada,

conociéndosela desde entonces como “Estatua de la

Libertad”.

Retrocediendo al turbulento año de 1865, el 1º de

mayo se firma el tratado de la “Triple Alianza”, entre el

Imperio del Brasil, Argentina y Uruguay, con el objetivo de

llevar la guerra al Paraguay, pretextando liberar a éste país

de la tiranía impuesta por Francisco Solano López.

Se sostiene que la “Triple Alianza” fue tan solo un

epílogo. Marca su preliminar, la “Cruzada Libertadora” de

Flores con el apoyo de Mitre desde Argentina, y le sigue la

intervención brasileña en la misma. Fue la única revolución

que contó con el apoyo simultáneo de los dos gobiernos

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 57

vecinos, y la buscada por dichos gobiernos en una empresa

colectiva contra el Paraguay, es lo que cierra el drama.

El 22 de junio de 1865, después del combate de

Riachuelo, la División Oriental se embarca en Montevideo

para la campaña del Paraguay, por lo que Flores entregó el

Gobierno al Dr. Francisco A. Vidal. Acompañaron al

Brigadier General Flores, sus hijos Fortunato y Eduardo y

su secretario, el futuro Presidente Julio Herrera y Obes.

De la guerra en el Paraguay, mencionamos la batalla

de Yatay (17 de agosto de 1865), ganada por Flores, la toma

de Uruguayana (iniciada por Flores, fue la única vez que se

hallaron reunidos los tres jefes supremos: Flores, el Gral.

Bartolomé Mitre y el emperador Pedro II); Estero Bellaco,

Tuyutí, Boquerón (18 de julio de 1866, donde el “Batallón

Florida”, bajo el fuego del enemigo, presenta armas a su

jefe muerto, el Coronel León de Palleja, hecho que recuerda

la conocida “Diana a Palleja”), y Curupaytí, con desenlace

favorable a Paraguay.

Días después de la batalla de Curupaytí, Flores dejaba

los restos del ejército oriental a cargo del General Enrique

Castro, para volver de inmediato a Montevideo, donde le

llamaban los intereses del país.

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Como ya es sabido, la guerra de la Triple Alianza

finalizó el 19 de diciembre de 1869, y su principal

consecuencia, fue el desmembramiento y el aniquilamiento

del agonizante Paraguay.

Argentina y Brasil anexaron a sus territorios parte del

destrozado Paraguay, y Uruguay –pues Flores debió

corresponder a la ayuda que recibiera-, sólo cogió algunos

trofeos de guerra; los que posteriormente fueron devueltos

al Paraguay por el Presidente Máximo Santos.

A fines de 1869 regresaron a Montevideo los restos de

la “División Oriental”. De los 2.000 soldados que la

componían en un inicio, sólo volvieron 250, al mando del

General Enrique Castro.

Con respecto al periodo de Gobierno de Venancio

Flores, debemos señalar que fue el responsable por

restablecer los tratados de 1851 con Brasil, que habían sido

quemados públicamente por el entonces Presidente Atanasio

Aguirre; que autorizó la creación de tres nuevos bancos de

emisión, y derogó el decreto de expulsión de los jesuitas,

dictado durante el mandato de Gabriel A. Pereira.

Durante su administración, tomaron un especial

incremento la prosperidad material y la importancia

comercial de Montevideo, y donde la inmigración europea

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adquirió gran desarrollo. También se construyeron

numerosos edificios públicos y templos religiosos; fue

inaugurada la primera línea telegráfica (entre Montevideo y

Buenos Aires, 1866); se inició la construcción de la primera

línea ferroviaria (Montevideo–Las Piedras, que era parte del

Ferrocarril Central del Uruguay, con destino a Durazno;

Venancio Flores presidió la ceremonia de inicio de las obras

en un lugar cercano al Paso Molino).

También dictó medidas para asegurar la propiedad

ganadera, atendió la enseñanza primaria y normal,

incorporó a la legislación los Códigos de Comercio (obra

del oriental Eduardo Acevedo y de D. Vélez Sarsfield, que

mismo promulgado en 1865, aún rige, salvo algunas

disposiciones en las que leyes específicas lo han sustituido –

como rematadores y sociedades comerciales, entre otras),

Civil (el actual, promulgado en 1994, sigue la estructura del

primitivo texto y reproduce la mayoría de sus

disposiciones), y el primer Código de Minería.

El 15 de febrero de 1868, Flores entregó el mando al

Presidente del Senado, Pedro Varela, volviendo el país a

emprender su marcha normal. Varela gobernó hasta el 1º de

marzo del mismo año, cuando fue electo el Presidente

Constitucional, el General Lorenzo Batlle.

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Con respecto al trágico final del Brigadier General

Venancio Flores, según las versiones más generalizadas,

debemos señalar que ocurrió el 19 de febrero de 1868,

cuando un grupo de hombres encabezado por Bernardo P.

Berro se apoderaba del Fuerte (Casa de Gobierno), logrando

hacer huir el Presidente Varela y sus ministros.

Avisado del hecho en su domicilio de la calle Florida

casi Mercedes, Flores salta en su coche y se dirige al Fuerte,

pero al entrar en calle Rincón, es acometido por un grupo de

encapuchados, que detienen el carruaje después de matar de

un tiro al cochero. Flores trata de bajar, pero al verificarlo,

cae traspasado de nueve puñaladas. Los asesinos huyeron en

todas direcciones, dejando a su víctima tendida en el suelo,

moribunda. El cura Souberbielle (PP. Bayoneses),

accidentalmente pasaba por el lugar y tuvo tiempo de darle

la última absolución.

En ese turbulento día, también morían en el Cabildo,

Bernardo P. Berro y el ex comisario Avelino Barbot.

Venancio Flores fue uno de los protagonistas más

polémicos de nuestra historia y le tocó actuar en una de las

etapas más agitadas de la misma, a lo que podemos agregar

que fue un “patriota honesto y bien intencionado, más allá

de impulsivo y valiente”.

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Manuel Oribe

Manuel Ceferino Oribe y Viana, -su nombre de

bautismo-, nació en Montevideo el 26 de agosto de 1792,

viniendo a fallecer en la misma capital, el 12 de noviembre

de 1857. De su estilo, podemos decir que fue un corajoso

militar y un enaltecido político, que llegó a ser envestido

como Presidente Constitucional de Uruguay, en el periodo

comprendido entre los años 1835 y 1838, y uno de los

prominentes fundadores del Partido Nacional.

Manuel Oribe era hijo del capitán del Real Cuerpo de

Artillería, Francisco Oribe, y de doña María Francisca

Viana, descendiente directa del primer gobernador de

Montevideo, José Joaquín de Viana.

En el año de 1800, ocurre el traslado de la familia

Oribe-Viana para Lima (Perú), donde el padre es designado

Comandante en aquella plaza. No en tanto, en 1801 ocurre

el regreso de la viuda e hijos a Montevideo, luego del

fallecimiento de don Francisco.

En el año 1810, Oribe inició estudios de primeras

letras en la escuela del maestro Barchilón. Por esos tiempos,

residía en la casa de su abuela. “La Mariscala”, nombrada

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de esta manera cariñosa, por ser la viuda del Mariscal

Viana, y de su madre. Es en esa casa donde despierta la

temprana inclinación hacia la carrera de las armas, dando de

esa forma, la continuación de la tradición familiar. Ya al

comienzo de la revolución independentista en el Río de la

Plata, Manuel se enroló en las filas leales como un

voluntario más de la hazaña patriótica.

En el mismo año de 1810, se inicia en Buenos Aires la

Revolución Rioplatense, con la instalación -el 25 de mayo-

de una Junta de Gobierno presidida por Cornelio Saavedra.

Por consecuencia, en 1811 también la Campaña Oriental,

bajo el liderato de Artigas, se alza en apoyo de la Junta de

Buenos Aires y en contra del gobierno de Montevideo, que

era fiel al Consejo de Regencia.

Pronto se sucede el Grito de Asencio (28 de febrero);

la Batalla de Las Piedras (18 de mayo); Primer Sitio de

Montevideo, y las Primeras Asambleas Orientales. En

consecuencia, un ejército portugués viene en auxilio de la

plaza sitiada, y surge el armisticio entre Montevideo y

Buenos Aires (20 de octubre). Posteriormente, como ya lo

mencionamos, es que comienza el Éxodo del pueblo

oriental (noviembre-diciembre).

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 63

El bautismo de fuego de Oribe tuvo lugar en la batalla

de Cerrito, el 31 de diciembre de 1812, ocurrida en el

transcurso del Segundo Sitio de Montevideo, hecho de

armas que concluyó en una victoria de los patriotas. A la

postre, participó al lado del general José Gervasio Artigas

en la resistencia de los Orientales contra la invasión Luso-

Brasileña del año 1816.

A fines del año 1817, caído ya Montevideo en poder

de los luso-brasileños, Oribe, engañado por las promesas del

Director Juan Martín de Pueyrredón, -al que sólo le movía

el empeño de restarle elementos al General Artigas-,

abandonó la lucha y pasó a Buenos Aires junto con su

hermano Ignacio y el Coronel Rufino Bauzá, llevándose

consigo el Batallón de Libertos y un batallón de artillería.

El historiador Francisco Bauzá, hijo de Rufino Bauzá,

en su obra “Historia de la dominación española en el

Uruguay” (1880-1882), argumenta que ante la insistencia

casi obsesiva de Artigas en nombrar a su favorito, Fructuoso

Rivera, como comandante militar al sur del río Negro para

hacer frente a la invasión, Rufino Bauzá y Manuel Oribe se

habrían manifestado en contra, situación que generó un

violento intercambio de palabras con un Artigas, al que ya

la situación militar se le iba de las manos.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 64

La enemistad personal existente entre Rivera y Oribe,

que al parecer data de tales acontecimientos, decidió al

joven oficial a abandonar a su jefe. En ese entonces, Carlos

Federico Lecor, comandante del ejército ocupante, no opuso

traba alguna al pasaje de los oficiales Orientales a Buenos

Aires, por más que se haya esforzado antes y no logrando

atraerlos para su causa. No en tanto, Rivera y sus

comandados quedaron al servicio del invasor lusitano.

En Buenos Aires, según se sabe por la consulta a la

papelada de la época, desde 1819, Oribe, junto a Santiago

Vázquez y otros orientales residentes allí, opuestos por

igual a la ocupación portuguesa y brasileña como a la del

propio Artigas, habría integrado una sociedad secreta de

carácter masónico, llamada “Sociedad de los Caballeros

Orientales”, la cual esperó, al menos hasta el Congreso

Cisplatino de 1821, para emprender el retorno a la, desde

entonces, llamada Provincia Cisplatina y comenzar sus

trabajos para revertir la situación.

Entretanto, tras la derrota definitiva de Artigas (e

incluso antes de ella), otro sector de la clase dirigente

Oriental se había adherido a los ocupantes, aceptando y

colaborando estrechamente en los hechos con los

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 65

portugueses. Este sector será el único que esté representado

en el Congreso Cisplatino de 1821.

La ocupación de la Banda Oriental y su

transformación en “Provincia Cisplatina” por parte de las

tropas portuguesas y brasileñas, había traído como

consecuencia adicional, la fractura de los sectores

dirigentes, que desde entonces se alinearon en dos grupos

separados, por la aceptación o no, de aquella presencia

militar:

1. El grupo montevideano, formado por los

integrantes del llamado Club del Barón, por su

proximidad al comandante invasor Carlos

Federico Lecor (Barón de la Laguna), e

incluyendo en él a Fructuoso Rivera, un pro

portugués.

2. Los exiliados en Buenos Aires, donde Oribe

actuaba, fuertemente influido por el unitarismo,

aunque luego se destacase como un General del

Federalismo, y partidario de la reincorporación

a las Provincias Unidas del Río de la Plata en

cuanto fuera posible.

Esta división, es el antecedente más remoto del

surgimiento de las divisas tradicionales del Uruguay, luego

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 66

transformadas (cuando tuvieron un programa escrito) en

modernos partidos políticos: respectivamente el Partido

Blanco (Nacional), y el Partido Colorado.

En 1821 Oribe volvió a Montevideo y, el día en que

se produjo la lucha entre los portugueses realistas fieles, y

los partidarios del Imperio del Brasil que venía de

proclamar a Don Pedro I como emperador, prontamente

tomó partido por los portugueses, mientras sus compañeros

se movían en el sentido de involucrar a algunas de las

Provincias Unidas del Río de la Plata en el sostenimiento de

su causa.

Oribe recibió el cargo de Sargento Mayor en las

fuerzas del General Álvaro Da Costa, el cual continuaba

dueño de Montevideo, mientras que Carlos Federico Lecor,

vuelto al lado brasileño, mantuvo el control de la campaña

desde su cuartel en Canelones, para lo cual contó con el

invalorable sostén que le daba, el tener de su lado al ex

comandante artiguista Fructuoso Rivera, cooptado por el

grupo pro portugués (y ahora unánimemente pro brasileño),

en marzo de 1820.

Da Costa, sin medios para resistir por mucho tiempo,

y a decir verdad, a la espera de una definición en la guerra

entre Portugal y Brasil por la independencia de este último

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 67

país, embarcó para Lisboa con sus tropas en febrero de

1824, abandonando completamente a su suerte al grupo de

los Caballeros Orientales que se había aferrado a sus armas

como posibilidad para triunfar.

Oribe y su círculo, sabedores de lo que les esperaba si

caían en manos de Lecor, abandonaron Montevideo,

regresando a Buenos Aires para un segundo exilio. El

último día de febrero de 1824, Lecor y Rivera entraron en

Montevideo sin disparar un único tiro, y conminaron al

Cabildo a jurar fidelidad al emperador Don Pedro I de

Brasil.

Nuevamente, el grupo disperso hubo de reunirse en

Buenos Aires, más exactamente en un saladero del entonces

partido (hoy barrio) porteño de Barracas, del que era

administrador el oriental Pedro Trápani. Allí, y tras las

fuertes medidas represivas de los brasileños contra los

partidarios del movimiento de 1822 y 1823, que llegaron

incluso a las confiscaciones de ganados y bienes de

estancieros de Buenos Aires, como los de Bernardino

Rivadavia y Juan Manuel de Rosas, cundió la alarma en

estos sectores, que vieron cómo las reses de los campos

Orientales eran arreadas para los saladeros de Río Grande

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 68

del Sur, que en poco tiempo, comenzaron a desbancar a sus

similares de Buenos Aires en el mercado local.

Los exiliados orientales recibieron la visita y el apoyo

monetario del General-estanciero Juan Manuel de Rosas,

poderoso ganadero y saladerista, que se convirtió en uno de

los principales financiadores de la expedición que la historia

conocería como Cruzada Libertadora. Es posible que de

estos hechos, date el comienzo del vínculo, tenue al inicio,

muy estrecho después, entre Manuel Oribe y Juan Manuel

de Rosas, quien también fue considerado por el General San

Martín, como el gran defensor del americanismo. De ahí

que éste le regalara su espada de honor.

La consigna por la que convocaban a los patriotas era

clara; recuperar, según el ideario artiguista, la Banda

Oriental para las Provincias Unidas del Río de La Plata. Por

ese motivo, los panfletos revolucionarios que se

distribuyeron, conclamaban a los patriotas con el lema:

Argentinos Orientales, a fin de que se sumaran a la heroica

Cruzada Libertadora.

Como ya lo vimos antes, el 19 de abril de 1825 se

produjo el ingreso a la entonces llamada Provincia

Cisplatina, por parte de un pequeño grupo comandado por

Juan Antonio Lavalleja y Manuel Oribe, al que se conocería

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como los “Treinta y Tres Orientales”. Poco más tarde, Oribe

llegaría frente a Montevideo con fuerzas a su mando y

pondría sitio a la ciudad, la cual liberará desalojando a las

tropas brasileñas.

En reconocimiento por su intrepidez, fue promovido a

Teniente Coronel el 19 de septiembre de 1825, y se

encontró en la batalla de Sarandí el 12 de octubre, por la

que fue ascendido a Coronel tras la victoria Oriental. Meses

más tarde, el 9 de febrero de 1826, Oribe obtuvo una

completa victoria sobre la fuerte columna brasileña en el

llamado combate del Cerro.

También estuvo presente el día 20 de febrero de 1827,

en la victoria de las armas argentino-orientales sobre las

imperiales brasileñas en Ituzaingó.

A pesar de estar fuertemente identificado con el grupo

que rodeaba a Juan Antonio Lavalleja, el 14 de agosto de

1832, durante la primera administración de Fructuoso

Rivera, fue designado como Coronel Mayor, y el 9 de

octubre de 1833, fue nombrado Ministro de Guerra y

Marina. Posteriormente sería ascendido a Brigadier General

el 24 de febrero de 1835. Por motivos políticos–partidarios

que ya describimos antes, el propio Rivera patrocinó la

candidatura de Oribe para que éste lo sucediese en el mando

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presidencial, siendo así elegido el 1 de marzo de 1835,

como el segundo Presidente Constitucional del País.

El primer gobierno de Rivera, entre 1830 y 1834,

había transcurrido en su casi totalidad bajo la vigencia del

régimen de fronteras abiertas impuesto por la Convención

Preliminar de Paz. Su administración, de hecho ausentista

de la gobernación, ya que pasó la mayor parte del tiempo en

Durazno, ciudad que había fundado en 1821, fue llevada

adelante por un círculo exclusivista de políticos vinculados

al antiguo partido pro portugués y pro brasileño: los Cinco

Hermanos (Lucas José Obes y sus cuatro cuñados), lo que

provocó dos movimientos insurreccionales por parte de

Juan Antonio Lavalleja en 1832 y 1834, ambos fácilmente

derrotados. Manuel Oribe no tomó parte en tales

movimientos.

La historiografía nacionalista ha criticado a Rivera y

su primera presidencia como ejemplos de ineficacia

administrativa, contrastándola con la solvencia de Oribe

desde 1835. En realidad, se trataba no sólo de dos

personajes notoriamente diferentes en lo individual y en los

estilos de mando, sino, de dos situaciones distintas del país.

En 1835, vencido el plazo mencionado antes, por el

cual la Convención Preliminar de Paz preveía el ingreso de

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fuerzas argentinas o brasileñas al país en caso de hallar

estos gobiernos algún peligro en la situación política del

Uruguay, era momento de echar a andar el estado y poner

en plena vigencia la Constitución de 1830, hasta entonces,

casi no aplicada en el País.

Esto es lo que explica el contenido de la primera

presidencia de Oribe, en la cual, desde un principio, no

quiso dejar ningún asunto administrativo por resolver.

Desde la elaboración del Gran Libro de Deudas de 1835, un

primer esbozo de la contabilidad del estado uruguayo, y

pasando por la creación de un sistema de jubilaciones y

pensiones en ese mismo año, a la fundación de la

Universidad de la República en 1838, el gobierno de Oribe

aparece como el primero que echa andar el proyecto de

autogestión de las clases dirigentes del Uruguay, sin

necesidad de tener que recostarse en ningún poder fuera de

fronteras.

Como mencionamos, el 19 de febrero de 1836, por

decreto, el Presidente Manuel Oribe suprime la

Comandancia General de la Campaña. El cargo estaba

ocupado por el General Rivera desde el 27 de octubre de

1834, fecha en la que Anaya y Oribe suscribieron el decreto

de nombramiento. Rivera ya había desempeñado dicha

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función en 1829 y 1830, bajo los gobiernos provisorios de

Rondeau y de Lavalleja.

Oribe trató de encuadrar las amplísimas facultades

que tenía Rivera dentro de principios de orden y

subordinación, y como revela el Dr. Gonzalo Aguirre en su

libro “Tres aportes históricos”, la decisión de Oribe se

explicaría por si sola: “…pretendió reglamentar sus

funciones por resolución del 31 de octubre. Ello no pasó de

una aspiración ingenua, inadaptable al estilo de Rivera y a

la realidad social y política del país. La Comandancia

General de la Campaña, no sólo por sus importantes

atribuciones sino también por la forma en que las

interpretaba y ejercía su titular, representó la existencia de

dos gobiernos paralelos y una realidad incompatible con el

sistema constitucional. Frente a la autoridad del Presidente

de la República y sus Jefes Políticos, apareció la autoridad

de Rivera y de sus comandantes militares”.

La crisis siguiente sobrevino con motivo de las

elecciones de Alcaldes Ordinarios, celebradas en todo el

país el 1° de enero de 1836, cuando los representantes del

gobierno chocaron con los subordinados de Rivera. Oribe, a

pesar de que sus candidatos habían salido triunfantes, tomó

la decisión de suprimir el cargo.

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En julio de 1836, Rivera, agraviado por las

resultancias a que arribó una comisión nombrada para

examinar las cuentas de su período de gobierno y, también

destituido del cargo de Comandante de la Campaña,

recurrió a las armas, siendo rápidamente derrotado el 19 de

septiembre de ese año en campos de Carpintería, en el

departamento de Durazno. En consecuencia, se refugió poco

después en el Brasil, donde se vinculó a la revolución de los

Farrapos en la República Riograndense, a la que ya se

habían adherido algunos de sus ex camaradas de armas del

ejército portugués, como Bento Gonçalves da Silva.

No satisfecho, Rivera volvió a intentarlo al año

siguiente, ahora reforzado con tropas riograndenses,

esfuerzo con el que consiguió derrotar a Oribe el 22 de

octubre de 1837, en Yucutujá, departamento de Salto. Poco

después, Rivera es derrotado en la acción del Yí, pero tras la

victoria brasileño-riverista de Palmar, el 15 de junio de

1838, terminó por dejar el territorio de la República en

manos de Rivera.

Por otro lado, el bloqueo impuesto por una flota

francesa a Buenos Aires, gobernada entonces por su aliado

en este conflicto, el caudillo-gobernador de la provincia de

Buenos Aires, Juan Manuel de Rosas, dejó incomunicado al

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Presidente Oribe. Presionado desde el río y sitiado en la

capital, Oribe presentó su renuncia el 24 de octubre de

1838, dejando sentada su protesta y legitimidad del cargo

que le obligaban a abandonar.

Como consecuencia, pasó a Buenos Aires, donde

Rosas lo recibió como si fuese el Presidente Legal del

Uruguay, y utilizó su experiencia militar incorporándolo al

ejército que comandaba, por entonces, envuelto en lucha

contra el Partido Unitario.

Oribe combatió a la Coalición del Norte, formada por

las provincias de Tucumán, Salta, La Rioja, Catamarca y

Jujuy, durante los años 1840 y 1841.

Batalló contra el General Juan Lavalle, venciéndolo

en la batalla de Quebracho Herrado el 28 de noviembre de

1840, y otra vez en la batalla de Famaillá, el 17 de

septiembre de 1841. Tomó prisionero al gobernador de

Tucumán, Marco Avellaneda, al que luego hizo degollar y

exhibir su cabeza en una pica en la plaza pública de

Tucumán.

Por causa de este repudiable episodio, desde ese

momento en adelante, la oposición unitaria y sus aliados

colorados del Uruguay, insistieron cada vez más en la

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imagen del Oribe degollador y asesino, al igual que la

asignada al propio Rosas por aquella época.

La literatura realizada por opositores políticos a éste

último, como las “Tablas de Sangre”, escritas por el

cordobés José Rivera Indarte, cargaron las tintas sobre este

tema, creando la imagen de la exclusividad de la violencia

por parte de los federales y los blancos. En realidad, el

monopolio de la violencia no pertenecía a ningún bando,

como se desprende, por ejemplo, de la correspondencia de

Lavalle.

Más tarde, tras vencer al gobernador de la provincia

de Santa Fe, Juan Pablo López, Oribe pasó a Entre Ríos.

Allí, al frente de un poderoso ejército, el 6 de diciembre de

1842 derrotó en la batalla de Arroyo Grande, al ejército de

Rivera que, en guerra contra Juan Manuel de Rosas desde

marzo de 1839, había invadido la provincia de Entre Ríos.

Tras la derrota, Rivera repasó el rio Uruguay frente a

Salto, retornando apresuradamente a Montevideo donde

sólo pudo entregar el mando del país, al presidente del

Senado, Joaquín Suárez, y salir nuevamente a campaña para

recomponer su ejército deshecho.

Mientras Oribe avanzaba sobre Montevideo, los

colorados organizaron el Ejército de la Defensa, comandado

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por el militar unitario argentino José María Paz y el oriental

Melchor Pacheco y Obes, a él se sumaron varios grupos de

las colectividades: francesa, española e italiana, que

formaron “legiones” que, numéricamente, superaron en

conjunto a los propios efectivos Orientales con los que

contaban los colorados. Entre estas legiones, figuraba el

mercenario italiano José Garibaldi.

Finalmente, el 16 de febrero de 1843, Oribe puso sitio

a la ciudad de Montevideo. Sería este el tercero de los sitios

en que él participara, y el más largo de todos, ya que duraría

ocho años y medio, extendiéndose hasta el día 8 de octubre

de 1851.

Acto seguido, Oribe organizó nuevamente su

gobierno, como si nada hubiera ocurrido desde el 24 de

octubre de 1838. Designó ministros, hubo un parlamento y

se dictó una ingente cantidad de disposiciones legales.

Actuando de esta forma, dio comienzo al llamado

“Gobierno del Cerrito”, denominado de esta forma por estar

instalado el cuartel general que Oribe había emplazado en el

Cerrito de la Victoria, lugar donde 30 años antes -31 de

diciembre de 1812-, hubiera iniciado su carrera de las

armas. Allí estableció la capital provisional de Uruguay en

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 77

la recién creada ciudad de la Restauración (en los campos

del Cardal).

Fue en esta población que, por primera vez, se rindió

oficialmente homenaje a José Gervasio Artigas, al serle

dado el nombre del prócer federal a la principal avenida de

la Villa de la Restauración. Dicho nombre le fue dado en

vida del prócer (1849); sin embargo, entre los primeros

actos de la administración del riverista triunfante en 1852,

Joaquín Suárez -con ayuda brasileña-, figura la de eliminar

tal denominación.

Volviendo en el tiempo, aun había también en la

mente del General, otras tantas preocupaciones para

resolver, como lo determinan algunos de sus decretos que

sostienen sus resoluciones, como:

…La conservación de la historia de quienes forjaron

la independencia, y así, el 4 de febrero de 1850, el General

Manuel Oribe envía al Coronel Diego Lamas la siguiente

circular: “…se tomara el trabajo de averiguar de los

hombres ancianos del Departamento, todos aquellos hechos

que mejor sirvan para ilustrar la historia del país, y me los

trasmita. Pueden servir sobre cualquier materia que versen a

este interesante objeto”.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 78

…La educación futura de los habitantes, al decretar el

16 de febrero de 1850, el establecimiento de una Comisión

de Instrucción Pública, por decreto del Gobierno del

Cerrito, y compuesta por Juan Francisco Giró, Eduardo

Acevedo y José María Reyes, con el objeto de: “llevar a la

enseñanza pública todas las mejoras de que sea susceptible

en la actualidad”.

Oribe había demostrado gran preocupación por el

tema de la enseñanza, por lo que impulsó la fundación de

escuelas en todo el territorio nacional. Esta Comisión elevó

el 27 de junio de 1850 un completísimo trabajo donde se

consta un informe y luego un Reglamento General de la

Enseñanza, que abarcaba Enseñanza Primaria, Secundaria,

Superior, Escuelas de Adultos y Escuela Normal. Con ese

reglamento, se establece por primera vez que: “la enseñanza

primaria será gratuita y obligatoria en todo el territorio

nacional”.

Otras de sus resoluciones, sostiene: …Con la

formación de mano de obra más especializada y, el 11 de

diciembre de 1845, por circular de la fecha, el gobierno del

Cerrito reglamenta la Ley de Patentes. En el artículo 8, se

exonera a los empresarios del tributo correspondiente

cuando: “…teniendo talleres de artes u oficios, estén

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 79

enseñando a tres hijos del país al menos”. El cumplimiento

de ésta circular era rigurosamente controlado y se sentaban

las bases de la enseñanza de oficios que recién en 1878, se

concretará en una Escuela de Artes y Oficios.

Fue este Gobierno del Cerrito quien controló la

totalidad del país hasta 1851, exceptuando Montevideo y

Colonia del Sacramento. Para solventar sus esfuerzos y los

de la población, tuvo su puerto de ultramar alternativo en la

rada del Buceo, al este de Montevideo, y aplicó la

Constitución de 1830 como siendo la base de su orden

jurídico.

Algunas figuras destacadas de aquella administración

fueron Bernardo Prudencio Berro, Cándido Juanicó, Juan

Francisco Giró, Atanasio Cruz Aguirre, Carlos

Villademoros, Tomás Basáñez, Norberto Larravide, y otros

tantos patricios, algunos de muy importante actuación

política posterior.

Otro gran tema de esa época, fue la propuesta de la

reunificación de la Patria que realizó Rosas en 1845, con la

reincorporación del Uruguay a las Provincias Unidas del

Río de la Plata, anulando las imposiciones de la Convención

Preliminar de Paz, dictada por la conveniencia del Imperio

Británico en el Río de la Plata, en el ya ido 1828.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 80

En ese momento, Manuel Oribe no quiso decidir, o no

tuvo la altura política para contraponerse, o para decidir

sobre este acto trascendente, y envió el tema a tratamiento

de una comisión parlamentaria que, a seguir, se perdió en

devaneos que a nada llegaron.

Sea como fuere, hacia 1850, la causa tutelada por

Oribe y Rosas parecía destinada a triunfar. La revolución de

1848 en Francia, que había derribado a la monarquía de

Luis Felipe, había dejado a la intemperie al Gobierno de la

Defensa, sostenido por aquella. Según constan en los

documentos de la época, el gobierno del Montevideo

sitiado, no aceptó el ofrecimiento del príncipe-presidente

Luis Napoleón Bonaparte, de enviar para socorrer a la plaza

sitiada, a los presos políticos de la represión de las Jornadas

de Julio, y dicho por boca de Manuel Herrera y Obes:

“¿Qué será de nosotros, si vienen los comunistas?”.

En 1850, el enviado de Luis Napoleón, Almirante

Lepredour, firmó una convención de paz con Felipe Arana,

canciller de Rosas. Un año antes, éste ya lo había hecho

Southern, el enviado del Imperio Británico. El Gobierno de

la Defensa, sintiéndose ya estar con las horas contadas, se

apresuró a involucrar con su última carta: el Imperio del

Brasil y el caudillo entrerriano Justo José de Urquiza.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 81

Desde siempre, Brasil veía con aversión el triunfo de

Rosas y Oribe en el Plata, y desde 1848, este último hubo de

repeler duramente varias incursiones brasileñas en la

frontera norte del país, dedicadas al arreo de ganado hacia

Río Grande del Sur. En cambio, el caudillo entrerriano

Urquiza, buscando una salida más ágil y directa para sus

ganados hacia sus compradores del exterior, sin necesidad

de tener que pasar por la aduana de Buenos Aires, la cual

Rosas controlaba y cuyas rentas no socializó nunca durante

sus casi 20 años de gobierno, fue tentado por Manuel

Herrera y Obes, quien, estratégicamente, le ofreció el puerto

de Montevideo para tales efectos.

Urdida la trama, los acontecimientos se precipitaron

después de agosto de 1851, cuando Urquiza se declaró en

rebelión contra Rosas. Y así, poco después éste penetraba

en territorio Oriental, marchando directo hacia el Cerrito

para quitar de en medio a Manuel Oribe, su antiguo

camarada de armas.

Este ordenó a sus comandantes que detuvieran al

entrerriano, pero de forma insólita, sus órdenes fueron

extrañamente desobedecidas. Y así, casi en un abrir y cerrar

de ojos, Urquiza se le apersonó delante de Montevideo,

conminando a Oribe a rendirse, lo que éste pronto lo hizo,

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 82

abandonado de todos; punto éste que veremos en detalles

más adelante.

Otro hecho a resaltar, ocurrió el 23 de setiembre de

1855. Fue cuando ya de vuelta a Montevideo, intentan

asesinar a Manuel Oribe. Prevenido de que su coche sería

asaltado, Oribe regresa a la Unión a caballo. Su carruaje

efectivamente fue atacado, y el cochero cae herido

gravemente. José Monegal en su “Esquema de la Historia

del Partido Nacional” después de relatar el episodio,

expresa:

“Se comenta que el complot ha nacido en el

pensamiento del Dr. José M. Muñoz, de la

amistad íntima de César Díaz y Juan Carlos

Gómez”.

Posteriormente, recogido ya a su hogar, por entonces

don Manuel estaba en los tramos finales de su existencia, y

el 12 de noviembre de 1857 falleció en la quinta del Paso

del Molino, casi al final de la hoy llamada calle

Uruguayana.

Durante su velatorio, la Bandera de los Treinta y Tres

Orientales por la que combatiera, fue sostenida por aquel

que había sido el abanderado de la libertadora expedición e

un incondicional partidario suyo, Juan Spikerman. Se le

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 83

decretaron honores oficiales, y recibió sepultura en el

cementerio del Paso del Molino, siendo posteriormente

trasladado a la Iglesia de San Agustín, fundada años antes

por él en recordatorio de su esposa Agustina Contucci, en el

barrio de La Unión, nombre que tras 1852, se dio a la Villa

de la Restauración, surgida en los campos denominados del

Cardal, contiguos a su campamento militar del Cerrito.

Manuel Oribe se había casado con su sobrina,

Agustina Contucci, el 8 de febrero de 1829, habiendo 4

hijos de su matrimonio. Años antes de su boda, en 1816,

había tenido una hija, Carolina, que fue luego apadrinada

por Gabriel Antonio Pereira.

La madre, Trinidad Guevara, que fuera la primera

dama de la Compañía de la Casa de Comedias cuando su

director era Bartolomé Hidalgo, dio a luz una niña que fue

bautizada en la Iglesia Matriz con el nombre de Carolina,

como hija de Manuel Oribe. Trinidad muere el 24 de julio

de 1873.

Manuel Oribe fue uno de los hombres públicos de

Uruguay de más tardía reivindicación, sobre todo, por la

leyenda de crueldad acuñada durante la Guerra Grande. Aún

en 1919, el destacado líder y estadista colorado José Batlle

y Ordóñez escribía que: “…ser colorado, es odiar la

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 84

tradición de Rosas y Oribe”, y su prensa, el diario El Día,

aludía siempre al Partido Nacional como el partido oribista.

La insidia contra Manuel Oribe llegó a tal punto, que

en el centenario de su muerte (1957), los miembros

colorados del Consejo Nacional de Gobierno, se negaron a

ponerse de pie para homenajearlo.

Del mismo modo, desde las filas propias de su partido

político –blanco-, hubo actitudes comparables: el diario

conservador del Partido Nacional, El Plata, pasó por alto la

conmemoración de aquel aniversario, sin mencionarlo

siquiera.

En ese momento, tal actitud se justificaba, porque

Juan Andrés Ramírez, su fundador, era de origen colorado y

firmemente reaccionario.

El gran reivindicador de la figura de éste héroe

Oriental, fue Luis Alberto de Herrera, quien a través de sus

trabajos históricos e investigativos de solidez incomparable,

dejó finalmente sentada la figura de Oribe en sitial de

honor.

Ignacio Oribe

Ignacio Oribe también nació en Montevideo, en el año

1795, viniendo a fallecer en la misma ciudad, en 1866. Al

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 85

igual que su hermano Manuel, se realizó profesionalmente

en la carrera militar, y participó en las guerras por la

independencia y civiles del país, ocurridas en la primera

mitad del siglo XIX. Era hermano menor del General y

Presidente Manuel Oribe.

Como ya lo mencionamos, siendo éste hijo de un

militar español, por opción o exigencia, también ingresó al

ejército durante el segundo sitio de Montevideo, en 1813.

Su bautismo bélico se inició en las huestes

libertadoras, y con ellas combatió en los años siguientes

contra el Directorio y contra la Invasión Luso-Brasileña, a

órdenes de Fructuoso Rivera.

En 1818 fue otro de los personajes que abandonaron

las filas de José Artigas y se pasaron a Buenos Aires, donde

desde allí, participó en varias etapas de la guerra civil contra

la provincia de Santa Fe. En 1820 participó del lado de

Alvear en los llamados desórdenes de la Anarquía del Año

20. Tras su derrota, fue dado de baja.

Al año siguiente (1821), regresó nuevamente a

Montevideo, y prontamente se trasladó al campo para

dedicarse a la ganadería. Sin embargo, en una oportunidad,

ocurrida antes de 1824, durante varios meses estuvo preso

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 86

en Río Grande do Sul, acusado de colaborar con los

independentistas.

Al año siguiente, al producirse el desembarco de los

Treinta y Tres Orientales, cuyo segundo del grupo era su

hermano Manuel, prontamente les proporcionó valioso

apoyo. En el desarrollo de los hechos, se trasladó a Cerro

Largo, donde formó un regimiento de caballería. Con esas

fuerzas combatió en la batalla de Sarandí, en la que se

distinguió particularmente por su ardor y voluntad en la

lucha.

Posteriormente, Ignacio participó en la Guerra del

Brasil, coadyuvando en la batalla de Ituzaingó. Por su

destaque en esa victoria, fue ascendido al grado de Coronel.

No en tanto, poco después fue atacado y tomado preso en

Melo, y llevado nuevamente prisionero a Río Grande, donde

ulteriormente recuperó la libertad en un canje de inculpados

entre ambos bandos.

En 1829, el gobernador José Rondeau lo nombró Jefe

Político de Montevideo, y al año siguiente, fue nombrado

Ministro de Guerra del Presidente Juan Antonio Lavalleja.

Así mismo, tuvo el mando militar de varios regimientos

durante el gobierno de Rivera.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 87

Al llegar su hermano Manuel Oribe a la presidencia,

en 1835, éste se encontró con que Rivera se había nombrado

a él mismo comandante de armas del país, con atribuciones

en las cuales no cabía la autoridad del presidente.

Como ya vimos antes, lo único que Oribe pudo hacer

para librarse de Rivera, fue eliminar el cargo de comandante

de armas; pero varios meses después lo volvió a instaurar,

colocando en él a su hermano Ignacio.

Tal actitud, fue la causante de la primera revolución

de Rivera, en 1836. Ignacio Oribe salió a su encuentro y lo

derrotó en la batalla de Carpintería. Por esa victoria fue

ascendido a General.

En consecuencia, Rivera tuvo que refugiarse en

Brasil, y con ayuda brasileña de viejos amigos de armas,

volvió al año siguiente. Ignacio lo volvió a derrotar en el

Molle, en la batalla de Yucutujá y en Durazno. Pero Rivera,

que tenía suficiente apoyo en el Brasil como para seguir la

guerra, finalmente, derrotó a Ignacio Oribe en la batalla del

Palmar.

De acurdo con visto en páginas anteriores, el ejército

de los Oribe debió replegarse hacia Montevideo, y por

varias semanas, el Presidente-hermano creyó que podría

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 88

mantener el poder, pero la flota francesa le bloqueó

Montevideo y lo obligó a renunciar.

Ante la nueva resignación, Manuel e Ignacio Oribe se

trasladaron a Buenos Aires. Mientras Manuel Oribe

comandaba los ejércitos federales en la larga guerra de

1840, Ignacio permaneció en Buenos Aires hasta mediados

de 1842. A la postre, se unió después al ejército de su

hermano y peleó en la batalla de Arroyo Grande.

Como derivación, también hizo parte en el tercer sitio

de Montevideo, y en las operaciones contra Rivera y

Venancio Flores en el interior del país, y ocupó

responsabilidades en el gobierno que su hermano estableció

en el Cerrito.

Al producirse la invasión de Urquiza en 1851, después

de firmado el armisticio, Ignacio Oribe se retiró a su

estancia. Reaparecería nuevamente en la escena política, en

1863, cuando integró el Consejo Consultivo de Estado que

había sido convocado por el entonces Presidente Berro.

Pero tras la caída de éste, desapareció de la vida pública,

hasta venir a fallecer en Montevideo, en diciembre de 1866.

Otro hermano del presidente Manuel Oribe, fue

Francisco, que con relativo destaque, hizo toda su carrera a

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 89

la sombra de sus hermanos, y participando en diversos

combates, hasta llegar al grado de Coronel.

Bernardo P. Berro

Bernardo Prudencio Berro y Larrañaga, igualmente

nació en la ciudad de Montevideo, el día 28 de abril de

1803, cayendo asesinado el 19 de febrero de 1868, por las

mismas circunstancias que acabaron con la vida de

Venancio Flores.

Destacado político y escritor, fue miembro del Partido

Nacional, y Presidente de la República entre 1860 y 1864.

Bernardo era un hombre vinculado por su origen, a

una familia de comerciantes españoles de temprana

actuación política. Su padre, Pedro Francisco Berro, había

sido integrante de la Junta de Montevideo y de Asamblea

Constituyente de 1828 a 1829.

Integrante del Gobierno del Cerrito, fue Ministro de

Gobierno (1845-1851) de Oribe durante el régimen paralelo

impuesto por el sitio a la capital. Posteriormente, fue

miembro de su Tribunal Supremo y una de las figuras más

destacadas de aquel régimen.

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Durante la administración de Juan Francisco Giró, de

quien fue su estrecho colaborador, fue Ministro de Gobierno

nuevamente y también de Relaciones Exteriores, y objeto

principal de los ataques realizados por la oposición, que

terminaría derrocando a aquel gobierno, en septiembre de

1853.

Desde antes, por lo menos desde 1847, se había

manifestado partidario de lo que la historiografía uruguaya

conoce con el nombre de Política de Fusión, denominación

que compete al proyecto de abolición de las divisas y la

vigencia integral de la Constitución de 1830, como única

forma de desplazar a los caudillos del poder político y de la

dirección de los asuntos de estado, hecho notorio durante la

llamada Guerra Grande, por entonces en curso.

El día 1º de marzo de 1860, finalmente fue electo

Presidente de la República por la Asamblea General, para el

período constitucional 1860-1864, desempeñando

íntegramente sus cuatro años de mandato, durante los cuales

hubo de enfrentar nuevamente la oposición a aquellos

principios políticos. Una de sus primeras medidas fue,

precisamente, la prohibición del uso público de las divisas y

la penalización severa de los infractores.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 91

Influido por el modelo democrático conservador

estadounidense, el que encomió en varios artículos de

carácter político, Berro fue quizás uno de los primeros

presidentes del Uruguay que intentó lograr la viabilización

administrativa del estado, para lo cual dictó una serie de

medidas que encontraron oposición, incluso en los

elementos más afines a él dentro de su gobierno.

De origen, sino atesorada, por lo menos acomodada y

de costumbres y hábitos patricios, no obstante Bernardo

Berro era un individuo de una llamativa sencillez. Habitaba

generalmente en su quinta, en el partido (hoy barrio

montevideano) de Manga, distante a unos 15 kilómetros del

centro de Montevideo, y tenía el hábito de él mismo trabajar

la tierra, lo que provocaba la sorpresa y el repudio de una

élite con manía aristocratizante que, en sus conceptos, no

concebía semejantes actitudes en un individuo de su cargo y

de su clase.

Hubo de enfrentar, desde 1863, la insurrección

antifusionista y luego, de hecho, colorada, de Venancio

Flores, la cual, al final de su mandato, el 1º de marzo de

1864, no había podido sofocar, entre otras cosas, por la

defección de algunos de sus colaboradores más inmediatos,

como Andrés Lamas, que se pasaron abiertamente del lado

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 92

del rebelde. Las desavenencias con sus generales también

fueron causa adicional de la inacción militar de su gobierno.

Aun estaban latentes las venas guerreras de los caudillos en

apogeo.

Cabe destacar que durante el periodo de su gobierno,

se produjo una gran recuperación económica del país, hecho

que se explica fundamentalmente por tres factores: el

crecimiento del comercio y de los comerciantes como grupo

socio-económico dominante en la ciudad; la revolución del

lanar y el reforzamiento económico y político de los

estancieros; y el ingreso de capital extranjero,

fundamentalmente británico.

El aumento del comercio exterior, tanto de

importaciones como de exportaciones, se produjo por una

serie de causantes en cierta parte ocasionales. En primer

lugar, el crecimiento de la población nacional, produjo un

aumento de la demanda y por lo tanto, amplió la

importación. En segundo lugar, por la incorporación de la

lana como producto exportable del país. En tercer término,

debe señalarse la enorme incidencia que tuvo la guerra del

Paraguay (Guerra de la Triple Alianza, hecho que ocurre

una vez fuera del poder Berro) en la multiplicación de las

actividades comerciales y financieras. Todo esto, sumado al

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 93

establecimiento en el país de la un paz interna, fue lo que

condujo a la prosperidad y al crecimiento económico de su

mandato.

La revolución del lanar, nombre que otorga la

historiografía uruguaya a la introducción del capitalismo

agrario desde 1850, significó la primera modificación de la

producción del Uruguay desde los tiempos de la colonia.

Indeliberadamente, la estabilidad de los gobiernos

también en los países vecinos, actuó como una forma de

modernización, pues permitió al país ingresar a mejores

niveles de exportación económica.

En aquel momento, la extensiva exploración

comercial del ganado ovino, impulsó la tecnificación del

agro (baños, bretes, alambrados), y demandó por mano de

obra especializada. La buena calidad de la lana obtenida en

éste terruño, también permitió ampliar los mercados

exteriores del país. Si bien acentuó su dependencia, también

diversificó los productos exportables y los mercados de

consumo, distribuyendo esa dependencia entre varios

centros económicos mundiales.

La primera causa de la expansión de la exploración

ovina y la lana, fue la fuerte demanda europea, a partir

sobre todo del cambio de fibra que las industrias textiles

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 94

inglesas habían comenzado desde hacía unos años. Los

países europeos no podían cubrir toda la demanda de la

industria textil, por lo que recurrir a los lugares donde se

producía lana de buena calidad y barata, fue una prioridad

para los industriales europeos.

Durante la década de 1860, otro hecho que favoreció

al Uruguay, fue la Guerra de Secesión de los Estados

Unidos, motivo que anuló el envío de algodón

estadounidense a Europa. Desprovista entonces de una de

las dos fibras textiles que alimentaban a su industria,

prácticamente toda Europa tuvo que volcarse,

necesariamente, a la compra de lana en mucha mayor

cantidad que hasta ese momento.

En tercer lugar, surge una causa interna que llevó a los

estancieros criollos a acercarse a la lana, y fue que la

abundancia del ganado vacuno había llevado a que de él

sólo se valorara el cuero. La crisis vacuna por un lado y el

hecho de que el ovino complementara, sin sustituirlo, al

vacuno, tanto en el consumo de los pastos como en las

eventualidades comerciales, hizo que su explotación se

generalizara en toda la República.

Las consecuencias de éste proceso de diversificación

pastoril, desde un punto de vista social, fueron: la

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repoblación del campo y de la estancia, ya que para el

cuidado de la oveja, se necesita mucha más mano de obra

que para la utilizada con el vacuno. Además, obligó a

sedentarizar a la población rural, puesto que el pastor de

ovejas debía permanecer en un puesto fijo. De esta manera,

se restó gente dispuesta a acompañar las incesantes

revoluciones; fortaleciendo el surgimiento de una clase

media rural y facilitando el ascenso social de los habitantes.

Desde el punto de vista económico, no quedan dudas

que el ovino significó el quiebre de la edad del cuero, lo

cual representó la diversificación de los rubros exportables

uruguayos.

Ahora, al tasajo y a los cueros, había que sumar la

lana. Lo que a su vez produjo la diversificación de los

mercados compradores. En esta diversificación y una menor

dependencia relativa de los centros industriales europeos,

estuvieron los motivos de aquel periodo de prosperidad.

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Segunda Parte

Algunas Flores Nacen a la

Sombra de los Caudillos

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El Surgimiento de Rutilantes Figuras

Al referirnos a aquellos imberbes guerreros que otrora

se habían comprometido con llevar adelante los

independentistas ideales artiguistas, es exteriorizar sobre el

cerne, lo más profundo y puro de la historia de nuestra

Nación, ya que el prócer máximo, José Gervasio Artigas,

fue quien creó la idea nacional de país y ciudadanía, y tuvo

en Lavalleja, Rivera y Oribe algunos de los exponentes que

lo materializaron en la patria soberana y libre.

No existen en ellos contradicciones, ni actitudes

bastardas es sus fieras luchas contra los imperios: español,

francés, inglés, portugués, brasileño y porteño unitario.

Siendo estos fieles a un nacionalismo conceptual que

llevaron a cabo desde sus comienzos, con el pasar del

tiempo, fueron macerando sus aspiraciones y propósitos,

entreteniéndose en contiendas de un lado y otro del rio que

desde siempre nos separaba de aquel viejo virreinato

español, mientras ellos iban realizándose ambiguamente en

proyectos particulares, y sirviendo a sueldo para alguna

causa del momento en la que acreditaban.

Pero estos caudillos victoriosos, mezcla de ídolos y

semidioses de nuestra paria, más allá de dirigir tropas y

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producir héroes y/o desafectos en el fragor de los combates,

también necesitaban de otros hombres -los sin armas-, que

estuviesen dispuestos a apoyarlos, y de personajes que

fuesen capaces de realizar a contento toda la profusión de

requerimientos que las mismas batallas exigían.

No es poco lo que ya hemos dicho de ellos, y sin

embargo, aun quedaría mucho más por decir, pero creo que

este ligero repase historiográfico, ya nos permitirá

comprender los intrínsecos motivos que movieron al

restante de los comediantes de esta opereta oriental.

Excluyéndose los ya adinerados que emigraron hacia

estos lados para de alguna manera ensanchar sus fortunas en

el nuevo mundo, no es de extrañarse también encontrar los

considerables patrimonios y fortunas que fueron erguidas

por las familias que se encontraban ligadas de alguna forma

al Reino y, posteriormente, por descendientes de

enigmáticos funcionarios de las cortes, y de artesanos,

labradores o comerciantes que, tras aventurarse en una

odisea en busca de la suerte, dejaron en casi tres siglos, sus

oriundos en las nuevas patrias americanas que se

establecieron en aquel entonces. Eso es lo que veremos a

seguir.

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Una Extraña Donación

Como ya lo mencionamos anteriormente, muchos de

los nuevos patrimonios surgieron a la sombra del desorden

y la lentitud de la parca organización administrativa

existente en sus primeros gobiernos, en donde sus

plenipotenciarios, administradores, ministros y amigos de

los mandamases de cada legislación, no demoraban en

apoderarse de los bienes públicos, y donde no faltaron

tampoco los malos administradores, interesados más bien

que estaban en derrochar los fondos públicos para formar

una abundante clientela electoral, que a la postre fuese

capaz de sustentarlos en el poder.

Tampoco fueron pocos los individuos que

conquistaron beneficios como forma de retribución por

alguna “gauchada” especial, o en consecuencia de

beneficios obtenidos por la existencia de lazos familiares

que fueron siendo tejidos en una sociedad donde sólo

escasos individuos eran letrados.

Otras, no en tanto, surgieron como resultado de una

forma del arreglo de cuentas propiciado por el Gobierno,

donde “los doctores” que tutelaban las juntas, se veían

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obligados a liquidar los importes y las enumeraciones de los

generales vencedores, o de los vencidos que, en un nueva

virada política, pronto retornaban a su terruño exigiendo

montos similares como una forma de saldar los otrora

patrióticos servicios que ellos habían prestado a la nación.

Desvendando un poco de la historia de esos seres

satelitales que florecieron en las sombra de estos caudillos,

poco se sabe del ingeniero andaluz radicado en Argentina a

principios del siglo XIX, don José María Manso, y de su

esposa porteña Teodora Cuenca, a no ser que, éste

especialista, más allá de contribuir con sus conocimientos,

también participó de las Batallas por la Revolución

Argentina de 1810, y luego fue partícipe del Gobierno

Unitario de Bernardino Rivadavia.

Esa actitud insurrecta le trajo muchos trastornos

futuros para él y su familia, porque tras la caída de su

entonces amigo-presidente, don José se siente obligado a

emigrar, primero sólo, y después su familia, dirigiéndose

subrepticiamente para la bucólica Montevideo; todo por

causa de las persecuciones que su familia pasó a recibir

durante el régimen iracundo del gobierno de Juan Manuel

de Rosas.

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De ese matrimonio andaluz-porteño, nace la famosa

Juana Manso el día 26 de junio de 1819, la que, ya desde

muy chica, por lo que los registros cuentan, se las tuvo que

arreglar para superar las adversidades de la vida, pues con

20 años, fue quien, con sus clases particulares, mantuvo

económicamente a toda la familia: madre, hermana y

abuela. No en tanto, nada más se escucha decir, o no hay

registros sobre el destino posterior de su padre en estas

bandas.

De acuerdo con lo que nos relata la escritora Silvia

Miguens, en “Rescate Oportuno”, nos enteramos que

cuando toda la familia logra reunirse con don José María

Manso en Montevideo, ella, bajo la supervisión de su

madre, Teodora Cuenca, fundó su primer colegio. Pero eso

ya fue por el año 1841, donde el Ateneo de Señoritas se

convirtió en el primer establecimiento uruguayo en el cual

se enseñó geografía y algunas nociones enciclopédicas.

No en tanto, otras peripecias la asecharon antes, y

principalmente un poco después de esa fecha, porque:

“la dictadura rosista también llegó hasta el

Uruguay y los Manso-Cuenca debieron partir

hacia Brasil”.

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En 1844, ya instalada en Río de Janeiro, Juana

conoció al violinista portugués Francisco de Saá Noronha,

un poco menor que ella. Se casaron dos años después y

juntos partieron a Estados Unidos para dar conciertos, ella

acompañándolo al piano. Vivieron en Nueva York y en

Filadelfia pero nunca tuvieron éxito como músicos.

“Sin embargo -agrega Miguens-, Juana

aprovechó esa experiencia y absorbió todos los

movimientos políticos y sociales que se daban

en aquel país. Vivió las primeras reyertas

contra la esclavitud y también los primeros

movimientos feministas. Cuando escribo este

tipo de novelas –afirmó la escritora-, armo

rompecabezas con fechas y lugares donde

estuvo la protagonista y veo qué otras

personalidades se destacaban. Seguramente se

cruzarían entre sí. Por aquella época, por

ejemplo, vivió Flora Tristán, una francesa hija

de un peruano y una europea. Esta mujer en

1843 escribió el primer manifiesto obrero…

¡previo a Carlos Marx! Esto seguramente a

Juana, una mujer tan culta y curiosa, no se le

pasó por alto”.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 103

Juana Manso tuvo dos hijas de aquel casamiento:

Eulalia y Herminia; pero en 1851, Francisco, su marido, se

fuga con una joven de la corte a Portugal, y en 1853 ella

regresa, pero esta vez a un Buenos Aires ya sin Rosas. Se

dedica al periodismo y a la escritura. Posteriormente,

Sarmiento la nombraría directora de una escuela mixta.

En realidad, lo que más importa en esta historia, es la

extraña información que dio origen a la donación de una

extensa área de tierras volcadas a las orillas de la bahía de

Montevideo, la cual, por razones que aun no han podido ser

esclarecidas y sin saber los motivos que la produjeron, esta

acción terminó por beneficiar económicamente a otro hijo

de emigrantes hispánicos en 1937.

Antes de avanzar en el enigma, se hace necesario

aclarar, de acuerdo con la historiografía de la familia

Capurro, que Juan Bautista Capurro era marino mercante. El

25 de enero de 1819, el gobierno de Turín, donde estaba

entonces la capital del reino, le expidió la patente de

“capitán de gran cabotaje”.

En los registros de Lloyds de Londres, ya figuraría

con anterioridad como armador de los bergantines de

madera “Annina”, “Amalia” y otros, los que se cree,

viajaron al Mar Negro por cargas de trigo. Seguramente

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 104

Juan Bautista navegaba en ellos también, pero, en todo caso,

lo que si se confirma, es que era capitán del barco en que

arribó a Montevideo (quizá el “Esmeralda”), en fecha que

no se conoce exactamente. Todo indica que esa radicación

en nuestro país tiene que haber sido anterior a 1829, pues en

ese año ya figura como miembro de la Masonería Oriental,

lo que hace presumir que estaba en Montevideo desde algún

tiempo antes.

Ulteriormente, se vinculó por matrimonio a la familia

Castro y, aparentemente, dejó de navegar, dedicándose

exclusivamente a sus negocios; aunque, como después se

verá, prosiguió en actividades relacionadas con el tráfico

marítimo. No tuvo actuación pública de destaque, pero era

una persona importante en la colectividad italiana, (muy

numerosa ya entonces).

Debemos recordar que en su vida, integró la Comisión

de Comerciantes y Propietarios, en la que actuó poco

tiempo. También formó parte del grupo fundador del Banco

Italiano, el Ferrocarril Central, el Hospital Italiano, la

Compañía de Aguas Corrientes, y el Teatro Solís ya en

unión con notorias figuras de la época, manteniendo además

sus propias empresas.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 105

Enterados de quien era éste prominente comerciante

genovés que en mucho contribuyó para el desarrollo del

Uruguay, y utilizando la misma fuente de registro de

información, encontramos algunos datos de este misterio en

el cual, por escritura que autorizó el Escribano Salvador

Tort el 29 de diciembre de 1837, Juan Bautista Capurro, en

condominio con José Lapuente, adquirió de don Tomás

Basáñez, por la suma de 2.000 patacones, una extensión de

terreno situada en la margen izquierda del arroyo Miguelete

en su desembocadura en la bahía de Montevideo y con un

amplio frente sobre la misma bahía (llegaba por el este hasta

el paraje conocido por el Caserío de los Negros).

Esos mismos terrenos los hubo el entonces Juez

Ordinario de Montevideo, don Tomás Basáñez, por

donación de doña Teodora Cuenca, quien, a su vez, los

había comprado al Gobierno por escritura autorizada por el

en aquel momento Escribano Francisco Araucho el 2 de

mayo de 1832. De ahí, es que surge el gran enigma sobre

los motivos que llevaron esta señora a realizar la donación

de tamaño lote de tierra a orillas de la bahía de Montevideo.

Cuando y por qué se realizó, son aun incógnitas en esta

historia

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 106

La manzana de terreno donde estaba el muelle (cuyos

restos todavía existen) fue adjudicada posteriormente a

Eduardo Capurro y vendida a la muerte de éste por sus

herederos, a Juan Restelli, quien tuvo algunas dificultades

para probar la salida fiscal de esa parte de “La Meca”

(nombre que fue designada la propiedad por su anterior

propietario), resolviéndose el asunto recién en 1937

(Ministerio de Hacienda, carpeta No. 919), con la

comprobación de que la salida fiscal ya había ocurrido en

1832.

En otra parte de los terrenos, tenían su ubicación -en

tiempos de Juan Alberto y Federico Capurro-, la Gran

destilería Oriental y la Cervecería Germania, empresas que

fueron vendidas posteriormente.

En cuanto al resto de las tierras, presumiblemente

habían sido vendidas poco a poco. En todo caso, lo

adjudicado de ellas a Eduardo Capurro fue la manzana

referida sobre el mar y el predio ocupado por la quinta de

Juan Bautista Capurro.

El autor de la reseña se ha extendido en detalles sobre

esta propiedad, porque no solamente era un centro

importante de la actividad de Juan Bautista Capurro, sino

también porque en ella tenía su casa, todo lo cual hizo que

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 107

la calle que va desde la avenida Agraciada hasta la playa, se

llamara también Capurro, lo mismo que el barrio. El

nombre original de “La Meca” ha sido completamente

olvidado por las generaciones siguientes.

En una época posterior a la compra, la playa era la

más concurrida de Montevideo, lo mismo que el parque que

construyó posteriormente la compañía de tranvías, con su

famosa pista de patinaje. Después, Capurro perdió su playa

y se transformó en un barrio industrial y de edificación

modesta, aunque sin perder naturalmente su hermoso

panorama de la bahía.

De lo hasta aquí relatado, en conclusión, nos ha

quedado en la memoria, exactamente la fecha en que don

Tomás Basáñez lleva adelante esta transacción inmobiliaria

por una abultada suma en la época. Nos queda también la

duda si este convenio de venta fue puramente casual, ya que

tuvo la anuencia del entonces caudillo-gobernador Oribe, o

se dio por alguna influencia estratégica o visionaria de un

joven Juez emprendedor y hacendado, o contó –

observándose las fechas-, con alguna información

confidencial de parte de algún otro integrante de las fuerzas

que gobernaban el País en aquel momento, visto que, en

tiempo posterior, otra trascendental especulación en tierras

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 108

sería realizadas por este mismo señor en otro paraje

periférico del entonces resumido Montevideo Ciudadela,

acción que pronto lo convertiría en el protagonista

estratégico de desenlaces futuros en lo social y político de la

capital…

Es de suponerlo, pero aun no lo hemos descubierto.

Los Lanchones de Santurzi

¿Sabías que hasta la llegada del tranvía de caballos a

tierras de Bizkaia, las sardineras de Santurtzi tenían que

caminar 12 Km desde Santurce a Bilbao, con los pies

descalzos, y portando sobre la cabeza un cesto con sardinas?

Atrás ha quedado el tiempo en el que Santurtzi, como

puerto vizcaíno de mayor relevancia en la pesca de bajura,

era recorrido por la romántica figura de las sardineras,

mientras eran embaladas por la popular canción “Desde

Santurce a Bilbao”.

Aún hoy, seguramente, se puede sentir el delicioso

olor de las parrillas humeantes que el viento del mar empuja

tierra adentro, convirtiendo la exhalación en una auténtica

tentación para el visitante que podrá degustar sus afamadas

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 109

sardinitas, o cualquier pescado de temporada, asado de

manera tradicional.

Quien visita ésta región, no puede perder la

espectacular panorámica que se descortina sobre la Bahía

del Abra, desde el mirador que se encuentra junto al Palacio

de Oriol. No hace mucho que un poético, maravillado con el

espectáculo ante sí, dijo que desde allí, la vida nada tiene

que envidiar a la bahía de San Francisco.

Tal vez, contando con esas mismas imágenes vivas en

su retina, y aun con el aroma a pescado fresco colado en sus

napias, fue que el emigrante Ramón Bernardo Artagaveytia

Urioste, un militar y comerciante que había nacido el 25 de

junio de 1796 en el barrio de Mello, Santurce (Bizkaia), e

hijo de Manuel de Artagaveytia y Maria de Urioste-Se,

decidió expatriarse en algún territorio de las Indias,

cayendo, vaya a se saber como o por influencia de quien,

justamente en la Banda Oriental del Virreinato del Rio de la

Plata.

Una vez desembarcado en estas playas, el joven

Ramón se estableció en la capital en 1814, donde quizás,

impulsado por la fuerza de una tradición familiar, aquí llegó

a ser un exitoso propietario de una empresa lanchonera que

operaba en el Puerto del Buceo (sobre las margen derecha

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 110

del Rio de la Plata), algunas millas al este de la bahía de

Montevideo, y en la que sólo trabajaban otros emigrantes o

descendientes de vascos. Posteriormente, también fue el

constructor y concesionario del faro de la Isla de Flores.

Subsiguientemente, además aquí cayó de amores y

terminó casándose el día 2 de noviembre 1828 en la

Catedral de Montevideo, con doña María Josefa Gómez

Calvo, con quien tuvo 10 hijos.

Paralelamente, y más una vez motivado por las

mismas ínfulas beligerantes que las nubes del horizonte

arrastraban desde su tierra, fue Teniente en la Compañía de

Granaderos del batallón de Milicia Activa de Infantería,

desde el momento mismo en que por aquí se organizaron las

guardias nacionales, y posteriormente, ascendiendo al

puesto de Capitán el 19 de junio de 1833, grado con el cual

participó en la represión del alzamiento del General Antonio

Lavalleja (1834).

Siendo un fervoroso seguidor del círculo político-

partidario del Brigadier General Manuel Oribe, luego fue

electo diputado por el departamento de Colonia en 1835.

Se sabe que en ese mismo año, en ocasión de una

reestructura del Ejército, alguien puso a Artagaveytia en tela

de juicio, por su condición de extranjero.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 111

Considerándose un vasco de una sola pieza,

indignado, pidió de inmediato la baja. Felizmente Oribe no

le hizo caso, y acertó, porque durante los bravos años del

Sitio Grande, no hubiera podido prescindir de este leal

vascuence que, ya con el grado de Teniente Coronel, le

organizaría en el asentamiento del Cerrito, el célebre

Batallón de Voluntarios, donde también enroló a sus

compatriotas residentes en el País.

Pero en una de esas vueltas del destino, cuando el

General Fructuoso Rivera usurpa el poder en 1838, y el

segundo Presidente Constitucional del Uruguay, Manuel

Oribe se exilia en Buenos Aires, y es cuando Ramón de

Artagaveitya se convierte en el enlace con éste en la capital

uruguaya, mientras que en la margen argentina, le tocó

actuar al antiguo ministro Antonio Díaz.

Oribe recibe en su exilio bonaerense, dinero y

consejos de este estimado santurzano, con la finalidad de

que ultimara los detalles de un próximo ataque marítimo a

la ciudad de Montevideo, un proyecto que estaba amparado

por el General argentino Rosas, pero que en realidad, nunca

llegó a concretarse.

Cuando en definitiva, el General Oribe se dirige a

Montevideo para tomar la ciudad en enero de 1943, le

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 112

escribe a Artagaveitya avisando que necesitará de él. Dicho

y hecho, iniciado el Sitio (16 de febrero de 1843), al

santurzano, ya con el grado de Coronel, Oribe le

encomienda el reclutamiento de sus compatriotas, cosa que

no resultaría difícil, dado que muchos de los recién

inmigrados ya habían combatido en filas carlistas, y más

que ebrios por nuevas luchas, estos se reencontraron en

Uruguay con una parte de sus antiguos jefes y compañeros.

Creada la nueva fuerza de combate, se convino

llamarla de Batallón de Voluntarios de Oribe, u “Oribe-

Erri”, integrado casi en su totalidad por los inmigrantes

vascuences peninsulares que ya venían entrenados en la

guerra. Cuatrocientos integran el Batallón: son lo mejor de

la juventud carlista que la península expulsó allende los

mares –o que se fueron voluntariamente, desilusionados,

sábelo Dios porqué–, después que el Convenio de Vergara

puso fin a la insurrección de Don Carlos María Isidro de

Borbón, el despechado hermano de Fernando VII.

Entre ellos se encontraban los Basterrica, Arostegui,

Amilivia, Echeverría, Goldaracena, Aramburu y tantos otros

sonoros apellidos vascos destinados después a volverse

apellidos montevideanos, y que aparecieron en aquel

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 113

Batallón, alimentando -¿el delirio?- de otra causa

ultralegitimista.

De todos modos, llegado el momento del armisticio,

por fuerza de los acontecimientos, finalmente Ramón de

Artagaveytia tuvo que disolver su Batallón de Voluntarios

un par de días antes de la Paz del 8 de octubre de 1851. Ya

no tenía objeto mantener aquel cuerpo de guerra, porque

simplemente la guerra había concluido y ahora el vizcaíno

debía retornar a sus negocios particulares, la compañía

marítima que aun tenía operando en el puerto del Buceo.

Finalizada la Guerra Grande, antes de que fuese

firmada la reconciliación que encerró la contienda, muchos

vascos se negaron en aceptar la pacificación, por lo que el

representante del Reino de España debió intervenir para

desarmar a los insubordinados

Aunque al fin de la guerra, quedó establecido que no

había “ni vencidos ni vencedores”, todo indica que el

coronel Artagaveitya, sumamente entristecido por lo que

particularmente consideraba como una derrota, vino a

fallecer en Montevideo apenas diez meses más tarde de

encerrada esa contienda, el día 11 de julio de 1852.

Este linaje vasco que se inició en la lejana península

con el casamiento de Manuel Artagaveytia (apellido

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 114

compuesto por Arteaga-Beytia) y María de Urioste Se, y

cuyo hijo de nombre Ramón emigró hacia América del Sur,

al Río de la Plata, con apenas 17 años de edad, prosiguió

con el matrimonio que éste realizó con María Josefa Gómez

Calvo el 25 de noviembre de 1826, y del cual sólo nueve de

sus hijos llegaron a la edad adulta:

Ramón Fermín, nació en 1840, integró el directorio del

Partido Nacional constituido en la ciudad de Buenos Aires,

Argentina, en 1890. Vivió soltero y fue náufrago del célebre

desastre del buque “Titanic”.

Emilia (1830) se casó en 1856 con Ramón Marquez.

Matilde, lo hizo con el tucumano Ramón Arocena,

fundador de este apellido en Uruguay.

Enrique, estanciero y dirigente de la Asociación Rural, se

casó el 8 de enero de 1868 con Laura Montero, hija de José

María Montero y Rosa Wentuises. Falleció con 79 años en

julio de 1914.

Juan Antonio, se casó en dos oportunidades; en primeras

nupcias en 1875 con Sara Reyes, hija de César Augusto

Reyes y Margarita Oribe, y en segundas nupcias en 1887 con

Julia Uriarte, hija de Estanislao Uriarte y Clorinda Osinaga.

Adolfo, abogado, que fue Juez Letrado, se casó con Laura

Marsenal Forteza el 26 de junio de 1876.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 115

Rosa, que se casó el 27 de julio de 1833 con Alberto

Eduardo Jackson, hijo del inglés Juan Jackson y Clara Josefa

Errazquin.

Eliza, contrajo nupcias el 10 de junio de 1874 con Abdón

Echenique, hijo de Francisco Echenique y Antonia Barradas.

Manuel, fallecido en 1918, abogado, formó hogar con

María Arocena Alfaro, argentina, hija de Fabián Arocena

Castro y Carmen Alfaro, naciendo una muy numerosa prole,

diez en total.

Informaciones recopiladas de la obra del historiador Alberto

Irigoyen Artetxe: Prosopografía de la emigración vasca, y del

libro de los linajes T.2 – Ricardo Goldaracena.

El Poeta, la Niña y un Amor Imposible

Jerónimo, Juan Carlos y Elisa Maturana, también

fueron personajes de destacada importancia en la

construcción de nuestra historia, al igual como suele

suceder en la de muchos otros sitios; pero Lincoln R.

Maiztegui Casas, fue muy oportuno cuando lo describe

magistralmente en: “Un relato de amor”.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 116

Al abordar el tema con gran profundidad, Maiztegui

nos cuenta que, debido al conturbado periodo de acartonada

trascendencia y de la conturbada política del país de

aquellos tiempos, algunas veces los dietarios suelen ignorar,

o dejar de lado algunas bellas aventuras individuales, de

esas que, con frecuencia, terminan por parecer menos

verosímiles que el más imaginativo de los relatos.

No en tanto, esta epopeya se encarga de empaparnos

en el triángulo amoroso formado por el poeta Juan Carlos

Gómez, el Dr. Carlos Jerónimo Villademoros, y la no

menos infortunada Elisa Maturana, y del amor de ambos;

historia que alguna vez fue comparada con la de Lucia

Ashton, la heroína de sir Water Scott, que fue obligada a

casarse con una persona diferente a aquella de la cual estaba

enamorada.

La trama de esta historia es bastante conocida, por lo

menos para los que gustan de las peripecias individuales,

pero en muchas ocasiones esta ha sido tergiversada,

precisamente, porque las visiones políticas no han podido

dejarla en paz. Así sucede, -según la opinión de Maiztegui-,

por ejemplo, con la obra teatral “Las alamedas de

Maturana”, de Milton Schinca, que resulta –valores

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 117

dramáticos al margen–, una burda parodia de lo que

realmente pasó.

Al relatarnos la aventura del Dr. Jerónimo, el

historiador retrocede en el tiempo, y nos cuenta que sobre

fines del siglo VIII, Mauregato, usurpador del trono de

Asturias, llegó a pactar con un caudillo musulmán, la

entrega anual de cien doncellas cristianas destinadas a los

harenes de los invasores.

El caballero Diego Peláez de Valdés, al regresar de un

incierto destierro, encontró su mansión solariega, ocupada

por un moro que tenía varias muchachas prisioneras como

parte del vergonzoso compromiso; y que, después de

desafiar y vencer al intruso en singular combate, lo

encadenó y liberó a las cautivas.

A partir de ese acto heroico, la familia Peláez de

Valdés adoptó un escudo que reconstruye la escena y que en

sus grafías contiene esta leyenda:

“El moro que preso está/ y que en la cadena

pena/ de Villa de Moros era”.

Fue entonces que a partir de esa época, los

descendientes de don Diego pasaron a llamarse, a la sazón,

Peláez de Villademoros, y bajo esa peculiar alcurnia que

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 118

adoptaron, participaron destacadamente en los posteriores

combates de la Reconquista.

Uno de los descendientes de esa familia, Ramón

Antonio Villademoros, nacido en Folgueras (Asturias),

decidió emigrar a Montevideo a principios del siglo XIX, y

en 1805, se casó aquí con doña Jacinta Isabel Palomeque,

una célibe manceba montevideana de origen andaluz. De

ese bendecido matrimonio, nacieron cinco hijos: Carlos

Jerónimo, Pedro, Isabelino, Carolina y Benjamín.

Ya en 1811, haciendo honor a su sangre de

contendiente, Ramón Antonio se integró a la revolución

artiguista, luchó contra la invasión portuguesa, y fue luego

destinado al Ejército del Norte. Pero en el correr del año

1815 fue capturado por los españoles y fusilado.

Carlos Jerónimo Villademoros y Palomeque, su

primer hijo, había nacido el 30 de diciembre (o de

septiembre, según Carlos Anaya) de 1806, en la estancia “El

Sarandí”, que pertenecía a su abuelo materno, don Antonio

Palomeque, cuyas tierras se hallaban situadas en el actual

departamento de Treinta y Tres.

Estando este terrateniente y toda su familia, del

mismo modo comprometidos con la causa revolucionaria

independentista, la estancia les fue invadida y saqueada por

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los portugueses, razón por la cual Jacinta Isabel fue

obligada a marcharse con sus cinco hijos, a la protegida

fortaleza de San Carlos.

En 1816, Carlos Jerónimo vino a radicarse en

Montevideo bajo la protección del ilustre Carlos Anaya, que

era su padrino de bautismo. En este periodo, cursó sus

estudios primarios en la escuela del padre José Benito

Lamas y, en plena adolescencia, marchó a Buenos Aires, en

usufructo de una beca que se le fue asignada como huérfano

de la patria, obtenida por influencia del propio Anaya, y

destinada para que él cursase estudios en el antiguo Colegio

de la Unión.

Luego de intentar perfeccionarse en la carrera militar,

trayectoria por la que no sentía vocación alguna, Jerónimo

se decantó por las leyes, y tras cursar derecho, recibió el

título de Doctor en Jurisprudencia en 1827.

El 2 de junio de se mismo año, contrajo enlace con

Micaela de la Concepción Correa y Angós, que había

nacido en San Carlos el 6 de diciembre de 1806, y de ahí se

trasladó a la capital porteña para casarse. Presumiblemente,

esta unión se trató de la culminación de un noviazgo

iniciado en la adolescencia de ambos, ya que ellos tenían

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 120

casi exactamente la misma edad. El matrimonio floreció, y

tuvieron dos hijas: Carolina y Micaela.

En los años inmediatos, el prominente Jerónimo

desarrolló una intensa carrera política, y la mantuvo

estrechamente vinculada a la figura de Manuel Oribe. Por

sus conocimientos jurídicos, fue canciller del Gobierno del

Cerrito, y siempre conservó una postura americanista que se

podrá admirar mejor o peor, según el color de la divisa de

quien la juzga.

Luego de terminada la Guerra Grande, dedicó los

últimos años de su vida, a escribir sus memorias, que no

llegó a concluir, pero al analizar sus letras, se nota que ellas

tienen un tono melancólico y autocompasivo:

-“Por servir a la Patria –escribió Jerónimo–, o

en el vehemente deseo de serle útil, me arrojé a

la defensa de un principio, sin omitir sacrificio

de ningún género, en el período de trece años

que se llevaron en pos de sí todas las ilusiones

de mi vida. Presta materia a serias reflexiones

la manera con que se enlazan los sucesos que

arrastran al hombre de conciencia,

precipitándole por esa pendiente resbaladiza

hasta el impuro piélago en que su fe se añeja,

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 121

sin que encuentre justificación posible cuando,

al término de su derrumbe, se despierta en la

vida real y ve los inmensos males a los que ha

contribuido, incauto”.

El digno Chanciller del General Oribe, falleció el 1 de

febrero de 1853, a los 46 años.

Continuando con otro de los protagonistas de esta

reseña, Lincoln R. Maiztegui nos habla de Juan Carlos

Gómez, y a éste lo describe como siendo el introductor del

romanticismo en la poesía nacional, y una figura política de

discutida trayectoria (quién no lo ha sido), definiéndolo a su

vez, como periodista de altos vuelos, al que con su toque de

inventiva, se le debe el nombre de “candomberos”, con que

bautizó a los que se oponían al principismo.

Juan Carlos Gómez nació en Montevideo en julio de

1820. Era hijo de un oficial portugués que llegó cuando la

Cisplatina; de modo que su verdadero apellido era Gomes, y

no Gómez, como terminó siendo españolizado

posteriormente. Se educó en su ciudad natal, pero en su

juventud, vivió un tiempo en Río Grande do Sul (Brasil).

Siendo de espíritu apasionado y vehemente, alternó la

composición de sus hermosos versos con una actividad

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política continuada, hecho que lo empujó, aparentemente, a

desenvolver una vida errante.

Ese brío indomable lo llevó a vivir en Chile, varias

veces en Buenos Aires, donde tardíamente obtuvo el título

de abogado, y en Montevideo, donde se ligó al Partido

Conservador, una escisión del coloradismo caracterizado

por una radicalidad extrema.

Reposicionándonos en la Historia de nuestro país, fue

durante el breve triunvirato formado en 1853 luego del

derrocamiento del presidente Juan Francisco Giró, al cual

integraban Lavalleja, Rivera y Venancio Flores, que Juan

Carlos ocupó el Ministerio de Relaciones Exteriores.

El cargo le demandó viajes a Europa, y vivió a caballo

entre Montevideo y Buenos Aires, donde bregó en cierto

momento por el retorno del Uruguay al tronco histórico del

que se había separado, y por causa de esa idea, mantuvo

ácidas polémicas con todos los dirigentes políticos de ambas

márgenes del Plata.

Nunca se casó, y pese a que cierta historiografía lo ha

considerado casi el paradigma del intelectual romántico, ni

su físico, más bien rechoncho, ni su vida razonablemente

larga (tenía 64 años cuando falleció, lo que para la época no

estaba nada mal), coinciden con esa imagen.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 123

Sus poemas, como los de Villademoros, se hallan hoy

totalmente olvidados, aunque uno de ellos se recita alguna

vez por su ingeniosa construcción en esdrújulas y su

rebosante sentido del humor:

“Eres un tósigo

mujer narcótica.

¡La furia erótica

siento por ti!

Yo soy un lúgubre

joven romántico,

con un Atlántico

dentro de mí.

Piedad al náufrago

mujer esdrújula,

sé tú la brújula

de mi vivir.

Mira esos túmulos

del orden jónico. . .

serán un tónico

para sufrir”.

Se ha dicho que el vacio literario que dejó la muerte

prematura de Adolfo Berro en aquel longincuo 1841, fue

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 124

inmediatamente ocupado por Juan Carlos que, como

señalamos, murió en la capital argentina en mayo de 1884.

Otro de los personajes de “Un relato de amor”, es

Elisa. Ella era hija de Felipe Maturana y Durán, que fuera

Edecán militar de don Manuel Oribe, y de doña María

Carvalho, de raigambre portuguesa, como su apellido lo

proclama a gritos.

El 18 de febrero de 1823, día en que le tocó venir al

mundo, Elisa Maturana nació en el seno de un hogar

patricio de fuertes convicciones oribistas, y nacida de un

parto anhelado por quien fuera ayudante del caudillo y

representó, según todos los testigos, la llegada de una joven

de extremada belleza y temperamento melancólico. Un

producto propio de ese tiempo romántico.

Sin registros del periodo de niñez que la destaquen, a

los 16 años, Elisa conoció a Juan Carlos Gómez y con él,

entabló un noviazgo que llegó hasta la etapa del

compromiso.

Por entonces, la familia Maturana vivía en una quinta

situada en el Paso del Molino. No en tanto, en 1843, Juan

Carlos llegó de improviso a la quinta, y le dijo a su

prometida que los avatares políticos lo obligaban a

marcharse del país. Apasionada y romántica, ella le dio

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 125

como recuerdo un guardapelo que contenía un retrato suyo,

y un rizo de su cabellera.

Entendiendo ahora los singulares aspectos en que se

desarrollaron paralelamente las vidas de estos personajes,

Lincoln R. Maiztegui Casas busca con su relato,

descomponer el sentimentalismo de la trama de aquella

época, y la historia adquiere ribetes de romántica leyenda, o

de un desmelenado melodrama, de aquellos que escribieron

las hermanas Bronté, o narrara para el cine el grandioso

William Wyler.

Volviendo a los hechos, la historia registra que el Dr.

Carlos Jerónimo Villademoros enviudó de su primera

esposa, a principios de la década de 1840, y ni Apolant ni

Goldaracena informan sobre la fecha exacta del deceso.

Como consecuencia de la soledad de su infortunio, el

2 de junio de 1844, se casó en segundas nupcias con Elisa

Maturana. Ese día, la boda tuvo como padrinos al General

Manuel Oribe y a su esposa-sobrina, Agustina Contucci.

Antes, vale la pena resaltar que, en aquel tiempo, se

comentaba que el noviazgo entre Juan Carlos y Elisa nunca

había llegado a ser bien visto por don Felipe Maturana, el

cual, por diversas razones, pero la principal entre ellas, eran

las de índole política. Por ese motivo, afirman que cuando

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en 1843 Gómez se marchó del Uruguay para radicarse en

Chile, no se sabe llevado porque tipo de influencias

paralelas, el padre aprobó de inmediato el matrimonio de su

hija con Villademoros.

Se ha dicho también que Oribe tomó partido del

asunto, y por su preponderancia, terminó presionando a su

Edecán Juan Carlos, para con la partida, favorecer de vez

las intenciones de su Canciller, y que Elisa se casó casi por

la fuerza, contra su voluntad.

Con todo, Luis Bonavita afirma en sus relatos, que

ella:

“llegó al altar bajo la presión materna, y una

vez arrodillada en la grada, puso su pequeña

mano, en cuyo hueco ardía aún la brasa del

último beso desesperado de Juan Carlos

Gómez, en la del Ministro don Carlos

Villademoros a quien no quería, y apenas

estimaba”.

La versión que se ha difundido, tiene como base el

persistente celibato de Juan Carlos Gómez, quien, al

parecer, nunca pudo recuperarse de aquel amor de juventud.

Y, desde luego, por la prematura muerte de Elisa, quien

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 127

falleció en 1846 después de perder dos hijos, cuando tenía

apenas 23 años de edad.

Pero la otra parte de la misma –el matrimonio

desdichado–, no parece tener otra realidad que la fortuna

adversa –la muerte de dos infantes, y la de la propia esposa

en la flor de su juventud–.

No en tanto, no hay constancia de que Villademoros

se haya aprovechado –lo que hubiera sido una actitud vil–,

de su influencia política para conquistar el amor de la

muchacha, ni los testimonios de los supervivientes

confirman que se tratase de una unión mal avenida o

desdichada.

Por el contrario, las hijas del Canciller de Oribe con

su primera esposa, Carolina y Micaela, adoraban –según

testimonio de la familia de Vedia, uno de cuyos miembros

más ilustres, Agustín, fue esposo de Carolina-, a su

madrastra, a la que llamaban “mamita Elisa”.

Por otra parte, y sin menospreciar su dolor por el amor

perdido, Juan Carlos Gómez tuvo más tarde, y a lo largo de

toda su existencia, una vida sentimental variada e intensa, e

incluso, al menos dos hijos naturales, entre ellos una niña a

quien puso por nombre Elisa.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 128

La leyenda de la virgen obligada a casarse con quien

no quería, como la infortunada Lucia Ashton de la novela

de sir Walter Scott y la ópera Lucia di Lammermoor, de

Gaetano Donizetti, tiene una indudable sugestión romántica;

pero parece ser solo eso, una leyenda romántica.

Fuente: El Observador, de Montevideo.

La Influencia del Mentor

No es posible dejar pasar por alto la influencia que

Carlos Anaya ejerció sobre el futuro político de su ahijado,

Carlos Jerónimo Villademoros, sin saber quién era él, y

porque surcos él transitó en nuestra política.

Carlos Anaya y López Camelo, -nombre pomposo y

sonoro-, había nacido en San Pedro, Buenos Aires, el 4 de

noviembre de 1777, viniendo a fallecer en Montevideo, el

18 de junio de 1862.

Ya treintañero, fue un Soldado de la Independencia,

Secretario de Gobierno de Lavalleja, Senador y después

Presidente del Senado. De sus andanzas por la Banda

Oriental, nos ha quedado la imagen de un brillante militar,

excelente historiador y dedicado político uruguayo, mismo

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 129

siendo de origen argentino. Posteriormente al periodo pos

constitución uruguaya, fue Presidente de nuestra República

(cargo interino), entre 1834 y 1835.

No hay registros que indiquen porque motivos, en

1797, se rayó de vez a la Banda Oriental. Pero una vez aquí

radicado, adhirió al levantamiento de 1811 y a José

Gervasio Artigas, a la llanura mayor del cual llegó a figurar,

y también participar de la administración de la Provincia

Oriental Autónoma (1815-1817).

Cuando fue tomado prisionero durante la ocupación

portuguesa, pero pronto fue liberado y se dedicó a

actividades comerciales, sin dejar de lado sus ínfulas

independentistas, ya que incluso en 1825, apoyó la Cruzada

Libertadora de Juan Antonio Lavalleja. Sus ínfulas

anárquicas lo llamaban a participar de las acciones

libertadoras de nuestro territorio.

En ese ínterin, le cupo a él, el honor de ser el autor del

texto de la Declaratoria de la Independencia de la República

Oriental de la Uruguay, contenido elaborado el 25 de agosto

de 1825, puesto que fue parto de la Asamblea de la Florida.

A posterior, fue Senador desde 1832 a 1838, y ejerció

el Poder Ejecutivo -de forma interina-, entre el acabamiento

del periodo de Fructuoso Rivera, el 24 de octubre de 1834,

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 130

y la elección de Manuel Oribe, en 1 de marzo de 1835.

Cuando el General Oribe tuvo que salir a enfrentar a Rivera,

Anaya, en su calidad de Presidente del Senado, ocupó

interinamente la Presidencia.

Como muchas de sus colaboraciones en la

construcción de nuestra historia, nos deja la creación de los

departamentos de Salto y Tacuarembó, y el propulsor de la

fundación de la Villa del Cerro. Entre más, nos consta su

fervoroso apoyó al General Oribe durante su presidencia y

después durante la Guerra Grande (1838-1852).

Cansado y viejo, después de 1851 no tuvo ninguna

otra actuación de destaque, y terminó retirándose de la

escena política, no en tanto, asegurándose antes de que su

ahijado mantuviese una estrecha vinculación con el señor

sitiador.

El Emblemático Ministro

Manuel Herrera y Obes, otra de las flores que

surgieron en las sombras del Cardal, nació en Montevideo

en 1806, viniendo a fallecer, en 1890. Durante su intensa

vida pública, fue un sagaz político que ocupó varios cargos

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 131

de destaque en los diversos gobiernos de su tiempo, y

terminó siendo un reconocido diplomático uruguayo.

Al tomar inclinación por las divisas partidarias, optó

por pertenecer al Partido Colorado, llegando a ser uno de

los prohombres de dicho partido, y uno de los principales

dirigentes del Gobierno de la Defensa durante los años de la

Guerra Grande.

Hijo de don Nicolás de Herrera y de doña

Consolación Obes, y a la postre padre de Julio Herrera y

Obes, también formó parte de la corriente familiar colorada

de apellido Herrera, cuya trayectoria ya completa un siglo y

medio de la historia uruguaya. Desde su juventud se vinculó

al liderazgo ejercido por el General Fructuoso Rivera.

Manuel Herrera y Obes también fue un auténtico

hombre de letras, considerado por la crítica, como un típico

representante de los “doctores”. Estudió leyes y comenzó a

actuar activamente en política durante el periodo de la

Guerra Grande (1843-1851), apoyado en sus vastos

conocimientos constitucionales, y en el prestigio de sus

apellidos.

No es por acaso que fue Juez de Comercio y

Hacienda, y destacado miembro de la Asamblea de

Notables y del Consejo de Estado.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 132

Cuando el Presidente Joaquín Suárez asumió

nuevamente la gobernación del país sitiado, le nombró

Ministro de Relaciones Exteriores. Aquellos eran tiempos

difíciles, en los que la intervención europea había permitido

la subsistencia del Montevideo colorado y unitario, que se

veía amenazaba con un abrupto final y por las autoridades

gubernamentales en desairada posición.

La gestión de Manuel Herrera fue, en esos días, de

fundamental importancia; participó de manera directa en la

detención y expulsión de Fructuoso Rivera, su antiguo

modelo y protector, lo que motivó una amarga queja escrita

del caudillo, y también en el desarrollo de una nueva

estrategia orientada a ganar la Guerra Grande, la cual fue

basada en la “política americana”: y en vez de depender de

Francia y Gran Bretaña, procuró el apoyo de las fuerzas

políticas del continente, hostiles a Juan Manuel de Rosas y a

sus proyectos expansivos.

En su momento, estimó que la fidelidad del caudillo

entrerriano Justo José de Urquiza al “Restaurador” Rosas,

era débil, y por ese motivo realizó gestiones para lograr su

cambio de actitud. Al mismo tiempo, envió a Brasil, como

Ministro Diplomático, al escritor Andrés Lamas, con el

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 133

expreso propósito de lograr una participación del país en la

guerra del Río de la Plata.

Esta política obtuvo el más rotundo éxito: Urquiza

rompió con Rosas en 1851, e invadió Uruguay para forzar el

levantamiento del sitio y la desaparición política de Manuel

Oribe. Consecuentemente, acudiendo al pedido inicial, el

gobierno de Brasil envió una fuerza armada a Uruguay, pero

este apoyo no fue gratis y costó la firma de los ya

mencionados tratados de 1851, y la pérdida de cualquier

derecho de reclamación sobre el territorio de las Misiones

Orientales, además de otras servidumbres.

Demás esta repetir nuevamente que el Gobierno de la

Defensa ganó la guerra, pese a que el tratado de paz del 8 de

octubre adoptó la fórmula que expresaba que “no hubo ni

vencidos ni vencedores”.

Un poco antes de finalizar esa prolongada contienda,

en el año 1850, Manuel Herrera sucedió a Lorenzo Antonio

Fernández en el rectorado de la Universidad de la

República, cargo que desempeñó hasta 1852, y

posteriormente lo asumió para un nuevo período entre 1854

y 1859. Fue en agosto de 1851, que se le concedió el título

de doctor en Derecho.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 134

Tras finalizar la Guerra Grande y durante la

presidencia de Juan Francisco Giró, fue nombrado Ministro

de Hacienda y se dimitió del puesto en septiembre de 1853,

después de la renuncia del Presidente y la asunción de lo

que él llamó de: “el anticonstitucional triunvirato formado

por Fructuoso Rivera, Juan Antonio Lavalleja y Venancio

Flores”.

Posteriormente, al ser designado éste último como

presidente constitucional por el resto de la legislatura del

malogrado triunvirato, Venancio Flores le ofreció a Manuel

Herrera integrar el Tribunal de Justicia, pero él rehusó ante

la falta de garantías legales que ese gobierno ofrecía.

Sin embargo, no le tremió el ánimo al aceptar ser el

Ministro de Hacienda y Relaciones Exteriores en el fugaz

gobierno golpista presidido por Luis Lamas, surgido tras la

rebelión de los Conservadores de 1855, lo que lo

desprestigió fuertemente.

En 1863 fue electo Senador y actuó como “fusionista”

durante los gobierno de Gabriel Antonio Pereira y Bernardo

Prudencio Berro, con quien sostuvo una polémica

periodística de altura, sobre los caminos a seguir por

Uruguay.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 135

Al producirse en el año 1865 la victoria de la

Revolución de Venancio Flores, iniciada en 1863, éste le

nombró miembro de la Comisión Revisora del Código de

Comercio en 1865 y del CC en 1867.

Más tarde, fue por dos veces Ministro de Relaciones

Exteriores con el Presidente Lorenzo Batlle, y realizó

infructuosas gestiones de pacificación con los líderes

blancos de la “Revolución de las Lanzas” ocurrida de 1870

a 1872.

En esos ires y venires de la política de aquellos

tiempos, mantuvo buenas relaciones con los gobiernos del

periodo del “militarismo”, y por ese motivo, el Presidente

Máximo Santos le ofreció nuevamente el cargo de Ministro

de Relaciones Exteriores, que él rehusó inicialmente y

terminó por aceptar.

Sin embargo, luego es designado como primer

Presidente del Partido Colorado y volvió a ser electo

Senador en 1887. Cuando fallece en 1890, su hijo Julio

Herrera y Obes, ocupaba la presidencia del Uruguay.

La Misteriosa Fragata Inglesa

Miguel, hijo bastardo de Jorge Hannover, se embarcó

hacia el Río de la Plata. Tal vez en éste río, tal vez haya sido

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 136

en el Támesis un poco antes de su partida, que él se habría

desecho de algunos papeles y cierto anillo. Había sido un

recuerdo doloroso y romántico para su madre. Desdeñó que

fueran para él, un testimonio de su vínculo con el hombre

que esperaba un día ser Jorge IV de Inglaterra.

Era 1808, precisamente el 24 de mayo, y Miguel

Hines había cumplido 18 años. A partir de ahora, ya nada

acreditaba su origen. Desembarcó en otro mundo y otra

historia. Las invasiones a Buenos Aires, al mando del

almirante Popham, habían ocurrido un par de años antes.

Miguel vivió sus consecuencias sin tomar partido a favor de

los ingleses. No se consideraba unido a ellos por ningún

lazo.

Creó otros. Fundó una familia casándose con una

criolla, María González. Sus hijos tuvieron los ojos oscuros

de María y no los azules de él. De temperamento jovial, su

trato era cordial y alegre, y dado a la amistad. En su hogar

se hablaba castellano, y tampoco se probaba el té. Sólo un

recuerdo aceptó de Inglaterra: un 24 de diciembre, su casa

sita en la calle Defensa, frente a la plaza, cerca de la iglesia

de San Pedro Telmo, se iluminó, y tras las rejas de las

ventanas abiertas a la noche porteña, se pudieron observar

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 137

un centenar de velitas titilando sobre el que fue el primer

árbol de Navidad que se encendió en el Río de la Plata.

Sus negocios lo llevaron a instalarse en Colonia del

Sacramento, en la Banda Oriental. Vecino bien querido, fue

elegido alcalde de esa ciudad que hoy, pasado un siglo y

medio, en el Casco Viejo de esa ciudad, aún se guarda el

aire de entonces. Conoció las casas de piedra, las calles que

bajan hasta el río, las lentas puestas de sol sobre el horizonte

de plata, las tallas portuguesas de la iglesia, que allí están,

todavía.

Andando el tiempo, una de sus hijas se casó con el

poeta Carlos Guido y Spano. Otra con don Norberto

Larravide. Su hijo mayor, Miguel José, fue un aceptable

músico: su ceguera de nacimiento acentuó sensibilidad y

condiciones que dedicó al piano. El gusto por la música

resultó tan hereditario en la familia, como el amor a los

viajes y al mar.

Hines cruzaba con frecuencia a Buenos Aires. Una

vez, fue reconocido allí por un amigo de su primera

juventud. Hablaron acerca de la delicada situación de

Inglaterra. Uno de ellos mencionó derechos,

responsabilidades. Otro rogó olvido y silencio. Ese mismo

uno, no prestó atención al énfasis con que, al despedirse, su

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 138

amigo se dirigió a él con el protocolar Highness. Un apretón

de manos fue lo último que los unió. Posteriormente, ambos

siguieron sus rumbos.

Dicen que el destino de un hombre viaja en los

mismos barcos en los que pretende esquivarlo. Jorge IV

vivió la prolongada ancianidad de su padre esperando ser

rey un día. Lo fue -él mismo- por poco tiempo. Murió en

agosto de 1830. Carlota, la única hija de su desamorado

matrimonio con Carolina de Brunswick había muerto, un

poco antes. No dejó herederos directos para el trono de

Inglaterra. En aquella longincua tierra, la línea sucesoria

pronto serpenteó entre hermanos y sobrinos.

No obstante, en esta parte del mundo, según dicen,

una fragata fantasmal fondeó frente a Colonia. Una noche,

Miguel Hines recibió extrañas visitas. Y una insólita muerte

se lo llevó. Cuando amaneció, la fragata ya había levantado

anclas y surcaba silenciosa el río de plata. Al buscar

culpables, el crimen se atribuyó a dos soldados del Ejército

del General Manuel Oribe. En ese entonces, no era

desconocida de nadie la simpatía del inglés, por los

unitarios opuestos a Rosas, el cofrade de Oribe.

¿La muerte llama en el lenguaje del que un hombre

quiere olvidarse? ¿En el que elige vivir? ¿En el que sueña?

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 139

Hines vivió muchas vidas... Concluyeron todas con una sola

bala, en una mínima ciudad del suroeste de la Banda

Oriental.

Norberto Larravide, su yerno, inmediatamente exhortó

justicia. Demandaba por la verdad, que es tan difícil. El

caudillo Manuel Oribe, presumiendo quiénes podían ser los

asesinos, los detuvo. Mucho debía Oribe a Larravide como

para desatender su demanda. Determinado, se apuró en

asegurarle que no quedarían asesinos sueltos que pudieran

alardear del crimen:

-“Están presos. Se los fusilará mañana”, -le confirmó

el General, al mismo tiempo que ordenaba un pelotón para

el amanecer.

María González, la esposa del fallecido,

contradiciendo la solicitación del marido de su hija, prefirió

escribirle al General:

Colonia del Sacramento, 22 de agosto, 1843

A Don Manuel Oribe, en propias manos.

No le agradezco, Oribe, su orden. No calma mi

pena por la muerte de Miguel. La aumenta con

el sentimiento de causar más dolor y a usted la

pérdida de dos de sus soldados.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 140

Tal vez, a fuerza de batallas, usted le da a la

muerte valor de intercambio, para conseguir

algo. Las mujeres, que siempre sentimos a los

hombres como hijos o como novios o como

hermanos, vemos a cada uno tan valioso que no

puede trocarse por nada. Ni por una victoria

más ni por un enemigo menos.

Miguel ha muerto. Privado está de la vida -que

tan bien usaba- y yo privada de él. Ahora es así.

Tengo que aprender a vivir sin su presencia.

Las venganzas no ayudan: ni pensar en ellas ni

cometerlas. De nada resarcen.

Es cierto que además del dolor, a todos en casa

nos ha dado miedo su asesinato. Miedo, como

dan los misterios. Era querido y bueno. Y lo han

matado. Pero no se nos pasará el miedo ni el

dolor porque usted mande fusilar a esos dos

hombres.

Tal vez, ni siquiera lo asesinaron ellos. La

noche del crimen se vio una fragata inglesa, me

han dicho, fondeada cerca del puerto. Al

amanecer ya no estaba. Eso es parte también

del misterio y del miedo.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 141

Sé que usted interviene en esta aflicción de mi

familia a instancias de Norberto. Conozco la

amistad que lo une a mi yerno. No se deje

obligar por ese afecto. Norberto demanda

justicia por la muerte de mi marido. Yo lo

excuso, general, de pretenderla. Matar es sólo

un miedo hacia algo que pretendemos suprimir;

pero nunca la justicia acompaña a la muerte ni

hay justicia que la repare.

Muertos, sus hombres quedarían -según este

último renglón escrito de sus vidas- signados

como criminales. Vivos podrán hacer algo que

los redima, si lo fueron. Escúcheme, aunque

ellos fueran los asesinos -que no lo sé- me basta

perdonarlos.

Deles esa oportunidad, don Manuel. No los

fusile.

María Hines

Sin embargo, mismo después de la carta haber llegado

a manos del General, al rayar el sol, se escucharon de lejos

los disparos del pelotón de fusilamiento.

Retrocediendo a lo sucedido el 12 de agosto de 1843,

de repente nos encontramos en el paisaje de Colonia, en la

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 142

Banda Oriental: hondonadas, montes. Noche verdosa y

negra, con enorme luna y con silencio más enorme aun. Esa

noche brilla en el cielo el puñal de los troveros.

A lo lejos, el galope de un caballo recorre el paisaje.

Burdel de campo. Patio, parral, aljibe, bajo la luna llena.

Ventanas de un amplio rancho, se notan pobremente

iluminadas. Hay gente adentro. No se escuchan voces. Sólo

grillos.

Sale del rancho un hombre, que es Manuel Oribe, el

defensor de las leyes.

Lo despide una mujer que tiene un raro broche de

plata en el escote. Oribe monta. Parte al galope. El mismo

galopar, ahora un trote, se acerca. Se detiene junto al

quilombo. Llega Miguel Hines.

Vista del interior: primeros planos de caras de

hombres y mujeres. Ni un sonido. Cuando el inglés abre la

puerta se oyen los acordes de una milonga (ostensiblemente,

ya empezada). Una vieja ve a Hines, le hace una seña de

asentimiento, y se va a buscar a Joaquina.

Aparece Joaquina. Quedan borradas las otras caras.

Vale su sonrisa. Y la de él. Joaquina y Hines entran a una

habitación. Él le desprende el broche de su blusa.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 143

Joaquina murmura algunas palabras de amor en

portugués. En el cielo pálido la luna se vuelve transparente.

Al amanecer, Hines monta a caballo. Antes, acaricia

el pelo de la mujer de pie a su lado. El gringo gira el

caballo. Pasa la tranquera. Emprende un trote largo. El sol

al rojo blanco traspasa la neblina de la madrugada.

Forasteros que esperaban a Hines cerca de su casa, se

le acercan. Lo saludan respetuosos en aquel idioma que él

ya no usaba. Los hace pasar a su escritorio. Les da la

espalda para servir vasos de bienvenida. Cuando se da

vuelta hacia ellos, un disparo le traspasa el pecho. (Música,

trunca).

Los ingleses quedan de pie unos minutos, como

atestiguando la muerte del hombre, a quien no vuelven a

tocar. Y del que, parece, les costara alejarse. Se van,

envueltos en sus capas, protegidos por la bruma.

Llegan lentamente dos soldados de Oribe, de poncho.

Atan los caballos a un árbol. Se acercan a la casa, cuchillo

en mano. Vichan sigilosos, primero por una ventana,

después a través de otra. Ven al muerto. Se miran,

extrañados: no hay que hacer. Guardan los cuchillos.

Montan. Se van, al paso.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 144

En la bahía, marineros ajenos a los conflictos de

tierra, sólo preocupados por el viento, levan anclas…

Vale recordar que en 1813, la Junta de Buenos Aires

rechazó las Instrucciones de José Gervasio Artigas

presentadas por los diputados Orientales. Al año siguiente

(1814), se produce el Éxodo de los Orientales, dejando todo,

siguiendo a Artigas hasta el Ayuí.

En 1817, la Banda Oriental, entregada por la Junta

porteña a la dominación portuguesa, pasó a llamarse

Provincia Cisplatina. Ahora esa tierra dependía del Brasil.

El 25 de agosto 1825, cuando de firma la “Ley de

Independencia” de la Banda Oriental, se declararon “nulos

los vínculos con cualquier reino”, y seguida por la “Ley de

unión” a las otras provincias. El Gobierno argentino aceptó

el compromiso. Entraron al Congreso argentino diputados

Orientales. El canciller de Rivadavia, Manuel José García

fue a firmar la paz con Brasil y... volvió a entregar la Banda

Oriental.

Como consecuencia, renunció Rivadavia. Cuando

Dorrego asumió el poder abogó por la traída y llevada

Banda Oriental, para que recuperara su autonomía-federal.

El ministro inglés, Ponsomby, propuso (mediando entre

Argentina y Brasil... y en pro de sus propios intereses

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 145

comerciales), que la Banda Oriental fuera “una especie de

estado independiente”. En diciembre de 1827, Ponsomby

escribió a Dudley Ward: “Veré con placer la caída de

Dorrego”.

En el año 1828, comienzan las presiones inglesas.

Canning avisa de forma enfática: “Si Brasil no devuelve la

Banda Oriental a Buenos Aires, Inglaterra se le declarará en

contra”. Ese mismo año Ponsomby escribe a Londres: “Ya

puede moverse aquí como le plazca”. En diciembre: Lavalle

asesinó a Dorrego.

Sin embargo, del otro lado de océano también

ocurrían cosas ininteligibles. Jorge III, el primero de los

Hannover que nació en Inglaterra, fue rey de los ingleses

desde 1760 a 1820. Al mayor de sus hijos, Jorge IV, le tocó

en suerte vivir como príncipe largo tiempo. De joven, fue

alumno del brillante Georg Lichtemberg en la universidad

de Gotinga, sin mayor provecho. Después, vivió en la

seguridad de un día ser rey, pero sólo lo fue de 1820 al 30.

Carlota fue hija de Jorge IV y Carolina de Brunswick.

Murió al poco tiempo de casada, sin hijos. Su marido fue

Leopoldo de Sajonia-Coburgo, hermano de su tía María

Luisa Victoria. Leopoldo, más tarde ascendió al trono de

Bélgica, en 1831, siendo su primer rey. Al morir Jorge IV,

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 146

lo sucedió su hermano, Guillermo, duque de Clarence. Los

hijos de Guillermo IV murieron en la infancia.

Eduardo, duque de Kent, tenía seis meses cuando

murió su padre, Jorge III. Este príncipe se casó con María

Luisa Victoria de Sajonia-Coburgo. La hija de ambos,

Victoria, recibió la corona a los dieciocho años -en 1837- y

el siglo siguiente la encontró aún Reina de Inglaterra. Murió

en 1901, de muerte natural. Tal vez ignoró siempre que tuvo

un tío lejano y novelesco, que se llamó Miguel Hines, o

Highness.

Por lo hasta aquí visto, detrás de las novelescas

intrigas misteriosas que envolvieron a ciertos protagonistas,

del mismo modo, se puede notar que siempre merodearon

los nombres de los amigos de aquellos que peleaban por

llevar adelante sus ideales.

En verdad, se podría afirmar que las amistades y los

favores tempranos que fueron sembrados en los surcos de

los ideales, posteriormente germinaron y estrecharon

vínculos de todo tipo de ambiciones.

Una Religiosa Tenacidad

En el distante 6 de mayo de 1811, nacía Domingo

Ereño y Larrea, en el Señorío de Vizcaya, una pequeña

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ciudad de Lemona, al norte de España. Sin aun saber lo que

le depararía su destino, a los 16 años de edad ya vestía el

hábito de carmelita y, en 1842, a raíz de la conturbada

situación española durante la guerra carlista, finalmente

llega al Uruguay.

A su arribada, por sus anteriores conocimientos, le es

ofrecido el cargo de Teniente Cura de la Iglesia del Cordón.

Sin embargo, el tercer sitio de Montevideo por parte de

Oribe y el comienzo de la guerra civil, irían marcar el

destino de éste eclesiástico hombre por estas latitudes.

De inmediato, las relaciones del emblemático General

José María Paz, jefe de la plaza montevideana con el cura

Ereño, comenzaron a tornarse cada vez más conflictivas y

llegaron al punto del sacerdote venir a ser encarcelado.

Finalmente, autorizado a salir de la ciudad, Ereño consigue

del Vicario Larrañaga su traslado a la capilla del Cardal, un

paraje que muy pronto se conocería como pueblo

Restauración, y por último, denominado como Villa de la

Unión, el primer barrio capitalino.

Todo se precipitó el día 7 de febrero de 1843, cuando

la capilla del Carmen la Mayor, hoy Iglesia del Cordón,

cerró sus puertas porque, según consta en los registros,

amenazaba caerse por ser vieja, mismo que aun no tuviese

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40 años de construida. Solamente volvió a reabrir sus

puertas en enero de 1847. Mientras tanto, toda la gala y

atavíos allí existentes en aquella fecha, tuvieron que ser

trasladados para la Capilla de Dolores del Reducto. En esa

iglesia del Cordón, además del párroco, se encontraba el

Teniente cura recién venido de Vizcaya.

Sin embargo, en esos momentos, en el horizonte

montevideano ya se divisaban oscuras nubes de una

tormenta, más bien política que climática, por eso, cuando

cerró su iglesia, el cura Ereño se marchó decidido al

entonces pueblo del Cardal. Llevaba en su bolsillo una

autorización que le fuera dada por nada menos que el

Ilustrísimo y Reverendísimo Señor Vicario Apostólico de

Montevideo (I. y R. S. V. de M.), así mismo, señalado con

cinco mayúsculas delante del nombre del padre Larrañaga.

Cabe preguntarnos: ¿Sería este digno Vicario de

Cristo, un visionario de los conturbados días postreros, y

antevió la necesidad de poseer un apostolado de Dios con

tamaño currículo, hincado en el futuro lugar de los hechos?

No lo sabemos, pero al conocer su historia, todo nos lleva a

creer ciertamente que sí.

Ereño, a su arribo en el caserío del Cardal, era

portador de una credencial que lo cristianizaba para ser el

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primer cura de ese paupérrimo paraje de ranchos de terrón y

paja; una cédula que le daba aquiescencia para oficiar sus

servicios en la “Capilla de la Mauricia”, la que no ha mucho

había sido erguida en el paraje de los Olivos.

No demoró un profuso tiempo allí, porque el día 16 de

febrero, el General Manuel Oribe, con 21 cañonazos, daba

inicio al asedio a la fortificación de Montevideo. Empezaba

el largo sitio.

Cuando el General llegó con la tropa, luego se asentó

en el Cerrito, un lugar que para él, representaba evocaciones

de anteriores epopeyas bélicas independentistas; sin

embargo, ahora, en su retorno, la soldadesca no se avino a la

soledad. Fue a partir de entonces que el nuevo cura pasa a

participar activamente en la asistencia a los heridos y en

sostener espiritualmente a los hombres de Oribe.

Cuentan los registros que, a continuación de la llegada

de las hordas sitiadoras, y contando con la bendición del

cura Domingo Ereño, que por algún tipo de influencia

Divina se encontró de vez en el lugar de los hechos y

comenzaba a cumplir su mandato pastoral al comenzar la

Guerra Grande, pronto se comenzaron a realizar uniones

matrimoniales en esa misérrima capilla del Cardal, que no

tenia libros, ni disponía de ornamentos para la celebración

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de los oficios divinos, debiendo hacerse las anotaciones de

bautismos, casamientos y entierros, en simples “cartapacios

borradores”.

No en tanto, las otras uniones de parejas que el cura

no llegó a bendecir, de igual forma formaron una legión de

almas ilegítimas que pronto fueron multiplicándose

desorganizadamente en las tierras del Cardal.

Unos de los primeros bautizados que este cura realizó

en su nuevo puesto eclesiástico, fue el de su sobrino

Domingo, el día 22 de mayo, hijo de su hermana Carmen y

de Pedro Aramburú; un niño que más tarde habría de dejar

hondos recuerdos en los estrados judiciales del país.

Durante los años siguientes, las tareas canónicas del

cura fueron desempeñadas entre el clamor de algunas

batallas y el esparcido tronar de cañones que, poco o ningún

malestar causaba entre la tropa y en los cada vez más

pueblerinos que se iban asentando en ese reducto de

serenidad de la villa del Cardal.

El crecimiento era vertiginoso, y a fines de 1846, el

nuevo poblado que convinieron llamar de “Villa de la

Restauración”, ya había sido tomado por un importante

núcleo de viviendas. Ahora, ya contaba con comisaria,

dirigida por José Visillac, y un Juzgado de Paz, tutelado por

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 151

Francisco Farías. También poseía una oficina de correos,

donde se expedían los sellados del Sitio. Al final de cuentas,

el pueblo era la otra capital del país.

Hasta el año 1849, el poblado fue creciendo

incesantemente siempre en el mayor desorden, donde los

ranchos eran erguidos sin alineación alguna. Pero

finalmente apareció el ingeniero Don José María Reyes que,

por expresa delegación de don Bernardo Prudencio Berro, el

Presidente legal de la horda sitiadora, reunió al vecindario

pidiéndoles consentimiento para abrir calles sobre sus

tierras, cortando cercos y empalizadas. Obtenida la

concordancia, levantó enseguida su plano topográfico.

Como consecuencia de éste procedimiento, terminó

por delinearse el nuevo pueblo y, los propietarios del lugar,

satisfechos, pronto vendieron sus tierras. A partir de ese

punto, los nuevos y antiguos dueños pudieron edificar sus

poblaciones sobre los terrenos que habían sido mensurados.

Este movimiento coincidió, en el mes de febrero del mismo

año, con la llegada desde Montevideo, de don Vicente

Mayol y don Antonio Fontigibell. Ellos fueron los

verdaderos arquitectos que, en menos de un año, terminaron

por transformar la cara del pueblo de la Restauración.

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En el plano que había sido delineado, había quedado

un espacio libre. Sería, en la visión de Reyes, la plaza de la

Villa. La calle principal, de 30 varas de ancho, luego se

convirtió en un macizo núcleo de edificación urbana, antes

mismo que los señores Sota y Ribas lo sitúen como siendo

éste, el año del nacimiento del barrio de la “Unión”.

Fue en ese entonces, que se convino llamar de “Calle

Real”, a la hoy nombrada Av. 8 de Octubre.

El decreto de bautismo de esta urbe, finalmente un día

llegó, y el 24 del mes de mayo, redactado y escrito en el

Saladero de los Fariña, que quedaba frente al campo de los

Olivos, fue firmado por Oribe y por Berro, decretándose

que:

“Queda erigida en pueblo, con el nombre de la

Restauración, la nueva población formada en el

Cardal”.

Al iniciar el año de 1850, lo que otrora había sido

planeado como la plaza principal del pueblo, ya se

encontraba flanqueada, de un lado por el colegio, y del otro,

por la nueva Iglesia. No en tanto, la sustitución total y

rapidísima de un pueblo que había nacido en las cercanías

del campamento, por otro, fue un hecho por demás

interesante para ser apreciado.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 153

La demolición del rancherío que estaba fuera de línea,

no fue sin embargo, cosa de días, ni tan fulminante así, pero

al fin fue desapareciendo la primitiva aldea de barro, dando

lugar a edificaciones de material, y de azoteas. Ese

crecimiento brusco en los tres últimos años de la guerra, fue

narrado por don Cayetano Ribas, que así tan bien lo

describe en una crónica aparecida en el periódico “El Siglo”

en mayo-junio del 67, bajo la firma de “Progresista”.

Volviendo a lo principal del tema y a los quehaceres

eclesiásticos, el convincente y persuasivo cura Ereño, en

Septiembre de 1849, descubriendo la importancia que

tomaba cuenta del lugar y, presintiendo que estaba en la

hora de llevar adelante sus sueños, y los de otros, logró

erguir la iglesia de San Agustín, permitiéndose cimentarla

en el terreno que había sido donado por don Tomás

Basáñez, perpetrando en el mismo una construcción que fue

elevada en honor a Agustina Contucci, la esposa-sobrina del

jefe sitiador.

Siendo este cura un hombre de pasiones fuertes, y

elocuente en la hora de recomendar a Dios a quien lo

ayudase a construir su sueño, pronto obtuvo una donación

de 4 mil pesos de uno de sus queridos feligreses, y como si

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fuese poco, consiguió que el mismo General Oribe

contribuyese mensualmente con algunos pesos.

No satisfecho con el valor de las dádivas de sus

feligreses, por algún motivo que aun no ha sido muy bien

esclarecido, también logró que se destinase a su iglesia, el

rembolso de un tanto por cada piel de animal vacuno y

caballar que se embarcaban por el puerto del Buceo, dársena

exclusiva del gobierno sitiador. Rápidamente las arcas de su

iglesia ya estaban llenas de pesos fuertes y otros metales

preciosos.

Ese mismo mes –allí todo ocurría con mucha prisa-,

se escrituró la plaza, la iglesia y el colegio, por cesión de

parte, y permuta de unas tierras por otras, las que

pertenecían al “salvaje unitario” Juan Miguel Martínez,

antes de que se llevara a efecto el confisco por el gobierno

del Cerrito.

Es necesario registrar que durante todo el desarrollo

de la erección de su obra apostólica, el cura Ereño jugó el

rol de sobrestante, mayordomo, ecónomo, síndico, tesorero,

recaudador, pagador y contador. A pesar de no llevar libros

de registro, sus apuntes estaban escritos en largas tiras de

papel.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 155

Del mismo modo, aquí cabe acrecentar que los

constructores responsables por erguir la flamante iglesia de

San Agustín, fueron los recién llegados catalanes: Vicente

Mayol y Antonio Fontgibell.

Tan loable esfuerzo no merecía empeño menor, y por

ese motivo, el día 12 de octubre y durante los subsecuentes,

la llegada de cuatro Batallones del Ejército bajo el mando

del Coronel Lasala, dieron significante brillo a los festejos

populares que fueron organizados para la inauguración a

esta iglesia aun sin su torre.

Pero tan memorable agasajo, igualmente requería una

presencia mayor, sin embargo, por encontrarse padeciendo

de un ataque bilioso intestinal, el cual se lo trataba tomando

leche de burra, el General Manuel Oribe no pudo

comparecer a la fiesta, delegando el acto de presidir la

ceremonia, a don Bernardo P. Berro.

En ese día, don Carlos Anaya fue padrino de la iglesia

inaugurada, y a don Pedro Olave le cupo apadrinar las

flamantes campanas.

Las ocurrencias de esa villa también mudaban muy

repentinamente, una de ellas cuenta sobre la petición

firmada en 8 de febrero 1854 por feligreses de la parroquia

de San Agustín, -78 damas locales y 605 caballeros-,

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enviada al Coronel Flores, en ejercicio entonces del Poder

Ejecutivo del país pacificado, donde estos deseaban que se

incluyera al cura Domingo Ereño, desterrado político, en el

decreto de amnistía del 27 de enero del mismo año.

Entendían que de esa forma, volvería así la iglesia de la

Unión, a contar con su antiguo pastor, violentamente

sustituido en diciembre de 1853, no por las autoridades

eclesiásticas, sino por quien dirigía el famoso Triunvirato.

No en tanto, el pedido no tuvo andamiento.

Resulta que antes de producirse la muerte de

Monseñor don Lorenzo Fernández en 1854, que había sido

rector de la Universidad, presidente de la Asamblea de

Notables y Vicario Apostólico del Estado, éste dejó

nombrado por escrito, con la anuencia de Gobierno, al padre

Reyna como su sucesor.

Sin embargo, el padre Rivero, que había sido Vicario

de Oribe, presentó un documento que, según consta, lo

nombraba a él como provicario; un manuscrito que, más allá

de desdecir el otro nombramiento, también contaba con la

misma firma del Monseñor Lorenzo Fernández.

Ni corto ni perezoso, el cura Reyna reclamó de su

autenticidad, y existen discusiones en torno del contenido,

ya que éste habría sido llenado por el entusiasta cura

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Domingo Ereño, sobre una hoja firmada en blanco por el

fallecido Monseñor.

Por causa de este episodio, se puede comprender la

ciclópea fobia con la cual el padre Reyna persiguió

posteriormente al brioso cura-soldado de la Unión, hasta

finalmente conseguir llevar al General Flores, el pedido

para que alejara a su desafecto definitivamente del país.

Observándolo desde otro ángulo, el episodio no deja

de ser una lucha político-partidaria, ya que Lorenzo

Fernández y Reyna eran partidarios de las divisas coloradas,

y contaban con el apoyo del colorado Flores, mientras que

los curas Ereño y Rivero, blancos hasta la médula, no

tuvieron apoyo del General Oribe que, en ese momento, se

encontraba en viaje por Europa. Finalmente, el pleito fue a

parar en Roma, y el papa Pio IX zanjó la dificultad con el

nombramiento de un tercero, José Benito Lamas.

Como vimos, ya finalizada la Guerra Grande,

Venancio Flores finalmente lo destierra, pasando Ereño a

residir en Villaguay (Argentina), y luego en el pueblo de

Concepción del Uruguay, donde contaba con el apoyo del

entonces brioso Urquiza.

Los años y las rijas políticas se siguieron conforme lo

destacamos anteriormente, y hasta alcanzar el año 1861. Por

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esta época, el cura Ereño andaba ventilando su sotana y sus

ímpetus por la región de Entre Ríos, Argentina,

desempeñándose como párroco de Concepción de Uruguay,

ya que Salto no lo aceptó en su iglesia, lugar al que había

sido designado anteriormente.

En ese momento, éste cura conflictivo alternaba su

devoción religiosa con la delicada y compleja función de ser

el agente político del General Urquiza. Fue con ese empeño,

y ejerciendo con gran habilidad su función política-

episcopal, que se convirtió en el verdadero nexo entre el

Señor de San José (Urquiza), y los suplicantes blancos que

llegaban hasta él por diversos requerimientos, y por ellos

conocer la influencia directa que el cura ejercía junto al

caudillo entrerriano.

Como ya lo registramos y luego lo veremos en

detalles, por ese periodo sobrevino el sanguinario ataque a

Paysandú. En ese episodio, el cura trata por todos los

medios de apoyar a los infortunados blancos, defensores de

esa ciudad, pero el ajustado cerco a que es sometida ésta, le

impide hacerlo.

Siendo el cura un hombre de exaltadas convicciones y

pasiones fuertes, una vez finalizada la batalla, no tuvo

vacilaciones sobre su fe, y el vizcaíno Ereño, en 1866, a

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través de su cuñado Pedro M. Aramburu, logra recuperar los

restos del General Leandro Gómez que, descarnados que

habían sido sigilosamente, estaban aun en poder del Dr.

Vicente Mongrell, quién los había retirado de la fosa común

donde fuera sepultado.

Depositados ahora en manos de Ereño, éste los guardó

en la iglesia y no se apartaría más de ellos, recogiéndolos

con devoción por el resto de sus días para darles en la aldea

de Concepción, un cálido descanso final.

Posteriormente, cuando Timoteo Aparicio iniciaba

una nueva revolución en 1870, Buenos Aires cae presa de la

fiebre amarilla. En ese momento, Ereño prestaba allí sus

servicios como voluntario, pero finalmente contrae la

enfermedad y fallece el 23 de marzo de 1871.

Acorralado entre el Rencor y la Insidia

Leandro Gómez llegó al mundo el día 13 de marzo de

1811 en la ciudad de Montevideo, viniendo a fallecer

trágicamente en la ciudad de Paysandú, el día 2 de enero de

1865. Mismo habiendo sido comerciante en su juventud,

posteriormente escogió la carrera militar, y terminó siendo

especialmente conocido, entre varias hazañas, por su

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heroica defensa de la ciudad de Paysandú en 1864, al

término de la cual fue ejecutado.

Hijo de Roque Gómez, natural de Galicia, y de la

montevideana María Rita Calvo, era el hermano menor del

General Andrés A. Gómez (1798-1877). Tal vez por

influencia de éste, en 1837, por ocasión de la revolución

organizada por Fructuoso Rivera contra el Presidente

Manuel Oribe, se incorporó a las milicias de la capital

(blancas), con el grado de Capitán de Infantería.

Tras la renuncia forzada de Oribe, él pasó a la

Argentina luchando a las órdenes del Presidente depuesto,

actuando en gran parte de la campaña contra Juan Lavalle,

la fase argentina de la Guerra Grande. Tras la derrota y

muerte de Lavalle, participó en la Batalla de Arroyo Grande

como ayudante de campo del General Oribe.

Se hizo notorio al establecerse el “Sitio Grande” de

Montevideo, en 1843, durante el mismo periodo de la

Guerra Grande. Los registros muestran que se estableció

con las fuerzas de Oribe en el Cerrito de la Victoria durante

el Gobierno Paralelo al del Montevideo sitiado. Allí,

Leandro Gómez fue designado como Oficial Ayudante del

General, y ocupando otros cargos en el ejército sitiador de

Montevideo hasta la capitulación del 8 de octubre de 1851.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 161

Tras un tiempo alejado del Ejército, posteriormente se

reincorporó al mismo y fue promovido al grado de Sargento

Mayor en 1858, al año siguiente al de Teniente Coronel, y

finalmente en 1860, al de Coronel de Milicias. En 1861 fue

designado Oficial Mayor del Ministerio de Guerra y

Marina.

En 1863, el General Venancio Flores que, como lo

hemos dicho, había participado en la campaña de Lavalleja

luego del desembarco de los “Treinta y Tres Orientales”, y

actuado en numerosas instancias militares y políticas del

país, y nombrado Presidente de la República por un breve

período; en ese año promovió desde la Argentina, un

alzamiento contra el gobierno del Presidente Bernardo

Prudencio Berro.

El Coronel Leandro Gómez fue entonces destinado

como Adjunto al Estado Mayor del Ejército del Gobierno,

actuando en diversos lugares del territorio uruguayo. En tal

calidad, con el grado de Coronel del Ejército Nacional,

participó en el combate de Las Cañas, ocurrido en el

departamento de Salto, a orillas del arroyo del mismo

nombre, afluente del Arerunguá, que tuvo lugar el 25 de

julio de 1863, integrando las fuerzas gubernistas

comandadas por el General Diego Lamas, las que fueron

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derrotadas pero lograron retirarse hacia la ciudad de Salto

en una brillante maniobra militar. Gómez fue nombrado

primeramente Comandante Militar de Salto, pero

prontamente fue transferido en el mismo cargo a la ciudad

de Paysandú.

Las fuerzas revolucionarias del General Flores

atacaron Paysandú en 1864, siendo en definitiva rechazados

por el ejército gubernista al mando de Leandro Gómez, en

una acción que motivó que el Gobierno de Montevideo lo

ascendiera a Coronel Mayor y designara a sus soldados

como “beneméritos de la Patria”.

Sin embargo, poco después, en octubre de 1864, el

ejército de Flores volvió a atacar Paysandú, contando esa

vez con el apoyo de la fuerte escuadra brasileña y tropas

argentinas por tierra, estableciendo un jaque que cercó la

ciudad por tierra y por agua.

Dando continuidad a las ocurrencias, el 3 de

diciembre, Flores decide enviar una última exigencia de

rendición, que prontamente fue devuelta por Leandro

Gómez con una lacónica respuesta: “Cuando sucumba”.

Sulfurado con la respuesta, el 6 de diciembre de 1864,

al despuntar las primeras luces de la aurora, la artillería de

Venancio Flores comienza el bombardeo de la ciudad de

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Paysandú. A continuación, la Escuadra brasileña se suma al

ataque desde los buques Belmonte, Araguay y Paranahyba.

Era el preámbulo del ataque a la plaza, que se produjo

minutos después. Ante la precariedad de la situación,

Leandro Gómez ordenó que la banda de música ejecutara

marchas militares, mientras, determinado, él recorría las

calles a caballo.

Cuentan que en el primer día de hostilidades, cayeron

sobre Paysandú, más de 700 bombas y granadas. Sin

embargo, las fuerzas de Flores, a las que se habían sumado

un cuerpo de tropa de desembarco brasileño de 300

hombres, no culminó con éxito el avance dirigido sobre las

trincheras del sur.

El 9 de diciembre de 1864, Leandro Gómez envía una

carta al Padre Ereño, el que todo lo acompañaba afligido

desde Concepción del Uruguay, y en ella le escribe:

“El combate sigue, antes de rendirme, he

resuelto hacer volar Paysandú”.

En los días consecuentes, sigue el bombardeo sobre la

ciudad. En una pausa del combate, se produce la evacuación

de las familias Orientales y extranjeras que aun no habían

abandonado la plaza, enviándolas hacia las islas del Río

Uruguay. No obstante, mismo estando bajo una gran

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amenaza, muchas familias decidieron correr la suerte de los

suyos permaneciendo en la ciudad; tal el caso de la viuda

del Dr. Berenguell, y sus hijas, que colaboraban en el

hospital de sangre instalado en la escuela pública.

Cuando amaneció el soleado día 10 de diciembre de

1864, Leandro Gómez envía una nota al Presidente Aguirre,

relatando su determinación de forma lacónica:

“Si la pólvora se nos acaba, las lanzas y

bayonetas están aguzadas, las espadas y facones

cortan y entonces el combate será cuerpo a

cuerpo, pero Paysandú, convertido ya en ruinas,

no se rinde; tal es mi voluntad y la de todos éstos

orgullosos y bravos orientales que me rodean,

cuyo valor se reanima mil veces contemplando el

pabellón de la Patria que tremola en los edificios

más altos de la ciudad”.

La escuadra brasileña continuó bombardeando

incesantemente la ciudad con sus piezas artilleras, debiendo

evacuarse de ella a casi todas las mujeres, niños y ancianos.

Mientras tanto, la dotación militar de Paysandú continuaba

a sufrir enormes bajas, empero, igual resistía bravamente un

asedio que ya duraba dos meses, negándose

terminantemente a la rendición propuesta por los atacantes.

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Siendo éste punzante hecho, el fragor de la primera

acción de guerra perpetrada por la Triple Alianza, -el ataque

a Paysandú-, se percibe que el General Urquiza permanece

impasible en Entre Ríos, sereno ante el clamor de los

federales entrerrianos que se salían de la vaina por acudir en

ayuda de sus “hermanos orientales”. Muchos ya no

confiaban de don Justo, y algunos cruzan asimismo el río

Uruguay; entre ellos Rafael Hernández, hermano del

famoso autor de la obra “Martín Fierro”, quien salva

milagrosamente su vida luego de la caída de Paysandú.

“La heroica Paysandú” resiste por varios días el

furioso ataque perpetrado por tropas muy superiores,

incluyendo el pesado bombardeo de la escuadra brasilera,

que era abastecida en pleno día en la rada de Buenos Aires

por el gobierno de Mitre, quien en su momento se decía

“neutral”.

Por ese entonces, el padre Ereño le reclama a Urquiza:

“Estoy llorando, Sor. Gral., de rabia y de desesperación a

presencia del crímenes tan atroces que se perpetran bajo

capa de libertad y civilización en el año 64” (recopilación

de Fermín Chávez, en “José Hernández, pluma y espada de

la Confederación Argentina”).

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Dando proseguimiento a los hechos de aquellos días,

en ese entre tanto, el jefe colorado le pide a Urquiza que le

venda unos “caballos marca flor” que necesita, y don Justo

le contesta el 16 de diciembre por intermedio de Melitón

Lescano:

“Nuestro amigo Enrique Castro me escribe

pidiéndome unos caballos de mi marca y le

contesto que yo no mando caballos marca flor a

los aliados de los macacos”.

Sin embargo, sabemos que el General estanciero de

San José no perdería la venta y, en la carta enviada a

Lescano, lo ordena que buscase diez o doce caballos “por

ahí”, y se los enviara al jefe colorado. De la misma manera,

la historia cuenta el General tampoco perdería un gran

negocio de caballos con “los macacos” a quienes más tarde

les vendería prácticamente toda la caballada entrerriana.

El día 1° de enero de 1865 comienza la matanza, y el

“Diario del sitio y defensa” da el siguiente detalle:

“A la una de la tarde es muerto de un balazo de

fusil el coronel Tristán Azambuya. Así, sin

disminuir pelea, viene la noche. La mitad de la

guarnición ha quedado fuera de combate, y por

falta de gente no es posible enterrar nuestros

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muertos queridos. ¡Duerman en paz al pie de

los débiles y arruinados muros que con tanta

valentía defendieron! ¿Cuántos seguirán

mañana? ¡Pero morir por la patria es gloria!

Somos dignos de Artigas y de los Treinta y Tres.

Nuestra sangre no ha degenerado”. (Apuntes

de Julio Cesar Vignale, en “Consecuencias de

Caseros”. 1946).

La región de Entre Ríos entera, se desespera por la

agresión a Paysandú y ante la pasividad del señor General

de San José. Un testigo urquicista, Julio Victorica, frente a

los estragos causados por los cañones brasileños, comenta:

“La contemplación paciente de semejante

cuadro era insoportable. Entre Ríos ardía

indignado ante el sacrificio de un pueblo

hermano, consumado por nación extraña. El

general Urquiza no sabía ya cómo contener a

los que no esperaban sino una señal para ir en

auxilio de tanto infortunio” (aporte de Julio

Victorica. “Reminiscencias históricas”, en

Revista de Derecho, Historia y Letras, tomo VI.

Buenos Aires, 1900). Ante los hechos, el

General Urquiza permanecía imperturbable.

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El día 2 de enero de 1865, finalmente, los atacantes

entraron al asalto de la ciudad, todavía defendida por unos

700 soldados y oficiales gubernistas al mando del tenaz

General Leandro Gómez. Ese día el combate fue

encarnizado y, definitivamente, terminaron derrotados los

valerosos defensores.

Leandro Gómez fue tomado prisionero por un oficial

brasileño, pero rechazó el ofrecimiento que éste le hacía, de

protegerlo de sus compatriotas. El después General

Francisco Belén le ofreció la garantía de su vida en nombre

de Flores, pero por orden del General Gregorio Suárez, fue

fusilado en plena calle junto a varios de sus oficiales. Un

proveedor de las fuerzas de Flores arrancó la larga barba del

cadáver; en días posteriores los oficiales vencedores

utilizaron el despojo como trofeo de guerra y objeto de

burla.

Este episodio de la historia de las guerras civiles

uruguayas, quedó conocido como “La defensa de

Paysandú”, a veces aludido simplemente como “La

defensa”, y ha llevado a que la ciudad haya sido designada

como “La heroica Paysandú”.

Posteriormente, la figura del orgulloso General

Leandro Gómez, terminó siendo reconocida como un

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ejemplo de valor militar, y exaltada -particularmente por los

allegados al Partido Nacional-, como uno de los grandes

héroes de la historia de Uruguay.

Luego de su perentoria ejecución, su cuerpo fue

cremado en secreto por algunos de sus oficiales, y sus restos

fueron llevados a Concepción del Uruguay, donde quedaron

a cargo del cura revolucionario que todos ya conocemos.

Subsiguientemente, desconfiando de que lo fueran a

arrestar, el cura Ereño le entrega la urna a una vecina de su

confianza, quien a su vez, debido a su edad, se los deja a un

familiar del General Gómez en Buenos Aires.

En 1884, amigos y familiares, contando con el apoyo

del Presidente Máximo Santos, finalmente logran hacerle un

ceremonial y enterrar sus restos en el cementerio central de

Montevideo.

Un Proyecto para la Posteridad

El día 3 de mayo de 1803, nace en Córdoba del

Tucumán, Argentina, José María Reyes. En su juventud, fue

a cursar estudios en la ciudad de Buenos Aires y, muy

joven, se incorporó al ejército, en el arma de artillería.

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Fue ascendido a Sargento Mayor, graduado luego

después de la batalla de Ituzaingó el 20 de febrero de 1827.

Al vincularse con Oribe, se siente atraído por sus idearios y

no pierde tiempo para incorporarse al sitio de Montevideo

en febrero de 1843.

Debido a sus conocimientos y al trazo firme de su

pluma, Reyes fue el encargado de trazar las necesarias

fortificaciones del Cerrito de la Victoria, así como del

importante establecimiento de las líneas de ataque y defensa

delante de la capital asediada. Además, tuvo a su cargo la

dirección de los talleres de confección de pólvora y

pirotecnia, la fundición y salitrera que proveyeron por un

buen tiempo a las fuerzas de ataque oribistas.

Tuvo asimismo otros cometidos civiles durante aquel

tiempo, como fueron el planteamiento de la Villa de la

Restauración, los proyectos del edificio llamado del

Colegio, y el de la Iglesia de San Agustín, y otros no menos

notorios.

El ingeniero Reyes, como era conocido por sus

allegados, fue quien presentó a Oribe la primera carta

topográfica de la República, trazada por su propia mano.

Falleció el 5 de agosto de 1864.

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El Melodrama de la Delfina

Es 28 de junio de 1839: un día de invierno en Arroyo

de la China (actual Concepción del Uruguay). Acaso es

también un día de fiesta (aunque amarga y secreta) para

Norberta Calvento, la señorita cuarentona que oye, desde la

sala, el paso demorado de un ataúd.

Sus ropas de luto no se deben por cierto a la muerta

reciente que transita sobre la calle despareja. Desde hace

dieciocho años, viste de negro por un hombre que le

pertenecía y que esa muerta próxima supo robarle con

descaro. Ahora tiene el consuelo de ver pasar, como reza el

proverbio árabe, el cadáver de su enemiga. Tampoco ésa, la

extranjera, ha tenido derecho, ni legal ni celestial, a llamarse

viuda. “¿Pero es que le habría importado eso a la

manceba?”, se tortura Norberta. Las noticias del día

siguiente la desalientan por completo.

La Delfina ha muerto a solas, anticipándose al tango,

“sin confesión y sin Dios, crucificada a su pena, como

abrazada a un rencor”. Nada debió de inquietarle la

bendición de un fraile a la que se animaba a presentarse ante

el Supremo de los Supremos, tan arrogante y desnudo de

toda protección como se había presentado una vez ante el

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Supremo Entrerriano. Si algo faltaba para cerrar el círculo

de un melodrama ejemplar, la misma Norberta se encargaría

de proveerlo años más tarde, cuando, por su expreso pedido,

sería amortajada con el traje de bodas cosido en vano para

su casamiento.

Pocas historias cumplen, en efecto, los requisitos de la

pasión romántica con la perfección del ya legendario amor

entre el caudillo Francisco Ramírez y su cautiva portuguesa,

por todos conocida como La Delfina. Hay un héroe

indiscutido (Ramírez) que, como deben hacerlo los amados

de los dioses, muere joven; hay una mujer fatal (Delfina),

tan bella como enigmática, que lo lleva involuntariamente a

la muerte. No faltan dos personajes secundarios que

completan el episodio: una víctima inocente de la gran

pasión (Norberta, la novia abandonada) y un presunto

traidor al héroe, por ambición y celos (el entonces coronel

Lucio Norberto Mansilla). Se trata de un amor entre

enemigos, y también entre un “Príncipe y una Cenicienta”.

Un amor que ignora bandos y jerarquías, que rompe

convenciones, que lleva su desafío hasta el último extremo.

El héroe: Ramírez era hijo de familia decente, de

recursos. Su padre, Juan Gregorio, paraguayo, marino

fluvial y propietario rural; su madre, Tadea Florentina

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Jordán, nativa de la provincia, dueña también de algunos

campos. Leandro Ruiz Moreno sostiene que por la rama

paterna se hallaba emparentado con el marqués de Salinas, y

por la materna, con el virrey Vértiz y Salcedo. Más allá de

estos encumbrados antecedentes, lo cierto es que Francisco

Ramírez fue ante todo hijo sobresaliente de sus propios

actos. Pasado ya el furioso fervor liberal y porteño contra

los caudillos provincianos, que animó, entre otros, los textos

de Vicente Fidel López, bien pueden verse hoy en esos

actos también virtudes cívicas y civilizadoras no

reconocidas antes, como ocurre con la ley de enseñanza

primaria obligatoria, la fundación de escuelas, los avances

en la institucionalización política de la Mesopotamia

argentina.

Pero para la construcción del mito no son tales

aportes, sin duda encomiables, los que cuentan. Desde su

temprana actuación, a los veinticuatro años, como chasqui

de la Independencia, en los albores de la Revolución de

Mayo, lo que distingue a Ramírez entre otros es su

clarividente valentía y la suerte prodigiosa que acompaña

sus empresas. Sabe disciplinar a los propios, emboscar y

sorprender a los ajenos. Es él quien arrea todo el ganado que

encuentra al paso, y se acerca a Buenos Aires, envuelto en

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 174

polvo, fragores y bramidos, desconcertante, temible, sin que

se sepa cuántos hombres comanda realmente. Es él quien

ordena el cruce del Paraná, de noche, y hace nadar a los

soldados gauchos asidos a la cola de los caballos para

tomar, al día siguiente, la ciudad de Coronda. Es él,

también, quien vence siempre, aun con tropas diezmadas;

quien confunde el sendero del enemigo, o lo apabulla con

un coraje ostentoso, hasta la última y definitiva batalla, que

será también su primera derrota.

Cuando conoce a Delfina, aún es aliado del

santafecino Estanislao López y de José Gervasio Artigas, en

contra del Brasil y de Buenos Aires. Después de ganar en

Cañada de Cepeda, en 1820, López y Ramírez entran en la

ciudad del Puerto, pero no abusan de su triunfo. Su escolta

es reducida y no se muestran proclives a la exhibición

afrentosa ni a las indiscriminadas represalias (Ramírez

acaba de perdonarle la vida a su primer jefe, el Director

Supremo Rondeau, a quien descubre oculto en unos

pajonales). Su único gesto de barbarie (o, simplemente, de

afirmación victoriosa) es atar sus caballos a las rejas de la

Pirámide de Mayo. Suscriben, con Buenos Aires, el Tratado

del Pilar, a costa, para Ramírez, de un nuevo enemigo:

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 175

Artigas, que le declara la guerra por no haber sido

consultado a tal efecto.

Aunque el Caudillo Oriental sale perdedor en la

contienda, pronto el entrerriano se encontrará

completamente solo: en 1821, roto el Tratado del Pilar,

López pacta con Buenos Aires, que ya tiene otros

gobernantes. Podría decirse, sin embargo, que la soledad de

Ramírez es la de la gloria, o la que le decreta la envidia de

sus rivales. Por un abrumador plebiscito, Don Pancho es

consagrado gobernador supremo de la República

Entrerriana, que reúne las actuales Entre Ríos, Corrientes y

Misiones.

¿Un reino propio, como aventura el poeta Enrique

Molina? Sólo en algunas exterioridades fastuosas, porque El

Supremo piensa en constituciones modernas, sin monarcas.

Esto no le impide entrar en Corrientes con esplendor: bien

vestidos (ha mandado hacer uniformes para todos sus

hombres en Buenos Aires) él, los suyos y La Delfina, que

gasta traje de oficial y chambergo con la misma pluma de

avestruz que rubrica el escudo de la nueva república. En las

galas de sociedad, Delfina, no obstante, sabrá cambiar el

chambergo por las flores y la peineta, y el sable por el

abanico. Luego, en el campamento de La Bajada, donde

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habrá bailes, títeres, juegos de naipes, riña de gallos,

carreras y hasta corridas de toros, dejará el abanico por la

guitarra en la que –dicen-, es diestra. Hacen bien en

multiplicar expansiones y dispendios. Aún no lo saben, pero

a su pasión pública le quedan pocas horas de fiesta.

La mujer fatal: La Delfina es un personaje definido

mucho más por las incertidumbres que por las certezas. Ni

siquiera se sabe si Delfina corresponde a un nombre o a un

apellido (se la ha llamado también María Delfina). Su

origen familiar, su posición social, han sido objeto de

fluctuaciones similares: si unos la creen hija bastarda de un

virrey brasileño, otros la suponen humilde recogida por una

familia estanciera.

Hay quien dice que marchó a la campaña contra el

General Artigas siguiendo, fraternalmente, a un miembro de

esa misma familia, mientras que otras voces menos corteses

la toman por ramera, o la hacen amante de algún oficialito.

Hasta su belleza (de consenso indudable), está signada por

lo impreciso. Como ocurre con Francisco Ramírez, nadie

sabe a ciencia cierta si fue rubia o morena, blanca o mestiza.

Alguno (el poeta Molina), le atribuye voz de sirena criolla y

destrezas musicales. No se sabe si alcanzó también el

desahogo de expresarse en letra escrita. Criada en el campo,

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 177

en Río Grande do Sul, acaso ni siquiera haya cursado la

enseñanza primaria, la única que se les impartía incluso a

los varones, aunque fuesen hijos de familias acomodadas,

como el propio Ramírez.

Otro rasgo de La Delfina es indiscutible: era una

mujer valiente de puertas afuera (porque también hubo

muchas y anónimas guerreras domésticas que en las más

duras adversidades sostuvieron, ellas solas, sus familias). Su

valor era llamativo, exhibicionista.

Amaba los uniformes vedados a su sexo y los lucía,

según parece, con gallardía inolvidable. No eran sólo una

forma elegante de travestismo, sino verdadera ropa de

trabajo: acompañó a su Pancho como coronela del Ejército

Federal en todas las batallas, aunque esa dulce compañía le

significó a su amante la muerte. Delfina aparece en este

sentido como contrafigura de otra guerrera: doña Victoria

Romero de Peñaloza, más eficaz que ella en las lides

militares, y que por salvar (con éxito) a su marido, el

Chacho, recibió la herida en la frente inmortalizada por la

copla popular.

¿Por qué, siendo su cautiva y virtual esclava, se

enamoró de Ramírez, y por qué éste, dueño todopoderoso,

la convirtió en reina sin corona? Mucho se ha escrito sobre

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el estado de cautiverio femenino: crónico y también

fundacional en la especie humana, donde el sexo, con el

extraordinario poder de gestar y reproducir (y por ello

reducido a la subordinación y el control), fue siempre botín

de las guerras y prenda de las alianzas.

Susana Silvestre, en su biografía amorosa de la

singular pareja, dedica páginas lúcidas a la historia de las

cautivas rioplatenses, mediadoras, con su cuerpo, entre dos

mundos. Podemos suponer que a ella no le fue difícil

dejarse encantar por Ramírez, hombre joven, en el cenit de

sus talentos y de su buena estrella, cuyo carácter “despejado

y audaz, amplio y prestigioso, con algo de artista”, es

reconocido incluso por Vicente F. López. Las prendas

personales del caudillo y la oportunidad de un fulgurante

ascenso hacia el poder y la gloria, marchando y mandando a

su lado como si fuera un hombre, debieron de mezclársele

en una irresistible combinación afrodisíaca.

Y Ramírez, ¿qué vio en Delfina?, para que una

modesta cuartelera presa, lograra encadenar a un varón que

podía disponer de todas las mujeres, y hacerle olvidar sus

serios compromisos matrimoniales con la hermana de un

amigo íntimo. Debió de ser algo más que un cuerpo

atractivo y una sensualidad bien dispuesta. Dulzura (la de la

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música, la de su lengua madre) habría, sin duda, en ella; no

la pasividad o la excesiva facilidad, que matan el deseo.

Cautiva, pero brava seductora; sin remilgos, aunque

orgullosa en su indefensión, seguramente supo darse

exigiendo, y ganó la batalla con Ramírez desde el primer

encuentro, cuando el placer total, correspondido, borró la

asimetría entre vencedor y vencida, y los dos fueron, uno

del otro, prisioneros.

El traidor: En todo humano paraíso hay una serpiente,

y ese papel parece tocarle aquí a don Lucio Norberto

Mansilla, futuro padre de Eduarda y de Lucio, entonces un

joven coronel porteño con mundana cultura y sólidos

conocimientos técnicos que puso, durante un tiempo, al

servicio de Ramírez. Horacio Salduna, biógrafo del

Supremo Entrerriano, le achaca a Mansilla la

responsabilidad mediata de su catastrófico final.

Los dos hombres habían entrado en contacto durante

las hostilidades entre Artigas y Ramírez, después de 1820.

Mansilla colabora con sus trescientos cívicos y queda

sellada una amistad marcial que no será duradera. Cuando

Buenos Aires y López se vuelven contra Ramírez, que

prepara -nada menos- una gran campaña con el fin de

recuperar el territorio paraguayo para la Argentina, Mansilla

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 180

se echa atrás, argumentando que no desenvainará la espada

contra su ciudad de nacimiento. Ramírez acepta esta

disculpa plausible, aunque le solicita que al menos

conduzca a la infantería desde Corrientes hasta Paraná.

Mansilla acata, pero no cumple. Su defección priva a

Ramírez de las fuerzas imprescindibles para enfrentar a

López, a Bustos y a Lamadrid y lo precipita hacia la ruina.

Salduna considera premeditada la traición de

Mansilla, que se habría comportado desde el comienzo

como infiltrado porteño. Buenos Aires y Santa Fe lo

ayudarán, luego de la muerte de Ramírez, a coronar

ambiciones personales con el cargo de gobernador de Entre

Ríos. A la codicia política se habría sumado otra de distinto

orden: Mansilla deseaba, también, los favores de La

Delfina, como lo prueba la correspondencia intercambiada

con el comandante Barrenechea, al que, ya desaparecido

Ramírez, envía –inútilmente- corno celestino.

El final: los testimonios próximos al hecho y la

memoria popular sostuvieron siempre que Francisco

Ramírez murió en el intento de salvar a Delfina de la partida

enemiga que la había echado en tierra y comenzaba a

desnudarla. Aunque hubo intentos de atribuir su muerte a

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 181

otros motivos, se han desacreditado detalladamente estas

pretensiones.

Después de que muriera, Ramírez fue decapitado y su

cabeza, embalsamada, conoció en Santa Fe el escarnio

público. Su amada logró volver a Arroyo de la China, donde

lo sobrevivió por dieciocho años. Susana Poujol (en: La

Delfina, una pasión), la imagina prisionera (al final,

voluntaria) de la novia olvidada, Norberta Calvento, unidas

ambas por el recuerdo y la soledad. Quizá no estuvo tan

sola; después de todo (la carta de Barrenechea a Mansilla

hace suponer que la cercaba, al menos, un cortejante

Oriental ilustre), pero no se casó ni engendró hijos, y no

intentó, tampoco, volver a su tierra natal.

Tal vez en toda esta historia de amor y muerte haya

una insospechada ganadora encubierta: Norberta, cuyo

deseo, por incumplido, nunca pudo gastarse. Como la

Magdalena de “El ilustre amor” (Mujica Lainez), también,

acaso, llegó a la tumba como un ídolo fascinador, envuelta

en el vestido blanco de la única que pudo llamarse novia del

Supremo Entrerriano.

Una Estirpe Emblemática

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 182

De acuerdo con lo que apunta Florencia Lanús en su

obra “Tradición de familia en lenguaje familiar”, esta nos

dice que:

“Fue la familia del General Viamonte una de

las que con más ferocidad se ensañó Rosas”.

Sin embargo, al identificar ciertos nombres de sus

emparentados, sus ligaciones con los hechos acaecidos en el

siglo XIX en una y otra orilla del Plata, nos sugieren

algunas dudas. Pero antes de concluir nuestro pensamiento,

veamos lo que la familia narra en su sitio oficial:

La Familia del General Viamonte:

Del hogar formado por el general Juan José Viamonte

y Bernardina Chavarría tenemos noticias de que nacieron

nueve hijos; de Mª del Tránsito y de Wenceslada sólo

sabemos que fueron bautizadas, por lo que las creemos

muertas infantes; muertos sin descendencia sus dos hijos

varones, sus cinco hijas restantes procrearon a treinta y

cuatro nietos:

Bernabela Viamonte, bautizada en Buenos Aires el 18 de

diciembre de 1810 y fallecida el 15 de diciembre de 1863;

casada el 20 de mayo de 1834 con Francisco Genaro

Molina y González de Noriega, bautizado en Buenos Aires

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 183

el 19 de septiembre de 1810 y fallecido el 20 de mayo de

1877; hacendado, comerciante, banquero, diputado a la

legislatura desde 1859, vocal del Crédito Público Nacional

desde 1874, hijo de Juan Fernández de Molina y Obregón,

nieto de Cangas del Tineo, obispado de Oviedo (Asturias,

España), donde nació en 1773, estanciero, comerciante y

banquero, su nombre figura entre los asistentes al cabildo

abierto del 22 de mayo de 1810, falleció en Buenos Aires el

31 de agosto de 1841 (Leg. 5763 Tribunales, 1863); y de

Ramona González de Noriega y Gómez Cueli, bautizada en

Buenos Aires el 29 de mayo de 1781 y fallecida el 3 de

agosto de 1862, quienes habían contraído matrimonio en

Buenos Aires el 15 de marzo de 1799. Fueron hijos de este

matrimonio:

1) Francisco Molina Viamonte, c.c. Ana Salas y

Larravide, hija de José Gabino de Salas y del Sar, y de

Josefa de Larravide y González de Noriega; c.s.

2) Bernardina Genara Molina Viamonte, b. en Buenos

Aires el 3 de febrero de 1837, casada 1ª c. Luis Gómez

Taboada y en 2ª con Juan Cruz Vidal Reyes, n. en

Montevideo en 1842 y fallecido en Buenos Aires el 20 de

diciembre de 1893; c.s. de ambos matrimonios.

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3) José Simón Molina Viamonte, b. el 26 de enero de

1838, en Buenos Aires.

4) Lizardo Daniel Molina Viamonte, b. en Buenos Aires

el 9 de enero de 1839 y c.c. Tomasa Méndez Melián; c.s.

5) Pantaleón José Molina Viamonte, b. en Buenos Aires

el 15 de noviembre de 1840; c.s.

6) Martiniana Molina Viamonte, c.c. Ramón Ydoyaga

Goicoles; c.s.

7) Juan José Molina Viamonte, c.c. Saturnina Reyes

Méndez, s.s.

8) Avelino Molina Viamonte, b. en Buenos Aires el 3 de

febrero de 1851, c.m. el 29 de julio de 1876 con Edelmira

Carranza Ballesteros, nacida el 28 de enero de 1856; c.s.

9) Alberto Albano Molina Viamonte, b. en Buenos Aires

el 20 de mayo de 1853, c.c. Rosa Villafañe Lezcano; c.s.

Martiniana Viamonte, nacida en 1804, casada en Buenos

Aires el 1 de febrero de 1825 con Marcelino Carranza

Vélez, n. en Córdoba en 1790 y fallecido el 8 de noviembre

de 1863. Fueron hijos de este matrimonio:

1) Edelmira Carranza Viamonte, b. el 1 de febrero de

1826 y fallecida el 20 de enero de 1895; c.m. el 19 de

diciembre de 1852 con Enrique Yateman Collins, n. de los

E.E.U.U.; c.s.

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2) Eduardo Francisco Carranza Viamonte, jurisconsulto;

b. en Buenos Aires el 14 de febrero de 1827, c.m. 1ª el 4 de

enero de 1854 con Vicenta Vélez Sársfield y Piñero, y en 2ª

el 3 de noviembre de 1859 con Ana Velásquez González;

c.s. de ambos matrimonios.

3) Demófila Juana Carranza Viamonte, b. el 14 de

febrero de 1828, c.m. el 6 de diciembre de 1848 con Miguel

José Esteban de Riglos y Villanueva; c.s.

4) Marcelino Eduardo Carranza Viamonte, soltero.

5) Manuel Carranza Viamonte, b. el 12 de diciembre de

1830; falleció soltero.

6) Emilio Carranza Viamonte, nacido en Buenos Aires en

1831 y fallecido en la misma ciudad el 24 de marzo de

1888, c.m. el 22 de noviembre de 1851 con Indalecia

Ballesteros Fornaguera; c.s.

Mª del Tránsito del Corazón de Jesús, b. en Buenos Aires

el 16 de agosto de 1807. Sin noticias.

Wenceslada Micaela, b. en Buenos Aires el 30 de

septiembre de 1808. Sin noticias.

Jaime Juan José Apolinario Viamonte, b. en Buenos

Aires el 3 de agosto de 1811, murió soltero en el Brasil en

1835, a consecuencia de su afección de tuberculosis.

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Isabel Viamonte, nacida el 11 de noviembre de 1812,

fallecida el 30 de agosto de 1882, c.m. en Buenos Aires el

17 de mayo de 1842 con Sandalio Mansilla, n. en Buenos

Aires el 3 de septiembre de 1809, siendo sus padres Manuel

Mansilla, Alguacil Mayor Perpetuo de Buenos Aires y

Asunción Obella y Ruiz. Militar. Se distinguió en la Guerra

del Brasil y obtuvo su baja en el ejército en 1830 con el

grado de sargento mayor. En una carta fechada el 3 de mayo

de 1841 dirigida al General Viamonte, exiliado en

Montevideo, expresa que su casamiento ha de realizarse con

prudencia ya que “había que asegurarse de que la venida y

desposorio de Isabel no serán mal recibidas por la

política”. Dedicado a los negocios, fue administrador de los

bienes de Juan Anchorena, el hombre más rico de su

tiempo. Vivía en la calle Esmeralda nº 255 de Buenos Aires,

cuando el 24 de febrero de 1871 le encontró la muerte.

Fueron hijos de este matrimonio:

1) Juan José Mansilla Viamonte, b. el 27 de noviembre de

1844 en Buenos Aires. Murió en la misma ciudad de su

nacimiento el 10 de agosto de 1916; c.m. el 19 de febrero de

1870 con Clementina Domínguez Gómez, fallecida el 13 de

marzo de 1916; c.s.

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2) Isolina Mansilla Viamonte, fallecida el 26 de febrero de

1922, c.m. el 1 de enero de 1863 con Emilio de Inzaurraga

Dutró; c.s.

3) Concepción Mansilla Viamonte, bautizada el 15 de

febrero de 1849.

4) Edelmira Petrona Mansilla Viamonte, b. el 19 de

noviembre de 1850, c.m. el 13 de enero de 1864 con

Nicandro Dorr Muñoz; c.s.

5) Isabel Benita Mansilla Viamonte, b. el 3 de junio de

1853 y fallecida el 12 de agosto de 1919, c.m. el 27 de junio

de 1874 con Aureliano Dudignac Errasquin, bautizado el 7

de febrero de 1838 y fallecido el 21 de agosto de 1906; c.s.

Albana Inocencia Juana Josefa de la Piedad Viamonte,

b. en Buenos Aires el 2 de agosto de 1815 y fallecida en

1876, c.m. el 20 de mayo de 1841 con su primo Manuel

Illa Viamonte, n. en 1807 y fallecido en Montevideo el 27

de julio de 1887. Fueron hijos de este matrimonio:

1) Isolina Illa Viamonte, nacida en 1842 y fallecida en

1911, c.m. el 20 de mayo de 1863 con Tomás Eastman,

cónsul argentino, banquero, etc.; c.s.

2) Laura Illa Viamonte, c.m. el 9 de agosto de 1869 con

Federico Hamilton; c.s.

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3) Albana Teófila Illa Viamonte, b. en Buenos Aires el 27

de abril de 1847 y fallecida el 8 de septiembre de 1887, c.m.

el 16 de julio de 1871 con Francisco Alves Guimarães da

Cruz Secco, n. de Rio Grande do Sud, Brasil; c.s.

4) Mercedes Illa Viamonte, b. en Buenos Aires el 22 de

agosto de 1849, c.m. el 31 de diciembre de 1870 con Julio

Folle; c.s.

5) Bernardina Micaela Illa Viamonte, b. en Buenos Aires

el 1 de noviembre de 1851, c.m. el 29 de mayo de 1878 con

Ricardo Sardá.

6) Manuel Illa Viamonte, c.m. el 20 de mayo de 1882 con

Bernardina Sánchez Viamonte, nacida el 13 de septiembre

de 1859 y fallecida en Montevideo el 12 de marzo de 1933,

s.s.

Avelino Viamonte, n. en 1818. Ingresó en 1835 en la

Escuela de Náutica de O’Donell. Hacendado, se dedicó a

los trabajos de campo en la estancia familiar de San

Vicente. Cuando su padre se exilió en 1840 en Montevideo,

Avelino pensó que a él no le molestarían al no tener

actuación política. Daniel Arana, sabedor del atentado que

se iba a producir, avisó del mismo al joven Avelino, quien

no tomó en serio la advertencia. En septiembre de 1840, la

Mazorca lo sacó de su casa y lo degolló. Sus hermanas

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trataron de salvarle la vida recurriendo a Manuelita Rosas,

hija del tirano, quien sin dejar de tocar el piano se negó a

interceder ante su padre diciendo “tatita está muy

ocupado”. Su cabeza separada del cuerpo fue

horrorosamente exhibida por las calles de Buenos Aires. Su

partida de defunción, existente en la Parroquia de San

Vicente, Pcia. de Buenos Aires, Libro 2, folio 83, dice que:

“El día diez y seis de Septiembre del año mil ochocientos

cuarenta, se sepultó en el cementerio de esta Parroquia, el

cadáver del finado Abelino Viamont, natural de Buenos

Aires, soltero de veinte y dos años de edad, el cual fue

ejecutado por unitario”. Pese a la partida de defunción,

nunca se encontró el cuerpo.

Carmen Viamonte, n. en 1821 y fallecida en Buenos Aires

el 25 de agosto de 1903, c.m. el 10 de agosto de 1852 con

Julio C. Sánchez, comerciante, banquero, intendente de

Marina, etc.; n. en Buenos Aires el 1 de agosto de 1827 y

fallecido en 1909, hijo del coronel Modesto Sánchez,

revolucionario de Mayo y guerrero de la independencia,

escudo de oro de la batalla de Salta, medalla de plata del

sitio y toma de Montevideo y medalla y cordón de oro de la

batalla de Maipú; y de Mª Luisa Rodríguez Visillac.

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Sobre la misma, nos dice Carlos Sánchez Viamonte en sus

memorias: “Mi abuela, que falleció cuando yo tenía doce

años, era seis años mayor que mi abuelo. Se habían

conocido en el Estado de Río Grande del Sur, en Brasil,

durante la tiranía de Rosas”… “La veo sentada, en un

sillón o poltrona, abundante y voluminosa como debía ser

entonces una matrona porteña. Nos acercábamos a

saludarla con un beso respetuoso que nunca pudo ser

tierno. Nos inspiraba respeto y un poco de temor. Era la

hija del prócer y allí, en su poltrona, recibía el homenaje de

toda la familia, muy numerosa, y también de no menos

numerosas amistades”.

Mimada y respetada por todos, mi abuela era algo así como

una institución en la que sobrevivía una época ya

perimida”… ”Pienso que a la circunstancia de ser mi

abuela la hija del prócer, testigo de muchos importantes

episodios históricos que solía relatarnos, aumentaba su

significación personal el hecho de figurar como

protagonista en una novela, cuyo autor era Manuel Mª

Nieves, y que había sido editada en Barcelona en el año

1857”.

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“El libro se titula “Los Mártires de Buenos Aires o el

verdugo de su república”. Un ejemplar de ese libro se

exhibe en las vitrinas del Museo Saavedra”.

“Mi abuelo paterno presentaba un vivo contraste con su

esposa. Seis años más joven que ella, se conservó hasta su

muerte en 1909 con una excelente salud. De estatura más

que mediana, esbelto y ágil, afectuoso, jovial y vivaz”.

De la misma forma, dice de ellos Delfina Bunge de Gálvez,

quien también los conociera y frecuentara: “La casa más

patriarcal que he conocido. Los viejitos más patriarcales. Y

los más simpáticos. La pareja de viejitos más feliz.”

“Ella era la viejita clásica, la de los libros de lectura

escolar y la de las antiguas novelas, inamovible en su

sillón.”

“Ella había sido toda su vida, según las crónicas -y lo fue

hasta morir- una persona mimada. Creo que nunca fue otra

cosa. ¡Como que este oficio lleva su tiempo! Tía

Carmencita lo desempeñó de manera simpática; no

tiranizando a los suyos, sino pagando mimos con mimos.

Atenta a todos y a todo, Su sillón era una fortaleza para los

nietos en trance de ser penitenciados. Hallábase a menudo

alguno escondido a sus espaldas. La abuela intercedía, y

todo quedaba en paz”.

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“Tranquila y suave, sólo un tema sacábala de quicio:

Rosas.”

“Tío Julio parecía bastante menos viejo que su

compañera.”

“Mejor dotado por la naturaleza: era muy buen mozo. Era

distinguido y fino.”

“Barba cerrada, casi blanca, bien recortada, y en el resto

de la cara un cutis de niño.”

“La personificación de la bondad a mis ojos”.

“...formaba con su mujer, como lo he dicho, la pareja más

feliz.”

“De parte de él una bondadosa ironía para con su viejita;

de parte de ella, gran solicitud y deferencia. Se querían

tiernamente; de esto no había la menor duda.”

“Entre ellos yo no vi ni siquiera mal humor. No debieron

faltarles penas y contrariedades en su vida matrimonial y

en su larga descendencia; pero si ellos las sufrieron, no las

causaron a los demás”.

También Florencia Lanús recuerda a Carmen Viamonte en

estos términos: “He oído contar a Monseñor Terrero, que

frecuentaba la casa y era muy amigo de la familia, la

impresión horrible que hacía en Misia Carmen Viamonte de

Sánchez, que vivió hasta bastante edad, el recuerdo de

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cuando vio la cabeza cortada de su hermano, que le mandó

Rosas con unos vendedores de fruta.”

Fueron hijos de este matrimonio:

Julia Sánchez Viamonte, n. en Bs As. en 1853; c.m. el 4

de mayo de 1889 con el coronel Joaquín Montaña

Ramiro; nacido en Entre Ríos el 28 de julio de 1846, hijo

de Rufino Montaña y de Cleofé Ramiro. Estudió

jurisprudencia en la Universidad de Buenos Aires y

abandonó la carrera en 4º año para seguir la de las armas.

El 15 de marzo de 1866 fue dado de alta como subteniente

en el ejército de operaciones contra el Paraguay, acampado

en Ensenaditas. Se halló en las acciones de Paso de la Patria

y toma de las fortificaciones de Itapirú el 16 y 17 de abril de

1866; combate del Estero Bellaco, el 2 de mayo y

encuentros que tuvieron lugar con motivo de pasaje del

mencionado Estero y de la ocupación del campamento del

Tuyutí en el curso del mismo mes; sangrienta batalla del 24

de mayo, por la que recibió los cordones de plata acordados

por Ley especial; combates de Yataytí-Corá, Boquerón y

Sauce el 10, 11, 16, 17 y 18 de julio de igual año; y violento

asalto a los atrincheramientos paraguayos de Curupaytí el

22 de septiembre, ostentando las insignias de teniente 2º que

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le habían sido conferidas el 6 de agosto de 1866 por

“méritos de guerra”.

A consecuencia de la rebelión que estalló en el interior de la

República encabezada por Videla, Sáa, Varela, Rodríguez y

otros caudillos montoneros, a comienzas de 1867 bajó del

Paraguay con las fuerzas destacadas destinadas a reforzar

las tropas puestas a las órdenes del general Paunero

encargadas de dominar aquel vasto movimiento subversivo,

batiendo completamente a los rebeldes en el Paso de San

Ignacio sobre el Río V, el 1º de abril.

Permaneció destacado en la ciudad de Mendoza desde abril

de 1867 a enero del año siguiente en que marchó a Rosario

embarcándose nuevamente con destino al Paraguay;

habiendo sido promovido a ayudante mayor el 23 de

noviembre de 1867.

Asistió a la ocupación de la fortaleza de Humaitá el 25 de

julio de igual año y a la serie de operaciones que siguieron a

este triunfo de las armas aliadas. El 25 de noviembre de

1868 fue promovido a capitán de su batallón, empleo con el

cual se halló en la parte postrera de la cruenta campaña

paraguaya. Asistió al avance del ejército aliado después de

la batalla de Lomas Valentinas librada el 27 de diciembre de

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 195

1868 y a la rendición de la Angostura el 30 del mismo mes

y año.

Las etapas del avance de referencia fueron las siguientes:

Cumbarity (enero de 1869), Guazú-Virá (julio y agosto),

Caraguatay (septiembre) Patiño-Cué (octubre a enero de

1870) y Asunción en esta última fecha. Se halló en la acción

de los “Altos de Azcurra” y otros hechos de armas que

permitieron el avance victorioso de las fuerzas aliadas.

Promovido a sargento mayor graduado el 25 de febrero de

1870, al estallar la primera rebelión de López Jordán

marchó con el 5º de infantería a la provincia de Entre Ríos,

hallándose el 20 de mayo de aquel año en la batalla del

Sauce, en la que fueron derrotados los rebeldes.

Se halló en la defensa de Paraná hasta el mes de septiembre,

asistiendo el 12 de octubre a la tremenda batalla de Santa

Rosa, donde las fuerzas jordanistas fueron derrotadas pese a

los esfuerzos extraordinarios que realizaron para vencer.

Fue ascendido a teniente coronel graduado el 29 de mayo de

1871.

En 1873 marchó a Mendoza con motivo de la sublevación

del coronel Segovia. Sofocado el movimiento, marchó al

mes siguiente a Concepción del Uruguay a causa de la

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 196

segunda rebelión de López Jordán, donde permaneció hasta

enero de 1874.

El 24 de septiembre de 1874 se sublevaba con el general

Arredondo en Villa Mercedes, y a sus órdenes se halló en la

primera batalla de la hacienda Santa Rosa, el 29 de octubre

de aquel año. También se encontró en la segunda acción de

ese nombre, el 7 de diciembre, en la cual recibió en la

batalla un sablazo del capitán Vieyra, ayudante del coronel

Carlos Paz, que le cortó una presilla pero sin herirle.

Prisionero de guerra, Montaña pronto fue puesto en libertad

por el general vencedor Julio A. Roca, quien trató a los

vencidos con excepcional bondad. Dado de baja del ejército

desde el 1º de octubre de 1874, permaneció en esta situación

hasta el 3 de octubre de 1877, en que fue reincorporado.

El 14 de enero de 1880 solicitó su baja por haber sido

nombrado presidente de la asociación “Rifleros”,

pertenecientes al Tiro Nacional.

Tomó parte en la defensa de Buenos Aires durante la

revolución de 1880 asistiendo a todos los hechos de armas

de importancia que tuvieron lugar. Vencida la revolución,

Montaña permaneció alejado de las filas de ejército muchos

años, siendo reincorporado recién el 1º de julio de 1891 en

su jerarquía de teniente coronel.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 197

El 6 de julio de 1893 fue nombrado Jefe de Policía de la

Capital; pero habiéndose enfermado el 23 de septiembre del

mismo, se retiró del puesto del cual hizo renuncia el 10 de

febrero de 1894.

El 22 de abril de 1895 pasó a revistar en la “Lista de

Guerreros del Paraguay”, situación en la que fue promovido

a coronel el 20 de septiembre de aquel año, pasando a

revistar en la misma fecha en la “Lista de Oficiales

Superiores”.

En la lista de referencia el coronel Montaña solicitó el 28 de

diciembre de 1905 su pase a situación de retiro, el que le fue

otorgado por decreto fechado al día siguiente, con el sueldo

íntegro de su empleo por tener 34 años, 3 meses y 23 días

de servicios aprobados.

Hallándose en Montevideo, falleció repentinamente a las

3.30hs. pm del día 4 de mayo de 1922, siendo conducidos

sus restos a Bs. As. en el vapor de la carrera del siguiente

día.

Ostentó la medalla conferida por la terminación de la

Guerra del Paraguay otorgada por el Gobierno argentino, así

como también la discernida por el Brasil y Uruguay con

igual motivo.; s.s. Fueron hijos de este matrimonio:

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 198

1) Mª del Carmen Modesta Ramona Sánchez

Viamonte, b. en Buenos Aires el 13 de julio de 1855,

fallecida el 19 de mayo de 1926, c.m. el 17 de mayo de

1882 con Benjamín Honorio Zapiola Eastman; c.s.

2) Dr. Julio Máximo Sánchez Viamonte, nacido en Bs.

As. el 11 de noviembre de 1856 en el hogar paterno, calle

Viamonte 682, hogar que había sido de su abuelo el Gral.

Viamonte, y bautizado en la misma ciudad el 10 de agosto

de 1857. Murió en La Plata el 6 de abril de 1931, a resultas

de un ataque de hemiplejia sufrido ese verano en su quinta

de las cercanías de La Plata, c.m. el 6 de diciembre de 1885

con su parienta Bernabela Molina Salas, b. en Buenos Aires

el 20 de octubre de 1863 y fallecida en abril de 1940; c.s…

Dice Carlos Sánchez Viamonte al hablar de su padre: “Mi

padre era tío segundo de mi madre. Las casas paternas de

ambos se hallaban a una distancia de cien metros

aproximadamente…”. "El parentesco y la frecuencia del

trato favorecieron el nacimiento de un vínculo amoroso que

comenzó cuando mi madre tenía trece años y mi padre diez

y nueve. La poca diferencia entre estas dos edades se

explica, porque mi madre era nieta de la hija mayor del

General Viamonte y mi padre era hijo de la hija menor que

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 199

contrajo matrimonio con mi abuelo cuando ella tenía ya

treinta años, edad avanzada para aquellos tiempos.”

3) María Mercedes Celina Sánchez Viamonte, n. el 23

de enero de 1858 y fallecida el 17 de diciembre de 1884,

c.m. el 24 de diciembre de 1882 con Eduardo Frías Piñeyro;

c.s.

4) Bernardina Sánchez Viamonte, nacida el 13 de

septiembre de 1859 y fallecida en Montevideo el 12 de

marzo de 1933, c.m. el 20 de mayo de 1882 con Manuel Illa

Viamonte, s.s.

5) Angélica Eleuteria Sánchez Viamonte, n. el 18 de

abril de 1861 y fallecida el 11 de julio de 1901, c.m. el 5 de

julio de 1897 con Daniel Guillermo Posse Posse; c.s.

6) Modesto Eliseo Sánchez Viamonte, n. el 14 de junio

de 1862 en Buenos Aires y b. el 13 de enero de 1863, c.m.

el 22 de agosto de 1893 con María Luisa Carmen Terrero

Peña, n. el 12 de julio de 1872; c.s.

7) Avelino Alejandro Sánchez Viamonte, n. en Buenos

Aires el 26 de febrero de 1864 y murió allí el 20 de mayo de

1910, c.m. el 1 de enero de 1889 con María Teresa

Villarnovo y Donado, fallecida el 27 de febrero de 1898;

c.s.

Los Hermanos Viamonte:

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 200

Del matrimonio formado por el capitán Jaime

Viamonte y su mujer tenemos constancia de que nacieron

diez vástagos a lo largo de 20 años.

Ramona Viamonte, n. 31 agosto 1772; fueron sus padrinos

Francisco Lobato y Manuela de Sosa. Contrajo matrimonio

el 6 de julio de 1793 (LM 5/539) con Andrés de Lista,

natural de Bergantiños, arzobispado de Santiago, en el

Reino de Galicia, h.l. de Francisco Antonio de Lista y de

Manuela Suárez. Ofició el casamiento el Pbo. Juan Antonio

Delgado, siendo testigos el capitán Juan Antonio de Lezica

y su esposa Rosa Tagle Bracho.

Andrés de Lista vino al Río de la Plata en 1764,

dedicándose al comercio en ambas márgenes del Plata,

contribuyendo a la creación del Consulado en Montevideo.

Fue nombrado Síndico del Consulado, el 28 de enero de

1798 en sustitución de Vicente Antonio Murrieta. Durante

las invasiones inglesas de 1806 y 1807, intervino en la

defensa como teniente de la quinta compañía del Batallón

de Voluntarios de Infantería. En 1812 fue elector de

diputados a la Asamblea Provisional y en 1821 contribuyó

con cien pesos al empréstito forzoso realizado ese año.

Murió en Buenos Aires, en su domicilio de la calle Potosí

(actual Alsina) nº 141. Fueron hijos de este matrimonio:

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 201

1) María Rita de los Dolores Lista, b. el 23 de mayo de

1794, de 1 día. (LM 17/176).

2) Manuel Santiago Modesto Lista, b. el 15 de junio de

1795, de 1 día. (LM 18/74).

3) Pantaleón Roque Lista, b. el 28 de julio de 1796, de 1

día. (LM 18/134).

4) Ramón José Lista, b. el 1 de septiembre de 1798, de 1

día (LM 19/56).

Coronel guerrero de la independencia. Nacido en

Buenos Aires el 31 de agosto de 1798, en 1813 ingresó

como cadete en el regimiento de Granaderos de Infantería,

con el que participó en el 2º sitio de Montevideo a las

órdenes de Rondeau, y se halló en la rendición de la ciudad

el 23 de junio de 1814. En 1815 se encontraba en el

campamento del Plumerillo, a las órdenes de San Martín.

Intervino en la batalla de Chacabuco, el 12 de febrero de

1817. Al mando del coronel Las Heras, se encontró en casi

todos los hechos de armas que tuvieron lugar en aquella

campaña. Luchó en Curapaligüe, Cerro del Gavilán, acción

de Carampague, Tubul y el asalto a la fortaleza de

Talcahuano, donde se le inutilizó el brazo derecho a resultas

de dos balazos recibidos en esta acción. El 20 de agosto se

embarcó en Valparaíso integrando la expedición al Perú,

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 202

bajo el mando de San Martín, actuando, con el grado de

capitán, en la segunda campaña de Pasco. Tomó parte en el

ataque al fuerte del Callao y combatió en Lima, en

septiembre de 1821. Bajo el mando del general Alvarado,

hizo la campaña de Puertos Intermedios en 1822 y combatió

en Torata y Moquegua. En 1824, cuando la sublevación de

los Sargentos Moyano y Oliva, fue tomado prisionero y

conducido a la isla de Estéves, permaneciendo allí hasta el

27 de diciembre de 1824. Finalizada la guerra de la

independencia, se embarcó en el puerto de Chorrillos, de

regreso a Buenos Aires. En junio de 1826 se incorporó al

ejército del general Rodríguez, en operaciones en la Banda

Oriental y permaneció en Arroyo Grande para abrir la

campaña contra los imperiales.

En 1832, se le encargó la formación de la escolta del

Superior Gobierno, y en 1833, intervino activamente en

contra de los Restauradores. Su nombre fue borrado de la

lista militar por Rosas. Encarcelado y perseguido, pudo

emigrar a Montevideo. Allí fue nombrado comandante del

Telégrafo Militar de la Plaza, el 11 de febrero de 1843,

donde permaneció hasta el levantamiento de Urquiza.

Participó en la batalla de Caseros, el 3 de febrero de 1852 e

hizo el 19 de febrero la entrada triunfal a Buenos Aires con

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 203

el Ejército Libertador. El 30 de marzo de 1852, Urquiza le

otorgó los despachos de coronel graduado. En 1853 actuó

en el sitio que soportó Buenos Aires por las fuerzas de la

Confederación, siendo jefe del servicio de comunicaciones

del ejército de la defensa hasta que el ejército sitiador se

disolvió, en julio de 1853. Falleció en Buenos Aires, el 13

de enero de 1855, recibiendo sepultura en el cementerio del

Sud. Estaba casado con Eufemia Mendez, c.s.

5) Rufina Justa Lista, b. el 10 julio de 1805 (LM 21/38).

6) Manuela Jacoba Lista, b. el 31 de diciembre de 1806

(LM 21/144).

7) Luciano Andrés del Corazón de Jesús Lista, b. el 9

de enero de 1813, de 1 día (LM 23/68).

8) Andrés Alejo Lista, b. el 19 de julio de 1815, de 2 días

(LM 23/207).

Juan José Viamonte, b. el 10 de agosto de 1774, de 1 día

(LM 13/226); siendo su madrina Francisca Cabezas; c. m. el

20 de mayo de 1800 con Bernardina Chavarría, n. en

Montevideo el 20 de mayo de 1782 (h. de Bernardo Ramón

Chavarría, nat. De Buenos Aires; y de Lisarda Suárez, nat.

de Colonia del Sacramento), murió en Montevideo el 31 de

marzo de 1843; c.s.

José María Viamonte. Sin noticias.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 204

Mª Valentina Viamonte, n. el 3 noviembre 1780 y

bautizada al día siguiente (Merced 15/62v); padrinos:

Capitán Juan Antonio Lezica y su esposa Rosa Torre. Murió

en Montevideo el 19 de marzo de 1868 (16/343). Su

testamento cerrado del 8 de septiembre de 1853 fue

protocolizado el 2 de abril de (AGN Prot. Juzg. I,

Testamentos 1868/69).

Casada el 26 de septiembre de 1802 (Merced 4/19) con don

Jaime Illa, quien era viudo de un matrimonio anterior con

María Sánchez de la Rozuela, con quien no tuvo

descendientes; poderoso personaje colonial, hijo de José Illa

y Mª Ángela Illa y Buch, nacido hacia 1764 en Caldas de

Estrach, Barcelona; establecido en Montevideo por 1782,

llegó a ser uno de los vecinos más acaudalados de la ciudad,

desarrollando actividades mercantiles junto con su hermano

Isidro, ambos agentes en el Plata de la casa “Illa Iturmir y

Compañía”, de Cataluña. Emprende también negocios por

cuenta propia, como su actividad naviera, fletando en corso,

junto con otros comerciantes, la fragata “El Valiente”, que

al mando del capitán francés Alejandro Etienne, captura

cinco barcos, rematados en Montevideo y resultando un

provecho del negocio de 40.250 pesos fuertes para cada

socio. Tiempo después aparece como propietario de los

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 205

buques “El Apóstol Santiago”, “Santa Gertrudis” y “Cristo

del Cerro”. En 1838 declara ser propietario de un saladero,

con veintiún esclavos. Al casarse con su mujer, aportó a la

sociedad conyugal de ciento diez a ciento veinte mil pesos.

Participó en la reconquista de Buenos Aires, en 1806 y en el

Sitio de Montevideo, en 1807, donde fue tomado prisionero

y conducido como tal a los buques británicos. Regidor y con

el grado de capitán de Milicias de Infantería, durante los

sucesos revolucionarios de 1810 tomará partido por el

bando realista, participando en la Batalla de las Piedras, en

la cual fue hecho prisionero por Artigas, quien lo remite a

Buenos Aires. Al tiempo de testar, el 8 de marzo de 1838

(protocolizado el 22 de septiembre de 1841 – AGN Prot.

Del Juzg. I, Tomo 1841I, fojas 611/622v), declaró ser

propietario de quince casas en Buenos Aires y Montevideo,

además del saladero y sumas en efectivo y créditos por

varios miles de pesos. Falleció en Montevideo el 12 de

septiembre de 1841 (10/159), de ochenta años. Fueron hijos

de este matrimonio:

1) Mª Luisa Illa Viamonte, c.m. en Montevideo con José

Mª Platero (comerciante, n. en El Ferrol en 1798, h. de

Pedro Platero y Francisca Piñón. Murió el 20 de noviembre

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 206

de 1855) el 19 de marzo de 1821. Falleció el 22 de octubre

de 1879; c.s.

2) Jaime Illa Viamonte, hacendado, comerciante,

armador y saladerista como su padre, aparece vinculado a

distintas compañías mercantiles. En 1835 fue Jefe Político

de Montevideo y en 1855 fue llamado a ocupar el

Ministerio de Hacienda. Murió en Montevideo el 16 de

diciembre de 1885, a la edad de 79 años. Contrajo

matrimonio en Canelones el 20 de enero de 1828 con María

Eusebia Genes (h. de Julián Genes, n. del Paraguay,

hacendado al norte del Río Negro y de Joaquina Loriente

Cardozo); c.s.

3) Manuel Illa Viamonte, también hombre de negocios,

administrador “a su entera satisfacción” de los bienes de su

padre, banquero, accionista del Banco Comercial desde su

fundación y miembro del directorio del mismo desde 1871.

Murió octogenario el 27 de julio de 1887, en su domicilio

de la calle Rincón 140, en Montevideo. Había contraído

matrimonio el 20 de mayo de 1841 con su prima hermana

Albana Viamonte (h. del Gral. D. Juan José Viamonte y de

Bernardina Chavarría); c.s.

4) Juan Francisco Illa Viamonte, n. en 1808, falleció

soltero en 1836.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 207

5) Mª Dolores Illa Viamonte, c.m.c. Antonio Fernández

Echenique (comerciante y hacendado, h. de Antonio

Fernández, nat. del Puerto de Santa María, Cádiz, donde

nació por 1761, y de Lucía Echenique. Al morir el 27 de

abril de 1891, a los sesenta y siete años de edad, dejaba a

sus deudos un importante patrimonio. Fue fundador de la

Sociedad Rural del Uruguay), en la Catedral de Montevideo

el 16 de julio de 1833. Murió el 5 de octubre de 1878, a los

sesenta y siete años de edad; c.s.

6) Juana Illa Viamonte, c.m. el 16 de junio de 1827 con

Tomás Basáñez, n. en Montevideo el 21 de diciembre de

1795 y bautizado el mismo día (h. de Manuel de Basáñez,

hidalgo, natural de la Anteiglesia de San Juan de Erandio,

en el Señorío de Vizcaya, y de Manuela Gámes. Dedicado a

los negocios, administró durante un tiempo la importante

fortuna de su suegro), y fallecido el 27 de febrero de 1873;

c.s.

7) Juan José Illa Viamonte, b. en Montevideo el 16 de

mayo de 1813. Hombre de negocios como sus hermanos,

también empuñó las armas formando parte, durante la

Guerra Grande, de los ejércitos sitiadores de Montevideo.

C.m. el 24 de julio de 1851 con Faustina de Castro (h. de

Agustín de Castro y Mª. Genoveva del Carmen de Castro).

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 208

Al casarse, era ya padre de dos hijos naturales, habidos en

Patricia Sotelo y en Manuela Calo; c.s.

8) Juan de Dios Illa Viamonte, nacido en 1818, murió

soltero después de 1838.

9) Valentina Illa Viamonte, c.m. el 26 de agosto de 1837

con el Dr. Florentino Castellanos, abogado, diplomático,

ministro en varias ocasiones y legislador, nacido en

Montevideo el 14 de marzo de 1809 y fallecido en esta

misma ciudad el 25 de septiembre de 1866 (h. del Dr.

Francisco Remigio Castellanos, abogado de la Real

Audiencia de Charcas, asesor del cabildo de Buenos Aires,

diputado en el Congreso General Constituyente de 1824 y

miembro del Superior Tribunal de Justicia de Montevideo,

n. en Salta en 1782 y enterrado en Montevideo el 15 de abril

de 1839; y de Manuela Elías, natural del Alto Perú y

fallecida en Montevideo el 16 de enero de 1858, quienes

habían contraído matrimonio en Chuquisaca el 9 de junio de

1807). Murió en Montevideo el 4 de febrero de 1900, en su

casa de la calle Sarandí 176; c.s.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 209

Tercera Parte

Un Ejército sin Oposición:

Fin de una Larga Espera

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 210

Una Análisis Concluyente

No es necesario agregar más nada a este legajo, salvo

algunos detalles o expresiones gramaticales más actuales, ya

que fue escrito mucho tiempo después de los sucesos

acontecidos, y para servir de guía a una conferencia. Estas

“Memorias”, fragmentarias y deshilvanadas de la cual se ha

extraviado la parte correspondiente a la primera tentativa de

paz que fue realizada en agosto de 1851 en el arroyo de la

Virgen, registro aquí los manuscritos que el Dr. Pedro

Ordoñana nos ha dejado, y los cuales echan mucha luz

sobre los dramáticos acontecimientos que condujeron a la

paz del Pantanoso, y el final de un singular periodo del

Grande Sitio.

El cansancio de una larga guerra de nueve años en la

cual todo el Estado Oriental fue el campo de batalla, fue

arrastrando consigo toda la lógica secuencia de invasiones,

saqueos, abandono de estancias, irrupciones y

desvalijamientos propinados por ambos bandos, además de

llegar a ser irresistible y anular el valor combativo de las

tropas Orientales mandadas por los Generales Ignacio y

Manuel Oribe.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 211

De allí es que surge el desmoronamiento anímico ante

el avance de los Generales Urquiza y Caxias en el invierno

de 1851, hasta nominar en la capitulación del 8 de octubre

del mismo año.

Le descripción de los regimientos argentinos y

españoles que, formando parte del Ejército Unido, sitiaban a

Montevideo, ha sido lograda felizmente por el Dr.

Ordoñana. Su explicación sobre la política de Rosas y

Oribe, formulada cuando ambos, aún para federales

argentinos y blancos orientales, eran las “bestias negras” de

la historia del Plata, demuestran ecuanimidad y

ponderación.

Muchas cosas ignoradas salen a luz en las “Memorias”

de Ordoñana. Entre otras, la causa, hasta ahora desconocida

por la cual el Coronel argentino Pedro Ramos, no

comunicara a sus compañeros las terminantes órdenes de

evacuación dadas por Rosas a las divisiones argentinas,

hecho que hubiera permitido a tiempo, el traslado de estos

cuerpos a la ribera occidental del Plata y evitado que

Urquiza los incorporase por la fuerza al Ejército Grande

Libertador; el desconcierto de Oribe ante el rechazo por

Rosas de la proyectada paz del arroyo de la Virgen en los

duros términos traídos por Ramos; su mayor desconcierto

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 212

por la negativa de Urquiza de tratar con él; y finalmente, el

“sálvese quien pueda” de los jefes argentinos obligados a

dejar sus soldados en poder de Urquiza por la capitulación

del Pantanoso.

Ordoñana refiere, con lealtad e imparcialidad, las cosas

que vio y oyó. Esta parte es la principal de sus “Memorias”,

cuyo valor histórico la constituye el relato de la superficie

histórica hecho por un testigo presencial intachable en su

persona, con la sola y única objeción del transcurso del

tiempo entre los hechos y el relato.

Cuando el ensayista José María Rosa prepara la nota de

introducción de estas memorias, alega que no ha podido dar

con la fecha correcta de la conferencia, pero la supone

realizada a principios del siglo XX, es decir, a cincuenta

años del final de la Guerra Grande. Estos hechos,

excepcionalmente descriptos por Ordoñana en su superficie,

contienen un fondo que necesariamente debió escapar a su

autor, tanto por sus pocos años como por su posición

subalterna en el Ejército sitiador. Por lo tanto, los juicios

vertidos sobre las personas y los motivos que los llevaron a

obrar de determinada manera, solamente tienen un valor

relativo, y deben manejarse –como él aconseja-, con

precauciones.

Page 213: Una Flor Blanca en el Cardal

Una Flor Blanca en el Cardal Página 213

El mismo Ordoñana lo dice en la introducción de sus

“Memorias”: …“Las noticias que voy a emitir con relación

a los hechos que vinieron a producir la conclusión de la

Guerra, con justicia llamada Grande, servirán para que hoy

o mañana no se tergiversen los hechos, y hablen también

otros de los que van quedando para contar el cuento. El mío

es de aquellos que debe denominarse de vista de ojo, porque

yo, en la condición de Cirujano del Ejército del Norte del

Río Negro, y en la modesta edad de los apercibimientos que

dan los 20 años, nada perdí de lo que se desarrolló en el

Plata desde el mes de mayo de 1851 al 3 de febrero de 1852,

fecha en que se dio la batalla de Caseros con la cual finalizó

la administración del General Rosas en la Confederación

Argentina”.

Estas “Memorias”, el doctor se las obsequió al redactor,

el señor Luis Alberto de Herrera en forma de 18 páginas, sin

numerar ni ordenar, y de cuya lectura puede inferirse el

extravío (intencional o no), de una o más carillas relativas a

una parte de la transcripción de los acontecimientos

ocurridos durante la primera tentativa de paz de la Guerra

Grande, llevada a cabo en el local denominado arroyo de la

Virgen.

Page 214: Una Flor Blanca en el Cardal

Una Flor Blanca en el Cardal Página 214

De todo el manuscrito, se han omitido las cinco

primeras páginas, por ser una introducción de

consideraciones generales sobre la historia americana. Y el

autor se ha permitido separar los distintos puntos y

rotularlos, a fin de facilitar su lectura; y en ocasiones, muy

pocas, ha corregido la vieja ortografía del autor.

También, y por las mismas razones válidas en la

introducción, se ha suprimido la parte final donde el

conferencista recapitula los hechos más importantes de la

Guerra Grande, y la enunciación de su juicio de que, el sitio

de Montevideo: “…debía haber terminado de forma más

brusca, más estrepitosa y heroica, tanto para honor de los

tirios como por la gloria de los troyanos”.

Una sola frase merece, en la sensatez del redactor, el

deber de salvarse del silencio, y así procede solamente por

su factura literaria: “…Los unitarios (en 1851) de

Rivadavia, fustigados en todas parte, habían desaparecido

de los espacios, no quedando más que sus sombras

representadas por otras sombras”.

Es verdad, sombra de sombras eran en los últimos

tiempos de la Guerra Grande, Alsina, Carril y los contados

rivadavianos de la emigración, o de Buenos Aires…

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 215

Los puntos que otrora han sido rotulados en forma de

capítulos, describen las siguientes consideraciones:

El ejército unido de vanguardia:

Aquel Ejército Unido de Vanguardia de la

Confederación Argentina, que obedeciendo las órdenes del

General Oribe había vencido en Quebracho Herrado, en

Rodeo del Medio y en San Cala, y pacificó el extenso

territorio que constituye hoy aquella gran Confederación,

estaba fraccionado sobre esta República y tenía sobre la

Capital o sitiando a la Capital, batallones mandados por los

Coroneles Costa, Maza y Ramiro, y divisiones de caballería

a las órdenes de los Jefes Quesada y Lamela; y después,

extendidos por los campos, al Coronel D. Nicolás Granada,

el vencedor de Rico en Chascomús, que mandaba la

división Sud y le obedecían los Comandantes Don Ramón

Bustos y Bernardo González; las divisiones números 4 y 6

respectivamente a las órdenes de los Coroneles Don

Cayetano Laprida y Don José María Flores, y Regimientos

de Caballería que dirigían y ordenaban los Coroneles Sosa,

Burgoa, Hidalgo, Echegaray, Videla, Palao, y Batallones de

Patricios todos de la Guardia del Monte que mandaban Don

César Domínguez, y libres de Buenos Aires al mando del

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 216

Coronel Don Pedro Ramos y Nicolás Martínez Fontes; y

artillería que obedecía órdenes de los Comandantes Castro y

Méndez.

En el Ejército de estas referencias, y en el sitio de

Montevideo, estuvieron también algunos años el General

Venancio Pacheco y el Barón de Hollemberg, aquél mismo

que con el General Zapiola, habían sido los inseparables

compañeros del denodado General San Martín partiendo

desde Europa.

Los jefes, oficiales y soldados que constituían aquél

Ejército eran, muchos de ellos, ricos estancieros de la

provincia de Buenos Aires; otros, de los que en algún

sentido habían cruzado la América Meridional en la

Hispánica Independencia y habían llegado al pié del

Tupungato, del Sorata y del Illimani guiados por los

Belgrano, San Martín, Bolívar, Sucre, Salaverry, Gamarra;

y otros habían sido de aquél heroico Nueve de Línea que,

mandado por el Coronel Pagola y por su segundo Don Pablo

Alemán, hijo de Canelones, representan denodadamente al

Uruguay en Chacabuco, en las pendientes andinas; y otros

en fin, habían cruzado el Cusuloubú y el Neuquén con

Arbolito, Rosas y Pacheco, procurando esa conquista

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 217

Pampeana que han consumado los Drs. Alsina y

Avellaneda.

Pertenecían pues aquellos soldados al linaje de los

hombres de pelea. Eran todos hombres encanecidos, y su

conversación individual de crónica histórica empezaba por

los llanos de Torata como seguía por Pasco; eran algo así

como el residuo de los guerreros de los tiempos heroicos,

fraccionados y dispersos por las contiendas civiles y

extendidos por toda la América, antes y después de

consumada la Independencia; sustancialmente lidiadores

que batallaron en estos países desde la invasión inglesa de

1806 hasta las batallas de Ayacucho, Ingavi, e Ituzaingó.

Netamente, los soldados de esta referencia

representaban, en el terreno de la práctica, la idealización de

los bardos americanos Eredia, Magariño Cervantes y

Plácido, sin desmentir el valor, su abnegación, su

patriotismo y la real fantasía de la Patria; sin más

pretensiones, lo que sorprenderá sobre todas las sorpresas,

es que los soldados de aquél ejército no tenían de sueldo

más que $ 20.00 papel al mes, equivalentes a un patacón; y

los coroneles $ 600.00 papel al mes equivalentes a

veinticinco patacones, y esto dará cuando menos, la idea de

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 218

la alta disciplina de aquellos soldados y del respeto que

todos tributaban al superior.

El uniforme de los jefes y oficiales lo constituía una

chaqueta de grana, un chaleco del mismo color, pantalón de

paño azul oscuro con franja colorada, botines de becerro y

una gorra de manga para los cuerpos de caballería, y

redonda o achatada para los infantes.

Para los soldados, el uniforme consistía en una

camiseta de paño colorado, que copió Garibaldi para su uso

y para uniforme de los voluntarios de Marsala, chiripá

colorado de paño, camisa y calzoncillo de lienzo, y para

calzado unas hojutas o sandalias de cuero como los

soldados romanos de César y de Pompeyo.

Eran sus armas: espadas para jefes y oficiales; y para

los soldados, fusil de chispa provisto de cuatro paquetes en

la respectiva canana, bayoneta, morral y cantimplora

flamenca para el agua.

Este gran tipo del soldado argentino, le tenemos en un

lienzo regalado por nuestro amigo Blanes (reconocido

pintor uruguayo de grandes epopeyas).

Defecciones de orientales:

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 219

En las condiciones expuestas, y con el personal

desplegado, el Ejército Federal argentino obedecía las

órdenes del General Oribe, que, en los momentos que se

producían los sucesos de Entre Ríos y pasaban los

Generales Urquiza y Garzón, tenía al brioso Brigadier don

Ignacio Oribe destacado al norte del Río Negro (Banda

Oriental), en campo de observación sobre las márgenes del

Arroyo Malo.

El Ejército de Urquiza efectuó su pasaje del río

Uruguay sin oposición de ninguna clase, y las fuerzas

oribistas destacadas en las riberas y que obedecían al

General Don Servando Gómez se pronunciaban, por el

contrario, en favor de la invasión dirigida para éste caso, por

oficiales que no quiero individualizar por razones de moral

política nacional.

El General don Servando Gómez, que era uno de los

guerreros de la Independencia, sirvió con el General Laguna

en la epopeya de los Treinta y Tres; soldado leal en toda la

extensión de la palabra. Pero poco tiempo antes de los

sucesos que narramos, se había dejado sorprender por unas

turbas brasileras denominada “californias” que, a las

órdenes del Barón de Jacuí, Chico Pedro de Abreu,

invadieron el norte del Río Negro para robar vacas como

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 220

hacían los paulistas de otros tiempos; y los que fueron

anonadados por el Coronel don Diego Lamas y

desbriznados por el Comandante Don Dionisio Trillo en las

márgenes del Tacuarembó.

Por los sucesos precedentes, Servando Gómez había

sido depuesto de su alto cargo de General en Jefe al Norte

del Río Negro, y así su resentimiento le dio motivo más que

suficientes para entrar en las combinaciones que con tanto

tino, preparó el General Garzón para invadir el territorio

uruguayo respondiendo a la Grande Alianza.

Algunas divisiones que pertenecían a los Defensores de

las Leyes con su blanca y purpúrea divisa, siguieron

defeccionando al Norte por el solo prestigio que a los

Orientales infundía el General Garzón; causa también

inmanente de las disgregaciones sucesivas que sufrió el

ejército del General Oribe.

Lamas, Egaña, Brian, Argento y otros, tuvieron que

ponerse al amparo de las bravísimas divisiones argentinas

que en aquella región mandaba el Coronel Hidalgo,

Comandante Domínguez y el Mayor Basso, los que

inmediatamente emprendieron un movimiento de retirada

buscando la incorporación del General Ignacio Oribe, quién

como he dicho, acampaba en el Arroyo Malo.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 221

Don Dionisio Trillo, Jefe de la frontera del Noreste, con

la lealtad que en todos sus actos le caracterizó, viéndose

abandonado, se abrió paso hacia el Brasil buscando

restituirse como se restituyó, al ejército fiel de Manuel

Oribe, que se organizaba en el arroyo de la Virgen.

Efectuadas la incorporación de las fuerzas de Hidalgo,

don Ignacio Oribe emprendió la retirada en dirección al Río

Negro, y se habían recorrido unas cuantas leguas, es decir,

se había llegado a las márgenes de Arroyo Charrata, cuando

el enemigo se presentó tiroteando la retaguardia y haciendo

prisioneros algunos bagajes, y recibiendo yo personalmente

un balazo en la clavícula izquierda.

El Coronel don Juan Valdez era entonces Comandante

General del departamento de Tacuarembó y, sea por el

especial cariño que le profesaban sus subordinados como la

decisión de los ciudadanos de aquél departamento, entre los

que se encontraban don Tristán Azambulla, Pedro Chucarro,

Lino Erosa, Juan Benito Palacios y otros distinguidos

caballeros, ello es que aquél departamento puso en

movimiento una columna de mil hombres de infantería y

caballería, que no pudiendo efectuar su incorporación con

don Ignacio Oribe por la interposición de las fuerzas

enemigas rápidamente adelantadas, efectuó el pasaje del Río

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 222

Negro por el rincón de Zamora, mientras el Brigadier Oribe

buscaba en línea recta, la manera de efectuar ese mismo

pasaje salvando su numerosa caballada, que era la principal

atención del ejército invasor.

Valdés, perseguido y escopeteado por sus compañeros

de la víspera, siguió lealmente al Arroyo de la Virgen con

su división íntegra, mientras el Brigadier Oribe, estrechado

en las márgenes del Río Negro desbordado por las continuas

lluvias, presentaba batalla a un enemigo que se negó

resueltamente por tres días consecutivos a aceptarla, por

más que se hicieron los adelantos y las decididas

provocaciones que en esos casos corresponden.

El General Urquiza solicitó una entrevista particular y

privada al Brigadier Oribe, que la rechazó con indignación,

mientras hacía llegar a manos de los Jefes argentinos las

más atentas y cariñosas cartas en las que exponía y

manifestaba las causas que a su título, eran suficientes para

levantarse contra el General Rosas y unirse a los brasileros

y a la “Sublime Alianza”.

Era el 10 de agosto de 1851. El honorable Coronel don

Basilio Muñoz, jefe de la división Durazno, se presentó en

la picada de Oribe por la margen sur, como para facilitar el

paso del Ejército del Norte, a lo que se dio inmediatamente

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 223

principio por las caballadas, por las carretas de parque y las

ambulancia, y finalmente, por las numerosas mujeres que en

aquellos tiempos acompañaban a los ejércitos.

Al día siguiente, aquella división, aquél cuerpo de

ejército y aquellos caballos, todo había desaparecido; y solo

estaban allí el Coronel Don Basilio Muñoz, el Comandante

Militar del Durazno Don Faustino Méndez, los ciudadanos

Peña, Imas y Martínez, y algunos ayudantes y asistentes que

se lamentaban del abandono de los amigos y compañeros de

la víspera, que les habían dejado para huirse al enemigo,

que, al mando del Mayor Neira, acababa de vadear el Río

Negro por los Pasos de los Toros.

Tomaba aquello el carácter de un pronunciamiento

general, y don Ignacio Oribe juzgó, en consejo de Jefes, que

sería prudente efectuar también el cruce del Río Negro,

como se ejecutó de noche arrojando al río la artillería

pesada, y seguir marchando al Sur en busca del Paso de Rey

en el Río Yi, vadeándole en botes construidos para ambos

ríos, de cuero fresco ahuecados con simbras de sarandí y

amarillos.

La marcha se efectuó con toda precisión y dejando a la

derecha el Río de las Cañas, y a los cerros de Malbajar y a

la histórica Capilla de Farruco; y atravesando otros ríos y

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 224

otros arroyos y, hostilizados de noche y de día por enemigos

ensoberbecidos por las defecciones.

En el Arroyo de la Virgen:

El Ejército del Norte llegó así al Arroyo de la Virgen

haciéndose la junción con el gran ejército que a las órdenes

directas de Don Manuel Oribe se organizaba en aquél punto.

Allí estaban las divisiones Colonia, San José,

Canelones, Tacuarembó, las que respectivamente obedecían

a los Coroneles Moreno, Álvarez, Golfarini y Valdez;

estaban diversos regimientos y escuadrones sueltos, y el

Ejército Unido presentaba un personal de 8.500 infantes,

7.000 jinetes y 24 piezas de artillería marca Paisans, con

dos coheteras a la “Congreve” las que mandaba el

Comandante Milburn.

Así mismo quedaron en algunos departamentos, las

divisiones correspondientes a los mismos, como para

distraer la invasión llamada “Extranjera”; y en éste

concepto, el Coronel Casaravilla y los Comandantes Don

Tomas Villalba y Francisco Grande estaban en lo que

correspondía a Soriano, el Coronel Barrios en los de Minas

o Maldonado, y finalmente en Cerro Largo, el intrépido don

Dionisio Coronel empezaba la campaña contra el Brasil,

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 225

derrotando la Vanguardia del ejército Brasilero en el Paso

de las Piedras de Yaguarón.

Desprendiese mientras tanto del Arroyo de la Virgen

una división rápida de Caballería a las órdenes de los

Mayores Timoteo Aparicio y León Benítez para distraer la

rumbosa marcha que por el centro de la República ejecutaba

el General Urquiza, buscando la aproximación del ejército

de don Manuel Oribe.

.........................................................

…Aquí faltan una o más páginas del original del Dr.

Ordoñana. Para seguir la ilación de los acontecimientos, el

redactor hace esta sucinta referencia: Manuel Oribe había

salido el 31 de julio del Cerrito para operar la unión con los

restos del Ejército del Norte que traía su hermano Ignacio:

dejó en el Cerrito, para sitiar a Montevideo, un escaso

contingente de 2 mil hombres de las tres armas con 80

cañones al mando del Coronel Lasaga.

Ignacio y Manuel Oribe unieron sus tropas en el arroyo

de la Virgen –como lo dice Ordoñana– para esperar a

Urquiza, mientras Timoteo Aparicio y León Benítez

hostigaban la marcha de éste. Incapacitado Urquiza para

presentar combate a la fuerza de Oribe en el arroyo de la

Virgen, se detuvo hasta esperar la llegada de los brasileños

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 226

(que solamente el 4 de septiembre entrarían en territorio

oriental). En esos primeros días de septiembre, Lucas

Moreno, por encargo directo de Oribe, propone a Urquiza la

capitulación sobre la base de la retirada de los regimientos

argentinos a Buenos Aires “y los nacionales que deseen

hacerlo”.

Aceptadas, verbalmente y en principio, por Urquiza

estas bases, partirá el Coronel argentino Pedro Ramos a

Buenos Aires para llevarlas a Rosas y obtener su

aprobación. Rosas las desaprobaría con estrépito, -como

dice Ordoñana-, dando instrucciones para quitar a Oribe del

mando y cruzar por Entre Ríos hacia Buenos Aires. –

Comentario éste que ha sido agregado a las “Memorias”,

por José María Rosa.

.........................................................

...y mientras tanto, -continúa relatando Ordoñana en

sus pliegos-, los ejércitos siguieron guardando por algunos

días sus respectivos campamentos y posiciones, dando lugar

a que el General Rosas contestara, y pudiese traslucir al

Gobierno de Montevideo enterarse de tan importantes

asuntos; por eso que el General Garzón asumió facultades

especiales para: poder y acuerdos convenidos por el

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 227

gobierno de Montevideo presidido por el sitiado Presidente

Suarez.

Cuando efectuó el movimiento general de

concentración sobre el Arroyo de la Virgen, el Coronel

Moreno, jefe de la división Colonia, aumentado con el

Batallón Defensores al mando del Comandante Don Marcos

Rincón; algunos partidarios de Urquiza y colorados

residentes en Colonia, hicieron un pronunciamiento en favor

del Gobierno de Montevideo, y contrarío a la política y

administración del sitiador Oribe. El Coronel Moreno, con

parte de la división de caballería y algunas compañías del

Batallón Defensores al mando del Mayor Lenguas, volvió

rápidamente sobre esa ciudad, apoderándose de loas a los

jefes de ese movimiento y de la ciudad misma, y

castigándolos severamente.

Todo esto concurrió a que el Coronel Moreno

aumentase su popularidad y prestigio, y la confianza en su

decisión aumentase también entre los orientales que de

buena fe se disponían a luchar contra los aliados.

Se rompe el armisticio:

Pasáronse algunos días sin que ningún acontecimiento

militar interrumpiese lo que podía significar la paz hecha.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 228

Montevideo, que había roto las hostilidades contra el

ejército sitiador, suspendió las armas y todo parecía

dirigirse hacia la normalidad de una paz tantas veces

suspirada. Sin embargo de ésta, el Vizconde de Caxias,

General en Jefe del Ejército brasilero, habiendo atravesado

la frontera seguía hacia Montevideo a marchas cortas; y el

ejército del General Oribe, acampado hacía tiempo en el

Arroyo de la Virgen, había mudado de campo hacia Carreta

Quemada, y de allí seguía gradualmente, a marchas cortas

también, la dirección de Santa Lucia buscando el Paso del

Soldado que se vadeó con todo el ejército, siendo el jefe de

la Retaguardia el Jefe argentino Coronel Quesada.

¿Cuál no sería la sorpresa del ejército, cuando se

sintieron repentinamente tiros, guerrillas y verdaderas

hostilidades sobre esa retaguardia, y se reconocieron clara y

distintamente, considerables masas de caballería forzando el

Paso del Soldado y que esas caballerías obedecían las

órdenes del General Urquiza?

El ejército del General Oribe, hizo alto en las márgenes

del Mataojo; el General Oribe sorprendido, verdaderamente

asombrado de la conducta del General Urquiza y de la burla

del Tratado de Paz, despachó al General Don Diego Lamas

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 229

cerca de aquél General, preguntándole las causas de aquél

rompimiento

El General Urquiza no se portó en verdad, con lealtad,

porque la carta del General Moreno a que se refirió databa

de las márgenes del Colla, y era de simples reflexiones a

propósito de la paz que había negociado; no era motivo, ni

pretexto suficiente, para faltar a las leyes de la equidad, y

así, y por estos propósitos siempre fue y nos los manifestó

muchas veces el señor Moreno, una perpetua mortificación

para él por las torcidas interpretaciones que hizo el General

Urquiza de algunas amistosas consideraciones, vaciadas en

la particular y distinguida amistad que tenía hacia dicho

General.

No consiguiéndose, pues, ni aún una suspensión de las

hostilidades, el ejército hizo alto y acampó sobre el mismo

paso de Mataojo, atravesando al día siguiente ese arroyo y

tomando la dirección de Las Brujas.

Llega el coronel Ramos.

No informa a los oficiales argentinos:

No habían pasado todavía la mitad de las fuerzas,

cuando se presentaron el Coronel don Pedro Ramos y el

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 230

señor Iturriaga procedentes de Buenos Aires que, como se

ha dicho, llevaron la misión de comunicar al General Rosas

el tratado de paz del Arroyo de la Virgen.

¿Cómo es de suponer que Don Manuel Oribe se

apoderó de Ramos y siguió con él, mientras los jefes

argentinos esperaban con ansiedad para saber qué les decía

su General y Gobernador, y cómo había aceptado el tratado?

Al fin, desprendido el Coronel Ramos, se puso en habla

con sus compañeros y amigos a los cuales no los sacó

asimismo de su ansiedad en que se encontraban;

contestando netamente a sus demandas que: “el

Restaurador, nada les mandaba decir”.

Esto, como lo diré más adelante, era falso; y si el

Coronel Ramos, no olvidándose que era argentino, antiguo

Capitán de Dragones de la Patria, ayudante de campo del

General Rosas, hubiera cumplido con su deber, por cierto

que la conclusión de aquella guerra hubiera tenido una

solución más elevada, porque los elementos de que se

disponía, no podía contrarrestarlos la alianza; y lo probable

es que, como consecuencia de una decisiva victoria, el

Uruguay hubiera cancelado con Brasil sus cuestiones de

límites sin sancionar el utti posidetis, que se usó para el

tratado de 1851, y la Laguna Merin, el Ibicuy, Yaguarón, y

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 231

otros ríos serían navegaciones interiores de la república

Oriental.

El Coronel Ramos era portador de una nota privada de

Rosas para los jefes argentinos, y tuvo la debilidad de

mostrarla al General Oribe, que no había merecido un

simple acuse de recibo con relación a los tratados del

Arroyo de la Virgen y de la paz pronunciada allí.

Sufrió el General Oribe un verdadero desaire de parte

de su aliado, una contrariedad peor que la que le ocasionó el

proyecto Gore–Gros; pero comprendiendo la inmensa

evolución que habría de producir la nota de estas referencias

llegada al conocimiento de los argentinos, le hizo prometer

al Coronel Ramos el silencio hasta momentos más

oportunos; y hasta le dijo que él no era un traidor, y que el

único modo de dar satisfacción al ejército argentino que por

tantos años le obedecía, sería pegarse un tiro en su presencia

para dar cierta y solemne sanción a su lealtad de caballero,

malamente desconocido por Rosas en tan decisivos y

complicados momentos.

Marcha hacia el Cerrito:

El ejército continuó pues su concentración hacia el

Cerrito, y atravesando el Colorado, siempre y

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 232

constantemente escopeteado por el enemigo, quiso el

valeroso General Oribe, el segundo Jefe de los 33,

acompañado del negro Dionisio, uno también de los 33,

tentar una batalla; una de esas heroicas batallas que deciden

sobre la suerte de los pueblos, y así dispuso que, los bagajes

y las mujeres, siguieran para el Cerrito, y después haciendo

pié y dando vuelta, se retrocedió desde Las Piedras hasta

Las Brujas, escopeteando a su vez a un enemigo que en todo

los conceptos, carecía de las leyes de la equidad militar,

diciendo que no quería batallar con los compañeros y con

los amigos de la víspera.

Al fin fue necesario volver hacia el Cerrito, y se volvió a

la vez tiroteados por la espalda y escopeteados por los

flancos en que cayeron algunos leales como el Capitán

Arias y muchos de aquellos valientes del ejército argentino,

cuyo espíritu de cuerpo y de nacionalidad la historia jamás

ensalzará lo bastante.

Presentáronse en aquella circunstancia con algunos

leales compañeros, los renombrados Capitanes, Olid,

Aparicio, León Benítez, Trillo, para participar de los efectos

que debía producir la conclusión de la gran epopeya de los

nueve años.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 233

La retirada del ejército se hizo con orden; se atravesó

por la mitad del pueblo de Las Piedras bajo los vivísimos

fuegos del enemigo y al fin se llegó al Cerrito de la Victoria

para producirse la paz del 8 de octubre.

El General Urquiza estableció su cuartel general en el

molino de Las Piedras, y estableció un verdadero sitio,

adelantando sus avanzadas hasta cerca del saladero

denominado de Legris.

Por estos sucesos y estos extraños acontecimientos, el

ejército sitiador durante 9 años, vino a ser estrechamente

sitiado, con hostilidades a su frente y a su espalda, y hasta

una flotilla procedente de Montevideo se presentó en el

Buceo, siendo rechazada por las fuerzas que mandaba el

honorable Capitán don Joaquín Idioyaga.

Ramos descubre su secreto:

La situación pues, no podía ser más crítica y dudosa;

aquello no podía prolongarse porque los pocos ganados que

se había llevado por delante debían concluir en 5 ó 6 días, y

las caballadas circunscriptas a estrecha zona de tierra,

también debían enflaquecerse y morir, como empezaron a

morir por falta de alimentos y lugar de apacentamiento.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 234

Don Manuel Oribe envió cerca de Urquiza, varias

representaciones tratando de buscar el arreglo del Arroyo de

la Virgen; entre otros caballeros fueron sucesivamente

enviados los señores don Bernabé Carabia, el respetable don

Juan Francisco Giró, el doctor Joanicó, acompañado del no

menos distinguido doctor Eduardo Acevedo, pero esas

comisiones no dieron resultado ninguno y, mientras tanto,

seguían las hostilidades todos los días. En las líneas había

heridos y muertos.

El Coronel don Pedro Ramos, que como se ha dicho,

fue el encargado de llevar al General Rosas el conocimiento

del tratado del Arroyo de la Virgen, se hallaba alojado en la

fortaleza del Cerrito en las piezas mismas del Capitán

Mayor, director de señales; y con la cariñosa amistad que

nos dispensara, y hallándose además enfermo, lo fuimos a

visitar hallándolo en una horrorosa excitación.

“Amigos, -nos dijo llevándose una mano a la garganta-,

tengo aquí una cosa que me ahoga; y solicitándola con

insistencia cuál era la causa de su molestia, nos alcanzó una

nota oficial del General Rosas, cuyos términos eran nada

menos que la desaprobación del tratado de la Virgen, y una

protesta patente de los procedimientos del General Oribe;

igual por igual a lo que ejecutó en la negociación del tratado

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 235

Gore-Gros amparado por las circunstancias; en la nota decía

lo siguiente :

“El Gobernador y Capitán General de la

Provincia de Buenos Aires, Encargado de las

Relaciones Exteriores de las Provincias que

comprenden a la Confederación Argentina. A

los Jefes del Ejército Unido de Vanguardia, en

operaciones en la República Oriental”:

“Habiendo don Manuel Oribe, presidente de la

República Oriental del Uruguay y General en

Jefe del Ejército de Vanguardia de la

Confederación Argentina, faltado al pacto y a

los compromisos contraídos con la

Confederación Argentina, pactando con el

traidor, etc., etc. (suprimo calificativos) de

Urquiza haciendo acuerdos con el Brasil, el

Gobernador y Capitán General que lo suscribe

ordena:”

“lº -Que los jefes argentinos que mandan

cuerpos en la Banda Oriental, desconozcan la

autoridad del General don Manuel Oribe,

procedan al nombramiento de un Jefe que los

dirigía de acuerdo a lo que se indica en el pliego

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 236

general de instrucciones que conduce mi

Edecán, Coronel don Pedro Ramos”.

“2º -Que sin consideraciones de ningún género,

los cuerpos argentinos que sitian la ciudad de

Montevideo, la abandonen y tomen la dirección

del interior, llevando la artillería y parque

correspondiente a la Confederación Argentina”.

“3º Que los heridos, enfermos e inválidos sean

conducidos en las ambulancias”.

Las instrucciones especiales, escritas por puño y letra

de don José Manuel de Rosas, acreditan el tino práctico de

aquel hombre de Estado que respondía a su tiempo y al

bravísimo período de transición política federal ó unitaria

por la cual habría de pasar la República Argentina, hasta

entrar en el cauce que actualmente se encuentra para seguir

la corriente de un grande y ordenado progreso.

En esas instrucciones, se contenían las ordenanzas

por las cuales los jefes debían proceder al nombramiento de

un Jefe Provisional que habría de dirigirles, y se expresaban

las fuerzas que sucesivamente saldrían de Buenos Aires por

el Delta del Paraná, para la constitución de un Gran Ejército

de Operaciones, y lo que para esos movimientos

correspondía al señor don Antonino Reyes y los

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 237

acreditadísimos Coroneles Chilavert, Pedro Díaz,

Hernández y Bustos. He de repetir que don Pedro Ramos

rompió con la unidad de aquellos pensamientos dejándose

imponer silencio por el General Don Manuel Oribe, y he de

repetir, sin partidismos, que si aquél Coronel hubiera

cumplido con su deber, la guerra de los Nueve Años hubiera

terminado de una manera valerosa y heroica como en

realidad le correspondía.

Nada de aquello sucedió, y como los sucesos

amontonados en el Cerrito tenían necesariamente que tener

una solución, esa solución vino a suceder de la manera

siguiente:

Consejo de oficiales argentinos:

Cuando el Coronel Ramos tuvo la debilidad de mostrar

al General Oribe la nota que para los jefes argentinos

conducía, le manifestó este pundoroso Jefe que tenía

todavía los medios para salvar al Ejército argentino,

haciéndolo decorosamente embarcar para Buenos Aires, y

Ramos le creyó hasta el momento en que me hizo la

confianza y honor de mostrarme la famosa nota, que

inmediatamente llevé a conocimiento del Jefe argentino don

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 238

José María Flores que me dispensaba, con la distancia de las

posiciones, la más cariñosa, franca y leal amistad.

Flores se sorprendió de aquello, y creyó conveniente

dar aviso a todos sus compañeros; al efecto los citó para una

reunión en su carpa y allí concurrió el valeroso Coronel don

Gerónimo Costa, el sereno Coronel don Cayetano Laprida,

el pausado Coronel don Nicolás Granada, y en fin los Jefes

Maza, Fontes, Echegaray, Palao, Hidalgo, Sosa, Quesada,

Ramiro, González, Bustos, Lamela, Videla; todos estaban

en aquel célebre y patriótico consejo para oír la tardía

lectura de la nota del General Rosas y las instrucciones que

la acompañaban.

Fue una sesión elevada, pero tempestuosa. El bravísimo

defensor de Martín García en 1839, Coronel Costa, se alzó

sobre todos sus compañeros diciendo:

“Que todo aquello era necesario cumplirlo, tal

como el Restaurador la mandaba, pero que era

necesario previamente juzgar al Coronel Ramos

por traidor, levantar el sitio, y proceder

totalmente de acuerdo con las notas e

instrucciones del General Rosas”.

Negociaciones con Urquiza:

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El Coronel don Mariano Maza actuaba como segundo

de esta memorable sesión: era yerno de don Manuel Oribe,

y tomando la palabra, manifestó que estaba autorizado para

decir que el Ejército argentino se embarcaría con todos sus

bagajes para Buenos Aires, pues el Presidente Oribe -fueron

sus palabras-, estaba en arreglos con el General Urquiza.

Las resoluciones se aplazaron por la templanza de los

Coroneles Flores y Granada.

Al siguiente día de estos variados sucesos, fui

informado que el General Urquiza no tenía con el General

Oribe tales contratos, y que por el contrario, el General

Urquiza había manifestado en ese mismo día a don

Norberto Larravide, comerciante argentino establecido en la

Unión, y enviado como negociador cerca del General

Urquiza, dijese al General Oribe que no podía negociar con

él, porque no mandaba ni Orientales y hasta sus ayudantes

le habían abandonado; y cuanto a los argentinos, trataría con

ellos porque al fin eran sus compatriotas, sus amigos de

armas y particulares.

El señor Larravide pidió al General Urquiza se sirviera

consignar esas declaraciones de su puño y letra en una carta

al señor General Oribe, que su secretario don Ángel Elías

redactó, y en que se expresaba en los términos siguientes:

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 240

“Mi querido General y amigo:”

“He manifestado a nuestro amigo don Norberto

Larravide, lo inconveniente y lo ineficaz de las

misiones que Ud. me envía para tratar de asuntos

que no tienen ya más solución que un arreglo que

salve su honor, y el del Ejército argentino que

obedece sus órdenes”.

“Yo deseo que esto se produzca lo más pronto

posible porque siendo el Vizconde de Caxias el

General en Jefe del ejército que ha de operar en

esta República, según nuestros precedentes

tratados; yo, cuando haya llegado aquel Jefe con

el Grande Ejército, nada podré hacer en

obsequio de mis amigos”.

“Yo le quiero a Ud. y le respeto, General, pero en

las circunstancias en que se hayan las cosas, con

las obligaciones que la alianza me impone, y con

la aproximación del Vizconde de Caxias, General

en Jefe del ejército Brasilero, yo no puedo hacer

ya nada en el sentido que Ud. indica”.

“Los argentinos son compatriotas míos, viejos

compañeros de causa, y yo debo entenderme con

ellos. Ud. no debe oponerse y, por el contrario,

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 241

hemos de salvar el honor y la dignidad que

corresponden a Ud; como General en Jefe,

víctima de la lealtad hacía Don Juan Manuel de

Rosas”.

“Con tal motivo, salúdalo

J. J. de Urquiza”.

Larravide era un comerciante argentino radicado en la

Villa de la Restauración, muy distinguido por su educación,

muy amigo de Manuel Oribe, y lleno de emoción, le entregó

la carta de éstas referencias en presencia de don Ramón

Artagaveytia.

La leyó don Manuel fuerte pero profundamente

emocionado. El General don Antonio Díaz, y el Coronel

Pedro Piñeyrúa llegaban en esos momentos al cuartel

general, y el General Oribe les hizo lectura de la carta de

Urquiza, pidiéndole resueltamente un consejo. Era el 6 de

octubre, el mismo día que los Jefes argentinos habían tenido

noticias de la nota y de las instrucciones conducidas por el

Coronel Ramos; juzgase, pues: ¡Qué día sería aquél, en el

espíritu y en las tendencias de aquellos guerreros!

El señor Artagaveytia, que sabía la inmensidad del

peligro que se corría, aconsejó que debía buscarse el medio

más práctico para llegar al término de aquella dificilísima

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 242

situación, porque las defecciones continuaban, las

hostilidades hacían diariamente nuevas víctimas, y las

numerosas familias agrupadas en la Unión y en la Quinta,

corrían el inmenso peligro de una disolución, de un saqueo

y de cien atrevimientos, como consecuencia clara de una

derrota general que era ya imposible evitar, y más con el

estricto bloqueo efectuado con la escuadra brasilera a las

órdenes del almirante Grenffell.

Apoyaron al señor Artagaveytia, los señores Díaz y

Piñeyrúa, pero el General Oribe, lleno de angustia, observó:

-“Yo, amigos míos, no puedo cometer la indignidad que

quiere Urquiza, poniéndome a las órdenes de los Jefes

argentinos; primero morir”, -dijo con virilidad.

Después de un prolongado silencio, habló otra vez

Artagaveytia, y apuntó:

-“Señor Presidente, yo me encargo de este asunto”.

A lo que contestó Oribe:

-“Hágalo amigo don Ramón, y que nadie comprenda

que yo he caído en tan miserable degradación.”

Ordoñana es enviado al campamento de

Urquiza:

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 243

El señor Artagaveytia, había tenido un pensamiento:

uno de esos pensamientos que como un rayo, hieren en

supremos momentos a hombres superiores. Se había

acordado de mí para servirse de viaducto en las aciagas

circunstancias en que se encontraba el país civil y blanco

que había seguido una opinión política, correspondiendo a

la legalidad de sus orígenes en la segunda administración

presidencial.

Me conocía desde cadete del primer Batallón de

Voluntarios de Oribe, con catorce años de edad, que mandó

desde su origen, y aunque después continué por la carrera

de médico y seguí a campaña con ausencia de varios años,

siempre guardé cariñosa amistad por la vinculación que

había desenvuelto su compadre y amigo don Juan Antonio

Porrua, y a la que correspondí y sustenté hasta la muerte de

este respetable amigo mío.

El señor Porrua me hizo llamar con toda urgencia al

Hospital de sangre del ejército que atendía con el doctor

Spielman con más de 200 heridos que, como es de suponer,

pasarían los pobres las más amargas penas en medio de

aquella tenebrosa situación, y mucho más cuando se

efectuaba la deserción diaria de los practicantes del

establecimiento y aún, algunos de los médicos.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 244

Yendo inmediatamente al encuentro del señor Porrua,

allí lo encontré con los señores Artagaveytia, Arteaga,

Reisig y Platero. Platero, era el mismo don José María

Platero que había proporcionado las 500 carabinas con que

los “33” iniciaron su campaña, y el señor don M. Reisig, el

primer Contador General de la Nación Oriental del

Uruguay. Luego pues, me encontraba entre viejos y

desinteresados patriotas, y aquella reunión habría de tener

algo de grande y de solemne, y yo, hasta cierto punto,

debería de encontrarme alto y elevadísimo sobre las esferas

de mis años.

Así mismo, mi espíritu nuevo y juvenil estaba algo

trabajado en aquella escena de contrariedades, pero así

mismo, repuesto cuanto ha de reponerse el mozo que ha de

hablar con personas superiores por dignidad y por edad,

merecí que el señor Porrua, frío como era en sus

manifestaciones, me felicitase por la alegre fisonomía que

llevaba, diciendo que aquello era una novedad en aquellas

circunstancias.

Contestando lo que urbanamente debía contestar, el

señor Artagaveytia me dijo lo siguiente:

-“Lo he hecho llamar, Ordañana, porque nos

encontramos en la más aflictiva de las

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 245

situaciones; Urquiza no quiere tratar con el

Presidente, diciendo que no manda Orientales, y

que por esto, solo tratará con los Jefes

argentinos. En este sentido, ha escrito también

una carta que ha sido conducida por Larravide;

no queda pues, otra alternativa que la dispersión

y el saqueo, ó que los Jefes argentinos se pongan

resueltamente en relación con Urquiza, y

concluyan con esto, haciendo lo posible para que

se haga un tratado y se salve la dignidad

personal del Presidente y de los que lealmente

obedecemos sus órdenes”.

En todas estas manifestaciones, se descubría la

profunda emoción que embargaba el ánimo del señor

Artagaveytia, y el de los caballeros presentes, y en el mayor

enmudecimiento, parecían presa de un desconocido terror;

yo creo que la herida moral que poco después acabó con la

vida del señor Artagaveytia, la adquirió en esos angustiosos

momentos y en esos días de prueba.

Cuando me pareció que debía pasarse a la reacción, le

contesté:

-“Señor don Ramón: Tranquilícese Ud. yo hablaré

ahora mismo con el Coronel Flores, que es la primera figura

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 246

de ese ejército, y comprendiendo perfectamente todo cuanto

Ud. ha querido decirme, yo lo sabré traducir fielmente y

seré sin duda alguna y por Ud., el secreto agente de un

movimiento hacia la paz, en que nos comprendemos todos

los que hemos sabido mantenernos fieles a los principios

que constituyeron esta homérica guerra que finaliza, y

además, porque todo esto coincide con una nota del General

Rosas que hoy de mañana fue leída en reunión de los Jefes

argentinos, que debieron de haber embravecido la situación,

si no hubiera sido por la prudencia de los Coroneles Flores

y Granada”.

Aquello necesitaba terminarse; no había ya carne con

que racionar las tropas, y el carácter general de la situación

era en todos los conceptos disgregador, y así pues, me dirigí

al campamento de Flores y apartando sus ayudantes don

Felipe Ulloa y don Justo Saavedra, que eran más que nada

sus verdaderos amigos, le hice conocer la misión que

llevaba, expresándole todo en el más patético y sentimental

de los lenguajes, y por la parte que a los Orientales

correspondía, porque si bien es cierto que había muchas

traiciones y deserciones, no quería yo que la divisa

“Defensores de las Leyes” que tan lucidamente usaba en mi

gorra, fuese en ningún concepto menoscabada, ni que esas

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 247

leyes quedasen fuera de cualquier convenio que se iniciase

directamente, como debía iniciarse por los argentinos.

El Coronel Flores me quería, y yo tuve sucesivas

ocasiones de probarle de que le correspondía y

manifestándole el objeto que accidentalmente me llevaba

me dijo:

-“Y a ti, ¿qué te parece?”.

-“A mí, lo que me parecía, es que llame Ud.

reservadamente a los Coroneles Granada, Laprida, Bustos y

García, y consultando con ellos, me dé Ud. a mí una esquela

para el General Urquiza, diciéndole que me atienda en la

misión privada, que debe reducirse al oírme. Yo le conozco,

y -le dije-, haré con prudencia que pase a una carta todas sus

ideas y sus verdaderos fines, después que yo haya emitido la

que a Ud. le corresponda en relación al mandato de don

Juan Manuel de Rosas”.

Así se hizo, y así se procedió, y en la noche, crucé al

campo acompañado hasta las avanzadas por el rico

propietario hoy del norte de Buenos Aires, don Felipe

Ulloa, tropezando poco después en las rondas enemigas, con

el Barón du Gratti y el Mayor Neira, que cubrían la línea

con la división “Estrella”.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 248

Este Barón du Gratti, belga de nacionalidad, quién

después he tenido ocasión de saludar en Bélgica como

Senador del reino, era un distinguido caballero de la antigua

nobleza belga, y habiendo venido al Río de la Plata en viaje

de instrucción, encontró conveniente tomar servicio, y le

tomó a las órdenes del General Urquiza en la campaña que

iniciaba contra el General Rosas y los elementos que lo

representaban.

Estos jefes me proporcionaron, después de algunas

explicaciones, un baqueano hasta el molino de Las Piedras,

donde se encontraba el Cuartel General y la galera

correspondiente al General Urquiza, con el que tenía que

entenderme en aquella solemne ocasión.

Serían poco más o menos las 12 de la noche, y los

fogones que son los que determinan la inactividad nocturna

de los ejércitos, después del silencio y su mayor o menor

recogimiento, estaban ya apagados y sólo se distinguía en

una que otra carpa, alguna pálida luz desprendida por algún

candil o alguna vela de sebo, que es la lumbrera de nuestros

campamentos.

Acercándome al Cuartel General, el baqueano a quién

me ligaba ya amistosa confianza, me fue llevando por aquel

dédalo de carpas, hasta la proximidad de la galera del

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 249

General Urquiza, y le hice preguntar por la tienda del

Coronel Carballo a quién conocía, y que era el mismo que

hasta cierto punto había iniciado la paz del Arroyo de la

Virgen, teniendo por esas circunstancias que quedarse con

Urquiza.

La Entrevista con Urquiza:

El Coronel estaba ya acostado, y en su misma carpa, su

hermano político don Manuel Iglesias, cirujano del Batallón

Defensores, compañero y amigo mío que hacía días nos

había abandonado pasándose al enemigo.

Estaba yo, pues, entre amigos de confianza, y

despachando al baqueano que me había acompañado desde

las avanzadas, manifesté al Coronel la necesidad perentoria

en que estaba de entregar una carta al General Urquiza.

Carballo, como he dicho, era compadre y amigo

particular del General, y desempeñaba en esos días, más que

el papel de ayudante, el de introductor, así que el verdadero

cuerpo de edecanes estaba acostumbrado a observar las

especiales distinciones que el General le dispensaba.

Así, pues, a fuerza de instancias y súplicas y de

manifestarle que el General no se enojaría, y que por el

contrario, se felicitaría, hice que se acercase a la galera para

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 250

hacerle saber que estaba yo allí con una carta del Coronel

don José María Flores, y que tenía necesidad de entregarla

inmediatamente.

Me hizo pedir la carta, y la entregué al Coronel

Carballo, pero como la letra nada decía y simplemente era

una credencial, el General me hizo subir a la galera

mandando llamar a su secretario el señor don Ángel Elías:

-“Vamos a ver, amiguito, qué misión trae Ud.

siendo tan muchacho, porque el amigo Flores,

me dice que explicará Ud. el objeto de su venida

y que tiene carta blanca. Hable pues, con

libertad”.

-“Señor -le respondí-, se han producido una porción de

acontecimientos por la carta que V. E. ha escrito al

Presidente con el señor Larravide, que leyó al señor

Artagaveytia, y otros señores, y por él lo he comunicado yo

al Coronel Flores; además, V. E. sabrá ya también lo que

aconteció con una nota del General Rosas a los Jefes

argentinos, y todo esto hace que haya un verdadero

malestar, que creen los Coroneles Flores, Granada, Britos,

García y Laprida, que es ya necesario concluir y por eso me

permito suplicar a V. E. se sirva manifestar, en una esquela,

si V. E. recibirá hoy mismo una comisión de Jefes del

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 251

Ejército argentino, bajo el principio de que V. E. respetará

la autoridad, aunque nominal, del Brigadier General don

Manuel Oribe, Jefe del Ejército, y que se le hará

comprender a él con los Orientales que han sabido

mantenerse fieles, en un convenio que se haga para todos”.

El General Urquiza tenía condiciones de nobleza y

generosidad; sabía responder a sus atavismos vascongados y

alzándose de su catre dijo:

-“¿Por dónde consentiría, yo nunca que se ajase a mi

amigo don Manuel Oribe?”.

Después de estas consideraciones, escribió a don José

María Flores, una carta en que le expresaba su ansiedad por

terminar aquellos desagradables asuntos, y que todo se

arreglaría, como correspondería a compañeros de armas.

Volví al campamento al aclarar el día, y Flores,

acompañado del coronel Hidalgo, me esperaba con

ansiedad, llegando en esos momentos el Coronel Granada.

Como consecuencia de mi misión, se convocó a todos

los Jefes del ejército y se nombró en primer término una

comisión que comunicara al Genera Oribe la resolución

adoptada de tratar directamente con el General Urquiza.

Esta comisión la desempeñaron el Coronel Maza y el Mayor

Fontes; y dijeron que el General se había exasperado

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 252

quejándose de su miserable suerte, pero mientras tanto, los

Jefes congregados nombraban a los Coroneles Flores,

Bustos y García, para entenderse con el General Urquiza.

La Paz - Los Jefes Argentinos Marchan a

Buenos Aires:

Era el 7 de octubre de 1851 y los sucesos que habían

producido el sitio de los Nueve Años, debían tener

inmediata solución.

La comisión Argentina fue perfectamente recibida por

Urquiza, que llamó al General Garzón para que se

resolviesen aquellas cuestiones que tan hondamente habían

trabajado al país oriental y argentino, vinculados.

Era el General Garzón militar muy ilustrado, guerrero

de la independencia, y por pequeñas querellas su amistad

con el General Oribe, había tenido algunos puntos de

suspensión, y hallándose en Entre Ríos y siendo también

amigo de Urquiza, había entrado en la alianza

revolucionaria; y este caballero, aún cuando observó las

continuas defecciones de Orientales, sabía que la parte más

sustancial y poderosa del partido blanco, del partido rico y

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 253

civil, continuaba siendo fiel a las ideas y principios del

General Oribe.

Tomó el General Garzón a su cargo, la confección de

un convenio que lo ejecutó, acompañado del señor Elías,

presentándolo poco después a la consideración del General

Urquiza simplemente como proyecto, porque había

obligación y necesidad de comunicarlo al Gobierno de

Montevideo, para cuyas conclusiones se representó por el

distinguido Ministro don Manuel Herrera y Obes.

El General Garzón no quiso tampoco que don Manuel

Oribe dejase de tomar participación en aquel convenio,

haciendo entrar al señor don Carlos Villademoros, su

ministro, en la totalidad de aquellos trabajos.

El Coronel Maza y otros jefes no contentos con la paz,

se embarcaron secretamente para Buenos Aires en la

Corbeta Inglesa “Satélite”; y al batallón “Voluntarios de

Oribe” y las compañías de guardia nacional que mandaban

los Comandantes Areta, Arechaga, Sierna y Suarez, y la

caballería que obedecía al Coronel don Pedro Piñeyrúa,

debían desarmarse y disolverse.

Los “Voluntarios de Oribe”:

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 254

Esa Guardia Nacional, que en su mayor parte se

componía de ciudadanos de las más distinguidas familias

del país, y que tantos distinguidos servicios había prestado

en aquella homérica guerra de los Nueve Años, y que con

tanta lealtad se había conducido hasta los últimos momentos

sin faltar uno solo de rendir culto a la majestad de su origen

y de su partido, rompía filas en sus respectivos cuarteles

para dirigirse a la familia y al trabajo.

Los “Voluntarios de Oribe”, compuesto de

vascongados, que sin lisonja y sin espíritu de

compatriotismo, habían servido con lealtad y con

orientalismo durante todo el sitio, y habían sido diezmados

en las continuas luchas, también dejaron las armas y

formando línea en el gran patio del cuartel, se presentó el

Comandante de la Escuadra Naval Española en el Río de la

Plata, don Ramón Topete, acompañado del secretario de la

Legación Española residente en Montevideo.

Don Ramón Artagaveytia, Coronel de aquel Batallón,

manifestó a los soldados en un lenguaje bien sencillo, sus

particulares agradecimientos por el espíritu de obediencia y

respeto que en todas las ocasiones le habían guardado, y

dijo después, que el General Oribe le había recomendado

esencialmente de darles las gracias en nombre del País, y

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 255

que no dependía de él, ni había dependido de su

administración, el que dejaran de ser recompensados todos

los servicios que habían prestado a ésta su segunda patria,

en aquella azarosa lucha de nueve años, que concluía tan

“vulgarmente”.

Ahora, -agregó el señor Artagaveytia-, tenemos que

volver a ser españoles, volver a nuestra bandera, dejando de

ser americanos. Lo acompañaban a éste Coronel, los señores

don Juan Antonio Porrua y José Arteaga, y estaban a su lado

sus ayudantes Zalacain, Antonio María Pérez y Rafael

Camuso.

Finalizado su discurso, el Comandante Topete le

interrumpió con grosería, negándole su calidad de español y

reprochándole cierta cualidad de renegado.

El señor Artagaveytia contestó al imprudente marino

como merecía, y hubo de producirse allí un verdadero

conflicto con la tropa, si la prudencia del mismo

Artagaveytia, y de las personas que inmediatamente le

acompañaban, no se hubiera sobrepuesto a la actitud que

bruscamente asumió el batallón movido a su vez por el

Sargento Larrañaga, ante las groseras palabras producidas

por Topete con un señor y un jefe idolatrado como superior,

y estimado y querido caballero y amigo particular de todos

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 256

aquellos valientes y desinteresados euskaros, que en todos

conceptos le acompañaron nueve años.

Los que no conozcan bien la historia patria, se

preguntarán: ¿Cómo es que se encontraban tantos españoles

mezclados en las contiendas políticas y significaban en la

administración y en la justicia con los Sagra, Acha y con los

Reisig?

Significaban, por la sencilla razón de que, habiéndose

roto los vínculos de estos pueblos con la madre patria, los

peninsulares quedaron sin representación hasta el gradual

reconocimiento de la Independencia; y así, se vieron figurar

también en Buenos Aires los Lavalle, Victorica, Tejedor,

Maza, González y los Madero, y en uno y otro país, se

amoldaron según sus inspiraciones a los diversos partidos

políticos, trabajando con entusiasmo, patriotismo y

decisión.

Nada tiene pues de extraño que los “Voluntarios de

Oribe”, teniendo que ser guardias nacionales, hubiesen

preferido un partido por otro, y se encontrasen en tan

arriesgadas circunstancias al terminar la contienda que dio

principio en 1836.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 257

Al fin, el batallón dejó las armas en pabellón, que poco

después se llevaban para el Cuartel General por el

carretillero José Aguirre (alias Cigarro).

Don Manuel Oribe, sosegadamente, esperó en su

Cuartel General y en su tienda, como lo hacían los guerreros

cartagineses, por la conclusión y consumación de todos los

épicos asuntos, y cuando vio el vacío ya producido en su

derredor, tomó el camino de su quinta acompañado de don

Diego Lamas, Joaquín Egaña, Pedro Piñeyrúa, Ramón

Artagaveytia, Lesmes, Bastarrica, y el lealísimo

comandante don Adrian Arizaga, y nos parece también

haber distinguido entre ellos a los caballeros don Tomas

Basáñez, Larravide y Pantaleón Pérez.

“Esto ya se acabó”:

Las divisas habían desaparecido; se dijo que no había ni

vencidos ni vencedores, se fundían los partidos en un crisol.

Estaba yo con el doctor don Cornelio Spielman, médico que

fue del General Artigas en toda su campaña, y como nadie

había dicho ni una palabra sobre el destino que había de

darse a los 250 heridos que había en el Hospital de sangre,

casa de Chopitea, el doctor Spielman se adelantó, y

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preguntó al General Oribe que había de hacerse en aquél

caso.

El General contestó:

-“¡Ay, amigo doctor Spielman! ¡Cuánto le

agradezco los servicios que por tantos años le ha

prestado Ud. al país, desde que yo era un

muchacho en el ejército de Artigas! Pero yo

ahora nada significo, soy un derrotado infeliz que

debe soterrarse para siempre... Esos heridos que

tiene Ud. en el hospital, hágalos conocer de

Urquiza, para que se les atienda, y mientras

tanto, sáquese Ud. y Ud. “amiguito” -

designándome a mí-, esa divisa, porque esto, ya

se acabó”.

Así acabó el sitio de Montevideo, aquella epopeya de

nueve años de batallas que dio motivo para la total

despoblación de las estancias, romper su historia económica

y que desapareciese su pastoral Arcadía; para que los

ganados mansos se convirtiesen en baguales, para que la

población nacional concentrada en los pueblos, pasase por

las más grandes miserias, y la propiedad territorial criolla

fuese sacrificada a vil precio, pasando de sus orígenes

históricos, a mercachifles y pulperos, mientras la República

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 259

Argentina crecía y Buenos Aires, ofrecía a los unitarios que

volvían de la emigración, las estancias aumentadas en todos

sus ganados y el respeto y el bienestar que no se conocía allí

desde los tiempos coloniales, y hasta sus hijos, hijos de

Montevideo, borrasen la luz de su nacimiento pare ser

argentinos netos.

No en tanto, aquí agrego lo que todos ahora saben, que

después de esos nueve años de sitio, algo quedó cimentado

en los campos de los Cardales, ya que en el nuevo

vecindario de la Villa de la Restauración, ilustres personajes

vivían en él, y se había formado un importante núcleo de

viviendas imaginándose otra capital.

Reproducción de: “Memorias del Dr. Domingo Ordoñana”, con

introducción y comentarios de José María Rosa.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 260

Cuarta Parte

Finalmente Florece el Cardal

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 261

Dos momentos históricos del Montevideo

antiguo

Plano General de la Ciudadela de Montevideo en 1800

Plano General del Sitio de Montevideo en 1843

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 262

La Fisonomía de Montevideo

Tomando como suministro parte del estudio que fue

elaborado por el Sr. Luis Moresco, y publicado en el sito

del: G.E.R.G.U. - Grupo de Estudios y Reconocimiento

Geográfico del Uruguay, bajo el título: “Relevamientos y

Artículos”, intentaré desenvolver una visión superficial de la

conformación territorial-geográfica del departamento de

Montevideo, en la época de su fundación.

Respetando las palabras de Moresco, la presente

investigación, así como la actividad de campo que la

acompaña, tiene como eje central del autor, transmitir una

visión de la geografía del departamento que está muy

distante de la que pueden tener hoy gran parte de sus

ciudadanos.

El Montevideo anterior al proceso de colonización y

urbanización, presentaba una geografía muy compleja, un

territorio que emergía y su cerro, totalmente diferenciada de

los dos departamentos que lo rodean, principalmente con la

visión costera, porque desde allí empezó el proceso y su

denominación. Esa fisonomía tan particular hizo que

resultara el embrión para la futura formación del país.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 263

Cada vez encontramos más aceptada la existencia del

viaje secreto de la expedición portuguesa que acompañó

Américo Vespucio, la cual en 1502 habría descubierto el

Río Jordán, (Río de la Plata), y dado el nombre a nuestro

Cerro como “monte VIDI”.

Este exiguo territorio, pero con terrenos relativamente

elevados, su cerro, sus costas rocosas y su bahía, atrajeron

la atención de los primeros navegantes exploradores.

Las regiones adyacentes a ambos lados, eran extensas

costas con playas arenosas, desérticas, pobladas de

médanos, mientras que nuestro actual departamento

mostraba paisajes emergentes, una campiña verde,

destacando diversas cuchillas, no exenta de abruptos

desniveles, zonas barrancosas, escarpadas o escabrosas,

(que la futura urbanización borró o suavizó), y entre ellas

infinidad de corrientes de agua que una orografía muy

compleja dirigía en diversas direcciones. Y todos estos

elementos geográficos, unos muy próximos de los otros,

daban la sensación de un paisaje serrano en miniatura, apto

para un establecimiento humano, con un puerto a la entrada

del Río de la Plata.

Al respecto –conforme apunta Moresco-,

reproducimos frases descriptivas del eminente geógrafo

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 264

Jorge Chebataroff: “…la ciudad de Montevideo, se ha

extendido sobre un “pilar” (horst) cristalino,…” y “…la

propia complejidad de la estructura induce una sorprendente

variedad en los relieves.”

Contrariamente, sus límites Este y Noroeste están

ocupados por bañados, ambos producto de primitivas bahías

rellenadas. Son ellos los bañados de Carrasco, (ácidos), y

los del Santa Lucía y Melilla, (salinos).

La complejidad del territorio también se observa en

sus costas que, sobre el Río de la Plata se extienden por 70

Km, incluyendo la existencia, (a hoy), de 22 playas que,

sumadas, cubren 13 Km de extensión sobre el río.

La urbanización de casi 300 años fue desdibujando,

ocultando o transformando el paisaje: arroyos entubados,

playas anuladas y cuchillas y elevaciones difíciles de

apreciar visualmente hoy en día.

Si a los montevideanos de hoy les pidieran citar qué

alturas conocen del departamento, ciertamente nombrarían

al Cerro, (136 ms.), y algunos añadirían el Cerrito de la

Victoria, (70 ms.), y allí acabaría. Se conoce a Montevideo

como si se estuviera viendo una foto aérea: todo plano.

Casi nadie tiene noción de las cuchillas que, sin

embargo, las principales se extienden por alrededor de 20

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Km. Cada una, presentan zonas muy ensanchadas de

característica mesetiforme, alturas que oscilan en largos

trayectos desde 30/40 ms a 50, 60 y hasta 80 ms, y producen

efectos en los espacios adyacentes, empezando por las

cuencas hídricas que, en un territorio tan reducido, son

numerosas y divergen hacia muy distintas direcciones.

Tenemos como ejemplo la que recorremos en una

parte: la Cuchilla Pereyra, ramificación muy importante

hacia el S.O. de la Cuchilla Grande. Tiene hasta 82 ms, en

ese punto nace rumbo al S. el Arroyo Miguelete a 70 ms de

altura, (misma altura que el Cerrito de la Victoria), y a

pocos metros, pero por su ladera N., nace el Arroyo de las

Piedras, que a pesar de sus bruscas variantes mantiene una

dirección O., y oficia de límite político con Canelones; a

pocos cientos de metros, pero ya partiendo de la propia

Cuchilla Grande, nace el Arroyo Toledo que discurre hacia

el E., también actúa de límite, y su cuenca desagua en el Río

de la Plata, a través del Arroyo Carrasco, luego de nutrir los

bañados de este último nombre. También de la Cuchilla

Pereyra nace el Arroyo Pantanoso.

Como resultado de esta complejidad del relieve,

Montevideo, con solo 550 Kms² de superficie, (por lejos el

más reducido de los 19 departamentos), tiene ocho cuencas

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hídricas: del Toledo/Carrasco, 213 Kms², del Miguelete,

113 Kms², del Pantanoso, 70 Kms², de las Piedras/Colorado,

del Santa Lucía, del Río de la Plata al O., del Arroyo Seco y

del Río de la Plata al E.

En plano cartográfico de 1816 de J. M. Reyes, la

Cuchilla Pereyra está designada como Cuchilla Grande,

interpretación que me parece atendible.

En el año 1800, la ciudad de San Felipe de

Montevideo iba creciendo sobre la península. Más allá de

las murallas que la circuían por la parte E. y que conducía al

campo, partían ondulados caminos y sendas, que desde los

portones de San Pedro y de San Juan de la plaza fuerte, iban

en dirección hacia la línea del Cordón y la Fuente de

Canarias y unían una muy irregular edificación siempre en

aumento.

En la transparente lejanía movíanse los jinetes,

rechinantes carretas o algún coche de camino, con sopandas,

a todo el marchar de sus ruedos. Según el censo levantado

pocos años después -para ser más precisos, en 1803-, por el

Subteniente de Infantería Nicolás de Vedia, dentro de los

muros que protegían la ciudad, vivían 9.367 habitantes; en

el arrabal de la ciudad, 1.561; en el ejido, 1.004; en los

propios, 2.161.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 267

No en tanto, de acuerdo con las informaciones

recopiladas por Aníbal Barrios Pintos, y publicadas en el

“Almanaque del Banco de Seguros del Estado - años

1975/76”, nos informa que un atento observador inglés

contemporáneo clasificaba así la población del Estado

Cisplatino, desde el punto de vista político:

“Estaba compuesta por “realistas” (casi

exclusivamente viejos españoles), “patriotas” (clases bajas

de los criollos que consideraban a la ocupación brasileña

como una usurpación), “imperialistas” (militares, antiguos

colonos portugueses, comerciantes, ganaderos y

propietarios de tierras, entre estos últimos, también criollos

y viejos españoles, con grandes propiedades y riquezas), y

una gran masa de “indiferentes”, entre ellos muchos

españoles, aventureros políticos con notorios cambios de

frente durante las distintas ocupaciones y guerras, quienes

adherían al gobierno del momento, con tal de que éste le

brindara seguridad a sus personas e intereses”.

“No en tanto, había también “admiradores de la

disciplina británica”, ansiosos de una nueva dominación”.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 268

Orígenes del Cardal: los Primeros

Beneficiarios

Mapa de las chacras y estancias existentes en el siglo XVIII en el paraje

denominado Cardal.

Hasta los fines de la década del 30, del siglo XIX, la

denominada ciudad vieja, llegaba solamente hasta las

puertas de la ciudadela. La nueva, se extendía de forma

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 269

lánguida hasta la calle Ejido. Atravesando los campos y

coronando esa cuchilla, se extendía para el este, el Camino

Real, y a los lados, se ubicaba el caserío del Cordón.

En el eje del conocido como “Camino a Maldonado”,

hacia el este, más allá del núcleo del Cordón y de las Tres

Cruces, quedaba el paraje denominado “Quebrada de los

Cardales, o Quebrada de Montevideo Chico”, por ser la

prolongación sistemática del Cerrito, y antiguamente

llamado de “Montevideo Chico”. Es en este paraje que están

ubicadas las tierras en que vendría a constituirse, a partir de

la organización de la República, un caserío sobre el cual

sería fundada más tarde por los comandados del General

Manuel Oribe, la “Villa de la Restauración”.

Pero antes de establecerse el Sitio, esa extensa área de

tierra a un lado y otro de la cuchilla, y que se extendía desde

el Cerrito hasta llegar al Río de la Plata, (puerto del Buceo),

se denominaba como el paraje del Cardal, y no era más que

un pequeño caserío vegetando lánguidamente en medio de

estanzuelas, pulperías y ranchos de terrón.

Este actual barrio montevideano surgido de la

conjunción del asentamiento poblacional espontáneo y la

posterior decisión de las autoridades de asentarse en el

entorno de la antigua ciudad de Montevideo, fuera de

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 270

muros, y con carácter de población autónoma, vino

posteriormente a quedar incluido en la planta urbana de la

ciudad, al cumplirse en este siglo el extraordinario proceso

de expansión que la ha caracterizado; empero, hay que

destacar que su fisonomía local de aquel entonces, ha

logrado prevalecer sobre la uniformización urbanística en el

conjunto de los barrios de la ciudad.

Según prolijo estudio realizado por Eugenio T. Cavia,

cinco fueron las chacras y estancias existentes en el siglo

XVIII en el paraje, donde, en parte de ellas, quedaría

constituida la jurisdicción de la planta urbana de la Unión,

desde el arroyo del Cerrito al Río de la Plata y del camino

de Propios hasta llegar a la zona de Maroñas.

Al norte de la hoy Avenida 8 de Octubre y sobre el

Bulevar José Batlle y Ordóñez (ex Propios), estaba la chacra

de doña Candelaria Duran de Barrado; siguiendo a esta por

el Naciente, la de don Juan Xerpes y luego, la de Antonio

Camejo. Y al sur, desde el mismo Bulevar Batlle y Ordóñez

hasta la hoy Avda. Mariscal Francisco Solano López (ex

Comercio), estava ubicada la chacra de Francisco Ramírez,

posteriormente de Andrés Pernas; prosiguiendo luego la

estancia de don Sebastián Carrasco, conocida mas tarde por

“Estanzuela de Alzaybar”.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 271

Entre los primeros beneficiarios de estos terrenos

situados en el paraje denominado “Quebrada de Montevideo

Chico”, aparece Sebastián Carrasco. Éste, segundo consta

en Padrón realizado en 1726, era oriundo de Buenos Aires,

criollo e hijo legítimo del Capitán de Caballos Corazas,

Salvador Carrasco, un andaluz, natural de Málaga, y de

Leonor de Melo Coutiño, originaria también de Buenos

Aires. Tenía 44 años de edad, y había servido como soldado

en la compañía de Echauri, cuando llegó integrando el

primer grupo poblador de Montevideo procedente desde

Buenos Aires. Era casado con la santafesina, Dominga

Rodríguez de 40 años y tenían dos hijos: Domingo de 12

años, y María Josefa de 2 meses de edad.

Fallecida Dominga Rodríguez, Carrasco contrajo

segundas nupcias con Ana Pérez Bravo, canaria, natural del

Sauzal, de 17 años de edad, el 4 de agosto de 1729, hija del

poblador Silvestre Pérez Bravo, y fue durante este

matrimonio, que obtuvo por merced real una extensión de

campo en esta zona. La misma comprendía todo el sur de la

actual Unión, desde la hoy Avda. Francisco Solano López,

hasta la terminación del llamado inicialmente pueblo Flor

de Maroñas, con fondo al Río de la Plata y frente al Camino

Real a Maldonado, abarcando al todo: 1.610 cuadras y 5/10.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 272

El 21 de febrero de 1738, los esposos Carrasco-Pérez

vendieron su estancia en la “Quebrada de Montevideo

Chino”, a Francisco de Alzaybar ante el Alcalde de

Segundo Voto, Ramón Sotelo. El paraje quedó luego

conocido como “Estanzuela de Alzaybar”, pero al fallecer

don Francisco, el 18 de enero de 1775, la misma pasó a ser

propiedad de su hermano don Martín, y a la muerte de éste,

soltero y sin hijos, a su otro hermano, don Juan y, luego a su

hija, doña Gabriela de Alzaibar, casada con Manuel

Solsona.

Posteriormente, de los esposos Solsona-Alzaybar, “la

Estanzuela” pasó a su hijo Manuel Solsona y Alzaybar,

casado con Micaela Jáuregui, que a su vez, fue heredada por

los hijos de estos, Manuel, Pilar, Juana, Josefina, José María

y Sebastián Solsona Jáuregui.

Hacia fines de los años 30 del siglo XX, aun habitaba

en una finca construida en el terreno de la antigua

estanzuela, don Carlos W. Solsona, uno de los miembros de

la antigua estirpe vasca.

Volviendo a los hechos históricos, por su parte,

Francisco Ramírez había obtenido del Gobernador José

Joaquín de Viana, el 31 de enero de 1764, una suerte de

chacra de 400 varas de frente y ¾ de legua de fondo,

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 273

lindando al este con la de Francisco de Alzaybar; y al norte

y oeste, con los Ejidos y Propios de la ciudad, y al sur con el

Río de la Plata.

Fallecido Ramírez en 1768, su viuda, por si y por sus

hijos, vendió toda esta posesión para don Andrés Pernas, el

18 de mayo de 1781. Tal información procede según

afirman en nota del 15 de febrero de 1919, un núcleo de

caracterizados vecinos de La Unión, al solicitar a la

Comisión de Nomenclatura de las calles y Caminos de la

Ciudad de Montevideo, que se diera el nombre de “Pernas”

a la entonces calle Comercio, alegando que:

“El primero de éste apellido que llegó al

Uruguay en tiempos de la dominación

española, fue don Andrés Pernas, el cual

tuvo su establecimiento de agricultura

precisamente en la región que atraviesa la

calle a que nos referimos. En aquellos

tiempos en que la agricultura era poco

menos que descocida en el país, el señor

Pernas fue un verdadero apóstol de aquella

industria y no solo importó las clases más

diversas de árboles, sino que se dedicó con

verdadero tesón y desinterés a difundirlos en

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 274

los alrededores de Montevideo y hasta en la

campaña. Este solo hecho bastaría para dar

relieve al nombre de Pernas, pero los

meritos fundamentales de aquel señor, son

otros de más sustancia. Entre ellos descuella

el haber dado a la Independencia, con cuya

causa se había identificado completamente,

no obstante ser español, cuatro de sus hijos:

Antonio, Hipólito, Manuel que, como consta

en el Estado Mayor de la Guerra, sirvieron

en el “Regimiento de Dragones

Libertadores” a las órdenes de don Manuel

Oribe, con los grados de Alférez y Capitán

respectivamente. Y otro, Valentín, fue de los

doscientos que acompañaron a Artigas al

Paraguay, sin que nunca se supiera de su

suerte”.

En reconocimiento de tales meritos, las autoridad

municipal de Montevideo, en mayo de 1919, resolvió dar el

nombre de “Pernas” a la hasta entonces calle llamada

“Montevideo”, cuyo trazado pasaba por el centro de los

terrones que fueran de aquel.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 275

Por otro lado, en lo concerniente a la repartición de

tierras, el 21 de mayo de 1769, el Gobernador Político y

Militar de Montevideo, Coronel Agustín de la Rosa,

concedió a don Antonio Camejo, una chacra situada

también en la “Quebrada de Montevideo Chico”. Antonio

Camejo, quien se conservó soltero y ejerció el cargo de

Capitán de Milicias de Caballería de Montevideo, era el

único hijo varón de Juan Rodríguez de Camejo Soto, y de

Victoria María Álvarez, otros de los primeros pobladores de

Montevideo.

Antonio Camejo también fue titular de otras grandes

extensiones de tierras en nuestro País, entre ellas, una

estancia situada entre el Río Santa Lucia y el Arroyo de los

Canelones, local en que fue fundada la hoy Ciudad de Santa

Lucia.

El Capitán Camejo la vendió el día 3 de noviembre de

1784 a Don Miguel Tejada, Coronel entonces del

Regimiento de Infantería de Buenos Aires -conocido

vulgarmente por “Regimiento Fijo” destacado en la plaza de

Montevideo-, una extensión de treinta y siete y media

cuadras con los anexos de labranza, arboledas, animales de

servicio, etc., por el precio de dos mil seiscientos

patacones. Esas tierras comprendían la parte al norte de la

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 276

actual Av. 8 de Octubre, entre Comercio, y una línea que,

partiendo de la hoy calle Ing. José Serrato, (ex Industria),

terminaba en el arroyo del Cerrito, en la prolongación de la

calle Cipriano Miró.

El Caserío del Cardal

El natural proceso de crecimiento migratorio y

vegetativo de la población de Montevideo en aquellos

tiempos, fue determinando su extensión hacia las chacras y

estancias de los alrededores. La zona comprendida entre el

Cordón y el arroyo Carrasco, favorecida por el trazado de la

principal vía de comunicación con Maldonado hacia el este,

y siguiendo a esta, fue de las primeras en recibir a los

nuevos pobladores.

Pero, sobre todo, a partir de la organización de la

República, al concluir las guerras de la Independencia, fue

que el paraje sirvió de asiento permanente a un número cada

vez mayor de pobladores estables, generalmente dedicados

a las tareas agrícolas.

Según versiones que aun no han tenido su

confirmación documental para este registro, 1823

correspondería al periodo en que se habría producido la

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 277

instalación de algunos saladeros, y de un primer molino en

la zona.

En 1834, el Gobierno de la República adjudicó a don

Juan María Pérez, la llamada “Chacarita de los Padres”,

con tres mil varas de frente al Río de la Plata a partir de la

desembocadura del arroyo Carrasco, de acuerdo con

mensura practicada el 24 y certificada el 27 de diciembre de

1771 por el Piloto de la Real Armada, Antonio de Alcalá.

Otras evoluciones continuaron en la zona, y en 1835

fue instalado el Juzgado de “El Manga”, y del mismo, pasó

a depender todo el extenso distrito del Cardal que, en la

época, comprendía una zona mucho mayor que la del núcleo

que posteriormente daría origen al barrio de la Unión.

En efecto: según Isidoro De María, a comienzos del

siglo XIX, “a una legua justa de distancia de la ciudad”,

descollaban dos grandes ombúes, conocidos por de doña

Mercedes (María Mercedes López), que servían desde el

tiempo del Rey, como de Marco Oficial de la legua.

Llamaban a ese paraje “el Cardal”, porque en efecto, existía

uno de inmensas proporciones en aquel “despoblado”, -y

agrega dicho cronista-, que los mismos se hallaban situados

en la hoy Avda. 8 de Octubre, para allá de la Blanqueada, a

la izquierda, “yendo para la Villa de la Unión”.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 278

Al promediar el año de 1834, el Gobierno de la

República puso en marcha un plan para atraer la

inmigración. De acuerdo con éste propósito, eran preferidos

los artesanos, peones y trabajadores, y a quienes pudieran

acreditar buena conducta los cónsules de sus países

residentes en el territorio uruguayo.

Fue en ese entonces cuando se presentaron: Jorge

Tornsquist, proponiendo atraer la migración alemana, y

Samuel Fisher Lafone, que se comprometía a transportar

mil emigrantes desde Islas Canarias, Cabo Verde y

provincias vascongadas.

El tercero de estos contratistas, fue en los hechos Juan

María Pérez. Comerciante, estanciero, propietario de

inmuebles en la capital, hombre de finanzas, y que en su

trayecto por la política, ocupó un escaño de Diputado por

Montevideo, en la Cámara de Representantes desde 1833, y

luego el Ministerio de Hacienda en 1835 durante la

presidencia de Manuel Oribe.

Más esencialmente, es a partir de ese momento que

comenzó su actividad como contratista de colonos,

preferencialmente canarios (denominación dada a los

oriundos de las Islas Canarias). Y fruto de esta actividad

empresarial, debieron ser los pobladores canarios que

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 279

aparecen en 1836 en el “Padrón de Extramuros”, levantado

por la Junta Económico-Administrativa de Montevideo,

apuntándolos como residentes en la segunda sección, en los

distritos “del Cardal”, de “la Aldea”, “de Tres Cruces”,

“Punta Brava” y en Manga y Toledo, anotados todos ellos

como “Isleños”, en su mayor parte, y a su vez, de oficio

“labradores”.

Pero, sin duda, iba a influir de manera trascendente en

el desarrollo del primitivo núcleo poblado del Cardal, la

presencia en él, de doña Mauricio Batalla. Esta había nacido

en el poblado Real de San Carlos, hija del matrimonio

formado por Antonio de los Reyes Batalla y Francisca

Pacheco. Sus primeros años habían transcurrido en una

chacra arrendada por sus padres a don Joaquín Álvarez

Cienfuegos. Dicha área, estaba situada sobre el arroyo

Meireles, en las cercanías del actual pueblo Joaquín Suárez,

departamento de Canelones.

Posteriormente, doña Mauricio contrajo matrimonio

con su vecino, don Luís de Almeida, natural de la Isla de

San Miguel, del Reino de Portugal, en 14 de enero de 1795,

en la Iglesia Matriz. De este matrimonio tuvo diez hijos, de

los que solo sobrevivieron cinco: Eufrasio Felipe, que

contrajo matrimonio con Marcelina Burgues y falleció en la

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 280

Villa de la Unión; Tomasa Josefa Dominga, que se casó con

Duarte y dejó ocho hijos; Ángela Josefa, de cuyo

matrimonio con José Vila también dejó descendencia;

Ángela Juana o María Ángela, que contrajo nupcias con el

portugués Manuel González; y Manuel, un eterno soltero.

Viuda ya de Luís de Almeida, doña Mauricio, que se

domiciliaba en Puntas de Toledo, conoció a Alejandro

Causo, vasco español vecino de ese paraje, que era

propietario de dos manzanas de terreno entre el Cordón y

Las Tres Cruces (paraje a medio camino entre el Cordón y

el Cardal), una con frente a la calle del Carmen (hoy Dante)

y la otra sobre el Camino que venía del arroyo Seco (hoy

Avda. Daniel Fernández Crespo). A seguir, previas las

proclamas religiosas de estilo, y de la entrega por don

Causo de dos mil pesos en dinero como aporte total, se

efectuó el matrimonio entre ambos.

Todo indica que éste acto debe haberse celebrado

antes del 4 de abril de 1834, pues en expediente iniciado por

doña Mauricio con esa fecha, que hoy existe en el Archivo

General de la Nación, fondo Escribanía de Gobierno y

Hacienda, manifiesta ser de estado casada, con Causo, y

vecina de Toledo.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 281

No en tanto, antes de finalizar el año 1834, se trasladó

con su esposo al caserío del Cardal, ocupando las

poblaciones que existían en la esquina N.O. de las hoy

avenidas 8 de Octubre y José Batlle y Ordóñez, donde

estuvo situada la antigua pulpería de su pariente Francisco

Pacheco y Medina, en condominio con el cual había

comprado una chacra a la viuda de Andrés Pernas, doña

María Antonia Pereira.

Una vez efectuada la separación de condominio con

Pacheco y Medina, y la compra en almoneda a Francisco

Espino de la parte que fuera de aquel, así quedó

perteneciendo exclusivamente a doña Mauricio, casi toda la

área O. de las tierras del Cardal, que fue ensanchada

posteriormente con otras adquisiciones realizadas a los

herederos de Pernas, hasta llegar su propiedad a las

proximidades de la hoy avenida Italia, teniendo por límites

al norte, la avenida 8 de Octubre, al este la calle Comercio,

y al oeste el Bulevar José Batlle y Ordóñez. Fue formado

por esta señora, sin lugar a dudas, una propiedad de extenso

territorio.

Es necesario destacar, que fue también por deseo de

doña Mauricio, que en sus tierras se alzó una capilla (la

misma en la cual el cura Ereño llegó en 1843), como del

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 282

mismo modo, la existencia allí del más antiguo cementerio

del paraje.

Mauricio Batalla falleció el 25 de agosto de 1865,

nonagenaria, y durante mucho tiempo, la actual calle Pernas

se llamó “Calle de la Mauricio”.

En definitiva, los datos indican que Eugenio T. Cavia

ha evocado con exactitud la perspectiva general que ofrecía

hacia 1840, el poblado del “Cardal”.

De Labradores a Industriales

Formalizado el sitio de la ciudad de Montevideo por

las fuerzas al mando del General Manuel Oribe, en febrero

de 1843, el Cardal vino a establecerse como una posición

estratégica muy importante dentro de la línea sitiadora.

En efecto: su ubicación sobre el camino Real a

Maldonado, en el antiguo camino que conducía a la

Chacarita de los Padres de San Francisco, ofrecía el

dominio de toda la entrada del este de la República.

En aquel entonces, Minas, Maldonado, San Carlos,

Rocha, mandaban los frutos del país, por ese costado y, por

lo demás, desviando, a la izquierda, por el camino de la

Cuchilla Grande, se alcanzaba la villa de Melo y de allí, la

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 283

frontera del Brasil. Hacia el norte, por el ya mencionado

“Camino del Campamento” (en la traza de la actual calle

Ing. José Serrato, ex Industria), se comunicaba con el

Cuartel General del Cerrito; y hacia el sur, por el llamado

“Camino del Comercio” (actual calle Francisco Solano

López), se vinculaba con el puerto del Buceo, cruzando la

zona de “la Aldea”. Por lo demás, la zona tenía hasta el

inicio de la Guerra Grande, un importante desarrollo

económico, con numerosos saladeros y molinos por allí

instalados.

Entre los primeros, cabe mencionar como el más

antiguo de todos, el establecido por Joaquín Chopitea en

1778, cuyo predio se extendía desde unos cien metros antes

de llegar a la antigua calle Industria, y siguiendo la hoy

Avda. Gral. Flores hasta el camino Propios (hoy Bulevar

José Batlle y Ordóñez), y por el sur, hasta el arroyo de

Montevideo Chiquito. En 1842, esta área fue comprada los

hermanos Antonio y Andrés Fariña y que, desocupado ese

mismo año por solicitud del General, en él se instalaron el

Cuartel General del Ejercito Sitiador, y los ranchos que

ocuparan el General Manuel Oribe y el Jefe del Estado

Mayor, General Francisco Lasala.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 284

Más próximos al Cardal, se hallaban -según apuntes

del Dr. Luis Bonavita-, el saladero instalado en 1831 por

Manuel y Jaime Illa y Viamont (cuñado de Tomás

Basáñez), más propiamente sobre el paraje “la Aldea”,

cruzado por el arroyo de la Buena Moza, y que fuera

vendido en 1851 a Juan Gowland. También estaba el de

Zamora, ubicado en un terreno del Camino Carrasco, entre

las actuales Arrayán e Hipólito Irigoyen, (ex Veracierto),

conocido en ese tiempo por camino Zamora, y comprado a

Solsona y Alzaybar en 1841 y arrendado durante la Guerra

Grande a Francisco Lapuente. Igualmente estaba el del

Gestal, cuya esposa, Juana González Vallejo, comprara a

los sucesores de Solsona la chacra donde construyó el

saladero en 1841, ubicado en las entonces calle Tarariras,

entre Godoy y Espuelitas, y en cuyo local estuvo instalado

durante la Guerra Grande, el Juzgado del Crimen. Aun

había el de Balbín y Vallejo, que tenia por límites las

actuales Avda. Italia, desde Hipólito Irigoyen hasta 18 de

Diciembre, y por el sur el saladero de Gestal; el de

Martínez, dando al sur con el camino a Maldonado y con

frente al antiguo camino de Propios, que en 1847 cerró,

estableciéndose en el mismo sitio la pulpería de Juan

Bautista Chichón. Ya sobre la costa, desde el camino del

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 285

Comercio hasta las cercanías de la Aduana del puerto del

Buceo, se extendía el saladero de Seco; y todavía estaban

los de Francisco Hoquart, Buxareo, los hermanos Mateo y

Francisco Magariños, y el de Piñeyrua.

No obstante, y ateniéndonos más propiamente sobre la

zona donde vendría a constituirse el pueblo del Cardal,

resaltamos que don Tomás Basáñez había comprado el 20

de octubre de 1834, en escritura autorizada por el Escribano

Juan Pedro González, a doña Micaela Jáuregui de Solsona,

como apoderada de su esposo Manuel Solsona y Alzaybar,

una tal chacra que estaba compuesta de cinco cuadras de

frente al norte al camino Real a Maldonado, y por el sur, la

cañada “que pasa por los fondos de la casa de Martínez”.

Señala don Eugenio T. Cavia, que Basáñez:

“con su iniciativa, pasó a ser el primer

adquiriente de terrenos de la antigua estanzuela

que había pertenecido a don Francisco de

Alzaybar, pues aun cuando ya la ocupaban

como arrendatarios con valiosos edificios, los

saladeristas José Gestal, Juan Balbín, González

Vallejo, y los hermanos Mateo y Francisco

Magariños, ninguno de ellos ni sus sucesores,

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 286

adquirieron terrenos antes de la compra

realizada por don Basáñez”.

En el curso de los acontecimientos, el 8 de abril de

1836, don Tomás Basáñez pasa a formar con don Juan

Pijuan, una sociedad de salazón de carnes y horno de

ladrillos, estableciéndola en el terreno mencionado. Pero a

los dos años y medio, el 6 de noviembre de 1838, por

escritura celebrada ante el Escribano Luís González Vallejo,

los consocios decidieron separarse, recibiendo don Juan

Pijuan, el terreno zanjado del frente, con una extensión de

219 varas, por 1.500 varas de fondo, con igual extensión en

el camino a Maldonado.

Quedó perteneciendo a Basáñez, el restante terreno:

“en el que estaban fundados los ranchos y

hornos antedichos, compuesto de 281 varas de

frente al Camino Real”. Y conforme precisa el

citado Eugenio Cavia: “El primer horno de

Basáñez y Pijuan se hallaba ubicado en el

terreno donde se levantó el antiguo Colegio

Maternal, en la calle José Antonio Cabrera

frente a la plaza Gral. Cipriano Miro; y el

saladero, en la esquina de las actuales calles

Larravide y Azara”.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 287

Frente al saladero, existió posteriormente un otro

horno de ladrillos de Basáñez, en el predio que forman

esquina las citadas calles Larravide y Azara, a los fondos

del Asilo Dr. Luís Piñeyro del Campo.

Con respecto de los molinos, según afirma sin

corroborar su aserto el arquitecto Julián Másqueles, el

primero que se habría construido en el paraje, dataría de año

1823. Según un dibujo que lo reproduce, dicho molino era

algo diferente de los posteriores, pues tenía aspas

sumamente cortas y muy alargada la lanza que servía para

mantener a las mismas alejadas del muro.

El relato posterior de Julián Másqueles, apunta:

“Detrás de dicho diseño, que ocupa casi todo el campo,

aparecen las aspas y aun la lanza de otro molino. Si hemos

de colegirlo por la insignia, tan típica en los viejos molinos -

afirma Godofredo Kaspar (seudónimo del P. Guillermo

Furlong), en artículo publicado en la Revista de la Sociedad

“Amigos de la Arqueología”–, debieron estos denominarse

“del Globo” o “de la Esfera”, en conformidad con el

símbolo que ostenta uno de ellos en la parte superior del

techo”.

Otros dos, fueron los conocidos como molinos “del

Galgo”. El más antiguo de ellos, fue construido en 1839 por

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José Prat, catalán, quien lo poseyó hasta mediados del siglo

XIX, época en que lo vendió a Lorenzo Cresio y Tomas

Magi. De estos, pasó más tarde a Vicente Benvenuto, que

fue quien construyó el segundo de dichos molinos. Uno de

ellos, subsiste en el predio del Club Atlético Unión (calle

Pan de Azúcar y Timoteo Aparicio).

Eduardo Acevedo Díaz, nacido en 1851 en la misma

calle del Molino, nos ha dejado una hermosa página

evocadora sobre el mismo. Dice este notable escritor

uruguayo: “Muchos lo recordaran. Era un molino de viento;

gran cilindro de material terminado no por un casquete

precisamente, sino por un cono aplanado de madera,

semejante en su forma y color a las casquillas ásperas y

tostadas de criar abejas reinas, estilo de colmenares, y que a

su vez tenia por remate, coronamiento y veleta, un galgo de

hierro, con sus pies en el vacío y la cola encorvada, todo

pintado de negro y los ojos blancos. A juzgar por el

símbolo, debe suponerse que el establecimiento no era

mediocre, y si muy superior a todo molinete o molinejo que

en los contornos presumiese de muy activo y acelerado en

materia de molienda”.

“No poco de verdad había al respecto –continúa

relatando don Eduardo-. La molinería era escasa y la

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industria se resentía forzosamente de esta deficiencia. Se

estaba al tiempo, y a la calidad y cantidad de la materia

prima. De los molinos molondros, podía llamarse este rey,

aunque como los demás de su categoría, dependiese siempre

de los caprichos del viento”.

“Harineros eran todos; que arroceros o de chocolates,

de aceites o de papel, nunca han sido conocidos, lo que da

una idea del estado floreciente de la industria molinera entre

nosotros –nos agrega-. Y pues que el del Galgo era de

viento, tenía desde luego, en lugar de rodeznos, unas aspas

enormes, bien afirmadas, y fijas en la extremidad exterior

del eje de una de las ruedas del artificio, al aire libre, para

que la moviesen las ráfagas fuertes e hicieran funcionar

todo el mecanismo. “Ocupaba el punto céntrico de un

dilatado terreno llano que circundaban sensibles lomas a

todos los rumbos. Los contornos eran agrestes y tristes. Allá

en el fondo, a la parte del levante, se divisaba el mar como

una línea azul y a veces algunas blancas velas parecidas a

gaviotas vagabundas; a un flanco, en pintoresca zona, las

quintas de Basáñez y de los horneros, llenas de verdes

boscajes y árboles frutales; y al norte la plaza de toros, con

su aspecto de Spolarium rebajado”. (Puntualizamos que el

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relato de Eduardo Acevedo Díaz, por los predios que

describe en él, debe corresponder a la década del 60).

“Los pequeñuelos de hace cinco lustros, miraban con

respeto aquellas aspas forradas de lienzo: cruces equiláteras,

equis formidables, cuyo velamen ceñido, al ser batido por el

viento, producía un rumor sordo e imponente al voltearse

los brazos a raíz de la tierra, que parecían rasar para erguirse

en seguida hasta lo alto del casquete, en cuya aguja el galgo

jineteaba”.

“Era el paseo de los días de fiesta. Una cerca de

maderos impedía la aproximación peligrosa, y el enganche

manchego de algún truhán demasiado alegre. Para proveer

al molino, hacíase comúnmente la trilla del “trigo del

milagro”, tan poderosa grama de arista recta como la del

candeal; y aunque distinto, ese trigo del llamado panizo,

denominábase también “barbudo” por su espiga idéntica a la

de la cebada. El trigo del milagro, como era conocido por

las familias canarias dedicadas a la agricultura en la zona

comprendida entre La Unión y Carrasco, brotaba y crecía en

excelente costra arable, formando en la época de la siega,

verdaderos lagos dorados entre alfombras de verdura”.

“Aquellas ondas de espigas producían como un

rozamiento de élitros y rumor de abreojos cuando el aura

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 291

matinal las agitaba; y aun en las horas calurosas del pesado

ambiente, solían columpiarse sus millares de penachos,

prolongando con el contacto de las aristas sus músicas

monótonas y plañideras. La cigarra con su canto, la langosta

pequeña con sus zumbidos, y otros insectos con sus

estridulaciones desde el fondo de las hierbas larigueras,

aumentaban esos ritmos; cuando no, dominaba todas las

sonoridades alguna banda de mixtos o tordos, tan nutrida

como una nube, abatiéndose famélicos sobre el grano para

dorarlo sin demora, al punto de mondar en breves

momentos centenares de espigas”.

“Echarse por esos trigos –como dice el proverbio

castizo–, era frecuente en los chicuelos y casquilucios de los

alrededores, los que, reunidos en grupos o bandas como los

pajarillos voraces, se lanzaban a todo correr a lo hondo de la

espesa grama, en la mis hora ardiente de la siesta; ya para

retozar bulliciosos a modo de chivatos montaraces, ya para

perseguir mariposas de alas encendidas con pañuelos y

chambergos, ya para acometer al igual los cuscos a los

mansos bueyes aradores, que habían salvado la cerca

arrastrando las guascas de la coyunda. Zarandeando los

granos a golpes de puño, lo mismo que si hicieran sonar

descomunales panderetas”.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 292

Sin lugar a dudas, una bella descripción, pero los

molinos se perfeccionaron con el pasar de los años, y ya en

1867, uno de los hombres más capaces que trabajaban con

Benvenuto, Juan Bautista Daniel Della Cella, se separó y

erigió otro molino contiguo casi a los anteriores, que

denominó de “La Llave”. Con posterioridad a 1904, Della

Cella construyó un molino a vapor, y poco después, fueron

derruidos los viejos molinos neumáticos.

Según consigna el ya citado Furlong, sobre la calle

Corrales existió otro molino fundado por los tres hermanos

Botín a mediados del siglo XIX, y que posteriormente

vendieran a un tal Falco, su último poseedor. También

señala la existencia de los molinos de Juan Patrón, en la

cercanías del llamado Mirador, anteriores a los de Cresio.

El Pueblo de la Restauración

El 24 de mayo de 1849, en el Cuartel General del

Cerrito de la Victoria, el General Manuel Oribe, con el

refrendo de su Ministro de Gobierno, Bernardo P. Berro,

dictó un decreto que apuntaba:

“Atendiendo al crecido número de edificios y

habitantes reunidos en el punto llamado del

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 293

Cardal, en este departamento, el Gobierno ha

acordado y decreta:

“Art.1º - Queda erigida en Pueblo con el

nombre de la “Restauración” la nueva

población formada en el Cardal.”

“Art.2º” – La calle que ha tenido hasta aquí el

nombre de calle de la Restauración se

denominara en lo sucesivo, Calle del General

Artigas.”

“Art.3º” – Los nombres de las demás calles y

Plazas de dicha población se designaran por

decreto separado.”

“Art.4º” – Comuníquese y publíquese.”

Culminaba así el desprolijo proceso de desarrollo

habitacional que hemos visto anteriormente, y se concretaba

a la vez, una aspiración arraigada en varias familias

principales e influyentes del núcleo social que se había

instalado en rededor del campo sitiador, como la de Viana,

notoriamente emparentadas con el General Oribe por su

madre, doña María Francisca de Viana y Alzaybar, y los

Larravide, Basáñez, Illa y Viamont, y muchos otros más.

No era, sin embargo el Cardal, el emplazamiento que

algunas de estas familias preferían, sino más bien, la

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 294

oportunidad que les proporcionaba las cercanías que el

pueblo tenía con el campamento del Cerrito, ya que éste

hacia su centro de reducto en la chacra de Achucarro.

Empero, el terreno del Cerrito tampoco era un lugar

muy apropiado, pues si bien el pueblo haría frente al Sur en

el rumbo de la actual Avenida General Flores, su suelo

pizarroso era totalmente inadecuado para establecer

construcciones, y la creciente importancia económica y

estratégica del Cardal, más la reconocida fertilidad de sus

tierras, lo delegaron como base cuartelera, haciendo

finalmente del otro, el lugar indicado para su fundación.

El Coronel de Ingenieros, José María Reyes, fue el

encargado de establecer la planta cartográfica del nuevo

Pueblo, trazándola sobre el núcleo preexistente del Cardal.

En un plano presumiblemente delineado por el propio

Eugenio T. Cavia, y que aun se conservaba en el Instituto de

Historia de la Arquitectura de nuestra Facultad de

Arquitectura, reproducido por Ferdinand Pontac –el

conocido seudónimo del Dr. Luís Bonavita–, en el

Suplemento del diario “El Día” de 21 de octubre de 1962,

ha sido reconstruido el trazado del “Pueblo de la

Restauración” con sus calles, hacia 1850.

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En dicho plano puede verse en forma paralela a la

calle principal, la que fue denominada “de la Restauración”,

y al norte de la misma, se ven cuatro calles, tres de las

cuales llevan los nombres de “Maroñas”, “25 de Mayo”, y

“del Carmen”, y la cuarta, innominada. Al sur había una

sola vía abierta, con el nombre de “calle que va al molino”.

Las transversales de este a oeste, eran nueve y

llevaban los nombres de “Toledo”, “Manga”, “Pantanoso” y

“Miguelete”, refiriéndose a los cuatro arroyos principales de

Montevideo. Las siguientes, eran las del “Colegio”, “de la

Iglesia o de San Agustín”, “del Campamento”, “Buceo” y

“Cardal”.

Cabe señalar que tales disposiciones para el trazado y

nomenclatura de las calles de la nueva Villa, fueron

completadas con la colocación de tablillas con los nombres

respectivos, pintados sobre las mismas por un joven

componedor de la imprenta de “El Defensor de la

Independencia Americana”, llamado Juan Manuel Blanes, y

por cuya tarea percibió de los fondos policiales “un medio

por cada letra”…

En extensión importante, y haciendo paralelo con el

pueblo de la Restauración, se hallaba el Cuartel General de

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 296

Oribe, ubicado entre la antigua casa quinta de Chopitea, el

Cerrito y el monte llamado entonces de los Olivos.

El norteamericano Samuel Greene Arnold, en el relato

de su “Viaje por América del Sur 1847-1848”, nos ha

dejado una interesante descripción. Este joven, por

entonces, de 25 años, natural de Providence (Rhode Island)

y que luego alcanzaría las dignidades de Vicegobernador

del Estado y Senador, había llegado al campo sitiador en

febrero de 1848 con cartas para el General Oribe.

En su Diario, recuerda que: “Eran las tres (de la

tarde), cuando llegamos al Cuartel General. Hay un cerro

más pequeño (cerrito) cerca de allí, con un fuerte sobre el

cual flamean las banderas, oriental y argentina. Encontré el

ejército alojado; allí han construido un pueblo de barro y

estacas, con techos de paja, largos edificios con astas de

bandera y casillas de centinelas a intervalos, y las banderas

de Uruguay y de La Plata flameando sin distinción donde

están acuartelados”.

“El propio Oribe tiene una pequeña cabaña de madera,

con techo de paja para su Cuartel General. Allí fui

conducido y cortésmente recibido por el Presidente. Había

allí una señora y una criatura, pero enseguida se retiraron, y

Oribe mandó buscar un hombre que hablara francés para

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 297

intérprete, a pesar de que yo tenía mi criado, pero éste no es

muy despierto. Oribe tiene unos 60 años, es alto, enjuto, de

cabello gris, usa bigote, y tiene una cara apacible, pero se

parece mucho a Finlay (mi amigo de Atenas), o al viejo Mr.

Goddard. Es un hombre muy caballeresco y muy distinto a

su patán de hermano. Lo encontré en ropa de casa: camisa y

pantalones blancos y chaqueta roja; sobre la mesa, delante

de él, estaba su sombrero de paja con la universal leyenda:

Defensor de las Leyes antes observada”.

“Nos dio cigarros a mí y a mi criado, y ofreció vino.

Parece que llegamos tarde para cenar y yo tenía mucho

apetito. Le conté el estado de las cosas en la ciudad, de lo

que ya estaba enterado; y de Brasil, lo que le intereso. Le

dije que él podía tomar la ciudad por asalto en cualquier

momento. Me preguntó por qué pensaba así. Le repuse que

estaba muy débilmente fortificada. Él lo sabía, pero dijo

que, por el momento, primero debía ser definida la situación

de Inglaterra y de Francia. En realidad él no desea tomar la

plaza. Tiene unos 5.000 hombres en el campamento,

principalmente de caballería, pero algo de infantería y

artillería. Estima la población de este país en unos 300.000

habitantes o menos; pueden levantar 15.000 soldados o

22.000 en caso de apuro”.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 298

“Me mostró los huesos del Megatherius últimamente

encontrado aquí, y desea que yo viaje por el país,

ofreciéndome todas las facilidades; dice que está bien

regado y arbolado; el café puede crecer aquí. Me ofreció

cartas, por si deseaba ir a Paraguay, para Entre Ríos y

Corrientes, pero me dijo que sería peligroso ir ahora;

también me ofreció cartas para Buenos Aires. Le dije que

tenía suficientes. Deseaba hacer algo por mí, le pedí

entonces su autógrafo y me lo dio. Últimamente ha hecho

una gran obra que ahora le preocupa con preferencia: ha

fundado un colegio llamado “Seminario del Uruguay”, a ½

legua del Cerrito y a una legua de la ciudad. Lo empezó

hace 5 o 6 meses y lo tendrá hecho en pocas semanas; ya ha

costado arriba de 100.000 pesos. Es de ladrillo y es un

asunto muy grande. Me mostró los planos y con justo

orgullo habló de ello como de una obra duradera para su

país, concebida y terminada durante la guerra. Me pidió que

le dijera al cónsul de EE.UU, en la ciudad, que consiguiera,

para él, los planes de estudio y reglamentos de algunos

colegios americanos. Converse casi 2 horas con él”.

Aun en su largo apunte, Greene Arnold agrega que en

el campamento sitiador, algunos soldados: “estaban

formados en parada y quedaban muy bien con sus chaquetas

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 299

y gorras rojas, sus mandiles a lo oriental y calzoncillos o

pantalones blancos”… “Era casi una ciudad, y todo el

tiempo hasta el arroyo, es más o menos como una aldea, con

casas de comercio en el camino.”

Cabe resaltar que de tal importancia eran, por lo

demás, en la “Restauración”, los establecimientos

educativos, algunos de los cuales tenía ya origen anterior en

el Cardal o en otros lugares del campo sitiador. Entre estos

se contaban los de Cayetano Ribas, instalado casi enseguida

de comenzado el Sitio Grande, y el de don Miguel Corteza.

En particular, este último anunciaba su próxima

instalación en la “Restauración” en Julio de 1850, en los

siguientes términos: “Dentro de breves días, trasladara D.

Miguel Corteza su establecimiento de la enseñanza, bajo el

nombre de Escuela Mercantil, al pueblo de la Restauración,

situándose en un espacioso edificio que ofrece todo género

de comodidades para admitir alumnos internos y externos.

Además de las materias anunciadas, se propone agregar el

estudio de Inglés, Latín, Matemáticas elementales, Retórica,

Filosofía y Dibujo, por medio de profesores inteligentes,

según lo permita el número, edad y capacidad de los

discípulos que reúna”.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 300

De igual forma, éste establecimiento se proponía

dictar cursos nocturnos: “Por la noche enseñara

personalmente Francés y Teneduría, y los días alternados,

Francés para señoritas. Los interesados debían solicitar

informes, mientras la escuela no se abriera, en lo de don

Antonio María Pérez”.

Sin embargo, desde 1846, ya existía en el Cardal la

escuela “establecida frente al señor Cedres, que por

entonces se trasladará al Molino de la calle de la

Restauración”. En el estado del censo de 1848, elevado por

el Alcalde Ordinario Antonio T. Caravia al Ministerio de

Gobierno, aparece una escuela en el Buceo a cargo del Pbro.

Lázaro Gadea que, en agosto de 1849, según un aviso

publicado en “El Defensor de la Independencia Americana”

fue trasladada.

Dicho aviso decía: “el Presbítero Lázaro Gadea abrirá

el día 8 del mes que corre, un establecimiento de educación

primaria en el pueblo de la Restauración. Las horas de

estudio serán desde las 10 de la mañana, hasta las 4 de la

tarde, en los días hábiles. Admitirá alumnos a pupilo, y

serán decentemente tratados, abonando por ellos 13

patacones y por los externos 3. Enseñara también las

ciencias exactas y morales; tan luego que los niños se

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hallen en actitud de dedicarse a tan interesantes estudios.

Dará en las horas restantes lecciones particulares de

aritmética comercial y teneduría de libros por partida

doble”.

Otro importante establecimiento educacional, era el

“Colegio Uruguayo” de Ramón Masini, instalado en la calle

Gral. Artigas, en “la casa nueva de Doña Mauricio Batalla”,

según expresa un aviso publicado el 9 de noviembre de

1851 en el periódico anteriormente citado. El programa de

estudios del “Colegio Uruguayo” era bastante vasto y

completo. Según Magariños de Mello, “comprendía nada

menos que diez y siete materias, música y baile,

complemento educativo este último, que se estilaba por

regla general hasta 1840 y tantos, y que constituye una

supervivencia curiosa ya en esta época.

Las materias revelan que el “Colegio Uruguayo”

podía ser clasificado como un colegio primario y primario

superior. En efecto, a la lectura, caligrafía, gramática

castellana, aritmética y doctrina Cristiana y urbanidad

social, unía idiomas (latín, francés, inglés e italiano), lógica,

álgebra, geografía, elementos de física experimental,

economía política, dibujo y teneduría de libros, género éste

de estudios prácticos que tenia gran prestigio en el Cerrito.”

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 302

Más adelante, Masini organizó en su Colegio, un curso

nocturno de idiomas “para las personas que por sus

ocupaciones durante el día, no pueden asistir sino en la

noche” Las lecciones duraban “al menos una hora,

empezando a las 7 de la noche”. Los cursos eran dos; uno

de inglés, a cargo de Mr. Wilson, y otro de francés, dirigido

por el mismo Masini.

Por cierto, que desde los primeros tiempos del Sitio

Grande, funcionaron escuelas de niñas en el campo sitiador,

y una de ellas, mixta, aunque, naturalmente, con clases

separadas para varones y niñas, es la que se anunciaba en

“El Defensor de la Independencia Americana”,

trasladándose en 1840 al Molino de la Restauración.

En este aspecto, cabe volver a mencionar el Colegio

fundado a mediados de 1848 por Agustina Leal de Loaces.

Continuaba ubicado en el terreno de Juan Pijuan, el joyero,

y según los anuncios en el mismo, se enseñaban “por

métodos muy sencillos: lectura, escritura, aritmética,

gramática castellana, costura, bordado en blanco, etc., hilar,

bordado de papel, calados y dibujo”. A los siete meses de

fundado el establecimiento de la señora de Loaces, decía su

directora que: “deseando darle toda la latitud que requiere

hoy la enseñanza del bello sexo, se ha entendido con los

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 303

Sres. Juan Bautista Andrés, Agrimensor de Número, antiguo

profesor de matemáticas en el Colegio Real de Paris y D.

Jorge Gray, discípulo de la Escuela de Bellas Artes en la

misma ciudad, para enseñar en su casa la escritura, análisis

de la gramática castellana, aritmética, geografía, idioma

francés y dibujo”.

Por último, cabe mencionar el de Natalia Luque de

Pardo que tenia 6 alumnos en 1848, y el de Canuta

Mutiozabal. Pero además de estos establecimientos donde

se desarrollaban programas de estudios primarios y

secundarios, existía un cierto número de aquellos y de

particulares, que enseñaban materias determinadas, de

manera preferentemente idiomas y teneduría de libros.

Sobre esta última, un aviso de “El Defensor…” expresaba

que la enseñaba en forma particular un “profesor de este

ramo que tiene algunas horas desocupadas”, en que

prometía hacerlo “en el corto espacio de dos meses, y por el

método más moderno y comprensible”. Los que desearen

recibir tal enseñanza, podían ubicarlo “A toda hora en la

tienda de D. Ángel C. Pita, calle del General Artigas, casa

del Sr. Larravide”. Y no era el único –señala Magariños de

Mello–, sino que también la enseñaba Agustín de Velazco y

Antonio Pioch.

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La Villa de la Unión

Concluida la Guerra Grande, y bajo el imperio del

espíritu de concordia que había sido consagrado en la paz

del 8 de Octubre de 1851, en la expresión que reza en el

armisticio, se lee:

“Entre todas las diferentes opiniones en que han

estado divididos los Orientales, no habrá

vencidos ni vencedores; pues todos deben

reunirse bajo el estandarte nacional, para el

bien de la patria, y para defender sus leyes e

independencia”,

En consecuencia, el Presidente Joaquín Suárez, con el

refrendo de su Ministro de Gobierno, Dr. Manuel Herrera y

Obes, aprobó finalmente el 11 de noviembre de 1851, el

siguiente decreto:

“Con el interés de perpetuar en la memoria de

los pueblos el recuerdo de la feliz terminación

de la época calamitosa que la República acaba

de atravesar, y de borrar hasta donde sea

posible los vestigios de la denominación

extranjera que tanto ha pesado sobre el

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 305

bienestar y la riqueza del país, el Gobierno

acuerda y decreta”:

“Artículo 1º - El pueblo existente en el partido

del Cardal, y conocido con el nombre de la

Restauración, se denominará en adelante, Villa

de la Unión”.

“Artículo 2º – Dicha Villa tendrá la

administración local que le corresponda con

arreglo a su población, y la extensión de la

Jurisdicción territorial que oportunamente se le

asignara”.

“Artículo 3º - Comuníquese, etc.”

Ya el 24 de noviembre siguiente, el mismo

Gobierno decretó:

“Artículo 1ª – La Administración Civil de la

Villa de la Unión, se compondrá por ahora de

un Juez de Paz, y los Tenientes Alcaldes

respectivos: un delegado de Policía,

dependiente de la oficina central del

Departamento y los Comisarios auxiliares que

demande el servicio público de la villa y

jurisdicción territorial”.

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“Artículo 2º - Asígnese por jurisdicción de la

Villa de la Unión, la sección del Departamento

comprendida entre el Camino Real que pasa

por la parte del Sud del Cerrito en la dirección

Oeste, la costa del mar por el Sud, por el Este la

prolongación del camino que pasa por la parte

Oeste del Cerrito, en dirección Norte Sur, hasta

tocar en la costa del mar, y por el Oeste los

límites del Departamento hasta encontrar el

camino que limita esta sección con la parte

Norte”.

El desarrollo posterior que alcanzaría la villa durante

la prosperidad de los años finales de la década del 60,

aumentando en su entorno el número de sus edificios de

mampostería y el volumen de su comercio, fue lo que

llevaron al Gobierno del General Venancio Flores, a

ampliar y dar nueva nomenclatura a sus calles.

En efecto: por decreto del 4 de noviembre de 1867, se

estableció la siguiente: Vilardebo, a la hasta entonces

denominada “de Toledo” (actual Pan de Azúcar); Porvenir,

a la “del Manga” (actual Silvestre Pérez); del Plata a la del

“Pantanoso”, (desde 1938, Gral. Félix Laborde); Gral.

Flores, a la “del Miguelete” (hoy Lindero Corteza);

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Larravide a la “del Colegio”; Agricultura, a la “de la

Iglesia” o “de San Agustín” (desde 1919, Cipriano Miro);

Industria a la “del Campamento” o “de los Olivos” (actual

Ing. José Serrato); Artes la “del Buceo” (desde 1919,

Gobernador Viana); Comercio, la “del Cardal” (actualmente

Mcal. Francisco Solano López, desde Avda. Italia al Sur);

Montevideo, a la que debía haberse llamado “de la

Mauricio” (actual Pernas).

Se agregaban al antiguo trazado, tres nuevas calles

transversales a la del 18 de Julio (desde 1919, 8 de

Octubre); La Paz, Progreso y Buceo que, en 1919, pasarían

a denominarse María Stagnero de Munar, Felipe Sanguinetti

y Carlos Crocker, respectivamente. Agricultura, se

denominaría a la actual Teodoro Fells, y la hoy Dr. Juan B.

Morelli, era 14 de Julio. Al norte de la calle del 18 de Julio,

se llamó Joanicó a la “de Maroñas”; a la segunda,

Montecaseros (desde 1919, Juan Jacobo Rosseau); a la

tercera, Fray Bentos, en sustitución de su nombre antiguo

“del Carmen”.

Por entonces, ya estaba abierta la vía donde se

extenderían los rieles del Ferrocarril a Pando, y a esta calle

se le denominó General Rondeau (actual Avellaneda). Entre

la calle Fray Bentos y la vía, se abrió una calle de una

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cuadra, para facilitar el acceso a la Plaza de Toros, que se

llamó Curiales (actual Pamplona en mayor extensión).

Al sur de la 18 de Julio, había una calle que pasaba

junto a la plaza y que era conocida como “calle de la plaza”;

en 1867, se le llamó “del Asilo”, y una cuadra más al sur, se

llamó Figueroa a la que era conocida como “calle que va al

molino” (actual José A. Cabrera).

A la siguiente, hacia el Sur, se la denominó Nueva

Palmira (actual General Timoteo Aparicio). La Plaza de La

Unión, fue denominada “San Agustín” hasta 1897, en que

se llamó “17 de Setiembre”, en homenaje a la paz que

terminó la guerra un mes después de la muerte del

Presidente Idiarte Borda. En 1905, se llamó “Juan Carlos

Gómez”, hasta 1923, en que se le dio el nombre actual de

“General Cipriano Miro”

La calle Corrales tiene este nombre desde 1870, época

en que se construyeron los corrales de abasto durante la

presidencia de Lorenzo Batlle. Hasta entonces, se llamaba

“camino de Sierra”.

Aun cabe resaltar que en su inicio, todas las calles, sin

excepción, eran de tierra, sin pavimento, con postes de

madera dura y tres faroles con velas de sebo por cada

cuadra. La primera gran conquista lograda, fue el

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 309

empedrado del accidentado camino que unía la villa con el

Centro de la ciudad.

La obra fue realizada por el empresario don Felipe

Vitora, conforme contrato con la Comisión Extraordinaria

Administrativa, el 15 de Noviembre de 1865. Según el

pliego de condiciones del 3 de agosto de ese año, el camino

de la Unión debería tener 18 metros de ancho, teniendo en

su centro 10 metros de empedrado, y a ambos lados, una

faja de 4 metros de ancho, pavimentada según el sistema de

Mac Adam. El trabajo debía tener una duración de 15 meses

desde el momento en que se suscribiera el contrato,

debiéndose asimismo comenzar simultáneamente desde

ambos extremos, para juntarse en el centro del tramo.

Se extendía desde la Casa Volada (actual plazuela

Lorenzo J. Pérez, o del Gaucho), hasta la calle Montevideo,

actual Pernas. Cuando se comenzaron las obras de éste

camino, se celebraron importantes festejos populares en La

Villa. Los trabajos de empedrado de cuña de sus principales

calles, dieron comienzo en diciembre de 1866, el cual sería

sustituido por el hormigón en 1925. Mientras tanto, las

piedras a ser utilizadas en el nuevo empedrado de las calles

de la Villa, las arrancó Diego Martínez de la cantera que era

propiedad de Tomás Basáñez.

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Una vez terminado el trabajo, el 14 de julio de 1867

fue inaugurado oficialmente el camino a La Unión. A esta

asistieron altas autoridades, y en la oportunidad, se

reunieron los vecinos para ofrecer un testimonio público de

gratitud a las autoridades que, por fin, los sacaba del

aislamiento a que el estado del camino de tierra los venia

condenando durante la estación de las lluvias.

A principios de 1872, la Empresa de Gas inauguró la

extensión del alumbrado a gas a la villa. Este duraría hasta

la instauración del alumbrado eléctrico, que sería recién

instalado a partir de 1897.

En octubre de 1989, las autoridades comunales, al

dividir Montevideo en 39 zonas, unificó barrios que

tradicionalmente se mantenían con denominación especial,

y con límites no muy bien definidos. Las áreas y sus límites

de La Unión – Villa Española, fueron definidos por: Avda.

Italia, Avda. Dr. Luís Alberto de Herrera, Monte Caseros,

Bvar. José Batlle y Ordóñez, José Pedro Varela, Serratosa,

limite SE de la manzana 5865, Julio Arellano, Camino

Corrales, 20 de Febrero, Camino Carrasco, Isla de Gaspar y

Minessotta.

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El Pacto de la Unión

En varias oportunidades, el curso de los

acontecimientos hizo de “La Unión”, el escenario principal

en el proceso político de la Republica. Ya hemos analizado

su importancia durante la Guerra Grande, en cuyo periodo

tuvo lugar su propia configuración como núcleo urbano.

Sin embargo, una nueva circunstancia fue la que

protagonizaron en 1855 los Generales Manuel Oribe y

Venancio Flores, al suscribir el 11 de noviembre de dicho

año, el acuerdo conocido como “Pacto de la Unión”. Por lo

tanto, se hace necesario rever el curso de los dos

acontecimientos que condujeron a la celebración de dicho

acuerdo entre los dos jefes de los históricos bandos, blanco

y colorado.

Hacia julio de 1855, se había dado a conocer el

llamado “Manifiesto a mis compatriotas” redactado por el

Dr. Andrés Lamas, que poco antes había sido sustituido en

su cargo de Representante Diplomático de la República ante

la Corte Imperial de Río de la Janeiro, por el Dr. Antonio

Rodríguez.

Lamas, ausente del país desde hacía ocho años, y sin

tener una visión cabal de las realidades políticas, adverso

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por formación y convicción a lo que sus pares del doctorado

patricio llamaban el “caudillismo”, -representado en aquel

momento por Flores-, era partidario de sustituirlo por

hombres de principios, unidos sin divisa, con el apoyo del

Brasil.

Si bien, como él le había escrito en noviembre de

1854 a Francisco Hordeñana, no era partidario de

programas escritos, pero ante la solicitud generalizada de

los pro-hombres del fusionismo oriental, se inclinó por

formular uno.

En el citado “Manifiesto” expresaba:

Rompo pública y solemnemente la divisa

colorada, que hace muchos años que no es la

mía, que no volverá a ser la mía jamás, y no

tomo, no, la divisa blanca que no fue la mía,

que no será la mía jamás.

¿Que representan esas divisas blancas y esas

divisas coloradas?

Representan las desgracias del país, las ruinas

que nos cercan, la miseria y el luto de las

familias, la vergüenza de haber andado

pordioseando en dos hemisferios, la necesidad

de las intervenciones extranjeras, el descrédito

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del país, la bancarrota con todas sus más

amargas humillaciones, odios, pasiones,

miserias personales.

¿Qué es lo que divide hoy a un blanco de un

colorado?

Lo pregunto al más apasionado, y el más

apasionado, no podrá mostrarme un solo

interés nacional, una sola idea social, una sola

idea moral, un solo pensamiento de gobierno en

esa división.

No nos dividamos por hombres. Antes de

dividirnos para gobernar, unámonos para tener

país que gobernar.

En cuanto a los medios para conseguir tales fines,

Lamas proponía: “Todos los que están dentro de la

legalidad”. Es decir, la imprenta, la asociación, el derecho

de petición, etc. No la violencia, no la acción subterránea.

El motín suele matar al caudillo, pero crea al

caudillo” –continuaba en su manifiesto-.

Padecemos un error y una preocupación;

confundimos al hombre de campo, al que

llamamos, gaucho, en la anatema que merece

nuestros políticos de pasiones y de guerra civil,

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 314

nuestros políticos de trapo colorado y de trapo

blanco.

El 29 de agosto, se produjo en la ciudad de

Montevideo –ausente Flores, que se encontraba en

Canelones–, un golpe de mano de los llamados

“conservadores” colorados, que respondían al liderazgo del

Dr. José María Muñoz, quienes se posesionaron del Fuerte,

y designaron Gobernador provisorio a Luís Lamas, padre de

Andrés.

Entretanto, las fuerzas floristas rodeaban en un

cinturón de ahogo a un Montevideo que ya no tenía ni

carne. Por piedad o no, don Venancio Flores permitió el

paso de ganado para abastecerlo; al mismo tiempo, el

General Manuel Oribe, que había permanecido a bordo de la

nave en que regresara de Europa desde el día 9 de agosto,

desembarcó y se trasladó a La Unión, a la que también

había pasado Flores.

El 10 de septiembre, asimismo, la Asamblea General

se reunió en la quinta de Hernández, en la zona de La

Unión, y presidida por don Manuel Basilio Bustamante,

consideró y aprobó la renuncia que ante ella presentó el

General Flores. Acto seguido ordenó que el Presidente del

Cuerpo Legislativo, el citado Bustamante, pasara a

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 315

desempeñar las funciones del Poder Ejecutivo de acuerdo

con la Constitución.

Lamas y su gobierno, ante este hecho, se declararon

disueltos y el día 11 de septiembre Bustamante asumió la

Presidencia del la República. Entre agosto y octubre los

“conservadores” y los llamados “blancos

constitucionalistas”, realizaron diversos trabajos

preparatorios que culminaron el 4 de octubre de 1855, en el

que se constituyó, con la presidencia de Luís Lamas, la

asociación política denominada “Unión Liberal”, y cuyo

programa político decía:

“1º) Promover y sostener la existencia de

gobiernos regulares, que arrancados de la

voluntad nacional, legítimamente expresada por

medio de los comicios públicos, radiquen su

existencia en la observancia de la Constitución,

y el respeto a cada uno de los principios que

ella consigna.

“2º) Aceptar leal y decididamente como medio

de arribar a ese grande objetivo, la alianza

brasileña, digna y benéficamente entendida.

“3º) Trabajar en la extinción de los odios y

prevenciones que ha dejado la lucha de los

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 316

(dos) grandes partidos en que estuvo dividida la

República, predicando la unión entre todos los

orientales, y dándoles a todos la parte que les

corresponde en la seguridad del país.

“4º) Pugnar por la inviolabilidad de la ley

fundamental, haciendo uso de todos los medios

que ella permite”.

Fue a partir de entonces y, en respuesta a la proclama

emitida por la Unión Liberal, que Flores y Oribe,

suscribieron el llamado “Pacto de la Unión” el día 11 de

noviembre, donde se lee:

“La desgraciada situación en que se halla la

República, proviene de la discordia que

incesantemente la ha conmovido desde los

primeros días de nuestra existencia pública”.

“La desunión ha sido y es, la causa

permanentemente de nuestros males, y es

preciso que ella cese, antes de que nuevas

convulsiones completen la ruina del Estado,

extinguiéndose nuestra vacilante nacionalidad”

“Mientras que existan en el país los partidos

que lo dividen, el fuego de la discordia se

conservará oculto en su seno, pronto a

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 317

inflamarse con el menor soplo que lo agite. El

orden público estará siempre amenazando, y

expuesta la República al terrible flagelo de la

guerra civil, que ya no puede sufrir, sin riesgo

de su disolución, para caer bajo y yugo

extranjero”.

“En esta inteligencia, y persuadidos de que una

de las causas que más contribuye a agravar la

situación del país, procede de las miras a

intereses encontrados de esos partidos, en los

momentos mismos en que convendría uniformar

la opinión pública acerca de la persona que

deba ser llamada a presidir los destinos de la

Nación, desde el 1º de marzo próximo; los

Brigadieres Generales D. Manuel Oribe y D.

Venancio Flores, deseosos de evitar a sus

conciudadanos todo motivo de desinteligencia,

por la suposición de aspiraciones o

pretensiones personales, de que se hallan

exentos, declaran por su parte, de la manera

más solemne, que renuncian a la candidatura

de la Presidencia del Estado. En este concepto,

invitan a todos sus compatriotas a unirse, en el

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 318

supremo interés de la Patria, para formar un

solo partido de la familia Oriental adhiriendo al

siguiente Programa:

“Artículo1º - Trabajar en la extinción de los

odios que hayan dejado nuestras pasadas

disensiones, sepultando en perpetuo olvido, los

actos ejercicios bajo su influencia.

“Artículo 2º - Observar con fidelidad la

Constitución del Estado.

“Artículo 3º - Obedecer y respetar al Gobierno

que la Nación eligiere por medio de sus

legítimos representantes.

“Artículo 4º- Sostener la independencia e

integridad de la República, consagrando a su

defensa, hasta el último momento de la

existencia.

“Artículo 5º - Trabajar en el fomento y adelanto

de la educación del pueblo, y en las mejoras

materiales del país.

“Artículo 6º - Sostener, por medio de la prensa,

la causa de los principios y de las luces,

discutiendo las materias de interés general; y

propender a la marcha progresiva del espíritu

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 319

público, para radicar en el pueblo la adhesión

al orden y a las instituciones, a fin de extirpar

pro este medio el germen de la anarquía y el

sistema de caudillaje”.

No es necesario acrecer algún comentario adicional al

margen de lo que se ha referido en dicho pacto,

principalmente, después de haber repasado las biografías de

ambos Generales. No en tanto, después de las firmas de

Flores y de Oribe, seguían otras de significación, como las

de los Brigadieres Generales Ignacio Oribe y Pedro

Lenguas, los Generales Antonio Díaz, José Antonio Costa y

Manuel Freire, y las de algunos caracterizados vecinos de la

Unión, como la del cura Vicario P. Victoriano Antonio

Conde; la de Antonio María Castro, Rector del Colegio

Nacional; la del Presbítero Lázaro Gadea, y las del Dr.

Caphehourat, distinguido médico de la Unión, la de

Norberto Larravide y don Tomas Basáñez, entre otros más.

El programa de los caudillos no era, sin embargo, una

fusión con extinción de las viejas divisas populares; era, un

programa de concordia para realizar la tarea común de

consolidar la independencia y reafirmar las instituciones, a

la vez que oponía una candidatura propia a la de los

“conservadores”.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 320

Quinta Parte

Candilejas y Titilaciones de

los Habitantes de la Unión

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La Multiplicación de los Esfuerzos

Como ya se ha dicho anteriormente, a poco de su

fundación, junto a las casas de familia residentes en las

antiguas tierras del Cardal luego de establecerse allí el

Ejercito Sitiador, pasaron a abundar en el lugar los

establecimientos de educación primaria y secundaria, donde

se impartían cursos de inglés y francés, piano y guitarra, y

había un destacable comercio de libros, revistas o

periódicos, donde también proliferaban las boticas, y

funcionaron dos circos, reñideros de gallos en cafés o

almacenes, juegos de pelota de frontón, o bochas en canchas

linderas a las pulperías, y hasta un Cosmorama, es decir:

una especie de gabinete de óptica, equipado con linterna

mágica y pantalla para la proyección de imágenes en

precario movimiento.

Sin lugar a dudas, servicios y placeres todos que, al

fin de cuentas, sirvieron de buena base para soportar la

Guerra Grande y entretener la soldadesca, y después, para

auspiciar la continuación del desarrollo en un clima de

pretendida mayor concordia entre todos los uruguayos.

Esas actividades comerciales que fueron

desarrollándose, por lo menos en los papeles, comenzó a

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 322

acontecer el 11 de noviembre de 1851, fecha cuando el

Presidente Suárez finalmente decretó la nueva

denominación de Villa de la Unión, pero que, en los hechos

reales, hubo de exigir y malgastar más paciencia por parte

de los inversionistas y negociantes que apostaban en el

futuro de este pueblo.

Hay que llevar en cuenta que, al terminar la guerra el

8 de octubre de 1851, en verdad, las calles luego se vaciaron

de gente, y el grueso de los comerciantes partió nuevamente

hacia el perímetro de la ciudadela y adyacencias, o a instalar

sus comercios en otros puntos más remotos.

De repente, terminado el periodo de tan larga

beligerancia, pronto se paralizaron tiendas, herrerías,

jaboneras, saladeros y baños públicos entre muchos otros

negocios más, siendo varios de ellos propiedad del

ciudadano argentino de ascendencia vasca: don Norberto

Larravide González de Noriega, quien era casado con la hija

del ciudadano ingles Miguel Hines, y sus lazos familiares

también lo unían a una tradicional familia argentina: la de

hogar formado por el brioso General Juan José Viamonte y

doña Bernardina Chavarría, y por consecuencia, a los de sus

descendientes, los Ilha e Viamont.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 323

Quizás por este motivo, él, desde siempre había sido

un estrechísimo amigo y esforzado colaborador del General

Oribe, antes y durante el periodo de la Guerra Grande. Esa

profunda amistad lo había convertido en uno de los

principales impulsores económicos de la Villa, pero

también, pronto lo tornó uno de los grandes afectados por el

fin del conflicto.

En un imperioso paréntesis, es necesario agregar que

no en tanto, Larravide llegó joven y sin fortuna al Cardal.

Un día desembarcó en el Buceo, “como hombre habilitado

del Sr. Lezama, y comprando cueros vacunos a doce

vintenes”. Lezama había formado a Larravide,

habilitándolo, de la misma forma que él lo hizo a su vez con

tantos otros en ese nuevo pueblo. De ahí su corta estadía en

Colonia, de donde emigra apenas muerto su suegro.

No levanta, sin embargo, su Registro, saqueado, según

“El Defensor”, por los salvajes unitarios en julio del 1846.

Ese año, Garibaldi está a punto de comprarle en el Arazatí

treinta mil cueros que defiende Amilivia.

Cabe preguntarnos: ¿Qué influencia tuvo en su éxito,

su estrecho amigo, el General-Caudillo? Pues poco tiempo

necesitó Larravide para convertirse en el primer

comerciante del Cardal. Mucho más que las barracas de

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 324

Simonet, de Aguirre, de Illa y Viamosnt, y en poco tiempo

sus almacenes pasaron a ser el Banco del pueblo, donde las

gentes dejaban allí las onzas de oro sin requerir recibo.

Apoyado en lo que otrora había hecho Lezama con él,

Larravide lo repite indefinidamente con otros. Con su

nombre surgen comercios de toda índole, la tienda de la

callecita de la Luna; la librería de la calle del Cardal; la

herrería del “pasaje de los membrillos”, que es de un

sobrino de Basterrica.

Con su temperamento emprendedor forma hombres

hasta en los troperos más humildes y los carreteros que

acarrean los cueros salados. Bonilla, Santana, Reyes,

Estomba, Curbelo, Estévez, Vignoles. Cuatro de estos

llegan a ser hacendados fuertes; y en 1856, ya se lidian en la

Unión toros del último, llegados desde su estancia de

Florida.

En esos tiempos, Larravide es siempre el sembrador.

Presta, garante, habilita, construye. Anima el comercio de la

Calle Real, barrosa, ancha, llena de candilejas y de

guitarras. Tiene 40 años y su ímpetu llena el pueblo con su

nombre y energía, cuando en realidad, hacía apenas seis que

se afincara en su caserío.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 325

No en tanto, llega la paz de octubre y Oribe sopla de

vez sobre el Cerrito, haciendo desaparecer mágicamente los

batallones orbistas. Después del largo y trágico sueño, se

levantará una nueva aurora. Le cambian el nombre al

pueblo. Ahora le llaman la Unión. Es una cuchillada fatal.

Por esa herida es escapa rápidamente la sangre que ahora se

transfunde para la capital.

Cae entonces Larravide, pero no lentamente, sino de

un golpe. ¿La muerte de la Unión producirá la suya? No.

Los quebrantos son serios, languidece el comercio, se

paraliza la edificación, comienza el éxodo de las familias

hacia el centro de la ciudad. Su fortuna nunca tuvo base; ha

prestado y garantido sin control. La quiebra general debe

arrastrarlo, piensan todos.

Sin embargo, él se sostiene porque se transforma.

Parece invadirlo de pronto un vértigo, y proyecta en gran

escala para hacer resurgir un pueblo del que han huido miles

de hombres tan bruscamente.

Su preocupación junto a otros no menos importantes

potentados vecinos, entre ellos su gran amigo Tomás

Basáñez (tal vez un pariente distante por parte de la esposa

de don Tomás), fue, diríamos así, el resorte impulsor de las

principales actividades que surgirían con la nueva era

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 326

económica que se abrió desde 1853, y que convirtió a don

Norberto, en un inversionista exitoso dentro de una cantidad

de rubros comerciales en que se aventuró.

En verdad, el gran envite fue dado por este visionario

comerciante, dueño ya de innumerables establecimientos de

comercio en la villa, y que, junto con don Tomás Basáñez,

el gran terrateniente e importante industrial adinerado de la

Unión, tuvieron el flash ideario que iría mejorar el servicio

de diligencias que entonces unía la villa a otros puntos de la

ciudad.

Por conclusión, decidieron importar un par de

autobuses desde Inglaterra, y de inmediato lograron

consolidar una empresa de ochenta socios que, solo en el

primer año, fue capaz de transportar más de sesenta mil

personas y con ello, logró revertir el estado depresivo de los

habitantes del vecindario, algunos de los cuales estaban

pensando en la mudanza, pero se contuvieron para

participar de las novedades junto a nuevos pobladores que

comenzaban a arribar desde otros sitios.

Otros destellos visionarios vendrían luego después,

para continuar a estimular los negocios en su querida Villa.

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Ente Carruajeros y Omnibuses

Hasta el momento en que el primer transporte

colectivo tirado por caballos principió a unir las distancias

entre la Villa y la ciudad vieja de Montevideo, los

problemas habidos con los anteriores servicios, eran parte

de la conversación habitual de quienes debían padecerlos.

Al igual que en nuestros días, se criticaba su precio,

los excesos de carga, su falta de comodidades mínimas, el

poco respeto por los horarios, las demoras en los trayectos,

el deterioro de los vehículos y el mal estado de las calles y

camino a recorrer.

En realidad, los primeros medios utilizados para

trasladar pasajeros dentro de la capital, no fueron los

tranvías de caballitos como suele creerse. No bien concluida

la Guerra Grande con la Paz de Octubre de 1851, y una vez

rehabilitada la corriente de comunicación entre los dos

principales núcleos habitacionales en que se había

segmentado la ciudad: el casco viejo de Montevideo

(ciudadela), y la Villa de la Restauración, se vio claramente

la necesidad de que ambas zonas volvieran a vincularse con

la mayor rapidez posible. Pero esa tarea con ser

imprescindible, no resultaba fácil, ya que en todo el camino,

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 328

solamente se encontraban algunos caseríos, quintas aisladas,

y poca cosa más. (Los otros barrios montevideanos solo

tomarían su impulso habitacional en las década posteriores a

la Guerra Grande).

El camino que unía a estos dos núcleos tan

distanciados entre sí, era prácticamente inexistente,

sembrado como estaba de baches, pastizales y más que

nada, pantanos, que lo hacían, para ser más contundente,

casi intransitable. Alrededor de quince o veinte pantanos, se

calcula que hubiese en el recorrido. Y para sortearlos había

que desviarse a cada poco rato, y a veces, no dudar en

meterse incluso en propiedades particulares para poder

seguir adelante con el viaje.

Todos conocían la existencia de no menos, de veinte

zonas de hondonadas pantanosas que interrumpían el

tránsito entre el centro de la ciudad y la Unión. El

historiador José María Fernández Saldaña, en sus “Historias

del viejo Montevideo”, fue uno de los primeros en describir

aquellas trampas que se interponían entre los proyectos de

los que pretendían enlazar estos barrios, entonces

pareciendo tan alejados.

Frente al Cementerio Inglés, hoy entre Olimar y

Médanos, -apunta el historiador-, ya se encontraba un

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 329

pantano que, para ser rellenado, requirió 1.320 pies cúbicos

de piedra, tierra y pedregullo. Y este era el primero, pero no

por cierto el peor: el que existía entre la calle Tacuarembó y

la Plaza de los Treinta y Tres -dos cuadras-, consumió 4.050

pies cúbicos de relleno.

Había muchos otros lodazales casi inaccesibles, y

cuyas denominaciones se basaban en referencias de vecinos,

o en hechos de la historia reciente: el del Cristo, frente a la

actual Universidad, el de la Casa Volada, cercano a la hoy

calle Sierra, el de Gallinita, que se asentaba en el lugar que

ocupa en nuestros días la calle Municipio, el de Reyes –

frente a su quinta-, el del Inglés, el de Pedemonte, y el de

Peña, que era el más grande y profundo de todos.

Pues bien -continúa Fernández Saldaña-, con

semejante camino y todo, era preciso resolver el problema

de la comunicación barata y de forma regular, pues los

vecinos vivían a merced de la voluntad de los “carruajeros”

(término de la época), empleados en el tráfico.

Por aquella época, los dueños de las volantas y

coches, cobraban medio patacón -cuarenta y ocho

centésimos-, por la ida y vuelta, precio sujeto siempre a las

alteraciones que a ellos se les antojase hacer.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 330

Pero ése era el precio cobrado si el cochero estaba de

buen humor, porque de lo contrario, podía subir la tarifa

cuanto se le antojase, y el cliente ni chistar porque corría el

riesgo de quedarse de a pie chapaleando entre los

pantanales.

Fue entonces, cuando un grupo de vecinos de la

Unión, progresistas y adinerados, a cuyo frente estaba el

respetable ciudadano Norberto Larravide, seguido por

Tomás Basáñez, encabezaron un rápido y eficaz esfuerzo

colectivo del que nació, en pocos días, la llamada “Sociedad

de ómnibus”.

Fue el 9 de abril de 1853, en quedó constituida la

nueva empresa con un capital inicial de 4.800 patacones y

una sociedad dividida en ochenta acciones de noventa

patacones cada una, Quince días después (seguramente los

vehículos de fabricación inglesa ya habían sido encargados),

tuvo lugar el viaje inaugural. Todo hace creer que estos

vecinos visionarios e inquietos se venían moviendo desde

mucho antes en torno a este proyecto, porque cuando se

fundó la Sociedad, ya los dos primeros ómnibus venían en

viaje. Quince días después de fundada, ya estaban en la

Aduana las dos primeras unidades compradas.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 331

Los nuevos coches tenían capacidad para unas

veinticuatro personas distribuidas adentro, y a de destacarse

que en la parte denominada “el imperial”, una planta alta

completamente descubierta que hacía las delicias de los

viajeros y era muy disputada cuando nuestro clima

imprevisible permitía ir gozando de aquel balcón

encantador; pero en realidad, estos llagaban a cargar bien

unas veintiocho o treinta personas.

El domingo 24 de abril de 1853 fue día de fiesta

inolvidable para todo el vecindario que ya se encontraba

entusiasmado con el nuevo juguete. Uncidas las mulas

correspondientes a cada unidad, fueron dos vagones los que

entraron en circulación entre los aplausos y plácemes de los

que no se quisieron perder el espectáculo.

Ese primer día, los vagoncitos hicieron tres viajes

cada uno en su trayecto Unión-Montevideo-Unión,

transportando en total a unas 200 personas, que se

apretujaron para ser ellos los inauguradores de los flamantes

vehículos nunca vistos, (aun no existían similares en el

país).

El precio del recorrido era barato, al menos en

comparación con lo que habían costado los carruajes hasta

entonces: 10 centésimos, que todo el mundo pagó de muy

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buena gana. Los puntos terminales del recorrido eran, en

Montevideo, la Plaza Independencia; y en la Unión, la

parada de las diligencias que salían para el Interior.

Cuentan los historiadores, que conjuntamente con el

inicio del nuevo servicio, en la terminal de la Unión

comenzó a funcionar una fonda y posada, donde se podía

tomar algo y reunir fuerzas antes de emprender el viajón

hasta el remotísimo Montevideo...

Y de esta forma, comenzaron a marchar los primeros

ómnibus traccionados por mulas, traqueteando entre

pantanos a lo largo de las actuales avenidas 8 de Octubre y

18 de Julio, y ofreciendo conforto a los usuarios.

Mientras tanto, los montevideanos reventaban de

novelería y orgullo ante la recién llegada conquista, ya que

esta que les permitía olvidar en parte las amarguras de la

Guerra recién terminada. Aquellos ómnibus se les

aparecerían, tal vez, como el símbolo de las realizaciones

progresistas que, con seguridad, la paz iba a traer consigo...,

(sin llegar a sospechar que muy pronto los hechos arrojarían

por tierra las más acariciadas esperanzas).

En honor de los organizadores inversionistas

unionenses de esta primera “Compañía”, hay que señalar

que todo el negocio se hizo a crédito: la compra de los dos

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ómnibus, las obras de la estación terminal y la adquisición

de las 84 mulas que hicieron falta para alternarse en el tirar

de los vagones. Tal era la confianza que inspiraban esos

hombres en el vecindario, que todo lo consiguieron e

hicieron antes de haber colocado la totalidad de las

acciones, y antes aún de cobrarlas.

Tan floreciente fue este visionario negocio desde el

principio, que a las pocas semanas de inaugurado el

servicio, se encargaron otras tres nuevas unidades, esta vez

a Francia; con lo cual nuestro vecindario quedó más

contento todavía, pensando que tendríamos ómnibus

igualitos a los que circulaban por la mismísima París, que

ya era la Meca soñada de todo buen montevideano. Lástima

que, en cambio, las 84 mulas fueran criollas, apenas, y

bastante rústicas según cuentan.

Como ya se ha dicho, hubo ese domingo memorable,

apretones sin cuento, para entrar en los ómnibus y para

acomodarse una vez adentro. Por ese motivo, luego la

empresa pensó en establecer tarjetas de pasaje expedidas

con debida anticipación, de manera que se evitaran

accidentes.

En contra partida, el gobierno del Presidente Giró,

favoreciendo a la progresista iniciativa, había exonerado la

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importación de los dos primeros coches, de los respectivos

derechos aduaneros. Como las cosas marchaban muy bien,

al encargarse a Francia los tres nuevos ómnibus, permitió

que antes de finalizar el año 1853, ya estuviesen en puerto

los flamantes coches del modelo de los que circulaban por

las calles de París. Pero esta vez, hubo que pagar la mitad de

los derechos de aduana, y eso después de vencer algunas

dificultades, pues el proteccionismo oficial parecía haber

llegado a su límite –explica el historiador.

Si se leen con detención los detalles a seguir, de esta

primera experiencia de transporte colectivo en Montevideo,

nos quedará la impresión de que, a través del tiempo, los

hechos y las circunstancias se repiten incesantemente.

El negocio de los llamados “omnibuses” (y no

diligencias), que a rueda rigurosa cubrían penosamente pero

con buen éxito comercial, el difícil camino que separaba el

centro de Montevideo con la Unión, tuvo una vida efímera.

Trece años después, el gobierno autorizó el funcionamiento

de trenes que rodaban sobre vías, y que fueron denominados

pomposamente “el ferrocarril a sangre de la Unión” y que,

-ya en esos años la ética solía dejarse de lado cuando

mediaba el dinero-, habrían de recorrer paso por paso, el

mismo trayecto de sus antecesores, pero con una comodidad

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 335

infinitamente mayor. (La inauguración coincide luego

después de finalizado el empedrado del camino).

Como era de esperarse, los anteriores concesionarios

protestaron, porque advirtieron que sus esfuerzos se

derrumbaban. En su visión, anteveían que la gente iba a

preferir, para sus traslados, el uso de los nuevos coches, que

al deslizarse sobre planchuelas de hierro, evitaban saltos,

tumbos y brusquedades. Utilizando el progreso como arma

dialéctica, las autoridades desecharon los reclamos, y a

principios de 1867, se empezaron a instalar los rieles. La

expectativa era mucha, porque ésta iba a ser la primera línea

férrea a instalarse en el Uruguay.

Las continuas revoluciones habían impedido que uno

de los hitos del proceso civilizatorio continental de uso

habitual ya en la mayor parte de los países, fuera adoptado

por el nuestro. En mayo del año siguiente, fueron

inaugurados oficialmente los nuevos servicios. La crónica

del diario El Siglo correspondiente al 27 de mayo de 1868,

decía al respecto bajo el título La Inauguración del tren-

way a la Unión: “Como estaba anunciado, tuvo lugar esta

fiesta antes de ayer, en medio de un numeroso concurso del

pueblo estacionado en toda la extensión del trayecto que

debían recorrer los coches desde la Plaza Independencia

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 336

hasta la estación principal de frutos de Maroñas. (...) Doce

hermosos carruajes partieron a las doce del día desde la

Plaza Independencia conteniendo aproximadamente

doscientas cincuenta personas. (...) En los primeros de esos

carruajes iban, el Presidente de la República, el Ministro de

Hacienda, sus edecanes, ayudantes, el Jefe Político, los

miembros de la Junta Económico Administrativa, llevando

los demás carruajes, ciudadanos de todos los colores

políticos y extranjeros de todas nacionalidades. (...) Tal vez

nunca como anteayer, nos ha parecido tan animado

Montevideo, cubierta su calle más hermosa de una

muchedumbre agitada por la curiosidad entre la cual, se

abrieron paso los vehículos que, por primera vez en nuestro

país, huellan el hierro. El viaje se realizó perfectamente en

medio del contento general que debía producir una fiesta tan

simpática a todo el pueblo. En mitad del trayecto algunos

carros se manifestaron rebeldes a la vía, cuyo incidente sólo

sirvió para aumentar el buen humor de los viajeros”.

Pero los hechos posteriores no fueron tan felices como

estos que describe el diario. Luego del viaje inicial, que fue

alentado por la población situada a ambos lados de las

calles, se produjeron los primeros inconvenientes:

amparadas en la noche, manos anónimas comenzaron a

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aguardar a los nuevos vehículos colocando obstáculos en las

vía, arrojando piedras contra sus vidrios y tirando artefactos

explosivos a las patas de los caballos, los que se asustaban y

echaban a correr provocando descarrilamientos y heridos.

Como no era difícil de imaginar, la empresa

concesionaria supuso que los autores de los desmanes eran

los cocheros de los ómnibus-diligencias anteriores que se

quedaban sin trabajo, y ante la posibilidad de que los hechos

continuaran, se vio obligada a contratar guardias especiales.

El propio diario El Siglo se alarmó ante los atentados,

criticándolos duramente bajo el título Guerra al tremway,

en un editorial del 14 de junio de 1868, transcrito por el

excelente libro de Marcos Silveira Antúnez: Historia del

Transporte en el Uruguay, de donde han sido sacados estos

datos:

“La policía debiera meter en la cárcel a los

malintencionados que se empeñan en hacer descarrilar los

carruajes de los tremways, colocando piedras sobre los rails.

Esta guerra ha obligado a la empresa a costear un peón para

que con una linterna en la mano, vaya reconociendo el

camino; pero es materialmente imposible que siempre tenga

buen resultado esa inspección de un trayecto tan largo, y en

muchos puntos despoblado. La audacia de los

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malintencionados va en aumento, y han de seguir así

mientras la autoridad no logre escarmentar a alguno. El

lunes por la noche desde una pulpería de las Tres Cruces,

arrojaron a las patas de los caballos porción de paquetes de

cohetes, cuyo estrépito los hizo separarse de las vías

arrastrando a los wagones a riesgo de volcarse y causar

desgracias”.

Aun hemos de agregar que las líneas de los tramways

tirados por caballos, llenaron con sus servicios más de

cuarenta años de la historia montevideana. Generalmente, la

tracción la realizaban tres animales y, en los repechos, era

colocado un cuarto, cuyo complicado enganche en plena

marcha del vehículo, era realizado hábilmente por un

experto denominado “cuarteador”, quien mantenía al

caballo ayudando al remolque, hasta que este volvía a

territorio llano.

Los coches, que pronto castellanizaron su nombre

inglés por el de tranvías o “trenvías” que era el más

correcto, admitían hasta veinticuatro pasajeros, tenían varias

ventanillas de cada lado y cuando viajaban de noche,

encendían dos faroles a querosén. Durante los veranos eran

utilizados vehículos abiertos, con asientos colocados

mirando hacia afuera.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 339

La historia no ha recogido datos sobre la caída

económica de aquellos socios de la “Compañía” que habían

apostado su dinero a los primeros ómnibus sin vías, y que

trabajaron durante quince años trasladado usuarios entre el

centro y la Unión. Se sabe sí, que el negocio posterior tuvo

un éxito inmediato al punto que un año después, otras

personas (o las mismas), implantaron el servicio de tranvías

de caballos desde el centro hasta el Paso Molino, un

trayecto que estaba atendido por las diligencias de “Rosita

del Miguelete”, que tenían dos frecuencias por día.

Al respecto hubo grandes discusiones. Se ha contado

que la mayoría de los montevideanos, sostenía que no había

caballos capaces de superar los repechos de la calle

Agraciada, uno a la altura de Nueva York, y otro al cruzar

Suárez. El negativismo de los orientales que nada aportan

salvo las críticas, ya era común en 1869. Cuando en agosto

de ese año se realizó el primer ensayo, una multitud de

ociosos se agrupaba en la parte alta de la subida, cruzando

apuestas. Finalmente contra todos los malos augurios, los

caballitos criollos sumados al que aportó un solo cuarteador,

superaron la prueba.

Alentada por sus ganancias (el promedio diario de

viajeros pronto superó las tres mil personas), y por el auge

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 340

que estaba tomando el barrio residencial del Prado, la

empresa extendió sus líneas hasta el Pantanoso y el Cerro.

Esto ocurrió en 1877.

Pronto se fueron sucediendo los recorridos llegando a

los barrios de Los Pocitos y Buceo, el Reducto y la línea

norte y sud que llegaba hasta la estación Goes.

Referido precisamente a los “trenvías”, que llegaban a

este último destino, no se puede soslayar una crónica de

Juan Carlos Patrón en su imperdible libro: “Goes y el viejo

café Vacaro”. Allí nos cuenta:

“Nueve años después de instalada la Plaza de las

Carretas, el movimiento comercial de la zona hizo

imprescindible un servicio de locomoción permanente que

facilitara el desplazamiento de Goes al Centro. En 1875 se

inauguró el “trenvía” de caballitos El Oriental, que llegó

primero hasta la estación, después hasta la Figurita, -hoy

Garibaldi-, y finalmente hasta Larrañaga. (...) Los “trenvías”

eran abiertos en verano y cerrados en invierno. Los de

treinta y dos pasajeros eran arrastrados por tres caballos y

los de veinticuatro, por una yunta. En los repechos

empinados, se recurría a la ayuda del cuarteador. En la

esquina de San Fructuoso, Félix Ramis, el último cuarteador

de Goes, todavía en 1906, esperaba con su zaino la llegada

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 341

del “trenvía”. Cuando éste arribaba, prendía el caballo y

entre todos, lograban subir lentamente el largo repecho que

separa la estación de Garibaldi”.

“A de agregarse que en la calle Andes (al lado de la

Plaza Independencia), había otro cuarteador para ayudar a

que el tren trepara de Orillas del Plata hasta la calle

Uruguay. (...) El paso del “trenvía” era anunciado por un

toque de cornetín, motivando que manos femeninas

entreabrieran las ventanas para admirar al arrogante

mayoral. Los montevideanos de aquella época tenían el

privilegio de que el “trenvía” se detuviera exactamente

frente a la puerta de sus casas. Y de mañana temprano, si un

funcionario público se dormía, el mayoral lo despertaba a

fuerza de cornetín”.

“En verano se reforzaba el servicio a la Playa

Ramírez. Los pasajeros de Goes podían usar sin aumento de

precio, que era de dos vintenes, combinaciones que los

llevaban hasta la playa. El “trenvía” continuaba viaje por la

terraza que penetraba en la arena, y se extendía unos cien

metros río adentro. Al final de la línea, ya sobre el agua, los

pasajeros descendían por dos escaleras. A la izquierda, las

mujeres gozaban de una zona de baños reservados con

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 342

absoluta prohibición de acceso para los hombres que tenían

su campo de concentración a la derecha.

Pero desde que el mundo es mundo, inventada la

prohibición, automáticamente se inventó el contrabando.

Las siluetas femeninas, lejanas en la realidad, se acercaban

a los ojos ávidos por medio de un largavistas que se

alquilaba a real la hora.

El arrendamiento de la casilla costaba veinte

centésimos incluyendo un traje de baño demasiado corto o

demasiado largo, una toalla habitualmente agujereada y una

ducha familiarmente llamada regadera”.

Durante las tres últimas décadas del siglo XIX, los

servicios de tranvías de caballitos vivieron un período de

auge excepcional que recién comenzó a decaer en 1906,

cuando se inauguraron los recorridos de los vehículos

eléctricos.

Una de estas empresas, Tranvías del Este, llegó

incluso a extender en 1877, una línea hacia la llamada

entonces Playa de los Pocitos, que iba por 18 de julio, luego

tomaba Rivera y por último Pereyra hasta la rambla, con

pasajes que incluían el uso de las casillas de baño que la

misma empresa había mandado construir. Además de estos

carritos, donde las personas podían cambiar sus ropas, la

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 343

empresa tranviaria edificó el primer Hotel de los Pocitos,

promoviendo la venida de los turistas argentinos.

Pero no todo eran flores. El personal de las compañías

trabajaba doce horas diarias, descansando solamente los

domingos, y como si eso fuera poco, eran chicos los

salarios. Los guardas y los mayorales con cornetín y todo,

ganaban veintiocho pesos por mes, y los cuarteadores

dieciocho.

A principios del siglo XX, la influencia de la

inmigración anarquista provocó una sacudida en el mundo

laboral. Uno de los gremios que se levantó en huelga por el

exceso de sus horas de trabajo y lo magro de sus ingresos,

fue el del personal de los tranvías de caballitos.

El episodio que era absolutamente novedoso en aquel

pacífico Montevideo, fue reprimido duramente por la

policía. La revista “Rojo y Blanco” de noviembre de 1901,

publicó varias fotos e informó al respecto: “Excepción

hecha de las líneas del Reducto, Pocitos y Este, ardió Troya

en todas las demás. La coqueta ciudad ha tenido un aspecto

guerrero. A las manifestaciones de los huelguistas, se han

opuesto las manifestaciones de la policía a pie y a caballo,

armadas de lanzas, sables, machetes y revólvers”.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 344

En su número siguiente, la misma revista publicó

otras fotos que ilustraban una gran fiesta campera en la que

los gerentes de las compañías tranviarias, agradecían a las

autoridades y personal de la policía, su eficaz intervención

contra los huelguistas.

Mucho menos seria, y más solidaria con el

movimiento gremial, la crónica del doctor Patrón en el libro

antes citado, cuando decía:

“La empresa contrató personal de emergencia que fue

insultado y apedreado por los huelguistas desde las

principales esquinas de Goes. Al paso del “trenvía”, el

rompehuelgas tenía que oír con las orejas coloradas los

versos que una comparsa carnavalera había difundido.

Cuando un carnero mi negra

te haga el amor

dile al instante mi negra

que no, que no...

Porque un carnero mi negra

no puede ser

que con su guampa ni negra

tenga mujer.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 345

Pese al empleo de los tranvías eléctricos, los de

caballitos continuaron funcionando, aunque sólo en algunas

líneas, por casi veinte años más.

En 1925, en una esquina que nadie recuerda ya, el

cornetín del último mayoral se despidió para siempre.

Información recopilada del foro Candombeando y relatadas por

César di Candia

Del Biógrafo a la Tauromaquia

En ese tren de ir “pa´adelante” como se acostumbraba

decir en aquel entonces, en 1855, por ejemplo, se concretó

la construcción de una Plaza de Toros en la villa de la

Unión. Con capacidad para 12 mil personas sentadas en un

anfiteatro circular.

En ese ruedo, cuyas gradas se demolieron en 1923,

además de las lides protagonizadas por aficionados locales y

especialistas españoles, también se domaron potros, hubo

carreras a pie, un encuentro de box, un duelo a espada, un

combate a muerte entre un toro y un tigre, e incluso, el

fusilamiento de un soldado brasileño convicto de haber

matado a un funcionario aduanero.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 346

El mismo año 1855, se inauguró también un Mercado

Público en el extremo Oeste y en 1868, se instaló una plaza

de frutos frente al molino del Galgo, directo origen del

Parque César Díaz, y antecedente del Mercado Modelo

inaugurado en 1937 en el predio de Larrañaga y Cádiz.

Por la mitad de aquellos cincuenta del siglo XIX, la

villa-barrio contaba asimismo con una sala llamada Teatro

de la Unión, pionera en un rubro espectacular al que luego

se sumaría el “biógrafo”, dando nombres famosos de salas

como los de Roma, Empire Theatre, Trianón, Universal

(luego Gaumont y después Capitol), Glüsckman Palace, el

Italia (luego Magestic), Metropol, Broadway, Trafalgar,

Prender e Interrnezzo, el último sobreviviente, convertido

ahora en centro de baile tropical.

Para decirlo con otras palabras: nombres y sucesos de

un mapa cultural esfumado, en el cual deben agregarse otras

especialidades y recintos más o menos trascendentes, por

ejemplo, el Hipódromo o Circo de Montevideo, que duró

desde 1889 hasta 1896, entre las avenidas Larrañaga y

Propios.

Fuera o dentro del orbe estricto de la diversión, casi

en su totalidad muchos baluartes de la Unión han

desaparecido, algunos dejaron tenues huellas materiales en

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 347

el paisaje (como el Molino del Galgo, encerrado hoy en el

Club de básquetbol Unión), y otros, se mantienen en una

mística subterránea, (como las tierras sumergidas en la

Plaza de Toros, traídas especialmente desde las orillas

romanas del Tiber con el fin de asentar mejor las hileras de

ladrillos en el predio enmarcado por las calles Purificación,

Orense, Tripoli, Pamplona y Túnez).

También invocando al museo de las fotografías y al

archivo de las palabras, pero con una presencia más

palpable e influyente en el paisaje y la vida contemporánea,

la Unión guarda entre otras reliquias más o menos

reformadas, algunos clásicos centros sociales como la

confitería La Liguria, erigida en 1869, en un solar de 8 de

Octubre y Cipriano Miró, donde antes habían funcionado un

comercio de artículos de marina y después el restorán

Veneciano.

A pocos metros hacia el sur, conserva también, por

ejemplo, la cúspide de la torre del Hospital Pasteur y todo

este edificio, realizado por etapas y en varias ocasiones,

reconvertido en su destino de uso: primero Academia de

Jurisprudencia, y después Colegio Nacional, Universidad

Menor de la República, Cárcel, Enfermería de Guerra, Asilo

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 348

de Mendigos (hoy, el de ancianos Piñeyro del Campo) y,

por último, Hospital.

Igualmente ubicada con frente a la Plaza Miró, pero

hacia el Oeste, puede visitarse también la Iglesia de San

Agustín: reconstruida a partir de 1906 bajo el modelo de

Saint Joseph de Lyon, inaugurada en 1917, y cimentada

sobre el mismo terreno que antes ocupó el templo ordenado

por Oribe, y erigido en la mitad del siglo XIX por el cura

Ereño, en el solar donado por Basáñez.

Pero retrocediendo nuevamente en la historia, el 19 de

enero de 1854 fueron velados en la Iglesia de San Agustín,

los restos del General Fructuoso Rivera. Sin embargo, ese

año también marcó el inicio de una nueva larga vida

periodística, cuyo primer mojón había sido “El Defensor de

la Independencia Americana”, editado en la Imprenta

Oriental del Cuartel del Cerrito.

La primera publicación de esta etapa, ocurrió un 6 de

setiembre, y se llamó “La Unión”, nombre que se reiterará

en varios diarios más. Después en el tiempo, tendrán cierta

repercusión: El Ómnibus (1857), El Molinillo (1872), La

Voz del Pueblo (1903), La Cruzada (1917), El Duende

Satírico (1919), El Comercio (1928), La Semana (1934), La

Voz (1935) y Noticias (1937).

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Más de una treintena de fechas y hechos, aseguran el

peso incuestionable de la Unión en el tejido barrial de

Montevideo. La capital, sin embargo, ha descuidado

bastante en las últimas décadas el patrimonio y la salud

urbana y cultural de este barrio que, durante mucho tiempo,

quiso asentarse como algo más que un centro de servicios

comerciales de segunda orden, aunque obviamente, haya

sido este perfil el gran articulador de su desarrollo

cotidiano.

Pero aprovechando el impulso de los acontecimientos

pos sitio y armisticio, y cultivando el impulso comercial

obtenido con la implantación de los nuevos ómnibus, el 18

de febrero de 1855, finalmente se inauguró la Plaza de

Toros.

“Antonio Torres Heredia / hijo y nieto de

Camborios / con una vara de mimbre / va a

Sevilla a ver los toros”.

Mucho antes que el insigne poeta español Federico

García Lorca describiese en los poemas del “Romancero

Gitano” las andanzas de este personaje, los montevideanos,

sin vara de mimbre y por otros caminos más o menos

tortuosos, acostumbraban concurrir a las corridas de toros.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 350

Algunos testimonios y crónicas de la época, cuentan

que durante la época de colonia ya se efectuaban corridas de

toros en la amurallada ciudad de San Felipe y Santiago,

cuyo ruedo se levantaba en los alrededores de la actual

Plaza Matriz.

Por entonces, nuestra ciudad tenía una población

conformada por una importante colonia de inmigrantes

españoles, que encontraban en estos enfrentamientos de

hombre y animal, una forma de recordar las lides taurinas

de las tierras que dejaron.

Cuando ya era la República Oriental del Uruguay, se

construyó una plaza de toros sobre el camino Real (hoy

avenida 18 de Julio) en los terrenos del vasco Artola, vecino

de la zona, que, durante varios años, le dio el nombre a la

actual plaza de los Treinta y Tres (barrio Cordón).

Allí se desarrolló una intensa actividad taurina, hasta

el comienzo de la llamada Guerra Grande. Esta situación

dejó a la plaza aislada de los centros poblados de la ciudad

y, de esta forma, la guerra cortó la fiesta taurina de los

montevideanos.

Aun cuando no abundan mayores referencias

históricas de otros ruedos, algunos hablan de corridas de

toros en las inmediaciones de las actuales Pérez Castellanos

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 351

y 25 de Mayo, en la zona del Mercado de la Abundancia y

también por la Aguada.

De acuerdo con lo que vimos anteriormente, la paz de

1851 trajo consigo el desmantelamiento inmediato de

oficinas y comercios de la arteria principal y adyacencias de

la Villa pos conflicto, y luego sobrevinieron momentos de

decadencia económica, forzando a que varios vecinos de

peso político, iniciasen un movimiento para buscar

incentivos que dinamizaran el movimiento de la villa, y

hasta quien sabe, salvar su patrimonio en el periodo pos

guerra.

Entre las propuestas formuladas, tomó cuerpo la de

construir una plaza de toros. Para ello, el 12 de mayo de

1852 se fundó una sociedad por acciones, con bonos que

costaban cien pesos oro de la época.

Varios fueron los influyentes hombres que

adquirieron acciones: don Norberto Larravide González de

Noriega, quien vendió los terrenos donde se levantó la

plaza, y don Tomás Basáñez, cuya fábrica de ladrillos fue la

que ganó la licitación para proveer de estos materiales a la

obra. También estaban Hermenegildo Fuentes, Carlos

Crocker, Joaquín Requena, Manuel Herrera y Obes, y

Francisco Acuña de Figueroa, quienes conformaban la lista

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 352

de los 207 accionistas de la sociedad de montevideanos,

dispuestos a levantar el circo taurino.

Pero en realidad, el mayor accionista fue el General

Venancio Flores, bajo cuya presidencia, en 1854, se

obtuvieron los permisos para la construcción de la plaza, en

los terrenos que hoy limitan las calles Purificación, Lindoro

Forteza, Odense y Trípoli, zona que durante años fue

conocida como el Puerto Rico.

El domingo de carnaval del 18 de febrero de 1855, los

montevideanos fueron testigos de la apertura de la flamante

plaza de toros de la Unión; y aun cuando su construcción no

estaba terminada, igual permitía albergar a unos ocho mil

espectadores, aunque otros documentos, afirman que su

capacidad era de doce mil.

Ese día, actuó una banda de música, lidiándose seis

toros criollos, lidiados con toreros aficionados de la región.

Cuenta la historia, que para llegar al ruedo, los

montevideanos se trasladaban en carruajes propios, coches

de alquiler y a caballo. Con los años, se agregarían carros

con toldos que partían de la plaza Independencia, y

diligencias que salían del Paso del Molino, tomando por las

calles que hoy son Agraciada, Fernández Crespo, 18 de

Julio, 8 de Octubre y Lindoro Forteza. No olvidemos que el

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tranvía de caballos por rieles, solamente comenzó a correr

trece años después de inaugurada la plaza.

La plaza de Toros de la Unión, tuvo una actividad

ininterrumpida de 35 años, con temporadas que comenzaban

en noviembre, y culminaban en abril del año siguiente. El

fanatismo de los aficionados era tal, que recuerda a las

hinchadas futboleras de hoy.

Era habitual que se promovieran desórdenes

descomunales, y protestas que censuraban a toros que se

consideraban demasiado mansos, y toreros que arriesgaban

poco el pellejo.

Algunas crónicas policiales de esos años refieren a

incendios en las instalaciones de madera, provocados por

enardecidos aficionados.

El 8 de setiembre de 1888 murió en la Plaza de Toros,

en plena corrida, el español Francisco “Punteret” Sanz,

feneciendo a raíz de una embestida del animal. Cuatro días

después del luctuoso hecho, el gobierno sancionó una ley

para prohibir el espectáculo que, de todos modos,

reaparecería en 1890, frente a cinco mil espectadores,

extendiéndose después hasta 1912. (La demolición del

Coliseo se producirá en 1923).

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 354

Las corridas de toros tuvieron siempre sus detractores,

y con la muerte del torero español Joaquín Sanz, apodado

“Punteret”, retomó fuerza la campaña que en contra de ellas

impulsó cuarenta años antes el doctor Juan Carlos Gómez.

Desde 1881, estaba detenido en la Cámara de

Diputados, un proyecto del legislador José Bustamante, que

promovía la prohibición de las corridas de toros en todo el

territorial nacional. Esta iniciativa sólo fue aprobada por la

Cámara de Senadores, el 22 de junio de 1888. El texto fue

transformado en ley por el presidente Máximo Tajes, junto

con su ministro Julio Herrera y Obes, el 12 de setiembre de

1888.

Sin embargo, por motivos desconocidos, la norma

legislativa recién entró en vigencia dos años más tarde, ya

que los empresarios de la Plaza de la Unión afirmaron tener

contratos ya firmados con toreros españoles.

El domingo 2 de marzo de 1890, los montevideanos

asistieron a la última corrida a muerte realizada en nuestra

ciudad. Más de cinco mil aficionados colmaron sus

instalaciones, entre ellos, se encontraban varias de

respetables familias como era el caso del magnate y

empresario Marcelino Díaz, quien trajo la luz eléctrica a

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 355

Montevideo, y fue socio de Emilio Reus en la construcción

de viviendas.

La figura de la tarde fue el diestro español Luis

Mazantini, que, con su última estocada, mató al toro. Junto

al animal, murieron más de cien años de tardes con

frenéticos y entusiasmados aficionados que vivieron hasta el

delirio la fiesta de sol, trajes bordados y arremetidas

mortales.

Por aquel entonces, surgió un grupo de ciudadanos

ingleses radicados en la zona de Peñarol, que junto con el

ferrocarril, trajeron una pelota que impulsaban con los pies,

y corriendo dentro de un perímetro que no era redondo, sino

rectangular, fue que los montevideanos comenzaron a

olvidarse de los toros, y a encontrar otra fiesta que los

hiciera vivir nuevos entusiasmos, fanatismos y delirios. El

fútbol.

No obstante, nada de lo ocurrido luego después de la

inauguración de esta polémica Plaza de Toros, alcanzó a ser

visto por uno de sus principales mentores de la idea. De

pronto sobrevino la catástrofe. Primero es una impresión

dolorosa, la que recibe cuando es citado al Juzgado por

deudas.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 356

Concurre personalmente: antes enviaba al abogado. Se

le respeta aun. Se acepta su pedido de mora por ser tan

digno y tan alto. El propio Juez Juan José Segundo, es quien

propicia el arreglo. Estamos en 20 de abril de 1855.

Parecería que a este hombre, la vida le había cerrado todas

las puertas.

No todas, visto que solamente el día 25 de julio de

1855, vendría a fallecer, siendo aun joven (48 años), don

Norberto Larravide, tras un sincope, y con él se cierra la

última con su muerte, y se escapa del barrio un periodo de

visión emprendedora e imaginativa, que fue liderada por un

hombre que en mucho contribuyó y colaboró para el

bienestar de sus vecinos. En tiempo, debemos recordar que

debido a su pronta iniciativa, se debió la iluminación

pública a gas en la Villa de la Unión.

Informaciones colectadas de los escritos de Rubén Borrazás

Teatro Solís - Un Edificio Emblemático

La original idea que finalmente llevaría a la

construcción del Teatro Solís, como era de esperarse,

generó gran expectativa entre los habitantes de una ciudad

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 357

que ya comenzaba a extenderse horizontalmente extra

muros, con casas en su mayoría de una planta, mismo con

construcciones modestas y sobrias.

Su inauguración ocurrió el lunes 25 de agosto de

1856. Montevideo estaba frío, aunque despejado y algo

ventoso, como suele ocurrir con los inviernos por esta

latitud, y mismo así, muchos de los habitantes de las zonas

más longincuas, y que quisieron participar de la

inauguración del Teatro Solís, salieron muy temprano por la

mañana desde sus residencias, para poder llegar a tiempo.

Cuentan los registros de la historia, que un vecino de

la Unión de apellido Basáñez, comenzó la marcha desde su

quinta en la Unión hasta la Plaza Independencia, ya a las

ocho de la mañana. Seguramente, ese día, nadie quería

perder la participación en ese evento excepcional que

ocurriría en un Montevideo pulsante de pos guerra, según

nos relata la directora de Desarrollo Institucional e

historiadora, Daniela Bouret en la investigación que ha

publicado sobre este tema.

De acuerdo con su relato, varias horas antes de que se

abrieran las puertas del Teatro, la gente ya esperaba en la

plazoleta a frente, que había sido iluminada y embanderada

para la ocasión.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 358

Durante la espera, los organizadores lanzaron globos

de papel con aire caliente, disparos de cohetes, instauraron

un concierto con la banda del Regimiento de Artillería, y

posteriormente se ofreció leche recién ordeñada por el

tambo Monsieur Piccard, que estaba ubicado pared de por

medio del Teatro.

Ya sobre la hora 19.30, las puertas de la cazuela y

paraíso, se abrieron, y un grupo numeroso de mujeres y

niños se abalanzó sobre la entrada, de forma que nadie los

pudo contener. La historiadora también señala que, entre los

presentes, estaban representadas todas las clases sociales de

la época: “Había allí desde las familias más renombradas,

hasta los nuevos universitarios, y alcanzando al todo entre

las 2.500 y 3.000 personas”.

Interiormente, los palcos del teatro estaban adornados

con flores naturales, y para Bouret, con la inauguración del

Solís, se logró por primera vez reunir en un mismo ámbito

al “pueblo y al gobierno”.

“De todas formas, -nos señala ella-, la convivencia en

el recinto tenía reglas: no se podía fumar y se prohibió la

entrada al salón a todas las personas que no estaban vestidas

con “trajes decentes”, o hasta la prohibición de acceder

portando bastones y paraguas”.

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Incluso, nos cuenta que el entonces Presidente de la

República, Don Gabriel Pereira, fue intimado a dejar el

suyo, y el del General que lo acompañaba en el evento.

“Después de las estrofas del Himno Nacional, el poeta

Heraclio Fajardo, se puso de pie en la platea, y emocionado,

recitó una poesía de Acuña de Figueroa, quien no había

podido participar de la inauguración, porque tenía

problemas de salud. Acto seguido, el Teatro se llenó de

aplausos”.

Otro fato curioso dice al respecto de la iluminación

interna: “La iluminación del teatro se hizo con lámparas con

aceite de potro, por lo que en el ambiente, había un olor

desagradable impropio de la jerarquía de aquel coliseo”,

según lo relatan las crónicas de la época.

“El terreno que hoy ocupa el Teatro, era un gran

descampado de unas 20 cuadras de largo, por 16 de ancho.

Rodeado de barrancos, zanjas, rocas, médanos y caminos”,

agrega la directora de Desarrollo Institucional del nuevo

Teatro Solís, Daniel Bouret.

Para completar su opinión, su investigación agrega

que, según las crónicas de la época, “Montevideo era una

ciudad “sucia”, con pocas calles empedradas, sin

saneamiento, y con animales pastando entre las casas, y

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existían pantanos y cueros y carnes pudriéndose en las

esquinas y ratas”.

Claro que esta opinión es algo fortuita, y su estado

resulta en consecuencia del largo periodo en que

Montevideo fue confinada por el sitio, pues tan sólo expresa

el sentir de quien veía la ciudad en comparación con las

aristocráticas capitales de Buenos Aires o Rio de Janeiro.

Mismo siendo una valoración un poco polémica, no

podemos olvidarnos que la ciudad recién estaba intentando

retomar su estabilidad política-social alcanzada tan solo

cinco años antes con el fin de beligerantes largas décadas

que recién habían culminado con la Guerra Grande.

El día en que París Desembarcó en el Puerto

A pesar de los graves acontecimientos políticos y

militares que se venían desarrollando en el país, la gente

montevideana no pareció perder sus afanes farristas y

frivolones; y como Montevideo, por lo que se ve, se había

aburrido de ser Montevideo, decidió sin más convertirse en

París. Se subraya: no meramente imitar a París –lo que no

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sería ninguna novedad–, sino ser París literalmente, aunque

fuera por un tiempo.

Esta fiebre se instaló entre sus ciudadanos allá por los

años 1868 y 69, con los resultados inesperados que vamos a

ver. Todo vino porque hubo en Montevideo un grupo de

serios varones que empezaron a envidiar la suerte de los

varones serios de París, capaces de empaparse todas las

noches con el burbujeo mareador del vertiginoso cancán en

plena boga, de los frufrús provocadores donde perdía el seso

el más pintado, y de la locura desenfrenada de los compases

de Offenbach, que campeaba irresistible en los escenarios

frívolos de toda Europa... mientras que los de aquí tenían

que conformarse con alguna que otra ópera aburrida en el

Solís.

Se comprende que nuestros antepasados se sintieran

asfixiados por estas chaturas uruguayitas, y fue entonces

que resolvieron, todos a una, trasladar aquí a París tal cual

era, e instalarlo en el centro mismo del casco urbano: por

menos de eso no valía la pena. Quisieron por una vez,

aquellos soñadores, un Montevideo picante, zafado,

recreado sobre nuestros hastíos y rutinas por francesas

auténticas, envasadas en origen.

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Y como en el fondo aquellos caballeros pecaminosos

no eran otra cosa que mercaderes y gente de negocios, no

tuvieron otra ocurrencia que fundar, antes que nada, ¡una

sociedad anónima! Cuándo no. Una respetable sociedad

anónima –la cual, como es sabido, todo lo santifica– que

hiciera posible conseguir el capital necesario para construir

un teatrito ideado ex profeso para esta clase de zafadurías,

pero también para solventar la importación de la mercadería

indispensable, esto es, las francesitas que aquí desplegarían

todo su cancán arriba del escenario.

A fines del 1868 comenzaron a colocarse las acciones;

y para que se vea que no era un simple ramillete de

iluminados los que alentaron este ideal, en muy corto

tiempo las acciones volaron. Y eran de doscientos pesos

(que en aquel tiempo era plata), pagaderas en ocho

mensualidades. Se quería alcanzar así la suma total de 60 o

70 mil pesos (que era muchísima plata), cifra que los

financistas consideraron indispensable para conducir a buen

puerto la empresa.

Resuelta de ese modo vertiginoso la financiación,

vino luego el problema de ponerle nombre al teatrito que se

iba a construir. Dados sus fines escabrosos, se trataba de

conseguir un nombre que no lo fuera menos. Sin embargo,

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 363

aquí los crasos montevideanos mostraron la hilacha de su

presuntuosa cortedad pseudo-culta, y bautizaron al nuevo

antro... ¡El Alcázar Lírico! Nada que ver con lo que

aquellos descocados pensaban meterle adentro. ¿Quién

pensaría encontrar pecado adentro de un Alcázar, y encima

Lírico?

Menos mal que para compensar en algo tamaño

desbarre, los abanderados de la empresa pusieron a su frente

a un francés auténtico, de nombre más que prometedor:

Monsieur Armand de Tourneville, apelativo que parecía

salido de algún melodrama febril. Y a este Tourneville se lo

nombró gerente-administrador (no merecía menos la

resonancia aristocrática del apellido), y le fue fijado un

sueldo que puede considerarse dispendioso para aquellos

días: cien pesos mensuales uno arriba del otro.

Siguiente punto a resolver: el emplazamiento del

templo del pecado. Uno pensaría en un lugar discreto y algo

escondido, para ayudar a los desplazamientos de una

concurrencia que no querría exhibirse demasiado en pasos

más que dudosos. Pues bien: la sociedad anónima compró

un terreno... ¡detrás de la Matriz, a los fondos de nuestra

magna Catedral! Allí se desplegarían los escandalosos

desvaríos: calle Treinta y Tres entre nuestra púdica Sarandí

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 364

y Rincón. Un magnífico solar, según cuentan. Se ve que ya

nada detenía a aquellos desaforados salidos de cauce.

Lo previsible ocurrió: no bien se conoció el proyecto,

estalló un escándalo en la aldea como se recuerdan pocos.

Es que la iniciativa venía a desafiar por igual a dos poderes

inatacables de aquella sociedad: la Iglesia Católica y las

esposas. Entre revuelos de sotanas y revuelos de polleras, el

gallinero se alborotó (más por las polleras que por las

sotanas, aunque éstas volaron).

Como es comprensible, las esposas montevideanas se

vieron venir el Apocalipsis: ¿qué quedaría en pie de sus

castos y púdicos maridos, una vez que cayeran en manos de

esas satánicas francesas, sabedoras de artes escondidas y

ciencias misteriosas que las mujeres decentes no eran

capaces de imaginar siquiera?

La batalla fue encarnizada y feroz, tanto en la liza

conyugal como en la parroquial. Las reyertas menudearon

en las casas y los sermones en los púlpitos. Todo inútil: ya

nadie era capaz de ponerles freno a los desatados

montevideanos una vez que olfatearon el inminente

descoque. Por más esposas y curas que se les cruzaron en el

camino, el Alcázar Lírico siguió su marcha imparable.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 365

Mientras el teatrito se iba levantando a marchas

forzadas, las cartas a París iban y de París venían, ultimando

todos los detalles. Una de esas cartas revolvió aun más el

avispero: anunciaba que un 15 de agosto se embarcaría el

Jefe de la Orquesta (¡oh!) y el director de escena (¡ah!), y

que un mes después zarparía hacia América la Compañía

completa con todos sus accesorios, incluido el accesorio

principal, que era el lote de francesas.

Y para que los montevideanos fueran haciendo boca,

pronto llegaron las fotografías de las chicas. “Todas

exactas”, aclaraba aviesamente desde París don Armand de

Tourneville. Nuestros novatos empresarios no podían creer

lo que veían sobre aquellas láminas a cual más incendiaria.

Allí mismo habrían perdido la cabeza si no fuera porque ya

hacía rato que no la tenían puesta.

¡Y qué decir de los nombres de las integrantes del

elenco artístico! Nuestros bisabuelos temblaban de emoción

al enterarse de que Madeimoselle Estaghel se llamaba la

primera cantante; que Mlle. Pontois era la soprano; y Mlle.

Perrichon la cantante joven; y Mlle. Cattel la ingenua; y

Mlle. Manleon la característica; y Mlle. Pierron la

confidente: ¿quién podría conservar la cordura?

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 366

Conviene hacer un alto aquí para salirle al cruce al

pensamiento escéptico que tiene que estar pasando por las

mentes de todos los lectores, como antes por la de este

autor. Todos estarán anticipando que aquella absurda

empresa terminó en fraude, en burda estafa, o que el

proyecto se derrumbó de la manera más estrepitosa, o aún

que estas francesas deslumbrantes al final no vinieron, o que

si vinieron no eran nada deslumbrantes sino unos papagayos

que nada tendrían que ver con las fotos anticipadas por el tal

Tourneville, vulgar adulterador.

Pues no, señor: las francesas de las fotos fueron todas

de verdad. Tal cual se las vio, así llegaron: muy capaces –al

decir de una gacetilla de la época– “de sacar de las casillas

al más beato de los hombres”.

Y el 16 de noviembre de 1869, con toda pompa y los

soponcios en la aldea que son de imaginar, se inauguró

nomás el Alcázar Lírico, que resultó un precioso teatrito de

variedades, con dos galerías altas y una fila de palcos bajos

con reja (seguramente para contener a las fieras).

Lo más sorprendente fue el éxito de aquella

inauguración, habida cuenta de las amenazas conyugales y

las excomuniones anunciadas. Aquel teatro con capacidad

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 367

para seiscientos espectadores, albergó más de mil, no se

sabe cómo.

Fue el gran acontecimiento artístico de la época, que

dio tema para incontables meses de comidillas y

chismorreos. Tal vez lo más inesperado de aquella

inauguración fue que estuvo repleta de... esposas. Se cuenta

que acudieron en legión, no se sabe si por curiosidad

malsana, o en menesteres de espionaje y vigilancia, o por

ver si podían aprender algo de las artes de aquellas

sabihondas importadas. Y las mujeres no sólo acudieron en

la noche magna de la inauguración: también en las otras

noches magnas que siguieron.

Y que fueron unas cuantas para nuestra módica

escala: tuvieron que hacerse treinta funciones seguidas en

las que el despiole, según las crónicas, fue memorable,

aunque no siempre bien educado. En efecto –siguen las

gacetillas–, nuestros bisabuelos se excedieron en gritos,

silbidos, pataleos y vociferaciones, desacostumbrados como

estaban a semejantes desbordes parisienses. Contra lo que

pudiera creerse, no fueron los viejos verdes los más

desacatados, sino los niños bien, que entonces eran

llamados “jóvenes decentes” (entre comillas, claro está).

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 368

Es muy de lamentar, pero aquellos saludables

desafueros y fulgores no duraron mucho. Los aventó la

guerra, que todo lo troncha. Don Timoteo Aparicio se

levantó en armas (guerra de las lanzas), sin tomar en cuenta

los afanes gloriosos de nuestros farristas montevideanos, y

se aposentó sobre la ciudad una nubazón luctuosa que

resecó frufruses y cancanes.

El final de la aventura fue penoso. Empezaron por

cambiarle el nombre al templo del pecado, que de Alcázar

Lírico pasó a llamarse, tardíamente y bien a contramano,

Teatro Francés.

Pero se habían acabado las importaciones de París, y a

cambio, se presentó en su escenario una pedestre compañía

gimnástica americana, salpicada por otros números surtidos

de chatura equivalente.

Como era justo después de tan abrupto desbarranque,

la sala cerró sus puertas poco después y la divina ilusión

que alimentaran unos cuantos alocados montevideanos

quedó soterrada para siempre.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 369

Sexta Parte

Una Simiente que hizo

Florecer el Cardal

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Escudo, origen e historia del apellido Basáñez

Basáñez: “Ladera del bosque”

Al indagar por el significado y origen del nombre,

encontramos que el apellido Basáñez, aparece recogido por

el Cronista y Decano Rey de Armas, Don Vicente de

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 371

Cadenas y Vicent, en su “Repertorio de Blasones de la

Comunidad Hispánica”, eso significa que el linaje Basáñez

tiene armas oficiales certificadas por Rey de Armas.

En dicha obra se han incluido el contenido de muchos

manuscritos de la Biblioteca Nacional de Madrid y

correspondientes a Minutarios de Reyes de Armas y recoge

apellidos que, como Basáñez, indica que son españoles o

muy vinculados por unas u otras razones a España, por lo

que los del apellido Basáñez están en esta tesitura.

También se suman millares de escudos heráldicos y

heráldica procedentes de varias Secciones del Archivo

Histórico Nacional, así como de la Real Chancillería de

Valladolid, Salas de los Hijodalgos y de Vizcaya, etc. En

resumen, los del apellido Basáñez han realizado alguna

prueba de nobleza o hidalguía.

Julio de Atienza, en su “Nobiliario Español”, también

recoge la heráldica e historia del apellido Basáñez. Esta

obra es de gran importancia para la heráldica ya que recoge

la historia, pruebas de nobleza e hidalguía de los apellidos y

linajes entre los que está el apellido Basáñez.

También figura el apellido Basáñez en el

“Diccionario Heráldico y Nobiliario de los Reinos de

España” de Fernando González Doria, aunque éste presenta

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 372

menos datos del apellido Basáñez que el “Nobiliario

Español”.

La muy completa historia y heráldica del apellido

Basáñez aparece en la magna “Enciclopedia

Hispanoamericana de Heráldica, Genealogía y

Onomástica” de los hermanos Arturo y Alberto García

Carraffa, y continuada por Endika de Mogrobejo. Son más

de 100 tomos los que ocupa esta Enciclopedia donde

podemos encontrar también este apellido entre los más de

17.000 apellidos que allí se encuentran.

Que el apellido Basáñez se encuentre en “El Solar

Vasco Navarro” de los hermanos García Carraffa, certifica

o significa, que los Basáñez son de origen vasco, navarro, o

de otros lugares pero asentados en el País Vasco y/o

Navarra.

Hemos de señalar, que por lo general, los apellidos

vascos se fueron formando tomando en cuenta los nombres

de los lugares, y los personales variaban en cada generación

e inclusive entre hermanos. Antiguamente, se tenía como

costumbre tomar el nombre del solar para demostrar la

posesión sobre el mismo. La denominación de las plantas,

ríos, montes, bosques, peñas, campos les servían de

inspiración.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 373

Es a través de ellos, que se pueden distinguir

términos, como el significado de los colores o piezas que

integran los escudos, y de esa forma, tener la información

histórica nobiliaria del apellido, o conocer los pleitos de

hidalguía, ingresos a órdenes militares, saber sobre los

títulos nobiliarios que puedan tener los de ese apellido, o los

oficios honoríficos o cargos públicos en que hayan actuado.

En el caso de este apellido, las pesquisas efectuadas

indican que el origen de éste apellido tiene un significado

muy peculiar: “Ladera del bosque”.

Atisbos del Viejo Cardal

En la serena callecita del Colegio, a 200 ms del cruce

con la calle del General Artigas, comienza hacia el sur una

solariega quinta de once hectáreas, con su valioso monte

frutal. Sobre el portón, trepa insistente la enredadera y borra

el número de la casa, el 63, dibujado prolijamente sobre una

tabla pintada de negro, y adorna esa misma entrada, un

artístico farol de hierro forjado que permanece encendido en

las noches oscuras. En el jardín, un amplio patio empedrado

con lozas de Pando.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 374

Finaliza ya el año 1872 y se ve salir a los tres hombres

de la iglesia, van a paso menudo atravesando la plaza para

ganar de a poco la callecita del Colegio. Repetían

invariablemente el paseo en las mañanas y en el atardecer.

Uno de los tres se dejaba conducir. Vestía de negro, y

la chaqueta, cerrada bajo el mentón, no dejaba ver la corbata

oscura. Los otros lo tomaban del brazo levándolo de la

quinta al templo, y una vez cumplido el deber religioso, lo

volvían hasta su casa.

No podía esconder uno de los acompañantes su aire

militar, aunque vestía de paisano, atildadamente. El otro,

otrora ya había actuado bajo las órdenes del General San

Martin y de otros no menos renombrados Coroneles y

Generales, y mismo así, disponía ya de la paz interior. No

en tanto, el primer coadjutor, aun huyendo del espectro del

General Urquiza, custodiaba en la Villa de la Restauración,

la sombra del anciano Basáñez.

En la casa sabían que era sagrado el sueño del señor a

la vuelta del paseo. Llegaba siempre como dormido. Nadie

lo negaría viéndolo en el patio, bajo el árbol enorme, junto a

la mancha blanca del aljibe que lucía una flecha en el hierro,

exhibiendo frente a la severidad de la loza de Pando, toda su

pompa de azulejos.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 375

Desde hacía tiempo que el corredor se poblaba de

roces bajo las tejas descoloridas que acogían murciélagos y

pájaros, como el pozo lo hacía con la luna y las estrellas. No

le llegaba al anciano ni la canturria de las mujeres de

servicios: ellas sabían velarla, para su descanso.

Del tilo que no envejece ni se encorva como el

hombre, que ya es solo una sombra en el crepúsculo del día

y de la vida, desciende lentamente, como un hechizo la

memoria de los días bizarros. Algunos pétalos han caído

ahora en el chambergo oscuro, que presta al rostro afilado y

pálido, un poco del aspecto que debió tener Felipe II, el

monarca sombrío que no pudo menos que dar a su palacio

desierto, su propia fisonomía de atormentado.

Descienden lentamente al presente en su cabeza, los

recuerdos sobre el hombre del que ya le han huido las horas

serenas…

Los Avatares Monarquicos del Siglo XVIII

Antes de encerrar este derradero capítulo, creo

conveniente repasar algunos de los aspectos circunstanciales

que ocurrieron en la península ibérica durante el siglo

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 376

anterior al cual se ubica esta reseña, los cuales sólo llegaron

a los oídos de nuestro principal protagonista, por la boca de

don Manuel; el otro, su padre.

Carlos como Rey de Nápoles y Sicilia:

Durante su reinado en Nápoles y Sicilia (Carlos VII,

Carlo VII en italiano, o simplemente Carlo di Borbone, que

es como se le suele llamar allí), supo gobernar, reformar y

modernizar el reino, unificándolo, conquistando el amor de

los ciudadanos junto con su amada esposa María Amalia de

Sajonia; donde también continuó sus guerras contra Austria,

y participó junto con Francia y España en lo que se llamó en

la época: “Pactos de Familia”.

De esto, se destaca el hecho de haber sido quien

ordenó comenzar la excavación sistemática de las

poblaciones sepultadas por la erupción del Vesubio del año

79: Pompeya, Herculano, Oplontis y las Villas Stabianas.

No sólo eso, sino que en 1752, al ordenar construir una

carretera hacia el sur (precursora de la actual Statale 18),

salieron a la luz los restos de la ciudad de Paestum, que

llevaban años cubiertos por la maleza (parte del anfiteatro

yace precisamente bajo dicha carretera). Fue un hallazgo

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 377

especialmente importante, porque allí se hallaban tres

templos griegos en muy buen estado de conservación.

No en tanto, la muerte sin descendencia de Fernando

VI de España, hizo recaer en Carlos la Corona de España, la

cual pasó a ocupar en 1759, dejando con gran tristeza, tanto

de los reyes como del pueblo, la corona del Reino de

Nápoles y Sicilia a su tercer hijo, Fernando.

Tras los fallecimientos de Luis I y de Fernando VI sin

descendencia, el trono de España pasó a Carlos III, tercer

hijo de Felipe V y primero de su matrimonio con Isabel de

Farnesio, con gran experiencia de gobierno como rey de

Nápoles.

La Guerra de los Siete Años (1756–1763):

El primer asunto que el nuevo Rey trató, fue la Guerra

de los Siete Años. El monarca español se vio obligado a

tomar parte en la guerra tras la ocupación británica de

Honduras y la pérdida de la colonia francesa de Quebec, lo

que requirió la urgente intervención española en dicho

conflicto, para lograr frenar el expansionismo británico por

tierras de América.

En 1761 se firmó el Tercer Pacto de Familia, y España

entró en el conflicto bélico. La guerra terminó con la Paz de

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París de 1763. En el acuerdo, España cedió a Gran Bretaña

la Florida y territorios del golfo de México, a cambio de La

Habana y Manila, conquistadas por los británicos; también

la Luisiana francesa pasó a manos de España, quien estaba

más preparada para defenderla. En ese convenio, Portugal,

aliado de los británicos, recuperó la colonia del Sacramento

(Banda Oriental).

En 1781, el gobernador de la Luisiana, Gálvez,

recupera las dos Floridas para España, en un audaz golpe de

mano contra los ingleses y, en 1782, España recupera la isla

de Menorca.

Guerra de independencia de los Estados Unidos

(1776–1783)

España continuó haciendo valer la alianza francesa.

Así, en la Guerra de la Independencia de los Estados

Unidos, intervino junto a Francia contra Gran Bretaña en

apoyo a la emancipación de las trece colonias británicas.

Fue con el Tratado de Versalles de 1783, que puso fin a la

guerra. España recuperó entonces Florida, los territorios del

golfo de México, aunque no pudo hacer lo mismo con

Gibraltar.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 379

España, de esta forma, contribuyó a la independencia

de los Estados Unidos, hecho que creó, mismo fuera de las

otras circunstancias que lo acompañaron, un precedente

para la posterior emancipación de las colonias españolas en

el siglo XIX.

Mediterráneo:

Así mismo, en una región circundante a su territorio,

el Monarca intervino en el norte de África con el doble

objetivo de conseguir liberar el mar de piratas berberiscos, y

lograr obtener concesiones económicas.

En relación a política interior, de igual modo intentó

modernizar la sociedad de aquel entonces, utilizando el

poder absoluto del Monarca bajo un programa ilustrado

(uno de los casos más notorios, fue la liberación de los

gitanos).

Despotismo Ilustrado:

En la línea de la Ilustración propia de su época, Carlos

III realizó importantes cambios -sin quebrar el orden social,

político y económico básico, y el despotismo ilustrado-, con

ayuda de un equipo de ministros y colaboradores ilustrados,

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 380

como el Marqués de Esquilache, Aranda, Campomanes,

Floridablanca, Wall y Grimaldi.

Para llevar a cabo sus reformas, el Monarca nombró al

marqués de Esquilache como Secretario de Hacienda. Éste

incorporó señoríos a la Corona, controló a los sectores

eclesiásticos y reorganizó las Fuerzas Armadas. Su

programa de reformas y la intervención española en la

Guerra de los Siete Años, demandaron por más ingresos,

que se consiguieron con un aumento de la presión fiscal y

nuevas fórmulas, como la creación de la Lotería Nacional.

Al mismo tiempo liberalizó el comercio de los cereales, lo

que originó una subida de los precios de los productos de

primera necesidad a causa de las especulaciones de los

acaparadores y de las malas cosechas de los últimos años.

Por causa de dichas reformas, en marzo de 1766 se

produjo el Motín de Esquilache. Su detonante, fue la orden

de cambiar la capa larga y el sombrero de ala ancha de los

madrileños, por la capa corta y el sombrero de tres picos. La

manipulación realizada por sectores nobiliarios y

eclesiásticos, lo convirtió en un ataque directo a la política

reformista llevada a cabo por ministros extranjeros del

gobierno del Rey. De Madrid, muy pronto se trasladó a las

provincias afectando a ciudades como: Cuenca, Zaragoza,

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 381

La Coruña, Oviedo, Santander, Bilbao, Barcelona, Cádiz y

Cartagena entre otras muchas. El aglutinador común de la

rebelión, fue la protesta por la escasez y el alza de los

precios de los alimentos ocasionados por la liberalización

comercial.

Los amotinados exigieron la reducción del precio de

los alimentos y la supresión de la Junta de Abastos, la

derogación de la orden sobre la vestimenta, el cese de

ministros extranjeros de Carlos III y su sustitución por

españoles, y un perdón general. El Monarca terminó

desterrando a Esquilache y nombró en su lugar al conde de

Aranda.

La política religiosa:

Desaparecidos los ministros extranjeros, el Rey se apoyó en

los reformistas españoles, como Pedro Rodríguez de

Campomanes, el conde de Aranda o el conde de

Floridablanca. Campomanes, nombrado fiscal del Consejo

de Castilla, en la búsqueda por culpables, trató de demostrar

que los verdaderos inductores del motín de Esquilache

habían sido los jesuitas. A seguir, se nombró una comisión

de investigación y sus principales acusaciones fueron:

Sus grandes riquezas.

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El control de los nombramientos y de la política

eclesiástica.

Su apoyo al Papa.

Su lealtad al marqués de la Ensenada.

Su participación en los asuntos de Paraguay.

Su intervención en el dicho motín.

Sectores de la nobleza y diversas órdenes religiosas,

evidentemente que pronto estuvieron claramente en contra,

pero de nada sirvieron sus evidentes reclamos. Por todo

ello, mediante el decreto real del 27 de febrero de 1767, se

les expulsó de España y todos sus dominios y posesiones

fueron confiscados.

Reformas:

Con la expulsión de los jesuitas, se quiso aprovechar

para realizar una reforma de la enseñanza que debía

fundamentarse en las disciplinas científicas y en la

investigación. A partir de ahí, se sometió las universidades

al patronazgo real y se creó en Madrid los Estudios de San

Isidro (1770), como centro moderno de enseñanza media

destinado a servir de modelo, y también las Escuelas de

Artes y Oficios, que han perdurado hasta el siglo XX

(cuando pasaron a llamarse Escuelas de Formación

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Profesional, EFP). Como derivación de su exclusión, las

propiedades de los jesuitas sirvieron para crear nuevos

centros de enseñanza y residencias universitarias. Y sus

riquezas, se orientaron para beneficiar a los sectores más

necesitados, y se destinaron a la creación de hospitales y

hospicios.

La reformas promovieron un nuevo plan de Estudios

Universitarios que, de inmediato, fue duramente contestado

por la Universidad de Salamanca, la cual propuso un plan

propio, que a la postre, fue implantado años después.

Por otro lado, el impulso hacia la reforma de la

agricultura durante el reinado de Carlos III, vino de mano

de las Sociedades Económicas de Amigos del País, creadas

por su ministro José de Gálvez. Campomanes, influido por

la fisiocracia, centró entonces su atención en los problemas

de la agricultura. En su Tratado de la Regalía de la

Amortización, defendió la importancia de ésta para

conseguir el bienestar del Estado y de los ciudadanos, y la

necesidad de una distribución más equitativa de la tierra.

En 1787, Campomanes elaboró un proyecto de

repoblación de las zonas deshabitadas de las tierras de

realengo de Sierra Morena y del valle medio del

Guadalquivir. Para ello, y supervisado por Pablo de

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Olavide, intendente real de Andalucía, se trajeron

inmigrantes centroeuropeos. Se trataba principalmente de

alemanes y flamencos católicos, como una solución para

fomentar la agricultura y la industria, en una zona

despoblada y amenazada por el bandolerismo. El proyecto

fue financiado por el Estado. Se fundaron así nuevos

asentamientos, como La Carolina, La Carlota o La Luisiana,

en las actuales provincias de Jaén, Córdoba y Sevilla.

Dentro del contexto de las reformas, se reorganizó el

ejército, al que dotó de unas Ordenanzas en 1768 destinadas

a perdurar hasta el siglo XX, y se impulsó el comercio

colonial formando compañías, como la de Filipinas, y

liberalizando el comercio con América en 1778. También se

destaca el Decreto de libre comercio de granos de 1765.

Otras medidas reformistas del reinado fueron la

creación del Banco de San Carlos, en 1782, y la

construcción de obras públicas, como el Canal Imperial de

Aragón y un plan de caminos reales de carácter radial, con

origen en Madrid y destino a Valencia, Andalucía, Cataluña

y Galicia.

De la misma forma, forjó un ambicioso plan industrial

en el que destacan como punteras las industrias de bienes de

lujo: Porcelana del Buen Retiro, Cristales de la Granja y

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traslada la Platería Martínez a un edificio en el paseo del

Prado, pero ha de destacarse que no faltaron muchas otras

para la producción de bienes de consumo, en toda la

geografía española.

Entre los planteamientos teóricos para el desarrollo de

la industria, se destacó el Discurso sobre el fomento de la

industria popular de Campomanes, para mejorar con ella la

economía de las zonas rurales y hacer posible su

autoabastecimiento. Las Sociedades Económicas de Amigos

del País, fueron los que se encargaron de la industria y su

teoría en esta época.

En conclusión, las reformas permitieron que en su

reinado, se hicieran hospitales públicos, servicios de

alumbrado y recogida de basura, uso de adoquines, una

buena red de alcantarillado. En relación a la propia Madrid,

le cupo un ambicioso plan de ensanche, con grandes

avenidas, monumentos como la Cibeles, Neptuno, la puerta

de Alcalá, la fuente de la Alcachofa…, la construcción del

jardín botánico (trasladando al Paseo del Prado el antiguo

de Migas Calientes), el hospital de San Carlos (hoy Museo

Reina Sofía), el edificio del museo del Prado (destinado

originalmente a museo de Historia Natural), entre otras

obras de destaque.

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La sociedad:

Sin embargo, su reinado también influenció en dentro

del comportamiento de la comunidad ibérica de aquel

entonces, donde destacamos:

La nobleza: Descendió en número, debido a la

desaparición de los hidalgos en los censos por las medidas

restrictivas hacia este grupo por el Rey. Representaba el 4%

del total de la población. Su poder económico se acrecentó

gracias a los matrimonios entre familias de la alta nobleza,

que propiciaron una progresiva acumulación de bienes

patrimoniales. Mediante un decreto en 1783, el Rey aprobó

el trabajo manual y lo reconoció, favoreciendo a los nobles.

A partir de ese momento, los nobles podían trabajar, cosa

que antes no podían hacer, ya que únicamente podían vivir

de sus riquezas. Los títulos nobiliarios aumentaron con las

concesiones hechas por Felipe V y Carlos III. Se crearon la

Orden Militar de Carlos III y la de las Reales Maestranzas

con estatutos nobiliarios. En contrapartida, se pusieron

numerosas restricciones a los mayorazgos y a los señoríos,

aunque nunca llegaron a desaparecer durante el reinado.

El clero: La Iglesia poseía cuantiosas riquezas. Siendo

el clero un 2% de la población, según el Catastro de

Ensenada, era propietaria de la séptima parte de las tierras

de labor de Castilla, y de la décima parte del ganado lanar.

A los bienes inmuebles se añadían el cobro de los diezmos,

a los que se descontaban las tercias reales, y otros ingresos

como rentas hipotecarias o alquileres. La diócesis más rica

era la de Toledo, con una renta anual de 3.500.000 reales.

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El estado llano: Era el grupo más numeroso. En él se

encontraban los campesinos que gozaban de cierta

estabilidad económica. Los jornaleros sufrían situaciones

de miseria. De acuerdo con el Catastro de Ensenada, los

artesanos representaban el 15% del total de los asalariados,

y tenían mejores retribuciones que los campesinos. La

burguesía comenzó a despuntar tímidamente en España.

Localizada en la periferia peninsular, se identificó con los

propósitos reformistas y los ideales ilustrados del siglo. Fue

especialmente importante en Cádiz, por su vinculación al

comercio americano, Barcelona y Madrid.

Empero, cuando el rey murió en 1788, terminó con él

la historia del reformismo ilustrado en España, pues el

estallido casi inmediato de la Revolución francesa al año

siguiente, provocó una reacción de terror que convirtió el

reinado de su hijo y sucesor, Carlos IV, en un periodo

mucho más conservador. En seguida, la invasión francesa

arrastraría al país a un ciclo de revolución y reacción que

marcaría el siglo siguiente, sin dejar espacio para continuar

un reformismo sereno como el que había desarrollado

Carlos III.

Entre los aspectos más duraderos de su herencia quizá

haya que destacar el avance hacia la configuración de

España como nación, a la que dotó de algunos símbolos de

identidad (como el himno y la bandera), e incluso de una

capital digna de tal nombre, pues se esforzó por modernizar

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Madrid (con la construcción de paseos y trabajos de

saneamiento e iluminación pública), y engrandecerla con

monumentos (de su época datan la Puerta de Alcalá, el

Museo del Prado —concebido como Gabinete de Historia

Natural—, el Hospital de San Carlos o la construcción del

nuevo Jardín Botánico, en sustitución del antiguo de Migas

Calientes), y con edificios representativos destinados a

albergar los servicios de la creciente administración pública.

El impulso a los transportes y comunicaciones interiores

(con la organización del Correo como servicio público y la

construcción de una red radial de carreteras que cubrían

todo el territorio español, convergiendo sobre la capital), ha

sido, sin duda, otro factor político que ha actuado en el

mismo sentido, acrecentando la cohesión de las diversas

regiones españolas. Estas son sólo algunas de las razones

por las cuales Carlos III fue conocido como el “mejor

Alcalde de Madrid”.

El Sucesor:

Carlos IV de Borbón (nacido en Portici, Nápoles, 11

de noviembre de 1748), fue Rey de España desde el 14 de

diciembre de 1788 hasta el 19 de marzo de 1808. Hijo y

sucesor de Carlos III y de María Amalia, fue lo que le dio

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 389

acceso al trono. No en tanto, tiempos conflictivos surgirían

en su reinado.

Sucedió a su padre, Carlos III, al morir éste el 14 de

diciembre de 1788. Accedió al Trono con una amplia

experiencia en los asuntos de Estado, pero se vio superado

por la repercusión de los sucesos acaecidos en Francia en

1789, y por su falta de energía personal que hizo que el

gobierno estuviese en manos de su esposa María Luisa de

Parma y de su valido, Manuel Godoy, de quien se decía era

amante de la Reina, aunque hoy en día esas afirmaciones

han sido desmentidas por varios historiadores.

Estos acontecimientos frustraron las expectativas con

las que inició su reinado. A la muerte de Carlos III, el

empeoramiento de la economía y el desbarajuste de la

administración, revelan los límites del reformismo, al tanto

que la Revolución francesa pone encima de la mesa una

alternativa al Antiguo Régimen.

Las primeras decisiones de Carlos IV mostraron unos

propósitos reformistas. Designó primer ministro al conde de

Floridablanca, un ilustrado que inició su gestión con

medidas como la condonación del retraso de las

contribuciones, limitación del precio del pan, restricción de

la acumulación de bienes de manos muertas, supresión de

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vínculos y mayorazgos, y el impulso del desarrollo

económico. Fue el propio Monarca quien tomó la iniciativa

de derogar la Ley Sálica impuesta por su antecesor Felipe

V, medida ratificada por las Cortes de 1789, que no se llegó

a promulgar.

El estallido de la Revolución francesa en 1789,

cambió radicalmente la política española. Conforme llegan

las noticias de Francia, el nerviosismo de la corona crece y

acaba por cerrar las Cortes que, controladas por

Floridablanca (mantenido en el poder por consejo de su

padre), se habían reunido para reconocer al Príncipe de

Asturias.

El aislamiento parece ser la receta para evitar la

propagación de las ideas revolucionarias a España.

Floridablanca, ante la gravedad de los hechos, dejó en

suspenso los Pactos de Familia, estableció controles en la

frontera para impedir la expansión revolucionaria y efectuó

una fuerte presión diplomática en apoyo a Luis XVI.

También puso fin a los proyectos reformistas del reinado

anterior y los sustituyó por el conservadurismo y la

represión (fundamentalmente a manos de la Inquisición, que

detiene a Cabarrús, destierra a Jovellanos, y despoja de sus

cargos a Campomanes).

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 391

Gobierno del conde de Aranda

En 1792, Floridablanca fue sustituido por el conde de

Aranda, amigo de Voltaire y de otros revolucionarios

franceses, a quien el rey encomienda la difícil papeleta de

salvar la vida de su primo el rey Luis XVI, en el momento

en que éste había aceptado la primera Constitución francesa.

Sin embargo, la radicalización revolucionaria a partir

de 1792 y el destronamiento de Luis XVI -el rey francés fue

encarcelado y quedó proclamada la República-, precipitó la

caída del conde de Aranda y la llegada al poder de Manuel

Godoy el 15 de noviembre de 1792.

La Distantes Raíces Vascongadas

El avance del actual capítulo de esta historia no lleva

lejos, hasta la Provincia de Bizkaia o Vizcaya, que está

ubicada en la comunidad autónoma del País Vasco. La

misma limita al norte con el mar Cantábrico, al este con la

provincia de Guipúzcoa, al sur con las provincias de Álava

y Burgos, y al oeste con la comunidad autónoma de

Cantabria.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 392

Las primeras informaciones que se tienen sobre los

primitivos habitantes de estas tierras, fidedignas, citan a los

vascones y proceden de fuentes romanas. Según parece,

estos no sólo estuvieron establecidos en lo que hoy es el

País Vasco, sino que también se extendieron a La Rioja, el

bajo Jalón y el norte de Zaragoza. Sus vecinos más

próximos eran los várdulos y los ilergetes.

Es muy difícil precisar su origen, pues debido al

aislamiento en el que vivieron durante siglos, es muy poco

lo que se conoce de los Vascones.

Así mismo, en lo que se refiere al idioma que

hablaban, el vasco o vascuence, de orígenes también

bastante confusos, se la considera una de las lenguas más

antiguas del mundo. Por la documentación medieval, se

sabe que en el siglo XIII se hablaba todavía en amplias

zonas al sur del río Ebro (Burgos y la Rioja Alta), pero a

partir de dicha época, el uso de esta lengua se fue

reduciendo por la influencia ejercida por las lenguas

vecinas, especialmente el castellano y así, en el año 1500,

ya no se hablaba casi vasco en las zonas situadas en la

ribera derecha del Ebro.

Pero volvamos a los vascones; de su expansión más

allá de la zona propiamente vasca, quien nos habla sobre el

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 393

asunto, es Tolomeo, quien les asigna además a, Iaca, (Jaca),

Pompaleo, (Pamplona), Graccurris, (Alfaro), Calagurris,

(Calahorra), Cascatum, (Cascante) y Alavona, (Alagón). La

historia de los primitivos vascos se desarrolló

fundamentalmente en las laderas de los montes, como

atestiguan las cuevas naturales habitadas durante el periodo

paleolítico.

Antes de la llegada de los romanos, apenas conocían

la agricultura, basando casi toda su economía, por llamar a

sí a su forma de subsistencia, en la recolección de bellotas

que convertían en harina para amasar una especie de pan,

que alternaba con la cría del ganado.

Se trataba de un pueblo muy belicoso que llevaba a

efecto expediciones de rapiña contra sus vecinos más

prósperos y ricos. Este fue el motivo por el que los romanos

decidieron extender sus conquistas hacia el norte de la

península, ante la inseguridad reinante en aquella zona. No

fue una empresa fácil para las legiones de Roma que, en

resumidas cuentas, jamás consiguieron dominar

enteramente a los Vascones.

Referente a la dureza de los habitantes del norte de

España, basta con recordar lo que se decía en tiempos

romanos al querer referirse a una empresa ardua y casi

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imposible de lograr: “Eso es tan difícil como poner de

espaldas a un cántabro”.

No obstante la superioridad hizo que los romanos

fueran creando núcleos de población en los valles, núcleos

urbanos de cierta importancia, sobre todo en el centro de

Navarra y parte de la zona de Alava. Mientras, más al norte,

continuaban los vascones dominando las montañas, sujetos

a sus hábitos y costumbres y rechazando una y otra vez a los

romanos. Este territorio de indómitos, se basaba

principalmente en las actuales Vizcaya y Guipúzcoa y el

norte de Navarra.

La defensa de los vascones era tan enérgica, que los

romanos acabaron por evitar todo lo posible sus encuentros

armados con ellos. Con la crisis del Imperio, las escasas

poblaciones perdieron importancia, registrándose

sublevaciones por parte de las tribus menos romanizadas del

Norte hasta finales del siglo IV. Posteriormente, ni los

visigodos ni los francos consiguieron dominar a los

habitantes de las montañas. Otro tanto les sucedió a los

musulmanes. Lo único que estos lograron, fue dominar un

asentamiento en Navarra y de allí no pasaron. Les fue

imposible dominar el Norte de forma permanente.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 395

En los siglos VIII y IX, merced a la obra de algunos

monasterios evangelizadores penetró en Vasconia el

cristianismo. A partir del siglo IX y sobre todo el XI, se

registró un aumento demográfico que se tradujo en la

fundación de nuevas poblaciones. La aparición de estas

villas llevó a la sociedad vasca ciertos aires de libertad, no

muy bien aceptados por los señores feudales, que trataron

de someter a las villas dominando a los hombres libres, y

despojaron a la Iglesia de sus diezmos, lo que produjo una

sublevación de los despojados que, apoyados por el poder

real, consiguieron derrotar a los señores recuperando parte

de lo usurpado.

Con el descubrimiento de América y el final de las

luchas sociales, la población comenzó a recuperarse y su

crecimiento se prolongó hasta finales del siglo XVI. La

conquista de América y las guerras que sostuvieron Carlos

V y Felipe II hicieron que la demanda de hierro, de navíos y

de hombres, aumentara, lo que se tradujo en una época de

prosperidad económica para el País Vasco, al dar origen a

muchos puestos de trabajo.

No en tanto, mismo que don Manuel de Basáñez y

otros tantos personajes memorables de esta historia ya no

estuviesen allí, se sabe que las guerras carlistas motivadas

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 396

por cuestiones políticas, religiosas y económicas, acabaron

por repercutir grandemente en la región.

Con el célebre “Abrazo de Vergara” entre el general

liberal Espartero y el carlista Maroto, se puso fin a aquel

conflicto. Entonces, a partir del año 1840, se aceleró el

progreso industrial vasco. Se modernizaron las viejas

herrerías y se fueron creando nuevas industrias siderúrgicas.

Esta industria se convirtió en la más importante de la

nación, al tiempo que aumentaba la pujanza de su industria

naval. En el año 1902 se crearon los Altos Hornos de

Vizcaya. Esta revolución industrial, precisaba un gran

número de mano de obra, lo que se cubrió gracias al

campesinado vasco que emigraba hacia las zonas

industriales. Durante el primer tercio del siglo XX, Vizcaya,

ya se había convertido en la zona industrial que producía las

tres cuartas partes del acero y la mitad del hierro de toda la

península.

A su capital, Bilbao, también se le atribuye un origen

antiquísimo, tanto, que se ignora el nombre que pudo tener

en lejanas épocas de su historia. Las noticias más fidedignas

parten de la fecha en que don Diego López de Haro, Señor

de Vizcaya, que reconocía un privilegio por el que se

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 397

otorgaba a la población la categoría de Villa y le concedía la

facultad de tener mercado los martes de cada semana.

La ciudad prosperó merced a las franquicias que le

hizo el rey Fernando IV. Su actividad comercial siempre ha

consistido en la explotación del hierro, la instalación de

astilleros y el tránsito comercial. “María la Buena”, Señora

de Vizcaya, le otorgó nuevos privilegios en el año 1310.

Posteriormente, incorporado a la corona de Castilla el

señorío vizcaíno, Enrique III concedió el privilegio de que

los mercaderes extranjeros no pudieran embarcar

mercaderías en el puerto de Bilbao, salvo en barcos

vizcaínos.

Los Reyes Católicos le concedieron el título de Noble

Villa en al año 1475. En los siglos siguientes, Bilbao

conoció sublevaciones tales como la denominada,

“machinada” o la “zamaconada” que, en el fondo, se debió

siempre a la defensa que, de sus Fueros, mantuvieron los

vascos, resistiéndose al poder centralizador de la Corona.

Con las Guerras Carlistas, Bilbao conoció el caso de

que mientras los elementos de las zonas industrializadas se

alineaban junto con los liberales, el campesinado se volcaba

en favor del pretendiente don Carlos. Finalizadas estas

guerras, con la derrota carlista, los vascos perdieron sus

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 398

Fueros y fueron equiparados al resto de las provincias

españolas. Completamente extenuados ante tanta lucha,

dejaron de resistir a las nuevas leyes en 1877. Sin embargo,

en aquel tiempo existían otras tantas localidades con similar

notoriedad:

Bermeo, considerada como una población de remota

antigüedad, designada con el nombre de “Briga”, al que el

emperador Vespasiano antepuso el de “Flavio” que, al

declararla colonia romana, la engrandeció, llamándola

“Flaviobriga”. Con anterioridad a este periodo romano, la

mayoría de los autores se inclinan por el nombre “Bereme”,

dado por los primeros pobladores de España.

Durango, de la que se ignora la fecha de su fundación,

aunque es indudable que es anterior a la dominación

musulmana.

Guernica, símbolo de los Fueros de los vascos. Aquí,

en Guernica, o Guernika, se celebraban las juntas bajo un

viejo roble a cuyo alrededor creció la población. Aquí, bajo

sus armas, los Reyes juraban respetar los Fueros de

Vizcaya. Durante la I Guerra Carlista, la ciudad fue

escenario de violentas luchas entre ambos bandos.

Lequeitio; doña María Díaz de Haro, Señora de

Vizcaya, viuda del infante don Juan, dio a esta población el

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 399

Fuero de Logroño y título de Villa en Paredes de Nava a 3

de noviembre de 1325. Fue confirmado por el rey Alfonso

XI en Burgos.

Marquina, fundada por el Conde don Tello, Señor de

Vizcaya, con el nombre de Villaviciosa de Marquina, según

consta en el privilegio otorgado en Bermeo a 6 de mayo de

1355, concediéndole el Fuero de Bilbao.

Orduña, población también antigua y Portugalete,

situada en un recuesto de la ría, en su ribera occidental, a

muy poca distancia de su barra. En resumen: Vizcaya en

todo tiempo ha poseído el título de Señorío y nunca le

faltaron dueños propios, los que le concedieron las armas

que ostenta en sus escudos.

Pero no por eso se perdió el anhelo de recobrar sus

perdidos Fueros. Los recobraron en el siglo siguiente, más

precisamente en el año 1936, con la concesión de un

Estatuto de Autonomía, y volvieron a perderlos al final la

Guerra Civil de 1936, recobrándolo otra vez a la llegada de

la Monarquía, con la concesión de un nuevo Estatuto que

reconocía la autonomía de lo que hasta entonces se habían

considerado únicamente provincias vascas.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 400

Los Vascos y la Independencia de América

Buscando comprender los motivos del intensivo

éxodo de vascuences hacia este lado del mundo, el que

mejor lo ha descrito, es el político e historiador mexicano

Lucas Alamán (1792-1853), en “Historia de México”,

cuando escribe y demuestra que la mayoría de los

conquistadores de América eran de Extremadura; en

concreto, de Badajoz y de Medellín, y que los que

provocaron la caída del Imperio español fueron de las

provincias vascas.

Los vascos llegaron a América y fueron creando las

“Euskal Etxeak”, o Casas Vascas, para ayudar a los

compatriotas que inmigraban en su primera toma de

contacto con el nuevo país. Sus referentes son las antiguos

Cofradías del siglo XVII, como la de México de 1681 o la

de Perú de 1681, a imitación de la que los vascos ya tenían

en Sevilla en el siglo XVI. Según el estudio de Meter Boyd-

Bowman, el porcentaje de los inmigrantes a América entre

1493 y 1600 -aun sabiendo lo dificultoso de lograr la

información, el dato sirve de orientación-, es el siguiente:

Andalucía 36,9%, Extremadura 16,4%, Castilla Nueva

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 401

15,6%, Castilla Vieja 14%, León 5,9%, vascos 3,8-4% y

Galicia 1,2%.

Otra información interesante dice respecto a lo que

Humboldt dejó escrito sobre los vascos en 1801 en su libro

“Los Vascos”: “Allí donde se encuentren en el extranjero, se

apoyan unos a otros, aun sin más conocimiento”. En su

mensaje, apunta que la inmigración vasca será masiva, tras

la Guerra de la Convención (1794), Las Guerras

Napoleónicas (1808-12, llamadas “Guerras del Imperio” en

Francia y “De la Independencia” en España) y sobre todo,

tras la Guerras Carlistas durante el siglo XIX que arrasaron

el país.

Entre los vascos que fueron con Castilla a la conquista

del Nuevo Mundo, ha pasado a la historia la forma brutal de

ser del banderizo gipuzkoano del siglo XVI Lope de Agirre,

cuya visión medieval (y sin duda también actual) del “más

valer”, ha pasado a la historia. En una carta al rey Felipe II,

éste le hace saber que:

“Dios tiene el cielo para quien le sirva, y la tierra

para quien más pueda; que muestre el Rey de

Castilla el testamento de Adán, si le había dejando

a él esta tierra de las Indias”.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 402

El mismo Simón Bolívar, Libertador de América,

considera esta carta de Lope de Agirre como la “primera

declaración de independencia” de América. Lope de

Aguirre comentaba que: “Si algunos de los soldados nos

llaman traidores, hay que reprenderles, porque hacer la

guerra a D. Felipe, rey de Castilla, no es sino de generosos

y de gran ánimo”. La firma de la carta fue también

significativa: “Hijo de fieles vasallos tuyos vascongados, y

rebelde hasta la muerte por tu ingratitud, Lope de Aguirre,

el Peregrino”

Beneficiándose del momento, las colonias de

ultrapuertos aprovecharon la coyuntura favorable de la toma

por el ejército napoleónico de España en 1808, para lograr

su independencia, gracias a la traición a España de los reyes

franceses de la familia de los borbones y de su primer

ministro Godoy.

El referente de las colonias americanas españolas era

la independencia conseguida por Estados Unidos en 1776 de

Inglaterra. Historiadores afirman que el vasco Diego

Gardoki de Arrikibar, entregó al padre de la patria

estadounidense George Washington: 215 cañones, 30.000

mosquetes, 30.000 bayonetas, 51.314 balas, 137.000 Kg. de

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pólvora, 12.868 granadas, 30.000 uniformes y 4.000 tiendas

de campaña para luchar por la independencia de su país.

Jean Lafitte salió rumbo a América desde el puerto de

Pasaia (Gipuzkoa). Este vasco de Baiona nacido en 1791,

fue nombrado “héroe de la patria” por Estados Unidos por

su colaboración en su guerra de la independencia, pues,

pese a dedicarse al pirateo, luchó con sus hombres el 8 de

enero de 1815 durante el intento de invasión británica a

Nueva Orleáns. Laffite puso a disposición de Jackson más

de mil hombres, armas y municiones, defendiendo el sitio

desde el llamado French Quater y con su flota desde la costa

(información de Wikipedia). Posteriormente fue a luchar a

Texas en la guerra con México en 1817, e incluso intentó

crear un Estado propio al que llamó “República de

Baratalla” en Nueva Orleáns.

En enero de 1809 el primer proyecto independentista

para América del Sur corrió a cargo del alabés Martín de

Alzaga (nacido en Ibarra de Aramaiona 1755 - Buenos

Aires 1812), el cual propuso la independencia de España del

Virreinato de Río de Plata en Buenos Aires, para convertirse

en una República democrática.

Martín de Alzaga viajó de crío a Argentina donde se

instaló y donde, a pesar de desconocer inicialmente el

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 404

idioma, hizo fortuna. Alzaga luchó y expulsó a los ingleses

que habían tomado Buenos Aires de la que era alcalde de

primer voto en 1807, invasión dirigida por el general inglés

Whitelocke. Organizó milicias de voluntarios de la ciudad,

un ejército de más de seis mil hombres, y pagó con sus

propios fondos la formación de un regimiento de asturianos

y otro de vascos. Después padeció un “proceso por

independencia” al sublevarse contra el virrey español.

Pese a que aparece a veces en biografías como

defensor del virreinato español, participó en las

negociaciones que formaron la Primera Junta de criollos

contra España, y colocó en ella a tres miembros de su

partido: Mariano Moreno, Domingo Matheu y Juan Larrea.

Alzaga fue fusilado y posteriormente ahorcado el cadáver

en 1812 por una supuesta conspiración contra el Primer

Triunvirato argentino. Su cuerpo reposa en la iglesia

Nuestra Señora del Rosario y Convento de Santo Domingo,

en la Ciudad de Buenos Aires.

De la misma forma, la independencia de México tiene

un montón de nombres vascos, como el de Pedro Celestino

Negrete (Karrantza -Bizkaia), los oriundos de Okendo de

Alaba, Mariano Abasolo y Juan de Aldama (así como su tío

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 405

y hermano), el alto navarro Agustín de Iturbide, o José

Antonio Etxebarri.

Agustín Iturbide, por ejemplo, presidió la regencia del

primer gobierno provisional mexicano, y en mayo de 1822

fue proclamado emperador y coronado dos meses más tarde

con el nombre de Agustín I de México.

Un sobrino del guerrillero alto nabarro Espoz y Mina,

conocido como Mina el Mozo (1789 Otano, Alta Navarra -

1817 Méjico), tuvo en jaque a las tropas francesas en

Nabarra hasta que fue arrestado. Tras pasar por las cárceles

francesas, desembarcó en América, donde se reunió a

Simón Bolívar, con quien se repartió los frentes. Mina

acaudilló la independencia de México y allí fue fusilado

como traidor por los mismos españoles que lo habían

considerado héroe de la Guerra de la Independencia o

napoleónica. Apenas tenía 28 años cuando entró en la

historia de América.

Pero el más destacado de los descendientes de vascos

en la independencia de América, fue Simón Bolívar, que era

quinta generación de un rico bizkaíno, “Bolívar el Viejo”,

natural de la Puebla de Bolívar. Bolibar en euskera significa

“molino en la vega”.

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Simón Bolívar estuvo en Bilbao durante los años

1801-1802, en casa de unos amigos, en sus cartas relata la

emoción que le produjo visitar el pueblo de sus antepasados.

Durante su viaje a Bilbao tras su boda en Madrid, Simón

Bolívar conoció al científico de origen labortanos Fausto

Elhuyar, insigne miembro de la Real Sociedad Bascongada

de Amigos del País Vasco (RSBAPV), y a Valentín

Foronda del “Seminario Patriótico de Vergara” y de la Real

Compañía de Filipinas.

Hombres cultos e impregnados de las ideas

revolucionarias de la ilustración francesa que introdujeron

en la península y con la que mantenían estrecha relación,

sobre todo con Rousseau, amigo personal de Manuel

Ignacio Altuna, alcalde de Azpeitia y fundador junto a

Javier de Munibe (conde de Peñaflorida) y José María Egia

(marqués de Narros) de la RSBAPV. Estos ilustrados

vascos mantenían relación con el enciclopedismo francés de

Voltaire o Diderot; incluso, uno de los revolucionarios más

importantes, Ministro del Gobierno Revolucionario francés

hasta 1799 -entre otros muchos cargos que tuvo-, era el

vasco de Baiona, Joseph-Dominique Garat, que había

intervenido en la redacción de los Derechos del Hombre en

el Frontón de Versalles junto a su hermano y personalmente

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 407

leyó la sentencia de muerte al rey de Francia, el Borbón

Luis XVI.

Bolívar conocía muy bien la valía de estos

gipuzkoanos, no en balde la sociedad caraqueña y toda

Venezuela se había enriquecido gracias a que en 1728, el

conde de Peñaflorida (abuelo de Javier de Munibe) fundara

en San Sebastián-Donostia la Compañía Guipuzcoana de

Caracas, por idea de Olabarriaga y a petición de la

Provincia de Gipuzkoa, que obtuvo permiso para comerciar

con las colonias americanas, frente al anterior monopolio de

Sevilla y Cádiz. La Compañía Guipuzcoana de Caracas

quebró tras ser trasladada por orden regia a Madrid en 1785

al grito de: “¡que se vayan estos vascos que ni españoles

son!”.

Estos ilustrados vascos tendrán un papel fundamental

en las ideas del Libertador de América y le ayudaron a crear

los equivalentes americanos de la RSBAPV y del Seminario

de Bergara para la introducción de las ideas ilustradas en

América, y a los que el Libertador dio el nombre de

“Sociedad de Amantes del País” y la “Escuela de Minería”.

El coetáneo Nicolás Maquiavelo en su libro “El

príncipe”, dice al respecto sobre Fernando el Falsario:

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“Para poder llevar a cabo empresas mayores,

siempre sirviéndose de la religión, recurrió a

una devota crueldad (…) “El rey de España ha

querido fortificarse en el reino de Navarra, que

ha conquistado y cuya posesión deseaba (…)”

“Los españoles, por el contrario, ocultan y se

llevan cuanto han hurtado, de tal suerte que no

se vuelve a ver nunca nada de lo que han

hurtado.”

Parte del artículo desarrollado por Aitzol Altuna Enzunza,

Donostia (Nabarra)

La Partida – Una Nueva Tierra al Sur de

América

Desde el principio del siglo XVI, América del Norte,

(Terranova, Labrador, Golfo San Lorenzo), es el destino de

los pescadores Vascos que, al igual que Portugueses,

Bretones, y Normandos van a cazar la ballena y pescar el

bacalao.

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La colonización de América del Sur y la del territorio

de La Plata en particular, (zona situada alrededor del río que

atraviesa Argentina, Uruguay y Paraguay), debuta a partir

del siglo XVI, bajo el impulso de los exploradores y

conquistadores españoles entre los que se encontraban

numerosos emigrantes Vascos. Durante mucho tiempo la

corriente migratoria de los Vascos del norte se dirigió a

España, y a partir del siglo XVI se orienta hacia las colonias

de América del sur.

Autorización de partida:

La juventud era la mayoría en las hordas emigratorias,

y los principales integrantes de esa corriente migratoria, de

acuerdo con lo que atestan ciertos documentos de la época,

que rezan:

“Nos, el infrascrito, Jean Aguerre, alcalde de

Béguios, cantón de Saint Palais, departamento

de Bajos Pirineos, certifico que Doña Marie

Faut, viuda, residente en nuestro municipio, ha

otorgado, en nuestra presencia, a su hijo Jean

Faut, de dieciocho años de edad, la

autorización de ir a América. Esta señora no ha

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podido dar la autorización por escrito ya que

no sabe escribir”.

Autorización de viaje, colección Museo de Baja-Navarra (Francia)

Primera ola Migratoria:

La primera ola migratoria vasca hacia los países

entonces conocidos como: “La Plata” (siglos XVI, XVII, y

XVIII), casi siempre son como resultado de decisiones

individuales. Por ese motivo, bajo el impulso de la corona

de España, los que en esa época parten, son colonos, como

Juan de Garay, deseoso de conquistar nuevas tierras, no en

tanto, con las mudanzas monárquicas ocurridas en el siglo

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XVIII, también son funcionarios y misioneros los que

cruzan el Atlántico.

La Segunda ola Migratoria:

A mediados del siglo XIX y hasta principios del XX,

se organiza lo que podríamos encasillar como: “la segunda

ola migratoria”. Las primeras salidas masivas del País

Vasco de Francia, de Béarn, y de manera más general de las

montañas pirenaicas, tienen lugar a partir de 1830, cuando

Samuel Lafone, rico negociante de origen británico,

propone al gobierno de Uruguay contratos a través de los

que se compromete a reclutar mano de obra.

En ese entonces, manda al francés Alfred Bellemare a

hacer una prospección a las islas de Cabo Verde, a las

Canarias, y al País Vasco de Francia, con el fin de que

hiciera propaganda y organizara las expediciones.

A los emigrantes Vascos se les dirige primeramente a

Uruguay, y después, a Argentina, ya que en ese momento

Uruguay entre 1843 y 1851 está en guerra. Por otra parte, el

dictador argentino Manuel Rosas es derrocado en 1852 por

Justo José Urquiza el cual abre a la emigración las puertas

de Argentina.

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A partir de entonces comienza para Europa y, sobre

todo para los Vascos, un largo periodo de emigración hacia

los territorios de Uruguay y Argentina.

Compañía de mensajería marítima, colección Museo de Baja-Navarra

(Francia)

Otro factor preponderante que hace mudar el destino

de estos aventureros, ocurre en 1848 con el descubrimiento

del oro en California, cuando gran parte de los Vascos se

dirige a ese Far West, en donde algunos se dedicarán a la

cría de rebaños destinados a alimentar a los numerosos

buscadores de oro.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 413

Las motivaciones:

Varias fueron las causas que empujaron a los Vascos a

salir masivamente de su país. Sin lugar a dudas, la

coyuntura política, económica y social a fines del siglo

XVIII, y durante gran parte del XIX, jugó un papel esencial.

Algunos puntos que se destacan, son:

o Las guerras de la Revolución del Imperio (a

finales del siglo XVIII y principios del XIX),

arruinaron el País Vasco.

o En cada familia, los hermanos pequeños se

veían obligados a trabajar como sirvientes en el

caserío familiar o bien, tenían que buscarse el

sustento o la fortuna fuera de su hogar.

o Los emigrantes ayudan financieramente a sus

familias que se han quedado en su país.

o El servicio militar provoca insumisiones.

o El desplazamiento de los límites aduaneros

en 1789 en Francia y en 1842 en España, tiene

consecuencias negativas sobre la economía del

País Vasco.

o Entre 1830 y 1856 la población del País

Vasco aumenta.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 414

o El pequeño artesanado rural no consigue

resistir al auge industrial del siglo XIX

Sin embargo, se observan también otras razones que

tiene papel preponderante en la decisión, como el deseo de

deshacerse de la autoridad de los mayores, la presencia en

América de parientes (hermanos, tíos, primos) o de amigos,

el mito de “Eldorado” americano alimentado por los Vascos

de regreso a su país, son también lo que constituyen un

sinfín de razones para partir. Finalmente, la insistente

llamada de los gobiernos sudamericanos a la emigración

vasca, tuvo un fuerte eco a través de los agentes de

emigración.

Bilbao en 1575

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 415

Entre deseo y necesidad:

Siendo así, es de suponer que en un territorio que,

desde sus inicios se vio constantemente envuelto en un

clima bélico, el cual momentáneamente algunas veces

lograba una pausa entre una batalla y otra, porque aun

mantenía irresueltas las causas y el sostenimiento de sus

intereses autónomos, sumándose a todo ese espectro las

ideas revolucionarias independentistas de los vecinos de

aquellos pueblos euskaros, de repente, entre los copos de

nieve del gélido inverno de 1768, en un pueblito de no más

de dos centenas de habitantes de la Anteiglesia de San Juan

de Erandio, incrustado en el Señorío de Vizcaya, pueblo

vecino a Santurzi, fue donde al pie de sus montañas y a

orillas de la raía, nacía en esas heredades de ánimos tan

acalorados, don Manuel De Basáñez.

No hay documentos que certifiquen esta suposición,

pero en verdad, este joven parece haber sido hijo de un

espabilado hidalgo de una familia venida a menos, la cual

habría sabido ir colocando sus hijos a medida que se hacían

mayores, al tiempo que lograba sanear el capital familiar

mediante ese sibilino ejercicio, y no le habrían dolido

prendas a la hora de sacar familia y hacienda adelante,

mientras otros paisanos agonizaban bajo blasones henchidos

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 416

de orgullo provinciano. Para Manuel De Basáñez, su padre

habría urdido un ambicioso plan, colocándolo como

aventurero allende los mares, en Indias, donde las

expectativas de hacer fortuna seguían siendo halagüeñas.

Es de imaginarse que, para tal menester, el padre haya

resuelto ofrecer a su hijo como ayudante, oficial subalterno

o secretario de algún potentado indiano, de los muchos que

venían a rendir cuentas, negociar o realizar gestiones de

cualquier tipo; ya que en aquella época era una frecuentada

forma de abrirse camino en el complicado entramado de

relaciones administrativas, militares y comerciales de los

virreinatos, lo cual permitía que los jóvenes de familias

hidalgas, amparados en su apellido y en una mínima

formación, comenzasen haciendo méritos al servicio de

gobernadores, corregidores o simples alférez y oficiales de

menor rango, para después ir haciendo fortuna y

conseguirse finalmente, un buen cargo en la venta de oficios

Pensando ser así, es que un cierto día por alrededor de

1790, el joven Manuel dejó atrás su mocedad, y bajo esas

condiciones socio-políticas que hemos descrito

anteriormente, partió para tierras lejanas en busca de saciar

sueños y voluntades propias.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 417

Resonancias Nostálgicas

Los recuerdos van y vuelven en su longeva cabeza de

don Tomás. La vida lo había colmado, para quitarle luego,

poco a poco, los bienes y a quien él tanto amaba. Sin

embargo, sus evocaciones estaban ahora resumidas al lejano

tiempo en que llegó al Cardal disponiendo ya de un brazado

jugoso: juventud, hijos chicos, la entrañable compañera que

había entroncado su patricio apellido de Illa y Viamont al

que su padre traía desde su querida San Juan de Regales

para aquí esclarecerlo…

…Todo indica que al principio, pisando en la nueva

patria, -que se supone inicialmente la Argentina-, don

Manuel anduvo por aquí y allí hasta que lo venció la

soledad y una doncella porteña llamada Manuela Muñoz de

Godenez (o Gámes, según información de la familia del

General Viamonte), le robó su entristecido y nostálgico

corazón.

Es de imaginarse que en aquel momento, ella tenía la

hermosura serena y deslumbrante que solamente los recién

cumplidos veinte años le podían proporcionar. Un par de

mejillas rubras como las manzanas maduras, contrataban en

el albor como la nieve de la piel de su rostro. Sin embargo,

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 418

por motivos que escapan a nuestro conocimiento, en 1793,

todo lleva a creer que ambos atravesaron definitivamente el

Río de la Plata para solidificar en Montevideo una estirpe

que fuese capaz de elevar sus apellidos, y vivir sin rémoras

su núbil pasión.

Tal advenimiento es lo que nos permite recordar una

ulterior y similar historia de amor como tantas de las que

existieron en aquel tiempo intranquilo, y sucedida en los

contubernios de la razón. No hay una similitud análoga

entre los dos casos, pero, de cierta forma, nos parece tener

un cierto paralelismo romántico con la estos jóvenes

personajes.

La Transgresión de la Ley

El régimen rosista empezaba a ser más tolerante con

sus opositores. Muchos habían regresado, cansados de

esperar el fin del tirano. Mariquita Sánchez, por caso, se

entretenía tocando el piano y recibiendo a unos pocos

amigos fieles en su casa de la calle Florida. Una tediosa

monotonía caracterizaba la vida pública y privada. Xavier

Marmier, hombre de letras que visitó Buenos Aires en 1850,

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 419

se aburrió mucho en las tertulias donde no se podía hablar

de otra cosa que de modas y banalidades.

Ludovico Besi, un prelado italiano que vino como

legado papal ese mismo año, se sintió asqueado ante la

ostentación de la obsecuencia por parte del clero porteño. El

obispo local había tolerado la supresión de las fiestas

religiosas decretada por el gobierno, para que la gente

trabajara un poco más. El espionaje, la delación y la

inmoralidad eran moneda corriente. Los jesuitas, llamados

por Rosas de regreso al país, se habían ido de nuevo porque

no admitían los actos de sumisión que se les imponían.

Transgredir la ley se pagaba cruelmente. Esto le

sucedió a Camila O’Gorman, una jovencita que se enamoró

del teniente cura del templo del Socorro, Uladislao (o

Ladislao) Gutiérrez. La pareja escapó a Corrientes para

poder vivir sin trabas su amor, no advirtiendo el escándalo

que dejaban atrás. Rosas, disgustado porque los emigrados

de Montevideo denunciaban el libertinaje de la sociedad

federal, decidió dar un escarmiento: ordenó apresar a la

pareja y la hizo fusilar aduciendo que ése era el castigo

dispuesto por la antigua legislación española para los

amores sacrílegos.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 420

Esta conmovedora tragedia, que ocurrió en el

Campamento Militar de Santos Lugares en 1848, contribuyó

a demostrar que el uso arbitrario del poder era la esencia del

régimen. (Fuente: Argentina, Historia del País y De Su

Gente - María Saenz Quesada)

Los O’Gorman eran irlandeses, por eso era muy

común que visitara la casa de esta familia, un curita muy

joven que no hacía muchos meses había llegado a la

parroquia del Socorro. Había nacido en Tucumán,

pertenecía a una familia adinerada, era muy apuesto con su

pelo moreno y su sonrisa franca, tenía veinticuatro años y se

llamaba Ladislao Gutiérrez. Una de las hijas de los

O’Gorman se llamaba Camila, tenía veinte años y era de

una belleza serena pero deslumbrante. Su espíritu era

festivo y romántico. Era la niña mimada de la casa. Es

imposible saber cómo empezó todo. El caso es que Camila

y Ladislao se enamoraron. Sabían lo que significaba aquello

y ambos pedían perdón a Dios por lo que no podían y no

sabían refrenar. Juzgarlos sería demasiado fácil.

Camila y Ladislao deciden fugarse. En los últimos

días de 1847 salen por la noche, él de paisano, ella con un

modesto vestido. Pocas horas después, la familia de Camila

denuncia la desaparición de la joven y comienza una

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 421

afiebrada búsqueda. Ellos pertenecen también a una familia

socialmente acomodada y con contactos en los mandos, por

lo que las autoridades, sin imaginar el escándalo en ciernes,

agotan los recursos para encontrarla.

Solo al advertir la desaparición del padre Ladislao, e

hilar algunos hechos que antes parecían casuales pero ya no,

comienzan a entrever la verdad. Crece la desesperación. Ni

los familiares de Camila ni las autoridades eclesiásticas

saben qué hacer. La noticia toma estado público y se la

califica como un “crimen horrendo”. Todo Buenos Aires

habla de la pareja y nadie sabe dónde están. Nadie.

La policía de Juan Manuel de Rosas busca

afanosamente a los protagonistas del “crimen horrendo”. El

gobernador de Tucumán, Celedonio Gutiérrez, tío de

Ladislao, se presura a enviar, sin motivo alguno, un regalo

valioso al Restaurador: dos sillas talladas a mano que, más

que eso, es una manera de decir de que se lava las manos

por la actitud de su sobrino y acepta disciplinadamente las

decisiones del poderoso Rosas, sean las que fueren.

Camila y Ladislao, mientras tanto, lograron abordar

una pequeña embarcación en el puertito del Tigre,

convenciendo al capitán para que los dejara en Goya,

Corrientes. El hombre desconoce la identidad de sus

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 422

casuales pasajeros. Ellos llevan documentos falsos donde él

figura como un comerciante jujeño llamado Máximo

Brandier y ella, como su esposa, Valentina Desán de

Brandier, Al poco tiempo, la pareja abre una escuela en

Goya y comienzan a dar clases a los habitantes del lugar,

que enseguida se encariñan con ambos como si hubieran

vivido allí desde siempre. La casa de ellos es pequeña pero

limpia y decorosa.

Dedican casi todo su tiempo a la enseñanza y a

amarse con mucha ternura. Puede decirse que son felices,

tal vez hasta muy felices, pero nada es eterno. Un día hay

una fiesta en Goya y ellos asisten. Allí, un hombre recién

llegado de Buenos Aires los reconoce. Se acerca a Ladislao,

que por supuesto viste de paisano, y le pregunta a

quemarropa con un tono lleno de ironía:

-“¿Cómo está Ud., padre Gutiérrez? ¿Hace mucho que

no va por Buenos Aires?”.

De responderle, Ladislao debió decirle que pronto se

cumplirían seis meses desde el día en que huyeron de la

ciudad, pero fingió no escuchar nada y se fue para otro lugar

la fiesta. El tipo se quedó mirándolo, con una sonrisa

maliciosa y sin esperar una respuesta, que ya estaba dada.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 423

Camila y Ladislao decidieron no huir. Tal vez

pensaron que el tiempo había ablandado las opiniones,

quizá creyeron que no debían seguir escapando, o que ya los

habrían olvidado. Pero no era así. Dos días más tarde llegó

la orden de Buenos Aires: “ellos debían ser detenidos y

devueltos a la ciudad”. Así se hizo.

Por orden de Rosas, se habilitó una celda del Cabildo

para encerrar en ella a Ladislao, y una habitación

especialmente parada en la Casa de Ejercicios que

administraban las monjitas de caridad, donde Camila sería

recluida. Pero también por orden de Rosas, en mitad de

camino llegó un chasque que desvió a los prisioneros al

campamento militar de Santos Lugares. Se dice que en

Buenos Aires corrían rumores de linchamiento apenas

pusieran pie en la ciudad, y el gobernador quiso evitar

aquello, por eso el cambio.

Camila y Ladislao llegaron penosamente encadenados

al campamento de Santos Lugares. Un hecho hubo que

parecía aliviar la situación pero que, en realidad, no hizo

más que empeorarla: ella estaba embarazada. El

comandante del lugar, Antonino Reyes, se hace cargo de la

situación lo mejor que puede: ordena que Camila sea tratada

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 424

con delicadeza y hace que forren con tela suave los

eslabones de la cadena que la engrillan.

Ella y Ladislao son puestos en celdas separadas, pero

atendidos con toda corrección mientras Reyes espera

órdenes de Buenos Aires. Estas no tardan en llegar y su

contenido es tan inesperado y terrible, que el comandante

debe leerlas varias veces para convencerse: Camila y

Ladislao deben ser fusilados al día siguiente, a las diez de la

mañana.

El 18 de junio de 1848, Camila y Ladislao son

llevados frente al pelotón de fusilamiento. Camino al

paredón, iban separados y con los ojos vendados, pero se

percibían.

Ella preguntó al aire mientras caminaba a su muerte: -

¿Estás allí Ladislao?

-Sí-, respondió Gutiérrez desde un par de pasos de

distancia y también sin poder verla por la venda. -Aquí

estoy-, le dijo. -Y mi último pensamiento es para ti...

Poco antes se le había permitido mandarle una nota de

despedida a su amada en la que terminaba diciéndole: -“Ya

que no hemos podido vivir unidos en la Tierra, nos

uniremos en el Cielo, ante Dios”.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 425

Ambos fueron confesados por el cura del

campamento, unos minutos antes del terrible momento. No

pidieron clemencia, no lloraron, no se resistieron. La

descarga de fusilería fue una sola y tremenda.

Luego, el olor a pólvora quemada, una humareda que

el viento disipó y el impresionante silencio de los soldados

y oficiales que debieron cumplir la orden. Todo quedó así

por varios segundos, quieto, como en una fotografía. Como

si el tiempo se hubiera detenido en ese momento para todos

los protagonistas de esta historia, como nos ocurre ahora a

nosotros al terminar de leerla.

Los Pasos por la Paria que los Acogió

¿Puede la historia encerrada entre las paredes de una

solariega quinta, quedar muda en el instante fugitivo? No

del todo. Siempre quedará algo al caer la pátina de los años,

que la haga envejecer sin perder el encanto antiguo.

En los ojos de este anciano, también. No logra el halo

senil volver torva la mirada y apagar sus recuerdos. Y

aunque sus evocaciones se acerquen más a la melancolía,

seguramente en don Tomás, de ojos cerrados en una siesta

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 426

disimulada bajo las ramas del tilo, está latente ahora como

en un clisé, la voz de su padre al rescatarle sus orígenes,

cuando éste reunía sus hijos junto al brasero que le permitía

mantener caldeada las habitaciones de la residencia…

…Don Manuel de Basáñez y Manuela Muñoz de

Godenez se casaron en Montevideo en 1793, y muy pronto,

su casa dentro del perímetro de la Ciudadela, comenzó a

llenarse de hijos. Rosa nació en 1794, Tomás llegó al

mundo el 21 de diciembre de 1795, y Francisco, el menor,

en 1797.

No hemos descubierto en donde y de qué forma se

educaron los hijos de don Manuel, pero seguramente debe

haber sido un algún lugar preponderante, visto el nivel

letrado que el más notorio de sus hijos alcanzó, y del mismo

modo, conjeturamos que la casa donde vivían, estaba

situada en la calle Cerrito nº 15 de acuerdo con un

certificado del Registro de Estado Civil de octubre de 1896.

Otros registros documentales sobre esta familia que se

han encontrado en el Uruguay, dicen respecto sólo al joven

Tomás, entre los cuales consta que el día 11 de noviembre

de 1819, éste llegó a firmar por él y por terceros, junto con

otras dos centenas de vecinos –la mayoría, de nombres

vascos-, una petición de indulgencia encaminada al

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 427

gobernador, para que conmutaran la pena de algunos otros

residentes españoles revoltoso que al momento se

encontraban presos, por orden del General Francisco Lecor,

en el buque portugués “Gran Cruz de Abis”, anclado frente

a la rada de Montevideo y prestes a deportar a los

insurrectos para Rio de Janeiro, (información que consta en:

Sección Historia y Archivo del Estado Mayor del Ejército

Uruguayo - boletín histórico nº 75 / Archivo histórico de

Madrid).

Parece ser que, de lance en lance, este cultivado

muchacho que, al estallar la Revolución Oriental al mando

de Artigas en 1811 tenía tan sólo 16 años, logró ir

abriéndose espacio entre sus congéneres hasta el momento

de firmarse la Constitución en 1830.

Sin embargo, antes de ese importante evento, el ya

treintañero Tomás, un día cayó de amores por la joven y

bella Juana, un precioso reviento de los Illa y Viamont, la

cual se la concedieron en matrimonio el día 16 de julio de

1827.

Es probable que aliado a su condición erudita y

contando con el apoyo, las relaciones y el peculio de su

suegro, ya que siendo un hombre dedicado a los negocios,

administró durante un tiempo la importante fortuna de su

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 428

suegro, fuese la condición que le permitió ocupar el cargo

de Juez Ordinario de Montevideo, y el consecuente inicio de

adquisiciones de tierras que terminaron por llevarlo a querer

afincarse en aquella lejana aldehuela antes de iniciarse allí

el éxodo del 1843, tiempo en que una parte de sus vecinos

españoles de Montevideo, también se fue volcando, al inicio

despacio, hacia ese pueblo surgido bruscamente junto al

cuartel del general Oribe.

Diez años antes había adquirido en precio mínimo, las

tierras que Solsona arrancó a la estanzuela que había sido

antes de Alzáibar, y que seguían incultas y desiertas, hasta

necesitar de años para salpicar de ranchos ese camino Real

que avanzaba viboreando desde las sierras de Maldonado:

mesón de Pacheco Medina, pulperías de doña Mauricia, de

Soca y González.

En un extremo del caserío, se veía la azotea de los

Patiño, en el otro, los ombúes de doña Mercedes. Poca

gente, pero seguramente con leyenda. Melones fue un

portugués medio ermitaño, que se creyó con derecho a

descansar un cuarto de siglo, porque había plantado, de

orden de Juan María Pérez, la costa del bañado, con sauce,

mimbre y álamo. Por allí también estaba Ramón Manso, un

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 429

patriarca negro, centinela incansable bajo el añoso ombú de

la playa de la Mulata.

Pronto empezó a subdividirse las tierras que había

sufrido su primer fractura cien años antes: estanzuela de

Alzáibar, y antes de Sebastián Carrasco; ahora, chacras de

doña Candelaria, de Xarpes, de Camejo, de Ramírez, y de

Pernas…

De repente, hamacándose en esos recuerdos distantes,

una húmeda neblina cubrió los ojos del hombre que parecía

que dormitaba, al concluir que sobre ese Cardal de la

Estanzuela, había hincado a varias décadas su impresionante

feudo…

…He de necesitarlo –le dijo Oribe-, así como a todos

los hombres de energía y de acción con los cuales levantará

ese pueblo, en el que, no en tanto, debió esperar casi 8 años

hasta la caída de Montevideo. Que tan fácil le pareciera

todo en aquel soleado día de febrero en que, desmontando

con su escolta ante el saladero de los Fariña, pidió a su

dueño una posada para quince días, tiempo que hallaba

suficiente para prepara su ataque a Montevideo.

¿Pero cómo, si en esos 15 días no atacó la ciudad?

¿Pensó realmente Oribe rendirla por el bloqueo y el

hambre? Y eso que el General traía un ejército tan

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numeroso y aguerrido como nunca lo había visto ningún

campo Oriental.

En aquel entonces, ya se habían pasado siete años

desde cuando los hermanos Fariña lo recorrieron a caballo

por la primera vez, y comprobaron que ese campo era más

que bueno. Terreno raso, chirca, cardo, y un arroyo

cruzándolo. Doscientas seis cuadras con bajíos y quebradas,

tomando altura suavemente en medio de la loma. Enclavado

entre el Cardal y el Cerrito, lindaba con las chacras de los

Durán. Lo arrendaron por $500 a don José María Platero y a

don Domingo González.

Pero en el 43, esa Nueva Troya ya era otra cosa. Tenía

una instalación costosa. Postes de ñandubay; mangueras y

tendales de guayabo; alrededor del viejo ombú, 28 piezas de

severa edificación, con tejado de azotea, cornisa sin

adornos. Además, el floreciente saladero y todo lo demás.

Fue en aquellas 28 piezas de enorme capacidad, que el

General distribuyó las oficinas de sus Ministerios, la

Maestranza, la Imprenta del Ejército, la Comisaría… El

campo de los españoles Fariña fue ocupado

permanentemente por 600 infantes durante toda la duración

de la Guerra.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 431

Al fin de esta, el conflicto a los Fariña les habría

arrancado su negocio, una fortuna de un cuarto de millón de

pesos, y dejado el campo raso. Sin embargo, al morir

Andrés en junio de 1850, a su hermano Antonio le quedó el

honor de haber servido con devoción a una causa noble.

Al evocar esas reminiscencias, no nos quedan dudas

de que Tomás Basáñez fue uno de los principales puntales

en la Restauración. Tampoco habría dudado él, al iniciarse

el Sitio, de cuan cercana sería la victoria. Pero así que

corrían los años sin que se la anteviera, debió pensar que el

destino le ordenaba quedarse allí para siempre.

Habría deseado tal vez levantar en el Cardal un pueblo

que le recordara los cuentos de su padre sobre la costa

cantábrica: una gran iglesia de piedra, y a su alrededor

grandes casas de tejado y balcón saliente; angosta la calleja

con adoquines; los aleros arrastrando hasta la senda

enredaderas y sombras; un vago olor a humedad o de pasto

recién recogido, huyendo de los portalones; algún escudo

nobiliario sobre un dintel labrado. Pero todo era en fin, un

verdadero ensueño vasco.

La realidad fue otra. El conjunto de ranchos de adobe

tradujo hasta en su falta de alineación, el apuro con que fue

levantado; no existía la soñada iglesia de piedra; en su lugar

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oficiaba una pequeña capillita en medio de los naranjos; y

en vez de una población tranquila y soñadora, hervía el

gentío en el campamento en el medio del relámpago rojo de

los asaltos centellando en el horizonte, y el tronar de los

cañones resonando en el eco de la historia.

Para suerte suya, que unos años después apareció el

Coronel Reyes y sopló fuerte por sobre los terrones del

rancherío, y la Restauración apareció sobre el Cardal como

si esta surgiese bajo el ademan de un mago: casitas bajas,

agrupadas como por un sentido instintivo de mutua ayuda, y

en las cuales no debía respirarse otro aire que el íntimo de

los viejos hogares de la patria madre.

Fue en esa nueva Villa de la Restauración, ya nacida

adulta por un certero decreto, con sus casitas blancas y

puertas coloradas desparramándose hasta el límite del

campo; con sus molinos junto a los trigales; en un poblado

de surcos urbanos y gente antigua, que supo Tomás Basáñez

ser el patriarca que ese pueblo esperaba.

¿Pero cómo podía ahora en la vejez, olvidarse de los

otros; de aquellos desafortunados vivientes que el 3 de

noviembre de 1832, el General Fructuoso Rivera, mediante

el pago de treinta mil pesos, les otorga concesión a José

Vilaza, Domingo Vázquez y Juan M. De Silva,

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 433

concediéndoles derechos para que introdujesen a 700

negros, a fin de ser vendidos como esclavos? ¡Imposible!

Suerte que por un nuevo decreto del Gobierno

sitiador, emitido el 26 de octubre de 1846, el General Oribe

determinaba de forma rotunda: “Queda abolida para

siempre la esclavitud en la República”.

La ley fue dictada por el Brigadier en su cuartel del

Cerrito, y su firma fue acompañada por la de su Ministro

Bernardo Prudencio Berro. Sin embargo, el no olvidaba que

esa misma la norma había estado precedida por dos

decretos. El primero, durante la Presidencia del mismo

Oribe en 1835, cuando había prohibido el ingreso de barcos

con esclavos, y dispusiera que todos los negros fueran libres

y estuvieran bajo tutela para protegerlos hasta los 25 años

de edad:

“Desde la promulgación de la presente Ley,

entran al goce de su libertad todos aquellos

esclavos que no hayan sido emancipados de

derecho anteriormente, en virtud de la

Constitución, u otras leyes y disposiciones

anteriores y posteriores a ellas”.

Posteriormente, otra norma idéntica surgió en 1842,

cuando el entonces Presidente Suárez había abolido la

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 434

esclavitud. Pero nuevamente, el decreto había sido más un

deseo, que una realización posible de llevar adelante. No

obstante, ya pasados cuatro años desde aquel día, esta vez

Oribe lograba libertar definitivamente la raza oprimida.

Pero como en aquel momento el Gobierno del Cerrito

no disponía de tesoro, se estableció que el valor de los

libertados se declarase como deuda de la nación. “El Estado

la pagará después de la victoria” -les dijo el General-. Si en

verdad fue así, es de creer que bajo esta forma de

disposición, los amos de los esclavos se desprendieron de

sus negros de muy mala gana.

Pero no todos. Pues frente a esa actitud, contrastó la

que don Tomás Basáñez había formalizado junto al General

Oribe. Renunció por escrito a la indemnización debida,

arrastrando tras él, a don Pedro Olave, don Joaquín

Requena, don Norberto Larravide y don Cesario Villegas y

Luna, dueño de muchos negros en su establecimiento de

Pando…

Quien en ese momento estuviese a observar esa figura

dormilona del anciano bajo la sombra de fornido árbol,

fácilmente hubiese visto la leve sonrisa que

espontáneamente se le dibujó en la comisura de los labios,

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 435

pero seguramente no lograría descubrir el motivo que

originaba tal emoción. Su mente estaba distante…

…Una tardecita del mes de octubre de 1846, en el

caserón de la callecita del Colegio la fiesta ya llevaba horas

bajo la mancha blanca y rosada de los frutales floridos, por

eso, luego comenzaron a encenderse los farolitos de papel

que formaban alegres guirnaldas, mientras un ritmo del

candombe era arrancado de los tamboriles.

En la celebración de aquella distante tarde, el ébano

vivo de los congoleses, mozambicanos y molembos,

festejaban frenéticamente su nueva condición de seres

libres, con un candombe en agasajo y honor de su noble

amo.

Dicen que hasta el último rincón del pueblo llegó ese

día el enardecido eco de la tambora y de tamboriles, de la

marimba en el porongo, del mazacalle y de los platillos.

Cuentan que era una música enervante y triste –tiene que

serla por ser negra-, pues parecía llevar dentro un dolor de

siglos.

Había en todos ellos un explícito motivo para tamaña

alergia. Los que habían sido hasta ese día esclavos de don

Tomás, se embriagaron ante el buen amo y el grupo de

invitados que los contemplaban desde el patio, bajo la

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tienda fragante de la copa del tilo, con el rojo carlón y el

mareante vino de la libertad inesperada. Brillante era en los

oscuros rostros la blanca cimitarra de la risa negroide, cuyo

tremendo respeto de esclavo no había limado aun el tiempo.

La lozana doña Juana Illa y Viamont de Basáñez, la

determinada dueña de casa, lucía su extraordinaria

hermosura en medio de la preciosa corona de vivacidad

formada por sus hijas, en las que el timbre de la raza –

belleza y señorío-, estaba en todas bien marcado. Junto al

hidalgo señor de la casa, estaba la enjuta estampa del

General Oribe, el placentero rostro de don Carlos Anaya, el

sombrío de su pariente Villademoros, la nuca colorada del

cura Ereño.

Y como no podía dejar de ser, los ministros y otros

personajes de la Restauración también animaban el cuadro,

estando estos marginados por espectadores más humildes,

todos como embobados ante el grupo medido y lujoso de los

elegidos.

Mientras tanto, el tam-tam traía lágrimas, arrastraba

sangre. La rueda desconocía el descanso; no había una

pierna, un brazo inmóvil. Girando las cabezas, los negros

multiplicaban el palmoteo. Las ágiles manos de diorita

volvían sonoros los grandes mates con semillas secas. Los

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tambores, el rítmico zapatear, la grave alegría de los

desterrados, los saltos acrobáticos y las reverencias del

gramillero, el vino desbordado de las pipas, parecía que

hacían subir el fuego nostálgico en sus corazones, y pronto

los libertos olvidaban medio y espectadores, para entregarse

a revivir el ambiente natal.

Había benguelas, minas, y cabindas, pero todos eran,

al fin, un sólo negro, gemido echado al viento, por todos

aquellos que no podrían libertarse nunca.

Las viejas libertas, con sus anchas caderas y los

rebocitos rojos, agitábanse que ni niñas con la misma

agilidad de las muchachas nacidas en el país. Los hombres

de motosas cabezas ya con patillas grises, observando a un

lado, fumaban sus cachimbos, y emitían de vez en cuando

gritos guturales, mientras los jóvenes –verdaderas estatuas

de azabache algunos-, pitaban en chala, requebrando a las

negrillas de amplias polleras de percal y ajustada basquiña

que les marcaba los núbiles senos.

De repente, gana nuevamente sus oídos, aquella

misma voz que fragmentara el frenético ritmo de los

tambores. Era la voz de doña Mercedes Lasala que, con ojos

llenos de lágrimas, moviendo acompasadamente su gran

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abanico de carey, estaba a articularle aquella ida tarde, un

perentorio comentario:

-“Que obra la tuya, Tomás. Darles la libertad y

dejarlos a tu servicio con sueldo… Bien deben ellos

quererte de rodillas”.

Al escuchar la acotación de la digna dama, sin

necesidad de elevar la voz, le contestó el noble señor, grave,

pero sonriente:

-“Es mi deber humano, y bien cumplido, Merceditas”.

Mientras lo decía, perceptiblemente su mirada

buscaba con amor el rostro perfecto de su compañera, y las

juveniles cabezas de sus seis hijos. No buscaba

confirmación por lo dicho. Era feliz, sentía que el cielo lo

había colmado.

A todo eso, crecía el alboroto, la jarana, el ruido de

los instrumentos selváticos, pero en un descanso, pronto

surgió entre el grupo de los invitados, una morena con el

turbante de un pañuelo a cuadros, que llevaba

cuidadosamente un gran vaso de leche recién ordeñada,

espumosa y tibia. Cuanto más, acercóse de forma diligente

hasta el General Oribe, y le ofreció con gran respeto:

-“¿Lechita de la burra del señó Jefeamo?”.

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Tomólo don Manuel sin hacer cualquier remilgo, y

agradeciendo, le dijo:

-“Tu no te olvidas, Tomaza… ¿Está linda la mansa?”

-“Como el día de hoy…, mi Dios la gualde, señó”…

Con las Tablas de la Ley en la Mano

La tardecita del último día del año de 1872 aun estaba

cálida, y las ramas del formidable tilo que había en el patio

de la casona, insistían en proyectar perezosamente su fresca

sombra para proteger tan noble amo que, en su sillón de

mimbre, dormitaba ahora entre espectros de sueños añejos

de una reproducción de su vida…

…¿Donde abrevaban la justicia los pobladores del

Cardal? Gente de chacra y puestos, saladeristas, atahoneros;

pulperías de palenque, escuelita de diez niños; idilios de

reja; almas límpidas.

En el primer cuarto de siglo, aquello era campaña

pura, pero asonada en las puertas del Montevideo viejo. Era

tan solo campo surcado por cuatro arroyos con exiguos

núcleos de poblado para tanta extensión: Las Piedras,

Miguelete, Canelón Chico, Peñarol, Pantanoso, Toledo,

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Manga y Cardal. Eran jurisdicciones primitivas a las que

llamaban de “partidos”.

Un decreto de 1827 había nombrado a don Adrian

Ortiz, el Juez para mucha área y poca gente. Hasta 1835 no

se encuentra más nombre que el de éste, en una enorme

jurisdicción en la que cabía el antiguo caserío Cardal y el

restante de los partidos. Pero a partir de ese año, ya se

concreta un juzgado en el poblado de Manga, y allí

concurría ahora el vecindario del Cardal. Juan Pedro Oliver

es su primer Juez. Muchos nombres de otros jueces dignos

pasarían por allí durante los años siguientes.

Sin embargo, mismo con el Ejército Sitiador

acampado en los campos del Cerrito, hasta 1845 tampoco

había juzgado en el ya desorganizado pueblo del Cardal. No

en tanto, por avenencia del Gobierno del Cerrito, el 2 de

enero de ese año, el juez Francisco Farías firma el acta que

marcaría el nacimiento del juzgado del pueblo de la

Restauración.

A partir de ese día, dispuesto sobriamente en uno de

los ranchos del beligerante campamento, tuvo su sede el

nuevo juzgado durante tan solamente un mes, y hasta él, se

arrimaron los vecinos del Cardal en demanda de la Ley.

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¿Pensó realmente Oribe establecer en el Cerrito la

capital de su “Gobierno”, siéndole intolerable disponer para

residencia del mismo “la costa de un arroyo, o un molino de

viento?, como humorísticamente lo destacaba Florencio

Varela desde su “Comercio del Plata”. Tenemos que creer

que sí. Al menos, por el plano de del ingeniero Reyes en

1845, y por un aviso que salió en el “Defensor” en 1846,

ofreciendo manzanas en el nuevo “pueblo”, a 200

patacones, ¡y a plazos!, podíase atribuir que sí.

En ese momento inicial, un hombre de confianza de

Jefe, era quien estaba encargado de esa venta, que no

prosperó. Era don Francisco Farías, el primer Juez de Paz,

que en su instancia, supo alternar sus tares judiciales con

anotaciones de las ventas diarias en el campo recientemente

amojonado.

Una mañana se presentó a su despacho, don Felipe

Maturana, sargento mayor de caballería de línea, y Edecán

del Excelentísimo Sr. Presidente de la República,

reivindicando “en su nombre y en de los co-herederos de su

finada madre doña Josefa Durán y Pagola, las tierras del

Colorado, que decían suyas don Gregorio Quincoces”…, y

en la tarde de ese mismo día, el Juez que había recibido la

demanda dándole el trámite de práctica, anotaba en una

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libreta-registro la venta de la manzana 41, o el compromiso

por “el solar que enfrentaba a la portera de los Fariña”.

Para quien lo viese, no cabía recelo que la actividad

singular de ese hombre, y los relativos descansos de que

gozaba, le permitían ejercer la doble función. Su juzgado,

por otra parte, con el pasar del tiempo trabajaba un poco

menos cada día. Aumentaba la población y se eclipsaban los

pleitistas. Se explica. Los que en el campo sitiador

esperaron la instalación del juzgado para apagar en él su sed

de justicia sin contar mucho con la balanza “policial”,

fueron contemplados de entrada. Los pleitos, a partir de ahí,

tenían que disminuir.

Por otra parte, los demandantes del nuevo pueblo

también deponían un tanto sus pequeños rencores,

atemorizados por el trámite no siempre rápido, y por los

sellados. Porque hay que reconocer que el Cerrito usaba

sellados propios, impresos en su imprenta, y vendidos en el

Cardal, en la calle principal de la Restauración.

Pasado el primer mes, desde febrero de 1845, ya no

tenía don Francisco Farías su juzgado en el campamento

general del Cerrito. Ahora firmaba sus actas “en el paraje de

los Olivos”, en la antigua quinta de Tejada, situada en un

camino entre la Villa y el campamento. El paraje era

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pequeño, y el juzgado debió codearse con la capilla en la

que a veces el cura Ereño oficiaba sus misas, y con la

cárcel, junto al macizo de Ferreño.

Los cuatro años de su gestión judicial, Farías se lo

pasó en ese punto, una quinta de árboles pálidos y apacibles,

que tiene su salida fiscal en 1769. Pero el juzgado se iba

aproximando del poblado. Primero en el campamento,

después en los Olivos, hasta que en enero de 1849, se eligió

un nuevo juez, y el juzgado pasó directamente al centro del

pueblo. Precisamente a una de las habitaciones de la casa de

don Tomás Basáñez, en la calle del Colegio, entre los

naranjos y…

Al mediar 1849, el juez Farías le pasó finalmente su

sitial. Es de adivinar la alegría interior que sintió ese nuevo

buen juez Basáñez, cuando recién nombrado en el cargo,

obligó a Manuel Cachila a pagar a doña Florinda, no sólo

tres años de trabajos domésticos no satisfechos, sino

también cierta cantidad “para la cría del hijo que el

demandado había tenido con ella”.

Ciertamente era el mismo regocijo que sintió cuando

desestimó una querella de desalojo y cobro de pesos,

“porque tenía orden verbal del Presidente Oribe de proteger

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de todas maneras la familia de los individuos estaban en

servicio activo”.

La ley podía obligarlo, pero él encontraba siempre

manera de humanizar sus sentencias. Tuvo la intuición de

que podía ser, con las tablas de la ley en la mano, “tan justo

como inicuo”.

Si no lo fue alguna vez lo primero, nunca cayó del

todo en la verdadera iniquidad legal. Domó la ley siempre

que pudo. Así fue en el “pleito de la mula muerta”, en que si

el testimonio decisivo del pastoriador no pudo caer en la

balanza porque el muchacho tenia doce años, hizo pesar en

ella la sangre de la mula de doña Antonia, “totalmente

ultimada por el chuzazo de Gentil”.

Aunque la compasión fue el viso más definido de su

carácter, no utilizó jamás dos medidas. El desheredado

supo, sin embargo, lo que era la justicia distribuida por ese

hombre: una mano, que el pobre necesita, y la ley también,

porque a su contacto se humaniza. Y eso pasó con don

Tomás Basáñez sin desmedro de la justicia misma. Nunca

hizo pesar demasiado la piedad hasta convertir la sentencia

piadosa para el pobre, en un desequilibrio injusto para el

poderoso.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 445

Amigo íntimo del Dr. Capdehourat, amparó contra él

a su demandado –Petronilo Alonso. Compadre del doctor

Azarola, intercedió a favor de Mariano Pereyra en peregrino

expediente del 1851.

Detalle de la cuenta: “Por el viaje a caballo propio a la

estancia de los Burgueño, en el Mosquito, que dista 14

leguas, -cuatro patacones la legua- 56 patacones. Por la

operación del labio leporino; 34 patacones. Por permanecer

tres días en la estancia, cuidando, sangrando, aplicando

sanguijuelas al susodicho; 60 patacones”.

Modesto, en realidad el monto total. Pero la guerra

había arruinado las estancias, la época es terrible, y aunque

el Juez comprende la justicia de la demanda, intercede ante

el doctor Azarola, obteniendo para Pereyra, a quien no ha

visto nunca hasta entonces, una quita que aligera el alma del

buen juez.

Cuando dejó el juzgado en 1852, es de creer que debió

hacerlo con pena, por no haber podido doblegar siempre la

letra de la ley; por haber lastimado alguna vez la apariencia

de un derecho, o el haber sostenido, obligado, contra el

pobre, la pretensión del rico torpe, que disponiendo de “la

razón y de la piedad”, sólo ejerció la primera, porque la otra

pareció confinar con el despilfarro o con la flaqueza…

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Las Hojas del Árbol Comienzan a Caer

Todo duerme ya en la muerte y el tiempo… Apenas

puede darnos su crónica la historia, minuciosa espigadora.

Manos pulidas de los señores, encantos de damas muy

entendidas en ricas y autenticas elegancias, manos rudas de

los esclavos, humildes instrumentos de candombe, desfile

incesante de entorchados y sedas, rostros angélicos, caras

negras de expresión sumisa, poderío de don Tomás

Basáñez: casi todo ha desaparecido ahora, lenta,

oscuramente en un descenso igualitario hacia la sombra.

La memoria nada perezosa retrocede hasta un cierto

día de 1862, cuando una ignominiosa flecha comenzó a

doblar su sinecura y marcó la profunda herida que terminó

por arquear su destino: era el año en que murió su

compañera de toda la vida.

Hasta ese entonces, había sido asombrosa su actividad

y no hubo progreso local en que no se iniciara con él al

frente de los avatares.

Subdividió su feudo al llegar, y en los solares que

fueron suyos, edificóse la zona urbana del poblado. Regaló

al gobierno del Cerrito tres manzanas centrales para colegio,

iglesia y plaza. Estuvo junto a Larravide y a Fuentes, su

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consuegro, en el camino que hicieron para recorre los

ómnibus. Junto con don Norberto, también en la

construcción del ruedo español; y a don Lorenzo Cardona

en el molino de los fondos del templo. ¿Cuánto tiempo,

ya?... Ni lo recuerda el avejentado hombre.

…Sabe si, que salieron del horno suyo, los enormes

ladrillos con que se levantó la Unión; de sus saladeros, la

carne para la tropa sitiadora; y de su quinta de la Grasería,

el aceite de potro y las velas con que se alumbró durante

tanto tiempo la población naciente. Fueron suyas también

las piedras para calzar las desnudas calles del Cardal, que

desde 1866 se la arrancó Diego J. Martínez a la cantera de

Basáñez.

Un campo de varias hectáreas le servía de límite.

Campo quebrado, dejaba ver, de trecho en trecho, la piedra

de su entraña. Diego Martínez inició una rápida inspección

por las lomas del campo de don Tomás, hasta que halló a

flor de tierra la piedra que buscaba. Se la dio en concesión

al señor Castellanos para iniciar lo antes posible el acuñado

de las calles…

Sus últimos años lo ataron a su recuerdo. Hasta ese

día, don Tomás había sido un hombre como muchos,

apasionado y virtuoso. Había conocido el amor y la

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ambición; pero llegó el momento en que vio extinguirse lo

primero, y lo otro, penoso también, de ver satisfecho lo

segundo, sin sentir alegría...

…En ese derradero momento había pasado de los 65 y

su cuerpo aun se sostenía erguido, tersa la faz, apenas algún

poco de gris en las sienes. Tenía la ambición satisfecha, y

una hermosa familia crecida en la opulencia y en la ternura

hogareña. Era joven. Se sentía joven, esperanzado todavía.

Libre ya de las turbulencias pasionales, su dicha era

reposada.

Ese hombre avanzaba en la vida tan lentamente, que

sólo los que dejaban de verlo por largo tiempo, se daban

cuenta del cambio de su fisonomía. Basáñez parecía

estancado en la edad indefinida, pero lejos de la vejez.

De pronto, en una semana, fue capaz la mezquina

neumonía de arrebatarle a Juana, su adorable compañera; y

en esa semana de 1862, desapareció de golpe la ficticia

juventud de ese hombre. Ocho días fueron suficientes “para

apagar una mirada”, para que una espalda se encorve. El

viejo estaba dormitando en ese joven, y no necesitó una

enfermedad para despertarlo, bastó sólo con una desgracia

para doblarle el alma.

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Alguien ha lamentado no haber escrito la fabula del

árbol que quiso guardar sus hojas. Le fue fácil en el estío,

pero cumplido el plazo inflexible en que deben caer,

entonces, a pesar de sus esfuerzos por conservarlas, estas

huyeron en remolino, y el árbol pudo ver en el arroyo su

oscuro esqueleto, idéntico al de los otros a los cuales

hubiera no deseado asemejarse nunca.

Basta una sola tormenta para desnudar un tronco, para

envejecer un alma. Ese año, fue aquel en que don Tomás

Basáñez se convirtió en un cartujo.

Un Otro Sueño Se Apaga

Los ojos del anciano parecían estar cerrados en un

veladuerme vacilante, sin embargo, no dormía. Recuerdos

de voces lejanas retumbaban en su mente. Eran las antiguas

reuniones organizadas por sus hijos en los salones del

casaron, o en el patio de la quinta…

…Cuantas grandes damas circulaban en los diversos

cenáculos que allí eran organizados: Juana Illa y Viamont

de Basáñez, María Hines de Larravide, Teodora Lima de

Vilaró, Ana Rella de Bianqui, Clara Sierra de Díaz,

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Manuela Rama de Pijuán, Francisca del campo de Arboleya,

Bernarda Aguirre de Fernández, Paulina F. de Díaz, Felipa

A. de Segundo, Gregoria Pérez de Vila, Celmira Iriarte de

Ressing, Belarmina U. de Ribas, Dolores N. de Iriarte,

Carmen A. de Arboleya. No en tanto, otras veces allí

concurrían distintas destacadas damas del vecindario, como

doña Agustina Contucci, la esposa del General, Fátima Díaz

de Acevedo, madre de Eduardo Acevedo Díaz, y Manuela

Gómez de Visillac, madre del General José Visillac.

Seguramente que aquellos fueron días de tertulias

inolvidables. Algunas veces solían ser bailes al que asistía el

mundo social de aquel pueblo, y organizados en las casa de

uno u otro, para distraer las sílfides radiantes y hermosas

hijas de estos nobles.

Sin embargo, ese domingo que ahora merodeaba sus

recuerdos, traía a flote una selecta peña de mozos que se

habían agrupado en la quinta de don Tomás, y en ella

explayaban sus risas y conversaciones alrededor de Adolfo,

hijo del amo dueño de casa. Porque Adolfo León Basáñez

Illa acababa de recibirse de Doctor en Jurisprudencia.

Era el grupo de los graduados de 1854, y en él estaban

junto al anfitrión: Plácido Ellauri, los hermanos Eustaquio y

Domingo Gounouihou, como él, también doctores en

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jurisprudencia. Los acompañaban Idelfonso y Doroteo

García Lagos, Mariano Ferreira y José Pedro Ramírez,

todos ellos bachilleres.

-¿Quién sabe un día también no será Juez?

Seguramente un gran futuro lo espera… -pensó don Tomás

para sí, mientras se distraía con el jolgorio de los visitantes.

Al año siguiente, más precisamente el 24 de enero de

1855, Adolfo León Basáñez contraía matrimonio con

Mercedes Fuentes Méndez Caldeira, y pronto le vendrían al

matrimonio sus cachorros. No obstante, este no había sido

el primero de los hijos a casarse. El mes de julio de 1850 ya

lo había hecho Carolina, y el 3 de marzo de 1853, había sido

la vez de Rosa Felipa.

En ese entretanto posterior al casamiento, su hijo se

entretuvo, entre otras cosa, a ejercer la abogacía y en la

ayuda con la administración de los negocios de la familia,

mientras de reojo acompañaba atentamente los acalorados

vaivenes de la política de aquel entonces. Así fue hasta que

el 8 de mayo de 1858, entró por la puerta grande de la

política, y fue elegido Legislador asumiendo su lugar en la

Cámara como Diputado por Minas, en un mandato que se

extendió hasta el 14 de febrero de 1861.

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Las referencias y exámenes de los postreros años que

se siguieron a su época legislativa, muestran que pronto los

hechos le consignan interesantes triunfos en el ámbito

público y jurídico, pero al saber el desenlace de los

acontecimientos finales, podemos conjeturar que Adolfo se

mantuvo muy próximo de las vicisitudes políticas y de los

avatares que enfrentaba el Partido Blanco.

Consta en los anales de la historia, que el 5 de marzo

de 1870 marca el inicio de la denominada “Revolución de

las Lanzas”, una nueva sublevación desencadenada por los

Blancos contra la política del entonces Presidente Lorenzo

Batlle, y con la finalidad de obtener representación en el

Parlamento, así como para “hacer respetar las

prerrogativas del ciudadano amante del orden”. En ese

momento, Adolfo tampoco se mantuvo al margen de los

hechos.

Liderado el levantamiento por el General Timoteo

Aparicio, éste rápidamente expresa en su proclama:

“Compatriotas: después de cinco años de

persecuciones, de ostracismo, de martirios,

tomamos las armas respondiendo a vuestros

votos, inspirados por el sufrimiento de la patria”.

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El ejército revolucionario del Partido Nacional,

contaba en sus columnas con un número cercano a los 6 mil

hombres, y en sus filas estaban engajados jóvenes como

Lussich, Juan Ganzo Fernández, y Aparicio Saravia da

Rosa, -ambos con 14 años-, y el propio Coronel Adolfo

León Basáñez, entre muchos de los otros bravos que, aun

vivos, continuarían a pelear en las revoluciones posteriores

hasta la definitiva de 1904.

Dando secuencia a los hechos de ésta revolución, el

28 de mayo de 1870, Timoteo Aparicio, en el paraje

conocido como Espuelitas (Lavalleja), enfrenta a las fuerzas

del gobierno comandadas por Manuel “Manduca” Carbajal.

Este fue el primer combate de la llamada “Revolución de las

Lanzas” y fue victoria de Aparicio.

Lo que fue registrado como Revolución de las Lanzas

(1870-1872), o recordada por otros como la montonera en

que los insurrectos “blancos” dirigidos por el caudillo

Timoteo, originó destacadas batallas como: la del Paso

Severino, la del Corralito, la toma de la Fortaleza del Cerro

de Montevideo, la batalla del Sauce, la de Manantiales, la

de la Unión, y un sinfín de refriegas menores realizadas en

esos dos años.

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Pero por fin llega el día en que ambos lados deben

buscar la concordia, y el 10 de febrero de 1872, en Buenos

Aires, representantes de los desafectos suscriben la

Convención de Paz. Estaban presentes el Dr. Carlos

Tejedor, Ministro de Relaciones Exteriores de la República

Argentina; el Dr. Andrés Lamas, agente confidencial del

Gobierno uruguayo; y los doctores. Cándido Juanicó, José

Vázquez Sagastume y D. Estanislao Camino, como

comisionados de la revolución.

La misma acta es ratificada por Coronel Timoteo

Aparicio el día 22, pero al surgir diferencias, se debieron

continuar las negociaciones hasta el mes de abril de ese año,

donde ambas partes firman el documento final en que se

acuerda la paz. De manera verbal, finalmente se concedió al

Partido Blanco, cuatro Jefaturas Políticas del País.

Finalmente, el día 6 de abril de 1872 se firma lo que

convinieron llamar de la “Paz de Abril”. Por ella:

“Los Orientales renuncian a la lucha armada y

someten sus respectivas aspiraciones a la decisión

del País, consultado con arreglo a su Constitución y

a sus Leyes por medio de elecciones para la

renovación de los poderes públicos”.

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La fórmula definitiva fue suscrita por los Ministros

del gobierno uruguayo: de Guerra, Marina y Relaciones, y

de Hacienda, representados por el Dr. Emeterio Regúnega,

General Juan P. Rebollo y Dr. Ernesto Velazco,

respectivamente; por el Cónsul General argentino, Don

Jacinto Villegas en representación de su gobierno mediador;

y los comisionados de la Revolución, Coronel José G.

Palomeque y Don Estanislao Camino.

Al licenciar sus tropas, el General Timoteo Aparicio

se expresó en éstos términos:

“Vuestros sacrificios no han sido estériles.

Hemos conseguido para el país una situación

que puede llegar a ser el más completo triunfo

de nuestro programa revolucionario.

Si como lo creo firmemente, el sufragio popular

ante el cual hemos inclinado nuestras armas,

llega a ser una verdad en todo el país; si la

reconstrucción de los poderes públicos y el

tener por única base la voluntad nacional

libremente expresada en las urnas electorales

se realiza, podemos decir con orgullo que la

victoria ha sido nuestra, sean cuales fuesen los

hombres o los partidos que vayan al poder

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llevados por la práctica de las instituciones

democráticas. Finalmente los exhortó a

mostrarse “tan grandes ciudadanos en las

urnas como generosos y valientes en la pelea”.

Pobre y valiente Coronel Basáñez, uno de los

aguerridos comandantes del ejército revolucionario. Caro le

costó la satisfacción de participar en esas contiendas, y la

complacencia de sentirse un victorioso al fin de las mismas,

pero quiso el destino que en la refriega conocida como de

las Tres Cruces, ocurrida un poco antes de ser firmado el

armisticio, cayera mortalmente herido.

Sin embargo, hubo un tiempo después de la muerte de

su amada Juana, en que pudo creerse como una reacción de

ánimos, en la cual don Tomás pareció interesarse por los

triunfos de su hijo.

En su momentos, había llegado a ser un distinguido

abogado, agente fiscal, representante del Partido Blanco en

la Cámara Baja, llegando inclusive a parecerle que, en ese

ritmo, escalaría rápido muchas otras posiciones importantes

en la vida política del país, pero vino la revolución, y ahora,

el cuerpo ya rígido de su hijo estaba, ante sus ojos, siendo

enterrado con honores al día siguiente de la escaramuza…

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Ahora don Tomás, ya de cuerpo y alma envejecidos

por el tiempo y otras penas, sintió que su cartujo se le

encorvó más todavía.

No hay Quejas… Sólo Resignación

El mes de febrero de 1873 continúa presentándose

cálido y húmedo, y como siempre, el anciano sigue sentado

bajo el tilo, entregándose a reminiscencias que le permiten

soñar y dialogar silenciosamente con sus queridos

fantasmas…

…Salía tan sólo para llegar hasta el templo, en cuyo

altar propio, hincaba la rodilla, aflojando el alma. Todas las

hijas habían pasado bajo esa bóveda de la catedral de San

Agustín, para salir después, radiantes, bendecida la boda

suntuosa.

Del fresco ramillete de doncellas que había poseído,

hacía muy poco tiempo (1867), que Ruperto Butler de las

Carreras había escogido a su hija Valentina, nacida en 1834;

en 1853 había sido Alfredo Pochet quien se casó con Rosa

Felipa, nacida en 1830; Carlos Beherens había desposado a

Carolina Emilia en 1850, la primera de sus hijas (nacida

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1828); y por fin, Ángel Verde, en 1872 se había casado con

Juana Brígida, nacida en 1832.

Sufrió ese padre los sucesivos desgarramientos que

los casamientos provocaban, pero estos eran amortiguados

con un pedido tierno:

“que se fueran al nido nuevo, pero siempre que

se anunciara un heredero, debía regresar la

pareja al caserón antiguo”.

Luego los nietos fueron llegando al mundo en el

mismo lecho de la abuela patricia, en la pieza cuyo ventanal

se abría bajo la sombra veraniega de los parrales, oficiando

en el trance la única comadrona de pueblo; el mismo fuego

en la chimenea, siempre intacto el artesonado de duras

vigas.

Desde siempre, a don Tomás le había gustado de ver a

los de su sangre recorriendo el camino por el cual él

ciertamente no volvería más. Pero se vino la sublevación de

los comandados por Timoteo, y el doctor Basáñez,

comandante revolucionario, ya no estaba más entre los

vivos.

Desde mucho tiempo antes, se había acostumbrado a

no llevar en cuenta a Julián, que muy joven había partido

sin llegar a alcanzar el uso de la razón, pero después del

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maldito infortunio de 1870, le quedaba ahora, único báculo,

el hijo de su nombre de pila.

Pero Tomás Basáñez Illa se fue también, se le había

ido llevando envuelto en nieblas el espíritu. Apenas algunos

años antes, éste se había casado con Josefa Barrera Benítez.

Ahora le restaba al abuelo la infancia de Ecilda, un abuelo

que ya tenía los cachorros de Adolfo para cuidar.

Los pequeñuelos, aun los huérfanos más sagrados, no

bastan. El triste abuelo no está dispuesto a jugar con ellos, a

descender hasta su edad, a contarles cuentos, siempre los

mismos, a escuchar de sus labios incontaminados las

deliciosas confesiones.

Ahora está solo Basáñez, definitivamente solo. Ya no

conseguían los íntimos cambiar su habitual actitud:

reconcentrado y silencioso, parecía no conservar fuerzas ni

para sufrir.

Ahora sí conoce la indiferencia del alma. Ahora sí, el

antes altivo terrateniente que pudo disponer de su feudo

para regalarlo al gobierno de su partido, es en definitiva el

viejo Basáñez.

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Cae la Última Hoja

Así marchaba ese mismo mes de febrero en una

conclusión sin dilación. Los lazos que podrían atar al

anciano a la vida, no se mantienen a su lado todos los

momentos. En la laguna de la quinta sus ojos contemplan

ahora el tronco desnudo de sus días. Se han desprendido su

rama muchas hojas: Juana, la compañera perfecta; Adolfo,

el que debió esclarecer el respetado nombre vasco; Tomás,

escapado por la puerta de la locura.

Don Tomás ha puesto definitivamente todo el afecto

en esas sombras y ya no teme más la muerte.

En sus nostálgicos sueños bajo el tilo, lo rodea la

antigua atmosfera familiar. La casa no ha cambiado; en

tantos años nunca dejó la glicina de tirar un ramo por

encima del muro; a esta hora del atardecer, tía Maruka

siempre encendía los candelabros antes de acostumbrarse

con la novedad de la lámpara. Esa luz ayudaba a iluminar

sus queridos fantasmas del pasado.

Pero ahora ni el padre Gadea, ni el doctor

Capdehourat consiguen arrancarlo a sus pensamientos. Por

esa puerta se ha colado tantas veces el frio, tantas veces el

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viento… Por ella llegó el Amor hasta su casa dichosa. Por

ella también ha de venir luego el eterno sueño…

En los momentos finales tiembla el corazón del

hombre que no está seguro de haber vivido… porque sabe

que ha sobrevivido.

Finalmente el campanario de la iglesia San Agustín,

apadrinados años antes por su gran amigo Pedro Olave,

hace redoblar intensamente los carillones con un retumbo

afligido, entristecido, quien sabe, por ansiar querer avisar a

los vecinos de la Villa de la Unión, que finalmente ese 27

de febrero de 1873, fallecía don Tomás Basáñez en la quinta

de un pueblo que supo construir.

Ese día partía hacia el nirvana, el alma de un hombre

que hacía 77 años había nacido con el albur de dejar la

marca, que si no fue con el abolengo de su apellido, al

menos supo dejar un pueblo que se convirtió eternamente en

ciudad.

Sus ojos no alcanzaron a ver, cruzando la Villa, el

penacho de humo blanco del Ferrocarril a Pando, pero igual

quedaron a su partida, sus infatigables esfuerzos a favor de

esa mejora para su comunidad.

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(*) Adaptación con alguna corrección e disquisición adicional,

del texto original de algunos capítulos de Aguafuertes de la

Restauración –Luis Bonavita

Una Otra Semilla del Viejo Árbol Euskaro

Los pocos bienes que aun habían quedado de

propiedad de don Tomás, luego fueron siendo vendidos por

su familia durante la década siguiente, hasta que su nombre

se restringe solamente a recordarlo en el Uruguay, como

identificación de una apacible calle que bordea el lado

derecho del Cementerio del Buceo.

Sin embargo, la misma llama entusiasta que había

venido casi un siglo antes desde aquel lejano pueblito de

Erandio, no se había apagado aun en el Uruguay, porque el

día 11 de octubre de 1891, ella vuelve a reaparecer en

escena durante un fracasado intento revolucionario del

partido blanco, que había sido perpetrado contra la

conducción del Presidente Dr. Julio Herrera y Obes.

Cuenta la historia que desde el mes de agosto del

1891, ya se venían reuniendo clandestinamente los

complotados, cuyo grupo principal lo integraban el Dr.

Duvimioso Terra, el Dr. Pantaleón Pérez, y los Sres.

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Ventura Gotuzzo, Antenor Pereira (diputado por

Montevideo 1899-1902), Manuel Barreto, Benito Montaldo

(diputado por Cerro Largo 1919-1923), y Juan Cruz y Costa

(diputado por Florida 1870-1873).

Las ideas de estos hombres fueron macerando en un

caldo de desconforto, hasta que cierto día, los Coroneles

Valentín Martínez, Roberto Usher y Andrés Klinger fueron

abordados por los revolucionarios, solicitándoles para que

ellos y sus comandados participasen en el complot que

estos estaban gestando. Una vez aceptada la propuesta, de

inmediato, ellos comunicaron al gobierno cuales eran los

intencionales planes del grupo revoltoso.

Julio Herrera y Obes, con el pensamiento abstraído,

les agradeció por la información, y los instruyó para que

participaran de esa maquinación y prontamente le

notificaran de todos los detalles del mismo.

Y así ocurrió hasta el día en que se llevaría a cabo la

acción, donde el Coronel Usher quedó encargado de detener

con voz de prisión, al Dr. Terra, a Ventura Gotuzzo y al Dr.

Pantaleón Pérez.

Por otro lado, ese mismo día, en la esquina de las

calles 8 de octubre y Comercio, (otros afirman que fue

frente a la confitería La Liguria), en pleno corazón del

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barrio de la Unión, se había establecido el grupo armado de

los revoltosos, formado por gente de la “Sociedad de

Socorros Mutuos del Partido Nacional”, una entidad que

había sido fundada por el propio Dr. Pantaleón Pérez,

médico filántropo de gran arraigo en la zona de la Unión.

En el desarrollar de la refriega, este grupo fue atacado

casi de sorpresa por un escuadrón del batallón Nº 4 que ya

esperaba por los acontecimientos, y en el transcurso de la

violenta escaramuza, terminaron cayendo muertos los

ciudadanos nacionalistas Adiamantino Fernández, Miguel

Stella y Manuel Adhemar Cordones.

Hubo también varios heridos, en donde, entre los de

más gravedad, se encontraban: Pablo Montes de Oca, Juan

Reboledo, Rodolfo Horne, Lindero Spikerman, y Heraclio

Basáñez, un pariente de don Tomás, el mismo patriarca del

barrio-pueblo.

Posteriormente a la intentona, el Dr. Pantaleón Pérez,

ya preso en el cuartel, intentó evadirse y murió tras ser

baleado por la guardia.

Pinzando el nombre de este emparentado, apreciamos

que cinco años después de ocurrido el hecho, el mismo

muchachote que participara ardientemente en el fracasado

intento revolucionario, y para ser más exactos, el día 8 de

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octubre de 1896, comparecería a la dependencia del

Registro del Estado Civil, para registrar que: “a las seis y

media de la mañana del día 30 de septiembre del mismo

año, había nacido Juan Carlos Basáñez Aguirrezabala, hijo

de Heraclio Basáñez Hijo, oriental, empleado de 28 años, y

de Ignacia Aguirrezabala, oriental de 23 años. Vivian en la

calle Cerrito nº 15”, (en el perímetro de lo que había sido el

casco del Montevideo viejo).

Consta en el registro, que los abuelos Heraclio R.

Basáñez de 49 años, y Rosa Pérez de 48 años, vivían en la

misma finca del declarante, y del lado materno, Ignacia

Echabeguren de 50 años, viuda, era domiciliada en el

Departamento de Tacuarembó.

Fueron testigos del registro: Isidro Fynn Hijo, oriental

de 28 años, domiciliado en la calle Buenos Ayres 75;

Eugenio Fazio, italiano de 26 años, domiciliado en Misiones

167 (todas calles del perímetro de la antigua Ciudadela).

Firmó el acta en el 16vo., al margen número 432 del libro,

Cipriano Martínez, Juez de Paz de la 2da sección del

Departamento de Montevideo.

Lo que nos consta en el documento, es que estos

sucesores del apellido, eran descendientes directos de

Francisco, el hermano menor de Tomás, que si no tuvo la

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misma presteza de su consanguíneo en lo material, por lo

menos permitió que la rama de los Basáñez continuase a

echar raíces en los siglos subsecuentes en la tierra que don

Manuel un día supo escoger.

Ciertamente no fueron muchos, porque el recién

nacido, Juan Carlos Basáñez Aguirrezabala, fue único hijo

varón de ese último casamiento del siglo XIX, y también

tuvo él, y sus descendientes, un único hijo varón en cada

una de las generaciones postreras que llegan hasta los días

de hoy.

De él vinieron en descendencia directa: Juan Carlos

Basáñez Mannocci (1926-1988), Carlos Guillermo (1949),

Jorge Daniel (1970-2003), Guillermo Diego (1970), Rafael

(1980), y una última generación formada por Leonardo

(1999 - Erexim -RGS. BR), y Eduardo (2005 - Porto Alegre

- RGS. BR).

Igualmente, de Teresita de Jesús, una hija viuda

nacida de Juan Carlos Basáñez Mannocci, en Florianópolis,

Brasil, están sus hijos: Raúl (1982), Juan Carlos (1987) y

Víctor (2000).

Lamentamos que por la falta de documentación

comprobatoria, aun haber quedado en el tintero varios

enigmas sin desvendar, de manera que, una vez

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esclarecidos, estos pudiesen enriquecer aun más al noble

don Tomás, hombre de tan distinguido apellido vasco que al

día de hoy, se restringe a la nomenclatura de una calle

montevideana, y el nombre de un club de futbol de la liga

de Montevideo (fundado en 1920), con sede social en el

famoso barrio de La Unión, el cual, por homenaje a este

ilustre fundador de la Unión, lleva el apellido en su escudo,

y los colores de la bandera vasca en su uniforme.

Saque pues el lector algunas conclusiones del

entresijo que aún falta desvendar, como:

-¿Ocurrió de tal forma la venida del patriarca

don Manuel a tierras del Plata a fines del siglo

XVIII?

¿Su unión matrimonial estuvo revestida de

alguna trama o contrariedad enigmática?

¿La fortuna atesorada por don Tomás, era

parte del espolio resultante del General Viamonte,

abuelo de Juana?

-¿Fue don Tomás un visionario inversionista

que se anticipaba a los eventos, o un simple

pancista a la sombra de los acontecimientos?

-¿Sería él, un mero servil a los intereses de

otros, y del suyo propio?

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-¿Fue realmente un Juez “tan justo como

inicuo”?

-¿Sería su hermano Francisco, por haber

permanecido viviendo en la entonces Ciudadela

sitiada, un adversario político que habría actuado

en las huestes de Rivera, o del partido Colorado?

-¿La lapidación de las fortunas de todos los

mayorales del Cardal, ocurrió por imprevisión de

los mismos, o por causa de un ajuste de cuentas

por parte de los gobernantes del partido opositor

(colorados), que rigieron el país después del

armisticio de 1851?

Ciertamente estas cuestiones permanecerán en

suspenso en la mente del lector, ya que en este relato

histórico donde es necesario imaginarse el pasado,

germinarán otras encrucijadas en la que surgirá la duda, y

otros hechos pueden quedar ocultos por la evidencia de la

propia acción, donde concluyentemente se deformará la

cualidad humana, permitiendo florecer hesitaciones y

contradicciones de pensamientos.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 469

BIBLIOGRAFIA

-Aguafuertes de la Restauración y Sombras heroicas, de

Luis Bonavita; Montevideo. 1943 y 1945.

-Cobre Bruñido. Evocaciones de la Restauración, de M.

Ferdinand Pontac (Luis Bonavita). Montevideo. 1962.

-Historia urbanística y edilicia de la ciudad de Montevideo,

de Hugo Baracchini y Carlos Altezor. Montevideo, 1971.

-Apuntes para una historia de la Unión, de Rubens D.

Calabria; Montevideo. 1984.

-Diagnóstico para la revitalización del barrio de la Unión.

Montevideo. Instituto de Teoría de la Arquitectura y

Urbanismo. Facultad de Arquitectura.

-Los barrios de Montevideo. 2/La Unión, de Aníbal Barrios

Pintos y Washington Reyes Abadie. Montevideo. 1991.

-La Unión, de Fernando Assunção e Iris Bombet Franco.

Cuadernos de la Fundación Banco de Boston. Serie

Montevideo. Nº 3, 1991.

-Historia de tres nombres (Del Cardal, De la Restauración,

de la Unión), de Juan Carlos Lazzarino. Montevideo. Abril

de 1995.

-Villa de la Unión (grabaciones). Libretos de Juan Carlos

Lazzarino. Montevideo 1995. (Material cedido por el Dr.

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 470

Ubaldo Delorenzo Violante, junto a un completo dossier de

boletines e informes de la Comisión de Fomento de la

Unión).

-Blog Agenda Blanca

http://agendanacionalista.blogspot.com

-Blog Geneanet http://gw5.geneanet.org/index

-Biografías de los principales personajes de la historia

montevideana - Wikipédia

-Prosopografía de la emigración vasca, y libro de los linajes

T.2 – Ricardo Goldaracena.

-El Observador, de Montevideo –Crónicas de Lincoln R.

Maiztegui Casas

-“Memorias del Dr. Domingo Ordoñana”, con introducción

y comentarios de José María Rosa.

-Grupo Estudios y Reconocimiento Geográfico del Uruguay

G.E.R.G.U. Luis Moresco

-Almanaque del Banco de Seguros del Estado - años

1975/76 de Aníbal Barrios Pintos

-Mapas cartográficos reproducidas del sitio

fortalezasmultimidia.com.br

- Los Barrios de Montevideo – La Unión – Aníbal Barrios

Pintos / Washington Abadie.

-Sitio del Foro Candombeando - Relatos de César di Candia

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-Informaciones colectadas de los escritos de Ruben

Borrazás

-Post Taringa - Cissol 100

BIOGRAFÍA DEL AUTOR

Nombre: Carlos Guillermo Basáñez Delfante

País de origen: República Oriental del Uruguay

Fecha de nacimiento: 10 de Febrero de 1949

Ciudad: Montevideo

Nivel educacional: Cursó primer nivel escolar y secundario en

el Instituto Sagrado Corazón.

Efectuó preparatorio de Notariado en el

Instituto Nocturno de Montevideo y dio

inicio a estudios universitarios en la

Facultad de Derecho en Uruguay.

Participó de diversos cursos técnicos y

seminarios en Argentina, Brasil, México y

Estados Unidos.

Experiencia profesional: Trabajó durante 26 años en Pepsico & Cia,

donde se retiró como Vicepresidente de

Ventas y Distribución, y posteriormente, 15

años en su propia empresa. Realizó para

Pepsico consultoría de mercadeo y

planificación en los mercados de México,

Canadá, República Checa y Polonia.

Residencia: Desde 1971, está radicado en Brasil, donde

vivió en las ciudades de Río de Janeiro,

Recife y São Paulo. Actualmente mantiene

residencia fija en Porto Alegre (Brasil) y

ocasionalmente permanece algunos meses

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al año en Buenos Aires (Rep. Argentina) y

en Montevideo (Uruguay).

Retórica Literaria: Elaboró el “Manual Básico de

Operaciones” en 4 volúmenes en 1983, el

“Manual de Entrenamiento para

Vendedores” en 1984, confeccionó el

“Guía Práctico para Gerentes” en 3

volúmenes en el año 1989. Concibió el

“Guía Sistematizado para Administración

Gerencial” en 1997 y “El Arte de Vender

con Éxito” en 2006. Obras concebidas en

portugués y para uso interno de la empresa

y sus asociados.

Obras en Español: Principios Básicos del Arte de Vender –

2007

Poemas del Pensamiento – 2007

Cuentos del Cotidiano – 2007

La Tía Cora y otros Cuentos – 2008

Anécdotas de la Vida – 2008

La Vida Como Ella Es – 2008

Flashes Mundanos – 2008

Nimiedades Insólitas – 2009

Crónicas del Blog – 2009

Corazones en Conflicto – 2009

Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol.

II – 2009

Con un Poco de Humor - 2009

Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol.

III – 2009

Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol.

IV – 2009

Humor… una expresión de regocijo - 2010

Risa… Un Remedio Infalible – 2010

Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol.

V – 2010

Fobias Entre Delirios – 2010

Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol.

VI – 2010

Aguardando el Doctor Garrido – 2010

El Velorio de Nicanor – 2010

La Verdadera Historia de Pulgarcito - 2010

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Una Flor Blanca en el Cardal Página 473

Misterios en Piedras Verdes - 2010

Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol.

VII – 2010

Una Flor Blanca en el Cardal - 2011

Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol.

VIII – 2011

¿Es Posible Ejercer un Buen Liderazgo? -

2011

Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol.

IX – 2011

Los Cuentos de Neiva, la Peluquera - 2012

El Viaje Hacia el Real de San Felipe - 2012

Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol.

X – 2012

Logogrifos en el vagón del The Ghan -

2012

Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol.

XI – 2012

El Sagaz Teniente Alférez José Cavalheiro

Leite - 2012

El Maldito Tesoro de la Fragata - 2013

Carretas del Espectro - 2013

Representación en la red:

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